Ediciones de La Discreta

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LA INDISCRETA
REVISTA LITERARIA DIGITAL DE LA DISCRETA ACADEMIA
NÚMERO 1
EDICIONES DE LA DISCRETA, MARZO DE 2012
Nº 1: marzo de 2012
La Indiscreta en la red: www.ladiscreta.com/laindiscreta
© Los autores
© Ediciones de La Discreta S.L.
Dirección: Juan Varela-Portas de Orduña
Comité de redacción: Emilio Gavilanes, Luis Junco, Santiago López Navia
Realización de cubierta: Tamarán Junco
Diseño gráfico: Juan Varela-Portas
Diseño web: Dizzain.com & CreativeCocos.com
ISSN electrónico: en tramitación
ISSN en papel: 2254-254X
Depósito legal: en tramitación
Ediciones de la Discreta S.L.
c/ Arroyo de los sauces, 14, 3.º-2
28430 Alpedrete (Madrid)
Tel.: 91-8515083; 625555882
www.ladiscreta.com
e-mail: administracion@ladiscreta.com
Impreso en España / Printed in Spain
PRESENTACIÓN
Para quienes participamos en el colectivo editorial y artístico de La Discreta Academia el hecho
de que La Indiscreta, nuestra revista literaria digital, salga por fin a la luz es uno de los mayores motivos de satisfacción de los muchos que el proyecto cultural discreto nos ha dado a lo largo de sus
trece años de andadura. Ha sido La Indiscreta primero una aspiración largamente acariciada y después un plan concreto que ha tenido que enfrentar diferentes problemas, surgidos casi todos de
las limitaciones temporales y, por qué no decirlo, también de fuerzas, que van aparejadas al trabajo
voluntario, sin ánimo de lucro, y a la fértil abundancia de ideas, que caracterizan La Discreta.
Pero por fin ya está aquí, con la intención de alcanzar una periodicidad bianual, y la tenemos en
nuestras manos, o delante de nuestros ojos, en cuatro formatos distintos: página web en forma de
blog, es decir, con la posibilidad de que quienes la lean añadan sus comentarios a las obras publicadas; formato Pdf, por si se quiere imprimir; formato Epub para pasarla al lector electrónico o
cualquier otra de esas maquinitas infernales que pueblan nuestros días; y finalmente, el tradicional
papel, que, por razones obvias, obliga a quien quiera tenerlo a pagar una cantidad de impresión y
envío.
Es importante señalar, antes de continuar, que nada de esto hubiera sido posible sin el trabajo
esforzado (voluntario y añadido al suyo propio) de Juan Capristán, responsable de la página web
de la revista, y a quien queremos agradecer vivamente porque sin él difícilmente hubiésemos sido
capaces de sacar adelante esta nueva publicación.
En La Indiscreta queremos dar cabida a textos literarios inéditos necesariamente breves, o al
menos no muy extensos, de cualquier género (relato, poesía, ensayo y teatro) y de personas que tengan ya alguna obra publicada y un reconocido prestigio. Además, contaremos en cada número con
la sección “Los límites del Condado”, que hemos confiado directamente a la Casa de Abascal, la
noble institución que vela desde la sombra el buen hacer de nuestra cofradía discreta.
Se trata, pues, de una revista que publica por invitación, y que, aunque obviamente pretende
poner sus páginas a disposición de quienes participan en el proyecto discreto, también busca abrirse
a escritores y escritoras ajenos a él y de otras latitudes, incluyendo textos en otras lenguas, acompañados de traducción (y, en próximos números, también ilustraciones).
En este número de apertura, presentamos a algunos de los más prestigiosos autores de La Discreta, como Luis Junco, Emilio Gavilanes, Adolfo M. Martínez, David Torrejón, José Miguel Junco
y Santiago López Navia, junto a algunos nombres de consolidada trayectoria, como Etnairis Rivera,
Goya Gutiérrez y José Manuel Lucía Megías, y otros escritores cuya juventud no impide percibir
una calidad incontestable y un futuro literario prometedor, como Fernando San Basilio, Norberto
García Hernanz y Antonio García Lorente.
Esperamos, pues, que la lectura de nuestra nueva publicación periódica os aporte tantas satisfacciones como nos ha producido su realización, y esperamos vuestros comentarios, sugerencias y críticas..., así como que nos ayudéis a difundirla a los cuatro vientos.
5
LOS LÍMITES DEL CONDADO
A estas alturas de la Liga, cuando llevamos ya tantos crepúsculos saneando cajones,
aliviando carpetas, adecentando archivos y anaqueles, basta con el fructífero caos de
una mudanza repentina, o con el bucle caprichoso de un remolino de aire, o con el
celo mundificador de una mucama hacendosa –cuando no con un quiebro chulesco
y temerario de la memoria, perfilándose airosa entre el sol y la sombra de un agridulce duermevela– para rescatar, sin apenas quererlo, de las oscuras aguas del olvido,
algún papel volandero que, enredado en las bardas limítrofes o atrapado entre los
juncos del arroyo fronterizo, aún se resiste a franquear los límites del condado.
EL CONDE DE ABASCAL
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SIETE YOLANDAS DE CABALLERÍAS,
TODAS PREÑADAS DE DOLORIDO ARTIFICIO
Yo la andante, viril caballería,
obligado por Vos, loco profeso,
luchando sin desmayo por un beso
a cambio de mi vana gallardía.
Nací para adoraros,
desnudo a vuestros pies, Señora mía,
armado solamente para amaros.
Y aun no se me figura que me toca
otro deber en vida que cantaros:
lengua para vencer vuestros reparos,
armas para que canten por mi boca.
Narrarán mi proeza
diciendo que al rigor de vuestra roca
arrebaté, con sangre, su aspereza.
Ya van los ecos largos de mi fama
–olas del mar, alas de viento: pasos
ligeros de tritones y pegasos–
a llevaros las nuevas del que os ama.
¡Nuevas de amor, Señora!
¡Destellos de pasión, violenta llama…!
¡Alma del cuerpo exhausto que os adora!
Yermo el paisaje abrupto de mi pecho,
oigo tan solo el eco de mi pena,
la rabia de esa voz que me condena
al hondo precipicio del despecho.
Nadie me da señales
de vuestro amor, Señora… ¿Tanto trecho
aleja vuestros bienes de mis males?
“Yace sin voz, Yolanda, el que os escribe.
Ora sin fe, mi vida, el que se muere
lejos sin Vos, amor, porque no quiere
9
andar sin luz, mi bien; que no recibe
noche sin mal, Señora;
día sin hiel que su amargor avive,
año sin cruz de amor a cualquier hora”.
Yelmo quebrado, ciégame los ojos;
ojos velados, desviad mi lanza;
lanza perdida, da fin a mi andanza;
andanza errada, póstrate de hinojos.
No apeléis su sentencia:
derrotado en la lid de sus antojos,
aguardo mi final, no su clemencia.
Yelo su lengua entre mis labios, yelo.
Oscura siempre su mirada oscura:
locura de alcanzarla en su locura,
anhelo de algún día ser su anhelo.
¿Nada me espera…? Nada.
Duelo tan solo, interminable duelo,
atada mano eternamente atada.
(de La Yolandea)
10
POESÍA
NORBERTO GARCÍA HERNANZ
Norberto García Hernanz, nacido en Segovia, cuenta con primeros premios en El
Yantar de Pedraza (2004) y el Huerta de San Lorenzo (2006) y ha sido finalista en
las ediciones del Premio Internacional Jaime Gil de Biedma de 2007 y 2008 y en el
Luna azul en 2009 y 2010, entre otros. Creador del Cuaderno de profesores poetas en el
I.E.S. Francisco Giner de los Ríos de Segovia, donde ejerce como catedrático de
Matemáticas, ha organizado las dos ediciones (2010 y 2011) del Día Internacional
de la Poesía en Segovia. Además ha dado numerosos recitales y conferencias y ha
publicado en revistas como Poeta de Cabra, Alga, Alkaid, Luces y Sombras y Río Arga.
Recientemente ha publicado su poemario Manual para Vacíos.
14
PAN AL PAN
Es sin duda el momento de pensar
que el hecho de estar vivo exige algo.
Jaime Gil de Biedma
Fluyo en la realidad, de buena fe,
abierto a toda consecuencia y lucha;
en ella me sumo frágil y altivo a la vez
sin que nada me impida cambiar de pensamiento,
cuando lo estime oportuno,
ni siquiera a cambio de ser feliz.
Todo lo que pueda consolarnos
carece del derecho a decidir la verdad,
todo contrasentido, ocurrente y grácil,
jamás será argumentado
ni explicación decisiva de nada.
Es sin duda el momento de pensar
si alguna vez aceptaré la mentira
como solución a mis problemas.
Si lo hago,
no estaré ya entre los vivos
y la sonrisa forzada delatará
al autómata que me habite.
De momento me exijo, según pienso,
lo que debo reclamarme,
llamando con frecuencia
pan al pan, al día, día
y luz al fuego.
15
SENSACIÓN SOMERA
Se aposentan los grajos, por fin,
y deja de ennegrecerse esa zona del cielo,
mientras la luna asoma
por los tejados pizarrosos de mi barrio
y se posa en una idea.
Y aquí estoy,
muriendo la tarde,
con proyectos de otoño,
reinventándome aún, sin tanto motivo específico
como pretenden los creyentes
que se suicidarían si Dios no existiera.
Sin tanto motivo calculado,
soporto la tarde,
alegre,
esperando, en el lugar donde nací,
que pase el tiempo como tenga que pasar
y yo domándolo con brío,
en sensación somera, humana,
parecida a lo inmortal unos minutos.
16
FELIZ ELEFANTE
Paquidermo
atravesando una alfombra de gusanos verdes
de intestinos amarillos
plagados de carbono
perteneciente a esta estrella
que proviene de otra
casi toda hidrógeno
y blup
y big bang
y feliz elefante.
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SECTAS INTIMISTAS
Son, sois, soy,
suceden interacciones no explicadas,
desgastados días,
dádivas de quién sabe
qué naturaleza concreta,
sentimientos, sí,
y acontecer complejo
desde la fe hasta la piedra
granítica, sin preguntas.
Qué creer que justifique
el movimiento definido intencionado,
qué idear para sentirnos engañados limpiamente
sin hacer de la mentira axioma eterno y manifiesto
como dogma a la rebaja.
Cuando sople a barlovento de la vida la desgracia,
qué será mejor brindarse
sino sectas intimistas
donde siempre es más sencillo y consentido,
machacarse contra el suelo la cabeza
que emplearla en cavilar.
Sin embargo es la verdad, siendo más dura,
la que ofrece recompensa más precisa
a los valientes: la bondad de un universo
casi lleno de vacíos, limpio y puro
sin más turbios planteamientos
de qué son, qué sois o soy, que nos asusten.
Descansar en su belleza
es nuestro cielo indescriptible.
18
COMO SI NADA, LA NADA
Dentro del tiempo,
todo el silencio solo,
roza el aire irrespirable,
se yergue encapsulado,
huele a temor dentro del remolino
y zozobra un barco en humo dado
sobre la cubierta incandescente,
dentro de uno mismo,
del tiempo como germen de la epidemia vívida
que acaba con las fotografías, con los recuerdos,
con las pieles arrugadas
y los lienzos pidiendo a gritos
que volquemos sobre ellos, en catarata,
los colores más dispares.
Porque fuera del tiempo
sólo sobrevive, como si nada,
la Nada.
19
EQUILIBRIO PURO
El equilibrio puro
en el filo de la duda
baila sin miedo a caer,
sin miedo a patentizarse,
tan seguro de sí mismo,
inexistente,
siempre a salvo de la realidad
que nunca le prestará semáforos
ni peatones apretando botones
innecesariamente,
ni diatribas entre lo bueno y lo malo
con religiones por medio
quitándose la razón.
Al equilibrio puro y duro
quisiera yo verlo madrugando
cualquier lunes como este
y luego tomarle el pulso a mediodía.
20
BUENA NOCHE
Con nocturnidad y bolsa de agua caliente
apago la luz,
me dejo ir en mi balsa de madera,
observando los colores que se visten las estrellas
mientras duermo.
Me sumo en el torrente del ensueño,
y soy pionero del futuro que aún aguarda,
con el frío y el olvido,
deambulando por la calle amenazantes.
El instante que ahora llega
es mi presente y me lo trago
y sólo puedo abandonarme a su decurso,
y bolsa de agua y levedad
y buena noche.
21
MORDER HIRIENTE
Nadie nos obliga al compromiso,
lo adquirimos para cubrir la oquedad,
porque la tarde es porosa, agrietada
y propende al vacío
y nosotros, legión de hormigas
achicando agua en algún naufragio
con exceso de preguntas.
La vida es morder hiriente,
masticar insistente,
sin hambre incluso.
22
REFLEJO DE MÍ
Apoyado en el brocal de la inquietud
araño sueños asomado a mi reflejo
plano azul y silencioso.
Luego lanzo el pensamiento
como danza de vibrantes sensaciones
hacia el fondo de este pozo introspectivo
que me inventa y una onda intensa y viva,
demostrando que lo real es siempre mágico y solemne,
desparrama allá en el líquido profundo,
mis deseos contagiosos de futuro, mientras huyo,
como punta de una flecha licenciosa,
hasta notar en el temblor de las promesas,
todo aquello que aún no llega y me presume.
En el brocal callado y tenso de los miedos,
mi reflejo reflexiona seriamente sobre mí,
riendo a plena carcajada.
23
IL PENSATORE
La búsqueda la realiza
casi constantemente
en los lugares más dispares de la memoria.
Sin embargo, hace tiempo
que renunció a encontrar soluciones definitivas
y su exigencia se reduce
a tanteos recurrentes
y soliloquios mentales de tres al cuarto.
Como gimnasia del intelecto,
reflexiona intensamente
en feliz y angustiosa, a la vez,
propedéutica
y la opción le funciona.
Pensar por pensar es su elección
y aquello que le hace sentirse a diario
más sincero
y casi nada canalla.
24
DE TÚ A TÚ
Arde sobre el mantel
por todos los huecos de los diálogos,
tratando de detener la tarde
en los bordes luminosos de los vasos,
de reflejarse en los cubiertos y las tazas,
mientras la luz languidece.
Se tumba descuidada
regalándose a diciembre
cuando entiende que el intento de durar
vale de poco.
La vida, simplemente,
disfrutando su quemarse como un sol,
da rienda suelta al abandono
y así alcanza en su carrera al tiempo loco
para hablarle victoriosa de tú a tú
ya para siempre.
25
ANTONIO GARCÍA LORENTE
Antonio García Lorente (Barcelona, 1969), ha publicado dos libros de poesía, Péndulo
de Luna (2001) y Ámbar cercano/Ambre proper (2005). Han aparecido poemas suyos en
antologías como 10 años de poesía de El Laberinto de Ariadna (2008), Charnegos/Xarnegos
(2010), en la que es autor del epílogo, Sonrisas del Sáhara (2010) y Poemes per un món
millor que cada año publica el grupo poético ‘Poesia en Acció’. Ha publicado poemas
en las revistas Catársis, Lofornis, Prometeo, Bib Azahar y El Laberinto de Ariadna, así
como un microrrelato en la antología El Crack del 2009 (2011), de cuyo prólogo se
ha encargado. Ha traducido del catalán al castellano Cinco visiones, de Teresa CostaGramunt (2010) y La hiedra obstinada, de Miquel Lluís Muntané, conjuntamente con
José Antonio Arcediano (2010).
28
Pedra, metall, asfalt i formigó…
Per uns moments el cotxe es converteix
en església enartada per la música
d’un orgue que ressona en cinta antiga.
El segle setze enterra tots els ares.
Hi ha un carrer en el cel que senyalitza
la dimensió que allunya d’aquest vòrtex.
Milito en el partit de l’immensisme,
que ofereix ses perplexes rentadores
per diluir el no res en la blancor.
Piedra, metal, asfalto y hormigón…
Por momentos el coche se convierte
en iglesia arrobada por la música
de un órgano que suena en cinta antigua.
El siglo dieciséis entierra ahoras
y una calle en el cielo señaliza
la dimensión que aleja de este vórtice.
Milito en un partido de inmensismo
que ofrece sus perplejas lavadoras
para en blancura diluir la nada.
29
Sentim que no ens concerneix la nit
perquè creiem que sempre és a trenc d’alba
i que el ponent es troba massa lluny.
Però quan la mort s’apropa fins al tú
ens fa un retret per no considerar-la.
Sentimos que la noche no nos concierne
porque creemos que siempre raya el alba
y que el crepúsculo se halla muy lejano.
Pero cuando la muerte se acerca al tú
nos reprocha no haberla tenido en cuenta.
30
El pensament riu
en un debat parlamentari
entre els oposats.
Me’n faig còmplice de la dèria
de les formes nómades
que proclamen i desproclamen
el temps trobat i el temps perdut.
A tots els colors
hi ha una força que em capbussa.
M’escolto el portaveu del Partit Còsmic.
El pensamiento se ríe
en un debate parlamentario
entre los opuestos.
Me hago cómplice de la manía
que tienen las formas nómadas
de proclamar y desproclamar
el tiempo perdido
y el tiempo recuperado.
Tienen todos los colores
una fuerza que me sumerge.
Escucho al portavoz del Partido Cósmico.
31
El carter del cosmos reparteix buit
per totes les bústies de la vida.
Vull obrir la carta sense cap por
ni pretensió, però agafo
obrecartes de dubte i d’esperança.
El cartero del cosmos reparte vacío
por todos los buzones de la vida.
Quiero abrir la carta sin miedo
ni pretensiones, pero cojo
abrecartas de duda y de esperanza.
32
Et despullaré, Nirvana,
fent fora les teves calzes de vent.
Penetraré la vagina del buit
però sense lliurar-me dòcilment
a un esborrany on tot és anul.lable
en aquest món que és part de tu.
Serà la meva moneda de risc
la papereta del sí que he llençat
a l’urna de l’esperança.
Te desnudaré, Nirvana,
bajándote las bragas de viento.
Penetraré la vagina del vacío
pero sin entregarme dócilmente
a un borrador que puede anularlo todo
en este mundo del que tú formas parte.
Mi moneda de riesgo será
la papeleta del sí que he dejado
en la urna de la esperanza.
33
Un portalligacames de sol duu la Deesa,
a qui amb ales de cera jo m’acosto.
Acaronant el guix de la mirada,
l’amor s’escriu a la taula del cel.
Un liguero de sol lleva la Diosa.
Voy hacia ella con alas de cera.
Acaricio la tiza del deseo
y en la pared del cielo escribo amor.
34
Fotosíntesi de la vida:
Els raigs erectes del Sol
penetren la vagina dels núvols
deixant mullada la terra.
Fotosíntesis de la vida:
Los rayos erectos del Sol
penetran la vagina de las nubes
dejando empapada la tierra.
35
G OYA G U T I É R R E Z
Goya Gutiérrez (Zaragoza, 1954). Poeta y escritora. Es licenciada en Filología Hispánica por la UB y directora de la revista literaria Alga. Ha publicado los poemarios
Regresar (1995), De mares y espumas (2001), La mirada y el viaje (2004), El cantar de las
amantes (2006), Ánforas (2009) y Hacia lo abierto (2011). Su obra ha sido incluida en
diversas antologías como Erato bajo la piel del deseo (Sial Ediciones, Madrid, 2010) y
Yin poetas aragonesas (1960-2010) (Olifante, Zaragoza, 2010). Su página web es
www.telefonica.net/web2/goya-gutierrez
38
SER OTRA
En las aguas profundas
junto al limo y los sueños
yacen durante años
recuerdos sumergidos
De pronto alguna ráfaga de viento
estremece el silencio del olvido
Y dejan las paredes del pozo vivencial
surgir los ecos
Sube el nivel del agua
para que la memoria la destile:
Primigenia mirada hacia lo abierto
Cabinas ambulantes cristales enlodados
Rostros frente a frente invitados
a compartir espacios palabras y alimentos
Me parece que viajo en un negro cetáceo
Y por primera vez percibo el vértigo
un extraño placer cuando siento alejarme
del árbol de la casa de la montaña inmóviles
hacia algo diferente incomprensible aún
Entramos y salimos de las fauces
de los oscuros cuerpos serpentinos
que atravesando
habitan en el vientre de las cimas
Mi nariz parece haber cristalizado
Mis pupilas han traspasado el vidrio
Me dicen que aquella masa inmensa
de azul y sal y aquellas bailarinas
de encajes que juegan a chocar
con las rocas y a acariciar la arena
Todo aquello es el mar
39
El mar que circundamos
Sabor de lo insondable en mi cuerpo pequeño
incapaz de nadar
Frenan las bridas en las piernas y brazos
no en los ojos
El mar parece no acabar
Finalmente queda también allá en la lejanía
Una vela una línea el temblor del añil
que anuncia el litoral
Más cerca ahora la ciudad
Penetramos
en un espacio de ballenas varadas
Y de su gran estómago
como Jonás hemos salido indemnes
Hemos vuelto a nacer
El viaje primigenio de mi infancia
me ha hecho mudar de piel:
Ser otra
40
INVITACIÓN AL VIAJE
I
He cumplido cientos de años he vuelto
a ver desde este viejo alféizar
los colores surcar un cielo límpido
Y al mismo tiempo he visto
la iridiscencia del ojo de esos sueños
que creando espejismos nos sumergen
en la desdibujada y dudosa opacidad
He escuchado a lo lejos prolongada
la llamada de un tren ¡ven
a viajar porque sí! ¡lejos de lo evidente
hacia lo incierto! me he investido
de un lápiz y un libro de hojas blancas
Dejando reposar en el armario todos los trajes
con los que me he adornado enmascarado mostrado
en sociedad y confundido entre la multitud
Y así ligera con pies de pluma
me he presentado en la estación sin preguntar
las horas ni las fechas colocando
la raíz amnésica en mi boca
Alimento para atravesar
como una nave submarina sobre raíles
algún reto sumergido y llegar
al remanso de un río
que discurre entre
lo conocido ya y lo por venir
ya olvidados
41
II
He accedido a su entraña
Tomando posesión de mi asiento
Ovillada a mi hoja de papel en blanco
en el regazo cerca de la ventana
Pendiente de la metamorfosis del color
de las alas que nunca han existido
Que trazará mi mano al frenético ritmo
de una velocidad capaz del deleite y la muerte
Y mientras aún crisálida en mi pulso
ha irrumpido un viajero:
los iris alargándose restando espacio
a las pupilas testigos de matices o gestos
familiares con los que nos cruzamos
quizás en otras vidas u otros sueños
Sin tú saberlo me aproximo a tu cuello
y exhalo de ti el recuerdo a partir
del perfume que le fue inherente al cuerpo
de un alma que hoy renace
Dentro de tu letargo deviene nuestro ensueño:
Tus pestañas rozando entre mis dedos son
las orquídeas los geranios el ciclamen
Hibiscos y heliotropos ahondando en sus raíces
Resistiendo al invierno
desde nuestro hibernal jardín de peregrino
Desde donde se oía responderse
la penetrante voz de los silbidos
de aquellos trenes que estrenamos juntos
Sorbiendo la ebriedad
de la mentira hecha dulzura
42
III
Se ha levantado el día con su sol
Su luz es la muralla el límite
de algo paradisíaco surgido y eclipsado
por los lomos antiguos sin ninguna inscripción
En esos anaqueles de la gran Biblioteca
de ensueños de la noche
La luz nos ha expulsado y nos regresa
a ambos rostros de carne
Un reflejo ha encendido el fulgor
de un relámpago en alguna caverna
de nuestro delicado corazón
Y al instante se ha ahogado
en un inmenso mar de claridad
Nuestra contemplación comprometida
amable hace anodinos nuestros rasgos
Quizás jamás volveremos a estar
tan cerca frente a frente
Nos cubrimos con el habitual velo de lo extraño
sin saber lo que fue
Sabiendo lo que podría haber llegado a ser
El ritmo se aminora se agudiza el silbato
Te apearás después de que nuestras miradas
quisieran con sus pequeños rayos develar
y hacer suya
esa sustancia ambigua fugitiva inabarcable
que alguien nos dio a beber desde lo oculto
43
IV
Y ahora en soledad
Cómo continuar el viaje hacia la nada
después de tantas veces haber muerto
Cómo poder saber cuándo se apagarán
los reiterados sueños
Cómo decir ya basta
y no tener la tentación de regresar
Volver a repetir todo el trayecto
Dejar una vez más sin asir los colores
desde el azul del mar al cárdeno
Cuando sin esperarlo ingresas en lo oscuro
de otro túnel en un color
para el que aún no hay nombre
del que surgimos
Quizás no envejecemos
Desaprendemos todos los paisajes
nombrando aquellos árboles
que jamás germinaron detrás de estos cristales
Porque saben sabemos que sólo en ese libro
del anaquel sin nombre en la memoria
existiremos dejaremos constancia
Como en la caja negra de una nave
después de naufragar
si del tiempo y del fuego se libera
Con suerte alguien llegará a aprehender
la sustancia de alguna identidad
Y de ella cómo distinguir y no hacer suma
de lo i-real creado de lo i-real soñado
de lo i-real ficticio de lo i-real vivido:
unidad de contrarios
Dejemos que el licor de lo incierto nos embriague
Y soñemos que quizás alguien en otro viaje
se leerá en estos mismos ojos aquí inscritos
Sabrá de nuestras ansias ambigüedad y miedos
Sentirá lo borroso la confusión del límite
de cualquier realidad
44
Y entonces absorbiéndolo vuelva a reconocerse
Existirá en nosotros y nosotros también en él o en ella
con lazos que nos unan semejante al amor
Y una vez más
el portentoso instante haciéndose presencia
re-escribiendo el poema:
Invitación al viaje
45
JOSÉ MIGUEL JUNCO EZQUERRA
José Miguel Junco Ezquerra (Las Palmas, 1951), licenciado en Historia y en Filología
Inglesa por la Universidad de La Laguna, imparte clases de inglés en el Centro de
Adultos ‘Las Palmas’. Ha publicado Cierta forma del viento en los cabellos (Ediciones de
La Discreta, 2011), Países extranjeros (Ediciones de La Discreta, 2004), Los días contados
(Ediciones digitales menosletra, 2002), El hombre de salitre y otros poemas (Huerga &
Fierro editores, 2000), Cambios de ritmo (edición del autor, 1997), Hacer las paces (Mención especial del jurado del premio internacional de poesía Tomás Morales, Ediciones del Cabildo insular de Las Palmas, 1992), Telegrama a una estrella (edición del
autor, 1989).
48
EL MARCIANO
Me imagino, ya muerto, mi cuerpo analizado
por un marciano inquieto que ha venido a la tierra
becado como dicen que becan los de Marte:
a cambio de llevarse de este erial una mina.
Hay cosas que me cuesta adivinar muy poco:
tirará sin mirarlos mis quemados pulmones
girando inútilmente a ambos lados la testa
y escribiendo de prisa en su blog: inservibles.
Yo que tanto cuidado, atención y cariño
he puesto desde joven en órganos tan díscolos
tendré la tentación, más no será posible,
de enseñarle con calma sus cuevas tenebrosas,
la pulida ruptura de alvéolos sedientos,
el pacto que firmamos aquella madrugada.
Abrirá sorprendido mis párpados ajados
y encontrará en mis ojos la mirada perdida
con que encaré el asombro que vivir me produjo
y elevé, clandestina, por paisajes remotos
conservando secretos que despierto no dije.
De mis brazos y piernas ni una línea, ni un rictus,
medirá por costumbre su longitud, su anchura,
y pondrá en la casilla de ‘normal con reparos’
una cruz que me deje señalado en su mundo.
Del corazón abierto, se pondrá una coraza,
no tendrá referencias más allá de una arteria
que murió de repente sin consuelo y sin sangre
y una forma geográfica parecida a un arroyo.
Cuando por fin se acerque a la casa apagada
verá que allí hubo sueños para todos los gustos,
terrores que bajaron al infierno y volvieron,
49
amores despreciados que dejaron sus huellas,
y una extraña tendencia a captar lo imposible.
Cogerá mi hipotálamo con cuidado y con tino,
lo pondrá en una caja consistente metálica
y volverá a su tierra a escribir con esmero
conclusiones valiosas que no sacará nunca.
Porque se habrá dejado por desprecio olvidada
la urdimbre de ternura que en los huesos crecía.
50
S A N T I AG O A. L Ó P E Z N AV I A
Santiago Alfonso López Navia (Madrid, 1961) compagina la creación literaria, la
docencia, la investigación y la edición. Ha publicado Tremendo arcángel (Madrid, 2003),
Sombras de la huella (Barcelona, 2006), El cielo de Delhi, editado primero en la publicación conjunta que recoge los trabajos galardonados en el VII Premio Internacional
Artífice (Granada, Ayuntamiento de Loja, 2007) y luego (Madrid, 2009) en beneficio
de UNICEF, Canción de ausencia rota de mi señor Silente (Madrid, 2008), ilustrado por
Jesús Gabán, Ética y retórica a Jacobo Sadness (Córdoba, 2009), Premio Juan Bernier
2008, y Canciones de Navidad del País de Nunca Jamás (Madrid, 2011), a beneficio de la
ONG Acción Alegra. Pertenece al grupo Paréntesis desde su fundación en 1992.
52
ARTE NUEVO DE EMPEZAR EL AÑO
Este será un buen año.
Lo presiento.
Me dice la intuición que en su transcurso
no ha de faltarme nada imprescindible:
el tránsito infalible de los días
desde que se alza el sol hasta su puesta;
el ciclo de solsticios y equinoccios
con el bucle infinito de su danza;
las fases de la luna en su relevo
coronando las noches y las noches;
la bendición total de los sentidos
que hacen real el pálpito del mundo;
el agua fría y dulce de los ríos;
el abrazo anhelante de las olas;
las flores que dibujan su constancia
sobre la alfombra amable de los prados;
el viento que abre paso a su balada
en el lecho enramado de los árboles
y el golpe de la lluvia que percute
sobre el frío tambor de los cristales.
No hay más que desear.
Quizá, tan sólo,
poder mirar atrás sin que me duela
y hundirme en el consuelo del silencio
cuando se embosca el sueño tras los párpados.
Será un buen año.
Sí.
Será un buen año.
53
JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS
José Manuel Lucía Megías nació en Ibiza en 1967. En el año 2000 se publicó su primer poemario, Libro de horas, al que le han seguido Prometeo condenado (Madrid, 2004),
Acróstico (Madrid, 2005), Canciones y otros vasos de whisky (Madrid, 2006), Cuaderno de bitácora (Madrid, 2007), Trento (o el triunfo de la espera) (Bari, 2009) y Tríptico (Madrid,
2009). Es director de la plataforma literaria Escritores complutenses 2.0
(www.ucm.es/BUCM/escritores), así como de la Semana Complutense de las Letras
(www.ucm.es/BUCM/semanaletras1).
56
INVENTARIO DE UNA NOCHE
¿Por qué se ha detenido nuestro tiempo?
¿Por qué el polvo de las aceras
llena de dudas mis pasos,
esos en los que busco tus huellas,
esas que se evaporan con el soplo
cotidiano de las citas y de los atascos?
Desierto con semáforos y pasos de cebra.
Ciudad sin fronteras ni horizontes.
Semilla sin tierra y tierra sin el mar de tu sonrisa.
¿Por qué amarte es siempre perderte
en la fuente que mana de mi costado?
¿Por qué no llenar de oasis este amor,
de palmeras y de caricias nuestros encuentros,
de lunas llenas y de estrellas andantes
las miradas y las manos que se cruzan,
modelando esculturas con músculos a punto de romperse,
donde un día solo hubo un frío bloque de mármol?
¿Por qué no recordar nuestras sonrisas
–banderas izadas de los encuentros–
en las esquinas interrogantes de los reproches?
¿Por qué callar tu nombre (que es mi nombre)
en las sombras de las historias cotidianas
y en las sorpresas del instante fotográfico?
¿Por qué, siendo tú todo, solo tú,
vivo negándote, rodeándome de soledad
y de miedos y de sospechas y de solitarios
juegos verbales, y de más sospechas y miedos?
¿Por qué un gesto es una amenaza
y una sonrisa una sentencia de muerte,
el abismo que se alza ante los semáforos
parpadeantes de tus padres y de los míos?
57
¿Por qué aceptar que nuestra habitación
es la cárcel donde podemos vivir libres?
Solos… pero libres.
Aislados… pero ¿libres?
¿Por qué esconder este corazón enamorado
que me explota en el pecho, en la diana del pecho
cuando te veo andar a mi encuentro,
al encuentro secreto de los deseos prohibidos
y de las tijeras agonizantes y de los dedales acusadores?
¿Por qué se ha detenido nuestro tiempo,
este tiempo que debía de ser de rosas primaverales,
este tiempo que se marchita entre algodones suicidas
y nos llena de sangre las manos y las miradas,
y nos deja una garganta sin voz y abrazos sin cuerpo?
***
¿Dónde encontrarte ahora, corazón mío,
cuando te tengo perdido en el laberinto
de los porqués, de los cuándo y de los dónde?
Perdido en los brotes interrogantes de la infancia,
en el corro de las risas y de las burlas,
de la macabra danza de las negaciones
y de las miradas oblicuas y la nuca sudorosa.
¿A dónde debería ir a buscarte, a salvarte, corazón mío,
las únicas gotas de sangre sincera que te quedan?
Los espejos me reflejan fantasmas y muecas
y gestos de purgatorio y pieles desolladas.
De tanto protegerte te he perdido, corazón mío.
Lo sé. Ahora lo sé. Ahora (como siempre) lo sé.
¿Dónde recuperarte el gesto justo que yo te negué,
corazón mío, el roce de dedos del que siempre huí
y este entrelazar los pies en sueños mientras mis manos
acariciaban tu cuello, tu espalda, el reto de tu cintura?
Amor mío, ¿dónde buscarte? ¿Dónde encontrarte?
¿Qué grúa es la que se confunde con tu sombra?
Es hora de mudanzas, hora de cambios,
de torcer las esquinas de los convencionalismos,
y de lanzar las piedras de tu nombre
contra el muro de lamentos que nos deja sin aire.
58
¿Dónde encontrarte, entonces, corazón mío?
Yo que te dilapidé con las piedras de mis mentiras,
que te condené a las cloacas de las negaciones
y que me arranqué la voz antes de abrir la boca?
¿Dónde encontrarte ahora, corazón mío?
Ahora que te necesito como nunca (como siempre),
pues sin ti
no tiene sentido torcer, una vez más, la esquina,
ni mucho menos correr desnudo por los campos
de las habladurías y de las acusaciones?
Desnudo y libre.
Desnudo como la primera vez que nos conocimos.
Desnudo, con tu corazón en las manos.
Ese que me brindaste. Ese que ahora he perdido.
¿Dónde recuperarte, dónde, corazón mío?
Sin mí puedo vivir, pero ¿cómo hacerlo sin ti,
sin la sangre cotidiana de tus besos?
***
Inventario de una noche:
Conversaciones lánguidas y princesas tristes.
Algún que otro bostezo, miradas roedoras.
Un gesto por debajo de la mesa. Excusas
y un buen puñado de miradas fronterizas.
Aromas que se cuelgan de las farolas
y sorprenden al caminante menos experimentado.
Labios que dicen lo que callan cuando hablan.
Manos que se buscan. Manos que se encuentran.
Manos que se electrifican en el instante
de la explosión fugaz de una caricia.
Restos de conversaciones y las sobras de un reproche.
Algún que otro cotilleo y muchas preguntas.
Y el humo. El humo que todo lo envuelve
convirtiendo en sueño estas nocturnas citas a ciegas.
Y sombras depredadoras alrededor de cada presa,
justo detrás de la bandeja suicida del camarero.
Inventario de una noche:
El suelo inadecuado de los parques.
Las sombras alargadas de los árboles nocturnos.
Una brisa en medio de la noche
que hilvana gemidos y silencios.
Ver más allá del bosque, de las ramas,
59
de los cuadriculados setos de los horarios.
Oír más acá de los latidos imprevisibles de tu corazón.
Sentir la sangre desafiante en tus labios.
Oler el deslizarse asombroso de la ropa.
Y tocar. Y abrazos Y sentirse abrazado
en la soga sudorosa del deseo prohibido.
Y una risa. ¿Por qué no? Una risa en medio de la noche.
Inventario de una noche:
Tu cuerpo de espaldas en medio de la cama.
Tu cuerpo desnudo en medio de la cama.
Tu cuerpo vestido tan solo con mis caricias, y abrazos,
con los besos que desgranaron gemidos en tu costado.
Las yemas de mis dedos por tu cuerpo.
Mis manos en tu nuca. La cuenca de mis manos.
Mis dedos en tu cara, dibujándote, creándote
y mis labios perdidos en la gravedad de tus pezones,
en la cueva oscura de tus axilas,
en tu vientre de meseta, en tus muslos.
Mis labios dejando atrás un paraíso de promesas.
El gozoso gemir de las alas de una mariposa
que ha venido a revolucionar nuestro Amazonas.
Inventario de una noche:
Despedidas que agotan las reservas de saliva.
Un sol a lo lejos entre los últimos edificios.
Las primeras prisas y las últimas mentiras.
Recomponer las arrugas de la cara
y de los gestos cotidianos delante del espejo.
Buscar indicios de depredadores en el cuello,
en los brazos, en la cara oculta del alma.
Miradas microscópicas sobre las aceras.
Espaldas. Miles de espaldas recorriendo la ciudad.
Sonrisas atesoradas en la caja de los recuerdos
y una avenida que comienza a iluminarse,
a llenarse de los gemidos cotidianos de la mañana.
Y un beso agonizante en una esquina.
Un beso olvidado en una promesa no cumplida.
Un beso tiritando, pidiendo limosnas de cariño,
sin atreverse a alzar sus asustados ojos.
Y una risa. ¿Por qué no? Una risa lejana
que despierta la conciencia de las grúas,
que comienzan a desperezarse en esta ciudad en ruinas.
60
ETNAIRIS RIVERA
Etnairis Rivera (San Juan de Puerto Rico), Gran Premio Alejandro Tapia y Rivera
de las Letras 2008, por trayectoria de vida de creación literaria de excelencia, P.E.N.
Club de Puerto Rico. Poemas suyos han sido traducidos al inglés, francés, portugués,
sueco, árabe y publicados en antologías y revistas internacionales. Ha participado en
numerosos festivales internacionales de poesía en diversos países de Latinoamérica.
De sus diez libros publicados cabe destacar Los pájaros de la diosa (2009), Return to the
sea (2007, ed. bilingüe), Memorias de un poema y su manzana (2005), Intervenidos (2003),
El viaje de los besos (2000). Es Catedrática de Literatura Hispánica en la Universidad
de Puerto Rico. Formó parte de la delegación de Puerto Rico que presentó el ‘Homenaje a Miguel Hernández’ en Orihuela y Madrid en noviembre de 2010.
62
MIGUEL POETA
Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.
Miguel Hernández, Cancionero y romancero de Ausencias
I
Llegó del amor tan herido de vida, pastor sin muerte.
Sur y cárcel de corazón amargo, sangre de sus versos.
Nana para el libre con su astro, luna nardo.
Amapolas, azahares, flor del naranjo, la madrugada garza,
madreselvas, alondras y jazmines y
Silencio…
Mala luna, luna llanto.
Tantos olivos, besos para la sed de su boca
tan cerca del agua del sueño, cantos.
Homenaje a la luz de su cuerpo en el camino.
Salto mortal hasta su vientre claro.
Al Aire, aire… Poeta al alba.
II
Al aire, al viento, lo que fue el Poeta con la cabeza alta.
Adentro, aquí, sus versos vivos de ruiseñores…
de ciento diez ausencias, de tres heridas, de treinta y un años,
¡ay! ¡ay! del año treinta y seis ¡ay! ¡ay! del treinta y nueve,
del cuarenta y dos de incontables mariposas
63
cuando la oruga de su cuerpo quedó
y siguió volando poesía…
Versos en la trinchera y retaguardia del mundo,
ojos claros, niño claro, mujer sola, jazmines, tú,
salto inmortal a la paz, vida pura, puro salto.
Valiente Miguel Poeta
que escapa al olvido y su tormento, y su des
tino, toro… tierra amada, amapola, pueblo amado viento
afán y altar, pasión del libre.
Al aire, aire…
palabra, pena, pájaro cantando, hondo manantial, fiero rayo.
Amar de mar, luz del alba.
Miguel Poeta, amaneciendo…
III
Amaneciendo siempre, la honda honda herida, cerrando
ya los claros claveles rojos de la sangre
río de esperanza, fluyendo, vivo en el tiempo
son claros rojos claveles en el mar miguel amar mediterráneo.
IV
En el mar de vida, la vida se cubre de mantos y
el color de muerte y el color de vida vida
que renace en rosas libertarias, para la libertad.
Al Aire, palmeras levantinas, granados de Miguel Poeta.
Vuela jilguero, flor del almendro retoñado.
64
RELATOS
E M I L I O G AV I L A N E S
Emilio Gavilanes nació en Madrid, en 1959. Estudió Filología Románica y trabaja
como lexicógrafo. Ha publicado las novelas La primera aventura (Seix Barral, 1991),
El bosque perdido (Seix Barral, 2001) y Una gota de ámbar (Ediciones de La Discreta,
2007), las colecciones de cuentos La tabla del dos (Premio NH 2004 al mejor libro de
relatos inédito), El río (Ediciones de La Discreta, 2005, finalista del III Premio Setenil
de relatos) y El reino de la nada (Menoscuarto, 2011) y la colección de haikus Salta del
agua un pez (La Veleta, 2011). También ha preparado la edición de la obra de Camilo
Bargiela Luciérnagas (Renacimiento, 2009).
68
LA ISLA DE LOS MUERTOS
La Biblia dice que el remordimiento y el arrepentimiento pueden cambiar el pasado. O debería decirlo. Yo soy hija de Amancio, el cabrero. Cuando murió mi padre nos fuimos muy largo de aquí, a
un pueblo que está a diez leguas. Pero desde entonces todos los años vengo en julio, andando, cuando
más aprieta el calor, a visitar el cementerio. Yo he visto cómo el pueblo se iba despoblando, cómo
iba quedando abandonado. Esta era nuestra casa. Ya ven cómo la ha invadido la vegetación. Las
zarzas han saltado las tapias del huerto y han entrado por debajo de la puerta y por el tejado. Han
metido los dedos en las grietas y en los agujeros para hacerlos grandes. Toda esta maleza se alimenta
de tiempo. Y aquí hay mucho. ¿Verdad que parecen pensamientos atormentados? Qué hermosa y
qué insensata es la naturaleza. Yo creo que cuando nos morimos nuestra memoria se queda en el
mundo y que tarde o temprano asoma a través de algún cuerpo, de algún objeto. Se hace visible.
La tierra recuerda a quienes la han pisado. Las personas son fantasmas que se hacen materiales. Y
aunque sean materiales, son fantasmas. A mí me gustaría cambiar el pasado. Dejar otra memoria.
Hace poco mi nieta me leyó la historia de un hombre que quería haber ido a Marte. No “ir”. Sino
“haber ido”. Le implantaban en el cerebro un paquete de recuerdos y desde entonces había estado
en Marte. Cambiar la memoria equivale a viajar en el tiempo hacia el pasado y modificarlo. Los efectos son los mismos. Quizá un cambio en la memoria modifique realmente el pasado. Y eso es lo
que hace el remordimiento. Yo, aquí, de niña, tenía dos amigas. Una buena y otra mala. La mala se
llamaba Manuela y era algo mayor que yo. Alta, huesuda, con dos pechitos puntiagudos, como dos
gritos histéricos, simpática, muy ocurrente. Nunca te aburrías con ella. La buena era muy buena,
de verdad. Se llamaba Bea y vivía con sus abuelos. A Manuela y a mí nos gustaba hacerla sufrir. No
la odiábamos. Lo hacíamos por divertirnos. Bea no tenía con quién ir, por eso siempre estaba con
nosotras. Debía de pensar que con el tiempo la querríamos. Una vez nos pillaron robando fruta
en un huerto. Bueno, realmente nos pillaron a Manuela y a mí, pues Bea no quiso entrar. Se quedó
fuera. El dueño nos pilló a las tres y nos dio unos azotes que aún me duelen. Bea podía haber
dicho la verdad y haberse salvado, pero no quiso acusarnos, y aguantó los golpes sin quejarse. Eso
sí nos hizo odiarla. Le dijimos que no volviese con nosotras. Claramente, sin equívocos. Que no
éramos sus amigas. Que no la queríamos. Que no la quería nadie, añadimos al final, para hacerle
daño. Muchas veces íbamos a jugar a un sitio que llamábamos “La isla de los muertos”, no sé por
qué fantasía infantil. Era un redondel despejado y rodeado de árboles (creo que eran fresnos) en
medio del campo. Sí, es verdad, tenía algo de isla. Allí era donde los “ricos” (por llamarlos de
alguna forma, pues no eran ricos, de ninguna manera) tiraban lo que ya no les servía. No la basura,
porque la basura se tiraba en los corrales para que se amasase con el estiércol de los animales, que
era con lo que se abonaban las tierras. En “La isla de los muertos” tiraban los ricos lo que les estorbaba. Los pobres no tiraban nada. Todo les servía. Y los ricos, no es que tirasen maravillas, pues
69
casi siempre eran cajas, cosas rotas y trastos sin utilidad, pero para nuestros ojos infantiles eran tesoros con los que jugábamos durante meses. Recuerdo una mecedora muy rota, que se ladeaba
violenta, peligrosamente, en cuanto te sentabas en ella, y que fue lo único que llenó nuestras vidas
durante mucho tiempo. O una jaula con barrotes dorados, muchos de ellos rotos, en la que, como
estábamos impacientes por estrenarla y no teníamos ningún pájaro, metimos a un gato, al que tuvimos encerrado muchos días, hasta que consiguió escaparse entre unos barrotes, esquelético, pues
no consintió en comer lo que le ofrecíamos. Un día Bea encontró una muñeca con el cuerpo de
trapo y la cabeza de cartón. Estaba calva, vieja, sucia y tenía muchos rotos... Pero era preciosa.
Nunca habíamos visto una muñeca. Nunca. Bea la miraba como si fuera una aparición. Le volvimos
a decir que no viniera con nosotros. Que no era nuestra amiga. “Tú estás sola”, le dijimos. Pero la
veíamos jugar con la muñeca y comprendíamos que no estaba sola. No podíamos soportarlo. Unos
días después conseguimos convencerla de que la muñeca tenía la cara muy sucia y tenía que lavársela. La acompañamos a la fuente. Nosotras sabíamos lo que le iba a pasar al cartón de la cara. Con
qué alegría vimos cómo se le ablandaba y se le deformaba. Parecía un monstruo. “Yo creo que se
ha muerto”, le dijo Manuela. Bea se marchó corriendo. Por la noche los abuelos nos preguntaron
por ella. No había vuelto a casa. Todo el pueblo la buscó durante toda la noche. Nosotras nos unimos a la búsqueda por la mañana. Decíamos que se había escondido. Que estaba triste y no quería
ver a nadie. Sin embargo, el primer sitio en el que buscamos fue el pozo de Burganes, el lugar que
más miedo nos daba del mundo. Nos asomamos a la tapia y vimos su pelo flotando. Pensamos que
se lo había cortado y lo había tirado allí como un sacrificio ofrecido a su muñeca calva. Pero debajo
estaba el resto del cuerpo. La muñeca no apareció nunca. Fue un 15 de julio. Siempre que visito el
cementerio pienso lo mismo: Qué tumba tan pequeña. En esta casa vivía. Muchas veces entro y
camino en penumbra hasta la cocina. Sigue habiendo moscas. Quizá son recuerdos. La última en
morir fue la abuela, una vieja que siempre nos daba el mismo consejo: no recéis a San Antonio, que
es un santo muy vengatible. Aún está aquí todo lo que tenía: una silla, una estampa de la Virgen y
una jarra de agua. Parece que están en el pasado. Los toco y siento que toco aquellos días. La cosa
más increíble del mundo es lo que pasa con las personas con las que estamos a diario, las que siempre están presentes, siempre a la vista, las que no hay que buscar. Pasa lo mismo con esos cultivos
que se extienden hasta más allá del horizonte y que cuando los atravesamos en coche estamos
viendo durante kilómetros y kilómetros, interminablemente, hasta que de pronto ocurre lo más extraordinario: se acaban.
70
LUIS JUNCO EZQUERRA
Luis Junco Ezquerra (Las Palmas, 1949) comienza su trayectoria literaria en 1983,
como ganador del Primer Premio de Novela Canaria que convoca el Centro de la
Cultura Popular Canaria, con la novela En algún lugar del océano sigue escondida América.
Desde entonces ha publicado las siguientes novelas y libros de relatos: Barranco viejo
(Premio novela corta canaria, Centro Cultura Canaria, 1986); El asesino de Adelfas y
otros crímenes de provincia (Libertarias Prodhufi, 1995); Las cartas americanas de Prudencio
Armengol (Ediciones de La Discreta, 1999); Una carta de santa Teresa (Ediciones de La
Discreta, 2005); De amar y andar por casa (Ediciones Domibari, 2007); La cruz del inglés
(Editorial cam-pds, 2007); Viejas cartografías de amor (Ediciones de La Discreta, 2009).
72
LAVABO
Esta mañana, cuando me enjuagaba la cara en el lavabo perdí un dedo. Se me fue por el sumidero.
Y cuando quise hurgar en el agujero con los cuatro dedos que me quedaban, perdí el brazo entero.
A pesar de que era evidente que se había desmaterializado por completo, lo curioso es que yo
seguía notando la presencia del brazo, allí, pegado al hombro, pero ¿cómo decirlo? Era como si esa
parte de mi cuerpo, indiscutiblemente aún ligada al organismo, hubiera pasado a un estado extraño
pero beatífico, a una bienaventurada dimensión en la que la habitual corrupción de la carne no
tenía cabida. Así que, por una parte, me sentí como quien, agradablemente sorprendido, descubre
que se ha quitado un buen peso de encima. Sin embargo, casi enseguida, la visión de mi otro brazo,
desnudo, enclenque y agitándose despavorido en el espejo, me hizo volver a la realidad en que continuaba la mayor parte de mi persona y me asaltó una legión de problemas e inconveniencias.
Para empezar me sentí ridículo y, sobre todo, incapaz de explicar lo que me había pasado. Enemigo de cualquier tipo de notoriedad, sólo se me ocurrió disimular el desperfecto haciéndome un
apaño en la manga de la camisa. A duras penas y con la ayuda del brazo que me quedaba –para mi
desgracia, el izquierdo–, rellené con trapos y algodones el intangible hueco, le adosé un guante de
cuero negro en el extremo y, pasándome por el cuello un trozo de venda elástica que casualmente
conservaba de otro accidente anterior, simulé un cabestrillo en el que descansaba el miembro huido.
De esta guisa cogí el autobús y me presenté en la oficina como todos los días, eso sí, con una hora
de retraso.
Durante el trayecto me había inventado un traicionero resbalón en la ducha mañanera y una
visita a Urgencias, versión que interpreté lo mejor que pude inmerso en el corro de compañeros
que me rodearon nada más llegar, interesados en mi lesionado aspecto. Más difícil resultó aguantar
el tipo en el despacho del jefe.
–¿Que no quiere usted pedir la baja?
Dentro de las órbitas, las dos esferitas de sus ojos, habitualmente quietas en una placidez estrábica, desdeñosa y despótica, se habían puesto a moverse de una manera descontrolada buscando
una lógica salida.
–De verdad, don Antonio. Tengo muchos asuntos pendientes en estos días y le aseguro que
puedo arreglármelas usando la mano izquierda sobre el teclado del ordenador.
Por unos minutos, que me parecieron siglos, volvió a depositar sobre mi persona su mirada
equívoca y desconfiada, como la de un sapo que está dispuesto a tragársete entero de un solo lengüetazo, y tras lo cual se levantó y miró por la ventana la costra purulenta que envolvía la ciudad.
Y entonces, aún de espaldas a mi persona, que permanecía dócil y agazapada en el silloncito en73
frente de la mesa, emitió un sonido gutural que decía Ag o Ug, al tiempo que encogía de manera
ostensible los hombros. Yo lo interpreté como un que aunque siguiera sin fiarse de mí ni un pelo,
podía hacer lo que me viniera en gana, lo que llevé a cabo de inmediato, saliendo sigilosamente del
despacho.
Con una voluntad y paciencia de monje tibetano estuve practicando con la mano izquierda en
el teclado de mi ordenador más de una hora. Al principio me equivocaba constantemente, y mi
apéndice desaparecido e invisible se lanzaba una y otra vez, en frustrados intentos, hacia unas teclas
que aparecían tan al alcance de la mano. Hasta que se impuso el principio de realidad y la mano izquierda, luego de tímidos y torpes avances por traspasar la línea que marcaba la frontera de su propio territorio, tomó decididamente el mando. Tan contento y satisfecho me sentía al comprobar la
velocidad y seguridad de mi sola mano en el teclado que llegué a olvidarme de mi terrible problema.
Y en esto que sentí que en el bolsillo derecho de mi pantalón el teléfono móvil se ponía a vibrar.
Sin quitar un ojo de la pecera desde donde don Antonio vigilaba la sala, me contorsioné hasta
el dolor para extraer el móvil con la mano izquierda. Con disimulo miré la pantalla luminosa. María
del Carmelo. Y en un fogonazo del mismo color ambarino que el recuadro fosforescente, comprendí que nunca la había querido.
María del Carmelo. Desde el primer día que la conocí quise llamarla Carmela, pero me lo prohibió de forma tajante.
–Si quieres que esta relación siga por buen camino, tienes que llamarme María del Carmelo –
me dijo en aquel entonces.
Y me explicó que, para ella, pronunciar su nombre completo suponía la expresión de su fe religiosa.
–Tal vez no los sepas –añadió dando por descontado mi ignorancia al respecto–, pero fue en el
monte Carmelo donde Dios mostró a su profeta Elías que él era el único Dios verdadero.
Y yo, hombre veleta y descreído desde siempre, me sentí deslumbrado por aquella profesión de
convicciones. Me ilusioné con la idea de que al fin mi vida pudiera tener un sentido al lado de
aquella mujer. Y me creí enamorado de María del Carmelo.
Por supuesto que nada de sexo fuera del matrimonio. Después de tres sucesivas experiencias con
mujeres en las que el sexo fue el ingrediente determinante tanto en el origen como en el fin de cada
relación, tres meses de castidad con María del Carmelo casi me pareció una nueva y excitante forma
de erotismo. Me presentó a sus padres, que me resultaron unas personas muy serias y cabales, y
hasta un día por semana llegué a asistir con ella a un cursillo prematrimonial donde el párroco de
San Cayetano, parroquia de María del Carmelo y donde nos casaríamos, nos hablaba del amor, la
convivencia cristiana, la paternidad responsable y la espiritualidad conyugal. Pasito a paso, ladrillito
a ladrillito, María del Carmelo iba construyendo nuestro futuro, y yo, confiado y feliz, me dejaba
llevar como quien, con los ojos cerrados y sintiendo en los labios el sabor de una dulce brisa marina,
se deja llevar en un seguro velero rumbo al poniente.
Pero mira por dónde la pérdida del brazo en el lavabo aquella mañana me abrió los ojos y me
mostró con claridad que todo había sido una ilusión, que nunca había querido realmente a María
del Carmelo. Y la mejor prueba de esa verdad era que, después de pensarlo unos momentos, me
daba cuenta de que tampoco a ella me sentía capaz de explicarle lo que me estaba pasando. Me la
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imaginaba llevándome ante el párroco de San Cayetano, que certificaría una prueba de Dios, un portento cuyo eco llegaría hasta el mismísimo Vaticano. Sólo pensarlo me produjo un retortijón y tuve
que levantarme a toda prisa para ir al baño.
Sentado en la taza del váter ya me sentí aliviado con el primer apretón. Pero con el segundo, a
la vez que una extraña paz, noté que había algo que no marchaba bien. Alzándome un poco en la
taza, acerqué con prevención mi mano izquierda a las posaderas, y comprobé con espanto que habían desaparecido las dos nalgas, los testículos y mi pajarito. Mirándome, me levanté con cautela
y pude verme partido en dos. De arriba sólo llegaba hasta debajo del ombligo, y de abajo hasta el
final del muslo.
El susto me llevó a orinar largamente, lo que no hizo sino incrementar mi asombro, pues de la
misma manera que en el fondo de la taza no había ni rastro de lo que había evacuado mi vientre,
ni una sola gota de orina había caído a la inmaculada loza. Y, sin embargo, nunca como ahora me
sentía yo tan desahogado, tan limpio, tan ligero. Un descubrimiento que por un instante me hizo
olvidar la zozobra en la que naufragaba.
No duró mucho. El tiempo justo de ver mis pantalones arremolinados en los tobillos, encogidos
cual animalito temeroso y consciente de que apenas quedaba algo que rellenar.
Abrí la puerta con cautela y, después de comprobar que no había nadie a la vista, salí todo lo rápido que pude, me eché al hombro las dos toallas de mano que había junto al lavabo, cogí con mi
única mano un paquetón de rollos de papel higiénico que había de reserva y volví a mi guarida. Y
allí, con un trabajo ímprobo que me hizo sudar a chorros, pude, envolviendo cinco rollos de papel
higiénico con las toallas del lavabo lo más prieto que fui capaz, reconstruir unos cuartos traseros
con los que rellenar mis pantalones.
Salí del baño con el miedo atroz de que todo se descompusiera al andar, y con unos pasitos cortos y medidos que me hicieron recordar a los de una bailarina de ballet, conseguí llegar hasta mi
puesto de trabajo. Y allí permanecí el tiempo que quedaba hasta la hora de salida, tecleando con
una sola mano, sentado sobre los rollos de papel en una posición harto incómoda y con el cerebro
como una sopa hirviendo en el intento de hallar una solución a mi desesperada situación.
Y cuando dieron las tres y el último de mis compañeros de despacho se despidió con un jovial
“Que te mejores” que me sonó a broma macabra, yo ya había decidido acudir a Laureano Andrade.
Después de años sin saber de él, casualmente me lo había vuelto a encontrar en unos grandes almacenes mientras compraba los regalos navideños. Nos dimos un sentido abrazo y recordamos con
emoción los últimos años en el instituto, en los que él era el delegado del curso y casi casi ejercía
de hermano mayor de todos nosotros. Porque, a pesar de que teníamos la misma edad, Laureano
era de largo el más maduro y sensato de todos. A él acudíamos con más confianza que a nuestro
propio padre, y de él obteníamos siempre un buen y meditado consejo. Después me enteré de que
estaba acabando Físicas en la Complutense y el día que nos tropezamos en los grandes almacenes
me dijo que era ayudante de Física Teórica en la misma universidad. Me dio el número de móvil y
quedamos en llamarnos.
Lo llamé desde la misma oficina. Estaba acabando de almorzar y me dijo que si quería verlo podía
hacerlo aquella misma tarde, en el laboratorio del departamento de Físicas, donde iba a pasar el
resto de la jornada. No lo dudé ni un instante y allí me trasladé en taxi, el único medio de transporte
que permitía mi estado.
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Vestido con una bata blanca y unas extrañas gafas metálicas que recordaban a las de un submarinista alzadas sobre la frente, Laureano me recibió con su habitual amabilidad y perspicacia.
–¿En qué puedo servirte, amigo? Porque por el tono de tu voz por el teléfono, me dio la impresión de que tienes algún problema, ¿no es verdad? ¿Qué te ocurrió en el brazo?
No le dije nada. Comprobé que estábamos solos en aquel lugar lleno de artilugios, le pedí que
cerrara la puerta por dentro y ante su mirada extrañada me puse a desnudarme trabajosamente.
Cayeron al suelo los algodones, trapos, toallas y rollos de papel higiénico y me quedé frente a
Laureano Andrade como Dios me trajo al mundo. Mejor dicho, bastante más disminuido que en
aquel entonces.
–¿Qué me está ocurriendo, Laureano? –sólo se me ocurrió preguntarle, colocando mi brazo izquierdo y el muñón del derecho en una cruz amputada.
Y Laureano, que por unos momentos se había sentado en un taburete enfrente a mí por la impresión, se levantó con los ojos como platos y acercó cautelosamente sus dedos al lugar donde deberían estar mis genitales. Me recordó a aquella secuencia del Nuevo Testamento en que Tomás,
uno de los apóstoles, tocaba con incredulidad las llagas del Cristo resucitado, según me había contado María del Carmelo. Le dije:
–Créelo. No hay nada.
–¿Y cómo has llegado a esto? –preguntó en un hilillo de voz temblorosa.
De modo que le conté de cabo a rabo todo lo que me había ocurrido desde que me había levantado aquella mañana hasta aquel mismo momento.
–¿Tienes idea de lo que me está ocurriendo? –concluí con la misma pregunta que ya le había
hecho antes.
Y entonces empezaron mis decepciones.
Después de atravesarme varias veces primero con su mano derecha y después con las dos sin
tropezar ni asir nada, y de darse varias vueltas a mi alrededor como si la visión de lo que no había
inspirara una respuesta, al fin Laureano se me paró enfrente. Tenía los ojos brillantes, como los de
un loco.
–¡Es fantástico! –dijo.
–¿Qué es fantástico? –pregunté yo, que me había alzado los pantalones para tapar mi falta de vergüenzas.
–Pues verás. Por alguna razón que tendremos que estudiar, tu cuerpo irradia una extraña energía
que es capaz de transformar los sumideros de un lavabo o un váter en un agujero negro. Por ahí
se ha ido lo que falta de tu cuerpo, y lo que queda, lo que estamos viendo, es la zona limítrofe, el
horizonte de sucesos, un área de incertidumbre cuántica que casualmente es lo que yo estoy estudiando en la actualidad. ¿No es estupendo? ¡Es fantástico!
De todo lo que había dicho Laureano, con lo único que me sentía identificado era con ser un
área de incertidumbre, de eso no cabía la menor duda, una sola y angustiosa interrogación que
pugnaba por abrirse paso entre la retahíla de colapsos de funciones de onda, campos de Higgs,
quarks y supersimetrías que mi viejo amigo continuaba desgranando con entusiasmo evangélico.
Por fin exploté:
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–¿Pero dónde está lo que falta de mi cuerpo, Laureano?
Cesó de hablar, y por un instante pareció sorprendido de mi pregunta.
–Pues si te digo la verdad, no lo sé. Eso es lo que significa la incertidumbre. El entrelazamiento
cuántico supone que eso que echas de menos esté aquí mismo o en el otro extremo del universo.
–¿Y qué probabilidades tengo de recuperarlo?
Laureano comenzó ensayando una mentira piadosa:
–Bueno, en realidad, en la actualidad no hay evidencias de la existencia de los agujeros blancos,
pero constituyen una hipótesis sólida de la física teórica…
–En fin, para ser sincero, es más fácil que pierdas lo que te queda que recuperes lo que has perdido. Pero, míralo de esta manera, amigo –continuó–: Lo que te ha ocurrido a ti sólo pasa una vez
entre varios trillones de posibilidades, lo que viene a decirnos que en los quince mil millones de años
de la edad del universo, tu caso ya es de por sí muy improbable. Eres una singularidad en el cosmos,
y tu estudio podría darnos el premio Nobel de Física.
Definitivamente me había defraudado Laureano Andrade. Yo lo único que quería era poder peinarme el pelo como todos los días y hacer uso de mis genitales unos cuantos años más y él me hablaba de conseguir el premio Nobel de Física.
Le dije que me sentía cansado y que quería marcharme a casa y él se propuso acompañarme. Le
respondí que deseaba estar solo unas horas y lo comprendió. Me ayudó a recomponer las nalgas
con unos trozos de plástico duro que cortó y dio forma con habilidad en unos minutos y llamó a
un taxi que me llevara a casa. Al despedirnos me hizo prometer que le llamaría cuando hubiera descansado y que él se acercaría a mi casa para empezar a trabajar en serio, así dijo.
–Y recuerda –me repetía cuando ya entraba yo a duras penas en el taxi–. Nada de lavarte en el
lavabo. Y las necesidades, en una palangana, cuyo contenido ya luego tirarás al váter.
En el taxi que me llevaba a casa, me dio por pensar que Laureano Andrade y María del Carmelo,
ciencia y religión, eran como las dos caras de una misma moneda en la que había jugado mi suerte
y con las dos había perdido. ¿Qué quedaba?
Sentí ganas de orinar y me di cuenta de que podía hacerlo sin problema. Esto no se lo había contado a Laureano. Sentado en el asiento trasero de aquel coche, me relajé, cerré los ojos y dejé que
la orina fluyera libremente. Donde quiera que estuviese mi vejiga noté que se vaciaba por completo
y me inundó la misma sensación de bienestar y paz que ya había experimentado en el baño de la
oficina. Entonces me acordé de mi brazo derecho, y con disimulo para no llamar la atención del
taxista, me despojé del guante negro, la venda elástica y dejé el miembro libre. Tal vez estuviera en
las antípodas del universo, como decía Laureano, pero yo lo sentía más mío que nunca, más ligero
y con más ganas de moverse. ¿Y si ésa fuera la solución?
Ya en casa, no lo dudé ni un momento. Me fui al baño, me quité toda la ropa y me miré por un
instante en el espejo del lavabo. En los ojos tenía un brillo de alegría que no me recordaba, y en la
boca la primera sonrisa franca del día.
Arrodillado frente a la taza del váter, presioné con el dedo índice de la mano izquierda el pulsador
del agua y acerqué con decisión la cabeza a aquel vertiginoso torbellino que me prometía una nueva
y mejor existencia en algún lugar del cosmos.
77
S A N T I AG O A. L Ó P E Z N AV I A
Santiago Alfonso López Navia (Madrid, 1961) compagina la creación literaria, la
docencia, la investigación y la edición. Ha publicado los libros de poemas Tremendo
arcángel (Madrid, 2003), Sombras de la huella (Barcelona, 2006), El cielo de Delhi, editado
primero en la publicación conjunta que recoge los trabajos galardonados en el VII
Premio Internacional Artífice (Granada, Ayuntamiento de Loja, 2007) y luego (Madrid, 2009) en beneficio de UNICEF, Canción de ausencia rota de mi señor Silente (Madrid,
2008), ilustrado por Jesús Gabán, Ética y retórica a Jacobo Sadness (Córdoba, 2009),
Premio Juan Bernier 2008, y Canciones de Navidad del País de Nunca Jamás (Madrid,
2011), a beneficio de la ONG Acción Alegra. Pertenece al grupo Paréntesis desde
su fundación en 1992.
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LOS SUJETOS SUBLEVADOS
Para Aitor, Alejandro, Ana, Ángela, Elena, Germán, Jorge, Katia,
Santiago y Sergio, que aún siguen ahí
Hartos. Estaban absolutamente hartos y exhaustos. Condenados a lo largo de toda una vida.
Oprimidos y encarcelados por una tradición rutinaria y acomodaticia que no se molestaba en indagar, en romper, en crear. Juan, Pedro, María, el perro, el niño y la niña –había algún otro, pero
la intensidad de su malestar no alcanzaba las proporciones de los primeros– ya no podían más después de siglos de esclavitud inmisericorde e ininterrumpida siendo sujetos de tantísimas oraciones,
y por si fuera poco, casi siempre de los mismos verbos.
Juan, Pedro y María estaban hastiados de hacer de todo, especialmente estudiar, correr o ser
esto y aquello (aunque en esto la tradición solía tratarlos bien, porque los atributos solían revelar
sus mejores condiciones: inteligente, aplicado, obediente), y más todavía si se trataba de entregarse
a la rutina de las oraciones reflexivas, en las que rara vez les cabía más opción que lavarse o peinarse,
por no hablar de la crueldad de las recíprocas, en las que Juan y Pedro –a María solía dejársela en
paz por la presumible dulzura de su condición femenina– venían casi siempre obligados a pegarse
al margen de sus sentimientos y opiniones. El perro ya no podía soportar vivir comiendo, y comiendo sobre todo pan, como si la oferta nutricia de los complementos directos no pudiera abrirse
a otras opciones más delicadas y exquisitas. Por lo que respecta al niño y la niña, les resultaba ya
insufrible vivir entregados a jugar, sin que su vida pudiera considerar un horizonte de expectativas
más trascendente y edificante, y sobre todo ya no podían soportar la injusticia de su anonimato,
resignados a que su identidad no importase y la única singularidad de su legado fuese su condición
de niños.
Algo había que hacer, y pudieron hacerlo porque la concurrencia y la proximidad de los sujetos
en las páginas de los manuales de lengua y en los ejemplos de los profesores facilitaban su permanente contacto y propiciaban el intercambio de experiencias, sensibilidades y opiniones. Después
de las primeras reuniones, y amparados siempre por una prudente clandestinidad, convinieron en
la necesidad de constituirse en asociación. A tiempo de elegir a su representante, no tuvieron la
menor duda: Juan. Era el más presente, el más activo, el más capaz, el más veterano. Aunque la intención del grupo era reivindicativa, por ahora les bastaba con la fórmula que habían elegido; ya
se vería con el tiempo si habría que dar otro paso más grave que los convirtiese, en el menor de
los casos, en sindicato o en partido. No descartaban, incluso, acciones más contundentes si no
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quedaba más remedio: toda una historia de sujetos los había convertido en verdaderos especialistas
en las acciones, habilidades y saberes más diversos. Llegados a ese punto, estarían preparados como
nadie y no les temblaría la mano.
Animados por la razón que les asistía, iniciaron de inmediato las rondas de negociación con los
profesores y los editores de los manuales de lengua, a quienes expusieron con todo detalle y con actitud conciliadora las causas de su disgusto y las sencillas sugerencias que servirían para erradicarlo,
pero sus interlocutores no tenían la menor voluntad de cambiar el estado de las cosas después de
tantos años de cómoda rutina y acogieron sus alegatos primero con estupor, luego con displicente
superioridad y por fin con indisimulada mofa. No había manera de llegar a un acuerdo porque quienes creían tener la sartén por el mango no mostraban la menor empatía y entendían las reclamaciones
de los sujetos como un capricho o una impertinencia que no merecían la menor atención.
No había más remedio que saltar a las trincheras y emplear la fuerza en legítima defensa. La
estrategia que urdieron los sujetos para consumar su rebelión se desplegó en dos fases que ocuparían otras tantas semanas. Durante la primera, se limitaron a esfumarse de los ejemplos tanto
en las explicaciones de los profesores como en las páginas de los manuales: tan pronto como alguno de los primeros construía una oración con uno de estos sujetos, desaparecían de inmediato
dejando un misterioso espacio en blanco que no podía volver a llenarse por más que se intentase;
por lo que a los libros respectaba, las páginas reproducían el mismo fenómeno, y en uno y otro
caso la reacción de los alumnos reclamando explicaciones y exigiendo claridad se convirtió en una
ingobernable pesadilla.
La segunda fase fue mucho más persuasiva y elaborada. Juan, Pedro y María boicotearon los
ejemplos de profesores y libros constituyendo sintagmas en los que añadían por su cuenta determinantes y adyacentes que daban cumplida cuenta de su legítimo descontento. Así, donde antes rezaba “Juan corre” o “María estudia”, ahora se podía leer “El hastiado Juan corre” o “La explotada
María estudia”; donde antes había una oración recíproca tan tópica como “Juan y Pedro se pegan”
ambos añadieron, para entorpecer la competencia de quienes debían aclararlo, un complemento circunstancial tan poco flexible ante clasificaciones y etiquetas como “en contra de su proverbial pacifismo”; donde antes se había escrito “El perro come pan”, el mismo perro se había ocupado de
matizar la acción verbal, en algunos casos, con un complemento predicativo tan inequívoco como
“absolutamente asqueado” y en otros con otro complemento circunstancial tan rotundo como
“sin la menor gana”, y en las archiconocidas oraciones intransitivas “El niño juega” y “La niña
juega”, uno y otra habían complicado la tarea de los docentes, afanados en aquel momento en el
trance de hacer entender a sus pupilos los misterios de la oración simple, convirtiéndolas en oraciones principales de subordinadas adverbiales tan ilustrativas de sus quejas como “aunque preferiría la lectura de Schopenhauer” o “reduciendo así sus expectativas de integración en una sociedad
machista”, respectivamente.
La campaña no pudo ser más eficaz: ni la clase docente ni la industria editorial eran capaces de
gestionar el conflicto, cuyas consecuencias fueron, sobre todo, el estupor de los alumnos y la ineficacia de la enseñanza de la lengua, con el consiguiente aumento del fracaso escolar y las comprensibles reclamaciones de los padres y llamadas al orden por parte de las autoridades de las
administraciones educativas. En esta ocasión, urgidos por la gravedad de los acontecimientos, fueron los profesionales de la educación y los editores quienes solicitaron las negociaciones con los
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sujetos, que ahora se sentaban a la mesa en unas circunstancias favorables a sus tesis que les concedían la ventaja a la hora de establecer un acuerdo.
Los sujetos sublevados impusieron muy fácilmente sus condiciones, advirtiendo de que volverían
a la acción en caso de que no fuesen aceptadas. No fue necesario; el problema era lo suficientemente grave como para que todas prosperasen. Así las cosas, Juan, Pedro y María exigieron ser relevados de sus funciones en beneficio de sujetos de nombres más originales, como Pascasio, Tadeo,
Aciscla o Emerenciana, haciendo notar a profesores y editores la necesidad de variar para evitar que
en los nuevos sujetos acabasen cundiendo el agotamiento y el desánimo, como había ocurrido con
quienes ahora llevarían una vida gramatical más descansada. En esto, desde luego, no se puede
decir que Juan, Pedro y María no actuasen movidos por la empatía y la solidaridad de clase, abriendo
el camino para que los sujetos del mundo pudieran disfrutar de mayores comodidades en el ejercicio
de sus funciones, tan importantes, si bien se mira, como las de los pilotos de aviación o los maquinistas de tren. Por aquello de actuar constructivamente, los sujetos rebeldes recomendaron a los
sectores profesionalmente implicados en la enseñanza y la difusión de la lengua que convirtieran
el santoral en un recurso didáctico que estimulase la variedad en la construcción de los ejemplos,
y con el ánimo de demostrar su voluntad de seguir presentes para que nadie pensase que actuaban
guiados por la molicie o la negligencia, aceptaron seguir siendo sujetos si y sólo si las oraciones de
las que formaban parte giraban en torno a predicados verbales tan nobles como eran resolver el
conflicto de Oriente Medio, acabar con el hambre en África, ganar el Nobel de Literatura, presidir
la Asamblea de la O.N.U. o descifrar los más inextricables enigmas del Universo.
El perro, por su parte, dejó muy claro que sólo aceptaría ser sujeto del verbo comer cuando los
complementos directos fueran delicias tales como el cordon bleu o el steak tartar, entre otras muchas
opciones apetecibles, dejando la obligación de comer pan para otros animales entre los que, por
supuesto, no tendría cabida el gato, proverbial enemigo a quien no estaba dispuesto a conceder la
menor cuota de protagonismo ni siquiera en la precariedad; sugería más bien animales menos comunes, muy alejados de todos los ámbitos de la experiencia, incluida la gramatical, y por lo tanto
menos favorecidos por el coste de oportunidad: el desmán de los Pirineos, el congrio, el muflón,
el ornitorrinco, o incluso animales extintos como el pájaro dodo o el expeditivo velocirraptor.
En cuanto al niño y la niña, más fáciles de conformar por su edad, se contentaron con romper
su secular anonimato y fundirse en la identidad de los nombres propios, excluidos, obviamente,
Juan, Pedro y María, compañeros de lucha cuyas tesis hicieron suyas desde la cruz hasta la firma.
Y si de jugar se trataba, sería inexcusable matizar el verbo con complementos circunstanciales o
proposiciones subordinadas que acreditasen la excelencia de los sujetos tales como “con sano y edificante espíritu competitivo”, “con inagotable entusiasmo” o “manifestando los más acabados valores de compañerismo y entrega”.
Y así fue, por fin, y así consumaron su justa victoria los sujetos sublevados liberándose de la tiránica opresión a la que habían sido sometidos desde la noche de los tiempos. Y así volvieron a las
aulas y a las páginas la paz, la creatividad, la eficacia didáctica y el sosiego necesario para construir
la educación de los hombres y las mujeres del futuro, mientras soplaba la brisa amable, leve y perfumada de un nuevo amanecer gramatical.
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ADOLFO M. MARTÍNEZ
Adolfo M. Martínez es un híbrido inestable de licenciado en Derecho, pintor, escultor, escritor, único estudiante y a la vez Rector Magnífico de la Universidad de Villaescusa de Haro (Cuenca). Ha publicado las novelas Erótica rural (Ediciones de La
Discreta, 2004), obra de peregrino ingenio y humor desbocado que cosechó gran
prez entre la cofradía discreta, Erótica urbana o De la soledad del afilador (Ediciones de
La Discreta, 2008) donde explora las relaciones ocultas entre la cafetería de El Corte
Inglés y los páramos agrestes de su Mancha conquense, y el libro de relatos, Los profetas cabreados (Ediciones de La Discreta, 2010), que toma título de su colección de
esculturas más celebrada. También participó en su momento en la Primera santología
(Ediciones de La Discreta, 2004).
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EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PÁJAROS
En la posición que me encontraba, decúbito supino, podía observar cómodamente todo lo que
sucedía a mi alrededor. A los tejados no dejaban de llegar pájaros. Los de la torre y naves de la iglesia
estaban ya llenos de palomas y tordos. Igual los tejados del palacio del ayuntamiento y del convento
de monjas. El edificio de la antigua universidad negreaba de los grajos. Cuando llegaba alguna bandada nueva procuraban hacerse sitio pisando a los demás hasta que lograban situarse entre graznidos y algún picotazo.
A lo lejos me pareció distinguir, por su peculiar formación, bandadas de grullas que se acercaban.
Gorriones y tordos acaparaban los tejados de las casas corrientes.
La gente se salía de la iglesia a contemplar el espectáculo. Después regresaban haciendo comentarios en voz baja. Me parecía una exageración.
Los tordos son pájaros díscolos y atrevidos. He cogido varios. Riñen en lo alto de la chimenea
y alguno se descuida y cae aleteando chimenea abajo. Es fácil cogerlo cuando se precipita contra
el cristal de una ventana. Se defiende a picotazos y dando graznidos estridentes. Es fuerte. Plumas
y músculo. Como si en la mano se tuviera una piedra suave a la que se le saltase el corazón. Se
comen, en invierno, las aceitunas de los olivos que tengo en el patio y, en otoño, los higos de las
higueras que hay en el jardín. Les ayudan los gorriones. Bueno, yo de niño también me he comido
algún tordo. En invierno dormían en los palomares y si se habían vendido las palomas, la noche
de la cacería caían muchos en las grandes redes que los cazadores colocaban en las piqueras. Al día
siguiente se los merendaban asados en las parrillas. Los senadores romanos criaban tordos en sus
villas para darse de vez en cuando un festín. Para Marco Aurelio era un elogio no haber criado
nunca tordos.
Las golondrinas se habían enganchado a los cables de la luz. Qué atrevimiento. Saltarse las reglas
de las migraciones para presentase aquí. La verdad es que nos queremos mucho. Una vez hubo que
habilitar un porche para hacer una cocina. El caso es que las golondrinas habían hecho allí su nido,
así que les dije a los albañiles que desmontasen el nido y lo pegasen con yeso en el porche de al
lado. Las golondrinas entraban y salían revoloteando estudiando el proyecto; por fin decidieron
hacer al lado un nido nuevo utilizando sus propios métodos de construcción. No iban a correr el
riesgo de fiarse y que se viniese abajo y se estrellasen en el suelo los huevos o los pollos.
En casa de mi amigo el profesor las golondrinas han acordado dormir en los salientes de una
lámpara colocada en el techo del zaguán. Claro, los animales se cagan poniendo perdidas las baldosas que caen debajo de la lámpara. Un día que fui a visitarle me señaló las cagadas. “No se te ocu87
rra”, le dije, “expulsar a las golondrinas de ahí”. Nuestra amistad hubiera peligrado porque yo me
iba a poner de parte de las golondrinas. La verdad es que son un poco guarrejas. Pero es el precio
a pagar por gozar de su presencia, de sus trinos, de la belleza de sus vuelos. Es un espectáculo ver
cómo los padres enseñan a sus hijos a descender volando a la superficie de la piscina para coger
agua con el pico. Los pequeños hacen piruetas y se mojan enteros, se desasen del agua y se van a
descansar a una rama de un árbol próximo. Vuelven a intentarlo hasta que por fin tocan sólo con
el pico la superficie del agua que empieza a oscilar en suaves ondas.
Ya lo he contado alguna vez pero todavía habrá gente que no lo sepa. Mientras Jaime I el Conquistador sitió el castillo del Puig, en Valencia, una golondrina hizo el nido en el mástil de la tienda.
Cuando hubo que levantar el sitio, el rey ordenó que no se quitase esa tienda “hasta que la avecilla
hubiese desanidado con sus hijos”.
El cura salió de la sacristía andando lentamente, vestido con los arreos propios de los oficios
de difuntos y llevando en las manos a la altura del pecho el cáliz cubierto por la patena y un paño
blanco dejándolos sobre el ara. Después, abrió los brazos y con una voz profunda y fuerte comenzó
a cantar:
Dies irae, dies illa
Solvet saeclum in favilla
Al oír aquello me estremecí. Se me puso carne de gallina; todavía los músculos horripiladores
tenían fuerza para tirar de los pelos y mantenerlos enhiestos. Terminó el cura:
Teste David cum Sibylla.
El Dies irae es la música más hermosa que pueda escuchar el hombre. También es hermoso el
Media vita, canto gregoriano en que se pide al Señor que no nos envíe una muerte amarga.
No me había dado cuenta de los gavilanes medio ocultos entre los grajos en el tejado de la vieja
universidad. Mis amigos los gavilanes. Fieles compañeros de mi infancia. Salíamos a pasear en bicicleta, ellos sujetos en los puños de goma del manillar y yo pedaleaba. Un día se marcharon. La
agricultura dejó de ser “la más inocente de las artes”, que decía San Agustín, y se iniciaron las malas
prácticas de la labranza profunda y la lucha química contra las plagas que terminaron con los saltamontes, la comida preferida de los gavilanes.
Las urracas daban cortos vuelos, de rama en rama, en los olivos del patio. Es animal inquieto y
desconfiado. Me gusta el sonido de la carraca que tiene en la garganta. Alguna vez, en mis paseos
por el campo, me encuentro con trampas para cogerlas. Son jaulas de alambre fuerte en cuyo interior los tramperos ponen comida. Al entrar la urraca en la jaula pisa un resorte que cierra una
trampilla que impide que salga al exterior. Allí el pobre animal se destroza el pico y la cabeza al intentar separar los alambres de la jaula. Allí está hasta que muere si no llega antes el guarda de la caza
y la mata. Dicen que se come los huevos de la perdiz. Yo las libero. No me gusta la caza. Decía Ignacio Sánchez Mejías, el de “a las cinco de la tarde”, que hay más crueldad en un cazador escondido
detrás de un árbol esperando que pase una paloma, que en una corrida de toros. No obstante,
cuando vayamos desapareciendo las especies, las últimas en caer serán las urracas. Y los tordos.
El cura ha continuado con sus liturgias. Se ha situado frente a un atril con un micrófono. Junta
las manos ante el pecho y empieza a decir: “Queridos hermanos...”
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Yo, en estas circunstancias, suelo amodorrarme. Siempre es la misma historia. Decía León Felipe
que al hombre lo traen al mundo con cuentos y lo entierran con cuentos. Excepto una vez que me
desperté bruscamente al oír decir al cura: “Ha muerto nuestro hermano Manuel en el ejercicio de
su libertad querida por Dios”. El caso es que nuestro hermano Manuel se había ahorcado el día
anterior colgándose de una viga del pajar de su casa. Hay que joderse. Luego me hice amigo del
cura. En mi caso terminó su discurso diciendo: “Ha muerto el hombre que amaba a los pájaros”.
Y era verdad. En mi casa siempre goteaba una manguera sobre una espuerta o un grifo sobre
una pila para que los pájaros pudieran beber. O mendrugos de pan esparcidos por el patio que los
gorriones picoteaban con avidez. Ellos sabían que en los años de sequía del páramo manchego los
grifos no goteaban por casualidad. Acudían sobretodo al atardecer, antes de acostarse, a pesar de
la desconfianza que les producía los breves segundos de pérdida de control del entorno mientras
bebían. Pasos lentos de aproximación, miradas rápidas a izquierda y derecha, cautela al subir al
borde de la pila. Saben que en la naturaleza un descuido significa la muerte. A veces veía cruzar por
el patio un gato con una paloma entre los dientes.
La misa ha terminado. Los fieles se colocan en fila para pasar delante de mis familiares y darles
el pésame. Dar la cabezada que dicen por aquí. Mientras dura el desfile una voz chillona y monótona
va desgranando las oraciones del santo rosario. Los misterios gozosos.
A continuación me sacaron a hombros y me metieron en un Mercedes ranchera adaptado al
transporte funerario y con los apechusques propios para colocar coronas de flores y cintas con leyendas: “Tus parientes no te olvidan”, etc. El coche arrancó lentamente camino del cementerio seguido por mis allegados y quienes querían acompañarme en mi último viaje.
Nada más enfilar la calle principal los grajos se fueron despegando del tejado de la universidad
y, colocándose en formación de grageida, empezaron a sobrevolar el entierro. Como cuando la
aviación sobrevuela a las tropas de tierra en un desfile militar. La grageida es una formación de doscientos cuarenta y cuatro individuos de seis en fondo.
En ese momento no recordaba haber hecho nada especial por los grajos salvo darles alojamiento
en los agujeros de las paredes de mi casa. Me sonreí pensando en mi vecino Patrocinio, ahí detrás
de mí siguiendo al féretro. Se tenía que haber muerto antes que yo. Por la edad, pero él no fumó
nunca. La vida que es así. Pero a Patrocinio los pájaros no le harían ninguna despedida. Un día llamó
a los albañiles para que tapasen los agujeros de las paredes e incluso el hueco curvo que dejan las
tejas que descansan en lo alto de la pared y que suele ser la vivienda habitual de los gorriones.
“Ahora se van a joder los pájaros”, me dijo. Ah, también dejaba que me robaran las nueces del jardín. Las que se caían del árbol se las subían al tejado y allí, sujetando la nuez con sus garras sobre
una teja empiezan, como un martinete, a dar cabezazos hasta que el pico rompe la cáscara. Qué
brutos.
Ahora los científicos están estudiando la inteligencia de los grajos. Parece que es bastante superior
a la de los chimpancés. De lo cual me alegro infinito. Todavía hay tontainas que se les cae la baba
imaginando que cuando la evolución termine de igualar los genes del chimpancé y del hombre verán
al día siguiente a un chimpancé dirigiendo la Filarmónica de Berlín. Hay que joderse. Y es que estoy
hasta las narices de Dios y de Darwin, el uno con su creacionismo y el otro con la evolución, como
si no fueran probables dos o tres hipótesis más. Bueno, dentro de un rato lo averiguaré.
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Detrás de los grajos han echado a volar las palomas y gavilanes imitando la formación de grageida. Luego los gorriones y los tordos en bandadas. Les siguen las golondrinas. Las urracas van
por libre. Las grullas se despliegan en uve militar como dicen los antiguos bestiarios medievales.
Al llegar a la plaza de las Cuatro Esquinas todos giran a la derecha para enfilar la calle que lleva al
cementerio. Guiados por los grajos lo sobrevuelan y maniobran para regresar a la altura de la iglesia
y reiniciar el recorrido pasando una y otra vez sobre la comitiva. Yo les estaba agradecido por aquella magnífica despedida y muestra de cariño mientras les pedía: “Por favor, no os caguéis encima
de la gente”.
Los vehículos que circulaban por la carretera próxima se detenían a contemplar el insólito espectáculo de la nube de pájaros haciendo sombra al entierro.
Mientras meten el ataúd en la tumba el cura reza las últimas oraciones y la hisopa tres o cuatro
veces. La gente empieza a irse. La uve militar de las grullas gira a la izquierda. Supongo que van a
las lagunas de El Hito a donde yo acudía a verlas cuando se detenían a descansar allí en su viaje
migratorio a las riberas del Nilo. Quería comprobar si era verdad lo que dice Eliano que, de noche,
algunas se quedan de imaginaria vigilando el sueño de sus compañeras, y que la hacen con una
pata encogida con la que sujetan una piedra que se cae si se duermen y así se despiertan. Lo mismo
hacía Dalí. No pude averiguarlo entonces. Me daré una vuelta por allí.
Delante de la tumba solo queda Sonia, mi amiga la sobreviviente, dueña y camarera del Savoy,
el pub del pueblo. Con cuidado saca de su bolso una copa de balón, la deposita encima de la lápida
y me sirve un gin-tónic. Después, se santigua y se despide: “Descansa en paz”.
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FE R N A N D O S A N BA S I L I O
Fernando San Basilio (Madrid, 1970) estudió filología hispánica en la Universidad
Autónoma de Madrid y periodismo en la Escuela de Periodismo del diario El País.
En 2006 publicó en la editorial Caballo de Troya su primera novela, Curso de librería,
que tuvo una muy estimable recepción crítica y comercial, si bien se ganó el enojo
de algunos libreros de piel susceptible. En 2010 vio la luz, también en Caballo de
Troya, su segunda novela, Mi gran novela sobre La Vaguada, que lo confirmó como
uno de los escritores con más sentido crítico del humor y mayores cualidades narrativas de su generación.
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EL SUEÑO DE VIAJAR EN UN TREN NOCTURNO Y DE REPENTE DESPERTAR
(HISTORIA DE UN ARGUMENTO)
A los veinte años, finalmente, Jacinto, estudiante de Biblioteconomía, una mañana, se cayó al
bajar del autobús y pasó diez días con la pierna enyesada y luego otras tres semanas con muletas
y aún cojeó durante dos meses más. Fue una buena época para Jacinto, su gran manía era resultar
siempre interesante y era claro que al fin lo había conseguido: en la universidad, los compañeros
le querían firmar en la escayola y una vez una compañera lo llevó en coche hasta la plaza de Castilla.
Pero en cuanto la pierna curó y Jacinto perdió el don de la cojera, la gente volvió a sus asuntos y
Jacinto quedó olvidado en favor de otros compañeros con verdaderos problemas, gente verdaderamente interesante: una chica que tenía miedo a la oscuridad y se psicoanalizaba, un muchacho
que se estaba quedando sordo, otro que tenía seis dedos en el pie izquierdo. Jacinto comprendió
que había perdido el misterio, la gracia, y se dedicó a esparcir por toda la facultad de Biblioteconomía la idea de que vivía en una casa triste y ridícula y asomada a la vía del tren:
–Los trenes me despiertan todas las noches. Quiero decir todas las noches a la misma hora. A
la 1 y 23, a las 4 y 17 y a las 6 y 45 minutos. Pero a mí no me importa, imagino adónde van todos
esos trenes: París, Moscú, Jaca, e imagino que yo voy en ellos.
Enseguida cogió fama de soñador y la gente volvió a interesarse por él y sobre todo por sus noches y sus despertares. Todos comprendían ahora que Jacinto era el espíritu más elevado –los trenes
acunaban sus sueños– de toda la facultad de Biblioteconomía. Las chicas le removían el pelo. Luego
–¿cómo pudo ser?– trascendió – todo se sabe– que Jacinto no vivía al lado de la vía de ningún tren
y los compañeros le volvieron la espalda: ¿por qué tanta incomprensión? ¿Es que la gente no quería
darse cuenta de que Jacinto era un muchacho intenso, lleno de vida interior?, ¿qué daño había en
aquella pequeña mentira de los trenes nocturnos?, ¿qué tenía que hacer para ser interesante? Sólo
encontró apoyo en un compañero, que se llamaba Héctor y ceceaba:
–Tú tienes mucha imaginación, tú tienes que venir conmigo a los Jueves Creativos.
Los Jueves Creativos era un taller de escritura donde Héctor aprendía, todas las tardes de los jueves, la técnica de la novela. Primero era la técnica de leer novelas y luego la de escribirlas. El taller
lo daban en el edificio del Rectorado y era gratis. Algunos aseguraban que acudir a este taller daba
créditos y otros sostenían que, siendo por la tarde y en el Rectorado, el taller no podía dar créditos.
–Sería injusto.
–No tendría sentido.
Jacinto fue, le dieron una lista de lecturas y se aburrió mucho. Cada cierto tiempo, la profesora,
una mujer pálida y con el pelo liso, recordaba el nombre de alguno de los muchos autores que, antes
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de alumbrar obras inmortales, había pasado por un taller de escritura. A Jacinto no le gustó el ambiente, pero al acabar aquello, en los pasillos del rectorado, descubrió que en los Jueves Creativos
también enseñaban a escribir relatos cortos, obras de teatro y, sobre todo, guiones de cine. En realidad lo que vio fue a Casilda, una chica con los ojos muy grandes y un jersey de cuello de cisne
que, presumiblemente, le confundió con otra persona y le preguntó si había encontrado ya un
asunto para su guión.
–¿Un asunto para qué?
–Ah, tú debes ser del grupo de novela, o de teatro. Yo soy de cine. Entramos ahora. ¡Adiós!
Jacinto pasó la semana acordándose de Casilda y haciendo asociaciones mentales y juegos de palabras que crecían en progresión aritmética: el cine y el cisne, el cine y el cuello de cisne de Casilda,
el cine y el cuello de Casilda dentro del cuello de cisne… Al otro jueves, Jacinto también era del
grupo de cine y el cine, para Jacinto, era Casilda. El profesor, que tenía la barba recortada y uñas
muy largas, les recordó que antes de sentarse a escribir un guion había que encontrar un asunto y
luego les aclaró que el único asunto posible eran los triángulos amorosos.
–Sin triángulo amoroso no hay tensión dramática. Sin triángulo amoroso no habría cine.
Casilda, que por cierto nunca volvería a llevar un jersey de cuello de cisne en los Jueves Creativos,
prestaba mucha atención a lo que decía el profesor pero a Jacinto le pareció que también encontraba
tiempo para mirarle a él. Por lo visto, antes de aprender a escribir guiones había que aprender a escribir argumentos. El profesor les explicó que los argumentistas, en países serios donde el cine era
una industria y no una serie de nombres que se cruzaban todo el tiempo, ganaban muchísimo dinero.
–Aquí en España todo se hace mal o no se hace.
A la salida, a Jacinto le hubiera gustado hablar con Casilda y explicarle que ya había encontrado
un asunto para su guión. Asunto aclarado. El triángulo era el asunto. Casilda y Jacinto se verían de
repente hablando de triángulos amorosos y de allí nacería un estado de confusa camaradería y de
insinuación permanente. Sólo que Casilda se levantó antes de que acabara la clase y se alisó la falda:
–Lo siento. Me tengo que ir.
Casilda trabajaba en las tiendas libres de impuestos del aeropuerto de Barajas y tenía miedo a los
ascensores. Además, estudiaba Derecho y aquella tarde tenía prisa por irse a su casa a preparar un
examen de Derecho Administrativo. Acabada la clase, el profesor le dio a Jacinto una lista de películas que tenía que ver a la mayor brevedad y la dirección de un videoclub donde podría alquilarlas.
Jacinto consiguió ver tres cuartas partes de una de aquellas películas, era cine mudo y la encontró
algo aburrida salvo cuando daban primeros planos de la actriz principal: abría mucho los ojos o
batía los párpados a toda velocidad y a Jacinto le parecía estar viendo los ojos de Casilda y esto, y
el ser joven y no tener sentido del tiempo, le llevó a volver la semana siguiente y las siguientes semanas y también –había que hacerlo– y a escribir el argumento de una película donde un hombre
amaba a una mujer que no sabía de su existencia.
–Esto que has escrito trata sobre la incomunicación –le aclaró el profesor– y eso está bien porque la incomunicación es real, existe, pero a la historia le falta tensión narrativa. ¿Sabes por qué?
Lo sabes, claro que lo sabes. Hay que rehacerlo. Incomunicación, sí, pero con triángulo.
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El procedimiento era siempre el mismo. Los alumnos tenían que presentarse con un argumento
y copias suficientes para todos los compañeros y el profesor. Seguía entonces media hora o a veces
cuarenta minutos en que los alumnos se desperdigaban por todo el Rectorado y leían –sentados en
las escaleras, subidos a una barandilla, apoyados en la pared del vestíbulo– los argumentos de los
demás y los llenaban de tachaduras y anotaciones. Este desorden vivo y culto, este aroma de juventud
creadora, era algo que al rector le gustaba particularmente. Jacinto, que no sabía qué pensar de todo
aquello, leía diez o doce veces el argumento de Casilda y luego, en diagonal, los de los demás. Cuando
se acababa el tiempo de lectura, se metían todos en el aula y comentaban los argumentos.
–Todos podemos aprender de todos. Yo también he venido a aprender.
Escribir aquellos argumentos, rehacerlos, y leer los de aquellos que no fueran Casilda, era una
tarea fastidiosa que no tenía nada que ver con el oficio de soñar ni con el de escribir argumentos,
pero ahora Jacinto era parte de un grupo y eso era agradable. No era necesario tener algún defecto
físico o ser desgraciado para resultar interesante. Bastaba con ir todos los jueves al Rectorado y
ahuecar mucho la voz antes de hablar y aunque el cine, fuera de Casilda, le seguía sin interesar, Jacinto aprendió a formarse opiniones chocantes sobre el trabajo de los demás –sobre las cosas en
general– y a derramar su ingenio con naturalidad. Descubrió también que el hecho mismo de
asistir a un taller de creación le convertía en una persona nueva a ojos de sus compañeros de Biblioteconomía. A la gente le gustó descubrir que Jacinto tenía la aspiración cósmica de crear.
–Me parece muy difícil –le decían, y Jacinto suspiraba con suficiencia y respondía que lo verdaderamente difícil en esta vida era hacer lo que a uno le gustaba. Era el tipo de cosas que la gente
quería oír y Jacinto se daba cuenta. También se daba cuenta de que su propia vida sería mucho más
fácil si verdaderamente el cine le interesara más allá de Casilda. ¿Y Casilda? Casilda sí creía en lo
que hacía, tenía el pálpito de crear y edificar ficciones. Escribió el argumento de una película con
triángulo y lo comentaron en clase. Una muchacha recién casada se enamora de un compañero en
un taller de literatura. Jacinto vio en seguida que Casilda había cambiado el taller de cine por el de
literatura y entendió que la muchacha era Casilda y etcétera. Al profesor le pareció que al argumento
le faltaba tensión dramática.
–En realidad lo que le falta es la tensión erótica. Habría que rehacerlo.
A la salida, Jacinto acompañó a Casilda hasta la parada del autobús y en el camino, por miedo a
quedarse callado, le contó la historia de los trenes nocturnos y sus noches soñadoras. Casilda quedó
maravillada y le sugirió que escribiera un argumento con el asunto de los trenes que lo despertaban
por la noche.
–Sólo que te falta el triángulo. La tensión erótica.
Los dos rieron y Jacinto pasó unos días vivamente excitado. Casilda había ido demasiado lejos,
tal vez iba demasiado de prisa. Jacinto, que hasta entonces sólo había conseguido escribir argumentos a cerca de un joven inexistente y enamorado, escribió con furia durante toda la noche. Un hombre que vivía junto a las vías del tren se despertaba con el sonido de un tren nocturno y se imaginaba
subido en aquel tren: compartía litera con cierta compañera de la oficina y hacían una serie de
cosas hasta quedar dormidos. El espectador tendría que entender que aquel hombre, cada vez que
se despertaba y acordaba de su compañera de oficina, se masturbaba. Al profesor pareció que la
historia le interesaba.
–Billy Wilder –dijo.
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–¿Billy Wilder?
Billy Wilder, cuando era joven y no era nadie, vivía en la habitación más barata de una pensión
miserable, al lado del cuarto de baño, y todas las noches lo despertaba –una, dos, tres, varias veces–
el ruido de la cisterna. Luego Billy Wilder se hizo célebre y tuvo casa propia. Pero el ruido de
aquella cisterna –la juventud, la belleza inicial de toda aventura– lo echaría de menos el resto de su
vida. Todo esto estaba muy bien pero el profesor pensaba que al argumento de Jacinto le faltaba
tensión dramática.
– Aquí se sigue hablando de la incomunicación, el argumento es dramáticamente flojo y eróticamente inexistente. Habría que rehacerlo.
Todos estaban de acuerdo en que en la historia de Jacinto no había triángulo, no había asunto.
Alguien sugirió que la historia mejoraría si el hombre, cada vez que despertase, pensara en mujeres diferentes –una mujer en cada tren – y otro sugirió que la historia quedaría muy enriquecida
si el hombre, además de pensar en mujeres, pensara también en otros hombres.
–Sabemos lo que imagina el hombre cada vez que le despiertan los trenes –apuntó Casilda–
pero no sabemos lo que sueña cuando está dormido, entre un tren y otro tren.
Jacinto quedó sumido en la confusión. Nadie había entendido nada. Luego llegó la hora de comentar el argumento de Casilda. Ahora contaba la historia de una estudiante de Derecho que se
había inscrito junto a su novio en un taller de literatura y a la tercera clase comenzaba a sentirse
interesada por el profesor, que era un guionista joven y de éxito, con la barba recortada. El profesor
celebró mucho este argumento de Casilda.
–Es bueno. Hay conflicto, hay tensión –el profesor hizo en el aire el gesto de pellizcar las cuerdas
de un arpa y a Jacinto le pareció que Casilda parpadeaba más de lo normal–: Tenso, tenso.
Aquella tarde Jacinto salió de prisa del Rectorado y ni siquiera intentó hablar con Casilda. ¿Para
qué? La prisa de Jacinto era porque, de pronto, tenía una idea muy clara de lo que habría de hacer
con su película. Tenía que llegar a casa y escribir que: un estudiante de Biblioteconomía y alumno
de los Jueves Creativos y una compañera del taller de cine hacen el amor, de manera enfurecida, en
lo alto de una litera y en un tren elegante y sinuoso. Se oye el silbido del tren y el estudiante despierta
en su casa, en su habitación, y entiende, y los espectadores también, que todo ha sido un sueño. Una
vez despierto, el estudiante de Biblioteconomía medita sobre lo que acaba de soñar y vaga por sus
labios el principio de una sonrisa. Hay luna llena, una luna de plata que baña la habitación. El estudiante se quedará dormido otra vez y se soñará a sí mismo en un vagón bar: trababa una discusión
llena de ingenio y cinismo con un hombre –un profesor de un taller de guión de cine– y enseguida
llegaban a las manos y acababan con medio cuerpo asomado a la ventanilla y luego subidos en lo
alto del vagón. El tren atravesaba una cordillera llena de huecos abismales, puntas de nieve y claros
de luna. Cada vez que se acercaba un túnel, los dos contendientes se agachaban –oscura incertidumbre– y luego volvían a levantarse y se sacudían upper-cuts y puñetazos en la boca del estómago
hasta que el profesor –visiblemente ruin– sacaba una pistola y apuntaba al estudiante soñador.
Todo está perdido salvo que, oh, se avecina un túnel y el soñador, que lo tiene de frente, se agacha.
Al profesor, que ha concentrado toda su inteligencia en la operación de buscar la pistola y apuntar,
le pasará inadvertida esta amenaza y lo último que hará, antes de morir partido por la mitad, será gritar “¡No hay triángulo!” y, luego, disparar al aire. Tanto dará. Nadie habrá oído nada, ni dentro ni
fuera del vagón, porque el disparo coincidirá con los silbidos del tren. El estudiante despertará en
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su habitación, entre las sacudidas de un nuevo tren. Meditación, luna de plata y otra vez la blandura
cálida de los sueños: el estudiante, subido en un expreso de cierto lujo, fuma en un pasillo y mira
por la ventana: la cordillera estaba clavada contra el cielo, la luna rielaba. El tren reduce velocidad
porque viene otro tren por la vía contraria. Los dos trenes, al cruzarse, y como la posibilidad de
descarrilar es elevadísima, circulan muy despacio y el soñador puede ver, contra el cristal del otro
tren, los ojos finales de la compañera de los Jueves Creativos. Al espectador no le habrá de quedar
claro si el estudiante se despierta o sigue dormido, porque tampoco sabemos si sueña o vive, ni si
está en un tren o en su habitación. Todos estos trenes, incluidos los dos últimos –los dos trenes que
se cruzan– iban al mismo sitio y el nombre de ese sitio era el nombre de la película.
–Hay triángulo –dijo el profesor– pero es insustancial, en el segundo sueño, que el disparo coincida con el silbido del tren: esto hace un guión tramposo. Habría que rehacerlo.
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LA NIEBLA Y LA LUNA Y RICARDO
Durante unos meses, Ricardo estuvo sin empleo. Pasaba mucho tiempo en las estaciones de autobuses, vagabundeaba por los grandes almacenes, ocupaba los bancos de la calle durante horas,
merodeaba a las puertas de los colegios y jugaba, en conjunto, a ser un hombre acabado. Cada
cierto tiempo se dejaba caer por la oficina de empleo y firmaba una especie de fe de vida y de inacción para seguir cobrando el subsidio. La opinión que Ricardo tenía de sí mismo se resume en
muy pocas palabras: era un hombre pobre y con estilo. Jugaba al desasosiego, pasó a descuidar su
higiene personal. Dejó de leer los periódicos y de cortarse las uñas, perdió el hábito de peinarse y
se afeitaba cada tres, cuatro, cinco días y entre sus amigos hubo quien no comprendió que todo era
una gran broma y creyó que Ricardo podría dar en la extravagancia, por ejemplo, de prenderse
fuego frente a la oficina de empleo. Uno de estos amigos, muy bien situado en el mundo de la empresa y la seguridad laboral, un hombre-lanza –acaso un hombre punta de lanza–, tuvo la ocurrencia
de invitarlo a una de esas cenas de Navidad que todos los años se organizan en las oficinas. Pensó
que de esta manera Ricardo recuperaría antiguas sensaciones y creyó que esto le haría volver al
mundo o, al menos, a lo que él tenía por mundo.
–Diremos que eres el comercial de la zona de Levante. Cenarás gratis, conocerás gente. Luego
iremos a bailar y verás que todas las oficinas son la misma oficina.
Ricardo pasó una semana anegado en dudas, braceaba entre la agitación y la búsqueda. Ahora
que por fin había conseguido ser otro –el vagabundo acabado y el hombre con todo el tiempo del
mundo–, la vida le ofrecía la posibilidad de ser un nuevo otro por una sola noche: un comercial
medio remoto, una especie de Marco Polo de los cursos de seguridad laboral. Volvió a leer la prensa
–el mundo seguía donde solía– y atendió a los requerimientos que le había hecho su amigo, aunque
algunos entraran en franca contradicción con el personaje que se había creado:
–Tienes que venir hecho un príncipe –le dijera su amigo–. Córtate el pelo, arréglate las uñas, perfúmate las muñecas. Los comerciales son siempre muy presumidos.
No le importó, porque en el hecho mismo de contradecirse descubrió el placer abultado de la
libertad. Hacía lo que le venía en gana. Decidió llamarse Francisco, que era como se llamaba su
amigo. A su amigo le pareció una buena idea. Los dos entendían que esta coincidencia daba al
asunto un aire de total veracidad. Tantos nombres en el mundo y dos Franciscos a una misma
mesa, aquello era la vida misma. Francisco de aquí y Francisco de allá, Francisco el director y Francisco el comercial. Conocerás gente. Eran los nueve de la oficina y él. Había un Esteban, flaco y oscuro,
con una melena hueca, que llevaba la contabilidad y una María del Mar silenciosa y con una barbilla
sobresaliente que se ocupaba de la formación –la formadora María del Mar– y una Paula que era
la jefa de informática, la jefa de sistemas. Cenaron un menú concertado y bebieron mucho vino.
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También había un comercial, se llamaba Ignacio y tenía el pelo esponjado, la nariz recta y unos zapatos que parecían espátulas.
–Llevo la zona Centro –le explicó el comercial y, luego, dándose aires de virrey, aclaró:– Madrid
y las dos Castillas.
Procuró mantenerse alejado del comercial Ignacio por miedo a que, en el curso de una conversación entre iguales, se descubriera el engaño y lo casi consiguió, pero resultó que en aquella oficina,
en aquellas cenas, todos se cambiaban de sitio cada cierto tiempo –por lo visto lo encontraban divertido– y, al final, a los postres, el comercial se sentó al lado de Ricardo. A Ignacio, por alguna
razón, le interesaba saber si determinadas comarcas del interior de Murcia correspondían al área
comercial de Levante o a la de Andalucía. Ricardo paseó los dedos por encima de la mesa, reunió
unas migas de pan hasta formar un círculo con todas ellas y tragó saliva. ¿Quién vendía cursos de
seguridad laboral en Murcia?, ¿los vendía él?
–Mmm … Murcia, tú me entiendes, es Murcia.
–Entiendo, creo que sé por dónde vas.
Cenarás gratis. Trajeron la cuenta y Ricardo, por amor a lo gratis, hizo la suma de lo mucho que
había bebido y comido y enseguida empezó a hacer la digestión. Su amigo, el verdadero Francisco,
movió las narices –su amigo tenía varias narices y el pelo liso– y sacó la cartera, hizo unos malabares con la tarjeta de crédito y, antes de decidirse a pagar y después de mirar muchas veces la
cuenta y gruñir, dijo que eran todos unos muertos de hambre y, también, que formaban un gran
equipo. Todos rieron mucho y a Ricardo le pareció que en los ojos de alguno de ellos despuntaba
el sueño de ser ascendido algún día –su amigo sabía cómo tratar a las personas. Los del restaurante
invitaron a licores. Alzaron los vasos y brindaron.
–No tienes acento –le decían a Ricardo.
–Los de Alicante no tenemos casi acento.
–Hay que divertirse –concluyó su amigo–, en el trabajo como en la vida. El día que no os divirtáis
haciendo vuestro trabajo, ya sabéis dónde está la puerta.
La formadora María del Mar daba cabezadas de aprobación y miraba al infinito.
Iremos a bailar. Luego de la cena fueron a un disco-bar donde ponían música de todos los estilos.
–¿Lo estás pasando bien? –le preguntó su amigo.
–Te diré.
A la media hora todo el mundo estaba abiertamente borracho y su amigo, que era padre desde
hacía dos semanas, se puso el abrigo.
–Mañana tienes que venir a la oficina y saludar. ¡Verás qué divertido!, ¡verás qué verídico! –dijo –
¿Tienes dinero? –le metió un billete en el bolsillo de la camisa y se marchó a su casa.
Muy poco tiempo después, se marchaba María del Mar, triste y disminuida. Ricardo, entretanto,
se dio cuenta de que su alteridad pasaba a ser una cuestión casi física. Ricardo era ahora mucho más
Francisco que antes, Ricardo era el único Francisco de la reunión y casi el único Francisco del
mundo y esto era algo que le gustaba, una idea total que se traspasaba a cada cosa que hacía. Pedir
una cerveza, dar conversación o acompañar una melodía con el pie. Todo lo hacía de una manera
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diferente. Habló con la informática Paula, que tenía la piel muy blanca, como velada por un velo,
y andaba con las rodillas muy juntas.
–¿Cómo es la vida en Alicante?
–Bueno –dijo Ricardo–, el mar suaviza las temperaturas.
Luego se cruzaron de camino al cuarto de baño y en la estrechez del pasillo se medio besaron.
Esta Paula tenía el pelo rizado y la frente muy alta.
–Imagino que allí en Levante tendréis mucha calidad de vida.
–Pero tenemos la humedad. Las casas no están preparadas. ¡Es otro frío!
También habló con Esteban, de contabilidad. Esteban bebía muy aprisa y no estaba contento
con su vida.
–Todo va mal.
Le contó muchas otras cosas, ¿por qué tanta confianza?, lo mucho que odiaba dedicarse a la
contabilidad y, sobre todo, que su matrimonio era una farsa.
–Tuvimos un hijo para arreglarlo todo y ha sido mucho peor. Mi hijo es un gángster de dieciocho
meses y se relaciona con el mundo a través del chantaje. Ahora nuestra vida es un infierno. Pero
estoy contento de que hayas venido, es agradable tener alguien con quien hablar. Aquí la gente no
escucha.
Esta misma idea –la gente no escucha– daba saltos en la cabeza de Ignacio, el comercial.
–Me parece muy extraño –le dijo a Ricardo– que tú y yo no nos hayamos conocido hasta esta
noche.
Ricardo pegó un respingo.
–Hay muchas cosas que se hacen mal en esta oficina –Ignacio miró a los lados y luego añadió–:
Cada departamento va por libre. La comunicación interna es un desastre. Creo que a Francisco este
puesto le queda grande. Nos invita a cenar y se va. Así no se hacen las cosas, así no se trata a la
gente. Me gustaría hablar con el consejero delegado y decirle cuatro verdades acerca de ese narizotas. Le regalamos un Maxi-Cosi cuando nació su hija y yo todavía estoy esperando que me dé
las gracias. Los de Coca-Cola me andan detrás. ¿Sabías que buscan comerciales en toda España?
A mí me da lo mismo vender un curso de seguridad laboral que una lata de Coca-Cola.
–Coca-Cola es una empresa fuerte –dijo Ricardo.
–Veo que hablamos el mismo idioma.
Ignacio olía a loción de afeitado, Ricardo sintió un vahído de repugnancia y le apeteció ir al
baño.
–Me voy –dijo Paula la informática– ¿Dónde estará mi abrigo?
Ricardo la ayudó a encontrar su abrigo y, en el trasiego de buscarlo, se volvieron a medio besar,
o se terminaron de besar, y Ricardo se formó propósitos nada originales. Se despidió de todos y
les aseguró, con mucha calidez, que al día siguiente iría a saludarlos a la oficina. Luego acompañó
a Paula a coger un taxi y en el camino creyó vislumbrar el resto de la noche: Paula y él serían un
nudo de luz y espuma y Ricardo sería otro –¡Francisco!, ¡Francisco!– en la ocasión intimísima de
su común desnudez. ¡Qué idea tan extravagante y atractiva! Bella y profunda experiencia la de ser
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otro. No obstante lo cual, a Ricardo le inquietaba pensar que todo aquello –la cena, el disco-bar y
la noche: la confianza, la conspiración y el deseo– no le estaba ocurriendo a él sino a Francisco,
el comercial de Levante, y como fuera que Francisco era una invención, estuvo tentado de pensar
que nada de aquello estaba sucediendo. Era una noche fría, apretada y convulsa, llena de oficinistas
que buscaban un taxi libre. Paula, que llevaba guantes de lana y se daba golpes en los brazos para
desentumecerse, le explicó que todos los martes por la tarde asistía a un curso de reeducación postural.
–Es un sitio donde te enseñan a sentarte con la espalda recta y a dormir sin almohada –aclaró.
Ricardo suspiró y, de pronto, la idea de ir al día siguiente a aquella oficina donde todo el mundo
se odiaba y amaba a la vez y decir “soy Francisco”, “soy otro”, se le hizo absurda y ridícula. Ahora
bien: la noche goteaba un rosario de perlas de hielo, la luna pugnaba por abrirse paso entre un
follaje de niebla y aquella Paula era bella como un cisne.
–¿Y qué pasaría –empezó a decir Ricardo– si te digo que yo no me llamo Francisco, sino Ricardo, y que por supuesto no soy el comercial de la zona de Levante ni de ninguna otra zona
sino…?
–Yo creo que no pasaría nada –dijo Paula, y ladeó la cabeza.
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D AV I D T O R R E J Ó N
David Torrejón (Madrid, 1958) es periodista y publicitario, aunque su vocación más
antigua es la de escritor. Hasta la fecha ha publicado un libro de relatos, Cinco casos
y un diálogo con Artero (Publicaciones Profesionales, 1988), y tres novelas, Más lo siento
yo (2000), Mi querida Don Juan (2002) y Tango para un copiloto herido (2010), todas ellas
en Ediciones de La Discreta. Antes de renunciar a los concursos literarios, había
conseguido situar Más lo siento yo entre las finalistas de los premios Sésamo (1984) y
Diana -México- (1987), y Mi querida Don Juan en el Ateneo de Sevilla (1995). A comienzos de su carrera estuvo representado por la agencia Carmen Balcells.
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INSTRUMENTAL
Ella está al otro lado de la calle, sirviendo copas en ese tugurio que hay frente a mi ventana. Por
sus puertas abiertas escapan las quejas de una trompeta, una trompeta que sopla desde una herida
vieja y traslúcida. La lluvia ha parado. Y el bochorno parece inflamarse. El sudor de las manos me
obliga a atenazar con más fuerza el rifle de precisión. Y en pocos minutos llegará un coche negro
como un mal presagio. Poco después alguien va a morir. Y tengo la impresión de que el trompeta
lo sabe. El trompeta parece saberlo todo. Nunca he oído a nadie tocar de esta forma. Nunca hubiese
imaginado que con los silencios se pudiera decir mucho más que con las notas.
Una semana sobre su pista y, por fin, ayer, la encontré. Desde entonces las cosas se han vuelto
jodidamente complicadas. Tan complicadas como el solo de saxo barítono que surge del interior
del local. Las escalas se retuercen y sus notas se curvan en anzuelos que se enganchan en algún lugar
de mis tripas. Sí, el saxo también sabe que alguien va a morir. En Nueva Orleans todos los días
muere alguien a la puerta de un garito. O en un callejón. En un aparcamiento. En un banco de la
calle. Todos los días se dibujan coreografías en tiza blanca alrededor de cuerpos que han recibido
la muerte con asombro. Sí, el saxo también sabe que alguien va a morir esta noche. Y yo nunca soñé
que tantas notas pudieran acoplarse para formar un solo aullido de tristeza.
Yo tenía que encontrarla para él, pero nunca me dijo que su objetivo fuera matarla. ¿Cómo podía
yo saber que aquellos dos idiotas venían de su parte? Alguien decidió no informarme y por culpa
de esa decisión ya hay dos muertos y alguien más va a morir. ¿El destino somos nosotros o lo son
los demás? ¿Quién lo sabe? Quizás la respuesta la tenga el pianista que inicia su solo en Mo´s. Después de todo, él recorre el teclado y decide el destino de este tema. Después de todo, él es como
un pequeño Dios que consigue que rebroten rincones secos y olvidados con espigas de sensaciones.
Después de todo él, que quería ser pianista antes de que yo naciera, algo debe de saber del destino,
algo que intento descifrar en sus notas como navajas rasgando la ropa de una mujer, como cristales
rompiéndose en la oscuridad, como disparos de colores en un callejón y dos cuerpos estallando el
agua del viejo río.
Y ahora está allí enfrente, sirviendo mesas al tiempo que su miedo deja un fuerte rastro de adrenalina sudada. Ella espera, como yo, que llegue el coche negro y que de él baje alguien dispuesto a
matarla o, quizás peor, a dejarla de nuevo en aquella cama. Y el solo de contrabajo parece medir el
giro de sus ruedas contra el asfalto húmedo mientras se acerca. Un solo de contrabajo es algo tan
absurdo como un policía de servicio en el cielo, como un entrenador que sale a la cancha para culminar el contraataque, como un detective privado que se complica personalmente en un asunto.
Por eso es tan bello. Por eso cuando oyes un buen solo de contrabajo te dices: Vaya, este tío es el
entrenador porque le gusta, pero podría ser base, pivot o alero si le diese la gana.
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Y llevo tres horas sentado frente a la ventana, frente a Mo’s. Y las manos me sudan en esta humedad insoportable. Y cada vez es más difícil mantener la mirada fija en la puerta. Quizás sólo sean
quince segundos, veinte a lo sumo. No puedo arriesgarme a que me sorprendan en el baño o encendiendo un cigarro. Quince segundos y alguien habrá muerto. Quizás unos minutos después yo
también lo haga. Mi corazón golpea con la misma fuerza con que el batería está atacando su solo.
Con ganas de reventar el pellejo. Pero todavía no ha llegado al clímax. Aún es capaz de sacar unas
cuantas revoluciones por minuto más a sus gastados brazos sin perder el ritmo. Parece que él también lo supiera, parece que estuviera alargando su alarde para encubrirme.
O quizás el batería ve, como veo yo ahora, la limusina negra que se detiene ante la puerta de Mo’s.
Golpea y golpea, cada vez con más furia. Los dos que han salido del auto entran en el garito.
Golpea y golpea cada vez con más fuerza. El dedo me suda, pero no me atrevo a separarlo del gatillo. Golpea y golpea como si me estuviera esperando. Por la puerta aparecen de nuevo, ahora escoltándola. Golpea y disparo, golpea y disparo. Y los dos caen. Y ella se echa las manos a la cara.
Golpea y mi cliente sale del coche con una pistola en la mano. Y es el peor y el último de sus
errores. Golpea y disparo. Y ahora está ella en el punto de mira. Y mi dedo espera a que vuelva a
golpear. Pero no lo hace. No lo hace. No lo hace. Toda la banda ataca el final del tema. Y el coche
arranca y desaparece. Y ella permanece allí llorando unos segundos antes de echar a correr.
Y yo esperaré a que la última nota salga por la puerta de Mo’s.
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TEATRO
WILFREDO MURIENTE
Wilfredo Muriente fue sacristán en la Parroquia de Valcaliente de la Santísima Trinidad en Costa Verde. No se tienen más datos. Al parecer escribió (o no) un apreciable obra, de la que sólo se conserva El Bocadillo de sardinas.
Alfredo Viviente: Supuesto autor español de los años setenta, al que se le atribuye
una obra idéntica (o no) a la de Muriente. Pero no se tienen datos de él y no aparece
en ningún estudio sobre literatura ni en ninguna antología de la época. Es “el otro”
posible autor de El Bocadillo de sardinas.
En la novela de García Caneiro titulada La obra completa de Wilfredo Muriente, publicada
por Ediciones de La Discreta, se cuenta la vida y obra de este supuesto escritor y aparece también una tesis de licenciatura, cuya autora es Susan Hollowhead (tradúzcase
el apellido), dedicada a la vida y obra de Alfredo Viviente.
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EL BOCADILLO DE SARDINAS
(COMEDIA ABSURDA, EN UN CUADRO, CON FINAL UN POCO CHUSCO)
Atribuida, por algunos, a Wilfredo Muriente Vives, escrita, al parecer (o no), por
Alfredo Viviente Mortes, recogida por D. Venancio Collazos, párroco de Valcaliente de la Santísima Trinidad y, dicen que, transcrita por José García Caneiro.
(Gente tumbada, en traje de baño; dos sombrillas y varias hamacas; una tienda de campaña de
colores chillones. Desde la izquierda, próxima a candilejas, hasta la derecha, al fondo, la línea del mar,
color de mar, que separa la tierra del agua. En primer término, Romo, sólo. Lleva un bañador de comienzos del siglo XX).
ROMO (hablando como si alguien estuviera a su lado): Nana es linda, en serio. Fíjate bien. El pelo, ni
largo ni corto, ni rubio ni moreno. Los ojos, ni claros ni obscuros, ni azules ni marrones. La boca,
ni grande ni pequeña. Las tetas, ni melones, ni huevos fritos. La cintura, ni esquelética ni con michelines. Las piernas, ni rectas ni tuertas... En fin, que es muy linda, ¿no?; ¿qué?, ¿no estás de
acuerdo? (Se queda pensativo).
(Por un lateral aparece una pareja, ataviada al estilo victoriano. Él va delante, con gesto displicente.
Ella detrás, suplicante. Hablan y discuten ostensiblemente; pero no se les oye. Todo en segundo término.
Cruzan y desaparecen por el lateral opuesto).
ROMO: Desde luego, es un problema realmente grave. Estamos de acuerdo en que es linda; a
veces, incluso, hasta inteligente. Si la tratase algo más podría hasta llegar a quererla...; pero, de ahí,
a casarnos... ¡Hombre! ¡Mírala! Por ahí viene. ¿Ves? ¿A que tengo razón? ¡Es que es más linda!
(Entra Nana vestida a la moda actual y con aire muy desenvuelto).
NANA: ¡Hola, Romo!; ¡qué sólo estás!
ROMO: ¡Qué va!. Estoy con mi hermano gemelo.
NANA: ¿Que estás con quién?... ¡Ah, bueno!... Mira, tengo una cosa la mar de interesante que
decirte. Verás..., Romo..., tú..., tú tienes tu carrera, con muy buenas perspectivas, muy buenas, ¡pues
no es nada!, ¡perito en flores!; vives bien, desahogadamente; eres joven y apuesto; sí, de verdad.
Verás, ahora, lo único que necesitas es casarte, ¿no crees?, di, ¿no crees? Vamos, quiero decir, lo
que necesitas es una buena esposa, ¿no?
ROMO: ¿Una esposa?; ¿una buena esposa?... Y, ¿para qué quiero yo una esposa, eh?,
111
NANA: Hombre, qué sé yo. Para lo que la quiere todo el mundo. Para ser su marido, ¡digo yo!
¿O no te parece una razón convincente?
ROMO (dudando): Bueno, sí…, a lo mejor, tal vez tengas razón. (Convencido ahora). ¡Eso!. ¡Una
buena esposa y un burro que sepa bucear con escafandra autónoma! Como uno que vi el otro día.
Con botellas de oxígeno y todo.
NANA: Pero, ¿qué dices? ¿Un burro buceando? ¿Que tú has visto un burro buceando con escafandra y todo? ¡Venga ya! ¡Estás loco de remate!
ROMO: ¡No!... ¡no!..., que no estoy loco, te lo aseguro...
NANA: Pero... ¿estás seguro de haber visto un burro buceando?; ¿seguro, seguro?
ROMO: ¡Y tan seguro! Como que pertenece a un matrimonio amigo mío que se ama tiernamente.
NANA: ¡Encima eso! ¡Amarse tiernamente! Pero, hombre, ¡no digas tonterías! Ya nadie se ama
tiernamente. Eso ya no se lleva; además, es un tópico y un prejuicio como otro cualquiera.
(Suelta una ruidosa carcajada y sale, corriendo alegremente).
ROMO: (a su hermano gemelo): ¿Ves?, ¿lo ves? Es linda, pero cruel. Esto es lo que me obliga a decir
que no. No quiere creerse que haya visto un burro buceando. No se lo cree... Y, encima, tú no te
dignas aconsejarme...
(Rigoberto entra; presenta un aspecto distraído y feliz. Se cubre con un albornoz a rayas verticales,
azules y blancas. Pasa por detrás de Romo. Éste lo ve y lo llama).
ROMO: ¡Oiga!, ¡oiga!; haga el favor, acérquese.
RIGO (complaciente): Diga, diga; usted dirá.
ROMO: Oiga, usted... ¿está casado?
RIGO: ¡Naturalmente!, y con hijos, tres.
ROMO (titubeando): Y, usted... ¿usted ama a su mujer?, ¿eh?, ¿la ama de verdad?, ¿eh?
RIGO: ¿Amarla?..., ¿yo?..., ¿de verdad?..., ¿amarla?... ¡Hombre!, yo..., la verdad..., amarla, amarla....
pues, ¡no creo!... La deseo, de vez en cuando, y le agradezco mucho que me ponga una buena comida todos los días..., y la necesito... No sé..., supongo que estoy acostumbrado a ella... Pero, amarla,
lo que se dice amarla... no sé..., ¡no creo!...
ROMO: Pero..., pero... ¿no... no la ha amado nunca?.
RIGO (pensativo): Pues, no sé. A lo mejor alguna vez. Antes de casarnos; pero no me acuerdo...
Y... ¡oiga!, una cosa, ¿por qué me pregunta eso?
ROMO: No, por nada especial... Estoy haciendo una encuesta sobre nebulosas y galaxias, ¿sabe
usted? Agradecido, ¿eh?, agradecido. ¡Buenas tardes!
RIGO: Adiós. ¡Buenas tardes! (Al público). Como una cabra, está como una cabra harta de papeles. (Se aleja un poco y se tumba en una esquina, sobre una hamaca).
(Mientras, casi al final de la conversación, vuelve a entrar la pareja de antes. Ahora caminan a la
misma altura, él a la derecha, ella a la izquierda, y charlan de forma intrascendente. Cruzan y se van).
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ROMO: ¡Es fabuloso! ¡No te digo! La desea, pero no la ama. Y le agradece una comida sabrosa.
¡Se lo agradece! ¡No te digo!
(Entra el Agente de Seguros. Va vestido correctamente, porque lleva pajarita y un portafolios).
AGENTE: ¡Buenos días, señor!, digo, ¡buenas tardes, señor! ¿Qué, tomando el sol? Verdaderamente hace un día magnífico, sí señor, un día saludable y luminoso, digno de ser alabado, ¿no es
cierto, señor? Presumiblemente el señor no haya tenido nunca la ocurrencia, feliz y oportuna, de
hacerse un seguro; quiero decir, de suscribir una póliza; hay que hablar con propiedad, ¿usted comprende? Bien, le decía que apuesto a que usted no es cliente nuestro, ¿no es cierto, señor? Pues,
nada; eso tiene fácil remedio. Yo le puedo ofrecer una póliza en las mejores condiciones, señor; sí
señor.
ROMO (hablando para sí): Este tío está chalado, pues no me ha llamado señor. (Al Agente). Oiga,
mire, que me llamo Romo; erre, o, eme, o; Romo.
AGENTE: Muy bien, señor Romo, encantado. Pues como le decía, yo puedo ofrecerle una
póliza de seguros. Los seguros representan, hoy día, la seguridad del ciudadano, ¿no es cierto,
señor? Pues, bien, yo le ofrezco un seguro. Un seguro del que no tendrá que arrepentirse en toda
su vida. Y, además, original, muy original, ¡qué digo!, originalísimo, ¡sí, señor!. Yo le ofrezco un seguro... ¡contra el matrimonio! ¿Qué le parece?.
ROMO (asombrado): ¿Cómo? ¿Qué ha dicho? ¿Un seguro contra el matrimonio? Eso sí que es
curioso.
AGENTE: En efecto, señor. Contra el matrimonio. Es muy simple. Sin complicación alguna.
Usted paga veinte mil sueldos al mes, de cuota, durante treinta trimestres y, a partir del momento
mismo de la suscripción, si algún nefasto día ocurre la desgracia y usted se casa, la Compañía le
abona, en el acto, cinco millones. Favorable, ¿no es cierto, señor?
ROMO (dudando): En fin... yo... no sé...
AGENTE (en plan ejecutivo agresivo): Usted es un ciudadano inteligente, se le nota, no hay más que
mirarle... Y, ¿usted tendrá novia?, ¿no?
ROMO: ¡Hombre!... esto... yo...
AGENTE (insistiendo con ímpetu): Bien, en todo caso, tendrá alguna amiga. Y, si no, podrá tenerla
algún día. Y correrá el grave riesgo de caer en las garras del conyugato. Pues bien. Para esa desastrosa circunstancia es este seguro. Un seguro que lo asegura a usted bien seguro. Se lo aseguro,
señor.
ROMO (casi convencido): Bueno, si usted lo dice, es probable...
AGENTE (interrumpiendo): ¿Cómo que probable? Es cierto. Certísimo. Y cinco millones son
una buena compensación a tamaña desgracia que es el matrimonio. ¿No es cierto, señor?
ROMO: Cierto, cierto, muy cierto. (Convencido ya plenamente). Extiéndame un recibo por la primera
cuota y rellene una póliza de suscripción. Y tome el dinero. (El Agente de Seguros saca del portafolios
un montón de impresos y los va ordenando y clasificando. Romo extrae de la pechera del bañador un fajo de dinero
y un cuerno. Entrega el dinero al hombre y se percata de que tiene el cuerno en la mano). ¡Hombre!. ¡Qué casualidad! ¡Ha aparecido! (Al Agente de Seguros). Mire, para que vea que se lo agradezco en el alma,
113
lo del seguro, le voy a hacer un regalo. ¡Un cuerno! Un auténtico cuerno de toro auténtico, de los
de lidia. Da suerte, ¿sabe? A los casados.
AGENTE (con voz meliflua): Gracias; muchas gracias, señor; agradecido; siempre servidor suyo,
señor. Gracias, de nuevo. (Se acerca a la salida, frotándose las manos de contento. Sopla el cuerno). ¡Cincuenta
mil de comisión para el que suscribe! ¡Magnífico!. (Sale).
(En el preciso instante en que el Agente de Seguros ha salido, entra de nuevo la pareja victoriana. Van
cogiditos por la cintura, mirándose extasiados a los ojos y con cara de bobalicones. No dicen nada. Cruzan y se van).
ROMO: Estupendo. Ya tengo un seguro. Si alguna vez Nana tiene la pobre ocurrencia de casarse
conmigo cuando me encuentre desprevenido, al menos tendré una compensación monetaria. Me
compraré un globo sonda e iré viajando por los aires del Himalaya a los Andes, de los Andes al Mackinley y, de allí, a los Alpes. Y así, lo pasaré bomba y olvidaré mis tristezas.
(Durante el discurso de Romo ha entrado el Cazador. Va vestido de montero, con un gran zurrón, y
del cinturón le cuelgan gran cantidad de tubos de crema negra para el calzado y cajas de betún. Muchas.
Viene en actitud de quien persigue a una pieza. Es un antiguo conocido de Romo. Al reconocer a éste,
el Cazador se yergue y lo saluda).
CAZADOR: Hola, Romo. ¿Qué haces por aquí?
ROMO: Nada, con mi hermano gemelo; tomando el sol y viendo las estrellas.
CAZADOR: Pero, si es de día.
ROMO: ¿Y qué? De noche no se ven las estrellas. De noche sólo son gusanitos de luz. ¿Y tú?,
¿de caza? (Repara en las extrañas piezas que el otro lleva colgadas). ¡Ahí va!, ¡vaya una cacería rara!
CAZADOR: No, no voy de caza. Bueno, sí. Ando a la caza de todos los negros del mundo, del
universo, del cosmos, de todo. Y como no los encuentro por ningún lado, porque se confunden
con la obscuridad, disparo contra todas las cajas de betún y tubos de crema negra que me tropiezo.
ROMO: ¿Te ha entrado, de golpe, negrofobia?.
CAZADOR: No, ¡qué va!. De pronto, no. Desde que a mi mujer le dio por fugarse con un chino,
todo amarillo limón, que parecía que tenía la ictericia. Y como los asiáticos son una gente que me
cae simpática, la emprendo con los negros, que...
(Nana ha entrado y le interrumpe).
NANA: Romo, mira, verás. Lo he estado pensando detenidamente y ya lo tengo decidido. Nos
casamos dentro de tres días. ¿De acuerdo?
ROMO (sin pensarlo dos veces): ¿Dentro de tres días? Bueno, bien.
NANA: ¡Yupiiii! ¡Qué bien! ¡Ya lo tengo!
ROMO (recapacitando): Espera, espera un momento... ¿Casarnos?... ¡No!, ¡ni hablar! No vale. Me
has pillado distraído, charlando con el Cazador.
NANA (con rabieta de niña caprichosa): ¡Sí! ¡Sí que vale! Lo has dicho, lo has dicho y lo has dicho,
y ya no te puedes volver atrás. ¡No puedes y no puedes! ¡Hala!
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ROMO (condescendiente): Bueno, bueno. Está bien. Nos casamos dentro de tres días... ¡ah!... mira,
te presento a mi amigo el Cazador; es Nana, mi novia. (Alegre). ¡Bien!. Para celebrarlo como corresponde vamos a tomarnos unos bocadillos de sardinas. (Saca tres bocadillos grasientos de la pechera del
bañador y los reparte. Comienzan a comer, sin decir palabra).
(En tanto que comen, vuelve a pasar la pareja de marras; ya no van entrelazados. Separados, a la misma
altura; él, a la izquierda, ella, a la derecha, y charlando de manera intrascendente. Cruzan y se van).
(Rigoberto se ha levantado de la hamaca y se acerca. Durante la conversación entre Nana y Romo, ha
estado pegando descaradamente la oreja y se ha enterado de todo lo hablado).
RIGO (sonriendo): Bien, bien, bien, joven. Le felicito, con sinceridad. Y... usted, jovencita, ¿sabe
preparar una buena comida? ¿Un estofado?, ¿un revuelto al ajo-perejil? (Nana afirma repetidamente
con la cabeza). ¿Sí?, ¡estupendo!... (Cavilando)... Tiene buen cuerpo y no es fea... (Palmeando la espalda
de Romo). Sí, señor, le felicito de veras. Le garantizo que el matrimonio es un estado ideal. Se come
bien, se duerme bien, se...
CAZADOR (atajándolo): ¡Ni hablar! ¡No le hagas caso! Te engañan entre los dos. Ya conoces mi
caso, que no es precisamente ideal. Pese a haber alcanzado, un día, las estrellas con la mano, fíjate,
ando desesperado a la caza del negro.
NANA: (al Cazador): ¡Cállese, gafe!, ¡no quiero ni oírlo! (Dirigiéndose a Romo). ¡Qué feliz soy, amor
mío! ¡Qué feliz soy! Nos casaremos y seremos dichosos, y tendremos hijos, y como soy muy buena
cocinera los podremos tener bien alimentados...
ROMO (cortándola): ¡No digas tonterías! Los hijos no son para alimentarlos, sino para tenerlos. (A
su hermano gemelo). ¿Lo ves? A veces ni parece inteligente. Hijos para alimentarlos, ¡valiente idiotez!
RIGO: Naturalmente, naturalmente. Criará panza y tendrá un puesto en la sociedad. Y una esposa bonita para llevarla a las reuniones y lucirla en...
AGENTE (entra a galope): ¡Desgraciado!, ¡desgraciado! ¿Qué es lo que va a hacer?, ¿casarse? ¡No,
no lo haga! ¿No se da cuenta de que es un atraso? ¿No comprende los problemas que le surgirán?
Los hijos, alimentarlos, vestirlos, las escuelas, la vivienda, las letras, los muebles. Su mujer querrá
vestidos nuevos y un tren de vida adecuado. Usted no tendrá dinero suficiente. Reñirán con harta
frecuencia. (Aparte). A mí me hunden en la Compañía. (De nuevo a Romo). Ella no comprenderá sus
problemas. Habrá líos...
CAZADOR: Tiene razón, Romo, tiene toda la razón del mundo. Todo eso es verdad, tan verdad
como la Biblia. Si no, fíjate en mí...
RIGO (interrumpiendo): No haga ningún caso. Este señor (señalando al Agente de Seguros) es casado
y le va muy bien. Así que dése cuenta si le cuenta mentiras o no. Lo que sucede es que ahora le interesa mucho más su negocio que ser sincero respecto a la vida familiar, que, se lo aseguro yo, es
la más digna y la más plácida.
NANA (casi llorando): Sí, Romo, no te vuelvas atrás; has dicho que sí y tienes que mantener tu
palabra.
ROMO (cansado): Bueno, bueno. Ya he dicho que sí y no me vuelvo atrás. Afrontaré lo que haga
falta.
115
AGENTE (escandalizado): ¿Cómo?, ¿que no se vuelve atrás? ¡Muy mal! ¡Hace usted muy mal!
¡Ahora es su ocasión! ¡Ahora o nunca! Aún no está comprometido. Y si realmente lo está, peor para
ella. (Aparte). Y mejor para mí. (A Romo). Por lo menos, no lo acepte así, tan fácilmente; imponga
algunas condiciones, hombre.
CAZADOR: ¡Eso, eso! Pon condiciones; por ejemplo, que no se fugue nunca con un chino.
RIGO (pasmado): Pero qué condiciones va a imponer, alma de cántaro. No le parece suficiente
el paraíso que se le ofrece ante su vista en el sagrado reducto del matrimonio. ¡Parece mentira!
¡Esta juventud de hoy día!...
ROMO (iluminado): Tiene razón el Cazador, sí, señor. Tiene razón... Una condición. Sí, eso, una
condición sine qua non. De acuerdo, Nana, nos casamos, sin mayor problema. Pero exactamente con
esta condición. Antes de aparecer por la Iglesia, y dar el sí definitivo, hemos de conseguir un burro
que sepa bucear. Si no aceptas este requisito anulo completamente mi compromiso y la palabra
dada.
(Todos quedan perplejos. Se miran unos a otros y, de repente, estallan en una carcajada, menos el Cazador que permanece completamente serio. Ahora, el que se asombra es Romo).
ROMO: Pero, pero... ¿de qué se ríen?, si se puede saber.
AGENTE (irónico): ¡Un burro buceador! ¡Ya! ¡Menuda cara le echa usted al asunto, hermano!
NANA (con expresión desesperada): ¡Otra vez con lo mismo! Eres imposible, chico. ¡Se te mete
cada cosa en la cabeza!
ROMO (exultante): ¡Lo sabía, lo sabía! Sabía que no aceptarías lo del burro. ¡Lo sabía!
CAZADOR (conciliador): ¡Hombre, Romo!, como condición está bien; pero creo que estás exagerando un poco...
RIGO (insultante): Pero, bueno. Usted es tonto o qué. ¡Un burro que sepa bucear!; ¡vaya ocurrencia peregrina!
CAZADOR (ahora, entusiasmado con la idea): Di que sí, Romo. A chincharse. ¡Di que sí! O el burro
o nada.
(Romo, de pronto, adquiere una expresión seria y concentrada; medita durante unos instantes y mueve
la cabeza de un lado para otro).
NANA: Pero, amor mío, cielito, ¡no te das cuenta que hay condiciones que más vale no poner,
por ser imposibles de cumplir?
ROMO (dirigiéndose a Nana, conteniéndose): Mira, lo que es posible o no es posible, habrá que discutirlo con mucha más calma. (A los demás, enfadadísimo) Y, además, hay otra cosa. A ustedes qué les
importa todo esto. ¿Quiénes son los protagonistas del drama? ¿Ustedes o Nana y yo? Pues si somos
nosotros, esto tenemos que resolverlo nosotros. Sólo nos atañe a Nana y a mí. Mejor, a mí sólo. Y
ya me he hartado. Así que déjenme en paz. Estoy hasta los mismísimos de tanto matrimonio y
tanta historia. Me voy a bañar. ¡Eso!; me voy a bañar. ¡Ya está!
(Se dirige hacia la puerta de la izquierda del foro a la que se supone que llegan las olas del mar. Toma
carrerilla y se adentra veloz por ella. Los demás le miran asombrados).
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ROMO (desde dentro): ¡Ay! ¡Ay! ¡Mi madre! ¡El bocadillo de sardinas! ¡Mi madre! ¡El bocadillo!
¡Que se corta! ¡No! ¡El bocadillo, no! ¡Es la digestión la que se me corta! ¡Que se corta! ¡Ay!. ¡Ay!
¡Que se cortó! ¡Mi madre! ¡Qué malito estoy! ¡Mi madre! ¡Socorro! ¡Socorro, que me muero! ¡Ay!.
¡Ay! ¡Que me muero! ¡Ay!. ¡Ay!... ¡Me he muerto! ¡Me morí!
(Cara de espanto y consternación en todos los presentes. Cuchicheos, carreras y aspavientos por el escenario. De pronto, se ponen serios, se alinean perfectamente y miran al frente, al público).
(Mientras están así, quietecitos, mirando y callados, por detrás, vuelve a aparecer la dichosa pareja del
siglo pasado. Esta vez bien separados; delante ella, altiva y manifiestamente desdeñosa; detrás él, suplicante y lloroso; hablan y discuten ostensiblemente; pero no se les oye. Cruzan y se van).
CAZADOR: Ha muerto. Descanse en paz. Ya no tendrá complicaciones, ni siquiera con los
chinos o los negros.
NANA: ¡Vaya por Dios! Ya no me puedo casar. ¡Pobre Romo!
AGENTE: ¡Uf!, menos mal. De la que me he salvado.
RIGO: ¡Suerte que tiene! Después de todo es mejor para él. Al menos tiene resuelto definitivamente el problema sexual.
NANA: ¡Pobre Romo!
(Todo está dicho de forma hueca e impersonal. Como quien recita, sin entonación alguna. Menos el ¡pobre
Romo! de Nana, que puede parecernos que es sentido).
Entretanto, lentamente, cae el
TELÓN
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ÍNDICE
Presentación ................................................................................................................................
5
LOS LÍMITES DEL CONDADO
Siete Yolandas de caballerías, todas preñadas de dolorido artificio ...................................
9
POESÍA
NORBERTO GARCÍA HERNANZ
Pan al pan .....................................................................................................................................
Sensación somera .......................................................................................................................
Feliz elefante ................................................................................................................................
Sectas intimistas ..........................................................................................................................
Como si nada, la nada ................................................................................................................
Equilibrio puro ............................................................................................................................
Buena noche ................................................................................................................................
Morder hiriente ...........................................................................................................................
Reflejo de mí ................................................................................................................................
Il pensatore ..................................................................................................................................
De tú a tú ......................................................................................................................................
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
ANTONIO GARCÍA LORENTE
Pedra, metall, asfalt i formigó ...................................................................................................
Sentim que no ens concerneix la nit ........................................................................................
El pensament riu .........................................................................................................................
El carter del cosmos reparteix buit ..........................................................................................
Et depullaré, Nirvana .................................................................................................................
Un portalligacames de sol duu la Deesa .................................................................................
Fotosintesi de la vida ..................................................................................................................
29
30
31
32
33
34
35
GOYA GUTIÉRREZ
Ser otra ..........................................................................................................................................
Invitación al viaje ........................................................................................................................
39
41
JOSÉ MIGUEL JUNCO EXQUERRA
El marciano ..................................................................................................................................
49
SANTIAGO A. LÓPEZ NAVIA
Arte nuevo de empezar el año ..................................................................................................
53
JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS
Inventario de una noche ............................................................................................................
57
ETNAIRIS RIVERA
Miguel poeta ................................................................................................................................
63
RELATOS
EMILIO GAVILANES
La isla de los muertos .................................................................................................................
69
LUIS JUNCO EZQUERRA
Lavabo ..........................................................................................................................................
73
SANTIAGO A. LÓPEZ NAVIA
Los sujetos sublevados ..............................................................................................................
81
ADOLFO M. MARTÍNEZ
El hombre que amaba a los pájaros .........................................................................................
87
FERNANDO SAN BASILIO
El sueño de viajar en un tren nocturno y de repente despertar (Historia de un argumento) ..........................................................................................................................................
La niebla y la luna y Ricardo .....................................................................................................
93
98
DAVID TORREJÓN
Instrumental ................................................................................................................................
105
TEATRO
WILFREDO MURIENTE
El bocadillo de sardinas..............................................................................................................
111
123
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