Mensaje de Navidad y Año Nuevo 2010 ****** Hacia el VIII Centenario de la confirmación de la Orden 2010 -¿Cómo saldrán a predicar sin ser enviados? (Romanos 10, 13-15) LA MISIÓN DE LA PREDICACIÓN Carta de Navidad Roma, 29 de noviembre, 2009 I Domingo de Adviento Queridos hermanos y hermanas: Mientras nos disponemos a celebrar las Fiestas les escribo el último mensaje navideño de mi mandato. Quisiera que el mismo tuviese el estilo de una carta preñada de buenos deseos y propósitos caminando también –año tras año- al Jubileo por el VIII centenario de la confirmación de la Orden (1216-2016). En esta ocasión –2010- el gozo se multiplica pues la providencia nos permitirá recordar un acontecimiento muy significativo de nuestra historia: ¡cinco siglos de la fundación de la primera comunidad dominicana en “Las Américas”! Dedicar especialmente este año a reflexionar en “La misión de la Predicación”, dilatará nuestras mentes y corazones, ofreciendo así un marco ideal a la celebración del próximo Capítulo General Electivo1. Nuestra vida dominicana está especialmente orientada a buscar y a conocer a Dios, conservar y profundizar la Fe y –a través de nuestra predicación- hacernos de alguna manera “responsables” de la fe de los demás, hasta los confines del mundo. Santo Domingo ha sido consciente de que no basta conservar el patrimonio recibido: un tesoro religioso y moral siempre fecundo. Es verdad, esa tarea, de por sí ardua y difícil, no es suficiente. Es necesario renovar el contenido de la Fe, no en sí mismo (objetivamente) pues ha de permanecer inalterado e incorrupto, sino subjetivamente, en nosotros mismos, en nuestras comunidades e instituciones, en nuestra cultura, en nuestra vida. ¡Cada vez se hace más urgente y necesaria una fe más madura y misionera! I. «Queremos ver a Jesús» (Juan 12, 20) Hemos sido llamados a buscar y conocer a Dios 1 Sería el 290º, si bien tres Capítulos fueron anulados: 1468, 1642 y 1952; cf. Angelus Waltz, Compendium Historiæ Ordinis Prædicatorum (Romæ 1948) 700. 1 El Tiempo de Navidad invita a saborear en nuestro corazón las bellas palabras del profeta Isaías: «El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz» (9, 1)2. En la solemnidad de la Epifanía se proclama otro texto –Tercera Parte del Libro de Isaías- que vuelve a proponer el tema de la luz: «¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti! Porque las tinieblas cubren la tierra y una densa oscuridad, a las naciones, pero sobre ti brillará el Señor y su gloria aparecerá sobre ti. Las naciones caminarán a tu luz y los reyes, al esplendor de tu aurora. Mira a tu alrededor y observa: todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan desde lejos y tus hijas son llevadas en brazos. Al ver esto, estarás radiante, palpitará y se ensanchará tu corazón, porque se volcarán sobre ti los tesoros del mar y las riquezas de las naciones llegarán hasta ti. Te cubrirá una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Todos ellos vendrán desde Sabá, trayendo oro e incienso, y pregonarán las alabanzas del Señor» (Isaías 60, 1-6). Este pasaje, ciertamente, nos regala una imagen muy clara y actual. Ante la presencia de la “Luz”, da la impresión de que todo se pone en movimiento: la naturaleza, los reyes, los pueblos, el corazón. Experiencias como la de Moisés en el desierto, que contempla la zarza que arde sin consumirse, hacen que nos movamos, que nos hagamos preguntas, que nos pongamos en marcha ¡No podemos quedarnos como si nada hubiese pasado! El nacimiento de Cristo, la manifestación de su misterio, nuestra adhesión personal en la fe, genera un movimiento, una responsabilidad. Ante semejante revelación el inmovilismo no puede justificarse, todo nos invita a una búsqueda entusiasta, alegre, perseverante. En el tiempo de Navidad, la visita de los Magos se nos presenta providencialmente como un icono de esta búsqueda sabia, de un movimiento que es a la vez profundo y centrífugo. Digo providencial porque iniciamos un nuevo Año que la Orden dedicará de modo particular a reflexionar sobre el envío apostólico, misionero, evangelizador. El joven Domingo, durante sus estudios en Palencia, también ha visto el sufrimiento del pueblo. Los libros no eran para él “espejos donde mirarse” a sí mismo o muros que lo separasen de quienes padecían hambre. Al contrario, el estudio le abrió los ojos a lo que muchos otros no habían visto o no querían ver. Este no es un episodio aislado, porque hasta el último momento de su vida, su búsqueda, su mirada de Fe, su celo apostólico lo llevarán a partir muchas veces, a descubrir muchas otras geografías: Osma y –más allá de su Castilla natal- el Languedoc, las Marcas, Prulla y Fanjeaux, Toulouse, Roma, Madrid, París, Lombardía, Bolonia o -aún más lejos- a través de un deseo madurado en su corazón: la tierra de los cumanos. En el siglo XV la Orden, como sucedía en España y en tantos sitios de Europa, participaba de los frutos de la Reforma promovida por el Beato Raimundo de Capua. Entre los conventos reformados se encuentran el de Ávila y el de Salamanca desde donde partirán las primeras misiones dominicanas hacia el “Nuevo Mundo”. Volvamos a los Magos de Oriente. Ellos buscan y vigilan, estudian y contemplan el cielo. En su camino intentan una vía convergente de su pensamiento con el hecho histórico y real del nacimiento del Mesías. Ellos encuentran en la observación de los espacios infinitos, de la naturaleza, en las ciencias, signos indicadores. 2 En la Segunda Parte del Libro de Isaías (42, 16): Conduciré a los ciegos por un camino que ignoran, los guiaré por senderos desconocidos; cambiaré las tinieblas en luz delante de ellos, y el suelo escarpado en una llanura. Estas son las cosas que haré, y no dejaré de hacerlas. 2 Como lo intentamos nosotros cuando nos aplicamos al estudio, ellos dedican su tiempo, sacrifican su tranquilidad, se ponen en marcha. En su camino, no dudan en buscar entre las voces humanas una ayuda para comprender algo que los sobrepasa (la luz que viene de lo alto, lo divino). En ese viaje son perseverantes ante los desafíos del ritmo que alterna la luz celeste y la enseñanza humana. Más aún, no tienen miedo de explicar el motivo de su peregrinar, no se quejan al no contar con precursores o –incluso- discípulos que los hayan preparado, que le faciliten las cosas, que estén mejor informados. Su largo camino los lleva a la alegría del encuentro, en la sencillez, la pobreza y la humildad de un Niño. ¡Buscan y encuentran para adorar y dar, felices de ofrecer y – finalmente- desaparecer3! Frente a Dios, que aún revelándose parece esconderse en su misterio –un niño envuelto en pañaleslos Magos nos enseñan que la fortuna de creer es un regalo de Dios y exige nuestra cooperación, es decir: todas las energías de nuestra voluntad, la honestidad intelectual, el cultivo de ese don. ¿Buscamos a Dios? Juan Pablo II recordaba a los frailes que participaron en el Capítulo Electivo de 1983 que una de las ideas guía de la misión de la Orden es el primado absoluto de Dios en la inteligencia, en el corazón, en la vida del hombre. Tenemos la misión de proclamar que nuestro Dios está vivo, que es el Dios de la vida, que en Él existe la raíz de la dignidad del hombre que está llamado a la vida4. La ignorancia, la inercia, la indiferencia, el agnosticismo, la duda sistemática, el fastidio o tedio refinado (ocio infecundo), cierto espiritualismo atado a las propias experiencias interiores, la reducción del saber al sólo conocimiento de los datos sensibles o de evidencias racionales, y tantas otras expresiones de la cultura de los tiempos que corren, se convierten en abdicaciones del pensamiento humano al primer deber de la vida ¡Conocer a Dios! Es una responsabilidad que hemos de despertar en nosotros mismos sabiendo que para eso hay que ponerse en movimiento: pensar, estudiar, instruirse, formarse ¡pedir el don de la fe! (cf. Eclesiástico 6, 18-21. 32-37). En efecto, el acto de fe no puede dispensarnos del estudio (Teología), del culto y del amor a la verdad recibida (lectura, meditación, oración); de la coherencia entre la fe y nuestra vida (la virtud, la vida cristiana). II. «Permanece fiel a la doctrina que aprendiste... tú sabes de quiénes la has recibido» (2 Timoteo 3, 14) Hemos sido llamados a conservar y profundizar la Fe La responsabilidad de la fe no se detiene en la búsqueda del conocimiento de Dios. La fe exige que ella sea acogida como don, atesorada, conservada y profundizada ¡cultivada! ¡vivida! 3 Al haberse celebrado el 21 de julio pasado los 40 años la llegada del hombre a la luna, me permito una nota al pie de página con una anécdota que puede ilustrar esta carta: El 16 de octubre de 1969 el Papa Pablo VI recibió en el Vaticano a los astronautas Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, tripulantes de la Apolo XI, principales actores de esa gesta hasta entonces solamente soñada en la literatura. Entonces muchos la compararon con el “Descubrimiento de América”. En esa ocasión, al recibir a sus huéspedes, el Papa les regaló una cerámica representando los Tres Magos de Oriente para conmemorar el acontecimiento. 4 Cf. Juan Pablo II, Discurso a los frailes participantes en el Capítulo General Electivo (Castelgandolfo, 5.09.1983). 3 Según el relato de Mateo (2, 1-12) los Magos pierden de vista la estrella pero no cesan de buscar al rey de los judíos que ha nacido. No olvidan lo que han visto, la estrella, aquello que los ha impulsado a partir. Se les ha dado un signo luminoso y han seguido creyendo en su importancia, en la fidelidad a lo que les ha sido manifestado, continúan buscando con perseverancia. En el inicio del siglo XVI, en el “Nuevo Mundo”, el encuentro de culturas comenzaba a presentar serias dificultades de integración. A esas dificultades se aplicaron como solución primera criterios anacrónicos utilizados en lugares y culturas diferentes. Las consecuencias negativas, como era de esperar y sucede siempre, las sufrieron los más débiles. Ante el desafío de los nuevos tiempos y espacios de evangelización, la Orden respondió –como ha tratado de hacerlo a lo largo de su historia- en el Capítulo general de 1508 con el envío de misioneros. En un contexto de profunda reforma, el fervor de los hermanos impulsaba consecuentemente a la misión. Entre los que acogen este llamado se encuentra fray Pedro de Córdoba. De noble familia, nace en esa ciudad en 1482. En 1497 inicia sus estudios de leyes en Salamanca en donde nace su vocación dominicana ingresando a la Orden en 1502 y profesando al año siguiente. Al finalizar sus seis años de estudio se lo asigna a la comunidad de Ávila junto a fray Antonio de Montesinos, fray Bernardo de Santo Domingo y fray Domingo de Villamayor –cooperador- con quienes integrará el primer grupo de Dominicos en América. El grupo parte arribando a la isla “La Hispaniola” en septiembre de 1510 (¡qué providencial que nuestro Capítulo General se reúna el próximo mes de septiembre para recordarlo y renovarnos en ese mismo espíritu misionero!). Estos frailes inician inmediatamente, con gran pobreza de medios, su tarea apostólica, tomando conciencia al poco tiempo del gran potencial humano contenido en las nuevas culturas aptas para recibir el Evangelio y también de los profundos y no fáciles problemas que la misión les presentaba: las dificultades de la integración con esas culturas de parte de los europeos; la pretensión de contar con justos títulos de dominación, la justificación de la esclavitud y los métodos compulsivos aplicados a la evangelización de parte de otros misioneros, etc. Como frailes predicadores aceptan comunitariamente, con todas sus consecuencias, el desafío de afrontar esta situación. La historia de la Orden recuerda como un verdadero sacramental, la predicación del Adviento del 21 de diciembre de 1511 encomendada a fr. Antonio de Montesinos y sintetizada en su célebre grito “¿Acaso éstos no son hombres?” en referencia a los nativos que eran sojuzgados y maltratados. El planteo será el inicio de un largo proceso, doloroso pero a la vez fecundo, de pensamiento y acción del que surgirá el futuro Derecho de Gentes y un nuevo modo de encarar la evangelización de los pueblos. Fray Pedro de Córdoba será de alguna manera el alma de este movimiento tanto en España como en América suscitando la labor intelectual sobre el tema en Salamanca, aplicando nuevos métodos evangelizadores en América, creando toda una escuela de seguidores entre los que se destacará fray Bartolomé de las Casas que, como un nuevo San Pablo, se transformará de opresor de los indios en unos de sus más ardientes defensores. En los últimos años, fray Vincent de Couesnongle, fray Damian Byrne y fray Timothy Radcliffe, Maestros de la Orden, en diversas cartas y mensajes a la Familia Dominicana, señalaron con insistencia la fecundidad del diálogo entre los frailes dominicos de “La Hispaniola” abocados al principio a una predicación en un ámbito eminentemente pastoral y los frailes teólogos de Salamanca que acogían las preocupaciones de aquellos como acicates reales para su estudio y 4 reflexión. Éstos, a su vez, ofrecían elementos doctrinales sólidos y profundos para la predicación profética de quienes –en las fronteras- amonestaban a los presuntuosos y opresores; consolaban a los desesperados y oprimidos; animaban a los que vacilaban5. Aquellos frailes predicadores de las universidades o en las pequeñas capillas de barro nos siguen enseñando el secreto de la vocación profética: la responsabilidad de la fe y conservación del patrimonio recibido al poder leer los acontecimientos a la luz de la Palabra de Dios; la profundización de la fe al leer la Palabra tomándole el pulso a la realidad. Lo primero nos permite, aún hoy, ver más lejos y más allá de los hechos, más profundamente. Así se evita la fragmentación del relativismo; la parálisis que puede ocasionar un interminable análisis de casos, propios de un laboratorio. Los predicadores de las universidades y de las pequeñas capillas, intentaban también leer la Palabra de Dios en contacto con lo que sucede, con los acontecimientos, a través de los cuales Dios también quiere decirnos ‘algo’ (los hechos pueden convertirse en indicios, pistas, ¡“signos de los tiempos”!). De ese modo se evita la rígida e infecunda polarización fundamentalista, propia de una teología maniquea. El 23 de mayo de 2007, al regresar de su viaje a Brasil, tras la inauguración de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe6, dijo Benedicto XVI: «Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano: no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales. Pero la obligatoria mención de esos crímenes injustificables —por lo demás condenados ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y por teólogos como Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca— no debe impedir reconocer con gratitud la admirable obra que ha llevado a cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos. Así, en ese continente el Evangelio ha llegado a ser el elemento fundamental de una síntesis dinámica que, con diversos matices según las naciones, expresa de todas formas la identidad de los pueblos latinoamericanos. Hoy, en la época de la globalización, esta identidad católica sigue presentándose como la respuesta más adecuada, con tal de que esté animada por una seria formación espiritual y por los principios de la doctrina social de la Iglesia»7. La experiencia de los Magos, como la de tantos santas y santos de la Orden nos ofrece una enseñanza: el no rechazar lo que hemos conocido como verdadero, el ser fieles a la fe. Somos testigos de cierta indiferencia religiosa, del fenómeno de la descristianización, de ciertas manifestaciones de neopaganismo que nos impulsan a mirar la Epifanía como la fiesta de la fe8. El camino de los Magos de oriente nos impulsa a acoger agradecidos el inmenso patrimonio espiritual del cual somos herederos, el tesoro que nos han trasmitido quienes nos han precedido en el camino de la fe. Es verdad ¡Somos responsables de la conservación y transmisión de este mismo patrimonio! Pero, también es verdad: no basta simplemente con custodiar la Fe. ¿Acaso no lo hicieron así los sumos sacerdotes y los escribas del pueblo convocados por Herodes? Ellos parecen conocer las Escrituras y responden sin errores a la pregunta – información de los Magos. Sin embargo no han sido capaces de descubrir la responsabilidad que ese conocimiento de la fe exige e impulsa. No se 5 Como ejemplos se pueden señalar dos obras: la Relección sobre los Indios de fray Francisco de Vitoria y Del único modo de atraer a todos los hombres a la verdadera religión de fray Bartolomé de las Casas. 6 Celebrada en Aparecida (Brasil) en mayo de 2007. 7 Audiencia general del 23-05-2007. 8 Sería importante volver a reflexionar los textos de la Gaudium et Spes nn. 19-21. 5 dejan interpelar por ese conocimiento, no se mueven, no van en búsqueda de Aquel que ha sido anunciado en la profecía; se conforman con conservar su fe sin vivirla. Para quienes contemplamos el misterio de la Epifanía, para quienes seguimos las huellas de Santo Domingo y abrazamos como propia la historia de la Orden, no basta “conservar” la fe, es necesario estudiarla, profundizarla, según las exigencias de la propia vida y la vida de aquellos que nos rodean, la vida de aquellos a quienes hemos sido enviados. La verdad que la fe nos revela, impulsa a una posterior búsqueda; abre el diálogo espiritual y suscita el fervor interior. Ser creyentes nos impulsa a conformar la vida con la fe, a un estudio constante de la verdad, a inculturarla, a evangelizar la cultura. Profundizar la Fe significa profundizar las razones de la Fe, tal como nos exhorta la I carta de Pedro: «Estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen» (3, 15). Este cultivo de la fe, verdadera “responsabilidad de la fe”, es inseparable de una relación vital con la Iglesia y por eso lleva consigo una profunda exigencia de catolicidad, unidad y apostolicidad que hagan más visible su santidad (cf. LCO 21). III. «Realiza tu tarea como predicador del Evangelio» (2 Timoteo 4, 5) Hemos sido llamados a ser “responsables” de la fe de los demás, y por ello, a ser misioneros La “responsabilidad de la fe” se abre a los horizontes infinitos del mundo y de la historia. Es la lección de la dimensión universal de la Epifanía, del ideal de Santo Domingo, del coraje de quienes parten, porque son enviados, a la misión. El evangelio de Mateo nos relata que cuando los Magos vieron la estrella se llenaron de alegría (2, 10). ¿Acaso no es esa una de las notas distintivas de nuestros santos y santas? San Pablo nos exhorta: Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense (Filipenses 4, 4). Se trata de la alegría de la fe, una alegría que ha de ser más vivida y manifestada en nuestras comunidades, en nuestro diálogo fraterno, en nuestra liturgia, en nuestro estudio y nuestra predicación. Así la fe se hace más atractiva, irradiante, fervorosa y aumenta en quienes nos ven y escuchan el deseo de conocer al Señor. Son muchos los que desean acercarse a nosotros -como los griegos al apóstol Felipe- expresando su inocultable deseo: ¡Queremos ver a Jesús! (Juan 12, 20-21). La Epifanía manifiesta la fuerza del mensaje de Cristo llamado a dilatarse a toda la humanidad y despierta en nosotros esa vocación católica, universal. Cristo es para todos, para todos los hombres y mujeres, para todos los tiempos, para todas las naciones. La misión de los Doce en el Evangelio de Mateo está destinada a las “ovejas perdidas de Israel” y no a las regiones paganas o ciudades samaritanas (Mateo 10, 5-6) pero -luego de la Resurrección- el llamado misionero adquiere claves de totalidad: «Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 19-20). Este llamado invita especialmente a la Orden a renovar su vocación misionera también con acentos particularmente universales, amplios, generosos, pues por nuestra profesión nos consagramos 6 totalmente a Dios y nos entregamos de una manera nueva a la Iglesia universal, dedicándonos por entero a la evangelización íntegra de la palabra de Dios9. ¡La verdad que predicamos nos habla de la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que supera todo conocimiento como un destino de unidad! La verdad penetra en la historia humana, nos hace hermanos, construye puentes y derriba los muros de los antagonismos humanos, inaugura una corriente de paz, llamando todos los pueblos, de todas las familias, razas, lenguas y naciones (cf. Apocalipsis 5, 9). A ejemplo de Santo Domingo, “que ansiaba vehementemente la salvación de todos los hombres y pueblos” (LCO 98), esa “verdad” –lema de la Orden- nos impulsa a un nuevo ardor misionero ante el tremendo contraste entre la llamada de todos los hombres y mujeres a la fe cristiana y el hecho que muchos no conocen el Evangelio. Como lo hiciera el famoso músico Antonín Dvořák, la Orden está llamada a escribir e interpretar una nueva «Sinfonía para el Nuevo Mundo» ¡para “Nuevos mundos”! En efecto, ¿cuántos “mundos” esperan hoy nuestra presencia mientras recordamos este singular aniversario de la primera comunidad en tierras americanas caminando alegres hacia la celebración de los 800 años de la confirmación de la Orden? Hemos de considerar nuestra responsabilidad por la fe de los demás. Lo haremos dóciles al mandato apostólico, misionero, evangelizador y poniéndonos una vez más –como en el día de nuestra profesión dominicana- en las manos de quienes nos enviarán considerando las necesidades de la Orden y según nuestra propia utilidad en Cristo10. Por la profesión, en relación vital con la Iglesia, hemos sido constituidos apóstoles, evangelizadores y misioneros. ¿Podemos conformarnos con una fe cómoda, replegada sobre nosotros y cerrada en sí misma cuando hemos recibido la misma vocación del Verbo11? Muchos, en muchas naciones y regiones del mundo están esperando que compartamos con ellos nuestra profesión de fe, nuestra profesión religiosa dominicana, que ambas se hagan ejemplo, consuelo y estímulo. Que la luz de la fe contemplada y vivida resplandezca y se difunda sobre cuantos encontramos para que encuentren claridad, orientación y fuerza para la propia existencia. ¡Sabemos que también aquellos a los cuales somos enviados serán para nosotros ejemplo, consuelo y estímulo... y somos misionados por ellos! Epifanía es la fiesta de los que están lejos, la fiesta de las “misiones”, “misioneros” y “misionados”, fiesta de la universalidad del mensaje cristiano (que por eso es “católico”), es la fiesta de la vocación de “las gentes”, de la invitación gratuita a todos para el banquete evangélico, fiesta para que todos reinen con Cristo, por Él y en Él. Una vida atraída por la luz de Cristo e iluminada por Él, sabe atraer a otros, manifiesta el rostro de Dios que es amor, misericordia y perdón. Que este año sea “Epifanía” para todos, que se encienda el ardor de la voluntad de llevar a Cristo al mundo «Ya que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo invocarlo sin creer en él? ¿Y cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica? ¿Y quiénes predicarán, si no se los envía? Como dice la Escritura: ¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias!» (Romanos 10, 1315). 9 Cf. LCO 1 § III; Honorio III, Carta a todos los prelados de la Iglesia (4.02.1221); cf. Honorio III, Bula del 18.01.1221 (MOPH 25, 144); cf. S. Theologiæ II II q. 186, a 1 10 Cf. Fórmula de asignación de los frailes de la Orden de Predicadores. 11 Santa Catalina de Siena, Diálogo n. 158 7 Al concluir estas páginas, atesoro en la memoria del corazón imágenes llenas de color y calor de diversas comunidades misioneras de la Orden que he podido visitar. Un recuerdo especial a tantos misioneros y misioneras, frailes y hermanas de diversas Congregaciones dominicas. Es verdad ¡qué valientes son nuestras hermanas! ¡Cuánto nos enseñan! Tampoco olvido algunos monasterios situados en lugares muy pobres, en situaciones difíciles, son como faros que iluminan sin encandilar, indican el rumbo... son verdaderos signos de paz, porque Cristo es nuestra Paz (Efesios 2, 14). ¡Qué bello es constatar que “La estrella de Belén es, incluso hoy, una estrella en la noche oscura” (Edith Stein)! ¡Feliz Navidad! El Señor les conceda a todos y a todas un año 2010 lleno de cosas buenas, verdaderas y bellas ¡cosas de Dios! Fraternalmente en Cristo, María y Santo Domingo Fray Carlos A. Azpiroz Costa OP Maestro de la Orden 8