El doble político en la narrativa breve de Joseph Conrad

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82 Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 22 (2014)
Álex Matas Pons
EL DOBLE POLÍTICO EN LA NARRATIVA
BREVE DE JOSEPH CONRAD
Álex MATAS PONS
Universidad de Barcelona
alexmatas@ub.edu
1
El doble: entre la alegoría moral y el realismo psicológico
Uno de los grandes temas de la historia de la literatura universal es el tema del doble. Como es
sabido, sus variantes son múltiples –desde las primeras apariciones de la pareja de gemelos
sobrenaturales en la literatura oral y el folclore hasta las manifestaciones laberínticas de la identidad
en las obras de Pessoa o Pirandello–, y es evidente que es por ello que ha sido siempre un tema de
tanto interés para la crítica comparada. Posee aquel requisito necesario para suscitar la máxima
atracción: la amplia variedad de un tema unitario, sus muy diversas concreciones históricas.
La crítica tiende a restringir esta amplia variedad de múltiples versiones a una sola, la más
vigorosa e influyente de todas ellas; la que provocó un mayor y más duradero impacto: el enigma del
doppelgänger romántico, según se lee de forma ejemplar en los relatos de Hoffmann, El doble (1822)
y, sobre todo, Los elixires del diablo (1816). El avance cultural e ideológico del racionalismo y del
empirismo era complementario de las propuestas del arte romántico y su preferencia estética por todo
aquello que, en tanto que sublime o misterioso, evocaba lo irracional o desconocido. El desdoblamiento
de personalidad fue una de estas propuestas, y pretendía desmentir la figuración ideal de un sujeto
coherente, donde habría quedado ya saldada la tensión entre los instintos y la razón. El motivo del
doble admite el poder del subconsciente, y el hombre cree ver la imagen de sí mismo proyectada por
el subconsciente en el mundo de la apariencia externa; una imagen, monstruosa o alucinada, tan
compacta y convincente como las imágenes percibidas por los sentidos.
Si en Los elixires del diablo de Hoffmann, Medardus era perseguido por el imaginario Viktorin,
una creación de su subconsciente, años más tarde Dostoievski, E. A. Poe y Maupassant confirmarían
el éxito de esta fórmula adecuándola a la cada vez más intensa y obsesiva preocupación por la
introspección1. En su clásico artículo sobre el doble, Mario Praz explica cómo este desdoblamiento de
1
Nos referimos a los conocidos relatos de El doble, William Wilson y El Horla, respectivamente. Para un análisis más
exhaustivo de estas narraciones en particular es recomendable consultar las obras de Bessière (1995), Camet (1995) y
Troubetzkoy (1996).
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personalidad gana en fuerza conforme estos y otros autores se van aproximando a la literatura científica
de la época (Praz, 1988). La hipnosis o la sugestión habían sido los objetos de estudio de un número
cada vez mayor de tratados clínicos y abundaban las obras que investigaban acerca de los estados
secundarios de la psiquis. En este sentido, la aportación que brinda Freud, cuando consigue el
reconocimiento de la terapia psicoanalítica, significó finalmente la consolidación de esta versión
romántica del doppelgänger. No se trata sólo de que la teoría freudiana sobre lo siniestro se inspire en
un relato breve de Hoffmann, ni tan siquiera se trata de que su definición suscriba la figuración literaria
del desdoblamiento de personalidad. El hecho es que Freud –paradójicamente, porque él en realidad
abominaba de la introspección que consumían los lectores de novelas psicológicas– consiguió con su
literatura clínica un estatuto científico para aquello que hasta entonces había permanecido circunscrito
al ámbito artístico de la literatura fantástica: la posibilidad de que una identidad personal pudiera
manifestarse de forma alterna en más de una apariencia o encarnación.
No hay duda, por lo tanto, de la trascendencia que ha acabado alcanzando el tema del doble, ni
tampoco del hecho de que es esta tradición del romanticismo alemán la que acaba presidiendo esta
inabarcable constelación temática que se agrupa alrededor del desdoblamiento de la personalidad.
Ahora bien, la trascendencia de este tema literario en el mundo mítico del siglo XIX es aun más clara
en la literatura inglesa, que es al fin y al cabo la tradición que Joseph Conrad hace suya. Figuras como
las de Frankenstein, Drácula y Jekyll o Hyde revelan con nitidez cómo pervive todavía aquel origen
fáustico sobre el que se erigió el tema del doppelgänger; un origen según el cual el mal residía en uno
mismo, en el interior de cada uno de nosotros. El mérito de Hoffmann, en relatos como El doble o Los
elixires del diablo, había consistido precisamente en haber convertido este rasgo hostil de la
personalidad que anidaba en cada uno de nosotros en un personaje autónomo, con presencia física. Y
esto es también lo que hace R. L. Stevenson en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, la obra
paradigmática sobre el desdoblamiento de la personalidad y que sin duda es la que más ha contribuido
a la popularización del tema del doble.
En El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, dos personalidades enfrentadas de un mismo
individuo comparten un único mundo de ficción, pero a diferencia de lo que sucedía en las versiones
clásicas del tema del desdoblamiento –El doble de Hoffmann, o William Wilson de E. A. Poe– nunca
llegan a encontrarse o interactuar entre ellas. Jekyll y Hyde son dos encarnaciones diferentes de un
mismo individuo, pero jamás llegan a enfrentarse cara a cara porque son «dobles generados por un
proceso de metamorfosis» (Dolezel, 2003: 273): están, por lo tanto, obligados a ser dobles excluyentes.
Como muy bien señala Lubomir Dolezel, el elemento de la metamorfosis, que es el que impide que
Jekyll y Hyde sean dobles simultáneos, es un elemento secundario en la tipología del doble y en
realidad restaría eficacia semántica y eficacia estética a la novela de Stevenson.
Por un lado, es cierto que el elemento de la metamorfosis aleja al relato de Stevenson del modelo
ideal propuesto por la literatura maravillosa, donde era creíble la coexistencia simultánea de dos
individuos indistinguibles en un mundo imaginado. Aunque se tratara de dos identidades diferentes,
en la práctica resultaban indistinguibles porque su similitud física era absoluta y apenas había indicios
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en su comportamiento por los que diferenciarlos. En El doble de Hoffmann, por ejemplo, la existencia
de una marca corporal oculta resuelve finalmente la confusión y permite distinguir a un personaje del
otro. Se restituye así el orden en el mundo de ficción, y lo acontecido no ha sido más que un episodio
provisional de desorden maravilloso. Pero, por otro lado, no hay que pensar que cuando Stevenson se
aleja de este modelo de la literatura maravillosa, al hacer que Jekyll y Hyde sean dos encarnaciones
diferentes, tanto física como moralmente, de un mismo individuo, lo hace desentendiéndose
absolutamente de la tradición, puesto que la pócima que ingiere Dr. Jekyll –la que hace posible la
aparición de Hyde– es aquel mismo licor infernal que ingería Medardo en Los elixires del diablo,
cuando éste liberaba también su doble personalidad. De hecho, esta ingeniosa conversión del licor
infernal en una misteriosa pócima de laboratorio es el factor que hace posible el mayor logro de la
novela de Stevenson: el exitoso y definitivo tránsito desde la alegoría moral hasta el realismo
psicológico.
Al provenir la pócima de un experimento científico, se enriquece enormemente la intriga
novelesca, a pesar de que, como explicaba L. Dolezel, el tema del doble hubiera quedado empobrecido
desde el punto de vista semántico y estético (2003: 273). Para empezar, la novela de Stevenson está
ahora en la órbita del género fantástico y no puede obviar ya el horizonte de la verosimilitud que
procuran las técnicas narrativas del realismo decimonónico. De hecho, el fenómeno fantástico suele
definirse como la irrupción de lo prodigioso en un mundo de ficción que ha sido dotado de la plena
apariencia de realidad. Un ejemplo claro es el modo en que se verifica o autentifica la existencia del
ficticio Hyde: cuando no se hace gracias al método convencional del testigo imparcial –aquí se decide
con toda la intención que sea la figura de un científico ortodoxo como el Dr. Lanyon– se hace gracias
a la confesión del propio protagonista –aquí se dota casi de valor jurídico a la confesión de Jekyll, pues
se da en la forma de la confesión testamentaria–. En segundo lugar, la novela de Stevenson ahora
también está en la órbita de la narración detectivesca, y el lector sucumbe a una intriga de insospechado
desenlace donde las pesquisas de Mr. Utterson para dar con Hyde difícilmente pueden acabar con
éxito. Ni Utterson ni el lector podían imaginar que el misterio que el caso escondía tenía que ver con
la común identidad de Jekyll y Hyde, ni mucho menos podían imaginar que si Hyde era tan esquivo y
resultaba tan difícil apresarlo era porque en realidad no desaparecía, sino que permanecía oculto en
Jekyll, ante la mirada incauta de Utterson.
2. La lección del maestro Stevenson
La hibridación de géneros y el uso que hace Stevenson del intercambio de puntos de vista son
indicios de que es la concepción que tiene el autor de la novela lo que procura este tránsito desde el
binarismo moral del relato maravilloso hasta el realismo psicológico con éxito. El extraño caso del
Dr. Jekyll y Mr. Hyde forma parte de un proceso general que se inició con la irrupción de la novela
como género hegemónico en el sistema literario y que Bajtín denominó la «novelización de la
producción literaria». Stevenson sabe que dicha irrupción significó la alteración de todos los géneros
anteriores, como los de la fábula y la alegoría, y también la de sus grandes tópicos y temas, como el
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del doble. Desde el siglo
XVIII
en adelante, incluso las variantes más consolidadas del género
novelístico sucumben también a esta «novelización» y pierden cualquier clase de estabilidad, puesto
que «la novela introduce en ellos una problemática, una imperfección semántica específica y un
contacto vivo con la contemporaneidad no acabada, en proceso de formación (con el presente
imperfecto)» (Bajtin, 1989: 452). Es por este motivo que la teoría literaria se enfrenta siempre de un
modo tan insatisfactorio a la definición del género novelístico, por dicha imperfección semántica. A
diferencia del éxito con que la teoría literaria supo enfrentarse a la definición de los géneros literarios
acabados y a la descripción de los lenguajes convencionales de los géneros canónicos, la novela –con
recursos como la hibridación y la alternancia, o la combinación de elementos terroríficos y
humorísticos– lleva a la teoría a un callejón sin salida.
El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde es un buen ejemplo de todo ello. Podría además
entenderse que lo que descubre Stevenson es también cómo el elemento fantástico y en particular uno
de sus motivos fundamentales, el del doble, están implicados en este proceso. Lo que Stevenson
descubre es cómo lo fantástico puede llevar a cabo el mismo efecto desestabilizador sobre el resto de
géneros literarios, y también sobre el mismo género dominante de la novela. Si desde el siglo XVIII
este efecto desestabilizador estaba previsto en las estrategias de la autocrítica paródica empleadas por
Fielding, Swift y Sterne, él otorgó al tema del doble una centralidad absoluta en el desempeño de esta
función desestabilizadora e hizo que adoptara características de todos los géneros: narración
detectivesca –Utterson intenta averiguar dónde reside el fraude del que cree víctima a Jekyll–, novela
gótica –las excursiones de Hyde recrean la oscuridad propia de los relatos góticos–, escritura
autobiográfica –Jekyll dispone un epílogo en la forma del testimonio autobiográfico–, etc. La
personalidad fragmentada y la estructura fantástica, hecha de bruscas interrupciones de la secuencia
causal, sirven a Stevenson para sentenciar de un modo definitivo el fracaso del programa de
autoafirmación burgués. En El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde el doble se consagra como un
tema específico de la literatura fantástica, pero lo es en el modo en que frustra la entidad autónoma del
hombre responsable de su propia autoafirmación.
Este, el de la escritura, es el magisterio que ejerció R. L. Stevenson sobre los que serán los dos
mayores prosistas en lengua inglesa de finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX: Henry
James y, por supuesto, Joseph Conrad. Ninguno de ellos pensó nunca que el éxito alcanzado por
Stevenson empañara la calidad de sus obras, ya que ambos esgrimieron siempre una concepción
estrictamente profesional de su oficio. La literatura era para ellos, antes que nada, un medio de vida.
Por este motivo les costó poco reivindicar los méritos literarios de un autor cuya calidad no creían que
estuviera reñida con su popularidad y cuya influencia acusaron ostensiblemente. Si Stevenson había
culminado la integración de la antigua temática del doble en el género de la novela fantástica, Henry
James escribiría años después el que sin duda sería uno de los mayores ejemplos de este género: Otra
vuelta de tuerca (1898)2. Si no hubiera empleado las técnicas del realismo psicológico, no sería tan
2
David Roas lleva a cabo una síntesis de las diferentes aproximaciones posible al género fantástico en «La amenaza de lo
fantástico», el estudio introductorio del volumen coordinado también por él, Teorías de lo fantástico (Roas, 2001). Es
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efectiva la lectura de este relato, que nos invita, como se recordará, a formar parte del auditorio ante
el que se leerá en voz alta el manuscrito de una mujer ya muerta años atrás. Henry James idea un modo
por el que cada incidente misterioso puede explicarse al mismo tiempo de dos formas diferentes, una
natural y una sobrenatural, y ni tan siquiera el desenlace permite resolver cuál es el origen de la
corrupción que padece la joven institutriz, narradora y única conciencia del relato.
Según se aprende de la historia literaria, la gran aportación de Henry James consiste en que nadie
como él empleó con tanta excelencia la técnica literaria del punto de vista. El éxito de Otra vuelta de
tuerca sólo se explica por el hecho de que gracias a esta técnica el lector permanece al filo del suspense
incluso una vez el relato ha terminado. El mismo Henry James, convencido de que la expresividad que
deseaba para sus historias la conseguiría gracias al empleo de esta técnica, escribió un texto todavía
hoy antológico donde explicaba los fundamentos teóricos de esta poética, que consistía en representar
la vida según la experimenta una conciencia individual, con todos los enigmas y las falsas percepciones
inherentes a una perspectiva semejante. Nada que ver ya con la impertinencia de aquella voz
confidencial de autor que sabía lo que estaban pensando, exactamente y en todo momento, los
personajes. Este texto es el famoso prólogo a Retrato de una dama, escrito de forma muy tardía para
una edición de sus obras completas, donde ilustra en qué consiste su técnica gracias a la conocida
metáfora de la «casa de la ficción» y de las múltiples ventanas a través de las cuales podemos acceder
a ella3.
Ahora bien, la solución a la que llega Henry James se debe en gran medida al magisterio de
Robert Louis Stevenson. No sólo en el sentido clásico de la admiración hacia el maestro Stevenson;
tampoco por la influencia literaria que pudiera haber ejercido el uno sobre el otro. Se trata propiamente
de una lección particular4. Stevenson, en un texto que se publicó en 1884 bajo el título de «Una humilde
reconvención», corrigió algunas afirmaciones que Henry James había hecho previamente en «El arte
de la ficción» (1884), un texto que suele considerase el antecedente de lo que sería luego el mencionado
prefacio a Retrato de una dama. Lo fundamental de la lección que imparte Stevenson acerca de cuál
igualmente útil el libro escrito por Remo Cesarini, Lo fantástico, en particular el capítulo «Procedimientos formales y
sistemas temáticos de lo fantástico» (Ceserani, 1999: 99-128).
3
«La casa de la ficción, en suma, no tiene una sino un millón de ventanas… más bien un número incontable de posibles
ventanas; cada una de las cuales ha sido abierta, o puede aún abrirse, en su extenso frente, por exigencia de la visión
individual y por presión de la voluntad individual. Esas aberturas, de forma y tamaño desigual, dan todas sobre el escenario
humano, de modo tal que habríamos podido esperar de ellas una mayor semejanza de noticias de la que hallamos. Pero
cuando más, son ventanas, meros agujeros en un muro inerte, desconectadas, encaramadas en lo alto; no son puertas
articuladas abiertas directamente sobre la vida. Tienen una característica propia: detrás de cada una de ellas se yergue una
figura provista de un par de ojos, o al menos de prismáticos, que constituye, una y otra vez, para la observación, un
instrumento único que asegure a quien lo emplea un impresión distinta de todas las demás. Él y sus vecinos están
contemplando la misma representación, pero uno ve más donde otro ve menos, uno ve grande donde el otro ve pequeño,
uno ve tosco donde el otro ve refinado» (James, 1975: 61-62).
4
La lección del maestro, junto a otros relatos como Vida privada y La figura de la alfombra, es uno de los relatos
protagonizados por artistas donde Henry James insiste repetidamente en una fábula común: en este caso, es el consagrado
escritor St. George quien inflige una irónica lección a su discípulo, el joven y entusiasta escritor. La ironía reside en que el
maestro aprovecha la ausencia del joven escritor, al que había recomendado la absoluta entrega a la pasión literaria, si lo
que quería es alcanzar la excelencia, para casarse con la mujer que ambos pretendían. El rechazo de Henry James al
esteticismo, así como su conocido rechazo por la vida bohemia, implica una concepción mundana del oficio, en nada
incompatible con la existencia prosaica.
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es en realidad la labor del novelista puede resumirse en la siguiente afirmación: «En la medida que [el
novelista] imita, no imita la vida sino el lenguaje; no los hechos del destino humano sino la manera en
que el actor humano destaca unos y oculta otros cuando habla de ellos» (Stevenson, 2009: 48).
Stevenson no sólo corrige a Henry James, sino que también guía a una amplia tradición crítica
que indagará cuáles son las bases teóricas por las que poder definir el género novelístico. Véase si no
la estricta coincidencia en los términos que empleó Stevenson en su «humilde reconvención» a Henry
James y los que empleará años más tarde M. Bajtín: «el hombre en la novela es, esencialmente, un
hombre que habla […] El principal objeto “especificador” del género novelesco, el que crea su
originalidad estilística, es el hablante y su palabra» (Bajtín, 1989: 149). Para M. Bajtín, al igual que
para Stevenson, –y al igual también que para Henry James y Joseph Conrad– no tiene sentido pensar
en la literatura de ficción en cuanto a imitación de acciones, sino que la escritura novelística se hace
cargo de la representación verbal y artística del hablante y su palabra. Y este hablante es necesariamente un sujeto social, puesto que está siempre condicionado históricamente, circunstanciado desde
el punto de vista material. Es decir, que su palabra es ideológica, y esta palabra ideológica es la imagen
que representa la novela. De lo que se deduce que si hay un género literario capaz de resistir las
acometidas del esteticismo, éste es el género novelístico, que se mantiene impermeable a la tentación
de convertirlo todo en un puro juego formal.
Es probable que este sea el motivo por el que explicar la poca influencia que ejerció Oscar Wilde
sobre Henry James. Es conocida la mala impresión personal que se llevó Henry James de su encuentro
con el insolente Oscar Wilde, y también se sabe que el autor de Otra vuelta de tuerca detestaba la
bohemia y, en general, todo estilo de vida decadente cuya finalidad fuera básicamente la de poner en
cuestión el orden establecido5. Y aunque es posible que envidiara a Oscar Wilde por haber dado con
la fórmula del éxito teatral, tampoco es muy probable que admirara a un autor cuyos logros no eran
otros que la inverosímil agudeza con que empleaban la paradoja y el epigrama sus personajes teatrales6.
La escritura novelística de Stevenson tan admirada por Henry James es la que hacía posible que la
temática del doble abandonara los estrechos márgenes de la alegoría moral para adentrarse en los
matices psicológicos, y también morales e ideológicos, del realismo fantástico. Pero no puede decirse
lo mismo de la variante de la temática del doble que escribió Oscar Wilde, El retrato de Dorian Grey
(1890), publicada apenas cuatro años después de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En la
versión de Oscar Wilde ya no hay ni elixir ni pócima, y regresamos al descaro maravilloso por el que
el deseo de Dorian Grey de guardar la belleza juvenil a salvo del deterioro de la edad se cumple
5
En la biografía de Oscar Wilde escrita por Richard Ellmann, tras narrar el primer encuentro que mantuvieron Oscar Wilde
y Henry James, se lee: «Debemos imaginar que Henry James sintió rechazo por el calzón corto de Wilde, despreció su
nomadismo autopublicitario y sin objeto, e irritado por su sensualidad. Informó a la señora Adams que tenía razón.
“«Hosscar» Wilde es un fatuo estúpido y un sinvergüenza de décima categoría”, “un sucio animal”» (Ellman, 1990: 220).
6
David Lodge escribió en 2004 una novela titulada Author, Author cuyo protagonista es Henry James. En ella recrea la
noche en que Henry James asistió al sonado éxito de Un marido ideal de Oscar Wilde en Haymarket para asistir, minutos
después a su propio abucheo al bajar el telón en el estreno de Guy Domville: «Si Un marido ideal era la clase de obra que
gustaba al público contemporáneo del West End, Guy Domville, entonces, con sus maneras anticuadas y decoroso lenguaje,
su héroe doliente, moralmente maniático, su heroína reticente, sus auténticos dilemas éticos y el respaldo final a la renuncia
y al sacrificio personal, no lo era en absoluto» (Lodge, 2006: 325).
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repentinamente. Al no existir ni pócima ni experimento científico, ya no hay proceso gradual de
transformación y el otro cobra vida de forma abrupta, como lo hacen las apariciones, encarnándose
además en una entidad ficticia, no humana: el retrato que de él hizo el pintor Basil. En definitiva, Wilde
regresa al lenguaje inverosímil de lo maravilloso, a la alegoría moral o al drama fáustico, que enfrentan
siempre de forma drástica el bien contra el mal.
Oscar Wilde, menos novelista que dramaturgo, podría haber enseñado a Henry James cómo hacer
que el habla ingeniosa de los personajes satisficiera la demanda del público que llenaba los teatros,
pero su lección no podría haber sido nunca la que impartió el novelista R. L. Stevenson, la de cómo
hacer para «representar artísticamente la palabra en la novela». Es evidente que si el objeto de
representación en la novela es el lenguaje del hablante, y éste es un sujeto social, en esta palabra
representada están también representados los conflictos y las convergencias que el hablante establece
con el fin de alcanzar significación social. El esteticismo, en cambio, se limitará a convertir al hablante
de la novela en un simple ideólogo, un polemista y un apologista. Dorian Grey es un polemista y un
apologista que aboga explícitamente por el hedonismo, del mismo modo que Axel y des Esseintes, los
personajes de Villiers de L´Isle Adam y Huysmans, son dos ideólogos y apologistas que abogan uno
por el amor puro y el otro por el arte puro. Pero poner a prueba los ideales absolutos del protagonista
no parece que sea ya la misión propia de la novela moderna, puesto que fue más bien la tarea antigua
de las narraciones alegóricas con valor o finalidad moral. Es decir, que pese a Stevenson y el
ascendiente que tuvo El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde sobre tantos autores, como por ejemplo
Henry James y Joseph Conrad, Oscar Wilde vuelve a inscribir el tema del doble en una tradición
fáustica que insiste en el binomio moral, en una disyuntiva absoluta y excluyente que enfrenta el bien
contra el mal.
3. Conrad: lectura política del doble fantástico
Joseph Conrad, cuya obra sólo hace que suscitar cuestiones de carácter moral, está radicalmente
lejos de la disyuntiva moral que propone el relato alegórico clásico. Más allá de que El copartícipe
secreto y El duelo sean, como también lo era Otra vuelta de tuerca, incursiones en el género fantástico,
gótico o de fantasmas, son sobre todo ejemplos de cómo la novela es un género cuyas estrategias para
hablar acerca de verdades generales, en un sentido moral, ya no tienen nada que ver con las estrategias
clásicas del folclore, la fábula o la alegoría. Estas variantes del tema del doble distan mucho también
de la actualización esteticista elaborada por Oscar Wilde y son una buena muestra del camino que
quedaba todavía por recorrer tras la inflexión llevada a cabo por R. L. Stevenson en El extraño caso
del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Ahora bien, tampoco puede asociarse sin matices la narrativa breve de
Conrad y el modo en que el tema del doble aparece en ella con la narrativa de Henry James. Según
explica Frederic Jameson, el punto de vista jamesiano «proporciona un instrumento ideológico para la
perpetuación de un mundo cada vez más psicologizado, un mundo cuya visión social es la de una
universal relatividad de mónadas en coexistencia» (Jameson, 1989: 179). En la narrativa breve de
Conrad, en cambio, el tema del doble tiene poco que ver ya con categorías expresivas como la del
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punto de vista y en cambio sí con un valor simbólico que repudia nociones como «psicología» o
«conciencia», que reforzarían la ficción del sujeto individual.
A diferencia de los protagonistas de los relatos de Henry James, los de los relatos escritos por
Joseph Conrad suelen enfrentarse en la más absoluta soledad a momentos decisivos, como si en un
solo instante pudiera resumirse la valía de un individuo. Lo más habitual es que sea el mar el elemento
de la naturaleza que pone a prueba la firmeza del individuo. Raymond Williams recogía uno de estos
fragmentos habituales en la obra de Joseph Conrad y sugería una valoración crítica novedosa. Se trata
del inicio de Lord Jim, justo antes de que el protagonista lleve a cabo el conocido acto de cobardía
cuyo recuerdo vergonzante lo perseguiría sin tregua:
El barco temblaba desde las bateas a la quilla; las velas golpeaban rítmicamente como descargas de
mosquetes; el metal de las cadenas y de las argollas sueltas repiqueteaba agudamente en la arboladura; los
avíos de izar gruñían. Era como si una mano invisible hubiese propinado una furiosa sacudida al barco para
volver a los hombres que poblaban su cubierta al sentido de realidad, de la atención y del deber (Williams,
1997: 165-166).
Ante semejante escenario, Jim abandona a su suerte al pasaje y al resto de la tripulación del
Patna para salvar su vida. La novela explica, como es sabido, qué sucede desde ese día en adelante.
Cómo el tormento de la culpa –auténtico leit motif de la novela– le acosa sin descanso porque, como
explica el narrador Marlow, «todos sus alardes no lograron apartarle de la sombra que le perseguía.
[…] La verdad, parece ser que es imposible echar por tierra el espectro de un hecho» (1980: 188). La
figuración espectral de la culpa irrumpe reiteradamente en la vida de Jim y echa por tierra sus vanos
esfuerzos por construirse voluntariosamente una existencia sin cuentas pendientes. Su propio pasado
convierte en inútil cualquiera de sus esfuerzos por reprimir el pasado, que sigue atenazándolo y que
resurge cíclicamente bajo la forma de la culpa secreta hasta hacer finalmente imposible su progresión.
Ahora bien, Raymond Williams se percata de que el contenido moral de las obras de Conrad no puede
interpretarse de un modo abstracto, como si el hombre se enfrentara al destino y su historia resumiera
alegóricamente alguna clase de verdad metafísica. Al contrario, dice el crítico inglés, el contenido
moral de las obras de Conrad no puede entenderse si no se tiene en cuenta que estos individuos forman
parte de una comunidad precisa. De ahí que en el caso de Jim sea tan importante la irrupción reiterada
de la figura espectral de la culpa secreta como la irrupción reiterada de la fórmula que el narrador
Marlow repite ante su auditorio: «era uno de los nuestros» –verdadero segundo leit motif de la
novela–. Si Jim se ha convertido para Marlow en un inquietante objeto de indagación es porque
también éste ha devenido una figura espectral para él, y la historia de la indagación y la narración de
Marlow no son menos importantes:
El porqué deseaba yo tanto ahondar en los deplorables pormenores de un acontecimiento que, después
de todo, no me interesaba a mí más que como miembro de un oscuro conjunto de hombres a quienes
mantenían unidos comunes afanes sin gloria y la fidelidad a cierta norma de conducta, es algo que considero
inexplicable (Conrad, 1980: 50).
Para Marlow y para los suyos, Jim ha devenido un ser «misterioso y terrible», «una simbólica
muestra del hado destructor que nos amenazaba a todos» (Williams, 1997: 167). El temor de Jim
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amenaza la seguridad de esta precisa comunidad que es la del barco, la comunidad de los marineros.
Esta comunidad sigue siendo todavía una comunidad transparente, hecha de precisas técnicas e
inequívocos códigos donde quedan cifrados el deber y la responsabilidad de sus miembros. Es una
comunidad disciplinada y jerarquizada, donde se hace impensable el incumplimiento del deber y la
conducta irresponsable
Los dos relatos que Conrad dedica explícitamente al tema del doble los protagonizan miembros
de estas pequeñas comunidades de marineros o soldados. En el caso de El copartícipe secreto, el
protagonista es, como Jim, un marinero: el capitán del Sephora. Al igual que sucede con Lord Jim,
Conrad se inspira en un episodio real sobre el que circulaban toda clase de rumores. Si para escribir
Lord Jim se inspiró en el abandono de un pasaje de peregrinos que se dirigían a La Meca por parte de
la tripulación del Jeddah ante la posibilidad del naufragio, en el caso de El copartícipe secreto se
inspiró en el asesinato de un miembro de la tripulación del Cutty Sark a manos del oficial Sydney
Smith, que habría querido castigar así la insubordinación y la indisciplina de un marinero desobediente.
El capitán detuvo y confinó en su camarote al joven oficial, pero luego, al ayudarle a escapar, tuvo que
hacer frente al amotinamiento de su tripulación.
El relato de Conrad explica cómo el capitán del Sephora esconde en su camarote a Legatt, el
oficial de una embarcación vecina que había escapado del camarote donde estaba arrestado tras haber
matado a un marinero. Legatt narra su historia al capitán del Sephora, y argumenta que su violenta
actuación estuvo motivada por la insolencia de un marinero cuyo miedo estaba a punto de poner en
peligro la nave y el resto de la tripulación. Como es habitual en esta amplia tradición acerca del tema
del doble en la que están Poe, Dostoievski o Maupassant, el lector de Conrad no está seguro de si
Legatt existe realmente o no es más que un producto de la imaginación del capitán, y en ningún
momento un tercer personaje verifica su presencia real en el Sephora. Además, el hecho de que el
narrador se refiera continuamente a Legatt como su «doble», su «propio espectro gris» su «otro yo» o
su «yo secreto» deja pocas dudas sobre la voluntad de Conrad de adscribirse a una tradición
suficientemente conocida por sus lectores.
El joven capitán, al iniciarse el relato, se siente un extraño a bordo de su propio barco, que apenas
gobierna desde hace un par de semanas, pero conseguirá disipar todos sus temores e inseguridades una
vez haya ayudado a escapar al fugitivo al que ha estado escondiendo durante días en su camarote. Para
procurar la evasión de Legatt, tuvo sin embargo que llevar a cabo una maniobra arriesgada que pondría
en peligro la vida de todos los marineros de a bordo. Al acercarse peligrosamente a la costa, puso en
peligro sus vidas y puso también a prueba su obediencia y paciencia, puesto que ninguno de ellos veía
ninguna explicación para una temeridad como aquella. Finalmente, el sombrero que llevaba Legatt
cuando saltó permite orientarse al capitán y poner a salvo la nave: «él estaba salvando mi barco, al
hacer de baliza que me ayudaba a subsanar mi ignorancia de extraño», piensa. Gracias a este episodio,
el capitán deja de ser un «extraño» y vence la desconfianza de una tripulación que acogió con recelo
su sorpresivo nombramiento como capitán. Pero para conseguirlo ha tenido que arriesgar la vida de
sus subordinados, que tras este episodio ya no desconfían de su determinación: ha traicionado a su
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El doble político en la narrativa breve de Joseph Conrad
comunidad para estar a la altura de esta «noción ideal de la propia personalidad que cada cual se
atribuye secretamente a sí mismo» (Conrad, 2005: 14).
La vida de los marineros está protegida siempre y cuando el capitán respete las técnicas y las
leyes del ejercicio de la navegación. De este respeto común emerge el sentimiento de compañerismo
que también protege la vida de los marineros. Pero el capitán no tiene derecho a poner en peligro la
vida de los marineros, a traicionarlos, para ser fiel a él mismo –es decir, a Legatt–, al ideal que se ha
hecho de sí mismo por culpa de las historias escuchadas. Estas historias son las que persiguen a Jim,
incapaz de ninguna conducta valerosa. Y también persiguen al capitán del Sephora, protagonista de
una idéntica traición, aunque sea por demostrarse que sí es capaz de llevar a cabo una gesta valerosa.
El duelo también es un relato acerca del poder de las historias. El narrador de esta breve novela
se hace eco de una leyenda que circuló durante años entre los soldados del ejército napoleónico. Al
igual que la comunidad de marineros, la comunidad de soldados es igualmente susceptible al
imaginario heroico, y su sentimiento de camaradería también depende del cumplimiento de una ley
estricta. La leyenda que corría de boca en boca hablaba de la extraña comunión entre dos oficiales que
se batieron durante años en un único duelo. Por un lado, el exaltado teniente Feraud, fiero e impetuoso,
que inició de un modo irracional este desafío con tal de poner fin a una cuestión de honor 7. Por otro
lado, su antagonista, el sereno y virtuoso teniente d’Hubert, que perpetró aquella afrenta que motivó
el desafío de Feraud, pero que nadie sabe explicar en qué consistió. En la caracterización de los dos
tenientes es fácil ver otra vez el mito clásico del doppelgänger, según el modelo que ya enfrentara a
Jekyll y Hyde, aunque estos nunca coincidieran simultáneamente; o según el enfrentamiento de las dos
caras de El vizconde demediado de Calvino, aunque éste recuperara el tono de la fábula maravillosa:
Feraud, «pequeño, híspido, con el rostro ennegrecido» y d’Hubert, con «sus regulares y bien parecidas
facciones» (Conrad, 2010: 160). Ambos se entregan continuamente a esta liturgia que les enfrenta
cíclicamente y muestran, pese a todas sus diferencias, el mismo compromiso y una idéntica valentía.
La historia acerca del duelo queda inconclusa, de un modo tan impreciso como se había iniciado: «En
misterio se inició, en misterio se desarrolló, y en misterio acabará, según parece» (Conrad, 2010: 210).
D’Hubert, que había sido elevado al rango de general en el nuevo ejército monárquico de la
Restauración, y era ahora un marido solícito, perdona la vida de Feraud, que había sido expulsado del
ejército y malvivía con una triste pensión. El primero se hará cargo del segundo secretamente y se
encargará de garantizar su supervivencia de ahora en adelante, cuando ya reina la paz y la figura de
Napoleón, aquel emperador bastardo, sólo es Historia. Ambos, Feraud y d’Hubert, uno con la furia del
lunático y el otro con la añoranza del melancólico habían deseado la vida peligrosa y valerosa que les
brindaba el hecho de pertenecer al ejército napoleónico. De ahí una complicidad y camaradería que los
enfrenta a ambos por igual al chevalier –un reaccionario partidario del Ancien Régime que tilda a
Feraud de va-nu-pieds disfrazado de general por orden de un aventurero corso que se hacía pasar por
emperador–.
7
Este fue el título con que vio luz la edición independiente de esta novela en EE. UU.: Una cuestión de honor.
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Álex Matas Pons
La obra de Conrad habla de unas comunidades que dependen del rigor de los lazos de solidaridad
y amistad que unen a la tripulación, o del rigor de los códigos de honor y la indiscutida jerarquía de
rangos que unen a los soldados. Cuando Conrad elige como materia literaria los restos de un mundo
que ya es residual, cuyos códigos ya no son vigentes en apenas ningún ámbito de la sociedad, no lo
hace, por supuesto, con la intención de defender una reaccionaria visión de un mundo ya caduco. Su
opción tiene en realidad que ver con el hecho de que esta materia literaria le permite ilustrar cómo
aquellas comunidades, con sus jerarquías y sus instituciones, fueron tradicionalmente el hogar de la
personalidad y cómo uno entonces satisfacía el ideal del honor en la medida en que se conducía según
las expectativas depositadas en él. Esto es, en aquellas comunidades uno estaba convencido de haber
sido fiel a su auténtica identidad en la medida que cumplía disciplinadamente el rol asignado.
Paradójicamente, en aquellas comunidades, el hallazgo de la propia personalidad dependía de la
actualización recurrente de acciones prototípicas, y el poder definir la personalidad de nadie era un
poder que recaía en las instituciones, de ahí que sea tan ilustrativa la liturgia tan reglada del duelo y lo
difícil que fue para Napoleón poner fin mediante su prohibición a lo que al fin y al cabo no era más
que una institución por la que demostrar el honor personal.
Con el tiempo, los valores del individualismo burgués erosionaron la representatividad de estas
instituciones y uno de los efectos que tuvo el nuevo principio de la movilidad social sería la liquidación
de aquella creencia por la que el descubrimiento de la identidad se daba en el cumplimiento de un rol
social. La creencia común exigiría desde entonces en adelante que el individuo buscase la autenticidad
emancipándose de aquellos roles y aquellas normas. Si antes el honor exigía desempeñar con eficiencia
un papel institucional previsto por la tradición, ahora el moderno concepto de la identidad personal es
definitivamente independiente de las instituciones y sus reglas.
La función que desempeña el tema del doble en la narrativa de Conrad tiene que ver precisamente
con lo problemática que se ha vuelto desde entonces cualquier narración de historias acerca de una
vida valerosa cuando ésta ya no viene refrendada por ningún código o ley tradicional. Edward W. Said
advirtió que no podía pasarse por alto la crucial advertencia que el mismo Conrad antepuso en la «Nota
del Autor» a Lord Jim, donde aducía que la «narración de Marlow pudo haberse contado durante una
velada en la que se contaran historias» (Said, 2004: 130). Al escenificar el momento mismo de la
narración, que es una estrategia muy habitual en los relatos de Conrad, se hace evidente que el lenguaje
es algo necesariamente sometido a la imprecisión, a la variabilidad de las condiciones de la percepción,
a la multiplicación de los elementos que favorecen su diseminación. Los protagonistas de Conrad no
son tanto héroes legendarios como personajes envueltos en el rumor, sobre los que se formulan
hipótesis y conjeturas, sobre los que se sabe muy pocas cosas con certeza8.
La escritura novelística de Conrad convierte a los narradores en personajes socialmente
sospechosos porque, según la conocida teoría de Walter Benjamin expuesta en «El narrador», ya no
estaríamos bajo el fiable reino de la épica, cuando los narradores, rodeados de su comunidad,
8
Además de los análisis clásicos de Edward Said y del mencionado texto de Jameson, es imprescindible consultar acerca
de la escritura conradiana el análisis de Hillis Miller «The Interpretation of Lord Jim» (Miller, 1985).
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El doble político en la narrativa breve de Joseph Conrad
explicaban gracias a las alegorías y las fábulas su propia experiencia o referían la de otro, y hacían
posible de este modo que ésta acabara convirtiéndose en la experiencia de aquellos que, aglutinados a
su alrededor, escuchaban su narración. Algo de todo ello puede que sintiera Joseph Conrad cuando
escuchó de labios de los marineros, compañeros suyos de profesión, las narraciones que luego
inspirarían relatos como el de Lord Jim o el de El copartícipe secreto, pero estas comunidades donde
la narración se llevaba a cabo con éxito no son la misma comunidad de lectores de la que disfruta el
novelista. Benjamin explicaba que «la cámara de nacimiento de la novela es el individuo en su soledad,
que ya no puede expresarse de manera ejemplar sobre sus aspiraciones más importantes, que carece
de consejo y no puede darlo» (Benjamin, 2008: 65). El novelista ya no es el agente del entretenimiento
útil para la pequeña comunidad aglutinada a su alrededor, sino que es un sujeto cuya posición social
se ha vuelto problemática y cuya labor no está tan claro que sea útil.
El corazón de las tinieblas, la más conocida de sus novelas, lo ilustra mejor que ninguna otra.
Recordemos que vuelve a ser Marlow, el narrador en Lord Jim, quien, en un momento de marea baja
en el río Támesis, narra a sus compañeros la historia de cómo buscó y encontró a un hombre
extraordinario: Kurtz. La historia es suficientemente conocida, pero aquí vale la pena recordar cómo
Marlow, al iniciar su relato, sugiere que Kurtz es un sabio cuya palabra revelará alguna clase de verdad
sustancial9. Alguien poseedor de un secreto suficientemente valioso como para que merezca la pena
escuchar su historia. Este secreto lo revela Kurtz justo antes de su muerte, y hay que recordar las
contundentes palabras de Walter Benjamin respecto al moribundo: «no sólo el conocimiento o la
sabiduría del hombre, sino sobre todo la vida que ha vivido –y ése es el material del que nacen las
historias– adquieren primeramente en el moribundo una forma transmisible» (Benjamin, 2008: 74-75).
Las últimas palabras de Kurtz, como recordaremos, fueron: «¡El horror, el horror!». La verdad revelada
parece una broma y está claro que no era la clase de remedio consolatorio que esperaban escuchar los
asistentes a la narración. Es una verdad que ayuda tan poco, que para Marlow fue preferible mentir a
la prometida de Kurtz, cuando ésta lo interrogó acerca de cuáles habían sido sus últimas palabras, antes
que confesarle qué es lo que realmente dijo en el momento de su muerte.
Las mentiras son preferibles a según qué verdades, esto parece decir la narración que entona
Marlow. Tanto Jim como Kurtz sucumbieron al encanto de las historias acerca de lo que podríamos
denominar una suerte de metafísica de la subjetividad. Al igual que ellos, Legatt y Feraud son también
figuras espectrales que hablan acerca de esta canción que se extiende sin remedio acerca de la licitud
de que cada uno de nosotros, al margen de la comunidad o incluso traicionándola, halle su identidad
absoluta. Por el contrario, Conrad parece estar convencido de que detrás de estas historias se esconde
una amenaza real y confía en que sea más bien el saber instalado en la mecánica y en los códigos de
las viejas tradiciones y las costumbres, de las instituciones y los oficios, las que hagan prevalecer el
sentido de lo comunitario y no la búsqueda solitaria de una genuina existencia. Estas comunidades
serían el lugar donde la individualidad no quedaría mutilada ni sufriría el asalto constante de la figura
espectral de la otredad.
9
Véase el artículo de Peter Brooks «An Unreadable Report: Conrad’s Heart of Darkness» (Brooks, 1984).
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Álex Matas Pons
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