Love like laughter

Anuncio
1
2
el sueño de la aldea
Una humilde propuesta
para evitar que los hijos de
los pobres de Irlanda sean
una carga para sus padres
o su país, y sean útiles
para la sociedad
Jonathan Swift
Traducción de María del Carmen Navarrete
Causa una profunda tristeza a quienes
caminan por esta gran ciudad o viajan
por el país ver las calles, los caminos
y las puertas de las chozas, atestadas
de pordioseras seguidas por tres, cuatro
o seis niños harapientos que asedian a
todos los transeúntes pidiendo limosna.
Esas madres, en vez de poder trabajar
para ganarse la vida honradamente, se
ven obligadas a vagabundear todo el
tiempo mendigando el sustento para
sus desamparadas criaturas, quienes en
cuanto crecen se convierten en ladro­
nes por falta de trabajo o abandonan
su amada patria para luchar por el pre­
tendiente al trono en España, o ellos
mismos se venden en Barbados.
Creo que todos coincidirán en que
este ingente número de niños en los
brazos, la espalda o a los pies de sus
madres, y frecuentemente de sus padres,
constituye una fuerte carga extra para
el deplorable estado actual del reino
ø jonathan
swift
y, por consiguiente, quien pudiese ha­
llar un método justo, económico y fácil
de transformarlos en miembros útiles
para la comunidad, merecería que en
reconocimiento público se le erigiera
una estatua honrándolo como benefac­
tor de la nación.
Pero mi intención dista mucho de
limitarse a cubrir únicamente las ne­
cesidades de los hijos de los mendigos
manifiestos, tiene un alcance mucho ma­
yor, incluirá al número total de niños
de pecho de cierta edad cuyos padres de
hecho sean poco capaces de mantener­
los, así como a los que nos piden cari­
dad en las calles.
En lo que a mí concierne, tras re­
flexionar muchos años sobre este impor­
tante tema y sopesar de manera juiciosa
las distintas ideas de otros pensadores,
siempre encuentro que sus cálculos es­
tán extremadamente equivocados. Es
cierto que el niño recién parido por una
hembra puede mantenerse con la leche
materna durante un año, con poco de
otro alimento; a un costo máximo no
mayor a dos chelines, que la madre sin
duda puede obtener, o el equivalente
en sobras, mediante su ocupación lí­
cita de mendicante; y es precisamente
a la edad de un año que yo propon­
go mantenerlos de tal manera que en
vez de ser una carga para sus padres
o la parroquia, o carecer de comida y
3
vestido de por vida, podrían, más bien,
contribuir con la alimentación –y par­
cialmente con la vestimenta– de mu­
chos miles.
Además, mi plan ofrece otra exce­
lente ventaja, evitará los abortos pro­
vocados y que las mujeres asesinen a
sus hijos bastardos, práctica horrenda
desafortunadamente tan frecuente entre
nosotros que haría brotar el llanto y la
compasión en el pecho más despiadado
e inhumano; sospecho que sacrifican a
las pobres e inocentes criaturas más por
evitar el gasto que la vergüenza.
Generalmente se calcula que el nú­
mero de almas en este reino asciende
a un millón y medio, de las que consi­
dero debe haber doscientos mil pare­
jas en las que la mujer sea fecunda;
a esa cifra le resto treinta mil parejas
capaces de mantener a sus propios hi­
jos; aunque me doy cuenta de que no
puede haber tantas, considerando la
penurias actuales del reino, pero su­
poniendo que así sea, quedan ciento
setenta mil capaces de engendrar. Vuel­
vo a restar cincuenta mil por las muje­
res que aborten de manera espontánea
o cuyos hijos mueran por accidente o
enfermedad durante el primer año de
vida. Sólo quedan ciento veinte mil ni­
ños que nacen anualmente de padres
pobres. Por lo tanto, el problema es
cómo criarlos y mantenerlos ya que,
4
como he dicho, en las circunstancias
actuales es completamente imposible
hacerlo por cualquiera de los métodos
hasta ahora propuestos. Tampoco pode­
mos emplearlos en trabajos manuales
o en la agricultura, ya que no construimos
casas (en el campo, aclaro) ni cultivamos
la tierra: rara vez pueden ganarse el
sustento mediante el robo, hasta que
cumplen los seis años, a menos que
sean muy precoces, aunque confieso
que aprenden los rudimentos del ofi­
cio mucho antes; sin embargo, durante
ese tiempo sólo se les puede conside­
rar realmente como aprendices, según
me informara un importante caballero
del condado de Cavan, quien afirmó
enfáticamente que nunca había sabi­
do de más de uno o dos casos de meno­
res de seis años, incluso en una parte
del reino tan famosa por la rapidez con
que dominan ese arte.
Nuestros mercaderes me aseguran
que un niño o una niña menor de doce
años no es una mercancía vendible; e
incluso si llegan a esa edad tampoco
redituarán más de tres libras, o tres li­
bras y media corona como máximo en
la transacción, lo que tampoco puede
ser provechoso para los padres ni el
reino, ya que el costo de los alimentos
y los harapos por lo menos cuadrupli­
ca esa cantidad.
Por lo tanto, ahora expondré humil­
el sueño de la aldea
demente mis propias ideas, que espe­
ro no susciten la menor objeción.
Un norteamericano muy entendido
que conozco en Londres me ha ase­
gurado que una criatura sana y bien
amamantada de un año de edad es el
alimento más exquisito, nutritivo y sa­
ludable, ya sea guisado, asado, al hor­
no o cocido; y no me cabe la menor
duda de que también lo será en un
fricasé o en un estofado.
Por lo tanto, humildemente expon­
go a la consideración pública que de
los ciento veinte mil niños ya calcula­
dos, veinte mil puedan apartarse para
la reproducción, con sólo una cuarta
parte de varones, que es más de lo que
acostumbramos con las ovejas, el ga­
nado negro o los cerdos; y mi razón
es que esos niños rara vez son fruto
del matrimonio, una circunstancia no
muy respetada por nuestros salvajes;
por lo tanto, un macho bastará para
atender cuatro hembras. Que los cien
mil restantes, al año de edad, puedan
ofrecerse a la venta a las personas de
categoría y fortuna en todo el reino,
aconsejando siempre a la madre que
los amamanten generosamente duran­
te el último mes para que estén rolli­
zos y con grasa para una buena mesa.
Un niño llenará dos fuentes al agasa­
jar a los amigos; y cuando la familia
cene sola, el cuarto delantero o trase­
ro hará un plato aceptable; y sazonado
con un poco de sal o pimienta dará un
buen caldo al cuarto día, sobre todo
en invierno.
He calculado que, en promedio, un
recién nacido pesa doce libras; y si du­
rante un año solar es amamantado de
manera aceptable, alcanzará las vein­
tiocho libras.
Reconozco que este alimento será
algo caro y, por consiguiente, muy ade­
cuado para los terratenientes quienes,
como ya han devorado a la mayoría de
los padres, al parecer son los que tie­
nen más derecho sobre los hijos.
Todo el año habrá carne de niños de
pecho, pero abundará más en marzo, y
un poco antes y después de este mes;
pues nos ha informado un escritor se­
rio, un eminente médico francés, que
como el pescado es una alimentación
prolífica, nacen más niños en los paí­
ses católicos romanos unos nueve me­
ses después de la Cuaresma que en
cualquier otra temporada; por lo tan­
to, considerando un año después de la
Cuaresma, los mercados estarán más
saturados que de costumbre porque el
número de niños de pecho papistas es
al menos de tres a uno en este reino;
y, por consiguiente, esto ofrecerá otra
ventaja circunstancial al reducir el nú­
mero de papistas entre nosotros.
Ya he calculado que el costo de
5
alimentar al hijo de un mendigo (lista
en la que tomo en cuenta a todos los
aldeanos, los jornaleros y las cuatro
quintas partes de los campesinos) es
de aproximadamente dos chelines por
año, incluidos los harapos; y creo que
ningún caballero lamentará pagar diez
chelines por el cuerpo de un niño bien
gordo que, como he dicho, dará cuatro
fuentes de excelente carne nutritiva
cuando invite a algún amigo exigente
o cuando cene con su propia familia.
Así el señor aprenderá a ser un buen
terrateniente y se volverá popular en­
tre sus arrendatarios; la madre tendrá
ocho chelines de ganancia neta y es­
tará en condiciones de trabajar hasta
que produzca otro niño.
Los que sean más ahorrativos (como
lo exigen los tiempos, debo confesar)
pueden desollar el cuerpo; esa piel
hábilmente curtida servirá para con­
feccionar excelentes guantes para las
damas y botas de verano para los ca­
balleros refinados.
En cuanto a nuestra ciudad de Du­
blín, pueden asignarse mataderos para
este fin en los lugares más convenien­
tes de la misma, y podemos estar se­
guros de que no faltarán carniceros;
aunque yo más bien recomiendo com­
prar a los niños vivos y prepararlos en
cuanto se pasen a cuchillo, como lo
hacemos con los cerdos para asar.
6
Una persona muy honorable, un ver­
dadero patriota y cuyas virtudes tengo
en alta estima, hace poco se ufanó en
disertar sobre este tema para ofrecer­
me una idea que mejorará mi proyecto.
Dijo que como en los últimos tiempos
muchos caballeros de este reino han
sacrificado sus ciervos, él pensó que la
falta de carne de venado muy bien po­
dría suplirse con los cuerpos de hombres
y mujeres jóvenes que no sean mayores
de catorce años ni menores de doce;
considerando que muchos de ellos
están a punto de morirse de hambre
por la falta de trabajo y ocupación,
podrían ser vendidos por sus padres,
si viven, o si no por sus parientes más
cercanos. Pero con el debido respe­
to a tan excelso amigo y patriota tan
meritorio, no coincido del todo con
su parecer; en lo que se refiere a los
varones, mi conocido norteamericano
me aseguró, por su frecuente expe­
riencia, que su carne es generalmente
correosa y magra como la de nuestros
escolares por el ejercicio continuo, y
de sabor desagradable; y engordarlos
no compensaría el precio. En cuanto a
las mujeres, humildemente creo que
sería una pérdida para la sociedad por­
que ellas mismas pronto serían fértiles
y, además, tampoco es improbable que
algunas personas escrupulosas pudie­
ran inclinarse a censurar esa práctica
el sueño de la aldea
tachándola de rayana en la crueldad
(aunque en realidad muy injustamen­
te); lo que, admito, siempre ha sido
para mí la más fuerte objeción contra
cualquier proyecto, por muy bien in­
tencionado que sea.
Sin embargo, para justificar a mi
amigo, me confesó que este recurso se
le ocurrió por el famoso Psalmanazar,
natural de la isla de Formosa, quien
viniera a Londres hace unos veinte
años y en una conversación le contó
que en su país, cuando una persona
joven era condenada a muerte, el ver­
dugo vendía el cadáver a personas de
alcurnia como una exquisitez de primera
calidad; y que en su época el cuerpo de
una muchacha regorde­ta de quince años,
crucificada por intentar envenenar al
emperador, fue vendido en cuatrocientas
coronas al primer ministro de su ma­
jestad imperial y a otros grandes man­
darines de la corte, descuartizado al pie
del poste donde había sido expuesto.
De hecho, tampoco puedo negar que
el reino no sería peor si se siguiera la
misma costumbre con varias jóvenes
regordetas en esta ciudad que, sin te­
ner en qué caerse muertas ni poder pa­
sear en palanquín, se aparecen en teatros
y reuniones engalanadas con prendas ex­
tranjeras que nunca podrían adquirir.
A algunas personas de espíritu pe­
simista les preocupa mucho esa canti­
dad astronómica de pobres, que están
viejos, enfermos o lisiados; y me han
rogado que aplique mis ideas a las me­
didas que puedan tomarse para alige­
rar de tan gravosa carga a la nación.
Pero este asunto no me causa el míni­
mo dolor, porque es bien sabido que
mueren y se pudren a diario por el
frío y el hambre, la inmundicia y las
alimañas, con más rapidez de lo que
cabría esperar. Y en cuanto a los jor­
naleros jóvenes, que ya se encuentran
en una situación igual de prometedo­
7
ra: no pueden conseguir trabajo y, por
consiguiente, languidecen por falta de
alimento, a tal grado que si en algún
momento los contrataran por casuali­
dad para una labor común y corrien­
te, no tendrían fuerzas para llevarla
a cabo; y, por lo tanto, el país y ellos
mismos se libran afortunadamente de
los males por venir.
Como he divagado mucho, debo re­
tomar el asunto que nos ocupa. Creo
que las ventajas de la propuesta que
expongo son muchas y evidentes, así
como de la mayor importancia. En pri­
mer lugar, como ya he comentado,
disminuiría muchísimo la cantidad de
papistas que nos infestan cada año, ya
que son quienes más se reproducen
en la nación y nuestros más peligrosos
enemigos, y quienes se quedan en el
país adrede con la intención de entre­
gar el reino al pretendiente al trono,
esperando aprovechar la falta de tan­
tos buenos protestantes, quienes han
preferido exiliarse que permanecer en
su patria y pagar los diezmos –contra su
conciencia– a un sacerdote episcopal.
En segundo lugar, los arrendatarios
más pobres tendrán algo valioso que
sea suyo, lo que según la Ley puede
ser embargado y contribuir al pago del
arriendo al terrateniente, ya que el
maíz y el ganado les han sido confis­
cados y el dinero ni lo conocen.
8
En tercer lugar, cómo la manuten­
ción de cien mil niños de dos años en
adelante no puede calcularse en me­
nos de diez chelines por cabeza por
año, las reservas de la nación se incre­
mentarían de ese modo en cincuenta
mil libras anuales, además de la ga­
nancia de introducir un nuevo plato en
las mesas de los caballeros de alcurnia
del reino, que son de paladar refinado.
Y el dinero circulará entre nosotros, ya
que esas mercaderías serán producto y
fabricación totalmente nuestras.
En cuarto lugar, los que se repro­
duzcan con mayor frecuencia, además
de la ganancia de ocho chelines anua­
les por la venta de sus hijos, se quita­
rán la carga de mantenerlos después
del primer año.
En quinto lugar, este alimento atrae­
ría igualmente a más clientes a las ta­
bernas, cuyos vinateros sin duda serían
muy precavidos para conseguir las
mejores recetas para prepararlos a la
perfección; y, por consiguiente, sus
establecimientos serían frecuentados
por todos los caballeros distinguidos
que, con justicia, se precien de sus
conocimientos del buen comer: y un
cocinero hábil, que sepa cómo com­
placer a sus clientes, se las ingeniará
para hacer que éste sea tan caro que
no los desmerezca.
En sexto lugar, esto sería un gran
el sueño de la aldea
aliciente para el matrimonio, vínculo
que han promovido todas las nacio­
nes civilizadas dando recompensas, o
que han impuesto mediante la ley y
sanciones. Al tener la certeza de que
las pobres criaturas tendrían la vida
resuelta, mantenidas en parte por la
sociedad, se aumentaría el cuidado y
el cariño de las madres hacia sus hi­
jos ya que les darán ganancias anua­
les en vez de gastos. Deberíamos ver
una competencia leal entre las muje­
res casadas, cuál de ellas podría lle­
var al niño más gordo al mercado. Los
hombres serían tan cariñosos con sus
mujeres durante el embarazo como aho­
ra lo son con sus yeguas y vacas pre­
ñadas, o con sus cerdas cuando están
a punto de parir; y no las atacarían a
golpes ni patadas (como es práctica
tan común) por temor a provocarles
un aborto.
Podrían enumerarse otras muchas
ventajas. Por ejemplo, aumentar en
algunos miles de cabezas nuestra ex­
portación de carne vacuna en barricas,
la propagación de la carne porcina y
mejorar el oficio de hacer un buen to­
cino, tan frecuente en nuestras mesas
y que mucho escasea por la matanza
excesiva de cerdos; lo que en ninguna
forma se compara en sabor o magnifi­
cencia con un niño primal, gordo, de
buen tamaño, que asado entero lucirá
mucho en el banquete de un señor al­
calde o en cualquier otro agasajo pú­
blico. Pero omito ésta y otras muchas
ventajas por escrupulosa brevedad.
Suponiendo que en esta ciudad hu­
biese mil familias que habitualmente
compraran carne de niños de pecho,
además de otras que pudieran adqui­
rirla para ciertos festejos, en especial
bodas y bautizos, calculo que Dublín
se quitaría de encima unos veinte mil
cuerpos, y el resto del reino (donde
probablemente se venderían un poco
más baratos) los restantes ochenta mil.
No se me ocurre ninguna objeción que
posiblemente se suscite contra esta
propuesta, a menos que fuera alenta­
da; que de este modo el número de
gente va a disminuir mucho en el rei­
no. Reconozco de buen grado que, de
hecho, ésta fue la principal intención
al proponérsela a la sociedad. Oja­
lá que el lector se dé cuenta de que
pensé en este recurso para este reino
específico de Irlanda y no para algún
otro que haya existido jamás, o que
creo pueda existir sobre la faz de la
Tierra. Por lo tanto, que nadie me ha­
ble de otros recursos: de gravar con
cinco chelines por libra a nuestros au­
sentes; de no usar ropa ni muebles
para la casa, salvo los que sean creados
y fabricados por nosotros; de rechazar ro­
tundamente los materiales e instrumen­
9
tos que promuevan los lujos foráneos;
de poner remedio a lo costoso del or­
gullo, la vanidad, la holgazanería y la
afición al juego de nuestras mujeres;
de infundir un dejo de parquedad, pru­
dencia y templanza; de aprender a amar
a nuestro país, sentimiento en el que
nos diferenciamos hasta de los lapo­
nes y de los habitantes de Topinam­
boo; de renunciar a nuestros rencores
y facciones partidistas, de ya no actuar
como los judíos, que se mataban entre
sí en el preciso instante en que iban a
tomar su ciudad; de ser un poco pru­
dentes para no vender nuestro país ni
nuestras conciencias por nada; de en­
señar a nuestros terratenientes a tener
por lo menos un poco de misericordia
con sus arrendatarios. Por último, de
infundir un espíritu de honestidad, di­
ligencia y habilidad en nuestros co­
merciantes quienes, si se decidiera
adquirir únicamente artículos de nues­
tra patria, se unirían de inmediato pa­ra
imponernos y engañarnos en el pre­
cio, la medida y la calidad; tampoco
se les podría convencer jamás de que
hicieran una propuesta justa de sólo
comerciar, a pesar de invitárseles a
menudo y encarecidamente.
Por lo tanto, repito, que nadie me
hable de estos recursos ni de otros pa­
recidos, sino hasta que vislumbre cier­
ta esperanza de que alguna vez se
10
hará un intento sincero y honesto de
ponerlos en práctica.
Pero en lo que a mí respecta, can­
sado de ofrecer durante muchos años
ideas vanas, inútiles, utópicas y al fi­
nal perder la esperanza de alcanzar el
éxito, afortunadamente me topé con
esta propuesta que como es totalmen­
te nueva tiene un fundamento sólido
y real, no requiere hacer gastos, tiene
pocas complicaciones y está por com­
pleto al alcance de nuestras posibili­
dades, y con ella tampoco corremos el
riesgo de disgustar a Inglaterra. Este
tipo de mercadería no es exportable
porque la carne es de consistencia muy
tierna como para resistir la salazón pro­
longada; aunque tal vez podría nombrar
un país que estaría encantado de de­
vorar a toda nuestra nación sin ella.
Después de todo, tampoco me aferro
obstinadamente a mi parecer como
para rechazar cualquier propuesta de
hombres sabios que sea igualmente
inofensiva, barata, fácil y eficaz. Pero
antes de que algo de ese tipo se pro­
ponga objetando mi plan, y se ofrezca
algo mejor, ojalá que el autor o los
autores estén dispuestos a considerar
con madurez dos aspectos. Primero,
tal como está la situación, ¿cómo po­
drán darle alimento y vestido a cien
mil bocas y espaldas inútiles? Y se­
gundo, como en todo el reino hay un
el sueño de la aldea
número cabal de un millón de criatu­
ras con forma humana, cuya sustento
completo puesto en una reserva co­
mún les acarrearía una deuda de dos
millones de libras esterlinas, agregan­
do a quienes se dedican a mendigar al
grueso de los campesinos, aldeanos y
jornaleros, con sus mujeres e hijos que
de hecho son mendigos. Ojalá que esos
políticos a quienes les disgusta mi pro­
puesta, y que tal vez tengan el descaro
de refutarla, le preguntaran primero a los
padres de esos mortales, si hoy no pen­
sarían con gran felicidad en haberlos
vendido para alimento, a la edad de
un año como lo recomiendo, y así ha­
berles evitado las eternas desgracias
que han vivido por la opresión de los
terratenientes, la imposibilidad de pa­
gar el arriendo al no tener dinero ni
oficio, la falta de un sustento elemen­
tal, sin casa ni ropa para protegerse
contra las inclemencias del tiempo, y
la más inevitable perspectiva de cau­
sarle sufrimientos similares o mayores
a su prole para siempre.
Expreso, con la más profunda sin­
ceridad, que no tengo el menor interés
en intentar promover esta necesaria
labor, lo único que me motiva es el
bien público de mi país, al promover
nuestro comercio, cubrir las necesi­
dades de los niños de pecho, socorrer
a los pobres y darle un poco de placer
a los ricos. No tengo hijos a los que
pensara sacarles un solo penique, el
más pequeño ha cumplido los nueve
años y mi mujer ya no es fértil.
Lexicomanía
Adalber Salas Hernández
Par bonheur, j’avais été pris
très jeune de lexicomanie.
Charles Baudelaire
Los diccionarios son criaturas ambi­guas.
Para algunos resultan temibles, capa­
ces de coartar la capacidad creadora
de cualquier escritor que los consulte.
Los más alarmistas incluso les atribu­
yen el poder de paralizar el devenir de
la lengua misma. Otros ven en el dic­
cionario un tomo repleto de modestas
revelaciones, una herramienta a la hora
de practicar la taumaturgia del lenguaje.
Ambas son formas antitéticas de una
misma superstición. Y cómo no iba a
producir tales miedos o esperanzas, có­
mo no iba a presentarse como mágico,
ante nuestra imaginación, un libro en­
teramente dedicado a exponer lo que
las palabras son. Lo que delatan estas
creencias desmesuradas en torno al dic­
cionario, lo que confesamos con ellas sin
11
león félix batista
quererlo, es la importancia que tienen
las palabras para nosotros. Pues lo que
ellas son, también nosotros lo somos. Un
volumen que presente y acote nuestros
vocablos será entonces, secretamente,
nuestro espejo más implacable.
Así, los diccionarios declaran nues­
tra transparencia. Por ello, cuando afir­
mé que el diccionario era una criatura
ambigua, debí haber dicho que, de
hecho, es una criatura mitológica. Y
ello por dos razones: tanto por la mi­
rada repleta de asombro fabuloso que
le lanzan tan a menudo como por su
contenido. Y es que el diccionario guar­
da dentro de sí, en sus entradas, el
recuento de nuestros grandes mitos,
encarnados en una serie de vocablos
cuyo peso se deja sentir con gran fuer­
12
za en nuestro universo simbólico –donde
ejercen una genuina atracción gravi­
tacional–. En Diccionarios, discursos
etnográficos, universos léxicos, Francis­
co Javier Pérez lo pone en estos térmi­
nos: “Queda a la vista, pues, cómo en
todos los campos léxico-semánticos
que abarca el corpus del diccionario
están entrando en juego factores ideo­
lógico-culturales, educativo-morales,
político-sociales y, en definitiva, está
siendo determinante una visión del
mundo, racional y afectiva, que define
la naturaleza del diccionario y lo pri­
vilegia como objeto cultural: símbolo
y representación de una sociedad, a
la que explica al explicar las palabras
de sus realidades y de la que será, una
vez elaborado, su propia imagen.”1 Las
páginas que resultan del trabajo lexi­
cográfico conjugan nuestras ilusiones
y temores, nuestras pugnas internas,
nuestras obsesiones, nuestros dilemas
insolubles como sociedad. Un diccio­
nario es el doble especular del conglo­
merado humano que lo ha producido.
No en vano la figura del doble ha
producido tanto recelo en numerosas
Francisco Javier Pérez, Diccionarios, dis­
cursos etnográficos, universos léxicos. Propues­
tas teóricas para la comprensión cultural de
los diccionarios, Universidad Católica Andrés
Bello/Fundación Centro de Estudios Latinoa­
mericanos Rómulo Gallegos, Caracas, 2000.
1
el sueño de la aldea
culturas –entre ellas, de manera pro­
tagónica, la nuestra, fijada en sus me­
canismos de autorrepresentación–. El
doble nos fuerza a descubrirnos, nos
obliga a encontrar el lado falaz en nues­
tras insignias simbólicas. Dicho de otro
modo: sólo a través del doble se acce­
de a la propia desnudez. Y es esta la
desnudez que pone frente a nosotros el
diccionario, no solamente al señalar las
palabras que manifiestamente nos cons­
tituyen, sino al omitir otras que nos
forman en igual medida. Sus oqueda­
des nos recuerdan a las nuestras, las
que se encuentran en la visión de nos­
otros mismos que sostenemos. Sus fal­
tas tienen nuestro nombre.
Hay una palabra que me ha sido
imposible encontrar en la más recien­
te edición del Diccionario de la Real
Academia Española. Pero no me sor­
prende, pues se trata de un calco del
francés: lexicomanía, proveniente de le­
xicomanie –aquella dolencia que Bau­
delaire, en conversación con Théophile
Gautier, confesó haber sufrido de jo­
ven: una pasión desmesurada por los
diccionarios–. No obstante la sorpresa
me alcanzó un poco al descubrir que
la voz tampoco se halla registrada en
el Grand Robert o el Larousse. Es una
lástima que tal palabra no esté regis­
trada, más allá de los textos de Bau­
delaire. En cierto sentido, esta enfer­
medad aqueja a nuestra cultura desde
hace siglos.
La lexicomanía bien podría encon­
trarse expuesta en alguna de las cinco
ediciones del DSM (el Diagnostic and
Statistical Manual of Mental Disorders
de la American Psychiatric Asso­ciation)
también un diccionario a su manera,
cuyo uso se ha extendido epidémica­
mente por el mundo. Quizás podría estar
clasificado este trastorno lexicográfi­
co entre las erotomanías. Sin embargo
parece que hay muy pocas personas
dispuestas a dejarse atacar por la lexi­
comanía. Se trata, además, de un des­
orden que requiere del sujeto que lo
padece un cultivo constante, atención
y rigor.
Puede que por eso no tenga tantos
adeptos –o pacientes, si se quiere–. Pero
de cuando en cuando alguno se destaca
produciendo, a su vez, el objeto de su
pasión. Uno de tales lexicómanos es
León Félix Batista, quien guarda en su
producción poética un volumen singu­
lar: Delirium semen, y se encuentra,
como pocos otros libros, a medio ca­
mino entre lexicografía y poesía. Cada
uno de los textos que lo componen es
una entrada de diccionario, tal y como
nos hemos acostumbrado a leer, pero
con una salvedad: las palabras defini­
das pertenecen al ámbito de lo erótico
y las definiciones son poemas en prosa
13
donde se mezclan relato y metáfora en
una sola amalgama.
Una de sus voces, Brutal, contiene
entre sus primeras frases una posible
razón de ser para la peculiar estructu­
ra del libro:
(adj., del lat. brutalis) Desar­
ticular un nudo por redefinir el ego,
los fragmentos que no han sido for­
mulados en un todo. Dar al busto y a
los brazos cuadratura duradera, como
ofidios que yo mismo formulé.2
brutal
En estas prosas breves y conden­
sadas, Batista lleva a un nivel inusi­
tado su dicción habitual. La voz que
tan propia le es, profusa en imágenes,
alcanza en este libro un espesor exac­
to y brutal. Cada uno de los poemas de
Delirium semen desarticula el nudo de la
palabra que define, deshaciéndose así
de la explicación común a todos los
hablantes de la lengua, para esbozar
otra, radicalmente propia, potestad úni­
ca del sujeto que se dice en sus pági­
nas. El vocabulario erótico es siempre
justamente eso: fragmentos que no han
sido formulados en un todo, pero que
aquí un yo reúne, sin con ello restar
independencia a cada una de las pa­
labras.
León Félix Batista, Delirium semen, Al­
dus, México, 2010. Todas las citas que haga
del libro pertenecen a esta edición.
2
14
Tal empresa implica, a su vez, rea­
lizar el retrato de un cuerpo. Pues hay
vocablos cuya potencia es material, vo­
cablos que impactan físicamente, ésos
cuya grafía se inscribe en la carne, mo­
dificándola. Sílabas que, puestas en un
orden específico, forman los hitos de la
historia que ha recorrido nuestra piel.
Este diccionario/poemario cataloga ex­
clusivamente esas voces. Sólo ellas le
importan. Sólo ellas lo excitan. Nada
más desean las palabras que nos en­
tregan al cuerpo en los límites de sí
mismo, inmerso en la experiencia eró­
tica que lo talla:
(adj., del lat. dolorosus) [...]
Abandona sin efecto mi anterior auto­
nomía en tal bloque tallar: no habrá
sujeto previo. Y hasta hacer la carne
así: desconchones en suspenso que pro­
gresen dúctilmente hacia la conden­
sación.
doloroso
El acto de ordenar y elaborar el vo­
cabulario interno de la propia experien­
cia erótica conlleva, inevitablemente,
una puesta en cuestión del sujeto mis­
mo. Y doblemente, pues lo erótico es ya,
de antemano, un traspasar nuestros lí­
mites, un hallarnos en las fronteras de
lo que somos. Pero tomar las palabras
que constituyen esa experiencia y ahon­
darlas, descubrir para ellas nuevos plie­
gues, es prolongar la crisis, es preguntarse
por lo que constituye al sujeto como
el sueño de la aldea
actor de su deseo. Es un proceso doloro­
so, este de abandonar la autonomía que
se sostenía previamente, para empezar a
esculpirse una nueva carne, letra a letra.
Que el diccionario está hecho pa­ra
los ignorantes, es un prejuicio bastan­
te común. Algunos han querido ver en
su utilización y consulta un signo de de­
bilidad, de desconexión con la propia
lengua. De estos despreciadores de la
lexicografía se burlaba Flaubert en su
Dictionnaire des idées reçues cuando, al
definir el objeto en cuestión, lo hacía de
esta manera: “dictionnaire: En dire:
‘N’est fait que pour les ignorants’. Dictio­
naire de rimes: s’en servir? Honteux!”3
Sin embargo, es justamente esa igno­
rancia la que es requisito ineludible al
momento de establecer una relación
individual con la propia lengua. De­
velar la extrañeza que hay en las pala­
bras, los sentidos que son capaces de
producir –es decir: desconocerlas– es
tarea de la poesía. Y hasta el dicciona­
rio de rimas puede servir para ello, esta­
bleciendo relaciones entre los vocablos
a partir de sus sonidos y produciendo
con ello destellos de sentido. Delirium
semen es un diccionario cuya fuerza
“diccionario: Decir de él: ‘no está hecho
más que para los ignorantes’. Diccionario de
rimas: ¿Usarlo? ¡Vergonzoso!” Gustave Flau­
bert, Dictionnaire des idées reçues, en Œu­
vres, Éditions Gallimard, París, 1952, t. II.
3
motriz es esa ignorancia que tantos me­
nosprecian injustamente. Sólo a través
de ella puede crear nuevas dimensio­
nes semánticas.
Como todo diccionario, el libro de
Batista eventualmente se ve confrontado
con la tarea de definirse a sí mismo. Sin
embargo, no hay una entrada que lleve
su título; por el contrario, esa determina­
ción queda traspuesta en metáfora:
15
(adj., del lat. humidus) En el
juego de plasmar en palimpsestos la ex­
periencia de la sangre en combustión
(en los fastos que circuyen cada nido
faltando los fragmentos unitarios) apa­
recen los diseños de engranajes, oscilan­
do entre materia y abstracción. Están
en la tarima, bajo playeras húmedas:
la piel como esplendor, superficie de re­
gistro. Imposible percibirlos, precisar su
evolución, las franelas como réplicas
de réplicas. Permanecen indelebles den­
tro del calor perpetuo a fin de hacer pa­
tente la constancia de su culto. Aquí son
consignados para inmortalidad. Aquí
dejo su imposible transcripción.
húmedo
En el juego de coser entre sí tro­zos
disímiles, en el juego de ensamblar
metáforas en un todo heterogéneo, en
el juego de redactar, en suma, las en­
tradas de Delirium semen, aparecen los
mecanismos internos de la escritura,
con su vaivén entre la imagen concre­
ta y el concepto. Pero este intento, el
despliegue de esta poética lexicográfi­
ca ocurre como un concurso de cami­
setas mojadas llevado a cabo en una
playa: la piel, bajo el blanco líquido
y huidizo de la franela o la página, es
superficie de registro, lugar donde se
inscribe en relieve todo este vocabu­
lario de lo carnal. El acto de escribirlo
es dejar constancia de su culto, de la
adoración ineludible que suscita cada
una de estas palabras en su hablante.
16
Este procedimiento es propio de la
poética de Batista, considerada en su
conjunto. A lo largo de su obra, lo abs­
tracto y lo concreto se funden hasta
volverse indistintos. Su escritura, om­
nívora, deja de llamarse por ese nom­
bre para adoptar otro, más adecuado a
sus fines: excritura. La excritura se ejer­
cita para hacer del texto, su producto,
un espacio de intercambio abierto, una
región de tránsito semántico, donde
las significaciones vayan y vengan. Un
dispositivo de combate contra la ten­
dencia a fijar el sentido de las palabras
de modo unívoco. Como dice el propio
Batista en una breve prosa que po­
dríamos leer como su declaración de
principios y que titula justamente La
excritura: “Descreo, por eso, del poema
como objeto prosódico cerrado: existe
el texto (y pun­to) y pretendo confor­
marlo en un cuerpo de simbiosis: un
ánimo mestizo desarrollado como el
asalto de la sinuosidad a la corrección
gramatical (escudo del Poder), como
agresividad de forma frente a los edi­
ficios discursivos del Control.”4 Es
una apuesta por la sinuosidad de la
materia significante, por su maleabili­
dad, por el carácter ofídico y mutante
del decir.
León Félix Batista, Prosa del que está en
la esfera, Tsé-Tsé, Buenos Aires, 2006.
4
el sueño de la aldea
Ello implica, en buena medida, im­
pugnar el acto mismo de definir. Esta
actividad, tan cara a los “edificios dis­
cursivos del Control”, puede volverse
contra ellos si es radicalmente particu­
larizada, si el sujeto hablante que la lleva
a cabo se apropia de ella totalmente. Y
esto es lo que sucede en Delirium semen:
no solamente se hace el ordenamiento
de un singular conjunto léxico, sino
que se ejecuta una crítica de nuestras
nociones en torno al lenguaje.
Nuestras palabras piensan por noso­
tros, las más de las veces sin que nos
percatemos. Pero podemos proble­mati­
zarlas, abandonar la instancia pasiva
que tan naturalmente se nos da para
entrar en contacto con la lengua desde
otra posición. Las primeras líneas de
la entrada Labial dan cuenta de este
cuestionamiento lanzado contra la ta­
rea de definir:
(adj., de labio, del lat. labium)
Si se quiere definirlos se precisa desig­
narlos vena a vena y para sí; vulnerar
sus fortalezas descendiendo hasta las
carnes, como albúmina que va por las
vertientes.
labial
Usualmente comprendemos tal tarea
de un modo muy superficial, contentán­
donos con lo que se nos ha enseñado
sobre ella. Pero una mirada más atenta
nos revela que ella implica, en última
instancia, una imposibilidad. La labor
de definir los labios vena a vena y para
sí carece de final. La escritura no pue­
de traspasar los linderos de la carne. Y
la excritura, en su práctica, lo sabe: por
eso se instala justamente en el límite, en
su fracaso gozoso, dejando como rastro
esa impo­sible transcripción mencionada
en Húmedo.
Batista podría hacer suyas las pala­
bras de Ambrose Bierce en su Devil’s
dictionary: “Dictionary, n. A malevo­
lent literary device for cramping the
growth of a language and making it hard
and inelastic. This dictionary, however,
is a most useful work.”5 La ironía de
Bierce es certera: si tomáramos al pie
de la letra la definición que proporcio­
na, entonces nos vería­mos enfrentados
a una contradicción. No podemos desear
para cada palabra un solo sentido –ha­
cerlo sería mutilarnos–. La lengua es,
ante todo, un sistema erótico. No cesa
de derramarse más allá de sus límites.
Quienes ven en la empresa de cla­
sificar y explicar una manera de ejer­
cer control, y por esto mismo ven en
la lexicografía una aliada, se engañan.
Los diccionarios no son esas represas
lingüísticas de las que se burla Bier­
ce –las cuales, como él sabía, no exis­
Ambrose Bierce, The unabridged Devil’s
Dictionary, University of Georgia Press, Athens,
2002.
5
17
ten–, sino un instrumento que amplía
las fronteras de la lengua que lo pro­
dujo al registrar múltiples facetas de
cada voz –todo vocablo es un poliedro
con numerosos rostros que descono­
cemos– y al recordar aquellas que han
caído en desuso. Se ocupa en ser la
memoria del idioma. Es decir, es una
obra literaria.
Pero su destino es la derrota: es arro­
llado por el peso de la lengua en cuyo
seno se asienta. “Inacabado e imperfec­
to por definición, el diccionario siem­
pre resultará derrotado por la realidad
de lengua que intenta comprender”,
escribe Francisco Javier Pérez en el
prólogo a su Diccionario histórico del
español de Venezuela.6 No podría ser
de otra forma: debe ser vencido por la
lengua para salvarse. Ya que, si el dic­
cionario prevaleciera sobre la lengua
que estudia, entonces su razón de ser
se perdería. Para seguir existiendo, el
diccionario se dedica a una tarea in­
terminable: por ella se define.
La excritura que ejercita Batista en
Delirium semen es fiel a este principio
de fracaso que une a todos los diccio­
narios. Como lo declaraba en Labial y
como, en otros términos, lo deja saber
en las primeras frases de Condón:
Francisco Javier Pérez, Diccionario his­
tórico del español de Venezuela, bid&co. edi­
tor, Caracas, 2011.
6
18
(m., del apellido de su inven­
tor, el inglés Condom) Escribo en cru­
do, así, episodios a editar, de pronto
con engastes, serpientes en suspenso y
légamos que extienden su eficacia.
condón
La escritura como intento, como re­
unión de fragmentos, como colección
de ruinas: una vez que hemos definido
algo, descubrimos que tal acción ha
caducado en el momento mismo de eje­
cutarla. Los engastes, las serpientes en
suspenso, el limo que se extiende, no
hacen más que editar esos episodios
–pero cuántas veces fallan, cuántas
ve­ces la escritura resulta apenas un
condón puesto sobre la carne viva.
La poética de Batista intenta franquear
esta barrera, siempre contrabandean­
do mercancías significantes, diseñando
un código cuya plasticidad acerca la
materia latiente del cuerpo y la mate­
ria fonética del idioma. Crea una zona
de indecisión entre lo corporal y lo lin­
güístico. Hace uso de un enorme rango
de palabras, empleándolas ávidamen­
te. Se diría que quiere agotar el idio­
ma en el que escribe. En este aspecto,
Delirium semen no es una excepción:
elide conjunciones, de­saparece comas,
se vale de perífrasis ansiosas, como si se
quedara sin aliento. Pareciera querer
consumir todo vocablo a la mano. Su
objeto de deseo es la lengua misma: la
busca como a una amante, desesperado.
el sueño de la aldea
No obstante, esta pasión es, impla­
cablemente, su cárcel. Como senten­
cia Roland Barthes en su prefacio al
diccionario Hachette: “El lenguaje no
es solamente el privilegio del hombre,
es también su prisión. Eso es lo que
nos recuerda el diccionario.”7 Conde­
nado a este deseo, maniatado por él,
Delirium semen se entrega al intento
de cuajar, en su lexicografía poética,
la experiencia erótica –y al hacerlo,
pone en práctica su deseo por la len­
gua misma, representándolo en cada
definición:
(adj., del lat. carnalis) Demen­
cia entre los cuerpos de sablazos de luz
negra. Bailamos una escena de safari
de un tapiz. Rudo ruido de metales, te­
naz entre las cuerdas, sobreviene por
encima, cuando instala en los cerebros
la vacancia de su espacio. En el dra­
ma la mudez, purgación sustituida por
un acero raudo, sucesivo y contunden­
te. Frente a mí su cabellera, la morfina
de un estuario, repetibles sus arcadas
contra los desfiladeros. Tantos arcos
inauditos y despliegues de una elipse,
mutaciones en zigzag a las que no sé
dar réplica. La violenta anatomía y el
alcohólico estupor descalabran ambas
sienes. Sólo el vértigo es (entonces) sos­
tenible.
carnal
choque físico, queda registrado aquí en
forma de pugna, donde además de las
carnes también se buscan las sílabas.
Se funden fluidos y sentidos –fluyen
los significados, significan los fluidos–.
Sin palabras no hay erotismo, sino se­
xualidad asignificante –biología, ape­
nas–. Este encuentro quiebra el cuerpo,
lo rompe en palabras. En el fondo, toda
experiencia erótica pide un dicciona­
rio. O lo que es lo mismo: en el fondo
toda experiencia erótica exige su repre­
sentación, aunque sepa que fracasará.
El sujeto hablante de estos poemas,
de estas entradas –que son también cor­
porales orificios de sentido–, lo sabe
perfectamente. Ejerce su actividad lexi­
cográfica y poética partiendo de este
presupuesto, avanzando a ciegas, colo­
cándose así en los bordes que median,
tartamudos, entre la piel y el so­nido ar­
ticulado. Como bien dice, contunden­
te, en otra de las voces que registra:
(adj. f., del b. lat. esclavus)
[...] la carne escribe a oscuras.
esclava
El encuentro entre dos cuerpos, el
Roland Barthes, Variaciones sobre la es­
critura, Paidós, Barcelona, 2002.
7
19
Dios bendice a los muertos
“Se parecen las novelas policiales a
los algodones de azúcar, que no dejan
nada en la boca ni en el estómago”,1
de­cía Ricardo Garibay con el ninguneo
habitual que la intelectualidad mexi­
cana le prodigaba al género policial,
considerado un arte menor de escapis­
mo y evasión. Si bien los ánimos nacio­
nalistas han bajado (ya nadie quiere
presumir de trascendente escribiendo
sobre “lo mexicano”), el desprecio de
ciertos sectores literarios sigue vigen­
te. Sin embargo, el salto del narcotrá­
fico de las páginas de la nota roja a las
de cuatro columnas ha cambiado por
completo el escenario.
El ninguneo consiste en afirmar que
lo policiaco no puede suceder en Mé­
xico porque “(si) en el género policiaco
tradicional el crimen es la conducta
anormal dentro de la sociedad, acá
constituye la norma”.2 Esto revela un
desconocimiento del género. Si nos atu­
viéramos a este razonamiento las his­
torias de George V. Higgins o Elmore
Leonard, por decir dos nombres, tam­
poco podrían existir ya que en ellas la
criminalidad es la norma. Pero, como
veremos, el género negro –término que
me gusta usar porque va más allá del
restrictivo “policiaco” o “policial”– se
da en nuestro país y tiene múltiples
ramificaciones.
Como apunta Pablo Piccato en “La
era dorada de la novela policiaca”, en
nuestro país el género empieza con una
camarilla de escritores, amigos entre sí,
que se reúnen alrededor de la revista
dirigida por Antonio Helú, Selecciones
Policiacas y de Misterio, y quienes lo
hacían más por gusto (o militancia li­
teraria) que porque les dejara algún
tipo de remuneración económica.
Antonio Helú y el resto de colabo­
radores de su revista: la ubicua y poco
reconocida María Elvira Bermúdez, Leo
D’Olmo, Luis Garrido, el cineasta Juan
Bustillo Oro, el dramaturgo Rodolfo Usi­
gli y Rafael Bernal, por mencionar a
Ricardo Garibay, Antología, Cal y Are­
na, México, 2013.
Ramón Gerónimo Olvera, Sólo las cru­
ces quedaron, Ficticia, México, 2013.
Iván Farías
God bless the dead
2pac Shakur
La ciudad se ha convertido en una enorme fosa
Donde conviven los muertos con los vivos
Los descabezados con los colgados
Los muertos de miedo con los baleados
La ciudad respira miedo
Jesús Marín
1
20
2
el sueño de la aldea
los más famosos, explotarían el poli­
ciaco más clásico, aquel que el padre
Edgar Allan Poe y sus hijos ingleses
adelantados –Arthur Conan Doyle y
Agatha Christie– crearían como fór­
mula. Es decir, un enigma, un detec­
tive peculiar en extremo inteligente y
una resolución satisfactoria para per­
sonajes y lector.
No obstante, a principios de los años
veinte, la aparición de Raymond Chand­
ler y Dashiell Hammett en la revista
Black Mask vendría a modificar este
panorama al incluir sus vivencias per­
sonales (el primero, un alcohólico y, el
segundo, un auténtico detective priva­
do) y, con ello, crear el cuento negro,
donde el enigma pasa a segundo tér­
mino y lo interesante es la capacidad
de hablar de la criminalidad, los bajos
fondos y, en consecuencia, de la mal­
dad como fenómeno social.
Si bien Rodolfo Usigli lograría un
apreciable éxito con su novela Ensayo
de un crimen –incluso llevada al cine
por Luis Buñuel–, sería hasta la apari­
ción de El complot mongol (1969) que
la novela negra nacional tomaría carta de
naturalización. Esta novela es impor­
tante porque, de entrada, el personaje
principal es un criminal, un excluido
de la sociedad y a la vez un hijo de la
Revolución Mexicana. Atrás quedan
los detectives sagaces que represen­
tan a la ley. Filiberto García no es un
detective privado, es un sicario a las
órdenes del régimen que, sin embargo,
trabaja solo y bajo consigna cuando los
relucientes demócratas no quieren ensu­
ciarse las manos. La época de bonanza
priista se había acabado; el desarrollo
estabilizador y el “milagro mexicano”
ya eran cosa del pasado. El sistema ha­
cía agua por todas partes, no por nada
los movimientos estudiantiles habían
sucedido un año antes de la publica­
ción de la obra. Bernal supo conjuntar
todos estos factores en una narración
que funcionaba como una trama entre­
tenida pero que, buscando a fondo,
daba cuenta de la doble moral del ré­
gimen, que jugaba al socialismo y al
capitalismo como el propio Filiberto
García lo hacía con los agentes del kgb
y de la cia, además del deseo guberna­
mental de demostrar que ya no éramos
el país violento de principios de siglo
xx sino uno moderno que, sin embargo,
todavía necesitaba de estos “fabrican­
tes de muertecitos”, como García se
hace llamar.
“Bernal sigue la ruta del dinero,
como sugieren los clásicos, pero sobre
todo la ruta del poder, que es más tru­
culenta y sanguinaria”,3 afirma Elmer
“El hombre que inventó la novela negra
en México”, Noticias de Cultura, http://bit.
ly/1bxHmX4
3
21
se decanta más hacia el drama social,
alejándose mucho de los preceptos del
género. Arturo Ripstein la adaptó al
cine y logró una de su mejores pelícu­
las, pero no obtuvo ni una mínima
parte del culto que se le profesa a la
obra de Bernal, que a fin de cuentas
es un parteaguas.
el neopoliciaco
Mendoza a propósito de la edición es­
pañola en Libros del Asteroide. Pese a
todo, el libro de Bernal mereció críti­
cas adversas que no hicieron más que
volverla un objeto de culto. A un año
de la aparición de El complot mongol,
el prolífico escritor Luis Spota publicó
una historia de género negro llamada
Lo de antes. En ella, un ladrón busca
rehabilitarse enfrentándose a la policía
corrupta y a sus viejos socios que no
le permiten seguir su vida y lo hacen
volver “a lo de antes”. Así, la historia
22
Eran los años setenta, persistía la ne­
cedad crítica que dictaba la inexisten­
cia del género negro en un país donde
no hay justicia; pese a eso, en Latino­
américa y en España comenzaron a me­
nudear los escritores de género negro y
policial, desde Manuel Vázquez Mon­
talban, pasando por el argentino Ro­
dolfo Walsh, hasta Paco Ignacio Taibo II.
En Días de combate, su primera no­
vela, Taibo tuvo la audacia de incluir
la imagen de un detective independien­
te (no privado aunque de izquierda mi­
litante) que sufría las mismas miserias
de muchos de los habitantes de la Ciu­
dad de México. Héctor Belascoarán
Shayne persigue a un asesino serial
mientras comparte gastos con un plo­
mero y un tapicero para pagar la renta,
se da tiempo para visitar a su hermana
y concursar en un programa televisivo
sobre asesinos famosos.
La crítica no fue muy favorable
el sueño de la aldea
pero los lectores respondieron com­
prando sus libros. La clave de su
obra, retomada de El complot mongol,
es no tropicalizar los moldes foráneos,
lo cual resulta falso, sino hablar de la
realidad nacional y ficcionarla. Así,
Belascorán se pasea por el Eje Cen­
tral, tiene su despacho en un edifico
de Bucareli, desayuna en cafés de chi­
nos y se enfrenta a la delincuencia y
la corrupción como lo hace cualquier
capitalino. No es un experto en armas
ni un duro y torturado detective alco­
hólico, sino un tipo que le disgusta lo
que ve y hace lo posible por cambiarlo.
Taibo llamó a su estilo “neopolicia­
co”. El escritor fue más allá y fundó la
Asociación Internacional de Escrito­
res Policiacos (aiep), en 1986, junto al
mexicano Rafael Ramírez Heredia, los
cubanos Rodolfo Pérez Valero y Alber­
to Molina, el uruguayo Daniel Chava­
rría, el ruso Iulián Semiónov y el checo
Jiri Prochazka. La Asociación fue la
base para que en 1988 se creara la Se­
mana Negra de Gijón (en España), si­
tio de encuentro para los cultivadores
del género.
Gonzalo Martré fue condenado al
ostracismo por su pluma satírica lue­
go de que su obra mayor, Los símbolos
transparentes, sufriera las penurias de
la censura y la persecución, obligán­
dolo a publicar desde entonces en edi­
toriales marginales. Martré era un per­
sonaje extraño para los moldes que
reinaban en los años setenta: guionis­
ta de la popular historieta Fantomas,
le gustaba utilizar referencias de la
cultura pop y popular en sus obras.
En éstas caricaturizaba lo mismo a los
señores del poder nacional que a diri­
gentes mundiales. En una recordada
secuencia de Fantomas, se ve a Mar­
garet Thatcher, “la mujer mejor ves­
tida de Inglaterra”, saliendo en tubos
de su recámara cuando se enteró de
que Argentina le había declarado la
guerra al Reino Unido. Fantomas, un
ladrón con principios, actuaba en un
París que se parecía mucho al Distrito
Federal.
Carlos Gómez Carro, tal vez quien
más sabe sobre Martré, dice de su obra:
“Excelsa y obscena; reflexiva y epi­
dérmica; compleja y mordaz; de fre­
nética psicodelia, en ocasiones la obra
de Gonzalo Martré (1928), no obstante
ser una de las más significativas de la
literatura mexicana, es también una
de las menos difundidas. Es, en lo que
se refiere a su divulgación, lo que sue­
le denominarse la obra de un autor de
‘culto’, de un heterodoxo.”4
Carlos Gómez Carro, “Satírica martrea­
na”, en Revista Replicante, http://revistare­
plicante.com/satirica-martreana/
4
23
cantinas y norteños
oriundos de sus localidades pero sin que
la repercusión nacional les llegara. Sus
libros son ilocalizables, editados por
pequeñas editoriales (a excepción de
Luna, quien fue acogido por Edicio­
nes B pero con similares resultados),
leídos por una camarilla de investiga­
dores y lectores asiduos de la novela
negra. Amparán y Hernández Luna mo­
rirían relativamente jóvenes (52 y 47
años, respectivamente) y sin conocer
el éxito masivo. Munro y Trujillo siguen
batallando desde su patria chica, nin­
guneados por el centro.
Elmer Mendoza vendrá a ser una
especie de lazo de unión entre los au­
tores antes mencionados y las nuevas
generaciones que harían su aparición
pocos años después. Mendoza crearía
un estilo en el que el habla regional
(en especial el de esa Sicilia del norte
llamada Sinaloa), el beisbol, los corri­
dos, el humor, el trasiego de drogas, el
machismo y la situación fronteriza se­
rían de­terminantes para crear un mi­
crocosmos particular. Ramón Geróni­
mo Olvera, periodista chihuahuense,
señala en Sólo las cruces quedaron los
puntos de convergencia entre la sica­
resca colombiana y la obra de Mendoza:
el costumbrismo (o neocostumbrismo,
como señala Diana Palaversich)5 y el
Otro personaje importante fue Rafael
Ramírez Heredia. Dueño de una prosa
clara, contaba historias que se convir­
tieron a la larga en clásicos dentro del
género. El éxito de “El Rayo Macoy”
acabaría bautizándolo a él. El univer­so
herediano constaba de viejos hombres
trajeados que frecuentaban cantinas y se
enamoraban de mujeres torpes metidas
en problemas, hombres que enfrenta­
ban la corrupción y la criminalidad con
escuetos recursos que hacían eco del
cine noir mexicano de los cuarenta. Ra­
mírez Heredia, proveniente de una cas­ta
de sindicalistas y maestros, recorrería
el país dando talleres literarios que ha­
rían escuela. Heredia vería traducidos y
publicados sus libros a varios idiomas
en un éxito equiparable al de Taibo.
Francisco José Amparán, Guiller­
mo Munrou Palacios, Gabriel Trujillo
y Juan Hernández Luna son escritores
de la misma hornada, provenientes de
distintos puntos geográficos (Torreón,
Puerto Peñasco, Mexicali, Puebla), con
desarrollos narrativos diferentes pero,
desgraciadamente, suertes similares.
Los cuatro han ahondado en la histo­
ria de sus respectivos estados, al mis­
mo tiempo que han mostrado cómo el
5
centralismo ha opacado la historia na­
Diana Palaversich, Narcoliteratura (¿De
cional, creando historias con personajes qué más podríamos hablar?), Tierra Aden­
24
el sueño de la aldea
uso de historias provenientes de la
prensa.
Martré es señalado como el primer
es­critor que utilizó el narco como motor
narrativo en su novela satírica El cadá­
ver errante (1993 ). Sin embargo, en Sue­
ños de frontera, de 1990 , Paco Ignacio
Taibo ya hacía referencia a un capo muy
parecido a Caro Quintero, quien nego­
ciaba con drogas y era además tratan­
te de mujeres. Incluso el dramaturgo y
novelista Víctor Hugo Rascón Banda,
en su laureada (y poco conocida) no­
vela Contrabando, de 1991, ya tocaba
el tema. A decir de Diana Palaversich,
es, junto con Los trabajos del reino, de
Yuri Herrera, el mejor acercamiento
al tema.
Con la inclusión del narcotráfico
como tema principal, la industria edi­
torial vio el filón y lo explotó. ¿Pero
qué es la narcoliteratura? A mi enten­
der, un género para crear un nicho de
mercado donde caben lo mismo libros
de periodismo serio que oportunista,
es decir, libros hechos ex profeso para
tener acomodo rápido en la mesa de
novedades. La misma fórmula puede
aplicarse a las novelas. El tema del
narcotráfico es tan amplio que hacer
un género con él como tema es incluir
tro, 2012 http://www.conaculta.gob.mx/tie­
rra_adentro/?tag=diana-palaversich.
lo mismo a El padrino, de Puzo (¿o aca­
so no es el detonante la negación de
Don Vito a traficar con drogas?), que
el teledrama colombiano de Gustavo
Bolívar Moreno, Sin tetas no hay paraí­
so. Hablar de narconovela es tan ocio­
so como hacerlo de la sección de cine
de arte en un Blockbuster, en donde
25
casi cualquier película cabe en tal cla­
sificación.
Sin lugar a dudas la descomposición
del sistema político, que arrastra con­
sigo a la sociedad, ha creado un am­
biente propicio para que el género negro
vea una explosión creativa. Actualmen­
te se vive una bonanza en la cual uno
pude decidirse por diferentes autores
y formas de tratar el tema, como se apre­
cia en Negras intenciones, compilado
por Rodolfo J M.
Periodistas metidos a escritores de
ficción, como Omar Nieto y Alejandro
Almazán, han tocado la criminalidad
a manera de denuncia. Almazán, cur­
tido cronista y reportero de la fuente
policiaca (a últimas fecha es “junto con
pegado” de la política), ha creado dos
novelas que entran de lleno en el gé­
nero policial. Entre perros y El más
buscado son historias que ahondan en
el asunto de la criminalidad y tienen
como trasfondo el narcotráfico y la des­
trucción del tejido social en donde aquél
reina. Nieto, por su parte, agrega pun­
tos interesantes en Las mujeres matan
mejor (las intrigas en las campañas
políticas, el avance de los cárteles en
el sur del país y la inclusión del si­
cariato femenino), que antes ya había
tocado Almazán en su reportaje Chi­
cas Kalashnikov. A ambos autores les
gana el afán de denuncia, la vena de
26
reportero más que el de contar simple
y llanamente. Almazán tiene en su ha­
ber el excelente reportaje Gumaro de
Dios, el descenso a los infiernos de un
personaje que parece de ficción.
Este afán de denuncia se nota tam­
bién en el trabajo de Fritz Glockner,
principalmente en Cementerio de papel.
La novela destaca por algunas grandes
ideas, la inclusión de personajes rea­
les (Rosario Ibarra de Piedra y Miguel
Nazar Haro, antípodas) y por tocar un
tema que nunca había sido menciona­
do en la ficción más que de manera
tangencial. Sin embargo, la novela no
acaba de atar todos los cabos y termi­
na diluyéndose. Todo lo contrario a lo
que pasa con Veinte de cobre, historia en
la que cuenta de manera viva la perse­
cución, tortura y encierro de un grupo
de guerrilleros por parte del ejército y
la temida Dirección Federal de Segu­
ridad (dfs) en el marco de la llamada
Guerra sucia. Breve pero infaltable.
El género negro se ha nutrido, en
las últimas fechas, del cómic, de las
novelas de terror y de la cultura pop en
general. Bernardo Esquinca ha crea­
do, en su saga del periodista Casasola
(La octava plaga y Toda la sangre), un
díptico en que el centro de la Ciudad
de México adquiere un tono fantasmal
y oscuro. En sus novelas, para hacer­
los suyos, retoma lugares señeros de la
el sueño de la aldea
urbe: el edificio Canadá, abandonado
desde hace años; la catedral metropo­
litana, las cantinas del centro, entre
otros. Algo parecido sucede en Ase­
sinato en una lavandería china, de
Juan José Rodríguez, en donde unos
vampiros regentean prostíbulos como
venden droga. Por su parte, Bernardo
Fernández bef, en sus novelas Cuello
blanco y Hielo negro, mezcla en par­
tes iguales la lógica del cómic con un
realismo a veces apabullante. Si bien
los villanos de sus novelas provienen
directamente del cómic de superhéro­
res, su heroína, la detective Mijangos
y su comparsa El Jarcor, son comple­
tamente humanizados. La relación en­
tre ambos policías los hace altamente
entrañables.
Francisco Haghenbeck es un géne­
ro en sí mismo. De entrada, su perso­
naje principal nos haría desconfiar: el
detective Sunny Pascal es un beatnick
surfero, mitad mexicano-mitad gringo,
pero una vez avanzada su lectura este
extraño mundo, ambientado en los años
dorados del cine, adquiere carta de na­
turalización. Sus novelas están escritas
de forma muy estructurada e investiga­
da; son mecanismos cerrados de relojería
que no admiten fugas. La primavera del
mal es una respuesta clara, y la parte
faltante, al enorme Poder del perro de
Don Winslow.
Los minutos negros, de Martín Sola­
res, se erige como una novela que poco
a poco ha ido ganando lectores pero que
se volvió de culto entre los aficionados
del género. Solares logra conjuntar un
tema poco tratado en nuestro país: el
asesino serial. Pese a que la trama roza
temas como el norte y el narco, sabe
eludir esos escoyos para salir triun­
fante. Sus personajes no son los ca­
ricaturescos policías mal hablados y
botudos de novelas y películas falli­
das, sino seres reales. Además, toma
como punto de partida una leyenda
que se cuenta entre los habitantes de
Tampico y Ciudad Madero: algo muy
malo esconde la Coca-Cola.
Hilario Peña es heredero directo del
cine noir y la novela negra clásica nor­
teamericana. Peña ha creado un micro­
cosmos en donde las influencias de
Hammet, Chandler, Ed Cain y los viejos
western se diluyen en un norte violen­
to y desolador y donde el individua­
lismo ha sentado sus reales. La pro­
sa de Peña es concisa, sin artificios,
te­legráfica y destinada a contar, no a
de­nunciar o a hacer referencias. Peña
ha creado, en Mala suerte en Tijua­
na, un personaje inolvidable que sin
que­rerlo nos habla de la pobreza, la
inmigra­ción, la criminalidad y la falta
de posibilidades. Su novela, El infier­
no puede esperar, se entrelaza con la
27
tradición de la femme fatal del me­
jor cine de la época de oro nacional
y hollywoodense; la referencia a Ed
Cain es clara. Es en Chinola kid don­
de puede dar rienda suelta a su otra
pasión, el western, creando un híbrido
bastante divertido en el que dota a su
personaje principal de una moral cal­
vinista y hasta reaccionaria.
En Acapulco, el otrora puerto para­
disiaco, se dan cita dos escritores que
narran lo que sucede en medio del ca­
lor y los turistas. Paul Medrano e Iris
García Cuevas comparten el gusto por
28
el género negro. Medrano echa mano
de la tradición de personajes pintores­
cos que ofrece la literatura nacional y
su mezcla con la cultura popular (los
corridos, el cine, los albures) para rea­
lizar un entramado de cuentos que tie­ne
por nombre Flor de Capomo, a los que
sumaría dos historias de largo alien­
to, Deudas de fuego y Dos caminos, en
donde ahonda en dichos temas. Gar­
cía Cuevas, por su parte, abreva más
en el thriller. Su libro, 36 toneladas,
es una novela rompecabezas que tiene
como ambiente de fondo las tropicales
tierras de Guerrero en las cuales un nar­
co intentará recuperar lo que es suyo.
Al igual que Acapulco, Sonora se
vuelve punto de confluencia. Imanol
Caneyada ha escrito un par de nove­
las, Espectáculo para avestruces y Tar­
darás un rato en morir, en donde la
criminalidad se mezcla con una histo­
ria de profundidades psicológicas. En
la primera, un maestro universitario
posee una doble vida: en una aparen­
ta ser recto y en la otra da vuelo a sus
ímpetus criminales. En la segunda, el
género negro entronca con el thriller y
la novela política, pergeñando de esta
manera una de sus mejores historias,
al mismo tiempo que lleva más allá el
género negro nacional al dotarlo de
oscuridades nunca antes tratadas. La
enfermiza relación de dos personajes
el sueño de la aldea
que se detestan y se necesitan en un
frío y desolador Canadá la hacen in­
olvidable.
El díptico, Matar y Mujeres que ma­
tan, es una crónica ficcionada prove­
niente de experiencias carcelarias en
Sonora. En la primera, Carlos Sánchez
nos narra a manera de cuentos varias
historias en las que el fin último es el
asesinato. Descarnado, cruel pero hu­
mano a la vez, el volumen nos da cuen­
ta de las peores bajezas. Por su parte,
Sylvia Arvizu, encarcelada en un pe­
nal, nos cuenta el día a día desde una
cárcel de mujeres y muestra la desazón
y la desesperanza que se vive en el in­
terior.
En contrapunto, el dramaturgo Luis
Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, co­
nocido como legom, realiza una parodia
ácida y corrosiva del género en Chato
McKenzie. En tres historias consecu­
tivas Mckenzie hace gala de su torpe­
za, misoginia y estupidez para resolver
sendos casos en los cuales el humor
políticamente correcto de legom se
hace presente. Se burla tanto de los
minusválidos, de los ancianos, de las
mujerea adúlteras, los centroamerica­
nos, de los estudiantes de teatro como
de él mismo.
Un caso aparte es el escritor Gui­
llermo Rubio, quien no proviene de
la literatura ni del periodismo sino di­
rectamente de la policía. Rubio, exa­
gente judicial que creció en las agres­
tes tierras de Sinaloa y pasó a engrosar
las filas policiales del Distrito Fede­
ral, llega ya con años de experiencia
a su primer libro, instigado por Carlos
Payán. Guillermo Rubio cuenta en en­
trevista para quien esto escribe que, en
los tiempos en que fue escolta y cho­
fer, los tiempos muertos los pasaba le­
yendo. Ahí hizo un primer cuento de
donde saldría El Águila Real, perso­
naje retomado en la exitosa telenovela
Nada personal. Sin embargo, el debut
de Rubio como escritor sería con una pe­
queña edición marginal: Pasito tun tun.
La novela derrocha en partes iguales
humor, crueldad, violencia, y se revela
al expolicía como un gran observador
de los usos y costumbres de la política
y la criminalidad. El personaje prin­
cipal es El Yaqui, un sicario satanis­
ta que, pese a su crueldad, nos hace
encariñarnos con él. Irónico, canta la
canción tropical de los Billo’s Caracas
Boys antes de torturar a sus víctimas
mientras ejecuta unos pasos jugueto­
nes. Un avezado lector de la realidad
política encontrará personajes que tie­
nen su contraparte en el libro, pero si
no lo hace no importa, ya que la trama no
necesita de esos ecos para que siga su
curso.
El Sinaloa, su segundo libro, ven­
29
dría a completar el díptico de sicarios.
El personaje que da nombre al volu­
men es un expolicía-sicario reclutado
por un cártel para vengar una afrenta.
Rubio exhibe una trama inteligente
pero sencilla para narrarnos la guerra
desatada entre los viejos narcos rura­
les (a la usanza de Caro Quintero) ante
los narco neoliberales, es decir, inhu­
manos y voraces como son los Zetas.
Rubio cuenta de primera mano cómo
la criminalidad permea todos los es­
tratos de la sociedad, gobernados, go­
bernantes, y vuelve a la vez carnales a
los capos cuando los muestra en fies­
tas, apostando en carreras de cuarto
de milla o protegiéndose entre ellos
como una verdadera hermandad. Ru­
bio es amoral, no busca denunciar o
30
poner de manifiesto ningún tipo de
premisa. Rubio juega a contar y, pues­
to que conoce la criminalidad, lo hace
desde esa perspectiva.
Actualmente la narrativa de género
negro ha tenido un desarrollo consi­
derable en nuestro país. Se han diver­
sificado las voces y las temáticas, in­
cluso autores que no son considerados
dentro de él lo han cultivado: Enrique
Serna, Yuri Herrera, Fernanda Melchor,
Vicente Leñero, Fernando del Paso o
Jorge Ibargüengoitia, sólo por citar al­
gunos nombres. No es ya una camari­
lla de amigos que debe avanzar junta
para desafiar la animadversión del ca­
non literario, puesto que no lo hay en
el sentido monolítico. La baraja es
amplia y seguirá creciendo.
Cuatro poemas
Miguel Aguilar Carrillo
y al final… cernuda
Dejar los libros como están | Uno
junto a otro| Silenciosos
con el polvo como única compañía| Los libros
(es lo seguro) como los cuerpos
se relacionan con el polvo | Nada más
Dejar los libros como están | Seguros
en su rincón | Sin el aire de la ventana abierta
Sin las miradas
Los libros | como los cuerpos tienen secretos
que los mantienen en su rígida soledad
Los libros y los cuerpos son amigos
cuando el silencio es su capelo
Deja los libros como están | Seguros
en su inmovilidad | No los alteres
31
Los cuerpos (a veces, también los libros) requieren
movimiento y el movimiento es
resultado de una estrella que carece de cielo
de la hoja que carece de rama
de preguntas en busca de respuestas
cuando el cuerpo en su movimiento
se parte en dos
y se desangra
con un ruido semejante a adolescentes mutilados
porque el rechinido de los cuerpos (de los libros) es triste
cuando buscan la estrella
cuando buscan la hoja
cuando encuentran la respuesta
elegía por el humo
El humo de olorosos cigarrillos
en espirales se elevaba al cielo
Guillermo Aguirre y Fierro,
“El brindis del bohemio”
El humo de olorosos cigarrillos… | y me expulsan
de la sala | no fumar
La salud de los concurrentes | Temer al humo
No el del incendio y los bomberos apuestos
No el de la zafra| (Fidel en los sesenta)
No en el arranque del Gran Premio | El Tour
32
Exigencia contemporánea: no el humo
No el pensamiento que en la niebla
del cuarto sin ventanas la veracidad del silogismo
va tejiendo | El humo (de olorosos cigarrillos)
no sintoniza ya en devaneos | El silogismo
sin humo | desnudo | con la atmósfera beata
Tener el humo atragantado y el pensamiento
atragantado | El pensamiento seco
sin la alegría de navegar en espirales
La espiral sin cuerpo
porque el humo de olorosos cigarrillos
en el pulmón se atora | El humo
ya no explora
los vericuetos del pensamiento ahumado
Del pensamiento en su propia sabrosura
Del pensamiento que es de humo
instante y espiral ardiente | Importan más
los órganos quejosos de los quejosos comensales
pie de página
Al pie de la página hay una mancha | cerca y a la izquierda
del número que ajusta el contenido | Es
una mancha ocre que continúa
33
en varias más | (casi en todo el libro | recuerdo
una tarde frente a la computadora
y una pequeña fila de libros verticales)
Hay una mancha ocre | una península
tajada cuyos cabos y playas poco pueden
mirar a lo alto | (esa vez te vi cruzando la avenida
cuando Canetti era un libro por leer)
La mancha ha modificado la textura del papel
(arrugado y rasposo es el pie de la página
del libro de Canetti que entreleo) | Apareciste
en la pantalla de la computadora y quise
acariciar tu rostro | Dejé a Canetti vertical
junto a los demás libros | (me pediste
que ayudara a no sé qué
y dejé de acariciar tu rostro
en la añeja fotografía escaneada) |
Repito
dejé a Canetti en el olvido | (era una edición reciente
en papel barato) | Tomaba un café
mientras miraba tu rostro de otros tiempos
Me llamaste y después | (cuando quise volver
a Canetti) | había una mancha ocre al pie de página
34
ética: una consideración
¿cuál vuelo es importante?
Mi sangre aunque plebeya,
también tiñe de rojo
Felipe Plingo Alva, Canción popular
Las gaviotas son aves carroñeras
con licencia para emprender las buenas obras
Buscan desperdicios y limpian de ciertas asperezas
al mar y son ejemplo de costumbres buenas
Los buitres cumplen misma tarea
pero ese cuello, la cabeza sin plumas
y sus ojos (sobre todo la mirada) dan al voyeur
cierto resabio de maldad | Las gaviotas no
¿Dónde el aura, la dignidad? | Las gaviotas
vuelan y los buenos padres comentan
a los buenos hijos la altura de su vuelo | El plus
de su graznido evocador, un tanto sacro
Los zopilotes conservan su pecado | la cristiandad
predica el vuelo blanco de la gaviota
(es más | es de altura tener por sobrenombre
la actitud beatífica de las que vuelan sobre el mar)
Los zopilotes carecen de prestigio
y cuando uno de ellos (o muchos) ejercen su labor
son señalados por la piedra de la mujer adúltera
35
y la honda que derribó a Goliat
¿Qué es la belleza? | ¿Actitud o vuelo?
¿La calima o la brisa? | El zopilote es calvo
y sonrosado (esta pena en su constitución)
Las gaviotas blancas en general no han sido tocadas
por el perverso Adán
Puedo escribir un poema blanco y transparente
sobre el vuelo armónico de las gaviotas
mientras el zopilote me mira escribir estas palabras
y en sus ojos comprendo que me dice:
–No seas gandalla, también mi corazón tiñe de rojo
36
Atlas del frío en el cuerpo
Alejandro Badillo
El campo de futbol que colindaba con el fraccionamiento había permanecido
casi sin cambios a través de los años. Algunos vecinos recordaban los prime­
ros tiempos y la extensión de pradera que iba más allá de las porterías. Los
hijos de los primeros colonos descubrieron algunos senderos entre las hier­
bas y los utilizaron para andar en bicicleta. Sus siluetas se podían ver a lo
lejos, ganando velocidad hasta desaparecer por completo. En aquella época
había unas granjas que, conforme la ciudad fue creciendo, quedaron aban­
donadas. Antes de que en la zona se construyeran enjambres de diminutas
casas rojas, se podían ver los establos vacíos, con techos de color blanco,
derrotados en algunas partes por el óxido.
Cada año el invierno parecía extenderse más. Empezaba en octubre y
aún podía sentirse en algunas mañanas de abril, cuando los autos amanecían
con las ventanas empañadas. En esos meses el campo de futbol se quedaba
sin jugadores apenas declinaba el sol y sólo era habitado por las luces blan­
cas de un par de postes. A Josué le gustaba mirar las luces desde su ventana.
Le gustaba mirar al vigilante que revisaba el campo y cerraba con candado
la reja de la entrada. Josué dejó de observar. En la cocina el televisor es­
taba encendido. A esa hora pasaban las noticias. No les ponía demasiada
atención, sólo le gustaba escuchar el ruido mientras escribía, leía un libro
o cenaba una sopa de fideo. Glenda, su gata, dormía en un rincón, acurru­
cada sobre un suéter rojo de lana. Josué se preguntaba cómo podía dormir
tanto tiempo. La había encontrado en una esquina, cerca de la panadería
que acostumbraba visitar en las tardes al regresar del trabajo. En aquella
37
alejandro badillo
ocasión, después de pagar, enfiló a su casa.
La gata, de manchas blancas y ne­gras como
las vacas, se lo quedó mirando con sus ojos
grandes y amarillos y lo siguió todo el ca­
mino. No dudó un instante, como si supie­
ra de antemano la ruta, como si andar tras
él fuera una misteriosa necesidad, un acto
íntimo y premeditado. A Josué no le gus­
taban los gatos. Pensaba que estaban lle­
nos de enfermedades y que su penetrante
orina hacía imposible cualquier conviven­
cia cercana. Sin embargo, la gata decidió quedarse en el jardín y él, a pesar
de su reticencia, no hizo mucho por ahuyentarla. Pronto comprendió que le
daba tranquilidad verla en el jardín, bajo un árbol, arañando la corteza o tre­
pando con habilidad por sus ramas. Un día la encontró en la sala, junto a un
cojín blanco, profundamente dormida. Trató sin éxito de averiguar por dónde
se había metido. Siempre se aseguraba de cerrar las ventanas y no había ningún
pasadizo o hueco suficientemente amplio que permitiera el paso del animal. Jo­
sué fue al comedor, se sentó en una silla y se la quedó mirando en silencio.
Unos minutos más tarde volvió a salir y regresó a casa con comida para gato
y un arenero de color amarillo. La gata estaba curioseando sus libros con la
cola espesa y alzada. Lo volvió a mirar con sus ojos amarillos, sin parpadear,
con interés y confianza, como si estuviera segura de que nunca la echaría, que
desde ese momento tendría libertar para ir y venir, explorar el quicio de las ven­
tanas, la mesa del comedor y la jardinera llena de geranios. Entonces Josué dejó
un poco de comida en un tazón y comenzó a pensar en un nombre para ella.
Josué llevaba muchos años en el fraccionamiento. No siempre había
estado solo en esa casa de dos pisos y un pequeño jardín repleto de geranios
y protegido por una reja color verde. Hubo un tiempo en que vivía con Alan,
su hijo, y su esposa Mariana. Alan había muerto un par de años antes. En las
noches, después de apagar la televisión, pensaba en él, en su cuerpo aban­
donado en la calle después de ser embestido por un auto. La ausencia estaba
ahí, clavada en alguna parte de su cuerpo. A veces se preguntaba qué había
pasado con él, dónde estaría en ese momento. Todas las noches, al pasar
38
atlas del frío en el cuerpo
por la recámara de su hijo, sentía un vacío que parecía salir de las paredes,
de objetos que habían quedado como recuerdo y que no se había atrevido a
desechar: una pelota de futbol, un álbum de estampas, un carro de juguete.
Después de la muerte de Alan, casi sin darse cuenta, empezó a remodelar la
casa; cambió los muebles de la cocina, la alfombra de la sala y pintó algunas
paredes de color blanco. Sin embargo, la habitación de Alan apenas cambió.
En los días posteriores al accidente Mariana había permanecido extrañamen­te
ecuánime. Después de las lágrimas en el funeral se había refugiado en un si­
lencio obsesivo, interrumpido por monosílabos que se repetían hasta volver­
se un siseo que apenas se diferenciaba del silbido de la cafetera, la estática
del radio cuando perdía la señal o el murmullo de un auto en la calle. No
hubo ninguna reclamación por la muerte de Alan, sólo una tácita aceptación
que se fortalecía al evitar el tema y con el paso del tiempo. Pronto la muerte
de Alan dejó de mencionarse y el silencio incluyó a familiares y amistades
cercanas. Josué sintió que debía de recuperar la normalidad, así que pidió
más horas en la universidad y aceptó dar conferencias en ciudades lejanas.
Cuando regresaba la casa le parecía más silenciosa como si ésta, en secreto,
aprovechando su ausencia, se despojara de pequeños ruidos, sonidos habi­
tuales que, hasta ese momento, cobraban importancia.
Josué miró a Glenda dormida sobre su suéter rojo. Sus orejas triangula­
res apenas sobresalían en el horizonte del sillón. Le gustaba el nombre por
el cuento de Cortázar en el que un grupo de fanáticos de Glenda –una estre­
lla de cine– modificaba en secreto sus películas hasta volverlas, para ellos,
perfectas. Le parecía una buena idea ir a la cinta de tu vida, a tu pasado, y
cambiar cosas que no te gusten. A veces fantaseaba con enmendar una mala
decisión, evitar una frase en apariencia insulsa que, secretamente, había
hecho una fisura, una pequeña grieta que con los años se haría más grande.
Apenas comenzaba el invierno. En el noticiario había imágenes de ciudades
asediadas por el aire helado y nieve cubriendo las zonas altas. Glenda abrió
los ojos, bostezó y se estiró hasta despertarse por completo. Se lamió las pa­
tas. Josué se asomó por la ventana de la cocina: el frío cubría todo. No había
viento y los arbustos en algunas banquetas parecían detenidos en el tiempo.
Recordó que estaba por acabarse la comida de la gata. Miró el reloj, se puso
una gabardina gruesa, unos guantes, tomó las llaves y salió de casa.
39
alejandro badillo
Manejó por calles casi desiertas. El frío traspasaba la tela de los guan­
tes y le entumía los dedos. Recordó que a Mariana no le gustaba el clima
de la ciudad. Siempre buscaba algún pretexto para mudarse. Decía que el
frío la enfermaba aunque desde hacía mucho no tenía gripe o algún síntoma
atribuible a la temperatura. Después de la muerte de Alan la búsqueda se
intensificó: consultaba inmobiliarias, avisos en periódicos o recomendacio­
nes de conocidos. Él seguía la rutina con indiferencia: estaba cómodo, quizá
porque la ciudad gris, homogénea, con pocos eventos relevantes, le ofrecía
el pretexto perfecto para quedarse en casa, prender el calentador eléctrico
y ponerse a leer o escribir la reseña de alguna película o libro que después
publicaba en el periódico local. Una noche, antes de la cena de Navidad,
Mariana le dijo que le habían ofrecido trabajo en otro estado. Él la miró
en el quicio de la puerta. Las luces de la habitación estaban apagadas. Los
adornos navideños de los vecinos dejaban rastros de color entre las sábanas.
Ella se quedó callada, sin decidirse a entrar, como si avanzar más la compro­
metiera a otras palabras y él supo que debía retener ese momento, la imagen
de ella con el camisón azul y los pies descalzos e indecisos. Ella al fin se
acercó y se metió entre las sábanas y entonces sólo quedó el olor, el perfume
de lavanda que usaba, una esencia primordial que, de alguna forma, le de­
volvía a una Mariana más joven, cuando la había conocido en la universidad
y las cosas habían sucedido demasiado fáciles, sin complicaciones, como un
juego resuelto de antemano. Mariana se durmió casi enseguida, como si su
única preocupación hubiera sido desahogarse, planear un futuro que no lo
incluía. Josué se quedó mirando el techo pensando en que esa ruptura, esa
otra desviación en la ruta de sus días, había ocurrido con la misma facilidad
con la que había transcurrido, hasta ese momento, su vida.
Josué llegó a la veterinaria y compró una bolsa de comida. La tienda
estaba a punto de cerrar. El frío había despoblado las calles y apenas se
veían autos recorriendo la avenida. Lo único vivo en la zona eran los anun­
cios neón de las tiendas. Josué manejó de regreso a casa. Le gustaban esas
salidas sin planear: a veces iba por una cerveza, comprar un par de zapatos.
Esas decisiones le recordaban sus tiempos de estudiante, cuando se ausentaba
de alguna clase para ir por un café y leer un buen libro. Después de cruzar
la entrada del fraccionamiento el auto comenzó a perder potencia, expulsó por
40
atlas del frío en el cuerpo
el escape una espesa nube de humo que se elevó lentamente y, después de un
par de vibraciones, dejó de caminar. Intentó encender el motor pero no hubo
ninguna reacción. Se bajó contrariado y, tiritando, levantó el cofre: no había
ningún desperfecto a la vista. De todas formas, él no conocía de autos. Cuan­
do había algún problema prefería pagar al mecánico antes de intentar algo
por su cuenta que, seguramente, terminaría en desastre. Miró alrededor: las
luces de los vecinos ya estaban prendidas. Varias calles lo separaban del
portón de su casa. Buscó el teléfono en su gabardina para pedir una grúa
pero no lo encontró. Era algo que le empezaba a suceder: olvidaba el teléfo­
no en la recámara, las llaves sobre la mesa de centro; también no pagaba el
gas o la luz en las fechas adecuadas. Suponía que era por los cambios en la
rutina; antes Mariana estaba ahí para auxiliarlo, hacer llamadas, recuperar
cosas perdidas, ahora sólo era él y aún no se acostumbraba a esa nueva con­
dición. Suspiró. Su respiración formaba un vaho que ascendía por su rostro
y se perdía en la oscuridad. Iba a cerrar el auto para ir caminando a casa
cuando escuchó:
–¿Necesita ayuda?
Josué miró en dirección a la voz. Una mujer le hablaba desde una ventana.
–Sólo necesito un teléfono, gracias –dijo Josué.
–Pase, haga la llamada acá. Hace frío.
Josué apenas alcanzó a agradecer. Se acercó a la casa de un solo piso,
con un par de ventanas redondas, protegidas por herrería, y un jardín divi­
dido por un camino hecho de piedras blancas. Había pasado muchas veces
frente a esa casa y, a pesar del pasto cuidadosamente cortado, del buzón li­
bre de óxido y las cortinas que se adivinaban impecables, siempre le daba
una sensación de abandono, de ausencia, como si entre esas paredes viviera
un fantasma. Entonces la puerta se abrió con un ligero rechinido y entró.
La mujer que le había abierto aparentaba unos treinta años. Le pareció
demasiado delgada, casi frágil. Las clavículas sobresalían y los pómulos le
daban un perfil afilado al rostro. Vestía un suéter negro y un pantalón de pana
color beige. El frío había disminuido aunque no lo suficiente para despojarse
de la gabardina. La mujer le sonrió y le indicó un teléfono sobre una mesa
alta de madera oscura. “No tardaré, es una llamada local”, dijo Josué para
corresponder a la sonrisa, para llenar el silencio que siempre le incomodaba
41
alejandro badillo
cuando estaba con un desconocido. Marcó el número de la grúa y miró la
sala, el inicio del comedor y una parte de la cocina. Parecía que nadie vivía
ahí pero, al contrario de sus suposiciones, no por abandono sino por la pul­
critud de los muebles y rincones.
Esa noche, acostado en la cama, mientras la televisión llenaba de voces
el cuarto, recordó la despedida de la mujer. Se llamaba María. “María… Ma­
riana”, murmuró sin saber a qué adjudicar la coincidencia. Pasó de canal
en canal sin interés. Glenda dormía cerca de él. Cuando apagó la luz sintió
la necesidad de reconstruir el interior de aquella casa, de aquellos muebles
apenas tocados, como si María no dejara huellas o como si éstas se evapo­
raran al instante de ser creadas. Después fue inevitable recordar la plática:
ella le dijo que era maestra de primaria aunque en ese momento no daba
clases. La grúa tardó un poco en llegar y ella, sin preguntarle nada, fue a la
cocina por un par de tazas de café. Rodeó la suya con ambas manos, buscan­
do contagiarlas con el calor humeante del líquido. Él le contó, sin abundar
demasiado, de sus seminarios y materias que impartía en la universidad.
Después comentaron la inminencia de las fiestas navideñas y generalidades
del fraccionamiento. Se dio cuenta de que ella, después de hilar varias frases
largas, parecía desgastarse un poco y tenía que hacer una pausa. Entonces
sonó el claxon de la grúa, Josué apresuró el último trago de café y le dio las
gracias. Antes de salir miró, sobre una repisa, una fila de frascos rojos y
blancos. Una fina llovizna enturbiaba las luces de los postes. El operador de la
grúa aseguró el cable a la defensa del auto. Josué subió al asiento del copilo­
to y, mientras se despedía de ella, tuvo la sensación de que esa naturalidad,
el tono espontáneo que utilizó para hablarle desde la ventana, habían sido
ensayados segundos antes. Quizás, incluso, había dudado en hablarle. ¿Qué
la habría convencido al final?
Al siguiente día le habló a otra grúa y llevó el auto a la agencia. Le di­
jeron que había que cambiar una pieza del motor. No era una contrariedad,
le gustaba caminar y también sería una oportunidad para sacar la bicicleta.
Tomó un autobús del servicio público y viajó a la universidad para no perder
su única clase del día. Más tarde, después de comer, regresó a su casa. Al
pa­sar por la calle de María se preguntó si, en ese momento, ella estaría tras
las ventanas, espiándolo tras las cortinas. Recordó su respiración entrecor­
42
atlas del frío en el cuerpo
tada antes de dar el primer sorbo
al café y supuso que, tal vez, ten­
dría asma o alguna alergia. Sin
embargo había algo más que una
simple enfermedad, era la mane­
ra en que sus manos buscaban el
calor de la taza, como si en ella
encontrara un refugio ante el frío
que la obligaba, de alguna forma,
a revelarse, a decir más palabras
de las necesarias. Y quizá cada
objeto, cada maceta, cada figura
de porcelana, tenía el mismo po­
der y por eso el conjunto refleja­
ba ese aire impecable, de cosas
recién compradas, como si esa casa
detuviera el tiempo renovando ca­
da instante a sus pobladores.
Transcurrió un par de días
y recuperó el auto. Los exámenes
finales estaban cerca y las clases
se alargaron resolviendo dudas y
recomendando bibliografía. En po­
co tiempo sería Navidad y no estaba convencido de ir a la acostumbrada cena
con sus padres. En realidad estaba gestando una idea: quedarse con Glenda,
comprar una botella de vino y mirar los preparativos de la gente de su ca­
lle. Brindaría acompañado por su gata y pensaría en el rumbo del siguiente
año: más clases, tal vez un empleo nuevo. Sonrió ante las posibilidades que
se abrían, las cosas no planeadas que podrían aparecer en el futuro. Miró
una vez más el campo de futbol abandonado, cerró las cortinas y fue a su
recámara. Era curioso pero, después del encuentro con María, la casa le
parecía más grande. Haciendo memoria, esa plática con ella había sido la
única, después de un par de semanas, cuyo objetivo no había sido laboral o
académico. Sus pasos resonaban con más fuerza en el pasillo y quizá por eso
43
alejandro badillo
adquirió la costumbre de prender el televisor por más tiempo aunque no es­
tuviera interesado en algún programa en particular. Josué pensó en Alan, se
preguntó si él y Glenda, de haberse conocido antes, habrían podido ser bue­
nos amigos. Esa pregunta, importante e inútil al mismo tiempo, lo acercaba
al recuerdo de su hijo. Sin embargo había algo en esa frágil memoria que lo
alarmaba: la posibilidad de perder su voz. Iba a un álbum de fotografías que
Mariana no se había llevado y recorría lentamente las imágenes. En pocas
estaban los tres juntos como si, desde aquel entonces, previeran un camino
que no seguirían juntos y así evitaran cualquier recuerdo doloroso. Josué se
esforzaba en recordar la voz de Alan y maldijo su displicencia, no comprar
una cámara de video para tener un saludo, una risa, una pregunta que, en
aquel instante, habría pasado desapercibida, pero que ahora sería algo para
aferrarse. Alan se diluía con los meses, como una pintura que se erosiona
con la lluvia, y a menudo se detenía en medio de una clase o mientras espe­
raba el cambio de una compra porque esa certeza se hacía más honda. Por
eso quizás eran tan importantes el campo de futbol y el frío. Ambos espacios
le permitían internarse en la memoria, moldearla, extenderla a un punto del
futuro. Una vez, mirando al vigilante mientras cerraba la puerta del campo
de futbol, imaginó que Alan había crecido y trabajaba en una oficina en el
centro de la ciudad. Lo imaginó más alto que él, vestido de traje y con una
barba negra y tupida. Otra vez pensó que Mariana tendría remordimientos por
haberlo dejado. Incluso se convenció de que lo llamaría en cualquier mo­
mento. Pero pasaron los días y el teléfono no sonó. Ni siquiera se habían di­
vorciado. Ella le dijo que regresaría para dejar todo en orden. Pero a Mariana
le gustaba dejar las cosas en suspenso, inacabadas. En eso era extrañamente
parecida a él. La llamada prometida era, en realidad, una forma de reafirmar
una pausa, un espacio que se iría llenando de pretextos, oportunidades per­
didas y, por último, de recuerdos.
La ciudad seguía con su leve bullicio. Había días, sobre todo los fines
de semana, en que apenas circulaban autos sobre las calles. Algunas bol­
sas de basura flotaban en las banquetas y los carritos de los supermercados
eran manadas solitarias y brillantes. Quizá la gente prefería quedarse en casa
pa­ra no tener que soportar las bajas temperaturas. Josué los imaginaba como
seres de las cavernas, esperando la estación cálida para salir de su aisla­
44
atlas del frío en el cuerpo
miento. Pensó en María y quiso creer que no tenía nada en común con ellos
y que eso la había convencido de hablarle aquella tarde desde la ventana.
Un día amaneció lloviendo: una rara lluvia de invierno. Una densa nie­
bla había ocupado la ciudad. Los autos circulaban con las luces altas. Apenas
se distinguía el perfil de las casas y la orilla de las aceras. Josué se puso un
suéter de lana y una chamarra para ir a clases. Al terminar su jornada pasó a
recoger un pantalón a la tintorería. Iba a regresar al auto cuando descubrió,
a pocos metros, un café recién inaugurado. Le pareció una osadía emprender
un negocio en esa época y se acercó a curiosear los estantes que ofrecían
pan, galletas, mermeladas y harina para hacer pasteles. Cuando estaba por
irse, descubrió a María en una de las mesas. Vestía un suéter gris, una fal­
da larga color verde y unas botas altas. La ciudad era lo suficientemente
pequeña para que cada cierto lapso de tiempo se encontrara con vecinos o
compañeros de la universidad. Generalmente aquellos encuentros duraban
pocos minutos y no iban más allá de las acostumbradas frases de cortesía
que evidenciaban, en el fondo, desinterés. Se acercó y la llamó por su nom­
bre. Ella aguzó la vista, como si no lo reconociera del todo, pero enseguida
le sonrió y lo invitó a sentarse. Le contó que el lugar era propiedad de una
amiga de su familia que comercializaba productos orgánicos que, a la postre,
eran bastante escasos en la región. Josué pidió un pan de dulce y un café con
le­che. Estuvieron unos instantes en silencio, mirándose. Hacía unos años,
cuando recién se había casado con Mariana, ese encuentro podría haber
tenido cierta apariencia romántica, una complicidad lista a confundirse con
una infidelidad en ciernes. Ahora, esa mesa compartida, en aquel lugar re­
cién inaugurado, carecía de cualquier complicación y se unía a otras mesas
ocupadas, casi anónimas, en la ciudad. María pidió más café y repitió el acto
de rodear la taza con ambas manos. Ella parecía cómoda en ese mutismo, un
anzuelo para que Josué hablara. Y él, aprovechando la situación, le dijo que
su padre alguna vez había intentado poner un negocio parecido pero no pros­
peró ya que no era un buen comerciante: no tenía orden en sus cuentas y las
deudas se acumularon hasta hacer insostenible el proyecto. Quizás él había
heredado su inteligencia poco metódica, siempre dispuesta a improvisar, a
cambiar de rumbo. Le dijo que su padre había trabajado muchos años como
ingeniero especialista en aeropuertos. De aquel tiempo recordaba sus corba­
45
alejandro badillo
tas anchas y las camisas con cuellos largos y puntiagudos. También el vapor
de la leche en la mañana, las diminutas llamas azules en los quemadores de
la cocina y el frío que sentía en el cuerpo cuando lo despedía, todos los días,
en la puerta. En esas despedidas miraba los árboles en la acera de enfrente y
sabía que el frío estaba ahí, metiéndose entre las ropas de la gente que cami­
naba rumbo al trabajo y supo que algún día se uniría a ellos en esa procesión
casi interminable que seguía todas las mañanas. Quizá por eso su reticencia
a cambiar de ciudad pues sentía que cualquier alejamiento, sin importar la
razón, sería un abandono, el rechazo a una identidad que lo mantenía a flote,
protegido de eventos no predecibles, amenazantes y extraños. Al terminar sus
reflexiones se dio cuenta de que había hablado demasiado. Se disculpó con
María. Ella respondió que no importaba, le gustaba escuchar. Él le preguntó
por su familia pero ella no abundó demasiado, sólo dijo que sus padres y su
hermano mayor vivían en Canadá; cada mes le mandaban dinero para man­
tener los gastos de la casa. Josué se sintió un poco defraudado por el breve
comentario, sin embargo le gustó saber esos detalles que, probablemente,
se extenderían en un futuro. Le echó un poco de azúcar a su café con leche
y le contó de Mariana y de Alan. Le dijo que sólo había llorado una vez por
su hijo, unos días después del accidente, cuando vio su número de teléfono
en la pantalla de su celular y supo que ya no podría hablarle para rectificar
a qué hora salía de la escuela, si había que comprar algo o si tenía partido
de futbol en la tarde. Entonces comprendió que no volvería a llorar por él,
pero no por desapego sino porque Alan iba a pasar lentamente al ámbito del
pensamiento, un territorio amplio, volátil, en el que naufragaría poco a poco,
un lugar en el que Josué se internaría todas las madrugadas para tratar, en
vano, de recuperarlo. Y así había sido hasta el momento.
Acabaron el café y el pan. Ella pagó la cuenta a pesar de las protestas
de Josué. Él, como compensación, se ofreció a llevarla. Subieron al auto y
emprendieron el regreso al fraccionamiento.
–No debería estar aquí –dijo ella mientras Josué trataba de sintonizar el
radio del auto. Había un poco de interferencia. Quiso replicarle con alguna
frase hecha, algo que la hiciera sentir bien o soltar una idea que llevara aquel
momento a otro rumbo, pero no pudo. Enfilaron por una avenida amplia. Se
detuvieron en una intersección en la que unos trabajadores reparaban un
46
atlas del frío en el cuerpo
semáforo averiado. Volvieron a avanzar: el paisaje parecía repetirse con su
serie de tiendas iguales, anuncios parecidos, puentes del mismo color ama­
rillo. Mientras María miraba con atención el exterior –como si ese trayecto le
fuera desconocido–, pensó en la extraña familiaridad que habían alimentado
gracias al azar, a una extraña inercia por seguir una conversación, como
quien sigue una pista en la oscuridad. Josué le dijo:
–A veces tiendo a clasificar a las personas en grupos. Están los amigos
y las personas que no conozco. Apenas descubrí que hay un grupo interme­
dio: los desconocidos-a-medias. Son personas que he saludado una o dos ve­
ces y que después los dejo de ver. Más tarde me los encuentro y no sé cómo
tratarlos. Es un asunto que me pone en crisis.
–¿Yo pertenezco a ellos? –preguntó María con curiosidad.
–Tengo que averiguarlo –contestó con una leve sonrisa.
El sol estaba oculto tras una persistente superficie de nubes. El frío se
hizo aún más presente y María parecía hacerse más pequeña en el asiento.
Pasaron por la escuela en la que Josué había estudiado la primaria. Después,
por un nuevo centro comercial. Los autos transitaban lentamente, como ani­
males adormecidos.
–Mariana siempre se quiso mudar. No le gustaba la ciudad –le dijo sin
saber si era una confesión, una intimidad apresurada, de mal gusto.
–Tengo cáncer –le dijo ella sin mirarlo, concentrada en un punto indefi­
nible de la avenida. Un camión pasó a un lado y su ruido llenó esos instantes.
No hubo incomodidad en la revelación. Después del ruido el radio ya no tuvo
interferencia y se escuchó el final de una canción; un locutor anunció las
rebajas de una nueva tienda de ropa. Josué se sintió extrañamente tranquilo,
como si hubiera esperado esas palabras desde hacía mucho tiempo. Le pa­
reció una locura, pero la confesión de María le restituía, de alguna forma, la
despedida que no había podido tener con Alan y las confesiones no hechas a
Mariana. Era cierto: algo le devolvía y le quitaba al mismo tiempo. El precio
a pagar era que ya no podría mirarla sin pensar en la enfermedad que la iba
erosionando desde adentro, volviéndola más frágil, impredecible. No se atre­
vió a mirarla a los ojos en el resto del trayecto. Pero no había tensión o ver­
güenza. Acaso, por un momento, volvió a su mente la misma indecisión que
sintió cuando abrió la puerta de su casa para llamar a la grúa. Las palabras
47
alejandro badillo
de María tenían siempre el mismo
peso, como si las hubiera pensado
desde mucho antes y por esa razón
la confesión sobre su enfermedad era
extrañamente igual a la solicitud de
un café en algún restaurante, un co­
mentario cotidiano sobre el frío o la
queja reiterada sobre el viento que,
en las noches, arrastraba hojas hasta
la entrada de las casas.
–¿Quieres pasar la Navidad en
mi casa? –le preguntó Josué.
Ella dejó de indagar el exterior
y lo miró directamente a los ojos:
–Sería buena idea.
Pasaron los días. Josué miraba el ca­
lendario cada vez que iba por algo a la
cocina. Se preguntaba constantemen­
te cómo se había atrevido a hacerle
la invitación. Los últimos aconteci­
mientos tenían un aire de irrealidad, como si hubieran sido parte de un sue­
ño. No se tomó la molestia de investigarla en internet: seguramente había
varios millones de Marías. Las clases acabaron, entregó los últimos exáme­
nes y firmó actas. A veces leía o miraba la televisión y, al mismo tiempo,
pensaba en ella. Seguramente había llegado al fracciona­miento hacía un par
de años. Trató de recordar la construcción de la casa de ventanas redondas
y techo a dos aguas. En aquellos tiempos no se había interesado en registrar
los cambios en el fraccionamiento pues era frecuente la llegada de nuevos
colonos que empezaban de inmediato a construir. Cuando iba a comprar pan
o la comida de Glenda se hundía en sus pensamientos y apenas reparaba en
los cambios en las calles. Ahora, sin clases, con mucho tiempo libre, tenía
tiempo de salir e investigar los cambios en las cercanías de su casa pero pre­
fería estar en su sala, acompañado por Glenda, mirando en las noches el
48
atlas del frío en el cuerpo
campo de futbol mientras la tele empezaba con su perorata. Su creciente
retraimiento había hecho que algunos amigos le recomendaran ir con un
psicólogo: no querer salir era un claro síntoma de depresión. Él se burlaba
de aquellas opiniones y les decía que, últimamente, no se identificaba con
nada de lo que le decían sobre él, como si estuviera desapareciendo o como
si se estuviera convirtiendo en un fantasma.
Una semana antes de Navidad Josué habló a casa de sus padres para
avisarles que no iría a cenar con ellos. Cuando le preguntaron la razón, adujo
un nuevo amigo que se había quedado solo en la ciudad y que necesitaba
compañía. Colgó el teléfono con la certeza de que no había mentido del todo.
El frío aumentaba cada vez más. Fue a la ventana y miró la calle: tres autos
estaban estacionados; un perro amarillo ladraba en una azotea. Algunos ve­
cinos habían aprovechado para salir de la ciudad e ir a alguna playa, lejos
del gris del cielo y de las bajas temperaturas. Siempre había intentado soñar
con Alan. En los días posteriores a su muerte pensó que tendría alguna señal
de él, sin embargo no hubo nada, ni una imagen, un sonido, una voz. Con el
paso de los años su cuerpo en el asfalto caliente sería algo físico, una escena
que sería sustituida por recuerdos más antiguos que le devolverían algo más
real, más rescatable y presente.
El 24 de diciembre fue a comprar una botella de vino y pasta para hacer
un espagueti. Le pareció, o quiso pensar, que esa cena de Navidad sería un
nuevo punto de inicio, un cambio de rumbo que lo llevaría a otro lado. Sin
embargo, no estaba seguro de querer cambios. Se sentía ansioso y, por mo­
mentos, tranquilo. Tal vez los días seguirían casi iguales y eso estaba bien:
se jubilaría en la universidad y estaría con Glenda. Tal vez rescataría a otro
gato para que le hiciera compañía.
Después de cocinar la pasta estuvo mirando la televisión. Eran las ocho
de la noche. Llegaban a su celular mensajes saludándolo y deseándole felices
fiestas. Se arrepintió de no haberle pedido a María su número aunque segura­
mente no se habría atrevido a marcarle. Se sintió en sus tiempos de estudian­
te, cuando le gustaba pasar desapercibido por los pasillos de la escuela y
veía a sus compañeros como seres ininteligibles, casi inalcanzables.
María llegó a las 9 de la noche con un abrigo rojo y cargando una bolsa
de papel. Después del saludo inicial cruzó el pasillo y se encontró con la gata.
49
alejandro badillo
–Glenda, ella es María; María ella es Glenda –las presentó Josué.
La gata se acercó con curiosidad pero conservando con celo la distan­
cia. Después fue a echarse sobre una silla.
Prendió las luces del comedor y puso sobre la mesa el espagueti des­
pués de calentarlo en el horno. Ambos se sentaron. Glenda miraba la escena
desde la altura de un librero, ajena y cómplice al mismo tiempo. Sus ojos
amarillos destacaban en la penumbra.
–No debo beber, pero traje vino –dijo ella y sacó de la bolsa de papel
un tinto de Argentina.
–Puedes brindar con agua –dijo Josué.
Empezaron a comer en silencio.
–No voy a volver a la quimioterapia. Ya no más.
–¿Cuánto tiempo estuviste en el tratamiento?
–Tres meses.
–¿Y tu familia?
–Mi familia no sabe nada.
Josué se levantó y puso música en el estéreo.
Mientras cenaban y Josué servía agua en la copa de María, no pudo de­
jar de pensar en la muerte. ¿Cómo sería? Siempre había creído que, cuando
muriera alguien cercano a él, no podría sobreponerse. Sin embargo, después
de la muerte de Alan siguió una temporada de sosiego que diluyó lentamen­
te la impotencia. María parecía compartir esa cualidad mientras miraba su
copa transparente. Era algo más que simple resignación. Era un conocimien­
to pro­fundo del paso de los días, una nueva conciencia de cada respiración,
cada pestañeo. Cada acto, por mínimo que fuera, tenía ese peso y eso hacía
que cuando se quedaba callada –como en ese instante en que miraba las
cortinas de la cocina– estuviera en otra parte, muy lejos de ahí. ¿Cerca del
final las decisiones serían más fáciles o más difíciles?
“Feliz Navidad”, dijeron. Chocaron las copas y el movimiento empujó
el vino y el agua a las paredes del cristal dejando una película fina y volátil.
Se escuchaba alboroto en las casas vecinas. Seguramente intercambiaban
regalos, quizás habían dejado de cenar y estaban en la sala comentando
anécdotas familiares. Josué no tenía nada para María. No se le había ocurri­
do comprar un regalo y era demasiado tarde para remediarlo. Supuso que era
50
atlas del frío en el cuerpo
demasiado tarde para muchas cosas. Sólo quedaba esperar el fin de la noche,
contar los minutos y beber más vino.
El espagueti se acabó. María sugirió caminar por el campo de futbol.
Josué asintió. Se pusieron sus abrigos y los guantes. Glenda pasó entre las
piernas de María y enfiló a la recámara desentendiéndose del plan recién
acordado. El cáncer no volvió a aparecer en las escasas palabras que inter­
cambiaron mientras se acercaban al campo de futbol. En esos minutos ha­
bían consolidado un acuerdo silencioso. Era como si él se hubiera extendido
con los detalles de la muerte de su hijo o recreado con minucia la abrupta
despedida de Mariana. Quizás ambos entendían que había que conservar
una parte del dolor, un pedazo íntimo para rescatarlo en las noches de in­
somnio y, quizá, transformarlo en otra cosa. Eso no lo podrían compartir. Ya
estaba cerrado el campo de futbol pero Josué le dijo que había otra entrada,
junto a unos arbustos y una pared a medio construir. El pasto resplandecía
por las luces de los postes que lo hacían parecer una superficie congelada.
Se sentaron en una banca de metal. Él le contó que había recorrido esos
senderos en bicicleta, que, en algún lugar, entre aquellos conjuntos de casas
rojas, casi infinitas, ahora iluminadas a plenitud, estaban los establos y un
área despoblada. Le contó de la vez que él y sus amigos intentaron podar el
césped sin mucho éxito; de un par de asadores que compraron gracias a una
cooperación entre vecinos y que apenas se usaron. Ya no había nada de eso.
Todo se había esfumado y apenas quedaban algunas fotografías maltratadas
para darse una idea. Entonces ella se detuvo y le dijo:
–¿Sabes? Te estuve espiando tras las cortinas aquella ocasión en que
se te descompuso el auto.
Josué sonrió y alargó la mano hasta su mejilla.
Las dos siluetas siguieron un rato en la banca, iluminadas por las boca­
nadas blancas de los postes. Después, mientras seguía el barullo en las casas
y la celebración llegaba a su fin, regresaron por la calle vacía.
51
Constantinopla*
Karen Villeda
Fotografías de Svetlana Eremina
el mármara
Cuerpos en sudarios de algodón. Cuerpos de distintas com­
plexiones cubiertos hasta el cielo. Tumbas en piedras blan­
cas de variada altura. Un demonio de la muerte se interroga
el porqué estas tumbas tienen la virtud de la versatilidad
de los cuerpos. Los piadosos piensan en el lugar eterno y
solamente viven hasta que viven verdaderamente con su
muerte. “Luz, te vemos allá”, dirán los piadosos. Las Gen­
tes del Libro también pueden alcanzar ese último hogar.
“Le faltaba un soplo de Alá para alcanzar la gloria”, dirán.
Si a uno de ellos le dicen que no llegará al jardín que crece
entre las nubes, entonces su alma será custodiada desde la
sepultura porque otros serán los que pediran perdón por él.
Las raíces no le impedirán el ascenso. ¿Qué es morir, morir
verdadero? Así se van llenando de fe las tumbas vacías.
También unos gatos atigrados pueden vivir de esta hierba y
de estas piedras blancas. No les faltará leche y crecerán en
* Fragmentos.
52
el colmo de la vida, maullando hasta entrado el amanecer.
“Todos los enfermos necesitan del silencio”, dirán ustedes.
Aquí, los muertos necesitan alegría.
“Cuentan que un humilde hombre se acercó a los varones
del Emperador para venderles su defensa. Lo rechazaron
por tener rostro curtido y manos de pobre. Este hombre venía
de la China y se fue con los que se estaban comiendo a sus
propios camellos cerca de la muralla. Ellos le ofrecieron
carne de la joroba. Este hombre habló con el que traía un
fez rojo y apenas le quedaban muelas. Este hombre le ven­
dió las rodillas ensangrentadas del Emperador y la rendición
53
de los que ni siquiera lo miraron. Las bolas de acero que
inventó fueron lanzadas hasta espantar al ojo cristiano, cer­
cenando a todos los monjes. Las murallas caían y, entonces,
hasta el Emperador se puso a rezar. El agua me está subiendo
a las rodillas. Nos está llegando hasta el cuello. Conocemos, en­
tonces, la profundidad de los fosos. Permite que nos vayamos
de este mundo castigador, ya no me importan las piedras.
Permite que nos vayamos, yo iré haciendo surcos sobre las
piedras para que pase el agua, para que pasen los vencedores
y para que dejemos esta vida. De Constantinopla no quedó
más que la furia y un angosto camino surcado por un carro­
mato.”
54
Conoces lo que está inamovible debajo de las lenguas, niña
vestida de blanco. Haznos cantar sobre tu hombro para que
hagamos juntos una montaña de agua. Háblanos de lo que amas.
Habla antes de que tu boca se vea disminuida en unos años
más. Lo que es hermoso no puede mentirte.
Cuatro mujeres que van hacia el Bósforo. La barca y los velos
se disponen. Cuatro mujeres aguardando. Mujeres con otros
perfiles. No podemos discernir su edad, ellas están esperan­
do una promesa. Las está envejeciendo el hombre que las
mira. Hasta el Profeta está detrás de un velo, pero su velo es
blanco e inmaculado. El de ellas es negro y simple. Sabemos
que sus velos lloran por dos soledades. Bajo el velo se respi­
55
ran una y otra vez a ellas mismas. La muerte les entra por la
boca a cada rato. Falta un eunuco que proteja a estas mujeres
como en los tiempos del Imperio Otomano. Esos tiempos en
los que los perros en la calle eran los únicos parias y los velos
eran coloridos. Esos tiempos en los que el espantoso Eutropio
era el consejero de Arcadio y los cuerpos de las mujeres eran
mirados por él solamente para no desgastarlos.
El abrazo marino rodea una barca y la lleva a un puerto firme.
La atan con un hilo luminoso al fondo de las olas. Vean a Cons­
tantinopla caer. Vean sus barcas. Un largo lamento que parece
una canción melancólica pasea entre la espuma de los antiguos
súbditos. Constantino, regresa a mí con un soplo. Regresa arre­
56
batando el pan y el agua dulce a hombres y mujeres que no lo
merecen. Ellos harán enojar a los hijos del león de Dios. Tirarán
tu palacio, tu Gran Palacio, tu Palacio Sagrado. Sus azoteas de
plomo y los mantos romanos. Lo tirarán para que Alá no nombre,
no abandone nunca estos cantos. Alá es Conocedor y Esplén­
dido con su amabilidad de miel hasta para los enemigos. Alá,
Único. Altísimo. Recién amanece con el llamado a la oración.
Todo en este hombre lo escuchan. Pelo por pelo se eriza. “No le
tengan miedo al amor”, dice una oración para incendiar rostros
velados. En Constantinopla, los ascetas eran reconocidos por
su ropaje escarlata, llevaban el cabello en red. En Estambul,
este hombre está solo colgando de un tasbih. Así multiplica
Alá a quien Él quiere. Quienes gastan en el camino de Alá son
semejantes a un grano que produce siete espigas, cada una de
las cuales contiene cien granos que se hacen estrellas y éstas
brillarán hasta que el hombre ya no quiera verlas.
57
La estría blanca del Mármara, su jaspeado y el rictus de
salitre. Una oleada más y estarán con nosotros. Un empuje
es lo que nos mantiene vivos. Ni siquiera un aliento en su
menor medida porque nadie va a respirar aquí. Se apagan
las luces, las olas se encienden para iluminar el muelle y
escupen una tercia de gaviotas. Una cadena de hierro im­
pide que crucemos el estuario. Desde la anciana Gálata,
una ensenada avisa que ya viene el Bósforo. Es el ciclo del
agua. Mármara, espejo de injusticia, ruega por nosotros.
58
Dos poemas
Inti García Santamaría
repitas
–porque es verdad:
ni la medusa turritopsis
es inmune al tiempo–
las cosas que dijimos
en estado de gracia.
nunca
No representes
ni gestos ni oraciones
de lo que vino vivo:
la carpa koi
tampoco es eterna.
Y sin embargo
–tú sabes–
nos sobrevivirán:
las carpas, las medusas,
nos sobrevivirán.
59
cendal
debe decir clasismo.
donde dice
Dice veste
donde debe decir castas.
Donde crústula dice
debe decir agrícola.
Exúbero dice
donde esclavo debe decir.
Donde dice lábaro
debe decir larva.
Dice querubes
donde debe decir corona.
Donde sordina dice
debe decir desprecio.
Deliquio dice
donde élite debe decir.
Donde dice núbil
debe decir nulo.
60
Dice fanal
donde debe decir fantasma.
Donde exangüe dice
debe decir extinto.
Adamantino dice
donde mentira debe decir.
Donde dice piélago
debe decir pérdida.
Dice canoro
donde debe decir carnada.
Donde clepsidra dice
debe decir clausura.
Áureo dice
donde ira debe decir.
Donde dice do
debe decir donde.
61
La sintaxis de Plural
G abriel W olfson
Creo que podemos imaginar la escena: Octavio Paz da una conferencia en algún
salón de Harvard, es el verano de 1972 o quizás incluso los primeros meses del 74.
Carlos, un talentoso joven mexicano que hace su posgrado en economía política,
advertido por The Crimson o por algún cartel engrapado en un corcho, decide
asistir y, cómo no, hacer tiempo al final de la charla para ver si puede saludar
al eminente poeta y exdiplomático con el pretexto de que son paisanos. Acaso
conversan, en efecto, en las butacas del mismo auditorio o en algún café cerca­
no. Paz, igual que desde 1971, cuando arrancó Plural, y en realidad desde unos
años antes, está ansioso por conocer y reclutar jóvenes mexicanos que escriban
bien, así que muy probablemente haya pagado el café de ese estudiante que
comenzaba a pensar en la participación política en las zonas rurales mexicanas
como tema de tesis. Para noviembre de 1974, en el número 38, Plural ofrece un
“Tríptico de la dependencia” a cargo de ciertas promesas patrias que incluye,
desde luego, una colaboración del joven de Har­vard cuyo título es un homenaje
al ripio, “Frustración, concesión y limitación en la visión”, y cuyo primer párrafo
no es precisamente un despliegue de soltura ni de sintaxis: “El propósito del
presente ensayo es tratar de mostrar la insuficiencia de un enfoque teórico como
el de la dependencia cuando ignoran [sic] algunos aspectos concretos que se dan
en el ámbito político. Ignorar esos aspectos puede invalidar el análisis general.
Una muestra de esta limitación es el caso de perder de vista la importancia que
adquiere dentro de las distintas coyunturas internacionales el juego político de
los grupos internos de poder.” (Plural 38: 26)1
1
62
Cuando cito algún texto de Plural, apunto el número de edición y luego el de la página.
la sintaxis de plural
Sería muy sencillo, y muy tentador,
trazar un puente entre ese texto –que qui­
zá sea el peor de todos los publicados
en Plural, incluidos algunos de los más
aburridos poemas en prosa de Aridjis– y
las palabras que, en Pequeña crónica de
grandes días, de 1990, Paz dedica a aquel
joven y por suerte efímero colaborador
de la revista: “El presidente Salinas de
Gortari ha declarado muchas veces que
uno de los propósitos esenciales de su
gobierno es la modernización del país.
Tal vez habría que decir que es su pro­
pósito central. (…) Sobre estas bases
[planteadas por De la Madrid] el presi­
dente Salinas ha podido emprender una
acción más radical y dinámica.”2
En realidad, dicho puente se ha tra­
zado en la mayoría de las ocasiones que
se habla de Plural. En realidad, se habla
octavio paz
muy poco de Plural, al grado de que el
grupo, mafia o élite asociado con el cual suele pensarse a Paz se llama “gru­
po Vuelta”, no “grupo Plural”, de la misma manera que Letras Libres, como
lo anuncia en su página web, se declara heredera de Vuelta y no de Plural.
Esto es verificable, asimismo, en los numerosos estudios de distinta exten­
sión y valía dedicados a Paz, a su trayectoria política, a sus revistas, a las re­
formulaciones del concepto de intelectual en la segunda mitad del siglo xx,
en fin: se promete rastrear tales trayectorias o recorridos e inevitablemente
se despacha a Plural de un plumazo, es decir, con dos o tres renglones que
la ubican como antecedente de Vuelta. Hay varias explicaciones al respecto,
desde el hecho de que la colección de Plural no está en línea porque no le
pertenece a Editorial Vuelta, hasta el que recurrentemente se lea a Paz, sus
Octavio Paz, Obras completas. Ideas y costumbres i. La letra y el cetro, Círculo de Lec­
tores/fce, México, 2010, vol. IX, p. 408.
2
63
gabriel wolfson
empresas y sus obras, desde la imagen petrificada final, la efigie atemoriza­
dora e incómoda, un poco anacrónica, de sus últimos años. Un ejemplo: José
Agustín, en el tomo dos de su Tragicomedia mexicana: “Plural en lo más
mínimo hizo honor a su nombre y pronto conformó una mafia compuesta por
Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Alejandro Rossi, José de la Colina, Ulalume
González de León, Julieta Campos, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y
unos cuantos más que lograron colarse a este grupo, elitista como pocos y tan
hermético como los misterios de Eleusis.”3
En estas palabras no sólo hay una candorosa contradicción –entre el re­
pudio a Plural que quieren transmitir y la al menos aparente frustración por
no haber logrado colarse en ella–, sino falsedades provocadas por el hecho de
que Agustín, digamos, lee Plural desde Editorial Clío: Krauze no colaboró
en Plural hasta el número 46, apenas un año antes del cierre de la revista, y
sólo con reseñitas; ni Ulalume ni Julieta Campos –esta última, colaboradora
muy menor: seis textos, algunos muy breves, en cinco años– formaron par­
te del tardío Consejo de Redacción; y en cambio –para seguir con la jerga
conspirativa– no se menciona la verdadera mano ejecutora de Paz, quien
más contribuyó a perfilar la imagen y la sintaxis de Plural: Kasuya Sakai.
Tan misterioso resultaba Sakai, por cierto, tan propio para el imaginario ma­
fioso, que en una carta a Cabrera Infante, y para desmentir que fuera una
“invención de Octavio Paz”, se describió de la siguiente manera: “Just in
case, soy de sexo masculino, argentino-japonés, educado en Tokyo, pintor y
orientalista (literatura y teatro japonés), y ahora, escribo de vez en cuando
crónicas sobre arte y jazz.”4
Hay que señalar, no obstante, que el responsable de estas lecturas
siempre insuficientes y a posteriori de Plural, en buena medida, es Paz mis­
mo: a partir de finales de los ochenta, Paz se dedicó a reescribirse, a otorgar
una coherencia imposible a su trayectoria, actualizándose, corrigiéndose,
presentándose incluso como un permanente oráculo –con prólogos y notas
al pie, agregados al ordenar sus Obras completas, donde advertía, por ejem­
plo, que tal o cual episodio ya lo había pronosticado él muchos años atrás–,
El párrafo de Agustín lo incluye John King, Plural en la cultura literaria y política lati­
noamericana. De Tlatelolco a “El ogro filantrópico”, fce, México, 2011, p. 282.
4
Lo cita King, p. 182.
3
64
la sintaxis de plural
modificando lo escrito en el pasado para traerlo siempre hasta el dique de lo
actual.5 Si se revisa el tomo nueve de sus Obras completas –cuyo título, “La
letra y el cetro”, proviene por cierto de una lejana participación en Plural,
de 1972–, que comprende básicamente sus ensayos y artículos sobre política,
sus intervenciones coyunturales, se atisba entre líneas este afán: no sólo por
“Itinerario”, el largo ensayo inicial donde el Paz de 1993 nos indica cómo leer
al Paz de 1950 o 1977, sino por la gran cantidad de notas con que aclara las
fechas y circunstancias de escritura de cada pequeña intervención pasada,
notas que, sin embargo, no consiguen borrar las disonancias entre las ideas
tremendamente pulidas y barnizadas del Paz final y sus ideas provisionales
y matizadas, sus dudas, sus concesiones, de las décadas anteriores, disonan­
cias que hace ver la pura reunión de los textos en un mismo volumen. Así, no
sólo es José Agustín, entre otros, quien lee al Paz de 1971 desde la perspec­
tiva posperestroika –la del Paz que exuda triunfo–, sino el propio Paz, quien
en 1990, por ejemplo, se refirió así a sus ideas políticas asociadas a la crea­
ción de Plural: “Nunca fui partidario de la vía revolucionaria, predicada por
tantos ideólogos, sino de la transformación gradual y pacífica hacia una de­
mocracia plural y moderna. A esta idea, expuesta primero en Postdata (1969),
obedeció la fundación de la revista Plural en 1971, que fue tan combatida
en su momento. Nos parecía que la alternativa no era el socialismo, como
proponían los ideólogos (con los ojos puestos en Cuba), sino la democracia.”6
La afirmación es discutible al menos por tres motivos: Paz sí fue par­
tidario, en un momento inicial, de la vía revolucionaria y, por lo que toca a
Plural, el socialismo siguió apareciendo como horizonte de posibilidades
y deseos durante más de la mitad de sus números –de ahí, por ejemplo, la
defensa del régimen de Allende en Chile desde el número 25, de octubre del
73–; la democracia, por otra parte, no apareció como alternativa hasta las
últimas entregas de la revista, aunque aún no, ni mucho menos, como pa­
Sobre esto es muy conveniente leer el gran libro de Jorge Aguilar Mora, La sombra del
tiempo. Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo, Siglo xxi Editores, México, 2010, donde se
argumenta cómo, de los años sesenta en adelante, Paz reescribió su poesía, con toques su­
rrealistas, para ajustarla a la periodización de la modernidad que él mismo había planteado
en ensayos como El arco y la lira y Los hijos del limo.
6
Obras completas, vol. IX, p. 373.
5
65
gabriel wolfson
radigma; y en tercer lugar, la primera persona del plural con que Paz enun­
cia: en 1971 no existía tal colectividad, y Paz, como apunté arriba, se movía,
desesperado, entre universidades mexicanas y estadunidenses, entre mesas
de redacción y editoriales, para convocarla poco a poco. En suma, muchos
estudiosos y comentaristas de Paz, empezando por el propio Paz, han caído
en la tentación de presentar Plural como un vulgar ladrillo del Edificio Vuel­
ta, y a Paz como un excéntrico que presume marginalidad y herejía desde el
pent-house.7
No es así, o no del todo, en el caso de John King, quien hace pocos años,
con la experiencia de haber investigado a fondo la revista Sur, emprendió y
publicó el primer estudio extenso dedicado no a Vuelta sino a Plural, de cuyos
avances mi ensayo se ayuda en múltiples ocasiones. Sin embargo, el libro de
King adolece, desde mi perspectiva, de varias debilidades en su orientación,
que podría resumir en dos grandes tipos: 1) una lectura pluralista de Plural
o, si se quiere, una lectura paciana de Paz, donde, para analizarla, se parte
de las premisas de la propia revista, con lo cual puede caerse en la lógica de
los propósitos que tersamente conducen a los logros: los números concretos
de Plural convertidos en incisos que comprueban la sólida poética editorial de
Plural; 2) en muchos tramos de su libro, King no estudia la revista en tanto
revista, es decir, en tanto un cierto tipo específico de objeto y de práctica
cultural, sino como mero recipiente –neutro, casi transparente– de textos y
discursos. ¿Cómo se observa esto? Por una parte, en su análisis “transver­
Un ejemplo sumamente ilustrativo: en “Vuelta y cómo surgió el neoconservadurismo en
México” (en la revista Culturales, iv, 8, julio-diciembre de 2008), su autor, Avital H. Bloch,
además de incurrir en varios errores de caracterización –afirmar que Paz ya tenía claros des­
de fines de los treinta sus “compromisos ideológicos básicos”, o apuntar que Plural era un
“suplemento cultural de Excélsior”–, señala que “Vuelta aparecía con pretensiones de su­
perioridad moral (…). Krauze se enorgulleció del pensamiento político ‘herético’ del grupo”
(p. 92). Esto nos permite argumentar lo siguiente: en efecto, presentarse como heréticos en
1990 (el libro Textos heréticos, de Krauze, es de 1992) acaso podría juzgarse una exageración
presuntuosa, cuando ya habían caído el muro de Berlín y la hegemonía de la urss, cuando
incluso Monsiváis criticaba a Castro; pero, más allá de cualesquiera posiciones políticas,
atreverse a criticar ciertos rasgos de la izquierda en 1971, cuando ser de izquierda seguía
constituyendo un requisito prácticamente ineludible para pertenecer al ámbito intelectual,
sí que podía resultar ciertamente herético: Plural, nuevamente, no es Vuelta ni Letras Libres.
7
66
la sintaxis de plural
sal” a partir de temas (separando, por cierto, dichos temas de acuerdo con
la noción autonomista de Paz: la política por un lado, la crítica cultural por
otro, lo literario más allá, siempre más allá), lo que desvincula los textos de
sus apariciones específicas y de sus modos de presentación en la revista; por
otra, en su análisis “ahistórico”, que no contempla los movimientos y ajustes
dentro de la revista y que, por tanto, puede leer de la misma manera un texto
publicado en 1971 que uno en 1976.8 Sobre este riesgo, valgan las frases de
Pablo Rocca en sus reflexiones sobre la naturaleza y función de las revistas:
“[Existen ciertas] líneas [generales] que, a veces, el investigador ve como si
se mantuvieran en una tensión imperturbable, lo cual sólo funciona en una
férrea lógica pedestre si se las entiende como una construcción a posteriori
de ideas o propuestas que tendrán sentido. Muy por el contrario: el azar, el
acaso, el accidente (histórico, político, cultural, las sumas internas) cumple
un papel decisivo en la experiencia de la revista.”9
Por ello, en vez de pensar las revistas culturales como vehículos –inter­
cambiables– que ofrecen contenidos, habría que hacer énfasis en su especi­
ficidad formal, aquello que las hace justamente revistas y no cualquier otra
cosa, una antología, un anuario, un libro, un hueso político, una sección de
periódico, una línea de currículo; pensar, en suma, en la “forma revista” y en
su sintaxis, tal como lo planteó Beatriz Sarlo en un breve artículo seminal,
“Intelectuales y revistas: razones de una práctica”: “publiquemos una revis­
ta” se traduce como “hagamos política cultural”, es decir, vamos a intervenir
A partir de ciertos artículos de Paz publicados en julio del 73 y septiembre del 74, King
señala, por ejemplo, que Paz plantea en ellos “tres de sus preocupaciones más constantes”,
una de las cuales sería “la inutilidad y el peligro de la injustificable violencia guerrillera”
(p. 149). En realidad, en el texto aludido del 74, “El plagio, la plaga y la llaga”, Paz parece
justificar algún tipo de guerrilla –la de campesinos desesperados– (36: 89); pero además, en
una nota no de julio sino de junio del 73, anónima, de la sección “Letras, letrillas, letrones”
(donde las notas anónimas, independientemente de quién las redactara, expresaban de al­
guna manera cierta opinión de la revista), se afirma la posible “eficacia” de las guerrillas
y se las justifica cuando luchan “contra una tiranía a la que únicamente la fuerza puede
derribar” (21: 40). La preocupación por las guerrillas fue sin duda constante, no así las ideas
o posiciones producto de tales preocupaciones.
9
Pablo Rocca, “Por qué, para qué una revista (sobre su naturaleza y su función en el
campo cultural latinoamericano), en Hispamérica, xxxiii, 9, diciembre de 2004, p. 4.
8
67
gabriel wolfson
en el presente. De esta forma, la revista no
es los textos que incluye (que bien pue­
den apostar al futuro, como tantos avances
de grandes novelas –Terra Nostra, Cobra,
Pantaleón y las visitadoras, Palinuro de
México– que aparecieron en Plural) sino
el “conjunto de decisiones [editoriales]
tomadas que, básicamente, son la revista
misma”,10 decisiones que consideran, en­
tre otras, “el tipo de letra y el lugar [que
ocupa un texto] en las páginas de una re­
vista (…), un orden, una paginación, una
forma de titular que, por lo menos ideal­
mente, sirven para definir el campo de
lo deseable y lo posible de un proyecto”
(pp. 10-12), y a las que habría que agregar
las decisiones sobre el uso de imágenes,11
tipografías, formatos, secciones, la políti­
ca de traducciones, la de longitud de los
textos y, claro, los criterios de inclusión y
exclusión, “el haz de problemas que [los editores] eligieron colocar en su
centro (o, a la inversa, según los temas que pasaron en silencio)”.12 Se tra­
taría, pues, de analizar la sintaxis de la revista, el grado de deliberación de
tal sintaxis, sus modificaciones, sus determinaciones, para percibir la revista
Beatriz Sarlo, “Intelectuales y revistas: razones de una práctica”, en América. Cahiers
. Le discours culturel dans les revues latino-américaines (1940-1970), núm. 9-10,
1991, pp. 9-10.
11
Piénsese en las dudas que tuvo Paz desde fines de los sesenta, cuando rumiaba incan­
sablemente el proyecto de la revista con Tomás Segovia y Carlos Fuentes, sobre la conve­
niencia de incluir o no ilustraciones (para esto se pueden ver las Cartas a Tomás Segovia
(1957-1985), fce, México, 2008). Muy probablemente venga de ahí, por cierto, su entusiasmo
con Sakai, una especie de ilustrador que no ilustraba, un diseñador discretísimo que casi
hacía desaparecer el diseño y lograba, en sus mejores momentos –en torno a los números 44
y 45–, portadas llamativas que se disolvían en su simplicidad y opacidad.
12
Sarlo, p. 14.
10
du
68
criccal
la sintaxis de plural
como un discurso lingüístico-visual-temporal concebido para incidir en el
presente como, según se dijo ya, una empresa de política cultural, donde, en­
tonces, la sintaxis no se lee sino que se percibe, se olfatea, porque no está
en los editoriales, si los hubiera –nunca en el caso de Plural, por cierto–,
sino en el conjunto de decisiones de disposición y articulación del material.
Y no sobra decir que Paz, un editor apasionado y maniático según todos los
testimonios,13 no conocería el concepto pero se manejaba muy bien en las
entretelas de la sintaxis de las revistas: cuando le escribe a Tomás Segovia
que “las obras no constituyen por sí solas una literatura. Una literatura viva
es un sistema de circulación espiritual, un flujo y reflujo de influencias”14
no está aludiendo a sus otros metatextos ya practicados, como las antologías,
sino, precisamente, a la que pronto sería Plural, como anticipando que las
revistas, algún tiempo después de su aparición, enseñan no los textos sino
cómo fueron leídos esos textos o, en palabras de Sarlo, “cuáles fueron los
límites ideológicos y estéticos que los hicieron visibles o invisibles”.
Hasta aquí el esbozo de un objeto que, sin que lo sospechara en un
principio, se ha revelado como un verdadero y demandante problema, y del
que, espero, saldrá un ensayo más amplio en el futuro (en cuanto pase el año
Paz, mejor). Por lo pronto, no obstante, me gustaría enlistar algunos de los
principales ejes en los que la sintaxis de Plural podrá ser abordada y des­
pués bocetar brevemente uno de ellos.
1. En contra de lo que, como digo, normalmente se apunta en relación
con Paz y su gente cercana, en Plural habría que plantear la decidida no
existencia de un grupo al comienzo de la revista y después su formación muy
paulatina. Para este eje deberán explorarse las distintas revistas imaginadas
por Paz con Segovia, Fuentes y Arnaldo Orfila en los años sesenta; su negativa
a sumarse a Libre, el parisino canto del cisne del boom; las incorporaciones y
desapariciones de colaboradores a lo largo de Plural; la formación tardía del
Uno entre muchos: tras la aparición de los primeros dos números, Paz envía cartas –él
está en Harvard– donde se muestra contento con los contenidos, pero “sus críticas, precisa,
se refieren al formato de presentación del material y no al material mismo; aunque, conclu­
ye, en los números futuros deben trabajar para otorgarle un mejor perfil, con propósitos y
orientación más claros” (King, p. 112).
14
Cartas a Tomás Segovia, p. 56.
13
69
gabriel wolfson
Consejo de Redacción y la procedencia y tipo de relación de sus miembros con
Paz; la noción de lo joven que la revista construye y el rechazo que provoca en
varios sectores culturales juveniles pos-68; las comparaciones con Orígenes y
con Sur, publicaciones en la base del concepto paciano de revista literaria y
donde, en un caso, el grupo generó la revista y, en el otro, la revista al grupo.
2. La noción de cultura que sirve de base enunciativa a Plural: abordar
los rasgos abstractos y pop que acompañan un diseño gráfico tradicional; la
no división por secciones en el cuerpo central de la revista, así como las dos
secciones menores finales (“Libros”, de reseñas, y “Letras, letrillas, letro­
nes”, jugoso espacio de intercambio epistolar, sátiras, quejas, chismes, ne­
crológicas); el régimen de géneros que establece y sobre el que incide Plural
a través de su jerarquización y de la llamativa clasificación que proponen en
sus índices anuales; la tendencia al arte objetual y abstracto en sus nume­
rosas páginas dedicadas al arte contemporáneo; los fallidos o, en todo caso,
mínimos intentos por abrirse a formas de cultura popular o emergente.
3. La academia como fuente de materiales y de autoridad para la revis­
ta: en los años de Plural la universidad aún no representa para Paz esa cue­
va de baja política y pésima retórica, amén de que él mismo goza de sus
años quizá más intensamente universitarios. Habría que trabajar entonces la
conflictiva tensión entre la postura “diletante” y ensayística (encarnada por
Zaid) y la tendencia académica; la adscripción universitaria de una mayoría
de colaboradores de Plural y la constancia de la revista para resaltarla; el
interés por los problemas de la unam y por el diseño de un perfil académico
ideal; el origen académico de los textos teóricos que más contribuyeron a
modificar las posiciones políticas de la revista; la universidad como espacio
de enunciación desligado de las lealtades nacionales o partidistas –de mane­
ra análoga a como, según Nora Catelli, la figura del agente literario comenzó
a funcionar para las estrellas del boom–15 y, por tanto, más permisivo; la
Nora Catelli: “La élite itinerante del boom: seducciones transnacionales en los escri­
tores latinoamericanos”, en Carlos Altamirano (ed.), Historia de los intelectuales en América
Latina. Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo xx, Katz, 2010, t. II, p. 723. En relación
con esto habría que añadir el enorme interés de Paz por la independencia económica de la
revista y por las continuas negociaciones que tuvieron que tramarse entre Plural y Excélsior
sobre los contenidos, negociaciones siempre implícitas, con base en sobreentendidos, anti­
cipaciones y reticencias.
15
70
la sintaxis de plural
academia como dadora de autoridad en tanto sede y no aún, como a partir de
la segunda mitad de los setenta, en tanto discurso teórico específico.
4. El paradigma autonomista de Plural: la recuperación –con las mo­
dificaciones producidas por los años sesenta– del concepto de intelectual
de Julien Benda y Jorge Cuesta;16 el rechazo del compromiso sartreano; la
preferencia por que los escritores, y no los críticos, interpretaran sus propias
obras; la particular trayectoria de Vargas Llosa en Plural (que pasa de un
recelo, me parece, mutuo, al hecho de que Vargas Llosa elija Plural para
publicar algunos de los textos más importantes en su propio camino de desiz­
quierdización, como aquel ensayo, de diciembre de 1975, donde abjura de
Sartre y abraza a Camus, nada casualmente dedicado al propio Paz); la he­
rencia de la tendencia cosmopolita de los cincuenta y sesenta, en particular
de la Revista Mexicana de Literatura; los suplementos literarios de Plural,
postulados como creación de un nuevo universalismo, abierto, por ejemplo,
a ciertas tradiciones orientales o a Brasil; la primacía dada por el diseño a lo
textual, e incluso a las dificultades y arideces de lo exclusivamente textual.
Por último, me gustaría esbozar rápidamente uno de los ejes que con­
sidero más importantes: aquel que articula el así llamado experimentalismo
con el posicionamiento político sintáctico de Plural –más allá de leer única­
mente los “textos programáticos”, como sugiere Fernanda Beigel, para ana­
lizar los programas políticos de una revista–.17 En vez de plantear la disputa
Paz vs Neruda, como hace King, o Paz vs Monsiváis y, fundamentalmente, Paz
vs Fuentes, como se ha sugerido mucho tiempo,18 me parece que el eje de
disputa que verdaderamente articula Plural es Paz vs Fernández Retamar.
Que su nombre no haya aparecido nunca en las páginas de Plural sería sólo
un modo de argumentar que la disputa que la revista propone con él se da en
Revisé para esto el sólido trabajo de Ignacio Sánchez Prado, “Claiming Liberalism:
Enrique Krauze, Vuelta, Letras Libres, and the reconfigurations of the mexican intellectual
class”, en Mexican Studies/Estudios Mexicanos, xxvi, 1, invierno de 2010, pp. 47-78.
17
Fernanda Beigel, “Las revistas culturales como documentos de la historia latinoameri­
cana”, en Utopía y Praxis Latinoamericana, viii, 20, enero-marzo de 2003, p. 113.
18
Tradición que ampara y resume Maarten van Delden en “Conjunciones y disyuncio­
nes: la rivalidad entre Vuelta y Nexos”, en un trabajo editado por ella junto con Kristine
Vanden Berghe: El laberinto de la solidaridad. Cultura y política en México (1910-2000), Foro
Hispánico, 2002.
16
71
gabriel wolfson
un nivel no discursivo sino sintáctico. Pero convendría recordar que, tras el
desencanto de Paz con el proyecto de Libre y la excesiva injerencia de Gar­
cía Márquez en él, Plural se funda en octubre del 71, cuando ha estallado el
famoso caso Padilla y sólo unos días después de que Retamar publicara en
Casa de las Américas su primera versión de Calibán.19 Muchos años después,
frente a su particular tribunal de la historia, Paz escribiría:
[La revolución cubana] Comenzó como un levantamiento en contra de una dic­
tadura; por esta razón, así como por oponerse a la torpe política de los Estados
Unidos, despertó grandes simpatías en todo el mundo, principalmente en Amé­
rica Latina. También despertó las mías aunque, gato escaldado, procuré siempre
guardar mis distancias. Todavía en 1967, en una carta dirigida a un escritor cuba­
no, Roberto Fernández Retamar, figura prominente de la Casa de las Américas,
le decía: soy amigo de la Revolución cubana por lo que tiene de Martí, no de
Lenin. No me respondió: ¿para qué? El régimen cubano se parecía más y más no
a Lenin sino a Stalin.20
Es claro, como muchas veces se ha señalado, que el caso Padilla fue no un
evento único sino el último detonante en el proceso de decepción o distancia­
miento que experimentaron varios escritores desde los últimos años sesenta
con respecto a la Revolución cubana, y que, como apuntó Pablo Sánchez, fue
uno de los eslabones finales de una competencia entre “el repertorio cubano
(…) con el propuesto desde Barcelona, con el mexicano, con el parisino, y
por supuesto los de los centros culturales de Estados Unidos”.21 El repertorio
mexicano era, básicamente, el que modelaba La Cultura en México, pero en
ese contexto –tras negociar con Scherer que se tratara de una revista y no
de un suplemento cultural– Paz lanza Plural, cuyas páginas se irán articu­
lando, poco a poco, como una respuesta implícita a la violenta reacción de
Retamar en Calibán frente a las quejas o rupturas de muchos escritores con
Vale la pena apuntar que, en París, Paz habría conocido en 1960 a Retamar, quien hacía
estudios de posgrado, y que, si es muy plausible pensar que para 1971 Paz no se interesara
en leer Casa de las Américas, por lo menos sí se habría enterado de la aparición de Calibán
en forma de libro: Carballo lo publicó el mismo año en su editorial Diógenes.
20
Obras completas, vol. IX, p. 49.
21
Pablo Sánchez, La emancipación engañosa. Una crónica transatlántica del boom (19631972), Cuadernos de América sin Nombre, 2009, p. 161.
19
72
la sintaxis de plural
el régimen de Castro. Aquí deben
recordarse dos o tres componentes
de Calibán: sus ataques frontales y
viscerales –patéticamente matiza­dos
en las sucesivas “posdatas” o “revisi­
taciones” de Retamar– a fi­guras que
Plural acogería como colaboradores
prominentes (caso de Emir Rodrí­
guez Monegal) o autores estelares
(Jorge Luis Borges y Fuentes); su
rechazo al estructuralismo y al auge
de la lingüística, estableciendo, co­
mo apunta Claudia Gilman, “una
relación causal entre estructuralis­
mo y posición burguesa de clase en el universo intelectual” (175),22 rechazo
que se trasladaba asimismo a la literatura que hacía énfasis en el lenguaje,
apelando de alguna manera a la famosa función metalingüística de Jakobson
–otro colaborador, por cierto, de Plural–; y el rechazo, más tajante aún, a la
autonomía del intelectual, a partir de supeditarlo a la verdadera vanguardia,
esto es, a los líderes políticos del Estado revolucionario.
Frente al ideario plasmado en Calibán, Plural irá articulando una res­
puesta no al nivel de textos específicos: en ese nivel, el contenido de la re­
vista transitará de una posición inicial de crítica al régimen soviético –sobre
todo con base en la figura de Solyenitzin, cuyo nombre reaparece cientos
de veces en las páginas de la revista– a una crítica general del socialismo
real aún fuertemente adobada con la retórica izquierdista de la época, a un
cuestionamiento todavía tímido, y sólo en los últimos números, ya no de las
prácticas sino de la teoría marxista, de la mano de ensayos de Leszek Ko­
Nada casual, en absoluto, que el primer número de Plural abriera con un largo ensa­
yo de Lévi-Strauss: era toda una declaración de principios indirecta, aunque frontal, con
respecto a las posiciones que Retamar sintetizó en Calibán. El libro de Claudia Gilman,
acaso el mejor estudio de los últimos años sobre el boom, se llama Entre la pluma y el fusil.
Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Siglo xxi Editores, 2003. La
cita está en la página 175.
22
73
gabriel wolfson
lakowski (“George Sorel: un marxismo jansenista”, capítulo de su libro Las
principales corrientes del marxismo, en mayo de 1975) y Kostas Papaioannou
(“Lenin, la revolución y el Estado”, diciembre del 75). En el nivel sintáctico,
en cambio, podrían enumerarse varias estrategias, desde luego no siempre
conscientes ni planificadas:
1. Una lectura particular del boom, no sólo a cargo de los ensayos de
Rodríguez Monegal aparecidos en los números 4, 6, 7 y 8 de Plural y que al
poco tiempo se publicarían como libro, El boom de la novela latinoameri­
cana, uno de los primeros y más importantes balances generales del boom
sino, sobre todo, a partir de las elecciones y ausencias: la primacía otorgada
a los narradores cubanos exiliados (Guillermo Cabrera Infante, Severo Sar­
duy) que se hermanaban en su radicalidad formal con otros autores también
ensalzados en Plural, como Manuel Puig, Julián Ríos o el Carlos Fuentes de
Terra Nostra, y la ausencia tan significativa de García Márquez y del Vargas
Llosa de los primeros años setenta por evidentes consideraciones políticas
eufemizadas como razones literarias.23
2. Un canon poético que no sólo intentaba incidir en el régimen de
géneros que el boom había subvertido al instaurar el imperio de la novela:
también, y fundamentalmente, se apartaba con contundencia del curioso ca­
non poético compuesto, en torno a Calibán, con la poesía conversacional de
Mario Benedetti, el propio Fernández Retamar, Ernesto Cardenal, más las
letras de la nueva trova y la canción de protesta, canon que Gilman, con mu­
cho tino, llamó “antiintelectualista”.24 Si algo caracteriza la nómina de poe­
tas publicados en Plural –o en algunos casos, de los poemas que sus autores
eligieron para colaborar en Plural– es el sesgo intelectualista, metapoético
o autoirónico: piénsese en nombres como Alberto Girri, Guillermo Sucre,
Marco Antonio Montes de Oca o Gerardo Deniz.
3. Por último, un eje que atraviesa Plural de principio a fin: lo experi­
Habría que agregar, rápidamente, el énfasis dado por Plural, en el último año, a escri­
tores argentinos poco beneficiados por el boom, y que pertenecían al viejo grupo de amigos
de Paz de Sur: José Bianco, Bioy Casares, Silvina y Victoria Ocampo.
24
Escribe Gilman: “El antiintelectualismo tiende a destacar el carácter de posesión que
implica toda competencia cultural y a disminuir la importancia política de la práctica sim­
bólica” (p. 165) y más tarde agrega que “entre 1969 y 1971, lo político-revolucionario pareció
encarnarse mejor en la poesía que en la novela” (p. 345).
23
74
la sintaxis de plural
mental. Más allá de asignarle un contenido a este término, o de que en la ac­
tualidad se lo haya casi desechado como obsoleto, se trató de una expresión
de uso corriente en las páginas y el entorno de Plural, como puede verse,
entre muchos otros ejemplos, en la carta con que Fernando del Paso acom­
pañó un fragmento de Palinuro para Plural: “Se tratará de un libro ambi­
cioso, rabelesiano, y, desde luego, un experimento lingüístico.”25 Empleado
a grandes rasgos como una noción que denotaba rupturas de la continuidad
narrativa, uso de distintos planos enunciativos y, sobre todo, un énfasis en la
densificación lingüística, lo experimental se asoció además con las tenden­
cias estructuralistas –que tanto atacó Retamar– a través de ensayos y rese­
ñas que leían novelas y poemas bajo dicha perspectiva teórica como, sobre
todo, a través de un interés permanente en la poesía visual y sus aledaños,
que va desde el primer poema de Paz publicado en Plural, “Renga” (o bien
uno de los poemas más “experimentales” de Paz, “Petrificada petrificante”,
publicado en septiembre del 73), a las singulares desconstrucciones poéticas
de Ulises Carrión, pasando por el suplemento del número 5, dedicado a la
poesía concreta brasileña, los poemas de otro cubano exiliado y muy poco
atendido, Octavio Armand, un dossier titulado explícitamente “Escritura vi­
sual”, los poemas visuales de John Cage o, incluso, los varios ensayos rela­
cionados con la caligrafía china y con la poética de Pound, quizás el poeta
de lengua no española más atendido en las páginas de Plural. Que dentro de
la revista pueda trazarse otra línea, la de la sencillez y la claridad de expre­
sión –cuyos emblemas serían Gabriel Zaid y el Vargas Llosa que confesó no
entender más del veinte por ciento de lo que escribía Sarduy–, no hace más
que subrayar cómo la poética de lo experimental, que en Vuelta se atenuaría,
constituyó en Plural una amalgama de formalismos y radicalismos autono­
mistas con que postular, efectivamente, un nuevo repertorio mexicano, que
lo mismo se distanciara de La Cultura en México, ya a cargo de Monsiváis,
que respondiera al órdago calibanesco. Respuesta paulatina, a la distancia,
discutida incluso dentro de la misma revista. Respuesta sintáctica.
25
Carta citada por King, p. 276.
75
Dos poemas
Juan Leyva
viento sobre pompeya
quisquis ama valia, peria qui nosci amare
bis tanti peria, quisquis amare vota
–graffito en pompeya
1
los gritos han rayado ya la noche
los muros
las calzadas
pero jamás
como ahora aquí
en la ciudad fantasma
de prisas
sombras
cálculos
traiciones
la ciudad como siempre
masturbaciones de féminas
en callejones puercos y criminales
76
los gritos de los lobos en las piedras
el viento y la ciudad
el viejo milenario sin vista ya
macho olfativo
que en la ceniza encuentra algún perfume
de diosa altísima
2
frontones
arcos
patios de ruina
sólo sombras perduran en el teatro
y en el vacío rotundo del coliseo
cientos de rostros
calles
pasadizos
todo en gris
ventanas
pompeya es la ciudad de las ciudades
3
pompeya es la ciudad dejada al viento
y no le duele ya
ni siquiera la nada
el aire se extravía entre arquerías
tabernas y burdeles
77
un grito interminable para nadie
una lluvia que lava para nadie
un sol que sale y parte
para nadie
y alguien estuvo aquí
con su collar de besos
con su vulva de fruta perfumada
con su boca del ansia cuando el viento
las hojas láureas
por una vez
besaron en un rostro verdadero
4
pompeya es la ciudad
abandonada al viento:
graderías
paredes
columnatas
de nadie
para nadie
sol para nadie
lluvia
nada que viva aquí después de ti
se oye en la voz de eolo
y la arena se alza
murmura el milenario
78
aullido que trazaron los graffiti
en la piedra que ha
ofrecido su pecho a la ceniza
sólido palimpsesto de maldiciones:
que goce de salud cualquiera que ame
que perezca dos veces quien lo impida
tu voz
ronroneo de bobinas
luz en polvo
rumores o siseos de celuloide
gis de sombras
y los ojos cerrados sin imágenes
de ti sino un tramado
de sílabas salidas de ti misma
shohreh
pari
marie
anja
agnese
he aquí todos tus nombres
sin importar cuál de ellos sea verdad
o si ninguno
cuando te veo en tu última película
79
e ignoro todavía
aquel filme de sombras de tu muerte
te recuerdo en el set
con tus miles de rostros y tu ira
por todo sufrimiento ajeno:
cuántas voces calladas
y cuántas otras y otras reveladas
por ti
la suma de las voces
la muchacha en la lluvia
la incansable amante voraz y tierna
a veces
luego de ver películas antiguas con tu rostro
oh marie
en tu voz yo pensaba
mientras me aprisionaba gutural como en esos años
en cambio esta mañana
tu voz se vuelve a oír en noticiarios
para decirme que ya no estás…
cuántas cosas no dichas marie si no
por tus guturaciones y susurros
pupilas que me miran como entonces
desnudas en la tina
o saliendo del mar
80
única en las colinas de grecia
desnuda anja tú
por un sendero de caliza y viento
grande en las manifestaciones de parís
o en aquella terraza de taormina
anciana deliciosa
y muchacha de plata y celuloide
muñeca mía de lluvia y láser
la de ojos de invencible
en la última noche oiré tu voz
que no curtieron los años
música en que asomaba el temblor del frío
(disfraz de tus demonios)
tu voz tierras ardientes de la infancia
beberé de tu boca
y nada sonará
sino aquella garganta que fue tu vida y mi muerte
81
La forma de mi muerte
Fernando
de
León
Hoy salí a comprar mi ataúd. Me hizo guiños un color uva, pero aparté un
cajón discreto, gris Oxford. Resolví suicidarme a los 30 años desde que tenía
21 y no he cambiado de idea. El suicidio puede ser también un plan de vida.
Para mí lo ha sido en secreto, pues por lo general la gente se escandaliza con
este tema. El problema es que la idea de morir me atrae desde que era joven,
pero morir por mi propia mano me deprime demasiado: me repulsa. Después
de mucho cavilar mi situación y sabiendo que sólo tengo un año para resol­
verlo antes de caer en las redes de la frustración, he llegado a la brillante
solución de crear mi propio asesino.
¿Cuántos homicidas no escapan de la justicia cada día por su simple
buena suerte o su extremada cautela al perpetrar su crimen? Pues mi crimen
será de esos, por la sencilla razón de que no existirá un asesino. Yo cumpliré
mi meta de morir pero todos pensarán que fui asesinado. Quien no tiene
enemigos es alguien que la Fortuna ha olvidado. Yo no tengo.
Ahora, bien ¿Cómo crear un asesino? Es complicado pero posible: Lo
primero será inventar un nombre. Qué tal Oser Serón. Es un nombre poco
usual y quedará grabado en la mente de mis testigos. Ahora deberé crear
precedentes del odio que este novísimo Oser siente hacia mí. Ir a la policía y
establecer una demanda por agresión injustificada en la calle. Ahí he sabido
su nombre pues me lo ha dicho antes de golpearme; claro, tendré que darme
un par de porrazos en la cara para tener algo qué mostrar. Diré que pare­
cía un asalto pero que no me ha robado nada y pediré hacer un retrato habla­
do de él; una descripción totalmente ajena a la mía: “Alto, flaco, calvo, ojos
82
la forma de mi muerte
negros. Vestía una cazadora negra de
piel gastada, por el uso, y zapatos con
suela de goma.”
Una semana más tarde reportaré
también a la policía la presencia de
una amenazante carta envolviendo una
piedra que rompió mi ventana. Lo ha­
ré ya muy entrada la noche. Camina­
ré despacio por las piedras, buscando
una de buen tamaño, y seré de los que
lanzan la piedra y esconden la mano,
pues entraré a casa rápido para que
mis vecinos me vean salir al momen­
to, contrariado por el suceso.
La carta estará escrita a máqui­
na y firmada con un garabato ilegible
que le pediré hacer a algún niño del
parque. Será la única amenaza escrita.
Buscaré que tenga huellas digitales de
alguien que difícilmente sería fichado
por la justicia. Digamos el sacerdote de una iglesia lejana. Equipado con mis
guantes para el frío le pediré que tome una hoja en blanco cuando le entregue
personalmente un sobre con limosna. Hoja que recuperaré y en la que escribiré
la amenazadora carta para mí. Así, Oser tendrá cara, odio y huellas dactilares.
La forma de mi muerte deberá ser abrupta y pasional. Un arranque de ira por
parte del apasionado Oser: eso descarta veneno, ahogamiento en tina de baño,
ahorcamiento en viga de casa y deja en la lista arma de fuego, armas blancas y
de contusión. Descartaré garrotes o estatuillas pues no cuento con un asesino
real que me aseste el golpe. Debo concentrarme en pistolas y dagas e incendios.
Cómo no pensar en la vanidad de un cadáver presentable; por ello olvidaré el
fuego y los disparos que son aparatosos y terribles. Una daga en la espalda es la
prueba tangible de un cadáver asesinado y es una herida que no se ve a la hora
del sepelio. Debía pensar entonces en un mecanismo para encajarla en la espal­
da y luego sacarla teniendo algún tiempo para desaparecer el arma homicida.
83
fernando de león
Cometer un suicidio que parezca asesinato implica, además de un to­
que de esquizofrenia, un procedimiento reversible: Esa noche Oser, luego de
haberme apuñalado, tomará las llaves de mi coche y huirá en él abandonán­
dolo en un callejón a unos quince kilómetros de aquí, algo que tendré que
hacer en primer lugar. Pero, antes de huir y de matarme, Oser habrá llegado
a visitarme y yo lo habré invitado a beber un trago para limar asperezas, sin
embargo, por el contrario, el licor que beberemos (una copa para mí, otra
para Oser, con garganta de resumidero, una para mí otra para Oser, hasta
casi agotar la botella de ron) desatará el rencor que Oser me tiene y en la
discusión tomará un cuchillo del estuche de cuchillos que tengo en la barra
desayunador que separa la cocina del comedor y me lo encajará en la espal­
da justo cuando yo pida ayuda policiaca por el teléfono.
¿Cómo lograré clavarme un cuchillo en la espalda sin que parezca sui­
cidio? Tengo que retroceder. No será un cuchillo. Será una flecha de ballesta.
En ese caso debó hacerme primero un coleccionista de ballestas. Recorreré
los bazares y las tiendas de cacería buscando ballestas que coleccionar y
las colgaré por el pasillo que va a la sala y en la sala misma. Presumiré a los
vecinos mi gusto por esa arma medieval tan efectiva y me inscribiré a un
club de tiro con arco en el cual no podrán rechazar a un amante de la historia.
Así cuando Oser, alcoholizado y furioso contra mí quiera matarme tendrá a
la mano un ballesta funcional y con flechas también a la mano. Todo mundo
sabe usar una ballesta y Oser no es ningún imbécil. Ahora bien, ¿por qué
está tan enojado el tal Oser conmigo? Se necesita un motivo claro para que
los detectives no investiguen demasiado. Una mujer. Es bastante común ma­
tar por celos. Esto se pone algo patético pero también deberé inventar una
mujer. No, no seré tan patético. La mujer deberá ser real, sino terminaré
inventando a mis vecinos y a mis detectives y hasta mi cadáver. Cortejaré
a una mujer que sea hermosa y que conozca en algún centro cultural, una
exposición o una lectura de poesía. Las mujeres cultas se toman más en serio
los cortejos. Una vez que haya logrado salir con ella tres veces y tener cierta
empatía entre nosotros comenzará a cortejarla otro admirador, casi secreto,
que le mandará flores y cartas de amor –escritas a máquina– y firmadas por
Oser (deberé conseguir más garabatos del niño del parque y más huellas del
religioso). Así se establecerá una abierta y casi accidental rivalidad.
84
la forma de mi muerte
De nuevo en el momento del asesinato: Oser está ebrio y enojado de sa­
ber que la mujer parece preferir mi amor, ya que no tendría por qué preferir
el amor de un caballero inexistente. Se torna violento y yo veo venir un plei­
to. Camino hacia el teléfono y marco el número de la policía cuando siento
que una flecha me perfora la espalda. Es un momento crucial. La cuerda con
la que accioné la ballesta unos metros atrás también está sujeta al banco que
la sostenía y así, herido de muerte, debo jalar el banco hasta mí. La ballesta
quedará tirada en el suelo a varios metros de mí, pero el banco deberé jalarlo
hasta donde estoy sin moverme mucho, pararlo a mi lado y desatarle la cuer­
da para luego ocultarla enrollada bajo los pliegues de la alfombra. Ésa será
la única prueba de que algo raro pasó, pero nadie la buscará, y cuando al­
guien la encuentre no podrá atar ningún cabo con ella, pues planeo cortarla
en dos con el afilado abrecartas que tumbaré estando herido: así la distancia
que balística arroje no coincidirá con los tamaños de las cuerdas. La puerta
estará abierta, el coche, lejos y Oser será un fugitivo que nunca atraparán.
La mujer dirá que me conoció un poco y que yo era buen tipo, que había otro
hombre, un poco loco, acechándola y tendrán sentido los reportes policiales,
que llegaron a parecer paranoicos, hechos por este cadáver inmaculado, con
la cara limpia el cabello peinado y bien vestido que, incluso, perdió en los
últimos meses un par de kilos para lucir mejor en el ataúd, el cual no será
color uva, pero sí de un elegante gris Oxford.
85
Cuatro poemas
Luis Manuel Pérez Boitel
[ arrajatablas ]
Después de la transfusión todo quedó como si el cuer­
po se salvara, a duras penas puedo piafar la sombra.
Piafar la nocturnidad del todo, Ikú. El co­
leccionista había dicho que las puertas es­
taban cerradas. La ciudad estaba cerrada.
La ciudad estaba cerrada. La ciudad estaba
cerrada. La ciudad estaba cerrada. La ciudad
estaba cerrada, Ikú, y era todo por satisfacer esta ex­
traña sobredosis, las cabalgatas del que escribe versos
para encontrarse. Después de la transfusión me quedé
sobre la cama, no podía yo alzar la cabeza. Piafar al
patico feo. Piafar estas voces que nada me
dicen, como nada dice la ciudad Ikú. Nada
dice la salita donde estoy, la sangre que cae
a borbotones. Arrajatablas.
86
[ ahora
que dijimos adiós a josé emilio pacheco
a josé emilio pacheco a josé emilio pacheco ]
Si supieras Berenice como logré saldar ciertas deudas
con maria2014@yanoestoy.com y después irme al mercado
donde siempre estaban al mismo precio los pescados
fabulosos de la isla, como si fuera el camaroncito en­
cantado al que había que rendirle cierto honor cierto
estado de gracia pero no sabe nadie del javiersalva­
dor@yanoestoy.com que escribía poemas a la noc­
turnidad del ser rara dicotomía para el que
se buscó un equipaje un zafarrancho para
el transmundo como si nada sucediera en
aquella pequeña habitación donde lesbisca­
sol@yanoestoy.com seguía en sus andanzas
si supieras berenice esa turba cómo llegó a la
calle línea en busca de una feria@yanoestoy.com que
predicaba un soliloquio para escapar de la bruma y yo
decía que no que nada era como aquella manía para
escapar de los domadores del silencio de los doma­
doresdelaluz@yanoestoy.com que una vez inventamos
desde un quicio donde se jugaba un algo un inconexo
estado del alma a contracorriente ahora que dijimos
adiós a José Emilio Pacheco a José Emilio Pacheco a
José Emilio Pacheco a joseemiliopacheco@yanoestoy.
com aunque algo hay en el fondo
87
[ para
seguir un criterio de vecindad ]
Habían clausurado el antiteatro
Las comidas de lujos alrededor de los domadores / Las esquinas para
los que pasan los límites
El falso techo de los que pudiera ser la penitencia
Habían cruzado sin decir nada a favor del barco a la deriva
el barco sobre las narices de los que comenzaron a husmear
en los libros
El que calló para seguir con su manía por los claroscuros
la energía cinética diría el otro
Después pensé que Ikú tendría siempre su asma sus
estertores en esos espacios del amancer
Habían dicho que a la Paccha Mamma tendríamos que salvar
De un tirón pero quemaron los libros en la casa
Quemaron los poemas de Rimbaud y sus cartas del vidente
Que no pude perdonar pero había que perdonar
Había que perdonar había que perdonar había que perdonar
había
Había que reír a los domadores sedientos a los domadores hediondos
Que vinieron para callame la boca Ikú esto estaba dicho
Por aquel teléfono que todos sabían que todos sabían
Que todos sabían que todos sabían que todos
Sabían / Hasta los perros esa noche no durmieron
88
[ ceci n ’ est
pas un pipe
]
un poema según la traición de las imágenes de rené magritte
En la familiarización de un cuerpo que va muriendo
Imagino el quebradizo escondite del espíritu (raro salvoconducto,
diría?). La supuesta primavera ronda
Ante los bancos solitarios del parque de San Juan de los Remedios,
Nada dice al que va de turno y mueve la cabeza. El arlequín para
Los domingos, en la traición de esas imágenes René Magritte
Se empeña en ofrecer ante el paradójico tiempo que esto no es una pipa.
Hay en los lienzos, en esas talanqueras, cerca de los fingidos
cuerpos, un juicio apocalíptico, crucial para definir lo que pudiera
Ser ese otro amor entre cuatro paredes. Rastros que deja lo semejante
Cuando se asume con la ambigüedad de las palabras, entonces
Ya no importa morir con seconal sódico o cortarse las venas después
de la crisis.
/en sentido estricto, debía yo fingir esas márgenes pero nada debo
a la trasvestida soledad.
89
Elogio de la traducción
Raúl Dorra
1 . la traducción conversada
Aunque mi experiencia efectiva como traductor es más bien breve (ensayos
y poemas casi siempre del francés, estos últimos buscados y trabajados como
quien busca y trabaja su propio gusto), nunca han dejado de interesarme los
arduos problemas referidos a esta actividad que está en el origen y en el de­
sarrollo de la cultura, o las culturas. Observada la traducción en un sentido
general, podría decirse que toda cultura es impensable sin ella puesto que
una cultura, aun la más conservadora, es, necesariamente, un proceso de in­
tercambios, un devenir sin finalidad preestablecida que adquiere dirección
en su propio movimiento, mejor dicho, en su propio tempo. El tempo, en efec­
to, de dicho proceso puede ir de la extrema lentitud propia de las culturas
llamadas primitivas, o frías, a la extrema aceleración tan propia de la cultura
actual, aceleración a la que tratamos de adaptarnos o a la que tratamos de
evitar, sin dejar de sentir, por el esfuerzo que nos cuesta una opción o la otra,
que vivimos en –o sobrevivimos a– una cultura del exceso. Todo intercambio
implica de algún modo una traducción que pone en juego bienes y valores,
ganancias y pérdidas. Acogida como una necesidad de sobrevivencia, o bus­
cada con entusiasmo, polimórfica, la traducción transforma con lentitud o
con dinamismo el devenir de las culturas, y, por su propia gravedad, tiende
incesantemente a reunirlas. Pero aquí no hablaremos de esa traducción po­
limórfica, ubicua, que cubre todos los aspectos de la vida social, sino de un
caso de traducción particular, la traducción de la palabra, que es, al fin y al
cabo, lo que entendemos de inmediato cuando hablamos de traducción.
90
elogio de la traducción
Mi experiencia efectiva como traductor es breve, ya lo dije, y siempre
feliz, acaso porque no es una profesión sino una oportunidad que me doy para
conocer sobre todo la lengua que hablo y observar el grado de proximidad o
lejanía que mantiene con otras. Pero dentro de esta breve experiencia hay
una a la que quiero referirme especialmente, acaso porque fue la más gozo­sa
y aleccionadora, la que me dio oportunidad de demorarme más en los de­
talles de esta labor y en consecuencia meditar más exhaustivamente sobre
pequeñas y decisivas cosas, puesto que, más que una meditación, se trató de
una diálogo sostenido por varias voces.
Hacia fines de 2003, y por iniciativa de Elena Bossi, reunidos algunos
amigos en Córdoba, decidimos emprender la aventura de formar un equipo
con el propósito de traducir a un grupo de poetas italianos, poetas poco co­
nocidos a los cuales se había referido Antonio Melis en unas clases de la
Maestría en Traduzione Letteraria que habían presenciado la propia Elena y
Jorge Accame en la Universidad de Siena. Aunque no sabíamos de qué modo
nos organizaríamos para trabajar, la iniciativa tuvo una respuesta favorable
así como un desarrollo entusiasta, y ella desembocó en un libro titulado es­
cuetamente: 5 poetas italianos, y subtitulado más sabrosamente: traducción y
conversaciones. Tal libro fue publicado por Alción en 2005.
Para reunirnos en ese libro, primero decidimos reunirnos en un grupo cu­
yos integrantes (Jorge Accame, María Teresa Andruetto, Silvia Barei, Elena
Bossi, Guillermina Casasco, Edwin Conta, Raúl Dorra y Gigliola Zecchin)
tenían, tienen, sus domicilios en diferentes ciudades (Jujuy, Córdoba, Buenos
Aires, Puebla), de modo que el diálogo no sería de boca a oreja sino de com­
putadora a computadora para dar cuenta de poemas escritos por Stefano Dal
Bianco, Alessandro Fo, Attilio Lolini, Nicola Muschitiello y Mario Specchio.
El caso es que la tarea que nos propusimos llevar a cabo se desarrolló
presidida por la atracción de algo que no sabíamos a dónde nos iba a condu­
cir, por el amor a la poesía, desde luego, y también a las licencias poéticas:
la ocurrencia insólita, el buen humor, el gusto por preferir el camino menos
práctico y menos económico. Así, coordinados por Elena Bossi y armados de
máquinas disparadoras de correos electrónicos, cada uno en su lugar, em­
prendimos esa travesía. Considerando el conjunto de poemas que queríamos
traducir, cada uno de nosotros eligió uno, o dos, para iniciar una especie de
91
raúl dorra
combate con el ángel. La idea era ha­
cer, cada cual, una primera versión en
castellano del poema elegido y girarla
al resto del grupo para recoger opinio­
nes, críticas y sugerencias. Debido a que,
como era de esperarse, las respuestas
hacían observaciones o proponían mo­
dificaciones con frecuencia no coinci­
dentes, o que coincidían sin dejar de
diferir, ello daba pie a un intercambio
tan enriquecedor como disfrutable. Las
vacilaciones eran muchas y las correccio­
nes sugeridas pocas veces obedecían a
un criterio racionalista o, digamos, sim­
plemente gramatical: se trataba más bien
de percepciones auditivas, de matices
semánticos, de gradientes de sensibi­
lidad o de criterios de adaptación. ¿Có­
mo traducir, por ejemplo, los dos últimos
versos de “Il sogno della madre”, de
Stefano Dal Bianco: restate lì, non ve ni andate / e copritela con uno scialle?
¿Usar el vos, el tú, el ustedes? Escribir “¿cúbrela, tapala, arropadla, abrí­
guenla? ¿Y cómo dar cuenta de scialle: chal, chalina, bufanda, o rebozo, si
cada una de estas palabras evocan una imagen y, sobre todo una sensación
diferente, más aún cuando se trata de proteger el sueño de una madre? Por
ejemplo, alguien de nosotros encuentra que la palabra chal tiene un sonido
abrupto y que, en cambio, chalina, “con sus tres sílabas”, suena como “más
abrigada y envolvente”. Cada versión era, entonces, discutida, corregida,
discutida una vez más, hasta que quien se había hecho cargo del poema
consideraba que ya había terminado de asentir, de negar, de explicar, de
vacilar, y, dando por acabada la conversación, ofrecía lo que consideraba su
versión definitiva.
Esas conversaciones fueron, no hace falta decirlo, lo más enriquece­
dor y lo que más nos entusiasmaba. Pero al comienzo del libro decidimos
92
elogio de la traducción
presentar un plato fuerte que no recuerdo a qué hora lo cocinamos, aunque
supongo que lo hicimos hacia el final, cuando ya nos sentíamos virtuosos en
el arte de la traducción a ocho voces, o cuando decidimos dar por finalizado
este, en el fondo humilde, esfuerzo. Elegimos para todos un mismo poema
(“Pomeriggi” de Atilio Lolini) y cada uno de nosotros hizo su propia versión.
Humildes o no, esas traducciones, esas conversaciones, aquel intercambio
de palabras que nos aproximaba a lo que, sin pudor, llamaría lo inefable,
fueron un aprendizaje que terminamos de apreciar cuando decidimos poner
un punto final y vimos lo que habíamos hecho: no una obra sino un obrar; un
camino siempre abierto.
2 . problemas de la traducción
Considerados los problemas generales a los que nos aproxima el tema de la
traducción, la experiencia grupal que acabo de resumir se sitúa, creo, en los
dos extremos del trabajo del traductor: el de mayor y el de menor dificultad.
La mayor dificultad la representa el hecho de que se trata de una traducción
literaria, y sobre todo de poesía, forma discursiva que, entre otras caracte­
rísticas definitorias, tiene la de ser aquella que más explota la materialidad
sonora de la palabra (su extensión, la disposición de sus sílabas y sus acen­
tos, su velocidad, la dureza o blandura de sus consonantes, la oscuridad o
claridad de sus vocales), y en ese sentido podemos decir que la poesía es
profundamente intraducible puesto que, de una lengua a otra, esa materia se
trabaja de una manera diferente. La atmósfera creada por el sonido (acentos
de intensidad, extensión de las curvas melódicas, altura y duración de las
vocales, transformaciones de la velocidad, rimas cuando las hay, en suma,
las aventuras del significante) son, como cualquiera sabe, más decisivas para
la significación del poema que los propios significados, fluctuantes, de las
palabras. Considerados estos matices, se llega rápidamente a la conclusión
de que no es posible pasar el sonido de una lengua a otra, por más próximas
que ambas estén, y por eso Octavio Paz llamó a sus traducciones Versiones y
diversiones, entendiendo la palabra di-vertir no en el sentido de divertimento
sino en de di-verso. Y sin embargo…
Sin embargo José Emilio Pacheco se enfrentó al tantas veces traducido,
93
raúl dorra
o vertido, soneto “El desdichado”, de Gerard de Nerval, e hizo de él, en su li­
bro Aproximaciones, una versión verdaderamente magistral en la que se dedicó a
trasladar, en todo lo posible, esto es, contra todo lo imposible, el sonido del verso
original; así, reprodujo el metro alejandrino (tan característico de la poesía fran­
cesa como el endecasílabo en la lírica culta castellana e italiana) y reconstruyó,
con una sola variación en los tercetos, el sistema, y aun la sonoridad, de las
rimas de modo tal que, trabajando el nivel fónico antes que el semántico,
logró crear una pregnante atmósfera nervaliana al mismo tiempo que se dejó
la libertad de escribir su propio soneto, un soneto, quiero decir, en el que en
un impecable castellano reúne su propia voz con la voz del poeta francés:
Yo soy el tenebroso, el viudo inconsolado.
A mi abolida torre la desdicha me guía.
Cargo una muerta estrella y un laúd constelado.
Son estos negros soles mi aciaga astronomía.
Bajo la áspera noche, tú que me has confortado,
devuélveme el oleaje y el mar al que cubría;
la herida en que se ahonda mi grito desolado,
el confín de la hiedra que a una rosa se alía.
Porque ignoro mi nombre deshice mis cadenas.
El beso de la reina en la frente me ha ungido.
Si he soñado en la gruta donde arden las sirenas,
también perdí mi sombra en el río de las penas,
mientras la órfica lira conciliaba en su olvido
el rumor de la virgen y algún canto perdido.1
En esta aproximación, Pacheco tomó decisiones osadas. Acaso las tomó
El conocido soneto de Nerval es así: “Je suis le ténébreux –le veuf, –l’inconsolé, / le
prince d’Aquitaine à la tour abolie: / Ma seule étoile est morte, –et mon luth constellé / Porte
le soleil noire de la Melancolie. // Dans la nuit du tombeaux, toi qui m’as consolé, / Rends-moi
le Pausilippe et la mer d’Italie, / la fleur qui plaisait tant à mon coeur désolé, / Et la treille où
le pampre à la rose s’allie. // Suis-je Amour ou Phébus, Lusignan ou Biron? / Mon front est
rouge encor du baiser de la Reine; / J’ai rêvé dans la grotte où nage la Sirène… // Et j’ai deux
fois vainqueur traversé l’Achéron: / Modulant tour a tour sur la lyre d’Orphée / Les soupirs
de la sainte et les cris de la fée.”
1
94
elogio de la traducción
porque el soneto de Nerval, casi como ningún otro poema escrito en francés,
se ha convertido en un desafío para los poetas aficionados a traducir y por lo
tanto el poeta mexicano contaba con el respaldo de las otras, muchas otras,
versiones.2 O acaso porque quiso llegar hasta un límite que le permitiera ver
su propio trabajo para juzgar distancias y cercanías, alejamientos y apro­
ximaciones. De una o de otra manera esta versión plantea, y a la vez da su
propia respuesta a la pregunta de cómo traducir un poema, qué es lo que se
puede conseguir, qué es lo que se debe resignar. Traducir, sobre todo tradu­
cir un poema, es adentrarse en la aporía pues se trata de una imposibilidad a
la que sin embargo es imposible renunciar. ¿Lo deploraremos o lo celebrare­
mos? Frente a esto se puede afirmar que ese tan difundido como pernicioso
y finalmente impotente epigrama: traduttore, traditore, es una broma que no
oculta su orientación metafísica, orientación según la cual siempre habría
un texto de origen, un texto incontaminado que no se puede trasladar sin co­
rromper y, por lo tanto, la verdadera traducción, la única que, como la madre,
no traiciona, sería una reiteración sílaba a sílaba del texto original, un texto
de llegada idéntico al texto de partida. Pero, según nos informa Jorge Luis
Borges, Pierre Menard escribió las mismas palabras que escribiera Cervan­
tes en su célebre novela y sin embargo terminó contradiciéndola, no sabemos
si a su pesar o si para enseñarle a aquellos epigramáticos que es imposible
repetir, o incluso leer, un texto sin modificarlo.
En realidad, no sólo en la literatura de tradición popular sino en lo que
A propósito de versiones de un poema, tengo un libro en el que Philippe Brunet recoge
Cent versions d’un poème de Sappho, del poema mejor conservado de la poeta que vivió en
la isla de Lesbos, poema sin título y que aquí aparece nombrado como L’égal des dieux (“El
semejante a los dioses”). Seguramente hay más, seguramente las versiones en diferentes
épocas y lenguas son innumerables dada la fama de Safo a través de los siglos: el libro (apa­
recido en 2009 en Éditions Allia) comienza recogiendo versiones en latín y luego pasa a reco­
ger versiones francesas escritas a partir del siglo xvi y llega hasta versiones escritas hacia
el final del siglo xx. ¿Cuál de todas ellas nos acerca mejor al original griego? Más que de
versiones, mucho más que de traducciones, podemos hablar de una incesante expansión de la
antigua y siempre renovada voz de Safo. ¿Hemos ganado o perdido con ello: lo único que se
puede hacer para aproximarnos a un poema lejano? ¿Debemos celebrar que toda versión
sea insatisfactoria y por ello genere otras y otras a lo largo del tiempo? ¿No es eso, acaso, la
literatura, y toda obra del hombre?
2
95
raúl dorra
llamamos literatura culta lo que tenemos son, siempre, inevitable y felizmen­
te, nada más que variantes o manifestaciones de un texto virtual, es decir,
un texto materialmente inexistente. Un poeta reproduce y transforma en sus
poemas a otros poetas que ha leído y aquellos que lo leen hacen otro tanto.
¿Podemos decir que el poeta de algún modo tradujo a otros que lo precedie­
ron? Bajtín advirtió que los hablantes de cualquier lengua se mueven siem­
pre entre la palabra ajena y la palabra propia, que el habla –el enunciado
como prefiere decir él– se construye sobre lo escuchado; que es necesario,
agrego yo, hacer de la expresión verbal (así como, por ejemplo, de la gestual)
una continua negociación entre lo que se repite y lo que se crea o se recrea.
Por otro lado, como cada lengua tiene su historia, un texto escrito en un cas­
tellano suficientemente alejado de nosotros debe ser agiornado, bien hacien­
do de él una versión actualizada o bien directamente leyéndolo pero en un
contexto de tal modo diferente, asociándolo a escrituras y acontecimientos
que vinieron después de la composición de dicho texto, que jamás lo recu­
peramos si es que no entendemos por recuperar el operar sobre las mismas
palabras una profunda transformación de su sentido.
Ahora bien, antes de reflexionar, o acaso divagar, sobre la traducción en
general, pero ya encaminándonos en esa dirección, me referiré a la parte
blanda de nuestro trabajo en equipo, es decir lo que he llamado hace un
momento el extremo “de menor dificultad”. En realidad, ya me he referido a
él al hablar de nuestra familiaridad con lo que en la jerga de los traductores
se suele llamar la “lengua de partida”, en este caso el italiano. El italiano es
una lengua tan próxima a la nuestra que podría pensarse que ambas integran
un mismo sistema, o un macro-sistema junto con las otras lenguas románicas
a las que algunos se obstinan en seguir viéndolas como dialectos del bajo
latín. En realidad, lo que podría decirse con menos precisión pero con más
coherencia es que se trata de variantes idiomáticas. Por esa razón, si en vez
de poemas italianos hubiéramos tenido la osadía de intentar traducir poemas
escritos en lenguas más distantes (el alemán, el ruso, el vascuence, y otras
aun cuya escritura no se base en la fonética, es decir, otras cuyas grafías
no evoquen sonidos o los evoquen indirectamente), la empresa sin duda no
habría sido tan divertida y lo más seguro es que hubiéramos terminado por
96
elogio de la traducción
abandonar, agarrándonos virtualmente de los pelos. De modo que no bas­
ta con pensar que en una traducción existe ese recorrido de una lengua a
otra sino que, en primer término, resulta necesario calcular cuán largo y
accidentado es dicho recorrido. Dado que actualmente un gran volumen de
traducciones recorre un camino que empieza en el inglés y otro, importante
aunque menos cuantioso, que va del portugués al castellano, lo accidentado
del recorrido no parece un problema demasiado grande. El portugués en
su origen se confundía con el gallego y, en cuanto al inglés, se trata de una
lengua que, aunque en el léxico no haya terminado de desprenderse de sus
raíces sajonas, su sintaxis es una simplificación de las sintaxis neolatinas y
su entonación tiene un registro cercano a la entonación del español, lo cual
es fácil de comprobar con tanto cine o video que nos ponen ante los ojos y las
orejas donde quiera que nos movamos. En cuanto al chino, lengua a la que
penosa pero aceleradamente los traductores profesionales deben dedicarse
a dominar (ya que pronto ella y sus hablante nos van a dominar a nosotros, y
entonces los chinos ya no se esforzarán por comunicarse en inglés, como lo
hacen ahora, sino que impondrán sus laboriosos ideogramas), el chino, digo,
tiene la doble dificultad de que su escritura no está diseñada a partir de
un sistema alfabético del tipo latino, como sí lo están el ruso, el árabe o el
hebreo, aunque sus grafías sean diferentes. El chino no posee un alfabeto
que reúna un relativamente breve número de grafías que evoquen sonidos
sino que tiene como signos de base un número muy alto de ideogramas, o sea
signos visuales formados por trazos que sugieren unidades semánticas (o
“ideas”). Como dice Geoffrey Sampson en su libro Sistemas de escritura,3
preguntarse cuántos grafos –o cuántos ideogramas– tiene la escritura china
es algo que simplemente no puede responderse porque es como preguntarse
cuántas palabras tiene la lengua inglesa. Un sistema irreductiblemente lo­
gográfico como el chino tiene una cantidad de caracteres prácticamente in­
finita aunque por razones convencionales se esté tratando continuamente
de reducir su número con la intención de dejar sólo aquéllos que bastarían
para entenderse en la comunicación habitual (que son los caracteres que
aprenden los niños en la escuela), así como de simplificar las líneas de su
3
Gedisa, Barcelona, 1997; trad. de Patricia Wilson.
97
raúl dorra
trazo. Decididamente, un libro del tipo 5 poetas chinos. Traducción y conver­
saciones no habría podido escribirse, no al menos si sus autores tuviéramos
que haber sido nosotros, con esos apellidos (Accame, Bossi, Andruetto, en
fin). Ser traductor del chino (y sobre todo de poetas chinos) es otra historia,
otra empresa que necesita de otros ingredientes, de herramientas indóciles
y, por lo mismo, mucho más exigentes pero que al fin y al cabo terminan por
manejarse porque, por más dificultades que presente la lengua a traducir, la
traducción, si bien puede retardarse, nunca se detendrá.
De modo que no sólo la distancia idiomática sino la pertenencia a un tipo
o sistema de escritura hace variar considerablemente el esfuerzo invertido en
una traducción y eso crea numerosos problemas que, supongo, los especia­
listas en el tema han estudiado con detalle. Pero también hay que considerar
(y creo que esto es lo primero en ser considerado) que cada texto pertenece a
un género discursivo y que cada uno de ellos tiene características que hace
más o menos dificultosa su traducción. No es lo mismo, para ir de extremo a
extremo, traducir un poema que una carta comercial o una escritura pública,
pues estos dos últimos tipos textuales siguen fórmulas preestablecidas que
se repiten de un documento a otro, lo cual facilita considerablemente la tarea
pues se trata de avanzar sobre frases más o menos previsibles. Todavía hay
que agregar, en este panorama, que la materia tratada por el texto a traducir
muchas veces exige una doble especialización. Un traductor de textos filo­
sóficos o científicos requiere también de un conocimiento de la materia más
o menos especializado. En este caso, la exigencia o la dificultad serán más o
menos pronunciadas de acuerdo a quiénes vaya dirigido el texto. Si se trata
de un texto escrito para un amplio espectro de lectores –un texto escrito por
un científico no para sus colegas sino para un público más amplio– el cono­
cimiento de la materia por parte del traductor puede ser, obviamente, menor
o más general; pero si se trata de un texto escrito para un espectro restringido
de lectores especializados, el traductor inevitablemente se verá obligado a
un conocimiento más consistente y específico. La retórica antigua distinguía
tres estilos generales del discurso o tres formas de construir un texto que,
creo, se mantienen en la actualidad, con las necesarias adecuaciones: en
primer lugar, el estilo que adoptaba el discurso cuando estaba dirigido a un
interlocutor situado por encima del hablante y dotado de mayor autoridad
98
elogio de la traducción
(entonces, como ahora, el ejemplo típico
era el discurso de un abogado que se di­
rige al juez así como, en nuestro medio,
la redacción de una tesis que ha de ser
evaluada por un tribunal); en segundo
lugar, el estilo que adoptaba un discur­
so dirigido a un interlocutor situado a su
misma altura y dotado de la misma au­
toridad, es decir a un par (un artículo,
por ejemplo, de una revista científica); y,
en tercer lugar, el que adoptaba un dis­
curso dirigido a un interlocutor situado
por debajo de su autor y al que había que
ilustrar o aleccionar (por ejemplo, un tex­
to didáctico). Estos estilos han recibido
diferentes nombres que pueden sinteti­
zarse en alto, medio y llano, estilos con
características tan bien diferenciadas
que, si se quieren traducir, lo que ten­
dría que empezar por traducirse es precisamente el estilo, pues es en estos
casos el factor más expresivo del discurso.
3 . traducción y globalización
Todo lo dicho me parece evidente aunque ahora la llamada globalización
alienta una continua y creciente circulación de personas y de mercancías
por lugares distintos y distantes de su origen, así como la tecnología de la
comunicación expande la información y el diálogo a través de una red tan ex­
tensa y compleja que el destinador-destinatario de un mensaje no sabe dón­
de está situado aquél o aquéllos a quienes habla o responde. De tal modo,
los caminos se vuelven más sinuosos, los estilos y aun las formas de escritura
se entrecruzan, cosa que tiene como resultado la producción de mensajes
altamente híbridos. En el primer caso, el de la globalización, es del todo
frecuente que las mercancías circulen con indicaciones hechas en varias
99
raúl dorra
lenguas e incluso recurran a una forma de comunicación visual tan primaria
como los pictogramas. Los pictogramas son trazos más o menos icónicos (di­
bujos, flechas, diagramas, etc.) tan despojados de fonetismo, o de lo que en
un sistema articulado serían las unidades mínimas, que muchos gramatólo­
gos convienen en excluirlas de los sistemas de escritura aunque hayan sido
hechos para dirigirse a los otros y hasta construyan mensajes relativamente
complejos. Grabados en la piedra, recortados en el tronco de los árboles,
pintados sobre la piel, tales recursos, según todo hace suponer, fue la pri­
mera forma de inscripción comunicativa (con fines pragmáticos, políticos o
rituales) que utilizaron los hombres. Sin embargo, debido a las formas de
circulación de los mensajes y a la diversidad de áreas idiomáticas que deben
cubrir, en la sociedad contemporánea los pictogramas proliferan: por ejem­
plo una simple caja de cartón o de lámina que contenga un novedoso objeto
doméstico maquilado en algún sótano limeño, pero que llega de Singapur con
etiquetas en inglés, siempre trae, para su buen manejo (por ejemplo para
abrirla como corresponde), alguna frase instructiva que se repite en varios
idiomas (chino, árabe, francés, portugués, castellano, etc.), la cual, a juzgar
por lo que alcanzamos a leer en castellano, ha sido traducida por algún po­
líglota de rigurosa incompetencia. Transcribo, para ejemplo, el comienzo de
unas instrucciones que en vano, y no ya en busca de ayuda para un usuario
sino por curiosidad de lingüista aficionado, traté alguna vez de descifrar: “Paso
No. 1: Jale el bordo central. Paso No. 2: Voltearlo hacia adentro de la misma”,
y así el resto. Justamente por ello, previendo las pifias del políglota, o a veces
reforzándola, la instrucción para el buen uso agrega una serie de flechas,
líneas punteadas, círculos, alguna mano suelta con el dedo índice levantado,
al igual que otras indicaciones visuales tan meticulosamente desorientado­
ras que el desconsolado usuario termina abriendo la caja con un cuchillo, un
punzón o un serrucho, después de haber advertido que recurrir a las patadas
sólo sirve para descargar el mal humor, no para abrir la invicta caja. Y para
el caso en que la mentada caja contenga objetos más sofisticados –sobre todo
aparatos electrónicos–, con seguridad el usuario encontrará, además, un ma­
nual, donde a las instrucciones dadas en diferentes idiomas, y siguiendo un
orden inefable, se le suman pictografías más complejas: dibujos de las partes
del aparato en cuestión atravesadas por líneas que terminan en una botone­
100
elogio de la traducción
ra, en un dial, en una aguja que mide alguna cosa, a lo que se le agregan algo
así como caricaturas que simulan personas, o pedazos de personas (brazos,
pies, torsos con sus respectivas cabezas, una cara que exagera el gesto de una
profunda y casi asustada concentración y en seguida otra, ésta sonriente,
triunfante, que expresa algo así como: “¡Eureka!, ¡ya le encontré la vuelta!”
Y es el momento en que el usuario entiende lo que debe hacer: buscar la
libreta del teléfono y pedir auxilio a algún amigo graduado en ingeniería
electrónica o simplemente menos torpe que él en el manejo de aparatos.
Pero escrituras o no (caritas sonrientes que nos sugieren que el mundo,
lejos de ser feroz, es una fantasía de Disney, animalitos que exhiben miradas
lánguidas y cartelitos con palabras tan tiernas que no hay corazón que se
resista), las pictografías, digo, se han hecho imprescindibles en este mundo
globalizado porque, según también se supone, ellas no necesitan de un tra­
ductor aunque sí necesitan del manejo de ciertas elementales convenciones.
Todo ello, trabajosa o desaseadamente, también forma parte del mundo de la
traducción pues estamos en presencia de la circulación de mensajes cuyos
códigos es necesario aprender y trasponer.
En cuanto a la comunicación que circula en la red, en ella se da una
continua hibridación para construir mensajes según las circunstancias lo re­
quieran. En una sesión de chat –sin duda cualquiera lo sabe mejor que yo– se
mezclan diferente sistemas de escritura (logografías, fonografías, pictografías),
así como recursos de los que se echa mano en el momento: palabras abrevia­
das con símbolos numerales, neologismos ad-hoc, invenciones jergales. Aquí
toda gramaticalidad queda de lado, ya sea por ignorancia o por apuro pero más
seguramente por un afán de expresividad para la cual la gramática deja de ser
una norma para convertirse en un estorbo. Se trata de un continuo cifrar y des­
cifrar por parte de los interlocutores, de una continua invención y una continua
traducción. ¿Pero traducción de qué a qué? ¿De un sistema otro, de un código
a otro? En realidad se trata de un código que se va creando y transformando a
medida que el diálogo avanza, mensajes que activan la función fática, la función
expresiva y la función conativa, y que reúne a dos o más constructores de un
lenguaje único y plural, eficaz pero efímero con el que cada uno trata de apro­
ximarse al otro hasta casi tocarlo (las groserías, por ejemplo, tan frecuentes en
este lenguaje, son un modo de tocar y aun de sacudir al otro) ignorando con
101
raúl dorra
toda decisión que se trata de una acción puramente virtual. Se podría hablar
de una intratraducción (si la palabra no sonara tan feo) compartida y volátil
puesto que los códigos son por completo fluctuantes y acomodados al momen­
to, un momento en el que domina la pulsión erótica y la pulsión retórica del
lenguaje. Aquí menos que nunca se podría decir que hay un traduttore y un
posible traditore porque no hay texto de origen ni de llegada sino un mensaje
que se construye ahí, en el momento en que se devora a sí mismo.
Pero la globalización, combinada con la tecnología, ha hecho proliferar otra
práctica de la traducción. Me estoy refiriendo a la traducción que suele es­
pecificarse como “interpretación” y que yo prefiero llamar vocalizada. Esta
variedad de la traducción (en la que el traductor vierte a una lengua lo que
alguien está diciendo en otra) puede ser segmentada o simultánea y requie­
re de un entrenamiento especial actualmente muy cotizado. Dado que el
mundo se encuentra en un continuo pero al parecer insuficiente estado de
catástrofe, se ha hecho cada vez más necesario que los personajes llegados
de diferentes partes del mundo con especialidades confusas –presidentes,
embajadores, secretarios de Estado y otra gente de parecido pelaje– se reú­
nan para desarreglarlo un poco más con sus decisiones o recomendaciones.
Y para que todos entiendan las cosas que ahí se dicen, esta forma de traduc­
ción, imprescindible, se vuelve objeto de una demanda creciente. Yo nunca
he ejercido la traducción vocalizada, así como tampoco he sido copista, pero
he pensado un poco en ambas profesiones y me ha parecido que, por más que
estén tan alejadas entre sí en tantos sentidos, el traductor vocal ha de tener
un entrenamiento parecido al de los copistas de la antigüedad porque ambos
deben ejercitar la memoria inmediata, una memoria que, en el caso ideal,
tendría que funcionar tan espontáneamente, o tan automáticamente, hasta
volverse una suerte de memoria ciega. El trabajo del copista consistía en pa­
sar sus ojos sobre una superficie escrita y memorizar los trazos de manera tan
veloz que pudiera reproducirlos de corrido y, por decirlo así, sin ser cons­
ciente del gasto memorístico que esto suponía. El traductor vocal, sobre todo
si traduce simultáneamente, ha de recoger, por su parte, los sonidos de una
lengua y, en el caso ideal, dejar que esos sonidos se conviertan en su boca
en sonidos de otra lengua de tal modo que se borre de su conciencia el gasto
102
elogio de la traducción
de memorización y de transformación que eso supone, pues tanto el copista
como el traductor, así como continuamente memorizan, deben continuamen­
te olvidar lo que acaban de tener en la memoria para hacerle lugar a lo que
sigue. De este modo la memoria se llena y se vacía todo el tiempo pues, para
seguir avanzando, la escritura o el habla que continuamente trasladan, con­
tinuamente debe ir quedando atrás. Se trata, para mí, de un ejercicio admi­
rable, y también paradójico pues la memoria que es, precisamente, el órgano
de la retención, en estos casos recoge y da salida prácticamente sin retener.
Claro que entre el copista y el traductor vocal hay una diferencia de fondo.
Dado que el copista debía recoger y trasladar las grafías de una página a otra
sin transformarlas, podía realizar este ejercicio sin conocer la lengua que
estaba transcribiendo. El traductor vocal, por su parte, realiza una operación
de pasaje y de adaptación entre dos lenguas que conoce y que domina.
Es claro que la traducción vocal, si bien se multiplica por las exigen­
cias de la globalización no es, ni mucho menos, una invención de ésta. Por
el contrario, desde siempre, desde que una comunidad –llevada por un afán
de conquista o de comercio– entra en contacto con otra que habla un idioma
diferente, se vuelve necesario un intercambio de mensajes, y dado que el len­
guaje gestual resulta demasiado precario y por lo tanto insuficiente, siempre
fue necesario que alguien de una comunidad tanto como alguien de la otra,
ambos dotados de una alta capacidad para apropiarse del idioma del otro,
sirviera como puente, es decir, asumiera el papel de traductor. Los pueblos
nómadas, las comunidades que se expandían en la caza o la conquista, siem­
pre debían disponer de lenguaraces, hombres conocedores o poseedores de
una especial habilidad, para aprender en breve tiempo y usando técnicas
más o menos espontáneas una lengua hasta hace poco desconocida. La his­
toria de México está marcada, en su origen, por la conducta de la indígena
llamada Malintzin, más conocida como la Malinche, esa mujer dotada de be­
lleza física y de habilidad verbal a la que Cortés hizo su amante y su lengua­
raz, lo que le sirvió de manera decisiva para sus expediciones de conquista.
4 . grandes momentos en la historia de la traducción
Pero hablando de traducciones vocales, yo no conozco (aunque seguramente
103
raúl dorra
lo habrá) otro caso más llamativo, más impresionante que el de la lectura de
la Biblia hebrea, y más precisamente de la Torah (La Ley), en las ceremonias
sabáticas que se llevaban a cabo en las sinagogas en los siglos que prece­
dieron al nacimiento de Jesús. En efecto, debido a que a fines del siglo v
antes de nuestra era Darío, el rey persa que permitió el retorno de los is­
raelitas desterrados en Babilonia, ordenó que en todo el territorio palestino
y otras zonas aledañas se hablara el arameo imperial, esos israelitas, salvo
los eruditos rabinos, terminaron de alejarse del idioma hebreo (sobre todo
del hebreo hablado en los tiempos de Moisés) y de adoptar el arameo. Por lo
tanto, ya no podían llegar a los libros bíblicos sin pasar por esta variante del
arameo, razón por la cual se lo conoció también como arameo bíblico. Poco
después de la muerte de Darío, el gran rabino Esdras, comisionado por el
emperador Artajerjes, reorganizó, o más bien organizó, la liturgia judía y,
entre otras medidas, dispuso que el targum (traducción aramea del original
hebreo) formara parte de esa liturgia. Así, en la ceremonia sabática en la que
se avanzaba, sábado a sábado, en la lectura de La Ley y de Los Profetas, a
esta lectura hecha directamente sobre el texto sagrado por quien ejercía la
función de qore, se le agregaba la tradución aramea hecha por el metargu­
men. Este último debía ser una persona diferente, ocupar un lugar inferior y
hablar (no leer) en voz más baja, alternándose con el qore, versículo tras ver­
sículo. La traducción del metargumen debía guardar un siempre conflictivo
equilibrio entre lo literal y lo improvisado, pues no podía caer en un extremo
ni en el otro. “Quien traduce el versículo literalmente –había sentenciado
el rabí Yehudas desde su gran autoridad– es un falsificador, y quien añade
palabras a su antojo es un blasfemo.” De modo que la traducción aramea del
hebreo tenía que avanzar siempre sobre una cuerda floja.4
Pero la historia de las traducciones de la Biblia, debido a los despla­
zamientos tanto como a la expansión del pueblo hebreo y posteriormente,
sobre todo del cristianismo, estaba destinada necesariamente a ser una de
las grandes y renovadas aventuras del espíritu. Ya hacia el siglo iii antes
de nuestra era, a raíz de las deportaciones decretadas por los emperadores
A esta liturgia de la traducción me he referido en “El libro y el espíritu”, artículo que
integra el libro Entre la voz y la letra, buap-Plaza y Valdés, México, 1997.
4
104
elogio de la traducción
persas que ocupaban una y otra vez el suelo palestino, gran parte de la po­
blación se hallaba dispersa en grandes ciudades como Babilonia y más tarde
Alejandría de modo que, con el tiempo, las sucesivas generaciones ya no ha­
blaban tampoco el arameo sino el griego. Así, para mantener la piedad, ne­
cesitaban ahora con urgencia tener acceso a la escritura sagrada a través de
la lengua que Alejandro Magno, con sus grandes expediciones y conquistas,
expandiera por prácticamente todo el medio oriente. De modo que, ya desde
mucho antes de la era cristiana, se habían emprendido varias traducciones a
esta lengua, la griega, que, diríase, había llegado para quedarse. Ninguna de
estas traducciones, sin embargo, alcanzó la autoridad de la llamada Biblia de
los Setenta o Septuaginta, traducción que fue recibida como fruto de la ins­
piración del Espíritu Santo, y, declarada por la autoridad rabínica, también
ella sagrada como la hebrea, lo cual no es poco decir. Lo que más colaboró
para otorgarle este privilegio fue una leyenda piadosa entre cuyas virtudes se
contaban la eficacia publicitaria y otras estrategias que de cualquier modo
respondían a una necesidad de la fe. Según esta leyenda, que tendría su ori­
gen en una supuesta Carta de Aristeos (un tal Aristeos del que no se tiene
ningún dato), setenta y dos sabios llegados a Alejandría desde Jerusalén se
encerraron en celdas separadas y trabajaron durante setenta y dos días, al
cabo de los cuales cada uno de ellos había realizado una traducción exhaus­
tiva y de tal modo idéntica a la de los otros que no podía dudarse que todos
habrían recibido, palabra tras palabra, la misma inspiración divina.
Desde entonces fue lícito plantearse esta pregunta: ¿qué lengua habla­
ba Yaveh? ¿No era acaso la que hablaban los miembros del pueblo hebreo y
sólo ellos desde que sólo a ellos eligió para sellar un pacto proclamado desde
el Monte Sinaí con una voz de tal tamaño y poder que arrancaba las piedras e
incendiaba los árboles y a la que únicamente Moisés podía resistir? ¿En qué
otra lengua pudo haber compuesto Moisés esos cinco libros en los que trató
de infundir el vértigo proveniente de aquellas palabras que quedaron graba­
das en unas tablas de roca? Pero, por lo visto, si bien paralizó a los israelitas
(según consta en el libro del Éxodo 20:19, los israelitas dijeron a Moisés:
“Habla tú con nosotros y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros
para que no muramos”), ese poder de la voz de Yaveh no fue suficiente para
detener la actividad de los traductores porque, después, aquellas inviolables
105
raúl dorra
palabras escritas por el propio dedo
del Señor no sólo fueron traducidas al
griego sino, inexorablemente, a to­
das las lenguas, incluida la italiana,
aunque no estoy seguro de que fuera
el italiano utilizado por nosotros en
nuestra traducción. De una o de otra
manera, todo esto me sugiere que la
profesión más antigua del mundo no
es la que muchos dicen, sino la tra­
ducción. La más antigua y la que tie­
ne, por otra parte, más o, al menos,
mejor futuro.
Pero volviendo a esta gigantesca
epopeya de las traducciones bíblicas,
y al mismo tiempo abreviando, sólo
recordaré dos, que fueron verdadera­
mente dos prodigios con vastas con­
secuencias no sólo para la expansión
de la cristiandad y de sus principios
doctrinarios sino para el futuro de las lenguas en que estas traducciones
fueron hechas. Hacia el siglo iv, Ulfilas, el obispo godo que realizaba una in­
tensa tarea de propagación del evangelio entre los escandinavos formados en
las tradiciones célticas, decidió emprender la traducción de la Biblia en una
lengua que carecía de escritura y debió, para ello, inventar un alfabeto, el al­
fabeto rúnico, a partir del cual Ulfilas reconstruyó un léxico, trató de normar
una sintaxis y sobre todo modificó el sentido con que una población no sólo
analfabeta sino indócil debía acoger las palabras que salían de la boca de los
pocos individuos alfabetizados que estaban en condiciones de leerlas en voz
suficientemente alta y con una entonación suficientemente adecuada como
para operar un cambio no sólo en los hábitos cotidianos sino en el modo de
conocer el mundo. A esta traducción, a esta epopeya letrada protagonizada
por el obispo godo, de la cual pocos guardan memoria, se refirió someramen­
te Borges en su libro Antiguas literaturas germánicas.
106
elogio de la traducción
En cambio, de la otra gran traducción a la que quiero referirme, nadie,
al menos en el mundo cristiano, ha dejado de hablar hasta hoy, porque con
ella la Iglesia, mejor dicho la institución del papado, se fracturó sin reme­
dio. Hablo, desde luego, de la traducción de Lutero. Para esta empresa que
era un elemento central en su lucha reformista, Lutero debió enfrentarse no
sólo al poder de la curia romana y de los prelados alemanes sino a su propia
lengua, a la que debió refundar para que las escrituras fueran accesibles a
una lectura privada y a una interpretación –¿diríamos traducción?– libre.
Comoquiera que haya sido, la Biblia de Lutero significó, entre otras cosas
trascendentes, el paso del alemán medio al alemán moderno y por ello po­
dría decirse, no sin fundamento, que la lengua que hablan hoy los alemanes
comienza en la Biblia de Lutero. ¿Lutero traditore? Muchos gustosamente
piensan así pero casi nadie refiriéndose a sus proezas como traductor sino a
las irreversibles consecuencias de su prédica reformista.
En fin, no quisiera terminar este corto recorrido por capítulos memora­
bles de la traducción sin referirme a otro tan importante como singular en la
historia de la cultura en el que, de paso, volvemos a encontrar la traducción
vocal pero esta vez combinada con la escrita en un muy curioso proceso. Tal
capítulo se desarrolló en Toledo, hacia el siglo xii. Toledo, una ciudad larga­
mente famosa pues había sido capital del antiguo reino visigodo antes de ser
una importante capital del mundo árabe en la que destacaban las grandes y
magníficamente provistas bibliotecas que recogían todas las expresiones de
las artes y la ciencias del mundo antiguo. Según refiere Ramón Menéndez
Pidal en su libro España, eslabón entre la cristiandad y el Islam, en esas bi­
bliotecas estaba, traducida al árabe, toda la ciencia griega que los cristianos
habían tratado de ignorar porque se referían a las leyes de la naturaleza:
estaba la física de Aristóteles, la geometría de Euclides, la astronomía de
Tolomeo. Y también, de primera mano, los conocimientos desarrolladas por
los propios árabes, como la ciencia médica cultivada por Avicena, la polifa­
cética filosofía de Averroes y sus célebres comentarios de la obra de Aristó­
teles, pero también lo que los árabes habían recogido de la cultura china y
de la cultura indostánica. Esta urbe tan favorecida, Toledo, fue la primera
gran ciudad musulmana en caer en manos de los cristianos en plena guerra
de reconquista de sus antiguos territorios y una de las que más fructífera­
107
raúl dorra
mente reunió, como Granada o Córdoba, tres grandes núcleos poblacionales
integrados por árabes, cristianos y judíos. En este trío, los que mediaban en
las relaciones siempre tensas entre árabes y cristianos fueron los judíos, so­
bre todo los judíos cultos. Un siglo después de esa reconquista tan venta­josa
para los cristianos (perdieron una ciudad relativamente pobre y más bien bár­
bara y la recuperaron refinada, rica y espléndidamente culta), el arzobispo
que pasó a la historia con el nombre de Raymundo comenzó la empresa de
allegarse traductores y escribas para pasar los caracteres árabes a las grafías
latinas. Pero el que verdaderamente encontró un modo más eficaz de cruzar
ese puente fue, años después, el canónigo de la catedral de Toledo, Domin­
go Gonzalvo, más conocido como Gundisalvo. Dado que los cristianos no
conocían el árabe y que ni los árabes ni los judíos conocían el latín pero los
tres grupos se entendían en la lengua romance hablada en las regiones cas­
tellanas, Gundisalvo, en general buscando el auxilio de un judío arabizado,
se hacía leer en voz alta el texto árabe pero transformado en romance caste­
llano. El judío, pues, traducía en voz alta el árabe al romance y Gundisalvo,
mientras escuchaba esas palabras familiares, las iba escribiendo, laboriosa­
mente, frase tras frase, en un cuidadoso latín. ¿Traduttore traditore? El caso
es que este recurso ideado por Gundisalvo en el que había una escritura
culta de origen, una suerte de dialecto vulgar que servía como lengua de pa­
saje y otra escritura culta como escritura meta, dio lugar a una peculiar ac­
tividad conocida como Escuela de Traductores de Toledo. Aquella escuela,
sin duda, no estaba tan organizada como una Facultad de Lenguas que tiene
sus horarios, sus programas y calendarios, porque lectores y traductores to­
ledanos comenzaban su jornada cuando hacían un alto en otras actividades
y las acababan probablemente cuando uno tenía la boca ya demasiado seca
o el otro los dedos ya muy acalambrados. Pero esta pasmosa, tal vez única,
manera de traducir dio un impulso también irreversible a la cultura, y aun a
la civilización, de la Europa cristiana por esos días tan atrasada con respecto
a la cultura árabe o a la hebrea.
5 . nuestro aporte a la épica del traduttore
Uno no es Gundisalvo ni mucho menos Ulfilas, pero algún grano de arena
108
elogio de la traducción
puso a favor del desarrollo de la traducción. Aunque sólo fuera escribir este
artículo, que es una especie de apología o, más exactamente, un testimonio
de admiración por la secular actividad de los traductores sin la cual, como
dije, no podría concebirse la cultura. La palabra traducir es de origen latino,
como la mayoría de las palabras de nuestra lengua, y su raíz proviene del
verbo ducere (llevar) por lo que, de acuerdo a su etimología, vendría a signi­
ficar literalmente llevar a través. Esto nos sirve apenas de orientación, pues
el uso ha hecho que la palabra traducir evoque inmediatamente el hacer
pasar las palabras de una lengua a otra. Pero aun esta aclaración no tiene en
cuenta la raíz didáctica y por lo tanto ética y cognocitiva de la traducción.
Porque, así como la entendemos, se trata de un acto de conversión verbal
que permite no sólo expandir sino reunir el saber de los hombres, traer al
ámbito de lo conocido aquello que de otro modo permanecería cifrado por
grafías que están, en mayor o menor grado, fuera de nuestro entendimiento
y por lo tanto seguirían perteneciendo al orden de lo desconocido. Por eso
también, incluso dentro de nuestra misma lengua, cuando alguien se expresa
con palabras que nos resultan de difícil acceso y otro las transforma, así sea
aproximadamente, en palabras que nos resultan más accesibles, decimos
que lo traduce, lo cual es un acto de pasaje y un gesto de solidaridad hacia
los que, sin ese gesto, quedarían excluidos del mensaje.
Moviéndose en sentido contrario a este trabajo de clarificación verbal, hay
lenguajes de ocultación, intencionados o no, que van desde el lunfardo en
su primera fase, cuando era un habla practicada por marginados que no
distinguían si una palabra era de raíz hispana o una deformación de alguno
de los muchos dialectos del italiano con los que tenía una incierta familia­
ridad, hasta las formas herméticas que tienen la expresa intención de hacer
que tal o cual tipo de mensajes permanezca en lo oculto, inviolable para los
ignorantes y accesible sólo a unos pocos iniciados. Hablas intransitivas, len­
guajes de exclusión que trazan un límite entre el adentro y el afuera, entre lo
propio y lo extraño, todo lo cual proviene de una ideología de la retención. La
traducción, en cambio, corresponde a otra ideología del conocimiento, una
ideología de la transitividad y de la circulación distributiva. El saber, según
ello, sería un bien que se construye y se enriquece en la medida en que se
109
raúl dorra
comunica o, mejor dicho, que se distribuye, lo que, de paso, supone que to­
dos los hombres están dotados y aun llamados para, y por, ese saber. Galileo
decía que la naturaleza se expresa en lenguaje matemático y esto significaba
para él que sus leyes eran potencialmente accesibles a todos los hombres,
pues supuestamente todos podían, o pueden, acceder a la matemática. Ello
motivó, como se sabe, un enfrentamiento entre este sabio obstinado y pole­
mista y una Iglesia todopoderosa y retentiva para la cual todo estaba cifrado
desde un principio, y definitivamente, en las palabras de un Dios aristotélico
cuya interpretación había quedado bajo la custodia de la curia romana. Y
aunque para mí las matemáticas, a la verdad, son igualmente misteriosas,
reconozco en Galileo la decisión de convertirse en una suerte de traductor.
Obstinado polemista, Galileo Galilei hablaba un italiano que yo para nada
estoy seguro de poder traducir, ni siquiera entender, porque él hablaba en
voz alta, mezclando muchas veces autoridad y cólera de modo que, oyén­
dolo, hubiera comenzado a dudar de mi italiano manchado por la indecisa
niebla del riachuelo. De cualquier manera, también más tarde dudé de mi
pobre italiano aunque me supiera, me sepa, de memoria el famoso soneto
que Dante dedicó a Beatrice y aunque estuviera ante amigos queridos que
compartían no sólo mis gustos y mis conocimientos sino ese dichoso viaje en
el que, entre conversación y conversación, tratábamos de analizar las suti­
lezas de la lengua italiana en aquellas otras palabras escritas en voz baja y
con entonación lírica. Yo, del conjunto de poetas que habíamos seleccionado
para traducir, elegí un poema de Alessandro Fo titulado “Il nemico della
ballena” (“El enemigo de la ballena”), que era un breve poema de amor y de
muerte en el que Ahab explica que no es él el que persigue a la ballena sino
que es ella, la ballena, la que, impulsada por el amor, va tras él en busca de
ese arpón que la aniquilará, pues el amor, como la literatura nos lo ha ense­
ñado, es una secreta búsqueda de la muerte pero de la muerte vivida como
plenitud gozosa. Armado, recuerdo, de esos bellos sentimientos emprendí mi
versión castellana y se la mostré al resto del equipo. También recuerdo que
Jorge, Elena y Gigliola (es decir, la vanguardia itálica del grupo) me dijeron
enseguida: tu traducción está muy bonita y tu mayor acierto fue haber ele­
gido un poema más bien breve; si no te molesta, yo en tu lugar la cambiaría
110
elogio de la traducción
toda. Y cada uno, en efecto, hizo otra versión y me la envió, ahí delante de
todos los otros, explicándome por qué me proponían poner esto en vez de
aquello. Yo les expliqué que había querido mejorar un poco el original (he
dicho al comienzo que nuestros poetas italianos eran poco conocidos, agrego
ahora que, jóvenes, aún no tenían un dominio maduro del oficio) no sólo para
desviar la conversación llevándola a un tema que, entre veras y bromas, no
me parece tan ilegítimo, sino porque en algún punto era, en este caso, cierto.
El caso es que al original que decía, que dice:
non sono io, Achab
–que la inseguo
mosso da una molla ch’è poi amore.
Il suo nemico è quello che lei insegue,
l’arpione che la fugge
o ostenta amore
ma senza amarla.
Soltanto lui può davvero
annientarla,
imaginando, a pesar de todo, mejorarlo un poquito, sobre todo elimi­
nando esa suerte de rima final (amarla-annientarla) tan marcadamente extra­
ña a la sonoridad del resto del poema, lo dejé como sigue:
no soy yo, Ahab
–que la persigo
impulsado por un arco que es al cabo amor.
Su enemigo es aquel que ella misma persigue
el arpón que la esquiva
–o que ostenta amor
mas sin sentirlo.
Sólo él puede en verdad aniquilarla.
¿Qué hacer con alguna frase, algún verso, que nos parezca algo fallido,
111
raúl dorra
es decir que no responde al propio espíritu de la versión que estamos tratan­
do de verter a nuestra lengua? Yo me he planteado varias veces esta pregunta
traduciendo artículos para una revista de estudios semióticos que editamos
en Puebla. Me he preguntado, por ejemplo, si cuando uno advierte que en
el original hay alguna redundancia, alguna oscuridad o alguna incoherencia
en las frases, uno debe dejarlas así, incluso con el riesgo de que esos fallos
sean atribuidos al traductor. Por fortuna, en la mayoría de los casos, dado
que se trata de artículos que provienen de investigadores que están en acti­
vidad, se puede discutir esto con el propio autor que, tras ese diálogo, hasta
puede llegar a convencerse de que su artículo le quedó mejor en español
que, por ejemplo, en francés. ¿Corregir? Es una pregunta que, con mucho
cuidado, uno podría hacerse: ¿cuándo, hasta qué límite y en razón de qué? Es
cierto que, en la mayoría de los casos, un traductor no cuenta con la ventaja
a la que acabo de referirme (la de poder discutir con el autor) aunque la
pregunta siempre se plantea. También hay que considerar que a veces uno
se encuentra con textos incompletos, o con más de una versión del mismo
texto, o con un texto anónimo donde se puede percibir que pasó por varias
manos antes de llegar a nuestros ojos; en fin, cuando uno ve el trabajo de
reconstrucción de ciertos textos (incluso escritos en nuestra propia lengua)
se hace cada vez más preguntas al tiempo que toma cada vez más precaucio­
nes. Pero volviendo a la ballena malherida y al atribulado Ahab, desde luego
que atendí y agradecí las propuestas que me hicieron llegar, y que hice una
nueva versión tomando y dejando según me parecía apropiado. Y supongo
que, como en todos los otros casos, en nuestro libro esta nueva versión que­
dó mejor que la presentada en primer término. Del mismo modo que espero
que, después de leer este trabajo, o mientras lo lee, el lector pueda mejorarlo
con su propia lectura y sobre todo enriquecerlo con más propuestas acerca
de ese paso muchas veces crucial que supone una traducción. Y sobre todo
acompañarme en este elogio.
112
Tres poemas
Ángel Ortuño
“usted (es decir yo es decir todos excepto satanás)”
“El sexo es sólo una parte de la dependencia sexual”
afirma Nan Goldin.
La otra parte, claro, son las canciones.
Ninguna es el total.
Ni siquiera juntas porque lo junto
queda a un lado:
ningún cuerpo puede, al mismo tiempo, ocupar el lugar de otro. Esta
es –nos dicen– la ley de la impenetrabilidad.
Nos aclaran (respire) que rige a la materia ordinaria.
Pero justo ése (ya ve) es siempre nuestro caso:
usted no es un neutrino
y el ciclorama sólo es un carrusel de habitaciones baratas.
¿Monta en el pavorreal de los moretones y quemaduras de cigarro?
¿O prefiere el bonito caballo blanco de crines doradas
porque es sin lugar a dudas el más sucio?
Todas las vueltas van acompañadas de canciones.
113
Usted (es decir yo es decir todos excepto Satanás) es un ternero
(en la carnicería
si paga tres centavos
puede usar el teléfono).
Lo mismo da la Biblia que el código civil
porque aquí no se trata ni siquiera de obedecer
(sino de hervir).
Se puede acurrucar en el pasillo (sobre la alfombra) mientras todo jamás
termina de ocurrir.
factores de convivencia asociados al aprendizaje
Dar patadas al mobiliario.
Salir de clase en presencia del profesor.
Escupir en el suelo.
Entrar en los baños del otro género y no trabajar
en equipo.
Difundir rumores.
En fin, este manual sólo pretende
servir como una guía general aunque me han dicho
que me iban a lastimar o pegar.
Me han roto cosas.
Se han burlado de mí, usan
114
drogas
y palabras malsonantes pero
no han encontrado ningún estudio que vincule
explícitamente
todos esos aspectos.
usted no ha visto monstruos como éstos
Los mecanismos de colapso ahora
se corroen, atascan y deforman,
es decir
que las mesas y sillas –o si prefiere, aquellas superficies
para interactuar en eventos sociales–
ya no van a plegarse a sus deseos
y al final de la fiesta los meseros maltratan
el equipo, maldicen
al último invitado
y proclaman a gritos que el novio ya no es virgen, que la novia
fue en otra vida
un señor con bigotes e importancia en la industria
de los banquetes
cuya fe en la metempsicosis
no era sino la inconfesable expectativa
de usar alguna vez medias de red.
115
En el principio
Úrsula Fuentesberain
Ya no puedo contenerlo.
Es como si algo se hubiera cuarteado dentro. Como si todo este tiempo
hubiera tenido una presa interna y ahora estuviera a punto de ceder ante una
fuerza oscura. Siento cómo ese bolo caliente pugna por salir y no hay nada
que pueda hacer para evitarlo.
Empezó ayer. Aída me llevó a cenar por mi cumpleaños. Yo estaba mal­
humorado, me sentía especialmente viejo esa noche. Fui al baño y mientras
veía mi casi medio siglo reflejado en el espejo sentí cómo el bolo subía por
mi esófago. Me incliné sobre el escusado para vomitar pero no pude hacerlo.
Me metí los dedos a la boca y sólo me provoqué arcadas secas. Entonces
escuché una risa burlona que venía de adentro de mí.
El malestar pasó repentinamente, pero cuando me miré en el espejo
una voz dijo que había llegado el momento de comenzar mi vida verdadera.
Y yo, aunque estaba petrificado de miedo, sonreí.
Alquilé un departamento a unas cuadras de mi oficina. Yo no quería hacerlo,
fue obra de él, de ese hombre que me habla desde adentro y que controla al
bolo caliente. Él empujó mis pasos a la calle y pulsó el timbre de un edificio
en ruinas con un letrero de “Se Renta”.
El casero no me dio contrato, pero tampoco me pidió identificación.
Mis vecinos más próximos viven dos pisos abajo. Siento de nuevo ese bolo
subiendo por mi garganta. Mañana, dice él.
116
en el principio
Ha sucedido.
En cuanto dieron las seis, salí de
la oficina sin despedirme y subí las es­
caleras del departamento a toda veloci­
dad. Me sentía como una perra preñada
buscando con urgencia un lugar oscuro
para parir.
Al principio no estaba seguro de
cómo hacerlo. Intenté apretarme el estó­
mago, me presioné la campanilla con los
dedos. De nuevo escuché su risa burlo­
na. Entonces sentí que el bolo se dirigía
hacia mi boca y escupí: era un hueso
pequeñísimo.
Consulté una página de anatomía, el hue­
so pertenece al dedo meñique.
Quiero pedir ayuda, resistirme, decirle a Aída lo que me pasa, pero él no me
deja. Ayer, cuando llegué a la casa, la tomé del brazo y me encerré con ella
en el baño. No pude pronunciar palabra, él me lo impidió. Caí de rodillas
y empecé a llorar. Aída me miró desconcertada y gritó “¡Alberto, ¿qué te
pasa?, levántate, me estás asustando!” Después, sólo pude decirle que la
quería muchísimo, que por favor me abrazara.
Expulsé ya los huesos de ambas manos. Han sido días horribles. Cada vez
tengo más miedo y menos control sobre mi cuerpo.
Él me hizo acondicionar uno de los cuartos para recibir lo que falta.
Limpié el piso y las paredes con cloro y los cubrí con plástico. Instalé aire
acondicionado. Compré una mesa quirúrgica. Ahí dispuse los huesos, como
él me ordenó.
¿Por qué me está pasando esto a mí? A mí, que siempre evité los peligros,
los problemas, las confrontaciones.
117
úrsula fuentesberain
Ni siquiera cuando Aída me fue infiel armé un escándalo. Simplemente
dejé que se aburriera del otro y que regresara cuando estuviera lista.
Haré lo mismo con este hombre. Cumpliré con sus demandas en espera
de que me deje ir lo más rápido posible.
No puedo escribir nada acerca de lo que me sucede. Él se anticipa a mis
ac­ciones. Ayer intenté redactar una nota de auxilio, apenas tomé la pluma
cuan­do escuché que él me advertía entre risas “¿Quieres jugar sucio? Está
bien. Juguemos”. Entonces sentí que algo enorme subía por mi garganta.
No pude contenerlo y lo expulsé ahí mismo, en nuestra cama, mientras es­
cuchaba a Aída cantar en la regadera. Era uno de los huesos del antebrazo.
Lo envolví en una toalla, lo metí en mi portafolios y le escribí a Aída que
llegaría tarde de la oficina y que el fin de semana seguiríamos armando el
rompecabezas con las niñas.
Compré una tinaja para dejar ahí los huesos. La forro con algodón y gasas
limpias. Hasta ahora he expulsado las piezas óseas de los pies y las vértebras
de la columna.
Pierdo peso. No tengo hambre. Evito los espejos. Sólo deseo que esto termine
cuanto antes para que él me deje libre.
La sesión de ayer fue atroz. Expulsé las venas, las arterias y los nervios. Fue
lo más desagradable que he sentido en mi vida. Venían todos continuos, des­
madejados. Soporté el asco y los coloqué sobre la mesa quirúrgica. Hoy los
encontré perfectamente acomodados, unidos a los huesos y músculos.
Le rogué que acabe de una buena vez, que ya no prolongue esto, que saque
lo que falta en una sola sesión, le dije que ya no puedo más. Sólo conseguí
hacerlo enfurecer.
Aída me acosa con sus preguntas. Yo rehúyo a su furia, llego exhausto
a la cama y caigo profundamente dormido sin importar cuantos puntapiés
me dé.
Hoy es sábado y aunque quería compensar mis ausencias, ayudarle a
118
en el principio
Aída en la casa y jugar con las niñas, en cuanto dieron las seis él me arras­
tró hacia el departamento y me hizo expulsar los riñones, el estómago y el
intestino grueso.
Soy capaz de dislocar completamente la mandíbula y de expandir la garganta
descomunalmente. Lo descubrí hoy al mediodía. Sentí que lo que subía era
enorme. No pude respirar, caí al suelo y me introduje la mano en la garganta.
Sin saber cómo, logré dilatarla lo suficiente como para meter el brazo hasta
el codo y sacar eso que me quitaba el aire. Mi mandíbula hizo otro tanto y
expulsé un fémur. El derecho.
Aída amenazó con el divorcio. Me exigió explicaciones por llegar tarde a la
casa y por ya no tener ganas de hacerle el amor. Yo pretexté que era culpa
del trabajo, pero no me creyó. Está convencida de que tengo una amante. Me
eché a sus pies y le supliqué que no me dejara, pero ella me mandó a dormir
al sillón.
Ayer entré en una especie de trance. Primero sentí mareo y me tendí en el
suelo, sobre un costado. Mi corazón empezó a latir muy lento, mi respiración
se volvió igual de espaciada. Poco a poco fui expulsando la caja torácica.
Así: tirado en el piso, como una boa regurgitando un venado entero.
Hoy expulsé el corazón. El sistema circulatorio está completo. Todos los hue­
sos, los órganos y la mayoría de los músculos están sobre la mesa quirúrgica.
Le pertenecen a él, a este hombre despiadado que me manipula, que me usa
como su ensamblador.
¿Qué va a hacer conmigo una vez que esté completo? Cuando le pregunto
nunca me contesta, pero imagino que sonríe.
Aída me corrió de la casa.
Ya no puedo trabajar ni pensar claramente. Él me tiene sometido. En el
trabajo pedí vacaciones. Estoy encerrado en este departamento ruinoso, con
el cuerpo informe de él en el cuarto contiguo.
119
úrsula fuentesberain
¿Qué va a pasar conmigo cuando él
despierte? ¿Quién es este hombre? ¿De
dónde viene?
Expulsé su cráneo, el cerebro venía
adentro, lo sé por la violencia de su
caída en la tinaja. Horas más tarde,
salieron los músculos de su rostro y
sus ojos.
No. Esto no puede ser cierto.
Tenía razón. Lo supe al ver sus ojos y
lo comprobé al expulsar la piel. Venía
en trozos grandes cu­biertos de vellos,
de lunares, del cabello de su cabeza. Vi
cómo los trozos se pegaron a los múscu­
los y a las capas de grasa, cómo los
párpados cubrieron los ojos, cómo las
uñas se arrastraron hasta el sitio que
les corresponde en cada dedo. Las mar­
cas entre un trozo de piel y otro se di­
solvieron casi al instante.
Ahora sí está completo y ya no hay duda: él, este hombre inerte en la
mesa quirúrgica, soy yo.
Ya no lo escucho. Ya no me habla ni me controla. Ya es sólo un cadáver del
que yo soy responsable.
Aún no despierta. ¿Y si nunca lo hace? ¿Qué voy a hacer con este muerto
idéntico a mí?
Aída me mandó un mensaje al celular. Si regreso de inmediato me per­
dona.
120
en el principio
Él ha perdido su poder sobre mí. Le grito que voy a destruirlo pero no me
contesta. Lo golpeo en la cara y no hace nada por impedírmelo.
Le escribo a Aída aliviado. Le digo que en estos últimos días no había
sido yo mismo, pero que eso terminó, que llegaré a casa en unas horas.
Salgo a la calle. Necesito destrozarlo, no puedo dejarlo aquí, así. Nece­
sito ver cómo su cuerpo se convierte nuevamente en pedazos sin orden.
Entro a una tienda de utensilios de cocina. Compro el cuchillo más
grande que encuentro y un mazo para aplanar carne.
Le golpeo la nariz con el mazo. No sangra. El cartílago no se rompe. Lo in­
tento de nuevo con más fuerza. Nada. Tomo el cuchillo y trato de hundirlo
en el cuello. La carne no cede. Me siento mareado, se me nubla la vista. De
pronto, su pecho se infla para tomar aire. Empieza a respirar acompasada­
mente. Abre los ojos. Me mira y sonríe.
Toco mi cara. Está bañada en sangre. Caigo al suelo. Siento la sangre
brotar de mi yugular rota.
Él se incorpora muy despacio. Yo trato de moverme, de decir algo, pero
no puedo. Él se inclina hacia mí, me levanta, me coloca sobre la mesa qui­
rúrgica, me quita la ropa y los zapatos y se pone todo excepto la playera en­
sangrentada. Toma una camisa limpia de mi maleta y se la abotona. Guarda
mi cartera y mis llaves en el pantalón. Mi celular suena con el timbre de
cuando Aída me llama, él lo contesta y, tras unos segundos, le responde “Sí,
voy para allá, chula. Oye, prepárame unas enchiladas y manda a las niñas
con la vecina”. Levanta la maleta, me mira una última vez y dice sonriendo
“Adiós, Alberto”.
121
Love like laughter
Héctor M. Sánchez
a Sandra Flor Perea
Sunrise, sunrise,
looks like mornin’ in your eyes.
Norah Jones
Hubo quien nos vio por la calle, muertos de la risa,
e incluso llegó a decir que éramos el uno para el otro
(o alguna de esas frases hechas que a veces se nos ocurren);
y es que ese día veníamos recordando
cuando se desbordó el agua de la cafetera
–porque yo tenía la costumbre
de llenar el depósito por adelantado,
y algún desprevenido la había puesto a trabajar.
Alguna vez también nos dijeron
que nos parecíamos a John Travolta y Uma Thurman
en la escena del baile de Pulp fiction.
¿Recuerdas a Marx, ese gato que tanto nos gustaba,
y que acariciábamos siempre al llegar al edificio?
122
Tu decías que, de haber sido gata,
sin duda te aparearías con él.
¿O cuando pasamos toda la tarde
probándonos vestidos,
y que yo, con el vestido rojo de Regina,
te recordaba a la cantante calva?
Y escribimos esa larguísima obra
en la que yo habría de representar el papel del andrógino
–pero que ya nunca terminamos.
Una mañana te pusiste a imitar
a ese conductor de taxi que, según tú,
se creía Robert de Niro en Taxi driver,
y escuchábamos a Radiohead,
y preparábamos arroz con jengibre,
o a veces nos poníamos pelucas.
Esto ya nadie nos lo dijo,
pero igualmente pudieron haber pensado
que éramos como Jane March y Tony Leung en El amante
–o, mejor aún, como Sada y Kichi-san en El imperio de los sentidos.
Entonces vinieron las dudas,
y el sentirse no querido,
y le pute théâtre.
123
El último día que nos encontramos,
me acompañaste a comprar pastillas a la farmacia
–porque tenía esa úlcera espantosa–,
y no me despedí de ti
pensando que,
como todos los días,
al otro día volveríamos a vernos
–pero ya no hubo más, sino silencios,
y viajes sólo proyectados a la playa.
Love like laughter
–porque, de haber sabido
que el tiempo nuestro sería tan breve,
habríamos muerto más de la risa
y habríamos construido, tal vez,
proyectos más duraderos.
124
¿Surrealismo en Brasil?
Los años veinte y treinta
Jorge Schwartz
un surrealista en los trópicos : benjamin péret
El fenómeno más sorprendente del “surrealismo en el Brasil” (me veo obli­
gado a ponerlo entre comillas) es la estadía de tres años de Benjamin Péret
en Río de Janeiro y en São Paulo (1929-1931), en pleno periodo áureo del
movimiento en Francia. Del gran número de surrealistas que se exiliaron en
América entre 1939 y 1942, a excepción de Antonin Artaud, que se iría a Mé­
xico en 1936, Péret tiene el mérito de haber sido el primero en haber cruzado
el Atlántico casi una década de antelación.1 Esta etapa poco conocida de
Péret (al contrario del efecto que los varios viajes de Cendrars al Brasil han
tenido sobre el ambiente cultural y la literatura del periodo)2 queda marcada
por la militancia bifronte que siempre lo ha caracterizado: la del poeta su­
rrealista y la de la acción política vinculada al trotskismo y que le valdría su
expulsión del Brasil en 1931 y, por increíble que parezca, su prisión en 1956,
cuando vuelve por segunda vez, al asistir a las bodas de su hijo Geyser. Las
Ver, de Martica Swin, “El surrealismo etnográfico y la América indígena”, en El surrea­
lismo entre Viejo y Nuevo Mundo (catálogo de exposición curada por Juan Manuel Bonet),
Centro Atlántico de Arte Moderno, Gran Canaria, 1989, p. 81. El artículo no menciona el
paso de Péret por el Brasil, sólo se registra su estancia en México.
2
Ver, de Aracy Amaral, Blaise Cendrars no Brasil e os modernistas, Martins, São Paulo,
1970, y de Alexandre Eulalio, A aventura brasileira de Blaise Cendrars, Imprensa Oficial/
Edusp, São Paulo, 2001 (2a. edición, organizada por Carlos Augusto Calil).
1
125
jorge schwartz
motivaciones del viaje de Péret al Brasil
serían, en primer lugar, el matrimonio
en París en 1926 con Elsie Houston, can­
tante brasileña vinculada a Heitor Villa-­
Lobos, quien sería uno de sus testigos
de casamiento; el otro sería nada menos
que el propio André Breton. Otra hipó­
tesis sobre las razones de su viaje obe­
dece a mo­tivaciones intelectuales: repetir
el periplo surrealista europeo al buscar en
América, y en Terra Brasilis, una suer­
te de matriz primitiva para traducir lo
moderno. Se dedicó durante esos años a
investigar, junto con Elsie Houston, las
tradiciones indígenas y las afrobrasile­
ñas.3 Pero muy al contrario de la expe­
riencia de Breton en México, la presencia de
Péret en São Paulo y en Río de Janeiro no
hizo escuela. Al llegar, se vinculó inme­
diatamente al grupo de los an­tropófagos,
bajo el aguerrido liderazgo de Oswald de Andrade. La ruptura vanguardista,
iniciada oficialmente en São Paulo y en 1922, culmina al final de la década
con el movimiento de la Antropofagia, que no duda en incorporar a Péret en
sus filas. Para un movimiento que se vuelve hacia lo primitivo (ya había no­
ticias de la revista Cannibale de Picabia), que se apoya en Freud y en Marx,
y que así como el surrealismo busca la liberación artística junto a una revo­
lución política, nada más natural que la Revista de Antropofagia anunciase
a Péret como uno de sus miembros más distinguidos: 4 “Está en São Paulo
Ver Elsie Houston. A feminilidade do canto. Catálogo con CD que acompaña la exposi­
ción Negras memórias, Memórias de negros, São Paulo, octubre 2003. Sobre el interés de
Péret en las culturas precolombinas, en 1955 publicó la traducción al francés del Libro de
Chilam Balam de Chumayel. Un año después de su muerte, en 1960, salió a luz su Antholo­
gie des mythes, légendes et contes populaires d’Amérique, Albin Michel, París.
4
Revista de Antropofagia, núm. 1, 2a fase, Diário de S. Paulo, 17.3.1929.
3
126
¿ surrealismo
en brasil ?
Benjamin Péret, el gran nombre del surrealismo parisino. No olvidemos que
el surrealismo es uno de los mejores movimientos pré-antropofágicos. La
liberación del hombre como tal, a través del citado inconsciente y de turbu­
lentas manifestaciones personales, fue sin duda uno de los espectáculos más
emocionantes para cualquier corazón de antropófago que en estos últimos
años haya acompañado la desesperación de la civilización (...) Después del
surrealismo, sólo la antropofagia.”
En un momento en que el surrealismo era pácticamente desconocido
en el Brasil, con circulación y divulgación muy limitada, el movimiento an­
tropófago se proclama pos-surrealista y el último de los “ismos”.5 Oswald de
Andrade se jacta en el manifiesto de que el Brasil ya poseía una lengua su­
rrealista, el tupí (!).
A pesar de haber tenido una presencia actuante, varios factores pueden
explicar las razones por las cuales Péret no ha hecho escuela en el Brasil.
“Es curioso observar que, salvo algunas excepciones, se sabía tan poco sobre el surrea­
lismo en el Brasil que ni el nombre del movimiento tenía una escritura regular. Iba desde
la inscripción del nombre en francés (surréalisme) hasta “superrealismo”. Veinticinco años
más tarde, la escritura permanece irregular (al menos en la prensa). Tanto es así que en la
edición del 18-19 de junio de 1955, en ocasión de la segunda venida de Péret al Brasil, el
periódico Tribuna da Imprensa publica el siguiente título para la entrevista con el poeta:
“Benjamin Péret hace el balance del suprarrealismo”. Aunque exista ya cierta bibliografía
sobre Péret en Brasil, tomo mis informaciones preferencialmente de la tesis de maestría de
Maria Rita Sigaud Soares Palmeira, “Poeta, isto é, revolucionário”: Itinerários de Benjamin
Péret no Brasil (1929-1931), Universidade Estadual de Campinas, Instituto de Estudos da
Linguagem, 2000, n. 21, p. 39. Para una síntesis de la experiencia brasileña del poeta fran­
cés, ver de Carlos Augusto Machado Calil, “Traductores del Brasil”, en De la antropofagia
a Brasilia (catálogo, org.: Jorge Schwartz), Ivam, Valencia, 2000, pp. 331-334. Ver en este li­
bro la iconografía reproducida en las pp. 181 y 351. En la p. 492 se transcribe uno de los trece
artículos sobre rituales afrobrasileños publicados por Péret en ese periodo: “Candomblé y
Macumba”, Diário da Noite, São Paulo, 25.11.1930.
Sobre las oscilaciones del término “surrealismo” en español, Guillermo de Torre, que
siempre utilizó la variante “superrealismo”, hace una detallada nota sobre el término en
su reedición de 1965 de la Historia de las literaturas de vanguardia, Guadarrama, Madrid,
1965, pp. 16-17.
Sobre las relaciones entre antropofagia y surrealismo, ver de Benedito Nunes, “Anthro­
pophagisme et surrealisme”, en Surréalisme périphérique (org.: Luis de Moura Sobral), Uni­
versité de Montréal, Montréal, 1984.
5
127
jorge schwartz
Cuando llega, las vanguardias europeas ya se estaban agotando. En segundo
lugar, las discusiones sobre el futurismo,6 la fuerza del expresionismo (de
Anita Malfatti, de Lasar Segall y de Di Cavalcanti) y del cubismo (una cierta
Tarsila, un cierto Ismael Nery, o la literatura de Oswald de Andrade) de al­
guna manera marcan la década; finalmente, se le atribuyen al temperamento
difícil de Péret varias de las polémicas y dificultades personales al relacio­
narse con la élite paulista y carioca del periodo.7
La ausencia de un movimiento surrealista en el Brasil de los veinte,
con estructura semejante al conocido grupo del modernismo del 22, o sea, con
un carácter colectivo y programático (manifiestos y revistas), y tendencias
estéticas definidas –y aunque contase con la presencia de un líder (o de un
cacique sin indios), como sería la presencia excepcional de Péret– me lleva
a una pregunta inevitable: ¿qué tipo de surrealismo hubo en el Brasil duran­
te la década mirabilis? La discusión es amplia y lejos de estar terminada. Si
seguimos el modelo grupal, semejante al fenómeno de la matriz francesa bajo
el liderazgo de André Breton, podemos afirmar con tranquilidad que durante el
periodo de las vanguardias históricas los contornos del surrealismo no se
definieron en el Brasil como cualesquiera de los otros “ismos”, en especial
el “modernismo paulista”. Esto no significa que entre nuestros grandes pin­
tores y poetas no hubiese momentos surrealistas. Más que una producción
coherente, lo que vemos son instancias surrealizantes, estilemas surrealistas
en algunas etapas de producción de buena parte de artistas del periodo.
Annateresa Fabris, O futurismo paulista, Perspectiva/Edusp, São Paulo, 1994.
Son varios los testimonios sobre el temperamento difícil de Péret. Reproduzco esta vívi­
da rememoración de Murilo Mendes: “Ismael Nery ponía a prueba todos los días su actitud
de cristiano militante. Algunos episodios pasaron a la historia. En 1929 se realizó en la casa de
un conocido poeta una reunión donde estaba presente todo el mundo literario y artístico de Río y
de São Paulo. De repente surge una discusión sobre asuntos religiosos y un escritor surrea­
lista francés, de paso por Río, un tipo físicamente fuerte, arrogante, insulta a Cristo. Ismael
le da una bofetada en el rostro. Se produce un enorme lío. Los dos rivales son apartados, la
reunión se disuelve. Fue el apogeo del modernismo.” No nos cabe la menor duda de que se
trata de Péret. En Murilo Mendes, Recordações de Ismael Nery, Edusp, São Paulo, 1996, p.
140. Salvo indicación contraria, las traducciones del portugués son mías.
6
7
128
¿ surrealismo
en brasil ?
impulsos surrealizantes
Me limitaré en este texto a señalar estos momentos en algunos pintores como
Ismael Nery, Cícero Dias, Vicente do Rego Monteiro, Tarsila do Amaral, Flá­
vio de Carvalho y los fotomontajes de Jorge de Lima, dejando siempre claro
que ninguno de ellos ha sido exclusivamente surrealista. La mayor parte de
los artistas pasó por la experiencia parisina de los veinte, y la producción
pictórica está marcada por varias fases en las que el surrealismo nunca es
exclusivo.
En el caso de Ismael Nery (1900-1934), y como lo indica uno de sus con­
temporáneos y mayores críticos, Antonio Bento, existen en su obra tres épo­
cas de producción: el expresionismo, el cubismo y el surrealismo. El mismo
crítico no duda en afirmar que “desde el punto de vista histórico, Ismael fue
el pintor de la pintura surrealista en el Brasil”.8 Pintor, poeta, arquitecto,
escenógrafo, filósofo, místico, bailarín con todas las características físicas
del dandy. Nery fue uno de los artistas más precoces, excéntricos e intensos
de los años veinte. Nacido en la región amazónica de Belém do Pará, vivió
en Río de Janeiro, donde sólo expuso dos veces: en 1928 y en 1929. Profunda­
mente católico y visionario, vaticina muy temprano su propia muerte a los 33
años, representándola en varias de sus pinturas. Fallece realmente a la edad
de Cristo y su cuerpo es velado con hábitos franciscanos. De lejos, Nery es el
más surrealista de los años veinte e inicios de los treinta, pero de una forma
muy particular, acompañada de matices religiosos y filosóficos. Estableció
vínculos entrañables de amistad con el gran poeta Murilo Mendes, que cul­
minaron en su conversión al catolicismo.9 Al contrario de gran parte de los
pintores y escritores modernistas, Nery se aleja de cualquier propuesta de
afirmación de lo nacional. Él pasa un año en París, con su familia, en 1920,
pero es durante un segundo viaje, en 1927, cuando toma contacto con escrito­
res y pintores surrealistas, especialmente con Marc Chagall, a quien se le
asocia en varios momentos de sus pinturas y acuarelas. El surrealismo de
En Ismael Nery. 50 anos depois (org.: Aracy Amaral), Museu de Arte Contemporânea da
Universidade de São Paulo, São Paulo, 1984, pp. 176 y 178 (texto de Antonio Bento, de 1966).
9
Ver la serie de diecisiete crónicas publicadas por Murilo Mendes, entre 1946 y 1949, en
Recordações de Ismael Nery.
8
129
jorge schwartz
Nery está impregnado por una vertiente metafísica y visionaria que lo acerca
mucho, en este sentido, al argentino Xul Solar, a quien tampoco podemos eti­
quetar de pintor surrealista.10 Existe en Nery una permanente tensión entre
la dualidad de lo masculino y lo femenino. No sabemos si se trata de lo fe­
menino como expresión de alteridad –sublime exaltación de los surrealistas
franceses– o de componentes de un eventual bisexualismo. La última fase de
su pintura, la más marcadamente surrealista, surge impregnada por la visión
de entrañas en los cuerpos humanos. Cuerpos que se despliegan, se injertan,
se interpenetran y se dilaceran. Metonimias fragmentadas que retoman con
dramática intensidad despedazados maniquíes surrealistas. Formaciones fe­
tales, intestinos, arterias, una visión simultánea de lo externo y de lo interno
de los cuerpos, que sólo la imagen surrealista le permite a Nery retratar con
plena libertad de imaginación y audacia, como no se ha visto en ninguno de
sus contemporáneos.
De carácter mucho más lírico es el surrealismo de Cícero Dias (1907-2003).
Nacido en Jundiá, un ingenio de azúcar en el interior del estado de Pernam­
buco, Dias se muda a Río de Janeiro, donde realiza su primera exposición en
1928, a los 21 años de edad. Fue ésta una muestra paralela al Primer Congreso
de Psicoanálisis de América del Sur, en el hall de la Policlínica de Río de
Janeiro. El diario A Noite del 18 de junio de 1928 publica una nota con el
título “Pintura surrealista”, donde leemos:11
Es la primera manifestación de la pintura surrealista en el Brasil. El surrealismo
es una liberación más intensa que el expresionismo. Después de la rigidez mate­
mática del cubismo, el surrealismo surgió para expresar líricamente la realidad
transcendente, que no es la de los cinco sentidos, sino la del sueño y la de la
imaginación indiferente a las leyes de la geometría y de la mecánica. Éste es el
arte actual de Max Ernst, Tanguy, Miró, Man Ray, Arp, que procedieron de De
Chirico, Braque y Picasso. A ellos se suma el pintor Cícero Dias, que con ex­
traordinarias calidades pictóricas expresa en sus trabajos la poesía deliciosa de
su extraño y maravilloso inconsciente.
Ver catálogo Xul / Brasil. Imaginários em diálogo (org.: Jorge Schwartz). Módulo in­
tegrante de la exposición Xul Solar. Visões e Revelações (curaduría de Patricia Artundo),
Pinacoteca do Estado de São Paulo, 24 de setiembre a 30 de diciembre de 2005.
11
En Cícero Dias, Anos 20 / Les années 20, Editora Index, Río de Janeiro, 1993, p. 30.
10
130
¿ surrealismo
en brasil ?
El imaginario onírico en sus acuarelas lleva a la crítica a tildarlo de
“surrealista” en su primera exposición individual. En Río de Janeiro, Dias se
hace amigo de la generación modernista: de Emiliano Di Cavalcanti (quien
lo descubre), de Ismael Nery, de Murilo Mendes y de los paulistas Mário y
Oswald de Andrade. Sin ser propiamente “antropófago”, llega a participar con
ilustraciones en la Revista de Antropofagia. La etapa figurativa de Cícero
Dias ocurre principalmente entre los años veinte y treinta.12 Sobre este perio­
do no hay crítico que no mencione las semejanzas o influencia de Chagall,
que Dias siempre afirmó desconocer antes de su primer viaje a París en 1937,13
donde establece residencia definitiva. En París se hace amigo de Paul Eluard
y de Pablo Picasso, quien se convertiría en el padrino de su única hija.
Al contrario de los temas y tonos sombríos de Nery, Dias imprime en sus
acuarelas la marca intensa del Brasil, cuestión programática de casi to­dos los
modernistas de su generación. La presencia de los ingenios de azúcar, los ca­
ñaverales, las palmeras, el universo de la Casa Grande y los planos marítimos
funden el paisaje onírico con el pasado local pernambucano. Conjugados por
un cromatismo vívido, los espacios y los seres vuelan sueltos por los espacios
del sueño y de la memoria. Hay una sensualidad permanente en sus muje­
res-odaliscas, desnudas, siempre recostadas, monumentalizadas, majas que
traen reminiscencias del “divino ocio” del universo del nordeste brasileño.14
Vicente do Rego Monteiro (1899-1970) es también originario del estado
de Pernambuco. De toda la generación modernista que hizo de París parada
obligatoria, fue el artista más auténticamente francés. Llevado a la capital
francesa en 1911 por sus hermanos, también pintores, Fédora y Joaquim, ex­
12
A partir de los años cuarenta, Dias inaugura en el Brasil la abstracción geométrica. En
1948 participa en una exposición colectiva en París, Tendances de l’art abstrait¸en la Galería
Denise René.
13
Afirma el pintor pernambucano: “Vean, en esos comentarios que se hacían sobre mí en
la década del veinte, nunca se habló de Chagall. Fue solamente en la década del treinta que
me empezaron a comparar con Chagall (...) Yo jamás había visto un cuadro de Chagall cuan­
do pinté esas acuarelas de los años veinte”, en Cícero Dias. Anos 20 / Les années 20, p. 62.
14
Ver, de Mário de Andrade, “A Divina Preguiça” (La Divina Pereza), de 1918, reprodu­
cido en Brasil: 1º Tempo Modernista (1917/1929) (org.: Marta Rossetti Batista, Telê Porto An­
cona Lopez e Yone Soares de Lima), Instituto de Estudos Brasileiros, Universidade de São
Paulo, São Paulo, 1972, pp. 181-183.
131
jorge schwartz
pone en el Salon des Indépendants en 1913, o sea, precozmente, a los catorce
años de edad. Participa regularmente en este salón hasta 1931. Rego Montei­
ro adoptó a Francia como su segunda patria, y osciló toda su vida entre París
y Recife. Aunque no estuviese en el Brasil durante el emblemático año de
1922, se incluyen diez obras suyas en la exposición de la Semana de Arte Mo­
derno. Ocho años más tarde, y juntamente con Géo-Charles, trae “La escuela
de París” en forma de exposición itinerante (Recife, Río, São Paulo), con un
repertorio excepcional representado por unos cincuenta artistas. Entre ellos,
Picasso, Léger, Braque, Gris, Severini, Masson, Lhote, Foujita, Severini, Ma­
tisse.15 Es la primera vez que el público brasileño tiene ocasión de entrar en
contacto directo con un grupo de artistas internacional de esta magnitud.
Sus primeras acuarelas figurativas al comienzo de los veinte están de­
dicadas al tema indianista. Monteiro sufre influencia de un cierto orienta­
lismo art nouveau, pero se destaca y se le reconoce de inmediato por el uso
geométrico y abstracto de la cerámica marajoara.16 Es el único artista de toda
la generación del 22 que se vuelve hacia motivos indígenas, con un lengua­
je vanguardista, donde prevalece lo primitivo y la geometría ortogonal. En
1922, inspirado en el design amerindio “marajoara”, produce los primeros
óleos de abstracción geométrica en el Brasil.17 De alguna manera Monteiro
dialoga con Joaquín Torres-García, en el interés mutuo por lo precolombino,
aunque Monteiro no desarrolle un sistema lógico y coherente como la filo­
sofía del Universalismo Constructivo, formulado por Torres a partir de los
años cuarenta. Sorprendería mucho afirmar que Monteiro también tuvo su
momento surrealista. En realidad, produce en 1929 cuatro cuadros de gran
calidad, de rasgos inconfundiblemente surrealistas.18 “El encuentro fortuito
La mayor parte de la información la extraigo del libro de Walter Zanini, Vicente do Rego
Monteiro. Artista e poeta, Empresa das Artes/Marigo Editora, São Paulo, 1997. “La muestra
de Rego Monteiro y de Géo-Charles era la más universal de las que vinieron hasta aquella
fecha al país, y se debía, esencialmente, a las sólidas relaciones parisinas del artista brasi­
leño, principalmente las que mantenía con el marchand Léonce Rosenberg”, p. 261.
16
La isla de Marajó está ubicada en la entrada del Río Amazonas.
17
Walter Zanini, Op. cit., pp. 170-172.
18
Ibidem, pp. 244-245. Tres de estos óleos se encuentran en el Museu de Arte Moderna
Aloísio Magalhães (mamam), en Recife, Pernambuco. Décadas más tarde, a principios de los
sesenta, Rego Monteiro hace una serie de objetos y assemblages surrealistas.
15
132
¿ surrealismo
en brasil ?
de realidades diversas se resuelve de
forma más seductora y produce efecto
convincente”, afirma su mejor crítico,
Walter Zanini. Este final de década
coincide en Monteiro con el abandono
de la temática indígena. En los cua­
dros surrealistas mencionados preva­
lecen las imágenes fragmentadas con
un diseño de nitidez daliniana; surge
el tema de la máscara, guantes o ma­
nos seccionadas, el juego de barajas,
y en Moderna degollación de san Juan
Bautista una navaja que, además de
remitir al tema religioso –muy frecuente
en Monteiro–, coincide con el famoso
instrumento en Un perro andaluz (Bu­
ñuel y Dalí) del mismo año. Bicultu­
ral y bilingüe, desempeña una intensa
acción literaria en el campo de la poe­
sía. Crea su propia editorial (La Presse à Bras), donde edita poetas franceses,
brasileños y su propia poesía, que cuenta con diecisiete títulos.19 Podríamos
considerar sus Poemas de bolso (Poemas de bolsillo), de 1941, como obra pre­
cursora de la poesía concreta brasileña. Finalmente, nos gustaría aclarar que
Monteiro, aunque hubiese expuesto en la Semana de Arte Moderno de São
Paulo en 1922, nunca se consideró parte integrante del grupo. Poco tiempo
después recibiría en París a Tarsila y Oswald de Andrade. Hacia el final de
la década, cuando se crea la Antropofagia, Monteiro rechaza la invitación
de Oswald, reivindicando el papel de precursor del movimiento. Es verdad
que fue inédita, en el campo de la pintura, la recuperación amerindia en
lenguaje vanguardista y su investigación profunda de la cultura marajoara y
otras culturas prehispánicas. Pero lo que Rego entendía como Antropofagia
La poesía completa, acompañada de dos CDs, está publicada, en formato bilingüe, en
Vicente do Rego Monteiro. Poeta, tipógrafo, pintor (org.: Paulo Bruscky et al.), cepe, Recife,
2004.
19
133
jorge schwartz
tenía poco o nada que ver con la política de descolonización propugnada por
Oswald de Andrade en el famoso manifiesto y en la revista.20
El papel de Tarsila do Amaral (1886-1973) frente al surrealismo, de forma
semejante a sus compañeros de generación, significa una etapa fundamental
pero fugaz de su carrera, precisamente aquella identificada con la antropofa­
gia hacia el final de la década. Impresionista formada en la Académie Julien
de París, es a partir de su segundo viaje a la ciudad luz, en 1923, cuando Blai­
se Cendrars le abre las puertas a ella y a su compañero, Oswald de Andrade,
a lo mejor de la vanguardia parisina. El testimonio personal del importante
crítico Sérgio Milliet, que conoció a Tarsila en París en 1923, es más que elo­
cuente acerca de la forma como vivían algunos de nuestros latinoamericanos
en el París de esos años, y revelador de posibles contactos de Tarsila con
los surrealistas, Breton inclusive:21 “su casa pasó a ser el centro de reunio­
nes frecuentadas por Jules Romain, Supervielle, Cendrars, Picasso, Chirico,
Laurencin, Brancusi, Stravinski, Satie, Manuel de Falla, Gómez de la Serna,
John dos Passos, Cocteau, Max Jacob, André Breton, el director de los Ballets
Suédois, el príncipe negro Tovalu, el marchand Ambroise Vollard, además
de algunos brasileños como Oswald de Andrade, Paulo Prado, Di Cavalcanti,
Souza Lima, Villa-Lobos, etc.”
Es el mismo Milliet quien no duda en considerar a Tarsila, en varios
momentos de su crítica, como “precursora en nuestro medio del cubismo,
del expresionismo (con Segall y Anita Malfatti) y del surrealismo”.22 Según el
testimonio personal de Tarsila, fueron sus maestros cubistas de aquel perio­
do André Lhote, Fernand Léger y Albert Gleizes.23 “El cubismo es ejercicio
En correspondencia sin fecha, de fines de los sesenta, a Pietro Maria Bardi, su primer
marchand en el Brasil y también director del Museu de Arte de São Paulo (masp), registra
Monteiro: “Traje varios cuadros de formato pequeño y medio, periodo pre-antropofágico,
que abrieron el camino a la famosa “Antropofagia” de Oswald de Andrade “Tupí or not
tupí”, en Paulo Bruscky, Op. cit., p. 507.
21
Sérgio Milliet, “Artistas de Nossa Terra”, O Estado de S. Paulo, 17.6.1943, reproducido
en Aracy Amaral, Tarsila: sua obra e seu tempo, Editora Perspectiva/ Edusp, São Paulo,
1975, p. 471.
22
Ibid., p. 472. Ver también la tesis doctoral de Marta Rossetti Batista, Artistas brasileiros
na escola de Paris, anos 20, Universidade de São Paulo, 1987.
23
En “Confissão Geral”, catálogo de la primera gran retrospectiva Tarsila, 1918-1950. Mu­
20
134
¿ surrealismo
en brasil ?
militar. Todo artista, para ser fuerte, debe pasar por él”, declara Tarsila en
una entrevista al diario carioca Correio da Manhã (25.12.1923).24 Decididos a
redescubrir el Brasil, y acompañados por Cendrars, el grupo paulista em­
prende en 1924 la “caravana modernista”, para visitar en diversas ciudades
del interior de Minas Gerais la tradición barroca (S. João-del-Rei, Tiraden­
tes, Mariana, Congonhas do Campo, Sabará, Ouro Preto). Es el comienzo de
su periodo Pau-Brasil, que también bautizaría el manifiesto publicado por
Oswald de Andrade y que un año más tarde serviría de título al libro de poesía
publicado en París por la editorial de vanguardia Au Sans Pareil. El Mani­
fiesto Pau-Brasil ya contiene el germen del movimiento antropofágico, o sea,
imponer las vanguardias periféricas, inspiradas por los moldes europeos, los
rasgos locales y nacionales de una identidad brasileña. La antropofagia sería
una forma indirecta de emancipación de la metrópolis y el proyecto latinoa­
mericano más original del periodo. En París, Tarsila y Oswald (la pareja Tar­
siwald, como los llamaría cariñosamente Mário de Andrade) advierten que
aquello que los cubistas buscaban en África, en Polinesia y en los museos
etnográficos europeos, como soporte estético-exótico del arte moderno, forma
parte de la cotidianeidad en los trópicos: el indio y el negro. Tarsila concreta,
con su primera exposición individual en París, en 1926, en la Galerie Percier,
la idea de una periferia triunfante en la metrópolis. Ella le agrega a los in­
gredientes afrobrasileños los rasgos y colores inconfundibles de la paleta
del universo pueblerino del interior paulista donde le tocó nacer. “Bárbaro
y nuestro”, afirma Oswald de Andrade. En 1928 el movimiento se radicaliza
con la publicación del Manifiesto Antropófago. El título tendría origen en
el cuadro Abaporú (“hombre que come”, en lengua tupí), bautizado por los
dos líderes del movimiento, Oswald de Andrade y Raul Bopp. “La jefa del
movimiento fue Tarsila. Oswald iba en la vanguardia, irreverente, en aquel
solipsismo social de São Paulo”, rememora Raul Bopp.25 A partir de 1927
Tarsila abandona el cubismo y empieza a producir obras que desafían las
seu de Arte Moderna de São Paulo, 1950, s/p. Ver también, de Aracy Amaral, la “Cronologia
biográfica e artística”, en Tarsila do Amaral, Fundação Finambrás, São Paulo, 1998.
24
Entrevista reproducida en Aracy Amaral, Tarsila: sua obra e seu tempo, p. 443.
25
Raul Bopp, Vida e morte da antropofagia, Civilização Brasileira, Río de Janeiro, 1977,
p. 69.
135
jorge schwartz
interpretaciones. En una exposición contemporánea, donde se ponen lado
a lado a Tarsila y a Frida Kahlo, Aracy Amaral, la consagrada crítica brasi­
leña, niega vínculos con la escuela del surrealismo, prefiriendo utilizar un
vocabulario vinculado a los sueños y a la magia: “Los dos últimos años de
la década de los veinte en la pintura de Tarsila marcarían una exageración
de esos elementos mágicos, oníricos, casi como una obsesión somnolienta
y suprarreal sin haber pertenecido a ningún movimiento surrealista.”26 De
la misma manera que en pleno siglo xx es imposible desvincular a Freud
del universo de los sueños (¡al contrario!), y en la medida en que Breton y la
Antropofagia incorporan al padre del psicoanálisis a sus consagrados reper­
torios (“Freud terminó con el enigma mujer”, “La transformación permanen­
te del tabú en tótem”, “Ya teníamos la lengua surrealista” y “La magia y la
vida”),27 es difícil dejar de pensar en una Tarsila surrealista, aunque sea
verdad que, como ninguno de los ejemplos anteriores (Ismael Nery, Cícero
Dias y Vicente do Rego Monteiro), nunca haya tenido vínculos oficiales con
la matriz francesa del surrealismo. La propia Tarsila, una década después de
terminado el banquete antropofágico, y en pleno retour à l’ordre, reconoce,
en importante texto retrospectivo, su deuda con el universo del “subcons­
ciente”. La pintora paulista afirma que una amiga suya “decía que mis telas
antropofágicas se parecían a sus sueños. Sólo entonces entendí que yo mis­
ma había realizado imágenes subconscientes, sugeridas por historias que
oyera de niña”.28 Aunque Tarsila asumiera oficialmente su filiación cubista
durante el periodo Pau-Brasil, no haría lo mismo con el surrealismo en su
etapa antropofágica. Al contrario. En uno de sus artículos dedicado a los
“ismos”, Tarsila deja clara su distancia crítica, por no decir su aversión al
movimiento bretoniano:29 “Los surrealistas se rebelaron contra toda inter­
Aracy Amaral, “Tarsila. La magia y lo racional en el modernismo brasileño”, en Tarsila
Frida Amelia. Catálogo de la “Sala de Exposicións de la Fundación La Caixa”, Barcelona, 1997
(org.: Irma Arestizábal), p. 49.
27
Oswald de Andrade, “Manifiesto antropófago”, Revista de Antropofagia 1 (mayo de 1928),
reproducido en Jorge Schwartz, Las vanguardias latinoamericanas, fce, México, pp. 173-180.
28
En Tarsila do Amaral, “Pintura Pau-Brasil e Antropofagia”, en Revista Anual do Salão
de Maio. RASM, São Paulo, 1939, s/p. Edición facsimilar, Metal Leve, São Paulo, 1984.
29
En “Ismos”, Diário de S. Paulo, 12.5.1936, Tarsila cronista (org.: Aracy Amaral), Edusp, São
Paulo, 2001, p. 70.
26
136
¿ surrealismo
en brasil ?
vención consciente en la obra de arte, no admiten ningún control estético o
moral, le tienen asco al naturalismo y sólo consideran arte a la concreción
de la vida de los sueños, con sus figuras a veces monstruosas o eróticas. Sus
jefes, André Breton y Aragon, son dogmáticos, intransigentes, agresivos y
destructivos. Consta, no obstante, que últimamente Breton dio marcha atrás
en dirección al realismo.”
En el artículo “Chirico, o grande pintor ocidental” (Diário de S. Paulo,
22.3.1936), Tarsila aprovecha para recriminarle a los surrealistas: “Fue de ese
Chirico que surgió el movimiento surrealista –que hoy lo condena– en un
brote apasionado de intransigencia, fuera de la humanidad, irreverente con
la tradición”, revelando plena conciencia del movimiento y de sus polémicas.
El final de la década coincide y consagra el periodo más creativo, fecun­
do y surrealizante de Tarsila. Obras como el clásico Abaporú, Urutú, Sueño,
El lago, La luna (todas de 1928), Ciudad, Selva, Sol poniente, Antropofagia
(de 1929) y Composición, de 1930,30 pueden sin duda estar vinculadas, al igual
que tantas obras surrealistas, al subconsciente y al campo onírico, y no hay
manera de excluirlas en su expresión como obras surrealistas. Al referirse a
estas telas, Aracy Amaral confirma que se trata de “una artista surrealista,
a pesar de sí misma, o sin la preocupación de declararse comprometida con
ese movimiento”.31
flávio de carvalho : un antropófago avant la lettre
Arquitecto, pintor, dibujante, dramaturgo, ensayista, sociólogo, antropólogo
y promotor cultural, Flávio de Carvalho (1899-1973) es en realidad un vanguar­
dista en carácter permanente, casi un personaje de sí mismo. Si la mayor
parte de los pintores brasileños de esa generación dieron lo mejor de sí du­
rante los años veinte y comienzos de los treinta, Flávio de Carvalho, que al
contrario de la generación modernista surge hacia el final de la década, ha
sido un artista en proceso constante de reinvención. Su presencia nunca dejó
de estar marcada por la polémica. Su pensamiento, utópico y estructural, ex­
presa un deseo constante de cambio y de libertad de expresión. Si existe un
30
31
Reproducidas en el catálogo Tarsila Frida Amelia, pp. 105-116.
Aracy Amaral, Tarsila do Amaral, p. 23.
137
jorge schwartz
heredero del temperamento inquieto y contestatario de Oswald de Andrade,
cuya reflexión apunta siempre hacia las utopías, no me cabe duda de que
se trata de Flávio de Carvalho. Las lindes de este texto no permiten que nos
explayemos en la descripción detallada de un artista y pensador con activi­
dades tan multifacéticas. Nos limitaremos a apuntar algunas características
que lo afilian a la antropofagia y muy brevemente al surrealismo. Su concep­
ción del arte como principio liberador del hombre, su permanente interés
por las culturas primitivas y por el comportamiento colectivo e individual de
la psiquis humana son algunas de las razones que explican su alianza con
los principios de la antropofagia y su breve tránsito por la pintura surrealis­
ta. Carvalho es el representante antropófago del IV Congreso Panamericano
de Arquitectos, en Río de Janeiro, en 1930, donde presenta “La ciudad del
hombre desnudo”, tesis en que propone una utopía urbana que guarda se­
mejanzas con el “Matriarcado de Pindorama”, de Oswald de Andrade: “El
hombre antropofágico, cuando desnudado de sus tabús, se parece al hombre
desnudo (...) La ciudad antropofágica satisface al hombre desnudo porque en
ella suprime los tabús del matrimonio y de la propiedad.” Su utopía de des­
colonización latinoamericanista apuesta, sin ser futurista, por el progreso del
hombre y la tecnología, y termina con la siguiente invitación: “Invito a los re­
presentantes de América a retirar sus máscaras de civilizados y a revelar sus
tendencias antropófagas, que fueron reprimidas por la conquista colonial.”32
Además de una serie de diagramas, veintitrés dibujos muy surrealizan­
tes, con matices expresionistas, aparecen publicados en su libro Experiencia
n. 2.33 Es el extraordinario registro, escrito y visual, de una experiencia pro­
pia de la psicología de masas, al enfrentar una procesión de Corpus Christi
yendo a contramano y sin despojarse de la boina que usaba, para estudiar
la reacción colectiva:34 “hacer una experiencia, desvendar el alma de los
Artículo reproducido en el catálogo de la exposición Flávio de Carvalho. 100 anos de
um revolucionário romântico (curaduría de Denise Mattar), ccbb-faap, Río de Janeiro / São
Paulo, 1999, pp. 79-82.
33
Duchampianamente, Flávio de Carvalho deja a la posteridad que adivine lo que sería
la todavía desconocida Experiencia n. 1.
34
Flávio de Carvalho, Experiência n. 2. Realizada sobre uma procissão de Corpus-Christi.
Uma possível teoria e uma experiência (original 1931), edición facsimilar, Nau, Río de Janei­
ro, 2001, p. 16.
32
138
¿ surrealismo
en brasil ?
creyentes por medio de un reactivo cualquiera que permitiese estudiar la
reacción en las fisionomías, en los gestos, en el paso, en la mirada, sentir en
fin el pulso del ambiente, palpar píquicamente la emoción tempestuosa del
alma colectiva, registrar la canalización de esa emoción, provocar la rebelión
para ver alguna cosa del inconsciente”.
Frente a esta provocación, la multitud enfurecida trata de lincharlo. El
artista-experimentador emprende una fuga enloquecida y, después de varias
peripecias, se salva refugiándose en una iglesia.
Tres pinturas al óleo vinculan a Flávio de Carvalho directamente con
el surrealismo: La inferioridad de Dios (1931), Ascensión definitiva de Cristo y
Retrato ancestral, de 1932. Los elementos cristianos presentes en los títulos
nada tienen de religiosos, al contrario, pueden ser entendidos como parodia
o crítica por alguien que poco tiempo atrás, y muy de acuerdo con Marx, afir­
maba que el catolicismo y “las otras religiones son narcóticos idénticos”.35 A
diferencia de su obra marcadamente expresionista y constituida en su mayor
parte por retratos, estos cuadros cuentan con gran definición gráfica en sus
líneas fragmentarias y disgregadas. Los rostros humanos se acercan, si lo
podemos definir así, a un bestiario onírico. La inferioridad de Dios es más
geométrico, con ilusión perspectivista, un poco más figurativo pero no menos
multifacético que las otras dos obras mencionadas.
Los vínculos con el surrealismo maduran y se estrechan durante el via­
je emprendido a Londres y a París, de octubre de 1934 a febrero de 1935. En­
trevista a varios monstruos sagrados del dadaísmo y del surrealismo. Entre
ellos, a Tristan Tzara, a Man Ray y al propio André Breton. Estas entrevistas
serían posteriormente publicadas en el Diário de S. Paulo. En estos artículos
vemos que, a mediados de los años treinta, Carvalho empleaba todavía el térmi­
no superrealismo. El encuentro con Roger Caillois lo debe haber aproximado
a la revista Minotaure (1933-1939), de la cual se convierte en el representan­
te comercial cuando regresa al Brasil.36 Estos contactos internacionales sin
Op. cit., p. 80.
Cf. Rui Moreira Leite, Flávio de Carvalho (1899-1973) entre a experiência e a experi­
mentação, tesis doctoral, Universidade de São Paulo, 1994, p. 66, n. 21. Las entrevistas con
Herbert Read, Tzara, Man Ray, Roger Caillois y Marinetti se encuentran reproducidas en el
catálogo Flávio de Carvalho. 100 anos de um revolucionário romântico, pp. 86-92. Ver tam­
35
36
139
jorge schwartz
duda le ayudarán a madurar su visión
sobre los movimientos contemporáneos,
concretados en la or­ganización de los
tres importantes Salones de Mayo, es­
pecialmente el último, de 1939. El catá­
logo de tapa de aluminio (rasm. Revista
Anual do Salão de Maio) abre con un
manifiesto (“Manifiesto del III Sa­lón
de Mayo-1939”), en el cual Carvalho
divide el arte en dos tendencias uni­
versales: 37
La revolución estética nada más es que un fenómeno de turbulencia, con la con­
secuente polarización de las fuerzas anímicas básicas, fenómeno que se mani­
fiesta para marcar el momento histórico de la lucha. Nos enfrentamos hoy con
dos ecuaciones importantes en el arte:
1) Abstraccionismo = Valores mentales
2) Surrealismo = Ebullición del inconsciente
(...) La lucha entre el abstraccionismo y el surrealismo son manifestaciones de
un único organismo –porque son fuerzas antitéticas que caracterizan dos cosas
que van siempre juntas en el hombre: ebullición del inconsciente y la antítesis,
valores mentales–. Una no puede ser separada de la otra sin mutilar y matar
el organismo arte. Cada una de esas ecuaciones define el Aspecto Humano: el
surrealismo se sumerge en la inmundicia inconsciente, se retuerce dentro del
“intocable” ancestral. El arte abstracto, al zafarse del inconsciente ancestral, al
liberarse del narcisismo de la representación figurada, de la mugre y la salvajería
del hombre, introduce en el mundo plástico un aspecto higiénico: la línea libre
y el color puro, cantidades pertenecientes al mundo del razonamiento puro, a un
mundo no subjetivo y que tiende hacia lo neutro.
Es interesante cómo Carvalho conceptualiza el abstraccionismo y el su­
rrealismo, dos movimientos aparentemente tan antagónicos, como los dos lados
bién, de Rui Moreira Leite, “Flávio de Carvalho: Modernism and the Avant-Garde in São
Paulo, 1927-1939”, en The Journal of Decorative and Propaganda Arts 21 (número dedicado
al Brasil), 1995, pp. 196-217. En este artículo, hermosamente ilustrado, Moreira Leite apunta,
entre otras cosas, los vínculos de Carvalho con las culturas precolombinas.
37
Edición facsimilar, Metal Leve, São Paulo, 1984, s/p.
140
¿ surrealismo
en brasil ?
necesariamente complementarios e interdependientes de una misma matriz. Con
opiniones muy perentorias sobre cada uno de ellos, Carvalho no toma necesaria­
mente partido por ninguna de las dos tendencias. De los tres Salones de Mayo,
el segundo (1938) y el tercero (1939) tienen sólida representación internacional.
Entre otros artistas, los abstraccionistas ingleses Erik Smith, Roland Penrose
y John Banting (1938), así como Alexander Calder y Josef Albers (1939). La rasm
acentúa lo moderno, dando lugar tanto a lo figurativo como a lo abstracto. Sin
duda que el camino iniciado por el revolucionario proceso de modernización del
22 da un gran salto de calidad en los Salones de Mayo, pavimentando el camino
abierto hacia la internacionalización definitiva consagrada por la I Bienal Inter­
nacional de São Paulo en 1951, de la cual Carvalho también participaría.
el fotomontaje surrealista : jorge de lima
El elenco de artistas que hemos seleccionado cubre los “impulsos surreali­
zantes” durante las vanguardias históricas en el Brasil. Esto no significa que
no hubiera posteriormente otros momentos significativos. En este sentido, y
para concluir, me gustaría detenerme en el fotomontaje, que contó en el Brasil
con un insólito precursor, Valerio Vieira, quien en 1904, cuando el fotomontaje
se encuentra lejos de ser un género, obtiene un premio internacional por Los
treinta Valerios, donde se autorretrata en treinta posturas distintas. El fotomon­
taje surrealista en el Brasil surge en un momento muy particular, hacia finales
de los años treinta, cuando la experimentación vanguardista se agota y los
cambios económico-sociales desembocan en un viraje hacia manifestaciones
realistas en el arte y en la literatura. Sus mayores representantes son Jorge de
Lima, Alberto da Veiga Guignard y Athos Bulcão. El primero de ellos desa­
rrolla una labor conjunta con el poeta Murilo Mendes. Juntos publican en 1935
el libro Tempo e eternidade. Tres años más tarde, el libro de poemas de Murilo
Mendes, A poesia em pânico, surge con una cubierta que es un fotomontaje a
cuatro manos, con el poeta y médico de Alagoas, Jorge de Lima (1895-1953), en
el estilo inconfundible de lo que serán las próximas obras. Se establece una
suerte de diálogo especular, una vez que en 1943 Jorge de Lima publica el libro
A pintura em pânico, con una serie de cuarenta y un fotomontajes. “El páni­
co es muchas veces necesario para llegar a la organización”, registra Murilo
141
jorge schwartz
Mendes en la introducción al libro de su amigo. Un trabajo absolutamente
excepcional dentro de la trayectoria del escritor, con marcas profundamente
surrealistas. La serie en cuestión tiene como centro de su atención, en la ma­
yor parte de los fotomontajes, al “enigma mujer”. La deuda con Max Ernst (La
femme de 100 têtes) y con Salvador Dalí (Bacanal) está explicitada en la intro­
ducción de Murilo Mendes, en donde afirma que “esta alianza de la pintura
con la fotografía permite y facilita el encuentro del mito con lo cotidiano, lo
universal con lo particular”, y agrega que “El fotomontaje implica un desquite,
una venganza contra la restricción de un orden del conocimiento”.38 Además
de Ernst y Dalí, la marca de De Chirico es inconfundible en varios de los foto­
montajes. Al contrario de la mayor parte de los pintores y artistas surrealistas
europeos de la historia del fotomontaje, Jorge de Lima proviene de la poesía
y no de la pintura. Al final de la década, en 1949 Murilo Mendes publicaría un
libro de poemas, Janela do caos (Ventana del caos), impreso en París con seis
litografías de Francis Picabia, lo que revela sus vínculos fuertes con las artes
visuales y con un artista central para las vanguardias como lo ha sido Picabia.
conclusión
A la pregunta final si hubo, o qué tipo de surrealismo hubo en el Brasil, lo que
podemos afirmar con convicción es que la primera y única artista brasileña
de inicios de los cuarenta, exclusivamente surrealista, ha sido la escultora María
Martins (1900-1973), pero que escapa totalmente al periodo aquí tratado. En con­
tacto con los surrealistas exiliados en Nueva York, André Breton le escribe
el prólogo a su catálogo de la exposición en 1947. María, como firmaba sus obras,
tuvo una relación intensa y prolongada con Marcel Duchamp, a quien inspiró
su último trabajo, Etant donnés: Maria, la chute d’eau et le gaz d’éclairage.
En Jorge de Lima, A pintura em pânico, Tipografia Luso-Brasileira, Río de Janeiro, 1943,
s/p. Ver, de Ana Maria Paulino, O poeta insólito. Fotomontagens de Jorge de Lima, Instituto de
Estudos Brasileiros-Universidade de São Paulo, 1987, donde se reproducen once fotomon­
tajes. Ver, también, el item “Impulsos surrealizantes y temática negrista” de mi texto “Tupi
or not tupi”, en De la antropofagia a Brasilia, pp. 150-152, y respectiva iconografía en las
pp. 184-187. Para un análisis detallado de los fotomontajes, ver de Gênese Andrade, el item
“Poesia fotoplástica”, en “Jorge de Lima e as artes plásticas”, Teresa 3, usp/Editora 34, São
Paulo, 2002, pp. 84-91.
38
142
¿ surrealismo
en brasil ?
Esposa de un diplomático brasileño (Carlos Martins), ella realiza su carrera
artística fuera del Brasil, donde produce la mayor parte de sus esculturas.39
Es la única brasileña presente con dos grandes obras en la gran retrospectiva
Surrealism: desire unbound.40
Mi visión de aquello que denomino “impulsos surrealizantes” se cir­
cunscribe a los años de las vanguardias históricas. Los ejemplos aquí tratados
muestran que el Brasil ha sido periférico no sólo en la asimilación del último
de los “ismos” de los veinte, sino también en la escasa producción (aunque de
gran calidad) por parte de los varios artistas mencionados. Como hipótesis,
puede ser que la temática surrealista, en lo que ella pueda signi­ficar como
inmersión en el universo del deseo, de lo inconsciente, de lo onírico, de la
magia y de lo maravilloso, fuese, si no incompatible, sí a contracorriente de
cualquier tipo de expresión de lo nacional como forma de superación de la
dependencia de la metrópolis vanguardista –estas mismas razones no han
sido un impedimento para la existencia de una sólida tradición surrealista en
un país no menos colonizado y con una tradición cultural mucho más arrai­
gada que la brasileña, como ha sido el caso de México–. En la exposición de
1989, O surrealismo no Brasil, el curador José Roberto Teixeira Leite registra
en la introducción: “Convenzámonos: no tuvimos pintores surrealistas, en el
sentido exacto del término, pero sí pinturas surrealistas o, más correctamen­
te, pinturas con ingredientes surrealistas.”41
Afirma el biógrafo de Duchamp, Calvin Tomkins: “Esa mujer extraordinariamente di­
námica siguió trabajando como escultora a su retorno al Brasil. Ejecutó varias obras de gran­
des dimensiones y se convirtió en una de las principales organizadoras de la Bienal de São
Paulo, la exposición que insertó al Brasil en la ruta del arte moderno internacional.” Calvin
Tomkins, Duchamp: uma biografia, Cosac Naify, São Paulo, 2004, p. 407.
40
Surrealism: desire unbound (ed. Jennifer Mundy), Tate Modern (Londres) y The Metro­
politan Museum of Art (Nueva York), 2001, pp. 296-297.
41
En O surrealismo no Brasil, Pinacoteca do Estado, São Paulo, 1989, s/p. Para una visión
diferente de la mía, ver, de Sergio Lima, A aventura surrealista, Unicam/Unesp/Vozes, São
Paulo/Campinas, 1995, t. 1; el artículo de Robert Ponge, “Sobre a chegada e a expansão do
surrealismo na América Latina”, libro/catálogo de la exposición Surrealismo, ccbb, Río de
Janeiro, 2001, pp. 42-87, y los artículos de Valentim Facioli, “Modernismo, vanguardas e
surrealismo no Brasil” y, de Sergio Lima, “Surrealismo no Brasil: mestiçagem e seqüestros”,
en Surrealismo e Novo Mundo (org.: Robert Ponge), Editora da ufrgs, Porto Alegre, 1999,
pp. 293-321.
39
143
Cuatro poemas
Georg Heym
Versión y nota de Montserrat Armas
Georg Heym muere el 16 de enero de 1912. A pesar de su corta
vida, su atracción por la poesía fue muy precoz. Dicha precoci­
dad nos ha permitido disfrutar de varias colecciones de poemas
que lo han convertido en uno de los poetas más representativos
del expresionismo alemán.
Si presentamos, como suele hacerse, a Georg Trakl y a
Gottfried Benn como las voces paradigmáticas de la lírica ex­
presionista, estamos cometiendo una injusticia al ignorar a dos
grandes poetas, a mi entender, no menos importantes: Ernst Stadler
(1883-1914) y Georg Heym. Los lectores españoles que descono­
cen otras lenguas tienen que contentarse con la selección de
poemas que la editorial Hiperión publicó en 1981 bajo el título
Stadler-Heym-Trakl. Poesía expresionista alemana para ha­
cerse una idea, evidentemente muy limitada, de la poesía de
Georg Heym.
Heym sintió desde muy pronto un fuerte rechazo por las
convenciones sociales. Ese sentimiento se radicalizó cuando en
1910, al entrar a formar parte de Der Neue Club, conoce en Ber­
lín a una serie de escritores que frecuentaban sus mismos círculos
como, por ejemplo, a Karl Kraus. Siendo miembro destacado
de este club, Heym escribe poemas tan importantes como “Der
Gott der Stadt” (El dios de la ciudad) o sus colecciones de poe­
mas: una publicada en 1911, Der ewige Tag (El día eterno) y la
otra en el año de su muerte, Umbrae vitae.
144
Para el lector en lengua española, Heym es todavía un
enigma porque se desconoce de él no sólo la mayor parte de
su poesía, sino además su faceta como narrador y su escasa
producción teatral.
Desde hace años he acariciado la idea de traducir a estos
dos poetas, Stadler y Heym, con el fin de revelar al lector his­
panohablante de poesía la magnitud de sus creaciones. Ahora
presento una pequeña selección de poemas de Heym, desconoci­
dos hasta hoy. Ninguno de los poemas que he elegido han dado
título a los poemarios que Heym publicó en vida o que se pu­
blicaron póstumamente, pero están igualmente impregnados de
la extraña e inquietante belleza que caracteriza al conjunto de su
escritura. Los poemas los he seleccionado a partir de Georg Heym,
Gedichte und Prosa, Fischer Bücherei, Frankfurt am Main und
Hamburg, 1962, y de Georg Heym, Dichtungen. Auswahl, Re­
clam, Hamburgo, 1964. Dicha selección responde únicamente a
una preferencia personal.
Traducir sus poemas es un constante descubrimiento de
versos premonitorios. Heym alude a hombres que presienten su
muerte, sueños que predicen, naturalezas muertas, cielos que
envían sus signos, multitudes que vagan por las calles, perdi­
das, tempestades y mares de fuego, dioses que castigan, cráneos
que cuelgan, rostros pálidos, muertos que flotan y llamas que
devoran los bosques. He intentado, en mi labor de traducción,
respetar el ritmo interno de sus poemas, aunque he sido infiel
a su rima, tan importante en Heym, con la que el poeta quiere
retener unos versos que parecen estallarle entre sus manos.
Su crítica a la falta de espiritualidad en el hombre, ren­
dido ante los progresos técnicos que convierten a las ciudades
en lugares inhabitables e infernales, parece atenuarse a veces en
poemas que describen la naturaleza, donde el lenguaje suaviza
su carácter violento. Algunos de estos poemas son los que pre­
sento aquí para el disfrute de aquellos que, como yo, sienten
sincera admiración por el expresionismo alemán y se lamentan
de que el helado Havel congelara los futuros versos de Georg
Heym.
145
el anochecer 1
Ha naufragado el día en el rojo púrpura,
con inmensa calma el río fluye blanco.
Llega una vela. Alta, desde la barca se eleva
al timón la silueta del barquero.
En las islas crece el bosque otoñal
con rojas cabezas en el espacio claro.
Y de lo profundo de oscuros abismos resuena
el sonido de los bosques, como susurros de cítaras.
La oscuridad se ha derramado al oriente,
como vino azul de urnas volcadas.
Y lejos se alza, rodeada de un negro manto,
la noche sublime sobre coturnos de sombra.
azul - blanco - verde 2
En verdes praderas se alza un bosquecillo
de blancos abedules que a la luz se elevan.
der abend // Versunken ist der Tag in Purpurrot, / Der Strom schwimmt weiss in unge­
heurer Glätte. / Ein Segel kommt. Es hebt sich aus dem Boot / Am Steuer gross des Schi­
ffers Silhouette. // Auf allen Inseln steigt des Herbstes Wald / Mit roten Häuptern in den
Raum, den klaren. / Und aus der Schluchten dunkler Tiefe hallt / Der Waldung Ton, wie
Rauschen der Kitharen. // Das Dunkel ist im Osten ausgegossen, / Wie blauer Wein kommt
aus gestürzter Urne. / Und ferne steht, vom Mantel schwarz umflossen, / Die hohe Nacht auf
schattigem Kothurne.
2
blau-weiss-grün // In grünen Wiesen steht ein kleiner Hain / Von weissen Birken, die
zum Lichte steigen. /
1
146
Primer verde tierno en ramas que se mecen
como una nube, como un cabello tan fino.
Nubes blancas que crecen hacia el aire
como montes suspendidos, del azul del mar,
disueltas en la luz, se alzan las orillas boscosas.
Crepuscular, reposa el aroma azul de la sombra.
el otoño 3
Muchas cometas se elevan al viento,
danzando en el reino de los aires lejanos.
Niños en el campo con ropas ligeras.
Pecosos y con pálidas frentes.
En el mar de rastrojos dorados navegan
pequeños barcos, blancos y ligeros;
y en los sueños de su leve inmensidad
declina, inundado azul de nubes, el cielo.
A lo lejos, en la calma inmóvil,
Das erste Hellgrün auf den schwanken Zweigen / Wie eine Wolke, wie ein Haar so fein. //
Die weissen Wolken wachsen in die Luft / Wie Berge grundlos, aus dem Blau der Seen / In
Licht gelöst, die waldgen Ufer stehen. / Wo dämmrig ruht des Schattens blauer Duft.
3
der herbst // Viele Drachen stehen in dem Winde, / Tanzend in der weiten Lüfte Reich. /
Kinder stehn im Feld in dünnen Kleidern, / Sommersprossig, und mit Stirnen bleich. //
In dem Meer der goldnen Stoppeln segeln / Kleine Schiffe, weiss und leicht erbaut; / Und
in Träumen seiner leichten Weite / Sinkt der Himmel wolkenüberblaut. // Weit gerückt in
unbewegter Ruhe /
147
se alza el bosque como una ciudad roja.
Y las banderas doradas del otoño cuelgan,
pesadas y abatidas, de las torres más altas.
el jardín 4
La boca, húmeda. Y ancha como en los peces,
brilla roja en el jardín inerte.
Su pie es plano y ancho sobre el camino.
Nacen vientos del vestido plisado.
Él abraza al dios, que como de plata, débil,
bajo él se quiebra. Y en la espalda los dedos
le coloca, negros, como garras peludas.
Llamas que caen oblicuas de los ojos.
Avanzan sombras y luces, a veces una luna.
Un murmullo de hojas. De la noche cálida
turbias gotas. Y abajo llaman los cuernos
de guardianes que vagan por la ciudad dorada.
Steht der Wald wie eine rote Stadt. / Und des Herbstes goldne Flaggen hängen / Von den
höchsten Türmen schwer und matt.
4
der garten // Der Mund ist feucht. Und wie bei Fischen breit. / Und leuchtet rot in
dem toten Garten. / Sein Fuss ist glatt und über den Wegen breit. / Winde gehen hervor aus
dem faltigen Kleid. // Er umarmet den Gott, der dünn wie aus Silber / Unter ihm knickt.
Und im Rücken die Finger / Legt er ihm schwarz wie haarige Krallen. / Quere Feuer, die
aus den Augen fallen. // Schatten gehen und Lichter, manchmal ein Mond. / Ein Gesause
der Blätter. Aus warmer Nacht / Trübes Tropfen. Und unten rufen die Hörner / Wandelnder
Wächter über der gelben Stadt.
148
La vigilia de la aldea
Los significados del silencio
F elipe V ázquez
Mónica Sánchez Escuer, Atar de ser, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 2013, 87 p.
El poeta debe tensar el lenguaje para
hacerlo decir lo indecible. Para tensar­
lo debe prevalecer una actitud crítica
no sólo frente al lenguaje sino ante una
tradición poética, aunque no olvidemos
que la actitud crítica frente a la tradi­
ción adquiere al cabo la forma de un
diálogo. Atar de ser, el poemario de Mó­
nica Sánchez Escuer, cumple estas pre­
misas. Los epígrafes diseminados a lo
largo del libro señalan el diálogo que
Mónica sostiene con Emily Dickinson
y Jorge Eduardo Eielson, pero no es un
diálogo parasitario ni hedonista sino pro­
blemático, es decir, no recrea pasajes
de la vida de los poetas ni parafrasea sus
poemas, sino que aprehende los me­
canismos de enunciación poética. Y
¿cuáles son esos mecanismos?
Por principio, el lenguaje de Atar de
ser es sobrio, nervioso, decantado. No
cede al facilismo de la tendencia colo­
quialista ni a los palimpsestos agluti­
nados de la corriente que en términos
generales podemos llamar neobarroca.
En contra de la proliferación verbal de
ambas tradiciones, el lenguaje de Atar
de ser es ascético y críptico. Si hemos
de tomar en cuenta la advertencia que
la poeta dispuso al inicio de su libro, di­
remos que los poemas están penetrados
por el desierto, los versos están fractura­
dos por esa sed que llamamos silencio.
En efecto, parecen surgidos del vacío,
hacen resonar el vacío en su interior y
esa resonancia está habitada por múlti­
ples posibilidades significantes.
Ahora bien, la tensión del lenguaje
se basa en la fractura de enunciados y
palabras para que surja un espacio de
posibilidad significante, a su vez esos
espacios crípticos se desdoblan en sig­
nificados inéditos. El lenguaje ascético
desemboca en la polivalencia de sen­
tido. Podemos ver este procedimiento
desde el título del libro. Si Sánchez Es­
cuer hubiese titulado su libro Atarde­
cer, habría sido un título sin capacidad
149
seductora e incluso un poco romántico;
en cambio, al fracturar la palabra, la abre
a otras posibilidades sintácticas y signi­
ficantes. Si para Heidegger la poesía es
la casa del ser, para Mónica la poesía
es atar de ser (el verbo atar está ade­
más sustantivado), la poesía implica la
atadura de ser, el poema es una de las
formas de aprehender el ser. Ahora bien,
hay que tomar en cuenta que la pala­
bra ser tiene varios significados, uno
de ellos se refiere al sí mismo, ser re­
ferido a uno mismo. Desde este punto
de vista, la poesía es atar el ser de uno
mismo, el acto de la poesía implica la
atadura de nuestro ser; pero atar el ser
implica un reconocimiento de nuestra
esencial otredad, es decir que nuestro
ser está desatado e incluso alterado. La
conciencia de que nuestro ser es un ha­
cerse continuo, que nuestro ser es tam­
bién un ser-otro con el que deseamos
reconciliarnos, que nuestro ser es bús­
queda de ser, nos conduce a concebirlo
como carencia de ser. Y como carencia,
el ser aspira hacia la completud de ser,
desea a atarse a sí mismo. En varios
poemas del libro hallamos la puesta en
escena de esta búsqueda, signada por
una angustia irónica que cede a veces
a una crueldad fina y desengañada.
Si pasamos del título a los capítulos
del libro, veremos que la propuesta de
Sánchez Escuer continúa desplegándo­
se de manera crítica: los cuatro títulos se
forman a partir de la combinatoria se­
mántica del título del libro: “Atar”,
“Tarde”, “Arde” y “Ser”. A su vez, ca­da
150
poema despliega de manera prismática
los significantes. El último poema es
un claro ejemplo de lo que digo, pues
se titula “A tarde ser”. Si reunimos es­
tos títulos, quedaría un calambur que
es ya un poema, un poema que recuer­
da incluso los experimentos de poesía
concreta del grupo Noigandres:
Atar de ser
Atar
Tarde
Arde
Ser
A tarde ser
La palabra “atardecer” no se enun­
cia pero está implícita. ¿La atadura de
ser sucede al atardecer? ¿Arde el ser si
tarde se ata? Este juego de palabras, por
cierto, guarda cierto eco del famoso ca­
lambur de Villaurrutia:
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
Más allá de los ecos, vemos que la
propuesta sintáctica y polisémica se man­
tiene desde el título hasta el final del
libro, ello nos exige una labor lúdica
de articulación y desarticulación de las
unidades de significado.
Al lenguaje ascético y crítico corres­
ponde, en otro plano, el lenguaje meta­
poético y erótico. Estos cuatro ejes se
interpenetran y complementan en cada
poema. Hay poemas críticos que se
vuelven eróticos, poemas eróticos que
al final son metapoéticos o poemas me­
talingüísticos que se resuelven en una
confesión que revela más por sus re­
ticencias que por sus aseveraciones.
Más allá de los poemas de tema eróti­
co, hay un flujo de erotismo en todo el
libro que, como dije, puede tener un
desenlace metapoético; sin embargo está
muy lejos del erotismo hedonista –ése
que celebra las gracias del ser amado
pero en realidad sólo edulcora la imagen
depositaria del deseo–; no, el erotismo
de Atar de ser es una de las formas de
la reflexión, incluso cuando el poema
reflexiona sobre sí mismo; y este ero­
tismo verbal, en su deseo de consumar
la atadura de ser, toca a veces los már­
genes de la amargura y el desengaño.
En párrafos anteriores hablé de len­
guaje ascético. El ascetismo se basa en una
renuncia a la materialidad del mundo
para acceder a un orbe espiritual, pero
en esta renuncia hay un ingrediente de
crueldad, pues hay que aniquilar los
deseos, hay que suprimir el goce de
los sentidos, hay que incinerar el cuer­
po para que florezca el espíritu. Cuan­
do me refiero al lenguaje ascético de
Atar de ser, hablo de un lenguaje que
prescinde del aspecto comunicable y
“gastronómico” del lenguaje y opta por
un lenguaje condensado, prismático,
breve, y críptico debido a la extrema
voluntad de síntesis. Sánchez Escuer
articula palabras y enunciados sobre la
página como si dispersara un puñado
de huesos y piedras en la vasta arena
del desierto, traza un signo en la blan­
cura, en el vacío, pero ese signo, debi­
do a la disposición estratégica de sus
breves elementos, se abre como una flor
de signos, una flor cuyos bordes pueden
estar, como en algunas plantas del de­
sierto, pobladas de filos hirientes. Esta
analogía no es gratuita, el lector que se
asome a la poesía de Mónica Sánchez
Escuer descubrirá que los poemas in­
cluyen, acorde con su condición ascé­
tica, una visión áspera que limita con
cierta crueldad, sin embargo esos sig­
nos afilados que asoman por el silencio
de la página están habitados por la re­
velación.
Sin asiento asignado
J uan C arlos R eyes
Gunter Silva Passuni, Crónicas desde Lon­
dres. Cuentos y relatos, Atalaya Editores,
Lima, 2012, 122 p.
Viajar entre Lima y Londres hoy puede
tomar, en avión, cerca de catorce ho­
ras. En barco, dependiendo de la ruta,
puede llevar semanas: en Crónicas de
151
Londres, a Gunter Silva le toma sólo al­
gunas páginas. Hace el viaje de ida y
vuelta con pocas palabras, y en ninguno
de los viajes le es ya posible desprender­
se del equipaje, sin importar si éste fue
adquirido en Perú o en el Reino Uni­
do. Con más de nueve años viviendo en
Londres, Silva escribe desde la lejanía,
pero no desde el exilio. Si existe en sus
cuentos cierta añoranza por su natal La­
tinoamérica, ésta se vuelve un tópico al
cual regresar con los pies bien planta­
dos al otro lado del mundo. Perú parece
haberse convertido en un lugar distante
del que el recuerdo es ya inaccesible.
Pareciera que el exilio está intrinca­
damente enraizado en las civilizaciones
desde hace muchos siglos. Separado de
la su tierra natal o de residencia, el exi­
liado es forzado a retirarse, pero a olvi­
dar es imposible obligarlo. Emigrar es
muy distinto, el inmigrante llega a otro
lugar en el que asentará su residencia,
su vida, sus prácticas y en el que tie­
ne que construir una nueva memoria.
Para los escritores, ni el exilio ni las
migraciones son ajenas, y casi siempre
modifican e impactan su obra, ya sea
porque lo recordado se vuelve material
literario o porque escriben en sus len­
guas maternas negándose a entregar su
lenguaje al nuevo lugar que los acoge
e intenta así un rescate personal que los
exima de esa conflictiva relación que
tuvieron y tienen con el lugar de origen.
Entiendo que Crónicas de Londres es
únicamente el título del libro de Gunter
Silva, que bien podría llamarse Poemas
152
de Pachuca o Ensayos de Helsinki¸ y ello
no querría decir necesariamente que se
trata de poemas o ensayos, ni de que
fueron escritos de o para Pachuca o Hel­
sinki. Lo que llama mi atención es el
subtítulo del texto, que tiene ya otras
implicaciones: “Cuentos y relatos”. Es­
ta especificación promete algo que no
logra cumplir. Desde mi punto de vis­
ta, habría dos opciones: en la primera,
Gunter Silva es sarcástico y decide po­
ner en cuestión un régimen de géneros
estricto del que cada vez se duda más
o, de verdad, considera que hay una
diferencia clara entre un cuento y un
relato. Él estaría en todo su derecho de
encontrar diferencias claras entre dichos
géneros y, en su caso, si así lo desea­
ra, exponerlas, pero lo que me deja un
sentimiento de incertidumbre es que di­
chas diferencias no son visibles entre
los textos, no hay contrastes de estilo,
sintaxis o alguna otra señal que nos
muestre dichas diferencias, tan claras
para el subtítulo.
A los cuentos que componen Cróni­
cas de Londres los antecede un prólo­
go que elogia los cuentos tanto como
al autor, y en cierto sentido compara
el viaje que Silva hace al Reino Unido
con el que García Márquez –o Gabo,
como él lo llama– emprendiera a Mé­
xico debido “a la pasión del oficio de
escritor”. Esto, por supuesto, sin obviar
los lugares comunes sobre los rechazos
que, por parte de editoriales, recibieron
obras de Mario Vargas Llosa o “Gabo”.
El prologuista habla de un libro en el
que se “sabe manejar muy bien los fi­
nales abiertos”, una serie de cuentos
que en su conjunto nos “ofrece[n] (…)
un manual sobre la filosofía del amor
al paso”; un libro en el que Gunter Sil­
va “nos deja como un chupetín en la
boca, lindas frases de diversos tonos”.
Con una notable carga sentimental so­
bre Latinoamérica, el autor del prólo­
go igualmente apunta: “También nos
muestra la superficialidad del amor que
se vive en Europa.” Me imagino que el
tono de mi enunciación lo deja ya claro,
pero difiero de varias de estas aseve­
raciones. Para sostenerlo, sin embargo,
habrá que mostrarlo. Veo, por supues­
to, también páginas, personajes, deta­
lles o frases que mantienen el libro, o
cuentos particulares, a flote. Para se­
ñalarlo habrá, desde luego, lugar.
El libro está compuesto por nueve
cuentos: historias muy similares en to­
no y estilo que exploran temas como la
soledad, el amor, la inestabilidad o la nos­
talgia del migrante en Europa. Esto es
una navaja de dos filos: por un lado, es
un libro que se lee con cierta rapidez y
en el que el lector se puede desenvolver
con agilidad aunque sin muchos retos;
el otro lado de la navaja es que tal simi­
litud, en tono y estilo de la que hablo,
permea a sus personajes, tramas y sin­
taxis, y provee un tono muy parecido
a todo el libro, sin que existan claras
diferencias de un texto a otro, cosa que
se esperaría de un libro donde el autor
asume que cada cuento es una entidad
aislada.
Los cuentos ocurren casi por com­
pleto en Londres, como el título ya lo
anuncia, no obstante también hay en
las tramas algunos viajes a Roma, Ma­
drid o Nueva York, aunque dichos via­
jes actúan como pretextos de no mucha
relevancia para el desarrollo de los textos.
Aquellos que ocurren en Londres intentan
explorar la ciudad adentrándose en es­
pacios públicos y privados: estaciones
de metro, restaurantes de comida rápi­
da, parques, apartamentos, casas en donde
ocurren fiestas de lujo. A pesar de ello,
sus personajes son estáticos –en algu­
nos casos les pasa mucho–, pero ellos
cambian poco. Peruanos principalmen­
te, otros españoles o de Costa de Marfil,
conviven con londinenses que de mane­
ra apresurada los arrastran a situaciones
límite cuyo final nunca es desarrollado
en su tota­lidad. Me parece que cuentos
como “That night in London” o “Vino
tinto en McDonalds” funcionan dejan­
do un final abierto en el que el lector se
ve ante la posibilidad de rellenar los va­
cíos para integrar un final distinto, de­
pendiendo de la lectura que se haga del
texto, pero en otros parece que el autor
olvidó terminar el cuento.
Si me enfoco con insistencia en la
idea que Gunter Silva construye de los
migrantes en su libro, se debe a que la
cuarta de forros, el prólogo y la escasa
crítica que logré encontrar respecto al
libro, plantean que éste es un fiel re­
trato de la realidad que los migrantes
latinoamericanos viven en Europa. En
cierto sentido, el libro tiene como su
153
tema central la migración latinoameri­
cana hacia ese continente, pero me
parece que el retrato es en ocasiones
inverosímil o romantizado. Soy perfec­
tamente consciente de que el libro de
Silva no es un libro sobre migración,
o historia de los migrantes en Europa,
aunque no me parece bien un libro que
intente vender una idea de algo que no
tiene intenciones de hacer, o que se
construya a su alrededor la idea de que,
en efecto, lo consigue.
Después de la digresión migratoria,
regreso a lo que más nos atañe en estas
líneas: los cuentos que componen Cró­
nicas de Londres. En “La foto perfec­
ta”, un peruano que está por terminar su
mba en Londres asiste a la boda de una
exnovia con un hombre de Costa de
Marfil, trabajador de la construcción y
en el que, a decir del exnovio, la chi­
ca ve “a un auténtico revolucionario”,
cuya familia, que viaja por primera vez
a Europa, “veía todo como si fuera la
primera vez”. El segundo cuento, “Lot­
tie”, me parece el menos verosímil: en él
se descubre una falta de pulso dramá­
tico que hace que los eventos se vean
forzados. Un migrante es despedido de
su trabajo como mesero de un glamoro­
so evento y, al salir, una mujer increí­
blemente bella y con una televisión en
el asiento trasero de un Jaguar (el énfa­
sis en lo aleatorio del evento es mío) lo
invita a su casa para que tenga sexo con
ella. En el anterior sentido inverosímil
y acelerado que anotaba, el protagonis­
ta dice: “Subimos las escaleras hacia
154
el cuarto principal, para ese momento
la pasión y el deseo se habían apode­
rado de nuestros cuerpos, de nuestras
almas, de nuestras vidas.” En “Vino
tinto en McDonalds”, Felipe se reúne
con una completa extraña para com­
prar la nacionalidad inglesa. La mujer,
al sentarse en el McDonalds, asegura
que: “Estoy preocupada de todo”, y co­
mienza a contar la historia de su vida.
Como en el cuento anterior, me parece
que el autor se ahorra la construcción
dramática y narrativa de las relaciones
entre los personajes al recurrir a un lu­
gar común evidente: “Felipe sintió de
pronto que Kloe y él eran viejos amigos
a pesar que de hacía sólo media hora
que se habían conocido cara a cara.” A
pesar de estos reparos, considero que éste
es de los textos mejor logrados del libro
pues consigue mantener cierta tensión
dramática a lo largo del cuento, mien­
ras el final es verdaderamente abierto,
es decir, el cuento no parece acabar de
golpe o por capricho del autor, sino que
se torna evidente la intención de otor­
gar libertad al lector para discurrir por
el camino construido para los perso­najes.
En el cuarto de los cuentos, “Poeta muer­
to”, se narra la historia de un estudian­
te peruano en Londres. El joven que
estudia literatura resulta un prodigio
para sus profesores y, en consecuencia,
recibe constantes halagos de su parte,
pero ello se debe a los continuos plagios
que el alumno hace de Roberto Men­
doza, un poeta peruano muerto. Cuan­
do uno de sus compañeros ingleses lo
descubre, le llama por teléfono y vela­
damente le comunica que lo delatará,
aunque nunca sabemos si en verdad lo
hace. Casi al final del texto, Gunter
Silva pone a prueba el humor del lector
cuando, hablando de lo que su compa­
ñero le dice por teléfono, anota: “Su
acento en español era tan malo como
cuando Arnold Schwarzenegger dice la
frase: Hasta la vista baby, en una esce­
na de la película Terminator.”
“Homesick” es de los textos más ex­
tensos y el cuento más logrado del libro,
y en el que se puede ver la intención
más clara del autor de trabajar con el
lenguaje y la propia construcción es­
tructural de la historia. Al final, el cuen­
to le cumple al lector y, como en todos
los textos, una conclusión abierta pone
el punto final. La diferencia es que, en
este caso, el personaje se ve acorralado
de manera tal por entrometerse sexual­
mente con una tal señora Sherwood
–esposa de un policía de la London Me­
tropolitan Police– que se ve obligado
tanto a poner en marcha cambios rea­
les en su accionar como en su propia
concepción de su vida como migrante.
Otro texto que cumple con el lector es
“I live by the river”, la historia de un
peruano que escucha en un autobús a
un argentino hablar por teléfono con su
padre. El cuento explora la sensación del
migrante que ha perdido toda esperanza
de lograr algo medianamente digno en
el país al que ha viajado, pero aún así
le dice a su padre, un anciano alcohó­
lico, que está bien, que se despreocupe
de él, que cualquier comentario sobre
su infortunio en Londres, si llega a sus
oídos en su lejano pueblo en la pampa,
es obra de envidiosos que no soportan
ver a un compatriota tener éxito.
El penúltimo de los cuentos, “El ar­
tista”, me parece fallido. La anécdota
está ahí, pero el desarrollo de la histo­
ria se pierde entre nombres de pintores
y divisiones en el texto que, en algunos
casos, parecen los intertítulos de una
película muda de los años treinta: “Dos
años después”, dice literalmente la úl­
tima de estas divisiones. Una descono­
cida, que un profesor de arte encuentra
en un parque de Londres, termina re­
cibiéndolo como prostituta de lujo en
un departamento de Nueva York en el
que el profesor llora cuando escucha
que para ella “él no es sólo un cliente
más”. El último cuento, “That night in
London”, cuenta la historia de un gru­
po de jóvenes que viajan por Europa
como parte de una gira escolar con un
grupo de música andina, pero dos de
ellos hacen de la pérdida de la virgi­
nidad el verdadero propósito del viaje.
Sin duda el libro tiene un carácter
melancólico que, en algunas páginas,
logra cabalmente transmitir ese senti­
miento, pero éste no transita de cuento
en cuento sino que, en algunos, lo logra
con mayor eficacia y en otros falla en
su propósito. Las tramas se construyen
velozmente y, en casos como “Vino tin­
to en McDonalds” o “Lottie”, prometen
más que en otros, tal vez porque en al­
gunos textos el autor no alimenta la tra­
155
ma ni propone algún asunto interesante
con el puro lenguaje o el hecho mismo
de la escritura. Por eso mismo se pierde
en callejones de los que luego le resulta
difícil salir. Algunas de las críticas que
logré encontrar sobre el libro le han
adjudicado, como algo bueno, no tener
una prosa “enrevesada” o “barroca”.
Pero desde mi punto de vista, creo que
hay un error de percepción. Una cosa
es complejizar los textos estérilmente,
o rebuscar la redacción y sintaxis sin
alguna propuesta o búsqueda poética,
y otra muy distinta simplificar el len­
guaje, no buscar ningún rincón en el que
algo interesante aguarde al lector.
Estilísticamente me parece que una
de mis principales observaciones radica
en el abuso de símiles a lo largo de to­
do el texto y, en particular, al final de
los párrafos. En algunos casos utiliza la
figura simplemente para parafrasear lo
que todo un párrafo ha dicho. Como en
“La foto perfecta”, en donde ha esta­
do hablando del vestido y la espalda de
una mujer durante algunas líneas, pero
decide terminar el párrafo así: “y su ves­
tido dejaba entrever gran parte de su
espalda, una espalda serena, desnu­da,
con una línea fina que la partía en dos
como a un libro abierto”. En otros ca­
sos es repetitivo, por ejemplo en “Vi­no
tinto en McDonalds”, donde al referir­
se al perro de la mujer a la que com­
prará la nacionalidad inglesa dice: “Ni
siquiera era color negro, en realidad,
todo lo contrario, era un perro de co­
lor blanco.” O en “El artista”: “Corrí al
156
dormitorio y me decidí por una camise­
ta Polo, pensé que con una camisa me
hubiese visto formal y mayor. Era evi­
dente que me quería ver más joven.”
A esto se suma un cúmulo de lugares
comunes que obstaculizan la lectura.
Anoto algunos ejemplos. En “La foto
perfecta”: “En la cola, varios turistas
vestían pantalones color caqui y cáma­
ras enormes colgaban de sus cuellos”;
o “Muchas veces el silencio contiene
miles de palabras”. En “Lottie”: “Pero
cuando te vi en la embajada con tu aza­
fate de champán sentí que te conocía
de siempre”; o en “That night in Lon­
don” una turista estadunidense, lla­mada
“Mary Jones”, se le acerca a uno de los
jóvenes y le dice: “Tocar bonito”.
Para terminar con lo más material del
libro, Atalaya Editores es una editorial
peruana que ha publicado muy pocos tí­
tulos, entre ellos Entre el cielo y el mar,
de Ricardo Espinoza; Resto que no cesa
de insistir, de Julián Pérez; Rapsodia
vagabunda, de Juan Carlos Guerrero;
Notas de un suicida, de Diego Cano de la
Torre, y por supuesto Crónicas de Lon­
dres. Desde mi óptica, el que una edi­
torial sea pequeña o independiente no
la faculta para hacer ediciones descui­
dadas como la del libro que en esta re­
seña nos atañe. El texto completo está
lleno de erratas como las del tipo que
el corrector de Word no detecta. Faltan
sangrías en los párrafos, la justifica­
ción del texto entero deja ríos enormes
en algunos renglones con tal de no di­
vidir las palabras en sílabas.
A manera de conclusión, me gusta­
ría decir que no me convence la homo­
genización que Gunter Silva hace del
migrante en Europa. Se refiere a los in­
dividuos como si todos estuvieran en
condiciones similares, muchas veces idea­
lizadas. Parece también que el autor
juzga que la migración es meramente
física, ya que no hace ningún hincapié
en el destierro que los migrantes sufren
de su propio lenguaje, de lo importante de
la tradición que dejan detrás mientras
van aprendiendo a pensar, desear o ima­
ginar en otra lengua, relegando lenta­
mente la suya a un hablar secundario.
Encuentro también en el libro una para­
doja muy interesante, una mezcla entre
un nacionalismo o “latinoamericanis­
mo” defensor de los migrantes que nun­
ca deben darle la espalda a la patria; y
una postura que plantea olvidarlo todo,
dejar atrás cualquier cosa que nos recuer­
de que somos de este lado del mundo
y buscar con ahínco gozar de las bon­
dades de vivir en Europa, en el Reino
Unido, en el primer mundo, o que los
migrantes no viajan con un asiento re­
servado en ninguno de los sentidos que
esto pueda significar.
Reforestación de símbolos
D aniel B encomo
Julián Herbert, Álbum Iscariote, Era/conaculta, México, 2013, 160 p.
Álbum Iscariote es el libro más reciente
de Julián Herbert. El título del libro se
proyecta al menos en dos direcciones:
una colección de imágenes y un álbum
musical con un sentido de tiempo y
acontecer distintos. Ninguna de las dos
se aclara, por fortuna, pero nos permite
extraer la ambigüedad necesaria para
abordar este complejo lírico. El ele­
mento falaz y traicionero que sugiere
el Iscariote proviene de un epígrafe
de Carlos Martínez Rivas, “Memoria
para el año viento inconstante”, cuyo
leitmotiv es la música; unos versos del
principio podrían advertir algunas de
las intenciones del volumen: “Ya sé
yo que lo que os gustaría es una obra
maestra. / Pero no la tendréis.” Los epí­
grafes de Frank Ryan, Robert Creeley,
Calle 13, Rae Armantrout, Ruben Darío
y el propio Martínez Rivas forman una
encrucijada de sentencias que resguarda
un mapa de lectura con dos intencio­
nes: propone, de inmediato, dudar de
la naturaleza de una práctica arcaica, la
poesía lírica, surgida en un horizonte
simbólico por completo distinto al que
priva en nuestra época y en el cual, sin
embargo, se ha empecinado en pervivir.
La lírica se ha desplazado del diálogo
primordial en el centro de la comuni­
157
dad –si queremos creer que en la An­
tigüedad lo tuvo– hasta convertirse
en uno más de los parques temáticos,
quizás uno de los menos visitados, que
saturan la actualidad. La segunda in­
tención apunta a replantearse la es­
critura mediante su ejecución –en su
devenir en tanto poema y desde su de­
venir como práctica–: sólo el ejerci­
cio lírico capaz de imaginarse en esas
coordenadas, capaz de alejarse de una
añeja preconcepción, está en posibili­
dad de pervivir, que no es lo mismo
que perpetuarse, a partir de procesos
de hibridación, remix, deformación y
manipulación de los símbolos.
Si bien el gesto que distingue la obra
poética de Herbert, desde El nombre de
esta casa, es el de la frescura y la irreve­
rencia, sus intenciones y efectos se han
modificado, a mi entender, para ganar
en polémica y alcances. Este hartazgo
y desconfianza del lirismo chantajista
–manipulador de la sensibilidad media,
no propositivo, fruto de un hedonismo
mediocre, cuyos intereses políticos sólo
llegan a la cofradía y al deseo de acu­
mular cierta influencia– es uno de los
ejes de la escritura de Herbert, abierto
ya con claridad en Kubla Khan (2005);
pero se muestra con firmeza en unos
versos de Pastilla Camaleón (2009):
“(¿Puedes tener fe en algo así: / quema­
dura que empalaga lumbre y labio: / se­
creción momificada?)”
La propuesta más reciente de Her­
bert parte de la rancia secreción lírica
y la interviene, con humor y energía:
158
“al menos toca lo que matas: siéntelo
babosa, lumbre negro, caracol con la
que marcas –meas– plásticos: identi­
dad”. Los primeros textos transitan, en
principio, en la lógica de un álbum
musical. “these little boxes / make se­
quences…”, reza el epígrafe de Robert
Creeley, y ciertos motivos emergen de
tanto en tanto, se tejen y mezclan en
distintos poemas, como el verso que
afirma que la poesía no es más que una
destreza pasajera: “Una destreza que,
perdida, se hace tú y alumbra oscura.”
Aunque quizás el más llamativo de ellos
sea el verso “La quemadura es el len­
guaje con que juro”, que aparece en
el poema “Bill Morrison”. Este poema
es axial pues, como lo indica el autor
en las notas finales, el cineasta expe­
rimental canadiense es una influencia
crucial. La obra cinemtatográfica de
Morrison propone la manipulación de fil­
mes de todo tipo para “remanufacturar”
una propuesta visual que encuentra su
principio poético, como en Decasia
(2002), en el desgaste y la descomposi­
ción de los filmes usados. La quemadura
adquiere otro sentido, sugiere el estado
en fermento de cualquier ejercicio poé­
tico y libera, además, al poema de una
condición: “Educación del monstruo:
instruir contra el mal hábito de com­
placerse en la secuencia.” Esta alusión
al filme de Morrison, Spark of being
que aborda, a partir del tratamiento
ya mencionado, la creación teratológi­
ca, se muestra en el poema a través de
maniobras formales de zurcido, tacha­
dura, implantación de fragmentos en el
poema. En “Karaoke”, la voz de quien
firma el libro se mezcla con la de cinco
colegas a través de versos-cuestiona­
rio. En “Bill Morrison” se funden un
texto de Phillip Larkin, fragmentos de
Michael Gordon, otro fragmento que po­
demos atribuir al propio Herbert –ta­
chado casi por completo, salvo un trozo
de verso: “la belleza caduca”.
En ese texto la idea de volumen poé­
tico, de secuencia, de evocación de un
aquí y ahora, pretende adulterarse y
permear todo el libro. La contempla­
ción y la elocuencia, pautas que propi­
cian el presente del poema en la forma
de lectura tradicional, son suplantadas
aquí por una vía que parece emular
modos de lectura más recientes: popups, irrupciones, links dentro de links,
mensajes de texto, (dis)tracciones, in­
termedios pagados por patrocinadores.
Otro poema, “Abisinia desktop”, in­
cluye un juego visual, “el ahorcado”,
que juega con el poema homónimo de
Rimbaud y con un remix de un poema
de Julián dedicado al francés, escrito
alrededor de 1994. Esta fecha es, además,
una alusión a Eduardo Milán, quien
aparece mencionado en otro breve poe­
ma, “Episodio 3”, donde los versos se
vuelven opacos pero indicadores: “Hay
un parque temático pero no diré dónde.
(…) Una carcajada entre las butacas
del Eclesiastés / Agencia Federal Refo­
restadora de Símbolos”.
La reforestación de símbolos a la que
aquí se alude aparece en el epígrafe de
Frank Ryan bajo la forma de la hibrida­
ción, y plantea la posibilidad de que de la
poesía, concebida como práctica arcaica
y sólida, deriven nuevas opciones ge­
néticamente alteradas. Tal reforestación
híbrida, de transtierro y esquejado, co­
mienza en los poemas que recrean a
Aníbal y a Amílcar Barca, en los cua­
les la percepción tradicional del perso­
naje histórico se trastoca para crear un
nuevo superstar. Aparece también, de
forma más turbia, en el poema “Auto­
rretrato a los 41” –en mi opinión, el que
se inserta de forma menos limpia en
el libro, aunque de sólidas intensidad
y factura–, que emite un correlato de
historia personal hacia uno de los tex­
tos más emotivos de Herbert, el “Auto­
rretrato a los 27”, incluido en El nombre
de esta casa (1999).
Esta preocupación por la historia, en
tanto noción resintonizable –“tuneable”–,
es perceptible desde La resistencia (2003)
y planteada, con la misma discreción
que el uso de elementos visuales, en
Pastilla Camaleón. Ahí aparece en tex­
tos como “Batallón San Patricio”, o
“Apaches”, en el cual la voz, al pre­
guntarse por los ritos de alguna tribu de
la Sierra de Zapalinamé, asienta estos
versos: “¿Qué significan estos gestos,
ahora que son sólo palabras, / símbolos
de recuerdos que no podemos compar­
tir?”Así, el proyecto más ambicioso de
este álbum, “Tira de la peregrinación”,
opera con las imágenes del Códice Bo­
turini y las reensambla en versiones
escritas que no siguen una concatena­
159
ción ni producen una secuencia. Se ge­
nera una anamorfosis que proyecta en
versos esa historia fundacional y la ci­
fra en una actualidad convulsa, donde
lo mismo caben citas de Fernando Be­
nítez, la canción “Huecanías” de Ze­
naida Vargas, códigos para compartir
videos de You Tube, nota roja o un ál­
bum fotográfico encontrado en un mer­
cado de viejo en Berlín. Pero más allá
de ser un movimiento convulso, multi­
direccional, “Tira de la peregrinación”
despliega tópicos diversos en los que el
volumen se proyecta fuera del parque
temático de la poesía hasta lindar con
otros aspectos: el periódico retorno de
los “paisanos” a nuestro país; la proli­
feración de cadáveres –que en un juego
armónico con la totalidad del libro se
indica en estos versos: “Las palabras
son cuerpos / no identificados”–; una car­
ta a la señora Alegoría; un banquete
fracasado de la Agencia Forestal Refo­
restadora de Símbolos. Bajo la condi­
ción de “dibujar a contracanto de las
alegorías”, cada imagen encuentra un
correlato –hueco– en un presente que no
admite una perspectiva fija y determinante,
sino más bien una con el random activado
y amplios grados de movimiento: “La his­
toria siempre sucede varias veces. / La
primera como caos. / las demás como
ka­raoke.” Basculante entre la imagen
y lo escrito, este texto ofrece lo mejor
de la lírica de Herbert: sentido del hu­
mor y una ironía contusa –rayana en
el sarcasmo–, un arsenal de imágenes
efectivas y plásticas, nunca dispuestas
160
a entregarse del todo. Quien conozca el
proyecto que Julián condujo bajo el nom­
bre de Taller de la Caballeriza, quizá se
sienta impelido a contrastar la lograda
amalgama de algunos objetos de aque­
lla empresa con el efecto, en apariencia
sencillo, de “Tira de la peregri­nación” y
de “La cédula es la pieza del mes” –en
este último, la crítica se vierte sobre
uno de los símbolos más polémicos de
capital cultural que existe en nuestro
país, los premios de poesía, en espe­
cífico el Aguascalientes; la salud de la
poesía como acto público, que preten­
de celebrar tal galardón, es contrastada
con fotografías del deterioro físico de las
instituciones culturales que lo organizan.
En mi opinión, creo que la economía
de recursos solventa las intenciones que
tiene, en ambos ejercicios, el diálogo
con las imágenes.
No es detalle menor el advertir que
una propuesta poética que se expone y
tira hacia el riesgo, que remite el poe­
ma a una estética de la reforestación,
del zurcido de cuerpos simbólicos ne­
crosados, tenga su soporte en un ver­
so de lograda música, que recorre un
amplio espectro de ritmos y cadencias,
muy latinoamericano. Ante esto, pare­
ciera que dos nombres que aparecen en
los epígrafes tensan la dinámica de esta
escritura. Ellos son Darío y Martínez Ri­
vas: música de cámara y desmontaje de
prejuicios. Es probable que en la poesía
latinoamericana sea tarea pendiente el
“desmantelar”, de forma propositiva, la
música de su versos, desde una solución
singular, que no necesariamente abre­
ve de las líneas de indagación anglosa­
jonas. Quizás en este momento venga a
colación, también, el epígrafe de Calle
13 –cuyo vocalista, “Residente”, sufre
acusaciones reiteradas de esnobismo–,
que sentencia: “lo que pasa es que el
género está atrasao / tiene un delay”. Si
bien puede entenderse como un gesto
de provocación, pareciera que el libro
completo se encarga de desmentir la
primera línea mientras se regodea con
alegría en la segunda, en la distorsión
y el eco. Por otro lado, en todo karaoke
se improvisa encima de lo pasado, se
depende de los grandes hits, la fasci­
nación ante lo nuevo no existe. Esto me
lleva a otra reflexión: el género lírico
no puede estar ni adelantado ni atra­
sado, pues siempre se mantiene en su
presente, en su devenir, que se cumple
a través de aquellos que lo practican:
en eso consiste su tragedia y su destino
azaroso, sea cual sea el que le concier­
na. Quizá todo eso nos aguardara desde
unas de las primeras líneas del libro:
“Queda (pero dónde) lo que no se com­
para: la metáfora de sí.” Mientras eso
que no se compara insista en mostrarse
bajo la forma del poema, en el delay,
abierto a toda mutación, habrá género
lírico para rato. Es una gran virtud de
Álbum Iscariote el desplegar esta intui­
ción en formas tan variadas y rotundos
efectos.
Paradojas de la “vanguardia”
literaria cubana
P ablo
de
C uba S oria
Rafael Rojas, La vanguardia peregrina. El
escritor cubano, la tradición y el exilio, fce,
México, 2013, 228 p.
En la nota de agradecimiento con la
que inicia El castillo de Axel (1931),
cuyo destinatario era el hoy apenas re­
cordado crítico y profesor norteameri­
cano Christian Gauss, Edmund Wilson
señaló que la crítica literaria debería
ser “una historia de las ideas y la ima­
ginación del hombre en el marco de las
condiciones que la determinan”. Para
el también autor de Hacia la estación de
Finlandia (1940), libro que radiografió las
“revoluciones” modernas, el despliegue
(y posterior resultado) artístico-verbal
de toda obra literaria contiene en sí
mismo la condición de “ser en su tiem­
po”, de “ser en la tradición”. Por ello,
para Wilson las formas artístico-litera­
rias se hayan determinadas tanto por el
encuadre estético e ideológico en las
que son imaginadas, como por las deu­
das (a veces demasiado veladas) que el
escritor adquiere con sus predeceso­
res. La tarea del crítico es, entonces,
mostrar cómo se enhebran/relacionan
esas varias capas de tejidos (estético,
escritural, histórico, ideológico…) que
conforman el lienzo literario.
Publicado por el Fondo de Cultura
Económica en 2013, el libro La van­
161
guardia peregrina. El escritor cubano,
la tra­dición y el exilio, del historiador
y crítico Rafael Rojas, retoma –permí­
taseme la siguiente intuición– el dic­
tum de Edmund Wilson. Y lo hace en
la medida en que analiza las obras de
varios escritores cubanos en relación
con el frame histórico, ideológico y li­
terario en el que ellas fueron escritas,
esto es, el arco temporal que va des­
de finales de los años cincuenta hasta
bien entrados los setenta del pasado si­
glo xx, esos años de “revoluciones” (la
Cubana en 1959, la del 68 en París…),
de contraculturas y guerrillas, de escri­
turas militantes y comprometidas, del
rechazo de Sartre al Premio Nobel por
tener un “color político”, de tanques ru­
sos poniendo en hora el Reloj Astronó­
mico de Praga, y de un Boris Spassky
–y por extensión la Escuela soviética
de Ajedrez, bastión rojo de la Guerra
Fría– destrozado ajedrecística y polí­
ticamente en Reykjavik (1972) por ese
genio malcriado de Brooklyn llamado
Bobby Fischer.
Autor de una reconocida obra críti­
ca y ensayística, con títulos obligato­
rios dentro del archivo de los estudios
cubanos, como lo son José Martí: la
invención de Cuba (2000), Un banque­
te canónico (2000), Tumbas sin sosiego.
Revolución, disidencia y exilio del inte­
lectual cubano (Premio Anagrama, 2006), y
dentro del archivo latinoamericano: La es­
critura de la independencia. El surgimien­
to de la opinión pública en México (2003) y
Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto
162
en la Revolución de Hispanoamérica (Pre­
mio Isabel Polanco, 2009), entre otros,
Rojas lee en La vanguardia peregrina las
obras de Nivaria Tejera, Calvert Casey,
Severo Sarduy, Lorenzo García Vega,
Julieta Campos, José Kozer –todos cu­
banos exiliados– y Antón Arrufat –quien
ha permanecido en la isla– bajo el ró­
tulo de escritores de vanguardia.
“Éste es un libro sobre escritores cu­
banos vanguardistas y exiliados”, afir­
ma Rojas en la primera frase del libro.
De hecho, el primer acierto de este vo­
lumen es que continúa esa “tradición
de rescate” para el archivo cultural
cubano –que desde hace alrededor de
tres décadas se viene llevando a cabo,
tanto fuera como dentro de Cuba– de
un grupo de escritores que, censura y
manipulación revolucionarias median­
te, fueron silenciados, menospreciados
e incluso borrados de los anales de la
“literatura cubana”. Por ello, a partir
de una investigación y examen riguro­
sos de las relaciones estético-literarias
e ideológicas que dichos intelectuales
establecieron con su contexto epocal,
Rojas resalta lo que sería común a to­
dos ellos: la voluntad de sostener crea­
ción y pensamiento en una escritura de
ruptura, a veces experimental, en cuyas
entrelíneas y estructuras pueden rastrear­
se/escucharse resonancias del “imagina­
rio filosófico y estético de las vanguardias
de la década de 1960 y 1970. El cine del
neorrealismo italiano y el nouveau ro­
man francés, la beat generation y el pop
art neoyorquino, los últimos ecos de
surrealismo, el existencialismo y teo­
rizaciones estructuralista, Freud y La­
can, pero también Marcuse y Barthes,
la contracultura y el budismo, el boom
de la novela latinoamericana y el neo­
barroco, Octavio Paz y Julio Cortázar”.
Para Rojas, el “ser vanguardista cuba­
no” está determinado por una paradoja o
contrasentido: estos escritores exiliados
(los mencionados en párrafo previo, con
la excepción de Arrufat) fueron crea­
dores de “poéticas articuladas desde
el exilio, es decir, desde las antípodas
ideológicas de la Revolución [cubana],
pero inmersas en una discursividad re­
volucionaria, abastecida”, entre otras,
por las corrientes y tendencias cultu­
rales enumeradas con anterioridad, de
modo que “en esa fisura entre el socia­
lismo insular y la nueva izquierda es
donde podría localizarse la condición
de posibilidad de las vanguardias cu­
banas exiliadas”.
Como el carácter esencialmente “re­
volucionario” de la Revolución castris­
ta de 1959 resultó incompatible –y cuando
no, lo fue desde una apropiación dog­
mática– con la “revolución estética”
que en los Estados Unidos y en Euro­
pa le daba una vuelta de tuerca a los
fundamentos artísticos y filosóficos oc­
cidentales, nos da a entender Rafael
Rojas, entonces aquellos escritores se
insertaron en el “espacio real” de la
vanguardia y de la revolución en el exi­
lio: París para Sarduy y Tejera, México
para Campos, Nueva York para García
Vega y Kozer, Roma para Casey… O
sea, desde la condición de exiliados de
una “Revolución”, ellos lograron ser
agentes activos de la otra revolución:
la de la vanguardia estética de aquel
periodo. Como también se apunta en la
“Introducción”: “Las ciudades de sus exi­
lios (…) fueron los escenarios de sus
escrituras. La Roma de Casey es tam­
bién la de Pasolini y Calvino; el Nueva
York de Kozer es el de George Oppen
y Djuna Barnes; el París de Sarduy y
Tejera es el de Tel Quel y La Quinzaine
Littéraire, el de Phillipe Sollers y Julia
Kristeva; la España de García Vega es
la de Revista de Occidente y Cuader­
nos para el Diálogo, la de José María
Valverde y Juan Benet; el México de
Julieta Campos es el de Carlos Monsi­
váis y Juan García Ponce, el de Plural
y Vuelta.”
Sin embargo, en esa red de analo­
gías ideológico-estéticas y de afinida­
des electivas que con casi total acierto
Rojas traza entre los escritores y las
ciudades –con sus respectivas corrientes
y personalidades artísticas paradigmáti­
cas– que los “acogieron” en su destino
de exiliados, encuentro un desliz crí­
tico-factual: afirmar (o cuanto menos
entrever) que España fue decisiva en
la consolidación del ideario vanguar­
dista de Lorenzo García Vega resulta
errado. Por demás, se trata de una pifia
que Rojas enmienda de cierto modo,
corrección que acentúa/enfatiza el des­
cuido, en el capítulo “Formas de lo si­
niestro cubano”, dedicado al autor de
Los años de Orígenes, y donde examina
163
con juicio mejor fundamentado el es­
pacio geográfico-cultural que fue más
determinante en la gran obra tardía
de Vega: la contracultura neoyorkina de
los setenta. De hecho, Lorenzo García
Vega salió de Cuba rumbo a Madrid en
noviembre de 1968, para luego, casi de
inmediato, emprender su “definitivo” exi­
lio norteamericano, a inicios de 1970; es
decir, García Vega apenas fue partícipe
de la vida cultural española de la época.
Incluso, el ambiente político de enton­
ces en Madrid le fue en buena medida
hostil y adverso, llegando incluso a ex­
perimentarlo como una extensión del iz­
quierdismo castrista. Una entrada –entre
tantas que podría citar– de sus diarios,
Rostros del reverso (1977), pertenecien­
tes a finales de 1968, así lo demuestra:
“Conozco a Buero Vallejo y éste me di­
ce: –Un consejo le doy, es que proce­
da usted con mucha cautela al emitir
juicios sobre la situación de sus país.
No se ve bien, aquí en España, entre
el mundillo intelectual, cualquier opi­
nión contra el sistema político impe­
rante en Cuba.”
Además, si hay entre los escritores
estudiados por Rojas uno de filiación
netamente vanguardista-experimental,
inclusive con una fuerte presencia en
sus primeros libros de las vanguardias
clásicas francesas y latinoamericanas
de las primeras décadas del xx, sobre
todo el surrealismo y el cubismo, los
cuales operan en las estructuras y for­
mas mismas de sus poemas y escritu­
ra en general, ése es Lorenzo García
164
Vega. La voluntad vanguardista en el
autor de El oficio de perder, podríamos
usar aquí una hipérbole, le viene de la
cuna, desde el inicio de sus andanzas
escriturales, de sus iniciales años “le­
zamianos” en los que soñó unos pas­
mosos arlequines.
En otro nivel, la definición de van­
guardia a la que Rojas se subscribe,
y desde la que parte para catalogar y
pensar a escritores que responderían a
dicho axioma, adolece justamente de
indefinición. Y he ahí mi segundo re­
paro, éste de mucho mayor peso que el
primero: si para Rojas el carácter van­
guardista está dado por la paradoja de
que son escritores que tuvieron que
emigrar de un contexto “revoluciona­
rio-vanguardista”, para poder insertar­
se en las tendencias de vanguardia ar­
tística de aquel momento, es decir, que
Tejera, Casey, Kozer, Sarduy, García
Vega y Campos encontraron su razón
de ser vanguardistas en el exilio, y a
contrapelo de la vanguardia política
que para muchos significó la “Revolu­
ción” cubana, entonces, ¿por qué Antón
Arrufat figura entre los elegidos? El argu­
mento de “exiliado interior” me parece
insuficiente, en la medida que el autor
de Los siete contra Tebas padeció cen­
sura y ostracismo debido a una política
cultural de Estado durante el llamado
quinquenio gris (o decenio negro, para
ser más exactos), y no por elección pro­
pia –de facto, luego de su rehabilitación,
Arrufat ha participado en la cultura ofi­
cial cubana–, que sería lo que justifica­
ría la idea de Rojas. Por consiguiente,
si seguimos la lógica falaz de “exilia­
do interior”, cabrían en esa categoría
escritores como Rafael Alcides, César
López, Reynaldo González o Lina de
Feria, por sólo citar algunos.
Incluso, extendiendo un poco la idea
anterior, el argumento de que “el víncu­
lo que la poética de Arrufat ha desarro­
llado con Virgilio Piñera es muy parecido
al que Sarduy desarrolló con Lezama”
da lugar a un equívoco. Sarduy leyó, se
apropió de Lezama para erigir al autor
de Paradiso en una de las columnas
teóricas y conceptuales de su poética.
Es más, la lectura sarduyana de la obra
lezamiana está presente (es visible) en
las formas y estructuras mismas que sos­
tienen la escritura del autor de Cobra.
La de Sarduy fue una asimilación y “mala
lectura” textuales. Sarduy estructuralizó
(Tel Quel de por medio) y neobarroqui­
zó (Kepler de por medio) a Lezama. En
el caso de Arrufat, más allá de la amis­
tad y de la relación discípulo-maes­
tro a un nivel afectivo, no hay apenas
marcas formales –sí temáticas, aunque
tampoco demasiadas– de la impronta
virgiliana en la obra de Arrufat. El afán
teórico-experimental de Sarduy, típico
de un espíritu vanguardista, está posi­
cionado en las antípodas de las expre­
siones de Arrufat, Casey e incluso de
Julieta Campos.
Al mismo tiempo, “ser vanguardis­
ta” entraña inexorablemente una acti­
tud de ruptura de las formas literarias,
un quiebre de las estructuras hereda­das,
una puesta en crisis del nivel compositivo
(tanto o más que del nivel ideotemáti­
co) de la escritura. Ideal transforma­
dor, hasta para aquellos vanguardistas
–Tzara, Marinetti, Ball, Breton– que
pretendieron superar la dicotomía ar­
te-vida, que iniciaba en y con la Letra.
Hasta los manifiestos de las vanguar­
dias fueron, en primerísimo lugar, pro­
clamas cuyas pretensiones artísticas e
ideológicas principiaban en la escritu­
ra; es decir, al exterior del texto (llá­
mesele historia, capitalismo, burguesía
o vida) se le declaró la guerra desde el
texto. Ya lo escribieron Breton y Eluard
en La inmaculada concepción (1930): “To­
do está anunciado, todo está previsto,
todo está inscrito por la Letra.”
El estudioso francés Antoine Com­
pagnon señaló en Las cinco paradojas
de la modernidad que “si el arte de
vanguardia lo fue por sus temas antes
de 1848, el posterior a 1870 [y que alcan­
za los años ochenta del siglo xx] lo será
por sus formas”. Y la obra de Arrufat
es en su totalidad ajena a cualquier
quiebre o ruptura, ya que descansa en
una intelección tradicional de lo litera­
rio. Pero no sólo la de Arrufat, también
la de Casey es una propuesta literaria de
corte tradicional, desprovista de cualquier
ápice vanguardista, desde el punto de
vista que se la piense. La prueba de que
Mark Twain, como bien afirma Rojas,
sea una presencia “entrañable” en las
ficciones de Casey, no le otorga en lo
absoluto carácter vanguardista a su obra;
así como tampoco el tratamiento del eros
165
y el tánatos, muy distante, por ejem­
plo, del de un pensador de la contra­
cultura como Norman O. Brown, quien
sí resultó importante en el imaginario
vanguardista-psicoanalítico de Loren­
zo García Vega.
En La vanguardia peregrina echo
en falta un mayor detenimiento en el
análisis de lo mecánico-estructural –o
llamémoslo simplemente análisis crí­
tico-literario– de las escrituras escogi­
das, indagación que sopesaría mejor el
carácter vanguardista de los escritores
analizados. Y aunque por lo claro no es
objetivo de Rojas analizar estilística y
formalmente los textos de estos escrito­
res, el hecho de asociar vanguardia con
experimentación exige precisar sobre
qué fundamentos estilístico-compositi­
vos descansa dicho experimentalismo;
es decir, mostrar cómo se produce y actúa
esa energía vanguardista en la estruc­
tura interna de las obras. El hambre de
“lo nuevo”, idea acuñada por Adorno
para definir el espíritu de las vanguar­
dias –entendidas éstas como el estado
terminal del modernism que inició con
Poe y Baudelaire–, siempre comenzó,
repito, expresándose en el texto.
Independientemente de filiaciones ideo­
lógicas y temáticas, resulta innegable
que no tienen el mismo alcance vanguar­
dista/renovador la arquitectura com­positiva
de Escrito sobre un cuerpo, de Sarduy, o
Los años de Orígenes de García Vega, o
cualquiera de los poemarios de Kozer,
que las novelas, ensayos, poemas y re­
latos de Calvert Casey, Antón Arrufat
166
y Julieta Campos. Así de sencillo y
cali­dades aparte, ninguna analogía, fi­
liación estilística o punto de encuentro
vanguardista puede haber, por ejem­
plo, entre este fragmento de la novela
La caja está cerrada, de Antón Arrufat
(esta cita es de Rojas): “habrá un des­
canso, el hombre realizará sus obras
de paz, y cuando esté ahíto y fuerte la
emprenderá contra sus semejantes”,
y este otro de Lorenzo García Vega:
“Notar, apuntar, lo que se va inventan­
do en estos pobres días, en estos casi
fantasmales días. O sea restos, rostros,
fragmentos.” El primero aspira a in­
sertarse en la tradición; el segundo la
pone en crisis, la asusta, le ensancha
sus límites.
Ahora bien, más allá de mis des­
acuerdos con algunas ideas de Rafael
Rojas en La vanguardia peregrina, él
examina muy acertadamente en su li­
bro la intríngulis histórico-ideológica
con la que dialogaron y se enfrentaron
estos escritores. Rojas escribe un pe­
netrante relato –donde creo que el ca­
pítulo “La prole de Virgilio” sobra, no
por calidad, sino por argumentos– uti­
lizando las herramientas propias de la
historia intelectual; esto es, de un histo­
riador riguroso que piensa, revela e intu­
ye, como le hubiera agradado a Edmund
Wilson, “el marco de las condiciones”
históricas, estéticas e ideológicas que
“determinan” el quehacer y la imagi­
nación de un artista.
Otro imprescindible de la crítica
literaria, Cyril Connolly –por cierto,
un autor con el que Rojas ha educa­
do su estilo ensayístico–, dijo que “la
crítica es el equivalente a construir puen­
tes en algún clima tropical imposible”.
En La vanguardia peregrina. El escri­
tor cubano, la tradición y el exilio, Ra­
fael Rojas construyó un puente en la
imposibilidad de un trópico neoyorqui­
no o chilango, un puente que sí se le ve
en los estudios de historia intelectual y
literaria cubanas.
Yo mira la luz
L uis V icente
de
A guinaga
Benito del Pliego, Extracción, prólogo de
Reynaldo Jiménez, El Tucán de Virginia
/ Editorial Universitaria, col. Vita Nuova,
México, 2013, 151 p.
¿Qué cosa es un dietario? ¿Un mero
cuaderno de notas? ¿Un diario? ¿Un li­
bro de pérdidas y ganancias comerciales?
Agenda, block, secuencia de memoran­
dos: en los últimos años, muchos lec­
tores en español han reparado en la
existencia del género (sí, el género del
dietario, trátese de lo que se trate) gra­
cias al Dietario voluble (2008) del bar­
celonés Enrique Vila-Matas y al Diario
anónimo del orensano José Ángel Va­
lente (2011, póstumo). Desde luego, hay
quienes ya conocían los del también
barcelonés Pere Gimferrer (Dietario,
1984) y del canario Andrés Sánchez Ro­
bayna (La inminencia, 1996) además de
los clásicos del ampurdanés Josep Pla
(El cuaderno gris, 1966) y del bilbaíno
Juan Larrea (Orbe, 1990, póstumo).
Si toda obra es un cuerpo en el sen­
tido aristotélico de la palabra, esto es:
un ser limitado, con principio y término,
entonces ningún dietario es una obra.
En ello radica su poder de fascinación.
Del dietario, como del diario, puede sa­
berse cuándo comienza, pero sólo arbitra­
ria o accidentalmente puede imponérsele
un término. Ahora bien, el dietario no
sólo carece de límites en la duración,
como el diario: también es ilimitado en
el estilo, ya que al mismo tiempo es
agenda, bitácora y libreta de apuntes.
Un dietario puede contenerlo todo a
condición de contenerlo sólo como bo­
ceto, en esbozo, a título de proyecto. En
la fragmentación, en el inacabamiento
y en la desobediencia respecto a los gé­
neros estriba –norma de los tiempos que
corren– su verosimilitud.
Sirva lo anterior para decir lo que no
es el nuevo libro del poeta español Be­
nito del Pliego, Extracción. Averiguar
cómo es un libro es, en buena medida,
167
mostrar a qué intenta parecerse y ex­
plicar por qué trata de hacerlo. En este
sentido, Extracción es un dietario por­
que simula serlo: es un libro de poemas
travestido, camuflado, escondido tras un
modelo que le presta no sólo aspecto,
sino energía y tono.
Las partes del volumen se presentan
como libretas que han sido copiadas
respetando su autonomía y dispuestas
en orden cronológico. Subdividido en
cinco secciones correspondientes a cua­
tro agendas fechadas de 2007 a 2010 más
una “extemporánea”, el dietario es (o,
en todo caso, busca parecer) una sucesión
de notas, observaciones, apuntes y ejerci­
cios de ritmo y descripción. Pero, confor­
me avanza la lectura, van sumándose
bastantes indicios para comprender que
la simple acumulación cronológica de
borradores no es la razón de ser del
conjunto.
Es importante observar que, aunque
su formato sea parecido al del diario, el
dietario atraviesa los hechos de la vida
en diagonal, sin contarlos: volviéndo­
los, más que materia narrativa, objeto
de una destilación. A diferencia del diario,
el dietario no se interesa por la continuidad
temporal de los hechos y, si condescien­
de a describirlos, únicamente lo hace a
cambio de también desarticularlos, des­
montarlos, desvane­cerlos. Así, cuando
lo propio del diario es revelarnos la fá­
brica interior de un yo, el proceso de su
funcionamiento y conservación íntima,
lo propio del dietario –al menos de un
dietario como el de Benito del Pliego–
168
es atentar contra ese yo disgregándolo
sintácticamente: “Yo mira. Yo mira la
luz que alguien apaga.”
Más que acumular notas, el poema­
rio de Benito del Pliego reúne trazos.
Los trazos que van apareciendo en Ex­
tracción pueden leerse como borrado­
res de poemas, esbozos de aforismos o
estampas, pero también (y esto sería lo
más justo) como vestigios de una obra
imposible o ya demolida, en cuyos restos
de prosa rápida, necesariamente desali­
ñada, sólo cupiera leer un testimonio de
incertidumbre, de una incertidumbre que
no sólo atañe a la realidad sino a la
conciencia desde donde puede ser en­
tendida. El epígrafe de la página 72 ex­
presa en gran medida la naturaleza del
volumen: “Fragmentos vacíos, como res­
tos de vasijas encontrados en alguna
expedición a Mesopotamia. Encontra­
dos, pero no vueltos a unir” (Jack Spi­
cer). El propio Benito del Pliego anota:
“el orden es un frágil milagro”. Y con
tal de no profanar ese milagro se opone
a reproducirlo, a imitarlo, a caricaturi­
zarlo. Entre la lucha y el abrazo, indis­
cernibles, un yo y un tú (tu yo, mi tú) caen
al suelo y, al volverse uno, dejan de ser
nadie: “Nos romperemos la ropa, nos
sacaremos el saco, nos escupiremos y
después rodaremos entre rododendros,
agarrados al grosor, apelando a nuestro
pelo. Te apretaré la prótesis, te cogeré
del gesto hasta que tus ojos pierdan su
O, pierdan su brillo de yo, pierdan su
J de espejo.”
No es que Benito del Pliego se con­
forme o divierta con el caos. Ocurre
nada más que no se horroriza con él sin
antes conocerlo, aceptando el desafío
de mirarlo de cerca. Quien lea este li­
bro no debe hacerlo, pues, en espera de
una crónica más o menos autobiográfi­
ca, por mucho que pueda encontrar en
Extracción algunas huellas de narra­
ciones no desarrolladas o casi totalmente
deslavadas. Ocurre lo mismo en el orden
reflexivo: Extracción, aunque a veces
parezca un libro de pensamiento, en
realidad ha sido escrito a espaldas de
la razón, en franca rebelión contra ella.
No aspira, por lo tanto, a ser categó­
rico como una secuencia de aforismos;
no discurre ni moraliza, y sólo es crítico
porque, frase por frase, pone en crisis
los principios de su propia escritura. Lo
dice Reynaldo Jiménez de manera sin­
tética: “Extracción también es ‘prosa
crí­tica’ que se asienta y ejerce desde
el intersticio. Prosa desalienada de la
glosa.”
Mediante la paronomasia, mediante
la transposición y el anacoluto, la voz
que va manifestándose a lo largo del
volumen avanza por caminos imprac­
ticables, toma desviaciones, baja entre
sombras y luego asciende a través de
luces abruptas e hirientes:
Y aún así se ase a su rogar y rueda su
mendicación. Su dádiva es dar mendrugo
a quien dé lástima; de nada que obtendrá
quedará nada. Otra vez y otra vez pere­
grinar, más pedir, pero pedir nómada.
Tampoco debe pensarse que las “no­
tas” de Benito del Pliego estén empe­
ñadas en brillar cómica o poéticamente
como sí lo están (a veces para bien, a
veces para mal) incontables greguerías,
epigramas, eslóganes, proverbios y má­
ximas. Extracción existe hacia el inte­
rior: ha sido escrito adentro y hacia
dentro, diciéndose cosas (nunca mejor
dicho: cosas, objetos menudos, humil­
des e impredecibles, incluso baratos e
intercambiables, desprovistos de toda
grandeza, hermosos porque son feos y
profundos por superficiales); diciéndo­
se cosas, digo, a sí mismo, abultándose
con datos de un mundo que no se quie­
re describir sino confrontar en su in­
mediatez, parcialmente, a tramos: “Tanto
balbucir ¿te sacará de dudas?”
Otra vez más va, de tromba en tumba, mes­
tiza, de puerta en puerca. Mezquina va, ca­
mino de mendigo va, con su calabaza, con
su calavera vera. Por médula un bastón, de
yerro corroída, desencantado el canto, des­
dentada la ilusión.
169
El lenguaje de resistencia
de Herta Müller*
C ostica B radatan
Traducción de Armando Pinto
Herta Müller, Cristina and her double:
Selected essays, translated from the German
by Geoffrey Mulligan, Portobello Books.
El lenguaje es como el aire. Te das cuen­
ta de lo importante que es sólo cuando
está corrompido. Entonces te puede ma­
tar. Aquellos que trabajan para los re­
gímenes totalitarios lo saben mejor que
nadie: entrometerse en el lenguaje pude
ser un excelente medio de control po­
lítico.
Esos regímenes no siempre necesi­
tan encerrar a la gente; en ocasiones es
suficiente invadir y ocupar sus mentes
a través del lenguaje. En 1984, George
Orwell lo explica admirablemente, pero
no puedes comprender lo que esta ocu­
pación lingüística significa a menos que
tengas la desgracia de ser su víctima.
Entonces, una vez que el régimen ha
invadido tu lenguaje, comprendes que
puede hacer todo lo que quiera contigo.
Ya no eres tú, estás secuestrado políti­
camente. “Puedes abrir y cerrar la boca
durante horas, hablar sin decir nada.”
Este infortunio pudo haber sido lo que
*
Publicado originalmente en Boston Re­
view, del 8 de marzo de 2014. Se publica con
la autorización del autor.
170
hizo que Herta Müller, a quien aca­
bo de citar, pusiera tanta atención en
el lenguaje, en su poder y dimensión
política, pero también en su vulnera­
bilidad. Habiendo nacido y crecido en
Rumania bajo el comunismo, la Premio
Nobel de literatura 2009 ha estado in­
teresada durante mucho tiempo en la
agresión lingüística del totalitarismo.
Tal vez por eso le concede al discurso
un estatus ontológico especial. En Todo
lo que tengo lo llevo conmigo (2009), el
lenguaje es algo vivo, una criatura que
se mezcla con los demás personajes de
la narración. El héroe-narrador nota que
el ruso es “un idioma que cogió un resfria­
do”. Percibe el lenguaje como un matón:
“Hay palabras que hacen conmigo lo
que quieren.” En Hoy hubiera preferi­
do no encontrarme a mí mismo (1997), el
lenguaje sólo tiene el poder de inducir
un cambio en el mundo real: “Algunas
cosas se vuelven malas sólo cuando co­
mienzas a hablar de ellas.”
El interés de Müller en la relación
del lenguaje y la política no es, sin em­
bargo, llevado hasta sus últimas con­
secuencias en sus novelas, sino en sus
ensayos, como lo muestra su nuevo li­
bro, Cristina and her double (Cristina
y su maniquí o ¿qué no está disponible
en los archivos de la Securitate?). Las
piezas de esta colección son profunda­
mente autobiográficas; en este aspecto
son ensayos en el auténtico sentido mon­
taignesco de la palabra. “Si mi alma
pudiera asentarse, dejaría de probar y
decidiríame, pero está siempre apren­
diendo y poniéndome a prueba.”* Si pu­
diera ajustar las cuentas con el pasado,
diría Müller, podría escribir sobre otras
cosas, pero el pasado sigue obsesionán­
dome a tal grado que me he vuelto un
enigma para mí misma. Para seguir ade­
lante necesito volver al pasado.
Después de graduarse, Müller fue aco­
sada durante años por la policía secre­
ta rumana, la infame Securitate. Cuando
se negó a convertirse en informante, or­
questó una campaña contra ella. Fue objeto
de interrogaciones arbitrarias, amenazas de
muerte, vigilancia y falsos rumores que
pretendían desacreditarla, incluido el
rumor de que ella era informante. En
esencia, esta campaña no era sobre he­
ridas, miembros fractu­rados, ventanas
rotas, sino sobre cosas que no se veían.
La violencia del régi­men era primordial­
mente mental, no fí­sica. El campo de ba­
talla no era tu cuerpo, sino tu mente y el
lenguaje que hablabas; contra tal régi­
men no te defendías en la calle, sino en
tu cabeza. Un gran logro de Müller en
este libro, y en otros, es la descripción
de la confrontación individual con el
sistema totalitario como una lucha so­
bre las palabras, los discursos (oficiales
o disidentes), historias de vidas (grandes o
pequeñas), recuentos históricos, meta­
narrativas, textos de historia y archivos.
Pues el totalitarismo es, más que nada,
un proyecto lingüístico.
*
De la traducción de Ma. Dolores Picazo
y Almudena Montejo.
Incluso los episodios más brutales de la
confrontación de Müller con la policía
secreta están enfocados en el lenguaje.
Ella era investigada, para comenzar,
porque era sospechosa de haber hecho
“pronunciamientos contra el Estado”.
En línea con tal acusación, el interro­
gador no usaría instrumentos de tortu­
ra contra ella, sino palabras. “Durante
las turbulentas fases del interrogatorio
me llamaba mierda, porquería, parási­
to, perra. Cuando estaba más calmado,
puta o enemigo.” En la siguiente etapa
llegaban las amenazas de muerte. Pero
eso era todavía soportable. “Eran par­
te de la única forma de vida que uno
tiene, ya que no puede tener otra.” En­
frentar amenazas de muerte puede ha­
certe más fuerte: “Desafías a la muerte
en lo profundo de tu alma”, dice Mü­
ller. De hecho, una amenaza de muerte
es una forma de reconocimiento: eres
tratado como un enemigo, reconocido
como alguien a quien el régimen tiene
que tomar en cuenta. Son peores las ca­
lumnias que el régimen fabrica y circu­
la para aniquilarte socialmente. Como
Müller descubre, “la calumnia te roba
el alma. Estás completamente cercado”.
Esta táctica no te ofrece ningún rasgo
de reconocimiento: eres tratado como
algo despreciable, como basura.
Esas campañas de calumnias pue­
den hacer que la policía secreta en los
regímenes totalitarios parezcan talleres
literarios. Pues lo que hacen es crear
personajes; inventan gente y la sueltan
en el mundo. Cuando, años después del
171
colapso, Müller logra tener acceso a su
archivo secreto de la policía, descubre
que en los archivos no sólo era una,
sino dos personas distintas. “Una era
llamada Cristina, enemiga del Estado,
a quien había que tener en cuenta.”
Excepto por el nombre, este personaje
le era familiar, una versión de ella re­
construida por los espías y amanuenses
del régimen. El segundo personaje era
pura ficción. Para comprometer al real,
la policía secreta creó una falsa Müller,
un “doble” de Cristina. Este producto
literario tenía todos los ingredientes
que podían ser más dañinos para mí:
“endurecida comunista, agente impla­
cable, miembro del partido”. Trabajar
para el Partido –o para su “Escudo y
Espada”, como la policía secreta era
cariñosamente llamada– era visto con
frecuencia como un trabajo sucio que
podía privarte de tu respetabilidad so­
cial. Evidentemente, el núcleo del Par­
tido sabía esto mejor que nadie.
Aunque sostenían que eran formas pura­
mente racionales de organización políti­
ca –“socialismo científico” era el término
empleado en la Unión Soviética y el
Bloque de Europa del Este–, los siste­
mas totalitarios a menudo recurren a
presunciones irracionales. Una de ellas
es la creencia en el poder mágico del
lenguaje para cambiar las cosas. En las
culturas primitivas, por ejemplo, la gente
creía provocar algo mediante el simple
hecho de nombrarlo, así como podías
cambiar algo renombrándolo. El mun­
172
do era un lugar encantado para esta
gente; puedes actuar sobre él y domi­
narlo mediante conjuros, cantos y sor­
tilegios.
El comunismo totalitario operaba con
creencias similares. Cuando el primer
libro de Müller fue publicado en Ru­
mania, los censores eliminaron, entre
otras cosas, la palabra “maleta” don­
dequiera que aparecía. “Maleta” no
parece una palabra con connotaciones
políticas. Pero en ese tiempo, a prin­
cipios de los años ochenta, la minoría
alemana estaba abandonando Rumania
en masa y el régimen quería mantener
el silencio sobre ese hecho. En la men­
te de los censores, si decías “maleta”,
querías decir “empacar”, lo que signi­
ficaba “partir”, “partir para siempre”,
lo cual implicaba que el país no era el
paraíso que nadie abandonaría por su
propia voluntad. La suposición irracio­
nal era que si la palabra maleta no era
mencionada, la gente no pensaría en
emigrar. Como en el pensamiento má­
gico, lo que no es mencionado no existe.
Ésta era la situación no sólo en Ru­
mania, sino en los estados socialistas
en general. Alemania del Este le pro­
porciona a Müller divertidos ejemplos
–“palabras-monstruos”, las llama, que
se vuelven involuntariamente cómicas”.
Por ejemplo, como parte del plan para
borrar la religión del discurso público,
los ingenieros lingüísticos del país re­
nombraron a los tres ángeles de la Na­
vidad “criaturas aladas de fin de año”.
De forma similar, se pensaba que el
lenguaje y la imaginería de la muerte
minaban el sentimiento de felicidad in­
terminable que sin duda los ciudada­
nos experimentaban en la rda. Algo tenía
que hacerse. En lugar de féretro, los
oficiales propusieron “mueble de tie­
rra”. Y la oficina encargada de organi­
zar las celebraciones y funerales de las
vacas gordas del Partido fue renombra­
do “Departamento de Júbilo y Aflic­
ción”, que suena bastante, si no es que
deliberadamente, poético.
Detrás de todos estos esfuerzos se
hallaba la creencia de que el lengua­
je podía cambiar el mundo real. Si los
términos religiosos eran eliminados del
lenguaje, la gente cesaría de tener sen­
timientos religiosos; si el vocabulario
de la muerte era adecuadamente re­
construido, el pueblo dejaría de tener
miedo a la muerte. Podemos sonreír ahora,
pero a largo plazo esas políticas produ­
jeron un cambio, si bien no el pretendi­
do. El cambio no fue en las actitudes del
pueblo hacia la muerte o el más allá,
sino en su habilidad de hallarle sentido
a lo que estaba sucediendo. Puesto que
el lenguaje juega un importante papel
en la construcción del yo, cuando el
Estado te somete a constantes actos de
agresión lingüística, ya sea que te des
cuenta o no, el sentimiento de quién
eres y tu lugar en el mundo son seria­
mente afectados. Tu lenguaje no es sólo
algo que usas, sino una parte esencial
de lo que eres. Por esta razón cualquier
disrupción política en el modo en que
el lenguaje es normalmente usado pue­
de a largo plazo lisiarte mental, social y
existencialmente. Cuando eres incapaz
de pensar con claridad dejas de actuar
coherentemente. Dicho resultado es pre­
cisamente lo que el sistema totalitario
quiere: una población perpetuamente
atra­pada en un estado de parálisis cí­
vica.
¿Qué puede hacer un escritor ante
tales circunstancias? Puede crear un
espacio en el lenguaje que el régimen
no pueda invadir u ocupar. Si el poder
del sistema procede de su habilidad
para afectar la mente de la gente por
medio del lenguaje, cualquier resisten­
cia debe proceder también del lenguaje.
El régimen puede usar el pensamiento
mágico para sus propios propósitos,
pero el escritor oponérsele mediante un
encantamiento de su parte. El estilo de
Müller es descrito frecuentemente como
realismo mágico. En el pueblo descri­
to en su primer libro, En tierras bajas
(1982), la gente llama a las cosas usando
un lenguaje propio. Tomamos conoci­
miento del “alcalde, llamado juez en el
pueblo”, de “los alcohólicos, llamados
borrachos en el pueblo”, y de los “no
alcohólicos y no fumadores débiles men­
tales, que son llamados respetables en el
pueblo”, de la peluquería, que es llama­
da “salón del barbero” y de la tienda
cooperativa, que es llamada “emporio
en el pueblo”. El pueblo tiene una vida
que puede ser captada sólo si emplea­
mos el lenguaje apropiado.
En el invierno, las plantas que su­
frieron las heladas son llamadas en el
173
pueblo congeladas a muerte; en la pri­
mavera, las que sufrieron la excesiva
humedad, podridas a muerte; en el ve­
rano, por el calor, quemadas a muerte.
El lenguaje de este lejano lugar no ha
sido afectado por alguna intromisión po­
lítica; el habla oficial no puede entrar
al pueblo. Esta autonomía, que habría
sido llamada libertad lingüística en el
pueblo, le ofrece a Müller un atisbo de
esperanza: en su obra, el escritor pue­
de imitar a los pueblerinos y preservar
un cierto grado de independencia de
las presiones del sistema. Es escritura
como autodefensa. Puede no ser mu­
cho, pero algunas veces es suficiente
para hacer tu vida y, las vidas de otros,
vivible.
Müller nació y creció en un pueblo ger­
manoparlante. Aprendió rumano cuan­
do tenía catorce años, después de que
se mudó a la ciudad más cercana, Ti­
mişoara. Al principio no fue fácil. Los
rumanos, dice, “me trataban como di­
nero de bolsillo. Apenas había escogi­
do algo en la tienda cuando mi dinero
ya era insuficiente para pagarlo”. Cual­
quier cosa que quería decir “tenía que
ser pagada con las palabras correspon­
dientes y había muchas que yo no co­
nocía, y las pocas que conocía no se me
ocurrían a tiempo”. Conforme se volvió
fluida en rumano, Müller desarrolló por
él ese hechizado, incondicional amor
del que los no nativos a veces son ca­
paces cuando descubren un nuevo len­
guaje. Desde entonces, su pasión por
174
el rumano moldeó su formación como
escritora. Aunque no lo emplea con pro­
pósitos literarios, “me acompaña siem­
pre cuando escribo pues forma parte de
mi propia visión”.
El rumano es una lengua romance,
pero continuamente toma prestado de
otras: eslava antigua, turca, húngara y
alemana, para nombrar unas cuantas.
El resultado es un lenguaje multiestra­
tificado, en el que el hablante puede
emplear diferentes estratos del vocabu­
lario para que su frase parezca al mis­
mo tiempo seria e irónica, amistosa y
amenazante, burlona y sincera. El filó­
sofo E. M. Cioran podía embriagarse con
la salvaje belleza de esta lengua; ella
tenía, dijo, “un genio bárbaro”. Lo que
la adolescente Müller experimentó en
Timişoara fue una gradual seducción
con la nueva lengua, ciñendo su men­
te más y más. El rumano era “sensual,
desvergonzado y sorprendentemente be­
llo”.
Si la adolescente Müller fue hechi­
zada por la impar, bárbara belleza del
rumano, la escritora adulta se ve impre­
sionada por su política implícita. Des­
cubre su “temeraria imaginería” y nota
cómo sus palabras irrelevantes ocultan
una “inefable postura política”. Es una
postura de sobrevivencia entre desas­
tres históricos recurrentes –invasiones,
ocupaciones extranjeras, dictaduras–. La
vida es demasiado corta y los desastres
demasiado grandes para enfrentarlos
heroicamente, pero reírse de ellos, idear
un buen chiste político, puede equiva­
ler a una actitud política. El régimen
comunista se filtró en el país junto con
los tanques rusos al final de la Segunda
Guerra Mundial. Los rumanos no se re­
belaron, pero llamaban a las cucarachas
“rusos” y desarrollaron una industria
de chistes políticos en la que la Unión
Soviética figuraba prominentemente. En
cierta forma eso los ayudó a sobrevivir,
si bien precariamente. Por medio del
lenguaje, los rumanos avanzaron de pun­
tillas por la historia.
De particular interés para Müller es
la inagotable capacidad de esta lengua
para generar maldiciones. Se deleita al
estudiar la amplia variedad de maldi­
ciones rumanas, el mecanismo median­
te el cual son producidas y las actitudes
políticas que encarnan. Como en la
mayor parte de las lenguas, la imagine­
ría sexual juega un papel importante.
En rumano, señala, “cuando la gente
está enojada dice que te la metan por
las orejas, la nariz, la cabeza”. Cuando
alguien “interfiere en lo que no le incum­
be, los rumanos dicen: que la tristeza
te la meta”. Lo que sobre todo fascina
a Müller es el lado inofensivo, amable
de todo el proceso. Las maldiciones ru­
manas pueden ser una forma de convi­
vencia: en una reunión de la compañía,
una mujer furiosa dijo, “¿Qué demonios
quieren, cojones?” Cuando la mujer se
calmó, se disculpó por haber dicho “de­
monios”. La gente en la sala se rio. La
mujer, ofendida, preguntó: “De qué co­
ños se ríen?”
Müller se siente cautivada; no se can­
sa de esta fiesta lingüística. La forma en
que los rumanos juran puede dar cabi­da
a elementos opuestos –mezclar vulga­
ridad y belleza y navegar entre ofensa
y amabilidad– gana su admiración in­
condicional: “Siempre he envidiado
esta lengua por su vitalidad”, dice.
Ciertamente, las maldiciones rumanas
resultan adictivas. Cuando Müller dejó
el país, se las ingenió para pasarlas de
contrabando junto con las pocas perte­
nencias que le permitieron llevar con­
sigo: “Incluso ahora, cuando maldigo,
hablo rumano pues el alemán no tiene
maldiciones tan pintorescas. Todas las
palabras existen en alemán, pero no es­
tán a la altura.” Del mismo modo, Cio­
ran, tiempo después de haberse mudado a
Francia y adoptado la lengua del país,
recurría al rumano para maldecir. El
francés no lo ayudaba en esa tarea a
pesar de que se había convertido en un
muy buen escritor en esa lengua.
Pero hay una desventaja en todo ese
maldecir, y no sólo es la ofensa que
puede causar a los más sensibles. El
problema se haya en la complacencia
que genera. “Es por eso que la gente
en esta dictadura no se rebela”, dice
Müller. La gente maldice al gobierno,
al Partido, a la Securitate, al munici­
pio, a los malos caminos y a la policía
de tránsito, maldice a los rusos y a los
norteamericanos. Y luego siente que ha
hecho suficiente política por ese día y es
hora de seguir adelante. Cuando mal­
decir se convierte en un arte tan elabo­
rado, la postura política que presupone
175
se agota en su misma ejecución, y no
queda mucho para alimentar la protes­
ta real.
En la Rumania de los años ochenta,
durante la fase más opresiva del régi­
men de Ceausescu, se rumoraba que
los chistes políticos que brotaban como
hongos en esos días eran creados y di­
seminados por la policía secreta como
una forma de aliviar la tensión social. Un
buen chiste, como una buena maldición,
le podía dar a la gente una sensación
de satisfacción como para hacerla sen­
tir que había hecho su parte de resis­
tencia. Ése era el rumor, pero tal vez
incluso este rumor era fabricado en los
laboratorios de la policía secreta, ya
que, de nuevo, el totalitarismo es un
proyecto lingüístico.
Cuando Müller recuperó su archivo
policiaco, descubrió no sólo que los
agentes habían forjado un “doble” para
ella, sino también el fascinante objeto
que su trabajo literario había sido para
ellos. Sin duda, esa gente tenía pasión
por la literatura: su archivo tenía casi
mil hojas de extensión. Al mismo tiem­
po, antes de que Müller ganara el Pre­
mio Nobel, ella no tenía ningún interés
para el establecimiento literario ruma­
no. En una imponente “historia crítica
de la literatura rumana”, publicada en
2008, su nombre ni siquiera es mencio­
nado. ¿Qué clase de lugar es este en el
que la policía secreta se entusiasma
con una futura Nobel, mientras los
académicos literarios la ignoran? Ésa
es la Europa del centroeste, en el que
176
el absurdo nace y florece, y en el cual
figuras como Cioran, Franz Kafka, Eu­
gene Ionesco, Milan Kundera y Jaros­
lav Hašek encuentran una inagotable
inspiración. Un lugar en el que casi
nada parece suceder en la vida real,
mientras mucho pasa en literatura y en
la mente de las personas.
Es el mismo lugar en el que la gente ha
sobrevivido durante siglos por medio de
las maldiciones ingeniosas y el arte del
chiste político. Ha hecho chistes, com­
prado tiempo y practicado la paciencia.
Chistes como este, que recuerdo de un
distante pasado. Un francés, un alemán y
un ruso están hablando del coche que ma­
nejan. “Bueno, dice el francés, cuando
nos trasladamos dentro del país, usa­
mos nuestro Renault; en el extranjero,
llevamos nuestro Peugeot.” “Nosotros
hacemos algo similar, dice el alemán:
en el país manejamos el Volkswagen,
pero cuando salimos usamos el Merce­
des.” El ruso se mantiene silencioso,
haciendo que los otros se sientan más
y más curiosos. “Cuando estamos en
Rusia, nosotros manejamos nuestro
Lada. En el exterior siempre llevamos
nuestros tanques.”
Ver para leer:
la palabra transfigurada
R odolfo M ata
Carlos Pineda (coord.), Poesía visual
mexicana: la palabra transfigurada,
Ediciones del Lirio/conaculta/inba, México,
2013, cinco volúmenes + folios sueltos y
folletos con textos introductorios.
Los inicios de la tradición de la poesía
visual se sitúan frecuentemente en la
antigua Grecia, en los trabajos de Sim­
mias de Rodas, alrededor del año 300 a.
C. Carlos Pineda, en su breve “Presen­
tación” de la compilación Poesía visual
mexicana: la palabra transfigurada, obra
en cinco sustanciosos volúmenes, los
menciona y atraviesa vertiginosamente
los siglos que nos separan de esa distan­
te fecha para situarnos en el siglo xx
mexicano, con José Juan Tablada, el Es­
tridentismo, Octavio Paz y Ulises Ca­
rrión. La convivencia entre la letra y la
imagen ha dado lugar, en el ámbito de
la creación artística, a múltiples termi­
nologías. Se ha hablado de caligrama,
kalograma, poema concreto, semiótico,
espacial, figurativo, gráfico, etc. Y esto ha
sucedido en el seno de las vanguardias
históricas, como el futurismo, el dadaís­
mo y el surrealismo, para alcanzar las
neovanguardias de los años cincuenta y
sesenta, donde se convirtió en poema con­
creto, semiótico, poema-proceso, poema
gráfico, poema intersignos, ideolograma,
etc. Como se ve, la genealogía es amplí­
sima y las relaciones entre los elementos
visuales y lingüísticos pueden ser varia­
dísimas: ilustración, verbalización, diálogo,
interferencia, subordinación, desesta­
bilización, etc. La convención hoy es
darle a estas expresiones artísticas el
nombre de poesía visual.
Pues bien, el caso es que hoy tene­
mos, gracias al interés y la iniciativa
de Carlos Pineda y Ediciones del Lirio,
con el apoyo de conaculta, la mayor re­
copilación de poesía visual que se haya
hecho en México. Ya en alguna ocasión
apunté, en una conversación en torno al
caso de Ulises Carrión, cómo esta tra­
dición siempre fue negada en el país.*
Ninguneada, sería un mejor término, vis­
ta de reojo con suspicacias. Como to­
dos los híbridos, para los poetas no era
del todo poesía y para los artistas plás­
ticos no era exactamente pintura. La
más sorprendente constatación de lo
anterior es que, a excepción del famoso
Li-po y otros poemas (1920), de Tablada,
la poesía visual siempre se ha excluido
de las antologías de poesía mexicana.
Las imágenes, frecuentemente parte in­
tegral de un poema, también han sido
mandadas al exilio. En el trabajo que
desarrollé en torno a Tablada dejé cla­
ro cómo los dibujos que él hizo para sus
haikús fueron retirados, por más de se­
Véase “Ulises Carrión y la poesía mexi­
cana actual”, Periódico de Poesía, núm. 41,
agosto de 2011, año 5. http://www.periodico­
depoesia.unam.mx/index.php?option=com_
content&task=view&id=1908.
*
177
tenta años, y los poemas amontonados.
Otro ejemplo es el libro Cromos (fce
1987), en el que Alberto Blanco juega
con referencias a cuadros clásicos de
Uccello, Durero y Giotto, el cual no se
ha reeditado cabalmente. Cuando se han
tomado poemas de él para antologías,
se les han quitado las imágenes.
Abundan las historias parecidas, pero
mejor regresemos a la poesía visual,
donde no se puede retirar la imagen,
porque la imagen es el poema y el poe­
ma es la imagen. Octavio Paz la prac­
ticó de lleno en sus Topoemas y luego
la abandonó. Marco Antonio Montes de
Oca lo hizo también. Publicó algunos
poemas visuales en revista, pero cuan­
do los reunió en libro decidió “glosar­
los poéticamente” (con poemas en prosa),
seguramente ante la incomprensión. Fi­
nalmente, quizá por la misma causa,
depuró su práctica y finalmente la re­
legó. Raúl Renán es quien por más
tiempo la ha defendido y es muy justo
que hoy se le reconozca ese mérito. Me
parece que el ámbito de las artes plás­
ticas fue más tolerante, pues su actitud
mostraba una mayor disponibilidad a
asimilar otros lenguajes. Collages, mon­
tajes, fotomontajes, posters, arte concep­
tual, happenings, poemas-objeto, todos
estos géneros emergentes señalaron en­
crucijadas muy ricas que tuvieron sus
momentos más gloriosos entre finales
de los cincuenta y principios de los
se­tenta. Después de eso, el afortunado
refugio fueron las Bienales Internacio­
nales de Poesía Visual-Experimental
178
en México, que se realizaron entre 1985
y 2009, coordinadas por César Espinosa
y Araceli Zúñiga.
Carlos Pineda deja muy claro el plan
de la colección y la acertada elección
del formato: bellas cajas que son “li­
bros-objeto” de los que el lector-usua­
rio-dueño puede retirar las páginas que
más le agraden y hacer de ellas lo
que quiera. Los tres primeros volúme­
nes están dedicados a las Bienales de
Poesía Visual-Experimental, el cuarto
es un recorrido por la producción his­
tórica mexicana desde Tablada hasta
principios del 2000, y el último es resul­
tado de una amplia convocatoria reali­
zada por el equipo editorial que recoge
una muestra de lo último de lo último.
Cada volumen viene acompañado de
distintos textos. El primero tiene una
introducción de César Espinosa y Ara­
celi Zúñiga que hace una reseña histó­
rica de las Bienales de Poesía Visual
y Experimental, en la que se enfatiza
su carácter abierto –que incorporó des­
de performance hasta poesía sonora,
videopoesía, ciberpoesía, etc.–, y se
subraya su aliento expansivo interna­
cional. En este prólogo se percibe la
brecha, en México, entre el medio de las
artes plásticas y el de la literatura, y
se señala el “acendrado conservaduris­
mo” de este último. La respuesta de ese
medio literario conservador no está ahí,
pero sin duda sería un señalamiento
sobre la permisividad, el “todo vale”,
la ausencia de fronteras. Es necesario
enfatizar que las fronteras no son ma­
las per se y que incluso gracias a ellas
se establecen vínculos creativos. Tam­
poco son perfectamente claras y fijas.
Sin embargo, hay que tener conciencia
de ellas. Es precisamente ahí, en ese
difícil terreno, donde se sitúa el pró­
logo de Clemente Padín que tiene un
título iluminador: “La poesía es forma
cargada de significado al último gra­
do”. Padín, poeta que participó en las
Bienales, discurre por los interesantes
problemas teóricos de la legitimación
de lo experimental, los peligros de la ba­
nalización, las delimitaciones ambiguas
de lo literario, lo multimedial, etc. Un
ejemplo claro de esta situación es que
Carlos Pineda tuvo que trazar algunas
fronteras para seleccionar los materia­
les pues, como es lógico, resulta impo­
sible incluir poesía sonora, videopoesía
y poesía-performance, por ejemplo, en
un libro de papel. Si esa fuera la meta,
habría un dvd, un usb , algún medio o
registro. De lo contrario, serían reseñas
de lo sucedido lo que formaría parte de
la antología.
El segundo volumen tiene una in­
troducción de Espinosa y Zúñiga que
narra la historia de la tercera Bienal
hasta la sexta, con sus distintas temá­
ticas: el contraste norte-sur vis-a-vis el
Quinto Centenario del Descubrimiento
de América, un homenaje al estriden­
tismo, la idea del fractal como emblema,
etc. En ella podemos también reconocer
documentos típicamente vanguardistas
como la “Declaración del Chopo” de
1996, especie de manifiesto. Asimismo,
el volumen lleva un prólogo de Susana
González, quien elogia el rescate de los
materiales de las bienales, hace un re­
corrido de los problemas encontrados
en esa tarea –como la escasez o franca
ausencia de documentación– y propo­
ne una “poética del encuentro” con los
espacios, los públicos y entre poetas,
en la que resalta su espíritu de fiesta.
También señala las dificultades de la
relación establecida en la frase mcluha­
niana “el medio es el mensaje”, cuando
el medio se ha deteriorado, las situacio­
nes en que hay que “leer más allá de
las imágenes, con la imaginación”, y
da una lista de las tareas por realizar
para el estudio consistente del área.
El tercer volumen corresponde a la
7ª, 8ª, 9ª 10ª Bienales con las que se cie­
rra el ciclo. Las temáticas van desde
los homenajes a Philadelpho Menezes,
poeta experimental y teórico brasileño, a
Melquiades Herrera, performer miem­
bro del No-Grupo, y al poeta uruguayo
Clemente Padín, con amplia trayecto­
ria en el área, hasta la poesía para pea­
tones, el arte correo, etc. A partir de
ahí, anuncian Espinoza y Zúñiga en su
introducción, se acaban los eventos y
se abre una nueva etapa de difusión a
través de los foros electrónicos. El pró­
logo, a cargo del artista visual y crítico
Carlos Blas-Galindo, es una valoración
de estas última bienales, una defensa de
su papel como outsiders del mercanti­
lizado mainstream posvanguardista in­
ternacional en las artes plásticas.
El cuarto volumen está dedicado a
179
la tradición más literaria de la poesía
visual mexicana. Reproduzco la afirma­
ción inicial de Carlos Pineda con la que
concuerdo porque señala voluntariosos
anacronismos: “Si bien hay quienes quie­
ren ver en los códices precolombinos
muestras del inicio de la poesía visual
mexicana, huelga decir que esta lec­
tura no es sino una necedad fundada
en la búsqueda sesgada de una auto­
afirmación de la identidad basada en
falacias.” De ahí que la selección de
este volumen comience con Luis Quin­
tanilla y Tablada, y pase por autores ya
mencionados como Montes de Oca, Paz,
Renán, Carrión, Blanco e incluya a otros
conocidos/desconocidos del género: Are­
llano, Frías, Goeritz, etc. En el prólo­
go, Eduardo Langagne arranca con la
capacidad que tienen géneros como
la poesía visual de irritar la tradición
y discurre sobre los matices que tie­
ne la palabra “poesía” o “poema” en
ámbitos diferentes del literario. Con su
espíritu musical, Langagne también nos
recuerda cómo muchas veces lo sonoro
puede estar oculto tras lo visual y nos
muestra un poema con rimas internas
de Góngora y otro del brasileño Manuel
Bandeira que, si bien puede ser enten­
dido como poema concreto, es también
un ejercicio de sonoridad. No voy a repe­
tir todo lo que nos dice Langagne acerca
de las posibilidades de la poesía visual
pues, antes que nada, como lo dijo Pa­
dín, lo importante es la forma cargada de
significado, el ejercicio de la poiesis.
El quinto volumen incluye a los poe­
180
tas seleccionados de la convocatoria he­
cha por Carlos Pineda y Ediciones del
Lirio en 2013. La afluencia de materiales
fue sorprendentemente grande, lo cual
muestra la vitalidad actual del género,
impulsada, no cabe duda, por las posi­
bilidades de manipulación de la imagen
que dan los medios electrónicos. Me tocó
prologar este volumen y fue un placer
hacerlo. ¿Cómo no repetir lo ya dicho?
¿Cómo no enfrascarme en tipologías y
fronteras: caligrama, poema concreto,
poema semiótico, poema proceso, et­
cétera?
Lo hice planteando el poema visual
como un enigma ya que un buen poema
visual siempre llama a un complemen­
to, una narración, una historia interna
que se va tejiendo en el observador. El
objeto plástico, como imagen, se queda
reverberando en la memoria del observa­
dor, junto con esta narración, y desenca­
dena transformaciones de la conciencia
que asocian otras áreas de la memoria
produciendo un efecto de bola de nie­
ve. La solución puede ser la que el au­
tor se planteó, pero no forzosamente:
hay obras que tienen muchos centros.
Sin embargo, debe haber una intención
identificable, aunque sea de pluralidad,
pues de lo contrario no estaríamos ante
una obra sino ante un incidente de la
percepción que no tiene autor, un mero
accidente. Problemas hay cuando el ci­
framiento del mensaje es demasiado
cerrado: el observador puede desencan­
tarse y dar la media vuelta. Al contrario,
cuando es rico y denso permanece en su
memoria brillando y llamando a múlti­
ples asociaciones creativas. Claro, esto
depende del observador. Es ahí donde
el poeta visual se pregunta para quiénes
escribe. ¿Para sí mismo, para una secta,
para un grupo medianamente informa­
do, para su crítico de cajón, para todos
los anteriores en diferentes niveles? En
fin, la poesía visual, como todo arte, es
un desafío, una invitación, un lugar de
encuentro. He aquí 7 kg. de su versión
mexicana, con todo su peso: ver para
leer tiene ya su historia en nuestro país.
Un tour por los callejones
G regorio C ervantes M ejía
Oliverio Coelho, Hacia la extinción, Almadía,
México, 2013, 208 p.
A primera vista, las trece historias con­
tenidas en Hacia la extinción no difieren
demasiado de lo que el lector podría
encontrar en la narrativa reciente: per­
sonajes solitarios y perturbados, am­
bientes sórdidos, entornos decadentes,
la perenne sensación de estar en un
callejón sin salida. Trátese de hombres
jóvenes o viejos, ocupados o desemplea­
dos, los personajes de estos relatos pa­
recen compartir, todos, ese aislamiento
producto de una imposibilidad casi pa­
tológica para relacionarse con los otros.
Tampoco es que Oliverio Coelho (Bue­
nos Aires, 1977) pretenda retratar algún
sector social o cultural específico en
estos relatos. Basta con pasar revista a
los espacios geográficos donde se de­
sarrollan sus historias (Argentina, Eu­
ropa Oriental, Japón o Corea del Sur)
para descartar esa posibilidad.
Además, si bien algunas historias pa­
recen ocurrir en nuestro presente, otras
podrían situarse en algún futuro más o
menos remoto.
El autor parece llevarnos por rutas
ya conocidas, sitios familiares donde los
lectores podemos relajarnos y despreo­
cuparnos. Tal vez sea justo aquí donde
está la clave: la habilidad para apro­
vechar esa despreocupación del lector
e introducirlo por callejones poco visi­
bles que llevan el relato en direcciones
no previstas.
No me refiero, por supuesto, a los fi­
nales sorpresivos, inexistentes de he­
cho, en las trece historias que ahora nos
ocupan. Lo sorpresivo, si se le puede
llamar de esa manera, es la derivación
del argumento, que sale de la línea
principal y se dirige hacia situaciones
181
que parecen ajenas a las planteadas en
los primeros párrafos.
Si los cuentos de Hacia la extinción
llevan a los personajes a callejones sin
salida, es resultado justamente de esas
desviaciones en la trama: situaciones
banales o en apariencia azarosas que
develan el conflicto central del relato,
ése que alcanza a entreverse en las pri­
meras líneas.
En el primer relato, “El ocupante”,
Amadeo Soto –quien carga con el peso
de una mala relación con su padre muer­
to– sueña que alguien pretende su­
plantar a su progenitor. Su esposa, esa
misma mañana, le cuenta que han visto
por la calle a un hombre vestido a la
usanza del fallecido. Amadeo, por su­
puesto, se propone conocer al imitador y
desenmascararlo: “A Amadeo Soto le re­
sultó siniestro descubrir la parti­cularidad
de su padre traspapelada en un cuerpo
abominable. Pero pensó que más sinies­
tro habría sido que esa mirada lo iden­
tificara y sentir a continuación que su
padre lo llamaba desde el interior de ese
organismo blando. Se convenció de que
tenía que actuar. Tomar la causa en sus
manos para reivindicar la memoria de
su progenitor.”
Sólo que descubrir la identidad del
imitador, Lucio Rosales, resulta insufi­
ciente para Amadeo, pues eso sólo lo
lleva hacia otro aspecto más relevante:
saber que a Lucio no le basta imitar a
Ernesto Soto. Pretende ser Ernesto Soto.
Y esa pretensión lleva el dilema más
allá de la pura defensa de la imagen
182
paterna que al comienzo se propone
Amadeo.
¿Cómo abordar a Lucio? Ahora Ama­
deo requiere de una estrategia nueva para
aproximarse a quien pretende ser otro.
No basta, como ya lo venía pensando,
con enfrentarlo en la calle, de manera
pública, y proclamar a los gritos su im­
postura. Las intenciones de Lucio abren
una vía insospechada antes para el pro­
tagonista. ¿Cuánto de la vida de Ernesto
Soto conoce su copia? ¿Estará al tanto
sólo de los aspectos externos? ¿Sabrá
que Soto tenía un hijo?
Y este dilema que enfrenta el per­
sonaje devuelve la historia a un aspec­
to inicial del relato: la relación entre
Amadeo y su padre muerto: “su padre
no era un alma en pena, sino una flor que
se pudría en su interior, una flor mala
que debía extirpar antes de que se re­
absorbiera en su existencia”.
Es ahí, en esa posibilidad de reden­
ción para el personaje, donde parece
encontrarse la clave del relato, presen­
tada en la forma de una línea secundaria
de desarrollo que se define de manera
paulatina a partir de la aparición del
doble de Ernesto Soto. Y Amadeo lo en­
tiende con claridad hacia el final del
relato.
Algo similar ocurre en los cuentos
siguientes. Un poco como si Coelho orga­
nizase un recorrido turístico que, en el
último momento, nos separa sutilmen­
te de los lugares de sobra conocidos y
empieza a llevarnos por callejones y pla­
citas secundarias para presentarnos sitios
cuya existencia ni siquiera era imagi­
nada por el visitante.
En “Las cenizas del imperio”, un crí­
tico de cine argentino viaja hasta Buda­
pest para realizar una entrevista al direc­
tor Béla Tarr, con motivo de su película
Werckmeister Harmóniák. La cabeza del
narrador salta, durante la primera parte
del relato, entre sus impresiones de Bu­
dapest, algunos recuerdos de su natal
Buenos Aires, las imágenes de la pelícu­
la y las impresiones que ésta ha causado
en la mirada del crítico. Y ese vagabun­
deo mental va de la mano del recorrido,
en apariencia azaroso, del protagonista
mientras se acerca (física y temporal­
mente) a la cita con Tarr, la cual nunca
se concreta y es reemplazada por una
serie de situaciones perturbadoras para
el protagonista a partir de una visita a
un antiguo baño turco –sugerida por el
propio asistente del director.
Los personajes de estos relatos es­
tán a merced de las circunstancias. Si
bien parecen tener objetivos claros, las
circunstancias los hacen desviarse de
ellos y, en algunos casos, olvidarlos por
completo. La voluntad individual pare­
ce nula en todos estos casos. Nada im­
porta la determinación del personaje ni
cuánto se esfuerce por realizar algo. En
“El traidor”, Dollman, “el último miem­
bro de una centenaria logia de desocupa­
dos vocacionales y combativos”, decide
traicionar las enseñanzas paternas y bus­
car un empleo por primera vez en su
vida. Sin embargo, su falta de contacto
con el mundo exterior y la inercia del
aparato burocrático le imposibilitan con­
sumar esa traición. “Aunque menos que
la traición, lo que abruma a Dollman
es la inutilidad de su gesto. Sólo para
ser un mortal más, interrumpió un si­
glo de historia. Y ni siquiera es posible
trabajar. Si su padre y su abuelo supie­
ran…”
La fatalidad de los personajes de
Coelho reside, justamente, en esta su­
jeción a las circunstancias: ya sea que
lo intenten o no, resultan incapaces de
controlar su destino. Nada importan sus
determinaciones o anhelos. El derrotero
de sus proyectos es torcido, tarde o tem­
prano, por algún elemento azaroso.
En “La muerte del crítico”, Min Gyu,
un escritor frustrado, atropella a un gru­
po de ciclistas en una carretera solitaria
mientras vuelve, borracho, a su casa. El
incidente, ya de por sí grave, adquiere
otra dimensión cuando se descubre que
la única víctima fatal de ese accidente
es Kim Sun Jung, un crítico literario al
que Gyu atribuye el fracaso de su ca­
rrera y con quien su mujer –otra reve­
lación de último momento– matenía un
romance.
En “Vigilia”, un joven empieza a
trabajar como enfermero y acompañan­
te de una pareja de ancianos. Lo que
parece ser un empleo sencillo, pero fas­
tidioso –dadas las manías y delirios de
ambos– termina por convertirse en una
relación amo-esclavo sustentada por las
intrigas de la pareja que terminan por
envolver al protagonista, cuya neutra­
lidad termina por desdibujarse, envuelta
183
por los odios de Adolfo y Antonieta: “Des­
de luego que no creía en las patrañas de
la vieja y le manifestaba, para aterrori­
zarla más, que Adolfo me había prome­
tido hacer un testamento a mi favor si
la envenenaba. Para evitar escenas té­
tricas y conservar la dignidad, le acon­
sejaba morir rápido. Nada deseaba más
intensamente que deshacerme de ella
y quedarme solo, de una vez por todas,
con la presencia de mi amo. Estaba de­
cidido a derrotar a Antonieta. A medi­
da que ella hablaba mi odio crecía, y el
sueño de llegar a poseer esa totalidad
que suponía en Adolfo me impacien­
taba.”
La disolución de la personalidad, el
anonimato o el olvido son parte tam­
bién de las historias de este volumen.
Coelho juega con celebridades caídas
en el olvido: un escritor olvidado que
se dedica a reparar reproductores de
discos de vinilo (“Los especialistas”)
o un músico afectado por una extraña
dolencia que busca curarse en una clí­
nica alternativa en Tokio (“El don”),
incluso con una novela inconclusa y
casi olvidada (en “Hacia la extinción”)
que altera el desarrollo de la relación
de una pareja. En esos casos, el descu­
brimiento de la identidad olvidada sólo
genera situaciones incómodas para los
personajes o juegos perversos, basados
en la falsa admiración, que no condu­
cen a parte alguna.
De una manera u otra, los personajes
de los relatos que Coelho ofrece en este
relato parecen ir a ninguna parte. Sus
184
acciones o circunstancias los empujan
hacia trampas donde sus propias per­
sonalidades terminarán por diluirse o
trastocarse, alejándolos aún más de ese
entorno en el cual parecen moverse sólo
como sombras.
El peligro del ensayo
F rancesca D ennstedt
Bruno H. Piché, El taller de no ficción, Libros
Magenta/conaculta, México, 2012, 253 p.
No soy muy asidua a leer ensayos. Ten­
go la manía de querer dominar las co­
sas y aunque el ensayo es un género
hospitalario a menudo termina por con­
vertirse en un callejón sin salida. Ya
decía Chesterton que seguido caía en
la tentación de creer que el mal había
vuelto a entrar en el mundo en forma de
ensayo y, sin embargo, no había lectu­
ra que disfrutara más. Como todo mal,
el ensayo atrae por su forma seductora­
mente libre, porque invita a una como­
didad que difícilmente se consigue en,
por ejemplo, una novela. Quiero de­cir:
una obra de ficción exige a su lector una
resolución que tiende a simplificarse en
términos binarios: ¿el texto es bueno o
malo? El mal llega cuando, formular­
se una pregunta tan simple que apela
a algo tan instintivo como el gusto, se
vuelve una pesadilla. Como ya se ha
apuntado, el ensayo no obedece a un
propósito lógico ni sale de A para llegar
a B –aunque su intención no sea clara, a
la novela le cuesta trabajo olvidar los
personajes y eso es una constante– y,
en la mayoría de los casos, el continuar
ensayando la propia escritura es lo único
que parece obedecer cierto cauce (vaya
problema para el escritor, sobre todo si
se es de esos escritores que corrigen de
forma obsesionada sus textos). Parece
que Chesterton tenía razón y el ensayo
es una forma de instaurar el terror en
la literatura. Ahora bien, no todos los
ensayos son terroristas o, al menos, no
en este sentido. Pienso, por ejemplo, en
los finalistas del premio Anagrama, más
específicamente en Pornotopía de Bea­
triz Preciado y Filosofía zombi de Jorge
Fernández Gonzalo. He ahí parte del
problema: ¿qué ensayos son peligrosos?
Para Bruno H. Piché, más apegado
a la tradición anglosajona que latinoa­
mericana, el ensayo “es un género que
aspira a ser todos los géneros”, una
espe­cie de “vehículo todo terreno” y al
mismo tiempo una continua corrección
y exposición de su vida. Para el autor, el
ensayo es un laboratorio literario donde
se llevan a cabo experimentos tan disí­
miles como la descripción del cáncer de
esófago, que termina por matar al escritor
y periodista Christopher Hitchens, o la
enumeración de algunas versiones del
ya célebre poema de Edgar Allan Poe,
entre ellas “The Raven”, del álbum
Sunday at devil dirt. Un laboratorio
donde se cocinan crónicas, autobiogra­
fías y crítica literaria, donde el expe­
rimento último consista en crear –son
las palabras del autor– un género sin
género, una prosa bastarda. Sin embar­
go, el título del libro hace referencia al
género literario de la ficción y al carác­
ter inconcluso del ensayo: El taller de
no ficción. En este caso, no creo que la
intención de hacer una prosa bastarda
resida en quebrantar los moldes tradi­
cionales que definen nuestra literatura
sino abrir puertas y hacer que la no­
ción de género ya no importe. Así, lo
relevante del título recae en la palabra
taller, que remite a lo inacabado, a la
necesidad de regresar a ello y continuar
experimentando. Quiero decir: no po­
demos entender El taller de no ficción
como un ejemplo de prosa bastarda
sino como una propuesta de muchas.
Luigi Amara publicó un texto en Le­
tras Libres donde decía: “Y que el en­
sayo personal y tentativo se reubique en
el estante de la ficción, en ese lado del
librero en el que llanamente se amonto­
na la literatura.” Se me antoja pensar
que El taller de no ficción es una res­
puesta a esta afirmación.* Si el ensayo
*
El texto de Luigi Amara al que me re­
185
comienza a acomodarse en los estantes
de la ficción, que además son los estan­
tes de la literatura, implicaría un reco­
nocimiento que el ensayo no necesita: el
padre reconocería al bas­tardo y, por ende,
ganaría el apellido. Y más im­portante, si
el ensayo se reconoce a sí mismo como
ficción, el autor de ensayos dejaría de
ponerse en riesgo, de comprometerse.
De este modo, lo personal se conver­
tiría en un mero recurso literario: “Sin
embargo, una lectura más atenta a la
obra primeriza de Hemingway, por un
lado, y una aproximación menos pre­
juiciosa a la relación entre aquélla y su
biografía, por el otro, arrojan un haz de
luz no desdeñable para quien, a la ma­
nera del cazador en pijama, va en bus­
ca del pliegue más íntimo en el que la
literatura y la realidad se tornan indis­
tinguibles una de otra; ahí, donde más
allá del cuaderno en el que el escritor
escribe, más allá de la mesa sobre la
cual se reclina para seguir escribiendo
(…) o la poltrona donde yace, por su
parte, el lector, diría Ricardo Piglia, ‘la
tensión entre objeto real y objeto ima­
ginario no existe, todo es real, todo está
ahí y uno se mueve entre los parques
y las calles, deslumbrado por una pre­
sencia siempre distante’.”
fiero es “El ensayo ensayo”, publicado en
el número 58 de Letras Libres, en febrero de
2012. Ignoro en qué mes del mismo año se
publicó el libro de Piché. Sólo sé que al­
gunos fragmentos se habían publicado antes
en esta misma revista.
186
Me aventuro a afirmar que lo que se­
pararía la escritura de Piché de textos
como el de Preciado no es la flexible
definición de ensayo o qué tanto cabe
en el estante de la literatura, sino qué
tanto se borra la línea entre lo inventa­
do y lo real y, con ello, qué tan expues­
to queda el autor. Al pensar en esto, el
horror se hace evidente: hay que co­
menzar por olvidar las reglas básicas
de la literatura: no existen los géneros,
existe la escritura y, con ella, un hom­
bre que se sienta en un mesa a escri­
bir sobre sí mismo, no un narrador. Y
mi pesadilla se hace obvia: ¿qué decir
de un libro cuya principal virtud está
en la invitación de Bruno a sentarme a
platicar de su horroroso trabajo como
embajador cultural, de su opinión tan
poco popular de Las Vegas, de sus gus­
tos literarios mientras bebemos whis­
ky? ¿Qué decir de una escritura que
cada vez que sucede adopta registros
únicos y que difícilmente obedecen a
una lógica? Hay que pensar en los tex­
tos de Piché como escritura y punto:
sin etiquetas ni limitantes.
Una cosa que llama mi atención es
la cantidad de referencias literarias que
maneja Piché en sus textos: pasa por
Primo Levi, Alfonso Reyes, William
Saroyan para acabar con Hemingway.
En algún punto Piché nos cuenta de
una entrevista que le hizo a Alejandro
Rossi y menciona: “La tarde pasó fu­
gaz. Aquella fue una oportunidad inva­
luable para que Rossi demostrara, en
la placentera intimidad de su propia
casa, que la conversación es la conti­
nuidad de la literatura por otros medios.”
Y precisamente Piché nos demuestra
que la conversación puede ser litera­
tura, se ejerza en el medio que se ejer­
za. Hay que resaltar que El taller de
no ficción es un libro que no solamente
se lee sino que provoca una especie de
conversación muda con el autor y que
ello estimula al lector/interlocutor a
sentarse a leer más libros. Creo que los
fragmentos –y aquí simplificaré las co­
sas– de crítica literaria son excelentes.
No precisamente porque revelen algu­
na novedad sino porque te hacen salir
corriendo a tu librería más cercana y
comprar Huesos en el desierto, de Ser­
gio González Rodríguez, o The daring
young man on the flying trapeze del ya
mencionado Saroyan. En fin, es un li­
bro que hay que leer con otros libros.
De nuevo, esto me recuerda al ensayo
de Amara, donde se hace una división
tajante entre los ensayos académicos o
científicos y aquellos ensayos que de­
ben regresar al estante de la ficción y la
literatura. Las referencias que llenan el
libro de Piché están ahí porque el au­
tor no puede separarse de su vida como
escritor, porque todo puede y debe ser
literatura, principalmente la no ficción.
El ensayo suele ser peligroso por­
que nos recuerda que los géneros es­
tán desapareciendo y, con ellos, lo que
debe y puede ser literatura. Inicié este
breve comentario mencionado que no
soy una lectora ávida de ensayos por­
que son textos cuya naturaleza está en
poner a prueba la lógica no sólo de la
escritura sino la capacidad que tiene
el lector para intimar con el escritor. No
es gratuito que El taller de no ficción
comience con una breve historia de la
vida laboral del autor y recurra a la en­
fermedad como punto de partida para
crear dicha intimidad. En fin, no hay
que permitir que el ensayo de Piché entre
en los estantes de la ficción y la literatura
porque nuestra relación se acabaría: no
habría más conversaciones y la escritu­
ra dejaría de ser sólo escritura para con­
vertirse en algo hermético o, peor aún, en
una novela de costumbres y viajes.
Faustina o el fatalismo
de nuestra antropofagia
E duardo S abugal
Mario González Suárez, Faustina, Era,
México, 2013, 114 p.
De eso está lleno México en la ac­
tualidad, de carniceros que venden
tacos de todo, había dicho mi papá.
Mario González Suárez
Es difícil pensar un personaje urbano
auténticamente mexicano que no remi­ta
187
a la herencia prehispánica que delinea
las figuras novelísticas de la segunda
mitad del siglo xx y que no nos haga
pensar también en el Ixca Cienfuegos
de Carlos Fuentes. Aunque en La región
más transparente (ya se ha dicho en de­
masía) es la ciudad el personaje prin­
cipal, los hombres y las mujeres que la
pueblan tienen la fuerza expresiva que
toda síntesis bien lograda consigue: ellos
sintetizan polifónicamente muchas ha­
blas. Así, mientras unos logran hablar
desde una determinada clase social o
una ideología o un oficio, otros hablan
desde su origen acorralado, étnico y ra­
cial. Ixca terminó siendo el símbolo de
esa ambigüedad y orfandad en la que
se halla el mexicano en plena moderni­
dad. Esa dichosa modernidad política y
cultural, urbana y civilizatoria, que in­
tentaron representar los sexenios de Mi­
guel Alemán Valdez y Ruiz Cortines.
Ambigüedad encarnada en Ixca porque
éste parece tener siempre un pie en un
tiempo fuera del progreso, en una suer­
te de eternidad prehispánica, y otro
pie metido en este tiempo nuevo de la
historicidad democrática. Bipolaridad
de la civilización y la barbarie. No del
todo indígena, no del todo español, ni
politeísta ni monoteísta, en un mestiza­
je que problematiza y casi imposibilita
cualquier identidad. En Faustina, de
Mario González Suárez, el mundo en el
que se mueve Fausti es justamente así
de ambiguo. Incluso la voz de Faustina
es andrógina, por momentos parece que
escuchamos la voz de un niño y no la
188
de una niña. La bisexualidad ayuda a
que la disolución de identidad sea aún
mayor. Sólo que a diferencia de Ixca,
Fausti no es símbolo de nada, es una
muchacha cualquiera, atrapada en la in­
timidad de la bastardía y los secretos
de familia. A ella no se la traga la ciu­
dad ni la modernidad, se la tragan los
otros.
Muchos pasajes de Faustina recuer­
dan el pesimismo respecto al destino
terrestre que hay en los textos de José
Revueltas porque, hagan lo que hagan
los hombres, están condenados –parece
decirnos González Suárez– a devorarse
unos a otros, a nadar en una antropofa­
gia cruel y salvaje, como si se estuviera
cumpliendo el mandato de una deidad
azteca sedienta de sangre. Comernos unos
a otros, con esa carga caníbal y sexual del
doble filo semántico de la palabra, de­
jarnos desmembrar y machetear, des­
perdigar, dejarnos consumir por el otro,
no en términos metafóricos sino reales,
literales. Querer comerse al otro, mie­
do a ser comido. La falta del padre,
aunque puede desbandarse hacia una
interpretación freudiana, prefiero remi­
tirla al dios ausente de Revueltas, un
dios misteriosamente presente por su
ausencia, en una especie de catolicismo
pervertido. Un dios al que sólo se le cla­
ma y se le vislumbra débilmente y, que
paradójicamente, ejerce un poder total
sobre nosotros mediante su ausencia y
su silencio. Pienso en los personajes de
El luto humano, que se dejan arrastrar
por la fatalidad, sin comprender nunca
el juego mortal del dios que los mueve.
Un fatalismo que encuentra su cum­
plimiento con personajes que escriben
o dibujan el destino, como si fuera un
códice prehispánico, como el caso del
pintor Rubens, amante de Faustina; o
bien con personajes que ejecutan accio­
nes siniestras, como aquel loco chofer
de microbús, el llamado Mostro de Eca­
tepec, que se cree llamado hacia la muer­
te por un demonio o un dios y mata a
bordo de su transporte público a perso­
nas inocentes como corderos que van
al sacrificio, como si estuviera predes­
tinado a alimentar oscuramente, fáus­
ticamente, a un dios o una diosa que
exige corazones humanos. La antropo­
fagia a la que estamos condenados es
sólo una cara más del fatalismo: “peor
que te maten es que te coman” y “quie­
nes no mueran verán cómo llueve fuego
del Popo hasta que todo quede bajo un
petate de cenizas”.
Lo femenino es terrible y prehispáni­
co. Lo masculino es una invención occi­
dental, un poder ausente, un vacío. El
padre de Fausti es como un dios que,
apenas si se asoma al mundo infantil, da
unas claves minúsculas (la vestimenta,
los gestos, un indicio de relación con la
madre, alguna frase, la forma de comer
y lo que come, las calles que anda) y
luego desaparece. Es también Quetzal­
cóatl que se va avergonzado, y la forma
de esperarlo o simplemente de esperar
es una forma de existir, la única que le
queda a Fausti. Eso somos, una existen­
cia hecha de una larga y absurda espe­
ra. La espera del telegrama que el Padre
mande desde el gabacho, un dios conver­
tido en astro que allá en el cielo, titilando
pálidamente, no nos sirve de mucho.
Un padre ausente y una madre cruel
que exige sacrificios, reminiscencia cla­
ra de Coatlicue, madre de Huitzilopo­
chtli y al mismo tiempo de la Virgen
de Guadalupe impuesta con la espada,
la inquisición y la muerte. Una recrea­
ción descarnada, llena de humor negro,
que González Suárez hace del perenne
matriarcado que existe en la sociedad
mexicana, construido de un culto a la
dadora de vida (la fertilidad elevada
a deidad) pero al mismo tiempo la vo­
cación irrenunciable de toda madre a
devorar a sus propios hijos, a castrar­
los real o simbólicamente. Nacimiento
y muerte, condena circular del abrazo
materno, primigenio y fatal. Mientras
que el padre es pura fuerza centrífuga,
de expulsión, de lanzamiento al vacío,
la madre representa esa fuerza centrí­
peta que no deja escapar, que siempre
hace regresar al ombligo, al centro en
el que se nace pero también al centro
en el que se perecerá. Tanto la figura
de la madre como la del padre están
deshumanizadas y aparecen ante nues­
tros ojos tal y como aparecen a los ojos
del personaje, como seres callados, de
un mutismo hiriente, tiesos, como si
fueran de piedra y fuesen la represen­
tación de viejas deidades aztecas.
Pienso Faustina como un par de
fuerzas que se devoran mutuamente –la
tensión centrípeta y la centrífuga–, com­
189
batiendo en una relación caníbal. En
medio de esas dos fuerza está el trans­
currir del tiempo en la vida de un perso­
naje, como si éste estuviera enjaulado,
una jaula de la melancolía circular, co­
mo si estuviera repitiendo los gestos de
un actor en una película mexicana en
blanco y negro de los años cuarenta;
pero también como si estuviera atrapa­
do en una caja con la falsa idea de la
liberación, como si, en efecto, más allá
de la jaula se pudieran conocer los se­
cretos de familia y el verdadero origen.
Fausti, escribe González Suárez, “pen­
saba que en cualquier momento iba a
descubrir la fisura, la rendija invisible
donde se ve que todo está pegado y que se
puede pasar al otro lado”. Lo triste es que
detrás de esa caja no hay nada y nunca
logremos saber realmente el origen de
Fausti: nunca logramos descifrar esos
odiosos secretos de familia. Si su padre
es o no en realidad su padre, si tiene
otra familia o si tiene propiedades en
provincia, o cuál será el motivo real del
odio de su madre hacia sus hermanas.
La oscuridad que hay en el árbol ge­
nealógico es terrible como un mito az­
teca. El sometimiento al padre o, mejor
dicho, a la idea del padre, parece tam­
bién una herencia maldita repetida en
el imaginario colectivo hasta el hartaz­
go. En La oveja negra, de Ismael Rodrí­
guez, vemos a Pedro Infante someterse
estoicamente al padre como ante una
deida; en Crónica de un desayuno, de
Benjamín Cann, un padre ausente rea­
parece en el teatro cotidiano de una tí­
190
pica familia mexicana. La aparición di­
buja un arco devoto de la tragedia. Ese
fatalismo del padre autoritario y cruel, o
completamente invisible y temido, para­
dójicamente no es de origen patriarcal
sino herencia de un matriarcado de vír­
genes y mártires. De mujeres sufridas
que sacralizan a sus hombres. Hay algo
oscuro que se repite, nos dice subte­
rráneamente Faustina, en el celuloide,
en la historia, en los mitos, en nuestros
comportamientos, en nuestras mentes,
y quizás eso que se repite no sea otra
cosa que “el lagarto de tierra devoran­
do gente” al acercarse por “un manojo
de sacrificados”.
Lo asombroso en la prosa de Gonzá­
lez Suárez es que ésta cuenta el creci­
miento de Fausti, pasando por la pubertad
y la dolorosa adolescencia, sin romper
el delirio narrativo de la voz intradie­
gética y homodiegética, sin usar testi­
gos. Fausti crece durante el acto mismo
de narrar. En este sentido, narrar se
convierte en un doble acto, el de una
lucha por el crecimiento (hacerse adul­
to) y el de una necesidad por decirlo,
por contárselo a otro. Al contarnos su
historia, Fausti comunica y evolucio­
na, construye la otredad como escucha
pero también como testigo de su pro­
pio crecimiento. Sin que la voz cambie
radicalmente o dé saltos elípticos que
dejen periodos de tiempo elididos, el
personaje crece a la par que su discur­
so, y en ese discurrir asume su ciudad,
su semiorfandad y su sexualidad. Una
sexualidad que también aparece como
algo doloroso, como un orgasmo en­
quistado. La relación con Sonia y con
Rubens está llena de inconclusiones, de
obstrucciones. Pareciera que tener sexo
no es mucho mejor que comer pollo rosti­
zado y eructar después de tomarse unas
cocacolitas. El hedonismo no es una
puerta de escape sino un compás de es­
pera mientras el destino fatal se cum­
ple. Al final de la novela Fausti resume
su experiencia sexual: “Me empecé a
tocar. No morirme sino evaporarme. No
venirme sino licuarme.” La masturba­
ción, que no puede llevarse a feliz tér­
mino por la interrupción vergonzosa de
los padres, termina siendo castradora.
El onanismo se torna enanismo. La se­
xualidad le sirve a González Suárez
para que Fausti, una vez más, se que­
de achaparrado bajo la sombra de esas
dos estatuas rencorosas que son su ma­
dre y quizá su padre.
Narratológicamente, González Suárez
juega entre dos tiempos: uno que po­
dríamos llamar el tiempo de la presen­
cia, que consiste en la breve estancia del
padre junto al protagonista y su madre,
esos breves días reveladores y efímeros
en los que Fausti comienza a romper el
encantamiento de la infancia y que al
mismo tiempo sirven de arranque para
toda la novela; y el otro tiempo, que
podríamos llamar el tiempo del creci­
miento, en donde mediante la prolepsis
el personaje va desenvolviéndose, ha­
ciéndose adulto, surcado siempre por
la ausencia y los recuerdos, un tiem­
po cruel lleno de dudas, de deseos, de
comidas y cogidas, hecho como para
llenar el hueco que dejó el otro tiem­
po apenas vislumbrado. En el primer
tiempo Fausti quiere saberse hija de
alguien, en el segundo quiere que al­
guien la dibuje.
191
192
Descargar