1 2 el sueño de la aldea Una humilde propuesta para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país, y sean útiles para la sociedad Jonathan Swift Traducción de María del Carmen Navarrete Causa una profunda tristeza a quienes caminan por esta gran ciudad o viajan por el país ver las calles, los caminos y las puertas de las chozas, atestadas de pordioseras seguidas por tres, cuatro o seis niños harapientos que asedian a todos los transeúntes pidiendo limosna. Esas madres, en vez de poder trabajar para ganarse la vida honradamente, se ven obligadas a vagabundear todo el tiempo mendigando el sustento para sus desamparadas criaturas, quienes en cuanto crecen se convierten en ladro­ nes por falta de trabajo o abandonan su amada patria para luchar por el pre­ tendiente al trono en España, o ellos mismos se venden en Barbados. Creo que todos coincidirán en que este ingente número de niños en los brazos, la espalda o a los pies de sus madres, y frecuentemente de sus padres, constituye una fuerte carga extra para el deplorable estado actual del reino ø jonathan swift y, por consiguiente, quien pudiese ha­ llar un método justo, económico y fácil de transformarlos en miembros útiles para la comunidad, merecería que en reconocimiento público se le erigiera una estatua honrándolo como benefac­ tor de la nación. Pero mi intención dista mucho de limitarse a cubrir únicamente las ne­ cesidades de los hijos de los mendigos manifiestos, tiene un alcance mucho ma­ yor, incluirá al número total de niños de pecho de cierta edad cuyos padres de hecho sean poco capaces de mantener­ los, así como a los que nos piden cari­ dad en las calles. En lo que a mí concierne, tras re­ flexionar muchos años sobre este impor­ tante tema y sopesar de manera juiciosa las distintas ideas de otros pensadores, siempre encuentro que sus cálculos es­ tán extremadamente equivocados. Es cierto que el niño recién parido por una hembra puede mantenerse con la leche materna durante un año, con poco de otro alimento; a un costo máximo no mayor a dos chelines, que la madre sin duda puede obtener, o el equivalente en sobras, mediante su ocupación lí­ cita de mendicante; y es precisamente a la edad de un año que yo propon­ go mantenerlos de tal manera que en vez de ser una carga para sus padres o la parroquia, o carecer de comida y 3 vestido de por vida, podrían, más bien, contribuir con la alimentación –y par­ cialmente con la vestimenta– de mu­ chos miles. Además, mi plan ofrece otra exce­ lente ventaja, evitará los abortos pro­ vocados y que las mujeres asesinen a sus hijos bastardos, práctica horrenda desafortunadamente tan frecuente entre nosotros que haría brotar el llanto y la compasión en el pecho más despiadado e inhumano; sospecho que sacrifican a las pobres e inocentes criaturas más por evitar el gasto que la vergüenza. Generalmente se calcula que el nú­ mero de almas en este reino asciende a un millón y medio, de las que consi­ dero debe haber doscientos mil pare­ jas en las que la mujer sea fecunda; a esa cifra le resto treinta mil parejas capaces de mantener a sus propios hi­ jos; aunque me doy cuenta de que no puede haber tantas, considerando la penurias actuales del reino, pero su­ poniendo que así sea, quedan ciento setenta mil capaces de engendrar. Vuel­ vo a restar cincuenta mil por las muje­ res que aborten de manera espontánea o cuyos hijos mueran por accidente o enfermedad durante el primer año de vida. Sólo quedan ciento veinte mil ni­ ños que nacen anualmente de padres pobres. Por lo tanto, el problema es cómo criarlos y mantenerlos ya que, 4 como he dicho, en las circunstancias actuales es completamente imposible hacerlo por cualquiera de los métodos hasta ahora propuestos. Tampoco pode­ mos emplearlos en trabajos manuales o en la agricultura, ya que no construimos casas (en el campo, aclaro) ni cultivamos la tierra: rara vez pueden ganarse el sustento mediante el robo, hasta que cumplen los seis años, a menos que sean muy precoces, aunque confieso que aprenden los rudimentos del ofi­ cio mucho antes; sin embargo, durante ese tiempo sólo se les puede conside­ rar realmente como aprendices, según me informara un importante caballero del condado de Cavan, quien afirmó enfáticamente que nunca había sabi­ do de más de uno o dos casos de meno­ res de seis años, incluso en una parte del reino tan famosa por la rapidez con que dominan ese arte. Nuestros mercaderes me aseguran que un niño o una niña menor de doce años no es una mercancía vendible; e incluso si llegan a esa edad tampoco redituarán más de tres libras, o tres li­ bras y media corona como máximo en la transacción, lo que tampoco puede ser provechoso para los padres ni el reino, ya que el costo de los alimentos y los harapos por lo menos cuadrupli­ ca esa cantidad. Por lo tanto, ahora expondré humil­ el sueño de la aldea demente mis propias ideas, que espe­ ro no susciten la menor objeción. Un norteamericano muy entendido que conozco en Londres me ha ase­ gurado que una criatura sana y bien amamantada de un año de edad es el alimento más exquisito, nutritivo y sa­ ludable, ya sea guisado, asado, al hor­ no o cocido; y no me cabe la menor duda de que también lo será en un fricasé o en un estofado. Por lo tanto, humildemente expon­ go a la consideración pública que de los ciento veinte mil niños ya calcula­ dos, veinte mil puedan apartarse para la reproducción, con sólo una cuarta parte de varones, que es más de lo que acostumbramos con las ovejas, el ga­ nado negro o los cerdos; y mi razón es que esos niños rara vez son fruto del matrimonio, una circunstancia no muy respetada por nuestros salvajes; por lo tanto, un macho bastará para atender cuatro hembras. Que los cien mil restantes, al año de edad, puedan ofrecerse a la venta a las personas de categoría y fortuna en todo el reino, aconsejando siempre a la madre que los amamanten generosamente duran­ te el último mes para que estén rolli­ zos y con grasa para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes al agasa­ jar a los amigos; y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trase­ ro hará un plato aceptable; y sazonado con un poco de sal o pimienta dará un buen caldo al cuarto día, sobre todo en invierno. He calculado que, en promedio, un recién nacido pesa doce libras; y si du­ rante un año solar es amamantado de manera aceptable, alcanzará las vein­ tiocho libras. Reconozco que este alimento será algo caro y, por consiguiente, muy ade­ cuado para los terratenientes quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, al parecer son los que tie­ nen más derecho sobre los hijos. Todo el año habrá carne de niños de pecho, pero abundará más en marzo, y un poco antes y después de este mes; pues nos ha informado un escritor se­ rio, un eminente médico francés, que como el pescado es una alimentación prolífica, nacen más niños en los paí­ ses católicos romanos unos nueve me­ ses después de la Cuaresma que en cualquier otra temporada; por lo tan­ to, considerando un año después de la Cuaresma, los mercados estarán más saturados que de costumbre porque el número de niños de pecho papistas es al menos de tres a uno en este reino; y, por consiguiente, esto ofrecerá otra ventaja circunstancial al reducir el nú­ mero de papistas entre nosotros. Ya he calculado que el costo de 5 alimentar al hijo de un mendigo (lista en la que tomo en cuenta a todos los aldeanos, los jornaleros y las cuatro quintas partes de los campesinos) es de aproximadamente dos chelines por año, incluidos los harapos; y creo que ningún caballero lamentará pagar diez chelines por el cuerpo de un niño bien gordo que, como he dicho, dará cuatro fuentes de excelente carne nutritiva cuando invite a algún amigo exigente o cuando cene con su propia familia. Así el señor aprenderá a ser un buen terrateniente y se volverá popular en­ tre sus arrendatarios; la madre tendrá ocho chelines de ganancia neta y es­ tará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño. Los que sean más ahorrativos (como lo exigen los tiempos, debo confesar) pueden desollar el cuerpo; esa piel hábilmente curtida servirá para con­ feccionar excelentes guantes para las damas y botas de verano para los ca­ balleros refinados. En cuanto a nuestra ciudad de Du­ blín, pueden asignarse mataderos para este fin en los lugares más convenien­ tes de la misma, y podemos estar se­ guros de que no faltarán carniceros; aunque yo más bien recomiendo com­ prar a los niños vivos y prepararlos en cuanto se pasen a cuchillo, como lo hacemos con los cerdos para asar. 6 Una persona muy honorable, un ver­ dadero patriota y cuyas virtudes tengo en alta estima, hace poco se ufanó en disertar sobre este tema para ofrecer­ me una idea que mejorará mi proyecto. Dijo que como en los últimos tiempos muchos caballeros de este reino han sacrificado sus ciervos, él pensó que la falta de carne de venado muy bien po­ dría suplirse con los cuerpos de hombres y mujeres jóvenes que no sean mayores de catorce años ni menores de doce; considerando que muchos de ellos están a punto de morirse de hambre por la falta de trabajo y ocupación, podrían ser vendidos por sus padres, si viven, o si no por sus parientes más cercanos. Pero con el debido respe­ to a tan excelso amigo y patriota tan meritorio, no coincido del todo con su parecer; en lo que se refiere a los varones, mi conocido norteamericano me aseguró, por su frecuente expe­ riencia, que su carne es generalmente correosa y magra como la de nuestros escolares por el ejercicio continuo, y de sabor desagradable; y engordarlos no compensaría el precio. En cuanto a las mujeres, humildemente creo que sería una pérdida para la sociedad por­ que ellas mismas pronto serían fértiles y, además, tampoco es improbable que algunas personas escrupulosas pudie­ ran inclinarse a censurar esa práctica el sueño de la aldea tachándola de rayana en la crueldad (aunque en realidad muy injustamen­ te); lo que, admito, siempre ha sido para mí la más fuerte objeción contra cualquier proyecto, por muy bien in­ tencionado que sea. Sin embargo, para justificar a mi amigo, me confesó que este recurso se le ocurrió por el famoso Psalmanazar, natural de la isla de Formosa, quien viniera a Londres hace unos veinte años y en una conversación le contó que en su país, cuando una persona joven era condenada a muerte, el ver­ dugo vendía el cadáver a personas de alcurnia como una exquisitez de primera calidad; y que en su época el cuerpo de una muchacha regorde­ta de quince años, crucificada por intentar envenenar al emperador, fue vendido en cuatrocientas coronas al primer ministro de su ma­ jestad imperial y a otros grandes man­ darines de la corte, descuartizado al pie del poste donde había sido expuesto. De hecho, tampoco puedo negar que el reino no sería peor si se siguiera la misma costumbre con varias jóvenes regordetas en esta ciudad que, sin te­ ner en qué caerse muertas ni poder pa­ sear en palanquín, se aparecen en teatros y reuniones engalanadas con prendas ex­ tranjeras que nunca podrían adquirir. A algunas personas de espíritu pe­ simista les preocupa mucho esa canti­ dad astronómica de pobres, que están viejos, enfermos o lisiados; y me han rogado que aplique mis ideas a las me­ didas que puedan tomarse para alige­ rar de tan gravosa carga a la nación. Pero este asunto no me causa el míni­ mo dolor, porque es bien sabido que mueren y se pudren a diario por el frío y el hambre, la inmundicia y las alimañas, con más rapidez de lo que cabría esperar. Y en cuanto a los jor­ naleros jóvenes, que ya se encuentran en una situación igual de prometedo­ 7 ra: no pueden conseguir trabajo y, por consiguiente, languidecen por falta de alimento, a tal grado que si en algún momento los contrataran por casuali­ dad para una labor común y corrien­ te, no tendrían fuerzas para llevarla a cabo; y, por lo tanto, el país y ellos mismos se libran afortunadamente de los males por venir. Como he divagado mucho, debo re­ tomar el asunto que nos ocupa. Creo que las ventajas de la propuesta que expongo son muchas y evidentes, así como de la mayor importancia. En pri­ mer lugar, como ya he comentado, disminuiría muchísimo la cantidad de papistas que nos infestan cada año, ya que son quienes más se reproducen en la nación y nuestros más peligrosos enemigos, y quienes se quedan en el país adrede con la intención de entre­ gar el reino al pretendiente al trono, esperando aprovechar la falta de tan­ tos buenos protestantes, quienes han preferido exiliarse que permanecer en su patria y pagar los diezmos –contra su conciencia– a un sacerdote episcopal. En segundo lugar, los arrendatarios más pobres tendrán algo valioso que sea suyo, lo que según la Ley puede ser embargado y contribuir al pago del arriendo al terrateniente, ya que el maíz y el ganado les han sido confis­ cados y el dinero ni lo conocen. 8 En tercer lugar, cómo la manuten­ ción de cien mil niños de dos años en adelante no puede calcularse en me­ nos de diez chelines por cabeza por año, las reservas de la nación se incre­ mentarían de ese modo en cincuenta mil libras anuales, además de la ga­ nancia de introducir un nuevo plato en las mesas de los caballeros de alcurnia del reino, que son de paladar refinado. Y el dinero circulará entre nosotros, ya que esas mercaderías serán producto y fabricación totalmente nuestras. En cuarto lugar, los que se repro­ duzcan con mayor frecuencia, además de la ganancia de ocho chelines anua­ les por la venta de sus hijos, se quita­ rán la carga de mantenerlos después del primer año. En quinto lugar, este alimento atrae­ ría igualmente a más clientes a las ta­ bernas, cuyos vinateros sin duda serían muy precavidos para conseguir las mejores recetas para prepararlos a la perfección; y, por consiguiente, sus establecimientos serían frecuentados por todos los caballeros distinguidos que, con justicia, se precien de sus conocimientos del buen comer: y un cocinero hábil, que sepa cómo com­ placer a sus clientes, se las ingeniará para hacer que éste sea tan caro que no los desmerezca. En sexto lugar, esto sería un gran el sueño de la aldea aliciente para el matrimonio, vínculo que han promovido todas las nacio­ nes civilizadas dando recompensas, o que han impuesto mediante la ley y sanciones. Al tener la certeza de que las pobres criaturas tendrían la vida resuelta, mantenidas en parte por la sociedad, se aumentaría el cuidado y el cariño de las madres hacia sus hi­ jos ya que les darán ganancias anua­ les en vez de gastos. Deberíamos ver una competencia leal entre las muje­ res casadas, cuál de ellas podría lle­ var al niño más gordo al mercado. Los hombres serían tan cariñosos con sus mujeres durante el embarazo como aho­ ra lo son con sus yeguas y vacas pre­ ñadas, o con sus cerdas cuando están a punto de parir; y no las atacarían a golpes ni patadas (como es práctica tan común) por temor a provocarles un aborto. Podrían enumerarse otras muchas ventajas. Por ejemplo, aumentar en algunos miles de cabezas nuestra ex­ portación de carne vacuna en barricas, la propagación de la carne porcina y mejorar el oficio de hacer un buen to­ cino, tan frecuente en nuestras mesas y que mucho escasea por la matanza excesiva de cerdos; lo que en ninguna forma se compara en sabor o magnifi­ cencia con un niño primal, gordo, de buen tamaño, que asado entero lucirá mucho en el banquete de un señor al­ calde o en cualquier otro agasajo pú­ blico. Pero omito ésta y otras muchas ventajas por escrupulosa brevedad. Suponiendo que en esta ciudad hu­ biese mil familias que habitualmente compraran carne de niños de pecho, además de otras que pudieran adqui­ rirla para ciertos festejos, en especial bodas y bautizos, calculo que Dublín se quitaría de encima unos veinte mil cuerpos, y el resto del reino (donde probablemente se venderían un poco más baratos) los restantes ochenta mil. No se me ocurre ninguna objeción que posiblemente se suscite contra esta propuesta, a menos que fuera alenta­ da; que de este modo el número de gente va a disminuir mucho en el rei­ no. Reconozco de buen grado que, de hecho, ésta fue la principal intención al proponérsela a la sociedad. Oja­ lá que el lector se dé cuenta de que pensé en este recurso para este reino específico de Irlanda y no para algún otro que haya existido jamás, o que creo pueda existir sobre la faz de la Tierra. Por lo tanto, que nadie me ha­ ble de otros recursos: de gravar con cinco chelines por libra a nuestros au­ sentes; de no usar ropa ni muebles para la casa, salvo los que sean creados y fabricados por nosotros; de rechazar ro­ tundamente los materiales e instrumen­ 9 tos que promuevan los lujos foráneos; de poner remedio a lo costoso del or­ gullo, la vanidad, la holgazanería y la afición al juego de nuestras mujeres; de infundir un dejo de parquedad, pru­ dencia y templanza; de aprender a amar a nuestro país, sentimiento en el que nos diferenciamos hasta de los lapo­ nes y de los habitantes de Topinam­ boo; de renunciar a nuestros rencores y facciones partidistas, de ya no actuar como los judíos, que se mataban entre sí en el preciso instante en que iban a tomar su ciudad; de ser un poco pru­ dentes para no vender nuestro país ni nuestras conciencias por nada; de en­ señar a nuestros terratenientes a tener por lo menos un poco de misericordia con sus arrendatarios. Por último, de infundir un espíritu de honestidad, di­ ligencia y habilidad en nuestros co­ merciantes quienes, si se decidiera adquirir únicamente artículos de nues­ tra patria, se unirían de inmediato pa­ra imponernos y engañarnos en el pre­ cio, la medida y la calidad; tampoco se les podría convencer jamás de que hicieran una propuesta justa de sólo comerciar, a pesar de invitárseles a menudo y encarecidamente. Por lo tanto, repito, que nadie me hable de estos recursos ni de otros pa­ recidos, sino hasta que vislumbre cier­ ta esperanza de que alguna vez se 10 hará un intento sincero y honesto de ponerlos en práctica. Pero en lo que a mí respecta, can­ sado de ofrecer durante muchos años ideas vanas, inútiles, utópicas y al fi­ nal perder la esperanza de alcanzar el éxito, afortunadamente me topé con esta propuesta que como es totalmen­ te nueva tiene un fundamento sólido y real, no requiere hacer gastos, tiene pocas complicaciones y está por com­ pleto al alcance de nuestras posibili­ dades, y con ella tampoco corremos el riesgo de disgustar a Inglaterra. Este tipo de mercadería no es exportable porque la carne es de consistencia muy tierna como para resistir la salazón pro­ longada; aunque tal vez podría nombrar un país que estaría encantado de de­ vorar a toda nuestra nación sin ella. Después de todo, tampoco me aferro obstinadamente a mi parecer como para rechazar cualquier propuesta de hombres sabios que sea igualmente inofensiva, barata, fácil y eficaz. Pero antes de que algo de ese tipo se pro­ ponga objetando mi plan, y se ofrezca algo mejor, ojalá que el autor o los autores estén dispuestos a considerar con madurez dos aspectos. Primero, tal como está la situación, ¿cómo po­ drán darle alimento y vestido a cien mil bocas y espaldas inútiles? Y se­ gundo, como en todo el reino hay un el sueño de la aldea número cabal de un millón de criatu­ ras con forma humana, cuya sustento completo puesto en una reserva co­ mún les acarrearía una deuda de dos millones de libras esterlinas, agregan­ do a quienes se dedican a mendigar al grueso de los campesinos, aldeanos y jornaleros, con sus mujeres e hijos que de hecho son mendigos. Ojalá que esos políticos a quienes les disgusta mi pro­ puesta, y que tal vez tengan el descaro de refutarla, le preguntaran primero a los padres de esos mortales, si hoy no pen­ sarían con gran felicidad en haberlos vendido para alimento, a la edad de un año como lo recomiendo, y así ha­ berles evitado las eternas desgracias que han vivido por la opresión de los terratenientes, la imposibilidad de pa­ gar el arriendo al no tener dinero ni oficio, la falta de un sustento elemen­ tal, sin casa ni ropa para protegerse contra las inclemencias del tiempo, y la más inevitable perspectiva de cau­ sarle sufrimientos similares o mayores a su prole para siempre. Expreso, con la más profunda sin­ ceridad, que no tengo el menor interés en intentar promover esta necesaria labor, lo único que me motiva es el bien público de mi país, al promover nuestro comercio, cubrir las necesi­ dades de los niños de pecho, socorrer a los pobres y darle un poco de placer a los ricos. No tengo hijos a los que pensara sacarles un solo penique, el más pequeño ha cumplido los nueve años y mi mujer ya no es fértil. Lexicomanía Adalber Salas Hernández Par bonheur, j’avais été pris très jeune de lexicomanie. Charles Baudelaire Los diccionarios son criaturas ambi­guas. Para algunos resultan temibles, capa­ ces de coartar la capacidad creadora de cualquier escritor que los consulte. Los más alarmistas incluso les atribu­ yen el poder de paralizar el devenir de la lengua misma. Otros ven en el dic­ cionario un tomo repleto de modestas revelaciones, una herramienta a la hora de practicar la taumaturgia del lenguaje. Ambas son formas antitéticas de una misma superstición. Y cómo no iba a producir tales miedos o esperanzas, có­ mo no iba a presentarse como mágico, ante nuestra imaginación, un libro en­ teramente dedicado a exponer lo que las palabras son. Lo que delatan estas creencias desmesuradas en torno al dic­ cionario, lo que confesamos con ellas sin 11 león félix batista quererlo, es la importancia que tienen las palabras para nosotros. Pues lo que ellas son, también nosotros lo somos. Un volumen que presente y acote nuestros vocablos será entonces, secretamente, nuestro espejo más implacable. Así, los diccionarios declaran nues­ tra transparencia. Por ello, cuando afir­ mé que el diccionario era una criatura ambigua, debí haber dicho que, de hecho, es una criatura mitológica. Y ello por dos razones: tanto por la mi­ rada repleta de asombro fabuloso que le lanzan tan a menudo como por su contenido. Y es que el diccionario guar­ da dentro de sí, en sus entradas, el recuento de nuestros grandes mitos, encarnados en una serie de vocablos cuyo peso se deja sentir con gran fuer­ 12 za en nuestro universo simbólico –donde ejercen una genuina atracción gravi­ tacional–. En Diccionarios, discursos etnográficos, universos léxicos, Francis­ co Javier Pérez lo pone en estos térmi­ nos: “Queda a la vista, pues, cómo en todos los campos léxico-semánticos que abarca el corpus del diccionario están entrando en juego factores ideo­ lógico-culturales, educativo-morales, político-sociales y, en definitiva, está siendo determinante una visión del mundo, racional y afectiva, que define la naturaleza del diccionario y lo pri­ vilegia como objeto cultural: símbolo y representación de una sociedad, a la que explica al explicar las palabras de sus realidades y de la que será, una vez elaborado, su propia imagen.”1 Las páginas que resultan del trabajo lexi­ cográfico conjugan nuestras ilusiones y temores, nuestras pugnas internas, nuestras obsesiones, nuestros dilemas insolubles como sociedad. Un diccio­ nario es el doble especular del conglo­ merado humano que lo ha producido. No en vano la figura del doble ha producido tanto recelo en numerosas Francisco Javier Pérez, Diccionarios, dis­ cursos etnográficos, universos léxicos. Propues­ tas teóricas para la comprensión cultural de los diccionarios, Universidad Católica Andrés Bello/Fundación Centro de Estudios Latinoa­ mericanos Rómulo Gallegos, Caracas, 2000. 1 el sueño de la aldea culturas –entre ellas, de manera pro­ tagónica, la nuestra, fijada en sus me­ canismos de autorrepresentación–. El doble nos fuerza a descubrirnos, nos obliga a encontrar el lado falaz en nues­ tras insignias simbólicas. Dicho de otro modo: sólo a través del doble se acce­ de a la propia desnudez. Y es esta la desnudez que pone frente a nosotros el diccionario, no solamente al señalar las palabras que manifiestamente nos cons­ tituyen, sino al omitir otras que nos forman en igual medida. Sus oqueda­ des nos recuerdan a las nuestras, las que se encuentran en la visión de nos­ otros mismos que sostenemos. Sus fal­ tas tienen nuestro nombre. Hay una palabra que me ha sido imposible encontrar en la más recien­ te edición del Diccionario de la Real Academia Española. Pero no me sor­ prende, pues se trata de un calco del francés: lexicomanía, proveniente de le­ xicomanie –aquella dolencia que Bau­ delaire, en conversación con Théophile Gautier, confesó haber sufrido de jo­ ven: una pasión desmesurada por los diccionarios–. No obstante la sorpresa me alcanzó un poco al descubrir que la voz tampoco se halla registrada en el Grand Robert o el Larousse. Es una lástima que tal palabra no esté regis­ trada, más allá de los textos de Bau­ delaire. En cierto sentido, esta enfer­ medad aqueja a nuestra cultura desde hace siglos. La lexicomanía bien podría encon­ trarse expuesta en alguna de las cinco ediciones del DSM (el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders de la American Psychiatric Asso­ciation) también un diccionario a su manera, cuyo uso se ha extendido epidémica­ mente por el mundo. Quizás podría estar clasificado este trastorno lexicográfi­ co entre las erotomanías. Sin embargo parece que hay muy pocas personas dispuestas a dejarse atacar por la lexi­ comanía. Se trata, además, de un des­ orden que requiere del sujeto que lo padece un cultivo constante, atención y rigor. Puede que por eso no tenga tantos adeptos –o pacientes, si se quiere–. Pero de cuando en cuando alguno se destaca produciendo, a su vez, el objeto de su pasión. Uno de tales lexicómanos es León Félix Batista, quien guarda en su producción poética un volumen singu­ lar: Delirium semen, y se encuentra, como pocos otros libros, a medio ca­ mino entre lexicografía y poesía. Cada uno de los textos que lo componen es una entrada de diccionario, tal y como nos hemos acostumbrado a leer, pero con una salvedad: las palabras defini­ das pertenecen al ámbito de lo erótico y las definiciones son poemas en prosa 13 donde se mezclan relato y metáfora en una sola amalgama. Una de sus voces, Brutal, contiene entre sus primeras frases una posible razón de ser para la peculiar estructu­ ra del libro: (adj., del lat. brutalis) Desar­ ticular un nudo por redefinir el ego, los fragmentos que no han sido for­ mulados en un todo. Dar al busto y a los brazos cuadratura duradera, como ofidios que yo mismo formulé.2 brutal En estas prosas breves y conden­ sadas, Batista lleva a un nivel inusi­ tado su dicción habitual. La voz que tan propia le es, profusa en imágenes, alcanza en este libro un espesor exac­ to y brutal. Cada uno de los poemas de Delirium semen desarticula el nudo de la palabra que define, deshaciéndose así de la explicación común a todos los hablantes de la lengua, para esbozar otra, radicalmente propia, potestad úni­ ca del sujeto que se dice en sus pági­ nas. El vocabulario erótico es siempre justamente eso: fragmentos que no han sido formulados en un todo, pero que aquí un yo reúne, sin con ello restar independencia a cada una de las pa­ labras. León Félix Batista, Delirium semen, Al­ dus, México, 2010. Todas las citas que haga del libro pertenecen a esta edición. 2 14 Tal empresa implica, a su vez, rea­ lizar el retrato de un cuerpo. Pues hay vocablos cuya potencia es material, vo­ cablos que impactan físicamente, ésos cuya grafía se inscribe en la carne, mo­ dificándola. Sílabas que, puestas en un orden específico, forman los hitos de la historia que ha recorrido nuestra piel. Este diccionario/poemario cataloga ex­ clusivamente esas voces. Sólo ellas le importan. Sólo ellas lo excitan. Nada más desean las palabras que nos en­ tregan al cuerpo en los límites de sí mismo, inmerso en la experiencia eró­ tica que lo talla: (adj., del lat. dolorosus) [...] Abandona sin efecto mi anterior auto­ nomía en tal bloque tallar: no habrá sujeto previo. Y hasta hacer la carne así: desconchones en suspenso que pro­ gresen dúctilmente hacia la conden­ sación. doloroso El acto de ordenar y elaborar el vo­ cabulario interno de la propia experien­ cia erótica conlleva, inevitablemente, una puesta en cuestión del sujeto mis­ mo. Y doblemente, pues lo erótico es ya, de antemano, un traspasar nuestros lí­ mites, un hallarnos en las fronteras de lo que somos. Pero tomar las palabras que constituyen esa experiencia y ahon­ darlas, descubrir para ellas nuevos plie­ gues, es prolongar la crisis, es preguntarse por lo que constituye al sujeto como el sueño de la aldea actor de su deseo. Es un proceso doloro­ so, este de abandonar la autonomía que se sostenía previamente, para empezar a esculpirse una nueva carne, letra a letra. Que el diccionario está hecho pa­ra los ignorantes, es un prejuicio bastan­ te común. Algunos han querido ver en su utilización y consulta un signo de de­ bilidad, de desconexión con la propia lengua. De estos despreciadores de la lexicografía se burlaba Flaubert en su Dictionnaire des idées reçues cuando, al definir el objeto en cuestión, lo hacía de esta manera: “dictionnaire: En dire: ‘N’est fait que pour les ignorants’. Dictio­ naire de rimes: s’en servir? Honteux!”3 Sin embargo, es justamente esa igno­ rancia la que es requisito ineludible al momento de establecer una relación individual con la propia lengua. De­ velar la extrañeza que hay en las pala­ bras, los sentidos que son capaces de producir –es decir: desconocerlas– es tarea de la poesía. Y hasta el dicciona­ rio de rimas puede servir para ello, esta­ bleciendo relaciones entre los vocablos a partir de sus sonidos y produciendo con ello destellos de sentido. Delirium semen es un diccionario cuya fuerza “diccionario: Decir de él: ‘no está hecho más que para los ignorantes’. Diccionario de rimas: ¿Usarlo? ¡Vergonzoso!” Gustave Flau­ bert, Dictionnaire des idées reçues, en Œu­ vres, Éditions Gallimard, París, 1952, t. II. 3 motriz es esa ignorancia que tantos me­ nosprecian injustamente. Sólo a través de ella puede crear nuevas dimensio­ nes semánticas. Como todo diccionario, el libro de Batista eventualmente se ve confrontado con la tarea de definirse a sí mismo. Sin embargo, no hay una entrada que lleve su título; por el contrario, esa determina­ ción queda traspuesta en metáfora: 15 (adj., del lat. humidus) En el juego de plasmar en palimpsestos la ex­ periencia de la sangre en combustión (en los fastos que circuyen cada nido faltando los fragmentos unitarios) apa­ recen los diseños de engranajes, oscilan­ do entre materia y abstracción. Están en la tarima, bajo playeras húmedas: la piel como esplendor, superficie de re­ gistro. Imposible percibirlos, precisar su evolución, las franelas como réplicas de réplicas. Permanecen indelebles den­ tro del calor perpetuo a fin de hacer pa­ tente la constancia de su culto. Aquí son consignados para inmortalidad. Aquí dejo su imposible transcripción. húmedo En el juego de coser entre sí tro­zos disímiles, en el juego de ensamblar metáforas en un todo heterogéneo, en el juego de redactar, en suma, las en­ tradas de Delirium semen, aparecen los mecanismos internos de la escritura, con su vaivén entre la imagen concre­ ta y el concepto. Pero este intento, el despliegue de esta poética lexicográfi­ ca ocurre como un concurso de cami­ setas mojadas llevado a cabo en una playa: la piel, bajo el blanco líquido y huidizo de la franela o la página, es superficie de registro, lugar donde se inscribe en relieve todo este vocabu­ lario de lo carnal. El acto de escribirlo es dejar constancia de su culto, de la adoración ineludible que suscita cada una de estas palabras en su hablante. 16 Este procedimiento es propio de la poética de Batista, considerada en su conjunto. A lo largo de su obra, lo abs­ tracto y lo concreto se funden hasta volverse indistintos. Su escritura, om­ nívora, deja de llamarse por ese nom­ bre para adoptar otro, más adecuado a sus fines: excritura. La excritura se ejer­ cita para hacer del texto, su producto, un espacio de intercambio abierto, una región de tránsito semántico, donde las significaciones vayan y vengan. Un dispositivo de combate contra la ten­ dencia a fijar el sentido de las palabras de modo unívoco. Como dice el propio Batista en una breve prosa que po­ dríamos leer como su declaración de principios y que titula justamente La excritura: “Descreo, por eso, del poema como objeto prosódico cerrado: existe el texto (y pun­to) y pretendo confor­ marlo en un cuerpo de simbiosis: un ánimo mestizo desarrollado como el asalto de la sinuosidad a la corrección gramatical (escudo del Poder), como agresividad de forma frente a los edi­ ficios discursivos del Control.”4 Es una apuesta por la sinuosidad de la materia significante, por su maleabili­ dad, por el carácter ofídico y mutante del decir. León Félix Batista, Prosa del que está en la esfera, Tsé-Tsé, Buenos Aires, 2006. 4 el sueño de la aldea Ello implica, en buena medida, im­ pugnar el acto mismo de definir. Esta actividad, tan cara a los “edificios dis­ cursivos del Control”, puede volverse contra ellos si es radicalmente particu­ larizada, si el sujeto hablante que la lleva a cabo se apropia de ella totalmente. Y esto es lo que sucede en Delirium semen: no solamente se hace el ordenamiento de un singular conjunto léxico, sino que se ejecuta una crítica de nuestras nociones en torno al lenguaje. Nuestras palabras piensan por noso­ tros, las más de las veces sin que nos percatemos. Pero podemos proble­mati­ zarlas, abandonar la instancia pasiva que tan naturalmente se nos da para entrar en contacto con la lengua desde otra posición. Las primeras líneas de la entrada Labial dan cuenta de este cuestionamiento lanzado contra la ta­ rea de definir: (adj., de labio, del lat. labium) Si se quiere definirlos se precisa desig­ narlos vena a vena y para sí; vulnerar sus fortalezas descendiendo hasta las carnes, como albúmina que va por las vertientes. labial Usualmente comprendemos tal tarea de un modo muy superficial, contentán­ donos con lo que se nos ha enseñado sobre ella. Pero una mirada más atenta nos revela que ella implica, en última instancia, una imposibilidad. La labor de definir los labios vena a vena y para sí carece de final. La escritura no pue­ de traspasar los linderos de la carne. Y la excritura, en su práctica, lo sabe: por eso se instala justamente en el límite, en su fracaso gozoso, dejando como rastro esa impo­sible transcripción mencionada en Húmedo. Batista podría hacer suyas las pala­ bras de Ambrose Bierce en su Devil’s dictionary: “Dictionary, n. A malevo­ lent literary device for cramping the growth of a language and making it hard and inelastic. This dictionary, however, is a most useful work.”5 La ironía de Bierce es certera: si tomáramos al pie de la letra la definición que proporcio­ na, entonces nos vería­mos enfrentados a una contradicción. No podemos desear para cada palabra un solo sentido –ha­ cerlo sería mutilarnos–. La lengua es, ante todo, un sistema erótico. No cesa de derramarse más allá de sus límites. Quienes ven en la empresa de cla­ sificar y explicar una manera de ejer­ cer control, y por esto mismo ven en la lexicografía una aliada, se engañan. Los diccionarios no son esas represas lingüísticas de las que se burla Bier­ ce –las cuales, como él sabía, no exis­ Ambrose Bierce, The unabridged Devil’s Dictionary, University of Georgia Press, Athens, 2002. 5 17 ten–, sino un instrumento que amplía las fronteras de la lengua que lo pro­ dujo al registrar múltiples facetas de cada voz –todo vocablo es un poliedro con numerosos rostros que descono­ cemos– y al recordar aquellas que han caído en desuso. Se ocupa en ser la memoria del idioma. Es decir, es una obra literaria. Pero su destino es la derrota: es arro­ llado por el peso de la lengua en cuyo seno se asienta. “Inacabado e imperfec­ to por definición, el diccionario siem­ pre resultará derrotado por la realidad de lengua que intenta comprender”, escribe Francisco Javier Pérez en el prólogo a su Diccionario histórico del español de Venezuela.6 No podría ser de otra forma: debe ser vencido por la lengua para salvarse. Ya que, si el dic­ cionario prevaleciera sobre la lengua que estudia, entonces su razón de ser se perdería. Para seguir existiendo, el diccionario se dedica a una tarea in­ terminable: por ella se define. La excritura que ejercita Batista en Delirium semen es fiel a este principio de fracaso que une a todos los diccio­ narios. Como lo declaraba en Labial y como, en otros términos, lo deja saber en las primeras frases de Condón: Francisco Javier Pérez, Diccionario his­ tórico del español de Venezuela, bid&co. edi­ tor, Caracas, 2011. 6 18 (m., del apellido de su inven­ tor, el inglés Condom) Escribo en cru­ do, así, episodios a editar, de pronto con engastes, serpientes en suspenso y légamos que extienden su eficacia. condón La escritura como intento, como re­ unión de fragmentos, como colección de ruinas: una vez que hemos definido algo, descubrimos que tal acción ha caducado en el momento mismo de eje­ cutarla. Los engastes, las serpientes en suspenso, el limo que se extiende, no hacen más que editar esos episodios –pero cuántas veces fallan, cuántas ve­ces la escritura resulta apenas un condón puesto sobre la carne viva. La poética de Batista intenta franquear esta barrera, siempre contrabandean­ do mercancías significantes, diseñando un código cuya plasticidad acerca la materia latiente del cuerpo y la mate­ ria fonética del idioma. Crea una zona de indecisión entre lo corporal y lo lin­ güístico. Hace uso de un enorme rango de palabras, empleándolas ávidamen­ te. Se diría que quiere agotar el idio­ ma en el que escribe. En este aspecto, Delirium semen no es una excepción: elide conjunciones, de­saparece comas, se vale de perífrasis ansiosas, como si se quedara sin aliento. Pareciera querer consumir todo vocablo a la mano. Su objeto de deseo es la lengua misma: la busca como a una amante, desesperado. el sueño de la aldea No obstante, esta pasión es, impla­ cablemente, su cárcel. Como senten­ cia Roland Barthes en su prefacio al diccionario Hachette: “El lenguaje no es solamente el privilegio del hombre, es también su prisión. Eso es lo que nos recuerda el diccionario.”7 Conde­ nado a este deseo, maniatado por él, Delirium semen se entrega al intento de cuajar, en su lexicografía poética, la experiencia erótica –y al hacerlo, pone en práctica su deseo por la len­ gua misma, representándolo en cada definición: (adj., del lat. carnalis) Demen­ cia entre los cuerpos de sablazos de luz negra. Bailamos una escena de safari de un tapiz. Rudo ruido de metales, te­ naz entre las cuerdas, sobreviene por encima, cuando instala en los cerebros la vacancia de su espacio. En el dra­ ma la mudez, purgación sustituida por un acero raudo, sucesivo y contunden­ te. Frente a mí su cabellera, la morfina de un estuario, repetibles sus arcadas contra los desfiladeros. Tantos arcos inauditos y despliegues de una elipse, mutaciones en zigzag a las que no sé dar réplica. La violenta anatomía y el alcohólico estupor descalabran ambas sienes. Sólo el vértigo es (entonces) sos­ tenible. carnal choque físico, queda registrado aquí en forma de pugna, donde además de las carnes también se buscan las sílabas. Se funden fluidos y sentidos –fluyen los significados, significan los fluidos–. Sin palabras no hay erotismo, sino se­ xualidad asignificante –biología, ape­ nas–. Este encuentro quiebra el cuerpo, lo rompe en palabras. En el fondo, toda experiencia erótica pide un dicciona­ rio. O lo que es lo mismo: en el fondo toda experiencia erótica exige su repre­ sentación, aunque sepa que fracasará. El sujeto hablante de estos poemas, de estas entradas –que son también cor­ porales orificios de sentido–, lo sabe perfectamente. Ejerce su actividad lexi­ cográfica y poética partiendo de este presupuesto, avanzando a ciegas, colo­ cándose así en los bordes que median, tartamudos, entre la piel y el so­nido ar­ ticulado. Como bien dice, contunden­ te, en otra de las voces que registra: (adj. f., del b. lat. esclavus) [...] la carne escribe a oscuras. esclava El encuentro entre dos cuerpos, el Roland Barthes, Variaciones sobre la es­ critura, Paidós, Barcelona, 2002. 7 19 Dios bendice a los muertos “Se parecen las novelas policiales a los algodones de azúcar, que no dejan nada en la boca ni en el estómago”,1 de­cía Ricardo Garibay con el ninguneo habitual que la intelectualidad mexi­ cana le prodigaba al género policial, considerado un arte menor de escapis­ mo y evasión. Si bien los ánimos nacio­ nalistas han bajado (ya nadie quiere presumir de trascendente escribiendo sobre “lo mexicano”), el desprecio de ciertos sectores literarios sigue vigen­ te. Sin embargo, el salto del narcotrá­ fico de las páginas de la nota roja a las de cuatro columnas ha cambiado por completo el escenario. El ninguneo consiste en afirmar que lo policiaco no puede suceder en Mé­ xico porque “(si) en el género policiaco tradicional el crimen es la conducta anormal dentro de la sociedad, acá constituye la norma”.2 Esto revela un desconocimiento del género. Si nos atu­ viéramos a este razonamiento las his­ torias de George V. Higgins o Elmore Leonard, por decir dos nombres, tam­ poco podrían existir ya que en ellas la criminalidad es la norma. Pero, como veremos, el género negro –término que me gusta usar porque va más allá del restrictivo “policiaco” o “policial”– se da en nuestro país y tiene múltiples ramificaciones. Como apunta Pablo Piccato en “La era dorada de la novela policiaca”, en nuestro país el género empieza con una camarilla de escritores, amigos entre sí, que se reúnen alrededor de la revista dirigida por Antonio Helú, Selecciones Policiacas y de Misterio, y quienes lo hacían más por gusto (o militancia li­ teraria) que porque les dejara algún tipo de remuneración económica. Antonio Helú y el resto de colabo­ radores de su revista: la ubicua y poco reconocida María Elvira Bermúdez, Leo D’Olmo, Luis Garrido, el cineasta Juan Bustillo Oro, el dramaturgo Rodolfo Usi­ gli y Rafael Bernal, por mencionar a Ricardo Garibay, Antología, Cal y Are­ na, México, 2013. Ramón Gerónimo Olvera, Sólo las cru­ ces quedaron, Ficticia, México, 2013. Iván Farías God bless the dead 2pac Shakur La ciudad se ha convertido en una enorme fosa Donde conviven los muertos con los vivos Los descabezados con los colgados Los muertos de miedo con los baleados La ciudad respira miedo Jesús Marín 1 20 2 el sueño de la aldea los más famosos, explotarían el poli­ ciaco más clásico, aquel que el padre Edgar Allan Poe y sus hijos ingleses adelantados –Arthur Conan Doyle y Agatha Christie– crearían como fór­ mula. Es decir, un enigma, un detec­ tive peculiar en extremo inteligente y una resolución satisfactoria para per­ sonajes y lector. No obstante, a principios de los años veinte, la aparición de Raymond Chand­ ler y Dashiell Hammett en la revista Black Mask vendría a modificar este panorama al incluir sus vivencias per­ sonales (el primero, un alcohólico y, el segundo, un auténtico detective priva­ do) y, con ello, crear el cuento negro, donde el enigma pasa a segundo tér­ mino y lo interesante es la capacidad de hablar de la criminalidad, los bajos fondos y, en consecuencia, de la mal­ dad como fenómeno social. Si bien Rodolfo Usigli lograría un apreciable éxito con su novela Ensayo de un crimen –incluso llevada al cine por Luis Buñuel–, sería hasta la apari­ ción de El complot mongol (1969) que la novela negra nacional tomaría carta de naturalización. Esta novela es impor­ tante porque, de entrada, el personaje principal es un criminal, un excluido de la sociedad y a la vez un hijo de la Revolución Mexicana. Atrás quedan los detectives sagaces que represen­ tan a la ley. Filiberto García no es un detective privado, es un sicario a las órdenes del régimen que, sin embargo, trabaja solo y bajo consigna cuando los relucientes demócratas no quieren ensu­ ciarse las manos. La época de bonanza priista se había acabado; el desarrollo estabilizador y el “milagro mexicano” ya eran cosa del pasado. El sistema ha­ cía agua por todas partes, no por nada los movimientos estudiantiles habían sucedido un año antes de la publica­ ción de la obra. Bernal supo conjuntar todos estos factores en una narración que funcionaba como una trama entre­ tenida pero que, buscando a fondo, daba cuenta de la doble moral del ré­ gimen, que jugaba al socialismo y al capitalismo como el propio Filiberto García lo hacía con los agentes del kgb y de la cia, además del deseo guberna­ mental de demostrar que ya no éramos el país violento de principios de siglo xx sino uno moderno que, sin embargo, todavía necesitaba de estos “fabrican­ tes de muertecitos”, como García se hace llamar. “Bernal sigue la ruta del dinero, como sugieren los clásicos, pero sobre todo la ruta del poder, que es más tru­ culenta y sanguinaria”,3 afirma Elmer “El hombre que inventó la novela negra en México”, Noticias de Cultura, http://bit. ly/1bxHmX4 3 21 se decanta más hacia el drama social, alejándose mucho de los preceptos del género. Arturo Ripstein la adaptó al cine y logró una de su mejores pelícu­ las, pero no obtuvo ni una mínima parte del culto que se le profesa a la obra de Bernal, que a fin de cuentas es un parteaguas. el neopoliciaco Mendoza a propósito de la edición es­ pañola en Libros del Asteroide. Pese a todo, el libro de Bernal mereció críti­ cas adversas que no hicieron más que volverla un objeto de culto. A un año de la aparición de El complot mongol, el prolífico escritor Luis Spota publicó una historia de género negro llamada Lo de antes. En ella, un ladrón busca rehabilitarse enfrentándose a la policía corrupta y a sus viejos socios que no le permiten seguir su vida y lo hacen volver “a lo de antes”. Así, la historia 22 Eran los años setenta, persistía la ne­ cedad crítica que dictaba la inexisten­ cia del género negro en un país donde no hay justicia; pese a eso, en Latino­ américa y en España comenzaron a me­ nudear los escritores de género negro y policial, desde Manuel Vázquez Mon­ talban, pasando por el argentino Ro­ dolfo Walsh, hasta Paco Ignacio Taibo II. En Días de combate, su primera no­ vela, Taibo tuvo la audacia de incluir la imagen de un detective independien­ te (no privado aunque de izquierda mi­ litante) que sufría las mismas miserias de muchos de los habitantes de la Ciu­ dad de México. Héctor Belascoarán Shayne persigue a un asesino serial mientras comparte gastos con un plo­ mero y un tapicero para pagar la renta, se da tiempo para visitar a su hermana y concursar en un programa televisivo sobre asesinos famosos. La crítica no fue muy favorable el sueño de la aldea pero los lectores respondieron com­ prando sus libros. La clave de su obra, retomada de El complot mongol, es no tropicalizar los moldes foráneos, lo cual resulta falso, sino hablar de la realidad nacional y ficcionarla. Así, Belascorán se pasea por el Eje Cen­ tral, tiene su despacho en un edifico de Bucareli, desayuna en cafés de chi­ nos y se enfrenta a la delincuencia y la corrupción como lo hace cualquier capitalino. No es un experto en armas ni un duro y torturado detective alco­ hólico, sino un tipo que le disgusta lo que ve y hace lo posible por cambiarlo. Taibo llamó a su estilo “neopolicia­ co”. El escritor fue más allá y fundó la Asociación Internacional de Escrito­ res Policiacos (aiep), en 1986, junto al mexicano Rafael Ramírez Heredia, los cubanos Rodolfo Pérez Valero y Alber­ to Molina, el uruguayo Daniel Chava­ rría, el ruso Iulián Semiónov y el checo Jiri Prochazka. La Asociación fue la base para que en 1988 se creara la Se­ mana Negra de Gijón (en España), si­ tio de encuentro para los cultivadores del género. Gonzalo Martré fue condenado al ostracismo por su pluma satírica lue­ go de que su obra mayor, Los símbolos transparentes, sufriera las penurias de la censura y la persecución, obligán­ dolo a publicar desde entonces en edi­ toriales marginales. Martré era un per­ sonaje extraño para los moldes que reinaban en los años setenta: guionis­ ta de la popular historieta Fantomas, le gustaba utilizar referencias de la cultura pop y popular en sus obras. En éstas caricaturizaba lo mismo a los señores del poder nacional que a diri­ gentes mundiales. En una recordada secuencia de Fantomas, se ve a Mar­ garet Thatcher, “la mujer mejor ves­ tida de Inglaterra”, saliendo en tubos de su recámara cuando se enteró de que Argentina le había declarado la guerra al Reino Unido. Fantomas, un ladrón con principios, actuaba en un París que se parecía mucho al Distrito Federal. Carlos Gómez Carro, tal vez quien más sabe sobre Martré, dice de su obra: “Excelsa y obscena; reflexiva y epi­ dérmica; compleja y mordaz; de fre­ nética psicodelia, en ocasiones la obra de Gonzalo Martré (1928), no obstante ser una de las más significativas de la literatura mexicana, es también una de las menos difundidas. Es, en lo que se refiere a su divulgación, lo que sue­ le denominarse la obra de un autor de ‘culto’, de un heterodoxo.”4 Carlos Gómez Carro, “Satírica martrea­ na”, en Revista Replicante, http://revistare­ plicante.com/satirica-martreana/ 4 23 cantinas y norteños oriundos de sus localidades pero sin que la repercusión nacional les llegara. Sus libros son ilocalizables, editados por pequeñas editoriales (a excepción de Luna, quien fue acogido por Edicio­ nes B pero con similares resultados), leídos por una camarilla de investiga­ dores y lectores asiduos de la novela negra. Amparán y Hernández Luna mo­ rirían relativamente jóvenes (52 y 47 años, respectivamente) y sin conocer el éxito masivo. Munro y Trujillo siguen batallando desde su patria chica, nin­ guneados por el centro. Elmer Mendoza vendrá a ser una especie de lazo de unión entre los au­ tores antes mencionados y las nuevas generaciones que harían su aparición pocos años después. Mendoza crearía un estilo en el que el habla regional (en especial el de esa Sicilia del norte llamada Sinaloa), el beisbol, los corri­ dos, el humor, el trasiego de drogas, el machismo y la situación fronteriza se­ rían de­terminantes para crear un mi­ crocosmos particular. Ramón Geróni­ mo Olvera, periodista chihuahuense, señala en Sólo las cruces quedaron los puntos de convergencia entre la sica­ resca colombiana y la obra de Mendoza: el costumbrismo (o neocostumbrismo, como señala Diana Palaversich)5 y el Otro personaje importante fue Rafael Ramírez Heredia. Dueño de una prosa clara, contaba historias que se convir­ tieron a la larga en clásicos dentro del género. El éxito de “El Rayo Macoy” acabaría bautizándolo a él. El univer­so herediano constaba de viejos hombres trajeados que frecuentaban cantinas y se enamoraban de mujeres torpes metidas en problemas, hombres que enfrenta­ ban la corrupción y la criminalidad con escuetos recursos que hacían eco del cine noir mexicano de los cuarenta. Ra­ mírez Heredia, proveniente de una cas­ta de sindicalistas y maestros, recorrería el país dando talleres literarios que ha­ rían escuela. Heredia vería traducidos y publicados sus libros a varios idiomas en un éxito equiparable al de Taibo. Francisco José Amparán, Guiller­ mo Munrou Palacios, Gabriel Trujillo y Juan Hernández Luna son escritores de la misma hornada, provenientes de distintos puntos geográficos (Torreón, Puerto Peñasco, Mexicali, Puebla), con desarrollos narrativos diferentes pero, desgraciadamente, suertes similares. Los cuatro han ahondado en la histo­ ria de sus respectivos estados, al mis­ mo tiempo que han mostrado cómo el 5 centralismo ha opacado la historia na­ Diana Palaversich, Narcoliteratura (¿De cional, creando historias con personajes qué más podríamos hablar?), Tierra Aden­ 24 el sueño de la aldea uso de historias provenientes de la prensa. Martré es señalado como el primer es­critor que utilizó el narco como motor narrativo en su novela satírica El cadá­ ver errante (1993 ). Sin embargo, en Sue­ ños de frontera, de 1990 , Paco Ignacio Taibo ya hacía referencia a un capo muy parecido a Caro Quintero, quien nego­ ciaba con drogas y era además tratan­ te de mujeres. Incluso el dramaturgo y novelista Víctor Hugo Rascón Banda, en su laureada (y poco conocida) no­ vela Contrabando, de 1991, ya tocaba el tema. A decir de Diana Palaversich, es, junto con Los trabajos del reino, de Yuri Herrera, el mejor acercamiento al tema. Con la inclusión del narcotráfico como tema principal, la industria edi­ torial vio el filón y lo explotó. ¿Pero qué es la narcoliteratura? A mi enten­ der, un género para crear un nicho de mercado donde caben lo mismo libros de periodismo serio que oportunista, es decir, libros hechos ex profeso para tener acomodo rápido en la mesa de novedades. La misma fórmula puede aplicarse a las novelas. El tema del narcotráfico es tan amplio que hacer un género con él como tema es incluir tro, 2012 http://www.conaculta.gob.mx/tie­ rra_adentro/?tag=diana-palaversich. lo mismo a El padrino, de Puzo (¿o aca­ so no es el detonante la negación de Don Vito a traficar con drogas?), que el teledrama colombiano de Gustavo Bolívar Moreno, Sin tetas no hay paraí­ so. Hablar de narconovela es tan ocio­ so como hacerlo de la sección de cine de arte en un Blockbuster, en donde 25 casi cualquier película cabe en tal cla­ sificación. Sin lugar a dudas la descomposición del sistema político, que arrastra con­ sigo a la sociedad, ha creado un am­ biente propicio para que el género negro vea una explosión creativa. Actualmen­ te se vive una bonanza en la cual uno pude decidirse por diferentes autores y formas de tratar el tema, como se apre­ cia en Negras intenciones, compilado por Rodolfo J M. Periodistas metidos a escritores de ficción, como Omar Nieto y Alejandro Almazán, han tocado la criminalidad a manera de denuncia. Almazán, cur­ tido cronista y reportero de la fuente policiaca (a últimas fecha es “junto con pegado” de la política), ha creado dos novelas que entran de lleno en el gé­ nero policial. Entre perros y El más buscado son historias que ahondan en el asunto de la criminalidad y tienen como trasfondo el narcotráfico y la des­ trucción del tejido social en donde aquél reina. Nieto, por su parte, agrega pun­ tos interesantes en Las mujeres matan mejor (las intrigas en las campañas políticas, el avance de los cárteles en el sur del país y la inclusión del si­ cariato femenino), que antes ya había tocado Almazán en su reportaje Chi­ cas Kalashnikov. A ambos autores les gana el afán de denuncia, la vena de 26 reportero más que el de contar simple y llanamente. Almazán tiene en su ha­ ber el excelente reportaje Gumaro de Dios, el descenso a los infiernos de un personaje que parece de ficción. Este afán de denuncia se nota tam­ bién en el trabajo de Fritz Glockner, principalmente en Cementerio de papel. La novela destaca por algunas grandes ideas, la inclusión de personajes rea­ les (Rosario Ibarra de Piedra y Miguel Nazar Haro, antípodas) y por tocar un tema que nunca había sido menciona­ do en la ficción más que de manera tangencial. Sin embargo, la novela no acaba de atar todos los cabos y termi­ na diluyéndose. Todo lo contrario a lo que pasa con Veinte de cobre, historia en la que cuenta de manera viva la perse­ cución, tortura y encierro de un grupo de guerrilleros por parte del ejército y la temida Dirección Federal de Segu­ ridad (dfs) en el marco de la llamada Guerra sucia. Breve pero infaltable. El género negro se ha nutrido, en las últimas fechas, del cómic, de las novelas de terror y de la cultura pop en general. Bernardo Esquinca ha crea­ do, en su saga del periodista Casasola (La octava plaga y Toda la sangre), un díptico en que el centro de la Ciudad de México adquiere un tono fantasmal y oscuro. En sus novelas, para hacer­ los suyos, retoma lugares señeros de la el sueño de la aldea urbe: el edificio Canadá, abandonado desde hace años; la catedral metropo­ litana, las cantinas del centro, entre otros. Algo parecido sucede en Ase­ sinato en una lavandería china, de Juan José Rodríguez, en donde unos vampiros regentean prostíbulos como venden droga. Por su parte, Bernardo Fernández bef, en sus novelas Cuello blanco y Hielo negro, mezcla en par­ tes iguales la lógica del cómic con un realismo a veces apabullante. Si bien los villanos de sus novelas provienen directamente del cómic de superhéro­ res, su heroína, la detective Mijangos y su comparsa El Jarcor, son comple­ tamente humanizados. La relación en­ tre ambos policías los hace altamente entrañables. Francisco Haghenbeck es un géne­ ro en sí mismo. De entrada, su perso­ naje principal nos haría desconfiar: el detective Sunny Pascal es un beatnick surfero, mitad mexicano-mitad gringo, pero una vez avanzada su lectura este extraño mundo, ambientado en los años dorados del cine, adquiere carta de na­ turalización. Sus novelas están escritas de forma muy estructurada e investiga­ da; son mecanismos cerrados de relojería que no admiten fugas. La primavera del mal es una respuesta clara, y la parte faltante, al enorme Poder del perro de Don Winslow. Los minutos negros, de Martín Sola­ res, se erige como una novela que poco a poco ha ido ganando lectores pero que se volvió de culto entre los aficionados del género. Solares logra conjuntar un tema poco tratado en nuestro país: el asesino serial. Pese a que la trama roza temas como el norte y el narco, sabe eludir esos escoyos para salir triun­ fante. Sus personajes no son los ca­ ricaturescos policías mal hablados y botudos de novelas y películas falli­ das, sino seres reales. Además, toma como punto de partida una leyenda que se cuenta entre los habitantes de Tampico y Ciudad Madero: algo muy malo esconde la Coca-Cola. Hilario Peña es heredero directo del cine noir y la novela negra clásica nor­ teamericana. Peña ha creado un micro­ cosmos en donde las influencias de Hammet, Chandler, Ed Cain y los viejos western se diluyen en un norte violen­ to y desolador y donde el individua­ lismo ha sentado sus reales. La pro­ sa de Peña es concisa, sin artificios, te­legráfica y destinada a contar, no a de­nunciar o a hacer referencias. Peña ha creado, en Mala suerte en Tijua­ na, un personaje inolvidable que sin que­rerlo nos habla de la pobreza, la inmigra­ción, la criminalidad y la falta de posibilidades. Su novela, El infier­ no puede esperar, se entrelaza con la 27 tradición de la femme fatal del me­ jor cine de la época de oro nacional y hollywoodense; la referencia a Ed Cain es clara. Es en Chinola kid don­ de puede dar rienda suelta a su otra pasión, el western, creando un híbrido bastante divertido en el que dota a su personaje principal de una moral cal­ vinista y hasta reaccionaria. En Acapulco, el otrora puerto para­ disiaco, se dan cita dos escritores que narran lo que sucede en medio del ca­ lor y los turistas. Paul Medrano e Iris García Cuevas comparten el gusto por 28 el género negro. Medrano echa mano de la tradición de personajes pintores­ cos que ofrece la literatura nacional y su mezcla con la cultura popular (los corridos, el cine, los albures) para rea­ lizar un entramado de cuentos que tie­ne por nombre Flor de Capomo, a los que sumaría dos historias de largo alien­ to, Deudas de fuego y Dos caminos, en donde ahonda en dichos temas. Gar­ cía Cuevas, por su parte, abreva más en el thriller. Su libro, 36 toneladas, es una novela rompecabezas que tiene como ambiente de fondo las tropicales tierras de Guerrero en las cuales un nar­ co intentará recuperar lo que es suyo. Al igual que Acapulco, Sonora se vuelve punto de confluencia. Imanol Caneyada ha escrito un par de nove­ las, Espectáculo para avestruces y Tar­ darás un rato en morir, en donde la criminalidad se mezcla con una histo­ ria de profundidades psicológicas. En la primera, un maestro universitario posee una doble vida: en una aparen­ ta ser recto y en la otra da vuelo a sus ímpetus criminales. En la segunda, el género negro entronca con el thriller y la novela política, pergeñando de esta manera una de sus mejores historias, al mismo tiempo que lleva más allá el género negro nacional al dotarlo de oscuridades nunca antes tratadas. La enfermiza relación de dos personajes el sueño de la aldea que se detestan y se necesitan en un frío y desolador Canadá la hacen in­ olvidable. El díptico, Matar y Mujeres que ma­ tan, es una crónica ficcionada prove­ niente de experiencias carcelarias en Sonora. En la primera, Carlos Sánchez nos narra a manera de cuentos varias historias en las que el fin último es el asesinato. Descarnado, cruel pero hu­ mano a la vez, el volumen nos da cuen­ ta de las peores bajezas. Por su parte, Sylvia Arvizu, encarcelada en un pe­ nal, nos cuenta el día a día desde una cárcel de mujeres y muestra la desazón y la desesperanza que se vive en el in­ terior. En contrapunto, el dramaturgo Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, co­ nocido como legom, realiza una parodia ácida y corrosiva del género en Chato McKenzie. En tres historias consecu­ tivas Mckenzie hace gala de su torpe­ za, misoginia y estupidez para resolver sendos casos en los cuales el humor políticamente correcto de legom se hace presente. Se burla tanto de los minusválidos, de los ancianos, de las mujerea adúlteras, los centroamerica­ nos, de los estudiantes de teatro como de él mismo. Un caso aparte es el escritor Gui­ llermo Rubio, quien no proviene de la literatura ni del periodismo sino di­ rectamente de la policía. Rubio, exa­ gente judicial que creció en las agres­ tes tierras de Sinaloa y pasó a engrosar las filas policiales del Distrito Fede­ ral, llega ya con años de experiencia a su primer libro, instigado por Carlos Payán. Guillermo Rubio cuenta en en­ trevista para quien esto escribe que, en los tiempos en que fue escolta y cho­ fer, los tiempos muertos los pasaba le­ yendo. Ahí hizo un primer cuento de donde saldría El Águila Real, perso­ naje retomado en la exitosa telenovela Nada personal. Sin embargo, el debut de Rubio como escritor sería con una pe­ queña edición marginal: Pasito tun tun. La novela derrocha en partes iguales humor, crueldad, violencia, y se revela al expolicía como un gran observador de los usos y costumbres de la política y la criminalidad. El personaje prin­ cipal es El Yaqui, un sicario satanis­ ta que, pese a su crueldad, nos hace encariñarnos con él. Irónico, canta la canción tropical de los Billo’s Caracas Boys antes de torturar a sus víctimas mientras ejecuta unos pasos jugueto­ nes. Un avezado lector de la realidad política encontrará personajes que tie­ nen su contraparte en el libro, pero si no lo hace no importa, ya que la trama no necesita de esos ecos para que siga su curso. El Sinaloa, su segundo libro, ven­ 29 dría a completar el díptico de sicarios. El personaje que da nombre al volu­ men es un expolicía-sicario reclutado por un cártel para vengar una afrenta. Rubio exhibe una trama inteligente pero sencilla para narrarnos la guerra desatada entre los viejos narcos rura­ les (a la usanza de Caro Quintero) ante los narco neoliberales, es decir, inhu­ manos y voraces como son los Zetas. Rubio cuenta de primera mano cómo la criminalidad permea todos los es­ tratos de la sociedad, gobernados, go­ bernantes, y vuelve a la vez carnales a los capos cuando los muestra en fies­ tas, apostando en carreras de cuarto de milla o protegiéndose entre ellos como una verdadera hermandad. Ru­ bio es amoral, no busca denunciar o 30 poner de manifiesto ningún tipo de premisa. Rubio juega a contar y, pues­ to que conoce la criminalidad, lo hace desde esa perspectiva. Actualmente la narrativa de género negro ha tenido un desarrollo consi­ derable en nuestro país. Se han diver­ sificado las voces y las temáticas, in­ cluso autores que no son considerados dentro de él lo han cultivado: Enrique Serna, Yuri Herrera, Fernanda Melchor, Vicente Leñero, Fernando del Paso o Jorge Ibargüengoitia, sólo por citar al­ gunos nombres. No es ya una camari­ lla de amigos que debe avanzar junta para desafiar la animadversión del ca­ non literario, puesto que no lo hay en el sentido monolítico. La baraja es amplia y seguirá creciendo. Cuatro poemas Miguel Aguilar Carrillo y al final… cernuda Dejar los libros como están | Uno junto a otro| Silenciosos con el polvo como única compañía| Los libros (es lo seguro) como los cuerpos se relacionan con el polvo | Nada más Dejar los libros como están | Seguros en su rincón | Sin el aire de la ventana abierta Sin las miradas Los libros | como los cuerpos tienen secretos que los mantienen en su rígida soledad Los libros y los cuerpos son amigos cuando el silencio es su capelo Deja los libros como están | Seguros en su inmovilidad | No los alteres 31 Los cuerpos (a veces, también los libros) requieren movimiento y el movimiento es resultado de una estrella que carece de cielo de la hoja que carece de rama de preguntas en busca de respuestas cuando el cuerpo en su movimiento se parte en dos y se desangra con un ruido semejante a adolescentes mutilados porque el rechinido de los cuerpos (de los libros) es triste cuando buscan la estrella cuando buscan la hoja cuando encuentran la respuesta elegía por el humo El humo de olorosos cigarrillos en espirales se elevaba al cielo Guillermo Aguirre y Fierro, “El brindis del bohemio” El humo de olorosos cigarrillos… | y me expulsan de la sala | no fumar La salud de los concurrentes | Temer al humo No el del incendio y los bomberos apuestos No el de la zafra| (Fidel en los sesenta) No en el arranque del Gran Premio | El Tour 32 Exigencia contemporánea: no el humo No el pensamiento que en la niebla del cuarto sin ventanas la veracidad del silogismo va tejiendo | El humo (de olorosos cigarrillos) no sintoniza ya en devaneos | El silogismo sin humo | desnudo | con la atmósfera beata Tener el humo atragantado y el pensamiento atragantado | El pensamiento seco sin la alegría de navegar en espirales La espiral sin cuerpo porque el humo de olorosos cigarrillos en el pulmón se atora | El humo ya no explora los vericuetos del pensamiento ahumado Del pensamiento en su propia sabrosura Del pensamiento que es de humo instante y espiral ardiente | Importan más los órganos quejosos de los quejosos comensales pie de página Al pie de la página hay una mancha | cerca y a la izquierda del número que ajusta el contenido | Es una mancha ocre que continúa 33 en varias más | (casi en todo el libro | recuerdo una tarde frente a la computadora y una pequeña fila de libros verticales) Hay una mancha ocre | una península tajada cuyos cabos y playas poco pueden mirar a lo alto | (esa vez te vi cruzando la avenida cuando Canetti era un libro por leer) La mancha ha modificado la textura del papel (arrugado y rasposo es el pie de la página del libro de Canetti que entreleo) | Apareciste en la pantalla de la computadora y quise acariciar tu rostro | Dejé a Canetti vertical junto a los demás libros | (me pediste que ayudara a no sé qué y dejé de acariciar tu rostro en la añeja fotografía escaneada) | Repito dejé a Canetti en el olvido | (era una edición reciente en papel barato) | Tomaba un café mientras miraba tu rostro de otros tiempos Me llamaste y después | (cuando quise volver a Canetti) | había una mancha ocre al pie de página 34 ética: una consideración ¿cuál vuelo es importante? Mi sangre aunque plebeya, también tiñe de rojo Felipe Plingo Alva, Canción popular Las gaviotas son aves carroñeras con licencia para emprender las buenas obras Buscan desperdicios y limpian de ciertas asperezas al mar y son ejemplo de costumbres buenas Los buitres cumplen misma tarea pero ese cuello, la cabeza sin plumas y sus ojos (sobre todo la mirada) dan al voyeur cierto resabio de maldad | Las gaviotas no ¿Dónde el aura, la dignidad? | Las gaviotas vuelan y los buenos padres comentan a los buenos hijos la altura de su vuelo | El plus de su graznido evocador, un tanto sacro Los zopilotes conservan su pecado | la cristiandad predica el vuelo blanco de la gaviota (es más | es de altura tener por sobrenombre la actitud beatífica de las que vuelan sobre el mar) Los zopilotes carecen de prestigio y cuando uno de ellos (o muchos) ejercen su labor son señalados por la piedra de la mujer adúltera 35 y la honda que derribó a Goliat ¿Qué es la belleza? | ¿Actitud o vuelo? ¿La calima o la brisa? | El zopilote es calvo y sonrosado (esta pena en su constitución) Las gaviotas blancas en general no han sido tocadas por el perverso Adán Puedo escribir un poema blanco y transparente sobre el vuelo armónico de las gaviotas mientras el zopilote me mira escribir estas palabras y en sus ojos comprendo que me dice: –No seas gandalla, también mi corazón tiñe de rojo 36 Atlas del frío en el cuerpo Alejandro Badillo El campo de futbol que colindaba con el fraccionamiento había permanecido casi sin cambios a través de los años. Algunos vecinos recordaban los prime­ ros tiempos y la extensión de pradera que iba más allá de las porterías. Los hijos de los primeros colonos descubrieron algunos senderos entre las hier­ bas y los utilizaron para andar en bicicleta. Sus siluetas se podían ver a lo lejos, ganando velocidad hasta desaparecer por completo. En aquella época había unas granjas que, conforme la ciudad fue creciendo, quedaron aban­ donadas. Antes de que en la zona se construyeran enjambres de diminutas casas rojas, se podían ver los establos vacíos, con techos de color blanco, derrotados en algunas partes por el óxido. Cada año el invierno parecía extenderse más. Empezaba en octubre y aún podía sentirse en algunas mañanas de abril, cuando los autos amanecían con las ventanas empañadas. En esos meses el campo de futbol se quedaba sin jugadores apenas declinaba el sol y sólo era habitado por las luces blan­ cas de un par de postes. A Josué le gustaba mirar las luces desde su ventana. Le gustaba mirar al vigilante que revisaba el campo y cerraba con candado la reja de la entrada. Josué dejó de observar. En la cocina el televisor es­ taba encendido. A esa hora pasaban las noticias. No les ponía demasiada atención, sólo le gustaba escuchar el ruido mientras escribía, leía un libro o cenaba una sopa de fideo. Glenda, su gata, dormía en un rincón, acurru­ cada sobre un suéter rojo de lana. Josué se preguntaba cómo podía dormir tanto tiempo. La había encontrado en una esquina, cerca de la panadería que acostumbraba visitar en las tardes al regresar del trabajo. En aquella 37 alejandro badillo ocasión, después de pagar, enfiló a su casa. La gata, de manchas blancas y ne­gras como las vacas, se lo quedó mirando con sus ojos grandes y amarillos y lo siguió todo el ca­ mino. No dudó un instante, como si supie­ ra de antemano la ruta, como si andar tras él fuera una misteriosa necesidad, un acto íntimo y premeditado. A Josué no le gus­ taban los gatos. Pensaba que estaban lle­ nos de enfermedades y que su penetrante orina hacía imposible cualquier conviven­ cia cercana. Sin embargo, la gata decidió quedarse en el jardín y él, a pesar de su reticencia, no hizo mucho por ahuyentarla. Pronto comprendió que le daba tranquilidad verla en el jardín, bajo un árbol, arañando la corteza o tre­ pando con habilidad por sus ramas. Un día la encontró en la sala, junto a un cojín blanco, profundamente dormida. Trató sin éxito de averiguar por dónde se había metido. Siempre se aseguraba de cerrar las ventanas y no había ningún pasadizo o hueco suficientemente amplio que permitiera el paso del animal. Jo­ sué fue al comedor, se sentó en una silla y se la quedó mirando en silencio. Unos minutos más tarde volvió a salir y regresó a casa con comida para gato y un arenero de color amarillo. La gata estaba curioseando sus libros con la cola espesa y alzada. Lo volvió a mirar con sus ojos amarillos, sin parpadear, con interés y confianza, como si estuviera segura de que nunca la echaría, que desde ese momento tendría libertar para ir y venir, explorar el quicio de las ven­ tanas, la mesa del comedor y la jardinera llena de geranios. Entonces Josué dejó un poco de comida en un tazón y comenzó a pensar en un nombre para ella. Josué llevaba muchos años en el fraccionamiento. No siempre había estado solo en esa casa de dos pisos y un pequeño jardín repleto de geranios y protegido por una reja color verde. Hubo un tiempo en que vivía con Alan, su hijo, y su esposa Mariana. Alan había muerto un par de años antes. En las noches, después de apagar la televisión, pensaba en él, en su cuerpo aban­ donado en la calle después de ser embestido por un auto. La ausencia estaba ahí, clavada en alguna parte de su cuerpo. A veces se preguntaba qué había pasado con él, dónde estaría en ese momento. Todas las noches, al pasar 38 atlas del frío en el cuerpo por la recámara de su hijo, sentía un vacío que parecía salir de las paredes, de objetos que habían quedado como recuerdo y que no se había atrevido a desechar: una pelota de futbol, un álbum de estampas, un carro de juguete. Después de la muerte de Alan, casi sin darse cuenta, empezó a remodelar la casa; cambió los muebles de la cocina, la alfombra de la sala y pintó algunas paredes de color blanco. Sin embargo, la habitación de Alan apenas cambió. En los días posteriores al accidente Mariana había permanecido extrañamen­te ecuánime. Después de las lágrimas en el funeral se había refugiado en un si­ lencio obsesivo, interrumpido por monosílabos que se repetían hasta volver­ se un siseo que apenas se diferenciaba del silbido de la cafetera, la estática del radio cuando perdía la señal o el murmullo de un auto en la calle. No hubo ninguna reclamación por la muerte de Alan, sólo una tácita aceptación que se fortalecía al evitar el tema y con el paso del tiempo. Pronto la muerte de Alan dejó de mencionarse y el silencio incluyó a familiares y amistades cercanas. Josué sintió que debía de recuperar la normalidad, así que pidió más horas en la universidad y aceptó dar conferencias en ciudades lejanas. Cuando regresaba la casa le parecía más silenciosa como si ésta, en secreto, aprovechando su ausencia, se despojara de pequeños ruidos, sonidos habi­ tuales que, hasta ese momento, cobraban importancia. Josué miró a Glenda dormida sobre su suéter rojo. Sus orejas triangula­ res apenas sobresalían en el horizonte del sillón. Le gustaba el nombre por el cuento de Cortázar en el que un grupo de fanáticos de Glenda –una estre­ lla de cine– modificaba en secreto sus películas hasta volverlas, para ellos, perfectas. Le parecía una buena idea ir a la cinta de tu vida, a tu pasado, y cambiar cosas que no te gusten. A veces fantaseaba con enmendar una mala decisión, evitar una frase en apariencia insulsa que, secretamente, había hecho una fisura, una pequeña grieta que con los años se haría más grande. Apenas comenzaba el invierno. En el noticiario había imágenes de ciudades asediadas por el aire helado y nieve cubriendo las zonas altas. Glenda abrió los ojos, bostezó y se estiró hasta despertarse por completo. Se lamió las pa­ tas. Josué se asomó por la ventana de la cocina: el frío cubría todo. No había viento y los arbustos en algunas banquetas parecían detenidos en el tiempo. Recordó que estaba por acabarse la comida de la gata. Miró el reloj, se puso una gabardina gruesa, unos guantes, tomó las llaves y salió de casa. 39 alejandro badillo Manejó por calles casi desiertas. El frío traspasaba la tela de los guan­ tes y le entumía los dedos. Recordó que a Mariana no le gustaba el clima de la ciudad. Siempre buscaba algún pretexto para mudarse. Decía que el frío la enfermaba aunque desde hacía mucho no tenía gripe o algún síntoma atribuible a la temperatura. Después de la muerte de Alan la búsqueda se intensificó: consultaba inmobiliarias, avisos en periódicos o recomendacio­ nes de conocidos. Él seguía la rutina con indiferencia: estaba cómodo, quizá porque la ciudad gris, homogénea, con pocos eventos relevantes, le ofrecía el pretexto perfecto para quedarse en casa, prender el calentador eléctrico y ponerse a leer o escribir la reseña de alguna película o libro que después publicaba en el periódico local. Una noche, antes de la cena de Navidad, Mariana le dijo que le habían ofrecido trabajo en otro estado. Él la miró en el quicio de la puerta. Las luces de la habitación estaban apagadas. Los adornos navideños de los vecinos dejaban rastros de color entre las sábanas. Ella se quedó callada, sin decidirse a entrar, como si avanzar más la compro­ metiera a otras palabras y él supo que debía retener ese momento, la imagen de ella con el camisón azul y los pies descalzos e indecisos. Ella al fin se acercó y se metió entre las sábanas y entonces sólo quedó el olor, el perfume de lavanda que usaba, una esencia primordial que, de alguna forma, le de­ volvía a una Mariana más joven, cuando la había conocido en la universidad y las cosas habían sucedido demasiado fáciles, sin complicaciones, como un juego resuelto de antemano. Mariana se durmió casi enseguida, como si su única preocupación hubiera sido desahogarse, planear un futuro que no lo incluía. Josué se quedó mirando el techo pensando en que esa ruptura, esa otra desviación en la ruta de sus días, había ocurrido con la misma facilidad con la que había transcurrido, hasta ese momento, su vida. Josué llegó a la veterinaria y compró una bolsa de comida. La tienda estaba a punto de cerrar. El frío había despoblado las calles y apenas se veían autos recorriendo la avenida. Lo único vivo en la zona eran los anun­ cios neón de las tiendas. Josué manejó de regreso a casa. Le gustaban esas salidas sin planear: a veces iba por una cerveza, comprar un par de zapatos. Esas decisiones le recordaban sus tiempos de estudiante, cuando se ausentaba de alguna clase para ir por un café y leer un buen libro. Después de cruzar la entrada del fraccionamiento el auto comenzó a perder potencia, expulsó por 40 atlas del frío en el cuerpo el escape una espesa nube de humo que se elevó lentamente y, después de un par de vibraciones, dejó de caminar. Intentó encender el motor pero no hubo ninguna reacción. Se bajó contrariado y, tiritando, levantó el cofre: no había ningún desperfecto a la vista. De todas formas, él no conocía de autos. Cuan­ do había algún problema prefería pagar al mecánico antes de intentar algo por su cuenta que, seguramente, terminaría en desastre. Miró alrededor: las luces de los vecinos ya estaban prendidas. Varias calles lo separaban del portón de su casa. Buscó el teléfono en su gabardina para pedir una grúa pero no lo encontró. Era algo que le empezaba a suceder: olvidaba el teléfo­ no en la recámara, las llaves sobre la mesa de centro; también no pagaba el gas o la luz en las fechas adecuadas. Suponía que era por los cambios en la rutina; antes Mariana estaba ahí para auxiliarlo, hacer llamadas, recuperar cosas perdidas, ahora sólo era él y aún no se acostumbraba a esa nueva con­ dición. Suspiró. Su respiración formaba un vaho que ascendía por su rostro y se perdía en la oscuridad. Iba a cerrar el auto para ir caminando a casa cuando escuchó: –¿Necesita ayuda? Josué miró en dirección a la voz. Una mujer le hablaba desde una ventana. –Sólo necesito un teléfono, gracias –dijo Josué. –Pase, haga la llamada acá. Hace frío. Josué apenas alcanzó a agradecer. Se acercó a la casa de un solo piso, con un par de ventanas redondas, protegidas por herrería, y un jardín divi­ dido por un camino hecho de piedras blancas. Había pasado muchas veces frente a esa casa y, a pesar del pasto cuidadosamente cortado, del buzón li­ bre de óxido y las cortinas que se adivinaban impecables, siempre le daba una sensación de abandono, de ausencia, como si entre esas paredes viviera un fantasma. Entonces la puerta se abrió con un ligero rechinido y entró. La mujer que le había abierto aparentaba unos treinta años. Le pareció demasiado delgada, casi frágil. Las clavículas sobresalían y los pómulos le daban un perfil afilado al rostro. Vestía un suéter negro y un pantalón de pana color beige. El frío había disminuido aunque no lo suficiente para despojarse de la gabardina. La mujer le sonrió y le indicó un teléfono sobre una mesa alta de madera oscura. “No tardaré, es una llamada local”, dijo Josué para corresponder a la sonrisa, para llenar el silencio que siempre le incomodaba 41 alejandro badillo cuando estaba con un desconocido. Marcó el número de la grúa y miró la sala, el inicio del comedor y una parte de la cocina. Parecía que nadie vivía ahí pero, al contrario de sus suposiciones, no por abandono sino por la pul­ critud de los muebles y rincones. Esa noche, acostado en la cama, mientras la televisión llenaba de voces el cuarto, recordó la despedida de la mujer. Se llamaba María. “María… Ma­ riana”, murmuró sin saber a qué adjudicar la coincidencia. Pasó de canal en canal sin interés. Glenda dormía cerca de él. Cuando apagó la luz sintió la necesidad de reconstruir el interior de aquella casa, de aquellos muebles apenas tocados, como si María no dejara huellas o como si éstas se evapo­ raran al instante de ser creadas. Después fue inevitable recordar la plática: ella le dijo que era maestra de primaria aunque en ese momento no daba clases. La grúa tardó un poco en llegar y ella, sin preguntarle nada, fue a la cocina por un par de tazas de café. Rodeó la suya con ambas manos, buscan­ do contagiarlas con el calor humeante del líquido. Él le contó, sin abundar demasiado, de sus seminarios y materias que impartía en la universidad. Después comentaron la inminencia de las fiestas navideñas y generalidades del fraccionamiento. Se dio cuenta de que ella, después de hilar varias frases largas, parecía desgastarse un poco y tenía que hacer una pausa. Entonces sonó el claxon de la grúa, Josué apresuró el último trago de café y le dio las gracias. Antes de salir miró, sobre una repisa, una fila de frascos rojos y blancos. Una fina llovizna enturbiaba las luces de los postes. El operador de la grúa aseguró el cable a la defensa del auto. Josué subió al asiento del copilo­ to y, mientras se despedía de ella, tuvo la sensación de que esa naturalidad, el tono espontáneo que utilizó para hablarle desde la ventana, habían sido ensayados segundos antes. Quizás, incluso, había dudado en hablarle. ¿Qué la habría convencido al final? Al siguiente día le habló a otra grúa y llevó el auto a la agencia. Le di­ jeron que había que cambiar una pieza del motor. No era una contrariedad, le gustaba caminar y también sería una oportunidad para sacar la bicicleta. Tomó un autobús del servicio público y viajó a la universidad para no perder su única clase del día. Más tarde, después de comer, regresó a su casa. Al pa­sar por la calle de María se preguntó si, en ese momento, ella estaría tras las ventanas, espiándolo tras las cortinas. Recordó su respiración entrecor­ 42 atlas del frío en el cuerpo tada antes de dar el primer sorbo al café y supuso que, tal vez, ten­ dría asma o alguna alergia. Sin embargo había algo más que una simple enfermedad, era la mane­ ra en que sus manos buscaban el calor de la taza, como si en ella encontrara un refugio ante el frío que la obligaba, de alguna forma, a revelarse, a decir más palabras de las necesarias. Y quizá cada objeto, cada maceta, cada figura de porcelana, tenía el mismo po­ der y por eso el conjunto refleja­ ba ese aire impecable, de cosas recién compradas, como si esa casa detuviera el tiempo renovando ca­ da instante a sus pobladores. Transcurrió un par de días y recuperó el auto. Los exámenes finales estaban cerca y las clases se alargaron resolviendo dudas y recomendando bibliografía. En po­ co tiempo sería Navidad y no estaba convencido de ir a la acostumbrada cena con sus padres. En realidad estaba gestando una idea: quedarse con Glenda, comprar una botella de vino y mirar los preparativos de la gente de su ca­ lle. Brindaría acompañado por su gata y pensaría en el rumbo del siguiente año: más clases, tal vez un empleo nuevo. Sonrió ante las posibilidades que se abrían, las cosas no planeadas que podrían aparecer en el futuro. Miró una vez más el campo de futbol abandonado, cerró las cortinas y fue a su recámara. Era curioso pero, después del encuentro con María, la casa le parecía más grande. Haciendo memoria, esa plática con ella había sido la única, después de un par de semanas, cuyo objetivo no había sido laboral o académico. Sus pasos resonaban con más fuerza en el pasillo y quizá por eso 43 alejandro badillo adquirió la costumbre de prender el televisor por más tiempo aunque no es­ tuviera interesado en algún programa en particular. Josué pensó en Alan, se preguntó si él y Glenda, de haberse conocido antes, habrían podido ser bue­ nos amigos. Esa pregunta, importante e inútil al mismo tiempo, lo acercaba al recuerdo de su hijo. Sin embargo había algo en esa frágil memoria que lo alarmaba: la posibilidad de perder su voz. Iba a un álbum de fotografías que Mariana no se había llevado y recorría lentamente las imágenes. En pocas estaban los tres juntos como si, desde aquel entonces, previeran un camino que no seguirían juntos y así evitaran cualquier recuerdo doloroso. Josué se esforzaba en recordar la voz de Alan y maldijo su displicencia, no comprar una cámara de video para tener un saludo, una risa, una pregunta que, en aquel instante, habría pasado desapercibida, pero que ahora sería algo para aferrarse. Alan se diluía con los meses, como una pintura que se erosiona con la lluvia, y a menudo se detenía en medio de una clase o mientras espe­ raba el cambio de una compra porque esa certeza se hacía más honda. Por eso quizás eran tan importantes el campo de futbol y el frío. Ambos espacios le permitían internarse en la memoria, moldearla, extenderla a un punto del futuro. Una vez, mirando al vigilante mientras cerraba la puerta del campo de futbol, imaginó que Alan había crecido y trabajaba en una oficina en el centro de la ciudad. Lo imaginó más alto que él, vestido de traje y con una barba negra y tupida. Otra vez pensó que Mariana tendría remordimientos por haberlo dejado. Incluso se convenció de que lo llamaría en cualquier mo­ mento. Pero pasaron los días y el teléfono no sonó. Ni siquiera se habían di­ vorciado. Ella le dijo que regresaría para dejar todo en orden. Pero a Mariana le gustaba dejar las cosas en suspenso, inacabadas. En eso era extrañamente parecida a él. La llamada prometida era, en realidad, una forma de reafirmar una pausa, un espacio que se iría llenando de pretextos, oportunidades per­ didas y, por último, de recuerdos. La ciudad seguía con su leve bullicio. Había días, sobre todo los fines de semana, en que apenas circulaban autos sobre las calles. Algunas bol­ sas de basura flotaban en las banquetas y los carritos de los supermercados eran manadas solitarias y brillantes. Quizá la gente prefería quedarse en casa pa­ra no tener que soportar las bajas temperaturas. Josué los imaginaba como seres de las cavernas, esperando la estación cálida para salir de su aisla­ 44 atlas del frío en el cuerpo miento. Pensó en María y quiso creer que no tenía nada en común con ellos y que eso la había convencido de hablarle aquella tarde desde la ventana. Un día amaneció lloviendo: una rara lluvia de invierno. Una densa nie­ bla había ocupado la ciudad. Los autos circulaban con las luces altas. Apenas se distinguía el perfil de las casas y la orilla de las aceras. Josué se puso un suéter de lana y una chamarra para ir a clases. Al terminar su jornada pasó a recoger un pantalón a la tintorería. Iba a regresar al auto cuando descubrió, a pocos metros, un café recién inaugurado. Le pareció una osadía emprender un negocio en esa época y se acercó a curiosear los estantes que ofrecían pan, galletas, mermeladas y harina para hacer pasteles. Cuando estaba por irse, descubrió a María en una de las mesas. Vestía un suéter gris, una fal­ da larga color verde y unas botas altas. La ciudad era lo suficientemente pequeña para que cada cierto lapso de tiempo se encontrara con vecinos o compañeros de la universidad. Generalmente aquellos encuentros duraban pocos minutos y no iban más allá de las acostumbradas frases de cortesía que evidenciaban, en el fondo, desinterés. Se acercó y la llamó por su nom­ bre. Ella aguzó la vista, como si no lo reconociera del todo, pero enseguida le sonrió y lo invitó a sentarse. Le contó que el lugar era propiedad de una amiga de su familia que comercializaba productos orgánicos que, a la postre, eran bastante escasos en la región. Josué pidió un pan de dulce y un café con le­che. Estuvieron unos instantes en silencio, mirándose. Hacía unos años, cuando recién se había casado con Mariana, ese encuentro podría haber tenido cierta apariencia romántica, una complicidad lista a confundirse con una infidelidad en ciernes. Ahora, esa mesa compartida, en aquel lugar re­ cién inaugurado, carecía de cualquier complicación y se unía a otras mesas ocupadas, casi anónimas, en la ciudad. María pidió más café y repitió el acto de rodear la taza con ambas manos. Ella parecía cómoda en ese mutismo, un anzuelo para que Josué hablara. Y él, aprovechando la situación, le dijo que su padre alguna vez había intentado poner un negocio parecido pero no pros­ peró ya que no era un buen comerciante: no tenía orden en sus cuentas y las deudas se acumularon hasta hacer insostenible el proyecto. Quizás él había heredado su inteligencia poco metódica, siempre dispuesta a improvisar, a cambiar de rumbo. Le dijo que su padre había trabajado muchos años como ingeniero especialista en aeropuertos. De aquel tiempo recordaba sus corba­ 45 alejandro badillo tas anchas y las camisas con cuellos largos y puntiagudos. También el vapor de la leche en la mañana, las diminutas llamas azules en los quemadores de la cocina y el frío que sentía en el cuerpo cuando lo despedía, todos los días, en la puerta. En esas despedidas miraba los árboles en la acera de enfrente y sabía que el frío estaba ahí, metiéndose entre las ropas de la gente que cami­ naba rumbo al trabajo y supo que algún día se uniría a ellos en esa procesión casi interminable que seguía todas las mañanas. Quizá por eso su reticencia a cambiar de ciudad pues sentía que cualquier alejamiento, sin importar la razón, sería un abandono, el rechazo a una identidad que lo mantenía a flote, protegido de eventos no predecibles, amenazantes y extraños. Al terminar sus reflexiones se dio cuenta de que había hablado demasiado. Se disculpó con María. Ella respondió que no importaba, le gustaba escuchar. Él le preguntó por su familia pero ella no abundó demasiado, sólo dijo que sus padres y su hermano mayor vivían en Canadá; cada mes le mandaban dinero para man­ tener los gastos de la casa. Josué se sintió un poco defraudado por el breve comentario, sin embargo le gustó saber esos detalles que, probablemente, se extenderían en un futuro. Le echó un poco de azúcar a su café con leche y le contó de Mariana y de Alan. Le dijo que sólo había llorado una vez por su hijo, unos días después del accidente, cuando vio su número de teléfono en la pantalla de su celular y supo que ya no podría hablarle para rectificar a qué hora salía de la escuela, si había que comprar algo o si tenía partido de futbol en la tarde. Entonces comprendió que no volvería a llorar por él, pero no por desapego sino porque Alan iba a pasar lentamente al ámbito del pensamiento, un territorio amplio, volátil, en el que naufragaría poco a poco, un lugar en el que Josué se internaría todas las madrugadas para tratar, en vano, de recuperarlo. Y así había sido hasta el momento. Acabaron el café y el pan. Ella pagó la cuenta a pesar de las protestas de Josué. Él, como compensación, se ofreció a llevarla. Subieron al auto y emprendieron el regreso al fraccionamiento. –No debería estar aquí –dijo ella mientras Josué trataba de sintonizar el radio del auto. Había un poco de interferencia. Quiso replicarle con alguna frase hecha, algo que la hiciera sentir bien o soltar una idea que llevara aquel momento a otro rumbo, pero no pudo. Enfilaron por una avenida amplia. Se detuvieron en una intersección en la que unos trabajadores reparaban un 46 atlas del frío en el cuerpo semáforo averiado. Volvieron a avanzar: el paisaje parecía repetirse con su serie de tiendas iguales, anuncios parecidos, puentes del mismo color ama­ rillo. Mientras María miraba con atención el exterior –como si ese trayecto le fuera desconocido–, pensó en la extraña familiaridad que habían alimentado gracias al azar, a una extraña inercia por seguir una conversación, como quien sigue una pista en la oscuridad. Josué le dijo: –A veces tiendo a clasificar a las personas en grupos. Están los amigos y las personas que no conozco. Apenas descubrí que hay un grupo interme­ dio: los desconocidos-a-medias. Son personas que he saludado una o dos ve­ ces y que después los dejo de ver. Más tarde me los encuentro y no sé cómo tratarlos. Es un asunto que me pone en crisis. –¿Yo pertenezco a ellos? –preguntó María con curiosidad. –Tengo que averiguarlo –contestó con una leve sonrisa. El sol estaba oculto tras una persistente superficie de nubes. El frío se hizo aún más presente y María parecía hacerse más pequeña en el asiento. Pasaron por la escuela en la que Josué había estudiado la primaria. Después, por un nuevo centro comercial. Los autos transitaban lentamente, como ani­ males adormecidos. –Mariana siempre se quiso mudar. No le gustaba la ciudad –le dijo sin saber si era una confesión, una intimidad apresurada, de mal gusto. –Tengo cáncer –le dijo ella sin mirarlo, concentrada en un punto indefi­ nible de la avenida. Un camión pasó a un lado y su ruido llenó esos instantes. No hubo incomodidad en la revelación. Después del ruido el radio ya no tuvo interferencia y se escuchó el final de una canción; un locutor anunció las rebajas de una nueva tienda de ropa. Josué se sintió extrañamente tranquilo, como si hubiera esperado esas palabras desde hacía mucho tiempo. Le pa­ reció una locura, pero la confesión de María le restituía, de alguna forma, la despedida que no había podido tener con Alan y las confesiones no hechas a Mariana. Era cierto: algo le devolvía y le quitaba al mismo tiempo. El precio a pagar era que ya no podría mirarla sin pensar en la enfermedad que la iba erosionando desde adentro, volviéndola más frágil, impredecible. No se atre­ vió a mirarla a los ojos en el resto del trayecto. Pero no había tensión o ver­ güenza. Acaso, por un momento, volvió a su mente la misma indecisión que sintió cuando abrió la puerta de su casa para llamar a la grúa. Las palabras 47 alejandro badillo de María tenían siempre el mismo peso, como si las hubiera pensado desde mucho antes y por esa razón la confesión sobre su enfermedad era extrañamente igual a la solicitud de un café en algún restaurante, un co­ mentario cotidiano sobre el frío o la queja reiterada sobre el viento que, en las noches, arrastraba hojas hasta la entrada de las casas. –¿Quieres pasar la Navidad en mi casa? –le preguntó Josué. Ella dejó de indagar el exterior y lo miró directamente a los ojos: –Sería buena idea. Pasaron los días. Josué miraba el ca­ lendario cada vez que iba por algo a la cocina. Se preguntaba constantemen­ te cómo se había atrevido a hacerle la invitación. Los últimos aconteci­ mientos tenían un aire de irrealidad, como si hubieran sido parte de un sue­ ño. No se tomó la molestia de investigarla en internet: seguramente había varios millones de Marías. Las clases acabaron, entregó los últimos exáme­ nes y firmó actas. A veces leía o miraba la televisión y, al mismo tiempo, pensaba en ella. Seguramente había llegado al fracciona­miento hacía un par de años. Trató de recordar la construcción de la casa de ventanas redondas y techo a dos aguas. En aquellos tiempos no se había interesado en registrar los cambios en el fraccionamiento pues era frecuente la llegada de nuevos colonos que empezaban de inmediato a construir. Cuando iba a comprar pan o la comida de Glenda se hundía en sus pensamientos y apenas reparaba en los cambios en las calles. Ahora, sin clases, con mucho tiempo libre, tenía tiempo de salir e investigar los cambios en las cercanías de su casa pero pre­ fería estar en su sala, acompañado por Glenda, mirando en las noches el 48 atlas del frío en el cuerpo campo de futbol mientras la tele empezaba con su perorata. Su creciente retraimiento había hecho que algunos amigos le recomendaran ir con un psicólogo: no querer salir era un claro síntoma de depresión. Él se burlaba de aquellas opiniones y les decía que, últimamente, no se identificaba con nada de lo que le decían sobre él, como si estuviera desapareciendo o como si se estuviera convirtiendo en un fantasma. Una semana antes de Navidad Josué habló a casa de sus padres para avisarles que no iría a cenar con ellos. Cuando le preguntaron la razón, adujo un nuevo amigo que se había quedado solo en la ciudad y que necesitaba compañía. Colgó el teléfono con la certeza de que no había mentido del todo. El frío aumentaba cada vez más. Fue a la ventana y miró la calle: tres autos estaban estacionados; un perro amarillo ladraba en una azotea. Algunos ve­ cinos habían aprovechado para salir de la ciudad e ir a alguna playa, lejos del gris del cielo y de las bajas temperaturas. Siempre había intentado soñar con Alan. En los días posteriores a su muerte pensó que tendría alguna señal de él, sin embargo no hubo nada, ni una imagen, un sonido, una voz. Con el paso de los años su cuerpo en el asfalto caliente sería algo físico, una escena que sería sustituida por recuerdos más antiguos que le devolverían algo más real, más rescatable y presente. El 24 de diciembre fue a comprar una botella de vino y pasta para hacer un espagueti. Le pareció, o quiso pensar, que esa cena de Navidad sería un nuevo punto de inicio, un cambio de rumbo que lo llevaría a otro lado. Sin embargo, no estaba seguro de querer cambios. Se sentía ansioso y, por mo­ mentos, tranquilo. Tal vez los días seguirían casi iguales y eso estaba bien: se jubilaría en la universidad y estaría con Glenda. Tal vez rescataría a otro gato para que le hiciera compañía. Después de cocinar la pasta estuvo mirando la televisión. Eran las ocho de la noche. Llegaban a su celular mensajes saludándolo y deseándole felices fiestas. Se arrepintió de no haberle pedido a María su número aunque segura­ mente no se habría atrevido a marcarle. Se sintió en sus tiempos de estudian­ te, cuando le gustaba pasar desapercibido por los pasillos de la escuela y veía a sus compañeros como seres ininteligibles, casi inalcanzables. María llegó a las 9 de la noche con un abrigo rojo y cargando una bolsa de papel. Después del saludo inicial cruzó el pasillo y se encontró con la gata. 49 alejandro badillo –Glenda, ella es María; María ella es Glenda –las presentó Josué. La gata se acercó con curiosidad pero conservando con celo la distan­ cia. Después fue a echarse sobre una silla. Prendió las luces del comedor y puso sobre la mesa el espagueti des­ pués de calentarlo en el horno. Ambos se sentaron. Glenda miraba la escena desde la altura de un librero, ajena y cómplice al mismo tiempo. Sus ojos amarillos destacaban en la penumbra. –No debo beber, pero traje vino –dijo ella y sacó de la bolsa de papel un tinto de Argentina. –Puedes brindar con agua –dijo Josué. Empezaron a comer en silencio. –No voy a volver a la quimioterapia. Ya no más. –¿Cuánto tiempo estuviste en el tratamiento? –Tres meses. –¿Y tu familia? –Mi familia no sabe nada. Josué se levantó y puso música en el estéreo. Mientras cenaban y Josué servía agua en la copa de María, no pudo de­ jar de pensar en la muerte. ¿Cómo sería? Siempre había creído que, cuando muriera alguien cercano a él, no podría sobreponerse. Sin embargo, después de la muerte de Alan siguió una temporada de sosiego que diluyó lentamen­ te la impotencia. María parecía compartir esa cualidad mientras miraba su copa transparente. Era algo más que simple resignación. Era un conocimien­ to pro­fundo del paso de los días, una nueva conciencia de cada respiración, cada pestañeo. Cada acto, por mínimo que fuera, tenía ese peso y eso hacía que cuando se quedaba callada –como en ese instante en que miraba las cortinas de la cocina– estuviera en otra parte, muy lejos de ahí. ¿Cerca del final las decisiones serían más fáciles o más difíciles? “Feliz Navidad”, dijeron. Chocaron las copas y el movimiento empujó el vino y el agua a las paredes del cristal dejando una película fina y volátil. Se escuchaba alboroto en las casas vecinas. Seguramente intercambiaban regalos, quizás habían dejado de cenar y estaban en la sala comentando anécdotas familiares. Josué no tenía nada para María. No se le había ocurri­ do comprar un regalo y era demasiado tarde para remediarlo. Supuso que era 50 atlas del frío en el cuerpo demasiado tarde para muchas cosas. Sólo quedaba esperar el fin de la noche, contar los minutos y beber más vino. El espagueti se acabó. María sugirió caminar por el campo de futbol. Josué asintió. Se pusieron sus abrigos y los guantes. Glenda pasó entre las piernas de María y enfiló a la recámara desentendiéndose del plan recién acordado. El cáncer no volvió a aparecer en las escasas palabras que inter­ cambiaron mientras se acercaban al campo de futbol. En esos minutos ha­ bían consolidado un acuerdo silencioso. Era como si él se hubiera extendido con los detalles de la muerte de su hijo o recreado con minucia la abrupta despedida de Mariana. Quizás ambos entendían que había que conservar una parte del dolor, un pedazo íntimo para rescatarlo en las noches de in­ somnio y, quizá, transformarlo en otra cosa. Eso no lo podrían compartir. Ya estaba cerrado el campo de futbol pero Josué le dijo que había otra entrada, junto a unos arbustos y una pared a medio construir. El pasto resplandecía por las luces de los postes que lo hacían parecer una superficie congelada. Se sentaron en una banca de metal. Él le contó que había recorrido esos senderos en bicicleta, que, en algún lugar, entre aquellos conjuntos de casas rojas, casi infinitas, ahora iluminadas a plenitud, estaban los establos y un área despoblada. Le contó de la vez que él y sus amigos intentaron podar el césped sin mucho éxito; de un par de asadores que compraron gracias a una cooperación entre vecinos y que apenas se usaron. Ya no había nada de eso. Todo se había esfumado y apenas quedaban algunas fotografías maltratadas para darse una idea. Entonces ella se detuvo y le dijo: –¿Sabes? Te estuve espiando tras las cortinas aquella ocasión en que se te descompuso el auto. Josué sonrió y alargó la mano hasta su mejilla. Las dos siluetas siguieron un rato en la banca, iluminadas por las boca­ nadas blancas de los postes. Después, mientras seguía el barullo en las casas y la celebración llegaba a su fin, regresaron por la calle vacía. 51 Constantinopla* Karen Villeda Fotografías de Svetlana Eremina el mármara Cuerpos en sudarios de algodón. Cuerpos de distintas com­ plexiones cubiertos hasta el cielo. Tumbas en piedras blan­ cas de variada altura. Un demonio de la muerte se interroga el porqué estas tumbas tienen la virtud de la versatilidad de los cuerpos. Los piadosos piensan en el lugar eterno y solamente viven hasta que viven verdaderamente con su muerte. “Luz, te vemos allá”, dirán los piadosos. Las Gen­ tes del Libro también pueden alcanzar ese último hogar. “Le faltaba un soplo de Alá para alcanzar la gloria”, dirán. Si a uno de ellos le dicen que no llegará al jardín que crece entre las nubes, entonces su alma será custodiada desde la sepultura porque otros serán los que pediran perdón por él. Las raíces no le impedirán el ascenso. ¿Qué es morir, morir verdadero? Así se van llenando de fe las tumbas vacías. También unos gatos atigrados pueden vivir de esta hierba y de estas piedras blancas. No les faltará leche y crecerán en * Fragmentos. 52 el colmo de la vida, maullando hasta entrado el amanecer. “Todos los enfermos necesitan del silencio”, dirán ustedes. Aquí, los muertos necesitan alegría. “Cuentan que un humilde hombre se acercó a los varones del Emperador para venderles su defensa. Lo rechazaron por tener rostro curtido y manos de pobre. Este hombre venía de la China y se fue con los que se estaban comiendo a sus propios camellos cerca de la muralla. Ellos le ofrecieron carne de la joroba. Este hombre habló con el que traía un fez rojo y apenas le quedaban muelas. Este hombre le ven­ dió las rodillas ensangrentadas del Emperador y la rendición 53 de los que ni siquiera lo miraron. Las bolas de acero que inventó fueron lanzadas hasta espantar al ojo cristiano, cer­ cenando a todos los monjes. Las murallas caían y, entonces, hasta el Emperador se puso a rezar. El agua me está subiendo a las rodillas. Nos está llegando hasta el cuello. Conocemos, en­ tonces, la profundidad de los fosos. Permite que nos vayamos de este mundo castigador, ya no me importan las piedras. Permite que nos vayamos, yo iré haciendo surcos sobre las piedras para que pase el agua, para que pasen los vencedores y para que dejemos esta vida. De Constantinopla no quedó más que la furia y un angosto camino surcado por un carro­ mato.” 54 Conoces lo que está inamovible debajo de las lenguas, niña vestida de blanco. Haznos cantar sobre tu hombro para que hagamos juntos una montaña de agua. Háblanos de lo que amas. Habla antes de que tu boca se vea disminuida en unos años más. Lo que es hermoso no puede mentirte. Cuatro mujeres que van hacia el Bósforo. La barca y los velos se disponen. Cuatro mujeres aguardando. Mujeres con otros perfiles. No podemos discernir su edad, ellas están esperan­ do una promesa. Las está envejeciendo el hombre que las mira. Hasta el Profeta está detrás de un velo, pero su velo es blanco e inmaculado. El de ellas es negro y simple. Sabemos que sus velos lloran por dos soledades. Bajo el velo se respi­ 55 ran una y otra vez a ellas mismas. La muerte les entra por la boca a cada rato. Falta un eunuco que proteja a estas mujeres como en los tiempos del Imperio Otomano. Esos tiempos en los que los perros en la calle eran los únicos parias y los velos eran coloridos. Esos tiempos en los que el espantoso Eutropio era el consejero de Arcadio y los cuerpos de las mujeres eran mirados por él solamente para no desgastarlos. El abrazo marino rodea una barca y la lleva a un puerto firme. La atan con un hilo luminoso al fondo de las olas. Vean a Cons­ tantinopla caer. Vean sus barcas. Un largo lamento que parece una canción melancólica pasea entre la espuma de los antiguos súbditos. Constantino, regresa a mí con un soplo. Regresa arre­ 56 batando el pan y el agua dulce a hombres y mujeres que no lo merecen. Ellos harán enojar a los hijos del león de Dios. Tirarán tu palacio, tu Gran Palacio, tu Palacio Sagrado. Sus azoteas de plomo y los mantos romanos. Lo tirarán para que Alá no nombre, no abandone nunca estos cantos. Alá es Conocedor y Esplén­ dido con su amabilidad de miel hasta para los enemigos. Alá, Único. Altísimo. Recién amanece con el llamado a la oración. Todo en este hombre lo escuchan. Pelo por pelo se eriza. “No le tengan miedo al amor”, dice una oración para incendiar rostros velados. En Constantinopla, los ascetas eran reconocidos por su ropaje escarlata, llevaban el cabello en red. En Estambul, este hombre está solo colgando de un tasbih. Así multiplica Alá a quien Él quiere. Quienes gastan en el camino de Alá son semejantes a un grano que produce siete espigas, cada una de las cuales contiene cien granos que se hacen estrellas y éstas brillarán hasta que el hombre ya no quiera verlas. 57 La estría blanca del Mármara, su jaspeado y el rictus de salitre. Una oleada más y estarán con nosotros. Un empuje es lo que nos mantiene vivos. Ni siquiera un aliento en su menor medida porque nadie va a respirar aquí. Se apagan las luces, las olas se encienden para iluminar el muelle y escupen una tercia de gaviotas. Una cadena de hierro im­ pide que crucemos el estuario. Desde la anciana Gálata, una ensenada avisa que ya viene el Bósforo. Es el ciclo del agua. Mármara, espejo de injusticia, ruega por nosotros. 58 Dos poemas Inti García Santamaría repitas –porque es verdad: ni la medusa turritopsis es inmune al tiempo– las cosas que dijimos en estado de gracia. nunca No representes ni gestos ni oraciones de lo que vino vivo: la carpa koi tampoco es eterna. Y sin embargo –tú sabes– nos sobrevivirán: las carpas, las medusas, nos sobrevivirán. 59 cendal debe decir clasismo. donde dice Dice veste donde debe decir castas. Donde crústula dice debe decir agrícola. Exúbero dice donde esclavo debe decir. Donde dice lábaro debe decir larva. Dice querubes donde debe decir corona. Donde sordina dice debe decir desprecio. Deliquio dice donde élite debe decir. Donde dice núbil debe decir nulo. 60 Dice fanal donde debe decir fantasma. Donde exangüe dice debe decir extinto. Adamantino dice donde mentira debe decir. Donde dice piélago debe decir pérdida. Dice canoro donde debe decir carnada. Donde clepsidra dice debe decir clausura. Áureo dice donde ira debe decir. Donde dice do debe decir donde. 61 La sintaxis de Plural G abriel W olfson Creo que podemos imaginar la escena: Octavio Paz da una conferencia en algún salón de Harvard, es el verano de 1972 o quizás incluso los primeros meses del 74. Carlos, un talentoso joven mexicano que hace su posgrado en economía política, advertido por The Crimson o por algún cartel engrapado en un corcho, decide asistir y, cómo no, hacer tiempo al final de la charla para ver si puede saludar al eminente poeta y exdiplomático con el pretexto de que son paisanos. Acaso conversan, en efecto, en las butacas del mismo auditorio o en algún café cerca­ no. Paz, igual que desde 1971, cuando arrancó Plural, y en realidad desde unos años antes, está ansioso por conocer y reclutar jóvenes mexicanos que escriban bien, así que muy probablemente haya pagado el café de ese estudiante que comenzaba a pensar en la participación política en las zonas rurales mexicanas como tema de tesis. Para noviembre de 1974, en el número 38, Plural ofrece un “Tríptico de la dependencia” a cargo de ciertas promesas patrias que incluye, desde luego, una colaboración del joven de Har­vard cuyo título es un homenaje al ripio, “Frustración, concesión y limitación en la visión”, y cuyo primer párrafo no es precisamente un despliegue de soltura ni de sintaxis: “El propósito del presente ensayo es tratar de mostrar la insuficiencia de un enfoque teórico como el de la dependencia cuando ignoran [sic] algunos aspectos concretos que se dan en el ámbito político. Ignorar esos aspectos puede invalidar el análisis general. Una muestra de esta limitación es el caso de perder de vista la importancia que adquiere dentro de las distintas coyunturas internacionales el juego político de los grupos internos de poder.” (Plural 38: 26)1 1 62 Cuando cito algún texto de Plural, apunto el número de edición y luego el de la página. la sintaxis de plural Sería muy sencillo, y muy tentador, trazar un puente entre ese texto –que qui­ zá sea el peor de todos los publicados en Plural, incluidos algunos de los más aburridos poemas en prosa de Aridjis– y las palabras que, en Pequeña crónica de grandes días, de 1990, Paz dedica a aquel joven y por suerte efímero colaborador de la revista: “El presidente Salinas de Gortari ha declarado muchas veces que uno de los propósitos esenciales de su gobierno es la modernización del país. Tal vez habría que decir que es su pro­ pósito central. (…) Sobre estas bases [planteadas por De la Madrid] el presi­ dente Salinas ha podido emprender una acción más radical y dinámica.”2 En realidad, dicho puente se ha tra­ zado en la mayoría de las ocasiones que se habla de Plural. En realidad, se habla octavio paz muy poco de Plural, al grado de que el grupo, mafia o élite asociado con el cual suele pensarse a Paz se llama “gru­ po Vuelta”, no “grupo Plural”, de la misma manera que Letras Libres, como lo anuncia en su página web, se declara heredera de Vuelta y no de Plural. Esto es verificable, asimismo, en los numerosos estudios de distinta exten­ sión y valía dedicados a Paz, a su trayectoria política, a sus revistas, a las re­ formulaciones del concepto de intelectual en la segunda mitad del siglo xx, en fin: se promete rastrear tales trayectorias o recorridos e inevitablemente se despacha a Plural de un plumazo, es decir, con dos o tres renglones que la ubican como antecedente de Vuelta. Hay varias explicaciones al respecto, desde el hecho de que la colección de Plural no está en línea porque no le pertenece a Editorial Vuelta, hasta el que recurrentemente se lea a Paz, sus Octavio Paz, Obras completas. Ideas y costumbres i. La letra y el cetro, Círculo de Lec­ tores/fce, México, 2010, vol. IX, p. 408. 2 63 gabriel wolfson empresas y sus obras, desde la imagen petrificada final, la efigie atemoriza­ dora e incómoda, un poco anacrónica, de sus últimos años. Un ejemplo: José Agustín, en el tomo dos de su Tragicomedia mexicana: “Plural en lo más mínimo hizo honor a su nombre y pronto conformó una mafia compuesta por Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Alejandro Rossi, José de la Colina, Ulalume González de León, Julieta Campos, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y unos cuantos más que lograron colarse a este grupo, elitista como pocos y tan hermético como los misterios de Eleusis.”3 En estas palabras no sólo hay una candorosa contradicción –entre el re­ pudio a Plural que quieren transmitir y la al menos aparente frustración por no haber logrado colarse en ella–, sino falsedades provocadas por el hecho de que Agustín, digamos, lee Plural desde Editorial Clío: Krauze no colaboró en Plural hasta el número 46, apenas un año antes del cierre de la revista, y sólo con reseñitas; ni Ulalume ni Julieta Campos –esta última, colaboradora muy menor: seis textos, algunos muy breves, en cinco años– formaron par­ te del tardío Consejo de Redacción; y en cambio –para seguir con la jerga conspirativa– no se menciona la verdadera mano ejecutora de Paz, quien más contribuyó a perfilar la imagen y la sintaxis de Plural: Kasuya Sakai. Tan misterioso resultaba Sakai, por cierto, tan propio para el imaginario ma­ fioso, que en una carta a Cabrera Infante, y para desmentir que fuera una “invención de Octavio Paz”, se describió de la siguiente manera: “Just in case, soy de sexo masculino, argentino-japonés, educado en Tokyo, pintor y orientalista (literatura y teatro japonés), y ahora, escribo de vez en cuando crónicas sobre arte y jazz.”4 Hay que señalar, no obstante, que el responsable de estas lecturas siempre insuficientes y a posteriori de Plural, en buena medida, es Paz mis­ mo: a partir de finales de los ochenta, Paz se dedicó a reescribirse, a otorgar una coherencia imposible a su trayectoria, actualizándose, corrigiéndose, presentándose incluso como un permanente oráculo –con prólogos y notas al pie, agregados al ordenar sus Obras completas, donde advertía, por ejem­ plo, que tal o cual episodio ya lo había pronosticado él muchos años atrás–, El párrafo de Agustín lo incluye John King, Plural en la cultura literaria y política lati­ noamericana. De Tlatelolco a “El ogro filantrópico”, fce, México, 2011, p. 282. 4 Lo cita King, p. 182. 3 64 la sintaxis de plural modificando lo escrito en el pasado para traerlo siempre hasta el dique de lo actual.5 Si se revisa el tomo nueve de sus Obras completas –cuyo título, “La letra y el cetro”, proviene por cierto de una lejana participación en Plural, de 1972–, que comprende básicamente sus ensayos y artículos sobre política, sus intervenciones coyunturales, se atisba entre líneas este afán: no sólo por “Itinerario”, el largo ensayo inicial donde el Paz de 1993 nos indica cómo leer al Paz de 1950 o 1977, sino por la gran cantidad de notas con que aclara las fechas y circunstancias de escritura de cada pequeña intervención pasada, notas que, sin embargo, no consiguen borrar las disonancias entre las ideas tremendamente pulidas y barnizadas del Paz final y sus ideas provisionales y matizadas, sus dudas, sus concesiones, de las décadas anteriores, disonan­ cias que hace ver la pura reunión de los textos en un mismo volumen. Así, no sólo es José Agustín, entre otros, quien lee al Paz de 1971 desde la perspec­ tiva posperestroika –la del Paz que exuda triunfo–, sino el propio Paz, quien en 1990, por ejemplo, se refirió así a sus ideas políticas asociadas a la crea­ ción de Plural: “Nunca fui partidario de la vía revolucionaria, predicada por tantos ideólogos, sino de la transformación gradual y pacífica hacia una de­ mocracia plural y moderna. A esta idea, expuesta primero en Postdata (1969), obedeció la fundación de la revista Plural en 1971, que fue tan combatida en su momento. Nos parecía que la alternativa no era el socialismo, como proponían los ideólogos (con los ojos puestos en Cuba), sino la democracia.”6 La afirmación es discutible al menos por tres motivos: Paz sí fue par­ tidario, en un momento inicial, de la vía revolucionaria y, por lo que toca a Plural, el socialismo siguió apareciendo como horizonte de posibilidades y deseos durante más de la mitad de sus números –de ahí, por ejemplo, la defensa del régimen de Allende en Chile desde el número 25, de octubre del 73–; la democracia, por otra parte, no apareció como alternativa hasta las últimas entregas de la revista, aunque aún no, ni mucho menos, como pa­ Sobre esto es muy conveniente leer el gran libro de Jorge Aguilar Mora, La sombra del tiempo. Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo, Siglo xxi Editores, México, 2010, donde se argumenta cómo, de los años sesenta en adelante, Paz reescribió su poesía, con toques su­ rrealistas, para ajustarla a la periodización de la modernidad que él mismo había planteado en ensayos como El arco y la lira y Los hijos del limo. 6 Obras completas, vol. IX, p. 373. 5 65 gabriel wolfson radigma; y en tercer lugar, la primera persona del plural con que Paz enun­ cia: en 1971 no existía tal colectividad, y Paz, como apunté arriba, se movía, desesperado, entre universidades mexicanas y estadunidenses, entre mesas de redacción y editoriales, para convocarla poco a poco. En suma, muchos estudiosos y comentaristas de Paz, empezando por el propio Paz, han caído en la tentación de presentar Plural como un vulgar ladrillo del Edificio Vuel­ ta, y a Paz como un excéntrico que presume marginalidad y herejía desde el pent-house.7 No es así, o no del todo, en el caso de John King, quien hace pocos años, con la experiencia de haber investigado a fondo la revista Sur, emprendió y publicó el primer estudio extenso dedicado no a Vuelta sino a Plural, de cuyos avances mi ensayo se ayuda en múltiples ocasiones. Sin embargo, el libro de King adolece, desde mi perspectiva, de varias debilidades en su orientación, que podría resumir en dos grandes tipos: 1) una lectura pluralista de Plural o, si se quiere, una lectura paciana de Paz, donde, para analizarla, se parte de las premisas de la propia revista, con lo cual puede caerse en la lógica de los propósitos que tersamente conducen a los logros: los números concretos de Plural convertidos en incisos que comprueban la sólida poética editorial de Plural; 2) en muchos tramos de su libro, King no estudia la revista en tanto revista, es decir, en tanto un cierto tipo específico de objeto y de práctica cultural, sino como mero recipiente –neutro, casi transparente– de textos y discursos. ¿Cómo se observa esto? Por una parte, en su análisis “transver­ Un ejemplo sumamente ilustrativo: en “Vuelta y cómo surgió el neoconservadurismo en México” (en la revista Culturales, iv, 8, julio-diciembre de 2008), su autor, Avital H. Bloch, además de incurrir en varios errores de caracterización –afirmar que Paz ya tenía claros des­ de fines de los treinta sus “compromisos ideológicos básicos”, o apuntar que Plural era un “suplemento cultural de Excélsior”–, señala que “Vuelta aparecía con pretensiones de su­ perioridad moral (…). Krauze se enorgulleció del pensamiento político ‘herético’ del grupo” (p. 92). Esto nos permite argumentar lo siguiente: en efecto, presentarse como heréticos en 1990 (el libro Textos heréticos, de Krauze, es de 1992) acaso podría juzgarse una exageración presuntuosa, cuando ya habían caído el muro de Berlín y la hegemonía de la urss, cuando incluso Monsiváis criticaba a Castro; pero, más allá de cualesquiera posiciones políticas, atreverse a criticar ciertos rasgos de la izquierda en 1971, cuando ser de izquierda seguía constituyendo un requisito prácticamente ineludible para pertenecer al ámbito intelectual, sí que podía resultar ciertamente herético: Plural, nuevamente, no es Vuelta ni Letras Libres. 7 66 la sintaxis de plural sal” a partir de temas (separando, por cierto, dichos temas de acuerdo con la noción autonomista de Paz: la política por un lado, la crítica cultural por otro, lo literario más allá, siempre más allá), lo que desvincula los textos de sus apariciones específicas y de sus modos de presentación en la revista; por otra, en su análisis “ahistórico”, que no contempla los movimientos y ajustes dentro de la revista y que, por tanto, puede leer de la misma manera un texto publicado en 1971 que uno en 1976.8 Sobre este riesgo, valgan las frases de Pablo Rocca en sus reflexiones sobre la naturaleza y función de las revistas: “[Existen ciertas] líneas [generales] que, a veces, el investigador ve como si se mantuvieran en una tensión imperturbable, lo cual sólo funciona en una férrea lógica pedestre si se las entiende como una construcción a posteriori de ideas o propuestas que tendrán sentido. Muy por el contrario: el azar, el acaso, el accidente (histórico, político, cultural, las sumas internas) cumple un papel decisivo en la experiencia de la revista.”9 Por ello, en vez de pensar las revistas culturales como vehículos –inter­ cambiables– que ofrecen contenidos, habría que hacer énfasis en su especi­ ficidad formal, aquello que las hace justamente revistas y no cualquier otra cosa, una antología, un anuario, un libro, un hueso político, una sección de periódico, una línea de currículo; pensar, en suma, en la “forma revista” y en su sintaxis, tal como lo planteó Beatriz Sarlo en un breve artículo seminal, “Intelectuales y revistas: razones de una práctica”: “publiquemos una revis­ ta” se traduce como “hagamos política cultural”, es decir, vamos a intervenir A partir de ciertos artículos de Paz publicados en julio del 73 y septiembre del 74, King señala, por ejemplo, que Paz plantea en ellos “tres de sus preocupaciones más constantes”, una de las cuales sería “la inutilidad y el peligro de la injustificable violencia guerrillera” (p. 149). En realidad, en el texto aludido del 74, “El plagio, la plaga y la llaga”, Paz parece justificar algún tipo de guerrilla –la de campesinos desesperados– (36: 89); pero además, en una nota no de julio sino de junio del 73, anónima, de la sección “Letras, letrillas, letrones” (donde las notas anónimas, independientemente de quién las redactara, expresaban de al­ guna manera cierta opinión de la revista), se afirma la posible “eficacia” de las guerrillas y se las justifica cuando luchan “contra una tiranía a la que únicamente la fuerza puede derribar” (21: 40). La preocupación por las guerrillas fue sin duda constante, no así las ideas o posiciones producto de tales preocupaciones. 9 Pablo Rocca, “Por qué, para qué una revista (sobre su naturaleza y su función en el campo cultural latinoamericano), en Hispamérica, xxxiii, 9, diciembre de 2004, p. 4. 8 67 gabriel wolfson en el presente. De esta forma, la revista no es los textos que incluye (que bien pue­ den apostar al futuro, como tantos avances de grandes novelas –Terra Nostra, Cobra, Pantaleón y las visitadoras, Palinuro de México– que aparecieron en Plural) sino el “conjunto de decisiones [editoriales] tomadas que, básicamente, son la revista misma”,10 decisiones que consideran, en­ tre otras, “el tipo de letra y el lugar [que ocupa un texto] en las páginas de una re­ vista (…), un orden, una paginación, una forma de titular que, por lo menos ideal­ mente, sirven para definir el campo de lo deseable y lo posible de un proyecto” (pp. 10-12), y a las que habría que agregar las decisiones sobre el uso de imágenes,11 tipografías, formatos, secciones, la políti­ ca de traducciones, la de longitud de los textos y, claro, los criterios de inclusión y exclusión, “el haz de problemas que [los editores] eligieron colocar en su centro (o, a la inversa, según los temas que pasaron en silencio)”.12 Se tra­ taría, pues, de analizar la sintaxis de la revista, el grado de deliberación de tal sintaxis, sus modificaciones, sus determinaciones, para percibir la revista Beatriz Sarlo, “Intelectuales y revistas: razones de una práctica”, en América. Cahiers . Le discours culturel dans les revues latino-américaines (1940-1970), núm. 9-10, 1991, pp. 9-10. 11 Piénsese en las dudas que tuvo Paz desde fines de los sesenta, cuando rumiaba incan­ sablemente el proyecto de la revista con Tomás Segovia y Carlos Fuentes, sobre la conve­ niencia de incluir o no ilustraciones (para esto se pueden ver las Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), fce, México, 2008). Muy probablemente venga de ahí, por cierto, su entusiasmo con Sakai, una especie de ilustrador que no ilustraba, un diseñador discretísimo que casi hacía desaparecer el diseño y lograba, en sus mejores momentos –en torno a los números 44 y 45–, portadas llamativas que se disolvían en su simplicidad y opacidad. 12 Sarlo, p. 14. 10 du 68 criccal la sintaxis de plural como un discurso lingüístico-visual-temporal concebido para incidir en el presente como, según se dijo ya, una empresa de política cultural, donde, en­ tonces, la sintaxis no se lee sino que se percibe, se olfatea, porque no está en los editoriales, si los hubiera –nunca en el caso de Plural, por cierto–, sino en el conjunto de decisiones de disposición y articulación del material. Y no sobra decir que Paz, un editor apasionado y maniático según todos los testimonios,13 no conocería el concepto pero se manejaba muy bien en las entretelas de la sintaxis de las revistas: cuando le escribe a Tomás Segovia que “las obras no constituyen por sí solas una literatura. Una literatura viva es un sistema de circulación espiritual, un flujo y reflujo de influencias”14 no está aludiendo a sus otros metatextos ya practicados, como las antologías, sino, precisamente, a la que pronto sería Plural, como anticipando que las revistas, algún tiempo después de su aparición, enseñan no los textos sino cómo fueron leídos esos textos o, en palabras de Sarlo, “cuáles fueron los límites ideológicos y estéticos que los hicieron visibles o invisibles”. Hasta aquí el esbozo de un objeto que, sin que lo sospechara en un principio, se ha revelado como un verdadero y demandante problema, y del que, espero, saldrá un ensayo más amplio en el futuro (en cuanto pase el año Paz, mejor). Por lo pronto, no obstante, me gustaría enlistar algunos de los principales ejes en los que la sintaxis de Plural podrá ser abordada y des­ pués bocetar brevemente uno de ellos. 1. En contra de lo que, como digo, normalmente se apunta en relación con Paz y su gente cercana, en Plural habría que plantear la decidida no existencia de un grupo al comienzo de la revista y después su formación muy paulatina. Para este eje deberán explorarse las distintas revistas imaginadas por Paz con Segovia, Fuentes y Arnaldo Orfila en los años sesenta; su negativa a sumarse a Libre, el parisino canto del cisne del boom; las incorporaciones y desapariciones de colaboradores a lo largo de Plural; la formación tardía del Uno entre muchos: tras la aparición de los primeros dos números, Paz envía cartas –él está en Harvard– donde se muestra contento con los contenidos, pero “sus críticas, precisa, se refieren al formato de presentación del material y no al material mismo; aunque, conclu­ ye, en los números futuros deben trabajar para otorgarle un mejor perfil, con propósitos y orientación más claros” (King, p. 112). 14 Cartas a Tomás Segovia, p. 56. 13 69 gabriel wolfson Consejo de Redacción y la procedencia y tipo de relación de sus miembros con Paz; la noción de lo joven que la revista construye y el rechazo que provoca en varios sectores culturales juveniles pos-68; las comparaciones con Orígenes y con Sur, publicaciones en la base del concepto paciano de revista literaria y donde, en un caso, el grupo generó la revista y, en el otro, la revista al grupo. 2. La noción de cultura que sirve de base enunciativa a Plural: abordar los rasgos abstractos y pop que acompañan un diseño gráfico tradicional; la no división por secciones en el cuerpo central de la revista, así como las dos secciones menores finales (“Libros”, de reseñas, y “Letras, letrillas, letro­ nes”, jugoso espacio de intercambio epistolar, sátiras, quejas, chismes, ne­ crológicas); el régimen de géneros que establece y sobre el que incide Plural a través de su jerarquización y de la llamativa clasificación que proponen en sus índices anuales; la tendencia al arte objetual y abstracto en sus nume­ rosas páginas dedicadas al arte contemporáneo; los fallidos o, en todo caso, mínimos intentos por abrirse a formas de cultura popular o emergente. 3. La academia como fuente de materiales y de autoridad para la revis­ ta: en los años de Plural la universidad aún no representa para Paz esa cue­ va de baja política y pésima retórica, amén de que él mismo goza de sus años quizá más intensamente universitarios. Habría que trabajar entonces la conflictiva tensión entre la postura “diletante” y ensayística (encarnada por Zaid) y la tendencia académica; la adscripción universitaria de una mayoría de colaboradores de Plural y la constancia de la revista para resaltarla; el interés por los problemas de la unam y por el diseño de un perfil académico ideal; el origen académico de los textos teóricos que más contribuyeron a modificar las posiciones políticas de la revista; la universidad como espacio de enunciación desligado de las lealtades nacionales o partidistas –de mane­ ra análoga a como, según Nora Catelli, la figura del agente literario comenzó a funcionar para las estrellas del boom–15 y, por tanto, más permisivo; la Nora Catelli: “La élite itinerante del boom: seducciones transnacionales en los escri­ tores latinoamericanos”, en Carlos Altamirano (ed.), Historia de los intelectuales en América Latina. Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo xx, Katz, 2010, t. II, p. 723. En relación con esto habría que añadir el enorme interés de Paz por la independencia económica de la revista y por las continuas negociaciones que tuvieron que tramarse entre Plural y Excélsior sobre los contenidos, negociaciones siempre implícitas, con base en sobreentendidos, anti­ cipaciones y reticencias. 15 70 la sintaxis de plural academia como dadora de autoridad en tanto sede y no aún, como a partir de la segunda mitad de los setenta, en tanto discurso teórico específico. 4. El paradigma autonomista de Plural: la recuperación –con las mo­ dificaciones producidas por los años sesenta– del concepto de intelectual de Julien Benda y Jorge Cuesta;16 el rechazo del compromiso sartreano; la preferencia por que los escritores, y no los críticos, interpretaran sus propias obras; la particular trayectoria de Vargas Llosa en Plural (que pasa de un recelo, me parece, mutuo, al hecho de que Vargas Llosa elija Plural para publicar algunos de los textos más importantes en su propio camino de desiz­ quierdización, como aquel ensayo, de diciembre de 1975, donde abjura de Sartre y abraza a Camus, nada casualmente dedicado al propio Paz); la he­ rencia de la tendencia cosmopolita de los cincuenta y sesenta, en particular de la Revista Mexicana de Literatura; los suplementos literarios de Plural, postulados como creación de un nuevo universalismo, abierto, por ejemplo, a ciertas tradiciones orientales o a Brasil; la primacía dada por el diseño a lo textual, e incluso a las dificultades y arideces de lo exclusivamente textual. Por último, me gustaría esbozar rápidamente uno de los ejes que con­ sidero más importantes: aquel que articula el así llamado experimentalismo con el posicionamiento político sintáctico de Plural –más allá de leer única­ mente los “textos programáticos”, como sugiere Fernanda Beigel, para ana­ lizar los programas políticos de una revista–.17 En vez de plantear la disputa Paz vs Neruda, como hace King, o Paz vs Monsiváis y, fundamentalmente, Paz vs Fuentes, como se ha sugerido mucho tiempo,18 me parece que el eje de disputa que verdaderamente articula Plural es Paz vs Fernández Retamar. Que su nombre no haya aparecido nunca en las páginas de Plural sería sólo un modo de argumentar que la disputa que la revista propone con él se da en Revisé para esto el sólido trabajo de Ignacio Sánchez Prado, “Claiming Liberalism: Enrique Krauze, Vuelta, Letras Libres, and the reconfigurations of the mexican intellectual class”, en Mexican Studies/Estudios Mexicanos, xxvi, 1, invierno de 2010, pp. 47-78. 17 Fernanda Beigel, “Las revistas culturales como documentos de la historia latinoameri­ cana”, en Utopía y Praxis Latinoamericana, viii, 20, enero-marzo de 2003, p. 113. 18 Tradición que ampara y resume Maarten van Delden en “Conjunciones y disyuncio­ nes: la rivalidad entre Vuelta y Nexos”, en un trabajo editado por ella junto con Kristine Vanden Berghe: El laberinto de la solidaridad. Cultura y política en México (1910-2000), Foro Hispánico, 2002. 16 71 gabriel wolfson un nivel no discursivo sino sintáctico. Pero convendría recordar que, tras el desencanto de Paz con el proyecto de Libre y la excesiva injerencia de Gar­ cía Márquez en él, Plural se funda en octubre del 71, cuando ha estallado el famoso caso Padilla y sólo unos días después de que Retamar publicara en Casa de las Américas su primera versión de Calibán.19 Muchos años después, frente a su particular tribunal de la historia, Paz escribiría: [La revolución cubana] Comenzó como un levantamiento en contra de una dic­ tadura; por esta razón, así como por oponerse a la torpe política de los Estados Unidos, despertó grandes simpatías en todo el mundo, principalmente en Amé­ rica Latina. También despertó las mías aunque, gato escaldado, procuré siempre guardar mis distancias. Todavía en 1967, en una carta dirigida a un escritor cuba­ no, Roberto Fernández Retamar, figura prominente de la Casa de las Américas, le decía: soy amigo de la Revolución cubana por lo que tiene de Martí, no de Lenin. No me respondió: ¿para qué? El régimen cubano se parecía más y más no a Lenin sino a Stalin.20 Es claro, como muchas veces se ha señalado, que el caso Padilla fue no un evento único sino el último detonante en el proceso de decepción o distancia­ miento que experimentaron varios escritores desde los últimos años sesenta con respecto a la Revolución cubana, y que, como apuntó Pablo Sánchez, fue uno de los eslabones finales de una competencia entre “el repertorio cubano (…) con el propuesto desde Barcelona, con el mexicano, con el parisino, y por supuesto los de los centros culturales de Estados Unidos”.21 El repertorio mexicano era, básicamente, el que modelaba La Cultura en México, pero en ese contexto –tras negociar con Scherer que se tratara de una revista y no de un suplemento cultural– Paz lanza Plural, cuyas páginas se irán articu­ lando, poco a poco, como una respuesta implícita a la violenta reacción de Retamar en Calibán frente a las quejas o rupturas de muchos escritores con Vale la pena apuntar que, en París, Paz habría conocido en 1960 a Retamar, quien hacía estudios de posgrado, y que, si es muy plausible pensar que para 1971 Paz no se interesara en leer Casa de las Américas, por lo menos sí se habría enterado de la aparición de Calibán en forma de libro: Carballo lo publicó el mismo año en su editorial Diógenes. 20 Obras completas, vol. IX, p. 49. 21 Pablo Sánchez, La emancipación engañosa. Una crónica transatlántica del boom (19631972), Cuadernos de América sin Nombre, 2009, p. 161. 19 72 la sintaxis de plural el régimen de Castro. Aquí deben recordarse dos o tres componentes de Calibán: sus ataques frontales y viscerales –patéticamente matiza­dos en las sucesivas “posdatas” o “revisi­ taciones” de Retamar– a fi­guras que Plural acogería como colaboradores prominentes (caso de Emir Rodrí­ guez Monegal) o autores estelares (Jorge Luis Borges y Fuentes); su rechazo al estructuralismo y al auge de la lingüística, estableciendo, co­ mo apunta Claudia Gilman, “una relación causal entre estructuralis­ mo y posición burguesa de clase en el universo intelectual” (175),22 rechazo que se trasladaba asimismo a la literatura que hacía énfasis en el lenguaje, apelando de alguna manera a la famosa función metalingüística de Jakobson –otro colaborador, por cierto, de Plural–; y el rechazo, más tajante aún, a la autonomía del intelectual, a partir de supeditarlo a la verdadera vanguardia, esto es, a los líderes políticos del Estado revolucionario. Frente al ideario plasmado en Calibán, Plural irá articulando una res­ puesta no al nivel de textos específicos: en ese nivel, el contenido de la re­ vista transitará de una posición inicial de crítica al régimen soviético –sobre todo con base en la figura de Solyenitzin, cuyo nombre reaparece cientos de veces en las páginas de la revista– a una crítica general del socialismo real aún fuertemente adobada con la retórica izquierdista de la época, a un cuestionamiento todavía tímido, y sólo en los últimos números, ya no de las prácticas sino de la teoría marxista, de la mano de ensayos de Leszek Ko­ Nada casual, en absoluto, que el primer número de Plural abriera con un largo ensa­ yo de Lévi-Strauss: era toda una declaración de principios indirecta, aunque frontal, con respecto a las posiciones que Retamar sintetizó en Calibán. El libro de Claudia Gilman, acaso el mejor estudio de los últimos años sobre el boom, se llama Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Siglo xxi Editores, 2003. La cita está en la página 175. 22 73 gabriel wolfson lakowski (“George Sorel: un marxismo jansenista”, capítulo de su libro Las principales corrientes del marxismo, en mayo de 1975) y Kostas Papaioannou (“Lenin, la revolución y el Estado”, diciembre del 75). En el nivel sintáctico, en cambio, podrían enumerarse varias estrategias, desde luego no siempre conscientes ni planificadas: 1. Una lectura particular del boom, no sólo a cargo de los ensayos de Rodríguez Monegal aparecidos en los números 4, 6, 7 y 8 de Plural y que al poco tiempo se publicarían como libro, El boom de la novela latinoameri­ cana, uno de los primeros y más importantes balances generales del boom sino, sobre todo, a partir de las elecciones y ausencias: la primacía otorgada a los narradores cubanos exiliados (Guillermo Cabrera Infante, Severo Sar­ duy) que se hermanaban en su radicalidad formal con otros autores también ensalzados en Plural, como Manuel Puig, Julián Ríos o el Carlos Fuentes de Terra Nostra, y la ausencia tan significativa de García Márquez y del Vargas Llosa de los primeros años setenta por evidentes consideraciones políticas eufemizadas como razones literarias.23 2. Un canon poético que no sólo intentaba incidir en el régimen de géneros que el boom había subvertido al instaurar el imperio de la novela: también, y fundamentalmente, se apartaba con contundencia del curioso ca­ non poético compuesto, en torno a Calibán, con la poesía conversacional de Mario Benedetti, el propio Fernández Retamar, Ernesto Cardenal, más las letras de la nueva trova y la canción de protesta, canon que Gilman, con mu­ cho tino, llamó “antiintelectualista”.24 Si algo caracteriza la nómina de poe­ tas publicados en Plural –o en algunos casos, de los poemas que sus autores eligieron para colaborar en Plural– es el sesgo intelectualista, metapoético o autoirónico: piénsese en nombres como Alberto Girri, Guillermo Sucre, Marco Antonio Montes de Oca o Gerardo Deniz. 3. Por último, un eje que atraviesa Plural de principio a fin: lo experi­ Habría que agregar, rápidamente, el énfasis dado por Plural, en el último año, a escri­ tores argentinos poco beneficiados por el boom, y que pertenecían al viejo grupo de amigos de Paz de Sur: José Bianco, Bioy Casares, Silvina y Victoria Ocampo. 24 Escribe Gilman: “El antiintelectualismo tiende a destacar el carácter de posesión que implica toda competencia cultural y a disminuir la importancia política de la práctica sim­ bólica” (p. 165) y más tarde agrega que “entre 1969 y 1971, lo político-revolucionario pareció encarnarse mejor en la poesía que en la novela” (p. 345). 23 74 la sintaxis de plural mental. Más allá de asignarle un contenido a este término, o de que en la ac­ tualidad se lo haya casi desechado como obsoleto, se trató de una expresión de uso corriente en las páginas y el entorno de Plural, como puede verse, entre muchos otros ejemplos, en la carta con que Fernando del Paso acom­ pañó un fragmento de Palinuro para Plural: “Se tratará de un libro ambi­ cioso, rabelesiano, y, desde luego, un experimento lingüístico.”25 Empleado a grandes rasgos como una noción que denotaba rupturas de la continuidad narrativa, uso de distintos planos enunciativos y, sobre todo, un énfasis en la densificación lingüística, lo experimental se asoció además con las tenden­ cias estructuralistas –que tanto atacó Retamar– a través de ensayos y rese­ ñas que leían novelas y poemas bajo dicha perspectiva teórica como, sobre todo, a través de un interés permanente en la poesía visual y sus aledaños, que va desde el primer poema de Paz publicado en Plural, “Renga” (o bien uno de los poemas más “experimentales” de Paz, “Petrificada petrificante”, publicado en septiembre del 73), a las singulares desconstrucciones poéticas de Ulises Carrión, pasando por el suplemento del número 5, dedicado a la poesía concreta brasileña, los poemas de otro cubano exiliado y muy poco atendido, Octavio Armand, un dossier titulado explícitamente “Escritura vi­ sual”, los poemas visuales de John Cage o, incluso, los varios ensayos rela­ cionados con la caligrafía china y con la poética de Pound, quizás el poeta de lengua no española más atendido en las páginas de Plural. Que dentro de la revista pueda trazarse otra línea, la de la sencillez y la claridad de expre­ sión –cuyos emblemas serían Gabriel Zaid y el Vargas Llosa que confesó no entender más del veinte por ciento de lo que escribía Sarduy–, no hace más que subrayar cómo la poética de lo experimental, que en Vuelta se atenuaría, constituyó en Plural una amalgama de formalismos y radicalismos autono­ mistas con que postular, efectivamente, un nuevo repertorio mexicano, que lo mismo se distanciara de La Cultura en México, ya a cargo de Monsiváis, que respondiera al órdago calibanesco. Respuesta paulatina, a la distancia, discutida incluso dentro de la misma revista. Respuesta sintáctica. 25 Carta citada por King, p. 276. 75 Dos poemas Juan Leyva viento sobre pompeya quisquis ama valia, peria qui nosci amare bis tanti peria, quisquis amare vota –graffito en pompeya 1 los gritos han rayado ya la noche los muros las calzadas pero jamás como ahora aquí en la ciudad fantasma de prisas sombras cálculos traiciones la ciudad como siempre masturbaciones de féminas en callejones puercos y criminales 76 los gritos de los lobos en las piedras el viento y la ciudad el viejo milenario sin vista ya macho olfativo que en la ceniza encuentra algún perfume de diosa altísima 2 frontones arcos patios de ruina sólo sombras perduran en el teatro y en el vacío rotundo del coliseo cientos de rostros calles pasadizos todo en gris ventanas pompeya es la ciudad de las ciudades 3 pompeya es la ciudad dejada al viento y no le duele ya ni siquiera la nada el aire se extravía entre arquerías tabernas y burdeles 77 un grito interminable para nadie una lluvia que lava para nadie un sol que sale y parte para nadie y alguien estuvo aquí con su collar de besos con su vulva de fruta perfumada con su boca del ansia cuando el viento las hojas láureas por una vez besaron en un rostro verdadero 4 pompeya es la ciudad abandonada al viento: graderías paredes columnatas de nadie para nadie sol para nadie lluvia nada que viva aquí después de ti se oye en la voz de eolo y la arena se alza murmura el milenario 78 aullido que trazaron los graffiti en la piedra que ha ofrecido su pecho a la ceniza sólido palimpsesto de maldiciones: que goce de salud cualquiera que ame que perezca dos veces quien lo impida tu voz ronroneo de bobinas luz en polvo rumores o siseos de celuloide gis de sombras y los ojos cerrados sin imágenes de ti sino un tramado de sílabas salidas de ti misma shohreh pari marie anja agnese he aquí todos tus nombres sin importar cuál de ellos sea verdad o si ninguno cuando te veo en tu última película 79 e ignoro todavía aquel filme de sombras de tu muerte te recuerdo en el set con tus miles de rostros y tu ira por todo sufrimiento ajeno: cuántas voces calladas y cuántas otras y otras reveladas por ti la suma de las voces la muchacha en la lluvia la incansable amante voraz y tierna a veces luego de ver películas antiguas con tu rostro oh marie en tu voz yo pensaba mientras me aprisionaba gutural como en esos años en cambio esta mañana tu voz se vuelve a oír en noticiarios para decirme que ya no estás… cuántas cosas no dichas marie si no por tus guturaciones y susurros pupilas que me miran como entonces desnudas en la tina o saliendo del mar 80 única en las colinas de grecia desnuda anja tú por un sendero de caliza y viento grande en las manifestaciones de parís o en aquella terraza de taormina anciana deliciosa y muchacha de plata y celuloide muñeca mía de lluvia y láser la de ojos de invencible en la última noche oiré tu voz que no curtieron los años música en que asomaba el temblor del frío (disfraz de tus demonios) tu voz tierras ardientes de la infancia beberé de tu boca y nada sonará sino aquella garganta que fue tu vida y mi muerte 81 La forma de mi muerte Fernando de León Hoy salí a comprar mi ataúd. Me hizo guiños un color uva, pero aparté un cajón discreto, gris Oxford. Resolví suicidarme a los 30 años desde que tenía 21 y no he cambiado de idea. El suicidio puede ser también un plan de vida. Para mí lo ha sido en secreto, pues por lo general la gente se escandaliza con este tema. El problema es que la idea de morir me atrae desde que era joven, pero morir por mi propia mano me deprime demasiado: me repulsa. Después de mucho cavilar mi situación y sabiendo que sólo tengo un año para resol­ verlo antes de caer en las redes de la frustración, he llegado a la brillante solución de crear mi propio asesino. ¿Cuántos homicidas no escapan de la justicia cada día por su simple buena suerte o su extremada cautela al perpetrar su crimen? Pues mi crimen será de esos, por la sencilla razón de que no existirá un asesino. Yo cumpliré mi meta de morir pero todos pensarán que fui asesinado. Quien no tiene enemigos es alguien que la Fortuna ha olvidado. Yo no tengo. Ahora, bien ¿Cómo crear un asesino? Es complicado pero posible: Lo primero será inventar un nombre. Qué tal Oser Serón. Es un nombre poco usual y quedará grabado en la mente de mis testigos. Ahora deberé crear precedentes del odio que este novísimo Oser siente hacia mí. Ir a la policía y establecer una demanda por agresión injustificada en la calle. Ahí he sabido su nombre pues me lo ha dicho antes de golpearme; claro, tendré que darme un par de porrazos en la cara para tener algo qué mostrar. Diré que pare­ cía un asalto pero que no me ha robado nada y pediré hacer un retrato habla­ do de él; una descripción totalmente ajena a la mía: “Alto, flaco, calvo, ojos 82 la forma de mi muerte negros. Vestía una cazadora negra de piel gastada, por el uso, y zapatos con suela de goma.” Una semana más tarde reportaré también a la policía la presencia de una amenazante carta envolviendo una piedra que rompió mi ventana. Lo ha­ ré ya muy entrada la noche. Camina­ ré despacio por las piedras, buscando una de buen tamaño, y seré de los que lanzan la piedra y esconden la mano, pues entraré a casa rápido para que mis vecinos me vean salir al momen­ to, contrariado por el suceso. La carta estará escrita a máqui­ na y firmada con un garabato ilegible que le pediré hacer a algún niño del parque. Será la única amenaza escrita. Buscaré que tenga huellas digitales de alguien que difícilmente sería fichado por la justicia. Digamos el sacerdote de una iglesia lejana. Equipado con mis guantes para el frío le pediré que tome una hoja en blanco cuando le entregue personalmente un sobre con limosna. Hoja que recuperaré y en la que escribiré la amenazadora carta para mí. Así, Oser tendrá cara, odio y huellas dactilares. La forma de mi muerte deberá ser abrupta y pasional. Un arranque de ira por parte del apasionado Oser: eso descarta veneno, ahogamiento en tina de baño, ahorcamiento en viga de casa y deja en la lista arma de fuego, armas blancas y de contusión. Descartaré garrotes o estatuillas pues no cuento con un asesino real que me aseste el golpe. Debo concentrarme en pistolas y dagas e incendios. Cómo no pensar en la vanidad de un cadáver presentable; por ello olvidaré el fuego y los disparos que son aparatosos y terribles. Una daga en la espalda es la prueba tangible de un cadáver asesinado y es una herida que no se ve a la hora del sepelio. Debía pensar entonces en un mecanismo para encajarla en la espal­ da y luego sacarla teniendo algún tiempo para desaparecer el arma homicida. 83 fernando de león Cometer un suicidio que parezca asesinato implica, además de un to­ que de esquizofrenia, un procedimiento reversible: Esa noche Oser, luego de haberme apuñalado, tomará las llaves de mi coche y huirá en él abandonán­ dolo en un callejón a unos quince kilómetros de aquí, algo que tendré que hacer en primer lugar. Pero, antes de huir y de matarme, Oser habrá llegado a visitarme y yo lo habré invitado a beber un trago para limar asperezas, sin embargo, por el contrario, el licor que beberemos (una copa para mí, otra para Oser, con garganta de resumidero, una para mí otra para Oser, hasta casi agotar la botella de ron) desatará el rencor que Oser me tiene y en la discusión tomará un cuchillo del estuche de cuchillos que tengo en la barra desayunador que separa la cocina del comedor y me lo encajará en la espal­ da justo cuando yo pida ayuda policiaca por el teléfono. ¿Cómo lograré clavarme un cuchillo en la espalda sin que parezca sui­ cidio? Tengo que retroceder. No será un cuchillo. Será una flecha de ballesta. En ese caso debó hacerme primero un coleccionista de ballestas. Recorreré los bazares y las tiendas de cacería buscando ballestas que coleccionar y las colgaré por el pasillo que va a la sala y en la sala misma. Presumiré a los vecinos mi gusto por esa arma medieval tan efectiva y me inscribiré a un club de tiro con arco en el cual no podrán rechazar a un amante de la historia. Así cuando Oser, alcoholizado y furioso contra mí quiera matarme tendrá a la mano un ballesta funcional y con flechas también a la mano. Todo mundo sabe usar una ballesta y Oser no es ningún imbécil. Ahora bien, ¿por qué está tan enojado el tal Oser conmigo? Se necesita un motivo claro para que los detectives no investiguen demasiado. Una mujer. Es bastante común ma­ tar por celos. Esto se pone algo patético pero también deberé inventar una mujer. No, no seré tan patético. La mujer deberá ser real, sino terminaré inventando a mis vecinos y a mis detectives y hasta mi cadáver. Cortejaré a una mujer que sea hermosa y que conozca en algún centro cultural, una exposición o una lectura de poesía. Las mujeres cultas se toman más en serio los cortejos. Una vez que haya logrado salir con ella tres veces y tener cierta empatía entre nosotros comenzará a cortejarla otro admirador, casi secreto, que le mandará flores y cartas de amor –escritas a máquina– y firmadas por Oser (deberé conseguir más garabatos del niño del parque y más huellas del religioso). Así se establecerá una abierta y casi accidental rivalidad. 84 la forma de mi muerte De nuevo en el momento del asesinato: Oser está ebrio y enojado de sa­ ber que la mujer parece preferir mi amor, ya que no tendría por qué preferir el amor de un caballero inexistente. Se torna violento y yo veo venir un plei­ to. Camino hacia el teléfono y marco el número de la policía cuando siento que una flecha me perfora la espalda. Es un momento crucial. La cuerda con la que accioné la ballesta unos metros atrás también está sujeta al banco que la sostenía y así, herido de muerte, debo jalar el banco hasta mí. La ballesta quedará tirada en el suelo a varios metros de mí, pero el banco deberé jalarlo hasta donde estoy sin moverme mucho, pararlo a mi lado y desatarle la cuer­ da para luego ocultarla enrollada bajo los pliegues de la alfombra. Ésa será la única prueba de que algo raro pasó, pero nadie la buscará, y cuando al­ guien la encuentre no podrá atar ningún cabo con ella, pues planeo cortarla en dos con el afilado abrecartas que tumbaré estando herido: así la distancia que balística arroje no coincidirá con los tamaños de las cuerdas. La puerta estará abierta, el coche, lejos y Oser será un fugitivo que nunca atraparán. La mujer dirá que me conoció un poco y que yo era buen tipo, que había otro hombre, un poco loco, acechándola y tendrán sentido los reportes policiales, que llegaron a parecer paranoicos, hechos por este cadáver inmaculado, con la cara limpia el cabello peinado y bien vestido que, incluso, perdió en los últimos meses un par de kilos para lucir mejor en el ataúd, el cual no será color uva, pero sí de un elegante gris Oxford. 85 Cuatro poemas Luis Manuel Pérez Boitel [ arrajatablas ] Después de la transfusión todo quedó como si el cuer­ po se salvara, a duras penas puedo piafar la sombra. Piafar la nocturnidad del todo, Ikú. El co­ leccionista había dicho que las puertas es­ taban cerradas. La ciudad estaba cerrada. La ciudad estaba cerrada. La ciudad estaba cerrada. La ciudad estaba cerrada. La ciudad estaba cerrada, Ikú, y era todo por satisfacer esta ex­ traña sobredosis, las cabalgatas del que escribe versos para encontrarse. Después de la transfusión me quedé sobre la cama, no podía yo alzar la cabeza. Piafar al patico feo. Piafar estas voces que nada me dicen, como nada dice la ciudad Ikú. Nada dice la salita donde estoy, la sangre que cae a borbotones. Arrajatablas. 86 [ ahora que dijimos adiós a josé emilio pacheco a josé emilio pacheco a josé emilio pacheco ] Si supieras Berenice como logré saldar ciertas deudas con maria2014@yanoestoy.com y después irme al mercado donde siempre estaban al mismo precio los pescados fabulosos de la isla, como si fuera el camaroncito en­ cantado al que había que rendirle cierto honor cierto estado de gracia pero no sabe nadie del javiersalva­ dor@yanoestoy.com que escribía poemas a la noc­ turnidad del ser rara dicotomía para el que se buscó un equipaje un zafarrancho para el transmundo como si nada sucediera en aquella pequeña habitación donde lesbisca­ sol@yanoestoy.com seguía en sus andanzas si supieras berenice esa turba cómo llegó a la calle línea en busca de una feria@yanoestoy.com que predicaba un soliloquio para escapar de la bruma y yo decía que no que nada era como aquella manía para escapar de los domadores del silencio de los doma­ doresdelaluz@yanoestoy.com que una vez inventamos desde un quicio donde se jugaba un algo un inconexo estado del alma a contracorriente ahora que dijimos adiós a José Emilio Pacheco a José Emilio Pacheco a José Emilio Pacheco a joseemiliopacheco@yanoestoy. com aunque algo hay en el fondo 87 [ para seguir un criterio de vecindad ] Habían clausurado el antiteatro Las comidas de lujos alrededor de los domadores / Las esquinas para los que pasan los límites El falso techo de los que pudiera ser la penitencia Habían cruzado sin decir nada a favor del barco a la deriva el barco sobre las narices de los que comenzaron a husmear en los libros El que calló para seguir con su manía por los claroscuros la energía cinética diría el otro Después pensé que Ikú tendría siempre su asma sus estertores en esos espacios del amancer Habían dicho que a la Paccha Mamma tendríamos que salvar De un tirón pero quemaron los libros en la casa Quemaron los poemas de Rimbaud y sus cartas del vidente Que no pude perdonar pero había que perdonar Había que perdonar había que perdonar había que perdonar había Había que reír a los domadores sedientos a los domadores hediondos Que vinieron para callame la boca Ikú esto estaba dicho Por aquel teléfono que todos sabían que todos sabían Que todos sabían que todos sabían que todos Sabían / Hasta los perros esa noche no durmieron 88 [ ceci n ’ est pas un pipe ] un poema según la traición de las imágenes de rené magritte En la familiarización de un cuerpo que va muriendo Imagino el quebradizo escondite del espíritu (raro salvoconducto, diría?). La supuesta primavera ronda Ante los bancos solitarios del parque de San Juan de los Remedios, Nada dice al que va de turno y mueve la cabeza. El arlequín para Los domingos, en la traición de esas imágenes René Magritte Se empeña en ofrecer ante el paradójico tiempo que esto no es una pipa. Hay en los lienzos, en esas talanqueras, cerca de los fingidos cuerpos, un juicio apocalíptico, crucial para definir lo que pudiera Ser ese otro amor entre cuatro paredes. Rastros que deja lo semejante Cuando se asume con la ambigüedad de las palabras, entonces Ya no importa morir con seconal sódico o cortarse las venas después de la crisis. /en sentido estricto, debía yo fingir esas márgenes pero nada debo a la trasvestida soledad. 89 Elogio de la traducción Raúl Dorra 1 . la traducción conversada Aunque mi experiencia efectiva como traductor es más bien breve (ensayos y poemas casi siempre del francés, estos últimos buscados y trabajados como quien busca y trabaja su propio gusto), nunca han dejado de interesarme los arduos problemas referidos a esta actividad que está en el origen y en el de­ sarrollo de la cultura, o las culturas. Observada la traducción en un sentido general, podría decirse que toda cultura es impensable sin ella puesto que una cultura, aun la más conservadora, es, necesariamente, un proceso de in­ tercambios, un devenir sin finalidad preestablecida que adquiere dirección en su propio movimiento, mejor dicho, en su propio tempo. El tempo, en efec­ to, de dicho proceso puede ir de la extrema lentitud propia de las culturas llamadas primitivas, o frías, a la extrema aceleración tan propia de la cultura actual, aceleración a la que tratamos de adaptarnos o a la que tratamos de evitar, sin dejar de sentir, por el esfuerzo que nos cuesta una opción o la otra, que vivimos en –o sobrevivimos a– una cultura del exceso. Todo intercambio implica de algún modo una traducción que pone en juego bienes y valores, ganancias y pérdidas. Acogida como una necesidad de sobrevivencia, o bus­ cada con entusiasmo, polimórfica, la traducción transforma con lentitud o con dinamismo el devenir de las culturas, y, por su propia gravedad, tiende incesantemente a reunirlas. Pero aquí no hablaremos de esa traducción po­ limórfica, ubicua, que cubre todos los aspectos de la vida social, sino de un caso de traducción particular, la traducción de la palabra, que es, al fin y al cabo, lo que entendemos de inmediato cuando hablamos de traducción. 90 elogio de la traducción Mi experiencia efectiva como traductor es breve, ya lo dije, y siempre feliz, acaso porque no es una profesión sino una oportunidad que me doy para conocer sobre todo la lengua que hablo y observar el grado de proximidad o lejanía que mantiene con otras. Pero dentro de esta breve experiencia hay una a la que quiero referirme especialmente, acaso porque fue la más gozo­sa y aleccionadora, la que me dio oportunidad de demorarme más en los de­ talles de esta labor y en consecuencia meditar más exhaustivamente sobre pequeñas y decisivas cosas, puesto que, más que una meditación, se trató de una diálogo sostenido por varias voces. Hacia fines de 2003, y por iniciativa de Elena Bossi, reunidos algunos amigos en Córdoba, decidimos emprender la aventura de formar un equipo con el propósito de traducir a un grupo de poetas italianos, poetas poco co­ nocidos a los cuales se había referido Antonio Melis en unas clases de la Maestría en Traduzione Letteraria que habían presenciado la propia Elena y Jorge Accame en la Universidad de Siena. Aunque no sabíamos de qué modo nos organizaríamos para trabajar, la iniciativa tuvo una respuesta favorable así como un desarrollo entusiasta, y ella desembocó en un libro titulado es­ cuetamente: 5 poetas italianos, y subtitulado más sabrosamente: traducción y conversaciones. Tal libro fue publicado por Alción en 2005. Para reunirnos en ese libro, primero decidimos reunirnos en un grupo cu­ yos integrantes (Jorge Accame, María Teresa Andruetto, Silvia Barei, Elena Bossi, Guillermina Casasco, Edwin Conta, Raúl Dorra y Gigliola Zecchin) tenían, tienen, sus domicilios en diferentes ciudades (Jujuy, Córdoba, Buenos Aires, Puebla), de modo que el diálogo no sería de boca a oreja sino de com­ putadora a computadora para dar cuenta de poemas escritos por Stefano Dal Bianco, Alessandro Fo, Attilio Lolini, Nicola Muschitiello y Mario Specchio. El caso es que la tarea que nos propusimos llevar a cabo se desarrolló presidida por la atracción de algo que no sabíamos a dónde nos iba a condu­ cir, por el amor a la poesía, desde luego, y también a las licencias poéticas: la ocurrencia insólita, el buen humor, el gusto por preferir el camino menos práctico y menos económico. Así, coordinados por Elena Bossi y armados de máquinas disparadoras de correos electrónicos, cada uno en su lugar, em­ prendimos esa travesía. Considerando el conjunto de poemas que queríamos traducir, cada uno de nosotros eligió uno, o dos, para iniciar una especie de 91 raúl dorra combate con el ángel. La idea era ha­ cer, cada cual, una primera versión en castellano del poema elegido y girarla al resto del grupo para recoger opinio­ nes, críticas y sugerencias. Debido a que, como era de esperarse, las respuestas hacían observaciones o proponían mo­ dificaciones con frecuencia no coinci­ dentes, o que coincidían sin dejar de diferir, ello daba pie a un intercambio tan enriquecedor como disfrutable. Las vacilaciones eran muchas y las correccio­ nes sugeridas pocas veces obedecían a un criterio racionalista o, digamos, sim­ plemente gramatical: se trataba más bien de percepciones auditivas, de matices semánticos, de gradientes de sensibi­ lidad o de criterios de adaptación. ¿Có­ mo traducir, por ejemplo, los dos últimos versos de “Il sogno della madre”, de Stefano Dal Bianco: restate lì, non ve ni andate / e copritela con uno scialle? ¿Usar el vos, el tú, el ustedes? Escribir “¿cúbrela, tapala, arropadla, abrí­ guenla? ¿Y cómo dar cuenta de scialle: chal, chalina, bufanda, o rebozo, si cada una de estas palabras evocan una imagen y, sobre todo una sensación diferente, más aún cuando se trata de proteger el sueño de una madre? Por ejemplo, alguien de nosotros encuentra que la palabra chal tiene un sonido abrupto y que, en cambio, chalina, “con sus tres sílabas”, suena como “más abrigada y envolvente”. Cada versión era, entonces, discutida, corregida, discutida una vez más, hasta que quien se había hecho cargo del poema consideraba que ya había terminado de asentir, de negar, de explicar, de vacilar, y, dando por acabada la conversación, ofrecía lo que consideraba su versión definitiva. Esas conversaciones fueron, no hace falta decirlo, lo más enriquece­ dor y lo que más nos entusiasmaba. Pero al comienzo del libro decidimos 92 elogio de la traducción presentar un plato fuerte que no recuerdo a qué hora lo cocinamos, aunque supongo que lo hicimos hacia el final, cuando ya nos sentíamos virtuosos en el arte de la traducción a ocho voces, o cuando decidimos dar por finalizado este, en el fondo humilde, esfuerzo. Elegimos para todos un mismo poema (“Pomeriggi” de Atilio Lolini) y cada uno de nosotros hizo su propia versión. Humildes o no, esas traducciones, esas conversaciones, aquel intercambio de palabras que nos aproximaba a lo que, sin pudor, llamaría lo inefable, fueron un aprendizaje que terminamos de apreciar cuando decidimos poner un punto final y vimos lo que habíamos hecho: no una obra sino un obrar; un camino siempre abierto. 2 . problemas de la traducción Considerados los problemas generales a los que nos aproxima el tema de la traducción, la experiencia grupal que acabo de resumir se sitúa, creo, en los dos extremos del trabajo del traductor: el de mayor y el de menor dificultad. La mayor dificultad la representa el hecho de que se trata de una traducción literaria, y sobre todo de poesía, forma discursiva que, entre otras caracte­ rísticas definitorias, tiene la de ser aquella que más explota la materialidad sonora de la palabra (su extensión, la disposición de sus sílabas y sus acen­ tos, su velocidad, la dureza o blandura de sus consonantes, la oscuridad o claridad de sus vocales), y en ese sentido podemos decir que la poesía es profundamente intraducible puesto que, de una lengua a otra, esa materia se trabaja de una manera diferente. La atmósfera creada por el sonido (acentos de intensidad, extensión de las curvas melódicas, altura y duración de las vocales, transformaciones de la velocidad, rimas cuando las hay, en suma, las aventuras del significante) son, como cualquiera sabe, más decisivas para la significación del poema que los propios significados, fluctuantes, de las palabras. Considerados estos matices, se llega rápidamente a la conclusión de que no es posible pasar el sonido de una lengua a otra, por más próximas que ambas estén, y por eso Octavio Paz llamó a sus traducciones Versiones y diversiones, entendiendo la palabra di-vertir no en el sentido de divertimento sino en de di-verso. Y sin embargo… Sin embargo José Emilio Pacheco se enfrentó al tantas veces traducido, 93 raúl dorra o vertido, soneto “El desdichado”, de Gerard de Nerval, e hizo de él, en su li­ bro Aproximaciones, una versión verdaderamente magistral en la que se dedicó a trasladar, en todo lo posible, esto es, contra todo lo imposible, el sonido del verso original; así, reprodujo el metro alejandrino (tan característico de la poesía fran­ cesa como el endecasílabo en la lírica culta castellana e italiana) y reconstruyó, con una sola variación en los tercetos, el sistema, y aun la sonoridad, de las rimas de modo tal que, trabajando el nivel fónico antes que el semántico, logró crear una pregnante atmósfera nervaliana al mismo tiempo que se dejó la libertad de escribir su propio soneto, un soneto, quiero decir, en el que en un impecable castellano reúne su propia voz con la voz del poeta francés: Yo soy el tenebroso, el viudo inconsolado. A mi abolida torre la desdicha me guía. Cargo una muerta estrella y un laúd constelado. Son estos negros soles mi aciaga astronomía. Bajo la áspera noche, tú que me has confortado, devuélveme el oleaje y el mar al que cubría; la herida en que se ahonda mi grito desolado, el confín de la hiedra que a una rosa se alía. Porque ignoro mi nombre deshice mis cadenas. El beso de la reina en la frente me ha ungido. Si he soñado en la gruta donde arden las sirenas, también perdí mi sombra en el río de las penas, mientras la órfica lira conciliaba en su olvido el rumor de la virgen y algún canto perdido.1 En esta aproximación, Pacheco tomó decisiones osadas. Acaso las tomó El conocido soneto de Nerval es así: “Je suis le ténébreux –le veuf, –l’inconsolé, / le prince d’Aquitaine à la tour abolie: / Ma seule étoile est morte, –et mon luth constellé / Porte le soleil noire de la Melancolie. // Dans la nuit du tombeaux, toi qui m’as consolé, / Rends-moi le Pausilippe et la mer d’Italie, / la fleur qui plaisait tant à mon coeur désolé, / Et la treille où le pampre à la rose s’allie. // Suis-je Amour ou Phébus, Lusignan ou Biron? / Mon front est rouge encor du baiser de la Reine; / J’ai rêvé dans la grotte où nage la Sirène… // Et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Achéron: / Modulant tour a tour sur la lyre d’Orphée / Les soupirs de la sainte et les cris de la fée.” 1 94 elogio de la traducción porque el soneto de Nerval, casi como ningún otro poema escrito en francés, se ha convertido en un desafío para los poetas aficionados a traducir y por lo tanto el poeta mexicano contaba con el respaldo de las otras, muchas otras, versiones.2 O acaso porque quiso llegar hasta un límite que le permitiera ver su propio trabajo para juzgar distancias y cercanías, alejamientos y apro­ ximaciones. De una o de otra manera esta versión plantea, y a la vez da su propia respuesta a la pregunta de cómo traducir un poema, qué es lo que se puede conseguir, qué es lo que se debe resignar. Traducir, sobre todo tradu­ cir un poema, es adentrarse en la aporía pues se trata de una imposibilidad a la que sin embargo es imposible renunciar. ¿Lo deploraremos o lo celebrare­ mos? Frente a esto se puede afirmar que ese tan difundido como pernicioso y finalmente impotente epigrama: traduttore, traditore, es una broma que no oculta su orientación metafísica, orientación según la cual siempre habría un texto de origen, un texto incontaminado que no se puede trasladar sin co­ rromper y, por lo tanto, la verdadera traducción, la única que, como la madre, no traiciona, sería una reiteración sílaba a sílaba del texto original, un texto de llegada idéntico al texto de partida. Pero, según nos informa Jorge Luis Borges, Pierre Menard escribió las mismas palabras que escribiera Cervan­ tes en su célebre novela y sin embargo terminó contradiciéndola, no sabemos si a su pesar o si para enseñarle a aquellos epigramáticos que es imposible repetir, o incluso leer, un texto sin modificarlo. En realidad, no sólo en la literatura de tradición popular sino en lo que A propósito de versiones de un poema, tengo un libro en el que Philippe Brunet recoge Cent versions d’un poème de Sappho, del poema mejor conservado de la poeta que vivió en la isla de Lesbos, poema sin título y que aquí aparece nombrado como L’égal des dieux (“El semejante a los dioses”). Seguramente hay más, seguramente las versiones en diferentes épocas y lenguas son innumerables dada la fama de Safo a través de los siglos: el libro (apa­ recido en 2009 en Éditions Allia) comienza recogiendo versiones en latín y luego pasa a reco­ ger versiones francesas escritas a partir del siglo xvi y llega hasta versiones escritas hacia el final del siglo xx. ¿Cuál de todas ellas nos acerca mejor al original griego? Más que de versiones, mucho más que de traducciones, podemos hablar de una incesante expansión de la antigua y siempre renovada voz de Safo. ¿Hemos ganado o perdido con ello: lo único que se puede hacer para aproximarnos a un poema lejano? ¿Debemos celebrar que toda versión sea insatisfactoria y por ello genere otras y otras a lo largo del tiempo? ¿No es eso, acaso, la literatura, y toda obra del hombre? 2 95 raúl dorra llamamos literatura culta lo que tenemos son, siempre, inevitable y felizmen­ te, nada más que variantes o manifestaciones de un texto virtual, es decir, un texto materialmente inexistente. Un poeta reproduce y transforma en sus poemas a otros poetas que ha leído y aquellos que lo leen hacen otro tanto. ¿Podemos decir que el poeta de algún modo tradujo a otros que lo precedie­ ron? Bajtín advirtió que los hablantes de cualquier lengua se mueven siem­ pre entre la palabra ajena y la palabra propia, que el habla –el enunciado como prefiere decir él– se construye sobre lo escuchado; que es necesario, agrego yo, hacer de la expresión verbal (así como, por ejemplo, de la gestual) una continua negociación entre lo que se repite y lo que se crea o se recrea. Por otro lado, como cada lengua tiene su historia, un texto escrito en un cas­ tellano suficientemente alejado de nosotros debe ser agiornado, bien hacien­ do de él una versión actualizada o bien directamente leyéndolo pero en un contexto de tal modo diferente, asociándolo a escrituras y acontecimientos que vinieron después de la composición de dicho texto, que jamás lo recu­ peramos si es que no entendemos por recuperar el operar sobre las mismas palabras una profunda transformación de su sentido. Ahora bien, antes de reflexionar, o acaso divagar, sobre la traducción en general, pero ya encaminándonos en esa dirección, me referiré a la parte blanda de nuestro trabajo en equipo, es decir lo que he llamado hace un momento el extremo “de menor dificultad”. En realidad, ya me he referido a él al hablar de nuestra familiaridad con lo que en la jerga de los traductores se suele llamar la “lengua de partida”, en este caso el italiano. El italiano es una lengua tan próxima a la nuestra que podría pensarse que ambas integran un mismo sistema, o un macro-sistema junto con las otras lenguas románicas a las que algunos se obstinan en seguir viéndolas como dialectos del bajo latín. En realidad, lo que podría decirse con menos precisión pero con más coherencia es que se trata de variantes idiomáticas. Por esa razón, si en vez de poemas italianos hubiéramos tenido la osadía de intentar traducir poemas escritos en lenguas más distantes (el alemán, el ruso, el vascuence, y otras aun cuya escritura no se base en la fonética, es decir, otras cuyas grafías no evoquen sonidos o los evoquen indirectamente), la empresa sin duda no habría sido tan divertida y lo más seguro es que hubiéramos terminado por 96 elogio de la traducción abandonar, agarrándonos virtualmente de los pelos. De modo que no bas­ ta con pensar que en una traducción existe ese recorrido de una lengua a otra sino que, en primer término, resulta necesario calcular cuán largo y accidentado es dicho recorrido. Dado que actualmente un gran volumen de traducciones recorre un camino que empieza en el inglés y otro, importante aunque menos cuantioso, que va del portugués al castellano, lo accidentado del recorrido no parece un problema demasiado grande. El portugués en su origen se confundía con el gallego y, en cuanto al inglés, se trata de una lengua que, aunque en el léxico no haya terminado de desprenderse de sus raíces sajonas, su sintaxis es una simplificación de las sintaxis neolatinas y su entonación tiene un registro cercano a la entonación del español, lo cual es fácil de comprobar con tanto cine o video que nos ponen ante los ojos y las orejas donde quiera que nos movamos. En cuanto al chino, lengua a la que penosa pero aceleradamente los traductores profesionales deben dedicarse a dominar (ya que pronto ella y sus hablante nos van a dominar a nosotros, y entonces los chinos ya no se esforzarán por comunicarse en inglés, como lo hacen ahora, sino que impondrán sus laboriosos ideogramas), el chino, digo, tiene la doble dificultad de que su escritura no está diseñada a partir de un sistema alfabético del tipo latino, como sí lo están el ruso, el árabe o el hebreo, aunque sus grafías sean diferentes. El chino no posee un alfabeto que reúna un relativamente breve número de grafías que evoquen sonidos sino que tiene como signos de base un número muy alto de ideogramas, o sea signos visuales formados por trazos que sugieren unidades semánticas (o “ideas”). Como dice Geoffrey Sampson en su libro Sistemas de escritura,3 preguntarse cuántos grafos –o cuántos ideogramas– tiene la escritura china es algo que simplemente no puede responderse porque es como preguntarse cuántas palabras tiene la lengua inglesa. Un sistema irreductiblemente lo­ gográfico como el chino tiene una cantidad de caracteres prácticamente in­ finita aunque por razones convencionales se esté tratando continuamente de reducir su número con la intención de dejar sólo aquéllos que bastarían para entenderse en la comunicación habitual (que son los caracteres que aprenden los niños en la escuela), así como de simplificar las líneas de su 3 Gedisa, Barcelona, 1997; trad. de Patricia Wilson. 97 raúl dorra trazo. Decididamente, un libro del tipo 5 poetas chinos. Traducción y conver­ saciones no habría podido escribirse, no al menos si sus autores tuviéramos que haber sido nosotros, con esos apellidos (Accame, Bossi, Andruetto, en fin). Ser traductor del chino (y sobre todo de poetas chinos) es otra historia, otra empresa que necesita de otros ingredientes, de herramientas indóciles y, por lo mismo, mucho más exigentes pero que al fin y al cabo terminan por manejarse porque, por más dificultades que presente la lengua a traducir, la traducción, si bien puede retardarse, nunca se detendrá. De modo que no sólo la distancia idiomática sino la pertenencia a un tipo o sistema de escritura hace variar considerablemente el esfuerzo invertido en una traducción y eso crea numerosos problemas que, supongo, los especia­ listas en el tema han estudiado con detalle. Pero también hay que considerar (y creo que esto es lo primero en ser considerado) que cada texto pertenece a un género discursivo y que cada uno de ellos tiene características que hace más o menos dificultosa su traducción. No es lo mismo, para ir de extremo a extremo, traducir un poema que una carta comercial o una escritura pública, pues estos dos últimos tipos textuales siguen fórmulas preestablecidas que se repiten de un documento a otro, lo cual facilita considerablemente la tarea pues se trata de avanzar sobre frases más o menos previsibles. Todavía hay que agregar, en este panorama, que la materia tratada por el texto a traducir muchas veces exige una doble especialización. Un traductor de textos filo­ sóficos o científicos requiere también de un conocimiento de la materia más o menos especializado. En este caso, la exigencia o la dificultad serán más o menos pronunciadas de acuerdo a quiénes vaya dirigido el texto. Si se trata de un texto escrito para un amplio espectro de lectores –un texto escrito por un científico no para sus colegas sino para un público más amplio– el cono­ cimiento de la materia por parte del traductor puede ser, obviamente, menor o más general; pero si se trata de un texto escrito para un espectro restringido de lectores especializados, el traductor inevitablemente se verá obligado a un conocimiento más consistente y específico. La retórica antigua distinguía tres estilos generales del discurso o tres formas de construir un texto que, creo, se mantienen en la actualidad, con las necesarias adecuaciones: en primer lugar, el estilo que adoptaba el discurso cuando estaba dirigido a un interlocutor situado por encima del hablante y dotado de mayor autoridad 98 elogio de la traducción (entonces, como ahora, el ejemplo típico era el discurso de un abogado que se di­ rige al juez así como, en nuestro medio, la redacción de una tesis que ha de ser evaluada por un tribunal); en segundo lugar, el estilo que adoptaba un discur­ so dirigido a un interlocutor situado a su misma altura y dotado de la misma au­ toridad, es decir a un par (un artículo, por ejemplo, de una revista científica); y, en tercer lugar, el que adoptaba un dis­ curso dirigido a un interlocutor situado por debajo de su autor y al que había que ilustrar o aleccionar (por ejemplo, un tex­ to didáctico). Estos estilos han recibido diferentes nombres que pueden sinteti­ zarse en alto, medio y llano, estilos con características tan bien diferenciadas que, si se quieren traducir, lo que ten­ dría que empezar por traducirse es precisamente el estilo, pues es en estos casos el factor más expresivo del discurso. 3 . traducción y globalización Todo lo dicho me parece evidente aunque ahora la llamada globalización alienta una continua y creciente circulación de personas y de mercancías por lugares distintos y distantes de su origen, así como la tecnología de la comunicación expande la información y el diálogo a través de una red tan ex­ tensa y compleja que el destinador-destinatario de un mensaje no sabe dón­ de está situado aquél o aquéllos a quienes habla o responde. De tal modo, los caminos se vuelven más sinuosos, los estilos y aun las formas de escritura se entrecruzan, cosa que tiene como resultado la producción de mensajes altamente híbridos. En el primer caso, el de la globalización, es del todo frecuente que las mercancías circulen con indicaciones hechas en varias 99 raúl dorra lenguas e incluso recurran a una forma de comunicación visual tan primaria como los pictogramas. Los pictogramas son trazos más o menos icónicos (di­ bujos, flechas, diagramas, etc.) tan despojados de fonetismo, o de lo que en un sistema articulado serían las unidades mínimas, que muchos gramatólo­ gos convienen en excluirlas de los sistemas de escritura aunque hayan sido hechos para dirigirse a los otros y hasta construyan mensajes relativamente complejos. Grabados en la piedra, recortados en el tronco de los árboles, pintados sobre la piel, tales recursos, según todo hace suponer, fue la pri­ mera forma de inscripción comunicativa (con fines pragmáticos, políticos o rituales) que utilizaron los hombres. Sin embargo, debido a las formas de circulación de los mensajes y a la diversidad de áreas idiomáticas que deben cubrir, en la sociedad contemporánea los pictogramas proliferan: por ejem­ plo una simple caja de cartón o de lámina que contenga un novedoso objeto doméstico maquilado en algún sótano limeño, pero que llega de Singapur con etiquetas en inglés, siempre trae, para su buen manejo (por ejemplo para abrirla como corresponde), alguna frase instructiva que se repite en varios idiomas (chino, árabe, francés, portugués, castellano, etc.), la cual, a juzgar por lo que alcanzamos a leer en castellano, ha sido traducida por algún po­ líglota de rigurosa incompetencia. Transcribo, para ejemplo, el comienzo de unas instrucciones que en vano, y no ya en busca de ayuda para un usuario sino por curiosidad de lingüista aficionado, traté alguna vez de descifrar: “Paso No. 1: Jale el bordo central. Paso No. 2: Voltearlo hacia adentro de la misma”, y así el resto. Justamente por ello, previendo las pifias del políglota, o a veces reforzándola, la instrucción para el buen uso agrega una serie de flechas, líneas punteadas, círculos, alguna mano suelta con el dedo índice levantado, al igual que otras indicaciones visuales tan meticulosamente desorientado­ ras que el desconsolado usuario termina abriendo la caja con un cuchillo, un punzón o un serrucho, después de haber advertido que recurrir a las patadas sólo sirve para descargar el mal humor, no para abrir la invicta caja. Y para el caso en que la mentada caja contenga objetos más sofisticados –sobre todo aparatos electrónicos–, con seguridad el usuario encontrará, además, un ma­ nual, donde a las instrucciones dadas en diferentes idiomas, y siguiendo un orden inefable, se le suman pictografías más complejas: dibujos de las partes del aparato en cuestión atravesadas por líneas que terminan en una botone­ 100 elogio de la traducción ra, en un dial, en una aguja que mide alguna cosa, a lo que se le agregan algo así como caricaturas que simulan personas, o pedazos de personas (brazos, pies, torsos con sus respectivas cabezas, una cara que exagera el gesto de una profunda y casi asustada concentración y en seguida otra, ésta sonriente, triunfante, que expresa algo así como: “¡Eureka!, ¡ya le encontré la vuelta!” Y es el momento en que el usuario entiende lo que debe hacer: buscar la libreta del teléfono y pedir auxilio a algún amigo graduado en ingeniería electrónica o simplemente menos torpe que él en el manejo de aparatos. Pero escrituras o no (caritas sonrientes que nos sugieren que el mundo, lejos de ser feroz, es una fantasía de Disney, animalitos que exhiben miradas lánguidas y cartelitos con palabras tan tiernas que no hay corazón que se resista), las pictografías, digo, se han hecho imprescindibles en este mundo globalizado porque, según también se supone, ellas no necesitan de un tra­ ductor aunque sí necesitan del manejo de ciertas elementales convenciones. Todo ello, trabajosa o desaseadamente, también forma parte del mundo de la traducción pues estamos en presencia de la circulación de mensajes cuyos códigos es necesario aprender y trasponer. En cuanto a la comunicación que circula en la red, en ella se da una continua hibridación para construir mensajes según las circunstancias lo re­ quieran. En una sesión de chat –sin duda cualquiera lo sabe mejor que yo– se mezclan diferente sistemas de escritura (logografías, fonografías, pictografías), así como recursos de los que se echa mano en el momento: palabras abrevia­ das con símbolos numerales, neologismos ad-hoc, invenciones jergales. Aquí toda gramaticalidad queda de lado, ya sea por ignorancia o por apuro pero más seguramente por un afán de expresividad para la cual la gramática deja de ser una norma para convertirse en un estorbo. Se trata de un continuo cifrar y des­ cifrar por parte de los interlocutores, de una continua invención y una continua traducción. ¿Pero traducción de qué a qué? ¿De un sistema otro, de un código a otro? En realidad se trata de un código que se va creando y transformando a medida que el diálogo avanza, mensajes que activan la función fática, la función expresiva y la función conativa, y que reúne a dos o más constructores de un lenguaje único y plural, eficaz pero efímero con el que cada uno trata de apro­ ximarse al otro hasta casi tocarlo (las groserías, por ejemplo, tan frecuentes en este lenguaje, son un modo de tocar y aun de sacudir al otro) ignorando con 101 raúl dorra toda decisión que se trata de una acción puramente virtual. Se podría hablar de una intratraducción (si la palabra no sonara tan feo) compartida y volátil puesto que los códigos son por completo fluctuantes y acomodados al momen­ to, un momento en el que domina la pulsión erótica y la pulsión retórica del lenguaje. Aquí menos que nunca se podría decir que hay un traduttore y un posible traditore porque no hay texto de origen ni de llegada sino un mensaje que se construye ahí, en el momento en que se devora a sí mismo. Pero la globalización, combinada con la tecnología, ha hecho proliferar otra práctica de la traducción. Me estoy refiriendo a la traducción que suele es­ pecificarse como “interpretación” y que yo prefiero llamar vocalizada. Esta variedad de la traducción (en la que el traductor vierte a una lengua lo que alguien está diciendo en otra) puede ser segmentada o simultánea y requie­ re de un entrenamiento especial actualmente muy cotizado. Dado que el mundo se encuentra en un continuo pero al parecer insuficiente estado de catástrofe, se ha hecho cada vez más necesario que los personajes llegados de diferentes partes del mundo con especialidades confusas –presidentes, embajadores, secretarios de Estado y otra gente de parecido pelaje– se reú­ nan para desarreglarlo un poco más con sus decisiones o recomendaciones. Y para que todos entiendan las cosas que ahí se dicen, esta forma de traduc­ ción, imprescindible, se vuelve objeto de una demanda creciente. Yo nunca he ejercido la traducción vocalizada, así como tampoco he sido copista, pero he pensado un poco en ambas profesiones y me ha parecido que, por más que estén tan alejadas entre sí en tantos sentidos, el traductor vocal ha de tener un entrenamiento parecido al de los copistas de la antigüedad porque ambos deben ejercitar la memoria inmediata, una memoria que, en el caso ideal, tendría que funcionar tan espontáneamente, o tan automáticamente, hasta volverse una suerte de memoria ciega. El trabajo del copista consistía en pa­ sar sus ojos sobre una superficie escrita y memorizar los trazos de manera tan veloz que pudiera reproducirlos de corrido y, por decirlo así, sin ser cons­ ciente del gasto memorístico que esto suponía. El traductor vocal, sobre todo si traduce simultáneamente, ha de recoger, por su parte, los sonidos de una lengua y, en el caso ideal, dejar que esos sonidos se conviertan en su boca en sonidos de otra lengua de tal modo que se borre de su conciencia el gasto 102 elogio de la traducción de memorización y de transformación que eso supone, pues tanto el copista como el traductor, así como continuamente memorizan, deben continuamen­ te olvidar lo que acaban de tener en la memoria para hacerle lugar a lo que sigue. De este modo la memoria se llena y se vacía todo el tiempo pues, para seguir avanzando, la escritura o el habla que continuamente trasladan, con­ tinuamente debe ir quedando atrás. Se trata, para mí, de un ejercicio admi­ rable, y también paradójico pues la memoria que es, precisamente, el órgano de la retención, en estos casos recoge y da salida prácticamente sin retener. Claro que entre el copista y el traductor vocal hay una diferencia de fondo. Dado que el copista debía recoger y trasladar las grafías de una página a otra sin transformarlas, podía realizar este ejercicio sin conocer la lengua que estaba transcribiendo. El traductor vocal, por su parte, realiza una operación de pasaje y de adaptación entre dos lenguas que conoce y que domina. Es claro que la traducción vocal, si bien se multiplica por las exigen­ cias de la globalización no es, ni mucho menos, una invención de ésta. Por el contrario, desde siempre, desde que una comunidad –llevada por un afán de conquista o de comercio– entra en contacto con otra que habla un idioma diferente, se vuelve necesario un intercambio de mensajes, y dado que el len­ guaje gestual resulta demasiado precario y por lo tanto insuficiente, siempre fue necesario que alguien de una comunidad tanto como alguien de la otra, ambos dotados de una alta capacidad para apropiarse del idioma del otro, sirviera como puente, es decir, asumiera el papel de traductor. Los pueblos nómadas, las comunidades que se expandían en la caza o la conquista, siem­ pre debían disponer de lenguaraces, hombres conocedores o poseedores de una especial habilidad, para aprender en breve tiempo y usando técnicas más o menos espontáneas una lengua hasta hace poco desconocida. La his­ toria de México está marcada, en su origen, por la conducta de la indígena llamada Malintzin, más conocida como la Malinche, esa mujer dotada de be­ lleza física y de habilidad verbal a la que Cortés hizo su amante y su lengua­ raz, lo que le sirvió de manera decisiva para sus expediciones de conquista. 4 . grandes momentos en la historia de la traducción Pero hablando de traducciones vocales, yo no conozco (aunque seguramente 103 raúl dorra lo habrá) otro caso más llamativo, más impresionante que el de la lectura de la Biblia hebrea, y más precisamente de la Torah (La Ley), en las ceremonias sabáticas que se llevaban a cabo en las sinagogas en los siglos que prece­ dieron al nacimiento de Jesús. En efecto, debido a que a fines del siglo v antes de nuestra era Darío, el rey persa que permitió el retorno de los is­ raelitas desterrados en Babilonia, ordenó que en todo el territorio palestino y otras zonas aledañas se hablara el arameo imperial, esos israelitas, salvo los eruditos rabinos, terminaron de alejarse del idioma hebreo (sobre todo del hebreo hablado en los tiempos de Moisés) y de adoptar el arameo. Por lo tanto, ya no podían llegar a los libros bíblicos sin pasar por esta variante del arameo, razón por la cual se lo conoció también como arameo bíblico. Poco después de la muerte de Darío, el gran rabino Esdras, comisionado por el emperador Artajerjes, reorganizó, o más bien organizó, la liturgia judía y, entre otras medidas, dispuso que el targum (traducción aramea del original hebreo) formara parte de esa liturgia. Así, en la ceremonia sabática en la que se avanzaba, sábado a sábado, en la lectura de La Ley y de Los Profetas, a esta lectura hecha directamente sobre el texto sagrado por quien ejercía la función de qore, se le agregaba la tradución aramea hecha por el metargu­ men. Este último debía ser una persona diferente, ocupar un lugar inferior y hablar (no leer) en voz más baja, alternándose con el qore, versículo tras ver­ sículo. La traducción del metargumen debía guardar un siempre conflictivo equilibrio entre lo literal y lo improvisado, pues no podía caer en un extremo ni en el otro. “Quien traduce el versículo literalmente –había sentenciado el rabí Yehudas desde su gran autoridad– es un falsificador, y quien añade palabras a su antojo es un blasfemo.” De modo que la traducción aramea del hebreo tenía que avanzar siempre sobre una cuerda floja.4 Pero la historia de las traducciones de la Biblia, debido a los despla­ zamientos tanto como a la expansión del pueblo hebreo y posteriormente, sobre todo del cristianismo, estaba destinada necesariamente a ser una de las grandes y renovadas aventuras del espíritu. Ya hacia el siglo iii antes de nuestra era, a raíz de las deportaciones decretadas por los emperadores A esta liturgia de la traducción me he referido en “El libro y el espíritu”, artículo que integra el libro Entre la voz y la letra, buap-Plaza y Valdés, México, 1997. 4 104 elogio de la traducción persas que ocupaban una y otra vez el suelo palestino, gran parte de la po­ blación se hallaba dispersa en grandes ciudades como Babilonia y más tarde Alejandría de modo que, con el tiempo, las sucesivas generaciones ya no ha­ blaban tampoco el arameo sino el griego. Así, para mantener la piedad, ne­ cesitaban ahora con urgencia tener acceso a la escritura sagrada a través de la lengua que Alejandro Magno, con sus grandes expediciones y conquistas, expandiera por prácticamente todo el medio oriente. De modo que, ya desde mucho antes de la era cristiana, se habían emprendido varias traducciones a esta lengua, la griega, que, diríase, había llegado para quedarse. Ninguna de estas traducciones, sin embargo, alcanzó la autoridad de la llamada Biblia de los Setenta o Septuaginta, traducción que fue recibida como fruto de la ins­ piración del Espíritu Santo, y, declarada por la autoridad rabínica, también ella sagrada como la hebrea, lo cual no es poco decir. Lo que más colaboró para otorgarle este privilegio fue una leyenda piadosa entre cuyas virtudes se contaban la eficacia publicitaria y otras estrategias que de cualquier modo respondían a una necesidad de la fe. Según esta leyenda, que tendría su ori­ gen en una supuesta Carta de Aristeos (un tal Aristeos del que no se tiene ningún dato), setenta y dos sabios llegados a Alejandría desde Jerusalén se encerraron en celdas separadas y trabajaron durante setenta y dos días, al cabo de los cuales cada uno de ellos había realizado una traducción exhaus­ tiva y de tal modo idéntica a la de los otros que no podía dudarse que todos habrían recibido, palabra tras palabra, la misma inspiración divina. Desde entonces fue lícito plantearse esta pregunta: ¿qué lengua habla­ ba Yaveh? ¿No era acaso la que hablaban los miembros del pueblo hebreo y sólo ellos desde que sólo a ellos eligió para sellar un pacto proclamado desde el Monte Sinaí con una voz de tal tamaño y poder que arrancaba las piedras e incendiaba los árboles y a la que únicamente Moisés podía resistir? ¿En qué otra lengua pudo haber compuesto Moisés esos cinco libros en los que trató de infundir el vértigo proveniente de aquellas palabras que quedaron graba­ das en unas tablas de roca? Pero, por lo visto, si bien paralizó a los israelitas (según consta en el libro del Éxodo 20:19, los israelitas dijeron a Moisés: “Habla tú con nosotros y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros para que no muramos”), ese poder de la voz de Yaveh no fue suficiente para detener la actividad de los traductores porque, después, aquellas inviolables 105 raúl dorra palabras escritas por el propio dedo del Señor no sólo fueron traducidas al griego sino, inexorablemente, a to­ das las lenguas, incluida la italiana, aunque no estoy seguro de que fuera el italiano utilizado por nosotros en nuestra traducción. De una o de otra manera, todo esto me sugiere que la profesión más antigua del mundo no es la que muchos dicen, sino la tra­ ducción. La más antigua y la que tie­ ne, por otra parte, más o, al menos, mejor futuro. Pero volviendo a esta gigantesca epopeya de las traducciones bíblicas, y al mismo tiempo abreviando, sólo recordaré dos, que fueron verdadera­ mente dos prodigios con vastas con­ secuencias no sólo para la expansión de la cristiandad y de sus principios doctrinarios sino para el futuro de las lenguas en que estas traducciones fueron hechas. Hacia el siglo iv, Ulfilas, el obispo godo que realizaba una in­ tensa tarea de propagación del evangelio entre los escandinavos formados en las tradiciones célticas, decidió emprender la traducción de la Biblia en una lengua que carecía de escritura y debió, para ello, inventar un alfabeto, el al­ fabeto rúnico, a partir del cual Ulfilas reconstruyó un léxico, trató de normar una sintaxis y sobre todo modificó el sentido con que una población no sólo analfabeta sino indócil debía acoger las palabras que salían de la boca de los pocos individuos alfabetizados que estaban en condiciones de leerlas en voz suficientemente alta y con una entonación suficientemente adecuada como para operar un cambio no sólo en los hábitos cotidianos sino en el modo de conocer el mundo. A esta traducción, a esta epopeya letrada protagonizada por el obispo godo, de la cual pocos guardan memoria, se refirió someramen­ te Borges en su libro Antiguas literaturas germánicas. 106 elogio de la traducción En cambio, de la otra gran traducción a la que quiero referirme, nadie, al menos en el mundo cristiano, ha dejado de hablar hasta hoy, porque con ella la Iglesia, mejor dicho la institución del papado, se fracturó sin reme­ dio. Hablo, desde luego, de la traducción de Lutero. Para esta empresa que era un elemento central en su lucha reformista, Lutero debió enfrentarse no sólo al poder de la curia romana y de los prelados alemanes sino a su propia lengua, a la que debió refundar para que las escrituras fueran accesibles a una lectura privada y a una interpretación –¿diríamos traducción?– libre. Comoquiera que haya sido, la Biblia de Lutero significó, entre otras cosas trascendentes, el paso del alemán medio al alemán moderno y por ello po­ dría decirse, no sin fundamento, que la lengua que hablan hoy los alemanes comienza en la Biblia de Lutero. ¿Lutero traditore? Muchos gustosamente piensan así pero casi nadie refiriéndose a sus proezas como traductor sino a las irreversibles consecuencias de su prédica reformista. En fin, no quisiera terminar este corto recorrido por capítulos memora­ bles de la traducción sin referirme a otro tan importante como singular en la historia de la cultura en el que, de paso, volvemos a encontrar la traducción vocal pero esta vez combinada con la escrita en un muy curioso proceso. Tal capítulo se desarrolló en Toledo, hacia el siglo xii. Toledo, una ciudad larga­ mente famosa pues había sido capital del antiguo reino visigodo antes de ser una importante capital del mundo árabe en la que destacaban las grandes y magníficamente provistas bibliotecas que recogían todas las expresiones de las artes y la ciencias del mundo antiguo. Según refiere Ramón Menéndez Pidal en su libro España, eslabón entre la cristiandad y el Islam, en esas bi­ bliotecas estaba, traducida al árabe, toda la ciencia griega que los cristianos habían tratado de ignorar porque se referían a las leyes de la naturaleza: estaba la física de Aristóteles, la geometría de Euclides, la astronomía de Tolomeo. Y también, de primera mano, los conocimientos desarrolladas por los propios árabes, como la ciencia médica cultivada por Avicena, la polifa­ cética filosofía de Averroes y sus célebres comentarios de la obra de Aristó­ teles, pero también lo que los árabes habían recogido de la cultura china y de la cultura indostánica. Esta urbe tan favorecida, Toledo, fue la primera gran ciudad musulmana en caer en manos de los cristianos en plena guerra de reconquista de sus antiguos territorios y una de las que más fructífera­ 107 raúl dorra mente reunió, como Granada o Córdoba, tres grandes núcleos poblacionales integrados por árabes, cristianos y judíos. En este trío, los que mediaban en las relaciones siempre tensas entre árabes y cristianos fueron los judíos, so­ bre todo los judíos cultos. Un siglo después de esa reconquista tan venta­josa para los cristianos (perdieron una ciudad relativamente pobre y más bien bár­ bara y la recuperaron refinada, rica y espléndidamente culta), el arzobispo que pasó a la historia con el nombre de Raymundo comenzó la empresa de allegarse traductores y escribas para pasar los caracteres árabes a las grafías latinas. Pero el que verdaderamente encontró un modo más eficaz de cruzar ese puente fue, años después, el canónigo de la catedral de Toledo, Domin­ go Gonzalvo, más conocido como Gundisalvo. Dado que los cristianos no conocían el árabe y que ni los árabes ni los judíos conocían el latín pero los tres grupos se entendían en la lengua romance hablada en las regiones cas­ tellanas, Gundisalvo, en general buscando el auxilio de un judío arabizado, se hacía leer en voz alta el texto árabe pero transformado en romance caste­ llano. El judío, pues, traducía en voz alta el árabe al romance y Gundisalvo, mientras escuchaba esas palabras familiares, las iba escribiendo, laboriosa­ mente, frase tras frase, en un cuidadoso latín. ¿Traduttore traditore? El caso es que este recurso ideado por Gundisalvo en el que había una escritura culta de origen, una suerte de dialecto vulgar que servía como lengua de pa­ saje y otra escritura culta como escritura meta, dio lugar a una peculiar ac­ tividad conocida como Escuela de Traductores de Toledo. Aquella escuela, sin duda, no estaba tan organizada como una Facultad de Lenguas que tiene sus horarios, sus programas y calendarios, porque lectores y traductores to­ ledanos comenzaban su jornada cuando hacían un alto en otras actividades y las acababan probablemente cuando uno tenía la boca ya demasiado seca o el otro los dedos ya muy acalambrados. Pero esta pasmosa, tal vez única, manera de traducir dio un impulso también irreversible a la cultura, y aun a la civilización, de la Europa cristiana por esos días tan atrasada con respecto a la cultura árabe o a la hebrea. 5 . nuestro aporte a la épica del traduttore Uno no es Gundisalvo ni mucho menos Ulfilas, pero algún grano de arena 108 elogio de la traducción puso a favor del desarrollo de la traducción. Aunque sólo fuera escribir este artículo, que es una especie de apología o, más exactamente, un testimonio de admiración por la secular actividad de los traductores sin la cual, como dije, no podría concebirse la cultura. La palabra traducir es de origen latino, como la mayoría de las palabras de nuestra lengua, y su raíz proviene del verbo ducere (llevar) por lo que, de acuerdo a su etimología, vendría a signi­ ficar literalmente llevar a través. Esto nos sirve apenas de orientación, pues el uso ha hecho que la palabra traducir evoque inmediatamente el hacer pasar las palabras de una lengua a otra. Pero aun esta aclaración no tiene en cuenta la raíz didáctica y por lo tanto ética y cognocitiva de la traducción. Porque, así como la entendemos, se trata de un acto de conversión verbal que permite no sólo expandir sino reunir el saber de los hombres, traer al ámbito de lo conocido aquello que de otro modo permanecería cifrado por grafías que están, en mayor o menor grado, fuera de nuestro entendimiento y por lo tanto seguirían perteneciendo al orden de lo desconocido. Por eso también, incluso dentro de nuestra misma lengua, cuando alguien se expresa con palabras que nos resultan de difícil acceso y otro las transforma, así sea aproximadamente, en palabras que nos resultan más accesibles, decimos que lo traduce, lo cual es un acto de pasaje y un gesto de solidaridad hacia los que, sin ese gesto, quedarían excluidos del mensaje. Moviéndose en sentido contrario a este trabajo de clarificación verbal, hay lenguajes de ocultación, intencionados o no, que van desde el lunfardo en su primera fase, cuando era un habla practicada por marginados que no distinguían si una palabra era de raíz hispana o una deformación de alguno de los muchos dialectos del italiano con los que tenía una incierta familia­ ridad, hasta las formas herméticas que tienen la expresa intención de hacer que tal o cual tipo de mensajes permanezca en lo oculto, inviolable para los ignorantes y accesible sólo a unos pocos iniciados. Hablas intransitivas, len­ guajes de exclusión que trazan un límite entre el adentro y el afuera, entre lo propio y lo extraño, todo lo cual proviene de una ideología de la retención. La traducción, en cambio, corresponde a otra ideología del conocimiento, una ideología de la transitividad y de la circulación distributiva. El saber, según ello, sería un bien que se construye y se enriquece en la medida en que se 109 raúl dorra comunica o, mejor dicho, que se distribuye, lo que, de paso, supone que to­ dos los hombres están dotados y aun llamados para, y por, ese saber. Galileo decía que la naturaleza se expresa en lenguaje matemático y esto significaba para él que sus leyes eran potencialmente accesibles a todos los hombres, pues supuestamente todos podían, o pueden, acceder a la matemática. Ello motivó, como se sabe, un enfrentamiento entre este sabio obstinado y pole­ mista y una Iglesia todopoderosa y retentiva para la cual todo estaba cifrado desde un principio, y definitivamente, en las palabras de un Dios aristotélico cuya interpretación había quedado bajo la custodia de la curia romana. Y aunque para mí las matemáticas, a la verdad, son igualmente misteriosas, reconozco en Galileo la decisión de convertirse en una suerte de traductor. Obstinado polemista, Galileo Galilei hablaba un italiano que yo para nada estoy seguro de poder traducir, ni siquiera entender, porque él hablaba en voz alta, mezclando muchas veces autoridad y cólera de modo que, oyén­ dolo, hubiera comenzado a dudar de mi italiano manchado por la indecisa niebla del riachuelo. De cualquier manera, también más tarde dudé de mi pobre italiano aunque me supiera, me sepa, de memoria el famoso soneto que Dante dedicó a Beatrice y aunque estuviera ante amigos queridos que compartían no sólo mis gustos y mis conocimientos sino ese dichoso viaje en el que, entre conversación y conversación, tratábamos de analizar las suti­ lezas de la lengua italiana en aquellas otras palabras escritas en voz baja y con entonación lírica. Yo, del conjunto de poetas que habíamos seleccionado para traducir, elegí un poema de Alessandro Fo titulado “Il nemico della ballena” (“El enemigo de la ballena”), que era un breve poema de amor y de muerte en el que Ahab explica que no es él el que persigue a la ballena sino que es ella, la ballena, la que, impulsada por el amor, va tras él en busca de ese arpón que la aniquilará, pues el amor, como la literatura nos lo ha ense­ ñado, es una secreta búsqueda de la muerte pero de la muerte vivida como plenitud gozosa. Armado, recuerdo, de esos bellos sentimientos emprendí mi versión castellana y se la mostré al resto del equipo. También recuerdo que Jorge, Elena y Gigliola (es decir, la vanguardia itálica del grupo) me dijeron enseguida: tu traducción está muy bonita y tu mayor acierto fue haber ele­ gido un poema más bien breve; si no te molesta, yo en tu lugar la cambiaría 110 elogio de la traducción toda. Y cada uno, en efecto, hizo otra versión y me la envió, ahí delante de todos los otros, explicándome por qué me proponían poner esto en vez de aquello. Yo les expliqué que había querido mejorar un poco el original (he dicho al comienzo que nuestros poetas italianos eran poco conocidos, agrego ahora que, jóvenes, aún no tenían un dominio maduro del oficio) no sólo para desviar la conversación llevándola a un tema que, entre veras y bromas, no me parece tan ilegítimo, sino porque en algún punto era, en este caso, cierto. El caso es que al original que decía, que dice: non sono io, Achab –que la inseguo mosso da una molla ch’è poi amore. Il suo nemico è quello che lei insegue, l’arpione che la fugge o ostenta amore ma senza amarla. Soltanto lui può davvero annientarla, imaginando, a pesar de todo, mejorarlo un poquito, sobre todo elimi­ nando esa suerte de rima final (amarla-annientarla) tan marcadamente extra­ ña a la sonoridad del resto del poema, lo dejé como sigue: no soy yo, Ahab –que la persigo impulsado por un arco que es al cabo amor. Su enemigo es aquel que ella misma persigue el arpón que la esquiva –o que ostenta amor mas sin sentirlo. Sólo él puede en verdad aniquilarla. ¿Qué hacer con alguna frase, algún verso, que nos parezca algo fallido, 111 raúl dorra es decir que no responde al propio espíritu de la versión que estamos tratan­ do de verter a nuestra lengua? Yo me he planteado varias veces esta pregunta traduciendo artículos para una revista de estudios semióticos que editamos en Puebla. Me he preguntado, por ejemplo, si cuando uno advierte que en el original hay alguna redundancia, alguna oscuridad o alguna incoherencia en las frases, uno debe dejarlas así, incluso con el riesgo de que esos fallos sean atribuidos al traductor. Por fortuna, en la mayoría de los casos, dado que se trata de artículos que provienen de investigadores que están en acti­ vidad, se puede discutir esto con el propio autor que, tras ese diálogo, hasta puede llegar a convencerse de que su artículo le quedó mejor en español que, por ejemplo, en francés. ¿Corregir? Es una pregunta que, con mucho cuidado, uno podría hacerse: ¿cuándo, hasta qué límite y en razón de qué? Es cierto que, en la mayoría de los casos, un traductor no cuenta con la ventaja a la que acabo de referirme (la de poder discutir con el autor) aunque la pregunta siempre se plantea. También hay que considerar que a veces uno se encuentra con textos incompletos, o con más de una versión del mismo texto, o con un texto anónimo donde se puede percibir que pasó por varias manos antes de llegar a nuestros ojos; en fin, cuando uno ve el trabajo de reconstrucción de ciertos textos (incluso escritos en nuestra propia lengua) se hace cada vez más preguntas al tiempo que toma cada vez más precaucio­ nes. Pero volviendo a la ballena malherida y al atribulado Ahab, desde luego que atendí y agradecí las propuestas que me hicieron llegar, y que hice una nueva versión tomando y dejando según me parecía apropiado. Y supongo que, como en todos los otros casos, en nuestro libro esta nueva versión que­ dó mejor que la presentada en primer término. Del mismo modo que espero que, después de leer este trabajo, o mientras lo lee, el lector pueda mejorarlo con su propia lectura y sobre todo enriquecerlo con más propuestas acerca de ese paso muchas veces crucial que supone una traducción. Y sobre todo acompañarme en este elogio. 112 Tres poemas Ángel Ortuño “usted (es decir yo es decir todos excepto satanás)” “El sexo es sólo una parte de la dependencia sexual” afirma Nan Goldin. La otra parte, claro, son las canciones. Ninguna es el total. Ni siquiera juntas porque lo junto queda a un lado: ningún cuerpo puede, al mismo tiempo, ocupar el lugar de otro. Esta es –nos dicen– la ley de la impenetrabilidad. Nos aclaran (respire) que rige a la materia ordinaria. Pero justo ése (ya ve) es siempre nuestro caso: usted no es un neutrino y el ciclorama sólo es un carrusel de habitaciones baratas. ¿Monta en el pavorreal de los moretones y quemaduras de cigarro? ¿O prefiere el bonito caballo blanco de crines doradas porque es sin lugar a dudas el más sucio? Todas las vueltas van acompañadas de canciones. 113 Usted (es decir yo es decir todos excepto Satanás) es un ternero (en la carnicería si paga tres centavos puede usar el teléfono). Lo mismo da la Biblia que el código civil porque aquí no se trata ni siquiera de obedecer (sino de hervir). Se puede acurrucar en el pasillo (sobre la alfombra) mientras todo jamás termina de ocurrir. factores de convivencia asociados al aprendizaje Dar patadas al mobiliario. Salir de clase en presencia del profesor. Escupir en el suelo. Entrar en los baños del otro género y no trabajar en equipo. Difundir rumores. En fin, este manual sólo pretende servir como una guía general aunque me han dicho que me iban a lastimar o pegar. Me han roto cosas. Se han burlado de mí, usan 114 drogas y palabras malsonantes pero no han encontrado ningún estudio que vincule explícitamente todos esos aspectos. usted no ha visto monstruos como éstos Los mecanismos de colapso ahora se corroen, atascan y deforman, es decir que las mesas y sillas –o si prefiere, aquellas superficies para interactuar en eventos sociales– ya no van a plegarse a sus deseos y al final de la fiesta los meseros maltratan el equipo, maldicen al último invitado y proclaman a gritos que el novio ya no es virgen, que la novia fue en otra vida un señor con bigotes e importancia en la industria de los banquetes cuya fe en la metempsicosis no era sino la inconfesable expectativa de usar alguna vez medias de red. 115 En el principio Úrsula Fuentesberain Ya no puedo contenerlo. Es como si algo se hubiera cuarteado dentro. Como si todo este tiempo hubiera tenido una presa interna y ahora estuviera a punto de ceder ante una fuerza oscura. Siento cómo ese bolo caliente pugna por salir y no hay nada que pueda hacer para evitarlo. Empezó ayer. Aída me llevó a cenar por mi cumpleaños. Yo estaba mal­ humorado, me sentía especialmente viejo esa noche. Fui al baño y mientras veía mi casi medio siglo reflejado en el espejo sentí cómo el bolo subía por mi esófago. Me incliné sobre el escusado para vomitar pero no pude hacerlo. Me metí los dedos a la boca y sólo me provoqué arcadas secas. Entonces escuché una risa burlona que venía de adentro de mí. El malestar pasó repentinamente, pero cuando me miré en el espejo una voz dijo que había llegado el momento de comenzar mi vida verdadera. Y yo, aunque estaba petrificado de miedo, sonreí. Alquilé un departamento a unas cuadras de mi oficina. Yo no quería hacerlo, fue obra de él, de ese hombre que me habla desde adentro y que controla al bolo caliente. Él empujó mis pasos a la calle y pulsó el timbre de un edificio en ruinas con un letrero de “Se Renta”. El casero no me dio contrato, pero tampoco me pidió identificación. Mis vecinos más próximos viven dos pisos abajo. Siento de nuevo ese bolo subiendo por mi garganta. Mañana, dice él. 116 en el principio Ha sucedido. En cuanto dieron las seis, salí de la oficina sin despedirme y subí las es­ caleras del departamento a toda veloci­ dad. Me sentía como una perra preñada buscando con urgencia un lugar oscuro para parir. Al principio no estaba seguro de cómo hacerlo. Intenté apretarme el estó­ mago, me presioné la campanilla con los dedos. De nuevo escuché su risa burlo­ na. Entonces sentí que el bolo se dirigía hacia mi boca y escupí: era un hueso pequeñísimo. Consulté una página de anatomía, el hue­ so pertenece al dedo meñique. Quiero pedir ayuda, resistirme, decirle a Aída lo que me pasa, pero él no me deja. Ayer, cuando llegué a la casa, la tomé del brazo y me encerré con ella en el baño. No pude pronunciar palabra, él me lo impidió. Caí de rodillas y empecé a llorar. Aída me miró desconcertada y gritó “¡Alberto, ¿qué te pasa?, levántate, me estás asustando!” Después, sólo pude decirle que la quería muchísimo, que por favor me abrazara. Expulsé ya los huesos de ambas manos. Han sido días horribles. Cada vez tengo más miedo y menos control sobre mi cuerpo. Él me hizo acondicionar uno de los cuartos para recibir lo que falta. Limpié el piso y las paredes con cloro y los cubrí con plástico. Instalé aire acondicionado. Compré una mesa quirúrgica. Ahí dispuse los huesos, como él me ordenó. ¿Por qué me está pasando esto a mí? A mí, que siempre evité los peligros, los problemas, las confrontaciones. 117 úrsula fuentesberain Ni siquiera cuando Aída me fue infiel armé un escándalo. Simplemente dejé que se aburriera del otro y que regresara cuando estuviera lista. Haré lo mismo con este hombre. Cumpliré con sus demandas en espera de que me deje ir lo más rápido posible. No puedo escribir nada acerca de lo que me sucede. Él se anticipa a mis ac­ciones. Ayer intenté redactar una nota de auxilio, apenas tomé la pluma cuan­do escuché que él me advertía entre risas “¿Quieres jugar sucio? Está bien. Juguemos”. Entonces sentí que algo enorme subía por mi garganta. No pude contenerlo y lo expulsé ahí mismo, en nuestra cama, mientras es­ cuchaba a Aída cantar en la regadera. Era uno de los huesos del antebrazo. Lo envolví en una toalla, lo metí en mi portafolios y le escribí a Aída que llegaría tarde de la oficina y que el fin de semana seguiríamos armando el rompecabezas con las niñas. Compré una tinaja para dejar ahí los huesos. La forro con algodón y gasas limpias. Hasta ahora he expulsado las piezas óseas de los pies y las vértebras de la columna. Pierdo peso. No tengo hambre. Evito los espejos. Sólo deseo que esto termine cuanto antes para que él me deje libre. La sesión de ayer fue atroz. Expulsé las venas, las arterias y los nervios. Fue lo más desagradable que he sentido en mi vida. Venían todos continuos, des­ madejados. Soporté el asco y los coloqué sobre la mesa quirúrgica. Hoy los encontré perfectamente acomodados, unidos a los huesos y músculos. Le rogué que acabe de una buena vez, que ya no prolongue esto, que saque lo que falta en una sola sesión, le dije que ya no puedo más. Sólo conseguí hacerlo enfurecer. Aída me acosa con sus preguntas. Yo rehúyo a su furia, llego exhausto a la cama y caigo profundamente dormido sin importar cuantos puntapiés me dé. Hoy es sábado y aunque quería compensar mis ausencias, ayudarle a 118 en el principio Aída en la casa y jugar con las niñas, en cuanto dieron las seis él me arras­ tró hacia el departamento y me hizo expulsar los riñones, el estómago y el intestino grueso. Soy capaz de dislocar completamente la mandíbula y de expandir la garganta descomunalmente. Lo descubrí hoy al mediodía. Sentí que lo que subía era enorme. No pude respirar, caí al suelo y me introduje la mano en la garganta. Sin saber cómo, logré dilatarla lo suficiente como para meter el brazo hasta el codo y sacar eso que me quitaba el aire. Mi mandíbula hizo otro tanto y expulsé un fémur. El derecho. Aída amenazó con el divorcio. Me exigió explicaciones por llegar tarde a la casa y por ya no tener ganas de hacerle el amor. Yo pretexté que era culpa del trabajo, pero no me creyó. Está convencida de que tengo una amante. Me eché a sus pies y le supliqué que no me dejara, pero ella me mandó a dormir al sillón. Ayer entré en una especie de trance. Primero sentí mareo y me tendí en el suelo, sobre un costado. Mi corazón empezó a latir muy lento, mi respiración se volvió igual de espaciada. Poco a poco fui expulsando la caja torácica. Así: tirado en el piso, como una boa regurgitando un venado entero. Hoy expulsé el corazón. El sistema circulatorio está completo. Todos los hue­ sos, los órganos y la mayoría de los músculos están sobre la mesa quirúrgica. Le pertenecen a él, a este hombre despiadado que me manipula, que me usa como su ensamblador. ¿Qué va a hacer conmigo una vez que esté completo? Cuando le pregunto nunca me contesta, pero imagino que sonríe. Aída me corrió de la casa. Ya no puedo trabajar ni pensar claramente. Él me tiene sometido. En el trabajo pedí vacaciones. Estoy encerrado en este departamento ruinoso, con el cuerpo informe de él en el cuarto contiguo. 119 úrsula fuentesberain ¿Qué va a pasar conmigo cuando él despierte? ¿Quién es este hombre? ¿De dónde viene? Expulsé su cráneo, el cerebro venía adentro, lo sé por la violencia de su caída en la tinaja. Horas más tarde, salieron los músculos de su rostro y sus ojos. No. Esto no puede ser cierto. Tenía razón. Lo supe al ver sus ojos y lo comprobé al expulsar la piel. Venía en trozos grandes cu­biertos de vellos, de lunares, del cabello de su cabeza. Vi cómo los trozos se pegaron a los múscu­ los y a las capas de grasa, cómo los párpados cubrieron los ojos, cómo las uñas se arrastraron hasta el sitio que les corresponde en cada dedo. Las mar­ cas entre un trozo de piel y otro se di­ solvieron casi al instante. Ahora sí está completo y ya no hay duda: él, este hombre inerte en la mesa quirúrgica, soy yo. Ya no lo escucho. Ya no me habla ni me controla. Ya es sólo un cadáver del que yo soy responsable. Aún no despierta. ¿Y si nunca lo hace? ¿Qué voy a hacer con este muerto idéntico a mí? Aída me mandó un mensaje al celular. Si regreso de inmediato me per­ dona. 120 en el principio Él ha perdido su poder sobre mí. Le grito que voy a destruirlo pero no me contesta. Lo golpeo en la cara y no hace nada por impedírmelo. Le escribo a Aída aliviado. Le digo que en estos últimos días no había sido yo mismo, pero que eso terminó, que llegaré a casa en unas horas. Salgo a la calle. Necesito destrozarlo, no puedo dejarlo aquí, así. Nece­ sito ver cómo su cuerpo se convierte nuevamente en pedazos sin orden. Entro a una tienda de utensilios de cocina. Compro el cuchillo más grande que encuentro y un mazo para aplanar carne. Le golpeo la nariz con el mazo. No sangra. El cartílago no se rompe. Lo in­ tento de nuevo con más fuerza. Nada. Tomo el cuchillo y trato de hundirlo en el cuello. La carne no cede. Me siento mareado, se me nubla la vista. De pronto, su pecho se infla para tomar aire. Empieza a respirar acompasada­ mente. Abre los ojos. Me mira y sonríe. Toco mi cara. Está bañada en sangre. Caigo al suelo. Siento la sangre brotar de mi yugular rota. Él se incorpora muy despacio. Yo trato de moverme, de decir algo, pero no puedo. Él se inclina hacia mí, me levanta, me coloca sobre la mesa qui­ rúrgica, me quita la ropa y los zapatos y se pone todo excepto la playera en­ sangrentada. Toma una camisa limpia de mi maleta y se la abotona. Guarda mi cartera y mis llaves en el pantalón. Mi celular suena con el timbre de cuando Aída me llama, él lo contesta y, tras unos segundos, le responde “Sí, voy para allá, chula. Oye, prepárame unas enchiladas y manda a las niñas con la vecina”. Levanta la maleta, me mira una última vez y dice sonriendo “Adiós, Alberto”. 121 Love like laughter Héctor M. Sánchez a Sandra Flor Perea Sunrise, sunrise, looks like mornin’ in your eyes. Norah Jones Hubo quien nos vio por la calle, muertos de la risa, e incluso llegó a decir que éramos el uno para el otro (o alguna de esas frases hechas que a veces se nos ocurren); y es que ese día veníamos recordando cuando se desbordó el agua de la cafetera –porque yo tenía la costumbre de llenar el depósito por adelantado, y algún desprevenido la había puesto a trabajar. Alguna vez también nos dijeron que nos parecíamos a John Travolta y Uma Thurman en la escena del baile de Pulp fiction. ¿Recuerdas a Marx, ese gato que tanto nos gustaba, y que acariciábamos siempre al llegar al edificio? 122 Tu decías que, de haber sido gata, sin duda te aparearías con él. ¿O cuando pasamos toda la tarde probándonos vestidos, y que yo, con el vestido rojo de Regina, te recordaba a la cantante calva? Y escribimos esa larguísima obra en la que yo habría de representar el papel del andrógino –pero que ya nunca terminamos. Una mañana te pusiste a imitar a ese conductor de taxi que, según tú, se creía Robert de Niro en Taxi driver, y escuchábamos a Radiohead, y preparábamos arroz con jengibre, o a veces nos poníamos pelucas. Esto ya nadie nos lo dijo, pero igualmente pudieron haber pensado que éramos como Jane March y Tony Leung en El amante –o, mejor aún, como Sada y Kichi-san en El imperio de los sentidos. Entonces vinieron las dudas, y el sentirse no querido, y le pute théâtre. 123 El último día que nos encontramos, me acompañaste a comprar pastillas a la farmacia –porque tenía esa úlcera espantosa–, y no me despedí de ti pensando que, como todos los días, al otro día volveríamos a vernos –pero ya no hubo más, sino silencios, y viajes sólo proyectados a la playa. Love like laughter –porque, de haber sabido que el tiempo nuestro sería tan breve, habríamos muerto más de la risa y habríamos construido, tal vez, proyectos más duraderos. 124 ¿Surrealismo en Brasil? Los años veinte y treinta Jorge Schwartz un surrealista en los trópicos : benjamin péret El fenómeno más sorprendente del “surrealismo en el Brasil” (me veo obli­ gado a ponerlo entre comillas) es la estadía de tres años de Benjamin Péret en Río de Janeiro y en São Paulo (1929-1931), en pleno periodo áureo del movimiento en Francia. Del gran número de surrealistas que se exiliaron en América entre 1939 y 1942, a excepción de Antonin Artaud, que se iría a Mé­ xico en 1936, Péret tiene el mérito de haber sido el primero en haber cruzado el Atlántico casi una década de antelación.1 Esta etapa poco conocida de Péret (al contrario del efecto que los varios viajes de Cendrars al Brasil han tenido sobre el ambiente cultural y la literatura del periodo)2 queda marcada por la militancia bifronte que siempre lo ha caracterizado: la del poeta su­ rrealista y la de la acción política vinculada al trotskismo y que le valdría su expulsión del Brasil en 1931 y, por increíble que parezca, su prisión en 1956, cuando vuelve por segunda vez, al asistir a las bodas de su hijo Geyser. Las Ver, de Martica Swin, “El surrealismo etnográfico y la América indígena”, en El surrea­ lismo entre Viejo y Nuevo Mundo (catálogo de exposición curada por Juan Manuel Bonet), Centro Atlántico de Arte Moderno, Gran Canaria, 1989, p. 81. El artículo no menciona el paso de Péret por el Brasil, sólo se registra su estancia en México. 2 Ver, de Aracy Amaral, Blaise Cendrars no Brasil e os modernistas, Martins, São Paulo, 1970, y de Alexandre Eulalio, A aventura brasileira de Blaise Cendrars, Imprensa Oficial/ Edusp, São Paulo, 2001 (2a. edición, organizada por Carlos Augusto Calil). 1 125 jorge schwartz motivaciones del viaje de Péret al Brasil serían, en primer lugar, el matrimonio en París en 1926 con Elsie Houston, can­ tante brasileña vinculada a Heitor Villa-­ Lobos, quien sería uno de sus testigos de casamiento; el otro sería nada menos que el propio André Breton. Otra hipó­ tesis sobre las razones de su viaje obe­ dece a mo­tivaciones intelectuales: repetir el periplo surrealista europeo al buscar en América, y en Terra Brasilis, una suer­ te de matriz primitiva para traducir lo moderno. Se dedicó durante esos años a investigar, junto con Elsie Houston, las tradiciones indígenas y las afrobrasile­ ñas.3 Pero muy al contrario de la expe­ riencia de Breton en México, la presencia de Péret en São Paulo y en Río de Janeiro no hizo escuela. Al llegar, se vinculó inme­ diatamente al grupo de los an­tropófagos, bajo el aguerrido liderazgo de Oswald de Andrade. La ruptura vanguardista, iniciada oficialmente en São Paulo y en 1922, culmina al final de la década con el movimiento de la Antropofagia, que no duda en incorporar a Péret en sus filas. Para un movimiento que se vuelve hacia lo primitivo (ya había no­ ticias de la revista Cannibale de Picabia), que se apoya en Freud y en Marx, y que así como el surrealismo busca la liberación artística junto a una revo­ lución política, nada más natural que la Revista de Antropofagia anunciase a Péret como uno de sus miembros más distinguidos: 4 “Está en São Paulo Ver Elsie Houston. A feminilidade do canto. Catálogo con CD que acompaña la exposi­ ción Negras memórias, Memórias de negros, São Paulo, octubre 2003. Sobre el interés de Péret en las culturas precolombinas, en 1955 publicó la traducción al francés del Libro de Chilam Balam de Chumayel. Un año después de su muerte, en 1960, salió a luz su Antholo­ gie des mythes, légendes et contes populaires d’Amérique, Albin Michel, París. 4 Revista de Antropofagia, núm. 1, 2a fase, Diário de S. Paulo, 17.3.1929. 3 126 ¿ surrealismo en brasil ? Benjamin Péret, el gran nombre del surrealismo parisino. No olvidemos que el surrealismo es uno de los mejores movimientos pré-antropofágicos. La liberación del hombre como tal, a través del citado inconsciente y de turbu­ lentas manifestaciones personales, fue sin duda uno de los espectáculos más emocionantes para cualquier corazón de antropófago que en estos últimos años haya acompañado la desesperación de la civilización (...) Después del surrealismo, sólo la antropofagia.” En un momento en que el surrealismo era pácticamente desconocido en el Brasil, con circulación y divulgación muy limitada, el movimiento an­ tropófago se proclama pos-surrealista y el último de los “ismos”.5 Oswald de Andrade se jacta en el manifiesto de que el Brasil ya poseía una lengua su­ rrealista, el tupí (!). A pesar de haber tenido una presencia actuante, varios factores pueden explicar las razones por las cuales Péret no ha hecho escuela en el Brasil. “Es curioso observar que, salvo algunas excepciones, se sabía tan poco sobre el surrea­ lismo en el Brasil que ni el nombre del movimiento tenía una escritura regular. Iba desde la inscripción del nombre en francés (surréalisme) hasta “superrealismo”. Veinticinco años más tarde, la escritura permanece irregular (al menos en la prensa). Tanto es así que en la edición del 18-19 de junio de 1955, en ocasión de la segunda venida de Péret al Brasil, el periódico Tribuna da Imprensa publica el siguiente título para la entrevista con el poeta: “Benjamin Péret hace el balance del suprarrealismo”. Aunque exista ya cierta bibliografía sobre Péret en Brasil, tomo mis informaciones preferencialmente de la tesis de maestría de Maria Rita Sigaud Soares Palmeira, “Poeta, isto é, revolucionário”: Itinerários de Benjamin Péret no Brasil (1929-1931), Universidade Estadual de Campinas, Instituto de Estudos da Linguagem, 2000, n. 21, p. 39. Para una síntesis de la experiencia brasileña del poeta fran­ cés, ver de Carlos Augusto Machado Calil, “Traductores del Brasil”, en De la antropofagia a Brasilia (catálogo, org.: Jorge Schwartz), Ivam, Valencia, 2000, pp. 331-334. Ver en este li­ bro la iconografía reproducida en las pp. 181 y 351. En la p. 492 se transcribe uno de los trece artículos sobre rituales afrobrasileños publicados por Péret en ese periodo: “Candomblé y Macumba”, Diário da Noite, São Paulo, 25.11.1930. Sobre las oscilaciones del término “surrealismo” en español, Guillermo de Torre, que siempre utilizó la variante “superrealismo”, hace una detallada nota sobre el término en su reedición de 1965 de la Historia de las literaturas de vanguardia, Guadarrama, Madrid, 1965, pp. 16-17. Sobre las relaciones entre antropofagia y surrealismo, ver de Benedito Nunes, “Anthro­ pophagisme et surrealisme”, en Surréalisme périphérique (org.: Luis de Moura Sobral), Uni­ versité de Montréal, Montréal, 1984. 5 127 jorge schwartz Cuando llega, las vanguardias europeas ya se estaban agotando. En segundo lugar, las discusiones sobre el futurismo,6 la fuerza del expresionismo (de Anita Malfatti, de Lasar Segall y de Di Cavalcanti) y del cubismo (una cierta Tarsila, un cierto Ismael Nery, o la literatura de Oswald de Andrade) de al­ guna manera marcan la década; finalmente, se le atribuyen al temperamento difícil de Péret varias de las polémicas y dificultades personales al relacio­ narse con la élite paulista y carioca del periodo.7 La ausencia de un movimiento surrealista en el Brasil de los veinte, con estructura semejante al conocido grupo del modernismo del 22, o sea, con un carácter colectivo y programático (manifiestos y revistas), y tendencias estéticas definidas –y aunque contase con la presencia de un líder (o de un cacique sin indios), como sería la presencia excepcional de Péret– me lleva a una pregunta inevitable: ¿qué tipo de surrealismo hubo en el Brasil duran­ te la década mirabilis? La discusión es amplia y lejos de estar terminada. Si seguimos el modelo grupal, semejante al fenómeno de la matriz francesa bajo el liderazgo de André Breton, podemos afirmar con tranquilidad que durante el periodo de las vanguardias históricas los contornos del surrealismo no se definieron en el Brasil como cualesquiera de los otros “ismos”, en especial el “modernismo paulista”. Esto no significa que entre nuestros grandes pin­ tores y poetas no hubiese momentos surrealistas. Más que una producción coherente, lo que vemos son instancias surrealizantes, estilemas surrealistas en algunas etapas de producción de buena parte de artistas del periodo. Annateresa Fabris, O futurismo paulista, Perspectiva/Edusp, São Paulo, 1994. Son varios los testimonios sobre el temperamento difícil de Péret. Reproduzco esta vívi­ da rememoración de Murilo Mendes: “Ismael Nery ponía a prueba todos los días su actitud de cristiano militante. Algunos episodios pasaron a la historia. En 1929 se realizó en la casa de un conocido poeta una reunión donde estaba presente todo el mundo literario y artístico de Río y de São Paulo. De repente surge una discusión sobre asuntos religiosos y un escritor surrea­ lista francés, de paso por Río, un tipo físicamente fuerte, arrogante, insulta a Cristo. Ismael le da una bofetada en el rostro. Se produce un enorme lío. Los dos rivales son apartados, la reunión se disuelve. Fue el apogeo del modernismo.” No nos cabe la menor duda de que se trata de Péret. En Murilo Mendes, Recordações de Ismael Nery, Edusp, São Paulo, 1996, p. 140. Salvo indicación contraria, las traducciones del portugués son mías. 6 7 128 ¿ surrealismo en brasil ? impulsos surrealizantes Me limitaré en este texto a señalar estos momentos en algunos pintores como Ismael Nery, Cícero Dias, Vicente do Rego Monteiro, Tarsila do Amaral, Flá­ vio de Carvalho y los fotomontajes de Jorge de Lima, dejando siempre claro que ninguno de ellos ha sido exclusivamente surrealista. La mayor parte de los artistas pasó por la experiencia parisina de los veinte, y la producción pictórica está marcada por varias fases en las que el surrealismo nunca es exclusivo. En el caso de Ismael Nery (1900-1934), y como lo indica uno de sus con­ temporáneos y mayores críticos, Antonio Bento, existen en su obra tres épo­ cas de producción: el expresionismo, el cubismo y el surrealismo. El mismo crítico no duda en afirmar que “desde el punto de vista histórico, Ismael fue el pintor de la pintura surrealista en el Brasil”.8 Pintor, poeta, arquitecto, escenógrafo, filósofo, místico, bailarín con todas las características físicas del dandy. Nery fue uno de los artistas más precoces, excéntricos e intensos de los años veinte. Nacido en la región amazónica de Belém do Pará, vivió en Río de Janeiro, donde sólo expuso dos veces: en 1928 y en 1929. Profunda­ mente católico y visionario, vaticina muy temprano su propia muerte a los 33 años, representándola en varias de sus pinturas. Fallece realmente a la edad de Cristo y su cuerpo es velado con hábitos franciscanos. De lejos, Nery es el más surrealista de los años veinte e inicios de los treinta, pero de una forma muy particular, acompañada de matices religiosos y filosóficos. Estableció vínculos entrañables de amistad con el gran poeta Murilo Mendes, que cul­ minaron en su conversión al catolicismo.9 Al contrario de gran parte de los pintores y escritores modernistas, Nery se aleja de cualquier propuesta de afirmación de lo nacional. Él pasa un año en París, con su familia, en 1920, pero es durante un segundo viaje, en 1927, cuando toma contacto con escrito­ res y pintores surrealistas, especialmente con Marc Chagall, a quien se le asocia en varios momentos de sus pinturas y acuarelas. El surrealismo de En Ismael Nery. 50 anos depois (org.: Aracy Amaral), Museu de Arte Contemporânea da Universidade de São Paulo, São Paulo, 1984, pp. 176 y 178 (texto de Antonio Bento, de 1966). 9 Ver la serie de diecisiete crónicas publicadas por Murilo Mendes, entre 1946 y 1949, en Recordações de Ismael Nery. 8 129 jorge schwartz Nery está impregnado por una vertiente metafísica y visionaria que lo acerca mucho, en este sentido, al argentino Xul Solar, a quien tampoco podemos eti­ quetar de pintor surrealista.10 Existe en Nery una permanente tensión entre la dualidad de lo masculino y lo femenino. No sabemos si se trata de lo fe­ menino como expresión de alteridad –sublime exaltación de los surrealistas franceses– o de componentes de un eventual bisexualismo. La última fase de su pintura, la más marcadamente surrealista, surge impregnada por la visión de entrañas en los cuerpos humanos. Cuerpos que se despliegan, se injertan, se interpenetran y se dilaceran. Metonimias fragmentadas que retoman con dramática intensidad despedazados maniquíes surrealistas. Formaciones fe­ tales, intestinos, arterias, una visión simultánea de lo externo y de lo interno de los cuerpos, que sólo la imagen surrealista le permite a Nery retratar con plena libertad de imaginación y audacia, como no se ha visto en ninguno de sus contemporáneos. De carácter mucho más lírico es el surrealismo de Cícero Dias (1907-2003). Nacido en Jundiá, un ingenio de azúcar en el interior del estado de Pernam­ buco, Dias se muda a Río de Janeiro, donde realiza su primera exposición en 1928, a los 21 años de edad. Fue ésta una muestra paralela al Primer Congreso de Psicoanálisis de América del Sur, en el hall de la Policlínica de Río de Janeiro. El diario A Noite del 18 de junio de 1928 publica una nota con el título “Pintura surrealista”, donde leemos:11 Es la primera manifestación de la pintura surrealista en el Brasil. El surrealismo es una liberación más intensa que el expresionismo. Después de la rigidez mate­ mática del cubismo, el surrealismo surgió para expresar líricamente la realidad transcendente, que no es la de los cinco sentidos, sino la del sueño y la de la imaginación indiferente a las leyes de la geometría y de la mecánica. Éste es el arte actual de Max Ernst, Tanguy, Miró, Man Ray, Arp, que procedieron de De Chirico, Braque y Picasso. A ellos se suma el pintor Cícero Dias, que con ex­ traordinarias calidades pictóricas expresa en sus trabajos la poesía deliciosa de su extraño y maravilloso inconsciente. Ver catálogo Xul / Brasil. Imaginários em diálogo (org.: Jorge Schwartz). Módulo in­ tegrante de la exposición Xul Solar. Visões e Revelações (curaduría de Patricia Artundo), Pinacoteca do Estado de São Paulo, 24 de setiembre a 30 de diciembre de 2005. 11 En Cícero Dias, Anos 20 / Les années 20, Editora Index, Río de Janeiro, 1993, p. 30. 10 130 ¿ surrealismo en brasil ? El imaginario onírico en sus acuarelas lleva a la crítica a tildarlo de “surrealista” en su primera exposición individual. En Río de Janeiro, Dias se hace amigo de la generación modernista: de Emiliano Di Cavalcanti (quien lo descubre), de Ismael Nery, de Murilo Mendes y de los paulistas Mário y Oswald de Andrade. Sin ser propiamente “antropófago”, llega a participar con ilustraciones en la Revista de Antropofagia. La etapa figurativa de Cícero Dias ocurre principalmente entre los años veinte y treinta.12 Sobre este perio­ do no hay crítico que no mencione las semejanzas o influencia de Chagall, que Dias siempre afirmó desconocer antes de su primer viaje a París en 1937,13 donde establece residencia definitiva. En París se hace amigo de Paul Eluard y de Pablo Picasso, quien se convertiría en el padrino de su única hija. Al contrario de los temas y tonos sombríos de Nery, Dias imprime en sus acuarelas la marca intensa del Brasil, cuestión programática de casi to­dos los modernistas de su generación. La presencia de los ingenios de azúcar, los ca­ ñaverales, las palmeras, el universo de la Casa Grande y los planos marítimos funden el paisaje onírico con el pasado local pernambucano. Conjugados por un cromatismo vívido, los espacios y los seres vuelan sueltos por los espacios del sueño y de la memoria. Hay una sensualidad permanente en sus muje­ res-odaliscas, desnudas, siempre recostadas, monumentalizadas, majas que traen reminiscencias del “divino ocio” del universo del nordeste brasileño.14 Vicente do Rego Monteiro (1899-1970) es también originario del estado de Pernambuco. De toda la generación modernista que hizo de París parada obligatoria, fue el artista más auténticamente francés. Llevado a la capital francesa en 1911 por sus hermanos, también pintores, Fédora y Joaquim, ex­ 12 A partir de los años cuarenta, Dias inaugura en el Brasil la abstracción geométrica. En 1948 participa en una exposición colectiva en París, Tendances de l’art abstrait¸en la Galería Denise René. 13 Afirma el pintor pernambucano: “Vean, en esos comentarios que se hacían sobre mí en la década del veinte, nunca se habló de Chagall. Fue solamente en la década del treinta que me empezaron a comparar con Chagall (...) Yo jamás había visto un cuadro de Chagall cuan­ do pinté esas acuarelas de los años veinte”, en Cícero Dias. Anos 20 / Les années 20, p. 62. 14 Ver, de Mário de Andrade, “A Divina Preguiça” (La Divina Pereza), de 1918, reprodu­ cido en Brasil: 1º Tempo Modernista (1917/1929) (org.: Marta Rossetti Batista, Telê Porto An­ cona Lopez e Yone Soares de Lima), Instituto de Estudos Brasileiros, Universidade de São Paulo, São Paulo, 1972, pp. 181-183. 131 jorge schwartz pone en el Salon des Indépendants en 1913, o sea, precozmente, a los catorce años de edad. Participa regularmente en este salón hasta 1931. Rego Montei­ ro adoptó a Francia como su segunda patria, y osciló toda su vida entre París y Recife. Aunque no estuviese en el Brasil durante el emblemático año de 1922, se incluyen diez obras suyas en la exposición de la Semana de Arte Mo­ derno. Ocho años más tarde, y juntamente con Géo-Charles, trae “La escuela de París” en forma de exposición itinerante (Recife, Río, São Paulo), con un repertorio excepcional representado por unos cincuenta artistas. Entre ellos, Picasso, Léger, Braque, Gris, Severini, Masson, Lhote, Foujita, Severini, Ma­ tisse.15 Es la primera vez que el público brasileño tiene ocasión de entrar en contacto directo con un grupo de artistas internacional de esta magnitud. Sus primeras acuarelas figurativas al comienzo de los veinte están de­ dicadas al tema indianista. Monteiro sufre influencia de un cierto orienta­ lismo art nouveau, pero se destaca y se le reconoce de inmediato por el uso geométrico y abstracto de la cerámica marajoara.16 Es el único artista de toda la generación del 22 que se vuelve hacia motivos indígenas, con un lengua­ je vanguardista, donde prevalece lo primitivo y la geometría ortogonal. En 1922, inspirado en el design amerindio “marajoara”, produce los primeros óleos de abstracción geométrica en el Brasil.17 De alguna manera Monteiro dialoga con Joaquín Torres-García, en el interés mutuo por lo precolombino, aunque Monteiro no desarrolle un sistema lógico y coherente como la filo­ sofía del Universalismo Constructivo, formulado por Torres a partir de los años cuarenta. Sorprendería mucho afirmar que Monteiro también tuvo su momento surrealista. En realidad, produce en 1929 cuatro cuadros de gran calidad, de rasgos inconfundiblemente surrealistas.18 “El encuentro fortuito La mayor parte de la información la extraigo del libro de Walter Zanini, Vicente do Rego Monteiro. Artista e poeta, Empresa das Artes/Marigo Editora, São Paulo, 1997. “La muestra de Rego Monteiro y de Géo-Charles era la más universal de las que vinieron hasta aquella fecha al país, y se debía, esencialmente, a las sólidas relaciones parisinas del artista brasi­ leño, principalmente las que mantenía con el marchand Léonce Rosenberg”, p. 261. 16 La isla de Marajó está ubicada en la entrada del Río Amazonas. 17 Walter Zanini, Op. cit., pp. 170-172. 18 Ibidem, pp. 244-245. Tres de estos óleos se encuentran en el Museu de Arte Moderna Aloísio Magalhães (mamam), en Recife, Pernambuco. Décadas más tarde, a principios de los sesenta, Rego Monteiro hace una serie de objetos y assemblages surrealistas. 15 132 ¿ surrealismo en brasil ? de realidades diversas se resuelve de forma más seductora y produce efecto convincente”, afirma su mejor crítico, Walter Zanini. Este final de década coincide en Monteiro con el abandono de la temática indígena. En los cua­ dros surrealistas mencionados preva­ lecen las imágenes fragmentadas con un diseño de nitidez daliniana; surge el tema de la máscara, guantes o ma­ nos seccionadas, el juego de barajas, y en Moderna degollación de san Juan Bautista una navaja que, además de remitir al tema religioso –muy frecuente en Monteiro–, coincide con el famoso instrumento en Un perro andaluz (Bu­ ñuel y Dalí) del mismo año. Bicultu­ ral y bilingüe, desempeña una intensa acción literaria en el campo de la poe­ sía. Crea su propia editorial (La Presse à Bras), donde edita poetas franceses, brasileños y su propia poesía, que cuenta con diecisiete títulos.19 Podríamos considerar sus Poemas de bolso (Poemas de bolsillo), de 1941, como obra pre­ cursora de la poesía concreta brasileña. Finalmente, nos gustaría aclarar que Monteiro, aunque hubiese expuesto en la Semana de Arte Moderno de São Paulo en 1922, nunca se consideró parte integrante del grupo. Poco tiempo después recibiría en París a Tarsila y Oswald de Andrade. Hacia el final de la década, cuando se crea la Antropofagia, Monteiro rechaza la invitación de Oswald, reivindicando el papel de precursor del movimiento. Es verdad que fue inédita, en el campo de la pintura, la recuperación amerindia en lenguaje vanguardista y su investigación profunda de la cultura marajoara y otras culturas prehispánicas. Pero lo que Rego entendía como Antropofagia La poesía completa, acompañada de dos CDs, está publicada, en formato bilingüe, en Vicente do Rego Monteiro. Poeta, tipógrafo, pintor (org.: Paulo Bruscky et al.), cepe, Recife, 2004. 19 133 jorge schwartz tenía poco o nada que ver con la política de descolonización propugnada por Oswald de Andrade en el famoso manifiesto y en la revista.20 El papel de Tarsila do Amaral (1886-1973) frente al surrealismo, de forma semejante a sus compañeros de generación, significa una etapa fundamental pero fugaz de su carrera, precisamente aquella identificada con la antropofa­ gia hacia el final de la década. Impresionista formada en la Académie Julien de París, es a partir de su segundo viaje a la ciudad luz, en 1923, cuando Blai­ se Cendrars le abre las puertas a ella y a su compañero, Oswald de Andrade, a lo mejor de la vanguardia parisina. El testimonio personal del importante crítico Sérgio Milliet, que conoció a Tarsila en París en 1923, es más que elo­ cuente acerca de la forma como vivían algunos de nuestros latinoamericanos en el París de esos años, y revelador de posibles contactos de Tarsila con los surrealistas, Breton inclusive:21 “su casa pasó a ser el centro de reunio­ nes frecuentadas por Jules Romain, Supervielle, Cendrars, Picasso, Chirico, Laurencin, Brancusi, Stravinski, Satie, Manuel de Falla, Gómez de la Serna, John dos Passos, Cocteau, Max Jacob, André Breton, el director de los Ballets Suédois, el príncipe negro Tovalu, el marchand Ambroise Vollard, además de algunos brasileños como Oswald de Andrade, Paulo Prado, Di Cavalcanti, Souza Lima, Villa-Lobos, etc.” Es el mismo Milliet quien no duda en considerar a Tarsila, en varios momentos de su crítica, como “precursora en nuestro medio del cubismo, del expresionismo (con Segall y Anita Malfatti) y del surrealismo”.22 Según el testimonio personal de Tarsila, fueron sus maestros cubistas de aquel perio­ do André Lhote, Fernand Léger y Albert Gleizes.23 “El cubismo es ejercicio En correspondencia sin fecha, de fines de los sesenta, a Pietro Maria Bardi, su primer marchand en el Brasil y también director del Museu de Arte de São Paulo (masp), registra Monteiro: “Traje varios cuadros de formato pequeño y medio, periodo pre-antropofágico, que abrieron el camino a la famosa “Antropofagia” de Oswald de Andrade “Tupí or not tupí”, en Paulo Bruscky, Op. cit., p. 507. 21 Sérgio Milliet, “Artistas de Nossa Terra”, O Estado de S. Paulo, 17.6.1943, reproducido en Aracy Amaral, Tarsila: sua obra e seu tempo, Editora Perspectiva/ Edusp, São Paulo, 1975, p. 471. 22 Ibid., p. 472. Ver también la tesis doctoral de Marta Rossetti Batista, Artistas brasileiros na escola de Paris, anos 20, Universidade de São Paulo, 1987. 23 En “Confissão Geral”, catálogo de la primera gran retrospectiva Tarsila, 1918-1950. Mu­ 20 134 ¿ surrealismo en brasil ? militar. Todo artista, para ser fuerte, debe pasar por él”, declara Tarsila en una entrevista al diario carioca Correio da Manhã (25.12.1923).24 Decididos a redescubrir el Brasil, y acompañados por Cendrars, el grupo paulista em­ prende en 1924 la “caravana modernista”, para visitar en diversas ciudades del interior de Minas Gerais la tradición barroca (S. João-del-Rei, Tiraden­ tes, Mariana, Congonhas do Campo, Sabará, Ouro Preto). Es el comienzo de su periodo Pau-Brasil, que también bautizaría el manifiesto publicado por Oswald de Andrade y que un año más tarde serviría de título al libro de poesía publicado en París por la editorial de vanguardia Au Sans Pareil. El Mani­ fiesto Pau-Brasil ya contiene el germen del movimiento antropofágico, o sea, imponer las vanguardias periféricas, inspiradas por los moldes europeos, los rasgos locales y nacionales de una identidad brasileña. La antropofagia sería una forma indirecta de emancipación de la metrópolis y el proyecto latinoa­ mericano más original del periodo. En París, Tarsila y Oswald (la pareja Tar­ siwald, como los llamaría cariñosamente Mário de Andrade) advierten que aquello que los cubistas buscaban en África, en Polinesia y en los museos etnográficos europeos, como soporte estético-exótico del arte moderno, forma parte de la cotidianeidad en los trópicos: el indio y el negro. Tarsila concreta, con su primera exposición individual en París, en 1926, en la Galerie Percier, la idea de una periferia triunfante en la metrópolis. Ella le agrega a los in­ gredientes afrobrasileños los rasgos y colores inconfundibles de la paleta del universo pueblerino del interior paulista donde le tocó nacer. “Bárbaro y nuestro”, afirma Oswald de Andrade. En 1928 el movimiento se radicaliza con la publicación del Manifiesto Antropófago. El título tendría origen en el cuadro Abaporú (“hombre que come”, en lengua tupí), bautizado por los dos líderes del movimiento, Oswald de Andrade y Raul Bopp. “La jefa del movimiento fue Tarsila. Oswald iba en la vanguardia, irreverente, en aquel solipsismo social de São Paulo”, rememora Raul Bopp.25 A partir de 1927 Tarsila abandona el cubismo y empieza a producir obras que desafían las seu de Arte Moderna de São Paulo, 1950, s/p. Ver también, de Aracy Amaral, la “Cronologia biográfica e artística”, en Tarsila do Amaral, Fundação Finambrás, São Paulo, 1998. 24 Entrevista reproducida en Aracy Amaral, Tarsila: sua obra e seu tempo, p. 443. 25 Raul Bopp, Vida e morte da antropofagia, Civilização Brasileira, Río de Janeiro, 1977, p. 69. 135 jorge schwartz interpretaciones. En una exposición contemporánea, donde se ponen lado a lado a Tarsila y a Frida Kahlo, Aracy Amaral, la consagrada crítica brasi­ leña, niega vínculos con la escuela del surrealismo, prefiriendo utilizar un vocabulario vinculado a los sueños y a la magia: “Los dos últimos años de la década de los veinte en la pintura de Tarsila marcarían una exageración de esos elementos mágicos, oníricos, casi como una obsesión somnolienta y suprarreal sin haber pertenecido a ningún movimiento surrealista.”26 De la misma manera que en pleno siglo xx es imposible desvincular a Freud del universo de los sueños (¡al contrario!), y en la medida en que Breton y la Antropofagia incorporan al padre del psicoanálisis a sus consagrados reper­ torios (“Freud terminó con el enigma mujer”, “La transformación permanen­ te del tabú en tótem”, “Ya teníamos la lengua surrealista” y “La magia y la vida”),27 es difícil dejar de pensar en una Tarsila surrealista, aunque sea verdad que, como ninguno de los ejemplos anteriores (Ismael Nery, Cícero Dias y Vicente do Rego Monteiro), nunca haya tenido vínculos oficiales con la matriz francesa del surrealismo. La propia Tarsila, una década después de terminado el banquete antropofágico, y en pleno retour à l’ordre, reconoce, en importante texto retrospectivo, su deuda con el universo del “subcons­ ciente”. La pintora paulista afirma que una amiga suya “decía que mis telas antropofágicas se parecían a sus sueños. Sólo entonces entendí que yo mis­ ma había realizado imágenes subconscientes, sugeridas por historias que oyera de niña”.28 Aunque Tarsila asumiera oficialmente su filiación cubista durante el periodo Pau-Brasil, no haría lo mismo con el surrealismo en su etapa antropofágica. Al contrario. En uno de sus artículos dedicado a los “ismos”, Tarsila deja clara su distancia crítica, por no decir su aversión al movimiento bretoniano:29 “Los surrealistas se rebelaron contra toda inter­ Aracy Amaral, “Tarsila. La magia y lo racional en el modernismo brasileño”, en Tarsila Frida Amelia. Catálogo de la “Sala de Exposicións de la Fundación La Caixa”, Barcelona, 1997 (org.: Irma Arestizábal), p. 49. 27 Oswald de Andrade, “Manifiesto antropófago”, Revista de Antropofagia 1 (mayo de 1928), reproducido en Jorge Schwartz, Las vanguardias latinoamericanas, fce, México, pp. 173-180. 28 En Tarsila do Amaral, “Pintura Pau-Brasil e Antropofagia”, en Revista Anual do Salão de Maio. RASM, São Paulo, 1939, s/p. Edición facsimilar, Metal Leve, São Paulo, 1984. 29 En “Ismos”, Diário de S. Paulo, 12.5.1936, Tarsila cronista (org.: Aracy Amaral), Edusp, São Paulo, 2001, p. 70. 26 136 ¿ surrealismo en brasil ? vención consciente en la obra de arte, no admiten ningún control estético o moral, le tienen asco al naturalismo y sólo consideran arte a la concreción de la vida de los sueños, con sus figuras a veces monstruosas o eróticas. Sus jefes, André Breton y Aragon, son dogmáticos, intransigentes, agresivos y destructivos. Consta, no obstante, que últimamente Breton dio marcha atrás en dirección al realismo.” En el artículo “Chirico, o grande pintor ocidental” (Diário de S. Paulo, 22.3.1936), Tarsila aprovecha para recriminarle a los surrealistas: “Fue de ese Chirico que surgió el movimiento surrealista –que hoy lo condena– en un brote apasionado de intransigencia, fuera de la humanidad, irreverente con la tradición”, revelando plena conciencia del movimiento y de sus polémicas. El final de la década coincide y consagra el periodo más creativo, fecun­ do y surrealizante de Tarsila. Obras como el clásico Abaporú, Urutú, Sueño, El lago, La luna (todas de 1928), Ciudad, Selva, Sol poniente, Antropofagia (de 1929) y Composición, de 1930,30 pueden sin duda estar vinculadas, al igual que tantas obras surrealistas, al subconsciente y al campo onírico, y no hay manera de excluirlas en su expresión como obras surrealistas. Al referirse a estas telas, Aracy Amaral confirma que se trata de “una artista surrealista, a pesar de sí misma, o sin la preocupación de declararse comprometida con ese movimiento”.31 flávio de carvalho : un antropófago avant la lettre Arquitecto, pintor, dibujante, dramaturgo, ensayista, sociólogo, antropólogo y promotor cultural, Flávio de Carvalho (1899-1973) es en realidad un vanguar­ dista en carácter permanente, casi un personaje de sí mismo. Si la mayor parte de los pintores brasileños de esa generación dieron lo mejor de sí du­ rante los años veinte y comienzos de los treinta, Flávio de Carvalho, que al contrario de la generación modernista surge hacia el final de la década, ha sido un artista en proceso constante de reinvención. Su presencia nunca dejó de estar marcada por la polémica. Su pensamiento, utópico y estructural, ex­ presa un deseo constante de cambio y de libertad de expresión. Si existe un 30 31 Reproducidas en el catálogo Tarsila Frida Amelia, pp. 105-116. Aracy Amaral, Tarsila do Amaral, p. 23. 137 jorge schwartz heredero del temperamento inquieto y contestatario de Oswald de Andrade, cuya reflexión apunta siempre hacia las utopías, no me cabe duda de que se trata de Flávio de Carvalho. Las lindes de este texto no permiten que nos explayemos en la descripción detallada de un artista y pensador con activi­ dades tan multifacéticas. Nos limitaremos a apuntar algunas características que lo afilian a la antropofagia y muy brevemente al surrealismo. Su concep­ ción del arte como principio liberador del hombre, su permanente interés por las culturas primitivas y por el comportamiento colectivo e individual de la psiquis humana son algunas de las razones que explican su alianza con los principios de la antropofagia y su breve tránsito por la pintura surrealis­ ta. Carvalho es el representante antropófago del IV Congreso Panamericano de Arquitectos, en Río de Janeiro, en 1930, donde presenta “La ciudad del hombre desnudo”, tesis en que propone una utopía urbana que guarda se­ mejanzas con el “Matriarcado de Pindorama”, de Oswald de Andrade: “El hombre antropofágico, cuando desnudado de sus tabús, se parece al hombre desnudo (...) La ciudad antropofágica satisface al hombre desnudo porque en ella suprime los tabús del matrimonio y de la propiedad.” Su utopía de des­ colonización latinoamericanista apuesta, sin ser futurista, por el progreso del hombre y la tecnología, y termina con la siguiente invitación: “Invito a los re­ presentantes de América a retirar sus máscaras de civilizados y a revelar sus tendencias antropófagas, que fueron reprimidas por la conquista colonial.”32 Además de una serie de diagramas, veintitrés dibujos muy surrealizan­ tes, con matices expresionistas, aparecen publicados en su libro Experiencia n. 2.33 Es el extraordinario registro, escrito y visual, de una experiencia pro­ pia de la psicología de masas, al enfrentar una procesión de Corpus Christi yendo a contramano y sin despojarse de la boina que usaba, para estudiar la reacción colectiva:34 “hacer una experiencia, desvendar el alma de los Artículo reproducido en el catálogo de la exposición Flávio de Carvalho. 100 anos de um revolucionário romântico (curaduría de Denise Mattar), ccbb-faap, Río de Janeiro / São Paulo, 1999, pp. 79-82. 33 Duchampianamente, Flávio de Carvalho deja a la posteridad que adivine lo que sería la todavía desconocida Experiencia n. 1. 34 Flávio de Carvalho, Experiência n. 2. Realizada sobre uma procissão de Corpus-Christi. Uma possível teoria e uma experiência (original 1931), edición facsimilar, Nau, Río de Janei­ ro, 2001, p. 16. 32 138 ¿ surrealismo en brasil ? creyentes por medio de un reactivo cualquiera que permitiese estudiar la reacción en las fisionomías, en los gestos, en el paso, en la mirada, sentir en fin el pulso del ambiente, palpar píquicamente la emoción tempestuosa del alma colectiva, registrar la canalización de esa emoción, provocar la rebelión para ver alguna cosa del inconsciente”. Frente a esta provocación, la multitud enfurecida trata de lincharlo. El artista-experimentador emprende una fuga enloquecida y, después de varias peripecias, se salva refugiándose en una iglesia. Tres pinturas al óleo vinculan a Flávio de Carvalho directamente con el surrealismo: La inferioridad de Dios (1931), Ascensión definitiva de Cristo y Retrato ancestral, de 1932. Los elementos cristianos presentes en los títulos nada tienen de religiosos, al contrario, pueden ser entendidos como parodia o crítica por alguien que poco tiempo atrás, y muy de acuerdo con Marx, afir­ maba que el catolicismo y “las otras religiones son narcóticos idénticos”.35 A diferencia de su obra marcadamente expresionista y constituida en su mayor parte por retratos, estos cuadros cuentan con gran definición gráfica en sus líneas fragmentarias y disgregadas. Los rostros humanos se acercan, si lo podemos definir así, a un bestiario onírico. La inferioridad de Dios es más geométrico, con ilusión perspectivista, un poco más figurativo pero no menos multifacético que las otras dos obras mencionadas. Los vínculos con el surrealismo maduran y se estrechan durante el via­ je emprendido a Londres y a París, de octubre de 1934 a febrero de 1935. En­ trevista a varios monstruos sagrados del dadaísmo y del surrealismo. Entre ellos, a Tristan Tzara, a Man Ray y al propio André Breton. Estas entrevistas serían posteriormente publicadas en el Diário de S. Paulo. En estos artículos vemos que, a mediados de los años treinta, Carvalho empleaba todavía el térmi­ no superrealismo. El encuentro con Roger Caillois lo debe haber aproximado a la revista Minotaure (1933-1939), de la cual se convierte en el representan­ te comercial cuando regresa al Brasil.36 Estos contactos internacionales sin Op. cit., p. 80. Cf. Rui Moreira Leite, Flávio de Carvalho (1899-1973) entre a experiência e a experi­ mentação, tesis doctoral, Universidade de São Paulo, 1994, p. 66, n. 21. Las entrevistas con Herbert Read, Tzara, Man Ray, Roger Caillois y Marinetti se encuentran reproducidas en el catálogo Flávio de Carvalho. 100 anos de um revolucionário romântico, pp. 86-92. Ver tam­ 35 36 139 jorge schwartz duda le ayudarán a madurar su visión sobre los movimientos contemporáneos, concretados en la or­ganización de los tres importantes Salones de Mayo, es­ pecialmente el último, de 1939. El catá­ logo de tapa de aluminio (rasm. Revista Anual do Salão de Maio) abre con un manifiesto (“Manifiesto del III Sa­lón de Mayo-1939”), en el cual Carvalho divide el arte en dos tendencias uni­ versales: 37 La revolución estética nada más es que un fenómeno de turbulencia, con la con­ secuente polarización de las fuerzas anímicas básicas, fenómeno que se mani­ fiesta para marcar el momento histórico de la lucha. Nos enfrentamos hoy con dos ecuaciones importantes en el arte: 1) Abstraccionismo = Valores mentales 2) Surrealismo = Ebullición del inconsciente (...) La lucha entre el abstraccionismo y el surrealismo son manifestaciones de un único organismo –porque son fuerzas antitéticas que caracterizan dos cosas que van siempre juntas en el hombre: ebullición del inconsciente y la antítesis, valores mentales–. Una no puede ser separada de la otra sin mutilar y matar el organismo arte. Cada una de esas ecuaciones define el Aspecto Humano: el surrealismo se sumerge en la inmundicia inconsciente, se retuerce dentro del “intocable” ancestral. El arte abstracto, al zafarse del inconsciente ancestral, al liberarse del narcisismo de la representación figurada, de la mugre y la salvajería del hombre, introduce en el mundo plástico un aspecto higiénico: la línea libre y el color puro, cantidades pertenecientes al mundo del razonamiento puro, a un mundo no subjetivo y que tiende hacia lo neutro. Es interesante cómo Carvalho conceptualiza el abstraccionismo y el su­ rrealismo, dos movimientos aparentemente tan antagónicos, como los dos lados bién, de Rui Moreira Leite, “Flávio de Carvalho: Modernism and the Avant-Garde in São Paulo, 1927-1939”, en The Journal of Decorative and Propaganda Arts 21 (número dedicado al Brasil), 1995, pp. 196-217. En este artículo, hermosamente ilustrado, Moreira Leite apunta, entre otras cosas, los vínculos de Carvalho con las culturas precolombinas. 37 Edición facsimilar, Metal Leve, São Paulo, 1984, s/p. 140 ¿ surrealismo en brasil ? necesariamente complementarios e interdependientes de una misma matriz. Con opiniones muy perentorias sobre cada uno de ellos, Carvalho no toma necesaria­ mente partido por ninguna de las dos tendencias. De los tres Salones de Mayo, el segundo (1938) y el tercero (1939) tienen sólida representación internacional. Entre otros artistas, los abstraccionistas ingleses Erik Smith, Roland Penrose y John Banting (1938), así como Alexander Calder y Josef Albers (1939). La rasm acentúa lo moderno, dando lugar tanto a lo figurativo como a lo abstracto. Sin duda que el camino iniciado por el revolucionario proceso de modernización del 22 da un gran salto de calidad en los Salones de Mayo, pavimentando el camino abierto hacia la internacionalización definitiva consagrada por la I Bienal Inter­ nacional de São Paulo en 1951, de la cual Carvalho también participaría. el fotomontaje surrealista : jorge de lima El elenco de artistas que hemos seleccionado cubre los “impulsos surreali­ zantes” durante las vanguardias históricas en el Brasil. Esto no significa que no hubiera posteriormente otros momentos significativos. En este sentido, y para concluir, me gustaría detenerme en el fotomontaje, que contó en el Brasil con un insólito precursor, Valerio Vieira, quien en 1904, cuando el fotomontaje se encuentra lejos de ser un género, obtiene un premio internacional por Los treinta Valerios, donde se autorretrata en treinta posturas distintas. El fotomon­ taje surrealista en el Brasil surge en un momento muy particular, hacia finales de los años treinta, cuando la experimentación vanguardista se agota y los cambios económico-sociales desembocan en un viraje hacia manifestaciones realistas en el arte y en la literatura. Sus mayores representantes son Jorge de Lima, Alberto da Veiga Guignard y Athos Bulcão. El primero de ellos desa­ rrolla una labor conjunta con el poeta Murilo Mendes. Juntos publican en 1935 el libro Tempo e eternidade. Tres años más tarde, el libro de poemas de Murilo Mendes, A poesia em pânico, surge con una cubierta que es un fotomontaje a cuatro manos, con el poeta y médico de Alagoas, Jorge de Lima (1895-1953), en el estilo inconfundible de lo que serán las próximas obras. Se establece una suerte de diálogo especular, una vez que en 1943 Jorge de Lima publica el libro A pintura em pânico, con una serie de cuarenta y un fotomontajes. “El páni­ co es muchas veces necesario para llegar a la organización”, registra Murilo 141 jorge schwartz Mendes en la introducción al libro de su amigo. Un trabajo absolutamente excepcional dentro de la trayectoria del escritor, con marcas profundamente surrealistas. La serie en cuestión tiene como centro de su atención, en la ma­ yor parte de los fotomontajes, al “enigma mujer”. La deuda con Max Ernst (La femme de 100 têtes) y con Salvador Dalí (Bacanal) está explicitada en la intro­ ducción de Murilo Mendes, en donde afirma que “esta alianza de la pintura con la fotografía permite y facilita el encuentro del mito con lo cotidiano, lo universal con lo particular”, y agrega que “El fotomontaje implica un desquite, una venganza contra la restricción de un orden del conocimiento”.38 Además de Ernst y Dalí, la marca de De Chirico es inconfundible en varios de los foto­ montajes. Al contrario de la mayor parte de los pintores y artistas surrealistas europeos de la historia del fotomontaje, Jorge de Lima proviene de la poesía y no de la pintura. Al final de la década, en 1949 Murilo Mendes publicaría un libro de poemas, Janela do caos (Ventana del caos), impreso en París con seis litografías de Francis Picabia, lo que revela sus vínculos fuertes con las artes visuales y con un artista central para las vanguardias como lo ha sido Picabia. conclusión A la pregunta final si hubo, o qué tipo de surrealismo hubo en el Brasil, lo que podemos afirmar con convicción es que la primera y única artista brasileña de inicios de los cuarenta, exclusivamente surrealista, ha sido la escultora María Martins (1900-1973), pero que escapa totalmente al periodo aquí tratado. En con­ tacto con los surrealistas exiliados en Nueva York, André Breton le escribe el prólogo a su catálogo de la exposición en 1947. María, como firmaba sus obras, tuvo una relación intensa y prolongada con Marcel Duchamp, a quien inspiró su último trabajo, Etant donnés: Maria, la chute d’eau et le gaz d’éclairage. En Jorge de Lima, A pintura em pânico, Tipografia Luso-Brasileira, Río de Janeiro, 1943, s/p. Ver, de Ana Maria Paulino, O poeta insólito. Fotomontagens de Jorge de Lima, Instituto de Estudos Brasileiros-Universidade de São Paulo, 1987, donde se reproducen once fotomon­ tajes. Ver, también, el item “Impulsos surrealizantes y temática negrista” de mi texto “Tupi or not tupi”, en De la antropofagia a Brasilia, pp. 150-152, y respectiva iconografía en las pp. 184-187. Para un análisis detallado de los fotomontajes, ver de Gênese Andrade, el item “Poesia fotoplástica”, en “Jorge de Lima e as artes plásticas”, Teresa 3, usp/Editora 34, São Paulo, 2002, pp. 84-91. 38 142 ¿ surrealismo en brasil ? Esposa de un diplomático brasileño (Carlos Martins), ella realiza su carrera artística fuera del Brasil, donde produce la mayor parte de sus esculturas.39 Es la única brasileña presente con dos grandes obras en la gran retrospectiva Surrealism: desire unbound.40 Mi visión de aquello que denomino “impulsos surrealizantes” se cir­ cunscribe a los años de las vanguardias históricas. Los ejemplos aquí tratados muestran que el Brasil ha sido periférico no sólo en la asimilación del último de los “ismos” de los veinte, sino también en la escasa producción (aunque de gran calidad) por parte de los varios artistas mencionados. Como hipótesis, puede ser que la temática surrealista, en lo que ella pueda signi­ficar como inmersión en el universo del deseo, de lo inconsciente, de lo onírico, de la magia y de lo maravilloso, fuese, si no incompatible, sí a contracorriente de cualquier tipo de expresión de lo nacional como forma de superación de la dependencia de la metrópolis vanguardista –estas mismas razones no han sido un impedimento para la existencia de una sólida tradición surrealista en un país no menos colonizado y con una tradición cultural mucho más arrai­ gada que la brasileña, como ha sido el caso de México–. En la exposición de 1989, O surrealismo no Brasil, el curador José Roberto Teixeira Leite registra en la introducción: “Convenzámonos: no tuvimos pintores surrealistas, en el sentido exacto del término, pero sí pinturas surrealistas o, más correctamen­ te, pinturas con ingredientes surrealistas.”41 Afirma el biógrafo de Duchamp, Calvin Tomkins: “Esa mujer extraordinariamente di­ námica siguió trabajando como escultora a su retorno al Brasil. Ejecutó varias obras de gran­ des dimensiones y se convirtió en una de las principales organizadoras de la Bienal de São Paulo, la exposición que insertó al Brasil en la ruta del arte moderno internacional.” Calvin Tomkins, Duchamp: uma biografia, Cosac Naify, São Paulo, 2004, p. 407. 40 Surrealism: desire unbound (ed. Jennifer Mundy), Tate Modern (Londres) y The Metro­ politan Museum of Art (Nueva York), 2001, pp. 296-297. 41 En O surrealismo no Brasil, Pinacoteca do Estado, São Paulo, 1989, s/p. Para una visión diferente de la mía, ver, de Sergio Lima, A aventura surrealista, Unicam/Unesp/Vozes, São Paulo/Campinas, 1995, t. 1; el artículo de Robert Ponge, “Sobre a chegada e a expansão do surrealismo na América Latina”, libro/catálogo de la exposición Surrealismo, ccbb, Río de Janeiro, 2001, pp. 42-87, y los artículos de Valentim Facioli, “Modernismo, vanguardas e surrealismo no Brasil” y, de Sergio Lima, “Surrealismo no Brasil: mestiçagem e seqüestros”, en Surrealismo e Novo Mundo (org.: Robert Ponge), Editora da ufrgs, Porto Alegre, 1999, pp. 293-321. 39 143 Cuatro poemas Georg Heym Versión y nota de Montserrat Armas Georg Heym muere el 16 de enero de 1912. A pesar de su corta vida, su atracción por la poesía fue muy precoz. Dicha precoci­ dad nos ha permitido disfrutar de varias colecciones de poemas que lo han convertido en uno de los poetas más representativos del expresionismo alemán. Si presentamos, como suele hacerse, a Georg Trakl y a Gottfried Benn como las voces paradigmáticas de la lírica ex­ presionista, estamos cometiendo una injusticia al ignorar a dos grandes poetas, a mi entender, no menos importantes: Ernst Stadler (1883-1914) y Georg Heym. Los lectores españoles que descono­ cen otras lenguas tienen que contentarse con la selección de poemas que la editorial Hiperión publicó en 1981 bajo el título Stadler-Heym-Trakl. Poesía expresionista alemana para ha­ cerse una idea, evidentemente muy limitada, de la poesía de Georg Heym. Heym sintió desde muy pronto un fuerte rechazo por las convenciones sociales. Ese sentimiento se radicalizó cuando en 1910, al entrar a formar parte de Der Neue Club, conoce en Ber­ lín a una serie de escritores que frecuentaban sus mismos círculos como, por ejemplo, a Karl Kraus. Siendo miembro destacado de este club, Heym escribe poemas tan importantes como “Der Gott der Stadt” (El dios de la ciudad) o sus colecciones de poe­ mas: una publicada en 1911, Der ewige Tag (El día eterno) y la otra en el año de su muerte, Umbrae vitae. 144 Para el lector en lengua española, Heym es todavía un enigma porque se desconoce de él no sólo la mayor parte de su poesía, sino además su faceta como narrador y su escasa producción teatral. Desde hace años he acariciado la idea de traducir a estos dos poetas, Stadler y Heym, con el fin de revelar al lector his­ panohablante de poesía la magnitud de sus creaciones. Ahora presento una pequeña selección de poemas de Heym, desconoci­ dos hasta hoy. Ninguno de los poemas que he elegido han dado título a los poemarios que Heym publicó en vida o que se pu­ blicaron póstumamente, pero están igualmente impregnados de la extraña e inquietante belleza que caracteriza al conjunto de su escritura. Los poemas los he seleccionado a partir de Georg Heym, Gedichte und Prosa, Fischer Bücherei, Frankfurt am Main und Hamburg, 1962, y de Georg Heym, Dichtungen. Auswahl, Re­ clam, Hamburgo, 1964. Dicha selección responde únicamente a una preferencia personal. Traducir sus poemas es un constante descubrimiento de versos premonitorios. Heym alude a hombres que presienten su muerte, sueños que predicen, naturalezas muertas, cielos que envían sus signos, multitudes que vagan por las calles, perdi­ das, tempestades y mares de fuego, dioses que castigan, cráneos que cuelgan, rostros pálidos, muertos que flotan y llamas que devoran los bosques. He intentado, en mi labor de traducción, respetar el ritmo interno de sus poemas, aunque he sido infiel a su rima, tan importante en Heym, con la que el poeta quiere retener unos versos que parecen estallarle entre sus manos. Su crítica a la falta de espiritualidad en el hombre, ren­ dido ante los progresos técnicos que convierten a las ciudades en lugares inhabitables e infernales, parece atenuarse a veces en poemas que describen la naturaleza, donde el lenguaje suaviza su carácter violento. Algunos de estos poemas son los que pre­ sento aquí para el disfrute de aquellos que, como yo, sienten sincera admiración por el expresionismo alemán y se lamentan de que el helado Havel congelara los futuros versos de Georg Heym. 145 el anochecer 1 Ha naufragado el día en el rojo púrpura, con inmensa calma el río fluye blanco. Llega una vela. Alta, desde la barca se eleva al timón la silueta del barquero. En las islas crece el bosque otoñal con rojas cabezas en el espacio claro. Y de lo profundo de oscuros abismos resuena el sonido de los bosques, como susurros de cítaras. La oscuridad se ha derramado al oriente, como vino azul de urnas volcadas. Y lejos se alza, rodeada de un negro manto, la noche sublime sobre coturnos de sombra. azul - blanco - verde 2 En verdes praderas se alza un bosquecillo de blancos abedules que a la luz se elevan. der abend // Versunken ist der Tag in Purpurrot, / Der Strom schwimmt weiss in unge­ heurer Glätte. / Ein Segel kommt. Es hebt sich aus dem Boot / Am Steuer gross des Schi­ ffers Silhouette. // Auf allen Inseln steigt des Herbstes Wald / Mit roten Häuptern in den Raum, den klaren. / Und aus der Schluchten dunkler Tiefe hallt / Der Waldung Ton, wie Rauschen der Kitharen. // Das Dunkel ist im Osten ausgegossen, / Wie blauer Wein kommt aus gestürzter Urne. / Und ferne steht, vom Mantel schwarz umflossen, / Die hohe Nacht auf schattigem Kothurne. 2 blau-weiss-grün // In grünen Wiesen steht ein kleiner Hain / Von weissen Birken, die zum Lichte steigen. / 1 146 Primer verde tierno en ramas que se mecen como una nube, como un cabello tan fino. Nubes blancas que crecen hacia el aire como montes suspendidos, del azul del mar, disueltas en la luz, se alzan las orillas boscosas. Crepuscular, reposa el aroma azul de la sombra. el otoño 3 Muchas cometas se elevan al viento, danzando en el reino de los aires lejanos. Niños en el campo con ropas ligeras. Pecosos y con pálidas frentes. En el mar de rastrojos dorados navegan pequeños barcos, blancos y ligeros; y en los sueños de su leve inmensidad declina, inundado azul de nubes, el cielo. A lo lejos, en la calma inmóvil, Das erste Hellgrün auf den schwanken Zweigen / Wie eine Wolke, wie ein Haar so fein. // Die weissen Wolken wachsen in die Luft / Wie Berge grundlos, aus dem Blau der Seen / In Licht gelöst, die waldgen Ufer stehen. / Wo dämmrig ruht des Schattens blauer Duft. 3 der herbst // Viele Drachen stehen in dem Winde, / Tanzend in der weiten Lüfte Reich. / Kinder stehn im Feld in dünnen Kleidern, / Sommersprossig, und mit Stirnen bleich. // In dem Meer der goldnen Stoppeln segeln / Kleine Schiffe, weiss und leicht erbaut; / Und in Träumen seiner leichten Weite / Sinkt der Himmel wolkenüberblaut. // Weit gerückt in unbewegter Ruhe / 147 se alza el bosque como una ciudad roja. Y las banderas doradas del otoño cuelgan, pesadas y abatidas, de las torres más altas. el jardín 4 La boca, húmeda. Y ancha como en los peces, brilla roja en el jardín inerte. Su pie es plano y ancho sobre el camino. Nacen vientos del vestido plisado. Él abraza al dios, que como de plata, débil, bajo él se quiebra. Y en la espalda los dedos le coloca, negros, como garras peludas. Llamas que caen oblicuas de los ojos. Avanzan sombras y luces, a veces una luna. Un murmullo de hojas. De la noche cálida turbias gotas. Y abajo llaman los cuernos de guardianes que vagan por la ciudad dorada. Steht der Wald wie eine rote Stadt. / Und des Herbstes goldne Flaggen hängen / Von den höchsten Türmen schwer und matt. 4 der garten // Der Mund ist feucht. Und wie bei Fischen breit. / Und leuchtet rot in dem toten Garten. / Sein Fuss ist glatt und über den Wegen breit. / Winde gehen hervor aus dem faltigen Kleid. // Er umarmet den Gott, der dünn wie aus Silber / Unter ihm knickt. Und im Rücken die Finger / Legt er ihm schwarz wie haarige Krallen. / Quere Feuer, die aus den Augen fallen. // Schatten gehen und Lichter, manchmal ein Mond. / Ein Gesause der Blätter. Aus warmer Nacht / Trübes Tropfen. Und unten rufen die Hörner / Wandelnder Wächter über der gelben Stadt. 148 La vigilia de la aldea Los significados del silencio F elipe V ázquez Mónica Sánchez Escuer, Atar de ser, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 2013, 87 p. El poeta debe tensar el lenguaje para hacerlo decir lo indecible. Para tensar­ lo debe prevalecer una actitud crítica no sólo frente al lenguaje sino ante una tradición poética, aunque no olvidemos que la actitud crítica frente a la tradi­ ción adquiere al cabo la forma de un diálogo. Atar de ser, el poemario de Mó­ nica Sánchez Escuer, cumple estas pre­ misas. Los epígrafes diseminados a lo largo del libro señalan el diálogo que Mónica sostiene con Emily Dickinson y Jorge Eduardo Eielson, pero no es un diálogo parasitario ni hedonista sino pro­ blemático, es decir, no recrea pasajes de la vida de los poetas ni parafrasea sus poemas, sino que aprehende los me­ canismos de enunciación poética. Y ¿cuáles son esos mecanismos? Por principio, el lenguaje de Atar de ser es sobrio, nervioso, decantado. No cede al facilismo de la tendencia colo­ quialista ni a los palimpsestos agluti­ nados de la corriente que en términos generales podemos llamar neobarroca. En contra de la proliferación verbal de ambas tradiciones, el lenguaje de Atar de ser es ascético y críptico. Si hemos de tomar en cuenta la advertencia que la poeta dispuso al inicio de su libro, di­ remos que los poemas están penetrados por el desierto, los versos están fractura­ dos por esa sed que llamamos silencio. En efecto, parecen surgidos del vacío, hacen resonar el vacío en su interior y esa resonancia está habitada por múlti­ ples posibilidades significantes. Ahora bien, la tensión del lenguaje se basa en la fractura de enunciados y palabras para que surja un espacio de posibilidad significante, a su vez esos espacios crípticos se desdoblan en sig­ nificados inéditos. El lenguaje ascético desemboca en la polivalencia de sen­ tido. Podemos ver este procedimiento desde el título del libro. Si Sánchez Es­ cuer hubiese titulado su libro Atarde­ cer, habría sido un título sin capacidad 149 seductora e incluso un poco romántico; en cambio, al fracturar la palabra, la abre a otras posibilidades sintácticas y signi­ ficantes. Si para Heidegger la poesía es la casa del ser, para Mónica la poesía es atar de ser (el verbo atar está ade­ más sustantivado), la poesía implica la atadura de ser, el poema es una de las formas de aprehender el ser. Ahora bien, hay que tomar en cuenta que la pala­ bra ser tiene varios significados, uno de ellos se refiere al sí mismo, ser re­ ferido a uno mismo. Desde este punto de vista, la poesía es atar el ser de uno mismo, el acto de la poesía implica la atadura de nuestro ser; pero atar el ser implica un reconocimiento de nuestra esencial otredad, es decir que nuestro ser está desatado e incluso alterado. La conciencia de que nuestro ser es un ha­ cerse continuo, que nuestro ser es tam­ bién un ser-otro con el que deseamos reconciliarnos, que nuestro ser es bús­ queda de ser, nos conduce a concebirlo como carencia de ser. Y como carencia, el ser aspira hacia la completud de ser, desea a atarse a sí mismo. En varios poemas del libro hallamos la puesta en escena de esta búsqueda, signada por una angustia irónica que cede a veces a una crueldad fina y desengañada. Si pasamos del título a los capítulos del libro, veremos que la propuesta de Sánchez Escuer continúa desplegándo­ se de manera crítica: los cuatro títulos se forman a partir de la combinatoria se­ mántica del título del libro: “Atar”, “Tarde”, “Arde” y “Ser”. A su vez, ca­da 150 poema despliega de manera prismática los significantes. El último poema es un claro ejemplo de lo que digo, pues se titula “A tarde ser”. Si reunimos es­ tos títulos, quedaría un calambur que es ya un poema, un poema que recuer­ da incluso los experimentos de poesía concreta del grupo Noigandres: Atar de ser Atar Tarde Arde Ser A tarde ser La palabra “atardecer” no se enun­ cia pero está implícita. ¿La atadura de ser sucede al atardecer? ¿Arde el ser si tarde se ata? Este juego de palabras, por cierto, guarda cierto eco del famoso ca­ lambur de Villaurrutia: y mi voz que madura y mi voz quemadura y mi bosque madura y mi voz quema dura Más allá de los ecos, vemos que la propuesta sintáctica y polisémica se man­ tiene desde el título hasta el final del libro, ello nos exige una labor lúdica de articulación y desarticulación de las unidades de significado. Al lenguaje ascético y crítico corres­ ponde, en otro plano, el lenguaje meta­ poético y erótico. Estos cuatro ejes se interpenetran y complementan en cada poema. Hay poemas críticos que se vuelven eróticos, poemas eróticos que al final son metapoéticos o poemas me­ talingüísticos que se resuelven en una confesión que revela más por sus re­ ticencias que por sus aseveraciones. Más allá de los poemas de tema eróti­ co, hay un flujo de erotismo en todo el libro que, como dije, puede tener un desenlace metapoético; sin embargo está muy lejos del erotismo hedonista –ése que celebra las gracias del ser amado pero en realidad sólo edulcora la imagen depositaria del deseo–; no, el erotismo de Atar de ser es una de las formas de la reflexión, incluso cuando el poema reflexiona sobre sí mismo; y este ero­ tismo verbal, en su deseo de consumar la atadura de ser, toca a veces los már­ genes de la amargura y el desengaño. En párrafos anteriores hablé de len­ guaje ascético. El ascetismo se basa en una renuncia a la materialidad del mundo para acceder a un orbe espiritual, pero en esta renuncia hay un ingrediente de crueldad, pues hay que aniquilar los deseos, hay que suprimir el goce de los sentidos, hay que incinerar el cuer­ po para que florezca el espíritu. Cuan­ do me refiero al lenguaje ascético de Atar de ser, hablo de un lenguaje que prescinde del aspecto comunicable y “gastronómico” del lenguaje y opta por un lenguaje condensado, prismático, breve, y críptico debido a la extrema voluntad de síntesis. Sánchez Escuer articula palabras y enunciados sobre la página como si dispersara un puñado de huesos y piedras en la vasta arena del desierto, traza un signo en la blan­ cura, en el vacío, pero ese signo, debi­ do a la disposición estratégica de sus breves elementos, se abre como una flor de signos, una flor cuyos bordes pueden estar, como en algunas plantas del de­ sierto, pobladas de filos hirientes. Esta analogía no es gratuita, el lector que se asome a la poesía de Mónica Sánchez Escuer descubrirá que los poemas in­ cluyen, acorde con su condición ascé­ tica, una visión áspera que limita con cierta crueldad, sin embargo esos sig­ nos afilados que asoman por el silencio de la página están habitados por la re­ velación. Sin asiento asignado J uan C arlos R eyes Gunter Silva Passuni, Crónicas desde Lon­ dres. Cuentos y relatos, Atalaya Editores, Lima, 2012, 122 p. Viajar entre Lima y Londres hoy puede tomar, en avión, cerca de catorce ho­ ras. En barco, dependiendo de la ruta, puede llevar semanas: en Crónicas de 151 Londres, a Gunter Silva le toma sólo al­ gunas páginas. Hace el viaje de ida y vuelta con pocas palabras, y en ninguno de los viajes le es ya posible desprender­ se del equipaje, sin importar si éste fue adquirido en Perú o en el Reino Uni­ do. Con más de nueve años viviendo en Londres, Silva escribe desde la lejanía, pero no desde el exilio. Si existe en sus cuentos cierta añoranza por su natal La­ tinoamérica, ésta se vuelve un tópico al cual regresar con los pies bien planta­ dos al otro lado del mundo. Perú parece haberse convertido en un lugar distante del que el recuerdo es ya inaccesible. Pareciera que el exilio está intrinca­ damente enraizado en las civilizaciones desde hace muchos siglos. Separado de la su tierra natal o de residencia, el exi­ liado es forzado a retirarse, pero a olvi­ dar es imposible obligarlo. Emigrar es muy distinto, el inmigrante llega a otro lugar en el que asentará su residencia, su vida, sus prácticas y en el que tie­ ne que construir una nueva memoria. Para los escritores, ni el exilio ni las migraciones son ajenas, y casi siempre modifican e impactan su obra, ya sea porque lo recordado se vuelve material literario o porque escriben en sus len­ guas maternas negándose a entregar su lenguaje al nuevo lugar que los acoge e intenta así un rescate personal que los exima de esa conflictiva relación que tuvieron y tienen con el lugar de origen. Entiendo que Crónicas de Londres es únicamente el título del libro de Gunter Silva, que bien podría llamarse Poemas 152 de Pachuca o Ensayos de Helsinki¸ y ello no querría decir necesariamente que se trata de poemas o ensayos, ni de que fueron escritos de o para Pachuca o Hel­ sinki. Lo que llama mi atención es el subtítulo del texto, que tiene ya otras implicaciones: “Cuentos y relatos”. Es­ ta especificación promete algo que no logra cumplir. Desde mi punto de vis­ ta, habría dos opciones: en la primera, Gunter Silva es sarcástico y decide po­ ner en cuestión un régimen de géneros estricto del que cada vez se duda más o, de verdad, considera que hay una diferencia clara entre un cuento y un relato. Él estaría en todo su derecho de encontrar diferencias claras entre dichos géneros y, en su caso, si así lo desea­ ra, exponerlas, pero lo que me deja un sentimiento de incertidumbre es que di­ chas diferencias no son visibles entre los textos, no hay contrastes de estilo, sintaxis o alguna otra señal que nos muestre dichas diferencias, tan claras para el subtítulo. A los cuentos que componen Cróni­ cas de Londres los antecede un prólo­ go que elogia los cuentos tanto como al autor, y en cierto sentido compara el viaje que Silva hace al Reino Unido con el que García Márquez –o Gabo, como él lo llama– emprendiera a Mé­ xico debido “a la pasión del oficio de escritor”. Esto, por supuesto, sin obviar los lugares comunes sobre los rechazos que, por parte de editoriales, recibieron obras de Mario Vargas Llosa o “Gabo”. El prologuista habla de un libro en el que se “sabe manejar muy bien los fi­ nales abiertos”, una serie de cuentos que en su conjunto nos “ofrece[n] (…) un manual sobre la filosofía del amor al paso”; un libro en el que Gunter Sil­ va “nos deja como un chupetín en la boca, lindas frases de diversos tonos”. Con una notable carga sentimental so­ bre Latinoamérica, el autor del prólo­ go igualmente apunta: “También nos muestra la superficialidad del amor que se vive en Europa.” Me imagino que el tono de mi enunciación lo deja ya claro, pero difiero de varias de estas aseve­ raciones. Para sostenerlo, sin embargo, habrá que mostrarlo. Veo, por supues­ to, también páginas, personajes, deta­ lles o frases que mantienen el libro, o cuentos particulares, a flote. Para se­ ñalarlo habrá, desde luego, lugar. El libro está compuesto por nueve cuentos: historias muy similares en to­ no y estilo que exploran temas como la soledad, el amor, la inestabilidad o la nos­ talgia del migrante en Europa. Esto es una navaja de dos filos: por un lado, es un libro que se lee con cierta rapidez y en el que el lector se puede desenvolver con agilidad aunque sin muchos retos; el otro lado de la navaja es que tal simi­ litud, en tono y estilo de la que hablo, permea a sus personajes, tramas y sin­ taxis, y provee un tono muy parecido a todo el libro, sin que existan claras diferencias de un texto a otro, cosa que se esperaría de un libro donde el autor asume que cada cuento es una entidad aislada. Los cuentos ocurren casi por com­ pleto en Londres, como el título ya lo anuncia, no obstante también hay en las tramas algunos viajes a Roma, Ma­ drid o Nueva York, aunque dichos via­ jes actúan como pretextos de no mucha relevancia para el desarrollo de los textos. Aquellos que ocurren en Londres intentan explorar la ciudad adentrándose en es­ pacios públicos y privados: estaciones de metro, restaurantes de comida rápi­ da, parques, apartamentos, casas en donde ocurren fiestas de lujo. A pesar de ello, sus personajes son estáticos –en algu­ nos casos les pasa mucho–, pero ellos cambian poco. Peruanos principalmen­ te, otros españoles o de Costa de Marfil, conviven con londinenses que de mane­ ra apresurada los arrastran a situaciones límite cuyo final nunca es desarrollado en su tota­lidad. Me parece que cuentos como “That night in London” o “Vino tinto en McDonalds” funcionan dejan­ do un final abierto en el que el lector se ve ante la posibilidad de rellenar los va­ cíos para integrar un final distinto, de­ pendiendo de la lectura que se haga del texto, pero en otros parece que el autor olvidó terminar el cuento. Si me enfoco con insistencia en la idea que Gunter Silva construye de los migrantes en su libro, se debe a que la cuarta de forros, el prólogo y la escasa crítica que logré encontrar respecto al libro, plantean que éste es un fiel re­ trato de la realidad que los migrantes latinoamericanos viven en Europa. En cierto sentido, el libro tiene como su 153 tema central la migración latinoameri­ cana hacia ese continente, pero me parece que el retrato es en ocasiones inverosímil o romantizado. Soy perfec­ tamente consciente de que el libro de Silva no es un libro sobre migración, o historia de los migrantes en Europa, aunque no me parece bien un libro que intente vender una idea de algo que no tiene intenciones de hacer, o que se construya a su alrededor la idea de que, en efecto, lo consigue. Después de la digresión migratoria, regreso a lo que más nos atañe en estas líneas: los cuentos que componen Cró­ nicas de Londres. En “La foto perfec­ ta”, un peruano que está por terminar su mba en Londres asiste a la boda de una exnovia con un hombre de Costa de Marfil, trabajador de la construcción y en el que, a decir del exnovio, la chi­ ca ve “a un auténtico revolucionario”, cuya familia, que viaja por primera vez a Europa, “veía todo como si fuera la primera vez”. El segundo cuento, “Lot­ tie”, me parece el menos verosímil: en él se descubre una falta de pulso dramá­ tico que hace que los eventos se vean forzados. Un migrante es despedido de su trabajo como mesero de un glamoro­ so evento y, al salir, una mujer increí­ blemente bella y con una televisión en el asiento trasero de un Jaguar (el énfa­ sis en lo aleatorio del evento es mío) lo invita a su casa para que tenga sexo con ella. En el anterior sentido inverosímil y acelerado que anotaba, el protagonis­ ta dice: “Subimos las escaleras hacia 154 el cuarto principal, para ese momento la pasión y el deseo se habían apode­ rado de nuestros cuerpos, de nuestras almas, de nuestras vidas.” En “Vino tinto en McDonalds”, Felipe se reúne con una completa extraña para com­ prar la nacionalidad inglesa. La mujer, al sentarse en el McDonalds, asegura que: “Estoy preocupada de todo”, y co­ mienza a contar la historia de su vida. Como en el cuento anterior, me parece que el autor se ahorra la construcción dramática y narrativa de las relaciones entre los personajes al recurrir a un lu­ gar común evidente: “Felipe sintió de pronto que Kloe y él eran viejos amigos a pesar que de hacía sólo media hora que se habían conocido cara a cara.” A pesar de estos reparos, considero que éste es de los textos mejor logrados del libro pues consigue mantener cierta tensión dramática a lo largo del cuento, mien­ ras el final es verdaderamente abierto, es decir, el cuento no parece acabar de golpe o por capricho del autor, sino que se torna evidente la intención de otor­ gar libertad al lector para discurrir por el camino construido para los perso­najes. En el cuarto de los cuentos, “Poeta muer­ to”, se narra la historia de un estudian­ te peruano en Londres. El joven que estudia literatura resulta un prodigio para sus profesores y, en consecuencia, recibe constantes halagos de su parte, pero ello se debe a los continuos plagios que el alumno hace de Roberto Men­ doza, un poeta peruano muerto. Cuan­ do uno de sus compañeros ingleses lo descubre, le llama por teléfono y vela­ damente le comunica que lo delatará, aunque nunca sabemos si en verdad lo hace. Casi al final del texto, Gunter Silva pone a prueba el humor del lector cuando, hablando de lo que su compa­ ñero le dice por teléfono, anota: “Su acento en español era tan malo como cuando Arnold Schwarzenegger dice la frase: Hasta la vista baby, en una esce­ na de la película Terminator.” “Homesick” es de los textos más ex­ tensos y el cuento más logrado del libro, y en el que se puede ver la intención más clara del autor de trabajar con el lenguaje y la propia construcción es­ tructural de la historia. Al final, el cuen­ to le cumple al lector y, como en todos los textos, una conclusión abierta pone el punto final. La diferencia es que, en este caso, el personaje se ve acorralado de manera tal por entrometerse sexual­ mente con una tal señora Sherwood –esposa de un policía de la London Me­ tropolitan Police– que se ve obligado tanto a poner en marcha cambios rea­ les en su accionar como en su propia concepción de su vida como migrante. Otro texto que cumple con el lector es “I live by the river”, la historia de un peruano que escucha en un autobús a un argentino hablar por teléfono con su padre. El cuento explora la sensación del migrante que ha perdido toda esperanza de lograr algo medianamente digno en el país al que ha viajado, pero aún así le dice a su padre, un anciano alcohó­ lico, que está bien, que se despreocupe de él, que cualquier comentario sobre su infortunio en Londres, si llega a sus oídos en su lejano pueblo en la pampa, es obra de envidiosos que no soportan ver a un compatriota tener éxito. El penúltimo de los cuentos, “El ar­ tista”, me parece fallido. La anécdota está ahí, pero el desarrollo de la histo­ ria se pierde entre nombres de pintores y divisiones en el texto que, en algunos casos, parecen los intertítulos de una película muda de los años treinta: “Dos años después”, dice literalmente la úl­ tima de estas divisiones. Una descono­ cida, que un profesor de arte encuentra en un parque de Londres, termina re­ cibiéndolo como prostituta de lujo en un departamento de Nueva York en el que el profesor llora cuando escucha que para ella “él no es sólo un cliente más”. El último cuento, “That night in London”, cuenta la historia de un gru­ po de jóvenes que viajan por Europa como parte de una gira escolar con un grupo de música andina, pero dos de ellos hacen de la pérdida de la virgi­ nidad el verdadero propósito del viaje. Sin duda el libro tiene un carácter melancólico que, en algunas páginas, logra cabalmente transmitir ese senti­ miento, pero éste no transita de cuento en cuento sino que, en algunos, lo logra con mayor eficacia y en otros falla en su propósito. Las tramas se construyen velozmente y, en casos como “Vino tin­ to en McDonalds” o “Lottie”, prometen más que en otros, tal vez porque en al­ gunos textos el autor no alimenta la tra­ 155 ma ni propone algún asunto interesante con el puro lenguaje o el hecho mismo de la escritura. Por eso mismo se pierde en callejones de los que luego le resulta difícil salir. Algunas de las críticas que logré encontrar sobre el libro le han adjudicado, como algo bueno, no tener una prosa “enrevesada” o “barroca”. Pero desde mi punto de vista, creo que hay un error de percepción. Una cosa es complejizar los textos estérilmente, o rebuscar la redacción y sintaxis sin alguna propuesta o búsqueda poética, y otra muy distinta simplificar el len­ guaje, no buscar ningún rincón en el que algo interesante aguarde al lector. Estilísticamente me parece que una de mis principales observaciones radica en el abuso de símiles a lo largo de to­ do el texto y, en particular, al final de los párrafos. En algunos casos utiliza la figura simplemente para parafrasear lo que todo un párrafo ha dicho. Como en “La foto perfecta”, en donde ha esta­ do hablando del vestido y la espalda de una mujer durante algunas líneas, pero decide terminar el párrafo así: “y su ves­ tido dejaba entrever gran parte de su espalda, una espalda serena, desnu­da, con una línea fina que la partía en dos como a un libro abierto”. En otros ca­ sos es repetitivo, por ejemplo en “Vi­no tinto en McDonalds”, donde al referir­ se al perro de la mujer a la que com­ prará la nacionalidad inglesa dice: “Ni siquiera era color negro, en realidad, todo lo contrario, era un perro de co­ lor blanco.” O en “El artista”: “Corrí al 156 dormitorio y me decidí por una camise­ ta Polo, pensé que con una camisa me hubiese visto formal y mayor. Era evi­ dente que me quería ver más joven.” A esto se suma un cúmulo de lugares comunes que obstaculizan la lectura. Anoto algunos ejemplos. En “La foto perfecta”: “En la cola, varios turistas vestían pantalones color caqui y cáma­ ras enormes colgaban de sus cuellos”; o “Muchas veces el silencio contiene miles de palabras”. En “Lottie”: “Pero cuando te vi en la embajada con tu aza­ fate de champán sentí que te conocía de siempre”; o en “That night in Lon­ don” una turista estadunidense, lla­mada “Mary Jones”, se le acerca a uno de los jóvenes y le dice: “Tocar bonito”. Para terminar con lo más material del libro, Atalaya Editores es una editorial peruana que ha publicado muy pocos tí­ tulos, entre ellos Entre el cielo y el mar, de Ricardo Espinoza; Resto que no cesa de insistir, de Julián Pérez; Rapsodia vagabunda, de Juan Carlos Guerrero; Notas de un suicida, de Diego Cano de la Torre, y por supuesto Crónicas de Lon­ dres. Desde mi óptica, el que una edi­ torial sea pequeña o independiente no la faculta para hacer ediciones descui­ dadas como la del libro que en esta re­ seña nos atañe. El texto completo está lleno de erratas como las del tipo que el corrector de Word no detecta. Faltan sangrías en los párrafos, la justifica­ ción del texto entero deja ríos enormes en algunos renglones con tal de no di­ vidir las palabras en sílabas. A manera de conclusión, me gusta­ ría decir que no me convence la homo­ genización que Gunter Silva hace del migrante en Europa. Se refiere a los in­ dividuos como si todos estuvieran en condiciones similares, muchas veces idea­ lizadas. Parece también que el autor juzga que la migración es meramente física, ya que no hace ningún hincapié en el destierro que los migrantes sufren de su propio lenguaje, de lo importante de la tradición que dejan detrás mientras van aprendiendo a pensar, desear o ima­ ginar en otra lengua, relegando lenta­ mente la suya a un hablar secundario. Encuentro también en el libro una para­ doja muy interesante, una mezcla entre un nacionalismo o “latinoamericanis­ mo” defensor de los migrantes que nun­ ca deben darle la espalda a la patria; y una postura que plantea olvidarlo todo, dejar atrás cualquier cosa que nos recuer­ de que somos de este lado del mundo y buscar con ahínco gozar de las bon­ dades de vivir en Europa, en el Reino Unido, en el primer mundo, o que los migrantes no viajan con un asiento re­ servado en ninguno de los sentidos que esto pueda significar. Reforestación de símbolos D aniel B encomo Julián Herbert, Álbum Iscariote, Era/conaculta, México, 2013, 160 p. Álbum Iscariote es el libro más reciente de Julián Herbert. El título del libro se proyecta al menos en dos direcciones: una colección de imágenes y un álbum musical con un sentido de tiempo y acontecer distintos. Ninguna de las dos se aclara, por fortuna, pero nos permite extraer la ambigüedad necesaria para abordar este complejo lírico. El ele­ mento falaz y traicionero que sugiere el Iscariote proviene de un epígrafe de Carlos Martínez Rivas, “Memoria para el año viento inconstante”, cuyo leitmotiv es la música; unos versos del principio podrían advertir algunas de las intenciones del volumen: “Ya sé yo que lo que os gustaría es una obra maestra. / Pero no la tendréis.” Los epí­ grafes de Frank Ryan, Robert Creeley, Calle 13, Rae Armantrout, Ruben Darío y el propio Martínez Rivas forman una encrucijada de sentencias que resguarda un mapa de lectura con dos intencio­ nes: propone, de inmediato, dudar de la naturaleza de una práctica arcaica, la poesía lírica, surgida en un horizonte simbólico por completo distinto al que priva en nuestra época y en el cual, sin embargo, se ha empecinado en pervivir. La lírica se ha desplazado del diálogo primordial en el centro de la comuni­ 157 dad –si queremos creer que en la An­ tigüedad lo tuvo– hasta convertirse en uno más de los parques temáticos, quizás uno de los menos visitados, que saturan la actualidad. La segunda in­ tención apunta a replantearse la es­ critura mediante su ejecución –en su devenir en tanto poema y desde su de­ venir como práctica–: sólo el ejerci­ cio lírico capaz de imaginarse en esas coordenadas, capaz de alejarse de una añeja preconcepción, está en posibili­ dad de pervivir, que no es lo mismo que perpetuarse, a partir de procesos de hibridación, remix, deformación y manipulación de los símbolos. Si bien el gesto que distingue la obra poética de Herbert, desde El nombre de esta casa, es el de la frescura y la irreve­ rencia, sus intenciones y efectos se han modificado, a mi entender, para ganar en polémica y alcances. Este hartazgo y desconfianza del lirismo chantajista –manipulador de la sensibilidad media, no propositivo, fruto de un hedonismo mediocre, cuyos intereses políticos sólo llegan a la cofradía y al deseo de acu­ mular cierta influencia– es uno de los ejes de la escritura de Herbert, abierto ya con claridad en Kubla Khan (2005); pero se muestra con firmeza en unos versos de Pastilla Camaleón (2009): “(¿Puedes tener fe en algo así: / quema­ dura que empalaga lumbre y labio: / se­ creción momificada?)” La propuesta más reciente de Her­ bert parte de la rancia secreción lírica y la interviene, con humor y energía: 158 “al menos toca lo que matas: siéntelo babosa, lumbre negro, caracol con la que marcas –meas– plásticos: identi­ dad”. Los primeros textos transitan, en principio, en la lógica de un álbum musical. “these little boxes / make se­ quences…”, reza el epígrafe de Robert Creeley, y ciertos motivos emergen de tanto en tanto, se tejen y mezclan en distintos poemas, como el verso que afirma que la poesía no es más que una destreza pasajera: “Una destreza que, perdida, se hace tú y alumbra oscura.” Aunque quizás el más llamativo de ellos sea el verso “La quemadura es el len­ guaje con que juro”, que aparece en el poema “Bill Morrison”. Este poema es axial pues, como lo indica el autor en las notas finales, el cineasta expe­ rimental canadiense es una influencia crucial. La obra cinemtatográfica de Morrison propone la manipulación de fil­ mes de todo tipo para “remanufacturar” una propuesta visual que encuentra su principio poético, como en Decasia (2002), en el desgaste y la descomposi­ ción de los filmes usados. La quemadura adquiere otro sentido, sugiere el estado en fermento de cualquier ejercicio poé­ tico y libera, además, al poema de una condición: “Educación del monstruo: instruir contra el mal hábito de com­ placerse en la secuencia.” Esta alusión al filme de Morrison, Spark of being que aborda, a partir del tratamiento ya mencionado, la creación teratológi­ ca, se muestra en el poema a través de maniobras formales de zurcido, tacha­ dura, implantación de fragmentos en el poema. En “Karaoke”, la voz de quien firma el libro se mezcla con la de cinco colegas a través de versos-cuestiona­ rio. En “Bill Morrison” se funden un texto de Phillip Larkin, fragmentos de Michael Gordon, otro fragmento que po­ demos atribuir al propio Herbert –ta­ chado casi por completo, salvo un trozo de verso: “la belleza caduca”. En ese texto la idea de volumen poé­ tico, de secuencia, de evocación de un aquí y ahora, pretende adulterarse y permear todo el libro. La contempla­ ción y la elocuencia, pautas que propi­ cian el presente del poema en la forma de lectura tradicional, son suplantadas aquí por una vía que parece emular modos de lectura más recientes: popups, irrupciones, links dentro de links, mensajes de texto, (dis)tracciones, in­ termedios pagados por patrocinadores. Otro poema, “Abisinia desktop”, in­ cluye un juego visual, “el ahorcado”, que juega con el poema homónimo de Rimbaud y con un remix de un poema de Julián dedicado al francés, escrito alrededor de 1994. Esta fecha es, además, una alusión a Eduardo Milán, quien aparece mencionado en otro breve poe­ ma, “Episodio 3”, donde los versos se vuelven opacos pero indicadores: “Hay un parque temático pero no diré dónde. (…) Una carcajada entre las butacas del Eclesiastés / Agencia Federal Refo­ restadora de Símbolos”. La reforestación de símbolos a la que aquí se alude aparece en el epígrafe de Frank Ryan bajo la forma de la hibrida­ ción, y plantea la posibilidad de que de la poesía, concebida como práctica arcaica y sólida, deriven nuevas opciones ge­ néticamente alteradas. Tal reforestación híbrida, de transtierro y esquejado, co­ mienza en los poemas que recrean a Aníbal y a Amílcar Barca, en los cua­ les la percepción tradicional del perso­ naje histórico se trastoca para crear un nuevo superstar. Aparece también, de forma más turbia, en el poema “Auto­ rretrato a los 41” –en mi opinión, el que se inserta de forma menos limpia en el libro, aunque de sólidas intensidad y factura–, que emite un correlato de historia personal hacia uno de los tex­ tos más emotivos de Herbert, el “Auto­ rretrato a los 27”, incluido en El nombre de esta casa (1999). Esta preocupación por la historia, en tanto noción resintonizable –“tuneable”–, es perceptible desde La resistencia (2003) y planteada, con la misma discreción que el uso de elementos visuales, en Pastilla Camaleón. Ahí aparece en tex­ tos como “Batallón San Patricio”, o “Apaches”, en el cual la voz, al pre­ guntarse por los ritos de alguna tribu de la Sierra de Zapalinamé, asienta estos versos: “¿Qué significan estos gestos, ahora que son sólo palabras, / símbolos de recuerdos que no podemos compar­ tir?”Así, el proyecto más ambicioso de este álbum, “Tira de la peregrinación”, opera con las imágenes del Códice Bo­ turini y las reensambla en versiones escritas que no siguen una concatena­ 159 ción ni producen una secuencia. Se ge­ nera una anamorfosis que proyecta en versos esa historia fundacional y la ci­ fra en una actualidad convulsa, donde lo mismo caben citas de Fernando Be­ nítez, la canción “Huecanías” de Ze­ naida Vargas, códigos para compartir videos de You Tube, nota roja o un ál­ bum fotográfico encontrado en un mer­ cado de viejo en Berlín. Pero más allá de ser un movimiento convulso, multi­ direccional, “Tira de la peregrinación” despliega tópicos diversos en los que el volumen se proyecta fuera del parque temático de la poesía hasta lindar con otros aspectos: el periódico retorno de los “paisanos” a nuestro país; la proli­ feración de cadáveres –que en un juego armónico con la totalidad del libro se indica en estos versos: “Las palabras son cuerpos / no identificados”–; una car­ ta a la señora Alegoría; un banquete fracasado de la Agencia Forestal Refo­ restadora de Símbolos. Bajo la condi­ ción de “dibujar a contracanto de las alegorías”, cada imagen encuentra un correlato –hueco– en un presente que no admite una perspectiva fija y determinante, sino más bien una con el random activado y amplios grados de movimiento: “La his­ toria siempre sucede varias veces. / La primera como caos. / las demás como ka­raoke.” Basculante entre la imagen y lo escrito, este texto ofrece lo mejor de la lírica de Herbert: sentido del hu­ mor y una ironía contusa –rayana en el sarcasmo–, un arsenal de imágenes efectivas y plásticas, nunca dispuestas 160 a entregarse del todo. Quien conozca el proyecto que Julián condujo bajo el nom­ bre de Taller de la Caballeriza, quizá se sienta impelido a contrastar la lograda amalgama de algunos objetos de aque­ lla empresa con el efecto, en apariencia sencillo, de “Tira de la peregri­nación” y de “La cédula es la pieza del mes” –en este último, la crítica se vierte sobre uno de los símbolos más polémicos de capital cultural que existe en nuestro país, los premios de poesía, en espe­ cífico el Aguascalientes; la salud de la poesía como acto público, que preten­ de celebrar tal galardón, es contrastada con fotografías del deterioro físico de las instituciones culturales que lo organizan. En mi opinión, creo que la economía de recursos solventa las intenciones que tiene, en ambos ejercicios, el diálogo con las imágenes. No es detalle menor el advertir que una propuesta poética que se expone y tira hacia el riesgo, que remite el poe­ ma a una estética de la reforestación, del zurcido de cuerpos simbólicos ne­ crosados, tenga su soporte en un ver­ so de lograda música, que recorre un amplio espectro de ritmos y cadencias, muy latinoamericano. Ante esto, pare­ ciera que dos nombres que aparecen en los epígrafes tensan la dinámica de esta escritura. Ellos son Darío y Martínez Ri­ vas: música de cámara y desmontaje de prejuicios. Es probable que en la poesía latinoamericana sea tarea pendiente el “desmantelar”, de forma propositiva, la música de su versos, desde una solución singular, que no necesariamente abre­ ve de las líneas de indagación anglosa­ jonas. Quizás en este momento venga a colación, también, el epígrafe de Calle 13 –cuyo vocalista, “Residente”, sufre acusaciones reiteradas de esnobismo–, que sentencia: “lo que pasa es que el género está atrasao / tiene un delay”. Si bien puede entenderse como un gesto de provocación, pareciera que el libro completo se encarga de desmentir la primera línea mientras se regodea con alegría en la segunda, en la distorsión y el eco. Por otro lado, en todo karaoke se improvisa encima de lo pasado, se depende de los grandes hits, la fasci­ nación ante lo nuevo no existe. Esto me lleva a otra reflexión: el género lírico no puede estar ni adelantado ni atra­ sado, pues siempre se mantiene en su presente, en su devenir, que se cumple a través de aquellos que lo practican: en eso consiste su tragedia y su destino azaroso, sea cual sea el que le concier­ na. Quizá todo eso nos aguardara desde unas de las primeras líneas del libro: “Queda (pero dónde) lo que no se com­ para: la metáfora de sí.” Mientras eso que no se compara insista en mostrarse bajo la forma del poema, en el delay, abierto a toda mutación, habrá género lírico para rato. Es una gran virtud de Álbum Iscariote el desplegar esta intui­ ción en formas tan variadas y rotundos efectos. Paradojas de la “vanguardia” literaria cubana P ablo de C uba S oria Rafael Rojas, La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio, fce, México, 2013, 228 p. En la nota de agradecimiento con la que inicia El castillo de Axel (1931), cuyo destinatario era el hoy apenas re­ cordado crítico y profesor norteameri­ cano Christian Gauss, Edmund Wilson señaló que la crítica literaria debería ser “una historia de las ideas y la ima­ ginación del hombre en el marco de las condiciones que la determinan”. Para el también autor de Hacia la estación de Finlandia (1940), libro que radiografió las “revoluciones” modernas, el despliegue (y posterior resultado) artístico-verbal de toda obra literaria contiene en sí mismo la condición de “ser en su tiem­ po”, de “ser en la tradición”. Por ello, para Wilson las formas artístico-litera­ rias se hayan determinadas tanto por el encuadre estético e ideológico en las que son imaginadas, como por las deu­ das (a veces demasiado veladas) que el escritor adquiere con sus predeceso­ res. La tarea del crítico es, entonces, mostrar cómo se enhebran/relacionan esas varias capas de tejidos (estético, escritural, histórico, ideológico…) que conforman el lienzo literario. Publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2013, el libro La van­ 161 guardia peregrina. El escritor cubano, la tra­dición y el exilio, del historiador y crítico Rafael Rojas, retoma –permí­ taseme la siguiente intuición– el dic­ tum de Edmund Wilson. Y lo hace en la medida en que analiza las obras de varios escritores cubanos en relación con el frame histórico, ideológico y li­ terario en el que ellas fueron escritas, esto es, el arco temporal que va des­ de finales de los años cincuenta hasta bien entrados los setenta del pasado si­ glo xx, esos años de “revoluciones” (la Cubana en 1959, la del 68 en París…), de contraculturas y guerrillas, de escri­ turas militantes y comprometidas, del rechazo de Sartre al Premio Nobel por tener un “color político”, de tanques ru­ sos poniendo en hora el Reloj Astronó­ mico de Praga, y de un Boris Spassky –y por extensión la Escuela soviética de Ajedrez, bastión rojo de la Guerra Fría– destrozado ajedrecística y polí­ ticamente en Reykjavik (1972) por ese genio malcriado de Brooklyn llamado Bobby Fischer. Autor de una reconocida obra críti­ ca y ensayística, con títulos obligato­ rios dentro del archivo de los estudios cubanos, como lo son José Martí: la invención de Cuba (2000), Un banque­ te canónico (2000), Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del inte­ lectual cubano (Premio Anagrama, 2006), y dentro del archivo latinoamericano: La es­ critura de la independencia. El surgimien­ to de la opinión pública en México (2003) y Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto 162 en la Revolución de Hispanoamérica (Pre­ mio Isabel Polanco, 2009), entre otros, Rojas lee en La vanguardia peregrina las obras de Nivaria Tejera, Calvert Casey, Severo Sarduy, Lorenzo García Vega, Julieta Campos, José Kozer –todos cu­ banos exiliados– y Antón Arrufat –quien ha permanecido en la isla– bajo el ró­ tulo de escritores de vanguardia. “Éste es un libro sobre escritores cu­ banos vanguardistas y exiliados”, afir­ ma Rojas en la primera frase del libro. De hecho, el primer acierto de este vo­ lumen es que continúa esa “tradición de rescate” para el archivo cultural cubano –que desde hace alrededor de tres décadas se viene llevando a cabo, tanto fuera como dentro de Cuba– de un grupo de escritores que, censura y manipulación revolucionarias median­ te, fueron silenciados, menospreciados e incluso borrados de los anales de la “literatura cubana”. Por ello, a partir de una investigación y examen riguro­ sos de las relaciones estético-literarias e ideológicas que dichos intelectuales establecieron con su contexto epocal, Rojas resalta lo que sería común a to­ dos ellos: la voluntad de sostener crea­ ción y pensamiento en una escritura de ruptura, a veces experimental, en cuyas entrelíneas y estructuras pueden rastrear­ se/escucharse resonancias del “imagina­ rio filosófico y estético de las vanguardias de la década de 1960 y 1970. El cine del neorrealismo italiano y el nouveau ro­ man francés, la beat generation y el pop art neoyorquino, los últimos ecos de surrealismo, el existencialismo y teo­ rizaciones estructuralista, Freud y La­ can, pero también Marcuse y Barthes, la contracultura y el budismo, el boom de la novela latinoamericana y el neo­ barroco, Octavio Paz y Julio Cortázar”. Para Rojas, el “ser vanguardista cuba­ no” está determinado por una paradoja o contrasentido: estos escritores exiliados (los mencionados en párrafo previo, con la excepción de Arrufat) fueron crea­ dores de “poéticas articuladas desde el exilio, es decir, desde las antípodas ideológicas de la Revolución [cubana], pero inmersas en una discursividad re­ volucionaria, abastecida”, entre otras, por las corrientes y tendencias cultu­ rales enumeradas con anterioridad, de modo que “en esa fisura entre el socia­ lismo insular y la nueva izquierda es donde podría localizarse la condición de posibilidad de las vanguardias cu­ banas exiliadas”. Como el carácter esencialmente “re­ volucionario” de la Revolución castris­ ta de 1959 resultó incompatible –y cuando no, lo fue desde una apropiación dog­ mática– con la “revolución estética” que en los Estados Unidos y en Euro­ pa le daba una vuelta de tuerca a los fundamentos artísticos y filosóficos oc­ cidentales, nos da a entender Rafael Rojas, entonces aquellos escritores se insertaron en el “espacio real” de la vanguardia y de la revolución en el exi­ lio: París para Sarduy y Tejera, México para Campos, Nueva York para García Vega y Kozer, Roma para Casey… O sea, desde la condición de exiliados de una “Revolución”, ellos lograron ser agentes activos de la otra revolución: la de la vanguardia estética de aquel periodo. Como también se apunta en la “Introducción”: “Las ciudades de sus exi­ lios (…) fueron los escenarios de sus escrituras. La Roma de Casey es tam­ bién la de Pasolini y Calvino; el Nueva York de Kozer es el de George Oppen y Djuna Barnes; el París de Sarduy y Tejera es el de Tel Quel y La Quinzaine Littéraire, el de Phillipe Sollers y Julia Kristeva; la España de García Vega es la de Revista de Occidente y Cuader­ nos para el Diálogo, la de José María Valverde y Juan Benet; el México de Julieta Campos es el de Carlos Monsi­ váis y Juan García Ponce, el de Plural y Vuelta.” Sin embargo, en esa red de analo­ gías ideológico-estéticas y de afinida­ des electivas que con casi total acierto Rojas traza entre los escritores y las ciudades –con sus respectivas corrientes y personalidades artísticas paradigmáti­ cas– que los “acogieron” en su destino de exiliados, encuentro un desliz crí­ tico-factual: afirmar (o cuanto menos entrever) que España fue decisiva en la consolidación del ideario vanguar­ dista de Lorenzo García Vega resulta errado. Por demás, se trata de una pifia que Rojas enmienda de cierto modo, corrección que acentúa/enfatiza el des­ cuido, en el capítulo “Formas de lo si­ niestro cubano”, dedicado al autor de Los años de Orígenes, y donde examina 163 con juicio mejor fundamentado el es­ pacio geográfico-cultural que fue más determinante en la gran obra tardía de Vega: la contracultura neoyorkina de los setenta. De hecho, Lorenzo García Vega salió de Cuba rumbo a Madrid en noviembre de 1968, para luego, casi de inmediato, emprender su “definitivo” exi­ lio norteamericano, a inicios de 1970; es decir, García Vega apenas fue partícipe de la vida cultural española de la época. Incluso, el ambiente político de enton­ ces en Madrid le fue en buena medida hostil y adverso, llegando incluso a ex­ perimentarlo como una extensión del iz­ quierdismo castrista. Una entrada –entre tantas que podría citar– de sus diarios, Rostros del reverso (1977), pertenecien­ tes a finales de 1968, así lo demuestra: “Conozco a Buero Vallejo y éste me di­ ce: –Un consejo le doy, es que proce­ da usted con mucha cautela al emitir juicios sobre la situación de sus país. No se ve bien, aquí en España, entre el mundillo intelectual, cualquier opi­ nión contra el sistema político impe­ rante en Cuba.” Además, si hay entre los escritores estudiados por Rojas uno de filiación netamente vanguardista-experimental, inclusive con una fuerte presencia en sus primeros libros de las vanguardias clásicas francesas y latinoamericanas de las primeras décadas del xx, sobre todo el surrealismo y el cubismo, los cuales operan en las estructuras y for­ mas mismas de sus poemas y escritu­ ra en general, ése es Lorenzo García 164 Vega. La voluntad vanguardista en el autor de El oficio de perder, podríamos usar aquí una hipérbole, le viene de la cuna, desde el inicio de sus andanzas escriturales, de sus iniciales años “le­ zamianos” en los que soñó unos pas­ mosos arlequines. En otro nivel, la definición de van­ guardia a la que Rojas se subscribe, y desde la que parte para catalogar y pensar a escritores que responderían a dicho axioma, adolece justamente de indefinición. Y he ahí mi segundo re­ paro, éste de mucho mayor peso que el primero: si para Rojas el carácter van­ guardista está dado por la paradoja de que son escritores que tuvieron que emigrar de un contexto “revoluciona­ rio-vanguardista”, para poder insertar­ se en las tendencias de vanguardia ar­ tística de aquel momento, es decir, que Tejera, Casey, Kozer, Sarduy, García Vega y Campos encontraron su razón de ser vanguardistas en el exilio, y a contrapelo de la vanguardia política que para muchos significó la “Revolu­ ción” cubana, entonces, ¿por qué Antón Arrufat figura entre los elegidos? El argu­ mento de “exiliado interior” me parece insuficiente, en la medida que el autor de Los siete contra Tebas padeció cen­ sura y ostracismo debido a una política cultural de Estado durante el llamado quinquenio gris (o decenio negro, para ser más exactos), y no por elección pro­ pia –de facto, luego de su rehabilitación, Arrufat ha participado en la cultura ofi­ cial cubana–, que sería lo que justifica­ ría la idea de Rojas. Por consiguiente, si seguimos la lógica falaz de “exilia­ do interior”, cabrían en esa categoría escritores como Rafael Alcides, César López, Reynaldo González o Lina de Feria, por sólo citar algunos. Incluso, extendiendo un poco la idea anterior, el argumento de que “el víncu­ lo que la poética de Arrufat ha desarro­ llado con Virgilio Piñera es muy parecido al que Sarduy desarrolló con Lezama” da lugar a un equívoco. Sarduy leyó, se apropió de Lezama para erigir al autor de Paradiso en una de las columnas teóricas y conceptuales de su poética. Es más, la lectura sarduyana de la obra lezamiana está presente (es visible) en las formas y estructuras mismas que sos­ tienen la escritura del autor de Cobra. La de Sarduy fue una asimilación y “mala lectura” textuales. Sarduy estructuralizó (Tel Quel de por medio) y neobarroqui­ zó (Kepler de por medio) a Lezama. En el caso de Arrufat, más allá de la amis­ tad y de la relación discípulo-maes­ tro a un nivel afectivo, no hay apenas marcas formales –sí temáticas, aunque tampoco demasiadas– de la impronta virgiliana en la obra de Arrufat. El afán teórico-experimental de Sarduy, típico de un espíritu vanguardista, está posi­ cionado en las antípodas de las expre­ siones de Arrufat, Casey e incluso de Julieta Campos. Al mismo tiempo, “ser vanguardis­ ta” entraña inexorablemente una acti­ tud de ruptura de las formas literarias, un quiebre de las estructuras hereda­das, una puesta en crisis del nivel compositivo (tanto o más que del nivel ideotemáti­ co) de la escritura. Ideal transforma­ dor, hasta para aquellos vanguardistas –Tzara, Marinetti, Ball, Breton– que pretendieron superar la dicotomía ar­ te-vida, que iniciaba en y con la Letra. Hasta los manifiestos de las vanguar­ dias fueron, en primerísimo lugar, pro­ clamas cuyas pretensiones artísticas e ideológicas principiaban en la escritu­ ra; es decir, al exterior del texto (llá­ mesele historia, capitalismo, burguesía o vida) se le declaró la guerra desde el texto. Ya lo escribieron Breton y Eluard en La inmaculada concepción (1930): “To­ do está anunciado, todo está previsto, todo está inscrito por la Letra.” El estudioso francés Antoine Com­ pagnon señaló en Las cinco paradojas de la modernidad que “si el arte de vanguardia lo fue por sus temas antes de 1848, el posterior a 1870 [y que alcan­ za los años ochenta del siglo xx] lo será por sus formas”. Y la obra de Arrufat es en su totalidad ajena a cualquier quiebre o ruptura, ya que descansa en una intelección tradicional de lo litera­ rio. Pero no sólo la de Arrufat, también la de Casey es una propuesta literaria de corte tradicional, desprovista de cualquier ápice vanguardista, desde el punto de vista que se la piense. La prueba de que Mark Twain, como bien afirma Rojas, sea una presencia “entrañable” en las ficciones de Casey, no le otorga en lo absoluto carácter vanguardista a su obra; así como tampoco el tratamiento del eros 165 y el tánatos, muy distante, por ejem­ plo, del de un pensador de la contra­ cultura como Norman O. Brown, quien sí resultó importante en el imaginario vanguardista-psicoanalítico de Loren­ zo García Vega. En La vanguardia peregrina echo en falta un mayor detenimiento en el análisis de lo mecánico-estructural –o llamémoslo simplemente análisis crí­ tico-literario– de las escrituras escogi­ das, indagación que sopesaría mejor el carácter vanguardista de los escritores analizados. Y aunque por lo claro no es objetivo de Rojas analizar estilística y formalmente los textos de estos escrito­ res, el hecho de asociar vanguardia con experimentación exige precisar sobre qué fundamentos estilístico-compositi­ vos descansa dicho experimentalismo; es decir, mostrar cómo se produce y actúa esa energía vanguardista en la estruc­ tura interna de las obras. El hambre de “lo nuevo”, idea acuñada por Adorno para definir el espíritu de las vanguar­ dias –entendidas éstas como el estado terminal del modernism que inició con Poe y Baudelaire–, siempre comenzó, repito, expresándose en el texto. Independientemente de filiaciones ideo­ lógicas y temáticas, resulta innegable que no tienen el mismo alcance vanguar­ dista/renovador la arquitectura com­positiva de Escrito sobre un cuerpo, de Sarduy, o Los años de Orígenes de García Vega, o cualquiera de los poemarios de Kozer, que las novelas, ensayos, poemas y re­ latos de Calvert Casey, Antón Arrufat 166 y Julieta Campos. Así de sencillo y cali­dades aparte, ninguna analogía, fi­ liación estilística o punto de encuentro vanguardista puede haber, por ejem­ plo, entre este fragmento de la novela La caja está cerrada, de Antón Arrufat (esta cita es de Rojas): “habrá un des­ canso, el hombre realizará sus obras de paz, y cuando esté ahíto y fuerte la emprenderá contra sus semejantes”, y este otro de Lorenzo García Vega: “Notar, apuntar, lo que se va inventan­ do en estos pobres días, en estos casi fantasmales días. O sea restos, rostros, fragmentos.” El primero aspira a in­ sertarse en la tradición; el segundo la pone en crisis, la asusta, le ensancha sus límites. Ahora bien, más allá de mis des­ acuerdos con algunas ideas de Rafael Rojas en La vanguardia peregrina, él examina muy acertadamente en su li­ bro la intríngulis histórico-ideológica con la que dialogaron y se enfrentaron estos escritores. Rojas escribe un pe­ netrante relato –donde creo que el ca­ pítulo “La prole de Virgilio” sobra, no por calidad, sino por argumentos– uti­ lizando las herramientas propias de la historia intelectual; esto es, de un histo­ riador riguroso que piensa, revela e intu­ ye, como le hubiera agradado a Edmund Wilson, “el marco de las condiciones” históricas, estéticas e ideológicas que “determinan” el quehacer y la imagi­ nación de un artista. Otro imprescindible de la crítica literaria, Cyril Connolly –por cierto, un autor con el que Rojas ha educa­ do su estilo ensayístico–, dijo que “la crítica es el equivalente a construir puen­ tes en algún clima tropical imposible”. En La vanguardia peregrina. El escri­ tor cubano, la tradición y el exilio, Ra­ fael Rojas construyó un puente en la imposibilidad de un trópico neoyorqui­ no o chilango, un puente que sí se le ve en los estudios de historia intelectual y literaria cubanas. Yo mira la luz L uis V icente de A guinaga Benito del Pliego, Extracción, prólogo de Reynaldo Jiménez, El Tucán de Virginia / Editorial Universitaria, col. Vita Nuova, México, 2013, 151 p. ¿Qué cosa es un dietario? ¿Un mero cuaderno de notas? ¿Un diario? ¿Un li­ bro de pérdidas y ganancias comerciales? Agenda, block, secuencia de memoran­ dos: en los últimos años, muchos lec­ tores en español han reparado en la existencia del género (sí, el género del dietario, trátese de lo que se trate) gra­ cias al Dietario voluble (2008) del bar­ celonés Enrique Vila-Matas y al Diario anónimo del orensano José Ángel Va­ lente (2011, póstumo). Desde luego, hay quienes ya conocían los del también barcelonés Pere Gimferrer (Dietario, 1984) y del canario Andrés Sánchez Ro­ bayna (La inminencia, 1996) además de los clásicos del ampurdanés Josep Pla (El cuaderno gris, 1966) y del bilbaíno Juan Larrea (Orbe, 1990, póstumo). Si toda obra es un cuerpo en el sen­ tido aristotélico de la palabra, esto es: un ser limitado, con principio y término, entonces ningún dietario es una obra. En ello radica su poder de fascinación. Del dietario, como del diario, puede sa­ berse cuándo comienza, pero sólo arbitra­ ria o accidentalmente puede imponérsele un término. Ahora bien, el dietario no sólo carece de límites en la duración, como el diario: también es ilimitado en el estilo, ya que al mismo tiempo es agenda, bitácora y libreta de apuntes. Un dietario puede contenerlo todo a condición de contenerlo sólo como bo­ ceto, en esbozo, a título de proyecto. En la fragmentación, en el inacabamiento y en la desobediencia respecto a los gé­ neros estriba –norma de los tiempos que corren– su verosimilitud. Sirva lo anterior para decir lo que no es el nuevo libro del poeta español Be­ nito del Pliego, Extracción. Averiguar cómo es un libro es, en buena medida, 167 mostrar a qué intenta parecerse y ex­ plicar por qué trata de hacerlo. En este sentido, Extracción es un dietario por­ que simula serlo: es un libro de poemas travestido, camuflado, escondido tras un modelo que le presta no sólo aspecto, sino energía y tono. Las partes del volumen se presentan como libretas que han sido copiadas respetando su autonomía y dispuestas en orden cronológico. Subdividido en cinco secciones correspondientes a cua­ tro agendas fechadas de 2007 a 2010 más una “extemporánea”, el dietario es (o, en todo caso, busca parecer) una sucesión de notas, observaciones, apuntes y ejerci­ cios de ritmo y descripción. Pero, confor­ me avanza la lectura, van sumándose bastantes indicios para comprender que la simple acumulación cronológica de borradores no es la razón de ser del conjunto. Es importante observar que, aunque su formato sea parecido al del diario, el dietario atraviesa los hechos de la vida en diagonal, sin contarlos: volviéndo­ los, más que materia narrativa, objeto de una destilación. A diferencia del diario, el dietario no se interesa por la continuidad temporal de los hechos y, si condescien­ de a describirlos, únicamente lo hace a cambio de también desarticularlos, des­ montarlos, desvane­cerlos. Así, cuando lo propio del diario es revelarnos la fá­ brica interior de un yo, el proceso de su funcionamiento y conservación íntima, lo propio del dietario –al menos de un dietario como el de Benito del Pliego– 168 es atentar contra ese yo disgregándolo sintácticamente: “Yo mira. Yo mira la luz que alguien apaga.” Más que acumular notas, el poema­ rio de Benito del Pliego reúne trazos. Los trazos que van apareciendo en Ex­ tracción pueden leerse como borrado­ res de poemas, esbozos de aforismos o estampas, pero también (y esto sería lo más justo) como vestigios de una obra imposible o ya demolida, en cuyos restos de prosa rápida, necesariamente desali­ ñada, sólo cupiera leer un testimonio de incertidumbre, de una incertidumbre que no sólo atañe a la realidad sino a la conciencia desde donde puede ser en­ tendida. El epígrafe de la página 72 ex­ presa en gran medida la naturaleza del volumen: “Fragmentos vacíos, como res­ tos de vasijas encontrados en alguna expedición a Mesopotamia. Encontra­ dos, pero no vueltos a unir” (Jack Spi­ cer). El propio Benito del Pliego anota: “el orden es un frágil milagro”. Y con tal de no profanar ese milagro se opone a reproducirlo, a imitarlo, a caricaturi­ zarlo. Entre la lucha y el abrazo, indis­ cernibles, un yo y un tú (tu yo, mi tú) caen al suelo y, al volverse uno, dejan de ser nadie: “Nos romperemos la ropa, nos sacaremos el saco, nos escupiremos y después rodaremos entre rododendros, agarrados al grosor, apelando a nuestro pelo. Te apretaré la prótesis, te cogeré del gesto hasta que tus ojos pierdan su O, pierdan su brillo de yo, pierdan su J de espejo.” No es que Benito del Pliego se con­ forme o divierta con el caos. Ocurre nada más que no se horroriza con él sin antes conocerlo, aceptando el desafío de mirarlo de cerca. Quien lea este li­ bro no debe hacerlo, pues, en espera de una crónica más o menos autobiográfi­ ca, por mucho que pueda encontrar en Extracción algunas huellas de narra­ ciones no desarrolladas o casi totalmente deslavadas. Ocurre lo mismo en el orden reflexivo: Extracción, aunque a veces parezca un libro de pensamiento, en realidad ha sido escrito a espaldas de la razón, en franca rebelión contra ella. No aspira, por lo tanto, a ser categó­ rico como una secuencia de aforismos; no discurre ni moraliza, y sólo es crítico porque, frase por frase, pone en crisis los principios de su propia escritura. Lo dice Reynaldo Jiménez de manera sin­ tética: “Extracción también es ‘prosa crí­tica’ que se asienta y ejerce desde el intersticio. Prosa desalienada de la glosa.” Mediante la paronomasia, mediante la transposición y el anacoluto, la voz que va manifestándose a lo largo del volumen avanza por caminos imprac­ ticables, toma desviaciones, baja entre sombras y luego asciende a través de luces abruptas e hirientes: Y aún así se ase a su rogar y rueda su mendicación. Su dádiva es dar mendrugo a quien dé lástima; de nada que obtendrá quedará nada. Otra vez y otra vez pere­ grinar, más pedir, pero pedir nómada. Tampoco debe pensarse que las “no­ tas” de Benito del Pliego estén empe­ ñadas en brillar cómica o poéticamente como sí lo están (a veces para bien, a veces para mal) incontables greguerías, epigramas, eslóganes, proverbios y má­ ximas. Extracción existe hacia el inte­ rior: ha sido escrito adentro y hacia dentro, diciéndose cosas (nunca mejor dicho: cosas, objetos menudos, humil­ des e impredecibles, incluso baratos e intercambiables, desprovistos de toda grandeza, hermosos porque son feos y profundos por superficiales); diciéndo­ se cosas, digo, a sí mismo, abultándose con datos de un mundo que no se quie­ re describir sino confrontar en su in­ mediatez, parcialmente, a tramos: “Tanto balbucir ¿te sacará de dudas?” Otra vez más va, de tromba en tumba, mes­ tiza, de puerta en puerca. Mezquina va, ca­ mino de mendigo va, con su calabaza, con su calavera vera. Por médula un bastón, de yerro corroída, desencantado el canto, des­ dentada la ilusión. 169 El lenguaje de resistencia de Herta Müller* C ostica B radatan Traducción de Armando Pinto Herta Müller, Cristina and her double: Selected essays, translated from the German by Geoffrey Mulligan, Portobello Books. El lenguaje es como el aire. Te das cuen­ ta de lo importante que es sólo cuando está corrompido. Entonces te puede ma­ tar. Aquellos que trabajan para los re­ gímenes totalitarios lo saben mejor que nadie: entrometerse en el lenguaje pude ser un excelente medio de control po­ lítico. Esos regímenes no siempre necesi­ tan encerrar a la gente; en ocasiones es suficiente invadir y ocupar sus mentes a través del lenguaje. En 1984, George Orwell lo explica admirablemente, pero no puedes comprender lo que esta ocu­ pación lingüística significa a menos que tengas la desgracia de ser su víctima. Entonces, una vez que el régimen ha invadido tu lenguaje, comprendes que puede hacer todo lo que quiera contigo. Ya no eres tú, estás secuestrado políti­ camente. “Puedes abrir y cerrar la boca durante horas, hablar sin decir nada.” Este infortunio pudo haber sido lo que * Publicado originalmente en Boston Re­ view, del 8 de marzo de 2014. Se publica con la autorización del autor. 170 hizo que Herta Müller, a quien aca­ bo de citar, pusiera tanta atención en el lenguaje, en su poder y dimensión política, pero también en su vulnera­ bilidad. Habiendo nacido y crecido en Rumania bajo el comunismo, la Premio Nobel de literatura 2009 ha estado in­ teresada durante mucho tiempo en la agresión lingüística del totalitarismo. Tal vez por eso le concede al discurso un estatus ontológico especial. En Todo lo que tengo lo llevo conmigo (2009), el lenguaje es algo vivo, una criatura que se mezcla con los demás personajes de la narración. El héroe-narrador nota que el ruso es “un idioma que cogió un resfria­ do”. Percibe el lenguaje como un matón: “Hay palabras que hacen conmigo lo que quieren.” En Hoy hubiera preferi­ do no encontrarme a mí mismo (1997), el lenguaje sólo tiene el poder de inducir un cambio en el mundo real: “Algunas cosas se vuelven malas sólo cuando co­ mienzas a hablar de ellas.” El interés de Müller en la relación del lenguaje y la política no es, sin em­ bargo, llevado hasta sus últimas con­ secuencias en sus novelas, sino en sus ensayos, como lo muestra su nuevo li­ bro, Cristina and her double (Cristina y su maniquí o ¿qué no está disponible en los archivos de la Securitate?). Las piezas de esta colección son profunda­ mente autobiográficas; en este aspecto son ensayos en el auténtico sentido mon­ taignesco de la palabra. “Si mi alma pudiera asentarse, dejaría de probar y decidiríame, pero está siempre apren­ diendo y poniéndome a prueba.”* Si pu­ diera ajustar las cuentas con el pasado, diría Müller, podría escribir sobre otras cosas, pero el pasado sigue obsesionán­ dome a tal grado que me he vuelto un enigma para mí misma. Para seguir ade­ lante necesito volver al pasado. Después de graduarse, Müller fue aco­ sada durante años por la policía secre­ ta rumana, la infame Securitate. Cuando se negó a convertirse en informante, or­ questó una campaña contra ella. Fue objeto de interrogaciones arbitrarias, amenazas de muerte, vigilancia y falsos rumores que pretendían desacreditarla, incluido el rumor de que ella era informante. En esencia, esta campaña no era sobre he­ ridas, miembros fractu­rados, ventanas rotas, sino sobre cosas que no se veían. La violencia del régi­men era primordial­ mente mental, no fí­sica. El campo de ba­ talla no era tu cuerpo, sino tu mente y el lenguaje que hablabas; contra tal régi­ men no te defendías en la calle, sino en tu cabeza. Un gran logro de Müller en este libro, y en otros, es la descripción de la confrontación individual con el sistema totalitario como una lucha so­ bre las palabras, los discursos (oficiales o disidentes), historias de vidas (grandes o pequeñas), recuentos históricos, meta­ narrativas, textos de historia y archivos. Pues el totalitarismo es, más que nada, un proyecto lingüístico. * De la traducción de Ma. Dolores Picazo y Almudena Montejo. Incluso los episodios más brutales de la confrontación de Müller con la policía secreta están enfocados en el lenguaje. Ella era investigada, para comenzar, porque era sospechosa de haber hecho “pronunciamientos contra el Estado”. En línea con tal acusación, el interro­ gador no usaría instrumentos de tortu­ ra contra ella, sino palabras. “Durante las turbulentas fases del interrogatorio me llamaba mierda, porquería, parási­ to, perra. Cuando estaba más calmado, puta o enemigo.” En la siguiente etapa llegaban las amenazas de muerte. Pero eso era todavía soportable. “Eran par­ te de la única forma de vida que uno tiene, ya que no puede tener otra.” En­ frentar amenazas de muerte puede ha­ certe más fuerte: “Desafías a la muerte en lo profundo de tu alma”, dice Mü­ ller. De hecho, una amenaza de muerte es una forma de reconocimiento: eres tratado como un enemigo, reconocido como alguien a quien el régimen tiene que tomar en cuenta. Son peores las ca­ lumnias que el régimen fabrica y circu­ la para aniquilarte socialmente. Como Müller descubre, “la calumnia te roba el alma. Estás completamente cercado”. Esta táctica no te ofrece ningún rasgo de reconocimiento: eres tratado como algo despreciable, como basura. Esas campañas de calumnias pue­ den hacer que la policía secreta en los regímenes totalitarios parezcan talleres literarios. Pues lo que hacen es crear personajes; inventan gente y la sueltan en el mundo. Cuando, años después del 171 colapso, Müller logra tener acceso a su archivo secreto de la policía, descubre que en los archivos no sólo era una, sino dos personas distintas. “Una era llamada Cristina, enemiga del Estado, a quien había que tener en cuenta.” Excepto por el nombre, este personaje le era familiar, una versión de ella re­ construida por los espías y amanuenses del régimen. El segundo personaje era pura ficción. Para comprometer al real, la policía secreta creó una falsa Müller, un “doble” de Cristina. Este producto literario tenía todos los ingredientes que podían ser más dañinos para mí: “endurecida comunista, agente impla­ cable, miembro del partido”. Trabajar para el Partido –o para su “Escudo y Espada”, como la policía secreta era cariñosamente llamada– era visto con frecuencia como un trabajo sucio que podía privarte de tu respetabilidad so­ cial. Evidentemente, el núcleo del Par­ tido sabía esto mejor que nadie. Aunque sostenían que eran formas pura­ mente racionales de organización políti­ ca –“socialismo científico” era el término empleado en la Unión Soviética y el Bloque de Europa del Este–, los siste­ mas totalitarios a menudo recurren a presunciones irracionales. Una de ellas es la creencia en el poder mágico del lenguaje para cambiar las cosas. En las culturas primitivas, por ejemplo, la gente creía provocar algo mediante el simple hecho de nombrarlo, así como podías cambiar algo renombrándolo. El mun­ 172 do era un lugar encantado para esta gente; puedes actuar sobre él y domi­ narlo mediante conjuros, cantos y sor­ tilegios. El comunismo totalitario operaba con creencias similares. Cuando el primer libro de Müller fue publicado en Ru­ mania, los censores eliminaron, entre otras cosas, la palabra “maleta” don­ dequiera que aparecía. “Maleta” no parece una palabra con connotaciones políticas. Pero en ese tiempo, a prin­ cipios de los años ochenta, la minoría alemana estaba abandonando Rumania en masa y el régimen quería mantener el silencio sobre ese hecho. En la men­ te de los censores, si decías “maleta”, querías decir “empacar”, lo que signi­ ficaba “partir”, “partir para siempre”, lo cual implicaba que el país no era el paraíso que nadie abandonaría por su propia voluntad. La suposición irracio­ nal era que si la palabra maleta no era mencionada, la gente no pensaría en emigrar. Como en el pensamiento má­ gico, lo que no es mencionado no existe. Ésta era la situación no sólo en Ru­ mania, sino en los estados socialistas en general. Alemania del Este le pro­ porciona a Müller divertidos ejemplos –“palabras-monstruos”, las llama, que se vuelven involuntariamente cómicas”. Por ejemplo, como parte del plan para borrar la religión del discurso público, los ingenieros lingüísticos del país re­ nombraron a los tres ángeles de la Na­ vidad “criaturas aladas de fin de año”. De forma similar, se pensaba que el lenguaje y la imaginería de la muerte minaban el sentimiento de felicidad in­ terminable que sin duda los ciudada­ nos experimentaban en la rda. Algo tenía que hacerse. En lugar de féretro, los oficiales propusieron “mueble de tie­ rra”. Y la oficina encargada de organi­ zar las celebraciones y funerales de las vacas gordas del Partido fue renombra­ do “Departamento de Júbilo y Aflic­ ción”, que suena bastante, si no es que deliberadamente, poético. Detrás de todos estos esfuerzos se hallaba la creencia de que el lengua­ je podía cambiar el mundo real. Si los términos religiosos eran eliminados del lenguaje, la gente cesaría de tener sen­ timientos religiosos; si el vocabulario de la muerte era adecuadamente re­ construido, el pueblo dejaría de tener miedo a la muerte. Podemos sonreír ahora, pero a largo plazo esas políticas produ­ jeron un cambio, si bien no el pretendi­ do. El cambio no fue en las actitudes del pueblo hacia la muerte o el más allá, sino en su habilidad de hallarle sentido a lo que estaba sucediendo. Puesto que el lenguaje juega un importante papel en la construcción del yo, cuando el Estado te somete a constantes actos de agresión lingüística, ya sea que te des cuenta o no, el sentimiento de quién eres y tu lugar en el mundo son seria­ mente afectados. Tu lenguaje no es sólo algo que usas, sino una parte esencial de lo que eres. Por esta razón cualquier disrupción política en el modo en que el lenguaje es normalmente usado pue­ de a largo plazo lisiarte mental, social y existencialmente. Cuando eres incapaz de pensar con claridad dejas de actuar coherentemente. Dicho resultado es pre­ cisamente lo que el sistema totalitario quiere: una población perpetuamente atra­pada en un estado de parálisis cí­ vica. ¿Qué puede hacer un escritor ante tales circunstancias? Puede crear un espacio en el lenguaje que el régimen no pueda invadir u ocupar. Si el poder del sistema procede de su habilidad para afectar la mente de la gente por medio del lenguaje, cualquier resisten­ cia debe proceder también del lenguaje. El régimen puede usar el pensamiento mágico para sus propios propósitos, pero el escritor oponérsele mediante un encantamiento de su parte. El estilo de Müller es descrito frecuentemente como realismo mágico. En el pueblo descri­ to en su primer libro, En tierras bajas (1982), la gente llama a las cosas usando un lenguaje propio. Tomamos conoci­ miento del “alcalde, llamado juez en el pueblo”, de “los alcohólicos, llamados borrachos en el pueblo”, y de los “no alcohólicos y no fumadores débiles men­ tales, que son llamados respetables en el pueblo”, de la peluquería, que es llama­ da “salón del barbero” y de la tienda cooperativa, que es llamada “emporio en el pueblo”. El pueblo tiene una vida que puede ser captada sólo si emplea­ mos el lenguaje apropiado. En el invierno, las plantas que su­ frieron las heladas son llamadas en el 173 pueblo congeladas a muerte; en la pri­ mavera, las que sufrieron la excesiva humedad, podridas a muerte; en el ve­ rano, por el calor, quemadas a muerte. El lenguaje de este lejano lugar no ha sido afectado por alguna intromisión po­ lítica; el habla oficial no puede entrar al pueblo. Esta autonomía, que habría sido llamada libertad lingüística en el pueblo, le ofrece a Müller un atisbo de esperanza: en su obra, el escritor pue­ de imitar a los pueblerinos y preservar un cierto grado de independencia de las presiones del sistema. Es escritura como autodefensa. Puede no ser mu­ cho, pero algunas veces es suficiente para hacer tu vida y, las vidas de otros, vivible. Müller nació y creció en un pueblo ger­ manoparlante. Aprendió rumano cuan­ do tenía catorce años, después de que se mudó a la ciudad más cercana, Ti­ mişoara. Al principio no fue fácil. Los rumanos, dice, “me trataban como di­ nero de bolsillo. Apenas había escogi­ do algo en la tienda cuando mi dinero ya era insuficiente para pagarlo”. Cual­ quier cosa que quería decir “tenía que ser pagada con las palabras correspon­ dientes y había muchas que yo no co­ nocía, y las pocas que conocía no se me ocurrían a tiempo”. Conforme se volvió fluida en rumano, Müller desarrolló por él ese hechizado, incondicional amor del que los no nativos a veces son ca­ paces cuando descubren un nuevo len­ guaje. Desde entonces, su pasión por 174 el rumano moldeó su formación como escritora. Aunque no lo emplea con pro­ pósitos literarios, “me acompaña siem­ pre cuando escribo pues forma parte de mi propia visión”. El rumano es una lengua romance, pero continuamente toma prestado de otras: eslava antigua, turca, húngara y alemana, para nombrar unas cuantas. El resultado es un lenguaje multiestra­ tificado, en el que el hablante puede emplear diferentes estratos del vocabu­ lario para que su frase parezca al mis­ mo tiempo seria e irónica, amistosa y amenazante, burlona y sincera. El filó­ sofo E. M. Cioran podía embriagarse con la salvaje belleza de esta lengua; ella tenía, dijo, “un genio bárbaro”. Lo que la adolescente Müller experimentó en Timişoara fue una gradual seducción con la nueva lengua, ciñendo su men­ te más y más. El rumano era “sensual, desvergonzado y sorprendentemente be­ llo”. Si la adolescente Müller fue hechi­ zada por la impar, bárbara belleza del rumano, la escritora adulta se ve impre­ sionada por su política implícita. Des­ cubre su “temeraria imaginería” y nota cómo sus palabras irrelevantes ocultan una “inefable postura política”. Es una postura de sobrevivencia entre desas­ tres históricos recurrentes –invasiones, ocupaciones extranjeras, dictaduras–. La vida es demasiado corta y los desastres demasiado grandes para enfrentarlos heroicamente, pero reírse de ellos, idear un buen chiste político, puede equiva­ ler a una actitud política. El régimen comunista se filtró en el país junto con los tanques rusos al final de la Segunda Guerra Mundial. Los rumanos no se re­ belaron, pero llamaban a las cucarachas “rusos” y desarrollaron una industria de chistes políticos en la que la Unión Soviética figuraba prominentemente. En cierta forma eso los ayudó a sobrevivir, si bien precariamente. Por medio del lenguaje, los rumanos avanzaron de pun­ tillas por la historia. De particular interés para Müller es la inagotable capacidad de esta lengua para generar maldiciones. Se deleita al estudiar la amplia variedad de maldi­ ciones rumanas, el mecanismo median­ te el cual son producidas y las actitudes políticas que encarnan. Como en la mayor parte de las lenguas, la imagine­ ría sexual juega un papel importante. En rumano, señala, “cuando la gente está enojada dice que te la metan por las orejas, la nariz, la cabeza”. Cuando alguien “interfiere en lo que no le incum­ be, los rumanos dicen: que la tristeza te la meta”. Lo que sobre todo fascina a Müller es el lado inofensivo, amable de todo el proceso. Las maldiciones ru­ manas pueden ser una forma de convi­ vencia: en una reunión de la compañía, una mujer furiosa dijo, “¿Qué demonios quieren, cojones?” Cuando la mujer se calmó, se disculpó por haber dicho “de­ monios”. La gente en la sala se rio. La mujer, ofendida, preguntó: “De qué co­ ños se ríen?” Müller se siente cautivada; no se can­ sa de esta fiesta lingüística. La forma en que los rumanos juran puede dar cabi­da a elementos opuestos –mezclar vulga­ ridad y belleza y navegar entre ofensa y amabilidad– gana su admiración in­ condicional: “Siempre he envidiado esta lengua por su vitalidad”, dice. Ciertamente, las maldiciones rumanas resultan adictivas. Cuando Müller dejó el país, se las ingenió para pasarlas de contrabando junto con las pocas perte­ nencias que le permitieron llevar con­ sigo: “Incluso ahora, cuando maldigo, hablo rumano pues el alemán no tiene maldiciones tan pintorescas. Todas las palabras existen en alemán, pero no es­ tán a la altura.” Del mismo modo, Cio­ ran, tiempo después de haberse mudado a Francia y adoptado la lengua del país, recurría al rumano para maldecir. El francés no lo ayudaba en esa tarea a pesar de que se había convertido en un muy buen escritor en esa lengua. Pero hay una desventaja en todo ese maldecir, y no sólo es la ofensa que puede causar a los más sensibles. El problema se haya en la complacencia que genera. “Es por eso que la gente en esta dictadura no se rebela”, dice Müller. La gente maldice al gobierno, al Partido, a la Securitate, al munici­ pio, a los malos caminos y a la policía de tránsito, maldice a los rusos y a los norteamericanos. Y luego siente que ha hecho suficiente política por ese día y es hora de seguir adelante. Cuando mal­ decir se convierte en un arte tan elabo­ rado, la postura política que presupone 175 se agota en su misma ejecución, y no queda mucho para alimentar la protes­ ta real. En la Rumania de los años ochenta, durante la fase más opresiva del régi­ men de Ceausescu, se rumoraba que los chistes políticos que brotaban como hongos en esos días eran creados y di­ seminados por la policía secreta como una forma de aliviar la tensión social. Un buen chiste, como una buena maldición, le podía dar a la gente una sensación de satisfacción como para hacerla sen­ tir que había hecho su parte de resis­ tencia. Ése era el rumor, pero tal vez incluso este rumor era fabricado en los laboratorios de la policía secreta, ya que, de nuevo, el totalitarismo es un proyecto lingüístico. Cuando Müller recuperó su archivo policiaco, descubrió no sólo que los agentes habían forjado un “doble” para ella, sino también el fascinante objeto que su trabajo literario había sido para ellos. Sin duda, esa gente tenía pasión por la literatura: su archivo tenía casi mil hojas de extensión. Al mismo tiem­ po, antes de que Müller ganara el Pre­ mio Nobel, ella no tenía ningún interés para el establecimiento literario ruma­ no. En una imponente “historia crítica de la literatura rumana”, publicada en 2008, su nombre ni siquiera es mencio­ nado. ¿Qué clase de lugar es este en el que la policía secreta se entusiasma con una futura Nobel, mientras los académicos literarios la ignoran? Ésa es la Europa del centroeste, en el que 176 el absurdo nace y florece, y en el cual figuras como Cioran, Franz Kafka, Eu­ gene Ionesco, Milan Kundera y Jaros­ lav Hašek encuentran una inagotable inspiración. Un lugar en el que casi nada parece suceder en la vida real, mientras mucho pasa en literatura y en la mente de las personas. Es el mismo lugar en el que la gente ha sobrevivido durante siglos por medio de las maldiciones ingeniosas y el arte del chiste político. Ha hecho chistes, com­ prado tiempo y practicado la paciencia. Chistes como este, que recuerdo de un distante pasado. Un francés, un alemán y un ruso están hablando del coche que ma­ nejan. “Bueno, dice el francés, cuando nos trasladamos dentro del país, usa­ mos nuestro Renault; en el extranjero, llevamos nuestro Peugeot.” “Nosotros hacemos algo similar, dice el alemán: en el país manejamos el Volkswagen, pero cuando salimos usamos el Merce­ des.” El ruso se mantiene silencioso, haciendo que los otros se sientan más y más curiosos. “Cuando estamos en Rusia, nosotros manejamos nuestro Lada. En el exterior siempre llevamos nuestros tanques.” Ver para leer: la palabra transfigurada R odolfo M ata Carlos Pineda (coord.), Poesía visual mexicana: la palabra transfigurada, Ediciones del Lirio/conaculta/inba, México, 2013, cinco volúmenes + folios sueltos y folletos con textos introductorios. Los inicios de la tradición de la poesía visual se sitúan frecuentemente en la antigua Grecia, en los trabajos de Sim­ mias de Rodas, alrededor del año 300 a. C. Carlos Pineda, en su breve “Presen­ tación” de la compilación Poesía visual mexicana: la palabra transfigurada, obra en cinco sustanciosos volúmenes, los menciona y atraviesa vertiginosamente los siglos que nos separan de esa distan­ te fecha para situarnos en el siglo xx mexicano, con José Juan Tablada, el Es­ tridentismo, Octavio Paz y Ulises Ca­ rrión. La convivencia entre la letra y la imagen ha dado lugar, en el ámbito de la creación artística, a múltiples termi­ nologías. Se ha hablado de caligrama, kalograma, poema concreto, semiótico, espacial, figurativo, gráfico, etc. Y esto ha sucedido en el seno de las vanguardias históricas, como el futurismo, el dadaís­ mo y el surrealismo, para alcanzar las neovanguardias de los años cincuenta y sesenta, donde se convirtió en poema con­ creto, semiótico, poema-proceso, poema gráfico, poema intersignos, ideolograma, etc. Como se ve, la genealogía es amplí­ sima y las relaciones entre los elementos visuales y lingüísticos pueden ser varia­ dísimas: ilustración, verbalización, diálogo, interferencia, subordinación, desesta­ bilización, etc. La convención hoy es darle a estas expresiones artísticas el nombre de poesía visual. Pues bien, el caso es que hoy tene­ mos, gracias al interés y la iniciativa de Carlos Pineda y Ediciones del Lirio, con el apoyo de conaculta, la mayor re­ copilación de poesía visual que se haya hecho en México. Ya en alguna ocasión apunté, en una conversación en torno al caso de Ulises Carrión, cómo esta tra­ dición siempre fue negada en el país.* Ninguneada, sería un mejor término, vis­ ta de reojo con suspicacias. Como to­ dos los híbridos, para los poetas no era del todo poesía y para los artistas plás­ ticos no era exactamente pintura. La más sorprendente constatación de lo anterior es que, a excepción del famoso Li-po y otros poemas (1920), de Tablada, la poesía visual siempre se ha excluido de las antologías de poesía mexicana. Las imágenes, frecuentemente parte in­ tegral de un poema, también han sido mandadas al exilio. En el trabajo que desarrollé en torno a Tablada dejé cla­ ro cómo los dibujos que él hizo para sus haikús fueron retirados, por más de se­ Véase “Ulises Carrión y la poesía mexi­ cana actual”, Periódico de Poesía, núm. 41, agosto de 2011, año 5. http://www.periodico­ depoesia.unam.mx/index.php?option=com_ content&task=view&id=1908. * 177 tenta años, y los poemas amontonados. Otro ejemplo es el libro Cromos (fce 1987), en el que Alberto Blanco juega con referencias a cuadros clásicos de Uccello, Durero y Giotto, el cual no se ha reeditado cabalmente. Cuando se han tomado poemas de él para antologías, se les han quitado las imágenes. Abundan las historias parecidas, pero mejor regresemos a la poesía visual, donde no se puede retirar la imagen, porque la imagen es el poema y el poe­ ma es la imagen. Octavio Paz la prac­ ticó de lleno en sus Topoemas y luego la abandonó. Marco Antonio Montes de Oca lo hizo también. Publicó algunos poemas visuales en revista, pero cuan­ do los reunió en libro decidió “glosar­ los poéticamente” (con poemas en prosa), seguramente ante la incomprensión. Fi­ nalmente, quizá por la misma causa, depuró su práctica y finalmente la re­ legó. Raúl Renán es quien por más tiempo la ha defendido y es muy justo que hoy se le reconozca ese mérito. Me parece que el ámbito de las artes plás­ ticas fue más tolerante, pues su actitud mostraba una mayor disponibilidad a asimilar otros lenguajes. Collages, mon­ tajes, fotomontajes, posters, arte concep­ tual, happenings, poemas-objeto, todos estos géneros emergentes señalaron en­ crucijadas muy ricas que tuvieron sus momentos más gloriosos entre finales de los cincuenta y principios de los se­tenta. Después de eso, el afortunado refugio fueron las Bienales Internacio­ nales de Poesía Visual-Experimental 178 en México, que se realizaron entre 1985 y 2009, coordinadas por César Espinosa y Araceli Zúñiga. Carlos Pineda deja muy claro el plan de la colección y la acertada elección del formato: bellas cajas que son “li­ bros-objeto” de los que el lector-usua­ rio-dueño puede retirar las páginas que más le agraden y hacer de ellas lo que quiera. Los tres primeros volúme­ nes están dedicados a las Bienales de Poesía Visual-Experimental, el cuarto es un recorrido por la producción his­ tórica mexicana desde Tablada hasta principios del 2000, y el último es resul­ tado de una amplia convocatoria reali­ zada por el equipo editorial que recoge una muestra de lo último de lo último. Cada volumen viene acompañado de distintos textos. El primero tiene una introducción de César Espinosa y Ara­ celi Zúñiga que hace una reseña histó­ rica de las Bienales de Poesía Visual y Experimental, en la que se enfatiza su carácter abierto –que incorporó des­ de performance hasta poesía sonora, videopoesía, ciberpoesía, etc.–, y se subraya su aliento expansivo interna­ cional. En este prólogo se percibe la brecha, en México, entre el medio de las artes plásticas y el de la literatura, y se señala el “acendrado conservaduris­ mo” de este último. La respuesta de ese medio literario conservador no está ahí, pero sin duda sería un señalamiento sobre la permisividad, el “todo vale”, la ausencia de fronteras. Es necesario enfatizar que las fronteras no son ma­ las per se y que incluso gracias a ellas se establecen vínculos creativos. Tam­ poco son perfectamente claras y fijas. Sin embargo, hay que tener conciencia de ellas. Es precisamente ahí, en ese difícil terreno, donde se sitúa el pró­ logo de Clemente Padín que tiene un título iluminador: “La poesía es forma cargada de significado al último gra­ do”. Padín, poeta que participó en las Bienales, discurre por los interesantes problemas teóricos de la legitimación de lo experimental, los peligros de la ba­ nalización, las delimitaciones ambiguas de lo literario, lo multimedial, etc. Un ejemplo claro de esta situación es que Carlos Pineda tuvo que trazar algunas fronteras para seleccionar los materia­ les pues, como es lógico, resulta impo­ sible incluir poesía sonora, videopoesía y poesía-performance, por ejemplo, en un libro de papel. Si esa fuera la meta, habría un dvd, un usb , algún medio o registro. De lo contrario, serían reseñas de lo sucedido lo que formaría parte de la antología. El segundo volumen tiene una in­ troducción de Espinosa y Zúñiga que narra la historia de la tercera Bienal hasta la sexta, con sus distintas temá­ ticas: el contraste norte-sur vis-a-vis el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, un homenaje al estriden­ tismo, la idea del fractal como emblema, etc. En ella podemos también reconocer documentos típicamente vanguardistas como la “Declaración del Chopo” de 1996, especie de manifiesto. Asimismo, el volumen lleva un prólogo de Susana González, quien elogia el rescate de los materiales de las bienales, hace un re­ corrido de los problemas encontrados en esa tarea –como la escasez o franca ausencia de documentación– y propo­ ne una “poética del encuentro” con los espacios, los públicos y entre poetas, en la que resalta su espíritu de fiesta. También señala las dificultades de la relación establecida en la frase mcluha­ niana “el medio es el mensaje”, cuando el medio se ha deteriorado, las situacio­ nes en que hay que “leer más allá de las imágenes, con la imaginación”, y da una lista de las tareas por realizar para el estudio consistente del área. El tercer volumen corresponde a la 7ª, 8ª, 9ª 10ª Bienales con las que se cie­ rra el ciclo. Las temáticas van desde los homenajes a Philadelpho Menezes, poeta experimental y teórico brasileño, a Melquiades Herrera, performer miem­ bro del No-Grupo, y al poeta uruguayo Clemente Padín, con amplia trayecto­ ria en el área, hasta la poesía para pea­ tones, el arte correo, etc. A partir de ahí, anuncian Espinoza y Zúñiga en su introducción, se acaban los eventos y se abre una nueva etapa de difusión a través de los foros electrónicos. El pró­ logo, a cargo del artista visual y crítico Carlos Blas-Galindo, es una valoración de estas última bienales, una defensa de su papel como outsiders del mercanti­ lizado mainstream posvanguardista in­ ternacional en las artes plásticas. El cuarto volumen está dedicado a 179 la tradición más literaria de la poesía visual mexicana. Reproduzco la afirma­ ción inicial de Carlos Pineda con la que concuerdo porque señala voluntariosos anacronismos: “Si bien hay quienes quie­ ren ver en los códices precolombinos muestras del inicio de la poesía visual mexicana, huelga decir que esta lec­ tura no es sino una necedad fundada en la búsqueda sesgada de una auto­ afirmación de la identidad basada en falacias.” De ahí que la selección de este volumen comience con Luis Quin­ tanilla y Tablada, y pase por autores ya mencionados como Montes de Oca, Paz, Renán, Carrión, Blanco e incluya a otros conocidos/desconocidos del género: Are­ llano, Frías, Goeritz, etc. En el prólo­ go, Eduardo Langagne arranca con la capacidad que tienen géneros como la poesía visual de irritar la tradición y discurre sobre los matices que tie­ ne la palabra “poesía” o “poema” en ámbitos diferentes del literario. Con su espíritu musical, Langagne también nos recuerda cómo muchas veces lo sonoro puede estar oculto tras lo visual y nos muestra un poema con rimas internas de Góngora y otro del brasileño Manuel Bandeira que, si bien puede ser enten­ dido como poema concreto, es también un ejercicio de sonoridad. No voy a repe­ tir todo lo que nos dice Langagne acerca de las posibilidades de la poesía visual pues, antes que nada, como lo dijo Pa­ dín, lo importante es la forma cargada de significado, el ejercicio de la poiesis. El quinto volumen incluye a los poe­ 180 tas seleccionados de la convocatoria he­ cha por Carlos Pineda y Ediciones del Lirio en 2013. La afluencia de materiales fue sorprendentemente grande, lo cual muestra la vitalidad actual del género, impulsada, no cabe duda, por las posi­ bilidades de manipulación de la imagen que dan los medios electrónicos. Me tocó prologar este volumen y fue un placer hacerlo. ¿Cómo no repetir lo ya dicho? ¿Cómo no enfrascarme en tipologías y fronteras: caligrama, poema concreto, poema semiótico, poema proceso, et­ cétera? Lo hice planteando el poema visual como un enigma ya que un buen poema visual siempre llama a un complemen­ to, una narración, una historia interna que se va tejiendo en el observador. El objeto plástico, como imagen, se queda reverberando en la memoria del observa­ dor, junto con esta narración, y desenca­ dena transformaciones de la conciencia que asocian otras áreas de la memoria produciendo un efecto de bola de nie­ ve. La solución puede ser la que el au­ tor se planteó, pero no forzosamente: hay obras que tienen muchos centros. Sin embargo, debe haber una intención identificable, aunque sea de pluralidad, pues de lo contrario no estaríamos ante una obra sino ante un incidente de la percepción que no tiene autor, un mero accidente. Problemas hay cuando el ci­ framiento del mensaje es demasiado cerrado: el observador puede desencan­ tarse y dar la media vuelta. Al contrario, cuando es rico y denso permanece en su memoria brillando y llamando a múlti­ ples asociaciones creativas. Claro, esto depende del observador. Es ahí donde el poeta visual se pregunta para quiénes escribe. ¿Para sí mismo, para una secta, para un grupo medianamente informa­ do, para su crítico de cajón, para todos los anteriores en diferentes niveles? En fin, la poesía visual, como todo arte, es un desafío, una invitación, un lugar de encuentro. He aquí 7 kg. de su versión mexicana, con todo su peso: ver para leer tiene ya su historia en nuestro país. Un tour por los callejones G regorio C ervantes M ejía Oliverio Coelho, Hacia la extinción, Almadía, México, 2013, 208 p. A primera vista, las trece historias con­ tenidas en Hacia la extinción no difieren demasiado de lo que el lector podría encontrar en la narrativa reciente: per­ sonajes solitarios y perturbados, am­ bientes sórdidos, entornos decadentes, la perenne sensación de estar en un callejón sin salida. Trátese de hombres jóvenes o viejos, ocupados o desemplea­ dos, los personajes de estos relatos pa­ recen compartir, todos, ese aislamiento producto de una imposibilidad casi pa­ tológica para relacionarse con los otros. Tampoco es que Oliverio Coelho (Bue­ nos Aires, 1977) pretenda retratar algún sector social o cultural específico en estos relatos. Basta con pasar revista a los espacios geográficos donde se de­ sarrollan sus historias (Argentina, Eu­ ropa Oriental, Japón o Corea del Sur) para descartar esa posibilidad. Además, si bien algunas historias pa­ recen ocurrir en nuestro presente, otras podrían situarse en algún futuro más o menos remoto. El autor parece llevarnos por rutas ya conocidas, sitios familiares donde los lectores podemos relajarnos y despreo­ cuparnos. Tal vez sea justo aquí donde está la clave: la habilidad para apro­ vechar esa despreocupación del lector e introducirlo por callejones poco visi­ bles que llevan el relato en direcciones no previstas. No me refiero, por supuesto, a los fi­ nales sorpresivos, inexistentes de he­ cho, en las trece historias que ahora nos ocupan. Lo sorpresivo, si se le puede llamar de esa manera, es la derivación del argumento, que sale de la línea principal y se dirige hacia situaciones 181 que parecen ajenas a las planteadas en los primeros párrafos. Si los cuentos de Hacia la extinción llevan a los personajes a callejones sin salida, es resultado justamente de esas desviaciones en la trama: situaciones banales o en apariencia azarosas que develan el conflicto central del relato, ése que alcanza a entreverse en las pri­ meras líneas. En el primer relato, “El ocupante”, Amadeo Soto –quien carga con el peso de una mala relación con su padre muer­ to– sueña que alguien pretende su­ plantar a su progenitor. Su esposa, esa misma mañana, le cuenta que han visto por la calle a un hombre vestido a la usanza del fallecido. Amadeo, por su­ puesto, se propone conocer al imitador y desenmascararlo: “A Amadeo Soto le re­ sultó siniestro descubrir la parti­cularidad de su padre traspapelada en un cuerpo abominable. Pero pensó que más sinies­ tro habría sido que esa mirada lo iden­ tificara y sentir a continuación que su padre lo llamaba desde el interior de ese organismo blando. Se convenció de que tenía que actuar. Tomar la causa en sus manos para reivindicar la memoria de su progenitor.” Sólo que descubrir la identidad del imitador, Lucio Rosales, resulta insufi­ ciente para Amadeo, pues eso sólo lo lleva hacia otro aspecto más relevante: saber que a Lucio no le basta imitar a Ernesto Soto. Pretende ser Ernesto Soto. Y esa pretensión lleva el dilema más allá de la pura defensa de la imagen 182 paterna que al comienzo se propone Amadeo. ¿Cómo abordar a Lucio? Ahora Ama­ deo requiere de una estrategia nueva para aproximarse a quien pretende ser otro. No basta, como ya lo venía pensando, con enfrentarlo en la calle, de manera pública, y proclamar a los gritos su im­ postura. Las intenciones de Lucio abren una vía insospechada antes para el pro­ tagonista. ¿Cuánto de la vida de Ernesto Soto conoce su copia? ¿Estará al tanto sólo de los aspectos externos? ¿Sabrá que Soto tenía un hijo? Y este dilema que enfrenta el per­ sonaje devuelve la historia a un aspec­ to inicial del relato: la relación entre Amadeo y su padre muerto: “su padre no era un alma en pena, sino una flor que se pudría en su interior, una flor mala que debía extirpar antes de que se re­ absorbiera en su existencia”. Es ahí, en esa posibilidad de reden­ ción para el personaje, donde parece encontrarse la clave del relato, presen­ tada en la forma de una línea secundaria de desarrollo que se define de manera paulatina a partir de la aparición del doble de Ernesto Soto. Y Amadeo lo en­ tiende con claridad hacia el final del relato. Algo similar ocurre en los cuentos siguientes. Un poco como si Coelho orga­ nizase un recorrido turístico que, en el último momento, nos separa sutilmen­ te de los lugares de sobra conocidos y empieza a llevarnos por callejones y pla­ citas secundarias para presentarnos sitios cuya existencia ni siquiera era imagi­ nada por el visitante. En “Las cenizas del imperio”, un crí­ tico de cine argentino viaja hasta Buda­ pest para realizar una entrevista al direc­ tor Béla Tarr, con motivo de su película Werckmeister Harmóniák. La cabeza del narrador salta, durante la primera parte del relato, entre sus impresiones de Bu­ dapest, algunos recuerdos de su natal Buenos Aires, las imágenes de la pelícu­ la y las impresiones que ésta ha causado en la mirada del crítico. Y ese vagabun­ deo mental va de la mano del recorrido, en apariencia azaroso, del protagonista mientras se acerca (física y temporal­ mente) a la cita con Tarr, la cual nunca se concreta y es reemplazada por una serie de situaciones perturbadoras para el protagonista a partir de una visita a un antiguo baño turco –sugerida por el propio asistente del director. Los personajes de estos relatos es­ tán a merced de las circunstancias. Si bien parecen tener objetivos claros, las circunstancias los hacen desviarse de ellos y, en algunos casos, olvidarlos por completo. La voluntad individual pare­ ce nula en todos estos casos. Nada im­ porta la determinación del personaje ni cuánto se esfuerce por realizar algo. En “El traidor”, Dollman, “el último miem­ bro de una centenaria logia de desocupa­ dos vocacionales y combativos”, decide traicionar las enseñanzas paternas y bus­ car un empleo por primera vez en su vida. Sin embargo, su falta de contacto con el mundo exterior y la inercia del aparato burocrático le imposibilitan con­ sumar esa traición. “Aunque menos que la traición, lo que abruma a Dollman es la inutilidad de su gesto. Sólo para ser un mortal más, interrumpió un si­ glo de historia. Y ni siquiera es posible trabajar. Si su padre y su abuelo supie­ ran…” La fatalidad de los personajes de Coelho reside, justamente, en esta su­ jeción a las circunstancias: ya sea que lo intenten o no, resultan incapaces de controlar su destino. Nada importan sus determinaciones o anhelos. El derrotero de sus proyectos es torcido, tarde o tem­ prano, por algún elemento azaroso. En “La muerte del crítico”, Min Gyu, un escritor frustrado, atropella a un gru­ po de ciclistas en una carretera solitaria mientras vuelve, borracho, a su casa. El incidente, ya de por sí grave, adquiere otra dimensión cuando se descubre que la única víctima fatal de ese accidente es Kim Sun Jung, un crítico literario al que Gyu atribuye el fracaso de su ca­ rrera y con quien su mujer –otra reve­ lación de último momento– matenía un romance. En “Vigilia”, un joven empieza a trabajar como enfermero y acompañan­ te de una pareja de ancianos. Lo que parece ser un empleo sencillo, pero fas­ tidioso –dadas las manías y delirios de ambos– termina por convertirse en una relación amo-esclavo sustentada por las intrigas de la pareja que terminan por envolver al protagonista, cuya neutra­ lidad termina por desdibujarse, envuelta 183 por los odios de Adolfo y Antonieta: “Des­ de luego que no creía en las patrañas de la vieja y le manifestaba, para aterrori­ zarla más, que Adolfo me había prome­ tido hacer un testamento a mi favor si la envenenaba. Para evitar escenas té­ tricas y conservar la dignidad, le acon­ sejaba morir rápido. Nada deseaba más intensamente que deshacerme de ella y quedarme solo, de una vez por todas, con la presencia de mi amo. Estaba de­ cidido a derrotar a Antonieta. A medi­ da que ella hablaba mi odio crecía, y el sueño de llegar a poseer esa totalidad que suponía en Adolfo me impacien­ taba.” La disolución de la personalidad, el anonimato o el olvido son parte tam­ bién de las historias de este volumen. Coelho juega con celebridades caídas en el olvido: un escritor olvidado que se dedica a reparar reproductores de discos de vinilo (“Los especialistas”) o un músico afectado por una extraña dolencia que busca curarse en una clí­ nica alternativa en Tokio (“El don”), incluso con una novela inconclusa y casi olvidada (en “Hacia la extinción”) que altera el desarrollo de la relación de una pareja. En esos casos, el descu­ brimiento de la identidad olvidada sólo genera situaciones incómodas para los personajes o juegos perversos, basados en la falsa admiración, que no condu­ cen a parte alguna. De una manera u otra, los personajes de los relatos que Coelho ofrece en este relato parecen ir a ninguna parte. Sus 184 acciones o circunstancias los empujan hacia trampas donde sus propias per­ sonalidades terminarán por diluirse o trastocarse, alejándolos aún más de ese entorno en el cual parecen moverse sólo como sombras. El peligro del ensayo F rancesca D ennstedt Bruno H. Piché, El taller de no ficción, Libros Magenta/conaculta, México, 2012, 253 p. No soy muy asidua a leer ensayos. Ten­ go la manía de querer dominar las co­ sas y aunque el ensayo es un género hospitalario a menudo termina por con­ vertirse en un callejón sin salida. Ya decía Chesterton que seguido caía en la tentación de creer que el mal había vuelto a entrar en el mundo en forma de ensayo y, sin embargo, no había lectu­ ra que disfrutara más. Como todo mal, el ensayo atrae por su forma seductora­ mente libre, porque invita a una como­ didad que difícilmente se consigue en, por ejemplo, una novela. Quiero de­cir: una obra de ficción exige a su lector una resolución que tiende a simplificarse en términos binarios: ¿el texto es bueno o malo? El mal llega cuando, formular­ se una pregunta tan simple que apela a algo tan instintivo como el gusto, se vuelve una pesadilla. Como ya se ha apuntado, el ensayo no obedece a un propósito lógico ni sale de A para llegar a B –aunque su intención no sea clara, a la novela le cuesta trabajo olvidar los personajes y eso es una constante– y, en la mayoría de los casos, el continuar ensayando la propia escritura es lo único que parece obedecer cierto cauce (vaya problema para el escritor, sobre todo si se es de esos escritores que corrigen de forma obsesionada sus textos). Parece que Chesterton tenía razón y el ensayo es una forma de instaurar el terror en la literatura. Ahora bien, no todos los ensayos son terroristas o, al menos, no en este sentido. Pienso, por ejemplo, en los finalistas del premio Anagrama, más específicamente en Pornotopía de Bea­ triz Preciado y Filosofía zombi de Jorge Fernández Gonzalo. He ahí parte del problema: ¿qué ensayos son peligrosos? Para Bruno H. Piché, más apegado a la tradición anglosajona que latinoa­ mericana, el ensayo “es un género que aspira a ser todos los géneros”, una espe­cie de “vehículo todo terreno” y al mismo tiempo una continua corrección y exposición de su vida. Para el autor, el ensayo es un laboratorio literario donde se llevan a cabo experimentos tan disí­ miles como la descripción del cáncer de esófago, que termina por matar al escritor y periodista Christopher Hitchens, o la enumeración de algunas versiones del ya célebre poema de Edgar Allan Poe, entre ellas “The Raven”, del álbum Sunday at devil dirt. Un laboratorio donde se cocinan crónicas, autobiogra­ fías y crítica literaria, donde el expe­ rimento último consista en crear –son las palabras del autor– un género sin género, una prosa bastarda. Sin embar­ go, el título del libro hace referencia al género literario de la ficción y al carác­ ter inconcluso del ensayo: El taller de no ficción. En este caso, no creo que la intención de hacer una prosa bastarda resida en quebrantar los moldes tradi­ cionales que definen nuestra literatura sino abrir puertas y hacer que la no­ ción de género ya no importe. Así, lo relevante del título recae en la palabra taller, que remite a lo inacabado, a la necesidad de regresar a ello y continuar experimentando. Quiero decir: no po­ demos entender El taller de no ficción como un ejemplo de prosa bastarda sino como una propuesta de muchas. Luigi Amara publicó un texto en Le­ tras Libres donde decía: “Y que el en­ sayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amonto­ na la literatura.” Se me antoja pensar que El taller de no ficción es una res­ puesta a esta afirmación.* Si el ensayo * El texto de Luigi Amara al que me re­ 185 comienza a acomodarse en los estantes de la ficción, que además son los estan­ tes de la literatura, implicaría un reco­ nocimiento que el ensayo no necesita: el padre reconocería al bas­tardo y, por ende, ganaría el apellido. Y más im­portante, si el ensayo se reconoce a sí mismo como ficción, el autor de ensayos dejaría de ponerse en riesgo, de comprometerse. De este modo, lo personal se conver­ tiría en un mero recurso literario: “Sin embargo, una lectura más atenta a la obra primeriza de Hemingway, por un lado, y una aproximación menos pre­ juiciosa a la relación entre aquélla y su biografía, por el otro, arrojan un haz de luz no desdeñable para quien, a la ma­ nera del cazador en pijama, va en bus­ ca del pliegue más íntimo en el que la literatura y la realidad se tornan indis­ tinguibles una de otra; ahí, donde más allá del cuaderno en el que el escritor escribe, más allá de la mesa sobre la cual se reclina para seguir escribiendo (…) o la poltrona donde yace, por su parte, el lector, diría Ricardo Piglia, ‘la tensión entre objeto real y objeto ima­ ginario no existe, todo es real, todo está ahí y uno se mueve entre los parques y las calles, deslumbrado por una pre­ sencia siempre distante’.” fiero es “El ensayo ensayo”, publicado en el número 58 de Letras Libres, en febrero de 2012. Ignoro en qué mes del mismo año se publicó el libro de Piché. Sólo sé que al­ gunos fragmentos se habían publicado antes en esta misma revista. 186 Me aventuro a afirmar que lo que se­ pararía la escritura de Piché de textos como el de Preciado no es la flexible definición de ensayo o qué tanto cabe en el estante de la literatura, sino qué tanto se borra la línea entre lo inventa­ do y lo real y, con ello, qué tan expues­ to queda el autor. Al pensar en esto, el horror se hace evidente: hay que co­ menzar por olvidar las reglas básicas de la literatura: no existen los géneros, existe la escritura y, con ella, un hom­ bre que se sienta en un mesa a escri­ bir sobre sí mismo, no un narrador. Y mi pesadilla se hace obvia: ¿qué decir de un libro cuya principal virtud está en la invitación de Bruno a sentarme a platicar de su horroroso trabajo como embajador cultural, de su opinión tan poco popular de Las Vegas, de sus gus­ tos literarios mientras bebemos whis­ ky? ¿Qué decir de una escritura que cada vez que sucede adopta registros únicos y que difícilmente obedecen a una lógica? Hay que pensar en los tex­ tos de Piché como escritura y punto: sin etiquetas ni limitantes. Una cosa que llama mi atención es la cantidad de referencias literarias que maneja Piché en sus textos: pasa por Primo Levi, Alfonso Reyes, William Saroyan para acabar con Hemingway. En algún punto Piché nos cuenta de una entrevista que le hizo a Alejandro Rossi y menciona: “La tarde pasó fu­ gaz. Aquella fue una oportunidad inva­ luable para que Rossi demostrara, en la placentera intimidad de su propia casa, que la conversación es la conti­ nuidad de la literatura por otros medios.” Y precisamente Piché nos demuestra que la conversación puede ser litera­ tura, se ejerza en el medio que se ejer­ za. Hay que resaltar que El taller de no ficción es un libro que no solamente se lee sino que provoca una especie de conversación muda con el autor y que ello estimula al lector/interlocutor a sentarse a leer más libros. Creo que los fragmentos –y aquí simplificaré las co­ sas– de crítica literaria son excelentes. No precisamente porque revelen algu­ na novedad sino porque te hacen salir corriendo a tu librería más cercana y comprar Huesos en el desierto, de Ser­ gio González Rodríguez, o The daring young man on the flying trapeze del ya mencionado Saroyan. En fin, es un li­ bro que hay que leer con otros libros. De nuevo, esto me recuerda al ensayo de Amara, donde se hace una división tajante entre los ensayos académicos o científicos y aquellos ensayos que de­ ben regresar al estante de la ficción y la literatura. Las referencias que llenan el libro de Piché están ahí porque el au­ tor no puede separarse de su vida como escritor, porque todo puede y debe ser literatura, principalmente la no ficción. El ensayo suele ser peligroso por­ que nos recuerda que los géneros es­ tán desapareciendo y, con ellos, lo que debe y puede ser literatura. Inicié este breve comentario mencionado que no soy una lectora ávida de ensayos por­ que son textos cuya naturaleza está en poner a prueba la lógica no sólo de la escritura sino la capacidad que tiene el lector para intimar con el escritor. No es gratuito que El taller de no ficción comience con una breve historia de la vida laboral del autor y recurra a la en­ fermedad como punto de partida para crear dicha intimidad. En fin, no hay que permitir que el ensayo de Piché entre en los estantes de la ficción y la literatura porque nuestra relación se acabaría: no habría más conversaciones y la escritu­ ra dejaría de ser sólo escritura para con­ vertirse en algo hermético o, peor aún, en una novela de costumbres y viajes. Faustina o el fatalismo de nuestra antropofagia E duardo S abugal Mario González Suárez, Faustina, Era, México, 2013, 114 p. De eso está lleno México en la ac­ tualidad, de carniceros que venden tacos de todo, había dicho mi papá. Mario González Suárez Es difícil pensar un personaje urbano auténticamente mexicano que no remi­ta 187 a la herencia prehispánica que delinea las figuras novelísticas de la segunda mitad del siglo xx y que no nos haga pensar también en el Ixca Cienfuegos de Carlos Fuentes. Aunque en La región más transparente (ya se ha dicho en de­ masía) es la ciudad el personaje prin­ cipal, los hombres y las mujeres que la pueblan tienen la fuerza expresiva que toda síntesis bien lograda consigue: ellos sintetizan polifónicamente muchas ha­ blas. Así, mientras unos logran hablar desde una determinada clase social o una ideología o un oficio, otros hablan desde su origen acorralado, étnico y ra­ cial. Ixca terminó siendo el símbolo de esa ambigüedad y orfandad en la que se halla el mexicano en plena moderni­ dad. Esa dichosa modernidad política y cultural, urbana y civilizatoria, que in­ tentaron representar los sexenios de Mi­ guel Alemán Valdez y Ruiz Cortines. Ambigüedad encarnada en Ixca porque éste parece tener siempre un pie en un tiempo fuera del progreso, en una suer­ te de eternidad prehispánica, y otro pie metido en este tiempo nuevo de la historicidad democrática. Bipolaridad de la civilización y la barbarie. No del todo indígena, no del todo español, ni politeísta ni monoteísta, en un mestiza­ je que problematiza y casi imposibilita cualquier identidad. En Faustina, de Mario González Suárez, el mundo en el que se mueve Fausti es justamente así de ambiguo. Incluso la voz de Faustina es andrógina, por momentos parece que escuchamos la voz de un niño y no la 188 de una niña. La bisexualidad ayuda a que la disolución de identidad sea aún mayor. Sólo que a diferencia de Ixca, Fausti no es símbolo de nada, es una muchacha cualquiera, atrapada en la in­ timidad de la bastardía y los secretos de familia. A ella no se la traga la ciu­ dad ni la modernidad, se la tragan los otros. Muchos pasajes de Faustina recuer­ dan el pesimismo respecto al destino terrestre que hay en los textos de José Revueltas porque, hagan lo que hagan los hombres, están condenados –parece decirnos González Suárez– a devorarse unos a otros, a nadar en una antropofa­ gia cruel y salvaje, como si se estuviera cumpliendo el mandato de una deidad azteca sedienta de sangre. Comernos unos a otros, con esa carga caníbal y sexual del doble filo semántico de la palabra, de­ jarnos desmembrar y machetear, des­ perdigar, dejarnos consumir por el otro, no en términos metafóricos sino reales, literales. Querer comerse al otro, mie­ do a ser comido. La falta del padre, aunque puede desbandarse hacia una interpretación freudiana, prefiero remi­ tirla al dios ausente de Revueltas, un dios misteriosamente presente por su ausencia, en una especie de catolicismo pervertido. Un dios al que sólo se le cla­ ma y se le vislumbra débilmente y, que paradójicamente, ejerce un poder total sobre nosotros mediante su ausencia y su silencio. Pienso en los personajes de El luto humano, que se dejan arrastrar por la fatalidad, sin comprender nunca el juego mortal del dios que los mueve. Un fatalismo que encuentra su cum­ plimiento con personajes que escriben o dibujan el destino, como si fuera un códice prehispánico, como el caso del pintor Rubens, amante de Faustina; o bien con personajes que ejecutan accio­ nes siniestras, como aquel loco chofer de microbús, el llamado Mostro de Eca­ tepec, que se cree llamado hacia la muer­ te por un demonio o un dios y mata a bordo de su transporte público a perso­ nas inocentes como corderos que van al sacrificio, como si estuviera predes­ tinado a alimentar oscuramente, fáus­ ticamente, a un dios o una diosa que exige corazones humanos. La antropo­ fagia a la que estamos condenados es sólo una cara más del fatalismo: “peor que te maten es que te coman” y “quie­ nes no mueran verán cómo llueve fuego del Popo hasta que todo quede bajo un petate de cenizas”. Lo femenino es terrible y prehispáni­ co. Lo masculino es una invención occi­ dental, un poder ausente, un vacío. El padre de Fausti es como un dios que, apenas si se asoma al mundo infantil, da unas claves minúsculas (la vestimenta, los gestos, un indicio de relación con la madre, alguna frase, la forma de comer y lo que come, las calles que anda) y luego desaparece. Es también Quetzal­ cóatl que se va avergonzado, y la forma de esperarlo o simplemente de esperar es una forma de existir, la única que le queda a Fausti. Eso somos, una existen­ cia hecha de una larga y absurda espe­ ra. La espera del telegrama que el Padre mande desde el gabacho, un dios conver­ tido en astro que allá en el cielo, titilando pálidamente, no nos sirve de mucho. Un padre ausente y una madre cruel que exige sacrificios, reminiscencia cla­ ra de Coatlicue, madre de Huitzilopo­ chtli y al mismo tiempo de la Virgen de Guadalupe impuesta con la espada, la inquisición y la muerte. Una recrea­ ción descarnada, llena de humor negro, que González Suárez hace del perenne matriarcado que existe en la sociedad mexicana, construido de un culto a la dadora de vida (la fertilidad elevada a deidad) pero al mismo tiempo la vo­ cación irrenunciable de toda madre a devorar a sus propios hijos, a castrar­ los real o simbólicamente. Nacimiento y muerte, condena circular del abrazo materno, primigenio y fatal. Mientras que el padre es pura fuerza centrífuga, de expulsión, de lanzamiento al vacío, la madre representa esa fuerza centrí­ peta que no deja escapar, que siempre hace regresar al ombligo, al centro en el que se nace pero también al centro en el que se perecerá. Tanto la figura de la madre como la del padre están deshumanizadas y aparecen ante nues­ tros ojos tal y como aparecen a los ojos del personaje, como seres callados, de un mutismo hiriente, tiesos, como si fueran de piedra y fuesen la represen­ tación de viejas deidades aztecas. Pienso Faustina como un par de fuerzas que se devoran mutuamente –la tensión centrípeta y la centrífuga–, com­ 189 batiendo en una relación caníbal. En medio de esas dos fuerza está el trans­ currir del tiempo en la vida de un perso­ naje, como si éste estuviera enjaulado, una jaula de la melancolía circular, co­ mo si estuviera repitiendo los gestos de un actor en una película mexicana en blanco y negro de los años cuarenta; pero también como si estuviera atrapa­ do en una caja con la falsa idea de la liberación, como si, en efecto, más allá de la jaula se pudieran conocer los se­ cretos de familia y el verdadero origen. Fausti, escribe González Suárez, “pen­ saba que en cualquier momento iba a descubrir la fisura, la rendija invisible donde se ve que todo está pegado y que se puede pasar al otro lado”. Lo triste es que detrás de esa caja no hay nada y nunca logremos saber realmente el origen de Fausti: nunca logramos descifrar esos odiosos secretos de familia. Si su padre es o no en realidad su padre, si tiene otra familia o si tiene propiedades en provincia, o cuál será el motivo real del odio de su madre hacia sus hermanas. La oscuridad que hay en el árbol ge­ nealógico es terrible como un mito az­ teca. El sometimiento al padre o, mejor dicho, a la idea del padre, parece tam­ bién una herencia maldita repetida en el imaginario colectivo hasta el hartaz­ go. En La oveja negra, de Ismael Rodrí­ guez, vemos a Pedro Infante someterse estoicamente al padre como ante una deida; en Crónica de un desayuno, de Benjamín Cann, un padre ausente rea­ parece en el teatro cotidiano de una tí­ 190 pica familia mexicana. La aparición di­ buja un arco devoto de la tragedia. Ese fatalismo del padre autoritario y cruel, o completamente invisible y temido, para­ dójicamente no es de origen patriarcal sino herencia de un matriarcado de vír­ genes y mártires. De mujeres sufridas que sacralizan a sus hombres. Hay algo oscuro que se repite, nos dice subte­ rráneamente Faustina, en el celuloide, en la historia, en los mitos, en nuestros comportamientos, en nuestras mentes, y quizás eso que se repite no sea otra cosa que “el lagarto de tierra devoran­ do gente” al acercarse por “un manojo de sacrificados”. Lo asombroso en la prosa de Gonzá­ lez Suárez es que ésta cuenta el creci­ miento de Fausti, pasando por la pubertad y la dolorosa adolescencia, sin romper el delirio narrativo de la voz intradie­ gética y homodiegética, sin usar testi­ gos. Fausti crece durante el acto mismo de narrar. En este sentido, narrar se convierte en un doble acto, el de una lucha por el crecimiento (hacerse adul­ to) y el de una necesidad por decirlo, por contárselo a otro. Al contarnos su historia, Fausti comunica y evolucio­ na, construye la otredad como escucha pero también como testigo de su pro­ pio crecimiento. Sin que la voz cambie radicalmente o dé saltos elípticos que dejen periodos de tiempo elididos, el personaje crece a la par que su discur­ so, y en ese discurrir asume su ciudad, su semiorfandad y su sexualidad. Una sexualidad que también aparece como algo doloroso, como un orgasmo en­ quistado. La relación con Sonia y con Rubens está llena de inconclusiones, de obstrucciones. Pareciera que tener sexo no es mucho mejor que comer pollo rosti­ zado y eructar después de tomarse unas cocacolitas. El hedonismo no es una puerta de escape sino un compás de es­ pera mientras el destino fatal se cum­ ple. Al final de la novela Fausti resume su experiencia sexual: “Me empecé a tocar. No morirme sino evaporarme. No venirme sino licuarme.” La masturba­ ción, que no puede llevarse a feliz tér­ mino por la interrupción vergonzosa de los padres, termina siendo castradora. El onanismo se torna enanismo. La se­ xualidad le sirve a González Suárez para que Fausti, una vez más, se que­ de achaparrado bajo la sombra de esas dos estatuas rencorosas que son su ma­ dre y quizá su padre. Narratológicamente, González Suárez juega entre dos tiempos: uno que po­ dríamos llamar el tiempo de la presen­ cia, que consiste en la breve estancia del padre junto al protagonista y su madre, esos breves días reveladores y efímeros en los que Fausti comienza a romper el encantamiento de la infancia y que al mismo tiempo sirven de arranque para toda la novela; y el otro tiempo, que podríamos llamar el tiempo del creci­ miento, en donde mediante la prolepsis el personaje va desenvolviéndose, ha­ ciéndose adulto, surcado siempre por la ausencia y los recuerdos, un tiem­ po cruel lleno de dudas, de deseos, de comidas y cogidas, hecho como para llenar el hueco que dejó el otro tiem­ po apenas vislumbrado. En el primer tiempo Fausti quiere saberse hija de alguien, en el segundo quiere que al­ guien la dibuje. 191 192