El sueño perdido Sesenta años transcurridos desde aquel trágico día. Siempre veía a bastantes niños y alguna que otra niña de su misma edad, todos ellos con lápices y hojas de papel o bien, muy pocos llevaban una pequeña mochila a sus espaldas. Subían esa calle tan empinada en la que ella solía jugar, saltar y correr con sus hermanos y hermanas, hasta que le preguntó a su madre por qué esos niños llevaban papeles y lápices y ella solo jugaba y limpiaba en casa, a lo que su madre le respondió: “Esos niños se dirigen al colegio, a aprender, para ser alguien y tener un futuro mejor y tú debes permanecer aquí, limpiando y trabajando.” Cristina no contenta con el argumento de su madre acude a su padre del que sentía un poco de miedo, pero tuvo valor y le hizo la misma pregunta: “¿Por qué esos niños podían ir al colegio y ella no?” Su padre un poco enfadado le contestó: “Eres una niña y por consiguiente tienes que estar en casa limpiando y trabajando porque no tenemos suficiente dinero para pagar todos los gastos.” Ella se marchó sin articular palabra. Ese mismo día ella, llamada por la curiosidad de saber lo que los niños hacían en el colegio, esperó a que estuvieran de vuelta. Cuando los vio aparecer, todos iban contentos, cantando y riendo. Cristina les preguntó: “¿Qué hacéis en la escuela, para qué vais? Ellos sorprendidos ante aquella cuestión respondieron: “Allí nos enseñan muchas cosas interesantes y nos dicen que lo hacemos para cuando seamos mayores tener una vida mucho mejor. ¿Tú no vas al colegio?” “No” dijo la niña muy seria. Durante varias semanas estuvo reflexionando sobre lo ocurrido, el porqué de no poder asistir ella a una clase… como los demás. Pensó que quizás faltaba poco para que llegara su oportunidad de poder ir a estudiar. Le interesaba aquello de aprender cosas nuevas. Siempre había soñado con salvar vidas, intentar sanar a las personas, en definitiva, ser médico. Y después llegó el día, llegó el momento en que su padre y su madre, ambos le dijeron que tenía que comenzar a trabajar. No disponían del dinero que quisieran poseer, no les alcanzaba para satisfacer las necesidades de la vida cotidiana, como darle de comer a sus hijos…ni tampoco para darle una posible educación a su único hijo varón, así que ella tenía la triste obligación de empezar a producir, ya, a tan temprana edad como eran los nueve años. Sin saber lo que decir, Cristina huyó y fue corriendo hacia su cama en la que derramó sus más lamentadas lágrimas, desesperada porque ya se había acabado todo, su sueño y su futuro como ella imaginaba, como médico. Inició sus labores en el campo. Todavía no entendía qué había hecho su hermano que no hubiera hecho ella para que él tuviera la ocasión de poder asistir al colegio. Cristina también quería ir, también quería aprender. Esta duda no la dejaba dormir tranquila por lo que fue a hablar con su padre, persona que junto con su madre la había mandado a trabajar. Muy decidida le preguntó que por qué suhermano podía ir a la escuela y ella no. Él con toda sinceridad objetó: “Tú eres una niña por lo cual debes trabajar, ser buena madre y esposa y cuidar de la casa. Tu hermano, en cambio, tiene que tener una buena y productiva ocupación.” Cristina interpretó que ser una mujer implicaba no poder tener una educación, cosa que no comprendía por más que ella quisiera. No tuvo suerte alguna y continuó trabajando, sin revelarse ante sus padres. Los ayudó a pagar los estudios de su hermano. A pesar de su terrible fortuna, Cristina se alegró por los progresos de su hermano, de vez en cuando le pedía que le enseñara a leer, escribir… y él la complacía con gusto. Más tarde se casó y tuvo varios hijos, de los cuales ella misma se encargó, trabajando más duro todavía, de que recibieran la educación que ella nunca poseyó. Hasta hoy, siempre soñó, sueña y soñará con poder ayudar a las personas a través de su saber. Pero esto no fue posible por el simple hecho de ser mujer. Noelia Esojo Leiva 3º E.S.O. C I.E.S. Vicente Núñez Aguilar de la Frontera (CÓRDOBA) Historia de la Educación. María vivía en un pequeño pueblo de Córdoba, Aguilar de la Frontera. Sus padres no eran muy adinerados pero tenían lo suficiente para poder vivir en buenas condiciones sin que les faltara de nada. En aquellos tiempos las escuelas eran de pago y las familias que no podían permitirse esos gastos dejaban a sus hijos sin poder ir. Por suerte, este no era el caso de nuestra protagonista. Un día cualquiera, en el año 1957, María se dispuso a ir a la escuela. Salió de su casa con un saquito de tela donde metía un libro, una libreta y una pluma. Al llegar a clase su maestra les hacía rezar una oración a todos antes de empezar. Cuando terminaban de rezar, cada uno leía en voz alta un párrafo de un libro y tras eso escribían sobre lo que habían leído. Cuando llegó el turno de María, ésta no sabía leer demasiado bien, por lo que su maestra, Doña Dionisia, le dio un tirón de orejas para que no se volviera a equivocar. María volvió a leer y procuró no equivocarse más para no recibir otro tirón de orejas. Algunos de sus amigos eran muy traviesos y no querían aprender a leer así que la maestra los castigaba poniéndoles libros en las manos y de rodillas. Mientras escribía su redacción sobre lo que había leído se levantó a beber agua a una tinaja que compartían todos. Al llegar las 1 María se fue a su casa a almorzar. Su madre le tenía preparado un plato de potaje, plato que le encantaba. Al terminar de almorzar iba otra vez a la escuela, donde seguían leyendo y escribiendo hasta las 7:30, que regresaban otra vez a casa. Cuando llegó, soltó el saquito de tela en la mesa y salió a la calle a jugar con sus amigos. En aquellos tiempos había pocos coches, por lo que se ponían en medio de la calle a jugar a “las canzas”, al escondite, a la comba… Cuando ya estaba cansada volvía a casa para cenar y acostarse. En definitiva, María pasaba unos días muy entretenidos, tanto en la escuela como en la calle con sus amigos, hasta que un día sus padres le dieron una mala noticia. No podían permitirse el pago de la escuela, por lo que su hija, dejó de recibir una educación. María estuvo un tiempo de aprendiz en una sastrería para mujeres. A ella le gustaba ese oficio pero todos los días se acordaba de las horas que pasaba en la escuela, con sus amigos. Echaba de menos incluso los tirones de orejas de su maestra, pero sus padres no podían permitírselo. Con sólo 16 años, después de estar en la sastrería, estuvo en un hospital, donde aprendió a bordar con las monjas que trabajaban allí. Al terminar su trabajo en el hospital, volvía a casa para ayudar a su madre en las labores de la casa. Fregar el suelo, barrer, lavar los platos… eran trabajos que le esperaban sin hacer. Cuando aprendió a coser y a bordar, dejó de ir a esos talleres del hospital y se dedicó simplemente a las labores de su casa. Hubo temporadas que se iba con su padre al campo a recoger aceitunas y a la recolección de uvas, un trabajo muy duro para una adolescente de tan solo 16 años. Con 22 años se casó y con 25 tuvo a su primer hijo, Juan. Un año más tarde tuvo a una segunda hija, María y pocos años después a su tercer hijo, Francisco. Dos de sus hijos estudiaron hasta bachillerato, el antiguo COU. Ahora, María tiene 65 años, y tiene 3 nietas. Sus nietas están estudiando en la escuela y en el instituto. Las más pequeñas se quejan de que no quieren ir a la escuela y María, cada día les recomienda que no dejen de estudiar porque de lo que hagan hoy dependerá lo que sean el día de mañana y así nunca puedan arrepentirse de no haber recibido una buena educación. Inmaculada Casaucao Tenllado. 3º E.S.O. C I.E.S. VICENTE NÚÑEZ AGUILAR DE LA FRONTERA (CÓRDOBA) La caja de recuerdos Hoy, como quien se encuentra su pasado justo a la vuelta de la esquina de la calle donde jugaba de pequeña, encuentro la vieja cajita de cartón que está olvidada en uno de los cajones de la desgastada cómoda. Esa caja casi deshecha, con las esquinas agujereadas que siempre veo, pero que nunca abro, y que una y otra vez aparto de un lado a otro del cajón como algo inútil e inservible. Hoy, sin embargo, algo me mueve a abrirla, y la cajita, ansiosa, rompe su silencio para decirme algo. Al abrirla, veo la foto de una niña pequeña con su vestido rojo y los zapatos blancos de charol que yo también solía llevar. Y se me descompone el rostro y me tiemblan las manos, y mis ojos, que apenas dan crédito a lo que ven, comienzan a chorrear llanto. Hago un esfuerzo e intento comprender que mirarla es mirarme, que acariciarla es acariciarme, pero me doy cuenta que ni soy aquella niña ni tampoco la mujer que quise ser de pequeña. Sonrío en la foto, y lo hago con tal fuerza que mi sonrisa ilumina cualquier recinto, cualquier lugar de la oscura y húmeda casa en la que por desgracia ahora vivo y también los treinta años que nos separan. Y a pesar de todo ello, a mi sonrisa en la foto me refiero, aún no puedo sonreír al mirarla, al mirarme, porque ya ni siquiera recuerdo cómo sonreír. Todo ha cambiado, y mucho. Esa chica tan bonita de pelo del color del cobre y rizos que parecían muelles, blanca como la nata y con sus pequitas de pan integral, pequeñita, pero con ilusión de hacer grandes cosas, ya no está aquí. Se perdió por el camino. Nadie sabe dónde estarán sus sueños, sus metas, su alegría por vivir. Ni siquiera yo lo sé. No recuerdo haber conocido a esa chica de la foto. No recuerdo haberla conocido con esa ingenuidad e inocencia. Esa muñeca de mofletes colorados y sonrisa de oreja a oreja ya no existe. Recuerdo que lo que más quería en la vida aquella pequeñaja de seis años era ser como su mamá: la mejor del mundo. La única diferencia era que Laura (que así se llamaba) quería ser el mejor médico de la ciudad. Siempre estaba contando a sus hermanos y su madre las grandes hazañas que haría, las vidas que salvaría, la gente que la admiraría… Su madre siempre, al final de cada historia, solamente era capaz de imitar el gesto una leve sonrisa intentando evitar que dos lágrimas de pura amargura bajasen por sus mejillas a la vez, con una tez que intentaba ocultar la verdadera tristeza que la reconcomía por dentro. Su padre siempre la llevaba a dormir y le contaba un cuento diferente cada noche. Todos ellos hablaban de preciosas chicas que se casaban con apuestos príncipes y vivían felices por el resto de sus días. Sus amigas soñaban con ser algún día en el vida una de esas afortunadas princesas, pero ella, sin embargo, no estaba muy emocionada con esa idea. Ella quería triunfar por libre. También recuerdo que esa chica iba al colegio con sus hermanos todos los días, y además, era la mejor alumna de clase. Pero, con el paso de 2 años, el día de su cumpleaños, el 4 de Marzo, sus padres echaron por la borda los sueños de Laura y la hundieron de por vida. Le prohibieron ir a la escuela. Ella, esa mañana se levantó como cualquier otra, se cepilló sus cabellos, lavó su cara, puso sobre ella uno de sus tantos vestidos y fue a la cocina a buscar a sus hermanos para emprender otro día el viaje hacia la escuela, porque estaba a una hora de su casa. Su sorpresa fue el encontrarse con tal noticia. Laura permaneció en silencio durante un rato, hasta que se vio capaz de asimilar lo que acababa de oír. Rompió a llorar y parecía que las lágrimas iban a inundar la habitación, los gritos eran peores que los truenos. Aquello parecía una verdadera tormenta, pero una tormenta que ya no cesaría nunca. Laura, entre lágrimas, preguntó entre jadeos a sus padres por qué habían cometido semejante crimen. Y lo peor de todo: ¿Por qué sus hermanos siguen en la escuela? Ella no conseguía entender a sus padres, si es que los podía llamar así. Al cabo de un largo momento de silencio su madre, con toda su ternura, y sin poder aguantar tampoco las lágrimas, únicamente acertó a decir: “Hija, ya tienes ocho años, y, al igual que yo, tú vas a ser una chica feliz. Te casarás con un buen señor que te mantenga y que vele por ti y por tus hijos. Créeme, serás tan feliz como yo.” Pero la pequeña era lo suficientemente lista como para descubrir los verdaderos sentimientos que se escondían tras su rostro, el cual intentaba imitar una especie de semblante “feliz”. Laura estaba empezando a dudar de la verdadera intención de sus padres, cuando de repente empezó a contar su padre: “Hija, hay un gran hombre, rico y apuesto, que el otro día te pidió a mí. Tu madre y yo no pudimos negar la oferta. Nosotros no tenemos suficiente dinero para vivir, en cambio, ese buen hombre tiene de sobra para hacerte feliz”. Todo le pareció que empezaba a dar vueltas. Acababa de asumir el hecho de que echaba sus sueños a perder y ya le estaban metiendo en la cabeza que se iba a casar con un desconocido. Ella, asustada preguntó: “¿Cuántos años me quedan por vivir antes de que me unáis a ese condenado?”. Los padres se miraron el uno al otro y, al cabo de un minuto, se oyó un leve susurro: “una semana…” Pensaban casarla en una semana. Laura recapacitó: “no voy a ser médico, dejo la escuela y me voy a casar en una semana con un desconocido veinticinco años mayor que yo y con el que voy a vivir toda mi vida.” Eran las doce del mediodía, pero para ella todo parecía ser un día oscuro, y ya no podía esperar más a que la jornada terminara e irse a la cama y ver que todo había sido una pesadilla. Veinte años de pesadilla, no sé si algún día despertaré. Vivo aquí, a la sombra de este hombre, que todavía no lo considero mi familia. Veinte años intentando evitar cualquier recuerdo de mi infancia para no ponerme a llorar. Ahora solamente me concentro en limpiar las gotas de agua salada que bajan por mis mejillas sin color, al igual que las que bajaron por el rostro de mi madre aquel día. Ahora entiendo el porqué de su expresión en ese momento, cada día que le contaba mis sueños. Y ahora me limito a llevar de vuelta esta foto a la caja, encerrarla en la vieja cómoda de nuevo, bajar a la sala y hacer aquello a lo que siempre había negado hacer rotundamente. Me dirijo a romper los sueños de otra niña: mi propia hija, al igual que hicieron conmigo. Ojalá esto termine algún día, ojalá. Marta Montalvo Luque 3º E.S.O. C I.E.S VICENTE NÚÑEZ AGUILAR DE LA FRONTERA (CÓRDOBA) Las mujeres de ayer En 1908 nació mi bisabuela. Una niña de pelo rizado, la llamaron Teresa. Creció en el campo, ayudando a sus padres a criar al ganado. Sus hermanos trabajaban igual que ella pero con la diferencia que al terminar el día ellos descansaban y ella al fuego del carbón o leña le tocaba cocinar, siendo una niña de 8 años. Cuando cumplió 14 años, manejaba el oficio de los quehaceres del hogar (como antes se llamaba a lo que hoy es ‘’ama de casa’’) con mucha soltura. Sus cerdos eran los más gordos y los huevos de sus gallinas los más rojos al abrirlos. Un día lavando en el río de aguas heladas, vio un roto en un pantalón y quiso arreglarlo pero no sabía, le pidió a su madre que la enseñara, ella le dijo que no había tiempo que perder, que lo haría ella antes de dormir, porque los hombres llegaban y no estaba la comida, la ropa y la casa a punto. Esta frase de que no estaba a punto no le gustaba. Un día que llovía, estaban todos en su casilla del campo, mi bisabuela estaba acostada porque ya le había dado de comer a los animales, su madre la levantó de nuevo para que calentara la leche a los hombres y ella le dijo que la calentaran ellos. Sin más su madre le dio un tortazo y le dijo: ellos antes que tú y cuídalos como de oro en paño. Pasaron los años y ella seguía igual, con su trabajo diario pero con la diferencia de que por las noches aprendió a coser, también escuchando a sus hermanos leer, sumar y calcular (porque iban a una especie de colegio donde un escribano enseñaba a unos pocos chavales a cambio de alimentos y algo de monedas). Ella supo calcular y leer los panfletos que encontraba por los suelos cuando tenía que ir al mercado. Teresa nunca fue a ningún colegio. Se casó con 20 años y tuvo que hacer los mismos quehaceres que hacía en casa de sus padres ahora con su marido. Llevaba casada 6 años y con 2 hijos, Ana y Pedro, cuando en un accidente arando con un mulo mi bisabuelo murió quedándose los tres desamparados, como antiguamente se decía. Ella se tuvo que poner a trabajar sirviendo y sus dos hijos con ella, en una casa señorial. Seguía cosiendo cada vez más, no solo rotos, sino ropa nueva, trazando patrones y creando nuevos modelos. Cuando tenía la edad de cuarenta años puso un pequeño taller de costura y se ganaba la comida y algunas monedas. Su trabajo iba subiendo, subiendo, sabía como pagar, guardar sus ahorros y mantener su casa sin ir a ningún colegio, por eso a sus dos hijos, intentó educarlos de igual manera, con las mismas costumbres y trabajos de casa, sin que ni uno ni otro valiera más por ser hombre o mujer. Todo esto lo hacían de puertas hacia dentro, porque la sociedad de entonces ya si veían bien que la mujer estudiara pero no que un hombre hiciera su cama. Hoy por hoy mi abuela Ana, está jubilada y fue profesora de un pequeño colegio en Granada y mi tío abuelo trabajó de ferroviario. Mi bisabuela nos dejó en herencia las ganas de trabajar en igualdad y nunca creerse ni superior ni inferior a los hombres. Mi abuela nos enseña día a día las ganas de querer saber más y más, su frase se puede aplicar a muchos temas y yo la cojo como un punto de referencia. ‘’El que sabe leer y no lee no sabe más que el que no sabe leer’’. Alba Pulido Tenllado 3º E.S.O. C I.E.S. VICENTE NÚÑEZ AGUILAR DE LA FRONTERA (CÓRDOBA) Desde el día que nací yo, un ocho de abril en Sevilla, mi madre siempre supo que estaba destinada a hacer grandes cosas. Allí estaba yo, decidida a comerme el mundo con mi piel aceituna, mi cuerpo menudo y con una llama viva ardiendo detrás de mis pupilas mientras me llevaban a casa desde el Hospital Virgen del Rocío junto a mis cuatro hermanos y mi abuela. Durante mi infancia, nunca me faltó de nada. Recuerdo que no podía pasar mucho tiempo con mis padres, porque se levantaban antes deque a la luna le diese tiempo a ocultarse para dar paso al nuevo día y me quedaba con mi abuela. A veces me aburría jugando sola con la bicicleta de mi hermano Manuel y cuando volvía a estar bajo la atenta mirada de mi abuela, siempre le preguntaba: −Abu, ¿cuándo van a volver los niños? −Tranquila, si sabes que siempre vuelven para la hora de comer. ¿Te has lavado ya las manos? −Sí, sí. Oye y... ¿Qué hacen allí en el cole? ¿Yo también puedo ir? −Allí van todos los niños y niñas a aprender cosas nuevas, y seguro que también haces muchos amigos allí. −¡Pero Rafa siempre dice que estudiar es aburrido! ¿Para qué quiero yo estudiar? −¡Ay niña, que no te oiga tu padre decir eso! ¡Ojalá hubiera tenido yo la oportunidad de ir, válgame Dios! Tú sabes lo que te digo siempre,¿no? Que no puedes saber adónde vas si no sabes de dónde vienes. Ahora me vas a prometer que vas a estudiar mucho, ¿eh? −Vale, abu. ¡Ya verás las notas que saco! Y así, antes de darme cuenta, ya estaba yo una mañana de camino a la escuela con mi hermano Manuel, con mi mochila nueva y lista para hacer que mi abuela se sintiese orgullosa. En cuanto sonó el timbre que indicaba el inicio de la clase me senté en el pupitre que la profesora me había asignado, y allí intenté entablar la amistad inocente de los niños y niñas de mi edad: una charla sobre aficiones, o sobre cualquier anécdota graciosa, que era suficiente para ganarse a la que sería tu nueva mejor amiga, tu nueva confidente a la que contar los secretillos a los que solo tú y tu diario podían tener acceso. Aunque los primeros días de mi vida escolar se desarrollaron con normalidad, pronto llegaron las miradas de curiosidad unas, de rechazo otras, al ver a una persona diferente. Porque yo era diferente, y no me había dado cuenta hasta ahora. No, no tenía seis dedos, ni cuatro bocas, ni seis ojos. Lo que me hacía diferente es precisamente la piel de aceituna de la que mi madre estaba tan orgullosa: yo soy gitana. Durante los días posteriores se sucedían preguntas que yo apenas sabía responder: −Me ha dicho mi padre que los gitanos son mala gente. ¿Es verdad? −¡Ni que ser bueno fuera algo de nacimiento! -contestaba yo resuelta- Mis papás y mi abu me quieren mucho, y la gente mala no hace eso. −¿Y los gitanos de donde venís? Tú no eres española ¿no? Que yo supiese, yo era sevillana de toda la vida, pero en ese momento me acordé de las palabras de mi abuela: “No puedes saber adónde vas si no sabes de dónde vienes”. ¿Cuándo habíamos llegado los gitanos a España? ¿Cómo hemos llegado a parar aquí? ¡Tenía que saberlo, después de todo, para eso había venido a la escuela! Y dispuesta a encontrar mi rumbo, esperaba impaciente las clases de Historia. Los días se sucedían: uno y otro, y otro... Aún ni rastro de mi pasado, de mis orígenes. Recuerdo que incluso un día, al ver que el libro no me ofrecía ninguna respuesta llegué a preguntarle al profesor, sin ninguna respuesta realmente convincente por su parte. Mientras tanto, una oleada de pensamientos inundaba mi cabeza: “¿Es que somos invisibles?” “¿Por qué todo el mundo puede conocer sus orígenes y yo no?”. Sin embargo, mi curiosidad no se dejaba abatir tan fácilmente, y obtuve mi recompensa cuando, un día de primavera, empezó la clase de Literatura. Federico García Lorca. “Un autor más” pensé, y no podía estar más equivocada. Justo cuando empezaba a pensar que todos mis antepasados habían caído de repente del cielo, me encuentro con que este señor no sólo nos dedica un poema, ¡sino un romancero entero! Desde entonces mi pasión por la lectura y la escritura no dejó de crecer, y crecer... Y esa semilla que ese poeta había sembrado sin querer en mí acabó convirtiéndose en un robusto árbol. ¿Que qué ocurrió después? Continué con mis estudios y mi curiosidad por mi pasado me llevó a investigar más sobre mi pueblo. A día de hoy, soy licenciada en Historia y en lengua romaní, que es la lengua que hablan los gitanos de todo el mundo y me esfuerzo porque todos los niños y niñas, sin importar si su piel es color aceituna o no, puedan conocer sus raíces en su propia escuela. Mi historia puede ser la de cualquiera de vosotras, y desde aquí os animo: ¡No estáis solas! No dejéis que os traten como a marionetas, no dejéis que el resto os digan qué camino debéis tomar, no dejéis que se os niegue el derecho (tan importante como respirar) de conocer de dónde venís. Nuestra cultura es mucho más que la imagen de miseria que os quieren ofrecer, y la única manera de poder tomar las riendas de vuestras vidas es estudiar. ¡Ánimo! =) Diego Fernández Jiménez 2º Bachillerato A I.E.S. Vicente Núñez Aguilar de la Frontera (Córdoba) …Con sus 73 años… Los sueños que ella siempre quiso cumplir. A sus 73 años da alegría verla sonreir. Ella de pequeña siempre tuvo la ilusión de saber leer y escribir. Con la época que tenían antes, había niños que no iban al colegio o que se tenían que quitar para ayudar a sus madres en la casa o a sus padres en el campo y llevar dinero a casa que hacía mucha falta. Mi abuela de siempre quiso aprender a leer y a escribir pero su familia se lo impedía por problemas económicos que tenían en casa. Les hacía falta el dinero para poder vivir. Y no tenían dinero para comprar los libros para ella porque de lo poco que ganaban sus hermanos y su padre en el campo trabajando era para las necesidades de la casa. Porque su madre sudaba gotas de sangre para que pudieran tener todos los días algo de ropa que ponerse y algo para echarse a la boca de comer. Cuando pasó el tiempo y conoció a mi abuelo y se casaron ella también tenía el sueño de formar una familia, pero seguía con el sueño que tenía de pequeñita, jamás perdió la esperanzas de volver a tener la educación que de pequeña nunca pudo tener. Pasó el tiempo y mi abuela se casó con el que era su novio que hoy en día es mi abuelo y ella siempre había querido quedarse embarazada y a los pocos meses de estar casada se quedo embarazada de mi tía y a los 3 años de mi padre. Ya tenía un sueño cumplido que era el de formar una familia. Siempre luchó para que sus hijos tuvieran la educación que ella de pequeña no puedo tener, pero los niños no querían estudiar y se fueron con mi abuelo a trabajar al campo. Mi padre empezó a trabajar con camiones y maquinaria del campo y mi tía con fardos. Fueron pasando los años y mi tía se caso y poco después mi padre, y durante muchos años cuando mi abuela se quedaba sola en su casa y a lo mejor llegaba yo, me ponía a enseñarla a leer y a escribir su nombre. Pasó algo más de tiempo y mi abuela junto con sus amigas se apuntaron a una escuela de adultos para aprender lo que de pequeñas no pudieron aprender. Un día cualquiera ella fue a la escuela con sus amigas y al día de hoy hace ya 5 años, mi abuela ya está leyendo y escribiendo como si hubiera sido algo que ella ha hecho de toda la vida. Ahora cuando la ves te da alegría de verla con una sonrisa en la cara, porque cuando va por la calle, te va leyendo todos los carteles que ve y cuando va a comprarle el periódico a mi abuelo lo va leyendo ella y siempre está escribiendo cosas. Cuando llega el día de la entrega de notas, cuando llega a casa y nos la enseña se pone muy nerviosa cuando nosotros las vemos y le preguntamos algo. Bueno la verdad es que ahora y siempre he estado orgullosa de mi abuela, después de todo lo que ha pasado a lo largo de sus 73 años. Irene Jurado Polonio 3º E.S.O. B I.E.S. VICENTE NÚÑEZ AGUILAR DE LA FRONTERA (CÓRDOBA)