Venturas y desventuras del sujeto; Jorge Juanes

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VENTURAS Y DESVENTURAS DEL SUJETO
J
Resumen
orge Juanes rastrea la historia del sujeto, que nace con la moderna metafísica de la subjetividad,
iniciándose así la consumación de la metafísica occidental en palabras de Heidelgger. El idealismo
alemán con Kant como representante reconoce algo insuperable para la conciencia, la cosa en sí. Heggel
reprocha a Kant sucumbir ante la cosa en sí y busca la unidad del espíritu. El sujeto trascendental de
Kant encuentra su razón de ser en la autorealización interminable, no se detiene. El sujeto de Heggel es
el sujeto pensante, abierto, actuante, capaz de dominar la cosidad, y que en rigor y en origen vivía en
pleno desconocimiento de sí, extraviado y confundido, Heggel se esfuerza en superar lo totalizado
concervandolo. Marx reconoce a Heggel que el trabajo autentifica al ser sujeto hombre.
El siglo XX insiste en la figura del sujeto, aún cuando muchos pensadores intentan desmarcarse en él.
El romanticismo alemán antes que nadie puso en crisis a la metafísica del sujeto, reconociendo en la
poesía el único lenguaje para develar el carácter insondable de lo imaginario y eterno. Para Hölderlin y
Schelling antes que el sujeto se debe insistir en el existir y el pensar, no dominamos el mundo
participamos, comprendemos, cuidamos y nos asombramos de él. Retomará Heidegger esto, así el
estado de abierto del dasein es la posibilidad de desocultamiento del ser, el dasein atiende y escucha el
envío del ser. El pensamiento de Heidegger tiene que decirnos sobre el sujeto, para el pensador alemán
la filosofía − metafísica ha olvidado la pregunta por el ser. Antes de esto Shopenhauer centra su
atención en la cosa en sí bajo el nombre de voluntad. La cuál posee al hombre, la vida tal cuál, así;
afirma la vida señalando su nulidad; negación del sujeto. En la misma línea Nietzsche y su pensamiento
trágico, afirma y celebra la vida con la carga de dolor que esta conlleva. Kierkergard y su concepto de
existencia no muestran al individuo afirmado en sí, individuo arrojado al mundo sin ningún poder
superior.
En una segunda parte se analiza al sujeto en la obra de Freud y Lacan. En Freud hay un
cuestionamiento al sujeto de la consciencia, poseedor de una razón transparente y auto evidente. Lacan
siguiendo esta misma línea nos invita a descubrir el sujeto del inconsciente en el lenguaje. El
inconsciente es un lenguaje. El yo no es el sujeto, el primero es desconocimiento, el sujeto reside en el
lenguaje, en las fallas del discurso que el paciente regala al analista.
1.La fundamentación del sujeto
El sujeto, tal es el problema a dilucidar aquí. Vayamos por partes. Tomando en cuenta que contamos
con dos sesiones de trabajo voy a tratar de exponer, en esta primera sesión y en forma breve, lo que
podría llamarse la odisea histórica del concepto de sujeto, cómo surge, por qué, hasta donde se llega en
tan espinoso asunto. En un segundo momento intentaré un acoso al sujeto. Todo desde una perspectiva
filosófica.
Tratar con el sujeto significa vérselas con un concepto decisivo, central incluso; tan es así que toda la
modernidad responde al despliegue de la autoconstitución del sujeto, de alguna manera nosotros somos
el sujeto, somos hablados por él, nos hace, nos posee, nos domina. El concepto de sujeto nace, en su
sentido fuerte al menos, con la moderna metafísica de la subjetividad (o si se prefiere: metafísica de la
razón instrumental, imperio de la voluntad de dominio, etcétera), que fuera fundada por Descartes.
Descartes es el gran padre; padre que, por cierto, tiene el mérito de revitalizar una herencia, la de la
filosofía misma, aportando nuevos caudales.
1
Hegel y Heidegger, cada quien a su manera y desde su perspectiva, por poner el ejemplo de dos
pensadores polarmente extremos, certifican la centralidad de la reflexión cartesiana en cuanto a la
emergencia del sujeto. Recuerdo que para Hegel Occidente se distingue de cualquier otra historia por
haber liberado la razón de un modo decidido y progresivo hasta, ya en la modernidad, alcanzar su
plenitud. Acontecimiento a todas luces celebrable puesto que la historia premoderna fue una historia
atravesada por el extravío, donde la razón erró en medio de la confusión pero, por fortuna, gracias en
parte al propio Hegel, la razón ha encontrado su cenit. Heidegger discrepará. Aquello que Hegel
celebra aparece ante sus ojos como un proceso aniquilador: la progresiva emergencia del sujeto razón
conduce de suyo al progresivo olvido del ser y, en consecuencia, al nihilismo: destino marcado por la
confusión del ente y el ser, por la identificación, a su vez, del ser con el pensar indubitable que abre
lugar, finalmente, a un destino marcado por la esencia de la técnica. Pero atendamos ahora las
coincidencias en torno a Descartes como punto de partida de la modernidad.
Hegel: René Descartes es un héroe del pensamiento, que aborda de nuevo la empresa desde el principio
y reconstruye la filosofía sobre los cimientos puestos ahora al descubierto al cabo de mil años. Jamás se
podría insistir bastante ni exponer con la suficiente amplitud la acción ejercida por este hombre sobre
su tiempo y sobre el desarrollo de la filosofía en general; su importancia estriba principalmente en
haber sabido exponer su pensamiento de un modo simple y sencillo y, al mismo tiempo, popular,
relegando a segundo plano toda premisa del pensamiento popular mismo, partiendo de tesis
completamente simples y reduciendo el contenido a los pensamientos o a la extensión y el ser, con lo
que, en cierto modo, enfrenta el pensamiento con esta su antítesis. Este pensamiento simple se presenta
bajo la forma del entendimiento determinado y claro, razón por la cual no se le puede llamar un
pensamiento especulativo, una razón especulativa. Cartesio parte de determinaciones fijas, firmes, pero
solamente del pensamiento; es la manera de su tiempo...
Heidegger: Con Descartes comienza la consumación de la metafísica occidental [...] Con la
interpretación del hombre como subjectum, Descartes crea el presupuesto metafísico para la futura
antropología, sea cual sea su orientación y tipo. En el advenimiento de la antropología Descartes celebra
su mayor triunfo [...] La tarea metafísica de Descartes pasó a ser la siguiente: crearle el fundamento
metafísico a la liberación del hombre en favor de una libertad como autodeterminación con certeza de
sí misma [...] Lo único que quiere decir es que ser sujeto se convierte ahora en la característica
distintiva del hombre como ser pensante y representador. El Yo del hombre se pone al servicio de este
subjectum.
Descartes ha fundado pues el logocentrismo o, si se prefiere, el antropocentrismo. Tanto sus textos,
como, por lo demás, los textos capitales de la filosofía moderna en su conjunto − el Idealismo alemán en
la cima (que es lo más depurado, lo más elaborado, lo último en cuanto al sujeto)−, giran alrededor de
la búsqueda de la identidad del sujeto; digamos que el saberse a sí mismo del sujeto coincide, en parte,
con el autoconocimiento de la modernidad y, en consecuencia, con el imperio de la razón pura
−concretada finalmente como fundamentalismo científico técnico. Sobra advertir que, en adelante, la
verdad no descansará en la palabra revelada en los libros sagrados, sino en la palabra revelada en las
sucesivas fundamentaciones profanas de la filosofía del sujeto. Tómese nota: la modernidad nace como
consecuencia de lo que ha dado en llamarse la progresiva Muerte de Dios u orden simbólico
trascendental − central, celeste, unificante−, en nombre de un destino secular − también central, pero
ahora terrenal y totalizador− que tiene como protagonista al hombre elevado a sujeto, la pura palabra
de la razón pura.
En el principio se encuentra la duda metódica: dudar para no dudar con el propósito de alcanzar, al
fin, la certidumbre sin réplica, inapelable. Verdad que es exactitud segura de sí. Todo ello a costa de
determinadas hipóstasis y de brutales mutilaciones. Homogeneidad por tanto, expulsión de toda
alteridad pervertidora. Y los replicantes, en caso de haberlos, no sólo serán aniquilados teóricamente
sino masacrados en la hora sangrienta de la praxis depuradora. Recordemos la sentencia del padre,
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atendamos:
Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las cosas exteriores que
vemos no son sino ilusiones y engaños de los que se sirve el genio maligno para sorprender mi
credulidad. Me considerare a mí mismo como carente de manos, de ojos, de carne y de sangre, como
falto de todos los sentidos.
Descartes ha puesto así en crisis, si bien relativamente, la vieja filosofía y de un modo contundente,
brillante, terrible. Sus arduas y luminosas reflexiones llevan al convencimiento de que el ser,
identificado antaño con algún ente no propiamente humano, depende exclusivamente del pensar (Idea).
Pero el caso es que nuestro pensador prosigue, de un modo más radical incluso, la denigración
platónica que rebaja el cuerpo al estatuto de cárcel del alma, o la culpabilidad cristiana que carga al
cuerpo con la cruz del pecado. Sin faltar, la identificación de la physis (exceso, alteridad, caos) y el
cuerpo (instinto de placer, opacidad, ser para la muerte) con el mal absoluto: la materialidad y el deseo
como astucias de las que se vale el genio maligno para pervertir.
Ontofobia, sensualofobia. Tales son los términos que pudieran calificar la empresa filosófica renovada
por Cartesio. Atracciones a combatir, liquidación de los puntos negros que conducen al abismo, atajo a
las tentaciones apocalípticas. Sin duda. Nuestro héroe combate la corrupción, lo obsceno, lo prohibido.
Toma precauciones; advierte: el exceso (lo inasible, el placer) que desborda el límite de la razón
(atenido sólo a lo cuantificable, racionalizable, sistematizable) fascina, arrebata en suma, acentúa la
caída acelerando la muerte. Y tras distanciar lo otro de sí, la razón cartesiana vuelve a ocuparse de la
res extensa, pero para ordenarla y someterla. Deseos, impulsos, pasiones, sensaciones, la naturaleza
misma, tendrán que pagar el precio del autodominio del concepto, por el cálculo, por la distancia, por la
vida fría.
La fiesta ha sido cancelada en nombre del objetivo último: evitar el error, superar el dolor, vencer el
mal e instaurar el reino de la verdad y de la ausencia de angustia. Propuesta anti trágica por donde se
la examine, que podrá convertirse en realidad −apuntan los maestros del discurso disciplinario− cuando
todos los individuos, a escala universal, actúen en consecuencia. Lo cual exige que cada individuo
delegue su individualidad en favor del sujeto transindividual, dada su jerarquía superior en relación a
los individuos concretos. Cuanto más abstracto y genérico sea el sujeto transindividual, es decir, cuando
mayor sea el distanciamiento respecto al individuo precario, sintiente y pasional, mayor será la
posibilidad de que el sujeto controle el resto. Digamos que la abstracción y formalismo del sujeto corren
en paralelo al progresivo desdén hacia lo otro (physis) y el otro (individuo concreto) indeseables.
Poder entonces, poder absoluto del cogito que filtra y organiza en nombre de la futura comunidad
blanca, caiga quien caiga, aun y al precio de que el mundo termine convertido en algo avasallante,
destructivo, aniquilador. Con Descartes puede hablarse de fórmulas tabú cuya misión estriba en
extirpar lo incontrolable e indomeñable. De allí la certeza. De allí la exclusión: el conmigo o contra mi,
la lucha entre concepciones del mundo excluyentes, inapelables. De allí la conversión de la objeto, en
cosa por y para el sujeto. Sujeto − objeto. Tal es entonces la nueva pareja divina que pasa a ocupar el
lugar de las divinidades olímpicas y no olímpicas.
Cualquiera que hable desde la perspectiva del sujeto− objeto está atrapado en el lenguaje de la
metafísica: así la ciencia, así la técnica, así las ideologías. Trazado el perfil del hombre entendido como
demiurgo reemplazante de Dios, habrá que precisar el estatuto y los alcances. De inmediato queda al
descubierto la pifia cartesiana: haber identificado al sujeto con algo constituido o dado: el more
matemático geométrico, siendo que la razón es, no puede más que ser, razón constituyente; nunca algo
dado, inerte, carente de finalidad. Buscando librar a la razón del sometimiento a lo dado, continuará en
adelante la aventura de la filosofía, ya Kant como representante del Idealismo alemán, dará la replica
definitiva: fundar el sujeto como portador de la libertad, de la temporalidad, del proyecto abierto que
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desborda una y otra vez el muro de la cosidad; la Crítica de la razón pura (A 345/ 346 o B 403/ 404)
dice, puntualiza magistralmente:
Representación del "yo", que es simple y, por sí misma, enteramente vacía de contenido. No podemos
siquiera decir que esta representación sea un concepto, sino la mera conciencia que acompaña a
cualquier concepto. Mediante este yo, o él, o ello (la cosa), que piensa no se representa más que un
sujeto trascendental de los pensamientos = X, que sólo es conocido a través de los pensamientos que
constituyen sus predicados y del que nunca podemos tener el más mínimo concepto por separado.
¿Sujeto trascendental = X? Kant alude a la dimensión teleológica de la razón, acto que obedece a fines
propios en tanto depende de su soberanía y no cesa jamás de autotrascenderse, el querer, el sujeto
cabal, el triunfo del tiempo por venir sobre cualquier establecimiento consolidado. Voluntad en suma:
temporalidad o proyecto en curso, nada, una X, constitución absoluta, traída al mundo de lo que debe
ser pero aún no es. No el sujeto encarnado, constituido, sino el acto que da lugar a ello, el ser sí mismo
que sólo es haciéndose, ya que de detenerse se cosificaría.
El Idealismo alemán, ha dicho: la modernidad encuentra su razón de ser en la autorrealización
interminable y sin pausa de la razón finalista, el futuro, el vértigo, la inestabilidad. Todo enmarcado en
el código estricto del poder conceptual: el dominio racional del mundo, la paz perpetua, el triunfo
apoteósico del hombre sobre lo no propiamente humano, el paraíso sobre la tierra. Pero Kant reconoce
algo insuperable para la conciencia, la "cosa en sí", el afuera inexpresable, el silencio. Tras Kant,
contra Kant incluso, vendrá el delirio. Bajo el magisterio de Fichte, por poner un ejemplo insuperable,
el sujeto, el yo, termina devorándolo todo al grado de convertir la inasible "cosa en sí" en un mero
no−yo, lo cual viene a significar que sólo cuenta lo que cabe en el círculo cerrado y representativo del
sujeto. Pensemos en un auténtico sacrificio del resto irrepresentable. Y el sujeto quiere ser cada vez
más, se quiere mejor; pero finalmente no podrá rebasar su límite, que no es otro que el límite de la
razón. La autoconstitución del sujeto coincide, por tanto, con la afirmación del límite, paradójicamente
omnisciente. El yo activo y enfebrecido, el yo ávido de afirmación propuesto por Fichte, confiesa sus
propósitos, faltaba más; confesión que coincide punto a punto con lo que pudiéramos llamar la
escatología de la razón.
De este yo que es un nosotros, y de este nosotros que es un yo, de esta cadena infinita de conciencias que
tienden hacia la realización de la santa comunión
Hegel aprueba en parte. Pero no sin reprocharle antes a Kant sucumbir ante la impenetrable e
insuperable "cosa en sí", que termina condenando a la conciencia a una relación de impotencia ante la
alteridad. Tampoco coincide con el triunfo pírrico del yo sobre el no−yo, proclamado ostentosamente
por Fichte. Hegel quiere todo: la unidad del espíritu y la cosa, totalizada siempre por el espíritu. Hegel
quiere integrar lo finito en lo infinito, reclamando en ello la pertenencia de lo finito a lo infinito sin
aniquilar lo finito. El espíritu−voluntad debe, puede, no en vano está en todo; es todo pero sin aniquilar
la diferencia, pues si lo otro es lo mismo, no lo es de la misma manera. Sobre tremebunda certeza Hegel
trazará el programa del futuro: la unificación universal del género humano comprendido como un
sujeto único sustentado en una razón única (filosófico científica) empeñada en el logro definitivo de la
bella totalidad social: La recompensa no se hace esperar: la "Edad del Espíritu".
En la cumbre el espíritu humano, la razón histórica como razón de razones; en los bajos fondos, la
espiritualidad lastrada, o naturaleza (pues por mucho que los científicos nos demuestren que hay una
racionalidad en la naturaleza, una cosa está clara: la naturaleza carece de un sujeto totalizador;
digamos que se desenvuelve en la indiferencia, ayuna de finalidades). A la larga, gracias a la iniciativa y
decisión del sujeto, concentrado siempre en el empeño de autotrascenderse, sobrevendrá la unidad en
"la diferencia". Hegel consuma así formalmente el estatuto del sujeto pensante, abierto y actuante,
comprendido como ente transindividual, hacedor del tiempo y poseedor de la capacidad de dominar la
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cosidad al grado de llegar a convertirla en cosa por y para el sujeto, o sea, en objeto trascendental
resultante del sujeto teleológico transindividual, que comprende y supera a su vez al individuo singular,
disperso, relativo, precario.
La filosofía hegeliana, que se pretende fundamento último de la subjetividad radical, representa
entonces el esfuerzo comprensivo totalizador (proyectivo, productor del tiempo, constituyente) por
superar lo totalizado (inerte, dado, constituido) conservándolo. Según se entiende, la física
(racionalidad inerte de la naturaleza, territorios cosificados de lo social) quedaría comprendida en la
metafísica de la voluntad: autotrascendencia en el más acá, que tiene como protagonista al sujeto en
ejercicio de sus actos en un ámbito privilegiado, la historia como tal, entendida como secularidad
divinizada en que reside la primacía indiscutible del proyecto humano. Y el nuevo grito de batalla:
hacerse en la historia, hacer la historia.
No quisiera dejar pasar la ocasión para exponer, aún sea de paso, la curiosa manera mediante la que
Hegel convierte el mundo en un ámbito pan espiritual. Muy a la alemana y conforme a sus
contemporáneos, Hegel rinde culto a Grecia. Reconoce su esplendor y su preponderancia como raíz de
la civilización occidental. Reconoce también su decadencia. Hegel expondrá los términos por los que el
mundo griego termina, cae en el desgarramiento, en la desesperación, sucumbe, desaparece. Todo por
que la muerte de los dioses, la primera muerte de los dioses, aconteció en sus entrañas. Penuria
trascendental, que prepara a su vez el acontecimiento decisivo de la historia universal: el advenimiento
de Cristo y, en consecuencia, la superación radical de la Muerte de Dios. Piénsese que para Hegel la
venida de Cristo significa la muerte del Dios Padre, del Dios invisible, ese Dios al que se le habla y no
contesta, al que se le busca y nunca aparece. Pero al encarnar como cuerpo y morar en la tierra, Cristo
borra al Dios inasible, participa del pan y del vino, e incluso de una experiencia otrora vedada a los
inmortales, la experiencia de la muerte.
Sobre estas bases, Dios puede entender la dimensión de la tierra y la mortalidad, ser así más humano,
más Dios. Y a Hegel le interesa subrayar que no debemos buscar a Dios−Cristo en una astilla de la cruz
pérdida en alguna iglesia, ya que Cristo está aquí, es todo, comunión sin tacha entre el espíritu y la
carne, lo finito y lo infinito. Para Hegel no hay entonces alteridad absoluta, "cosa en sí" que valga.
Tampoco busquemos en la Biblia, sino en esencia, en todo aquello que los hombres han pensado a lo
largo de la historia, de modo privilegiado en la historia de la filosofía. Hegel abriga la pretensión incluso
de conocer a Dios como tal − "y ahora el lector va a saber quien es dios en sí, para sí"−, el Espíritu
Santo, tanto como revelar el Tercer testamento; no otra cosa es la Ciencia de la Lógica, revelación
cumplida de Dios. Hegel entonces emula a Cristo: supera la segunda Muerte de Dios, la muerte
moderna, y por la gracia del filósofo, Dios vuelve a ser pertinente en un mundo que quisiera olvidarlo.
Pero el Dios del filósofo es ya humano, demasiado humano: un Dios lógico, suma de los conceptos
decisivos de la historia de la filosofía, el sujeto absoluto.
Fantástico, realmente fantástico, ficción pura: Kant refutado, la "cosa en sí" develada. Hegel fue capaz
incluso, ya en su primer gran libro, La Fenomenología del Espíritu −libro sorprendente por su
originalidad y por lo que finalmente desata− de trazar el itinerario de la odisea del Espíritu. Ni más, ni
menos: la aventura del sujeto genérico que, valiéndose de su astucia, arrastra tras de sí a los individuos
singulares; de un sujeto genérico que en rigor y en origen vivía en pleno desconocimiento de sí
−extraviado, confundido, errático, ausente− pero que, ya en la modernidad, termina reconociéndose a
plenitud. Hay en la Fenomenología del Espíritu un capítulo que quisiera ahora destacar: la tan
comentada dialéctica del Amo y Esclavo, donde Hegel introduce la dimensión del deseo: el hombre
como un ser deseante, como un ser de deseos, un ser que tiene un deseo de deseos, el deseo de ser
reconocido por el otro y que genera una lucha de todos contra todos.
Nada que ver entonces con el deseo del animal, deseo inmediato que coincide con la simple necesidad,
con la carencia antes que con el deseo de reconocimiento. O tú o yo, no hay alternativa. O mi deseo o el
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del otro. La muerte decide. El amo es el que es capaz de jugársela hasta el final, prefiriendo en
cualquier caso la muerte a la ignominia de ceder en su deseo. Será el esclavo quien escoja la vida, ceder
en su deseo para acogerse al deseo del amo. Lo cual suscita una confrontación entre el que domina y el
dominado, entre el que impone el deseo y el que actúa el deseo del otro. El caso es que el amo fracasa:
quien lo reconoce es menos que nada, un hombre degradado en tanto ha cedido a lo primordial, cuyo
reconocimiento en consecuencia resulta secundario.
Hay la contraparte. Instaurado el amo en el ocio pierde la relación con la materialidad, perdiéndose así
la necesaria correspondencia entre infinitud y finitud. Será pues el esclavo, el siervo, en tanto trabaja u
objetiva fines transformadores, quien mantenga en acto la relación ineliminable entre espíritu y
materialidad. Por su trabajo advendrá la cultura, la humanización de todo cuanto es. La dimensión del
trabajo cobra un estatuto relevante, e igualmente la figura del trabajador, sujeto real que crea aquello
que la naturaleza no da. Cierto. El trabajador no es para Hegel el sujeto último. Pero aun así, el filósofo
abre la puerta a la apoteosis del trabajo y del trabajador.
Es el turno de Marx. Será en la obra del creador del comunismo científico donde el sujeto finalista de la
metafísica aparezca bajo la figura concreta del trabajador planetario. Ya Marx en su juventud, de un
modo lúcido en los Manuscritos económico−filosóficos de 1844, aclama el reconocimiento hegeliano de
la figura del trabajo como matriz de la auten−ticación del hombre como tal. Escuchemos.
Lo más importante de la Fenomenología de Hegel y de su resultado final − la dialéctica de la
negatividad, como el principio motor y engendrador− es, por tanto, de una parte, el que Hegel conciba
la autogénesis del hombre como un proceso, la objetivación como desobjetivación, como enajenación y
como superación de esta enajenación, el que capte, por tanto, la esencia del trabajo y conciba al hombre
objetivado y verdadero por ser el hombre real, como resultado de su propio trabajo.
Superioridad de Hegel, sin duda: no sólo por haber reconocido, al igual que la economía política (Marx
y Engels hablarán de Adam Smith como el Lutero de la economía política, ya que así como Lutero
estableciera en la subjetividad la fuente de la religión, Adam Smith proclama al trabajo humano como
fuente de la riqueza), el papel relevante del trabajo en la creación de riqueza material, sino también por
haber reconocido el trabajo como el lugar de la creación finalista, autodeterminada del sujeto hombre.
Me viene ahora a la memoria que Jünger, cercano aquí a Hegel y Marx, acuñará el concepto trabajador
planetario identificado, en su caso, con el sujeto constituyente en la era del imperialismo científico
técnico y del dominio racional del mundo.
Sigamos con Marx. Liberado el espacio social de la dimensión enajenada o cosificada que acompaña a
la mano invisible, eliminado el mercado como socializador, extinguido el Estado que apuntala la
valorización de valor, establecida la sociedad de hombres libres y autogestores, punto y listo: el
comunismo, el triunfo absoluto del sujeto sobre el objeto a escala universal. Hombre. Humanidad. Ser
genérico. Todos llegaremos a ser iguales: existencias ilustradas y constituyentes. Todo lo demás es nada.
Los dioses son nada. La naturaleza, simple materia prima dispuesta a ser trasformada conforme al
primado teleológico. El sujeto viene a ser el nuevo Prometeo que roba el fuego de los dioses, y Prometeo
va a terminar por ser en lo absoluto la figura del trabajador planetario. Y con ello el fin de la
prehistoria: la historia que, a diferencia de todas las historias pasadas, convertirá el destino de lo social
en un proyecto querido y planeado de antemano, autogestivamente.
La crítica de la economía política ha sido cumplida. ¡Terrible responsabilidad de la autogestión libre!
¡Tenerse que inventar permanentemente! Y el siglo XX no dejará de insistir en la figura del sujeto,
llegándose no pocas veces a la desmesura. Podría mencionar a Lukacs o a Sartre, incluso a pensadores
que consideran haberse desmarcado del sujeto, valga Habermas de ejemplo. Pero las determinaciones
básicas son siempre las mismas. Resumir el proyecto en curso de afirmación del sujeto bajo el concepto
de intersubjetividad transindividual, que presupone relaciones de los sujetos entre sí, concretadas a la
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larga en términos de relaciones de reciprocidad e interioridad. Lo cual contrasta con la relación entre
los sujetos y las cosas, lastrada siempre por la necesidad y la alteridad. Por cuanto se parte del
encumbramiento del sujeto, la relación de reciprocidad guarda siempre una posición de preeminencia
respecto a la relación de alteridad. Amen.
Los hay que no están de acuerdo en plantear al sujeto en términos abstracto−conceptuales, bajo el
parecer de que ese hombre universal no es nadie en concreto, mera lucubración filosófica. Herder entra
en la liza: la ficción teórica del sujeto universal, configurado en el plano de fórmulas abstractas, abre
paso ahora al hombre nacional: lengua, sangre, territorio común, destino nacional. Se trata de
reconocer en cada nación, en cada estado, el derecho a lo incomparable. Habrá que potenciar la cultura
nacional, el espíritu del pueblo, la identidad, el orgullo de la diferencia. La raíz del tiempo nacional
será, en definitiva, la tradición. Cuanto más si se adoba con cierta dosis de folklore. Y el protagonismo
del hombre que responde a una historia, a un destino −el ser alemán, el ser francés, el ser mexicano−,
no se hace esperar.
Bien. El mito del sujeto trascendental sigue en pie; el Volksgeist contiene, explica al individuo singular,
lo antecede y supera. Y el Volksgeist justifica, antes que nada, a sus representantes, o sea, a los
detentadores en turno del Estado nación. Sobran comentarios. El sujeto nacional ha resultado, no haber
sido ser de otra manera, la matriz de la peste nacionalista que acosa a Oriente y Occidente.
2.Los acosos al sujeto
Lo hemos expuesto: la mecánica analítica, fría, calculadora, entregada al a priori del sistema ha
terminado por empobrecer la realidad. Hablamos del sujeto: una medicina insípida, carente de vida,
ayuna de profundidad ontológica. Pero que pasaría si en lugar de partir del sujeto partiéramos de la
alteridad, si le otorgáramos preeminencia al Ser, a lo previo al hombre mismo. Que pasaría si, incluso,
en lugar de instalarnos en el sujeto transindividual atendemos al individuo concreto, deseante,
irreductible. O si se prefiere: al individuo sintiente, corpóreo, pasional, que es él y que se relaciona con
el otro a partir de reconocerlo como otro, de forma abierta, enigmática, inconclusa.
Esa es otra historia y merece la pena recorrer algunos de sus pasajes. Volvamos a Kant, a la cosa en sí.
Kant reconoce la cosa en sí, en efecto, pero no la interroga, ocupado como está en la averiguación de las
condiciones de posibilidad del conocimiento racional. Pero la cosa en si, está ahí: la alteridad, lo
innominable e irrepresentable, el excedente insuperable que impide la identidad entre el sujeto y la
cosidad. Cosa en si que, por tanto, poco o nada tiene que ver con la cosa para sí, el objeto, la cosa
dominada, asegurada. Ya que aunque el sujeto penetre y conceptúe progresivamente a la cosidad, la
cosa resiste. Kant, en fin, deja fisuras, dudas sobre la duda metódica, interrogaciones por doquiera;
asimismo, deja abierta la incógnita que da pauta a una línea de pensamiento que incluye, entre otros, a
Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger. En lo que sigue, tengamos siempre presente la cosa en sí.
Fue el romanticismo alemán el que, antes que nadie en la modernidad, puso en crisis a la metafísica del
sujeto, toque de alerta propiciado por el fracaso de la primera puesta en práctica del discurso del
sujeto−razón, nos referimos a la Revolución Francesa de la que tanto se esperaba y que desembocó en
un baño de sangre alimentado por un conflicto entre interpretaciones seculares e indubitables.
Hölderlin y Schelling, cada uno a su manera, por citar a protagonistas relevantes, pusieron el dedo en la
llaga: antes que en el sujeto, el existir y el pensar deben ser fundados en la naturaleza originaria y
eterna (Hen kaí Pan). Nuestros románticos desconsideran así la pretensión del sujeto de erigirse en
origen del ser y del pensar, reconociendo a su vez en la poesía (arte) el único lenguaje capaz de
des−cubrir o des−velar el carácter insondable de lo originario y eterno. Recuerdo que Schelling le
reclama a su maestro Fichte, en lo que puede considerarse franca ruptura, el haber identificado el
estatuto último de la naturaleza con las determinaciones teleológicas del yo, hecho que condena a la
naturaleza al plano de la nulidad o, si se prefiere, al nivel de mera resistencia pasiva a vencer y que
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debe quedar incluida, sin residuo alguno, en el espacio omnisciente de la metafísica del sujeto.
Para Schelling el devenir de la naturaleza transcurre de manera gratuita y enigmática, eternamente
donante, excesiva por tanto, sin límite previo y sin finalidad prefigurada alguna. Modo de ser que,
actuando cual un artista supremo e insuperable, no deja nunca de des−ocultarse a través de realidades
finitas y siempre presentes. Movimiento de ausencia−presencia, que la mera reflexión del entendimiento
dista de explicar. Schelling apela a lo sagrado. Piensa en ello como un ámbito poseído por el enigma, e
inaccesible, por tanto, a la filosofía. De lo sagrado dará cuenta la revelación. Sólo quienes se nieguen
como sujetos, capaces de acceder al genio de la naturaleza, esa fuerza impersonal, esa fuerza inasible,
sólo ellos podrán alcanzar la intuición no conceptual, el arte, lo poético, el lenguaje de la alteridad.
El arte es lo supremo para el filósofo precisamente porque abre para él en cierto sentido lo más sagrado
de todo, donde en un fuego arde, por decirlo así, en eterna y originaria reunión, lo que en la naturaleza
y en la historia está separado [...] Lo que llamamos naturaleza es una poesía que yace enterrada en un
escrito maravillosamente secreto.
Hölderlin ira más lejos que Schelling en cuanto a la identificación del destino humano con la
consagración celebrativa a la madre y maestra, la naturaleza: que se da sin por qué y para qué, más
antigua que las edades, más elevada que los dioses de Oriente y de Occidente. Hölderlin no se cansa de
atestiguar nuestra pertenencia a algo anterior a nosotros, auténtica patria a la que debemos eterno
agradecimiento, que ofrece los frutos de la vida, y se abre y se despliega ante nuestros ojos en la energía
del sol y las estaciones, con la lluvia que permite el pan y el vino. Devenir de la naturaleza que precede,
que da lugar al juego del mundo comprendido como eterno; convite cuyos convidados irremplazables
son el cielo y la tierra, los mortales y los inmortales. Convite donde nosotros, los mortales, no somos
sujetos destinados a dominar el mundo sino celebrantes; para que el juego no cese debemos cuidar,
cultivar, comprender, escuchar, asombrarnos.
El poeta venera, en suma, todo lo que nos envuelve, sorprende, retorna y no deja de retornar. Eso
significa habitar poéticamente el mundo: no constituir en lo cerrado, sino atender el llamado del
silencio que emerge en lo abierto. Por, en los territorios del arte y de la poesía. Hölderlin rechaza, de tal
suerte, toda idea de modernidad sustentada en la voluntad de dominio. Quede en pie que la modernidad
será rechazada, ya desde su surgimiento. Quizás el rechazo más intransigente, que no el más lúcido,
provenga de Schopenhauer. También pone atención a la "cosa en sí". En torno a ello girará el grueso
de sus lucubraciones. "Cosa en sí" que, en lo que no deja de ser un giro lingüístico sorprendente,
tomará ahora el nombre de Voluntad, o mejor, Voluntad de vivir, afirmación de la vida. Afirmación
que, puntualizará nuestro filósofo, conduce inexorablemente al dolor, al mal, al absurdo, al fracaso
perpetuo. Y en un primer momento, en el plano del conocimiento, o sea, en el plano donde el mundo
emerge como representación ("la representación es el autoconocimiento de la voluntad"), la voluntad
posee al hombre, compulsándolo a afirmarse, sometiéndolo al dolor eterno.
La voluntad, que considerada puramente en sí es un impulso inconsciente, ciego e irresistible, como lo
vemos todavía en la naturaleza inorgánica y vegetal [...] adquiere, con la agregación del mundo
representativo [...] conciencia de su querer y de lo que quiere, que no es otra cosa que este mundo, la
vida tal como se nos presenta.
Nótese que Schopenhauer, al modo del platonismo−cristianismo−cartesianismo, sigue atribuyendo a la
physis la culpa del mal, en su caso, como tentación irresistible o diabólica exigencia de afirmación de
todo apetito. La conclusión no se deja esperar: tendríamos que renunciar a la afirmación de la vida,
suspender la Voluntad y el contenido que la encarna en nombre ahora de "la noluntad", alcanzar el
puro "nada querer" e instalarnos en la ascesis que reprime la afirmación deseante. Anihilación de la
Voluntad, anonadamiento del mundo; pesimismo radical, en consecuencia, nihilismo extremo.
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Cuando el conocimiento se emancipa de este modo, nos sustrae a todas las servidumbres enteramente
como el sueño o el ensueño: no existen ya para nosotros ni el dolor ni la dicha [...] Quien se entrega en
esta intuición no es ya individuo, sino que se sitúa por encima de la voluntad, de la pasión y del tiempo.
Concluyendo la prédica restrictiva, Schopenhauer propone tres formas de negar al mundo como
Voluntad, que son tres posibilidades de negación del sujeto: la vía ascética del santo oriental que, a
través de la sublimación de todo deseo y de toda aspiración, conduce a la quietud de la nada y a la
contemplación de lo perfecto, el nirvana; la senda del arte que exige el éxtasis, esto es, el total
desprendimiento de la representación, de la Voluntad, en consecuencia. La tercera vía tiene que ver con
el cristianismo, concretamente con el estado de compasión que implica tanto el reconocimiento y la
solidaridad con el dolor ajeno, como la superación del egoísmo representativo del Yo. Mientras ello no
suceda, mientras los hombres continuemos empeñados en afirmarnos, el dolor y el desgarramiento no
cesarán de acrecentarse. El horror en la modernidad es buena prueba. Por principio pues, el hombre
tendría que reconocer su fracaso, reconocerse como una especie destructiva y depredadora. Tan lejos
va en ello el filósofo pesimista, que termina por anhelar la extinción de la especie humana. Volvemos a
oir la vieja y terrible sentencia con que el sabio Sileno calificará la vida humana.
Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en
segundo lugar para ti es morir pronto.
Las cartas están sobre la mesa. Nietzsche juega. Sabida es la admiración que el Nietzsche joven
profesará por Schopenhauer, tanta que −en El Nacimiento de la tragedia− traduce los términos de
voluntad y representación a los términos de Dioniso y Apolo. Traducción que es una traición: Nietzsche
parte de algo que Schopenhauer no llegó a comprender: el carácter afirmativo de la cosmología y de la
tragedia griegas. Puntualicemos. Nietzsche repudia dos tomas de posición respecto al sujeto y a la
naturaleza: por una parte, el nihilismo activo de corte netamente Occidental que, bajo un destino
totalizado por la voluntad de dominio y asentado en el imperialismo científico técnico, considera a la
naturaleza un mero objeto al servicio de la afirmación del sujeto. Por otra parte, repudia el nihilismo
pasivo propio de Oriente y defendido por Schopenhauer, consistente en negar la voluntad o fuerza
intrínseca y afirmativa del mundo, en nombre de la ascesis (retiro espiritual, meditación, anhilación del
deseo).
Paralelamente a ello, Nietzsche se acoge a la redención de la naturaleza proclamada por el
romanticismo, Hölderlin antes que nadie. Ni platonismo, ni cristianismo, ni nihilismos de cualquier
signo. Nietzsche apuesta por el pensamiento trágico, entendido en su caso como afirmación y
celebración decidida de la vida, a pesar de que la vida conlleve una carga de dolor insuperable. Querer
la vida implica quererlo todo: el placer y el dolor, el día y la noche, la verdad y el error, la ley y el azar.
Querer la vida aquí, en el reino de la tierra; querernos en el placer; nada tan profundo como el placer,
más incluso que el dolor, ya que el dolor no se quiere y el placer quiere, se quiere a sí mismo, quiere
eternizarse.
El placer, en efecto, aunque el dolor sea profundo. El placer es aún más profundo que el dolor (...) El
placer no quiere herederos, ni hijos; el placer se quiere a sí mismo, quiere eternidad, quiere retorno,
quiere todo − idéntico − a− sí− mismo− eternamente. ¿Dijisteis una vez que sí a un placer? ¡Oh, amigos
míos, entonces dijisteis sí a todo dolor, pues todas las cosas están encadenadas, enredadas, enamoradas
[...] Así quisisteis el mundo, oh eternos; amadlo ahora eternamente y para siempre, diciéndole también
al dolor: vete, pero vuelve; pues todo placer quiere eternidad.
Detengámonos en el asunto que nos ocupa, el sujeto. Sería el pensador trágico−dionisíaco acaso, como
acusa Heidegger, el último metafísico, vale decir, la última oportunidad de la filosofía del sujeto. Pienso
que no. Si algo afirma el filósofo trágico es lo dionisiaco, una fuerza incorregible que posee al mortal
manteniéndolo en estado de apertura a lo excesivo e inconmensurable. Existir es ahora ek−sistir, un
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rebasarse a sí mismo hacía la experiencia del juego del caosmos y, en consecuencia, un consagrar lo que
está más allá del concepto constrictivo. La voluntad de poder, a la que Nietzsche se debe, debe ser
comprendida como afirmación del exceso inconmensurable que eternamente retorna, la physis, el uno
todo y múltiple, la infinita fuerza de transformación. Y nadie ha recorrido, nadie recorrerá nunca, el
innominable territorio de Dioniso. Simplemente hay que estar en el afuera: decidiendo instante a
instante, al margen de límites previos. Afirmar, errar, retornar, el problemático e ilimitado decir sí,
otra vez, eternamente.
Pero la modernidad poético pensante tiene todavía una deuda pendiente: la invención y exaltación de la
individualidad soberana, finita, mortal, excéntrica, marginal. Sin ello sería imposible desconstruir el
sujeto transindividual, abstracto, paradigma del antropocentrismo logocéntrico. Viajamos ahora de la
mano de Kierkegaard. Creo que el concepto existencia da buena cuenta de la dimensión destinal,
consagrada a devolverles a los mortales lo único que no les puede ser robado: la vida concreta y la
elección autónoma e incondicional del destino propio. Valga la premisa de premisas: la existencia no es
pensable, por tanto, no cabe en sistema conceptual alguno. La existencia se vive, nos vive, somos por
ella y en ella; pensarla es traicionarla.
Y existencia es responsabilidad, libertad. Nuestro peculiar ser arrojados a un mundo. Nuestra finitud.
Nuestra muerte. Nuestra rebeldía. Nuestra incertidumbre. Placeres, dolores. Nuestra historicidad
propia, efímera, vacilante, sumida en un incógnito insuperable. ¡Basta ya! de identificar a los mortales
con simples miembros o representantes de poderes decididos e instituciones inapelables. Por el
individuo afirmado en sí, por sí, librado de determinaciones a priori de cualquier signo, o de
condicionamientos exteriores portadores de sentidos y de destinos supuestamente superiores. Cada uno
y sus actos. Cada uno en sus actos y en su destino. Ningún orden simbólico trascendental y ningún
poder superior, ni la iglesia, ni el Estado, ni siquiera el designio de las mayorías podrán contraponerse a
las aventuras provenientes de la autogestión personal.
La "naturaleza" del hombre descansa en la soberanía individual. La Razón absoluta y sucedáneos no
pueden asumir −los presupuestos lo impiden− las experiencias de la finitud y de las derivas del deseo.
La existencia se sitúa por debajo: pervierte la razón con el cuerpo, dramatiza la inmortalidad
disolviéndola en la experiencia de la precariedad y de la muerte. Existir significa elegirse contra el
mundo integrado, empeñado en imponer el denominador común (supuestamente en nombre del orden y
en beneficio de la masa sometida, obediente e inerte.) Pero, no. Nadie puede substituir a nadie, se es
quien se es y hay que serlo. Y la manera en que la existencia soberana, relativa y diferente encarna, se
personaliza y se pone en riesgo, da cuenta a la vez de una fractura de la nivelación circundante que
pone en crisis el estado de cosas aceptado. Alternativa radical, en efecto, puesto que altera las
condiciones de percepción del espacio y del tiempo, dando cuenta incluso y principalmente, de la firme
decisión de resistir la aniquilación en ciernes de la vida abierta.
Será Kierkegaard quien cale más hondo en el corazón de la existencia. La decisión maldita, impura,
paranormal, la elección de la existencia autárquica contra la trama que intenta impedirla, las armas de
la insurgencia, lo excluido, la exclusión. ¿Duda metódica? Más abajo. Desesperación. Intemperie.
Ahondamiento del silencio de la noche con el trágico silencio de la interioridad. Ni Yo, ni Sujeto, ni algo
fijo o definitivo; más al ras de la vida, en la experiencia de la angustia, sin clausurar la existencia antes
de la clausura final. Existencia desvanecida, una vez, otra, reconociéndose en la contingencia,
reconociendo al instante como única eternidad. Retorno entonces, eterno retorno de la peste mítica.
Por una parte, los destinos dispersos. Por la otra, el destino unívoco. Y allí donde los ingenieros sociales
exigen cuentas, reparten responsabilidades, designan y asignan, en una palabra reducen y aniquilan, la
odisea existencial acoge diferencias y da la réplica. ¿Por qué no transgredir y pecar contra Dios? ¿Qué
puede igualar al acto prohibido sino eso, que sea prohibido? Acto prohibido que parte siempre desde la
finitud, sigue apuntando Kierkegaard, desde la autarquía del querer: el pecado, la fascinación, la falta,
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el deseo. Por el valor que ello implica, por atreverse a negar y perder a Dios para llegar a ser ella, será
que la existencia se torne blasfema. Blasfemia cuyo radicalismo debe ser medido en función del
adversario a quien se reta o impugna, en este caso, lo más alto.
Heidegger también tiene que decir sobre el sujeto y, en efecto, no quisiera dejar al pensador del Ser al
margen de esta charla. Tenemos que para Heidegger el curso progresivo de la historia de Occidente,
fundado en la filosofía entendida como metafísica, modernamente como metafísica de la subjetividad,
concuerda con el progresivo olvido "de la pregunta que interroga por el sentido del ser". Nuestro
pensador toma nota y discrepa. Desanda caminos trillados. No es casual que le conceda relevancia suma
al significado del preguntar mismo, con el propósito de abrir una ardua interrogación sobre el ser. Y la
pregunta comienza, antes que nada, en El ser y el tiempo, dilucidando el modo de ser del preguntante,
el dasein, el "ser−ahí", la ex−sistencia. Todo dentro de un círculo: quien hace la pregunta, la
ex−sistencia, resulta a su vez interrogado. Heidegger concluye lo siguiente: el dasein, constelación
tripartita incluida (el "en el mundo", el ser ahí con o ex−sistir con, el "ser en" cuanto tal), nos habla de
un ente que guarda la propiedad de la apertura, del salir de sí mismo.
Tras la consideración del dasein como el ahí del ser, resalta la diferencia entre la exis−tencia y el sujeto.
Pero Heidegger no se da por satisfecho. Considera que en el ser y el tiempo, el estado de abierto
constitutivo del dasein decide en demasía las condiciones de posibilidad del desocultamiento del ser. Ya
después, inequívocamente en la Carta sobre el humanismo, en lo que ha dado en llamarse "el
giro"(Kehre), Heidegger radicaliza argumentos. Tan es así que la iniciativa en cuanto a atender el
llamado del ser parte del ser mismo, quedando el dasein confinado a atender y escuchar el envío del ser.
De soberano del ser, el hombre (la ek−sistencia, y no ya la ex−sistencia) deviene custodio o pastor del
ser (Seyn y no ya Sein), participa, copertenece al ser. Es en el ser, entonces, donde la ek−sistencia debe
buscar su entraña, su destinación originaria.
Podemos adelantar una conclusión: el ser de la ek−sistencia no radica en ella misma, en su libertad, en
su voluntad, en sus finalidades inmanentes en cuanto tales. Por el contrario, su ser más propio radica
fuera de sí, de tal suerte tiene que superar la subjetividad, ek−sistir, o si se prefiere, per−sistir en el ser
como tal: esperar, atender, custodiar, escuchar. Cumplimiento que, prosigue Heidegger (Cf: De camino
al habla), se efectúa o acontece en el lugar donde de modo privilegiado habita el ser (habita el ser y, por
supuesto, habita la ek−sistencia), en lo que es la casa del ser, el lenguaje. El acontecimiento congregante
entre el ser y el hombre, la llamada del ser, acontece, según lo hemos expuesto, al modo de una Epifanía
del ser que requiere de la atención de la ek−sistencia. Hablamos de acontecer, por tanto, de itinerarios
fugaces y perpetuamente abiertos que, hasta ahora, sólo han experimentado los pensadores y los poetas
esenciales en lo que podemos considerar un diálogo, diálogo que congrega de golpe a la tierra y el cielo,
los inmortales y los mortales (cuando el último Heidegger alude al ser como un ser tachado, identifica lo
congregante con la intersección de la cruz como punto de reunión, pues, de los cuatro brazos que se
entrecruzan, bien a bien, la tierra y el cielo, los inmortales y los mortales).
Pero, ¿el cuerpo? Lo que puede el cuerpo como tal. ¿O acaso sólo cuenta el pensar? Pasemos entonces
al territorio del cuerpo. Concretamente al teatro del cuerpo. Artaud como maestro de escena; el cuerpo
incontrolable como protagonista. La regla es la regla: sacerdotes, ingenieros sociales, comandantes en
jefe, todos los criminales del cuerpo sidos y por venir coinciden en una cosa: el cuerpo es gasto y el gasto
propicia desorden. Lo que se acepta del cuerpo es aquello que del mismo puede ser nombrado,
situado/sitiado, calculable, clasificable en alguno de los casilleros del principio de realidad, eterno
cómplice del sistema de normalización.
El sometimiento del cuerpo cumple, por supuesto, un deseo: la voluntad de aniquilación. Pero ello ha
fracasado. Las existencias responden −en el mundo diurno o cuando la conciencia duerme− a la
intensidad de los pedimentos de Eros. Los años sesenta asistieron a la rebelión de los cuerpos insumisos.
La rebelión estalló con fuerza suma en las artes del cuerpo: el teatro de la crueldad, el happening, el
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ritual del rock, la apuesta de lo efímero. Artaud, aun en ausencia, no dejó de asistir a la gran fiesta.
Tampoco él estaba loco; tan no lo estaba, que lúcidamente denunció en la negación de la vida, el motivo
último de la locura contemporánea.
Nunca se habían visto tantos crímenes, cuya extravagancia gratuita se aplica sólo por nuestra
impotencia para poseer la vida.
Nunca, en efecto. Pero el teatro del cuerpo emancipa. Convierte la escena en un espacio físico y concreto
que debe ser ensuciado por las derivas del cuerpo en trance. Es la peste. La peste que conmociona y
saca de quicio: "al igual que la peste, el teatro es un delirio y es contagioso". Las puestas en acto varían
porque el cuerpo no puede ser programado. Todo en eso: la irrepetibilidad del instante que permite
recobrar la angustia que pone en crisis los valores de dominio. Nada, nada que ver con el ojo del Dios
inapelable o con la cabeza fría del maestro de verdad. Más bien "el mal superior". Muerte y
renacimiento. Catarsis, o si se prefiere, parto perpetuo.
Yo, Antonin Artaud, soy mi hijo, mi padre, mi madre [...] Odio y desprecio por cobarde todo ser que no
acepta no haberse hecho y que acepta y reconoce la idea de una naturaleza matriz como molde de su
cuerpo ya hecho. No acepto el no haber hecho mi cuerpo por mí mismo y odio y desprecio por cobarde
todo ser que acepta vivir sin antes haberse rehecho. Odio y desprecio por cobarde todo ser que no
reconoce que la vida le ha sido dada para rehacer y reconstruir su cuerpo y su organismo por entero.
Odio y desprecio por cobarde todo ser que no reconoce que hay un organismo autoritario en los
orígenes de su ser personal, como en los orígenes de su cuerpo entero.
Callar. Expresar. Tartamudear. Mirar adentro. Guardar silencio. Volver a empezar. Se trata siempre
de un doble retorno: del cuerpo, de la palabra. Entendamos. Del cuerpo añadido a la palabra; es decir,
de otra palabra, nunca representativa; de una palabra enfrentada al panóptico vigilado por el cierre
logocéntrico. Palabra shock. Palabra grito. A veces desesperación, a veces fiesta absoluta. Sin
simulacros espectaculares, basten el parco decorado y los escasos diálogos antinarrativos. Nada que ver
con la repetición del texto del dramaturgo de a tanto la página, tan didáctico, tan diestro él en la
acumulación de mensajes edificantes. Si el teatro del cuerpo no puede decirse, habrá que atentar contra
el decir, infectarlo, someterlo al juego abierto de la imaginación.
Hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; es encarnarlo de un modo nuevo,
excepcional y desacostumbrado, es devolverle la capacidad de producir un estremecimiento físico, es
dividirlo y distribuirlo activamente en el espacio, es usar las entonaciones de una manera
absolutamente concreta y restituirles el poder de desgarrar y de manifestar realmente algo, es volverse
contra el lenguaje y sus fuentes bajamente utilitarias, podría decirse alimenticias, contra sus orígenes
de bestia acosada, es en fin considerar el lenguaje como encantamiento.
3.Dentro / fuera del psicoanálisis
Charlaremos hoy del sujeto en la obra de Lacan y de Freud. Quisiera empezar por el maestro. Pienso
que Freud coge el toro por los cuernos; pone coto a la metafísica de la subjetividad y sus derivas: el
proyecto de instaurar la voluntad de dominio, la ciencia oficial, el cartesianismo y sucesores, las
tecnologías/teleologías históricas, las mitologías de la razón, los consuelos escatológicos, etcétera. Freud
es tajante: no hay paraíso final o resolución de la historia. La idea de contar con una razón
transparente, absoluta, autoevidente, desde la cual alumbrar futuros luminosos es una ilusión. Creo por
ello, que el psicoanálisis forma parte del territorio del pensamiento trágico.
Para Freud, al igual que para Nietzsche, si se quiere hacer un parangón, la metafísica y su
concomitante reducción eidética del mundo, no son sino un engaño cristalizado en un bloque monolítico
de resistencias, interiorizado en todos aquellos que viven el lenguaje habitual, que es el lenguaje de
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dominio. Freud fustiga; asume así los existenciarios tabú: la muerte, el placer, el deseo, el mal...
Existenciários que han sido desdeñadas por la metafísica o han sido explicados desde su posible
superación pero no reconocidos como tales; en cambio el psicoanálisis reconoce y se reconoce en ello.
Hecho que explica la propia tardanza de Freud (Más allá del principio del placer) en aceptar la pulsión
de muerte (la tendencia a la repetición de lo que anula, la resistencia a la afirmación de la vida, la
autocomplacencia ante el sufrimiento, la necesidad de expiar alguna culpa o de ser castigado, la
fascinación ante el estado de enfermedad; sadismo y masoquismo por doquiera). Hecho que explica
también el rechazo del psicoanálisis oficial a El malestar de la cultura, libro trágico en extremo,
pesimista incluso, donde queda negada cualquier posibilidad de identificar felicidad con progreso.
Leemos a Freud. Nos encontramos con textos inseguros, llenos de digresiones y de riesgos, de hipótesis e
indecisiones. Porque Freud no expone, no lo hace nunca, a la manera de los filósofos de la verdad que
saben de antemano, aquellos para quienes lo desconocido forma parte de lo conocido y que construyen
sistemas impecables e irreprochables y, por supuesto, inconscientemente falsos. Los textos fracturados e
indecisos de Freud contrastan, en efecto, con los textos seguros, certeros, de los filósofos del sujeto. Y es
que Freud atiende lo desplazado, los restos de la psique, restos negados, expulsados del discurso del
saber moderno: palabras que se olvidan, actos fallidos, desplazamientos de la líbido, represiones y
exaltaciones. Sin olvidarse nunca de los sueños, la risa, los miedos, las fobias..
El lenguaje de Freud no es, nunca lo fue, un lenguaje de la supraindividualidad, por tanto del individuo
sublimado en el sujeto, pues el forjador del psicoanálisis baja, se instaura en el nivel del hombre
concreto e irreductible. Lo reconoce como cuerpo poseído inevitablemente por el "ello", por el Eros
extraño: esa energía muda y sin embargo clamorosa, desdeñada en los discursos de lo impoluto. Freud
abre así el espacio de la franqueza, y la franqueza comienza con una afirmación rotunda: el hombre no
es Dios, o un dios. Lo cual desmiente a la metafísica moderna empeñada en substituir a Dios por un
Dios con prótesis. Hombre que encima, no es sino el Superyo en turno, o sea, la forma sublimada de la
destructividad y del sadismo, nacida como consecuencia de la regresión civilizatoria de las pulsiones; ya
sea la neurosis obsesiva que trastueca lo otro y al otro copertenecientes en objetos de exclusión y odio;
ya sea la melancolía que no cesa de cultivar la pulsión de muerte.
La guerra como clamor del silencio inscrito en la voluntad de muerte: violencia contra el otro, violencia
interiorizada contra uno mismo, destructividad a diestra y siniestra. Freud registra, cae en el
pesimismo sin dar nunca muestras de desaliento. Trabaja, lucha contra la barbarie, toma la senda del
margen y se adentra en territorio trágico. Su obra es un campo basto por explorar, poético, mitológico,
ontológico incluso. Habrá que leer al filo de la navaja. Quizás Lacan. Pensador riguroso, profundo,
pero propiciador de una secta, lo cual... bien. A nuestro tema: el sujeto. Me basaré en tres textos de
Lacan: Del sujeto por fin cuestionado, Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente
Freudiano y La Ciencia y la Verdad. Me apoyaré, igualmente, en el libro de Alain Juranville, titulado
Lacan y la filosofía.
La posición de Lacan respecto al sujeto no deja de ser ambigua y compleja, en rigor, coherente con su
lectura del psicoanálisis. Vaya lo medular. Lacan reniega, por principio, del actual imperio de las
ciencias humanas: "es bien conocida mi repugnancia de siempre por la apelación de ciencias humanas,
que me parece ser el llamado mismo de la servidumbre. Es también que el término es falso, dejando de
lado a la psicología que ha descubierto los medios de sobrevivirse en los servicios que le ofrece a la
tecnocracia". ¡Repugnancia! Lacan ha puesto el dedo en la llaga: las ciencias humanas son ciencias
serviles, integradas, conductistas, sometidas al nuevo amo, la razón instrumental y de dominio, que
penetra la vida, el lenguaje y el destino del mundo en su conjunto. Todo atado, y bien atado, en la
convicción de "un sujeto de conocimiento" seguro de sí mismo; Lacan resume:
La astucia de la razón quiere decir que el sujeto desde el origen o hasta el final sabe lo que quiere [...]
¿Qué es esto sino un sujeto acabado en su identidad consigo mismo?
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Sujeto unidimensional, que, según entendemos, será el blanco de los acosos lacanianos. Pero, ¡cuidado!,
Lacan considera pertinente mantener en pie la figura del sujeto, un sujeto que desmiente al sujeto
integrado. Tómese en cuenta: Lacan identifica al sujeto del psicoanálisis, con el sujeto de una ciencia
conjetural opuesta a la denunciada ciencia humana. Cabe la pregunta: ¿por qué? ¿Qué lleva a Lacan a
mantener un concepto marcado, fatalmente marcado, por la metafísica de la subjetividad? ¿Y la ciencia
otra? ¿De qué se trata? Al menos Lacan reconoce el carácter paradójico de su afirmación/negación del
sujeto y de la ciencia.
Decir que el sujeto sobre el que operamos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto de la ciencia puede
parecer paradoja [...] De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables.
Avancemos un poco. Lacan nos invita a descubrir el sujeto del psicoanálisis en el inconsciente, sobre la
advertencia de que "el sujeto del psicoanálisis es el inconsciente" y de que, a su vez, "el inconsciente es
un lenguaje". El sujeto reside en el lenguaje, o mejor, en el testimonio que el paciente entrega al
analista: "Lo no dicho (síntoma) que yace en los huecos del discurso". Paciente que, asimismo, soporta,
sin saberlo, un sujeto ambiguo: objetivado o falso (estadio del espejo); libre y desalienado. El
psicoanalista no posee, por lo demás, la verdad del psicoanalizado y debe abstenerse, en consecuencia,
de ofrecerle cualquier imagen resuelta o complaciente: "Una respuesta a la palabra vacía, aun −y sobre
todo− aprobadora, muestra a menudo, por sus efectos, que es más frustrante que el silencio". Dejada
por parte del analista y del analizado la responsabilidad del ser del sujeto en el decir del lenguaje del
inconsciente (el lenguaje del deseo que habla en el síntoma), podrá alcanzarse tierra firme.
El arte del analista debe consistir en suspender las certidumbres del sujeto hasta que se consuman sus
últimos espejismos.
Falta agregar algo: dado que el inconsciente del sujeto inscrito en el lenguaje implica, a su vez, "el
discurso del otro", podemos establecer de antemano la nulidad del inconsciente absoluto. Revelado ya
el lugar del deseo, su ego, y el propósito del deseo, el otro, asistimos, asiste el lenguaje del psicoanálisis,
a la suspensión del sujeto en desconocimiento, el "yo" (moi), en nombre del sujeto reconocido, el yo (je),
momento en que los espejismos tienden a ceder. Momento también en que el sujeto latente, emerge en el
discurso y la práctica del psicoanálisis. Momento de la verdad, apuntala Lacan. Con la verdad hemos
topado. Podemos, debemos ser dueños de ella. Sirva Lacan como cicerone. Si cada uno es con el otro, si
ello implica frustración constitutiva del deseo, de "mi deseo", lógico es deducir la necesidad de
encontrar un ámbito de identificación con el otro que revierta la frustración en fraternidad. Un ámbito
que, según están las cosas, debe ser trascendente a cada sujeto y al otro ineliminable, debiendo
garantizar, aun sea relativamente, la copertenencia entre los sujetos previamente liberados del estadio
del espejo. Ambito que poco o nada tiene que ver, perdónenme la insistencia, con determinados puntos
de identificación inmediata de cada uno con el otro, sino en rigor, con una estructura universal que
soporta y religa a cada sujeto con el otro. Lo cual presupone que dicha estructura −el lenguaje del
psicoanálisis−, contiene las condiciones de posibilidad de la intersubjetividad.
Empresa liberadora que sólo podrá cumplirse a costa de rebajar, literalmente poner bajo sospecha, el
cúmulo de falsa conciencia y opacidad residente en el inconsciente psicosomático, siempre a favor de
verdades trascendentales configuradas mediante un entramado de significantes en estado puro, es
decir, ayunos de significado: matemática en acto. Lacan, pues, formaliza en demasía; su sujeto, doble
del sujeto cartesiano (sobredeterminado por agregados hegelianos y husserlianos), únicamente tiene
pertinencia y cabida en la relación de conocimiento puro e imperturbable, aspiración última que
legitima la cura psicoanalítica. No es de extrañar que más de un intérprete, señale el coqueteo de Lacan
con Descartes; yo agregaría con la Metafísica de la subjetividad.
Alain Juranville: Así, hay que subrayar que la certeza del sujeto es la del sujeto como tal. Pero, ¿cómo
la funda Lacan? Al igual que Descartes, en el acto de pensamiento, en el acto de enunciación. Tal es,
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según Lacan, el descubrimiento esencial de Descartes, el vínculo entre la certeza del sujeto como sujeto
(imposible en el loco), por lo tanto de la certeza de una identidad, y el acto de la enunciación [...] Con el
sujeto del inconsciente, Lacan afirma alcanzar la verdad del sujeto cartesiano.
Se me dirá que, Juranville, tras acercar Lacan a Descartes, establece diferencias. Tras leer argumentos
estoy en que la pertenencia de Lacan a la órbita cartesiana queda en pie. Pues al igual que éste,
reconoce/desconoce al existente entregado a la vida inmediata, configurado por ella: mundo a la mano,
cúmulo de deseos, experiencia meramente empírica; o dicho así: reconoce al individuo dejado a su
suerte como falla. Conclusión lógica si, como lo cree Lacan, el encuentro del sujeto como tal requiere el
salto iluminador de la experiencia psicoanalítica. No es que el lenguaje del psicoanálisis sea en sí mismo
el sujeto de conocimiento, pues éste le es dado por la filosofía racionalista en persona, sino que gracias
al psicoanálisis, y sólo gracias a ello, es posible acceder al sujeto del conocimiento. Para Lacan, a
diferencia de Descartes, entiéndase, el desmarque del estadio del espejo hacia el sujeto del significante
requiere, antes que del mero recurso de la ilustración escolar, de la experiencia depuradora de la ganga
(estadio del falso yo) mediante el psicoanálisis. Se me dirá, Zardel no deja de recordarlo, que el Lacan
de los setenta, mediante el uso problemático del concepto de lo real, supera el cartesianismo de modo
definitivo, adentrándose en lo otrora desdeñado. Puede ser. Habrá que ver. Reconozco que el
esoterismo protege a Lacan de cualquier interpretación. Y son tantas, tan opuestas, una escuela, la otra,
todas sometidas al discurso del amo inalcanzable que, lo sabemos, dejó huérfanos por doquiera.
Dejemos el monólogo, pasemos a las preguntas.
Preguntas
¿Si las universidades tienen que ver en nuestras formas de concebir y percibir el mundo?
Afirmativo: que hoy haya dos mil millones de gentes formándose en el campo de la ciencia estricta,
condiciona la instauración de una visión monolítica de la verdad, de lo que es y de lo que no es. Digamos
que la metafísica occidental ha totalizado, creo que de modo irreversible, todas las historias. No
obstante hay resistencias: dentro de la misma cultura occidental y fuera de ella. Hay que recordar que
la cultura de occidente, desde su origen mismo, obedece a un enfrentamiento entre la dimensión eidética
de la vida y la dimensión trágica, enfrentamiento que no ha dejado de acompañar los pros y contras de
dicha cultura. Decía yo: Freud es un pensador trágico, aunque por efectos del mercado de
normalización de las conciencias y, asimismo, del saber universitario, trate de convertírselo en un
cómplice del sistema.
No, las herejías no han cesado nunca. Y herejía es lo que los sistemas de normalización designan como
tal: en cierta medida una vil calumnia. Pero el poder le teme a las herejías. Pienso, en fin, que todo eso
que ha sido demonízado y excluído cuenta con una larga historia: podría hablarse de insurrección de
las sabidurías heréticas e intempestivas, gracias a las cuales, por cierto, la metafísica de dominio no ha
podido alcanzar sus objetivos absolutistas, y vaya que ha usado la violencia para lograrlo: el uso de
múltiples instrumentos de castigo y de tortura, leyes para liquidar la disidencia o, al menos, para
someterla, saberes de la castración, etcétera.
Disentir implica, en efecto, otras maneras de hablar y de escribir, de conceptuar y de vivir, habría que
sacar del olvido los saberes insurrectos mostrando su contraste con los discursos del orden. Por de
pronto, por obra y gracia de la escuela oficial, somos hablados por un lenguaje instrumental y de
integración.
¿Cómo se origina la modernidad?
No puedo hacer aquí la genealogía, no es el lugar. Pero repito algo que señalé en la charla de la semana
anterior: la modernidad se funda, con plena conciencia de causa, entre los siglos XVII a XVIII.
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Momento en que el saber indubitable se siente seguro de su infabilidad y, a la par con ello, traza la línea
maestra de su destino: totalizar el mundo dentro del discurso de las luces. Surgen así las enciclopedias,
los libros de los maestros de la verdad, las escuelas politécnicas, y un sinfín de instituciones que tratan
de cristalizar y de desplegar la verdad omnisciente. Surge, asimismo, la hipóstasis de la historia.
Digamos que la Historia, siempre con mayúscula, se convierte en el territorio que, previa divinización
del hombre, pone a prueba el saber secular
La práxis avisa. La revolución de la libertad, la igualdad y la fraternidad, termina en un baño de sangre
entre concepciones del mundo inapelables, sostenidas por grupos fanatizados por el pensamiento
secular, hecho que acentúa la ancestral lucha de todos contra todos. Tras ello, surgen dos alternativas a
la modernidad. La de aquellos que piensan que el fracaso obedece a la falta de madurez e insuficiencia
del pensamiento ilustrado y quieren, pues, más de lo mismo. Fue el caso de Hegel, quien se da a pensar
la segunda revolución, la revolución de la razón radical, surgiendo en ello el mito de la razón histórica,
un final histórico de plena reconciliación, sin escasez y sin dolor. Y otra corriente, el romanticismo,
para la cual el absoluto de la razón no sólo no ha sido insuficiente sino que ya es más que suficiente y,
por tanto, hay que ponerlo en crisis. Crisis que desembocará en una rebelión poética, artística y
existencial que explica, tal es la paradoja, el rechazo del arte moderno a la modernidad oficial y
triunfante. Vivimos en extranjería, este es el problema, que "el desierto crece".
¿Es Occidente el efecto de un destino esquizofrénico?
Siempre lo he creído así. Lo es, al menos desde Grecia. La disputa entre los trágicos y los filósofos es la
mejor prueba. En esto coincido con Nietzsche: descubridor, tras Hölderlin, de la Grecia trágica.
¿El término que yo preferiría como alternativa al Sujeto?
El concepto griego de los mortales: con eso digo casi todo lo que somos nosotros: saberse mortales por
anticipado.
Concluyo. Agradezco mucho la invitación que nos ha acercado, espero haber contribuido a la confusión
general.
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