saber y tiempo

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SABER Y TIEMPO
REVISTA DE HISTORIA DE LA CIENCIA
UNIVERSIDAD NACIONAL DE GENERAL SAN MARTIN
ESCUELA DE HUMANIDADES
CENTRO DE ESTUDIOS DE HISTORIA DE LA CIENCIA JOSÉ BABINI
SAN MARTIN (BUENOS AIRES)
JULIO-DICIEMBRE 2002
SABER Y TIEMPO. Revista de Historia de la Ciencia
Publicación del CENTRO DE ESTUDIOS DE HISTORIA DE LA CIENCIA JOSE BABINI
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de General San Martín,
Calle 83 (Yapeyú) 2068, 1650 San Martín, Provincia de Buenos Aires.
Teléfono: (011) 4580-7281; Fax: (011) 4580-7274. E-mail: EBabini@unsam.edu.ar
ISSN 0328-6584
Registro de la Propiedad Intelectual N° 690907
Hecho el depósito que marca la ley.
Impresa en Impresiones Dunken
Ayacucho 357 C1025AAG Buenos Aires
Director
Nicolás Babini
Codirector
Diego H. de Mendoza
Secretaria de Redacción
Leticia Halperin Donghi
Prosecretaria
Cristina Mantegari
Secretario de Coordinación
Alejandro Drewes
Consultores
Miguel J. C. de Asúa, Néstor T. Auza, Guillermo Boido, Horacio H. Camacho, Carlos D. Galles, Gregorio Klimovsky, Alfredo G. Kohn Loncarica, Celina A. Lértora
Mendoza, Marcelo Montserrat, Roberto A. Ferrari, Alberto G. Ranea, Luis Alberto
Romero, Mario Tesler, Gregorio Weinberg.
Este número se publica con el apoyo de
Agropecuaria Río del Valle
Número suelto: $ 15,00. Suscripción a cuatro números (un volumen): $ 50,00.
Ventas: Librería Dunken, Ayacucho 357; Biblioteca Babini, Av. Santa Fe 1145,
3°, Buenos Aires.
Suscripciones y consultas: Centro de Estudios de Historia de la Ciencia «José Babini»,
SABER Y TIEMPO
Vol. 4 No. 14 (2002)
Contenido
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55
63
11
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119
137
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Editorial
Saber y Tiempo en su nueva etapa
Mensaje
Luis Alberto Romero
La historia de la ciencia, entre la ciencia y la historia
Artículos
Cristina Mantegari
Naturaleza y modernización en el siglo XIX: la expansión de la institucionalización científica
Marisa C. García y Ailin M. Reising
La consolidación del Centro Atómico Bariloche: una aproximación desde el
desarrollo de la física experimental.
Enfoques
Carlos A. Andrada
El control de alimentos en los países flamencos en el siglo XIV
Nicolás Babini
Las antecesoras de la computadora: las primeras máquinas de calcular.
Temas de Saber y Tiempo
El pensamiento científico en la Argentina de entreguerras / 4
Omar A. Bernaola
Enrique Gaviola y la física en la Argentina de entreguerras
Alberto Guillermo Ranea
Una biblioteca y su sombra, 1916-1936: la vida intelectual de entreguerras en
el reflejo de los libros y el pensamiento de Alejandro Korn
Diego H. de Mendoza y Miguel de Asúa
La historia de la ciencia en la Argentina de entreguerras.
Reseñas
J.-F. STOFFEL, Bibliographie d´Alexandre Koyré (G. C. Treboux); P. FORMAN;
J. M. S ÁNCHEZ RON (eds.), National military establishments and the
advancement of science and technology (D. H. de Mendoza); L. ZEA, El
positivismo y la circunstancia mexicana (P. G. Bruno); H. PALMA, “Gobernar
es seleccionar”. Apuntes sobre la eugenesia (L. Ferrero); A. A. PASSOS VIDEIRA;
A. G. BIBILONI (orgs.), Encontro de história da ciência. Análises comparativas
das relações científicas no Século XX entre os países do Mercosul no campo
da Física (N. Babini).
184
186
Noticias
Publicaciones recibidas
Colaboradores de este Número
Carlos A. Andrada (1944). V. Saber y Tiempo, 3:
Miguel de Asúa (1952). V. Saber y Tiempo, 3:
Nicolás Babini (1921). V. Saber y Tiempo, 2:
Omar A Bernaola (1937). V. Saber y Tiempo, 10: 4
Paula Bruno (1975). V. Saber y Tiempo, 13: 4
Lorena Andrea Ferrero (1976). V. Saber y Tiempo, 13: 4
Marisa C. García (1976). Licenciada en Sociología (Univ. de Buenos Aires).
Maestría en Historia y Filosofía de las Ciencias (Univ. Nac. del Comahue), en curso.
Diego Hurtado de Mendoza (1962). V. Saber y Tiempo, 1: 6
Elba Cristina Mantegari (1956). V. Saber y Tiempo, 1: 6
Alberto Guillermo Ranea (1950). Doctor en Filosofía (Universidad Nacional de La
Plata). Autor de trabajos de historia de la ciencia en: Beiträge zur Wirkungs- und
Rezeptionsgeschichte von Gottfried Wilhelm Leibniz (Stuggart,1986), Leibniz. Tradition und Aktualität (Hannover, 1988), Analogía y expresión en Leibniz (Madrid,
1994), Descartes’ Natural Philosophy (London, 2000).
Ailin M. Reising (1976), Licenciada en Sociología (Universidad de Buenos Aires).
Maestría en Historia y Filosofía de las Ciencias (Univ. Nac. del Comahue), en curso.
Luis Alberto Romero (1944). V. Saber y Tiempo, 11: 4
Guillermo C. Treboux (1960). Profesor de Historia (Inst. Sup. del Profesorado, C. del
Uruguay). Maestría en Historia y Filosofía de las Ciencias (U.N. del Comahue), en
curso.
Editorial
SABER Y TIEMPO EN SU NUEVA ETAPA
A partir de este número, Saber y Tiempo es publicada por el Centro de
Estudios de Historia de la Ciencia y de la Técnica José Babini, que
depende de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de
General San Martin (Unsam), como órgano de difusión de sus investigaciones y sus actividades académicas. La revista mantendrá las características que la distinguieron desde su aparición en 1996, en cuanto al
criterio y el rigor en la selección y publicación de colaboraciones, si
bien se dará preferencia a las que provengan de trabajos de investigación y de tesis del propio Centro de Estudios. La dirección será
ejercida, conjuntamente, por quienes designen el Centro de Estudios y
la Asociación Biblioteca José Babini, que es cofundadora del Centro.
En su nuevo papel, Saber y Tiempo espera contribuir a una de
las finalidades que inspiraron la creación del Centro de Estudios José
Babini, que es la de estimular el desarrollo de la historia de la ciencia
en la Argentina y lograr que se constituya en materia de cátedras
universitarias, para que se fortalezca como disciplina científica y actividad profesional. Servirán, seguramente, a esos propósitos, las relaciones que la revista ha logrado establecer con tantos cultores de la
historia de la ciencia de nuestro país y del exterior, muchos de ellos
de una misma y promisoria generación de jóvenes investigadores,
que ofrecen un punto de partida serio y auguran una fecunda perspectiva posible.
Saber y Tiempo seguirá siendo, como lo expresó en su presentación inicial, una revista abierta “a la exposición seria y fundada de
los estudios históricos, al debate alto y sin prejuicios de las ideas y a
la información valiosa de las actividades desplegadas en esos terrenos
donde -ya se decía entonces- todavía queda tanto por hacer en materia de cátedras universitarias y centros de investigación”. En cierto
sentido, la creación del Centro de Estudios José Babini aparece como
una concreción de lo que quedaba todavía entonces por hacer, y como
un cumplimiento del propósito que, según esa misma presentación
6
SABER Y TIEMPO
inicial, animaba la aparición de Saber y Tiempo, que era el de “promover la investigación y la difusión de la historia de la ciencia y de la
técnica en nuestro medio”. Todo ello justifica que la revista haya sido
escogida para servir de órgano de expresión del Centro de Estudios y
la compromete, al mismo tiempo, a mantener los mismos objetivos y
los mismos criterios que inspiraron su aparición.
En el umbral de una nueva etapa de la revista, quienes la hacemos, en el Centro de Estudios y en la Asociación que llevan el nombre de José Babini, pedimos a cuantos colaboraron hasta hoy en
Saber y Tiempo que nos sigan ayudando a hacer de la historia de la
ciencia y de la técnica una disciplina respetada, en una Argentina que
vuelva a ser respetada por sus logros en este dominio del saber.
Nicolás Babini
Director
Diego H. de Mendoza
Codirector
Mensajes
LA HISTORIA DE LA CIENCIA, ENTRE LA CIENCIA
Y LA HISTORIA
La historia de la ciencia se constituyó en la intersección de dos saberes,
la ciencia y la historia. En el caso de los científicos, suele ser parte de
una reflexión sobre sus propias prácticas, lo que los lleva también a
otros territorios: el gnoseológico, el ético o el político. En el caso de los
historiadores, impulsados por la fáustica aspiración a la “historia total”, es parte de la infinita extensión de su campo de intereses.
Los científicos que hacen historia
El camino que de la práctica de una ciencia lleva, hipotéticamente, a la
historia de la ciencia -el más frecuente en la Argentina- plantea algunos
problemas. El científico suele limitarse a la historia de su propia
ciencia, o quizá de otra afín ¿Cómo pasar a la ciencia en general? ¿Por
acumulación y yuxtaposición de historias particulares? ¿O hay que
pensar en un salto cualitativo que instale la búsqueda de entrada en ese
horizonte general? Puede agregarse que suele haber un punto no discutido acerca de qué ciencias integran este campo: las ciencias sociales o
humanas no suelen ser incluidas en este universo construido por los
científicos devenidos historiadores.
Su práctica de historiadores suele ser segura en algunos terrenos pero flaquea en otros, al punto de preferir no encararlos. Tienen
clara percepción de los avances decisivos, los “descubrimientos”, así
como del papel de los grandes innovadores. También incursionan con
éxito en la ubicación de estos avances en el campo más general de las
ideas dominantes o cosmovisiones, aunque les resulta más cómoda
una visión universalista y evolucionista que aquella otra, más en boga
hoy, acerca de los paradigmas científicos.
Es difícil, en cambio, que discutan los criterios de cada campo
científico acerca de la validez de sus paradigmas y, consecuentemente, las cuestiones de prestigio, poder y recursos derivadas. Lo mismo
ocurre con la trama institucional de la práctica científica: un Instituto
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SABER Y TIEMPO
o una Revista. Finalmente, está la cuestión de la relación entre la
ciencia local y la internacional, que es parte de otra más general,
vinculada con lecturas, refracciones y resignificaciones locales de las
ideas que circulan en el mundo. Los científicos no ignoran estos
problemas -es frecuente que los discutan en términos prácticos- pero
en general carecen de las herramientas teóricas para abordarlos en
sede científica.
Los historiadores y la historia de la ciencia
Los historiadores puestos a explorar el campo de la ciencia carecen de
una formación que los habilite para conocer una ciencia específica,
salvo la propia historia. Carecen del conocimiento íntimo e interior de
una o varias ciencias cuyas claves, por otra parte, son cada vez más
herméticas para el mero sentido común. Si han logrado familiarizarse
con un campo, deben resolver el problema -casi insoluble, por otra
parte- de mirar en conjunto diversas ciencias: encontrar las equivalencias conceptuales que permitan armar un discurso de segundo grado.
No es un problema insoluble. Son los problemas que afrontan
cotidianamente una vez que han decidido no limitarse al estrecho
campo de la historia política o diplomática. Les ocurre lo mismo
cuando tienen que hacer historia del derecho, o historia militar, o
historia del deporte, o historia del arte. Aquí, el segundo problema se
hace patente: durante mucho tiempo se intentó, sin éxito, encontrar
categorías que, como “el barroco”, sirvieran simultáneamente para
distintas artes: la pintura, la arquitectura y la música, un problema
similar al del pasaje de una ciencia a “la” ciencia.
Esa necesidad de conocimientos específicos se plantea, también, con lo que hoy es el corazón mismo de la disciplina. Si se trata
de historia económica, no puede avanzarse mucho sin conocer, y
bien, la teoría económica. Para la historia social, o la política, conocer los pensadores clásicos es indispensables. Nadie abordaría la historia cultural sin conocer la antropología o la teoría del discurso.
En suma, lo que llamamos “la historia” es hoy un conjunto de
“historias de...”. El trabajo del historiador consiste en la relación, la
articulación, la búsqueda de sentidos a partir de la recíproca determinación de las distintas historias, enlazadas con vistas a la totalidad, un
ideal tan inalcanzable como irrenunciable. Hacerlo requiere, en primer término, un conocimiento adecuado de cada uno de los campos
que busca relacionar. Difícilmente se lo pueda hacer sin ayuda. Es
MENSAJES
9
indispensable la colaboración entre los historiadores y quienes dominan un campo sistemático, sea la ciencia, la música o el derecho. En
algunos terrenos, el especialista del tema puede avanzar más fácilmente. En otros, el saber específico del historiador pesa más y puede
hacer, rápidamente, aportes que beneficien el campo de estudios.
Uno de ellos es el estudio de las instituciones científicas: institutos, universidades, revistas, es decir los lugares donde la actividad
individual se integra en una colectiva. Estas instituciones no son demasiado distintas de otras, sociales, políticas o artísticas, bien conocidas por los historiadores. Muchos de los problemas antes señalados,
significativos para la historia de la ciencia, encajan en este sencilla
propuesta de análisis. Los historiadores también se mueven con facilidad en el territorio de las ideas generales, las cosmovisiones, los
climas culturales. Su experiencia les permite articular en ellas los
distintos campos científicos, así como concebir su relación con los
procesos sociales y culturales más generales. Tienen, sobre todo, experiencia del peligro de las falsas generalizaciones, que entrampan al
no experimentado.
Amateurismo y profesionalismo
Otra dimensión de la relación entre historiadores y científicos se
relaciona con la formación de cada uno de ellos. La historia es un
campo del saber científico. Tiene sus reglas internas, referidas al rigor
con que se lo practica y al control que sobre cada uno de sus miembros
ejerce el conjunto del campo académico. Pero hay una diferencia: la
disciplina carece de límites estrictos y en sus bordes coexiste con una
serie de prácticas parahistóricas. Quizá se deba a que no hay leyes
habilitantes, ni colegiación, ni siquiera un lenguaje específico y hermético. Pero, en el fondo, el problema es otro: los historiadores construyen su saber en el terreno de la memoria que, por definición, está
abierto a todos. El pasado es de todos y no sólo de los historiadores,
aunque sólo ellos construyen un saber riguroso.
Debido a esta apertura, suele pensarse que el saber histórico
está abierto a todos y que la buena voluntad, entusiasmo y pasión
compensan la falta de formación específica. Los científicos que historian su disciplina suelen participar de esta idea. Difícilmente aplican
a esta actividad las mismas exigencias de rigor y calificación que
ellos mismos exigen a sus disciplinas. Lo mismo le pasa a los milita-
10
SABER Y TIEMPO
res que hacen historia militar, los artistas que escriben historias del
arte o los pedagogos que se ocupan de la historia de la educación.
Parece importante establecer la idea de que los científicos que quieren hacer historia de la ciencia deberían tener formación en historia.
Qué hacer
Concluyo con algunas reflexiones referidas a las condiciones actuales
del campo de estudios de historia de la ciencia en la Argentina. No
estamos en condiciones de desperdiciar ningún aporte. Hay que capitalizar todo. Es importante favorecer el diálogo y la cooperación entre
científicos e historiadores interesados en la historia de la ciencia. Hay
que apuntar a constituir una disciplina específica de historia de la
ciencia que integre sus dos procedencias pero que no desconozca todos
los problemas implicados en esa integración. Este campo debe ser de
“las” ciencias, integrando las más clásicamente frecuentadas –las así
llamadas duras- con las sociales y humanas. Se descubriría que en este
terreno hay mucha gente que hace historia de la ciencia sin denominarlo así, o quizá sin saberlo.
Una sugerencia práctica, de resultados rápidos, es estimular a
jóvenes historiadores -muchos de ellos buscan un tema para sus tesispara que investiguen las instituciones científicas del país: institutos,
universidades, sociedades, museos. Hay mucho para hacer, y es relativamente sencillo hacerlo.
Más en el largo plazo, el objetivo es constituir el campo académico. Se debe discutir qué es la historia de la ciencia y cómo se hace:
objeto y método. Sobre todo, hay que fijar las reglas de calidad profesional, y distinguir amateurismo de profesionalismo. Los caminos cualquier científico lo sabe- son la discusión pública de los trabajos y
la regla del arbitraje para su publicación. Son tareas que exceden el
ámbito natural de la Asociación Biblioteca José Babini, pero a las que
ella puede ayudar con su prestigio y autoridad.
Luis Alberto Romero
Presidente de la Asociación Biblioteca José Babini
SABER Y TIEMPO
14 (2002). 11-31
Separata 102.14
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN
EN EL SIGLO XIX: LA EXPANSIÓN DE LA
INSTITUCIONALIZACIÓN CIENTÍFICA*
Cristina Mantegari
Escuela de Humanidades, UNSAM
El desarrollo de las ciencias naturales durante los siglos XVIII
y XIX cobró un auge inusitado a partir de las necesidades
crecientes de sistematizar los conocimientos sobre la naturaleza, producidos en el marco de la acelerada y continua expansión europea por el planeta. Nuevos ejemplares, nuevas preguntas, nuevas ideas y un abanico inmenso de instituciones se
desplegaron estratégicamente buscando respuestas y difundiendo discusiones entre las comunidades científicas y públicos
cada vez más amplios.
En la Argentina del siglo XIX se iniciaron las primeras acciones de institucionalización de las ciencias naturales, al compás
del proceso internacional. Durante las primeras décadas del
siglo, los intentos fueron espaciados y discontinuos. A partir de
la década de 1860, con la fuerza del ideario modernizador,
cobraron continuidad a través de acciones dirigidas a incorporar las más recientes creaciones científico-institucionales internacionales. Sin embargo, estos proyectos de modernización
científica merecen una revisión historiográfica que dé cuenta
de sus particularidades y complejidades y nos posibilite una
nueva comprensión del caso argentino.
El auge de las ciencias naturales y su institucionalización en el
marco internacional
El desarrollo de las ciencias naturales durante los siglos XVIII y XIX
cobró un auge inusitado a partir de la necesidad creciente de sistemati-
12
CRISTINA MANTEGARI
zar los conocimientos sobre la naturaleza, adquiridos en el marco de la
acelerada y continua expansión europea por el planeta. El siglo XIX,
particularmente, fue el escenario temporal del complejo proceso que,
partiendo del amplio campo de la “historia natural”, asistiría a su
fragmentación, con el nacimiento de nuevas disciplinas y especialidades, y llegaría a reintegrar algunas de ellas en una nueva biología, a
partir de la última década del siglo. Nuevos ejemplares, nuevas preguntas, nuevas ideas y un abanico inmenso de instituciones se desplegaron
buscando respuestas y difundiendo discusiones entre las comunidades
científicas y públicos cada vez más amplios (Barber, 1980; Mason,
1987; Sloan, 1990; Asúa, 1996; Nyhart, 1997).1
Los nuevos intereses cognitivos, junto a los intereses económicos de las naciones europeas, impulsaron complejas y renovadas expediciones (Gómez de la Serna, 1974; Hurtado de Mendoza y
Mantegari, 2001) y, particularmente durante el siglo XIX, se acentuó
la entidad propiamente “científica” de los viajes. Aunque es difícil
precisar el alcance de este término (Beer, 1997),2 su especificidad
quedó asociada a la participación de los estudiosos y eruditos “naturalistas” y estas empresas simbolizaron la búsqueda desapasionada
del conocimiento y la expansión del afán civilizatorio a las más remotas y desconocidas regiones de América, Asia y África.(Pyenson y
Sheets-Pyenson, 1999: 254-262).
Paralelamente al crecimiento de los viajes científicos, el siglo
XIX asistió al surgimiento de las más significativas reorientaciones
en el estudio de la naturaleza. Las prácticas y enfoques introducidos
por Humboldt, la nueva interpretación geológica de Charles Lyell y
las respuestas de Darwin al problema de las especies, culminarían en
el triunfo de nuevas concepciones evolucionistas.
La “ciencia humboldtiana”, con su nueva noción de orden natural, abarcó un conjunto de nuevas prácticas profesionales y una
filosofía natural que conduciría a concepciones materialistas dialécticas
y a nuevas posiciones evolucionistas. Para Humboldt, el mundo natural se explicaba por complejas relaciones entre fuerzas mecánicas y
atracciones químicas, cuyo equilibrio debía evidenciarse mediante los
cálculos de promedios y el método comparativo aplicado en escala
nunca antes considerada. Luego de su famoso viaje a América, entre
1799 y 1804, naturalistas y aficionados de todo el mundo se sumaron
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN EN EL SIGLO XIX
13
a la empresa científica de Humboldt, que tanto estimulaba nuevos
estudios e interpretaciones (Botting, 1973; Dettelbach, 1997; Pratt,
1997; Labastida, 1999; Arnold, 2000).
Las afirmaciones de Humboldt, por ejemplo, respecto de la
secuencia idéntica de las capas sedimentarias en los dos hemisferios
terrestres, influyeron en los estudios del geólogo Charles Lyell quien,
inspirándose en la teoría uniformista de Hutton y en el estudio de las
fuerzas geológicas actuales, argumentaba hacia atrás y explicaba los
cambios sufridos por la superficie terrestre, evidenciados en los estratos geológicos. Si bien Lyell no adhirió a las tempranas concepciones
evolucionistas respecto de los seres vivos, la sucesión de fósiles en
los estratos rocosos lo llevaron a apoyar la posibilidad de una conexión entre la evolución geológica, por él propuesta, y la evolución
orgánica, hecha pública por Charles Darwin y Alfred Wallace en
1858 (Mason, 1988, 4:7-29; Rudwick, 1997; Guntau, 1997).
Darwin expuso en 1859 los resultados de una larga indagación,
que había iniciado hacia 1834, explicando su teoría sobre la evolución biológica mediante el mecanismo de la selección natural. Influido, entre otros, por Humboldt, Lyell y Malthus, Darwin sostuvo que
las especies vivas luchaban por su existencia, condicionadas por influencias hereditarias y por su capacidad de adaptarse al medio. Por
este mecanismo de selección natural, básicamente externo, los organismos con mayor capacidad de adaptación tenían más posibilidades
de reproducirse y de generar especies nuevas, y otros se habían extinguido en el tiempo. Así mismo, Darwin subrayaba el carácter pasivo
de la evolución orgánica, sin que incidiera en ella ninguna tendencia
hacia una vida superior, y sostenía su continuidad, gradualidad y
automaticidad (Darwin, 1951; Mason, 1988, 4: 30-58; Hodge, 1990;
Kingsland, 1997; Ruiz y Ayala, 1999).
Las nuevas afirmaciones generaron un extendido abanico de
cuestionamientos, provenientes de posiciones e intereses científicos,
culturales y religiosos, pero, paulatinamente, el evolucionismo
darwiniano comenzó a imponerse como gran marco teórico-científico
que podía albergar, y aun alentar, otras líneas de interpretación y
nuevos descubrimientos, manteniéndose en discusión tanto el llamado mecanismo de selección natural como sus causas (Mason, 1988,
4: 45-58; Hodge, 1990; Shapin, 1990; Glick y Henderson, 1999).3
14
CRISTINA MANTEGARI
Esta proliferación de conocimientos y discusiones estuvo acompañada por un notable crecimiento y diversificación de instituciones,
que patrocinaban, divulgaban y profesionalizaban la ciencia, y competían por el financiamiento estatal y privado, por el prestigio científico y por el reconocimiento público.
Ya a fines del siglo XVIII, las sociedades europeas dedicadas a
la ciencia y la técnica, que estimulaban la investigación y la difundían a través de sus publicaciones, habían superado largamente el
número de doscientas. Básicamente siguieron los modelos de la Royal
Society de Londres, fundada en 1662, y de la Académie des Sciences
de París, fundada en 1666 (Hahn, 1986; Roche, 1997; Pyenson y
Sheets-Pyenson, 1999: 90). Los dos modelos, con sus particularidades propias, constituyeron manifestaciones de la alta cultura y fueron
ámbitos de elites, que intentaban concentrar los amplios intereses
intelectuales de las aristocracias virtuosas, como gestos de alianza
con la modernización ilustrada y el progreso (Crosland, 1978; Mason,
1988, 4: 59-76; Pyenson y Sheets-Pyenson, 1999: 90-97). Siguiendo
estos tempranos ejemplos, fueron estableciéndose importantes academias y sociedades nacionales en casi todas las grandes capitales y
también en ciudades de provincia como Edimburgo, Bolonia, Gotinga,
Montpellier y Turín. En los Estados Unidos, tanto la famosa Academy
of Natural Sciences of Philadelphia como las que le siguieron, adoptaron el modelo inglés.4 También proliferaron, particularmente en el
mundo anglosajón, las sociedades “literarias y filosóficas”, que deseaban estimular y revitalizar la ciencia académica, llevándola a foros
más abiertos. Estas sociedades sirvieron como espacios institucionales
de legitimación de científicos aficionados, disidentes religiosos e industriales en ascenso, quienes apoyaban la actividad científica por su
prestigio, su incidencia tecnológica, su calidad de entretenimiento
racional y su trascendencia moral (Thackray, 1974).
Durante las primeras décadas del siglo XIX, junto a esta expansión de sociedades que tenían como objetivo el estímulo de amplios campos científicos, comenzaron a crearse las sociedades “especializadas”, como la Linnean Society en Londres y París. En Inglaterra, este tipo de instituciones proliferó rápidamente y, en el lapso de
medio siglo, Gran Bretaña contó con dieciseis sociedades especializadas metropolitanas y más de veinticuatro provinciales. En Francia, la
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN EN EL SIGLO XIX
15
aparición de estas sociedades fue un poco más tardía y las especialidades no perdieron su marco predominante de referencia institucional
en las propias Secciones de la Académie. Algunas de estas asociaciones fueron: en Gran Bretaña, la Zoological Society (1826) y la Royal
Entomological Society (1833); en Francia, la Société Entomologique
(1832) y en Alemania, la Deutsche Ornithologen Gesellschaft (1850)
(Pyenson; Sheets-Pyenson, 1999: 97-100).5
A este complejo entramado de sociedades especializadas y no
especializadas, metropolitanas y provinciales, que creaban observatorios, jardines y bibliotecas y financiaban colecciones, expediciones y
publicaciones, se sumó un nuevo tipo institucional, en general dentro
de un mismo marco nacional. Las Asociaciones para el Avance de la
Ciencia encontraron inspiración en una iniciativa de los estados germánicos al lograr, en 1822, una asociación “ambulante”, la Gesellschaft
Deutscher Naturforscher und Aertze, que recorría distintas ciudades y
regiones. En el caso de Gran Bretaña, la British Association for the
Advancement of Science, fundada en 1831, tuvo como objetivos centrales llevar el glamour científico de Londres a todo el país y competir con la tradicional Royal Society por el apoyo oficial. La “British
Association” cobró una dimensión sin precedentes en el desarrollo de
las sociedades ilustradas y convirtió a la ciencia en un recurso cultural visible, a través de cuidadas imágenes simbólicas y espectáculos
(Mason, 1988, 4: 72-75; Pyenson; Sheets-Pyenson, 1999: 322-325).
Con un perfil similar fueron creadas la American Association for the
Advancement of Science, en 1848, y la Association Française pour
l’Avancement des Sciences, en 1870.
También las universidades se sumaron a los procesos de institucionalización científica. Las ideas más inspiradoras, y más rápidamente difundidas en todo Occidente, fueron las que produjeron, en
1810, la creación de la Universidad de Berlín. La nueva universidad
fue concebida como un centro de altos propósitos académicos y su
“modelo” sirvió como referente internacional, aunque siempre en correlación con necesidades y particularidades, tanto nacionales como
institucionales. En Inglaterra, por ejemplo, se conjugaron elementos
tradicionales y renovadores, mediante las reformas introducidas en
Oxford y Cambridge y la creación de nuevas universidades con orientación técnica. En Francia, la investigación y la enseñanza se realiza-
16
CRISTINA MANTEGARI
ron paralelamente en el ya prestigioso Muséum d’Histoire Naturelle y
en la École Polytechnique, y el proceso giró básicamente en torno a
la centralidad de París y la competencia con el sistema universitario
alemán. En Estados Unidos, el modelo de Berlín fue eje de importantes debates, destinados a la búsqueda de nuevos criterios de investigación y formación, acentuándose la tendencia a la especialización y
atendiéndose, al mismo tiempo, los desafíos propios de la expansión
educativa y la articulación con los Colleges. Así, el llamado “modelo
alemán”, teóricamente definido como unidad de enseñanza-investigación, adoptó, hacia fines del siglo, formas muy distintas (Ben David,
1968; Kloss, 1971; Weiss, 1983; Veysey, 1984; Rothblat y Wittrock,
1996). Pero más allá de la diversidad, las universidades, en proceso
de transformación, intentaron abrir nuevas direcciones para la investigación científica, creando nuevas unidades institucionales como los
institutos y laboratorios. El interés se dirigió hacia la experimentación y la función, en detrimento de la descripción y la forma, y el
laboratorio se fue convirtiendo en la unidad de investigación por
antonomasia (Barber, 1980: 286-295; Conn, 1998: 32-73; Nyhart,
1997).
Estos cambios, operados en el seno de comunidades académicas o disciplinares, no tardaron en traspasar las instituciones y llegar
al gran público. Desde las primeras décadas del siglo XIX, el interés
por la historia natural en todas sus ramas llegó a todos los sectores
sociales (Allen, 1978; Barber, 1980; Merril, 1989; Drouin y BensaudeVincent, 1997). Aristócratas, sectores medios y trabajadores incorporaron con estusiasmo su estudio y prácticas en la vida cotidiana. Las
particularidades de esta “popularización” de la historia natural varió
de un país a otro pero fue un fenómeno cultural particularmente
extendido. Las publicaciones de divulgación o popularización proliferaron, combinando material y criterios científicos, prosa sentimental
y cuidadas ilustraciones. Famosas revistas, como Gentleman’s Magazine o Edinburgh Review, y libros como Ansichten der Natur, de
Humboldt, Le Monde des Fleurs, de Henri Lecoq, y Note-book of a
Naturalist, de E. P. Thomson, eran leídos por hombres y mujeres que
apreciaban estos temas porque permitían “elevar la mente y expandir
el corazón” y porque “toda clase social puede lograr todos los días
momentos de apacible regocijo”.6 El beneficio que se desprendía de
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN EN EL SIGLO XIX
17
estas prácticas, más allá de las discusiones de la alta ciencia,
incrementó el afán de observar la naturaleza y coleccionar objetos,
concebidos como fuentes básicas de conocimiento que, en un entramado de entendimiento, eran capaces de ilustrar hechos o representar
ideas (Conn, 1998: 4-12). La concurrencia a jardines botánicos y
zoológicos, ferias, exposiciones y museos de historia natural se acentuó durante todo el siglo (Outram, 1997; Bennet, 1998).
Los museos de historia natural formaron parte del proceso de
desarrollo de las ciencias naturales, así como del proceso de divulgación del conocimiento científico, y se consolidaron como instituciones públicas, a partir de fines del siglo XVIII. Los directores de
museos se concentraron, en buena medida, en la búsqueda de nuevos
criterios de organización y funcionamiento, aunque éstos sólo parecen haberse impuesto significativamente hacia mitad de la centuria.
A partir de la mitad del siglo XIX, cobraron importancia nuevas
prácticas museológicas. Las exhibiciones comenzaron a basarse en la
selección y el ordenamiento de los objetos, facilitando la captación de
una visión de conjunto a partir de referencias, descripciones, guías y
catálogos (Alexander, 1989; Findlen, 1994; Murray, 1998; Mantegari,
2000). Para esto, fue necesario contar con nuevas concepciones funcionales de los espacios físicos, que hicieran posible contener el notable incremento de las colecciones y facilitar las prácticas de mostrar,
a fin de elevar el nivel cultural del público. La refuncionalización del
espacio físico se vio, así mismo, asociada a las necesidades específicas de los distintos campos disciplinares, marcándose una tendencia a
los museos especializados. El ejemplo más emblemático de esta tendencia en el campo de las ciencias naturales lo constituye, sin dudas,
la separación del Natural History Museum del British Museum, bajo
una nueva propuesta de organización espacial, concretada al trasladarse de Bloomsbury a South Kensington entre 1881 y 1883 (SheetsPyenson, 1988: 5-8; Wood, 1997). Este modelo fue seguido tempranamente por los museos estadounidenses y por algunos museos europeos. Así, los museos de historia natural, fieles a una prestigiosa
tradición científica y ajustándose a nuevas necesidades y demandas,
se fortalecieron como instituciones de investigación y fueron
percibidos, al mismo tiempo, como instituciones fuertemente comprometidas con los ideales decimonónicos de democratización cultu-
18
CRISTINA MANTEGARI
ral, por lo cual recibieron apoyo político y social (Orosz, 1990;
Alexander, 1997). Estas particularidades determinaron la gran expansión internacional de los museos de historia natural durante el siglo
XIX. Hacia comienzos del siglo XX, sólo en Alemania, Gran Bretaña
y Francia existían alrededor de setecientos y Estados Unidos contó
con un número aproximado de doscientas cincuenta instituciones,
entre las que se destacaron el Museum of Comparative Zoology en
Harvard, el American Museum of Natural History, en Nueva York, y
el National Museum de la Smithsonian Institution, en Washington.
Fuera de Europa y Estados Unidos, el interés por coleccionar, estudiar y exhibir, ya a través de museos especializados o de secciones de
grandes museos, se expandió significativamente por todos los continentes (Sheets-Pyenson, 1988: 10-23 y 93-102; Lopes, 1999).
La institucionalización de las ciencias naturales en la Argentina
La década de 1860 marca un antes y un después en el proceso de
institucionalización de las ciencias naturales en la Argentina. Desde las
primeras décadas de vida independiente hasta entonces, los intentos
fueron espaciados y discontinuos. A partir de aquella década, se afianzaron y cobraron continuidad. (Babini, 1954; Halperin Donghi, 1962;
Camacho, 1971; Montserrat, 2001; Mantegari, 2002).
En la primera etapa, las iniciativas parecen haber respondido a
Bernardino Rivadavia, cuando en 1812 intentó la fundación de un
“museo de historia natural”, que no se concretó. Sin embargo, entre
1821 y 1823, Rivadavia retomó iniciativas similares con la creación
de la Universidad de Buenos Aires, de un Museo del País, dedicado
especialmente a las ramas de la historia natural, la química, las artes
y los oficios, y de una Sociedad de Ciencias Físicas y Matemáticas.
Sin embargo, en la organización académica de la flamante Universidad, elaborada por Antonio Sáenz, no se proyectó un departamento
de ciencias naturales ni la enseñanza de la historia natural, lo que se
habría debido a la no disponibilidad de profesores especializados
(Halperin Donghi, 1962: 35; Camacho, 1971: 15-17). La particular
atención al conocimiento natural pareció canalizarse a través de la
compra de instrumental para dos gabinetes experimentales y la organización del mencionado museo, que hacia 1826 se instalaron en el
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN EN EL SIGLO XIX
19
Convento de Santo Domingo (Lascano González, 1980: 41-56; Gallardo, 1976). Sin embargo, las particularidades del museo y la inserción de las ciencias naturales en la Universidad de Buenos Aires no
terminaron de aclararse en las siguientes tres décadas. El primero no
logró precisar su perfil ni su denominación institucional, siendo llamado indistintamente Museo Público, Museo del País o Museo de
Historia Natural. Hacia 1830, cuando fue asimilado a la Facultad de
Medicina, parecía ser tan sólo un gabinete de curiosidades y su situación empeoraría en las siguientes dos décadas, signadas por la alta
conflictividad política y el bajo presupuesto.7
La década de 1850 estuvo signada por los conflictos políticos y
la Provincia de Buenos Aires se mantuvo separada de la Confederación Argentina desde 1852, rivalizando con ésta por el dominio político y económico.8 No hubo grandes cambios que significaran avances de importancia en la institucionalización de las ciencias naturales.
En la universidad porteña, éstas no mejoraron su situación (Halperin
Donghi, 1962: 56-59). En lo que respecta al museo, Santiago Torres,
su Encargado hacia 1854, tomó la iniciativa de proponer una organización que promoviera su rehabilitación. Así se constituyó la Asociación de Amigos de la Historia Natural del Plata, cuyas funciones
principales fueron proteger, fomentar e incrementar el patrimonio del
“Museo de Historia Natural” de Buenos Aires. Pero, el museo seguiría a la deriva: sin dirección propiamente científica y sin definir su
perfil institucional, ni siquiera a través de la retórica discursiva de
quienes lo apoyaban.9 Por su parte, el gobierno de la Confederación
Argentina tomaba iniciativas para promover los estudios naturales,
creando, en 1854, un Museo Nacional en Paraná que quedó bajo la
dirección a Alfredo Du Graty, militar belga al servicio del gobierno
confederado. Sin embargo, el Museo de Paraná no parece haber constituido un espacio museológico propiamente dicho, sino más bien una
nominación institucional desde la cual se promovía el conocimiento
de la riqueza mineral del país y se difundían las prácticas de preparación de muestras para ser enviadas al exterior. Du Graty dejó la
dirección en 1858. Su sucesor, el geólogo francés Augusto Bravard,
no cambió significativamente la situación, ya que centró su interés en
estudiar y coleccionar piezas para museos extranjeros. Del mismo
modo, la actividad del francés Aimé Bonpland en Corrientes, vincu-
20
CRISTINA MANTEGARI
lada a la formación de un gabinete de historia natural, un jardín
botánico y un museo o “exposición provincial” apenas pudo sostenerse entre 1854 y 1858 (Babini, 1954: 131-133; Auza, 1981; Foucault,
1994; Podgorny, 1997). Paralelamente, tanto en Buenos Aires como
en Paraná, se encararon acciones para difundir o producir conocimiento científico. En Buenos Aires apareció la publicación El Plata
Científico y Literario, editada sólo entre 1854 y 1855. Desde Paraná
se financiaron ediciones de algunas obras descriptivas del territorio
argentino, a cargo de De Moussy y Du Graty. Pero ninguna de estas
iniciativas significó avances importantes en la institucionalización.
Parece claro, por tanto, que en los dos centros políticos se
realizaron esfuerzos, durante la década de 1850, para favorecer la
institucionalización científica y el conocimiento de la naturaleza, esfuerzos que se vieron comprometidos por las dificultades políticas y
por la imposibilidad de encontrar y retener científicos de relevancia.
Por esos años, Du Graty y De Moussy dejaban el país. Bonpland
murió en 1858 y Bravard en 1861.
Pero, ya en la década de 1860, la mayor estabilidad política
contribuiría a intensificar y consolidar los procesos de institucionalización científica. La asociación entre ciencia y modernización pudo
desplegarse con nueva fuerza entre las elites que controlaban el Estado, favorecida por una mayor distensión, al menos en los términos
del duro enfrentamiento entre las facciones tradicionales.10 De igual
modo, la proliferación de nuevos espacios y medios culturales contribuía a fortalecer y propagar el discurso modernizador.11 En lo referente a la ciencia, un recorrido por fuentes de la época da cuenta de los
argumentos principales: la gran incidencia del conocimiento científico en el progreso económico del país, la entidad de la ciencia como
agente moralizador y la necesidad de insertar el país en el grupo de
naciones “civilizadas”. Esto implicaba impulsar la producción, transformar la educación, particularmente la universitaria, reorientándola
hacia nuevos fines y proyectar internacionalmente la imagen de un
país donde la promoción y producción científicas eran cuestiones
prioritarias.
Estas ideas tuvieron dos grandes promotores iniciales, Juan
María Gutíerrez y Domingo F. Sarmiento, quienes serían, al mismo
tiempo, los principales ejecutores de la institucionalización científica
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN EN EL SIGLO XIX
21
en Buenos Aires y Córdoba, durante las décadas de 1860 y 1870
(Vicuña Mackena, 1878; Schweistein, 1940; Sarlo Sabajanes, 1967;
Weinberg, 1988; Montserrat, 1993; García Castellanos, 1994; Reggini,
1996).12
Ambos promovieron activamente los proyectos científicos atendiendo a la multiplicidad de sus beneficios. Durante la Presidencia de
Mitre, Sarmiento se afanaba por impulsar sus vínculos con el ambiente científico norteamericano y Gutiérrez aconsejaba proteger y promover el interés de los estudiosos extranjeros por la naturaleza y el
territorio argentinos. Los fines económicos alentaban asimismo sus
gestiones. Sarmiento, siendo Gobernador de San Juan, buscaba apoyo
para instalar hornos de fundición en su Provincia, los que abrirían
paso tanto a las inversiones chilenas e inglesas como a la formación
de personal especializado. En la misma línea de interés, Gutiérrez
alentaba las empresas que contribuirían a traer al país los hombres y
capitales necesarios para el despegue económico. Para la nueva generación de políticos e intelectuales en el ejercicio de la función pública, la ciencia promovería el desarrollo social y cultural, mejorando
las condiciones de vida en su sentido más amplio: conocimiento,
comunicaciones, actividades y goces públicos, higiene y salud (Sarmiento y Mitre, 1911; Avellaneda, 1928; Gutiérrez, 1942). Como
señaló Gutiérrez en 1872, en buena síntesis, el progreso era el destino
forzoso de la humanidad y “la ciencia es el ministro de ese progreso.”
(Gutiérrez, 1872: 65).
Si bien las retóricas discursivas de estos y otros impulsores,
como Nicolás Avellaneda, Estanislao Zeballos, Marcos Sastre y Vicente Quesada, a veces no se tradujeron en acciones particularmente
mancomunadas, 13 la institucionalización de las ciencias naturales recibió, más allá de los disensos, un fuerte e indiscutible apoyo gubernamental. Buenos Aires y Córdoba, especialmente, concentraron las
iniciativas más ambiciosas. Desde estas ciudades se estimuló la formación de especialistas, la edición de obras, los nuevos tipos de
sociedades y asociaciones y las reformas de las instituciones existentes (Babini, 1954: 107-162; Weinberg, 1998; Tognetti y Page, 2000;
Tognetti, 2001; Mantegari, 2002).
Tanto en la Universidad de Buenos Aires como en la de Córdoba se programaron reformas académicas que pretendían poner al día
22
CRISTINA MANTEGARI
la enseñanza de las ciencias. En la primera, con la creación del Departamento de Ciencias Exactas en 1865 y su posterior transformación en dos Facultades, la de Ciencias Físico-Matemáticas y la de
Ciencias Físico-Naturales (Piñero y Bidau, 1889: 109-194; Gutiérrez,
1915; Halperin Donghi, 1962: 63-103; Myers, 1994). En la segunda,
con la instalación oficial de la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas y la Academia de Ciencias, en 1878. La expansión institucional a
favor del conocimiento natural fue completándose con la renovación
del Museo Público de Buenos Aires (nacionalizado en 1884), la creación del Observatorio Astronómico (1871), el nacimiento del Museo
de Antropología y Arqueología (1877) y del Museo de La Plata (1884),
seguidos hacia finales del siglo con la concreción del Jardín Zoológico y el Jardín Botánico en Buenos Aires. Este movimiento de renovación se extendió a las ciudades del interior, lo que permitió, por
ejemplo, la revitalización y resurgimiento del Museo de Paraná. La
complejidad de estos proyectos determinó la necesidad de convocar a
estudiosos y especialistas extranjeros. Un número significativo de
italianos y alemanes actuaron en Buenos Aires y Córdoba, recayendo
en buena parte de ellos la elección de estrategias y criterios académicos y organizativos (Halperin Donghi, 1970; Montserrat, 1983; Vera,
1995; Mantegari, 2002).14
Las asociaciones de promoción y apoyo a las actividades científicas también se expandieron significativamente. A la temprana iniciativa de la Asociación de Amigos de la Historia Natural, le siguieron la Sociedad Paleontológica (1866), la Sociedad Científica Argentina (1872), la Sociedad Entomológica (1873), luego transformada en
Sociedad Zoológica, el Club Industrial (1876) y el Instituto Geográfico Argentino (1879).
Todas estas instituciones y asociaciones, apoyadas por los gobiernos provinciales y nacional, encararon al mismo tiempo y con
dispares resultados, tanto la realización de actos que difundieran la
cultura y el interés científicos como la edición y circulación de obras.
Así, a partir de la década de 1870 comenzaron a realizarse exposiciones nacionales y continentales, conferencias y charlas públicas y editarse publicaciones como los Anales del Museo Público (1864), el
Boletín de la Academia de Ciencias y el Periódico Zoológico (1874),
los Anales de la Sociedad Científica (1876), el Naturalista Argentino
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN EN EL SIGLO XIX
23
(1878), el Boletín del Instituto Geográfico (1881), la Revista del Museo de La Plata y la Revista Argentina de Historia Natural (1891).
Asimismo, se financiaron obras de mayor envergadura como la Descripción física de la República Argentina (1876-1886), de Germán
Burmeister; La conquista de quince mil leguas (1878), de Estanislao
Zeballos; la Uranometría Argentina (1879), de Benjamín Gould;
Filogenia (1884) y Contribución al conocimiento de los mamíferos
fósiles de la República Argentina (1889), de Florentino Ameghino.
Algunas de estas publicaciones y obras, en las que se manifestaron
los disensos estratégicos y científicos que comenzaban a aflorar en el
país, tuvieron como principal objetivo la divulgación del conocimiento natural y territorial entre la población local y otras dieron prioridad
a su circulación en el extranjero, a fin de promover las inversiones
económicas y lograr visibilidad internacional para el país.
A modo de cierre
El interés por el mundo “natural” atravesó con fuerza arrolladora el
siglo XIX, tanto en el plano científico como cultural. La proliferación
de instituciones evidencia, al mismo tiempo, la propia fuerza del
desarrollo científico y la amplia atención social dispensada al conocimiento de la naturaleza. Las instituciones, más abiertas o exclusivas,
especializadas o más abarcadoras, destinadas a mostrar, investigar,
promocionar o educar, convivían, competían o confrontaban dentro de
un patrón cultural colectivo que las proyectaba científica, política y
socialmente.
Dentro de este panorama institucional, que incluyó desde las
grandes academias, universidades y sociedades hasta jardines, observatorios y pequeñas asociaciones de provincia, las creaciones se multiplicaban y, con sus matices, las retóricas y acciones de los conductores buscaban responder a las demandas de los grupos especializados y de sus más amplios contextos sociales.
En la Argentina, los intentos de reproducir estos procesos culturales y científicos, que se desarrollaban fundamentalmente en el
continente europeo, comenzaron tempranamente en el siglo XIX. Las
iniciativas tomadas desde las primeras décadas reprodujeron algunos
de esos emprendimientos y enfrentaron las dificultades de impulsar-
24
CRISTINA MANTEGARI
los dentro de las posibilidades concretas del país. Pero, a partir de
1860, la mayor estabilidad política y un afán de modernización que
alcanzaba la fuerza de un ideario, compartido más allá de las rivalidades y los disensos personales, prepararon un transfondo político e
intelectual más propicio para fortalecer los procesos de cambio. Universidades, academias, museos y sociedades varias se sumaron al
esfuerzo de la modernización institucional.
Sin embargo, pese a las similitudes y relativa simultaneidad de
las iniciativas de institucionalización en el mundo y en la Argentina,
en esta última se advierten dos circunstancias o condicionamientos
particulares: la dependencia de los aportes provenientes de los especialistas extranjeros, cuyo compromiso con los proyectos locales debería revisarse en profundidad, liberándolos del marco conceptual de
antecedentes prestigiosos de la “tradición” científica nacional, y el
objetivo imperioso de inserción y visibilidad internacional que perseguían las dirigencias locales, a cuya preeminencia pudieron quedaron
subordinadas, y en ocasiones sacrificadas, muchas de las aspiraciones
de la modernización científica y cultural.
Notas
*
Este artículo es una síntesis, panorámica y comparativa, del desarrollo de la
institucionalización científica en el mundo y en la Argentina, realizada en el marco
de nuestro trabajo Germán Burmeister y los comienzos de la institucionalización
científica en la Argentina del siglo XIX. Tesis de Maestría. Posgrado en Historia.
Universidad de San Andrés, 2002.
1
Delimitar con precisión el campo de la historia natural fue un problema para los
propios especialistas del siglo XIX. Tradicionalmente se incluían en él la astronomía, la química, la geología y los estudios sobre los seres vivos. El término
“biología” comenzó a ser aceptado en las últimas décadas del siglo, por considerarse que era más preciso que el de historia natural. Permitía incluir la botánica, la
zoología, la anatomía comparada y la fisiología.
2
Lo que denominamos viaje “propiamente científico” corresponde a lo que Beer
indica como viajes que se programaron como “de conocimiento” más que de
aventura, aunque la búsqueda del conocimiento natural fuera sólo parte de un
programa más amplio en el que se insertaba cada expedición.
3
En Gran Bretaña, el darwinismo fue aceptado con bastante rapidez y extendido a
otras ramas del conocimiento natural y social. En Francia y Estados Unidos no
encontró pronto eco científico pero comenzó a ganar seguidores entre las más
NATURALEZA Y MODERNIZACIÓN EN EL SIGLO XIX
25
jóvenes generaciones de científicos, luego de las oposiciones de, por ej., Louis
Pasteur y Louis Agassiz. En Alemania, la teoría de Darwin fue discutida
acaloradamente, tanto por cuestiones científicas como por su asociación con
grupos políticos, siendo apoyada por grupos científicos que adherían al mismo
tiempo al liberalismo más radical e intentaban combinar la teoría darwiniana con
las líneas de investigación en embriología y teoría celular vigentes en el país.
4
Entre otras academias o sociedades científicas famosas, se crearon, en Alemania: la
Königliche Societät der Wissenschaften Göttingen (1751), la Naturhistorische
Gesellschaft Hannover (1797) y la Deutsche für Naturkunde Württemberg (1814);
en Bélgica, la Société Royal des Sciences de Liège (1835) y la Société Scientifique
de Bruxelles (1875); en España, la Real Academia de Ciencias Exactas y Naturales
(1847) y la Real Sociedad Española de Historia Natural (1871); en Estados Unidos,
la Academy of Natural Sciences of Philadelphia (1812), la New York Academy of
Sciences (1817), la California Academy of Sciences (1853) y la Chicago Academy
of Sciences (1857). Véase The World of Learning. Europa Publications, 1995.
5
Entre otras sociedades de este tipo pueden mencionarse: en Gran Bretaña, la
Geological Society (1807), la Royal Astronomical Society (1841) y la Chemical
Society (1841); en Francia, la Société Botanique (1854) y la Société Zoologique
(1876); en Alemania, la Deutsche Botanische Gessellschaft (1882) y la Deutsche
Zoologische Gessellschaft (1890). Véase The World of Learning. Europa
Publications, 1995.
6
Frases citadas por Barber (1980: 17) y tomadas, respectivamente, de: Charles
Coleman Sellers (1947), Charles Wilson Peale, Philadelphia, 2: 98, y E. P.
Thompson (1845), The Note-book of a Naturalist. London: 23.
7
Puede verse la “Memoria” de Trelles, del año 1856, citada en Lascano González,
1980: 70-72.
8
Para referencias generales, véase: C. A. Floria y C. A. García Belsunce (1975),
Historia de los argentinos. Buenos Aires, Kapelusz, 2: 7-91, y A. Zinny (1986),
Historia de los gobernadores de las provincias argentinas. Buenos Aires,
Hyspamérica, 1 y 2. También N. Goldman (1998), (dir) Nueva Historia Argentina.
Revolución, República, Confederación (1806-1852). Buenos Aires, Sudamericana.
9
Considérense estas palabras de Trelles: “El Museo Público de Buenos Aires, a
pesar de que su principal objeto es la Historia Natural, es, sin embargo, un Museo
general que reúne toda clase de objetos que puedan servir para el estudio de las
ciencias, de las letras y de las artes.” En A. Lascano González, 1980: 72-73.
10
Sobre el nuevo clima político e institucional, véase A. R. Lettieri (1999), “De la
‘República de la Opinión’ a la ‘República de las Instituciones’”, en M. Bonaudo
(dir), Nueva Historia Argentina. Liberalismo, Estado y Orden Burgués, 18521880. Buenos Aires, Sudamericana: 97-160.
26
CRISTINA MANTEGARI
11
Véase A. Eujanián (1999), “La cultura: público, autores y editores”, en M. Bonaudo,
(dir), Nueva Historia Argentina. Liberalismo, Estado y Orden Burgués, 18521880. Buenos Aires, Sudamericana: 545-605.
12
Los intereses intelectuales de Gutiérrez y Sarmiento fueron tan amplios que resulta
difícil dar a sus supuestas preferencias algún carácter rector de sus acciones. Aun
en el plano más reducido de las preferencias científicas, la amplitud de intereses fue
grande. Se han hecho notar ciertas predilecciones científicas en Gutiérrez y Sarmiento. Al primero se lo asocia al conocimiento matemático; al segundo al
conocimiento natural. Pero, de hecho, Gutiérrez criticó la consideración de la
matemática como “ciencia de ciencias” y alentó, por ejemplo, el cultivo de los
estudios antropológicos. Sarmiento, a su vez, apoyó empecinadamente toda iniciativa vinculada al desarrollo técnico, encarando la creación de la Oficina Meteorológica en Córdoba, la Escuela de Ingeniería en San Juan o impulsando el tendido
telegráfico en el país.
13
No debe perderse de vista, por ej., que desde 1852 Sarmiento y Gutiérrez permanecieron enfrentados a raíz de sus desacuerdos políticos durante el período urquicista.
Véase, para referencias, J. R. Scobie (1964), La lucha por la consolidación de la
nacionalidad argentina, 1852-1862. Buenos Aires, Hachette, y J. Victorica (1986),
Urquiza y Mitre. Contribución al estudio histórico de la organización nacional.
Buenos Aires, Hyspamérica.
14
En el caso particular de la actuación del naturalista prusiano Germán Burmeister en la
Argentina, es notable el peso que tuvieron sus criterios de organización del Museo
Público de Buenos Aires y del proyecto de institucionalización científica en Córdoba, aun cuando aquéllos obstaculizaran el logro de algunos objetivos locales y
estuvieran en vinculación mucho más estrecha con su estrategia personal de posicionamiento científico. Puede verse Mantegari, 2002, especialmente capítulo 3.
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SABER Y TIEMPO
14 (2002). 33-55
Separata 187.14
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO
BARILOCHE: UNA APROXIMACIÓN DESDE EL
DESARROLLO DE LA FÍSICA EXPERIMENTAL
Marisa C. García
Ailin M. Reising
Conicet, Universidad Nacional del Comahue, Fundación Bariloche
El presente trabajo indaga los orígenes del Centro Atómico
Bariloche y del actual Instituto de Física José Antonio Balseiro,
a partir de la reconstrucción de los programas de investigación experimental que se desarrollaron en esas dependencias
de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) en San
Carlos de Bariloche entre los años 1955 y 1962. Con este
propósito se analizan: la política científica institucional del
entonces Instituto de Física Bariloche y el Centro Atómico
Bariloche, sus relaciones con la CNEA y la estrategia de
resolución de la crisis económico-institucional que los afectó
entre 1958 y 1959, y se examina su incidencia en la consolidación de los programas de investigación.
El presente trabajo es parte de una investigación, recientemente iniciada, cuyo principal objetivo es indagar los orígenes del actual Instituto
de Física Juan A. Balseiro y el Centro Atómico Bariloche, atendiendo
especialmente al desarrollo de la física experimental. El período estudiado es el comprendido entre la puesta en marcha, en 1955, del
entonces Instituto de Física Bariloche, bajo la dirección de J. A.
Balseiro, y de la entonces Planta Experimental de Altas Temperaturas
34
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
(Centro Atómico Bariloche desde 1957), que estuvo primero a cargo de
Oscar A. Quihillalt y luego de O. Cabrera, hasta la reorganización
administrativa de ambas instituciones, en 1959, en una dirección centralizada que fue ocupada por Balseiro hasta su deceso en 1962.
Como eje del estudio se adoptó la consolidación de los primeros programas de investigación experimental, para lo cual se consideraron las relaciones institucionales establecidas entre el Instituto de
Física y diversos organismos nacionales e internacionales, el
equipamiento de la Planta Experimental, y la forma en que se encaró
la resolución y superación de la crisis económico-institucional que
afectó a ambas instituciones en 1958 y 1959.
En este trabajo se trata, en primer lugar, el Instituto de Física
Bariloche en términos de modelo de institución de formación científica. Se describen luego las líneas de investigación desarrolladas en la
CNEA hacia mediados de la década de 1950 y la continuidad de las
investigaciones de los profesores incorporados al Instituto, así como
las precarias condiciones de trabajo en que debieron desenvolverse,
deterioradas aún más con la crisis de los años 1958 y 1959. Por
último, se analiza la estrategia de resolución de dicha situación y su
impacto en el desarrollo de los programas de investigación.
Los inicios del Instituto de Física Bariloche: hacia la consolidación de un nuevo modelo de formación científica
A partir de 1952 comenzaron a elaborarse en la Comisión Nacional de
Energía Atómica (CNEA) distintos proyectos para utilizar los equipos
del Proyecto Richter disponibles en la Planta Experimental de Altas
Temperaturas.1 Uno de ellos apuntaba a desarrollar un centro de investigación y formación bajo la dirección de Enrique Gaviola, al que se
incorporarían algunos de los científicos recientemente integrados en la
CNEA,2 gran parte de los cuales se habían visto obligados a dejar sus
puestos en las universidades nacionales por razones políticas.3 Los
desacuerdos entre Gaviola y el Secretario Científico de la CNEA, M.
Beninson, sobre las condiciones de ingreso al Instituto frustraron ese
proyecto. Como lo relata Gaviola:
[...] Se leyó (o se dio por conocida mi propuesta, no recuerdo) y
enseguida el Secretario Científico leyó su informe, suprimiendo el
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
35
primero y segundo año de Bariloche y comenzando con el tercero.
Discutí el punto. [...] Al oír al Secretario Científico y su propuesta,
me levanté, me despedí en general y me fui (Gaviola, s/f).
Sin embargo, autores como López Dávalos y Badino señalan
que los motivos que truncaron la realización del proyecto de Gaviola
se relacionan, especialmente, con la viabilidad de un modelo de institución científica que articulara intereses militares y científicos “ya
que [Gaviola] creía que la disciplina de una actividad y la libertad
académica de la otra son esencialmente antagónicas” (López Dávalos
y Badino, 2000: 169).
Hubo también proyectos para la utilización de las instalaciones
de la Planta Experimental. En 1954, bajo la dirección de Alberto
González Domínguez y la colaboración de Luis A. Santaló y Balseiro,
se organizó allí un curso de verano, que continuaba el curso de reactores destinado a jóvenes investigadores que había organizado la CNEA
en 1953 en Buenos Aires. Al año siguiente se realizó en la Planta
Experimental una segunda escuela de verano en la que se repitió el
curso de reactores, se dictaron cursos de física teórica destinados a
estudiantes de física avanzados y se realizó un taller organizado por
Unesco para profesores de física (López Dávalos y Badino, 2000:
173-174).4
Tras la finalización de esta segunda escuela de verano, se concretaron las negociaciones para crear en las instalaciones de la Planta
Experimental un instituto de física, tal como se había pensado inicialmente. En el marco de este nuevo proyecto, el Secretario Ejecutivo
de la CNEA, P. Iraolagoitía, 5 le pidió al presidente Perón que designara a O. Quihillalt como responsable de la Planta Experimental.
Quihillalt se propuso como objetivo la consolidación del Instituto de
Física, junto a Balseiro e investigadores como W. Meckbach, J.A. Mc
Millan, A. Maiztegui y M. Abele.
El 29 de abril de 1954, el Rector R. Carretero e Iraolagoitía,
suscribieron un convenio entre la Universidad Nacional de Cuyo y la
CNEA, para la creación del Instituto de Física de Bariloche. Allí,
luego de estipularse las responsabilidades de ambas instituciones, se
expresaba:
36
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
[...] ambas partes declaran que el presente convenio tiene en su espíritu y finalidad un contenido esencialmente universitario, concurriendo el esfuerzo de las dos Instituciones contratantes a coadyuvar solidariamente en la formación de especialistas en Física, con lo cual se
contribuirá a apoyar y cimentar uno de los objetivos fundamentales
que en la materia prevé el Segundo Plan Quinquenal (Acta Convenio,
1955).
En el marco de esta política de estado, el Instituto se conformó
como una institución de formación e investigación científica que articulaba las políticas tendientes al desarrollo industrial y militar, promovidas por la CNEA, con el interés de un grupo de científicos
preocupados por superar las falencias existentes en la formación de
los físicos argentinos, especialmente en el área experimental. Tal
convergencia se plasmó en el perfil de científico que se aspiraba a
formar en el Instituto, tal como aparece descripto, por ejemplo, en las
notas enviadas por Beninson a las autoridades de las universidades
nacionales, informando sobre el inicio de sus actividades:
[...] con el propósito de formar investigadores en los distintos dominios de la física como ciencia pura y como ciencia de aplicación
tecnológica, y estimular particularmente las orientaciones que interesan a la CNEA [...] (Beninson, 1955).
La significación del Instituto en términos de cuestión de estado
se refleja en el informe que presentó Balseiro en 1955 al Interventor
de la Universidad Nacional de Cuyo, G. Basso:
[...] fue creado el IFB [...] estimando que con ello se satisfacía una
necesidad nacional, pues el país en general y la CNEA necesitan
urgentemente físicos con capacidad y adiestramiento científico en
todas las ramas de la investigación pura y tecnológica [...] (Balseiro,
1955c).
Como resultado de esta particularidad institucional, se generó
un organigrama que recreaba el del Laboratorio de Los Álamos, en
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
37
Estados Unidos, cuya dirección era compartida por un miembro de
las Fuerzas Armadas y un científico reconocido de la comunidad
disciplinar. Esta organización fue parcialmente modificada, el 4 de
enero de 1957, por una resolución del Directorio de la CNEA en
virtud de la cual la Planta Experimental pasó a denominarse Centro
Atómico Bariloche. (Resolución Directorio, 1957). Al año siguiente
se realizaron nuevas modificaciones en los organigramas del Instituto
y del Centro debidas, por una parte, a la asunción del presidente
Frondizi en mayo de 1958 y el consecuente cambio de autoridades en
la CNEA (Quihillalt fue reemplazado por Helio López hasta 1959,
cuando volvió a ocupar la Presidencia hasta 1973) y, por otra, a los
permanentes conflictos entre el Director del Instituto, J. A. Balseiro,
y el administrador del Centro, O. Cabrera. En este contexto, el 15 de
septiembre de 1958 Balseiro asumió, provisoriamente, también la
dirección del Centro, “unificando así la dirección de ambas instituciones” (López Dávalos y Badino, 2000: 219). Esta reorganización
significó que, en lo sucesivo, habría una dirección centralizada en
manos de científicos, con prescindencia de miembros de las Fuerzas
Armadas. Ello estimuló la autonomía de ambas instituciones pero no
rompió sus lazos de dependencia con la CNEA.
Junto con estos cambios orgánicos hubo modificaciones en la
política educativa del Instituto en respuesta, por una parte, a la evaluación de la formación de sus primeros graduados, en 1958, 6 y, por
otra, a los efectos, en las condiciones de enseñanza e investigación,
de la crisis económica que afectó al Instituto y al Centro entre 1958 y
1959. Las primeras obedecieron a la necesidad de revertir el agotamiento de los estudiantes, fortalecer su formación experimental y
promover su iniciación en la investigación. Estos cambios, que fueron propuestos por Balseiro a la Universidad Nacional de Cuyo, incluían:
[...] la reducción de cuatro a tres materias en los últimos periodos, lo
que permitirá poner mayor énfasis en tareas en las que el alumno se
inicia a la investigación [...] y el reemplazo de un curso optativo del
cuarto periodo por la asignatura “trabajos de laboratorio V” que reforzará la formación básica experimental [...] (Balseiro, 1958a).
38
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
El impacto de la crisis económica sobre las condiciones de
enseñanza e investigación, al generar la movilidad del cuerpo docente, afectó no sólo la dinámica de las clases sino la de las divisiones de
investigación. Como le señaló Balseiro a Mario Báncora:
[...] hasta el momento no hemos podido contar con un plantel fijo de
personal docente especializado y hemos tenido que improvisar período por período los cursos aprovechando de las visitas, generalmente
demasiado breves, de invitados extranjeros [...] Cualquier [...] especialista en física sería bienvenido” (Balseiro, 1958c).
La solución de este problema se transformó en una urgencia
institucional, cuya estrategia de resolución se apoyó en la política
científica promovida por la CNEA y fue una ratificación de los principios del Instituto sobre formación de investigadores en áreas experimentales. Una formación que, como ya había afirmado Balseiro,
“solo es posible mediante investigadores [...] en la actividad de reconocida idoneidad” (Balseiro, 1955c). Este énfasis, que encuentra antecedentes en el proyecto presentado por Gaviola a la CNEA en 1953,7
representó una toma de posición en las discusiones de la época sobre el
estado de la física en el país y las políticas científicas conducentes a su
desarrollo.
La ingerencia de la CNEA en la política científica del IFB-CAB: los
condicionamientos de los primeros programas de investigación
La promoción de las actividades experimentales en el Instituto de
Física y Centro Atómico de Bariloche estuvo condicionada por tres
factores: (1) los intereses particulares de la CNEA, que se relacionaban, principalmente, con las actividades tecnológico-industriales, y la
continuidad de algunas de las líneas de investigación que se desarrollaban en la institución desde principios de la década de 1950; (2) las
áreas de trabajo de los profesores contratados, y (3) las condiciones de
trabajo a las que debieron adecuarse (1) y (2), y la incidencia en ellas de
la crisis económico-institucional de 1958 y 1959.
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
39
1. Líneas de investigación desarrolladas en la CNEA a mediados
de la década de 1950.
Luego de la cancelación del Proyecto Richter en 1952, la CNEA
desarrolló un importante programa de intercambio que posibilitó la
formación y perfeccionamiento de científicos argentinos en el exterior
así como la estada de prestigiosos especialistas extranjeros, con el
objeto de promover la investigación en áreas no desarrolladas o escasamente trabajadas en el país. En este marco, se becó a C. Mallmann, F.
Alsina, E. Bosch y J. Roederer para que se capacitaran, en diversos
institutos del extranjero, en el montaje y uso de maquinarias y equipos,
tales como separadores de masas, espectrógrafos de masas y
espectrógrafos beta magnéticos. Se financiaron, asimismo, las estadas
de científicos como R. Bouchez y J. Teillac, del Institut du Radium, T.
Gerholm, I. Bergstrom y T. Lindsqvist, quienes conformaron el grupo
sueco especializado en espectroscopia nuclear (Westerkamp, 1975:
49). Se realizó, asimismo, una gran inversión en maquinarias, como un
sincrociclotrón, un acelerador de cascadas Crockcroft Walton y un
espectrógrafo de masas. Como señaló Iraolagoitía, dicha inversión
representó una significativa innovación pues: “nunca se había gastado
tanto en instrumentos de física en el país” (Mariscotti, 1985: 261).
Esta política científica le permitió a la CNEA ser reconocida
por la comunidad científica nacional e internacional como una institución científica. Hacia 1955 sus miembros comenzaron a destacarse
en diversos encuentros científicos, entre los que pueden mencionarse
las reuniones de la Asociación Física Argentina (AFA) y la Primera
Conferencia Internacional sobre la utilización de la energía atómica
con fines pacíficos, que se realizó en Ginebra en agosto de 1955.8
Al momento de crearse el Instituto de Física, en la CNEA se
desarrollaban programas de investigación en áreas tales como:
espectroscopia, radiación cósmica, placas nucleares, alta tensión,
microscopia electrónica, espectroscopia óptica, separación de masas,
separación de isótopos y químico-física, cada una de las cuales estaba
institucionalizada en un laboratorio.9 La mayor parte de las actividades de estos laboratorios, enmarcadas en la política de promoción de
nuevas áreas de investigación trazada por la CNEA, se vincularon
con la construcción, montaje y puesta a punto de equipos y maquina-
40
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
rias, como surge de la descripción de actividades en espectroscopia
nuclear o separación de masas.10 Asimismo, el condicionamiento de
las políticas de estado en el estímulo de determinados programas de
investigación se observa, por ejemplo, en la conformación de los
laboratorios de metalurgia y de química física (Acta de Directorio,
1955).
2. Continuidad de las investigaciones y primeros trabajos de los
profesores contratados
La selección de los docentes e investigadores del Instituto estuvo
condicionada por el interés de la CNEA en promover nuevas líneas de
investigación o profundizar las anteriormente mencionadas, en función
de las necesidades del Estado. Con este propósito fueron contratados
para el área de física experimental: W. Meckbach, responsable del
curso Trabajos de Laboratorio I, A. Maiztegui, profesor adjunto del
curso Trabajos de Laboratorio I, R. Platzeck, a cargo del curso Trabajos de Laboratorio II, y M. Abele, responsable del curso Trabajos de
Laboratorio III.11 Finalmente, en enero de 1956 fue contratado J. A. Mc
Millan para el curso de Físico Química I. Entre las condiciones de
contratación de estos profesores figuró la garantía de continuidad de
sus investigaciones en microondas, óptica instrumental y separación
isotópica (M. Abele, 1955).
Abele había desarrollado actividades de investigación en Córdoba, donde había trabajado, desde 1948, en la construcción de un
acelerador lineal de electrones,12 y había diseñado un prototipo de
generador de microondas de baja potencia. Este equipamiento fue
trasladado y montado en la Planta Experimental, donde se intentó
construir un generador de microondas de mayor potencia para alimentar el acelerador. En una de sus primeras investigaciones en
Bariloche, Abele estudió ondas de choque con el propósito de analizar cómo la ionización producida afectaba la propagación de ondas
electromagnéticas, para lo cual contó con la colaboración del alumno
J. Olcese (López Dávalos y Badino, 2000: 196-197). El tema, de
especial interés para la CNEA por sus aplicaciones en la fabricación
de explosivos, fue estudiado también por Maiztegui.13
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
41
Otro de los aportes de Abele se relacionó con su capacidad
para armar y adecuar el material remanente del Proyecto Richter, con
lo cual promovió nuevas líneas de investigación,14 tal como ocurrió
con el estudio del efecto “pinch”, las condiciones del plasma iónico y
su eventual aplicación en experimentos de fusión. En esta línea trabajaron W. Meckbach y L. A. Moretti.15 Sin embargo, “los estudios del
plasma, no pasaron más allá de un proyecto” (Westerkamp, 1975:
86).
Por su parte, Platzeck había desarrollado, durante la década de
1940, investigaciones en el área de óptica instrumental y astrofísica
en el Observatorio Nacional de Córdoba, especialmente en métodos
de control de superficies ópticas, junto a Gaviola (Bernaola, 2001:
243, 274). En Bariloche estimuló programas de investigación en rayos X y microscopía y colaboró en la construcción del acelerador
lineal.
Mc Millan pertenecía al laboratorio de separación isotópica de
la CNEA desde 1953. Junto a T. Buch desarrolló trabajos sobre separación isotópica de litio y determinación de coeficientes de viscosidad de gases reales,16 área en la que trabajó también M. Foglio, quien
había realizado investigaciones en los efectos de los gradientes de
temperatura en la difusión de neutrones térmicos.17 Asimismo, junto a
su esposa, C. Massa, realizó estudios sobre refrigeración de blancos
bombardeados por haces de iones intensos, estructuras cristalinas con
rayos X y susceptibilidades magnéticas (Mc Millan, s/f).
Pese a su compromiso inicial de garantizar a los docentes la
continuidad de sus investigaciones, adecuándolo a los intereses
institucionales y científicos, la cobertura que proporcionó la CNEA
no siempre tuvo en cuenta las condiciones óptimas de formación y
trabajo de investigadores y estudiantes. En este sentido, a propósito
de un tema de tesis que le sugirió Quihillalt, Maiztegui señala:
[...] entiendo que la CNEA no es una entidad de beneficencia para
científicos que quieran hacer lo que más les guste, por tanto si ella me
pide que me dedique a esos trabajos, no veo, honradamente cómo
decir que no [aunque] de acuerdo con lo expuesto [...] por Balseiro,
de ese tema nadie sabe nada y, por tanto, nadie puede guiarme [...]
(Maiztegui, 1955).
42
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
3. Condiciones de trabajo y la incidencia de la crisis económicoinstitucional de 1958 y 1959
Los programas de investigación experimental no sólo encontraron
limitaciones técnicas, dado que los equipos disponibles se vinculaban
principalmente con investigación en fusión nuclear,18 sino que debieron adecuarse a precarias condiciones de trabajo, relacionadas con el
suministro discontinuo de energía eléctrica, la provisión de gas entubado, que debía encargarse a Bahía Blanca, y el abastecimiento de agua
de arroyos y vertientes. A ello se sumaba que los insumos y el
equipamiento para los laboratorios de enseñanza e investigación debían ser enviados por la CNEA desde Buenos Aires.
A pesar de la lentitud que estas condiciones impusieron a su
desarrollo, las actividades no perdieron continuidad gracias, en gran
medida, al apoyo brindado por distintas instituciones locales. Balseiro
dio cuenta de estas limitaciones y apoyos en un informe de 1955 al
Rector de la Universidad de Cuyo:
[...] los trabajos prácticos de química se realizan en un laboratorio
improvisado para este objeto que adolece de ser de capacidad reducida y hasta ahora de la falta de gas. Análogamente a lo mencionado,
en el curso de trabajos de física ha sido necesario acondicionar el tipo
de trabajos al material ya existente más que a razones didácticas e
igualmente sería de una gran conveniencia disponer del material solicitado con carácter de urgente y en forma especial de algunas balanzas analíticas de las cuales no se dispone más que de una obtenida en
carácter de préstamo por el Hospital Zonal de esta localidad (Balseiro,
1955b).
Estas precarias condiciones de trabajo suscitaron una significativa movilidad en el cuerpo docente, que se incrementó con la crisis
económica que atravesaron el Instituto de Física y el Centro Atómico
de Bariloche entre 1958 y 1959. Esta situación no sólo afectó el
desarrollo del currículo del Instituto sino también la dinámica de los
grupos de trabajo, algunos de los cuales quedaron acéfalos tras la
partida de Moretti, en julio de 1958, y de Abele y Mc Millan, en
1959, a Estados Unidos.
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
43
Estos problemas fueron resueltos mediante una estrategia institucional que marcó una continuidad con la política científica de la
CNEA y, al fortalecer los vínculos con organismos e instituciones
internacionales y del exterior, contribuyó a que el Instituto y el Centro Atómico ingresaran en la comunidad disciplinar internacional. Se
suscribieron convenios con organizaciones como el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA),19 la Comisión de Fondo de
Apoyo para el Desarrollo Económico (Cafade) o la Comisión
Fullbright, mediante los cuales se financiaron contratos con especialistas (que evaluaron, desarrollaron o reorientaron líneas de trabajo
acordes con la infraestructura y recursos humanos disponibles) y se
otorgaron becas de perfeccionamiento en el extranjero a los egresados
del Instituto; como la Fundación Ford, que dotó de material bibliográfico la biblioteca del Centro Atómico, o la Marina de Estados
Unidos, que donó instrumental para el desarrollo de investigaciones
en física nuclear.
Esta estrategia contribuyó a resolver problemas inmediatos y
garantizó, también, la continuidad institucional del Instituto de Física
y Centro Atómico de Bariloche, como se desprende de los comentarios de Balseiro a M. Balanzat:
[...] están llegando todos los equipos necesarios y tenemos asegurada
la colaboración de varios expertos extranjeros hasta fines de 1962.
Además hay buenas posibilidades de obtener nuevos importantes subsidios por parte de organizaciones internacionales (Balseiro, 1961).
Consolidación de las primeras divisiones de investigación
El principal efecto de la estrategia de resolución de la crisis, que se
acaba de describir, fue un mayor dinamismo en las actividades experimentales, si bien gran parte de ellas consistieron en diseñar, armar y
montar el equipamiento necesario para la consolidación de grupos de
investigación en las áreas de física de metales, física nuclear, resonancia magnética o bajas temperaturas. Se conformaron cuatro divisiones
de investigación experimental, para lo cual resultaron de vital
importancia.las estadas de G. Schoeck, de la Universidad de Stuttgart,
S. K. Allison, de la Universidad de Chicago, A. Nilson, de la Universi-
44
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
dad de Uppsala, y J. Daniels, de la Universidad de British Columbia, en
Vancouver.
División Física de Metales
En 1957, respondiendo a los intereses industriales y militares de la
Comisión, se creó la División Metalurgia en los laboratorios de la
CNEA en Buenos Aires, bajo la dirección de J. A. Sábato. Luego de
varios intercambios entre Sábato, Balseiro e Iraolagoitía, se decidió
poner en marcha un programa de investigación en física de metales en
el Centro Atómico de Bariloche (Mariscotti, 1985: 283) Para tal fin se
gestionó, en 1959, la estada de Schoeck, financiada por el Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Durante
los dos años que duró esa estada, se desarrolló un proyecto de investigación sobre problemas de dislocaciones y átomos intersticiales en
metales, que contó con un subsidio de la Oficina de Investigaciones del
Ejército de Estados Unidos.
En este proyecto trabajaron varios egresados del Instituto, como
T. Halpern -quien se había perfeccionado en efectos electromagnéticos transversales en cristales de hierro silicio en Alemania-, M.
Mondino -especializado en investigación básica en metalurgia- y A.
Vidoz quien, luego de haber estudiado dos años en la Universidad de
Birmingham, se dedicaba al estudio de efectos y dislocaciones con
técnicas de rayos X.
Junto con la estada de Schoeck, la División contó con los aportes de otro especialista en el área, G. Davies, de la Universidad de
Birmingham, quien desarrolló, hasta septiembre de 1961, un programa de investigación en creeps financiado por el OIEA.
División Neutrones Rápidos
Balseiro, interesado en impulsar las investigaciones en el área de física
nuclear, le encargó a C. Mallmann -quien se encontraba en el Argonne
National Laboratory, de Illinois- que contactara a un especialista en
neutrones rápidos, que estuviera interesado en realizar una estada en
Bariloche financiada por el OIEA. Se iniciaron gestiones para contratar
a O. Hittmar, del Atominstitut de Viena, que ya había estado relaciona-
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
45
do con la CNEA. Estas no prosperaron, debido a retrasos burocráticos,
y en 1961 se contrató a S. K. Allison, del Fermi Laboratory de la
Universidad de Chicago. Cuando llegó a Bariloche, el grupo de neutrones
rápidos, dirigido por W. Meckbach e integrado por A. Kestelman, I.
Cisneros y E. Bonacalza, egresados del Instituto, estaba trabajando en
el acelerador electrostático, que había sido desmontado de la CNEA en
Buenos Aires, y en las dos fuentes de neutrones disponibles en el
Centro Atómico.20 Este trabajo tenía el propósito de producir reacciones nucleares utilizando los núcleos orientados que produciría la División de Bajas Temperaturas, dirigida por J. Daniels, en el marco de un
proyecto de investigación que integraba las actividades de las cuatro
divisiones experimentales consolidadas en el Centro Atómico.
Las contribuciones de Allison excedieron su apoyo a este grupo: gestionó ante la Marina de Estados Unidos la donación de
equipamiento para investigación en física nuclear, obtuvo ayuda presupuestaria de la Fundación Ford para equipar y modernizar la biblioteca, y estimuló el desarrollo de otros programas de investigación,
como el de electrónica, para el cual sus contactos con la International
Cooperation Administration (ICA) de Washington posibilitaron la contratación, en 1961, de W. Overdahl, del Institute for Computer Research
de la Universidad de Chicago.
Una vez finalizado su contrato, Allison elevó al OIEA un informe detallando las ventajas y limitaciones de las instalaciones de
Bariloche para la promoción y desarrollo de líneas de investigación
internacionalmente competitivas. En ese informe ponderó el nivel de
física teórica de los alumnos del Instituto de Física y señaló algunas
falencias en la formación experimental, particularmente en el área de
física nuclear.
Uno de sus aportes más significativos al grupo de neutrones
rápidos fue sugerir la reorientación de sus actividades de investigación hacia la física atómica, estimando que con ello sería posible
producir ciencia internacionalmente competitiva, ya que, a su juicio,
el equipamiento disponible no contribuiría con investigaciones de
relevancia en el área de física nuclear (Allison, 1961).21 Siguiendo
este diagnóstico, a mediados de 1961 Meckbach se trasladó a la Universidad de Chicago, con una beca del Conicet, y permaneció allí
hasta fines de 1963 perfeccionándose en técnicas de haces de iones
para estudios en física atómica, junto a Allison y su grupo.
46
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
División Resonancia Magnética
A comienzos de la década de 1960 el Centro Atómico adquirió, con
subsidio del OIEA, un equipo de resonancia magnética de spin, que
había estado destinado originalmente a las investigaciones en radicales
libres del grupo de Mac Millan. Sin embargo, tras su renuncia en 1959,
el equipo fue destinado a A. Nillson, un experto en rayos X y resonancia magnética de la Universidad de Uppsala, quién arribó al Centro, a
fines de 1960, financiado por el OIEA.22
Si bien había sido contactado inicialmente por Balseiro para
cubrir el curso de Meckback durante su estada en la Universidad de
Chicago, su principal aporte consistió en organizar tanto un programa
de investigación como los cursos del Instituto sobre resonancia magnética. Su estada se prolongó hasta mediados de 1962 y con él trabajaron estudiantes del Instituto como C. Fainstein, J. Abriata y A.
García.
En ese mismo año, la División experimentó un gran impulso.
Por un lado, al recibir un subsidio de la Comisión Interamericana de
Energía Nuclear para la compra de un espectrómetro banda Q, que
funcionaría en paralelo con el espectrómetro banda X donado por el
OIEA y, por otro, mediante la reincorporación de algunos de los
egresados del Instituto que habían finalizado su perfeccionamiento en
el extranjero, como M. Foglio, en la Universidad de Bristol, y M.
Salomón, en la Universidad de Uppsala.
División Bajas Temperaturas
Esta División se conformó en 1958, durante la estada de Daniels de la
Universidad de British Columbia, en Vancouver, financiada por la
Universidad de Buenos Aires, quien desarrolló investigaciones en el
área de física del estado sólido y física nuclear con técnica de bajas
temperaturas.
El programa de Daniels tuvo como objetivo efectuar mediciones del calor específico de metales y aleaciones en temperaturas inferiores a 1 grado kelvin y de la distribución angular de rayos gamma
de núcleos radiactivos en metales. Uno de los principales motivos
para promover este programa era el desarrollo del proyecto de inves-
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
47
tigación integral, mencionado anteriormente, en el cual el grupo de
Daniels orientaría núcleos mediante campos intercristalinos usando el
acoplamiento de estructuras finas.
El desarrollo de este programa de investigación constituyó una
de las inversiones más importantes del Instituto de Física y Centro
Atómico de Bariloche en aquellos años, puesto que significó, además
de la capacitación de egresados del Instituto en áreas no desarrolladas
en el país (para lo cual se promovió el viaje de J. Cotignola, O.
Vilches y M. E. Porta a la Universidad de British Columbia, en
Vancouver, y se financió, a través de la CNEA, la estada de dos
becarios de Daniels, M. Haggerty y R. Hodgson), el montaje de una
estructura de laboratorio completamente novedosa.23
A mediados de 1961, Daniels regresó a su país y fue contratado
J. Dabbs del Oak Ridge National Laboratory de Estados Unidos, a
través de la Comisión de Intercambio Educativo entre Estados Unidos y Argentina. En Bariloche, Dabbs dirigió trabajos sobre estructura de metales y aleaciones, pero retornó a su país, al cabo de seis
meses, disconforme con las medidas de seguridad existentes para
trabajar con el licuefactor de hidrógeno recientemente montado.
En 1962 arribó al Centro Atómico J. Wheatley, de la Universidad de Illinois, financiado por la Comisión Fullbright, quién tomó a
su cargo el programa de bajas temperaturas y reorganizó las metas
del grupo en función de valores epistémicos, como la precisión y la
competitividad (Fasano, 2000).
En líneas generales, se observa que los criterios de solicitud de especialistas y de planificación de los programas de investigación tendieron a
estimular líneas de trabajo internacionalmente competitivas y de bajo
costo de implementación. En este sentido, el impacto de estas visitas,
en su mayor parte financiadas por el OIEA, 24 puede percibirse en
varios aspectos: (1) en el fortalecimiento y la reorientación de líneas de
trabajo previamente existentes, como ocurrió con las Divisiones de
física de metales o de neutrones rápidos; (2) en el estímulo y desarrollo
de nuevas líneas de investigación, como sucedió con la consolidación
del Grupo de bajas temperaturas; (3) en el equipamiento y modernización de los laboratorios, como ocurrió en la División resonancia magnética, y (4) en la continuidad de la formación de los egresados del
48
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
Instituto en laboratorios o institutos extranjeros y su reincorporación al
Instituto de Física y Centro Atómico de Bariloche.25
A modo de cierre
La creación y consolidación del Instituto de Física y Centro Atómico
de Bariloche, como resultado de la convergencia de intereses de la
Universidad Nacional de Cuyo y de la CNEA, muestra el afianzamiento de un modelo científico institucional novedoso para la comunidad
científica nacional. Dicha convergencia significó un acuerdo de objetivos entre un grupo de científicos, interesados en subsanar las falencias
existentes en la formación e investigación en física, especialmente en
el área experimental, y un programa estatal de desarrollo industrial y de
defensa.
Esta articulación de intereses puede inscribirse en la tendencia
de la investigación científica, de comienzos de la década de 1950, a
desarrollarse al margen de las universidades (Myers, 1992:106-107),
en instituciones creadas por el Estado para tal fin, como la CNEA, el
Instituto Nacional de Tecnología Agraria (INTA) o el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) (Oteiza, 1992b: 38-39).
En el caso de la CNEA se generó un modelo de institución
científica cuyo funcionamiento resultó ejemplar en Bariloche, no sólo
en su etapa de conformación sino también en la definición de políticas institucionales, tal como puede observarse en la estrategia de
resolución de la crisis económico-institucional que se experimentó a
fines de la década de 1950. Este modelo se basó en la necesidad de
contar con un mayor número de físicos, especialmente experimentales, capaces de desarrollar en el país las áreas más avanzadas de la
física. Con este propósito, se dio prioridad a la formación experimental y se promovieron vínculos con universidades, institutos y laboratorios extranjeros.
En el marco de este proceso, el Instituto de Física y Centro
Atómico de Bariloche se consolidó como un centro de formación e
investigación con una fuerte inserción en la comunidad disciplinar
internacional que condicionó, en gran medida, el desarrollo de sus
programas de investigación. Asimismo, la continuidad de la política
científica de la CNEA, con respecto al intercambio de científicos,
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
49
posibilitó la consolidación de programas de investigación que,
enmarcados en las necesidades del Estado, resultaron viables para un
país periférico. En este sentido, la principal innovación del Instituto
de Física y Centro Atómico de Bariloche consistió en la capacitación
de recursos humanos en el diseño, montaje y manejo de equipos
experimentales, como así también en el área específica de investigación.
Notas
1. El Proyecto Richter fue un intento de pretendida fusión nuclear que emprendió en
1952 el fisico austriaco Ronald Richter, con apoyo del Presidente Perón, sobre el
cual “Gaviola [...] consideraba que [...] el Presidente de la Nación había despreciado la opinión de los científicos del país, que lo habían alertado sobre el fraude, ya
desde los inicios de la gestión de Richter. Por no tomar en cuenta esas opiniones, la
Nación había dilapidado enormes recursos económicos pero, por sobre todo, había
afectado profundamente el prestigio científico internacional que la Argentina había
logrado con gran esfuerzo” (Bernaola, 2001: 422).
2. La crisis de las universidades había motivado que muchos docentes e investigadores se incorporaran a la CNEA, como ocurrió con Kowalewski, Bemporad, Bertomeu,
Alsina, Scheuer, Mayo, Rosenblatt, Bosch, Pierre, Cairo, Crespi, Mc Millan,
Puente, entre otros (Westerkamp, 1975: 47). Como sostiene Marzorati (2000: 167),
[...] la Comisión ofreció un espacio de libertad donde había posibilidades de
trabajar sin la presión política que se ejercía entonces en las universidades. Fue
el único organismo en el que no se pedía afiliación al partido gobernante y en
que hubo total prescindencia partidista.
Esta situación estimuló una profunda diferencia entre los físicos que ingresaron a la
CNEA y los que se negaron a hacerlo, que llevó a agudas controversias, algunas de
ellas plasmadas en publicaciones posteriores a 1955. Por este motivo, luego del
derrocamiento de Perón en septiembre de 1955 se produjo un “natural éxodo” de
científicos de la CNEA hacia las universidades (Westerkamp, 1975: 48).
3. En la XVIII Reunión de la Asociación Física Argentina, que se realizó en Córdoba
entre el 21 y 22 de septiembre de 1951, Gaviola se refirió al estado de las
universidades nacionales expresando una dura crítica del deterioro paulatino que
sufrían, debido, a su juicio, a la preponderancia que habían alcanzado los factores
políticos y personales sobre los educativos y científicos (Bernaola, 2001: 421).
4. Los cursos de 1955 abordaron temas como física nuclear (a cargo de C. Mallmann,
Peyre, T. Suter, Mayo, Lagatta y Slodobrian), electrodinámica cuántica (a cargo de
G. Beck, J. A. Balseiro. Bollini y D. Bes) y electromagnetismo. También participó
el grupo de W. Seelmann-Eggebert, en temas relacionados con radioquímica y
50
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
diversos trabajos experimentales desarrollados con el sincrociclotrón en Buenos
Aires (Mariscotti, 1985: 263-264).
5. El Capitán naval P. Iraolagoitía se desempeñó como Secretario Ejecutivo de la
CNEA entre los años 1952 y 1955 y posteriormente ejerció la Presidencia del
organismo entre 1973 y 1976.0
6. El 7 de junio de 1958 se graduaron doce de los alumnos que habían comenzado sus
estudios en el Instituto el 1 de agosto de 1955. Los primeros graduados fueron: H.
M. Antúnez, E. Bisogni, E. Bonacalza, H. Erramuspe, L. Falicov, V. Gründfeld, T.
Halpern, A. J. Kestelman, N. Ladizesky, J. Litvak, J. J. Olcese y A. Vidoz.
7. La preocupación de Gaviola por la formación de físicos experimentales y las
medidas a tomar para desarrollar la física en el país fue permanente. En el Informe
bianual del Presidente saliente de la Asociación de Física Argentina (AFA),
periodo 1948-1950, Gaviola menciona que:
[...] persiste entre nosotros el desequilibrio entre física teórica y experimental.
No sobran físicos teóricos, pero faltan físicos experimentales [...] Los estudiantes, a punto de elegir especialización se apartan, naturalmente, de un campo de
trabajo (la física experimental) que ven tratado con desprecio por la mayoría de
sus profesores. [...] Es bueno que nuestros teóricos recuerden que la física es
una ciencia de base empírica, que un teórico cada cinco experimentadores es
una proporción armónica, y que todos debemos colaborar en el desarrollo de la
física experimental (Gaviola, 1951).
8. La participación argentina en la Conferencia e Ginebra resultó de gran importancia
para el desarrollo de la física nuclear en el país, ya que en dicha oportunidad se
realizó, por primera vez, un intercambio sobre los conocimientos alcanzados por
diversos países en torno a la temática (Castro Madero y Tackacs, 1991: 30).
9. Entre los científicos que desarrollaban sus actividades en los laboratorios de la
CNEA figuraban: J. Roederer, B. Cougnet, P. Waloschek, H. Ghielmetti, J.
Cardoso, J. Anderson y E. Pérez Ferreira, entre otros, en radiación cósmica, a cargo
de A. Cicchini; E. Galloni a cargo del ciclotrón; G. Scheuer, a cargo del laboratorio
de alta tensión; M. Bemporard, en la dirección del grupo de separación de isótopos;
M. Vidal, como director del laboratorio de espectroscopia de masas; C. Mallmann
a cargo del laboratorio de espectrocopía nuclear, y W. Seelmann-Eggebert en la
dirección del grupo de radioquímica, conformado por J. Flegenheimer, R. Rodríguez
Pasqués, S. Nassiff, J. Rodríguez, M. Palcos, J. Baró y R. Radicella, entre otros
(Westerkamp, 1975: 47-49).
10. Los laboratorios que estaban dedicados a tales actividades eran los de espectrocopía
nuclear, radiación cósmica, alta tensión, separación de masas y separación de
isótopos (Acta de Directorio, 1955).
11. Los profesores Platzeck y Abele no ejercieron funciones docentes durante el
primer cuatrimestre, agosto-diciembre 1955, tiempo en el que sus actividades se
LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
51
centraron en el armado de algunos de los laboratorios en la Planta Experimental
(Balseiro, 1955a).
12. Por aquel entonces sólo se contaba con una máquina similar en Stanford, California.
Este tipo de acelerador utiliza resonadores cilíndricos de cobre unidos a lo largo de
su eje. Oscilaciones electromagnéticas de alta frecuencia en dichos resonadores
dan lugar a un campo eléctrico en torno al eje del resonador, a partir de lo cual es
posible acelerar partículas cargadas (López Dávalos y Badino, 2000: 196)
13. Maiztegui fue alumno de Balseiro en los cursos de verano de la Unesco, en 1954, y
se graduó en 1956 en la Universidad de Buenos Aires, con una tesis sobre
microondas en cavidades especiales (Maiztegui, s/f).
14. A tal efecto readaptó y utilizó instrumentos, tales como condensadores y
osciloscopios, y un equipo de 100 mil voltios, remanentes del Proyecto Richter
(López Dávalos y Badino, 2000: 197).
15. Meckbach había llegado a la Argentina en 1951, luego de doctorarse en la Universidad de Frankfurt, donde había trabajado en el área de microondas. Antes de incorporarse al Instituto de Física había desarrollado actividades en los laboratorios del
Instituto Tecnológico del Sur, en Bahía Blanca, y de la Universidad Nacional de La
Plata (Ponce, 1997). Moretti había trabajado en la Escuela Superior de Aerotécnica y
en la Universidad Nacional de Córdoba. En agosto de 1955 se incorporó al plantel
docente del Instituto a cargo del curso de Mecánica (Moretti, s/f).
16. De esos trabajos de Mc Millan surgió el primer artículo del Instituto y la Planta
Experimental publicado en una revista internacional: “Wide-Range Termal
Convection Manometer”, Rev. Sci. Inst (1957), 28: 881.
17. Foglio, Licenciado en Química, se incorporó al plantel docente como profesor
adjunto del curso de Química en agosto de 1955 (Resolución UNC, 1955).
18. Según consta en el Inventario de la Planta Experimental elaborado por T. Hotz a
pedido de Gaviola en junio de 1953, se contaba con: 47 amperímetros de hierro
móvil, 57 amperímetros bobina móvil, 2 amperímetros elctrodinámicos, 9 testers,
26 amplificadores a cepillo, 10 actinómetros Kipp, 10 cámaras fotográficas para
osciloscopios, 11 cámaras filmadoras, 14 contadores Geiger Müller, 5 cronómetros,
2 densitómetros, 5 detectores de radiación X y Gamma, 7 escalímetros, 10
estabilizadores de tensión G. E. 5KVA, 5 estabilizadores de tensión G.E. 1KVA,
13 puentes potenciométricos, 3 puentes de alta tensión, 5 puentes de tensión
estabilizada, 5 fotómetros, 36 galvanómetros de diversos tipos, 5 generadores de
baja frecuencia, 2 generadores de alta frecuencia, 2 generadores de radiofrecuencia,
16 integradores mecánicos, 2 medidores de ionización, 3 kilovoltímetros, 66
microamperímetros, 89 miliamperímetros, 27 milivoltímetros, 10 mavómetros, 9
osciloscopios, 32 oscilógrafos, 18 altoparlantes, 23 pirómetros, 16 preamplificadores,
28 registradores fotoeléctricos G. E., 12 registradores de corriente contínua, 23
registradores termoeléctricos, 14 oscilógrafos registradores de 6, 4 y 1 canal, 12
relais electrónicos, 1 termocupla al vacío, 8 termocuplas, 6 termorelais Kipp, 28
52
MARISA C. GARCÍA - AILIN M. RESING
voltímetros hierro móvil, 75 voltímetros bolina móvil, 2 voltímetros a válvula
phillips y 1 voltímetro de alta frecuencia (Hotz, 1953).
19. El OIEA fue creado en julio de 1957 en el marco del Programa Átomos para la Paz,
como organismo intergubernamental autónomo perteneciente al sistema de las
Naciones Unidas. El OIEA comprende: la Conferencia General (integrada por los
países miembros), la Junta de Gobernadores (conformada por miembros representantes de todas las áreas geográficas, algunos de los cuales son miembros permanentes y otros se eligen anualmente en la Conferencia General) y la Secretaria
(responsable de la administración y ejecución del programa del organismo). Cabe
destacar que, desde su creación hasta 1991, la Argentina contó con un delegado en
la Junta de Gobernadores (Castro Madero y Takacs, 1991: 204-205), que desempeñó siempre un papel decisivo en la obtención de becas y financiación para el
Instituto de Física.
20. Se refiere a las fuentes de deuterio-deuterio y deuterio-tritio que había en el Centro
Atómico. Esta última funcionaba con un flujo del orden de 5.10 a 8 neutrones.
21. Como Allison menciona en su informe, “el acelerador y las técnicas de detección y
medición convencionales no [contribuirían] a que el Instituto de Física pueda
situarse en un lugar relevante a escala internacional” (Allison, 1961).
22. Nillson había sido recomendado por I. Bergström, un destacado físico nuclear del
Nobel Institute of Physics de Estocolmo, que había visitado el Centro Atómico
entre 1958 y 1959, financiado por Unesco.
23. En una carta a M. Báncora, Balseiro le comenta: “este programa es bastante
ambicioso en sí mismo e involucra una cantidad de etapas a cumplir casi al minuto:
cualquiera de ellas que fracase puede hacer fracasar todo el proyecto. En el
momento actual es uno de nuestros mejores proyectos y mejor fundados” (Balseiro,
1959).
24. En este aspecto, las relaciones entre Balseiro y Báncora, delegado ante el OIEA,
parecen haber operado favorablemente. Lo mismo en el convenio entre el OIEA y
la CNEA, de 1959, en virtud del cuál se proveerían anualmente, al Instituto de
Física, expertos en distintas especialidades, como fueron los casoS de G. Davies,
de la Universidad de Birmingham, y M. A. Melvin, de la Universidad de Florida,
EUA (Anónimo, 1959).
25. En este sentido, además del OIEA, desempeñaron papel primordial organismos
como la Oficina de Investigaciones del Ejército de los Estados Unidos y la
Comisión de Intercambio Educativo entre Estados Unidos y Argentina.
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LA CONSOLIDACIÓN DEL CENTRO ATÓMICO BARILOCHE
53
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Enfoques
EL CONTROL DE ALIMENTOS
EN LOS PAÍSES FLAMENCOS EN EL SIGLO XIV
Carlos A. Andrada
Universidad Nacional de Catamarca
Se ha calculado que en la antigüedad, el fraude
de alimentos y bebidas en forma insidiosa, disimulada pero constante, ha producido mayor mortalidad que todas las epidemias juntas de peste
bubónica y de cólera.
A. MONTCHRETIEN
Corrían los siglos XII y XIII. En la región flamenca, que ocupaba parte
de Francia y de las actuales Bélgica y Países Bajos, cada ciudad
utilizaba el derecho de dictar ordenanzas municipales con respecto a la
producción y el comercio de productos alimenticios: la carne, el pescado, el pan, el vino y la cerveza. Las comunidades debían, por lógica,
velar por el precio y la calidad de las mercaderías provenientes de las
zonas agrarias. Cualquier persona dedicada a faenar animales, a transformar el grano en harina y luego en pan, a importar y distribuir vinos
o pescados, o a fabricar cerveza, ejercía un oficio y, a la vez, cumplía
una función relacionada con el abastecimiento de la ciudad. Las ordenanzas alimentarias incluían prescripciones para estos proveedores y
gozaban de un carácter anticorporativo. Se puede pues –y esto es lo que
nos interesa– considerar estas ordenanzas de la Edad Media como una
legislación alimentaria precoz.
En los archivos de Amberes se encuentra el manuscrito denominado: “Estas son las Ordenanzas de la Ciudad de Amberes”, fechado en el año 1312. Los documentos tienen, sin duda, un origen más
antiguo, pero los ejemplares anteriores se perdieron (Kestens, 1990).
Es preciso valorar, 900 años después, con profundo respeto el texto
56
CARLOS A. ANDRADA
de estas ordenanzas. En el siglo XIV la labor bromatológica era intensa en tierras flamencas y el castigo de los infractores severo y
ejemplar. En este artículo se recordarán, con nostalgia, algunos escarmientos aleccionadores propios de la época.
CONTROL DEL VINO EN EL SIGLO XV
Gentileza de SA La Charte, Brujas
EL CONTROL DE ALIMENTOS EN LOS PAÍSES FLAMENCOS
57
El vino
El vino, que debía ser por entonces la bebida de mayor consumo, es el
primer alimento tratado en esas Ordenanzas (Blond 1976:229). En
Amberes se consumía entonces el vino del Rhin, que llegaba de Colonia por ese río en barcos denominados cogge; los vinos de Burdeos y
del Poitou, cargados en barcos franceses o ingleses, y los brabanzones,
transportados en carretas. La ciudad gozaba de un raro privilegio para
los vinos, el “derecho de depósito”. Esto significaba que toda mercadería transportada por el Escalda –río que baña Amberes– debía ser
ofrecida en venta pública en la plaza central de la ciudad. Las ventas de
vino eran controladas por zamecopers, jueces que representaban al
vendedor y al comprador, que debían saborear el vino, estimar su
calidad y velar por un precio correcto. Les estaba prohibido aceptar
vino o alimento, tanto del vendedor como del comprador. Otro funcionario. juramentado, el vergierere, debía establecer el contenido exacto
de cada tonel de vino. El habitante que adquiría así un tonel podía
revender el vino al detalle, en botellas de volumen conocido, que
llevaban el sello de Amberes, y debía pagar un impuesto que era la
principal fuente de ingresos para la ciudad. Estaba prohibida la mezcla de vinos y, para evitar toda mixtura, debían almacenarlos en
bodegas separadas. En caso de infracción se preveían multas y decomisos que beneficiaban, con un porcentaje establecido de vino, al
inspector vigilante. Pero, para facilitar la tarea de supervisión, se puso
en práctica un sistema ingenioso, propio del estilo de la época. El
vendedor debía jurar ante los magistrados municipales la no adulteración del vino, y se anotaba su nombre: si cometía la falta con posterioridad, el infractor no era sancionado con multas sino con castigos
corporales severos y públicos, ya que en ese entonces se consideraba el
perjurio un sacrilegio.
La cerveza
Los archivos de la época demuestran que, hacia 1400, la cerveza era la
que recaudaba los mayores impuestos, en razón de un aumento desmedido en los gravámenes sobre los vinos. Sólo las clases acomodadas y
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CARLOS A. ANDRADA
UNA CERVECERÍA DE LA ÉPOCA
Gentileza de SA La Charte, Brujas
EL CONTROL DE ALIMENTOS EN LOS PAÍSES FLAMENCOS
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eclesiásticas fueron fieles consumidoras de vino; estas últimas por la
exención del vino de misa, que se extendía al uso privado.
La cerveza era mayormente importada, sobre todo la de calidad. Se consumía la Herlemsch de Haarlem, la Oostersch bier procedente de Europa oriental (Bohemia-Moravia), y la Homborchs de
Hamburgo. Todas estas cervezas llegaban en barriles, en barcos de
alta mar. Para la descarga, la ciudad había construido un muelle de
madera, llamado bierhoofd. El control de importación-exportación y
la recaudación de impuestos se realizaba en una torre vecina al
bierhoofd.
Se consumía también cervezas locales, reservándose para los
indigentes el koyte, una cerveza muy liviana, fabricada sin lúpulo,
que pagaba un muy modesto gravamen. Ésta era una bebida indispensable, ya que los pobres, en aquel tiempo, por razones sanitarias aún
incomprendidas, jamás tomaban agua (Kestens, 1990:29). Para evitar
mezclas fraudulentas, se exigía idéntico juramento que para los vinos,
con los mismos castigos en caso de adulteración comprobada.
Carnes y pescados
Los magistrados municipales habían adquirido el poder necesario para
imponer a los carniceros normas de frescura y calidad en sus productos. Los encargados de realizar la matanza de animales debían advertir
a la autoridad municipal sobre la detección de cualquier enfermedad o
anomalía en la bestia, previo juramento solemne, como en el caso del
vino. En verano, el producto de la matanza debía ser entregado en el día
en la Casa de los Carniceros; en invierno, al día siguiente. De dicha
casa, la carne salía vendida o salada. En el caso del pescado se tomaban
precauciones especiales: se controlaba que su frescura fuese envidiable. Todo pescado que pareciera malo o dudoso era destruido sin
contemplación; si el vendedor comercializaba pescados de un día
anterior, entremezclados con los frescos, sufría una prohibición de
venta de un año y un día (Kestens 1990:32). El control del pescado se
hacía basándose en su olor. En la Edad Media se creía que, en la
alimentación, los malos olores eran indicio de enfermedades y, en
consecuencia, los jueces habían desarrollado una fina percepción sensorial, base del análisis.
60
CARLOS A. ANDRADA
Es evidente que el dictamen de los inspectores era necesariamente cualitativo y empírico, pero el carácter inflexible de la sanción,
ante cualquier anormalidad, manifiesta la intención preventiva del
control alimentario efectuado en tierras flamencas.
Importancia de la fruta
Los hortelanos y fruteros eran –como ocurre aún hoy– grandes
abastecedores de la ciudad, a la que aprovisionaban de frutas y legumbres. Una ordenanza sobre los mercados disponía un lugar específico
para los mercaderes de manzanas. En rigor, los períodos de desórdenes
o guerras exigían la protección de la fruta a los ediles, quienes enviaban
guardias armados contra los merodeadores. Las huertas y campos de
legumbres del norte de Amberes fueron objeto de una ordenanza
particular: se prohibió el paso de rebaños por caminos cercanos a las
plantaciones de legumbres y se permitió sólo el paso por las carreteras
principales para acceder a los pastoreos. Aquí vemos que la preservación y el control de alimentos suscitaban, también en las pequeñas
comunidades, ordenanzas que contemplaban situaciones y medidas
muy similares (Stadarchief Antwerpen 1925: 43). Esto motivó que
documentos de vieja data, como el de Huy, de 1066, y el de Grammont,
de 1068, mostraran un derecho casi moderno para el sector alimentario,
con multas, confiscación del objeto de litigio e interdicción de actividad en relación con el delito (Kestens 1990: 38).
Dura lex, sed lex
En una intervención en las Jornadas Nacionales de Calidad Alimentaria
(Bahía Blanca, 1991) Pedro Cattaneo (1991) recordó la figura de
Carlos A. Grau, un apasionado por las Ordenanzas de Amberes de
1312, y según el cual en dicha ciudad se castigaba a quien vendía leche
aguada, hombre o mujer, poniéndole un embudo en la boca y haciéndole tomar la leche hasta que un facultativo dijera que no se podía
introducir más sin peligro de muerte. El que vendía manteca adulterada
era atado al “palo de exhibición”, donde podían lamerlo los perros y el
pueblo podía insultarlo. Si comercializaba huevos podridos, era atado
al mismo palo; los huevos se entregaban a los niños para que, como
EL CONTROL DE ALIMENTOS EN LOS PAÍSES FLAMENCOS
61
alegre entretenimiento, se los tiraran al culpable para hacer reir a la
gente. Kestens (1990: 38) relata, por su parte, un hecho por demás
asombroso. En un museo holandés está expuesta una silla de tipo
butaca de aquella época, donde se ataba al culpable por la cintura,
muñecas y tobillos. El vendedor de un pan por debajo del peso impuesto por las Ordenanzas era así sumergido en un canal –tan comunes en
ese país– el tiempo y la cantidad de veces que decidían los jueces.
Es mucho lo que el control de alimentos contemporáneo le
debe a las Ordenanzas flamencas de la Edad Media: una legislación
alimentaria precoz, pero efectiva; una estrategia de prevención en
cuanto a alimentos frescos y, por fin, una implacable aplicación de la
ley en caso de fraudes. Quizás algún día podamos cumplir en
Latinoamérica estos simples, contundentes propósitos. Mientras tanto
quedarán como intento ejemplar de lo que el hombre pudo hacer –en
un período particularmente difícil de su historia– para preservar la
salud alimentaria.
Referencias
Blond, G. & G. (1976). Festins de tous les temps. Paris: Librairie Fayard, 229.
Cattaneo, P. (1991). Jornadas Nacionales de Calidad Alimentaria. Bahía Blanca:
Universidad Nacional del Sur,.
Kestens, C. (1990). L’alimentation et le Droit, Introduction historique et juridique au
Droit de l’ alimentation. Bruges: La Charte: 27, 29, 32, 38.
Stadsarchief Antwerpen (1925). Inventaris op het archief van gilden en ambachten.
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CARLOS A. ANDRADA
LA “CASA DE LOS CARNICEROS”, EN AMBERES
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA:
LAS PRIMERAS MÁQUINAS DE CALCULAR
Nicolás Babini
Asociación Biblioteca José Babini
La computadora, que nació como calculadora matemática, desciende
de una progenie de máquinas de calcular cuyo origen se remonta a los
comienzos del siglo XVII. La evolución de esa genealogía coincide, en
grandes líneas, con la de una hegemonía europea en el planeta que
cobró impulso en el siglo XVII y encontró su fin al concluir la guerra
mundial de 1939-1945.
Ese “imperio europeo” se inició con una expansión mundial
(1600-1870), 1 tuvo un largo momento de apogeo (1870-1914)2 y
entró en su ocaso durante varias décadas de guerras, crisis y revoluciones (1914-1945), 3 que marcaron también el surgimiento de Estados Unidos como potencia industrial y como heredero de la primera
civilización global de la historia. Esas tres etapas marcan también la
evolución del cálculo mecánico que precedió a la aparición de la
computadora.
Durante la expansión europea, en la que podríamos llamar fase
experimental del cálculo mecánico, se pueden distinguir dos etapas.
La primera se extendió de 1600 a 1820 y estuvo poblada de investigadores e inventores aficionados, que propusieron ideas, a veces fecundas, a veces imperfectas o irrealizables. La segunda arrancó con la
aparición de la primera calculadora práctica, la Arithmomètre de
Thomas, y culminó con la Millionaire de Steiger y las distintas variantes de la Brunsviga de Trinks, que se produjeron hasta bien entrado el siglo XX. En este período se produjo también la breve aparición
64
NICOLÁS BABINI
de las calculadoras de tablas matemáticas (las máquinas de diferencias inspiradas en el invento de Babbage).
Durante el período de apogeo europeo, que se caracterizó por
el ingreso masivo de las calculadoras de escritorio al mercado, hubo
tendencias diferentes a ambos lados del Atlántico. Mientras los europeos avanzaron en el perfeccionamiento de los mecanismos desarrollados durante el siglo XIX, Estados Unidos dio a luz las calculadoras
de teclado y las primeras máquinas de contabilidad de difusión universal (las tabuladoras de Hollerith, que están en el origen de la
actual I.B.M.).
El período comprendido entre ambas guerras mundiales, que
marcó el ocaso de la hegemonía europea, se caracterizó por un predominio casi absoluto de Estados Unidos, de donde surgieron, en la
década de 1930, las primeras calculadoras analógicas (las analizadoras
diferenciales de Vannevar Bush) y electromagnéticas (basadas en relés
telefónicos) de gran porte. La vigencia de estas primeras calculadoras
matemáticas, o sea, máquinas capaces de hacer algo más que cálculos
aritméticos, llegó a su fin en 1945, cuando la puesta en marcha de la
ENIAC, primera calculadora electrónica en funcionamiento, sentó las
bases para la aparición de la computadora, que sellaría el destino del
cálculo mecánico.
Si seguimos la evolución de los mecanismos, advertimos que los
principales problemas iniciales fueron de funcionamiento, especialmente el acarreo de las decenas y la simplificación del producto de
números de muchas cifras. Cuando se obtuvieron soluciones satisfactorias, la inventiva se orientó al registro de los subtotales y la impresión
de los resultados, logros que se alcanzaron sólo a fines del siglo XIX.
Estos problemas pusieron a prueba la habilidad y el talento de los
inventores, principales recursos de los que debieron valerse antes de
que el saber científico jugara su dominante papel actual.
La construcción de artefactos que habían sido concebidos en el
papel o corporizados en modelos de gabinete, planteó otro tipo de
problemas, especialmente los relacionados con la facilidad de manejo
de la máquina, lo que hoy llamaríamos el punto de vista del usuario.
Se trató de hacerlas más ligeras de manejar y de mover, de reducir el
esfuerzo para el giro de la manivela, por ejemplo, y de disminuir el
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
65
tamaño y el peso de los artefactos. Estos objetivos comenzaron a
alcanzarse a principios del siglo XIX y culminaron en el siglo XX
con las calculadoras de escritorio y la utilización de la electricidad
como fuerza motriz.
Como señalé al comienzo, llama la atención la coincidencia de la
evolución del cálculo mecánico con la era de la dominación europea
del planeta. Es también llamativo que Europa cediera a Estados Unidos
el papel protagónico que desempeñó durante casi dos siglos, para pasar
de colonizadora a colonizada cuando esa evolución técnica había alcanzado su mayoría de edad.
El origen europeo del cálculo mecánico y las circunstancias de
su nacimiento son explicables, porque ambos están relacionados con
la adopción del sistema de numeración decimal, que en el siglo XVII
ya había remplazado por completo al sistema de numeración de origen romano. Parece menos explicable la desproporcionada duración,
de más de dos siglos, de las primeras fases de ese desarrollo.
La lenta y casi imperceptible evolución inicial, que tuvo su
primer hito importante con una máquina que en 1820 aprovechó recursos que Leibniz había propuesto más de un siglo antes, no se
puede atribuir, como se ha alegado, a la falta de una demanda suficiente para una difusión masiva de las calculadoras mecánicas. La
proliferación de tablas matemáticas de todo tipo, que se produjo en
ese período, revela la existencia de una demanda sostenida y creciente de cálculos aritméticos, que acompañó al crecimiento económico,
la expansión de la navegación de ultramar y el progreso científico y
técnico de las llamadas potencias europeas.4
Parece más justificado atribuir el retardo europeo al peso de
factores técnicos y culturales. La mecánica de precisión aplicada a la
producción masiva se mantuvo en un horizonte lejano hasta bien
entrado el siglo XIX. Cuando ya existía la posibilidad de construir
instrumentos mecánicos refinados, el costo de fabricación los hizo
inalcanzables. La situación comenzó a cambiar cuando la producción
de armamento liviano en masa, impulsada por los conflictos bélicos
del siglo XIX (desde las guerras napoleónicas hasta la Guerra de
Secesión estadounidense, de 1861-1865), llevó a un perfeccionamiento que se extendió a los usos civiles y se reflejó en la producción de
máquinas de calcular.
66
NICOLÁS BABINI
Es significativo que la aceleración del proceso de mecanización del cálculo se produjera en Estados Unidos, en parte por influencia de los avances técnicos de las primeras máquinas de escribir de
producción industrial, que se habían beneficiado con los progresos de
las mecánica de precisión durante la Guerra de Secesión. También se
debió a los rasgos propios de una sociedad abierta a la innovación y
la aventura que, además, logró crear un mercado interno de grandes
dimensiones, en constante expansión y regido por una sola moneda.
Resulta curioso que el Imperio Británico, que constituia un área económica de dimensiones planetarias, no hubiera logrado un desarrollo
similar al de Estados Unidos en los dominios del cálculo, como sí lo
hizo, por ejemplo, en materia de ferrocarriles o telecomunicaciones.
Al parecer, los inventores europeos chocaron con una sociedad
en la que pesaban la tradición y la resistencia al cambio y estaba
menos preparada para recibir innovaciones. Una de las razones que
en este caso hicieron más fuerte el peso de la tradición fue, posiblemente, la centralización del control científico en instituciones vinculadas al poder político, lo que no ocurría entonces en Estados Unidos,
que habían fundado su organización política en la mínima injerencia
del Estado y la máxima autonomía del ciudadano. Instituciones como
las Academias francesas, las universidades prusianas y el Astrónomo
Real inglés, para poner algunos ejemplos, eran árbitros y podían decidir la suerte de un invento.
A ello se agregó una banca menos apegada al riesgo financiero,
en una sociedad que daba más importancia al ahorro que a la inversión, mientras en Estados Unidos el capital, ganado generalmente en
la dura y no siempre sana competencia, estaba más dispuesto a arriesgarse cuando el inventor era audaz y confiable.
Así se explicaría que muchas invenciones europeas de fines del
siglo XIX no pudieran materializarse en su país de origen, mientras
ideas similares hallaron terreno propicio en Estados Unidos, al que
otorgaron un liderazgo mundial. Es lo que ocurrió con inventos europeos como el motor eléctrico, la válvula electrónica, el automóvil, el
cinematógrafo y la televisión que, junto a la central eléctrica de Edison,
resultaron verdaderos protagonistas de los grandes cambios del siglo
XX.
En cuanto al período que transcurrió entre ambas guerras mundiales, el predominio de Estados Unidos hallaría también explicación
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
67
en las condiciones que afectaron a los países europeos con mayor
tradición científica. Entre esas condiciones adversas figura, en primer
término, la aparición de regímenes políticos como el comunismo ruso,
el fascismo italiano y el nazismo alemán, que ahuyentaron a algunos
de sus mejores investigadores, justamente en provecho de Estados
Unidos. Luego el temor al estallido de una guerra, que se presumía
inminente e inevitable, la cual paralizó muchas iniciativas en países
como Francia, que no estaban sometidos a esos regímenes, y la guerra misma, que acarreó el derrumbe de casi todo el Continente y
obligó a las Islas Británicas a concentrarse en el esfuerzo bélico.
Ese predominio estadounidense se acentuó cuando la era del
cálculo mecánico cedió paso a la era del cálculo electrónico, cuyas
bases científicas habían sido establecidas en Europa y al cual los
ingleses hicieron importantes aportes iniciales. Tras la catástrofe bélica, las principales naciones europeas, que además se encontraron empobrecidas, se vieron llevadas a nacionalizar la investigación, el desarrollo y la producción de computadoras, como lo venía haciendo con
todos los esfuerzos creativos y productivos la Unión Soviética desde
su creación, y con los mismos efectos negativos frente al empuje
estadounidense. Aunque en Estados Unidos el papel del Estado había
cambiado sustancialmente, tras la huella abierta por F. D. Roosevelt y
seguida por las exigencias de la preparación bélica, la creatividad
siguió confiada al talento individual y la iniciativa privada, lo que
impulsó un avance científicotécnico y un desarrollo sin igual de empresas que conquistaron el mercado mundial.
Cuando concluyó la guerra de 1939-1945 y el “imperio europeo” entró en disolución, en Estados Unidos se iniciaba el proceso
que conduciría a la aparición de la computadora. En ese proceso
Europa tendría todavía una breve aunque importante influencia, a
través de la labor experimental de un puñado de investigadores ingleses. Nunca pudo competir comercialmente con las grandes empresas
estadounidenses. La que fue cuna de las ciencias y las técnicas que
cambiaron el mundo en el siglo XX parece haber encontrado un
destino parejo al que le tocó a Grecia, cuna de saberes fundamentales,
en los albores del Imperio romano.
68
NICOLÁS BABINI
El cálculo mecánico durante la expansión europea (1600-1870)
Hasta bien entrado el siglo XVI en Italia y el siglo XVIII en los países
septentrionales, como recurso para aliviar la laboriosa operación de
sumar números romanos, en Europa se siguieron utilizando los ábacos
de mesa, derivados de los ábacos romanos, en los que se utilizaban
piedritas, llamadas calculi (de calx, guijarro), para efectuar las operaciones (de allí proviene nuestro cálculo, con el sentido que todavía
conserva cuando hablamos de cálculos del hígado). Los de origen
oriental, del tipo del soroban japonés, llegaron tardíamente y se difundieron, quizá como efecto de la invasión mongola, más en Rusia que en
el resto del continente.
En la Edad Media los ábacos se hacían trazando rayas en una
tabla (en inglés counter, mostrador) y los calculi habían sido
remplazados por cuentas (counters), que eran piezas metálicas similares a las monedas. La situación comenzó a cambiar cuando se introdujo el sistema de numeración decimal, cuyo origen se remonta a la
India, donde también se inventó el cero. A comienzos del siglo XII se
tradujo y copió al latín un libro del médico y astrónomo árabe
Mohamed ibn Musa, llamado al-Juarizmi (oriundo de lo que hoy es
Uzbekistán), que había aparecido en el siglo IX y describía ese sistema de numeración. El nuevo arte de calcular, que se llamó Algorismus
(de allí provienen nuestros guarismo y algoritmo) demoró más de
quinientos años en imponerse en Europa. Aún en el siglo XVII poca
gente sabía contar y sumar, menos aún multiplicar.
En sentido estricto, calcular significaba hacer cuentas con un
ábaco y computar hacerlo con símbolos numéricos. En latín medieval
computus se refería al cálculo astronómico de calendarios y provenía
de putare (cortar) porque se calculaba haciendo cortes en una tarja
(en latin talea, de allí tallar), antiquísimo procedimiento que sería el
origen del sistema romano de numeración (I, II, III). A fines del siglo
XVIII los ábacos y sus calculi habían desaparecido, pero calcular se
había impuesto en muchos idiomas, como contrapartida de contar.
Los ábacos dejaron de utilizarse en Europa en el siglo XVIII,
pero dos siglos después todavía se fabricaban pequeñas sumadoras
manuales basadas en los mismos principios como la Trick, verdadero
ábaco mecánico compuesto de cremalleras que podían deslizarse con
la ayuda de un estilete o la punta de un lápiz.
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
69
El sistema de numeración decimal permitió sumar y restar sin
necesidad de recurrir a aquellos recursos milenarios. Pese a la ventaja
que representaba, en general, para las operaciones aritméticas, persistió la preocupación por hallar medios que las facilitaran, sobre todo
en lo que se refiere a la multiplicación y la división.
El barón Napier y la multiplicación simplificada
La invención del primer instrumento destinado a simplificar los cálculos aritméticos fue precedida, a comienzos del siglo XVII, por otra
puramente matemática que el barón escocés John Napier dio a conocer
en 1614 con su libro Mirifici Logarithmorum Canonis Descriptio, que
contenía los fundamentos y las primeras tablas de logaritmos de la
historia, en este caso basados en funciones trigonométricas. Diez años
más tarde el profesor londinense Henry Briggs publicó las primeras
tablas de logaritmos de base 10, que serían las más difundidas.
El anciano barón publicó además, en 1617, un librito que llamó
Rabdologiae (del griego rabdo, vara) que describía tres instrumentos
para calcular. Uno de ellos, cuyo nombre llevaba el libro, permitía
multiplicar un número de una cifra por otro de varias cifras. Consistía
en un conjunto de delgadas varillas rectangulares, deslizables, que
Napier llamó rods y la posteridad bautizó bones (huesos o huesecillos)
por el material con que estaban hechas (las había también de marfil).
El instrumento estaba basado en un método (llamado de celosía) que
se había originado en la India e introducido en Italia en el siglo XIV.
El conjunto formaba una tabla de multiplicar, o tabla pitagórica, de
10x10 en cuyas casillas las cifras del producto pitagórico aparecían
separadas por una diagonal (por ejemplo, en la intersección de 6 y 8
aparecían las cifras 4/8). El producto de una multiplicación se obtenía
sumando las cifras de los productos parciales en la dirección de las
diagonales.5
Los “huesos” de Napier tuvieron seguidores, no así los otros
dos artificios (a uno de los cuales llamó Multiplicationis
Promptuarium) que eran variantes complicadas o poco inteligibles de
aquéllos.
Al margen de las aplicaciones posteriores de sus “huesos” y
del papel de los logaritmos en la propia evolución de la matemática,
70
NICOLÁS BABINI
una consecuencia directa del invento de Napier fue la regla de cálculo, aplicación práctica de la propiedad de los logaritmos de convertir
productos y divisiones en adiciones y sustracciones. Las primeras
reglas, circulares, fueron construidas por William S. Oughtred y
Richard Delamain en 1630, pero su consagración debió esperar más
de dos siglos, hasta que Amedée Mannheim le dio, en 1850, la forma
que perduraría hasta mediados del siglo XX.
La calculadora del profesor Schickard
La primera calculadora mecánica de la que se tenga noticia fue concebida y construida en 1623 por el matemático y astrónomo alemán
Wilhelm Schickard a pedido de Johannes Kepler. Su existencia permaneció ignorada hasta que en 1957 se descubrió, en el archivo de Kepler,
una carta en la que Schickard dibujó y describió el funcionamiento de
un aparato que permitía efectuar las cuatro operaciones. Otra carta, de
1624, relataba su construcción y su desaparición durante un incendio.
El artefacto reunía las características que distinguieron luego a las
primeras calculadoras mecánicas. Se basaba en la rotación de engranajes (ruedas o cilindros dentados), cuyos dientes representaban las cifras
decimales, que estaban complementados por mecanismos que realizaban el transporte de las decenas.
Las indicaciones de Schickard permitieron al barón Bruno von
Freytag-Löringhoff, autor de los hallazgos de 1957, reconstruir el
artefacto, que se componía de dos partes. La inferior contenía las
ruedas dentadas y el mecanismo de transporte, consistente en una
rueda con un solo diente que hacía avanzar un paso la rueda adyacente cuando pasaba del 9 al 0. La parte superior contenía una tabla
pitagórica constituida por ocho varillas cilíndricas horizontales, que
podían deslizarse como las de Napier.
La sumadora del joven Pascal
La segunda máquina conocida fue obra de un genio precoz, cuya fama
contribuyó sin duda a darle mayor trascendencia que la que merecía,
sin que ello disminuya el mérito de haber sido un verdadero precursor.
La sumadora que Blaise Pascal terminó en 1645, a los diecinueve años
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
71
de edad, era de construcción rústica, más obra de carpintería que de
relojería, y su manejo no estaba exento de dificultades. Como no
consiguió vender ninguna de las muchas que hizo construir (se habla de
una cincuentena), las regalaba: en 1652 le envió una a la reina Cristina
de Suecia. Esa profusión permitió que actualmente se conserven varias
en el Conservatoire des Arts et Métiers de Paris.
La máquina estaba contenida en una caja de madera cuya parte
superior contenía varias ruedas dentadas (seis u ocho según el modelo) colocadas en posición horizontal, que llevaban las cifras 0 a 9 en
su contorno y se hacían girar mediante un estilete. El movimiento
giratorio se transmitía a engranajes de madera, de los llamados de
linterna (similares a los utilizados entonces en construcciones, como
los molinos de viento, capaces de vencer grandes resistencias). Estos
engranajes hacían girar a su vez a pequeños cilindros, que actuaban
como totalizador, en los cuales también figuraban las cifras 0 a 9.
Estas cifras componían el resultado de la adición, que se podía ver a
través de orificios de la caja. Otra serie de orificios, cubiertos por una
tapa que al deslizarse ocultaba los anteriores, constituía un segundo
totalizador que exhibía el resultado de una sustracción. Luego de
completarse las cifras del primer sumando se hacía avanzar cada
rueda hasta formar las unidades, decenas, etc., del sumando siguiente.
Cuando una rueda pasaba del 9 al 0 el engranaje de la adyacente
avanzaba un paso, gracias a un dispositivo (que Pascal llamó sautoir)
que funcionaba por gravedad: un peso ascendía a medida que giraba
cada engranaje y caía al pasar éste del 9 al 0.
El sistema de transporte de decenas era ingenioso, pero en la
práctica hacía más dificultoso el manejo de la máquina, que se trababa con frecuencia. Además de exigir gran esfuerzo cuando ese transporte alcanzaba a varias ruedas simultáneamente (como en el caso de
9999+1), era irreversible y sólo permitía adiciones. Para las sustracciones había que apelar al método de complementos de 9 (453+672
en lugar de 453-327) y utilizar el totalizador respectivo. En cuanto a
las multiplicaciones, sólo se las podía efectuar mediante el laborioso
procedimiento de las sumas repetidas (para multiplicar 234 por 12
había que sumarlo doce veces a sí mismo).
La máquina era de factura muy diferente y de alcances más
limitados que la de Schickard, pero no padeció el desconocimiento de
72
NICOLÁS BABINI
aquélla. La solución de Pascal sirvió de inspiración a varios inventores posteriores (Leibniz entre ellos) y la fama de la máquina, quizás
alimentada por el merecido prestigio de su autor, trascendió su patria
y su época. En 1746, un siglo después de su invención, la Academia
de Ciencias le dedicó un artículo y Diderot la describió en el primer
tomo de su Encyclopédie en 1751.
Instrumentos inspirados en los de Napier y Pascal
Entre los varios intentos posteriores que habrían sido influidos por el
invento de Pascal, se suelen citar dos aparatos del noble inglés Samuel
Morland (o Moreland) y una sumadora del relojero francés René
Grillet. Morland, que unos diez años antes había construido un aparato
para hallar funciones trigonométricas, publicó en 1673 The Description
and Use of Two Arithmetic Instruments. El primer instrumento (que
Babbage llamó “sumadora de dinero”) estaba contenido en una pequeña caja, de 75x100 mm y 6 mm de espesor, que contenía ocho ruedas
similares a las de Pascal, que también se hacía avanzar mediante un
estilete. Cinco permitían inscribir números decimales y las otras tres
eran para valores monetarios (chelines, peniques y cuartos de penique).
El resultado de cada rueda aparecía en pequeños discos situados en la
parte superior. No había por consiguiente transporte de decenas, que el
operador debía sumar a mano en cada caso. Un disco auxiliar llevaba la
cuenta de todos los transportes haciendo avanzar una aguja cada vez
que un disco pasaba del 9 al 0. No era, por cierto, una máquina de
sumar y su utilidad era muy relativa (Samuel Pepys comentó que era
“muy bonita pero no muy útil”). Consciente de sus limitaciones, Morland
incluyó en el libro una variante que preveía un contador por rueda.
El segundo instrumento descripto en el libro, que no fue construido, estaba basado en las tablillas de Napier, que Morland remplazó
por un juego de discos, cada uno de los cuales llevaba impresas en
ambas caras sendas columnas de la tabla pitagórica. Para multiplicar
por una cifra se componía el multiplicando insertando los discos en
clavijas situadas en la parte inferior del aparato. Luego se los tapaba
con una plancha de bronce abisagrada, provista de perforaciones que
coincidían con la parte superior de los discos, y haciendo girar una
llave se imprimía una rotación a los discos hasta que un indicador,
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
73
que se desplazaba al mismo tiempo sobre una regla graduada, llegaba
a la cifra del multiplicador. En las ventanillas de la placa aparecían
pares de cifras que el operador debía sumar mentalmente para hallar
las del resultado. Como se puede apreciar, tampoco era una calculadora mecánica, sino una especie de tabla matemática portátil. El propio Morland aconsejaba complementarla con su sumadora, para poder efectuar las cuatro operaciones (e inclusive la extracción de raíces
cuadradas y cúbicas) “sin necesidad de pluma ni tinta”.
René Grillet, relojero de Luis XVI, publicó en 1678 en el Journal
des Savants una breve descripción de un aparato inspirado en tablillas
de Napier que, según el autor, permitía efectuar las cuatro operaciones. El escrito mencionaba a Pascal y a un “cilindro aritmético” de
Pierre Petit pero no daba detalles acerca de su construcción. Tres
siglos después, más precisamente en 1977, el estudioso canadiense
Michael R. Williams descubrió entre papeles de Babbage un manuscrito sin firma que contenía un dibujo que coincidía con la descripción de 1678. El dibujo mostraba una caja en cuya tapa había 24
ruedas compuestas de varios círculos concéntricos. En la parte inferior aparecían las tablillas de Napier grabadas en cilindros, además de
cilindros para raíces cuadradas y cúbicas. Como en el caso del aparato de Morland, el invento de Grillet no era una máquina; su principal
utilidad habría sido también facilitar las sumas parciales del método
de Napier.
En 1666 un jesuíta alemán, Gaspard Schott, publicó Organum
Mathematicum, en el que describía una versión de las tablillas de
Napier, consistente en cilindros horizontales que se hacían girar, y
extendía su aplicación a la astronomía, la ingeniería civil y militar e
incluso la música. Al año siguiente, Sir Charles Cotterell propuso un
conjunto de tablillas alojadas en una caja cuya tapa era un ábaco de
cuentas o bolillas (tipo soroban) que se usaba para efectuar las sumas
parciales. Traía un estilete para empujar las cuentas y una especie de
escalerita de bronce que servía de cursor para las tablillas.
En cuanto a la trascendencia de estas curiosidades del siglo
XVII, sólo suele ser recordada la multiplicadora de Morland, sobre
todo porque, un siglo más tarde, Charles Mahon, conde de Stanhope,
se habría inspirado en ella para concebir las máquinas de calcular que
dio a conocer entre 1775 y 1780. Otro tanto habría ocurrido con una
74
NICOLÁS BABINI
calculadora circular que inventó en 1709 el veneciano Giovanni Poleni,
que habría servido de modelo a la que concibió F. K. Roth a mediados del siglo XIX.
La calculadora de Leibniz
Durante su estada en París en misión diplomática, entre 1672 y 1676,
Gottfried Wilhelm von Leibniz conoció la calculadora de Pascal y se
propuso mejorarla. Presentó un modelo de madera en la Royal Society
en 1673 y le llevó veinticinco años llegar a un diseño, que resultó
satisfactorio en la teoría pero no en la práctica, porque su realización
excedía la habilidad mecánica de la época. Se conserva una de las dos
máquinas que mandó construir que, aunque nunca pudo funcionar, da
idea de una solución que influiría durante más de doscientos años.
La máquina era metálica y podía hacer las cuatro operaciones.
La inscripción de los sumandos se hacía desplazando perillas a lo
largo de sendas ranuras graduadas (0 a 9). Mediante el giro de una
manivela y la acción de engranajes internos, el número aparecía en
un totalizador. El sumando siguiente se componía de la misma forma
y, mediante una nueva rotación de la manivela, se lo sumaba al
anterior y el resultado volvía a aparecer en el totalizador.
Para lograr esta simplificación, su autor ideó la que la posteridad llamaría “rueda de Leibniz”, que consistía en un cilindro acanalado provisto de nueve dientes longitudinales de longitudes crecientes.
Las “ruedas” estaban colocadas en posición horizontal, en correspondencia y vinculación con engranajes que podían desplazarse hasta la
parte del cilindro donde la cantidad de dientes correspondía a la cifra
del sumando que se quería inscribir. La manivela hacía girar simultáneamente todos los engranajes.
El conjunto estaba montado sobre un soporte provisto de ruedas, que permitía multiplicar como se lo hace con lápiz y papel.
Luego de inscribirse el multiplicando, se lo multiplicaba, mediante
sumas repetidas, por la cifra de las unidades del multiplicador. Luego
se desplazaba el carro hacia la izquierda y se efectuaba la misma
operación con la cifra de las decenas, y así sucesivamente. Este sistema reducía notablemente el número de vueltas de manivela: el producto de un número cualquiera por 125 hubiera requerido ocho vueltas (1+2+5) en lugar de 125.
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
75
Aparte de idear también un sistema mejor que el de Pascal para
el transporte de las decenas, la máquina de Leibniz hizo posibles la
resta y la división directas, mediante la inversión de la rotación de la
manivela.
Digamos de paso que a ese genio singular se le atribuye también el invento de una regla de cálculo de corredera y que se ha
hallado un manuscrito de 1679 (De Progressione Dyadica, Pars I) en
el que trata la posibilidad de una calculadora mecánica binaria.
La máquina de Leibniz estuvo perdida hasta 1879 y no fue
estudiada hasta 1893. Quizá sin que se conociera la versión original,
el mecanismo que concibió fue utilizado en calculadoras de varios
experimentadores y constructores posteriores. Entre las del siglo XVIII
pueden mencionarse la que Philipp M. Hahn terminó en 1774, que
tenía una refinada factura; las ya citadas del conde de Stanhope,
construidas entre 1775 y 1780 (una con cilindro acanalado similar al
de Leibniz, y otras dos que podían multiplicar y dividir) y la que
concibió Johann H. Müller en 1784.
En general se conoce poco acerca de la calidad y efectividad de
las invenciones de esa época, pero se conserva una máquina depositada en el Conservatoire des Arts et Métiers de Paris, de autor desconocido (se la atribuye, al parecer falsamente, a Lépine), que todavía
funciona y revela un avance bastante aceptable. La máquina, que
habria sido construida en 1725, se asemeja a la de Pascal pero es
metálica, con ruedas dentadas similares a las de relojería. El sistema
de transporte de decenas es de engranajes, simple e ingenioso. La
inscripción de los sumandos no se hace con estilete sino con perillas
corredizas que sobresalen de la caja que la contiene.
Son también de la primera mitad del siglo XVIII las calculadoras de Leupold, Poetius e Hilaire de Boistissandeau, y la “Máquina
Aritmética” de Christian L. von Gersten. En 1750 Jacob Isaac Pereire
dio a conocer una sumadora compuesta de ruedas montadas en un
mismo eje que llevaban cifras decimales grabadas en su perímetro. Al
lado de cada cifra había orificios que se veían a través de ranuras,
también graduadas, abiertas en la caja del aparato. Un estilete introducido en los agujeros hacía que las ruedas avanzaran los pasos deseados. Mencionemos, por último, que a un relojero y mecánico judío
de Minsk (entonces Lituania), llamado Jewna Jakobson, se le atribu-
76
NICOLÁS BABINI
ye la fabricación, antes de 1770, de una calculadora mecánica de
cuatro operaciones.
Entre los inventores de comienzos del siglo XIX que concibieron soluciones alternativas a los mecanismos de engranajes, se menciona a Jacques E. Bérard, que diseñó una “Balanza Algébrica” basada en la ley de la gravedad, y a Léon L. C. Lalanne, que imaginó una
calculadora que se basaba en la balanza romana. Son también de este
período una sumadora circular de John Goss, que inspiró otra de
Lagrous, y una calculadora de cuatro operaciones construida por
Abraham Stern, descripta en un artículo publicado en 1817 en una
revista científica de Varsovia.
La Arithmomètre de Thomas de Colmar
La primera innovación importante y de efectos duraderos fue obra del
director de una compañía aseguradora de Paris, Charles Xavier Thomas,
que se hacía llamar Caballero de Colmar, quien patentó en 1820 la
Arithmomètre, que fue la primera calculadora práctica. La máquina era
similar a la de Leibniz pero no es seguro que Thomas la hubiera
conocido o que, a siglo y medio de distancia, tuviera noticias de ella.
Todavía en 1843 la máquina de Leibniz no figuraba en una lista de
inventos desde Pascal, que publicó ese año F. K. Roth.
Los sumandos se inscribían mediante perillas que corrían en
ranuras graduadas abiertas en la tapa. Cada una empujaba una barra
que hacía desplazar una rueda dentada hasta la parte correspondiente
de un cilindro acanalado, similar al de Leibniz (si la perilla corría
hasta la cifra 5, la rueda dentada se situaba donde el cilindro acanalado tenía cinco dientes). Las cifras se transportaban al totalizador tirando de una cinta que movía un tren de engranajes. El totalizador
estaba constituido por cuadrantes que llevaban una graduación de 0 a
9 en el semicírculo superior; otra similar en el inferior servía para las
sustracciones y divisiones. El transporte de decenas era progresivo.
Los cilindros estaban acanalados sólo hasta la mitad de su longitud;
el resto liso les permitía girar libremente durante el transporte.
Como en la máquina de Leibniz, el totalizador estaba montado
en una parte superior movible, que permitía obtener productos mediante sucesivos desplazamientos del carro hacia la izquierda. A dife-
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
77
rencia de aquella máquina, cuyo mecanismo de cálculo estaba montado en un carro movible mientras el totalizador estaba fijo, en la
Arithmomètre el mecanismo estaba fijo y se desplazaba el totalizador. Un simple cambio en la máquina permitía hacer sustracciones y
divisiones. Las cifras del resultado se borraban mediante perillas especiales.
La primera calculadora que construyó tenía tres cifras en el
inscriptor y un totalizador de seis cifras. Thomas, junto con su hijo,
Thomas de Bojano, la perfeccionó durante treinta años. Remplazó la
cinta por una manivela (cuyo sentido de rotación podía invertirse),
agregó un contador de vueltas, cuadrantes para registrar las cifras del
inscriptor y una doble cremallera movida a palanca, para llevar los
cuadrantes a cero, e introdujo la llamada cruz de Malta, que se utilizaba en relojería, para bloquear el mecanismo.
En 1855 Thomas exhibió una Arithmomètre de 20 m de largo
con 30 cifras en la Exposición Universal de Paris en la cual, por otra
parte, sólo recibió una mención. Recibió, en cambio, un premio en la
Exposición Universal de Inventos de Londres de 1868. Aunque su
fama hizo que el propio nombre de Aritmómetro llegara a convertirse
en sinónimo de máquina de calcular, tuvieron mejor destino las que
se inspiraron en su diseño, que fueron las más exitosas del siglo XIX
y se siguieron fabricando hasta la década de 1930.
Una de las primeras derivaciones fue un Aritmómetro, de 6
cifras en el inscriptor y 10 en el totalizador, que Anselme Payen
produjo en 1848; otra, el Aritmómetro de Maurel, llamado también
Arithmaurel, que fue perfeccionado por Jayet y presentado también
en la Exposición de 1855. Estaba basado en un solo cilindro acanalado y tenía un mecanismo de relojería muy refinado, que lo hizo
costoso e imposible de comercializar. Luego de inscribirse el multiplicando, bastaba girar las agujas de sendos cuadrantes para formar el
multiplicador y hallar simultáneamente el producto.
El diseño de un Aritmómetro corriente, que perduró hasta entrado el siglo XX, consistía en una tapa fija con ranuras graduadas, en
las que se desplazaban seis a ocho perillas para formar los sumandos;
una parte superior, deslizable, donde aparecían las cifras del resultado
(se la corría un paso a la izquierda para multiplicar); una manivela
para efectuar las operaciones de suma y otra para borrar (llevar a
78
NICOLÁS BABINI
cero) el totalizador, y una palanca, o una perilla deslizable, para
seleccionar el tipo de operación (adición, sustracción, multiplicación
o división) que se quería ejecutar.
Las máquinas del Dr. Roth
Con posterioridad a la aparición de la máquina de Thomas, F. K. Roth
completó hacia 1842 una sumadora, que estaba contenida en una caja
rectangular, en la que remplazó el mecanismo a gravedad de Pascal por
otro a resorte, que actuaba cada vez que la rueda dentada volvía a cero,
haciendo avanzar la rueda siguiente. Como en el Aritmómetro de
Thomas, las ruedas se movían en sucesión al efectuar ese transporte y
no simultáneamente, como en la sumadora de Pascal (en feu de file y no
de peloton, como él mismo lo definió). El totalizador se ponía en cero
con la simple presión de un botón.
Dejó en cambio inconclusos, por haberse vuelto ciego, dos
modelos de calculadoras circulares, que permitían hacer las cuatro
operaciones, en las que, como antes mencionamos, llevaba a la práctica una idea del veneciano Poleni de 1709. Se trata del remplazo de
los dientes fijos de los engranajes, por dientes movidos a resorte, que
se hacían sobresalir del cuerpo de la rueda en correspondencia con la
cifra inscripta. Esta solución sirvió también de alternativa al cilindro
acanalado de Leibniz y fue retomada en la década de 1870 por el
inventor sueco Willigodt Odhner, en la llamada luego “rueda de
Odhner”.
Mencionemos, por último, la calculadora de David D. Parmalee,
de 1850, y la aparición de la calculadora de teclado (con diez teclas),
concebida por Castle ese mismo año y construida por el estadounidense Riggs en 1854. Poco después apareció una calculadora de bolsillo, que presentó Musina en la Exposición Universal de Paris de
1867.
El sueño de Babbage
Las décadas que siguieron a la aparición del Aritmómetro de Thomas
de Colmar están dominadas por la figura de Charles Babbage, que
nació en el Devonshire inglés en 1791. En su vida se pueden distinguir
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
79
tres etapas. Durante la primera fue un matemático (su último trabajo de
ese carácter data de 1824) y durante los veinticinco años siguientes se
consagró a inventar máquinas de calcular. Sus últimos años fueron los
de un viejo amargado, un excéntrico que murió completamente olvidado en 1871.
En 1810 ingresó al Trinity College de Cambridge, donde se
apasionó por el cálculo analítico. Allí descubrió la notación de Leibniz
que consideró superior a la de Newton, a la que seguían aferrados los
ingleses. Con dos compañeros, John Frederic William Herschel, que
sería un notable astrónomo, y George D. Peacock, luego matemático
importante, fundó la Analytical Society para imponer la notación de
Leibniz en Inglaterra, lo que a la larga lograron. Para facilitarlo publicaron un texto con ejemplos, que se utilizó en colegios mayores de
Cambridge.
La Difference Engine
Al morir, el padre de Babbage le dejó una herencia de 10.000 libras, lo
que le permitió consagrarse a su vocación más entrañable, el cálculo
mecánico. Babbage comenzó a diseñar su primera máquina en 1820
pero su interés se remontaba a cuando tenia veinte años y había
vislumbrado las posibilidades del cálculo mecánico de las tablas matemáticas, que, además de lo laborioso de su confección, solían estar
plagadas de errores.
Para entender la solución que halló Babbage, recordemos que
una tabla numérica es una sucesión de números que poseen alguna
característica en común y aumentan o disminuyen siguiendo determinada ley. Babbage buscó esa ley y halló que el mejor procedimiento
para confeccionarlas era el llamado método de las diferencias finitas,
que reducía su elaboración a simples sumas, que una máquina podría
hacer.
Entre 1820 y 1822 Babbage logró construir una pequeña máquina, de dos órdenes de diferencia y 6 a 8 cifras, a la que llamó
Difference Engine (máquina de diferencias). Pidió y obtuvo apoyo de
la Royal Society, gracias a lo cual el gobierno le otorgó en 1823 una
subvención de 1.500 libras para construir en tres años una máquina
de seis órdenes de diferencias y 20 cifras.
80
NICOLÁS BABINI
Cuatro años después la máquina no estaba todavía terminada y,
según propia confesión, Babbage ya había gastado 6.000 libras de su
peculio. Después de hacer un viaje al Continente obtuvo otras 4.500
libras, que igualaron los aportes del gobierno y del propio Babbage
pero no lograron que se terminara la máquina, porque en 1833 la
construcción quedó paralizada debido a un conflicto con Joseph
Clement, que la dirigía, considerado entonces el mejor diseñador mecánico de Inglaterra. Luego de varios intentos de continuarla, en 1848
abandonó definitivamente la construcción de la Difference Engine y
durante los tres años siguientes se puso a diseñar otra máquina similar, que llamó Difference Engine No. 2, en la que aprovechó la experiencia adquirida durante el diseño de otra máquina, la Analytical
Engine (máquina analítica), a la que me referiré más adelante.6
El fracaso final de sus gestiones para obtener un subsidio, precipitado en 1852 por la caída del gobierno tory (conservador), terminó definitivamente con la dedicación de Babbage a las máquinas de
diferencias. Es posible que, si su propuesta inicial hubiera sido menos
ambiciosa (una máquina basada en un número menor de cifras y de
órdenes de diferencias), el resultado habría sido entonces exitoso,
como lo probó la reciente reconstrucción de la Difference Engine 2,
que funcionó perfectamente. Merece destacarse, además, el extraordinario refinamiento técnico que se desplegó entonces, tanto en la confección de los planos como en la faz mecánica, de modo tal que un
contemporáneo pudo decir que, aunque la máquina no pudo terminarse, los fondos asignados por el gobierno habían sido más que recompensados con las mejoras introducidas en los mecanismos que la
constituían.
(Continúa en página 81)
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
81
La Analytical Engine
Durante la construcción de la primera Difference Engine, Babbage se
propuso un objetivo más ambicioso, que era llegar a órdenes superiores
de diferencias para que la máquina fuera capaz de resolver funciones
trascendentes y algebraicas, lo que consideró posible si modificaba su
diseño y resolvía el problema del transporte sucesivo de las decenas.
Años después alegó que había inventado un mecanismo que “preveía”
ese transporte, en lugar de hacerlo después de efectuar la suma de las
cifras correspondientes.
La primera referencia a esa nueva máquina apareció en una
carta de 1834, una de las varias que Babbage escribió para conseguir
que el gobierno siguiera financiando la construcción, entonces paralizada, de la Difference Engine. En 1840 el diseño estaba lo bastante
avanzado como para que Babbage pudiera exponerlo en una reunión
científica celebrada ese año en Turín, a la que volveremos a referirnos más adelante.
Aparte de su extrema complejidad mecánica, los rasgos distintivos de la Analytical Engine eran la diferenciación de las funciones
de la máquina y la utilización de tarjetas perforadas para efectuar los
cálculos. En la Difference Engine las columnas que contenían los
números oficiaban también de acumulador. En la Analytical Engine
servían sólo para inscribir valores numéricos y las operaciones eran
efectuadas por otro mecanismo. Llamó store a las columnas que contendrían las cifras, y mill a la calculadora. Ambas denominaciones
eran utilizadas en las primitivas hilanderías inglesas, que depositaban
materias primas y productos terminados en un depósito o almacén,
separado del taller donde se los elaboraba. Señalemos, de paso, que
store o storage fue el nombre que los ingleses dieron luego a la parte
similar de la computadora que en Estados Unidos llamaron memory.
Babbage tenía en mente una máquina universal, capaz de efectuar, con distintos mecanismos para los diferentes tipos de operaciones, todos los cálculos matemáticos posibles. Ello equivalía a un
artefacto de tamaño infinito que trabajara durante un tiempo limitado.
Babbage advirtió que se obtendría el mismo resultado en una máquina de tamaño limitado que recibiera órdenes durante un tiempo ilimitado. En sus propias palabras:
82
NICOLÁS BABINI
I have converted the infinity of space, which was required by the
conditions of the problem, into the infinity of time (He convertido la
infinidad de espacio, que requerían las condiciones del problema, en
la infinidad del tiempo).
La idea de utilizar tarjetas perforadas habría surgido en la mente de Babbage cuando éste observó la analogía que existía entre una
máquina matemática, que a partir de fórmulas invariables debería
poder ejecutar un número infinito de cálculos numéricos, y un telar
mecánico que había inventado el francés Joseph Marie Jacquard a
comienzos del siglo XIX, que mediante un juego de tarjetas perforadas podía repetir el mismo dibujo con una cantidad innumerable de
variaciones cromáticas. Babbage solía citar el ejemplo de un retrato
magnífico de Jacquard rodeado de sus máquinas, que había sido confeccionado, en una tela de seda de 1, 50 x 1, 50 m, mediante 24.000
tarjetas de 1.050 perforaciones cada una.
Babbage comenzó el diseño de la Analytical Engine en 1833 y
adoptó el sistema de tarjetas perforadas en 1836, después de descartar
los cilindros perforados de las cajitas musicales. Cuando se frustró un
nuevo intento suyo de lograr apoyo para la segunda Difference Engine,
suspendió también el diseño de la Analytical Engine, para la que
había confeccionado doscientos planos. Lo reanudó en 1856 y ese
empeño que ocupó, con intermitencias, el resto de su vida, le llevó a
confeccionar un millar de planos y a llenar de mecanismos inconclusos su empobrecida mansión de Londres.
Del material conservado, de las memorias del propio Babbage
y, sobre todo, de las notas que publicó Ada Byron en 1843, surge que,
en términos actuales, las operaciones de la máquina serían programadas y las instrucciones serían impartidas mediante dos clases de tarjetas perforadas, de operación y de variables. Como explicó el propio
Babbage, “las primeras [servirán] para dirigir la naturaleza de la operación que se ejecutará –llamadas tarjetas de operación; las otras para
dirigir las variables particulares con las cuales operarán aquellas tarjetas –estas últimas se llaman tarjetas de variables”.
O sea que las primeras contendrían las fórmulas de cálculo y
las segundas los datos numéricos del problema a resolver, cuyos valores se extraerían del store. Éste se compondría de 1.000 columnas
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
83
de 50 discos giratorios cada una, que llevarían inscriptas las cifras 0 a
9, de modo que se podrían almacenar 1.000 variables de hasta 50
cifras cada una. El valor numérico de cada variable se compondría
verticalmente, haciendo girar cada cilindro (de unidades, decenas,
etc.) hasta que presentara la cifra correspondiente.
El mill ejecutaría las operaciones con los valores extraídos y la
máquina perforaría los resultados intermedios. Los resultados finales,
que aparecerían en la columna respectiva del store, podrían también
ser impresos por la máquina. La necesidad de introducir nuevas tarjetas sería anunciada por una campana, que advertiría también la presencia de errores.
Además de diseñar el mill, que estaría compuesto de una infinidad de aparatos mecánicos de precisión, Babbage tuvo que idear
mecanismos especiales para satisfacer todas las condiciones descriptas
y resolver problemas como el transporte de decenas y el funcionamiento de las tarjetas perforadas. Para facilitar el diseño y la construcción de esos complicados mecanismos, Babbage se sirvió de la
“Mechanical Notation”, sistema propio de dibujo técnico que había
dado a conocer en 1826 y había utilizado en el diseño de la Difference
Engine 2. Más que una representación gráfica normalizada era un
verdadero modelo gráfico de funcionamiento, concebido con la mentalidad que más de un siglo después daría origen al PERT y a los
grafos de camino crítico.
En la elaboración de la “Analytical Engine”, Babbage contó con la
colaboración ocasional de un personaje que también ocupa un lugar en
la historia. En 1832 había conocido a una niña de diecisiete años que
tenía la particularidad de haber sido hija única de Lord Byron, pero
cuyos méritos intrínsecos eran su inteligencia y su capacidad para la
matemática. En 1835 Ada Augusta Byron se casó con el conde de
Lovelace y en 1842 reanudó sus estudios matemáticos, esta vez con el
asesoramiento epistolar de Augustus De Morgan, que tenía un alto
concepto de su inteligencia. Al año siguiente publicó en Taylor’s
Scientific Memories el trabajo que le dio la fama que hoy ostenta:
Sketch of the Analytical Engine Invented by Charles Babbage by L. F.
Menabrea. With Notes upon the Memoir by the Translator, Ada Augusta,
Countess of Lovelace, traducción anotada de un artículo que el general
84
NICOLÁS BABINI
e ingeniero italiano Luigi Frederico Menabrea había publicado en 1842
en la Bibliothèque Universelle de Genève.
El artículo original describía la máquina de Babbage tal como su
autor la había presentado en una reunión filosófica (como se estilaba
llamar entonces a lo que hoy llamaríamos científica) que había sido
convocada por el rey Carlos Alberto de Saboya y se había celebrado en
Turín en 1840. A ella habia asistido, entre otros, nuestro conocido
Octavio Fabrizio Mossotti, que hacía seis años que había vuelto de su
aventura rioplatense. El artículo ocupa unas veinte páginas; las notas
que Ada Augusta agregó a pedido de Babbage insumen no menos de
cincuenta e impresionan por su profundidad y su sagacidad. Hoy en día
es frecuente que se la cite por sus luminosas anticipaciones. Escribió lo
que cien años después se convirtió en una cita obligada:
The Analytical Engine weaves Algebraic patterns, just as the Jacquardloom weaves flowers and leaves (La Máquina Analítica teje desarrollos algebraicos como el telar de Jacquard teje flores y hojas).
Las pruebas de su lucidez surgen también de citas como la
siguiente, que parecen anticiparse a refutar tantos alegatos posteriores
sobre la inteligencia de la computadora:
The Analytical Engine has no pretensions whatever to originate
anything. It can do whatever we know how to order it to perform. (La
Máquina Analítica no pretende crear nada. Puede hacer cualquier
cosa que sepamos cómo ordenarle que haga).
Lo que equivale a decir que no hace nada por su cuenta sino lo
que le ordena un programa concebido por un ser humano.
Ada Augusta propuso incluir a título de ejemplo una “tabla”, como
la llamó entonces, y comenzó a elaborar un Diagram for the computation
by the Engine of the Numbers of Bernouilli que terminó Babbage y se
asemeja a lo que hoy llamaríamos un programa. Esta contribución llevó
a que se la consagrara, cien años después, como la primera programadora
de la historia e hizo que el Departamento de Defensa de Estados Unidos
pusiera el nombre de Ada a un lenguaje de programación desarrollado
hacia 1980 para las fuerzas armadas de ese país.
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
85
Los sucesores de Babbage
En 1834 una revista de Edimburgo (la Edinburgh Review que editaba
Dyonisius Lardner) publicó un extenso artículo sobre la Difference
Engine, “Babbage’s Calculating Engine”, que fue leido por un editor
de Estocolmo llamado Pehr Georg Scheutz. Con su hijo Edvard comenzó a diseñar en 1835 una máquina para calcular tablas de mortalidad, mucho más sencilla que la de Babbage (de 14 cifras y cuatro
diferencias). En 1853 terminaron, gracias a un subsidio de la Academia
sueca, un primer modelo y al año siguiente llevaron la versión definitiva a Inglaterra, donde Babbage les brindó un generoso apoyo. Su hijo
Henry Prevost dibujó los planos utilizando la Mechanical Notation
inventada por el propio Babbage, quien redactó los comentarios a los
dibujos, además de publicar un artículo sobre la máquina en la revista
de la Academia de Ciencias de París. La máquina, que fue expuesta y
premiada en la Exposición Universal de Paris de 1855, fue adquirida
tres años después en 5.000 libras por el Observatorio Dudley de
Albany, New York, cuyo director era entonces Benjamin A. Gould (el
mismo que, quince años después, estaría a cargo del primer observatorio astronómico argentino). En 1863 el gobierno inglés les encargó otra
Difference Engine, que fue utilizada hasta 1870 para confeccionar
tablas de mortalidad.
Veinte años después de la presentación de la máquina de los
Scheutz, otro sueco, Martín Wiberg construyó, también con apoyo
del gobierno, una máquina de diferencias basada en la de Babbage,
que sirvió para producir tablas matemáticas y hacerle ganar una condecoración. De ese mismo año 1874 es otra máquina del estadounidense George B. Grant.
Ya entrado el siglo XX se menciona una máquina de diferencias que habría sido concebida por Léon Bollée, y otra construida en
Inglaterra por H. Hamman en 1910. Cuatro años después el National
Almanac Office de ese país instaló una máquina, que llamó AntiDifferencing Machine que se basaba en una máquina del estadounidense William S. Burroughs.
De otro carácter, y más relacionada con la Analytical Engine
de Babbage, sería una calculadora logarítmica mecánica que, según
un escrito descubierto por Brian Randell, habría comenzado a diseñar
86
NICOLÁS BABINI
el contador Percy Ludgate en Dublin, Irlanda, en 1903.7 Había conocido la obra de Babbage a través de sus memorias de 1864, del
artículo de Ada Byron y de un informe de la British Association for
the Improvement of Sciences, de 1878. Ludgate, que no dejó ningún
modelo ni planos de su máquina, la describió como portátil (ocuparía
menos de medio metro cúbico) y capaz de hacer seis multiplicaciones
de dos números de 20 cifras por minuto. Sólo se conoce el escrito
descubierto por Randell, que quizá sea, como en el caso de su maestro Babbage, otro ejemplo de technics-fiction.
Notas
1. En el siglo XVII ingleses y holandeses se lanzaron a la conquista del planeta, tras
las huellas de los conquistadores ibéricos del siglo XVI. Luego se sumaron los
franceses, temporariamente los alemanes y, tardíamente, italianos y belgas. Al
cabo de casi tres siglos de expansión, esas naciones, preferentemente las
norteuropeas, se habían repartido África y Oceania, los restos del imperio otomano,
la India, Indochina e Indonesia en Asia, y la mayor parte de Norteamérica. Habían
compensado la pérdida de sus colonias, convertidas en los Estados Unidos, ayudando a que España y Portugal perdieran las suyas en el resto del continente
americano.
2. El año 1870 señala el comienzo de Europa como imperio multinacional. Coincide
con la constitución del Imperio alemán y el Reino de Italia, que se suman a las
“potencias” coloniales de Inglaterra, Francia y Holanda. Curiosamente, en Japón es
la época de la “revolución Meiji” (1868) y, en América, la del final de la Guerra de
Secesión estadounidense (1861-1865) y de la Guerra del Paraguay o de la Triple
Alianza (1865-1870), las dos matanzas mayores del siglo XIX después de las
napoleónicas.
3. Hasta 1914 el reparto del mundo por los europeos se mantuvo incólume. La guerra
de 1914-1918 significó sólo un cambio de manos, cuando Alemania perdió sus
colonias. En vísperas de la guerra de 1939-1945 los mapas mostraban la misma
gama reducida de colores: la enorme mancha del ex-Imperio (ahora Commonwealth)
británico en los cinco continentes, rodeando el mundo; las mucho menores de
franceses y holandeses, y las salpicaduras de las posesiones belgas y sudeuropeas
(Italia, España y Portugal). Esa ocupación estalló en un centenar de naciones en
poco más de una década posbélica, mientras las antiguas metrópolis trataban de
asimilar las nuevas condiciones, en medio de la ruina material y económica.
4. Para apreciar la importancia que tenían entonces las tablas matemáticas, recordemos que, cuando la efímera República Francesa (1792-1804) decidió contar con las
tablas logarítmicas y trigonométricas más confiables de la época, encomendó las
LAS ANTECESORAS DE LA COMPUTADORA
87
Tables de Cadastre al barón Gaspard Claire F. M. Riche de Prony, destacado
ingeniero e inventor. Prony, que acababa de conocer el libro de Adam Smith sobre
la riqueza de las naciones y sus ideas sobre la división del trabajo, distribuyó un
centenar de calculistas en tres secciones. La primera estaba constituida por media
docena de matemáticos de primer nivel (entre ellos Legendre y el propio Prony),
que tenían a su cargo el análisis teórico del problema y la elaboración de las
fórmulas del cálculo. La segunda incluia varios calculistas expertos, capaces de
convertir las fórmulas en valores numéricos, que entregaban a un tercer grupo de
60 a 80 individuos que sólo sabían hacer las cuatro operaciones y confeccionaban
la primera versión de las tablas, que eran luego revisadas por los expertos. Los
originales de las tablas de Prony (confeccionadas entre 1795 y 1802) ocuparon
diecisiete tomos in folio y nunca se publicaron, pero le sirvieron a Babbage para
reforzar su argumento económico a favor de la mecanización del cálculo.
5. Por ejemplo, el producto de 4 x 365 se obtenía así:
4
3
6
1/2
2/4
5
2/0 luego 1, 2+2, 4+2, 0 o sea 1460
6. La segunda versión de la Difference Engine, que Babbage terminó de diseñar en
1849, admitía 7 órdenes de diferencias y números de 30 cifras, que se almacenaban
en ocho columnas verticales de 31 ruedas cada uno, en las que estaban grabados las
cifras de 0 a 9. Los valores iniciales se armaban de abajo hacia arriba, desbloqueando
y haciendo girar a mano cada rueda hasta hallar la cifra correspondiente. Un
sistema de palancas y cremalleras, situado debajo de esas ruedas, hacía subir y
bajar los ejes verticales para efectuar las sumas de diferencias. Una manivela hacía
girar una pila vertical de 14 pares de levas de las que dependían los ciclos de
cálculo. Los números no se sumaban de derecha a izquierda, sino en dos ciclos:
primero se sumaban las columnas impares y luego las pares. Cada vuelta de
manivela daba un nuevo valor de la tabla de diferencias con una precisión de 30
cifras y dejaba la máquina preparada para el cálculo siguiente. El mecanismo de
impresión estaba acoplado a la última columna, que registraba el resultado final.
7. En su escrito, Ludgate proponía remplazar las dos tarjetas de la Analytical Engine
por una hoja o rollo de papel perforado (formula-paper) que reuniría ambas
informaciones, en el que cada renglón de perforaciones equivaldría a un paso del
proceso. Las “variables” estarían almacenadas en reglillas deslizantes, de 20 cifras
cada una, que estarían provistas de pernos salientes que sobresaldrían una a diez
unidades, según la cifra representada. La multiplicación se haría en el Index, al
modo de las reglas de cálculo, mediante el deslizamiento de las reglillas. Un
mecanismo especial convertiría previamente las cifras en sus logaritmos y haría
luego la operación inversa con el resultado, que aparecería en un tren de engranajes, llamado mill. Las perforaciones se harían mediante un teclado.
88
NICOLÁS BABINI
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NICOLÁS BABINI
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Wiberg, Martin, inventor sueco (18261905)
Temas de Saber y Tiempo
EL PENSAMIENTO CIENTÍFICO
EN LA ARGENTINA DE ENTREGUERRAS
4
Con la presente entrega, Saber y Tiempo cierra la revisión crítica de la
producción científica y filosófica de la Argentina, durante el período comprendido entre ambas guerras mundiales, que se inició en el Nº11 de la
revista. En estos trabajos finales, Omar A. BERNAOLA se refiere a la física,
Alberto Guillermo RANEA a la filosofía y Diego H. DE MENDOZA y Miguel DE
ASÚA a la historia de la ciencia.
Omar A. Bernaola centra su relato en la figura y la obra de Ramón Enrique
Gaviola, que unió a su excepcional calidad de científico una no menos intensa
preocupación por la suerte de la ciencia en la Argentina.La biografía de
Gaviola le permite señalar el papel que, a comienzos y a fines del período de
entreguerras, jugaron dos científicos extranjeros, Richard Gans y Guido
Beck, para sentar las bases de la investigación en Física, en un medio
universitario dominado por los intereses profesionales. El trabajo revela que,
hacia el final del período, la prédica y la acción de Gaviola comenzaron a
surtir efecto, con la creación de las primeras carreras, los primeras centros y
la primera asociación científica relacionadas con la física teórica, realizaciones que fueron, en gran medida, fruto de su pasión por hacer de la Argentina
un país moderno.
Alberto Guillermo Ranea ubica también, en el centro de su estudio sobre la
filosofía del período, una personalidad excepcional, como la de Alejandro
Korn, cuyo pensamiento analiza a través de sus lecturas. Este enfoque singular fue posible gracias a su rica biblioteca, que se conserva en la Universidad
Nacional de La Plata y de la que se da cuenta en el artículo. Las reflexiones y
las agudas críticas de Korn ofrecen, al mismo tiempo, una visión de algunas
de las filosofías que se cultivaban entonces en la Argentina, mientras que en el
artículo se destaca la originalidad de las ideas de Korn, que ubica en un linaje
que asciende hasta Juan B. Alberdi a través de Juan B. Justo.
92
SABER Y TIEMPO
Diego H. de Mendoza y Miguel de Asúa caracterizan el período que precedió
la creación, en 1939, del Instituto que dirigió Aldo Mieli, como fragmentario y
de aportes ocasionales a la historia de la ciencia, que pareció cumplir entonces
un papel similar al de la divulgación científica.Luego de mostrar estas características a través de los trabajos publicados en la Revista de Filosofía y en
Cursos y Conferencias, los autores describen el “primer intento sistemático de
organizar el pasado de las ciencias exactas y naturales en el país”, refiriéndose
a la colección de trabajos monográficos que publicó la Sociedad Científica
Argentina sobre la evolución de las ciencias del período 1872-1922. Al aceptar
que “a todo sistema científico en expansión le corresponde una historia de la
ciencia vigorosa”, los autores señalan la coincidencia que hubo entre la fe en la
ciencia, que había entonces, y la aparición a finales de la década de 1930 del
Instituto de Mieli y del Grupo Argentino de Historia de la Ciencia, en marcado
contraste con el estancamiento y la debilidad que caracterizaron tanto la
investigación científica como la propia historia de la ciencia, en la Argentina de
la posguerra.
***
El cierre de esta sección dedicada a tratar el pensamiento científico en la
Argentina de entreguerras no significa que el tema esté agotado. Aunque el
panorama que se ofreció sobre ese período fue, posiblemente, uno de las más
amplios que se hayan presentado hasta hoy, quedaron varias disciplinas
importantes sin tratar y, sobre todo, quedó abierta la polémica sobre los
enfoques adoptados por los autores. Saber y Tiempo queda abierto a ambos
modos de contribuir al conocimiento de nuestro pasado reciente.
Como se señaló en la introducción a la primera entrega de este Tema, el
período de entreguerras ha padecido, y en muchos aspectos aún padece, un
desconocimiento, cuando no una desvirtuación, a los que no han sido ajenas
las vicisitudes políticas e ideológicas que sufrió la Argentina en la segunda
mitad del siglo XX. En ese sentido, las manifestaciones científicas y filosóficas
del período de entreguerras siguen siendo proyectos latentes de investigación, que Saber y Tiempo alentará y recibirá con el mismo empeño que guió
el desarrollo del Tema que acabamos de cerrar.
SABER Y TIEMPO
14 (2002). 93-118
Separata 179.14
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
EN LA ARGENTINA DE ENTREGUERRAS
Omar A. Bernaola
Comisión Nacional de Energía Atómica
Durante el período comprendido entre ambas guerras mundiales (19141918 y 1939-1945), se originaron modificaciones políticas, científicas,
económicas y sociales que afectaron a toda la humanidad. En mayor o
menor grado, todo habitante del planeta sufrió las consecuencias globales
de ese período. La histórica denominación de mundiales, para ambas
guerras, evidencia acertadamente su carácter y sus consecuencias. Los
efectos de la Primera constituyeron ingredientes importantes en el
desarrollo del período que estamos considerando y, a su vez, éste
último influyó fuertemente en el inicio de la Segunda.
La Primera Guerra Mundial tuvo no solo efectos económicos y
políticos, sino también científicos y culturales sobre los países de
América Latina. Al finalizar la guerra, Estados Unidos se convirtió en
potencia mundial y sus relaciones políticas con los restantes países se
modificaron en función de este nuevo papel. Como consecuencia, se
inició el desplazamiento del liderazgo de la influencia europea en
aquellos campos, en particular en el que aquí nos interesa, el científico cultural. En el período entre guerras, tanto el francés, que era
considerado el idioma de las ciencias a fines del siglo XIX e inicios
del XX, como el alemán, que dominó a continuación, comenzaron a
ser desplazados por el inglés. Este desplazamiento se tradujo en una
hegemonía categórica desde el final de la Segunda Guerra hasta el
presente.1
La Argentina no fue ajena a estos acontecimientos y, sin embargo, parece existir un incomprensible olvido de esta parte de su
94
OMAR A. BERNAOLA
historia en ese contexto. Pocos autores se han dedicado a realizar un
análisis crítico de los factores que afectaron los intereses del país. En
particular, los aspectos científicos son casi desconocidos e injustamente olvidados en lo que se refiere a su desarrollo local y su contribución al contexto universal. Es grato, entonces, el intento de Saber y
Tiempo de rescatar esta falencia, ya que sin duda este desconocimiento impide evaluar acertadamente los acontecimientos del período de
entreguerras e inferir su influencia en las peculiares características de
nuestra sociedad actual.
Al referirnos, entonces, al período de entreguerras, la elección
de Ramón Enrique Gaviola como representante de la física argentina
durante ese período, tiene sus razones. En esta disciplina fue el científico argentino más destacado y de mayor trascendencia en la primera
mitad del siglo veinte. Resultó notable la tarea que realizó, orientada
a impactar en el desarrollo cultural, político, tecnológico y económico de la Argentina de entonces, mediante la promoción de actividades
científicas, tanto en lo que se refiere a la educación como a la política
institucional y de Estado.
Como estudiante en Europa, específicamente en Alemania, tuvo
el privilegio de contar entre sus profesores a muchos de los científicos más notables del siglo veinte. Pero, al mismo tiempo, fue testigo
de las diversas propuestas sociales y del surgimiento del nazismo,
cuya ideología no se difundiría solamente en Alemania.
Se formó como científico en el hemisferio Norte, en Alemania
y Estados Unidos entre 1922 y 1929, año en que regresó a la Argentina. A partir de entonces se constituyó en el insobornable Quijote que
se dedicaría a intentar sacar a su patria, no sólo de su atraso científico, sino de todas las limitaciones que le impedían ser considerada
como un país de avanzada y futuro venturoso.
En este trabajo nos dedicaremos a recordar algunos aspectos de
la vida de Gaviola en relación con este tema y a relatar algunos de sus
intentos por lograr un país científico moderno. En la mayoría de los
casos resultaron intentos vanos, si se los considera desde el punto de
vista de las expectativas de Gaviola. Seguramente la sociedad no
estaba “preparada” para aceptar las ideas revolucionarias que en ese
momento sostenía, pero su lucha es representativa de lo que ha propuesto Saber y Tiempo en cuanto al rescate de los acontecimientos
producidos durante el período de entreguerras.
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
95
Gaviola en la Universidad de La Plata (1917-1922)
Gaviola nació en Mendoza, el 31 de agosto de 1900, donde terminó su
bachillerato en 1916. Como le interesaban las ciencias exactas, al año
siguiente se trasladó a la ciudad de La Plata, único lugar en el país que
podía ofrecerle estudios universitarios de las características, por lo
menos semejantes, a las que él pretendía.
En los inicios del siglo veinte, Joaquín V. González había reorganizado la antigua Universidad Provincial de La Plata, para convertirla, en 1905, en Universidad Nacional. El 28 de Mayo de 1905,
González expuso así su pensamiento:
La Universidad que se establecerá en La Plata será científica [...] El
carácter de los sistemas antiguos es anticientífico, aunque enseñen
ciencias y es clásico en el sentido de limitarse a la simple imaginación o verbalismo, conservando las organizaciones dogmáticas, sin
relación con los cambios que todos los conocimientos han sufrido en
las últimas épocas bajo el poder del método científico (Bibiloni, 2001).
Como Director del Instituto de Física fue designado Tebaldo J.
Ricaldoni, quien ejerció ese cargo desde 1906 hasta 1909, año en que
se contrató en Alemania a Emil Bose para sucederlo.2 Bose falleció
de tifus el 25 de Mayo de 1911 y el Instituto quedó a cargo de K.
Simon, como Director Interino, hasta 1914, cuando fue remplazado
por Richard Gans.
Gans poseía una sólida formación académica y tenía la misma
posición que Bose y su esposa Margrete Heiberg, con respecto a la
investigación científica como actividad universitaria. El inicio de la
investigación científica en el Instituto de Física de La Plata fue obra
de estos protagonistas. La evolución del Instituto durante las primeras
décadas del siglo veinte (1909-1925) se debió, sobre todo, a Emil
Bose, Richard Gans, Ramón G. Loyarte y Teófilo Isnardi.
Las actividades científicas del Instituto durante ese período y
la casi totalidad de los trabajos publicados, cuya media era de unos
diez por año, fueron obra de los profesores contratados en el exterior:
los esposos Bose, Gans y Walter Nernst; hubo menor contribución de
los argentinos Loyarte e Isnardi. La orientación de los trabajos de los
96
OMAR A. BERNAOLA
extranjeros estuvo directamente relacionada con las líneas de frontera
en el estudio de calores específicos a bajas temperaturas y de magnetismo y su relación con la emergente teoría cuántica. Los físicos
locales se orientaron hacia termodinámica y, por lo general, sus trabajos no aparecieron en revistas internacionales (Civitarese, 2001).
Durante la gestión de Gans se dio gran impulso a las tareas de
investigación. Entre 1914 y 1918 Gans produjo unas veinte publicaciones, la mayor parte en las Memorias de la Facultad de Ciencias
Fisicomatemáticas (Andrini, 2001). Entre 1918 y 1925 estudió las
teorías moleculares del magnetismo, la teoría molecular de los
dieléctricos y las teorías sobre dispersión de la luz en medios coloidales
y dieléctricos (Civitarese, 2001).
Gans debió dedicar, sin embargo, cada vez más tiempo a resolver problemas internos, debido al aislamiento científico y a los conflictos que se producían entre los miembros del Instituto. En particular, las confrontaciones entre Loyarte e Isnardi, y entre Gans e Isnardi,3
superaron el marco de los antagonismons personales y comprometieron seriamente a la Institución. Seguramente por estas razones, en
1925 Gans decidió regresar a Alemania, donde fue designado Profesor en la Universidad de Königsberg. En 1926 fue sucedido por Loyarte
en la Dirección, hasta 1928.
Con la ida de Gans, los conflictos latentes entre los defensores de la
investigación como generadora de conocimientos y sustento de la actividad
universitaria (Bose, Gans) y los defensores de la ciencia profesionalizada
(profesores con formación tradicional, como Loyarte e Isnardi) se transformaron en conflictos reales y cambiaron definitivamente el panorama de la
Física en La Plata. Civitarese (2001) lo describe así:
Con el regreso de Gans a Alemania en 1926 desaparecen de la escena
platense los defensores de la posición científica y el camino quedó
libre para personas que defendieron actitudes más profesionalistas o
puramente docentes.
Esta situación se tradujo en una notable declinación del nivel
del Instituto y de su producción científica, desde 1925 hasta 1950. En
ese ambiente universitario, Juan Bernardo Collo y Teófilo Isnardi
recibieron el doctorado en 1912, Ramón Godofredo Loyarte en 1913,
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
97
Héctor Francisco Benito Isnardi en 1916, Juan Adolfo Wilken en
1917, Enrique Loedel Palumbo en 1925 y Rafael Grinfeld en 1928.
Habría que esperar hasta 1936 para que se otorgara un nuevo doctorado, el de Ernesto Sábato (Westerkamp, 1975).
Civitarese (2001) lo resume en estos términos:
El comienzo de las actividades en Física en la Argentina, debe buscarse en la organización del Instituto de Física de la Universidad de
La Plata, en su relación con los desarrollos de la Física de comienzos
de siglo y su posterior transformación en un Centro dedicado a la
docencia, sin mayor impacto en las contribuciones científicas.
A ese lugar llegó Gaviola, en 1917, y se inscribió como alumno en Ingeniería. Pero ya el primer año, al concurrir a las clases de
Richard Gans y Hugo Broggi, descubrió que existían estudios más
exactos que los de ingeniería (Bernaola, 1990; 2001 a, b). Como lo
relata él mismo:
Al final de 1918 hablé con Gans. Le dije que quería estudiar Física y
no ingeniería. Me respondió que si quería estudiar Física de veras, no
podía hacerlo en Argentina, que tenía que irme al extranjero, preferiblemente a Alemania (Grünfeld, 1997; Bernaola, 1990; 2001b).
Gaviola aceptó la sugerencia de Gans aunque sus recursos económicos no le permitían tomar esa decisión. Su padre, Domingo
Gaviola, que en una época había tenido una situación económica
holgada, había perdido parte de su fortuna y no podía ayudarlo. Decidió, entonces, optar por un camino más corto, graduarse como agrimensor y realizar, luego, trabajos de mensura en su provincia. De
esta forma reunió algún dinero que le permitió viajar a Europa y
pagar sus estudios en la Universidad. En marzo de 1922 se embarcó
en tercera clase del Cap Polonio, un barco alemán que realizaba el
trayecto entre Sudamérica y el puerto de Hamburgo.
98
OMAR A. BERNAOLA
Gaviola fuera de la Argentina (1922 -1929)
Durante la década de 1920, los avances más importantes de la Física
tenían lugar en Europa, principalmente en Alemania. En esa década las
principales predicciones de la teoría de la relatividad de Einstein
habían sido confirmadas experimentalmente. Ya estaban establecidas
las leyes de Planck y eran conocidas las leyes del decaimiento de los
átomos. Se discutía sobre mecánica cuántica, sobre mecánica
ondulatoria, sobre interacciones campo-materia, sobre los procesos de
emisión y absorción atómica y ya era conocida la curva que describía el
defecto de masa. Se realizaban avances en ferromagnetismo, en
conductividad térmica y eléctrica, efecto Raman, la naturaleza
ondulatoria de los electrones y se desarrollaba la teoría que describiría
el comportamiento de las moléculas diatómicas. Es decir, se establecían las bases de la Física moderna.
A ese lugar y en esas circunstancias llegaría Gaviola. A mediados de 1922 se inscribió en la Facultad de Ciencias Naturales y Matemáticas de la Georg August Universität de Göttingen. Allí asistió a
los cursos de, entre otros, James Franck, David Gilbert, Richard
Courant, Max Born y Richard Pohl. A fines de 1923 se trasladó a la
Friedrich Wilhelms Universität de Berlín, donde tuvo como profesores, entre otros, a: Max Planck, Max von Laue, Richard Edler von
Mises, Peter Pringsheim, Albert Einstein, Walter Nernst y Lise
Meitner. Es decir, que asistió a cursos de dos Premios Nobel en
Göttingen y de cuatro en Berlín
Los profesores en Berlín se percataron enseguida de la capacidad de Gaviola para la investigación. Por esa razón, en el otoño de
1923, mientras asistía al cuarto semestre de su carrera universitaria,
Peter Pringsheim lo incorporó a su grupo de investigación. Gaviola fue
uno de los pocos estudiantes que tuvo semejante privilegio, ya que el
ambiente académico en que estudió era muy cerrado y no cualquiera
era aceptado en ese círculo de notables. Gaviola demostró que era uno
de ellos. Esas circunstancias lo convirtieron, además, en testigo presencial de acontecimientos históricos, tanto científicos como políticos y
sociales, que cambiarían el futuro de la humanidad y le aportaron una
experiencia que se pondría en evidencia posteriormente.
Las relaciones de Gaviola con los científicos que había conocido en Europa se mantendrían a través de los años y seguramente
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
99
influyeron en sus hábitos y costumbres. Le permitieron, por vivencia
personal, adquirir un cabal convencimiento de que el progreso y el
desarrollo de un país se basan, fundamentalmente, en su capacidad
científico-tecnológica y en la habilidad de sus gobernantes para su
adecuada utilización.
Al completar sus estudios universitarios, el 6 de junio de 1926
le fue otorgado el diploma de Philosophiae Doctoris et Artium
Liberalium Magister. Previamente, ante un jurado integrado por profesores del nivel de los antes mencionados, había presentado su tesis,
que aprobó con la calificación de Magna cum Laude y se publicó en
Annalen der Physik, 81, 681, 1926. Con anterioridad, siendo estudiante, ya había publicado cinco artículos en Zeitschrift für Physik,
cuatro de ellos en colaboración con Pringshiem.
Este conjunto de publicaciones, sobre temas relacionados con
fluorescencia y polarización, junto con otros tres que publicó a continuación, entre los que se incluía el diseño y construcción de un
fluorómetro de fase (Weber, 1998), establecieron los fundamentos
teóricos y experimentales en este campo, ya que el aparato que construyó permitía evaluar la fluorescencia de diversos materiales y medir
con precisión el tiempo de vida de los estados excitados de los átomos emisores. Este logro dio origen a una nueva disciplina en biología y bioquímica: la espectroscopía fluorescente, que en las décadas
posteriores, con la aparición de los fotomultiplicadores, constituyó
una herramienta esencial en la evaluación del comportamiento
hidrodinámico de las proteínas.
Luego de su graduación, trabajó con el Premio Nobel Jean
Baptiste Perrin, pero Einstein le sugirió que se postulara para una
beca en Estados Unidos para trabajar con Robert Williams Wood, en
Baltimore, en efecto Doppler transversal, algunas de cuyas características habían sido predichas por la teoría de la relatividad. El 22 de
junio de 1927 el International Education Board le concedió la beca y
el 7 de noviembre mereció un Fellowship de la Johns Hopkins
University de Baltimore, un Fellowship para el año lectivo 19271928, el primero otorgado a un latinoamericano.
Hasta ese momento la mayoría de los trabajos que había realizado eran de carácter teórico, pero ya asomaba su gran pasión por lo
experimental, como lo demuestra la construcción del fluorómetro ya
100
OMAR A. BERNAOLA
mencionado. Por tal motivo, se trasladó en 1928 a la Carnegie
Institution de Washington para trabajar con Merle Tuve y Harry
Lawrence Hafstad en técnicas de vacío y alta tensión. El trabajo que
realizaron fue notable y con el equipo que construyeron lograron
obtener 5, 2 MV. Esto permitió abrir la física nuclear al campo experimental, que en ese momento estaba limitado porque se contaba sólo
con equipos con voltajes poco mayores a 1 MV. Además, los escasos
equipos existentes habían estado orientados a aplicaciones de alta
tensión y potencia, mientras que el construido por ellos se orientaba
hacia investigación básica acerca de la estructura del núcleo atómico.
Por esa razón dicho equipo es considerado como el primer antecedente importante de un acelerador de partículas. Una foto del equipo y
sus constructores, considerada documento histórico, se encuentra en
el Museo de Ciencia y Tecnología de la Smithsonian Institution en
Washington D.C.
También en 1928 participó, aunque sólo parcialmente, en estudios sobre localización de objetos en la atmósfera aplicando la tecnología temprana del radar. Al mismo tiempo, los trabajos experimentales que realizaba sobre las características de las líneas espectrales del
mercurio, permitieron analizar en forma crítica la teoría de Schrödinger.
Uno de los artículos que publicó sobre este tema, en Nature,
está relacionado con los orígenes del laser. Por su importancia se
reproduce una referencia de A. E. Siegman, de la Stanford University,
en su libro clásico sobre Lasers:
Los conceptos básicos de los procesos de emisión estimulada y la
posibilidad de “absorción negativa” coherente de los átomos en el
nivel superior de una transición atómica, fueron claramente establecidos por A. Einstein en “On the quantum theory of radiation”.
Physikalische Zeitschrift 18: 121 (1917), y nuevamente por R.C.
Tolman en “Duration of molecules in upper quantum states”, Rev.
Mod. Phys. 23: 693-709 (June 1924). Un interesante e instructivo
estudio temprano sobre emisión espontánea pura de los átomos, fue
reportado por E. Gaviola en “An experimental test of Schrödinger’s
theory”, Nature 122, 722 (1928). Gaviola observó las líneas de emisión espontánea de una descarga en mercurio de 435.8 y 404.6 nm
del nivel superior común 23 S1 hacia los niveles inferiores 23 P1 y 23 P0,
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
101
bajo amplias variaciones de presión y con varios gases adicionales
utilizados como “buffer”. Podía esperarse que las poblaciones relativas de esos niveles variaran ampliamente bajo condiciones tan diferentes. Aunque Gaviola no tenía forma de medir ninguna de estas
poblaciones, pudo observar que la relación de intensidades entre las
líneas de 435.8 y 404.6 nm, permanecía constante, aun cuando sus
intensidades absolutas variaran ampliamente. Esto indicaba fuertemente que la relación de las emisiones de estas transiciones dependía
solamente de su población común del nivel superior y no de sus
poblaciones en los niveles inferiores (Siegman, 1986).
Usualmente se considera que 1955 es el año del surgimiento
del laser, ya que en ese año J. P. Gordon, H. J. Zeiger y C. H. Townes
publicaron “The maser, new type of microwave amplifier, frecuency
standard and spectrometer”. Phys. Rev. 18: 1264-1274 (August 15,
1955), donde se describían las técnicas para la contrucción de las
ventanas de extracción del haz. Pero la primera verificación experimental del fenómeno fue realizada por Gaviola, 27 años antes
(Siegman, 1986). En 1929 publicó en Physical Review el notable
trabajo “On time lags in fluorescence and in the Kerr and Faraday
effects”.
El paso de Gaviola por la Universidad de La Plata (1929)
Gaviola tenía 29 años y ya era una figura de renombre internacional.
Los homenajes se sucedían en todos los lugares donde se presentaba.
Sin embargo, en la Argentina era casi un desconocido. A pesar de estas
ingratitudes Gaviola deseaba regresar al país, en particular a su lugar
de origen, la Universidad de La Plata.
Cuando en la Carnegie Institution de Washington se enteraron
de la irrevocable decisión de Gaviola de regresar a la Argentina, lo
lamentaron. J. A. Fleming, asistente del Director del Departamento
de Investigaciones en Magnetismo Terrestre, le escribió con carácter
oficial:
Ha sido un verdadero placer haber contado con usted en nuestro
Departamento y esperamos que mantenga el contacto con nosotros
102
OMAR A. BERNAOLA
[...] Tanto yo, como sus amigos del Departamento, nos unimos para
desearle un gran éxito en su nuevo trabajo.
Le comentaba, además, que la Institución había decidido pagarle algunos días adicionales, después de su partida, como agradecimiento por la labor que había realizado (Fleming, 1929).
Aunque al mismo tiempo se le había ofrecido una cátedra en la
Universidad de Wisconsin, optó por regresar a La Plata donde Loyarte
lo designó, el 11 de abril de 1929, investigador (Loyarte, 1929) y, en
agosto, profesor suplente de Física Teórica. Después de siete años
excepcionales en Alemania y Estados Unidos, regresaba a la institución donde había dado sus primeros pasos en Física. Volvía con una
formación profesional única, lleno de entusiasmo y empuje. Confiaba
en que su ejemplo y su gran capacidad de trabajo le permitirían lograr
que la ciencia floreciera realmente en la Argentina. En esa época,
sólo en dos lugares, la Universidad de La Plata y el Observatorio de
Córdoba, se realizaban trabajos que podían considerarse verdaderamente científicos.
Su regreso suscitó grandes esperanzas en el Instituto de Física
ya que, con el alejamiento de Gans en 1925, se había producido un
gran vacío. Desgraciadamente, el ambiente del Instituto seguía contaminado por rencillas internas que imposibilitaban concretar un trabajo serio e impedían planificar el futuro. Intentó formar un grupo de
investigación con Hilario Magliano, Alberto Sagastume Berra, Enrique Loedel Palumbo y algunos estudiantes jóvenes, pero su intento
no tuvo éxito y pronto se convenció de la inutilidad de “hacer Física”
en esos momentos en La Plata (Westerkamp, 1975; Mariscotti, 1985).
Su utopía inicial no se había cumplido. Como dice Mariscotti,
hubo en realidad dos retornos de Gaviola a Argentina y el primero, a
La Plata, fue un fracaso:
Volvía con una aureola merecida y lo esperaban como a un hijo
predilecto. Desgraciadamente, en La Plata se encontró envuelto en
una rencilla de dudoso nivel, en la que se negó a participar, no obstante lo cual quedó sujeto a las presiones de las partes que se disputaban su apoyo. Nos referimos a la famosa polémica entre Loyarte y
Loedel a raíz de la insistencia del primero sobre la pretendida exis-
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
103
tencia de un nuevo número cuántico. Gaviola la recuerda así: “Por
supuesto la cosa no tenía sentido. Loedel le hizo una crítica muy
severa a Loyarte y naturalmente se pelearon. Hasta libros se han
escrito criticándose uno al otro. ¿Y quien ganó? Políticamente ganó
Loyarte, porque tenía influencia política. Loedel no tenía ninguna.
Entonces se fue al interior [...] se fue a San Juan”. En esas condiciones Gaviola se cansó y a los seis meses se fue a Berlín con idea de no
volver a Argentina (Mariscotti, 1985).
Durante su corta estada en La Plata, Gaviola publicó dos artículos notables en la publicación de la Universidad Contribuciones al
Estudio de las Ciencias: “Una prueba experimental de la teoría de
Schröedinger” y “Dualidad y Determinismo: El sistema doble de conceptos usados en la física y la ley de causa efecto”. Westerkamp
(1975) se refirió así a estos trabajos:
En el primero señaló un hecho experimental importante en la interpretación de la mecánica cuántica, aun cuando el artículo permaneciera por mucho tiempo relativamente ignorado. El segundo es una
excelente exposición crítica de la situación en que se encontraba la
física en la época en que fue escrito. La lectura de ambos artículos es,
aún hoy, de gran provecho para entender muchos aspectos de la física
cuántica.
El paso de Gaviola por Europa (1930)
De vuelta en Alemania, Gaviola se puso en contacto con Schrödinger,
con quien tuvo oportunidad de discutir su trabajo Dualidad y
Determinismo y, principalmente, el artículo crítico que él había publicado en Nature (Westerkamp, 1975). Muchos años después, en 1958, el
Centro de Estudiantes de Física y Matemática de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, volvió a
publicar el artículo sobre dualidad y determinismo, con el agregado de
un texto final de Gaviola que decía:
Treinta años después: el trabajo sobre el dualismo onda corpúsculo
fue expuesto inicialmente en el Seminario de Física de Johns Hopkins
104
OMAR A. BERNAOLA
en Baltimore, en 1928. Una nota corta apareció en Nature del 20 de
abril de 1929. El artículo detallado fue publicado en la Zeitschrift für
Physik en el tomo 58 página 651 de 1929 primero, y después en
Contribuciones al Estudio de las Ciencias de La Plata en el tomo V,
página 243 de 1931. En la misma época (1930), apareció un libro
breve de W. Heisenberg titulado Die physikalischen Prinzipien der
Quantentheorie (S. Hirsel, Leipzig). En él está expuesto el punto de
vista de la Escuela de Copenhagen por uno de sus principales maestros. El creador de la Escuela, Niels Bohr, publicó posteriormente, en
el tomo dedicado a Einstein de la Biblioteca de Filósofos Vivos, sus
largas discusiones con Einstein sobre el tema. En fecha reciente, Henry
Morgenau ha hecho una notable presentación del problema en su
libro The Nature of Physical Reality (Mc Graw Hill, 1950). Poco se
ha adelantado en 30 años. Algunos, obedeciendo instrucciones de
organismos políticos, han intentado, en los últimos 5 años, una vuelta
a un determinismo “materialista” sin renunciar a los corpúsculos de la
materia ni a las ondas de luz. Los intentos no pasan de ser dualismos
superpuestos, con todas sus contradicciones. Los autores parecen no
conocer la abundante literatura de hace una generación. La solución
del viejo problema no puede estar en ignorar lo ya conocido, sino en
superarlo (Gaviola, 1958).
El regreso definitivo a la Argentina (1930-1945)
Pero el nuevo paso de Gaviola por Alemania fue corto. Después de su
frustración inicial, había decidido regresar a la Argentina. Su experiencia en Europa y en Estados Unidos lo había convencido de que debía, y
podía, cambiarse la situación en que se encontraba la ciencia argentina
y para ello traía planes, proyectos e ideas que, con su natural empuje y
laboriosidad, pensaba podían ponerse en vigencia sin demoras.
El plan de Gaviola no sólo pretendía cambiar las condiciones
en que se encontraba la ciencia argentina sino, a través de ella,
modificar las condiciones del país en su conjunto (Gaviola, 1931).
Lo fundamentaba en la formación ética en la Universidad de los
líderes científicos y políticos que, naturalmente, al cabo de cierto
tiempo serían los encargados de dirigir los destinos del país. Decía
al respecto:
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
105
Los gobernantes de cualquier nación son los egresados
universitarios de veinte a cuarenta años atrás. La calidad
intelectual y moral de las universidades de una época fija la
calidad intelectual y moral del gobierno veinte a cuarenta
años más tarde (Gaviola, 1959).
Pero también alertó sobre el extremo respeto y cuidado que
debía prestarse a los responsables de formar los futuros dirigentes del
país:
El catedrático universitario es responsable de la formación definitiva
del carácter de la crema intelectual de la próxima generación del país.
El profesor moldea entre sus manos la mente de los futuros dirigentes
de la Nación. Su responsabilidad es tanta o mayor que la de un
magistrado. El sueldo de un cargo debe estar de acuerdo con la responsabilidad inherente al mismo. Profesores hambrientos solo podrán
formar futuros profesionales hambrientos y futuros gobernantes insaciables (Gaviola, 1931).4
El segundo retorno de Gaviola se produjo en 1930 cuando
aceptó el ofrecimiento del decano Enrique Butty, para hacerse cargo
de las cátedras de Fisicoquímica y de Física Teórica de la FCEFN de
la UBA. Ante su insistencia logró que se dictaran, por primera vez y
bajo su dirección, Electromagnetismo, Termodinámica de la radiación, Teoría cinética y Teoría cuántica, que hasta entonces no figuraban en el plan de estudios.
Sin embargo, no permanecería más de cuatro años en esos
cargos, ya que no lograba concretar los resultados esperados en el
cambio que pretendía en la Facultad.5 Renunció el 5 de abril de 1933
y, a continuación, obtuvo una beca del gobierno español para trabajar
en espectroscopía con Miguel Catalán Ceñudo, en el Instituto
Rockefeller de Madrid (Magallón Portolés, 1998). Durante su estada
en España se le otorgó una beca de la John Simon Guggenhem Memorial Foundation, para trabajar en fisicoquímica con el futuro Premio Nobel, Linus Carl Pauling (Mariscotti, 1983).
En la Argentina, como ya mencionamos, existía entonces otra institución en la que se realizaban importantes trabajos de investigación: el
106
OMAR A. BERNAOLA
Observatorio Astronómico de Córdoba, aunque desde su fundación por
Sarmiento en 1871 y bajo la dirección, primero, de Benjamin Apthorp
Gould y, luego, de John Macon Thome y Charles Dillon Perrine, se
había dedicado sobre todo a trabajos de astrometría (Chaudet, 1926).
En 1909, al hacerse cargo de la Dirección, Perrine tenía planeado
convertirlo en un instituto de investigaciones astrofísicas. Sin embargo, hasta mediados de la década de 1930 no se había logrado concretar
la instalación de un gran telescopio, equipamiento esencial para cumplir con ese proyecto. Además, desde su fundación hasta 1936, en que
Perrine dejó el Observatorio, casi todos los investigadores eran estadounidenses y no se había formado a astrónomos argentinos ni se contaba
con estudiantes que participaran en los trabajos.
Precisamente, ambas circunstancias constituyeron los principales argumentos que alimentaron las críticas desfavorables, tanto a
nivel gubernamental, como político, universitario y público. Esto llevó a la intervención del Observatorio en 1933 para lo cual se designó
una Comisión investigadora constituida por Félix Aguilar y Norberto
B. Cobos, que tenía como misión definir su futuro como institución.
Una de las soluciones propuesta, era desmantelarla y enviar algunos
de sus instrumentos a una nueva instalación que se localizaría en el
extremo sur del país y su cese de actividades como centro astronómico. Otra propuesta sugería que debía dedicarse solo a temas tales
como meteorología e instrucción en materia de geografía, geofísica y
confección de mapas, pero sin realizar investigaciones en el campo
astronómico.
A fin de dar una respuesta definitiva a la situación del Observatorio, en 1934, Félix Aguilar solicitó la presencia de Gaviola en
Argentina, quien a pesar de los sinsabores y las frustraciones pasadas,
prefirió regresar nuevamente ante el llamado de su país.
Sin descuidar los compromisos adquiridos con su beca de la
Memorial Foundation, realizó un corto viaje a Argentina para ponerse al tanto del nuevo desafío que se le presentaba.
Cuando fue convocado por Aguilar, la dificultad principal del
Observatorio era no disponer del gran telescopio proyectado por
Perrine. El primer paso que dio Gaviola para enfrentarla fue aprender
empíricamente sobre el tema. Para ello, en 1935, reorientó los objetivos de su modesta beca y decidió trabajar durante trece meses con
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
107
John Strong, en el lugar más especializado entonces en construcción
de telescopios, el California Institute of Technology.
En este caso se vuelve a apreciar la tremenda versatilidad de
Gaviola y se ponen en evidencia dos de los factores determinantes de
su éxito: su capacidad científica y el nivel y experiencia adquiridas
con los notables maestros que lo formaron. Gaviola no se había formado como óptico ni como astrónomo y sus trabajos iniciales se
desarrollaron en el campo teórico. Sin embargo su gran pasión era la
física experimental, como lo habría de demostrar en los años siguientes, al lograr sus éxitos más importantes en esa orientación.
A partir de entonces, Gaviola revolucionaría la tecnología de
construcción de telescopios, principalmente en lo referido a la alta
precisión requerida para la configuración de la superficie reflectora
de grandes espejos. En forma secuencial, y a medida que se comprometía en aspectos de mayor complejidad, hizo labor pionera en diferentes innovaciones en este campo:
- Análisis del camino libre medio de las partículas de material
utilizado durante el esmerilado de superficies ópticas.
- Análisis espectroscópico del material utilizado para el metalizado en vacío de las superficies ópticas. Esto permitió lograr el
primer control de calidad del material depositado sobre las
superficies reflectoras.
- Remplazo de la técnica de configuración mecánica de la topografía superficial de grandes espejos, por la de depósitos de
espesor variable previamente planificados. Esto permitió corregir espejos defectuosos, construir espejos parabólicos y realizar
configurados no axiales
- Remplazo del tratamiento integral de la superficie de los espejos, por un análisis y configuración de tipo diferencial, previo a
la configuración integral final. Esto último permitió reducir a
más de un tercio la cantidad de personal, dinero y tiempo que
se requería anteriormente pero, por sobre todo, logró precisiones en la configuración de grandes espejos imposibles de obtener con las técnicas clásicas. Fue particularmente importante
este logro, para concretar la habilitación del gran espejo de 200
pulgadas de Mount Wilson, que entonces tenía una demora de
más de cinco años debido a la carencia de soluciones tecnológicas adecuadas.
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OMAR A. BERNAOLA
Finalmente, junto con Ricardo Platzeck, puso el broche final en
esta tecnología, con el notable método de la Cáustica, que se basaba en
el análisis de la línea de los centros de curvatura de los elementos de la
superficie óptica y mediante cuya aplicación se logró el verdadero
control de las aberraciones longitudinales y transversales y del astigmatismo en las superficies ópticas, con una precisión bastante mejor
que un centésimo de longitud de onda del espectro de luz visible.
Estos trabajos dieron gran prestigio internacional a Gaviola. En todos
los lugares en que se presentaba era consultado sobre los temas más
diversos. Science Service describió en los números de enero, febrero y
marzo de 1940, los trabajos de Gaviola y Platzeck. En uno de ellos
decía: Si la mecánica fina de hoy en día trabaja con la precisión de 1/
20.000 de pulgada, el trabajo óptico de espejos se ha ocupado de
precisiones de alrededor de 1/400.000 de pulgada. La prueba de
Gaviola se ocupa de precisiones de alrededor de 1/4.000.000 de
pulgada. En otro número, comparando el método de Gaviola y Platzeck
con el de Foucault, expresaba: La prueba de Gaviola facilita la determinación exacta de ambas variaciones (cambios de curvatura y de
inclinación); la prueba de Foucault no (Science Service, 1940).
Gaviola recibió numerosas cartas de reconocimiento de Estados Unidos por los logros obtenidos. A título de ejemplo: John A.
Anderson, Director del Observatorio Astrofísico del California Institute
of Technology, manifestó: Deseo expresarles mi gran admiración
por este trabajo [...] Han hecho una obra maravillosa que, estoy
seguro, llegará a ser clásica (Gaviola, 1940).
Conviene recordar, además, que durante la década de 1930 en
que Gaviola estuvo en Europa y Estados Unidos, los avances más
importantes en Física tenían lugar en esos países, lo que le permitió
mantener contactos personales con sus principales protagonistas. Se
realizaban trabajos en decaimiento beta, en dispersión de partículas
alfa y en procesos nucleares. Con la espectrometría nuclear se determinaban momentos angulares de niveles nucleares y se establecía la
estructura del núcleo atómico. Se utilizaba el modelo de capas y ya se
hablaba de la posibilidad de la fisión del uranio. Se descubrieron,
también en ese período, el neutrón y el positrón.
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
109
Después de los trabajos que realizó en 1935 en Mount Wilson,
Gaviola fue nombrado en 1936 Jefe interino del Departamento de
Astrofísica y profesor de Astrofísica en la Universidad de La Plata
para el período 1936-1937. La física había tomado un nuevo impulso
en La Plata y, al finalizar esa década se habían graduado Roberto
Mercader, Ernesto Sábato, Florencio Charola y Alfredo Mercader
(Westerkamp, 1975).
El 31 de octubre de 1936, Aguilar fue designado Director interino del Observatorio de Córdoba y en noviembre solicitó a Gaviola
que evaluara las condiciones en que se encontraba el gran telescopio
reflector. El extenso informe que presentó Gaviola constituyó el primer peritaje técnico, veraz e imparcial, sobre las condiciones reales
en que se encontraba el proyecto del gran telescopio.
El 15 de junio de 1937, Juan José Nissen fue nombrado Director del Observatorio de Córdoba y quince días más tarde Gaviola fue
designado responsable de la Estación de Astrofísica de Bosque Alegre. La labor que realizaron para lograr el rescate de las actividades
del Observatorio fue notable y en agosto de 1938, finalmente, se
envió el disco de vidrio para la configuración del gran espejo a G. W.
Fecker de Pittsburg, Estados Unidos. Las innovaciones que había
introducido Gaviola en la configuración de espejos astronómicos, cuando fueron aplicadas por Fecker, permitieron lograr también la terminación del gran espejo destinado al Observatorio de Córdoba. El 15
de mayo de 1939 se encargó a Gaviola que viajara a Estados Unidos
para efectuar la recepción formal del espejo con su configuración
final. El 16 de enero de 1940 el espejo arribó, finalmente, al puerto de
Buenos Aires.
Nissen renunció a la Dirección del Observatorio a fines de
febrero de 1940 y el 3 de marzo fue nombrado Gaviola en su remplazo.
El inicio de la gestión de Gaviola al frente del Observatorio inauguraría una nueva etapa en la ciencia argentina. Como siempre, su trabajo
fue sin desmayos y obsesivo, aun en los detalles. Desarrollaba una
carrera contra el tiempo para tratar que la Estación de Astrofísica de
Bosque Alegre, donde se instalaría el nuevo telescopio, se pudiera
poner en operación. Lo logró el 5 de julio de 1942 cuando las instalaciones fueron finalmente inauguradas, con gran asistencia de público
y de funcionarios del país y del extranjero.
110
OMAR A. BERNAOLA
Gaviola aprovechó la presencia de los numerosos investigadores para realizar el Pequeño Congreso de Astronomía y Física, posteriormente considerado como la primera reunión de la Asociación
Física Argentina (AFA), que más adelante se concretaría formalmente, también por iniciativa suya. A partir de esta inauguración, el Observatorio inició un período de producción científica que se tradujo
en importantes aportes a la Astronomía.
El principal acontecimiento de 1943 fue la contratación de Guido
Beck, a quien Gaviola había salvado de la Segunda Guerra Mundial,
lo cual por su calidad de judío significó, seguramente, salvar su vida.
La llegada de Beck significaría el nacimiento de la Física Teórica
organizada en Argentina y también, por su influencia, en Brasil. Como
producto de esa labor se formaron, entre otros, Mario Bunge, Ernesto
Sábato, José Antonio Balseiro, Alberto Maiztegui, Fidel Alsina Fuertes, Cecilia Mossin Kottin y Daniel Canals Frau.
En ese mismo año se puso en operaciones el primer
espectrógrafo estelar del mundo, que fue construido por Gaviola en
Córdoba. George D. Birkhoff, Decano de la Facultad de Ciencias de
la Universidad Harvard, 6 al contemplar el espectrógrafo de Gaviola
exclamó: Esta es la verdadera Declaración de independencia argentina (Gaviola, 1944). Así se calificó la labor que logró impulsar
Gaviola en el Observatorio de Córdoba durante su gestión como Director. En 1944 dió a conocer su proyecto de fundación de un Instituto, que denominó Escuela de Astronomía, Meteorología y Física, para
formar profesionales argentinos en esos campos.
Mientras tanto, la situación internacional había sufrido profundas modificaciones por efecto de la Segunda Guerra Mundial. La
importancia de los aspectos científicos y tecnológicos en el desarrollo
de la guerra, había determinado una nueva política de estado. La
ciencia había perdido la “inocencia” de los años anteriores y el secreto se imponía como norma.
Gaviola supo analizar la nueva situación mundial, las nuevas
relaciones que se habían creado entre ciencia y guerra, la persecución
europea, el progreso de Estados Unidos y de Europa entre 1930 y
1940 y la actitud de los países beligerantes, respecto del secreto científico. Veía esta situación como una oportunidad única para la Argentina y expuso las medidas que debía adoptar el Estado para obtener
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
111
beneficios para el desarrollo científico e industrial del país. Hasta
redactó un proyecto detallado de ley de creación de la Comisión
Nacional de Investigaciones Científicas, que tendría un Director General con rango de Ministro Secretario de Estado. Era un planteo
visionario de lo que posteriormente se convertiría en Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y Secretaría
de Ciencia y Técnica (SECYT) (Gaviola, 1946a, b).
Gaviola publicó un artículo en la Revista de la Unión Matemática Argentina sobre “Empleo de la energía atómica (nuclear) para
fines industriales y militares”. En ese trabajo realizó no sólo una
revisión histórica del tema y una descripción detallada de los conceptos básicos y tecnológicos del proceso de fisión nuclear: planteó hipótesis sobre las características de la bomba atómica desarrollada por
Estados Unidos y hasta incluyó un diagrama de cómo había sido el
diseño experimental. Resulta asombroso comprobar cómo, pese al
estricto y riguroso secreto que se guardaba sobre el tema, podía haber
en la remota ciudad de Córdoba, una persona que estuviera al corriente de tantos detalles, con una versación que luego se comprobó que
era real en cada uno de sus aspectos fundamentales.
Más aún, si se recuerda que Gaviola no era un físico nuclear,
sino un buen teórico y un experimentador excepcional, aunque no
específicamente en el tema que tratamos. Su caso es el mejor ejemplo, y el definitivo argumento, para avalar lo que propugnaba: el país
debe contar (y saber utilizar) los hombres de excepción que como
“rara avis” surgen muy esporádicamente en cada sociedad. Sólo basándose en su buena utilización se puede lograr un avance verdadero
en todos los campos del quehacer de un país (Gaviola, 1945 a).
Gaviola consideraba que el país contaba con suficiente dinero y, por lo
tanto, los planes podían ser ambiciosos ya que en ciencia estaba casi
todo por hacer. Estaba convencido de que
[...] una coyuntura tan favorable como la presente para convertir a la
Argentina en un país civilizado y culto puede no volver a presentarse
en los próximos 100 años (Mariscotti, 1985).
112
OMAR A. BERNAOLA
Decía entonces que
Había que buscar candidatos en Inglaterra, Francia, Italia y Alemania,
entre los hombres de valor desplazados por las consecuencias de la
guerra. Y había que hacerlo pronto, pues varios países, entre ellos
Rusia y los Estados Unidos mismos, estaban tratando de atraer a esos
hombres de ciencia con ofertas tentadoras. Lo que nosotros podíamos
ofrecerles y ellos no, era libertad científica y seguridad personal y
económica. Urgía enviar invitaciones oficiales a todos los científicos
y técnicos que se deseara contratar, tan pronto fuese aprobado por el
Poder Ejecutivo el convenio entre el Ministerio de Marina y la Universidad (Gaviola, 1947).
Los hombres de ciencia son escasos en cualquier país. A veces, debido a la política miope de los gobernantes de un país dado, una parte
de sus mejores hombres emigra, y le es posible a otra nación, inteligentemente dirigida, adquirir algunos “cientistas” formados, con experiencia y en actividad. Pero este caso es poco frecuente. En condiciones normales, es prácticamente imposible importar “cientistas” formados de primera línea. Algunos de segunda y muchos de tercera
pueden siempre obtenerse. Estos últimos hacen más mal que bien [...]
a menos que estén guiados y dirigidos por “cientistas” de primera
línea (Gaviola, 1945b).
Interesó a Werner Heisenberg, Premio Nobel en 1932, para que viniera
a trabajar a la Argentina y aunque Heisenberg aceptó su propuesta, por
circunstancias políticas no muy claras, su designación no se concretó.
Intentó, también sin éxito, contratar en Estados Unidos a Lawrence
Hafstad, Gregory Breit y Merle Tuve, que habían participado en el
desarrollo del radar. Merle Tuve, además, fue quien desarrolló durante
la guerra la espoleta de proximidad para la Marina (Gaviola, 1947,
Bernaola, 2001b).
La labor de Gaviola para concretar estas ideas fue vertiginosa y
obsesiva. Consideraba que era una nueva carrera contra el tiempo y
que la oportunidad que se presentaba era única. Pero no fue escuchado y se confirmó lo que tanto pregonaba: la oportunidad no volvería
a repetirse.
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
113
Es justo rescatar que Enrique Gaviola fue el argentino que más
actuó para lograr que su país se incorporara a la ciencia del Siglo XX.
Pretendió lograrlo en todos los niveles: el educativo, el ámbito político, el estatal y, en fin, en el de toda la sociedad. Su convencimiento
de que la educación y el nivel cultural de un pueblo son requisitos
indispensables para el desarrollo integral de un país y para el bienestar de su población, no tuvo desmayos y consideró este objetivo como
un desafío personal.7
Conviene recordar también que, probablemente, ni la sociedad
argentina ni sus funcionarios estaban todavía preparados para aceptar
los desafíos revolucionarios que proponía Gaviola. Por otro lado, su
obsesión por aprovechar el momento histórico y obtener de forma
rápida los objetivos que pretendía, seguramente afectó intereses que
lo llevaron a vivir singulares enfrentamientos. Pero supo plantear
estos objetivos cuando ni la mayoría de sus colegas ni los funcionarios de los diversos niveles del Estado, habían pensado todavía en
ellos (Bernaola, 2001b, Hurtado de Mendoza, 2001).
Según sus propias palabras “en la mayoría de los casos salí
descalabrado”, lo que evidencia una plena conciencia de la lucha que
enfrentaba. Muchas de sus sensatas propuestas, que siempre elaboraba con el máximo de detalles, sólo se concretarían en épocas posteriores al período de entreguerras que estamos tratando. Fueron semillas que, lamentablemente no todas, germinarían a posteriori y darían
frutos gracias a otros protagonistas, que continuarían su labor y su
lucha.
Así pudieron concretarse, posteriormente, varias de las instituciones más representativas de nuestra ciencia actual. En la génesis de
la mayoría de ellas se puede encontrar la tesonera y visionaria acción
de Ramón Enrique Gaviola.
Conclusiones
En los inicios del período de entreguerras, la ciencia argentina se
encontraba en un estado muy incipiente y con logros importantes, pero
aislados, sólo en algunas pocas áreas. La Argentina no contaba con
tradición científica, uno de los elementos básicos para el inicio de un
desarrollo científico sostenido.
114
OMAR A. BERNAOLA
Por el contrario, como hemos visto en la breve reseña anterior,
la honestidad, el nivel científico, la lucha constante, la capacidad de
trabajo y la visión de futuro de Gaviola se tradujeron, al final de ese
período, en un paulatino pero lento cambio, en los funcionarios y en
toda la sociedad, en cuanto a considerar la ciencia y la tecnología
como elementos catalizadores del desarrollo y el bienestar del país.
De esa forma, los preparó para poder tener, más adelante, un aprovechamiento efectivo, tanto de los científicos como de las tecnologías
desarrolladas durante el período de entreguerras.8
Aunque escapa a los alcances de este artículo, merece señalarse que esa lucha de Gaviola, para que la Argentina se incorporara a la
ciencia del siglo veinte, continuó en forma intensa después de finalizada la Segunda Guerra Mundial.9
Podemos decir, finalmente, que el de Gaviola fue el papel abnegado, tenaz y solitario de un físico argentino que actuó en un
período caracterizado por dos polos científicos extranjeros, la cupla
Bose-Gans y Beck, en un ambiente plagado de adversidades (que
costaron el cargo a Gans, un exilio externo a Beck y uno interno al
propio Gaviola), pero que logró sentar las bases de un desarrollo
prometedor, aunque sometido, como todo lo nuestro, a las vicisitudes
de un país que se ha ido empobreciendo vertiginosamente en todos
los órdenes.10
Notas
1. La incidencia y los efectos de los históricos cambios de poder, en los países
considerados líderes mundiales, sobre la ciencia y la cultura de los países dependientes, han sido poco estudiados. Sólo en la década de 1970 Lewis Pyenson y su esposa,
Susan Sheets, comenzaron a analizar estos aspectos desde un enfoque nuevo, que
denominaron Imperialismo Cultural. Como expresa el propio Pyenson: Mi objetivo
mayor es entender cómo las ciencias exactas [...] están relacionadas con estrategias
imperialistas explícitas [...] a fin de conocer un proceso al cual se le ha prestado
poca atención: el imperialismo cultural (Pyenson, 1985). Con este enfoque, Pyenson
ha analizado el imperialismo cultural de Francia e Inglaterra en Canadá, de Inglaterra
en Europa Central, de Rusia en Europa del Este y de Alemania en la Argentina, China
y Samoa. Su hipótesis es que la relación imperial, entre el país líder y los periféricos,
no es inocente sino que se enmarca en un amplio soporte de ambiciones imperiales,
cuyo resultado es mayor poder económico y político.
El tema comenzó a ser considerado internacionalmente y fue motivo de discusión
en la International Conference on the Restructuring of Science between the World
ENRIQUE GAVIOLA Y LA FÍSICA
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4.
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6.
7.
8.
9.
10.
115
Wars, en Florencia y Roma en 1980, y en la Conference on Scientific Colonialism
en Melbourne en 1981. Pyenson publicó sus primeros resultados sobre este tema en
1982 (Pyenson, 1982).
Junto con Bose fue contratada su esposa, Margrete Heiberg, quien realizó una labor
notable, similar a la de Bose (Reichenbach, Hara, López D’Urso, 2001).
Isnardi consideraba que la docencia debía tener prioridad con respecto a la investigación, opinión que era contraria a la sostenida por Gans. Ambos pretendían que la
Argentina se incorporara al campo de las ciencias, pero las prioridades que fijaban
para lograrlo eran diferentes. La mayor experiencia internacional de Gans le
indicaba que primero debía lograrse un desarrollo científico sostenido.
Estos y otros aspectos de la personalidad de Gaviola están expuestos con más
detalle en Bernaola, 2001b.
Entre los objetivos no concretados se encontraban los planes para el doctorado y la
investigación, y la contratación de Yuri Borisovich Rumer, que le había sido
solicitada por Max Born en 1931 (Born, 1931; Bernaola, Bassani, 2000).
En 1942 la Universidad de Buenos Aires otorgó el Doctorado honoris causa a
George D. Birkhoff.
Gaviola no estuvo solo en esta lucha. Compartían sus ideas, entre otros: Félix
Cernuschi, Mario Bunge, Guido Beck, Eduardo Braun Menendez, José Babini,
Bernardo Houssay, Venancio Deulofeu, Augusto Durelli y Fidel Alsina Fuertes.
La enciclopédica Notable Twentieth Century Scientists incluye a Gaviola entre los
más notables científicos del siglo veinte (Mac Murray, 1998).
Dado que el presente artículo se refiere sólo al período de entreguerras, nos hemos
limitado a describir, brevemente, la actuación de Gaviola hasta 1945. Para más
detalles sobre el período de posguerra remitimos a: Mariscotti, 1985; López
Dávalos, Badino, 2000; Hurtado de Mendoza, Busala, 2002; Bernaola, 2001b.
Muchos años después, en 2001, Mario Bunge afirmó que, pese a los esfuerzos y
luchas de Gaviola, de sus contemporáneos y de cuantos continuaron su labor, la
Argentina que salió de 1930 es hoy uno de los países cuyos mandatarios ponen en
práctica políticas de involución (“ajuste”) diseñadas al por mayor en el país de
Benjamin Gould, para uso de naciones reducidas a la mendicidad por la incompetencia, codicia y deshonestidad de sus clases dirigentes, así como por la ingenuidad política de su población. (Bunge, 2001).
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SABER Y TIEMPO
14 (2002). 119-136
Separata 183.14
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936:
LA VIDA INTELECTUAL DE ENTREGUERRAS EN EL
REFLEJO DE LOS LIBROS Y EL PENSAMIENTO DE
ALEJANDRO KORN
Alberto Guillermo Ranea
Universidad Torcuato Di Tella
Las huellas publicadas de la actividad filosófica de Alejandro Korn
coinciden aproximadamente con el tiempo que medió entre las dos
grandes guerras en la primera mitad del siglo veinte. Buscar en ellas el
reflejo del mundo europeo de esas dos décadas en la Argentina es harto
razonable. Sin embargo, el tono personal prevalece. Alejandro Korn no
escribía con el modo abstracto y distante de la prosa de los humanistas
académicos. La primera persona del singular, su primera persona, es el
verdadero tema de sus escritos. Es muy difícil evitar el contagio
estilístico. La lectura de la obra de Alejandro Korn no mueve a reflexiones inconcretas; involucra al lector de manera personal, obliga a
la reacción apasionada a favor o en contra, compromete a la toma de
posición. Lamentablemente, nada ni nadie alienta en nuestros días a la
juventud a leerla. Como su biblioteca, sus escritos son visitados por
pequeños grupos cuyo interés por ellos tiene diferentes raíces pero
nunca proviene de la búsqueda de tesoros intelectuales. En esto comparte el destino de la mayoría de quienes han escrito sobre filosofía en
la Argentina: el olvido y el desprecio. A diferencia de la mayoría de
ellos, sin embargo, de Alejandro Korn quedan sus libros. Entre ellos he
buscado alguna explicación para la escasa recepción de su obra entre
los filósofos y filósofas profesionales en la Argentina.
120
ALBERTO GUILLERMO RANEA
La fuerte vinculación del pensamiento y acción de Korn con
las circunstancias históricas de su momento es parte importante de su
actual olvido. Ello sugiere fuertes diferencias con la manera en que se
forman los filósofos profesionales en Argentina desde hace pocas
décadas. En primer lugar, el filósofo profesional argentino ignora
“oficialmente” el estudio de la historia; sólo la inquietud personal
podría llevarle a superar tal carencia. En segundo lugar, suele vincularse con la realidad a través del intermediario de alguna teoría filosófica ajena y aprendida con esfuerzo en las aulas. Nada de eso
encontramos en Korn. Son factores que debemos tomar en cuenta y
admitir nuestra incapacidad de dialogar con su obra en el presente. El
intento de superar estas diferencias me ha obligado a revisar el sentido que tuvo el haberme dedicado al estudio y a la enseñanza de la
filosofía durante más de treinta años.
Desde hace algunos años el recuerdo de la vida y del pensamiento de Alejandro Korn me acompaña cálido y pertinaz. No se
trata de un caso de alucinada parapsicología. Tampoco de un interés
que hubiera despertado espontáneo en mí. Nada en mi formación
universitaria me había alentado al conocimiento de los antepasados
de quienes, entre 1970 y 1974, fueron mis profesores en la Facultad
de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La
Plata. La enseñanza de la filosofía creaba la convicción de que nuestro linaje remontaba directamente a Hegel, Kant, Marx o Popper.
Nuestros profesores, aun cuando mucho los admirábamos, parecían
limitarse a abrirnos en sus clases las puertas del verdadero recinto de
la filosofía, lejano pero siempre europeo. No se preveía ni siquiera
remotamente que vendrían tiempos de admiración excluyente por la
obra de profesores norteamericanos o argentinos triunfantes en el
privilegiado mundo anglosajón. Pero la semilla de la depreciación de
quienes enseñan en estas latitudes australes estaba ya sembrada. Todavía recuerdo con dolor a un prominente profesor porteño decirme
en La Plata en 1986, refiriéndose a un scholar norteamericano que
había escrito su tesis doctoral sobre Korn, que se trataba con toda
evidencia de alguien “que había decidido volar bajito”. Con la misma
perplejidad escuché a un colega afirmar hace pocos meses que Alejandro Korn no podría aprobar si rindiera examen ahora de la materia
a su cargo.
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
121
Por fortuna, esta actitud que nos hace crecer en sueños hasta la
talla de Fichte o Wittgenstein, queda equilibrada por quienes nos
protegen del desengaño cuando la ensoñación cede ante la vigilia.
Hace aproximadamente cinco años, el 17 de noviembre de 1997, la
Universidad Nacional de La Plata creaba la Cátedra Libre “Alejandro
Korn” que quedó a cargo de la profesora María del Carmen Lentini
de Rocca (Rocca, 2001: 231-239). Al poco tiempo ella me llamó para
invitarme a participar en la cátedra. El 28 de mayo de 1998 se concretó la invitación con una conferencia a mi cargo sobre Alejandro
Korn en la sede del Rectorado de la Universidad Nacional de La
Plata. Fue la última vez que la universidad que me formó desde el
jardín de infantes me invitó oficialmente a sus recintos. La señora
Lentini de Rocca había sido mi profesora en tres oportunidades en la
Universidad Nacional de La Plata, en su escuela primaria en una
ocasión, en el Colegio Nacional “Rafael Hernández” durante dos años
consecutivos. En ella yo veía parte de mis raíces. Su invitación tuvo
un efecto lateral inesperado: me hizo recordar las palabras de mi
profesor de filosofía en el Colegio Nacional, Juan Bautista Molinari,
con las que narró con orgullo repetidas veces en nuestro curso de
1969 su recuerdo de Alejandro Korn “bajando las escalinatas del
Museo de Ciencias Naturales de la UNLP”. También sentí que podría
penetrar en el misterio de la Universidad Popular “Alejandro Korn”,
ubicada en pleno centro de La Plata y a la que nunca había entrado
pero que desde siempre atraía mi mirada cuando pasaba frente a ella.
Algo muy local me llamaba a abandonar por algunos momentos el estruendo de la gran capital y del mundo europeo en el que
entonces todavía me aturdía con ingenua soberbia. Era una voz que
provenía de personas de la generación de mis padres, un llamado de
atención que en ese momento no entendí y que trato aún hoy de
descifrar. Recurrí entonces a la Biblioteca Central de la Universidad
Nacional de La Plata en los pocos minutos que mis exigentes obligaciones académicas diarias en la ciudad de Buenos Aires me lo permitían. Allí recordé que, siendo estudiante, tuve mi primer contacto en
su sala de lectura con libros que pertenecían a una enigmática “Sala
Korn”: libros de ciencia y de filosofía en alemán, en italiano, en
francés -curiosamente ninguno en inglés. Algunos de ellos eran traducciones alemanas de autores griegos como Aristóteles o ingleses,1, 2
incluso de René Descartes.3 Otros eran magníficas colecciones, entre
122
ALBERTO GUILLERMO RANEA
las que se contaban los veintidós volúmenes de las Oeuvres, de
Condillac, 4 y los diez tomos de la magnífica obra de J. H. Fabre,
Souvenirs entomologiques, 5 en cuyas páginas Henri Bergson halló
fundamentos biológicos para su renovación de la filosofía; antiguos
libros de escritores argentinos y sudamericanos sobre la Argentina y
América del Sur, como los seis tomos de la Histoire du Paraguay, de
X. Charlevoix; las ediciones del Teatro crítico universal y de las
Cartas eruditas y curiosas de Benito Feijóo y Montenegro.6 No menos sorprendente era hallar entre tanta primicia una edición italiana
de una obra de Linneo impresa en 1767.7
La Biblioteca de Alejandro Korn había sido donada por sus
herederos a la Universidad Nacional de La Plata e inaugurada oficialmente el 5 de mayo de 1939.8 Hoy es una de las “Salas Museo” de la
Biblioteca Central de la UNLP, tal vez la menos castigada por una
remodelación del edificio y la falta de dinero para cuidar de ella. En
mi última visita volví a comprobar el esfuerzo y cariño con que los
pocos empleados de la universidad que aún permanecen allí la mantienen lejos de su destrucción. El inventario de la “Sala Alejandro
Korn” llega hasta los 2818 volúmenes. Muchos de esos libros están
marcados y anotados por su dueño como fruto de una lectura apasionada. Su ex-libris resalta en cada uno de ellos: “Mente latina corazón
germano”, reza en su parte superior apoyada sobre una columna cuyo
extremo inferior está cubierto por la leyenda “ex-libris Alejandro
Korn”. Completa el diseño el dibujo de una barca con su vela henchida navegando entre olas de suave ondulación bajo el cielo negro de
una noche serena con tres grandes estrellas.
La visita reciente que hice a la biblioteca que tan importante
fue en mi juventud me obligó a reflexionar sobre algunas cuestiones
que de otro modo hubiera eludido por incómodas. La más superficial
pero no menos relevante la causaba la intriga por saber cómo un
profesor había reunido en La Plata en tiempos de entreguerras una
biblioteca privada tan rica, con ediciones del siglo XVIII, entre otras
bondades, y volúmenes en su gran mayoría publicados en Europa y
traídos desde allí directamente. Aún hoy, transformada en parte de
una biblioteca pública, el valor de la colección es inapreciable por
calidad y cantidad. No menos inquietante era la cuestión del significado que había tenido la biblioteca en la formación de su dueño y de
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
123
quienes, luego de su muerte, la utilizaron. Recordé entonces que nadie, durante mis estudios universitarios, me señaló la importancia de
la Colección Korn. Por fortuna, hábitos de estudio y de investigación
aprendidos de mis profesores en los magníficos años del Colegio
Nacional (1964-1969) me guiaron hacia ella como aventura personal.
Allí aprendí, por ejemplo, el nombre de pensadores socialistas de la
segunda mitad del siglo XIX que mis profesores de la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional
de La Plata durante la primera mitad de la década de 1970 jamás
mencionaron. Se trata, entre otros, de Antonio Labriola y Eduard
Bernstein, de quienes la biblioteca Korn conserva una obra de cada
uno.9 Enigmáticamente la biblioteca no muestra huellas de la obra de
dos autores, Pierre Guillaume Frédéric Le Play, ingeniero admirado
por Napoléon III, y de Gustav von Schmoller, el principal economista
de la Alemania Imperial y dirigente del movimiento de los
Kathedersozialisten, cuyo estudio Korn recomienda como antídoto
“frente a la acción crítica, demoledora, negativa del marxismo” (Korn,
1918).
Sin duda alguna, la figura excluyente para lograr ese fin era, a
juicio de Korn, Jean Jaurès. Como Labriola y Bernstein, Jaurès también sostenía que el materialismo histórico por sí solo no sería capaz
de resolver los problemas del hombre de su tiempo. Era necesario
agregarle una dimensión ideal que sólo una teoría de la libertad sería
capaz de ofrecer:
Veía Jaurès en la evolución de la especie humana no tan sólo un
proceso mecánico. La teoría del materialismo histórico en ningún
sentido le parecía falsa, sino insuficiente y rígida en demasía. Al lado
del factor real quería colocar un factor ideal [...] (Korn, 1918: 521).
En una única oportunidad anterior, en 1918, en los inicios de
su labor como escritor, había reunido Korn a los tres autores mencionados en un mismo escrito:
Ya Bernstein ha abandonado la doctrina ortodoxa. El mismo Labriola
reduce el valor del materialismo histórico al de un método; y en esto
tiene razón. ¿Y quién ignora que Jaurès buscaba en el estudio de la
124
ALBERTO GUILLERMO RANEA
ética kantiana nuevos fundamentos para la teoría socialista? (Korn,
1918: 504).
El propósito de Korn era desenmascarar la veta positivista del
pensamiento de Marx que lo llevaba por la senda del cientificismo:
“[...] la solución ‘científica’ no resuelve sino una parte del problema
y exige para completarse una solución ética” (Korn, 1918: 503) porque, en definitiva, “[...] solamente valores éticos y estéticos, no valores económicos, pueden dignificar la condición humana” (Korn, 1918:
505).
Encerrado en esta breve nota de redacción encontré el corazón
del programa de la actividad filosófica futura de Alejandro Korn. El
pensamiento de la segunda mitad del siglo XIX se había sometido,
sin quejas, a la tiranía de los métodos de las ciencias naturales. Los
valores económicos, éticos, religiosos y estéticos eran entonces considerados como una parte más del proceso cósmico regido por las
ciegas leyes deterministas del mecanismo universal. Como su admirado Jaurès, Korn no desprecia los resultados de la ciencia y de la
industria; quiere colocarlos en un plano subordinado al respeto de la
dignidad humana. De allí la manera recurrente con la que trató Korn
de distinguir entre la necesidad mecánica, que rige en los procesos
naturales, y el reino de la libertad sometido a finalidades e ideales.
De allí su Libertad Creadora y su Axiología.
No se trataba, sin embargo, de una postura académica adoptada
para beneficiarse con la estabilidad de la cátedra universitaria o la
fama entre esnobs y diletantes. Por el contrario, Korn rechaza tanto lo
uno como lo otro, sabedor de que un delgado hilo de banalidad ha
unido siempre la permanencia en la cátedra universitaria de profesores mediocres con la admiración y el apoyo con que ellos cuentan
entre esnobs de prestigio y poder públicos. En este sentido, el juicio
de Korn acerca del sector instruido de la sociedad argentina es lapidario. En su primera publicación, Korn abunda en referencias a características locales que querría corregir. Se trata de una defensa que Korn
hace de Paul Groussac en la que compara la actitud de éste ante el
trabajo intelectual con “nuestra incurable negligencia, refractaria a la
disciplina del trabajo”, reprueba “el hueco verbalismo criollo” y señala “la mentira política, social, histórica, literaria, que infecta nuestra vida nacional” (Korn, 1916: 590, 591).
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
125
Estos comentarios parecen ser sólo resultado de una socarrona
actitud de Korn ante la desmesurada dimensión que la “vida social”
había alcanzado en Buenos Aires y La Plata en esos años. Sin embargo, ellos encierran lo más personal del pensamiento filosófico de
Korn, el problema más acuciante que un pensador y filósofo en Argentina debía enfrentar, que Korn resume con la severa y anticipatoria
mención a “la papanatería vernácula” (Korn, 1924: 395).
Korn no expresa de esta manera un simple e injusto desprecio
por sus conciudadanos sino un proyecto filosófico en el que nunca
dejó de creer como solución para los problemas argentinos. El tono
por momentos es insultante para quien se sienta aludido cuando Korn
menciona “la propensión simiesca de la imitación tan desarrollada en
el espíritu argentino” (Korn, 1920: 662). En ningún caso se trata de
expresiones nacidas al calor de la contienda política circunstancial.
Korn enfatiza con ellas su rechazo de todo intento por construir una
filosofía universal: ésta, simplemente, no es posible. La creencia en
que la verdad filosófica, por ser única, no puede ser diferente de
pueblo en pueblo nos ha llevado a aceptar que “de allende los mares
recibimos [...] la indumentaria y la filosofía confeccionadas” (Korn,
1927: 29).
Pero eso es simplemente imposible; cada pueblo impone su
sello distintivo al pensamiento. De allí el rechazo visceral que Korn
experimenta ante cualquier invento de lo que él llama “filosofía de la
cátedra”, en particular si llega a nuestras tierras desde Europa con
hueca autoridad. En su ensayo sobre Hegel, Korn describe con expresiones que hoy serían consideradas irreverentes y que justificarían el
ostracismo de su autor de los claustros universitarios, a esos profesores de filosofía europeos que entonces asomaban con sus novedosas
metafísicas:
En nuestros días la reacción exagerada contra el positivismo y el
Naturalismo del siglo pasado ha despertado en algunos profesores de
filosofía el propósito de intentar de nuevo la cuadratura del círculo. A
pesar de su enorme erudición no se han percatado de lo escabroso del
intento. Muy confiados asientan sus pasitos de pigmeos sobre la huella de los titanes. Con este motivo también han descubierto métodos
nuevos. A juicio de sus autores, no tan falaces como los ensayados en
126
ALBERTO GUILLERMO RANEA
veinticinco siglos de especulación filosófica. Y se permiten calificarlos nada menos que de Ciencia Rigurosa [...] (Korn, 1931: 447).
Las investigaciones metodológicas así desatadas como condición previa al planteamiento de una metafísica futura terminan por
ser un fin en sí mismas y como tales, estériles. Glosando el poema
“Plateniden” de Heinrich Heine, afirma Korn que estos nuevos filósofos “[...] de continuo, como diría el poeta irónico, nos anuncian: Eine
grosse Tat in Worten, die sie einst zu tun gedenken”.10
Entre ellos descubrimos con facilidad a quienes adoptaron alguna forma del por entonces novedoso método fenomenológico: “No
nos seduce el último producto de la filosofía de la cátedra que se
titula fenomenología” (Korn, 1926: 254), incluyendo en el rechazo
esta críptica alusión a Martin Heidegger:
[...] en nuestros días un profesor alemán ha osado afirmar que la
Crítica de la Razón Pura no es una teoría del conocimiento, sino una
fundamentación de la metafísica (Korn, 1931: 447)
una afirmación que podría sugerir alguna reminiscencia del debate
con Ernst Cassirer en Davos, si no fuera por la enigmática ausencia
de obras de éste en la biblioteca de Alejandro Korn.
¿Por qué tanta despectiva agresividad ante las nuevas formas
de hacer metafísica que despertaron con el comienzo del siglo XX?
La respuesta de Korn es certera:
Reflejan estos espasmos la ansiedad de una generación europea, hastiada del momento presente, perdida en una desorientación pesimista.
Ninguna afinidad tenemos nosotros, los argentinos, con semejante
situación espiritual. Por otra parte, nos sobran asuntos de mayor interés (Korn, 1931: 447).
Korn no expresa de esta manera los síntomas de un ataque de
chauvinisme circunstancial. Por el contrario, considera que esas teorías metafísicas nacidas a la muerte del positivismo presentan como
flanco más deleznable su origen como filosofía de cátedra. Como
tales, no sirven para resolver problemas prácticos, pues sólo los pro-
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
127
fesores de filosofía iniciados podrían comprenderlas: “No empleo la
jerga gremial por dos razones: primero, porque me desagrada; segundo, porque la ignoro” (Korn, 1930b: 270, n.1).
La filosofía de escuela no es sino “un juego malabar de proposiciones abstractas, sin contenido real” (Korn, 1935: 229) cuyo más
novedoso representante es la por entonces llamada logística, a la que
Korn considera el más joven de los retoños del extravío de la razón,
un deporte intelectual; ejercicio desinteresado de altas dotes intelectuales, sólo promete la fruición del malabarismo abstracto, sin fin y
sin provecho (Korn, 1925: 662).
En este comentario bibliográfico al libro pionero de Lidia
Peradotto, 11 Korn asume su posición más extremada en contra de la
filosofía entendida como pensamiento abstracto puro. La filosofía
debe estar al servicio de la resolución de nuestros problemas y no del
halago personal del filósofo que dedica su ensayo “a las cinco o seis
personas que en el país pueden entenderlo” (Korn, 1931: 445).
No es sorprendente, pues, que los descendientes de la vieja
guilda filosófica tomen su revancha con socarrones comentarios acerca de la personalidad y pensamiento de Korn.
Mucho más interesante que estos asuntos algo baladíes, es advertir que cuando Korn se refiere a “nuestros problemas” no alude a
los problemas comunes a la humanidad toda, sino a los propios de la
comunidad argentina. He aquí la más auténtica de las posiciones de
Korn, que de manera recurrente repite a lo largo de sus veinte años de
labor. La fuente de esta actitud filosófica de Alejandro Korn, sin
embargo, no se encuentra en ninguno de los filósofos europeos cuya
obra está presente en su biblioteca. El mentor de su actitud es Juan
Bautista Alberdi. Una y otra vez nos recuerda Korn su deuda con un
texto de Alberdi, las “Ideas para presidir a la confección del curso de
filosofía contemporánea. En el Colegio de Humanidades. Montevideo
1842” (Alberdi, 1900: 603-619). En este texto, Alberdi rechaza la
existencia de una filosofía universal “porque no hay una solución
universal de las cuestiones que la constituyen en el fondo” (1900:
604). Alberdi propone, por el contrario, aplicar “a la solución de las
grandes cuestiones que interesan á [sic] la vida y destinos actuales de
128
ALBERTO GUILLERMO RANEA
los pueblos americanos la filosofía que habremos declarado predilecta” (1900: 609).
El ejemplar del texto de Alberdi que pertenecía a Korn está
profusamente marcado con dobles líneas verticales, cicatrices de una
lectura afanosa y complacida. Algo más que un credo político encontramos en ese breve escrito. Hay en él un programa de filosofía, al
que Korn se ha ceñido hasta el último de sus escritos. En un curso
dictado en 1935 en la Escuela de Estudios Sociales Juan B. Justo, de
Buenos Aires, Korn reproduce extensamente párrafos del texto
alberdiano que, en el ejemplar de su biblioteca, aparecen vigorosamente resaltados. Entre ellos se destaca
[...] así la discusión de nuestros estudios será más que en el sentido de
la filosofía especulativa, de la filosofía en sí; en el de la filosofía de
aplicación, de la filosofía positiva y real, de la filosofía aplicada a los
intereses sociales, políticos, religiosos y morales de estos países
(Alberdi, 1900: 610).
Mucho más relevante aún es el siguiente enunciado de Alberdi,
que resume a mi juicio el ideario filosófico que guió a Korn en toda
su actividad: “La abstracción pura, la metafísica en sí, no echará
raíces en América” (Alberdi, 1900: 613).
Korn bebió de este texto pero supo filtrar las aguas con cuidado.
Si Alberdi es encomiable por haberse anticipado a Comte y a Spencer
(Korn, 1917: 361), y porque “[...] antes de Marx, Alberdi concibió los
principios fundamentales del materialismo histórico” (Korn, 1925: 197),
Korn señala la necesidad de superar sus soluciones:
La doctrina de Alberdi la hemos vivido hasta agotarla, hasta exagerar
y pervertir, hasta subordinar toda actividad a un interés económico. E
hicimos bien; ésa fue la ley del siglo y realizóse la obra nacional más
urgente (Korn, 1918: 655).
La buscada superación del credo alberdiano la habría llevado a
cabo, siempre siguiendo a Korn, Juan B. Justo al incorporar la idea de
justicia social (Korn, 1928: 507). Pero algo más que convicciones
político-sociales ve Korn en Alberdi y en Justo. El fervor de la men-
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
129
ción constante al texto de Alberdi y la admiración que despiertan en
Korn las ideas de Justo son la fuente misma de su filosofía. Aquí
encontré la gran diferencia entre la formación que recibí en la Universidad Nacional de La Plata y la de Alejandro Korn. Mientras a mí
me enseñaron a ser heredero directo de los filósofos europeos entonces vigentes, Korn bebe su motivación filosófica de los pozos de
autores argentinos en quienes la información filosófica ajena era
transmutada, metabolizada con enzimas locales. No fue la lectura de
Henri Bergson ni la de ningún protometafísico antipositivista lo que
llevó a Korn a su axiología o a la libertad creadora. Ciertamente, su
biblioteca abunda en fuentes primarias e interpretaciones de la filosofía del siglo XIX, pero en su obra las ideas de Alberdi y de Justo son
de un peso específico inconmensurable. De la discusión con éstos
parece haber aprendido Korn la necesidad de dejar atrás lo que él
llama “positivismo argentino”, regido por la despiadada utilidad económica como valor superior. También en las páginas de las obras de
esos dos pensadores y políticos argentinos pareciera haber recogido
Korn la necesidad de volver a poner límites a los abusos cometidos
en nombre de la ciencia. Cuando leí por vez primera lo siguiente:
[...] a pesar de tener formación de hombre de ciencia, la clarividencia
de Justo llega hasta el punto de no ilusionarse con el valor absoluto
de las conclusiones científicas. Se daba cuenta muy bien de que el
estado actual de la ciencia es transitorio; que lo que hoy proclamamos
como verdad científica no ha existido antes y desaparecerá a su vez
frente a nuevas concepciones (Korn, 1917: 362),
no pude evitar sentir que mis lecturas de filósofos europeos y estadounidenses del siglo XX, que trataban ese problema central del conocimiento científico, habían sido adelantadas y previstas a pocos metros
de distancia y no mucho tiempo atrás. No se trataba, sin embargo, del
fruto distintivo de dotes didácticas o de una claridad estilística excepcional. La diferencia entre el texto de Korn y mis lecturas universitarias sobre filosofía y ciencia, radicaba en el compromiso que las
palabras de Korn trasuntaban. Superar la concepción de la ciencia
divulgada en la segunda mitad del siglo XIX no era una tarea meramente académica. La crítica a la unidad de la ciencia, como, por
130
ALBERTO GUILLERMO RANEA
ejemplo, “[...] la supuesta unidad de la ciencia, empero, es una rancia
superstición positivista” (Korn, 1919: 254), o la defensa del carácter
hipotético de las teorías científicas, como cuando afirma:
[...] de ahí la necesidad de fijar previamente la validez de los últimos
postulados científicos y determinar si, a pesar de su carácter hipotético, pueden servir de base a nuevas hipótesis (Korn, 1919: 595),
no eran mero juego intelectual circunscripto a las canchas de los
departamentos de filosofía, en las que se jugaba siempre a puertas
cerradas. Ello no significa que Korn se hubiera despreocupado del
debate contemporáneo acerca de las teorías científicas. Su biblioteca
y su obra en esto coinciden en perfecta armonía: Henri Poincaré,
Ernst Mach, Albert Einstein, Federigo Enriques, Wilhelm Ostwald,
John Burton Haldane están presentes en su biblioteca y en sus escritos. Pero en esas tesis filosóficas acerca del conocimiento científico
iba la vida misma de los pueblos sudamericanos. En nombre de esa
concepción de la ciencia se habían burlado todos los conceptos de
libertad, en su nombre también se había tejido alrededor de los hombres una maraña de teorías en economía política:
[...] la economía política siempre me ha parecido el modelo de una
pseudociencia verbalista, conjunto de abstracciones, que poco o nada
tienen que ver con la realidad del proceso histórico (Korn, 1931:
516).
Colocado en el linaje que asciende hasta Alberdi, a través de
Juan B. Justo, comencé a comprender a Alejandro Korn. Sus diatribas
en contra de la filosofía de cátedra, sus burlas despiadadas al uso de
la lógica pura y al macaneo formalista que todo lo permite demostrar,14 su desconfianza de cuño hegeliano ante toda abstracción, el
respeto por la ciencia dentro de la esfera de lo medible, así como la
denuncia de su abuso cuando se la vuelve filosofía o metafísica barata, todo ello aparecía más claro en su intención. De esta manera
alcanzó toda su relevancia la mención que hace Korn de un episodio
clave en el problema de la relación entre ciencia, ética y sociedad a
comienzos del siglo XX, la llamada “bancarrota de la ciencia”: “En-
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
131
tretanto se nos ha anunciado que ‘la ciencia ha hecho bancarrota’”
(Korn, 1926: 225), y de manera más dramática aún:
En esto estábamos cuando en los años finiseculares estalló como un
petardo la frase: La Ciencia ha hecho bancarrota. La frase era necia;
su vocero, poco autorizado. Sin embargo, halló un eco inesperado
(Korn, 1930b: 508).
La proclama de la “bancarrota de la ciencia” la habían llevado
adelante littérateurs conservadores en Francia desde 1895. Su objetivo era denunciar los horrores que resultaron de querer fundamentar la
moral sobre lo que Alphonse Daudet llamó La lutte pour la vie.
Algunos aspectos de la cuestión eran particularmente alarmantes. En
1877, Jules Soury sostenía que la “selección natural” era la principal
explicación de la superioridad de los arios sobre los semitas.15 En
1882 propuso la tesis de que los sistemas de propiedad, legales y de
ética derivaban de la lucha por la vida y de la selección social. La
reacción contra las ideas de Soury fue inmediata, pero Soury continuó defendiendo la tesis de que la sociología era un caso especial de
biología. El debate no se había originado en medios intelectuales sino
en un episodio policial, el caso “Lebiez-Barré”. El motivo
desencadenante fue el crimen, ocurrido en abril de 1878, de una
mujer anciana, Madame Gillet, vendedora de leche. Los dos autores
del crimen le robaron su dinero y luego la descuartizaron. Los periódicos conservadores atribuyeron el crimen, entre otros factores, al
darwinismo. Durante el juicio, llevado a cabo entre el 29 y el 31 de
julio de 1878, el darwinismo apareció también en la corte como el
verdadero autor del horrendo crimen. Algunos años después, Maurice
Barrès, en su novela Les déracinés, atacaba el culto republicano de la
ciencia con un diálogo entre dos personajes que recordaba los episodios del caso Lebiez-Carré. El debate sobre la ciencia como fuente de
la moral alcanzó su punto culminante en 1889 con la novela de Paul
Bourget, Le disciple, violento ataque contra el positivismo y el ya
mencionado culto republicano a la ciencia como responsables de haber destruido la moral.16 La actitud de Alejandro Korn ante este episodio decisivo en la historia de la ciencia europea es de cautela. Korn
132
ALBERTO GUILLERMO RANEA
cree que la situación no ha sido provocada por los enemigos de la
ciencia; los verdaderos responsables son quienes la han utilizado para
construir una pseudociencia, la metafísica monista de cuño haeckeliano:
Las ciencias tampoco ganan al complicar la investigación exacta con
concepciones trascendentales y supeditarla a preconceptos si no quiere exponerse a que se repita aquella frase blasfema sobre su bancarrota (Korn, 1917: 358).
No es la ciencia, sino la ética y la metafísica que se pretende
extraer de ella la que ha caído en el desastre: “La ciencia es amoral;
ningún malabarismo cientificista puede extraer de ella una obligación
ética” (Korn, 1922: 368).
Para conservar lo bueno que de la ciencia podía aprovecharse
pero, a la vez, salvar al ser humano de la negación de la libertad, era
imperioso construir una filosofía como la que Korn propuso durante
veinte años. Korn creía así contribuir a la resolución de los problemas
acuciantes del pueblo argentino. En llamativa coincidencia con la
casi contemporánea experiencia de Ernst Cassirer (1935: 59-60), la
realidad misma del momento político que le tocó vivir le hizo colocar
la filosofía académica en un plano secundario. Tal vez no sea coincidencia que entre sus libros, la “Sala Alejandro Korn” guarde tantas
obras de quien inspiró a Cassirer el desesperado lamento por haber
dedicado tanto tiempo a la filosofía de cátedra y no poder ayudar a
las víctimas de los horrores de la guerra: Albert Schweitzer.17
A esta altura del relato las ideas y los escritos de Korn han
superado decididamente, en importancia y en cantidad, a los libros de
su biblioteca que, inicialmente, atrajeron en mi juventud mi atención
hacia su nombre. Su sombra se proyecta más allá de los confines de
los armarios que la contienen. La biblioteca fue el taller, el yunque de
sus pensamientos; ella sigue al alcance de quienes quieran revivir
ciertas experiencias intelectuales. Pero las ideas que de esa raiz, de
esa fuente, brotaron son más difíciles de conservar, son menos accesibles que los libros. Explorar los vericuetos abiertos de su pensamiento promete ser, al menos, tan atractivo como hurgar en los estantes que albergan la letra muerta de sus colecciones.
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
133
Notas
1. Aristoteles, Kategorien oder Lehre von den Grundbegriffe. Hermeneutik oder
Lehre von Urtheil, übersetzt und erläutert von J. H. von Kirchmann. Leipzig, der
Dürr’schen Buchhandlung, 1876, referencia del Catálogo de la Biblioteca Central
de la Universidad Nacional de La Plata (en adelante: ref.) Korn Fa 756; Erste
Analytiken oder Lehre vom Schluss, übersetzt und erläutert von J. H. von Kirchmann.
Leipzig, der Dürr’schen Buchhandlung, 1877, ref. 753; Zweite Analytiken oder
Lehre von Erkennen, übersetzt und erläutert von J. H. von Kirchmann. Leipzig, der
Dürr’schen Buchhandlung, 1877, ref. Korn Fa 754; Metaphysik, übersetzt und mit
einer Einleitung und erklärenden Anmerkungen versehen von E. Rolfes, 2 Bde.,
Leipzig, der Dürr’schen Buchhandlung, 1904, ref. Korn Fa 755 y 756; Politik,
übersetzt und erläutert von J. H. von Kirchmann. Leipzig, der Dürr’schen
Buchhandlung, 1880, ref. Korn Fa 757; Die Topik, übersetzt und erläutert von J. H.
von Kirchmann. Leipzig, der Dürr’schen Buchhandlung, 1882, ref. Korn Fa 1257;
Sophistische Widerlegungen, übersetzt und erläutert von J. H. von Kirchmann.
Leipzig, der Dürr’schen Buchhandlung, 1883, ref. Korn Fa 1258
2. Locke, John, Über den menschlichen Verstand, .… aus dem Englischen übersetzt
von Th. Schulze. Leipzig, Ph. Reclam, 2 Bde., 1897, ref. Korn Fa 1689-1690;
Hume, David, Eine Untersuchung über den menschlichen Verstand, 6. Auflage.
Hrsg. von Raoul Richter. Leipzig, Verlag der Dürr’schen Buchhandlung, 1907,
ref. Korn Fa 759; Hume, David, Dialoge über natürliche Religion. Über Selbstmord
und Unsterblichkeit der Seele, Deutsch und mit einer Einleitung versehen von
Friedrich Paulsen, 3. Auflage. Leipzig, o.V., 1905, ref. Korn Fa 760; Hume, David,
Über den Verstand. In Deutscher Bearbeitung mit Anmerkungen und einem
Sachregister. Hrsg. von Th. Lips, 2. Auflage, Hamburg, L. Voss, 1904, ref. Korn
Fa 1981; Hume, David, Über die Affekte. Mit Zugrundlegung einer Übersetzung
von B. Meyer. Deutsch mit Anmerkungen und einem Index von Th. Lips. Hamburg,
L. Voss, 1904, ref. Korn Fa 1980;
3. René Descartes, Abhandlung über die Methode des rechtigen Vernunfgebrauchs
und der wissenschaftlichen Wahrheitsforschng. Übresetzt von L. Fischer, Leipzig:
Ph. Reclam, s. a., ref. Korn Fa 1683.
4. Condillac, Oeuvres, Imprimées sur ses manuscrits autographes, et augmentées de
la Langue des Calculs. Ouvrage posthume. Paris: Ch. Houel, 22 vols., 1798, ref.
Korn Lg 2019-2040.
5. Jean-Henri Fabre, Souvenirs entomologiques, 10 séries, Paris: Delagrave, 19141924, ref. Korn Nd 2690-2698.
6. X. Charlevoix, Histoire du Paraguay, Paris: Imp. Didot, 1757, ref. Korn Hd 610615; Benito Feijóo y Montenegro, Teatro crítico universal, Madrid: J. Ibarra,
1769-1779, ref. Korn Lc 598-606; B. Feijóo y Montenegro, Cartas eruditas y
curiosas, Madrid: J. Ibarra, 1769-1774, ref. Korn Lc 1093-1098.
134
ALBERTO GUILLERMO RANEA
7. Linne, C. Termini botanici, Lipsiae: ed. Nova Auctior, 1767, ref. Korn Ne 431.
8. Por la información acerca de la “Sala Museo Alejandro Korn” quisiera agradecer
muy especialmente al Director de las Salas Museo de la Universidad Nacional de
La Plata, profesor Mario Espíndola.
9. A. Labriola, Del materialismo histórico, traducción de J. Prat. Valencia: F. Sempere
et Cia., s. a., ref. Korn Fa 1746; E. Bernstein, Der Streik. Sein Wesen und sein
Wirken, Frankfurt: Ruetten und Loenig, 1906, ref. Korn Se 2297.
10. “Una gran acción en palabras que esperan realizar algún día”. Se trata de una
versión modificada de las dos primeras líneas de la segunda estrofa del poema de
Heinrich Heine. Korn remplaza con la tercera persona del plural (sie) a la segunda
persona del singular (du) del texto original: “Eine grosse Tat in Worten, / Die du
einst zu tun gedenkst! - / O, ich kenne solche Sorten / Geigstger Schuldenmacher
längst”.
11. Lidia Peradotto, La Logística, Buenos Aires, Imprenta de la Universidad, 1925,
ref. Korn Fa 1531. También encontramos en la biblioteca de Korn otro texto de
Peradotto, Aporte al estudio de la inducción, 1928, ref. Korn Fa 2669.
12. Reproducido en Alejandro Korn, “Exposición crítica de la filosofía actual”, Buenos Aires, 1935. En: Korn, 1930a: 499. Korn transcribe “dirección” en lugar de
“discusión”.
13. Véase también Korn, 1926: 254.
14. “Son los filósofos de oficio, los especulativos -como Guerrero que debe estar en
Berlín- los que me critican por pedestre y simple porque yo no puedo remontarme
a las cumbres del macaneo lógico y abstracto”. Alejandro Korn en carta íntima,
1931, “Epístola antipedagógica”, Korn, 1937: 647
15. Alphonse Daudet, La lutte pour la vie. Paris: Calmann Lévy, 1890; Jules Soury,
Études historiques sur les religions, les arts, la civilisation de l’Asie antérieure de
la Grèce. Paris: Reinwald, 1877.
16. Maurice Barrès, Les déracinés, 2 vols. Paris: Plon; Paul Bourget, Le disciple. Paris:
Nelson, 1910.
17. Albert Schweitzer, Das Christentum und die Weltreligionen, s.a., ref. Korn Fd
2470; Zwischen Wasser und Urwald. Erlebnisse und Beobachtungen eines Artzes
im Urwalden Äquatorialafrikas, München: C. H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung,
1926, ref. Korn Fd 2471; Mitteilungen aus Lambarene, München: C. H. Beck’sche
Verlagsbuchhandlung, 1929, ref. Korn Fd 2472; Aus meiner Kindheit und
Jugendzeit, München: C. H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung, 1924, ref. Korn Fd
2473; Aus meinem Leben und Denken, Leipzig: F. Meiner, 1933 [1931], ref. Korn
Fd 2474; Die Weltanschauung der Indischen denker (Mystik und Ethik), München:
C. H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung, 1935, ref. Korn 2476.
UNA BIBLIOTECA Y SU SOMBRA, 1916-1936
135
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Molinari, Juan Bautista (prof. arg.)
Ostwald, Wilhelm (quím. al., 1853-1932).
Peradotto, Lidia (prof. it., 1982-1951)
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Popper, Karl Raimund (filós. austriaco,
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Soury, Jules (escrit. fr., 1842-1915).
Schmoller, Gustav von (econ. al., 18831917).
Schweitzer, Albert (méd. y teól. fr., 18751965).
Spencer, Herbert (filós. ingl., 1820-1903).
Wittgenstein, Ludwig (filós. austriaco,
1889-1951).
SABER Y TIEMPO
14 (2002). 137-159
Separata 104.14
LA HISTORIA DE LA CIENCIA
EN LA ARGENTINA DE ENTREGUERRAS
Diego H. de Mendoza
Escuela de Humanidades (UNSAM)
Miguel de Asúa
Conicet, Escuela de Posgrado (UNSAM)
La creación del Instituto de Historia y Filosofía de la Ciencia de la
Universidad Nacional del Litoral a fines de la década de 1930, del cual
fue nombrado Director el historiador italiano Aldo Mieli, representa el
primer intento de establecer en el país un enclave institucional con el
objetivo de desarrollar actividades de investigación y enseñanza en
historia de la ciencia. De la participación en la organización y en las
tareas asumidas por este Instituto surgirá el primer historiador de la
ciencia profesional argentino, José Babini, quien, al momento de comenzar a trabajar junto a Mieli, era un activo integrante de la comunidad científica.1
De esta forma, retrotraer el estudio de la historia de la ciencia
en el país al período de entreguerras (1919-1939) supone tratar con
un panorama fragmentario, caracterizado por aportes ocasionales, que
tuvieron como agentes a los propios miembros de la comunidad científica argentina en formación. Los trabajos surgidos de esta actividad
no fueron motivados por el interés en desarrollar la historia de la
ciencia como disciplina académica. Por el contrario, los científicos
asimilaron la historia al conjunto de recursos útiles para la promoción
y legitimación social y cultural de sus propias disciplinas. En este
sentido, y ante la percepción de un escenario político y social que no
138
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
contaba a la ciencia entre sus prioridades, la historia de la ciencia
aparece integrada al mismo rango de actividades que la divulgación
científica, como uno de los instrumentos eficaces para proyectar una
imagen pública que favoreciera el estatus de la investigación y su
gestión por los recursos.
Refiriéndose a los Estados Unidos, dice el historiador de la
ciencia Thomas Kuhn en un artículo publicado originalmente en 1968:
Hasta hace poco, la mayoría de quienes escribían historia de la ciencia eran científicos profesionales, a veces eminentes. Por lo común, la
historia era para ellos un producto derivado de la pedagogía. Veían
en aquélla, además de su atractivo intrínseco, un medio de aclarar los
conceptos de la especialidad, de establecer su tradición y de ganar
estudiantes (Kuhn, 1977: 129).
Kuhn aclara, en otro lugar, que la actividad de esta tradición de
científicos historiadores ha mostrado que sólo es capaz de producir
historias internas que imponen al pasado los valores y conceptos científicos contemporáneos (Kuhn, 1977: 172-173). Acorde con esta afirmación, puede sostenerse que las primeras manifestaciones de historia de
la ciencia en la Argentina repiten un patrón característico de la disciplina en las tradiciones académicas de otros países, si bien con las peculiaridades propias de la periferia: no aparece integrada en sus orígenes
a la historia, sino en la forma de historias disciplinares subordinadas a
los intereses de la comunidad científica. Incluso, puede afirmarse que
esta característica perdura parcialmente en el presente.
Como ejemplo paradigmático de la dependencia de los primeros intentos de organizar la historia de la ciencia local respecto del
proceso de consolidación de la comunidad científica, puede citarse la
colección de monografías sobre la historia y el estado de las ciencias
exactas y naturales en el país que llevó el título de Evolución de las
ciencias en la República Argentina. 1872-1922, en ocasión del 50°
aniversario de la Sociedad Científica Argentina en 1922. Este emprendimiento pone de manifiesto la intención de construir (o demostrar la existencia de) una tradición científica local a partir de un
conjunto de narraciones disciplinares.
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
139
Historia de la ciencia y divulgación científica
Como temprano antecedente, se puede comenzar con la figura de
Enrique Herrero Ducloux, el primer egresado de la carrera de Química
de la Universidad de Buenos Aires (creada en 1896), primer Director
de la Escuela de Química y Farmacia en el Instituto del Museo de La
Plata y, más tarde, en 1919, primer Decano de la Facultad de Ciencias
Químicas de la Universidad Nacional de La Plata (Vernengo, 2001:
155-156).
Ligado a las actividades del Museo de La Plata y a su “Biblioteca de difusión científica”, Herrero Ducloux aparece como activo
participante del programa de “extensión universitaria” que Joaquín V.
González puso en marcha en la Universidad Nacional de La Plata a
comienzos del siglo XX. Considerado “como uno de nuestros escritores más agradables, rico de lenguaje y de buen gusto” (González,
1935: 483), ya en la primera década del siglo XX, Herrero Ducloux
inicia una actividad considerable en el amplio género que en esa
época se conocía como “vulgarización de la ciencia”, en calidad de
asiduo conferencista y como autor de numerosos artículos,2 muchos
de los cuales introducen cuestiones relativas a la historia de la ciencia.3 Como parte de esta producción, si bien con lenguaje un poco
más técnico y dirigido al ámbito universitario, Herrero Ducloux publicó en 1912 la obra Los estudios químicos en la República Argentina (1810-1910).4 Más adelante se verá que este autor también participó del mencionado proyecto de la Sociedad Científica Argentina.
A partir de mediados de la década de 1910, es posible rastrear
el interés de los científicos por difundir la historia de la ciencia, en
las páginas de la Revista de Filosofía, publicación bimestral fundada
en 1915 por José Ingenieros, su primer Director.5 A semejanza de la
producción de Herrero Ducloux, los temas de historia de la ciencia en
la Revista de Filosofía aparecen en los artículos sobre cuestiones
científicas, los cuales pueden caracterizarse como divulgación científica para gente culta. En este sentido, Rossi (1999: 26-30) señala
como uno de los rasgos salientes de la Revista el diletantismo, entendido como forma de una “ensayística amable” y algo anacrónica.
Respecto de la importancia que la revista otorgó a las cuestiones
científicas, debe recordarse el biologicismo de corte spenceriano do-
140
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
minante en las especulaciones filosóficas de sus colaboradores.6 Es
dable señalar que, para Ingenieros, la ciencia constituía un componente necesario para concretar uno de los principales objetivos que se
propuso la Revista: el establecimiento de una tradición cultural propia
(Rossi, 1999: 16).
Dentro de este marco deben ser considerados los artículos que
abordan temas relacionados con la historia de la ciencia, como “La
filosofía de las matemáticas y su evolución en el siglo XIX” (1916)
de Camilo Meyer, “Otto von Schrön y la vida de los cristales” (1918)
de Enrique Herrero Ducloux, “Historia del principio de la relatividad”
(1921) de Richard Gans o “La evolución de la físico-química” (1927)
y “La mecánica química y la termoquímica en Berthelot” (1928) de
Horacio Damianovich. Podrían incluirse también en esta lista algunos
trabajos de Jorge Duclout, Jakob Laub y Julio Rey Pastor, que presentan perspectivas históricas de cuestiones epistemológicas.7 Puede
notarse que, con excepción de Herrero Ducloux y Damianovich, el
resto de los autores que componen esta lista son investigadores extranjeros que se encuentran trabajando en el país y que en el escenario local lideran sus disciplinas. Este rasgo queda significativamente
de manifiesto con la publicación en la Revista de una versión, sin
contenido matemático, del ciclo de ocho conferencias que pronunció
Albert Einstein en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, durante su visita a la Argentina, en el período marzo-abril de 1925.8
Ya en la década de 1930 es posible seguir el interés de los
investigadores por la difusión de la historia de sus disciplinas científicas en otra de las revistas que, durante el período de entreguerras, se
propusieron objetivos políticos y culturales. Nos referimos a Cursos y
Conferencias, publicación del Colegio Libre de Estudios Superiores fundado en mayo de 1930- donde se reunieron los grupos liberales en
torno a la lucha antifascista y contra la reacción “tradicionalista” de
católicos y nacionalistas (Neiburg, 1998: 138-139).9
Cursos y Conferencias comenzó a publicarse al año siguiente
de la fundación del Colegio Libre. Como en el caso de la Revista de
Filosofía, los trabajos sobre historia de la ciencia, que aparecen en
sus páginas, deben ser comprendidos dentro del marco más general
de la presencia de las ciencias naturales y exactas. Si bien en el acta
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
141
de fundación se lee que el Colegio no aspira a ser “ni universidad
profesional, ni tribuna de vulgarización”,10 la historia de la ciencia
presente en Cursos y Conferencias nunca superó la última categoría.
Entre los trabajos con contenido histórico que se publicaron en esta
revista pueden mencionarse los siguientes: Félix Aguilar, “Antecedentes relacionados con la determinación de la forma y dimensiones de la
tierra” (1932); Venancio Deulofeu, “Herman Boerhaave (1668-1738)”
(1938); Ernesto Galloni, “André Marie Ampère” (1937); Bernardo
Houssay, “La fisiología y la medicina de Descartes” (1937);11 y Enrique Zappi, “Ensayo sobre la evolución de las doctrinas de la química
orgánica” (1933, 1934, 1935) y “Bosquejo sobre el desarrollo histórico
de los conocimientos químicos en la República Argentina” (1935).12 En
contraposición a lo visto en la Revista de Filosofía, es interesante notar
que en Cursos y Conferencias la lista de colaboraciones está compuesta
exclusivamente por trabajos de científicos argentinos.13
En síntesis, los artículos de la Revista de Filosofía y de Cursos
y Conferencias que exponen temas de historia de la ciencia son trabajos de divulgación de historia de las disciplinas científicas escritos
por investigadores destacados. Sus autores utilizaron el material disponible en bibliotecas no especializadas (pues no las había), con la
consecuente ausencia de fuentes primarias. Invariablemente, se trata
de catálogos más o menos detallados de nuevas ideas y descubrimientos que se estructuran en una sucesión lineal. A lo largo de esta
progresión temporal, los relatos presentan la actividad científica como
una lenta, trabajosa y, podríamos decir, heroica aproximación a las
configuraciones presentes de las disciplinas.
Como ejemplo de esta orientación, puede citarse el caso de
Horacio Damianovich, primer profesor de físico-química en la Universidad de Buenos Aires en 1909, organizador de la Facultad de
Química Industrial y Agrícola de la Universidad Nacional del Litoral
creada en Santa Fe en 1919, y destacado en este período por sus
investigaciones sobre gases raros (Vernengo, 2001: 157-159). En el
último párrafo del trabajo sobre Berthelot publicado en la Revista de
Filosofía, Damianovich sostiene:
Berthelot con sus concepciones geniales, su habilidad experimental,
su inmensa capacidad para el trabajo y su perspectiva sostenida por
142
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
una vocación sin límites, se acercó mucho a la anhelada solución al
demostrar que aquella fuerza [la afinidad] igual que las otras podía
ser regida por los principios generales de la mecánica (Damianovich,
1928: 92).
Es claro el interés de Damianovich por la historia de la ciencia,
si se tiene en cuenta su propósito de incorporar esta disciplina a la
enseñanza superior. Con esta finalidad, Damianovich creó la cátedra
de Metodología e Historia de las Ciencias, en la Facultad de Química
Industrial y Agrícola, tomando a su cargo el contenido de metodología, mientras que distintos profesores -como José Babini en el caso
de matemática- dictaron la historia de la disciplina respectiva (Ferrari,
1997: 438-439).14
La mención de esa Facultad nos remite a la figura del científico alemán Georg Gustav Anselm Fester, quien llegó a Santa Fe en
1924. Un año antes de su arribo al país, Fester ya había publicado una
historia de la tecnología química.15 Entre sus actividades en Santa Fe,
además de destacarse en variados temas de tecnología química, dedicó cierto tiempo a la divulgación científica y, como parte de ella, de
la historia de la ciencia y de la técnica (Ferrari, 1997: 432).
Es interesante notar, en los casos analizados, la presencia dominante de químicos y, como consecuencia, de trabajos referidos a la
química. Al respecto, puede pensarse que esto se debe a que la química fue, después de la medicina -y, entre otras razones, como consecuencia de su relación con ella, pero principalmente por su desarrollo
en el ámbito de la industria-, 16 la disciplina científica que, desde una
perspectiva económica, se encontraba más consolidada en el ámbito
local.
Finalmente, digamos que, además de la cátedra de Damianovich,
desde 1927 hubo una cátedra de Epistemología e Historia de la Ciencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires, a cargo de Alfredo Franceschi, filósofo interesado en teoría del
conocimiento e informado sobre cuestiones científicas, 17 a quien encontramos a comienzos de la década de 1920 asumiendo el papel de
“divulgador” de la teoría de la relatividad entre los filósofos.18
Franceschi fue sucedido en esta cátedra por Rey Pastor en 1934 (Galles,
1996: 165). En esta misma época, el historiador Alberto Palcos dictó
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
143
Teoría e Historia de la Ciencia en la Universidad Nacional de La
Plata.
La construcción de un pasado
En paralelo con el panorama presentado en el apartado anterior, el
primer intento sistemático de organizar el pasado de las ciencias exactas y naturales en el país fue llevado a cabo por la Sociedad Científica
Argentina a través de la publicación de la serie titulada Evolución de
las ciencias en la República Argentina. 1922-1972. De ella participaron: Herrero Ducloux, con Las ciencias químicas (1923); Cristóbal
Hicken, con Los estudios botánicos (1923); Claro C. Dassen, con Las
matemáticas en la Argentina (1924); Ramón G. Loyarte, con La evolución de la Física (1924); Franco Pastore, con Nuestra Mineralogía y
Geología (1925); Nicolás Lozano y Antonio Paitoví, con La Higiene
Pública y las Obras Sanitarias Argentinas (1925); Guillermo Hoxmark,
con La evolución de la Meteorología (1925), y Enrique Chaudet, con
La evolución de la Astronomía (1926).19
Los trabajos que componen esta colección son heterogéneos en
su estructura, enfoque y extensión, que oscila entre las 30 y las 160
páginas, aunque, desde el punto de vista historiográfico, existe cierta
uniformidad en el enfoque, el cual coincide con lo descripto en el
apartado anterior. Como ejemplo del enfoque que campea en esta
publicación, podemos considerar el trabajo de Guillermo Hoxmark,
dedicado a la meteorología. Este autor, en dos páginas, atribuye los
orígenes de la disciplina a Aristóteles, quien según él “formó un
concepto de atmósfera que fue la base de todos los libros de texto
hasta fines del siglo XVII”. El texto alcanza rápidamente el siglo
XIX, cuando “fue oficialmente admitida la necesidad de efectuar estudios sistemáticos de meteorología” (Hoxmark, 1925: 7-8). En cuanto a la epistemología subyacente al relato, queda sintetizada en la
siguiente expresión:
Uno de los grandes anhelos del hombre ha sido poder prevenir los
cambios atmosféricos. Indudablemente, por ejemplo, los sacerdotes
de Babilonia y Egipto estudiaron la climatología de sus países y se
ocuparon de formular místicos pronósticos del estado del tiempo y de
144
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
las alturas de los ríos sagrados para poder conservar y afianzar su
influencia [...] Con el mejor conocimiento de las leyes que rigen la
atmósfera y con la perfección de los instrumentos apropiados para
efectuar observaciones se inició un período de investigaciones conducidas científicamente (Hoxmark, 1925: 21).
Como vemos, se trata de un relato de logros institucionales,
instrumentales y teóricos y de los “héroes” asociados a ellos, que
destaca las incumbencias de la disciplina y reivindica su especificidad, necesidad y fertilidad para el futuro. Una breve introducción del
panorama internacional permite a Hoxmark enmarcar los logros del
desarrollo de la disciplina en escala nacional: “En la América del Sur
la Argentina fue el primer país que creó un servicio oficial”. Respecto de la publicación de la Carta de tiempo -que se inició a fines de
1902- el autor sostiene que se trata de “una verdadera ayuda para los
intereses primarios del país, como lo son la agricultura y la ganadería”. También afirma que “en Brasil, Chile y Uruguay la fundación de
institutos meteorológicos oficiales datan de fecha mucho más reciente que la de nuestro país”, para concluir que “se reconoce universalmente en el mundo científico que la Oficina Meteorológica Argentina
tiene el honor de haber iniciado los estudios para determinar las
relaciones entre la radiación solar y el tiempo” (Hoxmark, 1925: 1416). Es evidente que la historia de la disciplina se funde con el relato
legitimador y el informe técnico de evaluación de su estado presente.
Algunos autores de esta serie sobre Evolución de las ciencias
en la República Argentina aprovechan la oportunidad para deslizar
evaluaciones panorámicas que desbordan sus propias disciplinas. Por
ejemplo, Franco Pastore, en su trabajo dedicado a la mineralogía y
geología, sostiene:
Es verdad, aunque nos pese, que las ciencias puras no despiertan entre
nosotros bastante interés y que, en particular, tenemos hacia las que se
fundan en la observación de la naturaleza bien poca inclinación... Experimentamos un pasajero sentimiento de vergüenza cuando recordamos la poca suerte de nuestros museos e instituciones de investigación
no comerciables; pero lo olvidamos pronto (Pastore, 1925: 47).
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
145
Pastore atribuye este problema a “un defecto de nuestro pueblo, que quita altura a sus méritos intelectuales”. También Dassen
(1924: 8), refiriéndose a la pobreza del escenario matemático local,
afirma: “Nunca le ha sido ni le será favorable la atmósfera de positivismo que rodea a pueblos nuevos y en continua evolución”.
En cuanto a qué se entiende por historia e historia de la ciencia,
Herrero Ducloux sostiene:20
Hacer historia es tarea ingrata, cuando debe considerarse todo un
pueblo, una dinastía o un partido, porque las luchas con el extranjero,
las manifestaciones de fuerza para asegurar el poder o los espasmos
de rebelión para conquistar libertades, se resuelven en el telón del
pasado como un torbellino inacabable de injusticias y de crímenes.
Pero cuando el historiador sólo contempla el esfuerzo de las inteligencias y olvida la violencia de las pasiones, cuando observa el hormiguero en sus jornadas y sigue los pasos de los obreros obscuros y
brillantes que construyen el edificio de la nacional grandeza [...] (Herrero Ducloux, 1923: 7).
Es de destacar que en el trabajo del agrimensor y doctor en
ciencias naturales porteño Cristóbal Hicken, Los estudios botánicos que aparece como la obra más rigurosa y estructurada de la serie- se
hace evidente la intención de superar una visión puramente internalista.
Si bien el relato de Hicken no escapa al enfoque presentista, el autor
intenta integrar, al relato de logros científicos, las dimensiones cultural e institucional, marcando las diferencias y conexiones entre Europa y la América hispana. En la sección titulada “Época de la colonia
(1512-1810)”, Hicken comienza evaluando la ciencia europea de los
siglos XV-XVII y dedica cierto espacio a temas como las sociedades
y academias científicas europeas o las universidades y las imprentas
en el período colonial. La primera parte de Los estudios botánicos se
completa con los capítulos “Época de transición (1770-1821)” y “Época
universitaria (1821-1922)”. La segunda parte se concentra en la ciencia local, en el período posterior a la fundación de la Sociedad Científica Argentina.
También como parte de una estrategia de construcción de una
tradición, pero esta vez desde la perspectiva de las actividades jesuíticas
146
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
en la época virreinal, especialmente en el territorio de lo que sería la
Argentina, deben mencionarse los muchos trabajos de Guillermo
Furlong Cardiff sobre la historia de la ciencia colonial. Entre sus
obras tempranas se encuentran los artículos “El primer astrónomo
argentino: Buenaventura Suárez S. J. (1678-1750)” y “Otro astrónomo argentino: Alonso Frías S. J. (1745-1824)”, ambos de 1919. De
fines de la década de 1920, La personalidad de Tomás Falkner (S. J.)
y algunos capítulos de Glorias santafesinas. De estos aportes debe
destacarse la notable cantidad y variedad de fuentes primarias empleadas y un aparato erudito al nivel de los estándares internacionales
de la época, que revela la formación que su autor había adquirido
cuando estudió en la Universidad de Georgetown. Sin embargo, la
perspectiva histórica de estos mismos trabajos sufre de una no disimulada -y por momentos fastidiosa- intención apologética y
reivindicatoria de la actividad cultural jesuítica.21 Las extensas investigaciones de este autor sobre la historia de la ciencia en la colonia
fueron reunidas en tres volúmenes que formaban parte de la serie
“Cultura colonial argentina” de la editorial Huarpes: Matemáticos
argentinos durante la dominación hispánica (1945), Médicos argentinos durante la dominación hispánica (1947) y Naturalistas argentinos durante la dominación hispánica (1948). Se ha señalado que la
comparación del trabajo de Furlong, celebrador de la ciencia colonial,
con el tratamiento llamativamente sucinto del mismo tema por autores como Babini, en su Historia de la ciencia en la Argentina (1949),
en cierta medida refleja y traduce, con los acentos propios de la
historia de la ciencia, la polémica entre historiadores “tradicionalistas” y “liberales” tal como estaba planteada a fines de la década de
1940 (Asúa 1993: 17-18).22
Los antecedentes europeos
Químico por formación, Aldo Mieli comenzó a desarrollar, poco antes
de la Primera Guerra Mundial, una intensa actividad como escritor y
editor de historia de la ciencia. Entre 1913 y 1914, Mieli publicó en la
revista Isis cinco artículos y siete reseñas bibliográficas sobre libros de
autores italianos.23 En 1919 inició en Roma la publicación de Archivio
di storia della scienza, revista que a partir de 1925 adoptará el nombre
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
147
de Archeion. Mieli es considerado uno de los iniciadores de la historia
de la ciencia como actividad académica en Italia, si bien, según Abbri y
Rossi (1986), el idealismo dominante de figuras como Benedetto Croce
y Giovanni Gentile frustraron los esfuerzos de Mieli por institucionalizar
la historia de la ciencia en su país. En 1928, escapando del fascismo,
Mieli se instaló en París, donde contribuyó decisivamente a la creación
de la Academia Internacional de Historia de la Ciencia (1929).24
Por su parte, Umberto Giulio Paoli, ingeniero químico radicado en la Argentina y vinculado a la industria, tuvo una temprana
participación en Archivio.25 Paoli, que había sido profesor de Mieli en
la Universidad de Pisa, ya en el primer tomo de esta publicación correspondiente a 1919-1920- publicó una nota sobre una colección
argentina de libros editados por él mismo y dedicados a la ciencia
hispanoamericana.26 También colaboró con frecuencia en Archivio y,
más tarde, en Archeion con artículos sobre temas de metalurgia, botánica y farmacopea latinoamericanas durante el período colonial.27 A
partir del volumen correspondiente a 1928 de Archeion, Paoli figura
como “redactor en el exterior”.
Ese mismo año, entre las actividades del Congreso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en Oslo, Mieli creó el Comité
Internacional de Historia de la Ciencia, que quedó integrado por Abel
Rey, George Sarton, Henry Sigerist, Charles Singer, Karl Sudhoff y
Lynn Thorndike. Desde su sede de París, Mieli se dedicó a la organización de los congresos internacionales y de los “grupos nacionales
de historia de la ciencia” asociados al Comité, el cual a partir de
1934-1935 comenzó a llamarse Académie Internationale d´Histoire
des Sciences. Mieli ganó cierta visibilidad luego del congreso de
París de 1929, en el que fue nombrado “secretario perpetuo” de la
Academia. En 1930 aparece mencionado entre los miembros elegidos
de la History of Science Society.28 Desde entonces, su presencia en
Isis estará en función de su papel como figura central del Comité y
sus sucesivos congresos.
En 1933, el mismo año en que se creó la Asociación Argentina
para el Progreso de las Ciencias, Umberto G. Paoli y el matemático
español Julio Rey Pastor crearon el Grupo Argentino de Historia de
la Ciencia asociado al Comité de Mieli. Con excepción de los
convocantes y de Herrero Ducloux, los restantes miembros originales
148
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
del Grupo -Amado Alonso, Nicolás Besio Moreno, Angel Cabrera y
Emilio Ravignani- tuvieron, en el mejor de los casos, una relación
ocasional con la historia de la ciencia.29 Paoli y Rey Pastor fueron
nombrados, respectivamente, Secretario y Presidente. Posteriormente,
el número de sus participantes activos parece haber mermado. Archeion
alude a la reunión del Grupo en junio de 1935. Allí puede verse que,
de los integrantes originales, sólo quedan Rey Pastor, Paoli y Alonso,
y que se han agregado Enrique Zappi, profesor de química en La
Plata y Buenos Aires (a quien ya mencionamos como colaborador de
Cursos y Conferencias) y el doctor Bernardo I. Baidaff, del Seminario matemático de Buenos Aires.30 Finalmente, Rey Pastor y Paoli
fueron elegidos miembros correspondientes de la Académie (1934 y
1935, respectivamente).31 Ambos científicos aparecen en la lista de
miembros agrupados por país, que se publicó en Isis en 1936, como
representantes de América del Sur. Rey Pastor fue nombrado miembro efectivo en 1938.32
En marzo de 1938, Mieli le escribió a Rey Pastor ofreciéndose
como organizador de un Instituto de Historia de la Ciencia. Luego de
un intento fallido en la Universidad de Buenos Aires, Rey Pastor
gestionó la creación de este Instituto en la Universidad Nacional del
Litoral, por entonces bastión del reformismo. El proyecto se concretó
a mediados de 1939 con la ayuda del Decano de la Facultad de
Ciencias Matemáticas y Consejero, el ingeniero Cortés Plá, el apoyo
del Rector Josué Gollán y la firma de José Babini, por entonces
Decano de la Facultad de Química Industrial y Agrícola.33 Debe
recordarse que en esta Facultad ya existía la cátedra de Metodología e
Historia de las Ciencias, a cargo de Damianovich.
Mieli se hizo cargo del nuevo Instituto durante los últimos
meses de 1939. Comenzó entonces la edición de Archeion en Santa
Fe, de la que se editó una buena cantidad de números, agrupados en
cuatro volúmenes, entre 1940 y 1943. Paoli y Babini, que formaban
parte del comité de redacción, fueron los colaboradores locales más
frecuentes (tres artículos el primero y dos el segundo).34 Isis informó
de la publicación de Archeion en la Argentina en el volumen correspondiente a 1941, que se publicó, a causa de la guerra, en 1947.35
El optimismo con el cual Mieli asumió esta empresa fue pronto
desmentido por los hechos. El golpe militar del 4 de junio de 1943
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
149
derivó en la intervención de la Universidad Nacional del Litoral. El
contrato de Mieli fue dejado sin efecto y su Instituto suprimido. Sarton
se refirió a este hecho en las páginas de Isis: “Desafortunadamente,
de la misma forma en que lo hicieron en España, Italia y Alemania,
algunas nubes se ciernen sobre la Argentina”. Luego de mencionar a
Bernardo Houssay y la pérdida de la biblioteca de Mieli, 36 Sarton
detalla:
El espacio que [Mieli] ocupaba y en el cual había instalado su propia
biblioteca fue repentinamente solicitado para otros propósitos, y en el
plazo de dos días fue obligado a trasladar sus libros y archivos a un
depósito.37
A semejanza de Mieli, el historiador de la matemática español
Francisco Vera también llegó a Buenos Aires como consecuencia del
exilio. Republicano y masón, al final de la guerra civil española Vera
tuvo que irse de España. Después de residir unos meses en Francia, en
1940 arribó a la República Dominicana. Al año siguiente partió hacia
Colombia donde pasó tres años. Finalmente, en abril de 1944, Vera
llegó a Buenos Aires, donde produjo una parte importante de su obra y
trabajó como profesor de matemática y de historia de la matemática en
las Universidades de Buenos Aires y La Plata hasta el final de su vida,
en 1967 (Cobos y Vaquero, 1999). En la lista de sus numerosos trabajos publicados en España (Cobos y Pecellin, 1997: 516-518), puede
verse que su producción en historia de la matemática se inició en 1929.
De este período pueden citarse El matemático árabe madrileño Maslama
Benhamed (1932) y los cuatro volúmenes de su Historia de la Matemática en España (1933). De los muchos que Vera escribió, durante los
veintitrés años que vivió en Buenos Aires (Cobos y Pecellin, 1997:
519), su proyecto más ambicioso fue la Historia de la Cultura Científica (1956-1969). Concebida en siete volúmenes, solamente llegó a escribir cinco (el quinto se publicó después de su muerte).
Epílogo
Los años de entreguerras pueden caracterizarse como un período de
maduración y consolidación de la comunidad científica argentina. Así,
150
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
una de sus dimensiones, dentro del multifacético proceso de legitimación de la investigación científica en el país, consistió en difundir el
valor cultural de la ciencia y las virtudes éticas del investigador. En
este sentido, la divulgación científica y, como parte de ella, la historia
de la ciencia, fue una de las estrategias que los científicos locales
encontraron para canalizar estos objetivos. De este modo se comprende
que buena parte de los científicos interesados en la historia de la
ciencia hayan estado fuertemente comprometidos con la promoción de
proyectos de universidades, institutos de investigación y asociaciones.
Como casos paradigmáticos, podemos mencionar a Horacio
Damianovich, Venancio Deulofeu, Bernardo Houssay o Enrique Zappi,
miembros fundadores de la Asociación Argentina para el Progreso de
las Ciencias. Dentro de este marco pueden ubicarse los primeros
intentos de trazar historias disciplinares y de demostrar la existencia de
un pasado científico valioso, a partir del cual proyectar un porvenir
promisorio para la ciencia en la Argentina.
En cuanto a la situación de la historia de la ciencia en América
latina, Saldaña (1993: 73) señala que en la década de 1950 se descubrió la ciencia latinoamericana como un producto de su historia. El
“caso argentino” coincidiría con esta afirmación, si se considera que
la Historia de la ciencia argentina de José Babini se publicó en
1949.38
Respecto de una comparación de los desarrollos de los destinos
académicos de la historia de la ciencia en la Argentina y Estados
Unidos, resulta sugerente el paralelismo que puede establecerse entre
las trayectorias de George Sarton y Aldo Mieli. Si se acepta la máxima de que a todo sistema científico en expansión le corresponde una
historia de la ciencia vigorosa, se comprende el hecho de que en 1939
se haya producido el primer intento de crear un instituto dedicado
exclusivamente a la historia de la ciencia, como indicio de las expectativas que, en un momento de justificado optimismo, despertó el
desarrollo científico entre los investigadores locales. En conexión con
esto, quizá pueda interpretarse, también, la coincidencia en la fecha
de fundación (1933) de la Asociación Argentina para el Progreso de
las Ciencias y del Grupo Argentino de Historia de la Ciencia. Esta
misma perspectiva hace también posible comprender la “explosión”
de la historia de la ciencia, como disciplina académica, en el ámbito
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
151
universitario estadounidense, a partir de la década de 1950, y los
derrumbes periódicos y el consecuente estancamiento de esta disciplina en el escenario local.
En este sentido, el inicio en el país de la historia de la ciencia,
como actividad profesional, a partir de Mieli no fue seguido por un
desarrollo continuo y creciente de la disciplina. Por el contrario, su
carácter de subordinada a las ciencias exactas y naturales y aislada de
la historia, la convirtieron en una disciplina institucional y académicamente débil, susceptible de padecer, doblemente, los embates socio-políticos desde un segundo plano silencioso, nunca protagónico y
ocasionalmente funcional. Los cataclismos políticos recurrentes se
encargarían de frustrar todo intento de consolidar la profesionalización
de la historia de la ciencia. Dentro de este marco debería entenderse
la trayectoria de José Babini, el primer historiador de la ciencia profesional argentino, quien logró mantener la visibilidad y la representación académica y cultural de la disciplina durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, prácticamente sobre la única
base de su esfuerzo individual.
Notas
1. Sobre la trayectoria de José Babini como matemático puede verse Santaló, 1997.
El detalle de sus publicaciones hasta la creación del Instituto de Historia y Filosofía
de la Ciencia puede verse en Babini, 1994: 69-73.
2. Como representativas de esta actividad, pueden mencionarse: E. Herrero Ducloux,
La ciencia y sus grandes problemas, Buenos Aires, Coni, 1908 (publicado en la
colección de la “Biblioteca de vulgarización científica” del Museo de La Plata) y
Fantasía y ciencia, Buenos Aires, Cabaut y Cía., 1909. En esta fecha Herrero
Ducloux era Vicedirector del Museo de La Plata.
3. Como ejemplo podemos citar, de Fantasía y Ciencia, los artículos “Los museos
argentinos”, “Mendeleef” o “Berthelot”.
4. Mencionemos, de paso, Herrero Ducloux, E. (1947), “Los estudios químicos en la
República Argentina”, Anales de la Academia Nacional de Ciencias, XI, pp.97133.
5. Desde 1922 Ingenieros compartió la dirección de la Revista de Filosofía con
Aníbal Ponce. A la muerte de Ingenieros, en 1925, Ponce la ejerció hasta el
segundo semestre de 1929, cuando se publicó el último número.
152
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
6. Rossi (1999: 28) cita como ejemplos a Carlos O. Bunge o Ingenieros, en sus
intervenciones sobre psicología y sociología, a Augusto Bunge, sobre moral y
biología, y a Rodolfo Senet, sobre los sentimientos estéticos.
7. Citemos, a modo de ejemplo, la primera sección titulada “Evolución de las ciencias
exactas” del artículo “La tendencia económica y axiomática en las ciencias exactas” (1915) de Jorge Duclout, dos artículos de Julio Rey Pastor, “Ciencia abstracta
y filosofía natural” (1925) y “La unidad de la ciencia” (1926), y el de Jacob Laub,
“¿Qué son espacio y tiempo?” (1919).
8. Einstein, A. (1925), “Conferencias sobre relatividad”, Revista de filosofía, XXI, 3:
322-347. Sobre las discusiones de la teoría de la relatividad en esta publicación,
puede verse Hurtado de Mendoza, 1999.
9. Al respecto, sostiene Neiburg (1998: 140): “Desde su fundación, el Colegio se
transformó en un importante sitio de reunión de políticos, empresarios, financistas
e intelectuales consagrados. Era un lugar de discusión y de elaboración de proyectos, un foco de irradiación de propuestas, de militancia y de proselitismo”.
10. Citado en Neiburg, 1998: 143.
11. Este trabajo se publicó también en el primer tomo de Descartes. Homenaje en el
tercer centenario del “Discurso del método” (3 tomos), Buenos Aires, EspasaCalpe, 1937: 33-56. En el mismo tomo Teófilo Isnardi publicó “La física de
Descartes” (pp. 75-139) y, en el segundo, Rey Pastor “Descartes y la filosofía
natural” (pp. 44-66).
12. También pueden incluirse, como perspectivas históricas de cuestiones
epistemológicas, los trabajos de Enrique Gaviola, “El mundo real y el determinismo:
la ciencia, algunas doctrinas filosóficas y la religión” (1932) y “Espíritu y materia.
Una contribución a la filosofía científica” (1933), y de Venancio Deulofeu, “Relaciones entre la Química y la Medicina” (1934).
13. Incluimos en esta lista los artículos publicados en el período de interés del presente
trabajo. Fuera de este período, por ejemplo, encontramos cuatro trabajos de historia
de la ciencia de José Babini: “Ideas acerca del origen de la ciencia” (1944), “La
Geometría de 1637” (1950), “El Discurso Preliminar de la Enciclopedia” (1951) y
“La ciencia en la Argentina en los últimos cincuenta años” (1952).
14. Ferrari, 1997: 439 y 443. Ferrari señala, también, la influencia de Walter Sorkau
en esta iniciativa. Sorkau había llegado de Danzig en 1905 y dictaba en el Instituto
Nacional de Profesorado Secundario un curso de historia de la química, que la
revista de alumnos del INPS publicó por entregas.
15. G. Fester, Die Entwicklung der chemischen Technik bis zu den Anfangen der
Grossindustrie (La evolución de la técnica química desde los comienzos de la gran
industria), Berlin: Springer Verlag, 1923.
16. La química tuvo papel central en el ascenso económico del país entre 1875 y 1935.
El censo de 1895 registró 317 plantas químicas en el país; en 1914 se registraron
567, si se consideran tanto las respaldadas por capitales nacionales como extranje-
LA HISTORIA DE LA CIENCIA EN LA ARGENTINA DE ENTEGUERRAS
153
ros (Barón, 2000: 4-5). Al respecto, en la serie de monografías titulada La
evolución de las ciencias en la República Argentina. 1872-1922 de la Sociedad
Científica Argentina, el único trabajo que incorpora un apartado sobre la industria
es el dedicado a la química (Herrero Ducloux, 1923: 25-26).
17. Según Coriolano Alberini, Franceschi “tenía una sólida preparación filosófica y
científica, descollando sobre todo en lógica, epistemología e historia de la ciencia”,
Actas del Primer congreso nacional de filosofía, I: 71 (citado de Farré, 1958:
154).
18. Sobre Franceschi como divulgador de la teoría de la relatividad entre los filósofos,
puede verse Hurtado de Mendoza, 2000: 40-42.
19. En un folleto de la Sociedad Científica Argentina de julio de 1924, que se encuentra
en la Biblioteca José Babini, figura la lista de monografías proyectadas y de los
respectivos autores asignados a cada una de ellas. Además de las que se publicaron,
figuraban en el proyecto original: Historia de la Sociedad hasta la fecha, por
Nicolás Besio Moreno; Evolución de la Zoología durante los últimos cincuenta
años, por Eduardo L. Holmberg; Evolución de la Paleontología durante los
últimos cincuenta años, por Martín Doello Jurado; Evolución de la Antropología
durante los últimos cincuenta años, por Felix F. Outes; Evolución de la Medicina
durante los últimos cincuenta años, por Gregorio Aráoz Alfaro; Evolución de la
Estadística durante los últimos cincuenta años, por Alejandro E. Bunge; Evolución y progreso de la industria en el país durante los últimos cincuenta años, por
M. Leguizamón Pondal.
20. También puede destacarse que, en la sección “Bibliografía selecta”, dedica un ítem
a la historia de la química (Herrero Ducloux, 1923: 51-54).
21. Sobre los escritor de Guillermo Furlong Cardiff, puede verse el detallado trabajo
Geoghegan, 1957.
22. Sobre esta discusión, puede verse Seibold, 1975.
23. Un estudio detallado de la relación mantenida por Mieli con Isis, puede verse en
Asúa, 2000: 241-244. El contenido de este apartado sigue de cerca el tratamiento
de ese tema en el trabajo citado.
24. Sobre diferentes momentos de la trayectoria de Mieli, puede verse: Mieli, 1948;
Plá, 1950; Sergescu, 1950; Babini, 1962a;b; Asúa, 1997; Tosi, 1997.
25. Sobre Paoli, puede verse: Babini, 1953; Valentinuzzi, 1953; Ferrari, 2000.
26. Paoli alude a los siguientes libros: El arte de los metales de Alonso Barba, parte de
la Historia medicinal de Monardes y Los nueve libros de Re Metallica de Pérez de
Vergas. Archivio di Storia della Scienza, 1 (1919-1920): 440-442.
27. La bibliografía de Paoli puede consultarse en los volúmenes de Isis Cumulative
Bibliography, 1913-1965, Londres, Mansell, 1971-1976, y en Ferrari, 2000.
28. Isis, 14, 1930: 280-283.
154
DIEGO H. DE MENDOZA - MIGUEL DE ASÚA
29. Amado Alonso era Director del Instituto de Filología de la UBA; Nicolás Besio
Moreno era Director General de Bellas Artes; Ángel Cabrera era Director de la
Sección Paleontología del Museo de La Plata; Emilio Ravignani era Director del
Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad de Buenos Aires.
30. Archeion, 17, 1935: 248-249.
31. Archeion, 16, 1934: 104-105 y Archeion, 17, 1935: 230.
32. Babini, 1962c.
33. Cortés Plá, 1972. Una versión anterior, Cortés Plá, 1950, apareció como noticia
necrológica a la muerte de Mieli. También puede verse Cortés Plá, 1970: 161-163.
34. Además de continuar con la edición de Archeion, Mieli comenzó un catálogo
bibliográfico y un repertorio temático, tareas a las que se vinculó José Babini. La
serie santafesina de Archeion es analizada en Ferrari; Galles, 1982.
35. Isis, 33, 1941: 339-340.
36. Sobre el tema y la invitación formulada en las páginas de Science a los “colegas
norteamericanos” a colaborar con el fisiólogo argentino, puede verse Science, 99
(1944), pp.360-361
37. Unfortunately, the clouds gathered in Argentina as they had in Spain, Italy and
Germany, very much in the same way [...] The space which he occupied and in
which he had established his own library were suddenly needed for other purposes,
and within two days he was obliged to move his books and archives into a
storehouse (Sarton, 1944: 336). Sobre el singular destino de Mieli y de su
biblioteca en los años que siguieron al golpe militar de 1943, puede verse Asúa,
1997.
38. Sobre el tema, puede verse también Beltrán, 1984: 20. En el contexto de la historia
de la ciencia en América latina, este trabajo destaca a la Argentina, “debido a la
benéfica influencia que ejerció el eminente historiador italiano de la ciencia, Aldo
Mieli” y menciona como importantes los volúmenes de la serie Evolución de las
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Nombres citados
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Babini, José (matem. e histor. arg., 18971984)
Baidaff, Bernardo I. (matem. rumano).
Besio Moreno, Nicolás (histor. arg., 18791907).
Cabrera, Ángel (zoól. esp., 1879-1960).
Chaudet, Enrique (astrón. arg.)
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Damianovich, Horacio E. (quím. arg.,
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Dassen, Claro C. (matem. arg., 18731941).
Deulofeu, Venancio (quím. arg., 19021984).
Duclout, Jorge (matem. fr.).
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Fester, Georg Gustav Anselm (quím. al.,
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Galloni, Ernesto Enrique (físico arg.,
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Gollán, Josué (quím. arg., 1891-1975).
González, Joaquín V. (escrit. arg., 18631923).
Herrero Ducloux, Enrique (quím. esp.,
1877-1962).
Hicken, Cristóbal M. (botán. arg., 18751933).
Houssay, Bernardo A. (fisiól. arg., 18971971).
Ingenieros, José (méd. it., 1877-1925).
Kuhn, Thomas Samuel (histor. estadoun.,
1922-1996).
Laub, Jakob Johann (físico austriaco,
1882-1962).
Loyarte, Ramón Godofredo (físico arg.,
1888-1944).
Meyer, Camilo (matem. fr., 1854-1918).
Mieli, Aldo (histor. it., 1879-1950)
Paitoví, Antonio (ingen. arg.)
Palcos, Alberto (histor. arg., 1894-1965).
Paoli, Umberto Giulio (quím. it., 18761935)
Pastore, Franco (geól. arg., 1885-1958).
Plá, Cortés (histor. arg., 1898-1975).
Ravignani, Emilio (histor. arg., 18861954).
Rey, Abel (matem. fr., 1873-1940).
Rey Pastor, Julio (matem. esp., 18881962).
Sarton, George (histor. belga, 1884-1956).
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1891-1957).
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Sudhoff, Karl (histor. al., 1853-1938).
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Vera, Francisco (matem. esp., 18881967).
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Reseñas
Bibliographie d´Alexandre Koyré. por Jean-Françoise Stoffel. Introducción de Paola Zambelli. Firenze: Leo S. Olschki / Biblioteca di
Nuncius: Studi e testi, 39, 2000, 195 pág.
En esta reciente investigación de Jean-Françoise Stoffel, quienes nos
interesamos por la inagotable obra de Alexandre Koyré (Taganrog,
Ucrania, 1892-París, 1964) tendremos muchos motivos para conocer
mejor la actualidad de sus ideas y las decisivas derivaciones de la
última de las historias que produjo la historia: la historia de las ciencias.
Más considerado como historiador de las ciencias por los estadounidenses, y como historiador de la filosofía por los europeos,
Alexandre Koyré admite también un punto de vista más: como filósofo de las ciencias.
Los estudios sobre Koyré han ido extendiéndose a lo largo de
los años. Su temprana comprensión de que la historia de las ciencias
no podía escribirse de acuerdo con una equivalencia del orden histórico y del orden lógico de los descubrimientos científicos, lo llevó a
poner en cuestión la relación establecida, por el recurso a los precursores, en el Gran Relato de la historia positivista de las ciencias.
Habrá que agregar que ese cambio de perspectiva no la invalidó, sino
que hizo más complejas su interpretación y su historiografía. Koyré
se sitúa como un filósofo clave ante la necesidad de replantear la
posición epistemológica de las filosofías de la naturaleza que ya habían reclamado Auguste Comte, Wilhem Dilthey y Friedrich Engels.
Todos ellos sintieron el cambio de ontologías de la evolución, y del
cambio de preguntas y de respuestas, aun de las entidades reconocibles
del universo material y espiritual. Koyré no excluyó el cerco hermético de la metafísica en nombre de una validación tecnológica del
conocimiento científico.
162
SABER Y TIEMPO
Tampoco clausuró el retorno de filosofías hilozoístas -el “pasado animista” anidaba en los conceptos de la física moderna. Pero en
sus numerosas monografías supo escuchar la voz interior de las diversas filosofías, cultivando la empatía metodológica. En sus obras
más abarcadoras se encuentran sus tesis panorámicas: en Del mundo
cerrado al universo infinito, en sus Estudios galileanos, en The
Astronomical Revolution y en la menos estudiada Mystiques, spirituels,
alchimistes du XVIe siècle allemand, Koyré se expresaba también con
voz propia. Y esa es una de las claves koyreanas: toda la historia de
la filosofía puede ser releída en contrapunto o polifonía con la historia de las ciencias. El trabajo de Jean-Françoise Stoffel será acaso
indispensable para quienes queramos proseguir sus Études y sus
Recherches teniendo a la mano los registros de centenares de investigaciones que se han publicado.
Jean-Françoise Stoffel, investigador en Filosofía de las Ciencias de la
Universidad Católica de Lovaina, Bélgica, ha publicado diversos artículos y obras colectivas, particularmente sobre Pierre Duhem, Georges
Lemaître, René Descartes y la revolución copernicana. Mencionamos
especialmente: “Pierre Duhem et ses doctorands: bibliographie de la
littérature primaire et secondaire. Introduction de St. L. Jaki. Louvainla-Neuve: Centre interfacultaire d´ètude en histoire des sciences, 1996,
325 p. (Réminiscences; 1) y el libro que nos ocupa, la Bibliographie
d´Alexandre Koyré.
La Bibliographie contiene una biografía, narrada por Paola
Zambelli, en la que encontramos algunas de las ideas que vertebraron
los “études” koyreanos, como su posición epistémica animada por el
criterio de que el pensamiento científico nunca ha estado enteramente
separado del pensamiento filosófico. El recorrido -itinerante y
metodológico- de Koyré, que lo llevó de la Rusia natal a sus estudios
con Husserl y Hilbert en Götingen, y de allí a París, con Brunschvicg
y Delbos, en una atmósfera bergsoniana. Luego proseguiría abrevando de fuentes tan dispares como relecturas, seminarios y traducciones
sobre Hegel y temas de lógica formal y teoría de conjuntos en Bertrand
Russell. Sus ensayos teológicos empiezan con análisis sobre Anselmo
de Canterbury y René Descartes, y proseguirán desde Jacob Boehme
hasta Spinoza y Barwardine, entre otros.
RESEÑAS
163
La historiadora italiana Paola Zambelli se detiene en algunos
de los aspectos académicos menos conocidos de Koyré, sus actividades en Francia y su llegada a Estados Unidos con dos valijas y sin su
biblioteca ni sus manuscritos. Pero, sobre todo, su ámbito cercano de
interacción filosófica: Émile Meyerson, León Brunschvicg, Lucien
Lévi-Bruhl, Hélène Metzger, Roman Jakobson en Francia, I. Bernard
Cohen y George Sarton en Estados Unidos, y quienes asistieron a sus
seminarios en ese país: nada menos que Ch. Gillespie, Rupert Hall,
Gerald Holton y Thomas S. Kuhn. Paola Zambelli, en su presentación
de la Bibliographie, nos dice algo que muchos lectores compartirán:
ninguna bibliografía será más útil que ésta.
La primera parte de la Bibliografía compilada por Stoffel incluye todos los trabajos de Alexandre Koyré. Tanto los artículos y
ensayos como las recensiones, tesis y memorias, su participación en
obras colectivas, como la Science Moderne 1450-1800 de René Taton,
hasta sus libros, incluyendo algunas publicaciones post-mortem, como
los Newtonian Studies (1965). La minuciosa y exhaustiva compilación bibliográfica hecha por Stoffel nos permite situar cualquier obra
de Koyré, incluso las de menos circulación y acceso. Las ediciones
incluyen lo publicado en los siguientes idiomas: francés, inglés, italiano, castellano, alemán, ruso, portugués y japonés.
Koyré publicó en muchas revistas y en actas de congresos internacionales de filosofía, a partir de 1912, cuando escribió sobre las
paradojas de Russell, por lo que al cabo de la década de 1960 sus
publicaciones ya podían contarse por centenares.
La segunda parte de la Bibliografía -literatura secundaria- reúne
todos los artículos, ensayos y análisis críticos que se realizaron y publicaron, sobre algún tema en particular, de la vasta investigación histórica de Koyré. De indudable interés, esta compilación que indica
autores, títulos de trabajos, fecha y lugar de edición, significa una
guía hermenéutica y una economía única en su género y estilo, para
todas las investigaciones koyreanas por realizarse: fuente que se irá
tornando en necesidad de consulta para los interesados.
A diferencia de los centenares de artículos, los libros sobre
Koyré no son numerosos: Gérard Jorland (1981) y Soren Olesen
(1997). Hay algunas tesis y memorias, como la del propio Stoffel
(1992) y las de Gustavo Valencia (1988) e Iván Arango (1990). Des-
164
SABER Y TIEMPO
de los trabajos de Pietro Redondi, también en Italia se han desarrollado muchas investigaciones en torno a Koyré. No son muchos los
trabajos con primera versión en lengua castellana a la fecha, aunque
hay estudios como los de Antonio Beltrán (1995) y Carlos Solís
(1994). Muchos de los textos documentados en esta Bibliografía son
novedosos y su cita inédita, lo que potencia su interés historiográfico.
La tercera parte está conformada por un Index, compuesto por
todos los filósofos, científicos, ensayistas, investigadores y autores en
general que aparecen referidos en las dos primeras partes del libro.
Finalmente, podemos considerar que historiadores de la filosofía y de las ciencias, estudiantes universitarios y nuevos investigadores, verán facilitada su actividad y hallarán en esta Bibliografía mucho más de lo que trabajosamente puede obtenerse consultando las
ediciones disponibles.
Guillermo C. Treboux
Universidad Nacional del Comahue
National Military Establishments and the Advancement of Science
and Technology, Paul Forman y José M. Sánchez-Ron (eds.). Dordrecht,
Boston, London: Kluwer Academic Publishers, 1996, 340 págs.
El libro compilado por el historiador norteamericano Paul Forman y el
español José M. Sánchez-Ron se concentra en el período que va de la
segunda mitad del siglo XIX hasta la primera del XX. Los trabajos
incluidos tratan sobre la multifacética interconexión entre ciencia,
tecnología, industria, política y actividades militares. Algunos de los
interrogantes recurrentes son: ¿en qué medida las actividades militares
dominaron las iniciativas económicas y las políticas de gobierno en el
área del desarrollo científico y tecnológico a fines del siglo XIX y
durante la primera mitad del XX?, ¿cómo caracterizar los patrones
institucionales surgidos de los intentos de integración de proyectos de
desarrollo tecnológico militar y laboratorios de investigación?, ¿qué
dicen los científicos de la relación de su trabajo con la guerra y cómo
actúan?
RESEÑAS
165
La primera sección, titulada “Britannic overture” está dedicada
al trabajo de D. E. H. Edgerton (Imperial College of Science,
Technology and Medicine, Londres), “British scientific intellectuals
and the relations of science, technology and war”. Edgerton cuestiona los relatos impuestos por los historiadores de la ciencia y la tecnología ingleses. Productos de una representación promovida por la
propia comunidad científica británica durante el período de
entreguerras, estas historias presuponen que el progreso científico
puede ser estudiado independientemente de las inversiones en cuestiones bélicas. “Lecturas acríticas, sugiero, han conducido a una
historiografía de las relaciones entre ciencia, estado y guerra escritas
casi exclusivamente en términos de ciencia y tecnología civil con
fondos del estado. En contraste con el caso de los Estados Unidos, la
relación entre la ciencia, el estado y los militares ha sido
sistemáticamente relegada”. Para el autor, el tratamiento de las relaciones entre ciencia y guerra muestran semejanzas con las oscilantes
reflexiones sobre la relación entre modernidad y Holocausto.
La segunda sección, “Mainly in Germany”, se inicia con el
artículo “Telephone technology and its interactions with science and
the military, ca. 1900-1930”, por H. Kragh (Universidad de Oslo). A
partir del estudio de los aspectos científicos y tecnológicos presentes
en el desarrollo del teléfono durante los primeros treinta años del
siglo XX, Kragh sostiene que en las sociedades modernas tiene poco
sentido una marcada distinción entre la tecnología militar y la que no
lo es. Entre otras razones, la tecnología de interés militar no se limita
a las aplicaciones en tiempos de guerra. Kragh relata cómo muchas
de las soluciones a problemas claves de la telefonía de larga distancia
-p.e., el tubo amplificador de vacío- llegaron de la ciencia. En un
escenario de competencia entre la industria y los laboratorios europeos y norteamericanos, Kragh pone de manifiesto el valor estratégico de esta tecnología. El resultado es la comprensión de las potencialidades del tendido de cables para redes telefónicas. Sin embargo, si
bien las primeras redes tendidas en Europa en tiempos de conciliación y prosperidad estuvieron bajo el estricto control civil, significaron una lucha de poder indirecta con significación militar.
El siguiente artículo, “Theoretical physicists at war: Sommerfeld
students in Germany and as emigrants”, por M. Eckert (Universität
166
SABER Y TIEMPO
München), retoma algunos de los eternos interrogantes que rodean al
proyecto nuclear alemán y su contraparte, el proyecto Manhattan.
Siguiendo la trayectoria de Hans Bethe y Heinrich Welker, dos discípulos de “la eminencia gris” de la física alemana, Arnold Sommerfeld,
Eckert intenta dar cuenta del exitoso crecimiento de la física estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, destacando el fuerte
empirismo y el vívido espíritu cooperativo reinante en sus laboratorios, en contraposición al estancamiento de la física alemana, caracterizada por un espíritu de autonomía de sus institutos de investigación.
Mientras que para físicos como Slater, del M.I.T., la mecánica cuántica
era un instrumento para calcular las propiedades de los sólidos, para
los físicos alemanes los sólidos eran considerados como una oportunidad para ver cómo trabaja la teoría. Así, este “estudio ecobiográfico”
analiza dos casos de desarrollo científico divergente bajo el auspicio
militar.
La segunda sección se cierra con el trabajo de H. Mehrtens
(Technische Universität, Braunschweig), “Mathematics and war:
Germany, 1900-1945”. Mehrtens dedica el primer apartado a una
reflexión epistemológica: “En la empresa tecnocientífica moderna la
matemática está profundamente comprometida en cuestiones de dominación y control”. Estudiando figuras como Wilhelm Süss, Presidente de la Deutsche Mathematiker-Vereinigung, asociación dedicada
a la matemática “pura”, Mehrtens destaca la “auto-movilización” de
los matemáticos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. La
guerra apareció como una oportunidad para demostrar la utilidad real
de la matemática y los matemáticos, en un clima ideológico de adoración de los productos tecnológicos. También dedica una sección al
fenómeno opuesto a la auto-movilización: el Institut für Deutsche
Ostarbeit empleó matemáticos prisioneros de guerra o internados en
campos de concentración en sus departamentos. Concluye Mehrtens
que la guerra puso de manifiesto la habilidad de los matemáticos para
comprometerse en empresas tecnocientíficas estableciendo grupos
institucionalizados y redes de colaboración orientados a la resolución
de problemas bélicos.
La tercera sección se titula “Three Latin countries” y se inicia
con el trabajo “On the military and the exact sciences in France” por
L. Pyenson (University of Louisiana, Lafayette). Con fuerte retórica
RESEÑAS
167
antimilitar, Pyenson enfoca la persistente presencia de los militares
franceses en las ciencias exactas de Francia: “La perspectiva ofrecida
aquí no es fácilmente conciliable con la imagen de Francia como
nación abierta y tolerante, tribu de literatos librepensadores y artistas
innovadores”. A partir de la conexión de la astronomía francesa con
problemas prácticos de medición de la superficie terrestre, el autor se
refiere a cuestiones tales como la incidencia militar sobre la École
Polytechnique y el Observatorio de París, o la asistencia naval y
militar en las expediciones astronómicas. En la Francia de mediados
del siglo XIX, oficiales e ingenieros navales fueron la principal reserva de talentos astronómicos. En este escenario aparecen mencionados
los observatorios de Santiago de Chile y La Plata, en el hemisferio
sur, como parte de un amplio programa de observaciones impulsado
por Francia. Concluye Pyenson: “Los asesinos profesionales no se
limitaron a autorizar partidas de dinero. Tuvieron voz determinante
en cuestiones de discurso científico a través de su presencia en la
Academia de Ciencias. La estructura de la Academia les reservó un
sitio de honor”.
El siguiente trabajo, titulado “Army and science in Argentina:
1850-1950”, corresponde al historiador de la ciencia argentino E. L.
Ortiz (University of London). Si bien el artículo se inicia a comienzos del siglo XIX con el “Ejército de los Andes” del general J. de San
Martín, que considera el proyecto logístico y tecnológico más elaborado que se llevó a cabo en esta área hasta 1914, Ortiz señala que la
ciencia y el ejército se desarrollaron en el país de manera estructurada
a partir de 1860, ambos imitando modelos europeos. Ortiz divide el
trabajo en pequeñas secciones que exponen el proceso de consolidación de la física y la ingeniería y su relación con la modernización y
tecnificación de las fuerzas armadas. En el período que se inicia con
la campaña al desierto de 1879 -en la cual el general Roca fue acompañado por un grupo de naturalistas alemanes- y llega a los comienzos del siglo XX, el autor encuentra que la intervención de algunos
científicos e ingenieros en decisiones políticas sugiere la presencia de
una comunidad científica que ha adquirido una nueva dimensión social. Ortiz dedica algún espacio a interpretar la asistencia alemana en
el desarrollo de la ciencia y de las fuerzas armadas y la tensión con el
poder económico británico dominante en el país. En la relación de la
168
SABER Y TIEMPO
ciencia con la industria, a partir de la década de 1930 aparece como
figura dominante Manuel Savio. Entre otros aspectos de su trayectoria, se menciona su libro Movilización industrial (1933) y la creación
de la Dirección General de Fabricaciones Militares. El trabajo se
cierra con las incursiones militares y navales en el campo de la energía atómica. Ortiz destaca que, aun considerando los aspectos positivos promovidos por una investigación sustentada por las fuerzas armadas, ésta “puede no haber sido la mejor elección posible para el
desarrollo de la ciencia en la Argentina”.
Cierra la tercera sección el trabajo de J. Ordoñez y J. M.
Sánchez-Ron (Universidad Autónoma de Madrid), “Nuclear energy
in Spain: From Hiroshima to the Sixties”. El trabajo estudia la integración de España al “mundo de la energía nuclear” en el marco de
las relaciones diplomáticas, económicas y militares con los Estados
Unidos entre la posguerra y mediados de la década de 1960. Los
autores señalan el colapso social, político y cultural resultante de la
Guerra Civil Española (1936-1939). Más allá de los aportes destacados de algunas singularidades, como Miguel Catalán en el área de la
espectroscopía atómica, las secuelas se prolongarían por mucho tiempo en el desarrollo científico español. Este panorama se vio agravado
por el aislamiento que sufrió España a continuación de la derrota del
Eje, el exilio, tanto en el extranjero como el “exilio interno”, de los
mejores científicos y la ambición del régimen de Franco de instalar
en la práctica científica la ideología política y religiosa triunfante.
Por último, la creciente influencia de las instituciones militares dieron a este sector un rol protagónico en el desarrollo de la energía
nuclear en España. Con cierta ironía, concluyen los autores: “Así,
desde 1945 hasta mediados de los sesenta, la ´historia de la energía
nuclear´ en España fue una ´historia feliz´. Sus principales protagonistas, los líderes políticos de España y los Estados Unidos, se sintieron felices con los beneficios (principalmente políticos y militares)
que obtuvieron. Mientras, la sociedad española fue un instrumento
obediente y pasivo en manos de sus legisladores”.
El trabajo de B. Hevly (University of Washington), “The tools
of science: Radio, rockets, and the sciences of naval warfare”, abre la
última sección del libro titulada “In the United States”. Helvy estudia
las actividades previas a la Segunda Guerra Mundial de un laborato-
RESEÑAS
169
rio de investigación militar estadounidense, el Naval Research
Laboratory (NRL). Los problemas relacionados con la investigación
y desarrollo en el área de ondas de radio y guías misilísticas condujeron a tópicos más abstractos: física atmosférica y solar. En el carácter
“híbrido” de las actividades desarrolladas en el NRL -investigación
básica y operacional- Helvy observa “un signo característico de un
período en el cual las instituciones de alta cultura comienzan a ser
moldeadas por la mentalidad empresarial”. No se trata de haber encontrado áreas tecnológicamente importantes, sino de haberlas creado. Los transmisores y los cohetes fueron centrales en la conformaron
de las ideas científicas, al introducir propósitos utilitarios en los procesos experimentales. Instituciones como el NRL fueron diseñadas
para ir detrás del poder económico o militar y para el desarrollo de
los intereses corporativos. Helvy concluye dudando que el conocimiento científico exista separadamente de la historia de su producción. “En el siglo XX, la democracia, el capitalismo y el estado
actúan como agentes de cambio a través de la creación de instituciones e instrumentos que combinan investigación y desarrollo en una
entidad simple generando conocimiento científico como un elemento
maleable que es moldeado por la sociedad”.
En “The military origins of the space sciences in the America
V-2 Era”, D. H. Devorkin (Smithsonian Institution, Washington) describe el surgimiento del campo de investigación científico-militar impulsado por la captura de algunos ejemplares del cohete alemán V-2
como antecedente del programa espacial estadounidense. Después de
la Segunda Guerra Mundial, los V-2 fueron utilizados por varios
laboratorios militares como vehículo para lanzar instrumentos científicos al interior de la alta atmósfera terrestre. Devorkin sostiene que
los límites y los intereses de las investigaciones relativas a física
solar, ionosférica y al estudio de rayos cósmicos, resultaron parcialmente redefinidas por los intereses militares orientados al desarrollo
del vehículo. El trabajo tiene dos propósitos: describir cómo la Army
Ordnance Rocket Development Division se hizo responsable de iniciar la investigación científica con cohetes en los Estados Unidos, e
identificar los tipos de individuos y grupos que respondieron a su
invitación. Este último punto incluye la descripción del medio institucional y la infraestructura técnico-científica. Entre otros puntos, el
170
SABER Y TIEMPO
autor destaca que algunos científicos, como James A. Van Allen, se
convirtieron en diseñadores de programas científicos de cohetería
para el IGY (International Geophysical Year).
El libro finaliza con el artículo de P. Forman (Smithsonian
Institution´s National Museum of American History, Washington),
“Into quantum electronics: the maser as ´gadget´ of Cold-War
America”. En un trabajo anterior titulado “Behind quantum electronics”
(1987), Forman sostuvo que las vastas inversiones en seguridad nacional durante los quince años posteriores a la Segunda Guerra Mundial en los Estados Unidos reorientaron la investigación física hacia
la técnica. En este escenario, el maser -antecedente del laser y “dispositivo electrónico-cuántico paradigmático”- fue empleado como ejemplo significativo del secreto científico. Profundizando esta línea, el
autor explora la “cultura de compartimentalización de la Guerra Fría”
como mecanismo psíquico característico de los físicos norteamericanos de este período en algunos laboratorios universitarios de investigación financiados por militares. Por encima de las tensiones que
plantean las posturas académicas en contraposición a los objetivos
militares, Forman destaca un componente de la ideología imperante
entre los físicos en este escenario: la exclusión de las circunstancias
“externas” a la producción de conocimiento.
La relación entre la ciencia y las actividades militares promueve la indagación de aspectos de la actividad científica especialmente
aptos para el cuestionamiento de mitos historiográficos, la detección
de los “usos de la ciencia”, de construcciones discursivas acerca de su
naturaleza, de elementos ideológicos internos a su práctica o sobre las
incumbencias (en este terreno especialmente borrosas) de lo que llamamos “científico”. Desde una perspectiva más amplia, la relación
entre la ciencia y las actividades militares también plantea cuestiones
como las tradiciones científicas nacionales y la relación de la ciencia
con el Estado. El valor más destacable del libro que comentamos tal
vez se encuentre en que esta diversidad de cuestiones se encuentran
presentes en sus páginas.
Diego H. de Mendoza
Universidad Nacional de General San Martín
RESEÑAS
171
El positivismo y la circunstancia mexicana, por Leopoldo Zea. México: Fondo de Cultura Económica, 1997 (primera edición: 1985), 247 p.
Leer a Leopoldo Zea es leer a un clásico de la filosofía latinoamericana. Esta reedición de la primera parte de su clásica obra, El positivismo
en México, nos coloca frente a una muestra que condensa los principios
rectores de la trayectoria intelectual de este pensador mexicano. Una
de las propuestas fundamentales que el autor sostuvo a lo largo de sus
intervenciones apunta a pensar Latinoamérica con un arsenal teóricoconceptual que se ajuste a las realidades de la región. La particularidad
de este abordaje, gestado en torno a la década de 1940, radica en
emprender una búsqueda de carácter filosófico que, sin renunciar al
diálogo con referentes europeos, se centre en la interpretación de las
particularidades de los rasgos culturales de Hispanoamérica.
Este pensador, tanto en sus producciones escritas como en los
proyectos culturales por él impulsados, es un personaje partidario de
estudiar en forma sistemática los problemas a los que se enfrentan las
sociedades latinoamericanas y de generar espacios de discusión y
análisis para su tratamiento. Sus intenciones fueron concretadas en
empresas tan destacadas como la Revista de Historia de las Ideas, el
Anuario Latinoamérica y la editorial del Fondo de Cultura Económica; además, en el transcurso de su trayectoria intelectual ha publicado
destacadas obras destinadas a convertirse en clásicos como La filosofía como compromiso y otros ensayos (1952), Filosofía de la historia
americana (1978), Discurso desde la marginación y la barbarie (1990),
entre otras.
El libro que en esta ocasión comentamos está dividido en cinco
partes (una introducción y cuatro secciones). Varias son las preocupaciones que actúan aquí como hilos conductores a lo largo de este
escrito, que permiten al lector contar con ciertas claves de comprensión. Está antecedido de un prefacio, escrito en 1943 y un prólogo a
la segunda edición que data de 1968. Allí están presentes ciertas
preocupaciones centrales que forman parte de una serie de tópicos de
reflexión acerca de la conformación de las naciones latinoamericanas,
tratados durante las décadas siguientes por destacadas personalidades
de la intelectualdad latinoamericana como Arturo Ardao, Ángel y
Carlos Rama y José Luis Romero, entre otros.
172
SABER Y TIEMPO
En el prefacio, escrito en el contexto de la Segunda Guerra
Mundial, señala que las culturas hispanoamericanas son “culturas sobrepuestas” dado que superponen, no siempre en forma armónica,
rasgos culturales autóctonos con otros provenientes de la cultura europea, impuesta por los procesos de colonización y conquista. Esta
particularidad empuja al pensador en cuestión a buscar indicios y
elementos que permitan pensar en una cultura propia de las naciones
de la región, en la que los elementos provenientes de diversos estratos culturales se resignifican hasta dar como resultado experiencias
peculiares y propias.
Encarnando tal programa de búsqueda, Leopoldo Zea se lanza
en esta obra a rastrear y analizar el bagaje de ideas y acciones que
moldeó a la sociedad mexicana desde mediados del siglo diecinueve
en adelante.
El pensador mexicano encuentra la clave para estudiar estos
procesos, que vinculan ideas y realidades históricas determinadas, en
la recepción del sistema de ideas provisto por el positivismo en su
vertiente comteana. Partiendo de esta premisa ordenadora, el autor no
se propone ver la filosofía propuesta por Augusto Comte como una
serie de ideas abstractas y generales aplicadas en forma automática a
la realidad mexicana, sino que intenta pensar en qué medida estas
ideas podían ser de utilidad a las elites dirigentes que lograron hacerse con el poder en México, con el triunfo del programa liberal en
1867.
Para cumplir con su propósito, Zea presenta una serie de puntos de partida en la introducción de la obra, compuesta por cuatro ejes
temáticos presentados bajo los títulos: “La filosofía y su historia”,
“El positivismo en la circunstancia mexicana”, “El positivismo de
Augusto Comte” y “El positivismo mexicano”. En esta introducción
nos encontramos con el mapa que permite transitar el resto de la obra.
Zea propone no pensar anacrónicamente el positivismo sólo como
una teoría universal sino más bien destacar en qué medida este sistema de ideas funcionó como operador teórico en la realidad mexicana
del siglo XIX. Llevar adelante esta tarea se enmarca en otra propuesta
del autor en cuanto a vincular la historia y la filosofía como parte de
un mismo programa: “abstraer las ideas de sus circunstancias es abstraer la filosofía de su historia” (p.23). Así, Zea se propone acercarse
RESEÑAS
173
a la historia de las ideas mexicanas del siglo XIX estudiando y analizando los perfiles de los hombres que dieron forma a esas ideas.
En la primera sección, que lleva como título “El nacimiento” y
se divide en dos apartados: “Interpretación positivista de la historia
de México” y “La situación histórica de México en 1867”, hallamos
un meditado análisis de la historia de México desde una doble perspectiva. Por una parte, el autor nos coloca frente a un relato histórico
en el que se describe el escenario mexicano en torno a 1867; por otra
parte, nos introduce al relato histórico producido por los propios
positivistas acerca de la historia mexicana, en la que se enlaza una
serie de acontecimientos como la ejecución del emperador Maximiliano
de Habsburgo en Querétaro, el ascenso indiscutido del partido liberal
con Benito Juárez a la cabeza y la imposición de diversas medidas
destinadas a reorganizar la nación desligándola definitivamente de
los resabios coloniales. Estos sucesos son vistos como el punto de
partida de una nueva realidad mexicana que debe ser encauzada por
un grupo letrado (los mismos positivistas) con el objetivo último de
derribar todos los vicios que sobrevivieron de la etapa colonial y dar
orden y estabilidad a la sociedad mexicana. En este segundo relato,
los positivistas se autopercibían como portadores de una misión: la de
alcanzar y compatibilizar los principios del orden con los del progreso. Con este objetivo debían enfrentar tanto a las fuerzas conservadoras (representadas por las corporaciones eclesiástica y militar) como
a los diversos grupos sociales que desde los tiempos de la independencia, 1810, habían tenido un protagonismo determinante en la vida
pública y política de México.
En la segunda sección, “Los orígenes”, se ordenan cuatro ejes
bajo los títulos: “Las fuerzas del progreso y las del retroceso”, “El
ideal educativo y estatal del liberalismo mexicano” y “La ideología
de la burguesía mexicana en su fase combativa”. Esta parte del libro
está destinada a establecer un linaje intelectual-político que, desde la
perspectiva de Zea, encuentra una continuidad entre dos figuras destacadas de los grupos letrados mexicanos. El punto de partida de este
linaje estaría representado por José Luis María Mora (1794-1850)
considerado como el principal teórico de los liberales mexicanos y
caracterizado por Zea como el mentor de la ideología de la burguesía
mexicana, cuyas ideas serían retomadas y enriquecidas por figuras
174
SABER Y TIEMPO
destacadas de la generación letrada posterior, es decir la de los
positivistas.
“El desarrollo” es el título de la sección tercera, organizada
alrededor del abordaje multidimensional de la figura y trayectoria
pública de Gabino Barreda (1818-1881). La sección se divide en: “El
problema de la libertad en Gabino Barreda”, “Barreda y su defensa de
los intereses de la burguesía mexicana”, “Planificación educativa de
Gabino Barreda” y “Defensa hecha por Barreda de su plan educativo”. En cada uno de estos apartados, Zea nos coloca frente a las ideas
y los proyectos de quien considera el sucesor de Mora, en lo que
respecta a moldear un arsenal de ideas y prácticas destinadas a consolidar y legitimar a la elite dirigente en el poder. En este caso específico, el análisis se dirige a la labor más destacada de Barreda, como
artífice de la reforma educativa. Esta tarea, desde la perspectiva del
pensador mexicano, ubicaba a este personaje en un lugar clave, dado
que le permitía consolidar un aparato cultural y educativo destinado,
en forma íntegra, a dotar a la sociedad mexicana de un orden que
viabilizaría la reproducción y perpetuación de la clase burguesa al
frente del Estado. Para alcanzar este orden, entendido como orden
burgués, Barreda recurrió a los principios del positivismo, que confería un halo de legitimidad al poder de la burguesía.
La sección que cierra el libro lleva por título “El desarrollo:
‘los discípulos’”, y comprende cuatro apartados: “Los positivistas y
la construcción del nuevo orden”, “La aplicación del método positivo”, “Teoría del orden social de algunos positivistas” y “La realización del orden social”. En esta última parte del libro se presentan las
obras de algunos personajes destacados de la intelectualidad mexicana (Porfirio Parra, Pedro Noriega y Miguel Macedo, entre otros) formados en la Asociación Metodófila “Gabino Barreda”, fundada por el
propio Barreda en 1877. El autor rastrea en estas obras las influencias
del ideólogo mencionado y concluye: “la educación implantada por
Gabino Barreda fue así el lazo de unión por medio del cual se fueron
unificando los mexicanos” (p. 246). Desde la perspectiva de Zea, esta
unificación se gestó bajo “el ideal del orden de la burguesía mexicana” (p. 247). Así, Barreda es considerado como el artífice ideológico
de una paz social y de un orden político cuyos principios consolidaban los intereses de la clase en el poder y llegarían más tarde a
RESEÑAS
175
cristalizar en el proyecto político liderado por Porfirio Díaz. Debe
tenerse en cuenta que, en el período analizado por Leopoldo Zea, aún
no se perfilaban los efectos que la Revolución iba a tener en la vida
mexicana desde 1910.
El autor concluye sosteniendo que el positivismo fue importado en México por un grupo político que logró consolidarse en el
poder como clase dirigente, generación cuyo arquetipo se sintetiza en
la figura de Gabino Barreda. Siguiendo esta reflexión, Zea asume la
denominación de burguesía mexicana, propuesta por Justo Sierra, para
referirse a este elenco que supo servirse de algunas ideas del positivismo y aplicarlas a las circunstancias mexicanas en pos de un proyecto político definido. Los positivistas mexicanos eran, desde la
perspectiva de Zea, muy conscientes del uso instrumental que podían
hacer del positivismo y esto los condujo a tener una actitud para nada
pasiva hacia los principios propuestos por Comte.
Un rasgo llamativo de este libro es que en él pueden encontrarse esbozos y sugerentes ideas vinculadas con la problemática de la
construcción simbólica de las naciones modernas, problemática que
ha comenzado a ser considerada en forma sistemática por las
historiografías europeas en las últimas dos décadas y, más recientemente, por las historiografías de América Latina. Comparte además,
con estos análisis, un registro interpretativo que focaliza la atención
en los proyectos de las elites para organizar aparatos estatales que
sería interesante completar con estudios que reparen en la recepción
de esos proyectos en contextos históricos concretos.
Esta obra puede considerarse un material de referencia ineludible, tanto para los especialistas en historia social de la ciencia, en
historia de las ideas y en historia de los intelectuales, como para
aquellos lectores que deseen acceder a una interesante interpretación
acerca de los mecanismos y las estrategias puestas en marcha por las
elites políticas y letradas en el contexto de la consolidación de un
estado nacional latinoamericano.
Paula G. Bruno
Universidad de San Andrés
Universidad de Buenos Aires
176
SABER Y TIEMPO
“Gobernar es seleccionar”. Apuntes sobre la eugenesia, por Héctor
Palma. Buenos Aires: Jorge Baudino Ediciones, 2002, 182 p.
Un manto de opiniones condenatorias ha perseguido el fenómeno de
las teorías eugenésicas desde hace ya varias décadas. La consecuencia
más notable de ello ha sido la emisión de un veredicto irrevocable,
surgido desde varias disciplinas, que ha arrojado a la eugenesia fuera
de las fronteras del conocimiento científico.
En su libro “Gobernar es seleccionar”, Héctor Palma se ha
propuesto realizar un tratamiento diferente de este controvertido tema,
exponiendo algunas consideraciones que enfatizan la importancia de
reintroducir la historia de la eugenesia en el devenir de la ciencia de
finales del siglo XIX y principios del XX.
Vale recordar que la eugenesia consistió, esencialmente, en la
realización de investigaciones tendientes a promover la elaboración
de planes que propiciaron el mejoramiento de la descendencia humana, posibilitando la reproducción diferencial de ciertos individuos o
grupos considerados valiosos.
A posteriori, los juicios que se han desarrollado en torno a las
prácticas eugenésicas, en su gran mayoría, condenaron dichas prácticas al exilio del campo científico al otorgarle el estatus de
pseudoconocimientos, hijos ilegítimos de la comunidad académica.
Comúnmente, la eugenesia ha quedado estrechamente asociada a la
utilización radical y despiadada de muchas de sus posiciones en el
diseño y ejecución de planes políticos generados por movimientos de
derecha, cuyo caso emblemático resultó cristalizado históricamente
en la Alemania nazi. Esta valoración, a la que Héctor Palma tilda de
reduccionista y simplista, es la que prevaleció en la producción académica que ha aspirado a dar cuenta del tema. Así, la eugenesia, a los
ojos de la mayor parte de la historiografía, no fue otra cosa que una
falsa ciencia, utilizada a favor de la realización efectiva de ambiciosos planes político-sociales de base racista y con fuerte impronta
discriminatoria.
“Gobernar es seleccionar” comienza realizando afirmaciones
diametralmente opuestas a las que tradicionalmente se han esgrimido
respecto de este tópico. El primer objetivo declarado es incentivar el
replanteo de la historia de la eugenesia como parte relevante del
RESEÑAS
177
desarrollo de la historia del la ciencia a fines de la centuria
decimonónica y a comienzos de la siguiente. Mostrar, así mismo, a
través de la enumeración de varios hechos históricos y de una prolija
y cuantiosa cita de documentación, que los principios eugenésicos
han resultado de la construcción paulatina de un objeto de estudio
específico diseñado por la comunidad científica, que promovió durante décadas la participación activa de gran número de disciplinas
(la biología, las ciencias jurídicas, la medicina, la genética, la demografía, la psiquiatría, la psicología, la criminología, entre otras). Sus
alcances fueron de escala planetaria, hecho que ha quedado constatado por las huellas dejadas por organizaciones de carácter nacional y
federaciones internacionales dedicadas al tema.
Para emprender esta tarea, Palma organiza su trabajo en tres
apartados, al que añadirá un cuarto en el que explicita sus conclusiones. En el capítulo inicial, al que titula “El determinismo biológico”,
realiza un desarrollo del conjunto de ideas que van a ir configurando
el contexto en el que más tarde va a insertar el fenómeno de la
eugenesia. Básicamente, se trata de una breve síntesis del surgimiento
de las teorías evolucionistas y las repercusiones que se hicieron sentir
en el plano social. El determinismo biológico sostuvo que las normas
de conducta compartida, pero sobre todo las diferencias sociales y
económicas que existen entre los grupos humanos, derivan de ciertas
condiciones hereditarias o innatas. Insertas estas ideas en el convulsionado clima de fines del siglo XIX, con sus vientos imperialistas,
pronto dieron lugar a la formulación de teorías cuyos principales
postulados se relacionaron con la observación meticulosa de experiencias de medición del cuerpo. Por ello Palma dedica algunos breves apartados a desarrollar el surgimiento y alcances de áreas de
investigación tales como la craneometría, la antropología criminal y
la biotipología.
Habiéndose a esta altura bosquejado el marco historicocientífico
general, el autor se decide a ingresar de lleno en su segundo capítulo,
donde se ilustra el momento en que surge la eugenesia. Sir Francis
Galton es señalado como personaje central en esta historia, pues a él
se le atribuye la paternidad de estas teorías. La formulación de sus
ideas, se destaca, es bien recibida en un marco signado por el auge de
las corrientes evolucionistas. Importante es, pues, destacar a la euge-
178
SABER Y TIEMPO
nesia como un fundamento científico que, muy lejos de considerarse
marginal, se fue perfilando como uno de los primordiales argumentos
sobre los cuales sustentar creencias y prejuicios corrientes, tales como
el racismo o el fenómeno de la degeneración de las clases menos
favorecidas.
Palma subraya el carácter heterogéneo que caracterizó el movimiento eugenista, resaltando las diferentes variantes existentes, pudiendo encontrar entonces entre sus seguidores a radicales como Richet
y Spencer, o más moderados, como Finot. Esta gran flexibilidad en
cuanto a la intensidad de los alcances que pudieran ser perseguidos
en las investigaciones vinculadas a las corrientes eugenésicas permitió en aquella época la formulación de un gran abanico de propuestas.
En general, éstas estuvieron vinculadas a reclamos en favor de la
implementación de políticas públicas y tecnologías, tanto biológicas
como sociales, que tuvieran una repercusión concreta en la modificación de la composición media de la población de varios países con el
objetivo de mejorarla. La cristalización real de los postulados
eugenésicos en las políticas públicas, señala el autor, estuvo asociada
a planes diseñados a nivel gubernamental proclives a propiciar prácticas tales como la exigencia de certificado médico prenupcial, control
de natalidad, esterilización de determinados grupos (por ejemplo, débiles mentales o criminales), el aborto eugenésico, restricciones a la
inmigración, o la optimización de recursos humanos, esencialmente
mediante el papel de la educación.
De todos modos, los alcances de la eugenesia lejos estuvieron
de agotarse en las instancias previamente mencionadas, sino que también dieron lugar al desarrollo de investigaciones tan ambiciosas como
los test de inteligencia, cuestión ya de cierta antigüedad, llegando
más cerca del presente a las reflexiones en torno a los lazos de intersección que muestran a la eugenesia muy cercana a la sociobiología.
El capítulo tercero tal vez deba ser considerado, por varias
razones, la sección más sustanciosa y original del trabajo de Héctor
Palma. Titulado “La eugenesia en la Argentina”, es un intento por
realizar un acercamiento detallado a las repercusiones y alcances reales de la eugenesia dentro de la comunidad científica de nuestro país.
Ya en las primeras líneas se verá al autor esgrimir un juicio
interpretativo central respecto a la cuestión específica que lo ocupa:
RESEÑAS
179
comprender el fenómeno de la eugenesia en la Argentina implica
analizar las diferencias entre sus partidarios. Pese a pretender formar
un frente unido, los integrantes de este grupo de intelectuales fueron
capaces de desarrollar opiniones muy disímiles, desde las que muestran reflexiones acerca de preocupaciones sanitarias en un marco de
solidaridad humanista, hasta aquellas que se mostraron como proyecciones de sectarismo, racismo y totalitarismo. Mencionar, así mismo,
que la corriente eugenésica en la Argentina tuvo interesados en los
campos de la medicina, la psiquiatría, la política, la literatura, o entre
bases políticas tan diversas como el socialismo, el anarquismo, el
liberalismo y el conservadurismo, es otra forma de incentivar al lector acerca de las posibles consecuencias que de ello derivan, para la
formulación de una gran variedad de posibilidades intelectuales, científicas y políticas.
Encontrar el marco histórico adecuado para el análisis de las
repercusiones de los ideales eugenésicos en la Argentina de fines del
siglo XIX y principios del XX significa, necesariamente, remontarse
a los procesos de consolidación del estado nacional, a la propiciación
de una unidad administrativa real, al proceso de creación de una
identidad como nación. Por ello se señala que tópicos tales como la
higiene pública, la política sanitaria, la defensa social y los planes
para incentivar el proceso inmigratorio, constituyeron ejes esenciales
en la agenda de una clase política con pujantes planes de gobierno.
Resulta entonces importante, para Palma, recorrer en su investigación
el camino seguido en torno a las reflexiones surgidas para abordar la
salud en el trabajo, el control, prevención y erradicación de enfermedades venéreas, la lucha contra el alcoholismo, la prostitución, la
tuberculosis, el uso indebido de drogas, todas manifestaciones consideradas en la época como las expresiones más representativas del
“veneno racial”.
También se mencionan los medios de difusión más frecuentes
que dieron soporte real al surgimiento de las ideas y opiniones vinculadas a estos temas. Entre ellos encontramos, además de las políticas
públicas impulsadas desde el plano gubernamental, una amplia variedad de publicaciones (Anales del Departamento Nacional de Higiene,
La Semana Médica, Boletín del Museo Social Argentina, Revista de
la Liga Argentina de Higiene Mental, Archivos de Psiquiatría y
180
SABER Y TIEMPO
Criminología o Anales de la Sociedad Científica Argentina), así como
también frecuentes participaciones en reuniones académicas de carácter nacional e internacional de muchos eugenistas argentinos.
Por otra parte, desde la perspectiva institucional, tres hechos se
consideran primordiales, según Palma, en el arraigo de las ideas
eugenésicas en nuestro país: la fundación, en 1918, de la Sociedad
Argentina de Eugenesia; en 1921, la creación de la Liga Argentina de
Profilaxis Social y, en 1932, la fundación de la Asociación Argentina
de Biotipología, Eugenesia yMedicina Social, hechos todos que ocurrieron en el marco de lo que se llamó “una creciente medicalización
de las relaciones sociales”.
Palma sugiere, mediante la organización de los apartados que
componen este capítulo, que las temáticas abordadas por cuantos estuvieron relacionados con los postulados eugenésicos, respondieron a
los ya planteados internacionalmente, aunque en algunos casos ajustados a la realidad nacional.
Reflexión especial merece, sin embargo, la cuestión de la política inmigratoria. Esta conllevó al enfrentamiento de dos postulados:
uno, el alberdiano “gobernar es poblar”, más antiguo y con el peso de
la tradición, y otro, más moderno, asociado a las posturas eugenésicas,
“gobernar es seleccionar”, que buscó imponerse a inicios del siglo
XX y fue asociado al objetivo de promover una selección cuidadosa a
fin de formar una raza fuerte y capaz desde la perspectiva psíquica y
fisiológica. Los albores del nuevo siglo vieron proliferar argumentaciones orientadas a la aplicación de criterios más estrictos que definieran la política inmigratoria. Para ello era necesario pensar en la
necesidad de no propiciar el ingreso de determinados grupos, entre
los que podían contarse ciertas razas, inválidos, ex convictos, alcohólicos, imbéciles, etc. Estas nuevas ideas convivieron en permanente
tensión con los ideales primigenios que alentaban una inmigración
masiva y cuasi irrestricta.
Finalmente, en el cuarto y último capítulo, Palma llama a la
reflexión sobre lo que considera la emisión de juicios erróneos y muy
difundidos asociados a la eugenesia, sosteniendo que es de fundamental importancia reconsiderarla como un camino para comprender
buena parte de la mentalidad occidental de las primeras décadas del
siglo XX en el ámbito político y cultural; reinsertarla en la historia de
RESEÑAS
181
la ciencia concibiéndola como el resultado de esforzadas investigaciones científicas que tan solo en algunas de sus manifestaciones más
radicalizadas derivaron en la elaboración de políticas perversas, pero
que de ningún modo se circunscribió a ellas; por último, señalar los
peligros de interpretar, indiscriminadamente, algunas prácticas actuales consistentes en terapias y manipulaciones de la descendencia como
resurgimientos de algunos postulados eugenésicos.
Lorena Ferrero
Universidad de Buenos Aires
Encontro de história da ciência. Análises comparativas das relações
científicas no Século XX entre os países do Mercosul no campo da
Física, por Antonio Augusto Passos Videira e Anibal G. Bibiloni
(organiz.). Rio de Janeiro: CBPF, 2001, 369 p.
Para quienes, como el autor de estas lineas, han sufrido la experiencia
de tener que buscar gente que se ocupe de la historia de una disciplina
científica particular en la Argentina, la aparición del libro del epígrafe
es reconfortante. Con respecto a la Física, en particular, el último
panorama histórico fue escrito por José Westerkamp hace treinta años
y, con posterioridad, aparecieron unas pocas obras que trataron aspectos parciales, como la de Mario Mariscotti sobre el caso Richter, la de
A. López Dávalos y N. Badino sobre José A. Balseiro y la reciente de
Omar Bernaola sobre Enrique Gaviola y el Observatorio de Córdoba.
Este Encontro de história da ciência reúne una veintena de
trabajos expuestos en Buenos Aires en septiembre de 2000, en una
reunión organizada por la Asociación Física Argentina y presidida,
conjuntamente, por Anibal G. Bibiloni, de la Universidad Nacional
de La Plata y Antonio Augusto Passos Videira, de la Universidade do
Estado do Rio de Janeiro. El detalle de autores y títulos figura en las
“Publicaciones recibidas” de este mismo número de Saber y Tiempo.
El objeto del Encuentro, como reza el epígrafe, fue comparar el
desarrollo de la Física, en el siglo veinte, en la Argentina, Brasil,
Chile y Uruguay. Las contribuciones que figuran en el libro se refieren, mayormente, a la Argentina. Hay tres sobre Brasil, dos sobre
Uruguay (del mismo autor) y ninguna de Chile.
182
SABER Y TIEMPO
Los trabajos sobre pioneros, como se titula la primera parte, se
ocupan de Emil H. Bose, Richard Gans y Teófilo Isnardi, que actuaron en La Plata, de José Würschmidt (Universidad de Tucumán), de
Gaviola, que actuó en Buenos Aires y La Plata y de Juan José
Giambiagi, que actuó en la Argentina y Brasil. Guido Beck es tratado
sólo en lo que se refiere a su papel en Brasil. En la segunda parte, que
trata de las instituciones, la Argentina está representada por el Instituto de Física de La Plata, la Comisión Nacional de Energía Atómica y
el Instituto Balseiro. Las instituciones brasileñas mencionadas son: el
Centro Brasileiro de Pesquisas Físicas (CBPF), que data de 1949 y la
Sociedade Brasileira de Física, de 1966. Un artículo se refiere al
Centro Latinoamericano de Física, creado en 1962, y se dedica una
brevísima referencia al Uruguay, si bien se aclara, en la sección siguiente, que la investigación en Física en ese país es muy reciente.
La última sección reúne cinco trabajos de distinta naturaleza y
extensión: sucintas reflexiones de Ángel Luis Plastino sobre un científico metido a político, un anticipo de Hugo Lovisolo de su libro
sobre la ciencia en Brasil y Argentina, un relato de Ramón Méndez
Galain sobre Uruguay. El más extenso, de Roberto A. Ferrari sobre la
radiactividad en la Argentina entre 1900-1930, contiene una copiosa
y útil bibliografía, y cierra el volumen una selección de fotos, presentada por Cecilia von Reichenbach, de la muestra de instrumentos y
libros que acompañó las reuniones realizadas en el edificio de la
Biblioteca Nacional.
Un enfoque riguroso del libro daría lugar, seguramente, a varias observaciones. Es posible que el tratamiento dado a algunas figuras sea desproporcionado, en comparación con el que merecen las
más significativas e influyentes. Extraña que falte algo sobre la Asociación Física Argentina, cuando la Asociación Amigos de la Astronomía merece una cuidadosa mención en el artículo sobre Würschmidt.
Gracias a la bibliografía del artículo de Ferrari, que incluye trabajos
de Francisco Urondo, hay una presencia, indirecta, de la Universidad
Nacional del Litoral. Menciono estas omisiones, no como un cargo al
Encontro, cuya realización en la Argentina actual puede considerarse
milagrosa, sino como una evidencia más de la escasez, si no ausencia, de estudiosos que se interesen por nuestro pasado científico.
RESEÑAS
183
Aunque el material reunido en el libro no es suficiente para
hacer una comparación válida acerca de la Física en ambos países, sí lo
es para dar, por lo menos, la sensación de que en Brasil quienes tenían
poder de decisión, fueran funcionarios o universitarios, civiles o militares, le dieron más importancia que sus homólogos argentinos. Pensando en Perón y el caso Richter, uno se inclina a pensar que fueron más
serios (o más inteligentes) que nosotros. Otros alegarán que son, históricamente hablando, más jóvenes y están atravesando una etapa similar
a la nuestra de hace casi cien años, cuando un Joaquín V. González
traía un Bose o un Gans. La edición en Brasil de un libro sobre algo
que se realizó en la Argentina hace fútiles esas interpretaciones y nos
llama a reflexionar sobre nuestros deberes incumplidos.
Nicolás Babini
Asociación Biblioteca José Babini
184
NOTICIAS
Noticias
Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y de la Técnica José
Babini
La Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de General
San Martín (Unsam) y la Asociación Biblioteca José Babini suscribieron, en julio del corriente año, un convenio de colaboración por el cual
se creó un Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y de la Técnica
que lleva el nombre del matemático e historiador José Babini. El
Centro funciona en la Escuela de Humanidades, de la que depende, y
está consagrado al estudio y la investigación en historia de la ciencia y
de la técnica.
De acuerdo con los propósitos que inspiraron su creación, el
Centro de Estudios cuenta también, entre sus finalidades, la difusión
de su producción científica y la evaluación permanente del estado de
la historia de la ciencia y de la técnica en el país y en el exterior. Para
servir a estos propósitos, que tienden a impulsar el desarrollo de
aquellas disciplinas en la Argentina, la revista Saber y Tiempo, que
publicaba la Asociación Biblioteca José Babini, se ha convertido en
órgano del Centro de Estudios, que la edita conjuntamente con la
Asociación.
Si bien el Centro está destinado a alumnos y docentes de la
Escuela de Humanidades, está abierto a la participación de investigadores calificados de otras procedencias, ya sea para colaborar en
tareas de investigación histórica o para dirigir tesis y trabajos de la
propia Escuela. Con el mismo criterio, ha establecido las categorías
de miembros asociados y correspondientes, según se trate de investigadores que residen en las proximidades del Centro o de residentes
en el interior o el exterior del país.
El Centro de Estudios se propone, así mismo, mantener relaciones activas con otras entidades afines, con vistas al fortalecimiento
de la historia de la ciencia y de la técnica en nuestro país y su
progresiva incorporación, como materia de formación e investigación, en las restantes universidades argentinas.
SABER Y TIEMPO
185
La creación del Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y
de la Técnica José Babini se inscribe, así, en la trayectoria que inició,
hace casi setenta años, el Grupo Argentino de Historia de la Ciencia
que inspiró Julio Rey Pastor, trayectoria que estuvo signada por las
frustraciones que significaron el Instituto de Historia y Filosofía de la
Ciencia de 1939, que tuvo a Aldo Mieli como Director hasta su
destrucción en 1943, y el que intentó crear José Babini en la Universidad de Buenos Aires en 1966 y fue eliminado en 1967. Cabe esperar que esta creación, forjada en el clima adverso de una profunda
crisis política y económica, sea un verdadero recomienzo que permita
recuperar el puesto que ocupó la Argentina en el dominio de la historia de la ciencia en América Latina.
Nuevas autoridades de la Asociación Biblioteca José Babini
La Asociación Biblioteca José Babini eligió nuevas autoridades en la
asamblea realizada el 6 de septiembre de 2002. La Comisión Directiva
que regirá sus destinos hasta 2004 está presidida por el historiador Luis
Alberto Romero y la completan Laura Levi, como Vicepresidenta,
Leticia Halperin Donghi como Secretaria y Nicolás Babini como Tesorero. Son Vocales titulares: Iris P.Ucha, Emilio Marzano y Alfredo G.
Kohn Loncarica, y Vocales suplentes: Sara B. de Rietti, Marcelo M.
Larramendy y Luis Alejandro Dubois. La Comisión Revisora de Cuentas está compuesta por Rodolfo D’Agostino y Julio A. de Orué como
titulares y Carlos Chiavarino como suplente.
La ciencia en la Argentina (siglos XIX y XX)
El viernes 6 de diciembre de 2002 se realizó en la Academia Nacional
de Ciencias de Buenos Aires el Segundo Encuentro de Historia de la
Ciencia. Organizado por el Centro de Estudios de Filosóficos Eugenio
Pucciarelli, el Instituto de Ciencias Sociales y la Escuela de Posgrado
de la Universidad Nacional de Gral. San Martín, fueron presentados los
siguientes trabajos: “La narración del Voyage de Alcide d´Orbigny”,
por Miguel de Asúa; “La casaca del naturalista. Imagen del nuevo
científico en dos novelas de E. L. Holmberg, por Sandra Gasparini; “El
Instituto Bacteriológico y las alianzas de un colegio invisible en los
186
NOTICIAS
inicios de la fisiología argentina (1915-1918)”, por Alfonso Buch;
“Críticas y alternativas a la institucionalización de la ciencia en la
Argentina de entreguerras (1919-1940), por Analía Busala; “Formación sistemática preprofesional en psicología: intersecciones entre la
línea de formación en orientación y la intencionalidad asistencial
(1920-1950)”, por Lucía Rossi; “De la docencia a la investigación: el
Departamento de Historia de la Ciencia de la Universidad de Buenos
Aires en la década de los años 60”, por Cristina Mantegari; “La
Argentina en los inicios de la ciencia de la computación”, por Nicolás
Babini; “La organización de la ciencia periférica: los primeros años de
la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias”, por Diego
H. de Mendoza.
Publicaciones recibidas
Ciencia, positivismo e identidad
nacional en el Cono Sur: la participación argentina en los proyectos documentales contemporáneos
(1895-1928), por Alfredo Menéndez
Navarro, Guillermo Olagüe de Ros
y Mikel; Astrain Gallart. Separata de
Hispania, LXII/1, 210 (2002), 38 p.,
24 cm.
Encontro de história da ciência.
Análises comparativas das relações
científicas no Século XX entre os
países do Mercosul no campo da
Física, por Antonio Augusto Passos
Videira e Anibal G. Bibiloni
(organiz.). Rio de Janeiro: CBPF,
2001, 369 p., 21 cm.
A. G. BIBILONI, Emil Hermann Bose
y Margrete Elisabet Heiberg-Bose,
pioneros de la investigación en física en la Argentina; C ARLOS D.
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el hombre y misionero de la Física;
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Um vienese nos trópicos. A vida e a
obra de Guido Beck entre 1943 e
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CASATI , The new Library of the
Institute and Museum of History of
Science; FABIO BELLISSIMA, Il sistema assiomatico-deduttivo degli
Elementi Armonici di Aristosseno;
ANNE REYNOLDS, Galileo Galilei and
the satirical poem “Contro il portar
la toga”: the literary foundations of
science; STEFANO CASATI, GIORGIO
STRANO, Il “Candore Lunare” e la
difesa del sistema copernicano in due
lettrere galileiane conservate presso
la Biblioteca dell’Istituto e Museo di
Storia della Scienza di Firenze;
E DOARDO
P ROVERBIO ,
First
Supplement to the Provisional Catalogue of R. J. Boscovich letters;
DANIELE VERHARI, La corrispondenza
di Ottaviano Targioni Tozzetti; ALBERTO MESCHIARI, Corrispondenza di
Giovanni Battista Amici con Franz
Xaver von Zach; MARTA BERTINI, Il
Trattato di diversi istrumenti
matematici di Antonio Santucci;
M ARTINO M ARANGON , I Codici
Astronomici nel Fondo Cicogna al
Museo Correr di Venezia; GIORGIO
JULES MASTROBISI, Il “Manoscritto di
Singapore” (1923) di Albert Einstein.
Per una teoria del “campo unificato”
tra possibilità fisica e necessità
matematica; G RAZIANO F ERRARI ,
Census, filing and elaboration of
scientific letters in the Earth
191
Sciences; P ATRIZIA R UFFO , La
bibliografia galileiana nell’Archivio
Integrato Galileothek @; ALESSANDRA
L ENZI , Attività bibliografica
dell’Istituto e Museo di Storia della
Scienza: lo spoglio dei periodici.
Otras publicaciones recibidas
Boletín de la Academia Nacional de
Ciencias (Córdoba)
Tomo 66 (2001): Secciones Zoología y Antropología.
Bollettino della UMI.
Serie VIII, Vol.IV-A N° 3 (Dicembre
2001). Fascicolo Tesi di Dottorato.
Ciencia Hoy.
Vol.12, N° 70 (2002)
Estudios Sociales. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral.
Año 12, N° 22-23 (2002)
Fundación Facultad de Medicina.
Universidad de Buenos Aires. Vol.
XII, Nº45 (Septiembre 2002)
Noticiero SADIO
Año 34, N° 2 (Julio-Agosto 2002)
Periodismo Científico. Asociación
Española de Periodismo Científico.
N° 43 (Julio-Agosto 2002); N° 44
(Septiembre-Octubre 2002)
Revista Científica de la Universidad
Blas Pascal, Córdoba.
N° 16 (2002)
Rhema. Juiz de Fora, MG, Brasil:
Instituto Teológico Arquidiocesano
Santo Antônio.
Vol. 8, N° 27 (2002)
Se terminó de imprimir en Impresiones Dunken
Ayacucho 357 (C1025AAG) Buenos Aires
Telefax: 4954-7700 / 4954-7300
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Diciembre de 2002
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