Revista FilosofíaHoy: Wittgenstein: Alto voltaje Su poderoso pensamiento destruyó el fundamento de la filosofía clásica. Pocos pudieron entenderlo Ludwig Wittgenstein vino al mundo en 1889 y murió en 1951, tras vivir dos guerras mundiales y cambios culturales asombrosos. Perteneció al Imperio Austro-Húngaro, pero asistió al final de todos los imperios, incluso el británico, donde había pasado media vida. Fue uno de los filósofos más influyentes del siglo XX y un individuo singular. Nació en Viena en una opulenta familia austríaca de origen judío y confesión católica. Era el menor de ocho hermanos, hijos de un importante industrial siderúrgico, Karl Wittgenstein, gran mecenas cultural, que sentaba a su mesa a Freud, Brahms, Mahler, Klimt… Karl era también un hombre duro: exigió tanto a sus hijos varones que, quizás por eso, dos de ellos, Hans, el mayor, y Rudolf, el tercero, acabaron suicidándose. También Ludwig pensó siempre en el suicidio, entre otras cosas porque una homosexualidad reprimida le atormentaba. Tampoco él llegó a cumplir las expectativas de su padre: era un joven sensible, de enorme inteligencia, que pasaba por completo de los negocios paternos. Estudió en la Escuela Real de Linz y en la Técnica Superior de Berlín, titulándose como ingeniero aeronáutico en Manchester, donde diseñó un exitoso motor para aviones. Pero sus intereses se dirigieron pronto hacia la lógica matemática. El filósofo alemán Gottlib Frege le aconsejó ir a Cambridge a estudiar con un prestigioso profesor galés: Bertrand Russell, autor, con Alfred Whitehead, de los Principia mathematica, lo último sobre el problema que le apasionaba. Wittgenstein quería ser excelente, y no mediocre, de modo que abordó a Russell de un modo peculiar: “Profesor, quiero que usted me diga si soy tonto. Si lo soy, seguiré con la ingeniería aeronáutica; si no, me dedicaré a la filosofía”. Russell, prudente, respondió: “Tráigame algo que haya escrito sobre filosofía”. Días después, Wittgenstein le entregó el trabajo pedido. Russell leyó los primeros párrafos y le dijo: “Usted no debe ser aeronáutico”. Un filósofo entre bombas En 1913 se trasladó a Noruega. Construyó una cabaña en un fiordo y vivió en un profundo aislamiento trabajando en problemas de lógica filosófica y escribiéndose con Russell. Al estallar la I Guerra Mundial se alistó como voluntario en la artillería austríaca. Cierto día, en un pueblecito polaco, encontró un libro: Breve explicación del Evangelio de León Tolstoi, donde este contaba el proceso que le condujo al cristianismo, huyendo de la idea insoportable de que la existencia es producto del azar. Explicaba, además, que se libró del suicidio recurriendo no a la razón, sino a la fe sencilla. El librito impresionó a Wittgenstein. Durante la guerra, siempre lo llevó consigo y fue el origen de un interés por lo espiritual que duraría hasta su muerte. Durante los cuatro años de guerra llevó también en su macuto de soldado los cuadernos en que anotaba sus pensamientos filosóficos. En 1918 cayó en manos de los italianos. En el campo de prisioneros de Montecassino, ordenó esos apuntes y le hizo llegar una copia a Russell. Era el Tractatus logico-philosophicus. Russell lo leyó con interés, pero de entrada no lo entendió, lo que molestó mucho a Wittgenstein, que creía haber resuelto todos los problemas de la filosofía. Ambos tendrían muchas discusiones durante los años siguientes. El galés se había dado cuenta de que no podía aportar nada más al avance de la lógica y confiaba en que el austríaco sí lo hiciera, aunque era un hueso duro de roer, que se negaba a retocar su texto para hacerlo más accesible. Mientras intentaba publicar su libro, Wittgenstein volvió a Viena para recibir la herencia de su padre, lo que le hubiera convertido en el hombre más rico de Europa. Pero como consideraba el dinero incompatible con la condición de filósofo, cedió su fortuna a sus hermanos. A partir de ese momento siempre fue pobre y nunca aceptó de su familia o amigos ni un céntimo que no hubiera ganado. La guerra le había dañado mucho. Tuvo depresiones y pensamientos sombríos, agravados por las dificultades para publicar el Tractatus, el único de sus libros importantes que pudo ver impreso. Por fin apareció, en 1921, en la revista alemana Annalen der Naturphilosophie, y un año más tarde, en una edición bilingüe alemán-inglés, prologada por Russell. Un maestro agresivo Convencido de haber renovado por completo la filosofía, quiso hacer algo diferente con su vida y decidió ser maestro. Tras estudiar los nuevos métodos de enseñanza, consiguió un puesto en una escuela rural de Trattenbach, un pueblo pobre de las montañas de Austria. El experimento acabó mal. Wittgenstein estimulaba a los alumnos que eran buenos en matemáticas, pero no tenía paciencia con los torpes, con los que podía pasarse de violento, incluso en una época tolerante con los bofetones pedagógicos. Le acusaron de golpear a una niña hasta hacerla sangrar e incluso de dejar insconsciente a un chico de 11 años. Investigado, se salvó negándolo y acabó huyendo del pueblo lleno de remordimientos por no haber dominado su ira y por haber mentido. Después de esto regresó a Viena y trabajó como jardinero en el monasterio de Hüteldorf, donde quiso profesar, pero el abad no le aceptó. Sin dinero ni profesión clara, llegó a un acuerdo con su gran amigo el arquitecto Paul Engelmann para construirle una casa a su hermana Margarethe. El tolerante Engelmann aceptó todas las decisiones que el intransigente Wittgenstein tomó sobre estructura, aldabas, cerraduras y todo lo habido y por haber. El resultado fue una casa peculiar. Los rusos la usaron como caballeriza después de la II Guerra Mundial. Ahora, muy modificada, forma parte de la embajada búlgara. Al mismo tiempo, retomó sus contactos con la filosofía. Conoció a Moritz Schlick, catedrático en Viena, que le introdujo en lo que más tarde sería el círculo vienés: Rudolph Carnap, Friedrich Waismann, Herbert Feigl…Pero no sintonizaron: los pensamientos casi místicos de Wittgenstein no concordaban con los del grupo, hostiles hacia la metafísica y la religión. Decepcionado, regresó en 1929 a Cambridge para conseguir una beca en el Trinity College. Para ello necesitaba ser doctor, cosa que logró presentando el Tractatus como tesis. Los ponentes fueron un entusiasta G. E. Moore y un reticente Bertrand Russell. Wittegstein aprobó, claro. Y al acabar el examen, incapaz como era de guardar respetos humanos, palmeó a su ponentes y les dijo: “No se preocupen. Sé que nunca entenderán el libro”. Así comenzó Wittgenstein una carrera académica en Cambridge que duró 17 años, durante los cuales revolucionó la filosofía. Al principio, trató de desarrollar los pensamientos del Tractatus y escribió Algunas observaciones sobre la forma lógica, que apareció en Proceedings of the Aristotelian Society. Fue lo último que publicó. Cumpliendo con las obligaciones de su beca, escribió dos obras más, que se editaron tras su muerte: Observaciones filosóficas y Gramática filosófica. Bertrand Russell los encontró “muy importantes”, pero puso en duda sus tesis, considerándolas negativas para la filosofía. Así acabó su amistad. Mejor inglés que alemán En 1930, Wittgenstein dio muchas conferencias en Cambridge a pequeños grupos. Paseaba por la sala como un león, discurseaba y de pronto enmudecía para aclarar sus ideas. De vez en cuando refunfuñaba: “¡Qué estúpido soy!”, o pedía ayuda al auditorio. Los estudiantes opinaban: “Nunca antes habíamos visto pensar a una persona”. A Wittgenstein no le gustaba el academicismo de Cambridge, pero quería que sus alumnos se hicieran las preguntas que le apasionaban, por eso insistía en sus enseñanzas. En 1934 circulaban entre los estudiantes dos colecciones de apuntes suyos, del curso 1933-34, encuadernadas una en azul y otra en marrón: Los cuadernos azul y marrón. Se publicaron en un solo volumen tras la muerte de su autor. En ambos aparece el concepto de “juegos del lenguaje”, que marca el punto de inflexión entre el primer Wittgenstein del Tractatus y el posterior de las Investigaciones filosóficas. Acabada la beca del Trinity College, Wittgenstein volvió a su casita de Noruega, donde terminó la primera parte de sus Investigaciones filosóficas. Pero en 1937 regresó a Cambridge, y aceptó la cátedra de Ciencias Morales, convirtiéndose además en ciudadano británico. ¿Por qué? Porque la unión entre Austria y Alemania, forzada por Hitler, le obligaba a perder su pasaporte austríaco y a convertirse en alemán. Y prefería ser inglés. De modo que se instaló en Cambridge. Pero, antes de que ocupara su cátedra, estalló la II Guerra Mundial. Wittgenstein se hizo asistente en el Guys Hospital de Londres y después en Newcastle, donde aportó algunas inovaciones técnicas muy prácticas. Allí descubrió que le hubiera gustado ser médico. Al terminar la guerra renunció a su puesto de catedrático: ya no creía en sí mismo como profesor. Su personalidad era tan fuerte y tiránica que había acabado por provocar una reacción hostil en su entorno académico. Como había ahorrado, podía vivir un tiempo sin trabajar. Se instaló en Irlanda, donde un antiguo discípulo, el doctor Drury, le consiguió una casita en la costa. Allí terminó la segunda parte de las Investigaciones filosóficas. En 1949 regresó a Cambridge y descubrió que iba a morir por un cáncer de próstata que, con su testarudez habitual, no quiso tratarse. Trabajó hasta el final en casa del amigo que le acogió, el doctor Bevan, y en ella murió el 29 de abril de 1951 a los 62 años. Wittgenstein no era un hombre religioso, pero sí espiritual. Tras mucho discutir, sus amigos le despidieron con un funeral católico y siempre se preguntaron si habían hecho lo correcto. Sus Investigaciones filosóficas se publicaron después de su muerte y se convirtieron en una de las obras filosóficas más influyentes del siglo XX. ❖ Marisa Pérez Bodegas Wittgenstein: El cabecilla de una nueva filosofía Javier Sádaba traza un retrato de este extraño personaje, de este místico sin creencia, de este pensador solitario que enseñó a filosofar de una forma nueva. Wittgenstein ha fascinado por su extraña, contradictoria y genial vida y ha influenciado, con su filosofar, a buena parte del pensamiento de los años que van desde su muerte hasta hoy. Según A. Kenny, es el pensador más relevante del siglo XX. El economista Keynes, su amigo y benefactor, llegó a llamarle “Dios”. Si queremos un testimonio de alguien que se mira en el espejo de Wittgenstein oigamos estas palabras de su amigo Bouwsma: “He encontrado en Wittgenstein un magnífico tónico, como si fuese una purga.…¡Qué firme se mantiene contra el hábito de conformarse con simples sinsentidos arraigados! He de hacer todo lo posible por someterme a sus vapuleos y a aprender a hablar libremente, de modo que pueda exponer ante él todos mis trapos sucios!”. Distante y próximo, duro y entrañable, comprensivo e implacable, este inquietante personaje fue, además, profesor, arquitecto, escultor, ingeniero, farmaceútico, enfermero, maestro de escuela y casi monje. Y ha sido, obviamente, un filósofo extraordinario, aunque algunos le llegaran a tomar por mago, que, no lo olvidemos, es el antecesor del filósofo. Sumemos a lo anterior películas como la de Derek Jarman o novelas como la de Bruce Duffy sobre su insólita vida o, de manera más sensacionalista, el libro de K. Cronisch que hace de Wittgenstein un espía de los soviéticos en los años 30. Más moderadamente, John Moran se refiere a su viaje a la Unión soviética y su simpatía, moderada también, por el modo de vida ruso. Nada extraño en una persona influenciada por Tolstói con su ideal de sencillez y su desprecio por una civilización occidental que consideró vacía y convencional. La gestación de un extraño libro L. J. J. Wittggenstein nace en Viena en 1889, el mismo año que Heidegger, y muere de cáncer en Cambridge, en 1951. Se nacionalizó británico, aunque nunca perdió su acento germano. En Linz y en el Liceo parece que coincidió con Hitler, y en su casa trató con lo más depurado del arte en aquella época de esplendor del Imperio austrohúngaro: Mahler, Schonberg, Loos... Su familia fue, además de sumamente rica, un núcleo musical de importancia y mucho de lo escrito por nuestro autor lo pone de manifiesto. Fue el último de ocho hermanos, tres de los cuales se suicidaron. Él estuvo a punto de hacerlo en más de una ocasión. Comenzó estudiando ingeniería en Berlín y Manchester. Continuo preocupándose por la fundamentación de la matemática y esto le abrió el camino a la lógica y a la filosofía. A la lógica le impulsaron los contactos y lecturas con Frege y Russell. A la filosofía le habían ayudado a llegar sus lecturas de Schopenhauer. En la Primera Guerra Mundial va preparando esbozos que culminarán en el único libro publicado en vida, el Tractatus, texto hermético, personal y que se ha leído como si de algo cabalístico se tratara. Se publica en 1921 y podemos encontrar trazos de él en sus Diarios de 1914 a 1916. Tierno Galván traduce el Tractatus en 1957. Expuesto de manera resumida, se nos dice que una proposición tiene sentido si puede ser verdadera o falsa. Por ejemplo, si afirmo que Kim Bassinger es rubia, dicha proposición tiene sentido puesto que es posible verificar si es rubia, teñida o no, o no lo es. Las proposiciones que tienen sentido son, por tanto, las de la ciencia o las que emitimos para referirnos al mundo todos los días. Y esto es posible porque nuestro lenguaje pinta o representa los hechos del mundo; es decir, nuestro lenguaje y la realidad poseen la misma forma lógica. Reflejamos como en un espejo la realidad. Lo que no refleja la realidad sino que es un embrollo de palabras, como le sucedería a la filosofía tradicional, es un sinsentido. Solo lógica, por tanto, o ciencia. Con esto se quedó el neopositivismo del Círculo de Viena que vio en el Tractatus su nueva Biblia. El mundo se muestra, no se puede decir, puesto que para hacerlo tendríamos que salir del lenguaje. Pero, y esto es decisivo, en lo que se puede decir se muestra aquello que más nos podría importar, como la religión la ética o la estética. En lo que se dice, en suma, se manifiesta lo que no se puede decir, y que es lo realmente valioso. A tal valor le llamó lo místico, lo inexpresable. En una breve conferencia que dio sobre la ética en el año 30 da algún ejemplo de qué es eso tan importante que no se deja decir. Así que el mundo existe, el milagro de la existencia es una experiencia que se salda en el puro silencio. De ahí como destellos nacen la admiración estética, la apertura al océano religioso o el deber que cada uno ha de poner en práctica.Wittgenstein estaba obsesionado con que no le entendiera nadie. Y es que debe de ser muy angustioso intentar decir lo que no se puede decir. La segunda vida de Wittgenstein Una vez que cree haber resuelto los problemas de la filosofía, renuncia a su herencia y se retira a unos pueblos perdidos de Austria con la esperanza de encontrar la paz de ánimo. Fue un fracaso. Retorna como catedrático a Cambridge y allí comienza lo que se ha dado en llamar, con razón, su segunda filosofía, reflejada en sus Investigaciones filosóficas, escritas entre 1945 y 1949 y publicadas tras su muerte. Su concepción será muy distinta a la del Tractatus. Introduce ahora la noción de “juego de lenguaje” y según la cual, por medio de reglas, nos referimos a las más diversas circunstancias de nuestra vida. El chiste sería un juego de lenguaje con sus propias reglas como el filosofar. El significado habría que buscarlo en el uso de las expresiones. Estas tienen lugar en los citados juegos. Algunos piensan que, mientras en el Tractatus el lenguaje queda dogmáticamente limitado, en las Investigaciones se amplían de tal manera sus funciones que todo se convierte en trivialidad. Es lo que les habría ocurrido a los discípulos que se dedicaron a investigar el lenguaje ordinario y poco más. Otros, por contra, piensan que nos coloca en el auténtico suelo donde se posa el animal humano, elimina los sueños metafísicos y nos es de gran utilidad en la vida cotidiana. Por otro lado, ya no cae en la paradoja de decir que nada hay que decir sobre lo místico, sino que debemos resignarnos a los distintos juegos de lenguaje que usamos los humanos. De la obsesión ha pasado a una sana modestia. Un loco genial (y al revés también) Wittgenstein fue un lógico que desarrolló las tablas de verdad, un místico sin creencia y que enlaza con el budismo Zen, un ciudadano políticamente incorrecto, un solitario que buscó la paz en un mundo convulso y un filósofo que, negando la filosofía tradicional, enseñó a filosofar. Se podría pensar que su esoterismo, hipergrafía, su excéntrica sexualidad –que le inclinó tanto hacia sus más que amigos Pinsent y Skinner como a la suiza Margarita Respinger–, hacen de él un personaje digno de ser estudiado bajo la óptica de algún trastorno en el lóbulo temporal. Podría ser, ya que genio y patología en muchas ocasiones van juntos. Todo eso no quitaría un ápice a su libre creatividad, a su independencia, a su originalidad y a su pasión por unir vida y obra. ❖