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Penny Jordan “Un Amor de Aventura/ Exorsismo” (Exorcism)
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Penny Jordan “Un Amor de Aventura/ Exorsismo” (Exorcism)
U n A mo r d e
A v e n tu r a /
Exorcismo
(Exorcism)
Penny Jordan
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Contenido
Argumento
Capitulo 1
Capitulo 2
Capitulo 3
Capitulo 4
Capitulo 5
Capitulo 6
Capitulo 7
Capitulo 8
Capitulo 9
Capitulo 10
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Argumento:
Durante seis años Christy había negado que sintiera algo por el hombre
que la había rechazado tan cruelmente. Pero, cuando ella y Simon
exploraron juntos el lecho marino del Caribe, tuvo que reconocer, ahora
que era una mujer madura y apasionada, que se sentía tan atraída por él
como cuando era una adolescente. Sin embargo, Simon no había
cambiado. Él aún buscaba placer sin compromisos. Así que Christy tuvo
que luchar contra él y contra ella misma.
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Capitulo 1
L
a primavera se deslizaba lánguida y suavemente hacía junio entre
azules y cálidos días, y serenas noches estrelladas.
Christy estaba tumbada en el césped de su pequeño jardín, preguntándose
si se atrevería a holgazanear otra media hora o si debía ponerse a trabajar
un poco. Esa libertad era uno de los aspectos más agradables de trabajar
para su madre. Aunque ser la secretaria personal de una escritora
despistada y compulsiva también suponía compartir numerosas
depresiones y ansiedades.
Su madre tenía la costumbre de garabatear sus ideas en los papeles más
pequeños que encontraba, lo que provocaba frecuentes momentos de
pánico, pues rara vez recordaba dónde había guardado sus notas.
Christy sabía que muy pocas jóvenes de veinticuatro años querrían trabajar
con sus madres, y mucho menos con una madre tan famosa como la suya.
Sin embargo, su diminuta, vaga, exasperante y encantadora madre era lo
menos parecido a una mujer de éxito.
Christy recordaba muy bien, el desconcierto de algunos agentes literarios
ante la aparente vaguedad de su madre. Viuda a los veinte años, con una
hija pequeña y sin medios para vivir, excepto una pequeña pensión de las
Fuerzas Armadas, había logrado resistir la fuerte presión que ejercían
sobre ella tanto sus padres como los de su marido, para que se fuera a vivir
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con ellos. Sólo llevaban casados tres años, cuando su marido, un joven
capitán, fue asesinado en Irlanda del Norte con una bomba.
Ahora, bajo un seudónimo, era famosa, pero Christy no le envidiaba esa
fama. El talento artístico que había heredado de ella, encontró expresión
en los dibujos que hacía para sus libros. Christy también hacía ilustraciones
para otros escritores. Y su excepcional talento la había convertido en una
dibujante bien pagada.
Si hubiera querido, Christy podía haberse independizado de su madre hacía
tiempo, pero la casa de sus padres era una antigua vicaría, con cerca de
una hectárea de delicioso jardín, situada en el pequeño y precioso pueblo
de Dorset y le parecía absurdo irse de allí. Ella y su madre se llevaban bien y
se respetaban. Georgina Lawrence había tenido siempre la habilidad de
preservar su intimidad y eso era algo que Christy había aprendido muy
bien. Además de madre e hija, eran buenas amigas. Su madre, reconocía
Christy, poseía la sagacidad de las personas que han sufrido.
Además era capaz de alejarse de una situación para evaluarla desde
afuera. Había tenido la tenacidad y el valor necesarios para rehacer su vida
y llegar a ser una buena escritora de cuentos para niños. Su madre era una
mujer excepcional, pero Christy no la envidiaba. Ella no tenía ambiciones
profesionales...
Tal vez eso era lo malo de ella su falta de ambición. Su madre le había
dicho que en eso se parecía a su padre.
En cierta ocasión Christy le preguntó a su madre por qué no se había
vuelto a casar. Era una mujer muy atractiva incluso ahora, a los cuarenta y
cinco años. Y además no le habían faltado pretendientes. Georgina era fina
y esbelta, con una rizada cabellera caoba oscura y un rostro vivo, y alegre.
–Tenía dieciocho años cuando me casé con tu padre–respondió Georgina,
con sinceridad–. Nos amábamos con tanta pasión que estábamos
dispuestos a enfrentarnos a nuestros padres e incluso al mundo si hubiera
hecho falta. Nuestra relación era de amor entre personas iguales.
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–Pero no me has contestado–repuso Christy.
–No seas impaciente–sonrió su madre–. Lo terrible de casarnos jóvenes y
perder al compañero al poco tiempo es que vas viendo los fracasos
matrimoniales de tus amigos, mientras tu amor permanece perfecto e
imborrable. ¿Quién sabe? Quizá si tu padre viviera, tendría la misma actitud
machista que los maridos de mis amigas. Quizá no me dejaría escribir. Y yo
soy una mujer muy egoísta, y Christy... las mujeres tenemos que ser
egoístas para hacer lo que queremos, porque tenemos presiones sobre
nosotras, tanto emocionales como sociales. Si no me he vuelto a casar, es
porque me gusta mi libertad y mi independencia. Como amante de un
hombre, puedo conservarlas y él me respetará por eso mismo. En cambio,
como esposa probablemente las perdería. La mayoría de los hombres, lo
reconozcan o no, necesitan que sus mujeres supediten sus propios deseos
a los suyos. Tal vez tu generación sea diferente, no lo sé.
Christy había comprendido muy bien a su madre. Examinó los matrimonios
de las amigas de su madre y comprendió por qué ella no había vuelto a
casarse. Sin duda, había tenido algunos amantes, aunque siempre había
sido discreta en ese aspecto. Su madre había inculcado a Christy el mismo
afán de independencia.
Al principio de la semana, Georgina se fue a ver a su editor y a pasar unos
días para hacer algunas compras y ver a sus amistades. Christy podía haber
ido con ella, pero prefirió quedarse en casa. La ciudad, con el calor de
mayo, no le atraía.
Christy se estiró sensualmente y bostezó. Su piel, después de tantas horas
bajo el sol, estaba adquiriendo un cálido tono dorado. Físicamente, Christy
era completamente diferente a su madre. Su piel oscura y su negro
cabello, así como la altura los había heredado de su padre. Sus alargados
ojos grises, de gruesas pestañas, de su abuela materna; su altura y
esbeltez igual que el color de pelo de su padre. Tenía veinticuatro años,
pero seguía pareciendo una joven de dieciocho a pesar de que el dolor ya
había dejado algunas huellas en su rostro.
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Si algo tenía en común con su madre, era la fuerza de voluntad que ambas
disimulaban hábilmente. Georgina con su vaguedad y Christy con su modo
relajado, casi perezoso, de enfocar la vida. Los que no la conocían bien se
asombraban por su falta de ambición y decían con tono de lástima que sin
duda era el resultado de tener una madre famosa.
Pero la verdadera explicación era que Christy no encontraba nada en la
vida por lo que valiera la pena competir. Había crecido soñando despierta
con cuentos de hadas, historias de valor y heroísmo y, más tarde, cuentos
de amor agridulce e indestructible. Su madre solía recordarle que la vida
real era muy diferente, pero ella nunca le hizo caso y terminó pagando un
alto precio por ello. Durante un breve verano, había probado todo el
placer que la vida ofrece, pero aquel dulce se convirtió en una fruta
amarga, cuando descubrió que sólo había estado soñando despierta.
Entonces tenía dieciocho años. Ya hacía mucho que se había sobrepuesto
a su desilusión y al recuerdo del hombre que la había causado. Ahora,
aceptaba la vida tal como era. Tal vez algún día encontraría al hombre de
su vida, pero, por ahora, estaba conforme con su vida tal como era.
El ruido de un coche que se acercaba a la casa hizo que se levantara. Su
madre había vuelto.
Christy se dirigió hacia la ventana.
Cada vez que su madre iba de viaje, volvía con un frenético deseo de
trabajar. Aunque antes de irse, Georgina había dicho que no empezaría a
trabajar en su siguiente colección de cuentos hasta el otoño. Incluso había
hablado de irse de vacaciones... algo inusitado en ella. Sonriendo, Christy
entró en la cocina y puso a calentar agua para el té.
–Fantástico... Oíste el coche de Sam, ¿verdad? Me muero por una taza de
té. Londres estaba asfixiante... Hiciste bien en no venir–había algo en la
voz de su madre que llamó la atención de Christy, pero no le dijo nada.
–¿Dónde te apetece tomarlo?–preguntó mientras ponía en una bandeja las
tazas y las galletas favoritas de su madre.
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–En el invernadero–replicó Georgina, con una leve mueca–. No sabes la
suerte que tienes de no haber heredado mi cutis céltico.
–La piel blanca ha vuelto a ponerse de moda–repuso Christy.
Su madre se ponía colorada en cuanto le daba el sol.
–Debí haberte llamado «gitana»–dijo Georgina con ironía, mientras cogía la
bandeja y se dirigía al invernadero. Había allí una enredadera que crecía
locamente, para disgusto de Harry, pero que ambas mujeres adoraban, y
una profusión de otras plantas que Georgina cuidaba todas las mañanas.
Decía que eso la ayudaba a organizar sus ideas.
Descalza, Christy siguió a su madre y se dejó caer en uno de los cómodos y
antiguos sillones. Georgina alzó las cejas levemente al ver los pies
descalzos de su hija. No podía haber mayor contraste entre ellas,
reflexionó Christy, mientras observaba la inmaculada falda de su madre y
la blusa que le hacía juego, sus medias de seda y los zapatos de tacón alto.
–¿Sin zapatos?–comentó Georgina–. Puedes cortarte.
–Es más sano para los pies y la espalda–respondió Christy con una sonrisa–
. Además ya sabes lo grandes que son mis pies. Ponles unos zapatos
delicados, como los tuyos, y pareceré un elefante–eso era verdad y ambas
lo sabían. Christy era tan elegante como su madre, pero tenía su propio
estilo, tan informal cómo ella.
Mientras tomaba el té, Georgina examinó furtivamente a su hija. ¿Había
hecho lo correcto al enseñarle a ser tan independiente y confiada en sí
misma? Christy ocultaba, bajo su indolencia exterior, una personalidad
idealista e hipersensible. Christy nunca fue muy sociable, su individualismo
y su soledad se acentuaron con el paso de los años. Era joven y atractiva
pero prefería estar sola a salir con alguien. Georgina suspiró. Ser madre
siempre le había parecido demasiado complicado. Había pasado mucho
tiempo enseñando a Christy a respetar su propia intimidad y la de los
demás, y por eso ahora no podía entrometerse ni preguntar. Dejó la taza
en la mesa, sin advertir que su hija había estado observándola.
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–Bueno, dímelo de una vez–ordenó Christy lacónicamente–. Tienes que
escribir tres libros para otoño, ¿Es eso? como su madre no respondió,
Christy frunció el ceño–. Sé que ocurre algo. Por favor, dímelo...
–Querida, Simón ha vuelto–dijo Georgina, en voz baja.
Christy se sintió orgullosa de su falta de reacción. Ni siquiera sus
expresivos ojos grises reflejaron sus sentimientos.
–Ha vuelto triunfal, después del éxito de su gira por Norteamérica. Mamá,
ya no tengo dieciocho años–añadió–. Simón Jardine no significa nada para
mí, sólo es un mal recuerdo. Me alegro de que por fin haya conseguido el
éxito que tanto deseaba. Simón nunca se habría conformado con menos–
el inquieto y enérgico hombre que hacía seis años le había robado su
ingenuo y tonto corazón.
Él le había dicho que lo único importante para él eran sus libros, pero ella,
estúpidamente, no le creyó. Los editores de su madre le habían aceptado
su primer libro. Ahora era un escritor conocido en todo el mundo. Simón
sólo había publicado tres novelas, pero todas de gran éxito. Había estado
fuera durante los últimos cuatro años, con cortas visitas a Inglaterra para
ver a su editor. Ahora, según su madre, había vuelto. ¿Y qué se suponía que
debía hacer ella? ¿Desintegrarse y romperse en mil pedazos?
–No me mires así–regañó en broma a su madre, mientras le servía otra
taza de té–. Era una adolescente cuando me enamoré de Simón. Sólo tenía
dieciocho años. A esa edad es normal equivocarse–Christy sonrió, con
ironía–. Anímate, mamá, que no es el fin del mundo.
Christy deseó morir, cuando sus ilusiones fueron cruelmente destrozadas
por Simón. Creyó que el mundo se había acabado para ella. Le parecía
imposible soportar tanto dolor. Simón había sido muy cruel alentándola a
creer que correspondía a sus sentimientos. Había sido una lección muy
dura para ella, en especial porque no había ocultado lo que sentía por él.
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–Entonces, me temo que hay algo más que debo decirte–Christy sintió que
se le paraba el corazón. Quizá Simón se había casado–. Jeremy quiere que
pases el verano trabajando con él.
Christy necesitó varios minutos para asimilar las palabras de su madre.
Durante años casi no había pensado en Simón, sin embargo, la sola
mención de su nombre, la idea de que podía haberse casado, le habían
hecho perder el control. Era sólo una reacción normal, se aseguró,
temblorosa... Estaba segura de que él ya no le importaba.
–¿Jeremy quiere que trabaje con él?–repitió, tratando de controlar sus
tumultuosas emociones.
–No, querida–corrigió su madre con paciencia–. Quiere que trabajes con
Simón. Su próxima novela estará ambientada en el Caribe. Contará la
historia de un aventurero que viajó con Drake y se hizo pirata. Parece ser
que Simón estuvo allí durante las vacaciones del año pasado y oyó una
leyenda sobre este hombre y la dinastía que fundó. El pirata murió en el
hundimiento de un barco, que quizá fue intencional... La leyenda dice que
ocurrió porque una banda de piratas enemigos había asaltado su casa.
Simón ha calculado dónde se hundió el barco, y necesita una secretaria
experimentada, una buena ilustración y un buceador con experiencia para
trabajar con él durante el verano, mientras trata de reunir las piezas del
rompecabezas.
–¿Por qué yo?–preguntó Christy con frialdad, mientras examinaba a su
madre.
–Te aseguro que no fue idea mía. Fue Jeremy el que le habló del excelente
trabajo que hiciste para Miles en la India, el año pasado.
Christy suspiró. El año anterior había pasado cuatro meses en la India, con
Miles Trent, otro escritor de la misma editorial que su madre. Miles estaba
escribiendo una novela sobre la India y la convenció para que lo
acompañara, como ayudante.
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Miles era un escritor muy desorganizado, y declaró que la rapidez con que
había terminado su novela se debía a la ayuda de Christy. La impresión que
tenía Christy era que el motivo por el que estaba tan complacido con ella
tenía poco que ver con su habilidad profesional, sino con el hecho de que
ella era completamente inmune a su aspecto de rubio irresistible.
Pobre Miles. No estaba preparado para enfrentarse al interés femenino
que despertaba. Tenía el aspecto de un galán de cine, pero en realidad era
un escritor muy serio, dedicado a su trabajo... Soltero a los treinta y tantos
años, se había apoyado en Christy para protegerse de las muchas mujeres
que habían tratado de conquistarlo.
Según Georgina, el sexo no tenía ningún interés para Miles. Christy
pensaba lo mismo que su madre, por eso, cuando volvió de la India, se
divirtió mucho con los titulares de los periódicos. Todos sugerían que entre
ellos había algo más que una simple relación de trabajo.
–Entonces, no hay por qué preocuparse–dijo a su madre, con calma–.
Simón no querrá que sea su ayudante. ¿Por qué va a conformarse con una
sola persona para los tres trabajos, cuando puede tener tres mujeres
diferentes? Ya sabes que a Simón siempre le gustó la variedad.
–Me temo que en esta ocasión no es así–replicó Georgina en voz baja–.
Quiere que tú trabajes con él, Christy. De hecho me lo repitió varias veces.
Según parece necesita que su ayudante bucee muy bien.
–Dile que no sé nadar–replicó Christy, cortante–. No quiero el trabajo,
mamá... Quiero tomarme unas vacaciones este verano.
–Christy...–Georgina miró a su hija con impotencia. ¿Cómo podía traspasar
la intimidad de su hija, cuando ella misma le había enseñado a no
inmiscuirse en los asuntos de los demás?–Querida, parece que está
decidido a contratarte a ti...–fue una mala elección de palabras, pues los
ojos de Christy fulguraron–. Piensa venir a verte y no pude evitarlo. Si te
niegas a verlo, pensará que...
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–Que todavía sigo enamorada de él–terminó Christy–. Pues no veo por qué
he de aceptar un empleo que no quiero, para probarle a alguien que no me
importa, que no estoy interesada en él.
–Si eso es lo que sientes...–la voz de Georgina sonó tan impotente y vaga,
que Christy la miró con suspicacia. Sabía que cuando su madre usaba ese
tono de voz, era que estaba ocultando algo.
–Por lo visto, no estás de acuerdo con mi decisión.
–Querida, no es cuestión de que yo esté de acuerdo o no. Es más bien el
hecho de que estés tan decidida a no aceptar. Si realmente ya no sientes
nada por Simón, no comprendo por qué te niegas a aceptar el trabajo. El
mes pasado dijiste que te encantaría hacer un viaje al Caribe, pero que no
podías darte ese lujo.
–Se trata de unas vacaciones, no de un trabajo. Y tienes razón, Simón no
me resulta indiferente. Siento aversión hacia él.
–Sospecho que Simón tratará de hacerte cambiar de opinión. Este libro
significa mucho para él. Ya ha hecho todo el trabajo básico y lo único que
le falta es terminar su investigación en el Caribe.
–Y, desde luego, nada debe interponerse a lo que el gran Simón Jardine
desea–repuso Christy con amargura–. Ya me sacrificó una vez, y no
permitiré que vuelva a hacerlo.
Después de eso, no hablaron más sobre el asunto. Su madre se fue a
deshacer la maleta y Christy volvió al jardín para disfrutar del último rayo
de sol de la tarde, pero fue incapaz de relajarse y estarse quieta. Estaba
segura de haber tomado la decisión correcta. Simón Jardine la había
lastimado muchísimo una vez, tanto que las cicatrices todavía le dolían,
pero ya no era vulnerable a él. Entonces, ¿por qué lo rechazaba? Tratando
de ser sincera consigo misma, reconoció que si el empleo significara
trabajar con otra persona, como por ejemplo Miles, habría aceptado al
instante.
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¿Realmente era indiferente hacia Simón? Claro que no. ¿Cómo podía serlo?,
pensó Christy. La había lastimado profundamente y, desde luego tenía
miedo, pero eso no significaba que todavía estuviera enamorada de él. Al
contrario. El verano que lo conoció, cuando tenía dieciocho años, había
vivido al borde de sus emociones, y no quería que eso volviera a suceder.
Ahora se sentía segura y disfrutaba con su vida tranquila. No quería estar
constantemente con los nervios de punta, reforzando su inmunidad ante
él. Además, Simón nunca aceptaría su indiferencia. Siempre exigía el
interés de cada mujer que se cruzaba en su camino, sin estar dispuesto a
devolver ese interés.
«Olvida a Simón, piensa en las vacaciones», se regañó Christy. Cerró los
ojos, dispuesta a soñar, pero fue incapaz de luchar contra la presión de sus
recuerdos.
Acababa de cumplir los dieciocho años y estudiaba en una escuela de
secretarias. Tenía un aspecto muy parecido al actual, pero entonces sus
movimientos eran más inseguros, y en su rostro se podían ver todas sus
emociones.
Su madre llevaba en Londres algo más de una semana, cuando le
telefoneó para avisarla de que llegaría con unos invitados, su editor y un
escritor nuevo. A Christy eso no le preocupó en lo más mínimo. Conocía a
Jeremy Thomas desde que tenía cinco años de edad y ésta no era la
primera vez que Georgina llevaba invitados a casa.
Christy estaba leyendo un libro en el jardín cuando les oyó llegar. No se
molestó en levantarse, porque sabía que la señora Carver, que iba una vez
a la semana a limpiar la casa, estaría encantada de atender a los recién
llegados. Ella los saludaría más tarde, cuando pasara el alboroto. Además,
tendría que cambiarse de ropa y no le apetecía nada. Sus pantalones
cortos estaban sucios y la camiseta le quedaba pequeña. Por aquel
entonces le avergonzaba su cuerpo. Voluptuosa y sensual, así la describía
su madre, medio en broma. Le molestaba que los hombres admiraran
tanto su cuerpo. Siempre había sido algo tímida y por eso tenía muy pocas
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amistades. Se retorció en el césped, recordando las miradas descaradas de
los pocos chicos que conocía.
Christy estaba acostada boca abajo, ensimismada en su libro, cuando
alguien se inclinó sobre su cabeza y comenzó a leer en voz alta la novela.
Su reacción inmediata fue cerrar el libro de golpe y darse la vuelta para
mirar con ira al intruso. Odiaba a cualquiera que se interpusiera entre ella y
lo que estuviera leyendo. Todavía estaba en la edad en que era muy fácil
convertirse en la heroína del libro, y aquel intruso había leído las palabras
de amor que su heroína le decía.
–A tu edad, deberías estar experimentando el romance, no leyéndolo–se
burló él, con una leve sonrisa.
Era muy alto y sus anchos hombros parecían tapar el sol. Ella se percató en
seguida de la sensualidad que él irradiaba. Christy estaba desconcertada.
Nunca había sentido esas sensación delante de un hombre. La mirada del
hombre había bajado de su rostro a su cuerpo, lo que provocó una oleada
de sonrojado calor en su piel. Casi podía sentir sus dedos explorando su
piel, cosa que la estremeció violentamente. Él rió con suavidad.
–Así que tú eres la «gitana» de Georgina–dijo, con lentitud–. De verdad
eres una joven y apasionada salvaje–Christy se levantó casi de un salto,
enfadada por su intrusión y, al mismo tiempo, excitada por él. Su cabello
era aún más negro que el suyo y su piel, más que morena, era ligeramente
aceitunada. Sus ojos, que Christy había imaginado más negros que los
suyos, tenían un extraño color dorado, y ella se quedó mirándolos,
sorprendida–. Definitivamente, no eres sólo hija de tu madre–dijo él al fin.
Y sin saber por qué, ella se sintió lastimada. Por primera vez Christy deseó
ser como Georgina. ¿Sería ese hombre amante de su madre? Era más joven
que Georgina, tendría unos veintitantos años, pero eso no quería decir
nada. Ese hombre poseía una intensa sensualidad; aunque no era muy
guapo. Sus facciones eran demasiado duras para eso, y tenía una
mandíbula firme y terca. Sus pómulos, altos y pronunciados, y la nariz
levemente torcida, como si se la hubiera roto alguna vez, le daban un
aspecto agresivo. Pero había algo en él que la hizo quedarse mirándolo. Él
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extendió una mano y la cogió por la muñeca–. Georgina me pidió que te
buscara. Por lo visto, tú y yo tenemos que jugar como dos niños buenos,
mientras ella y Jeremy discuten cosas de trabajo. ¿Crees que podremos
hacerlo, Christy?–preguntó con tono de burla–. ¿Crees que podremos jugar
juntos?
Instintivamente, Christy supo que él y su madre no eran amantes, sin saber
por qué, sintió una gran alegría. Lo miró a los ojos ambarinos y sintió de
pronto que, por primera vez, estaba viva de verdad. Él le sonrió. Y así fue
como comenzó todo.
–¿Christy?
Al oír que su madre la llamaba, salió del pasado con tanta brusquedad que
entró en la casa llena de dolor y tristeza.
Ella había pensado que revivir el pasado tendría un efecto de catarsis, pero
tal vez para eso tendría que revivir cada momento de aquel breve verano.
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Capitulo 2
M
–
e voy a dormir, ¿tú no?
–Todavía no estoy cansada–la verdad era que no estaba lo bastante
relajada para dormirse. Aunque no lo mencionaron durante la cena, Christy
sabía que su madre seguía pensando que debía aceptar el trabajo con
Simón. Con un suspiro, Christy se acercó al tocadiscos y escogió un disco
de Mandel. Su música le ayudaría a calmarse y le permitiría dormir.
Christy se acurrucó en un sillón, cerró los ojos y dejó que la música la
invadiera.
Simón se había burlado de su amor por la música clásica.
–Quieres que todo sea muy romántico, ¿verdad?–le había dicho, con tono
burlón–. Pero la vida no es así, gitana–y le regaló algunos discos de jazz,
rock, flamenco... Todos contenían el mensaje de que la vida incluía dolor y
placer. Su madre y Jeremy estaban ocupados con el programa de
actividades del próximo otoño. Así que Simón y Christy tuvieron que
hacerse compañía mutuamente.
Christy ya había terminado el curso y tenía todo el tiempo libre. Los
primeros días jugaron al tenis en la cancha de la vicaría. Simón era un
adversario hábil y exigente y le molestaba que a ella le diera lo mismo
ganar o perder.
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–Qué falta de ambición–le dijo burlón un día–. ¿Qué piensas hacer en la
vida, Christy? ¿Enamorarte, casarte y dejar que el tiempo pase?–Simón se
rió al ver sus mejillas encarnadas–. Qué trampa para mi sexo ha diseñado la
Madre Naturaleza en ti. Tu aspecto y tu cuerpo prometen tanto. Y, sin
embargo, no puedo tenerlos sin pagar un precio, ¿verdad gitana? Y ese
precio es el matrimonio.
En aquel momento, Christy no comprendió su ira. Pensó que se estaba
burlando de ella y no entendía por qué. La inocencia le impedía percibir la
frustración de Simón.
Christy recordaba muy bien la primera vez que la besó. Habían decidido ir
de excursión en su coche, un pequeño deportivo de color escarlata.
Cuando ella lo admiró, Simón dijo con tono despectivo y burlón:
–Es el coche de un hombre joven que no piensa en el matrimonio, ni en
tener una familia.
Como querían pasar el día en el mar, Christy le dijo cómo ir a la oculta y casi
secreta playa a la que solían ir ella y su madre. Christy llevaba el traje de
baño debajo de los pantalones vaqueros, pero al ver que Simón había
empezado a desnudarse, le dio vergüenza quitárselos. No estaba
acostumbrada a ver desnudo a un hombre, aunque no era una puritana ni
una ñoña. Su madre le había descrito las intimidades sobre el sexo. Nunca
hubo ocultaciones embarazosas entre madre e hija.
Georgina siempre fue franca y explícita en sus discusiones sobre el sexo.
Sin embargo, había una gran diferencia entre saber cómo se componía la
anatomía masculina y ver la realidad, apenas oculta por un diminuto
bañador negro. La suave risa de Simón cuando advirtió que ella lo estaba
examinando, la hizo sonrojarse culpablemente y volver la cabeza a un lado,
pero no con bastante rapidez, por lo visto. Él le cogió el rostro con las
manos.
–No hay nada malo en querer mirarme, Christy–le dijo–. Yo disfruto
mirándote... lo hago todo el tiempo... De hecho, quisiera hacer algo más
que sólo mirarte. Mucho más–sin decir nada más, Simón comenzó a
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besarla suavemente en los labios, hasta que ella le respondió. Él gimió
levemente cuando terminó de besarla y sosteniéndole el rostro con las
manos, le preguntó–: ¿Has hecho el amor alguna vez?
–No, pero no te preocupes–contestó Christy, un poco sorprendida por la
cara de desagrado que había puesto Simón–. Eso no es importante para
mí.
Desde el momento en que él se acercó, Christy supo que lo amaba y que él
la correspondía. Ahora entendía por qué su pulso se agitaba cada vez que
lo veía, por qué su estómago se encogía y sus mejillas se ponían
encarnadas y ardientes. No dijo nada más, sólo le sonrió con timidez, pero
los cálidos y dulces ojos de Simón fulguraron sobre su rostro y su cuerpo.
–Ven, te reto a una carrera nadando–dijo él, con voz ronca.
Christy era una buena nadadora. La natación era su deporte favorito. Vivía
junto a la costa y amaba el mar, por eso durante dos años había tomado
lecciones de buceo, para hacer exploraciones submarinas.
Pero Simón también era muy buen nadador y la joven pronto se dio cuenta
de que no podría ganarle. Y entonces se le ocurrió ir buceando. Ya estaba a
punto de quedarse sin aire, cuando Simón, la agarró con brusquedad y la
sacó a la superficie.
–¿A qué demonios estás jugando?–le gritó, furioso–. Cuando me volví y no
te vi...–tenía una mano en el cabello de Christy y la otra alrededor de su
cintura.
«Está enfadado porque me ama», se maravilló Christy, mareada por la
súbita sensación de júbilo.
–Lo siento...–Christy le abrazó y le besó en el cuello.
–Más vale que así sea–dijo Simón, con voz brusca–. No me gusta que me
exciten, Christy–le advirtió, apartándose de ella. Un fulgor ambarino
chispeaba en sus ojos, y la joven sintió una sensación de ardiente calor por
todo el cuerpo.
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–Tú eres el que me excita. Yo no sabría hacerlo aunque quisiera–respondió
ella.
–Eres una mujer, ¿no?–Christy percibió un vago desdén en su voz y sintió
miedo. Sin embargo, pronto lo olvidó, ilusionada por su descubrimiento.
Simón la amaba, eso era lo importante... Pronto le pediría que se casara
con él. Mientras paseaban por la playa, la joven recordó haberle oído decir
que no quería atarse a nadie.
«Eso fue antes de que se enamorara de mí», pensó Christy.
Claro que querría casarse con ella. Encontrarían un sitio cercano donde
vivir, Simón escribiría sus libros y ella sería su compañera. Se sintió muy
satisfecha de sí misma y se imaginó su vida al cabo de tres o cuatro años:
un hijo, tal vez dos, Simón y una existencia plácida y feliz...
«¡Qué idiota era! » pensó Christy con un gemido. Había sido una ingenua, al
interpretar su deseo como una muestra de amor. Y Simón, un cínico. Se
había dado cuenta de sus pensamientos desde el principio y, sin embargo,
no la disuadió. Ahora veía que hasta parecía odiarla, pero, ¿por qué? No lo
había perseguido. No tenía la experiencia para hacerlo y si él no la hubiera
besado y acariciado, nunca habría sabido lo que sentía por él. Pero Simón
la besó... y la acarició.
Después de nadar, se pusieron a tomar el sol.
–¿No quieres darte bronceador?–dijo Simón, sonriendo.
–No. Ya estoy muy morena y no lo necesito.
–Pues yo sí, ¿me ayudas?–dijo él, con ojos pícaros.
Christy se arrodilló junto a él y comenzó a darle bronceador por los
hombros y la espalda. Cuando comenzó a darle crema en las piernas, una
sensación de placer recorrió su cuerpo.
–Ahora mi pecho–le pidió Simón con voz suave y, aunque ella empezó a
decirle que no, él le cogió las manos y vertió bronceador en ellas.
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Ninguno de los jóvenes que ella había visto en la playa tenla el cuerpo
atlético y fuerte de Simón. Tampoco tenían el pecho cubierto de vello
como él. Y, aunque a Christy antes le repugnaba ver hombres con vello,
ahora que lo tocaba le producía una profunda excitación interna. Cuando
comenzó a darle bronceador en la cintura, Simón la detuvo y la atrajo hacia
él, cubriendo su boca con la suya.
–No, no te alejes–musitó él, mientras acariciaba sus labios, hasta que los
sentidos de Christy enloquecieron de placer y deseo–. Oyó la ronca voz de
Simón, cuando le dijo–: creo que no necesitas esto, ¿verdad?–y sus manos
deslizaron hacia abajo los tirantes del traje de baño. No se dio cuenta de lo
que pasaba, hasta que sintió su vello acariciando sus senos. Pero entonces
ya era demasiado tarde para protestar, y no quería hacerlo. Sus senos, tan
llenos y voluptuosos, parecían haber sido diseñados especialmente para
amoldarse a las manos de Simón. Bajo sus expertas caricias, Christy sintió
que los pezones se le ponían tan duros que casi le dolían. Era una
sensación inesperada, algo sobre lo cual había leído, pero nunca se
imaginó que fuera tan devastador. Emitió un pequeño sonido gutural y,
como si él comprendiera lo que sentía, Simón la acarició con pequeños
murmullos–. Lo sé... Lo sé–susurró con voz ronca–. Siente lo que tú
provocas en mí.
La vibración de su cuerpo contra el suyo era excitante, pero también
atemorizadora. Salvajes emociones le oprimían la boca del estómago,
haciendo que anhelara acercarse más a él, para explorar los placeres sobre
los que había leído, pero nunca experimentado. Pero cuando Simón inclinó
la cabeza para morderle un pezón con esa boca que parecía quemarle la
piel, el miedo venció al deseo y Christy se apartó, asustada. Quería que le
hiciera el amor, pero la violencia que presentía en él, la atemorizaba.
Muchas veces había imaginado que Simón le hacía el amor, pero siempre
era un amante dulce y delicado. Y no el hombre impulsivo y casi iracundo
que le estaba subiendo los tirantes del traje de baño. Ella alzó una mano
para tocarle, pero Simón se apartó bruscamente, diciendo:
–¡Por Dios! No empeores las cosas... Volvamos antes de que de verdad
haga algo de lo que pueda arrepentirme.
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Sus palabras la hicieron infeliz, pero sólo durante un instante. «Es natural
que esté enfadado», razonó Christy. «Se siente ridículo por su falta de
control».
Abriendo los ojos, Christy gimió. Qué ingenua había sido. En realidad,
Simón nunca la había amado, sólo la había deseado. Su ira se debía a una
simple frustración que ella no supo advertir y por eso continuó forjando
sus ridículos castillos en el aire, inconsciente de la fragilidad de sus
cimientos.
Si su madre no hubiera estado tan ocupada, se habría dado cuenta de lo
que sucedía, pero aunque hubiera sido así, Christy dudaba mucho de que
hubiese advertido los tontos sueños de su hija. Su madre nunca la había
alentado a creer que el matrimonio, una familia y un hogar, debían ser la
meta en la vida de una mujer. Sólo sus lecturas y su personalidad
romántica e infantil la habían conducido por ese camino. Christy ignoraba
que un hombre y una mujer podían sentirse intensamente atraídos sólo
por el sexo.
Simón había intentado decírselo, recordó Christy. Antes de abandonar la
playa, él se había vuelto hacia ella y le había preguntado de forma sombría:
–Sí sabes lo que quiero de ti, ¿verdad, Christy?
Y ella, creyendo que se refería a que quería su amor, replicó:
–Sí, y yo también lo quiero...–contestó, sin darse cuenta de que se estaba
comprometiendo a mantener una relación sexual con él. Era evidente que
no la amaba, pero ella continuó engañándose hasta que Simón le dijo la
verdad: nunca la había amado y no tenía ninguna intención de casarse con
ella.
Con un suspiro, Christy se puso de pie y apagó el tocadiscos. Después se
fue a su dormitorio. Era irónico pensar que sexualmente seguía siendo una
mujer inexperta, pero ahora conocía muy bien las reacciones de su cuerpo.
Hubo un tiempo en que Christy intentó encontrar un hombre al que
deseara para que la liberara de su virginidad. Pero no lo encontró y con el
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paso de los años su virginidad se volvió un problema. Se sentía
ligeramente ridícula por no haber despertado sexualmente a los
veinticuatro años y a veces se preguntaba por qué la naturaleza había sido
tan cruel con las mujeres. Mientras se metía en la cama, se convenció de
que había tomado la decisión correcta al negarse a trabajar para Simón. Si
los periódicos no mentían, no le sería difícil encontrar otra ayudante.
A la mañana siguiente, Christy se despertó muy temprano. El sol acababa
de salir y se quedó acostada, con los ojos cerrados, disfrutando del calor
que se filtraba por los cristales. Un calor engañoso como los sentimientos
de Simón. De pronto su imaginación fue invadida por el hombre que tanto
había amado: Simón con pantalones de tenis, Simón con pantalón
vaquero. Fuerte y ágil cuando trabajaba en el jardín. Iracundo la noche que
riñeron. Arrollador, la última noche antes de su partida. Christy no
conseguía recordar cómo empezaron a discutir.
Ocurrió de pronto, como las tormentas de verano. Su madre había ido con
Jeremy a ver a una amiga enferma. Y ella y Simón se quedaron solos en
casa. Y Christy quiso aprovechar la ausencia de su madre para oírle decir
que la amaba. Subió a su habitación y, enlazando los brazos alrededor de
su cuello, imploró en silencio un beso. Simón, primero se apartó, pero en
seguida se acercó a ella y la besó con una ira hambrienta que la
escandalizó. Él la soltó y le preguntó con voz ronca:
–¿Qué es lo que quieres de mi, Christy? ¿Esto?–la besó de nuevo,
obligándola a entreabrir los labios. Christy estaba temblorosa cuando él la
soltó–. ¿O hay un precio por tu amor? ¿Es a mí a quien quieres? ¿Realmente
a mí?
–¡Tú sabes que te amo!–exclamó ella.
–Entonces ven ahora conmigo a la cama–replicó él–. Ven y demuéstrame
cuánto me amas–ella titubeó, tensa e insegura–. ¿Qué te pasa?–preguntó
Simón, con aspereza y un gesto despectivo–. ¿Estás segura de que es a mí
a quien amas o simplemente a la idea de estar enamorada? ¿Es a mí a quien
quieres, Christy, o es al matrimonio? Porque, espero que me creas, el
matrimonio no figura en mis planes. Tengo demasiadas cosas que hacer en
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la vida para atarme a una sola mujer–le dijo con brutalidad–. Si quieres ser
parte de ese tipo de vida, está bien, pero no puedo ofrecer nada
permanente...
–¡Tú no me deseas!–gritó ella, llena de dolor.
–Ah, sí te deseo–replicó él con tono cortante y los ojos fulgurantes sobre
su piel.
–Pero yo te amo.
Él soltó una risa áspera y amarga.
–Lo que tú sientes no es amor–le replicó con crueldad–. Es puro y simple
deseo. No tienes la experiencia necesaria para amar a alguien, eres poco
más que una niña. Demasiado temerosa para vivir tu propia vida... Y
quieres el matrimonio como un manto protector.
Ella gritó con angustia, odiándolo porque la despojaba de todos sus
sueños.
Durante todo el día siguiente, Christy trató de evitarle, pero por la noche
no consiguió dominar sus deseos y entró en su habitación. Simón estaba
dormido. Se había apartado las sábanas y Christy contuvo el aliento al
verlo completamente desnudo. Con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a
la cama. De pronto él abrió los ojos y durante un instante, se quedaron
mirando uno al otro. Luego Simón se incorporó.
–¿Qué haces aquí?–le preguntó, con suavidad.
–Quiero que me hagas el amor–lo dijo con toda la calma que pudo y sus
ojos lo desafiaron a rechazarla. Si ese era el sacrificio que le exigía para
demostrarle su amor, estaba dispuesta, a hacerlo. Sin duda parecía toda
una heroína trágica, reflexionó Christy.
–¿Ahora sí?–Simón le hizo sitio en la cama y sus expertas manos la
despojaron del camisón, mientras sus misteriosos ojos le recorrían el
cuerpo–. Estáte quieta, corderita mía–murmuró, al inclinarse hacia ella–. Tú
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lo has querido, ¿recuerdas?–su ardiente boca cubrió la suya, y su tacto
embriagó sus sentidos, haciéndola olvidar todo lo demás. Una exaltación
salvaje recorría sus venas. Y una arrolladora pasión la instaba a seguir
adelante–. Espero que recuerdes que esto es sólo lujuria–musitó él contra
su boca y, al instante, la pasión de Christy desapareció.
–¿De verdad no me amas?–tartamudeó Christy, llena de dolor.
–No, no te amo. Si te hago mía ahora, será porque mi cuerpo anhela el
tuyo. Eso es todo, Christy, y si fueras sincera, admitirías que a ti te ocurre lo
mismo–su burla la hizo enrojecer de vergüenza.
–¡No!–la negativa estalló en sus labios al salir de la cama. Todo su deseo
había desaparecido y en su lugar sólo había una profunda humillación. No
recordaba nada más, excepto que había pasado el resto de la noche
llorando en su habitación.
Sólo su orgullo le permitió enfrentarse a Simón al día siguiente. Christy
rechazó su invitación de jugar al tenis. No comprendía cómo él podía
ignorar lo que había sucedido.
El resto de la estancia de Simón, Christy lo trató con fría cortesía. Pero
cuando se fue, se desmoronó. Y entonces descargó sus penas en su
madre.
Georgina suspiró y se culpó por no haberse dado cuenta de nada.
–Simón es un hombre solitario, querida–le dijo–. También es por desgracia
para ti, un hombre muy sensual. No te preocupes, se te pasará–aseguró,
pero Christy no la creyó entonces.
Desde luego, con el tiempo se le pasó, pero la humillación que había
sufrido, había dejado una dolorosa huella. Como no conseguía dormirse,
Christy se levantó y se bañó.
Estuvo leyendo en su habitación hasta que amaneció. Después bajó a la
cocina y empezó a preparar una bandeja con el desayuno de su madre.
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Georgina, por lo general, se acostaba tarde y prefería desayunar en la
cama.
Christy estaba echando el agua en la tetera, cuando oyó que alguien abría
la puerta trasera. El jardinero no iba los jueves, ni la señora Carver iba a
limpiar. Christy se volvió lentamente. Tenía todos los nervios en tensión y,
entonces sus ojos se encontraron con los de Simón, que estaba apoyado
contra la puerta de la cocina. Los seis años pasados, le habían cambiado
muy poco.
Quizá estaba un poco más delgado, pero su cabello seguía igual de negro,
su piel igual de bronceada y sus ojos de un dorado increíble.
–Hola, Simón–le dio gusto que la voz le saliera tan tranquila.
–Sigues siendo una buena hija, por lo que veo.
–A mi madre le gusta desayunar en la cama y a mí me gusta levantarme
temprano–Christy conservó la voz deliberadamente neutral–. ¿Has venido
a verla?
–No, he venido a verte a ti, como sabes muy bien. ¿Por qué no quieres
trabajar para mí?
–¿Por qué habría de hacerlo?–respondió Christy.
–¿Todavía no me has perdonado?–Simón frunció los labios con desdén y
eso la enfureció. Arqueó las cejas y lo miró con frialdad.
–¿Por haberme invitado a compartir tu cama? Querido Simón, ya soy lo
bastante grandecita para saber lo que eso significa, un homenaje que no
merecía mi patética falta de experiencia.
–¿De verdad?–la voz de él tenía una leve ironía .– ¿Qué tratas de decirme,
Christy? ¿Que si pudieras elegir ahora, harías una elección diferente?
–Recuerdo bien que no pude elegir nada–replicó con calma, pero él la
confundió diciendo:
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–Estabas muerta de miedo de que te hiciera el amor. Aunque creías que
sólo así podrías casarte conmigo.
–Eso no es verdad–la negativa fue un grito de dolor y el rostro palideció
bajo el bronceado.
–¿Qué importa ahora? Eso pasó hace mucho tiempo. ¿Por qué no vienes al
Caribe conmigo? ¿Qué temes? ¿Que trate de hacerte el amor?
–De ninguna manera–repuso ella con sequedad–. De hecho, no siento
miedo, sólo desinterés.
Simón se acercó, le cogió la barbilla, y con una expresión burlona, le dijo:
–Vaya, vaya, te has hecho mayor de verdad, ¿eh? ¿Y qué has hecho con tu
vida durante estos seis años?–su voz sugería cierto desprecio, y si antaño
su cinismo la amilanaba ahora la enfurecía.
–Vivir bien–replicó Christy con dulzura, mientras se libraba de su mano–.
¿No lo sabías? Es la mejor venganza.
–Conque creciste con ese espíritu de venganza, ¿verdad? Sería interesante
averiguar lo profunda que es tu armadura.
–Lo suficiente para tratar con hombres como tú, Simón– respondió Christy
con frialdad–. Por favor, deja de provocarme y vete a buscar a alguien que
quiera trabajar contigo.
–¿Estás segura de que te soy indiferente?–se burló él, cogiéndola por la
muñeca–. Si es así, demuéstralo y ven a trabajar conmigo.
–No necesito hacer eso–le dirigió una sonrisa forzada.
–Ven conmigo y te prometo que no pondré a prueba tu indiferencia.
Su arrogancia la enfureció y sus ojos fulguraron, sombríos.
–¿Por qué yo?–preguntó Christy, con amargura–. Podrías elegir a cualquier
otra.
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–Eso es muy halagador, pero no estoy dispuesto a arriesgarme. De ti, en
cambio, estoy seguro.
–Búscate un ayudante masculino, si tienes tanto miedo de
comprometerte.
–Un hombre no estaría dispuesto a cocinar y limpiar–repuso él, con
arrogancia–. Trato de mantener lo que estoy haciendo lo más secreto
posible. Puedo manejar el barco que usaremos yo solo y no quiero más
gente inmiscuida en esto que la necesaria. Tú eres perfecta para ese
puesto.
–Y además no estoy interesada en compartir tu cama–hirvió Christy.
–No me preocupa compartir mi cama, sino lo que esperan que pague por
el privilegio de gozar de los favores de mi compañera–replicó él con
cinismo.
–El mismo Simón de siempre.
–Desde luego. Ahora, dime, ¿vendrás conmigo?
–¿Y si me niego?
–Entonces, tal vez me quede por aquí para ver lo profunda que es tu
indiferencia, gitana–se rió de la expresión de Christy–. Ven conmigo. En el
fondo quieres hacerlo. ¿Cómo puedes preferir quedarte aquí durante el
verano, en vez de pasarlo en el Caribe?
–Pues así es, sobre todo si el Caribe te incluye a ti.
–¿Vendrás?–su pulgar acariciaba su muñeca y Christy necesitó de toda su
fuerza de voluntad para no responder a sus solapadas caricias. No lo
amaba. Ni siquiera le parecía muy atractivo, pero su cuerpo reaccionaba
ante él.
«Simón tenía razón», pensó ella con tristeza, «sólo sentía deseo sexual».
«¿Por qué no me voy con él? Así sabrá cuánto he cambiado».
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–¿Por qué no? Pero sólo seré tu ayudante.
–Si eso es lo que quieres–él se encogió de hombros–. ¿Eso fuiste para
Miles? ¿Su ayudante?
Su pregunta la cogió desprevenida. Christy estuvo a punto de decirle la
verdad, pero se contuvo y contestó con calma.
–Realmente, Simón, no creo que mis relaciones con Miles sean asunto
tuyo.
–No. Pero ahora está en las Bahamas y es probable que nos encontremos
con él. Te advierto que está muy interesado en otra mujer.
–Petra Finnegan–repuso Christy, con frialdad–. Sí, yo también leo los
periódicos.
–Umm. Y obviamente no estás celosa–sus ojos la examinaban con
intensidad–. Aunque, supongo que él no fue tu primer amante.
Su comentario la enfureció y repuso, con voz tensa:
–¿Qué te pasa, Simón? ¿Te arrepientes de no haber sido el primero?
–¡Por supuesto que no!–él se rió y la soltó–. Las virgencitas tímidas no son
de mi estilo, Christy, y tú deberías saberlo.
Ella casi perdió el control por la crueldad de su comentario, pero su sentido
del humor la ayudó.
–Tienes razón–convino, con suavidad–. Por suerte para mí, es una aversión
que no todos los hombres comparten–siguió un breve y tenso silencio.
Luego, Simón dijo, con tono burlón:
–Ya está bien, Christy. Se acabó el juego. Ahora, ¿podemos hablar de
negocios? No tengo mucho tiempo.
–Es problema tuyo. ¿Y si me niego?
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–Encontraré a otra persona, no es imposible. Aunque tú eres la ayudante
que quiero.
–Y tú siempre obtienes lo que quieres, ¿verdad?
–Trato de hacerlo–convino él, con suavidad–. Ahora, ¿vas a subirle el
desayuno a Georgina y a contarle las nuevas noticias?
Su madre ya estaba despierta cuando Christy subió.
–Simón está aquí–anunció con viveza, al entrar en el dormitorio–. Sí le
dijiste que no quería yo ese empleo, ¿verdad?
–Claro que sí, querida–su madre apartó la vista.
–Dijiste que Jeremy sugirió que yo hiciera ese trabajo–la presionó Christy–.
Sin embargo, Simón me ha dicho que fue idea suya.
–Tal vez ya lo había discutido con Jeremy–insinuó Georgina–. Le dije a
Jeremy, que no te interesaría. Pero tampoco podía decirle mucho, sin
recordarle lo que sucedió hace seis años.
–He aceptado ir con él–Christy apretó los labios, cuando vio la expresión
de su madre–. Me hizo una oferta que no pude rechazar–dijo, con sombrío
humor–. Un caso de soborno nada sutil. Además, no tengo otra cosa en
perspectiva.
La ansiedad oscureció los azules ojos de su madre.
–Querida, ¿estás segura? ¿No estás haciendo esto sólo por jactancia?
–¿Para ocultar mi corazón roto?–se burló Christy–. No, mamá. Lo de Simón
se me pasó hace mucho tiempo. Tan sólo el orgullo me arde de vez en
cuando. Como él mismo me dijo entonces, de lo único que sufría yo era de
un enamoramiento de adolescente y deseo. Él era, como dijiste muy bien,
un hombre extremadamente sensual.
–Y todavía lo es–le advirtió su madre.
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–Olvídalo. Soy inmune a él... Estoy vacunada de por vida. Más vale que baje
a averiguar si piensa quedarse a comer. Aunque creo que tiene algo de
prisa.
–Le oí decirle a Jeremy que tenía anclado el yate en Santa Lucía. Supongo
que querrá ir allí lo antes posible. Querida, antes de que bajes–murmuró
Georgina, de pronto–, ¿quieres ver si encuentras mis notas? Me llegó
repentinamente una idea anoche...
Las notas se habían caído de la mesita de noche y Christy tardó varios
minutos en encontrarlas. Dejó a su madre estudiando su nueva idea y bajó,
preguntándose a qué se había comprometido exactamente. Ahora ya no
podía retroceder. Simón había manipulado sus emociones con habilidad,
pero ella ya no tenía dieciocho años.
Todo eso formaba parte del pasado y ahora lo mejor que podía hacer era
tratarlo como si fuera Miles o su madre. Era simplemente otro escritor con
el que iba a trabajar. Alguien que le daba la oportunidad de ver una parte
del mundo que siempre había anhelado conocer. Él ya no tenía poder para
herirla o humillarla. Aquello ya había terminado.
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Capitulo 3
V
olaron a Santa Lucía tres días después. El Stormsurf, el yate de Simón
estaba anclado en el puerto de Castries.
Desde allí, navegarían hasta la diminuta isla de St. Paul, que era su base de
operaciones.
Christy se alegró de haber conservado la ropa que había utilizado en la
India el verano anterior. Necesitó una mañana completa para preparar el
equipaje.
–Trajes de baño, pantalones cortos, vaqueros, etc, esa es la ropa que vas a
necesitar–dijo Simón–. No te molestes en llevar equipo de buceo, lo
adquiriremos allí.
Ahora se dirigían a las Antillas. Simón estaba ensimismado leyendo unos
papeles. Y Christy continuaba sin tener una idea clara de lo que iba a hacer.
Él le había dicho que quería encontrar los restos de un barco naufragado.
Además le había dado un pequeño informe sobre el hombre al que iba a
convertir en el protagonista de su novela, pero aún no había tenido tiempo
de leerlo.
Christy intentó relajarse. Nunca le habla gustado volar, pero lo que
realmente odiaba era el despegue y el aterrizaje.
–Siento tener que hacer esto...–Simón levantó la cabeza y le sonrió.
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Christy había notado las miradas que le lanzaba la azafata, lo cual no era
de extrañar. El debía ser el hombre más atractivo del avión. Se regañó a sí
misma por ese pensamiento.
Christy no quería reconocer que no había podido deshacerse de su antigua
admiración por él. Pero sus antiguas emociones se habían despertado,
sorprendiéndola y sacudiendo los cimientos de confianza en sí misma que
con tanto trabajo había construido.
–Jeremy me dio estos papeles a última hora. Son detalles del viaje, de
parte de Dee Harland. Jeremy sabe que me gusta revisarlos
personalmente. Dee es la agente de publicidad que Jeremy tiene en los
Estados Unidos...–le explicó Simón.
–Sé muy bien quién es Dee–le dijo Christy, molesta porque la creyera tan
ignorante–. Ella y yo nos conocemos–observó cómo se entrecerraban los
ojos de Simón–. No me he pasado estos seis años dormitando en el
campo–añadió–. La conocí durante el último viaje de mi madre a Estados
Unidos.
Christy sintió una breve satisfacción al subrayar el hecho de que ya no era
esa niña. De hecho, aunque lo había pasado bien en Estados Unidos,
prefería la calma de la campiña inglesa y creía que viajar no era esencial
para tener una mente abierta. Ella prefería vivir sus aventuras a través de
los libros.
¿Era un crimen querer vivir de forma apacible? Su espíritu sólo deseaba la
quietud. No encontraba placer en la aventura, ni en la competencia. Tal
vez fuera arrogante sentirse satisfecha con las metas que se había fijado,
en vez de preocuparse por alcanzar las fijadas por los demás... Quizá,
después de su experiencia con Simón, había optado por alejarse de esas
cosas.
–¿Y qué pensamientos tan profundos ocupan tu mente, si se puede
saber?–la voz de Simón la frenó.
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–Sólo me preguntaba qué nos darán de comer–respondió ella, mirándolo a
los ojos.
–No mientas–Christy vio su expresión burlona–. Antes no ocultabas tus
pensamientos.
–La vida enseña muchas cosas–convino con ligereza.
–Estás ansiosa de persuadirme de lo mucho que has cambiado.
Christy contuvo el aliento unos segundos, antes de contestar:
–Eres tú el que insiste en hacer comparaciones.
Simón no dijo nada, pero su sonrisa la asustó. Por eso Christy se alegró
cuando él empezó a preguntarle cosas de la India.
Durante la siguiente hora, charlaron amigablemente. Para Christy trabajar
junto a Miles y ayudarlo en su investigación había sido un reto, pero ella
había disfrutado de cada minuto. La India era un país misterioso y lleno de
sorpresas.
Mientras hablaban, Christy tuvo que contener las ganas de hacerle un
retrato. Sus facciones eran tan viriles y su cuerpo tan atlético, que
dibujarlo siempre era un placer visual. Recordó los bocetos que le hizo en
el pasado y lo examinó disimuladamente.
Simón parecía un hombre más tranquilo que el que ella conoció aquel
verano. Su rostro se había endurecido un poco y el cinismo de su mirada
era más notorio. Era un hombre fácil de amar, pero difícil de conocer.
Christy sabía muy poco de su pasado. Sólo había sido capaz de adorarlo,
cuando lo conoció.
–Dime algo más sobre lo que estás haciendo–le pidió Christy en un
intervalo de charla–. Sé que quieres investigar a este supuesto pirata,
pero...
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–La idea de escribir su historia se me ocurrió el año pasado, cuando estaba
de vacaciones con unos amigos en St. Paul. Habían alquilado una mansión
colonial, que incluía el casco de lo que antaño había sido la casa de Kit
Masterson. Tuve curiosidad. Comencé a hacer preguntas a los isleños y
conocí su leyenda–Simón se detuvo, pero Christy le pidió que siguiera.
–Cuenta más, por favor.
–Sé muy poco. Parece que Kit Masterson viajó originalmente con Drake,
cuando era un muchacho. El tiempo y el favor de la reina Isabel, le
convirtieron en uno de los muchos capitanes ingleses que acosaban a los
españoles. Sin duda, usó el dinero que había ganado con Drake para
comprar su propio barco. Por lo visto, durante el saqueo de un galeón
español, Kit raptó a Isabella, una joven a quien su familia enviaba desde
España para casarse con el hijo del gobernador de una de las colonias.
»Primero, pidió rescate por ella, pero el gobernador no quiso aceptar
como esposa de su hijo único a una mujer que había sido raptada por los
ingleses, alegando que ya no podía garantizarse su virtud. De forma
similar, los padres de la joven tampoco quisieron pagar ningún rescate por
ella... Tenían otras hijas para quienes encontrar maridos, así que Kit
Masterson se la llevó a St. Paul. Las Antillas, en aquel entonces, estaban
infestadas de piratas, en especial Jamaica. St. Paul era una isla pequeña y
los arrecifes que la rodeaban eran lo bastante peligrosos para tener
alejados a los piratas.
»Kit Masterson se construyó una casa aquí, tuvo un hijo con Isabella y se
casaron. La reina Isabel murió, James subió al trono y muchos de los
capitanes piratas fueron puestos fuera de la ley. James quería la paz con
España. Kit Masterson, que ya era un hombre rico, vio lo que sucedía y
viajó a Londres para conseguir el perdón. Ya tenía dos hijas más y bastante
oro para vivir el resto de su vida con lujo. Como te dije, St. Paul está
rodeada por unos arrecifes muy peligrosos, con corrientes muy
traicioneras, pero Kit había encontrado un canal seguro, que sólo podía
usarse en ciertos momentos de la marea. Había establecido un sistema de
luces desde la ventana superior de su casa, que utilizaba como guía para
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conducir su barco a través de los arrecifes. Cuando volvió de Londres, con
el perdón en el bolsillo, no había luces en la casa. Era una noche oscura y
era temporada de tormentas. A pesar de toda su pericia, su barco se fue a
pique en los arrecifes, pero Kit logró salvarse nadando. Sin embargo,
cuando llegó a su casa, descubrió que había sido saqueada y su mujer y sus
dos hijas asesinadas brutalmente. Después se enteró de que había habido
una incursión de piratas en la isla cuando él se fue. Su hijo había logrado
escapar, al ser confundido con uno de los sirvientes, y le contó lo que
había sucedido. Los piratas buscaban el oro que estaban seguros que él
tenía escondido en su casa. La leyenda dice que estaba tan
apesadumbrado por lo que había ocurrido, que sacó todo el oro de sus
escondites, lo llevó al sitio donde se le había hundido el barco y lo tiró al
agua.
–¿Y tú crees que todavía está allí el tesoro?
–Difícilmente–Simón se rió–. Con el paso de los años, la ubicación exacta
del barco hundido se fue perdiendo. La marejada que azotó Kingston en el
siglo diecisiete sin duda llegó hasta St. Paul y seguro que movió el barco
hundido, si es que realmente existió. En cuanto al oro, sospecho que es
sólo un adorno agregado a través de los años. Dudo mucho que un
hombre tan duro como debió ser Kit Masterson hubiera sucumbido a un
impulso tan emocional. No, el oro, si es que lo hubo, ha de haber
desaparecido hace mucho. Lo que yo quiero descubrir es cuánta verdad
hay en esa historia. Descubrir el barco, no la confirmaría completamente,
pero la convertiría en una leyenda más creíble. Mi novela cubrirá el periodo
de la vida de Kit, de su hijo y de su nieto... Esos tres hombres vivieron en
las Antillas y desempeñaron un papel muy importante en la economía del
mundo... Azúcar, esclavos, la determinación que se requería para ser
europeos en las Antillas...
–Tiene que haber registros de aquellos tiempos.
–No en St. Paul. Si la familia Masterson existió realmente, debieron
gobernar la isla como si fueran sus dueños. Aquí se producía azúcar, pero,
sacarles información a los nativos es muy difícil. No olvides que estamos
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hablando de una parte del mundo conocida por su superstición e
ignorancia.
–¿Vudú? Pero ellos no...
–Tal vez no se practique en la zona más visitada por el turismo, pero estoy
seguro de que los isleños practican el vudú. De todos modos, por ahora
estoy más interesado en el pasado que en el presente. He revisado todas
las crónicas en Londres... Los ministros de la reina Isabel eran muy
cuidadosos con sus registros, y he encontrado una referencia sobre un
collar de perlas que regaló su majestad el capitán del Vellocino de Oro. Ése
era el nombre del barco de Kit Masterson, según me dijeron. Pero no
puedo asegurarlo porque en la crónica no aparece el nombre del capitán.
–¿Y ahora quién es el dueño de la casa?–preguntó Christy, sintiendo un
cosquilleo de excitación. Simón había cautivado su imaginación y estaba
ansiosa por saber más.
–Yo–contestó Simón, después de un breve silencio.
Christy se sorprendió de momento. Seis años atrás, él le había dicho con
vehemencia que la idea de poseer una casa era un anatema para él. Por lo
visto, había cambiado de opinión.
«Todo el mundo cambia», pensó Christy.
Simón permaneció en silencio, tal vez esperando que ella hiciera algún
comentario. Pero, ¿qué podía decirle? No quería que supiera lo mucho que
recordaba las cosas que él había dicho entonces. Parecía decepcionado
porque ella no comentaba nada, pero cuando Christy le preguntó si había
algunos documentos relativos a la casa, le contestó con suavidad:
–Sí, hay algunos, pero, como te dije antes, la casa original fue destruida,
probablemente por un huracán. La actual fue construida en mi
ochocientos ochenta por un soldado de caballería inglés, que había servido
a Wellington. Por lo visto compró la casa porque sus médicos le
aconsejaron que viviera en un sitio cálido. La isla permaneció en manos de
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esa familia hasta la Guerra de los Bóers, en la que murieron sus dos hijos.
Una de sus hijas se casó con el hijo de un industrial inglés, pero en aquella
época la isla ya no era una fuente de riqueza. Hace unos años, hubo un
proyecto para convertirla en un centro turístico, pero está en suspenso
porque no han resuelto el problema de los arrecifes.
Ya era de noche cuando aterrizaron en Santa Lucía. Christy pasó por las
formalidades de inmigración, medio dormida. Todavía no se había
recuperado de la impresión de haberse despertado con la cabeza apoyada
en el hombro de Simón. Simón le dijo que se había quedado dormida
durante la película y cuando le preguntó por qué no la había despertado, le
contestó que le pareció una tontería.
–Ahora sé cómo eres cuando te despiertas por la mañana–se burló él,
mientras esperaban los equipajes–, una cascarrabias.
Christy quiso ignorarlo, pero estaba cansada e irritable, enfadada consigo
misma y con él.
–¿Qué quieres decir?–le preguntó, con tono cortante–. ¿Que has cambiado
de opinión respecto a que sea tu ayudante?–él alzó las cejas.
–Vaya, vaya, sí que eres susceptible, ¿eh? Es bueno saber que puedes ser
humana y que no siempre puedes controlar tus emociones–la hizo sentir
ridículamente inhibida y anheló tener la viveza mental para darle una
réplica ingeniosa, pero su cuerpo le dolía de sueño, y se sentía sucia y
agotada por el viaje.
Sintió unas ridículas ganas de llorar, cuando Simón le dijo que tenían que
atravesar en coche toda la isla.
– Y te advierto que la carretera está llena de baches–el camino era horrible
de verdad, las sacudidas la mantuvieron despierta hasta Castries. El yate
de Simón no estaba anclado en el puerto principal, sino en una pequeña
dársena a un kilómetro de allí–. Forma parte del hotel en el que tenemos
reservadas dos habitaciones para pasar esta noche. Mañana
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necesitaremos todo el día para comprar lo que necesitamos y tú podrás
recuperarte de la falta de sueño y del cambio de horario.
Christy digirió en silencio sus palabras y se preguntó cómo lograba él
mantenerse despierto. Simón siempre le había parecido un tipo duro, un
hombre capaz de enfrentarse a cualquier problema.
«¿Cuál será su pasado?», se preguntó Christy.
La dársena estaba bordeada por un camino, bastante ancho, que conducía
a un aparcamiento. En contraste con Castries, estaba bien alumbrado por
hileras de faroles de colores. Había gente, la mayoría eran turistas, que
paseaban por la plaza. También había algunas tiendas y un par de
restaurantes.
–Todo esto es propiedad del hotel–le informó Simón.
Un grupo en especial llamó la atención a Christy. Cinco o seis hombres
rodeaban a una joven preciosa. Su cuerpo era esbelto y delicado, y su larga
melena rubia brillaba como el oro a la luz de los faroles. «Es tan bonita y
perfecta como una muñeca de porcelana», pensó Christy con envidia. Hizo
una mueca de pesar, mientras comparaba su cuerpo de amazona con su
apariencia. Su aspecto de gitana salvaje ya no la incomodaba y a veces la
divertía ver cómo reaccionaba la gente con ella. Aunque solía ser un
fastidio convencer a los hombres de que su imagen no era el reflejo de su
personalidad.
Simón salió del taxi y abrió la puerta para que ella bajara, pagó al
conductor y sacó las maletas.
–Hay sólo unos metros de aquí al hotel y he pensado que te gustaría ver el
yate antes de subir a la habitación–de pronto, la chica rubia se apartó de
sus amigos y lo llamó:
–¡Simón!
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«Tiene una voz muy chillona», advirtió Christy, y no tuvo tiempo de pensar
nada más, porque de pronto se encontró en brazos de Simón. Intentó
luchar, pero fue incapaz de vencer su fuerza.
–No digas nada–le advirtió–. Sígueme la corriente, por favor.
Aunque quisiera, Christy no podía decir nada. Simón la había silenciado
poniendo su boca sobre la suya. Hacía seis años que no sentía esos firmes
labios y, aunque la habían besado muchas veces desde entonces, se
alarmó al descubrir que la realidad era superior a los recuerdos. Mantuvo
los labios apretados, negándose a relajarse en sus brazos, pero tampoco
luchó contra él. Con los ojos abiertos, sostuvo el fiero fulgor de su mirada,
preguntándose si su ira era porque ella se negaba a responderle o porque
había considerado necesario ese beso.
Pero, ¿por qué iba a querer Simón que ella le respondiera?, se preguntó,
luchando contra las sensaciones que despertaba en ella la mano de Simón.
Él la apretaba contra su cuerpo y su boca se movía sobre la suya de una
forma muy sensual…
«Tal vez no debería luchar contra él», pensó Christy. «Quizá se dé cuenta
de que aún no lo he olvidado»
–Por Dios, relájate y trata de aparentar que disfrutas–musitó él, y eso
reforzó la opinión de Christy. Un chispazo de ira le rozó la punta de los
nervios.
¿Quién era él para suponer que la podía utilizar como a un juguete? Así que
quería que lo vieran abrazado con ella, ¿eh?
Con toda intención, Christy dejó que su cuerpo se relajara y se movió
indolentemente contra el cuerpo de Simón. Alzó los brazos para rodearle
el cuello y sus labios se entreabrieron. El leve estremecimiento que la
recorrió al sentir que Simón aumentaba la presión, no fue intencional.
«Cuidado», se advirtió, «mucho cuidado».
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–Simón–la joven puso fin al beso, pero antes de que él levantara la cabeza,
Christy murmuró contra su boca:
–Espero haberte satisfecho–sabía que la había oído, pues sus ojos brillaron
como el oro cuando la soltó. «Cielos, a su lado parezco Goliat», pensó
Christy, que en seguida advirtió que el aspecto infantil de la joven sólo era
una pose. Los ojos azules de la rubia desprendían veneno, mientras
observaba despectivamente el rostro y la persona de Christy.
–Simón, querido, ¿dónde has estado?–la rubia parecía no haber visto a
Christy.
Ella jamás habría interrumpido a un hombre que estaba con otra mujer.
–En Londres–repuso Simón con calma–. Mary Lou, permíteme presentarte
a una vieja amiga, Christy.
«Así que es norteamericana», pensó Christy, al oír su nombre. La rubia le
lanzó una mirada despectiva y no volvió a preocuparse de ella.
–Te perdiste mi fiesta de cumpleaños–un puchero provocativo acompañó
a esas palabras y Christy sintió vergüenza ajena. Tal vez era mejor no ser
una muñeca bonita, después de todo.
–Discúlpame, pero no pude evitarlo.
–No importa, puedes compensarlo, llevándome a cenar mañana.
–Lo siento, Mary Lou, eso es imposible. Christy y yo salimos para St. Paul
mañana.
La rubia no disimulaba la hostilidad de su mirada.
–¿De verdad?–una risa aguda y amarga rompió el silencio que se había
hecho. Christy sintió un poco de lástima por ella. Simón la había rechazado
delante de sus amigos–. ¡Qué romántico!–le dijo con viveza a Christy–.
Espero que no te marees.
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Mientras veía cómo la furiosa rubia se iba con sus amigos, Christy se sintió
cansada y enfadada. Antes de que Simón pudiera decir algo, le murmuró:
–La siguiente vez que quieras deshacerte de una admiradora indeseable,
por favor no me inmiscuyas–sus ojos fulguraron con amargura, al agregar,
sin pensar–: Has cambiado, Simón, antes nunca necesitabas ayuda para
deshacerte de alguien–él soltó una imprecación y retrocedió
instintivamente.
–No sé qué estás pensando–dijo él, con voz cortante–, pero jamás he
tenido una relación sentimental con Mary Lou. Por desgracia, ella es muy
insistente y, cuando falta la cortesía, hay que usar medidas más drásticas.
Su padre es uno de los principales accionistas del complejo turístico y ella
ha crecido bajo la ilusión de que la combinación de su riqueza y su físico es
irresistible. Tal vez tendría más suerte, si no abriera la boca–agregó Simón,
irónico–. Además–miró a Christy y sonrió, haciendo que la calidez de su
sonrisa le recorriera todo el cuerpo–, las niñas bonitas, rubias y dulzonas
nunca me han gustado, como tú sabes muy bien.
–Es una lástima que no me lo hayas dicho antes. Me habría comprado una
peluca rubia–de inmediato Christy se arrepintió de sus palabras, que
sugerían la posibilidad de una relación diferente.
–Creo que ninguno de los dos está de humor para visitar el yate. Tú te
estás cayendo de sueño. Subamos al hotel a descansar.
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Capitulo 4
–¿
T
e gusta?–estaban en la dársena, observando el yate de Simón.
Christy había navegado en su adolescencia y sabía lo suficiente de barcos
como para reconocer la potencia y la elegancia de éste–. Cuando puedo,
me gusta usar las velas, pero también tiene un excelente motor, que
vamos a necesitar para nuestro trabajo. Sólo podremos sumergirnos en
ciertos momentos y no siempre corresponderán con los vientos
favorables. ¿Quieres echarle un vistazo?–Christy asintió con la cabeza y lo
siguió por una escalera hacia la cubierta. Simón la llevó primero a los
controles, explicándole cada uno–. Puede haber algún momento en que
tengas que tomar el mando, pero primero me aseguraré de que aprendas
a manejarlo. Todo es bastante sencillo.
–El salón es bastante amplio–dijo Christy, cuando llegaron allí.
–Podría servir de habitación, pero en este viaje no la necesitaremos. Es un
yate grande. Hay dos camarotes dobles, con un cuarto de baño en medio y
una cocina. Ven a verla–Simón empujó una puerta y Christy echó un vistazo
a la pequeña habitación–. Tú podías haber elegido, pero no hay nada que
elegir y mis cosas ya estaban aquí–cerró la puerta y abrió otra–. El cuarto
de baño–también estaban bien equipado, con ducha y bañera–. Y éste es
tu camarote–era una réplica del suyo, pero al otro lado del yate–. La
puerta no tiene cerradura con llave, pero le podemos poner una, si lo
consideras necesario.
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La estaba aguijoneando, estaba segura Christy. Lo miró con calma y dijo:
–No la necesito. Estás bastante seguro conmigo, Simón. A diferencia de
Mary Lou, yo no necesito que refuerces el mensaje. Lo recibí claramente la
primera vez. Sé muy bien que no me deseas y...–no pudo continuar
diciéndole que la falta de deseo era mutua, porque él se la quedó mirando,
apoyado contra la puerta, con los brazos cruzados. Estaba jugando con
ella, de eso estaba segura. ¿Por qué? ¿Querría dejar muy claro que no
sentía nada por ella? Si era así...
–Me pregunto, ¿de dónde has sacado esa idea?–lo dijo con voz tan baja, y
ella estaba tan ensimismada en sus pensamientos, que tardó varios
segundos en comprenderle–. Nunca dije que no te deseaba, Christy–
añadió, con suavidad–. Sólo dije que no quería casarme contigo–sus
palabras fueron un choque tal para Christy, que no pudo disimularlo.
–Pero me rechazaste–le recordó ella–. Cuando fui a tu habitación.
–Eso no fue rechazo–la cogió de los brazos y la miró a los ojos–. ¿No has
madurado mucho durante estos seis años? No mucho, si todavía piensas
así–estaba enfadado y ella también empezó a enfurecerse–. Claro que te
deseaba–afirmó categóricamente–, pero fuiste a mi habitación dispuesta a
cambiar tu virginidad por un anillo de boda, y eso fue lo que rechacé.
Sus palabras la detuvieron tanto como una bofetada, aunque no había
animosidad en ellas. Simón había vuelto a humillarla. Claro que quería
casarse con él, pensó Christy con rabia. Esperaba que después de hacer el
amor, Simón deseara casarse con ella, pero no había intentado utilizar su
virginidad para obligarlo. Le pareció ridículo decírselo y permaneció en
silencio.
–¿Dónde tendremos el equipo de buceo?–preguntó, y Simón la dejó
cambiar de tema, sin hacer comentarios, y le enseñó los armarios del salón
principal. El buceo sin escafandra y el buceo en alta mar es lo que está de
moda aquí, así que no tendremos problemas para obtener todo lo que
necesitamos–echó un vistazo a su reloj–. De hecho, más vale que vayamos
a comprar ahora mismo. Tardaremos cuatro horas en llegar a St. Paul y
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quiero estar allí antes de que oscurezca, St. Paul es una isla muy pequeña y
la intensidad de las corrientes depende mucho de los vientos. Un día de
estos, empezarán a cambiar y entonces podremos bucear, así que quiero
estar listo.
–¿Y el resto del tiempo?
–He estado tomando notas y quisiera que las mecanografiaras. Además
puedes hablar con Pierre, el jardinero. Él fue el primero en hablarme de la
leyenda. También me gustaría que hicieras algunos bocetos de cómo sería
la casa original. Y también de cómo te imaginas que eran Kit e Isabella...
Siempre me ayuda tener algo concreto para mirar, cuando estoy
escribiendo. Obviamente, nunca sabremos cómo eran en realidad, pero
Jeremy me dijo que tus dibujos ayudaron mucho a Miles en las
descripciones de los personajes.
Era cierto que ella había hecho varios bocetos para Miles, de los
principales personajes de su novela sobre la India, pero entonces tenía
algunas pautas para guiarse. En cambio ahora, cuando trató de visualizar a
Kit, sólo vio a Simón vestido como un pirata de la época isabelina, lo cual
era ilógico. Kit debió ser un hombre rubio y fuerte... El rostro quemado por
el sol y el viento... Las imágenes empezaron a tomar forma en su
imaginación y sus dedos le cosquillearon deseosos de tener un lápiz.
–¿Quieres decir que confiarías en mi juicio hasta ese punto?
–¿Por qué no? Ya has demostrado tus cualidades. Y si no me gusta lo que
haces, te lo diré.
Los rayos del sol hirieron los ojos de Christy cuando subió a cubierta, así
que se puso sus gafas de sol y siguió a Simón a tierra, dejando que la
cogiera de la mano para ayudarla a pasar el muelle. Vio que él la observaba
y se sintió incómoda con sus cortísimos pantalones, muy viejos, pero
cómodos y adecuados para trabajar en el barco. Christy sintió lástima de sí
misma al comparar su aspecto y el de Mary Lou. Christy contuvo un
encogimiento de hombros. ¿Qué importancia tenía lo que llevara puesto?
Estaba aquí para trabajar, no para servir de adorno.
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–¿Ya terminaste?–preguntó con dulzura cuando Simón alzó la vista,
después de una indolente inspección de sus piernas.
–Casi–él sonrió, sin ninguna turbación–. Había olvidado lo largas que eran.
Casi tan largas como las mías–lo dijo con suavidad y Christy no pudo evitar
el sonrojo, al recordar sus cuerpos entrelazados y la poderosas piernas de
Simón aprisionando las suyas. Era una de aquellas tardes en la playa, lo que
recordaba, y su estómago se retorció, protestando. Estaba molesta con
Simón por asentarla a recordar, y dijo con indiferencia:
–No lo recuerdo–el muelle era angosto y estaban muy cerca uno del otro.
Una lucecita traviesa brilló en los ojos de Simón al inclinarse hacia ella y
murmurar:
–¿Quieres que lo compruebe?
Christy sintió que el corazón se le salía del pecho, pero logró dominarse y
contestar con calma:
–Me fío de tu palabra–y Christy se alejó, para escapar del poderoso
magnetismo que su proximidad le producía.
–¡Qué lástima!–le oyó decir a Simón.
«Son recuerdos propios de un hombre como Simón; nada más», se advirtió
Christy mientras caminaba junto a él por los muelles. Parecía estar
interesado por ella, pero sólo podía ser por aburrimiento o porque
constituía un reto para él, mientras que ella estaría en peligro de...
¿De qué? se preguntó Christy, con un escalofrío. Ella era inmune a Simón,
¿no? Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Claro que era inmune. Era
ridículo imaginarse cualquier otra cosa. La tensa excitación que estaba
experimentando estaba provocada por su interés en la historia de Kit,
nada más.
Suprimiendo sus pensamientos con firmeza, siguió a Simón hasta la tienda
de artículos marítimos. Ella estaba allí para efectuar un trabajo, eso era
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todo. Hacer un trabajo y exorcizar un fantasma. El fantasma de su amor
por Simón.
Pasaron cerca de tres horas en la tienda. Simón fue muy meticuloso en la
compra del equipo de buceo para Christy. Aunque el agua del mar era tibia,
necesitaría un traje de buceo para protegerse de cortes y rasguños.
–Recuerda que vamos a sumergirnos hasta unos arrecifes de coral–le dijo
él–, y los cortes del coral son muy peligrosos. Los equipos de buceo,
aunque eran americanos, funcionaban de forma muy sencilla. Hacía
bastante tiempo que Christy no había buceado, pero de pronto le volvió a
la memoria todo lo que le habían enseñado y, cuando al fin salieron de la
tienda, estaba de muy buen humor.
Fueron al hotel para recoger el equipaje y, después de una comida ligera
volvieron a los muelles. El dueño de la tienda, tal como había prometido,
envió todo al yate. Y mientras Christy revisaba las cosas, Simón se fue a
comprar provisiones.
–Sobre todo llevaremos alimentos secos y congelados–dijo él–. Estaremos
en el yate breves periodos de tiempos, dos o tres noches como mucho.
Nuestra base será St. Paul y sólo tendremos que estar en el mar si
encontramos algo interesante.
Simón volvió justo en el momento en el que Christy terminaba de revisar
los equipos. Y durante varios minutos trabajaron con eficiencia guardando
todo lo que él había comprado.
–Cuidado, esto pesa mucho dijo él y le dio una pequeña maleta.
–Es mi máquina de escribir portátil. No sabía si tenías una y es muy
cómoda–le aclaró Christy.
–Hay una normal en la casa... No es eléctrica, porque nuestro generador de
electricidad es muy temperamental, y uno no puede fiarse de él. ¿Estamos
listos para zarpar?
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Christy asintió y subió a cubierta para ayudarle. Se paró junto a él y
observó cómo se alejaba el puerto. Tal como había dicho Simón, el yate
podía manejarse hasta con una mano. Ahora, para ahorrar tiempo, él
utilizaba el motor e invitó a Christy a acompañarlo y a coger el timón.
Cuando le demostró que lo podía manejar, él le enseñó algunos mapas.
–Este es de los mares que rodean a St. Paul. Puedes ver lo profunda que es
el agua fuera de los arrecifes. Yo creo que St. Paul era una isla más grande,
que se hundió parcialmente. Estas islas son volcánicas y están sujetas a
cambios estructurales. En tiempos de Kit Masterson, obviamente sólo
había una ruta segura para entrar en la laguna. Ahora hay varias fisuras
naturales, creadas por movimientos volcánicos, pero eso nos dificulta
precisar con exactitud el sitio donde pudo hundirse el barco. Aunque lo
que ha causado más problemas es que la casa original haya sido destruida.
Como verás cuando lleguemos, la casa está construida en un saliente de
tierra, de modo que mira al mar por tres lados. Después de estudiar los
vientos y las cartas de navegación, creo que el canal de Kit estaba
probablemente por aquí–Simón dibujó un círculo con un lápiz sobre el
mapa–. Por desgracia, ese también es el lugar donde las corrientes son
más fuertes–dejó el lápiz a un lado y frunció el ceño–. Cuando nos
sumerjamos, siempre estaremos atados a un cable y estaremos abajo una
hora como máximo cada vez.
–Los tanques tienen bastante oxígeno para dos horas, más veinte minutos
de la reserva.
–Lo sé, pero no quiero correr riesgos. Una hora será nuestro límite de
tiempo.
–¿No has pensado utilizar la fotografía aérea?–preguntó Christy–. Se han
localizado varios barcos hundidos, con ese medio.
–Sí, se me ocurrió, pero, si todavía está ahí, sospecho que el Vellocino de
Oro está destrozado y cubierto de coral. No creo que pueda salir nada en
una fotografía.
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Soplaba una brisa agradable y suave. Christy había olvidado el placer de
estar en alta mar, y se sintió contenta de estar allí.
–Esto es muy diferente de nuestro Canal de la Mancha comentó, echando
la cabeza hacia atrás, para que el viento le levantara el pelo y le refrescara
la nuca–. ¿Dónde aprendiste a navegar?–Christy nunca le había hecho
preguntas sobre su pasado. Él simplemente llegó a su vida y la dominó.
¿Qué sabía de él? Las biografías, sus libros, revelaban muy poco y ella no
recordaba haberle oído hablar sobre su familia o su niñez.
–Me lo enseñó un escocés muy severo–Christy esperó a que él continuará–
. A diferencia de ti, yo no tuve una niñez encantada, Christy. Fui hijo
ilegítimo y mi madre me abandonó. Me adoptaron, pero no resultó. La
pareja que me adoptó tuvo un hijo un par de años después y, con razón o
sin ella, yo me sentí desplazado. Cuando cumplí doce años me escapé y fui
a Londres, donde pase dos días de penalidades como muchos otros
muchachos, hasta que me detuvieron por robar fruta. Un juez dictaminó
que debía pasar un mes en un centro de rehabilitación, en Escocia. Lo
dirigía un bondadoso matrimonio de Liverpool. Aprendí mucho allí sobre
mí y los demás. Durante ese mes comprendí por qué necesitaba rebelarme
y descubrí que la educación era la llave de oro que abría todas las puertas.
Cuando volví a casa, trabajé más duro en la escuela y descubrí que
disfrutaba con ello. Después obtuve una beca para estudiar en Oxford.
Luego probé de todo un poco y vagué por el mundo. Trabajé en un viñedo
en California, en un rancho ganadero en Australia, fui a Africa del Sur, a la
India y volví a Inglaterra, sin saber realmente lo que quería hacer. Conocí a
Jeremy en un cóctel en Londres y algo que él dijo, me hizo pensar en
dedicarme a escribir.
–¿Y tus... padres?–sondeó Christy, con gentileza, atónita por las cosas que
le había dicho.
¿Sería esa indiferencia un escudo que él utilizaba para protegerse del
dolor?, se preguntó Christy.
–Nos vemos de vez en cuando. Toda mi amargura de adolescente se
desvaneció. Ellos hicieron lo que pudieron para ayudarme y, mirando hacia
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atrás, creo que aunque me hubieran criado mis padres naturales, las cosas
habrían resultado igual. Siempre fui un rebelde... inquieto...
–¿Y... tu verdadera madre?–él alzó las cejas–. ¿Has tratado alguna vez de
buscarla?–insistió Christy.
–No durante los últimos diez años. Lo intenté una vez, pero hace mucho
que me convencí de que somos lo que hacemos de nosotros mismos. Eso
de buscar a una madre desconocida, con la creencia de que, si la
encontraba, todas las deficiencias de mi vida se corregirían, era infantil. Mi
madre me abandonó porque era demasiado joven; lo sé por mis padres
adoptivos. Sin duda, ya se organizó una nueva vida: al menos, eso espero.
Sólo seríamos dos extraños. El día que dejé de pensar que si encontraba a
mi madre, eso resolvería todos mis problemas, me convertí en un adulto–
dijo Simón.
Christy estaba asombrada por lo que acababa de oír. Por fin comprendía
por qué Simón era tan inquieto, tan reacio a comprometerse en una
relación permanente.
–Mira–Simón señaló el horizonte–. Ya se puede ver St. Paul–apenas era
una tenue mancha, pero poco a poco se fue haciendo más grande, hasta
que Christy pudo distinguir unas laderas más pequeñas–, en muchas cosas
es similar a Santa Lucía–le dijo Simón–. Si miras a tu izquierda, pronto
podrás ver el promontorio y la casa.
Forzando la vista, Christy pudo verlos y la invadió una gran excitación. La
isla parecía flotar en medio de la tranquilidad del Caribe. ¿Habría pensado
eso Kit Masterson la primera vez que la vio? Sintió ganas de dibujar las
imágenes que se apiñaban en su mente y bajó corriendo al camarote a por
su cuaderno. Enseguida volvió a cubierta y se puso a dibujar con frenesí a
medida que se acercaba a la isla. Simón no dijo nada, estaba concentrado
en conducir el yate y, por primera vez Christy se había olvidado de su
presencia.
Primero dibujó un pequeño pero fuerte buque inglés, construido para ser
ágil y rápido; y a su capitán, de pie en la cubierta, vigilando a sus hombres
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que bajaban una sonda emplomada, para medir la profundidad del canal..
Christy lo dibujó con la cabeza descubierta, delgado y musculoso,
recordando sus conocimientos del periodo isabelino para darle ese
aspecto inteligente y educado que había visto en muchas de las miniaturas
de Nicolás Hilliard. Los isabelinos fueron hombres de letras y guerreros.
Hábiles con la lengua y con la espada. Estaba segura de que Isabella se
había enamorado del capitán Kit. ¿Habría pensando en su futuro al ver la
isla? ¿Habría sospechado que moriría por el oro de su marido?, pensó
Christy con un escalofrío. Sin deseos ya de seguir dibujando, cerró su
cuaderno de bocetos. Durante un instante, el pasado había sido
demasiado real.
Estaban en un pequeño fondeadero, con un desvencijado muelle de
madera y Simón ya estaba echando el ancla.
–Ya nos habrán visto los de la casa y habrán mandado a alguien para
recoger las cosas–le dijo–. Los caminos son tan malos, que la única forma
de transporte que se puede usar es un Land Rover, pero las playas son
fantásticas.
–¿Hay muchas casas de propiedad privada,?–preguntó Christy. Había
mencionado que la isla todavía no estaba urbanizada y ella presintió que la
prefería así.
–Habrá una media docena. Sólo hay un pueblo costero, si se le puede
llamar así, y una aldea tierra adentro. El pueblo está en la siguiente bahía.
La principal fuente de ingresos de la isla son los plátanos; que pronto
verás–se detuvo y miró hacia una nube de polvo que venía de la playa.
Christy oyó el inconfundible ruido de un motor–. Ahí llega nuestro
transporte–era la camioneta más vieja que Christy habla visto y la conducía
un adolescente de amplia sonrisa y unos pantalones rojos muy cortos–. Es
el nieto de Pierre, Georges–dijo Simón–. Ven a conocerlo.
Colocaron sus cosas en la parte posterior de la camioneta y, como ésta
sólo tenía un asiento delante, Christy se encontró encajada entre Simón y
la puerta. Éste levantó un brazo y lo puso detrás de su nuca.
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–Esto nos da un poco más de espacio–comentó él, y Christy se sintió
todavía más consciente de la masculinidad del cuerpo de Simón.
«¿Qué te pasa?» se regañó. «Relájate». Sintió alivio al ver que el recorrido
era muy corto y olvidó su incomodidad al mirar con deleite la casa. Era una
mansión colonial en miniatura. El primer piso estaba cubierto de flores de
pasionaria. Las ventanas estaban franqueadas por postigos de color azul
brillante y vívidos arbustos salpicaban el increíble verde del césped.
– Ya hemos llegado–dijo él, mientras quitaba el brazo del respaldo. Ella se
sintió de pronto privada de algo y salió, casi tropezando, al calor–. Deja tus
cosas aquí, las cogeremos después–ordenó Simón–. Entremos en la casa.
Las paredes blancas y el piso pulido brillaban de forma inmaculada en el
vestíbulo. Y un ventilador zumbaba en el techo, dispersando el pesado
calor de la tarde.
Simón abrió una puerta y empujó con gentileza a Christy hacia un salón de
paredes de color verde claro y alfombras de color beige.
–La compré amueblada–dijo Simón, lacónico–. El dueño anterior la compró
para su segunda mujer. Y cuando se divorciaron, ella decidió no volver
nunca a esta casa–se acercó a la puerta y dijo, en voz alta–. Helen, ¿puedes
prepararnos un té, por favor?–diez minutos después, Christy oyó pasos y el
traqueteo de un carrito de té–Helen es la madre de Georges y la hija de
Pierre–le informó Simón–. Es viuda y entre ellos tres manejan la casa.
La mujer que entró era gorda, y llevaba un vestido estampado muy
gastado.
–Ah, qué bien–dijo–. ¿Esta será la dama que le ayudará a encontrar el viejo
barco?
–La misma–repuso Simón con una sonrisa–. Christy, ven a conocer a Helen.
Sus vivos ojos negros la examinaron y Christy sintió que la estaba
sometiendo a una especia de prueba.
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–Puedo ver que usted y yo llevarnos muy bien–le dijo a Christy en su
extraño inglés–. Si quiere, la acompaño a su cuarto.
–Sí, ve con ella–la animó Simón–, pero no tardes mucho o se te enfriará el
té.
Christy siguió a Helen por la escalera hasta una galería.
–Este ser segundo piso–le dijo Helen, jadeando un poco–. El señor Simón
dijo que usted debía tener esta habitación–se detuvo y abrió una puerta y
Christy la siguió hacia adentro, ahogando una exclamación al ver la vista
que había desde su ventana. Más allá del promontorio, el mar se veía
increíblemente azul. La habitación estaba decorada en color gris y blanco y
tenía su propio cuarto de baño–. La señorita Anabelle hizo que pusieran
nuevos todos los baños, cuando era la dueña–le dijo Helen con orgullo.
Esta es la mejor casa de la isla.
–La habitación es encantadora–repuso Christy, mientras se acercaba a la
ventana. Y allí permaneció un buen rato; embelesada por la vista.
Cuando bajó al salón, encontró a Simón sentado en un sillón, tomando una
taza de té. Ella le agradeció su consideración por elegirle ese dormitorio.
–Pensé que te agradaría–fue todo lo que dijo.
–¿Por ese color blanco virginal?–preguntó Christy con aspereza, y deseó no
haberlo dicho, cuando vio la expresión de Simón.
–Difícilmente sería aplicable ahora, ¿verdad, Christy? De hecho, cuando la
escogí para ti, sólo pensé en la vista–agregó con ironía–. Nada más. Si te
sientes con fuerzas, cuando termines el té, quisiera que vinieras a mi
estudio. Está cruzando el vestíbulo. Quiero mostrarte mi sistema de
archivos y repasar la forma en que tomo las notas–después de eso, se fue.
Christy no se apresuró a tomar el té y tardó unos quince minutos en seguir
a Simón. Lo encontró en su escritorio, ojeando unos papeles. No le tomó
mucho tiempo a él explicarle sus sistemas, que eran muy avanzados; su
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método para cotejar sus notas era mucho más organizado que el de Miles
o el de su madre.
–Ven un momento–le ordenó cuando terminaron. Christy se acercó a la
ventana y vio el telescopio que había delante de ella–. Mira por el
telescopio–le dijo. Simón se inclinó sobre ella, y Christy sintió el calor que
despedía su cuerpo y el peso de su mano sobre su hombro–. Un poco a la
izquierda esta el lugar donde creo que se hundió el barco de Kit... ¿Puedes
verlo?
Ella ya había encontrado el arrecife.
–Sí... sí... puedo imaginarlo–respondió Christy, mientras observaba cómo
se movía el agua por el canal que debía conducir a la laguna. A pesar del
intenso azul del agua, había algo amenazador y peligroso en esos arrecifes
y Christy se estremeció, poniéndose tensa al sentir que se movía la mano
de Simón sobre su hombro expuesto.
–¿Tienes frío?–preguntó él con viveza.
–No, sólo es un simple y anticuado miedo. Ese arrecife parece muy
peligroso.
–No sólo lo parece. Lo es. Mañana, si te sientes con fuerzas, iremos allí con
una lancha motora y podrás verlo de cerca. Por cierto, te haré otra
advertencia, por si se te ocurre nadar. Ten cuidado con los tiburones. A
veces se meten en los arrecifes–Christy se estremeció–. No te preocupes
tanto, no te molestarán si te mantienes alejada–la tranquilizó Simón, que
seguía de pie detrás de ella, con una mano en su nuca y Christy sintió una
peligrosa tentación de apoyarse en él. Ambos se movieron al mismo
tiempo y Christy se estremeció al sentir la cálida persuasión de la boca de
Simón, que se movía por su cuello, mientras sus dedos apartaban los
tirantes de la blusa del sujetador, para acariciar la suave carne.
–Simón, no...–él iba a abrazarla, pero en ese momento entró Helen y
Simón la soltó. Christy esperó hasta que Helen terminó de preguntarle lo
que quería que prepara para la cena y salió, para decir con tensión–:
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Simón, vamos a aclarar una cosa. Sólo estoy aquí para trabajar contigo,
nada más.
–Quieres decir que, aunque estuviste dispuesta a compartir la cama de
Miles, no tienes ningún deseo de compartir la mía–él le sonrió y, a pesar de
su pose relajada, tuvo la impresión de que, en realidad, estaba enfadado y
tenso–. Muy bien, pero si cambias de opinión...
–No cambiaré–se apresuró Christy a afirmar, furiosa porque la creía capaz
de compartir la cama de un hombre con tanta ligereza–. Si no te importa,
creo que subiré a tomar una ducha–pasó frente a él con precaución y se
dirigió hacia la puerta. Empezaba a preguntarse si, después de todo, había
hecho lo correcto aceptando el trabajo.
Cuando aceptó, no había advertido que, sexualmente, él la encontraba
deseable. Y, para su sorpresa, no le pareció ofensivo, sería muy excitante...
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Capitulo 5
–¿
E
stás bien?
Estaban en una pequeña lancha de motor y se dirigían, a través de la
laguna, al sitio que Simón le había mostrado el día anterior.
–Muy bien–gritó Christy para que la oyera y la observó con agrado a su
alrededor. Incluso de cerca, el mar tenía un increíble tono turquesa y
estaba tan transparente que podía ver el fondo. Dentro de la laguna, el
agua estaba muy tranquila. Christy miró hacia atrás, hacia el lugar de
donde venían. Unos profundos escalones de piedra bajaban por el risco,
desde la casa hasta una playa en forma de media luna, cubierta por una
suave arena pálida.
Ellos estaban frente a la punta del promontorio y más allá de la laguna
estaba el sitio donde las corrientes opuestas del Atlántico y del Caribe
peleaban por su supremacía. Christy sentía cómo la quemaba el sol a
través de su delgada camisa y se alegró de haberse puesto crema para el
sol en el rostro.
Esa mañana, Christy se levantó desorientada por lo profundamente que
había dormido. Cuando recordó dónde estaba, se quedó consternada al
ver que ya habían dado las diez y que había una taza de té frío junto a su
cama. Simón la había llevado a trabajar, no a dormir. Aun así, a pesar de la
prisa de bajar a disculparse con Simón, se quedó un momento mirando por
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la ventana y preguntándose si sería desde ese mismo sitio, donde Isabella
observaba el regreso de su aventurero marido.
Simón la tranquilizó, diciéndole que su tardanza no había interferido con
sus planes.
–Pensé que sería mejor que recuperaras el sueño que te faltaba–le dijo con
indolencia, mientras se levantaba del escritorio–. Estabas muy dormida
cuando entré a dejarte el té.
Así que Simón le había llevado el té, y no Helen. La idea de Simón parado
junto a ella, quizá examinándola, la hizo estremecerse.
Sin querer analizar sus reacciones demasiado profundamente, Christy se
obligó a pensar en el presente. Igual que ella, Simón llevaba puestos unos
pantalones vaqueros cortos y una delgada camisa, pero él tenía la camisa
desabrochada hasta la cintura, revelando los duros músculos de su torso.
Los dos llevaban puestos zapatos, una precaución necesaria, según le dijo
Simón, por si acaso tenían que caminar sobre el coral. Pero a diferencia de
ella, Simón no parecía necesitar gafas de sol y su mirada sólo se hizo más
intensa al dirigir la lancha hacia el arrecife.
Al verlo con el telescopio, Christy había sentido miedo, pero de cerca era
más impresionante. Sus sombras helaban el agua de la laguna y sus
irregulares picos rompían la espuma, mostrando lo que había debajo.
El canal que Simón le había señalado era bastante ancho y profundo. Lo
que favorecía los planes de Kit Masterson.
–Su barco debía tener un calado razonable, pero si, como sospecho, las
paredes del coral forman un canal en forma de uve, se necesitaría mucha
pericia para salvarlas.
No habían llevado los trajes de bucear pero, al ver el sitio donde Simón se
había propuesto empezar, Christy entendió por qué sólo estarían
sumergidos una hora cada vez. Era fácil perder el sentido del tiempo
debajo del agua y esas aguas eran especialmente peligrosas. El Caribe era
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un cementerio de barcos y muchos buzos habían perdido la vida buscando
los restos de los naufragios.
Más allá del arrecife, un movimiento atrajo su mirada y se quedó helada al
ver las filosas aletas de los tiburones cortando las olas.
–No te preocupes. No nos molestarán cuando empecemos a bucear–le dijo
Simón–. Él agua está demasiado turbulenta para ellos. He estado
verificando los informes del tiempo, y, con un poco de suerte, podremos
empezar a bucear pasado mañana.
Christy había visto los informes en su escritorio y él le mostró la radio que
utilizaba para escuchar los pronósticos del tiempo.
– Ahora volvamos–dijo él, mientras daba la vuelta a la lancha–. Ahora que
ya has visto el arrecife de cerca, te habrás dado cuenta de a qué nos
enfrentaremos. No será como bucear desde la playa de casa. De hecho,
seré yo quien bucee la mayoría de las veces, y tú estarás de repuesto. Si no
hubiera tan poco tiempo, lo haría yo solo.
No tardaron mucho en llegar a la playa, pero, para sorpresa de Christy,
cuando llegaron, en vez de dirigirse a la casa, Simón sugirió que se
quedaran en la playa un rato.
– Todavía sufro los efectos del cambio de hora–le dijo con una sonrisa–y
cuando empecemos a trabajar, no tendremos muchas oportunidades de
relajarnos. Georges nos habrá traído el almuerzo. Le pedí a Helen que lo
preparara–y allí encontraron un enorme cesto de mimbre, bajo una
sombrilla de playa que también debía haber llevado Georges. También
había un par de grandes toallas de playa–. ¿Te apetece nadar?–le preguntó
Simón–. ¿O prefieres comer?
–Después del enorme desayuno–se rió Christy–, prefiero nadar.
Por suerte, se había puesto el bikini debajo de la ropa. Ella pensó que
Simón entraría al mar antes que ella, pero cuando terminó de quitarse la
ropa, vio que él estaba como a un metro de distancia, observándola. Y
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Christy se estremeció. Al decirle que todavía la deseaba, Simón había
puesto sobre sus hombros la obligación de mantener sus relaciones en un
plano platónico y ella estaba decidida a demostrarle que le era por
completo indiferente, tratándolo igual que a cualquier otro hombre. Lo
malo era que Simón no era cualquier hombre.
Era un hombre devastadoramente sensual, cuya sola presencia hacía que
se le acelerara el pulso y que ejercía una atracción magnética sobre sus
sentidos, haciéndola desear responderle con alarmante intensidad, cada
vez que lo veía. Claro que ya no lo amaba, pero no podía negar que lo
encontraba atractivo. Después de todo, él había sido el primer hombre al
que había deseado. El único hombre que había amado, pensó Christy. Ya
había cometido un error al creerse inmune a él y sería una locura
subestimar su atracción sexual, asegurando que no lo amaba.
Lo raro era que no lo odiaba, aunque siempre había creído lo contrario. En
un par de días, había aprendido más sobre él que en todo un verano.
Aunque ahora eran dos personas, iguales, y no una adolescente y un
adulto.
–¿Y bien? ¿Vamos a nadar?–Christy estaba tan ensimismada en sus
pensamientos, que durante un instante, se le quedó mirando sin
expresión. Simón se había quitado la camisa, pero conservaba los
pantalones cortos. Ella debió mirarle con cierta extrañeza porque él dijo
con suavidad–: Normalmente me los quitaría, pero algo me dice que,
aunque ya eres una mujer adulta, a ti te molestaría.
Le estaba dando a entender que, por lo general, él nadaba desnudo. Y,
¿por qué no? Después de todo, esa parte de la laguna era completamente
privada. Lo curioso era que su comentario no la había escandalizado, sino
que le produjo una oleada de excitación. Christy corrió a la laguna, sin
esperar a ver si Simón la seguía o no, lanzándose a nadar con energía.
Siempre había sido buena nadadora, pero había olvidado el placer de
sentir su cuerpo moviéndose en el agua. Se sumergió, tocando
brevemente el fondo y observó la dispersión de los pececillos de colores.
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Luego, volvió a la superficie, probando el control de su respiración y
pataleando en el agua. Simón no estaba a la vista. Un sexto sentido la hizo
mirar hacia abajo y apareció amenazadora la sombra de un cuerpo que
nadaba hacia ella con rapidez. Esperó hasta el último instante, para
sumergirse y evadirlo, volviendo a la superficie de inmediato. Durante una
media hora, estuvieron jugando a perseguirse. En velocidad y fuerza,
Simón le ganaba. Sin embargo, Christy creyó que su destreza y habilidad le
daban una ventaja, hasta que él la asió por las piernas, forzándola a
sumergirse con él.
Durante un instante la retuvo contra sus brazos, y después flotaron
juntos hacía la superficie. Una vez arriba, Christy se soltó y nadó hacia la
playa. Había algo tan abiertamente sensual en la forma en que la había
retenido, que su instinto le advirtió que si se quedaba, su juego dejaría de
ser inocente. Aunque Simón no lo sabía, ella no estaba acostumbrada a
esos juegos sensuales.
Otra mujer, con más experiencia que ella, sin duda se habría quedado,
invitándolo implícitamente a hacerle el amor, sabiendo que era una etapa
de un juego ardiente, sin ningún significado emocional, la satisfacción de
un apetito puramente sexual. Pero Christy no tenía esa experiencia y para
ella incitar a Simón a hacerle el amor significaba traicionarse a sí misma.
Habían establecido una buena relación de trabajo. Profesionalmente, lo
encontraba estimulante y ella ya estaba entusiasmada con la historia de Kit
Masterson, y quería ilustrar la novela. Si Simón descubría que seguía
siendo virgen, su relación cambiaría por completo. Incluso podría creer
que otra vez intentaba atraparlo con su virginidad.
Christy reconoció, con un poco de angustia, que todavía lo deseaba como
amante. Si las cosas fueran diferentes, si ella no fuera virgen, seria más
fácil soltar las riendas de su deseo. Ya no era tan ingenua para confundir
deseo con amor, y era muy capaz de ver que una cosa podía existir
independientemente de la otra. No hacía mucho, su madre había
comentado que era una lástima que fuera tan difícil hacer coincidir amor y
deseo, lo cual era verdad. Pero como no podía decirle a Simón:
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«Mira, todavía soy virgen y quiero que me hagas el amor, pero eso no
quiere decir que te ame yo»
Simplemente tendría que ignorar o controlar su impulsos sexuales hacia
él. Sin el pasado que existía entre ellos, su virginidad no sería una barrera.
Sonrió con ironía, mientras extendía una toalla en la arena para acostarse
encima, pensando en todos los hombres que había conocido después de
Simón, que hubieran saltado ante la oportunidad de ser sus amantes.
Hasta ahora, siempre había creído que había sido inteligente
rechazándolos. La sola atracción física nunca le pareció un motivo
bastante fuerte para hacer el amor con ellos; pero si no hubiera sido así,
ahora estaría libre para.. «Debe tener algo que ver con el sol», decidió
adormilada.
Christy se dio cuenta de que Simón se había acercado y estaba parado
junto a ella, aunque no se volvió. Él cogió la otra toalla y la extendió junto a
ella, acostándose también.
–¿Todavía no tienes hambre?
–Diría que más bien tengo sueño. ¿Terrible, no?
Ella negó con la cabeza, sin mirarlo.
–Pues si vas a dormir, más vale que tengas un poco de aceite sobre la piel–
ella sintió que Simón se movió, pero la poseía una indolente inercia y,
aunque levantó la cabeza y le vio sacar el bronceador del cesto, no hizo
ningún intento de moverse o de protestar cuando se arrodilló junto a ella y
vertió un poco de aceite en su espalda, extendiéndolo lentamente sobre la
piel–. ¿Por qué no te quitas esto?–sus dedos tocaron el broche de su bikini–
. De otro modo, acabarás con las marcas de los tirantes. La playa es
privada. Nadie te verá–agregó, como si hubiera sentido la súbita tensión
del cuerpo de Christy.
Él la vería... y, sin embargo, Christy sabía que era ridículo protestar.
Muchas veces, ella tomaba el sol en el jardín de su casa sin nada puesto
arriba y protestar ahora porque no estaba sola, no convencería a Simón de
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sus supuestas sofisticación. Deseaba hacer lo que él sugería, reconoció.
Incluso deseaba que la lenta caricia de sus manos sobre su cuerpo
desvaneciera todas las barreras, hasta que sólo estuvieran piel contra piel.
«Él sólo está hablando de tomar el sol», recordó Christy, deteniendo sus
desbocados pensamientos. Sólo hacía una sugerencia que consideraba
práctica. Satisfecha de que él no pudiera ver su rostro, murmuró:
–Creo que eso haré–trató de incorporarse, de espaldas a él, pero Simón la
detuvo.
–Yo te lo quitaré–soltó el broche con destreza y le dio un breve tirón a la
tela, de modo que Christy sólo tuvo que levantarse un poco para que él
pudiera sacar el sujetador. Una vez hecho esto, él volvió a darle crema en
la espalda y no intentó alcanzar sus senos–. ¿Tomaste el sol en la India?–la
pregunta la sorprendió, pues hacía más de un año desde que estuvo allí.
Estaba morena porque había tomado el sol en el jardín de su casa.
–No especialmente. El ritmo de trabajo era demasiado agitado y el calor
era muy agobiante.
–Pero tú y Miles os quedasteis en las montañas un par de meses, ¿no es
así?
–Sí–Simón estaba muy bien informado sobre su viaje–. Eso fue después de
que Miles terminara la investigación. Alquiló una casita campestre allí,
porque pensó que el ambiente le ayudaría a escribir el libro. Era un sitio
encantador. Me gustó mucho.
La mano de Simón había llegado a la base de la espina dorsal y, por algún
motivo, aumentó la presión. La braga de su bikini se ataba con cintas a los
lados y Christy sintió que la mano de él se movía debajo de una.
–¿No quieres quitarte esto también? Te advierto que voy a quitarme los
pantalones, resulta muy desagradable estar húmedo–él empezó a
desatarle el lazo y tomando su silencio como aceptación. Christy recordó
que no había nada sexual en su comportamiento. Él ya le había dicho que
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acostumbraba a nadar desnudo y si ella estuviera sola en ese paraíso de
playa, probablemente haría lo mismo.
Al aflojar la primera cinta, sintió que él desataba la otra. La parte inferior
de su cuerpo no estaba tan bronceada como el resto, porque en el jardín
de su madre era casi imposible tomar el sol desnuda.
Cuando Simón se apartó un poco, sin hacer ningún intento de quitarle la
braga del bikini, Christy no estuvo segura de si sentía alivio o desilusión.
Era evidente que la sugerencia de Simón no tenía ningún fin sexual. Él
estaba de espaldas cuando se quitó el bañador y lo hizo de forma tan
prosaica, que era evidente lo acostumbrado que estaba a estar desnudo
delante de una mujer. Cuando él volvió a tumbarse sobre la toalla, Christy
ya se había quitado la braga del bikini. Estaba acostada boca abajo, con la
cabeza hacia un lado y los ojos cerrados. Pero al poco tiempo se sintió
incómoda por la picazón del sol en el trasero y sabía que, si no quería
quemarse, tendría que ponerse un poco de aceite en la piel.
–¿Qué te pasa?–le preguntó Simón.
–No es nada. Creo que me pondré un poco más de aceite bronceador. No
quiero quemarme–él bajó la vista hacia su cuerpo y sonrió.
–Umm, ya veo a qué te refieres. Yo te haré el favor, así no tendrás que
retorcerte–ella quiso rechazarlo, pero si lo hacia, a él le parecería extraño.
Simón se puso de pie con pereza y la mirada de Christy recorrió su cuerpo
con impotencia. A diferencia de ella, su cuerpo estaba bronceado por
completo. Christy volvió la cabeza y apoyó la frente sobre su hombro,
rogando que él no advirtiera el efecto devastador que le producía. Los
pezones le dolían y tenía el estómago tenso–. Umm... muy sexy–había un
tono risueño en su voz, mientras pasaba la mano por la parte más pálida
de su piel, haciéndola estremecerse. La invadió un deseo de volverse e
invitarlo a un contacto más íntimo, pero luchó para sobreponerse,
despreciándose por su falta de control–. Supongo que no acostumbras a
tomar el sol desnuda.
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–El jardín de mi casa no es el sitio más privado del mundo–le recordó
Christy, tratando de seguirle la vena de humor–. Y el viejo Harry es famoso
por su vulgar sentido del humor, además de ser el chismoso del pueblo.
–Umm, ya veo, pero Miles tiene una piscina en su casa de Surrey.
Sorprendida de que él pensara que veía a Miles con tanta frecuencia como
para utilizar su casa, sólo dijo:
–Sí...–y luego cayó en un tenso silencio, mientras sentía la suave caricia de
su mano sobre su trasero.
Le pareció que había pasado una eternidad antes de que su mano bajara al
muslo y, cuando finalmente la retiró, Christy se alegró de que Simón no
pudiera ver su rostro. Nunca en su vida había experimentado tanto deseo
y tanta necesidad de acariciar a un hombre. Ni siquiera a los dieciocho años
había sentido un deseo tan intenso. Sintió un gran alivio al abrir los ojos y
ver que Simón estaba acostado boca abajo, con el rostro vuelto hacia el
lado contrario al suyo, pero entonces, para consternación suya, se oyó
decir:
–¿Te gustaría que te devolviera el favor? Podrías quemarte...–vio cómo se
encogía de tensión, pero no se movió y su voz sonó áspera cuando replicó,
cortante:
–No, no, estoy bien así.
Era ridículo sentir ganas de llorar, sólo porque él no quería que lo tocara. Él
había dicho que todavía la deseaba, pero su cortante rechazo transmita un
mensaje muy diferente. Christy cerró los ojos, forzando su cuerpo a
relajarse para dormir, y no se dio cuenta del momento en que se quedó
dormida, así como tampoco se dio cuenta de la forma en que Simón la
miraba.
Fue Simón, sacudiéndole un hombro, el que la despertó. Durante su sueño,
él movió la sombrilla para que su cabeza quedara en la sombra y, al
parpadear, adormilada, Christy oyó que él decía:
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–He tenido que despertarte porque si sigues más tiempo aquí te freirás
con aceite o sin él.
Todavía medio dormida, Christy se movió indolentemente, consciente de
su propio cuerpo, de una libertad inesperada y sensual. Se volvió de lado,
estirándose sensualmente, al mismo tiempo que sonreía a Simón, pero
dejó de hacerlo al ver la expresión de sus ojos.
–¡Christy!–su nombre sonó ronco y extraño, mientras la mano de Simón
bajaba del hombro, en una caricia desde el seno hasta el muslo. Ella ni
pensó en rechazarlo.
Al contrario, se estiró con languidez bajo sus caricias, murmurando
suavemente con placer. Ya no se acordaba de que él no quería que lo
tocara y extendió una mano, pasando la punta de los dedos por la oscura
línea de vello que bajaba como una flecha por su cuerpo. Sintió que él
encogía los músculos del estómago, y oyó una sorda exclamación.
Simón se acostó junto a ella y le acarició la espalda mientras se acercaba a
él.
– Tal vez debí dejarte que me pusieras el aceite, después de todo–
murmuró él contra sus labios, excitándoles con breves besos–, pero al
tocarte, me excité tanto...–así que por eso había estado tan cortante con
ella. Su admisión fue reveladora. A diferencia de ella, él podía controlar sus
deseos de una forma sobrehumana, a pesar de que había admitido que la
deseaba–. Te aseguro que no había planeado que sucediera esto–su boca
mordisqueaba la suya, provocando en ella un intenso placer.
–¿Y ahora que ha sucedido?
–Sería un tonto si no tomara lo que el destino me ofrece. Hace seis años,
todavía no era el momento para nosotros, pero ahora. ¿Sentías lo mismo
con Miles?
La pregunta la aturdió. ¿Qué podía contestar? Suponía que era natural en
un hombre querer que alabaran su habilidad de excitar y procurar placer.
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Podía decirle que nunca había hecho el amor con Miles, pero entonces él
adivinaría la verdad y... Una intrépida oleada de emoción la invadió y le
sonrió a los ojos, enroscando los dedos en su negro pelo, y dijo con tono
de broma:
–¿Quién es Miles? No puedo recordarlo.
Su respuesta pareció aplacarlo, aunque sus ojos seguían sombríos, como si
sufriera algún dolor. El cuerpo de Christy, entrelazado con el suyo,
anhelaba más que sus besos y empezó a mordisquearle los labios,
encontrando en su interior una sensualidad instintiva que desconocía. Sus
senos se endurecieron provocativamente contra su torso y sus manos le
acariciaron la espalda, mientras que lo atraía hacía ella, hasta que
desaparecieron las sombras de sus ojos y la besó lleno de pasión. Durante
un largo rato sólo hicieron eso, besarse, hasta que la lánguida intimidad de
sus bocas dejó de ser satisfactoria y se volvió una refinado tormento,
contra el que sus cuerpos protestaban con urgencia.
–¡Eres increíble!–Simón apartó la boca para murmurar esas palabras en su
oído–. Hermosa, hermosa Christy–se apartó de ella un poco y pasó una
mano lentamente por su cuerpo, mientras la miraba una intensidad que
encendía el oro oscuro de sus ojos–. Tócame, bésame–musitó Simón. Y
emitió un ronco gemido de placer cuando ella puso las palmas de las
manos sobre su pecho y empezó a acariciarlo con lánguidos movimientos,
sintiendo los fuertes latidos de su corazón. Christy le acarició el cuello con
los labios y sintió cómo se estremecía. El deseo se había apoderado de ella,
y asió sus caderas para sentir aún más la presión de su cuerpo.
–Simón–susurró Christy, mientras sé movía provocativamente contra su
cuerpo. Sus manos comenzaron a moldearle los senos y se apartó un poco
de ella, para acariciar sus erectos pezones.
Christy gimió de placer.
–Ah, no, todavía no–negó él–. Tú eras la que querías jugar–Simón bajó la
cabeza y su lengua dibujó círculos de fuego alrededor de sus pezones. Y
ella lanzó un grito ahogado, mientras enroscaba los dedos en su pelo.
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Entonces, Simón comenzó a besarle los pezones, haciendo que oleadas de
placer invadieran su cuerpo, al sucumbir bajo el contacto sensual de su
boca y las lentas caricias de sus dedos. Él se detuvo un momento,
Christy sintió la muerte, se sintió confusa y casi enferma por el rechazo y la
frustración.
–Es el teléfono–dijo él, entonces Christy se dio cuenta de que el zumbido
que oía no estaba en su cabeza, sino que venía de arriba–. Alguien
aparecerá aquí dentro de un momento, si no voy a contestarlo... Es lo que
he acordado con Helen. Y nadie me llama si no es importante. ¡Por Dios!–se
volvió para ponerse los pantalones. ¡Qué momento para llamar!.
–Iré contigo... Creo que ya he tomado bastante sol por hoy–sin su
contacto, Christy se sintió liberada del poderoso deseo que la había
dominado. Temblaba al pensar en lo que había estado a punto de suceder.
Si no los hubieran interrumpido, él le habría hecho el amor ¿y luego?. Notó
la pregunta en sus ojos y dijo, temblorosa–: Creo que los dos no dejamos
llevar por nuestros impulsos...
–Y te acabas de dar cuenta de que no quieres que tú y yo seamos
amantes–interrumpió Simón con desdén–. Ah, sí, sé lo que estás
pensando, pero no puedes negar que me deseaste–frunció el ceño al oír
que el teléfono seguía sonando–. Discutiremos esto más tarde–dijo Simón,
y se fue rápidamente hacia las escaleras.
Christy lo siguió despacio, todavía desconcertada por la intensidad de su
reacción sexual hacia Simón. Tendría que estar doblemente en guardia.
Simón era un hombre muy sensual.
Ella iba a ser su única compañía femenina en un futuro inmediato y era
natural que eso aumentara su deseo por ella. Tendría que encontrar la
forma de mantenerlo a raya y controlar sus propios sentimientos. Y sabía
que iba a ser muy difícil.
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Capitulo 6
A
l principio fue duro controlarse. Simón le lanzaba furiosas miradas,
cada vez que ella conseguía no estar a solas con él. Por suerte, el destino
se apiadó de ella y, después de dos días de creciente tensión, una mañana
la despertó Helen, para decirle que Simón la estaba esperando abajo y que
llevara algo de ropa para dos días.
Cuando Christy bajó, Simón ya había desayunado y sus modales eran tan
enérgicos y prácticos, que era imposible imaginárselo como un amante
apremiante.
–La llamada del otro día era de la oficina meteorológica. Y según me
dijeron, los próximos dos días serán casi perfectos para bucear. Nos
iremos en cuanto estés lista. Nuestros trajes de buzo y el equipo ya están
en el yate y Georges está esperándonos para llevarnos al fondeadero.
Al advertir lo que sucedía, Christy se emocionó tanto que casi no pudo
comer nada. Había hablado con Pierre sobre Kit Masterson y la leyenda de
su muerte. Y ahora estaba casi más ansiosa que Simón por llegar al
arrecife.
Christy no tardó mucho en hacer la maleta: algunos pantalones cortos y
camisas, ropa interior limpia, un par de pantalones vaqueros y dos jerséis
gruesos, por si hacía frío. Eso era todo lo que necesitaba para su breve
estancia en el yate. Cuando se sentó junto a Simón, en la vieja camioneta,
la excitación se había apoderado de ella.
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–Los turistas visitan la isla, aunque en pequeños grupos–le explicó–, he
pedido a mis empleados que mantengan en secreto nuestros propósitos.
No quiero que el Stormsurf esté rodeado de yates de placer. Sobre todo
porque esas aguas son peligrosas para los navegantes inexpertos.
Christy vio, con alivio, que el Stormsurf era el único barco anclado en la
pequeña bahía.
La tensión que había habido entre ellos los últimos días se desvaneció en
cuanto empezaron a trabajar para poner en marcha el yate. Era bastante
temprano y el mar estaba en una calma casi perfecta.
–Tardaremos unas tres horas en llegar a nuestra meta dijo Simón, mientras
se dirigía hacia una abertura natural entre el coral–. He revisado el equipo
de buceo, pero puedes volver a hacerlo, si quieres. No podemos correr
riesgos.
Christy le obedeció, preguntándose si quería deshacerse de ella. Simón no
había hecho ningún comentario sobre lo sucedido en la playa, aunque
tenía que reconocer que no le había permitido estar a solas con ella ni un
sólo minuto. Ahora Christy sabía que él la deseaba físicamente y que
intentaría hacerle el amor. Ella también lo deseaba, pero su virginidad era
un gran obstáculo. Simón la había acusado de utilizar su virginidad para
obligarle a casarse, y esa acusación todavía le ardía.
Después de revisar el equipo de buceo, Christy se ocupó de las provisiones
de comida, al mismo tiempo que pensaba en la injusticia de que el primer
hombre capaz de hacer que su cuerpo anhelara ser poseído, fuera el único
con el que no podía unirse.
Cuando inspeccionó todo lo que había abajo, Christy volvió a cubierta y se
detuvo un instante para contemplar a Simón. Simón sólo llevaba puestos
unos pantalones vaqueros cortos. Christy sintió un cosquilleo en la espina
dorsal. Como si sintiera su presencia, Simón se volvió y la miró. Durante un
instante, ninguno de ellos habló Y Christy supo que si se acercaba a ella en
ese instante, no podría resistirlo. Por suerte, Simón estaba ocupado
timoneando el yate.
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–Sólo falta una hora más. Echaremos el ancla y yo bucearé primero–no dijo
nada más y Christy no se le acercó a ayudarle con el timón. En vez de eso,
se sentó en la cubierta y observó cómo pasaba el agua. Le llamó la
atención un banco de delfines.
Ya estaban bastante lejos del canal y Christy sintió el momento en que el
yate dio la vuelta, pues las poderosas contracorrientes que había bajo la
superficie encrespaban las olas, dificultando el suave avance del barco.
Incluso, con los vientos y las corrientes a favor, Christy pudo sentir la
potencia que acechaba debajo de la superficie y se estremeció al
imaginarse a Kit Masterson intentando salvar su barco de una furiosa
tormenta tropical.
Temblorosa, Christy apartó la vista del mar, regañándose por tener una
imaginación demasiado activa. Debía frenar sus fantasías, especialmente
cuando buceara. Bucear... Sin la presencia de Simón, ella no sería capaz de
sumergirse. Él parecía no conocer el miedo. ¿Por eso le atraía tanto?, se
preguntó Christy. ¿Porque, contra su voluntad, una parte de su ser insistía
en poner en él la fe ciega de una adolescente? Sin querer profundizar más
en el asunto, paseó por la cubierta con desasosiego, hasta que advirtió que
ya habían llegado a su destino.
Más allá del turbulento oleaje, vio la apacible laguna, pero para llegar allí
tenían que atravesar unos peligrosos arrecifes de coral.
–Anclaremos aquí. ¿Puedes sujetar el timón un momento?–Christy hizo lo
que le pedía y, hasta que Simón echó el ancla, sintió el fuerte tirón de la
corriente–. Vigila cómo va todo mientras bajo a prepararme, ¿quieres?–
preguntó Simón–. No tiene por qué haber ningún problema, pero no tiene
sentido correr riesgos.
No habían pasado ni diez minutos, cuando Simón volvió, vestido con su
traje negro de buzo, y con los tanques de oxígeno en una mano. Mientras
se los colocaba, Christy admiró la exactitud de sus movimientos. Y se
estremeció al recordar cómo su cuerpo anhelaba tenerlo como amante.
Cuando terminó de equiparse, Simón miró su reloj y le dijo a Christy:
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–¿Verificamos la hora?–Cuando sincronizaron sus relojes, él señaló el cable
de seguridad que llevaba atado en la cintura–. Si no he vuelto dentro de
una hora, tres tirones del cable, recordarán el tiempo que llevo abajo. Si
encuentro algo, daré un tirón y si tengo algún problema, daré dos tirones.
¿De acuerdo?
Christy lo observó cuando se deslizó con limpieza dentro de las
turbulentas aguas y toda su atención se concentró en el lugar en el que
había desaparecido. Durante un instante, un agudo sentido de desolación
la desconcertó. Era una buceadora bastante experimentada, sin embargo
se estaba comportando cómo una novata. Poco a poco se fue
recuperando y pudo controlar los movimientos del yate y al mismo tiempo
vigilar el cable.
En cuanto pasó la hora, Simón salió a la superficie. Christy esperó a que
subiera a bordo y se quitara los tanques de oxígeno, para interrogarle.
–Estoy convencido de que debajo sí hay algo–dijo él–, pero sólo podré
saber si es ese el barco de Kit Masterson cuando remueva el coral de
encima, quizá encontremos alguna evidencia que pueda ser catalogada.
Ese es uno de los motivos por el que estaba tan interesado en tenerte
conmigo. Exploré todo el coral y estoy convencido de que tiene la forma
de un casco de barco. No te diré exactamente dónde está. Quiero que lo
veas por ti misma y que luego lo dibujes.
Sus palabras hicieron que Christy volviera a sentir la excitación del
principio. Decidió bajar a ver lo que había descrito, pero Simón le sugirió
que lo hiciera después de comer.
–Pero si como, tendré que esperar por lo menos un par de horas. Además,
no tengo hambre. Puedo bajar ahora–él pareció pensarlo.
–De acuerdo, si estás segura–consintió, al fin–pero recuerda, al primer
problema, subes de inmediato.
Rápidamente, Christy bajó a ponerse el traje de buceo. Cuando subió,
Simón insistió en inspeccionar sus tanques, antes de ayudarle a ponerse el
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equipo. Durante un instante, mientras esperaba en cubierta. Christy volvió
a sentir miedo, pero luego la excitación invadió sus venas.
–¿Lista?–ella asintió brevemente, mientras se colocaba el cable alrededor
de la cintura–. Christy...–la voz de Simón tenía un ligero tono de
preocupación–. No intentes ser una heroína–le advirtió, y luego su tono se
volvió enérgico–. Muy bien, si ya estás...
El choque inicial del agua, al deslizarse debajo de las olas, la desorientó,
pero sólo durante un instante. El agua estaba muy transparente, y Christy
tuvo que recordarse que debía ser juiciosa. La claridad del agua hacía
engañosa la profundidad. Por suerte, no tenía que sumergirse a
profundidades peligrosas. No necesitaba cámara de descompresión, pero,
de todos modos, era necesaria la precaución. Así que Christy se sumergió
lentamente, deteniéndose de vez en cuando para examinar la delicadeza
de la superficie de coral, fascinada por su aparente fragilidad, pero
sabiendo que podía desgarrar el fondo de un barco, con la facilidad con
que ella abriría un sobre.
Brillantes pececillos de colores entraban y salían de la superficie coralina.
Christy sintió la fuerza de las corrientes y se alegró de estar atada al cable.
Sería muy fácil distraerse con ese fascinante mundo submarino y dejarse
arrastrar por las peligrosas corrientes, antes de darse cuenta de lo que
sucedía.
Estaba allí para hacer un trabajo, recordó Christy, mientras contenía el
aliento con deleite, al observar las travesuras de un banco de ángeles de
mar. En ese momento deseó tener en su poder una cámara y hacer alguna
fotografía, pero ninguna podría incluir todo lo que él necesitaba ver.
Moviéndose con cuidado, Christy examinó la superficie de coral, y se
concentró en memorizar todo lo que veía. Sí, tenía una forma parecida a la
del casco de un barco. La excitación invadía sus venas, mientras nadaba de
un lado a otro, estudiando uno de los ángulos. Simón no le había dicho
dónde encontraría el barco de Kit, pero estaba segura de que era ese. El
coral había cubierto sus restos, pero la forma del casco era inconfundible.
Deseó arrastrar el coral y descubrir lo que había debajo, pero sabía que eso
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era imposible. Se necesitaba mucha habilidad y cuidado para esa tarea. Un
barco como el de Kit, cargado de hombres y posesiones, debía tener
muchos artefactos enterrados en la arena y en el coral. Christy bajó hasta
el lecho marino. Había terrones de coral y desechos por todos lados. Sentía
una gran necesidad de encontrar algún resto del navío, que confirmara la
teoría de Simón. Una mirada al reloj le mostró que casi había pasado la
hora. De mala gana, Christy empezó a nadar hacía su superficie, con la
mente llena de imágenes y de colores.
Simón la esperaba para ayudarle a subir a cubierta.
–¿Y bien?–le preguntó cuando le ayudó a quitarse los tanques de oxígeno.
–Creo que lo encontré–le describió lo que había visto y él asintió.
–Umm... Creo que es ese. ¿Podrías dibujarlo de memoria?
–Me parece que sí. Es una lástima que no tengas dibujos del barco de Kit.
Sería interesante compararlos.
–Si tengo–la sonrisa de Simón la cogió desprevenida y Christy se aturdió,
olvidando todo, menos la urgencia de extender una mano y tocarlo. Pero
enseguida controló sus descabellados pensamientos. Bueno, no
exactamente del barco de Kit corrigió Simón, sin darse cuenta, al parecer,
de lo que ella experimentaba–; pero sí de un barco de la misma clase.
Investigué en el Almirantazgo y encontré algunos grabados con navíos de
esa época que me permitieron fotografiar. Están en la cabina principal.
–¿Por qué no me lo dijiste antes?–le preguntó Christy, mientras lo seguía
hacia abajo.
–Porque quiero ver primero lo que tú dibujas – repuso él con calma–.
Debes tener una vaga idea de cómo eran las naves de aquellos tiempos.
Quiero que me hagas un dibujo basado en lo que viste debajo del agua,
usándolo como pauta para el tamaño y la forma, para poder, compararlo
con lo que yo tengo–le estaba poniendo una tarea muy difícil, pero Christy
se sentía capaz de cumplirla. Ansiaba empezar a dibujar, pero, como si
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presintiera su expectación, Simón dijo:–Primero comeremos. Tú vete a
quitarte el equipo mientras yo preparo la comida.
«No parece demasiado machista», pensó Christy, mientras tomaba una
ducha. Conocía muy pocos hombres capaces de preparar una comida.
Cuando Christy salió del camarote, bañada y vestida, encontró a Simón en
la cocina, preparando una tortilla.
–Pensé que preferirías algo ligero–dijo él–. Siéntate , estará preparada
ahora mismo.
Simón tenía todo preparado. El café estaba recién hecho, y había puesto la
mesa en el salón principal.
La tortilla estaba deliciosa. Christy comía con avidez, pero se detuvo al
darse cuenta de que Simón la observaba.
–¿Pasa algo?–preguntó.
–No, sólo estaba pensando que estos seis años no te han cambiado
mucho, después de todo. Siempre tuviste muy buen apetito. Y, por lo que
recuerdo, Miles es un comensal remilgado.
Christy no comprendía por qué había dicho eso. Era verdad que Miles,
como hijo único, había crecido siendo caprichoso con la comida y a veces
eso la había molestado, aunque no le costó mucho soportarlo.
–¿Por qué debían preocuparme las costumbres de Miles?
Simón no respondió de inmediato, sólo le dirigió una mirada enigmática y
luego dijo lentamente:
–¿Por qué, en efecto?
Fue como si de pronto una barrera se hubiera levantado entre ellos. La
cálida camaradería que acababan de compartir de repente se volvió
hostilidad. Desapareció el inteligente compañero que Simón había sido esa
mañana y en su lugar apareció el hombre lacónico y burlón que ella
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conocía. Simón era tan peligroso y voluble como el Caribe mismo, pensó
enfadada.
«¿Qué le importa a él si he dormido o no con Miles?», se preguntó Christy.
–Dime–le preguntó Simón cuando terminaron de comer–, ¿tienes la
costumbre de hacer el amor con los hombres con quienes trabajas?–sin
esperar su respuesta, él continuó con tono ofensivo–: Realmente fue una
ventaja para Miles, pues tengo entendido que algunos pasajes de su nuevo
libro son casi eróticos.
Christy no se dignó decirle que había sido idea suya que Miles incluyera un
elemento romántico en su novela, ni que Miles se había inspirado en la
historia de un gobernante que había hecho construir un santuario en
memoria de su amor por la hija de un mercader británico que había vivido
bajo su protección. Miles no era un hombre muy sensual. Y parecía tener
pocas necesidades sexuales. Sin embargo era un hombre de éxito y las
mujeres lo asediaban; aunque él no sentía ningún interés por ellas. Christy
decidió dejar que Simón se burlara de ella y Miles todo lo que quisiera. Ella
no respondería a sus provocaciones. Sin embargo, tuvo que hacer un gran
esfuerzo para contener su ira, cuando él dijo, con suavidad:
–Dime... ¿reaccionas tan apasionadamente con él como conmigo?
Era una pregunta inesperada, que no podía contestar con sinceridad, así
que apretó los labios y dijo con sarcasmo:
–Yo no te he interrogado sobre tu vida, Simón.
–No, no me has interrogado, ¿verdad?–Simón se puso de pie, muy serio–.
Si ya has terminado, sugiero que te pongas a dibujar. Yo voy a informarme
de los pronósticos del tiempo. Con un poco de suerte, quizá pueda
sumergirme otra vez antes de que oscurezca.
Christy debía sentirse contenta porque la había dejado sola para trabajar,
pero se sintió inquieta e incapaz de tranquilizarse. Sus emociones eran
demasiado confusas para poder concentrarse; pero poco a poco fue
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recuperando las sensaciones que había sentido buceando y sus dedos
reprodujeron las imágenes que guardaban en su mente, de modo que el
coral fue tomando forma sobre el papel.
Cuando terminó ese dibujo a su satisfacción, se ocupó del otro reto que
Simón le había planteado. Durante varios minutos, estudió lo que había
dibujado y luego dejó que lentamente penetraran en su mente otras
imágenes. Sólo cuando tuvo una imagen clara del barco de Kit, Christy
empezó a dibujar sobre el papel, con una intensidad casi febril, y con tal
rapidez que casi no se daba cuenta de lo que se formaba en el papel.
Simón entró en el camarote con el traje de buzo puesto, pero Christy tardó
varios segundos en prestarle atención. Cuando lo hizo, echó un vistazo a
su reloj y se asombró de ver todo el tiempo que había estado trabajando.
–Voy a zambullirme ahora–dijo él brevemente, sin mostrar interés en su
trabajo–. Estaré sumergido algo menos de una hora.
Siguiendo su ejemplo, Christy sincronizó su reloj, y luego lo siguió a
cubierta. Vio cómo se colocaba los tanques de oxígeno y se deslizaba
sobre la borda, mientras ella acallaba su desilusión, porque no habla visto
sus dibujos.
Christy decidió trabajar en cubierta, para poder vigilar el cable de
seguridad. Después de media hora, estudió sus dibujos, sorprendida de la
cantidad de detalles que logró captar en el pequeño boceto.
¿Quién hubiera creído que su memoria podía retener tantos detalles?
Aunque sospechaba que lo que había dibujado era una versión
cinematográfica de una nave isabelina. Bajó a guardar los dibujos en el
camarote principal y volvió de inmediato a cubierta, para vigilar el cable de
seguridad. Durante la tarde, el viento había cambiado de dirección y,
aunque su frescura era bienvenida, Christy se preocupó por si el cambio de
tiempo obstaculizaba el buceo.
Cuando Simón llevaba abajo cinco minutos más de la hora, Christy cogió el
cable y dio los tirones convenidos. Sabía lo fácil que era perder la noción
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del tiempo bajo el agua, y no se alarmó cuando él no contestó. Esperó
otros cinco minutos, que pasaron con una lentitud desesperante, y volvió a
tirar del cable, pero lo encontró flojo y la invadió el temor, con visiones de
Simón atacado por tiburones o algo peor. Ya estaba a punto de bajar a
ponerse su traje de buceo, cuando él apareció a varios metros de distancia,
nadando hacia el yate y con el cable suelto en la mano.
–El cable se enredó con el coral–le dijo él–, y pensé que no iba a poder
soltarlo, así que me lo quité. Eso fue lo que me entretuvo.
–Te di la señal, pero no tuve respuesta–dijo Christy, algo asustada todavía.
–Logré soltarlo, pero se me fue. Entonces has de haber dado tú los tirones.
No hay por qué sentir pánico–dijo láconico, agregando con rudeza:–Deja
de parecer tan preocupada... O me vas a dar algunas ideas.
Demasiado sobreexcitada para controlar sus propias reacciones, Christy
preguntó con aspereza:
–¿Qué clase de ideas?–las lágrimas no estaban lejos.
Christy acababa de tener una revelación tan perturbadora e inesperada,
que le costó controlarse para no huir de él lo más lejos posible. Unos pocos
segundos antes de que saliera a la superficie la invadió el temor. Y no sólo
el miedo que podía uno tener por la seguridad de un amigo o compañero,
sino el miedo de una mujer por el hombre que amaba.
¡Ella todavía amaba a Simón! Lo curioso fue que no sintió ninguna
conmoción. Era como si una parte de su ser siempre hubiera sabido la
verdad. ¿Por eso no había querido trabajar con él?
–¿Qué pasa, Simón?–preguntó con aspereza, impulsándose a un estado de
ira, para proteger su vulnerabilidad ante él–. Ya sé que te gusta caminar
solo... Que esté preocupada por ti, no significa que sea una adolescente, lo
bastante estúpida para enamorarme de ti–durante un instante temió que
su vehemente rechazo la pudiera traicionar, pero la expresión de Simón la
tranquilizó. Su expresión era sombría y apretaba los labios con rabia.
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–Si quieres tener que preocuparse por alguien, hazlo por tu amigo Miles–
repuso él, con viveza–. Él sabrá apreciar una niñera y yo no. No necesito
una madre, Christy, ni quiero jugar a ser papá. Quiero una mujer que sea mi
igual, mi compañera.
–Quieres decir, alguien que esté dispuesta a aceptar sexo en vez de amor–
le lanzó Christy con amargura, demasiado cegada por la ira–que los
consumía. Parecía imposible que estuvieran riñendo de esa forma, que la
amistad y el respeto que habían conseguido pudiera destruirse tan
fácilmente. Voy a bajar a cambiarme–dijo Christy, con voz ronca–. Con un
poco de suerte, tal vez tenga tiempo para sumergirme una vez más.
Quiero examinar esa formación coralífera otra vez.
–Es demasiado tarde para eso, hoy. Cuando estaba abajo, sentí que la
corriente aumentaba su fuerza. Parece que el tiempo va a cambiar antes
de lo que pensaba. Necesito más informes meteorológicos. Por hoy ya
hemos hecho bastante.
Christy sabía que estaba siendo sensato, pero ansiaba escapar de su
presencia. El descubrimiento de que todavía lo amaba la había hecho
perder su equilibrio emocional. Necesitaba tiempo para acostumbrarse a la
idea, para explorar sus sentimientos. ¿Cómo había podido engañarse
durante tanto tiempo? Christy sabía la respuesta. Simplemente porque no
había querido hacerlo, reconoció mientras bajaba a la cocina para preparar
la cena.
Oyó que Simón bajaba al camarote principal y después que entraba en el
suyo. Al oír la ducha, imaginó su cuerpo reluciente bajo el agua. Christy se
estremeció tanto que tuvo que apoyarse contra el pequeño fregadero.
«¿Por qué no lo descubrí antes de venir al Caribe?», pensó Christy.
Lo que había sufrido a los dieciocho años no era nada comparado con lo
que sufriría ahora. Sería tan fácil acercarse a él e incitarlo a hacerle el
amor... Parte de su ser anhelaba la satisfacción física que le produciría un
placer salvaje. Y el otro temía el dolor, el rechazo y la inevitable frustración
que sufriría, pues no sólo quería amor físico. Antes, lo había adorado como
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adolescente; ahora lo amaba con el intenso dolor de una mujer. Christy se
estremeció y se esforzó en aparentar compostura, al oír que Simón abría la
puerta. Y sintió su presencia detrás de ella.
–Christy, estos dibujos...–oyó un tono de asombro en su voz y se atrevió a
volverse, deseando no haberlo hecho cuando vio la cerca que estaba él–.
Deja lo que estás haciendo y ven–le ordenó él. En silenció, lo siguió al salón
principal y vio que sacaba un paquete de fotografías de un cajón–. Míralas–
le dijo con suavidad. En seguida, Christy se olvidó de sus problemas. Casi
detalle por detalle, las fotografías y los bocetos que ella había hecho
correspondían...
–Es... es casi increíble...
–Es más que eso. Es un milagro–la tomó de la cintura la levantó en vilo, y
comenzó a dar vueltas como un loco–. Christy, Christy, es un adelanto
importante. Lo que tú dibujaste me convence de que estoy en el camino
correcto. Creo que el barco que hay en el fondo es el del capitán Kit. Ahora
necesitamos encontrar alguna prueba física–ella sentía su tensa excitación
y advertía su euforia. Christy deseaba que sus suposiciones fueran ciertas.
De pronto, Simón la miró con fijeza. Ella supo que la iba a besar, aunque
anhelaba la tibia posesión de su boca, su instinto de conservación la hizo
apartarse de él–. Ah, no... Lo olvidaba... Tus besos están reservados para
Miles, ¿verdad?–era como si él esperara que ella lo negara, pero la
precaución indujo a Christy a no hacerlo. Que creyera que estaba
comprometida con Miles, tal vez así no intentaría hacerle el amor.
–Voy a continuar preparando la cena–dijo Christy, con frialdad–. Supongo
que querrás empezar mañana temprano sintió alivio, al ver que le seguía la
corriente, aunque desconfío de la sonrisa sardónica que había
acompañado a su lacónica afirmación.
Simón debía haber amado a muchas mujeres en el yate, pensó Christy llena
de celos.
–Simón, ¿has amado alguna vez a alguien? ¿Realmente amado?–le
preguntó directamente.
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Él alzó las oscuras cejas y torció los labios.
–¿Por qué? ¿Quieres comparar emociones y experiencias, para saber si lo
que tú sientes por Miles es amor?–su amargura la estremeció–. Sí, sí he
amado–dijo él, con firmeza–, pero dudo que mi experiencia se pueda
comparar con la tuya. El amor, como yo lo he conocido, no es una
experiencia agradable y, si aceptas mi consejo, lo aceptarás con muchas
reservas.
Sus palabras la hirieron como un puñal. Sin duda, él hablaba con
sinceridad, una sinceridad amarga. Simón amaba a una mujer que era una
completa extraña para ella... Christy quería saber más... Quería preguntar
el nombre de la mujer que era tan tonta como para rechazar el raro don de
su cariño, pero las palabras no le salían. Su dolor era demasiado fuerte
para poder hablar. Lo único que quería era escapar del pequeño espacio
que los encerraba. Simón enamorado... Había amado y conocía el dolor de
esa emoción. Sintió alivio cuando él se fue, dando un portazo.
Cuando por fin logró moverse, Christy temblaba tanto que no podía
controlarse. Oleadas de dolor la recorrían, casi destruyéndola. Simón
amaba a otra mujer... Hasta ese momento, Christy no advirtió lo mucho
que se aferraba a la frágil esperanza de que él, por algún milagro, llegara a
amarla. Ahora ese frágil apoyo se había desvanecido y Christy se sintió
perdida, como si se ahogara en un vasto y turbulento mar de agonía, del
cual no había esperanza de salir.
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Capitulo 7
C
uando Christy se despertó no consiguió recordar lo que la había
perturbado. El yate se mecía en el mar calmado y el cielo era de un azul
pálido al asomarse ella por la portilla.
Había soñado algo relacionado con Kit Masterson y su nave. Ella estaba a
bordo, en ese fatal viaje... y oyó cómo llamaba a sus hombres bajo el
estruendo de la tormenta, ordenándoles que le ayudaran a salvar el barco,
hasta que al fin tuvo que aceptar la derrota y mandarles que abandonaran
la nave.
Ahora, completamente despierta, Christy se estremeció, todavía
impresionada por la pesadilla, aún sentía el sabor de la sal en los labios y
oía soplar el viento...
Christy miró su reloj. Todavía no eran las seis, pero sabía que ya no podría
volver a dormirse. Debajo de ellos yacía el Vellocino de Oro, o lo que
quedaba de la nave. Y, al cerrar los ojos, volvió a revivir el momento de su
sueño en que las olas rompían sobre la cubierta, el crujir de la madera
contra el coral y el rápido hundimiento de la nave. Temblando, Christy se
levantó y tomó una ducha, invadida por una tensa excitación. Sin
detenerse a analizar por qué, sabía que iba a encontrar algo que probaría
la verdadera existencia del Vellocino. Tenía que zambullirse a verificarlo...
No podía esperar a que Simón despertara.
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Christy sabía que desobedecía sus órdenes, pero eso no le impidió ponerse
el equipo de buceo. El mar parecía estar en calma, y desechó las
preocupaciones de Simón acerca de las corrientes adversas. El mar se
cerró sobre ella, al sumergirse lentamente. Encontró la figura cubierta de
coral sin dificultad y nadó sin prisa por el casco, sin saber exactamente lo
que buscaba, impulsada por un instinto tan poderoso, que no podía dejar
de seguirlo. Pequeños pececillos huían con pánico de ella y en cierto
momento le pareció ver una sombra de algo mucho más grande, pero no
sintió miedo. La emoción que la impulsaba era demasiado fuerte.
El tiempo dejó de existir. Sólo existía el coral y esa violenta premura que la
poseía. De pronto se detuvo, una mancha más oscura en la uniformidad
del coral atrajo su atención. Nadó hacia ella, con el corazón latiéndole con
fuerza por la excitación. Podía ser cualquier cosa. Incluso podía estar
equivocada, al creer que el coral ocultaba el Vellocino de Oro, pero algo la
impulsaba hacia adelante, apremiándole a investigar la angosta abertura.
Normalmente ella no se habría aventurado a meterse en ese tipo de
peligro. Su delgado cuerpo apenas cabía en la brecha y sintió la resistencia
del coral contra su traje, al maniobrar para poder pasar con los tanques de
oxígeno por el pequeño espacio.
Una vez que pasó, la excitación de Christy aumentó. Eso no era sólo una
brecha en el coral, sino un espacio completamente cerrado, casi sin nada
de luz, excepto la que pasaba por la abertura. ¿Estaría en lo que había sido
la bodega del Vellocino? Christy estaba segura de que así era, así como
estaba convencida de que había alguna relación entre su sueño y el
descubrimiento de la abertura.
Deseó que Simón estuviera con ella. Él sabía lo que debía buscar. Además
necesitaba una linterna. En ese momento no veía nada. Algo rozó su piel y
sintió miedo. Pero enseguida se tranquilizó, pensando que había rozado
alguna fronda de algas marinas, pero en esa espectral oscuridad era muy
desagradable la sensación de ser tocada por algo que no veía. El miedo
volvió a apoderarse de Christy y de pronto ansió ver la luz del sol y el aire.
Se sintió sofocada, casi sin aliento y pasaron varios minutos hasta que se
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dio cuenta del motivo. Casi no tenía aire. Rápidamente cambió al segundo
tanque, maldiciéndose por no ser más cuidadosa, pero no podía creer que
hubiera estado tanto tiempo bajo el agua. Debía volver y contarle a Simón
lo que había visto.
Se dio la vuelta y sintió alivio al ver un punto de luz delante de ella.
Mientras nadaba hacia la abertura, Christy se dio cuenta de lo temeraria
que había sido al ir sola. Algo rozó su brazo y lo alejó, empujándolo, pero el
pánico se apoderó de ella cuando, al sentir que algo le había atrapado el
brazo. En la tenue luz de la abertura, vio la retorcida forma que la tenía
cautiva y el terror la heló, al darse cuenta de que estaba aprisionada por el
abrazo de un gran pulpo.
Más tarde comprendió que su pánico la había salvado. El pulpo, creyendo
que la había inmovilizado, aflojó un momento el tentáculo que la rodeaba
y Christy nadó rápidamente hacia la abertura. De nuevo el pánico la invadió
cuando, al intentar salir, comprobó que la abertura era más estrecha por
dentro. Desesperada, Christy dio un tirón a los arnés que sostenía los
tanques de oxígeno, y atravesó primero ella y luego los tanques. El alivio
que sintió era algo que nunca olvidaría. La hizo sentirse tan débil que
necesitó varios minutos para volver a ponerse los tanques.
Cuando lo hizo, se horrorizó al descubrir el poco aire que le quedaba.
Repitiéndose que no debía sentir pánico, Christy nadó a lo largo del muro
de coral, ya bastante conocido para ella, para localizar el lugar desde
donde debía subir a la superficie. Tenía que controlar el deseo de llegar lo
antes posible, forzándose a hacer las cosas con calma y profesionalmente.
Cuando por fin salió a la superficie y vio el yate, meciéndose a menos de
cincuenta metros de ella, sintió un alivio tan grande, que la invadió la
debilidad.
–Encontré una entrada en el muro de coral–le dijo a Simón, que estaba en
cubierta; su voz sonó débil y lejana, y de pronto se sintió exhausta.
–Has hecho todo lo contrario de lo que te dije antes de venir–dijo Simón
con dureza–. Te has sumergido sin avisarme. No te pusiste el cable de
seguridad. Y estuviste buceando mucho más de una hora–él perdió el
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control de sí mismo y la sacudió hasta que ella sintió que sus piernas ya no
la soportaban–. ¿Qué demonios crees que estás haciendo? Esto no es un
juego, Christy.
Ella sentía un deseo intenso de llorar y utilizó sus últimas reservas de
energía para soltarse de sus manos y alejarse, tambaleándose por la
cubierta, hacia su camarote.
Una vez adentro, Christy se tumbó en la litera. Sabía que sobre todo
lloraba por el susto y el miedo que había pasado. Las furiosas palabras de
Simón no la habían herido. Después de todo, tenía el derecho de
enfadarse. Cansada, Christy se quitó el traje de buceo. Estaba a punto de
coger su bata, cuando se abrió la puerta del camarote y apareció Simón.
Sus ojos recorrieron brevemente su cuerpo desnudo, antes de posarse
sombríos en su rostro.
–No había terminado de hablar–su voz, llena de ira, era implacable.
Desesperada por cambiar de tema, Christy dijo:
–¿Generalmente entras en las habitaciones sin llamar?
Durante un instante, la furia centelleó en sus ojos, pero luego, dijo con
suavidad:
–Generalmente no me hace falta. Suele haber mujeres ansiosas de venir a
la mía–era un cruel recuerdo de su comportamiento y Christy sintió que se
ruborizaba–. ¿En qué diablos estabas pensando?–preguntó él con ira–. ¿No
sabes los riesgos que corrías de quedarte sin aire?–Simón la vio
estremecerse, cogió la bata y se la lanzó–. Toma, ponte esto–ella obedeció
con rapidez, sorprendida de no haberse turbado por su desnudez, la cual
no pareció afectar mucho a Simón, pensó con amargura–. ¿Qué te incitó a
hacerlo?–con titubeos Christy contó su sueño y el extraño impulso que
había sentido. Esperaba que él hiciera algún comentario desdeñoso, pero
sólo exhaló el aire y dijo en voz baja:–Podías haberme despertado. Por
Dios, Christy, ¿tienes idea de lo que he pasado desde que descubrí que no
estabas? Podías haberte caído por la borda o cualquier otra cosa. Estaba
seguro de que nunca harías algo tan temerario como bucear sola. Pasó
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media hora antes de que se me ocurriera comprobar si estaba el equipo de
buceo. Luego, no sabía por dónde empezar a buscarte. Mil cosas podían
haber salido mal. Tú lo sabes. Sabes que bucear solo es lo más peligroso de
todo. ¿Por qué crees que insistí tanto en que lleváramos cables de
seguridad?
Christy vio cómo se pasaba una fatigada mano por el pelo y se sorprendió
de ver su aspecto cansado y tenso. Probablemente se sentía responsable
de ella. Aunque no fuera la mujer que amaba, Simón era un hombre
responsable. Seis años atrás, se había entregado a él, y aunque la deseaba,
de eso estaba segura, se contuvo, porque no estaba dispuesto a darle lo
que ella quería.
Era más que responsable, era un hombre honorable... Deseaba no haber
hecho ese descubrimiento. Haberle encontrado algún defecto que le
hiciera más fácil no amarlo. ¿Cómo sería la mujer que amaba? ¿Y por qué
ella no le correspondía? Tal vez estaba casada...
–¿Y ahora en qué piensas?–Christy lo miró con vaguedad, notando la
tensión de su voz–. Tus ojos están de color gris oscuro–la cogió por la
barbilla–y sólo se ponen así–cuando estás alterada o preocupada.
–Supongo que es el choque–logró que su voz sonara ligera y se estremeció
levemente al tratar de alejarse.
–Toma una ducha caliente. Yo iré a preparar alguna bebida. Té sentirás
mejor después de dormir algunas horas.
–No quiero tomar nada–Christy se alejó de él para ocultar su deseo. No
sabía cuánto tiempo podría soportar su presencia, sin echarse en sur
brazos y aferrarse a él, buscando consuelo. Cada vez que cerraba los ojos,
veía al pulpo y sentía el mismo terror...
–Muy bien–él apretó los labios y ella tuvo la impresión de que lo había
enfadado.
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La ducha la relajó, pero no como lo hubieran hecho los brazos de Simón,
pensó Christy mientras se metía en la cama. Se durmió casi al instante, con
la mente y el cuerpo exhaustos.
Soñó con el pulpo; pesadillas horribles y atormentadas, en las que se
retorcía, impotente, en sus tentáculos y llamaba a Simón. Pero no fue el
sonido de sus propios gritos lo que la despertó, poniendo fin a su
tormento, sino que fue Simón que la sacudía para despertarla, con el
rostro ansioso y pálido.
–¿Qué te ocurre?–preguntó con aspereza–. Gritabas como una loca.
–Tuve una pesadilla–repuso ella con brevedad, intentando apartar la vista
del torso desnudo de Simón. Él estaba sentado en el borde de la cama y la
sujetaba por los hombros. Christy creía que él se iría. Y cuando la atrajo con
fuerza hacia él, estaba tan sorprendida que no pudo protestar.
–Ven aquí–la voz de Simón sonó ronca–. Estás muy tensa–comenzó a darle
suaves masajes en la espalda.
Tan suaves que Christy no se dio cuenta de que había abandonado su
cuerpo sobre el suyo. Sólo sentía el delicioso calor que irradiaban sus
dedos sobre su piel y una sensación de bienestar, que ahuyentaba todo su
temor. Cuando sintió la leve calidez de su boca sobre su piel, pensó que
había imaginado esa sensación porque sus sentidos lo deseaban con
vehemencia; pero cuando volvió a suceder, supo que no se lo había
inventado.
Al instante, su cuerpo se puso tenso de nuevo, pero las manos de Simón la
cogieron por los brazos y musitó, con voz ronca:
–No me detengas, Christy... no me detengas. Ambos necesitamos esto–la
empujó suavemente contra la cama. Luego deslizó los tirantes de su
camisón, y aparecieron las exuberantes curvas de sus senos. Afuera, las
olas se estrellaban tranquilas contra los costados del yate y el lento
mecerse de la nave era arrullador y sensual. Casi como si fuera un sueño,
Christy alzó los brazos, entreabriendo los labios buscando un beso.
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Simón la besó con lentitud, con un beso prolongado, como si sus labios se
complacieran tan sólo con la sensación de probar la suavidad de la boca de
Christy. Ella suspiró y su cuerpo se derritió, complaciente, cuando Simón le
quitó el camisón y empezó a acariciarle los senos, la estrecha cintura, la
curva de sus caderas y la suave femineidad de los muslos.
El deseo se inflamó dentro de ella y su boca se aferró con anhelo a la de él.
Era como si flotara con lentitud hacia el fondo del mar. Simón apartó su
boca de la suya y Christy arqueó su cuerpo, suplicante. Él delineó con la
lengua el húmedo contorno de los labios de Christy y la deslizó poco a
poco entre ellos, tocando, probando, incitando, hasta volverla loca por la
necesidad de algo más que la seducción de su boca. Sus dedos se
encogieron en la espalda de Simón mientras sus senos se henchían y su
cuerpo se arqueaba contra el suyo.
Christy percibió su indescifrable murmullo y se emocionó por el tono de
urgencia que tenía. Gimió de placer contra su piel, cuando Simón comenzó
a dejar ardientes besos sobre sus hombros. Ella lo acarició febrilmente.
Tocó con su boca la carne de Simón, sorprendida de encontrarla tan
caliente, y cuando intentó alzar la cabeza, su mano se entrelazó en su
cabello, manteniéndola inmóvil contra él y su voz ronca musitó en su oído:
–Sí... sí, Christy.... bésame... No sabes cómo ha ansiado mi cuerpo el dulce
contacto de tus labios y tus manos.
Sus palabras parecieron detonar algo muy profundo dentro de Christy,
liberándola para tocar y besar, para provocarlo con delicados besos, que
causaban espasmódicos murmullos de urgencia y de aprobación. Cuando
la lengua de Christy rozó el pecho de Simón, él lanzó un grito que la
sorprendió y su cuerpo se acercó más al suyo. Cuando Simón se apartó,
ella sintió angustia y rechazo.
Como si él hubiera leído sus sentimientos, soltó una imprecación,
murmuró su nombre y, rápidamente, se desnudó. Luego volvió a cogerla
entre sus brazos, musitando suaves palabras contra su piel. El contacto de
su boca contra su seno la hizo estremecer de placer y exclamar su nombre,
e instintivamente se arqueó, lo cual Simón compensó con lentas caricias
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succionadoras que la llenaron de pasión. Él le cogió las manos y las colocó
sobre su cuerpo, incitándola a tocarlo y acariciarlo, hasta que su aliento se
hizo irregular de placer.
Un repentino golpe que resonó en la cubierta los sobresaltó. Christy se
heló bajo sus caricias.
–¿Qué ha sido eso?–dijo Simón asustado. Entonces Christy advirtió que el
yate ya no se mecía suavemente, sino que la corriente estaba azotándoles
con gran fuerza–. Tendré que subir a ver qué sucede. El viento ha
cambiado. Deben ser las corrientes–se sentó y se puso los calzoncillos–.
Quería bucear otra vez antes de que se estropeara el tiempo–se había
desvanecido el excitado amante y en su lugar estaba el escritor, enfadado
porque seguía sin tener alguna prueba que confirmara la hipótesis de su
novela.
–Yo también me vestiré y subiré–dijo Christy, cuando él abrió la puerta–.
Puedes necesitar ayuda.
Christy tardó unos diez minutos en seguirlo. Diez minutos durante los
cuales una vez más reconoció que se había salvado de revelarle a Simón la
verdad, no por su propia precaución, sino por sucesos fuera de su control.
«¿Quién puede controlarse?», se preguntó Christy con amargura. Toda su
seguridad desaparecía cuando Simón estaba cerca.
¿Y qué sucedería con Simón? Tarde o temprano, trataría de hacerle el
amor y entonces no permitiría ningún rechazo. A diferencia de ella, él no
necesitaba amarla para experimentar deseo. Amaba a otra mujer, sin
embargo, a ella la deseaba. Con las manos temblorosas, Christy subió a
cubierta. Simón estaba ensimismado escuchando la radio y, respetando su
concentración, no dijo nada. Después de unos minutos, él se volvió hacia
ella y dijo:
–El tiempo está cambiando, tal como imaginé. Con un poco de suerte,
podría bucear una vez más. Ahora dime exactamente, dónde está la
abertura–Christy se lo explicó y agregó con voz monótona:
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–Pero de nada te sirve, no podrás entrar. Es demasiado estrecha. Yo tuve
que quitarme los tanques para salir.
–¡Qué alegría!–exclamó decepcionado.
–Yo puedo volver a bajar–hizo el ofrecimiento tentativamente, tratando
de controlar un estremecimiento de pánico. ¿Tendría el valor de hacerlo?
–Bajaremos los dos. Correremos el riesgo de dejar el barco solo, pero no
estoy dispuesto a dejar que vuelvas a bajar tú sola.
Se prepararon para bucear, en silencio, y, una vez abajo, Christy lo guió a lo
largo del muro de coral. Esta vez la abertura le pareció increíblemente
pequeña. Simón la examinó durante varios segundos y Christy se preguntó
qué estaría pensando.
Antes de sumergirse, él le había dicho lo que debía hacer. Quería que ella
registrara el lecho marino y que le diera cualquier objeto pequeño que
encontrara, aunque estuviera incrustado de coral y arena. Suponía que él
esperaba encontrar algo que demostrara que había descubierto el
Vellocino de Oro.
Mientras se introducía por la abertura, Christy intentó olvidar el miedo que
sentía. Había que descender algunos metros para llegar al lecho marino y
era bastante cansado sumergirse en la oscuridad, usando la pequeña
linterna que Simón le había dado. Encontró varios bultos confusos de coral
y arena y se los llevó a Simón, preguntándose si eso servía para algo. La
tercera vez que volvió, Simón le señaló el reloj. Ya habían estado abajo un
poco más de una hora. Ella levantó un dedo en señal de que sólo se
sumergiría una vez más y él asintió.
Esta vez, el miedo, que había controlado, la venció. ¿Y si se encontraba con
el pulpo? Les gustaban los sitios oscuros y Simón no podría entrar a
ayudarla, pues no cabía por la abertura. El miedo la invadió y luchó contra
él, diciéndose que lo peor era dejarse vencer por el pánico.
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Deseaba con desesperación volver y cuando estaba a punto de abandonar
la busca, vio, cubierta de algas y medio hundida en la arena el asa de una
jarra. La cogió con cuidado para no romperla y sintió alivio porque ya podía
volver junto a Simón.
Para sorpresa suya, pudo levantarla con facilidad. Era bastante grande y
parecía estar intacta y no era una jarra, sino una especie de vasija.
Sosteniéndola con cuidado, nadó de vuelta. Simón la estaba esperando y
se quedó atónito cuando le entregó su trofeo.
Luego la ayudó a salir por la abertura y comenzaron a subir hacia la
superficie. Él la ayudó a abordar el yate, ya que el fatigado cuerpo de
Christy casi no podía resistir el tirón de la corriente, cada vez más fuerte.
Ahora, estaba parada a bordo del yate y apenas advertía los peligros que
había superado esa mañana. La corriente había aumentado de fuerza y el
mar estaba turbulento. Tembló de nuevo y Simón le ordenó con
determinación:
–Date una ducha caliente. Estás helándote.
–¿Y tú?–Christy titubeó, extrañando la intimidad que habían compartido
antes, pero sabiendo que era más prudente conservar la distancia entre
ellos.
–Estoy bien. Bajaré cuando salgamos de estas aguas. Se acerca una
tormenta.
Christy miró al cielo, que parecía plácidamente azul, pero había una
tensión en el aire que no provenía de su torbellino interior.
Cuando terminó de bañarse, Christy se vistió y subió, y pudo ver cómo el
arrecife se alejaba lentamente.
Simón la dejó a cargo del timón, mientras bajaba a darse una ducha y a
cambiarse. Cuando él volvió a cubierta, Christy fue a preparar la comida.
Mientras comían, él comenzó a hablar de los hallazgos.
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–No tengo ni idea de lo que tenemos. La vasija parecer muy interesante y
quién sabe qué habrá enterrado bajo el coral. Creo que lo mejor será que
volvamos a Inglaterra. Allí examinarán todos los objetos científicamente y,
mientras esperamos los resultados, puedo empezar a trabajar.
–Pero creía que ibas a escribir el libro aquí–protestó Christy y una súbita
intuición le indicó que había cambiado de planes por ella. ¡Eso echaba por
tierra su creencia de que él quería hacerle el amor! pensó Christy llena de
dolor y desilusión, en vez de alivio.
–Así era, pero he cambiado de opinión.
–Entonces, cuando volvamos, ya no me necesitarás–logró decir ella con
calma.
–Te contraté para trabajar conmigo hasta que termine mi libro–su voz era
inusitadamente brusca–. ¿Qué sucede? ¿Temes que Miles no lo apruebe?
Christy casi había olvidado que Simón creía que tenía un amorío con Miles
y se ruborizó, preguntándose cómo habría interpretado su apasionada
respuesta de la mañana.
¿Pensaría que era licenciosa o que sufría de frustración sexual? Ninguna de
las dos ideas era halagadora, pero eran preferibles a que descubriera la
verdad, pensó con ironía. Cualquier cosa era preferible a eso, ahora que
sabía que amaba a otra mujer.
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Capitulo 8
V
olaron de Santa Lucía a Heathrow al día siguiente.
Los objetos que Christy había recogido del lecho marino estaban en un
paquete, que iba con ellos a bordo del avión, así como todos los
documentos y notas de Simón relativas a Kit Masterson.
Christy deseaba que Simón le pidiera que se fuera a casa de su madre, pero
él parecía determinado a hacerla cumplir su contrato original. Le dijo que
había espacio para los dos en su apartamento de Knightsbridge
Fueron en silencio a su apartamento.
Para pasar el tiempo durante el viaje, Christy había tratado de dibujar más
bocetos de Kit Masterson, pero el único rostro que conseguía dibujar era
el de Simón. Ni la barba isabelina ni el pendiente de oro, habían podido
destruir ese parecido y, finalmente, decidió guardar los bocetos en el
bolso. Habían vuelto a Londres mucho antes de lo que ella esperaba.
¿Tal vez la mujer que Simón amaba vivía allí? ¿Sería esa la razón de su
vuelta? No se le había ocurrido eso antes, pensó Christy, torturada por los
celos. Desde luego, podría preguntárselo a Simón, pero no tenía por qué
contestarle. Christy recordó lo que él le había contado acerca de sus años
de juventud y cómo ella había creído que intentaba conseguir su amistad.
Pero lo único que Simón quería de ella era la fugaz satisfacción de hacerle
el amor, nada más.
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Y ahora parecía que hasta ese deseo se había desvanecido. Con ironía, le
había dicho que no temiera estar sola con él, que tendría la presencia de su
ama de llaves para salvaguardar su moral.
¿O sólo había sido una sutil advertencia? Después de todo, ella no había
hecho ningún intento de rechazar sus requerimientos amorosos, a pesar
de que no había negado su supuesta relación con Miles. Demasiado
cansada para ordenar sus enredados pensamientos, Christy cerró los ojos y
dejó que el ruido de Londres la envolviera. De inmediato se quedó
dormida.
–Ya hemos llegado–Simón la despertó–. Yo llevaré las maletas–dijo él, y
Christy se dio cuenta de que se había dormido apoyada en el hombro de
Simón–. Vamos, es por aquí.
Un ascensor los llevó hacia su piso. Sus miradas estaban llenas de
hostilidad y tensión. Había desaparecido el hombre que había sido amigo y
amante, mientras estuvieron en el Caribe. Ahora Simón se había
convertido en el hombre que odiaba desde hacía seis años. El ascensor se
detuvo y Simón le pidió que saliera. A Christy le dolía pensar que compartía
su ternura con otra mujer mientras que a ella sólo era capaz de ofrecerle
su hostil indiferencia.
Cuando llegaron a un pequeño vestíbulo, Simón dejó las maletas en el
suelo y sacó una llave del bolsillo.
–La otra entrada funciona con un sistema de seguridad–le dijo
brevemente, mientras abría la puerta y entraban–. Más adelante te lo
explicaré–miró su reloj. Eran las diez de la mañana y habían estado
viajando casi toda la noche. Olas de cansancio invadieron a Christy. Lo
único que deseaba era irse a dormir–. Por aquí–Christy siguió a Simón
hasta un gran salón, elegantemente amueblado–. El comedor–anunció
Simón, mientras abría otra puerta, para que viera una pequeña salita–. La
cocina está al lado del comedor. Pero esos son los dominios de la señora
Pargetter, que debe estar haciendo la compra. Le telefoneé para
anunciarle que iba a venir–le indicó otra puerta y la abrió para que viera su
enorme biblioteca y el enorme escritorio–. Mi estudio... Aquí es donde
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trabajaremos. Por desgracia, aunque el apartamento es muy grande, no
hay otro estudio para ti–de nuevo la llevó al salón, y abrió una puerta que
conducía a un vestíbulo interior–. Dos dormitorios, cada uno con su cuarto
de baño. El de la señora Pargetter está cerca de la cocina, junto con su
salita. Esta habitación es la mía–indicó la primera puerta, sin abrirla y ésta
será la tuya–empujó las puerta y Christy lo siguió hacia adentro. Era un
cuarto grande, con una gran cama de matrimonio y todos los muebles–. El
baño está ahí–Simón indicó otra puerta–. Traeré tus maletas y te dejaré
para que te organices. Si tienes ganas de dormirte, por favor, hazlo. No te
necesitaré hasta mañana.
–¿Y tú?–preguntó Christy, súbitamente tímida–. ¿Y tú no vas a dormir?
–Lo dudo–su expresión era sardónica–. Olvidas que estoy acostumbrado a
viajar. De todos modos, no tengo tiempo de dormir. Tengo que revisar
algunas notas y quiero asegurarme de que el paquete llegará sin
contratiempos. Así que, como verás–su voz era burlona–, no debes temer
que perturbe tus castos sueños. Estaré muy ocupado.
Las mejillas le ardieron a Christy por la deliberada crueldad de sus
insinuaciones y volvió el rostro al otro lado.
–Nunca creí que fueras a hacerlo–dijo con dignidad, sin darse cuenta del
gesto de preocupación de Simón.
–Entonces te dejaré para que duermas.
–Tu apartamento es muy agradable–Christy se sintió ridícula, pero no
quería que se fuera, y estaba dispuesta a forzar una conversación cortés
para retenerlo. Si ella pudiera decirle: «Te amo y quiero que te quedes
conmigo; quiero dormirme en tus brazos y que mi cuerpo se sacie de tu
amor», pero eso era completamente imposible.
–Se lo compré al dueño anterior, con muebles y todo. Él era decorador de
interiores. Algunas habitaciones no son de mi agrado, el comedor, por
ejemplo, pero como morada temporal, no está mal.
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¿Temporal? El corazón de Christy empezó a latir con fuerza. ¿Acaso
planeaba abandonar Inglaterra? Tal vez viviría en Estados Unidos. ¿O en St.
Paul? No se lo podía preguntar y el hecho de que experimentara esa
sensación de pérdida ante la idea de que él viviera en otro país, era una
muestra de la intensidad de sus sentimientos. «Tonta», se amonestó
cuando él se fue.
Christy decidió darse una ducha para relajarse, antes de meterse en la
cama. Mientras se secaba, recordó que no tenía nada que ponerse. Se
encogió de hombros y se envolvió con una toalla seca. Sacaría un camisón
cuando Simón le subiera las maletas, pero ahora estaba tan cansada que lo
único que quería era acostarse. Entró en el dormitorio y vio que sus
maletas ya estaban allí, pero era demasiado esfuerzo abrirlas, así que, sin
siquiera levantar la colcha, se tumbó en la cama, envuelta en la toalla,
sabiendo que se dormiría en segundos.
Christy ni siquiera oyó cuando se abrió la puerta y no advirtió la presencia
de Simón, que se quedó parado a su lado, con una taza de café en una
mano y el ceño fruncido al bajar la vista hacia ella.
Por fin, con un suspiro casi iracundo, le quitó la toalla húmeda, levantó las
sábanas y la acostó con gentileza debajo de ellas. Christy sólo se movió
una vez, cuando la mano de él, accidentalmente, le rozó un seno y
entreabrió los labios, emitiendo murmullos de placer. Lentamente, Simón
se incorporó y durante un instante se quedó mirándola con una sonrisa
desdeñosa, pero luego se volvió y se fue.
Cuando Christy se despertó, ya era por la tarde. Se estiró con indolencia,
poniéndose tensa cuando advirtió que estaba desnuda entre las sábanas.
¿Quién la había metido en la cama?, Christy se ruborizó al pensar en Simón
mirándola y tocándola, pero no fue resentimiento ni ira lo que provocó su
rubor.
Ya vestida, vagó una media hora por el apartamento, antes de decidir salir
a la calle. Se puso una chaqueta y bajó al vestíbulo principal, donde explicó
al encargado quién era.
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–Está bien, señorita–la tranquilizó él–. El señor Jardine ya me ha hablado
de usted.
Una vez en la calle, Christy se estremeció por la fresca brisa de junio.
Indudablemente, hacía más frío en Londres que en el Caribe. Necesitaría
ropa más gruesa, si se iba a quedar allí más tiempo. Lo cual le recordó que
debía telefonear a su madre. El barrio de Knightsbridge estaba muy
animado, lleno de turistas y vendedores. Christy entró en una pequeña
librería, donde compró un par de revistas y una novela ligera, para leer.
No tenía idea de cuándo llegaría Simón o ni de lo que quería que hiciera
esa tarde. Tal vez él tenía alguna cita. Sintió una puñalada en el corazón,
pero era algo a lo que se tenía que enfrentar, decidió al dirigirse al
apartamento.
–¡Christy!–durante un instante, oír su nombre la sobresaltó. Se detuvo y
volvió la cabeza, pero una sonrisa iluminó su rostro al reconocer a Miles,
que sé apresuraba a acercarse a ella–. ¡Christy! ¿Qué haces aquí? Tu madre
me dijo que estabas en el Caribe, trabajando para Simón Jardine.
–Es cierto–respondió Christy, devolviéndole su breve beso–. Estoy
trabajando con Simón y hemos estado en el Caribe, pero ya hemos vuelto.
–Ya veo. Acabo de dejar a tu madre en el aeropuerto–cuando vio la
expresión de sorpresa de Christy, agregó–: Jeremy la persuadió de que
fuera con él a Estados Unidos, para discutir su último contrato. Oye, ¿qué
haces esta noche?–le preguntó de pronto–. ¿Puedes salir a cenar?
–Pues... no sé... No estoy segura de los planes de Simón. Ahora está fuera
y como no sabía qué hacer, salí a comprarme algo para leer. ¿Cómo estás
tú?–preguntó, con cariño–. He oído que tu libro tiene mucho éxito.
–Que en parte se debe a mi eficiente ayudante–convino Miles, con una
sonrisa irónica–. Yo estoy bien, aunque algo desilusionado por los efectos
secundarios de la fama.
Christy alzó las cejas, presintiendo la tensión de Miles.
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–¿Tienes problemas?–preguntó.
–Algo así. Cuando estaba de gira en Alemania, trabé amistad con un
hombre que conocí allí. Un personaje muy poderoso del mundo editorial
alemán. El único problema es que tiene una hija que cree estar enamorada
de mí. Apenas tiene diecinueve años y es muy persistente. Ella y su padre
están en Londres. Se suponía que íbamos a cenar esta noche, pero su
padre se ha retirado a última hora y parece que ella y yo cenaremos «a
deux».
–Ay, pobrecito de ti–la risa asomó a los ojos de Christy, aunque sintió cierta
compasión por la chica alemana.
Ella también sabía lo que era enamorarse perdidamente de un hombre
que no estaba interesado en ella... Aunque eso no era del todo cierto.
Simón sí estaba interesado en ella, aunque sólo en el aspecto sexual.
–Daría cualquier cosa por librarme de ese compromiso, pero Jeremy está
obstinado en que no ofenda al papaíto. Cuando te vi, tuve la esperanza de
que podrías ser mi salvación y que te convencería para que nos
acompañaras.
–¿Como qué?–le preguntó Christy directamente.
–Como protección–él fue igual de franco–. Imogen es una buena chica,
pero yo no estoy dispuesto al matrimonio, Christy. No ahora. Tal vez
nunca–su expresión era levemente defensiva, cuando agregó:–Tú sabes
cómo soy yo. El sexo no me interesa demasiado. Supongo que eso lo
advertiste cuando estuvimos en la India–en efecto, Christy lo había notado
y había sentido alivio, sabiendo que no tendría complicaciones
indeseables. Ahora eran buenos amigos. Ella sabía que Miles prefería la
compañía de mujeres mayores y, aunque nunca habían hablado sobre eso,
suponía que tenía cierta ambivalencia hacia el sexo. Sin embargo, eso era
cuestión suya y ella lo apreciaba. Era un rubio casi perfecto y eso atraía a
las mujeres y, cuanto más famoso fuera, más mujeres tendría que
rechazar–. Cuando te vi, pensé que tú podías ser la respuesta a mis
ruegos–agregó él con una mueca.
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–¿Quieres decir una especie de escudo contra Imogen? ¿Tal vez la fiel
amiguita?
–Así es–reconoció él–. Sé que nunca lo discutimos cuando estuvimos en la
India, pero entonces no parecía haber nadie especial en tu vida. Si todavía
no lo hay y puedes ayudarme, te lo agradecería infinitamente, Christy.
¿Y si aceptaba?, pensó Christy. Tal vez fuera una ayuda para ambos. Simón
creía que había una relación amorosa entre ellos y, si aparecía como la
amiguita de Miles, reforzaría ese punto de vista. Ella dudaba que, ahora
que estaban en Londres, Simón intentara hacerle el amor. Estaba a salvo
en ese aspecto, pero, ¿y sus propios sentimientos? ¿Su desesperada
necesidad de tocarlo? ¿Podría controlar eso? Tal vez convertirse en «la
amiga» de Miles le ayudaría a controlar sus propios sentimientos.
–¿Christy?–ella echó a un lado sus pensamientos, y sonrió a los ansiosos
ojos azules de Miles.
–Sí, claro que te ayudaré–le dijo. Y quizá hasta le haría a Imogen un favor al
evitar que se enamorara de Miles, antes de que fuera demasiado tarde.
–¿Vendrás a cenar esta noche?
¿Cómo podía negarse? Simón había dicho que no la necesitaba hasta
mañana y no creía que él tuviera alguna objeción.
–Sí–contestó Christy.
Quedaron en que Miles iría a buscarla a las ocho al apartamento de Simón.
De pronto, Christy se dio cuenta de que no tenía nada que ponerse para
salir a cenar. Y se disculpó con él, diciendo que tenía que hacer unas
compras.
El barrio de Miles estaba lleno de lujosas boutiques. Christy se miró en el
espejo, mientras se probaba un modelo de Valentino. La rica seda azul
brillaba tenuemente contra su piel y se adhería a su esbelta figura,
perfilando las curvas de sus senos y caderas. Pequeños botoncitos
abrochaban el vestido desde arriba hasta abajo y unos delgados tirantes
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contrastaban con su bronceado dorado. Tenía una chaquetita que le hacía
juego y le sentaba perfectamente así que, cerrando su mente ante el
exorbitante precio, Christy sacó su tarjeta de crédito, pensando que Simón
le estaba pagando muy bien, de todos modos.
Lo siguiente que compró fueron los zapatos y algo de maquillaje, puesto
que sólo habla llevado lo esencial al Caribe. Aunque supuestamente todo
ese gasto era para beneficio de Miles e Imogen, una vocecita interna le
susurró que era a Simón a quien iba dirigido ese vestido, que la hacía
parecer una apasionada gitana, como él solía llamarla en el pasado.
El apartamento estaba vacío cuando Christy volvió, pero encontró una
nota de la señora Pargetter diciendo que había tenido que irse a Kew a ver
a su hermana, quien había sufrido una mala caída. «El refrigerador y el
congelador están llenos», leyó Christy. «Volveré en cuanto pueda».
Christy comenzó a arreglarse, con el oído alerta para advertir la llegada de
Simón. Sin embargo, terminó de prepararse, después de dos horas, y él
continuaba fuera. El vestido parecía más provocativo en la intimidad de su
dormitorio que en la tienda. Moldeaba su cuerpo más seductoramente de
lo que ella recordaba, pues la seda se adhería a su cuerpo con cada
movimiento que hacía. También se puso un poco más de maquillaje de lo
acostumbrado. Y una sombra oscura en los párpados, para resaltar la
sensualidad de sus ojos.
Mientras se perfumaba, Christy se preguntó si su aspecto sería capaz de
impresionar a Imogen.
Simón aún no había vuelto cuando Miles fue a buscarla. Y, cuando le abrió
la puerta, se quedó parado, con los ojos muy abiertos. Ella advirtió su
impacto.
–Estás... sumamente atractiva–dijo él–. Nunca te he visto así.
Tampoco ella, reflexionó Christy, mientras contemplaba su imagen en el
espejo del vestíbulo. Parecía de verdad una gitana, sus ojos parecían
fulgurar con peligrosa sensualidad. Se sentía otra mujer, y ese
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conocimiento la conmocionó, como si se hubiera enfrentado a una parte
de su ser que siempre había ocultado.
Llegaron un poco tarde al hotel donde se hospedaban Imogen y su padre.
Un camarero informó a Miles que la señorita von Trecht los esperaba en el
bar.
Toda la compasión que había sentido Christy por la joven, se desvaneció
cuando la conoció. Aunque Imogen von Trecht sólo tenía diecinueve años,
no había ninguna juventud o inocencia en sus duros ojos azules. La
jovencita miró a Christy de forma ofensiva y se volvió hacia Miles,
cogiéndolo del brazo con un gesto de aprobación.
–Ah, sí–dijo, cuando Miles las presentó–. Creo que usted fue la ayudante
de Miles en la India–lo dijo con un tono humillante, pero Christy controló
su genio y, recordando su supuesto papel, se apoyó en el otro brazo de
Miles y dijo:
–Sí, así es, ¿verdad, querido?–el adjetivo cariñoso quedó flotando en el
aire. Christy apenas logró contener la risa al ver la expresión compungida
de Miles, pero también observó la súplica en su mirada, a la cual
respondió, sonriendo y mirándolo seductoramente. Un camarero vino a
avisarles de que su mesa ya estaba lista.
Los von Trecht se hospedaban en el hotel Connaugh y, aunque Christy
había cenado allí antes, se sentía incómoda en un sitio tan elegante. No la
sorprendió que Imogen tomara la delantera, caminando al lado de Miles
hacia la mesa y dejándola a ella atrás. Cómo se había equivocado al
suponer que Imogen era una adolescente vulnerable y tímida.
Imogen era toda una mujer. Una mujer muy decidida y compleja. Con
razón Miles estaba tan preocupado. ¿Acaso no veía Imogen que Miles no
sentía ningún interés por ella? ¿Quizá por eso lo deseaba? ¿O simplemente
porque era un escritor famoso? La gente se casaba por menos que eso.
Miles le había dicho que Imogen quería casarse. Pobre Miles.
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Estaban terminando el primer plato, cuando Christy sintió que alguien la
vigilaba. Era una sensación desagradable y miró a su alrededor
discretamente.
Al hacerlo, sus ojos chocaron con los de Simón. Él estaba sentado tres
mesas más atrás, cenando con un hombre que no conocía. Christy se
ruborizó. ¿Qué hacía Simón allí?, pensó nerviosa. Era una coincidencia,
nada más. «Querías que te viera con tu elegante vestido», se recriminó.
Intentó prestar atención a la cena, pero ya no le apetecía.
–¿Christy? ¿Estás bien?–le dijo Miles, preocupado.
–Estoy bien–no lo estaba. Sentía las gotas de sudor en la frente, tenía el
estómago revuelto y se sentía enferma. Era ridículo sentirse así sólo
porque Simón la había mirado con desdén, pero eso era lo que sentía.
«Estoy aquí para ayudar a Miles», repitió Christy, mientras intentaba
controlarse lo suficiente para contestar las observaciones maliciosas de
Imogen. Si estuviera enamorada de Miles, no habría encontrado a la joven
tan divertida. Algunos de sus comentarios eran demasiado obvios para
prestarles atención, pero otros eran más sutiles, dando a entender que
durante la estancia de Miles en Alemania, habían sido más que amigos.
–Papá quiere verte en su suite, después de la cena, Miles–dijo Imogen,
cuando comenzaron a tomar el café. Y lanzó a Christy una mirada hostil,
que dejaba bien claro que ella estaba excluida de la invitación.
Miles le pidió auxilio con la mirada. Con el rabillo del ojo, Christy vio que
Simón y su acompañante se levantaban de la mesa y venían en dirección a
ellos. Ya estaban casi a la altura de su mesa, cuando Christy advirtió que
Miles todavía estaba esperando que ella lo salvara. Desconcertada, se
preguntó qué podría decir, pero su imaginación vino en su ayuda.
–No te preocupes, querido–dijo con tono provocativo–. Te esperaré en
casa. Incluso prepararé tu bebida favorita y la tomaremos juntos cuando
llegues–sus ojos y su voz prometían que compartirían más que la bebida.
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Christy advirtió el alivio en la expresión de Miles, así como la creciente
hostilidad de Imogen.
–Sí. Haz eso, cariño, no tardaré mucho.
–Si su padre no se siente bien–Christy le dirigió una fría sonrisa a Imogen–,
no entretendrá a Miles mucho tiempo.
La ira llameó en los ojos de Imogen, pero Christy no sintió compasión de
ella.
–Te acompañaré a coger un taxi–dijo Miles y la cogió del brazo para
acompañarla a la salida. Cuando llegaron a la puerta, Christy vio que Simón
y su acompañante subían a otro taxi. Era una suerte que él ya se hubiera
ido. Había aceptado participar en esa farsa con Miles en parte por Simón,
pero le había sido casi imposible mantener su papel bajo su mirada
desdeñosa y burlona. ¿Habría él adivinado que ella estaba actuando? Se
estremeció levemente y Miles se preocupó al instante–. Debería
acompañarte al apartamento de Simón–le dijo–, pero no sé cómo escapar
de esta reunión. Por cierto, muchas gracias por salvarme...
–Esperemos que a Imogen no se le ocurra acompañarte a casa, para ver si
de verdad te estoy esperando–bromeó Christy. Sabía que Miles poseía una
pequeña casa en Chelsea, porque la había visitado cuando trabajó para él.
–No es probable. Aunque no lo creas, su padre es muy estricto y si hubiera
estado con nosotros esta noche, habrías visto a una Imogen
completamente diferente. La primera vez que estuvimos solos, no lo podía
creer. Dejó de ser una jovencita y se convirtió en lo que viste esta noche.
No sé por qué me persigue con tanta determinación.
–No te preocupes–le dijo–. Haré todo lo posible para protegerte de ella.
–Supongo que no querrás comprometerte conmigo, ¿verdad?–preguntó
Miles con anhelo–. Desde luego, sólo sería por un tiempo. Creo que con
eso sí me desharía de ella.
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–Sería una medida bastante drástica. Pero podría llegar a oídos de la
prensa. Y tendríamos que dar explicaciones a mucha gente... A mi madre, a
Jeremy...
–Sí, supongo que tienes razón.
En ese momento llegó un taxi y Christy se apresuró a cogerlo.
«Pobre Miles», pensó y le dio al conductor la dirección de Simón.
El portero la saludó y la dejó subir en el ascensor privado.
Christy no tenía llave del apartamento, pero la puerta estaba abierta
cuando llegó. Vio que el vestíbulo estaba oscuro, así como el salón. Con
gran alivio, lo atravesó para ir a la cocina. Por lo visto, Simón no había
vuelto y eso le produjo una sensación de alivio.
Tenía la mano en la puerta de la cocina, cuando oyó una voz detrás de ella,
suave y burlona, y se quedó inmóvil.
–Vaya, vaya–dijo Simón, lentamente–. Vuelves temprano. ¿No resultó tan
bien como esperabas?–encendió la luz y se puso de pie. Christy no podía
comprender por qué estaba tan enfadado.
Simón se acercó a ella con movimientos felinos y sus dedos le abrieron de
golpe la chaqueta, posándose en el borde del vestido, casi sin tocar su piel,
pero fue suficiente para que la invadiera una emoción perturbadora. Él
emitió una risa gutural y desagradable.
–Debí imaginarme que irías a verlo en cuanto pudieras. ¿Qué tiene él que
no tenga yo, Christy? De lo que estoy seguro es de que no consigue
satisfacerte. Mírate–sus dedos se enredaron en su cabello y medio la
arrastró hasta el vestíbulo, donde encendió la luz para que pudiera verse
en el espejo–. Mira–insistió Simón con la voz ronca–, mira tus ojos, tu boca,
tu cuerpo... ¿Pareces una mujer que acaba de encontrar satisfacción en los
brazos de un hombre?
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–No fui a ver a Miles para eso–la negativa le salió forzada, producida por
un miedo primitivo que no podía identificar.
–¿No?–la risa de Simón sonó amarga–. Entonces, ¿por qué te has vestido
así? ¿Por qué fuiste a verlo con esas provocativas sedas? – preguntó él con
aspereza.
Christy no encontraba una respuesta. No podía decirle la verdad. Ahora se
daba cuenta de que Miles había sido un pretexto para provocar a Simón.
–Tengo derecho de tener un amante, si quiero–¿de dónde salieron esas
palabras desafiantes?
Christy no podía creer que ella las hubiera pronunciado. Vio ira en los ojos
de Simón y cómo contenía en aliento. Sus dedos oprimieron su piel con
fuerza.
–Entonces, tómame a mí, Christy–dijo, con amargura–. Después de todo,
me lo debes, por todo lo que me has hecho pasar.
–¿Yo?–preguntó ella con amarga incredulidad–. Según yo lo recuerdo, fue
al revés.
–¿Tú crees, Christy?–balbuceó con voz ronca, y la atrajo hacia él–. Te
deseaba hace seis años y te sigo deseando ahora. Cuando estuvimos en el
Caribe, creí que tú también me deseabas. ¿Estaba equivocado?
¿Qué podía decir? Su mente la apremiaba a negarlo, pero su corazón y su
cuerpo no le permitieron mentir.
–No–respondió Christy.
–Entonces–murmuró él–, ¿por qué no podemos ser amantes?
¿Qué podía contestar? ¿Que él no la amaba? ¿Que él amaba a otra mujer?
¿Lo detendría eso?, Christy lo dudaba. Pero había algo más. Su cuerpo
tembló al mirarlo de frente. Le diría la verdad, o por lo menos parte de la
verdad.
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–¿Por qué?–Christy logró apartarse de él, se fue al salón y se sentó en un
sillón–. Realmente es algo muy simple–dijo, nerviosa–. ¿Sabes, Simón?
Resulta que todavía soy virgen–fue incapaz de mirarlo–. Si no hubiera un
pasado entre nosotros, no sería tan importante, pero existe y conozco tu
opinión sobre las vírgenes.
–¿Por qué?–él le lanzó la pregunta. Christy decidió que ya que había
llegado tan lejos, tendría que tener valor para continuar.
–Ninguna razón especial. Simplemente no hubo nadie que me hiciera
desear ser su amante–intentó una sonrisa pesarosa, que murió cuando él
la cogió por los hombros y la puso de pie, con los ojos fulgurantes.
–¿Y yo, Christy? ¿Yo sí te excito? ¿Tu cuerpo me desea?
Ella se estremeció con tensión y luego reconoció, en voz baja:
–Tú sabes que sí. Al fin, he advertido que el amor y el deseo pueden existir
por separado–lo dijo porque no quería que él adivinara la verdad, pero, por
algún motivo, su comentario le molestó.
–Supongo que te refieres a que crees estar enamorada de Miles–ella trató
de apartarse de él, pero él no la dejó–. Ah, no, Christy, no te escaparás–dijo
él con suavidad–. Has reconocido que me deseas. Y yo también te deseo,
no sabes cómo–la alzó en el aire como si fuera una niña y la llevó al
dormitorio.
–Pero todavía soy virgen–farfulló ella, temerosa y excitada al mismo
tiempo.
–En ti, es un fallo que estoy dispuesto a pasar por alto. Además–se detuvo
junto a la cama–, es algo que se puede remediar muy fácilmente.
–¡Simón!–se notó el pánico en su voz.
–Silencio–musitó él con voz ronca, contra su boca, aprisionándola contra la
cama, deteniendo su protesta y su aliento con un ardiente beso. Cuando la
soltó, la miró y dijo lentamente–: Al reconocer que me deseas, te has
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puesto en mis manos, Christy–Simón encendió la lamparita de noche–. He
esperado seis años para conocerte a fondo, gitana... – susurró–y seis años
es mucho tiempo para un hombre hambriento.
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Capitulo 9
D
ebía detenerlo, Christy lo sabía, pero sus palabras habían tocado
una cuerda muy profunda en su interior.
Ella también estaba hambrienta... Necesitaba sentir su cuerpo contra el
suyo y apaciguar lo que había despertado en ella.
Las manos masculinas moldearon su cuerpo con menos seguridad de lo
que ella había imaginado y una urgencia mucho mayor. Las manos de
Simón temblaban mientras le desabrochaba el vestido. Rozó con sus labios
ardientes su cuello y sus senos, despertando un torbellino de pasión en el
corazón de Christy. El hombre que siempre habla amado, ese era su
secreto, estaba haciéndole el amor. Ella ignoraba que el deseo podía
transformar a un hombre hasta hacerlo casi irreconocible, despojarlo de su
control de sí mismo, revelando un anhelo y una necesidad que lo hacían
casi vulnerable.
Christy sentía una gran ternura y acarició, con dulzura, la espalda de
Simón.
Con ansiedad, Christy le ayudó a quitarse la ropa y sintió una admiración
temerosa, a la vez que una gran excitación, al ver su cuerpo desnudo. Él
cogió sus manos y las besó, antes de ponerlas sobre su cuerpo. Ella sintió
el cosquilleo de los oscuros vellos de su torso en su piel y la humedad de su
cuerpo contra el suyo. Simón comenzó a besarla con suavidad,
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lentamente, como si estuviera disfrutando de su sabor. Ella rodeó su cuello
con los brazos, murmurando su nombre con una suave súplica.
–Bésame, Simón–le imploró, enroscando los dedos en el pelo de él,
mientras arqueaba su cuerpo sensualmente hacia él.
–¿Y no lo hacía?–murmuró él con una sonrisa, pero las manos que
apretaban la cintura de Christy traicionaban una tensión que desmentía
sus ligeras palabras.
–Sí. Pero necesito otros besos.
–Entonces, enséñame cómo–murmuró las palabras contra su boca y
Christy sintió cómo crecía su deseo. Si no podía encontrar las palabras para
decirle lo mucho que lo necesitaba y lo deseaba, por lo menos podía
mostrárselo. Su boca se apoderó apasionadamente de la suya, y sus manos
se movieron febrilmente sobre su piel, hasta que él gimió de placer.
–¡Christy!–el sonido de su nombre explotó en el silencio y ella sintió que su
cuerpo temblaba por la urgencia que contenía.
Los muslos de Simón atraparon los suyos, sus manos moldearon sus senos
y su boca saboreó la palpitante tentación de sus pezones, haciéndola
arquearse y moverse, llamándolo con una urgencia que no se molestaba
en ocultar.
Simón la incitó a que tocara su cuerpo y ella lo fue recorriendo lentamente,
excitada por su masculinidad y un poco temerosa por las reacciones que
provocaba en él. Pero en seguida olvidó el miedo, cuando Simón comenzó
a lamer sus senos. Sus muslos se entreabrieron y las íntimas caricia de
Simón la indujeron a gritar:
–Simón... por favor... te deseo tanto–las palabras salieron ahogadas por
los besos, pero él las oyó, se puso tenso durante un instante y luego
murmuró con voz ahogada:
–No... todavía no... – Y cuando ella se movió de un modo atormentador
contra él, agregó–: Christy, no quiero lastimarte.
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¡Él no quería lastimarla! Ella logró controlar un estallido de risa amarga. Él
ya la había lastimado, más de lo que nunca sospecharía. Amaba a otra
mujer y ese dolor jamás la abandonaría.
–Simón, por favor... por favor...–ella arqueó el cuerpo y encajó sus caderas
contra las suyas, consciente de su excitación y deseando mucho más que
sus atormentadoras caricias. Christy mordisqueó su hombro con urgencia
y sus manos acariciaron febrilmente su espalda. Luego, cuando él se
apartó levemente, ella acarició sus estrechas caderas y su vientre hasta
que él comenzó a gritar su nombre.
–¡Christy, Christy!–grandes oleadas de excitación la recorrieron y su cuerpo
se retorció bajo su tacto.
Cuando él la penetró, Christy soltó un grito, de placer. Simón creyó que
había gritado de dolor y su cuerpo se detuvo por un momento. Tal vez él
no la amaba, pensó Christy al verlo, pero la apreciaba lo bastante para
cuidarla y tratarla con delicadeza. Una oleada de amor por él la invadió y
entreabrió los labios para recibir su beso y murmuró suavemente:
–Ámame, Simón... ámame ahora... por favor...
Sintió el controlado empuje de su cuerpo y acogió con satisfacción su
íntima invasión. El dolor fue tan breve, que al instante lo olvidó. Christy
supo el momento exacto en que Simón perdió el control de sí mismo. Lo
sintió en el poderoso impulso de su cuerpo dentro de ella. Oyó una
exclamación de placer y tormento y se regocijó al saber que al fin se
encontraban como iguales, unidos por un deseo y una necesidad que
ninguno de ellos podía controlar.
Lo que había empezado como pequeños estremecimientos de placer, fue
creciendo hasta convertirse en un poderoso flujo de sensaciones, que
culminó en intensos temblores de deleite, que la convulsionaban y la
poseían. Todo su cuerpo se conmocionó de placer, cuando Christy llegó al
éxtasis.
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Durante un largo rato, él la retuvo entre sus brazos, murmurándole dulces
palabras de consuelo en el oído, abrazándola, acariciándola, hasta que su
cuerpo cesó de temblar y se tranquilizó. Cuando al fin Christy pudo hablar,
dijo con voz temblorosa:
–No creí que fuera así. ¿Acaso es siempre así?–se puso tensa,
arrepintiéndose de su impulsivo pregunta.
–¿Me pides que te haga un comentario general o que te dé una opinión
personal?–contestó Simón, con suavidad–. Si es lo primero, entonces la
respuesta es afirmativa, pero si quieres saber mi opinión, te diré que no–él
la había acurrucado bajo su brazo, pero ahora le cogió la barbilla,
volviendo su rostro hacia él–. Para mí, jamás había sido así. Ninguna otra
mujer me ha hecho sentirme casi inmortal–una sonrisa curvó sus labios, al
agregar–: Eso es lo que seis años de frustración le hacen a uno.
Su cínico comentario rompió el encanto. Esas palabras le recordaron que
lo único que sentía por ella era deseo. Entonces Christy intentó apartarse y
esconderse en algún sitio para llorar, pero él la retuvo con fuerza.
–Duérmete–dijo con suavidad y, cuando ella trató de apartarse, él apagó la
lamparita de noche y dijo lentamente:–No, quédate aquí... Esta noche
quiero que estés junto a mí, Christy. Concédeme eso, por lo menos.
Christy estaba asombrada. No comprendía cómo Simón no se había dado
cuenta de que lo amaba. Con un suspiro, Christy se dio cuenta de que él ya
se había dormido. Pensó que no debía estar allí cuando él despertara. No
podía quedarse en su apartamento, trabajando para él, amándolo,
deseándolo. Inquieta y sin poder dormir, se deslizó de la cama y se fue a su
habitación.
Tendría que irse de allí. Christy recogió su ropa con rapidez. Pero en cuanto
terminó, se dio cuenta de que no tenía adónde ir. Su madre estaba de
vacaciones y ella no tenía la llave de la casa. Miró con impotencia a su
alrededor. ¿Adónde podría ir?
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De pronto, encontró la solución. Christy recordó que podía ir a casa de
Miles. Sus maletas no pesaban mucho. Logró pasar delante de la puerta de
Simón, sin despertarlo. Por esta vez, la suerte parecía acompañarla. El
portero no pareció sorprenderse cuando le pidió que le consiguiera un
taxi. Después de diez minutos de dolorosa tensión, llegó un taxi.
Christy dio al conductor la dirección de Miles y se hundió en el asiento,
envuelta en un desdichado silencio. Su anterior estallido de energía se
había desvanecido, dejándola casi exhausta y más infeliz de lo que jamás
había sido.
Al tocar el timbre de Miles, la invadió el pánico. ¿Y si Miles se habla ido?
Pero vio que se encendió una luz en el piso superior y cinco minutos
después Miles abrió la puerta, con el cabello revuelto y los ojos
entrecerrados por el sueño.
–¡Christy!–cuando advirtió quién era su visitante, abrió la puerta del todo–.
¡Dios Santo! Durante un instante pensé que eras Imogen. Ven, pasa–ella lo
siguió, con alivio–. ¿Qué te ha pasado?
–Miles... ¿Podría quedarme aquí esta noche? No puedo quedarme con
Simón. Mañana iré a mi casa. El encargado siempre tiene una llave de
repuesto, pero...
–Christy... Christy, claro que puedes quedarte–su irónica sonrisa era
comprensiva–. No te preguntaré qué es lo que anda mal, porque ya me lo
imagino, además, no es asunto mío. La habitación de los invitados siempre
está arreglada. Te llevaré arriba y luego te prepararé una bebida caliente.
Ven, vamos.
Era un alivio sentir que alguien se preocupaba por ella. Aun así, y a pesar
de la infusión, tardó varias horas en conciliar el sueño. Finalmente se
durmió, y al día siguiente se despertó muy tarde y sin saber dónde estaba.
Christy se dio una ducha y se vistió de mala gana, deseando quedarse allí,
como si aquella habitación fuera un lugar seguro.
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Cuando bajó, oyó una máquina de escribir en el estudio de Miles y llamó a
la puerta, titubeante. El ruido cesó y Miles abrió la puerta, sonriente.
–Hola, Bella Durmiente–bromeó–. Pensé que dormirías eternamente. ¿Te
sientes mejor? Anoche...
–No debí venir–se disculpó Christy–, pero no sabía dónde ir. No podía ir a
mi casa... y no podía quedarme con Simón...–se estremeció y Miles la
abrazó.
–Hiciste muy bien. Somos amigos, ¿no, Christy? Y para eso están los
amigos–sonrió–. Sólo quisiera que a Imogen se le hubiera ocurrido venir a
visitarme. Eso la habría convencido de que no la quiero. Por cierto–
agregó–, hay una foto y un par de líneas sobre nosotros en el periódico de
la mañana. ¿Quieres verlo?–buscó en su escritorio y cogió un periódico.
Christy sintió que se le encogía el estómago al ver su imagen en el papel.
La fotografía había sido tomada mientras cenaban juntos, aunque no había
señales de Imogen. «El escritor Miles Trent cenando con su reciente
ayudante, Christy Lawrence. ¿Estará floreciendo un romance entre esta
inseparable pareja? Como recordarán, Christy acompañó a Miles a la India,
el año pasado, mientras él trabajaba en su última novela Motín». Esto
debería alejarla de mí–anunció Miles con evidente satisfacción.
– Su padre es un hombre con una moral muy severa y si cree que estoy
relacionado con otra mujer, frenará sus travesuras.
–Tengo que hacer algunos arreglos para irme a casa–interrumpió ella–.
¿Puedo usar tu teléfono?
–¿Qué prisa tienes? Tu madre no está. ¿Por qué no te quedas aquí unos
días? Podrías ayudarme a actualizar mi correspondencia–sonrió, como
muestra de que estaba bromeando.
–De hecho–agregó con un tono más serio–, tengo que asistir a una fiesta
esta noche. ¿Por qué no vienes conmigo? Te hará bien.
–No sabía que estabas escribiendo algo nuevo.
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–No lo estoy haciendo. Es para uno de los protegidos de mi agente, pero él
ha invitado a todos los nombres conocidos del medio y, puesto que es mi
agente, no pude negarme. Se trata de pasar la noche allí. Tiene una
mansión en Gloucestershire, así que no te preocupes por si no hay sitio
para ti. De hecho, si aceptas, le llamaré para decirle que iré acompañado.
Christy no estaba de humor para fiestas, pero tal vez allí dejaría de pensar
en Simón.
–Bien, si estás seguro de que no te importa.
–¿Por qué habría de importarme? Sí soy lo bastante hombre para disfrutar
de la compañía de una mujer hermosa, Christy–repuso él con sequedad.
Un telegrama a su agente le confirmó que habría sitio para su
acompañante. Tendría que salir a comprarse un vestido, pensó ella con
ironía. El vestido de seda azul, debía seguir tirado en el suelo de la
habitación de Simón. ¿Qué pensaría su ama de llaves? Christy no era tan
ingenua para pensar que ella era la primera mujer que había compartido la
cama de Simón, pero sospechaba que sí era la única que lo había
abandonado a medianoche, dejando su ropa allí tirada.
Miles le había dicho que pensaba ir a Gloucestershire hacia las cuatro. Y
como no tenía hambre, Christy decidió salir de compras.
No tardó mucho. No estaba de humor para andar de tiendas y el traje de
seda azul marino, con lunares blancos, que encontró en una boutique de
Chelsea, le pareció muy adecuado para una reunión de editores. En
contraste con el vestido de seda azul, éste iba cerrado hasta el cuello. ¿Qué
estaría haciendo Simón? ¡Simón! Su corazón traicionero se le encogió de
dolor y su cuerpo se estremeció al recordar el contacto de sus manos.
Volvió a casa de Miles con suficiente tiempo para estar preparada a las
cuatro. La casa de su agente estaba en el campo, le había dicho él, lo que
significaba que estaría bien llevar algún vestido veraniego. Él le dijo que se
quedarían a cenar.
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La casa del agente de Miles era una monstruosidad victoriana, que según
le dijo él, le había gustado a su mujer norteamericana.
–Por fortuna, es muy cómoda por dentro–le dijo Miles, mientras aparcaba
el coche frente a la casa. Ya había varios coches... señal de que ellos no
eran los primeros en llegar–. Tal vez encuentres a Charles un poco
exuberante–le advirtió Miles cuando entraban–, pero no te fijes, así es él.
Los recibieron sus anfitriones casi inmediatamente y Christy comprendió a
qué se había referido Miles. Charles Orton era un hombre alto, rubicundo,
de cincuenta y tantos años, con abundante cabello y unos vivos ojos azules
que lo observaban todo. Su apretón de manos era firme, enérgico, y
emanaba una sinceridad que Christy sospechó podría ser abrumadora.
Su mujer era una norteamericana típica. Hermosa, esbelta, con un peinado
y un arreglo inmaculado, era la elegancia personificada, reflexionó Christy.
También fue extremadamente encantadora al saludar a Christy.
–Así que usted es Christy–exclamó–. Hemos oído hablar de usted y, desde
luego, Charles es un gran admirador de su madre–Christy esbozó una
sonrisa–. Han llegado otras personas y tenemos una reunión informal en el
salón. Llamaré a la doncella para que les enseñe sus habitaciones y, si
gustan acompañarnos, bienvenidos.
–Gracias–Christy le sonrió–. Fue muy amable de su parte invitarme en el
último momento.
–No fue ninguna molestia–la sonrisa de su anfitriona era de curiosidad–.
Esta es la primera vez que Miles trae a una... amiga a nuestras fiestas.
Supongo que... er... ¿habitaciones separadas?
–Ah, sí–confirmó Christy rápidamente, agregando con firmeza–: Miles y yo
sólo somos amigos.
La llegada de otros invitados atrajo la atención de su anfitriona, así que no
dijo nada y Christy ahogó un suspiro mientras seguía a la camarera hacia
arriba. Miles alzó las cejas.
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–No estás arrepentida de haber venido, ¿o sí?
–No...–pobre Miles. Él hacía lo posible para animarla y ella sólo suspiraba.
En realidad, ¿qué importancia tenía si Charmaine Orton sacaba
conclusiones equivocadas acerca de sus relaciones?
Su habitación era agradable, amueblada con una cama matrimonial y
decorada con suaves tonos de lila. Tenía un cuarto de baño y un enorme
armario. Había un jarrón de flores frescas sobre una mesita, frente al
espejo. También había papel de carta en abundancia, revistas y una
costosa caja de galletas junto a la cama.
Sin ganas de bajar todavía, Christy deshizo su equipaje y se retocó el
maquillaje, dudando si ponerse su vestido ahora o esperar hasta más
tarde. Por fin, decidió que un baño caliente le relajaría los nervios y luego
se arreglaría.
Pasaron casi dos horas desde su llegada hasta que bajó. El ruido de voces
que llegaba del salón, le confirmó que había muchos invitados, y titubeó
un instante, junto a la puerta abierta, buscando en vano a Miles.
–Ah, Christy, querida, aquí estás–Charles Orton le sonrió con calidez–. Por
favor, entra y conoce a la gente. Miles está acaparado por uno de mis
colegas norteamericanos. Cree que el último libro de Miles puede
convertirse en una buena película.
Con un poco de mala gana, Christy dejó que Charles fuera presentándole a
sus amigos. A algunos los conocía ya. Vio a Miles, arrinconado por un
hombre pequeño y calvo, que le hablaba con mucha seriedad. Una leve
sonrisa curvó los labios de Christy y justo cuando iba a volverse, se quedó
paralizada.
Allí, a unos cuantos pasos de Miles, estaba Simón.
Y lo peor era que la había visto y caminaba hacia ella. El pánico la invadió.
Se volvió automáticamente para huir y descubrió que no podía hacerlo.
Aun así, se deslizó apresurada entre la gente, con la intención de llegar a
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su dormitorio. Los ojos de Simón tenían una mirada que no anunciaba
nada bueno. Una mirada que le advertía que no debía permitir que se
acercara, pero él la alcanzó. Sus delgados dedos le rodearon una muñeca y
le dijo, en voz baja:
–Quiero hablar contigo...
–No hay nada de qué hablar.
–¿No?–él estaba lo bastante cerca de ella para que pudiera ver el dorado
fulgor de sus ojos y, Christy se estremeció–. ¿Por qué te fuiste?
La gente los miraba disimuladamente, todos menos Miles, que seguía
enfrascado en su conversación.
–La gente nos mira...
–Deja que miren... ¿O estás preocupada por lo que dirá Trent? Ah, sí, sé que
te fuiste corriendo a su casa–casi le gruñó las palabras. Ella empezó a
sentir que se desmayaba.
–Simón, por favor. Voy a desmayarme.
–¿Ah, sí?, pues lo siento, mi «lady». No te escaparás.
–No tenemos nada de qué hablar.
–¿Ah, no? ¿Y qué pasa con nuestro contrato?–Christy casi se quedó
boquiabierta. ¿Acaso quería que siguiera trabajando con él?–. ¿Qué pasa?
¿Trent no quiere que su mujer trabaje para otro hombre? ¡Tú me diste tu
virginidad, Christy! ¡A mí!–dijo con voz apagada y sus ojos registraban cada
pequeño cambio de emoción en el rostro de Christy–. Sí, eso es algo que
no puedes negar, aunque quieras. ¿Por qué lo hiciste? ¿Trent no te quería
virgen? No sabe lo que se perdió. Tal vez deba decírselo.
Christy había palidecido y no podía hablar por el dolor que sentía, la
mataba...
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–Ah, Simón, encanto, estás aquí. ¿No te importaría, Christy, que me lo lleve
un rato de tu lado?–Charmaine enlazó su brazo en el de Simón y sonrió a
Christy. ¿Importarle? ¡Si supiera...! Christy vio que Simón no quería irse, que
todavía no había terminado con ella, pero Charmaine se lo llevó. Miró,
anhelante, hacia el jardín. Sentía que le ardía la piel y quería respirar aire
fresco. Pasó una camarera con una bandeja de canapés y le preguntó si
había alguna forma de salir al jardín sin que la vieran. No quería usar la
entrada principal, arriesgándose a que la viera Simón.
–Hay una puerta–ventana en el salón de al lado, y generalmente no está
cerrada con llave–dijo la camarera–. ¿Se siente usted bien?–agregó con
ansiedad–. ¿Puedo traerle algo?
–No, gracias. Estoy bien, sólo un poco acalorada.
El aire fresco de la noche fue un bálsamo para su ardiente piel. Christy
deseaba caminar y continuar caminando eternamente, como si haciéndolo
pudiera escapar de sus indeseables emociones. Nunca hubiera imaginado
que encontraría a Simón en una fiesta como esa.
Christy estaba un poco sorprendida de que Simón hubiera adivinado que
se había ido a casa de Miles. De todos modos, se necesitaba mucha
imaginación para creer que había ido allí a buscarla. Lo había abandonado,
porque no podía quedarse, sin traicionar sus sentimientos y, porque no
podía soportar la idea de que Simón la creyera capaz de utilizar su
virginidad para conseguir su amor.
Christy se estremeció de frío. Para ser un hombre perceptivo, Simón se
estaba comportando de una forma irracional. Debía darse cuenta de que lo
mejor que podía hacer era irse. Christy sabía que su trabajo significaba
mucho para él, pero no conseguía comprender su comportamiento.
Actuaba como un hombre consumido por una amarga necesidad de
venganza... ¿Venganza contra quién y por qué?
Lentamente, se dirigió hacia la casa. No debió haber huido de él. Debió
dejar que él hablara, pensó Christy. De hecho, se había portado como una
tonta, huyendo de su apartamento. Siendo un hombre de aguda
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percepción, no tardaría mucho tiempo en darse cuenta de por qué se
había ido. Tal vez entonces la dejaría en paz. Era humillante pensar que
adivinara lo que sentía por él. Debía hablar con él, explicarle que no le
parecía aconsejable que siguieran trabajando juntos.
Christy volvió a entrar en el salón. Miles estaba parado junto a la puerta y
le sonrió, atrayéndola hacia él.
–¿Dónde has estado? Estaba preocupado por ti. Quédate aquí y te traeré
una bebida.
–Preocupado, pero no lo bastante para averiguar dónde estabas–la voz de
Simón le llegó por detrás, pero no quiso volverse y puso su atención en la
espalda de Miles–. ¿Es realmente lo que quieres, Christy?
–¡Simón, querido! ¿Cómo estás? Hace años que no te veo...
Christy se sintió desgarrada por los celos, ante el inconfundible tono
sensual de la voz femenina que oyó también a su espalda, pero no se
volvió. Iba a ser una velada espantosa. Deseó no haber ido.
A las once, la cabeza le dolía tanto que no la aguantaba. Casi no tocó la
comida que le trajo Miles del buffet y el champán que bebió le dejó un
sabor seco y ácido.
–Miles, si no te molesta, creo que me iré a acostar.
–No, claro que no me molesta–él pareció preocupado–. ¿Puedo darte algo?
Charmaine puede...
–No... no... Es sólo un dolor de cabeza, que desaparecerá cuando me
acueste.
–¿Sólo un dolor de cabeza?–él sonrió con ironía–. Ah, Christy, creo que es
algo más que eso. He visto la forma en que observabas a Simón cuando
creías que nadie te veía, y la forma en que él te observaba a ti. ¿Lo amas?
–Me temo que sí–¿qué otra cosa podía decir?
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–Umm. El amor debe ser la condición emocional más dolorosa... y más
placentera. Vete a acostar. Yo quiero hablar con Charles, así que te veré
mañana.
Su dormitorio pareció un paraíso de paz y silencio. La cabeza le dolía tanto,
que lo único que quería era meterse en la cama y quedarse acostada en la
oscuridad, pero primero tenía que desnudarse, quitarse el maquillaje,
tomar una ducha y cepillarse el pelo. Al fin, estuvo en condiciones de
meterse en la cama, pero el sueño había desaparecido. Con fatiga, Christy
se levantó y tomó dos pastillas para dormir que tenía en el bolso. La noche
era cálida, demasiado cálida, aun cuando había abierto las ventanas. Se
quitó el camisón de algodón y volvió a la cama, deseando no soñar con
Simón.
Finalmente, las pastillas empezaron a hacerle efecto. Revoloteó al borde
del sueño lo que le pareció una eternidad y luego, poco a poco, se deslizó
en su negro abismo.
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CAPITULO 10
U
n ruido la despertó y luchó para asimilar de qué se trataba, todavía
atontada por el sueño. ¿Qué había sido? Parecía que alguien intentaba
abrir su puerta. Estaba demasiado aturdida para incorporarse y encender
la lamparita de noche y sólo murmuró:
–¿Miles? ¿Eres tú?–fue como si de repente se enfrentara a una inesperada
fuerza física y ésta la aprisionara. De pronto, alguien encendió la lámpara.
–No. No soy Miles–el aturdimiento de Christy desapareció.
Ahora sentía una intensa alegría.
¡Simón! El aturdimiento de Christy se desvaneció y en su lugar floreció un
júbilo tan intenso, que a duras penas pudo contenerlo, hasta que la
realidad lo destruyó.
–Simón, ¿qué haces aquí?–se cubrió, nerviosa, con la sábana, recordando
que no llevaba nada puesto.
–¿Tu qué crees?
–Es un poco tarde para hablar del contrato–ella no tenía idea de la hora
que era y en cuanto dijo esas palabras, le parecieron ridículas. Simón, por
lo visto, también opinó igual.
–Eres una pequeña avestruz–se burló él–. ¿Por qué no está Miles contigo?
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–Yo...–la pregunta la cogió desprevenida–, tenía dolor de cabeza... y me
acosté temprano.
La sonrisa de Simón era amarga, sin calor. Ella nunca había visto un brillo
tan frío en sus ojos.
–Pobre diablo. Ya te produce dolor de cabeza y ni siquiera estáis casados.
Tendrás que recibirlo en tu cama alguna vez, Christy. De otro modo, ¿qué
le dirás si resulta que estás engendrando un hijo mío? ¿O no es lo bastante
hombre para que le importe? Él no te desea, Christy. No como yo te deseo.
De otro modo, no estarías durmiendo sola. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad,
Christy?
–Por favor, vete.
La risa de Simón la irritó.
–Vaya, eres muy cortés–sus labios se torcieron en una amarga sonrisa–.
Casi tan cortés como la otra noche: «Por favor, hazme el amor, Simón»–la
imitó, con tono de burla–. «Por favor, por favor, Simón ... »
–No sigas. No...–ella se tapó los oídos con las manos, pero Simón se sentó
en la cama y se las apartó, con fuerza.
–¿Acaso le ruegas a él que te haga el amor?–preguntó salvajemente–. ¿Lo
haces?–ella sólo tembló y negó con la cabeza–. ¿Sabes por qué he venido
aquí esta noche, Christy?–él frotaba con su pulgar el rápido pulso de su
muñeca, calmándola y, al mismo tiempo, inflamándola. Se sentía
extrañamente débil, como si se le derritieran los huesos, como si su
contacto le quitara lentamente su capacidad de resistirlo.
–Para discutir nuestro contrato.
–No–repuso él, con voz suave–. He venido para esto–la dura presión de su
boca sobre la suya la aturdió. Intentó protestar pero él la inmovilizó contra
la cama, mientras movía lentamente sus labios, provocándola,
atormentándola. Él le soltó las muñecas, pero en vez de empujarlo, sus
brazos lo rodearon y, de pronto, ella respondió a la cálida presión de su
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boca, aceptándola, entreabriendo sus labios con anhelo para admitir la
fuerza de su lengua. Perdida en el oleaje de deseo que sólo él despertaba
en ella, ni siquiera se dio cuenta de que él había retirado la sábana, hasta
que sintió sus manos sobre su cuerpo, y entonces era ya demasiado tarde,
para siquiera pensar en detenerlo.
Christy sintió deseos de hacerle enloquecer de placer. Simón estaba
completamente vestido, pero no intentó ayudarla a desnudarlo. La
observaba con los ojos entrecerrados, acariciándola de tal forma que ella
sólo ansiaba la consumación. Le pareció que había pasado una eternidad
antes de que ambos estuvieron desnudos y sus cuerpos pudieran
estremecerse con la delicia del contacto absoluto.
–Tú me deseas... Quiero oírte decirlo–había una arrogante seguridad en su
voz y algo más, algo que despertó vagos recuerdos, pero que permanecían
esquivos.
Ella quería negarlo, pero sabía que era absurdo. Simón debía saber muy
bien lo que sentía por él. De pronto sintió que Simón sólo intentaba
dominarla. No la quería, como ella había empezado a sospechar. Y
entonces su deseo desapareció.
– ¿Qué sucede?–él había sentido su tensión y sus manos dejaron de
acariciarla. Christy se sentía morir, pero debía lograr que saliera de la
habitación, antes de que fuera demasiado tarde y antes de que acabara
traicionándose completamente.
–Quiero que te vayas–él soltó una imprecación.
–No es verdad–repuso él, con voz ronca–. Quieres que me quede. Quieres
que...
–Que hayamos hecho el amor una vez, no quiere decir que me interese
repetir la experiencia–trató de sonar fría e indiferente, casi sin poder creer
que lo había engañado, pero así debió ser, pues él se apartó.
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–¿No?–ella no le veía la cara, porque quedó fuera de la luz, pero en su voz
había incredulidad–. ¿Tratas de decirme que preferirías tener a Miles aquí,
en tu cama?
¿Qué le podía ella contestar? ¿Cómo podía defenderse? De pronto se le
ocurrió.
–Él, por lo menos, quiere casarse conmigo–el corazón le golpeaba con
fuerza y el silencio que siguió hizo que le doliera la garganta.
–¿Casarte es todo lo que tú quieres?
–No he cambiado tanto en seis años–ensayó un breve encogimiento de
hombros. ¿La creería? Christy sintió cómo sus ojos la observaban. Pero si
algo podía enfriar su deseo, debía ser esto.
–¿Y cuando me dejaste hacerte el amor, fue porque pensaste que tal vez
me casaría contigo?
–Claro que no–tenía que andarse con cuidado. Trató de hablar, con
frialdad–. Ya sabía que no lo harías.
–¿Entonces por qué?
–Me parece recordar que dijiste que te lo debía... Tal vez sentí que debía
de pagar mis viejas deudas...
El silencio se hizo tenso y Christy lo oyó soltar una imprecación y se
encogió por la violencia de su voz. En ese momento, se abrió la puerta de
su dormitorio y entró Miles, encendiendo la luz. De los tres, él fue
probablemente el menos sorprendido, advirtió Christy más tarde.
Obviamente, él todavía no se había acostado y parecía fatigado.
–Iba a acostarme y decidí entrar a ver cómo seguías.
Christy ahogó una risa histérica, que se convirtió en conmoción cuando
Simón la atrajo debajo de las sábanas y con la boca junto a su oído, dijo con
voz bastante alta:
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–Y bien, mi amor, ésta es tu oportunidad de decírselo–cuando ella se
quedó callada, él dijo con voz cortante–: Siento mucho que lo hayas
descubierto de esta forma, Miles, pero Christy ha decidido que me prefiere
a mí.
Christy vio que Miles parpadeaba, desconcertado. Sin embargo, respondió
con bastante calma:
–Er... sí... ya lo veo. Que paséis buena noche.
Cuando se fue y apagó la luz, Christy siseó, furiosa:
–¿Por qué le dijiste eso? Ahora él...
–¿El qué? ¿Se dará cuenta de que somos amantes? ¿Y qué? Lo somos, ¿no?
No parecía muy molesto, a pesar de que quiera casarse contigo.
De pronto, Christy no pudo controlarse más. Las lágrimas asomaron a sus
ojos y cayeron traicioneras sobre la mano de Simón.
–¿Pero, por qué ... ? ¿Por qué has hecho eso, Simón?–él se rió, sin alegría.
–Uno de los motivos más fuertes que hay: ¡El amor!–vio la expresión de
Christy y volvió a reírse–. No me mires así. Estoy seguro de que lo sabes,
desde hace tiempo. De hecho, creo que hasta te lo dije una vez.
–Dijiste que amabas a alguien–convino Christy, lentamente–, pero nunca
imaginé que fuera a mí. ¿Cómo podía pensarlo, después de la forma en que
me rechazaste, hace seis años?
–Mira...–la cogió por los brazos, casi sacudiéndola–. Te rechacé, como tu
dices, porque no tenía otra alternativa. Te deseaba, Christy. Te deseaba
mucho, pero no estaba listo para el tipo de relación que tú querías. Eras
demasiado joven e idealista y la intensidad de tu compromiso hacia mí me
asustó. Había tantas cosas que quería ver y hacer... Y no sólo era eso. Sabía
que estaba enamorándome de ti y también que eras demasiado joven para
poder soportar mi forma de vida en ese momento. Yo te amaba, Christy,
siempre te he amado. Tal vez no como el héroe de un romance, pero muy
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profundamente, demasiado para atraparte en un matrimonio del que te
arrepentirías antes del año.
–¿Y ahora?–era demasiado para ella digerirlo todo.
–Y ahora todavía te amo y te deseo, lo suficiente para estar seguro de que
podríamos tener una relación mucho mejor de la que tendrías con Miles.
–¿Te refieres al sexo?
–Me refiero a esto–se inclinó y la besó lentamente, hasta que el cuerpo de
Christy se arqueó, inconsciente, contra el suyo–. Llámalo como quieras,
pero nada puede disminuir su poder, ¿verdad?–preguntó suavemente.
Christy no conseguía creer lo que oía. No podía ser verdad que Simón la
amara.
–La pasión no significa nada. Se desvanece con el tiempo.
–¿Tú crees?–Christy vio su sombría sonrisa a la luz de la luna–. Mi pasión
por ti, como tú la llamas, no se ha extinguido en seis años. De hecho, te
amo y te deseo ahora más que antes.
–¿Tanto como para casarte conmigo?–Christy sintió su mirada.
–Más vale que lo creas–repuso con suavidad.
–¿Esto no es una treta para que yo admita que todavía te amo, Simón?
–¡Christy, Christy!–él la sacudió–. ¿No puedes ver la diferencia entre la
lujuria y el amor? ¿No puedes distinguir lo que siento por ti? Dejemos de
pelear y seamos sinceros el uno con el otro. Yo te amo y siempre te he
amado. Nada puede cambiar eso, Christy. Si me amas, tendrás que confiar
en mí. Y eso también lo digo por mí–dijo con ironía–. He sufrido horrores
cada vez que te oía decir que sólo me deseabas, o cuando alardeabas de
tus relaciones con Miles. Fue terrible descubrir que todavía eras virgen.
¿Cómo crees que eso me hizo sentir? Sabía que te había lastimado, pero no
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quise hacerlo. Me dolió mucho ver lo que había hecho con tus emociones y
tus sentimientos.
–Mis disculpas, si mi virginidad te alteró–ella sabía que su voz sonaba
tensa.
–¡Alterarme! ¡Christy! ¿No has oído ni una palabra de lo que he dicho?–
Simón estaba realmente furioso–. ¡Claro que no me alteró! Te amo, Christy.
Descubrir que sería yo tu primer amante fue como... oh, no sé, como si un
amante del vino de pronto descubriera una bodega llena de exquisito
champán. Lo que me alteró fue saber cuánto te había lastimado. Te habría
dicho entonces que te amaba, pero has estado luchando contra mí todo el
tiempo–Christy abrió la boca para decir algo, pero él la silenció.–Sí, sé que
tenías buenos motivos para hacerlo. Sé que no tienes por qué
corresponder a mi amor y si me rechazas y me mandas lejos de tu vida,
sólo será lo que me merezco. Pero eras demasiado joven para el
matrimonio entonces, o por lo menos el tipo de matrimonio que yo te
hubiera dado... Pero mi intención siempre fue volver a por ti, si me dabas la
oportunidad. Cuando el año pasado leí en los periódicos que estabas en la
India con Miles, tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no ir
allí y arrebatarte de su lado. Anda, gitana mía–susurró con suavidad–,
hagamos una tregua y seamos sinceros el uno con el otro.
Christy lo miró, ansiando creerle, pero también temiéndolo. Todo había
pasado con demasiada rapidez. Alzó una mano para tocarlo y sintió que su
cuerpo se ponía tenso bajo su tacto. Por primera vez, Simón le permitió
mirar al fondo de sus ojos, sin encubrir su expresión, y la alegría floreció
dentro de ella, al advertir que le decía la verdad. Simón la amaba.
–Christy... no puedo esperar mucho más–su súplica fue un recordatorio de
lo que ella estaba reteniéndole. Le sonrió a los ojos y dejó que sus dedos lo
acariciaran.
–Yo también te amo, Simón–susurró las palabras contra su boca.
–Dilo otra vez–murmuró él–. Repítemelo...
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–Te amo, te amo, te amo...
–Umm. Empiezo a creerte–él la oprimió contra la cama, besándola
apasionadamente.
Simón la había herido y ella, con la vehemente pasión de una adolescente
rechazada, había jurado no perdonarlo nunca. Pero lo que él le había dicho
tenía un fondo de verdad. En ese momento ella era demasiado joven e
idealista para adaptarse a su forma de vida, con constantes giras por el
extranjero y largos períodos en los que se encerraba para escribir. A los
dieciocho años, ¿ella habría podido enfrentarse a todo eso? Con un suspiro,
reconoció que no. Además él también había sufrido, se lo decía la tensa
pasión de su beso, y la forma en que acariciaba su cuerpo, como si nada
fuera bastante para él.
–¿Qué habrías hecho si hubiera negado que te amo?–sintió que él sonreía.
–Habría seguido intentándolo hasta estar seguro de no poder recuperar tu
amor. Pero que aceptaras trabajar conmigo me dio esperanzas. Y
hablando de eso...–enroscó un largo rizo en un dedo y le dio un leve tirón–.
Hoy he tenido noticias del Almirantazgo... La jarra que encontraste tiene
algo grabado...
Una excitación embriagadora invadió a Christy.
–¿Y qué dice?
–Dice...–su boca estaba frente a la de ella–: «A mi querido esposo Kit».
–Entonces es verdad... La leyenda es cierta...
–Por lo menos, está basada en la verdad.
–Y escribirás el libro.
–Sólo si te casas conmigo. St. Paul sería un sitio ideal para una luna de miel,
¿no crees?
–¿Y si no acepto?
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–Entonces tendré que exigirte el cumplimiento del contrato y llevarte allí
de todos modos. ¿Y quién sabe? Con el tiempo y una interminable serie de
seductoras noches tropicales... tal vez conseguiría que cambiaras de
opinión. Me jugué la última carta cuando te convencí, con engaños, para
que trabajaras conmigo, Christy–le dijo con más seriedad–. Tenías toda la
razón del mundo para odiarme, lo sé. Pero lo hice porque consideré que
era lo mejor. Hace seis años, ninguno de los dos tenía la madurez necesaria
para formar un matrimonio sólido.
–¿Y ahora?
–Ahora creo que ambos la tenemos, pero la decisión tiene que ser tuya. Lo
quiero todo: matrimonio, hogar, hijos. Pero sobre todo te quiero a ti. Que
compartas mi vida, mi cama, mis esperanzas y mis temores. ¿Tienes algo
que objetar?
Aunque parecía relajado, Christy sabía que no era así y su corazón se
inflamó de amor por él. Sí, la había herido, pero él también se había
lastimado. Habría sido muy fácil para él aprovecharse de ella y hacerle el
amor, para luego rechazarla, pero no lo hizo. La dejó en libertad de
encontrar a otro hombre.
–¿Cuánto tiempo tardaremos en casarnos?–murmuro contra su boca–.
Porque esta vez no tengo intenciones de dejarte ir.
–Vamos.
Para sorpresa de Christy, él levantó las sábanas y empezó a buscar su ropa.
Lo miró, perpleja.
–¿Qué haces?
–Me voy a vestir y tú también lo harás. Quiero hacerte el amor, pero,
cuando lo haga, quiero estar seguro de que no nos interrumpirán. Iremos a
Londres y allí te encadenaré para asegurarme de que cuando despierte, no
estaré solo.
–Mamá se sorprenderá cuando llegue–reflexionó Christy.
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–¿Tú crees?–Simón se detuvo y le sonrió.
–¿Quieres decir que ella lo sabía?
–Tuve que decírselo, para que me dejara proponerte que trabajaras
conmigo. Era mi última oportunidad. Tenía pánico de perderte por Miles y
fue lo mejor que se me ocurrió para tenerte lejos de él. Pero no creas que
voy a esperar hasta que vuelva tu madre para casarnos. Los tres días que
se necesitan para obtener una licencia especial son más que suficientes –
la cogió entre sus brazos y la besó, frunciendo el ceño cuando ella se
apartó, pero su gesto se tornó en una sonrisa burlona cuando ella
preguntó, sin aliento:
–¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Londres?
Fin
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