S SELECCIÓN DE CUENTOS Y POESÍAS PREMIADAS 2011 S Concurso Literario UC DIRECCIÓN DE ASUNTOS ESTUDIANTILES 1a edición: mayo de 2012 © Pontificia Universidad Católica de Chile Dirección de Asuntos Estudiantiles Alameda 340, Santiago, Chile Impreso en Chile Impreso por Andros Impresores. Santa Elena 1955, Santiago, Chile Coordinación general: Natalia Ramos Recopilación y reseñas: Cinthya Castañeda Edición: Mariela Chávez Diseño portada: Sebastián Saldaña Diagramación: Elena Manríquez Prohibida su reproducción S SELECCIÓN DE CUENTOS Y POESÍAS PREMIADAS 2011 S Concurso Literario UC DIRECCIÓN DE ASUNTOS ESTUDIANTILES ÍNDICE Categoría Cuentos 8 La cólera y la traición Santiago Vial • 4° año de Derecho PRIMER LUGAR 19 Ruido Cecilia Gheza • 1° año de Medicina SEGUNDO LUGAR 26 La hora en que puedes mirar al sol a los ojos Alberto Sánchez • 1° año de Actuación TERCER LUGAR 30 Santiago mojado Macarena Rojas • Egresada de Periodismo y 2° año de Estética MENCIÓN HONROSA 35 La mortaja Juan Pablo Vilches • 3° año de Letras Inglesas MENCIÓN HONROSA 43 Schadenfreude Consuelo de la Torre • 5° año de Filosofía MENCIÓN HONROSA 53 Todos los hombres son todos los hombres Juan Carlos Cortés • 3° año de Letras Hispánicas MENCIÓN HONROSA 58 Tarde de una lagartija Sanndy Infante • 2° año de Letras Hispánicas MENCIÓN HONROSA 66 Canadá Luis Alberto Croquevielle • 1° año de Ingeniería Civil MENCIÓN HONROSA 74 Y que nadie me diga que hemos sido pocos Consuelo Sánchez • 2° año de Letras Hispánicas MENCIÓN HONROSA ÍNDICE Categoría Poesías 82 Arte de escribir un poema Óscar González • 4° año de Letras Hispánicas PRIMER LUGAR 86 Yo nací con la lluvia Fernanda Martínez • 2° año de Sociología SEGUNDO LUGAR 90 Ahora son cielo, son mar Jorge Echeverría • 1° año de Ingeniería Civil TERCER LUGAR 94 Algo en la cabeza Soledad Figueroa • Egresada Actuación MENCIÓN HONROSA 98 Conocí un poeta Martina Bortignon • Doctorado en Literatura y Letras Hispanoamericanas MENCIÓN HONROSA 102 Bermellón Valentina Paillaleve • 1° año de Letras Hispánicas MENCIÓN HONROSA 106 En pésaj Francisco Pérez • 1° año de Química y Farmacia MENCIÓN HONROSA 108 Tinta roja Carolina Báez • 2° año de Magíster en Literatura MENCIÓN HONROSA 110 Esplendor americano Tame Impala MENCIÓN HONROSA 114 Hacedores de estrellas María Isabel Marques • 4º de Ingeniería Comercial MENCIÓN HONROSA Cuentos Santiago Vial Primer Lugar Cuentos 4° año de Derecho Santiago siempre está escribiendo historias en su cabeza, pero sólo cuando hay un concurso, traspasa las ideas al papel. Dice que desde pequeño, en su familia, le inculcaron la lectura, por lo que siempre tiene un libro a mano y le resulta sencillo escribir. Si bien tiene poco tiempo, actualmente, está trabajando en una novela de ficción que trata sobre la libertad y la búsqueda de la felicidad. Según él, sus cuentos tienen una influencia borgiana y, luego de leer mucho, ha logrado desarrollar su propia fórmula para atraer al lector: “Transformar (la historia) en algo trascendental, que no entre sólo por la razón, sino por la emoción”. El cuento “La cólera y la traición” partió por un olor raro que notó en el refrigerador de su casa, provocado por unos fideos que llevaban varios días guardados. Sin mucho esfuerzo, derivó en la historia de un comisario político soviético, hijo del rigor. Santiago cree que el hombre moderno sufre una crisis de filiación y paternidad. Para él, los libros son su compañía y la escritura es una forma de pertenencia. “Al escribir, sabes que algo te pertenece”, agrega, mientras explica que sus relatos buscan develar esa falta de arraigo. La cólera y la traición Víctor Griegorievich Podoff, siempre había sido un hombre irascible. Desde su infancia había demostrado ser un pequeño cascarrabias. El enojo inundaba su actitud, si bien es cierto nunca fue perezoso, siempre tenía una mala gana de hacer las cosas. Sufría una especie de furia fundamental, una suerte de pecado original, el cual ocupaba todo su ser. Había sólo dos cosas en todo el mundo que lograban canalizar aquella rabia, sus grandes dos amores. El Ejército Rojo y su perrito Judas. Efectivamente, la cólera que moraba en el corazón de Podoff se había alimentado en el ejército y había mutado en una energía impulsadora. Había florecido como un placer sensible muy apetecido por Víctor, quien iniciando su carrera como instructor militar no encontraba nada más deleitable en todo el mundo que gritarle a los reclutas. La coprolalia era el oxígeno de sus entrenamientos, y en fin, fue la tensión creadora de soldados formados en la reciedumbre, disciplina y temor a los superiores. Aquella obediencia temerosa, el respeto ganado por su ceño fruncido y sus largas ojeras, lo condujeron rápidamente a ser Santiago Vial 10 conocido y respetado por sus pares como un buen camarada y un excelente soldado. Y para colmo –o más bien para la fortuna de su rabieta sustancial– el invasor fascista marchó desde el oeste, ofreciéndole a Podoff la oportunidad de probar de satisfacer sus deseos más ocultos y morbosos: fue asignado como Comandante de un campo de prisioneros, en una vieja fábrica abandonada, al sur del Volga. Era sorprendente para los superiores de Podoff la eficacia de la obtención de información de los oficiales fascistas. Él mismo se encargaba de los procesos interrogatorios. Aquellas escabrosas escenas, provocaban aún mayor placer que asustar a unos jóvenes reclutas en el entrenamiento. Aquí, Víctor convivía con un oficio que exigía lo mejor de su ira, lo mejor de sí. Y bien, quizá no había soldado en toda la Unión Soviética que en medio de una atroz guerra tuviera tanto amor por su labor. Un frío día llegó la orden de ir a buscar al campamento de la quinta unidad de blindados a un grupo de soldados alemanes que se había rendido. El hambre los había hecho entregarse. Víctor Griegorievich nunca salía a buscar prisioneros, pero el antecedente del arresto de los prisioneros famélicos definitivamente le añadía un toque especial a la situación: eran de las Juventudes Hitlerianas, “jovencillos, mozalbetes…débiles y temerosos...carne fresca”, pensaba el Comandante mientras lo conducían por el ripio nevado. La entrega de prisioneros se produjo en un bosque. Mientras subían a los friolentos germanos al camión, de pronto un pequeño quiltro presente comenzó a ladrar a unos arbustos. Alguien mandó a callar al perro, pero el animalillo insistía, lo cual generó sospechas en la mente sagazmente desgraciada de Podoff. Envió a unos hombres a revisar, y efectivamente, sacaron a uno de los prisioneros que había La cólera y la traición 11 tratado de esconderse infructuosamente. Mientras lo llevaban al camión lanzaba una serie de insultos al perro, el cual encabezaba a los soldados que lo habían arrestado. Una suerte de trofeo de guerra para el canino denunciante. A Víctor aquel hecho le provocó una sensación nunca antes conocida por él. Caminó para acariciar al perro, el cual mostró un gran afecto por él. Sus subordinados los observaban atónitos, considerando que en cualquier momento el Comandante iba a tomar el perro y sugerir que lo echaran a la cacerola. No obstante, no ocurrió. Víctor sintió por el perrito la más profunda de las ternuras que cualquiera pudiera experimentar ante el exiguo animal. El perro era de hecho una amable criatura, fiel a su patria y asistía a cumplir la función que Podoff tanto amaba. La amistad se produjo de forma instantánea, y lo adoptó inmediatamente. De vuelta en su automóvil –con el perro en los brazos– preguntaba gustoso si alguien sabía lo que el último prisionero había despotricado. Un oficial, que tenía nociones del alemán respondió. –Le gritaba al perro, Comandante Podoff. –¡Al perro! Pero ¿Quién podría enojarse con tal simpático animal?–interrogó Víctor. El oficial sonrió forzadamente para reír del humor del comandante y añadió: –Sí, camarada Comandante, le gritaba diciéndole que era como Judas Iscariote. Ese es uno que denunció al dios de los cristianos. –Víctor rió a mandíbula batiente. –¡Estos fascistas y sus cuentos de brujos y dioses! No queda otra cosa que bautizar a este perrito Judas. Y así el perro se convirtió en la mascota del campo de prisioneros. Tenía una mejor calidad de vida, superando incluso a la de ciertos carceleros, y se paseaba presumiendo como un rey, por todo el campo. El perro era intocable, y se conducía como si lo supiera. Santiago Vial 12 Podoff, por su parte, seguía manejando el recinto y sus superiores con gusto le enviaban hordas de prisioneros, en la medida que la Madre Patria avanzaba aplastando Alemania. En un principio parecía que el Comandante no podía continuar con su ritmo de trabajo, sin embargo todas sus presiones se veían descargadas al final del día con un rato de juego e inclusive –para la rareza de los demás rusos– risas con su perro. De cuando en cuando, por la exacerbación y rabieta que experimentaba Víctor en una semana, por ejemplo ante la llegada de nuevos prisioneros, lo hacían caer en cama. La atrocidad de su trabajo lo agotaba, pues en sus propias palabras “no es trabajo fácil convertir en un infierno la vida de cada prisionero aquí en el campo, pero la revolución nos pide nuestros mayores esfuerzos”. Muchas veces acostado experimentaba una terrible fiebre acompañada de sudoraciones copiosas, las cuales los médicos no explicaban y las aludían al estrés, pidiéndole que redujera la carga de trabajo. –El trabajo hay que cumplirlo igual, camarada doctor –decía acostado con su perro apoyado a su lado recibiendo cariños–. Al final del día Judas me entretiene y me descansa. Esto es temporal. Y para la suerte de Víctor, las estadías en cama, repentinamente, se terminaron. Quedó un sólo síntoma de aquellas recaídas: la transpiración. Era cada vez más frecuente a cualquier hora del día, y sus pañuelos cumplían verdaderas labores de esponjas, quedando en el género un color verdoso amarillento. La gran guerra patriótica finalmente terminaba con la oz y el martillo flameando en Berlín. Y era tiempo de volver a casa. El Comandante Podoff luego de una espectacular carrera en la administración del campo, fue llamado a Moscú. Aquel desempeño y talento no podían ser desperdiciados. Fue a parar al servicio de administración de los Gulag de la zona oeste de la Unión. Su vida La cólera y la traición 13 se había tornado aburrida, pues si bien es cierto, Víctor tenía un séquito de ordenanzas –“puñado de soldados convertidos en burócratas imbéciles”, como los llamaba él– para torturar con sus órdenes y exigencia laboral, ya no existía aquella vida de contacto con aquél que verdaderamente sufre ante su presencia. Quienes temían ante él eran muy pocos. Aún así, de vez en cuando le pedían a él –trabajo que todos los demás consideraban tedioso– ir a hacer inspecciones a los recintos carcelarios donde descargaba un poco de cólera contra ciertos prisioneros. Por supuesto, de vuelta en su hogar, tenía a su gran amigo Judas, con quien hacía largas caminatas entrada la noche por las frías calles, debido a que el pobre perro había estado encerrado todo el día en el departamento de Víctor, en el complejo de oficiales. Ahora bien, no todo era aburrimiento en la nueva vida de Podoff. Llegaba un nuevo desafío para él. Resulta que el departamento de Seguridad Interior y Contrainteligencia, había descubierto recientemente la posibilidad de que los americanos hubieran infiltrado alguna especie de parásito o infección en los alimentos, pues por lo menos en Moscú, en los recintos, viviendas y oficinas militares todo se estaba echando a perder. Victor Griegorievich se puso inmediatamente a trabajar e investigar. Y tal como se lo habían descrito, los alimentos, el agua e incluso –para el sufrimiento de muchos– el vodka, adquirían unos ciertos sabores amargos y ácidos a la vez. Era un fenómeno inusual, pues las cosas no se pudrían, simplemente tenían este constante olor rancio siempre presente. Un joven y talentoso científico, producto del crecimiento revolucionario de las ciencias aplicadas soviéticas, comenzó a trabajar con la investigación de Podoff. Peter Czermak no se explicaba cómo es que lo rancio afectaba ciertos Santiago Vial 14 lugares específicos, no dejaba rastros, no existía ni una especie bacterial y para adornar todas estas interrogantes inexplicables, había personas que no sentían tal sabor. Una de ellas era camarada Comandante Podoff. La preocupación inundó a Víctor ante la ineficacia de la investigación, estando sus superiores desconcertados con él ante aquel giro inesperado. Podoff siempre cumplía. Su personalidad colérica sufría súbitos cambios de ánimo pues, ante esta situación, no podía encolerizar con nadie ni nada en particular y concreto. ¿Acaso iba a enojarse con un olor rancio inexplicable en el gulasch? Cuando se dio cuenta que en su baño personal de la oficina comenzó a generarse el mismo olor por debajo de la tasa trayendo algunos hongos, su preocupación fue grave. Por primera vez el miedo lo envolvió y mandó a llamar rápidamente a Czermak. Y de una forma carente de toda irascibilidad, le pidió que él personalmente se encargara de revisar su oficina y su departamento –con todo el acceso que Peter quisiera– para ver si existía alguna probabilidad que la infección hubiera alcanzado su hogar. –¡Y por favor! Revise bien al perro ¿Me entendió? –solicitó preocupado. El científico entendía el miedo de su jefe pues, con el tiempo que llevaba trabajando con él, se había percatado del amor que existía por parte del Comandante hacia aquel animal. –Aproveche de entrar este fin de semana que parto al norte a visitar un campo bajo mi cargo, pues ellos también han sufrido parte de la infección. El día lunes por la mañana al Comandante lo esperaba su automóvil en la estación de trenes y ordenó partir inmediatamente a su departamento donde lo esperaría Czermak. Esperaba tener buenas noticias. Al llegar se encontró efectivamente con Peter, pero además ha- La cólera y la traición 15 bían más científicos, una serie de oficiales armados, y el superior de Podoff, Camarada General Liudnikov. Víctor, sin darle importancia a todos los presentes, buscó a Judas. Cuando el perro se asomó entremedio de las botas de un oficial se acercó para tomarlo, pero el perro mostró signos de agresividad gruñendo y mostrándole los dientes. Recién ahí, se dio cuenta que algo ocurría. Le preguntó al General Liudnikov que estaba pasando. –Camarada Comandante Podoff. En su ausencia hemos conducido una serie de investigaciones, las cuales tuvieron un curso rápido, efectivo y concluyente. Lo cual instantáneamente nos hizo llegar a la conclusión que usted ciertamente, estaba estorbando con las pesquisas. Nos percatamos que aquí en su hogar está infectado todo con la sustancia rancia que ha llenado nuestros cuarteles y oficinas. La poca comida que hay está toda al borde de la putrefacción y todas sus camisas, sábanas y géneros varios están manchados con la infección. ¿Sería tan amable por favor de mostrarnos su pañuelo? –Víctor atónito obedeció. Al sacar su pañuelo con el usual color verdoso y amarillo de su transpiración, varios de los soldados retrocedieron poniéndose la mano en la boca y nariz. Podoff les indicó que siempre había tenido este color, que era su sudor. Ahí fue cuando Peter tomó la palabra. –Comandante, en su ausencia nos contactamos con el médico que lo atendió en el campo de prisioneros durante la guerra. Usted sufrió una serie de estrés producido por la cantidad de trabajo y en parte por su tendencia a encolerizar ante cualquier situación. Y si bien es cierto, las caídas a reposo terminaron por completo, el doctor notó su extremada y repentina sudoración. Toda aquella furia que usted no alcanzaba a soltar en un día su cuerpo lo hacía a través de este sudor rancio. Por eso es que usted, es una de las personas que le es imposi- Santiago Vial 16 ble oler o bien sentir en los alimentos el sabor de amargura. Usted lo produce Comandante Podoff. –Concluyó Czermak muy serio. –¡Esto es inaudito, maldito sea Czermak, rata traidora! –exclamó Víctor. Los soldados subieron sus armas. El General dio un paso al frente y tomó la palabra. –Por supuesto que era usted, Podoff. Estando en los campos nunca se percató del sabor creyendo que era la podredumbre de siempre debido a la mala calidad de los alimentos en la guerra. Y ahora con su nuevo trabajo, como no tenía donde descargar sus desagradables pataletas, la transpiración aumentó de cantidad. Fíjese, todos los lugares afectados son donde usted ha estado. Tengo órdenes de ponerlo bajo arresto por atentar contra la salubridad del pueblo y su ejército –concluyó Liudnikov. Hubo una pausa. El silencio era tenso. Víctor se sentía mareado, sudaba como nunca y no pensaba con claridad. No entendía el hecho que todo este tiempo se había estado persiguiendo a sí mismo. Con mucha dificultad, preguntó al General que pasaría con su querido Judas. –Bien, al perro la verdad es que deberíamos condecorarlo. Estando aquí revisábamos sus excrementos y encontramos pedazos de género de sus sábanas con cantidades desproporcionadas de la sustancia rancia solidificada, la acumulación de su sudor digamos. Gracias a eso nos dimos cuenta que el perro, por el afecto que le tiene, lo lame constantemente y además le gusta mascar sus pertenencias, entre ellas sus sábanas y por eso sus deposiciones son siempre atiborradas de su veneno corporal. Con ese dato preciso pudimos formular el razonamiento para llegar a usted. En definitiva su perro Judas, es un revolucionario de calidad, lo denunció y lo entregó. Cecilia Gheza Segundo Lugar Cuentos 1° año de Medicina Cuando era niña, Cecilia perseguía a su papá y a su nana por la casa para pedirles que le leyeran cuentos. Por eso, apenas aprendió a leer, tomó el libro “Corazón”, de Edmundo de Amicis, y no lo soltó hasta terminarlo. Como le gustaba tanto leer, desde chica que empezó a escribir. En tercero básico ganó su primer premio en un concurso de cuentos, pero aún le avergüenza mostrar sus textos en público. Ella dice que pensó en estudiar Literatura e Ingeniería, pero un mes antes de dar la PSU se decidió por Medicina. “Es una carrera bonita, la gente de afuera agradece lo que uno hace”, explica. Además de escribir en su tiempo libre, Cecilia toca batería, pero desde que se mudó de su casa en Calera de Tango a un departamento en Las Condes para venir a la universidad, ha tenido que dejar las baquetas de lado, para privilegiar el lápiz y el papel. Ruido Odio el té sin azúcar y ya me he tomado dos tazones, pero me levanto para preparar un tercero. Me sirve para no pensar, si le pongo azúcar mi cabeza va a funcionar más rápido, va a seguir atacándome con ideas, con pensamientos, con recuerdos, y no quiero, no quiero, no quiero, me gustaría tener la mente vacía por un segundo, por una vez en la vida me gustaría no pensar, no analizarlo todo, no recordar cada detalle, cada gesto, cada ruido, porque cuando pienso me siento sola. Si pudiera eliminar los sonidos no sería tan malo. Tomo la tetera, vierto el agua en el tazón y hay un ruido, escucho cómo el líquido golpea el fondo, cómo el té se agita dentro de la bolsita; dejo la tetera sobre la cocina y escucho su contenido moverse y acomodarse; levanto el tazón y por un instante éste roza el mueble en el que está apoyado, otro sonido que se va a quedar dando vueltas por mi cabeza. El agua ya está casi fría y me apuro a beber, porque estoy empezando a recordar, y tengo ganas de llamar a alguien, pero hay sólo dos personas con las que quiero hablar y no Cecilia Gheza 20 me atrevo a molestarlos; me da miedo que se aburran y me dejen. Me da miedo estar sola. Afirmo el tazón con las dos manos y eso me calma un poco, es una acción automática, no necesito pensar para llevarla a cabo, sólo tengo que moverme de la misma forma que lo he hecho cientos de veces antes, y todo es tan simple que mi mente queda en blanco durante un segundo; pero eso no significa que quede en mudo, al contrario, es como si todos esos sonidos aprovecharan el espacio libre que les dejaron las imágenes y los conceptos y decidieran llenarlo todo. Y no son sólo sonidos recientes, no escucho solamente el ascensor subiendo y bajando y la ducha en el piso de arriba, ahora también escucho el ascensor del edificio en el que vivía Amalia, la ducha en un hotel, el encendedor de Amalia, los dedos de Antonio pasando por mi pelo; una pequeña parte de mi colección mental de sonidos o ruidos. La primera vez que escuché todo eso me sentí fascinada, ahora sólo quiero apagarlo todo, quiero que mi cabeza sea mía en vez de tener que compartirla con una orquesta caótica, pero a la vez sé que sin mi repertorio me convertiría en algo simple, y creo que eso me da mucho más miedo que recordar. Creo que, más que una persona, yo soy un sonido, una voz que por algún motivo está viva e interactúa con otras voces, y me encuentro caminando al ritmo de los golpes del bastón de un ciego, o mirando al vacío mientras escucho cómo las personas en la biblioteca escriben en el computador, y trato de recordarlo todo, porque si yo no lo hago nadie más lo hará. No me gusta la música, pero compré un reproductor de mp3 para parecer normal. A veces pienso que hay algo en mi cabeza que no funciona, porque me gustan los ruidos, porque me gustan las horas en que hay taco, porque me río con los bocinazos y soy feliz Ruido 21 en medio del caos acústico. Recuerdo a mi profesor de música de la básica hablándonos sobre la diferencia entre ruido y sonido (“los sonidos son agradables al oído, los ruidos no; la música es sonido, los martillazos son ruidos”) y yo lo miraba y no entendía, y supongo que debería haberme dado cuenta de que soy rara cuando en la prueba marqué lo contrario a lo que marcaban mis compañeros, excepto en una pregunta. Me acuerdo de Antonio y su guitarra, intentando sacar una canción de los Beatles y retándose a sí mismo porque no le salía como debería, Amalia le daba ánimos y le decía que ya lo lograría mientras yo intentaba sonreírle, pensando “por favor no, así suena perfecta”. Cuando vuelvo al presente me doy cuenta de que no queda té. Pienso en tomar un cuarto tazón, pero realmente lo detesto sin azúcar y de todas formas ya no me está ayudando tanto como al principio. Mientras lavo el tazón intento recordar qué fue lo que me dejó así, qué hizo que pasara de estar de buen humor a estar peleando contra un montón de recuerdos de Amalia y Antonio, pero no lo logro. Lo único que sé es que tuvo que ser un sonido, porque nunca he sido capaz de asociar las cosas a algo que no sea un sonido. Salgo del departamento, respiro profundo y decido caminar un rato para ver si se me pasa el miedo, avanzo una cuadra y me doy cuenta de que no me llevé un chaleco, y Santiago en mayo no es una ciudad que se deba recorrer en polera manga corta, pero si me devuelvo voy a encontrar un departamento silencioso y me voy a tener que enfrentar a todos los sonidos y recuerdos que dejé encerrados al salir sin una taza de té que me ayude a distraerme, así que opto por entrar al primer negocio que encuentro. Ahora estoy sentada en una cafetería intentando ahogar mi cerebro con ruidos nuevos. Se abre la puerta, entra una joven como de Cecilia Gheza 22 mi edad, o quizás más chica, se sienta, saca un cuaderno y se pone a escribir, escucho el roce del lápiz contra la hoja, pero se detiene casi de inmediato y no sigue, y desde ese momento el único sonido que viene desde su lugar es el de la taza cada vez que la levanta y la apoya. Me gustaría que viniera a hablarme, necesito conversar con alguien, necesito una voz que se imponga ante los sonidos, las voces son lo único capaz de captar toda mi atención, pero ella no se va a acercar, nadie se acerca jamás y vuelvo a sentirme sola, y escucho a Amalia haciendo un comentario acerca de mi costumbre de clasificar cada cosa que escucho y me pregunto si el mozo se demorará mucho en darse cuenta de que estoy esperando que venga a la mesa. Por fin vienen a atenderme y pido un café, y me divido entre maldecirme a mí misma por elegir algo que sólo me ayudará a pensar más y preguntarme en qué momento mi voz cambió tanto, en qué momento los sonidos a mi alrededor cambiaron tanto. Cuando todo empezó mi voz era aguda, escuchaba las ideas y sueños de Amalia y conversaba con Antonio por horas, cuando estaba con ellos yo dejaba de ser una voz y me convertía en persona; cuando todo terminó mi voz estaba ronca, Amalia hablaba sin saber lo que decía y Antonio estaba cada vez más lejos, y cada día hablábamos menos y de él sólo me quedan dos sonidos y un montón de cosas que nunca dije, porque yo decía “nos vemos mañana” cuando lo que pensaba era “vuelve, conversemos, te extraño, ¿dónde estás?”, y ahora con suerte soy una voz y tengo miedo todo el tiempo, y hago lo posible para que Claudia, Magdalena, Pablo y Roberto no se den cuenta y crean que soy como ellos, que estoy completa. Me preguntó cuál habrá sido el ruido que trajo a esos dos a mi cabeza de nuevo, pero no lo recuerdo, no lo sé, no puse atención, llegó sin que me diera cuenta y ahora no sé qué hacer. Me preocu- Ruido 23 pé tanto de eliminar de mi orquesta los sonidos que pudieran recordármelos, de hacerme la sorda en los lugares de riesgo, y por un momento de distracción estoy tomando un mal café y mi única compañía es una niña sentada a dos mesas de distancia que nunca se acercará a hablarme. Intento recordar los ruidos del día, intento encontrar mi problema, y de repente mi cerebro es ruido, ruido, ruido, escucho al profesor explicando algo que no entiendo, escucho a Roberto pasando las hojas de su cuaderno, escucho a Magdalena abriendo su mochila para sacar una tijera, a Pablo pagando las fotocopias con monedas de diez pesos, a Claudia chasqueando la lengua cuando el profesor comenzó a repetir la explicación, a Roberto quitándome mi botella de agua y sacándole la etiqueta, a Magdalena abriendo su mochila otra vez para guardar la tijera, a Pablo despidiéndose de mí en el metro y alejándose con pasos firmes, a Claudia despidiéndose apenas salimos de la sala y corriendo para ir a buscar algo, y recuerdo que quería decirles “no se vayan, vuelvan, ya los extraño”, pero me quedé callada porque nos veremos el lunes y no quiero que me crean loca, y aún no sé por qué Amalia y Antonio están en mi cabeza, y lo único que quiero es que Claudia o Pablo o Roberto o Magdalena (o cualquier persona conocida) aparezca en este local y me hable, que me cuente algo y apague todos los ruidos. Pago el café y salgo. Comienzo a caminar muy rápido para vencer el frío y repito el camino que hice por la mañana en sentido contrario, para ver si logro encontrar el ruido y eliminarlo, para ver si así logro que mi cabeza vuelva a pertenecerme sólo a mí y a mi desordenada música. Llego al lugar en el que recordé por primera vez a Amalia y desacelero, comienzo a buscar y lucho contra los comentarios que ella Cecilia Gheza 24 hacía, contra el recuerdo de su encendedor prendiendo un cigarrillo tras otro, y cuando logro huir de eso pienso en una ducha de hotel y en unos dedos pasando por mi pelo, y no es justo, no es justo, ya no quiero pensar, tengo que encontrar el ruido y olvidarlo todo. En medio del caos que escucho en este momento (bocinas, conversaciones por celular, pasos, el roce de las ruedas sobre el pavimento) está el ruido, lo sé. La voz de Amalia suena demasiado fuerte en mi cabeza, sus palabras se repiten una y otra vez a pesar de que nada aquí debería recordármela, por eso sé que estoy cerca. Voy a encontrar el ruido, sólo necesito separarlo. No pudieron ser los pasos, no pudieron ser los autos, tuvo que ser algo único y constante, algo capaz de sonar durante cinco horas seguidas en una calle de Santiago. Intento poner toda mi atención en lo que ocurre a mi alrededor, y mientras más me sumerjo en el desorden acústico, más lejos me siento de los comentarios de Amalia y de las despedidas de Antonio. Doy unos pasos muy lentos y la gente me mira raro, debo verme como una loca con el ceño fruncido y el cuerpo rígido, intentando escucharlo todo. Creo que estoy a punto de identificarlo, sólo necesito concentrarme un poco más… Suena mi celular y pierdo el ruido, el ringtone suena demasiado fuerte y me desconcentra. Me demoro un par de segundos en comprender lo que está pasando y en ese tiempo Amalia vuelve a llenar mi cabeza. Me da rabia y quiero llorar, puedo sentir mis uñas contra mi palma, mis ojos humedeciéndose. No es justo, pero igual contesto el aparato, sin mirar. –¡Hola! Menos mal que contestaste. Oye, nos vamos a juntar en mi casa a las diez y de ahí vemos qué hacemos. Me meto en una tienda para poder hablar tranquila y lo que si- Ruido 25 gue es una conversación de media hora en la que Claudia me habla de todo y de nada, se ríe y me escucha mientras intento explicar qué estaba haciendo antes de que llamara, y yo también me río y la escucho contarme qué hizo en la tarde después de que nos separáramos, y la voz de Amalia no se escucha, porque Claudia grita fuerte y trae ruidos nuevos a la pelea, trae el golpeteo de sus uñas contra la mesa durante las clases, trae sus pasos cuando se pone tacos, trae el chasquido de su lengua cuando está aburrida, y de repente comenta que Pablo, Roberto y Magdalena también van a su casa y ahora los pasos y voces de los cuatro están en mi mente, y escucho a Pablo sacando monedas de diez pesos de su bolsillo, a Magdalena abriendo y cerrando su mochila, a Roberto sacando la etiqueta de mi botella de agua y pasando las páginas de su cuaderno, y ya no escucho el encendedor de Amalia, ya no escucho a Antonio pasando sus dedos por mi pelo, ya no recuerdo bien esa ducha de hotel, y cuando corto el teléfono mi cabeza sigue sin ser mía, pero al menos los nuevos inquilinos la están pasando bien. Alberto Sánchez Tercer Lugar Cuentos 1° año de Actuación Cuando siente la necesidad de expresarse, Alberto escribe poesías. Por eso resulta raro que justo haya obtenido el tercer lugar con el único cuento que había escrito en su vida, en cuarto medio. Aunque el personaje tiene otro nombre, él dice que éste es un cuento basado en su experiencia, en el Alberto de hace cinco años atrás. Le gustaba tanto el cuento que lo tenía guardado como un as bajo la manga, para utilizarlo en el momento adecuado. Cuando supo del concurso, les pidió ayuda a unos amigos y lo editó. Al releerlo, se dio cuenta de cuánto había cambiado en este tiempo. “Me ayudó para reencontrarme conmigo mismo”, reconoce. Alberto siempre quiso estudiar Teatro, pero el camino para desarrollar su vocación no fue fácil y antes pasó por Bachillerato y Psicología, donde encontró las herramientas adecuadas para prepararse a esta nueva carrera. Como en el cuento, logró juntar el valor para enfrentarse al sol. La hora en que puedes mirar al sol a los ojos Ícaro se sentía sumamente decepcionado de sí mismo. Una chica muy guapa le preguntó por una dirección, y en vez de acompañarla –que era lo que deseaba– sólo le dio instrucciones para llegar a destino, en definitiva le faltó valor. De pronto se puso a recordar la cantidad de veces en que había sido un cobarde, tal pensamiento le llenó de abatimiento y cansancio. Así se hallaba divagando frente a la ventana de la micro, cuando de repente una luz muy poderosa logró sacarlo de sus pensamientos, era el Sol quien le enviaba un desafío. Tal desafío consistía en una batalla de miradas, quien apartara su mirada perdería el juego. Era obvio que Ícaro estaba en desventaja, el Sol era lo más grande y poderoso que él conocía, se decía que quienes se quedaban mirándolo directamente, quedaban ciegos por tamaña insolencia. –Sí, acepto –respondió con su mirada. Mientras respondía, algo ardía en su pecho. Era el valor, ese valor que dudaba poseer. Ahora todo tenía sentido para él. No era Alberto Sánchez 28 que hubiera sido cobarde, lo había estado acumulando justo para este instante, para poder dar esta colosal batalla, tal era su destino. Y así comenzó la batalla, ambos partieron con una mirada poderosa, ninguno de los dos pensaba ceder. Sin embargo luego de un par de minutos, una ligera ventaja empezó a notarse… El Sol empezó a flaquear, escondiéndose en los edificios y volviendo luego a aparecer para seguir la lucha. Ícaro en cambio no apartó la vista en ningún momento, y por lo mismo se hallaba muy fatigado. No pensaba rendirse, la victoria era lo único que había en su mente. El astro esperaba pacientemente el momento de dar el golpe de gracia a su agotado rival, pero no pudo. El joven no cedía, no existía la duda en sus ojos, sólo voluntad. La estrategia del gigante luminoso se volvió en su contra, teniendo que retroceder de forma cada vez más constante, siendo a la vez menores sus apariciones. Ícaro estaba cansado, pero el Sol lo estaba aún más, tanto así que su calor y su luz poco a poco disminuían su intensidad. El resultado a esas alturas era obvio y el gigante luminoso así lo entendió, retirándose de forma definitiva tras las montañas, no sin antes pedir la revancha para el día siguiente, a primera hora, cuando su fuerza y su poder estarían en su máxima expresión. No basta con saber perder, hay que saber ganar también. Esta vez él había ganado, y no a cualquiera sino al ser más grande y fuerte que conocía. Ya después de una merecida noche de sueño buscaría la forma de ganarle al día siguiente, pero eso sería mañana, hoy nuestro héroe se sentía simplemente y completamente feliz. La gente de la micro, con caras grises, no podía entender por qué razón aquel muchacho mirando por la ventana reía tanto. Macarena Rojas Mención Honrosa Cuentos Egresada de Periodismo y 2° año de Estética Apenas aprendió a escribir, no dejó de hacerlo. Desde los nueve años que Macarena acumula cuadernos llenos de ideas e historias inconclusas. Por eso, pensó en estudiar Literatura, pero su papá la convenció de que la mayoría de los escritores eran periodistas. Su inspiración nace en el cine. Le encantan las películas clásicas de Ingrid Bergman y los mundos imaginarios de Tim Burton. “Veo algo específico y de ahí voy imaginando”, cuenta. Santiago mojado surgió en un día de lluvia, donde ella imaginó qué pasaría si el agua no parara de caer. Actualmente, Macarena es periodista y trabaja en una revista de circulación nacional. Su meta es escribir un libro algún día y dedicarse a la comunicación cultural. Santiago mojado La cosa es que un martes empezó a llover, y nunca más paró. La gente pensaba al principio que era un cambio mundial del clima, algo relacionado con la corriente de la niña, o una tormenta perdida y furiosa proveniente del Caribe que terminaría por inundar toda Latinoamérica. La verdad es que sólo sucedió en Santiago de Chile y en ninguna parte más. Era mayo, y el día anterior había hecho tanto calor que más de un niño se bañó en la piscina. En el último día de sol en Santiago no pasó nada visiblemente interesante. Hubo 324 choques por alcance, 507 alumnos con un siete en la libreta y 168 nuevas mamás. Los mismos hombres, las mismas mujeres, todos moviéndose en una ciudad misteriosa. Las gotas comenzaron suave, garuando. El día estaba bonito por la mañana, pero después de las doce cayó una neblina difícil de atrapar. Primero eran como chispas, agua en forma tan pequeñita que parecía rocío. Las horas apuntaban hacia el alba cuando comenzó el diluvio. Las gotas, pesadas como uvas, retumbaban Macarena Rojas 32 contra los ventanales, contra los techos, contra los autos, pero en las calles nadie sospechaba nada. En el resto del mundo se hicieron estudios, investigaciones con los mejores científicos, ganadores de premios Nobel, y cómo no, hasta el presidente de Estados Unidos quiso participar. Pero ni la NASA ni nadie pudo explicar por qué en Santiago la lluvia había decidido llegar para quedarse. Los santiaguinos se acostumbraron rápido. Primero, todos hablaban de eso. Que quizás era por el calentamiento global, que era castigo divino, que el 2012 había llegado, que eran los primeros, pero que después vendrían todas las demás ciudades. Cuando se dieron cuenta que eran los únicos, la única ciudad del mundo que llevaba meses y meses sin dejar de sentir gotas en sus techos, que era verano y aún así la lluvia no paraba, dejaron de hablar de ello. En las tiendas no vendieron más sandalias, ni chalas de ningún tipo. Las botas eran el último grito de la moda. Podías encontrar impermeables de todos los colores, con estampados y formas, pero con el requisito intrínseco de que mantuvieran tu integridad seca. Los perros tenían trajes especiales antiagua, y los gatos cada vez se hacían más escasos porque ninguno sabía cómo nadar y los caninos tampoco les quisieron enseñar. El turismo anduvo mejor que nunca, todos querían visitar la ciudad de la lluvia eterna. Todos querían vivir en ella, y ya no comprar más autos último modelo, sino que botes, lanchas, hasta yates, pero nada de un tamaño mayor, sino no cabían en las calles o en los aparcaderos, y la multa que llegaría a tu casa sí que sería del porte de un buque. Pero un día el sonido acompasado de la lluvia dejó de sonar. Nin- Santiago mojado 33 gún santiaguino podía creer que después de años de vivir bajo el paraguas tuvieran que botarlo a la basura. Muchos reclamaron, hicieron protestas (como si el gobierno de turno pudiera hacer algo para que lloviera) y hasta hubo una pequeña ola de suicidios. Los botes comenzaron a quedar abandonados, tirados en las esquinas, junto a los impermeables y las botas. Pero la gente seguía llevando sus paraguas en los bolsos, “por si acaso se le ocurría al cielo abrirse de sopetón otra vez”. Nadie podía sospechar que el inmenso y brillante arco iris que salió unos días después de que parara la lluvia sería la nueva atracción de la ciudad. Nadie podía dejar de hablar de eso. Pronto dejaron de hablar de eso. Que rápido olvida la gente en Santiago. Juan Pablo Vilches Mención Honrosa Cuentos 3° año de Letras Inglesas Eran las tres de la mañana de una noche de insomnio. Juan Pablo llevaba días dándole vueltas a la idea de escribir un cuento para presentarse al concurso. Según él, no podía ser que estuviera en tercer año de Letras y nunca hubiese terminado un relato. La falta de sueño trajo la inspiración. “Me interesa mucho ver cómo el lenguaje influye en las relaciones humanas. El silencio, lo que no se dice y, a la vez, puede decir mucho”, cuenta Juan Pablo. Así dio vida a Amaranta, una mujer que se pierde entre las palabras. “Era la primera vez que quedaba tan expuesto”, comenta para explicar el pudor que le genera presentar sus textos. Sin embargo, La Mortaja fue el primer cuento que concluyó y, como tuvo éxito en este concurso, le dio la confianza para no parar de escribir. De todas formas, antes de enviarlo, se lo presentó a su acotado círculo de lectores, que se encuentra formado por sus amigos más cercanos y una profesora de su facultad. La mortaja Es bien entrada la noche cuando Francisco despierta. Soñaba con Amaranta que caminaba, a paso lento. Él la llamaba. Gritaba su nombre, pero su voz parecía ser muda, como si las palabras se quedaran en su garganta y no encontraran el camino hacia sus oídos. Ella ya estaba lejos, demasiado lejos como para alcanzarla. A Francisco le pesaban las piernas, estaba cansado. Exhausto. El reloj junto a su cama marca las 3:25 de la mañana. La oscuridad nocturna interrumpida por una luz débil, proveniente del velador de Amaranta. Amaranta que no camina. Amaranta que mira silenciosamente por la ventana, como cuidando no despertar a Francisco. No esta vez. Francisco y Amaranta llevan dos años juntos ya. Cuando se conocieron, Francisco vio algo en su paso firme, que parecía no dudar, en la forma en que sus ojos le sostenían la mirada, casi desafiándolo, mientras ella le contaba sobre su magíster en Londres. La idea de esa figura diminuta perdiéndose por las calles de Londres, absorbida por edificios monumentales contrasta ahora con la Juan Pablo Vilches 36 imagen de Amaranta en su pijamas, con la mirada perdida, como si lo que sus ojos ven estuviera más allá de la ciudad misma, en otra dimensión. Tan perfecta y tan frágil al mismo tiempo. Esta no era la primera vez que Francisco se despertaba en medio de la noche para encontrar a Amaranta en tales condiciones. La primera vez había sido hace más o menos un año. Y es que esa vez Amaranta lloraba descontroladamente. Cuando vio a Francisco encender la luz, ella se cubrió los ojos con las manos, y con voz entre cortada le pedía perdón. Hasta el día de hoy, hay veces en que Francisco se pregunta si aquél “perdón” se limitaba a ser una disculpa por haberlo despertado, o si tal vez encerraba algo más, algo fuera de su alcance, una disculpa que quizá algún día lograría entender completamente. Aquella noche, Francisco había intentado todo lo humanamente posible por calmar a Amaranta. Ese era un llanto distinto al que él conocía. No era el llanto al final de una película que Francisco había observado tantas veces con un dejo de ternura, cuando Amaranta estaba demasiado concentrada como para notar lo expuesta que estaba. Pero fue entonces, hace un año, cuando Francisco despertó en medio de la noche, cuando cayó en cuenta que Amaranta nunca había estado realmente expuesta hasta ese momento, pero aún había algo que parecía escapársele. Algo que quizá, pensaba él, cualquiera hubiera notado con tan sólo mirarla. Finalmente, ella había vuelto a dormir, mientras Francisco acariciaba su cabello, sin preguntas ni respuestas, y con una mirada vacía. La mañana siguiente, cuando ambos despertaron gracias al celular de Francisco haciendo las veces de despertador, exhaustos por la falta de sueño, ninguno de los dos mencionó palabra alguna sobre la noche anterior. Francisco quería preguntarle qué ocurría, si algo La mortaja 37 andaba mal con ella, o con él, con ellos, pero en el fondo sabía que era mejor guardar silencio, que esto correspondía a una de esas zonas a las cuales él tenía prohibido ingresar. Esa mañana de día lunes en que ambos habían tomado desayuno en silencio había sido el inicio de una rutina, en la cual Francisco conocía sus límites. Francisco quería preguntarle qué ocurría. Pero la verdad es que Amaranta no le gusta hablar. No a menos que sea estrictamente necesario. Eso lo había dejado en claro cuando Francisco le había preguntado sobre su novio anterior. Ella lo había mirado con ojos sospechosos, y le había respondido con palabras escuetas, más bien tiesas. Y desde entonces, implícitamente, ella había marcado los límites, sus lugares que estaba dispuesta compartir –los menos, y los que eran exclusivamente de ella– casi todos. Francisco quería preguntarle qué ocurría. –¿Qué ocurre? –Francisco pregunta, aún medio dormido. A pesar de que se ha vuelto una rutina, Francisco no deja de preocuparse, de pensar que algo anda mal con él. –… –Amaranta… –Nada. –La voz de Amaranta parecía venir de muy lejos, casi inaudible, como si Francisco aún estuviera soñando, y Amaranta siguiera caminando, sin prestarle atención. –Por favor… De las relaciones pasadas de Amaranta, Francisco sabía sólo de un hombre, un nombre que se instaló amenazante en su inconsciente: Damián. Hasta el día de hoy no sabía mucho de aquél personaje, además de su nombre. Más de una vez había cruzado por su cabeza Juan Pablo Vilches 38 la idea de investigarlo, de revisar la agenda de Amaranta en busca de alguna pista que pudiera darle más información sobre este personaje misterioso, que a veces lo perseguía en sus pesadillas, esas que hacían que fuera Francisco el que despertara en medio de la noche, en plena oscuridad, Amaranta durmiendo a su lado, su respiración aún audible a pesar de los autos que pasaban en la calle de abajo. Otro de los lugares que Amaranta no está dispuesta a compartir son sus libros. Ella tiene su propio estudio en el departamento, habitado sólo por un escritorio diminuto, sin gran personalidad, y que parecía encogerse ante el único otro mueble en la habitación, un estante de proporciones gigantescas, cubierto de principio a fin sólo con sus libros. Libros en español, libros en inglés, libros en francés, libros en alemán. Francisco tenía su propio estante también, mucho más pequeño y ubicado en el living del departamento, y por el bien de ambos ni pensar en dejar uno de sus libros en el estante de Amaranta por error. Mejor dicho, por el bien de ambos, ni pensar en entrar al estudio de Amaranta cuando ella estuviera allí, leyendo o trabajando. A Francisco no era el estante lo que lo intimidaba, sino más bien los libros que descansaban en él. A veces había visto a Amaranta leer, cuando ella había sido lo suficientemente descuidada como para no cerrar la puerta, siempre con un lápiz en mano. Francisco se preguntaba si aquél era un hábito mecánico, algo que la hacía sentir cómoda, o si tal vez escondía algo más, un hábito más bien desafiante, autoritario, como si con el lápiz la historia estuviera en sus manos. –Amaranta –la voz de Francisco la alcanza desde el otro rincón de la habitación. Amaranta le da la espalda, pero logra ver su reflejo en la ventana, junto al de ella. Es una imagen rara, su rostro La mortaja 39 desproporcionadamente más grande que el cuerpo de Francisco. Una imagen que no funciona. Amaranta nunca se ha sentido bonita. De pequeña había preferido los libros. Su conveniente tamaño le ayudaba a cubrir su rostro poco agraciado. Era una posición que le acomodaba, el libro frente a su rostro, casi como un espejo. Con el tiempo, Amaranta había aprendido a encontrarse entre las marcas negras en la página. Sólo una vez se había arreglado a consciencia. Sólo una vez se había sentido realmente bonita. Y es que Damián la hacía sentir distinta a las demás cuando la miraba, él la hacía bonita. Amaranta aún trata de encontrar en Francisco esa mirada que logre hacerla bajar su libro y hacerla despertar. Aún recuerda la primera vez que vio a Damián. Más allá de su evidente atractivo físico, Amaranta vio en él algo más, vio en él cómo dirigía su mirada hacia ella cuando levantaba la mano para comentar en clases. Cómo se formaba en su rostro una sonrisa una vez que Amaranta terminaba de hablar. Por primera vez en su vida, Amaranta se había sentido leída. Sin embargo, pasó mucho tiempo antes de que Amaranta y Damián pudieran realmente conversar. Tres años más tarde, cuando Amaranta decidió hacer su tesis bajo su tutela. Amaranta era su única alumna. Amaranta aún recuerda las palabras de Damián, en los cafés que constituían sus reuniones de tesis: “Siempre le comentaba a mis colegas lo brillante que eres”. Amaranta odiaba el momento en que aquellas reuniones terminaban, su intimidad clandestina interrumpida, Amaranta odiaba cuando Damián decía que tenía que volver a su casa, que su esposa lo esperaba. Sin embargo, esos eran los momentos en que estaban más cerca, pero no lo suficientemente cerca para ella. Juan Pablo Vilches 40 La tesis ya estaba lista, era la última revisión antes de entregarla. Amaranta podía ver cómo Damián la miraba cada vez que levantaba la vista de su tesis, una mirada cómplice. –Está increíble. Si los examinadores no te ponen un 7, están locos. –Amaranta sólo le respondió con una sonrisa–. Es tarde. Tengo que volver a mi casa. Mi esposa ya tiene 8 meses de embarazo, así que en cualquier momento… –La sonrisa se le desdibujó rápidamente–. Está bien. Nos vemos el día del examen entonces. –Ambos se pusieron de pie, y antes de que él pudiera decir algo, Amaranta se acercó tanto que ya le era imposible escapar. Él se demoró en reaccionar, y cuando lo hizo, Amaranta lo miraba con ojos expectantes a tan sólo unos centímetros de distancia. –Nada. –La respuesta mecanizada que Amaranta ha aprendido a darle a Francisco. “Nada,” había dicho Damián un par de semanas después. –Entre nosotros no hay nada. Soy un hombre casado. –Amaranta no se inmutaba y le sostenía la mirada, que esta vez no le sonreía. Amaranta sabía que eso era lo que él tenía que decir, lo que debía decir, pero nada más. –Damián, por favor. –Por favor. –Francisco ya no pide, Francisco suplica. Amaranta se da vuelta, pero sus ojos simplemente no están allí, están mirando más allá de Francisco. Ella se dirige hacia la cama y se sienta en su lado. Ya van a ser las 4 de la mañana. Por primera vez, es Amaranta la que lo mira con mirada suplicante. Es ella la que le pide por favor. Le pide que no la haga recor- La mortaja 41 dar, que las cosas ya son demasiado dolorosas como están. Amaranta le pide que no le haga recordar más. Las últimas palabras de Damián aún haciendo eco en su cabeza: “No eres más que una niñita caprichosa”. Por favor. Francisco no había querido dejar que el pensamiento se formara en su cabeza antes, pero ya era inevitable. Todo esto tiempo, con sus libros, Amaranta había estado tejiendo su propia mortaja hecha de palabras. Palabras que no le pertenecían, pero que ella se había apropiado, que había grabado muy dentro de ella, y ahora ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para ella, para él, o para cualquiera. El único espacio que quedaba estaba destinado para las palabras. Francisco podía verla ahora, cubierta por las palabras, en todo su cuerpo, atrapada por las palabras. Ya era demasiado tarde. Amaranta había llegado al punto en que ya no se encontraba en las páginas, sino más bien, se perdía entre ellas. Francisco se levantó de la cama y salió de la habitación. Volvió a los pocos minutos con una taza de té para Amaranta. Ella sabía lo que venía, incluso lo entendía. Francisco se vistió, y antes de volver a salir vio a Amaranta enredada entre las sábanas, que de a poco se iban transformando en palabras, palabras que él nunca podría decir, palabras que él nunca podría ser. Consuelo de la Torre Mención Honrosa Cuentos 5° año de Filosofía Siempre ha escrito poesía, pero cuando supo del concurso, Consuelo decidió intentar con la narrativa y escribir su primer cuento. Dice que fue por curiosidad, por ver qué pasaba, sin tomarse el desafío muy en serio. “Si participé en cuento en vez de poesía en este concurso fue por una de dos: porque, como ‘escritora de poemas’, no me tomo en serio, o porque definitivamente me tomo muy en serio”, comenta. Lo que sí merece seriedad, para ella, es la literatura, a la cual califica como “su mejor acompañante”. Su primer cuento, “Schadenfreude”, resultó digno de la mención honrosa. Pero, ¿qué significa? “Es algo así como el sentir placer en la desgracia ajena. Un invento alemán, obvio”, explica la autora. El relato está cargado de ironía y sarcasmo, que según ella, debió ser incluso aún más explícito. Ella está terminando su carrera de Filosofía, pero una pasantía en Estados Unidos hizo que su egreso se atrasara. Si bien aún no tiene proyecciones claras como filósofa, asegura que pretensiones no le faltan. Schadenfreude El vino estaba hecho, su olor musáceo y humoso nos lo noticiaba, penetrando las cáscaras podridas a que habíamos mutado entones, incapaces de sentir nada en carne propia. Hice palanca con la punta del pie sobre la tamponada vasija de madera hasta que la tapa cedió, crujió, y se hizo a un lado con un caprichoso respingo. El olor se intensificó y se volvió, al contacto con el aire, dulcemente putrefacto; eché una ojeada al macerado flotante y negro, a esos peces de chamuscado terciopelo que flotaban en su interior como inmundas algas, lánguidas y musgosas; tal era el aspecto de las oxidadas pieles de plátano, enredadas entre sí, que morían en un charco pegajoso, maloliente y descompuesto, color y textura de petróleo. Bret ejecutó una profunda y sonora inhalación, dejando resbalársele una sonrisa entre sus dientes carcomidos de caries, y me extendió, cojeando afanosamente, una coraza cóncava que usábamos a modo de vaso. Entonces, sujetando el tanque con una mano y el cuenco con la otra, introduje un pie en esa pez oscuramente laminosa de húmedo mosto, y la prensé contra el fondo bajo el peso de mi cuerpo, Consuelo de la Torre 44 mientras el líquido me subía hasta la altura de la rodilla; entonces, bajo el golpe de un calor torrencial que parecía hacerme burbujear las erupciones de la nuca y los ampollados hombros, obligándome a sudar como salvaje, hundí el cazo en ese elixir (con su pálido olor a humo y miel) hasta hacerlo rebosar. Bebí el glorioso jugo, caliente como brasa, de un sólo trago y con una ansiedad tal que sentí vibrar y contraérseme toda la garganta, doblado ante el espectro de un dolor agarrotante y asfixiador. Bebimos, yo y Bret, el jarro completo en pocos días, haciendo la separación de líquido y sedimento bajo el emplaste creado por nuestras embarradas y pordioseras botas, reventando en nuestro cuenco, cuando lo había, un huevo crudo y gelatinoso, y acabando por chupar y machacar con desquiciada dentadura incluso el amargo y negro mucílago que había quedado de las cáscaras podridas de los plátanos. Luego Bret taponó nuevamente la vasija, encerrando su pegajoso tamizado interno y el fétido miasma, clavando y clavando sin mucho vigor, para luego enterrar el recipiente en la misma caverna en que ésta había hecho fermentar la conserva de frutos que engendraba, a lo largo de más de dos veranos. Y es que por entonces, cuando Bret, Gilbert, “Barbucho”, el general Rieux y yo pusimos los desechos orgánicos a macerar ahí dentro, en ese escondite perfecto, en un día de calor excepcional (había, incluso, dos o tres caballos militares mascando los resecos frutos de un manzano, por allá, no muy lejos, donde ya no hay más que tierra y ceniza), no teníamos duda –ni siquiera avivábamos la más ignota esperanza– de que, pese al interminable tiempo de la guerra (que era el tiempo cíclico del infierno, el eterno retorno de la tortura…), regresaríamos por el vino y celebraríamos, gustosos, bebiendo el caldo de los fermentos del plátano. Y volvimos por él. Pero la guerra seguía en curso (¡mierda! Lo Schadenfreude 45 que había comenzado por Polonia…), así es, la Wehrmacht seguía operativa, y gracias a los bombardeos relámpago escupidos por los Stukas, de nosotros cinco (y casi podría generalizar: de nuestra división completa) sólo Bret y yo continuábamos con vida, aunque yo ya me había quedado sordo y había perdido algunos dientes, pues éstos, cada cierto tiempo, se habían ido deslizando por mi lengua, podridos por acción de la fauna pestilente que habitaba mi boca. Pese a todo ello, el hidromiel había surtido un efecto sobrenatural en nosotros: nos sentíamos renovados, rejuvenecidos y, en cierto sentido, deificados por el poder de tal ambrosía. Las balas nos atravesarían como un cuerpo atraviesa el agua, pero nuestros tejidos, bajo una especie de regeneración instantánea, permanecerían intactos. Caminaríamos –Los Iluminados– entre la aureola flamígera de explosión de bombas, misiles, minas y ametralladoras, al modo en que Moisés, el sagrado, hubo de hacerlo entre las aguas; ningún cañonazo o estallido sería capaz siquiera de tiznar nuestras pieles ni pelos; seríamos como los espíritus inmortales de la guerra, deambulando por Paris como figuras del humo y del rescoldo que invaden Francia. Estábamos borrachos y alucinados, y ése fue el estado de ánimo que adoptamos hasta los días finales de la guerra; yo seguí siendo sordo y desdentado; Bret cojo y asmático, pero no envejecimos ni un sólo día; ninguna otra desgracia física ni mental acaeció sobre nosotros, hueste inmortal (dúo, en realidad… La Díada, molecularmente reestructurada, una bestia), les fauves immortels… Primero meses, después años pasaron desgarrándose en el tiempo: yo recibí una dentadura nueva y perfectamente blanca, y una o dos operaciones en mi oído izquierdo lo hicieron nuevamente funcional. Desde luego este mítico veterano de guerra, con sus dientes Consuelo de la Torre 46 perfectos y su ominosa condecoración, se casó con una mujer excepcionalmente infecunda capaz de darle, y a duras penas, tan sólo una hija. Camille, contrastaba, y encima, pobremente, a mis ojos, con la tropa de trogloditas parida por las mujeres que se sucedieron en la cama de mi cojo compadre. Camille, maciza de piernas y de ruda mirada, trabó temprana y sólida amistad con uno de los primeros hijos de Bret, apodado del mismo modo que su padre y a quien éste poco conocía, pues el muchacho vivía con su madre: una enfermera que había atendido a Bret padre durante los períodos duros de su cojera, cuando un dolor punzante parecía osificarle el músculo. A los pocos años Camille y Bret hijo, de complexión muy parecida a la del veterano, con la salvedad de su angostura de hombros y la suavidad de sus manos (que a diferencia de las callosas extremidades del padre, no habían excavado hoyos en calentísimas tierras de combate, ni reptado, obedientes, por entre cardos espinosos, estelas de vidrio y cortezas de misiles), ambos parecieron destinados a unir nuestras sangres, pero Camille, a sus dieciséis años, ya se había llevado a la cama a tres de los hermanos de aquél, y éste no parecía siquiera inmutarse con el susodicho nada-inocente altercado. Pero un día aconteció un evento inesperado, que me dejó a mí y a mi compañero de trincheras más sorprendidos que las carnicerías de la guerra. Camille, inspirada, me completó el cuento con esta introducción: Tomábamos café con pasteles –decía mi hija– en el café de nuestro amigo Pierre en el Boulevard de Montparnasse, ese de los espejos que tú conoces por el Brandy que sirven; Laurent bebía agua de Vichy, mientras que Jeanne, Bret (hijo) y yo habíamos pedido cafés con helado, entonces pasó aquello: la gran licuadora empezó a roncar destartaladamente, y con un clok se destornilló la base redonda de Schadenfreude 47 fierro circulada de cuchillas, y no sé por qué artificio físico, ésta salió impulsada de golpe, al tiempo que el vidrio del recipiente caía al suelo rompiéndose con un estruendo que empañó el impacto que el artefacto fue a dar en el pecho de Bret, abriéndoselo con un corte limpio, como si partiera la carne de un melón. La camisa se le deshizo de la piel, escurriéndose por la silla, y su sangre, resinosa, comenzó a emanar en forma fluida, rociándole las inmóviles piernas. –Entonces papá, –seguía contándome ella con voz espantada y frenética a la vez–, pese a todo lo horrendo del suceso, un médico saltó de entre la gente que se había acercado (¡morbosos!) a nosotros, y se puso a inspeccionar el pecho de Bret, y sabes… ¡Tenía pechos de mujer! ¡Todos los vimos! Es decir: todos menos Laurent, que cuando reparó en la mortal herida de Bret, se levantó con un gesto de su habitual repertorio de elegancia, se enfundó, impecable, en su chaqueta y salió de allí tranquilamente, sin decir una sola palabra. Camille parecía horrorizada y entusiasmada por lo ocurrido, pero yo no pude contener la risa que parecía nacerme del estómago mismo; todo aquello era tan absurdo que, cuando Bret padre consultó a la enfermera, ésta le confesó que, en efecto, su hija era mujer, y que “Bret”, en ella, era tan sólo el diminutivo de Bretagne. Como fuera el caso, el asunto es que Bretagne murió con uno de sus pechos mutilado, como era costumbre en el arcaico ritual de las amazonas del Ponto, esas mujeres-hombres que guerreaban como bestias, atravesando a sus contendientes con la mortífera hybris. Por su parte, Laurent, amigo común de mi hija y de Bretagne, pareció vivamente afectado por la muerte de esta última, pero ninguno de nosotros pudo prever que, el día en que Bret y yo celebrábamos anualmente nuestra milagrosa supervivencia a los peligros de la guerra, cada año con un mejor, Consuelo de la Torre 48 más refinado y perfeccionado vino de plátanos, Laurent (mientras nosotros éramos bañados por el olor ligeramente vainilla que vomitaban los tanques de nuestra ambrosía) habría de pasar por cuchillo a Pierre, el dueño de la cafetería de los espejos. En medio de toda su clientela. Bajo el silencio mecánico de la, recientemente adquirida, máquina de hacer helados que vino a reemplazar la vieja y resonante licuadora, sí, esa licuadora que hizo sangrarle el corazón a Bretagne y –secretamente– al propio Laurent. Aquel funesto día, como ocurrió también hace poco más de un año, todos y cada uno de los espejos reflejó la sangre; pero esta vez lo que mostraron fue un baño de sangre, un torrencial salpicadero escupido espasmódicamente por la garganta seccionada de Pierre, que había sido convertida ahora en una sensacional regadera. Sin embargo, todo esto fue sólo el comienzo. Esa tarde nosotros sorbíamos los dulces sopores del vino, a una cantidad de meses desde lo de Bretagne y completamente olvidados de él/ella, a quien, por cierto, Bret padre jamás lloró; mientras Camille, la piel semidescubierta y sonrosada, bailaba sensualmente con otros hijos e hijas de mi amigo; y mientras el elegante Laurent, quien sí recordaba a la misteriosa Bretagne (a quien, después de todo, quizás recordaba sólo como el misterioso Bret, de manos suaves) bañaba todo un pelotón de gente en los dulces sopores de la sangre y la justicia; o del sangriento ajusticiamiento; o de la venganza ejecutada, pero, no obstante todo ello, cometía un crimen que sólo él consideraría justificable. Por eso, entonces, el joven, con su habitual gracias y sus asociaciones rápidas, se dio a la fuga dejando, a su huída, el escándalo en boca de todos, y todas las lenguas contaban atrocidades distintas, de modo que sólo en un punto estaban de acuerdo: Laurent, racionalista como el más, refinado, aciago sobre todo, y de filosófica altura, debía haber Schadenfreude 49 sido, como todos esos elegantes pseudointelectuales que habían aflorado en la Paris de la posguerra, un pervertido puerco homosexual, bisexual, o la patología cualquiera que pudiera envilecer su imagen con mayor, valga la –irónica– redundancia, vileza. Ya nadie se acordaba de que Bret era una muchacha (aunque, a decir verdad, lo más seguro es que ni Laurent lo hiciera; quizás, incluso, jamás haya llegado a saberlo); ya nadie se acordaba de que el pervertido intelectualoide y malnacido de Laurent era tan sólo un joven de dieciséis años; ya nadie daba importancia al hecho de que había ocurrido un horrible y visceral asesinato en un aclamado, y cotidianamente visitado, café de Montparnasse. Después de los estragos de la guerra, y en el estado de euforia, de desmoralización, de ceguera y de superficialidad en que la gente había decidido continuar con sus vidas, ¿qué significaba un asesinato? Yo y Bret, en los años que precedieron al, para nada circunstancial, hallazgo de nuestra pócima, de nuestro grial, de nuestro qué-se-yo musáceo y filosofal, habíamos matado a cuánto ser de sangre caliente oímos palpitar dentro de nuestro radio, sin embargo ¡Laurent sólo había matado a uno!, y con un motivo tan firme que, aunque quizás injustificado, llevaba fermentando, cuajando, en su mente durante más de un año… Un motivo rebosante de significado, que eclipsaba completa y absolutamente lo que fue una vez nuestra mecánica y repetitiva reacción de aniquilamiento. Sí, es cierto, Laurent era un racionalista; nosotros éramos cercanamente acéfalos, borrachos de cabo a rabo, y sin embargo fuimos condecorados con la victoria gracias al patriótico favor que ejercimos eliminando cientos de seres humanos, humillados bajo la material, sobre todo burlona, sonrisa de la Schadenfreude alemana –ese delicioso placer que sólo nace, que sólo puede nacer, del sufrimiento ajeno– (antes de volvernos egoístas, Consuelo de la Torre 50 apátridas sicofantas, por supuesto; cuando no creíamos subestimar la Línea Maginot; cuando las divisiones Panzer nos parecían la octava maravilla de doctrina militar que no podía menos que esperarse del espíritu germánico; cuando los ingleses, bajo toda señal, aún compartían nuestro grandilocuente pirronismo, etc.); Laurent fue autoexiliado, incriminado como el más despiadado psicópata de nuestros tiempos, como un despiadado salpicasangre, cruel hijo del demonio, vade retro me Santana… ¡Y resulta que casi no quedaban franceses de tan inocente y buen corazón como Laurent!: un genuino elogiador de la justicia, más valiente y vigoroso, más justiciero que todos los bastardos depravados, narcisistas, endiablados soldados –y descendientes de soldados– que engendró y parió esa madre terrible que llamábamos, con temeroso respeto, La Guerra. Sí había o no, en verdad, algo o alguien contra quien hacer justicia en el caso de Laurent, ello no da con el corazón del caso, que es el hecho de que Laurent tomó la justicia en sus manos: eso es lo que había de genuinamente humano, o aun: eso es lo más genuino siempre (no lo más civilizado, pues ¿qué es “lo civilizado” sino el ceder a la justicia para que ésta se convierte en un conjunto de leyes supuestamente objetivas? ¿Qué es, sino el ponernos al servicio de esas leyes ficticias, del poder que las aplica, renegando de nuestra individualidad en orden a servir a la especie? La civilización es la pura expresión, salvaje, irracional, inhumana, del instinto, que alcanza su mayor despliegue en la Guerra; en la monstruosidad de las guerras, ¡se trata de una perversión!, nos hemos pervertido a nosotros mismos… Pues, una y otra vez se ha disfrazado de justicia la Schadenfreude alemana). La civilización nos ha pervertido, nada, sino la exclamación del pueblo, demasiado ruidosamente –equívocamente– extrañada del Schadenfreude 51 asesinato de Pierre, y yo –olvidado ya del insignificante de Laurent– reviví todo el espanto desfasado de la guerra, con sus ideales de justicia (de todo lo que recibía el mismo áureo (agrio) nombre de ‘Justicia’) materializados en el momento, y bajo la inmensa rapidez, con que los círculos de aire trazados por las polillas de Hitler evolucionaron en los prepotentes discos de fuego de la Wehrmacht, en los mortales sobrevuelos de la blanquecina Luftwaffe. Mientras que yo y Bret, y también los otros, todo el tiempo despidiendo un fuego justiciero por los ojos –y que entonces comenzaba a flaquear– fuimos los que nos pusimos a aletear, imperializados, en esas pantanosas líneas de bombardeo: cavamos trincheras cual lagomorfos, y allí nos encandilaron los relámpagos, los hambrientos relámpagos germanos (¡los rayos de Hitler!), quienes se habían embocado en una divertidísima caza del conejo (y de un conejo borracho, despojado de artimañas, falto de rasgos arianos que lo hicieran tan intocable como el conejo de Carroll). Nos masacraron allí (incluso nos metieron en sus malditos calderos, en sus Kessel, ¡conejos asados!), en Sedán, las Ardenas… Ni siquiera sospecho cómo sobreviví a todo ese pantagruélico festín de conejo y su esparcimiento de sangre; Camille solía preguntarme qué se siente el que caigan bombas a pocos metros de donde uno se encuentra y yo no me decidía entre inventarle –bruto, como el que soy– que “era como ver las fauces de la muerte abrirse ante uno” o si confesarle, con la mayor sinceridad posible, que todo ello “se parecía mucho a una experiencia cinematográfica”. Uno tiene que burlarse. Juan Carlos Cortés Mención Honrosa Cuentos 3° año de Letras Hispánicas Lo suyo es la literatura erótica, ya que según él, a nadie le es indiferente. “Me cuesta comprometerme con cosas que no apunten al cuerpo”, explica Juan Carlos, y luego agrega: “Asumo la sexualidad como una instancia de creación”. Escribe siempre en primera persona, aunque no todo sea vivencial. “Me gusta que la gente lea mis cuentos y piensen que me conocen”, apunta el joven que a los 17 años ganó un premio Roberto Bolaño, y en 2010 se hizo triunfador en los Juegos Literarios Gabriela Mistral. Actualmente, es editor del colectivo literario Pornotopía, y colabora con la revista Deriva, donde escribe sobre distintas visiones de la ciudad. Entre sus temáticas recurrentes también destacan sus historias de zombies. El cuento que aquí se presenta es parte de un conjunto de 12 relatos, llamado Todos los hombres son todos los hombres, que espera algún día publicar. Aunque no hay apuro, porque antes prefiere presentar su segunda novela, Tierra de nadie. Todos los hombres son todos los hombres Registro frente a la cámara web: Ya ¿Que qué suelo hacer yo? Me quedo en mi pieza tomando cualquier cosa que contenga alcohol y que haya sobrevivido algunos fines de semana en el refri, ya sabes, bebidas aguadas y tan solas como yo, cansado de tanto hacer zapping, de hablar con polacas, suizas y francesas por cámara como si tuviesen algo interesante que decirme (Nice shirt! I bet you look better without it!). Es agradable poder hablar en español de vez en cuando, ¿sabes? Verás, me quedo aquí con los ojos vidriosos, la página porno que ya no le dice nada a nadie, el miembro adolorido de tanto menearlo y la guitarra ya sin cuerdas que yace en el piso con expresión álgida como si intentase hacerme entender lo que en realidad yo siempre he sabido, que tan sólo a unos quince minutos en metro o en auto estará ella, alguna anónima minita, tal vez parecida a ti, sacándose el vestido ante unos ojos lejanos y atrevidos, unos ojos y un pene orgulloso y con cara de sabiondo a fuerza de costumbre. Siempre los hombres se acostumbran, es la maldición de la Naturaleza, siempre los hombres se acostumbran. Juan Carlos Cortés 54 Pero como te iba diciendo, ese pene orgulloso podría ser limpiamente cercenado ahora mismo si no me quedaran cigarros que fumarme o si no tuviera una linda radio llena de discos o si no te tuviera a ti ahora en mi pantalla. Esos pensamientos tengo, ¿sabes? Minas y crímenes de sangre. Eso es todo. Ni siquiera sé qué sentido tendría cercenar el pene (cercenar, qué bonita palabra) de mi anónimo e imaginario rival. Supongo que en realidad pienso en eso para no pensar en la mina que está con él y no entrar ya derechamente en el pánico. La soledad te vuelve homicida, ¿sabes?, loco y homicida: me pregunto desde cuándo comenzamos todos a estar tan solos, tan solos. Yo no siempre fui así, a que no lo adivinabas. No, no. Antes yo tenía una noviecita y los viernes me los pasaba con ella echados los dos en su cama, ya sabes, hablando, follando de vez en cuando, viviendo a base de bocadillos. Buena vida, flaquita, buena vida. Me acuerdo de que hasta estaba en forma, claro. Me separaba de ella y salía a trotar o al gimnasio y volvía a casa con la mente despejada y lista para dedicarme a algún libro o alguna cosa de esas que uno hace, ¿eh? Como para no creérselo, sí, sí, si hasta puedo imaginarme una banda sonora de fondo Raindrops keep falling on my head lalalarala, etc etc. Pero claro, verás, amiguita, esas cosas no duran mucho. O duran pero uno se acostumbra y todo se va a la mierda siempre. Si en el fondo lo único que nos queda es estar solos, pero desde cuándo, me pregunto, desde cuándo estamos tan solos. En mi caso, ella cortó conmigo. Así, sin más: me pateó, me desechó, me expulsó. Un día llegó y me dijo que estaba aburrida. Me dijo: –Estoy aburrida. Creo que ya no debemos seguir juntos. –¿Estás segura o sólo lo crees? –le dije. –Segura. Todos los hombres son todos los hombres 55 –Si estás tan segura, está bien, nena –le dije–. Anda, muéstrame tus pezones, nena. –¿Que te muestre mis pezones? –Sí, sí –le dije–. Nunca había visto unos pezoncitos tan rosados y paraditos. Anda, una última vez. –Haces que a una le gusten estas tonteras tuyas. –me dijo. Y yo pude ver en sus ojos una cuota de arrepentimiento, sabes, una rapiña de deseo, por un momento tal vez incluso pude ver unas gotitas de cariño. Y me encantaría contarte, flaquita, que lo que sucedió después fue una salvaje sesión de sexo de despedida (¡el mejor tipo de sexo!), uno de esos follones espectaculares en los que te preocupas de dejar una huella en cada centímetro de su piel y en los que tal vez le dices algo así como vas a echar de menos esto, putita linda, vas a extrañarlo, y después tal vez terminas llorando en sus brazos, acaso aún sin correrte. Pero por esta vez no quiero faltar a la verdad, compadrita, lo siento, lo cierto es que ella dijo a continuación: –Por eso no serás nunca más que una maldición. –Y eso, amiga mía, se la baja a cualquiera. O tal vez no a cualquiera, pero a mí sí. El hecho es que la dejé que se fuera tranquilita sin el follón final, tal vez única razón (¡ay!) por la que vale la pena entablar relaciones, sí señor. ¿Sabes? Una vez, con ella, antes de que termináramos, encontramos un gatito –un gato, ¡qué me pasa! Bueno, encontramos a este gato, que era, en realidad, un cachorro de gato. Una criaturita de no más de tres o cuatro semanas en este mundo. Pobre, me acuerdo que pensé, tres semanas y ya está solo, pensé, más encima es feo. –Nadie lo va a recoger, –le dije a mi en ese entonces novia–. ¿Y por qué no? –dijo ella–, es tan lindo; deberíamos ver si a alguien de por aquí se le perdió, lo deben extrañar. –Así que lo tomó en brazos, Juan Carlos Cortés 56 sacó algunas cosas de su bolso y, acto seguido, metió al gato allí. Y partimos entonces a tocar timbres con el gato asomando la cabeza por la boca del bolso con cara de un rotundo y confundido miau. En ningún lugar parecían extrañar al feo gato. Aunque muchos de los vecinos lo habían visto la noche anterior jugando en alguna esquina. Solo y jugando, pensaba yo, solo y jugando. “Algo tenemos que tener en común”, le dije al gato. Él me respondió con una rascada de oreja. Mi novia dijo que le gustaría quedarse con el gato, que de hecho le gustaría mucho, pero que en su casa no se podía. Se hizo tarde y la nenita cansada dijo que lo podría cuidar por una noche, pero que si no le hallábamos hogar al otro día tendría que dejarlo en cualquier parte. Nos despedimos y yo me quedé viendo cómo se alejaban lentamente los dos. Ella dándome la espalda y el gato asomando su cabeza con sus ojos fijos en mí. Y me pasó una de esas cosas, tú más o menos me conoces, ¿no?, me puse como nervioso y decidí terminantemente que tenía que encontrar la casa de ese gato. Así que puse unos carteles y avisé por aquí y por allá y al otro día ya nos estábamos dirigiendo a entregar el gato a su legítima dueña (una joven que, ¡cómo me encantaría poder omitirlo!: estaba muy buena). Y ¿sabes lo que pienso ahora? pienso que haber devuelto ese gato fue un gran error, viejita. Pienso ahora que si no me quedé con mi novia, al menos podría haberme quedado con ese gato que de seguro ahora está grande y merodea nocturna y solitariamente por los entretechos del barrio. Y puedo ver ahora mismo, ¿sabes?, si me lo propongo, puedo ver como en una foto en sepia la imagen de mi en ese entonces novia dándome la espalda con el gatito en el bolso mirándome y las luces de la ciudad que le dan en los ojos y me advierten que ya no más, que ya no más tendría que quedarme solo. Todos los hombres son todos los hombres 57 Demás está decir que al poco tiempo pasó lo del quiebre y yo comencé a pensar estas cosas, crímenes de sangre y sexo, crímenes de sangre y sexo y quizá música de vez en cuando. ¿Y sabes a qué me recuerda todo esto? Tengo una amiga, o una conocida en realidad, en fin, una compañera en la facultad, una compañera muy triste aunque creo que no se da cuenta, ¿me entiendes? Bueno, ella dice que si de ella dependiese, haría que todo el mundo fuese feliz y color de rosas. Y yo pienso que debe ser muy miserable para querer eso, ¿sabes? Feliz y color de rosas. Para empezar, en mi caso personal, si yo fuese lo que se dice feliz no escribiría nada y no tendría con qué ganarme el pan. Lo que en cualquier caso me llama la atención de su frase es que yo me pregunto qué pasaría si no conociéramos el color de rosas y qué me habría pasado a mí si no la hubiera conocido a mi ex, incluso qué me habría pasado si me hubiera quedado con el gato. ¿Qué me dices tú, ah? Yo creo que no pasaría nada, que habría otras cosas, como el olor de rosas o la sensación de rosas, no sé si me sigues. ¿Qué me dices tú, ah? Sí, sí. Bueno, espero no haberte aburrido. Es bueno saber que estos sitios web sirven para algo más que mostrar el pubis. Sí, sí. Vamos. A ver qué te aparece en la próxima ventana. De seguro un desesperado más para los que se inventaron las comunicaciones. Seguro el amor de tu vida, sí, seguro. Mucha suerte con eso. Sanndy Infante Mención Honrosa Cuentos 2° año de Letras y Literatura Hispánicas Comenzó a escribir a los seis años, relatando las vidas de los perros que conocía en la calle. A los siete años, ganó un concurso nacional de literatura infantil y de ahí no ha parado. “Es como entrar en otra dimensión de mi persona”, explica Sanndy Infante. Le interesa escribir sobre la sociedad actual, y respecto a su forma de ver la relación del hombre con el mundo. En cuarto medio, escribió su primer libro, Morir de amor. Tardó justo un año en escribir las 400 páginas que aún no sabe si algún día publicará. Bajo el seudónimo de Aurora Veden, un juego de palabras que mezcla a la diosa griega Eos con la figura del poeta Vicente Huidobro, Sanndy firma sus cuentos y poesías. Actualmente, además de estudiar Letras, planea seguir el camino de la Filosofía. Tarde de una lagartija Caminando me di cuenta que sonrío con menos frecuencia. Y por más absurdo que pueda parecer, me preocupé un poco: no tanto por un egocentrismo inconcluso del cual sin dudas soy prisionera desde que llegaste, sino porque me he notado que soy fría. Sí, triste y fría como una lagartija. Y precisamente como aquel reptil porque mientras iba caminando por la calle le corté la cola a uno con el taco de mis zapatos nuevos. Me senté en una banqueta y encendí un cigarro: observé que iba tarde, cmo de costumbre, pero me da lo mismo. Mientras lo fumo y veo cómo se va consumiendo pienso en lo culpable que me siento por haberle quitado la cola a ese pobre animal: ¿qué derecho tengo yo para despojarlo de uno de los placeres más grandes que éstos tienen? Recuerdo a Paul, mi perro, y mi memoria evoca su imagen efusiva moviendo su pequeña cola con la cual demuestra su afecto a mi persona… o quizá, somos tan poco evolucionados y antropocentristas que no apreciamos esos pequeños gestos de cariño: necesitamos de grandes hechos o palabras rebuscadas para expresar Sanndy Infante 60 lo que nos embarga. Probablemente, si algunas personas tuviesen algo de Paul, la vida sería mejor y, por lo demás, sonreiría con más frecuencia. Se terminó el cigarro y la lagartija ya se fue… o quizá es que simplemente me olvidé de ella y su cola: ese aspecto, viscoso y desagradable, no puedo negar que algo me repulsa. Pero da lo mismo, es sencillo joderle la vida a alguien: se la acabo de truncar por accidente a un ser sin siquiera haberme hecho algo para que tuviese yo un motivo aparente como excusa; lo hice y punto. Así, como un niño pequeño que en un acto de curiosidad –o maldad– le corta la cola a una lagartija en el jardín de su casa, la vida nos hizo encontrarnos entre tantas personas en el planeta. Es bastante absurdo que esté acá, sentada en una banqueta en medio de un parque en una ciudad con más del cuarenta por ciento de la población de un país pensando en una cosa tan nimia como la cola de una lagartija… pero es que descubrí algo: tú y yo, somos una lagartija. Estamos destinados a odiarnos y amarnos, a repelernos y reencontrarnos, a buscarnos y desaparecernos el uno del otro: tal como la lagartija y su cola, todo bajo el patrón frío y desolador que enmarca una situación tan particular como ésta. Y dentro de dicha frialdad, he concluido que le vendí mi sonrisa al diablo a cambio de puros dolores de cabeza. Recuerdo perfectamente cuando te conocí y cómo, pero jamás pensé en todo lo que conllevaría aquello: te volviste más que un pretérito, te volviste una constante en mi vida. Y por más trivial que pudiese parecer, el asunto es que estamos completamente destinados a una interdependencia extraña: yo de ti, por tus caras de perro apaleado y tus palabras precisas cuando suplicas regresar; tú de mí, por ser yo la primera y única mujer que has amado en tu vida. A veces, me gustaría que las lagartijas pudiesen estar Tarde de una lagartija 61 sin cola porque probablemente las haría más ágiles o algo parecido, qué sé yo. Pero no se puede, su cola se regenera como mecanismo de defensa. Probablemente me he vuelto más fría dentro de todo: no me dejo embaucar por cualquiera y sin embargo en más de alguna ocasión me pregunto “¿y qué tal si…?”, pero a todos les falta algo de ti, sea positivo o negativo. Empiezo a hacer dibujitos con la punta del zapato en el maicillo, ya son casi las seis y media de la tarde y no alcancé a llegar, no importa, de todos modos sé que habrás de regresar… siempre lo haces. Me conoces tan bien como a ti mismo y quizá mejor, así como yo te conozco a un punto tal que no necesito estar ahí para verte mirando ávido, por si quizá en algún recoveco del terminal, aparece mi sonrisa triste, vendida, manchada, zurrada. Enciendo otro cigarro y me doy cuenta que pienso disparates… no importa: el cobijo de los árboles y el humo que exhalo de mis labios recién pintados de rojo son mis mejores confesores. Si le cuento todo esto a Paul me mirará y me moverá la cola, me responderá con cariño –algo que pocas veces haces tú– y seguirá mirándome, con esos ojos inmensos que tiene, que me encantan. Creo que me encantan porque se parecen en algo a los tuyos cuando te acaricio el cabello, cuando te beso en la mejilla o cuando te digo que te quiero. Y puedo presuponer pones esos ojos por lo que me costó decirte te quiero por primera vez. Es triste haberle vendido la sonrisa al diablo en el momento en que te conocí: se la vendí porque desde ese entonces no sonrío más si no es por un fugaz “te amo” de tu persona. Y aunque sé, con frecuencia lo sientes, no lo dices y me privas de sonreír… porque una lagartija sin su cola no tiene motivo aparente para esbozar una risita, un gesto espontáneo del cual eres dueño. Miro mi reloj de nuevo: un cuarto para las siete. En este Sanndy Infante 62 momento te estás yendo en el tren y delirantemente me hubiese encantado que de la nada aparecieras ahora, detrás mío y me dijeses: “hola, me quedo”. Sé que no lo harás, pero si tengo la certeza de que volverás. Me levanto y sigo caminando, pienso en que quizá fue mejor el que no te fuese a despedir, de aseguro me habría dado pena y hasta quizá hubiese llorado… algo que no me gusta hacer delante de ti por mi orgullo caprichoso: si te vendí la sonrisa, déjame al menos el llanto. En eso, veo a un joven parecido a ti y pienso en que te dejé ir, se me corre algo el maquillaje pero no me importa, a estas horas de la tarde ya está oscuro porque es invierno, así que a nadie le parecerá extraño. Voy hacia el metro y me pregunto qué fue de la lagartija –nuevamente– y decido regresar: comprobar si por esas casualidades de la vida es posible que dicho reptil viva sin su cola, tal como deberíamos hacerlo tú y yo: cada uno por su lado y acá nunca ha pasado nada. Un día, me acuerdo, me dijiste que querías volver a conocerme y partir de cero; yo te mandé al cuerno. Estoy empezando a agotarme de tanto mirarte a los ojos. Vuelvo a la banqueta y hay un par de muchachos besándose de una forma tan grotesca que me dan unas ganas irremediables de decirles que existen unos sitios más íntimos para interacciones de parejas a ese tono, sin entrar en detalle. Diviso que el zapato escolar del muchacho tiene parte de la lagartija, y puedo vislumbrarlo claramente gracias a un foco de luz que había junto a la banca. Le pido que levante el pie y ambos escolares me miran extrañados: además de interrumpir su momento de apareamiento público del día, les pido que se muevan. Veo que él ha pisado a la pobre lagartija. Me pregunta si se me perdió algo y lo pienso dos veces: no, nada, gracias… oye, pisaste una lagartija. Tarde de una lagartija 63 El tipo se asquea un poco pero no pasó un segundo de que me volteé para que su mano fugaz se posara sobre el corazón de la chica… o más bien, lo que corporalmente corresponde a dicha zona del cuerpo. Seguí caminando en dirección al metro, con algo de pena: pobre lagartija, que desgraciada fue, primero la despojé de su cola y luego la pisó un sujeto desmesurado por la vehemente pasión adolescente. Murió lejos de lo que quería y no hay nada peor que eso… me pregunté si por casualidad siento se me perdió algo y creo que tengo la respuesta. Cambio de planes, tomo una micro y a pesar de que me siento algo indispuesta, estoy completamente decidida. Me bajo a los 20 minutos y cruzo al terminal… no te veo, de aseguro ya no estás, te fuiste, tomaste un tren y a pesar de que puedo presentir que puedes volver (algún día) me queda la incertidumbre fatal: me siento desnuda, una lagartija sin cola, un sueño partido en dos, una mona lisa sin risa y sin pintura. Me siento en una cafetería y pido un cortado: dos de azúcar y sin soda… me pongo a llorar. Me aflijo como una niñita chica a la cual se le ha perdido su juguete favorito o, peor aún, su mamá o su papá, su casa, su dirección y su nombre: una niñita chica sin nada, anónima completamente. –Hola… –escucho tras mío. Me volteo paulatinamente, muerta de susto y algo ansiosa. Eres la imagen perfecta: tú y tus maletas, acá, en un triste café de un terminal de trenes en medio de la inmensa ciudad, a un cuarto para las ocho de un día de semana. –En una capital con más de seis millones de habitantes, me vienes a encontrar acá. –Eso es lo menos romántico que alguien puede decir en este momento… quizá por eso es que te amo –y me sonreíste, devolviéndome Sanndy Infante 64 mi risita subastada. Me paré y te abracé. Tengo tu olor tan presente como cuando te conocí… te vuelves esa cola que se regenera, esa lagartija abrazada a su cola regresada. Luis Alberto Croquevielle Mención Honrosa Cuentos 1° año de Ingeniería Civil Alberto jamás pensó que lograría una mención honrosa. Si bien siempre ha sido aficionado a la lectura, nunca antes había escrito un cuento. Había intentado escribir, pero se perdía en el camino y no sabía cómo continuar. Hasta ahora, su mayor acercamiento con la creación literaria habían sido los poemas de que le dedicaba a su mamá para cada cumpleaños y las felicitaciones que le daba su profesor de Lenguaje en el colegio cuando presentaba un ensayo. Fue en un viaje a Disney, junto a seis de sus nueve hermanos menores, cuando vio un video sobre Canadá que llamó tanto su atención que logró inspirar su primer cuento. En el Epcot Center de Orlando, él reparó en una publicidad que partía con la imagen de Canadá nevada por completo. Cuando supo del Concurso Literario UC, decidió buscar un tema y retomó aquella fría imagen. Para no repetir experiencias fallidas de redacción, esta vez planeó la historia en su mente antes de escribirla y le agregó su detalle favorito de la literatura: un final sorprendente. Canadá “Canada: big, white, and very, very cold. Here, in the big white north, it snows twenty four hours a day, every day of the year…” 1 Epcot, un parque temático de Walt Disney Resorts, era el lugar donde se encontraba el pabellón turístico de Canadá en el que había visto aquel video que ahora acudía a su mente. ¿Había sido allí? Al menos, eso creía recordar. La verdad es que no podía pensar con claridad, y la cabeza le daba vueltas mientras intentaba incorporarse sin perder el equilibrio. De todo ese viaje, realizado ya hace muchos años tan sólo persistía, en ese momento, el recuerdo de aquellas palabras iniciales del video. Se acordaba de ellas nítidamente, como si en ese mismo momento estuviera oyéndolas y riendo con los demás turistas, en lugar de encontrarse realmente en Canadá, congelándose bajo la nieve que caía tan copiosamente que parecía como si la echaran con baldes sobre su cabeza. En el video que había visto en Epcot 1 Canadá: grande, blanca, y muy, muy fría. Aquí, en el gran norte blanco, nieva las veinticuatro horas del día, todos los días del año...” Luis Alberto Croquevielle 68 aquellas palabras iniciales eran una ironía, una representación de la visión que mucha gente tiene probablemente de Canadá, por lo que se dedicaban a desmentirlas durante el resto del video. Sin embargo, en ese momento se ajustaban perfectamente a su realidad. La nevazón era tan profusa que le impedía por completo la visión, desorientándolo de manera absoluta. Ni siquiera podía pararse y mantenerse en pie, pues le era imposible distinguir el suelo que pisaba. Además, un viento furioso que cambiaba continuamente de dirección le empujaba, como molesto de que se interpusiera en su camino, y le hacía más ardua la tarea de incorporarse. Aterido de frío, intentaba una y otra vez ponerse de pie. Ni siquiera sabía bien por qué lo hacía. ¿Instinto, tal vez? Probablemente era eso, pues no era que su situación fuera a cambiar mucho tan sólo por pararse. Jamás había sentido tanto frío. Recordaba vagamente las mañanas invernales en el colegio, tanto tiempo atrás, y el frío del que se quejaba en ese entonces. Una mezcla de nostalgia y buenos recuerdos le hicieron sonreír. Luego, agotado, detuvo sus intentos de incorporarse por un momento. Necesitaba descansar. Pero no era descanso permanecer tirado en el suelo, sabiendo que poco a poco el frío iría pasando, hasta que se apoderaría de su cuerpo un estado de insensibilidad que no le permitiría ya moverse. Incluso lo sentía un poco. Súbitamente desesperado, intentó moverse. Sus extremidades y sus dedos no le obedecieron al principio, pero finalmente logró moverlos. Tal vez más de alguien hubiera permanecido allí, tendido, con el consuelo de morir, al menos, sin dolor. Pero no él. Siempre había sido un luchador, y no iba a resignarse a morir sólo porque sobrevivir pareciera imposible. Con un esfuerzo sobrehumano, logró incorporarse. Y empezó a caminar. Muy lento, tanteando el suelo para no caer. Tan lentamente iba, que no supo si se Canadá 69 estaba moviendo o no. No tenía puntos de referencia. Sin embargo, siguió caminando, o pensando que lo hacía. A cada instante sentía la tentación de detenerse. Cada segundo era una lucha por seguir caminando. Su cuerpo le pedía a gritos que se detuviera. Ni siquiera sabía por qué estaba tan cansado. Era realmente extraño. No llevaba más que un rato en ese lugar y, sin embargo, estaba fatigado como nunca antes en su vida. Se había despertado allí hacía no más de media hora, eso seguro. Además, y aunque no lo confesara, estaba bastante orgulloso de su estado físico. ¡Si ni siquiera un año había pasado desde que ganara la Maratón de Boston! Un dolor intenso en la pierna le indicó que estaba sufriendo un calambre. Sin embargo, no se detuvo. Sabía, por su experiencia como corredor, que si se detenía le sería casi imposible reanudar la marcha. Siguió caminando, tratando de darse ánimo pero conociendo muy bien las posibilidades que tenía de salvarse. No era un iluso. Nunca lo había sido. ¿Cómo iba a salvarse? ¿Esperaba encontrarse con alguien, acaso? Incluso si hubiera alguien, tendría que chocar con él para percatarse de su presencia, pues la nieve lo escondía mejor que cualquier anillo o capa de invisibilidad. ¿Esperaba llegar a alguna ciudad, algún asentamiento científico, algún fuerte? La verdad no. No esperaba nada de eso. Se daba cuenta de que no podía sobrevivir. Además, sabía que no podría seguir andando mucho más. Esa fatiga que le parecía tan extraña se lo decía. No duraría diez minutos más caminando, probablemente. Y aunque era un luchador, es probable que en otra situación la desesperación ya le hubiera agobiado. Sin embargo, no podía resignarse a morir. Había evitado pensar en ello porque le causaba una angustia que casi no podía soportar. Moriría en paz con sus padres y con sus hermanos, con sus hijos y con sus amigos, Luis Alberto Croquevielle 70 pero no con ella. Era lo último que podía recordar antes de despertarse con las palabras sobre Canadá resonando en su mente. ¡Qué horrible pelea! Hasta ahora no se había atrevido a pensar en eso, además de que la sorpresa de su situación lo había distraído. Pero en ese momento el recuerdo lo golpeó con más fuerza que el viento que le rodeaba, y lo heló más que todo el frío que sentía. Se negaba a creer lo que había dicho. Y el hecho de que ya nunca tendría la oportunidad de arreglar las cosas le causó una angustia tan aguda, que no pudo tenerse más en pie y cayó de espaldas. Ni siquiera se dio cuenta. Le embargaba por completo la necesidad de verla una vez más y de pedirle perdón. ¿Cómo había podido acusarla de casarse con él por interés? Le horrorizaba la idea. Había sido siempre la más abnegada de las esposas, la más generosa, la más fiel. ¡Juntos habían vivido tantas cosas! Los inolvidables viajes que realizaron, todos los problemas a los que se sobrepusieron, la familia maravillosa que habían formado, todo le venía de golpe a la memoria, y le hacía más desgraciado. ¡Qué horrible pelea! Sin gritos, sólo comentarios fríos y calculados, heridas para el alma. Y a pesar de ese contexto, aquella acusación suya había sonado tan terrible que la había dejado sin habla. Recordaba su expresión cuando oyó esas palabras. Se notaba que le había roto el corazón. Una tristeza profunda lo tocó en lo más hondo, y unas lágrimas afluyeron a sus ojos. Lloró en silencio, derramando lágrimas que apenas salían se congelaban sobre su cara. Lloró por varios minutos, sin moverse. No podía hacerlo ya, tampoco. El frío le congelaba poco a poco. Mientras lloraba, se preguntaba qué había podido desencadenar una pelea así. Y lo increíble es que no lo recordaba. Le costaba creer que hubieran tenido la peor pelea de su vida por un motivo de tan Canadá 71 poca gravedad que ni siquiera se acordara de él. También eso contribuyó a aumentar su sufrimiento. Al final, se resignó y sólo pudo esperar que ella comprendiera que jamás diría una cosa así creyendo lo que decía. Él ya no tendría oportunidad de decírselo. De improviso, en medio de toda su angustia, le vino a la mente un pensamiento totalmente diferente. Era tal el contraste de este nuevo pensamiento que le costó asimilarlo al principio. Un pensamiento nimio, trivial, y que sin embargo le intrigó profundamente. ¿Por qué había asumido que estaba en Canadá? La cuestión le interesó a tal punto que le hizo olvidar sus preocupaciones para concentrarse en el nuevo problema. Tal vez era un mecanismo defensivo de su cuerpo, que quería evitarle el estrés, pero lo cierto es que olvidó parcialmente su tristeza para analizar esa pregunta. ¿Por qué había pensado eso? ¿Sería por lo del video de Epcot, que le hacía relacionar la nieve con ese país? Ese tipo de relaciones se daban en la memoria, o algo así había escuchado decir a un sicólogo. Probablemente era eso, pero no dejó de extrañarle el hecho. Ahora que lo pensaba un poco, lo natural hubiera sido que, apenas se despertó, se hubiera preguntado dónde estaba, y por qué. Y en lugar de eso, simplemente había asumido que estaba en Canadá, sin siquiera cuestionárselo. Y de pronto, un nuevo pensamiento arribó a su cerebro, y le hizo tener, por primera vez, algo de esperanza. Recordó que muchos años antes había visto una película, no recordaba el nombre ya, en la que hacían notar que uno, al soñar, no podía acordarse de cómo había llegado al lugar en que estaba en el sueño. Y la verdad, él no tenía idea de cómo había llegado allí. Mientras más lo pensaba, más inverosímil le parecía su situación. ¿Cómo iba a estar realmente allí? ¿Qué podría haber impulsado a alguien a raptarlo y abandonarlo en aquel lugar? No tenía ningún enemigo tan acérrimo. Además, Luis Alberto Croquevielle 72 lo único que conseguía su virtual secuestrador era su muerte. Y si alguien quisiera matarlo, ¿por qué hacerlo de esa manera? Había formas mucho más sencillas. No, su situación no tenía ninguna lógica. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Y aunque todo parecía tan real, ahora al menos tenía una esperanza. Intentó despertarse, pero nada consiguió. Si realmente estaba en un sueño, morir allí, enterrado en la nieve, significaría despertar. En la misma película, de hecho, lo mostraban en varias ocasiones. Decidió que apenas se despertara haría las paces con su señora, y que vería de nuevo aquella película. Recordaba que le había gustado mucho. De hecho, la vería con su familia uno de esos días. Súbitamente, se sorprendió por su optimismo. ¿Estaba tan seguro de estar en un sueño? Sí, estaba cada vez más convencido. Su situación era absurda y no se explicaba de otra manera. El hecho de despertarse en circunstancias tan extrañas estando convencido de encontrarse en Canadá, ¿no era totalmente propio de un sueño? Además, no era la primera vez que, estando dormido, se daba cuenta de que estaba soñando. Sí, aquello era simplemente una horrible pesadilla. El calor que esta nueva esperanza le producía contrastaba con el frío que ya tenía su cuerpo totalmente insensibilizado. Esperaba con ansiedad el momento de despertar. Siempre había sido católico, pero ahora más que nunca creía entender la tranquilidad con que el cristiano debe enfrentar la muerte. Ya no le asustaba nada de lo que estaba viviendo. Sólo quería morir. Sabía que ya no le quedaba mucho tiempo, y este pensamiento lo llenaba de alegría. Poco a poco el frío le iba sumiendo en un profundo letargo, y le costaba cada vez más pensar. ¡Qué alivio sentía! Se daba cuenta, más que nunca, de lo feliz que era su vida, y se prometió valorar más todo lo que tenía. Además, vería de nuevo esa película, ¿cómo se lla- Canadá 73 maba? Lo había olvidado después de tantos años, y cuando intentó recordarlo, las ideas se le confundieron. Sus pensamientos perdían claridad. Lentamente, rodeado por el rugido del viento y cubierto por la nieve que no paraba de caer, se fue quedando dormido. Consuelo Sánchez Mención Honrosa Cuentos 2° año de Letras Hispánicas Cuando empieza a escribir, Consuelo nunca sabe cómo va a seguir la trama de su historia. Sólo comienza a plasmar palabras en el teclado de su computador, a partir de una imagen, una escena o una idea que pudo haber venido tiempo antes a su cabeza. Desde niña que le apasiona la literatura, de hecho en cuarto básico realizó su primer taller en el colegio, donde junto a otros compañeros, escribió un libro al final del año. Luego de eso, siempre se destacó por sus textos, aunque nunca respetaba las dimensiones que solicitaba el profesor: “Si me pedían un cuento de tres páginas, yo lo hacía de diez”, recuerda ahora Consuelo. Ella explica que le resulta más cómodo escribir cuentos que poesía, ya que la lírica la reserva para un ámbito más privado. En general, crea personajes conflictivos, directos y sarcásticos, con un odio profundo hacia algo en particular. Consuelo asegura que no tienen que ver con ella, sino que son exagerados y surgen sin pensarlo mucho. Actualmente, Consuelo Sánchez se encuentra trabajando como garzona en una cafetería, y ocupa su tiempo libre en escribir, tejer y cocinar. Mientras, sus estudios de Letras se encuentran suspendidos, para permitirle buscar su verdadera vocación. Y que nadie me diga que hemos sido pocos ¿Cuántos de nosotros hemos odiado hasta inflar las venas, al que nos pasó a llevar con sus bolsas gigantes y aplastantes? Que nadie me diga que hemos sido pocos. Otra maldita mañana de sábado. Las sábanas entorpecen mi salida de la cama, me arrastro entre ellas hasta encontrar el punto donde se filtra un poco de luz que me anuncia el asqueroso día nublado pero asfixiante de primavera. Siempre odié la primavera. Cuando logro llegar al velador, tropiezo con el control remoto, la pastilla de las diez y un vaso de agua. Esquivo el control (no quiero ver los patéticos comerciales de los famosillos picantes que anuncian la “nueva temporada de ropa primaveral”), tomo la pastillita verde con amarillo y el vaso con agua. Resultado: nada mejor que quedar dopada para vivir un día como hoy. Hace siete meses, ésa que se hace llamar mi madre, me “sugirió” la posibilidad de ir a un psiquiatra. Al principio me negué rotundamente, pero era eso, o que me dejara de pagar el departamento en el que vivo desde que tengo dieciocho. Un medio de presión. ¿Para Consuelo Sánchez 76 qué?: para volver a su casa. Antes, muerta. Ayer fue mi última sesión de la terapia. “No significa que te doy el alta, tienes que volver en un mes para bajar la dosis de los antidepresivos”, me dijo el loquero, que aunque era guapo, no podía dejar de odiar por hablarme siempre en ese tonito imbécil y gentil. Ahora me miro en el espejo del baño. Me impresiona un poco que durante estos veinticinco años que llevo viva, mi expresión no ha variado lo suficiente para dar cuenta de todo lo que he vivido. Quizá me gustaría tener más arrugas o algunas canas. Quizá sea bueno tener un rostro aún joven que no cause curiosidad, como el mío (no soporto a esa gente copuchenta que quiere saberlo todo, y menos cuando quieren saber algo de mi vida). Tomo un cigarro que encuentro en la mesita que está afuera del baño. Salgo a la terraza, lo prendo y comienzo a organizar los acontecimientos del día. Se me escapa una sonrisita a ver la ciudad tranquila y hasta media vacía. Pero desaparece en seguida cuando me doy cuenta que no es verdad. A mi mente le encanta engañarme, pero al menos mi día está organizado. Tomo un escuálido desayuno, estamos al final del mes de octubre y el sueldo miserable que recibo por ser la hija de mi padre me ayuda a mantenerme delgada. Comer lo justo y necesario ha sido mi ley de vida en los últimos años, igual que el resto de las cosas. Me carga gastar innecesariamente. Detesto la absorción compulsiva de productos inútiles. La gente se vuelve loca tratando de llenar sus vidas vacías con productos siguiendo los consejos de la mala publicidad de este país. Yo no me trago esos cuentos, no me dejo lavar el cerebro por esos capitalistas que se intentan hacer más ricos creándole necesidades a la gente y lucrando con sus fiestas. ¡Es que lo manosean todo! Y la pandilla de estúpidos que tenemos como pue- Y que nadie me diga que hemos sido pocos 77 blo les sigue el jueguito. Es que claro, es mucho más fácil mantener al hijo feliz con la última tecnología, que tener que preguntarle cómo está. Si total, las tiendas te dan mil quinientas formas de pagar y los tarados se van dando las gracias por las cómodas cuotas que terminarán de pagar en un año. Ya son las doce del día. Tengo que hacer hora hasta las cinco así que tal como lo habíamos planeado, iré a juntarme para almorzar con mi editor: Carlos Valenzuela. El lunes va a ser publicado mi libro. Me gusta pensar que soy la primera persona en publicar un libro como ése. Durante varios años recopilé distintos materiales, fotos que me parecieron bellas, cartas de mi abuela, algunas ideas que se me vienen a la cabeza, otras que he escuchado en mis eternos paseos por el centro de esta capital asquerosa, historias felices y tristes que me han contado, dibujos que encontrado tirados en la calle, boletos de las micros antiguas, pasajes de viajes, listas de compras abandonadas en los supermercados y varias cosas por el estilo. Es un libro que no tiene unidad en sí mismo, pero cada una de las cosas que se contienen en sus páginas tiene para mí un valor inconmensurable. Es un registro de la vida que llevan las personas en el siglo XXI. Son detalles que nos entregan mensajes hermosos, que nos muestran los contrastes de esta sociedad que se hunde sin piedad voluntariamente y a los silenciosos héroes que intentan rescatarnos. Pocos creen que realmente tenga éxito. Pero a mí me da lo mismo, sólo quiero que llegue a las personas que tenga que llegar, nada más. Son las cuatro de la tarde. Carlos muestra más entusiasmo que yo por la publicación del libro. Han sido millones las reuniones que hemos tenido por el que debería ser el gran acontecimiento de mi vida, pero la verdad es que por lo menos hoy, creo que es lo me- Consuelo Sánchez 78 nos importante. Me dice que por muchos años había tenido una idea similar a la mía, pero no se había atrevido a formalizarla. Y comienza a repetir la historia que me ha contado desde que le presenté el proyecto. Su abuelo había recorrido el mundo aventurándose a la vida y llenando un cuaderno de datos y objetos que considerara lo sufrientemente valiosos para recordar y mostrar más tarde. Carlos quería hacer lo mismo, recorrer los mismos lugares para publicar ambos cuadernos contrastados. Pero cuando se ponía a contarme las historias de cada uno de los archivos, mis oídos dejaban de ponerle atención y sólo asentía con la cabeza para que no notara mi ausencia. Pero hoy era un día distinto, a las cuatro y cuarto (cuando tomé mi último sorbo de café), decidí aprovecharme del típico olvido de mis responsabilidades y después de una rápida despedida partí a mi cita con el mundo a las cinco de la tarde. En este momento, a las cinco y cuarto de la tarde, recuerdo lo que pasó la última hora: Salí apuradísima del restaurante en el que almorcé con Carlos. Hace tiempo no caminaba con tanta fuerza en mis pasos. Me subí al metro y cerré los ojos hasta llegar a la estación “Bellavista de la Florida”. Salí prácticamente arrancando de los comerciales enloquecedores de la Cruz Verde tratando de convencerte que una enfermedad puede ser feliz mientras compres tus remedios allí. No recuerdo muy bien por dónde entré, me da exactamente lo mismo. Ese laberinto monstruoso lleno de gente se ve igual desde todos sus ángulos. Entonces me paré en el centro de uno de sus miles de centros. Comencé a mirar a todas esas personas transpiradas, que llevan desde las dos de la tarde endeudándose y comprando cosas que obviamente no necesitaban. Los chillidos de los cabros chicos se escuchaban hasta donde estaban los últimos sonidos que se podían escuchar. Y los empecé a odiar con una poten- Y que nadie me diga que hemos sido pocos 79 cia que jamás pensé que podría llegar a alcanzar. Mi corazón empezó a latir tan fuerte, que en cualquier momento se me podría haber salido incluso hasta por las orejas, y mis puños se apretaron hasta enterrarme las uñas medias comidas en mis palmas. Cuando creí que mi rabia no podía alcanzar un punto más alto, una vieja gigante que arrastraba una bolsa casi de su porte con una mano y con la otra llevaba un helado de cono, caminó directamente hacia mí atropellándome con todo lo que podía atropellarme, me ensució con su helado que pareció enterrar en mi guata con la intención de hacerlo y me pegó en la rodilla con la caja que llevaba en la bolsa. Entonces no me pude contener, saqué de la cartera la pistola que una vez le robé a mi papá y disparé con los ojos bien abiertos a todos lo que pude ver a mi alrededor. Saltaba la sangre a las vitrinas, sobre sus descuentos, sobre sus ofertas que intentaban engañarnos. Saltaba sobre las ropas de los niños, manchada con las porquerías que le daban sus padres para que comieran felices y no lloraran. Chorreaba por el piso, por debajo de los carteles que informaban que estaba mojado, pero que por su puesto nadie leía. Por un segundo se ha detenido el tiempo. ¿Cuántos de nosotros hemos odiado hasta inflar las venas, al que nos pasó a llevar con sus bolsas gigantes y aplastantes? Que nadie me diga que hemos sido pocos. Me queda una última bala después de herir a por lo menos cinco personas. Miro lo que hay a mí alrededor: terror. Pongo la pistola en mi boca. Poesías Óscar González Primer Lugar Poesías 4° año de Letras Hispánicas Oscar no tiene ganas de publicar sus poemas todavía. Aunque ha escrito toda su vida, recién a los 17 años comenzó a explorar con la poesía, y desde esa fecha nunca más la dejó. Desde que aprendió a leer a los cuatro años siempre supo que se dedicaría a la literatura. Sus autores favoritos son Nicanor Parra y su ex profesor Rafael Rubio, y además de escribir, también crea historias a través de cómics. Él cuenta que “Arte de escribir un poema” no es una típica obra suya, ya que suele ocupar formas métricas y éste es un poema de prosa libre. Sin embargo, lo que sí es propio de su estilo es la temática recurrente en torno a la muerte. Según él, el hecho de no tener una relación directa con el tema le hace más fácil tratarlo. Oscar es de esos escritores que encuentra la inspiración en todas partes y considera que la poesía en una forma de explorar lo desconocido a través de la palabra. No le gusta personificar ni hablar de sí mismo en sus historias, pero disfruta el misterio de ver hasta dónde es capaz de llegar mezclando rimas y versos. Arte de escribir un poema Escribir un poema es suponer que hay vida en otros cadáveres Escribir un poema es abrir una tumba atrincherarse dentro y preguntar ¿a qué hora salió el sol en Nagasaki? ¿cuántos poetas murieron esa mañana y vivieron para contarlo? Escribir un poema es sumar cuerpos y darse en la cara con que el resultado es casi siempre negativo Óscar González 84 Escribir una ecuación es una tarea casi digna si y sólo si el poeta muere de causas imaginarias Escribir un poema y no matarse en el intento es por cierto una cobardía ¿para qué forzarnos a sucumbir en tierra cuando hacerlo en el poema y entre varios es mejor? Escribir un poema es manifestarle al alma la penosa situación del cuerpo humano Escribir un poema es suponer que hay vida en otros cadáveres Escribir un poema es ir de muerte en muerte resucitando Fernanda Martínez Segundo Lugar Poesías 2° año de Sociología Fernanda comenzó a escribir a los ocho años cuando vio a una paloma tropezar con un árbol. Lo improbable captó su atención y la motivó a escribir. La poesía le apasiona. “Intento ser poeta, pero no me resulta”, reconoce y luego agrega: “Es como ese amor que no te pesca, pero a veces te da la pasada y surge algo bueno”. A los quince años publicó su primer libro de poesía, “Ángulos Divergentes”. Como siempre ganaba los concursos literarios de la congregación de su colegio, allí le prestaron su infraestructura. Por su parte, consiguió financiamiento para imprimir mil copias, las cuales ella misma se encargó de distribuir en librerías y vender afuera de conciertos y en espacios públicos. Ahora cuenta que no sabe cuánta gente lo leyó, pero al menos recuperó la inversión. Cuando tiene una idea, la escribe en la pared. Esas ideas están cargadas de una mirada ácida de la sociedad santiaguina y de las relaciones interpersonales en los alumnos de la UC. El cambio de Doñihue a la capital ha sido fuerte. Según ella, aquí es muy difícil ser parte del mapa cuando eres de región. La falta de arraigo es uno de los motores de “Yo nací con la lluvia”. “Es caerse del cielo con paracaídas, como un parto cósmico”, explica Fernanda. Yo nací con la lluvia I Yo nací con la lluvia abrazando las tejas de la casa de mi madre. Ella parió con la luna y la luna parió el universo con todos los meteoros que llevan tu nombre incrustado en la frente. Me llamaste Abel por llevar amapolas amarradas al tobillo mientras mi madre me tejía las manos y a mis dedos zurcía olas pero las olas crecieron y lo inundaron todo: sus sonrisas, sus zapatos, mis pétalos naranja y los meteoros que te cocían la frente se apagaron. Los vasos de agua se inundaron de vidrio y la casa de tejas y ventanas cuadradas fue casa de peces más contentos que la alegría. La casa donde nací con la lluvia en las orejas y colgando del tejado pensaste que era un zancudo pataleando Fernanda Martínez 88 con la alas quemadas por algún cometa o la cerilla de los cigarros de papá, ahora está mojada, ahora que los peces se llevan a mi madre tengo miedo de abrir la boca y sentir sus uñas en la garganta y sus piernas rajándome la lengua como un alicate mientras aletea como un zancudo en un vaso de agua. II Nací con la lluvia, es cierto, me parió mi madre sentada en una estrella dos nudos al sur subiendo la escalera, la casa de allí. Donde el cero unió la recta numérica y los positivos y negativos en paz se abrazaron; Dios no lo creyó, tampoco ella, quien supo en el momento que no era un vivo o un muerto sino un punto intermedio, una voz ciega, un ojo mudo con medio pulmón de mazamorra y en la otra mitad porotos. La casa de mi madre era una estrella, tenía tejas de naranjo en flor y zanahorias cocidas por la cercanía al astro caliente. No había luz, no había agua, y pronto sentí la sed como lijas en la lengua. Yo pensaba en el edén cuando mi madre embarazada colgaba de la última reineta y dando saltos cayó por los besos apócrifos de un astronauta. La dejó en una estrella para no verla nunca Yo nací con la lluvia 89 y ahí me parió con la Biblia sobre el vientre para irme al cielo si es que nacía con su cordón en el pescuezo. Me parió el primero de junio del año cuatro, tenía en los ojos aceitunas, en la boca un anzuelo, tres plumas en las orejas, algo menos en la nuca pero pronto las plumas con la lluvia se fueron. Entonces me caí desde el tejado de su casa, durante mil novecientos ochenta y siete años me caí, y jugué a saltar la cuerda los domingos por la tarde, aprendí a tejer y a no tejer, a contener el aire cien años por si caía con la nariz en el agua. Yo tenía escamas y un par plumas en la boca. Sólo el Principito me vio caer y pensó entonces que era cierto que los peces llovían del aire y caían al mar sin saber nadar. Yo pensaba en mi madre porque siempre pienso en mi madre, en su casa de tejas y ventanas donde la alegría jamás había estado tan triste como para escribir un poema. Yo pensaba en mi madre aunque a veces pensaba en los peces. Jorge Echeverría Tercer Lugar Poesías 1° año de Ingeniería Civil Decidió estudiar Ingeniería como un desafío. “Desde ahí, podía abarcar todo lo demás”, explica y cuenta que le gustaría proyectarse a futuro en algún cargo político. Para aceptar el desafío, Jorge debió separarse por primera vez de su melliza y emigrar solo a la capital. Este risueño muchacho de brillantes ojos oscuros nació en Rancagua, pero vivió los últimos seis años en Quintay. Si en el campo le inspiraba la naturaleza, en Santiago le inspiran las personas. Éste es un nuevo mundo para él, donde espera conocer a la mayor cantidad de gente posible y compartir experiencias. Según él, disfruta incluso de la cercanía con otras personas en el Metro y prefiere quedarse hasta la noche en San Joaquín que llegar a su casa, para no estar solo. El poema que se presenta a continuación surgió de una fotografía que vio en la prensa sobre el terremoto del 27 de febrero de 2010. “La naturaleza rompe con el orden del hombre de vez en cuando, porque es ella la que manda”, explica Jorge. Ahora son cielo, son mar El cielo es mar si te das vuelta, si abres los ojos: es lo ilógico, lo real, lo imposible y va más allá; el agua va y los rayos vuelven, mientras todos van y nadie queda, el mito los desahucia y te vuelves ante el golpe de certeza e, incrédulo, el cielo es mar, si es que el cielo refleja aquella ave que transita por anchas calles de mar y el mar es cielo, si nadamos por nubes de suave compasión, de eterno juego y esperanzas al andar. El cielo es el mar, siempre, de un golpe, a veces y quizá, el mar es el espacio que vislumbraron antiguos en su eterno letargo; un capricho de cierto cuerpo celeste, una anomalía entre anómalos y viceversa; un estruendo: vaivenes de ondas que viajan sacudiendo a un intruso, al amigo prófugo y al que invade la tranquilidad de éste, nuestro lecho, térreas sábanas en movimiento de brisas boreales y de respeto ancestral. Jorge Echeverría 92 El cielo es mar, dicho entre líneas: es un párrafo de sinfonías y no es tal, cuando lo vemos como cielo y mar: el agua no es arroyo ni la sal lo que corroe; es una exclamación, que no duda y prevalece, del ciclo de una muerte antes de la vida, que es después muerte; un momento de tranquilidad entre astros convulsionados de franqueza, que de vez en cuando regresan y, con enojo, dejan todo como debiera estar. El cielo es mar en el ocaso, ante amantes de lavanda y azahar, hacia la esquina de cada página y antes que nacieran, –después de morir–, antes que el mismo tiempo lo dijera. Es poesía, en versos errantes, colgantes, vagos, ebrios en el aire que es agua; entre la imaginación están, claman, se retuercen las respuestas a un acertijo tan viejo como desconocido, tan loco como cuerdo o tan extraño para una madre, como el adiós de un hijo que parte y no volverá. El cielo es mar cuando viajamos entre estelas de espacio, indefinido ante la mirada de millares de espectadores absortos y fugaces, viajeros que nos encuentran al paso, y reviven uno que otro chiste; un recuerdo de otra escena de noche estelar y oceánica, nostalgias propias de esta humanidad y no de otras que si ven que el mar es cielo cuando el cielo es el mar. Agua y viento esculpen la orilla terrena de mi orgullo y los suyos, emociones de este pueblo, tallan en piedra las enseñanzas: millones de años se escriben en madera, son surcos en una ribera, los Ahora son el cielo, son el mar 93 principios de la unidad que cada cierto tiempo debe romperse, como queriendo juntarlos, entre el cielo, inocente y cristalino, y el mar, ansioso e imponente. Son uno sólo, por fin, si vuelvo la mirada y si se remece el andar, entre olas de justicia y espectadores tristes que alumbran al hombre su propia verdad. Soledad Figueroa Mención Honrosa Poesías Egresada de Actuación Soledad es amante de las artes. Le obsesiona Federico García Lorca, tanto así que lleva una foto suya y una de Shakespeare en su billetera. Al español lo conoció a los 14 años, cuando leyó un libro suyo por primera vez, en el colegio. Él se convirtió en su inspiración. “Él es mi locura”, reconoce. Escribe desde los doce años, de manera espontánea, en la medida que va desplegando sus sentimientos sobre el papel: “Mi poesía tiene que ver con lo que se siente, con la naturaleza, la sangre, el desagarro, el no ser lo que uno quiere o lo que otros te piden ser”. El amor, la pasión y la muerte son temas recurrentes en sus poemas, que nunca se desarrollan en ambientes urbanos. “Lo mío es más ficticio y surreal”, explica. Pero además de poesía, Soledad también escribe dramaturgia y algunos cuentos poéticos. Además, canta en el grupo árabe andalusí “Magreb”, y ya se tituló de actriz profesional. Actualmente, está aprendiendo a bailar flamenco para comprender mejor a Lorca. “Quiero mezclar todas las artes posibles y ligar el teatro con la música”, manifiesta con entusiasmo. Algo en la cabeza Se me han enjuagado los ojos en lágrimas turbias. Se me ha movido la sangre en las venas tristes y violetas. Ay esa sangre que quiere salir y no la dejan. Ay esa sangre que espera con prisa y sincera. Se me ha metido algo en la cabeza. Un sonido, Una idea. Un sueñecito entumecido y cubierto de seda. Un sueñecito lleno de naranjas, jazmines y violetas. Un sueñecito de agua y tierra. Un sueñecito andante y en tinieblas. Se me ha metido algo aquí dentro, Algo que juega entre cables, verdades y penas. Se me ha metido una idea, Una idea que me bulle por la cabeza, Soledad Figueroa 96 Sangre vertida entre pastizales y malezas. Una idea sencilla pero embustera. Una idea que quiere salir y no la dejan. Ay esa idea que es... Que quiero enterrarme en la tierra. Y que de mis cabellos salgan ramas y estrellas. Que mi corazón sea árbol Y mis manos golondrinas viajeras. Y que este corazón caliente, se pierda... Se pierda entre bailes y alamedas. Se me ha metido una idea, Una idea en la cabeza. Pero qué idea puede tener Una pobre niña muerta. Martina Bortignon Mención Honrosa Poesías Doctorado en Literatura y Letras Hispanoamericanas Martina considera que, cuando escribe en español, aflora una nueva personalidad en ella. Es más sarcástica. Mientras que en su lengua natal, el italiano, tiende a escribir textos más profundos. Es esa profundidad la que la llevó a ganar algunos concursos en su país. El primero fue en quinto básico, a los 10 años, pero el más importante llegó a los 19, en un certamen nacional. Conocí a un poeta fue escrito por etapas. Partió en italiano, mientras estaba en Venecia. Luego, decidió continuar en español, ya que la historia trataba de un autor chileno que conoció en esa ciudad. Finalmente, estando ya en Chile, lo concluyó en español. Estuvo un año en Santiago, para complementar su investigación doctoral sobre la marginalidad en la poesía chilena contemporánea. Es alumna de la Universidad Ca’ Fascari Venezia, y vino a la UC a desarrollar un programa de doble titulación. Le gustó mucho el país, pero en enero de 2012 debió volver a la ciudad de los canales. Conocí un poeta Prueba la cadera el muy torneado hombro la nuca entre el bullaje de oro y mar se da la vuelta está abierta de par en par la boca –bobo el mirar (de él): es él poeta. Tiene que ser así, el tantear poético –reflexiona (ella), entre pelotazos y turistas y aquella estatua de santo que si le tocas la nariz te regala suerte: él la alzó agarrándola de la cintura, para que pudiera frotar el pulgar a su vez Martina Bortignon 100 luego demasiado fácil a conmoción regaló al bandoneonista tres monedas, en la esquina. Pocos correos más tarde, ya ella le escribía: Me escribís: quisiera borrarme de la pizarra hasta que quede la más pura señora de las nieves Bella Señora de los Andes o algo por el estilo Yo también quisiera quisiera borrarme de los ojos; que me deshaga la piedad y me suelte por allí, en algún llano pampeano o mejor: siberiano: hará más frío. Ahora, en su suelo, ella recuerda el minuto en que brotó un posible terremoto bajo las zarpas / las zarpas: cuando ya no daba más la sed, agarrándose a la cintura de los cerros rojos, refregando su nariz en el polvo rojo, en la fatiga, Conocí un poeta 101 en la fatiga de la centellante equidistante letra A: Valentina Paillaleve Mención Honrosa Poesías 1° año de Letras Hispánicas “Bermellón es el color más humano, el color del cuerpo, muy de las mujeres”, explica Valentina, con seguridad. Al escribir, ella ocupa frecuentemente los colores y texturas, para reflejar historias de lo cotidiano, de la belleza de la fragilidad femenina. Esta poesía es parte del poemario de Canela, un personaje que se repite en al menos tres de sus coplas. “Ella es la parte esencial de la mujer, y todas tienen una Canela dentro”, explica, mientras aclara que ella también la tiene. Valentina partió escribiendo cuentos a los ocho años. Luego, pasó por la rima, y actualmente le acomoda más la poesía en prosa. Cuando estaba en tercero medio, en Puerto Montt, creó un grupo cultural en su colegio, llamado “Haciendo Ruido”. A futuro, le gustaría desarrollar poesía visual e incluso estudiar Teatro. Bermellón Mujeres que salen a bailar sobre lunas mojadas. Siete planos. Giran rozan configuran universos enteros en su pelo & dejan caer sus culpas sobre el mantel sin planchar. Pero la música viene envuelta en algodón, pero la piel grita bajo los pliegues de la ropa. Desde esta esquina se ve cómo nace una nueva canción entre las pestañas. Los marcos de las ventanas tiemblan de pudor, se esconden tras las cortinas & se desmayan al amanecer. Mujeres que caen exhaustas sobre cuadernos hambrientos. pero las líneas son volubles a sus caderas doradas. Ellas se pintan los labios con polen Valentina Paillaleve 104 y se ríen sin saber muy bien por qué. Ahora miden el espesor de las cortinas y no se atreven a hablar de eso. Porque hay ángeles ebrios aplaudiendo sobre las sábanas porque llevan empapadas las costuras con vino Francisco Pérez Mención Honrosa Poesías 1° año de Química y Farmacia Según él, la escritura es una mera consecuencia de su afición por la lectura. Como cuando los hombres ven un partido de la selección y luego organizan una pichanga para el domingo con los amigos, o un enfrentamiento en Winning Eleven. “El proceso de escribir tiene más que ver con el leer. Al final, uno termina escribiendo cositas aquí, cositas allá, casi por imitación”, agrega. Si bien disfruta mucho de la literatura norteamericana, fue El Aleph, de Borges, lo que marcó un antes y después en él. Una conmoción que nunca antes había experimentado. “Me sentí desbordado por el poder de esas palabras, por el conjunto y las posibilidades de esas palabras”, recuerda. Este poema fue escrito en el Metro, mientras volvía de trabajar en un restaurante judío, el día de domingo de Pésaj. “Y me sentía un poco como si hubiera sido liberado de Egipto”, agrega. Estaba tan cansado que se durmió en el asiento y se trasladó a aquel Miami ochentero, con sus colores flúor y sus gafas oscuras. Ésa fue su inspiración. “La noción del insomnio y de tener los ojos abiertos, de aguantar y esperar. Es muy claro. Como entrar en el mundo de los dibujos animados”, explica. En pésaj No podía haberte estado escribiendo porque trabajé hasta las nueve y cuarto. Me quedé dormido en el metro. Soñé con gringos borrachos en un Miami rosado como un pelícano –como dentro de un pelícano– Y yo les preguntaba por ti y ellos se reían y me invitaban a beber. Como pelícanos sobre un estanque congelado. Con sus patas delgadas clavadas como alfileres o como clavos a la superficie cristalina. Con la cabeza detenida y los ojos abiertos. Pelícanos insomnes cruzando un Miami rosado. Un Miami rosado que espera. Carolina Báez Mención Honrosa Poesías 2° año de Magíster en Literatura A pesar de ser licenciada en Letras y pololear con un poeta, a Carolina no le lograba gustar el hermetismo de la lírica. Siempre disfrutó de leer cuentos y dramaturgia, pero no considera que ella escriba bien. “Esa poesía vino a mí. Fue una pena que se convirtió en alegría”, recuerda ahora. La escribió en cinco minutos, con mucha rabia. Sólo esperaba lograr un buen remate y transmitir esa explosión que sentía por dentro. Eso era todo lo que necesitaba su primer poema, el cual debía llamarse “Milagro”, pero terminó siendo “Tinta roja”. Carolina actualmente es profesora de Comunicación en una universidad privada y, en su tiempo libre, baila flamenco. Luego de este apasionado encuentro, la poesía ya no le parece tan hermética. Tinta roja Un balazo que me pegue de frente recorra mi memoria queme mis ojos cohíba mi olfato me quite el aire llegue a mi corazón y desparrame la tinta roja para ver si así se borra la historia y se produce el milagro TAME IMPALA Mención Honrosa Poesías Esta poesía fue escrita por un colectivo cultural que define su estilo como “terrorismo literario”. Lo forman estudiantes y profesionales de diversas instituciones que crean obras en conjunto, para intentar que sean de la peor calidad posible según sus propios parámetros. Luego, postulan las obras a distintos concursos con el único objetivo de sabotearlos y comentar más tarde los resultados, por diversión. El alumno que postuló a este concurso, que usó el seudónimo de Tame Impala, explica que éste es un tipo de manifestación pacífica contra un sistema que no les identifica. Esplendor americano El amor de los niños-selk’nam es un amor extraño. Semejante a una parábola. A una parábola con un vértice máximo. Los niños-selk’nam pueden mantener periodos prolongados de la más íntima e intensa nostalgia. Gimen. Resulta doloroso escuchar sus llantos quebrados a las altas horas de la noche. Sus rondas infantiles dejan un leve olorcillo a azufre en el campamento. Pero hay momentos, pequeños y hermosos momentos en que los niños-selk’nam despiertan temprano. Se levantan de sus sarcófagos eléctricos y bajan corriendo desde las araucarias en las que habitan. Se conglomeran en el comedor. Sus caritas hierven rojas, llenas de alegría. Una excitación casi imperceptible para el ojo Tame Impala 112 no entrenado. Y es allí mismo donde los niños, los preciosos niños-selk’nam entonan sus mejores canciones. Se escuchan bombos. Trompetas. Gaitas. Y es curioso, porque los niños-selk’nam nunca han sido entrenados para manipular ninguno de estos instrumentos. Se producen abrazos. Vagabundos son invitados a bailar al centro de la pista, y en algunos casos algunos de ellos logran retroceder en el tiempo, para luego ser encontrados entre sus ropas. Nadando en una poza de orina y edad. El público aplaude. Ah, los niños-selk’nam. Si tan sólo estuvieras acá para poder verlos. Me pregunto si bailarías junto a ellos. María Isabel Marques Mención Honrosa Poesías 4º de Ingeniería Comercial Isabel llegó a Chile a los cuatro años, desde Volta Redonda, “la ciudad del acero” del Estado de Río de Janeiro, en Brasil. Tres años más tarde, una vez radicada en Santiago, ganó su primer concurso de literatura con un cuento. Desde niña que ha disfrutado de escribir y narrar historias. Sin embargo, en la adolescencia, estuvo varios años sin traspasar sus ideas al papel, hasta que en 2010 decidió probar con un poema: “Hacedores de estrellas”, con el cual resultó ganadora de una mención honrosa en el Concurso Literario UC 2011. Además de escribir, en su tiempo libre, Isabel toma clases de jazz dance. Por esa razón, en un principio, pensó en estudiar danza, pero declinó de esa idea porque consideraba que necesitaba una carrera con mayor estabilidad laboral e ingresó a Ciencias Políticas. Tras dos meses en esa carrera, se dio cuenta que no era para ella y en 2008 ingresó a Ingeniería Comercial. Aunque le resta un año para culminar su carrera, aún no se ve a sí misma trabajando como ingeniera, así que espera dedicarse un tiempo a viajar y a escribir. Hacedores de estrellas Para comenzar los ángeles son inmortales, y son pocos los mortales que pueden decir lo mismo. J.R. WILCOCK, “El Ángel” Madre solía contarnos historias sobre Paul América en torno al fogón. Eran noches que, ahora comprendo, no distaban en absoluto de lo fascinante. Lo fascinante envuelto, si es aquello posible, en la melancolía, pero una melancolía azul. O una melancolía celeste. Extendida como una sábana sobre el Océano Pacífico, el océano más melancólico de todos. La memoria estampada sobre un cuadro plástico compuesto en principio por Madre. Más precisamente: por la voz de Madre. Una voz grave, María Isabel Marques 116 absorbente (en los alrededores Madre era referida como El Hoyo Negro, esto por supuesto ella no lo sabia, nosotros tampoco), como proveniente de una caja de zapatos. Una voz que arrasaba con los contornos de la cabaña y procedía a teñirla de distintos colores. De imágenes coloridas. Algunas historias (todas ellas protagonizadas por la misma persona, por el mismo Paul América, por el mismo entrañable personaje que era Paul América) hacían aparecer imágenes abstractas o geométricas. Incógnitas propuestas sobre las orillas de la playa. Otras historias hacían aparecer animales. Otras hacían aparecer episodios de otros tiempos, de otros espacios. Espacios determinados, estáticos, como corcheteados en el infinito. Digamos: la caída del Imperio Romano, el auge de la civilización Azteca, los múltiples bombardeos en Hiroshima y Dresde, el terremoto de Valdivia de 1960, el terremoto de México de 1985 y el extraordinariamente superior terremoto de Chile el año de 2810. Un espectáculo enajenado, presentado ante nuestros ojos, Hacedores de estrellas 117 ahora que lo pienso: ojitos, pequeñas pepas vacías y hambrientas de lo insólito: la voz apoderándose de aquella figura nebulosa tras el fogón que era nuestra Madre, pero que también era nuestra adicción. Ustedes comprenderán. BASES CONCURSO LITERARIO 2011 1.- El concurso está abierto a los alumnos regulares de la Pontificia Universidad Católica de Chile, tanto de pregrado como de postgrado, así como para alumnos en proceso de egreso, cuyo último crédito lo haya cursado el segundo semestre de 2011. 2.- Las obras presentadas deben ser inéditas y cada participante podrá presentar un máximo de dos trabajos en una sola categoría (cuento o poesía). 3.- Para participar, cada alumno deberá llenar la ficha que aparece en el sitio web www.vivelauc.cl, adjuntar sus trabajos en formato Word y guardar el comprobante que le arrojará el sistema. 4.- No se aceptarán entregas a través de otra forma que la dispuesta en estas bases. 6.- Los resultados del concurso se conocerán en una ceremonia de premiación, a la cual todos los participantes serán invitados con oportuna anticipación, sin posibilidad de conocer el resultado previamente. 7.- Los trabajos no serán devueltos a su autor y éste deberá ceder sus derechos de publicación a la Dirección de Asuntos Estudiantiles. 8.- La sola presentación de trabajos a este concurso implica la aceptación de las bases del concurso. 9.- Cualquier falta a las bases aquí presentes será motivo de marginación del concurso. I.- De la categoría de Cuento 1.- El tema es libre. 2.- La extensión no debe sobrepasar las seis carillas escritas a computador en formato carta (márgenes de 2,5 cm. superior e inferior y de 3 cm. a cada costado.) La letra debe ser Times New Roman, cuerpo 12 y espaciado de 1,5. Las páginas deben ser numeradas. Todas las poesías deberán tener título y seudónimo. 3.- El premio para el primer lugar será de $250.000; para el segundo lugar $150.000 y para el tercer lugar $100.000. 4.- El jurado seleccionará siete menciones honrosas. 5.- Todas las obras ganadoras (tres primeros lugares y menciones honrosas) serán publicadas en un libro editado por la Dirección de Asuntos Estudiantiles. II.- De la categoría Poesía 1.- La temática es libre. 2.- La extensión no debe sobrepasar dos carillas, escrita a computador en formato carta (márgenes de 2,5 cm. superior e inferior y de 3 cm. a cada costado.) La letra debe ser Times New Roman, cuerpo 12 y espaciado de 1,5. Las páginas deben ser numeradas. Todas las poesías deberán tener título y seudónimo. 3.- El premio para el primer lugar será de $250.000; para el segundo lugar $150.000 y para el tercer lugar $100.000. 4.- El jurado seleccionará siete menciones honrosas. 5.- Todas las obras ganadoras (tres primeros lugares y menciones honrosas) serán publicadas en un libro editado por la Dirección de Asuntos Estudiantiles.