Cuentos y Poesías ganadoras 2011

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S SELECCIÓN DE CUENTOS Y POESÍAS PREMIADAS 2011 S
Concurso Literario UC
DIRECCIÓN DE ASUNTOS ESTUDIANTILES
1a edición: mayo de 2012
© Pontificia Universidad Católica de Chile
Dirección de Asuntos Estudiantiles
Alameda 340, Santiago, Chile
Impreso en Chile
Impreso por Andros Impresores.
Santa Elena 1955, Santiago, Chile
Coordinación general:
Natalia Ramos
Recopilación y reseñas:
Cinthya Castañeda
Edición:
Mariela Chávez
Diseño portada: Sebastián Saldaña
Diagramación: Elena Manríquez
Prohibida su reproducción
S SELECCIÓN DE CUENTOS Y POESÍAS PREMIADAS 2011 S
Concurso Literario UC
DIRECCIÓN DE ASUNTOS ESTUDIANTILES
ÍNDICE
Categoría Cuentos
8 La cólera y la traición
Santiago Vial • 4° año de Derecho
PRIMER LUGAR
19 Ruido
Cecilia Gheza • 1° año de Medicina
SEGUNDO LUGAR
26 La hora en que puedes mirar al sol a los ojos
Alberto Sánchez • 1° año de Actuación
TERCER LUGAR
30 Santiago mojado
Macarena Rojas • Egresada de Periodismo y 2° año de Estética
MENCIÓN HONROSA
35 La mortaja
Juan Pablo Vilches • 3° año de Letras Inglesas
MENCIÓN HONROSA
43 Schadenfreude
Consuelo de la Torre • 5° año de Filosofía
MENCIÓN HONROSA
53 Todos los hombres son todos los hombres
Juan Carlos Cortés • 3° año de Letras Hispánicas
MENCIÓN HONROSA
58 Tarde de una lagartija
Sanndy Infante • 2° año de Letras Hispánicas
MENCIÓN HONROSA
66 Canadá
Luis Alberto Croquevielle • 1° año de Ingeniería Civil
MENCIÓN HONROSA
74 Y que nadie me diga que hemos sido pocos
Consuelo Sánchez • 2° año de Letras Hispánicas
MENCIÓN HONROSA
ÍNDICE
Categoría Poesías
82 Arte de escribir un poema
Óscar González • 4° año de Letras Hispánicas
PRIMER LUGAR
86 Yo nací con la lluvia
Fernanda Martínez • 2° año de Sociología
SEGUNDO LUGAR
90 Ahora son cielo, son mar
Jorge Echeverría • 1° año de Ingeniería Civil
TERCER LUGAR
94 Algo en la cabeza
Soledad Figueroa • Egresada Actuación
MENCIÓN HONROSA
98 Conocí un poeta
Martina Bortignon • Doctorado en Literatura y Letras Hispanoamericanas
MENCIÓN HONROSA
102 Bermellón
Valentina Paillaleve • 1° año de Letras Hispánicas
MENCIÓN HONROSA
106 En pésaj
Francisco Pérez • 1° año de Química y Farmacia
MENCIÓN HONROSA
108 Tinta roja
Carolina Báez • 2° año de Magíster en Literatura
MENCIÓN HONROSA
110 Esplendor americano
Tame Impala
MENCIÓN HONROSA
114 Hacedores de estrellas
María Isabel Marques • 4º de Ingeniería Comercial
MENCIÓN HONROSA
Cuentos
Santiago Vial
Primer Lugar Cuentos
4° año de Derecho
Santiago siempre está escribiendo
historias en su cabeza, pero sólo
cuando hay un concurso, traspasa las ideas al papel. Dice que
desde pequeño, en su familia, le
inculcaron la lectura, por lo que
siempre tiene un libro a mano y le
resulta sencillo escribir.
Si bien tiene poco tiempo, actualmente, está trabajando en
una novela de ficción que trata
sobre la libertad y la búsqueda de
la felicidad. Según él, sus cuentos
tienen una influencia borgiana y,
luego de leer mucho, ha logrado
desarrollar su propia fórmula para
atraer al lector: “Transformar (la
historia) en algo trascendental,
que no entre sólo por la razón,
sino por la emoción”.
El cuento “La cólera y la traición” partió por un olor raro que
notó en el refrigerador de su casa,
provocado por unos fideos que llevaban varios días guardados. Sin
mucho esfuerzo, derivó en la historia de un comisario político
soviético, hijo del rigor.
Santiago cree que el hombre
moderno sufre una crisis de filiación y paternidad. Para él, los
libros son su compañía y la escritura es una forma de pertenencia.
“Al escribir, sabes que algo te
pertenece”, agrega, mientras
explica que sus relatos buscan develar esa falta de arraigo.
La cólera y la
traición
Víctor Griegorievich Podoff, siempre había sido un hombre irascible. Desde su infancia había demostrado ser un pequeño cascarrabias. El enojo inundaba su actitud, si bien es cierto nunca fue perezoso, siempre tenía una mala gana de hacer las cosas. Sufría una especie de furia fundamental, una suerte de pecado original, el cual
ocupaba todo su ser. Había sólo dos cosas en todo el mundo que
lograban canalizar aquella rabia, sus grandes dos amores. El Ejército Rojo y su perrito Judas. Efectivamente, la cólera que moraba en
el corazón de Podoff se había alimentado en el ejército y había mutado en una energía impulsadora. Había florecido como un placer
sensible muy apetecido por Víctor, quien iniciando su carrera
como instructor militar no encontraba nada más deleitable en
todo el mundo que gritarle a los reclutas. La coprolalia era el oxígeno de sus entrenamientos, y en fin, fue la tensión creadora de
soldados formados en la reciedumbre, disciplina y temor a los superiores. Aquella obediencia temerosa, el respeto ganado por su
ceño fruncido y sus largas ojeras, lo condujeron rápidamente a ser
Santiago Vial
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conocido y respetado por sus pares como un buen camarada y un
excelente soldado.
Y para colmo –o más bien para la fortuna de su rabieta sustancial– el invasor fascista marchó desde el oeste, ofreciéndole a Podoff la oportunidad de probar de satisfacer sus deseos más ocultos
y morbosos: fue asignado como Comandante de un campo de prisioneros, en una vieja fábrica abandonada, al sur del Volga. Era sorprendente para los superiores de Podoff la eficacia de la obtención
de información de los oficiales fascistas. Él mismo se encargaba de
los procesos interrogatorios. Aquellas escabrosas escenas, provocaban aún mayor placer que asustar a unos jóvenes reclutas en el entrenamiento. Aquí, Víctor convivía con un oficio que exigía lo
mejor de su ira, lo mejor de sí. Y bien, quizá no había soldado en
toda la Unión Soviética que en medio de una atroz guerra tuviera
tanto amor por su labor.
Un frío día llegó la orden de ir a buscar al campamento de la
quinta unidad de blindados a un grupo de soldados alemanes que
se había rendido. El hambre los había hecho entregarse. Víctor
Griegorievich nunca salía a buscar prisioneros, pero el antecedente
del arresto de los prisioneros famélicos definitivamente le añadía
un toque especial a la situación: eran de las Juventudes Hitlerianas,
“jovencillos, mozalbetes…débiles y temerosos...carne fresca”, pensaba el Comandante mientras lo conducían por el ripio nevado. La
entrega de prisioneros se produjo en un bosque. Mientras subían a
los friolentos germanos al camión, de pronto un pequeño quiltro
presente comenzó a ladrar a unos arbustos. Alguien mandó a callar
al perro, pero el animalillo insistía, lo cual generó sospechas en la
mente sagazmente desgraciada de Podoff. Envió a unos hombres a
revisar, y efectivamente, sacaron a uno de los prisioneros que había
La cólera y la traición
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tratado de esconderse infructuosamente. Mientras lo llevaban al
camión lanzaba una serie de insultos al perro, el cual encabezaba a
los soldados que lo habían arrestado. Una suerte de trofeo de guerra para el canino denunciante. A Víctor aquel hecho le provocó
una sensación nunca antes conocida por él. Caminó para acariciar
al perro, el cual mostró un gran afecto por él. Sus subordinados los
observaban atónitos, considerando que en cualquier momento el
Comandante iba a tomar el perro y sugerir que lo echaran a la cacerola. No obstante, no ocurrió. Víctor sintió por el perrito la más
profunda de las ternuras que cualquiera pudiera experimentar ante
el exiguo animal. El perro era de hecho una amable criatura, fiel a
su patria y asistía a cumplir la función que Podoff tanto amaba. La
amistad se produjo de forma instantánea, y lo adoptó inmediatamente. De vuelta en su automóvil –con el perro en los brazos– preguntaba gustoso si alguien sabía lo que el último prisionero había
despotricado. Un oficial, que tenía nociones del alemán respondió.
–Le gritaba al perro, Comandante Podoff.
–¡Al perro! Pero ¿Quién podría enojarse con tal simpático animal?–interrogó Víctor. El oficial sonrió forzadamente para reír del
humor del comandante y añadió:
–Sí, camarada Comandante, le gritaba diciéndole que era como
Judas Iscariote. Ese es uno que denunció al dios de los cristianos.
–Víctor rió a mandíbula batiente.
–¡Estos fascistas y sus cuentos de brujos y dioses! No queda otra
cosa que bautizar a este perrito Judas.
Y así el perro se convirtió en la mascota del campo de prisioneros. Tenía una mejor calidad de vida, superando incluso a la de
ciertos carceleros, y se paseaba presumiendo como un rey, por todo
el campo. El perro era intocable, y se conducía como si lo supiera.
Santiago Vial
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Podoff, por su parte, seguía manejando el recinto y sus superiores
con gusto le enviaban hordas de prisioneros, en la medida que la
Madre Patria avanzaba aplastando Alemania. En un principio parecía que el Comandante no podía continuar con su ritmo de trabajo,
sin embargo todas sus presiones se veían descargadas al final del día
con un rato de juego e inclusive –para la rareza de los demás rusos–
risas con su perro. De cuando en cuando, por la exacerbación y rabieta que experimentaba Víctor en una semana, por ejemplo ante la
llegada de nuevos prisioneros, lo hacían caer en cama. La atrocidad
de su trabajo lo agotaba, pues en sus propias palabras “no es trabajo
fácil convertir en un infierno la vida de cada prisionero aquí en el
campo, pero la revolución nos pide nuestros mayores esfuerzos”.
Muchas veces acostado experimentaba una terrible fiebre acompañada de sudoraciones copiosas, las cuales los médicos no explicaban
y las aludían al estrés, pidiéndole que redujera la carga de trabajo.
–El trabajo hay que cumplirlo igual, camarada doctor –decía
acostado con su perro apoyado a su lado recibiendo cariños–. Al final del día Judas me entretiene y me descansa. Esto es temporal.
Y para la suerte de Víctor, las estadías en cama, repentinamente,
se terminaron. Quedó un sólo síntoma de aquellas recaídas: la
transpiración. Era cada vez más frecuente a cualquier hora del día,
y sus pañuelos cumplían verdaderas labores de esponjas, quedando
en el género un color verdoso amarillento.
La gran guerra patriótica finalmente terminaba con la oz y el
martillo flameando en Berlín. Y era tiempo de volver a casa. El Comandante Podoff luego de una espectacular carrera en la administración del campo, fue llamado a Moscú. Aquel desempeño y
talento no podían ser desperdiciados. Fue a parar al servicio de
administración de los Gulag de la zona oeste de la Unión. Su vida
La cólera y la traición
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se había tornado aburrida, pues si bien es cierto, Víctor tenía un séquito de ordenanzas –“puñado de soldados convertidos en burócratas imbéciles”, como los llamaba él– para torturar con sus
órdenes y exigencia laboral, ya no existía aquella vida de contacto
con aquél que verdaderamente sufre ante su presencia. Quienes temían ante él eran muy pocos. Aún así, de vez en cuando le pedían
a él –trabajo que todos los demás consideraban tedioso– ir a hacer
inspecciones a los recintos carcelarios donde descargaba un poco de
cólera contra ciertos prisioneros.
Por supuesto, de vuelta en su hogar, tenía a su gran amigo Judas,
con quien hacía largas caminatas entrada la noche por las frías calles, debido a que el pobre perro había estado encerrado todo el día
en el departamento de Víctor, en el complejo de oficiales.
Ahora bien, no todo era aburrimiento en la nueva vida de Podoff. Llegaba un nuevo desafío para él. Resulta que el departamento de Seguridad Interior y Contrainteligencia, había descubierto
recientemente la posibilidad de que los americanos hubieran infiltrado alguna especie de parásito o infección en los alimentos, pues
por lo menos en Moscú, en los recintos, viviendas y oficinas militares todo se estaba echando a perder.
Victor Griegorievich se puso inmediatamente a trabajar e investigar. Y tal como se lo habían descrito, los alimentos, el agua e
incluso –para el sufrimiento de muchos– el vodka, adquirían unos
ciertos sabores amargos y ácidos a la vez. Era un fenómeno inusual, pues las cosas no se pudrían, simplemente tenían este constante olor rancio siempre presente. Un joven y talentoso científico,
producto del crecimiento revolucionario de las ciencias aplicadas
soviéticas, comenzó a trabajar con la investigación de Podoff. Peter Czermak no se explicaba cómo es que lo rancio afectaba ciertos
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lugares específicos, no dejaba rastros, no existía ni una especie bacterial y para adornar todas estas interrogantes inexplicables, había
personas que no sentían tal sabor. Una de ellas era camarada Comandante Podoff.
La preocupación inundó a Víctor ante la ineficacia de la investigación, estando sus superiores desconcertados con él ante aquel
giro inesperado. Podoff siempre cumplía. Su personalidad colérica
sufría súbitos cambios de ánimo pues, ante esta situación, no podía
encolerizar con nadie ni nada en particular y concreto. ¿Acaso iba a
enojarse con un olor rancio inexplicable en el gulasch? Cuando se
dio cuenta que en su baño personal de la oficina comenzó a generarse el mismo olor por debajo de la tasa trayendo algunos hongos,
su preocupación fue grave. Por primera vez el miedo lo envolvió y
mandó a llamar rápidamente a Czermak. Y de una forma carente
de toda irascibilidad, le pidió que él personalmente se encargara de
revisar su oficina y su departamento –con todo el acceso que Peter
quisiera– para ver si existía alguna probabilidad que la infección
hubiera alcanzado su hogar.
–¡Y por favor! Revise bien al perro ¿Me entendió? –solicitó preocupado. El científico entendía el miedo de su jefe pues, con el
tiempo que llevaba trabajando con él, se había percatado del amor
que existía por parte del Comandante hacia aquel animal.
–Aproveche de entrar este fin de semana que parto al norte a visitar un campo bajo mi cargo, pues ellos también han sufrido parte
de la infección.
El día lunes por la mañana al Comandante lo esperaba su automóvil en la estación de trenes y ordenó partir inmediatamente a su departamento donde lo esperaría Czermak. Esperaba tener buenas noticias.
Al llegar se encontró efectivamente con Peter, pero además ha-
La cólera y la traición
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bían más científicos, una serie de oficiales armados, y el superior de
Podoff, Camarada General Liudnikov. Víctor, sin darle importancia a todos los presentes, buscó a Judas. Cuando el perro se asomó
entremedio de las botas de un oficial se acercó para tomarlo, pero
el perro mostró signos de agresividad gruñendo y mostrándole los
dientes. Recién ahí, se dio cuenta que algo ocurría. Le preguntó al
General Liudnikov que estaba pasando.
–Camarada Comandante Podoff. En su ausencia hemos conducido una serie de investigaciones, las cuales tuvieron un curso rápido, efectivo y concluyente. Lo cual instantáneamente nos hizo
llegar a la conclusión que usted ciertamente, estaba estorbando con
las pesquisas. Nos percatamos que aquí en su hogar está infectado
todo con la sustancia rancia que ha llenado nuestros cuarteles y oficinas. La poca comida que hay está toda al borde de la putrefacción
y todas sus camisas, sábanas y géneros varios están manchados con
la infección. ¿Sería tan amable por favor de mostrarnos su pañuelo?
–Víctor atónito obedeció. Al sacar su pañuelo con el usual color
verdoso y amarillo de su transpiración, varios de los soldados retrocedieron poniéndose la mano en la boca y nariz. Podoff les indicó
que siempre había tenido este color, que era su sudor. Ahí fue cuando Peter tomó la palabra.
–Comandante, en su ausencia nos contactamos con el médico que
lo atendió en el campo de prisioneros durante la guerra. Usted sufrió
una serie de estrés producido por la cantidad de trabajo y en parte
por su tendencia a encolerizar ante cualquier situación. Y si bien es
cierto, las caídas a reposo terminaron por completo, el doctor notó su
extremada y repentina sudoración. Toda aquella furia que usted no
alcanzaba a soltar en un día su cuerpo lo hacía a través de este sudor
rancio. Por eso es que usted, es una de las personas que le es imposi-
Santiago Vial
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ble oler o bien sentir en los alimentos el sabor de amargura. Usted lo
produce Comandante Podoff. –Concluyó Czermak muy serio.
–¡Esto es inaudito, maldito sea Czermak, rata traidora! –exclamó Víctor. Los soldados subieron sus armas. El General dio un
paso al frente y tomó la palabra.
–Por supuesto que era usted, Podoff. Estando en los campos
nunca se percató del sabor creyendo que era la podredumbre de
siempre debido a la mala calidad de los alimentos en la guerra. Y
ahora con su nuevo trabajo, como no tenía donde descargar sus
desagradables pataletas, la transpiración aumentó de cantidad. Fíjese, todos los lugares afectados son donde usted ha estado. Tengo
órdenes de ponerlo bajo arresto por atentar contra la salubridad del
pueblo y su ejército –concluyó Liudnikov. Hubo una pausa. El silencio era tenso. Víctor se sentía mareado, sudaba como nunca y
no pensaba con claridad. No entendía el hecho que todo este tiempo se había estado persiguiendo a sí mismo. Con mucha dificultad,
preguntó al General que pasaría con su querido Judas.
–Bien, al perro la verdad es que deberíamos condecorarlo. Estando aquí revisábamos sus excrementos y encontramos pedazos de género de sus sábanas con cantidades desproporcionadas de la
sustancia rancia solidificada, la acumulación de su sudor digamos.
Gracias a eso nos dimos cuenta que el perro, por el afecto que le tiene, lo lame constantemente y además le gusta mascar sus pertenencias, entre ellas sus sábanas y por eso sus deposiciones son siempre
atiborradas de su veneno corporal. Con ese dato preciso pudimos
formular el razonamiento para llegar a usted. En definitiva su perro
Judas, es un revolucionario de calidad, lo denunció y lo entregó.
Cecilia Gheza
Segundo Lugar Cuentos
1° año de Medicina
Cuando era niña, Cecilia perseguía
a su papá y a su nana por la casa
para pedirles que le leyeran cuentos. Por eso, apenas aprendió a
leer, tomó el libro “Corazón”, de
Edmundo de Amicis, y no lo soltó
hasta terminarlo.
Como le gustaba tanto leer,
desde chica que empezó a escribir. En tercero básico ganó su
primer premio en un concurso de
cuentos, pero aún le avergüenza
mostrar sus textos en público.
Ella dice que pensó en estudiar Literatura e Ingeniería, pero
un mes antes de dar la PSU se decidió por Medicina. “Es una carrera
bonita, la gente de afuera agradece lo que uno hace”, explica.
Además de escribir en su
tiempo libre, Cecilia toca batería,
pero desde que se mudó de su casa
en Calera de Tango a un departamento en Las Condes para venir a
la universidad, ha tenido que dejar
las baquetas de lado, para privilegiar el lápiz y el papel.
Ruido
Odio el té sin azúcar y ya me he tomado dos tazones, pero me levanto para preparar un tercero. Me sirve para no pensar, si le pongo azúcar mi cabeza va a funcionar más rápido, va a seguir atacándome con ideas, con pensamientos, con recuerdos, y no quiero, no
quiero, no quiero, me gustaría tener la mente vacía por un segundo, por una vez en la vida me gustaría no pensar, no analizarlo
todo, no recordar cada detalle, cada gesto, cada ruido, porque
cuando pienso me siento sola. Si pudiera eliminar los sonidos no
sería tan malo.
Tomo la tetera, vierto el agua en el tazón y hay un ruido, escucho cómo el líquido golpea el fondo, cómo el té se agita dentro de
la bolsita; dejo la tetera sobre la cocina y escucho su contenido moverse y acomodarse; levanto el tazón y por un instante éste roza el
mueble en el que está apoyado, otro sonido que se va a quedar dando vueltas por mi cabeza. El agua ya está casi fría y me apuro a beber, porque estoy empezando a recordar, y tengo ganas de llamar a
alguien, pero hay sólo dos personas con las que quiero hablar y no
Cecilia Gheza
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me atrevo a molestarlos; me da miedo que se aburran y me dejen.
Me da miedo estar sola.
Afirmo el tazón con las dos manos y eso me calma un poco, es
una acción automática, no necesito pensar para llevarla a cabo, sólo
tengo que moverme de la misma forma que lo he hecho cientos de
veces antes, y todo es tan simple que mi mente queda en blanco
durante un segundo; pero eso no significa que quede en mudo, al
contrario, es como si todos esos sonidos aprovecharan el espacio libre que les dejaron las imágenes y los conceptos y decidieran llenarlo todo. Y no son sólo sonidos recientes, no escucho solamente
el ascensor subiendo y bajando y la ducha en el piso de arriba, ahora también escucho el ascensor del edificio en el que vivía Amalia,
la ducha en un hotel, el encendedor de Amalia, los dedos de Antonio pasando por mi pelo; una pequeña parte de mi colección mental de sonidos o ruidos. La primera vez que escuché todo eso me
sentí fascinada, ahora sólo quiero apagarlo todo, quiero que mi cabeza sea mía en vez de tener que compartirla con una orquesta caótica, pero a la vez sé que sin mi repertorio me convertiría en algo
simple, y creo que eso me da mucho más miedo que recordar. Creo
que, más que una persona, yo soy un sonido, una voz que por algún motivo está viva e interactúa con otras voces, y me encuentro
caminando al ritmo de los golpes del bastón de un ciego, o mirando al vacío mientras escucho cómo las personas en la biblioteca escriben en el computador, y trato de recordarlo todo, porque si yo
no lo hago nadie más lo hará.
No me gusta la música, pero compré un reproductor de mp3
para parecer normal. A veces pienso que hay algo en mi cabeza que
no funciona, porque me gustan los ruidos, porque me gustan las
horas en que hay taco, porque me río con los bocinazos y soy feliz
Ruido
21
en medio del caos acústico. Recuerdo a mi profesor de música de la
básica hablándonos sobre la diferencia entre ruido y sonido (“los
sonidos son agradables al oído, los ruidos no; la música es sonido,
los martillazos son ruidos”) y yo lo miraba y no entendía, y supongo que debería haberme dado cuenta de que soy rara cuando en la
prueba marqué lo contrario a lo que marcaban mis compañeros,
excepto en una pregunta.
Me acuerdo de Antonio y su guitarra, intentando sacar una canción de los Beatles y retándose a sí mismo porque no le salía como
debería, Amalia le daba ánimos y le decía que ya lo lograría mientras
yo intentaba sonreírle, pensando “por favor no, así suena perfecta”.
Cuando vuelvo al presente me doy cuenta de que no queda té. Pienso en tomar un cuarto tazón, pero realmente lo detesto sin azúcar y
de todas formas ya no me está ayudando tanto como al principio.
Mientras lavo el tazón intento recordar qué fue lo que me dejó así,
qué hizo que pasara de estar de buen humor a estar peleando contra
un montón de recuerdos de Amalia y Antonio, pero no lo logro. Lo
único que sé es que tuvo que ser un sonido, porque nunca he sido
capaz de asociar las cosas a algo que no sea un sonido.
Salgo del departamento, respiro profundo y decido caminar un
rato para ver si se me pasa el miedo, avanzo una cuadra y me doy
cuenta de que no me llevé un chaleco, y Santiago en mayo no es
una ciudad que se deba recorrer en polera manga corta, pero si me
devuelvo voy a encontrar un departamento silencioso y me voy a
tener que enfrentar a todos los sonidos y recuerdos que dejé encerrados al salir sin una taza de té que me ayude a distraerme, así que
opto por entrar al primer negocio que encuentro.
Ahora estoy sentada en una cafetería intentando ahogar mi cerebro con ruidos nuevos. Se abre la puerta, entra una joven como de
Cecilia Gheza
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mi edad, o quizás más chica, se sienta, saca un cuaderno y se pone a
escribir, escucho el roce del lápiz contra la hoja, pero se detiene casi
de inmediato y no sigue, y desde ese momento el único sonido que
viene desde su lugar es el de la taza cada vez que la levanta y la apoya. Me gustaría que viniera a hablarme, necesito conversar con alguien, necesito una voz que se imponga ante los sonidos, las voces
son lo único capaz de captar toda mi atención, pero ella no se va a
acercar, nadie se acerca jamás y vuelvo a sentirme sola, y escucho a
Amalia haciendo un comentario acerca de mi costumbre de clasificar cada cosa que escucho y me pregunto si el mozo se demorará
mucho en darse cuenta de que estoy esperando que venga a la mesa.
Por fin vienen a atenderme y pido un café, y me divido entre
maldecirme a mí misma por elegir algo que sólo me ayudará a pensar más y preguntarme en qué momento mi voz cambió tanto, en
qué momento los sonidos a mi alrededor cambiaron tanto. Cuando todo empezó mi voz era aguda, escuchaba las ideas y sueños de
Amalia y conversaba con Antonio por horas, cuando estaba con
ellos yo dejaba de ser una voz y me convertía en persona; cuando
todo terminó mi voz estaba ronca, Amalia hablaba sin saber lo que
decía y Antonio estaba cada vez más lejos, y cada día hablábamos
menos y de él sólo me quedan dos sonidos y un montón de cosas
que nunca dije, porque yo decía “nos vemos mañana” cuando lo
que pensaba era “vuelve, conversemos, te extraño, ¿dónde estás?”, y
ahora con suerte soy una voz y tengo miedo todo el tiempo, y hago
lo posible para que Claudia, Magdalena, Pablo y Roberto no se den
cuenta y crean que soy como ellos, que estoy completa.
Me preguntó cuál habrá sido el ruido que trajo a esos dos a mi
cabeza de nuevo, pero no lo recuerdo, no lo sé, no puse atención,
llegó sin que me diera cuenta y ahora no sé qué hacer. Me preocu-
Ruido
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pé tanto de eliminar de mi orquesta los sonidos que pudieran recordármelos, de hacerme la sorda en los lugares de riesgo, y por un
momento de distracción estoy tomando un mal café y mi única
compañía es una niña sentada a dos mesas de distancia que nunca
se acercará a hablarme.
Intento recordar los ruidos del día, intento encontrar mi problema, y de repente mi cerebro es ruido, ruido, ruido, escucho al profesor explicando algo que no entiendo, escucho a Roberto pasando
las hojas de su cuaderno, escucho a Magdalena abriendo su mochila para sacar una tijera, a Pablo pagando las fotocopias con monedas de diez pesos, a Claudia chasqueando la lengua cuando el
profesor comenzó a repetir la explicación, a Roberto quitándome
mi botella de agua y sacándole la etiqueta, a Magdalena abriendo
su mochila otra vez para guardar la tijera, a Pablo despidiéndose de
mí en el metro y alejándose con pasos firmes, a Claudia despidiéndose apenas salimos de la sala y corriendo para ir a buscar algo, y
recuerdo que quería decirles “no se vayan, vuelvan, ya los extraño”,
pero me quedé callada porque nos veremos el lunes y no quiero
que me crean loca, y aún no sé por qué Amalia y Antonio están en
mi cabeza, y lo único que quiero es que Claudia o Pablo o Roberto
o Magdalena (o cualquier persona conocida) aparezca en este local
y me hable, que me cuente algo y apague todos los ruidos.
Pago el café y salgo. Comienzo a caminar muy rápido para vencer el frío y repito el camino que hice por la mañana en sentido
contrario, para ver si logro encontrar el ruido y eliminarlo, para ver
si así logro que mi cabeza vuelva a pertenecerme sólo a mí y a mi
desordenada música.
Llego al lugar en el que recordé por primera vez a Amalia y desacelero, comienzo a buscar y lucho contra los comentarios que ella
Cecilia Gheza
24
hacía, contra el recuerdo de su encendedor prendiendo un cigarrillo
tras otro, y cuando logro huir de eso pienso en una ducha de hotel y
en unos dedos pasando por mi pelo, y no es justo, no es justo, ya no
quiero pensar, tengo que encontrar el ruido y olvidarlo todo.
En medio del caos que escucho en este momento (bocinas, conversaciones por celular, pasos, el roce de las ruedas sobre el pavimento) está el ruido, lo sé. La voz de Amalia suena demasiado
fuerte en mi cabeza, sus palabras se repiten una y otra vez a pesar
de que nada aquí debería recordármela, por eso sé que estoy cerca.
Voy a encontrar el ruido, sólo necesito separarlo. No pudieron ser
los pasos, no pudieron ser los autos, tuvo que ser algo único y constante, algo capaz de sonar durante cinco horas seguidas en una calle de Santiago. Intento poner toda mi atención en lo que ocurre a
mi alrededor, y mientras más me sumerjo en el desorden acústico,
más lejos me siento de los comentarios de Amalia y de las despedidas de Antonio.
Doy unos pasos muy lentos y la gente me mira raro, debo verme
como una loca con el ceño fruncido y el cuerpo rígido, intentando
escucharlo todo. Creo que estoy a punto de identificarlo, sólo necesito concentrarme un poco más…
Suena mi celular y pierdo el ruido, el ringtone suena demasiado
fuerte y me desconcentra. Me demoro un par de segundos en comprender lo que está pasando y en ese tiempo Amalia vuelve a llenar
mi cabeza. Me da rabia y quiero llorar, puedo sentir mis uñas contra mi palma, mis ojos humedeciéndose. No es justo, pero igual
contesto el aparato, sin mirar.
–¡Hola! Menos mal que contestaste. Oye, nos vamos a juntar en
mi casa a las diez y de ahí vemos qué hacemos.
Me meto en una tienda para poder hablar tranquila y lo que si-
Ruido
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gue es una conversación de media hora en la que Claudia me habla
de todo y de nada, se ríe y me escucha mientras intento explicar
qué estaba haciendo antes de que llamara, y yo también me río y la
escucho contarme qué hizo en la tarde después de que nos separáramos, y la voz de Amalia no se escucha, porque Claudia grita fuerte y trae ruidos nuevos a la pelea, trae el golpeteo de sus uñas contra
la mesa durante las clases, trae sus pasos cuando se pone tacos, trae
el chasquido de su lengua cuando está aburrida, y de repente comenta que Pablo, Roberto y Magdalena también van a su casa y
ahora los pasos y voces de los cuatro están en mi mente, y escucho
a Pablo sacando monedas de diez pesos de su bolsillo, a Magdalena
abriendo y cerrando su mochila, a Roberto sacando la etiqueta de
mi botella de agua y pasando las páginas de su cuaderno, y ya no
escucho el encendedor de Amalia, ya no escucho a Antonio pasando sus dedos por mi pelo, ya no recuerdo bien esa ducha de hotel,
y cuando corto el teléfono mi cabeza sigue sin ser mía, pero al menos los nuevos inquilinos la están pasando bien.
Alberto Sánchez
Tercer Lugar Cuentos
1° año de Actuación
Cuando siente la necesidad de expresarse, Alberto escribe poesías.
Por eso resulta raro que justo haya
obtenido el tercer lugar con el
único cuento que había escrito en
su vida, en cuarto medio. Aunque
el personaje tiene otro nombre, él
dice que éste es un cuento basado
en su experiencia, en el Alberto de
hace cinco años atrás.
Le gustaba tanto el cuento
que lo tenía guardado como un as
bajo la manga, para utilizarlo en el
momento adecuado. Cuando supo
del concurso, les pidió ayuda a
unos amigos y lo editó. Al releerlo, se dio cuenta de cuánto había
cambiado en este tiempo. “Me
ayudó para reencontrarme conmigo mismo”, reconoce.
Alberto siempre quiso estudiar Teatro, pero el camino para
desarrollar su vocación no fue
fácil y antes pasó por Bachillerato y Psicología, donde encontró
las herramientas adecuadas para
prepararse a esta nueva carrera.
Como en el cuento, logró juntar el
valor para enfrentarse al sol.
La hora en que puedes
mirar al sol a los ojos
Ícaro se sentía sumamente decepcionado de sí mismo. Una chica
muy guapa le preguntó por una dirección, y en vez de acompañarla –que era lo que deseaba– sólo le dio instrucciones para llegar a
destino, en definitiva le faltó valor. De pronto se puso a recordar la
cantidad de veces en que había sido un cobarde, tal pensamiento le
llenó de abatimiento y cansancio.
Así se hallaba divagando frente a la ventana de la micro, cuando
de repente una luz muy poderosa logró sacarlo de sus pensamientos, era el Sol quien le enviaba un desafío.
Tal desafío consistía en una batalla de miradas, quien apartara
su mirada perdería el juego. Era obvio que Ícaro estaba en desventaja, el Sol era lo más grande y poderoso que él conocía, se decía
que quienes se quedaban mirándolo directamente, quedaban ciegos por tamaña insolencia.
–Sí, acepto –respondió con su mirada.
Mientras respondía, algo ardía en su pecho. Era el valor, ese valor que dudaba poseer. Ahora todo tenía sentido para él. No era
Alberto Sánchez
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que hubiera sido cobarde, lo había estado acumulando justo para
este instante, para poder dar esta colosal batalla, tal era su destino.
Y así comenzó la batalla, ambos partieron con una mirada poderosa, ninguno de los dos pensaba ceder. Sin embargo luego de un
par de minutos, una ligera ventaja empezó a notarse…
El Sol empezó a flaquear, escondiéndose en los edificios y volviendo luego a aparecer para seguir la lucha. Ícaro en cambio no apartó la
vista en ningún momento, y por lo mismo se hallaba muy fatigado.
No pensaba rendirse, la victoria era lo único que había en su mente.
El astro esperaba pacientemente el momento de dar el golpe de
gracia a su agotado rival, pero no pudo. El joven no cedía, no existía la duda en sus ojos, sólo voluntad. La estrategia del gigante luminoso se volvió en su contra, teniendo que retroceder de forma
cada vez más constante, siendo a la vez menores sus apariciones.
Ícaro estaba cansado, pero el Sol lo estaba aún más, tanto así que
su calor y su luz poco a poco disminuían su intensidad. El resultado a esas alturas era obvio y el gigante luminoso así lo entendió, retirándose de forma definitiva tras las montañas, no sin antes pedir
la revancha para el día siguiente, a primera hora, cuando su fuerza
y su poder estarían en su máxima expresión.
No basta con saber perder, hay que saber ganar también. Esta
vez él había ganado, y no a cualquiera sino al ser más grande y fuerte que conocía. Ya después de una merecida noche de sueño buscaría la forma de ganarle al día siguiente, pero eso sería mañana, hoy
nuestro héroe se sentía simplemente y completamente feliz.
La gente de la micro, con caras grises, no podía entender por
qué razón aquel muchacho mirando por la ventana reía tanto.
Macarena Rojas
Mención Honrosa Cuentos
Egresada de Periodismo y
2° año de Estética
Apenas aprendió a escribir, no
dejó de hacerlo. Desde los nueve
años que Macarena acumula cuadernos llenos de ideas e historias
inconclusas. Por eso, pensó en estudiar Literatura, pero su papá la
convenció de que la mayoría de los
escritores eran periodistas.
Su inspiración nace en el cine.
Le encantan las películas clásicas
de Ingrid Bergman y los mundos
imaginarios de Tim Burton. “Veo
algo específico y de ahí voy imaginando”, cuenta. Santiago mojado
surgió en un día de lluvia, donde
ella imaginó qué pasaría si el agua
no parara de caer.
Actualmente, Macarena es periodista y trabaja en una revista de
circulación nacional. Su meta es
escribir un libro algún día y dedicarse a la comunicación cultural.
Santiago mojado
La cosa es que un martes empezó a llover, y nunca más paró. La
gente pensaba al principio que era un cambio mundial del clima,
algo relacionado con la corriente de la niña, o una tormenta perdida y furiosa proveniente del Caribe que terminaría por inundar
toda Latinoamérica. La verdad es que sólo sucedió en Santiago de
Chile y en ninguna parte más.
Era mayo, y el día anterior había hecho tanto calor que más de un
niño se bañó en la piscina. En el último día de sol en Santiago no
pasó nada visiblemente interesante. Hubo 324 choques por alcance,
507 alumnos con un siete en la libreta y 168 nuevas mamás. Los
mismos hombres, las mismas mujeres, todos moviéndose en una ciudad misteriosa.
Las gotas comenzaron suave, garuando. El día estaba bonito por
la mañana, pero después de las doce cayó una neblina difícil de
atrapar. Primero eran como chispas, agua en forma tan pequeñita
que parecía rocío. Las horas apuntaban hacia el alba cuando comenzó el diluvio. Las gotas, pesadas como uvas, retumbaban
Macarena Rojas
32
contra los ventanales, contra los techos, contra los autos, pero en
las calles nadie sospechaba nada.
En el resto del mundo se hicieron estudios, investigaciones con
los mejores científicos, ganadores de premios Nobel, y cómo no, hasta el presidente de Estados Unidos quiso participar. Pero ni la NASA
ni nadie pudo explicar por qué en Santiago la lluvia había decidido
llegar para quedarse.
Los santiaguinos se acostumbraron rápido. Primero, todos hablaban de eso. Que quizás era por el calentamiento global, que era castigo divino, que el 2012 había llegado, que eran los primeros, pero
que después vendrían todas las demás ciudades.
Cuando se dieron cuenta que eran los únicos, la única ciudad
del mundo que llevaba meses y meses sin dejar de sentir gotas en
sus techos, que era verano y aún así la lluvia no paraba, dejaron de
hablar de ello.
En las tiendas no vendieron más sandalias, ni chalas de ningún
tipo. Las botas eran el último grito de la moda. Podías encontrar impermeables de todos los colores, con estampados y formas, pero con
el requisito intrínseco de que mantuvieran tu integridad seca. Los
perros tenían trajes especiales antiagua, y los gatos cada vez se hacían
más escasos porque ninguno sabía cómo nadar y los caninos tampoco les quisieron enseñar.
El turismo anduvo mejor que nunca, todos querían visitar la
ciudad de la lluvia eterna. Todos querían vivir en ella, y ya no comprar más autos último modelo, sino que botes, lanchas, hasta yates,
pero nada de un tamaño mayor, sino no cabían en las calles o en
los aparcaderos, y la multa que llegaría a tu casa sí que sería del
porte de un buque.
Pero un día el sonido acompasado de la lluvia dejó de sonar. Nin-
Santiago mojado
33
gún santiaguino podía creer que después de años de vivir bajo el paraguas tuvieran que botarlo a la basura. Muchos reclamaron, hicieron
protestas (como si el gobierno de turno pudiera hacer algo para que
lloviera) y hasta hubo una pequeña ola de suicidios.
Los botes comenzaron a quedar abandonados, tirados en las esquinas, junto a los impermeables y las botas. Pero la gente seguía llevando sus paraguas en los bolsos, “por si acaso se le ocurría al cielo
abrirse de sopetón otra vez”. Nadie podía sospechar que el inmenso y
brillante arco iris que salió unos días después de que parara la lluvia
sería la nueva atracción de la ciudad. Nadie podía dejar de hablar de
eso. Pronto dejaron de hablar de eso. Que rápido olvida la gente en
Santiago.
Juan Pablo Vilches
Mención Honrosa Cuentos
3° año de Letras Inglesas
Eran las tres de la mañana de una
noche de insomnio. Juan Pablo llevaba días dándole vueltas a la idea
de escribir un cuento para presentarse al concurso. Según él, no
podía ser que estuviera en tercer
año de Letras y nunca hubiese terminado un relato.
La falta de sueño trajo la inspiración. “Me interesa mucho ver
cómo el lenguaje influye en las relaciones humanas. El silencio, lo que
no se dice y, a la vez, puede decir
mucho”, cuenta Juan Pablo. Así dio
vida a Amaranta, una mujer que se
pierde entre las palabras.
“Era la primera vez que quedaba tan expuesto”, comenta
para explicar el pudor que le genera presentar sus textos. Sin
embargo, La Mortaja fue el primer
cuento que concluyó y, como tuvo
éxito en este concurso, le dio la
confianza para no parar de escribir. De todas formas, antes de
enviarlo, se lo presentó a su acotado círculo de lectores, que se
encuentra formado por sus amigos más cercanos y una profesora
de su facultad.
La mortaja
Es bien entrada la noche cuando Francisco despierta. Soñaba con
Amaranta que caminaba, a paso lento. Él la llamaba. Gritaba su
nombre, pero su voz parecía ser muda, como si las palabras se quedaran en su garganta y no encontraran el camino hacia sus oídos.
Ella ya estaba lejos, demasiado lejos como para alcanzarla. A Francisco le pesaban las piernas, estaba cansado. Exhausto. El reloj junto a su cama marca las 3:25 de la mañana. La oscuridad nocturna
interrumpida por una luz débil, proveniente del velador de Amaranta. Amaranta que no camina. Amaranta que mira silenciosamente por la ventana, como cuidando no despertar a Francisco.
No esta vez.
Francisco y Amaranta llevan dos años juntos ya. Cuando se conocieron, Francisco vio algo en su paso firme, que parecía no dudar,
en la forma en que sus ojos le sostenían la mirada, casi desafiándolo,
mientras ella le contaba sobre su magíster en Londres.
La idea de esa figura diminuta perdiéndose por las calles de Londres, absorbida por edificios monumentales contrasta ahora con la
Juan Pablo Vilches
36
imagen de Amaranta en su pijamas, con la mirada perdida, como si
lo que sus ojos ven estuviera más allá de la ciudad misma, en otra
dimensión.
Tan perfecta y tan frágil al mismo tiempo.
Esta no era la primera vez que Francisco se despertaba en medio
de la noche para encontrar a Amaranta en tales condiciones. La primera vez había sido hace más o menos un año. Y es que esa vez
Amaranta lloraba descontroladamente. Cuando vio a Francisco encender la luz, ella se cubrió los ojos con las manos, y con voz entre
cortada le pedía perdón. Hasta el día de hoy, hay veces en que Francisco se pregunta si aquél “perdón” se limitaba a ser una disculpa
por haberlo despertado, o si tal vez encerraba algo más, algo fuera
de su alcance, una disculpa que quizá algún día lograría entender
completamente. Aquella noche, Francisco había intentado todo lo
humanamente posible por calmar a Amaranta. Ese era un llanto distinto al que él conocía. No era el llanto al final de una película que
Francisco había observado tantas veces con un dejo de ternura,
cuando Amaranta estaba demasiado concentrada como para notar
lo expuesta que estaba. Pero fue entonces, hace un año, cuando
Francisco despertó en medio de la noche, cuando cayó en cuenta
que Amaranta nunca había estado realmente expuesta hasta ese momento, pero aún había algo que parecía escapársele. Algo que quizá,
pensaba él, cualquiera hubiera notado con tan sólo mirarla. Finalmente, ella había vuelto a dormir, mientras Francisco acariciaba su
cabello, sin preguntas ni respuestas, y con una mirada vacía.
La mañana siguiente, cuando ambos despertaron gracias al celular de Francisco haciendo las veces de despertador, exhaustos por la
falta de sueño, ninguno de los dos mencionó palabra alguna sobre
la noche anterior. Francisco quería preguntarle qué ocurría, si algo
La mortaja
37
andaba mal con ella, o con él, con ellos, pero en el fondo sabía que
era mejor guardar silencio, que esto correspondía a una de esas zonas a las cuales él tenía prohibido ingresar. Esa mañana de día lunes
en que ambos habían tomado desayuno en silencio había sido el
inicio de una rutina, en la cual Francisco conocía sus límites.
Francisco quería preguntarle qué ocurría. Pero la verdad es que
Amaranta no le gusta hablar. No a menos que sea estrictamente necesario. Eso lo había dejado en claro cuando Francisco le había preguntado sobre su novio anterior. Ella lo había mirado con ojos
sospechosos, y le había respondido con palabras escuetas, más bien
tiesas. Y desde entonces, implícitamente, ella había marcado los límites, sus lugares que estaba dispuesta compartir –los menos, y los
que eran exclusivamente de ella– casi todos. Francisco quería preguntarle qué ocurría.
–¿Qué ocurre? –Francisco pregunta, aún medio dormido. A pesar de que se ha vuelto una rutina, Francisco no deja de preocuparse, de pensar que algo anda mal con él.
–…
–Amaranta…
–Nada. –La voz de Amaranta parecía venir de muy lejos, casi inaudible, como si Francisco aún estuviera soñando, y Amaranta
siguiera caminando, sin prestarle atención.
–Por favor…
De las relaciones pasadas de Amaranta, Francisco sabía sólo de un
hombre, un nombre que se instaló amenazante en su inconsciente:
Damián. Hasta el día de hoy no sabía mucho de aquél personaje,
además de su nombre. Más de una vez había cruzado por su cabeza
Juan Pablo Vilches
38
la idea de investigarlo, de revisar la agenda de Amaranta en busca de
alguna pista que pudiera darle más información sobre este personaje
misterioso, que a veces lo perseguía en sus pesadillas, esas que hacían
que fuera Francisco el que despertara en medio de la noche, en plena
oscuridad, Amaranta durmiendo a su lado, su respiración aún audible a pesar de los autos que pasaban en la calle de abajo.
Otro de los lugares que Amaranta no está dispuesta a compartir
son sus libros. Ella tiene su propio estudio en el departamento, habitado sólo por un escritorio diminuto, sin gran personalidad, y
que parecía encogerse ante el único otro mueble en la habitación,
un estante de proporciones gigantescas, cubierto de principio a fin
sólo con sus libros. Libros en español, libros en inglés, libros en
francés, libros en alemán. Francisco tenía su propio estante también, mucho más pequeño y ubicado en el living del departamento, y por el bien de ambos ni pensar en dejar uno de sus libros en el
estante de Amaranta por error. Mejor dicho, por el bien de ambos,
ni pensar en entrar al estudio de Amaranta cuando ella estuviera
allí, leyendo o trabajando. A Francisco no era el estante lo que lo
intimidaba, sino más bien los libros que descansaban en él. A veces
había visto a Amaranta leer, cuando ella había sido lo suficientemente descuidada como para no cerrar la puerta, siempre con un
lápiz en mano. Francisco se preguntaba si aquél era un hábito mecánico, algo que la hacía sentir cómoda, o si tal vez escondía algo
más, un hábito más bien desafiante, autoritario, como si con el lápiz la historia estuviera en sus manos.
–Amaranta –la voz de Francisco la alcanza desde el otro rincón
de la habitación. Amaranta le da la espalda, pero logra ver su reflejo en la ventana, junto al de ella. Es una imagen rara, su rostro
La mortaja
39
desproporcionadamente más grande que el cuerpo de Francisco.
Una imagen que no funciona.
Amaranta nunca se ha sentido bonita. De pequeña había preferido los libros. Su conveniente tamaño le ayudaba a cubrir su rostro poco agraciado. Era una posición que le acomodaba, el libro
frente a su rostro, casi como un espejo. Con el tiempo, Amaranta
había aprendido a encontrarse entre las marcas negras en la página.
Sólo una vez se había arreglado a consciencia. Sólo una vez se había
sentido realmente bonita. Y es que Damián la hacía sentir distinta
a las demás cuando la miraba, él la hacía bonita. Amaranta aún trata de encontrar en Francisco esa mirada que logre hacerla bajar su
libro y hacerla despertar.
Aún recuerda la primera vez que vio a Damián. Más allá de su evidente atractivo físico, Amaranta vio en él algo más, vio en él cómo
dirigía su mirada hacia ella cuando levantaba la mano para comentar
en clases. Cómo se formaba en su rostro una sonrisa una vez que
Amaranta terminaba de hablar. Por primera vez en su vida, Amaranta se había sentido leída. Sin embargo, pasó mucho tiempo antes de
que Amaranta y Damián pudieran realmente conversar. Tres años
más tarde, cuando Amaranta decidió hacer su tesis bajo su tutela.
Amaranta era su única alumna. Amaranta aún recuerda las palabras de Damián, en los cafés que constituían sus reuniones de tesis:
“Siempre le comentaba a mis colegas lo brillante que eres”. Amaranta odiaba el momento en que aquellas reuniones terminaban, su
intimidad clandestina interrumpida, Amaranta odiaba cuando Damián decía que tenía que volver a su casa, que su esposa lo esperaba. Sin embargo, esos eran los momentos en que estaban más cerca,
pero no lo suficientemente cerca para ella.
Juan Pablo Vilches
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La tesis ya estaba lista, era la última revisión antes de entregarla.
Amaranta podía ver cómo Damián la miraba cada vez que levantaba la vista de su tesis, una mirada cómplice. –Está increíble. Si los
examinadores no te ponen un 7, están locos. –Amaranta sólo le respondió con una sonrisa–. Es tarde. Tengo que volver a mi casa. Mi
esposa ya tiene 8 meses de embarazo, así que en cualquier momento… –La sonrisa se le desdibujó rápidamente–. Está bien. Nos vemos el día del examen entonces. –Ambos se pusieron de pie, y
antes de que él pudiera decir algo, Amaranta se acercó tanto que ya
le era imposible escapar. Él se demoró en reaccionar, y cuando lo
hizo, Amaranta lo miraba con ojos expectantes a tan sólo unos centímetros de distancia.
–Nada. –La respuesta mecanizada que Amaranta ha aprendido a
darle a Francisco.
“Nada,” había dicho Damián un par de semanas después. –Entre nosotros no hay nada. Soy un hombre casado. –Amaranta no se
inmutaba y le sostenía la mirada, que esta vez no le sonreía. Amaranta sabía que eso era lo que él tenía que decir, lo que debía decir,
pero nada más. –Damián, por favor.
–Por favor. –Francisco ya no pide, Francisco suplica. Amaranta
se da vuelta, pero sus ojos simplemente no están allí, están mirando más allá de Francisco. Ella se dirige hacia la cama y se
sienta en su lado. Ya van a ser las 4 de la mañana.
Por primera vez, es Amaranta la que lo mira con mirada suplicante. Es ella la que le pide por favor. Le pide que no la haga recor-
La mortaja
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dar, que las cosas ya son demasiado dolorosas como están.
Amaranta le pide que no le haga recordar más. Las últimas palabras
de Damián aún haciendo eco en su cabeza: “No eres más que una
niñita caprichosa”. Por favor.
Francisco no había querido dejar que el pensamiento se formara
en su cabeza antes, pero ya era inevitable. Todo esto tiempo, con
sus libros, Amaranta había estado tejiendo su propia mortaja hecha
de palabras. Palabras que no le pertenecían, pero que ella se había
apropiado, que había grabado muy dentro de ella, y ahora ya era
demasiado tarde. Demasiado tarde para ella, para él, o para cualquiera. El único espacio que quedaba estaba destinado para las palabras. Francisco podía verla ahora, cubierta por las palabras, en
todo su cuerpo, atrapada por las palabras. Ya era demasiado tarde.
Amaranta había llegado al punto en que ya no se encontraba en las
páginas, sino más bien, se perdía entre ellas.
Francisco se levantó de la cama y salió de la habitación. Volvió a
los pocos minutos con una taza de té para Amaranta. Ella sabía lo
que venía, incluso lo entendía. Francisco se vistió, y antes de volver
a salir vio a Amaranta enredada entre las sábanas, que de a poco se
iban transformando en palabras, palabras que él nunca podría decir, palabras que él nunca podría ser.
Consuelo de la Torre
Mención Honrosa Cuentos
5° año de Filosofía
Siempre ha escrito poesía, pero
cuando supo del concurso, Consuelo decidió intentar con la
narrativa y escribir su primer cuento. Dice que fue por curiosidad,
por ver qué pasaba, sin tomarse
el desafío muy en serio. “Si participé en cuento en vez de poesía
en este concurso fue por una de
dos: porque, como ‘escritora de
poemas’, no me tomo en serio, o
porque definitivamente me tomo
muy en serio”, comenta. Lo que sí
merece seriedad, para ella, es la
literatura, a la cual califica como
“su mejor acompañante”.
Su primer cuento, “Schadenfreude”, resultó digno de la
mención honrosa. Pero, ¿qué significa? “Es algo así como el sentir
placer en la desgracia ajena. Un invento alemán, obvio”, explica la
autora. El relato está cargado de
ironía y sarcasmo, que según ella,
debió ser incluso aún más explícito.
Ella está terminando su
carrera de Filosofía, pero una pasantía en Estados Unidos hizo que
su egreso se atrasara. Si bien aún
no tiene proyecciones claras como
filósofa, asegura que pretensiones no le faltan.
Schadenfreude
El vino estaba hecho, su olor musáceo y humoso nos lo noticiaba,
penetrando las cáscaras podridas a que habíamos mutado entones,
incapaces de sentir nada en carne propia. Hice palanca con la punta del pie sobre la tamponada vasija de madera hasta que la tapa cedió, crujió, y se hizo a un lado con un caprichoso respingo. El olor
se intensificó y se volvió, al contacto con el aire, dulcemente putrefacto; eché una ojeada al macerado flotante y negro, a esos peces de
chamuscado terciopelo que flotaban en su interior como inmundas
algas, lánguidas y musgosas; tal era el aspecto de las oxidadas pieles
de plátano, enredadas entre sí, que morían en un charco pegajoso,
maloliente y descompuesto, color y textura de petróleo. Bret ejecutó una profunda y sonora inhalación, dejando resbalársele una sonrisa entre sus dientes carcomidos de caries, y me extendió, cojeando afanosamente, una coraza cóncava que usábamos a modo de
vaso. Entonces, sujetando el tanque con una mano y el cuenco con
la otra, introduje un pie en esa pez oscuramente laminosa de húmedo mosto, y la prensé contra el fondo bajo el peso de mi cuerpo,
Consuelo de la Torre
44
mientras el líquido me subía hasta la altura de la rodilla; entonces,
bajo el golpe de un calor torrencial que parecía hacerme burbujear
las erupciones de la nuca y los ampollados hombros, obligándome
a sudar como salvaje, hundí el cazo en ese elixir (con su pálido olor
a humo y miel) hasta hacerlo rebosar. Bebí el glorioso jugo, caliente como brasa, de un sólo trago y con una ansiedad tal que sentí vibrar y contraérseme toda la garganta, doblado ante el espectro de
un dolor agarrotante y asfixiador. Bebimos, yo y Bret, el jarro completo en pocos días, haciendo la separación de líquido y sedimento
bajo el emplaste creado por nuestras embarradas y pordioseras botas, reventando en nuestro cuenco, cuando lo había, un huevo crudo y gelatinoso, y acabando por chupar y machacar con desquiciada dentadura incluso el amargo y negro mucílago que había quedado de las cáscaras podridas de los plátanos. Luego Bret taponó nuevamente la vasija, encerrando su pegajoso tamizado interno y el fétido miasma, clavando y clavando sin mucho vigor, para luego enterrar el recipiente en la misma caverna en que ésta había hecho
fermentar la conserva de frutos que engendraba, a lo largo de más
de dos veranos. Y es que por entonces, cuando Bret, Gilbert, “Barbucho”, el general Rieux y yo pusimos los desechos orgánicos a
macerar ahí dentro, en ese escondite perfecto, en un día de calor
excepcional (había, incluso, dos o tres caballos militares mascando
los resecos frutos de un manzano, por allá, no muy lejos, donde ya
no hay más que tierra y ceniza), no teníamos duda –ni siquiera avivábamos la más ignota esperanza– de que, pese al interminable
tiempo de la guerra (que era el tiempo cíclico del infierno, el eterno
retorno de la tortura…), regresaríamos por el vino y celebraríamos,
gustosos, bebiendo el caldo de los fermentos del plátano.
Y volvimos por él. Pero la guerra seguía en curso (¡mierda! Lo
Schadenfreude
45
que había comenzado por Polonia…), así es, la Wehrmacht seguía
operativa, y gracias a los bombardeos relámpago escupidos por los
Stukas, de nosotros cinco (y casi podría generalizar: de nuestra división completa) sólo Bret y yo continuábamos con vida, aunque
yo ya me había quedado sordo y había perdido algunos dientes,
pues éstos, cada cierto tiempo, se habían ido deslizando por mi
lengua, podridos por acción de la fauna pestilente que habitaba mi
boca. Pese a todo ello, el hidromiel había surtido un efecto sobrenatural en nosotros: nos sentíamos renovados, rejuvenecidos y, en
cierto sentido, deificados por el poder de tal ambrosía. Las balas
nos atravesarían como un cuerpo atraviesa el agua, pero nuestros
tejidos, bajo una especie de regeneración instantánea, permanecerían intactos. Caminaríamos –Los Iluminados– entre la aureola flamígera de explosión de bombas, misiles, minas y ametralladoras, al
modo en que Moisés, el sagrado, hubo de hacerlo entre las aguas;
ningún cañonazo o estallido sería capaz siquiera de tiznar nuestras
pieles ni pelos; seríamos como los espíritus inmortales de la guerra,
deambulando por Paris como figuras del humo y del rescoldo que
invaden Francia. Estábamos borrachos y alucinados, y ése fue el estado de ánimo que adoptamos hasta los días finales de la guerra; yo
seguí siendo sordo y desdentado; Bret cojo y asmático, pero no envejecimos ni un sólo día; ninguna otra desgracia física ni mental
acaeció sobre nosotros, hueste inmortal (dúo, en realidad… La
Díada, molecularmente reestructurada, una bestia), les fauves
immortels…
Primero meses, después años pasaron desgarrándose en el tiempo: yo recibí una dentadura nueva y perfectamente blanca, y una o
dos operaciones en mi oído izquierdo lo hicieron nuevamente funcional. Desde luego este mítico veterano de guerra, con sus dientes
Consuelo de la Torre
46
perfectos y su ominosa condecoración, se casó con una mujer excepcionalmente infecunda capaz de darle, y a duras penas, tan sólo
una hija. Camille, contrastaba, y encima, pobremente, a mis ojos,
con la tropa de trogloditas parida por las mujeres que se sucedieron
en la cama de mi cojo compadre.
Camille, maciza de piernas y de ruda mirada, trabó temprana y
sólida amistad con uno de los primeros hijos de Bret, apodado del
mismo modo que su padre y a quien éste poco conocía, pues el
muchacho vivía con su madre: una enfermera que había atendido a
Bret padre durante los períodos duros de su cojera, cuando un dolor punzante parecía osificarle el músculo. A los pocos años Camille y Bret hijo, de complexión muy parecida a la del veterano, con
la salvedad de su angostura de hombros y la suavidad de sus manos
(que a diferencia de las callosas extremidades del padre, no habían
excavado hoyos en calentísimas tierras de combate, ni reptado,
obedientes, por entre cardos espinosos, estelas de vidrio y cortezas
de misiles), ambos parecieron destinados a unir nuestras sangres,
pero Camille, a sus dieciséis años, ya se había llevado a la cama a
tres de los hermanos de aquél, y éste no parecía siquiera inmutarse
con el susodicho nada-inocente altercado. Pero un día aconteció
un evento inesperado, que me dejó a mí y a mi compañero de trincheras más sorprendidos que las carnicerías de la guerra. Camille,
inspirada, me completó el cuento con esta introducción: Tomábamos café con pasteles –decía mi hija– en el café de nuestro amigo
Pierre en el Boulevard de Montparnasse, ese de los espejos que tú
conoces por el Brandy que sirven; Laurent bebía agua de Vichy,
mientras que Jeanne, Bret (hijo) y yo habíamos pedido cafés con
helado, entonces pasó aquello: la gran licuadora empezó a roncar
destartaladamente, y con un clok se destornilló la base redonda de
Schadenfreude
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fierro circulada de cuchillas, y no sé por qué artificio físico, ésta salió impulsada de golpe, al tiempo que el vidrio del recipiente caía al
suelo rompiéndose con un estruendo que empañó el impacto que
el artefacto fue a dar en el pecho de Bret, abriéndoselo con un corte limpio, como si partiera la carne de un melón. La camisa se le
deshizo de la piel, escurriéndose por la silla, y su sangre, resinosa,
comenzó a emanar en forma fluida, rociándole las inmóviles piernas. –Entonces papá, –seguía contándome ella con voz espantada y
frenética a la vez–, pese a todo lo horrendo del suceso, un médico
saltó de entre la gente que se había acercado (¡morbosos!) a nosotros, y se puso a inspeccionar el pecho de Bret, y sabes… ¡Tenía pechos de mujer! ¡Todos los vimos!
Es decir: todos menos Laurent, que cuando reparó en la mortal
herida de Bret, se levantó con un gesto de su habitual repertorio de
elegancia, se enfundó, impecable, en su chaqueta y salió de allí
tranquilamente, sin decir una sola palabra. Camille parecía horrorizada y entusiasmada por lo ocurrido, pero yo no pude contener la
risa que parecía nacerme del estómago mismo; todo aquello era tan
absurdo que, cuando Bret padre consultó a la enfermera, ésta le
confesó que, en efecto, su hija era mujer, y que “Bret”, en ella, era
tan sólo el diminutivo de Bretagne. Como fuera el caso, el asunto
es que Bretagne murió con uno de sus pechos mutilado, como era
costumbre en el arcaico ritual de las amazonas del Ponto, esas mujeres-hombres que guerreaban como bestias, atravesando a sus contendientes con la mortífera hybris. Por su parte, Laurent, amigo
común de mi hija y de Bretagne, pareció vivamente afectado por la
muerte de esta última, pero ninguno de nosotros pudo prever que,
el día en que Bret y yo celebrábamos anualmente nuestra milagrosa
supervivencia a los peligros de la guerra, cada año con un mejor,
Consuelo de la Torre
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más refinado y perfeccionado vino de plátanos, Laurent (mientras
nosotros éramos bañados por el olor ligeramente vainilla que vomitaban los tanques de nuestra ambrosía) habría de pasar por cuchillo
a Pierre, el dueño de la cafetería de los espejos. En medio de toda
su clientela. Bajo el silencio mecánico de la, recientemente adquirida, máquina de hacer helados que vino a reemplazar la vieja y resonante licuadora, sí, esa licuadora que hizo sangrarle el corazón a
Bretagne y –secretamente– al propio Laurent. Aquel funesto día,
como ocurrió también hace poco más de un año, todos y cada uno
de los espejos reflejó la sangre; pero esta vez lo que mostraron fue
un baño de sangre, un torrencial salpicadero escupido espasmódicamente por la garganta seccionada de Pierre, que había sido convertida ahora en una sensacional regadera. Sin embargo, todo esto
fue sólo el comienzo. Esa tarde nosotros sorbíamos los dulces sopores del vino, a una cantidad de meses desde lo de Bretagne y completamente olvidados de él/ella, a quien, por cierto, Bret padre
jamás lloró; mientras Camille, la piel semidescubierta y sonrosada,
bailaba sensualmente con otros hijos e hijas de mi amigo; y mientras el elegante Laurent, quien sí recordaba a la misteriosa Bretagne
(a quien, después de todo, quizás recordaba sólo como el misterioso Bret, de manos suaves) bañaba todo un pelotón de gente en los
dulces sopores de la sangre y la justicia; o del sangriento ajusticiamiento; o de la venganza ejecutada, pero, no obstante todo ello,
cometía un crimen que sólo él consideraría justificable. Por eso, entonces, el joven, con su habitual gracias y sus asociaciones rápidas,
se dio a la fuga dejando, a su huída, el escándalo en boca de todos,
y todas las lenguas contaban atrocidades distintas, de modo que
sólo en un punto estaban de acuerdo: Laurent, racionalista como el
más, refinado, aciago sobre todo, y de filosófica altura, debía haber
Schadenfreude
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sido, como todos esos elegantes pseudointelectuales que habían
aflorado en la Paris de la posguerra, un pervertido puerco homosexual, bisexual, o la patología cualquiera que pudiera envilecer su
imagen con mayor, valga la –irónica– redundancia, vileza. Ya nadie
se acordaba de que Bret era una muchacha (aunque, a decir verdad,
lo más seguro es que ni Laurent lo hiciera; quizás, incluso, jamás
haya llegado a saberlo); ya nadie se acordaba de que el pervertido
intelectualoide y malnacido de Laurent era tan sólo un joven de
dieciséis años; ya nadie daba importancia al hecho de que había
ocurrido un horrible y visceral asesinato en un aclamado, y cotidianamente visitado, café de Montparnasse. Después de los estragos
de la guerra, y en el estado de euforia, de desmoralización, de ceguera y de superficialidad en que la gente había decidido continuar
con sus vidas, ¿qué significaba un asesinato? Yo y Bret, en los años
que precedieron al, para nada circunstancial, hallazgo de nuestra
pócima, de nuestro grial, de nuestro qué-se-yo musáceo y filosofal,
habíamos matado a cuánto ser de sangre caliente oímos palpitar
dentro de nuestro radio, sin embargo ¡Laurent sólo había matado a
uno!, y con un motivo tan firme que, aunque quizás injustificado,
llevaba fermentando, cuajando, en su mente durante más de un
año… Un motivo rebosante de significado, que eclipsaba completa
y absolutamente lo que fue una vez nuestra mecánica y repetitiva
reacción de aniquilamiento. Sí, es cierto, Laurent era un racionalista; nosotros éramos cercanamente acéfalos, borrachos de cabo a
rabo, y sin embargo fuimos condecorados con la victoria gracias al
patriótico favor que ejercimos eliminando cientos de seres humanos, humillados bajo la material, sobre todo burlona, sonrisa de la
Schadenfreude alemana –ese delicioso placer que sólo nace, que sólo
puede nacer, del sufrimiento ajeno– (antes de volvernos egoístas,
Consuelo de la Torre
50
apátridas sicofantas, por supuesto; cuando no creíamos subestimar
la Línea Maginot; cuando las divisiones Panzer nos parecían la octava maravilla de doctrina militar que no podía menos que esperarse del espíritu germánico; cuando los ingleses, bajo toda señal, aún
compartían nuestro grandilocuente pirronismo, etc.); Laurent fue
autoexiliado, incriminado como el más despiadado psicópata de
nuestros tiempos, como un despiadado salpicasangre, cruel hijo del
demonio, vade retro me Santana… ¡Y resulta que casi no quedaban
franceses de tan inocente y buen corazón como Laurent!: un genuino elogiador de la justicia, más valiente y vigoroso, más justiciero
que todos los bastardos depravados, narcisistas, endiablados soldados –y descendientes de soldados– que engendró y parió esa madre
terrible que llamábamos, con temeroso respeto, La Guerra.
Sí había o no, en verdad, algo o alguien contra quien hacer justicia en el caso de Laurent, ello no da con el corazón del caso, que es
el hecho de que Laurent tomó la justicia en sus manos: eso es lo
que había de genuinamente humano, o aun: eso es lo más genuino
siempre (no lo más civilizado, pues ¿qué es “lo civilizado” sino el
ceder a la justicia para que ésta se convierte en un conjunto de leyes
supuestamente objetivas? ¿Qué es, sino el ponernos al servicio de
esas leyes ficticias, del poder que las aplica, renegando de nuestra
individualidad en orden a servir a la especie? La civilización es la
pura expresión, salvaje, irracional, inhumana, del instinto, que alcanza su mayor despliegue en la Guerra; en la monstruosidad de las
guerras, ¡se trata de una perversión!, nos hemos pervertido a nosotros mismos… Pues, una y otra vez se ha disfrazado de justicia la
Schadenfreude alemana).
La civilización nos ha pervertido, nada, sino la exclamación del
pueblo, demasiado ruidosamente –equívocamente– extrañada del
Schadenfreude
51
asesinato de Pierre, y yo –olvidado ya del insignificante de Laurent– reviví todo el espanto desfasado de la guerra, con sus ideales
de justicia (de todo lo que recibía el mismo áureo (agrio) nombre
de ‘Justicia’) materializados en el momento, y bajo la inmensa rapidez, con que los círculos de aire trazados por las polillas de Hitler
evolucionaron en los prepotentes discos de fuego de la Wehrmacht,
en los mortales sobrevuelos de la blanquecina Luftwaffe. Mientras
que yo y Bret, y también los otros, todo el tiempo despidiendo un
fuego justiciero por los ojos –y que entonces comenzaba a flaquear– fuimos los que nos pusimos a aletear, imperializados, en
esas pantanosas líneas de bombardeo: cavamos trincheras cual lagomorfos, y allí nos encandilaron los relámpagos, los hambrientos relámpagos germanos (¡los rayos de Hitler!), quienes se habían
embocado en una divertidísima caza del conejo (y de un conejo
borracho, despojado de artimañas, falto de rasgos arianos que lo
hicieran tan intocable como el conejo de Carroll). Nos masacraron
allí (incluso nos metieron en sus malditos calderos, en sus Kessel,
¡conejos asados!), en Sedán, las Ardenas… Ni siquiera sospecho
cómo sobreviví a todo ese pantagruélico festín de conejo y su esparcimiento de sangre; Camille solía preguntarme qué se siente el
que caigan bombas a pocos metros de donde uno se encuentra y yo
no me decidía entre inventarle –bruto, como el que soy– que “era
como ver las fauces de la muerte abrirse ante uno” o si confesarle,
con la mayor sinceridad posible, que todo ello “se parecía mucho a
una experiencia cinematográfica”. Uno tiene que burlarse.
Juan Carlos Cortés
Mención Honrosa Cuentos
3° año de Letras Hispánicas
Lo suyo es la literatura erótica, ya
que según él, a nadie le es indiferente. “Me cuesta comprometerme
con cosas que no apunten al cuerpo”, explica Juan Carlos, y luego
agrega: “Asumo la sexualidad como
una instancia de creación”.
Escribe siempre en primera persona, aunque no todo sea
vivencial. “Me gusta que la gente lea mis cuentos y piensen que
me conocen”, apunta el joven que
a los 17 años ganó un premio Roberto Bolaño, y en 2010 se hizo
triunfador en los Juegos Literarios
Gabriela Mistral.
Actualmente, es editor del
colectivo literario Pornotopía, y
colabora con la revista Deriva,
donde escribe sobre distintas visiones de la ciudad. Entre sus
temáticas recurrentes también
destacan sus historias de zombies.
El cuento que aquí se presenta
es parte de un conjunto de 12 relatos, llamado Todos los hombres
son todos los hombres, que espera
algún día publicar. Aunque no hay
apuro, porque antes prefiere presentar su segunda novela, Tierra
de nadie.
Todos los hombres son
todos los hombres
Registro frente a la cámara web:
Ya ¿Que qué suelo hacer yo? Me quedo en mi pieza tomando
cualquier cosa que contenga alcohol y que haya sobrevivido algunos
fines de semana en el refri, ya sabes, bebidas aguadas y tan solas como
yo, cansado de tanto hacer zapping, de hablar con polacas, suizas y
francesas por cámara como si tuviesen algo interesante que decirme
(Nice shirt! I bet you look better without it!). Es agradable poder hablar
en español de vez en cuando, ¿sabes? Verás, me quedo aquí con los
ojos vidriosos, la página porno que ya no le dice nada a nadie, el
miembro adolorido de tanto menearlo y la guitarra ya sin cuerdas
que yace en el piso con expresión álgida como si intentase hacerme
entender lo que en realidad yo siempre he sabido, que tan sólo a
unos quince minutos en metro o en auto estará ella, alguna anónima
minita, tal vez parecida a ti, sacándose el vestido ante unos ojos lejanos y atrevidos, unos ojos y un pene orgulloso y con cara de sabiondo a fuerza de costumbre. Siempre los hombres se acostumbran, es la
maldición de la Naturaleza, siempre los hombres se acostumbran.
Juan Carlos Cortés
54
Pero como te iba diciendo, ese pene orgulloso podría ser limpiamente cercenado ahora mismo si no me quedaran cigarros que fumarme o si no tuviera una linda radio llena de discos o si no te
tuviera a ti ahora en mi pantalla. Esos pensamientos tengo, ¿sabes?
Minas y crímenes de sangre. Eso es todo. Ni siquiera sé qué sentido
tendría cercenar el pene (cercenar, qué bonita palabra) de mi anónimo e imaginario rival. Supongo que en realidad pienso en eso
para no pensar en la mina que está con él y no entrar ya derechamente en el pánico. La soledad te vuelve homicida, ¿sabes?, loco y
homicida: me pregunto desde cuándo comenzamos todos a estar
tan solos, tan solos.
Yo no siempre fui así, a que no lo adivinabas. No, no. Antes yo
tenía una noviecita y los viernes me los pasaba con ella echados los
dos en su cama, ya sabes, hablando, follando de vez en cuando, viviendo a base de bocadillos. Buena vida, flaquita, buena vida. Me
acuerdo de que hasta estaba en forma, claro. Me separaba de ella y
salía a trotar o al gimnasio y volvía a casa con la mente despejada y
lista para dedicarme a algún libro o alguna cosa de esas que uno
hace, ¿eh? Como para no creérselo, sí, sí, si hasta puedo imaginarme una banda sonora de fondo Raindrops keep falling on my head
lalalarala, etc etc. Pero claro, verás, amiguita, esas cosas no duran
mucho. O duran pero uno se acostumbra y todo se va a la mierda
siempre. Si en el fondo lo único que nos queda es estar solos, pero
desde cuándo, me pregunto, desde cuándo estamos tan solos. En
mi caso, ella cortó conmigo. Así, sin más: me pateó, me desechó,
me expulsó. Un día llegó y me dijo que estaba aburrida. Me dijo:
–Estoy aburrida. Creo que ya no debemos seguir juntos.
–¿Estás segura o sólo lo crees? –le dije.
–Segura.
Todos los hombres son todos los hombres
55
–Si estás tan segura, está bien, nena –le dije–. Anda, muéstrame
tus pezones, nena.
–¿Que te muestre mis pezones?
–Sí, sí –le dije–. Nunca había visto unos pezoncitos tan rosados
y paraditos. Anda, una última vez.
–Haces que a una le gusten estas tonteras tuyas. –me dijo. Y yo
pude ver en sus ojos una cuota de arrepentimiento, sabes, una rapiña de deseo, por un momento tal vez incluso pude ver unas gotitas
de cariño. Y me encantaría contarte, flaquita, que lo que sucedió
después fue una salvaje sesión de sexo de despedida (¡el mejor tipo
de sexo!), uno de esos follones espectaculares en los que te preocupas de dejar una huella en cada centímetro de su piel y en los que
tal vez le dices algo así como vas a echar de menos esto, putita linda, vas a extrañarlo, y después tal vez terminas llorando en sus brazos, acaso aún sin correrte. Pero por esta vez no quiero faltar a la
verdad, compadrita, lo siento, lo cierto es que ella dijo a continuación: –Por eso no serás nunca más que una maldición. –Y eso, amiga mía, se la baja a cualquiera. O tal vez no a cualquiera, pero a mí
sí. El hecho es que la dejé que se fuera tranquilita sin el follón final,
tal vez única razón (¡ay!) por la que vale la pena entablar relaciones,
sí señor.
¿Sabes? Una vez, con ella, antes de que termináramos, encontramos un gatito –un gato, ¡qué me pasa! Bueno, encontramos a este
gato, que era, en realidad, un cachorro de gato. Una criaturita de
no más de tres o cuatro semanas en este mundo. Pobre, me acuerdo
que pensé, tres semanas y ya está solo, pensé, más encima es feo.
–Nadie lo va a recoger, –le dije a mi en ese entonces novia–. ¿Y por
qué no? –dijo ella–, es tan lindo; deberíamos ver si a alguien de por
aquí se le perdió, lo deben extrañar. –Así que lo tomó en brazos,
Juan Carlos Cortés
56
sacó algunas cosas de su bolso y, acto seguido, metió al gato allí. Y
partimos entonces a tocar timbres con el gato asomando la cabeza
por la boca del bolso con cara de un rotundo y confundido miau.
En ningún lugar parecían extrañar al feo gato. Aunque muchos
de los vecinos lo habían visto la noche anterior jugando en alguna
esquina. Solo y jugando, pensaba yo, solo y jugando. “Algo tenemos que tener en común”, le dije al gato. Él me respondió con una
rascada de oreja. Mi novia dijo que le gustaría quedarse con el gato,
que de hecho le gustaría mucho, pero que en su casa no se podía.
Se hizo tarde y la nenita cansada dijo que lo podría cuidar por una
noche, pero que si no le hallábamos hogar al otro día tendría que
dejarlo en cualquier parte. Nos despedimos y yo me quedé viendo
cómo se alejaban lentamente los dos. Ella dándome la espalda y el
gato asomando su cabeza con sus ojos fijos en mí. Y me pasó una
de esas cosas, tú más o menos me conoces, ¿no?, me puse como
nervioso y decidí terminantemente que tenía que encontrar la casa
de ese gato. Así que puse unos carteles y avisé por aquí y por allá y
al otro día ya nos estábamos dirigiendo a entregar el gato a su legítima dueña (una joven que, ¡cómo me encantaría poder omitirlo!:
estaba muy buena). Y ¿sabes lo que pienso ahora? pienso que haber
devuelto ese gato fue un gran error, viejita. Pienso ahora que si no
me quedé con mi novia, al menos podría haberme quedado con ese
gato que de seguro ahora está grande y merodea nocturna y solitariamente por los entretechos del barrio. Y puedo ver ahora mismo,
¿sabes?, si me lo propongo, puedo ver como en una foto en sepia la
imagen de mi en ese entonces novia dándome la espalda con el gatito en el bolso mirándome y las luces de la ciudad que le dan en
los ojos y me advierten que ya no más, que ya no más tendría que
quedarme solo.
Todos los hombres son todos los hombres
57
Demás está decir que al poco tiempo pasó lo del quiebre y yo
comencé a pensar estas cosas, crímenes de sangre y sexo, crímenes
de sangre y sexo y quizá música de vez en cuando.
¿Y sabes a qué me recuerda todo esto? Tengo una amiga, o una
conocida en realidad, en fin, una compañera en la facultad, una
compañera muy triste aunque creo que no se da cuenta, ¿me entiendes? Bueno, ella dice que si de ella dependiese, haría que todo
el mundo fuese feliz y color de rosas. Y yo pienso que debe ser muy
miserable para querer eso, ¿sabes? Feliz y color de rosas. Para empezar, en mi caso personal, si yo fuese lo que se dice feliz no escribiría
nada y no tendría con qué ganarme el pan. Lo que en cualquier
caso me llama la atención de su frase es que yo me pregunto qué
pasaría si no conociéramos el color de rosas y qué me habría pasado
a mí si no la hubiera conocido a mi ex, incluso qué me habría pasado si me hubiera quedado con el gato. ¿Qué me dices tú, ah? Yo
creo que no pasaría nada, que habría otras cosas, como el olor de
rosas o la sensación de rosas, no sé si me sigues. ¿Qué me dices tú,
ah? Sí, sí. Bueno, espero no haberte aburrido. Es bueno saber que
estos sitios web sirven para algo más que mostrar el pubis. Sí, sí.
Vamos. A ver qué te aparece en la próxima ventana. De seguro un
desesperado más para los que se inventaron las comunicaciones.
Seguro el amor de tu vida, sí, seguro. Mucha suerte con eso.
Sanndy Infante
Mención Honrosa Cuentos
2° año de Letras y Literatura Hispánicas
Comenzó a escribir a los seis años,
relatando las vidas de los perros
que conocía en la calle. A los siete
años, ganó un concurso nacional
de literatura infantil y de ahí no ha
parado. “Es como entrar en otra
dimensión de mi persona”, explica Sanndy Infante.
Le interesa escribir sobre
la sociedad actual, y respecto
a su forma de ver la relación del
hombre con el mundo. En cuarto
medio, escribió su primer libro,
Morir de amor. Tardó justo un año
en escribir las 400 páginas que aún
no sabe si algún día publicará.
Bajo el seudónimo de Aurora
Veden, un juego de palabras que
mezcla a la diosa griega Eos con
la figura del poeta Vicente Huidobro, Sanndy firma sus cuentos
y poesías. Actualmente, además
de estudiar Letras, planea seguir
el camino de la Filosofía.
Tarde de una lagartija
Caminando me di cuenta que sonrío con menos frecuencia. Y por
más absurdo que pueda parecer, me preocupé un poco: no tanto
por un egocentrismo inconcluso del cual sin dudas soy prisionera
desde que llegaste, sino porque me he notado que soy fría. Sí, triste
y fría como una lagartija. Y precisamente como aquel reptil porque
mientras iba caminando por la calle le corté la cola a uno con el
taco de mis zapatos nuevos.
Me senté en una banqueta y encendí un cigarro: observé que iba
tarde, cmo de costumbre, pero me da lo mismo. Mientras lo fumo
y veo cómo se va consumiendo pienso en lo culpable que me siento por haberle quitado la cola a ese pobre animal: ¿qué derecho
tengo yo para despojarlo de uno de los placeres más grandes que éstos tienen? Recuerdo a Paul, mi perro, y mi memoria evoca su imagen efusiva moviendo su pequeña cola con la cual demuestra su
afecto a mi persona… o quizá, somos tan poco evolucionados y antropocentristas que no apreciamos esos pequeños gestos de cariño:
necesitamos de grandes hechos o palabras rebuscadas para expresar
Sanndy Infante
60
lo que nos embarga. Probablemente, si algunas personas tuviesen
algo de Paul, la vida sería mejor y, por lo demás, sonreiría con más
frecuencia.
Se terminó el cigarro y la lagartija ya se fue… o quizá es que
simplemente me olvidé de ella y su cola: ese aspecto, viscoso y desagradable, no puedo negar que algo me repulsa. Pero da lo mismo,
es sencillo joderle la vida a alguien: se la acabo de truncar por accidente a un ser sin siquiera haberme hecho algo para que tuviese yo
un motivo aparente como excusa; lo hice y punto. Así, como un
niño pequeño que en un acto de curiosidad –o maldad– le corta la
cola a una lagartija en el jardín de su casa, la vida nos hizo encontrarnos entre tantas personas en el planeta. Es bastante absurdo que
esté acá, sentada en una banqueta en medio de un parque en una
ciudad con más del cuarenta por ciento de la población de un país
pensando en una cosa tan nimia como la cola de una lagartija…
pero es que descubrí algo: tú y yo, somos una lagartija.
Estamos destinados a odiarnos y amarnos, a repelernos y reencontrarnos, a buscarnos y desaparecernos el uno del otro: tal como
la lagartija y su cola, todo bajo el patrón frío y desolador que enmarca una situación tan particular como ésta. Y dentro de dicha frialdad, he concluido que le vendí mi sonrisa al diablo a cambio de
puros dolores de cabeza. Recuerdo perfectamente cuando te conocí
y cómo, pero jamás pensé en todo lo que conllevaría aquello: te volviste más que un pretérito, te volviste una constante en mi vida. Y
por más trivial que pudiese parecer, el asunto es que estamos completamente destinados a una interdependencia extraña: yo de ti, por
tus caras de perro apaleado y tus palabras precisas cuando suplicas
regresar; tú de mí, por ser yo la primera y única mujer que has amado en tu vida. A veces, me gustaría que las lagartijas pudiesen estar
Tarde de una lagartija
61
sin cola porque probablemente las haría más ágiles o algo parecido,
qué sé yo. Pero no se puede, su cola se regenera como mecanismo de
defensa.
Probablemente me he vuelto más fría dentro de todo: no me dejo
embaucar por cualquiera y sin embargo en más de alguna ocasión
me pregunto “¿y qué tal si…?”, pero a todos les falta algo de ti, sea
positivo o negativo. Empiezo a hacer dibujitos con la punta del zapato en el maicillo, ya son casi las seis y media de la tarde y no alcancé a llegar, no importa, de todos modos sé que habrás de
regresar… siempre lo haces. Me conoces tan bien como a ti mismo
y quizá mejor, así como yo te conozco a un punto tal que no necesito estar ahí para verte mirando ávido, por si quizá en algún recoveco
del terminal, aparece mi sonrisa triste, vendida, manchada, zurrada.
Enciendo otro cigarro y me doy cuenta que pienso disparates…
no importa: el cobijo de los árboles y el humo que exhalo de mis
labios recién pintados de rojo son mis mejores confesores. Si le
cuento todo esto a Paul me mirará y me moverá la cola, me responderá con cariño –algo que pocas veces haces tú– y seguirá mirándome, con esos ojos inmensos que tiene, que me encantan. Creo que
me encantan porque se parecen en algo a los tuyos cuando te acaricio el cabello, cuando te beso en la mejilla o cuando te digo que te
quiero. Y puedo presuponer pones esos ojos por lo que me costó
decirte te quiero por primera vez. Es triste haberle vendido la sonrisa al diablo en el momento en que te conocí: se la vendí porque
desde ese entonces no sonrío más si no es por un fugaz “te amo” de
tu persona. Y aunque sé, con frecuencia lo sientes, no lo dices y me
privas de sonreír… porque una lagartija sin su cola no tiene motivo
aparente para esbozar una risita, un gesto espontáneo del cual eres
dueño. Miro mi reloj de nuevo: un cuarto para las siete. En este
Sanndy Infante
62
momento te estás yendo en el tren y delirantemente me hubiese
encantado que de la nada aparecieras ahora, detrás mío y me dijeses: “hola, me quedo”. Sé que no lo harás, pero si tengo la certeza
de que volverás.
Me levanto y sigo caminando, pienso en que quizá fue mejor el
que no te fuese a despedir, de aseguro me habría dado pena y hasta
quizá hubiese llorado… algo que no me gusta hacer delante de ti
por mi orgullo caprichoso: si te vendí la sonrisa, déjame al menos
el llanto. En eso, veo a un joven parecido a ti y pienso en que te
dejé ir, se me corre algo el maquillaje pero no me importa, a estas
horas de la tarde ya está oscuro porque es invierno, así que a nadie
le parecerá extraño. Voy hacia el metro y me pregunto qué fue de la
lagartija –nuevamente– y decido regresar: comprobar si por esas
casualidades de la vida es posible que dicho reptil viva sin su cola,
tal como deberíamos hacerlo tú y yo: cada uno por su lado y acá
nunca ha pasado nada. Un día, me acuerdo, me dijiste que querías
volver a conocerme y partir de cero; yo te mandé al cuerno. Estoy
empezando a agotarme de tanto mirarte a los ojos.
Vuelvo a la banqueta y hay un par de muchachos besándose de
una forma tan grotesca que me dan unas ganas irremediables de
decirles que existen unos sitios más íntimos para interacciones de
parejas a ese tono, sin entrar en detalle. Diviso que el zapato escolar
del muchacho tiene parte de la lagartija, y puedo vislumbrarlo claramente gracias a un foco de luz que había junto a la banca. Le
pido que levante el pie y ambos escolares me miran extrañados:
además de interrumpir su momento de apareamiento público del
día, les pido que se muevan. Veo que él ha pisado a la pobre lagartija. Me pregunta si se me perdió algo y lo pienso dos veces: no,
nada, gracias… oye, pisaste una lagartija.
Tarde de una lagartija
63
El tipo se asquea un poco pero no pasó un segundo de que me
volteé para que su mano fugaz se posara sobre el corazón de la chica… o más bien, lo que corporalmente corresponde a dicha zona
del cuerpo.
Seguí caminando en dirección al metro, con algo de pena: pobre
lagartija, que desgraciada fue, primero la despojé de su cola y luego
la pisó un sujeto desmesurado por la vehemente pasión adolescente. Murió lejos de lo que quería y no hay nada peor que eso… me
pregunté si por casualidad siento se me perdió algo y creo que tengo la respuesta. Cambio de planes, tomo una micro y a pesar de
que me siento algo indispuesta, estoy completamente decidida.
Me bajo a los 20 minutos y cruzo al terminal… no te veo, de
aseguro ya no estás, te fuiste, tomaste un tren y a pesar de que puedo presentir que puedes volver (algún día) me queda la incertidumbre fatal: me siento desnuda, una lagartija sin cola, un sueño
partido en dos, una mona lisa sin risa y sin pintura.
Me siento en una cafetería y pido un cortado: dos de azúcar y
sin soda… me pongo a llorar. Me aflijo como una niñita chica a la
cual se le ha perdido su juguete favorito o, peor aún, su mamá o su
papá, su casa, su dirección y su nombre: una niñita chica sin nada,
anónima completamente.
–Hola… –escucho tras mío. Me volteo paulatinamente, muerta
de susto y algo ansiosa. Eres la imagen perfecta: tú y tus maletas,
acá, en un triste café de un terminal de trenes en medio de la inmensa ciudad, a un cuarto para las ocho de un día de semana.
–En una capital con más de seis millones de habitantes, me vienes a encontrar acá.
–Eso es lo menos romántico que alguien puede decir en este momento… quizá por eso es que te amo –y me sonreíste, devolviéndome
Sanndy Infante
64
mi risita subastada. Me paré y te abracé. Tengo tu olor tan presente
como cuando te conocí… te vuelves esa cola que se regenera, esa
lagartija abrazada a su cola regresada.
Luis Alberto Croquevielle
Mención Honrosa Cuentos
1° año de Ingeniería Civil
Alberto jamás pensó que lograría una mención honrosa. Si bien
siempre ha sido aficionado a la
lectura, nunca antes había escrito un cuento. Había intentado
escribir, pero se perdía en el camino y no sabía cómo continuar.
Hasta ahora, su mayor acercamiento con la creación literaria
habían sido los poemas de que le
dedicaba a su mamá para cada
cumpleaños y las felicitaciones
que le daba su profesor de Lenguaje en el colegio cuando presentaba
un ensayo.
Fue en un viaje a Disney, junto
a seis de sus nueve hermanos menores, cuando vio un video sobre
Canadá que llamó tanto su atención que logró inspirar su primer
cuento. En el Epcot Center de Orlando, él reparó en una publicidad
que partía con la imagen de Canadá nevada por completo.
Cuando supo del Concurso Literario UC, decidió buscar un tema
y retomó aquella fría imagen.
Para no repetir experiencias fallidas de redacción, esta vez planeó
la historia en su mente antes de
escribirla y le agregó su detalle
favorito de la literatura: un final
sorprendente.
Canadá
“Canada: big, white, and very, very cold. Here, in the big white north,
it snows twenty four hours a day, every day of the year…” 1 Epcot, un
parque temático de Walt Disney Resorts, era el lugar donde se encontraba el pabellón turístico de Canadá en el que había visto aquel
video que ahora acudía a su mente. ¿Había sido allí? Al menos, eso
creía recordar. La verdad es que no podía pensar con claridad, y la
cabeza le daba vueltas mientras intentaba incorporarse sin perder el
equilibrio. De todo ese viaje, realizado ya hace muchos años tan
sólo persistía, en ese momento, el recuerdo de aquellas palabras iniciales del video. Se acordaba de ellas nítidamente, como si en ese
mismo momento estuviera oyéndolas y riendo con los demás turistas, en lugar de encontrarse realmente en Canadá, congelándose
bajo la nieve que caía tan copiosamente que parecía como si la echaran con baldes sobre su cabeza. En el video que había visto en Epcot
1 Canadá: grande, blanca, y muy, muy fría. Aquí, en el gran norte blanco,
nieva las veinticuatro horas del día, todos los días del año...”
Luis Alberto Croquevielle
68
aquellas palabras iniciales eran una ironía, una representación de la
visión que mucha gente tiene probablemente de Canadá, por lo
que se dedicaban a desmentirlas durante el resto del video. Sin embargo, en ese momento se ajustaban perfectamente a su realidad.
La nevazón era tan profusa que le impedía por completo la visión,
desorientándolo de manera absoluta. Ni siquiera podía pararse y
mantenerse en pie, pues le era imposible distinguir el suelo que pisaba. Además, un viento furioso que cambiaba continuamente de
dirección le empujaba, como molesto de que se interpusiera en su
camino, y le hacía más ardua la tarea de incorporarse. Aterido de
frío, intentaba una y otra vez ponerse de pie. Ni siquiera sabía bien
por qué lo hacía. ¿Instinto, tal vez? Probablemente era eso, pues no
era que su situación fuera a cambiar mucho tan sólo por pararse.
Jamás había sentido tanto frío. Recordaba vagamente las mañanas invernales en el colegio, tanto tiempo atrás, y el frío del que se
quejaba en ese entonces. Una mezcla de nostalgia y buenos recuerdos le hicieron sonreír. Luego, agotado, detuvo sus intentos de incorporarse por un momento. Necesitaba descansar. Pero no era
descanso permanecer tirado en el suelo, sabiendo que poco a poco
el frío iría pasando, hasta que se apoderaría de su cuerpo un estado
de insensibilidad que no le permitiría ya moverse. Incluso lo sentía
un poco. Súbitamente desesperado, intentó moverse. Sus extremidades y sus dedos no le obedecieron al principio, pero finalmente
logró moverlos. Tal vez más de alguien hubiera permanecido allí,
tendido, con el consuelo de morir, al menos, sin dolor. Pero no él.
Siempre había sido un luchador, y no iba a resignarse a morir sólo
porque sobrevivir pareciera imposible. Con un esfuerzo sobrehumano, logró incorporarse. Y empezó a caminar. Muy lento, tanteando el suelo para no caer. Tan lentamente iba, que no supo si se
Canadá
69
estaba moviendo o no. No tenía puntos de referencia. Sin embargo, siguió caminando, o pensando que lo hacía.
A cada instante sentía la tentación de detenerse. Cada segundo
era una lucha por seguir caminando. Su cuerpo le pedía a gritos
que se detuviera. Ni siquiera sabía por qué estaba tan cansado. Era
realmente extraño. No llevaba más que un rato en ese lugar y, sin
embargo, estaba fatigado como nunca antes en su vida. Se había
despertado allí hacía no más de media hora, eso seguro. Además, y
aunque no lo confesara, estaba bastante orgulloso de su estado físico. ¡Si ni siquiera un año había pasado desde que ganara la Maratón de Boston! Un dolor intenso en la pierna le indicó que estaba
sufriendo un calambre. Sin embargo, no se detuvo. Sabía, por su
experiencia como corredor, que si se detenía le sería casi imposible
reanudar la marcha. Siguió caminando, tratando de darse ánimo
pero conociendo muy bien las posibilidades que tenía de salvarse.
No era un iluso. Nunca lo había sido. ¿Cómo iba a salvarse? ¿Esperaba encontrarse con alguien, acaso? Incluso si hubiera alguien,
tendría que chocar con él para percatarse de su presencia, pues la
nieve lo escondía mejor que cualquier anillo o capa de invisibilidad. ¿Esperaba llegar a alguna ciudad, algún asentamiento científico, algún fuerte? La verdad no. No esperaba nada de eso.
Se daba cuenta de que no podía sobrevivir. Además, sabía que
no podría seguir andando mucho más. Esa fatiga que le parecía tan
extraña se lo decía. No duraría diez minutos más caminando, probablemente. Y aunque era un luchador, es probable que en otra situación la desesperación ya le hubiera agobiado. Sin embargo, no
podía resignarse a morir. Había evitado pensar en ello porque le
causaba una angustia que casi no podía soportar. Moriría en paz
con sus padres y con sus hermanos, con sus hijos y con sus amigos,
Luis Alberto Croquevielle
70
pero no con ella. Era lo último que podía recordar antes de despertarse con las palabras sobre Canadá resonando en su mente. ¡Qué
horrible pelea! Hasta ahora no se había atrevido a pensar en eso,
además de que la sorpresa de su situación lo había distraído. Pero
en ese momento el recuerdo lo golpeó con más fuerza que el viento
que le rodeaba, y lo heló más que todo el frío que sentía. Se negaba
a creer lo que había dicho. Y el hecho de que ya nunca tendría la
oportunidad de arreglar las cosas le causó una angustia tan aguda,
que no pudo tenerse más en pie y cayó de espaldas. Ni siquiera se
dio cuenta. Le embargaba por completo la necesidad de verla una
vez más y de pedirle perdón.
¿Cómo había podido acusarla de casarse con él por interés? Le
horrorizaba la idea. Había sido siempre la más abnegada de las esposas, la más generosa, la más fiel. ¡Juntos habían vivido tantas cosas! Los inolvidables viajes que realizaron, todos los problemas a los
que se sobrepusieron, la familia maravillosa que habían formado,
todo le venía de golpe a la memoria, y le hacía más desgraciado.
¡Qué horrible pelea! Sin gritos, sólo comentarios fríos y calculados,
heridas para el alma. Y a pesar de ese contexto, aquella acusación
suya había sonado tan terrible que la había dejado sin habla. Recordaba su expresión cuando oyó esas palabras. Se notaba que le había
roto el corazón. Una tristeza profunda lo tocó en lo más hondo, y
unas lágrimas afluyeron a sus ojos. Lloró en silencio, derramando
lágrimas que apenas salían se congelaban sobre su cara. Lloró por
varios minutos, sin moverse. No podía hacerlo ya, tampoco. El frío
le congelaba poco a poco.
Mientras lloraba, se preguntaba qué había podido desencadenar
una pelea así. Y lo increíble es que no lo recordaba. Le costaba creer
que hubieran tenido la peor pelea de su vida por un motivo de tan
Canadá
71
poca gravedad que ni siquiera se acordara de él. También eso contribuyó a aumentar su sufrimiento. Al final, se resignó y sólo pudo
esperar que ella comprendiera que jamás diría una cosa así creyendo lo que decía. Él ya no tendría oportunidad de decírselo. De improviso, en medio de toda su angustia, le vino a la mente un
pensamiento totalmente diferente. Era tal el contraste de este nuevo pensamiento que le costó asimilarlo al principio. Un pensamiento nimio, trivial, y que sin embargo le intrigó profundamente.
¿Por qué había asumido que estaba en Canadá? La cuestión le interesó a tal punto que le hizo olvidar sus preocupaciones para concentrarse en el nuevo problema. Tal vez era un mecanismo defensivo
de su cuerpo, que quería evitarle el estrés, pero lo cierto es que olvidó
parcialmente su tristeza para analizar esa pregunta. ¿Por qué había
pensado eso? ¿Sería por lo del video de Epcot, que le hacía relacionar
la nieve con ese país? Ese tipo de relaciones se daban en la memoria,
o algo así había escuchado decir a un sicólogo. Probablemente era
eso, pero no dejó de extrañarle el hecho. Ahora que lo pensaba un
poco, lo natural hubiera sido que, apenas se despertó, se hubiera preguntado dónde estaba, y por qué. Y en lugar de eso, simplemente había asumido que estaba en Canadá, sin siquiera cuestionárselo.
Y de pronto, un nuevo pensamiento arribó a su cerebro, y le
hizo tener, por primera vez, algo de esperanza. Recordó que muchos años antes había visto una película, no recordaba el nombre
ya, en la que hacían notar que uno, al soñar, no podía acordarse de
cómo había llegado al lugar en que estaba en el sueño. Y la verdad,
él no tenía idea de cómo había llegado allí. Mientras más lo pensaba,
más inverosímil le parecía su situación. ¿Cómo iba a estar realmente
allí? ¿Qué podría haber impulsado a alguien a raptarlo y abandonarlo en aquel lugar? No tenía ningún enemigo tan acérrimo. Además,
Luis Alberto Croquevielle
72
lo único que conseguía su virtual secuestrador era su muerte. Y si
alguien quisiera matarlo, ¿por qué hacerlo de esa manera? Había
formas mucho más sencillas. No, su situación no tenía ninguna lógica. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Y aunque todo parecía tan real, ahora al menos tenía una esperanza. Intentó despertarse, pero nada consiguió. Si realmente estaba en un sueño, morir allí, enterrado en la nieve, significaría
despertar. En la misma película, de hecho, lo mostraban en varias
ocasiones. Decidió que apenas se despertara haría las paces con su
señora, y que vería de nuevo aquella película. Recordaba que le había gustado mucho. De hecho, la vería con su familia uno de esos
días. Súbitamente, se sorprendió por su optimismo. ¿Estaba tan seguro de estar en un sueño? Sí, estaba cada vez más convencido. Su
situación era absurda y no se explicaba de otra manera. El hecho de
despertarse en circunstancias tan extrañas estando convencido de
encontrarse en Canadá, ¿no era totalmente propio de un sueño?
Además, no era la primera vez que, estando dormido, se daba cuenta de que estaba soñando. Sí, aquello era simplemente una horrible
pesadilla. El calor que esta nueva esperanza le producía contrastaba
con el frío que ya tenía su cuerpo totalmente insensibilizado.
Esperaba con ansiedad el momento de despertar. Siempre había
sido católico, pero ahora más que nunca creía entender la tranquilidad con que el cristiano debe enfrentar la muerte. Ya no le asustaba
nada de lo que estaba viviendo. Sólo quería morir. Sabía que ya no
le quedaba mucho tiempo, y este pensamiento lo llenaba de alegría.
Poco a poco el frío le iba sumiendo en un profundo letargo, y le costaba cada vez más pensar. ¡Qué alivio sentía! Se daba cuenta, más
que nunca, de lo feliz que era su vida, y se prometió valorar más
todo lo que tenía. Además, vería de nuevo esa película, ¿cómo se lla-
Canadá
73
maba? Lo había olvidado después de tantos años, y cuando intentó
recordarlo, las ideas se le confundieron. Sus pensamientos perdían
claridad. Lentamente, rodeado por el rugido del viento y cubierto
por la nieve que no paraba de caer, se fue quedando dormido.
Consuelo Sánchez
Mención Honrosa Cuentos
2° año de Letras Hispánicas
Cuando empieza a escribir, Consuelo nunca sabe cómo va a seguir
la trama de su historia. Sólo comienza a plasmar palabras en el
teclado de su computador, a partir de una imagen, una escena o
una idea que pudo haber venido
tiempo antes a su cabeza.
Desde niña que le apasiona la
literatura, de hecho en cuarto básico realizó su primer taller en el
colegio, donde junto a otros compañeros, escribió un libro al final
del año. Luego de eso, siempre se
destacó por sus textos, aunque
nunca respetaba las dimensiones
que solicitaba el profesor: “Si me
pedían un cuento de tres páginas,
yo lo hacía de diez”, recuerda
ahora Consuelo.
Ella explica que le resulta más
cómodo escribir cuentos que poesía, ya que la lírica la reserva para
un ámbito más privado. En general, crea personajes conflictivos,
directos y sarcásticos, con un odio
profundo hacia algo en particular.
Consuelo asegura que no tienen que
ver con ella, sino que son exagerados y surgen sin pensarlo mucho.
Actualmente, Consuelo Sánchez se encuentra trabajando
como garzona en una cafetería,
y ocupa su tiempo libre en escribir, tejer y cocinar. Mientras, sus
estudios de Letras se encuentran
suspendidos, para permitirle buscar su verdadera vocación.
Y que nadie me diga que
hemos sido pocos
¿Cuántos de nosotros hemos odiado hasta inflar las venas, al que
nos pasó a llevar con sus bolsas gigantes y aplastantes? Que nadie
me diga que hemos sido pocos.
Otra maldita mañana de sábado. Las sábanas entorpecen mi salida de la cama, me arrastro entre ellas hasta encontrar el punto
donde se filtra un poco de luz que me anuncia el asqueroso día nublado pero asfixiante de primavera. Siempre odié la primavera.
Cuando logro llegar al velador, tropiezo con el control remoto, la
pastilla de las diez y un vaso de agua. Esquivo el control (no quiero
ver los patéticos comerciales de los famosillos picantes que anuncian la “nueva temporada de ropa primaveral”), tomo la pastillita
verde con amarillo y el vaso con agua. Resultado: nada mejor que
quedar dopada para vivir un día como hoy.
Hace siete meses, ésa que se hace llamar mi madre, me “sugirió”
la posibilidad de ir a un psiquiatra. Al principio me negué rotundamente, pero era eso, o que me dejara de pagar el departamento en
el que vivo desde que tengo dieciocho. Un medio de presión. ¿Para
Consuelo Sánchez
76
qué?: para volver a su casa. Antes, muerta. Ayer fue mi última sesión de la terapia. “No significa que te doy el alta, tienes que volver
en un mes para bajar la dosis de los antidepresivos”, me dijo el loquero, que aunque era guapo, no podía dejar de odiar por hablarme siempre en ese tonito imbécil y gentil.
Ahora me miro en el espejo del baño. Me impresiona un poco
que durante estos veinticinco años que llevo viva, mi expresión no
ha variado lo suficiente para dar cuenta de todo lo que he vivido.
Quizá me gustaría tener más arrugas o algunas canas. Quizá sea
bueno tener un rostro aún joven que no cause curiosidad, como el
mío (no soporto a esa gente copuchenta que quiere saberlo todo, y
menos cuando quieren saber algo de mi vida). Tomo un cigarro
que encuentro en la mesita que está afuera del baño. Salgo a la terraza, lo prendo y comienzo a organizar los acontecimientos del
día. Se me escapa una sonrisita a ver la ciudad tranquila y hasta
media vacía. Pero desaparece en seguida cuando me doy cuenta
que no es verdad. A mi mente le encanta engañarme, pero al menos mi día está organizado.
Tomo un escuálido desayuno, estamos al final del mes de octubre y el sueldo miserable que recibo por ser la hija de mi padre me
ayuda a mantenerme delgada. Comer lo justo y necesario ha sido
mi ley de vida en los últimos años, igual que el resto de las cosas.
Me carga gastar innecesariamente. Detesto la absorción compulsiva
de productos inútiles. La gente se vuelve loca tratando de llenar sus
vidas vacías con productos siguiendo los consejos de la mala publicidad de este país. Yo no me trago esos cuentos, no me dejo lavar el
cerebro por esos capitalistas que se intentan hacer más ricos creándole necesidades a la gente y lucrando con sus fiestas. ¡Es que lo
manosean todo! Y la pandilla de estúpidos que tenemos como pue-
Y que nadie me diga que hemos sido pocos
77
blo les sigue el jueguito. Es que claro, es mucho más fácil mantener
al hijo feliz con la última tecnología, que tener que preguntarle
cómo está. Si total, las tiendas te dan mil quinientas formas de pagar y los tarados se van dando las gracias por las cómodas cuotas
que terminarán de pagar en un año.
Ya son las doce del día. Tengo que hacer hora hasta las cinco así
que tal como lo habíamos planeado, iré a juntarme para almorzar
con mi editor: Carlos Valenzuela. El lunes va a ser publicado mi libro. Me gusta pensar que soy la primera persona en publicar un libro como ése. Durante varios años recopilé distintos materiales,
fotos que me parecieron bellas, cartas de mi abuela, algunas ideas
que se me vienen a la cabeza, otras que he escuchado en mis eternos paseos por el centro de esta capital asquerosa, historias felices y
tristes que me han contado, dibujos que encontrado tirados en la
calle, boletos de las micros antiguas, pasajes de viajes, listas de compras abandonadas en los supermercados y varias cosas por el estilo.
Es un libro que no tiene unidad en sí mismo, pero cada una de las
cosas que se contienen en sus páginas tiene para mí un valor inconmensurable. Es un registro de la vida que llevan las personas en el
siglo XXI. Son detalles que nos entregan mensajes hermosos, que
nos muestran los contrastes de esta sociedad que se hunde sin piedad voluntariamente y a los silenciosos héroes que intentan rescatarnos. Pocos creen que realmente tenga éxito. Pero a mí me da lo
mismo, sólo quiero que llegue a las personas que tenga que llegar,
nada más.
Son las cuatro de la tarde. Carlos muestra más entusiasmo que
yo por la publicación del libro. Han sido millones las reuniones
que hemos tenido por el que debería ser el gran acontecimiento de
mi vida, pero la verdad es que por lo menos hoy, creo que es lo me-
Consuelo Sánchez
78
nos importante. Me dice que por muchos años había tenido una
idea similar a la mía, pero no se había atrevido a formalizarla. Y comienza a repetir la historia que me ha contado desde que le presenté el proyecto. Su abuelo había recorrido el mundo aventurándose
a la vida y llenando un cuaderno de datos y objetos que considerara lo sufrientemente valiosos para recordar y mostrar más tarde.
Carlos quería hacer lo mismo, recorrer los mismos lugares para publicar ambos cuadernos contrastados. Pero cuando se ponía a contarme las historias de cada uno de los archivos, mis oídos dejaban
de ponerle atención y sólo asentía con la cabeza para que no notara
mi ausencia. Pero hoy era un día distinto, a las cuatro y cuarto
(cuando tomé mi último sorbo de café), decidí aprovecharme del
típico olvido de mis responsabilidades y después de una rápida despedida partí a mi cita con el mundo a las cinco de la tarde.
En este momento, a las cinco y cuarto de la tarde, recuerdo lo
que pasó la última hora: Salí apuradísima del restaurante en el que
almorcé con Carlos. Hace tiempo no caminaba con tanta fuerza en
mis pasos. Me subí al metro y cerré los ojos hasta llegar a la estación “Bellavista de la Florida”. Salí prácticamente arrancando de
los comerciales enloquecedores de la Cruz Verde tratando de convencerte que una enfermedad puede ser feliz mientras compres tus
remedios allí. No recuerdo muy bien por dónde entré, me da exactamente lo mismo. Ese laberinto monstruoso lleno de gente se ve
igual desde todos sus ángulos. Entonces me paré en el centro de
uno de sus miles de centros. Comencé a mirar a todas esas personas
transpiradas, que llevan desde las dos de la tarde endeudándose y
comprando cosas que obviamente no necesitaban. Los chillidos de
los cabros chicos se escuchaban hasta donde estaban los últimos sonidos que se podían escuchar. Y los empecé a odiar con una poten-
Y que nadie me diga que hemos sido pocos
79
cia que jamás pensé que podría llegar a alcanzar. Mi corazón
empezó a latir tan fuerte, que en cualquier momento se me podría
haber salido incluso hasta por las orejas, y mis puños se apretaron
hasta enterrarme las uñas medias comidas en mis palmas. Cuando
creí que mi rabia no podía alcanzar un punto más alto, una vieja
gigante que arrastraba una bolsa casi de su porte con una mano y
con la otra llevaba un helado de cono, caminó directamente hacia
mí atropellándome con todo lo que podía atropellarme, me ensució con su helado que pareció enterrar en mi guata con la intención
de hacerlo y me pegó en la rodilla con la caja que llevaba en la bolsa. Entonces no me pude contener, saqué de la cartera la pistola
que una vez le robé a mi papá y disparé con los ojos bien abiertos a
todos lo que pude ver a mi alrededor. Saltaba la sangre a las vitrinas, sobre sus descuentos, sobre sus ofertas que intentaban engañarnos. Saltaba sobre las ropas de los niños, manchada con las
porquerías que le daban sus padres para que comieran felices y no
lloraran. Chorreaba por el piso, por debajo de los carteles que informaban que estaba mojado, pero que por su puesto nadie leía.
Por un segundo se ha detenido el tiempo. ¿Cuántos de nosotros hemos odiado hasta inflar las venas, al que nos pasó a llevar con sus
bolsas gigantes y aplastantes? Que nadie me diga que hemos sido
pocos. Me queda una última bala después de herir a por lo menos
cinco personas. Miro lo que hay a mí alrededor: terror. Pongo la
pistola en mi boca.
Poesías
Óscar González
Primer Lugar Poesías
4° año de Letras Hispánicas
Oscar no tiene ganas de publicar
sus poemas todavía. Aunque ha escrito toda su vida, recién a los 17
años comenzó a explorar con la
poesía, y desde esa fecha nunca
más la dejó. Desde que aprendió a
leer a los cuatro años siempre supo
que se dedicaría a la literatura. Sus
autores favoritos son Nicanor Parra y su ex profesor Rafael Rubio,
y además de escribir, también crea
historias a través de cómics.
Él cuenta que “Arte de escribir un poema” no es una típica
obra suya, ya que suele ocupar
formas métricas y éste es un poema de prosa libre. Sin embargo, lo
que sí es propio de su estilo es la
temática recurrente en torno a la
muerte. Según él, el hecho de no
tener una relación directa con el
tema le hace más fácil tratarlo.
Oscar es de esos escritores
que encuentra la inspiración en
todas partes y considera que la
poesía en una forma de explorar
lo desconocido a través de la palabra. No le gusta personificar ni
hablar de sí mismo en sus historias, pero disfruta el misterio de
ver hasta dónde es capaz de llegar
mezclando rimas y versos.
Arte de escribir
un poema
Escribir un poema es
suponer que hay vida
en otros cadáveres
Escribir un poema es abrir una tumba
atrincherarse dentro y
preguntar
¿a qué hora salió el sol en Nagasaki?
¿cuántos poetas murieron esa mañana
y vivieron para contarlo?
Escribir un poema es sumar cuerpos
y darse en la cara con que el resultado es casi
siempre
negativo
Óscar González
84
Escribir una ecuación es una tarea casi digna
si
y sólo si
el poeta muere de causas imaginarias
Escribir un poema y no matarse en el intento es
por cierto
una cobardía
¿para qué forzarnos a sucumbir en tierra
cuando hacerlo en el poema y entre varios
es mejor?
Escribir un poema es manifestarle al alma
la penosa situación del cuerpo humano
Escribir un poema es
suponer que hay vida
en otros cadáveres
Escribir un poema es
ir de muerte en muerte
resucitando
Fernanda Martínez
Segundo Lugar Poesías
2° año de Sociología
Fernanda comenzó a escribir a los
ocho años cuando vio a una paloma tropezar con un árbol. Lo
improbable captó su atención y la
motivó a escribir. La poesía le apasiona. “Intento ser poeta, pero
no me resulta”, reconoce y luego
agrega: “Es como ese amor que no
te pesca, pero a veces te da la pasada y surge algo bueno”.
A los quince años publicó su
primer libro de poesía, “Ángulos
Divergentes”. Como siempre ganaba los concursos literarios de
la congregación de su colegio, allí
le prestaron su infraestructura.
Por su parte, consiguió financiamiento para imprimir mil copias,
las cuales ella misma se encargó
de distribuir en librerías y vender
afuera de conciertos y en espacios públicos. Ahora cuenta que no
sabe cuánta gente lo leyó, pero al
menos recuperó la inversión.
Cuando tiene una idea, la escribe en la pared. Esas ideas están
cargadas de una mirada ácida de
la sociedad santiaguina y de las
relaciones interpersonales en los
alumnos de la UC. El cambio de Doñihue a la capital ha sido fuerte.
Según ella, aquí es muy difícil ser
parte del mapa cuando eres de región. La falta de arraigo es uno
de los motores de “Yo nací con la
lluvia”. “Es caerse del cielo con
paracaídas, como un parto cósmico”, explica Fernanda.
Yo nací con la lluvia
I
Yo nací con la lluvia abrazando las tejas de la casa de mi
madre.
Ella parió con la luna y la luna parió el universo
con todos los meteoros que llevan tu nombre incrustado en
la frente.
Me llamaste Abel por llevar amapolas amarradas al tobillo
mientras mi madre me tejía las manos y a mis dedos zurcía olas
pero las olas crecieron y lo inundaron todo:
sus sonrisas, sus zapatos, mis pétalos naranja y los meteoros
que te cocían la frente se apagaron.
Los vasos de agua se inundaron de vidrio y la casa de tejas
y ventanas cuadradas fue casa de peces más contentos que la
alegría.
La casa donde nací con la lluvia en las orejas
y colgando del tejado pensaste que era un zancudo
pataleando
Fernanda Martínez
88
con la alas quemadas por algún cometa o la cerilla
de los cigarros de papá, ahora está mojada,
ahora que los peces se llevan a mi madre
tengo miedo de abrir la boca y sentir sus uñas en la garganta
y sus piernas
rajándome la lengua como un alicate
mientras aletea como un zancudo en un vaso de agua.
II
Nací con la lluvia, es cierto, me parió mi madre sentada en
una estrella
dos nudos al sur subiendo la escalera, la casa de allí.
Donde el cero unió la recta numérica
y los positivos y negativos en paz se abrazaron;
Dios no lo creyó, tampoco ella,
quien supo en el momento que no era un vivo o un muerto
sino un punto
intermedio, una voz ciega, un ojo mudo con medio pulmón
de mazamorra
y en la otra mitad porotos.
La casa de mi madre era una estrella, tenía tejas de naranjo
en flor y zanahorias
cocidas por la cercanía al astro caliente. No había luz, no
había agua,
y pronto sentí la sed como lijas en la lengua.
Yo pensaba en el edén cuando mi madre embarazada colgaba
de la última reineta
y dando saltos cayó por los besos apócrifos de un astronauta.
La dejó en una estrella para no verla nunca
Yo nací con la lluvia
89
y ahí me parió con la Biblia sobre el vientre para irme al cielo
si es que nacía con su cordón en el pescuezo.
Me parió el primero de junio del año cuatro,
tenía en los ojos aceitunas, en la boca un anzuelo,
tres plumas en las orejas, algo menos en la nuca
pero pronto las plumas con la lluvia se fueron.
Entonces me caí desde el tejado de su casa,
durante mil novecientos ochenta y siete años me caí,
y jugué a saltar la cuerda los domingos por la tarde,
aprendí a tejer y a no tejer, a contener el aire
cien años por si caía con la nariz en el agua.
Yo tenía escamas y un par plumas en la boca.
Sólo el Principito me vio caer y pensó entonces
que era cierto que los peces llovían del aire
y caían al mar sin saber nadar. Yo pensaba en mi madre
porque siempre pienso en mi madre,
en su casa de tejas y ventanas donde la alegría jamás había
estado tan triste
como para escribir un poema. Yo pensaba en mi madre
aunque a veces pensaba en los peces.
Jorge Echeverría
Tercer Lugar Poesías
1° año de Ingeniería Civil
Decidió estudiar Ingeniería como
un desafío. “Desde ahí, podía
abarcar todo lo demás”, explica y
cuenta que le gustaría proyectarse
a futuro en algún cargo político.
Para aceptar el desafío, Jorge debió separarse por primera vez de su
melliza y emigrar solo a la capital.
Este risueño muchacho de
brillantes ojos oscuros nació en
Rancagua, pero vivió los últimos seis años en Quintay. Si en el
campo le inspiraba la naturaleza,
en Santiago le inspiran las personas. Éste es un nuevo mundo para
él, donde espera conocer a la mayor cantidad de gente posible y
compartir experiencias. Según él,
disfruta incluso de la cercanía con
otras personas en el Metro y prefiere quedarse hasta la noche en
San Joaquín que llegar a su casa,
para no estar solo.
El poema que se presenta a
continuación surgió de una fotografía que vio en la prensa sobre
el terremoto del 27 de febrero de
2010. “La naturaleza rompe con el
orden del hombre de vez en cuando, porque es ella la que manda”,
explica Jorge.
Ahora son cielo,
son mar
El cielo es mar si te das vuelta, si abres los ojos: es lo ilógico, lo real,
lo imposible y va más allá; el agua va y los rayos vuelven, mientras
todos van y nadie queda,
el mito los desahucia y te vuelves ante el golpe de certeza e,
incrédulo,
el cielo es mar, si es que el cielo refleja aquella ave que transita por
anchas calles de mar y el mar es cielo, si nadamos por nubes de
suave compasión, de eterno juego y esperanzas al andar.
El cielo es el mar, siempre, de un golpe, a veces y quizá, el mar es el
espacio que vislumbraron antiguos en su eterno letargo; un
capricho de cierto cuerpo celeste, una anomalía entre anómalos y
viceversa; un estruendo: vaivenes de ondas que viajan sacudiendo a
un intruso, al amigo prófugo y al que invade la tranquilidad de
éste, nuestro lecho, térreas sábanas en movimiento de brisas
boreales y de respeto ancestral.
Jorge Echeverría
92
El cielo es mar, dicho entre líneas: es un párrafo de sinfonías y no
es tal,
cuando lo vemos como cielo y mar: el agua no es arroyo ni la sal lo
que corroe;
es una exclamación, que no duda y prevalece, del ciclo de una
muerte antes de la vida,
que es después muerte; un momento de tranquilidad entre astros
convulsionados de franqueza, que de vez en cuando regresan y, con
enojo, dejan todo como debiera estar.
El cielo es mar en el ocaso, ante amantes de lavanda y azahar, hacia
la esquina de cada página y antes que nacieran, –después de morir–,
antes que el mismo tiempo lo dijera.
Es poesía, en versos errantes, colgantes, vagos, ebrios en el aire que
es agua; entre la imaginación están, claman, se retuercen las
respuestas a un acertijo tan viejo como desconocido, tan loco como
cuerdo o tan extraño para una madre, como el adiós de un hijo que
parte y no volverá.
El cielo es mar cuando viajamos entre estelas de espacio, indefinido
ante la mirada de millares de espectadores absortos y fugaces,
viajeros que nos encuentran al paso, y reviven uno que otro chiste;
un recuerdo de otra escena de noche estelar y oceánica, nostalgias
propias de esta humanidad y no de otras que si ven que el mar es
cielo cuando el cielo es el mar.
Agua y viento esculpen la orilla terrena de mi orgullo y los suyos,
emociones de este pueblo, tallan en piedra las enseñanzas: millones
de años se escriben en madera, son surcos en una ribera, los
Ahora son el cielo, son el mar
93
principios de la unidad que cada cierto tiempo debe romperse,
como queriendo juntarlos, entre el cielo, inocente y cristalino, y el
mar, ansioso e imponente. Son uno sólo, por fin, si vuelvo la
mirada y si se remece el andar, entre olas de justicia y espectadores
tristes que alumbran al hombre su propia verdad.
Soledad Figueroa
Mención Honrosa Poesías
Egresada de Actuación
Soledad es amante de las artes. Le
obsesiona Federico García Lorca,
tanto así que lleva una foto suya
y una de Shakespeare en su billetera. Al español lo conoció a los
14 años, cuando leyó un libro suyo
por primera vez, en el colegio. Él
se convirtió en su inspiración. “Él
es mi locura”, reconoce.
Escribe desde los doce años,
de manera espontánea, en la
medida que va desplegando sus
sentimientos sobre el papel: “Mi
poesía tiene que ver con lo que se
siente, con la naturaleza, la sangre, el desagarro, el no ser lo que
uno quiere o lo que otros te piden
ser”. El amor, la pasión y la muerte son temas recurrentes en sus
poemas, que nunca se desarrollan
en ambientes urbanos. “Lo mío es
más ficticio y surreal”, explica.
Pero además de poesía, Soledad también escribe dramaturgia
y algunos cuentos poéticos. Además, canta en el grupo árabe
andalusí “Magreb”, y ya se tituló
de actriz profesional. Actualmente, está aprendiendo a bailar
flamenco para comprender mejor
a Lorca. “Quiero mezclar todas las
artes posibles y ligar el teatro con
la música”, manifiesta con entusiasmo.
Algo en la cabeza
Se me han enjuagado los ojos en lágrimas turbias.
Se me ha movido la sangre en las venas tristes y violetas.
Ay esa sangre que quiere salir y no la dejan.
Ay esa sangre que espera con prisa y sincera.
Se me ha metido algo en la cabeza.
Un sonido,
Una idea.
Un sueñecito entumecido y cubierto de seda.
Un sueñecito lleno de naranjas, jazmines y violetas.
Un sueñecito de agua y tierra.
Un sueñecito andante y en tinieblas.
Se me ha metido algo aquí dentro,
Algo que juega entre cables, verdades y penas.
Se me ha metido una idea,
Una idea que me bulle por la cabeza,
Soledad Figueroa
96
Sangre vertida entre pastizales y malezas.
Una idea sencilla pero embustera.
Una idea que quiere salir y no la dejan.
Ay esa idea que es...
Que quiero enterrarme en la tierra.
Y que de mis cabellos salgan ramas y estrellas.
Que mi corazón sea árbol
Y mis manos golondrinas viajeras.
Y que este corazón caliente, se pierda...
Se pierda entre bailes y alamedas.
Se me ha metido una idea,
Una idea en la cabeza.
Pero qué idea puede tener
Una pobre niña muerta.
Martina Bortignon
Mención Honrosa Poesías
Doctorado en Literatura y Letras
Hispanoamericanas
Martina considera que, cuando escribe en español, aflora una nueva
personalidad en ella. Es más sarcástica. Mientras que en su lengua
natal, el italiano, tiende a escribir textos más profundos. Es esa
profundidad la que la llevó a ganar algunos concursos en su país.
El primero fue en quinto básico, a
los 10 años, pero el más importante llegó a los 19, en un certamen
nacional.
Conocí a un poeta fue escrito por etapas. Partió en italiano,
mientras estaba en Venecia. Luego, decidió continuar en español,
ya que la historia trataba de un
autor chileno que conoció en esa
ciudad. Finalmente, estando ya en
Chile, lo concluyó en español.
Estuvo un año en Santiago,
para complementar su investigación doctoral sobre la marginalidad
en la poesía chilena contemporánea. Es alumna de la Universidad
Ca’ Fascari Venezia, y vino a la UC
a desarrollar un programa de doble
titulación. Le gustó mucho el país,
pero en enero de 2012 debió volver
a la ciudad de los canales.
Conocí un poeta
Prueba la cadera
el muy torneado hombro
la nuca entre el bullaje
de oro y mar
se da la vuelta está abierta
de par en par
la boca –bobo el
mirar (de él): es él
poeta.
Tiene que ser así, el tantear
poético –reflexiona (ella),
entre pelotazos y turistas
y aquella estatua de santo
que si le tocas la nariz te regala suerte:
él la alzó agarrándola
de la cintura, para que pudiera frotar
el pulgar a su vez
Martina Bortignon
100
luego demasiado fácil a conmoción
regaló al bandoneonista
tres monedas,
en la esquina.
Pocos correos más tarde,
ya ella le escribía:
Me escribís:
quisiera borrarme de la pizarra
hasta que quede la más
pura señora de las nieves
Bella Señora de los Andes o algo
por el estilo
Yo también quisiera
quisiera borrarme de los ojos;
que me deshaga la piedad
y me suelte por allí, en algún
llano pampeano
o mejor: siberiano: hará
más frío.
Ahora, en su suelo, ella
recuerda el minuto en que
brotó un posible terremoto
bajo las zarpas / las zarpas:
cuando ya no daba más la sed,
agarrándose a la cintura de los cerros
rojos, refregando su nariz en el polvo rojo,
en la fatiga,
Conocí un poeta
101
en la fatiga de la centellante
equidistante
letra A:
Valentina Paillaleve
Mención Honrosa Poesías
1° año de Letras Hispánicas
“Bermellón es el color más humano, el color del cuerpo, muy de las
mujeres”, explica Valentina, con
seguridad. Al escribir, ella ocupa
frecuentemente los colores y texturas, para reflejar historias de lo
cotidiano, de la belleza de la fragilidad femenina.
Esta poesía es parte del poemario de Canela, un personaje que se
repite en al menos tres de sus coplas. “Ella es la parte esencial de
la mujer, y todas tienen una Canela dentro”, explica, mientras
aclara que ella también la tiene.
Valentina partió escribiendo cuentos a los ocho años. Luego, pasó
por la rima, y actualmente le acomoda más la poesía en prosa.
Cuando estaba en tercero medio,
en Puerto Montt, creó un grupo
cultural en su colegio, llamado
“Haciendo Ruido”. A futuro, le
gustaría desarrollar poesía visual
e incluso estudiar Teatro.
Bermellón
Mujeres que salen a bailar sobre lunas mojadas.
Siete planos. Giran rozan configuran universos
enteros en su pelo
& dejan caer sus culpas sobre el mantel sin planchar.
Pero la música viene envuelta en algodón,
pero la piel grita bajo los pliegues de la ropa.
Desde esta esquina se ve cómo nace una nueva canción
entre las pestañas.
Los marcos de las ventanas tiemblan de pudor,
se esconden tras las cortinas & se desmayan al
amanecer.
Mujeres que caen exhaustas sobre cuadernos
hambrientos.
pero las líneas son volubles a sus caderas doradas.
Ellas se pintan los labios con polen
Valentina Paillaleve
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y se ríen sin saber muy bien por qué.
Ahora miden el espesor de las cortinas y no se atreven a
hablar de eso.
Porque hay ángeles ebrios aplaudiendo sobre las sábanas
porque llevan empapadas las costuras con vino
Francisco Pérez
Mención Honrosa Poesías
1° año de Química y Farmacia
Según él, la escritura es una mera
consecuencia de su afición por la
lectura. Como cuando los hombres ven un partido de la selección
y luego organizan una pichanga
para el domingo con los amigos, o
un enfrentamiento en Winning Eleven. “El proceso de escribir tiene
más que ver con el leer. Al final,
uno termina escribiendo cositas
aquí, cositas allá, casi por imitación”, agrega.
Si bien disfruta mucho de la
literatura norteamericana, fue
El Aleph, de Borges, lo que marcó un antes y después en él. Una
conmoción que nunca antes había
experimentado. “Me sentí desbordado por el poder de esas palabras,
por el conjunto y las posibilidades
de esas palabras”, recuerda.
Este poema fue escrito en el
Metro, mientras volvía de trabajar en un restaurante judío, el día
de domingo de Pésaj. “Y me sentía
un poco como si hubiera sido liberado de Egipto”, agrega. Estaba
tan cansado que se durmió en el
asiento y se trasladó a aquel Miami
ochentero, con sus colores flúor y
sus gafas oscuras. Ésa fue su inspiración. “La noción del insomnio
y de tener los ojos abiertos, de
aguantar y esperar. Es muy claro.
Como entrar en el mundo de los dibujos animados”, explica.
En pésaj
No podía haberte estado escribiendo
porque trabajé hasta las nueve y cuarto.
Me quedé dormido en el metro.
Soñé con gringos borrachos
en un Miami rosado como un pelícano
–como dentro de un pelícano–
Y yo les preguntaba por ti
y ellos se reían y me invitaban a beber.
Como pelícanos sobre un estanque congelado.
Con sus patas delgadas clavadas
como alfileres o como clavos
a la superficie cristalina.
Con la cabeza detenida y los ojos abiertos.
Pelícanos insomnes cruzando un Miami rosado.
Un Miami rosado que espera.
Carolina Báez
Mención Honrosa Poesías
2° año de Magíster en Literatura
A pesar de ser licenciada en Letras
y pololear con un poeta, a Carolina
no le lograba gustar el hermetismo de la lírica. Siempre disfrutó
de leer cuentos y dramaturgia,
pero no considera que ella escriba bien. “Esa poesía vino a mí. Fue
una pena que se convirtió en alegría”, recuerda ahora.
La escribió en cinco minutos,
con mucha rabia. Sólo esperaba lograr un buen remate y transmitir
esa explosión que sentía por dentro. Eso era todo lo que necesitaba
su primer poema, el cual debía llamarse “Milagro”, pero terminó
siendo “Tinta roja”.
Carolina actualmente es profesora de Comunicación en una
universidad privada y, en su tiempo
libre, baila flamenco. Luego de este
apasionado encuentro, la poesía ya
no le parece tan hermética.
Tinta roja
Un balazo que me pegue de frente
recorra mi memoria
queme mis ojos
cohíba mi olfato
me quite el aire
llegue a mi corazón
y desparrame la tinta roja
para ver
si así se borra la historia
y se produce el milagro
TAME IMPALA
Mención Honrosa Poesías
Esta poesía fue escrita por un colectivo cultural que define su
estilo como “terrorismo literario”.
Lo forman estudiantes y profesionales de diversas instituciones que
crean obras en conjunto, para intentar que sean de la peor calidad
posible según sus propios parámetros. Luego, postulan las obras a
distintos concursos con el único
objetivo de sabotearlos y comentar más tarde los resultados, por
diversión.
El alumno que postuló a este
concurso, que usó el seudónimo
de Tame Impala, explica que éste
es un tipo de manifestación pacífica contra un sistema que no les
identifica.
Esplendor americano
El amor de los niños-selk’nam
es un amor extraño. Semejante a una
parábola. A una parábola con un vértice
máximo. Los niños-selk’nam pueden
mantener periodos prolongados de la más
íntima e intensa nostalgia. Gimen. Resulta
doloroso escuchar sus llantos quebrados
a las altas horas de la noche. Sus rondas
infantiles dejan un leve olorcillo a azufre
en el campamento. Pero hay momentos,
pequeños y hermosos momentos en que los
niños-selk’nam despiertan temprano. Se
levantan de sus sarcófagos eléctricos y bajan
corriendo desde las araucarias en las que
habitan. Se conglomeran en el comedor.
Sus caritas hierven rojas, llenas de alegría.
Una excitación casi imperceptible para el ojo
Tame Impala
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no entrenado. Y es allí mismo donde los niños,
los preciosos niños-selk’nam entonan sus
mejores canciones. Se escuchan bombos.
Trompetas. Gaitas. Y es curioso, porque los
niños-selk’nam nunca han sido entrenados para
manipular ninguno de estos instrumentos. Se producen
abrazos. Vagabundos son invitados a bailar al
centro de la pista, y en algunos casos algunos de
ellos logran retroceder en el tiempo, para luego
ser encontrados entre sus ropas. Nadando en
una poza de orina y edad. El público aplaude.
Ah, los niños-selk’nam. Si tan sólo
estuvieras acá para poder verlos. Me
pregunto si bailarías
junto a ellos.
María Isabel Marques
Mención Honrosa Poesías
4º de Ingeniería Comercial
Isabel llegó a Chile a los cuatro
años, desde Volta Redonda, “la
ciudad del acero” del Estado de
Río de Janeiro, en Brasil. Tres años
más tarde, una vez radicada en
Santiago, ganó su primer concurso
de literatura con un cuento. Desde
niña que ha disfrutado de escribir
y narrar historias. Sin embargo,
en la adolescencia, estuvo varios
años sin traspasar sus ideas al papel, hasta que en 2010 decidió
probar con un poema: “Hacedores
de estrellas”, con el cual resultó
ganadora de una mención honrosa
en el Concurso Literario UC 2011.
Además de escribir, en su
tiempo libre, Isabel toma clases de jazz dance. Por esa razón,
en un principio, pensó en estudiar danza, pero declinó de esa
idea porque consideraba que necesitaba una carrera con mayor
estabilidad laboral e ingresó a
Ciencias Políticas. Tras dos meses
en esa carrera, se dio cuenta que
no era para ella y en 2008 ingresó a Ingeniería Comercial. Aunque
le resta un año para culminar su
carrera, aún no se ve a sí misma
trabajando como ingeniera, así
que espera dedicarse un tiempo a
viajar y a escribir.
Hacedores de estrellas
Para comenzar los ángeles son inmortales, y son
pocos los mortales que pueden decir lo mismo.
J.R. WILCOCK, “El Ángel”
Madre
solía contarnos
historias sobre Paul América
en torno al fogón. Eran noches
que, ahora comprendo, no
distaban en absoluto de lo
fascinante. Lo fascinante
envuelto, si es aquello posible,
en la melancolía, pero una melancolía
azul. O una melancolía celeste.
Extendida como una sábana sobre
el Océano Pacífico, el océano más
melancólico de todos. La memoria
estampada sobre un cuadro
plástico compuesto en principio
por Madre. Más precisamente: por
la voz de Madre. Una voz grave,
María Isabel Marques
116
absorbente (en los alrededores Madre
era referida como El Hoyo Negro,
esto por supuesto ella no lo sabia,
nosotros tampoco), como proveniente
de una caja de zapatos. Una voz que
arrasaba con los contornos de la cabaña
y procedía a teñirla de distintos colores.
De imágenes coloridas. Algunas historias
(todas ellas protagonizadas por la misma
persona, por el mismo Paul América,
por el mismo entrañable personaje
que era Paul América) hacían
aparecer imágenes abstractas o
geométricas. Incógnitas propuestas
sobre las orillas de la playa. Otras
historias hacían aparecer animales.
Otras hacían aparecer episodios de
otros tiempos, de otros espacios.
Espacios determinados, estáticos,
como corcheteados en el infinito.
Digamos: la caída del Imperio Romano,
el auge de la civilización Azteca, los
múltiples bombardeos en Hiroshima
y Dresde, el terremoto de Valdivia
de 1960, el terremoto de México de
1985 y el extraordinariamente
superior terremoto de Chile el año
de 2810. Un espectáculo enajenado,
presentado ante nuestros ojos,
Hacedores de estrellas
117
ahora que lo pienso: ojitos, pequeñas
pepas vacías y hambrientas de lo
insólito: la voz apoderándose
de aquella figura nebulosa tras
el fogón que era nuestra Madre,
pero que también era nuestra
adicción. Ustedes
comprenderán.
BASES CONCURSO LITERARIO 2011
1.- El concurso está abierto a los alumnos regulares de la Pontificia
Universidad Católica de Chile, tanto de pregrado como de postgrado, así como para alumnos en proceso de egreso, cuyo último
crédito lo haya cursado el segundo semestre de 2011.
2.- Las obras presentadas deben ser inéditas y cada participante podrá
presentar un máximo de dos trabajos en una sola categoría (cuento
o poesía).
3.- Para participar, cada alumno deberá llenar la ficha que aparece en
el sitio web www.vivelauc.cl, adjuntar sus trabajos en formato
Word y guardar el comprobante que le arrojará el sistema.
4.- No se aceptarán entregas a través de otra forma que la dispuesta en
estas bases.
6.- Los resultados del concurso se conocerán en una ceremonia de premiación, a la cual todos los participantes serán invitados con oportuna anticipación, sin posibilidad de conocer el resultado
previamente.
7.- Los trabajos no serán devueltos a su autor y éste deberá ceder sus
derechos de publicación a la Dirección de Asuntos Estudiantiles.
8.- La sola presentación de trabajos a este concurso implica la aceptación de las bases del concurso.
9.- Cualquier falta a las bases aquí presentes será motivo de marginación del concurso.
I.- De la categoría de Cuento
1.- El tema es libre.
2.- La extensión no debe sobrepasar las seis carillas escritas a computador en formato carta (márgenes de 2,5 cm. superior e inferior y de
3 cm. a cada costado.) La letra debe ser Times New Roman, cuerpo 12 y espaciado de 1,5. Las páginas deben ser numeradas. Todas
las poesías deberán tener título y seudónimo.
3.- El premio para el primer lugar será de $250.000; para el segundo
lugar $150.000 y para el tercer lugar $100.000.
4.- El jurado seleccionará siete menciones honrosas.
5.- Todas las obras ganadoras (tres primeros lugares y menciones honrosas) serán publicadas en un libro editado por la Dirección de
Asuntos Estudiantiles.
II.- De la categoría Poesía
1.- La temática es libre.
2.- La extensión no debe sobrepasar dos carillas, escrita a computador
en formato carta (márgenes de 2,5 cm. superior e inferior y de 3
cm. a cada costado.) La letra debe ser Times New Roman, cuerpo
12 y espaciado de 1,5. Las páginas deben ser numeradas. Todas las
poesías deberán tener título y seudónimo.
3.- El premio para el primer lugar será de $250.000; para el segundo
lugar $150.000 y para el tercer lugar $100.000.
4.- El jurado seleccionará siete menciones honrosas.
5.- Todas las obras ganadoras (tres primeros lugares y menciones honrosas) serán publicadas en un libro editado por la Dirección de
Asuntos Estudiantiles.
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