Leonardo - Actividad Cultural del Banco de la República

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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Leonardo
Vélez Chaverra
El 10 de marzo de 1972, Leonardo Vélez escribió en su
diario: “Acabo de reunirme con Nelson Franco para crear una
institución educativa. Es una decisión que con seguridad va
a cambiar mi vida”. El compromiso con esa idea enderezó su
rumbo después de equivocarse de carrera. Lo demás fueron
atrevimientos y aciertos para convertirse en el empresario
exitoso que hoy plantea alternativas de estudio a cerca de
10 mil estudiantes.
Su ambición se fundamenta en objetivos claros, ideales
nobles, constancia y fe en sus capacidades. Esas condiciones
personales lo llevan a no temer imponerse retos. El origen de
su emprendimiento, por ejemplo, tuvo raíces en la absoluta
certeza de no querer ser empleado, sino generar empleo
para él y otras personas.
Desde el principio de esa apuesta aprendió que la motivación
y el coraje que transmita a su equipo de trabajo determinan
el logro de metas. Por eso convenció a Nelson Franco y Jesús
Antonio Arboleda para que asistieran a la misa de 7 que
oficiaba Manuel José Betancur Campuzano en La Candelaria.
Se ubicaron en primera fila, comulgaron, y tan pronto
terminó la ceremonia, siguieron al padre con el fin de pedirle
ayuda.
Betancur Campuzano les prestó el espacio para que
informaran a la gente sobre la propuesta que tenían.
Además, permitió que publicaran en un diario local la
invitación a matricularse en el despacho parroquial. El aviso
estaba dirigido a mayores de 25 años que quisieran validar
el bachillerato. Lo que no sabía el sacerdote era que aún no
tenían los profesores ni el local donde dictar las clases.
Dos días antes de la fecha de inicio, los tres jóvenes todavía
buscaban sede en el Centro. El azar y su tino los llevaron al
claustro de los jesuitas ubicado en Pichincha. Allí, el religioso
Darío Pérez Upegui accedió a arrendarles y les facilitó sillas y
mesas, todo porque los consideró unos “verracos”.
Mientras que la empresa tomaba forma, a sus 22 años
Leonardo alternaba los estudios de Ingeniería Industrial con
la responsabilidad de liderar la oferta de preparación para
validar el bachillerato en la ciudad. Los buenos resultados de
los estudiantes y el cumplimiento de las responsabilidades
contraídas le dieron prestigio a la institución que luego se
llamaría Centro de Estudios Superiores para el Desarrollo,
Cesde.
Cuarenta años después, Leonardo piensa que la vigencia
de la institución tiene que ver con algo que lo caracteriza:
la visión innovadora. Él entendió oportunamente que las
nuevas necesidades exigían transformaciones. De ahí que
ofrecieron clases de preuniversitario, y cuando llegaron los
computadores personales a la ciudad, inauguraron una sala
con cuatro PC IBM. En la actualidad, la institución cuenta con
26 programas técnicos presenciales, mira hacia el espacio
virtual y planea abrir en otras ciudades.
El último gran reto que se le presentó a Leonardo fue
el cambio de sede, cuando la Compañía de Jesús vendió el
claustro y debió convencer al encargado de darle dos años de
plazo. En ese tiempo consiguió que los bancos creyeran en
la importancia y la rentabilidad de una institución educativa,
y construir las nuevas instalaciones en ocho meses, porque
como les dijo a los arquitectos: “Si el Empire State, que tiene
102 pisos, fue construido en 14 meses, ¿por qué no pueden
levantar el Cesde en 8?”.
Hace tres años decidió retirarse de la gerencia y contratar
a alguien que se encargue del día a día. Él, como presidente,
sigue atento a cada movimiento, con la distancia necesaria
para enriquecer la proyección de la institución y la posibilidad
de compartir más con su esposa Luz Marina y sus cuatro hijos,
quienes hacen parte del equipo de visionarios que guían los
rumbos de la empresa.
Perfil: Andrés Felipe Restrepo Palacio / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Pedro Elías
Rentería Rodríguez
Con su trayectoria y sus logros anotados en una agenda,
llegó Pedro Elías a la sala de profesores de cátedra. “Para que
no se me olvide nada”, anuncia y empieza a compartir su
historia como docente, asesor e investigador.
Es Licenciado en Educación de la Universidad de
Antioquia, con posgrado en Historia de la Práctica
Pedagógica en Colombia. Además de docente, ha sido
asesor del proyecto de Escuelas Normales Superiores en
Chocó, Antioquia y Huila, del proyecto del Ministerio de
Educación para el mejoramiento académico de los colegios
de secundaria y de la Gerencia de Negritudes. También
se ha desempeñado como coordinador del Colegio de
Pedagogía de la Facultad de Educación y ha escrito varios
libros y artículos sobre formación de docentes e historia de la
pedagogía. Pero lo que el profesor Rentería mencionó tal vez
con mayor orgullo fueron los premios como Mejor Educador,
otorgado por el Ministerio de Educación y la Secretaría de
Educación de Medellín en 1996, cuando ejercía en la vereda
Pajarito del corregimiento San Cristóbal; y como Profesor
Excelencia, entregado por el Instituto de Educación Física de
la Universidad de Antioquia en el 2001.
Cerrada la agenda, este docente nacido en Bagadó,
Chocó, y formado en la normal de Tadó confiesa que a pesar
de estar jubilado, tras 21 años de trabajo en el Alma Máter, no
se desenamora de su oficio ni de la institución. “Nunca me he
desvinculado de la U. La universidad ha sido todo para mí, me
lo ha dado todo: la experiencia, el sostenimiento económico,
el saber, el calor humano, el reconocimiento como persona y
como profesional”. Hoy Pedro Elías dicta: “Historia, imágenes
y concepciones de maestros”, una cátedra sobre el papel del
maestro en la historia, en el cine, en el arte, en la filosofía; es
decir, el maestro como sujeto público”.
Rentería es un convencido de que ser maestro es un
compromiso social y eso es algo que inculca a sus alumnos.
“En las normales, la pedagogía es algo que se respira desde
que entras, por eso soy un apasionado del tema. Yo les digo
a los estudiantes que si tuvieron esta vocación, se vean como
grandes docentes, que busquen la cualificación porque
tienen una responsabilidad y un papel muy importante”,
indica.
Aunque cuatro de sus hermanos también optaron por
la docencia, afirma que “la vena pedagógica” no proviene
de la familia, sino de la región. “Tradicionalmente, la gente
del Chocó busca ocuparse en el magisterio, le gusta. Allá
hay muy buenos maestros, en cualquier parte del país usted
encuentra profesores chocoanos”, y agrega que, por supuesto,
también hay malos maestros. “A mí me tocó la época de ‘la
letra con sangre entra’, incluso hubo un año que no estudié
por temor a un profesor que el año anterior había castigado
a latigazos delante de todo el grupo a un compañero. Hoy
en día se discute el tema de cómo y desde dónde ejercer la
autoridad”, puntualiza.
El profesor Pedro Elías está casado hace 33 años con la
enfermera Silvia Neomicia Córdoba, la mujer por quien
buscó establecerse en Antioquia y por la que fue a dar como
profesor al municipio de Buriticá en los albores de su carrera.
Es padre de Juan Carlos, ingeniero de sistemas; Katherina,
abogada, y Ana Carolina, estudiante de Ciencia Política.
Para despedirse, lanza un llamado: “La Universidad hay
que cuidarla, quererla y promoverla. Las futuras generaciones
van a tener mucho que ver en el devenir y en la pervivencia
de la universidad como entidad pública”.
Perfil: Gloria Cecilia Estrada Soto / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Gloria Estella
Penagos Velásquez
Cuando una mujer entra al consultorio de Gloria Stella
Penagos, encuentra algo más que el diagnóstico de una
especialista en ginecología y obstetricia. Detrás de esa
profesional que lleva 33 años ejerciendo la medicina, se
esconde una defensora incansable de los derechos de sus
pacientes. Para esta feminista, las mujeres se convirtieron
en la razón de ser de sus luchas.
Esa convicción se hizo más fuerte el día que se presentó
a la residencia de ginecología. Una pregunta “incómoda”
que le hizo su profesor, el mismo que ayudó a nacer a dos
de sus tres hijos, le despejó sus dudas y le señaló el camino
que debía seguir: “¿Cómo se le ocurre presentarse a una
residencia? Usted es madre de dos niños y de una niña
que solo tiene un año”. Estas palabras la agredieron, pero
al mismo tiempo le mostraron que su tarea iba más allá de
diagnosticar enfermedades; en ese momento descubrió
que debía trabajar para “abrir los ojos a las mujeres”.
Desde muy niña, su espíritu transgresor se negó a creer
que una “buena mujer” solo debía preocuparse por atender
las necesidades de su esposo y de sus hijos. En su casa,
Gloria aprendió que podía tomar sus propias decisiones y
cumplir sus sueños personales con plena libertad. Ya en las
aulas de la Universidad de Antioquia, se apegó a esas ideas
libertarias que se alojaron en su cabeza desde la infancia.
Los primeros años en la Facultad de Medicina reafirmaron
el carácter de esa mujer sensible e inteligente que estaba
dispuesta a desempeñar una labor social.
Además de acercarla a la academia, la universidad
le entregó lo que más ama: su vocación docente, la
especialización en ginecología y una familia. En el año
1977, se casó con Henry Rendón, uno de los compañeros
que conoció en las clases del doctor Emilio Bojanini. Para
ella fue una etapa llena de aprendizajes, alegrías y pérdidas:
llegaron los hijos, los logros profesionales y el apoyo de “un
hombre brillante y dedicado” que la acompañó hasta 1989,
año en que falleció después de padecer una insuficiencia
renal.
A pesar de la ausencia de su esposo, Gloria siguió
adelante con sus hijos y con su carrera. Durante 23 años
estuvo vinculada a la universidad como docente del
Departamento de Obstetricia y Ginecología, tiempo
que aprovechó para enseñarles a sus estudiantes cómo
convertir un control prenatal en un espacio para escuchar
y resolver las inquietudes de las mujeres embarazadas y de
sus familias; ella quería mostrarles que “la palabra funciona
como un poderoso medicamento”.
Su enorme capacidad de trabajo y su preocupación
por mantenerse actualizada la llevaron a explorar otras
áreas de formación relacionadas con el bienestar físico y
emocional de las mujeres. Educación sexual, terapia de
pareja, menopausia, métodos de planificación, aborto
inducido y espontáneo son algunos de los temas que Gloria
ha investigado y ha llevado a diferentes espacios médicos e
institucionales.
Su experiencia en la atención integral de la mujer le
ha permitido liderar proyectos académicos y asesorar
iniciativas públicas. Fue la primera jefa administrativa del
Departamento de Ginecología del Hospital San Vicente
de Paúl y dirigió el Centro Interdisciplinario de Estudios
de Género de la Universidad de Antioquia; además, en
compañía de una sus colegas, logró introducir en el currículo
de medicina el área de sexualidad y género. Otro de sus
retos es la construcción de la Clínica de las Mujeres. Gloria
ha participado en el diseño y la defensa de este espacio que
busca garantizar los derechos y mejorar las condiciones de
salud de las pacientes.
En el 2008 se jubiló de la Universidad, pero su trabajo
está lejos de terminar. Su consultorio seguirá abierto para
apoyar a las mujeres que, como ella, están dispuestas a
romper los moldes tradicionales.
Perfil: Lina María Martinez Mejía / Fotografía: Natalia Botero Oliver
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Manuel Antonio
Muñoz Uribe
En 1993, doscientos nueve trabajadores del sindicato
de Empresas Varias de Medellín fueron despedidos luego
de que el Ministerio del Trabajo declarara ilegal una huelga
de siete días, entre el 16 y el 22 de enero, originada por un
desacuerdo entre los trabajadores y la empresa.
El sindicato, para contrarrestar dicha decisión y lograr
un reintegro total de los trabajadores expulsados, impugnó
el fallo ante el Consejo de Estado e interpuso una serie
de demandas en los juzgados laborales. Perdieron todas
las acciones legales. Desilusionados y con muy pocas
esperanzas, decidieron consultar su caso a este abogado
laboralista que había sido, además, asesor de la Asamblea
Nacional Constituyente y que contaba con una amplia
experiencia en el mundo sindical: Manuel Muñoz Uribe.
Graduado como bachiller del Liceo Antioqueño, Doctor
en Derecho y Ciencias Políticas, con una especialización en
Investigación Socio-pedagógica y otra en Derecho Público
de la Universidad Nacional, Muñoz Uribe tuvo claro, según
enseñanzas de su madre, no servirles jamás a los poderosos
y ponerse siempre del lado de los menos favorecidos.
Pero para esto, primero había que convertirse en una
persona estudiosa, preparada, con una excelente oratoria
y una muy buena capacidad de análisis. El derecho le
aportó gran parte de esa formación, las especializaciones
le permitieron adquirir destrezas que complementaron su
ejercicio litigante, pero su paso por el Liceo Antioqueño,
su relación con los sindicatos, las enseñanzas de su madre
y una especial admiración por Simón Bolívar y Rafael Uribe
Uribe determinaron contundentemente su personalidad y
su ejercicio profesional.
Convencido de que la única manera de conseguir un
reintegro laboral era acudiendo a instancias internacionales,
conjuntamente con la Comisión Colombiana de Juristas,
se presentó el caso ante la Organización Internacional de
Trabajadores, OIT. Desde allí, mediante el comité de libertad
sindical, hicieron una recomendación obligatoria al Estado
colombiano exigiéndole no solo restablecer los puestos de
trabajo, sino reconocer los salarios y prestaciones que los
trabajadores despedidos habían dejado de percibir.
En el Liceo Antioqueño, por medio de las guías para
ingresar a la universidad, se enamoró del derecho. Terminando
el pregrado se enroló en el sindicalismo, y conoció así de
cerca las dinámicas y pormenores de la situación laboral
colombiana. En Simón Bolívar descubrió una conciencia
continental. Con su mamá aprendió a preocuparse por el
otro y en la figura de Rafael Uribe Uribe encontró un modelo
a seguir, un visionario y polifacético hombre cuyos principios
ha mantenido vigentes mediante escritos y compilaciones
publicados por la Corporación Cultural Rafael Uribe Uribe,
de la cual es fundador, pero también mediante su ejercicio
profesional.
¿Y cómo hacer cumplir la ordenanza de la OIT? Se discutió
sobre la mejor manera y se optó por imponer una acción
de tutela. El 10 de agosto de 1999, la Corte Constitucional
declaró, por medio de la sentencia T-568, a favor del Sindicato
y de los trabajadores despedidos. Ese día, Manuel y el grupo
de litigantes crearon y permitió sentar un precedente en el
país al reconocer los derechos de los trabajadores como un
derecho fundamental. Este fue uno de los tantos litigios que
ganó a lo largo de más de cuarenta años defendiendo los
derechos laborales.
Manuel es consciente de que su profesión como abogado
laboralista es más una vocación de servicio que otra cosa. Por
eso, nadie que requiera de su ayuda, tenga o no tenga dinero,
se va sin atención. “Mucha gente me pregunta cuándo me voy
a jubilar, pero esa palabra no existe en mi vocabulario. Para mí
es extraordinariamente deleitoso ponerles demandas a los
patronos para que respeten los derechos de los trabajadores
y es por eso que todavía no he aprendido la diferencia entre
trabajar y descansar.”
Perfil: Santiago Orrego Roldán / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Abraham
Escudero Montoya
Dicen que muchas noches, Juan XXIII, también
conocido como el Papa bueno, se despertaba de repente,
inquieto, pensando en las mil obligaciones que tenía y en
las recomendaciones y consejos que debía pedirle al Papa.
Entonces recordaba que el Papa era él, y decía: “Señor, tú
me pusiste en esto, tú me darás las salidas”. Dicen también
que el Señor no escoge a los preparados, sino que prepara
a los escogidos, y con una convicción así vivió el monseñor
Abraham Escudero Montoya todos los retos, todos los
caminos, sin importar lo agrestes que estos pudieran ser. Por
ello, cuando fue nombrado obispo auxiliar de Medellín, en
1986, el lema de su escudo fue: “Sí, estoy dispuesto”, y en la
misa de su ordenación episcopal pidió que le cantaran una
canción que dice: “No te traigo, Señor, un corazón cansado…”.
Porque no lo tenía. Porque si algo caracterizaba a
monseñor Escudero era la disposición. Porque nunca dejó
de trabajar por la iglesia ni aun en sus últimos días, ya muy
enfermo. No conocía el descanso. Poco sabía de vacaciones.
Siempre tenía una obra por adelantar.
En El Espinal, Tolima, donde fue nombrado obispo en
1990 y donde permaneció durante 17 años, lo conocían
como un hombre capaz de visitar las comunidades más
alejadas, y quienes han recorrido el Tolima saben lo que esto
significa: cumbres nevadas, valles donde el calor alcanza más
de cuarenta grados centígrados, ríos caudalosos que hay que
pasar en lancha, montañas y más montañas. Un terreno difícil
y al que no cualquiera se le mide, y que monseñor Escudero
recorrió sin chistar, visitando las parroquias a su cargo,
conociendo sus comunidades, recibiendo la comida que le
ofrecían los campesinos, aunque sabía que, por su estado de
salud, su dieta era estricta y no podía ingerir cualquier cosa.
Tenía, de alguna forma, la vocación del misionero: la de
recorrer caminos, la de estar cerca de la gente. No importaba
su título de obispo ni sus estudios en el exterior. Lo importante
era estar cerca de la comunidad, trabajar por la educación
y la reconciliación. Por eso creó la Fundación Universitaria
de Espinal, Fundes, y el Seminario Mayor La Providencia, y
promovió el Colegio Diocesano. Por ello, cuando en el 2007
pasó a ser obispo en Palmira, fue intermediario en los diálogos
de los corteros de caña con el Ministerio de la Protección
Social y los ingenios azucareros del Valle.
Quienes lo conocieron mencionan siempre la palabra
humildad. Nunca se ufanaba de sus logros, nunca trataba de
hacerse notar, no andaba hablando de sus estudios o de los
cargos que había ejercido. Y eso que los tenía: profesor del
Seminario Menor (1968), director de Filosofía en el Seminario
Mayor (1969), Egresado del liceo Antioqueño (1958) y
magíster en educación y sicoorientación de la Universidad
de Antioquia (1976), primer director de la Casa de Medellín
en Roma, licenciado en Espiritualidad de la Universidad
Pontificia de Roma (1982), director de la Casa Pablo VI y de la
Pastoral Juvenil Arquidiocesana (1982-1984), secretario de la
Vicaría de Religiosos (1984), director espiritual del Seminario
Mayor (1982-1986), vicario episcopal de la Vida Consagrada
(1985-1986), obispo titular de Risinio (Yugoeslavia) y auxiliar
de la Arquidiócesis de Medellín. En fin...
No, no andaba hablando de eso. Lo suyo eran las obras,
su comunidad. Cuando Abraham murió, el 6 de noviembre
del 2009, a los 69 años, su hermana fue al cuarto del obispo y
no encontró casi nada. Acaso un Cristo en la pared, un par de
mudas de ropa. En eso también era como ciertos misioneros:
siempre entregaba, pero para él tenía poco. A lo sumo, pedía
siempre a su familia y amigos que lo tuvieran presente en sus
rezos para ayudarlo a sacar sus obras adelante. Que siempre
el Señor, como a Juan XIII, le mostrara las salidas.
Perfil: Juan Camilo Jaramillo Acevedo / Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano
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Ana Isabel
Rivera Posada
Mucho antes de ser estudiante de la Universidad de
Antioquia, Ana Isabel acostumbraba tomar la ruta más larga
rumbo a su casa para pasar por el frente del Alma Máter. “En
1985 yo estudiaba en la UPB y cuando salía temprano, cogía
el circular para pasar por la Universidad, porque yo decía: ‘Un
día voy a estudiar aquí’”, relata esta Comunicadora socialPeriodista que ingresó a la de Antioquia por transferencia en
1987 y se graduó tres años después.
Como profesional, fue fotorreportera y redactora en
el diario El Colombiano, fundó el periódico El Envigadeño,
que logró sostener a lo largo de tres años, también fue
docente de fotografía y periodismo en varias universidades,
coordinadora del proyecto Código Acceso del periódico El
Tiempo, comunicadora en la Empresa de Desarrollo Urbano
e interventora en el programa de Presupuesto Participativo
de la alcaldía de Medellín.
Pero fue en el año 2003 cuando las cosas dieron un giro
para ella: después de toda una vida en la ciudad, se radicó en
las frías montañas del corregimiento Santa Elena, a diecisiete
kilómetros de Medellín y de vocación primordialmente
agrícola. Para esa época, el periódico Viviendo Santa Elena,
creado en 1999 por Rubén Vivas y que había despertado
el interés de la comunidad, ya no circulaba. “Rubén lo creó,
lo sostuvo y paró como dos años; en el 2005 lo cogió Darío
Posada, de la Corporación Sietecueros, y sacó diez números,
pero se paró otra vez como seis u ocho meses”, cuenta Ana,
quien tomó las riendas del periódico en el 2008.
En dos años seguidos, 2010 y 2011, Viviendo Santa
Elena ocupó el primer y segundo puesto en los premios de
periodismo comunitario de la alcaldía de Medellín. En este
medio de circulación rural gratuita y mensual, Ana Isabel,
que oficia como directora, redactora y editora, ha puesto
todo su talento y compromiso para hacer una labor que
el corregimiento reconoce. “Yo quería enfocar de nuevo el
periódico, recuperar un poco lo que había hecho Rubén con
ese acercamiento a la comunidad, una relación de cercanía y
confianza con la gente”, explica.
Viviendo Santa Elena, que sobrevive con recursos del
Presupuesto Participativo, se ha convertido en una importante
opción informativa enfocada al servicio comunitario, la
defensa de los animales y del medio ambiente. Tal como ella
lo afirma, en sus páginas siempre prima el sentido social: “La
gente está contenta, se apasiona, nos manda colaboraciones,
sabe que somos independientes, comunitarios. Siempre nos
sugieren temas y los escuchamos”, y con esto se refiere a la
construcción conjunta que ha llevado al periódico a ser uno
de los mejores medios comunitarios impresos de Medellín.
Pero sus intenciones van más allá. A partir de la experiencia
de una docente de la zona, planea la conformación de un
semillero de comunicaciones dirigido a los estudiantes de los
grados cuarto y quinto de primaria y primero de bachillerato,
quienes analizan cada edición del periódico.
“Me gusta mi trabajo en lo cotidiano, mi ganancia es el
impacto que estamos generando en la gente porque no
censuramos y dejamos que se expresen; trabajo haciendo lo
que me gusta”, dice de corazón esta mujer que vive sola en
una casa pequeña y cómoda en la vereda El Placer, rodeada
de cultivos y flores, y custodiada de cerca por su perra Venus.
De allí sale todos los días, no importa si a hacer diligencias
personales o a hacer reportería porque en todo caso ella vive
trabajando y trabaja viviendo, y vuelve siempre cargada de
noticias que de primera mano le entregan los campesinos
que se le cruzan en el camino. Por algo ellos mismos dicen
que, aunque el cargo no exista, Ana Isabel Rivera es ‘la
comunicadora’ de Santa Elena.
Perfil: Gloria Cecilia Estrada Soto / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Gabriel Jaime
Santamaría Montoya
Gabriel Jaime Santamaría estudiaba Química en la
Universidad de Antioquia. Había egresado del Liceo
Antioqueño y pertenecía a la Juventud Comunista. Era
alto, fornido, de gafas, parecía un hombre mayor, aunque
apenas rozaba los veinte años.
Su papá era el director de zarzuela Jaime Santamaría,
quien había enviudado y quería para sus tres hijos un buen
futuro, tal vez verlos como profesionales al servicio de alguna
empresa tradicional. Por eso, el día en que se dio cuenta
de que Gabriel Jaime, Antonio y Pedro se encontraban
atrincherados en un laboratorio de la Universidad de
Antioquia, en medio de una protesta que ya llevaba varios
días, decidió ir a buscarlos personalmente. Con lágrimas en
los ojos le dijo a un comandante del Ejército que llamara
por megáfono a sus muchachos. Gabriel Jaime, como era
el mayor, tuvo que ir primero a enfrentar a su papá, pero
los dos menores lo siguieron por órdenes militares. Así,
salieron abucheados del laboratorio y además reseñados
del Alma Máter.
Se retiró de Química y decidió terminar Ingeniería
Industrial en la Universidad Autónoma Latinoamericana,
que surgió unos años antes como respuesta a esa
desbandada de estudiantes comprometidos en marchas
y mítines. En esa institución fue profesor de cátedra y
dirigente del gremio docente. En tanto, seguía vinculado
primero a la Juco y luego al Partido Comunista.
Consuelo Arbeláez, su esposa durante 17 años, lo
describe como “un gozón de la vida”, buen amigo y
convencido de la causa obrera. Trabajó desde la base
del partido, pegando carteles, hasta llegar a ocupar altos
cargos de dirigencia.
A comienzos de los ochenta, fue elegido concejal
en Puerto Berrío, donde debió levantar los ánimos del
movimiento sindical, que se hallaba de capa caída
tras el asesinato de Darío Arango, en 1979, quien era
vicepresidente del concejo por la Unión Nacional de
Oposición, UNO, predecesora de la Unión Patriótica.
Sus actividades políticas eran públicas y estaban
cobijadas por la ley, pero no eran bien vistas por muchos
sectores oficiales y de derecha del país, por lo que debió
exiliarse durante varios periodos para proteger su vida.
Fueron meses en los que se alejó de sus dos pequeñas
hijas y vio morir a muchos de sus compañeros. Estuvo en
Alemania, Cuba y la URSS.
En 1985, cuando surge la UP, con la opción de canalizar
sectores de izquierda en una plataforma política, lo eligen
diputado a la Asamblea departamental, donde se destaca
por su liderazgo y es reelegido para un segundo periodo.
Eran tiempos difíciles para la naciente organización, pues
a pesar de haber conseguido votaciones insospechadas en
las urnas, la mano negra del Estado se empeñaba en acabar
con sus dirigentes. De ese modo, entre 1985 y 1989, 972
integrantes de la UP fueron asesinados.
Todas las precauciones habían sido tomadas. Ese 27 de
octubre de 1989 no fue la excepción. Consuelo se despidió
de su esposo en una casa de Itagüí que les servía de refugio
temporal. Ella fue a buscar a las niñas y a cambiarse de ropa
para ir a trabajar, y él iría más tarde a su despacho en la
Alpujarra, el lugar donde se sentía más seguro. A las 3:30
de la tarde, un joven veinteañero, con la complicidad del
sistema de seguridad del lugar y de sus escoltas, lo acribilló
junto a su escritorio.
Gabriel Jaime murió de inmediato y, una vez más,
la sociedad se indignó. Han pasado los años y las
investigaciones del caso llegan hasta cierto punto; dicen
que fue Carlos Castaño quien lo mandó a matar, como a
tantos otros militantes de la UP. Sin embargo, Consuelo y
otros familiares que no pueden olvidar piden aún que la
justicia llegue más lejos y esclarezca la autoría intelectual
de aquel exterminio.
Perfil: Margarita Isaza Velásquez / Fotografía: Archivo familiar
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Roberto León
Ojalvo Prieto
Esperó, aunque las posibilidades de trabajar en
la Universidad de Antioquia eran ajenas. Renunció al
nombramiento como juez promiscuo del corregimiento
de Bolombolo, en Venecia. No quiso encargarse de
levantamientos de cadáveres ni de otros hechos violentos
que abundaban en época de cosecha de café. “Eso tenía un
fondo, y era que en la práctica no quería trabajar sino en la
universidad, no me veía en otra parte”, explica Roberto Ojalvo
ahora, cuando puede decir que ocupó todos los cargos del
Alma Máter que le interesaron.
Asesor y director del Consultorio Jurídico, vicedecano
y decano de Derecho, director de Bienestar Universitario,
secretario general de la Universidad de Antioquia, y director
de su museo, son algunos de los títulos que han acompañado
su nombre. Otros, más cercanos, son: consejero, mediador,
maestro, amigo… En esa lista extensa para denominar a
Roberto Ojalvo se mezclan las cualidades de un hombre
cortés y humano, con las del visionario que dirige mirando al
futuro sin desatender las situaciones presentes.
Empezó a trabajar en la Universidad de Antioquia desde
antes de ser nombrado en algún cargo. Hacía una especie
de “voluntariado” en el Consultorio Jurídico, luego se atrevió
a proponerse como asesor de esta dependencia, pero el
decano de entonces no lo consideró idóneo. Roberto esperó,
entonces, hasta que el decano posterior hiciera una apuesta
por su dinamismo, y lo nombró asesor y luego director. Así
empezó una carrera en la que entre las transformaciones que
propuso, desde diferentes plazas, estuvieron la creación de la
primera cátedra en el país de iniciación a la práctica forense,
al igual que la cátedra pionera en derecho ambiental.
Además, tomó la decisión polémica de que los exámenes
preparatorios para graduarse como abogado se resolvieran
fuera de las aulas.
En el lugar de sus grandes afectos, el Museo Universitario,
consiguió que todas las colecciones tuvieran montajes
permanentes o semipermanentes, y que adquirieran
muchas de las piezas que hoy albergan. Además, se propuso
darle mayor proyección cultural y académica al Museo,
mediante la institucionalización de visitas guiadas, talleres
y trabajo continuo con personas de la tercera edad, niños y
jóvenes. Apoyó la creación de las colecciones de Historia y
del Ser Humano, y la concepción y puesta en marcha de la
Sala Galileo. Creó Códice, el boletín científico y cultural del
Museo. Se convirtió, sin premeditarlo, en maestro de los
estudiantes que llegaban a desempeñarse como auxiliares
administrativos, a veces, en momentos en los que no tenían
claro su rumbo y el bloque quince se convertía en el lugar
para despertar curiosidades. Roberto Ojalvo podía hacerles
preguntas que algunos considerarían impertinentes, o
pedirles opiniones sobre decisiones a tomar, entonces hacía
uso de su excelente retórica para conducir el diálogo más
simple al feliz hallazgo de una respuesta.
Secretos, seguramente, tiene varios; quizá más de la
universidad que propios. Es un hombre transparente; eso
sí, amigo de la prudencia y el silencio. “Completamente
pesimista”, como él se define. Pero capaz de encarar los
dramas de la cotidianidad y buscar soluciones concretas. Sabe
que la vida tiene mucho de esa tabla de curación embera
que reposa en la colección de Antropología, y que es su pieza
preferida del Museo Universitario. Esa en la que de rojo y
de negro se tiñen las posibilidades de vivir o morir cuando
se está enfermo. No es cándido, aunque algunos puedan
pensarlo. Está atento a las sorpresas y mientras tanto planea
como potenciar las situaciones que le plantea la cotidianidad.
Hoy es director voluntario del Museo Arqueológico del
Suroeste y del Museo Municipal de Jericó, su pueblo. Allí,
acompañado de su esposa Teresita y sus dos hijas, aún está
dispuesto a hacer realidad quijotadas como exponer a Andy
Warhol en las entrañas de Antioquia y hacer de las instituciones
culturales el motor del progreso en el departamento.
Perfil: Andrés Felipe Restrepo Palacio / Fotografía: Natalia Botero Oliver
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Ada Luz
Hernández Montoya
El juez, el abogado de la contraparte y hasta los demandados se convencieron de que Ada era una experta. “Es que
usted es muy diplomática, se nota que no le han tocado los
groseros que me han tocado a mí”, le dijo el abogado. Ninguno sospechó que ella, a sus 50 años, litigaba por primera
vez en una audiencia.
Su mamá enviudó muy joven y con siete hijos llegó a
la ciudad pensando en que aquí sería más fácil encontrar
un trabajo. A los 12 años, Ada dejó la escuela para cuidar
a sus hermanos. Empezó a trabajar a los quince, haciendo
aseo en casas, oficinas y peluquerías. “Yo pensaba: ‘Algún
día podré estudiar’”, recuerda. Asistía al grupo de teatro del
barrio París que interpretaba obras de Bertolt Brecht e historias de la lucha sindical. Una de las presentaciones fue
en la Universidad de Antioquia y al ver la inmensidad del
campus, se soñó universitaria.
Trabajó como obrera en Medias Cristal, pero la despidieron cuando se casó. Empecinada en estudiar, enfrentó una batalla de puertas para adentro pues su esposo le
repetía que la mujer estaba para atender la casa, los hijos
y al marido. “Yo estudiaba de cuenta mía, mientras hacía
oficio y atendía las niñas me ponía a leer. Era una lectura
lenta”. Además, por correspondencia le llegaban unas lecciones de matemáticas, que ella se esforzaba en entender.
Así pasaron varios años, estudiando como podía, como si al
hacerlo, pecara.
Se enteró de que Comfama daría becas para validar el
bachillerato. Ada, después de muchas súplicas, obtuvo el
permiso de su marido. “Yo tenía el susto más grande. Llevaba 22 años sin estudiar. Mi esposo me decía que si tenía
tanto miedo, mejor no fuera. Pero con más ganas fui”, dice.
Dos años después se presentó a la Universidad Nacional y
nadie podía creerlo cuando a su casa, el rancho de madera
que le construyeron sus hermanos en París, le llegó la carta
de bienvenida. Tres semestres después, se convirtió también en estudiante de Derecho de la Universidad de Antioquia. Entonces, su marido le pidió el divorcio.
Todos los días, cuando aún no amanecía, estaba de
pie para cocinar y despachar a sus hijas. Y luego: trabajar
en el Archivo Histórico de la Nacional, cruzar el puente de
Barranquilla de una universidad a la otra, trabajar en una
modistería, estudiar y, al volver a casa, arrullar los sueños
de sus hijas con cuentos de Tomas Carrasquilla y de Kafka.
“Recuerdo que yo llegaba a la puerta de la Universidad muy
mal. Era un sendero de laureles y había unos gusanos a los
que les tenía miedo, cuando yo iba llegando al final del
sendero, yo era otra, era una terapia con la que perdía mis
miedos”.
Cuando recibió el título de historiadora en 1995 en la
Nacional y el de abogada en 1997 en la Universidad de
Antioquia, la gente le creyó. “Yo trabajo con la gente que no
tiene la facilidad de acceder a la administración de justicia.
Si consigo que una mamá gane una demanda por alimentos, para mí eso es un logro”, afirma. Empezó en una oficina que alquiló con un compañero y desde hace siete años
tiene una propia en el centro de la ciudad. Con su trabajo
construyó su casa y educó a sus tres hijas. En su escritorio,
debajo de un vidrio, tiene las fotos de ellas y de sus nietos.
En la pared están colgados sus diplomas y dos máscaras
negras, la una ríe y la otra llora: “Me preguntan mucho qué
significan y yo siempre digo: ‘Esa es la vida, comedia y tragedia, un teatro que nos tocó asumir’”.
Perfil: Ana María Bedoya Builes / Fotografía: Julián Roldán Alzate
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