Ancianidad. Poesías III

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ANCIANIDAD. POEMAS III
(Selección: Tomás Yerro)
FRANÇOIS VILLON
(1431-1463)
Testamento
Yo lamento el tiempo de mi juventud
(el cual, más que nunca, pasé en diversiones
hasta bien entrado en la madurez),
de cuyo transcurso consciente no fui.
Su marcha no ha sido a pie, paso a paso,
tampoco a caballo. ¿Pues cómo se fue?
Se fue de repente, en rápido vuelo,
y no me ha dejado ningún beneficio.
¡Ay, Dios, si a su tiempo yo hubiese estudiado
en vez de vivir loca juventud,
y buenas costumbres hubiese aprendido!
Tendría mi casa, mi lecho muy blando.
¿Para qué llorar? Odiaba la escuela,
como ocurre siempre con los niños malos.
Y ahora que escribo este testamento,
con este recuerdo se me parte el alma.
Los lamentos de la Bella Armera
Creo estar las quejas oyendo de la que fue la Bella Armera; ella querría aún ser joven... Parece
hablar de esta manera: -¿Por qué tan pronto me venciste, vejez cruel y traicionera? -¿Qué me ata
que no me hundo el hierro que esfumaría mis miserias? Me arrancaste lo que Belleza me otorgara
para que reine sobre clérigos y esclesiásticos, sobre señores y burgueses. No había entonces hombre
muy cuerdo que sus bienes no me cediese con tal que lo único le diera que de la puta nunca
obtienen. ¡Y a cuántos hombres lo negué -¡era entonces tan poco sabia!- por un muchacho más que
astuto a quien encadené mi alma! Disimulaba con los otros; ¡a él, Dios mío, cuánto lo amaba! Y me
zurraba sin embargo y me quería por mi plata. Mas por mucho que me golpeara yo nunca lo dejé de
amar, y aunque me hubiese dado azotes el dolor me hacía olvidar con sólo reclamarme un beso. Ese
demonio, ese truhán me abrazaba y ... ¿Qué guardo de esto? Vergüenza y pecado, no más. Hace
treinta años que está muerto y yo, vieja, canosa, sigo. Cuando me acuerdo de otros tiempos y
desnuda cuando me miro y me veo tan diferente (¡qué horrenda soy! ¡qué bella he sido!) encogida,
marchita, flaca, me tengo rabia porque vivo. ¿Qué se hicieron mi lisa frente **, mis cejas y cabellos
rubios, mis ojos de mirar travieso con que atrapaba a los más duros, esa nariz recta y mi rostro, mi
rostro que ahora en vano busco, mis orejas blancas y firmes y mis labios de un rojo puro? ¿Mis
hermosos pequeños hombros, largos brazos y manos finas, pezones chicos y caderas altas y sólidas,
propicias para batallas de amor largas y, sobre todo, eso que hacía dichoso al hombre entre mis
muslos bajo el jardín que lo escondía? La frente ajada, blanco el pelo, apagados los ojos que ayer
lanzaban rientes miradas al pecho del noble y del burgués, la nariz corva y las orejas colgando
velludas y también del rostro huídos los colores -si labios tiene, no se ven- ¡en eso para la belleza
humana! Manos contraídas, brazos cortos, varias jorobas entre los hombros distribuidas, resecas
están ya las tetas, asco da eso que daba dicha y los muslos amoratados antes que muslos son
salchichas. Así juntas nos lamentamos algunas pobres viejas tontas sentadas sobre nuestras grupas y
acurrucadas en la sombra junto a un fuego de pajas malas que se apaga al viento que sopla. ¡Y en un
tiempo fuimos tan bellas! Así habrá de pasarle a todas.
Balada de la bella armera a las jóvenes cortesanas
Pensad pues, tú, bella Guantera que mi alumna solías ser y tú, Blanca la Zapatera, que a vivir debéis
aprender. Tomad a izquierda y a derecha -hombre que pase, Dios lo pusoque a la vieja se la desecha
como moneda fuera de uso *. Y tú, bellísima Fiambrera que danzando quitas el sueño, y Guillerma
la Tapicera: ¡los caprichos haced del dueño! Pronto este tiempo se irá lejos, feas seréis como un
lechuzo, no serviréis ni a curas viejos, como moneda fuera de uso. Tu, Juanita la Sombrerera: que
ningún amor te detenga; tú, Catalina la Bolsera: no desprecies a aquel que venga; pues aunque yo,
por recordarme, les sonrío a veces y azuzo sé que nadie vendrá a tomarme, como moneda fuera de
uso. Sabed, muchachas, que si estallo en tan triste llanto y profuso es que quien me requiera no
hallo, como moneda fuera de uso.
GARCILASO DE LA VEGA
(1500-1536)
Soneto XXIII
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;
y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.
PIERRE RONSARD
(1524-1567)
Soneto a Helena
Cuando bien vieja seas, sentada ante el crepúsculo
Y el candil y los leños, devanando e hilando,
Dirás aún asombrada, al entonar mis versos:
¡Ronsard me celebró en el tiempo en que fui bella!
Entonces no tendrás sirvienta a quien decírselo
Que aletargada ya de las tantas labores,
Al oír de Ronsard despierte de su sueño
A bendecir tu nombre con loas inmortales.
Yo estaré bajo tierra, y fantasma sin huesos,
Por lo mirtos umbríos buscaré mi reposo;
Y tú ante el fuego serás vieja decrépita,
Añorando mi amor y tus fieros desdenes.
Por favor, vive y nada esperes del mañana;
Recoge desde hoy mismo las rosas de la vida.
Oda a Casandra
Vamos, Linda, a ver si la rosa
que abrió su pecho, esplendorosa,
a los primeros ímpetus del sol,
altiva, esbelta, iridescentee+,
bajo la lumbre atardecente
copia aún de tu faz el arrebol.
¡Ah! Mira con cuanta presteza
sobre la tierra su belleza
hoja por hoja descendió...
Fiera madrastra la Natura,
la flor en ella sólo dura
el tiempo que la luz la acarició.
Si pues mi amor tu fe merece,
en tanto que tu edad florece
en su más bella y fresca novedad,
recoge de la prirnavera tu flor...
Ya ves: locura fuera
esperar que se mustie su beldad.
LOPE DE VEGA
(162-1635)
A una calavera
Esta cabeza, cuando viva, tuvo
sobre la arquitectura destos huesos
carne y cabellos, por quien fueron presos
los ojos que mirándola detuvo.
Aquí la rosa de la boca estuvo,
marchita ya con tan helados besos,
aquí los ojos de esmeralda impresos,
color que tantas almas entretuvo.
Aquí la estimativa en que tenía
el principio de todo el movimiento,
aquí de las potencias la armonía.
¡Oh hermosura mortal, cometa al viento!,
¿dónde tan alta presunción vivía,
desprecian los gusanos aposento?
LUIS DE GÓNGORA
(1561-1627)
Mientras por competir con tu cabello
Oro bruñido al sol relumbra en vano,
Mientras con menosprecio en medio el llano
Mira tu blanca frente al lilio bello;
Mientras a cada labio, por cogello,
Siguen más ojos que al clavel temprano,
Y mientras triunfa con desdén lozano
Del luciente cristal tu gentil cuello,
Goza cuello, cabello, labio y frente,
Antes que lo que fue en tu edad dorada
Oro, lilio, clavel, cristal luciente,
No sólo en plata o vïola troncada
Se vuelva, más tú y ello juntamente
En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
FRANCISCO DE QUEVEDO
(1580-1645)
Represéntase la brevedad de lo que se vive
y cuán nada parece lo que se vivió
"¡Ah de la vida!"...¿Nadie responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La fortuna mis tiempos ha mordido,
las horas mi locura esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue, mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será, y un es causado.
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
Signifícase la propia brevedad de la vida,
sin pensar, y con padecer, salteada de la
muerte
¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!
¡Poco antes, nada; y poco después, humo!
¡Y destino ambiciones, y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!
Breve combate de importuna guerra,
en mi defensa soy peligro sumo;
y mientras con mis armas me consumo,
menos me hospeda el cuerpo, que me entierra.
Ya no es ayer; mañana no ha llegado;
hoy pasa, y es, y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.
Azadas son la hora y el momento,
que, a jornal de mi pena y mi cuidado,
cavan en mi vivir mi monumento.
Calvo que no quiere encabellarse
Pelo fue aquí, en donde calavero;
calva no sólo limpia, sino hidalga;
háseme vuelto la cabeza nalga:
antes greguescos pide que sombrero.
Si, cual Calvino soy, fuera Lutero,
contra el fuego no hay cosa que me valga;
ni vejiga o melón que tanto salga
el mes de agosto puesta al resistero.
Quiérenme convertir a cabelleras
los que en Madrid se rascan pelo ajeno,
repelando las otras calaveras.
Guedeja réquiem siempre la condeno;
gasten caparazones sus molleras:
mi comezón resbale en calvatrueno.
Vieja verde compuesta y afeitada
Vida fiambre, cuerpo de anascote,
¿cuándo dirás al apetito «Tate»,
si cuando el Parce mihi te da mate
empiezas a mira por el virote?
Tú juntas, en tu frente y tu cogote,
moño y mortaja sobre seso orate;
pues, siendo ya viviendo disparate,
untas la calavera en almodrote.
Vieja roñosa, pues te llevan, vete;
no vistas el gusano de confite,
pues eres ya varilla de cohete.
Y pues hueles a cisco y alcrebite,
y la podre te sirve de pebete,
juega con tu pellejo al escondite.
ANTONIO MACHADO
(1875-1939)
El limonero lánguido suspende
una pálida rama polvorienta
sobre el encanto de la fuente limpia,
y allá en el fondo sueñan
los frutos de oro...
Es una tarde clara,
casi de primavera,
tibia tarde de marzo
que el hálito de abril cercano lleva;
y estoy solo, en el patio silencioso,
buscando una ilusión cándida y vieja:
alguna sombra sobre el blanco muro,
algún recuerdo, en el pretil de piedra
de la fuente dormido, o, en el aire,
algún vagar de túnica ligera.
En el ambiente de la tarde flota
ese aroma de ausencia,
que dice al alma luminosa: nunca,
y al corazón: espera.
Ese aroma que evoca los fantasmas
de las fragancias vírgenes y muertas.
Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
casi de primavera,
tarde sin flores, cuando me traías
el buen perfume de la hierbabuena,
y de la buena albahaca,
que tenía mi madre en sus macetas.
Que tú me viste hundir mis manos puras
en el agua serena,
para alcanzar los frutos encantados
que hoy en el fondo de la fuente sueñan...
Sí, te conozco, tarde alegre y clara,
casi de primavera.
FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(1954)
Último verano
TENÍA TRES AÑOS MÁS QUE YO y también me superaba en asombros.
De ingenio ágil, esbelta y con melenas rizadas, su movimiento casi continuo nos incitaba a
vivir. La veíamos ascender una cuesta y al poco rato descendía impetuosa por una ladera.
Detuvo las exaltaciones en los momentos decisivos de nuestras vidas. Pacientemente se
sentó a mi lado para que juntos mirásemos unos minerales extraídos de su ansiedad: las páginas de
los libros que compraba para mí. A los catorce años empecé a jugar con aquellas sustancias cuyo
significado parecía cubierto de tierra y raíces de alguna mina profunda.
A pesar de su juventud, mi hermana poseía intuiciones antiguas. Como el animal que no se
equivoca de espacio y desentierra el alimento sepultado en horas de abundancia, sabía dónde
buscarme las palabras. Seleccionó las líneas para desadormecer. Los domingos, antes de irse a sus
distracciones de adolescente, dejaba a mi alcance las lecturas que había seleccionado: Francisco de
Quevedo, James Joyce, Vicente Aleixandre, Octavio Paz.
El tiempo restante fue para la euforia y las oscuridades del fondo. Me trajo con puntualidad
su provisión de inquietudes, pero por seguir su modelo luminoso lancé al aire un puñado de larvas
que había arrancado de los textos de Lautréamont.
Era aún veinteañera cuando la enfermedad le redujo la alegría y el peso. Permanecía en
silencio, y entre nosotros se adensó la niebla de los parajes donde ella rastreaba las palabras. Como
si las frases hubieran igualmente adelgazado o perdido sus adherencias de gozo y misterio, dejamos
de hablar.
En el último verano compartido, probó una postura. Nosotros nos agachamos para imitar su
muerte recogida en el hueco de las palabras vaciadas.
Cuando pienso en ella, palpo un obsequio: me acompañó para que yo supiera estar solo.
Bandada de tijeras
FUE A FINALES DE LOS AÑOS CINCUENTA del siglo XX. Mi hermana, en medio de
un paisaje verde, lloraba mientras recorría un camino de tierra. Enseguida me describió las
burlas padecidas en el colegio. Ella se expresaba en el euskera que nuestros padres nos
enseñaron, y sus compañeros se reían. Para que yo no sufriera, me hizo aprender sin ira el
castellano y sentí que con cada nueva palabra recibía un escudo. Así construí el muro detrás
del cual Jorge Luis Borges, César Vallejo o Luis Cernuda me regalaron libertades.
Comprendí que aquel refugio significaba igualmente una apertura.
Al poco tiempo, la democracia trajo deseos justos de recuperar los idiomas apartados por el
franquismo. Entre algunos supuestos protectores del euskera no faltaron las desmesuras.
Tachar los letreros viales escritos en español fue una de sus tristezas culturales preferidas.
Con palabras borradas cerraron las mentes. Su desafecto hacia otras lenguas era la prueba de
la insinceridad con que defendían la propia; vi que usaban esa aventura para llenar el vacío
íntimo. Al cumplir años he perdido convicciones. Una de ellas sigue c sé que va a
acompañaronmigo yme hasta los últimos días: quien ama un idioma ama todos los idiomas.
(“Orquesta de desaparecidos”, 2015)
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