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«¡Mama, mama!»1
La relación padres-hijo en un caso de psicosis infantil
Malisa Derendinger
Resumen
por los padres —incluso por los abuelos— que se
reeditan con el hijo. Santi, el protagonista de este
trabajo, lo ilustrará a través de sus manualidades:
hojas de papel unidas entre sí con la intención de
hacer un álbum escolar que se convertían en un
montón informe de hojas enganchadas desbordando
pegamento. Era un álbum que no se podía hojear,
que se rompía si uno pretendía despegar las hojas
para ver su contenido. De la misma manera, Santi y
sus padres, sobre todo su madre, se sentían
«enganchados» y sentían que si se separaban
alguien moriría, pero al mantenerse enganchados
morían mentalmente por falta de espacio para
crecer.
Santi tiene cinco años y medio cuando lo traen a
mi consulta derivados por el psicólogo escolar. Este
psicólogo le ha hecho una exploración de capacidad
intelectual que pone en evidencia un retraso de un
año, sobre todo a nivel manipulativo y de
coordinación visomotora. Pero lo que más preocupa
en la escuela —está en el último curso de
parvulario— es la conducta de Santi: deambula todo
el tiempo por la clase, estropea los trabajos o los
juegos de los otros niños que a su vez lo rechazan,
chilla, pega, no juega, reclama a la maestra todo el
tiempo: «Seño, Seño…». La maestra viéndose
incapaz de contenerlo llegó al extremo de atarlo a
una silla. He de aclarar que se trata de una escuela
activa en el que este tipo de actitudes por parte del
personal docente es excepcional y su maestra se
sentía muy culpable por haber apelado a un método
tan cruel.
Los padres de Santi son inmigrantes. El padre es
obrero, está pluriempleado. La madre es ama de
casa. Él es fuerte, de aspecto algo tosco pero muy
pulcro, agradable. Es asmático. Se crió en un
orfanato porque al morir el padre su madre, que aún
vive, no podía mantenerlo. Ella es bonita, muy
sencilla y arreglada con esmero. Está enferma del
corazón: «me ahogo». Medicada «por los nervios» a
causa del niño. Su propia madre murió al poco
tiempo de nacer ella. Tenía una enfermedad del
aparato respiratorio, incurable y mortal en aquella
época. Su padre no podía criarla y la dejó en casa de
Este trabajo intenta ser una reflexión sobre un
tipo especial de vínculo parento-filial signado por
la enfermedad y la muerte, consecuencia del temor
inconsciente de la madre de repetir una situación
traumática que coincidió con su propio nacimiento.
Describe la evolución del hijo a partir del relato
hecho por sus padres acerca de sus primeros años
de vida y de las observaciones realizadas en el
transcurso de un proceso psicoterapéutico. Extrae
algunas conclusiones acerca de la atención
psicológica de los niños psicóticos y sus familias y
de su integración en la escuela ordinaria.
Un paciente joven se planteaba la conveniencia
o no de tener hijos con su pareja ante el temor de
reproducir con ellos la relación de dominio que
había existido entre sus padres y él. Sus padres
habían sido muy dominantes y él sentía que
torpedearon su capacidad de tener un criterio propio
tanto si se trataba de decisiones intrascendentes
como si eran fundamentales para su vida. Deseaba
ayudar a sus hijos a ser ellos mismos, pero temía
que su propia personalidad autoritaria fuera un
escollo insalvable. Este es un dilema que, consciente
o no, enfrentan todos los padres: mantener la
suficiente proximidad afectiva para entender y
proporcionar la guía que los hijos necesitan para
llegar a ser adultos, y a la vez preservar la distancia
necesaria para dejarles experimentar y elegir su
camino por sí mismos. Acompañarles de manera
que no se sientan perdidos por demasiada distancia
ni asfixiados por excesiva proximidad.
En la vida de los niños psicóticos no siempre es
la presencia de unos padres autoritarios y
dominantes la que perturba el despliegue de una
personalidad autónoma. En casi todos los casos que
tuve oportunidad de atender, padres e hijos quedan
atrapados en una red vincular tanática que impide o
detiene el crecimiento, tanto de los hijos como de
los padres. El punto de partida de esta red vincular
suele ser situaciones traumáticas experimentadas
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unas tías maternas que la culpabilizaban diciéndole
que «el parto la mató, si no se hubiera empeñado
en que nacieras, aún viviría». Experiencia
traumática magnificada por la familia y que teñirá la
relación con su hijo. Con el tiempo supe más
detalles de su infancia. Una infancia marcada por la
muerte de su madre, en una casa que recuerda
oscura y triste, con las tías siempre vestidas de
negro, muy severas y echándole en cara la muerte de
la hermana. Su padre murió cuando ella era pequeña
y casi no lo recuerda.
Su marido parece muy enamorado. Trabaja de
sol a sol para mejorar la situación económica de la
familia. La abuela y una tía paternas viven cerca y
participan bastante en la vida familiar y en la
educación de Santi.
El niño nació después de tres años y medio de
matrimonio. Deseaban tener hijos y aunque
hubieran preferido una niña se consolaron pensando
que «los varones son más fáciles de educar».
Durante el embarazo de Santi la madre se sentía
bien, aunque con «mareos y con angustia». Una
angustia inexplicable y a la que ella no le encuentra
un motivo. Por lo que pude observar el motivo
inconsciente que desencadena la angustia sería el
temor de repetir la experiencia traumática de su
propio nacimiento. Recuerda que a los tres meses de
embarazo la tuvieron que sondar porque no podía
orinar. Engordó mucho y creía que eran gemelos a
pesar de que el médico le aseguraba que era uno
solo y muy pequeñito. Cuenta con detalle los sustos
que tuvo durante el embarazo: «a los siete meses el
niño estaba mal colocado pero luego se giró bien»,
«más tarde el médico creyó que había un bulto que
luego no fue nada»… Nació a término con anestesia
total. Cuando despertó lo habían trasladado a otro
hospital porque sólo pesaba un kilo novecientos y
tenía que estar en incubadora.
Su marido le dijo que era muy guapo «rubio,
igual que tú». Esta frase, expresión de amor hacia la
madre y el hijo, pudo resultar una confirmación de
las fantasías de muerte que al parecer la
acompañaron durante el embarazo. Ella tuvo que
permanecer ingresada en la clínica durante una
semana. Al darle el alta, la comadrona le advirtió
que fuera directamente a su casa porque hacía
mucho frío y se podía constipar. Pero ella insistió en
ir a ver a su bebé y «pillé una gripe y aunque me
dieron una inyección para que no me bajara la leche,
igual me bajó y estuve con mucha fiebre».
La enfermedad ronda amenazante la escena del
nacimiento.
Santi estuvo más de un mes en la incubadora.
«A las dos horas de nacer le hicieron unas pruebas
que no salieron bien». Les dijeron que había riesgo
de que la cabeza creciera. Pero cuando se lo llevaron
a casa estaba bien aunque continuaba siendo muy
pequeñito: dos kilos trescientos cuarenta gramos.
Por indicación del pediatra lo alimentaba cada tres
horas; se quedaba dormido antes de terminar el
biberón. Si lo dejaban dormía toda la noche.
El médico insistió en que cumplieran estrictamente
el horario. Compraron una balanza para controlar el
peso ya que les angustió la pérdida de peso de la
primera semana —angustia muy comprensible ante
un bebé con tan poco peso—. El peligro de muerte
va pasando de la madre al bebé y del bebé a la
madre. A los tres meses introdujeron las papillas
pero rechazó la cucharilla por lo que continuaron
con el biberón agrandando el agujero de la tetina.
La primera entrevista con los padres de Santi fue
muy larga. Describieron con mucho detalle cada
aspecto de la crianza. Según mi costumbre dejé que
hablaran espontáneamente de su hijo y fui
intercalando preguntas al hilo de su relato.2
Me llamaba la atención que no apareciera ningún
aspecto positivo del que se sintieran orgullosos, que
me dejara vislumbrar a «su majestad el bebé»
(Freud, 1914), que filtrara algo de ese narcisismo
sano y necesario para que un niño se sienta querido
y aprenda a quererse. Todo lo contrario:
«Hubiéramos querido tener más hijos pero nos dio
miedo de que salieran igual. Éste nos trae muchos
gastos y [nos requiere] mucha atención.» Esta
ausencia de aspectos positivos es frecuente en el
relato de padres frustrados en su narcisismo
parental, pero siempre aparece alguna cualidad: «es
listo… simpático… tiene buen corazón…». Santi
sólo había sido «guapo» al nacer. Poco a poco, a
golpe de enfermedades, las ilusiones acerca del hijo
se fueron evaporando.
En esta primera entrevista trajeron fotocopias de
los informes médicos que conservaban y
verbalmente añadieron una detallada enumeración
de sus enfermedades. Cuando lo llevaron a casa, al
mes de nacido, se constipó: «Tuvimos que llamar
al médico y al día siguiente ya comenzaron a
pincharlo» con antibióticos. El primer informe
médico es el del ingreso en la unidad de neonatos.
A las tres horas de nacer tuvo convulsiones por
hipoglucemia que remitieron con medicación. A los
cuatro meses le operan de vegetaciones en la nariz.
A los cinco meses hay otro ingreso de un mes por
una infección de orina: «El reuma se le iba al
corazón», añaden los padres. Recordemos que la
madre padece de una cardiopatía. A los dos años
vuelven a ingresarlo durante diez días porque tiene
convulsiones febriles tónico-clónicas según consta
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en el informe médico. A los dos años y medio le
extirpan las amígdalas «porque estaba
constantemente con fiebre». «Cuando era más
pequeño vomitaba mucho y [en la actualidad] se
queja de dolor de estómago.» Un último informe
neurológico describe un electroencefalograma
normal pero apuntan un probable trastorno en la
evolución madurativa.
Comenzó a caminar al año y medio
coincidiendo con una baja laboral del padre que
«pudo ocuparse» de enseñarle. Pienso que la madre
no puede «ocuparse» de separarle de ella. No le
habían dejado gatear para que no se enfriara y
finalmente recurrieron al andador. La enfermedad y
la muerte planean siempre distorsionando la
realidad y generan una sobreprotección que coarta la
autonomía y lo mantiene «enganchado» a las faldas
de mamá.
Antes del tercer ingreso en la residencia, a los
dos años, ya decía bastantes palabras. Cuando
volvió a casa había olvidado todo lo que sabía y sólo
decía «nene». Este ingreso fue muy traumático para
Santi y sus padres. No les permitieron estar con el
niño, sólo podían mirarlo a través de una pequeña
ventana. Él no les podía ver. Ya en casa se negó a
comer y el padre le obligó a hacerlo: sujetándolo
debajo de su brazo, le tapó la nariz y le introdujo la
comida a la fuerza. Vomitó. Le obligaron a comerse
lo que había vomitado. El bebé con riesgo de muerte
sigue presente en la mente de los padres e impide
que perciban el rechazo al alimento como una
consecuencia de la separación. No pueden darle
tiempo para que se tranquilice y reconecte con unos
papás amantes que le ofrecen un buen alimento.
Santi aprendió la lección: come mucho para que sus
padres le quieran. Actualmente es obeso. El pediatra
lo pone a régimen pero cuando detallan las
cantidades de comida que le sirven es evidente que
lo sobrealimentan. Cuando rechaza el alimento
continúan obligándole a comer. Se niega a comer
delante de extraños y, sobre todo, no soporta que le
miren comer. Sugiere la presencia de fantasías
canibalísticas que al no sublimarse impiden una
alimentación racional.
Adquirió el control de esfínteres diurno
alrededor de los dos años. Era y sigue siendo
estreñido. Por las noches controló la micción poco
antes de los cuatro años cuando los educadores de la
guardería les aconsejaron que no le levantaran por
la noche. Comentan extrañados que la noche
anterior a la entrevista conmigo fue la primera vez
que les despertó para que le acompañaran al baño.
La madre sostiene que el padre y la abuela lo
consienten demasiado. El niño tiene «locura» por su
padre: «Claro, como trabaja y está poco con él…».
También comenta que Santi simula ser incapaz de
hacer algunas cosas: ir al baño solo, encontrar un
juguete que ha perdido, abrocharse la ropa, etc.
Comienza a chillar, su madre lo deja que chille y, al
cabo de un rato, hace aquello para lo que reclamaba
auxilio. El padre y la abuela, en cambio, «se lo
hacen por él». Con la abuela y la tía paterna «se
porta mal porque ellas sólo lo sacuden y no le dan
unos buenos azotes» como hace ella. Padre e hijo
parecen más conformes en mantener el vínculo de
dependencia-sobreprotección que, por el contrario,
genera angustia en la madre.
Según sus padres Santi usa una jerga
infantiloide, habla en tercera persona y con lenguaje
telegráfico. Ni con los educadores ni conmigo
manifestó ese tipo de retraso verbal, hablaba
correctamente.
Con el tiempo me voy dando cuenta que Santi
agota a su madre. No soporta estar solo, va siempre
detrás de ella mostrándole lo que hace, reclamando
su atención permanente: «¡Mama…mama!».
Su padre está obsesionado con que aprenda a leer y
escribir, a contar, sumar y restar. Se dedica a
enseñarle, para su desesperación sin ningún éxito.
Es inútil que tanto por mi parte como por parte de la
escuela se le pida que deje de hacerlo y que en su
lugar juegue, converse y pasee con el niño.
Aceptan mi indicación de comenzar una
psicoterapia. Durante dos años y medio nos vemos
con una frecuencia de dos sesiones a la semana.
Es un niño alto, fuerte, muy gordo pero sin
aspecto fofo, todo lo contrario. No tiene cintura y
para que los pantalones no se le caigan los sostiene
con tirantes. Recuerda algo la figura de Humpty
Dumpty, el personaje de Lewis Carrol (1872).
Durante bastante tiempo mantuvo en las
sesiones dos tipos opuestos de conducta. Comienza
con la actitud de un niño muy educado y tranquilo.
«Vamos a trabajar», dice. Habla correctamente,
construye frases largas, usa bien los tiempos
verbales. Poco a poco este papel se va
desvaneciendo y surge un niño tiránico, muy
agresivo, descontrolado. Su lenguaje se vuelve
incoherente e ininteligible.
Un ejemplo de comienzo de sesión al mes de
iniciado el tratamiento: «Hoy estuve malito. Tenía
angustia porque comí de prisa y vomité. Y porque la
mamá estaba malita. Pero no se acostó porque tenía
faena.» A partir de aquí el relato pierde algo de
coherencia aunque consigo entender que el padre
quería colgar un cuadro y no dejaba que su mujer se
acostara porque necesitaba su ayuda. Continúa:
«Al salir del cole pasamos por la iglesia. Allí no se
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puede gritar porque Dios se enfada y te manda al
infierno. ¡Vamos a trabajar!» A partir de este
momento abandona el rol de niño bueno y cariñoso
que comparte experiencias conmigo y surge el
despótico y malhumorado.
Los «trabajos» son tareas escolares. Los dos
tenemos que hacer lo mismo. Él es la maestra.
Reparte el material y procura quedarse con la mejor
parte: si una hoja de papel está algo sucia o un poco
ajada es para mí, se queda con más colores para
pintar, más plastilina, etc. Disfruta mucho pegando
papelitos en una hoja. Intenta controlar el uso
excesivo de pegamento pero no lo consigue. Gasta
un frasco por sesión y al final todo queda pegoteado
y pringoso. A medida que su grafismo mejora
dibuja, hace «conjuntos» matemáticos, los recorta y
los pega sobre una hoja de papel. Su intención es
hacer un álbum escolar, pero como expliqué antes,
el resultado es un montón informe de folios que no
se pueden hojear y que se rompen al tratar de
separarlos. También pinta con ceras de color, sobre
lo que ha pintado adhiere plastilina y luego lo cubre
todo con pegamento. Cuando se le acaba el
pegamento teme que yo no lo reponga y pregunta
una y otra vez con voz angustiada: «¿Me comprarás
más pegamento?». La experiencia de encontrar un
frasco de pegamento en su caja cada vez que viene
no le reasegura. Cuando el frasco de plástico está
vacío emite, al apretarlo, un sonido parecido a un
flato o al ruido de sonarse la nariz: comenta que el
frasco está «malito» o constipado.
En el juego de «señoritas» nunca cede el rol de
adulto. La señorita —el adulto— se reserva lo mejor
para sí. ¿Es la versión personal de Santi acerca del
embarazo de una mamá que engorda y un bebé que
se queda pequeñito? La maestra muy sádica,
mandona; riñe y castiga rompiendo los trabajos de la
niña que siempre lo hace todo mal. Algunas veces
hago mal adrede los trabajos, pero otras los hago
bien. A Santi-señorita le da lo mismo. Regaña,
critica y rompe «el trabajo» lo haga bien o lo haga
mal. Desde mi rol de niña me quejo con voz
lastimera, hago ver que lloro, expreso mi pena
porque nunca consigo gustarle a la «seño», o porque
no entiendo lo que explica, o porque me obliga a
hacer trabajos muy difíciles o me deja el material
más estropeado. «Así no podré hacerme grande,
aprender mucho», comento. Me escucha en silencio,
muy serio, como si reflexionara sobre lo que le digo;
a veces intenta consolarme, otras me manda al
rincón castigada. En cuanto me salgo del rol de niña
se enfada, grita que me calle y comienza a cantar
muy fuerte. Si no callo acaba convertido en una
verdadera furia.
Esta fue su actividad principal durante algo
menos de un año. Luego, poco a poco, la conducta
descontrolada se apoderó de las sesiones. El niño
auténtico fue ganando terreno al personaje
adultiforme. Tiraba los objetos por el aire, pateaba,
escupía. Debía contenerlo físicamente para evitar
que nos hiciéramos daño. Me colocaba detrás de él,
lo sujetaba abrazándolo y haciendo que se sentara en
una silla para eludir sus patadas y escupidas.
Mientras tanto le hablaba con voz muy baja y suave
sobre lo que me parecía que motivaba su angustia,
sentirse «malito», y sobre su necesidad de arrojar lo
«malito» fuera de su interior. Al principio gritaba
«¡Me haces daño!», poco a poco se calmaba y
proponía un juego.
Tenía la impresión de que estaba muy
desesperado por sus enfados, por sus cosas
destrozadas que intentaba arreglar sin éxito, por su
identidad de niño enfermo que frustraba a sus
padres. Percepción de su impotencia que vanamente
intentaba compensar fingiendo ser una superpotente
«señorita». Por aquella época trataba de montar
objetos con un juego de construcción cuyas piezas
debía encastrar. Era muy torpe y no lograba
encastrarlas, se le desprendían y el objeto en
cuestión se desarmaba. Introduje un juego de
construcción para niños muy pequeños en el que las
piezas se unían entre si mediante unos pinchos.
Resultaba muy fácil construir cualquier objeto. En
el juego había ruedas y ejes y enseguida quiso armar
un coche. Comenzamos a jugar a que él hacía rodar
el coche hacia mí y yo se lo devolvía. Disfrutaba
mucho comprobando que aunque el coche chocara
contra un obstáculo y se rompiera, podíamos
arreglarlo y continuar jugando. Versión del «juego
del carrete» (Freud, 1920), propio de un niño más
pequeño, pero que a Santi le serviría para provocar
no sólo la experiencia de separarse y juntarse sin
peligro de desintegración, sino también para ensayar
proyecciones e introyecciones más benévolas que
las que le caracterizaban. En una oportunidad,
mientras arreglaba el coche, explicó que su padre se
había hecho daño en el pene y había ido al médico
para que le curasen. Si en su mente se abría paso la
idea de que es posible reparar irían disminuyendo
los temores persecutorios que lo asediaban.
Tres dibujos muestran la evolución que Santi
hizo durante los dos años y medio de terapia. El
primero (ver Dibujo 1) lo hizo muy al comienzo,
cuando tenía cinco años y medio. Es «una casa».
Sólo si se lo compara con los dos posteriores se
puede percibir la estructura de las casas que
dibujaba. Se trata de un garabato controlado y
coloreado en el que no existe ni adentro ni afuera.
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Dibujo 1
Dibujo 2
Aunque al ponerle color, quizás está intentando
rellenarlo y graficar un adentro de y un afuera de lo
que está pintado.
En el segundo dibujo (ver Dibujo 2), hacia el
final de los seis años, el observador ya percibe la
estructura de una casa, aún endeble y con
dificultades para sostenerse en pié, pero respetando
las coordenadas arriba-abajo, interior-exterior. En la
parte inferior hay un esbozo de puerta que queda
oculta bajo la pintura. En la parte superior dibujó
ventanas pero también las cubrió con color. Destacan
un cuadrado muy negro dibujado en la mitad de la
casa y la parte superior, también negra. Los colores
respetan los límites impuestos por el trazo del lápiz,
excepto en ese rectángulo superior. Parece que nos
comunica sus progresos en lo que se refiere a
discriminar un mundo interno de uno externo y a
tolerar límites. La inestabilidad con que transita a
través de este proceso estaría sugerida por la
endeblez de la casa. Sus dificultades para incorporar
alimento mental parecen presentes en esas ventanas
anuladas con el rojo superpuesto y en ese cuadrado
negro del que no supo explicar su significado.
El resultado es una cabeza-tejado que se desborda.
El tercer dibujo (ver Dibujo 3) está sin colorear.
Lo realizó cuando ya tenía siete años. Ha desaparecido
Dibujo 3
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bastante ese toque siniestro muy presente en los otros
dos dibujos. Las rayas que se ven a la derecha son
restos de un folio que quedó adherido y que formaba
parte del «álbum». Álbum que ya es posible hojear
sin que se rompa. A esta casa le dibujó el suelo sobre
el que se apoya, como necesitando mostrar su
necesidad de sostén. El trazo del suelo como el
del costado izquierdo y del tejado son vacilantes
pero el resto ya revela más seguridad.
Estas dos casas parecen «casas fachada»
(Grassano, 1974), sin volumen ni perspectiva que
nos hablen de un mundo interior rico y bien
diferenciado de la realidad externa. Con todo,
suponen un avance en relación al primer dibujo.
Hay un comienzo de orden en ese mundo interno
que ya no está tan invadido por las ansiedades
confusionales reflejadas por el garabato inicial.
El dibujo de la casa no sólo pone de manifiesto
la percepción que el niño tiene de sí mismo, también
habla de la figura materna, que puede
corresponderse en mayor o menor medida con la
madre real. He tenido ocasión de ver dibujos de
casas que constituían un fiel retrato de la madre real.
Algo del peligro de derrumbe que amenazaba a la
mamá de Santi estaba presente en sus dibujos.
Robert Caper, en su artículo «El juego, la
experimentación y la creatividad» (1996), me
recordó a Santi y a su madre:
Caper describe esta situación como
característica del pensamiento psicótico.
El calificativo de psicótico lo refiere al pensamiento
de la personalidad psicótica y también al
pensamiento que corresponde a las «partes psicóticas
de la personalidad».
La muerte de la madre poco después del parto
es, de por sí, una situación traumática. Pero para la
madre de Santi el traumatismo se agrava por la
responsabilidad que se le atribuye en esa muerte.
Sentirse culpable por la muerte de un ser querido
forma parte del duelo normal. También forma parte
del duelo normal de un niño pequeño la creencia de
ser el ejecutor de esa muerte. Recuerdo a un niño
de tres años que habiendo perdido poco antes a su
padre me decía que lo había matado «un niño
malo». Resultaba evidente que «el niño malo» era él
mismo, quien además recibía a menudo este
calificativo a raíz de sus numerosas travesuras.
Las acusaciones de los tíos cristalizan esas
fantasías en la mente de la mamá de Santi. El
embarazo y el parto las actualizan. En palabras de
Caper, se colapsa la distinción entre la realidad
interna y la externa: si mi nacimiento mató a mi
madre, el nacimiento de mi hijo puede matarme a
mí. En la realidad no sucede, ella y su hijo
sobreviven al embarazo y al parto. Pero digo
sobreviven porque es una vida en constante peligro
de muerte y sin una buena salud como garantía de
estar realmente vivos. La angustia materna durante
el embarazo parece una advertencia del peligro.
Un bebé tan pequeño como Santi es un bebé con
mucho más riesgo de muerte que otro con más peso.
Los médicos diagnostican que se trata de un bebé
inmaduro. Inmadurez que en otro niño quizás no
habría tenido demasiada importancia en el futuro, en
Santi hará sentir sus secuelas. La realidad de un niño
inmaduro y frágil y las fantasías de muerte maternas
se alían para ir tejiendo una red sobreprotectora que
pretende conjurar la agresión y la muerte. Ambos
sobreviven a costa de estar siempre enfermos. Una
madre cardiópata y deprimida. Un niño detenido en
su crecimiento mental. La función paterna será la de
sobreprotegerlos a ambos. Es probable que sus
propias carencias afectivas en la infancia alimenten
la actitud sobreprotectora.
Cuando lo conocí, Santi no podía estar solo.
«¡Mama…mama! era su reclamo angustiado.
Su madre intentaba que adquiriera autonomía, que
naciera separándose de una vez por todas.
Lo conseguía con azotes o haciendo oídos sordos al
reclamo de su hijo, que a su vez se esforzaba por
ignorar su capacidad de bastarse a sí mismo en
muchas situaciones cotidianas. Santi hacía el bebé
Creo que una de las más importantes características
del trauma es el colapso de la distinción entre la
realidad interna y la externa. Los traumas se
corresponden muy de cerca con las fantasías
inconscientes que uno ha proyectado en el objeto
traumatizante. Es como si la proyección de nuestras
fantasías en la realidad externa se hubiera apoderado
del objeto, de manera que la diferencia entre la
proyección y el objeto desaparece. Esto produce una
severa confusión entre la realidad interna y la
externa. La proyección ya no parece un juego o un
experimento, sino algo seriamente mortífero. El
resultado es que la creencia en la omnipotencia se
refuerza y la captación de la realidad se debilita aún
más. No es simplemente la naturaleza del trauma o el
contenido de la fantasía lo que es patógeno, sino la
cercanía de la correspondencia entre los dos. Un
encaje muy estrecho refuerza la confusión entre la
realidad externa e interna. Esto disminuye la
habilidad para aprender de la experiencia
subsiguiente o de los experimentos en el área
afectada —uno se aterroriza de volver a repetir algo
que se ha convertido en una experiencia de huída—
y esto es lo verdaderamente patógeno. (Las cursivas
son mías).
32
con sus padres: hablaba con jerga infantiloide y
telegráfica, fingía no saber hacer nada por su cuenta,
dibujaba garabatos y ni siquiera jugaba.
Bion, en Aprendiendo de la experiencia (1963)
se pregunta:
sin una crisis —dice Bion— aún a la experiencia de
la identificación proyectiva con una madre capaz
de reverie». (1963)
Cuando la madre de Santi habla de su embarazo,
del parto y de la evolución de su hijo resulta
evidente que estaba muy asustada. Es probable que
su capacidad de reverie estuviese disminuida por la
reactivación de esas fantasías mortíferas vinculadas
al embarazo y al parto y por la distancia entre ella y
el bebé impuesta por la incubadora. De Santi, un
bebé inmaduro, no se puede esperar que pueda
tolerar demasiadas frustraciones. Toda la primera
infancia de este niño queda marcada por la
enfermedad y el peligro de muerte. Son contenidos
que sólo pueden ser expulsados sin que encuentre un
buen continente que los transforme y alivie.
A quienes correspondía ser continentes de su
angustia estaban tan asustados como él.
Desde antes de su nacimiento ya se había
señalado el rumbo de ese círculo tanático cada vez
más empobrecedor que Santi muestra
dramáticamente en el juego de los trabajos
escolares: un frasco vomitando pegamento que
cuando se vacía está enfermo; trocitos rotos de papel
adheridos formando una masa informe; una maestra
severa y cruel representante de un superyó arcaico y
sádico que no posibilita el aprendizaje.
En la transferencia yo soy la niña torpe y tonta y
él es un adulto maltratador que aparenta enseñar
pero que, en realidad, no permite que la niña
aprenda. La angustia persecutoria, paranoide,
impregna la relación. El peligro de que los roles se
inviertan está siempre presente y ha de mantenerme
sometida. Cuando abandona los intentos de control
omnipotente aparece la conducta evacuativa en toda
su descarnada crudeza. La evolución que describo
—pasar del control omnipotente a la descarga
impulsiva— es necesaria para modificar la
constante proyección sobre la realidad exterior de
objetos internos rotos y enfermos que son
reintroyectados de la misma forma y aumentan la
angustia de desintegración psicótica. Si se quedan
afuera el resultado no es mejor ya que se
transforman en perseguidores externos. El control
omnipotente, además, niega la autonomía del objeto
e impide percibirlo en su realidad más benigna. Es
un tipo de control que fija la distorsión perceptiva.
Ha transcurrido mucho tiempo desde que Santi
acudía a mi consulta, pero todavía conservo en mis
oídos el recuerdo de sus chillidos desesperados. El
hecho de que lo contuviera con mis brazos sin
enfadarme ni enfermarme le fue ayudando a
modificar sus reintroyecciones. No nos hacíamos
daño como él temía que sucediera. La realidad fue
Cuando la madre quiere al niño, ¿con qué lo hace?
Aparte de los canales físicos de comunicación, tengo
la impresión de que el amor se expresa a través del
reverie. […] que es aquel estado anímico que está
abierto a la recepción de cualquier «objeto» del
objeto amado y es por lo tanto capaz de recibir las
identificaciones proyectivas del lactante, ya sean
sentidas [por él] como buenas o como malas.
Melanie Klein (1955) acuñó el término
identificación proyectiva para describir un
mecanismo primitivo caracterizado por la fantasía
omnipotente de que aspectos rechazados de la
personalidad y de los objetos internos3 son
disociados, proyectados y controlados en el objeto
en el que se han proyectado. Bion (1963) rescató la
función comunicativa de la identificación
proyectiva. En la relación madre-hijo, las
identificaciones proyectivas de tipo comunicativo
informan a la madre con suficiente reverie acerca
del estado de su bebé. La madre responde
proporcionando un objeto real externo —por
ejemplo el pecho— donde evacuar a través de una
identificación proyectiva realista, ese objeto interno
—hambre = objeto malo en el ejemplo del pecho—.
El bebé se deshace del pecho que priva e introyecta
un pecho que alimenta. Si esta acción se acompaña
de amor, el niño no sólo reintroyecta una
experiencia sensorial modificada, placentera, sino
también una experiencia emocional modificada. La
repetición de estas experiencias crea el sentimiento
de esperanza.
El reverie materno y la tolerancia a la
frustración del bebé constituyen el binomio de cuyas
combinaciones surge en un extremo la capacidad de
pensar, de tomar conciencia de estados de carencia y
ejercer acciones en el mundo externo o interno para
modificar ese estado. En el otro extremo
encontramos un empleo masivo y omnipotente de
mecanismos de identificación proyectiva que
empobrecen la personalidad, debido a la constante
evacuación, y que son propios del funcionamiento
psicótico.
Entre las posibles combinatorias estaría un bebé
con mucha tolerancia a la frustración que le
permitiría sobrevivir con éxito a una mamá con poca
capacidad de reverie, o un bebé con muy poca
tolerancia a la frustración que «no podría sobrevivir
33
dejando de ser tan persecutoria. En consonancia
Santi fue cambiando. Podía jugar solo y atender a
sus necesidades básicas sin reclamar a su madre.
En la escuela había dejado de molestar a los otros
niños, se quedaba en su sitio y hacía caso de su
maestra. Pero aunque había repetido el último curso
de parvulario, aún no alcanzaba el nivel de
aprendizaje del primer curso de primaria. La escuela
insistía en que no podía hacerse cargo de él, y en que
debía asistir a una escuela especial.
La madre de Santi, por indicación mía,
comenzó una psicoterapia que interrumpió al poco
tiempo de iniciada. El relato de sus penas fue muy
pronto sustituido por un llanto incontrolable que
pasó a presidir cada una de sus sesiones y no pudo
soportar.
Creo que lo que tampoco podía soportar era la
mejoría del niño. Si él vive, yo muero. Deseaba que
su niño se curase, por eso lo traía a terapia y por lo
mismo había aceptado mi consejo de tratarse.
Paradójicamente, a medida que él crecía y se
separaba mentalmente, la depresión materna
aumentaba. Se iba muriendo. Llegó a un punto en el
que ya no pudo traerlo a sus sesiones. Fue el padre
quien me lo explicó y también me comunicó que sus
horarios laborales le impedían acompañarle.
También a él se le veía desalentado y triste.
Acordamos que lo traería durante un mes para poder
despedirnos. Por otra parte, la escuela a la que
asistía les había encontrado una escuela especial que
lo aceptaba como alumno. Se habían resistido a
llevarlo a una «escuela de deficientes» porque
estaban seguros de que su hijo no lo era. Y tenían
razón. Pero también era cierto que en su escuela ya
no podían ayudarle.
Había transcurrido algo más de un año desde la
interrupción del tratamiento cuando volví a saber de
Santi. La escuela especial a la que asistía lo había
derivado a un centro de salud mental. El profesional
que le recibió en ese centro se puso en contacto
conmigo para que le trasmitiera mis impresiones y
me comunicó que Santi se había convertido en un
débil mental profundo.
En clínica infantil es frecuente que los padres
interrumpan los tratamientos en cuanto hay una
remisión de síntomas. Las modificaciones en la
personalidad del niño modifican la trama de la red
vincular de la familia, que se ve impelida a
reajustes a los que no siempre está dispuesta.
Las interrupciones también revelan lo poco que
los adultos respetamos los vínculos afectivos
que los niños establecen con personas ajenas a la
familia —e incluso con familiares—. Más aún, he
encontrado padres que se muestran sorprendidos
y hasta escépticos de que su hijo pueda sentir
afecto por su terapeuta. Sorpresa y escepticismo
que sugieren la presencia de mecanismos de
negación ante la evidencia de que el niño pueda
tener una vida privada que ellos desconocen.
La percepción del vínculo afectivo con el
terapeuta parece estar reservado a los padres que
poseen una capacidad de insight espontánea o
que hayan experimentado esos sentimientos hacia
su propio terapeuta.
De acuerdo con mi experiencia, cuanto más
grave sea la enfermedad mental que padece el niño,
más frecuentes son las interrupciones en cuanto se
vislumbra una mejoría. En términos kleinianos, las
interrupciones ocurrirían cuando en el niño
comienzan a predominar y estabilizarse los
fenómenos que caracterizan a la posición depresiva
en detrimento de los específicos de la posición
esquizoparanoide. En otras palabras, cuando hay un
progreso en la capacidad de integrar experiencias,
una mayor autonomía del objeto, una disminución
de las conductas evacuativas y de las proyecciones
masivas e indiscriminadas. Cuando el niño
comienza a hablar con voz propia se inicia la ruptura
de esa red vincular que los tiene atrapados y
envueltos como la tela con que la araña rodea a sus
presas.
En familias en las que el niño psicótico es un
claro depositario de las identificaciones proyectivas
patológicas de su entorno familiar —como en el
caso de Santi—, todo el grupo debe de ser acogido
terapéuticamente, no sólo el niño. Algo muy difícil
en la clínica privada ya que los padres suelen
resistirse a hablar con alguien que no sea el
terapeuta del niño. Por otra parte, también es difícil
que la escuela ordinaria pueda hacerse cargo de un
niño psicótico. Son indispensables educadores
especializados. Lo más sensato, a mi juicio, sería
disponer de instituciones pequeñas que cumplieran
las funciones de enseñanza y de psicoterapia dentro
del horario escolar y en las que sería fácil organizar
grupos de padres. El vínculo transferencial de los
padres hacia el terapeuta del hijo se extiende a toda
la institución. Más que escuelas deberían ser
hospitales de día en los que se garantice la
escolarización y la atención terapéutica para el niño
y su familia.
La integración del niño psicótico en la escuela
ordinaria sin personal que posea la formación
adecuada y la asistencia terapéutica en centros
públicos desbordados de pacientes, deja a
la familia desamparada y condena al niño a la
psicosis de por vida, con el agravante del
empobrecimiento intelectual que llegará tarde o
34
Notas
temprano. También llegará si la escuela especial
abarca todo tipo de patologías —síndrome de
Down, debilidad mental de distintos grados,
psicóticos, etc.— y su objetivo sea el de crear
hábitos y condicionamientos conductuales. Estoy
de acuerdo en que el niño psicótico, como
cualquier niño, necesita desarrollar unos buenos
hábitos de conducta. Pero no es suficiente.
También necesita ser creativo. Sus producciones
bizarras, las alteraciones del lenguaje oral, sus
comportamientos a veces agresivos, otras veces
autísticos, son intentos de restituir significado a su
mundo, al estilo de los delirios y alucinaciones de
los adultos, que ellos a menudo también sufren.
Son expresión, además, de ese «colapso de la
distinción entre la realidad interna y la externa»
que describe Caper (1996) y que les impide
aprender de la experiencia. No es correcto
amordazarles con condicionamientos o
medicación. Lo correcto es escucharles y ayudarles
a encontrar el camino que les permita salir del
circuito de repeticiones tanáticas.
1. Trabajo leído en una Sesión Clínica realizada en el
C.H.M.DOVE el 25 de mayo de 2005.
2. El orden con que la expongo no es el original, lo he
modificado para una mejor comprensión.
3. «Interno refiere a una experiencia o fantasía inconsciente
de un objeto concreto localizado físicamente en el interior del
yo-cuerpo. [Su construcción] depende de la vivencia del objeto
externo: son espejos de la realidad pero a la vez modifican la
percepción de los objetos internos.» (Hinshelwood, 19).
Bibliografía
BION, W. R. (1963). Aprendiendo de la experiencia. Buenos
Aires: Paidós, 1980.
CAPER, R. (1996). «El juego, la experimentación y la
creatividad». Libro Anual de Psicoanálisis. Vol. XII, p. 135.
CARROL, L. (1872). Through the looking glass. Harmondsworth,
Middlesex: Penguin Books, 1963.
FREUD, S. (1914). Introducción al narcisismo. Obras Completas
(OC). Vol. VI. Madrid: Biblioteca Nueva, 1972.
— (1920). Más allá del principio del placer. OC. Vol. VII.
GRASSANO, E. (1974). «Defensas en los tests gráficos» en Las
técnicas proyectivas y el proceso psicodiagnóstico. Vol.II,
cap. VIII. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
HINSHELWOOD, R. D. (1989). Diccionario del pensamiento
kleiniano. Buenos Aires: Amorrortu, 1992.
KLEIN, M. (1955). «Sobre la identificación» en Nuevas
direcciones en psicoanálisis. p. 331-334. Buenos Aires:
Paidós, 1972.
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