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ISSN: 0185-3716
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Agosto 2008
Número 452
Locura
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Ruth Padel
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Giorgio Colli
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Marco Perilli
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Janik Graillier
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Alain Daniélou
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Leopoldo Lezama
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Daniel Paul Schreber
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Roy Porter
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Víctor Kuri
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Robert Louis Stevenson
Poema
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Esther Seligson
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Sumario
Puentes colgantes
Esther Seligson
La locura es temporaria,
y se conoce por su apariencia
Ruth Padel
El dios de la adivinación
Giorgio Colli
De ignavia mentis
Marco Perilli
Exaltación divina
Janik Graillier
Tantrismo u Orgiasmo
Alain Daniélou
Un puente…
Leopoldo Lezama
Carta abierta al señor Consejero Privado,
profesor Doctor Flechsig
Daniel Paul Schreber
Los locos
Roy Porter
Locura, realidad, sistemas complejos y spas
Víctor Kuri
Apología de la pereza
Robert Louis Stevenson
Elegías Romanas de Johann Wolfgang von Goethe
Por Daniel Rodríguez Barrón
Memoria para el olvido de Robert Louis Stevenson
Por Alberto Arriaga
3
4
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26
31
32
Ilustraciones de portada e interiores: Antonio Martorell,
tomadas del libro Martorell: La aventura de la creación de
Antonio T. Díaz-Royo, Editorial Universidad de Puerto
Rico, San Juan, 2008.
número 452, agosto 2008
la Gaceta 1
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Directora del FCE
Consuelo Sáizar
Director de La Gaceta
Luis Alberto Ayala Blanco
Editor
Moramay Herrera Kuri
Consejo editorial
Sergio González Rodríguez, Alberto
Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pablo Boullosa, Miguel Ángel Echegaray, Martí Soler, Ricardo Nudelman,
Juan Carlos Rodríguez, Citlali Marroquín, Paola Morán, Miguel Ángel
Moncada Rueda, Geney Beltrán Félix, Víctor Kuri.
Impresión
Impresora y Encuadernadora
Progreso, sa de cv
Formación
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Versión para internet
Departamento de Integración
Digital del fce
www.fondodeculturaeconomica.com/
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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera
Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques
del Pedregal, Delegación Tlalpan,
Distrito Federal, México. Editor responsable: Moramay Herrera. Certificado de Licitud de Título 8635 y de
Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de
Publicaciones y Revistas Ilustradas el
15 de junio de 1995. La Gaceta del
Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22
de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206.
Distribuida por el propio Fondo de
Cultura Económica.
ISSN: 0185-3716
La locura es un líquido que trastorna la mente de los hombres, inyectándoles poder
y sabiduría. Los modernos consideran esto una afrenta a su supuesta autonomía. Están demasiado ensimismados, imposibilitados para percibir las fuerzas que manipulan
los hilos de sus exiguas existencias. Los griegos, en cambio, eran conscientes de que
no hay saber alguno que no sea un don divino, así como también sabían que toda
manifestación de poder proviene de los dioses. Locura y sabiduría están inextricablemente unidas. “La locura es la matriz de la sabiduría” —enseña Colli. Mas el poder
también brota de la misma fuente que enloquece a los hombres y los hace sabios.
Aquí el problema radica en comprender que la mente es el espacio donde distintas
fuerzas o potencias incursionan, transformando a los efímeros egos en gestos que se
pierden en la embriaguez del instante, para luego abandonarlos. El poder, entonces,
es la capacidad de sintonizarnos con ese saber metamórfico que nos habla a través de
gestos y de simulacros; gestos y simulacros cifrados en los mitos; gestos y simulacros
que nos informan sobre el proceder de los dioses, sobre la manera en que éstos se
posesionan de nuestra mente cada vez que nos acercamos a la esfera de lo extraordinario; gestos y simulacros de los que está tejida nuestra cotidianidad. “Los bienes más
grandes llegan a nosotros a través de la locura, concedida por un don divino.” Esta
frase golpea furiosamente al pensamiento ¿racional? de todos los tiempos. Platón
señala que sin la locura el hombre no pasa de ser un ente destinado a la inanidad. Sin
la invasión de dioses y de ninfas en nuestras mentes nos perderíamos en la circularidad de nuestra estupidez. Por eso también es una crítica mordaz al resentimiento
como condición característica del hombre. Sin embargo, debemos tener mucho cuidado en no confundir la locura provocada por los dioses con la locura “que se debe a
enfermedades mentales”. Esto es algo que los modernos no entienden, pues los inmortales hace mucho se retiraron. O seguramente no se han retirado, sino que las
vías de acceso que nos conducían a ellos están obstruidas por la lucha onanística que
el individuo ha emprendido consigo mismo.
En este número La Gaceta no apuesta por la enfermedad mental, sino por la locura divina. Aunque no puede dejar de señalar el dolor que provoca aquélla. Daniélou,
Colli, Perilli, Padel, Lezama, Graillier y por supuesto Schreber hablan desde la divina
manía; mientras que Porter y Kuri dan cuenta de la enfermedad mental como un
flagelo que cada día está más cerca de nosotros. Y a manera de locura personal de La
Gaceta, concluimos con un espléndido ensayo de Stevenson sobre la pereza, que no
tiene nada que ver con la locura, pero que creemos va muy bien con este número. G
Correo electrónico
moramay.herrera@fondodeculturaeconomica.com
2 la Gaceta
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número 452, agosto 2008
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Puentes colgantes
Esther Seligson
Não sei que sonho me não descansa
E me faz mal...
Fernando Pessoa
I
En la impaciencia de futuro
—final hacia nada—
voy dejando intacto
el surco por arar
y desoigo al fruto
que pudiera alimentarme
de nuevo lo efímero se cuaja
en su imposible permanencia
y la flor yergue orgullosa su corola
palpo el instante que escapa
y deja en la memoria
una sombra sin recuerdo
me entrego sin embargo
al fulgor del momento
estrella fugaz que no atrapa
deseo alguno y libre ondula
sin sabor, sin olor, sin matiz casi...
II
Sueña la tarde tras su máscara
nocturna
libre de los rubores
con que el sol tiñe su rostro
tarde de jacarandas
en su prematura flor deshojada
infantil nostalgia de alabar
la luz
tanto ensueño contenido
lento rimar de pétalos
la tarde se desbanda
se pulveriza estrella...
III
Te soñé cargando a un niño
como si abrazaras a ti mismo
erguido luminoso
atravesabas un paisaje oscuro
de cosas revueltas caídas
tierra y gente enlutada
a orillas del camino
con un guiño apenas
diste cuenta de mi presencia ahí
en cuclillas junto a un cuerpo
agonizante
número 452, agosto 2008
¿en qué mundo de caos transitábamos
tú el suicida yo la aún viva?...
IV
Dame ahora, Madre,
la parte de virilidad
que me corresponde
el barro está listo
el fuego arde lento y seguro
nada espero
salvo una pronta despedida
el muelle que se abra
paisaje sin retorno
Despiértame entonces, Madre,
al alba
no me tomes en brazos del sueño
sonámbula
quiero escurrirme agua fresca
en los pliegues de tu seno
incontenible
fundirme canto tempranero
en la plegaria matutina...
V
De todas las maneras
la tristeza
el sabor de la alegría amargado
en la boca
Es la hora de los insectos
cuando ya los pájaros
acurrucaron su trino
y en las ramas
no se cimbran más los nidos
cuando en el crepúsculo de sombras
el ciprés alarga su tronco
y un canto más lúgubre
desafina mi vano intento
por aferrar entre los labios
la sonrisa de los suicidas
puentes colgantes que me precedieron... G
la Gaceta 3
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La locura es temporaria,
y se conoce por su apariencia*
a
Ruth Padel
Miré el oscuro pasillo y vi una luz en la puerta de la habitación de Alan. Éste llevaba una pequeña lámpara eléctrica, de la clase de
lámparas largas y cilíndricas que usan los mineros. El alambre que la rodeaba hacía pequeñas sombras a su alrededor. Alan se veía el doble
de grande y grueso de lo normal. Vestía una toga negra con cuello rojo y estaba recorriendo el pasillo. Cuando movió su cara le llegó un suave
resplandor y pude ver sus pecas y su cuello de toro, y su cabello rojo, húmedo de transpiración. Pero lo más importante fue que pude ver sus ojos,
una suerte de horror como moluscos yendo de aquí para allá. No estaba sonriendo, aunque parecía que trataba de hacerlo. Y entonces supe que
estaba loco...
Carter Dickson, The Red Widow Murders
¿Qué nos dice el lenguaje trágico acerca de cómo se concebía
la locura? En primer lugar, y más fundamentalmente, la razón
por la cual al hablar de la locura los poetas prefieran los verbos
a otras partes del discurso es, en mi opinión, que existe la idea
griega subyacente de que la locura es temporaria.
En la locura, las entrañas son dañadas pero sobreviven,
como el hígado de Prometeo en el mito. El daño interior se
prolonga sólo mientras la locura está presente. Como la emoción, la locura viene de afuera: divina, maligna, autónoma. No
pertenece a la persona; existe por sí misma. Viene, y se irá. No
es un atributo duradero, sino una actividad temporaria por la
cual las entrañas se mueven, cambian, deambulan, se retuercen, son aguijoneadas y cargadas de negrura. Las entrañas
“están locas”, con verbos (bakkháo, lyssáo, daimonáo) vinculados
al dáimon.
¿Cómo advierten los demás que esto está sucediendo en el
interior? A través de la observación y la inferencia. Los locos
se mueven de un modo diferente. Su aspecto exterior cambia.
Los observadores deducen cambios interiores que no pueden
ver, a partir de modificaciones exteriores que sí ven: un principio en el que se basan la medicina griega, gran parte de la filosofía y las representaciones trágicas. “Las apariencias”, incluso
la apariencia de las personas que sufren temporariamente una
invasión del dáimon, “son vislumbre de lo oculto”. Especialmente de la condición más tenebrosa y más oscura: la locura.
También en la Europa posterior, hasta el siglo xvii, la locura se conocía por su apariencia. La idea de que la locura podía
estar temiblemente latente fue una creación nueva, que surgió
del deseo, característico del siglo xix, de lograr una secreta
comprensión de la locura escondida durante mucho tiempo.
*Ruth Padel, A quien los dioses destruyen, traducción de Gladys
Rosemberg, Sexto piso, México, 2005.
4 la Gaceta
Los estudiosos del siglo v sostenían que se conocía desde lo
aparente; los del siglo xix, hacia algo escondido.
En el relato de misterio de Carter Dickson citado más arriba, publicado en 1935, una mujer acusa a su hermano menor
de asesinato. (En realidad ha sido hipnotizada por el asesino
para hacerlo: otro toque fin de siècle.) Desde entonces no hemos
cambiado mucho. El pasaje aún resultaría creíble en los diarios
sensacionalistas y seguiría reflejando las ideas populares. Por
supuesto, la locura latente “entra en erupción”. Nuestra cultura por lo general supone que la locura es una situación a largo
plazo de la personalidad. La locura puede no ser manifiesta y
sin embargo estar “allí”. “Estalla.” Incluso podemos aceptar
que esa conducta aparentemente cuerda exprese, al ser observada por un experto, la locura que se manifiesta en otras actividades o aspectos de la persona.
Carter Dickson es un impresionista, un maestro del género
gótico, que a menudo usa ingredientes que se remontan, a
través del Renacimiento, hasta la tragedia griega: hasta la tradición de locura trágica que alimentó la imaginación europea.
El rojo y el negro, “sombras sobre él”, ojos desorbitados, un
tamaño mayor de lo normal, la idea de que el asesinato es más
propenso a ser cometido por los locos: allí están presentes el
Áyax de Sófocles y el Heracles de Eurípides.
Pero Dickson ha empleado estos ingredientes en un horizonte de expectativas acerca de la relación de la locura con el
yo absolutamente diferente del de la tragedia griega. “Y entonces supe que él estaba loco” es la súbita comprensión de una
locura escondida durante mucho tiempo. ¡Él es el asesino! Sus
actos provinieron de una secreta caverna psíquica, de una locura latente. Si en la tragedia griega alguien dijera: “Entonces
supe que x estaba loco”, sería porque la locura lo atacó súbitamente; no estaría implicada una condición prolongada. Las
palabras simplemente se habrían referido a lo que sucedió: una
locura que sólo está presente cuando es manifiesta.
Para comprender la locura de la tragedia griega en sus pronúmero 452, agosto 2008
a
pios términos, debemos arrancar —si podemos— ese siglo xix
aferrado a nuestra imaginación. Desde el punto de vista histórico, es una rareza. Corresponde sólo a los últimos ciento
cincuenta años de ideas occidentales acerca de la locura y deja
afuera muchas culturas y sociedades —incluyendo a la antigua
Grecia— que tenían, y tienen, puntos de vista muy diferentes.
Por supuesto que es posible usar nuestros propios términos,
que suponen la existencia de una locura latente y duradera, al
analizar culturas que no comparten esa idea. Pero ahora estoy
explorando cómo una sociedad representó su propia experiencia y sus percepciones, y quiero encontrar los significados de la
locura en los términos de esa sociedad.
Comparemos el argumento del carácter duradero respecto
de la epidemia en Atenas. ¿Qué enfermedad era ésa, en realidad? ¿Peste bubónica? ¿Sarampión? La pregunta pone de relieve llamativas ironías históricas, así como la advertencia, por
parte de la comunidad médica, de que incluso las enfermedades físicas cambian. Los síntomas y la naturaleza de una enfermedad difieren en diferentes climas y contextos. Y la identificación de la enfermedad no nos dice nada acerca de la gente
que vivía y moría en la epidemia, que escribió acerca de ella y
la recordó. Cómo la experimentaron, cómo percibieron y explicaron esa experiencia, qué diferencias produjo en las imágenes locales del yo: ésas son las preguntas más importantes.
Analizar la experiencia ajena de la locura desde la cerrada celda
de las suposiciones modernas es un juego cerrado en sí mismo,
no una investigación histórica responsable.
Esto es muy difícil para los psicoanalistas. Su práctica depende de ver a otro (el paciente) en los términos propios (del
analista capacitado). La verdad visible y los puntos de vista
expresados por las personas a las que escuchan a menudo son
tratados como una cortina de humo, una resistencia que disfraza la verdad diferente y más profunda.
Desde el punto de vista histórico, los psicoanalistas son, en
este sentido, producto no sólo de una determinada teoría (independientemente de que sea útil o verdadera) sino, sobre
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todo, de estar históricamente condicionados por un siglo enamorado de lo latente. Con el propósito de comprender la locura griega, me gustaría presentar un alegato para que respeten
el modo en que se han construido sus propios puntos de vista.
Un proceso cultural específico, de alrededor de ciento cincuenta años (hoy analizable por historiadores de la cultura y de
la ciencia) hizo posible que una cultura formulara la idea de
que la locura se construye en el interior de una personalidad y
estalla. Es inapropiado convertir esta idea —producida por
sólo una de las muchas culturas de este mundo— en la forma
de ver la locura fuera de Occidente, o de Occidente antes del
siglo xviii. La noción es anacrónica para la Grecia del siglo v,
aun cuando sus rasgos más populares —que pueden usarse, a la
manera de Carter Dickson, para producir una descripción no
griega de la locura— son, en sí mismos, griegos.
El lenguaje de la locura trágica sugiere que la locura involucra daño temporario a las entrañas. Como Dioniso, la locura
se manifiesta en el verbo. Cuando las entrañas vuelven a estar
tranquilas, su poseedor está cuerdo. Después de su locura,
Áyax está émphron, “en su mente”, es decir en su sano juicio.
“Parece phroneîn [“pensar”, “estar cuerdo”] de nuevo. Es la
actividad, los verbos, lo que importa. La afirmación “x está
mainómenos” o “x máinetai”, “está loco”, aparece sólo en el
momento en que x está haciendo algo anormal. Alguien “está
loco” cuando, y sólo cuando, comete un acto loco. La obra que
llamamos La locura de Heracles es en griego Heraclês Mainómenos, “Heracles loco”. Heracles, Áyax, Ágave, Atamante, Licurgo:
todos hacen algo terrible en un solo ataque de locura y después
recobran la cordura. Los adjetivos de la locura proliferaron en
el siglo xvii, y ese crecimiento sugiere que con anterioridad la
locura había sido “concebida más en términos de actos y conducta que de enfermedad, o de una disposición interna permanente”. En el siglo xvii la lengua inglesa puso en adjetivos lo
que en el siglo v el griego había expresado en participios y
verbos: un registro intensamente distinto de la locura como
estado temporario. G
la Gaceta 5
a
a
El dios de la adivinación*
a
Giorgio Colli
Si la investigación sobre los orígenes de la sabiduría conduce a
Apolo, y si la manifestación del dios en esa esfera se produce
mediante la “manía”, en ese caso habrá que considerar la locura intrínseca a la sabiduría griega, desde su primera aparición
en el fenómeno de la adivinación. Y, en efecto, precisamente
un sabio, Heráclito, es quien anuncia esa conexión: “La Sibila
con boca insensata dice, a través del dios, cosas sin risa, ni ornamento, ni ungüento.” Aquí se acentúa el alejamiento con
respecto a la perspectiva de Nietzsche: no sólo son la exaltación, la embriaguez, signos de Apolo, antes incluso que de
Dionisos, sino que, además, las características de la expresión
apolínea, “sin risa, ni ornamento, ni ungüento”, parecen completamente antitéticas a las postuladas por Nietzsche. Para
éste, la visión apolínea del mundo se basa en el sueño, en una
imagen ilusoria, en el velo multicolor del arte que oculta el
horrendo abismo de la vida. En el Apolo de Nietzsche hay un
matiz decorativo, es decir, alegría, ornamento, perfume, la
antítesis precisamente de lo que Heráclito atribuye a la expresión del dios.
Y, sin embargo, es cierto que apolo es también el dios del
arte. Lo que no advirtió Nietzsche fue la duplicidad de la naturaleza de Apolo, sugerida por las características ya recordadas de violencia diferida, de dios que hiere desde lejos. Así
como el mito de Dionisos despedazado por los Titanes es una
alusión al alejamiento de la naturaleza, a la heterogeneidad
metafísica entre el mundo de la multiplicidad y de la individua-
*Giorgio Colli, El nacimiento de la filosofía, traducción de Carlos
Manzano, Tusquets, Barcelona, 1994.
6 la Gaceta
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a
ción, que es el mundo del dolor y de la insuficiencia, y el mundo de la unidad divina, así también la duplicidad intrínseca a la
naturaleza de Apolo atestigua paralelamente, y en una representación más envolvente, una fractura metafísica entre el
mundo de los hombres y el de los dioses. La palabra es el conducto: viene de la exaltación y de la locura, se manifiesta en la
audibilidad, en una condición sensible. De ahí la palabra va
proyectada a este nuestro mundo ilusorio, con lo que aporta a
esa esfera heterogénea la acción múltiple de Apolo, por un lado
como palabra profética, con la carga de hostilidad de una dura
predicción, de un conocimiento del escabroso futuro, y, por
otro lado, como manifestación y transfiguración jovial, que se
impone a las imágenes terrestres y las entrelaza en la magia del
arte. Esa proyección de la palabra de Apolo sobre nuestro
mundo la representa el mito griego con dos símbolos, con dos
atributos del dios: el arco, que designa su acción hostil, y la lira,
que designa su acción benévola.
La sabiduría griega es una exégesis de la acción hostil de
Apolo. Y los sabios comentan la fractura metafísica en que se
basa el mito griego: nuestro mundo es la apariencia de un
mundo oculto, del mundo en que viven los dioses. Heráclito
no nombra a Apolo, pero utiliza sus atributos, el arco y la lira,
para interpretar la naturaleza de las cosas. “Del arco el nombre
es la vida, la obra la muerte.” En griego el nombre “arco” tiene
el mismo sonido que el nombre “vida”. La vida se interpreta
como violencia, como instrumento de destrucción: el arco de
Apolo produce la muerte. Y en otro fragmento Heráclito une
la acción hostil del dios a su acción benévola: “Armonía en
contraste como el del arco y la lira.” Resulta difícil eludir la
suposición de que Heráclito, al citar esos dos atributos, hubiera querido aludir a Apolo. Tanto más cuanto que el concepto
de armonía, evocado por Heráclito, recuerda a la intuición
unificadora, casi un jeroglífico común, en que se basa esa manifestación antitética de Apolo, o sea, la configuración material
del arco y la lira: en la época en que surgió el mito dichos instrumentos se fabricaban de acuerdo con una línea curva análoga, y con la misma materia, los cuernos de un chivo, unidos con
inclinaciones diferentes. Por consiguiente, las obras del arco y
de la lira, la muerte y la belleza, proceden de un mismo dios,
expresan una idéntica naturaleza divina, simbolizada por un
jeroglífico idéntico, y sólo en la perspectiva deformada, ilusoria, de nuestro mundo de la apariencia, se presentan como
fragmentaciones contradictorias.
Como confirmación de la perspectiva antes delineada con
respecto al origen de la sabiduría a partir de la exaltación apolínea y con respecto a la conexión locura adivinatoria y palabra
profética, es decir, a un vínculo que presupone y expresa una
heterogeneidad metafísica fundamental, ahora vamos a citar un
pasaje del Timeo de Platón: “Existe una señal suficiente de que
el dios ha dado la adivinación a la insensatez humana: efectivamente, nadie que sea dueño de sus pensamientos consigue una
adivinación inspirada por el dios y verdadera. Al contrario, es
necesario que la fuerza de su inteligencia esté paralizada por el
sueño o por la enfermedad, o bien que la haya desviado por
estar poseído por un dios. Pero al hombre cuerdo corresponde
recordar las cosas dichas en el sueño o en la vigilia de la naturaleza adivinatoria y entusiástica, reflexionar sobre ellas, discernir con el razonamiento todas las visiones entonces contempladas, ver de dónde reciben esas cosas un significado y a quién
indican un mal o un bien pasado o presente. En cambio, a
número 452, agosto 2008
quien está exaltado o persiste en ese estado no le corresponde
juzgar las apariciones y las palabras por él dichas: sólo dichas.
Antes bien, ésta es una buena y antigua máxima: sólo a quien
es cuerdo le conviene hacer y decir lo que le concierne, y conocerse a sí mismo. De esto se deriva la ley de erigir al género
de los profetas en intérpretes de las adivinaciones inspiradas
por el dios. Algunos llaman a esos profetas adivinos, con lo que
desconocen totalmente que son intérpretes de las palabras
pronunciadas mediante enigmas y de esas imágenes, pero no
son adivinos en absoluto. Lo más exacto es llamarlos profetas,
es decir, intérpretes de lo que se ha adivinado.” Así, pues, Platón establece una distinción esencial entre el hombre exaltado,
delirante, llamado “adivino”, y el “profeta”, o sea, el intérprete
que juzga, reflexiona, razona, resuelve los enigmas, da un sentido a las visiones del adivino. Este pasaje no sólo sirve de
confirmación, sino que, además, enriquece la perspectiva trazada, en la medida en que precisa la acción hostil de Apolo, que
va ligada en cierto modo al impulso interpretativo y, por tanto,
a la esfera de la abstracción y de la razón. El arco y las flechas
del dios se vuelven contra el mundo a través del tejido de las
palabras y de los pensamientos. La señal del paso de la esfera
divina a la humana es la oscuridad de la respuesta, es decir, el
punto en que la palabra, al manifestarse como enigmática, revela su procedencia de un mundo desconocido. Esa ambigüedad es una alusión a la fractura metafísica, manifiesta la
heterogeneidad entre la sabiduría divina y su expresión en palabras.
Pero la sabiduría humana debe recorrer con todas sus consecuencias el camino de la palabra, del discurso, del “logos”.
Sigamos una vez más el rastro que nos ofrece un antiguo sabio
griego, esta vez Empédocles. “En sus miembros no está provisto de una cabeza semejante a la del hombre, ni de su dorso
parten dos brazos, ni tiene pies ni rodillas veloces ni genitales
vellosos, sino que sólo un corazón sagrado e inefable se movió
entonces, que con veloces pensamientos se lanza a través del
mundo entero tirando flechas.” Las fuentes nos dicen que con
esas palabras Empédocles designa a Apolo, aunque no nombre
al dios, como tampoco lo nombra Heráclito. Este fragmento
apoya algunas sugerencias interpretativas ofrecidas más arriba.
Apolo es interioridad inexpresable y oculta, “corazón sagrado
e inefable”, es decir, la divinidad en su distanciamiento metafísico, y al mismo tiempo es actividad dominadora y terrible en
el mundo humano, como atestigua el final del fragmento. Además, Empédocles identifica de modo explícito las flechas de
Apolo con los pensamientos, con lo que confirma el comentario anterior al pasaje del Timeo platónico, que indicaba en el
impulso de la razón un aspecto fundamental de la acción apolínea.
Volvamos al fenómeno de la adivinación y a su importancia
central en el ámbito de la civilización griega. ¿Nos proporciona ese hecho otra ilustración en relación con un juicio de conjunto sobre la vida por parte de la antigua sabiduría griega? Si
comparamos esa importancia de la adivinación con la furiosa
pasión política de los griegos, que se traduce en una serie ininterrumpida de luchas sangrientas, sentimos una perplejidad
inevitable. Normalmente, el impulso a la acción se debilita en
quien está convencido de que el porvenir es previsible: en cambio, en Grecia encontramos, paradójicamente, la coexistencia
de una fe total en la adivinación con una ceguera completa, en
la esfera política, con respecto a las consecuencias de la acción,
la Gaceta 7
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o incluso con un furor desenfrenado a la hora de enfrentar
empresas desesperadas, o contra las predicciones del dios. Y,
sin embargo, podemos superar nuestra perplejidad, cuando
consideramos que esa enorme importancia del fenómeno de la
adivinación no acompaña por fuerza a una visión general del
dominio único y absoluto de la necesidad en el mundo. El
concepto de destino, enormemente influyente entre los griegos, les quitó muy poco el gusto por la acción, hasta el punto
de que un impulso desatinado de autodestructividad hizo que
la historia griega fuera brevísima en comparación con las inmensas fuerzas latentes en aquel pueblo.
En realidad, la adivinación del futuro no entraña un dominio exclusivo de la necesidad. El hecho de que alguien vea antes
lo que ocurrirá dentro de un minuto o de mil años no tiene
nada que ver con la concatenación de hechos o de objetos que
producirá dicho futuro. Necesidad indica cierto modo de pensar dicha concatenación, pero previsibilidad no significa necesidad. Un futuro es previsible no porque exista una conexión
continua de hechos entre el presente y el porvenir, ni porque
de algún modo misterioso alguien esté en condiciones de ver
por adelantado dicha conexión de necesidad: es previsible porque es el reflejo, la expresión, la manifestación de una realidad
8 la Gaceta
a
divina, que desde siempre, o mejor independientemente de
cualquier época, lleva en sí el germen de ese elemento para
nosotros futuro. Por eso, ese acontecimiento futuro puede no
ser consecuencia de una concatenación necesaria y ser igualmente previsible; puede ser el resultado del azar y la necesidad
mezclados y enlazados, como parecen pensar algunos sabios
griegos, por ejemplo Heráclito. Esa mezcla concuerda con la
naturaleza de Apolo y con su duplicidad. La esfera de la locura,
que le corresponde, no es la esfera de la necesidad, sino más
que nada del arbitrio. Análoga indicación proporciona la ambigüedad de sus manifestaciones: la alternativa de una acción
hostil y una acción benévola sugiere el juego más que la necesidad. E incluso su palabra, la respuesta del oráculo, sube desde
la oscuridad de la tierra, se manifiesta en la exaltación de la
Sibila, en su desvarío inconexo, pero, ¿qué sale de ese magma
interior, de esa posesión inefable? No palabras confusas, no
alusiones desordenadas, sino preceptos como “nada en exceso”
o “conócete a ti mismo”. El dios indica al hombre que la esfera
divina es ilimitada, insondable, caprichosa, insensata, carente
de necesidad, arrogante, pero su manifestación en la esfera
humana suena como una norma imperiosa de moderación, de
control, de límite, de racionalidad, de necesidad. G
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De ignavia mentis
Marco Perilli
Dante ¿estaba loco? No sólo viajó realmente al infierno, al
purgatorio, al paraíso, y regresó a la tierra, sino que relató su
viaje, convirtió una escena física en una profecía, en una carta,
franca y suplicante, a la humanidad. Él vio cabezas colgando de
la mano del decapitado, que hablaban; vio árboles sangrando y
soplando, que narraban su historia; vio esculturas cuyas caras
dialogaban; se vio a sí mismo reflejado en Dios, me vio a mí,
vio al Diablo y a Dios. Verlo y escucharlo no bastó, tenía que
relatarlo. Por esto yo le creo. ¿Estás loco?
Él viajó físicamente, su experiencia es real. Conviene medir
el alcance de cada palabra. Nosotros, post-románticos, postpositivistas, post-modernos y postremos de toda consigna
moral, somos instruidos con opciones que pretenden ser datos,
ciencia, enunciados de la verdad. Entre éstos la invención. Abro
el Diccionario de la Real Academia: 1. Acción y efecto de inventar. 2. Cosa inventada. 3. Engaño, ficción. 4. Parte de la retórica que se ocupa de cómo encontrar las ideas y los argumentos
para desarrollar un asunto. Voy entonces a inventar: 1. Hallar
o descubrir algo nuevo o no conocido. 2. Dicho de un poeta o
de un artista: Hallar, imaginar, crear su obra. 3. Fingir hechos
falsos. 4. Levantar embustes. Voy entonces a hallar, a descubrir,
a imaginar, a crear, a fingir… En efecto, el diccionario vivo, de
uso, es la colita en ascuas de un cuerpo más amplio, y complejo, cuyo tejido nervioso produce los afanes de la cola. Invención
conserva la grafía y el sonido de una palabra que designa, en
otros miembros de aquel cuerpo, otra cosa. Significa hallazgo,
el acto de encontrar algo que estaba oculto, algo que existía.
Nos lo recuerda la Academia en el significado 1 de inventar:
¿mas quién practica, hoy en día, dicha acepción? ¿Quién inventa, hoy, un satélite de Marte? Si le damos una vuelta semántica más, inventar es copiar. Su contrario es crear, acto único y
necesario, por lo tanto trascendente en su concreto acontecer.
Su contrario es la creatividad de los talleres de escritura.
Dante es fiel testigo de lo que ha visto en el más allá, y a su
regreso inventa lo que es.
Inventar no es improvisar. El peregrino que visita el universo es un hombre, tiene cuerpo y pasiones, inteligencia y memoria limitadas, tiene fe y dudas, sueño y cansancio y un miedo
del demonio. Dante, peregrino, llega a dudar de lo que ve y
Dante, poeta, duda de la oportunidad de relatarlo: “La verdad
que parece una mentira / debe el hombre callarse mientras
pueda / porque sin tener culpa se avergüence: / pero callar no
puedo; y por las notas, / lector, de esta Comedia, yo te juro, /
así no estén de larga gracia llenas, / que vi… ” (Inf., xvi, 124130)1. En los 100 cantos de la Comedia el narrador, el que dice
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yo, el que fue peregrino, se dirige al lector 23 veces, para pedirle su atención, solicita aquel crédito que es índole de toda
lectura y que aquí, sin embargo, requiere un ejercicio y resistencia sin par. Dante vio lo increíble y nos pide socorro para
recordarlo y por ende nombrarlo: “Si ahora fueras, lector, lento en creerte / lo que diré, no será nada raro, / pues yo lo vi, y
apenas me lo creo.” (Inf., xxv, 46-48). Si quiere que nosotros
nos aunamos a él, él tiene que ajustarse con nosotros; y sabe
que cuando la materia y la verdad se enredan, producen sospecha. Sabe que si a un nudo narrativo, si a la demostración de
los hechos –que son ideas, imágenes, palabras− nosotros dejamos un solo instante de creerle, está perdido, y acaba el viaje,
se rompe el sistema, el sacro poema. Porque la Comedia es un
sistema, con su fisiología y padecimientos, los anticuerpos se
activan siempre que la bacteria de la duda vulnere las funciones
vitales. Dicho de otra forma, realismo: no sólo cual mimesis
del mundo, sino imitación de los procesos que lo vuelven inteligible, habitable, y querido.
Ser lectores de Dante impone, nos exige cuidado y seriedad.
Si él no conociera las trampas de la mente no se molestaría con
tanto celo. Lo había aprendido de la vileza humana, en su viaje terrenal, en su exilio, en la nostalgia por la patria perdida.
Tenía de sobra para enloquecer. Lo aprendió en el más allá.
Así, si nos pide confianza siendo él mismo testigo ocular, cuando escucha el soflama de algún condenado le dice: “Creo […]
que tú me engañas” (Inf. xxxiii, 139). Él no ha visto lo que dice
el condenado, sólo escucha la palabra, como su lector; y el
condenado, como Dante, relata algo imposible: las almas de
ciertos traidores caen al infierno quedando en la tierra los
cuerpos animados por ciertos demonios… ¿Quién le creería?
Suscribimos la réplica de Dante. He ahí que el poeta le sugiere
al palabrero mencionar a un personaje encontrado, hace poco,
en un círculo vecino: lo visto produce en lo escuchado un aval
de realidad que asevera la fábula del reo. El texto calibra sus
pasos sobre las alturas conquistadas.
Benedetto Croce, en su libro La poesía de Dante, de 1921,
sostenía que suponer “que él mismo fuera engañado por sus
propias imaginaciones y las tomara por hechos reales, y cayera
en una especie de alucinación […] introduciría en el genio de
Dante una excesivamente grande mezcla de demencia…”. El
1 Aquí y en los versos que siguen la traducción es de Luis Martí-
nez de Merlo, Ed. Cátedra, 2001.
la Gaceta 9
a
tema, pues, es preguntarse qué cosa es un hecho real, y con
respecto a qué cosa.
La cultura que Dante heredó, de Homero a Tomás de Aquino, creía que la tierra está en el centro del cosmos, y que siete
planetas, incluyendo el sol y la luna, dan vueltas alrededor de
ella. Nosotros creemos que el sol está en el centro de un sistema entre muchos, y que la tierra… Ellos creían y nosotros
creemos. Ellos no habían llegado al modelo heliocéntrico simplemente porque no lo buscaban, no lo necesitaban, porque su
10 la Gaceta
a
criterio afirmaba la lógica ética y estética esencial para vivir.
Nosotros necesitamos la relatividad. Son representaciones del
cosmos, dos cánones, ambos invenciones, respuestas a las preguntas que sus épocas han planteado. Galilei no es más científico que Ptolomeo, Aristóteles que Einstein. La palabra muchacha no es ni más ni menos verídica que la palabra puella
referida al individuo femenino de joven edad. Dante no es más
demente para nosotros que nosotros para los arquitectos de
Chartres.
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a
Llegamos al punto: ¿qué es un hecho real?
Elémire Zolla, en Qué es la Tradición, de 1971, hablaba de la
civilización de la crítica y la civilización del comentario. Criticar el Texto o descifrarlo, dudar de Él o de nosotros. Tradición
vs. confusión. Un hecho es real cuando es consagrado. Consagrado por una autoridad sacerdotal, por un gesto inviolable que
nos ampara de la negación; o bien por el dogma tecnológico y
de laboratorio. Uno u otro. En la civilización del comentario se
definía libre albedrío; hoy se llama democracia. El milagro operado por un santo actuaba en razón de su significado; el evento
mediático funciona en sustitución de su sentido. El arte conceptual es el teorema que abona esta proposición. Sin embargo,
siempre, un hecho es real en la medida en que se adhiere y se
distancia, dialécticamente, de su significado.
La Comedia expresa un mundo que afina su nombre y predicado a su destino, que de su término despeja, retrospectivamente, el principio. Cada acto, anhelo, palabra, descansa en la
sintaxis de los significados, en la articulación de un discurso
susurrado hecho de las confidencias que el mundo trascendente, el de la creación, dona al mundo tangible, el de la invención. Por esto hay que saber leer, reconocer, asimilar la experiencia elemental de lo divino en los signos improvisos de la
vida: todo es símbolo parcial y fragmentario de la osadía perpetua y simultánea que se cuela a través de nuestra imperfección. Simbǒlum era la marca utilizada en los ritos de adivinación, una contraseña que permitía identificar la propia suerte;
el código del culto se fundaba en la separación del sujeto y su
símbolo, la ausencia de un parte afirmaba la unidad. Del significado la letra adquiere primacía, de su sentido anagógico Ulises, convertido en llama, logra voz y evidencia, su fatalidad.
Ulises: Dante: no quiere decir nada, dice. Francesca no es efecto de un ingenio poderoso, es calco objetivo de un significado
que, él solo, autoriza su vida, la nuestra y de su autor.
Nuestra vida…
Nel mezzo del cammin di nostra vita… “A la mitad del camino
de nuestra vida…”.2 Así comienza el viaje, a partir de la mitad.
¿Qué dice Dante? Mi ritrovai per una selva oscura… Me encontré en una selva oscura… continúa. ¿Qué dice? Al principio
hay un error. Gramatical: nuestra es plural, me encontré singular.
¿De quién habla? Existencial: selva no será sólo un bosque
vegetal, sino condición de un extravío moral. ¿Él o nosotros?
A la mitad… Consideraba el Medioevo que la vida humana
alcanza su perfección a los 70 años. Dante retoca esta teoría y
le asigna, como número perfecto, el 81: Platón, hombre óptimamente generado, vivió ochenta y un años; Cristo, si no hubiese sido crucificado, hubiera muerto a la misma edad. No
obstante, por equilibrio biológico debido a los humores de la
infancia y la vejez, a sus ritmos diferentes, la mitad coincide
con el año 35. Dante nació en 1265. Cumplió sus 35 en 1300,
año del viaje. A la mitad de la vida de Dante Alighieri, a la
mitad de la vida en general… Con todo, generalizar, en un
contexto simbólico tan riguroso y terso, sería indicio de locura.
Indaguemos los números. Consideraba el Medioevo, a raíz de
las historias del Antiguo Testamento, que desde la Creación
hasta la Encarnación habían pasado 5199 años. Si agregamos
1300 son 6499, 65 siglos. Del primer hombre al viaje narrado
en la Comedia hay 65 siglos. Una tradición que de Platón llega
hasta Dante, computa en 12960 años el ciclo cósmico que
abarca y remata una era, el año perfecto. Éste finaliza cuando
todos los planetas, que se mueven con órbitas distintas, regresan contemporáneamente al punto de partida. La ciencia moderna calcula la precesión de los equinoccios, o año platónico,
en 25920 años. El círculo se cierra en la concomitancia del
pensamiento griego y el actual: el año de Platón es cabalmente
la mitad del periodo de precesión según la nasa. ¿Qué dice
Dante? Que a la mitad de su vida, que coincide con la mitad de
la vida de cualquier hombre, que coincide con la mitad de la
vida de la humanidad, él, Dante Alighieri, y nosotros, individuos de ayer y lectores de esta Gaceta, y los que vivirán en los
5792 años que faltan para el Apocalipsis, nos encontramos
extraviados en una selva oscura, que no es sólo un bosque
sino…
un hecho real.
Nadie atestigua que ésta es la glosa al primer verso del poema. Nadie prueba lo contrario. Son datos compartidos por
Dante y sus lectores, argumentos que funcionan y por ende
significan en un orden que aspira manifestar el mundo como
es, según lo que deseamos y confesamos. Otros hombres, y
otros tiempos, han forjado otras comedias, representando sus
selvas y catedrales; hay épocas que no demandan catedrales,
que encuentran su espacio peculiar en condominios. El realismo, decía: no sólo cual mímesis del mundo, sino imitación de
los procesos que lo vuelven incomprensible, inhabitable, y farolero. Como es. G
a
2 Aquí y en el verso que sigue la traducción es mía.
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la Gaceta 11
a
a
Exaltación divina
Janik Graillier
Áte
La ambigüedad que provoca la locura se encuentra personificada en Áte. Ruina es su acepción más común. Aunque en
realidad áte es “exaltación divina”, algo que los dioses envían a
los hombres para castigar algún acto funesto que hayan cometido, o para sacarlos de su estado normal de mediocridad.
“Siempre, o prácticamente siempre, la áte es un estado de mente, un anublamiento o perplejidad momentáneos de la conciencia normal.” Está emparentada con apáte (engaño), y sus dominios abarcan a los propios dioses.
Hera le pide a Áte que le ayude a engañar a Zeus para impedir que Heracles domine sobre los hombres. El héroe estaba
destinado a ello por ser el hijo predilecto del soberano de los
olímpicos. Para consolidar el ardid deciden enviarle al dios del
rayo un sueño profundo mientras retrasan el nacimiento del
héroe —producto de su relación con Alcmena, que desata los
celos de Hera—, provocando así que nazca primero Euristeo,
“que también descendía de Zeus”. Finalmente Heracles queda
bajo las órdenes de aquél. Zeus, enfurecido, coge a Áte de las
trenzas y la arroja a la tierra.
El engaño producido por Áte se expande por todas partes,
ni siquiera los dioses están fuera de su alcance. La locura es la
existencia misma, ya sea humana o divina. Aquí se puede vislumbrar un poco lo que los dioses significaban para los griegos:
no sólo eran la causa de sus actos, sino que también sufrían, en
una especie de desdoblamiento fatal, los efectos devastadores
de la propia exaltación divina… Nadie se salva.
Lo que para los trágicos es locura, para Homero es áte, pero
siempre es actuación de una fuerza que viene de otra parte y
que transporta a dioses y a hombres fuera de sí mismos. Por
eso se la relaciona con ruina, con blábe, daño. La intensidad que
provoca acaba por trastornar el orden existente.
Una vez que áte se instala en la tierra se convierte en el
instrumento que los dioses utilizan para llevar a cabo sus juegos, juegos que se superponen unos sobre otros, donde las
causas y los efectos de los actos de los hombres remiten a un
origen indeterminado. Áte es causa de daño, aunque también
es vengadora del daño causado. Cuando alguien cometía un
delito o una imprudencia, se culpaba a la áte enviada por los
dioses; sin embargo, el delito era castigado con la locura. Frente a esto, los eruditos modernos no saben cómo reaccionar,
buscan una explicación que no existe. Todo es parte de un juego divino, y la palabra juego lleva implícito el sentido de azar,
fortuna. En verdad no somos responsables puesto que los dioses son quienes provocan todo, pero eso no implica que poda12 la Gaceta
mos eludir las consecuencias de los actos cometidos. En pocas
palabras, somos marionetas, juguetes que brillan intensamente
por unos momentos, en tanto áte nos abarca con su velo para
luego abandonarnos como despojos. Ante esto no hay justificación alguna, del mismo modo que la vida no necesita justificarse, es algo que se toma como viene. De ahí que todo sea un
juego, y como en todo juego, en algún momento la ruina se
presenta. Lo importante es saber que de otra forma la vida
pasaría monótona y sin brillo.
No hay verdadero poder sin la fuerza actuante de la locura,
sin la fuerza que los hombres sienten cuando un dios decide
prolongar el juego de los gestos. La violencia es un elemento
definitivo en la locura como fuente de poder: Lýssa así lo deja
ver. No obstante, el verdadero sentido del poder se encuentra
por partida doble en la palabra manía: manía que proviene de
ménos, “fuerza colérica”; y manía como mánike, “adivinación”,
“profecía”.
Ménos
Al igual que áte, el ménos es insuflado a los hombres por voluntad divina: es “la comunicación de poder de dios a hombre”.
Cuando en la batalla los héroes se hinchan de coraje, arremetiendo ferozmente contra el enemigo, el ménos es quien actúa;
trastorna el thymós de los guerreros, arrojándolos al peligro sin
reparar en ello. En pocas palabras, enloquecen. La violencia
que despliegan no es normal, proviene de los dioses, de otra
forma los hombres no se aventurarían a realizar tan osadas
empresas. Su mente es invadida por un coraje y una fuerza que
provoca una confianza poco común. El poder que proyectan es
devastador: así como puede exterminar al enemigo, también
puede revertirse sobre ellos mismos. Ménos y areté se funden en
el coraje guerrero. La virtud radica en el valor para el combate,
en la fuerza que se ejerce al abatir —que es siempre un realizar— el propio destino, sea en la victoria o sea en la muerte.
Pero todo esto es momentáneo, no es un estado permanente,
responde a “una experiencia de poder mental intensificado”.
Así como nos invade, también nos abandona: es una intensidad
que se vive en el momento y se evapora como un líquido en
ebullición. “Es una experiencia anormal. Y los hombres en
estado de ménos intensificado por la divinidad se comportan, en
cierta medida, anormalmente. Pueden llevar a cabo con facilidad las proezas más difíciles, lo cual es un signo tradicional del
poder divino”. Poder divino que pertenece al guerrero por
unos momentos de violencia delirante. Toda manifestación de
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a
verdadera fuerza y coraje es, pues, un don de los dioses que se
presenta con la faz de la locura. Los modernos consideran esto
una lesión a sus facultades, un flagelo a su autonomía, pero,
sobre todo, una fantasía perdida en el pensamiento arcaico.
En nuestros días el poder como capacidad y como fuerza
difícilmente puede concebirse como un atributo del individuo.
Ya no son los dioses quienes inspiran el coraje o la fuerza —si
es que se puede hablar todavía en estos términos—, ahora simplemente balbuceamos cuando intentamos explicar qué motivó
un acto heroico, o a lo más, lo atribuimos a nuestra excelsa
educación —lo que implica que seguramente fuimos invadidos
por una serie de imágenes, preceptos o pulsiones que obligaron
a nuestra mente a realizar un acto excepcional—, aunque por
lo general simplemente decimos que enloquecimos, olvidándonos de las potencias que hicieron eso posible.
Los griegos, al responsabilizar de su poder a los dioses,
muestran una gran lucidez en cuanto a la precaria condición
del género humano; pero, sobre todo, es una forma inigualable
de efectividad al no generar falsas expectativas sobre un poder
que en todo caso se encuentra en manos del azar. Por eso el
poder como capacidad se sustenta en el conocimiento y en el
cultivo de ciertas potencias, si bien éstas siempre dependerán
de algo que inexplicablemente las activa.
El ménos está relacionado con la sangre, con el origen mismo de la vida, con una fuerza violenta que se escurre como la
linfa en la batalla. La locura es líquida: melancolía o embriaguez, se trata de un líquido que corre por nuestro cuerpo haciéndonos participes de otra realidad. De ahí que la identidad
entre ménos y sangre sea definitiva. El vino, productor de un
estado que transfigura la realidad, acaba por ser la única forma
de entender lo “real”. Y toda comprensión es un riesgo que nos
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arroja al peligro más grande de todos: saber que el control se
logra una vez que el conocimiento se anquilosa en figuras que
nada tienen que ver con el fluir de la inmediatez. Por eso Gottfried Benn puede decir que “Dios es una substancia. ¡Dios es
una substancia, una droga! Una substancia inductora de ebriedad emparentada con los cerebros humanos”.
El vino es producto de un sacrificio, el sacrificio de Ampelo,
el amado de Dioniso, que fue abatido por el Toro, una de las
figuras del dios. De su cuerpo y de su sangre surge la vid. Condición indispensable para que Dioniso realice el gesto definitivo: estrujar las uvas con sus propias manos, produciendo así el
licor que enloquece, que genera frenesí. Máxima proximidad
entre violencia y gozo; pero antes que nada, posibilidad de
retornar por un breve tiempo a lo innominado. Dioniso logra
ofrecerle a los hombres aquello que anhelaban sin saberlo,
“justo lo que le faltaba a la vida, lo que la vida esperaba: la
ebriedad”.
Dioniso, el dios enloquecedor, es la condición para la sabiduría, conduce, más que al saber, a la imagen de la que todo
saber proviene. Comparte con los misterios Eleusinos la
epopteia, la visión extática que debe ser medida y regulada por
la palabra, por el metro que Apolo impone. Pero Apolo es cruel,
disfruta jugar con la avidez humana, y para prolongar su juego
establece el oráculo, la forma en que los griegos se acercaban
al conocimiento. Como explica Colli, en todas las culturas ha
habido adivinación, “pero ningún pueblo la elevó a símbolo
decisivo, por el cual, en el grado más alto, el poder se expresa en
conocimiento, como ocurrió entre los griegos”. Sabiduría que
era comunicada de manera enigmática, violenta, como la propia etimología de Apolo lo indica: “‘aquel que destruye totalmente’.” G
la Gaceta 13
a
a
Tantrismo u Orgiasmo*
a
Alain Daniélou
Se llama Orgiasmo, en el mundo dionisiaco, a las prácticas que
corresponden a las del Tantrismo. Se trata, por lo general, de
ceremonias de grupo en las que se practican sacrificios sangrientos, danzas extáticas y proféticas, y ritos eróticos. Como
Shiva en la India, Dionisos se presenta en Grecia bajo el doble
aspecto de un dios de la Naturaleza y de las prácticas orgiásticas que presiden este delirio de los bhaktas, los bacantes y las
bacantes, que los griegos llamaban manía.
Dionisos-Baccheios es el inspirador de la manía que se manifiesta en el estado de trance de las ménades y los fieles del
dios, que participa él mismo en el orgiasmo, pues es esencialmente el bacante, el bhakta, el participante. A Shiva se le llama
lúbrico y loco, al igual que, para Homero, Dionisos es
mainómenos, el loco, rechazado por los “bien-pensantes” de la
ciudad. Volveremos a encontrar más tarde, en la balada céltica de
Merlín: “Me llaman Merlín el Loco y me expulsan a pedradas.”
El Dionisismo se lanza a cuerpo desnudo en el salvajismo,
busca la posesión, el contacto con lo sobrenatural. Platón atribuye considerable importancia a la locura orgiástica, a la manía
considerada como fuente de inspiración divina o, más exactamente, como expresión de la “participación” de lo divino en el
mundo de los hombres. Según Filón: “Quienes están poseídos
por el frenesí dionisiaco y Korybántico llegan, en el éxtasis, a
ver el objeto deseado.” (De vita contemplativa, 12.) En el Fedro,
Platón desarrolla una teoría del conocimiento basada en esta
participación (bhakti) y en la manía amorosa como fuente de
*Alain Daniélou, Shiva y Dionisos, traducción de Manuel Serrat,
Kairós, Barcelona, 1986.
14 la Gaceta
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a
este conocimiento. Distingue cuatro especies de manía que
relaciona simbólicamente con Afrodita (y Eros), las Musas (y la
danza), Apolo (Vishnú) y Dionisos. Diferencia la manía erótica,
vinculada al amor, de la que está relacionada con la embriaguez
y la danza extática que están más directamente vinculadas a
Dionisos. Similares distinciones existen, en la India, entre las
prácticas extáticas colocadas bajo la égida de Shiva, Skanda o
de Ghanesa (Hermes), de las que se refieren a la diosa o a
Krishna, es decir a Vishnú-Apolo.
Las danzas colectivas que inducen a la manía, al orgiasmo,
se denominan kirtana (canto de gloria) en la India, ditirambo
entre los griegos. Los etnólogos y los historiadores de las religiones han querido dar a las ceremonias orgiásticas colectivas
una interpretación agraria, estacional o demás. Se trata en realidad, de uno de los aspectos de desacondicionamiento del ser,
que regresa por unos instantes a su naturaleza más profunda y
más reprimida que es, de hecho, su verdadera naturaleza próxima todavía a lo divino. Ese regreso a los instintos vitales elementales forma una parte esencial del método tántrico.
“El deseo reprimido engendra la pestilencia”, escribía
Ananda Coomaraswamy en La Danza de Shiva. La promiscuidad, la momentánea desaparición de todo límite, la evocación
y la reactivación orgiástica del caos primordial favorecen ciertas formas de éxtasis, un regreso al origen de la vida, al principio creador, a lo divino.
“La sacralización y la ritualización de la vida ha sido una de
las características de la civilización hindú en general, como de
todas las demás civilizaciones tradicionales. El cristianismo
pudo decir: ‘Comed y bebed a la gloria de Dios’, mientras que
el Occidente precristiano conocía los banquetes sagrados y las
propias epulae romanas tuvieron un elemento religioso y simbólico hasta una época relativamente tardía… Sólo cuando,
además de los alimentos, se da paso a la mujer y a las bebidas
embriagadoras pueden presentarse dificultades —pero únicamente desde el punto de vista de la religión que ha prevalecido
en Occidente donde domina un complejo sexófobo y donde el
acto sexual es considerado impuro y no susceptible de sacralización. Pero esta actitud puede ser considerada anormal, pues
la sacralización del sexo, la noción de los sacrum sexual, estuvo
presente en numerosas civilizaciones tradicionales.”1
Las comidas-orgías tuvieron gran desarrollo en la sociedad
opulenta y romana. Una comida de fiesta cerraba las grandes
Olimpias de Dafne… “A esta comida de hombres, se invitaba
a los menores de veinte años. Hombres y adolescentes estaban
acostados en el mismo lecho, el más joven delante, más cerca
de la mesa. El hombre le forzaba a beber, le acariciaba y lo
convertía, si así puedo decirlo, en su amante.” En Roma, durante estas orgías nocturnas en las que se iniciaba a los adolescentes, se buscaban todas las formas de placer.
Una de las características de las asociaciones de carácter
orgiástico es la abolición de todas las barreras sociales, como
sucede también, en principio, en todos los ritos shivaítas. Las
organizaciones que practican las danzas y los ritos de carácter
orgiástico están abiertas a todo el mundo, son de hecho, esencialmente, asociaciones populares en las que se mezclan gentes
de casta alta en busca de una experiencia que rompa tanto los
tabúes sociales como los morales. Según Tito-Livio, no consi-
derar nada ilícito era, entre los bacantes, la expresión misma de
la devoción. En le mundo griego, los tiasos, que eran organizaciones culturales que tenían por objeto regularizar las orgías
dionisiacas, estaban compuestos principalmente por los elementos menos favorecidos, las mujeres, los pobres. La sociedad burguesa y puritana miraba con gran desconfianza tales
asociaciones que fueron acusadas de los más diversos crímenes.
Las prácticas del culto de Osiris en Egipto eran similares a las
del culto del Dionisos griego. “Cadmos… había aprendido, en
su patria, los misterios de una ciencia divina, la sabiduría egipcia… Y cuando resonaba el evohé, mostraba los misterios del
Dionisos de Egipto, de Osiris el errante cuyo culto nocturno y
cuyos ritos de iniciación enseñaba; y, en secreto, hacía resonar
un himno mágico con los acentos de un delirio sagrado.”
(Nonos, Dionisíacas, iv, 270-273.)
El orgiasmo shivaíta fue ampliamente practicado en el Budismo tibetano, pero también, anteriormente, en los cultos del
Oriente Medio, en particular entre los cananeos, los babilonios
y los hebreos. Algunos pasajes del Antiguo Testamento se refieren a personajes, acontecimientos, conceptos conocidos por
los Purânas; la tradición de los bhaktas está también presente.
“La coexistencia de los ‘atributos’ contradictorios, la irracionalidad de algunos de sus actos, distinguen a Yahvé de cualquier
‘ideal de perfección’ a escala humana. Desde este punto de
vista, Yahvé se parece a ciertas divinidades del Hinduismo, a
Shiva, por ejemplo, o a Kali-Durga, pero con una diferencia
considerable: esas divinidades indias están más allá de la moral
y, como su modo de ser constituye un modelo ejemplar, sus
fieles no dudan en imitarlas… En el siglo vii a. J.-C., los israelitas comenzaron a practicar el holocausto (Olah) que ellos interpretan como una oblación ofrecida a Yahvé. Tomaron, además, muchas prácticas cananeas relacionadas con la agricultura
e, incluso, ciertos rituales orgiásticos. El proceso de asimilación se intensifica más tarde, bajo la monarquía, cuando se oye
hablar de prostitución sagrada de ambos sexos.”2
Según los estudios de G. Holscher (Die Propheten) sobre las
tradiciones bíblicas (citados por Jeanmaire): “Las tradiciones
relativas a los Nebi’im (profetas) nos presentan a estos personajes y a las compañías de ‘hijos de profetas’ que parecen haber
formado como grupos de energúmenos dados a los ejercicios y
a la suerte de gimnasia religiosa apta para provocar, por los
procedimientos usuales, el éxtasis colectivo y las extrañas manifestaciones que acompañan la entrada en trance… El hebreo
posee una palabra que significa ‘hacer el nabi’ y que corresponde
a la griega que nosotros traducimos como ‘hacer el bacante’.”3
Samuel envía a su joven hijo Saúl a preguntar al adivino por
la suerte de las borricas. “Y he aquí que cuando llegues al Collado-de-Dios…, te encontrarás con una banda de Nebi’im,
bajando del alto lugar, llevando ante ellos una lira (nebel) y un
tambor (toph), una flauta (halil) y un arpa (kinnor), y haciendo
nabi. Y el Espíritu de Yahvé se posará sobre ti y harás nabi con
ellos y te transformarás en otro hombre… Llegaron al Collado
y vieron ante sí una banda de Nebi’im y el Espíritu de Dios vino
a él e hizo nabi entre ellos…” (i Sam, 10,5.)
Samuel se convierte en jeque de los Nebi’im y director de
2
1
J. Evola, Le Yoga tantrique, pág. 179.
número 452, agosto 2008
3
a
M. Eliade, Histoire des croyances et des religieuses, págs. 194-197.
H. Jeanmaire, Dionysos, pág. 102.
la Gaceta 15
a
sus ejercicios. David se refugia en los “aposentos” de Rama,
junto a Samuel. Saúl envía unos emisarios para que se apoderen de él. “Se vio la lahgah (sesión) de los Nebi’im haciendo nabi
y Samuel, de pie, presidiéndolos y el Espíritu de Dios se posó
sobre los emisarios de Saúl y también ellos hicieron nabi.” Saúl
envía otros emisarios, otros más tarde y todos caen bajo el
contagio frenético. El rey se dirige entonces, personalmente, a
los aposentos de Rama. “Y el Espíritu de Dios cayó sobre él; y
se fue por el camino e hizo nabi, hasta que entró también en los
aposentos de Rama y se despojó de sus vestiduras e hizo nabi
ante Samuel y permaneció yaciendo desnudo todo el día y toda
la noche. Por ello se dice: también Saúl entre los profetas.”
(i Sam, 19, 18-24.)
La expresión “Hacer nabi” connota de modo tan completo
la idea de delirio frenético y de posesión que, en la misma historia, Saúl quiere matar a David en un acceso de furor. “Un mal
espíritu de Dios se apoderó de él e hizo nabi.” (i Sam, 18, 10.)
Algunos aspectos de los cultos extáticos de Shiva-Dionisos
se perpetuaron bajo formas más o menos secretas en las religiones ulteriores: “En el mundo islámico…, en la danza extáti-
a
ca…, el poseído y el espíritu posesor pueden ser del mismo
sexo o de sexo distinto… El o la que danza es siempre el espíritu posesor y se habla de él o de ella según el género que corresponde al sexo del espíritu posesor. Los espíritus se designan con el nombre de Bori (de la lengua sudanesa) o Zar (Sar)
en Egipto y Abisinia.”4 En Egipto podían verse, recientemente
todavía, ceremonias de Bori femeninos con sacrificio sangriento de un carnero.
El Romance del anillo, el antiguo poema épico tamil del siglo iii,
describe una escena de posesión idéntica a las que podemos observar hoy. “Devandi pareció entrar en trance: las flores de sus
cabellos se desprendieron por sí solas; sus cejas contraídas comenzaron a estremecerse; sus labios se apretaron contra sus
blancos dientes en un rictus extraño. Su voz cambió de timbre y
su hermoso rostro se cubrió de perlas de sudor. Sus grandes ojos
enrojecieron y agitaba sus brazos en un gesto lleno de amenazas.
De pronto, sus piernas se agitaron y se levantó. Nadie habría
podido reconocerla. Parecía en estado de completo estupor. Su
seca lengua pronunció palabras inspiradas… Soy el mago que se
manifiesta a través del cuerpo de esta brahmana.”5 G
4
5
H. Jeanmaire, Dionysos, pág. 120-121.
El Romance del Anillo, traducción francesa de A. Daniélou, pág.
237.
16 la Gaceta
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a
a
Un puente…
Leopoldo Lezama
Para Julie
La ensoñación había durado siglos, no la esperaba, tampoco la
había buscado pero día a día iba llegando. La luz era una forma
maleable derrumbándose encima de los árboles como un cuerpo inasible que alargaba su aliento tibio sobre el pasto mudo.
Si la luz llegaba las formas aparecían, cobraban presencia; la
mano lumínica dibujaba su volumen, precisaba su contorno y
su anchura porque la realidad era un páramo donde todo permanecía inalterable, un valle tranquilo extendiendo su piel de
hierba perfecta sobre una línea de senderos y ríos, un diamante impenetrable, colosal, que unificaba el ser y llamaba a las
cosas por su nombre. La ensoñación había durado siglos, era
un excitado teorema que arrastraba las horas a un ritmo más
lento y distraído. Las visiones se abrían, las noches se volvían
inmensas de formulaciones y preguntas, la conciencia ejecutaba movimientos nuevos, creaba rutas de todo lo que hallaba, se
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detenía en detalles nunca antes atendidos. Algo sucedía, una
sensación de que todo participaba de sus propias reflexiones,
de que sus ideas y el móvil de todas las cosas estaban en una
conversación hermética. Si el universo era un solo cuerpo y
todos sus elementos estaban cohesionados, entonces el pensamiento era una energía que llegaba a todas partes. De esta
manera, las piedras húmedas de los acantilados nocturnos, el
agua escondida de los pozos, el frágil brillo de los manantiales,
el nacimiento de los astros más lejanos, vivían el mismo sueño.
Presintió también que esta naciente dimensión era un secreto,
y que una vez que la puerta se entreabría no había marcha
atrás, pero no tuvo temor y prefirió ver, seguir esa voz codiciosa que endurecía su percepción y convertía las madrugadas en
fabulosos mapas sin rumbo fijo. Prefirió ver, atar cabos invisibles, unir todos los granos de la tierra para saber cuál era el
la Gaceta 17
a
motivo de que el polvo se dispersara por el aire como fantasma
efímero. De todo quiso hallar sentido, a cada cosa le construía
una lógica, y sus ideas caminaban lejos, sin cansarse, sin volver
a veces. Y la mente comenzó a ser permeable, a practicar una
velocísima geometría parecida al caer de una cascada, al oscilante avance de una serpiente entre la arena. De pie frente al
precipicio, de espaldas a la realidad comenzó la oscura disciplina de hacerle frente a las esencias: ya no era el agua, era la
noción de profundidad descendiendo hacia otras nociones deslumbrantes: si pensaba en la luz le venía la imagen de un hombre creando círculos de fuego en el desierto; si pensaba en el
tiempo veía a un niño gritando al interior de un campanario.
Los colores del alba eran reptiles devorando objetos sólidos,
los colores eran el fino tacto de una mujer agonizando detrás
de los sentidos. Entendió que la existencia era un capítulo
amorfo de algo que desconocía, una cabeza sobre madera rugosa, una melodía como funesto brillo, sinfonía descompuesta
bordada con el lamento de un mar extinto, mar blanco, acalambrado, que no ofreció vida alguna. Todo era parte de una
música antigua, un conjunto de convalecientes sonidos tejiendo constelaciones, levantando la calma de las nubes; pero de
pronto la marea, la música se venían encima, y la armonía se
agudizaba y se volvía grito de insecto; un millar de arañas destrozaban sus miembros, y las manos se caían a pedazos, del
cielo caía excremento; era de noche en algún lugar de una
montaña, y alguien le decía que subiera el árbol más alto para
observar una pequeña luz tras de las ramas, alguien lo guiaba
en una pequeña barca río abajo, y después le gritaban que no
se saliera del círculo de caracoles, del círculo de cal y lumbre.
¿De quién era el dolor? ¿Qué majestuosa caricia lo creaba con
trazos de metal hirviendo?
Despertó de pronto pero creyó no haber dormido en días,
el corazón le latía demasiado rápido, y no sentía el cuerpo, su
sensibilidad se dispersaba como vapor sonámbulo. Salió al jardín, era tarde, la atmósfera del sueño no se había ido; vio largamente un árbol y le pareció contemplar únicamente la historia pequeñita de algo que no había sucedido nunca. Alzó la
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a
vista, el cielo le pareció un enemigo, un grupo de caracoles le
subían por la espalada y adivinó un olor a cera quemada. Empezó a respirar mal, caminó desesperadamente buscando el
camino de regreso, pero ya veía sin pensar, ya no había cosas;
sintió la más inconcebible angustia, salió corriendo a la calle, el
rostro azulino y los ojos muy abiertos, llenos de pánico. De
todo se dio cuenta, vio sus propios pasos alejarse para siempre
de sí mismo; en su última visión tuvo la certeza de que no volvería: el pensamiento ya navegaba muy adentro. Su espíritu le
exigió un esfuerzo, una fortaleza que no poseía. Un viaje, apenas un viaje, unos pocos pasos hacia un Dios agazapado que
jamás terminaría de levantarse, pero los Dioses se enojaban
cuando se les miraba a los ojos…y los Dioses eran malos y
llenaban el alma de tierra… Una barca había zarpado y se había
detenido en medio del océano oscuro, ahí, en la noche quieta
de ruidos dejaría por fin crecer la voz que lo encauzaba, la voz
precisa que lo conduciría al espacio donde podría mirar de
nuevo, donde podría sentir la textura convulsa de la materia
reciente. El infinito venía un poco atrás, pero sólo un poco,
había que esperar unos segundos a que se desbordara la esfera
y entonces ya no estaría ahí, los límites que lo contenían se
volverían de humo. Ya no supo que corría en la calle: se deshabitaban las presencias, se desangraban los objetos, se calcinaba
el nombre, la realidad quedaba en una pulsión amorfa, un mareo vertiginoso; las formas comenzaron a huir como bestias
asustadas en una noche de relámpagos.
La ensoñación había durado siglos, un valle, un clima yermo de púrpura enfermizo; sobre la carretera la tarde declinaba.
A lo lejos el hombre cruzaba un puente iluminado por destellos
opacos, una entonación desconocida guiaba sus pasos dormidos como el tiempo dentro de su memoria muerta. El delirio
aprendía a tejer sus vestiduras, el puente era un camino apenas,
un puente, una piedra que es un hermanito, y el viento que nos
cuida de los lobos y los grillos, un puente, la piedra que es un
hermanito, y el viento que nos cuida de los lobos y los grillos,
un puente, la piedra que es un hermanito, y el viento que nos
cuida de los lobos y los grillos, un puente… G
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Carta abierta al señor Consejero Privado,
profesor Doctor Flechsig*
Daniel Paul Schreber
Muy distinguido señor Consejero Privado:
Me permito remitirle adjunto un ejemplar de las Memorias de
un enfermo de nervios, de las que soy autor, rogándole que las
someta a un examen benévolo.
Verá usted que en mi trabajo, especialmente en los primeros
capítulos, su nombre se menciona con mucha frecuencia, en
parte relacionándolo con circunstancias que podrían herir su
sensibilidad. Esto es algo que siento muchísimo, pero que lamentablemente me es imposible modificar en nada si no quiero cerrar desde el comienzo mismo la posibilidad de que mi
trabajo sea comprendido. De todas maneras, está muy lejos de
mí la intención de atentar contra su honor, así como tampoco
abrigo contra nadie ninguna clase de resentimiento personal, sino
que con mi trabajo persigo únicamente la finalidad de promover el conocimiento de la verdad en un campo sumamente
importante: el de la religión.
Tengo la inconmovible certidumbre de que a este respecto
poseo experiencias que —si se llegara a un reconocimiento
general de su validez— tendrían sobre los demás hombres el
efecto más fructífero que se pueda imaginar. También me resulta innegable que el nombre de usted desempeña un papel
esencial en la evolución general de las circunstancias correspondientes, en la medida en que algunos nervios, extraídos de
su sistema nervioso, se convirtieron en “almas probadas”, en el
sentido que se define en el capítulo i de las Memorias, y en carácter de tales obtuvieron un poder sobrenatural, de resultas de
lo cual ejercieron durante años sobre mí un influjo nocivo, y
hasta este día lo siguen ejerciendo. Al igual que otras personas,
usted se sentirá inclinado de primera intención a ver en este
supuesto tan sólo un desvarío de mi fantasía, que tiene que ser
juzgado como patológico; para mí existe un cúmulo en verdad
abrumador de razones probatorias de un acierto, que desearía
que usted conociese en detalle por el contenido de mis Memorias. Aun ahora siento cada día y cada hora el influjo nocivo,
fundado en milagros, de esa “alma probada”; aún hoy las Voces
que hablan conmigo me traen cada día a la memoria centenares de veces el nombre de usted, vinculándolo con circunstancias que siempre se reiteran, y en especial señalándolo como
culpable de aquellos perjuicios, a pesar de que hace mucho que
las relaciones personales que durante algún tiempo existieron
*Daniel Paul Schreber, Memorias de un enfermo de nervios, traducción de Ramón Alcalde, Sexto Piso, México, 2003.
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entre nosotros han pasado para mí a segundo plano, por lo cual
difícilmente tendría yo motivo alguno para acordarme nuevamente de usted, máxime con cualquier género de rencor.
Muchos años he reflexionado acerca de cómo conciliar estos
hechos con el respeto por su persona, de cuya honorabilidad y
mérito moral no tengo el menor derecho a dudar. A propósito de
ello, muy recientemente, poco antes de la publicación de mi
trabajo, se me ocurrió una idea nueva, que acaso podría llevar
al camino acertado para la explicación del enigma. Como se
señala en el final del capítulo iv, y en el comienzo del capítulo
v de las Memorias, no me cabe la menor duda de que el primer
impulso para lo que mis médicos han considerado siempre meras “alucinaciones”, pero que para mí representa un trato con
fuerzas sobrenaturales, consistió en un influjo procedente del sistema nervioso de usted, ejercido sobre mi sistema nervioso. ¿Dónde
podría encontrarse la explicación de este hecho? Me parece
verosímil pensar en la posibilidad de que usted (movido de
buen grado, quiero suponer), en un primer momento, por fines
terapéuticos haya mantenido con mis nervios, y por cierto estando espacialmente separado, un trato de hipnosis, sugestión o
como haya de llamarse. En el transcurso de ese trato podría
usted haber tenido alguna vez la percepción de que desde alguna otra parte se me hablaba también mediante voces que aludían a un origen sobrenatural. Podría usted, luego de esta
asombrosa percepción, haber mantenido el trato conmigo cierto tiempo más, llevado por el interés científico, hasta que la
situación se hubiera vuelto, por así decirlo, inquietante para
usted mismo, y por ello se hubiera sentido usted motivado a
cortar el trato. También podría haber sucedido que una parte
de sus nervios —probablemente sin que usted tuviera conciencia de ello— hubiera sido sustraída de su cuerpo de una manera que sólo sobrenaturalmente puede explicarse, y elevada al
cielo en calidad de “alma probada”. Esta “alma probada”, que
adolecía de errores humanos como todas las almas no purificadas, se habría dejado llevar luego —conforme con el carácter
de las almas, en la medida en que lo conozco con certeza— sin
ser refrenada por nada que equivalga a la voluntad humana,
por el solo afán de autoafirmación y de despliegue de poder,
exactamente como sucedió durante mucho tiempo, según lo
consignado en mis Memorias, con otra “alma probada”, la de
Von W. Por consiguiente, sería quizá posible que hubiera que
cargar exclusivamente en la cuenta de esta “alma probada”
todo aquello por lo cual creí equivocadamente los años anteriores que debía responsabilizar a usted, especialmente por los
influjos indudablemente perjudiciales sobre mi cuerpo. En tal
caso, no sería necesario que recayese tacha alguna sobre su
la Gaceta 19
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persona, y a lo sumo quedaría acaso en pie el ligero reproche
de que usted, como tantos médicos, no habría podido resistir
del todo a la tentación de tomar también como objeto de investigación para experimentos científicos, además de los estrictos fines
terapéuticos, a un paciente confiado a su atención, al presentarse casualmente un motivo de sumo interés científico. Es
más, hasta puede plantearse la pregunta de si todas las habladurías de las Voces acerca de que alguien perpetró un almicidio
no tendrían quizá que reducirse al hecho de que a las almas (los
Rayos) les hubiera parecido absolutamente inadmisible que se
ejerciera sobre el sistema nervioso de otro hombre un influjo
que, en cierto grado, como sucede en la hipnosis, deja prisionera su voluntad; y de que para caracterizar de la manera más
enérgica posible esa inadmisibilidad se hubiera echado mano,
con esa propensión tan peculiar de las almas al estilo hiperbólico y a falta de otra expresión disponible, a la expresión, que
de alguna manera ya estaba antes en curso, de “almicidio”.
Casi no necesito destacar qué incalculable importancia tendría
si mis precedentemente señaladas conjeturas resultaran de alguna manera confirmadas, y, de manera especial, por los recuerdos que usted mismo recuerda en su memoria. Todo el resto de
mi exposición ganaría entonces en credibilidad a ojos de todo el
mundo y aparecería sin más bajo la luz de un problema científico serio, que debe ser indagado con todos los medios imaginables.
Por todo ello, distinguido señor Consejero Privado, le ruego (casi diría: lo conjuro) que sin reserva alguna se pronuncie
sobre lo siguiente:
2. Si entonces fue usted de alguna manera testigo de un
trato con Voces que procedían de otra parte y que aludía a un
origen sobrenatural y, finalmente:
3. Si durante mi permanencia en su hospital, recibió también
usted —especialmente en sueños— visiones, o impresiones de
naturaleza semejante a visiones, que hayan versado, entre otras
cosas, sobre la omnipotencia de Dios y la libre voluntad del
hombre, sobre la emasculación, sobre la pérdida de bienaventuranzas, sobre mis parientes y amigos y también sobre los de
usted, especialmente sobre Daniel Fürchtegott Flechsig, nombrado en el capítulo vi, y muchas otras cosas mencionadas en
mis Memorias.
A esto debo agregar que, por numerosas comunicaciones de
las Voces que en esa época hablaban conmigo, tengo los más
sólidos motivos para pensar que usted debió de tener tales visiones.
Al apelar a su interés científico abrigo la confianza de que
tendrá usted todo el coraje de la verdad, aun cuando para ello
fuera necesario reconocer alguna pequeñez que no causaría
ningún perjuicio serio a su reputación y prestigio ante la opinión de cualquier persona sensata.
Si usted desea remitirme un testimonio escrito, puede usted
tener la seguridad de que sólo lo publicaría con su consentimiento y en las formas que a usted mismo le pareciera conveniente indicar.
Dado el interés general que podría tener el contenido de
esta carta, he considerado adecuado hacerla imprimir como
“Carta abierta” antes del texto de mis Memorias.
1. Si durante mi permanencia en su hospital tuvo lugar por
parte de usted algún trato hipnótico, o análogo, conmigo, de
suerte que usted ejerciera —en especial estando espacialmente
separado— un influjo sobre mi sistema nervioso;
Dresde, marzo de 1903
Con mi más alta consideración, Doctor Schreber, presidente de Sala, en retiro. G
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Los locos*
Roy Porter
¿Un diálogo de sordos?
Una mitad de la humanidad no sabe cómo vive la otra mitad;
así comienza la autobiografía de un paciente mental británico
de principios del siglo xx que firmaba con el nombre de Warmark. Es probable que los ricos no entiendan a los pobres, o
que los ateos no comprendan a los que temen a Dios, pero la
experiencia de más profunda incomunicación, según advierte
Warmark, es seguramente la pérdida de la razón. Así pues,
¿tienen sentido los testimonios de los locos?
Algunos expertos dicen que no: el lenguaje de los enfermos
mentales, arguyen, es un balbuceo irredimible. De acuerdo con
los distinguidos psiquiatras británicos Richard Hunter e Ida
Macalpine, la psiquiatría erró su camino al querer escuchar a
los locos; he aquí lo que escribieron en 1974:
Hoy en día se asume que la patología mental deriva de la
psicología normal, se piensa que puede comprenderse en
términos de relaciones interpersonales e interpersonales
fallidas y luego corregirse a través de una reeducación o
mediante el psicoanálisis de las áreas en las que el desarrollo
emocional se desvirtuó. A pesar de todos los esfuerzos que
se han destinado a estos enfoques y de la cantidad de tinta
que se les ha dedicado, los resultados son pobres (por no
decir inconclusos) y contrastan notablemente con todo lo
que la medicina le ha dado a la psiquiatría y que año a año
le sigue dando. [Esto se debe a que] los pacientes son víctimas de su cerebro, no de su mente. Sacar provecho de este
enfoque médico, no obstante, supone una reorientación de
la psiquiatría: no se trata de escuchar sino de observar.
Cuando se emprendió un estudio a profundidad sobre la
locura del rey Jorge iii se decidió —y esto es seguramente significativo— no conceder ninguna importancia psiquiátrica a
las fantasías que, según muestran los archivos, pronunciaba el
rey en sus trances de locura y que incluían, entre otras cosas, el
temor de que la pecaminosa ciudad de Londres estuviera a
punto de sufrir un diluvio.
La llamada a la psiquiatría para que dejara de escuchar a los
enfermos mentales no deriva de la inhumanidad; es más bien la
consecuencia lógica de un credo psiquiátrico que ha prevalecido por mucho tiempo: Hunter y Macalpine creían que la enfermedad mental no era psicogénica, de ahí que los testimonios
*Roy Porter, Breve historia de la locura, traducción de Juan Carlos
Rodríguez, fce/Turner, México, 2003.
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de los locos no resultaran ser más que gritos de aflicción y ni
siquiera servían como pistas atinadas para dar con la naturaleza
de dicha aflicción. La enfermedad metal no se resuelve al descifrar lo que el loco dice, ya que, según sostenían, los trastornos mentales tienen un fundamento biológico.
Algunas corrientes psiquiátricas poderosas promovieron, ya
desde antes, estas tendencias para silenciar a los locos, especialmente en ámbitos institucionales. Como ya hemos visto, a partir
de la revolución científica la opinión prevaleciente postuló un
modelo de ser humano en el que éste era esencialmente una
máquina y, por ende, las expresiones y quejas de los trastornados
se reducían a meras manifestaciones secundarias, rechinidos y
crujidos de una máquina defectuosa: algo no funcionaba bien
pero esos ruidos carecían de significado. Después de todo ¿acaso
no prescribían los métodos de las ciencias experimentales observación y objetividad en vez de interacción e interpretación?
En los hospitales y asilos los pacientes más ruidosos eran
mantenidos aparte, en las salas traseras; así, no sólo se los encerraba sino también se los silenciaba, o, al menos, nadie hacía
caso de lo que manifestaban; había menos comunicación que
excomunión. En un asilo para lunáticos irlandés de alrededor
de 1850, un interno detuvo a los inspectores que hacían una
visita de oficio y se quejó de ser víctima de robo diciendo: “Me
han quitado mi lenguaje”. En un caso similar, el poeta romántico John Clare, recluido varias décadas en diferentes establecimientos, desarrolló un nuevo lenguaje para su poesía; cuando
le preguntaron la razón de esto contestó: “Me abrieron la cabeza, seleccionaron todas las letras del alfabeto que ahí tenía,
las vocales y las consonantes, y me las extrajeron por las orejas;
¡y así pretenden que escriba poesía! No me es posible”.
Estas protestas no eran únicas; John Perceval, autor de A
Narrative of the Treatment Received by a Gentleman, During a
State of Mental Derangement (Relato del tratamiento que recibió un caballero durante un estado de desequilibrio mental,
1938), probablemente la relación más intensa y perspicaz jamás
escrita por un ex paciente sobre la vida en un asilo, también
manifiesta agravios de la misma índole. Cuando estudiaba en
Oxford, Perceval, hijo del asesinado primer ministro Spencer
Perceval, se convirtió a una secta protestante evangélica y extremista que sostenía que el Espíritu Santo hablaba, como en
el Pentecostés, a través de los creyentes en una lengua similar
al griego clásico. Al poco tiempo comenzó a ser asediado por
un pandemónium de voces, lo mismo demoníacas que divinas.
Su familia lo juzgó desequilibrado y se le recluyó en un asilo en
donde, al menos, tenía la ventaja de que “podía clamar o cantar
según me lo ordenaran mis espíritus”.
la Gaceta 21
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Durante su estancia de dieciocho meses en dos asilos prestigiados y costosos, Perceval descubrió (por experiencia propia) que el personal médico nunca atendía sus peticiones y
apenas lo trataba como a un ser humano, mucho menos como
a un caballero inglés. Decidió entonces no abrir la boca, mas
en el silencio hostil que sobrevino,
los hombres se comportaban como si mi cuerpo, mi alma y
mi espíritu estuvieran totalmente abandonados a su control
y como si ellos pudieran, pues, ejercer allí su malicia e insensatez. Supongo que mi silencio era interpretado como
una forma de consentimiento; nunca se me informaba si
harían tal o cual cosa, o si creían conveniente prescribir tales medicinas de esta u otra manera; nunca se me preguntó
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si me hacía falta algo, si deseaba o prefería alguna cosa o si
objetaba que hicieran tal o cual otra.
Denuncia que en todo momento se lo trataba “como si fuera un mueble, una figura de madera, no susceptible de deseo,
de voluntad y tampoco de juicio.” La negativa de las autoridades del asilo a comunicarse con él resultó, en su creencia, contraproducente.
Hay testimonios similares de innumerables ex pacientes; en
un informe publicado por dos miembros del Parlamento británico en 1957 y titulado A Plea for the Silent (Una petición a
favor de los callados) —quizá silenced, “silenciados” hubiera
sido un término mucho más apropiado— un antiguo interno
narra su experiencia de ostracismo en una institución mental:
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No se me permitía escribirle a mi mejor amiga para contarle dónde me hallaba […] [E]l personal me ignoraba. […] Al
principio pensé que quizá éste debía de ser un nuevo método para el estudio de la enfermedad mental pero pronto me
daría cuenta de que no era más que la despiadada convicción
de que los locos no sufren y que cualquier problema que
llegan a expresar seguramente es “imaginario”.
Las memorias de muchos locos alegan que hay, para usar la
frase de Perceval, “razonamiento en la locura”, que sus pensamientos son coherentes y deben ser atendidos. No obstante,
¿cuán confiables pueden ser los testimonios de estos enfermos
mentales? En la autobiografía manuscrita de Goodwin Wharton, noble liberal del siglo xvii, todo a lo largo de su medio
millón de palabras, nos asegura el autor que embarazó a su
amante, Mary Parish, 106 veces, que tuvo relaciones con tres
reinas de Inglaterra y que el Todopoderoso le dio personalmente instrucciones de repoblar el reino.
Ahora bien, ¿a quién creer cuando nos enfrentamos con
versiones encontradas de la misma realidad? En su Tras las
puertas del Bethlem Hospital, 1818, Urbane Metcalf, antiguo
interno que alegaba ser heredero al trono de los Países Bajos,
dibujó la imagen de un Bethlem tan corrupto como embrutecedor. Por su parte, los archivos del hospital lo identifican a él
como un alborotador. En estos casos los historiadores deben
leer entre líneas y formar su propio juicio: las interpretaciones
opuestas de una misma realidad proporcionan ventanas hacia
subjetividades interrelacionadas que, claro está, nunca fueron
unívocas. Considérese el caso del Hombre Lobo de Freud, el
aristócrata ruso Sergius P. Éste aparece tres veces en los testimonios: la primera en el análisis que Freud hizo en 1920 de su
sueño de lobos blancos con cola tupida y que se descifró psicoanalíticamente como un recuerdo de la “escena primordial”,
esto es, el recuerdo de haber presenciado la relación sexual de
sus padres cuando era un niño que empezaba a caminar. Vuelve a aparecer en un examen del análisis posterior que dirigió
Ruth Mack Brunswick, quien a su vez había sido analizada por
Freud, en un volumen cuya introducción es obra de Anna
Freud (quien también había sida analizada por su padre), en la
que se anuncia el éxito de ambos análisis freudianos de Sergius.
Finalmente, reaparece en la década de 1960, en una entrevista
con la periodista Karin Obholzer; cuando la reportera le preguntó su opinión sobre la interpretación que Freud había hecho de su sueño, Sergius respondió: “es completamente forzada”. Este tercer Hombre Lobo es por supuesto muy diferente
de los otros dos, pero ni el “Hombre Lobo” de Freud, ni el
“Hombre Lobo” de Mack Brunswick y ni siquiera el “Hombre
Lobo” del Hombre Lobo deben ser tomados literalmente.
Habiendo hecho las advertencias necesarias sobre los peligros
de las lecturas unívocas, escudriñemos ahora la mente de un
paciente, en parte a través de sus propias palabras según las
refiere su doctor.
Señales confusas
James Tilley Matthews era un comerciante de té en Londres.
Exaltado, igual que el poeta Wordsworth, por el nuevo amanecer que prometía la Revolución Francesa, viajó a París en 1793.
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Como lamentaba la declaración de guerra entre Inglaterra y
Francia se le metió en la cabeza que llevaría a cabo personalmente una misión de paz. Después de una audiencia con Lord
Liverpool, ministro durante el régimen de Pitt, Matthews se
preparó para negociar con las autoridades francesas, pero la
toma del poder por los jacobinos arruinó sus planes y éstos lo
metieron tras las rejas.
Finalmente fue liberado y regresó a Inglaterra en marzo de
1796 convencido de que él era el único en estar enterado de
una vil maquinación francesa para “entregar a Francia todos
los secretos del gobierno británico en cuanto a la creación de
una república de Gran Bretaña e Irlanda”. El arma secreta que
los franceses estaban movilizando era el mesmerismo —que en
ese entonces hacía furor en París— y, de hecho, ya se habían
infiltrado en Inglaterra algunos equipos de “espías magnéticos”; éstos estaban armados con máquinas de “telares aéreos”
que podían transmitir ondas de “magnetismo animal” y habían
tomado sus puestos en sitios estratégicos (“cerca del Parlamento, el Ministerio de Marina, el Ministerio de Hacienda, etc.”)
desde donde hipnotizarían a los miembros del gobierno para
convertirlos en “poseídos” mediante una suerte de “hechizo y
hacerlos actuar como títeres”.
Puesto que sólo él conocía la maniobra, Matthews era el
número uno en la lista de ataque de los conspiradores. Una
“banda de siete” había sido enviada, según él, para eliminarlo y
usarían su hipnótica “ciencia del asalto” para llevar a cabo las
más atroces torturas como “encorvamiento de pies, inducción
de letargos, explosión de chispas de descarga, incisión de clavos
en las rodillas, incineración, extirpación de los ojos, privación
de la vista, ahorcamiento, extracción de órganos vitales, desgarramiento de tejidos, etc.”. Estas amenazas contra su vida explicaban la urgencia con la que, a su regreso, Matthews envió
advertencias a lord Liverpool en las que detallaba las conspiraciones de los jacobinos. El ministro seguramente respondió
con silencio o escepticismo ya que el 6 de diciembre de 1796
Matthews envió una ulterior carta que abría con la siguiente
proclama: “Declaro que su Señoría es, en toda la extensión de
la palabra, un traidor de la más diabólica naturaleza”.
Convencido de la “traición” de Liverpool, Matthews se
presentó ante la Cámara de los Comunes y acusó al ministro
de “pérfida venalidad”. Tras un interrogatorio ante el consejo
del rey, fue confinado en enero de 1797, pues el lord canciller
desestimó los alegatos de cordura presentados por su familia.
Matthews, ahora recluido en Bethlem, se sentía totalmente
a merced de sus perseguidores. Se dirigió, en busca de desagravio, al universo entero escribiendo un documento que comienza: “Jacobo. Absoluto, Único, Supremo, Sagrado, Omni-Imperante, Archi-Grande, Archi-Soberano […] Archi-Emperador,
y en el que ofrece recompensas —que rebasan cualquier sueño
de la avaricia— a quienes asesinan a sus enemigos y consignan
su libertad: el monto de estas recompensas empieza en sus más
modestas cifras con “trescientas mil libras esterlinas” por la
cabeza del rey de Noruega y Dinamarca, y asciende hasta un
millón de libras por el asesinato del zar, un millón por el emperador de la China y el rey de España, y así sucesivamente.
Matthews daba instrucciones incluso sobre el método que debía seguirse (“es preferible que se los cuelgue del cuello hasta
que mueran y luego se los queme públicamente”) a la vez que
se disculpaba por la barbarie que todo esto suponía. Para él
resultaba, según explica, “un verdadero infortunio […] tener
la Gaceta 23
a
a
que ordenar la muerte de cualquier individuo”, no obstante la
necesidad lo obligaba a “castigar en vez de compadecerse”.
Siguió internado y en 1809 su familia volvió a apelar por su
libertad; entonces dos afamados doctores, Birkbeck y Clutterbuck, dieron testimonio de su cordura. El personal médico de
Bethlem se opuso a este testimonio con el argumento de que
su obsesión no había menguado en absoluto: “a veces se conduce como un autómata que se mueve por las acciones de los
otros y otras veces como el emperador del mundo entero que
arroja de su tronos a quienes usurpan sus dominios”.
John Haslam, boticario de Bethlem, consideraba que la
mejor manera de comprobar el continuo estado delirante de
Matthews y la necesidad de que siguiera recluido era dejarlo
hablar por sí mismo; de esta suerte, publicó la historia de
Matthews que él mismo redactó a partir de algunos documentos escritos por el paciente; el malicioso volumen se tituló:
Illustrations of Madness: Exhibiting a Singular Case of Insanity,
And a No Less Remarkable Difference in Medical Opinions: Developing the Nature of an Assailment, And the Manner of Working
Events; With a Description of The Tortures Experienced by BombBursting, Lobster-Cracking and Lenghthening the Brain. Embellished with a Curious Plate (Ilustraciones de la locura que exhiben
un caso peculiar de demencia —y una no menos notable diferencia de opinión médica— referente a la naturaleza de un
supuesto asalto y sus procedimientos, con una descripción de
las torturas sufridas por explosiones de bombas y alargamiento
del cerebro, decoradas con una peculiar lámina, 1810).
He aquí, como indica Haslam ya desde el título, un caso
más en el que no sólo los locos sino también los loqueros han
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a
perdido la razón; el boticario añade con palpable desdén:
“puesto que la locura es lo opuesto a la razón y la sensatez,
como lo es la luz de la oscuridad, lo recto de lo torcido, etc.,
resulta sorprendente que pueda haber dos opiniones opuestas
suscitadas por este mismo asunto”. ¿Acaso Clutterbuck y Birbeck estaban igual de locos que Matthews?
Matthews pasó unos años más en Bethlem; de hecho, el
propio Haslam fue “soltado” antes que él: cuando el Parlamento hizo averiguaciones sobre el estado de los manicomios y
asilos para locos en 1815, se ventiló la corrupción en la que
Bethlem se hallaba inmerso; Haslam declaró que su director
médico, John Monro, siempre estaba ausente y que su recién
fallecido cirujano Bryan Crowther había estado borracho y
demente por tanto tiempo que hasta requirió una camisa de
fuerza. Haslam resultó ser la víctima: se le dio carpetazo al
asunto y el boticario fue despedido en 1816.
Probablemente esta experiencia alteró su razón, ya que más
adelante este loquero llegó a creer que la sociedad entera estaba loca: al ser llamado para atestiguar en un proceso legal en el
que la defensa alegaba locura del acusado, replicó que no sólo
éste estaba loco sino que también lo estaba todo el mundo,
quizá con la única excepción del mismo Dios Todopoderoso;
luego añadió, con respeto, que la cordura de Dios le constaba
gracias a la autoridad de los eminentes teólogos de la Iglesia
anglicana. A través de la medicación en Haslam, la historia de
Matthews es, pues, una historia de espejos y de duplicados:
cada quien es, por turnos, embaucador y embaucado, demente
y desconfiado hasta la paranoia. Ya vamos diciendo que la razón, pues, se ha vuelto infinitamente evasiva. G
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a
a
Locura, realidad, sistemas complejos y spas
Víctor Kuri
La realidad para los enfermos mentales es una percepción descentrada de la normalidad, una distorsión, semejante a la refracción que sufren los objetos semisumergidos en agua. La
regularidad de los contornos se ve interrumpida y aumentada
bajo la superficie transparente. El enfermo a veces duda sobre
la realidad unívoca entre esos dos aspectos metafóricos, el superficial o normal o el profundo o anormal. Y de esa duda se
alimenta la lenta agonía del aquejado. Si la locura fuera un
problema filosófico no sería un problema lógico o ético sino,
fundamentalmente, gnoseológico, es decir un problema sobre
la posibilidad y la naturaleza del conocimiento referido a un
mundo en donde rigen unas leyes y la distorsión de ese mismo
mundo coexistente en donde rigen otras leyes muy distintas.
¿Con un loco nunca se sabe? ¿Un loco sabe más que los no
locos? Él sabe lo que puede saber cualquiera más otras cosas
que no puede saber cualquiera de la misma manera en que él
las sabe. Hay que usar finas herramientas para explorar de qué
manera sabe lo que sólo él sabe. Afortunadamente la locura es
una enfermedad que, como tal, se manifiesta por síntomas que
revelan un problema común. Desafortunadamente, explorar
esos síntomas difiere esencialmente de explorar una nefritis o
una otitis, ya que la disciplina que se encarga de hacer esa búsqueda no es de carácter científico, como la nefrología o la
otología, sino meramente empírica y esto por una razón, la de
que esos síntomas aparentemente idénticos son inherentemente diferentes en cada caso y aunque todos sean cantos gregorianos no todos cantan a Dios. Con lo cual no pretendo defenestrar a la clínica psicopatológica; y ahora menos, cuando por
primera vez la neurología da pasos gigantescos, con la imprescindible ayuda de la tecnología ad hoc, para llevar a cabo una
tarea sin antecedentes, un estudio científico del cerebro humano que posibilitará un acercamiento más exacto, también científico, de la mente humana sana y enferma. Faltaría hacer el
debido reconocimiento a quienes con las dudosas o por lo menos cada vez más controvertidas herramientas técnicas y teóricas a su alcance hasta ahora, asistidos providencialmente por
una farmacología producto de la serendipia más que del método científico y mantenidos en la inopia por las políticas públicas de salud, siendo en esto los médicos y personal responsable
mucho menos afectados que las víctimas de los males mentales,
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cuyo infortunio no conoce paliativo sino, al contrario, se ve
agravado por las ínfimas condiciones no sólo de tratamiento
sino de trato, sobre todo en ciertos hospitales públicos a donde
ni siquiera la filantropía tipo televisa llega, y donde el dolor
humano campea con mandoble a diestra y siniestra.
A algunos les simpatizan los locos, algunos doctores, me
consta, se interesan en su enfermedad dedicada y laboriosamente, empleando la habilidad del conocimiento e intuición,
concertando arte y ciencia. Sobra decir que honran su vocación
y por ende a sí mismos. Pero son los menos. También me consta lo que diría ahora de algunos otros si ahora fuera el caso de
decirlo, esto es, particularizadamente. Pero que aguarden. Sólo
diré que hay quienes se envilecen en la misma medida en que
se enriquecen y algunos al amparo de las políticas de salud que
por un lado escatiman el presupuesto a los alienados y por el
otro alienizan a la población tanto mediática como socialmente, al desalentar y reducir el sano ejercicio del pensamiento
crítico a la servidumbre de opinión, al reducir, en defensa de
sus ideologías, cada día más el nivel de vida económico de la
población entregándola a la angustia, la inseguridad y el miedo,
antesalas de la locura… Con lo que se asegura la prosperidad
de las profesiones encargadas de combatir los males mentales
que aumentan significativamente día con día. Por otra parte
este fenómeno podría definir una mutación en la percepción
humana y contribuir a terminar de una vez por todas con la
producción de los valores que una vez conformaran los derroteros ideales de la sociedad y, apartándose progresivamente de
ellos, apresurar el caos al que tienden, según una notable ley,
los sistemas complejos como el encéfalo. De esta manera podría advenir una nueva humanidad, corregida por la locura,
inmune al control, a la funcionalidad inducida y a la normalización robotizada, capaz de ejercer su soberana voluntad en la
más liberal de las libertades, realizando la utopía de vivir en el
jardín del deseo, lejos de la sociedad mercantilizada, enajenante y esclavizadora. Además, si eso sucediera, conllevaría la
ventaja de que los profesionales de la salud mental con una
vocación insegura podrían ser liberados para siempre de luchar
contra el cruel flagelo de la insania y dedicarse a cosas más industriosas y relajantes como el diseño psicoergonómico de spas
para el uso de los moradores del nuevo orden, por ejemplo. G
la Gaceta 25
a
Apología de la pereza*
a
Robert Louis Stevenson
Boswell: Nos cansamos cuando no hacemos nada.
Johnson: Eso sucede, señor, porque, como los demás están
atareados, queremos compañía; pero si no hiciéramos nada,
nadie se cansaría: nos entretendríamos los unos a los otros.
Precisamente ahora, cuando todo el mundo está obligado,
so pena de ser condenados por un delito de lesa respetabilidad,
a ingresar en alguna profesión lucrativa, y a ejercerla con auténtico entusiasmo, una exclamación del partido opuesto, de
quienes están satisfechos cuando tienen bastante y les gusta
contemplar y disfrutar del tiempo, adquiere cierto tono bravucón y de fanfarronería. Pero no debería ser así. La mal llamada pereza, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer
muchas cosas no reconocidas en los formularios dogmáticos de
la clase dirigente, tiene tanto derecho a hacerse valer como la
laboriosidad. Se suele considerar que la existencia de personas
que se niegan a participar en esa gran carrera de obstáculos por
unas cuantas monedas de seis peniques representa tanto un
insulto como una decepción para los que sí lo hacen. Un tipo
cabal (de los que tanto abundan) toma su decisión, vota por los
seis peniques, y, por emplear el enérgico americanismo, va
“saco” por ellos. Y mientras él está arando esforzadamente el
camino, no es difícil entender su resentimiento cuando ve a
personas descansando en los prados de los márgenes, tumbados con un pañuelo en la cabeza y un vaso junto al codo. La
indiferencia de Diógenes ofende en un sitio muy delicado a
Alejandro. Para aquellos turbulentos bárbaros, ¿en qué quedaba la gloria de haber conquistado Roma, cuando irrumpieron
en el Senado y se encontraron a los Padres sentados en silencio
*Robert Louis Stevenson, Memoria para el olvido, traducción de
Ismael Attrache, fce/Siruela, México, 2008.
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e insensibles a su triunfo? Resulta molesto esforzarse y escalar
las cimas difíciles y, al terminar, ver que la humanidad se queda
impasible ante tu logro. De ahí que los físicos condenen lo que
no es físico, que los economistas sólo toleren superficialmente
a los que saben poco de acciones, que la gente de letras desprecie a los iletrados, y que las personas con un oficio se unan para
denostar a los que no tienen ninguno.
Sin embargo, aunque éste es uno de los inconvenientes del
asunto, no es el mayor. No te pueden meter en la cárcel por
hablar en contra del esfuerzo, pero te pueden mandar a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad en casi
cualquier asunto radica en hacerlo bien, así que tened la bondad
de recordar que esto es una apología. No cabe duda de que se
pueden decir muchas cosas sensatas en favor de la diligencia,
pero también se puede decir algo en su contra y eso es lo que voy
a hacer ahora. Exponer un argumento no implica necesariamente estar sordo a todos los demás, y que un hombre haya escrito
un libro de viajes por Montenegro no le impide ir a Richmond.
No cabe duda de que la gente debería ser algo perezosa de
joven. Pues aunque de vez en cuando un Lord Macaulay escape
de los honores escolares con todo su ingenio intacto, la mayoría de los chicos pagan tan caras sus medallas que ya no les
quedan cartas en la manga y salen al mundo arruinados. Y lo
mismo sucede en la época en que un joven se está educando, o
dejando que otros lo eduquen. Debió de ser muy necio aquel
anciano caballero que, en Oxford, se dirigió a Johnson con las
siguientes palabras: “Joven, ahora estudie concienzudamente y
adquiera conocimientos, porque cuando se haga usted mayor
encontrará que enfrascarse en un libro es una tarea pesadísima”. El anciano caballero no parece haberse dado cuenta de
que hay muchas otras cosas, aparte de la lectura, que se hacen
pesadas, y no pocas se vuelven imposibles cuando a un hombre
le llega el momento de usar anteojos y de caminar con un bastón. Los libros tienen su valor, pero son un sustitutivo de la vida completamente inerte. Es una pena quedarse sentado como
la dama de Shalott, mirando un espejo, de espaldas a todo el
bullicio y el atractivo de la realidad. Y si un hombre lee con
mucha dedicación, como nos recuerda la vieja anécdota, le
queda poco tiempo para pensar.
Si volvéis la vista a vuestra educación, estoy seguro de que
no es de las horas plenas, intensas e instructivas haciendo novillos de lo que os arrepentís; preferiríais borrar algunos oscuros periodos de duermevela en clase. En mi caso, asistí a muchas clases en aquellos tiempos. Aún recuerdo que el giro de la
peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Aún recuerdo
que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero, aunque no quiero olvidar esos retazos de ciencia,
no les doy el mismo valor que otras cosillas que aprendí al aire
libre, en la calle, mientras hacía novillos. Éste no es el momento de extenderse sobre ese portentoso lugar de educación,
que fue la escuela preferida de Dickens y de Balzac, y que produce anualmente muchos maestros infames en la Ciencia de
los Aspectos de la Vida. Basta decir lo siguiente: si un muchacho no aprende en la calle es porque no tiene capacidad
para aprender. Pero el que hace novillos no está siempre en la
calle; si lo prefiere, puede irse al campo atravesando los barrios
residenciales ajardinados. Puede lanzarse contra una mata de
lilas junto a un arroyo, y fumar innumerables pipas al son del
agua en las piedras. Un pájaro canta en el matorral. Y puede
que allí tenga ideas amables y vea las cosas bajo una nueva
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perspectiva. Vaya, si esto no es educación, ¿en qué consiste ésta
entonces? Podemos imaginar al sabio hombre de mundo abordando a uno de estos chicos, y la conversación que se produciría a continuación:
–Vamos a ver, joven, ¿qué hace usted aquí?
–En verdad, señor, estoy descansando.
–¿No es la hora de clase? ¿Y no debería estar aplicándose
con diligencia en su libro, con objeto de adquirir conocimientos?
–No, así también persigo la Sabiduría, con su permiso.
–¡La sabiduría, dice! En qué disciplina, tenga la bondad de
decirme. ¿En matemáticas?
–No, desde luego que no.
–¿Metafísica?
–Tampoco.
–¿Algún idioma?
–No, no se trata de ningún idioma.
–¿Un oficio?
–Tampoco es un oficio.
–Vaya, entonces ¿de qué se trata?
–Veréis, señor: como es posible que pronto me llegue el
momento de embarcar en el Mar de la Vida, deseo fijarme en
lo que suelen hacer las personas de mi condición, y en dónde
están las peores Ciénagas y Zarzales del camino; igualmente,
en qué tipo de cayado presta el mejor servicio. Además, me hallo aquí tumbado, junto a este riachuelo, para aprender de memoria una lección que mi maestro me ha dicho que llame Paz,
o Satisfacción.
Ante lo cual, al sabio hombre de mundo lo invadió una intensa pasión y, blandiendo el bastón con aspecto muy amenazador, espetó a ese sabio:
–¡Sabiduría, dice! –exclamó–. ¡Haría que el verdugo azotase
a todos estos pillos!
Y con eso reanudaría su camino, frunciendo la corbata con
un crujido de almidón, como un pavo cuando despliega las
plumas.
Ahora bien, la del sabio hombre de mundo es la opinión
más extendida. Un dato no recibe el nombre de dato, sino
de chismorreo, si no entra en alguna de las categorías
académicas. Una investigación ha de tener una dirección
reconocida, y responder a un nombre; si no, no estás investigando en absoluto, sólo pasando el rato, y ni siquiera mereces el asilo de pobres. Se da por supuesto que todo el conocimiento está en el fondo de un pozo, o en el extremo de
un telescopio. Sainte-Beuve, a medida que fue cumpliendo
años, consideraba que toda la experiencia era como un único y gran libro, que podemos estudiar algunos años antes de
irnos de este mundo, y le parecía que daba igual leer el capítulo xx, que es el cálculo diferencial, o el capítulo xxxix,
que es oír a la banda tocando en el parque. Pero una persona inteligente que mire con atención y aguce el oído, siempre con una sonrisa en el rostro, tendrá una educación más
auténtica que muchos otros con una vida de heroicas vigilias. No cabe duda de que en las cumbres de la ciencia formal y lograda mediante el esfuerzo no se encuentra sino un
conocimiento frío y árido, y que es alrededor de uno, si se
toma la molestia de mirar, donde se aprenden los hechos
cálidos y palpitantes de la vida. Mientras otros llenan su
memoria con un batiburrillo de palabras, la mitad de las cuales olvidarán al término de esa semana, el que hace novillos
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a
puede aprender algún arte sumamente útil: a tocar el violín,
a distinguir un buen puro, o a hablar con desenvoltura y
tino con toda clase de personas. Muchos que “se han aplicado con diligencia en su libro”, y lo saben todo sobre una
rama u otra del saber establecido, salen de la sala de estudio
con un aspecto antiguo y de búho, y resultan secos, burdos
e indigestos en las mejores y más luminosas partes de la
existencia. Muchos amasan una gran fortuna y siguen siendo groseros y ridículamente estúpidos hasta el final. Mientras tanto, ahí está el perezoso, que empezó a vivir al mismo
tiempo que ellos; si me lo permitís, una imagen distinta. Ha
tenido tiempo para cuidar su salud y su ánimo; ha pasado
mucho tiempo al aire libre, que es lo más saludable para el
cuerpo y la mente; y, aunque nunca haya leído pasajes escondidos del gran Libro, le ha echado un vistazo y lo ha
leído en diagonal con gran provecho. ¿No podría sacrificar
el estudiante algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas medias coronas, a cambio de una parte del conocimiento que tiene el perezoso de la vida en general, y del
Arte de Vivir? Además, el perezoso posee otra cualidad más
importante que éstas. Me refiero a su sabiduría. Aquel que
ha observado atentamente la satisfacción infantil que otras
personas obtienen con sus pasatiempos, contemplará la propia con indulgencia muy irónica. Nunca se contará entre los
dogmáticos. Demostrará una tolerancia enorme y equilibrada hacia toda clase de personas y opiniones. Puede que no
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a
encuentre una verdad nueva, pero tampoco se identificará
con una falsedad muy evidente. Su camino le lleva por una
senda secundaria, poco frecuentada, pero muy llana y agradable, que se llama el Camino de lo Común y Corriente, y
que conduce a la Casa del Sentido Común. Desde allí tendrá una vista agradable, aunque no muy noble; y mientras
que otros miran el este y el oeste, el demonio y el amanecer,
él se contenta con ver una especie de mañana en los asuntos
mundanos, con un ejército de sombras corriendo raudas y
en todas direcciones hacia la gran luz de la Eternidad. Las
sombras y las generaciones, los doctores vociferantes y las
clamorosas guerras, pasan y se disuelven en el silencio y el
vacío definitivos; pero detrás de eso un hombre puede ver,
desde las ventanas de la Casa, mucho verdor y un paisaje
sereno, muchos salones con la chimenea encendida, buenas
personas riendo, bebiendo o cortejándose como hacían antes del Diluvio Universal o de la Revolución Francesa, y el
viejo pastor narrando su fábula debajo del espino.
Estar extremadamente ocupado, ya sea en el colegio o la universidad, en la iglesia o el mercado, es síntoma de una vitalidad
deficiente, y la facultad de la pereza implica unos gustos amplios y variados y un fuerte sentido de la identidad personal.
Existe una clase de personas muertas en vida, vulgares, que
apenas son conscientes de estar vivos si no ejercen alguna ocupación convencional. Llevaos a esos tipos al campo o subidlos
a un barco, y veréis cómo anhelan su escritorio o su despacho.
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No tienen ninguna curiosidad, no pueden entregarse a estímulos azarosos, no disfrutan con el ejercicio de sus facultades por
el mero placer de hacerlo y, a no ser que la Necesidad la emprenda a palos con ellos, incluso se quedarán quietos. Es inútil
hablar con gente así: no pueden estar sin hacer nada, su naturaleza carece de la generosidad necesaria; y las horas que no dedican al furioso trabajo en el molino de oro las pasan en una
especie de coma. Cuando no hace falta que vayan a la oficina,
cuando no tienen hambre y no les apetece beber, todo el mundo vivo es para ellos un vacío. Si han de esperar un tren alrededor de una hora, entran en una especie de trance estúpido
con los ojos abiertos. Al verlos, uno podría pensar que no hay
nada que mirar y nadie con quien hablar, podría imaginar que
están paralizados o enajenados; no obstante, es muy probable
que trabajen mucho a su manera, y que tengan buena vista para
detectar un fallo en una escritura o un cambio en la Bolsa. Han
ido al colegio y a la universidad, pero sin apartar nunca la vista
de la medalla; se han paseado por el mundo y han conocido a
personas inteligentes, pero pensando siempre en sus cosas.
Como si el alma de un hombre no fuese ya suficientemente
pequeña de por sí, han menguado y reducido la suya con toda
una vida de trabajo sin distracciones; hasta que llegan a los
cuarenta, con la atención muerta, una mente vacía de cualquier
fuente de diversión, y sin una idea que entre en contacto con
otra, mientras esperan el tren. Antes de que les pusieran pantalones largos, podrían haber subido a los vagones; a los veinte,
podrían haber mirado a las chicas; pero ahora no queda tabaco
en la pipa, la caja de rapé está vacía, y mi caballero está sentado,
tieso como una vara, en un banco, con una penosa mirada. No
me parece que esto sea el Éxito en la Vida.
Pero no sólo es él la víctima de sus atareadas costumbres,
sino también su mujer e hijos, sus amigos y parientes, e incluso
las personas con las que se sienta en el vagón de un tren o en
un autobús. La devoción perpetua hacia lo que un hombre llama su negocio sólo se puede obtener mediante una desatención perpetua de muchas otras cosas. Y es completamente incierto que los negocios de un hombre sean lo más importante
que ha de hacer. A un juez imparcial le resultará claro que muchos de los papeles más sabios, virtuosos y beneficiosos que se
representan en el Teatro de la Vida son interpretados por actores que no cobran, y son considerados, por casi todo el mundo, como fases de pereza. Pues en el Teatro no sólo los caballeros que se mueven, las doncellas que cantan y los diligentes
violinistas de la orquesta, sino también los que miran y aplauden desde las butacas, desempeñan un papel y cumplen funciones importantes para el resultado general. No cabe duda de
que dependes en gran medida de las atenciones de tu abogado
y de tu agente de Bolsa, de los guardias y guardavías que te
llevan rápidamente de un sitio a otro, y de los policías que patrullan las calles para protegerte; pero ¿acaso no hay un pensamiento de gratitud en tu corazón para otros benefactores que
te hacen sonreír cuando te cruzas con ellos, o que aderezan tu
cena con una buena compañía? El coronel Newcome ayudó a
perder el dinero de su amigo; Fred Bayham tenía la fea costumbre de tomar prestadas las camisas; y, sin embargo, era
mejor estar con ellos que con el señor Barnes. Y aunque Falstaff no era muy comedido ni muy sincero, creo que podría
nombrar a un par de adustos Barrabases de los que el mundo
podría haber prescindido perfectamente. Hazlitt afirma que le
debía más cosas a Northcote, que nunca le había prestado lo
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que pudiera llamar un servicio, que a todo su círculo de ostentosos amigos, ya que consideraba que un buen compañero
era, con mucho, el mayor benefactor. Sé que hay personas en
el mundo que no pueden sentir gratitud si el favor no les ha
sido prestado a expensas del dolor y la dificultad. Pero ésa es
una actitud mezquina. Un hombre puede mandarte una carta
de seis hojas llenas de los chismes más entretenidos, o puedes
pasar media hora agradable, quizás hasta provechosa, con un
artículo suyo; ¿piensas que el servicio sería mayor si hubiera
redactado el manuscrito con la sangre de su corazón, como un
pacto con el diablo? ¿Crees realmente que estarías más en deuda con tu interlocutor si hubiera echado pestes sobre ti todo el
rato por importunarlo? Los placeres son más provechosos que
los deberes, pues, al igual que la virtud de la piedad, no son
forzados, y ofrecen una doble bendición. Se necesitan dos personas para dar un beso, y puede haber una multitud en una
chanza, pero, siempre que está presente un elemento de sacrificio, el favor se otorga con dolor y, entre personas generosas, se recibe con confusión. No hay deber que valoremos menos que el deber de ser feliz. Al ser feliz repartimos beneficios
anónimos por el mundo, que nos son desconocidos incluso a
nosotros mismos y que, cuando salen a la luz, a nadie sorprenden más que al benefactor. El otro día, un chico harapiento y
descalzo corría por la calle persiguiendo una canica, con un aspecto tan feliz que ponía de buen humor a todo aquel que pasaba a su lado; una de esas personas, a la que había sacado de
unos pensamientos más negros que de costumbre, paró al mozalbete y le dio dinero con esta observación: “Para que veas lo
que puedes conseguir a veces teniendo un aspecto feliz”. Si antes tenía un aspecto feliz, entonces mostró un aspecto feliz y
perplejo. Personalmente prefiero este apoyo a las sonrisas y no
a los niños llorosos; no deseo pagar por unas lágrimas en otro
sitio que no sea el escenario, pero estoy dispuesto a comerciar
en gran medida con la mercancía opuesta. Es mejor encontrar
un hombre o una mujer feliz que un billete de cinco libras. Él
o ella son un foco que irradia buena voluntad, y su entrada en
una habitación es como si se hubiera encendido una vela. No
tenemos que preocuparnos de que puedan demostrar la cuadragesimoséptima proposición; hacen algo mejor que eso, demuestran en la práctica el gran Teorema de lo Vivible de la Vida. Por eso, si una persona no puede ser feliz sin permanecer
ociosa, ociosa ha de permanecer. Es un concepto revolucionario, pero, gracias al hambre y a la casa de beneficencia, no es
fácil abusar de él y, dentro de unos límites prácticos, es una de
las verdades más incontestables de todo el Corpus Moral. Observa a alguno de tus congéneres industriosos por un instante,
te lo ruego. Siembra prisas y recoge indigestión; invierte mucha actividad para conseguir un beneficio, y a cambio recibe
una gran cantidad de trastornos nerviosos. O bien se abstrae de
toda compañía, y vive recluido en una buhardilla, con zapatillas
de estar por casa y un tintero de plomo, o se mezcla con la
gente de forma brusca y breve, contrayendo todo el sistema
nervioso, para descargar el mal humor antes de volver al trabajo. No me importa cuánto o lo bien que trabaje, este sujeto es
un elemento perverso en la vida del resto de la gente. Serían
más felices si estuviera muerto. En la Oficina de los Circunloquios les es más fácil prescindir de sus servicios que soportar su mal humor. Envenena la vida desde la raíz. Es mejor
ser desplumado abiertamente por un sobrino tarambana que
atormentado diariamente por un tío malhumorado.
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a
a
Y ¿a qué se debe el escándalo? ¿Por qué amargan su vida
y las de los demás? Que un hombre publique tres o treinta
artículos al año, o que termine o no su gran cuadro alegórico, son cuestiones de escaso interés para el mundo. Los
ejércitos de la vida están llenos, y, por mil que caigan, siempre habrá más para tapar la brecha. Cuando dijeron a Juana
de Arco que tenía que estar en su casa ocupada con tareas de
mujeres, respondió que ya había muchas que hilaran la rueca y lavaran. Pero no importa lo excepcionales que sean tus
dones. Si a la Naturaleza “le importa tan poco la vida individual”,¹ ¿por qué íbamos a permitirnos la presunción de que
la nuestra tiene una importancia excepcional? Imaginad que
a Shakespeare le hubieran dado un golpe en la cabeza una
noche oscura en las propiedades de sir Thomas Lucy: el
mundo hubiera seguido más o menos su curso, el cántaro
habría ido al pozo, la guadaña al trigo, y el estudiante a su
libro, y nadie se habría enterado de la pérdida. No existen
muchas obras, si se consideran todas las opciones, que valgan el precio de una libra de tabaco para un hombre de
medios limitados. Es una reflexión aleccionadora para la
más orgullosa de nuestras vanidades mundanas. Ni siquiera
un estanquero, si lo pensamos, puede hallar mucho de qué
1
a
vanagloriarse en esta frase, ya que, aunque el tabaco es un
admirable sedante, las cualidades que se requieren para venderlo no son infrecuentes ni valiosas por sí mismas.
¡Ay y mil veces ay! Podéis pensar lo que queráis, pero no son
indispensables los servicios de ningún individuo. ¡Atlas sólo era
un caballero con una pesadilla interminable! No obstante, se
ven mercaderes que salen a labrarse una gran fortuna, y de ahí
que se les juzgue por bancarrota; escritorzuelos que no cesan
de escribir articulitos hasta que su mal humor es una cruz para
todos los que se topan con ellos, como si el faraón hubiese
mandado a los israelitas hacer un alfiler en vez de una pirámide;
y espléndidos jóvenes que trabajan hasta desfallecer, y se los
lleva un coche fúnebre con plumas blancas. Uno se imaginaría
que el Maestro de Ceremonias había susurrado a esas personas
la promesa de un destino insigne, y que esa bala medio caliente con que representan sus farsas era la diana y el centro de
todo el universo. Y, sin embargo, no es así. Las metas por las
que han entregado su impagable juventud, por lo que ellos
saben, pueden ser quiméricas o dañinas; la gloria y la riqueza
que esperan pueden no llegar nunca, o encontrarlos indiferentes; y ellos y el mundo en que habitan son tan poca cosa que la
mente se hiela al pensarlo. G
Cita de In memoriam de Alfred Tennyson. (N. del T.)
30 la Gaceta
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a
a
Viaje a Italia a través de un cuerpo
Daniel Rodríguez Barrón
Johann Wolfgang von Goethe, Elegías Romanas,
Ediciones Hiperión, Madrid, 2008.
No se acostumbra pensar en Goethe
como en un hombre feliz. El peso de su
pieza más sombría, el Fausto, permea el
resto de sus obras e incluso su propia
biografía. Sin embargo, hay piezas dentro de su amplio corpus —que abarca
ciencia, filosofía, teatro, novela y poesía— que muestran a Goethe bajo una
luz muy distinta a la del Fausto. Éste es el
caso de sus Elegías romanas.
En 1795, Goethe entregó a Schiller
un conjunto de 24 poemas para su publicación en la revista Die Horen, que este
último dirigía. Schiller encontró escandalosos por su contenido sexual, cuatro
de estos poemas y los dio a leer al filósofo Herder para tener una segunda opinión. Herder, por su parte, le dijo que si
los publicaba, su revista pasaría de ser
llamada Die Horen (Las Horas) a Die
Huren (Las putas). Este dictamen, no
sólo impediría la publicación de las cuatro últimas piezas en dicha revista, además les otorgaría la fama de licenciosos.
Goethe mismo, sólo los daba a leer a
amigos como Eckermann, y no fueron
incluidos en sus obras completas sino
hasta 1914.
Entre nosotros, José Joaquín Blanco
tradujo las elegías en 1994, pero sólo los
primeros veinte poemas. A decir del traductor José Munárriz, esta nueva edición es la primera que contiene, vertidas
al castellano, el ciclo completo de 24
elegías, es decir, están incluidas las que
provocaron tantas precauciones por parte de Schiller y de Herder.
Goethe escribió estos poemas entre
1788 y 1790, después de su célebre viaje
a Italia. El encuentro con una vida menos restrictiva que la germana y su ambición literaria de trasvasar el alemán a
la métrica de los clásicos latinos —Propercio, Tíbulo y Catulo— utilizando
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asimismo sus temas eróticos, dieron lugar al desarrollo de estas piezas, cuyo
aire carnal y pagano llenó de frescura la
poesía europea del siglo xviii —cortesana y académica, voluntariamente acartonada y efectista— y aún se miden con la
poesía contemporánea, tan suspicaz, más
dada a la ironía que a la franca y vivaz
alegría.
Si Quevedo no encontró a Roma en
la propia Roma, Goethe la vio en cada
fragmento, en cada ruina y pintura deteriorada, pero sobre todo en la vida cotidiana de los romanos. Nada de arqueologías, Goethe no ambiciona otra cosa
que reflejar con honestidad y belleza los
movimientos cotidianos del amor. (“Nos
divierten las alegrías del auténtico amor
desnudo/ y el sonido chirriante, armonioso, de la cama que traquetea”.) Aquello que, en su Fausto, llama eterno-femenino, y que no es más que una metáfora
de la regeneración eterna, en las Elegías
Romanas es menos una idea abstracta
que una referencia vital: la mujer que se
acaricia y donde el poeta reconoce las
fuentes del arte que contempló en Roma.
(“¿Y no aprendo acaso a la vez que atisbo las formas/ del seno gracioso, y mi
mano por las caderas se mueve?/ Sólo
entonces comprendo los mármoles…”.)
Para el poeta, no hay nada más molesto ni “repugnante” que “estar solo en
la cama de noche”. Esta circunstancia no
es sólo lamentable, es también sospechosa: no hay que olvidar que el viejo
Goethe reprobaba a los poetas románticos —a pesar de haber formado parte de
ese movimiento en su juventud— por
preferir la noche, el sueño y la sombra,
antes que la vida activa y luminosa. Preferir lo real a las ensoñaciones solitarias,
lo concreto en lugar de lo difuso e inexpresable, mantiene al hombre con los
pies en la tierra. Ni Nerval ni Colerigde,
desde luego nunca Baudelaire ni Rambaud hubieran podido escribir: “Suceda
lo que suceda, la vida, es siempre buena”. Elogiar la desdicha, como hacían
los poetas románticos, o sobrevalorarla,
es dignificar lo que nos oprime, lo que
nos ciega y nos conduce a perdernos en
el camino. Coronar la sabiduría o la virtud con una sobria tristeza “es monstruoso ornamento”. Sólo una atenta
alegría permite, como deseaba Spinoza,
una existencia afirmativa y vital.
Tal vez sólo Walt Whitman se puede
emparejar con Goethe en esta vocación
celebratoria, donde nada es demasiado
bajo o indigno, como para que no pueda
ser santificado por el poeta. Y de inmediato hay que apuntar: Goethe, como
todos, sentía el acecho de la angustia, la
desesperación y el mal. Allí está su obra
más célebre, La tragedia del doctor Fausto,
para probarlo. Pero las Elegías Romanas,
fueron una íntima venganza contra el
dolor del mundo, una venganza que no
buscó la dicha fácil, autista, sino una
alegría racional y objetivada, concreta,
donde el poeta pudo encontrar la fuerza
para aceptar la vida en todas sus manifestaciones.
Elegía x
Alejandro y César, Federico y Enrique, los grandes,
la mitad de la fama ganada me entregarían con gusto,
si pudiera cederles mi lecho una noche a ellos;
pero a los pobres los tiene sujetos el
poder del Orco.
Tú que estás vivo, disfruta de este
lugar que caldea el amor
antes de que el terrible Leteo atrape
tus pies huidizos. G
la Gaceta 31
a
Stevenson o la moral del arte
a
Alberto Arriaga
Robert Louis Stevenson,
Memoria para el olvido fce/Siruela,
México, 2008.
La vocación de feliz espectador del
mundo de Robert Louis Stevenson puede resultar sospechosa para un sacerdote
de la ultramodernidad. Quien fuera inventor de caracteres valerosos, aventureros, inconformes, fáusticos, era un apacible buscador de verdades que solía
llamar a su alma para interrogarla directamente. La moral del artista y del arte,
conceptos sumamente despreciados en
nuestros días, encuentra bríos renovados
en el autor de Markheim
Desde aquel memorable ensayo sobre el ensayo de Adolfo Bioy Casares,
hace mucho tiempo que nadie hablaba
de Robert Louis Stevenson como ensayista. En varias de sus novelas, aun en
aquellas donde su principal preocupación es descender hasta lo más profundo
de las oscuridades del alma humana (El
extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, por
supuesto, y The wrong box), la felicidad
fue una convicción firme para Stevenson, él, que siempre padeció de enfermedades pulmonares, que siempre estuvo acompañado por el dolor de espalda
y huesos. Un ensayo fundamental de
estos que ahora recoge Alberto Manguel
es la “Apología de la pereza”, donde
encontramos todo el espíritu de la obra
de Stevenson:
“Pero una persona inteligente que
mire con atención y aguce el oído, siempre con una sonrisa en el rostro, tendrá
una educación más auténtica que mu-
32 la Gaceta
chos otros con una vida de heroicas vigilias. No cabe duda de que en las cumbres
de la ciencia formal y lograda mediante
el esfuerzo no se encuentra sino un conocimiento frío y árido, y que es alrededor de uno, si se toma la molestia de
mirar, donde se aprenden los hechos
cálidos y palpitantes de la vida. Mientras
otros llenan su memoria con un batiburrillo de palabras, la mitad de las cuales
olvidarán al término de esa semana, el
que hace novillos puede aprender algún
arte sumamente útil: a tocar el violín, a
distinguir un buen puro, o a hablar con
desenvoltura y tino con toda clase de
personas.”
Esos “hechos cálidos y palpitantes de
la vida” fueron la materia prima de la
ensayística de Stevenson. Si bien es cierto que resultan molestas esas personas
que sólo hablan de sí mismas, el ensayo,
entre otras cosas, se inventó para esa
costumbre. El autor escocés, nacido en
1850, tenía la edad de Cristo cuando vio
la luz su primera novela exitosa: La isla
del tesoro. Para entonces ya había escrito
muchas páginas explorándose a sí mismo, utilizando la primera persona como
un bisturí de la conciencia, proponiendo
el fracaso como un método eficaz para
alcanzar la felicidad y eludiendo la tentación de tramar la existencia con el yo
como protagonista. Permanentemente
enfermo, Stevenson prefirió la ensoñación rigurosa para la narrativa y el lúcido
e irresponsable fluir del pensamiento
para el ensayo. Como lo haría medio siglo después quien acaso fuera su discípulo más aventajado y dilecto, G. K.
Chesterton, Stevenson supo que ese género que ejerció como crítica literaria y
preceptiva moral, fragmento de diario y
crónica de costumbres, apología y didáctica, era el más difícil de todos por ser el
más libre. El ensayo es el más irresponsable de los géneros porque utiliza la
responsabilidad del teórico sin afán de
establecer teorías, simplemente desnudando una idea, decía Chesterton.
Stevenson se regía por la lógica de la
música verbal inglesa. No hay nada que
sobre o que falte en su prosa. Desde la
cacería de los lugares comunes en la crítica de Whitman, pasando por su poética personal de la novela (realismo no
quiere decir apego estricto a la verdad,
sino la persecución del ideal) hasta el
disfrute de los lugares desagradables
que van figurando un temperamento, los
ensayos de Memoria para el olvido ofrecen muchas lecciones, y tal vez la más
importante sea la imposibilidad de separar el ideal estético de la moral, certeza
que surge una vez que, precisamente,
alguien se atreve a interrogar a su propia
alma directa y despiadadamente luego
del silencio que deja la acción. Ésa es la
verdadera rebeldía de Stevenson, como
si dijera: no hagas nada, deja de trabajar,
y así cambiarás el mundo. G
número 452, agosto 2008
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