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REV. DE PSICOANÁLISIS, Número Especial Internacional, nº 7
Pedofilia, pedofilias
* Cosimo Schinaia
Virgen del dolor –invocó humildemente– madre de
todos los asesinados, ¿incluso yo puedo rogarte...?
¿Tengo el derecho de hacerlo yo también –preguntó
atormen- tada– puedo implorarte por mi pobre hijo
asesino?
Veglia, Maria Teresa Di Lascia (1998)
Psicoanálisis y pedofilia
En sus Tres ensayos de teoría sexual, Freud (1905) se refiere a la pedofilia más como un
acto ocasional que como una auténtica perversión. Sólo en ocasiones describe al niño como
objeto sexual exclusivo y absoluto, y más frecuentemente como objeto sustitutorio de quien
no logra mantener relaciones sexuales con otros partners, o no consigue liberar de otro
modo un impulso sexual. En sus conclusiones clínicas son varios los casos de niños iniciados en la sexualidad a través de partners adultos (niñeras, educadores, personal del servicio o tíos impotentes). “Personas sexualmente inmaduras y animales como objetos sexuales” es el título del breve capítulo que Freud dedica a la pedofilia. Este título no ha sido bien
traducido al italiano, porque el término alemán geschlechtsunreife (inmadurez sexual)
debería referirse a los niños que no han alcanzado la pubertad; los franceses, en efecto, lo
han traducido como prepúberes. Este único escrito freudiano sobre la pedofilia trata de
poner en evidencia que frecuentemente “el género y el valor del objeto sexual desempeñan
un papel secundario”, y que constituyen un elemento no esencial de la pulsión sexual.
Green (1997) sostiene:
“la pedofilia aparece en la investigación psicoanalítica por la vía indirecta del trabajo
de Freud sobre Leonardo. Freud expone un análisis notablemente articulado: el amor
* Miembro de la Asociación Psicoanalítica Italiana. Dirección: Via Bernardo Castello 8, (16121) Génova,
Italia.
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por la madre, potentemente reprimido, subsiste sólo en el estado de vestigio (búsqueda de las evocaciones de la sonrisa de la madre del pintor en las otras mujeres
que suscitan su interés trasladado a la pintura), mientras una identificación la sustituye y empuja a reencontrar la seducción materna asumiéndola en su nombre, comportándose como ella con respecto a los jóvenes que asumen ahora el lugar del niño
que él fue” (pág. 187).
En cualquier caso, se puede afirmar que la pedofilia no aparece en el primitivo planteamiento freudiano de 1905, que presenta la perversión como una interrupción del desarrollo en estados precoces de la sexualidad, en los cuales prevalecen situaciones de dominio y de agresividad, con la agresividad que se transforma en sadismo y el amor que, se
hace pasivo, en masoquismo. No se trata, por lo tanto, de la acentuación patológica de
determinados comportamientos instintivos infantiles. No se trata de un acting out en el
sentido en que se entiende generalmente en psicoanálisis, sino de un “acto” sólo comprensible a la luz de una relación escisional. “Hay algo loco –dice Green (1997)– al imaginar que el pedófilo consiga llegar en el propio inconsciente a las raíces de su dolorosa
infancia para infligir tal dolor, repitiendo los traumas del pasado, reviviéndolos a través del
sufrimiento de otras personas” (pág. 189).
Es en “Introducción al narcisismo”, de 1914, donde la perversión adquiere la forma de
una estructuración fuerte del individuo; el perverso no ama a nadie salvo a sí mismo,
señala Freud, y su perversión excluye el amor. En el fondo, el amor hacia los niños no es
más que una máscara del amor narcisista.
La escasa relevancia que la pedofilia adquiere en el discurso freudiano puede encontrar explicación en dos factores:
1) En la mínima atención que Freud dedicó al niño real respecto del niño presente en
el adulto, al niño analítico; falta de atención histórica que constituyó una de las razones que probablemente le llevaron sucesivamente a una modificación del valor y del
sentido atribuidos a los traumas sexuales reales padecidos por los niños.
2) En el condicionamiento teórico determinado por el modelo pulsional. “Si la sexualidad no se contempla en su dimensión relacional, si teóricamente está minusvalorado el recurso defensivo en la ‘liberación de la libido’ frente a problemas narcisistas, si,
en definitiva, la pulsión sexual se acepta como estructuralmente asocial y necesariamente indiferente al objeto, de esto se podría derivar además una justificación implícita de la pedofilia y del pedófilo, el cual, en el fondo, no haría otra cosa más que buscar las condiciones más ventajosas para la propia satisfacción pulsional” (Roccia y
Foti, 1997, pág. 194).
El tratamiento y la argumentación del caso de Dora ponen en evidencia hasta qué punto
se puede considerar a esta joven como objeto de cura, mientras que no existe ningún indicio patológico que pueda ligarse a las atenciones sexuales que el señor K. dirige a una
adolescente. En esta misma línea, Abraham, en un escrito de 1907, señala que “en un
gran número de casos el trauma es deseado por el inconsciente del niño” (pág. 370), y
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parece atribuir a éste y a su sexualidad infantil la responsabilidad del abuso del que es
víctima, a través de la seducción.
Ferenczi, sin embargo, en 1932 escribe respecto a la pedofilia: “La objeción obvia de
que se trate de fantasías sexuales del propio niño, y por lo tanto de mentiras histéricas,
es desgraciadamente refutada por las innumerables confesiones de pacientes en análisis
que aseguran haber violentado niños” (pág. 420). Luego añade: “El adulto confunde los
juegos inocentes del niño con el deseo de una persona sexualmente desarrollada, o se
abandona a actos sexuales sin valorar las consecuencias” (pág. 421).
Ferenczi recuerda que en casos de violencia sexual los niños tienden a identificarse con
el agresor. “Con la introyección del agresor, éste desaparece como realidad externa [...].
El hecho de que la agresión desaparezca como rígida realidad externa, permite que, en
la trance traumática, el niño consiga mantener viva la situación precedente, con su carácter de ternura. Pero en la vida psíquica del niño la mutación más importante, provocada
por la identificación debida al miedo hacia el partner adulto, es la introyección del sentido
de culpa del adulto; ésta convierte en acción culpable un juego considerado inocente
hasta ese momento” (págs. 421 y 422).
El tránsito de la teoría de la seducción real al fantasma traumático ha sido abordado por
diversos autores (entre otros Masson, 1987; Kluzer, 1996; Bonfiglio, 1996 y 1997 Speziale
Bagliacca, 1997).
Mientras que para Freud es constante la preocupación por savalguardar tanto los
aspectos ligados al sujeto como aquellos que se derivan del ambiente, para Ferenczi, a
partir de un determinado punto, el componente ambiental adquiere mayor importancia
(Bonfiglio, 1997).
Freud, en un inicio, cuando escuchó las historias de abusos sexuales, –concretamente
las incestuosas–, vividas por sus propios pacientes, creyó que estos hechos habían acaecido realmente, en honor a las enseñanzas de Paul Brouardel, cuyas obras había conocido en su estancia parisina en el período 1885-1886 (Arveiller, 1998). Más tarde, en 1897,
incluso corrigió su propia “teoría de la seducción”, como se deduce de la carta a Fliess del
21 de septiembre, pero sin abandonarla completamente, yendo en la dirección de una
interpretación de las historias de los pacientes que observaba como fantasías o proyecciones de deseos tan violentos como inaceptables. En Conferencias de introducción al
psicoanálisis (1916-17, págs. 525 y 526), Freud escribe:
“No creáis, por lo demás, que el abuso del niño por parte de parientes próximos de
sexo masculino pertenezca totalmente al reino de la fantasía. La mayor parte de los
analistas ha tratado casos en los cuales tales relaciones eran reales y podían demostrarse sin discusión; pero también es cierto que, incluso en estos casos, las relaciones correspondían a la infancia tardía y habían sido trasladadas a un período precedente”.
No opino, como sostiene J. Masson (1987), que Freud abandonase demasiado pronto la
primera teoría debido a un pusilánime y pasivo sometimiento al conformismo de su tiempo y por miedo, por lo tanto, al rechazo social que habría generado; creo, sin embargo, en
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una operación visionaria por parte de Freud, tendiente a distinguir la realidad de la fantasía para no correr el riesgo de que el psicoanalista se transformase en un inspector de
policía a la búsqueda, a toda costa, del trauma olvidado, reprimido. En cualquier caso,
Freud continuó otorgando relevancia al ambiente como factor etiológico. Tal como subraya Martin-Cabré (1997), Freud, en “Análisis terminable e interminable”, habla de “fuerza
pulsional del momento” reforzada por nuevos traumas y frustraciones, y no ya sólo de
“fuerza constitucional”.
El descubrimiento de un número cada vez mayor de pedófilos y, en consecuencia, de
traumas sexuales infantiles a menudo padecidos en el seno de la familia, propone un tema
que, hasta hace poco tiempo, la jurisprudencia consideraba como secundario: el valor que
se atribuye a los recuerdos recuperados de la propia infancia. Recientes sentencias, en las
que se han tenido en cuenta recuerdos que se remontaban a veinte o treinta años, han suscitado un polémico debate, especialmente en los Estados Unidos. El hecho de que muchas
personas con recuerdos recuperados de abusos sexuales sufridos en la infancia se psicoanalicen, ha permitido reconocer que los psicoanalistas pueden influir indebidamente con
sugerencias explícitas o implícitas en los pacientes; éstos recompensarían a sus terapeutas con revelaciones dramáticas relativas a los señalados abusos. El psicoánalisis, otra
más entre las tantas actividades humanas, puede dar su opinión sobre el ser humano, pero
no puede ocupar el lugar de ningún otro discurso. Y, por lo tanto, el aparato jurídico debe
llevar a cabo su cometido, que consiste no en convertirse en el terapeuta del pervertido,
sino en poner en evidencia el estado de las relaciones de una sociedad en un determinado momento histórico, así como en establecer, en cuanto incumbe al derecho penal, qué
puede perjudicar tales relaciones.
Ferenczi continuó sosteniendo con lucidez el carácter histórico del trauma y todavía hoy
se puede afirmar tranquilamente que cada comportamiento destructivo tiene, en cualquier
modo, sus raíces en experiencias infantiles traumáticas. El trauma no es necesariamente
un evento episódico macroscópico, que debido a su gravedad puede marcar definitivamente una existencia, pero puede constituirse como la resultante de comportamientos
sutiles e insidiosos que operarían en el individuo incluso durante períodos de tiempo prolongados.
Ya con Freud, “la base de las posibles condiciones traumáticas sexuales se había
extendido del acontecimiento singular a situaciones más generales y paradigmáticas del
desarrollo psico-afectivo infantil, tal como el Edipo, la castración, la vida sexual de los
padres, que más tarde, a partir de 1915, se reagruparán bajo el término de fantasmas originarios” (Kluzer, 1996, pág. 407).
El trauma real, y no la fantasía traumática, puede estar presente no necesariamente en
términos sexuales estrictos, como se desprende de este recuerdo de Michel Tournier
(1983), donde es evidente el acontecimiento traumatizante debido a un procedimiento
médico invasivo: “Una mañana dos desconocidos irrumpieron en mi habitación: batas
blancas, un reluciente laringoscopio en la frente. Una aparición de ciencia ficción o de una
película de terror. Se abalanzaron sobre mí, me envolvieron en una de mis sábanas, luego
procedieron a desencajarme las mandíbulas con un dilatador. Acto seguido entraron en
acción las pinzas, porque las anginas no se cortan, se arrancan como los dientes. Me
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quedé literalmente ahogado en mi propia sangre. Me pregunto cómo fue posible reanimar
al pelele jadeante en el que me había convertido aquella innoble agresión. Pero casi
medio siglo después todavía llevo conmigo las huellas de este episodio y continúo siendo
incapaz de revivir la escena con sangre fría” (pág. 101).
“La experiencia traumática no puede valorarse a partir de la consistencia ‘objetiva’ del
comportamiento adulto, sino en las repercusiones diferenciadas que tal comportamiento puede tener sobre la subjetividad del menor, sobre los efectos particulares de
desorientación, culpa, dolor y soledad que puede generar en los diversos casos”
(Roccia y Foti, 1997, pág. 191).
McDougall (1985) escribe: “el tema de base del entramado neosexua es invariablemente
la castración [...] el triunfo del escenario neosexual se debe al hecho de que el propósito
de la castración se realiza en el plano del juego [...] [las perversiones] son todas actos sustitutivos de la castración que, en cuanto tales, sirven para dominar la angustia de castración de forma ilusoria, en cada nivel concebible” (pág. 252).
Freud destacó en primer lugar la posición central de la angustia de castración en las
perversiones y “en efecto, el miedo de la castración puede aclarar, al menos parcialmente, el comportamiento del pedófilo, al que asusta el encuentro con una mujer de su misma
generación y, por lo tanto, prefiere la relación con una niña, ya que a través de esta relación puede alcanzar el orgasmo sin tener que enfrentarse a la penetración genital o, si
ésta tiene lugar, se producirá desde una posición de superioridad y de ‘idoneidad’” (Roccia
y Foti, 1997, pág. 195).
Como se puede observar, en los escasos trabajos psicoanáliticos sobre la pedofilia se
otorga una predominante relevancia a la angustia de la castración.
En 1927, Cassity llevó a cabo una revisión de la literatura, incluyendo las aportaciones
de Krafft-Ebing, Havelock Ellis, Magnan, Bleuler, Stekel y Hadley. Presentó cuatro casos
tratados por él mismo y subrayó los siguientes factores etiológicos:
1) La pérdida precoz del pecho materno (trauma del destete) provoca fuertes tendencias vengativas que son paliadas obligando al objeto de amor a satisfacer insaciables deseos orales y, al mismo tiempo, tratando de dominarlo y controlarlo.
2) La supresión de la angustia de castración mediante la elección de un objeto de
amor con características similares a las de uno mismo.
Karpman (1950) describió un caso donde el conflicto básico parecía centrarse en el miedo
provocado por el bello púbico de la mujer. Este hecho supuso una experiencia traumática
en la infancia del paciente. Experiencia que dicho paciente trataba de evitar manteniendo
relaciones con inofensivas muchachas en edad prepúber. En su escrito se alude tan sólo
de pasada a los aspectos incorporativos, y los mecanismos defensivos no están bien definidos.
En 1959, Socarides, al describir un caso, remarcó que la escisión del yo y del objeto
eran condiciones necesarias para la transición al acto pedófilo. La perversión conseguía
interrumpir la progresión hacia la psicosis, revelándose una medida preventiva.
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Precoces y severas frustraciones de la libido y, consecuentemente, una prepotente
agresividad, desempeñaban un papel crucial en la génesis de la perversión pedofílica. Los
mecanismos básicos de introyección y proyección, procesos activados normalmente
durante las primeras fases del desarrollo del yo, se sustituían para conseguir la satisfacción necesaria para el amor vital, así como para neutralizar los impulsos agresivos. Estos
mecanismos, además, favorecían la remisión de la angustia.
Partiendo de la afirmación freudiana, contenida en “Pegan a un niño”, donde se señala
la perversión como el negativo de la neurosis, Chabert (1993) defiende que “el fantasma
del padre pedófilo, negativo de la escena primaria y de la castración, ya no sitúa al niño
escuchando detrás de la puerta, el niño impotente que se enfrenta al enigmático placer de
los adultos. Tal fantasma adquiere la posición central, objeto de fascinación y deseo,
señor (pasivo) del amor de un padre que se libera, no sólo de la madre, sino también de
la mujer. El origen de la aparición de los deseos no se sitúa ya en la diferencia entre los
sexos, sino en la diferencia entre las generaciones” (pág. 336).
Franco De Masi (1994) señala en la sexualización una estructura mental que surge en
la primera infancia en niños abandonados, carentes y aislados. Éstos se refugian en un
mundo sexual fantástico, donde las fantasías sexuales representan una continua fuente
de estimulación, de excitación y de apoyo, y sobreviven a través de mecanismos de placer sexual mental de carácter masturbatorio.
Una vez que la fantasía perversa se detiene, permanece un mundo cerrado que impide
todo tipo de evolución hacia otras clases de relaciones amorosas y sexuales. Betty
Joseph (1982) utilizó el término “sexualización” para indicar la relación íntima, la unión
yerma que impide ver verdaderamente, en la medida en que obliga a ver sólo lo que ya
ha sido visto. Esta autora contrapone la “sexualización” a la sexualidad, que permite, sin
embargo, una visión creativa. La “sexualización” de la relación podría ser un medio que
impide la creatividad de la mente analítica (temida como un “tercero” que impide el acuerdo de fusión) y en consecuencia evita, a través de la individualización, el pensamiento
sobre el estado de sufrimiento.
En 1971, Betty Joseph escribió: “Estos pacientes, en la primera infancia, pueden haberse refugiado en un mundo secreto de violencia, donde una parte del ‘sí’ ha sido dirigida
hacia otra parte, mientras determinadas partes del cuerpo se identificaban con partes del
objeto al que ofendían, y que esta violencia haya sido intensamente ‘sexualizada’, de
forma masturbatoria, y a menudo expresada físicamente” (pág. 71). En 1982 profundiza
aún más: “Estos pacientes, en su niñez, en vez de progresar y mantener relaciones reales, un contacto físico con las personas, aparentemente se han aislado en sí mismos y
han vivido de esta manera sus relaciones sexualizadas en la fantasía o en fantasías
expresadas a través de una violenta actividad corporal” (pág. 164).
Goldberg (1995) también hace referencia a la “sexualización”, relacionándola con la
rabia narcisista y con la deshumanización. “Se podría decir que la rabia ha amenazado
una relación excesivamente débil con el objeto-sí, haciendo necesaria una ‘sexualización’
para mantener una unión e impedir una ulterior regresión y una posible fragmentación;
pero además se podría añadir que la ‘sexualización’ se ha convertido en fuente de
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vergüenza y amenazante hasta el punto de hacer necesaria una reacción de rabia para
arreglar el ‘sí’ y corregir la humillación sufrida por parte de un objeto-sí insensible” (pág.
142).
Cada tentativa terapéutica con el pedófilo debe partir de la “terrible angustia originaria
de existencia” (Balier, 1993) que está detrás de la “sexualización”. Ésta enmascara, en un
segundo momento, el vacío con un lleno; más exactamente con un falso lleno.
Balier (1996) distingue claramente los comportamientos perversos de los comportamientos sexuales violentos introduciendo, de manera original, el concepto de “perversidad
sexual”, donde el criminal queda completamente atrapado en la puesta en escena resultante, hasta el punto de ser “actuado” y desaparecer como sujeto. La perversidad sexual
está muy cerca de la psicosis. En la organización perversa, sin embargo, el sujeto es
capaz de reelaboración, de diversificación. Los momentos perversos de los fetichistas,
masoquistas, exhibicionistas y de los voyeurs, permiten a éstos integrar la violencia original como tal, limitarla y evitar que se desborde ulteriormente. La pornografía, a menudo
asociada a imágenes sádicas, puede defender de la ejecución de fantasías homicidas.
En los casos graves sucede lo contrario: no solamente el escenario perverso no facilita
la integración de la violencia destructiva, sino que además se pone al servicio de la violencia. Se puede afirmar que hay perversión de la perversión sexual en el sentido freudiano del término; es decir, inversión de la correspondiente organización psíquica, jaque
de lo que de vez en cuando parece funcionar en los perversos que encontramos sobre los
divanes. Para entender cómo funciona esta evolución al contrario, hay que retornar a la
metapsicología de la pulsión parcial. En cada pulsión existen un intento sexual y uno destructivo. Hasta que estos dos intentos se articulan bajo el predominio de la genitalidad los
daños son limitados. Cuando el intento destructivo predomina hasta el punto de relativizar
la satisfacción sexual, sólo entonces existe perversión de la perversión, y se va hacia la
perversidad sexual, con los correspondientes pasajes al acto violentos, lo que implica un
déficit o incluso una ausencia de la capacidad de simbolización. Balier (1996), para aproximarse al tema, se refiere al concepto de pictograma, que sería “lo más originario que
hay en las raíces de cualquier representación de la escena primaria. El modelo sería el
encuentro boca-pecho, donde el objeto no se distingue de la zona erógena. Se trataría
entonces de una especie de ‘vivencia’ del cuerpo que anima las emociones más primitivas donde el ‘desagrado’ se confunde con el placer, el representante con lo representado. El todo constituye, sin embargo, un ‘fondo representativo’, que tomará forma en el
curso de los procesos sucesivos, donde la escena primaria podrá representarse a través
de las relaciones paternas en un après coup. La realización del acto acaba con el pensamiento y se convierte en un acto sin sentido” (pág. 9 y 10). A pesar de esto, Balier (1996)
se pregunta si, en su función de espejo del pictograma, este acto pueda conservar una
adecuación de organización al “fondo representativo”.
En este caso debería reservársele el mismo potencial positivo que Winnicott asigna a la
reacción antisocial, que trata de recuperar algo “suficientemente bueno” que se ha perdido.
Se observa que las reflexiones del psicoanalista francés, también partiendo de otras
referencias teóricas, se acercan a las Betty Joseph.
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También Kenberg (1992) distingue la perversión de la perversidad, definiendo ésta
como la transformación intencional, consciente o inconsciente, de algo bueno en algo
malo: el amor en odio, el significado en falta de sentido, la cooperación en explotación, la
comida en heces. La perversidad está al servicio del narcisismo maligno.
Además, añade Kenberg, “si la perversidad se basa en actividades y fantasías perversas polimorfas que dejan de lado la distinción entre sexos y generaciones e inconscientemente equiparan no sólo las actividades sexuales, sino todas las relaciones con las
heces. Si los locos mundos que encontramos en Le 120 giornate di Sodoma (1785) producidos por la fantasía del autor, y en la realidad de Auschwitz, representan la condensación al nivel más elemental de la agresividad y de la perversión, entonces las ‘perversiones comunes’’ [...] constituyen un aspecto verdaderamente ‘inocente de la perversión’”
(pág. 295).
El integralismo del pedófilo
Más que en otras formas de perversión, en el pedófilo se puede reconocer una visión integralista de la existencia y de las relaciones, con la consecuente aplicación rígida y coherente de los principios derivados de su “doctrina ideológica”. El pedófilo está convencido
de que sus pensamientos, deseos y actitudes son justos, y que sólo una sociedad malvada e intrusa le impide amar al niño y prohíbe a éste amar al adulto.
La pedofilia no es, como pensaba Freud, la sustitución de un objeto sexual adulto por
un niño debido a algún motivo inalcanzable, sino una especie de adhesión total al mito de
la eterna juventud, teniendo como fundamento, desde el punto de vista narcisista, la idealización del cuerpo y de la belleza infantil y adolescente. La pedofilia presupone una relación en la que se suprimen las diferencias entre generaciones y se niega la existencia del
papel y de la función de los padres.
“El pedófilo ama su doble narcisista y goza de aquello que habría querido que hubieran hecho con él. Él ocupa el lugar del niño, pero también el del adulto, a menudo descrito como un padre autoritario, severo, violento, una caricatura del padre de la ‘orda
primitiva’. Un padre tirano y sádico que violenta y domina a sus hijos y exige una total
sumisión. En la realidad, el padre del pedófilo a menudo está ausente, muerto o en
cualquier caso desvalorizado en el discurso materno[...]. La identificación con este
tipo de padre presupone una especie de inversión de valores. El padre de la orda,
padre pedófilo, se convierte en el ideal de padre” (Szwec, 1993, pág. 592).
El imaginario específico puede constituirse según las siguientes modalidades descritas
por De Masi (1998):
A) El pedófilo desea ser un chico junto a otros chicos en el mundo de los juegos y la
fantasía. Un educador de alrededor de 40 años se expresaba de la siguiente forma
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tras haber sido expulsado de un colegio masculino por “presuntos” episodios de pedofilia: “Yo quiero a aquellos niños y sólo deseo ayudarles... pertenecemos al mismo
mundo... no existe distancia entre ellos y yo. Soy un educador sólo sobre el papel,
pero en realidad soy uno de ellos”. La identificación con el mundo adolescente no
parece discutible.
B) Para el pedófilo no existe desarrollo más allá de la adolescencia, de manera que
el objeto de amor se considera perdido en el momento en que adquiere los caracteres somáticos del adulto. El idealizado mundo infantil de Peter Pan parece ser la
metáfora del mundo ideal de la pedofilia. Para el paciente, todo el bien se queda en
el mundo infantil, todo el mal pertenece al mundo de los adultos; en el pasado, la
madre, y también los educadores del colegio donde fue recluido de niño; ahora, la
mujer, y hasta el analista en la transferencia.
Es común descubrir que en la historia de los pedófilos existen graves disfunciones en la
pareja paterna, secretos de familia más o menos censurados, relaciones precoces incómodas. Los pedófilos frecuentemente han sufrido traumas o abusos sexuales infantiles,
convirtiéndose ellos a su vez en acosadores. Lopez (1997) afirma que en más del 50 %
de los casos, el niño víctima se convierte a su vez en violador, pero otras estadísticas proporcionan un porcentaje mayor, el 80 %. El pedófilo, a menudo, sólo parece recordar los
aspectos agradables del trauma sexual padecido: el descubrimiento del sexo, los regalos,
las caricias, la presencia tranquilizante del adulto; en definitiva, se puede describir algo así
como un efecto a largo plazo, un efecto transformado de la violencia sufrida. Gabbard
(1997) destaca que los principales problemas técnicos que surgen durante el análisis de
los pacientes con historias de abusos infantiles son la falta del “espacio potencial” y de
reflexión, y la propensión al acting. En el análisis se reactualiza lo que Bollas (1989) describió como el núcleo emotivo del trauma del incesto: junto a la inocencia, la niña pierde
la capacidad de fantasía. Los pacientes que han sufrido abusos revelan una excesiva concreción en la transferencia y la incapacidad de mantener un espacio analítico reflexivo, de
esto deriva una tendencia a la acción. Este fenómeno manifiesta la incapacidad de los
pacientes traumatizados de pensar en sí mismos y en las relaciones de forma articulada
y reflexiva, una característica que los asemeja a los pacientes borderline.
“En el tratamiento analítico de estos pacientes falta una estructura de elaboración del
trauma; para ellos es posible repetir hechos, pero no promover pensamientos representativos y metafóricos del evento o de la situación traumática, ya que los aspectos
traumáticos no pueden ser reabsorbidos por el aparato psíquico ni formulados de
nuevo y vueltos a explicar” (Zerbi Schwartz, 1998, pág. 537).
Las mismas anotaciones realizadas a propósito del análisis de personas que han sufrido
un abuso sexual infantil pueden hacerse, con características de mayor rigidez y fijeza,
para los pedófilos. En los pedófilos que han sido reconocidos culpables de actos violentos se puede percibir, de manera particular, una aparente falta de afectividad, un absolu-
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to distanciamiento emotivo, una ausencia completa de cualquier implicación. Un pedófilo,
una vez descubierto y sometido, por ejemplo, a pericia psiquiátrica, en la mayor parte de
los casos aparecerá como una persona banal, no demasiado inteligente, aburrida, que da
la sensación de que todo lo que dice es exacto, pero nada verdadero. Sus respuestas
serán banales y harán referencia a los más anticuados estereotipos y a la más absoluta
ausencia de empatía, una especie de parálisis emotiva en lo que respecta a la víctima. No
ha habido una auténtica búsqueda de placer en los abusos, sino sólo de poder: poder de
asustar, de humillar, de degradar el objeto, de la misma manera que fue asustado, humillado y degradado el violentador de pequeño. Éste busca el poder de dominar, de disponer del cuerpo de otros, infligir dolor y utilizar la violencia, al igual que hicieron con él unos
padres violentos e irrespetuosos hacia la integridad del cuerpo de su hijo, en el seno de
unas relaciones familiares patológicas.
Alessandro Manzoni escribió, en I Promessi Sposi, que los violentos y prevaricadores son
responsables no sólo del mal que infligen a sus víctimas, sino también de aquel al que inducen en consecuencia de las ofensas padecidas.
La relación terapéutica está marcada desde el inicio por la desconfianza. Las primeras
comunicaciones con los pedófilos se caracterizan por las reticencias y banalizaciones o
minimizaciones de sus comportamientos, como si se tratase de un interrogatorio policial. Se
desacredita al terapeuta y se lo acusa de incapacidad para la comprensión; sus frases se
desarman, sus palabras se aíslan, y se distorsiona el sentido de su discurso.
Tras el desprecio y la burla se evidencia un intento de destruir cada interpretación, percibida
como una intrusión en relación, incluso, con similares experiencias precoces; pueden aparecer
actitudes despectivamente transgresivas y adquiere consistencia la violencia de la que se ha
servido el pedófilo, dirigida ahora hacia el objeto que ha sido sistemáticamente degradado. El
pedófilo deja de ser víctima de la incomprensión, para trasformarse en el feroz fustigador
de los “errores” del analista.
Son notables los problemas emotivos y técnicos que se le plantean al analista: oprimido por la carga representada por su negativa actitud ética y cultural frente al pedófilo,
cuando es atacado, cuando percibe que su capacidad de pensar corre peligro de destrucción, acusa cada vez más irritación, desconfianza, impotencia e incluso hasta miedo,
si el ambiente de la relación llega a agitarse más.
El riesgo, sobre todo en las primeras fases, es devolver al paciente su propia agresividad añadiendo un evidente desprecio, perpetuando así la comunicación controagresiva y
corriendo el riesgo de intensificar un círculo vicioso sadomasoquista. (De Masi, 1994)
Según De Masi (1998), además es muy frecuente percibir que los pedófilos se autodefinen como niños inteligentes, sensibles y privilegiados, que han tenido una infancia espléndida idealizada en sus relatos, de los que emergen de modo traumático, al haber sido traicionados por los progenitores o por otras figuras en las que depositaron su confianza. Este
autor sostiene que “en la base de la pedofilia se sitúa un encuentro traumático con el mundo
del adulto que se elude y obliga al niño a crear un nuevo orden en la organización de la
edad, del tiempo y de las relaciones. El futuro pedófilo no quiere crecer, idealiza el mundo
infantil y no aspira a convertirse en el adulto que, inconscientemente, desprecia y odia.
Efectivamente, los pedófilos fueron niños aislados que se sintieron excluidos por otros niños
y que envidiaron la vitalidad de sus coetáneos. De adultos pueden tratar de poseer y de cap-
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turar a aquellos mismos niños cuya vitalidad envidiaron y admiraron. Por este motivo, para
el pedófilo, la atracción hacia el niño posee un carácter positivo, vital y conforme al yo, que
es necesario para contrarrestar aquel núcleo mortífero-deprimido” (pág. 24), en el que todo
se lleva a cabo para aferrarse a una relación madre-hijo invertida.
“Se puede suponer el hecho de que en la ‘elección’ de un comportamiento de seducción, o tal vez violento, por parte del pedófilo, puedan influir las formas de abuso
sexual que este sujeto padeció en la infancia. De las diferentes investigaciones se
desprende que, en general, los pedófilos no violentos cuentan experiencias sexuales
infantiles basadas en la seducción, mientras que los pedófilos violentos aluden a
experiencias traumáticas acompañadas por un sentimiento de miedo” (Roccia, y Foti,
1997, pág. 190).
Subrayo algunos puntos esenciales de la relación pedófila:
1) Es asimétrica. Es el adulto quien induce u obliga al niño a actuar como cómplice. Se
considera un verdadero talento del pedófilo su capacidad para crear la atmósfera emotiva adecuada en la que solicita la voluntaria participación del pequeño. La complicidad, sin
embargo, no es reciprocidad; el niño en el que piensa el pedófilo es una especie de adulto en miniatura. “La verdadera reciprocidad es la relación entre sujetos que viven el espacio de la intersubjetividad, el espacio del encuentro, donde el otro sigue siendo siempre
otro” (Fanali, 1998, pág. 140). La estructura del sistema de relaciones es cerrada y autorreferencial, y en su interior se lleva a cabo el rito de la violencia y la prepotencia. Para
describir este sistema relacional, Fanali (1998) hace referencia a la película Saló de Pier
Paolo Pasolini: “Al inicio de su filme más inquietante, Saló, Pasolini presenta el escenario
donde innobles representantes del poder fascista cometerán terribles y deleznables actos
violentos con indefensos adolescentes. Pasolini encuadra un arco delante de la villa: es el
seto que circunda el jardín de la casa. El seto es un confín más allá del cual está la vida,
en cuyo interior queda la muerte [...] Pasolini quiere representar la brutalidad del dominio
del hombre sobre el hombre en un universo cerrado del que no se puede escapar. Los adolescentes de Saló están destinados a morir trágicamente. No tienen escapatoria” (págs.
143 y 144). Resulta interesante apreciar que los violadores eligen, entre los niños, los más
sumisos, no sólo por la facilidad con la que pueden seducirlos, sino como una característica atractiva. “Esto corresponde al hecho de que los hombres tienen dificultad con respecto a sus identificaciones masculinas. De esta manera se comprende [...] porqué el conjunto de los estudios de prevalencia señala que los niños que corren mayor riesgo son aquellos que tienen entre 9 y 12 años.” (Balier, 1993, pág. 576). Además es preciso añadir que
la transición de la fase prepúber a la pubertad no implica necesariamente la adquisición de
una madurez suficiente para mantener una relación sexual con un adulto, especialmente
en un contexto histórico como el occidental actual, donde los adolescentes, y en especial
los preadolescentes, no alcanzan funciones sociales que les hagan madurar. Se asiste
entonces a una asimetría que supera el problema de la edad para situarse en una relación
basada en el dominio psicológico y la seducción fraudulenta.
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Cosimo Schinaia
2) Es repetitiva y monótona. La tendencia hacia la repetición, en un cierto sentido, garantiza la veracidad de una relación, que de otro modo no tendría sustancia. Ésta no es advertida por el pedófilo en virtud de la excitación que acompaña la compulsión. En los acosadores sexuales está siempre presente el fantasma de la recaída. Balier (1996) encuentra en
esto la señal de la acción de la pulsión de muerte, pero Bonnet (1997) retoma una anterior
aportación de Freud (1914), se trata de “Recordar, repetir y reelaborar”, donde escribe que
“la propia transferencia es un fragmento de repetición, y esta repetición es la transferencia
del pasado olvidado”. En este contexto, esto significa que la repetición de un acto es también un acto de transferencia, con todas las implicaciones terapéuticas que esto conlleva.
Los comportamientos pedófilos están comprendidos en un abanico de hechos muy heterogéneos, que van desde la ternura con alguna insinuación erótica, que De Masi (1998)
define como pedofilia romántica, al gran sadismo perpetrado a los niños, a la que el
mismo autor se refiere como pedofilia cínica y sádica.
Un famoso ejemplo literario de pedofilia romántica se encuentra en el relato Morte a
Venezia, de Thomas Mann (1913), donde se describe la intensa y atormentadora atracción
sentida por el escritor Aschenbach, martirizado por la crisis de creatividad, el miedo a la
vejez y a la decadencia física, por el efébico adolescente Tadzio. En la novela Lolita, de
Vladimir Nabokov (1995), encontramos otro ejemplo. Aquí, el introvertido profesor universitario Humbert Humbert se enamora de forma idealizada y totalizante de la adolescente
Lolita. Oscilando entre la dependencia erótica y masoquista del adulto y la astucia sádica
de la adolescente, y la sumisión de Lolita a la fuerte voluntad del profesor, el relato mantiene ambiguo el papel de víctima entre los protagonistas (Centerwall, 1992). En este breve
fragmento se puede reconocer la filosofía del protagonista pedófilo: “Entre los 9 y los 14
años existe un cierto tipo de chicas: éstas seducen al transeúnte dos veces más viejo que
ellas y le revelan su verdadera naturaleza, no humana, sino ninfesca, en otras palabras,
demoníaca, y son justo estos seres elegidos que yo defino como ninfas” (Nabokov, 1955,
pág. 26).
En I Demoni (1873) encontramos un ejemplo de pedofilia cínica asociada a la perversión sadomasoquista. Aquí Dostoievski inserta en la parte central de la confesión de
Stravoghin un episodio de pedofilia y maltrato infantil, que concluye con el descubrimiento de la pequeña ahorcada (esta imagen será retomada por Luchino Visconti en la película La caduta degli dei). Esta parte de la novela, donde se describe el mudo oscilar de
la niña entre el terror y la complicidad durante el abuso sexual, será censurada y sólo posteriormente añadida como apéndice al volumen.
En Gilles y Jeanne de Tournier (1983), se narra la historia de un psicótico, Gilles de Rais,
que, a la muerte de Juana de Arco, comienza a buscar su cara en todos los muchachos
que encuentra. Y no encontrando la perfección de este rostro, se dedica a empalar, quemar y devorar a los chicos.
Aunque si, como hemos podido observar, singulares actitudes o comportamientos
pedófilos de por sí no tienen nada en común con la criminalidad sexual, es posible, y
además frecuente, que la relación asimétrica dominante-dominado, adulto-niño, padezca
Pedofilia, pedofilias
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una extrema escalation y se dirija hacia el punto máximo del orgasmo perverso, que coincide con el placer que deriva el poder de matar (De Masi, 1998). Algunos intelectuales
(como el novelista italiano Aldo Busi, e incluso antes Andre Gide), racionalizando la pedofilia, y a menudo con el fin de la provocación publicitaria, exaltan, a través de la ideologizazión del libre placer y el rechazo de cualquier idea de límite, de confín, de nefas, de ley
(Dogliani, 1997), la búsqueda de una infancia diversa, totalmente emancipada, donde la
polimorfia sexual no sea sofocada por la hipocresía social, en nombre de una satisfacción
del propio deseo vivido y esgrimido como imperativo categórico. A menudo se citan los
rituales sexuales iniciáticos vigentes en algunas culturas, y se olvida que tales ritos están
inscritos en la cultura y, consecuentemente, en el registro de los símbolos y no de la transgresión (Lopez, 1997). Por ejemplo, los Sambia de Nueva Guinea definen como aberrante la figura de un soltero que no permite que los muchachos prepúberes le practiquen una
felatio (Herdt, 1981).
Luther Blisset (1997), nombre inventado y autodefinido como no-copyright, que puede
ser utilizado por cualquiera que desee realizar una labor de contrainformación, sostiene
la necesidad de distinguir el amor hacia los niños de la prostitución infantil y de la violencia sexual.
Los intelectuales que defienden estas tesis, sin embargo, no señalan que su emancipación, sustancialmente, sea la de las prohibiciones que obstaculizan el poder de seducción de un adulto hacia un niño, el poder que se instaura en una relación asimétrica y narcisista y no igualmente inocua para ambos miembros. El pedófilo puede sentirse poderoso sólo con un partner que percibe como inferior y susceptible de seducción. El amor
pedófilo por lo tanto, es, también una forma de defensa de la relación con un objeto percibido como independiente. La intensidad y el calor infantiles se interpretan erróneamente como una invitación a participar en la relación sexual. “Dada la confusión que existe en
la mente del pedófilo, entre promiscuidad sexual y sexualidad, el amor sexual pierde las
connotaciones de mundo íntimo y personal para convertirse en un encuentro público entre
los cuerpos. El niño y el adolescente son ‘sexualizados’ y se afirma la fantasía de que
éstos encuentran placer al ser utilizados sexualmente” (De Masi, 1998, pág. 25). Para un
niño, una cosa es soñar dedicándose a juegos sexuales consigo mismo o con sus coetáneos y otra enfrentarse a la realidad del orgasmo del adulto” (Bonnetaud, 1998).
“Algunas niñas prepúberes en análisis pueden presentar una actitud vanidosa, sensual y
seductora. Se trata generalmente de un comportamiento estereotipado y sin consistencia.
Se puede hablar de una defensa del tipo ‘falso sí’ que trata de disimular conflictos interiores y dificultades para adquirir nuevos modelos de identificación” (Machado, 1996, pág. 1169).
La reivindicación de la pulsión como afirmación gozosa es una invención fantástica que sostiene una negación formidable (Green, 1997). Simona Vinci, joven escritora italiana, en su
novela Dei bambini non si sa niente (1997), muestra con eficaz dureza cómo los juegos eróticos de un grupo de niños, ambiguos e inocentes al mismo tiempo, se transforman, a través
de la contaminación provocada por la mirada de los adultos, en juegos prohibidos cada vez
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más extremos. La presencia de los adultos mediante la introducción de revistas pornográficas cada vez más explícitas, modifica el sentido de los juegos, corrompe la aureola de ambigua curiosidad para transformarlos en degradación y muerte. Existen hombres y movimientos que luchan contra la criminalización indiferenciada de la pedofilia; Sapir (1997) habla de
una innoble campaña político-mediática que señala a todos los pedófilos como brutales asesinos, y también yo opino que sería preciso valorar de otra forma la perversón pedofílica simple, la incitación a la prostitución de menores y el comportamiento sexual violento, pero sólo
para intervenir más puntualmente en las manifestaciones etiológicamente diversas, pero
todas patológicas, y no para separar de una manera artificiosa una pedofilia buena de otra
mala, como sucede en el libro de Luther Blisset (1997), donde se recurre a la “caza de brujas” para justificar la falsa libertad sexual que está en la base del comportamiento pedófilo.
Magris (1999) escribe: “Para afrontar realmente la red de maldad que nos constriñe y
que cada uno de nosotros teje como un venenoso gusano de seda, no bastan ni la declamación sincera de buenos sentimientos, ni la salvaje apoteosis de la transgresión, que
implica a menudo un cálido y tranquilizante pathos sentimental” (pág. 40).
Recientes modificaciones del fenómeno pedofílico
No creo que la pedofilia sea un fenómeno cada vez más extendido, sino un fenómeno más estudiado; la crónica de estos últimos años señala un cambio radical en el modo en que se presenta
el problema: desde el tabú –algo que se oculta– al escándalo– algo de lo que se habla mucho y
mal–, desde la indiferencia al prejuicio, a veces histérico. En los últimos tiempos, por ejemplo, se
percibe un incremento de las películas sobre el tema de la pedofilia, lo que lleva a pensar en la
elección calculada del argumento que atrae, más que a una auténtica motivación artística. En
estos casos, el cine, haciendo hincapié en la extensión de un problema, acaba por atribuirle un
valor epidémico, y, por lo tanto, lo agrava.
“Entre el polo del silencio y del ‘pasotismo’ y el de la invocación represiva de tipo destructivo hacia los autores de abusos existe una oscilación pendular, existe una continuidad de pensamiento y comportamiento, fundada sobre la exigencia común de alejar la
percepción de la violencia y del mal y de mantener a toda costa una imagen idealizada del
mundo adulto; sobre la común incapacidad para percibir de manera adecuada y responsable el fenómeno del abuso sexual hacia los niños; presente, de distintas formas, en
todos los componentes de la sociedad adulta y no solamente en los pedófilos” (Foti, 1998,
págs. 13 y 14).
Quisiera subrayar que cuando un fenómeno tal como la pedofilia o las perversiones en
general pasa del terreno privado y secreto de la personalidad individual a adquirir formas
casi colectivas, y en lugar de limitarse a ponerse en manos de un psicoanalista se convierte en mercado, se oferta en internet y genera un cierto tipo de pornografía no excesivamente clandestina, es preciso preocuparse, porque el fenómeno corre el riesgo de
adquirir connotaciones de epidemia social, “en la que la búsqueda de agregación repre-
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senta también la tentativa de eludir la culpa inconsciente del individuo a través de la participación” (De Masi, 1998, pág. 22). Se crea entonces el subgrupo social de los pedófilos
con connotaciones criminales y clandestinas, en el que la organización de grupo tiene el
sentido de reforzar la identidad y la visibilidad de los asociados y de socializar la transgresión. “En los grupos fruto de operaciones de escisión tienden a afirmarse actitudes ideológicas rígidas, sin libertad de alternativas. El pensamiento del grupo se convierte en
obsesivo y monotemático. Las situaciones que han sido excluidas del interés del grupo se
convierten en problemas extraños [...] las consecuencias finales son la impotencia y el
empobrecimiento” (Di Chiara, 1999, págs. 24 y 25). Di Chiara (1999) además recuerda
que la implicación de individuos en los subgrupos resultantes de operaciones mentales de
escisión patológica determina la pérdida del sentido de la comunidad: “La adhesión a una
parte supera el sentido de pertenencia al todo” (pág. 26). El encuentro entre el rico mundo
occidental y la miseria de los pueblos del Tercer Mundo permite, a través del turismo sexual,
que la infancia de los débiles sea violada sistemáticamente en escala mundial, como narra
con crudeza, en su libro I Santi Innocenti, el escritor y periodista italiano Claudio Camarca
(1998), en nombre de una especie de descontaminación a través de la relación con la natural pureza de los más pequeños, todavía mejor si son pobres. Este autor describe el silencio
que acompaña las fotografías de los abusos a menores que se pueden contemplar en
Internet, como lleno de modelos anoréxicas de 12 años, de recién nacidos desnudos que
recorren la nueva línea de azulejos para el baño, de la chiquilla enjaulada que imita a un canario balanceándose en el columpio y nos recuerda las pesadas responsabilidades de la sociedad consumista en el origen de la pedofilia organizada. En este caso, la perversión es prueba de la degradación de la vida civil, donde la necesaria y madura tolerancia ha sido sustituida por
una actitud licenciosa, por la falta del sentido del límite y, sobre todo, por la indiferencia, entendida
como falsa normalización de la perversión y del desorden civil y ético de una población o de una
colectividad más o menos extensa. Todo esto tiene profundas raíces en la familia y la sociedad.
Cuando Visconti, en La caduta degli dei, quiso representar los signos de la decadencia ética de la
familia burguesa alemana entre las dos guerras, plasmó un sintomático episodio de pedofilia como
signo de aquella confusión y degradación trágica que había conducido inexorablemente al nazismo. Petrella, (1997) y Tournier (1997) han propuesto el binomio pedofilia-nazismo; si el fascismo
había sobrevalorado la juventud, convirtiéndola en un valor, un fin en sí misma, una obsesión publicitaria, “el nazismo insertándose en esta ‘jovenfilia’ la agrava con actitudes maniáticas [...] y la
jovenfilia conduce a la pedofilia [...] La carne fresca para ser buena debe ser rubia, azul y dolicocéfala, y tiene su opuesto en una mala carne morena, negra y braquicéfala” (pág. 77)
La organización social de la pedofilia como fenómeno nuevo de nuestra época, el enlace personal y social siniestro puesto en juego, son demasiado complejos para ser sólo
comprendidos por los limitados recursos de un psiquiatra o de un psicoanalista (Petrella,
1997); se necesita entonces un esfuerzo conjunto de muchos estudiosos de las diversas
fuerzas en juego: ciertamente, junto al psicoanalista debe estar también el sociólogo, el
educador, pero principalmente el político y el legislador. Estos últimos tienen el deber de
proteger al individuo y la comunidad, interpretando los nuevos fenómenos sociales y proponiendo nuevas leyes, armonizando dinámicamente la exigencia individual con la del
colectivo. Contra los mercaderes y clientes de niños, se ha aprobado recientemente en
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Cosimo Schinaia
Italia un texto de ley que prevé un endurecimiento de las sanciones para los explotadores
de la infancia, la punibilidad para quienes cometen crímenes sexuales también en el
extranjero y para los clientes de menores de menos de 16 años. Multas y dinero confiscado en el mercado pedófilo se destinarán a un fondo para financiar programas de prevención, asistencia y recuperación de los niños víctimas.
Pienso que todavía es absolutamente actual el famoso aforismo de Albert Einstein: “El
mundo es peligroso no por causa de aquellos que hacen el mal, sino de aquellos que
miran y dejan hacer”.
Conclusiones
Aunque la expresión social de la pedofilia se haya modificado en el tiempo, es posible, sin
embargo, poner en evidencia algunos puntos de referencia significativos que, en cualquier
caso, pueden esbozar un eventual recorrido comprensivo y, por lo tanto, terapéutico:
1) La angustia de castración originariamente determinada por Freud y después confirmada por diversos autores, hasta las recientes reflexiones clínicas de Joyce
McDougall (1985), está presente en el trasfondo de todos los cuadros clínicos, asumiendo, sin embargo, las características de una condición necesaria, pero no suficiente para definir los principales mecanismos mentales situados en la base de la
pedofilia.
2) La “sexualización” originariamente descrita por Betty Joseph y luego puntualmente retomada por Franco de Masi debe entenderse como algo que se ha quedado
enquistado en un mundo propio fantástico sexualizado, donde el placer destructivo se
convierte en sensual y tiene carácter masturbatorio, ordenando un pensamiento excitado y autoseductor, a través del cual las fantasías sexuales representan una constante fuente de estimulación erótica con función de apoyo y supervivencia de un sí
que de otro modo estaría destinado al colapso. La “sexualización” representaría un
mecanismo todavía más primitivo y, en cualquier caso, más específico.
3) La falta de espacio reflexivo en la relación analítica es típica en el paciente gravemente traumatizado y, por lo tanto, todavía más en aquel que de haber padecido el
abuso se transforma en acosador. De esto se desprende una constante predisposición al acting, una pérdida de la capacidad de fantasear y de expresar las propias fantasías; en definitiva, una excesiva concreción en la transferencia.
4) Podemos distinguir una perversión pedófila simple del comportamiento sexual violento. Balier diferencia, al respecto, la perversión de la perversidad. Se trata de diferencias sustanciales de orden cualitativo, acercándose el cuadro de la perversidad al
pensamiento psicótico. En el caso del comportamiento sexual violento, la perversión
está al servicio de la violencia originaria, de la pulsión destructiva no elaborable; en el
caso de la perversión pedófila simple, el comportamiento perverso tiene el sentido de
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limitar, integrar, domesticar y expresar la violencia. Obviamente estas reflexiones
deben conducir a una separación de los cuadros clínicos para poder intervenir mejor
terapéuticamente, pero deben evitar caer en la trampa de la distinción de una pedofilia buena, en cuanto es sólo seductora, de una mala, en cuanto es violenta. Como
quiera que se materialice, el acto pedófilo es constitucionalmente un acto violento
dentro de una relación asimétrica.
Resumen
El psicoanálisis se ha ocupado poco de la pedofilia y del pedófilo. Freud la describió más como un
acto ocasional y sustitutorio de una relación sexual adulta que como una perversión verdadera.
Sólo las más recientes aportaciones de Balier y de De Masi, integrándose con el concepto freudiano de angustia de castración, evidencian una estructura mental específica que, en las formas
violentas, configura un cuadro de perversidad, cercano a la psicosis.
La distinción necesaria de la pedofilia simple de la incitación a la prostitución de menores y del
comportamiento sexual violento tiene el sentido de identificar diferentes cuadros patológicos, que
subyacen en diferentes comportamientos sociales, más que de operar una distinción entre una
pedofilia buena y otra mala.
DESCRIPTORES: PAIDOFILIA / ABUSO SEXUAL / TRAUMA / PODER
Résumé
PÉDOPHILIE, PÉDOPHILIES
La psychanalyse a accordé peu de place à la pédophilie et au pédophile. Freud l'avait décrite plutôt
comme un fait occasionnel et substitutif d’un rapport sexuel adulte que comme une véritable perversion.
Il a fallu attendre les apports les plus récents de Balier et de De Masi qui s’intègrent au concept freudien
d’angoisse de castration pour voir se manifester une structure mentale spécifique qui, dans ses formes
violentes, conforme un tableau de perversité, proche de la psychose.
La distinction entre la pédophilie simple, l’incitation à la prostitution de mineurs et le comportement
sexuel violent a pour but plutôt d’identifier de différents tableaux pathologiques qui sont sous-jacents aux
différents comportements sociaux que d'établir une distinction entre une “bonne pédophilie” et une “mauvaise pédophilie”.
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Cosimo Schinaia
Summary
PEDOFILIA, PEDOFILIAS
Psichoanalysis did not study a lot paedophilia. Freud described it more as un occasional act and substitute of an adult sexual intercourse, than as a real perversion. Only the more recent contributions of
Balier and De Masi, integrating Freud’s concept of castration anxiety, highlight a specific mental framework that, in violent forms, takes shape of perversity, a pathological situation close to the psychosis.
The necessary distinction of simple paedophilia from the instigation to juvenile prostitution and
from the violent sexual behaviour wants to single out different pathologic situations that are behind
different social behaviours, more than to distinguish good and bad paedophilia.
Resumo
PEDOFILIA, PEDOFILIAS
A psicanálise ocupou-se pouco da pedofilia e do pedófilo. Freud a descreveu mais como um ato
ocasional e substitutório de uma relação sexual adulta, que como uma perversão verdadeira.
Somente as mais recentes contribuições de Balier e de De Masi, integrando-se com o conceito
Freudiano da angústia da castração, evidenciam uma estrutura mental específica que, nas formas
violentas, configura um quadro de perversidade, próximo da psicose.
A distinção necessária entre a pedofilia simples e a incitação à prostituição de menores e o comportamento sexual violento, tem o sentido de identificar diferentes quadros patológicos, subjacentes em diferentes comportamentos sociais, mais do que fazer uma distinção entre uma pedofilia
boa e outra má.
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Vinci, S. (1997): Dei bambini non si sa niente, Torino, Einaudi.
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