EN TORNO A UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA Reyes Mate José M. Mardones y Reyes Mate (Eds.): La ética ante las víctimas. Rubí (Barcelona): Anthropos Editorial 2003. 1. Las víctimas cada vez están más presentes en nuestros dis­ cursos. Ya no es asunto exclusivo de la piedad, ni provoca un apresurado comentario despectivo, sino que forman parte de nuestro paisaje, particularmente del jurídico. Se habla de vícti­ mas sobre todo para plantear una satisfacción material, para exi­ gir responsabilidades, como ahora gusta decir. Pero también cabe un discurso moral. Hablar de la víctima, en sentido moral, es plantear la actualidad de sus derechos, negados en el pasado. a los que ahora, sin embargo, se les reconoce vigen­ cia. Hablamos de VÍctimas y pensamos en el daño hecho a seres inocentes, entendiendo consecuentemente que ahí hay atentado a unos derechos que no han prescrito, sino que les reconocemos vigentes. Plantear la actualidad de derechos pendientes es hablar de justicia, es reconocer que se cometió una injusticia en el pasado que pide justicia porque no ha prescrito. 2. Sin pretender una definición de algo tan polisémico como la víctima, digamos, al menos, que cuando de ello hablamos en sentido moral estamos señalando, en primer lugar, al sufrimiento de un inocente voluntariamente infligido. No hablamos de las VÍc­ timas de una catástrofe natural, sino de las que provoca el hom­ bre, voluntariamente gratuitamente. No hay pues que confundir VÍctima con sufrimiento. Los nazis condenados a muerte tras su derrota, también sufrían, pero no eran VÍctimas porque no eran inocentes. Otra característica suya es la de que poseer una mirada propia sobre la realidad, sin la que ésta no se hace visible. Esa 100 mirada no sólo ilumina con luz propia en acontecimiento o una época, sino que, además, altera la visión habitual que pudiéramos tener de lo mismo. Hablar de VÍctimas no es sólo exigir justicia, sino también disponerse a un trauma cognitivo. Lo que aquí pretendo es aproximarnos a ese nuevo tipo de justicia y a esa inédita visión de las cosas que plantean las vícti­ mas a quienes quieran tomarlas en serio. 3. Son muchos los que avisan sobre el peligro que lleva consi­ go algo así como «la justicia de las víctimas».! Difícilmente esca­ paremos al resentimiento, a confundir justicia con venganza. Teóricamente sabemos cual es el límite entre esos dos conceptos: la justicia pone su mirada en la VÍcti«¡'a, en el daño objetivo que se la ha hecho, planteándose la reparaéión del daño. La venganza, por el contrario, tiene en el punto de mira al verdugo y lo que busca es hacérselas pasar a él tan mal como él se lo ha hecho pasar a la VÍctima. Lo problemático de esa diferenciación concep­ tual es que, en la práctica del derecho se confunden muchas ve­ ces. Las reacciones instintivas confunden hacer justicia con casti­ gar al culpable; y eso pasa también en el derecho. Pero cuando el castigo al culpable pierde de vista su objetivo de justicia (reparar el daño, impedir que se repita, procurar la reeducación del crimi­ nal, etc.), entonces hacerjusticia tiene algo de venganza. 2 Dada la importancia que el resentimiento tiene en algunos su­ pervivientes del holocausto, sería un error confundir con vengan­ za. No hay más que remitirse a la idea de resentimiento, reivindi­ cada por un superviviente de Auschwitz, Jean Améry.3 El resenti­ miento es ahí una forma moral de protesta contra el olvido, la reivindicación de la vigencia de la mirada de la víctima. «Mi obje­ tivo -dice- es describir la condición subjetiva de la víctima» (141) en un mundo que se construye de espaldas a su experiencia. Recuerda que, tras la liberación, ellos significaban una cierta au­ toridad moral. Se hablaba mucho entonces de la culpa colectiva de Alemania y de la voluntad de que ese pueblo tuviera plástica­ mente presente esos doce años de terror hitleriano. Pero pronto los vencedores se pusieron a cortejar a los vencidos y a contar con ellos en la guerra fría. Quien, como él. no quería olvidar se sentía como un Shylock vengativo exigiendo una onza de carne. Hasta llegó a oír de un benevolente alemán que él, a los judíos, «no les guardaba ningún rencor» (146). El resentimiento es la reacción 101 ante esa inversión; el resentido Améry quiere que «el delito adquie­ ra realidad moral para el criminal, con el objeto de que se vea obligado a enfrentar la verdad de su crimen» (1 S 1). El resentido quiere compartir con el verdugo el carácter moral del crimen. Eso significa, ante todo, compartir la soledad de una experiencia fundamental que tiene la víctima pero desconoce el verdugo: la de negar a desear que aquello nunca hubiera ocurrido. Le duele que sea sólo viva con ese deseo y aspira a que el verdugo llegue a la misma experiencia. Cuando ve al torturador nazi de Amberes, Wajs, ya en el patíbulo, sintió que también él estaba deseando que aquello no hubiera ocurrido; entonces «dejó de ser enemigo para convertirse de nuevo en prójimo» (151). Jean Améry no se hace, por supuesto, ilusiones. Sabe que el sentido moral del crimen ha desaparecido de la conciencia contemporá­ nea. Por empeñarse en recordarlo merecen la censura moral: «yo y la gente como yo somos los Shylocks, no sólo moralmente con­ denables a los ojos de los pueblos, sino también estafados en nuestra libra de carne» (158). Vamos a intentar pues una aproximación a la justicia de las víctimas, sin venganza, conscientes, eso sí, de su dificultad pues tendremos que vérnoslas con un tipo de justicia que tenga en cuenta el tiempo -al pasado, en primer lugar- yeso sí que es problemático. En algún lugar he evocado el impacto que me su­ puso, hace años, cuando varias decenas de jóvenes protestaron con una acampada en La Castellana, de Madrid, contra la racane­ da del Gobierno español por no cumplir su compromiso de enviar el 0,7 % del PIB al Tercer Mundo. Recuerdo que en muchas de aquenas tiendas colgaba un letrerito que decía "es de justicia». Si es de justicia, me decía yo, hay que dárselo porque es suyo y noso­ tros se lo hemos robado. Pero ¿cómo fundamentar eso?, ¿en qué derecho se apoyan?, ¿en qué facultad de derecho se enseñará algo así? En ninguna, ciertamente. Y, sin embargo, aquella intuición era certera. Lo que ahora intentaremos es dar algún fundamento a la intuición que está en la calle. Hablemos, pues, de justicia. 4. Hoy la justicia es un tema mayor de la reflexión política pues se la considera, en palabras de uno de los nombres más señe­ ros de la especialidad, John Rawls, «el fundamento moral de la sociedad». La sociedad moderna, democrática y liberal, se legiti­ ma en tanto se base en principios de justicia. 102 Lo primero que hay que decir es que este viejo y clásico tema de la política ha sufrido una profunda transformación. Para vi­ sualizar el cambio hoy se distingue entre <<lo bueno» y "lo justo». En el cesto de <<lo bueno» se coloca la justicia de los antiguos, que era una justicia para andar por casa; en el cesto de «lo justo». empero, se ubican las modernas teodas de la justicia, capaces de hacer propuestas aceptables por todo el mundo y no sólo para los de casa. Sin querer detenerme en este asunto más de lo impres­ cindible, quizá no sea ocioso recordar los trazos fundamentales y diferenciadores de la justicia de los antiguos y de los modernos. Para los antiguos (pensemos en una tradición que va de Aris­ tóteles a Tomás de Aquino), la justicia es, en primer lugar, un daño infligido a otro. Objetividad y alteridad son los rasgos domi­ nantes, hasta el punto de que, para Tomás, la virtud de la justicia tiene que ver sólo con la reparación del daño cau&'1do al otro, siendo indiferente a la virtud de la justicia si quien repara lo hace por las buenas o por las malas. La segunda caractedstica es la figura de la «justicia general». Relacionamos habitualmente la justicia con la justa distribución de los bienes comunes; para los antiguos, eso sería una forn1a de justicia particular, pero además y previamente está la justicia general que consiste en la construc­ ción del bien común. Éste no es el PIB ni el patrimonio nacional, sino los bienes comlmes, es decir, la suma de los bienes que pro­ curan todos y cada uno de los singulares. Para la construcción del bien común, los antiguos reclaman una virtud especial. consisten­ te en ordenar los actos de las otras virtudes, que pueden tener una finalidad particular, hacia el bien común. Para entender la origi­ nalidad de esta virtud de la justicia, pensemos un momento en qué consistida la injusticia contra la justicia general. Una forma de injusticia sería, claro, negarse a pagar impuestos, pero también la privación del talento de cada cual o, mejor, el no desalTollo de lo mejor de cada cual, pues sin ese desarrollo la comunidad queda privada de muchos bienes comunes que podrían redundar en el bien de todos. La justicia general reclama el desarrollo de todos y cada uno de los talentos individuales y. por eso, ninguna injusticia comparable a la frustración del proyecto de vida de cada indivi­ duo. La tercera nota tiene que ver con el lugar que cada cual ocu­ pa en el todo. En estas teorías priva el concepto de proporcionali­ dad sobre el de igualdad; cada cual da según sus capacidades y recibe según sus necesidades. Ahora bien, si la justicia se define 103 en ténninos de proporcionalidad, también la injusticia: si cada ser humano no es un número equivalente de un todo, sino un lugar especifico en el todo, la respuesta a la injusticia que cada cual padezca no va por el camino del reparto equitativo, sino del trata­ miento singularizado.o! La justicia de los modernos tiene otra lógica porque asume de entrada que hay que impartir justicia en una sociedad plural en la que circulan muchas ideas, diferentes y opuestas, sobre lo que es justo o injusto. Para que en una sociedad así la justicia tenga sen­ tido, tiene que ser entendida y asumida libremente por todos. Ya no hay lugar para la violencia, ni para la autoridad, si hablamos de justicia. De ahí que si para los antiguos lo importante era el daño hecho al otro, aquí lo que importa es que nosotros decida­ mos lo que es justo e injusto. Desplazamiento pues del otro al nosotros. Y es que, para que la justicia sea válida para todos, tiene que ser decidida por todos; ahora bien, como cada cual tiene un interés propio, importa no sólo que todos decidan, sino además que decidan de suerte que lo que cada uno decide valga para el otro; para eso hay que decidir imparcialmente, superando pues los propios intereses y experiencias. Pero ¿cómo decidir impar­ cialmente? Ya lo hemos avanzado: decidiendo libremente, sin de­ jarse presionar por intereses ni experiencias de injusticia. Este punto es fundamental: la justicia, es decir, la fijación de unas re­ glas de juego universales, aceptables para todos, exige que decida­ mos en las mismas condiciones, abstrayendo de la situación de dominio o sumisión, igualmente libres. El acento se pone por tan­ to en la libertad; incluso si hablamos de igualdad, se sobreentien­ de que es igualdad en la libertad. Esto ha llevado a un eminente filósofo de derecho, Santiago Nino, a decir que la justicia moder­ na «consiste en un reparto igualitario de la libertad»,s mientras que -cabe comentar por nuestra parte.- siempre había sido un reparto equitativo del pan, de bienes materiales. La libertad es muy importante pero no hasta el punto de subsumir la igualdad; la igualdad ha crecido en el humus del hambre. Por eso conviene no confundir, sino distinguir entre igualdad y justicia. ({El hambre -como decía Bloch- es la primera lamparilla en la que echar aceite.» Una segunda nota la constituye la preeminencia de la imparcialidad y de la igualdad sobre la proporcionalidad. Se con­ suma así el tratamiento no materialista de la igualdad de la mo­ dernidad. A la modernidad le importa sobre todo acabar con una 104 concepción jerarquizada del hombre, por eso reinventa el mito de un Estado natural igualitario, roto por la sociedad, y que ahora hay que restaurar por el camino del Contrato social. Pese a que los hombres viven y son desiguales, se les declara iguales en nombre de la razón, para que puedan ser sujetos de ese nuevo contrato social que alumbrará el orden político de la modernidad. Nos podemos preguntar qué lugar ocupa en estas teorías, de los antiguos y de los modernos, el pasado. Muy escasa. El teórico de la justicia moderna es como un paracaidista que cae en una isla desierta en la que descubre, una vez en tierra, que hay proble­ mas de convivencia por la desigualdad existente. Entonces, el re­ cién caído, que tiene buenos principios morales, se pone manos a la obra para resolver esos problemas de una manera racional. 6 Pero lo que allí se encuentra no tiene nada que ver con él. Son problemas que están ahí, como los ríos y las montañas. Rawls no quiere ni oír hablar de la revelación que hace Rousseau en su ficticia reconstrucción del Origen de la desigualdad entre los hom­ bres, a saber, que han sido los hombres, con su inteligencia y vo­ los que han causado la desigualdad entre los hombres. Rawls prefiere la inocencia original del teórico. Y ¿las víctimas?, ¿qué consideración tienen ahí las víctimas? Irrelevante. Si cabe, la justicia ha reflexionado más sobre el verdu­ go. Pensemos en la figura jurídica de la amnistía que solemos tra­ ducir por perdón al autor de un delito o de un crimen. Originaria­ mente, sin embargo, la amnistía era el castigo por recordar desgra­ cias pasadas.7 Penalizaba el recuerdo de sufrimientos pasados, al tiempo que integraba al criminal en la sociedad vigente. A la justi­ cia, como a la política, lo que le interesa son los vivos, no los muer­ tos. Por eso está dispuesta a todo tipo de generosidad respecto a lo ocurrido si de ello se derivan bienes para los supervivientes. 8 5. ¿Qué significa una justicia que tenga en cuenta el pasado? a) Significa, en primer lugar, responder a una sensibilidad moral nueva. Se multiplican las señales que demandan una com­ prensión de la justicia que desborde los estrechos límites del tiem­ po y del espacio en la que pennanecfa encerrada desde sus inicios. Del desbordamiento espacial da fe el Tribunal Internacional de la Haya o los avatares recientes del procesamiento a Augusto Pino­ chet; en esos casos la justicia ha salido de los límites territoriales 105 del propio Estado. Pero nos interesa en este momento el desbor­ damiento temporal de la justicia. Un lúto de esta lústoria lo repre­ sentó el Juicio de Nürenberg a los criminales nazis. Ahí se fraguó la figura jurídica de «crímenes contra la humanidad»; hay críme­ nes, en efecto, que atentan a la humanidad, mutilándola en algu­ no de sus momentos vitales. Pasa con la humanidad como con la naturaleza, que hay atentados que suponen un daño irreversible pues pueden significar la desaparición de una especie animal o vegetal. Lo mismo con la humanidad: hay atentados que ponen en peligro cualidades, convicciones o convenciones forjadas a lo largo de los siglos. En 1964, el Parlamento francés votó una ley que declaraba la imprescriptibilidad de los susodichos crímenes contra la humanidad. Se estaban refiriendo lógicamente al geno­ cidio. No hay duda de que esas dos medidas han significado un paso de gigante en la lústoria moral del derecho. Pero tampoco hay que negar que es una decisión de difícil justificación teórica: ¿por qué sólo determinados crímenes -los genocídios- son los que no prescriben?, ¿por qué han de prescribir otro tipo de críme­ nes cometidos contra seres tan inocentes como las VÍctimas de las cámaras de gas? La dificultad de trazar un límite a la imprescrip­ tibilidad explica que vayan sumándose los casos de crímenes pa­ sados cuyas actas no se dan por canceladas, sino que son reabier­ tas para plantear también la vigencia de sus derechos insatisfe­ chos. Me refiero a las denuncias presentadas por descendientes de antiguos esclavos o por los zapatistas chiapanecos. Estamos, pues, ante una nueva sensibilidad respecto a la responsabilidad actual por crímenes pasados que va creciendo. b) Lo que, en segundo lugar, define nodalmente la justicia anamnética es entender la justicia como respuesta a la experien­ cia de injusticia. Esta afirmación parece de perogrullo, habida cuenta de la frecuencia con la que los teóricos modernos de la justicia justifican la importancia de su tarea aludiendo a la vigen­ cia y virulencia de injusticias presentes. Lo misterioso de estas confesiones es la difuminación de la cruda realidad conforme avanza la reflexión teórica, de suerte que la justicia acaba siendo una teoría abstracta, es decir, que conscientemente abstrae de la realidad para ganar ese grado de universalidad que estima im­ prescindible. Lo que aquí se dice es, por el contrario, que no sólo como desencadenamiento, sino como ingrediente substantivo, la 106 experiencia de injusticia subyace a toda la elaboración de la teoría de la justicia. ¿Yen qué consiste la experiencia de injusticia? Es lógico que la única respuesta a esta pregunta es la remisión a los hechos, la escucha de los gritos o del duelo que causa el sufrimiento huma­ no. Pero para poder llegar ahí, procede partir de la experiencia de injusticias procesada por la humanidad a lo largo de los si­ glos... en el lenguaje. La idea es de Benjamín y se trata de una idea fecunda. 9 Walter Benjamín distingue entre el lenguaje de las cosas y el lenguaje de los hombres. Las cosas del mundo tienen una esencia lingüística porque el mundo ha sido creado por el lenguaje. Lo que pasa es que las cosas son mudas, no pueden expresarse sino es a través del lenguaje humano. Eso sume a la naturaleza en una pro­ funda tristeza y en un duelo permanente porque las cosas no ha­ blan y lo de ellas se dice, expresa mallo que son lingüísticamente. Y también el lenguaje humano arrastra una grave herida. Para entenderlo hay que recordar la distinción benjaminiana entre el lenguaje adámico y el posadámico. El primero era el lenguaje del Paraíso; alli tenia Adam la facultad de nombrar, de poner nombre a las cosas, es decir, de dar con la palabra exacta correspondiente al ser lingüístico de cada ser o cosa. Esa facultad se perdió con la caída, dando origen al lenguaje posadámico que es un agotador intento de dar vueltas en tomo a las cosas, sin llegar a nombrarlas. Charlatanería es el lenguaje de los hombres históricos. La herida consiste en no poder nombrar las cosas, es decir, en no poder aproximamos a ellas más que torpemente, a tientas, mediante conceptos. La injusticia codificada en el lenguaje señala, por un lado, la insuficiente explicitación del ser lingüístico de las cosas, de ahí el duelo de la naturaleza; y, por otro, no poder aproximamos al indi­ viduo en su singularidad; sólo le conocemos a él y sus circunstan­ cias globalmente, mediante el conocimiento que proporciona el concepto. Uegados a este punto podemos preguntamos qué tiene que ver esa doble experiencia de injusticia con la memoria, puesto que estamos hablando de los componentes de una justicia anamnéti­ ca. Tiene mucho que ver. Decía hace un momento que la gran injusticia del lenguaje humano -y por tanto, de todo lo que se expresa a través del lenguaje: fundamentación de la razón, de la 107 moral, por ejemplo- consiste en que al conocer o razonar per­ demos de vista al individuo en su singularidad. Sólo nos aproxi­ mamos a él a tientas, a bulto. Ahora bien, ¿qué es lo que indivi­ dualiza al hombre? El sufrimiento, decía Hermann Cohen. 1o El sufrimiento resume la historia más secreta de cada cual y es la clave de lo que realmente somos. La pregunta por la identidad no es, dice Metz, la de ¿quién piensa? o ¿quién habla?, sino ¿quién sufre?1I Si eso es así, resulta que lo que el concepto no aprehende es la historia passionis de cada cual. Y eso sí lo puede aprehender la memoria; puede detenerse en el individuo, narrar su estado y plantear su queja. Parafraseando a la Dialéctica de la ilustración, bien podemos decir que "la ciencia es estadística y al conocimien­ to de la memoria le basta un sólo campo de concentracióm>. c) A la justicia anamnética pertenece el descubrimiento de que hay dos visiones de la realidad: la de los vencedores y la de los vencidos. Lo dice escueta y precisamente Benjamin en su tesis octava: «l..a tradición de los oprimidos nos enseña entretanto que el "estado de excepción" es la regla». 12 Para los vencedores la sus­ pensión de los derechos, el tratamiento del hombre como nuda vida, es decir, todo lo que el estado de excepción conlleva, es una media excepcional, transitoria, conducente al control y supera­ ción de un conflicto. Es toda la doctrina legal del estado de excep­ ción la que apunta en esa dirección. Pues bien, dice Benjamin, para los oprimidos esa excepcionalidad es la regla. Siempre han vivido así, excepcionalmente, suspendidos en sus derechos. Benjamin procede a sacar una necesaria consecuencia: "debe­ mos llegar a un concepto de historia que resulte coherente con ello» (GS 1 1 697). No sería coherente con esta doble experiencia la construcción de un concepto de historia que reconciliara las dos visiones al precio de pasar por alto lo que viven los oprimidos. Hay que construir, por el contrario, un concepto de historia verte­ brado en tomo a esa experiencia de injusticia permanente. Y ese concepto no puede ser otro que acabar con ese continuum opre­ sor o, dicho en su lenguaje, declarar el verdadero estado de excep­ ción al estado real de excepción. La razón de esta urgencia viene dada por el lugar que en el pensamiento moderno ocupa la salida en falso a esa doble visión de la historia. Me refiero al ambiguo concepto de igualdad. Nad~ 108 que objetar al noble concepto de igualdad, pero sí desconfiar de él cuando con él se pretende calificar de los hombres reales. Cuando la realidad es de desigualdad, hablar de igualdad es caer en el igualitarismo, es decir, en la igualdad como ideología. Y ésta es la trampa en que se encuentra atrapada la modernidad: descubre el presente de la sociedad como desigualdad causada por el hombre, pero no encuentra otra propuesta política que el Contrato social, es decir, un orden político fundado en la simulación de que todos los hombres son iguales. 13 Rousseau, por ejemplo, para explicar las injusticias y las mise­ rias derivadas de la injusticia que caracterizan a las sociedades modernas, recurrió a la ficción de un estado natural 14 que le va a permitir elaborar una serie de rasgos característicos del ser humano que alperderse en el camino de la constitución del estado o sociedad civil, echarán luz sobre la profundidad de los problemas que plan­ tea la sociedad moderna, así como el sentido en el que deben dirigirse las soluciones. El objetivo del constructo estado natural es explicar la naturaleza de la sociedad civil. Desde aquel horizon­ te se perciben con exactitud los problemas de legitimación que tiene el orden civil y se puede, por consiguiente, dar una respuesta adecuada. Pues bien el estado natural, en cuanto contrapuesto al estado civil, no se caracteriza tanto por su aislamiento o soledad como por ser un estado de igualdad e independencia: los hombres son tan radicalmente iguales en el estado natural que cualquier sombra de sometimiento es inimaginable. Los hombres son tan iguales entre sí como lo fueran los animales de la misma especie antes de que se produjeran las variantes que ahora conocemos. 15 Aunque nada hay en el hombre natural que permita divisar algo así como una inclinación natural hacia la vida en sociedad, lo cierto es que ésta se produce debida a factores externos que obli­ gan a los hombres a vivir próximos y luego en sociedad. Y es la sociedad la que «deprava y pervierte al hombre», es decir, es la so­ ciedad la que acaba con aquella igualdad de la que disfrutaban aquellos seres naturales. El tono de Rousseau no deja lugar a du­ das: «el primero que al vallar un terreno, se apresuró a decir esto es mío y se encontró con gentes lo bastante simples para creerle, fue el primer fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, cuántas guerras, cuántas muertes, cuántas miserias y cuántos ho­ rrores habría ahorrado al género humano aquel que, arrancando los postes o rellenando el foso, hubiese gritado a sus semejantes: 109 guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no pertenece a nadie». 16 Las desigualdades que encontramos en la sociedad civil son violaciones o perversiones de la situación igualitaria del estado natural. Ahora se ve el interés de la laboriosa descripción que ha hecho Rousseau del estado original: poder juzgar la profundidad del mal presente, a saber, que la desigualdad presente ha sido causada por el hombre. No es algo natural, ni tampoco una deci­ sión de los dioses: es, pese a tantas opiniones difundidas, empe­ zando por la de Hobbes, un producto de la sociedad ya constitui­ da. 17 Si hay que poner en el activo de la sociedad civil el desarrollo de la razón y de la moral, como dice en el Discours sur l'inégalité, que sólo estaban en potencia en el estado natural, lo primero que tiene que hacer el hombre adulto es hacerse responsable de los males presentes, frutos del uso de la libertad y de la razón. 1S La «caída», el mal radical histórico, es el de la desigualdad, resultado de la apropiación particular de bienes comunes. Yeso se produce en la sociedad civil, es decir, cuando el hombre se decide a hacerse con las riendas de la historia. De esa manera concreta Rousseau el viejo relato bíblico según el cual la historia de la libertad supone la expulsión del Paraíso. Lo que está prefigu­ rado en el mito es 10 que la humanidad tiene almacenado en su experiencia: que el asentamiento de la injusticia en el mundo es cosa de la libertad humana. La respuesta al Discours sur l'inégalité es Du contrat social, la construcción de un orden político basado en el supuesto o ficción de que los hombres contemporáneos --esos mismos cuya historia de la desigualdad acaba de describir- son iguales. Contra eso se rebela Benjamin cuando dice que hay que construir una historia que haga justicia a la experiencia de desigualdad que tienen los oprimidos. Siguiendo esta crítica al culto de conceptos abstractos que camuflan la realidad, Levinas llega a decir que la igualdad es in-moral. Lo que es moral, lo que hace brotar la fuente de la mora­ lidad es la diferencia del otro: «la moralidad no nace en la igualdad, sino en el hecho de que las exigencias infinitas, las de servir al pobre, al extranjero, a la viuda y al huérfano, convergen en un punto del universo» .19 La igualdad no es un principio moral por­ que, para el autor de «Lo ético como filosofía primera», la morali­ dad nace de la diferencia que supone la otroidad. 20 La igualdad vale ante la ley, pero para ser moral el sujeto moral tiene que asu­ 110 mir su singularidad incomparable y tiene que enfrentarse a sujetos que también son incomparables. La igualdad no puede afirmarse más que generando agravio en el juicio universal, pues así avanza la historia, «pisando algunas florecillas», como decía Hegel. Y re­ sume así su tesis: «la justicia no sería posible sin la singularidad, sin la unicidad de la subjetividad. En esta justicia, la subjetivi­ dad no figura como razón formal, sino como individualidad: la razón formal sólo se encarna en un ser en la medida en que éste pierde sU.elección y vale como todos los demás. La razón formal sólo se encama en un ser que no tiene la fuerza de suponer, bajo lo invisible de la historia, lo invisible del juicio» (Levinas, 1987,260). La razón formal construye el concepto de humanidad; para esa razón el hombre es número o copia de esa humanidad, es decir, tiene en propio lo que el concepto atribuye a la humanidad. Lo que esa razón formal se pierde es la posibilidad de ver bajo lo visible, lo invisible; bajo el triunfo, su costo social y humano. De ahí la inmo­ ralidad de un concepto tan ponderado como el de «humanidad", si entendemos por ello el concepto abstracto de hombre. La respuesta a la desigualdad histórica, es decir, causada por el hombre, no puede ser el igualitarismo, sino la memoria. ¿Que por qué? Porque ésta recuerda que las desigualdades existentes, causadas en el pasado por el hombre, tienen que ver con el pre­ sente. Nuestro presente está construido sobre esas injusticias pa­ sadas y nosotros, los presentes, somos los herederos de ese pasa­ do injusto desde el momento en que nos identificamos con las circunstancias de nuestro nacimiento. No somos paracaidistas, venidos de las nubes a un mundo con problemas; somos herede­ ros de un pasado. Unos heredan las fortunas Yotros los infortu­ nios, pero entre ellos hay una relación de responsabilidad. Por eso hay que plantear, frente a la estrategia del Contrato social que domina la democracia moderna, otra de la responsabilidad entre herederos de un pasado injusto. El papel de la memoria es devolvemos la mirada del oprimido. Ver el mundo con los ojos de las víctimas. ¿Cómo lo ven? De otra manera, de manera diferente, invertidamente. Theodor Adorno lo explica diciendo que esa mirada debe parecerse a la de aquellos condenados en la Edad Media que eran crucificados cabeza aba­ jo, «tal como la superficie de la Tierra tiene que haberse presenta­ do a esas VÍctimas en las infinitas horas de su agonía». 21 Veían el mundo de otra manera, con otra perspectiva. El film 111 Shoah de Claude Lanzmann se abre con una secuencia en la que un superviviente entrado en años, Simon Srebnik, avanza por la vereda de un pacífico bosque hasta que se detiene en un punto y dice «sí, éste es ellugan>. El testigo ve lo que nuestros ojos no adivinan. Nosotros vemos árboles y verdes prados y él descubre debajo de todo ese olvido lo que hubo en un tiempo, un campo de exterminio; si nuestros oídos sólo alcanzan a escuchar trinos de pájaros, el superviviente se ve asaltado por el terrible silencio que acompañaba al asesinato: «cuando se quemaba a 2.000 personas por día [...] nadie gritaba. Cada cual hacía su trabajo. Era silencio­ so, apacible, como ahora». Como ahora, pero con la diferencia de que el silencio actual a nosotros no nos dice nada, mientras que el suyo está lleno de experiencia del horror. La mirada de la víctima no es la guinda de la tarta, decoración externa de una realidad que nosotros ya conocemos bien. Nada de eso. Esa mirada es única y sólo ella permite una determinada visión de la realidad. Esa mirada ilumina la realidad con una luz propia, imprescindible si queremos conocer la verdad de la reali­ dad en la que vivimos. Pero ¿podemos construir una teoria de la justicia que privile­ gie la mirada de la víctima?, ¿no supone eso correr un riesgo exce­ sivo de radicalidad y unilateralidad? Lo que hay que entender es que existe una larga historia, una inveterada tradición, de expe­ riencia del sufrimiento, como nos acaba de recordar Benjamin cuando decía que para los oprimidos el estado de excepción es lo normal. Esa tradición ha podido ser marginada o no tomada en consideración por quienes decían 10 que es importante y lo que no lo es. Pero existe y conviene estar atento a sus brotes para caminar en ese sentido. La filosofía feminista,22 por ejemplo, ha elaborado una «ética del cuidado» que responde a esta tradición de la vícti­ ma. Esta ética, en efecto, plantea, a la hora de definir la estructura o las competencias morales, que lo importante no es el conoci­ miento de los principios morales, sino el desarrollo de buenas disposiciones, capaces de comprender las necesidades concretas; y por lo que respecta a la argumentación moral, entienden que no importa tanto aplicar correctamente la ley abstracta a casos y situaciones concretas, cuanto responder adecuadamente a la si­ tuación concreta; y en relación a los contenidos morales, ponen el acento en el cuidado solícito, más que en la preocupación univer­ sal; más en lo que diferencia que en lo común; más en la responsa­ 112 bilidad que en el derecho; en una palabra, piensan que es más importante responder al sufrimiento subjetivo que definir la in­ justicia objetiva. Esta última precisión es fundamental pues de ella deriva un tipo determinado, de responsabilidad. Si plantea­ mos la justicia como el compromiso derivado de una definición exacta de lo que objetivamente es justo o injusto, seremos respon­ sables de la injusticia que hayamos objetivamente cometido; pero si entendemos que el sufrimiento del inocente es injusto, seamos nosotros u otros, los culpables, entonces la justicia tiene que ha­ cerse cargo del mal en el mundo. Para esta «ética del cuidado», la justicia es la respuesta a la demanda de la víctima y no el estable­ cimiento de lo que es objetivamente justo o injusto. 6. La universalidad de la justicia. Toda justicia que se precie tiene que tener una pretensión de universalidad, es decir, no es un asunto sólo entre el otro y yo, sino que lo que yo le haga o 10 que él me exija debe valer en relación a otros, distintos de este otro, y debe valer también para otros, es decir, los demás deben poder compar­ tir mis pautas de comportamiento. Esta exigencia de universali­ dad, que caracteriza determinantemente a las modernas teorias de la justicia, parece tener dificultades en un planteamiento propio de la «justicia de la víctima», dado que aquí lo que prima es la aten­ ción intensa a las exigencias singulares. La dificultad podría for­ mularse así: si nos volcamos en el otro, ¿qué queda para los de­ más? Imaginemos el caso en el que no sólo Juan nos demanda atención especial, sino también Pedro y Santiago. Puesto que no nos podemos volcar en todos ¿habrá que atenderlos equitativa­ mente? Si así fuere estaríamos aceptando los planteamientos de la justicia moderna; y si no aceptamos criterios equitativos, habría que renunciar a la pretensión de universalidad de esta justicia. Lo que hay que decir, en cualquier caso, es que la pretensión de universalidad se puede entender de varias maneras. Para la justicia anamnética la universalidad no consiste tanto en la acep­ tación por todos de las mismas reglas de juego, sino en la «restitu­ tia in integrum sive omnium», es decir, es el reconocimiento del derecho de todos y cada uno de los hombres, también de los muertos y fracasados, a la recuperación de lo perdido. Ésta es una forma de universalidad, bien conocida en el judaísmo y en el cris­ tianismo, y a la que se refiere Walter Benjamin en el Fragmento Teológico-Polftico. 23 En el judaísmo, en efecto, tenemos la figura 113 cabalística del tikkun y en el cristianismo, la de apocatástasis. El ténnino tikkun expresa la idea de la redención entendida como vuelta de todas las cosas a su estado original o, como Benjamin traduce: es la «humanidad restituida, salvada, reestablecida». La misma idea queda recogida en el ténnino cristiano de apocatásta­ sis que evoca, por un lado, la idea de restitutio (reestablecimiento del estado originario de las cosas) y, por otro, la de un novum (anuncio de un nuevo futuro). Origen y futuro se dan cita en este concepto ya que el impulso revolucionario se alimenta de la ten­ sión de las cosas fracasadas hacia su realización. Una traducción política de esta idea la encontramos en la tesis doce, de Benjamin, cuando dice que la revolución se nutre «de la imagen de los ante­ pasados oprimidos y no del ideal de los descendientes libres» (GS I 1 700). Pero esta traducción política hay que entenderla como la fonna secularizada de un lugar teológico en el que se habla de la salvación de todo lo fracasado. Lo que todo esto indica es que no tenemos por qué imaginar­ nos la universalidad de la justicia exclusivamente como validez universal de un procedimiento, sino también como constante res­ cate de vidas frustradas, como proceso abierto de salvación de his­ torias olvidadas o como respuesta incesante a demandas de dere­ chos insatisfechos. Esta universalidad es la del valor absoluto del singular y no la del todo integrado por todos los singulares. Los dos modelos no tienen por qué ser alternativos; sí tienen, sin embargo, que establecer un orden. 24 Si entendemos la universalidad como un todo integrado, entonces el modelo de justicia será el clásico de imparcialidad. La justicia será vista en este caso como limitación de la violencia de unas partes sobre otras (la teoría del consenso es la forma más refinada de una justicia fundada en la neutralización del poder o de la violencia que unos puedan ejercer sobre otros, de ahí, como ya hemos dicho, la importancia de la «simetría» en la decisión, simetría que se consigue neutralizando las presiones violencia] sobre la libertad). Pero si entendemos la universalidad como restitutio in integrum, entonces el acento se pondrá en mode­ rar o modular la fuente originaria de la justicia anamnética; como esta fuente es la responsabilidad absoluta hacia el otro, la justicia consistirá en la limitación de la extravagante generosidad hacia el otro, hacia el sufrimiento ajeno; ahí el derecho estará siempre re­ querido a beneficiar y comprender las demandas singulares. 114 7. El alcance de la memoria. Para la justicia de la memoria la víctima no es, ya lo hemos dicho, un adorno, sino la referencia fundamental. Eso está bien, pero ¿qué significa real y no retórica­ mente? La línea divisoria entre la realidad de la afinnación y la re­ tórica son los muertos: ¿alcanza la justicia a los muertos mismos? Reflexionemos sobre el alcance de la memoria de las víctimas. En el debate que el ffiósofo Jürgen Habennas25 ha mantenido con el teólogo Johannes Baptist Metz sobre la llamada «razón anam­ nética», reconoce que esa categoría de memoria está dotada de «una fuerza mística capaz de operar retrospectivamente la recon­ ciliación», es decir, la memoria implica la salvación de la víctima o, dicho en ténninos más familiares, que la memoria passionis es también una memoria resurrectwnis. La «fuerza mística» remite a un orden teológico que es el que es capaz de hacer justicia a los muertos. Si la memoria comporta todo eso, habría que pensar que los prisioneros de los campos de concentración nazi cuando explican que lo que les sostenía en la vida era la necesidad de contar todo aquel horror, lo que estaban planteando era la salvación de las víctimas mediante la actualidad de su recuerdo. No sólo querían recordarles como muertos, sino para ser salvados. Habennas no puede aceptar esa capacidad salvífica que pone el mesianismo en el recuerdo. Y no lo puede aceptar por una ra­ zón que excede el «potencial semántico» que se puede pennitir una conciencia racional como la nuestra. Es decir, los supervi­ vientes de los campos de concentración exageraban, esperaban demasiado del recuerdo. Confundían supervivencia en el recuer­ do con esperanza teologal. Nos estamos acercando al epicentro de la justicia anamnética: saber si la memoria es capaz de hacer justicia a los derechos de las víctimas. Quizá nos pueda ayudar el debate entre Horkheimer y Benjamín a propósito del sentido y contenido de la memoria (Ein­ gedenken). Ambos están de acuerdo en el deseo, anhelo o exigencia de una justicia absoluta. Lo que les diferencia es el alcance del poder de la memoria: 26 Benjamin entiende que la memoria, a diferencia de las ciencias históricas, puede abrir expedientes que éstas da­ ban por cerrado. ¿Qué quiere decir? Pues que la memoria puede mantener vivos derechos o reivindicaciones que para la ciencia han prescrito o están saldados. 115 Horkheimer le replica, no sin ironía, que sólo sobreviven al tiempo los derechos de los vencedores que suelen ser los domi­ nantes en el presente. Los de las víctimas, empero, decaen, ya que los muertos, muertos están: «la afirmación de que el pasado no está cancelado es idealista [...] La injusticia pasada ocunió y se acabó. Los vencidos están definitivamente vencidos».27 Y si Ben­ jamin se empeña en reconocerles derechos pendientes habrla que recunir a la hipótesis del Juicio Final con su Dios justo y todopo­ deroso. Ahora bien, dice, eso es teología. En su respuesta Benjamín señala que: <<la crítica a ese razona­ miento consiste en entender la historia no como ciencia, sino como memoria. Lo que la ciencia puede cancelar, pueda abrirlo la memoria [...] Eso es teología. Claro que en el recuerdo hacemos una experiencia que nos prohíbe interpretar la historia a-teológi­ camente, aunque tampoco nos es permitido recunir a categorías teológicas».28 Una cosa es decir que ahí hay una injusticia. otra cosa reconocer que puede ser saldada. Horkheimer defiende el primer punto de vista y lo hace porque sin él no habría manera de mantener la exigencia de una justicia absoluta. Benjamin mantie­ ne la actualidad de los derechos de las víctimas. Uno y otro establecen una relación entre la reproducción del mal y el recuerdo de los derechos de los vencidos, de tal suerte que si prescriben éstos nada impediría que el crimen se siga repitien­ do. El propio HorldIeimer, que no quiere transcender el umbral de lo permisible a la filosofía, lo expresa en términos tan sinceros como dramáticos «el crimen que cometo y el sufrimiento que causo a otro sólo sobreviven, una vez que han sido perpetrados, dentro de la conciencia humana que los recuerda, y se extinguen con el olvido. Entonces ya no tiene sentido decir que son aún verdad. Ya no son, ya no son verdaderos: ambas cosas son lo mis­ mo. A no ser que sean conservados... en Dios: ¿puede admitirse esto y no obstante llevar una vida sin Dios? Tal es la pregunta de la filosofía».29 Lo que alú se dice el filósofo Horkheimer es que el crimen, una vez cometido, sólo existe si sobrevive en la memoria de los hombres. Si se produce el olvido, el hecho deja de existir y, por tanto, la injusticia causada queda definitivamente archivada y, en ese sentido, resuelta. Si las atrocidades dejan de ser recorda­ das, pierden la existencia y, por tanto, desaparece toda pretensión de validez de sus demandas. Quien, sin embargo, se rebele contra ese arcruvo porque piensa que se cometió una injusticia que cIa­ 116 ma por sus derechos, quien crea en la justicia, es decir, quien crea que ahí hay una causa pendiente, ése tendrá que recunir a la memoria divina, único lugar en el que, pese al olvido del hombre, se sigue reconociendo la causa de la víctima. Y ésa es la aporla del filósofo: si cree en la justicia se encuentra con Dios, pero Dios no es un negociado de la filosofía; pero si se desentiende de Dios, se hace cómplice de la injusticia que supone el olvido. Tal es el gran asunto de la filosofía, una pregunta aporética pues si crees en la justicia, tendrás que recunir a Dios, pero si recurres a Dios, aban­ donas el terreno de la razón y del mundo en el que la justicia debe de tener lugar. Horkheimer parece tirar por la calle de en medio al buscar la alianza de la memoria divina (de la religión) para evitar que el crimen se repita. Si el crimen es olvidado es como si prescribiera y entonces el asesino puede volver a hacer de las suyas. Éste no es el punto de vista de Benjamín, que no renuncia a que los derechos de las víctimas sean satisfechos. El problema no es sólo la protec­ ción de nuestras vidas (recordar para que la barbarie no se repita), sino la injusticia pasada. La memoria pretende actualizar la con­ ciencia de una injusticia pasada, mientras que el olvido la cancela, con lo que se hace cómplice de la injusticia. Éste es el punto: memoria es denuncia de la injusticia y olvido es sanción de la injusticia. Si gracias a la teología podemos hablar de algo tan extrava­ gante como la actualidad de derechos de unos muertos que ya no son sujetos de derechos, ¿qué es lo filosóficamente digerible de ese planteamiento? pues que el recuerdo de las víctimas significa un modo de solidaridad con ellos que deja abierta la puerta a la realización de la esperanza. La filosofía no tiene fuerza para cum­ plirla, ni garantía de que se cumplirá, pero está abierta a su posi­ bilidad pues la cree justa, más allá de sus propias posibilidades de realizarla. Detengámonos un instante para repasar el hilo conductor de esta visión de la memoria. Hay como una gradación en su capaci­ dad. a) En el primer nivel, la memoria tiene por tarea evitar la repetición de la catástrofe. Si olvidamos el pasado, el crimen pa­ sado, nada impide que el asesino ande suelto. Y que la historia se repita. Si olvidamos la injusticia o si la damos por prescripta, en­ tonces todo es posible, todo está permitido. El acento está puesto, en este primer momento, en los supervivientes; b) pero en ese 117 caso, ¿qué pasaría, se diría Benjamin, con las injusticias cometi­ das con las víctimas?, ¿qué sacan en limpio las víctimas para sí mismas? El recuerdo mantiene vivos, vigentes, los derechos que una vez le fueron negados o pisoteados. La memoria equivale en­ tonces a exigencia de justicia y olvido es sanción de la injusticia. La memoria no es un adorno sino un acto de justicia. ¿Cómo explicar la complicidad entre olvido e injusticia? Pen­ semos en el holocausto judío. El olvido de Auschwitz se substan­ cia en seguir adecuando nuestras pautas de comportamiento a la lógica de la barbarie que entonces derivó hasta Auschwitz, pero que hoy sigue entre nosotros, aunque mostrando su lado más amable. Lo propio de esa lógica es la reducción del hombre a nuda vida. Recordar Auschwitz es reconocer a todo hombre el derecho a la felicidad y, por tanto, reconocer las demandas de justicia que plantean las víctimas de la historia. Tenemos pues, que cuando denunciamos el olvido no es porque echemos de me­ nos conmemoraciones o celebraciones del pasado; la denuncia no se refiere al hecho del pasado, a que no tengamos presente el pasado, sino a que consideremos ese pasado como clausurado. Y damos el pasado por clausurado si archivamos todas las causas pendientes con las víctimas del pasado, es decir, si nos resigna­ mos a pensar que los muertos bien muertos están y nada hay ya que se pueda hacer por ellos. Esa forma de clausura, de archivo o de prescripción del pasado puede ser perfectamente compatible con las formas habituales de conmemoraciones o celebraciones del pasado. El olvido del que aquí hablamos no se refiere tanto al hecho del pasado cuando a los derechos de las víctimas que cla­ man por su justicia. Una víctima cuyo expediente se archiva, que­ da contabilizada como costo del progreso. e) Ahora bien, si la memoria es un acto de justicia, entonces no podemos frustrar a las víctimas, ofreciéndoles, por ejemplo, una justicia... retórica. Es aquí donde interviene con fuerza el teó­ logo cuando recuerda que la injusticia en cuestión consiste en la privación de la felicidad de las víctimas. Lo que está en juego no es sólo el reconocimiento del derecho a la felicidad de las víctimas, sino mucho más: la exigencia de felici­ dad, de esa felicidad que tuvieron tantos seres humanos y de la que a ella se les privó injustamente. Muchos, como el teólogo Metz,30 han reconocido en ese fuerte materialismo -la felicidad aquí y ahora- el genio judío. Ante la desgracia o ante la injusticia el pue­ 118 blo judío clama por su derecho a la felicidad, aquí y ahora. Ésta denota, por un lado, incapacidad para refugiarse en los mitos o en las construcciones ideales, como hacían lo demás pueblos; pero, por otro, también le aleja del derecho romano, es decir, de una cultura en la que los crímenes prescriben y los derechos caducan sea por insolvencia del infractor sea por el trascurso del tiempo. Incapacidad pues, para la tragedia y para la imaginación jurídica de la prescripción. Ésa es su «pobreza de espíritu». Llama la aten­ ción que para la fIlosofía moderna actitud tan materialista como la del judío reivindicando, como Job, la felicidad aquí y ahora, contra viento y marea, sea declarada por un Habermas «exigencia místi­ ca» y, sin embargo, se reserve el realismo materialista a la arbitra­ ria reducción de la felicidad a la vida de los vivos. 31 Si no queremos expoliar el sentido de las víctimas, con inter­ pretaciones en favor de la especie o con promesas que no les afec­ tan, hay que plantearse, dice Metz, rigurosamente el destino indi­ vidual, el sentido de las esperanzas e ilusiones de la víctima en concreto. Y responde el teólogo: la tradición bíblica recuerda a los vencidos, recoge sus demandas y reconoce sus derechos incum­ plidos. Los reconoce en el sentido de que puede darles satisfac­ ción. Se entiende que el teólogo pueda darles satisfacción porque de entrada cuenta con un Dios que es Dios de vivos y muertos. Según el teólogo, sólo un Dios de vivos y muertos permite a Hom­ heimer hablar de anhelo de justicia absoluta y a Benjamin de la actualidad de los derechos de las víctimas, es decir, sólo la existen­ cia de un lenguaje teológico explica la especulación filosófica de Horkheimer. Hay pues dos lenguajes: el teológico y el filosófico. ¿Cuál es la relación entre ellos? Tendemos a confundir los límites del lengua­ je con el destino de las víctimas. Si el lenguaje es, para unos, teoló­ gico y, para otros, filosófico ¿quiere decirse que las víctimas ges­ tionadas por el lenguaje teológico podrían disfrutar de la felici­ dad, mientras que las gestionadas por el lenguaje filosófico ten­ drían que contentarse con ser principio explicativo de la justicia absoluta? A eso se opone radicalmente Metz. No acepta que cada disciplina cultive tranquilamente su parcela. Ambos tienen, en efecto, un punto de partida común: plantearse el sentido de la historia desde las víctimas inocentes. Los discursos pueden ser diferentes pero los sujetos son siempre los mismos. Si Metz echa mano de un concepto, como el de Dios, que ya tiene de antemano, 119 no es para sentar doctrina, sino «porque se lo piden las víctimas [...] la resignación ante la falta de sentido de las muertes se tradu­ ce en mera palabrelia cuando están en juego los intereses de los vivos», o, también, "las utopías acaban siendo la última treta de la evolución si resulta que sólo existen ellas y no Dios",32y es que las utopías no pueden sino mostrarse indiferentes respecto a las vícti­ mas: «respecto a los muertos (las utopías) sólo tienen palabras vacías, promesas vanas». 33 La osadía del teólogo es la de espetar al filósofo que no hablia justicia anamnética si no hubiera un Dios con memoria infinita. 8. Dos lenguajes diferentes: por un lado, el de la teología que habla de esperanza para vivos y muertos; por otro, el de la filoso­ fía que sólo habla de vigencia de los derechos de las víctimas o de anhelo de una justicia absoluta. ¿Puede haber una mediación en­ tre ellos?, ¿puede mantenerse el anhelo de justicia sin la religión? Más que aventuramos por el camino de la construcción teóri­ ca de una mediación, quizá convenga escuchar al testigo. Al evo­ car esta figura pienso en lo que ha significado para la compren­ sión o el conocimiento de Auschwitz. El testigo no es un informa­ dor cualificado de un hecho, sino que es testigo de la verdad, es decir, su testimonio es fundamental para establecer la verdad de los hechos y la veracidad de una teolia, por ejemplo, de la justicia. Tomamos prestada la figura del testigo de los campos de con­ centración. Es una figura trágica pues si, por un lado, es un super­ viviente del horror, también ha sido, por otro, un privilegiado al que se le ahorró apurar el cáliz del sufrimiento. Ellos lo saben por eso dice Primo Levi,34 por ejemplo, que los auténticos testigos son los que no volvieron, ni tienen voz, los musulmanes, por ejemplo. Hablan en nombre de los que no tienen voz, por eso si su testimo­ nio no remite al silencio de los que más saben pero no hablan, será un fiasco. Para perfilar la figura del testigo no es ocioso contraponerla a otra que nos es mucho más familiar, la del intelectual. También ésta es una voz autorizada, reconocida por la opinión pública, que defiende o denuncia hechos sociales, pero desde el exterior. En tiempos de crisis se echa de menos la voz del intelectual cuya autoridad indiscutida podrta marcar al resto de los mortales un rumbo. Lo que está ocurriendo en estos tiempos, sin embargo, no es la ausencia de estas voces, sino su irrelevancia. Observemos, en 120 efecto, que después de los atentados terroristas a las Torres Ge­ melas de Nueva York, el 11 de septiembre del año 2001, se han multiplicado en el mundo civilizado los artículos de opinión que denuncian la reacción militar de Estado Unidos y aliados, por traducir justicia con venganza, sin que esas masivas denuncias de intelectuales hayan hecho la menor mella en sus respectivos Go­ biernos y en sus correspondientes sociedades. Si la clitica del in­ telectual no cuaja en indignación, ¿no será porque carece de la autoridad moral que tiene el testigo? El testigo habla en nombre de las víctimas porque es una de ellas y dice la palabra que ellas sólo pueden decir. Esa palabra no coincide con la del «americano medio», ni tampoco con la del ideólogo, porque lo que tratan de expresar es la experiencia de las víctimas y no los miedos o los cálculos de los demás. Pensemos un momento en las palabras o preguntas de los tes­ tigos de Auschwitz. Me voy a referir a dos: a Elie Wiesel y a Etty Hillesum. Elie Wiesel cuenta ese escalofriante momento en el que, al volver del trabajo, fueron convocados a la plaza del campo para presenciar la horca de tres prisioneros, uno de ellos era pipel, un niño de ojos tristes. Al pasarles el verdugo el nudo corredizo por el cuello gritaron «viva la libertad», mientras que el pequeño no decía nada. "Pero ¿dónde está Dios?, se preguntó alguien de­ trás de mí. A una señal del jefe del campo, las sillas se derrumba­ ron [...] De nuevo volví a oír a mis espaldas la misma voz pregun­ tando ¿pero dónde está Dios? Entonces sentí que una voz dentro de mí respondía: ¿que dónde está Dios? Está ahí, colgado de ese patíbulo...».35 El testigo cuestiona la existencia del Dios en quien confiaban. El otro testimonio, que va en dirección opuesta, es el de Etty Hillesum,36 una testigo muerta en Auschwitz y que nos ha dejado un conmovedor diario y unas cartas escritas en el campo de Westerbork, Holanda. Para esta joven, que escribe desde den­ tro de un campo en el que está voluntariamente, «toda Europa es un campo» de suerte que no hay un exterior desde el que plantear­ se la superación del fascismo y lo que conlleva. No hay más salida que la maduración espiritual desde el sufrimiento. Así se puede lograr una superioridad espiritual con la que construir un nuevo futuro. Esa superioridad espiritual se concreta en una fórmula sorprendente y hasta absurda: «ayudar a Dios». ¿Qué Dios es ese al que hay que salvar o ayudar? La propuesta deja de ser absurda si entendemos lo que quiere decir: que ha habido figuras morales, 121 corno la de la justicia absoluta, que el mundo las ha conocido de manos de la religión; después del eclipse de Dios en Auschwitz, es el hombre el que tiene que hacerse cargo de esa herencia moral. Del hombre es, a partir de ahora, la responsabilidad por el sufri­ miento del mundo. El sufrimiento de las VÍctimas afecta a la hu­ manidad del hombre y también a la divinidad de Dios. He ahí dos planteamientos desmesurados de los testigos: la muerte de Dios en la horca y la responsabilidad absoluta del hom­ bre frente al sufrimiento. Si el testigo es mediador entre la teología y la filosofía, difícilmente lo es en el sentido de que tienda puentes, sino más bien en el sentido de que hacen preguntas que rompen nuestros esquemas y nos obligan a pensar de nuevo lo divino y lo humano. No hay sosiego, ni filosófico ni teológico, mientras no se nos anuncie que la restitutio in integrum ha tenido lugar. NOTAS 1. El caso más reciente es el de Tzvetan Todorov, Les abus de la mémoire, Arlca, París, 1998,26. 2. P. Ricoeur habla resignadamente de esta «résurgence de l'esprit de vengeance achaque stade du long proeessus a travers lequel notre sens de la justice tente de smmonter son enracinement dans la violence» (en P. Ri­ couer, «Justice et vengeance., en Le juste 2, Seuil, París, 2001, 265-266). La presencia de la violencia en la justicia -que reviste al noble concepto de justicia de toda la ambiguedad imaginable- está bien recogid<l en nuestro lenguaje ordinario. Decimos «sol de justicia» para indicar que cae inmiseri­ corde sobre los humanos, y llamamos justicia, no sólo al juez, sino también al mismísimo verdugo. 3. Jean Améry, Más allá de la culpa y de la expiación, Pre-textos, Valen­ cia, 2001. 4. Para el desarrollo de este punto remito al cap. N, «Justicia y memo­ ria», de mi próximo libro Vigencia de Auschwitz (en preparación). 5. S. Nino, «Justicia», en E. Garzón Valdés y F. Laporta (eds.), Justicia y Derecho, Edallrrotta, Madrid, 1996,478. 6. .Para Rawls es irrelevante cómo llegaron a su situación actual los que ahora se hallan en grave necesidad; la justicia es asunto de modelos presentes de distribución, para los que el pasado es irrelevante», dice críticamente McIntyre (Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, 305). 7. Herodoto cuenta la sublevación de Jonia, en el 494 a.C., que fue sofo­ cada a sangre y fuego por los persas. En represalia se quedaron con Mileto, a la que despoblaron, quemando sus santuarios. Los atenienses reaccionaron con grandes señas de dolor y duelo. Ocurrió entonces que «Phrynikus puso en escena una tragedia -La toma de Mi/eto-, por él compuesta, consiguien­ 122 do que todo el teatro se fundiera en lágrimas». Entonces los poderes políticos atenienses "le impusieron una multa de mil denarios por haberles recordado las desgracias que les concernían tan directamente, ordenando que nadie hi­ ciera uso de esa tragedia". Ésta es la figura originaria de la famosa amnistía (cf. Nicole Loraux, «De I'amnistie et de son contraire», en Usages de la rné­ moire. Collaque de Royamont, Seuil, París, 1988,24 Y ss.). 8. Este convencimiento produce una de las perversiones más lacerantes de la política. Me refiero al escaso valor que tiene, para el Estado y para los terroristas, la cantidad de víctimas. Uno y otros saben, en efecto, que el día que los terroristas dejen de matar el Estado cerrará los ojos con los muertos. El resultado es la banalización de la victima. 9. Para un estudio de la tesis benjaminiana remito a las referencias que doy en Reyes Mate, Heidegger y el judaísmo, Anthropos, Barcelona, 1988, 86 Y ss. El lugar crucial que juega la palabra en la justicia queda magistralmente ilumina­ do en la biografia que Jiménez Lozano dedica a fray Luis de León. Le persiguen, le acusan y le encarcelan por el trato que da al lenguaje. fray Luis se empeña, en efucto, en entresacar de la palabrería el nombre, poniendo concierto en las fra­ ses, dando su lugar a cada palabra, buscando la armonía «porque no sé otro romance que el que me enseñaron mis amas». Y comenta Jiménez Lozano que, en su proceso, Fray Luis de León se yergue «para, frente al lenguaje docto y latinil.ado de sus acusadores, sostener la primacía del lenguaje que nombra, el lenguaje carnal y verdadero de aquellas mujeres que a él le en~eñaron el habla» (cf. Jiménez Lozano, Fray Ú{is de León, Omega, Barcelona, 2001, 120). La litera­ tura que se encamina hacia el nombrar desencadena una convulsión política. 10. Cf. Reyes Mate, Memoria de Occidente, Anthropos, Barcelona, 1997, 231 y ss. 11. J.B. Metz, "Wohin ist Gott, wohin ist denn der Mensch?», en F.X. Kaufmarmy J.B. Metz, Zufunftsfiihigkeit, Herder, Freiburg, 1987, 141. 12. W. Benjamin, Gesammelte Schrifien, 1 1 697. 13. Cf. Reyes Mate, "Sobre el origen de la igualdad y la responsabilidad que de ello se deriva», en Reyes Mate (ed.), Pensar la igualdad y la diferencia, Visor, Madrid, 1995,77-93. 14. J.J. Rousseau, Du Contral Social (1." versión),lib. 1, cap. V (<<je cher­ che le droit et la raison et ne dispute pas de faits», en Oeuvres completes, III, Pléyade, París, 1964, 297). 15. • TI est aísé de voir que c'est dans ces changements successifs de la constitución qu'il faut chercher la premiere origine des différences qui distin­ guent les hommes; lesquels, d'un commun aveu, sont naturellement aussi égaux entre eux que I'étaient les animaux de chaque espece avant que diver­ ses causes physiques eussent introduit dans quelquel-unes les varié tés que nous y remarquons» (en Discours sur l'inégalité, ¡bíd., 128). 16. J.J. Rousseau, Discours sur l'origine de l'inégalité, ¡brd., 164. 17. .Si je me suis étendu si longtemps sur la supposition de cette condi­ tion primitive, c'est qu'ayant d'anciennes errenrs et des préjugés invéterés a détruire j'aí cru devoir creuser jusqu'l\. la racine, et montrer, dans le tableau du véritable état de nature, combien l'inégalité, meme naturelle, est loin d'a­ volr dans cet état autant de réalité et d'influence que le prétendent nos écri­ vains» (Discours surl'inégalité, ¡brd., 160). 123 18. Derathé insiste en la continuidad entre el Discours sur l'inégalité y Du Contrat Social, de tal suerte que ésta es la respuesta moral a los problemas que aquél plantea. y cita al propio Rousseau: «fout ce qu'il y a de barrli dans le Contrat Social était auparavant dans le Discours sur l'inégalité. (en Confes­ sions, liv. IX, VIII) (cf. Derathé, o.c., 131). De esa responsabilidad se hace cargo el Contrat Social. 19. CE E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca, Sígueme, 1987, 260. 20. Cf. E. Levinas, Ethique comrne philosophie premiere (préfacé par J. Rolland), Rivages Poche, París, 1998. También dice en TI que .la bondad consiste en implantarse en el ser de tal modo que el Otro cuente allí más que el yo mismo» (261). 21. Citado en el esclarecedor trabajo de JA Zamora, «Civilización y bar­ barie. Sobre la Dialéctica de la Ilustración en el 50.° aniversario de su publica­ ción», Scripta Fulgentina, 14 (1997), 264. 22. Véase el resúmen, en el capítulo VI, que ofrece W. Kimlicka, Contem­ porary Polítical Philosophy: an Introduction, Oxford University Press, 1992. 23. Remito a la traducción que propongo en Reyes Mate, Mfstica y polfti­ ca, EVD. Estella, 1990,63-64. 24. Un esfuerzo por articular las dos tradiciones de justicia la representa Levinas cuando inserta la justicia legal en la inspiración talmúdica de la justi­ cia (cf. S. Moses, «L'idée de justice dans la philosophie de E. Levinas», Archi­ vio di FilDsofia, 13 [1993], 447-461). 25. J. Habermas, «Israel y Atenas o ¿a quién pertenece la razón anamné­ tica» , Isegona, 10 (1994), 107-117. También en el mismo número, mi res­ puesta, R. Mate, "La herencia pendiente de la razón anamnética», 117-133. La misma idea se encuentra en Bartolomé de las Casas, cuando dice que «del más chiquito y el más olvidado tiene Dios una memoria muy reciente y muy viva» (<<Carta al Consejo de Indias» [1531], en Obras escogidas [ed. de L. Pé­ rez de Tudela], BAE, Madrid, 1957-1958, vol. V, p. 44, col. b). 26. H. Peukert, Wissenschaftstheon'e, Handlungstheorie, Fundamentak Theologíe, Suhrkamp, 1978, 306. 27. Cf. carta del 16-III-1937, en GS VI 588-589. Para el punto de vista de M. Horkheimer, véase la excelente recopilación de textos efectuada por J.J. Sánchez en M. Horkheimer, Anhelo de justicia, Trotta, Madrid, 2000. 28. W. Benjamin, Gesammelte Schriften, V 589. 29. M. Horkheimer, Apuntes, 1950-1969, Monte Ávila, 1976, 16. 30. Para el pensamiento del teólogo Metz remito a J.B. Metz, Por una cultura de la memoria, Anthropos, Barcelona, 1999. 31. Esta paradoja, con evidentes tintes ideológicos, ha sido denunciada eficazmente por M.-D. Chenu: «es en el materialismo en donde los pobres han puesto la esperanza de su dignidad, mientras que el espiritualismo era el intento de una negación materialista de la materia. (tomo la cita de J. Jimé­ nez Lozano Sobre judEos, moriscos y conversos, Ámbito, Valladolid, 1982,25). Los pobres ponían toda su dignidad y, por tanto, todos sus valores espiritua­ les en algo tan material como participar de los bienes de la tien-a; los materia­ listas de todo tiempo, sin embargo, descalifican esa pretensión por «idealis­ ta», «utópica», etc., como si lo único materialista fuerd no sólo la posesión fáctica de que ellos disfrutan sino la legitimación de la posesión. llegamos 124 así a la sorprendente paradoja de que los predicadores del «espiritualismo» son los realistas defensores de su propia y excluyente materia. 32. Cf. Metz, Glaube in Geschichte und Gesellschaft, Grünewald, 1977, 170. 33. Ibúl., 130. 34. "Al cabo de los años se puede afirmar hoy que la historia de los Lager ha sido escrita casi exclusivamente por quienes, como yo, no han llegado hasta el fondo. Quien lo ha hecho no ha vuelto, o su capacidad de observa­ ción estuvo paralizada por el sufrimiento y la incomprensión>, escribe Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Muchnik, Madrid, 2000, 16. 35. Elle Wiesel, La nuit, Seuil, París, 1969, 73-74. 36. Etty Hillesum, El coraz.ón pensante de los barracones. Cartas, Anthro­ pos, Barcelona, 2001. 125