El ciego Bartimeo El evangelista san Marcos nos invita en esta tarde a un encuentro muy especial con Jesús. El evangelio, la Buena Noticia, no es, como sabemos, sólo un mero anuncio del bien que Jesús hizo a diferentes personas en distintas situaciones. En cada uno de los personajes del Nuevo Testamento sale también algo de mi propia personalidad al encuentro del Señor. De ahí que el bien que Jesús ofrece en cada pasaje evangélico quiere ser también un bien para mí, aquí y ahora, en mi circunstancia personal y concreta, hoy. Jesús viene a salvarnos. No sólo se hizo hombre igual que nosotros, sino que ha querido asegurarnos que en cualquier dolencia o limitación, duda o anhelo, incluso rechazo o rebeldía Él va a estar junto a cada uno de nosotros. Él viene a enderezar lo torcido, a curar nuestras heridas, Él va en busca de nosotros si nos perdemos, incluso carga sobre sus hombros nuestras culpas. Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo. Así nos lo ha prometido y Él es fiel. Todas las escenas del Evangelio nos transmiten una dinámica, un movimiento. No son cuadros muertos que se nos invita a contemplar simplemente. Son escenas vivas. Abriéndome al Espíritu divino Él me explicará hoy esta Palabra de Dios , me adentra en ella, me convierte en parte activa, en una palabra: me lleva al encuentro con Jesús. San Marcos nos ofrece la narración del encuentro del ciego Bartimeo con Jesús en un momento estratégico muy importante de su evangelio: justo al acabar la sección sobre el seguimiento y antes de comenzar la subida definitiva de Jesús a Jerusalén que culminará en su pasión, muerte y resurrección. Jesús acababa de explicar a sus discípulos las condiciones del seguimiento: hacerse como los niños, es decir, unos criadillos; la renuncia a los bienes; la necesidad de asemejarnos a Él en su ignominia bebiendo el cáliz que Él va a beber; y finalmente el servicio incondicional a los demás, es decir, desde abajo, buscando en todo el último lugar . Después de la narración del ciego Bartimeo Marcos nos convocará a acompañar al Maestro en la etapa más difícil de su vida -su pasión y muerte- que se abre con su entrada mesiánica en Jerusalén. Pero, ¿qué sentido tiene aquí el relato del ciego de Jericó? La perícopa no está puesta casualmente justo en medio entre la doctrina del seguimiento y su realización. Es como si el evangelista nos quisiera decir: Este encuentro entre Jesús y Bartimeo contiene un mensaje que no debes pasar por alto si quieres de verdad seguir al Maestro hasta el final. De ahí que nos viene muy bien detenernos en esta perícopa precisamente en vísperas de la Semana Santa que comienza el próximo Domingo de Ramos. Vamos a ver qué nos dice el texto: Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y dijo: Llamadle. Llaman al ciego, diciéndole: ¡Ánimo, levántate! Te llama. Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le dijo: Rabbuni, ¡que vea!. Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino (Mc 10, 46-52) Con la muchedumbre en torno a Jesús contrasta la figura de Bartimeo. No sólo está ciego, sino que es también un mendigo. Él es la imagen condensada del desvalimiento total: no ve, no puede conocer el camino; está necesitado de orientación por medio de otros, siempre ha de ser llevado por alguien. Pero, ¿por quién? y ¿adónde? Este camino aún no tiene sentido ni meta para él. La mendicidad le condena a vivir de lo que los demás le dan; la ceguera le impide valerse por sí mismo para salir de su condición de mendigo. Toda su existencia es pura necesidad y lo que es peor: es una vida que no cuenta para nadie. Su condición le condenaba prácticamente a la inexistencia. Pero lo que llama la atención en el caso de Bartimeo es que precisamente también por eso él vive como un cuenco abierto. Su miseria no le ha cerrado sobre sí mismo. Al contrario, todo su ser es oido abierto, corazón en vela. Hasta ahora sólo ha oido hablar de Jesús. Aún no se ha producido el encuentro, pero la voz en el hondón de su corazón le indica como una brújula certera que Jesús no es un profeta más, sino el Anunciado por ellos. Entre las voces de la muchedumbre oye que pasa Jesús. Desconocemos durante cuántos días, cuántos meses Bartimeo solía sentarse cada día junto al camino. No sabemos el tiempo que permanecía ya al borde de una situación cuyo futuro siempre estaba vinculado a la oscuridad y la dependencia, a la exclusión y la humillación. Pero ahora algo nuevo irrumpe en su vida. Es como si por primera vez se abriera el horizonte hasta entonces totalmente cerrado. Su grito, cuya intensidad está en proporción a toda su indigencia, parece recoger la esperanza en el Mesías de todas las generaciones anteriores a él. No es una voz que cae en el vacío. No es un grito de desesperación. Bartimeo, animado por al presencia de Jesús, el Enviado del Padre, se convierte en portavoz de todos los pobres y humildes de la tierra que nunca han dejado de esperar en la llegada del Dios-con-nosotros. ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!. Este grito es al mismo tiempo una confesión y una petición, el reclamo de un encuentro con su Salvador que nadie puede exigir, sólo aguardar, pedir, anhelar... hasta que le sea regalado. La fe de Bartimeo resulta incómoda a la muchedumbre. Ella no busca el encuentro con Jesús, sino que se deja llevar. La fe del mendigo les echa en cara su propia incredulidad. Por eso quieren acallar la voz del ciego que sin ver cree mientras que ellos, aunque tienen ojos, no ven. Ni siquiera los discípulos captan la situación, porque aún no han comprendido el mensaje que el Maestro les ha intentado trasmitir en largas horas de convivencia. Este indigente, sin embargo, conoce mejor que ellos quién es Jesús. En su insistencia (Pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!) encarna al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector que cree con todo su ser en Aquel que levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre. Y Jesús se detiene. Es este pequeño, pero soberano gesto del Señor que anuncia el cambio de la situación (como cuando, en la escena de la tempestad, se levanta para increpar al viento y al mar). En medio de la muchedumbre se detiene, fijándose en el único que le reconoce sin haberle visto, ni siquiera tocado, como en caso de la hemorroisa . Todavía no se han visto y, sin embargo, este gesto de Jesús es una declaración abierta de que este pobre e indigente ciego es uno de los preferidos del Padre, destinatario de su salvación y de las bienaventuranzas. No soy uno más para Jesús. Soy un tú único e inconfundible, digno de ser amado por Él. Jesús le llama. No es ni siquiera una llamada directa. ¡Cuántas veces Dios se sirve de mediaciones para llamarnos! Su llamada pone en pie a Bartimeo. Todo su ser tiende hacia Él, como busca la cierva corrientes de agua. No es una llamada cualquiera. Al llamarle, Jesús le trata como un igual, le restituye la dignidad que todavía nadie le había reconocido. Y ahora la pregunta inesperada, casi desconcertante: ¿Qué quieres que te haga? ¿Acaso Jesús no conoce la necesidad de Bartimeo? Y podemos añadir: ¿Acaso no conoce mi indigencia? ¿Qué quieres que haga por ti? Con la pregunta le tiende un puente, ella es la oferta de su salvación y sanación como muestra de su predilección y una invitación a formar parte del círculo de sus amigos. Pero al mismo tiempo, Jesús le descubre también la verdadera raíz de la ceguera y de la más profunda indigencia: no reconocerle a Él como quien es, Señor y Dador de vida. Preguntándole, Jesús le allana a Bartimeo el camino hacia su propia interioridad para que tome conciencia de su verdadera necesidad. Sólo así se podrá dar el auténtico encuentro, porque es en la raíz de su oscuridad e impotencia donde quiere prender la salvación de Dios como luz. Pero es más. La pregunta ¿qué quieres que haga por ti? contiene implícitamente también esta otra: ¿Quién soy YO para ti? No basta encontrarnos con Jesús. Es necesario optar también por Él para que pueda desplegarse en nuestra vida toda su fuerza sanadora. Llama la atención el título con que Bartimeo se dirige a Jesús: Rabbuni, es decir, ¡Mi Señor, mi Maestro, mi Todo!. Es el mismo nombre que María Magdalena da a Jesús en su encuentro con el Resucitado después de reconocerlo como quien es: el SEÑOR (cf. Jn 20, 16b). Llamándole a Jesús así, Bartimeo hace una confesión de fe y con ella la entrega de todo su ser al Señor de la vida. Reconociendo a Jesús como su Señor, de alguna manera se ha anticipado para él la resurrección. Ya ha renacido a la vida. Es el paso del hombre indigente al ámbito de la gracia y de la misericordia, de la oscuridad a la luz, del luto a la danza, del no-amor al Amor, de una vida en sombra de muerte a la entrañable luz de los hijos de Dios. Rabbuni ¡que vea! En esta petición Bartimeo condensa el anhelo más profundo del hombre: poder ver, pero no sólo la luz del día, sino al que es la LUZ verdadera, al único que puede iluminar nuestras tinieblas profundas y responder a nuestros interrogantes existenciales. De ahí que un manuscrito muy antiguo traduce la petición de Bartimeo diciendo: ¡Rabbuni, que TE vea!, que es como si dijera: Que te conozca para que, conociéndote, te ame y amándote te siga. Con la respuesta: Vete, tu fe te ha salvado, Jesús derrama todo su Amor en la indigencia de Bartimeo, cambiándola de signo. Ya no vive bajo la ley de la fatalidad, sino de la libertad para seguirle a Cristo. La mendicidad se ha convertido en una vida desde el don de la amistad con su Señor; la ceguera, esta falta profunda de sentido, se vuelve luz que alumbra el camino. Ahora, sí, ya sabe cuál es. No es un camino cualquiera sino el del discipulado. Porque ha experimentado la mano que le lleva a la luz está en condiciones para seguir al Maestro en su pasión y muerte, pues sabe que va hacia la VIDA. Claire Marie Stubbemann Cipecar Cipecar www.cipecar.org cipe@cipecar.org Información extraida del sitio web: CIPE