la centralidad perdida de la política comercial

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José Ramón Borrell*
LA CENTRALIDAD PERDIDA
DE LA POLÍTICA COMERCIAL
La elaboración de la política comercial comunitaria se analiza en función de los
factores que definen su especificidad, a saber: 1) su centralidad histórica en la
construcción europea; 2) el método comunitario; 3) la relación con el Consejo en el
marco del Comité 133; 4) la visión, más clara que en otros sectores, de los cometidos de
los servicios; y 5) la coexistencia no siempre fácil con los procedimientos y enfoques
propios del segundo y tercer pilar. La política comercial no posee las claves para
resolver la crisis que atraviesa la Comunidad, pero su historia puede propiciar
reflexiones útiles sobre la misma.
Palabras clave: integración europea, política comercial común, instituciones comunitarias.
Clasificación JEL: F02, F13.
1.
Introducción
Podría llamar la atención el hecho de que, en el contexto de una aproximación global al tema de la formulación de las políticas comunitarias, se analice separadamente un sector específico de las mismas. ¿Tiene algún sentido singularizar la política comercial, o para el
caso cualquier otra, cuando nuestro interés se concentra, sobre todo, en los inputs del proceso de adopción
de decisiones y no tanto en los outputs materializados
en actuaciones y textos concretos? Obviamente, la política comercial comunitaria es, en su manifestación final, distinta de la política pesquera o de transportes.¿Acaso cabe, sin embargo, decir lo mismo respecto a su proceso de elaboración, a los mecanismos que
* Técnico Comercial y Economista del Estado. Ex Subdirector de la
Comisión Europea.
en él intervienen y al «clima administrativo» en el que
se genera?
Sin duda alguna, la respuesta a la pregunta anterior
debe ser afirmativa. Si bien es cierto que los Tratados
definen un marco institucional único, no lo es menos
que los procedimientos específicos para la adopción
de decisiones pueden presentar particularidades importantes según el ámbito concreto a que dichas decisiones hacen referencia. Al lado de este aspecto, que
ha sido ampliamente estudiado por la abundante literatura relativa a los aspectos institucionales de la construcción europea, existen factores diversos que configuran, en el seno de la Comisión, culturas administrativas más o menos diferenciadas. Esta circunstancia
parece justificar plenamente un análisis que tenga en
cuenta la referida pluralidad.
En el caso de la política comercial, y al nivel mismo
de su concepción, podemos definir cinco factores que
ayudan a comprender su especificidad desde una
perspectiva que pretende ir algo más allá del análisis
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puramente formal de las instituciones y de los procedimientos:
— El carácter central que la política comercial ha tenido históricamente en la construcción comunitaria.
— La competencia comunitaria exclusiva y el papel
esencial de la Comisión en el procedimiento de toma de
decisiones (método comunitario).
— Un marco especial de relaciones con el Consejo en
el seno del Comité del artículo 113 (hoy 133).
— Al nivel de los servicios de la Comisión, una visión
más clara, en general, que en otros sectores de la sustantividad de sus cometidos.
— Una coexistencia no siempre fácil con procedimientos y enfoques alternativos en un entorno cambiante.
2.
La centralidad histórica de la política comercial
En cuanto al primero de los factores enunciados, es
decir, el carácter central que históricamente ha correspondido a la política comercial en el proceso de la construcción comunitaria, nos bastará recordar que, enfrentados al enorme reto político de asegurar un futuro común
para los europeos, los padres fundadores de la Comunidad eligieron el camino de la integración económica a través, básicamente, de los instrumentos comerciales y
arancelarios. El artículo 3 del Tratado, que enumera las
acciones específicas que la Comunidad, debe llevar a
cabo para el cumplimiento de sus fines, confirma esta opción al dedicar sus tres primeros apartados a «la eliminación, entre los Estados miembros de los derechos de
aduana y de las restricciones cuantitativas a la entrada y
la salida de las mercancías», al «establecimiento de un
arancel aduanero común y de una política comercial común respecto a los países terceros» y a «la abolición, entre los Estados miembros, de los obstáculos a la libre circulación de personas, servicios y capitales».
Lo que nos interesa destacar aquí, desde la óptica de
la posible identificación de una cultura administrativa diferenciada, no es tanto la referida centralidad de la política comercial como la percepción en este sentido por
parte de los servicios encargados de su formulación y
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ejecución. Dicha percepción es un factor que facilita superar las limitaciones de un management clásico, basado preponderantemente en la fijación y seguimiento de
unos objetivos, y hace posible un enfoque más ambicioso basado en la adhesión a un sistema común de valores que permite dinamizar la acción del grupo y maximizar las energías aportadas a la realización de sus tareas. A la luz de mi experiencia en la Comisión, creo
poder afirmar que este sentimiento existe, o al menos
ha existido en épocas relativamente recientes, en los
servicios encargados de la política comercial en mayor
medida que en otras áreas de la maquinaria administrativa comunitaria. De aquí a afirmar que el management
by values se practique o haya sido practicado de una
manera consciente y general en este sector media una
gran distancia que no sería correcto atravesar. En particular, y para referirnos a la evolución más reciente, parece muy posible que la reforma Kinnock, con su énfasis
en los aspectos más formalistas y burocráticos de la
gestión, haya contribuido más bien a una cierta dilución
de esta adhesión a valores fundamentales, ahogados
en un mar de calificaciones de funcionarios, trámites internos, evaluaciones, mission statements y ejercicios similares.
¿Cuáles son las perspectivas de futuro de este sentimiento de centralidad? Mi respuesta a esta cuestión no
puede ser optimista. Aparte de las razones apuntadas
en el párrafo anterior, parece que la percepción antedicha puede estar en trance de difuminarse rápidamente
en paralelo con la creciente expansión, en amplitud aunque no necesariamente en profundidad, de las áreas cubiertas por la acción de la Comisión. No se trata de un
fenómeno nuevo sino que más bien cabe hablar de una
tendencia que viene de lejos. La Comisión que conocí
en los años setenta y ochenta recordaba bastante a una
gran dirección general de política comercial, en el sentido amplio del término, con algunos sectores añadidos
(política regional, ciencia y tecnología, asuntos económicos, competencia...). Sin embargo, y sin minimizar la
indudable importancia de estos sectores, la regulación
de los intercambios era todavía algo fundamental, tanto
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en las relaciones con terceros países como en el interior
mismo de la Comunidad (las suspensiones de la libre
práctica comunitaria eran todavía posibles y relativamente frecuentes en aquellos tiempos). Incluso la labor
de Direcciones Generales clave, como la de Agricultura,
desembocaba en la práctica, y en mayor proporción que
actualmente, en una acción sobre los flujos comerciales
extra y también, en aquellos tiempos, intracomunitarios
(el ejemplo de los montantes compensatorios monetarios acude inmediatamente a la memoria en relación
con esta última cuestión).
Desde la perspectiva de las relaciones de la Comunidad con terceros países, esta centralidad de la política
comercial era total e indiscutible. El mismo concepto de
«relaciones exteriores» se limitaba en la práctica a las
relaciones económicas y más precisamente a su vertiente comercial. Basta, a título de ejemplo, referirse al
texto del Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas1, donde el capítulo relativo a «las relaciones exteriores» comprende tres secciones dedicadas,
respectivamente a «la política comercial común», los
«acuerdos de las Comunidades con ciertos países terceros» (bien entendido, acuerdos comerciales) y los
«textiles» (de contenido igualmente comercial).
Al nivel de los órganos encargados de formular y ejecutar las políticas comunitarias, la «Dirección General de
Relaciones Exteriores» era la DG I, número cuya elección no obedecía evidentemente al azar, aunque no implicase precedencia alguna sobre otras DG más allá de la
derivada del simple orden de enumeración. En la DG I
que conocí durante el proceso de negociación de la adhesión de España, y posteriormente cuando ingresé
como funcionario comunitario en 1986, coexistían, es
cierto, dos culturas administrativas distintas, cuyas fronteras estaban además delimitadas por la dependencia de
diferentes comisarios. Por un lado, el sector encargado
de las relaciones con América del Sur, Asia (excepto Chi-
1
Diario Oficial de las Comunidades Europeas, número L 302 de 15 de
noviembre de 1985.
na, Corea y Japón) y el norte de África, con un enfoque
centrado principalmente en la cooperación, operaba en el
seno de la DG I con una gran autonomía. Sin embargo, el
núcleo duro de la DG estaba constituido por los servicios
responsables de las relaciones con los países industrializados y Extremo Oriente (donde los aspectos comerciales dominaban claramente) y con la concepción y gestión
de los instrumentos de la política comercial. Dentro de
este núcleo duro existía, y existe, un punto central, el de
las relaciones con el GATT (hoy obviamente la OMC),
que tenía, en el seno de la DG, una notoria prioridad. En
resumen, no resulta exagerado afirmar que la DG I, Dirección General de Relaciones Exteriores, era básicamente una dirección general de política comercial. Nada
más lógico, finalmente, si tenemos en cuenta la naturaleza, entonces limitada, de las competencias comunitarias
en el terreno de las relaciones internacionales.
El proceso iniciado con el progresivo reforzamiento
de la cooperación política europea (CPE), a partir de la
entrada en vigor del Acta Única Europea en julio de
1987, y que se consolidó en el Tratado de Maastricht
con el nacimiento de la política exterior y de seguridad
común (PESC), trajo consigo importantes cambios en el
cuadro de competencias y, paralelamente, en la organización de los servicios. Tras sucesivas remodelaciones,
que afectaron tanto a la distribución de responsabilidades temáticas entre Direcciones Generales como a la
división del mundo en zonas de competencia de los comisarios respectivos, la reorganización de septiembre
de 1999, que suprimió la numeración de las direcciones
generales sustituyéndola por acrónimos, creó una DG
encargada de las relaciones exteriores (DG RELEX)
con un contenido esencialmente político (inevitablemente limitado a lo que son los poderes reales de la Comisión en este ámbito) y con el objetivo de definir un cierto
enfoque global en las actuaciones de la Comisión respecto a los diferentes países. La herencia sustancial de
la antigua DG I la recibió la nueva Dirección General de
Comercio (DG TRADE) con responsabilidades que cubren tanto las cuestiones multilaterales como los aspectos bilaterales del comercio internacional. Este cambio
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formal reflejaba el desplazamiento del centro de gravedad de las relaciones exteriores de la Comunidad (o de
la Unión Europea si preferimos hablar de construcciones políticas y no de realidades jurídicas) y confirmaba
la pérdida de centralidad de la política comercial como
eje de las mismas.
La evolución descrita debía necesariamente afectar a
la «cultura administrativa» de la nueva DG TRADE en la
medida en que la percepción de centralidad a la que repetidamente nos hemos referido iba apareciendo cada
vez más alejada de una base real en la que sustentarse.
Aunque es cierto que la conciencia de una cierta centralidad histórica puede mantener durante algún tiempo
una cierta influencia en el seno de la DG, parece que, a
medio plazo, el peso de este factor puede estar llamado
a desaparecer.
3.
El método comunitario
Otro factor cuya consideración es imprescindible para
comprender la especificidad del marco de formulación de
la política comercial comunitaria es el hecho de que aquí
nos movemos en el ámbito de la competencia comunitaria exclusiva. No es, por descontado, una situación única.
Otros sectores, como, por ejemplo, la conservación de
los recursos pesqueros, se rigen por el mismo principio.
Por otro lado, la evolución misma del concepto de política
comercial y la ampliación de su contenido a cuestiones
como los servicios o la protección de la propiedad intelectual obliga a introducir importantes matizaciones respecto
a dicha exclusividad. Debe destacarse, sin embargo, que
la necesidad de preservar la capacidad negociadora de
la Comunidad, incluso en las áreas litigiosas, llevó, en el
marco de la Ronda Uruguay, a soluciones pragmáticas
para superar el conflicto entre competencias comunitarias y competencias estatales2. Es así cómo la Comisión
2
Véase JOHNSON, M. (1998): European Community Trade Policy
and the 113 Committee, The Royal Institute of International Affairs,
Londres, páginas 9-11.
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negoció en nombre de los Estados miembros los capítulos de la Ronda relativos a los servicios, a las cuestiones
de propiedad intelectual relacionadas con el comercio
(TRIPs) y a las inversiones (TRIMs), sin prejuicio de las
reservas formales formuladas al respecto por varios
Estados miembros para la salvaguarda, como cuestión
de principio, de sus derechos. Más tarde, finalizada ya la
Ronda, el Tribunal de Justicia, en su famosa Opinión
1/1994, confirmó la dualidad de competencias, si bien
reafirmó al mismo tiempo la existencia de «un deber de
cooperación entre los Estados miembros y las instituciones comunitarias». Pese al vacío jurídico derivado de la
ausencia de una ulterior formalización de este deber de
cooperación, debe señalarse que la misma funciona relativamente bien en la práctica, sobre todo cuando están
en juego intereses importantes.
Al lado de la competencia exclusiva, la adopción de
decisiones a través del llamado «método comunitario»
caracteriza también el proceso de elaboración y de ejecución de la política comercial. En síntesis, ello quiere
decir que sólo la Comisión tiene la facultad de presentar
propuestas, y que las mismas, para ser aprobadas, requieren solamente una mayoría de dos tercios de los votos del Consejo. El Consejo puede rechazar las propuestas de la Comisión, pero para modificarlas es necesaria
la unanimidad. Conviene señalar otra vez que el método
comunitario no se aplica solamente en el ámbito de la política comercial. Su expansión, por ejemplo, a los temas
relacionados con la creación del mercado único posibilitó
enormes progresos en la realización de dicho objetivo.
Pero es posiblemente en el ámbito de la política comercial donde el método ha dado las mejores pruebas de su
eficacia, manteniendo al mismo tiempo el necesario equilibrio de poderes entre la Comisión y el Consejo.
El papel del Parlamento en relación con la política comercial es limitado, hasta el punto de que la conclusión
de acuerdos internacionales de naturaleza exclusivamente comercial ni siquiera requiere su consulta. Esta
exclusión tiene sus orígenes en el Tratado de Roma y se
ha mantenido desde entonces. Tan sólo en el proyecto
de Constitución Europea se incluye finalmente la obliga-
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ción, por parte de la Comisión, de informar al Parlamento de la marcha de las negociaciones y, por parte del
Consejo, de consultarle antes de la conclusión, si bien
dicha consulta no se configura como vinculante. Sin embargo, la creciente influencia del Parlamento se refleja,
en la práctica, en las frecuentes comparecencias de la
Comisión para informar de los aspectos más relevantes
en la evolución de la política comercial, y también mediante la organización, por ejemplo, de conferencias interparlamentarias que facilitan un mejor seguimiento de
las grandes negociaciones comerciales multilaterales.
Sin embargo, la sombra del Congreso norteamericano,
con sus amplios poderes en materia comercial y su acción muchas veces paralizadora de las negociaciones
internacionales, parece inspirar a los Estados miembros
una gran prudencia sobre este tema, en particular cada
vez que los mismos se han reunido en sucesivas conferencias intergubernamentales para renovar la arquitectura institucional de la construcción europea.
A pesar de este posible «déficit democrático», la aplicación del método comunitario en el ámbito de la política comercial arroja unos resultados ampliamente satisfactorios. La Comunidad, que es el primer partícipe, por
su comercio con terceros países, en los intercambios
mundiales, aparece también como una voz activa, coherente y respetada en los foros de negociación comercial
internacional. A pesar de las inevitables tensiones internas propias de cualquier organización compleja, la Comunidad ha demostrado ampliamente su capacidad de
formular mensajes claros y firmes para promover sus
objetivos en este sector.
Ello parece particularmente destacable si tenemos en
cuenta que, desde una perspectiva puramente matemática, la probabilidad de llegar a acuerdos por la mayoría
cualificada que el método comunitario exige no es precisamente elevada. Un interesante estudio del Centre for
Economic Policy Research3 ha calculado la «probabili-
3
BALDWIN, R. y WIDGREN, M.: Political Decision Making in the
Enlarged EU, Centre for Economic Policy Research, Londres, 2004.
dad de aprobación» de una propuesta de la Comisión
en distintos escenarios definidos en función del número
de Estados miembros y de sus ponderaciones de voto.
Para ello, el estudio parte del planteamiento clásico de
la teoría de probabilidades en que el número de casos
posibles, es decir, el número total de coaliciones que
teóricamente pueden formarse entre los distintos Estados en las instancias del Consejo, se compara con el
número de casos favorables, es decir, el número de
coaliciones que permiten obtener la mayoría cualificada.
Se llega así a la conclusión de que, en el marco histórico
del Tratado de Roma, la referida «probabilidad de aprobación» ha pasado del 21,9 por 100 en la Comunidad
inicial de seis miembros al 14,7 en la de nueve miembros, al 13,7 en la de diez miembros, al 9,8 en la de
doce miembros, y a sólo el 7,8 en la de quince miembros. Con el Tratado de Niza y la entrada de los nuevos
Estados la «probabilidad de aprobación» es aún menor,
ya que pasa del 3,6 por 100 en la actual Comunidad de
veinticinco miembros a sólo el 2,1 en el caso de veintisiete países.
Estas cifras nos dan una idea de lo difícil que puede
resultar la adopción de decisiones y el diseño de estrategias negociadoras. La experiencia demuestra, sin embargo, que las cosas funcionan bastante mejor en la
práctica. Ello se debe, por un lado, a que, en realidad,
no todas las coaliciones matemáticamente posibles son
igualmente probables y muchas de ellas pueden descartarse de antemano, dependiendo, en cada caso, de
la naturaleza específica de la propuesta que se ponga
sobre la mesa. Ante un problema concreto, los Estados
no reaccionan como los dados que el matemático arroja
al aire o como las bolas que extrae de una urna, para referirnos a los problemas típicos a través de los que se
nos presenta la teoría probabilística. Más que del azar,
la respuesta de los Estados depende de unas prioridades económicas y de unos planteamientos ideológicos
generalmente conocidos de antemano, lo que limita mucho el número de alternativas prácticamente relevantes.
Pero si las cosas funcionan mejor es, sobre todo, porque la Comisión tampoco juega a los dados. Como ga-
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rante del interés común (y también para evitar el ridículo), la Comisión no puede lanzar iniciativas que estén en
contradicción con los intereses o con las posiciones
doctrinales de la mayoría o de una minoría significativa
de Estados miembros, intereses y posiciones que, al
menos en términos generales, conoce antes de formular
sus propuestas. Por ello, si es necesario, dichas propuestas incluirán, de algún modo, compensaciones que
faciliten que uno u otro Estado sea flexible en los puntos
más problemáticos. En otras ocasiones, la Comisión entabla con los Estados miembros, antes de lanzar cualquier iniciativa formal, un «debate de orientación» que le
permita calibrar mejor los intereses en juego y la flexibilidad que puede esperar de cada uno.
4.
El Comité 113, hoy 133
El marco por excelencia para la presentación de las
iniciativas de la Comisión relativas a la política comercial y para la discusión con los Estados miembros de las
cuestiones pertenecientes a este ámbito es el «Comité
del artículo 113», o para usar la terminología más frecuente y sencilla, el «Comité 113». Hay que apresurarse
a señalar que este nombre se debe a que el Comité fue
establecido por el artículo 113 del Tratado de Roma. Sin
embargo, en la renumeración introducida por el Tratado
de Ámsterdam, el artículo 113 pasó a ser el artículo 133,
y de éste toma actualmente su nombre oficial el Comité.
Dicho esto, cuarenta años de historia pesan mucho, sobre todo para los que en mayor o menor medida han
participado en ella, y en consecuencia la terminología
tradicional pervive en la práctica, sobre todo en los
círculos más estrechamente asociados a la elaboración
de la política comercial comunitaria.
Excepción hecha de las instituciones (Parlamento,
Consejo, Comisión y Tribunal de Justicia) y del Comité
Económico y Social, nos hallamos ante el único órgano
del entramado comunitario cuya existencia deriva directamente del Tratado de Roma. Ni siquiera el
COREPER, a pesar de su papel crucial en el funcionamiento de la Comunidad, aparece mencionado en el
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mismo. Si alguien quería una demostración palpable
de lo que antes hemos denominado «centralidad histórica» de la política comercial, parece que la circunstancia reseñada constituye, por lo menos, una indicación
de primer orden.
Las reuniones del Comité son de dos tipos, en función
de la trascendencia de los asuntos a tratar. El llamado
Comité 133 Titulares tiene lugar, en principio, una vez al
mes, en viernes. Se ocupa de las decisiones y orientaciones más importantes y está integrado por los altos
responsables de la política comercial en los Estados
miembros, normalmente directores generales o secretarios generales. La Comisión, por su parte, está representada por el director general de la DG TRADE, continuadora, como hemos visto, de la DG I. El desarrollo de
las grandes líneas definidas por los Titulares y el tratamiento de los problemas del día a día queda en manos
del Comité 133 Suplentes, formado por colaboradores
directos de los Titulares, sea en las Representaciones
Permanentes, sea en las respectivas capitales. En
cuanto a la Comisión, los servicios responsables de la
política comercial multilateral coordinan las intervenciones de los funcionarios llamados a intervenir según la
naturaleza de los temas, lo cual tiene su lógica, puesto
que los directamente relativos a la OMC ocupan una
buena parte de los órdenes del día y las normas de la
OMC constituyen, por lo general, el telón de fondo de
los restantes asuntos.
Si tenemos en cuenta el carácter especializado de las
cuestiones objeto de discusión, no es de extrañar que,
en muchos casos, las mismas personas acaben participando durante largos años en las reuniones del Comité
como suplentes, expertos, titulares, enviados de las capitales o miembros de las Representaciones Permanentes. Esto contribuye a un mejor conocimiento mutuo y es
un factor nada desdeñable a la hora de elaborar compromisos en cuya gestación la confianza personal y la
credibilidad de los interlocutores juega, a menudo, un
papel decisivo. Esta continuidad a nivel personal favorece también un enfoque de las relaciones interinstitucionales más constructivo que en otros sectores, en el mar-
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co de una cultura de colaboración entre los Estados
miembros y la Comisión muy característica del Comité.
Nadie debe, por descontado, llamarse a engaño. Las
tensiones interinstitucionales existen también en el terreno de la política comercial. La propia ubicación orgánica del Comité en la órbita del Consejo es fruto de un
tira y afloja cuyos detalles, recogidos por Michael Johnson en su libro4, no tienen ciertamente desperdicio. En
efecto, el artículo 113 del Tratado de Roma dice que las
negociaciones comerciales «serán conducidas por la
Comisión en consulta con un Comité especial designado por el Consejo para asistirle en esta tarea, y en el
marco de las directivas que el Consejo pueda dirigirle».
Esta redacción no dejaba claro, sin embargo, si el Comité debía ser presidido y gestionado por la Comisión o
por el Consejo, y obviamente las dos instituciones mantenían posturas divergentes al respecto. Para llevarse el
gato al agua, la Comisión decidió enviar como su representante en las reuniones del Comité 113 Titulares (en
su primer semestre de funcionamiento y bajo la presidencia belga) ni más ni menos que al mismísimo comisario encargado de las relaciones exteriores, el también
belga Jean Rey (que luego sería presidente de la Comisión), con la esperanza de que los funcionarios de los
Estados miembros se inclinarían ante su rango y le permitirían presidir el Comité. No sucedió así, sin embargo,
lo que desembocó en una situación protocolaria bastante embarazosa para el comisario. Finalmente se llegó a
un compromiso según el cual Jean Rey delegaba en el
director general su asistencia a las reuniones del Comité, pero establecía al mismo tiempo una práctica, que
duró aproximadamente un par de años, consistente en
invitar a los Titulares, en ocasión de cada una de sus
reuniones mensuales, a un almuerzo en los locales de
la Comisión, que obviamente él presidía como anfitrión.
Aunque, poco a poco, el comisario fue desentendiéndose de su participación personal, todavía hoy el director general sigue invitando a esta reunión restringida
4
JOHNSON, M., op. cit., páginas 16-17.
(una persona por delegación), que sirve para tratar los
temas que requieren una mayor reserva o una discusión
menos formal. Dicho sea de paso, el problema con este
almuerzo es que resulta a menudo difícil para los no
partícipes saber qué es lo que exactamente se dijo o se
acordó. La cuestión se agrava cuando, a veces, son los
propios comensales quienes tienen dudas al respecto.
Aunque la tradicional frugalidad de la Comisión les exime de toda sospecha de disminuir su atención ante los
placeres de la gula, lo cierto es que ya con quince Estados miembros (la situación a la que se refieren mis recuerdos más recientes) el número de participantes en
un debate necesariamente menos estructurado que el
de la sala de reuniones podía ser un obstáculo a la necesaria precisión de las conclusiones. No quiero imaginarme lo que puede estar sucediendo después de la última ampliación...
El Comité 133 es un comité consultivo. En consecuencia, se supone que no adopta decisiones que requieran una votación formal. Sin embargo, resulta evidente que las opiniones del Comité deben ser adoptadas sobre la base de algún tipo de acuerdo entre sus
miembros. Como hemos visto, en materia de política comercial este acuerdo supone, en general, una mayoría
de dos tercios. En la práctica, la Presidencia, asistida
por la Secretaría General del Consejo, va tomando nota
de las posiciones expresadas por las distintas delegaciones, de manera que, en cierto sentido, construye tácitamente el resultado de una hipotética votación.
Merece ser destacado, sin embargo, que la Presidencia no suele conformarse con la mayoría cualificada y
busca, en la medida de lo posible, la unanimidad. Esta
práctica, que quizá en otro contexto podría interpretarse
como un intento de socavar la pureza del método comunitario, es normalmente aceptada tanto por los Estados
miembros mayoritarios como por la propia Comisión,
que a menudo introduce matizaciones en sus propuestas iniciales si con ello puede conseguirse el deseado
consenso. Esta actitud, que hay que situar en el marco
de la «cultura» específica del Comité a que antes nos
hemos referido, responde también a la percepción de
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que, sin renunciar por ello a los planteamientos esenciales, todo el mundo puede tener interés en ser flexible
para poder aspirar, en el futuro, a una comprensión similar para sus propios problemas.
Por otro lado, un acuerdo unánime de los Estados
miembros repercute favorablemente en la credibilidad
de la Comisión cuando llega el momento de negociar
con terceros países. Es un hecho que éstos se enteran
rápidamente y al detalle del contenido de las discusiones. Se dice, en efecto, que las salas de reunión comunitarias «tienen el techo de cristal» y es cierto que, en la
práctica y siempre pensando en mis recuerdos de una
Comunidad de quince miembros, podía haber fácilmente en el entorno de la mesa del Comité entre cincuenta y
cien personas, e incluso más (delegados, funcionarios
que intervenían en un tema determinado, los que esperaban su turno para intervenir en otros puntos, los que
seguían temas que afectaban a sus responsabilidades
específicas, la Secretaría General del Consejo, los Servicios Jurídicos, los intérpretes...). En estas condiciones, las filtraciones son inevitables. Además, los mismos Estados miembros discrepantes del criterio comunitario no tienen a menudo reparo alguno en explicar su
posición a la prensa o a los diplomáticos interesados de
los países terceros. Estas revelaciones no facilitan la tarea del negociador, que evidentemente tiene más peso
cuando se sabe que todos los Estados miembros sin excepción respaldan los argumentos que pone, en su momento, sobre la mesa.
En función de su ubicación en la estructura orgánica
del Consejo, el Comité 133 informa y asesora a dicha
institución. Parecería lógico que el Comité se relacionase con los ministros responsables del comercio exterior.
No es así, sin embargo, porque, aunque pueda parecer
sorprendente, el Consejo de Ministros, institución que,
como es sabido, puede adoptar múltiples formaciones
según los temas a tratar (ministros de Finanzas, de Agricultura, etcétera) sólo excepcionalmente se reúne en la
referida configuración. Los temas de política comercial
van al Consejo de Asuntos Generales, integrado por los
ministros de Asuntos Exteriores (que sólo en algunos
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países son al mismo tiempo responsables del comercio
exterior). La explicación generalmente ofrecida de esta
aparente contradicción es que cuando una cuestión comercial requiere ser decidida al nivel de los ministros,
ello quiere decir que se ha transformado en un tema político.
Este razonamiento no parece muy convincente. Ni todos los temas que requieren una decisión ministerial
son estrictamente «políticos», ni los ministros de Comercio parecen descalificados, en principio, para abordar cuestiones que alcancen dicha dimensión. De hecho, cuando los ministros responsables del comercio
exterior se han reunido excepcionalmente en un marco
comunitario ha sido porque la importancia de los temas
a tratar, como las grandes negociaciones multilaterales,
rebasaba el nivel de los asuntos comerciales ordinariamente despachados por el Consejo de Asuntos Generales. Creo que sería más apropiado decir que, aunque
los instrumentos con los que se ha construido el edificio
europeo, sobre todo en sus primeros tiempos, hayan
sido de naturaleza eminentemente comercial, el proceso mismo revestía y reviste unas dimensiones que,
como la historia demuestra, han afectado al posicionamiento global de los Estados, en el mapa europeo y fuera de él. La ausencia de protagonismo de los ministros
de Comercio, más que contradecir la «centralidad histórica» de la política comercial, contribuiría, en realidad, a
confirmarla. En los momentos en que la arquitectura institucional europea toma forma y se define el papel del
Consejo en sus distintas formaciones, es evidente que,
para los ministros de Asuntos Exteriores, la forma de
controlar el proceso consistía, en buena parte, en el
control de su instrumento fundamental.
Una consecuencia práctica de esta adscripción al
Consejo de Asuntos Generales es que, como los ministros no han demostrado una gran afición a discutir el detalle de las cuestiones comerciales, se tiende a considerar, en los casos en que no es jurídicamente necesario
pasar por el Consejo a nivel ministerial, que la opinión
del Comité es equivalente a una decisión y puede darse
como adoptada. En consecuencia, se acepta que la Co-
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misión proceda sobre esta base sin mayores formalismos. Aunque la estricta legalidad de esta forma de actuar podría suscitar ciertas dudas, lo cierto es que durante años ha venido contribuyendo a agilizar el
funcionamiento de la política comercial comunitaria con
el beneplácito general. Una consecuencia evidente de
esta práctica es también el refuerzo indudable de la autoridad del Comité.
5.
La visión de los servicios
En principio, los elementos descritos parecen configurar unos parámetros francamente positivos para la concepción y el desarrollo de la política comercial en el marco comunitario. En primer lugar, un contenido sustancial: la Comunidad es, por sus intercambios con
terceros países, el principal partícipe en el comercio
mundial y, además, habla, en general, con una sola voz,
la de la Comisión, en los foros en que se discuten sus
normas. En segundo lugar, un papel importante y bien
definido de la Comisión en el proceso de adopción de
decisiones. En tercer lugar, una relación con el Consejo
basada en una sólida tradición administrativa y en unos
criterios de amplia colaboración.
Este panorama particularmente favorable no puede
dejar de influir en el clima administrativo que conforma
el proceso de elaboración de las decisiones y de las propuestas de la Comisión. La visión más o menos positiva
que los servicios tienen respecto a sus propios cometidos es, en definitiva, un elemento intangible cuya consideración no puede dejarse a un lado cuando se trata de
analizar el funcionamiento interno de una organización.
En este sentido, cabe concluir que la DG I, y su sucesora la DG TRADE, constituyen, dentro de la Comisión, si
no posiblemente el único, sí por lo menos un sector especialmente privilegiado.
Esta afirmación, a la que estas líneas llegan a través
de un enfoque que puede parecer excesivamente teórico, tiene, por descontado, una confirmación basada en
la experiencia y en el intercambio de ideas con colegas
de diferentes áreas. Desde una perspectiva personal, el
paso, en mis últimos años de servicio a la Comisión, por
la DG RELEX (como resultado no de mi voluntad sino
de la reorganización del organigrama introducida por la
Comisión Prodi) me dio la ocasión de comprobar la diferencia en mis propias carnes. Es cierto que, aparte de
los factores que hemos visto y que podríamos llamar
«estructurales», la situación en la DG RELEX reflejaba
en gran medida las carencias de su liderazgo en aquellos momentos. En su excelente y bien documentado libro, Ángel Viñas describe magistralmente el penoso panorama de la RELEX en la época de Guy Legras, el clima de desorientación y caza de brujas que imperaba en
la misma y el espléndido aislamiento del comisario Patten bajo cuya autoridad sucedía todo aquello5.
Más allá, sin embargo, de estas tristes realidades,
pienso que entre el liderazgo y las estructuras hay a
menudo conexiones e interacciones evidentes. Allá
donde la Comisión tiene responsabilidades importantes y bien definidas resulta más probable que el liderazgo desempeñe mejor su función. La DG RELEX no
las tenía y su jerarquía tampoco se esforzó en conseguirlas. En efecto, es bien sabido que la Comisión
nunca ha desempeñado un papel capital en el terreno
de la PESC y la vertiente política de las relaciones exteriores estaba en manos de los Estados miembros,
con Javier Solana como cabeza visible. La DG
TRADE, por su parte, decidía, en el marco de sus atribuciones, sobre los aspectos económicos. Ni Patten
ni Legras mostraron gran interés, antes al contrario,
en la administración de los recursos presupuestarios
con los que materializar las orientaciones de la PESC
y de la política de cooperación. Los dineros y las responsabilidades de decisión respecto a los mismos
fueron así al SCR, germen de lo que luego fue EuropeAid. En estas circunstancias, la ausencia de una
misión clara no hacía más que contribuir al desbarajuste general y subrayar las insuficiencias antes apun-
5
VIÑAS, A. (2005): Al Servicio de Europa, Editorial Complutense,
Madrid, 2005, páginas 433 y siguientes.
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tadas. Esta situación contrastaba notoriamente con la
existente en el sector de la DG TRADE. La jerarquía
que yo conocí en la DG I, su inmediata predecesora
en la gestión de las relaciones comerciales, ejercía,
en efecto, un liderazgo efectivo y percibido positivamente, en general, por sus destinatarios.
Mi primer comisario fue el belga Willy de Clercq. Si tuviera que destacar un rasgo de su personalidad diría
que, a su dilatada experiencia política, el comisario unía
la vieja sabiduría y el sentido común del campesino flamenco. De talante amable y cordial, ello no le impedía
ser particularmente exigente y riguroso respecto a los
briefings que los servicios elaboraban para sus entrevistas y reuniones. Ahora bien, aunque a menudo pedía
aclaraciones o planteaba cuestiones de fondo en relación con dichos briefings, era bien sabido que, una vez
aceptados, el comisario los seguía al pie de la letra, lo
que evidentemente contribuía a hacer más previsible el
contenido de las discusiones y a la coherencia de las
estrategias de la Comisión.
Al nivel de las anécdotas personales, creo que siempre
recordaré un viaje con el comisario, acompañado de su
esposa, Fernanda, una gran jurista y una excelente persona, entre Shanghai y Hangzhou en 1987. Los chinos
querían aprovechar su visita, con motivo de unas conversaciones oficiales, para mostrarles algo del país, de manera que pudieran conocer de cerca y directamente su
realidad. De Clercq les tomó la palabra. En vez del desplazamiento en avión o vehículo oficial, insistió en ir en
un tren ordinario y prácticamente sin acompañamiento.
Es así cómo el comisario, su esposa, un joven funcionario del MOFERT (Ministerio de Comercio y Relaciones
Económicas Exteriores) y quien suscribe pasaron una
larga mañana (recuerdo que salimos de Shanghai muy
temprano) en un vagón con asientos de madera y rodeados de gente de verdad con sus fiambreras y su enorme
curiosidad y ganas de hablar con nosotros, con nuestro
acompañante del MOFERT oficiando de intérprete.
Cuántos de ellos eran, en realidad, agentes de la policía
secreta es algo que nunca sabré, pero, en cualquier
caso, se trata de una experiencia que no he olvidado.
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A Willy de Clercq le sucedió el holandés Frans
Andriessen. Aunque más distante en el trato personal
que su predecesor, era hombre de mente aguda y de
carácter ponderado, que sabía acompañar a veces de
una fina ironía. Sus responsabilidades anteriores como
comisario responsable de la agricultura le proporcionaban una experiencia muy útil para abordar las cuestiones relativas a los intercambios del sector, cuestión clave, como es sabido, en la política comercial comunitaria.
Aunque Andriessen tenía una cierta tendencia a desviarse, de vez en cuando, de los papeles que sus servicios le preparaban, hay que reconocer que no acostumbraba a decir tonterías.
Hubo al menos una ocasión, sin embargo, en que
nuestros briefings no fueron capaces de prever el tenor
de las discusiones del comisario. Fue a fines de 1991,
más de dos años después de los sucesos de Tienanmen, cuando tuvo lugar la primera reunión ministerial
con China tras la paralización de las relaciones que siguió a aquellos acontecimientos. El primer ministro Li
Peng invitó a nuestra pequeña delegación a un almuerzo en Zongnanhai, el Kremlin chino. Andriessen y Li estaban acompañados de sus respectivas esposas. La
conversación se centró en el tema de los derechos humanos, aspecto del que obviamente dependían todos
los demás asuntos, incluida la adhesión de China al
GATT cuyas discusiones estaban bloqueadas en Ginebra. Andriessen pasó claramente el mensaje de la Comunidad en este sentido y Li inició su respuesta según
las pautas previstas y conocidas, es decir, la necesidad
de asegurar la estabilidad de un país tan enorme y complejo como China, la consideración de los derechos de
la sociedad frente a los del individuo y la prioridad de
atender al bienestar del pueblo y de erradicar el hambre
que durante siglos le había azotado.
Lo que no estaba en el guión es que el primer ministro
pasara al contraataque con argumentos por lo menos
sorprendentes. El primer blanco de sus observaciones
fue la democracia británica con respecto a la cual censuró duramente que los votos de los ciudadanos tuvieran distinto valor según el tamaño de la circunscripción
LA CENTRALIDAD PERDIDA DE LA POLÍTICA COMERCIAL
electoral. A renglón seguido criticó a los países europeos por la discriminación a que—según él— estaban
sujetos los trabajadores procedentes del Este, que atentaba gravemente contra sus derechos humanos. Tras
pedir perdón de antemano a las señoras presentes en
un tono que no podía sonar más mojigato, se refirió a lo
que le parecía el caso más flagrante: las prostitutas del
Este recibían en Europa occidental una remuneración
netamente inferior, a igualdad de prestaciones, a la de
sus colegas locales. Esta situación, sobre la que el
servicio exterior chino había recogido abundantes datos, era particularmente manifiesta en Alemania, donde
los informes exhaustivos elaborados por la embajada
no dejaban ninguna duda al respecto. Todo esto, dicho
con absoluta seriedad, a pocos pasos de Tienanmen y
de forma pausada y educada, resultaba alucinante.
Andriessen no perdió la calma y enfocó su reacción por
el lado pedagógico, poniendo de relieve las implicaciones para China de nuestro compromiso con los derechos humanos.
Sir Leon Brittan, el tercer Comisario responsable de la
política comercial que conocí, era un trabajador infatigable. Sus ideas, muy claras respecto a las grandes líneas
a nivel político, descansaban sobre un conocimiento exhaustivo de los temas de su competencia. Escuchaba a
todos sus colaboradores y, en sus reuniones semanales
con los responsables de la DG I, se analizaban con rigor
y profundidad las cuestiones en la agenda de la Dirección General. Preparar briefings para Sir Leon podía ser
un ejercicio ingrato porque siempre quedaba la sospecha de que aquellos papeles podían, en fin de cuentas,
resultar superfluos.
Una iniciativa suya particularmente polémica merece
tal vez un comentario aparte. Me refiero a la idea del
Nuevo Mercado Transatlántico (New Transatlantic Marketplace) que, en 1998, levantó las iras de Francia y la
oposición de otros Estados miembros, lo que finalmente
llevó a su rechazo. Algunos han querido ver en este proyecto, que perseguía la eliminación mutua de obstáculos al comercio y a las inversiones entre la Comunidad y
los Estados Unidos, un intento británico de socavar la
construcción europea. Me parece una hipótesis un tanto
arriesgada. Aunque es posible que los funcionarios no
seamos más que una banda de ingenuos, incapaces de
comprender las oscuras motivaciones de los proyectos
en que, de una u otra forma, estamos implicados, lo
cierto es que nadie que yo sepa en la DG I vio en el Nuevo Mercado nada más que una propuesta ambiciosa encaminada a revitalizar, en el terreno económico, la relación transatlántica, impulsando al mismo tiempo el proceso de la liberalización de los intercambios a escala
mundial. Ninguna iniciativa de esta índole está exenta
de riesgos.Hasta qué punto y por qué razones Jacques
Chirac posiblemente sobreestimó estos riesgos es una
cuestión que no podemos analizar aquí.
Me hubiera gustado continuar estas breves pinceladas
sobre los comisarios responsables de la política comercial
con una referencia directa a Pascal Lamy. Desgraciadamente (y digo «desgraciadamente» por las razones que
más arriba he explicado con mayor detalle), la reforma del
organigrama que siguió a la llegada de la nueva Comisión
en 1999 determinó el traspaso a la DG RELEX de los servicios geográficos de la antigua DG I, lo que supuso mi
adscripción a la nueva Dirección General. Puedo decir, sin
embargo, que, en los contactos con mis antiguos compañeros de la DG I que permanecieron en la DG TRADE,
pude notar una visión ampliamente positiva respecto a su
jerarquía. Aunque no necesariamente excepcional, esto
no era, ni mucho menos, frecuente en aquella Comisión
sumergida en las «aguas turbulentas»6 de la poscrisis, caracterizada internamente por la puesta en práctica de la
reforma Kinnock, con su evidente contradicción entre la
retórica y la realidad, y externamente por la dramática pérdida de influencia de la Institución.
De todo lo que antecede podría quizá inferirse que el
contexto administrativo en que se gestaba la política comercial era una especie de Arcadia feliz en medio de un
entorno problemático y, a veces, desolador. Esta conclusión sería, sin duda alguna, exagerada. Más correcto me
6
Expresión tomada del libro de Viñas quien titula así su parte cuarta.
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parece comparar dicho contexto con un oasis, primero
porque en un desierto puede haber otros oasis, y, segundo, porque en los oasis de verdad hay agua y vegetación
pero el sol y las tormentas de arena del entorno siguen
inevitablemente imponiendo sus rigores. La DG TRADE
no escapaba, en este sentido, a los problemas propios
del contexto general. Pese a todo, creo que cabe llegar a
la conclusión antes avanzada de que la confluencia de
factores institucionales e históricos, como la «centralidad» de la política comercial o la aplicación efectiva del
método comunitario, unidos al no menos importante elemento de un liderazgo convincente, han favorecido en
este sector particular de los servicios de la Comisión una
visión, en general, más clara y positiva de su propia misión y cometidos que en otros sectores.
6.
Convivir con nuevos métodos
Un hecho que llamó mi atención en aquellos tiempos
—hablo de los años ochenta— en que, como funcionario de un país candidato o, más tarde, representando a
la Comisión, empezaba a seguir las reuniones del Consejo de Ministros de Asuntos Generales era la relación
inversamente proporcional que a menudo parecía existir
entre, por un lado, la trascendencia de los resultados del
Consejo sobre determinados puntos y, por otro, el relieve mediático que se les otorgaba. Los ministros (recordemos que el Consejo de Asuntos Generales está integrado por los titulares de Asuntos Exteriores) debatían y
resolvían los temas del orden del día, en buena parte
comerciales y económicos. Al margen de sus deliberaciones en el Consejo, los ministros se reunían también
en el marco de la entonces denominada Cooperación
Política Europea (CPE) a la que antes nos hemos referido. La CPE era un foro extracomunitario (hasta su institucionalización en 1987 en virtud del Acta Única Europea) en el que los Estados miembros, con una participación más formal que real de la Comisión, discutían
cuestiones de política exterior y, en el mejor de los casos, adoptaban declaraciones que, en general y teniendo en cuenta la sujeción a la regla de la unanimidad,
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eran lo suficientemente anodinas para que todo el mundo pudiese estar de acuerdo. Como es bien sabido, la
CPE es la predecesora de la actual PESC (Política
Exterior y de Seguridad Común) que, pese a los innegables avances realizados, está aún lejos de representar
un cambio radical respecto a sus orígenes7.
Lo que —en mi ingenuidad, lo confieso— me dejaba,
en aquellos tiempos, algo perplejo era que, en los encuentros con la prensa al final de sus reuniones, los ministros — y los periodistas— dedicaban a menudo la
mayor parte de su tiempo a aquellas declaraciones de la
CPE que pocas veces decían algo que no fuese ya evidente. Ahora, con la perspectiva que dan los años, veo
que, en lugar de sorprenderme, hubiera debido comprender que a los ministros les encanta hablar de sus
declaraciones (sean las que sean), que a los periodistas
lo que lógicamente les interesa es un titular sobre la actualidad internacional del momento (sobre todo si lo que
dicen los ministros suena bien, aunque no cambie nada)
y que, en el fondo, a la Comunidad le conviene aparecer
asociada a los grandes temas de la «alta política» (al
menos a corto plazo y hasta que la opinión pública se dé
cuenta de cuáles son los límites de su posible aportación). Más allá de aceptar simplemente estas realidades, hubiera debido darme cuenta de que iban a configurar, en buena parte, los grandes parámetros de la
evolución futura de la Comunidad y de la Comisión en el
seno de la misma.
Sin embargo, y pese a todas las insuficiencias y contradicciones, lo cierto es que Europa progresaba. El viejo edificio anclado sobre un pilar, básicamente económico, había cumplido bien sus objetivos, pero seguir adelante en la construcción europea exigía ampliarlo hacia
nuevas áreas más visibles y más próximas al interés de
los ciudadanos. De la Comunidad de un pilar, la del Tratado de Roma y el método comunitario, se pasó a la Co-
7
Véase NUTTALL, S. J.: European Political Cooperation, Clarendon
Press, Oxford, 1992 y también del mismo autor European Foreign
Policy, Oxford University Press, Oxford, 2000.
LA CENTRALIDAD PERDIDA DE LA POLÍTICA COMERCIAL
munidad de tres pilares, con un segundo pilar, político, y
un tercero relativo a la cooperación judicial y policial. En
este contexto, la política comercial perdía, como hemos
visto, su centralidad. Junto a ella decrecía también el
protagonismo del método comunitario como instrumento genuino de adopción de decisiones. Los nuevos pilares, en efecto, traían consigo un enfoque intergubernamental, caracterizado por la exigencia de unanimidad y
la dispersión de la facultad de propuesta, cuestiones
que, como la experiencia se ha encargado de demostrar, no contribuyen precisamente a aportar las soluciones que los ciudadanos esperan.
Todo esto, se dirá, es una cuestión importante, pero ajena, en rigor, al funcionamiento de la política comercial comunitaria en su nueva y más modesta ubicación. Las
cosas, sin embargo, no son del todo así. De hecho, la convivencia de distintos pilares, es decir, de distintos procedimientos de toma de decisión, favorece a menudo la introducción de elementos propios de un pilar en los modos de
operar del pilar vecino. El fenómeno es tan común que incluso tiene un nombre plenamente integrado en el argot
comunitario: la «contaminación de pilares». En un contexto dominado por la debilidad de la Comisión y el papel
cada vez más dominante de los Estados, no es difícil ver
en qué sentido la contaminación resulta más probable, y
de hecho es el primer pilar el que sufre. No se trata, claro
está, de invocar abiertamente la unanimidad para decidir
una cuestión de política comercial, pero es evidente que
siempre hay zonas grises donde el procedimiento se inclina de uno u otro lado y situaciones en que puede llegarse
más allá de los límites impuestos por una correcta interpretación de los Tratados. En el día a día de las discusiones en las instancias del Consejo, la actitud de los Estados es mucho más inquisitiva. Cuando se trata de negociar, el margen de maniobra de la Comisión, dentro de su
mandato, se hace mucho más estrecho.
Desde mucho antes de la crisis de 1999, los servicios
de la Comisión responsables de áreas potencialmente
sensibles (como la DG I) estaban ya en estado de alerta
para evitar incidentes o roces sobre estas cuestiones
que eventualmente pudieran acarrear conflictos mayo-
res. Por otro lado, sin embargo, la misión de estos servicios, más allá de proteger sus propias competencias,
era velar por el respeto a los Tratados y a los procedimientos establecidos por los mismos. Ni que decir tiene
que esta situación creaba tensiones importantes y requería a menudo grandes dosis de tacto, en concreto,
por ejemplo, al nivel de los grupos geográficos del Consejo, donde el enfoque general interdisciplinario propiciaba, en ocasiones, una cierta confusión. El problema
no era posiblemente tan intenso al nivel del Comité 113,
gracias a sus sólidas tradiciones y al elevado nivel de
confianza mutua. Sin embargo, es un hecho que, en los
últimos tiempos, el Comité 113 ha visto considerablemente mermados sus poderes reales en favor de otros
grupos del Consejo sobre los que su control teórico es
muy relativo y que, por otro lado, la hegemonía del
COREPER resulta cada vez más evidente.
7.
Conclusión
Este modesto intento de reflejar algunas impresiones
personales sobre el papel de la política comercial en el
entramado de políticas comunitarias nos ha llevado en
ocasiones a áreas muy próximas al corazón de este entramado. Ello no es de extrañar si tenemos en cuenta
que, durante años, la política comercial, y con ella el
método comunitario, fueron precisamente el corazón
que alentó la vida de la Comunidad en el camino hacia
sus objetivos primeros.
A pesar de la importancia de lo que así se consiguió,
no sería adecuado mirar hacia esos tiempos con nostalgia. La política comercial agotó su ciclo de centralidad
básicamente con la culminación de la unión aduanera y,
más tarde, del mercado único. A partir de aquí, la dinámica de la construcción comunitaria exigía adentrarse
en aguas nuevas, aquellas en las que, en principio, la
Comunidad pudiese responder mejor a las aspiraciones
de los ciudadanos europeos.
La adaptación a las nuevas exigencias no se ha
realizado sin problemas. La nueva Comunidad de tres
pilares abarca más, pero realiza, en proporción, mu-
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cho menos. Esta situación, unida a la ampliación,
plantea retos que no es fácil superar. Estamos —se
dice— ante una crisis de crecimiento, pero a nadie debería escapársele que las crisis de crecimiento mal resueltas pueden fácilmente degenerar en patologías
graves. Los referéndums en Francia y Holanda están
ahí para recordarlo.
Está claro que la política comercial está lejos de poder ofrecer recetas para una crisis de esta naturaleza,
pero su historia puede ser un referente útil al respecto.
Cuando, por ejemplo, la fiscalidad se configura en la Europa de hoy como un tema tabú frente a la barrera de las
competencias estatales, puede ser oportuno recordar
que la construcción de la Comunidad comenzó precisamente por un impuesto, el arancel de aduanas, que además era un instrumento importante de la política comercial (y también un símbolo de soberanía en grado muy
superior a lo que hoy solemos percibir). Resulta forzoso
reconocer, aunque por descontado no creo descubrir
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nada nuevo, que muchas cosas han cambiado, y no
precisamente para bien, en lo que respecta al impulso y
al liderazgo del proceso integrador en los tiempos recientes.
Referencias bibliográficas
[1] BALDWIN, R. y WIDGREN, M. (2004): Political Decision
Making in the Enlarged EU, Centre for Economic Policy Research, Londres.
[2] DIARIO
OFICIAL
DE
LAS
COMUNIDADES
EUROPEAS, número L 302 de 15 de noviembre de 1985.
[3] JOHNSON, M. (1998): European Community Trade Policy and the 113 Committee, The Royal Institute of International
Affairs, Londres, páginas 9-11.
[4] JOHNSON, M.: Op. cit., páginas 16-17.
[5] NUTTALL, S. J. (1992): European Political Cooperation,
Clarendon Press, Oxford.
[6] NUTTALL, S. J. (2000): European Foreign Policy,
Oxford University Press, Oxford.
[7] VIÑAS, A. (2005): Al servicio de Europa, Editorial Complutense, Madrid, páginas 433 y siguientes.
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