Publicado en Mundoclasico.com (ISSN 1886-0605) el 23/01/2009 El infierno tan temido Por Jorge Binaghi Milán, 11/01/2009. Teatro alla Scala. Don Carlo (París, 11 de marzo de 1867, versión revisada para el Teatro alla Scala de Milán, de 1884), libreto de J.P. Méry y Camille Du Locle, traducción italiana de A. de Lauzière-Thémines y A. Zanardini), música de G. Verdi. Puesta en escena y escenografía: Stéphane Braunschweig. Vestuario: Thibault Van Craenenbroeck. Iluminación: Marion Hewlett. Intérpretes: Francesco Hong (Carlo), Matti Salminen (Filippo), Fiorenza Cedolins (Elisabetta), Dolora Zajick (Eboli), Dalibor Jenis (Rodrigo), Anatoli Kotcherga (il Grande Inquisitore), Gabor Bretz (Un frate/Carlo V) y otros. Orquesta y coro del Teatro (maestro de coro: Bruno Casoni). Dirección de orquesta: Daniele Gatti Con algún celular sonando cuando no debe, los fogonazos en principio prohibidos de los turistas (no sólo, pero también japoneses) llega uno como puede a ese llanto sobre el cadáver de ‘Rodrigo’ que en principio Verdi excluyó de la versión italiana (tal vez hizo mal; vaya, seguro). Aunque la versión no haya sido particularmente tocante, recordemos la situación: el marqués de Posa acaba de ser asesinado por orden del Rey para satisfacer a la Inquisición, y el propio ejecutado ha colaborado para salvar así a un amigo del alma, que es el Infante hijo del Rey. Padre e hijo lloran sobre “esta alma que ardía” y que los deja en “el reino del horror”, mientras el coro comenta apesadumbrado el desconsuelo del Rey. Justo entonces, dos bellas señoritas nativas sentadas en la fila de atrás y que ya habían repasado en actos anteriores los respectivos novios, los nuevos restaurantes japoneses de Milán, consultado los mensajes de los respectivos celulares, reído de alguna frase y alguna de las figuras de los cantantes, abrieron y cerraron sonoramente la cremallera de sus respectivos carísimos bolsos. En el vuelo que me devolvía a mi lugar de origen, el último que realizaba Alitalia en un clima bastante fúnebre para ser sustituida por otra compañía, leí la siguiente frase del magnífico y retirado -casi a la fuerza- director Ettore Scola, sobre el que se ofrecía una retrospectiva: “Dejo el cine; en esta Italia ya no sirve”. Hay ciclos en los que todo se va cerrando y lo que viene después será otra cosa, peor o mejor, pero distinta. En medio del caos de los teatros líricos italianos, entre otras cosas gracias a la actitud frente a la cultura de su actual gobierno, puede ocurrir también que Verdi -al menos en su función de ‘educador’ y expresión de un humanismo italiano del más alto nivel- no tenga lugar más que como parte del museo de la Italia que fue. La culpa ciertamente no la tiene Verdi. No la tiene tampoco de las expectativas exageradas que rodearon esta reposición, inauguración de la temporada, y que los ríos de tinta impresa y virtual no hicieron más que desbocar. Ocurrió que debido a una disputa de casi dos años con Marcelo Álvarez, hubo que sustituirlo. Se eligió, a sabiendas -supongo- de que era una elección riesgosa, a Giuseppe Filianotti que, llegado a la general con público, no dio la talla. Se le pidió que se declarara enfermo y como no lo hizo se lo sustituyó por el tenor del segundo reparto. En la primera hubo pateos y silbatina, no sólo ni principalmente -creo- por esta situación. Hubo incluso revistas de otros países que hicieron la crítica antes de que la obra se representara vaticinando el desastre. Ya sé que tengo que hacer una crítica, pero esta doble introducción me parece necesaria, si no pertinente. © 2009 by Marco Brescia/Teatro alla Scala Yo no vi exactamente la misma distribución del primer día. Se presentaba por primera vez en el papel protagónico (sin ensayo, y me parece que era su debut en la Scala) el tenor Francesco Hong. Matti Salminen cantaba ‘Filippo’ cuando antes había hecho algunas representaciones como ‘Gran Inquisidor’, papel por el que es más conocido -y admirado- en este título. El resto repetía salvo en algún comprimario. El tenor tuvo éxito entre el público (nadie silbó esta vez): si su figura es -de otra forma- tan imposible como la de su predecesor, su canto es más ‘tradicional’, seguro, franco y de agudo especialmente generoso. Por lo que se refiere a matices y fraseo, sólo de trámite; la actuación escénica, algo menos que eso. Salminen es una gran figura, de una carrera gloriosa y larga, y la voz no está en el cénit. No fue eso, sin embargo, lo que puede motivar reservas sobre su caracterización, imponente en cuanto a figura y movimientos: la emisión es absolutamente apropiada al repertorio alemán, pero cuando tiene que hacer un cantable verdiano o vérselas con una frase larga, el fiato no responde siempre, el grave no alcanza y se corta (ocurrió tanto en el recitativo como al final de su gran aria, que fue uno de los momentos más aplaudidos de la representación: de los pocos que el director permitió que se aplaudieran, aclaremos). Todo sea dicho, parecía no tener demasiada familiaridad con el lamento antes mencionado. Jenis debía ser “el alma que ardía”. Es un buen cantante, simpático, ágil, musical, de extensión suficiente en el agudo… y absolutamente limitado para traducir los rasgos principales de ‘Rodrigo’. Como Verdi es despiadado, la falta de autoridad en el decir, la excesiva claridad del timbre y lo insuficiente del volumen quedó de manifiesto en el lugar menos imaginable, pero más traicionero: su intervención en el cuadro primero del tercer acto (léase el gran cuarteto). Anatoli Kotcherga fue el más reprobado en la primera función (que se pudo seguir por radio y televisión) en ese terrorífico ‘Inquisidor’, una creación genial de Verdi. Aquí lo repitió, en absoluto al nivel del que le escuché en Toulouse en 2004, pero algo mejor. En cualquier caso, las notas fijas y abiertas y el deterioro en el timbre son evidentes, aunque el caudal sigue impresionando y cuando cantó junto a Salminen el teatro tembló. El coro sin estar en su mejor noche estuvo muy bien y los comprimarios se las compusieron, quien más quien menos. El breve pero difícil personaje del ‘monje’ que es también ‘Carlos V’ fue cantado con mucha voz y no demasiada disciplina ni interés por un apuesto y joven bajo que escuchaba por primera vez, Gabor Bretz (¿qué tal si la Scala se rebajara a darnos orientaciones o noticias breves sobre los cantantes, aparte del director de escena y el musical?). Dolora Zajick es bien conocida como eficaz ‘Eboli’. Lo sigue siendo, pero menos que, por ejemplo, cuando la escuché en Barcelona. Tal vez por razones no sólo imputables a ella (no sé si la acústica o el director tuvieron que ver, pero en los dos primeros actos tuve la sensación de escuchar las voces tras un telón o un velo espeso; parecían llegar de lejos, aunque no todo el tiempo). Lo cierto es que si su grave y su centro siguen siendo impresionantes y el agudo es valiente, ahora parece tener dos voces, y la del registro superior es avara de color y bastante rígida aunque alcanza todas las notas de su difícil parte. Es una cantante disciplinada e interpretó todo lo que le marcaron, pero parecía repetir gestos sin entenderlos. Su presencia, ciertamente no muy principesca, lo fue menos que en otras ocasiones (tuvo una gran ovación en ‘O don fatale’, en cuya sección central que es uno de los momentos musicales más íntimamente sentidos y dolorosos de Verdi que se conozcan, lo cante quien lo cante, tuve oportunidad de enterarme del último de los restaurantes mencionados: como soy un escapado de varios naufragios, me di vuelta y solté un sonoro ‘par de imbéciles’, cuyo efecto duró más o menos diez minutos: la concentración, se sabe, no es el fuerte de muchos últimamente). Por fin, la reina fue confiada a Fiorenza Cedolins. Empezó cantando con gusto y gran prudencia excesiva en el dúo con ‘Carlo’- pero se lució en la romanza del primer acto y en el concertante que cierra el segundo, donde generalmente muchas no se oyen (se esfuercen o no por que se las escuche). Pero en el tercero y cuarto actos Verdi reapareció en toda su verdad y belleza gracias a su canto: un color mórbido, flexibilidad para pasar de pianísimos alados a seguros y peligrosos agudos, zona central resonante y homogénea. Aparte de su natural belleza y estampa, fue una muy buena intérprete del rol, que ya ha cantado otras veces en teatros de importancia. © 2009 by Marco Brescia/Teatro alla Scala Los elementos más contestados en el momento de la primera representación fueron la puesta en escena -nueva- de Braunschweig y la dirección de Gatti. Conociendo algún anterior Verdi del primero (fundamentalmente su Rigoletto creado para La Monnaie de Bruselas donde todo el mundo iba con su ataúd a cuestas), me pareció en general atinado y prudente. Es cierto que la situación económica no es aún tan crítica como para ahorrarse algún elemento del decorado (el pobre Rey, sentado en su modesta silla, tenía depositado en el suelo el cofre de la reina), pero más vale que falte y no que sobre. Las luces fueron buenas y sus ‘errores’ u opciones discutibles fue la excesiva psicologización simbolista de los personajes (hay tres niños -un tanto molestos finalmente- que representan a ‘Rodrigo’ y, sobre todo, al Infante y a la Reina…. ¿Los otros no tuvieron una infancia que los ha ‘condenado’ a la situación en que están y a la forma en que reaccionan ante la misma?). Y, en las escenas de masas, la obsesión por ‘universalizar’ en el tiempo una obra que más universal no puede ser situada en la época en que pensaban Schiller y Verdi, produjo una mezcla de trajes de época realmente inútil e incomprensible. Pero las intenciones con los personajes (falta que los cantantes sepan o puedan seguir las indicaciones) parecieron acertadas. Gatti se está convirtiendo en un nuevo intocable, mimado por Viena, París, Londres y Milán. Hemos pasado de los silbidos del primer día a los aplausos actuales y hay quien asegura -con escaso margen de error- que se convertirá en el director principal de la Scala: alabo y envidio el don de ubicuidad de algunos cantantes y directores del mundo operístico. Nunca he sentido especial devoción por sus interpretaciones, ni en Bologna ni en Londres, aunque en un concierto sinfónico reciente en Montpellier me había convencido. Aquí empleó tiempos de una lentitud exasperante, una sonoridad no sólo excesiva para el equilibrio con la escena, sino de una grandilocuencia no siempre adecuada para Don Carlo, que podrá ser majestuoso pero nunca pomposo ni pesado. Pero junto a las dificultades para hacer hoy un Verdi (y este en concreto) de absoluto gran nivel, que no son inherentes ni al teatro ni al país, temo que, aquí y ahora, expresen mucho más que una ocasional escasez. Sería terrible que, retomando la frase de Scola, en esta Italia Verdi ya no sirva.