2. Los grandes agricultores, fundadores de la

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las, tenían en depósito unos cinco mil millones de francos de
ahorro campesino (Gervais et al., 1976, p. 36), a los cuales hay
que añadir las innumerables suscripciones realizadas por los
campesinos de emisiones de títulos industriales o de empréstitos (tales como los empréstitos rusos de triste memoria). En
resumen, los agricultores efectuaban inversiones de sus capitales o, naturalmente, compraban con ellos nuevas tierras; nada
les incitaba verdaderamente a incrementar el consumo de abonos o a mecanizarse. Pero constatar en abstracto, tal como algunos grupos de opinión lo hacían ya en la época, el «retraso»
de los agricultores franceses en materia de inversión y de consumo de factores de producción en comparación con los daneses o alemanes, no tiene mucho sentido.
2.
Los grandes agricultores, fundadores de la
«organización profesional»
A1 mismo tiempo, el mundo agrícola francés comenzó a
dotarse de «una organización profesional fuertemente estructurada» en la línea de lo que era tan característico de la agricultura moderna. Y la ironía de la historia ha querido que esta moderna organización comenzase a desarrollarse por iniciativa de los grupos que con más ferocidad se oponían a la
«modernización» del campesinado: los grandes propietarios tradicionalistas.
Como hemos visto anteriormente, el período de la Tercera República no fue muy favorable para la agricultura capitalista. La gran explotación comenzaba, en efecto, a sufrir frontalmente, al igual que el modelo inglés, el choque de la competencia americana. Progresivamente, este tipo de agricultura acabó limitándose a los «grandes arrendatarios» del Bassin
parisino, que seguiría siendo el bastión de los grandes cultivos
y de los métodos modernos de abonado y de mecanización sin
poder por ello escapar a las consecuencias de la profunda caída del precio de los cereales. Como más adelante se verá, esos
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arrendatarios serían definitivamente salvados por la intervención del Estado y la creación del O.N.I.C. (Office National
Interproffessionnel des Cereales) en 1936: como no eran propietarios no tenían otra opción.
Los grandes propietarios, por el contrario, tenían la posibilidad de acogerse a la vía «tradicionalista» o de volver a ella
en el caso de que hubieran intentado sin éxito la aventura de
la explotación directa. Esta segunda solución prevaleció entre
numerosos nobles «legitimistas», quienes, expulsados del poder en 1830, habían rechazado todo compromiso con la nueva mayoría y se habían retirado a sus tierras.
Se vio entonces a los señores (chátelains) del Oeste reorganizar y racionalizar la explotación de sus tierras con vista a
conservar, regularizar y, en la medida de lo posible, aumentar la «renta fundiaria». Sus tierras fueron divididas en explotaciones de tamaño medio, cada una de ellas cedida a un arrendatario o aparcero con su familia. Al mismo tiempo, se intentó mantener sobre las áreas rurales toda la mano de obra posible, instalándola, por ejemplo, en borderies (especie de alquerías).
Este sistema exigía una gestión muy delicada. No convenía que la renta representase una parte excesiva del producto, ya que el descontento social podría comportar el riesgo de
provocar una desestabilización. Tampoco convenía impulsar
una modernización excesiva de las explotaciones sin el pretexto de aumentar el volumen de la renta: el riesgo sería que el
arrendatario, contaminado por ideas de progreso y corrompido por una vida demasiado holgada, tomase gusto por la libertad y tratase de liberarse de la sumisión tradicional.
A)
El sindicalismo de los «hobereaux»
Los grandes propietarios supieron encontrar los medios para
perpetuar el sistema, concibiendo una articulación minuciosa
de las poblaciones agrícolas que controlaban. Y esta articula-
71
ción se vería reforzada y sistematizada aún más cuando el advenimiento de la Tercera Republica vino a amenazar de manera directa el orden de ese mundo que mantenía sus privilegios. La «Sociedad de Agricultores de Francia» (fundada en
1867), centro de reflexión y puesto de mando de los grandes
propietarios, comprendió que el mejor medio para conservar
su poder era adelantarse a los republicanos y organizar el sindicalismo agrario. La ley de sindicatos fue promulgada en 1884
y en 1885 la Sociedad de Agricultores de Francia había ya creado el «Sindicato Central de Agricultores de Francia» y más adelante la «Unión Central de Sindicatos Agrarios», que en 1902
integraba ya a 21 uniones regionales y 1.250 sindicatos locales
(Coulomb y Nallet, 1980, p. 14}.
Este sindicalismo de los «hobereaux» (término que hace referencia a la baja nobleza propietaria de tierras) debía buena
parte de su eficacia a su cohesión ideológica. En efecto, estaba impregnado de la utopía contra-revolucionaria del primer
catolicismo social, el del período de juventud de A. de Mun
y de sus primeros compañeros. Es por otra parte significativo
el hecho de que A. de Mun, la Tour du Pin y gran parte de
sus discípulos procediesen precisamente de esta clase de grandes terratenientes nobles. Pero mientras que gran parte de ese
movimiento, con A. de Mun a la cabeza, se plegaba ante las
realidades del mundo moderno, industrial y urbano, evolucionando hacia una adhesión a la República, hacia una aceptación de la democracia y de la necesidad de un sindicalismo
obrero autónomo, y preparando el nacimiento de la democracia
cristiana, la corriente «agrarista», en cambio, continuó fiel a
los ideales originarios.
El orden social cristiano que habían soñado los fundadores, reconstitución ideal de una Edad Media de leyenda, era
una especie de anarquismo piadoso: la sociedad civil que se
gobierna a sí misma organizándose según la jerarquía de grupos «naturales^> (es decir, los grupos reconocidos como tales por
el catolicismo tradicionalista, a saber: la familia, la aldea, etc.
... y en el ámbito económico, el grupo profesional). Cada uno
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de estos grupos sociales debía ser dirigido por el jefe que Dios
le había dado: la familia por el padre, la nación por el rey,
el grupo profesional por el patrón. Así, en particular, el conjunto de la vida económica debía ser conducido por una jerarquía de organizaciones profesionales organizadas en «corporaciones>. En la «corporación», todos los participantes en
la producción, patronos y empleados diversos, debían conciliar sus intereses según la justicia, lo que debía excluir el riesgo de la lucha de clases.
Como se sabe, este «corporativismo» tuvo también descendencia: bastó con sustituir al «rey» prudente y bien asesorado
de Maurras por un dictador y un Estado autoritario, para desembocar en el fascismo de Vichy en 1940.
Pero si los primeros promotores de este movimiento lo abandonaron poco a poco para adherirse a la democracia como el
sistema mejor adaptado a la gestión de una sociedad capitalista moderna, la idea del «orden social cristiano» convenía perfectamente a los intereses de la aristocracia terrateniente. Este ideal le proporcionaba el modelo de una sociedad rural unificada en una totalidad orgánica, que se beneficiaba de la dirección ilustrada y de la firme abnegación de sus jefes naturales, los grandes propietarios; allí cada individuo debía ocupar su lugar, en su aldea, cumpliendo los deberes de su estado
con la ayuda del cura, sometidos todos ellos a los objetivos de
la comunidad y siendo todos ellos de utilidad para su perpetuación. La comunidad necesitaba a cada uno de sus hijos,
por muy humildes que fueran, y no era pues cuestión de permitir que los obreros agrícolas se marchasen a la ciudad, ni
de que la industria se instalase en los campos católicos.
Anti-estatal por principio, este modelo justificaba su rechazo a toda intervención del despreciado Estado republicano, ya se tratase de la escuela pública o de las medidas de política agraria.
Pero este sindicalismo agrario de «unión de clases», de
«unión para la vida», según la vigorosa fórmula de uno de sus
dirigentes, H. de Rocquigny (Coulomb y Nallet, 1980, p. 15),
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no podía encerrarse en tareas puramente espirituales. Los campesinos eran materialistas y había que atraerlos con ventajas
palpables.
Cada pueblo tuvo por consiguiente su sindicato boutique,
que permitía el aprovisionamiento de los agricultores a precios muy favorables. Más adelante, se separaron las funciones
propiamente sindicales y las funciones técnico-económicas de
las organizaciones, adoptando las segundas la forma de sociedades cooperativas. Pero estos dos tipos de organismos se mantuvieron siempre ligados a las estructuras locales, incluso después de su agrupación en confederaciones cada vez más amplias, provinciales, regionales y nacionales. Este sistema de articulación permitfa excluir la representación directa de los agricultores de base: cada agricultor sólo podía integrarse directamente en el sindicato de su pueblo, pero no en la cooperativa comarcal, ya que tenía que hacerlo a través del sindicato
local, que actuaba como una sucursal de aquélla (Coulomb
y Nallet, 1980, p. 15).
Los partidarios de este corporativismo aristocrático habían
soñado con una especie de contra-sociedad rural, que viviese
replegada sobre sí misma, cerrada a las influencias de la ciudad, de la República, de la sociedad «laica». Incluso llegaron
a creer en algún momento que habían conseguido crearla y
hacerla funcionar, al menos en los sólidos bastiones del Oeste
y en alguna que otra provincia fuertemente católica como Aveyron.
En todo caso, crearon en estos lugares una estructura política amplia y diversificada que se perpetuaría y que tendría
un día gran influencia sobre el desarrollo agrícola del país.
Hay que destacar que estas regiones católicas eran ya por excelencia las que habían desarrollado las producciones animales, claves de la agricultura intensiva moderna.
Pero al mismo tiempo, estos grupos limitaron la importancia de su acción económica. Su limitada opción se expresaba
de forma clara en su peculiar organización del crédito agrario: promovieron por doquier la creación de mutuas de crédi-
74
to, reagrupándolas a nivel nacional en uná «Caja Central del
Crédito Agrario», pero la «rue de d'Athénes» (2) se negó a recurrir a las dotaciones públicas, únicas capaces de consolidar
y desarrollar unos circuitos adecuados de financiación. El «crédito libre», como decían con orgullo, era un crédito débil.
S. Berger aporta un excelente ejemplo de esta prudencia
en materia económica con el Office Central de Landerneau,
denominado con frecuencia «la cooperativa de los Duques».
Ella concluye (Berger, 1975, p. 119 s.): «El Office Central no
intentó trastocar las relaciones existentes entre la agricultura
y los consumidores, o entre la agricultura y la industria (...).
Para salir de su estrecho papel de intermediario, el Office habría tenido que imponer una disciplina comercial y establecer
distinciones entre diferentes categorías de productores. Una
política semejante habría perturbado el equilibrio interno de
los campos (...). Para proteger las explotaciones tradicionales
y preservar la armonía que reinaba entre ellas, el Office limitó voluntariamente su papel comercial». Se trataba, en suma,
de facilitar la vida de las explotaciones tal y como estaban,
y no de cambiarlas ni de incitarlas a la modernización.
Como se ve, la política económica prudente y conservadora del corporativismo aristocrático, al tiempo que preservaba
los intereses de clase de sus promotores, estaba perfectamente
adaptada al tipo de desarrollo económico del país y al lugar
que en él ocupaba el mundo agrario.
El crecimiento industrial limitado y el escaso dinamismo
demográfico (la importancia de este factor es subrayada por
Ruttan, 1978) hacían que los mercados nacionales de productos agrarios estuviesen poco integrados y estructurados. Existía en todo el país un mosaico de mercados locales, concentrando en París la única gran masa urbana. A las pequeñas
cantidades de excedentes comercializados por la inmensa mayoría de los agricultores correspondía una multitud de peque(2) En la rue d'Athénes se encontraba el edificio que albergaba la Sociedad de Agricultores de Francia y las organizaciones por ella controladas.
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ños recolectores, expedidores, mayoristas, transformadores, que
recogían, como hormigas, las enormes masas de alimentos para
ser reunidas en los mercados de les Halles y la Villette.
Esta estructura de transformación y de comercialización
era tan coherente, tan adecuada a la de la producción, que
resultaba vano pretender modificarla. Esto es lo que revela divinamente el fracaso de la experiencia del Plateau Central en
el Aveyron. La aristocracia terrateniente de esta región, particularmente dinámica, había sido de las primeras en organizar a los campesinos católicos «bajo su influencia» en sindicatos, mutuas de seguros y de crédito, cooperativas de consumo.
Desde el principio del siglo, y sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, esta élite modernista creyó que había
llegado el momento de crear una vasta empresa agro-industrial,
fundada, por un lado, en una gran quesería (no cooperativa,
hay que señalarlo), destinada a suplantar la potente Societé
de Roquefort y, por otro, en un matadero ultra-moderno «a
la americana», destinado a proveer una importante empresa
de exportación de carne (Romeas, 1982). Este proyecto, sumamente audaz y que anuncia de manera sorprendente lo que
será la agro-industria que se'desarrollaría a partir de los años
sesenta, estaba completamente inadaptado al estado del sector productivo, así como a las estructuras y a las necesidades
del mercado. Además, se apoyaba en los recursos iinancieros
demasiado escasos del ya citado «crédito libre» existente en la
provincia. En 1930, después de tener que recurrir de forma
humillante a la ayuda del Estado, que por otra parte la mayoría parlamentaria radical rechazó, el grupo tuvo que declararse en quiebra, tragándose el ahorro de su base campesina.
B)
La acción de los republicanos
La corriente republicana, a pesar de ir con veinte años de
retraso e inspirarse en principios casi opuestos a los de la corriente tradicionalista, supo también implantarse en el mun-
76
do agrícola francés e influir de forma duradera en sus comportamientos.
Creando cooperativas democráticas de agricultores basadas en la adhesión individual, la corriente republicana pretendía luchar contra la influencia de los grandes propietarios.
Los iniciadores y animadores de esta corriente eran generalmente las personas elegidas en las elecciones políticas, locales
y provinciales, pero también con frecuencia los maestros de
escuela y los «profesores de agricultura» (convertidos en 1912
en Directores de Servicios Agrícolas).
A1 final del siglo pasado, el conjunto de organizaciones agrarias promovidas por los republicanos (cooperativas, cajas de
crédito, mutuas y sindicatos) se unieron para formar la potente «Federación Nacional de la Mutualidad y del Crédito»,
.
ubicada en el boulevard de Saint-Germain.
De hecho, fundadas no sobre la base de las comunidades
locales sino sobre la adhesión individual de los agricultores,
las organizaciones republicanas integraban frecuentemente a
los agricultores más dinámicos y más introducidos en el mercado. Fueron también estas organizaciones las que dieron a
la agricultura francesa una potente estructura de crédito agrícola apoyado y financiado por el Estado, que más tarde se convertiría en el auténtico instrumento de financiación de una modernización acelerada.
Como lo muestran P. Coulomb y H. Nallet (Coulomb y
Nallet, 1980, pp. 15-16), el «sindicalismo de los duques» y el
«cooperativismo republicano», aunque antagónicos, proporcionaron cada uno de ellos la parte correspondiente de los rasgos
que caracterizan hoy en dfa al mundo agrícola francés, reunificado desde hace ya mucho tiempo: el primero aportó al sindicalismo moderno de la F.N.S.E.A. su estructura vertical y
jerarquizada, basada en el sindicato local; el segundo dio lugar al movimiento cooperativo de estructura horizontal, fundado sobre la explotación agraria en tanto que unidad económica.
Hay que tener en cuenta, además, que, desde sus oríge77
nes, las dos organizaciones citadas, a pesar de su hostilidad
recíproca, estaban de acuerdo en dos puntos esenciales: el rechazo del éxodo rural y el apoyo a una política de proteccionismo moderado, es decir, a lo que se denominaba el «melinismo». Ambas, en efecto, se combatían duramente en el plano político, pero no matenían competencia en el terreno económico.
Este pluralismo de las organizaciones agrarias correspondía finalmente a la complejidad de la estructura social del mundo agrícola francés, tal como la hemos expresado en páginas
anteriores, y a la pluralidad «admitida» de formas de organización de la producción y de tipos de explotación.
Los mercados, como hemos visto, continuaban estando poco
integrados y generalmente poco saturados: se limitaban al
autoabastecimiento de la mayor parte de los productos, lo que
imponía a los mercados franceses unos condicionamientos mucho más débiles que los que existían en países exportadores,
como Dinamarca o los Países Bajos, en los que la producción
agraria equivalía a dos o tres veces el volumen de las necesidades interiores. En los mercados franceses, pues, no era necesaria la intervención directa del Estado. El proteccionismo moderado instaurado por Meline fue suficiente, hasta la Primera
Guerra Mundial, para mantener los precios de casi todos los
productos a un nivel relativamente estable y remunerador, y
para proporcionar condiciones suficientes para la supervivencia de todos los tipos de explotaciones, funcionando cada una
de ellas según sus propias reglas y teniendo sus propios objetivos de renta y de tipo de vida.
Paradójicamente, como ya se ha señalado, eran las grandes explotaciones «capitalistas» y la gran propiedad las que se
adaptaban peor a este estado de cosas, si bien su retroceso era
debido más a una «desinversión» y a una búsqueda de mayor
rentabilidad de sus capitales fuera de la agricultura que a una
verdadera quiebra económica.
En todo caso, el sistema social no había tenido aún que
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elegir un modelo determinado de explotación, ni hacer de él
el objetivo de una determinada política agraria.
3.
Las etapas de constitución de la política agraria
moderna
Pero, naturalmente, la estabilización del mundo agrario
francés no podía ser perfecta ni deiinitiva. El éxodo rural, ante todo el de los obreros sin tierra y el de los más pequeños
agricultores, proseguía lentamente. Periódicamente, las crisis
afectaban a la agricultura y exigían el desarrollo de una política cada vez más intervencionista. Y como lo veremos, cada
nueva intervención de la política agraria suscitaba la aparición de nuevas organizaciones, que se convertían a la vez en
interlocutores del Estado, en canales de la intervención política y en órganos de su ejecución.
A)
El a^irendizaje de la regulación estatal: la
constitución del KMidi Viticole»
La «gran crisis vitícola» que se declaró a principios del presente siglo atrae particularmente nuestra atención. Por primera vez, un mercado agrícola francés se saturaba. La superproducción de vino de consumo corriente se convertía en estructural.
La situación no tenía precedentes y era tanto más grave
cuanto que afectaba a una región entera para la que la viticultura era la única producción agrícola. Se conocen bastante bien los episodios, hoy casi legendarios, del «levantamiento»
de 1907. Aunque el movimiento reagrupase unánimemente a
todas las clases de la sociedad local y, en todo caso, a todas
las categorías de viticultores, pequeños y grandes propietarios,
arrendatarios o asalariados, fue principalmente articulado por
la izquierda y sobre todo -de ahí su aspecto novedoso- por
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