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ALMANAQUE DE LOS DÍAS FELICES
Óscar Sipán
ALMANAQUE
DE LOS DÍAS FELICES
Óscar Sipán
Letras del Año Nuevo
Huesca 2009
ALMANAQUE DE LOS DÍAS FELICES
Edita: © Instituto de Estudios Altoaragoneses
© Diputación de Huesca
Autor: © Óscar Sipán
Colección: Letras del Año Nuevo, 4
Director
de la colección: José Ángel Sánchez Ibáñez
Diseño
de la colección: Rallo + Strader
Coordinación editorial: Teresa Sas Bernad
Fotografía-Collage de cubierta
e ilustraciones: Strader
Maquetación: Estudio Camaleón
Instituto de Estudios Altoaragoneses
Parque, 10 • E-22002 Huesca • www.iea.es
Imprime: Gráficas Alós
D.L.: Hu. 386/2009
ISBN: 978-84-8127-215-4
Printed in Spain
ALMANAQUE
DE LOS DÍAS FELICES
Las improvisaciones son mejores cuando se las prepara.
William Shakespeare
Mujeres que eligen un alma sobre la que doler.
Carlos Castán
En cada vestido aumentaba prodigiosamente las
medidas del busto. Se llamaba Ivonne Besteiro y
había nacido para esclavizar a los hombres y matar a
disgustos a la familia. Como hija única de nuevos
ricos, todavía llevaba la selva adherida a la piel. Era
supersticiosa, impúdica y maleducada, con esa vulgaridad de las diosas paganas, y tenía unos dedos largos
que erotizaban los objetos y que solo podías imaginar
desanudando el cinturón de un albornoz. La sonrisa
dejaba entrever unos dientes de encías húmedas y
una lengua púrpura. Los ojos, castaños y felinos, brillaban ebrios de juventud. Las rodillas, despellejadas
y llenas de cardenales hacía pocos meses, llevaban
ahora medias de seda francesa. La niñez se diluía en
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la carnalidad y en la exuberancia, en ese tránsito de
mujer que pasaba de invisible a inalcanzable en un
verano. Y me eligió a mí, a un simple sastre, para
doler.
El traje estará para la fecha prevista, pero necesitaré hacer dos pruebas más, le dije al señor Keuner
acompañándole a la puerta. Se casaba en dos semanas. Si el enamoramiento es una campaña publicitaria
efímera, el traje de bodas representa la forma de probar que se ha vivido. A un novio como el señor Keuner,
uno de esos comerciantes judíos que viven a la sombra de un despótico padre, se le viste para el futuro,
para la posteridad; la ceremonia religiosa, el banquete de boda o el vals nupcial son tan solo una
parte del atrezo de los recuerdos. Me consideraba un
buen profesional, un poeta de la costura, y como tal
me enfrentaba a mis creaciones. Seguía la máxima
de que no existe el arte sin contemplación. Por eso
solía pedir una fotografía de cada cliente, para estudiarla, para conseguir respuestas. Igual que Miguel
Ángel sostenía que solo eliminaba lo sobrante de un
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bloque de mármol para encontrar la escultura, con la
tela actuaba del mismo modo: le buscaba el alma al
traje. Regresé al despacho, me serví un oporto blanco y me senté tras el escritorio. «Necesita un traje
gris acero de elegante paño inglés para ensalzar
esos pálidos ojos azules al servicio de la melancolía», apunté en la ficha junto a las medidas y el calendario de pruebas. Sera, la nueva costurera, llamó a la
puerta. Adelante, puede pasar. Los nombres bíblicos
siempre despertaban mi lujuria; sentí la imperiosa
necesidad de besar sus santos lugares y de acostarme a sus pies como un podenco tras un día de caza.
Tenía una voz dulce, amortiguada por la timidez, y se
daba un aire a Silvana Mangano, si Silvana Mangano
hubiera ocultado un cuerpo así tras un guardapolvo
magenta: caderas acogedoras en una belleza calmada del norte. La mayoría de los sastres se terminaban
casando con modistas que incorporaban al negocio.
La concesión de uniformes de alto rango para el ejército y algunos trabajos menores para el cine me
habían obligado a ampliar la plantilla hasta los siete
empleados: cuatro costureras, dos cortadores de
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academia y una encargada. Sera se aproximó y me
entregó el contrato firmado. Involuntariamente, rocé
su mano. Muchas gracias, Sera, puede retirarse, le
dije tamborileando los dedos sobre la mesa. Me
había informado: tenía novio. Pero el resto de costureras también y todas habían dormido al menos una
noche en mi cama.
Llevaba una década al frente del negocio. La sastrería había pertenecido anteriormente a don Pablo
Casares. En aquella época mi situación era desesperada: había perdido el empleo en unos grandes almacenes y debía dos meses de alquiler en la fonda Los
Robles Gemelos. Leí el anuncio en un comedor de
beneficencia y me presenté a la oferta de trabajo con
un traje de color mostaza parcheado en los codos
y un horrendo sombrero de fieltro. Buscaban un cortador de alta costura que estuviera al corriente de la
moda parisina. Pagaban un sueldo decente y alojamiento. Don Pablo Casares era un hombre chapado a
la antigua, de férreos principios morales y un genio
difícil de domar. De su cuello colgaba, como símbolo
de su gremio, la faja de medir. Tenía voz de barítono
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y vivía solo, en una casa con porche jalonada por
sauces llorones, azaleas y buganvillas, amaba las
partituras de Sarasate por encima de todas las cosas
y criaba palomas mensajeras, las más afamadas del
país. Me contrató porque fui el único que llevó sus
propias tijeras y porque, según me enteré un tiempo
después, le gustó mi sinceridad cuando se interesó
por la cicatriz del pómulo: la hebilla del cinturón de
mi padre en una borrachera. Me instaló en una habitación de su propia casa, me educó en el buen gusto
y me enseñó el oficio como al hijo que nunca tuvo.
Una tarde se presentaron en el local dos siniestros
armarios con pistola para exigirle la cuota a cambio
de protección. Eran soldados de la familia Maschio.
Los buenos cristianos no preguntan, obedecen, le
aconsejaron. Pero don Pablo Casares les plantó cara.
Y ellos, después de soltar las palomas y destruir los
palomares, le plantaron en el fondo del mar; a veces
lo imaginaba en su sepultura acuática, aferrado a un
bloque de cemento, mecido por el vaivén de las olas,
las corrientes y los días. Sorprendentemente, había
hecho testamento en mi favor. Rebauticé el negocio
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como Sastrería Sandro Zabalza. Ignoro adónde volaron las palomas.
Una de las primeras lecciones que aprendí fue que
un sastre no tenía enemigos, solo clientes. El viento
soplaba porque los Maschio así lo querían; si pagabas la cuota eliminaban cualquier atisbo de competencia. Manejaban las cofradías de pescadores y todo
aquello que entraba por el puerto. Fabricaban votos
financiando las campañas de todos los aspirantes y
por eso los políticos no se atrevían a enviar un ramo
de flores a una corista sin pedirles permiso. De vez en
cuando tenía que proporcionarles algunas facturas
falsas (lavar la ropa, lo llamaban) y confeccionar trajes y vestidos por amor a la causa. Pero no se inmiscuían en el negocio. Un negocio que marchaba con la
velocidad de la inercia. Mi clientela la componían gentilhombres de moral laxa que engañaban a campesinos analfabetos y luego se santiguaban, sicarios que
deseaban morir luciendo un buen traje y familias acomodadas que podían permitirse mis servicios. Vivía
con holgura en una casa de estilo art déco de dos
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plantas con jardín, en la zona alta de la ciudad, pero
comenzaba a sentir que estaba envejeciendo entre
agujas, patrones de moda y mujeres de una noche.
La sastrería se encontraba en la calle principal,
custodiada por las oficinas de la Western Union y por
una compañía de seguros alemana. Un sencillo rótulo
en letras doradas daba la bienvenida. Era un local discreto, sin escaparate, de ventanas bajas con recortes
de revistas parisinas pegados en los cristales, que
olía a membrillo y madera recién cortada. Voluminosas cortinas ocultaban armarios tallados a mano y
estanterías de buen roble. Sobre una mesa rectangular se encontraban los muestrarios de las telas. Julia,
la encargada, me anunció por encima de sus gafas
verdes que tenía visita. En la sala de espera, Ivonne
Besteiro y su madre se abanicaban con gracia. Llevaba el cabello recogido con una peineta de carey, la
blusa abierta por fuera de la falda y una expresión en
el rostro de desafío: la marca de las ostras con perla
en su interior. Cada hora que pasaba, la chiquilla iba
perdiendo terreno frente a la mujer fatal. «La eternidad duerme en lugares insospechados», pensé al
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contemplar los abalorios enredados en su escote. Un
escote de profundidades oceánicas. Las invité a pasar
a mi despacho. Su madre me saludó con una sonrisa
de fundas de oro. Perdida en los engranajes de la alta
sociedad, elegía telas y modelos sin criterio ni limitaciones económicas, viviendo a través de su hija. Vestía con una sobredosis de camafeos y collares, con
esa ordinariez que produce un lujo excesivo. Quería
un traje de fiesta de terciopelo negro con las mangas
y el cuello de piel de visón, y lo quería para la semana siguiente. No preguntó el precio. Pero que sea muy
a la moda, recalcó. Esperemos que así Ivonne se
esfuerce un poco más en los estudios: tiene la cabeza
llena de pájaros.
Mamá, por favor…, suplicó en un tono de falsete
que desembocó en un mohín tierno. Sin duda estaba
descubriendo su poder, el tremendo efecto de su presencia en el aire viciado de un salón de billar repleto
de hombres. Al tomarle las medidas aspiré su olor
–un olor fuerte, acre, nada espiritual– y no pude dejar
de pensar, con cierta envidia, que gracias a Ivonne
Besteiro muy pronto a algún muchacho dejaría de
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afectarle la gravedad y se coronaría rey del aparcamiento.
Una tarde me topé con ella en el soportal del cine
Rivero. Llevaba el uniforme del Sagrado Corazón, la
falda plisada azul marino con calcetines hasta las
rodillas, el suéter de pico encima del polo blanco y el
pelo en una gran cola de caballo. La acompañaba la
sirvienta, una mestiza con ojos de animal asustado
que cargaba la cartera. Me sonrió como una niña que
mira copular a dos perros junto a un columpio, clavando sus pupilas en las mías, y me preguntó por la
fecha en la que podría disponer de su nuevo vestido.
La invité a una coca-cola, se sentó a mi lado. El cine
Rivero era un antiguo teatro de altos techos con brillos dorados de mica y una gran lámpara de araña de
cristal de Murano: una escalinata alfombrada, un
gobelino de imitación desteñido por el sol, asientos
de terciopelo mustio, acomodadores octogenarios y
un piano de los tiempos del cine mudo. Ponían Cayo
Largo, de John Huston. En cuanto se apagaron las
luces se soltó el pelo y lo derramó sobre mis hombros; su cuerpo exhalaba cierta resistencia al bien.
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Apenas podía concentrarme en la pantalla. Te pareces
a Humphrey Bogart, pero yo tengo más pecho que
Lauren Bacall, me susurró al oído. Luego posó su
mano en mi pantalón y recorrió el camino de tela lentamente, como una planta trepadora, dejándome uno
de esos recuerdos eróticos imborrables. Intenté concentrarme en la corbata florida de Johnny Rocco, en el
magnetismo de Claire Trevor en su papel de alcohólica, en el traje a medida de Frank McCloud, pero poco
después afuera estaba el mundo y dentro de Ivonne
Besteiro estaba yo.
A la salida del cine, le ordenó a la sirvienta que
regresara a casa y que no se atreviese a decirle una
palabra a su madre; se lo dijo como una antigua
romana a su esclava. Alquilé un cuarto en el Siroco,
uno de esos hoteles nacidos para albergar urgencias
e infidelidades donde el recepcionista aceptaba la
propina sin hacer la pregunta. Subimos por una escalera mal iluminada y sin pasamanos, que olía a agua
de lejía, y llegamos a un cuarto con una ventana que
daba a un patio de luces. La Biblia desentonaba
sobre la mesilla de la habitación como Charles Dar-
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win en un congreso de creacionistas. Me pidió un
cigarrillo, lo encendí y se lo entregué. Verla fumar era
sexo antes del sexo. Se sentó en la cama combada
cruzando las piernas y pronunció mi nombre: Sandro.
Fue casi un susurro: Sandro. Se desnudó en silencio,
quitándose el sostén malva sin cerrar los ojos. Tenía
cuerpo de starlet recién llegada a la ciudad, las
muñecas débiles, los pezones de color sandía madura, las uñas de los pies lacadas. Antes de besarla,
deslicé mi mano en la tibieza de sus bragas. Poco
después me arañó la nuca, me gritó obscenidades de
burdel con una voz educada y, en el momento exacto
en que las campanas de la iglesia de Trissotin tocaban a muerto, me dejé ir. Y por primera vez en mi
existencia me entendí con Dios. En la sábana había
una mancha oscura, del color de la cresta de un gallo
y la forma de Australia. ¿Volveré a verte?, le dije
mientras se arreglaba en el espejo oval del lavabo.
Ivonne Besteiro sonrió enigmáticamente. Desde
aquel día Australia simbolizaría la virginidad. El aparcamiento tenía un nuevo rey. Y la gravedad había
dejado de afectarme.
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Pensaba que el cloroformo de otros cuerpos me
ayudaría a olvidarla. Celebré el año nuevo en compañía de dos botellas de Dom Pérignon bien frías y de
una cintura napolitana, pero no conseguí, ni por un
instante, apartar a Ivonne Besteiro de mi pensamiento. Volví a la rutina como el que regresa a la guerra
tras un permiso. Me gustaba empezar el día en la
barbería Trapolini. Los sillones giratorios con apoyabrazos de cuero, las batas blancas con peines, el afilador y las navajas de afeitar, los espejos biselados y
el olor de las lociones, las colonias y los ungüentos
despertaban los rescoldos de mi infancia. En la barbería uno podía enterarse de todo tipo de rumores y
desgracias; allí descubrí que guardar un secreto era
un arte en vías de extinción. Después de leer la prensa en las mesitas de mármol con pie de hierro colado
del café Brasca (Rocky Marciano había desbancado
en ocho asaltos a Joe Louis), después de dos copas de
coñac y un licor de mandrágora, tomé la decisión
de espiar a Ivonne Besteiro. Su canto de sirena me
estaba volviendo loco.
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Aunque no hubieran podido situar Francia en un
globo terráqueo, sus padres habían comprado una
mansión afrancesada junto a un campo de golf. El
musgo ennegrecía el tejado, la hiedra trepaba en la
cara norte como intentando someter a la casa. Uno
podía imaginar en su interior la correspondencia en
una bandeja de plata, armaduras vigilantes y estanterías de incunables que nadie visitaba. En una generación habían pasado del hambre al exceso, de servir a
tener criados, del olor a estiércol y las piaras de cerdos a visitar Florencia y comprar arte contemporáneo.
Un pavo real vagabundeaba a la altura del cenador
cubierto de rosales. Desde mi escondite, agazapado
entre unos setos, podía distinguir el estanque donde
un niño de bronce orinaba entre libélulas y juncos. El
chofer dejó de sacar brillo al coche y se quitó la gorra
para saludar con picardía a la sirvienta mestiza camino del mercado. Me desplacé a hurtadillas hasta una
barrera de tamariscos. Encajado en la sombra, esperé la llegada de Ivonne Besteiro durante más de dos
horas, saltándome compromisos y visitas pactadas.
Pero fue inútil. De regreso a la sastrería, decepciona-
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do e irritable, eché de menos al hombre que fui,
cuando el futuro era el cuello de una camarera al
final de la noche.
A mediados de octubre me encontraba decidiendo
un estampado frente a un maniquí cuando Ivonne
Besteiro estiró de la cruz elástica de mis tirantes. Me
giré algo cohibido. A contraluz, como en un sueño
erótico perfecto, dejó caer su vestido. Sin prisa. Sin
dudas. Sin ropa interior. Di un paso al frente. Su beso
me lastimó el labio, la sangre pareció excitarla todavía más. Cerré el pestillo de la puerta.
Don Pablo Casares me advirtió que no siempre
sería un girasol solitario y que algún día recordaría
sus palabras: las chicas tristes te durarán más. E Ivonne Besteiro era alegre como la espuma de la cerveza.
Nos veíamos todas las semanas en aguas internacionales, como llamábamos al cuarto del hotel Siroco, en
la más absoluta clandestinidad. Nadie podía saber lo
nuestro. Aprovechando que sus padres se habían
desplazado al entierro de un pariente al que la fiebre
de los pantanos había consumido en pocas semanas,
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cumplí su deseo de ir a un parque de atracciones. En
el Chevrolet Corvette con la capota levantada parecía
una rutilante estrella de cine. Llevaba gafas de sol y
un pañuelo Hermès anudado al cuello. En los últimos
tiempos había adquirido un aire elegante que la hacía
parecer más mayor. Vestía siempre de domingo,
como si hubiera descubierto que solo podía existir en
la mirada de los demás. Día a día levantaba los planos
de la mujer que quería llegar a ser. Buscaba canciones en el dial y fumaba rubio americano expulsando
el humo por la nariz. Nos detuvimos a repostar en una
encrucijada de caminos, en medio de ninguna parte,
bajo el caballo alado de Mobilgas. Mientras pagaba, a
través del cristal, la vi flirtear abiertamente con un
mecánico. Sentí el regusto de la vejez.
Entre los tiovivos y los espejos mágicos, entre las
garitas de tiro y las casas encantadas, entre las montañas rusas y el algodón de azúcar, no tardó en asomarse la niña. Eso sí, una niña despampanante que
acababa de ganar un concurso de belleza organizado
por una marca de cosméticos. Guardaba su fotografía
en la portada del periódico local como prueba de su
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éxito. Desde entonces llevaba a todas partes el book
de su sesión fotográfica, convencida, y era un pensamiento caminado, de que tarde o temprano un cazatalentos o un director de reparto daría con ella y se la
llevaría a Hollywood: sus días de gloria estaban por
llegar. No quise desanimarla explicándole que nueve
de cada diez camareras habían perseguido ese
mismo sueño.
Nos sorprendió un aguacero en la noria y tuvimos
que refugiarnos en la barraca de una quiromante.
Atravesamos la cortina como el que se adentra en el
jardín de un manicomio. Entre bromas y risas con olor
a sándalo, la gitana leyó la mano de Ivonne Besteiro y
se echó a llorar. No quiso cobrarnos nada. Salimos de
la barraca con la desgracia adherida a la piel. Para aliviar la tensión del momento descorchamos una botella de vino en un restaurante y allí me ofrecí, como
regalo de cumpleaños, a pagarle unas clases de interpretación. Ella, entre eufórica y asustada, prometió
quererme siempre.
No era la primera vez que le hacía un traje a Vinicio Maschio, pero sí la primera ocasión que acudía en
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persona. Entró sin llamar, precedido de su guardaespaldas. Tras la muerte del padre, Braulio Maschio,
Vinicio, su único hijo, dirigía una organización que
manejaba el tráfico de mujeres y de drogas, el juego y
todo lo que fuera susceptible de ser vendido. De vez
en cuando la resaca depositaba en la orilla cuerpos
decapitados que no reclamaba nadie. Cuando un
hombre como su padre –tan poderoso, tan odiado–
alcanza la muerte natural, eso solo puede significar
que la ciudad es suya. Los políticos en nómina conseguían que las redadas policiales nunca visitaran sus
zonas. Mientras sus abogados pleiteaban y sus soldados esquilmaban, él organizaba actos benéficos,
inauguraba hospicios y donaba órganos y vidrieras a
la iglesia: con una imagen social limpia, la comunidad
era capaz de perdonar todo.
Era alto, feo y huesudo, de mentón anguloso,
vestía pantalones de tela de gabardina y camisa de
franela y poseía la llamada fotogenia del mal. «Saldría bien en el cine como lugarteniente de Edward G.
Robinson o James Cagney», pensé. Bebía vodka helado y había hecho desaparecer, por lo menos, la mitad
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de una botella. Me pareció un lobo amargado con el
traje de cordero en el tinte. Una vez dentro del local
miró en derredor, se convenció de que no había peligro y le hizo una señal a su guardaespaldas para que
saliera. En aquel momento Sera me enseñaba un
muestrario de tejidos de importación. Al reconocer al
visitante, recogió las carpetas y se deslizó hacia el
taller.
Deseo un traje, dijo a modo de saludo.
Suele ser un motivo habitual para visitarme.
Un traje de novio.
Comprendo.
El mejor traje de novio que haya visto esta ciudad.
Está usted en el sitio adecuado. Por favor, acompáñeme, debo tomarle las medidas.
Le pregunté si disponía de tiempo, me respondió
que un traje destinado a sellar un pacto de toda una
vida justifica esa paciencia. Repasé las distancias que
configuran una vida. De muñeca a muñeca, contorno
de pecho, cintura, abdomen, brazos y piernas, distancia de la cintura hasta las rodillas, de las rodillas a los
tobillos. Siempre he considerado que mi trabajo es
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complementario al de Dios: él creó a imagen y semejanza, el sastre viste a semejanza e imagen.
Cuando terminamos ya había anochecido. Al acabar de vestirse, se me acercó.
Paga sus cuotas, dijo. No respondí.
Recuerde que debe ser el mejor traje de novio que
se vaya a ver nunca en esta ciudad. Asentí. Enrollé
con cuidado la cinta. El guardaespaldas le abrió la
puerta.
¿Sabe?, usted me cae bien, comentó. La vida a
veces es una perra. Me dio una palmada en la mejilla
y salió.
Mientras yo jugaba con una almohada y un dedal
usado, Ivonne Besteiro se retorcía en oleadas, gimiendo, insultando, sintiendo los primeros síntomas del
milagro del orgasmo, en una habitación con vistas al
parque de atracciones. Tendidos boca arriba hablamos
del pasado, que es la única forma de hablar del futuro.
Para Ivonne Besteiro no había nada más excitante que
un anillo de casada rodando por el pasillo de un tren
nocturno. Era muy morbosa. En una ocasión quiso
hacer el amor con un traje de novia que acababa de
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terminar. Me pedía que le describiera a las mujeres
que había descalzado en camarotes de tercera clase,
los encuentros casuales que terminaban en armarios
roperos o en colchones de pluma de avestruz con
sábanas de satén. Sentada a horcajadas, parecía alimentarse de mi deseo, libar de él, y me miraba coqueta y soñadora como una adolescente con su primer
frasco de perfume. Se mordía las uñas y formulaba
preguntas en racimo. Lo quería saber todo. Había descubierto el placer y eso la hacía irreductible. Se sabía
hermosa, sin inclinaciones románticas, se creía inmortal. Y yo, que nunca me había fiado del arco iris, que
había experimentado los celos por primera vez al contemplarla en la gasolinera, decidí abandonar al pueblo
errante de los mujeriegos y quise sentir la felicidad de
embarazarla, de levantarme un día y verla desnuda
sobre unos zapatos de tacón alto con el vientre duro,
redondo, y un hijo creciendo en su interior: le pedí que
se casara conmigo. Mi petición la desconcertó. Quizá
lo haga, quizá me case contigo, dijo riéndose.
A la mañana siguiente nos despertamos con el
ulular de las tórtolas, desayunamos helado recubier-
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to de caramelo caliente, arrojamos una moneda a un
pozo de los deseos y regresamos antes de que sus
padres pudieran descubrir su ausencia. Yo no sabía
que su corazón era una casa deshabitada.
Algunas tardes solía enseñarle a conducir por
carreteras secundarias. Manejaba el Chevrolet como
un potro desbocado, sin prestar atención a las señales o a la lógica. Aceleraba hasta enojarme. No conseguía disuadirla de tomar las curvas sin pisar a fondo
ni hacer chirriar los neumáticos. Le gustaba invadir el
carril contrario cuando se aproximaba otro vehículo,
sentir la adrenalina de morir y de matar, recrearse en
las décimas de segundo como si fueran días felices,
mirar a los ojos del destino hasta que este bajaba la
mirada. En una ocasión, derrapó en el asfalto derretido y se detuvo a pocos centímetros de un acantilado.
Yo bajé del coche pálido y con la piel de gallina y
vomité apoyándome en el pretil metálico. Ivonne Besteiro me dijo mirando al mar, con un glamour aprendido del cine, que le había provocado el mismo efecto que las burbujas del champán. A ella le gustaba
nadar de noche.
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Las mentiras nunca salen a la luz: es la propia luz
la que termina por encontrarlas. Felipe Merokley se
presentó una mañana de octubre sin pedir cita. Era un
hombre alto y desgarbado, de tez morena, con un fino
bigote a lo Clark Gable. Vestía un sencillo pantalón de
lino y una chaqueta de sport de color marfil. Llamó a
la puerta de mi despacho y se precipitó al interior. Me
han informado de que eres el mejor sastre a trescientos kilómetros a la redonda y que serías capaz de
hacer que un traje le sentara bien a un jorobado, dijo
con locuacidad. Le han mentido, señor, respondí. Soy
el mejor sastre del continente. Y nos dimos la mano.
Mientras le tomaba las medidas me contó, con una
verborrea torrencial, que se casaba al mes siguiente.
Se dedicaba a los pozos petrolíferos y se definía como
un granjero acostumbrado a los golpes de fortuna.
Esta vez no he tenido que perforar el subsuelo
para encontrar un tesoro: le puedo jurar que fue amor
a primera vista. A su lado, todas las mujeres que he
conocido son solo bocetos de artista principiante. Es
preciosa. Es inteligente. Es puro fuego, una granada
de mano sin espoleta. Cuando le regalé el anillo de
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compromiso chilló como una endemoniada. Pasaremos la luna de miel en el camarote del trasatlántico.
Vamos a ser muy felices, rugió presa de la emoción.
¿Y quién es la afortunada?, le interrogué con
varios alfileres en la boca.
Se llama Ivonne Besteiro. ¿La conoce?
No tuve tiempo de digerir la noticia. En la puerta,
uno de los lacayos de la familia Maschio me estaba
esperando. Apagó la cerilla de un soplo y la arrojó a
mis pies. Se notaba la presencia de un arma bajo la
chaqueta. El jefe quiere verte, balbuceó con una voz
áspera, casi cocodrilesca. Me invitó a subir en el
asiento delantero de un elegante Pontiac Bonneville
gris metalizado.
Me esperaba en el descomunal recibidor de su
villa. Ni le saludé ni me quité el sombrero; había leído
en un manual de protocolo que uno solo tenía que
descubrirse ante una dama o un poeta inteligente. De
asesinos y extorsionadores no decía nada.
Me miró de arriba abajo, parecía decepcionado.
Te he mandado llamar para encargarte un trabajo:
muy pronto tendremos un entierro, dijo con esa rabia
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contenida de los que tuvieron pelo y ya no lo tienen.
Y entonces me invadió la certidumbre de que ese
dolor era Ivonne Besteiro. Pronuncié su nombre en
voz alta y noté cómo se tensaba, en una reacción tan
involuntaria como el parpadeo, el estornudo o el
odio. Se levantó en zigzag, arrojando la silla contra la
pared. Sastre: ayer eras hombre muerto, hoy puedes
salvar el pellejo. Desde hace meses te reservo unos
zapatos de cemento para que le hagas compañía a tu
amigo en el fondo del mar. Sé que hace dos años que
te acuestas con ella, incluso sé que le pediste matrimonio. No has sido el único, créeme. Me explicó que
la había sometido a una estrecha vigilancia, descubriendo sus aventuras con, al menos, seis hombres.
Igual que la carcoma permanece en la madera con la
que se construye el mueble, la ambición duerme en el
interior de Ivonne Besteiro, filosofó. En esta vida solo
se puede ser aliado o enemigo, tú eliges. Vas a cancelarle el contrato. Y quiero que acabes con ella sin
dañar su belleza, para que puedan velarla con la tapa
del ataúd descubierta. Para que las plañideras borren
con sus lágrimas forzadas la traición. Para que Felipe
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Merokley pueda evocar, desde una silla cercana, la
vida en común, sin desencanto ni malas rachas, que
no tuvo con ella. Pienso pagarle un buen dinero al
propietario de la funeraria para que me deje ajustar
cuentas a solas, dijo mortificado por los celos, hirviendo de rabia. Y se sirvió otra ración de oro blanco.
Lo imaginé llevando a Ivonne Besteiro a restaurantes de ciudades lejanas en su avioneta privada,
regalándole vestidos comprados en Viena, ropa interior rematada con diamantes, poniendo a sus pies
todo el mundo que el dinero era capaz de comprar.
Llegué a ver su sonrisa enratonada, el fuego de sus
ojos, la forma de morderse el meñique delante del
jefe mafioso. Y ahora se le escapaba con un vulgar
pocero afortunado. Entonces lo comprendí: cuando le
tomé las medidas aquella tarde en realidad estaba
midiendo mi propio ataúd.
Vinicio Maschio rellenó el vaso de nuevo. Me lo
ofreció. En sus ojos nublados no había lugar para la
clemencia o el perdón. El mensaje era claro, pedía
sangre. O ella o yo.
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Parece fácil, y tal vez con la costumbre pueda llegar a realizarse con cierta soltura, sin remordimientos, pero matar es como el tabaco: la primera calada
siempre hace toser. Imaginé mil muertes para Ivonne
Besteiro (un disparo, una navaja, un veneno indetectable) y todas las terminé desechando porque chocaban con la misma dificultad: debía ser yo quien las
ejecutase.
La idea se presentó después de un sueño. Ivonne
Besteiro avanzaba desnuda por la pasarela de un
muelle. Llevaba la cabeza rapada al cero, parecía no
sentir miedo de un mar encrespado y gris. Se detenía
frente a un telescopio de monedas y lo dirigía hacia la
ciudad. Un hombre trabajaba en un taller de costura.
Profundamente concentrado, manipulaba las tijeras
ciñéndose a los patrones, midiendo la distancia entre
la carne y la luz. De repente, una aguja atravesaba su
dedo e Ivonne Besteiro se desvanecía.
Me levanté empapado en sudor. Un hombre solo
puede matar con sus manos, y mis manos eran las
más hábiles manejando agujas.
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En la noche más larga del año, las estrellas brillaban como insignias de policía. El mar, con esa
vocación de suicida decidido, se estrellaba una y
otra vez contra el rompeolas. El faro le guiñaba su
único ojo a los mercantes que navegaban en la
oscuridad. Los solitarios estiraban la madrugada
recordando amores perdidos. Subido al tejado de
mi casa, contemplando la ciudad en la ensenada y la
sordidez de los barracones del puerto, supe que lo
haría, que ingresaría en prisión el día del velatorio
de Ivonne Besteiro.
Rompí los esbozos que tenía preparados para el
traje de Felipe Merokley. El éxito de cualquier función
parte de sus decorados, así que busqué en los armarios de pedidos terminados el traje de novio que Vinicio Maschio nunca pasó a recoger. Comparé las medidas de uno y de otro. Tendría que hacer el pantalón
nuevo, pero la chaqueta y la camisa se podrían arreglar sin demasiados cambios. Finalmente, aquel traje
recibiría la hembra para la que fue diseñado.
Una muerte que no mancillase su belleza. Por un
segundo, sentí un dolor en ese lugar que el cuerpo
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reserva para los amores momificados. La belleza también puede matar, y la de Ivonne Besteiro era el mismísimo Apocalipsis.
Acaricié el tejido de la chaqueta. Pase los dedos
por las mangas, observé los remates perfectos de las
costuras, recordé las medidas del novio, recordé
las medidas de ella, recordé su desnudez, sus costillas, sus pechos, la longitud y latitud exactas de su
esternón, calculé dos cuartas desde el lugar bajo el
que latiría el corazón del novio, la imagen especular
de mi objetivo: la aurícula derecha de Ivonne Besteiro. Lo había decidido, se mata como se vive: moriría
con una aguja. Una aguja que desgarraría el músculo
que ella prefería para jugar.
Busqué entre los muestrarios de pañuelos. Elegí
uno azul, a juego con sus ojos. Lo dibujé en el aire,
tenía el tamaño justo. Ocho centímetros. La distancia
que separaba el aire de la muerte. El cura anunciaría que ya se podían besar, en ese momento el
novio sería el hombre más envidiado del mundo, y en
el instante siguiente Felipe Merokley, sin saberlo,
con un traje de novio ajeno, habría atravesado el
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corazón de su amada, de nuestra amada, de la
amada de todos y el amor de ninguno.
El ventilador administraba la canícula. Con un
calor de invernadero, Ivonne Besteiro dormía en el
lado de la cama donde se forjan las traiciones. Entre
sueños, suspiraba. Después de beber dos vasos de
pulque, nos habíamos acostado por última vez. En
realidad hice el amor con su ausencia, sintiendo algo
parecido al desplacer. En el exterior, los marineros se
fundían la paga en las tabernas y los pelícanos, flotando plácidamente sobre las aguas aceitosas del
muelle, esperaban la llegada de los pescadores.
Fumando, apoyado en el respaldo de la cama, la miraba y comenzaba a extrañarla: las caderas de bolero,
los pezones engastados en la albura de sus pechos, el
cuello terso, los bucles de vello púbico que no conocían la luz del sol. Y la cara, resplandeciente, serena,
el espejo de los que tienen alma. En el caso de Ivonne
Besteiro un reclamo, una promesa vacía, como esas
plantas que engañan a los insectos para conseguir la
polinización o una presa fácil. Antes de quedarse dormida, con su corte de pelo copiado a Lana Turner, me
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había anunciado un largo viaje con su familia. Ni
siquiera había pestañeado. Su mentira olía con la
intensidad y la dulzura de la gangrena: al día siguiente se casaba.
Descendió del coche, un Holden de importación,
sosteniendo un ramo de lirios salvajes. El cielo estaba
encapotado, de color salmón, pero ella lucía radiante.
Llevaba un vestido entallado de gorgorán con antiguos encajes de color rosa y un velo de tul sujeto por
una diadema de perlas diminutas. Subió las escaleras
de la iglesia de Trissotin del brazo del padrino, sosteniendo torpemente la larga cola, entre los gritos de las
damas de honor y una marea de esmóquines. Sonreía
con elegancia y resignación, girando el cuello a uno y
otro lado, como dispuesta a sufrir por anticipado la
lluvia de arroz. Felipe Merokley la esperaba a un lado,
rodeado por un numeroso grupo de familiares y amigos que se habían desplazado desde el sur. Contemplando el traje de novio, los ángulos perfectos de
la chaqueta, las finas costuras del chaleco con botones de plata, el corte clásico de los pantalones, me
sentí orgulloso del trabajo realizado y de mi lealtad al
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paño inglés: en prisión tan solo dispondría de telas
menores y de mucho tiempo.
Su perfume me llegó antes que ella. En un momento determinado, Ivonne Besteiro me descubrió bajo la
protección paternal de los apóstoles. Debió preguntarse quién me había invitado. Me miró de frente, con
la indiferencia de una reina, y me olvidó.
En la puerta de entrada, una inscripción daba la
bienvenida a la iglesia de Trissotin: «Inflamma cor
nostrum amore tui» (Inflama nuestro corazón con tu
amor). Con sus tres curiosas cúpulas de color rojo y
una planta cuadrada en el exterior y redonda en el
interior, coronada de balaustradas y estatuas, la iglesia era un lugar inquietante. La luz cenital forjaba
figuras ambiguas en un suelo de lápidas de mármol.
Al santiguarse, a algunos de los invitados se les
notaba la fe, a otros tan solo las ganas de llegar al
banquete. Cuando el organista dio la entrada y el
novio inició el camino hacia el altar, me aproximé a
él. Le deseé suerte, le ajusté la corbata y le coloqué
la aguja enverjada en el pañuelo que colgaba del bolsillo. Pude ver a Vinicio Maschio de pie, con un traje
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milrayas negro y azul y una camisa de Madrás. Se las
había ingeniado para conseguir asiento en la primera fila; no quería perderse el espectáculo.
Cuando evocaba el olor del incienso veía un mulo
descompuesto rodeado de cuervos. La ceremonia
tenía la cadencia de las siestas largas. Un monaguillo
marcaba los tiempos con una campana. Me crucé con
la mirada de Vinicio Maschio. El Sí, quiero del novio
fue deletreado en silencio por seis gargantas. Recordé el cuarto del Siroco, las películas que vimos juntos, las tardes a toda velocidad por carreteras de la
costa. Recordé Australia.
Una dama de honor avanzó por el pasillo central
portando los anillos en una cesta, mientras el cuarteto de cuerda comenzaba el Celebre minuetto de Boccherini.
Intercambiaron las joyas. El anillo de rubíes brillaba en su mano recién casada. El sacerdote pronunció
el esperado Puede besar a la novia. Ivonne Besteiro y
Felipe Merokley se aproximaron, por un segundo se
detuvieron reflejándose cada uno en las pupilas del
otro, y finalmente él la atrajo hacia sí. La aguja le
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atravesó el corazón. Deseé haber fallado los cálculos,
que el metal chocase contra una costilla, que aquellos labios gritaran mi nombre.
En el preciso instante en que Ivonne Besteiro se
desplomaba sin vida, entre desmayos y miradas incrédulas que alimentaban la histeria, tuve la certeza de
que yo moriría, después de muchos años, en una
cama de hospital rodeado de desconocidos, con la
imagen de un cuarto en penumbra con vistas a un parque de atracciones, un sastre jugando con una almohada y un dedal usado y una mujer, casi una niña,
que pasaba de invisible a inalcanzable en un verano.
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Este libro
se terminó de imprimir
en los talleres de Gráficas Alós (Huesca)
mediado diciembre de 2009,
cuando la acícula, en el bosque,
traspasa el corazón de la escarcha.
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DELECTANDO PARITERQUE MONENDO
Galardonado en numerosos certámenes literarios,
Óscar Sipán (Huesca, 1974) es autor de los libros
Rompiendo corazones con los dientes (1998), Pólvora
mojada (2003), Leyendario. Monstruos de agua
(2004), Escupir sobre París (2005), Tornaviajes (2006),
Guía de hoteles inventados (2007), Leyendario.
Criaturas de agua (2007) y Avisos de derrota (2008).
«Le gustaba invadir el carril contrario cuando se
aproximaba otro vehículo, sentir la adrenalina de
morir y de matar, recrearse en las décimas de segundo
como si fueran días felices, mirar a los ojos del destino
hasta que este bajaba la mirada. En una ocasión,
derrapó en el asfalto derretido y se detuvo a pocos
centímetros de un acantilado. Yo bajé del coche pálido
y con la piel de gallina y vomité apoyándome en el
pretil metálico. Ivonne Besteiro me dijo mirando al
mar, con un glamour aprendido del cine, que le había
provocado el mismo efecto que las burbujas del
champán».
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