1. Jota Jota y el alma latinoamericana. Febrero de 1987. 2. El habla ecuatoriana. Julio de 1989. 3. Cultura e historia. Enero de 1992. 4. Orígenes históricos del regionalismo. Junio 24 de 1994. 5. Las historias de Pedro Jorge Vera. Mayo de 1997 6. Fiesta en Trigueros. Junio de 1997. 7. El bucaramato y la pugna inter…. Octubre de 1997. 8. El caciquismo y el poder oligárquico. Diciembre de 1997. 9. Ideario y acción de Vicente Rocafuerte. Marzo de 1998. 10. La cultura nacional en un mundo globalizado. Abril 98 11. Semana Santa, teatro colectivo. Abril de 1998 12. Entre Eros y Thánatos. Octubre de 1998 13. Tras el Tratado de Paz con el Perú. Octubre de 1998. 14. Despedida a Pedro Jorge Vera. 1999 15. Nuestra cultura política. Septiembre de 1999. 16. Un libro póstumo de Carlos Arroyo del Río. Noviembre de 1999 17. Quito en los ojos de los cronistas extranjeros. Marzo de 2000. 18. Nuestra lengua universal..Marzo de 2000. 19. El compositor Evaristo García. Abril de 2000. 20. Tres notables bolivarenses. Julio de 2000 21. De mitos, dogmas y pecados de la Iglesia. Abril 2001. 22. Comunicación y sociedad. Mayo de 2001. 23. ¿Qué es la identidad nacional?. Noviembre de 2001. 24. Prensa, democracia y responsabilidad social. Marzo de 2002. 25. Orígenes y esencias de la lojanía. Mayo de 2002. 26. Las voces de las etnias americanas. Junio de 2002. 27. Hacia una nueva universidad. Septiembre de 2002. 28. Antonio Sacoto y sus interrogantes sobre el ser nacional. Noviembre de 2002. 29. Carlos Paladines y las figuras simbólicas de la educación nacional. Dic. 2002. 30. Región y regionalismo. Febrero de 2003. 31. La ciudad, entre el reto y la utopía. Mayo de 2003. 32. Testimonio de vida. Julio de 2003. 33. Virgilio Guerrero y la Revolución Juliana. Septiembre de 2003. 34. Los dibujos de Clímaco Bastidas. Noviembre de 2003. 35. La prensa y los desafíos de la paz. Diciembre de 2003. 36. Registros de la memoria colectiva. Julio de 2004. 37. Juan Montalvo, el regenerador de repúblicas. Julio de 2004. 38. Algunas reflexiones críticas… Octubre de 2004. 39. Curar y enseñar en la Audiencia de Quito. Febrero de 2005. 40. El nuevo panorama urbano. Mayo de 2005. 41. Henry Luque Muñoz o la pasión de vivir. Julio de 2005. 42. La Alfarada y sus efectos sociales. Abril de 2006. PRESENTACIÓN POR CARLOS CALDERÓN JORGE NUÑEZ: ETICA Y VERDAD, LAS FORTALEZAS DEL HISTORIADOR Carlos Calderón Chico La figura de Jorge Núñez Sánchez (La Magdalena, Provincia de Bolívar, Ecuador, 1947) no es desconocida para nadie. Más de tres décadas trabajando en la investigación histórica, tanto en archivos nacionales como extranjeros. Miembro de la Real Academia Española de la Historia y de varias academias del Ecuador y América Latina. Conferencista y miembro de distintos jurados académicos en universidades latinoamericanas y europeas. Ex Presidente y Secretario Ejecutivo de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe. Ex Subsecretario de Cultura durante el gobierno de Rodrigo Borja (1988). Colaboró en la desaparecida revista NUEVA, dirigida por la periodista Magdalena Adoum, donde publicó centenares de artículo y ensayos sobre la historia de nuestro país y de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina a lo largo de varios siglos. Más de treinta libros de su autoría y otros tantos de su coautoría completan su aporte a la bibliografía ecuatoriana. Núñez Sánchez no sólo ha indagado sobre nuestro pasado, sino que lo ha hecho desde una perspectiva crítica y rigurosamente documentada. Es miembro del movimiento que ha dado en llamarse “Nueva historia del Ecuador”, siendo coautor de la obra del mismo título, publicada a partir de 1983, en 15 tomos y bajo la conducción editorial de Enrique Ayala Mora, por la Corporación Editora Nacional y la Editorial Grijalbo Ecuatoriana. Su solidez como investigador, unido a una profunda sensibilidad y vocación latinoamericanista, han marcado su vida académica y de maestro universitario. Es en la Universidad Central y otras del país donde ha ejercido la docencia por más de tres décadas, habiendo recibido también las más altas preseas en estos centros de educación superior. Creo que la mejor condecoración que pudo haber recibido Jorge Núñez es aquella de tener lectores, que saben que acercarse a sus libros es no salir defraudados tanto en la visión de la historia como en esa fina percepción que él tiene sobre los dolores de ésta Nuestra América. Lo atestigua su libro sobre Nicaragua y las decenas de estudios que ha escrito o ha dirigido, tales como colecciones sobre historia de las ideas latinoamericanas. Mi relación académica, intelectual y humana con Jorge Núñez Sánchez data de más de tres décadas, cuando, allá por 1975, en la revista Puño y Letra que yo dirigía, en su No. 2, publicó un ensayo suyo sobre historia ecuatoriana del siglo XIX, concretamente sobre Olmedo, artículo que debería leerse ahora que las élites porteñas, o mejor dicho, un sector de ellas, ha iniciado un proceso de mitificación del prócer guayaquileño. Desde esa fecha hasta hoy, sus libros se me han vuelto una necesidad para poder identificar mejor a mi país. Dotado de un poder de análisis y crítica, su valoración de la historia está dada por las fuentes primarias que con rigurosidad confronta en los archivos nacionales y extranjeros (Archivo de Indias, de Sevilla, de Simancas, México, Lima, Bogotá, Quito, Caracas, etc.). Allí está su mérito. No es el “historiador” de fortuna, que todo lo manda a investigar, que sólo está sentado esperando los documentos, para “analizarlos” y luego publicarlos, descontextualizándolos, como está ocurriendo últimamente en Guayaquil, donde los ideólogos de la falsificación histórica han arremetido contra el Libertador Simón Bolívar. Núñez, valorador de la rica tradición crítica de muchos de nuestros historiadores, evita caer en todo extremismo, porque esa ceguera lo traicionaría en su visión universal e integradora de lo que él quiere encontrar y decir: la verdad. Tanto valor tiene para Núñez el aporte de un González Suárez, un Wilfrido Loor, un Carlos Manuel Larrea, un Jacinto Jijón y Caamaño, un Manuel de Guzmán Polanco, como de un Jorge Salvador Lara, sólo para citar a los más esclarecidos representantes de la historiografía conservadora; así como inmenso valor tienen los aportes de los historiadores de la Escuela Liberal: Pedro Moncayo, Abelardo Moncayo, Roberto Andrade, José Peralta, Pío Jaramillo Alvarado, entre otros a quienes ha dedicado varios estudios. Algunos de ellos en su momento fueron considerados como historiadores renegados, y por tanto perseguidos, como fue el caso de Roberto Andrade. La mayoría de los arriba citados nunca recibieron los favores del “ogro filantrópico”, en este caso, del Estado terrateniente-clerical. Pero Núñez tenía que beber en las fuentes de la solidaridad e integración latinoamericana, y ese fue el pensamiento bolivariano, martiano, alfarista, sandinista. Y nuestro historiador expresaba su cercanía a Sandino, Mariátegui, Albizu Campos, Parra Velasco, o a las revoluciones cubana y sandinista, así como a todo aquello que significara enarbolar las banderas de la integración continental Su obra académica e intelectual, profundamente humana y ética, está plasmada en acciones que, en su caso concreto, se llaman libros. Y es que Núñez forma parte de esa generación de estudiosos de nuestra historia que quiso ver el pasado con ojos diferentes, con instrumentos idóneos para el análisis de nuestra formación social. Núñez no tiene asistentes a los que pueda decir: “métale la parte socioeconómica”, para aparecer como progresistas, porque la generación de éste y la anterior fue esencialmente una generación crítica. Estoy pensando en los recordados Jorge Pérez Concha, Alfonso Rumazo González, Abel Romeo Castillo, Jorge Villacrés Moscoso, Manuel Medina Castro, Leopoldo Benítes Vinueza, Elías Muñoz Vicuña, Miguel Díaz Cueva, Osvaldo Albornoz Peralta, Piedad Peñaherrera de Costales, Plutarco Naranjo, y en los grandes intelectuales de ahora y siempre: Agustín Cueva, que partió cuando la lucidez de su pensamiento nos alumbraba con intensidad, el siempre lúcido Fernando Tinajero y el recordado “Conejo” Fernando Velasco. En ese grupo generacional, años más, años menos, estuvieron y están Rodolfo Pérez Pimentel, Melvin Hoyos, Efrén Avilés Pino, Leonardo Espinoza, Alfonso Carrasco, fallecido en plena creatividad intelectual, Juan Valdano, Fernando Jurado Noboa, Enrique Ayala Mora, Rafael Quintero. Otro historiador extrañado, humano y lúcido fue Patricio Ycaza, vida segada torpemente hace pocos años. Y agregamos otros nombres que honran la investigación histórica: Juan Paz y Miño, Pablo Estrella, Patricio Martínez, también desaparecido, Silvia Vega, Tamara Estupiñán, Hugo Burgos, Rosemarie Terán, Jaime Rodríguez Ortiz, Alberto Acosta, Andrés Guerrero, Oswaldo Hurtado, Alejandro Moreano, René Báez, Jenny Estrada, Ezio Garay, Víctor González, Domingo Paredes, Rocío Rosero, Erika Silva, Gaitán Villavicencio, Carmen Dueñas, Nelson Gómez, Alejandro Guerra Cáceres y Patricia de la Torre, valiente y lúcida socióloga quiteña, a quien la derecha guayaquileña intentó escarnecer por haber publicado un polémico libro sobre una de las instituciones sacramentales de la ciudad. Si de alguno me olvido es porque su nombre se oculta entre las cuarteadas paredes de la ignominia y la deshonra, donde se apoyan algunos izquierdista de otra hora, hoy abanderados de las autonomías y otras formas de desintegración nacional. No es ésta una guía de historiadores e investigadores ecuatorianos. Simplemente enumero a todos aquellos que representan una generación, la de Jorge Núñez, que entendieron el compromiso de la investigación histórica como algo profundamente vinculado a la formación de una identidad nacional, la que está por encima de cualquier falsía local o regional y que empata con el sueño de una Nación Ecuatoriana unitaria y solidaria, capaz de romper con el pasado ignominioso de explotación y humillación a que han sido sometidos inmensos sectores del pueblo ecuatoriano. La generación de Núñez y él mismo, han luchado por todos los medios, desde sus personales opciones política e ideológicas, por el deseo de afirmación histórica y de libertad, como en su momento lo tuvieron los precursores de la emancipación mental latinoamericana, a fines del XVIII y comienzos del XIX. Estoy pensando en dos personajes a los que Núñez ha dedicado estudios: en Eugenio Espejo, el mestizo egregio, y en José Joaquín de Olmedo, nuestro guayaquileño universal, que fustigara duramente, en sus discursos de las Cortes de Cádiz a la ignominiosa institución de la esclavitud y en general a toda servidumbre feudal. Y si queremos citar figuras emblemáticas de nuestra cultura, allí están Andrés Bello, Simón Rodríguez, Vicente Rocafuerte, Servando Teresa de Mier y tantos otros que la sensibilidad de Jorge Núñez ha sabido valorarlos en su justa dimensión. Es el caso del gran pensador y gramático venezolano Andrés Bello, a quien nuestro autor dedicara un libro. Allí están las raíces del pensamiento latinoamericanista de Jorge Núñez. Recuerdo en estos instantes que él dirigió una colección de pensamiento latinoamericanista hace más de diez años, cuando desempeñaba las funciones de Secretario Ejecutivo de la ADHILAC (Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe), titulada Nuestra patria es América, donde se publicaron alrededor de quince títulos de lo mejor del pensamiento continental en boga. Esta acción editorial demostraba la lúcida visión de Núñez, como ciudadano universal. LA BIBLIOGRAFÍA DE JORGE NÚÑEZ Estuve tentado a revisar libro por libro, de lo que conozco y he leído, acerca de la abundante bibliografía de Jorge Núñez, que suma cuarenta y siete libros de autoría y veintisiete en coautoría. No son expresiones de vanidad. A Núñez lo vengo leyendo hace treinta años y toda su obra de historiador me interesa, así que preferí comentar con ojos de pretendido buen lector algunos de sus libros, que yo considero enriquecedores de mi formación académica, por su carácter revelador y crítico sobre el pasado ecuatoriano. • EL MITO DE LA INDEPENDENCIA, publicado en 1976, fue el primer libro que leí de nuestro amigo, y esa lectura me reveló los desfases ideológicos de esa generación de héroes que promovieron el 10 de Agosto de 1809. Que el llamado Primer Grito de Independencia finalmente tuvo su fracaso con la muerte de muchos de los próceres y la matanza de centenares de quiteños, el 2 de agosto de 1810. Núñez ha revalorado este libro, que está cumpliendo exactamente treinta años de editado, y él nos ha afirmado que en una nueva publicación revisaría aspectos de su planteamiento original sobre el carácter de ese movimiento, aunque sigue reconociendo que, pese a todas las incoherencias que tuvo este golpe autonomista, allí están los comienzos de nuestro proceso libertario. Y esto me permite afirmar que lo que están haciendo ahora ciertos despistados historiadores guayaquileños es juzgar con ojos de hoy los hechos de ayer. • LA GUERRA INTERMINABLE, ESTADOS UNIDOS CONTRA AMERICA LATINA (1989). Los cincos fascículos de la segunda edición, publicado por el CEDEP, Quito, 1989, es un estudio clásico de las relaciones entre Estados Unidos y nuestra América. Núñez desentraña minuciosamente las causas históricas, económicas, políticas, sociales y culturales de la dominación yankee en su “patio trasero”. Desde los tiempos de la doctrina Monroe, hasta nuestros días, Núñez no deja cabo suelto sin atar, entiéndase sin explicar. Considero a este estudio como a uno de los mejores que se han escrito en nuestro país sobre el tema. Añadiría simplemente que en la misma problemática está el libro clásico de Manuel Medina Castro, Premio Casa de las Américas, La Habana, 1968, titulado Estados Unidos y América Latina, siglo XIX. • LOS DERECHOS HUMANOS E HISTORIA DEL SEGURO SOCIAL ECUATORIANO. El primero, Los Derechos Humanos, con dos ediciones, (NUEVA, 1981; ALDHU, 1988), es una historia del tema desde lo más antiguo de la humanidad hasta esos días, en la que Núñez pasa revista a la violación de los derechos del hombre en todo tipo de sociedades y concluye el estudio con anexos de aquellos documentos que son la piedra angular de su exposición. Mi recomendación sería la actualización de este estudio y el agregado de algunos documentos, para volverlo a editar. En la Historia del Seguro Social Ecuatoriano, Núñez, como autor principal de la obra, (IEES, Quito, 1984 y 1992), continúa la recuperación de la memoria laboral y de sus participantes, iniciada cuando publicó el “Libro No. 1 de las Actas de la Caja de Pensiones” (1982), y el “Libro No. 2 de las Actas de la Caja de Pensiones” (1983). Con ello cerraba el análisis histórico de las luchas reivindicativas de los afiliados a esta institución, que ha jugado un papel gravitante en la recuperación de los derechos laborales de la clase trabajadora ecuatoriana. GUAYAS. JORGE NÚÑEZ Y EL ARCHIVO HISTORICO DEL En 1997, cuando desempeñábamos las funciones de Asesor Académico y Lector de esta Institución, fundada y fortalecida por un verdadero guayaquileño, don Julio Estrada Ycaza, presentamos los originales y sugerimos a sus directivos la publicación del libro Guayaquil, una ciudad colonial del trópico. En la presentación del mismo, señalábamos que su autor recuperaba para el presente algunas esencias del pasado de esta urbe, vista por él “...como una antigua ciudad franca, abierta a todas las gentes e ideas, donde cada quien valía y vale por su propio esfuerzo, sin que importe su color, origen y apellido...” En este libro rescata la figura del mulato panameño Bernardo Roca, origen de un tronco de familias acaudaladas del Guayaquil de ayer y hoy. Así mismo, nuestro historiador, jugando con una poética de la cotidianidad, nos presenta dos cuadros siempre recurrentes en el análisis del pasado: el aporte de un personaje interesante y vital: Carlos Lagomarsino, que desafiando la perversidad de un funcionario estatal lo sindica ante la historia por sus corruptelas mediante unos versos satíricos, que en su momento circularon, primero clandestinamente y luego se volvieron populares. Buen ejemplo para el presente. También le dedica un capítulo al Obispo de Cuenca, José Ignacio de Cortázar y Lavayen, quien en su momento exageró las disposiciones de la corona y pretendió obligar a las damas de su obispado, y principalmente a las de Guayaquil, a usar indumentaria pudorosa, que las liberase de todo lastre terrenal. Así las cosas, el libro de Núñez sobre Guayaquil es no sólo ameno y edificante, sino que, basado en documentos de primera mano, encuentra una ciudad pujante y dinámica, que se empeña en construir su espacio en la historia y que lo lograría en un futuro cercano, gracias al esfuerzo multiplicador de todos sus hijos. En 1999, el Archivo Histórico del Guayas, por recomendación nuestra, publicó otro libro de Jorge Núñez titulado Un hombre llamado Simón Bolívar, en la colección Lecturas Ecuatorianas, hoy lamentablemente desaparecida. Afirmábamos en la contraportada del mismo que: “En realidad no se trata de una biografía en el sentido estricto de la palabra. Es, más bien, un acercamiento entre público y privado a la vida del Libertador Simón Bolívar. Sometido a la hipérbole, a la mitomanía, al endiosamiento, Bolívar ha sido amputado en sus partes esenciales: el hombre y la acción material. De esto último se aleja el historiador Jorge Núñez Sánchez, para proponernos un Bolívar fuera del mito y que más bien se inserte en la “realidad real”, en el espacio-tiempo histórico que le tocó vivir. Núñez lo logra”. LOS FRUCTÍFEROS AÑOS 90. Esta década es de singular proyección intelectual y bibliográfica para Jorge Núñez. En 1991, este profesor e historiador publica la edición definitiva de La Esclavitud de la América Latina, obra clásica del ilustre cuencano José Peralta, que había sido publicada parcialmente y con inexactitudes en su título. La edición contiene un estudio introductorio suyo titulado José Peralta y el antiimperialismo Latinoamericano. Este profundo estudio penetra en el pensamiento de un notable pensador ecuatoriano, que fuera un profundo crítico de la política expansionista norteamericana, y muestra cómo Peralta construyó su “teoría del imperialismo” a partir del pensamiento nacional latinoamericano y de sus propias reflexiones, y que lo hizo antes de que se tradujera al castellano el clásico de Lenin “El imperialismo, fase superior del capitalismo”. En 1993, Núñez publica País de Mediodía, colección de ensayos sobre una variedad de temas, entre históricos y culturales. Me quedo con estos: Manuela y el exilio, Del ceviche como una de las bellas artes y Elogio de la cocina ecuatoriana. Aquí aparece el antropólogo Jorge Núñez, especializado en México, dándonos a conocer verdaderos ámbitos de vida cotidiana. La segunda parte del libro está dedicado al estudio de la música ecuatoriana, principalmente del pasillo. ENSAYOS AMERICA. SOBRE HISTORIA DE LAS IDEAS EN En este libro, publicado en 1993 por la Universidad Estatal de Bolívar, Núñez, a través de cinco ensayos, logra darnos una amplia visión del pensamiento nacional en América Latina y recupera las ideas libertarias e integracionistas de tres referentes básicos de ese proyecto: Simón Bolívar, Eloy Alfaro y José Peralta, para terminar con una crítica demoledora al proyecto expansionista norteamericano. En estos tiempos, cuando la agresión y las invasiones norteamericanas se expresan en un nivel casi demencial, que linda con lo criminal, por su reiterada violación al derecho internacional y a la libre determinación de los pueblos, releer este libro es una necesidad histórica. La Historiográfica Ecuatoriana Contemporánea (19701994). Publicado en Quito, en 1994, este estudio es un profundo intento de sistematización del desarrollo de las ciencias sociales en nuestro país. Siendo un libro de 135 páginas, casi la mitad está dedicado a analizar el aporte de nuestras instituciones e historiadores, en este cuarto de siglo, que nuestro autor revisa con prolijidad. La segunda parte del libro es la más rica y valiosa bibliografía que sobre nuestras ciencias sociales se ha publicado en el país, hasta esa fecha. Con ello, Núñez revela un “estar al día” en esta temática. Me atrevería a afirmar que este trabajo, junto al de Robert Norris y al de la Junta de Planificación y Coordinación Económica, publicados hace varias décadas, son los mejores trabajos de conjunto sobre el tema. Estamos esperando una ampliación de esta problemática en un futuro cercano, por parte de instituciones o grupos de trabajo. Existe una segunda edición del texto de Núñez, publicado en el Anuario de Estudios Americanos, de Sevilla, en su No. 1, y que vio la luz en 1996. La diferencia está que en esta edición, Núñez amplia el estudio pero no publica el listado bibliográfico, que si aparece en la primera edición . En 1995, Jorge Núñez nos entrega un pequeño librito de noventa y un páginas, en una serie de la Editorial CDS que se titula Historia. Como su primer número aparece La revolución alfarista de 1895. Este estudio, al igual que en su momento fueran los de Elías Muñoz Vicuña y de Enrique Ayala Mora, completan una tríada clásica de la bibliografía ecuatoriana sobre tan complejo periodo. Este estudio merece una masiva reedición. El Ecuador en la historia es un libro publicado por Núñez en esta década fructífera de estudios. Es un conjunto de ensayos, la mayoría de ellos publicados en otros tiempos y lugares. Personalmente me quedo con El Mariscal Sucre y la Penetración Inglesa en Colombia, Las Alianzas Matrimoniales y Visión de la Deuda 10 Externa Ecuatoriana. En estos tres textos, el historiador Núñez se revela como un conocedor de la economía y hace gala de una documentación de primera mano, donde da a conocer los nombres de algunos próceres extranjeros involucrados en acciones nada santas, en lo relativo al manejo de nuestra deuda externa en Europa, en los tiempos de Flores y de los gobiernos que vendrían más adelante. En 1995, otra vez la Universidad Estatal de Bolívar publica un ameno y singular libro de Jorge Núñez: Entrevista a Simón Bolívar. Se preguntarán los lectores si el autor fue contemporáneo del Libertador. Simplemente el estudioso acude a la imaginación y se inventa cantidad de preguntas, que son “respondidas” por Bolívar a partir de sus textos, o sea de su obra teórica que consta de muchos volúmenes. La creatividad del historiador se pone de manifiesto en este excelente breviario, que se presenta como un interviú, gracias a la interposición de preguntas del autor y respuestas del “entrevistado”. Entre 1995 y 96, el historiador se encuentra como profesor y asesor académico en la Universidad Estatal de Bolívar, Guaranda, y allí su labor académica y cultural es edificante y creativa. A más de llevar a esa recoleta ciudad a grandes personalidades del mundo universitario, publica una colección de libros de bolsillo titulada Todo es Historia. Salen alrededor de diez títulos, siendo el primero un libro de su autoría: El cataclismo de 1797, donde nuestro historiador se revela como un estudioso de los procesos naturales y su impacto en la sociedad. En este caso, se analiza un proceso volcánico y el impacto de este cataclismo en los habitantes de toda una región, que sufrieron las consecuencias de la devastación. Un breve libro que nos enfrenta a una temática poco tratada en los estudios científicos de antaño, pero recuperada en los últimos años, como se expresan en los libros que han aparecido de esta dramática y singular actividad volcánica. Entre otros autores que aparecieron en esta colección están Albert Davin, con Cuando los Chilenos Tomaron Lima, Jenny Londoño, con ¿Angeles o Demonios?. Las Mujeres y la Iglesia en la Audiencia de Quito, José Antonio González, con Estados Unidos y Las Islas Galápagos, María Luisa Laviana, con Brujas y Curanderas de la Colonia y Arturo Andrés Roig, con La “ Sociedad Patriótica de Amigos del País” de Quito. Cuestiones limítrofes Ecuador-Perú, publicado en 1997, es, a mi entender, uno de los libros clásicos del historiador Núñez. El análisis crítico y la cantidad de información histórica que brinda, 11 desconocida en muchos casos, vuelve imprescindible la lectura de los diferentes estudios aquí incluidos, trece en total. Me encuentro entre aquellos que han releído muchos de estos textos originales, que tienen la virtud de no caer en un ciego “antiperuanismo”. Con este libro, Núñez se presenta con una gran solvencia intelectual y amplio dominio del derecho territorial ecuatorianoperuano. No en vano nuestro autor es doctor en Jurisprudencia y también doctor en Geografía e Historia, y tiene un conocimiento cabal de la cartografía histórica ecuatoriana. Del año 2000 a nuestros días. Para un lector como yo, en la visión de conjunto que tengo sobre la obra de Jorge Núñez, los años más ricos en cuanto a eso que Pierre Macheray llamaba “producción de conocimiento” son estos últimos, en los que Jorge revela un intenso y maduro período de trabajo, que, visto en perspectiva, es la suma y culminación de sus largas investigaciones en archivos extranjeros y nacionales, que él visita con frecuencia. A los lectores de estas líneas les dejo la lectura y valoración de los siguientes títulos, todos ellos publicados en los últimos ocho años: Historias del país de Quito, La defensa del país de Quito, Bancos y Banqueros, de Urbina Jado a Aspiazu (sobre los orígenes de la corrupción bancaria), El Pasacalle, himno de la Patria chica, (en este libro, Núñez se revela como un profundo conocedor de la música popular, que ha contribuido a forjar el nacionalismo musical en nuestro país, desde los tiempos de la revolución liberal). En el año 2000, FLACSO e ILDIS encargaron a Núñez la preparación de una Antología de Historia, destinada a revisar y evaluar la labor de los historiadores ecuatorianos en las últimas décadas. En el estudio introductorio de esta obra, su compilador señala que, a pesar de los obstáculos del Estado y la resistencia de cierto público, la labor de los estudiosos del pasado debe ser vista en su profesionalismo, como una tarea honesta, seria, valorativa del ser y del quehacer nacional. Los antologados en este libro representan la actualidad de las ciencias históricas en el Ecuador.. El Ecuador en el siglo XIX es un libro de Jorge Núñez publicado en 2002, en coedición, por la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y el Consejo Provincial de Pichincha, y vuelto a publicar en 2003. Recoge más de diez estudios sobre la historia 12 ecuatoriana del período. Es un gran fresco del siglo XIX, que relieva períodos conflictivos de nuestro proceso histórico–social y da cuenta de las contradicciones surgidas en torno a personalidades, guerras intestinas, intereses de clase, etc. El mismo año de 2003, la Academia Nacional de Historia publicó su nuevo libro “Pueblos, ciudades y regiones en la historia del Ecuador”, como segundo título de la Colección Centenario. Es un libro de gran madurez y profundidad intelectual, profusamente ilustrado, en el que Núñez desarrolla una visión panorámica de la ocupación territorial y la vida urbana en el Ecuador, desde los pueblos precolombinos hasta el presente. Cómo surgieron y todavía surgen los pueblos del Ecuador, cómo se fundaron y trazaron las ciudades coloniales, cómo se organizó el territorio a partir de los centros urbanos y cómo se constituyeron las regiones ecuatorianas, son algunos de los varios temas analizados en esta obra, con el característico detalle y profesionalismo de su autor. Ya hemos dicho que Núñez Sánchez es también un antropólogo, preocupado de la cultura popular, más que todo andina, y varios estudios publicados por él lo atestiguan. En el año 2003, la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Bolívar le publicó el libro El Carnaval de Guaranda, una fiesta popular andina. Se trata de un agradabilísimo estudio sobre una emblemática festividad popular, que tiene la virtud de revelarnos la profunda simbología de resistencia cultural que pervive en el Carnaval, una fiesta europea de origen pagano que adquirió en América nuevas connotaciones subversivas, las que hoy mismo se expresan en la befa y mofa que las gentes del común hacen de las gentes del poder. Recientemente, en 2005, Jorge Núñez y su esposa Jenny Londoño publicaron una “biografía” de la Empresa Eléctrica de Quito, que los autores titularon Quito, energía en el tiempo. Este libro es parte de aquello que se conoce como historia institucional, aunque sus autores se han empeñado en ir más allá de las acciones de esta empresa en favor del desarrollo y modernización de la capital, para mostrarnos al Ecuador entero, a través de las formas de iluminación usadas en nuestro país desde la época precolombina hasta nuestros días. Otros estudios que dan cuenta de la vitalidad intelectual de Jorge son: Los estudios históricos en América Latina, Historia y Espacio en el Ecuador, Memoria social y conciencia histórica en el Ecuador, 2 volúmenes. 13 Este rápido y breve repaso de la bibliografía nuñista, es la prueba palmaria de una intensa y notable actividad intelectiva, que tiene su primera estación en los archivos y fuentes, revisados con prolijidad, para pasar luego a la organización de datos y elevarse al ámbito del pensar histórico, esto es, a la reflexión sostenida y la redacción conceptuosa, a las que sigue finalmente la publicación de una obra. Pero sus títulos nos revelan también el horizonte de sus preocupaciones intelectuales: la antigua y nueva historia del país, con sus periodos críticos y sus personajes goyescos; la cultura popular, vista desde el tumulto y la algarabía de la fiesta o desde las alegrías y tristezas de la canción; la cultura bibliográfica, analizada en las líneas de estudio y los esfuerzos individuales de los autores, cada uno de ellos un mundo particular; la Patria Grande latinoamericana, que vive más en los sueños de sus grandes pensadores y artistas, que en los planes cotidianos de sus gobernantes; el territorio, escenario geográfico del drama histórico–social; los héroes y los mártires, los volcanes y los mitos, los esquivos símbolos de la identidad nacional. HUELLAS DE LA CULTURA ECUATORIANA. Gentes, ideas, libros. “A confesión de parte, relevo de pruebas”, dice el refrán popular. Cuando Jorge Núñez, con quien me une una amistad de más de tres décadas y a quien admiro por todo lo que he aprendido de él, me solicitó, a inicios de julio pasado, que le escribiera una introducción a su nuevo libro, el pedido me emocionó y me llenó de orgullo. Su lectura se dio en medio de dos crisis de salud, que me terminaron llevando por hora a dos clínicas; y en ese mismo período de tres meses me ha tocado presentar otros cuatro libros. Entonces, la lectura de este apasionante libro se dio entre quedadas y avanzadas, hasta que, a mediados de julio, retomé la lectura de esta voluminosa obra de alrededor de 400 páginas. Sus 42 textos son la constatación de lo que he señalado de estas páginas: Núñez es un enamorado del Ecuador, que analiza y revisa críticamente sus instituciones, sus leyes, sus gentes, sus gustos colectivos, sus modos de hablar y de pensar. Este libro de 42 textos, que han visto la luz pública desde 1987, en diarios y revistas, comienza con uno que titula Jota Jota y el alma latinoamericana, cálido homenaje sociológico al cantor de “Nuestro Juramento”, para cerrar con un texto publicado en abril de 2006, titulado La alfarada y sus efectos sociales, que no es 14 otra cosa que el impulso a un importante proyecto cinematográfico del Taller de Actores y Fábulas, quienes eternizarán en la memoria colectiva, a través de las imágenes en movimiento, los espacios simbólicos de la ciudad y del país, y que así rinden homenaje a los héroes ecuatorianos. En esta obra hay textos breves y textos largos, muchos de una gran profundidad. Destaco entre ellos: El Habla Ecuatoriana, de julio del 89; Orígenes Históricos del Regionalismo, de junio del 94; El caciquismo y el Poder Oligárquico, de diciembre del 97; Un libro Póstumo de Carlos Arroyo del Río, de noviembre del 97; ¿Qué es la identidad nacional?, de noviembre del 2001; Región y Regionalismo, de febrero del 2003; La Ciudad, entre el reto y la utopía, de mayo del 2003; Registros de la memoria colectiva y Juan Montalvo, el regenerador de repúblicas, ambos de julio del 2004. Recuerdo que, tras leer algunos de estos textos, lo llamé a Jorge Núñez para expresarle mi admiración por tanto conocimiento sobre el pasado ecuatoriano, por la criticidad de sus apreciaciones y porque en cada uno de estos 42 artículos, ensayos o estudios, el lector, yo en este caso, salí aprendiendo y conociendo muchas nuevas verdades históricas, tanto así que, cuando concluí las lecturas del voluminoso original, estampé en su última hoja esta apreciación mía: “Lo aprendido en estas páginas es el equivalente a unos 10 libros de historia ecuatoriana”. Estoy consciente de que corro el riesgo de ser tachado de hiperbólico, desmesurado, apresurado y de mostrar excesiva amistad con el autor. No hay nada de eso. Mis palabras son, simplemente, la constatación del acercamiento a un historiador que ha hecho de la investigación del pasado, de la práctica periodística, una forma de continuar aquello que alguna vez señalara el fundador de la academia de Estudios Históricos Americanos, hoy Academia Ecuatoriana de Historia, monseñor Federico González Suárez: “Para llegar a la verdad es preciso escandalizar”. Desde luego, Núñez no escandaliza por voluntad de hacerlo. Él se empeña en revelar verdades ocultas, unas que han permanecido en ese estado por falta de investigación y otras que han sido interesadamente escondidas de la mirada del gran público. Y todo lo hace respaldado en documentos primarios y en métodos científicos de análisis. En esto, es un continuador del historiador francés Pierre 15 Villar, quien señalaba en sus estudios históricos que “ la historia es un proceso en permanente construcción”, y que solo la revisión constante de documentos y su correcta interpretación puede llevarnos a la objetividad, tan necesaria en la investigación histórica. Queda en estas líneas el trasunto de mi admiración por quien, con honestidad y a lo largo de más de tres décadas, se ha abocado a la tarea de estudiar y escribir la historia de la nación ecuatoriana y la gran nación latinoamericana, para que las nuevas generaciones tengan la posibilidad de encontrarse con las raíces del patriotismo. Esa ha sido la gran contribución de Jorge Núñez al fortalecimiento de nuestra memoria colectiva, en la que radica la única forma de mirar con optimismo el presente. Guayaquil, octubre 9 de 2006 * Carlos Calderón Chico, periodista e investigador guayaquileño. Miembro de la Academia Nacional de Historia. Autor de más de una decena de libros de su autoría y otros varios en coautoría. 16 1 JOTA JOTA Y EL ALMA LATINOAMERICANA 17 * Publicado en el semanario PUNTO DE VISTA, Nº. 305, febrero 8 de 1987. Siempre me he preguntado cuál es esa secreta razón que hace que América Latina vibre al unísono, cada cierto tiempo, al escuchar determinadas voces o canciones. Pues creo que ahí, en el fondo de esos estremecimientos colectivos, se revela el alma profunda de Nuestra América, esa “alma matinal” que diría Mariátegui y que nos lleva, casi sin pensar, a reconocer en ciertas manifestaciones artísticas los rasgos de la común identidad. Hay más. En asuntos de música –una de las más notables áreas de la creación artística del subcontinente– los latinoamericanos aunamos nuestras vibraciones no solo por encima de las fronteras territoriales sino también a través de los deslindes y contrapuntos generacionales. .A comienzos de los años sesenta, mientras la conciencia social de América Latina despertaba a la esperanza de un futuro mejor, gracias a la irrupción histórica de la Revolución Cubana, se produjo en nuestro subcontinente otro de esos estremecimientos colectivos de su sensibilidad. Su causa fue la aparición de una canción romántica que conmovió los corazones de millones de enamorados: el bolero “Nuestro juramento”. Era la tarjeta de presentación de un nuevo intérprete del género sentimental, destinado a calar hondo en el sentimiento de la generación que hoy frisa los cuarenta: Julio Jaramillo. ¿Cuál fue la razón que hizo de Julio el ídolo de toda una generación de latinoamericanos? Sin duda, su dulce y cálida voz, salida del corazón del pueblo, plena de profundas resonancias humanas y de ricos matices melódicos. En la más genuina tradición de nuestra cultura popular, la voz de Julio Jaramillo no era el producto de una esmerada educación vocal sino un fruto de la sensibilidad popular. Voz de arrabal, como la de Gardel. Voz de serenata, como la de Pedro Infante. Voz de cantina, como la de tantos hombres de nuestra tierra. Voz hecha para expresar ternuras y tristezas, antes que rítmicas alegrías. Si para América Latina Julio fue el bolerista por antonomasia, para nuestro país resultó ser uno de los más versátiles intérpretes de la canción nacional. En su voz, el pasillo alcanzó la misma hondura metafísica que en la de Carlota Jaramillo, y gracias a ella el pasacalle rompió definitivamente los deslindes regionales a los que aún se hallaba constreñido –pese a la acción integradora de Carlos Rubira Infante– para transformarse en el otro gran ritmo nacional. Por fin, Julio contribuyó decididamente a nacionalizar para nosotros el “vals peruano”, hermoso género sentimental que, a partir de la guerra del 18 41, había sido estigmatizado y combatido por el patrioterismo. Así, sin siquiera proponérselo, Julio devino en puente de unidad nacional y en lazo de fraternidad internacional. Creo hallar en la labor artística de J.J. otro mérito de significación: hasta entonces habíamos sido un país netamente receptor de influencias musicales foráneas. A partir de su éxito y gracias a su labor artística en el exterior –que, en esto, tuvo el valioso antecedente de Olimpo Cárdenas– empezamos a proyectar hacia el mundo nuestras melodías, pese a las limitaciones impuestas por los empresarios discográficos internacionales. LOS UNIVERSOS DE LA CANCIÓN Hay en la música de Jota Jota hay dos universos paralelos, pero complementarios, que son el del bolero y el del pasillo, más nacional el uno y más universal el otro. Quizá fue precisamente esa diferencia la que hizo que Julio comenzara cantando preferentemente ritmos afincados y frutecidos en la cultura ecuatoriana, como el pasillo, el pasacalle o el vals, pero que luego se proyectara internacionalmente a través del bolero, ritmo simbólico de la cultura latinoamericana e incluso de la iberoamericana, dado el hecho de que también se escucha y cultiva en España, Portugal y Brasil. Un segundo deslinde es el referido a la función social de cada uno de estos ritmos, es decir, al papel que cumplen y al destino que merecen dentro de los usos cotidianos de la gente. Hablando de esa sensualidad del bolero, como baile y como canción, el gran escritor cubano Alejo Carpentier recordaba cómo los padres de los años cincuenta temblaban cuando su hija adolescente se ponía a cantar, con la mayor inocencia del mundo, esa letra que dice: “La última noche que pasé contigo...” Pero el bolero es ante todo una melodía de amor, una canción sentimental. Y si desde otro ángulo damos una mirada atenta a nuestro propio mundo, probablemente nos encontraremos con que el bolero es una canción romántica de uso “social”, esto es, que combina perfectamente con el uso público o privado, que es perfectamente compatible con lo que las llamadas “gentes de sociedad” consideran de buen gusto y que puede incluirse sin verguenza en programas radiales diurnos o en programas televisivos “elegantes”, incluidos los de Televisión Española Internacional. En cambio el pasillo ... es otra cosa. Algo indefinible, no escrito ni precisado por nadie, pero vigente y palpable en la realidad, lo ha ido relegando de los espacios públicos “decentes” y arrinconándolo 19 en los espacios públicos estimados “poco decentes” o francamente “indecentes”: cantinas, fritaderías, chicherías o cebicherías de última. Medio exiliado del espacio público, el pasillo ha terminado por adueñarse del espacio privado, donde ocupa un primerísimo lugar. Y ahí es donde vuelve a entrar en escena nuestro querido Jota Jota: a partir de ciertas evidencias recogidas por aquí y por allá, me aventuro a pensar que en cada casa del Ecuador, en cada guantera de taxi y, desde luego, en todos los bares y cantinas populares, hay discos o casetes con música de Julio Jaramillo, donde se entremezclan boleros, valses, pasacalles, tangos y, preferentemente, pasillos. Al natural estremecimiento que causa el pasillo en el alma ecuatoriana Julio supo agregarle su propio estro sentimental, su propio aguijón emocional, de modo que en su voz meliflua, fina, acaramelada, nuestra canción cobró mayor hondura y trascendencia. Y quien quiera comprobar lo dicho no tiene sino que escuchar sus sentidas versiones de “El alma en los labios”, “Sombras”, “Guayaquil de mis amores”, “De corazón a corazón” o “Consuelo amargo”, que en mi opinión son del todo perfectas, o sus tremendas interpretaciones de “Carnaval de la vida”, “Náufrago de amor” y “Flores Negras”, donde voz, letra y música se aúnan para darle al pasillo una hondura metafísica. Pero Julio hizo más que conmovernos a los ecuatorianos con pasillos inolvidables. Usando ese sentimiento pasillero que llevaba en el alma, estremeció a toda América Latina cantando unos boleros con tremendo swing, tales como “Nuestro juramento”, “De cigarro en cigarro”, “Arrepentida”, “Interrogación”, “Miente el viento” y “Cinco centavitos”, o cantando boleros perfectos como “Las hojas muertas” o “Miedo de hablarte”. Así, a ese ámbito donde hasta entonces había reinado un bolero romántico, nostálgico o cuando más tristón, al estilo de “Los Panchos” o “Los Tres Caballeros”, Julio le inoculó una dosis de tristura popular, con lo cual puso en moda un bolero desgarrado y con estro pasillero, del tipo “Odio en la sangre” o “Que te perdone Dios”, creando un estilo que después utilizarían Alci Acosta y José Feliciano. Ese estilete sentimental que cargaba en la voz quedaría marcado en todas sus interpretaciones, cualquiera fuese el ritmo de la canción. Eso pasó con los pasillos y boleros, pero también con los valses y hasta con los pasacalles. En cuanto a valses, redordemos sus estremecidas versiones de “Fatalidad”, “Alma mía”, “Amada mía”, “Golondrinas”, “Ayer y hoy” o “Para tí madrecita”, y aún ese hermoso vals de festejo cumpleañero nombrado “Felicitación”. Y en cuanto a pasacalles, bástenos recordar su apuñalante versión de “El mendigo”, donde un apestado del suburbio guayaquileño pide perdón para sus delitos y conformidad para sus penas. 20 Pese a lo dicho, Jota Jota no era solo un cantante de tristuras y dolencias. Ocasionalmente también cantaba gozos y placeres, con la misma calidad que ponía en lo otro. ¿Recuerdan su bella versión de “Chica linda” o su chispeante canto de “Guayaquileña”? Empero, ecuatoriano al fin, su fuerte fue siempre la música sentimental y doliente, en donde su voz alcanzaba la plenitud total y su público hallaba los mejores matices emocionales. Pionero de la cultura suburbana, subió hasta el escenario el timbre estremecido de las gentes de abajo, el tono lastimero de los desarraigados y los míseros. Por eso, pese al dinero que corría hacia sus bolsillos y fluía raudamente desde sus manos, la suya era una sensibilidad de barrio pobre. Con el añadido de que cantar como los pobres, y sobre todo para ellos, no era su negocio musical sino su tendencia natural, su vocación humana. 21 2 22 EL HABLA ECUATORIANA ¿Podemos decir que hay un habla ecuatoriana? La pregunta viene el caso porque para algunos académicos y, desde luego, para quienes hacen los programas de estudio del Ministerio de Educación, la cuestión del idioma nacional parecería reducirse a aprender a hablar y escribir bien el castellano, o el castellano y la propia lengua nativa, en el caso de los indígenas. Pero el asunto es ciertamente más complejo. Como expresión viva de la cultura popular y por encima de las normas gramaticales, tenemos un idioma hablado que es bastante distinto al idioma escrito, más formal y apegado a las reglas idiomáticas. En general, podemos decir que ese idioma hablado por la mayoría de nuestras gentes, es decir el habla ecuatoriana, es una mezcla lingüística construida sobre la base del idioma castellano, pero enriquecida con numerosos aportes indígenas, africanos y otros. Y es que toda lengua es un testimonio vivo del quehacer humano a lo largo de la historia. Y en ella van acumulándose, como en un archivo, las voces de todas las gentes que cruzaron por su particular universo. A veces, son voces de grupos humanos que tuvieron una vigorosa presencia en algún momento de la historia: en nuestro caso, los pueblos indígenas del equinoccio andino, los incas, los españoles de la conquista, los esclavos negros y los inmigrantes extranjeros. Otras veces, son voces traídas por gentes sueltas y anónimas, que pasan por un lugar y dejan una palabra nueva: misioneros, marineros, viajeros, comerciantes. El resultado es una suerte de “archivo de la palabra”, en el que podemos rastrear aportes e influencias, e inclusive diferenciar épocas y modas lingüísticas. Así, palabras como alfajía o alfanjía, almacén, almácigo, almadía, almohada, alcohol, zaguán, loco, etc, nos revelan el aporte que los árabes de Andalucía hicieran al idioma de Castilla aún antes de que éste llegara hasta las playas de América. En general, podemos decir que el castellano del Ecuador es la principal prueba de nuestra condición de país mestizo, pues en él han confluido diversos caudales idiomáticos, que aún hoy siguen presentes en el habla de los ecuatorianos. Los principales aportes lingüísticos los hemos recibido ciertamente de España y de las lenguas nativas de nuestro país, entre las que destaca el quichua, aunque no es nada despreciable el legado que recibiéramos de otras lenguas indígenas, inclusive de algunas ya desaparecidas , tales como la cañari y la huancavilca, cuyos rastros perviven en los apellidos de las gentes y en la rica toponimia local. Así, son aporte cultural cañari apellidos como Amay, Bistancela, Buñay, Guyaguari, Guzñay, Llivisaca, Saquicela, Zhagüi, Zhindón, Zhunio, o topónimos como Azuay, Bucay, Chanlud, Charazol, Guaraynac, Monay, Pindilig, Sabucay, Sígsig, Taday, Zhiquir, 23 Zhoray y Zhumir. Y son de indudable origen huancavilca apellidos como Cacao, Catuto, Cenacaiche, Cochea, Chono, Guale, Kambay, Manchón, Mitis, Panchana, Pita, Tomalá, Urdín, Villao, Yanguín y topónimos como Colonche, Chanduy, Chone, Chongón, Chonana, Guayaquil, Guangala, Jama, Jujan, Jipijapa, etc. Pero el castellano usual en nuestro país no solo es el resultado de un rico proceso de mestización cultural; también lo es de un interesante proceso interno de evolución de la lengua castellana, que se produjo particularmente en Hispanoamérica y que marcó importantes diferencias entre los hispanoablantes de uno y otro lado del Atlántico. La más notoria de esas diferencias es probablemente el “seseo”, por el cual la C y Z son pronunciadas de forma parecida a la S. Este uso lingüístico fue traído al continente americano por los primeros conquistadores españoles, que en su mayor parte eran andaluces, y se generalizó en el habla hispanoamericana. Entretanto, en la mayor parte de España se siguió hablando con “Cé” y Zeta”, dando a estas sílabas un sonido más parecido a la “D”, uso que pervive hasta hoy en la mayoría de regiones de la península ibérica, a la par que el “seseo” se mantiene en Andalucía y las islas Canarias. Otra diferencia notable en el castellano de América es la sustitución del “vosotros”, segunda persona del plural, todavía usada en el habla de España, por el “ustedes”, lo que conlleva una sustitución de las formas correspondientes de conjugación verbal (vosotros tenéis, queréis, podéis, hacéis, movéis) por las de la tercera persona del plural (ellos), quedando la conjugación en: ustedes tienen, quieren, pueden, hacen, mueven. LOS DIALECTOS ECUATORIANOS En nuestro país, como en el resto de Hispanoamérica, el vosotros fue sustituido por el ustedes. Pero no sucedió lo mismo con el pronombre “vos” y el trato personal derivado de éste (voceo), que pervivieron en el habla popular de la Sierra ecuatoriana y en varios otros países y regiones de Sudamérica (Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Bolivia, Perú), en general acompañados de formas abreviadas (apocopadas) de la conjugación verbal clásica: tenís o tenés, por tenéis; querís o querés, por queréis; etc. Mientras tanto, el pronombre “tú” y el trato personal que éste conlleva (tuteo) se afincaban en nuestra Costa, del mismo modo que en México, Centroamérica y el Caribe. Aquí encontramos, pues, una de las primeras diferencias del habla regional ecuatoriana, diferencia ésta causada por el choque 24 de dos grandes formas de hablar existentes en América Latina: la andina y la caribeña. Ese choque, ocurrido en tierras de la mitad del mundo, ha terminado por hacer florecer en nuestro país dos dialectos diferentes: el serrano, típicamente andino, y el costeño, típicamente caribeño. Y también ha convertido a Guayaquil y su área de influencia en la “frontera sur del Caribe, desde el punto de vista filológico”, como afirmara el gran lingüista cubano Juan José Arrom. Establecida, pues, la existencia de dos dialectos del castellano en el Ecuador, y su vinculación a las dos grandes matrices del habla hispanoamericana, pasemos a establecer, aunque sea superficialmente, otras características lingüísticas de cada uno, además del voceo y el tuteo: El modo de pronunciación.- Mientras en la Sierra se habla con la boca más cerrada, en la Costa se lo hace con la boca más abierta. Según la opinión de un antropólogo físico, esto se debería a una diferencia en la forma de respirar (aspirar y espirar) de los habitantes de ambas regiones, la cual estaría determinada, a su vez, por la mayor o menor cantidad de oxígeno contenida en el aire. Así, según esta opinión, la abundancia de oxígeno existente en la Costa y la menor cantidad de oxígeno presente en la Sierra no solo imponen una diferente forma de respirar a sus habitantes, sino que imprimen a cada habla regional un particular estilo fonético. El asunto tiene inclusive que ver con las características físicas de las gentes de ambas regiones. Por ejemplo, el serrano es más bien braquicéfalo, porque tiene pulmones y corazón más grandes y una mayor cantidad de sangre, todo con el fin de captar suficiente oxígeno del aire enrarecido de la Sierra. Por el contrario, el costeño es más bien de tórax delgado, pues posee pulmones y corazón más pequeños y una menor cantidad de sangre y hemoglobina, todo ello en razón de la abundancia de oxígeno que hay en su medio ambiente. En el plano fonético, este fenómeno de la diferente forma de respirar se expresa en una mayor o menor apertura bucal al hablar y determina, finalmente, que en el dialecto serrano se pronuncien más fuertemente las consonantes que las vocales, llegando hasta el punto de “arrastrar” aquellas y volver casi inaudibles a éstas. Lo contrario sucede en el dialecto costeño, donde las vocales son fuertes y claras, mientras que las consonantes son aspiradas y leves, llegando hasta los extremos de casi no pronunciarse, si son intermedias, o inclusive de suprimirse del todo si están al final de una palabra: “ojo” por ojos, “cosa” por cosas, “mesa” por mesas. En general, este fenómeno de la pronunciación dialectal es más notorio en los sectores campesinos que en las áreas urbanas, pues 25 en estas últimas hay varios elementos que han contribuido a suavizar el dialecto, entre ellas la educación formal, el contacto con gentes de otra región y la creciente influencia de la radio y la televisión. Respecto al dialecto cerrado de los campesinos de ambas regiones, tengo dos recuerdos personales. El uno, la pronunciación de una mujer de Cayambe que, al entrevistarla, hablaba con la boca semicerrada y arrastrando todas las R, RR, LL y CH, en lo que venía a ser un idioma casi exclusivamente de consonantes, pues las vocales prácticamente no se oían; nos relataba un accidente ocurrido en la zona, diciendo que LCaRRoTRoP’LLóLBuRRoPRQ’LaCaRR’Te ReS’TB’MoJDa; sin embargo, acostumbrado nuestro oído al habla popular serrana, entendimos bastante bien lo que ella nos decía: “el carro atropelló al burro porque la carretera estaba mojada”. El otro recuerdo tiene que ver con la pronunciación de un campesino de la zona de Salitre (Guayas), que decía a gritos algo así como “ehahenheheanahanhohoaí”; puesto que todos lo entendían, menos yo, pedí que me tradujeran lo que había dicho y resultó que había alertado a sus compañeros respecto a “esas gentes que van pasando por ahí”. Cambios en el sonido de las consonantes. En la Costa, esa tendencia a la levedad que tiene la pronunciación costeña determina varios cambios en el sonido original de las consonantes. Así, la J se convierte en una H, pronunciada como en la palabra “Oh” y se dice “cahón” por cajón, “paha” por paja, “liha” por lija, etc. Igual sucede con la S intermedia (“Cohta” por Costa, “vihta” por vista) y tambien con la S final de las palabras, que se pronuncia como H al servir de enlace con la vocal siguiente (se dice “lohojo” por decir “los ojos” o “lahcosa” por decir “las cosas”). También cambia el sonido de la LL, que al pronunciarse (y a veces al escribirse) se convierte en una Y; por ejemplo, se dice “poyo” por pollo, “caye” por calle, “yuvia” por lluvia. Al respecto, me han relatado que un eminente profesor de la Universidad de Guayaquil, el doctor Angel Felicísimo Rojas, notable intelectual de origen lojano, buscaba resolver la cuestión poniendo énfasis en enseñar a sus alumnos costeños a distinguir cuatro palabras que en la Costa tienen más o menos igual pronunciación: aya, haya, halla y allá. Agreguemos finalmente que en el dialecto costeño se sustituye el sonido de la RR con el de la R (carro y ropa se pronuncian igual) y cambia el sonido de la P, que exige cerrar la boca, por el más leve de la C, que no lo exige. Así, se dice “acto” por apto, “concecto” por concepto, “prececto” por precepto, “percección” por percepción, “Pecsi Cola” por Pepsi Cola. 26 En la Sierra, por su parte, el dialecto regional tiende a acentuar el sonido de las consonantes y a abreviar o suprimir el sonido de las vocales. De este modo, la R se pronuncia a veces como RR (“rrío” por río, “rrojo” por rojo) aunque mantiene su sonido en palabras como pariente o coraje. También ocurre que la RR se arrastra más de lo normal y la LL se cambia por un sonido ubicado entre el portugués X y el quichua o inglés SH (“xhuvia” o “shuvia” por lluvia, “xhave” o “shave” por llave). Ciertamente, esto no sucede en las provincias de la Sierra Sur (Cañar, Azuay, Loja), donde la LL se pronuncia en la misma forma castellano–leonesa clásica. En cuanto a la abreviación de las vocales, esto es particularmente notorio en el habla campesina serrana. Pero también hay casos de supresión de vocales, fenómeno que es generalizado en el habla popular, aunque tiene particularidades regionales. De esta manera, las gentes de la Sierra central y del norte suprimen las vocales en la palabra “pues”, dejándola reducida a un sonido casi onomatopéyico: “no’ps” por “no, pues”, “si’ps” por “si, pues”. Las gentes de esta región también suprimen la I en los diptongos que siguen a la N y sustituyen la sílaba NI por una sonora letra Ñ: “ingeñero” por ingeniero, “coloña” por colonia. Por su parte los lojanos, famosos por su castizo hablar, suprimen sin embargo la vocal de ciertas sílabas finales: “est’s” por estas o estos, “tan’ts” por tantas o tantos. Los diminutivos: En el habla coloquial se suele acabar muchas palabras en “ito” e “ita”, con lo cual se da la impresión de que en la Sierra ecuatoriana todo fuera más pequeño que en el resto del país. Así, uno no compra una casa sino una “casita”, no tiene un perro sino un “perrito”, no se encuentra con una amiga sino con una “amiguita”, a la que se le trata de Rosita, Pepita, Julita, Amadita o Irenita, se le invita a una “tacita” de café, a una “comidita” o a una “fiestita”, y nos despedimos de ella diciendo “hasta lueguito”. Cosa igual sucede cuando uno acude a una cafetería, donde no se pide un café sino un “cafecito” o un “tecito”, o también “una tacita de café” y “una empanadita de morocho”. A su vez, en un bar pediremos “una cervecita” o “un roncito” y ofreceremos a los amigos que nos acompañan “un tabaquito”, mientras nos preparamos para iniciar “una bailadita” con “una guambrita”. La influencia del quichua.- Largo sería hablar del rico acervo quichua incorporado a nuestra lengua, que abarca desde palabras esenciales para definir lo humano –tales como “runa” (ser humano) y “guagua” (niño)– hasta conceptos filosóficos y científicos, como los referidos a la Pachamama (Madre Tierra) o las fiestas solares. 27 Múltiples palabras empleadas en nuestra vida cotidiana son de origen quichua: al policía llamamos “chapa” (que quiere decir vigilante). un cheque falso o sin fondos es un cheque “chimbo”, el filtro de café se llama “chuspa”, el tamal se llama “humita”, la mazorca se denomina “choclo” o “chocllo” y el caracol “churo”, al niño decimos “guagua”, al toro llamamos “huagra”, a la marimacho nombramos “carishina”, al amigo decimos “pana” o “ñaño” (dos formas de decir hermano en quichua), al tonto decimos “mushpa” o “shunsho”, a la borrachera denominamos “chuma” y al borracho “chumado”, y a la resaca alcohólica nombramos “chuchaqui”, etc. Hay que relievar que en la lengua andino–ecuatoriana tienen lugar de honor esas hermosas onomatopeyas que nos ayudan a expresar sensaciones fundamentales: achachay (frío), arrarray o astaray (calor o quemazón), ajajay (alegría o burla), ananay (amor admiración) y atatay (asco). Igualmente, ciertos verbos de origen quichua que describen caricias indígenas, como el bello “cuyar”, descriptor de la acción de acariciar al ser amado dándole suaves palmadas en las nalgas. Los dialectos y el regionalismo.- Un país dividido por grandes cordilleras y torrentosos ríos, poblado por gentes de distinto origen cultural y diferente dialecto, que posee climas diversos y, por ende, costumbres y modos de vida distintos, y que recién hace un siglo tuvo una vía moderna de comunicación e intercambio inter–regional, tenía inevitablemente que producir, como produjo, un acendrado regionalismo. Y en ese fenómeno han tenido lugar protagónico los dialectos regionales, precisamente porque son una manifestación relevante de nuestra identidad y marcan las fronteras culturales entre regiones. Dado el avanzado proceso de mestizaje y los activos intercambios y migraciones internas, la mayoría de fenotipos ecuatorianos son comunes a las cuatro regiones del país. Empero, basta que alguien abra la boca y diga unas cuantas palabras para que identifiquemos su origen regional. Un origen que muchas veces es definido con términos peyorativos, como cuando decimos “monos” a los costeños o “jíbaros” a los orientales. Incluso el término “serranos”, que en realidad es una definición geográfica, puede sonar peyorativo cuando se utiliza en cierto contexto o con cierto tono de voz, y cosa igual sucede con ese término usado por la prensa guayaquileña para referirse a los serranos: “interioranos”. Parte del folklore ecuatoriano son las bromas que en cada región se hacen respecto del dialecto de las otras. Los costeños se burlan de las consonantes arrastradas de los serranos o de la entonación musical 28 del habla “morlaca” (azuayo–cañari), pero estos, por su parte, se ríen de las consonantes aspiradas de las gentes del litoral. En resumidas cuentas, ningún dialecto ecuatoriano puede considerarse mejor que otro. Si puliéramos nuestras diferencias, quizá algún día podríamos tener un lenguaje poblado de elegantes eRes costeñas, de sonoras Jotas, Gés y eSes serranas, de eLLes clásicas, pronunciadas al modo de Cuenca y Loja, o de eRes limpiamente diferenciadas en sus dos posibles sonidos, como lo hacen los carchenses o los lojanos al decir la palabra “Rural”. Pero cabe preguntarnos qué ganaríamos con eso y reflexionar sobre la conveniencia de dejar en paz a nuestros dialectos regionales, que por sí mismos han empezado a pulir sus aristas más pronunciadas, sin dejar por ello de ostentar su auténtica personalidad. Porque en los asuntos de la cultura, como en los de la naturaleza, la riqueza del Ecuador radica en su diversidad y toda posible uniformidad implica un potencial empobrecimiento. (Conferencia en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, el viernes 9 de junio de 1989.) 29 3 30 CULTURA E HISTORIA Tradicionalmente se ha entendido a la cultura como un quehacer superior del hombre, aislado de la realidad material en que éste sustenta su vida y orientado a la satisfacción de apetitos y necesidades espirituales, estimados sustancialmente distintos a los de la vida cotidiana. Por ventura, el desarrollo de la ciencia de la sociedad, y particularmente de la antropología social, ha permitido una reformulación substancial del concepto de cultura, que hoy entendemos como “el conjunto de bienes materiales y espirituales creados por la humanidad en el curso de su existencia, que no es otra cosa que la historia de su práctica del trabajo. En este amplio sentido, la cultura es un fenómeno social que representa el nivel alcanzado por la sociedad en un determinado momento.” Dado que la cultura es un proceso de acumulación histórica de las experiencias sociales, el desarrollo técnico, determinado por un esfuerzo colectivo y cada vez más universal de producción y trabajo, produce en ella saltos cualitativos que marcan su desarrollo histórico particular. Y es necesario destacar, a este respecto, que ese desarrollo técnico puede provenir del propio avance y creatividad de un pueblo o, como sucede cada vez más en el mundo contemporáneo, del intercambio de experiencias y conocimientos con otros pueblos del planeta. En este estricto sentido, es indudable que la cultura alude fundamentalmente a los bienes espirituales de la sociedad y designa un orden de actividades especializadas y que poseen formas significativas, como la ciencia, el arte, la literatura, la filosofía, etc. Pero es precisamente esa especificidad del quehacer cultural lo que exige recordar, paralelamente, las bases materiales de la labor intelectual, para no caer en la siempre peligrosa tentación de mirar al trabajo intelectual como un hecho aislado del trabajo material de la sociedad o de creer que las ideas pertenecen a un reino propio o abstracto, desvinculado de las angustias y aspiraciones reales del común de los hombres. No obstante lo dicho, el enriquecimiento de las culturas particulares por el aporte de la experiencia universal no invalida la viabilidad histórica de las culturas nacionales, sino que plantea para éstas una cada vez más profunda interacción dialéctica entre tradición y renovación. Cada cultura nacional, vinculada históricamente a las acumuladas tradiciones de su pasado, busca, por otra parte, renovarse para respoder a las nuevas exigencias histórico-sociales, y lo hace no solo actualizando y reformando sus antiguas expresiones culturales sino también enriqueciéndolas con la experiencia universal. Así, cada cultura nacional de hoy vive un permanente y creativo 31 proceso de confrontación entre su pasado y su presente, entre su particularidad y la universalidad. Precisamente por ello, nuestras culturas nacionales de hoy no son una copia simple de nuestra cultura del pasado sino un producto histórico en permanente trance de modernidad, pero profundamente adherido a formas nacionales, que marcan su esencial e intransferible rasgo de continuidad en la historia. Un proyecto nacional de cultura no puede basarse en la clausura de las fronteras para impedir la comunicación con las ideas del mundo. Tiene que actualizar nuestra cultura heredada a las necesidades reales del país de hoy, dando respuestas nuevas a los viejos problemas nacionales, produciendo un nuevo espíritu de progreso en vez de mantenernos sumidos en una visión eglógica y colonial. Por lo demás, la posible y cada vez más peligrosa desnacionalización de nuestra cultura no es ni será el punto de partida de una nueva colonización del mundo latinoamericano sino la paralela e inevitable consecuencia de la desnacionalización de nuestra economía. Con ello pretendemos expresar que sin duda es importante la lucha contra la penetración cultural extranjera -y específicamente contra la penetración cultural transnacional- pero que tanto o más importante es la resistencia frente a la desnacionalización de nuestras economías, que constituyen la única base real en la que puede asentarse un auténtico y autónomo desarrollo de nuestra cultura nacional. Por otra parte, ¿Qué sentido tendría preservar una cultura propia en medio de una economía neo-colonial?, ¿qué viabilidad histórica ofrecería para el desarrollo auténtico de nuestra ciencia, literatura o arte el convertirnos en un “país portaviones” de la economía transnacional? So pena de caer en una ingenuidad cómplice o en una negligencia culposa, debemos asumir una cabal defensa y promoción de nuestra cultura, que implica una activa y permanente promoción de la totalidad del ser nacional y de la base económica que lo sustenta: los recursos naturales, los mercados internos, las reservas monetarias, las tecnologías apropiadas, los precios de nuestras materias primas, la capacidad adquisitiva de nuestros pueblos, etc. Resultan indispensables estas precisiones, pues hay una metafísica del ser nacional, complacida en conceptuarlo como eterno e inmutable. Y sus cultores son, casi siempre, los representantes de las viejas clases dominantes, empeñadas en resistir el empuje vigoroso de las fuerzas de la modernidad. En nombre de esa metafísica, los cultores de la antigua cultura criolla, que se reconocen a sí mismos como herederos de la hispanidad colonial, se oponen a todo cambio que atente contra la inmovilidad formal y conceptual 32 de sus ancestros, a todo contacto que pueda amenazar el estado de cosas vigente. Insistimos en que la idea de la tradición es necesaria en cuanto representa la continuidad cultural de una nación, que, sin ella, “quedaría fuera de la historia, monstruosamente huérfana”. Pero toda continuidad es una proyección activa que viene del pasado y no termina en el presente sino que, por su mismo impulso histórico, busca orientarse hacia el futuro, en un constante proceso de renovación y adecuación histórica. Dicho de otro modo, la continuidad cultural supone un permanente desarrollo, sin el cual una nación correría el peligro de quedarse al margen de la historia concreta, fuera del tiempo real y realizable. Por lo dicho, la tradición solo puede servirnos como raíz de nuestra continuidad nacional y nunca como freno. Y la continuidad no puede limitarse, por tanto, a una simple reelaboración cansina y melancólica de los viejos temas intelectuales y expresiones estéticas; por su misma esencia nos convoca y nos arrastra al tratamiento de los nuevos temas y preocupaciones de la sociedad nacional, a la creación y recreación de los nuevos planteamientos estéticos de nuestro pueblo. Además, es un hecho conocido que toda continuidad está constituida por rupturas sucesivas, que se producen cuando el conflicto entre lo viejo y lo nuevo alcanza un punto crítico. Y esto lo demostraron, mejor que nadie, nuestros artistas e intelectuales del siglo XIX, que bajo el influjo del pensamiento liberal y la recién conquistada independencia, renovaron profundamente nuestras culturas y recrearon nuestra visión del mundo en la perspectiva de la modernidad capitalista. ¿Fueron por ello menos latinoamericanos? Desde luego que no. Fue precisamente gracias a su actitud audaz, iconoclasta y transformadora que nuestras recientes repúblicas pudieron saltar, en relativamente corto tiempo, de la cultura clericalcolonial a la cultura laica que había de caracterizarlas en el futuro, definiendo de este modo un nuevo carácter, esencialmente nacional, dentro de la continuidad histórica del ser latinoamericano. Es más: una revisión minuciosa de nuestra historia demuestra que la definición de nuestro ser nacional, particular y latinoamericano, se produjo precisamente gracias a esas rupturas ideológicas de nuestra historia. Así, no es casual que los grandes nacionalizadores de nuestro pensamiento hayan sido exactamente los más audaces revolucionarios de nuestra historia: Bolívar, Juárez, Martí, Sandino. Y que los más significativos creadores estéticos de Nuestra América -desde Olmedo hasta Darío, desde Montalvo hasta García Márquez, desde Rivera y 33 Siqueiros hasta Guayasamín y Le Parc- se hayan identificado con las grandes transformaciones sociales de su propio tiempo. Una política de comunicación útil a la continuidad y desarrollo histórico de nuestra cultura nacional debe plantearse, inevitablemente, varias preguntas trascendentales. La primera: ¿debemos estimular una cultura de élites o una cultura de masas? Tradicionalmente nos han enseñado a identificar como élites culturales lo que en realidad eran las clases dominantes. Y es que el sistema oligárquico basó su supervivencia en la marginación económica, política y cultural de las grandes masas latinoamericanas. Con ello, los únicos beneficiarios de la riqueza, el poder y la cultura fueron, inevitablemente, las minorías dominantes, y ello dio como resultado esa perversa pero cierta identificación de éstas con las élites culturales. Hoy la situación ha cambiado, aunque no tanto como sería de desear. En la mayoría de nuestros países han surgido impetuosas capas medias, de espíritu renovador y cada vez más amplia capacitación profesional, que disputan a las tradicionales clases dominantes el espacio de la producción y el consumo cultural. Y ello ocurre en un marco de creciente toma de conciencia popular sobre los grandes problemas nacionales y en una hora en que -para decirlo con palabras de José Figueres- “los pueblos que una vez dormían ahora luchan por abrirse paso camino al sol, hacia una vida plena.” Es, pues, en esta precisa circunstancia histórica en la que debemos responder a la pregunta formulada. En lo personal, creo que ha llegado la hora de proponer, como esfuerzo fundamental de nuestros gobiernos, el desarrollo de una cultura de masas y para las masas. Una opción política como ésta se asienta tanto en consideraciones éticas cuanto en exigencias prácticas. ¿Podemos seguir manteniendo marginados de los beneficios de la cultura nacional y universal a las grandes mayorías de nuestro continente? ¿Podemos desarrollar a lo interno de nuestros países una sólida identidad nacional, sin recuperar las expresiones culturales del pueblo y sin asimilar la riquísima diversidad de culturas étnicas que coexisten con la cultura de raíz hispánica? A esta consideraciones éticas, debemos como hemos dicho antes, agregar preocupaciones prácticas de la mayor importancia. Y la principal de ellas es saber si podremos enfrentar a la cultura transnacional, que hoy mismo busca recolonizar la mente de nuestras gentes, que hoy mismo amenaza con avasallar nuestras culturas mediante la masiva imposición de unos modos de vivir y pensar extraños a nuestra realidad, concebidos para uniformar los pensamientos y sentimientos de los hombres del mundo bajo la égida de los monopolios transnacionales. 34 Esa potencial alienación, que busca que dejemos de ser nosotros mismos para convertirnos en unos dóciles siervos de un nuevo sistema internacional de dominación, avanza con pasos agigantados, gracias a la formidable ayuda de los medios masivos de comunicación que están a su servicio. Pueblos pobres y frugales, como los nuestros, que luchan diariamente por la supervivencia en las más duras condiciones de marginalidad, se ven enfrentados, de pronto, a las luminosas y rutilantes imágenes televisivas, que ofrecen a los ojos ávidos del espectador un mundo de infinitas ofertas de consumo, plagado de sonrisas y mujeres bellas, en donde los problemas cotidianos de la gente parecen no existir. El resultado es un shock socio-cultural: desgarrado entre la ilusión causada por ese falso y recurrente mundo televisivo y su mísera realidad cotidiana, el hombre latinoamericano -que, como cualquier hombre de cualquier tiempo, desprecia la miseria y sueña con la abundancia- termina optando por la evasión. Y la evasión se expresa de muchas maneras: en la masiva migración campesina hacia ciudades; en la búsqueda audaz de riqueza fácil, casi siempre mediante actividades al margen de la ley; en la afiliación a alguna de las novedosas sectas extranjeras, o en la pura y simple búsqueda de paraísos artificiales, a través de la drogadicción. Un reto tan peligroso y masivo como éste requiere, por nuestra parte, de una respuesta enérgica e igualmente masiva. Y esa respuesta no puede ser otra que una política social encaminada a la erradicación de la miseria y una paralela política cultural de masas, orientada al rescate, promoción y difusión de nuestras culturas nacionales, en toda la plenitud de sus manifestaciones creativas. (Esa es, precisamente, la trascendental importancia que tiene para nuestros pueblos el Programa del Convenio “Andrés Bello” adelantado en la difusión televisiva y radial de la cultura latinoamericana). Empero, la formulación y ejecución de una política cultural de masas no es en sí misma contradictoria con el desarrollo de una cultura de élites, siempre que entendamos por tales a las vanguardias intelectuales y artísticas de nuestros países, que representan en el más elevado nivel los valores éticos y estéticos de sus pueblos, y no sigamos considerando como élites a las viejas minorías oligárquicas, empeñadas en la nostalgia del pasado y en la importación acrítica de expresiones culturales foráneas. Un segundo interrogante político que se nos plantea es el de saber si debemos estimular una cultura para la inmovilidad o una cultura para el cambio. Si reconocemos como evidente el hecho de que América Latina requiere una profunda transformación de sus estructuras económicas y sociales, resultará evidente también que debemos estimular en 35 nuestros países una cultura para el cambio, en vez de una cultura para la inmovilidad y la preservación del viejo sistema. Y ello no significa de modo alguno un acto de violencia contra nuestras tradiciones culturales, pues en toda cultura coexisten históricamente elementos conservadores y elementos dinámicos. Se trata, pues, de establecer cuales son esos elementos dinámicos de nuestra propia cultura para estimular su desarrollo y orientarlo hacia el desarrollo y el cambio social. En ningún caso podemos aferrarnos al mantenimiento de expresiones culturales que, con todo lo importantes que pudieren haber sido hasta el presente, hoy constituyen una rémora para el progreso social. La defensa del taparrabos o el fogón de tierra no han de ser, de modo alguno, los símbolos de la defensa de la cultura popular, pues la opción de futuro que queremos para el pueblo es la de una tradición cargada de modernidad y de dinamia creadora. Una tercera interrogante nos asalta: ¿debemos estimular una cultura para la dependencia u otra tendiente a la búsqueda de la más cabal independencia nacional? La respuesta a esta inquietud está íntimamente vinculada a las reflexiones precedentes. No puede existir cabal independencia política y auténtica autonomía cultural si no existe una paralela independencia económica o si nuestros pueblos siguen atados a la actual división internacional del trabajo, que los ha especializado en el arte de siempre perder, como diría Galeano, y los ha convertido en la reserva estratégica -energética, biológica, mineral y laboral- del mundo industrializado. Requerimos, por lo tanto, de una política cultural que se oriente hacia el cambio interno pero también hacia la transformación de las estructuras mundiales de poder, es decir, hacia la búsqueda de un nuevo orden económico y político internacional, en el que la soberanía de los pueblos débiles sea cabalmente respetada, en la que los precios de las materias primas sean fijados por sus productores y en el que la comunicación entre los pueblos sea un camino de ida y vuelta, por el que transiten libre y equilibradamente las ideas y expresiones culturales de todos, y no una ruta de sentido único, que los países poderosos sigan usando para difundir su particular información, convirtiéndonos en meros receptores de la transmisión cultural foránea. Quiero agregar otra inquietud, que para nuestros pueblos estimo de singular interés: ¿vamos a estimular una cultura para la paz y la democracia o continuaremos manteniendo una cultura de autoritarismo y violencia? La historia de América Latina, con sus múltiples guerras y sus 36 reiteradas dictaduras, ha contribuido a mostrarnos ante el mundo como el “continente del oprobio”, donde la democracia aparece como una ficción y la violación de los derechos humanos como el signo mayúsculo de nuestra vida social. Nosotros sabemos mejor que nadie, porque lo hemos sufrido y sufrimos aún en algunas latitudes, el doloroso costo que las dictaduras tienen para los pueblos de nuestro continente. Pero conocemos también, de modo inequívoco, que existe en nuestros pueblos una dolorosa dialéctica de esperanza-desesperanza frente a la democracia. Las dictaduras no solo existen por voluntad del dictador y el poder armado que las sustenta, sino por la tradicional incapacidad de nuestras democracias para resolver los agudos problemas nacionales. Así, nuestros pueblos se han debatido entre la usurpación y la violencia dictatorial, por una parte, y la demagogia desenfrenada o la retórica pueril de los gobiernos formalmente democráticos. Es indispensable, en esta hora de Nuestra América, promover una honda y generalizada cultura democrática, que no se limite a formular la crítica de las armas o la denuncia de las violaciones a los derechos humanos, sino que enseñe a los pueblos el ejercicio activo de la democracia; dicho de otro modo, que denuncie las limitaciones de la democracia tradicional, eduque a los pueblos para el civilizado reclamo de sus derechos y enseñe a nuestra clase política un abecedario de responsabilidad, sensibilidad y honestidad a toda prueba. Solo así sentaremos las bases para una democracia esencial, que vaya más allá del simple mantenimiento de las formas políticas y apunte a la solución de los históricos y acumulados problemas sociales. Un agregado final: nuestra política de comunicación cultural debe comprender también, como uno de los postulados fundamentales, el de respeto y preservación de la naturaleza, porque de nada servirían todos nuestros esfuerzos en pro de la identidad cultural y la promoción del desarrollo si no van acompañados de una política ecológica que garantice nuestro presente y el futuro de nuestros hijos. Si la cultura humana empezó con la domesticación de las plantas y de los animales, ésta solo podrá continuar con el uso adecuado de los recursos naturales y la preservación de todas las especies. (Artículo publicado en la obra colectiva “La cultura en la historia”, publicada por la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC), en 1992). 37 4 ORÍGENES HISTÓRICOS DEL REGIONALISMO EN EL ECUADOR 38 Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo y cuándo se inició el enconado regionalismo que afecta hasta hoy a nuestro país. Precisamente una reflexión en ese sentido es la que nos ha motivado a buscar las raíces históricas de este antiguo problema nacional. Como parece obvio, el término “regionalismo” viene de “región” y, del mismo modo que el nacionalismo, abarca varios elementos ideológicos positivos y negativos. Por una parte, el regionalismo es una virtud que implica amor al propio terruño, a esa región natal que es la patria natural del hombre, y también preocupación por su destino. Por otra, es una enfermedad, una psicosis colectiva en la que se expresan los recelos y prejuicios que las gentes de una región sienten por los de otra, a veces durante siglos. A este propósito, hemos planteado en otro trabajo la siguiente reflexión: “En cuanto a la primera perspectiva, cabe precisar que la región es el país natural de los hombres, mientras que el “Estado nacional” es su país político. De otra parte, es normal que la existencia de una región sea siempre anterior –a veces por siglos– a la formación del “Estado-nación”. De ahí que la región y sus determinaciones socioculturales pesen en la vida de las gentes tanto o más que el Estado y sus influencias político-administrativas. De otro lado, es inherente al Estado la función de imponer coercitivamente sus leyes y, a través de la educación, crear, ratificar o reformar una “ideología nacional”, cuyos valores respondan a las cambiantes necesidades históricas del país o a las ambiciones coyunturales de la clase en el poder. Por el contrario, la región no impone a los hombres leyes, regulaciones o mandatos legales, sino que actúa en ellos por encima de sus diferencias sociales y a partir de la fuerza magnética de sus variados elementos: el clima, el modo de vida, las relaciones de parentesco, el dialecto, las tradiciones gastronómicas, las formas festivas, etc. Así, en su esencia, la región es la suma sociológica de sus gentes y la acumulación histórica de una cultura, mientras que el Estado es la suma política de sus ciudadanos y la suma administrativa de sus regiones. Comunidad natural y no política, surgida de la voluntad espontánea de sus habitantes y expresada en una acumulación de expresiones culturales, la región, el terruño nativo, es la primera y última patria de los hombres, aquella en la que nacen y se constituyen como seres humanos aún antes de aspirar a la condición de ciudadanos de un Estado. País primario y patria original, en circunstancias normales la región es avasallada o relegada por el poder activo del Estado, que impone forzadas identidades, nacionales o multinacionales, y muy precisas 39 obligaciones cívicas. Pero sus hijos la aman, siguen reconociéndola como su semilla germinal y viven en buena medida embelesados con eso que el pasacalle define como “la magia hermosa de la región”. De ahí que en el Ecuador las gentes han inventado para ella una definición tierna y sustantiva: “patria chica”, que sirve tanto para delimitar los afectos personales como para diferenciarla de la otra, la “patria nacional”, a la que también aman pero de modo diverso.” Hechas estas precisiones sobre la entidad histórico-geográfica que llamamos “región” y sobre la natural “vocación regionalista” de todos los seres humanos, podemos disponer de la perspectiva necesaria para analizar la “enfermedad regionalista”. Los orígenes históricos de esta endemia se pierden en la noche de los tiempos. ¿Herencia de los antiguos enfrentamientos tribales precolombinos? ¿Conflicto creado por las autoridades coloniales, empeñadas en la defensa de sus jurisdicciones? ¿Consecuencia natural del aislamiento que la geografía andina impuso a los asentamientos humanos? ¿Resultado inevitable del feudalismo económico y el caciquismo político? Pareciera ser que de todo esto hubo un poco. Lo cierto es que para el siglo XVII nuestro país tenía ya al menos cuatro “sociedades regionales” definidas, con economías diferenciadas y cultura particular, que competían y se recelaban entre sí: la del norte, cuya capital era Pasto; la del centro, cuya capital era Quito; la del sur, cuya capital era Cuenca, y la del oeste, cuya capital era Guayaquil. Una quinta, situada al extremo norte y con capital en Popayán, pasó muy temprano a la Audiencia de Santafé, en cuya historia llegó a pesar notablemente. Un siglo más tarde, las contradicciones socio-económicas existentes entre estas sociedades regionales habían provocado ya una definitiva consolidación del regionalismo, que terminaría por convertirse en uno de los elementos ideológicos negativos de nuestro ser nacional. Los activos prejuicios mutuos que se profesaban los pobladores de las diferentes regiones son revelados por el uso generalizado de términos despectivos para designar a los otros: “morlacos” a los azuayos, “cascarilleros” a los lojanos y sureños en general, “monos” a los costeños, y “lanudos” o “serranos” a los interandinos del centronorte. A este respecto, resulta muy ilustrativo el poema joco-serio “Breve diseño de las ciudades de Guayaquil y Quito”, del jesuita dauleño Juan Bautista Aguirre (1725-1786), escrito en forma de carta a su cuñado, don Jerónimo Mendiola. En él se pueden ya advertir claramente los prejuicios que animaban el espíritu de los guayaquileños de la época con relación a los capitalinos: 40 Guayaquil, ciudad hermosa, De la América guirnalda, De tierra bella esmeralda Y del mar perla preciosa, Cuya costa poderosa Abriga tesoro tanto Que con suavísimo encanto Entre nácares divisa Congelado en gracia y risa Cuanto el alba vierte en llanto. Ciudad que, por su esplendor, Entre las que dora Febo, la mejor del mundo nuevo Y del mundo la mejor; Abunda en todo primor, En toda riqueza abunda, pues es mucho más fecunda en ingenios, de manera que, siendo en todo primera, es en esto sin segunda. Tribútanle con desvelo entre singulares modos, la tierra sus frutos todos, sus influencias el cielo; hasta el río que con anhelo soberbiamente levanta su cristalina garganta para tragarse esa perla, deteniendo su ira al verla la besa humilde la planta. (…) 41 Esta ciudad primorosa, Manantial de gente amable, Cortés, discreta y afable, Advertida e ingeniosa, Es mi patria venturosa; Pero la siempre importuna Crueldad de mi fortuna, Rompiendo a mi dicha el lazo, me arrebató del regazo de esa mi adorada cuna. Buscando un lugar maldito A que echarme su rigor, Y no encontrando otro peor, Me vino a botar a Quito; A Quito, otra vez repito, Que entre toscos, nada menos, Varios diversos terrenos Siguiendo hermano su norma, Es un lugar de esta forma, Disparate más o menos. Es su situación tan mala Que por una y otra cuesta La una mitad se recuesta, La otra mitad se resbala; ella se sube y se cala por cerros, por quebradones, por huaicos y por rincones, y en andar así escondida bien nos muestra que es guarida de un enjambre de ladrones. 42 (…) Estas quiteñas como oso están llenas de cabello, y aunque tienen tanto vello, mas nada tienen hermoso; así vivo con reposo, sin alguna tentación, siquiera por distracción, me venga, pues si las hablo, juzgando que son el diablo, hago actos de contrición. Lo peor es la comida (Dios ponga tiento en mi boca): ella es puerca y ella es poca, mal guisada y bien vendida. (…) Mienten con grande desvelo, miente el niño, miente el hombre, y, para que más te asombre, aun sabe mentir el cielo; pues vestido de azul velo nos promete mis bonanzas y muy luego., sin tardanzas, junta unas nubes rateras y nos moja muy de veras el buen cielo con sus chanzas. Llueve y más llueve, y a veces El aguacero es eterno, Porque aquí dura el invierno Solamente trece meses; Y así mienten los franceses Que andan a Quito situando Bajo de la línea, cuando Es cierto que está este suelo Entre las ingles del cielo, Es decir, siempre meando. 43 Este es el Quito famoso Y yo te digo, jocundo, Que es el sobaco del mundo Viéndolo tan asqueroso. (…) La respuesta a las hirientes burlas de Aguirre vino nada menos que del doctor Eugenio Espejo. Poco dado a las bromas, éste se valió de sus personajes del “Nuevo Luciano de Quito” para satirizar a aquél y tratarlo con desdén, acusándolo de copista de ideas ajenas y poeta épico frustrado. Es más: Espejo reconoció que Aguirre poseía “una imaginación fogosa, un ingenio pronto y sutil”, pero precisó que “siempre se fue detrás de los sistemas flamantes y de las opiniones acabadas de nacer, sin examen de las más verosímiles: el dijo siempre, en contra del otro discreto, Novitatem, non veritatem amo (amo más la novedad que la verdad)”. Para rematar, Espejo enderezó contra Aguirre juicios igualmente regionalistas, al atribuir sus ligerezas a “el genio guayaquileño, siempre reñido con el seso, y reposo y solidez de entendimiento”. “No hay duda –agregó– de que influyó muchísimo en el ingenio de este padre, el temperamento guayaquileño, todo calor y todo evaporación”. El Precursor concluyó su juicio sobre Aguirre afirmando que “en Guayaquil no hay juicio alguno”. Algún tiempo después, en 1789, al redactar su famosa “Defensa de los curas de Riobamba”, Espejo pintó con tremendos colores el espíritu regionalista que afectaba a las relaciones de comercio que existían entre la sierra y la costa. Dijo a este propósito: “.....Los guayaquileños, enemigos irreconciliables de los serranos, extorsionan a éstos sobre manera, y estos mismos... deben ser seguramente verdaderos buenos cristianos llenos de caridad, ô muy infelices abatidos, pues que les llevan víveres; pudiendo a buena cuenta esperar, que ellos salgan a buscarlos con sus géneros, y con su plata. Los curas están por misericordia divina muy distantes de inspirar pensamientos crueles: antes influyen los más dulces, y favorables a la humanidad en común, y a su propia Patria en particular, cuando manifiestan el deseo de que los guayaquileños se versasen en el tráfico con la sierra; por que atendiendo su orgullo, natural fiereza, y su crueldad para con el serrano, debían suplicar a Vuestra Alteza que se dignase echar sus ojos de clemencia a favor de este que lo merece, y no de los otros, que son ingratísimos; a fin de que se alterase el método de comercio, bajo de ciertas reglas, que se deben prescribir 44 por la augusta autoridad de Vuestra Caritativa Real Persona, con la memoria de que el año próximo pasado de 1788 fueron excluidos de Guayaquil, y sus pueblos los comerciantes serranos, con el frívolo motivo de que llevaban el contagio del sarampión, encendido tiempo havia sin este motivo; y a ésta causa perdieron todos sus intereses, y lo que es mas sus propias vidas, arrojados al campo, sin socorro alguno; de modo que esas montañas están pobladas de cadáveres serranos.” Visto lo precedente, cabe reconocer que el regionalismo de nuestro “Precursor” no estaba motivado por simples prejuicios sino por hechos reales. y tangibles, como la agresividad y el desprecio étnico de los costeños hacia los serranos. Empero, su regionalismo tenía también una cara positiva, que se expresaba en el amor y la admiración desmesurados por lo propio, en este caso por lo quiteñolocal, que don Eugenio anteponía a ratos sobre lo quiteño-general, es decir, lo propio del país de Quito. Así, de tanto amar y admirar a su ciudad y sus gentes, el teórico y abanderado intelectual de la “nación quiteña” se nos volvía de pronto localista y confundía ese quiteñismo citadino con el quiteñismo patriótico que él mismo había contribuido a desarrollar y que abarcaba a todos los hijos de la Audiencia de Quito. En medio de esa confusión de términos, escribía Espejo: “El genio quiteño lo abraza todo, todo lo penetra, a todo lo alcanza. ... Vosotros señores, les oís el dicho agudo, la palabra picante, el apodo irónico, la sentencia grave, el adagio festivo, todas las bellezas en fin de un hermoso y fecundo espíritu. Este, es el quiteño nacido en la oscuridad, educado en la desdicha y destinado a vivir de su trabajo. ¿Qué será el quiteño de nacimiento (elevado), de comodidad, de educación, de costumbres y de letras? ... La copia de luz, que parece veo despedir de sí el entendimiento de un quiteño que lo cultivó, me deslumbra; porque al quiteño de luces, para definirle bien, es el verdadero talento universal. En ese momento me parece, señores, que tengo dentro de mis manos a todo el globo; y yo lo examino... y en todo él no encuentro horizonte más risueño, clima más benigno, campos más verdes y fecundos, cielo más claro y sereno que el de Quito.” Hablemos ahora del significado de la palabra “morlaco”, tan debatido y todavía contradictorio. En tanto que adjetivo regionalista, su uso original entre nosotros viene de la época colonial y parece haber estado alrededor de dos acepciones gramaticales que el vulgo identificaba como una sola: la una, “chapetón” o español, y la otra, 45 “persona que muestra tontería o ignorancia”. Así, pues, para los criollos y el cholerío quiteño, la palabra “morlaco” era un término insultante, que equivalía a “chapetón tonto” o “chapetón ignorante”. Por ejemplo, en este sentido parece que fue usada esta expresión por una mujer que participó en la “Rebelión de los Estancos” (1765), para referirse a un soldado del Rey, a quien atacó a golpes al tiempo que gritaba a la multitud: “Matemos a este morlaco desgraciado”. Con igual sentido volvió a ser usada esta palabreja por los conspiradores quiteños de 1815, cuya acción subversiva (dirigida por los Montúfares, don Manuel Matheu, don Vicente Aguirre, don Guillermo Valdivieso y don Antonio Ante) provocó la violenta e indiscriminada represalia del general español Frómista, que sacó las tropas a la calle y detuvo a un gran número de patriotas que oficialmente se habían acogido a la política de “perdón y olvido” del presidente Toribio Montes. Según consta del proceso judicial correspondiente, en aquella ocasión el “indio conocido por “Capa Redonda” le habría dicho a una señora: “Comadre, ya llegó la hora de salir de morlacos. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo?...”. Para que se entendiera adecuadamente la expresión usada por el indio, el notario que registró el testimonio incluyó al pie la siguiente nota: “Morlaco: sinónimo de chapetón o español, pero en forma despreciativa”. El término pasó posteriormente a usarse como un mote despectivo contra los azuayos, seguramente buscando enrostrarles su fidelismo al rey durante la primera guerra de independencia (1809-1812), cuando se negaron a reconocer la autoridad de la Junta Soberana de Quito y resistieron luego, con las armas en la mano, a las tropas enviadas por dicha Junta para ocupar Cuenca y que se hallaban dirigidas por Carlos Montúfar. Volviendo al tema general que nos ocupa, fue precisamente en esa coyuntura histórica, desatada por el autonomismo quiteño a partir del 10 de agosto de 1809, cuando las diversas regiones de nuestro país evidenciaron de un modo irrefutable el virus regionalista que las afectaba. En efecto, mientras Quito creaba una Junta Soberana a imitación de las de España y pasaba rápidamente del “fidelismo colonial” al independentismo, las otras regiones del país optaban por declararse fieles y obedientes al poder colonial y tomaban las armas para luchar contra los quiteños. Al fin, Guayaquil, Cuenca y Pasto terminaron formando un coalición contrarrevolucionaria y colaborando activamente con los Virreyes de Perú y Nueva Granada para el aplastamiento de la revolución quiteña. Retomando otra vez el análisis de la semántica regionalista, el hecho cierto es que, ya desde la época colonial, tras los motes y 46 las palabras despreciativas asomaba el feo rostro del regionalismo, expresión torva de las reales contradicciones existentes entre las diversas sociedades regionales. Unas contradicciones que percibió el Libertador Simón Bolívar, con su formidable visión de sociólogo, a poco de llegar a Quito, en 1822, y que lo motivaron a escribir: “Pasto, Quito, Cuenca y Guayaquil son cuatro potencias enemigas unas de otras, y todas queriéndose dominar sin tener fuerza ninguna con que poderse mantener, porque las pasiones interiores despedazan su propio seno”. Ocho años más tarde, un espadón de origen venezolano, casado con una de las herederas terratenientes más influyentes del país, decidió segregar nuestro país de la Gran Colombia y convertirlo en su satrapía. Hasta entonces, y desde la época precolombina, el país se había llamado “Quito”: Reino de Quito, Real Audiencia de Quito, Presidencia de Quito, Capitanía General de Quito, Estado de Quito. Por tanto, lo positivo y lógico habría sido que la nueva república segregada de Colombia se llamara “República de Quito”. Pero la lógica de la historia no era la lógica del regionalismo, de modo que guayaquileños y cuencanos impusieron su sesgado criterio de que el nuevo país no debía llamarse Quito sino “Estado del Ecuador”. Así, unos lamentables celos regionalistas nos privaron, como país, de nuestro nombre histórico y nos asignaron el equívoco nombre geográfico de “una línea imaginaria que cruza por la mitad del mundo”. (Lo cual ha servido, de paso, para que el Perú argumente que la República del Ecuador es una entidad política nueva, surgida recién en 1830 y que por tanto no tiene antecedentes históricos ni puede reclamarse heredera territorial de la Audiencia de Quito). Ya constituido el Estado del Ecuador y segregada la región de Pasto, las gentes de nuestro país siguieron cultivando fervorosamente sus prejuicios. Y de ello no escaparon ni los pensadores más ilustres, que, aunque con elegancia, dejaron caer sus gotitas de regionalismo. Así, los escritos de don Juan Montalvo contra el obispo Ordóñez, a quien, entre otros insultos, le dijo “buscavida”, “cabrón de Mendés” y “cascarillero”, además de acusarle de ser... ¡cuencano!. Escribió el terrible “Cosmopolita”: “He vuelto a leer los viajes de don Francisco José de Caldas: cuando llego al pasaje en que el pueblo de Cuenca se arroja sobre (el cirujano Seniergues), tiemblo, no de miedo sino de cólera. ... ¿Cómo, ayer, en los umbrales de nuestro siglo, hay pueblo en el mundo 47 civilizado, cuya plebe, a las voces de los clérigos, se tira sobre un sabio y le hace pedazos por brujo? Ordóñez, Ignacio Ordóñez, no puedes negar tu cuna...” En el mismo negativo sentido apuntaban los artículos del periódico guayaquileño “La Balanza”, dirigido por el notable escritor guatemalteco Antonio José de Irisarri, donde se atacaba con motes regionalistas al gran polemista azuayo fray Vicente Solano, calificándolo como “Fraile de Cuenca” y “Fray Molondro de Morlaquía”. A lo cual el aludido respondió con una inolvidable página de defensa de la identidad regional y nacional: “¿Uds., caballeritos de La Balanza, piensan ridiculizar mi patria con su viejo provincialismo? No sean inocentes, y agradézcanme la expresión, porque no uso de la que Uds. merecen. Mucho habría que decir de los países en que Uds. nacieron, si yo tratase de hacer recriminaciones. Dejemos esto a la canalla y a los escritores malignos. Baste observar que desde la antigüedad más remota las gentes de todos los reinos y provincias se han ocupado en zaherirse mutuamente. La historia de los griegos y romanos y de todas las naciones de la Europa moderna confirman este provincialismo despreciable. En efecto: ¿qué español de juicio se contristará porque el charlatán de Rousseau dijo que Madrid era un pueblo de parlanchines? ¿Qué inglés sabio creerá que su patria queda degradada porque Mr. Tomas dejó escrito: “Los tres azotes del género humano son la peste, la guerra y los ingleses?”. ¿Perderá algo la Holanda porque Pigault-Lebrun dijo que solo se sabía que los holandeses eran hombres porque lo decían sus mujeres ...? ¿Qué americano no se reirá del prusiano Paw porque nos pinta poco menos que bestias?”. Siguiendo con las preguntas, nosotros agregamos: ¿Y qué decir de esa vieja rivalidad entre Cuenca y Loja? Pues que harían falta páginas y páginas para reseñarla, porque tanto Montescos como Capuletos aportaron abundantemente a ella. Y es que el regionalismo se mete sutilmente en el alma, por el lado positivo -el de la defensa de la “patria chica”, el del reclamo de sus derechos, el de la promoción de sus riquezas y virtudes- y, a veces sin pensarlo, nos va orillando sigilosamente hacia el otro lado, el de los celos y recelos, el del desprecio por los otros y las comparaciones odiosas. Veamos, al respecto, esta perla regionalista del mismo fraile Solano, en su fase de salubrista: “Cuenca se parece a una ciudad asiática con relación a su 48 desaseo. ... Otro tanto puedo decir de Loja; y aun más, porque en Cuenca al menos la mayor parte de las casas tienen limpieza. Pero en Loja los patios están llenos de basura, que con las aguas que se estancan en invierno exhalan un hedor intolerable a las personas que no están acostumbradas a él. Las casas no dan una salida libre a las aguas que caen de los tejados... Las calles son insufribles en tiempo de lluvias. Además, como el temperamento sea bastante caliente..., la putrefacción es más veloz y... el aire allí es muy nocivo en ciertas estaciones: el virus se desenvuelve con rapidez y las gentes, por lo común, son enfermizas. ¿Qué remedio? Ya lo he dicho: el aseo interior y exterior de las habitaciones.” Como se ha visto, la intención del sabio fraile cuencano era buena, pero el tonito de superioridad empleado era sencillamente insufrible para sus vecinos del sur. No debe extrañarnos, pues, que a orillas del Malacatos los lojanos sigan hasta hoy recordándose unos a otros, y advirtiendo a los visitantes: “¡Morlaco, ni de leva ni de saco!”, o también: “Morlaco que no la hace (?) a la entrada, la hace a la salida...” Y tampoco debe inquietarnos que, por parecidas razones, los guayaquileños sigan afirmando que “Dios está en todas partes, pero tiene su despacho en Quito”, o que los cuencanos, más sutiles que nadie, reivindiquen los derechos de su región frente al centralismo afirmando que “Quito es una conjugación del verbo quitar”. No puedo cerrar esta reflexión sin mencionar, al menos, dos ejemplos contemporáneos de ese patético regionalismo superviviente. El uno, lo ocurrido tras la consulta plebiscitaria del gobierno de Durán Ballén, cuando los dirigentes empresariales guayaquileños y el matemático Illingworth, viendo el masivo rechazo dado por el país a sus propuestas políticas, plantearon la independencia de Guayaquil y la disgregación del Estado ecuatoriano o, en su defecto, el establecimiento de un Estado Federal dentro de un país unitario... El otro, lo sucedido tras el derrocamiento de Bucaram, cuando autoridades seccionales “bucaramistas” de Esmeraldas y El Oro proclamaron la segregación de sus provincias de la integridad territorial del Ecuador. Tan peregrinas propuestas fueron siempre rechazadas por las mayorías regionales y nacionales, pero no dejan de constituir un grave atentado contra la seguridad nacional, tanto más cuanto que han sido levantadas en el mismo momento en que el Ecuador buscaba negociar con el Perú una solución definitiva a su secular disputa fronteriza. En conclusión: 49 1. Constatamos en el Ecuador contemporáneo la supervivencia de vigorosas sociedades regionales, de antiguo origen histórico, cuyo ámbito socio-geográfico se identifica más con las antiguas circunscripciones coloniales que con la división político-administrativa republicana. (Dicho de otro modo, en la práctica social subsisten las antiguas provincias coloniales de Quito, Guayaquil y Cuenca, con pequeñas variaciones.) 2. Esas sociedades regionales mantienen añejos prejuicios y contradicciones, en parte como una inevitable herencia socio-cultural pero también a causa de la acción de grupos interesados, casi siempre vinculados a las élites del poder local, que por este medio buscan preservar su hegemonía. 3. Constatamos también la existencia de una reiterada política “centralista”, que privilegia en la atención estatal a los centros políticos tradicionales (Quito, Guayaquil y, en menor medida, Cuenca) y maltrata a las demás provincias y, en general, al sector rural. Constatamos también que ello genera resentimientos y protestas, que a su vez alimentan el odio regionalista, aunque, curiosamente, las mayores protestas provienen de Guayaquil, que históricamente ha sido uno de los dos grandes beneficiarios de la política centralista del Estado. 4. El neoliberalismo y su prédica anti-estatista ha contribuido a alimentar el regionalismo. En Guayaquil, donde la prédica regionalista de las élites ha sido más larga y permanente, se ha desarrollado una corriente de opinión radicalmente librecambista y pro-capitalista, que en la actualidad tiene un carácter abiertamente neoliberal, que contrasta con la opinión política del resto del país y aun de sus provincias vecinas. 5. Pese a su altisonancia, la prédica regionalista más radical – aquella que aboga por el separatismo– no tiene destino, pues choca contra la mayoritaria opinión nacional y la poderosa presencia de unas FF. AA. nacionalistas y prestigiadas en grado sumo. 6. El regionalismo ha sido atenuado, en varios aspectos, por el desarrollo de los medios masivos de comunicación y la consecuente emergencia de una “opinión nacional”; igualmente, por el desarrollo de un mercado interno cada vez más amplio, que crea vínculos de interdependencia entre las diversas sociedades regionales. 7. No hay ni podrá haber progreso nacional si no se da un esfuerzo colectivo para refrenar los excesos del regionalismo. Tal esfuerzo deberá implicar tanto al Estado como a la sociedad civil: aquél, reprimiendo las prédicas regionalistas que atacan a la integridad nacional, y ésta, descalificando o castigando electoralmente a los líderes regionales, cuando se atrevan a levantar esa vieja bandera del odio regionalista o localista, durante su promoción política o sus 50 acciones administrativas. Y es que los derechos de una región tienen su límite en los derechos de las demás y en los intereses superiores de la nación y del Estado. (Conferencia en la Universidad Central del Ecuador, el 24 de Junio de 1994) 51 5 LAS HISTORIAS DE PEDRO JORGE VERA 52 El rico panorama de la pequeña historia, o más exactamente de las pequeñas historias, viene a iluminarse ahora con la esta gratísima irrupción de Pedro Jorge Vera, este gran patriarca de la literatura viva del Ecuador, quien ha decidido utilizar su vida eterna para seguir escribiendo bellos libros y para internarse por todos los cauces literarios que le habían quedado inexplorados. “Cuentos de la historia” ha denominado a estos textos gráciles, llenos de sutil humor, en los que el signo más constante es una búsqueda de respuestas a esas preguntas que dejó sin contestar la historia de los historiadores. Y es aquí donde Pedro Jorge se mete airosamente en ese territorio poco conocido que hace de frontera entre lo que acostumbramos llamar historia–ciencia e historia–mito, es decir, entre la historia de datos registrados por escrito, gracias a la acuciosidad o el interés de algún escriba, y la historia guardada en la memoria de los hombres del común y que pervive en la palabra que va de boca en boca. De entrada, una tal incursión nos pone sobre aviso y nos lleva a inquirir si puede llamarse historia a aquello que no se sostiene sobre datos ciertos sino sobre el frágil hilo de la imaginación. Pero la respuesta puede ser otra pregunta igualmente inquietante: ¿merece más credibilidad histórica un dato escrito en el pasado –talvez interesado o quizá equívoco– que el imaginario colectivo, es decir el juicio social sobre ciertos hechos humanos? Aquí es donde entran en juego la intuición, la imaginación y la literatura como componentes necesarios de eso que llamamos la historia escrita. Respecto a las primeras, o sea la intuición y la imaginación, fueron ya reivindicadas por uno de los mayores científicos de nuestro tiempo, Alberto Einstein, quien dijo que “la intuición y la imaginación son los más importantes elementos de la investigación científica”. En cuanto a las relaciones entre literatura e historia, son una vieja realidad que ha sido aprehendida por nuevas teorías historiográficas, como las de ..., que sostienen que la historia escrita no es ni más ni menos que otro género literario. Reivindicado, pues, el triángulo amoroso entre historia, literatura e imaginación, vamos a deshuesar, uno por uno, los textos de Pedro Jorge: – EL PRIMER GRITO FUE EN EL XVI es una hermosa crónica sobre ese conflicto de las alcabalas, que los ecuatorianos, con nuestra pasión tropical, calificamos de “rebelión” y hasta de “revolución”, pero que estudiosos más tranquilos, como el francés Bernard Lavallé, identifican solamente como una “crisis política”. El hecho cierto es que esa crisis tiene, al menos, dos posibles lecturas: una desde la visión nacional, que necesariamente lleva a verla como un antecedente de 53 la constitución mental y política de la “Patria criolla”, y otra desde la visión socio–étnica, que conduce a mostrar a este conflicto como una primera disputa entre chapetones y criollos por ver cual grupo debía beneficiarse preferentemente con el trabajo de los indios. Pedro Jorge ha optado por la primera y, consecuentemente, ha ido al rescate de la grata y enhiesta figura de Alonso Moreno de Bellido, héroe y mártir de la causa criolla. Y aunque para ello ha tenido que afear la imagen del presidente Barros de San Millán, ha tenido la honestidad intelectual de mencionar, aunque sea de pasada, la otra verdad de aquella historia: que el levantamiento de los encomenderos criollos contra el presidente de la Audiencia fue motivado por la protección que éste daba a los indios contra los abusos de curas y terratenientes. El segundo cuento, EL DUENDE ENAMORADO, habla de Eugenio Espejo, el abanderado de la “nación quiteña” y precursor de nuestra independencia. Dice nuestro autor que siempre le preocupó ese aparente desinterés de aquel personaje por las mujeres, tan notorio que incluso ciertos biógrafos han hablado de “la misoginia” de don Eugenio. Y se lanza a la tarea de redondear el alma de Espejo con los perfiles del sentimiento amoroso, para que ese autodefinido “bello espíritu” no se quede en la fría soledad del intelecto. Con trazos firmes y seguros, Pedro Jorge recrea el espacio vital del Precursor, es decir, tanto su mundo social como su mundo síquico, y se encuentra con esa realidad que tanto debió doler al duende quiteño: las mujeres cultas que le interesaban no estaban a su alcance ni se interesaban por él, y las mujeres que se interesaban por él no eran cultas ni motivaban su interés, salvo, quizá, esa inquietante Teresa Quiñónez, flor simbólica que el pueblo ofrece al campeón de su libertad y que éste apenas toca con su mano. El tercer cuento –LA GLORIA, LA LIBERTAD Y EL AMOR– está unido gráfica y simbólicamente con el siguiente, EL REPARTO DEL BOTIN, dado que ambos enfocan esa simbiosis entre gloria y tragedia que marcó las vidas de nuestros libertadores. En Bolívar, la tragedia fue múltiple: el fracaso de sus planes anfictiónicos, a causa de los recelos aldeanos de unos y los turbios intereses de otros; el intento de asesinato, ejercitado por unos jóvenes fanáticos, pero inspirado por unos hombres perversos; y la desmembración de Colombia, la Grande, en tres republiquitas de pacotilla, que pretendían ser cuartel, universidad y monasterio. Por eso, a la hora del reparto del botín sobraban ambiciones y faltaba grandeza. Allá arriba, en la esquina atlántica, un generalote y sus bárbaros caudillos de provincia proclamaron la separación de Venezuela, supuestamente para liberarse de la tutela de unos leguleyos de Bogotá. Mas acá, en Cundinamarca, los doctores de 54 Bogotá –liderados por un general de oficina, que además era jugador, avaro y prestamista– buscaron primero asesinar al Libertador y más tarde a Sucre, último héroe grande que quedaba en Colombia y único vínculo posible entre las partes aisladas de aquel país. Y acá, es decir aquí, un generalote sombrío se puso a la cabeza de una docena de hacendados, todos parientes de su mujer, para emprender en la poco gloriosa obra de la separación del Ecuador, aunque para ello hubiese que pasar sobre la sangre del generoso y humanitario mariscal de Ayacucho. Al final, dos viudas quiteñas quedaron como testimonio vivo de la gran patria difunta. La una, Manuela Sáenz, fue perseguida por subversiva y libertaria y terminó entre asilada y confinada en Paita. La otra, Mariana Carcelén, buscó refugio en los brazos de un oscuro general, que no tenía otro norte que la concupiscencia y al que el pueblo llamaba, con justicia, “Barriga, verija, baraja y botija”. EL JACOBINO RENCOROSO se titula el cuento dedicado a Rocafuerte, ese gran personaje de nuestro siglo XIX, al que los ecuatorianos no acabamos de clasificar bien, dados los contradictorios perfiles de su personalidad. Diputado en las Cortes de Cádiz, se opuso al absolutismo de Fernando VII y pasó luego a ser un conspirador internacional de la masonería y agente de Simón Bolívar para la independencia de Cuba, antes de volver al Ecuador y ser electo diputado al congreso ecuatoriano. Ahí se irguió como un líder nacionalista frente al gobierno del general Flores, contra quien organizó luego la “revolución de los chihuahuas”, aunque terminó aliado de Flores y encaramado al poder con su ayuda,... para más tarde volverse nuevamente su enemigo. Gobernante “ilustrado”, creó escuelas públicas y bucó suprimir la “contribución personal”, nuevo nombre del infame “tributo de indios”. Pero paralelamente reprimió toda oposición y fusiló a todo alzado en armas, en especial a sus antiguos amigos chihuahuas, todo ello bajo la teoría de que “palo y más palo es lo que necesitan estos pueblos”. Una buena síntesis del carácter de Rocafuerte la hizo su amigoenemigo Flores, quien dijo que el guayaquileño era “un revolucionario en la oposición y un tirano en el gobierno”. Ahora Pedro Jorge rescata esas luces y sombras de su paisano, a propósito de la persecusión de éste contra Manuela Sáenz, a la que no sólo expulsó de su propio país sino que ofendió en los peores y más machistas términos. Es un cuento de gran penetración sicológica, que configura bien la doble personalidad de Rocafuerte, aunque por desgracia nos deja con una nueva interrogante: ¿por qué los grandes tiranos del Ecuador –Rocafuerte, García Moreno, Febres Cordero– no han salido de la sierra oscurantista sino del liberal puerto 55 de Guayaquil? Y a propósito de García Moreno, digamos que su espíritu es perseguido también por el ojo alerta de nuestro autor, y más precisamente por el ojo izquierdo, puesto que el otro parece haber sido cerrado por una comprensible pasión jorgiana, de claro origen benjaminiano. Sólo así se explica que Pedro Jorge, siempre tan sutil y penetrante, reconozca como únicas fuerzas motoras del gran tirano el odio y el ansia de poder, y no quiera ver, o no logre ver en plenitud, sus otros dos grandes impulsos vitales, que yo me veo en el caso de puntualizar. Uno de ellos fue la pasión amorosa, que se expresó con relación a varias mujeres, como el mismo Pedro Jorge nos lo recuerda, aunque de mala gana. Estos episodios pasionales fueron tan terribles que agitaron la vida íntima del gran tirano hasta el nivel del escándalo –esposa misteriosamente muerta y pronto matrimonio con la sobrina de la difunta– y que complicaron aun la vida pública, hasta el punto de provocar una guerra con Colombia y el extremo final del propio asesinato del tirano, a manos de un marido burlado y de unos jóvenes revolucionarios. El otro impulso garciano fue, sin duda, su pasión por la moralidad pública. Cortó viejas corruptelas administrativas, persiguió a ladrones de fondos públicos, canceló a diplomáticos que renegociaban la deuda externa buscando su propio beneficio y hasta provocó la ira de la jerarquía eclesiástica, por su afán de moralizar al clero y enderezar a confesores pícaros y frailes borrachos. Visto todo lo cual no resulta raro que el fantasma de don Gabriel, el tirano incorruptible, haya aterrorizado por las noches a Abdalá Bucaram en los corredores del palacio de Carondelet. En fin, amigos, podríamos seguir hablando largamente de los hechos y personajes que se agitan en este libro, pero preferimos cerrar aquí esta página, para que los lectores entren cargados de curiosidad a este grato y bello libro de Pedro Jorge Vera, en procura de regodearse con sus DOCE CUENTOS DE LA HISTORIA. (Presentación del libro “Doce cuentos de la historia”, en el aula “Benjamín Carrión” de la CCE. Quito, 13 de mayo de 1997.) 56 6 FIESTA EN TRIGUEROS 57 Es enero de 1997 y estoy, una vez más, en el “país de la abuela”, como Gabriel García Márquez gusta de llamar a España. Hospedado en el bosque de La Rábida, bajo el generoso alero de la Universidad Internacional de Andalucía, vuelvo a encontrarme con los rostros familiares y las manos cálidas de muchos amigos. Uno de ellos es José Juan de Paz, un historiador andaluz que conoce como nadie los lugares y monumentos históricos de la provincia de Huelva, la antigua Onuba romana, y que halla singular placer en explicar a sus amigos las historias y secretos de las sucesivas civilizaciones que se asentaron en el área, desde la de los tartesos hasta hoy. Otro es el notable geógrafo Juan Márquez Domínguez, quien ha escrito una monumental obra titulada “Los pueblos de Huelva”, que circula en fascículos con la prensa local. Completan el círculo íntimo el historiador onubense David González Cruz, el geógrafo chileno Adriano Rovira Pinto y el historiador boliviano Edgar Valda Martínez. Los amigos españoles tratan de hacernos grata la vida a los visitantes latinoamericanos. Juan Márquez nos invita cada jueves al acto de lanzamiento de un fascículo de su obra, que se efectúa en el respectivo pueblo, siguiendo un estricto orden alfabético, y termina siempre con un impresionante ágape poblado de gambas, chacinas, jamón serrano y vinos generosos de la zona. José Juan y David, por su parte, montan para nosotros correrías nocturnas por los mejores bares onubenses, siguiendo las más exigentes reglas del turismo cultural: se trata de probar el jamón del bar de Juan, los montaditos del bar de Pedro, los calamares a la riojana de acá y !no faltaba más! el choco frito de acullá, regado todo con vinos viejos y mostos jóvenes, que traen al paladar de las gentes la antigua magia de las bodegas andaluzas. Una noche de ésas, Juan Márquez nos informa que el domingo siguiente se celebra en el pueblo de Trigueros una de las más gratas fiestas de la región: la de San Isidro Labrador. Y allá acudimos el domingo siguiente Adriano, Edgar y yo, para encontrarnos con la más impresionante fiesta religiosa que hayamos visto jamás. Para comenzar, hallamos que Trigueros es bastante más que un pueblo y tiene, en dimensiones latinoamericanas, el tamaño de una pequeña ciudad, tal como Guaranda o Azogues. (Es que acá, en España –nos explica Juan– la base poblacional para que un lugar pueda considerarse pueblo es de 10 mil personas, mientras que en América Latina es de sólo 2 mil). Luego nos encontramos con que el pueblo se halla invadido por una impresionante masa de visitantes afuereños, que llenan la plaza principal y las calles aledañas. De pronto, al llegar el mediodía, un cohete se eleva al cielo y 58 su estallido marca el inicio de la fiesta. Suenan trompetas, se abren las puertas de la iglesia y la imagen de San Isidro, cubierta de una capa púrpura y adornos de plata, sale en hombros de un grupo de jóvenes “costaleros”, mientras la multitud aclama al santo. Tras ese inicio ritual, la multitud se agita y pide con aplausos que se dé paso a la parte central de la fiesta, que consiste en el lanzamiento de regalos valiosos desde los pisos altos de las casas del poblado. Previamente un buen número de jóvenes se ha colocado delante de ciertas casas, conocidas por la generosidad de sus propietarios. Algunos llevan una suerte de costales amarrados a largas pértigas, con los que esperan atrapar más fácilmente los regalos lanzados desde los balcones y terrazas. Otros se han instalado encima de unas tarimas portátiles, con el mismo fin. Abajo de ellos, una multitud abigarrada confía en pescar alguna cosa, sin más ayuda que la de sus manos. Tras unos momentos de espera, se inicia finalmente el acto central de la fiesta, cuando varias personas se asoman a los balcones y empiezan a lanzar hacia la multitud los esperados regalos: chorizos, salchichones, salchichas, piezas de bacalao seco, barras de chocolate y abundantes moldes de pan. La multitud ruge de alegría. Los jóvenes de las pértigas cazan gran parte de los regalos, pero la abundancia es tal que todos pescan algo, sin más que saltar un poco y estirar los brazos. Incluso nosotros, poco duchos en el asunto, obtenemos varios panes y un par de salchichones. A lo que no alcanzamos, ciertamente, es al lanzamiento de los famosos jamones de Jabugo, piernas de cerdo curadas en el frío de la sierra y bajo un secreto sistema de secamiento. Terminado el acto en la plaza, la multitud se alinea en la procesión festiva, que avanza por las calles encabezada por la imagen del santo, quien va golpeando puertas con su bastón de plata y convocando generosidades. En muchas casas vuelve a repetirse el ritual ya descrito: los jóvenes que piden, los dueños de casa que regalan y la multitud que goza alegremente de esa increíble fiesta de generosidad humana. Solo que en cada casa agregan regalos particulares a los ya tradicionales; de este modo vuelan por los aires zapatos, juguetes, ropas y variados objetos de uso doméstico. Pero el lanzamiento no lo es todo. En las calles principales hay instaladas grandes pipas de vino, desde las cuales unas manos generosas distribuyen vasos de mosto a los transeúntes. Pero también hay muchas casas que convidan al público a pasar adentro y probar sus platos y bocados y a degustar su vino joven, porque sus propietarios poseen viña propia y gustan de regalar el mosto en este día mágico, quizá para agradecer a la naturaleza, quizá para comprometerla a seguir siendo dadivosa con todos. 59 Para entonces, los tres amigos sudamericanos estamos ya integrados a un grupo mayor, en el que figuran varios españoles, un par de amigas argentinas y hasta un antropólogo canadiense enamorado de la cultura iberoamericana: el profesor George Lovell. Mientras avanzamos por la calle, desde una de esas casas abiertas me llama un hombre corpulento, que tiene un mechón blanco en su cabello negro. Lo reconozco de inmediato: se trata de Antonio Reyes, el funcionario que me ha atendido tantas veces en el Archivo General de Indias, en Sevilla. “Quien te llama no te engaña” dicen en mi tierra bolivarense y Antonio hace honor a las reglas de la hospitalidad española, brindándonos todo lo mejor que hay en la casa de sus suegros. Además, resulta que es amigo de mi amigo Juan Márquez, lo que determina que ambos, luego de que vaciamos botellas y bandejas, encabecen una propia y particular procesión hacia otras casas amigas, en todas las cuales nos atienden a más no poder. Al anochecer, cansados de tanto caminar y ahítos de beber y degustar delicias, volvemos hacia Huelva y enfilamos finalmente hacia nuestro albergue en el monasterio de La Rábida. A esta hora el cuerpo nos pesa más que nunca, pero el alma la tenemos ligera, porque este día de enero, en un hermoso pueblo de la España profunda, nos han enseñado que el verdadero sentido de la felicidad pasa por la alegría compartida y, sobre todo, por la hospitalidad generosa para con todos los seres humanos. 60 7 EL BUCARAMATO Y LA PUGNA INTEROLIGARQUICA 61 Hay discursos que revelan la realidad y otros que la ocultan o enmascaran. Pero el discurso político de Abdalá Bucaram cumplía paralelamente ambas funciones: por una parte, denunciaba a las masas la brutalidad de la explotación oligárquica y estigmatizaba como “oligarcas” a todos sus enemigos políticos, pero por otra ocultaba, tras una cascada de retórica agresiva, el carácter oligárquico de su propio proyecto político. La eficacia de ese discurso está a la vista. Derrocado por un formidable movimiento popular liderado por la pequeña burguesía urbana, denunciado hasta la saciedad por la corrupción generalizada que imperó en su gobierno y perseguido activamente por la justicia, Bucaram sigue manteniendo el respaldo de un importante sector de masas urbanas y rurales marginalizadas de la vida moderna. Es un respaldo ciertamente vergonzante, como antes lo fuera el que le otorgaba la clase media urbana, que despreciaba el estilo lumpesco de Abdalá y sus seguidores, pero que detestaba más la voracidad de los elegantes candidatos de la oligarquía. Y por lo tanto se expresa como ausentismo o voto nulo en la consulta popular, o como protestas locales contra la desatención del Estado, pero ese respaldo existe, tiene fuerza en muchas provincias y revela que el discurso antioligárquico de Bucaram sembró una inquietud social que no está agotada, precisamente porque persisten las condiciones de miseria y angustia colectiva que la hicieron germinar. De otra parte, los desaforados apetitos de poder de la vieja oligarquía ecuatoriana, que, sin el contrapeso político del populismo o de la fraccionada centroizquierda, se ha lanzado al control absoluto del poder político, demuestran por contraste el peligroso monopolio de poder que se ha generado en el Ecuador tras la caída de Bucaram. Así, frente al sostenido funcionamiento de la aplanadora electoral socialcristiana, los mismos actores progresistas de las jornadas de febrero de 1997 se encuentran sorprendidos por el triste desenlace de su acción. Y entonces vuelve a plantearse el dilema del papel histórico del populismo en general y del populismo bucaramista en particular, en el actual escenario de la política ecuatoriana, puesto que para unos analistas es un simple proyecto caudillista y demagógico, que amenaza a la estabilidad democrática, y para otros constituye una fuerza representativa de las angustias y anhelos del pueblo, además de ser, ya en el plano práctico, la única fuerza política capaz de contrapesar a la derecha socialcristiana en la región más poblada del país, que es la Costa. A la larga, nadie ve más allá de estas realidades y todas las fuerzas de opinión parecen hallarse atrapadas en las redes del inmediatismo, en busca de una salida política que no sea peor que 62 el bucaramismo. Con ello, parecieran negarse a ver que el ovillo populista–bucaramista tenía dos puntas, una de las cuales eran las masas urbano marginales de todo el país, siendo la otra una nueva estructura de poder económico, consolidada en los últimos años y que halló en el populismo bucaramista un vehículo para incursionar en el terreno político. Obviamente, tal situación plantea a las ciencias sociales un esfuerzo de análisis que vaya más allá de la coyuntura y de las formas exteriores de la política, y que intente una aproximación al conocimiento de las nuevas estructuras socio–económicas constituidas en el país durante las últimas décadas. ¿Fue el gobierno de Bucaram un ensayo antioligárquico o, por el contrario, significó la expresión política de una nueva oligarquía que ha emergido en el horizonte nacional y disputa con la vieja oligarquía el control del Estado? Hay variados elementos que nos llevan a creer que el bucaramismo de Abdalá (heredero del bucaramismo de don Asaad), fue en verdad la expresión política de una oligarquía emergente, constituida por un relativamente pequeño grupo de familias de origen sirio–libanés, radicadas principalmente en la Costa y que habían acumulado importantes fortunas en la segunda mitad del siglo XX. Desde luego, una afirmación como ésta nos lleva a nuevos interrogantes: ¿cómo fue posible que haya surgido una nueva oligarquía precisamente en el puerto de Guayaquil, coto privado de la vieja oligarquía agroexportadora? Y ¿en qué espacios económicos pudo realizarse la notable acumulación de capital de esa nueva “burguesía turca”? La pregunta es compleja, porque responderla a cabalidad implica desarrollar un extenso análisis histórico, sociológico y antropológico acerca de la llegada de la inmigración sirio–libanesa a comienzos de siglo, de los tiempos y formas de su radicación en el país, de sus métodos de supervivencia y ayuda mutua, de la conformación de una “mentalidad defensiva” en el grupo social derivado de esa inmigración y, finalmente, de sus actividades económicas y mecanismos de acumulación de capital. Tal abanico de cuestiones y temas de estudio escapa a los límites de este breve ensayo, pero no podemos dejar de anotar algunos datos de interés sobre tan importante fenómeno histórico–social. En primer lugar, cabe destacar el hecho de que los inmigrantes “turcos” (llamados así porque ellos viajaban con pasaporte turco, en razón de que sus países de origen se hallaban bajo el dominio de Turquía) se dedicaron en general a tareas económicas descuidadas por los ecuatorianos, tales como la importación de telas de todo tipo, la 63 venta al detal, el comercio ambulante y el crédito al por menor. Luego, aplicando a rajatabla la regla de oro del inmigrante (esfuerzo, frugalidad y ahorro), crearon una pequeña pero muy útil base económica, que les permitió establecer un sistema de ayuda mutua y auxilio a nuevos paisanos que llegaran al país, sistema institucionalizado más tarde bajo la sombra institucional de la “Sociedad Unión Libanesa”. En segundo lugar, debe mencionarse como parte de sus prácticas sociales una hábil combinación de endogamia (matrimonio dentro del mismo círculo socio–cultural) y alianzas matrimoniales con familias nativas del país y preferentemente de cierta influencia social y capacidad económica. Obviamente, estas prácticas sociales respondían a las condiciones concretas de vida y/o a las dificultades de inserción social que debía enfrentar el grupo inmigrante, rechazado y marginado por unos, recelado por otros y aceptado llanamente por otros más. En todo caso, un elemento favorable a la inserción social de estos inmigrantes era su identidad religiosa con el pueblo receptor, dada la circunstancia de que casi todos ellos eran católicos maronitas. El período de acumulación originaria de capital de los inmigrantes libaneses duró entre cuatro y cinco décadas y se extendió desde inicios hasta mediados del siglo XX. Luego, en una segunda etapa, las familias más acomodadas (como los Isaías y los Dassum) incursionaron en la banca y la industria, mientras el grueso de la colonia continuaba preferentemente en el comercio y unos pocos combinaban ésta actividad con la agricultura. El centro de radicación geográfica siguió siendo preferentemente el puerto de Guayaquil, aunque muchas familias se establecieron en otras ciudades de la costa o en el interior andino, llegando a levantar con su trabajo respetables fortunas. Sobre ese panorama general de actividades de la colonia libanesa, caracterizado por el esfuerzo, la creatividad y la iniciativa empresarial, unas cuantas familias de este origen incursionarían, desde mediados de siglo, en una de las actividades más rentables de la economía Un caso particular ha sido el de la familia Eljuri, radicada en Cuenca, que a partir de sus negocios de comercio llegó a levantar un verdadero imperio económico regional, que incluye empresas comerciales, industriales, financieras y medios de comunicación; paralelamente, el Grupo Eljuri amplió sus actividades a otras ciudades del país (Quito, Riobamba, etc), convirtiéndose en un nuevo factor de poder económico y político nacional. Es opinión generalizada que el Grupo Eljuri fue uno de los gestores ocultos del gobierno de Sixto Durán Ballén, durante el cual ganó el concurso de privatización de “Ecuatoriana de Aviación”, en sociedad con un consorcio aéreo brasileño. 64 porteña: el contrabando. Una lectura atenta de la información existente revela que los “turcos” llegaron al mundo del contrabando orillados, en buena medida, por la prepotencia de los grandes comerciantes locales, que monopolizaban las representaciones comerciales y se negaban a otorgarles crédito en condiciones razonables. Lo cierto es que, una vez instalados en ese mundo marginal, utilizaron sus ventajas comparativas (la experiencia comercial, la solidaridad de grupo, el conocimiento de la economía subterránea) para llegar a convertirse en una verdadera mafia, que llegó a superar en audacia, en poder económico y en influencia social a sus similares de origen criollo. A partir de los años setentas, con la apertura del barrio de comercio informal bautizado como “La Bahía”, el poder económico de esta mafia contrabandista –integrada ya por “turcos” y “criollos”– se acrecentó al punto de transformarse en una amenaza para el gran comercio formal de Guayaquil, que empezó a clamar contra esa creciente e imbatible competencia. Mientras eso ocurría en los arrabales del puerto, las familias más afortunadas de la colonia progresaban en sus negocios bancarios, comerciales e industriales, alcanzando con su preeminencia económica una creciente respetabilidad social, que se expresó notoriamente en las alianzas matrimoniales establecidas por familias de origen libanés, como los Dassum y los Isaías, con familias de la más alta prosapia oligárquica, como los Arosemena. Un fenómeno similar al de la economía ocurrió en el campo de la política, donde algunos hijos de inmigrantes libaneses incursionaron con éxito en diversos partidos. Pedro Antonio Saad ingresó al Partido Comunista, donde prontamente se convirtió por su talento en uno de los líderes más respetados, terminando por ser designado Secretario General de la organización; entre los cuarentas y los sesentas, Saad llegaría varias veces al Congreso Nacional, en calidad de diputado o senador y representando siempre a los trabajadores del país. Assad Bucaram Elmalhim ingresó por su parte a un emergente partido populista y con ribetes fascistas, la Concentración de Fuerzas Populares (CFP), que estaba liderado por Carlos Guevara Moreno –”el capitán del pueblo”– y cuya base social originaria la constituían las masas urbano–marginales de Guayaquil. A comienzos de los años sesentas, cuando entró en crisis el liderazgo de Guevara Moreno, a consecuencia de un fracaso electoral, Bucaram asumió la jefatura de CFP e impuso su férreo control sobre la organización, a la que convirtió en una ascendente fuerza política. En todo caso, los guevaristas marginados de la CFP fundaron un nuevo partido populista, la Acción Popular Revolucionaria Ecuatoriana (APRE), bajo el liderazgo de otro “turco”: José Hanna Musse. En fin, para que el espectro político estuviera 65 completo, no faltó un “turco” que se integrara a las filas del Partido Conservador y fue el doctor Alberto Daccach Zaldías, tras cuyas huellas iría, ya en los noventas, otro “turco” de igual nombre, Alberto Dahik Garzozi, que llegaría a ser director del partido y luego Vicepresidente de la República, antes de ser defenestrado por sus antiguos socios socialcristianos y huir del país perseguido por la justicia. Pero la vigorosa emergencia económica de esa naciente “oligarquía turca” y su creciente contacto con la vieja oligarquía criolla no bastaron para que aquella pudiera alcanzar el poder político por vía de las urnas. Sucesivos ensayos electorales de varios candidatos de origen libanés, apoyados discreta pero efectivamente por sus “paisanos”, fueron al fracaso, especialmente porque el estilo populista de todos ellos (los Bucaram y los Hanna Musse, entre los mayores) no tenía eco en los sectores populares de la Sierra. Sería solamente a comienzos de los años setentas cuando un candidato de este origen, Assad Bucaram, irrumpiera con fuerza en todos los sectores populares del país y se proyectara como una real alternativa de poder frente a los mediocres candidatos de la oligarquía. La dictadura de Velasco Ibarra, a través de su ministro de Gobierno, Jaime Nebot Velasco, desató entonces una virulenta campaña contra Bucaram, líder del CFP, a quien acusó oficialmente de no haber nacido en el país y de utilizar una identidad personal distinta a la suya original, pues se decía que su verdadero nombre era Fortunato Kure Buraye. Esa “campaña oficial de acoso y derribo” fue tremenda, aunque no logró disminuir el entusiasmo popular por la candidatura de don Assad, que más bien empezó a ser visto como una víctima del odio oligárquico; empero, sí logró crear en amplios sectores de la clase media una creciente duda sobre la legitimidad de la candidatura cefepista y un difuso temor sobre el “poder de los turcos” y sus intenciones políticas. Fue entonces que se produjo la toma del poder por los militares y la instauración del “Gobierno Revolucionario Nacionalista de las Fuerzas Armadas”, fenómeno que obedeció a una serie de complejas determinaciones históricas, pero en el que también influyó el temor a un probable triunfo de Bucaram en caso de que se realizaran las elecciones. Mas los varios años de gobierno militar no lograron ahuyentar al fantasma bucaramista ni disipar el miedo que los sectores dominantes tradicionales sentían ante el candidato populista y la fuerza de las masas populares que lo impulsaban. Así se explica el hecho de que, en el proceso de retorno a la democracia, se haya incluido una disposición en el sentido de que para ser candidato a la presidencia de la república se requería ser hijo de padre o madre ecuatorianos, requisito que Bucaram no cumplía. 66 Como se conoce, el CFP lanzó entonces la candidatura sustitutiva de Jaime Roldós, hombre de confianza de Bucaram, casado con una sobrina de éste, con la consigna electoral de “Roldós a la presidencia, Bucaram al poder”. Dicha consigna equivalía a intentar repetir en el Ecuador lo que poco antes había sucedido en la Argentina, mediante el acuerdo “Campora a la presidencia, Perón al poder”, es decir, que buscaba burlar la limitación legal puesta a Bucaram, mediante el arbitrio de elevar momentáneamente a la presidencia a Roldós, para que éste derogara tal limitación, renunciara luego y convocara a unas nuevas elecciones, que sin duda serían favorables al caudillo populista. También es conocido el hecho de que Roldós, una vez en el poder, no se prestó a la jugarreta, lo que le valió el odio y la cerrada oposición de Bucaram, para entonces elegido Presidente del Congreso. En la práctica, ello impidió una vez más el acceso directo de los libaneses a la cúspide del poder político, pero a cambio ellos recibieron beneficios del gobierno roldosista y tuvieron participación en algunos niveles de poder. Sin pretenderlo, sería el mismo Jaime Roldós quien señalaría la futura alternativa de poder del grupo libanés, al nombrar como intendente de policía del Guayas a su cuñado Abdalá Bucaram Ortiz, quien inició su carrera política con gestos de funcionario incorruptible e implacable moralizador de las costumbres ciudadanas. Tiempo después, tras la muerte de su tío–enemigo Assad y de su cuñado, el presidente Jaime Roldós, Abdalá acrecentaría su imagen y se convertiría en el “nuevo Bucaram” de la política populista, espacio en el que su organización, el Partido Roldosista Ecuatoriano (PRE), sustituiría con ventaja al alicaído CFP. El último tramo de esta carrera del grupo libanés hacia el poder tendría como protagonista precisamente a Abdalá Bucaram Ortiz, nieto de inmigrantes. En 1988, éste quedó como finalista en las elecciones presidenciales, ganadas finalmente por el socialdemócrata Rodrigo Borja. En las siguientes elecciones presidenciales, celebradas en 1992, Bucaram quedó en tercer lugar. Y en 1996 pasó a la segunda vuelta electoral y finalmente triunfó, convirtiéndose así en el primer presidente de la república descendiente de inmigrantes libaneses. Su triunfo electoral es atribuible a una compleja gama de elementos socio-políticos, que confluyeron al mismo tiempo. Entre ellos están, de una parte, su notable capacidad de comunicación con las masas, así como su ilimitada verborrea demagógica, que le permitía autoproclamarse reencarnación de Jesucristo y Simón Bolívar y prometer un paraíso terrenal a sus electores; y, de otra parte, el hecho de que el candidato opositor en la segunda vuelta electoral 67 haya sido el socialcristiano Jaime Nebot Saadi, representante del poder oligárquico y heredero político del ex-presidente León Febres Cordero, seguramente el más prepotente líder de la oligarquía. Empero, estos son los elementos más visibles de la cuestión, pero no los únicos, pues también existieron otros que, en la coyuntura electoral, pesaron en la intención del voto tanto o más que la demagogia populista o la prepotencia socialcristiana. Y me refiero a ciertos elementos de la estructura social, que por si mismos deberían merecer mayor atención de las ciencias sociales ecuatorianas, tristemente empantanadas hoy en un interminable debate acerca de los temas puestos de moda por el sistema: gobernabilidad, consensos, globalización, modernización, etc. Uno de los elementos estructurales que influyeron en el triunfo de Bucaram fue la creciente miseria popular, sustentada por esa mezcla de atraso, sobreexplotación y dependencia que constituye el subdesarrollo, y agudizada por la fase de “modernización” que vive el país, la cual enmascara un brutal proceso de concentración de la riqueza, que en menos de una década ha hecho escandalosamente ricos a los ricos y clamorosamente miserables a los antiguos pobres del Ecuador. El otro de esos elementos estructurales fue la definitiva consolidación de una “oligarquía de origen libanés”, asentada firmemente en varios sectores de la economía –principalmente en finanzas, comercio e industria–, que posee o controla una importante red de medios de comunicación (canales de televisión, radios, periódicos y revistas) y que tiene una creciente influencia en amplios sectores de la sociedad ecuatoriana (para calcularla, basta pensar en el número de clientes del Filanbanco o de televidentes de Telecentro). Un tercer elemento estructural que contribuyó al triunfo bucaramista fue la crisis de liderazgo en que se halla la vieja oligarquía guayaquileña tras la muerte de Luis Noboa Naranjo, “el Rey del Banano”, y que se expresó en el respaldo político y financiero dado a Bucaram por Alvaro Noboa Pontón, heredero principal del potentado en mención y precandidato presidencial del PRE para las elecciones Sorprendido por los resultados de la primera vuelta electoral de 1996, que mostraban a Bucaram como el candidato que se enfrentaría a Nebot en la segunda vuelta, Febres Cordero proclamó públicamente que por Bucaram habían votado “los ladrones y prostitutas”. Ello reavivó en grandes sectores del electorado los recuerdos del tenebroso gobierno febrescorderista y su indiscriminada represión a toda forma de oposición, por más legal y tibia que ésta fuese. 68 de 1998. En fin, un elemento adicional fue la habilidad del bucaramismo para integrar a su estructura, como aliados estratégicos, a varios “caciques” políticos de las provincias del litoral que mantenían enfrentamientos con los “caciques” socialcristianos. De este modo, el poder los Castro Benítez (PSC) fue contrapesado en El Oro por el poder de los Minuches (PRE); el poder de los Ponce–Luques y los Andrades (PSC) fue contrapesado en Los Ríos por el poder de los Marún, los Toumas y los Llerenas (PRE); el poder de los Saúd (PSC) fue mediatizado en Esmeraldas con la actividad de sus primos López Saud (PRE), etc. Resumiendo, podemos afirmar que esta conjunción de elementos influyeron en el triunfo de Bucaram, pero también pesaron a la hora de su derrocamiento y del reacomodo de fuerzas que siguió a éste. Sin embargo, hay que considerar que mientras los elementos circunstanciales de la política pueden ser alterados por medidas también circunstanciales (como la de impedir legalmente que Bucaram sea nuevamente candidato presidencial), los elementos estructurales descritos siguen ahí, presentes y actuantes en la sociedad, y en el futuro seguirán pesando decisivamente en todos los aspectos de la vida nacional. LA ACTUAL PUGNA INTER–OLIGARQUICA Visto en la perspectiva histórica, el bucaramato no ha sido sino un episodio en al actual enfrentamiento inter–oligárquico, que únicamente terminará cuando alguna de las fuerzas en pugna alcance a imponer finalmente su hegemonía o logre integrar un nuevo bloque de poder, con fracciones oligárquicas de antiguo o nuevo cuño. Y es que en el escenario del poder oligárquico han hecho su aparición, durante las dos últimas décadas, varios nuevos grupos de poder regional, que en los últimos años se han lanzado a la búsqueda de alianzas estratégicas, con miras a constituir estructuras de poder nacional que puedan disputar el control político del Estado a la vieja oligarquía agroexportadora de Guayaquil. El más importante de ellos es probablemente el Grupo Proinco, de Quito, que está integrado por viejas familias oligárquicas (los Calistos, los Durán–Ballén) y familias de la nueva burguesía comercial y financiera de la sierra norte emparentadas o asociadas con aquellas (los Wright, los Paz). Mediante la fusión del antiguo Grupo Proinco–Calisto (finanzas, construcción) con la Casa Paz (cambios, intermediación financiera) y la empresa La Favorita (supermercados, agroindustria), este grupo consolidó en la última década un formidable 69 poder económico, a cuya cabeza aparece el Banco de la Producción (Produbanco). En la actualidad, este grupo controla la más grande y exitosa cadena de supermercados del país (Supermaxi) y prácticamente monopoliza el sector de los centros comerciales en la Sierra, con la única competencia del Grupo Czarninski (Mi Comisariato). No es de extrañar, pues, que a su alrededor se haya reconstituido la oligarquía regional quiteña, de la que ostenta un indiscutido liderazgo. Políticamente, este grupo ha estado representado por la Democracia Popular, aunque también tenía vínculos con el Partido Social Cristiano, por medio de Sixto Durán Ballén, pariente y socio de los Wright. En 1992, tras la ruptura socialcristiana, este grupo fue “el poder tras el trono” durante el gobierno de Sixto Durán, auspiciando luego la fracasada candidatura presidencial de Rodrigo Paz Delgado, en 1996. Ultimamente, el bullado pacto político entre el Partido Socialcristiano y la Democracia Cristiana –que se vende a la opinión pública como un proyecto que busca “la gobernabilidad y modernización del país”– en realidad apunta hacia una consolidación de la alianza económica ya iniciada entre el llamado “Grupo de Guayaquil” (es decir, la gran oligarquía porteña, liderada por Isidro Romero, uno de los herederos de Luis Noboa) y el Grupo Proinco. Esa alianza económica, que comenzara con la asociación entre “Mall del Sol”, el más grande centro comercial de este lado del Pacífico Sur (Romero) y “Megamaxi” (Paz-Wright), busca ampliarse hacia un reparto conjunto del mercado nacional y requiere de una paralela alianza política, que pueda garantizarle el acceso al gobierno y el uso del poder estatal para beneficiar a sus intereses de grupo frente a sus adversarios económicos y políticos. Desde luego, la expresión política de esa gran alianza inter– oligárquica está todavía en fase de cocción y ha barajado entre sus posibles fórmulas electorales un binomio integrado por Isidro Romero y Rodrigo Paz, para la presidencia y vicepresidencia de la república, respectivamente. Finalmente tal fórmula ha resultado frustrada, ante la grosería política que implica el presentar como candidatos a las más altas funciones del Estado a los dos máximos líderes de las oligarquías regionales, y también ante la necesidad que tienen sus gestores de contar con un candidato presidencial más idóneo, cuya imagen política disimule los apetitos de ese emergente bloque de poder y pueda convocar el apoyo de otros grupos económicos (como los floricultores de la Sierra, liderados por el democristiano Mauricio Dávalos), así como el respaldo social de sectores medios y populares, tanto para al candidato como para el proyecto neoliberal en su conjunto. Frente a la alianza económica Romero–Paz/Wright, cuya 70 expresión política es el pacto Nebot–Hurtado, se levantan en el actual panorama ecuatoriano otros poderes oligárquicos y alianzas empresariales rivales, que buscan disputarles tanto el control de la economía nacional como la hegemonía política del país. En lo económico, la motivación principal del momento es el control de las empresas estatales a privatizarse, y también en esto lleva ventaja la alianza Romero–Paz/Wright, gracias a la presencia de Rodrigo Paz a la cabeza del Consejo Nacional de Modernización (CONAM), ente oficial encargado de las privatizaciones, y a la asociación de la Corporación Noboa (Romero) con el grupo financiero–industrial español Unión Fenosa, para la construcción de varias centrales hidroeléctricas y la eventual compra de otras. Pero no es desdeñable la capacidad de gestión del recién constituido Grupo Czarninski–Ginatta de Guayaquil, que vinculara a la cadena de supermercados “Mi Comisariato”, dueña de algunos importantes centros comerciales en el país, con la cadena de almacenes “Ferrisariato” (ferretería y suministros industriales), de propiedad de Joyce Higgins de Ginatta y sus hijos. Su papel económico de grupo competidor a la alianza Romero–Paz/Wright se ha complementado últimamente con su papel político de grupo opositor a la alianza Nebot–Hurtado (PSC–DP), expresiones de lo cual han sido la candidatura independiente de Joyce de Ginatta para las elecciones a la Asamblea Nacional, la agresión personal que sufriera ésta de parte de asalariados del Consejo Provincial del Guayas, controlado por los socialcristianos, y más recientemente la candidatura de doña Joyce a la primera diputación nacional, en calidad de aliada de Freddy Ehlers y del movimiento Nuevo País. Completando el actual panorama oligárquico está el Grupo Noboa, de propiedad de Alvaro Noboa y algunas de sus hermanas, que controla varios sectores de la economía y sigue liderando el negocio bananero, con la activa competencia del Grupo Wong (“Reybanpac”), un grupo burgués emergente que nuclea a hombres de negocios descendientes de inmigrantes chinos y cuyo notable empuje empresarial ha democratizado internamente el negocio bananero y ha roto el antes indiscutido monopolio de “Bananera Noboa”. En lo político, Noboa fue uno de los grandes financistas de la campaña de Abdalá Bucaram a la presidencia de la república y uno de los principales beneficiarios de aquel gobierno, en el que fungió como Presidente de la Junta Monetaria. Como se recordará, Bucaram intervino abiertamente en el conflicto sucesorio causado alrededor de la herencia de Luis Noboa Naranjo, “el rey del banano”, llegando a amenazar a la viuda de éste, Mercedes Santisteban, para orillarla a un arreglo que beneficiara a Alvaro Noboa. En los últimos meses, ese 71 estrecho vínculo entre Noboa y Bucaram ha vuelto a manifestarse mediante la candidatura presidencial de Noboa lanzada por el PRE, ante la imposibilidad legal de que su líder, asilado en Panamá, pueda actuar nuevamente como candidato a la presidencia de la república. Fracturada tras la muerte de su gran jefe Luis Noboa, dividida políticamente por la crisis de liderazgo del partido socialcristiano y enfrentada al reto que le plantean nuevas fuerzas de poder económico, la vieja oligarquía ecuatoriana ha entrado en una fase de remozamiento y alianza con poderes emergentes, en busca de restablecer su hegemonía sobre el país. Frente a ella, se levantan nuevas fuerzas oligárquicas, que impulsan su propio proyecto político y le disputan a dentelladas el control del Ecuador. Pero una clase social o un grupo de poder no se define solo por su carácter o su propia acción, o por sus contradicciones internas, sino también por el carácter y la acción de sus oponentes. En el caso de la oligarquía ecuatoriana –o, mejor dicho, “de las oligarquías ecuatorianas”– todo cálculo acerca de su futuro implica también una reflexión acerca de las fuerzas anti–oligárquicas, es decir, de aquellas que resisten su poder, denuncian sus abusos y se oponen a su proyecto de monopolización económica, dominación social y hegemonía política. En las últimas décadas, también esas fuerzas se han remozado. Y el fenómeno más interesante en este campo es la emergencia histórica de los movimientos sociales y particularmente del movimiento indígena, que se ha liberado de las antiguas tutelas políticas y ha optado por construir su propio liderazgo y su propia organización partidaria. La presencia del movimiento Pachakútic es, en este sentido, un significativo aporte a la democratización del país, pero también el levantamiento de una nueva y vigorosa fuerza anti–oligárquica, en razón de que los indios han sido históricamente las principales víctimas del poder oligárquico. De otra parte, en vez de los viejos “partidos consulares” de la izquierda, que otrora representaban en el país a las potencias del mundo socialista, encontramos hoy a una izquierda plenamente “nacional”, cuyas posiciones programáticas responden más a las realidades del país real que a las influencias ideológicas externas. Claro está, eso no nos pone a cubierto del diletantismo de ciertos grupos ultra–izquierdistas, que confunden las determinaciones del país real con las formulaciones de su imaginario ideológico. Sin embargo, la mayor fuerza antioligárquica del Ecuador es la pequeña burguesía o clase media, gestada a partir de la Revolución Alfarista y dueña de una importante cultura política. Esta fuerza social es el sostén básico de la denominada “centro–izquierda” (definición 72 que últimamente solo abarca a la Izquierda Democrática, tras la definitiva defección de la Democracia Popular–Unión Demócrata Cristiana hacia el campo de la derecha) y su actuación política ha sido determinante en las últimas décadas para resistir los embates políticos de la derecha, castigando en las urnas el autoritarismo de Febres Cordero, frenando los planes privatizadores de Durán Ballén, combatiendo la corrupción oficial y finalmente derrocando al bárbaro gobierno de Bucaram. Para cerrar este ensayo, debemos finalmente preguntarnos: ¿cuál será, en esta coyuntura histórica, la actitud de esas fuerzas anti–oligárquicas? ¿Terminarán, una vez más, enfrentadas entre sí y derrotadas por las fuerzas políticas de signo oligárquico? ¿O lograrán superar sus diferencias y constituir un sólido frente de defensa de los intereses nacionales y populares? El pueblo tiene la palabra y el futuro guarda la respuesta. Jorge Núñez Sánchez Quito, 30 de marzo de 1998.. 73 8 EL CACIQUISMO Y EL PODER OLIGARQUICO 74 En el Ecuador llamamos “caciques” a ciertos caudillos locales o regionales, utilizando un término arawako usado para designar antiguamente a los nobles indígenas, quizá por asociar sus funciones de control delegado con las que tenían los caciques indígenas durante la etapa colonial: controlar a los miembros de su propia etnia e inducirlos a aceptar mansamente el dominio del poder central. Los caciques y el caciquismo han desempeñado un complejo y múltiple papel en la vida político–social ecuatoriana. De una parte, han constituido un eficaz mecanismo de control sobre la población local, pues ellos han actuado como agentes locales del poder oligárquico y correas de transmisión de las ejecutorias o mandatos de éste. De otra, en busca de legitimar su propia autoridad ante las masas subordinadas, los caciques han actuado también como representantes de los intereses y aspiraciones locales ante los poderes centrales. Han funcionado, pues, como una suerte de bisagra política, moviéndose alternativamente entre la base social y las estructuras del poder, lo que ha terminado por darles un poder propio y en cierto modo autónomo, con el que la población local se siente identificada y con el que las oligarquías están obligadas a contar para cualquier exitosa acción política. A lo dicho cabe agregar que el “cacique” ha sido regularmente un gran propietario o empresario de la región, que encabezaba un poderoso clan familiar y que controlaba una amplia y compleja red de parentescos sanguíneos y civiles. De este modo, él y sus familiares controlaban por sí mismos a buena parte del electorado (parientes, compadres, ahijados, peones, clientes y allegados), e influían sobre el resto por medio de esa red de relaciones de fidelidad, que se asentaba en el parentesco, las relaciones de negocios, la vinculación laboral o cualquier otra forma de relación personal. Obviamente, el caciquismo ecuatoriano tiene una historicidad concreta, pues no fue igual en todas las épocas. Cuando se constituyeron las repúblicas hispanoamericanas, la mayoría de ellas incluyeron en sus constituciones solemnes principios de libertad, igualdad y fraternidad. Empero, establecieron sistemas electorales basados en el censo de propietarios, que tendían a marginar a las mayorías del derecho al sufragio, por causa de pobreza, dependencia laboral, analfabetismo u otras circunstancias. Más tarde, conforme fueron eliminándose esas restricciones, a la oligarquía le hizo falta crear un sistema de control político del electorado, que en buena medida fue logrado con la participación activa de la Iglesia y sus sacerdotes en las lides electorales, pero también con la directa acción política de las grandes familias terratenientes, que crearon y usaron en su beneficio una red de relaciones clientelares. 75 De este modo, en el Ecuador de la segunda mitad del siglo XIX los líderes regionales o provinciales fueron ya un elemento fundamental para el funcionamiento del sistema electoral. Por ejemplo, gracias a ellos se sostuvo en el poder durante once años (1883 a 1894) el régimen llamado “Progresista”, y la eficiencia de esta alianza fue tal que aun se dio el lujo de ganar una elección presidencial con un candidato que vivía fuera del país y retornó a él solo para posesionarse del mando (Antonio Flores Jijón). Pero entonces se trataba de grandes señores de la aristocracia terrateniente, que lideraban políticamente su región y fungían reiteradamente como legisladores de la misma, según lo demuestra una simple mirada a las listas de diputados y senadores de la época. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XIX ocurrieron dos fenómenos que minaron crecientemente ese inicial sistema de control político, ejercitado por el aparato clerical y las redes clientelares de la oligarquía. El primero de ellos fue el creciente descontrol social de la Iglesia sobre las masas populares de la región costanera, fenómeno iniciado en el cuarto final del siglo XIX y atribuible en buena medida a la acción de las montoneras liberales, cuya agitación política resultó a veces más eficaz que los sermones de los curas o las pastorales de los obispos. El segundo fenómeno, ocurrido tras la Revolución Liberal, fue la promulgación de prohibiciones legales a la participación política de los prelados y ministros de la Iglesia, que quedaron impedidos de participar como candidatos a legisladores o efectuar campañas políticas a favor de cualquier partido o candidato. A partir de la eclosión revolucionaria de 1895, emergieron en la Costa nuevos caudillos regionales de entre la clase de propietarios montubios que habían dirigido las montoneras liberales. Casi todos Buen ejemplo de esa pérdida de control político regional por parte de la Iglesia fue el triunfo del candidato liberal Felicísimo López en la Provincia de Manabí, en las elecciones legislativas de 1892, pese a las pastorales del terrible obispo Schumacher, que lo acusaba de ser hereje, masón y enviado del demonio, y que finalmente lo excomulgó. No obstante lo cual, en una demostración de que aún controlaba los mecanismos políticos nacionales, el bando clerical–conservador destituyó a López de su condición de senador electo, por no cumplir el requisito constitucional de ser católico, impuesto por la Constitución garciana de 1869, y por hallarse excomulgado por la Iglesia. 76 ellos tuvieron el rango de coronel otorgado por la tropa –eran los famosos “coroneles gritados”, llamados así porque su tropa los había proclamado como tales– e integraron el bando radical del nuevo ejército revolucionario; la mayoría ascendieron luego al grado de general, pero todos mantuvieron paralelamente el poder caciquil en su región. Sus nombres son conocidos: Pedro J. Montero y Manuel Antonio Franco, de Guayas; Manuel Serrano y Wenceslao Ugarte, de El Oro; Dionisio Andrade, Zenón Sabando y Julio Santos, de Manabí; Carlos Concha, de Esmeraldas, entre otros. De este modo, desde las primeras décadas del presente siglo, el remozado poder oligárquico costeño montó un nuevo mecanismo de control político de las masas, mediante el reclutamiento y uso de los caudillos locales y regionales surgidos de la Revolución Liberal. Antiguos líderes guerrilleros, hacendados con grado de coronel u otros líderes naturales de la población pasaron a convertirse en jefes políticos del nuevo sistema, consolidándose de este modo su liderazgo social, convertido finalmente en caudillismo político. Y gracias a la acción de caciques de este tipo, el liberalismo impuso su poder en el país y mantuvo luego su hegemonía política en la Costa hasta la primera mitad del siglo XX. Los caciques cobraron nuevo protagonismo desde 1947, cuando el ministro Carlos Guevara Moreno, en busca de sustento político para la reaccionaria dictadura de José María Velasco Ibarra, firmó con ellos el famoso “Pacto de los Caciques”, destinado a crear un sistema de control electoral de las masas campesinas en las provincias de la Costa. Figuras como Efrén Icaza Moreno, de Los Ríos, Emilio Bowen Roggiero, de Manabí, o Julio Plaza Monzón, de Esmeraldas, asomaron a la palestra nacional y se convirtieron en grandes electores y poderosos legisladores durante el período de estabilidad democrática (1948-1960), con métodos de control social que incluían tanto el clientelismo como la pura violencia. En la Sierra, donde los efectos sociales de la Revolución Liberal no tuvieron el mismo alcance ni profundidad que en la Costa, se desarrolló más bien un caudillismo político de viejo estilo, en el que siguieron teniendo un rol protagónico las grandes familias terratenientes y el poder eclesiástico aliado de ellas. De este modo se entiende que el electorado serrano haya seguido siendo fiel, durante la primera mitad del siglo XX, al partido conservador, y que sus únicas “veleidades electorales” hayan consistido en votar por las derivaciones políticas del conservadurismo: el Partido Social Cristiano, ARNE y sobre todo el movimiento velasquista. En este marco se encuadra precisamente el caudillaje desarrollado en varias provincias de la sierra por ciertas familias oligárquicas 77 fácilmente reconocibles, como los Armijos de Loja (liderados por el famoso cura Armijos y su no menos importante hermano, el coronel Armijos); los Terán Varea/Varea Terán, de Cotopaxi; los Hierros, de Carchi, etc. Dicho caudillaje respondía a dos condiciones sociales pre– existentes: de una parte, la presencia mayoritaria de un electorado campesino analfabeto, no organizado y por tanto fácilmente manipulable, y de otra parte la agilidad y audacia política de las familias hegemónicas, que, pese a su conservadurismo, giraban fácilmente hacia cualquiera de los candidatos derechistas más opcionados. Desde mediados del siglo XX, esa mezcla de ductilidad y oportunismo político permitió a estas familias apoyar, alternativamente, a candidatos conservadores, poncistas, arnistas o velasquistas, según por donde soplaran los vientos del interés oligárquico o del gusto popular. En otros casos, como en el de la citada familia Terán Varea/ Varea Terán, el oportunismo se institucionalizó al punto de que cada uno de los hermanos pertenecía a un partido político distinto, siempre dentro del espectro de la derecha; así, José Gabriel era –y todavía es– líder del Partido Conservador, en tanto que Rafael Antonio era un prominente velasquista y Benjamín, antiguo ministro velasquista, pasaba a ser dirigente de la Coalición Institucionalista Democrática (CID), partido neo–derechista que fundara el político guayaquileño Otto Arosemena Gómez a fines de los años sesentas. El éxito de esa política familiar fue sorprendente: los hermanos Terán Varea ocuparon sucesivos ministerios y otras altas funciones públicas en distintos gobiernos; un familiar suyo, el coronel Reinaldo Varea Donoso, alcanzó la Vicepresidencia de la República durante el gobierno de Carlos Julio Arosemena; su sobrino Edgar Terán Terán (nótese la práctica endogámica de la familia) actuó como Ministro de Relaciones Exteriores del presidente Febres Cordero y embajador del presidente Durán Ballén, antes de ser designado presidente de la Comisión de Negociación Limítrofe con el Perú, esto último por la misma época en que su tío Benjamín volvía a la función pública como Contralor General del Estado (1997), su tío José Gabriel buscaba ser electo miembro de la Asamblea Nacional de 1997-1998, su primo José Rubén Terán Vásconez (hijo de José Gabriel) ejercía como alcalde de Latacunga y otro primo suyo, Hernán Quevedo Terán, era nombrado Presidente del Consejo Nacional de Desarrollo en reemplazo de la Vicepresidenta de la República. Un dato adicional: durante la última ocasión en que el doctor Benjamín Terán Varea ocupó el Ministerio de Gobierno, en la Un hermano de éste, Patricio, actuó como Secretario General de la Administración durante el gobierno del ingeniero León Febres Cordero (1884–1988). 78 administración del presidente Otto Arosemena Gómez (1977–1978), tuvo como subsecretario al entonces joven político Heinz Moeller Freire, actual Presidente del Congreso Nacional. No cabe extrañar, pues, que el Contralor Terán Varea haya protegido oficialmente a Moeller de las acusaciones de corrupción política que le fueran hechas en 1997, alrededor del fenómeno de “piponazgo legislativo”. ¿Alguien duda todavía de que la oligarquía mantiene su vigorosa existencia y sigue controlando los resortes fundamentales de la política nacional? (Conferencia en la Gran Logia Equinoccial del Ecuador. diciembre de 1997.) 79 9 IDEARIO Y ACCION DE VICENTE ROCAFUERTE 80 Respecto de Vicente Rocafuerte hay una pregunta que hace tiempo ronda en la cabeza de los historiadores latinoamericanos y es la siguiente: ¿dónde adquirió Rocafuerte esa notable formación ideológica que poseyó y que lo llevaría a brillar como uno de los más destacados pensadores liberales de Nuestra América? Precisamente mi intervención de esta noche apunta a responder esa inquietud, con miras a redondear la imagen histórica de aquel gran republicano, que en su momento fuera uno de los líderes del inicial proyecto de unidad hispanoamericana. Comienzo por señalar que para Carlos Landázuri la formación intelectual y política la obtuvo Rocafuerte en el Colegio de Saint– Germain–en–Laye, cerca de París, donde fue discípulo de Jerónimo Bonaparte, hermano del emperador de Francia. Otro estudioso de Rocafuerte, el difunto Neptalí Zúñiga, consideraba por su parte que fue John Quincy Adams, el pensador y estadista norteamericano, quién sirvió a Rocafuerte como “maestro en la fe republicana”. Por nuestra parte, admitiendo que el pensamiento ilustrado fue la base de la formación ideológica de Rocafuerte, hemos buscado precisar aún más las fuentes en las que éste bebió ese ideario que luego recrearía brillantemente en el escenario americano. Nos hemos encontrado con que, además del Colegio de Saint Germain, hubo dos fuentes de fuentes de ideas en las que Rocafuerte abrevó abundante y provechosamente; ellas fueron la Orden Masónica y las Cortes Constitucionales españolas. Así, hallamos que nuestro personaje completó su formación humanista gracias al contacto con otras dos vigorosas corrientes de pensamiento progresista, que fueron el pensamiento francmasónico y el liberalismo español, emparentadas entre sí y vinculadas a su vez con el pensamiento ilustrado. Por varias razones, no resulta fácil establecer los límites existentes entre estas corrientes de ideas. En todo caso, lo cierto es que el liberalismo hispanoamericano, desde la hora previa a la emancipación, sacó a luz y puso en el tapete del debate político ciertos principios masónicos generales, tales como la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres, que fueran previamente difundidos por el liberalismo español. Más tarde, nuestros liberales convirtieron en consignas de lucha pública algunos otros principios, más específicos de la masonería hispanoamericana, entre ellos la lucha por la independencia nacional, la búsqueda de un sistema democrático–republicano de gobierno y la promoción de la unidad o confederación política de los Estados de nuestra América. Pero el escenario privilegiado para la difusión del pensamiento Neptalí Zúñiga, “Rocafuerte y la Democracia de los Estados Unidos de Norte América”. 81 liberal–masónico, tanto español como hispanoamericano, fueron las Cortes Constitucionales españolas, desarrolladas primero en Cádiz, entre 1811 y 1813, y luego en Madrid. En ellas, una amplia mayoría de diputados, de uno y otro lado del Atlántico, estaba vinculada a la francmasonería y compartía el ideario liberal. Así, en la Logia Gaditana compartieron trabajos simbólicos e ideas políticas diputados españoles y americanos, entre ellos los quiteños José Mejía Lequerica, Juan José Matheu y Herrera –conde de Puñonrostro–, Vicente Rocafuerte y José Joaquín Olmedo. Sin embargo, al interior de la masonería tradicional o regular surgió por entonces una masonería revolucionaria, organizada por ciudadanos originarios de América y cuyas logias, de carácter ultrasecreto, tenían como fin específico la preparación de la independencia hispanoamericana, por lo cual excluían de su membresía a quienes no fueran nativos del nuevo continente. La primera de ellas fue la llamada “Gran Reunión Americana”, fundada por Francisco de Miranda en Londres, en 1797, para promover la independencia de la América española. El Consejo Supremo tuvo como sede la residencia de Miranda, Frafton Street 27, Fitzroy Square, Londres, y fundó filiales en varias partes, entre ellas Cádiz, donde funcionaba la Logia Lautaro, de tan importante actuación en la campaña por la libertad del Río de la Plata, Chile y Perú. Ante Miranda juraron entregar sus vidas por los ideales de la Logia Americana: Bolívar y San Martín; Moreno y Alvear, de Buenos Aires; O’ Higgins y Carrera, de Chile; Montúfar y Rocafuerte, de Ecuador; Valle, de Guatemala; Mier, de México; Nariño, de Nueva Granada, Monteagudo, y muchos más. Todos ellos prestaron un solemne juramento masónico que decía: “Nunca reconoceré por gobierno legítimo de mi patria sino aquel que sea elegido por la libre y espontánea voluntad de los pueblos; y siendo el sistema republicano el mas adaptable al gobierno de las Américas, propenderé, por cuantos medios estén a mi alcance, a que los pueblos se decidan por él”. En dependencia de la “Gran Reunión Americana” de Londres, O’Higgins fundó en Cádiz, a fines de 1801, una segunda logia revolucionaria, denominada “Sociedad Lautaro de Caballeros Racionales”, con el objetivo de vincular a la causa de la independencia a varios americanos que residían temporalmente en ese puerto español o que ya formaban parte de la Logia Gaditana. Años después, al ser invadida España por los franceses, Cádiz se convirtió Miranda había sido introducido a la masonería por George Washington e iniciado masón en una logia de Virginia. 82 en refugio de la Junta Suprema de Regencia y en sede de las Cortes Constitucionales, lo que permitió que esta logia reclutara para la causa de la independencia americana a muchos de los diputados del Nuevo Mundo. Tras su objetivo supremo, de esta logia derivaron otras, denominadas “lautarinas”, que se establecieron en Mendoza, Buenos Aires, Santiago de Chile y Guayaquil. En verdad, todo un audaz y renovador ideario fue expuesto por el liberalismo español de las últimas décadas del siglo XVIII y fue planteado por los diputados de las Cortes Constitucionales españolas, siempre tras ser gestado en las logias masónicas. Olmedo, diputado por Guayaquil, había tratado sobre la servilidad impuesta a los indios en sus dos afamados “Discursos sobre las mitas”, mientras otros diputados liberales hablaron de “romper los grillos de la esclavitud bárbara”. Jovellanos había planteado en su “Informe sobre la Ley agraria” la necesidad de entregar tierra y apoyo financiero a los labradores, así como de crear escuelas básicas, para que éstos “sepan leer, escribir y contar” y puedan “perfeccionar las facultades de su razón y de su alma”; y tiempo después, al presentar a la Junta Central española su afamado “Plan de instrucción pública” (1809), planteó la urgencia de eliminar el latín en las escuelas y pasar a una total utilización del idioma castellano como lengua de enseñanza. Antes, Campomanes había roto lanzas por la educación femenina, alegando que “la mujer tiene el mismo uso de razón que el hombre (y) solo el descuido que padece en su enseñanza la diferencia, sin culpa de ella”. Entretanto, Cabarrús describía en sus textos el triste panorama de la educación religiosa, en la que los niños casi solo aprendían “el abatimiento, la poquedad o, si se quiere, la tétrica hipocresía monacal”. En cuanto a los títulos y privilegios de la nobleza, Jovellanos, había abogado por la abolición de los mayorazgos, de la herencia de bienes y de la transmisión hereditaria de títulos nobiliarios, por estimar que ya no eran consecuencia del mérito personal ni del trabajo propio sino solo de la “casualidad del nacimiento”. Cabarrús, especialista en asuntos fiscales, lamentó en su “Memoria al Rey” (1783) que las grandes y ricas propiedades del clero no pagasen impuestos, mientras que Campomanes, en su “Tratado de la regalía de la amortización” (1765), había llegado a propugnar la expropiación de los bienes eclesiásticos llamados “de manos muertas”. Y el conde de Aranda, en las cartas que se cruzara con su amigo Voltaire, se refirió en muy duros términos Jean Sarrailh, op. cit., p. 509. Sarrailh, op. cit., p. 517. Ibíd., p. 56. Ibíd., p. 521. 83 a la Iglesia y criticó muy especialmente a la Inquisición, a la que se propuso privar de sus métodos bárbaros de investigación y castigo, antes de procurar su total eliminación. Formados políticamente en ese ideario liberal de inspiración masónica, y bajo las distintas realidades y circunstancias que les tocó vivir, los líderes de nuestra independencia se empeñaron en llevar adelante una profunda reforma, que abarcase prácticamente todos los espacios de la vida social, desde la organización política del Estado hasta las relaciones con la Iglesia y desde los sistemas de propiedad hasta los planes y métodos educativos. De otra parte, a través del establecimiento de nuevas logias masónicas en los territorios liberados, promovieron la concientización de la elite político–militar de la independencia y difundieron esas ideas de progreso social en los sectores más avanzados de la población. Vicente Rocafuerte se inició masón en París, en 1805, en la Muy Respetable Logia “St. Alexandrie de Escocia”, a la que ya pertenecían Simón Bolívar, Carlos Montúfar, Fernando Toro Rodríguez y otros jóvenes liberales hispanoamericanos. Se sabe también que su iniciación ocurrió por la misma época en que Simón Bolívar fuera elevado en ese taller al grado de Caballero Compañero. Años más tarde, recordando esa circunstancia, Rocafuerte escribiría: “Todos los americanos que nos encontramos reunidos en ese brillante asilo de la gloria militar de Napoleón, estábamos íntimamente unidos por los lazos de la más franca amistad, y por la grandiosa perspectiva que se vislumbraba ya de la independencia de la América española.” El Libertador fue iniciado francmasón en Francia, en 1805 y en esa misma logia, segun consta en la fotocopia del acta manuscrita, cuyo origina fue adquirido por el R:.H:. Ramon Diaz Sanchez, y presentado al supremo Consejo 33o de Venezuela, en 1956, en el que consta la firma de Bolivar, autenticada por Dona Dolores Bonet de Sotilo, paleografa venezolana, Miembro de la Academia Nacional de Historia de Venezuela. En el Cuadro de HH:. de la Resp:. Log:. St. Alexandrie, correspondiente al año masonico 1804-1805, cuyo original reposa en la seccion masónica de la Bibliotheque Nationale de Paris, consta el nombre de Bolivar apareciendo, por razones explicables a la epoca como ‘Oficial Espanol”. Vicente Rocafuerte, “A la Nación”, en Biblioteca Ecuatoriana Mínima, tomo “Escritores políticos”, Ed. Cajica, Puebla (México), 1960, p. 147. 84 Gracias a su condición masónica, Rocafuerte tuvo desde entonces trato directo y fraterno con muchos liberales españoles y sobre todo con muchos miembros de la Logia “Gran Reunión Americana”: Andrés Bello, Antonio Nariño, Bernardo O’Higgins, fray Servando Teresa de Mier y otros líderes de la independencia hispanoamericana.10 Esos contactos francmasónicos de Rocafuerte se ampliarían a partir de 1814, durante su estancia en España como diputado a las Cortes Constitucionales, según lo confirma su propio testimonio: “Por mis ideas liberales y mi entusiasmo por la independencia, me ligué de amistad con los diputados de México, Ramos Arispe, Terán, Castillo, Larrazábal, Lavalle, etc, que tenían fama de ser grandes independientes. En aquella feliz época todos los americanos nos tratábamos con la mayor fraternidad; todos éramos amigos, paisanos, y aliados en la causa común de la independencia; no existían esas diferencias de peruano, chileno, boliviano, ecuatoriano, granadino, etc, que tanto han contribuido a debilitar la fuerza de nuestras mutuas Esta Gran Logia había sido fundada por el general Miranda en 1805, para promover la independencia de la América española. “Para el primer grado de iniciación en ella era preciso jurar trabajar por la independencia de América; y para el segundo, una profesión de fe democrática. El Consejo Supremo tuvo como sede la residencia de Miranda, Frafton Street 27, Fitzroy Square, Londres, y fundó filiales en varias partes, entre ellas Cádiz, donde funcionaba la Logia Lautaro, de tan importante actuación en la campaña por la libertad del Río de la Plata, Chile y Perú. Ante Miranda juraron entregar sus vidas por los ideales de la Logia Americana: Bolívar y San Martín; Moreno y Alvear, de Buenos Aires; O’ Higgins y Carrera, de Chile; Montúfar y Rocafuerte, de Ecuador; Valle, de Guatemala; Mier, de México; Nariño, de Nueva Granada, Monteagudo, y muchos más. Fue ahí donde quedó constituido el ubicuo estado mayor espiritual de la inminente guerra por la emancipación del Nuevo Mundo.” (Luis Alberto Sánchez, “Historia General de América”, Ercilla, Santiago, 1970, novena edición, p. 557). 10 Jorge Pacheco Quintero, “La masonería en la emancipación de América”, Ed. La Gran Colombia, Bogotá, 1943, p. 52. Años después, tras ser desterrado a Cádiz y fugar de sus carceleros, Nariño se vincularía a la masonería española a través de dos discípulos quiteños del ya difunto doctor Espejo: José Mejía, cuñado de Espejo, y el conde de Puñonrostro, ambos diputados a la Cortes constitucionales. Ibíd. 85 simpatías”.11 Rocafuerte era un ciudadano de formación intelectual antes que guerrera, preparado más para la conspiración política que para las campañas militares. Eso determinó en buena medida el rumbo futuro de su acción, luego de que Fernando VII, “El Bienamado”, se proclamase monarca absoluto y rompiese la Constitución española de 1812 apenas vuelto al trono, tras permanecer prisionero de Napoleón. Entonces, mientras los diputados peruanos iban al besamanos del rey absolutista, Rocafuerte se negó a asistir a tal acto y, por el contrario, fue a visitar a los diputados liberales presos, lo que le valió una inmediata persecución del gobierno español. Tras fugar a Francia y recorrer en obligado turismo buena parte de este país e Italia, Rocafuerte regresó finalmente a Guayaquil en junio de 1817, gracias a la ayuda reservada de la masonería francesa y del cónsul español en Burdeos, señor Montenegro, un masón adicto a Fernando VII.12 Años después relataría los pormenores de su regreso: “Obtuve mi pasaporte para regresar a Guayaquil por la vía de La Habana, Chagres y Panamá; pero a condición de que en el término de dos años no había de tomar parte activa en la guerra y causa de la independencia; pasé por estas horcas caudinas con tal de regresar al seno de mi familia.”13 Una vez en su ciudad, Rocafuerte se concentró en arreglar los negocios de su afortunada familia y, adicionalmente, en enseñar francés e iniciar en las ideas liberales a algunos jóvenes porteños, a los que familiarizó con la lectura de la “Historia de la independencia de Norteamérica” del abate Raynal, de “El contrato social” de Rousseau y de “El espíritu de las leyes” de Montesquieu, “llevando en esto el objeto de propagar las semillas de la independencia; y tuve la suerte de sacar a un discípulo muy aprovechado en el señor Antepara, quien después cooperó con su 11 Vicente Rocafuerte, op. cit., p. 153. 12 Montenegro era un masón honrado y liberal sincero, pero era ante todo un fervoroso nacionalista, al que la suerte había colocado junto a Fernando VII durante su cautiverio de Bayona. Eso explica que, pese a sus ideas, fuese adicto al monarca y mereciese su confianza. 13 86 Rocafuerte, op. cit., p. 162. valor y talento a realizar la independencia del Guayas.”14 Al fin, presionado por su madre, que deseaba alejarlo del seguro teatro de una próxima guerra, Rocafuerte emigró a La Habana, donde prontamente se integró a la logia “Soles y rayos de Bolívar”, que dirigía el doctor José Fernández Madrid y estaba destinada a promover la independencia de Cuba y Puerto Rico. Se inició así, para él, otro período de gran actividad conspirativa en favor la independencia americana, que lo llevaría nuevamente a España, en calidad de agente secreto de Bolívar y de la masonería cubana, para auscultar la inclinación del nuevo gobierno liberal español a reconocer la independencia de Venezuela (1820). Tras permanecer cinco meses en España, volvió a Cuba, donde le esperaban nuevas tareas políticas, siempre encaminadas a promover la independencia y afianzar la democracia en América. Republicano irreductible, posteriormente se trasladaría a Estados Unidos, con la misión secreta de combatir el proyecto monárquico del general Iturbide, que buscaba coronarse emperador de México. De este modo, y según sus propias palabras, nuestro héroe llegó a participar decididamente en los “planes para extender a todos los puntos del territorio (las) sociedades secretas para combatir la tiranía y la usurpación, sociedades muy conocidas por la denominación de escocesas las unas, y de yorkinas las del contrario partido.” En EE. UU. en calidad de enviado de la masonería escocesa, adelantaría una gestión destinada a impedir el reconocimiento diplomático del emperador mexicano por parte del gobierno norteamericano (también dirigido por la masonería del rito escocés). Finalmente, en 1823, nuestro hombre sería encargado por la masonería cubana de coordinar la audaz expedición militar que el joven general colombiano Manrique, jefe de la plaza de Maracaibo, intentaba emprender por su cuenta para liberar a Cuba del dominio español, mas la repentina muerte de Manrique frustró esa expedición libertaria, que hubiese dado a Cuba una temprana independencia y quizá la hubiera puesto a cubierto de las desenfrenadas ambiciones imperialistas del “Destino Manifiesto”. Pero el espíritu liberal–masónico de Rocafuerte no sólo se revelaría en su acción política sino que, de modo paralelo, se expresaría a 14 Ibíd., p. 163. 87 través de su obra intelectual, que en general se encamina hacia la ilustración de los pueblos americanos en las nuevas ideas del mundo. Pero una empresa tal no podía ejecutarse sin afectar los intereses de ciertas fuerzas retrógradas que actuaban en Nuestra América, tales como los grupos conservadores que propugnaban el establecimiento de monarquías americanas o la Iglesia, que pretendía mantener su antiguo monopolio sobre las mentes del pueblo. Así se explica la resistencia que unos y otros levantaron contra los libros de Rocafuerte y particularmente contra dos de ellos: “Ideas necesarias a todo Puelo Americano Independiente que quiera ser libre” y “Ensayo sobre la tolerancia religiosa”. Del primero, dijo su propio autor que había sido escrito con miras “uniformar el sistema gubernativo en todo el continente, para formar entre todas las nuevas naciones independientes una comunidad de principios y de intereses de paz, de orden, de economía y de prosperidad.”15 Respecto del segundo, podemos decir que se encaminaba a combatir tanto el oscurantismo religioso predominante en Hispanoamérica como cierta xenofobia antiespañola que se había gestado en nuestros países al calor de la guerra de independencia. “La libertad no existe –decía nuestro autor– sin la tolerancia, sin aquella natural inclinación a perdonar las flaquezas de nuestro prójimo, sin aquella necesaria indulgencia para vivir y tratar con individuos de opiniones diferentes y aun opuestas a las nuestras.” Esas luminosas palabras de Rocafuerte iniciaron en nuestro país la lucha contra el fanatismo y la intolerancia religiosa y fueron, por tanto, útiles al desarrollo civilizatorio. Mas, por suerte o por desgracia, no son cosa del pasado y siguen siendo necesarias hoy, en el Ecuador de fines del siglo XX, cuando la jerarquía religiosa ha reiniciado la lucha contra la existencia del Estado laico y algún cura torvo, y alguna monja fanática, siguen incitando a sus feligreses a incendiar los templos de otros cristianos que no comulgan con sus dogmas. Jorge Núñez Sánchez, Conferencia en el Centro Cultural Mexicano. Quito, 18 de marzo de 1998. 15 88 Vicente Rocafuerte, “A la Nación”, Lima , 1844. 10 LA CULTURA NACIONAL EN UN MUNDO GLOBALIZADO 89 Mi amigo Eduardo Puente ha puesto en mis manos la tarea de prologar su libro “La cultura en el Ecuador: su dimensión y desarrollo”. Ello constituye para mí un honor, pero también una responsabilidad, pues se trata de presentar y apreciar debidamente una obra llena de sustancia y rica en perspectivas de análisis. Sin duda el problema a enfrentar comienza con el mismo significado de la palabra cultura. En una perspectiva histórica, cultura es el conjunto de bienes materiales y espirituales creados por la humanidad en el curso de su existencia. Desde una visión antropológica, cultura es todo lo que el Hombre (es decir, la dualidad hombre–mujer) hace, produce y elabora en sociedad con otros Hombres. Desde una perspectiva etnológica, se denomina cultura a un pueblo o nacionalidad en particular (“cultura quichua”, “cultura shuar”), lo cual empata con cierta visión histórica, para la cual una cultura es un tesoro colectivo de la humanidad o de ciertas civilizaciones (“cultura griega”, “cultura egipcia”, “cultura occidental”). Desde una concepción sociológica, cultura es el modo de vida de la población, adquirido mediante un proceso de socialización basado en la imitación y la educación, o también un fenómeno social que representa el nivel civilizatorio alcanzado por la sociedad en un determinado momento. Desde una visión positivista, cultura es específicamente un conjunto de actividades de creación y recreación, relacionadas con las artes, las ciencias y la filosofía. Según un uso más lato, cultura es la formación de la mente y la personalidad, mediante la adquisición de conocimientos. En fin, según el uso vulgar, cultura es un comportamiento personal relacionado con los buenos modales. Obviamente, tan rico panorama de significaciones, entre contrapuestas y complementarias, nos pone frente al grave dilema de analizar la cultura desde un visión particularizada o de estudiarla a la luz de una visión totalizadora, que busque abarcar las más amplias y globalizadoras concepciones del fenómeno cultural. Ante tal dilema, Eduardo Puente ha optado por lo último y se ha lanzado a estudiar la cultura ecuatoriana desde la más amplia concepción histórico–antropológica, pero centrando su labor en el análisis de la realidad, único horizonte donde las teorías y conceptos adquieren certeza y prueban su validez científica. No pretendo hacer aquí un resumen de su libro, pero sí referirme a algunos aspectos del mismo que considero necesario analizar críticamente, desde luego entendiendo la crítica como lo recomendaba Martí, esto es, como un ejercicio del criterio. El primero de esos aspectos es el que tiene que ver con el proceso de globalización y sus efectos sobre las culturas locales. Nuestro autor enfoca el tema directamente y sin subterfugios, mostrando las 90 ambiciones hegemónicas de los grandes centros de poder mundial y planteando que “para garantizar la globalización surge la necesidad de homogenizar comportamientos, actitudes, modos de ser y de actuar; se pretende entonces que ... la cosmovisión de quienes detentan el poder sea la única posible, para lo cual se precisa destruir, desconocer y borrar las diferencias culturales”. A partir de ello, analiza las políticas y métodos de aplicación utilizados por los poderes imperiales, en su esfuerzo por imponer la globalización económica y tecnológica a todos los pueblos del planeta, lo que trae como inevitable consecuencia una acelerada destrucción de las “identidades locales”. Frente a este amenazante panorama descrito, el autor coincide con Eduardo Galeano en percibir que está insurgiendo una “negación dialéctica” de la globalización, que estaría constituida por la cultura popular, devenida cultura de la resistencia. Desde luego, ello le lleva a apoyarse en otros autores –como José Sánchez Parga– para intentar un necesario deslinde entre la “cultura popular” –entendida como suma de valores propios y de utopías movilizadoras– y la “cultura del pueblo”, suerte de mezcla vil en la que se confunden los valores propios de la cultura popular y los valores impuestos al pueblo por la cultura dominante. En general, el esfuerzo de Eduardo es encomiable y apunta a “poner una pica en Flandes”, es decir, a tratar frontalmente un problema que ya está entre nosotros y que será cada vez más omniprescente, pero que el común de los intelectuales prefiere ver como una amenaza lejana en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, no es menos cierto que se enfoca es un fenómeno complejo y trascendental, cuyo análisis sostenido requeriría probablemente de un libro de buenas dimensiones, y que al ser tratado con brevedad, dentro de un libro de múltiples facetas, lleva a inevitables simplificaciones. Personalmente estimo que la llamada globalización tiene diversas causas y también variadas perspectivas, no todas nocivas a la cultura humana. Obviamente ella responde a un proyecto hegemónico de las fuerzas imperialistas, fortalecidas tras el derrumbe del comunismo, pero tras ella hay también una acumulación histórica del desarrollo tecnológico, que inevitablemente debía producir una acelerada aproximación entre las culturas y pueblos del planeta. Ciertamente, toda aproximación entre grupos humanos implica una interacción entre ellos e inclusive una potencial subordinación del más débil ante el más poderoso, pero ninguno de ellos es inmune al cambio y, más tarde o más temprano, terminará asimilando parte de la cultura del otro. Lo prueban el choque cultural entre Roma y Grecia, donde la vencedora en el campo de las armas resultó vencida en el campo de la cultura, o el choque entre España e Indoamérica, a resultas del cual 91 ésta benefició a aquella con su agricultura y aquella benefició a ésta con su ganadería. Tengo para mí que el actual choque de culturas no será distinto en la magnitud de los resultados. Mediante la globalización, los grandes países capitalistas buscan controlar hegemónicamente el mundo, beneficiarse de los recursos naturales (materias primas, biodiversidad, cerebros creativos) de los países periféricos, e imponer a estos sus patrones culturales (valores, modas, pautas de consumo). Pero los mismos agresores no saldrán indemnes del intento. Primero, deberán enfrentar la dura competencia de sus rivales imperialistas. Luego, se verán invadidos por una imparable migración y penetrados por la novedosa y vigorosa cultura de los migrantes, que terminará por mestizar la propia cultura del dominador. Hoy mismo pueden ya verse ejemplos de ese futuro posible, tales como las angustias de los “wasp” (blancos–anglosajones–protestantes) norteamericanos ante el crecimiento numérico y la elevación cultural de la población hispanohablante, o los sufrimientos de la derecha europea ante la creciente “africanización” de sus ciudades. ¿Y qué decir del creciente consumo de cocaína en los Estados Unidos? ¿No es una lamentable prueba de esa creciente compenetración de las dos Américas, que se manifiesta también en el campo delincuencial? Pasemos ahora al tema del deslinde entre cultura popular y cultura del pueblo, que en la breve cita de Sánchez Parga aparece totalmente maniqueo, pues sugiere que lo que el pueblo tiene de bueno es suyo propio y lo que tiene de malo ha sido inoculado por los otros. En la práctica, la realidad cultural es más compeja. Sucede que cada cultura contiene dentro de sí elementos de tradición y renovación, cuya tensión dinámica determina finalmente el progreso o estancamiento del todo. En ese marco, no toda tradición es negativa ni toda renovación es positiva. Hay fuerzas tradicionistas tan grandes que impiden cualquier esfuerzo de modernización, así como hay tradiciones tan esenciales que no pueden ser descartadas, porque ello supondría una definitiva pérdida de identidad. Cosa igual sucede con las fuerzas que impulsan la renovación. Si ellas no existieran, una cultura estaría condenada al anquilosamiento y la decrepitud, pero hay algunas tan vigorosas o desbocadas que, si no son adecuadamente controladas, pueden terminar por destruir la propia cultura que pretenden promover mediante la actualización. Así, pues, el mantenimiento y progreso de toda cultura es el resultado de la relación dinámica entre esas fuerzas internas de tradición y renovación, que se expresa en la alternabilidad histórica de períodos de cambio y transformación con otros de quietud y preservación de lo logrado. Similar fenómeno sucede en las relaciones de una cultura con 92 las demás. Unas veces prevalecen las fuerzas internas que impulsan la apertura y el contacto, en busca de enriquecerse con la asimilación de conocimientos ajenos, y otras ocasiones aquellas que propugnan la clausura y el aislamiento, en defensa de su identidad que sienten amenazada. Mas es evidente que en el mundo de hoy no hay aislamiento posible. Las comunicaciones modernas, los viajes y las migraciones han roto el sello de todas las clausuras (religiosas, dictatoriales) y aun han penetrado hondamente en el mundo de las mentalidades sociales, generando una cada vez mayor “identidad humana” de modo paralelo a todas las demás identidades particulares. Pese a todos sus vicios y distorsiones, la radio y la televisión llegan con sus ondas a prácticamente todos los rincones del planeta e intercomunican a grandes conglomerados humanos. Entre tanto, el Internet y el correo electrónico están causando una verdadera revolución informática y comunicativa, gracias a la cual, y con bajo costo, quienquiera puede acceder desde su casa a la prensa mundial o al más reciente conocimiento científico, distribuir por el mundo sus libros, ideas u obras artísticas, o enviar en segundos cartas a sus familiares y amigos lejanos. Con lo dicho, de ninguna manera pretendo ignorar los peligros que se ciernen sobre las culturas nacionales y las identidades particulares, peligros que Eduardo ha analizado en su obra. Tampoco busco irrespetar los esfuerzos que muchos pueblos hacen hoy mismo en legítima defensa de su identidad, que saben o creen amenazada. Pero sí pretendo alertar sobre cierto “síndrome fóbico” que empieza a generarse en algunos sectores de la sociedad ecuatoriana respecto de la tecnología moderna, el proceso de globalización y el mismo advenimiento del futuro. Desde luego, esa reacción es comprensible. Golpeadas por los efectos sociales de la globalización, desengañadas por la corrupción de los políticos y la inutilidad de la democracia, agredidas a diario en sus modestas vidas por una televisión amarillista, que mezcla noticias escandalosas con la oferta desenfadada de bienes inalcanzables, nuestras gentes pobres (es decir, la mayoría del país) se sienten amenazadas por el progreso, al que ven con una mezcla de miedo, inhibición y atracción–repulsión ansiosa. *** ¿Cuál es la situación actual de las culturas ecuatorianas? Hallo que nuestros pueblos –los mestizos, los indígenas, los negros– tienen hoy su propio proyecto de modernización y que nuestra cultura nacional–popular vive actualmente un período de dinámica apertura y renovación, en busca de responder a las nuevas 93 exigencias históricas. Encuentro que, con tal fin, ellos han emprendido la actualización de sus tradicionales expresiones culturales y procuran el aprovechamiento de ciertas experiencias foráneas que encuentran útiles a su propio proyecto de modernidad. Dicho de otro modo, se trata de un proceso de confrontación entre su ayer y su hoy, entre su identidad y su ansia de universalidad, que finalmente los llevará a la buscada renovación de su propia cultura. Como puntualiza adecuadamente el autor de esta obra, “los colectivos o sociedades, dentro de su propia dinámica van transformándose y al hacerlo van transformando su cultura; ésta misma se caracteriza por no ser estática sino cambiante, pues va incorporando nuevos elementos culturales, producto de su relación con el medio y su capacidad creativa...” Desde luego, se trata de un importantísimo proceso de renovación, que no siempre es entendido cabalmente por los demás, especialmente por cierta corriente antropológica que –en nombre de la defensa de las culturas étnicas o populares frente a la penetración cultural foránea– pretende inmovilizarlas en el tiempo y en el espacio y negarles el derecho a ejercer su propia renovación y modernización, única garantía de supervivencia de cualquier cultura. Hay más. Encuentro que ciertos sectores de las élites indígenas comparten esa visión de inmovilismo histórico, imbuidas como éstán de una ideología milenarista, que las lleva a proclamar que todo tiempo pasado fue mejor y a soñar en utopías imposibles, tales como la restauración del Tahuantinsuyo, pretendiendo ignorar que los pueblos de hoy no son una simple supervivencia del pasado sino un producto histórico resultante de sucesivos cambios y mutaciones, y además en permanente trance de modernidad. Por suerte, no todos los antropólogos ni todos los dirigentes indígenas piensan de esa manera y hay fuertes corrientes internas de renovación, que impulsan el progreso y desarrollo de sus pueblos. Cuestión similar ocurre en el espacio de la cultura mestiza. Despreciado igualmente por las oligarquías blancas y por el activismo indígena, el mestizaje es vivido por muchos ecuatorianos como una verguenza secreta, como un complejo de bastardía del que hay que escapar a cualquier precio. De ahí que el mestizo común se pretenda blanco y el mestizo ideologizado se proclame indio. Obviamente, sobre tan débiles bases no puede sostenerse ningún proyecto de nación ni levantarse ninguna identidad sólida. Y me atrevo a pensar que buena falta le está haciendo al Ecuador actual un movimiento reivindicativo de su mestizaje, que rescate orgullosamente la herencia de todas sus vertientes culturales: la indígena, la española, la negra y los aportes de otros grupos de inmigrantes. Un movimiento en el que el pueblo mestizo, mayoritario en el país, se reconozca como 94 tal, por encima de linderos regionales u otros deslindes sociales, y levante su propio proyecto histórico–cultural. Un movimiento que respete a otros similares, tales como el movimiento indígena, y que trate con ellos en igualdad de condiciones, sin negarles su derecho a la identidad y a la plena participación en la vida política, pero también sin negarse a sí mismo esos derechos, hasta hoy presupuestos pero nunca precisados ni definidos. * * * ¿Cuál debe ser, en este trance, el papel del Estado frente a la cultura nacional–mestiza y a las culturas étnicas? ¿Y cuáles pueden ser las metas de un esfuerzo colectivo de desarrollo cultural? Para comenzar, coincido con Eduardo Puente en la idea matriz de que un proyecto nacional de cultura no puede orientarse al aislamiento ni debe impedir la intercomunicación con las ideas del mundo. Si algo caracteriza al mundo actual es la fabulosa capacidad tecnológica alcanzada en el campo de las comunicaciones y la irrefrenable ansia de intercomunicación que se va despertando en todos los pueblos del orbe. Por lo mismo, un proyecto de este tipo tiene que empeñarse en actualizar nuestra cultura heredada a las necesidades reales del país de hoy, dando respuestas nuevas a los viejos problemas nacionales, estimulando un espíritu de progreso y universalismo en vez de propiciar tendencias aislacionistas, que buscan mantenernos sumidos en una visión eglógica del pasado, o de fortalecer tendencias racistas, que pretenden dividir a las gentes según el color de su piel. En esencia, creemos que cualquier política cultural debe guiarse por algunos principios que estimamos fundamentales y que son los siguientes: 1. La cultura tiene que ser un espacio de identidad entre unos Hombres, pero también un vehículo de intercomunicación con otros Hombres y con otros pueblos, con miras a construir un proyecto común de Humanidad, puesto que antes de nuestra nacionalidad, afiliación política o fe religiosa está nuestra condición humana, que nos identifica con todos los demás seres humanos del universo. 2. La cultura debe ser un instrumento de progreso social y económico para los pueblos. Una cultura que preserve la tradición por la tradición, y que convierta al pasado en trinchera de resistencia frente al futuro, es desde todo punto de vista anacrónica y contraria al interés superior de la colectividad. 3. La cultura debe ser un mecanismo de apoyo y sustento de la 95 democracia, entendiéndose por tal no solo la formalidad organizativa del Estado sino también los principios civilizatorios incorporados a la vida pública a lo largo de la historia y muy especialmente las vivencias de acción participativa y de libre contraste de opiniones desarrolladas por la población. Por lo mismo, es inadmisible que en nombre de cualquier cultura particular se violen las leyes o se irrespeten los derechos humanos de cualquier ciudadano. Planteadas estas premisas, quiero referirme de modo más puntual a uno de los aspectos más importantes de esta obra, cual es el de la gestión cultural. Precisamente por el carácter innovador que el asunto tiene en nuestro medio, el tratamiento teórico de la gestión cultural debe sustentarse necesariamente en la experiencia, puesto que ello alimenta a la teoría de información concreta y datos útiles, e impide que ésta se convierta en una simple entelequia, desconectada de la realidad y totalmente inaplicable en la práctica. Precisamente ahí es donde el aporte de Eduardo Puente se destaca todavía más, puesto que pocos como él han acumulado una tan rica experiencia en la gestión cultural y la han nutrido, a la vez, de conceptos, propuestas y horizontes teóricos. Primero como asesor legal y más tarde en calidad de Director Ejecutivo del Sistema Nacional de Bibliotecas (SINAB), él fue el principal artífice del establecimiento de la red nacional de bibliotecas populares en las áreas rurales y suburbanas del Ecuador. Posteriormente, como asesor del Consejo Nacional de Cultura y directivo del FONCULTURA, continuó sirviendo al país desde las áreas más sensitivas del sector cultural. Finalmente, representó al país en varios encuentros internacionales destinados al estudio de la planificación y administración cultural, en los que presentó valiosas ponencias sobre estos temas. Por todo lo expuesto, las opiniones expuestas en este libro por su autor son bastante más que un punto de vista personal, pues constituyen el resultado de muchos años de experiencia práctica y reflexión teórica sobre la cultura y la gestión cultural. Esos méritos, unidos a un minucioso análisis de la realidad y a un rico bagaje conceptual recogido en el ámbito latinoamericano, hacen de este libro de Eduardo Puente un referente obligado para todo aquel que en el futuro se empeñe en el estudio de los problemas de la cultura y en especial para quien busque resolver en la práctica los problemas de la planificación, administración y promoción cultural. Quito, 13 de abril de 1998. Día del Maestro Ecuatoriano 96 11 LA SEMANA SANTA: UNA OBRA DE TEATRO COLECTIVO 97 La Semana Santa es la representación anual del drama ritualístico de la pasión de Jesucristo, mediante el cual la cultura católica educa a las nuevas generaciones en el reconocimiento de sus símbolos y revive en sus fieles esa compleja suma de sentimientos, emociones y creencias que constituye la fe. Pero ese drama ritual se vive de distinto modo en las diferentes regiones del orbe. En el pueblo andino donde transcurrió mi infancia, –La Magdalena, en la Provincia de Bolívar– la Semana Santa era un tiempo de recogimiento espiritual, donde las gentes reflexionaban sobre la vida y la muerte, la crueldad y el amor, la fe en la resurrección y la esperanza de la vida eterna. La gran obra dramática se iniciaba el Domingo de Ramos con el acto feliz del arribo de Jesús a Jerusalem, donde las gentes agitaban palmas traídas por los yungueños desde los bosques subtropicales de Caluma, Telimbela o La Florida, y cuyas hojas habían sido primorosamente tejidas por las mujeres de mi pueblo, en forma de estandartes, cruces, campánulas o esterillas. Mientras Jesús avanzaba en su borrico hermosamente enjaezado, los chicos soplábamos a más no poder nuestros pitos, cornetas y cornetines, hechos también con las hojas de palma mediante un delicado procedimiento de envoltura que nos transmitíamos en los patios escolares. En cada uno de los días siguientes se desarrollaba un nuevo acto, en un “crescendo” de patetismo marcado por el silencio ambiental, que ni siquiera era roto por el tañido de las campanas, sustituido en esos días por el ruido seco de las matracas. El Viernes Santo, el parlamento principal corría a cargo de algún notable orador religioso, que durante tres horas estremecía al auditorio con su interpretación de los misterios dolorosos y con sus reflexiones sobre la importancia de la vida recta y la trascendencia de la muerte. Tras ello venían el acto de representación del fallecimiento de Jesús, el estremecedor descendimiento y más tarde una solemne y concurrida procesión fúnebre, en la que unas hermosas imágenes de factura colonial recorrían las calles ya anochecidas a hombros de los fieles de la Hermandad de los Santos Varones, mientras la banda del pueblo interpretaba unas dolidas marchas fúnebres. El sábado era el acto colectivo de silencio y el domingo, por fin, la vida volvía por sus fueros, en medio de la alegría de la Pascua Florida de Resurrección: vestidas con sus mejores atuendos, las gentes iban a la iglesia o se reunían en la plaza para “darse las Pascuas” mediante un abrazo, mientras los chiquillos volvíamos a llenar de ruido las casas, los zaguanes, las aceras. He vuelto a vivir el drama de mi infancia en medio del bullicio de la Semana Santa sevillana. La obra es la misma y su sentido profundo es semejante, pero son otros los actores y el escenario. Por estos 98 días, la ciudad bruja del Guadalquivir vive el drama de la pasión de Cristo con el mismo entusiasmo desbordante con que suele vivir la alegría de la Feria o la peregrinación al Rocío. Las calles están pobladas de elegantísimas mujeres vestidas de negro y de solemnes señores vestidos de “capillitas”. Las gentes se arremolinan al paso de las sucesivas procesiones, atraídas por el solemne toque de las bandas instrumentales, el misterio medieval de los trajes procesionales y la belleza de las imágenes que van a hombros de los jóvenes costaleros. De trecho en trecho, la procesión se paraliza para escuchar a un cantaor que desde un balcón piropea a la Virgen con una “saeta”, todo ello en medio de un ambiente perfumado por el olor de azahares, incienso y cirios. Pero nada como “la madrugá”, ese ritual trasnochar colectivo con que los sevillanos esperan, hablando y copeando en los bares, el paso de la Virgen de la Macarena, que al amanecer del viernes sale de su capilla de barrio para llegar hasta la catedral. Ahí, en la tensa y feliz espera de “la madrugá” se resume la religiosidad sevillana, mezcla de fe e idolatría, de cristianismo y paganismo, de vitalidad y patetismo. Pero, ¿qué decir de la quiteña procesión de “Jesús del Gran Poder”, con sus cucuruchos autoflagelantes, sus caminadores de rodillas y otros buscadores de sufrimiento? Sin duda, aquí la obra teatral se sale de libreto y se convierte en un “reality show” cargado de angustia y masoquismo. (Artículo publicado en el diario El Comercio, de Quito, el 12 de abril de 1998.) 99 12 100 ENTRE EROS Y THÁNATOS Entre Eros y Thánatos, así podría titularse esta sorprendente exposición de Wilfrido Acosta Pineda, incansable y ufano explorador de las diversas expresiones del arte. Y es que ambas divinidades parecen habitar entre las luces y sombras de estos dibujos impecables, recordándonos con su leve presencia la profundidad de esas compulsiones de vida y muerte que habitan en el fondo del alma humana y que luchan entre sí, produciéndonos siempre una cierta inquietud indefinida y a veces hasta desgarradores conflictos interiores. Aquí, en estos trazos pulcros y perfectos, el Dios del Amor busca manifestarse a través de la magia del cuerpo femenino –sin duda, la más bella expresión de la naturaleza humana– y lo hace en forma de atractivo sensual, de pulsión de vida y de recreación estética de los secretos impulsos de la libido. De ahí que la mujer sea en estos dibujos mucho más que un motivo para el arte e incluso algo más que una expresión figurativa de la sensualidad humana: es también una promesa de placer y de recreación de la vida interminable. Y como placer y deseo son inseparables e indivisibles, ambos están ahí, insinuando calladamente su presencia tras esas gasas y velos esbozados con la suavidad del grafito, o provocando y retando al espectador desde la selva oscura del pubis femenino, sacromonte del arte erótico. El erotismo es una fuerza subterránea que mueve al mundo y es también una segunda piel que nos envuelve. Mientras la piel propiamente dicha nos cubre y nos protege del ambiente, y guarda prueba de nuestros esfuerzos y transpiraciones, esta otra da testimonio de nuestras inspiraciones y emociones eróticas, encendiéndose con las caricias o enervándose con la proximidad del ser deseado. Eso es, precisamente, lo que Wilfrido Acosta ha logrado plasmar en esta colección de dibujos, donde la belleza de la factura artística, elaborada por una mano diestra, se interioriza en la hermosura del cuerpo femenino y resalta esas blancas colinas y muslos tersos de que hablara Pablo Neruda o esos amplios latifundios dorsales y quemantes recóncavos que reclamaba Vinicius de Moraes. Pero en esta obra está también Thánatos, esa temida e incomprendida pulsión de muerte que nos habita calladamente y que nos lleva a huir de las tensiones de la vida o a refugiarnos en la pasividad de los viejos recuerdos. Ahí está también ella, la sigilosa, la inevitable, expresándose en la mirada del artista como ruina del 101 pasado y decodificación de los recuerdos de su espacio natal, poblado de callejas y casas de madera vencidas por el tiempo, azotado por la fuerza posesiva de la lluvia, que él recuerda incesantemente como un elemento sombrío. Colocado entre Eros y Thánatos, habitando el espacio marcado por esos límites del placer y la angustia, Wilfrido es el oficiante de un ritual que enarbola la familiar textura de la madera, los hilos colgantes que sostienen abiertas las puertas de la imaginación y las ventanas del asombro, para envolvernos en una atmósfera sensual y electrizante, animada por aquellas figuras de mujer que se escapan de su lápiz fantástico, pero también de su agitado cerebro de soñador de espacios y creador de imágenes. Wilfrido, el artista esencial y vigoroso, el grabador asiduo, el pintor inconstante, el profesor creativo de todos los días, ha escogido esta vez como medio de expresión el humilde lápiz de grafito, ese que el niño utiliza para iniciarse como aprendiz de escribiente, ese que el letrado usa para hacer correcciones de textos o anotaciones breves, ese que el carpintero emplea para marcar las líneas de su corte. En fin, el creador ha recurrido a ese lápiz cuya huella no se borra jamás sin que medie la voluntad del hombre, porque su marca no está hecha de tintas envejecibles como el recuerdo, sino de un mineral más viejo que la historia humana. Con tan modesta ayuda, la mano de este artista excepcional ha llevado a la cartulina toda una increíble gama de texturas, que van desde la rugosidad de la piedra o la gruesa fibra de la madera hasta un sutil y tenue tejido de cortinas de gasa, desde la enredada madeja del cabello hasta la suave y casi imperceptible tersura de la piel. Y todo ello en medio de un fascinante juego de claroscuros, donde las luces y las sombras ocupan el espacio estrictamente indispensable, sin que nada sobre, sin que nada falte. Pero esta colección de dibujos no es una obra destinada solo al placer visual del espectador. A través de ella, Wilfrido, como todo gran artista, busca ejercitar su personal mayéutica, mediante el arbitrio de llevar a sus interlocutores a descubrir y sacar a luz las sensaciones y sentimientos que llevan dentro de sí, muchas veces sin siquiera estar enterados de ello. Por eso, la verdadera interlocución entre el artista y el observador siempre se establece luego de que la mirada curiosa de este último se ha posado en la obra de arte, la ha recorrido, la ha escudriñado, la ha evaluado y apreciado interiormente. 102 De ahí que el reto de cada exposición, y en especial de ésta, es entablar una directa comunicación entre el arte y el espectador que lo mira, para provocar seguidamente otra entre el espectador y el impulso artístico que lo habita. Así, pues, debo poner fin a estas palabras, para facilitar ese inefable encuentro entre la obra del artista y el espíritu de los observadores. Ahora, amigos, les toca a ustedes mirar y degustar esta obra, y sobre todo criticarla, tarea que –según decía José Martí– es indispensable para el hombre pensante, puesto que criticar consiste en ejercitar el propio criterio. Jorge Núñez. Quito, jueves 19 de octubre de 1998. 103 13 TRAS EL TRATADO 104 DE PAZ Entrevista con Alejandro Ribadeneira, reportero del Diario HOY. Quito, a 28 de octubre de 1998. 1. Después de la firma de paz con el Perú, ¿es necesario reescribir nuestra historia? ¿Por qué? Los hechos históricos son una realidad que nada ni nadie puede cambiar desde el presente. En cuanto a la historia que cuentan los libros, es decir, la historiografía, no veo por qué debamos cambiarla si ella se apega a la verdad. Hallo, sí, que la historia de ambos países ha sido escrita al calor de una disputa entre naciones, lo cual la ha vuelto inevitablemente parcial y la ha limitado a destacar de preferencia los aspectos negativos de la relación entre Ecuador y Perú. Ahora debemos superar esas limitaciones y destacar también los aspectos positivos que tuvo esa relación. Por ejemplo, tropas peruanas lucharon en Pichincha por nuestra independencia y numerosas tropas nuestras lucharon por la independencia del Perú. 2. ¿Somos un país amazónico? ¿Lo fuimos alguna vez? Lo somos, lo fuimos y lo seremos, así lo nieguen ciertos historiadores peruanos y lo duden ciertos ecuatorianos despistados. Una prueba de ello es que el padre de la diplomacia brasileña, el barón de Río Branco, firmó en 1904 con nuestro canciller, doctor Carlos R. Tobar, un tratado de límites entre Brasil y Ecuador, puesto que eran países colindantes en el Amazonas. Otra, los mapas y relaciones geográficas elaborados por misioneros quiteños de la colonia y la república. Una más, la documentación histórica existente, que demuestra que los fundadores de Jaén fueron quiteños y los de Iquitos fueron ambateños. Otra cosa es que luego hayamos abandonado la colonización del Oriente o sido despojados de esos territorios. Hay que precisar que hoy seguimos siendo amazónicos. Estamos presentes en la hoya amazónica y formamos parte del Tratado de Cooperación Amazónica. 3. Todo lo que está en los libros escolares, según León Febres Cordero, es mentira, luego de la firma de la paz. ¿Cuál es su opinión? ¿Es así? ¿Nos han mentido los historiadores? ¿O la historia está mal contada? Prefiero no opinar sobre opiniones ajenas. En cuanto a su tercera pregunta, debo aclararle que los historiadores no hacemos la historia 105 sino que nos limitamos a estudiarla y exponerla en textos. Y no veo que ningún historiador ecuatoriano haya falseado la verdad histórica. Es verdad que hubo un protocolo Mosquera-Pedemonte y su validez fue reconocida por el Ministro de RR. EE. del Perú, Alberto Elmore, en 1890, aunque los historiadores peruanos se hayan empeñado en negar su existencia. Y también es verdad que en 1941 fuimos invadidos militarmente por el Perú y que en 1942 se nos impuso el Protocolo de Río de Janeiro. ¡Pero el Perú dice que los invasores fuimos nosotros...! De otra parte, no creo que la historia esté mal contada. Creo que ha sido parcialmente enfocada e insuficientemente estudiada. Hasta hoy ha sido una “historia para la resistencia” y en adelante debe ser una “historia para la integración”. 4. ¿Son los historiados los culpables del odio hacia los peruanos o hay otros responsables? Sería necio e injusto satanizar a los historiadores como los culpables de nuestra mala relación con el Perú. Pero quizá no lo sería tanto acusar de ello al amarillismo de cierta prensa, que por décadas ha magnificado cada incidente fronterizo. En cuanto a los responsables de fondo, habría que pensar, por ejemplo, en el mariscal Eloy Ureta, que desde sus épocas de coronel planificó durante largo tiempo, en la Escuela de Guerra del Perú, la agresión de 1941 contra el Ecuador. El odio de nuestro pueblo al invasor fue motivado por el invasor mismo y no creo que debamos avergonzarnos de ese sentimiento. Ahora, claro está, hay que deponer odios y revanchismos y marchar con hidalguía hacia el porvenir. 5. ¿Qué hacemos ahora con Atahualpa, Orellana y los demás símbolos de la ecuatorianidad? Seguir relievándolos y estudiarlos todavía más y mejor. ¿O cree alguien que a cambio del tristísimo “kilómetro cuadrado de Tiwintza” debemos olvidarnos de nuestra historia o empezar a escribirla al gusto de otros? 6. ¿Que opina usted de Julio Tobar Donoso? Fue uno de los grandes líderes conservadores que tradicionalmente han manejado la política exterior ecuatoriana y han negociado tratados de límites: Pablo Herrera, Carlos R. Tobar, Honorato Vásquez, Edgar Terán Terán, etc. 106 Algunos de ellos tuvieron un destino trágico. Herrera murió enloquecido por haber cedido territorios al Perú y Tobar Donoso debió soportar tremendas acusaciones e injurias. Pero los tiempos han cambiado y no sería raro que Edgar Terán terminase sus días como Gerente de la Texaco para Asuntos Ecológicos o como empresario minero en la Cordillera del Cóndor… 107 14 DESPEDIDA A PEDRO JORGE VERA 108 Estamos reunidos aquí para cumplir con la voluntad final de Pedro Jorge, cual fue la de que parte de sus cenizas fuera depositada en el Pichincha, este monte tutelar a cuyas faldas escogió vivir la mitad final de su vida, junto con nuestra querida Eugenia y sus hijos, nuestros queridos amigos David, Ana Ruth, Juan y Silvia. Triste, pero sin duda bella esta tarea que nos legara Pedro Jorge, quien tuvo algo de padre, hermano y amigo para todos quienes frecuentamos su trato y gozamos de su alegre y generosa amistad, de su inteligente conversación, de su apasionado ejemplo de amor por el Ecuador y lo ecuatoriano. Precisamente esa pasión de país que bullía en su interior lo llevó a repartir su vida, su creación, sus amistades y finalmente sus cenizas entre las dos regiones históricas de nuestro país, la Sierra y la Costa. Se dolió como hombre de las angustias del montubio, del indio, del cholo y del blanco pobre del Ecuador, a los que recreó vitalmente en su literatura. Se indignó como ciudadano ante los desafueros de las oligarquías de ambas regiones, a las que denunció sin tregua en sus columnas periodísticas y sobre todo en las inolvidables revistas de combate político que fundó: La Calle, “porque es en la calle donde habla todo el mundo”, y Mañana, “porque hoy se construye el futuro”, según rezaban sus respectivos epígrafes. Pero, en el corazón de Pedro Jorge, esa pasión de país no sólo se expresaba en dolor y rabia frente a las injusticias, sino también en amor por el Ecuador y lo ecuatoriano, vistos como parte de América Latina y lo latinoamericano. De ahí que, por encima de los deslindes regionales impuestos por la geografía y de los regionalismos impuestos por las oligarquías locales, él formulara varios retos. Así, cuando le preguntaban por qué había escogido vivir en la capital, siendo nativo del puerto, contestaba sonriente que “lo elegante era nacer en Guayaquil y vivir en Quito”. Y cuando le preguntaban qué era lo que más le disgustaba de Quito, afirmaba que la falta de mar, agregando que, si alguna vez le fuera dado un poder inconmensurable, capaz de cambiar el mundo, él, además de arreglar los problemas sociales, traería el mar hasta Quito... Seguidor de Martí, estaba convencido de que “la Patria es la Humanidad”. Latinoamericano esencial, se afilió a todas las causas por la defensa de la soberanía y la dignidad de nuestra América, y vivió sus exilios en algunos países latinoamericanos. Pero, ecuatoriano hasta el tuétano, siempre que le fue dado optar por un lugar de residencia, optó por el Ecuador y durante las cinco últimas décadas de su vida –es decir, durante la mayor parte de su vida– optó por vivir en Quito, ciudad a la que amaba profundamente y en la que veía el corazón del Ecuador histórico, el de Espejo y Mejía, el de los próceres de la 109 libertad, el de tantas gentes de cultura. No es de extrañar, pues, que en su hora final haya decidido que parte de sus cenizas reposara en el Pichincha. Quizá quiso, de esta manera, estar cerca de su ciudad amada, viendo desde lo alto de la montaña la agitación de las gentes del pueblo, el devenir del país y la propia huella de su paso por la vida. Te dejamos aquí, querido Pedro Jorge, amado padre, generoso hermano, entrañable amigo, para que nos puedas ver a tu antojo y para que te veamos cada vez que alcemos la vista hacia este soberbio Pichincha, símbolo mayor de nuestra historia. Descansa en paz, luego de casi un siglo de lucha por tu pueblo. Jorge Núñez (Palabras en el acto de lanzamiento de las cenizas de Pedro Jorge Vera en el Pichincha). 110 15 NUESTRA CULTURA POLÍTICA 111 Los pueblos latinoamericanos tienen, en su generalidad, una cultura profundamente autoritaria, heredada de 300 años de autoritarismo colonial y absolutismo monárquico, de una dilatada historia de caudillismo y de una sucesión intermitente de gobiernos dictatoriales. Así, el caudillo y el dictador no son un excrecencia de la cultura política latinoamericana sino, probablemente, los más auténticos productos de ella. Otro elemento que afianza esta cultura autoritaria es nuestra identificación de la política con la figura de un hombre determinado. Por razones histórico-culturales que deberíamos estudiar en profundidad, los latinoamericanos, como pueblos, no somos dados a entelequias políticas y nos resistimos a identificar la política con unos principios ideológicos o con unos partidos que los encarnan. Para nosotros la política está simbolizada, representada, concretizada y ejercitada por un hombre en particular, o, mejor dicho, por “el hombre”, por uno en particular, que simboliza nuestros ideales, nuestras pasiones y nuestras esperanzas. Gracias a ese especial fenómeno psico-cultural, desarrollado a partir de ciertas figuras mítico-religiosas que han simbolizado a lo largo de nuestra historia la idea del “salvador” figuras tales vomo Viracocha o Jesucristo-, hemos construido un arquetipo de líder mesiánico al que, instintivamente, delegamos y confiamos la solución de nuestro futuro. Y sobre ese arquetipo, que habita en lo profundo de nuestro inconsciente colectivo, se asienta precisamente la imagen y la presencia del caudillo, símbolo en el que se corporiza todo nuestro imaginario colectivo y al que, por otra parte, transferimos parte de nuestro propio yo: nuestras ilusiones por alcanzar, nuestra ansia de ser, nuestro deseo de poder. Así, el caudillo es “el hombre” que nos representa pero también el hombre que quisiéramos ser. No es casual, pues, que nuestra historia esté llena de caudillos, de “caciques”, de dictadores y de mandones de toda laya. Ellos han llenado largamente las páginas de nuestra historia y de nuestra literatura. Pero, por las razones expuestas, los caudillos no son sólo un fenómeno del pasado, sino que nuestra cultura popular está siempre lista para recibirlos, pese a que sucesivas olas modenizadoras han ido llenándonos de hábitos democráticos, de formas ideologizadas de la política, de aparatos partidarios, cuyo éxito relativo hay que atribuirlo especialmente al peso de las clases medias cultas. Sin embargo, cada vez que la democracia patojea, nuestros pueblos están prestos a aclamar a un salvador, a un nuevo “pequeño Mesías” que los libere de la anarquía o de la miseria, que ponga orden en la casa común o que, al menos, proyecte una imagen de autoridad, que dé confianza a los espíritus y tranquilidad a las conciencias. 112 Quizá por eso mismo, los únicos gobernantes que tienen éxito en América Latina son, en general, los que se asemejan al arquetipo del caudillo: fuertes, decididos, justicieros e incluso duros y temibles. ¿Cómo explicar, de otro modo, la sucesión de dictadores mesiánicos que figuran en nuestra historia? ¿Cómo entender, sobre todo, esas tiranías tropicales de largo plazo, que se sostienen por la fuerza pero también por la tolerancia o complacencia de grandes sectores populares? Porque, para construir cualquier proyecto de futuro, no hay que olvidar que los Somoza ganaban elecciones y movilizaban masas en vida, y siguieron inspirando movilizaciones y guerrillas populares después de muertos. Y tampoco que, luego de la muerte de Trujillo y el breve interregno democrático de Juan Bosch, el trujillismo siguió reinando en República Dominicana por medio de un viejo caudillo medio ciego, Joaquín Balaguer, gracias al reiterativo respaldo electoral del pueblo. ¿Y qué decir del velasquismo ecuatoriano? ¿No ganó cinco veces las elecciones, pese a su objetiva alianza con la oligarquía y a la obvia incapacidad del caudillo para resolver los problemas económicos y sociales de nuestra nación? En esta perspectiva, tampoco es casual que los gobiernos democráticos y de mano blanda sean aquellos que soportan mayores embates de protesta e inconformidad: huelgas, paros, críticas desorbitadas e incluso atentados. Y tampoco lo es que los partidos “ideológicos”, que asientan su acción en un discurso racional, no rebasen nunca cierto estrecho horizonte electoral, en tanto que tienen rutilante éxito los partidos nucleados en torno a un líder demagógico, que apela a la emocionalidad de las masas o a sus instintivos anhelos de poder antes que a las ideas o a los programas políticos. Hay un elemento adicional que viene a respaldar, desde el campo de la ciencia, esta apreciación cultural nuestra. Es el cuestionamiento que la ciencia contemporánea ha hecho respecto de la naturaleza esencialmente racional del ser humano. Desde luego, la sola existencia de tal cuestionamiento nos parece inicialmente algo terrible. Nuestra cultura, nieta del racionalismo cartesiano y de la Revolución Francesa, y heredera de una larga tradición racionalista -que nace en el Renacimiento y llega hasta el marxismo contemporáneo- se eriza ante el solo hecho de que alguien se atreva a poner en duda uno de sus valores fundamentales, cual es la convicción de la esencial racionalidad humana. Sin embargo, por lo que sabemos y vamos conociendo cada día, es notorio que la esencia del hombre sigue siendo el mayor enigma del hombre: los actuales estudios científicos han demostrado que la idea del carácter esencialmente racional del ser humano no es más que eso: una idea, una teoría, un supuesto. 113 Esto no quiere significar que el hombre no sea un ser racional, sino que la capacidad directiva del comportamiento humano, individual y social, no radica en la razón. Así se explica que el hombre sea capaz de los más altos logros y descubrimientos científicos y que, al mismo tiempo, maneje esos nuevos conocimientos orientado por la más banal ambición económica, por el más brutal instinto de acumulación. También de igual manera se puede entender que los pueblos y naciones “civilizados” no hayan podido superar su afán de dominación, su violencia, sus prejuicios raciales. Desde la antigüedad, todos los grandes pensadores y reformadores han apelado a la “racionalidad humana” y a los “sentimientos superiores” del ser humano, y han fracasado precisamente por eso, pues, imbuidos de una generosa concepción del hombre, no entendieron, o no quisieron entender, que el hombre es “insuficientemente racional”, y que la mayor parte de sus actos individuales y colectivos son manejados desde su instintividad y afectividad, siendo a causa de ello la única especie zoológica cuyos miembros se persiguen y se matan entre sí, en nombre de creencias nada racionales y profundamente emocionales y sentimentales. Freud, con su teoría del inconsciente, demostró ya que gran parte de la conducta individual no es racional, que muchas veces actuamos sin tener plena conciencia de los motivos de nuestra acción. Por su parte, la psicología social -ciencia que últimamente se ha desarrollado de un modo formidable- nos ha enseñado que muchas acciones de conducta grupal -como los prejuicios, el conformismo, la atracción y la agresión- surgen de motivos que son fundamentalmente irracionales. La psicología política, a su vez, ha llegado a demostrar que la adhesión ideológica tampoco tiene una base plenamente racional, y que importantísimas acciones humanas, como enamorarse, hacer amigos, adherirse a un grupo social, odiar o despreciar a alguien, afiliarse a una corriente ideológica, se originan en motivaciones afectivas, emocionales y nada racionales. Cosa similar han concluido la psicología de las relaciones humanas y de la comunicación interpersonal, cuyos estudios revelan que muchas facultades del comportamiento humano tienen un origen no racional; por eso se habla de lenguaje del cuerpo, de lenguaje de los sentimientos, de comunicación subliminal. Pero es desde la neurofisiología de donde ha venido el golpe más demoledor contra la idea de la esencial racionalidad humana. El doctor Paul McLean ha concluido que los humanos poseemos dos cerebros: uno antiguo, compuesto por las estructuras reptil y paleomamífera 114 unidas en el sistema límbico, y uno nuevo, la neocorteza o neocortex. El cerebro antiguo determina el comportamiento instintivo-emocional, mientras que el cerebro nuevo es el asiento de funciones tales como la reflexión, la simbolización y el lenguaje. El problema que se plantea es que la evolución humana, en vez de transformar el viejo cerebro en el nuevo, simplemente superpuso la neocorteza sobre las antiguas estructuras, superposición que acarreó una insuficiente coordinación entre los dos cerebros y un control inadecuado del más nuevo sobre el primitivo. Somos, por esto, una especie esquizoide, de personalidad doble, en que la conducta emotiva generalmente se dispara por su lado, sin control ni previsión de la estructura racional, como ocurre, por ejemplo, cuando inhibiendo nuestras facultades críticas y reflexivas, nos damos a matar en nombre de la fe, el credo o la ideología que hemos abrazado con entusiasmo ciego. (Conferencia en la Gran Logia Equinoccial del Ecuador. 15 de septiembre de 1999.) 115 16 UN LIBRO PÓSTUMO DE ARROYO DEL RÍO 116 Se acaba de publicar la segunda edición del libro póstumo de Carlos Arroyo del Río “Por la pendiente del sacrificio”. Una vez más, la publicación ha sido hecha por el Banco Central del Ecuador, que, en plena eclosión de la crisis económica, todavía parece disponer de fondos para publicar lujosas ediciones destinadas a homenajear a los grandes personajes de la oligarquía y a satisfacer intereses familiares. Como historiador que soy, gusto mucho de los libros de memorias, que son documentos testimoniales muy interesantes, pues ayudan a entender mejor una época, una circunstancia y sobre todo una vida, revisada a contraluz de los recuerdos. Pero, aunque tiene cierto sabor autobiográfico, este libro no llena a plenitud ese carácter esencial de unas memorias, que es el de enfrentarse un hombre a su propio pasado, en una suerte de confesión definitiva, destinada al juzgamiento de la historia. Este libro es, sobre todo, el alegato de un abogado, de un brillante abogado, en defensa de sus propios actos al frente del gobierno nacional; por lo mismo, su autor hace memoria única y estrictamente de aquellos hechos y datos que apoyen su pretensión. Por otra parte, los hechos que se relatan y exponen en este libro escapan también a la materia de la que generalmente están hechas las memorias y autobiografías, que son actos u opiniones privados de las gentes, y alcanzan el ardiente escenario de la confrontación política y la polémica histórica. Y es que los temas aquí tratados, o analizados de modo preferente por su autor, son algunos de los más conflictivos de toda la historia nacional: uno es la invasión peruana de 1941 y la derrota militar del Ecuador; otro es la negociación y firma del Protocolo de Río de Janeiro, y otro más es la revolución del 28 de mayo de 1944, actos todos en los que el presidente Carlos Arroyo del Río tuvo papel protagónico. Habilísimo retórico y gran abogado, Arroyo expone con maestría en esta obra los hechos sucedidos en el país antes y durante el conflicto con el Perú, y que abonan a su defensa, en busca, como dice, de “pulverizar” los argumentos de sus acusadores. Además, al hacerlo, traza con gran agudeza y patetismo la terrible situación del Ecuador en aquella coyuntura, al punto de que, frente a sus razonamientos, ordenada y sistemáticamente expuestos, el lector concluye que no hubo, ni pudo haber, un solo responsable en el terrible desenlace militar de 1941 y el todavía más terrible desenlace diplomático de 1942. Inclusive uno se siente inclinado a admitir los argumentos de total inocencia planteados por el doctor Arroyo del Río, y que buscan mostrar que, en aquella terrible circunstancia, el no fue un victimario sino una víctima de la historia. Pero es ahí cuando la retórica arroyista toca inevitablemente con 117 su límite, pues, en su empeño de defensa, el autor pretende mostrarse a ojos del lector como un inocente ciudadano que, de un día para otro, se encontró sentado en el sillón presidencial y enfrentado a un gravísimo conflicto militar, para el que no estábamos preparados como país. Y esa no es la verdad. Es cierto, como sostiene Arroyo, que el país se hallaba desarmado, desorganizado y casi inerme frente a los planes militares del Perú, país que desde 1939 había formado la “Agrupación Norte” y había iniciado en su Academia de Guerra los planes para agredir al Ecuador. Es cierto también que carecíamos de planes de defensa, de estructura militar y de equipo para enfrentar esa agresión. Pero no es cierto, como plantea Arroyo, que esa agresión se haya dado inesperadamente. Y también es falsa su afirmación de que, como Presidente, se halló de improviso al frente de una catástrofe y no pudo hacer nada para remediarla. Por el contrario, el doctor Arroyo del Río había sido durante alrededor de tres décadas el gran factótum de la política ecuatoriana, el hombre que movía los hilos de la acción gubernamental, el gran capitán de la oligarquía porteña y finalmente el verdadero poder tras el sillón presidencial. Abogado del bufete profesional de José Luis Tamayo, fue él quien, según ciertos testimonios, “abusando de su amistad con el Presidente, se permitió tomar su nombre para pedir a la guarnición del puerto masacrara al pueblo” el 15 de noviembre de 1922. Luego de la Revolución Juliana y convertido ya en miembro de la Junta Suprema del Partido Liberal, él fue el gran líder de la oposición oligárquica a este movimiento, a sus dos Juntas de Gobierno, al gobierno de Ayora y al de Larrea Alba, y luego fue uno de los mayores agitadores políticos hasta que su partido volvió a controlar el poder. Por otra parte, como diputado (1922), Presidente de la Cámara de Diputados (1923), senador (1924, 1935 y 1939), Presidente del Congreso (1935 y 1939), Director Supremo del Partido Liberal en el poder y Encargado del Poder Ejecutivo (1939), Arroyo del Río estuvo, desde muchos años atrás, mejor ubicado que nadie para conocer la situación crítica de la defensa nacional y la creciente amenaza militar que se proyectaba desde el Perú. Para aquel entonces, las cancillerías amigas nos habían advertido del peligro. Nuestros diplomáticos en el Perú nos lo habían advertido también. Incluso nos lo advirtió un gran líder político peruano, que creía sinceramente en la unidad latinoamericana: Víctor Raúl Haya de la Torre, quien alertó a los diplomáticos latinoamericanos acreditados en Lima sobre los preparativos de una guerra contra el Ecuador. Visto lo cual esos argumentos defensivos de Arroyo del Río caen por su propio peso y dejan al descubierto el hecho de que, si bien él no fue el único 118 culpable del desastre político–militar, tampoco fue un inocente y menos aún una víctima. Por muchas razones, los hechos históricos apuntan a mostrarlo al menos como uno de los políticos responsables de ese desastre, en el que la responsabilidad mayor estuvo radicada en la elite socio–política ecuatoriana, ocupada más en atender sus apetitos económicos y sus disputas de poder que en administrar previsivamente el Estado y asegurar los intereses de la Nación. ARROYO ANTE “LA GLORIOSA” Queda por analizar lo que Arroyo del Río llama “la acción cuartelera del 28 de mayo” o “el golpe de cuartel del 28 de mayo”, porque, dice en su libro, “nunca se insistirá lo suficiente en darle (a ese acto) su verdadero nombre, para que quede bien establecido lo que fue.” Decían los griegos que los dioses, cuando pretendían perder a un hombre, comenzaban por enceguecerlo. Algo de esto ocurrió con el doctor Arroyo del Río. Empeñado soberbiamente en creer que su gobierno fue el mejor posible en las circunstancias que le tocó actuar, y convencido de que su derrocamiento se debió únicamente a una vil conspiración cuartelera, alentada por sus enemigos políticos, él no quiso ver nunca el mar de fondo de ese alzamiento militar, que había sido la mayoritaria resistencia nacional acumulada contra su gobierno, a causa de su carácter semi–dictatorial (pues gobernó largo trecho con facultades omnímodas), de su dura política represiva para con toda forma de oposición política y de los graves actos de corrupción que cometieron altos personajes de su gobierno, como aquel remate amañado de los bienes confiscados a los súbditos del Eje incluidos en la “Lista Negra”. Como se comprueba dramáticamente en este libro, para su autor aquella revolución fue un simple golpe cuartelero contra un gobierno legítimo, golpe inspirado, según sus palabras, en una “explosión de odio” y en “pasiones políticas bastardas”. Pero ¿como vieron el pueblo ecuatoriano y la prensa nacional el alzamiento armado que lo derrocó? En busca de respuesta, recurro a las crónicas y notas periodísticas publicadas por el diario El Comercio y fechadas en Guayaquil, el 29 de mayo de 1944, donde se hace referencia al asalto efectuado por los militares y el pueblo contra el cuartel de carabineros del puerto, una de las bases de sustentación del poder arroyista: “El espectáculo era impresionante. ... El pueblo, con decisión temeraria, colaboraba codo a codo con los militares. Unos con fusiles y otros a duras penas armados con palos, cruzaban la zona de peligro detrás de los militares y, en el claro oscuro de la madrugada, impresionaba el cruce de siluetas desarrapadas, la mayoría de hombres 119 en camisa y sin zapatos, que por su ignorancia de los secretos militares o su delirante espíritu, eran blanco fácil de los disparos contrarios. ... Una fila ininterrumpida de civiles, desde atrás de San José, se apretaba a las paredes cargados de parque, para alimentar las diversas armas de combate. Caía un hombre y dos de ellos se apersonaban a arrastrarlo hasta un lugar cubierto y volvían a su tarea con absoluta impavidez. ... (Tras la toma del cuartel de Carabineros) hubo exclamaciones de júbilo. En todos los rostros, la huella clara de la noche entera sin dormir y el gesto acre de la fatiga se apreciaba por sobre el esfuerzo de alegrarse y gozar la dulzura del éxito. ... Grandes masas de gente estaban en las calles y devoraban los diarios de la mañana. ... Ya que no se informaba aún la caída del cuartel, con la confirmación del hecho se producían nuevas exclamaciones de alegría por grupos aislados que continúan cruzándose en diversos sectores...” Otro despacho periodístico de la misma fuente da cuenta de la proclama lanzada por las fuerzas revolucionarias de Guayaquil, que se iniciaba diciendo: “Guayaquileños: En estos momentos se ha sublevado toda la guarnición militar de esta plaza, con el apoyo del pueblo entero, principalmente estudiantes, trabajadores, empleados e intelectuales, para dar fin a la odiosa tiranía de traidores que no podemos tolerar por más tiempo. El Gobierno de Arroyo ha sido una ola interminable de crímenes, de robos e infames errores que han llevado al país a la ruina. ... Y todavía su siniestra camarilla se alistaba para retener el poder, burlando la voluntad del pueblo mediante el terror que han desencadenado... Mantened el orden a toda costa. El ejército no tiene ansia de poder. Este será puesto en manos de civiles que garanticen la inmediata vuelta a la normalidad. ... ¡Viva la Patria Libre!. La Guarnición Militar de Guayaquil. Mayo 28 de 1944.” Con el mismo afán de hallar respuestas en la historia testimonial, recurro también a una crónica del diario El Comercio, publicada el 30 de mayo de 1944. En ella, bajo el título de “Grandes manifestaciones recorrieron anoche las calles de esta ciudad”, se reseñan los acontecimientos habidos en Quito el día anterior: primero, los recorridos intimidatorios del Cuerpo de Carabineros por los barrios de Quito; luego, diversos incidentes políticos, que incluyen la renuncia del presidente Arroyo del Río, y finalmente las masivas manifestaciones de júbilo que estallaron en la capital tras la caída del gobernante. Entre otras cosas, dice la larga y detallada crónica: “A las ocho de la noche, y ya en plenitud de conocimiento los ciudadanos de que el movimiento revolucionario de Guayaquil había triunfado y de que el doctor Arroyo del Río había renunciado la Primera 120 Magistratura del país, recorrió las principales calles de la ciudad una imponente manifestación que delirante gritaba: ¡Guayaquil! ¡Guayaquil! ¡Guayaquil! ... A los comités organizadores de la enorme manifestación que cubría varias cuadras se iban agregando los ciudadanos que se hallaban en las esquinas y el pueblo en general. Desde las ventanas se respondía a los gritos de los manifestantes y al santo y seña de la V que gozosos hacían con las manos. La imponente manifestación popular avanzó hasta La Alameda para retornar más numerosa hasta la Plaza de la Independencia... Las candentes frases pronunciadas por oradores ... lograron enfervorizar hasta el delirio a la enorme masa congregada en la Plaza... En esto se hallaban los manifestantes cuando, a las nueve y media de la noche, una multitud más enorme desembocaba hacia la Plaza de la Independencia, así mismo portando banderas y retratos del doctor Velasco Ibarra... También era abundante en esta manifestación el elemento femenino y hasta se notaba la presencia de una gran cantidad de niños... Una gran parte de los ciudadanos y especialmente mujeres que desde la tarde se hallaba refugiada en sus casas ... comenzaron a salir para engrosar las manifestaciones nocturnas que se sucedían en los diferentes barrios y que se dedicaban a recorrer por las calles del centro... Más o menos a las diez de la noche, se podía afirmar que cerca de la mitad de la población de la ciudad se había volcado en las calles para exteriorizar sus gritos de satisfacción por los sucesos... Debe anotarse el hecho de que, a pesar de que había una enorme tensión emocional en todas las manifestaciones y de que los gritos eran de acre censura para el régimen y para el Presidente que acababa de renunciar, los manifestantes no dieron muestras de incorrección...” Los testimonios históricos leídos nos relevan de más comentarios sobre los hechos tratados en este libro. Por fin, cabe precisar que todas estas palabras, todas estas disquisiciones históricas a propósito de la publicación de esta obra, no hacen sino revivir en la memoria de los ecuatorianos los hechos del pasado. Pero no van a cambiar el curso de la historia y ni siquiera el veredicto histórico sobre el gobierno del doctor Carlos Arroyo del Río. Como dijera el Libertador Simón Bolívar: “Es el pueblo el que debe juzgar los actos de sus gobernantes y escribir la historia.” Y el pueblo ecuatoriano, el que vivió bajo el régimen de Arroyo del Río y sufrió su gobierno autoritario, dio ya su veredicto histórico, en la hora oportuna. Esa hora fue el 28 de mayo de 1944, cuando se levantó una enorme masa popular (y no solo unos militares y políticos golpistas, como sugiere el doctor Arroyo), masa que, exponiendo su 121 vida, asaltó los cuarteles de carabineros, tomó las armas, incendió los cuarteles de la policía política, arrastró por las calles de Riobamba a los torturadores y buscó dar un viraje a la historia ecuatoriana. Ante esa realidad no hay retórica que valga, ni argumentación política que pueda sustentarse. De todos modos, la publicación de este libro por el Banco Central del Ecuador ha sido de interés, porque ha contribuido a rescatar la versión personal de uno de los protagonistas fundamentales de aquella hora trágica de nuestra historia y, de este modo, servirá para “despejar los velos que cubren la historia de ese período”, como se expresa en el texto de apertura del libro. Por lo demás, el tema del doctor Arroyo y de su gobierno queda apenas planteado, pues hay mucha tela por cortar. Por ejemplo, en la una orilla, todavía están por estudiarse asuntos como la expropiación y destino final de los “bienes del Eje” en el Ecuador, es decir, la suerte que corrieron los bienes oficiales alemanes, italianos y japoneses, y también los bienes privados de los súbditos de esos países, que existían en el Ecuador a comienzos de los años cuarentas. A su vez, en la otra orilla, hay que estudiar los aciertos del gobierno de Arroyo, como la creación del Instituto Nacional de Cultura, antecedente inmediato y casi olvidado de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. (Conferencia preparada para el acto de lanzamiento del libro “Por la pendiente del sacrificio”, a pedido de la Dirección de Cultura del Banco Central del Ecuador. Quito, 10 de noviembre de 1999.) 122 17 QUITO EN LOS OJOS DE LOS CRONISTAS EXTRANJEROS 123 Gracias a la excitación imaginativa que provoca el libro, cada vez que los lectores abrimos un tomo de crónicas, nos sentimos transportados al pasado. Pero cuando la crónica hace referencia al ámbito de nuestro propio entorno cultural, como por ejemplo a nuestro país o a nuestra ciudad, entonces los datos aportados por el cronista, junto con la imaginación y la memoria, se aúnan para recrear en nuestro espíritu una suerte de gran fresco de la vida social, en el que cobran vida seres y cosas ya extinguidos, cuyos actos y hasta gestos efímeros del ayer se nos vuelven en alguna medida cotidianos. La crónica es de por si un género cautivante, en tanto que constituye un testimonio fresco y directo de la relidad, en el que se plasman las observaciones, vivencias y opiniones del cronista. Pero lo es todavía más cuando ha sido escrita por un extranjero, cuyos ojos ávidos y curiosos registraron en su momento todo aquello que a los propios habitantes del lugar les parecía de lo más común y corriente y, por lo tanto, no digno de registrarse por escrito. El extranjero, por el contrario, iba a cada paso haciendo comparaciones con otras realidades conocidas por él, por más pobres que éstas fuesen; iba fijando comentarios y elaborando juicios de valor; iba destacando los aspectos de la realidad que más le impresionaban o que le parecían más exóticos. ¿A qué quiteño de comienzos del siglo XVIII se le hubiera ocurrido describir los bailes que eran usuales en la ciudad? ¿O a qué quiteño de un siglo después se le hubiera ocurrido analizar en detalle lo que se comía y bebía en Quito, y estudiar la cantidad de queso que consumía anualmente la ciudad? Probablemente a ninguno. Pero esas inquietudes sobre los bailes de Quito, y sobre sus efectos morales, agitaron los espíritus de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, y quedaron consignadas en su formidable obra “Noticias secretas de América”. Y William Bennet Stevenson, por su parte, se ocupó en describir los platos hechos con papas y queso, o con maíz y queso, que señoreaban en la culinaria quiteña y, yendo más allá, estudió el peso y valor promedio de los quesos de Quito, sacando las siguientes conclusiones: que cada queso tenía un peso promedio de entre siete y ocho libras, que cada queso tenía un valor genérico de un dólar y “que la cantidad consumida anualmente (ascendía) alrededor de seiscientas cuarenta mil libras de peso, o más de doscientas ochenta y cinco toneladas”, formidable cantidad si se piensa que era consumida por una ciudad de alrededor de 60 mil habitantes. Igual cosa sucede con la descripción del consumo de aguardiente. Lo que para un quiteño era un goce cotidiano, para un inglés curioso, como Stevenson, era objeto de análisis detallado y para un sacerdote ilustrado, como Cicala, era motivo a la vez de estudio y preocupación moral, por 124 cuanto el vicio del aguardiente se había generalizado y llegado a atrapar en sus redes a todos los estamentos sociales. Mezclado con agua, limón, azúcar y hierbas aromáticas, el aguardiente se convirtió en el popularísimo “ponche” y, al decir de Cicala, “de este manera se introdujo en las casas más conspicuas (además de los tugurios y casitas), en los tribunales más serios, en los palacios más magníficos, en las jerarquías eclesiásticas más autorizadas, en las comunidades religiosas más austeras; sin el menor reparo ni respeto a la clausura más estrecha y celosa entró el Señor Ponche en los monasterios de las religiosas más dignas de consideración y observantes. Así, la ebriedad levantó su trono en la América Meridional”. Pero, más allá de las cosas curiosas, las descripciones pintorescas o los juicios morales consignados por los cronistas, cabe adentrarnos en dos aspectos que me parecen sustanciales para el estudio de las crónicas, vistas como un género literario situado a medio camino entre la historia y la antropología. El uno es aquel que Ximena Romero ha tratado inteligentemente en su introducción al libro “Quito en los ojos de los viajeros” y que hace referencia a las relaciones entre la historia y la vida cotidiana. El otro tiene que ver con las motivaciones y limitaciones del cronista. Conocida es la crítica que las nuevas corrientes historiográficas hicieran en el siglo XX a la escuela de historia positivista y en particular a su estrecha vinculación con el sistema imperante, que la llevó a convertir la historia en una crónica del poder, poblada de héroes y hombres de Estado, de fechas simbólicas y de acciones gubernativas. Precisamente por ello, la nueva ciencia histórica se construyó desde motivaciones diferentes. Así, la historia social francesa se orientó a la historia rural, el estudio de la historia serial y los fenómenos de largo plazo, o la historia de las mentalidades. Del mismo modo, la escuela inglesa de historia social puso su preocupación en el análisis de los grandes actores y hechos sociales (trabajadores, bandidos, industria, salarios). Y la nueva escuela historiográfica norteamericana centró su atención en los fenómenos de la historia económica, en la que se reflejan menos los hechos adjetivos de los individuos y más los fenómenos sustantivos de la vida social. En esta línea de recuperación de “la otra historia”, ha tenido particular significación el rescate de la historia de la vida cotidiana, es decir, de aquellos actos comunes y corrientes que las gentes realizan en su diario existir y que se enmarcan dentro de usos y costumbres generales, constituyendo de este modo expresiones de una cultura popular. Los aspectos de la historia cotidiana son múltiples, como nos recuerda Ximena Romero: “cómo trabaja la gente; cómo se reparten las diversas ocupaciones en la familia; cómo se visten los diversos 125 estratos en los días de fiesta y en los días comunes; qué comen, cómo se divierten, cómo celebran los hechos memorables; cuáles son sus rituales, sus creencias, sus prejuicios...” Yo agregaría otro más: cómo piensan colectivamente, es decir, cuáles son sus mentalidades sociales. Precisamente para ese rescate de la historia de las gentes del común, es que las crónicas resultan invalorables fuentes de información, en especial las crónicas escritas por viajeros extranjeros, cuya capacidad de observación y asombro nos legó unos testimonios inapreciables, que hoy mismo nos permiten aproximarnos a unos actos y fenómenos generalmente no retratados en la documentación tradicional de los archivos. He dicho antes que el otro aspecto que debe llamar nuestra atención es el de las motivaciones y limitaciones que tuvo el cronista a la hora de ensayar su relato. Y es ninguna lectura debe ser ingenua, en especial la lectura del pasado, donde a cada renglón podemos hallarnos con equívocos, trampas o prejuicios, generalmente consignados de modo ingenuo por el autor, pero que pueden llevarnos a conclusiones erradas o distorsiones del juicio. De ahí que, frente a cualquier otro tipo de testimonios, debamos efectuar ese ejercicio de comprensión que los romanos llamaban “inter legere”, leer entre líneas, y que es el origen cierto de la palabra “inteligencia”. Para comenzar el análisis de las crónicas, resulta evidente que cada cronista escribió su texto motivado por el afán de dejar un testimonio directo y verídico de lo que vió o creyó ver, de lo que vivió y apreció por si mismo durante su viaje por tierras remotas o incógnitas, cargadas de novedad y exotismo. En cambio no siempre resulta tan evidente el sustrato cultural en que apoyaban su criterio, es decir, la mentalidad colectiva en la que se habían formado ellos mismos y que iba a determinar, en gran medida, sus puntos de vista sobre el mundo observado, sus apreciaciones y evaluaciones de la realidad y finalmente sus juicios de valor sobre el conjunto de lo visto y vivido. Y puesto que Ximena Romero ha centrado su labor en los cronistas que observaron a Quito durante el siglo de la Ilustración, bien vale la pena puntualizar los bemoles del pensamiento Ilustrado, para utilizarlos como referente de las opiniones consignadas por estos viajeros. La “Ilustración” fue y sigue siendo, sin duda, el más claro referente ideológico del pensamiento moderno. Irrumpiendo en un mundo intelectual cargado de prejuicios, de intolerancia y de absolutismo, ella rompió los moldes del escolasticismo, promovió el desarrollo científico y estimuló una nueva forma de ver el mundo. Gracias a ella, el mundo dejó de ser el “Valle de lágrimas” descrito en las antiguas 126 escrituras y reiterado machaconamente por la Iglesia, para pasar a ser un escenario nuevo y prometedor para la vida humana: se convirtió en la “Madre naturaleza”, integrada por los reinos animal, vegetal y mineral. A su vez, la historia dejó de estar marcada únicamente por la crónica y la hagiografía medievales –o sea las guerras de los reyes y la vida de los santos– y pasó a cargarse de atisbos antropológicos y sociológicos. Lo que es más importante: la Ilustración se encarnó en los personajes “ilustrados”, que aunaron en si una sorprendente sed de conocimiento y una gran vocación práctica, que los llevó a emprender en proyectos, empresas y experimentos de todo tipo. Pero todo haz tiene su envés. Y el envés de la Ilustración fue su tendencia eurocentrista, su inclinación a ver a Europa como el centro civilizatorio del mundo y la medida de todas las cosas. De ahí a desarrollar prejuicios contra el resto del mundo no había más que un paso y los “ilustrados” europeos lo dieron prontamente. Buffon sostuvo que el puma era un buen ejemplo de la inferioridad natural americana, puesto que carecía de la melena del león y era más cobarde que éste. Paw sostuvo que el clima americano era maligno y determinaba una inferioridad metal y física del hombre americano, que le parecía enclenque y en todo inferior al europeo. El abate Raynal escribía que América era un continente decrépito y criticaba “la excesiva altitud de las montañas del Perú”. Y el mismísimo Voltaire –aquel que había dicho que estaría gustoso de dar la vida por defender el derecho de opinión de quienes no pensaban como él– llegó a especualr sobre la supuesta inferioridad de América, continente que sus escritos mostraban como una tierra pantanosa, poblada de nativos estúpidos e indolentes, cuya inferioridad se demostraba –según el filósofo ginebrino– en que eran lampiños y fácilmente dominables por hombres de pelo en pecho como los conquistadores europeos. Los “ilustrados” americanos reaccionaron prontamente contra esa nueva “calumnia de América”, que se venía a sumar a la de los cronistas de la conquista y sus historias sobre indios rabudos, antropófagos y aliados del demonio. Nuestros “ilustrados” estaban convencidos de que se trataba del mismo espíritu colonialista de siempre, pero ahora disfrazado de teoría científica y razonamiento filosófico. La primera reacción vino de los jesuitas americanos del extrañamiento, quienes se empeñaron en el rescate y difusión del pasado histórico y cultural de su patria americana y en el análisis de los recursos naturales del nuevo continente. Así surgieron obras fundamentales para la cultura hispanoamericana, tales como la “Historia antigua de México” de Francisco Javier Clavijero; la “Historia del Reino de Quito, de Juan de Velasco; “Instituciones teológicas e historia de la Compañía de 127 Jesús en Nueva España”, de Francisco Javier Alegre; “Los tres siglos de México”, de Andrés Calvo; la “Rusticatio mexicana”, de Rafael Landívar; el “Compendio de la historia geográfica, natural y civil del Reino de Chile” y el “Ensayo sobre la historia natural de Chile”, de Juan Ignacio Molina, etc. En todas estas obras no solo se exaltaba la riqueza, variedad y fecundidad de la naturaleza americana, sino que se iba más allá: se buscaba demostrar la sustantiva autonomía del mundo americano frente a España. Eran, pues, un canto de amor a su “Patria criolla”, pero también el punto de partida para el desarrollo de un cabal pensamiento independentista, como el que formuló poco después otro de esos jesuitas expulsos, el peruano Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, en su famosa “Carta a los españoles americanos”, publicada en Londres por Francisco de Miranda con ocasión del tercer centenario de la llegada de Colón al Nuevo Mundo. Así, pues, amigos míos, es en el marco de esta contradicción entre la Ilustración europea y la Ilustración americana que debemos situar y leer estas crónicas recogidas y organizadas por Ximena Romero, porque solo de este modo podremos entender a cabalidad tanto los denuestos como las alabanzas de los cronistas a nuestra realidad de entonces, incluidos los hábitos y costumbres de nuestros tatarabuelos. Quiero referirme, por último, a esa alerta que Eduardo Kingman ha hecho sobre cierta tendencia que existe entre nosotros a componer visiones nostágicas de la historia, viendo al pasado como algo inmóvil y ajeno a los conflictos sociales, alerta que Ximena Romero revive en este libro y refuerza significativamente con sus propios argumentos. Hallo que es una preocupación plenamente justificada, puesto que en los círculos del poder local y en los grupos conservadores del Ecuador hay un marcado interés por utilizar ciertas disciplinas históricas, como la genealogía y la crónica, para la justificación de su presencia y sus acciones. Me uno a esa alerta. Quien quiera darnos una versión tranquila y bucólica de la historia, busca engañarnos, ocultando todo lo que de crisis, agitación y lucha tuvo el pasado. Mostrar una historia apacible es dar una visión egoísta de la vida y mezquina del mundo. Porque si algo es la historia, en tanto que fenómeno social, es un gran escenario de los combates entre los hombres, de las oposiciones entre los grupos, de las luchas entre las clases. Consecuentemente, si algo debe ser la historia en cuanto que ciencia es un esfuerzo de comprensión de esas luchas, contradicciones y encontrados esfuerzos humanos, en donde unos buscaban perpetuar o enriquecer el orden existente y otros pretendían destruirlo, para crear un orden nuevo. Empero, por lo mismo que el pasado estuvo cargado de 128 tradiciones (aunque también de promesas de futuro), de sistemas de dominación (pero también de acciones de resistencia), la nostalgia y evocación del ayer no son necesariamente reaccionarias. Además, no debemos olvidar que su presencia obedece a unos códigos culturales propios de nuestra cultura iberoamericana, cultura de viajeros y emigrantes, construida en buena medida sobre la nostalgia y la saudade, como lo testimonian las habaneras hispano–cubanas, los fados portugueses o los pasillos y valses latinoamericanos. Por lo demás, esa visión negativa del pasado y esa hostilidad a la tradición provienen del espíritu antifeudal de la burguesía europea del XVIII, como bien lo puntualiza Ximena en su estudio introductorio. Sobre esa negación del pasado, agrego yo, se levantaría luego la “idea del Progreso”, visto como promesa de un futuro mejor, idea que el marxismo vulgar llevaría a su más extrema formulación, llegando a sostener que todo pasado era reaccionario y todo futuro luminoso, y a afirmar que la historia era lineal y que avanzaba siempre, irreversiblemente hacia adelante. Recuerdo a este propósito una anécdota de la revolución rusa relatada por John Reed: en los primeros días de la transformación, Trotsky se encontró con que un grupo de jóvenes guardias rojos, apasionados e ignorantes, había amontonado en la calle un gran número de obras de arte y pretendía hacer con ellas una pira, seguramente para reducir a cenizas el pasado. El profeta armado se les enfrentó entonces con las armas de la palabra y logró hacerlos desistir de su intento, explicándoles que la revolución no era la negación total del pasado sino el mejor producto de éste y que una de sus tareas era la de proteger el patrimonio cultural de cada nación. Hoy está claro que ni todo pasado es reaccionario ni todo futuro es progresista. Evocar en el Ecuador de estos días a la Revolución Juliana no es apegarse neciamente al ayer, sino buscar las raíces de la dignidad nacional frente a un presente de oprobio. Por el contrario, loar a la globalización no es un ejercicio de progreso y modernidad, sino una preparación de los espíritus para que acepten mansamente el advenimiento de esa nueva Edad Media que se perfila en el horizonte, con un supra poder organizando el mundo para su exclusivo beneficio, el egoísmo individual impuesto como única razón económica, la mentira mediática impuesta como verdad universal y la banalización del gusto instaurada como una estética de masas. Frente a un futuro tal, me declaro conservador y amante de mis tradiciones: quiero seguir siendo ecuatoriano y latinoamericano, quiero seguir comiendo locro y sancocho, quiero seguir oyendo pasillos y bailando pasacalles, quiero seguir bebiendo ron y también pretendo seguir hablando regularmente en español, por más que una mezcla de perversidad 129 económica y estupidez humana hayan determinado que el símbolo monetario de nuestro país ya no sea el sucre sino el dólar. Y aquí concluyo esta presentación, porque ya han visto ustedes, amigas y amigos, lo peligrosas que pueden ser las reflexiones a que nos conduce Ximena Romero, con su bella recopilación de crónicas sobre un pasado cargado de futuro. (Presentación del libro ““Quito en los ojos de los viajeros”, de Ximena Romero, publicado por Ediciones Abya Yala. Quito, 3 de marzo de 2000.) 130 18 NUESTRA LENGUA UNIVERSAL 131 La visita que acaba de realizar a nuestro país el Director de la Real Academia Española de la Lengua, don Víctor García de la Concha, nos sirve de pretexto para hablar de nuestra lengua universal, esa que la mayoría de ecuatorianos y latinoamericanos tenemos por lengua materna, pero que también sirve de lengua franca para que otros pueblos americanos, como los indígenas, se entiendan entre elos y con los demás. El idioma castellano se extiende hoy por todo el planeta; es la segunda lengua más importante del mundo y la tercera más hablada, con 400 millones de hablantes nativos. El castellano, tal como hoy lo conocemos es fruto de un proceso de decantación de más de un milenio, a lo largo del cual las diversas lenguas de los habitantes de la Península Ibérica se fueron modificando por influencia de los invasores romanos, godos y árabes. Hacia el final del siglo XV, con la unión de los reinos de Castilla y Aragón, que extendieron su dominio sobre la mayor parte de la península, la lengua de Castilla -el castellano- se fue imponiendo sobre otros idiomas y dialectos y cruzó el Atlántico a lomos de los descubridores, conquistadores y misioneros. El origen. Como dice Menéndez Pidal “la base del idioma es el latín vulgar, propagado en España desde fines del siglo III a.C., que se impuso a las antiguas lenguas ibéricas”. Existieron dos clases de latín: el culto y el vulgar. El primero era usado por los escritores y gente preparada; el vulgar era hablado por el pueblo de Roma. Este fue el que se impuso en todas las colonias. Dicho latín presentaba diversas modalidades según la época de conquista del territorio, la procedencia de distintas regiones de la península itálica, la cercanía o lajanía de comunicación con la metrópoli, etc. De este modo, en cada territorio conquistado la lengua impuesta adquirió diversos matices de expresión. Con el devenir del tiempo, la evolución del latín vulgar, al lado de la conformación de las naciones, vino a dar lo que hoy llamamos lenguas romances, románicas o neolatinas: español, francés, italiano, provenzal, catalán, gallego-portugués, retrorrománico, rumano y sardo. En la actualidad el latín convertido en lenguas romances, sobrevive con diversas modalidades en España, Francia, Portugal, Italia, Bélgica, Suiza, Rumanía, Hispanoamérica, sur de Estados Unidos, Filipinas y en otros muchos lugares del orbe, a donde fue llevado por los conquistadores españoles, portugueses y franceses, así como por los judíos sefardíes que fueron arrojados de España y que nos trajeron su lengua, el ladino. Precisamente son herencia del ladino ciertas expresiones de uso común en las zonas campesinas de la sierra ecuatoriana: acorado por intranquilo, acedo por agrio, ansina por así, agüela por abuela, árguenas por alforjas, apiorar 132 por empeorar, bermejo por rubio, calichar por agujerear, catichir por remendar, colcha por cobija, cuesco por golpe, dentrar por entrar, emprestar por prestar, empelotarse por desnudarse, escurecer por oscurecer, mandar por enviar, enjaguar por enjuagar, pichir por orinar, pieses por pies, zarco por ojiazul, etc. Y ahora vamos a escuchar una canción castellana del siglo XIII, que fue conservada por los judíos sefarditas expulsados de España y que ha sido grabada por el cantor judío Joaquín Díaz: “Las tres hermanicas”. Otro elemento conformador del léxico en el español es el griego, puesto que en las costas mediterráneas hubo una importante colonización griega desde el siglo VII a.C.; como, por otro lado, esta lengua también influyó en el latín, voces helénicas han entrado en el español en diferentes momentos históricos. Por ejemplo, los términos filosofía, poesía, matemática, huérfano, escuela, cuerda, gobernar, golpar (origen del verbo golpear), púrpura, etc. Desde entonces, siempre que se ha necesitado producir términos nuevos en español se ha empleado el inventario de las raíces griegas para crear palabras, como, por ejemplo, telemática, de reciente creación, o helicóptero. Entre los siglos III y VI entraron los germanismos y su grueso lo hizo a través del latín por su contacto con los pueblos bárbaros muy romanizados entre los siglos III y V. Forman parte de este cuerpo léxico guerra, heraldo, robar, ganar, guiar, guisa, guarecer y burgo, que significaba ‘castillo’ y después pasó a ser sinónimo de ‘ciudad’, tan presente en los topónimos europeos como en las tierras de Castilla, lo que explica Edimburgo, Estrasburgo y Rotemburgo junto a Burgos, Burguillo, Burguete, o burgués y burguesía, términos que entraron en la lengua tardíamente. Hay además numerosos patronímicos y sus apellidos correspondientes de origen germánico: Ramiro, Ramírez, Rosendo, Gonzalo, Bermudo, Elvira, Alfonso. Y también nombres como Favila, Froilán, Fernán (Hernán), e incluso sacristán. La lengua árabe fue decisiva en la configuración de las lenguas de España, y el español es una de ellas, pues en la península se asienta durante ocho siglos la dominación de este pueblo. Durante tan larga estancia hubo muchos momentos de convivencia y entendimiento. Los cristianos comprendieron muy pronto que los conquistadores no sólo eran superiores desde el punto de vista militar, sino también en cultura y refinamiento. De su organización social y política se aceptaron la función y la denominación de atalayas, alcaldes, rondas, alguaciles, almonedas, 133 almacenes. Aprendieron a contar y medir con ceros, quilates, quintales, fanegas y arrobas; aprendieron de sus alfayates (hoy sastres), alfareros, albañiles que construían zaguanes, alcantarillas o azoteas y cultivaron albaricoques, acelgas o algarrobas que cuidaban y regaban por medio de acequias, aljibes, albuferas, norias y azadones. Y nos dejaron palabras como alfajía o alfanjía, alhelí, alucema, alimento, alfeñique, alfandoque. El español en América. Cuando Colón llegó a América en 1492, el idioma español ya se encontraba consolidado en la Península, puesto que durante los siglosXIV y XV se produjeron hechos históricos e idiomáticos que contribuyeron a que el dialecto castellano fraguara de manera más sólida y rápida que los otros dialectos románicos que se hablaban en España, como el aragonés o el leonés. Además se dio la normalización ortográfica con la aparición de la Gramática de Antonio de Nebrija, un judío sefardí. El castellano llegó al continente americano a través de los sucesivos viajes de Colón y, luego, con las oleadas de colonizadores que buscaban en América nuevas oportunidades. En su mayor parte eran andaluces, que se asentaron sobre todo en la zona caribeña y antillana en los primeros años de la conquista, habría otorgado características especiales al español americano: el llamado andalucismo de América, que se manifiesta, especialmente en el aspecto fonético. En el plano fónico, por ejemplo, pérdida de la d entre vocales (aburrío por aburrido) y al final de palabra (usté por usted, y virtú por virtud), confusión entre l y r (mardito por maldito) o aspiración de la s final de sílaba (pahtoh por pastos) o la pronunciación aspirada de la g y j, especialmente en las Antillas, América Central, Colombia, Venezuela, Panamá o Nuevo México, hasta Ecuador y la costa norte de Perú (naranha por naranja, coher por coger). Y llegados a este punto, ¿qué tal si escuchamos algo del habla que traían esos inmigrantes andaluces? Por ejemplo, esta canción del maestro Quiroga, cantada por Juanita Reina. En el Nuevo Mundo se inició otro proceso de afianzamiento de esta lengua, llamado hispanización. La América prehispánica se presentaba como un conglomerado de pueblos y lenguas diferentes que se articuló políticamente como parte del imperio español y bajo el alero de una lengua común. La diversidad idiomática americana era tal, que algunos autores estiman que este continente es el más fragmentado lingüísticamente, con alrededor de 123 familias de lenguas, muchas de las cuales poseen, a su vez, decenas o incluso cientos de lenguas y dialectos. Sin embargo, algunas de las lenguas indígenas importantes -por su 134 número de hablantes o por su aporte al español- son el náhuatl, el taíno, el maya, el quechua, el aimara, el guaraní y el mapuche, por citar algunas. En su intento por comunicarse con los indígenas, esos inmigrantes españoles recurrieron al uso de gestos y luego a intérpretes europeos o a indígenas cautivos para tal efecto, que permitiesen la intercomprensión de culturas tan disímiles entre si. Además, en varios casos, los conquistadores y misioneros fomentaron el uso de las llamadas lenguas generales, es decir, lenguas que, por su alto número de hablantes y por su aceptación como forma común de comunicación, eran utilizadas por diferentes pueblos de una región e inclusive para el comercio inter regional, como sucedió con el náhuatl, en México, o el quechua, en la zona andina. Zonas lingüísticas americanas El sistema educacional fue, quizás, uno de los factores determinantes en el establecimiento de diferencias lingüísticas en la América colonial, pues ya en 1538 la ciudad de Santo Domingo tuvo universidad, mientras que la Universidad de Córdoba (Argentina) fue creada recién en 1613. Finalmente, otra de las causas de la diferenciación dialectal se refiere a la época de colonización, ya que la ciudad más antigua, Santo Domingo, fue fundada casi en el momento de la llegada de Colón a América, mientras que Montevideo se fundó en 1722. Algunos autores coinciden en distinguir las siguientes zonas lingüísticas en Hispanoamérica: 1) México y sur de los Estados Unidos, 2) Caribe, 3) Zona andina, 4) Zona rioplatense y 5) Zona chilena. Otros han llegado a postular hasta dieciséis zonas. Para observar la particularidad de la zona lingüística rioplatense, ahora vamos a escuchar un tango argentino de Cadícamo y Visca, cantado por Adriana Varela en lunfardo, esa vieja habla de los bajos fondos bonaerenses. Las diferencias abarcan aspectos léxicos y también fonéticos. Por ejemplo, diferente realización del fonema S, que es aspirado en el área del Caribe, es pronunciado a la española en el interior de Colombia o es ciceado -pronunciado como z- en la sierra ecuatoriana, en algunos puntos de Colombia y Puerto Rico y, sobre todo, en El Salvador, Honduras, Nicaragua y costas de Venezuela. O la confusión de la Y con la LL (como ocurre en el Caribe, en la costa ecuatoriana y en el Río de la Plata). O la palatalización de la J en Chile (mujer suena mujier), letra que es más grave en el área andina y se pronuncia apenas aspirada en Colombia, la República Dominicana y el área del Caribe. 135 Y a propósito del habla del Caribe, hora vamos a escucharla en una canción de esa zona lingüística : “Son al son”, en la voz de la cantante cubana Elena Burke. La influencia de las lenguas indígenas americanas. Esta brevísima memoria del idioma castellano no estaría completa si no recordásemos el choque cultural producido con la conquista, como resultado del cual la lengua española y las lenguas indígenas iniciaron un activo intercambio de palabras, conceptos y símbolos. Así ingresaron al idioma castellano palabras procedentes del náhuatl, tales como: chocolate (chocoátl), cacahuate (cacahuátl), aguacate (aguacátl), achiote (achíotl); palabras caribes como bejuco (liana) o barbacoa (fogón o brasa); y palabras quechuas como: cacho (cuerno, chiste o pedazo de algo), canguil (maíz de reventar), capacho (bolsa de cuero o caucho), carishina (marimacho), conchabar (ganar el apoyo o la complicidad de alguien), cucayo (fiambre), chamba (ocupación, trabajo), chamiza (paja para quemar), chapar (vigilar, espiar), chuma (embriaguez), chuchaqui (resaca alcohólica), churos (caracoles, rizos), ñarra (pequeño o insignificante), ñeco (golpe de puño), pupo (ombligo), soroche (mal de altura) y muchísimas más. Por fin, debe tenerse en cuenta la influencia de las lenguas modernas, especialmente de la inglesa y la francesa, ya que muchos términos de ellas se han incorporado al castellano americano, mas no así al peninsular: noquear por ‘golpear hasta sacar del combate al contendor’, rentar por ‘alquilar’ o chequear o checar por ‘revisar’. De ahí que el idioma castellano que hoy se habla en el mundo no sea sólo de propiedad española sino que podamos reivindicarlo como propio los habitantes de Hispanoamérica, de Filipinas, de Guinea Ecuatorial, del Sahara Occidental y de gran parte de los Estados Unidos, donde inclusive ha nacido ya otra lengua, hija del español y el inglés: el spanglish, que viene a sumarse a otro hijo putativo del castellano, nacido tiempo atrás en la enorme frontera entre Hispanoamérica y el Brasil: el portuñol. Como podemos ver, amigos y amigas, nuestra lengua sigue viva y crece su influencia en el mundo. Lo que es más importante: usando nuestra lengua común, los hispanohablantes buscamos comunicarnos de muchas maneras. Por ejemplo, por medio de una rica literatura que leemos en ambos mundos, o de canciones que van y vienen entre uno y otro lado del Atlántico, como ésta hecha con letra del poeta cubano Nicolás Guillén y música del compositor español Sergio Aschero, cantada por la española Ana Belén: “Un marino americano”. (Programa “Patria adentro”, de Radio La Luna, del 31 de marzo de 2000) 136 19 EL COMPOSITOR EVARISTO GARCÍA GARCÍA 137 Este afamado músico y compositor bolivarense nació en Chimbo, el 10 de noviembre de 1903 y falleció en Quito, el 1º marzo de 2000. Estudió en el Conservatorio Nacional de Música, siendo rector el notable compositor Sixto María Durán. Luego fue maestro de capilla la capital de la Provincia de Bolívar, Guaranda, y en la cercana parroquia de Guanujo, durante toda su vida. También fue director de bandas en las parroquias de San Lorenzo, La Asunción y Guanujo, así como profesor de música, por más de 25 años, en el Colegio Nacional Pedro Carbo y en las escuelas fiscales de Guaranda. Fundó, junto con el rector Alfredo León, el Normal Rural “Angel Polibio Chávez” de San Miguel de Bolívar, siendo autor de la letra y música de su himno institucional. Igualmente fue autor del Himno de Guaranda, cuya letra pertenece a la afamada poeta doña Elisa C. Mariño de Carvajal, y del Himno del Chofer Bolivarense, con letra de Roberto Alfredo Arregui. En una noche de bohemia guarandeña, compuso junto con el poeta Luis H. Falconí el pasillo “Azules Lejanías”, grabado luego en las voces de las hermanas Mendoza Suasti, del dúo Benítez y Valencia y de los hermanos Villamar. De igual manera, escribió en Guanujo la letra del pasillo “Las tres Marías”, con motivo de haber escuchado al coronel Jorge Real la música de esa composición, aunque sin conocer al compositor de ella, Alejandro Plaza; unos cincuenta años después, en 1982, García y Plaza se pusieron de acuerdo para defender sus derechos autorales, afectados por audaces mercaderes. Evaristo García casó en Guanujo con doña María Arcelia López y ahí fundó familia e hizo su vida creativa de compositor y maestro. Tras jubilarse, en 1964, se radicó en Quito, ciudad a la amó entrañablemente y a la que dedicó sus hermosos pasacalles “Carita de Dios” y “Plaza Grande”, popularizados por el dueto de las hermanas Mendoza Suasti. Aquí compuso también el pasillo “El pollo Ortiz”, en homenaje al primer compositor nacionalista ecuatoriano, obra que fue grabada por la empresa Sonolux, con la orquesta del Conservatorio Nacional de Música y con arreglos del maestro Gerardo Guevara. El dueto de los hermanos Miño Naranjo grabó su pasillo “A ella”, que lleva letra del poeta sanmigueleño Flavio C. Mora. Por su parte, doña Carlota Jaramillo grabó dos hermosos pasillos de García, titulados “Mirándome en tus ojos” y “Que hable el corazón”, para un disco hecho por la I. Municipalidad de Quito con motivo del Sesquicentenario de la Independencia. Y Julio Jaramillo grabó, a su vez, su pasillo “Despertar llorando”. Hombre de espíritu romántico y gran creatividad artística, compuso alrededor de 600 pasillos, 100 sanjuanitos (“Siempre quiero verte”, “Los arrieros”, “Mi cholita”, “Mi huasipungo”, “Torturas”, “Ámame siempre”, “Se va la banda”), 40 yaravíes (“Por la serranía”, 138 “A mi madre”, “Distancia”, “Mi palomita”), 45 pasacalles (“Carita de dios”, “Guarandeñita”, “Plaza Grande”), así como un buen número de valses (“Ave sin nido”, “El romancero quiteño”, “Dulce amor”), albazos (“Amor con amor”, “El ají”), pasodobles, marchas militares, marchas fúnebres, cachullapis, capishcas y aires típicos. En 1994 ganó el concurso nacional para componer el Himno de Petroecuador. Fue también autor del Himno de los colegios Diez de Agosto y Rafael Larrea Andrade, de Quito, así como del Centro Educativo “Roberto Arregui Moscoso”, cuya letra pertenece al poeta Napoleón Arregui Chauvín. Cuando falleció este prestigioso compositor, sus canciones se hallaban en su mayoría inéditas. (Texto leído en el homenaje a Evaristo García y García, efectuado en el programa “País secreto”, de Radio La Luna, el 21 de abril de 2000.) 139 20 140 TRES NOTABLES BOLIVARENSES Grave circunstancia esta a la que hoy me enfrento, por la responsabilidad que implica la exaltación adecuada de los méritos de tres personalidades de la cultura nacional, a los que el Ministerio de Educación y Cultura ha resuelto otorgar su máximo galardón, cual es la “Condecoración Nacional al Mérito Cultural” de Primera Clase. El clasicismo exige que un discurso comience por el exordio y yo intentaré hacerlo hablando de los vínculos entre los hombres y la tierra, entre las gentes y su país de origen, entre la psiquis humana y el paisaje natural que la moldeó con sus atractivos y exigencias. Hay un elemento de identidad entre los tres personajes condecorados esta noche y es que todos ellos son bolivarenses, es decir, que nacieron en esa pequeña y curiosa provincia que no está dentro del callejón interandino ni tampoco en la llanura litoral, pues que su territorio se extiende desde las faldas del majestuoso Chimborazo hasta los pequeños y fértiles valles subtropicales del yunga. Hablo de nuestra querida y entrañable Provincia de Bolívar, que ocupa el territorio del antiguo Corregimiento colonial de Chimbo, que fuera eslabón fundamental en la vinculación e integración del país quiteño, uniendo a Quito con su puerto de Guayaquil, y que más tarde formara parte, sucesivamente, de las provincias del Chimborazo y de Los Ríos. Antes he dicho de ella que se trata de una curiosa provincia. Pero el adjetivo empleado se refiere no sólo a su particular ubicación geográfica, que la convierte en una suerte de gigante balcón natural, desde el cual el Ecuador andino mira la limpia belleza del Ecuador litoral y admira los espejos de agua de sus arrozales y los arreboles de fuego de sus atardeceres. También la hallo curiosa por su historia, de la que quiero destacar una circunstancia: en las últimas décadas del siglo pasado, cuando la región bolivarense formaba parte de la Provincia de Los Ríos, prácticamente cada provincia del país tenía un gran colegio nacional destinado a la educación de la juventud; pues bien, el colegio nacional de la Provincia de Los Ríos no se hallaba en Babahoyo, sino en Guaranda y era el Colegio de San Pedro, luego Colegio Nacional Pedro Carbo. Ese instituto fue la fragua en que se fundieron y moldearon los mejores valores espirituales de nuestra tierra y no debe extrañarnos, pues, que de ese colegio haya nacido la voluntad de autonomía bolivarense, ejercitada finalmente por dos preclaros e inteligentes varones de esa tierra de altas montañas y límpidos amaneceres: el coronel y doctor Angel Polibio Chávez y el doctor Gabriel Ignacio Veintimilla, conservador el uno y liberal el otro. Mientras hago este exordio, alguien podría preguntarse: ¿Y qué tienen que ver la geografía o la historia bolivarenses con este acto 141 de condecoración? Por acaso tal cosa esté ocurriendo, me apresuro a contestar que tienen que ver y mucho. Primero, ya lo he dicho, porque el ser humano es –como las flores y como los árboles, como las aves y como las fieras– un producto original de su naturaleza, es decir, de su geografía. Segundo, porque el Hombre es fruto de una cultura colectiva y de una identidad regional construidas a lo largo del tiempo, lo que equivale a decir que también es hijo de su historia. Y tercero, porque hoy se da la especial casualidad de que uno de los homenajeados, el eminente jurista y escritor Efraín Torres Chávez, es nieto del ilustre fundador de nuestra provincia y ejemplifica, con su acción vital, esa continuidad creativa de las generaciones humanas que acostumbramos llamar, indistintamente, historia o cultura. Gran señor de la cultura ecuatoriana es nuestro querido maestro, nuestro querido amigo, nuestro querido hermano Efraín Torres Chávez. Estudiante destacado desde las aulas secundarias, se tituló como doctor en Jurisprudencia en la Universidad Central del Ecuador y orientó su vida profesional al Derecho Penal. Pero Efraín trascendió tempranamente el campo estricto del ejercicio de la abogacía para adentrarse en el de los estudios criminalísticos, en cuyo horizonte cultural se unen la ciencia jurídica con la filosofía, la psicología, la sociología, la antropología, la lingüística y las ciencias humanas, en general. Desde entonces, ¡con cuanta fecundidad y elegancia ha transitado Efraín por esas rutas intelectuales! Escribió sus famosos “Comentarios al Código Penal del Ecuador”, obra que le mereció Primer Premio y medalla de oro de parte de la Universidad Central del Ecuador. Iguales premios mereció luego su obra “Filosofía y Derecho Penal”, después de la cual verían la luz, generados por la pluma de Efraín, otros 24 libros de Derecho Penal, a cual más interesante que otro. Quiero destacar de estas obras de su creación las tituladas: “El derecho de no nacer” y “El crimen del silencio”. Ellas fueron la respuesta filosófica y sociológica que nuestro autor dio al archifamoso folletín del cubano Félix B. Caignet titulado “El derecho de nacer”, que se difundiera por América Latina desde los años cincuentas, primero por radioteatro y luego por televisión. Pues bien, la obra de Efraín Torres Chávez alcanzó también una notable difusión continental y puso en el debate social el sensitivo problema del aborto y las circunstancias sociales que lo rodean. No es casual, pues, que “El crimen del silencio” haya sido radioteatralizada y llevada al cine y la televisión, que sobre ella se hayan organizado debates en universidades de América Latina y que con esta obra se hayan conmemorado los cincuenta años de inauguración del Teatro Nacional de Panamá, función a la cual fue invitado especialmente nuestro autor por el entonces Presidente de 142 Panamá, general José Manuel Pinilla. Con estos antecedentes intelectuales, se explica a plenitud que Efraín Torres Chávez haya sido Vicepresidente de la Academia Interamericana de Criminología; Ministro de la Corte Suprema de Justicia y Presidente de una de sus salas; Miembro Honorario del Colegio de Abogados Penalistas de Colombia; Miembro fundador de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, por invitación de Benjamín Carrión; Profesor Principal de la Universidad Central del Ecuador; Miembro de Número de la Academia de Abogados de Quito y Director de su Revista Forense, y Miembro de la Comisión de las Naciones Unidas para la redacción del Proyecto del Nuevo Código Penal tipo, entre otras altas funciones académicas y profesionales. Paso ahora a hablar de la prestigiosa escritora Teresa León de Noboa, galardonada también en esta noche por el Gobierno Nacional. Mujer de altos quilates intelectuales, ha cultivado como vocación pública la nobilísima de maestra y como vocación íntima la no menos nobilísima de poeta. Digo “poeta” y no “poetisa”, porque adrede quiero marcar la diferencia sustantiva que existe entre quienes se entregan con talento y esfuerzo, con inspiración y transpiración, al cultivo de la poesía como un ejercicio vital, y aquellos que ejercitan la versificación como deporte juvenil temprano o tardío, esto es, los poetastros, los poetitas y las poetisas. Pues, bien: Teresa León es una poeta en toda la regla, alguien que vive la poesía como un diario ejercicio de creación, como un irrefrenable impulso de revelación espiritual. Pero hallo que su obra poética tiene un mérito adicional, que personalmente me cautiva: en sus libros no hay solo bellas palabras, imágenes armoniosas, metáforas gratas al oído; hay eso y mucho más: hay palabras trascendentes e ideas profundas, de esas que los espíritus exquisitos van recogiendo al contacto con la vida o que las almas vigorosas sacan a luz en respuesta a los retos del destino, a las angustias del ser, a los equívocos de la sociedad o a las ofensas que se infringen a la dignidad humana. Digamos, en fin, que su voz poética ha ido evolucionando desde la ternura y alegría de sus “Cuadernos de la Edad Feliz”, hasta la grave y estremecida lírica de sus “Rostros de la Sombra”, en donde la poeta inquiere: “Conozco ese dolor, ¿de qué está hecho? ¿de qué refinamiento se entretejió su urdimbre?” o confiesa, en íntimo soliloquio: 143 “...Voy, ya de todo ajena, ingrávida y sin nombre, sin edad y sin forma, aquí en esta burbuja dorada que me esconde, donde mi propia sombra fugitiva no llega...” para concluir en un reencuentro con su identidad social e histórica: “... Después de ti vendrán los de la nueva edad y tu huella será un camino: de ti arranca ese punto de partida”. Justo, justísimo que el Gobierno Nacional haya decidido condecorar a una mujer que ha cultivado la poesía en tan altos territorios líricos y que, además, otrora sirviera a la Nación en calidad de Directora Nacional de Cultura, y a la Comunidad Andina, a través de la Coordinación del Programa Internacional Expedición Andina, siempre con la misma generosa disposición con que ha servido a su pueblo, durante largas décadas, desde las aulas educativas y últimamente desde la Presidencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Bolívar. Quiero hablar, por fin, de la personalidad cultural de Ramón Torres Pazmiño, otro coterráneo ilustre, al que me unen los generosos hilos de la amistad, las luces siempre vivas de la razón y unos muy estrechos lazos de fraternidad. Hombre de talentos múltiples, Ramón es una suerte de personaje de la Ilustración, en el que se aúnan el interés por la teoría y el ejercicio de la práctica, la vocación por la cultura y el espíritu de empresa. Periodista y político de los buenos, legislador, miembro del Tribunal de Garantías Constitucionales, diputado constituyente, Gerente de la Empresa Eléctrica Bolívar –que antes de que existiera el INECEL y los apetitos privatizadores, montó centrales hidroeléctricas y regó luz por los pueblos de esa provincia–, Presidente del Comité Técnico de Capacitación para los organismos de Fiscalización Bancaria de América Latina, autor de obras de teatro premiadas, poeta y estudioso de la poesía, todo eso y bastante más ha sido nuestro admirado amigo Ramón. 144 Mas, ante todo y por sobre todo, ha sido y es un Maestro. Maestro en lo profesional y en lo simbólico, profesor de alumnos y maestro de vida, cuyas lecciones están siempre orientadas hacia la luz de la razón e inspiradas en el trivium filosófico de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Adrede he dejado para el último el comentar su obra intelectual, hecha de textos educativos, instructivos de capacitación profesional, ensayos políticos y culturales, y reflexiones filosóficas. De esa gama de producciones quiero esta tarde destacar una que nos vincula a todos con los lazos profundos del espíritu: me refiero a su libro “Voz Poética de la Tierra”, antología poética de la Provincia de Bolívar, que viera la luz allá por 1987, en la Editorial Universitaria. Si recopilar la poesía bolivarense era ya una tarea de significación, en razón de las dificultades existentes para ello, seleccionar con galanura los mejores textos de los autores bolivarenses fue un logro notable, atribuible del todo a la sensibilidad del antologador y su profundo conocimiento de la lírica bolivarense. Pero de entonces acá, querido Ramón, han pasado muchos años y esa antología necesita ser completada por otra, que recoja la producción de esta última década. De ahí que, con el mayor respeto, quiero comprometerte ante este selecto auditorio a volver los ojos a la última poesía de nuestra matria bolivarense, para que el país entero pueda conocerla y degustarla. Va llegando a su fin este discurso deshilvanado. Y sólo me queda destacar la sensibilidad del Ministerio de Educación y Cultura, y en particular de los señores Subsecretario de Cultura, Dr. Bruno Sáenz Andrade, y Coordinador de la Subsecretaría de Cultura, Dr. Alejandro Sigüenza Guzmán, al haber acogido el planteamiento que varias entidades culturales del país hiciéramos solicitando la condecoración de estos tres dignos, respetables, ejemplares ecuatorianos. (Discurso en el acto de imposición de la Condecoración Nacional “Al Mérito Cultural” a Efraín Torres Chávez, Teresa León de Noboa y Ramón Torres Pazmiño, efectuado en Quito, en el Aula “Benjamín Carrión” de la CCE, el 25 de julio de 2003.) 145 21 LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD NACIONAL 146 Durante los últimos años, ha renacido el interés por las formas de identidad social, en general, y por la etnicidad y los nacionalismos, en particular. Eso nos motiva a reflexionar sobre nuestra identidad nacional. Y para hablar de ella debemos comenzar por referirnos a los elementos que han confluido o han sido utilizados en la construcción de la identidad ecuatoriana: procesos sociales, órdenes jurídicos e imaginarios culturales. Es indispensable comprender que hay una indivisible relación entre una identidad nacional y otras identidades equivalentes, lo cual nos lleva al dilema sartreano de la relación entre el “yo” y el “otro”. Decía el filósofo francés: “el otro es el yo que no soy yo, pero es indispensable a mi existencia, como lo es, por otra parte, al conocimiento que yo tengo de mí”. Así, pues, en el campo de las representaciones nacionales no es posible que exista un yo absoluto y sin referentes, como el que concebía Fichte, sino que siempre existe un yo relativo a un otro, o más exactamente una “yo–con–el–otro”, que muchas veces es un “yo–contra–el–otro”. Cabe precisar también que no hay identidades nacionales innatas o pre–existentes, puesto que todas ellas son un producto de la historia, es decir, el resultado de un más o menos largo proceso de elaboración social. Obviamente, esto nos lleva a preguntarnos ¿cómo se elabora o construye una identidad nacional? Según lo demostrado por la historia, en el imaginario nacional de todos los pueblos coexisten elementos positivos y negativos, de afirmación del yo y negación del otro, de supra–valoración de lo propio e infra–valoración de lo ajeno. Así se explica que la antigua imagen nacional alemana se haya construido venerando al trabajo, rindiendo culto al orden, amando las artes .... y odiando a los franceses, despreciando a los polacos, detestando a los judíos. O que el actual imaginario nacional israelita encuentre abominables las perversidades nazis contra los judíos, pero al mismo tiempo justifique fácilmente sus propias crueldades contra los palestinos. Pero la historia es un escenario en constante cambio. Cambian las circunstancias internas y externas, se renuevan los personajes y los estilos de la política, nuevas ideas sustituyen a otras en la moda, se transforman los escenarios históricos por acción del hombre y los escenarios geográficos por acción de la sociedad y la naturaleza. Como resultado inevitable de ello, las identidades nacionales poseen un elemento de contingencia y de elaboración narrativa que, sin embargo, debe ser estudiado en los distintos contextos históricos que les proporcionaron sus significados sociales y políticos: los mitos políticos fundacionales y de origen; los lenguajes políticos; la escenificación del tiempo nacional; las metáforas, símbolos y rituales 147 cívicos establecidos; las políticas historiográficas y filológicas, etc. ¿Con qué elementos se elabora una identidad nacional? Creemos que, precisamente por tratarse de una elaboración ideológica, ella está conformada por una compleja mezcla de elementos objetivos y subjetivos, reales e imaginarios, históricos y mitológicos, que el grupo social percibe como un conjunto de símbolos y que las élites dirigentes buscan proyectar como un designio. Un elemento clave son los lenguajes políticos: independencia, república, ciudadanía, soberanía popular, derechos humanos, democracia participativa, etc. Otro elemento fundamental es el orden jurídico creado por el Estado: instituciones, ciudadanos y territorios. También debemos considerar las políticas culturales de la construcción nacional: los fundadores de toda nueva nación, y sobre todo los integrantes de la generación posterior a la independencia, tienen invariablemente que plantearse la cuestión de la “identidad colectiva” y crear mecanismos para impulsarla y difundirla. Este es un rasgo sociológico de la modernidad Para lograrlo, un elemento de significación son los relatos de la nacionalidad: políticas historiográficas y filológicas en la construcción oficial del pasado, es decir, lo que tiene que ver con las historiografías oficiales, la consagración de los mitos sobre los orígenes nacionales, la determinación de los programas escolares, las políticas de alfabetización y homologación lingüística, etc. Otro elemento de importancia es la iconografía nacional: los principales símbolos y figuras (íconos) empleados para representar, movilizar políticamente y hacer imaginables las identidades nacionales, desde las primeras alegorías republicanas hasta los modernos emblemas nacionales, pasando por las imágenes empleadas en la didáctica política, la estatuaria pública, las políticas culturales, numismáticas, museísticas, etc. Otro elemento clave es la descripción de la geografía nacional, percibida paralelamente tanto como “espacio natural” o hábitat en el que se desarrolla la vida colectiva de la nación, cuanto como “territorio”, o sea, como espacio de jurisdicción y ocupación soberana del Estado, que se busca delimitar con relación a los espacios de otros Estados próximos. De ahí que, a la par que se busca fijar una historia oficial, se inicia la construcción de una cartografía oficial y se ponen en marcha unos programas de estudio de la geografía. Pero el elemento articulador de todos los demás que conforman una imagen nacional es el poder del Estado, institución que posee la representación legal e histórica de una nación (y, en ocasiones, de varias naciones coaligadas o asociadas) y que utiliza su autoridad y poder para actuar sobre la historia y la historiografía, para definir y 148 organizar administrativamente el espacio geográfico y sus diversos elementos –entre ellos, la población– y, en suma, para construir, retocar o reformar sustantivamente una imagen nacional, tanto para la mirada propia como para la mirada ajena. A la luz de estos conceptos, hallamos que el Ecuador atraviesa por una muy particular circunstancia histórica. Nacido a la vida independiente como una república blanco-criolla, organizada y dirigida por los herederos étnicos del sistema colonial, ha vivido un largo proceso de miscigenación que ha terminado por convertirlo en un país mayoritariamente mestizo, en el cual se hallan presentes importantes grupos étnicos indígenas y negros. Dicho de otro modo, la república blanco–criolla del siglo XIX ha sido reemplazada históricamente por un país multicultural y pluriétnico, al que le quedan estrechos los signos de identidad utilizados en el pasado. Esa transformación, marcada por la sucesiva emergencia histórica del mestizaje, la indianidad y la negritud, nos ha llevado a la actual circunstancia, en la que los pueblos indios y negros reclaman un papel protagónico en la vida pública y exigen una redefinición del carácter mismo del Estado. La población mestiza, por su parte, ha tomado progresivamente el carácter de base social de la nación ecuatoriana, asumiendo todas las responsabilidades propias de tal condición, incluida la de la defensa nacional. Un nuevo elemento de impulso a la renovación de la identidad ecuatoriana ha sido dado por los últimos conflictos con el Perú y en particular por la “Guerra del Cenepa”. La formidable movilización social que se produjo en 1981 y 1995, con este motivo, fue una demostración de esa nueva identidad nacional–popular que había ido gestándose y que tuvo en Paquisha su simbólico bautismo de fuego y en Tiwintsa su nuevo hito de triunfo y confirmación histórica. Más allá de la retórica, asistimos a la emergencia de un nuevo país, con una personalidad afirmada por el triunfo y la vindicación de su dignidad. Si el Ecuador derrotado en 1941 y humillado en 1942 sólo alcanzó a reaccionar en 1944 contra la tiranía arroyista, significativamente el nuevo Ecuador apenas toleró seis meses el desgobierno de Bucaram y su pandilla. Mas este nuevo país requiere completar y redondear su identidad. Además de sus nuevos símbolos patrios (Tiwintsa dice hoy tanto como Pichincha), y de su nuevo sentido de democracia, requiere de líneas de pensamiento en las cuales reconocerse históricamente y de las cuales extraer ideas y proyectos de futuro. (Conferencia en la Universidad Central del Ecuador. Noviembre 19 de 2001.) 149 22 QUE ES LA IDENTIDAD 150 NACIONAL Durante los últimos años, ha renacido el interés por las formas de identidad social, en general, y por la etnicidad y los nacionalismos, en particular. Eso nos motiva a reflexionar sobre nuestra identidad nacional. Y para hablar de ella debemos comenzar por referirnos a los elementos que han confluido o han sido utilizados en la construcción de la identidad ecuatoriana: procesos sociales, órdenes jurídicos e imaginarios culturales. Es indispensable comprender que hay una indivisible relación entre una identidad nacional y otras identidades equivalentes, lo cual nos lleva al dilema sartreano de la relación entre el “yo” y el “otro”. Decía el filósofo francés: “el otro es el yo que no soy yo, pero es indispensable a mi existencia, como lo es, por otra parte, al conocimiento que yo tengo de mí”. Así, pues, en el campo de las representaciones nacionales no es posible que exista un yo absoluto y sin referentes, como el que concebía Fichte, sino que siempre existe un yo relativo a un otro, o más exactamente una “yo–con–el–otro”, que muchas veces es un “yo–contra–el–otro”. Cabe precisar también que no hay identidades nacionales innatas o pre–existentes, puesto que todas ellas son un producto de la historia, es decir, el resultado de un más o menos largo proceso de elaboración social. Obviamente, esto nos lleva a preguntarnos ¿cómo se elabora o construye una identidad nacional? Según lo demostrado por la historia, en el imaginario nacional de todos los pueblos coexisten elementos positivos y negativos, de afirmación del yo y negación del otro, de supra–valoración de lo propio e infra–valoración de lo ajeno. Así se explica que la antigua imagen nacional alemana se haya construido venerando al trabajo, rindiendo culto al orden, amando las artes .... y odiando a los franceses, despreciando a los polacos, detestando a los judíos. O que el actual imaginario nacional israelita encuentre abominables las perversidades nazis contra los judíos, pero al mismo tiempo justifique fácilmente sus propias crueldades contra los palestinos. Pero la historia es un escenario en constante cambio. Cambian las circunstancias internas y externas, se renuevan los personajes y los estilos de la política, nuevas ideas sustituyen a otras en la moda, se transforman los escenarios históricos por acción del hombre y los escenarios geográficos por acción de la sociedad y la naturaleza. Como resultado inevitable de ello, las identidades nacionales poseen un elemento de contingencia y de elaboración narrativa que, sin embargo, debe ser estudiado en los distintos contextos históricos que les proporcionaron sus significados sociales y políticos: los mitos políticos fundacionales y de origen; los lenguajes políticos; la escenificación del tiempo nacional; las metáforas, símbolos y rituales 151 cívicos establecidos; las políticas historiográficas y filológicas, etc. ¿Con qué elementos se elabora una identidad nacional? Creemos que, precisamente por tratarse de una elaboración ideológica, ella está conformada por una compleja mezcla de elementos objetivos y subjetivos, reales e imaginarios, históricos y mitológicos, que el grupo social percibe como un conjunto de símbolos y que las élites dirigentes buscan proyectar como un designio. Un elemento clave son los lenguajes políticos: independencia, república, ciudadanía, soberanía popular, derechos humanos, democracia participativa, etc. Otro elemento fundamental es el orden jurídico creado por el Estado: instituciones, ciudadanos y territorios. También debemos considerar las políticas culturales de la construcción nacional: los fundadores de toda nueva nación, y sobre todo los integrantes de la generación posterior a la independencia, tienen invariablemente que plantearse la cuestión de la “identidad colectiva” y crear mecanismos para impulsarla y difundirla. Este es un rasgo sociológico de la modernidad Para lograrlo, un elemento de significación son los relatos de la nacionalidad: políticas historiográficas y filológicas en la construcción oficial del pasado, es decir, lo que tiene que ver con las historiografías oficiales, la consagración de los mitos sobre los orígenes nacionales, la determinación de los programas escolares, las políticas de alfabetización y homologación lingüística, etc. Otro elemento de importancia es la iconografía nacional: los principales símbolos y figuras (íconos) empleados para representar, movilizar políticamente y hacer imaginables las identidades nacionales, desde las primeras alegorías republicanas hasta los modernos emblemas nacionales, pasando por las imágenes empleadas en la didáctica política, la estatuaria pública, las políticas culturales, numismáticas, museísticas, etc. Otro elemento clave es la descripción de la geografía nacional, percibida paralelamente tanto como “espacio natural” o hábitat en el que se desarrolla la vida colectiva de la nación, cuanto como “territorio”, o sea, como espacio de jurisdicción y ocupación soberana del Estado, que se busca delimitar con relación a los espacios de otros Estados próximos. De ahí que, a la par que se busca fijar una historia oficial, se inicia la construcción de una cartografía oficial y se ponen en marcha unos programas de estudio de la geografía. Pero el elemento articulador de todos los demás que conforman una imagen nacional es el poder del Estado, institución que posee la representación legal e histórica de una nación (y, en ocasiones, de varias naciones coaligadas o asociadas) y que utiliza su autoridad y poder para actuar sobre la historia y la historiografía, para definir y 152 organizar administrativamente el espacio geográfico y sus diversos elementos –entre ellos, la población– y, en suma, para construir, retocar o reformar sustantivamente una imagen nacional, tanto para la mirada propia como para la mirada ajena. A la luz de estos conceptos, hallamos que el Ecuador atraviesa por una muy particular circunstancia histórica. Nacido a la vida independiente como una república blanco-criolla, organizada y dirigida por los herederos étnicos del sistema colonial, ha vivido un largo proceso de miscigenación que ha terminado por convertirlo en un país mayoritariamente mestizo, en el cual se hallan presentes importantes grupos étnicos indígenas y negros. Dicho de otro modo, la república blanco–criolla del siglo XIX ha sido reemplazada históricamente por un país multicultural y pluriétnico, al que le quedan estrechos los signos de identidad utilizados en el pasado. Esa transformación, marcada por la sucesiva emergencia histórica del mestizaje, la indianidad y la negritud, nos ha llevado a la actual circunstancia, en la que los pueblos indios y negros reclaman un papel protagónico en la vida pública y exigen una redefinición del carácter mismo del Estado. La población mestiza, por su parte, ha tomado progresivamente el carácter de base social de la nación ecuatoriana, asumiendo todas las responsabilidades propias de tal condición, incluida la de la defensa nacional. Un nuevo elemento de impulso a la renovación de la identidad ecuatoriana ha sido dado por los últimos conflictos con el Perú y en particular por la “Guerra del Cenepa”. La formidable movilización social que se produjo en 1981 y 1995, con este motivo, fue una demostración de esa nueva identidad nacional–popular que había ido gestándose y que tuvo en Paquisha su simbólico bautismo de fuego y en Tiwintsa su nuevo hito de triunfo y confirmación histórica. Más allá de la retórica, asistimos a la emergencia de un nuevo país, con una personalidad afirmada por el triunfo y la vindicación de su dignidad. Si el Ecuador derrotado en 1941 y humillado en 1942 sólo alcanzó a reaccionar en 1944 contra la tiranía arroyista, significativamente el nuevo Ecuador apenas toleró seis meses el desgobierno de Bucaram y su pandilla. Mas este nuevo país requiere completar y redondear su identidad. Además de sus nuevos símbolos patrios (Tiwintsa dice hoy tanto como Pichincha), y de su nuevo sentido de democracia, requiere de líneas de pensamiento en las cuales reconocerse históricamente y de las cuales extraer ideas y proyectos de futuro. (Conferencia en la Universidad Central del Ecuador. Noviembre 19 de 2001.) 153 23 PRENSA, DEMOCRACIA Y RESPONSABILIDAD SOCIAL 154 La democracia es probablemente la mejor herencia que la historia contemporánea recibió de la historia moderna, pero su funcionamiento habitual hace que a los ciudadanos nos resulte poco merecedora de entusiasmo e incluso poco merecedora de atención, quizá por su ineficiencia. La política, por otro lado, da la sensación de haberse convertido en una profesión que sólo puede interesar a quienes viven de ella. En los actuales momentos, nadie que no sea un ciego o un necio puede negar que en nuestras sociedades ha ido elevándose un creciente y justificado escepticismo respecto a los políticos, a los partidos y a la misma capacidad de la acción política (es decir, de la vida en democracia) para resolver sus problemas. Y, de este modo, las elecciones han terminado por convertirse en un simple ritual, que para muchos resulta inútil o aburrido, con lo cual el acto electoral ha perdido su carácter de acto fundacional del sistema democrático, por el que los ciudadanos –dueños de la soberanía y única fuente legítima del poder– encargan periódicamente el mando del Estado a una persona que escogen para que cumpla su voluntad mayoritaria. De otra parte, en el escenario contemporáneo hay crecientes amenazas al uso de la palabra libre. En cualquier sociedad humana, el que tiene el control de las palabras tiene el control del poder. Y eso se ha vuelto todavía más evidente en esta Era de la Información, cuando las palabras, convertidas en información y procesadas mediáticamente, se han convertido en la mercancía más valiosa, el elemento diferencial entre el atraso y el progreso, el factor decisivo para ganar la batalla de la competitividad, trátese de personas, empresas o países. Por lo mismo, debe llamarnos a preocupación la creciente limitación que ha ido surgiendo en nuestras sociedades para el ejercicio de la palabra libre, para la expresión incondicionada de las ideas, para el acceso de los ciudadanos a la posibilidad de difundir sin trabas sus pensamientos, propuestas o frustraciones. En la sociedad ateniense, inventora de la democracia, el ejercicio de ésta radicaba precisamente en que cada persona pudiese hacer uso público de la palabra, en las reuniones del ágora o de la plaza del mercado, y de este modo participara activamente en el debate de los grandes asuntos de la ciudad o de la nación. Según Herodoto, la democracia consiste precisamente en el derecho de cada cual a hacerse oír en público (“isegoría”). Y Eurípides nos recuerda que “la igualdad más bella” se identifica con el derecho de cada cual a defender en público sus intereses y opiniones, en la seguridad de que los mejores argumentos terminarán imponiéndose. Las democracias contemporáneas han trastocado el ejercicio de la palabra. Como ha puntualizado el sociólogo español Ignacio 155 Sotelo, “nuestras democracias representativas modernas se levantan sobre sociedades en las que predominan redes bien estructuradas de intereses, (por lo cual) la palabra pública es privilegio de los pocos que de alguna forma tienen acceso a los medios de comunicación. Son éstos los que administran –según criterios tanto más restrictivos, cuanto mayor sea la difusión del medio– el reparto de la palabra. Un cierto pluralismo de los medios favorece todavía alguna diversidad, aunque las ideas que constituyen el marco más amplio de convivencia se mantengan ya bajo un control férreo. Por mucho que los medios se esfuercen en disimular el poder que ejercen en la configuración de la opinión pública, el hecho es que el monopolio más agresivo y temible que se dibuja en el horizonte es el de la palabra.” Y es que el poder social de la palabra es tal que, durante siglos, el poder hizo todos los esfuerzos posibles por controlarla. En ese marco, la Iglesia ejerció su monopolio y la Inquisición persiguió con saña a todo el que levantara un discurso opuesto o alternativo. Precisamente por eso la Ilustración, primero, y el liberalismo, después, reivindicaron como uno de los derechos fundamentales del hombre la libre expresión del pensamiento, fuese de viva voz o por escrito. Hoy ese monopolio de la palabra pareciera en plan de restablecerse, aunque de modo mucho más sutil, camuflando entre un mar de fuentes de información, datos anodinos y propagandas atrayentes la presencia de poderosos intereses económicos y políticos, que usan y rellenan los espacios de opinión a su gusto y sabor, modelando de este modo un discurso destinado al consumo masivo. Así, a la par que la comunicación se vincula con la tecnología más avanzada, muchas veces retrocede políticamente a modelos anteriores a la democracia, como la oligarquía o el despotismo ilustrado, o a modelos opuestos a ella, como la dictadura. Lo cierto es que en los últimos años se ha ido uniformando peligrosamente el discurso de los medios masivos y dejando de lado las opiniones alternativas, opositoras o disidentes. Hay más. Ese discurso oficial u oficioso de los medios se complementa con la presencia reiterada de unos pocos y escogidos representantes de la llamada opinión pública. Y el resultado de esto es que, en todos los niveles y ámbitos, nos hemos acostumbrado a que sean unas pocas las voces que pueden manifestarse públicamente y que supuestamente hablan en nombre de la mayoría silenciosa, es decir, de todos nosotros. Una investigación realizada a fines de 1999 por órganos técnicos independientes, reveló que en Ecuador los medios de comunicación privilegian la opinión de cuarenta personas sobre las de todos los demás ciudadanos. Esos cuarenta privilegiados son los únicos que opinan a petición de la prensa, son los únicos entrevistados de la televisión y de las cadenas radiales más importantes. Dicho de 156 otro modo: ellos no sólo “hacen” la opinión pública y orientan a los demás con sus ideas; en la práctica, por la reiteración de su presencia, ellos han suplantado a los demás ciudadanos en el ejercicio de opinar desde la sociedad civil, y de este modo, gracias a una distorsión de la democracia, esas cuarenta personas “son” la opinión pública. Claro está, esos cuarenta representantes, factores o dueños de la opinión pública no han sido escogidos al azar por los medios de comunicación. Por el contrario, han sido previamente seleccionados por ellos, o por sus administradores, porque representan a los grupos de poder (que financian a los medios), porque han mostrado una adecuada fidelidad al orden imperante, porque se identifican con las políticas generales de los propios medios, o, en el mejor de los casos, porque se hallan dentro del ámbito de “disenso tolerable” que admite el sistema. En este marco, resulta plenamente explicable que los entrevistados frecuentes de los medios de comunicación ecuatorianos sean los presidentes de las cámaras de producción, los voceros de los partidos con representación legislativa, ciertos abogados o economistas vinculados al gran capital y determinados sociólogos o politólogos “light”. La ventaja de la democracia griega sobre la nuestra radica precisamente en que cada persona podía exponer libremente sus argumentos en la asamblea ciudadana. Claro está, entonces como ahora hubo exclusiones: para ser ciudadano se requería ser varón, mayor de 18 años, libre y nativo del país. Pero quien cumpliera con los requisitos de ciudadanía tenía como derecho esencial el acceso público a la palabra. Me temo que no tenemos plena conciencia de hasta qué punto el ejercicio de la libre opinión ha ido desapareciendo de nuestra vida pública. Como dice Sotelo, “si entendiéramos la democracia a la manera griega, es decir, como la oportunidad real de cada ciudadano de decir en público lo que piensa, difícilmente podríamos calificar de democracias a los sistemas políticos de nuestro entorno.” Pero esta misma realidad poco edificante nos compromete a varias operaciones intelectuales, de profundo contenido político. La primera es definir con precisión a este régimen político que vivimos, en el que la forma ha sustituido en general a la esencia democrática y en el que el monopolio de la palabra por unos pocos ha eclipsado a ese gran aporte histórico de la democracia griega, cual fuera la palabra libre al alcance de todos. Una vez definido con precisión nuestro actual sistema político, la segunda tarea debe ser la de rediseñar, reorientar y si es necesario reconstruir un sistema democrático abierto y participativo, sin monopolios ni exclusiones, y sin voceros privilegiados. 157 La preocupación por el futuro está hoy en la conciencia de todos los ciudadanos del mundo. Nadie quiere que el futuro sea parecido a este terrible y a veces trágico presente, en el que parecen haber hecho eclosión simultánea la naturaleza herida por nuestros abusos y la sociedad misma, que se agita en una intermitente explosión de violencia. Y alguien ha dicho, con gran lucidez, que no podemos predecir el futuro, pero sí prepararlo. Con tal fin, hallo que en el ámbito latinoamericano es indispensable profundizar nuestra estructura democrática, llenándola de contenidos reales, y democratizar nuestra institucionalidad, limpiándola de corrupción y preñándola de eficiencia. Pero esa transformación de la política tiene que comenzar por la ética y alcanzar también el campo de la estética. Hasta hoy, nuestra pobre y desvaída democracia tiene para vastos sectores sociales mal olor, mal gusto y peor diseño, precisamente por esas carencias, distorsiones y turbiedades que se evidencian en su interior. Pues bien, tenemos que volverla atractiva para las mayorías, de modo que la gente viva la democracia como una alegría, se atreva a dar su opinión, no tenga miedo de disentir, actúe regularmente en la vida política, participe mayoritariamente en las elecciones y no se quede en casa rumiando sus frustraciones y rencores. La política es necesaria y hasta puede ser bella, pero cultivarla es una tarea de todos y la cosecha debe ser en beneficio común. Pero claro está que alcanzar un horizonte democrático luminoso no nos exime de transitar por los difíciles y oscuros caminos de la realidad cotidiana, sino que por el contrario nos impone esa tarea. Tenemos que llegar a esa alta meta ganándonos previamente la credibilidad de la gente, y eso no lo lograremos si no mostramos agilidad y eficiencia para resolver los grandes problemas cotidianos de la población, cosa no siempre fácil de realizar desde un modelo partidista propio del siglo XIX, sometido a cerradas oligarquías partidarias, notoriamente corrupto e incompetente. Mas esto de recuperar la credibilidad en la política y los políticos no se logrará sólo con una mayor educación cívica en los colegios, ni con campañas masivas en los medios de comunicación; se logrará básicamente con una mayor eficiencia en la labor pública. Un gran demócrata latinoamericano, José Figueres, dijo alguna vez: “Los pueblos que una vez dormían ahora luchan por abrirse paso camino al sol, hacia una vida plena.” Eso es hoy más patente que nunca. Lo acaban de demostrar los indios del Ecuador, que después de 500 años de vivir bajo la ignominia y el olvido han vuelto a la luz, para reconquistar su derecho a vivir de cara al sol, en el mismo plano que los demás habitantes del país. 158 De modos diversos, muchos otros pueblos del mundo expresan hoy esa esa inquietud de avanzar hacia una vida plena. Las gentes de hoy esperan que haya mayor eficiencia gubernamental y también una mayor participación social en la toma de decisiones, con miras a resolver los terribles problemas que los agobian y principalmente la miseria, la insalubridad, la ignorancia y la marginación social. Ya no sólo se conforman con expresar su opinión mediante el voto, cada tantos años, para que luego los gobernantes usen el mandato popular a su antojo, o al antojo de las oligarquías o de los grupos de presión, sino que esperan que la autoridad esté en un permanente contacto con los electores y sintonice su acción con las grandes corrientes de voluntad popular. Ralf Dahrendorf, un notable sociólogo británico, que fuera director de la London School of Economics y que actualmente es miembro de la Cámara de los Lores, se ha preocupado por este tema en un ensayo recientemente publicado bajo el título “Después de la democracia, ¿qué?”. Él formula en su artículo la siguiente apreciación: “El principio más general de la democracia es la posibilidad de cesar sin violencia a aquellos que están en el poder cuando el talante y las preferencias de la población han cambiado. Hay varias formas de alcanzar este fin, pero el método clásico es el del gobierno representativo, es decir, el de que el gobierno esté obligado a rendir cuentas ante los parlamentos elegidos.” Preocupada con esta situación, la última Asamblea Constituyente ecuatoriana incluyó en la nueva Constitución Política del país todo un capítulo sobre la revocatoria del mandato, cuya finalidad es precisamente la de cesar sin violencia a los mandatarios del voto popular cuando éstos ya no respondan a la voluntad de la población nacional, regional o local. Por desgracia, el Congreso Nacional no ha dictado hasta el momento la correspondiente ley que fije el procedimiento para aplicar esta disposición constitucional. Más allá de las formas, resulta obvio que un auténtico espíritu democrático impone a los gobernantes tener una adecuada sensibilidad frente a la opinión pública, pues el mandato recibido no es una patente de corso para hacer lo que les viene en gana durante el período de gobierno. Así, ningún gobierno debe tomar decisiones trascendentales para la vida de la nación sin auscultar previamente, y por los medios más adecuados, la voluntad nacional. Peor aún, ningún gobierno que se precie de democrático puede tomar este tipo de decisiones contra la manifiesta y mayoritaria voluntad del pueblo soberano. ¿Pero qué ocurre cuando un gobierno, obedeciendo a la presión 159 de grupos oligárquicos y fuerzas extra–nacionales, comete graves contravenciones a la voluntad nacional y viola reiteradamente la Constitución, por ejemplo: otorgando bases militares nacionales a una potencia extranjera mediante un acuerdo secreto, o suprimiendo la moneda nacional y adoptando la de un país extranjero, o expropiando violentamente los depósitos bancarios del público? ¿Y qué ocurre cuando un Congreso con fama de corrupto no se empeña en poner coto a esos abusos autoritarios sino que, por el contrario, los tolera y aúpa? ¿Qué pasa cuando el poder judicial cae en manos de los políticos, que se reparten cortes y juzgados como botín, y cuando los jueces se convierten en agentes de sus patrones partidarios, persiguiendo a los rivales políticos y protegiendo a los delincuentes del propio bando? ¿Qué sucede cuando el Tribunal de Garantías Constitucionales intenta frenar los abusos del poder y sus resoluciones son sistemáticamente desobedecidas? ¿Qué pasa, en fin, cuando la Contraloría General de la Nación se limita a ver, oír y callar, mientras la más escandalosa corrupción corroe al poder público e inflama de indignación a los ciudadanos? Entonces, amigos, ocurre lo que ocurrió en el Ecuador durante los mandatos de Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad: el pueblo se subleva contra ese mandatario que no ha respetado los términos de su mandato y lo depone del poder, en un acto de absoluta legitimidad política. Eso no se llama “golpe de Estado” sino revolución, sublevación o insurrección popular, que son formas extremas de manifestación de la insatisfacción popular y expresiones inequívocas de una revocatoria del mandato político. Inclusive, esas acciones fueron ya contempladas por los padres del sistema democrático moderno. En su archifamoso “Contrato Social”, Rousseau dijo que “en el Estado no existe ninguna ley fundamental que no sea revocable, incluso el mismo pacto social, pues si todos los ciudadanos se reuniesen para romperlo de común acuerdo, sin duda el acto sería legítimo.” Y en la “Declaración de Independencia” de los Estados Unidos, el gran Thomas Jefferson hizo constar como verdades evidentes para la organización democrática de la sociedad las siguientes: “Que todos los hombres han sido creado iguales; que han sido dotados por su creador con derechos inalienables; que entre esos derechos se hallan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para asegurar esos derechos se han instituido entre los hombres gobiernos que derivan sus poderes legales del consentimiento de los gobernados; que cuando una forma cualquiera de gobierno se hace perjudicial para esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla y a instituir un nuevo gobierno, basándolo en esos principios y organizando sus poderes en la forma que el pueblo considere más 160 apta para su seguridad y felicidad.” Creemos que no es deseable que un pueblo se vea constreñido a efectuar una revolución para hacer respetar su voluntad por parte de sus mandatarios, cuando estos han violado el mandato y desobedecido la voluntad general. Precisamente por ello hallamos indispensable la necesidad de que nuestras democracias se vuelvan no sólo más sensibles a los cambios de opinión de las mayorías, sino que también tengan mecanismos adecuados para responder institucionalmente a esas exigencias populares. Esto implica al menos dos cosas: una, que los gobiernos utilicen lealmente los modernos mecanismos de auscultamiento de la voluntad popular, como las encuestas de opinión, para orientar su propia acción política en el sentido que desean las mayorías; y otra, que haya una transformación cabal del mismo sistema político latinoamericano, basado generalmente en un presidencialismo rígido y unos períodos de gobierno inflexibles, que muchas veces son aprovechados como patente de corso por gobiernos irresponsables o corruptos. Encuentro que lo que hoy necesitamos es un sistema político ágil y flexible, en el que haya un Presidente con funciones más bien limitadas a las de un Jefe de Estado, que sirva como ancla de estabilidad democrática (de modo parecido a los monarcas constitucionales), y donde por otra parte haya un gobierno surgido de la mayoría parlamentaria y cuya duración dependa no sólo del período de mandato sino también, y sobre todo, de las orientaciones mayoritarias y sostenidas de la opinión pública. Con un sistema político más flexible y una participación más amplia podremos obtener una “sociedad de ciudadanos” en reemplazo de esta “sociedad de consumidores” que van imponiendo, de hecho, los grandes poderes universales que controlan la globalización. Pero para ello también es necesario que los consumidores se organicen, pues en una sociedad como la actual, en que el mercado todo lo regula, resulta suicida que los consumidores no seamos capaces de protegernos de los abusos y distorsiones del mismo. En todo este necesario proyecto de reestructuración de nuestra vida social y organización política, que nos viene impuesto tanto por la realidad social interna como por la avalancha globalizadora, el periodismo tiene una tarea trascendental. No puede seguir siendo una dócil cónyuge del sistema imperante. Por el contrario, tiene que rescatar para si el ánimo cuestionador y combativo que caracterizó al periodismo latinoamericano del siglo XIX, y utilizarlo para colocarse en la vanguardia de esa anhelada re–fundación democrática. Tiene que liberarse de la influencia –a veces agobiante– de los grupos de presión, de los poderes fácticos, para rescatar su plena libertad de 161 opinión. Debe abrir espacio a las voces discordantes, a las opiniones heterodoxas, a las ideas emergentes de la base social. Debe transmitir a la cúspide del poder político las voces, protestas o clamores de la base social. Debe ser implacable en la investigación y denuncia de todas las formas de corrupción social, pública o privada. Debe estimular la asociación de los consumidores como un ente importante en la economía de mercado, y coadyuvar con sus luchas o apoyar sus reivindicaciones, para refrenar los excesos o abusos de unos poderes de hecho, que controlan los ámbitos del mercadeo y el crédito, y que actúan con una verticalidad y prepotencia cada vez mayores. Antiguo es ya el debate de si la democracia y el mercado son compatibles. Pero, a estas alturas de la historia, este es un dilema que no debe resolverse en la teoría sino en la práctica. Con la democracia formal carcomida desde adentro y las fuerzas del mercado lanzadas al ataque, nosotros, los ciudadanos que tenemos acceso al uso público de la palabra, tenemos unos deberes éticos y unas responsabilidades sociales insoslayables, que apuntan a la reestructuración de aquella y el refrenamiento de éstas, so pena de que tengamos que vivir un futuro peor que el presente. Pero tenemos que hacer algo más: debemos contribuir a rescatar para las mayorías el uso libre e incondicionado de la palabra, y debemos estimular a esas mayorías a plantear, exigir y hacer efectivo el derecho de hablar en público y para el público. La historia de las democracias modernas en buena medida se corresponde con los múltiples esfuerzos por salvar la palabra libre, la opinión libre, dándole asilo en los más variados espacios: el oratorio, la cátedra, el parlamento, (espacios cuyos mismos nombres derivan de, o conllevan el uso libre de la palabra), o sacándola a luz y difundiéndola a través de unos medios cada vez más variados de comunicación, desde la palabra impresa hasta el Internet, donde ahora se refugia, huyendo del dominio de los monopolios comunicativos y brindando a las gentes una nueva oportunidad de comunicarse libremente y de acceder a otras visiones del mundo. CORRUPCION Y DEMOCRACIA Junto con una acción sostenida en defensa de la libertad de palabra, hallo que una renovación democrática de fondo debe conllevar una lucha abierta y radical contra la corrupción pública y privada, que en las sociedades modernas se ha transformado en una metástasis cancerígena que ha invadido todo el cuerpo social y desprestigiado al máximo la política. Uno de las más clamorosas manifestaciones de esta corrupción es la que concierne a los políticos y partidos políticos en sus mecanismos 162 de financiación electoral, cuestión que ocurre en la generalidad de países democráticos, independientemente de si son ricos o pobres. Los partidos políticos han dejado de ser los grandes promotores y animadores de la acción ciudadana dentro de la vida democrática y se han transformado en implacables maquinarias electorales, cuya única meta es ganar y sostenerse en el poder por medio del clientelismo, entregando puestos o beneficios estatales a cambio de votos, u otorgando favores oficiales a las empresas que ayudaron a las campañas mediante aportaciones clandestinas. En el caso de España, eso acaba de ser denunciado por un reciente informe del fiscal anticorrupción, que afirma: “Cada partido distrae fondos públicos de la Administración que desvía ilegalmente para financiarse. Cuando no acuden a los fondos públicos, los representantes de los partidos obtienen la financiación de las empresas que contratan con la Administración”. Concomitantemente, el mismo presidente del Congreso español ha reconocido que es una práctica común la entrega de dinero negro a los partidos políticos españoles. Refiriéndose a lo que sucede en el marco general de la Unión Europea, el politólogo español José Vidal Beneyto señala en un reciente ensayo que: “Esas aportaciones clandestinas, imperativas para la vida y triunfo de los partidos, se conceden siempre como contrapartida de favores gubernativos y son la matriz de la corrupción pública. Por lo que era inevitable que, cuando su existencia acabase siendo conocida, se impusiera el estereotipo “políticos igual a corruptos”, generalizándose el rechazo de los partidos. De hecho, el elevado número de líderes de partidos procesados, y en muchos casos condenados, ha sido el principal soporte de esa impugnación. En Francia, Emmanuelli, del PS, Juppé, del RPR, Méhaignerie, de la UDF, Hue, del PCF, Léotard, del PR; en Italia, Forlani, de la DC, Craxi, del PSI, y Berlusconi, de Forza Italia; en Alemania, primero el democristiano Späth, presidente de Baden-Wurtemburgo, luego el actual Jefe del Estado alemán, el socialista Johanes Rau, que fue presidente de Renania-Norte de Westfalia, y ahora Helmut Kolh y, con él, Schauble y toda la CDU.” En América Latina nos enfrentamos a similares situaciones. Son innumerables los casos de políticos y partidos acusados de corrupción, el último de los cuales es el de Jamil Mahuad, el hace poco depuesto presidente del Ecuador, a quien el banquero Fernando Aspiazu –actualmente preso, enjuiciado por graves actos de corrupción y perjuicios al Estado– dijo haber entregado más de tres millones de dólares como aporte para su campaña presidencial, y acusó de haberse aprovechado personalmente de esos fondos. Mahuad 163 reconoció esa entrega de fondos, en tanto que su hermano y jefe de campaña reconoció que el sobrante del aporte de Aspiazu todavía se hallaba en sus cuentas personales. Ello destapó una grave crisis política, que llevó al derrocamiento de Mahuad, y de cuyos efectos todavía no acaba de reponerse bien el Ecuador. Similares problemas se han presentado en Perú, donde los afamados “Vladivideos” han mostrado en toda su magnitud la podredumbre moral y la corrupción política del régimen de Fujimori, que no trepidó en comprar a enemigos políticos, sobornar a jueces y corromper económicamente a los medios de comunicación, con la complacencia de las contrapartes. Y similar apreciación se puede hacer de la Argentina, donde el gobierno de Menem dilapidó los fondos públicos obtenidos de la privatización de empresas estatales, en una orgía de corrupción y derroche que terminó por llevar al país al abismo económico en que actualmente se halla. Ante este y otros casos similares, la pregunta que se impone es: ¿cómo hemos llegado a esta generalizada situación de crisis en el sistema democrático? Creo que el primer y más evidente motivo lo podemos hallar en la relación tramposa que se ha establecido entre la política y el dinero. Desde la una orilla, empresarios y hombres de negocios tratan de vincularse íntimamente a un poder político cuyas decisiones pueden afectar a su fortuna; desde la otra, políticos ávidos de riqueza fácil, o partidos deseosos de recursos para competir ventajosamente, se colusionan fácilmente con los primeros. A partir de ese momento, el sistema de representación democrática se deforma peligrosamente, puesto que para un gobierno así constituido tiene menor importancia la opinión de sus electores, que son sus jefes y mandantes públicos, que los intereses de sus amigos empresarios, que son sus socios y mandantes privados. De este modo, la política deja de ser una relación entre electores y gobernantes, entre mandatarios y mandantes, entre los ciudadanos y el poder, y pasa a ser una sinergia entre el mercado y la política, entre los negocios y el poder, dejando al sistema electoral como una simple y necesaria pantomima, que periódicamente legaliza con el ritual de las urnas un estado de cosas predeterminado por los grandes poderes fácticos y los grandes partidos políticos. Interrogándose sobre los orígenes y alcances de esta degeneración del sistema democrático, el español Ramón VargasMachuca Ortega, profesor y teórico de Filosofía Política, encuentra que “En primer lugar, se han impuesto las pautas de la omnipresente ética mercantil en el funcionamiento de la democracia: cuentan los 164 resultados y no los principios o los procedimientos; todos compiten por lo mismo y todos pretenden ofrecer la misma mercancía a ciudadanos a los que se tiene por clientes. ... En segundo lugar, el conglomerado mediático coloniza la comunicación política imponiendo su lógica, mediatiza los procesos de decisión públicos y vacía de sustancia una competición política en buena parte reducida a publicidad, propaganda y maquinaria electoral, actividades, por lo demás, muy costosas. En tercer lugar, agotados los grandes idearios y desvitalizada por esta hegemonía mediático-mercantil, la acción política se desentiende de las pretensiones de realización de un proyecto, con lo que disminuye la afiliación voluntaria, la participación, la colaboración desinteresada del personal cualificado y el apoyo de un electorado de opinión. Este vacío se ve compensado por la afluencia de quienes encuentran en la política un canal de movilidad social ascendente a cambio de apoyo incondicional a las cúpulas de los partidos. El resultado es un crecimiento inexorable del clientelismo y una burocracia mastodóntica, realidades tan voraces como gravosas. ... En resumen, las actuales condiciones del “mercado político” vuelven los costes de la política incontrolables y convierten la financiación irregular en un componente cuasi-sistémico del mismo.” ¿Cómo corregir esta degeneración del sistema democrático? La cuestión es compleja de por sí, ya que los encargados de elaborar leyes de control del gasto electoral son los mismos partidos que han ejercitado y consolidado esas prácticas de corrupción. Así, pues, no se debe esperar mucho de leyes hechas en este contexto. Además, aunque esas leyes fuesen bien elaboradas en su inicio, siempre estarán expuestas a revisiones y reformas posteriores surgidas al calor de los cambiantes intereses políticos. De otra parte, parece evidente que los medios de comunicación no querrán renunciar sin más a los elevados ingresos que les producen las campañas electorales. Sin embargo, cabe esperar que su responsabilidad social alcance a imponerse sobre sus intereses económicos, unos intereses que son legítimos en el campo de los negocios pero que en este caso entran en conflicto con una de las responsabilidades esenciales de la prensa libre, cual es la promoción y defensa de la democracia. Creo que la solución debe ir buscándose desde varios lados. No debe orientarse tanto a controlar el gasto electoral hecho sino a refrenar el gasto mismo, limitando las oportunidades de dispendio, evitando el despilfarro y poniendo coto a las costosas campañas, desbordantes de propaganda inútil. Complementariamente, el Estado debe asumir la financiación mayoritaria de las campañas, brindando espacios gratuitos y equivalentes de propaganda a todos y cada uno 165 de los partidos legalmente reconocidos y organizando instructivos debates televisados y radiales entre los candidatos, de modo que el ciudadano pueda analizar ideas y proyectos y no se vea apabullado por una propaganda desmesurada y subliminal. En fin, los partidos deberían someterse a sistemas de inspección y auditoría financiera, como las que se estilan en las empresas privadas. Pero ciertamente nada de esto tendrá efecto si no hay, desde la ciudadanía, una reacción vigorosa contra la corrupción política, y desde la prensa, una acción complementaria de denuncia e investigación constante, que cree un espacio de transparencia informativa. Sólo así los políticos o los partidos temerán verse envueltos en prácticas de corrupción electoral y, si no lo hacen, serán sancionados en las urnas por la opinión pública. (Ponencia al Seminario Internacional de Periodismo “Etica, Responsabilidad y Paz”, organizado por la OAPI y la Universidad del Azuay. Cuenca, 14 de marzo de 2002.) 166 24 ORÍGENES DE LA LOJANÍA 167 Mi amigo Félix Paladines nos ha sorprendido con un bello libro sobre la identidad lojana y las raíces de la lojanidad. Ciertamente, él había pensado regalar ese libro primeramente a sus paisanos, para ayudarlos a encontrar su propio ser social, sus raíces colectivas, sus hábitos y tradiciones culturales, pero ha terminado regalándonos a los ecuatorianos un catalejo para mirar a fondo a su amada lojanía, que es también una lejanía: “el último rincón del mundo”, como solía decir el maestro Benjamín Carrión, con una mezcla de amor y nostalgia. Así, pues, hoy hemos venido convocados por la magia de este libro y también por los sutilísimos hilos de una antigua amistad, que es también otra forma de identidad humana, construida en este caso a partir de la empatía personal, pero también de unas comunes percepciones del mundo. Entiendo que en este acto se trata de hablar tanto del autor como de su libro. Respecto del autor, debo decir que siempre me asombraron su llaneza personal y su paralela profundidad intelectual, en especial su capacidad para ver más allá de lo obvio, para hurgar en la realidad en busca de las explicaciones y determinaciones de las cosas. Por eso mismo, su trato ha sido siempre grato y su conversación toda una experiencia placentera, puesto que hablar con él equivale a subir al segundo piso de las preocupaciones humanas, para sentarse a reflexionar en común sobre cuestiones trascendentes. Este es el hombre que hoy nos ha sorprendido con su libro “Identidad y Raíces”. Y digo “sorprendido”, porque con este libro Félix ha tenido la virtud de descubrir en nosotros, y probablemente en todos sus lectores, una suerte de capacidad de encantamiento, que supera el puro encuentro intelectual con una obra inteligente para llevarnos al nivel de la franca satisfacción estética. Y conste que no me refiero a un libro de literatura, donde la belleza formal suele ser parte sustantiva del horizonte buscado por el autor, sino a un libro de ciencias sociales, donde es común que los datos, conceptos y categorías de análisis ahoguen a la estética literaria. Pues bien, quizá ahí radica el primer mérito de este autor y de este libro: en haber logrado conciliar el rigor analítico con un texto grato y sugestivo, que atrapa al lector en las primeras páginas y lo lleva confiadamente hasta la última página. Un segundo mérito que les hallo es su apasionada búsqueda de explicaciones, aun por encima de las limitaciones metodológicas. Por una parte, es obvio que nunca acabaremos de poseer todos los testimonios del pasado, porque las injurias del tiempo y la incuria de los hombres han dañado o extraviado para siempre muchos de ellos. Y, por otra parte, es evidente que el trabajo del investigador 168 se topa, casi siempre, con unos cortes y frenos impuestos por la realidad: archivos mal tenidos, documentos perdidos, informaciones fraccionarias, puertas que se cierran a su búsqueda. Entonces, el investigador tiene que innovar métodos, zurcir datos y apoyarse en modelos estructurales para aprovechar al máximo los datos existentes y reconstruir escenarios posibles y probables. En cuanto ha sido necesario, Félix ha trabajado también en esa línea y lo ha hecho con sinceridad y seriedad. Eso le da a su obra sencillez y calidez humana, sin perder rigor ni profundidad. Y revela que no es un libro escrito para ganar puntos ante la crítica intelectual, sino para llegar al pueblo llano con una suma de razones trascendentes, que lo lleve a reflexionar sobre su propio ser, sobre su particular pasado, sobre su prometedor futuro. De ahí deriva otro mérito adicional de esta obra: su tono firme, seguro, fecundo, que viene de alguien absolutamente convencido de lo que expone y va hacia alegremente hacia los demás, en busca de estimular en ellos su propia memoria, sus propias resonancias interiores y esa inaudible melodía del encuentro con la autenticidad. Lo que la convierte en un libro de estímulo para el optimismo, de impulso al progreso, de afianzamiento de la confianza colectiva, a través de la exaltación de las viejas raíces y las virtudes cívicas, sin dejar por ello de dedicar unas páginas a la crítica de los defectos identitarios, en busca de pulir las aristas salientes y mejorar el rostro común. Loja es tierra de gentes recias y bravías, herederas y continuadoras de una añeja experiencia colonizadora. Desde el siglo XVI, los lojanos colonizaron la hoya amazónica hasta más allá del Ucayali, llegando a las inmediaciones de la actual Bolivia. También colonizaron el Ande próximo y con sus mulas abrieron rutas de comunicación hacia el Pacífico noroccidental y suroccidental, por las que luego fluyeron el oro y las quinas, y más tarde el tabaco, el café, el algodón hilado, las panelas y el aguardiente. Nacidos y crecidos entre montañas y bosques, estos hombres de la meseta andina no se arredraron jamás ante las dificultades y retos de la geografía, y con sus pisadas construyeron caminos y trazaron rutas de comercio hacia lejanas latitudes. De este modo, su semilla vital quedó sembrada en toda una enorme región, que iba desde las orillas del Pacífico hasta las profundidades de la selva oriental y desde el nudo del Azuay hasta las ciudades del norte del Perú, y aún hasta la lejana Lima, donde con cierta regularidad se consumía carne lojana llegada en pie. Por lo tanto, no debe llamar a sorpresa que descendientes de viejas 169 familias lojanas hayan llegado a ocupar elevadas funciones en la vida política y cultural peruanas, incluida la presidencia de ese país hermano, ocupada a mediados del siglo XX por un descendiente de lojanos. (Y hablando en voz baja, recordemos que el terrible codictador Vladimiro Montesinos, hoy convertido en el enemigo público número uno del Perú, se halla estrechamente emparentado con familias de Loja y Cuenca, las que, desde luego, no tienen ninguna responsabilidad con sus repudiables actos de corrupción y tiranía.) Con tales antecedentes, nada extraño resulta que los lojanos hayan seguido colonizando mundos y que, en el pasado inmediato, atenazados por la sequía y el imparable avance del desierto de Sechura, e impulsados por su antigua vocación andariega, hayan vuelto a sus andadas y hayan fundado “Nuevas Lojas” en el lejano subtrópico de Santo Domingo de los Colorados o en las también lejanas tierras del nororiente amazónico, llevando su cultura y su elegante dialecto castellano a todos los rincones del Ecuador, e incluso a otras latitudes del mundo. Para nosotros, hombres de ciudad, que nos movilizamos en automóvil, autobús o avión, hay datos del ayer que nos resultan asombrosos o simplemente incomprensibles. En el breve lapso histórico de apenas un siglo, que en la práctica puede ser testimoniado por un padre y su hijo, nuestro país ha cambiado notablemente, especialmente en ciertos ámbitos en que la tecnología ha revolucionado la vida social y las relaciones humanas, como es el caso de las comunicaciones. Por esta razón, se nos vuelve asombroso leer acerca de esos viajes y conquistas de Juan de Salinas y Loyola, que recorrió a pie, a caballo o en canoa gran parte de la geografía sudamericana, buscando construir un imperio hijo de España entre los Andes y la Amazonia, con capital en Loja. Quizá de ahí devino el ansia de aventura y esa paralela nostalgia por el regreso que, según nos dice Félix Paladines, caracteriza al espíritu del lojano. Y que, agrego yo, lo lleva a dejar la tierra silbando el alegre bolero “Lojanito”, de Salvador Bustamante Celi, para luego ponerlo a recordar su plácido mundo de bellos ríos y tibios valles, y llevarlo finalmente a cantar, distante y desolado: “¡Sino cruel! Hoy en extraños lares bogo en los mares de la aflicción. ¡Sino cruel! Sobre las recias olas, bogando a solas va mi dolor.” Y es que esa es la dialéctica vital del desarraigo, que anida en 170 el alma ecuatoriana y en especial en el alma lojana: un irresistible anhelo de volar lejos del terruño, con ánimo de hollar nuevos horizontes, y luego una eterna añoranza de lo dejado, de lo perdido, y una consecuente ansia de retornar al solar nativo, es decir a su sol, a su suelo, a sus afectos, a su paisaje. Desde hace una treintena de años anduve por ese sorprendente paisaje lojano, en busca de información y conocimientos. En el curso de esos viajes, me hice de amigos entrañables y generosos, como Félix Paladines, Marco Placencia, Edgar Palacios, Trotski Guerrero, el “Obispo” Rojas y Salomón Coronel, con cuya ayuda logré meterme en archivos públicos privados, entre ellos en el archivo de la Curia, que, en verdad, era más bien un montón de documentos no clasificados, a los que mi amigo Salomón trataba de poner en orden y uso. Pero también tuve ocasión de ejercitar una de mis pasiones intelectuales, cual es la historia oral, entrevistando a algunos personajes que guardaban diversos retazos de la otra historia de Loja: la de la vida social en sus distintos niveles, la de los hábitos cotidianos, la de las mentalidades colectivas. Uno de mis informantes fue don Miguel Carpio, por entonces reputado como el hombre más vejo del “Valle de la Longevidad” de Vilcabamba. Don Miguel tenía entonces, por 1973, alrededor de 130 años. Eso me llevó a reflexionar en que nuestro país había cumplido el año anterior el sesquicentenario de su Independencia, y a pensar también en que el Estado ecuatoriano nació recién en 1830; por tanto, el Ecuador tenía entonces 143 años de vida, es decir, apenas trece años más que don Miguel Carpio, quien venía siendo algo así como el hermano menor de la República del Ecuador. Y fue a partir de esa revelación mental que diseñé mi entrevista con ese inteligente y todavía lúcido anciano. Comencé peguntándole por el mundo de su infancia, por sus trabajos, por sus viajes, por los antiguos sueños de su gente. Me contó que venía de una familia de aparceros arrimados, la cual debía trabajar de sol a sol en las tierras de la hacienda, incluso los domingos después de asistir a misa. Repregunté acerca de a qué hora cultivaban su pequeña parcelita. Me dijo que por las noches, para lo cual él, que ya era maltoncito, le ayudaba a su padre alumbrándolo con un candil de manteca. Luego, entrados ya en confianza, me contó que desde entonces él odió esa dura y triste condición de peón arrimado a una hacienda y que, apenas pudo, se hizo ayudante de arriero y luego arriero independiente, recorriendo periódicamente el trayecto entre Loja y Piura, por el antiguo camino indígena de Huancabamba. 171 ¿Y dónde dormía usted, dónde hacía paradas?, le inquirí. A veces, me dijo, en casas posadas que había en los pueblos, pero la mayoría de las veces en el campo, en la montaña, para lo cual buscaba un matapalo muy grande y ahí, entre esas enormes raíces, me acomodaba por las noches con mi piara de mulas, para protegerme de los tigres. ¿Había mucho tigre por esos lados?, insistí. ¡Uuuuuuh!, dijo, abundaba el tigre y por eso yo dormía con un ojo abierto, para estar listo cuando asomara la fiera. Por eso es que maté muchos tigres y me les bebí la sangré antes de sacarles el cuero. Dicen que la sangre de tigre es poderosa. A lo mejor será por eso que yo he vivido tanto, concluyó, con una leve sonrisa de satisfacción. Después de ese encuentro con don Miguel Carpio, el “hermano menor de la República”, tuve otras entrevistas importantes con personajes de Loja, pero ya nada era capaz de sorprenderme cuando oía las historias insólitas de esa tierra bravía y prodigiosa. Así, pues, casi no me inmuté cuando un caballero culto y gentil, que por más señas era cuñado del famoso escritor Alejandro Carrión, me relató cómo fue que llegó a Loja la primera punta de ganado Holstein, traída al Ecuador directamente desde los Estados Unidos, por un empresario de avanzada: don Daniel Alvarez Burneo. El caso fue que las vacas llegaron por barco al puerto peruano de Paita y desde ahí las llevaron caminando hasta Loja, pero, para evitar que se les destruyeran los cascos, les pusieron unas botas especiales que don Daniel había mandado hacer para ellas con un maestro zapatero lojano. Y si no recuerdo mal, mi informante me dijo que cada vaca se había gastado tres juegos de botas en ese largo viaje. Así, pues, mediante este ingenioso recurso, las vacas llegaron a su destino en perfecto estado y Loja fue la primera provincia del Ecuador que tuvo ganado vacuno de alta producción lechera, del mismo modo que, años antes, su capital había sido la primera ciudad ecuatoriana que tuvo luz eléctrica. Muchas otras historias similares podrían relatarse, para mostrar ese temple especial de estas gentes de Loja, que siempre fueron gentes de frontera, que templaron su espíritu luchando contra los elementos naturales, contra las adversidades históricas y sobre todo contra la incuria y el olvido a que los sometieron los mandones y políticos de la lejana capital. Un segundo mérito de este libro radica en el hecho de haberse evadido su autor de los compartimientos estancos de la interpretación científica, mediante el arbitrio de pasar y repasar por sobre los linderos de las ciencias del hombre, para integrar una amplia visión social de la región lojana, que se proyecta tanto en el tiempo como en el espacio y que se pasea airosamente por los espacios de la 172 geografía, por los largos tiempos de la historia, por los términos de la lingüística o por los datos de la sociología, sin dejar de llevarnos hasta los sabores y olores de la culinaria, las notas gratísimas de la música o los textos significantes de la poesía. De ahí que, al final de su lectura, uno se queda con la impresión de haber leído un libro total, redondo, definitivo, en el que nada falta y nada sobra para entender el tema planteado. Otros muchos méritos le encuentro a este trabajo, pero no quiero anunciarlos, para no prejuiciar el criterio de los lectores, quienes, estoy seguro, los hallarán por sí mismos. En todo caso, tengo para mí que esta obra le va a hacer mucho bien a Loja y a los lojanos, pero también al Ecuador y a los ecuatorianos. Creo que prontamente va a convertirse en un modelo de espejo colectivo, en el que los ecuatorianos de cada región podamos mirarnos, con detenimiento y gozo, el conocido rostro cotidiano, pero también el alma, no siempre visible en los espejos de cristal. Y es que Félix ha configurado un libro destinado a estimular la memoria individual y colectiva y a reflejar las luces y sombras de una identidad regional. Por lo mismo, confío en que va a servir de ejemplo para otros esfuerzos similares, que nos ayuden a rescatar, potenciar y revitalizar otras valiosas identidades regionales que pueblan nuestra loca geografía: la esmeraldeña, la manabita, la azuayo–cañari, la bolivarense, la tungurahuense, la carchense y la oriental, entre otras. Y no incluyo en esta lista a Guayaquil y su zona de influencia –que abarca la región de la cuenca baja del Guayas– porque esa labor está en marcha, y por todo lo alto, desde el Archivo Histórico del Guayas, donde un grupo de soñadores prácticos ha puesto en marcha una formidable tarea de rescate de la memoria y la identidad colectivas. Y tampoco menciono a Quito y su región histórica, donde es ya tradicional el interés por pulir y difundir la memoria colectiva, y donde hay muchas instituciones y personas dedicadas a esta grata tarea. (Palabras en el lanzamiento del libro “Identidad y Raíces”, efectuado el 23 de mayo de 2002, en el aula magna de la Universidad Técnica Particular de Loja, extensión Quito) 173 25 174 LA VOZ DE LOS VENCIDOS En 1992, al cumplirse el Quinto Centenario de la llegada de Colón a tierras americanas, estalló en todo el continente un generalizado clamor de los pueblos indígenas contra la situación de opresión y marginalidad en la que viven. Para la mayoría de los periodistas y observadores superficiales, se trataba de una reacción coyuntural de los pueblos indios frente a sus problemas contemporáneos. Hubo quienes, con absoluta banalidad, creyeron ver en ello una simple expresión de “antihispanismo”, provocada por las luces y fanfarrias de la celebración oficial española. En fin, no faltaron los defensores del sistema, que atribuyeron las protestas indígenas a un “remanente ideológico del recién fenecido comunismo”. En verdad, algo de todo eso había en el ambiente, pero la motivación fundamental estaba más atrás y más adentro, y parecía escapar a la mirada de aquellos observadores de la coyuntura. Me refiero al pensamiento milenarista de los pueblos indios, un fenómeno poco estudiado por la historia de la ideas y que por su trascendencia merece una mayor atención tanto de la historia cuanto de la filosofía. Una aproximación al tema nos lleva inevitablemente al planteamiento de varias inquietudes iniciales: ¿Existe realmente el pensamiento milenarista indígena? ¿Cómo se expresa? ¿Cuáles son sus alcances y perspectivas? Comencemos por precisar que el pensamiento milenarista es común a muchos pueblos y culturas de la tierra. En esencia, se expresa por medio de corrientes de ideas que describen, o a través de doctrinas que anuncian, la llegada de una era de felicidad y perfección. Es, pues, una utopía movilizadora, que remueve la conciencia colectiva y llama a la acción en nombre de un “retorno al pasado feliz”, a la época anterior a la presencia y dominación del “Mal”. Un pensamiento social de este tipo lo tuvo el pueblo judío y se expresó en forma de profecías, tales como las de Isaías acerca del “Reinado universal de Jehová” y el “Nacimiento y reinado del Mesías”, era en la cual desaparecería la guerra, las naciones vivirían en paz, florecerían los desiertos, “los redimidos de Jehová tendrán gozo y alegría perpetuos, y huirán la tristeza y el gemido”. Lo hallamos en la cultura judeo–cristiana, expresado como la promesa del libro del Apocalipsis, de que finalmente habría un “millenium” en el que las fuerzas del Mal desaparecerían de la faz de la tierra y Cristo impondría su reino de amor y paz sobre todas las naciones. Lo encontramos también en la cultura cristiana medieval y sus utopías de la Ciudad de Dios (“Civitas Dei”) o la Ciudad Ideal (Campanella), donde reinarían la fraternidad, la justicia y la equidad entre los hombres. 175 Golpeados por la violencia de la conquista y la opresión del dominio colonial, los indios americanos desarrollaron tempranamente su propio pensamiento milenarista, su propia profecía de un futuro feliz, como un medio de resistencia espiritual frente al avasallamiento total que pretendía imponerles el conquistador. Surgieron así nuevas formas de religiosidad indígena, que el dominador bautizó con el prejuiciado nombre de “idolatrías”. Generalmente eran expresiones culturales clandestinas, aunque en ocasiones llegaron a manifestarse como activas ideas de resistencia contra los conquistadores, como ocurrió en el siglo XVI con la idolatría de Martín Ocelótl, en la Nueva España, y la “guerra del Mixtón”, en la Nueva Galicia. Empero, la más cabal expresión de esa cultura de la resistencia fue el movimiento peruano del Taqui Ongo, que surgió hacia 1560 y que en poco tiempo llegó a tener miles de seguidores. Traducido como “canto o danza de la enfermedad”, era una ceremonia de ritualización de la tragedia indígena, en la cual unos shamanes viajeros, que iban de pueblo en pueblo, entraban públicamente en trance, hablaban con la voz de los viejos dioses caídos y anunciaban el advenimiento de una era feliz, que comenzaría con la expulsión de los españoles y de su dios blanco. Y todo ello ocurría en medio de un frenesí de cantos y bailes de la multitud, que celebraba así la esperanza de su futura liberación. De modo muy semejante a las profecías judaicas, las prédicas de los sacerdotes del Taqui Ongo contenían también anatemas terribles contra los indios que rindiesen culto al dios cristiano, a los cuales se amenazaba con que el día de la venganza de las “huacas” (dioses indios) los traidores quedarían condenados a vagar por el mundo con la cabeza para abajo y los pies hacia arriba, o que se convertirían en animales, antes de ser tragados por el mar junto con los españoles. En consecuencia, para limpiar sus culpas se les exigía que volviesen a adorar a las huacas y homenajear a los shamanes, que se despojasen de los nombres y costumbres de los cristianos y que se purificasen por medio del ayuno y la abstinencia sexual. En los siglos posteriores, el pensamiento milenarista indígena siguió latente y aun se alimentó de las prédicas proféticas y milenaristas del cristianismo, en un curioso ejemplo de sincretismo cultural, por el cual el dominado utilizaba en su defensa las propias razones del dominador. Tal lo ocurrido en la Sierra quiteña hacia 1797, cuando los indios de la región, afectados por un terrible cataclismo geológico, en el que se juntaron erupciones volcánicas y terremotos, se rebelaron contra los españoles y proclamaron que la “Pachamama” (su Madre Tierra) y los volcanes (sus dioses tutelares) se violentaban 176 para expresar su ira contra los españoles, que habían avasallado a los indios y hollado sus valles y montañas. “Se alzaron los indios en el primer instante, publicando entre sí que los que los volcanes de Tungurahua, de donde procedió el estrago, habían dado aquellas tierras a sus antepasados y, adorando a aquellos volcanes como si fueran dioses, trataron de eliminar a los españoles que se habían escapado de la ruina general,” informaba a Madrid un angustiado Presidente de Quito. Hubo más: los indios, en una clara expresión de su milenarismo, sincretizado ya con la religión católica, proclamaron entonces que se habían cumplido los tres siglos de dominio que el Papa había dado a España sobre América y que era llegada la hora de que los españoles abandonaran esta tierra y los indios recobraran su libertad. Sumamente preocupado con tal situación, el presidente Muñoz de Guzmán puso en estado de máxima alerta a las fuerzas militares coloniales, cuidando, según sus palabras, “de no dejar a este pueblo sin el freno de la tropa, por lo que en el día me hallo vigilante de la conducta de los indios de los pueblos arruinados, que según los partes de los respectivos corregidores me aseguran haberse insolentado y que profieren no deber ya pagar tributos...” Mientras la tierra americana sufría estos trastornos geológicos y sociales, en Europa se expresaba otra forma de pensamiento, la razón ilustrada, para proclamar por boca de Francisco de Miranda y Juan Pablo Vizcardo la necesidad de poner fin al dominio colonial de España sobre América. Pero no sólo cambiaba la forma de pensamiento que inspiraba esas diferentes proclamas (pensamiento mítico, en los indios; pensamiento ilustrado, en los criollos), sino también el sentido profundo de ellas. Así, mientras los indios reclamaban la restitución histórica de su mundo, usurpado por los conquistadores europeos, Vizcardo proclamaba en su famosa “Carta a los españoles americanos” el derecho preferencial de los descendientes de los conquistadores a ejercer señorío sobre América, derivado del “mayor y mejor derecho” de sus antecesores ibéricos para “adueñarse enteramente del fruto de su arrojo y gozar de su felicidad.” De este modo quedó planteada una contradicción histórica que todavía no ha sido resuelta: la de los criollos contra los indios, por el derecho a la posesión de las tierras americanas. Ruindad de la historia, el pensamiento de los criollos fue Informe del Presidente de la Audiencia, Luis Muñoz de Guzmán, al ministro Llaguno. Quito, 20 de febrero de 1797. AGI, S. Quito, L. 250. Ibid. 177 condensado en innumerables escritos, libros y periódicos, mientras que el pensamiento de los indios quedó condensado únicamente en su oralidad y no trascendió a la palabra escrita, precisamente porque el colonialismo se había encargado de privarles o limitarles el acceso a la escritura, como una forma de dejarlos al margen de la crónica histórica. Por eso la dificultad de recoger en su futuro (nuestro presente) las voces de las etnias americanas, esas voces que relataron la primera historia, que describieron los horrores del colonialismo, que a lo largo de tres siglos convocaron a la lucha por la recuperación de su libertad. Cuando más, esas voces perviven –mutiladas, distorsionadas, deformadas– en los temerosos informes de las autoridades coloniales, en las acusaciones judiciales del dominador o en las memorias de los represores. Y sin embargo contienen tanto empuje histórico y tanta pasión vital que aún nos estremecen con sus denuncias del oprobio, con su ansia de libertad, con la fuerza de sus sueños colectivos. Son bellos sueños, bellas utopías. Sueñan con un mundo justo y pacífico, donde la violencia y la injusticia hayan desaparecido, para dar paso a un nuevo orden de equidad y paz. Sueñan también con un mundo honesto y moralmente limpio, donde haya sido eliminada toda forma de corrupción inspirada en la avaricia o en la ambición descontrolada de riqueza, donde el hombre vuelva a valer más que el oro y florezca la generosidad mutua. Para llegar a ese mundo nuevo, los autores de esos sueños han definido un tríptico moral a practicar en todo tiempo: “Ama shua, ama quilla, ama llulla”: no robarás, no mentirás, no serás vago. *** ¿Qué pasaba, entretanto, con los negros americanos? Pese a ser víctimas del colonialismo, al igual que los indios, los negros debieron enfrentar una situación diferente. Arrancados de su mundo nativo por la brutalidad de los traficantes de carne humana, trasladados a un mundo que no conocían y al principio ni siquiera entendían, aherrojados con grillos y cadenas para domeñar su natural instinto de libertad, vendidos como bestias y maltratados en toda forma por sus amos, los negros de origen africano ocuparon en las sociedades coloniales americanas el último lugar en la escala social, un lugar que estaba a medio camino entre la humanidad y la animalidad: la esclavitud. Ríos de tinta se han hecho correr en disquisiciones sobre el origen de esta bárbara institución creada por los hombres. En el caso de la esclavitud de los negros, hay quienes con ligereza la atribuyen al buen padre Las Casas, quien, en una de sus cartas y memoriales 178 escritos al rey en defensa de los indios, recomendó que se trajeran negros del Africa para que trabajasen en las tierras cálidas de América. Pero los actuales estudios historiográficos han revelado que la esclavitud de los africanos, tanto blancos como negros, surgió de las guerras y conflictos marítimos entre la Europa cristiana y el Africa musulmana, y era ya una institución arraigada en el sur de España y Portugal cuando Colón arribó a América. De lo cual podemos concluir que fray Bartolomé no inventó la esclavitud sino que, a lo más, buscó aprovecharla en beneficio de sus defendidos. Para el colonialista, el negro era simplemente un esclavo, una especie de bestia con forma humana “creada por Dios para servir a sus amos blancos”. Pero para sí mismo era un ser humano victimizado por la violencia de sus opresores, un ser con sentimientos, lengua, dioses y sueños propios, que ansiaba constantemente la libertad. No es de extrañar, pues, que en la historia del colonialismo europeo en América se hallen como elementos estructurales de las diversas sociedades tanto la esclavitud cuanto la resistencia esclava, expresada en protestas, robos y delitos de sangre contra los amos y capataces, así como en fugas, levantamientos o formación de palenques y quilombos de negros prófugos. También son testimonios de esa resistencia las formas de represión institucionalizadas por el sistema colonial contra la resistencia esclava, expresadas en leyes y mandatos legales, que detallaban y categorizaban tanto los posibles delitos de los esclavos cuanto las penas y castigos que debían merecer por ellos. En la culminación de ese proceso de institucionalización de la represión se dictaron los famosos “Códigos Negros”, que buscaban normar todos los aspectos de la esclavitud en América Latina. De ellos, el más opresivo fue quizá el Code Noir promulgado en 1685 para las colonias francesas del Caribe, que daba al esclavo la categoría de un bien mueble sin ningún derecho personal, establecía durísimas penas para los esclavos fugitivos y daba al amo un ilimitado derecho de castigo; inclusive negaba a los esclavos el derecho al culto religioso, aunque obligaba a los amos a bautizarlos. En cuanto al ámbito español, el Código Negro carolino de 1784 era también bastante riguroso: disponía duros castigos contra los negros rebeldes o cimarrones, prohibía a los esclavos tener un peculio superior a la cuarta parte de su propio valor, así como efectuar legados a sus familiares; también impedía que los esclavos comprasen su libertad, sosteniendo que el dinero reunido por estos era generalmente fruto de robos o de prostitución. Empero, más allá de esa brutal realidad socio-jurídica consagrada por el sistema colonial, supervivía otra realidad, no menos significativa: era el espacio de la conciencia social de los esclavos, que 179 se percibían a sí mismos como unos seres humanos oprimidos por la violencia, degradados por la injusticia del mundo y la sevicia de sus amos, y merecedores de mejor trato, en tanto que “seres racionales e hijos de Dios”. Así, un esclavo quiteño de fines del siglo XVIII, Mariano Chiriboga, pidió a las autoridades que le cambiaran de amo, pues bajo el que tenía, que era don Maximiliano Coronel, canónigo de la catedral, había “padecido los mayores maltratos y tormentos que pudiera una criatura humana que, si no hubiera sido por haber concertado la gran misericordia de Dios, ya hubiera pasado de esta presente vida a otra”. Otros dos esclavos, Claudio Delgado y Bonifacio Isidro Carvajal, denunciaron por la misma época la brutalidad con que eran tratados los negros en las minas de oro de Barbacoas (actual Colombia), en especial “... la impía crueldad del capitán y apoderado Onorio Estupiñán ... y con este motibo no cabe explicación de la sebicia que hemos tolerado aun quando por tinta corriera la sangre de nuestras venas”. Delgado denunciaba, por su parte, la terrible situación de su esposa, que se hallaba “combaleciente de un novenario de asotes a ciento, tarde cinco, hasta dexarla ynábil, tanto que al curarle yba echando trosos de carne por las partes berendas”. La razón de la crueldad del capataz era, según el denunciante, que éste buscaba constantemente “violentar a las mujeres, que si éstas condecienden lo pasan bien, de lo contrario beben estos tragos de la muerte”. Además de esas voces testimoniales del dolor humano, en los archivos existen también valiosas pruebas de esa conciencia de humanidad que poseían los esclavos y que les impelía a luchar por todos los medios a su alcance para liberarse de la esclavitud o, al menos, evitar los maltratos y alcanzar algún resquicio de libertad personal. Juliana Villasís, una negra quiteña, escribía en 1801: “Los esclavos somos las personas más miserables y penosas, pero racionales y de la especie humana, cuia servidumbre es contra naturaleza...”. Y el esclavo Francisco Carillo argumentaba, por la misma época: “No nos falta otra cosa sino es quitarnos esta color morena oscura e infeliz, pero en la que sea alma racional y censitiva, tiene igual el amo como el siervo”. Cit. por Bernard Lavallé, “El cuestionamiento de la esclavitud en Quito colonial”, Colección Todo es Historia, Nº 8, Universidad Estatal de Bolívar, Quito, 1996, p. 58. Id., p. 62. Id., p. 63. 180 *** Vista esa conciencia de humanidad que poseían los esclavos, no debe extrañarnos que lucharan por todos los medios en busca de su libertad: fugando de las haciendas y plantaciones, matando a sus amos o capataces, buscando cambiar de amo, comprando su libertad con sus ahorros, litigando en busca de manumisión o rebelándose masivamente contra el sistema. De ahí que la historia de nuestro continente esté poblada de rebeliones, motines y alzamientos de esclavos. En general, se trataba de revueltas espontáneas, efectuadas por unos pocos esclavos, pero algunos de esos movimientos implicaron a grandes grupos de trabajadores negros, se efectuaron con una cuidadosa preparación previa y estuvieron motivados por concepciones religiosas de carácter milenarista, según las cuales los dioses africanos vendrían finalmente a liberar a sus hijos de la tiranía de los esclavistas cristianos. Hubo también casos de rebeliones o movimientos de cimarronaje efectuados conjuntamente por negros prófugos e indios alzados. Casi siempre, esas rebeliones de esclavos terminaron aplastadas brutalmente por los amos y las autoridades; sin embargo, algunas de ellas tuvieron éxito temporal y su ejemplo produjo ecos en otras regiones. Una de estas fue la de los esclavos musulmanes brasileños, que se alzaron entre 1808 y 1835 en la región brasileña de Bahía y fundaron la “República de los Palmares”, sostenida durante años en medio de una constante y a ratos triunfal guerra contra las autoridades coloniales. La única rebelión esclava que triunfó en América fue la de los esclavos haitianos, que, inspirados en el culto vudú, aprovecharon la crisis colonial producida por la Revolución Francesa para insurreccionarse en 1791 contra sus amos blancos. Luego de varios años de lucha, tomó el control del movimiento el jefe revolucionario Toussaint Louverture, bajo cuyo liderazgo el ejército de esclavos venció a todos sus enemigos locales y también derrotó a los ejércitos expedicionarios enviados por España e Inglaterra. En 1801, una Asamblea Central convocada por Toussaint decretó la “Constitución de la colonia de Santo Domingo”, por la cual Haití y sus islas adyacentes reconocían el predominio francés, pero también hacían suyo el espíritu libertario de la Revolución Francesa, consagrado en la “Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En consecuencia, esa Constitución proclamaba: “Art. 3. En este territorio no podrá haber esclavos. La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen, 181 viven y mueren libres y franceses. Art. 4. Todo hombre, cualquiera sea su color, puede ser admitido en cualquier empleo. Art. 5. No hay otra distinción que la de la virtud y el talento, ni otra superioridad que la otorgada por la ley en el ejercicio de la función pública. La ley es igual para todos, tanto cuando castiga como cuando protege.” Forzada por la insurrección de los esclavos haitianos, la Asamblea Nacional francesa declaró abolida la esclavitud en las colonias. Pero poco después, en 1802, Napoleón Bonaparte anuló la abolición y envió hacia el Caribe un gran ejército colonial, encargado de restablecer la esclavitud en las colonias francesas. En el caso de Haití, Toussaint fue apresado por los franceses, pero los esclavos insurrectos resistieron exitosamente; tras dos años de guerra, derrotaron al ejército colonial y consolidaron definitivamente su libertad. En enero de 1804, bajo la jefatura de Dessalines, fue proclamada la independencia haitiana y creada la primera república independiente de América, que fuera también la primera república negra del mundo. En la proclama de independencia, Dessalines afirmaba: “... Hemos osado ser libres, osemos serlo por nosotros mismos y para nosotros mismos. ... Juremos ante el universo entero, ante la posteridad, ante nosotros mismos, renunciar para siempre a Francia, y morir antes que vivir bajo su dominación. ... Prestad entonces juramento de vivir libres e independientes, y de preferir la muerte a todo lo que pueda volveros al yugo.” Unos años más tarde, sería precisamente el gobierno haitiano del presidente Pétion quien proveería de armas y recursos a la empresa libertadora de Simón Bolívar, poniendo como única condición que el futuro Libertador de Sudamérica decretara la manumisión de los esclavos de Venezuela. Hasta donde pudo, Bolívar hizo honor a ese compromiso. * * * La historia humana tiene una inevitable carga de tragedia, al punto que a veces el conocimiento del pasado es un ejercicio ingrato, pero inevitable e indispensable para vivir conscientemente nuestro destino, porque no hay experiencia ninguna en el cerebro humano que no esté construida sobre la memoria individual o colectiva. Esa carga de tragedia es especialmente agobiante cuando 182 se trata de construir una historia alternativa a partir de memorias colectivas vinculadas al sufrimiento, a la opresión o a la marginación. Ha escrito Czelsaw Milosz: “Uno recuerda lo que duele: los judíos recuerdan, los polacos recuerdan”. Podríamos añadir: “los indios y los negros de América recuerdan”. Y explicar que no recuerdan su pasado por un ejercicio de victimismo o un prurito de revancha, sino por una irrefrenable necesidad de entender su oprobioso presente y de rescatar sus raíces originales, su identidad como pueblos. En general, no es posible reconstruir a cabalidad la memoria histórica, puesto que no nos es dado recuperar todos los testimonios del pasado. Pero esta realidad se agrava cuando se trata de pueblos marginados de la historia, privados por el opresor de todo acceso a los recursos de la cultura escrita. Por ello, la verdadera historia de los indios y los negros americanos está hecha de testimonios aislados, palabras sueltas, sueños inconclusos. Son materiales insuficientes para reconstruir una memoria total, cabal y completa de esos pueblos, pero ellos bastan para lograr dos fines fundamentales de la historia: hacer luz sobre el pasado de una parte de la humanidad, ocultado intencionalmente por los opresores, y ayudar a los pueblos indios, negros y mestizos en el esfuerzo de reconstrucción de su memoria y recuperación de su antigua dignidad. Y siempre que se trata de temas históricos, aparece por delante la vieja exigencia de la “objetividad”, que la derecha entiende como una camisa de fuerza puesta a la ciencia para evitar que ésta vaya más allá de lo que está escrito en los documentos, más allá de lo que los escribas del sistema de dominación consideraron digno de ser registrado como testimonio de su tiempo. Por este medio, tomando a la objetividad como escudo, se trata de impedir que la historia sea una ciencia plenamente desarrollada –es decir, una ciencia reflexiva, capaz de teorizar sobre la realidad pasada y presente– y se busca que siga siendo la pequeña ciencia de los archivistas, los paleógrafos y los transcriptores, para la cual lo escrito en el documento es la única verdad posible. ¿Y qué pasa con lo no escrito o lo apenas sugerido? ¿Y cómo reconstruir la historia de esos sectores marginales, que estaban –y aún están– al margen de la escritura? ¿Y dónde queda la historia de los pueblos de cultura oral? Hace una cuarentena de años, saliendo al paso de los guardianes de la “objetividad histórica”, el historiador argentino Dardo Cúneo escribió: “La objetividad comienza por no desconocer, ni descontar, ningún elemento de la realidad en vigencia, en beligerancia, y requiere el coraje de entender los problemas desde su raíz, reconocerlos en todas sus dimensiones, interpretarlos en sus contradicciones y extraer de ellas los significados esenciales que hacen a la continuidad histórica 183 de una comunidad, de un pueblo, de una nación; objetividad que no aisla pasados con respecto al presente, ni a éste con relación a aquellos.” La ciencia histórica, a diferencia de los dogmas religiosos, está hecha de incertidumbres, búsquedas tentativas y pasos de aproximación. El historiador, como cualquier científico, acepta el error y la duda como elementos inevitables de su trabajo investigativo, por lo cual camina con pasos inseguros en busca de la verdad. Y esto lo diferencia del predicador, que cree ser dueño de una verdad y afirma que ésta le ha sido revelada. Así, pues, el estudio de la Historia nos permite conocer el pasado y encontrar claves de comprensión del presente, pero también nos ayuda a descubrir las rutas del conocimiento, a comprender las dificultades que hay en ellas y a identificar los métodos necesarios para superarlas. De otra parte, y supuesto que la historia general se hace de historias parciales, uno de los grandes progresos del saber histórico ha sido la relativamente reciente preocupación por grupos humanos que antes estaban excluidos: las mujeres, los pobres, los trabajadores, los esclavos. Lo cual prueba, una vez más, que no se avanza poniendo límites al conocimiento sino haciéndole ganar, a la vez, extensión y profundidad. Y tras estas necesarias reflexiones, volvemos de nuevo al tema que nos ocupa. *** Fueron los indios y los negros, víctimas principales del colonialismo, quienes lucharon primero por la libertad en tierras de América. Y esto los diferenció de la generalidad de los criollos, que hablaban en teoría de la libertad, pero en la práctica sólo querían la emancipación: hijos adultos de España, buscaban independizarse de su madre patria, para mejor explotar a sus siervos indios y esclavos negros. Con todo lo brutal que fue el colonialismo externo, tuvo límites en su brutalidad. Las Leyes de Indias buscaron garantizar algunos derechos de los nativos americanos, a partir de la consideración de que eran vasallos libres del rey de España. Y los Códigos Negros españoles hicieron otro tanto respecto de los esclavos de origen africano, bajo la óptica cristiana de que también eran hijos de Dios. Pero las nacientes oligarquías criollas, engendradas en la misma matriz colonial, no tuvieron límites en su brutalidad respecto a indios, negros y grupos sociales derivados de estos. Usando y abusando de las leyes, o violándolas flagrantemente cuando convenía a sus intereses, ellas esclavizaron a los indios en minas, haciendas, obrajes 184 y batanes, provocando con ello sucesivos levantamientos y rebeliones de sus víctimas. De este modo el indio, supuesto vasallo libre del rey, terminó por ser más esclavo que el negro y en muchos sentidos fue peor tratado que éste. Es que el esclavo valía cientos de pesos y era preciso cuidarlo bien para proteger la inversión hecha en él, mientras que el indio era “res nullius”, cosa de nadie, y no importaba si llegaba a morir por exceso de trabajo o de maltratos. Obviamente, recordar esta diferenciación de tratos no apunta a ignorar la extrema crueldad con que los esclavos eran tratados cuando delinquían, huían o se rebelaban contra sus amos, mereciendo por ello azotainas, apaleamientos, mutilaciones y hasta condenas de muerte. Esa brutalidad oligárquica explica, en lo fundamental, la resistencia de muchos pueblos y regiones americanos a la independencia gestionada por los propietarios criollos y el paralelo apoyo brindado a las autoridades coloniales. Los llaneros negros y pardos de Venezuela y los indios de Pasto son quizá los mayores ejemplos de esa resistencia popular, hecha al grito de: ¡Viva el rey y mueran los blancos! *** Hijo de América tanto como de España, pero heredero del sistema de dominación creado por los europeos, el criollo será el protagonista principal de la historia latinoamericana del siglo XIX. Empero, sería injusto dejar de precisar que entre los criollos hubo propietarios oligárquicos ambiciosos, que actuaron como factores y beneficiarios del sistema, pero también gentes de elevada estatura moral, que se preocuparon de los problemas sociales existentes en sus países e hicieron suyas las reivindicaciones humanas de indios y negros. A comienzos del siglo XIX, hallamos varios ejemplos de criollos progresistas, que abogaron por la liberación social de indios y negros como primer paso de una necesaria renovación social, que en última instancia apuntaba a la conformación de una sociedad democrática. Quizá el primero de ellos fue el padre de la independencia de México, don Miguel Hidalgo y Costilla, quien el 5 de diciembre de 1810 expidió en Guadalajara su célebre “Bando sobre tierras”, por el que dispuso que concluyesen los tramposos arriendos de tierras comunitarias indígenas hechas por los hacendados y que “se entreguen a los referidos naturales las tierras para su cultivo, sin que para lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad -decía- que su goce sea únicamente de los naturales de sus respectivos pueblos.” Adicionalmente, al día siguiente promulgó un “Bando sobre esclavos 185 y tributos”, en el que hacía las siguientes declaraciones: “Primera: Que todos los dueños de esclavos deberán darles la libertad en el término de diez días, so pena de muerte, que se les aplicará por transgresión de este artículo. Segunda: Que cese para lo sucesivo la contribución de tributos, respecto de las castas que lo pagaban, y toda exacción que a los indios se les exigía. ...” Dos años más tarde, el guayaquileño José Joaquín Olmedo, diputado a las Cortes de Cádiz, denunció minuciosamente todo el horror de la mita y otras formas de servidumbre indígena, calificándolas como “bárbaras herencias de la conquista y gobierno feudal, fomento de la pereza y del orgullo de los nobles y ennoblecidos, y esclavitud de los naturales paliada con el nombre de protección. ... Es admirable -agregaba- que haya habido en algún tiempo razones que aconsejen esta práctica de servidumbre y de muerte; pero es más admirable que haya habido reyes que la manden, leyes que la protejan y pueblos que la sufran. ... Los indios son condenados a esas horribles y famosas fatigas -denunciaba- sin otra culpa que la avaricia ajena, sin otro crimen que su humildad y su mansedumbre”, para concluir afirmando que “la justicia, la humanidad la política aconsejan y mandan imperiosamente la abolición de la mita y de toda servidumbre personal de los indios, y la derogación de todas las leyes mitales.” Poco más tarde, el 12 de marzo de 1813, la Asamblea Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata sancionó el histórico decreto de supresión de la servidumbre, originalmente expedido por la Junta Provincial Gubernativa el 1º de septiembre de 1811 y por tanto declaró “derogada la mita, las encomiendas, el yanaconazgo y el servicio personal de los indios bajo todo respecto y sin exceptuar aun el que prestan a las iglesias y sus párrocos o ministros, siendo la voluntad de esta soberana corporación el que del mismo modo se les haya y tenga a los mencionados indios de todas las Provincias Unidas por hombres perfectamente libres, y en igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos que las pueblan, debiendo imprimirse y publicarse este soberano decreto en todos los pueblos de las mencionadas Provincias, traduciéndose al efecto fielmente en los idiomas guaraní, quechua y aymará, para la común inteligencia”. *** Discurso del diputado J. J. Olmedo en las Cortes de Cádiz sobre la abolición de las mitas; 12 de octubre de 1812. 186 Una vez conformadas las repúblicas hispanoamericanas, el colonialismo español fue sustituido por el colonialismo interno de las oligarquías criollas. Mientras los descendientes de España ejercían el poder y redactaban solemnes constituciones liberales, indios y negros siguieron siendo la fuerza esclava que cavaba minas, cultivaba haciendas y plantaciones, construía caminos, levantaba iglesias y edificios públicos. Los indios, legalmente tan libres como antes, tenían el deber adicional de sostener al fisco con sus tributos, aunque estaban oficialmente marginados del derecho al voto. Los negros, que lucharan en la vanguardia de los ejércitos de la independencia y recibieran por ello ofertas de libertad, fueron luego burlados en sus aspiraciones y sometidos otra vez al yugo de la esclavitud o de la servidumbre. Eso sí, unos y otros estaban obligados a participar como carne de cañón en las reiteradas guerras civiles desatadas por caudillos regionales o clanes oligárquicos ambiciosos de mando, o en las guerras internacionales declaradas por esas mismas fuerzas del poder. Las oligarquías criollas reorganizaron a su gusto la vida pública y privada. Tras la etapa heroica de la guerra de independencia, en la que algunos hombres de humilde origen alcanzaron por su bravura altos puestos en la milicia, todo indio o negro que careciera de amo u oficio conocido, o que anduviera libremente por calles y caminos, fue perseguido como delincuente, al amparo de las famosas “leyes contra la vagancia” que se dictaron en todos los países hispanoamericanos. De este modo, el sistema hacienda buscó radicar dentro de sus límites a la fuerza de trabajo y en esta tarea no se diferenciaron mucho los regímenes liberales de los conservadores. La república oligárquica fue el modelo de Estado que se generalizó en el continente, tanto en el norte anglosajón como en el sur iberoamericano. En todos los países, las Constituciones contenían solemnes declaraciones acerca de los derechos del hombre y del ciudadano, pero en todos ellos existían también sistemas electorales censitarios, que otorgaban el voto únicamente a quienes tuvieran una propiedad o una profesión liberal, supieran leer y escribir y no trabajaran en relación de dependencia. Por este medio, fueron marginados de la vida política los indios, los negros y los mestizos, que precisamente por causa del sistema eran pobres, ignorantes y dependientes. El indio, supuestamente libre, siguió sometido a la triple exacción del patrón, del Estado y de la Iglesia, por medio de una combinación perversa y perfecta: lo poco que le pagaba el hacendado se lo quitaban el cura y el cobrador de impuestos, con lo cual estaba obligado a seguir trabajando en la hacienda para poder seguir 187 pagando al cura y al gobierno. Hay más: por acaso el peón fuese a huir de la hacienda en busca de otro patrono, el hacendado buscaba endeudarlo crecientemente, para mantenerlo bajo el yugo de la ley, que establecía la prisión por deudas. En ciertos países, las deudas eran inclusive hereditarias, con lo cual la servidumbre indígena terminaba siendo semejante, en los hechos, a la esclavitud negra. El negro, por su parte, vió burladas las promesas de manumisión que le hicieran los líderes de la independencia. En la Gran Colombia, el Libertador Simón Bolívar decretó la libertad de los esclavos, pero el Congreso, dominado por los propietarios criollos, revisó el asunto en 1821 y lo redujo a una simple “libertad de vientres”, por la cual los hijos de esclavos nacían libres, pero sus padres seguían en la esclavitud; además, los hijos libertos debían prestar servicios personales al amo hasta su mayoría de edad, como pago por su manutención. No era muy diferente la situación de los mestizos. Despreciados por los blancos y recelados por los indios y negros, los “ladinos” constituían una suerte de parias acomodaticios, útiles para cumplir cualquier tarea servil o para ejecutar los trabajos sucios que requería el sistema. Ellos constituyeron la base social de los ejércitos republicanos, de las policías rurales, del estamento de capataces y mayordomos de las haciendas; carne de cañón para las guerras civiles o conflictos internacionales, ellos fueron también los encargados de apresar indios y negros prófugos o de aplastar levantamientos populares. Pero, por otra parte, ellos formaron también las filas del artesanado urbano, esa masa levantisca de las ciudades que se alzaba periódicamente contra las tiranías, y más tarde llegaron a constituir la base social de la naciente clase obrera latinoamericana. *** En general, fueron las fuerzas liberales quienes abrieron las puertas de nuestra América al progreso social y a la modernidad capitalista. Los pensadores liberales de vanguardia, inspirados en una originaria conciencia nacional y deseosos de construir una sociedad abierta, donde los hombres valieran por su mérito y no por su nacimiento o color, se empeñaron en eliminar de nuestros países los rezagos coloniales, entre los cuales figuraban notoriamente la servidumbre del indio y la esclavitud del negro. Empero, los gobiernos liberales no siempre se guiaron por el pensamiento de su vanguardia ideológica, sino más bien por realidades políticas o concretos intereses de la estructura social. En ese contexto, para el liberalismo latinoamericano del siglo XIX, la supresión de la esclavitud de los negros fue un logro más fácil de 188 realizar que la eliminación de la servidumbre indígena. La campaña de Inglaterra contra el comercio negrero y la generalización de las leyes de “libertad de vientres” en América Latina irían mermando, en la práctica, la capacidad de reproducción del régimen esclavista en los países de la región. De otra parte, algunos caudillos liberales, como el ecuatoriano Urbina, hallarían en la manumisión de los esclavos un provechoso mecanismo para el fortalecimiento de sus fuerzas militares, enfrentadas en intermitente guerra civil a las fuerzas conservadoras. Fuese por estas o por otras razones, lo cierto es que hacia el tercio final del siglo XIX la esclavitud había sido abolida legalmente en muchos países o fue desaparecido de hecho con la muerte de los últimos esclavos. Más compleja les resultó a los líderes liberales la resolución de la cuestión indígena. De una parte, estaban la fuerza e influencia que poseía el sistema-hacienda en la mayoría de países del subcontinente, sistema que no sólo se sostenía en la hacienda tradicional y en la propiedad territorial eclesiástica, sino también en la plantación de nueva data, vinculada al mercado exterior. En términos políticos, esto significaba que la hacienda, como modelo de producción servil y de control de la mano de obra indígena, interesaba tanto a los antiguos hacendados conservadores y a la Iglesia como a los nuevos plantadores liberales. Así, pues, liberar al indio de la dominación servil implicaba afectar de muerte al sistema hacienda y golpear los intereses de toda la clase dominante, y los liberales no estaban dispuestos a llegar tan lejos, fuese porque su debilidad política no lo permitía o porque su misma ideología les refrenaba en su avance reformista, ante el temor de afectar los sacrosantos intereses de la propiedad privada. De esta manera se explica que unos líderes reformistas tan avanzados como el mexicano Benito Juárez (él mismo un indio zapoteca), el guatemalteco Justo Rufino Barrios o el ecuatoriano Eloy Alfaro se hayan enfrentado valientemente a la Iglesia, a los ejércitos conservadores y aún a las fuerzas intervencionistas extranjeras, pero no se hayan atrevido a reformar el sistema-hacienda y a liberar al indio de su condición servil. Sin embargo, en honor a la verdad, debemos destacar que Alfaro no se limitó a soslayar la presencia del problema indígena sino que lo denunció y aún avanzó algunos pasos hacia su solución. Como líder de la revolución liberal de 1895, en cuyo triunfo los indios tuvieron un papel protagónico, Alfaro liberó a éstos de la contribución personal (nombre que en la república había tomado el colonial “tributos de indios”) y otras gabelas fiscales, así como del trabajo obligatorio en obras públicas. Además, dispuso la creación de escuelas especiales para la educación indígena y mandó que las autoridades civiles y 189 militares los tratasen con respeto y los protegiesen de todo abuso. Este líder radical inclusive llegó a denunciar el problema de la servidumbre indígena y campesina en su mensaje a la Convención Nacional de 1896, diciendo: “La raza indígena, la oriunda y dueña del territorio antes de la conquista española, continúa también en su mayor parte sometida a la más oprobiosa esclavitud, a título de peones. Triste y bochornoso me es declararlo; los benefícos rayos del sol de la independencia, nos han penetrado en las chozas de estos infelices, convertidos en parias por obra de la codicia... A título de peones conciertos, los indios son siervos perpetuos de sus llamados patrones. ...No sólo son culpables los que esclavizan sino también los que sancionamos con la indiferencia ese delito de lesa humanidad, contra una clase desvalida... (También) tenemos en las provincias del Litoral una clase de gente campesina conocida con el nombre de peones conciertos; esclavos disimulados, cuya desgraciada condición entraña una amenaza para la tranquilidad pública, el día en que un nuevo Espartaco se pusiera a la cabeza de ellos para reivindicar su libertad....” Lamentablemente, la solución que Alfaro propuso para el problema de la servidumbre indígena y campesina revela esos ya planteados límites ideológicos que tuvo el liberalismo latinoamericano: tratando de no atacar al dogma de la propiedad privada, ¡planteó la necesidad de que se reuniera un Congreso Nacional de Hacendados, que le recomendara las medidas a tomar para la liquidación del concertaje!... Esas limitaciones ideológicas fueron comunes al liberalismo latinoamericano decimonónico y la reforma liberal fue desigual en los distintos países del continente: temprana en unos y tardía en otros, o profunda en éstos y superficial en aquellos, pero, en su conjunto, la acción renovadora de los liberales marcó un punto de ruptura definitiva con el pasado colonial y post-colonial. En muchos casos, la reforma no alcanzó a cumplir su programa de cambios sociales y hubo necesidad de nuevas revoluciones para liberar definitivamente a la fuerza de trabajo de sus viejas ataduras serviles o semiserviles y dar paso al imperio del trabajo asalariado. Empero, nada de esto se hubiera alcanzado de no ser por la lucha de los pueblos americanos y de su antigua conciencia de humanidad, que todavía sostienen y empujan el sueño de una América liberada del racismo, la opresión y la desigualdad. 190 26. EN LOS ALBORES DE UNA NUEVA UNIVERSIDAD 191 El cambio de milenio encuentra a la universidad ecuatoriana atrapada entre dos fuerzas poderosas, que tiran de sus brazos en sentido contrario: de una parte, una tendencia tradicionalista, profundamente conservadora, que la hace verse a sí misma con la placidez del pasado, que todavía la hace sentirse como un estadio superior del conocimiento, que aún la insufla aires de suficiencia política; de otra parte, una necesidad de cambio y transformación que emerge desde la base de su propia institucionalidad y un reto social cada vez más notorio y exigente. Frente a tal situación, la universidad ecuatoriana ha terminado por enfrentarse al dilema de seguir dormitando en brazos de la autocomplacencia o despertar a la urgencia de los nuevos tiempos y acompasar su paso al de los sorprendentes fenómenos contemporáneos, entre los cuales destacan la globalización de la economía, la mundialización de la información y el vertiginoso avance de la ciencia y la tecnología. Esta breve comunicación no pretende hacer un diagnóstico de la universidad existente, sino más bien un pronóstico de la universidad del futuro próximo, a partir de los elementos de avance que se conocen ya o se avizoran a la vuelta de la esquina. Los gigantescos cambios que se esperan en la universidad de pasado mañana tendrán los siguientes referentes, según anuncian los especialistas: “las múltiples aplicaciones de las nuevas tecnologías que empiezan a introducirse en las aulas, la ruptura de las fronteras culturales y lingüísticas, y las variadas posibilidades de movilidad real y virtual de los estudiantes. A ello se añade la globalización y un sustancial cambio del entorno educativo y de las etapas y edades del aprendizaje, que se convertirá definitivamente en continuo.” Comencemos por ver el horizonte más evidente de las nuevas tecnologías: la comunicación por Internet. Se trata de un mecanismo de acceso a la información que es sencillo, barato y masivo, y que ya está revolucionando la educación y nos llevará en corto plazo a cambiar nuestra idea misma de universidad. Puedo dar mi propio testimonio al respecto: estoy conectado a la red desde hace dos años y medio, tiempo en el cual he escrito y recibido más cartas que en toda mi vida, he navegado por algunas bibliotecas, periódicos y sitios web, y he extraído de ellos un fondo informativo de alrededor de 150 libros y unos 1000 selectos artículos de ciencias sociales. Y conste que soy un profesor–investigador muy ocupado y que apenas le dedico a la navegación por la red un par de horas a la semana, que preferentemente las ocupo en leer prensa especializada, que ofrece alrededor miles de ventanas de entrada a bibliotecas generales, bibliotecas especializadas, archivos informativos 192 y páginas institucionales. Una sola de estas ventanas, llamada “Página del idioma español”, abre la entrada a la Academia Española de la Lengua, a las academias latinoamericanas, a archivos públicos de especialistas, a fondos literarios particulares, y a un centenar de diccionarios generales y especializados. Con sólo entrar por esta ventana, puedo estudiar de modo grato y atractivo todas las complejidades de la gramática, guiado de la mano por los mejores especialistas latinoamericanos y europeos, o leer estudios eruditos sobre García Márquez, Vargas Llosa, Sábato, Borges, Paz, etc, etc. O puedo entrar a la formidable Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, abierta por la Universidad de Alicante, y copiar gratuitamente en un disquete las 2.000 obras clásicas de la lengua castellana que ya tiene expuestas, dentro de un plan de 30.000 títulos que estará concluido en pocos años. En ella están ya clásicos españoles como Cervantes, Quevedo y Lope de Vega, pero también Clarín, Pardo Bazán o Larra, junto a latinoamericanos de todas partes y de todo tiempo: cubanos como José Martí y Alejo Carpentier, autores de la etapa colonial como sor Juana Inés de la Cruz o el Inca Garcilaso, autores modernos como Rubén Darío o contemporáneos como Mario Benedetti. Otro sitio web igualmente enriquecedor es el del Centro de Información sobre América Latina y el Caribe de la Universidad de Texas, que los navegantes conocemos simplemente como <lanic. utexas.edu> o <lanic> a secas. Apenas ingresar al sitio, se nos ofrece un menú que incluye, a escoger: Educación, economía y finanzas, gobierno, humanidades, leyes, asuntos militares, librerías, museos, internet y computación, multimedia y comunicación, recreación, recursos regionales, ciencias puras y aplicadas, todas las ciencias sociales, derechos humanos, migraciones, pueblos indígenas, agricultura, desarrollo, etc. Si abro la ventana de Historia, me encuentro con estudios de notables especialistas y con las mejores revistas del continente en esta disciplina, en español, inglés, francés y portugués. Pero la más grata es sin duda su ventana de países, a través de la cual puedo asomarme a todos en su conjunto, por regiones y por separado, de modo que puedo tomar contacto con universidades y bibliotecas, ver museos, leer todos los periódicos y revistas latinoamericanos, tomar contacto con ONGs, ministerios, estudiosos, etc. ¿Y qué decir de las redes o foros de discusión? Simplemente que hay miles de ellas, para todas las necesidades, para todos los gustos. Y que uno puede afiliarse gratis a cuántas quiera, participar en los debates, efectuar consultas, coordinar trabajos, enterarse de anuncios de congresos y publicaciones, recibir ensayos y libros por vía 193 electrónica, etc y etc. ¿Dónde quedan las universidades en medio de esta carrera informativa que da vértigo? ¿En qué quedan nuestros viejos títulos académicos, obtenidos hace veinte o treinta años, si no los actualizamos con los nuevos conocimientos? ¿Qué sabiduría podemos pretender ante un alumno que simplemente lea en internet uno que otro artículo de nuestra especialidad? ¿Qué importancia puede tener un libro científico escrito hace sólo cinco años, frente a las novísimas teorías y conocimientos que nos llegan por la red? Pero no nos asustemos demasiado. Esta tecnología es barata, está al alcance de todos y es fácil de manejar, pero además nos ofrece a todos nosotros formidables oportunidades de darnos a conocer como personas, como creadores o como buscadores de conocimiento. Podemos difundir por la red nuestros poemas o artículos científicos, nuestros cuadros pictóricos o dibujos, o nuestras ideas sociales y nuestra particular cultura nacional. Las posibilidades de aprovechamiento son realmente infinitas. Hace unos pocos años, un colega de gran formación tecnológica me propuso que montáramos una pequeña universidad por internet, aprovechando un sistema de afiliaciones que él había diseñado. Nos entusiasmamos mucho con la idea, tanto que decidimos enfriar nuestro entusiasmo y andar a paso más lento para asegurar el éxito de nuestra universidad, que iba a ser la primera por internet. Cuatro meses después, mientras todavía refrenábamos nuestro entusiasmo, la Universidad de Oxford abrió sus cursos por internet y sentimos que nos ganó la gloria de ser los primeros. Hoy hay varias universidades que dictan cursos por la red, a alumnos que están en cualquier parte del mundo, con profesores que también están regados por el planeta, pero que reciben consultas, exámenes y artículos por su correo electrónico y los contestan o califican por la misma vía. Todo ello con una velocidad pasmosa y con una eficiencia sorprendente. Esos cursos son una avanzada del futuro. No importa quién es el alumno (viejo, joven, minusválido, prisionero), la universidad puede llegar a él a través de la pequeña pantalla y brindarle una formación básica, una formación especializada, un curso de actualización o una información particularizada, lo que sea que éste requiera. El título académico puede ser enviado por correo, o no ser enviado, pues, cada vez más, hay quienes buscan el solo conocimiento y no el certificado que lo acredita. ALGUNOS SIGNOS DE LA NUEVA UNIVERSIDAD Si la nueva tecnología está provocando una verdadera revolución 194 informativa, que en poco tiempo va a alterar profundamente los sistemas educativos del mundo, también va surgiendo desde el propio seno de las universidades una tendencia hacia la apertura académica, impulsada por la universalización del conocimiento. Buena muestra de ello es la creciente ruptura que en algunos países se va produciendo del tradicional “feudalismo universitario”, por el que cada universidad valora preferentemente su propio pénsum de estudios y sólo por excepción, y con muchas trabas, admite la revalidación de estudios o la equiparación de títulos generados en otros centros académicos. En las universidades europeas, actualmente existen sistemas de equivalencia académica que facilitan la movilidad de los estudiantes entre uno y otro centro de estudios. Lo que es más: las universidades, con una humildad antes del todo desconocida, llegan a valorar previamente los cursos libres, congresos profesionales o simposios científicos que se dictan por fuera de ellas, asignándoles un número de créditos, lo que permite que sus alumnos puedan beneficiarse de los conocimientos especializados que ellas mismas no pueden proporcionar, o que lleguen a sus aulas nuevos alumnos que traen consigo una parte de la carrera ya hecha fuera del sistema universitario. En el actual momento, las previsiones de los especialistas sobre los cambios que conllevará la nueva educación son principalmente las siguientes: 1ª.- Sobre los contenidos: La educación se acercará al mundo laboral, con contenidos más prácticos, concretos y vinculados entre sí. Profesionales de fuera del cuerpo docente serán utilizados cada vez más. El conocimiento tendrá primacía sobre la información y tendrán cada vez mayor importancia la creatividad, la interpretación de la información, la adaptabilidad al trabajo en grupo y la tolerancia. La educación memorística perderá casi toda utilidad. El acceso libre al conocimiento que ofrecen las nuevas tecnologías complicará la actual enseñanza secuencial de conocimientos, que constituye la base de nuestro sistema de cursos y niveles. El reto del futuro será capacitar a los alumnos para que no se atiborren de información sino que puedan organizar sistemas coherentes de conocimiento. 2ª.- Sobre la Pedagogía: De modo inevitable, los efectos de la sociedad digital causarán una revolución en la sicología educativa y los métodos de enseñanza. Gracias a la informática, la educación será cada vez más individualizada, aunque será indispensable el trabajo en 195 equipo. Pero esta traerá nuevos retos pedagógicos, como capacitar al alumno para seleccionar la información e integrarla a un bloque ordenado de conocimientos. Creemos que en el futuro se dará un creciente equilibrio entre tradición y renovación, pues las nuevas tecnologías, además de provocar cambios, reforzarán elementos tradicionales de la educación, tales como el estudio de lenguas vivas y clásicas, indispensables para moverse en el mundo telemático. Y una de las orientaciones básicas del futuro será la de fortalecer la “educación para la ciudadanía”, en busca de producir ciudadanos más conscientes de sus derechos y responsabilidades sociales. Claro está, “educar para la ciudadanía” constituirá una opción positiva frente a la creciente tendencia de “orientar para el consumo”, que impulsan las empresas y medios masivos de comunicación. 3ª.- Sobre los Profesores: Dejarán de ser “transmisores de conocimiento” para transformarse en “conductores de alumnos” o tutores pedagógicos, encargados de guiarlos por las rutas de la información, facilitarles materiales o proponerles búsquedas de información, enseñarles a escoger los asuntos de fondo y criticar los contenidos, ayudarles a interrelacionar los conocimientos y finalmente aplicarlos. Esto capacitará a los alumnos para enfrentarse positivamente a los retos del mundo laboral y a mecanismos de educación permanente, pues se habrán formado en el sistema de “aprender a aprender”. En el nuevo esquema, se evaluará la capacidad de expresión, de análisis y síntesis, así como su habilidad para seleccionar e interpretar contenidos, siempre en relación con requerimientos y problemas concretos. En España se calcula que se requerirá al menos de una generación de profesores jóvenes para adaptarse al contenido de los cambios. ¿Cuánto tiempo requeriremos nosotros, cuántas generaciones de profesores deberán pasar para que sea sustituido el pizarrón por el computador y el profesor-conferencista por el profesor–guía? 4ª.- Sobre Carreras y Títulos: Al impulso de los cambios, crecerán las oportunidades de estudiar en otros países o seguir cursos de especialización y nuevas carreras. La carrera profesional se irá complementando en el tiempo con nuevos estudios o será reemplazada por una nueva carrera, al tenor de los requerimientos del mercado laboral o profesional. En Estados Unidos se maneja cada vez más la “teoría del yogur”, según la cual también los títulos universitarios deben tener 196 fecha de caducidad, pues que únicamente certifican los conocimientos existentes en el momento de la graduación; a partir de este concepto, se habla de la necesidad de revalidarlos cada cierto tiempo, ingresando otra vez a la universidad. Lo cierto es que en el futuro las gentes ingresarán y egresarán del sistema educativo en varias ocasiones durante su vida profesional. Y uno de los grandes cambios universitarios consistirá en flexibilizar el sistema para facilitar esos reingresos y actualizaciones. Todo esto estará facilitado por las nuevas tecnologías, que permiten cursar carreras, postgrados, cursos de reciclaje o de especialización mediante sistemas de educación a distancia. Un estudiante de reciclaje probablemente no tendrá que cursar sus estudios yendo al aula universitaria; lo hará desde el computador de su casa u oficina, o desde el portátil, o podrá asistir a clases dictadas por videoconferencia. Sin embargo, se cree que finalmente habrá un equilibrio entre educación presencial y a distancia. El doctor Gabriel Ferraté, rector de la Universidad Oberta de Catalunya (UOC), adelantada europea en educación a distancia, analiza los escenarios posibles del futuro diciendo: “Hace 10 años nadie podía imaginar la existencia de una universidad no presencial. La enseñanza no presencial ganará terreno al concepto tradicional de universidad. No como opción exclusiva y avasalladora, pero unas veces será un complemento y otras un sustituto de actividades que no tendrá sentido hacer presencialmente”. En cuanto a los títulos, todo indica que ellos se universalizarán mediante acuerdos inter.–universitarios y no habrá necesidad de trámites legales inter.–estatales para su convalidación en otro país. 5ª.- Sobre los Centros Educativos: Todo apunta a señalar que nacerá una nueva universidad, con horarios más amplios y flexibles, más abierta y participativa, donde se irán borrando las fronteras que hoy separan el “horario de clases” del “tiempo libre”, o la permanencia en las aulas y en el hogar. Por ejemplo, cada vez se harán más trabajos en casa y los mecanismos de evaluación superarán el consabido “examen presencial”. En el desarrollo del nuevo modelo colaborarán autoridades locales, grupos profesionales y organizaciones de la sociedad civil. Tanto por los nuevos dictados legales, como por la propia fuerza del proceso de cambio, estos últimos grupos adquirirán una creciente influencia en la nueva universidad, lo que incluirá una creciente “A distancia y para toda la vida”, Juan J. Gómez, Madrid, diario El País, sección Educación, 17-01-00. 197 capacidad fiscalizadora del quehacer universitario. Podemos agregar que, en el Ecuador, la implantación y generalización del sistema de autonomías que se halla en marcha creará un nuevo sistema educativo nacional, cada vez más descentralizado y autónomo, en donde los gobiernos seccionales tendrán un peso creciente, tanto en el financiamiento como en la fiscalización de los centros educativos, incluidas las universidades. Y todo tiende a mostrar que a las universidades se les dotará de recursos de acuerdo a la calidad e importancia de sus proyectos educativos, no según la cantidad de alumnos que tengan. Habrá varios niveles de calidad y se impondrán con su oferta educativa los centros más aptos para abrirse al mundo exterior o los de reputada excelencia académica. Estas tendencias pueden ser bien o mal orientadas, según se las maneje por parte del poder público y los organismos universitarios. Mal manejadas, las universidades de las pequeñas provincias seguirán condenadas a ser una suerte de colegios mayores, destinados a formar profesionales de segunda categoría, mientras que las provincias grandes contarán con universidades excelentes, donde se formarán las élites conductoras del país. Pero bien manejadas estas realidades tecnológicas y tendencias reformadoras, las pequeñas universidades de provincias marginales pueden convertirse en centros de excelencia académica, que aprovechen los conocimientos del espacio telemático para suplir sus deficiencias docentes y que utilicen en sentido positivo los beneficios del sistema autonómico. LA UNIVERSIDAD QUE QUEREMOS “La universidad debe continuar siendo instrumento de cambio y transformación social, debe liderar los cambios de una sociedad en la que cada vez es mayor la influencia de las tecnologías, debe ser motor principal del progreso y de la modernidad y, en definitiva, debe comprometerse con un proyecto de sociedad cada vez más centrada en el desarrollo humano. Hoy día se pide a la universidad que sea más eficiente, con una adecuada aplicación de los recursos, y que sea gobernada con eficacia. Se le otorga la autonomía que reconoce la Constitución, pero se pide de ella responsabilidad y rendición de cuentas. Como cualquier institución con un elevado grado de financiación pública, tiene que estar sometida al control de la sociedad.” “La universidad del cambio”, Saturnino de la Plaza, Madrid, diario El País, sección Educación, 17-01-00. 198 Las anteriores palabras no son mías. Pertenecen a Saturnino de la Plaza Pérez, rector de la Universidad Politécnica de Madrid y presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, y obviamente se refieren a la universidad española. Pero parecerían escritas para nuestra universidad y podríamos suscribirlas hoy mismo varios profesores universitarios ecuatorianos. Lo cual revela que nuestros problemas no son únicos ni particulares, sino que se enmarcan en un sistema educativo que todavía pervive en muchas partes del mundo occidental. Pero el mal de todos no puede ser nuestro consuelo de bobos. Tenemos que afrontar con decisión nuestros problemas, que son mayores que los de otros países, y buscar soluciones óptimas avanzando sin temor tanto en las cuestiones teóricas como prácticas. Vivimos la sociedad de la información y los tiempos de la mundialización. Globalización y tecnología son hoy sinónimos de competitividad. Así, pues, debemos volvernos competentes y prepararnos para competir, sin dejar de ser abanderados de la libertad, gestores de la crítica y defensores activos de nuestra identidad cultural. Para ello debemos actualizar nuestros métodos de enseñanza y reformar los contenidos y orientaciones de ésta, para insuflar a nuestros alumnos conocimientos actualizados, pero también las herramientas requeridas en el mundo laboral de hoy, tales como un espíritu emprendedor, un gusto por los desafíos y una capacidad para trabajar y comunicarse en equipo. La formación universitaria clásica, encaminada a la obtención de un título apto para toda la vida, está en franca decadencia. La nueva orientación consiste en una educación permanente, que actualice constantemente los conocimientos profesionales o aporte nueva formación. Tenemos que prepararnos para responder a esa tendencia social, brindando variados cursos de reciclaje profesional y varios niveles de enseñanza de postgrado: cursos de especialización, maestrías, doctorados que merezcan llamarse tales. Así, la enseñanza posgraduada debe ir ocupando un sitial de creciente preferencia en la labor universitaria. Pero nuestra tarea educativa no puede limitarse a repetir conocimientos venidos de fuera ni quedarse en el ámbito de la “república de los togados”, es decir, en el nivel de las gentes que ya tienen título o cursan estudios para tenerlo. Debemos hacer de la investigación uno de los pilares de la acción universitaria. Para ello, debemos estimular a los profesores, creando la categoría de “profesor-investigador”, al que no podrá evaluársele por el número de horas que pasa en el aula o en el laboratorio, sino por sus resultados 199 científicos, por los libros o artículos que publica, o por las ponencias que presenta a simposios especializados. Y debemos crear eficientes sistemas de servicios para atender tanto a la investigación como a la docencia. En esa misma perspectiva, despojándonos de prejuicios profesionales, debemos bajarnos a la base social y, con la más inteligente apertura, rescatar, valorizar y promocionar esas múltiples formas de conocimiento que desarrolló nuestro pueblo a lo largo de su historia. Debemos ir a donde el shamán, la curandera, el tallador, el maderero, el decimero y cuentero, el compositor popular, etc, para estudiar y recuperar sus conocimientos del mismo modo que lo hacen el investigador extranjero o el laboratorio transnacional, solo que con otros fines: no para explotarlos y despojarlos de derechos, sino para valorizar y garantizar la supervivencia de esas expresiones culturales del Ecuador profundo y hallar respuestas para nuestros problemas sociales. Por ejemplo, frente al terrible brote de paludismo “falcíparum” que hoy nos afecta como país, cabe preguntarnos ¿no existirá en nuestras selvas una nueva planta maravillosa que, como la quina, nos ayude a combatir esta epidemia, que con el calentamiento del planeta ofrece extenderse aún más? ¿quién sabe si no hay entre nuestros curanderos indígenas otro Pedro Leiva que nos revele el secreto de esa medicina nativa? De otra parte, vuelvo al tema central para decir que, en un mundo crecientemente globalizado, la universidad ecuatoriana debe prepararse para armonizar sus sistemas de enseñanza con otros sistemas universitarios, con el fin de facilitar el intercambio o la migración de estudiantes y profesores, la equiparación de estudios o el reconocimiento de títulos. Pero todo lo dicho no puede hacernos olvidar que la universidad debe tanto formar como informar. Por eso, en ningún caso puede descuidar la dimensión humana de su tarea, que es la de capacitar a sus estudiantes para la convivencia social armónica y la vida en democracia. Para concluir, digamos que parte del problema universitario radica en la pésima relación entre la Universidad y el Poder Público. Hasta hoy, esa relación se ha desarrollado en un plano de mutua desconfianza. Por una parte, el poder público duda –y con bastante razón– de la eficiencia y utilidad real de la educación universitaria, y por otra parte desconfía de los grupos de poder universitario, en los que solo ve un ánimo espurio de mantener las cosas tal como están, para medrar del conflicto. Por otra parte, la universidad halla que el gobierno, inspirado en teorías neoliberales, busca desentenderse de sus responsabilidades para con la educación superior y convertir 200 a las universidades en “asilos de jóvenes”, donde estos cumplan el ritual educativo y alcancen de cualquier manera una titulación que los consuele, aunque no los capacite para competir exitosamente en el mundo de hoy. Para cambiar la educación superior, para dotarla de recursos y posibilidades, para convertirla en una eficiente palanca de desarrollo nacional, resulta indispensable que haya relaciones constructivas entre los poderes públicos y la universidad. Pero estas no pueden limitarse a los aspectos financieros, sino que tienen que enfocar seriamente, frontalmente y de modo transparente los problemas internos de la universidad, tales como su arcaísmo administrativo, su peligrosa politización y la acción de grupos violentos a su interior, la existencia de focos de corrupción y, sobre todo, el bajísimo nivel académico de la mayoría de centros superiores, problemas que, en conjunto, han determinado su desprestigio frente a la opinión pública. La universidad debe corregir sus errores y suplir sus carencias, debe adaptarse a los nuevos requerimientos sociales y, en especial, debe dejar de verse a sí misma como un partido político de oposición al sistema. Sólo así estará en capacidad de mantener su centenaria vocación humanística y responder a los imperativos del desarrollo social y económico, de la difusión del conocimiento y de la recreación y promoción de la cultura. (Conferencia en la Universidad Central del Ecuador, la mañana del 18 de septiembre de 2002) 201 27. ANTONIO SACOTO Y SUS INTERROGANTES SOBRE EL SER NACIONAL 202 Hay en el campo de la cultura dos tipos de personajes perfectamente diferenciados y cabalmente antitéticos: el uno, que busca el reconocimiento público a través de la notoriedad y el relumbrón, y el otro, que aspira a la trascendencia por medio de una labor fecunda y silenciosa. Antonio Sacoto Salamea pertenece a este último tipo caracterológico. Transitando con discreción y elegancia entre los dos mundos que escogió para vivir, la América Latina y la América Sajona, este gran intelectual encarna entre nosotros el mito de Jano, mirando con sus dos rostros y auscultando con su cabeza bifronte las rutas del pasado y las líneas del porvenir, a la par que los horizontes meridionales y septentrionales de nuestro continente. Migrante temprano hacia las tierras del Norte, sufrió seguramente los desgarramientos y angustias del desarraigo, pero optó por no quedarse en el lamento pasillero –aquel que dice “todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos”– y se empeñó más bien en comprender esa antítesis histórica planteada entre la América Latina y los Estados Unidos, dos culturas y formas civilizatorias contrapuestas, que en buena medida se han definido y afianzado a sí mismas ejercitando la negación del otro. Como es obvio, a nuestro autor le ha preocupado y le preocupa principalmente entender la parte de esa ecuación histórica que tiene que ver con Nuestra América, el agitado y esforzado mundo que conforman las naciones mestizas de Iberoamérica y, por extensión, sus similares caribeñas nacidas de la acción imperial francesa, inglesa u holandesa. Largo y sostenido ha sido el empeño comprensivo del profesor Sacoto, como lo testimonian sus varios libros referidos a la cultura latinoamericana, en general, y a la cultura ecuatoriana, en particular. Cito solo algunos de ellos, cuyos títulos dibujan ya el panorama de preocupaciones nobilísimas en que se mueve el espíritu creativo e inquisitivo de su autor: “La novela ecuatoriana. 1970-2000”, “Nuevos temas literarios”, Juan Montalvo, el escritor y el estilista”. Ahora, en medio de esta agitada circunstancia del Ecuador y América Latina, me ha honrado el profesor Antonio Sacoto con el encargo de presentar las nuevas reediciones de dos de sus libros más sustantivos: “El indio en el ensayo hispanoamericano” y “Del ensayo hispanoamericano del siglo XIX”. Ha sido un encargo grato, que he aceptado con mucho agrado, pero también un encargo complejo, pues se trata de esbozar al menos las líneas maestras de dos libros extensos e importantes. Comenzaré por la expresión intelectual que los vincula, tanto en su motivación como en su análisis: el ensayo. Porque de ensayos y ensayistas tratan estos dos libros, y su autor – él mismo un notable 203 ensayista– ejercita su estudio por medio de varios enjundiosos ensayos. Alguien poco avisado podría pensar que se trata de una coincidencia, pero yo aprecio que se trata de un ejercicio intelectual deliberado, que hace con la literatura de reflexión –que eso es el ensayo, en última instancia– lo mismo que el médico al usar un catéter: penetrar hasta el interior del órgano y meterse en su esencia, para verlo mejor y analizarlo más de cerca. Así, pues, Antonio usa el ensayo como vehículo de aproximación y estudio de este modo de expresión de la cultura latinoamericana, cabal heredera –en esto del ensayo, como en muchos otros asuntos– de la cultura española. Y aquí quiero adentrarme ya en una de las líneas de reflexión de Antonio Sacoto, esa que se refiere a nuestra indeclinable esquizofrenia socio–cultural, que nos hace vivir permanentemente desgarrados entre nuestros orígenes indios y españoles, sin acabar de aceptar nuestra mayoritaria y potencialmente digna condición de mestizos. Y digo “potencialmente”, porque los latinoamericanos somos mestizos en la realidad –también lo son los indios de hoy, que en gran medida son un producto colonial– pero en conjunto renegamos de esa realidad como si fuera una vergüenza. El pretendido blanco reniega de ella por su parte indígena y el indio ideologizado reniega de ella por su carga de blanquitud. El resultado no puede ser más desolador y vergonzante: durante tres siglos se añejó un mundo social en el que el indio –por huir del tributo– se pretendía mestizo; el mestizo biológico, por huir de la casta de los vencidos, se pretendía blanco, y el criollo propietario, un mestizo cultural, buscando borrarse el pecado original de haber nacido en América, se pretendía más español que los funcionarios chapetones. Esa sesgada visión social sólo empezó a romperse el día en que un criollo venezolano llamado Simón Bolívar –que tenía genes de blanco, negro y probablemente de indio– levantó el pendón de la insurgencia contra España, proclamando los derechos de los criollos. “No somos españoles ni indios”, dijo entonces y agregó: “(Los criollos) somos un pequeño género humano”. Lástima grande que esa emancipación de los criollos terminara por convertirse en una reforzada opresión para indios, negros y mestizos, ahondándose así esa sorda, y a veces abierta, guerra de castas que nos ha desgarrado durante los dos siglos republicanos. Vistas las cosas en perspectiva histórica, la república de los criollos fue más opresiva con los indios, negros y mestizos que la misma corona española, la cual, no hay que olvidarlo, dictó leyes protectivas para los nativos y aun para los esclavos negros. Con una eficacia brutal, las repúblicas hispanoamericanas del siglo XIX, gobernadas por una casta oligárquica de origen colonial, hicieron del indio, antiguo tributario 204 libre del Rey, una verdadero esclavo de sus haciendas, las cuales crecieron territorialmente a costa de las tierras de comunidades indígenas. Lo testimonia la actual geografía humana de los países andinos: los indios, que antaño vivieran alrededor de lagos y ríos, fueron luego desalojados de los valles fértiles y forzados a vivir en las laderas andinas, y más tarde fueron desalojados de las laderas y empujados a vivir en páramos inhóspitos. En cuanto a los negros, siguieron siendo esclavos hasta bien entrada la república y luego se convirtieron en carne de cañón para las sucesivas guerras civiles o en peonada de los terratenientes, al igual que los mestizos pobres, que ni siquiera podían andar libremente por los caminos, so pena de que se les aplicaran las terribles “leyes contra la vagancia”. La situación fue todavía peor en los países del Cono Sur, donde las oligarquías blancas encargaron a los ejércitos nacionales la tarea de cazar indios, siguiendo el ejemplo de la república norteamericana. Así, los otrora invencibles araucanos fueron exterminados por el ejército chileno, a la par que los pampeanos y araucanos de la Argentina eran masacrados por el ejército de su país. Más tarde, unos intelectuales– gobernantes influidos por el positivismo, justificarían y alentarían ese genocidio, sosteniendo, como el admirado Domingo Faustino Sarmiento, que esa guerra de los blancos contra los indios era una disputa entre “civilización y barbarie” y que había que fecundar con sangre de indios la tierra para el progreso, con lo cual el ilustrado argentino se equiparaba al “gran riflero” yankee Teodoro Roosevelt, quien sostenía que “el único indio bueno es el indio muerto”. Precisamente Sarmiento es uno de los referentes fundamentales de esta larga reflexión de Antonio Sacoto sobre nuestro ser nacional y nuestra cultura latinoamericanos. En uno y otro libro, nuestro autor analiza el pensamiento anti-indígena de este notable positivista argentino y desentraña la esencia antinacional de sus ideas, que renegaban del indio por bárbaro y primitivo, del gaucho mestizo por ocioso y anárquico, y del criollo de sangre española por su “mal origen”, al ser hijo de una nación fanática, de inmorales, raptores y embaucadores. ¿Qué quedaba a flote de la crítica sarmentina? ¿Con quiénes habría de construirse la nueva nación del progreso? Aquí es, quizá, el único punto en que flaquea el análisis de Sacoto, pues se niega a entrar a fondo en el estudio de las soluciones raciales que esos positivistas latinoamericanos planteaban para la regeneración de sus respectivos países, la primera de las cuales era el fomento de la inmigración europea. Desde luego, lo único novedoso de la receta racista del positivismo era su envoltura pretendidamente cientificista, pues su esencia despectiva hacia el indio y su ansia de blanquear la raza 205 hispanoamericana venía de atrás, de los primeros tiempos de la república, cuando un “condotiero” criollo devenido presidente del Ecuador, el general Juan José Flores, hablaba ya de traer inmigrantes europeos para “mejorar la raza” y encargaba a su agente, el general Wright, efectuar gestiones en Europa con ese fin. Con gran acierto, Sacoto levanta frente al pensamiento de Sarmiento el pensamiento de Martí, proveniente de similar matriz liberal, pero menos influido por lecturas europeas y experiencias norteamericanas, y más enraizado en las esencias del ser latinoamericano. Como destaca en su libro, Martí ejerce la crítica de la ideología sarmentina desde un acendrado americanismo, que lo lleva a relievar lo autóctono, lo auténtico y lo propio frente al exotismo y extranjerismo de Sarmiento y sus émulos positivistas. Escribe Martí: “Los hombre naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Y agrega más tarde: “Injértese en nuestras Repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras Repúblicas. Y calle el pedante vencido.” Y reitera en otra parte: “La universidad europea ha de ceder a la Universidad Americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra.” Concluye Sacoto señalando que Martí, “en su visión de América, con mentalidad profética logra refutar la tesis derrotista de civilización (lo yankee y/o lo europeo) frente a la barbarie (lo genuinamente americano). Es en este camino que el joven cubano le sale al frente al ya consolidado ideario de Sarmiento, asentado en muchos círculos intelectuales, dada la importancia del estadista argentino.” Sin duda, se trató y se trata de una polémica sustancial, que todavía nos envuelve a los hijos de la América Meridional, aunque ahora los términos de referencia –es decir, la envoltura del viejo conflicto socio racial– sean diferentes. En efecto, una atenta lectura de los últimos resultados electorales en el Ecuador (y antes en Bolivia, en Venezuela y en Perú) muestra que los indios, negros y mestizos del área andina han optado por no elegir más a los herederos de sus amos criollos, por más respetables que estos sean personalmente, sino a líderes que, en sus facciones y en sus actitudes, se aproximen a su ser y a su realidad. Es una suerte de desquite histórico de los marginados y olvidados de la historia, que quinientos años después de la conquista salen a reivindicar sus derechos políticos y sociales a través del voto. Y la respuesta es la soterrada ira y el silencioso temor de los blancos y los mestizos hispanistas, que ven levantarse una ola popular que amenaza sus privilegios. Como en los días de las 206 grandes rebeliones indígenas de la colonia, en estos días hay entre nosotros un odio impreciso y un temor indefinido al Otro, a ese ser social de piel oscura que hasta hace poco ejercía calladamente de peón, de sirviente o de comparsa electoral, pero que hoy combate por su dignidad con todas las armas legales y políticas que se hallan a su alcance. Por todo ello, tanto en la realidad como en los libros de Antonio Sacoto, siguen presentes las figuras y los ejemplos de Bolívar, de Sarmiento, de Montalvo, de Martí, de Alcides Arguedas, de González Prada. Por acción o por negación, sus ideas siguen animando la disputa por definir nuestro inconcluso proyecto nacional, en el mismo momento en que el ALCA amenaza con arrasar nuestras economías y soberanías, reviviendo el antiguo conflicto entre las dos Américas –que Sacoto estudia también– y planteándonos otra vez el dilema de escoger entre “Nuestra América” de Blaine o “Nuestra América” de Martí. Quito, 13 de noviembre de 2002. Aniversario de la Gran Huelga Obrera de Guayaquil. (Presentación de los libros reeditados de Antonio Sacoto, en el aula “Jorge Icaza” de la CCE..) 207 28. FIGURAS SIMBOLICAS DE LA EDUCACION NACIONAL 208 Siempre es grata la tarea la de presentar un libro en sociedad. Es como presentar a un hijo recién crecido, propio o ajeno, y ponerlo a circular por los caminos del mundo, para que aprenda por sí mismo a escoger rumbos, amigos, compañías. Pero en este caso la tarea es más que grata, gratísima, por varias razones de significación: una es la vinculación que hemos tenido con la gestación de este libro, que en cierto modo provocamos, y otra, la principal, el magnífico logro que Carlos Paladines ha alcanzado en este texto, que hoy lo entrega al país intelectual como un anticipado regalo navideño. Y es que de un regalo se trata, amigos míos, porque su autor ha condensado en las páginas de esta obra todo el amplio conocimiento que posee sobre nuestra historia educativa y cultural, y que en definitiva es el fruto sazonado de sus afanes intelectuales, vale decir, de sus largos días de investigación, de sus numerosas horas de reflexión en solitario y también de sus reflexiones en colectivo, a través de debates, encuentros, congresos y experiencias de cátedra. Porque un libro científico no se origina únicamente en la voluntad de quien lo escribe ni sale solo de su docto criterio. Es el producto final de un dilatado y esforzado proceso de búsquedas, análisis, comparaciones, autocríticas y debates, que nos lleva de la hipótesis a la conquista científica, animados siempre por la presencia inquietante de la duda y por los sucesivos y tranquilizadores encuentros con la certeza. Veamos ahora qué es lo que nos ha regalado Carlos Paladines. Formalmente se trata de un libro de 207 páginas, en el que se estudian las figuras y simbología de la educación ecuatoriana, a través de seis densos y sustanciosos capítulos. En el primero, que voy a comentar hoy, se estudia el pensamiento pedagógico ilustrado desde la emergencia de la conciencia criolla, a fines del siglo XVIII, hasta la institucionalización de la educación primaria, ya en los tiempos matinales del Estado ecuatoriano. Sobresalen aquí cuatro personajes paradigmáticos: Eugenio Espejo, José Pérez Calama, Manuela Espejo y Vicente Rocafuerte. En cuanto al Precursor, ha logrado este libro desentrañar la gran dimensión humana de su pensamiento, puesto que fue un adelantado en la construcción de una conciencia nacional, pero también en la búsqueda de una profunda reforma educativa, orientada en última instancia a regenerar el cuerpo social y formar ciudadanos útiles a la soñada Patria libre. Particular interés me ha merecido la concepción de Espejo sobre la educación infantil, expuesta principalmente en su “Carta sobre la educación de los niños”, que Carlos denomina acertadamente “Carta Magna sobre la infancia”. Ella está construida sobre dos apotegmas: uno, el de que “el maestro ha de hacerse primero amar que temer”, y, otro, el de que ha de “conducir a los 209 escolares por los caminos del agasajo y del honor”. Con una formidable comprensión de la naturaleza humana, Espejo explica que “la lenidad, el buen tratamiento, el semblante agradable , y el disimulo de los defectillos pequeños de los jóvenes hace que estos no falten a la escuela, y se apliquen al saber. Al contrario un grito horrible, una cara de condenado, y saña, con el agregado de un azote siempre levantado para descargarlo con tiranía sobre unas carnes tiernas y delicadas, entorpece a los Niños, los amedrenta, aborrecen el estudio, hasta huyen de la casa de los padres, que los obligan a ir a su enemigo, y comienzan a aprovechar en la carrera de los vicios”. De modo sorprendente, estas opiniones de Espejo, explicitadas en 1791, en el primer número de “Primicias de la Cultura de Quito”, se parecen como dos gotas de agua a las opiniones que, sobre el mismo tema, consignara 34 años después otro notable ilustrado americano llamado Simón Bolívar. En efecto, el Libertador también detestaba a “los que llaman Maestros de escuela: es decir ... aquellos hombres comunes, que armados del azote, de un ceño tétrico, y de una declamación perpetua, ofrecen más bien la imagen de Plutón, que la de un filósofo benigno. ... Decirle a un niño vamos a la escuela, o a ver al Maestro, era lo mismo que decirle: vamos al presidio, o al enemigo: llevarle, y hacerle vil esclavo del miedo y del tedio, era todo uno”, recordaba. En cuanto a los fines educativos, el Libertador proponía que ellos fueran los de “formar el espíritu y el corazón de la juventud”, precisando que el maestro los alcanzaría “cuando su prudencia y habilidad (llegaran) a grabar en el alma de los niños los principios cardinales de la virtud, y del honor; cuando (consiguiera) de tal modo disponer su corazón por medio de ejemplos y demostraciones sencillas, que se inflamen más a la vista de una divisa que los honra, que con la oferta de una onza de oro...” Agregaba que “entonces es que se ha puesto el fundamento sólido de la sociedad: ha clavado el aguijón que inspirando una noble audacia en los niños, se sienten con fuerza para arrostrar el halago de la ociosidad, para consagrarse al trabajo.” Y respecto de los métodos a emplearse en la nueva escuela, para la formación de la niñez y juventud, también Bolívar planteaba la eliminación absoluta de los castigos corporales, por considerar que envilecen y degradan al espíritu humano. Saliendo en defensa de los nobilísimos fueros de la dignidad personal, escribía a este propósito: “Los premios y castigos morales deben ser el estímulo de racionales tiernos; el rigor y el azote, el de las bestias. Este sistema 210 produce la elevación del espíritu, nobleza y dignidad en los sentimientos, decencia en las acciones. Contribuye en grande manera a formar la moral del hombre, creando en su interior ese tesoro inestimable, por el cual es justo, generoso, humano, dócil, moderado, en una palabra hombre de bien”. ¡Eugenio Espejo y Simón Bolívar! ¡He aquí, amigos míos, dos adelantados de la pedagogía moderna! Otro personaje paradigmático de la educación ecuatoriana al que estudia Paladines es José Pérez Calama, ese notable pensador ilustrado que llegó a nuestro país a fines del siglo XVIII, para desempeñarse como obispo de Quito, y que en realidad actuó como uno de los grandes motores de impulsión de la Ilustración quiteña. Generalmente olvidado por nuestra historiografía, este personaje terminó siendo maltratado por nuestro sabio arzobispo-historiador Federico González Suárez, que juzgó con cierta ligereza y hasta con acritud su labor pastoral. Sin embargo, Pérez Calama es un gran personaje a rescatar para la historia de la cultura ecuatoriana, a la que marcó con su impronta, pese a que su permanencia en el país quiteño se redujo a menos de tres años. De ahí la importancia del estudio que nuestro autor le dedica a este singular obispo, en su faceta de pensador y reformador pedagógico. Mas hay que insistir en que Pérez Calama era mucho más que eso. Fue un reformador de la Sociedad y de la Iglesia, que, armado con las ideas de la Ilustración, pretendió, tanto en México como en Quito, transformar una estructura eclesiástica plagada de ignorancia, prepotencia y corrupción. Y es en ese marco que debe estudiarse su proyecto de reforma universitaria, que buscaba beneficiar a la juventud pero también refrenar el poder omnímodo de las comunidades religiosas e ilustrar a clérigos y frailes “de misa y olla”. El suyo fue un esfuerzo sincero y valeroso, que lo llevó a enfrentarse con antiguas y sólidas estructuras de poder eclesiástico y beneficio clientelar, mereciendo por ello, tanto en Michoacán como en Quito, la resistencia de los beneficiarios de prebendas y canonjías, que allá lo enjuiciaron ante las autoridades reales y acá lo combatieron por todos los medios, incluida la calumnia y el dicterio. Con todo, el ilustrado obispo puso en marcha la reforma de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás, colaboró con Espejo en la creación de la Sociedad de Amigos del País (de la que fue su Vicepresidente), dictó disposiciones para eliminar las corruptelas eclesiásticas y aún se dio tiempo para redactar instructivos de capacitación para los artesanos del país quiteño, como p. e. los panaderos de Ambato, a los que enseñó a mejorar sus técnicas de 211 panificación. Pero, al fin, vencido por la resistencia clerical, hizo efectiva su renuncia a un cargo tan ambicionado por otros y marchó a pie hacia el puerto de Guayaquil, para embarcarse a España, cargando solo con un bastón y un pequeño atado de ropas. El pueblo de Quito, que admiraba al sabio obispo y estaba conmovido con su ejemplo de desprendimiento personal, marchó junto a él hasta el puerto y lo despidió entre lágrimas, para un viaje que no tendría buen fin, pues el barco en que viajaba Pérez Calama se hundió a la altura de la isla Gorgona. Trágico y simbólico fin para un personaje que debiéramos recuperar plenamente para la historia y también para la novela, pues solo la literatura nos permitiría reconstruir a plenitud sus perfiles humanos e intelectuales. Es que la ciencia de la historia no puede rescatar el pasado en toda su riqueza, en toda su plenitud, pues tiene evidentes limitaciones, que le son marcadas por las fuentes testimoniales. Por eso, cuando la historiografía agota sus recursos científicos, hallo indispensable que la literatura entre en acción, para reconstruir imágenes, redondear perfiles sicológicos, recrear situaciones, en busca de entender mejor el pasado y sus personajes, que es de lo que se trata. Y es aquí donde la labor de Carlos Paladines se acrecienta otra vez, dado el hecho de que se ha convertido en un adelantado de la “literatura histórica”, por medio de su hermoso libro “Erophilia”, en el que acaba de redondear una imagen vívida de Manuela Espejo, esa maestra a la que estudia en el libro que presentamos, mostrándonos el modo con que montó su tertulia ilustrada, donde varias mujeres quiteñas –como Josefa Tinajero y Rosa Zárate– se daban cita para reflexionar sobre el destino de su país y su propio destino histórico. Para cerrar las referencias de su primer capítulo, Paladines estudia finalmente la labor de Vicente Rocafuerte, el “Presidente educador”, quien fuera el verdadero fundador de la educación pública ecuatoriana. Como todo reformador social, Rocafuerte no trepidó en enfrentarse a las estructuras de poder real de su tiempo, tales como la curia y las órdenes religiosas, y utilizó el poder del Estado para refrenar los abusos políticos de la Iglesia, sacar adelante su proyecto de creación de escuelas públicas de método lancasteriano y ejecutar la secularización de ciertos colegios religiosos. El gran republicano estaba convencido de que “Los gobiernos son para las naciones y no las naciones para los gobiernos; por no haber atendido suficientemente a este principio, nuestras instituciones no están en consonancia con nuestras costumbres coloniales; con los restos de una aristocracia que funda 212 su mérito en antiguos pergaminos; con los intereses de un clero que no carece de miembros educados en las máximas de la Inquisición; con la ausencia de la justicia, que se pierde en el laberinto de nuestra confusa legislación…; con la carencia de estudios formales en los diversos ramos científicos, de donde resulta una escasez notable de luces y una falta irreparable de patriotas ilustrados en toda la extensión de la República.” Ya desde la época de la Gran Colombia, el naciente Estado republicano halló en la escuela lancasteriana una solución emergente a sus problemas de instrucción pública, del mismo modo que la educación “pública laica y gratuita” del liberalismo halló un mecanismo temporario de expansión en la escuela unidocente. Pero, a veces, como hemos visto en nuestra historia, las soluciones emergentes no son sustituidas por las soluciones definitivas y el mecanismo hallado para salir del paso se convierte, a la larga, en la trampa laberíntica en la que se quedan encerradas las ilusiones y los esfuerzos. En este punto, hallo necesario mencionar a un notable educador ecuatoriano, y por más señas lojano, fray Sebastián Mora Bermeo, a quien el gobierno grancolombiano confió la tarea de implantar un primer sistema de instrucción pública. Carlos Paladines no olvida mencionarlo en su obra, pero creo que es necesario que esta figura sea mejor estudiada por todos nosotros, tanto por lo que representó en su tiempo para la educación grancolombiana, como por lo que hoy mismo representa para la historia de la educación latinoamericana. Amigos todos: Me he limitado a comentar en únicamente el primer capítulo de este libro y ya ven ustedes cuánta sustancia tiene y cuántas reflexiones provoca. Pero no dejaré de señalar, al menos, los nombres de algunos otros personajes que Carlos Paladines estudia en este valioso libro: Simón Rodríguez, Juan León Mera, Francisco Febres Cordero, Pedro Fermín Cevallos y Juan Montalvo, entre quienes aportaron al esfuerzo de afirmación del Estado nacional. Daniel Enrique Proaño, José Peralta, Fernando Pons, las Misiones Alemanas, Leonidas García, Alfredo Espinosa Tamayo, por parte de los que contribuyeron a concebir e implantar el sistema de educación laica. Dolores Cacuango, Tránsito Amaguaña, Julio, Larrea, Gonzalo Rubio Orbe, Reynaldo Murgueytio, Mercedes Noboa, Zoila Ugarte, Rita Lecumberri, María Angélica Hidrovo, Aurelio Espinosa Pólit, Hernán Malo, Hermel Velasco, Edmundo Carbo, Emilio Uzcátegui, en la nómina de quienes impulsaron, mediante la educación formal e informal, la concientización del país respecto de sus problemas 213 y la formación de ciudadanos capaces de trabajar para resolverlos.. Pero este libro suscitador no sólo nos ha motivado algunos comentarios sobre el pasado sino también algunas reflexiones sobre el presente. La principal es que un sistema educativo no se mide solo por sus fines y objetivos teóricos; se mide sobre todo por sus logros, por sus efectos ciertos, por sus resultados concretos. Y aquí es donde se revela que, pese a la buena simiente sembrada por nuestros pensadores y pedagogos, la actual educación ecuatoriana, en general, está en deuda con la ciudadanía, salvo el caso de la educación bicultural bilingüe, que ha ayudado a que los indios, los eternos olvidados de la historia ecuatoriana, tomen conciencia cabal de sus problemas y se lancen a rescatar sus derechos por medio de la lucha electoral, con magníficos resultados. Pero el resto del sistema educativo adolece de unas terribles carencias materiales, éticas y pedagógicas. La “educación pública, laica y gratuita” que nos legara la revolución alfarista ha terminado por ser degradada hasta el extremo límite, y en esa tarea han compartido responsabilidades muchos gobernantes, que se han desentendido de esa responsabilidad fundamental del Estado, y también ciertos grupos políticos, que han visto en la educación pública una trinchera de acción partidaria, una escuela de cuadros y un pretexto siempre a mano para la agitación y la protesta. Y no soslayemos la responsabilidad de los profesores, que, mal pagados y muy politizados, han abandonado el espíritu de servicio del antiguo maestro laico y están prestos al paro y afanosos por el multiempleo. El resultado final es ese grupo informe de jóvenes que llegan anualmente a las universidades y que, en su mayoría, se hallan impreparados para cursar la educación superior. Fracasados en sus exámenes de ingreso o en sus primeros cursos universitarios, terminan por desertar de sus afanes educativos y van a engrosar las filas de la economía informal, de las masas arrebañadas del populismo o, incluso, de las bandas delincuenciales. Distinta, pero no mejor, es la situación de la educación privada, donde, salvo dignas excepciones, priman el espíritu de negocio y el afán de lucro sobre la responsabilidad legal y el compromiso ético. Es sabido que la mayoría de maestros de los institutos privados son los mismos del sistema público, los famosos “maestros-taxis”, que distraen horas de su labor en la educación pública para venderlas por ínfimo precio a la educación particular, donde les pagan menos y les exigen más. Por estas y otras motivaciones, los resultados de la educación privada son mejores en el campo de la información, pero igualmente malos en el campo de la formación, como lo prueba el hecho de que todos los grandes bandidos de cuello blanco que se hallan prófugos la 214 justicia se formaron en escuelas y colegios religiosos. Disculpen la cruda sinceridad de mis palabras, pero es que hablo de estos asuntos con el dolor que los buenos ciudadanos sentimos ante los fracasos de la nación. Y, perdónenme la inmodestia, también hablo con cierto conocimiento de causa, pues durante más de treinta años he sido profesor en todos los niveles de la educación pública, a la que todavía sirvo. Para terminar, quiero destacar una vez más la valía de este inteligente y cautivante libro de Carlos Paladines, cuya lectura nos hace revivir las horas y figuras gloriosas de nuestra educación, pero también nos llama a reflexionar sobre los grandes problemas de la educación contemporánea, que deben ser resueltos positivamente para que algún día tengamos esa Patria consciente y amante de sí misma que quería Espejo, esa República de ciudadanos responsables que soñaba Bolívar, ese Ecuador crecido desde adentro que deseaba Mera, esa Nación progresista y culta que se empeñaron en construir Rocafuerte y Alfaro. (Presentación del libro “Figuras y símbolos de la educación en el Ecuador”, del Dr. Carlos Paladines Escudero, en el aula “Benjamín Carrión” de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, la tarde del 12 de diciembre de 2002.) 215 29. 216 REGION Y REGIONALISMO Con el amanecer de la república se inició para los países de América Latina el esfuerzo de construir una nación y su expresión política, el Estado Nacional. Siguiendo el modelo histórico occidental, ya estudiado por Weill (1961), Hobsbawn (1991) y Anderson (1993), esa construcción social se hizo en nombre de los grandes principios liberales de Libertad, Igualdad y Fraternidad y sobre el apotegma de la nación única, que, para efectos políticos, debía actuar como una base electoral ciudadana que sustentase la soberanía nacional. El naciente Estado Nacional era, pues, una entidad política homogenizadora, que buscaba demarcar y controlar un territorio perfectamente definido, cuyos habitantes se identificaran por una lengua única y un pasado común. Una entidad política de tales características era importante para la lucha de independencia emprendida por la clase criolla hispanoamericana, puesto que levantaba, frente a la legalidad del Estado colonial, la soberanía y nueva legalidad del Estado republicano. Tenía, en este sentido, un carácter progresista, anticolonialista y liberador. Pero, paradójicamente, esa entidad tenía también un carácter dominador y sombrío, en tanto que imponía a los pueblos de su territorio un modelo único de vida social y organización política, que resultaba excluyente e intolerante para todos aquellos que no aceptaran o compartieran su proyecto homogenizador. El gran equívoco de nuestra historia empezó ahí, porque el concepto mismo de “nación única, soberana e indivisible” marcaba de entrada la exclusión de otras entidades socio­culturales existentes, como las etnias o nacionalidades indígenas, los pueblos negros y las llamadas “castas”, que eran el producto antropológico más evidente del mestizaje y la acción colonial. Y es que, en teoría, todos los habitantes de los nuevos países eran despojados de sus antiguas identidades socio culturales, tales como las étnicas y las regionales, para asumir la nueva, superior y común identidad de hijos de la Patria nacional y ciudadanos iguales ante la ley. Pero esos presupuestos teóricos fueron negados prontamente por la realidad, que se expresó de dos modos paralelos: una larvada organización del Estado Nacional y una fortalecida pervivencia de las antiguas identidades. El Estado ciudadano no logró desarrollarse plenamente y se quedó en situación larvaria, precisamente porque las elites dirigentes no lo abrieron a la participación de todos los habitantes, sino que lo convirtieron en un coto cerrado, del que excluyeron a los iletrados y a los no propietarios, a quienes negaron el voto y la participación política efectiva. En el caso del Ecuador, la Constitución de 1830 fijó varias condiciones para ser ciudadano y ejercer el derecho del sufragio 217 (saber leer y escribir, tener propiedad o profesión liberal, no trabajar para otro en relación de dependencia), las cuales dejaron fuera de la participación política al 97 o 98 por ciento de la población del país. Y situaciones parecidas o equivalentes se dieron en los demás países de la región. Esa larvaria situación del Estado Nacional tuvo varios efectos nocivos para la convivencia social. Los “Padres de la Patria” la habían concebido como una casa común donde pudieran guarecerse todos los ciudadanos o, al menos, la mayoría de éstos. Pero luego, alejado cada vez más de su horizonte social originario, el Estado fue convertido por las oligarquías criollas en una simple maquinaria de dominación y exacción económica, por lo cual, para la mayoría de los pueblos sometidos a él, el Estado dejó de ser la Patria, el padre protector y educador soñado por los libertadores, para convertirse en un temido poder que cobraba impuestos, reclutaba hombres para la guerra, imponía estancos a la producción y el consumo, despojaba a los pueblos indios de sus resguardos o tierras comunales, perseguía a los pobres con las famosas “leyes contra la vagancia” y obligaba a las poblaciones a trabajar gratuitamente en obras públicas. En resumen, los pueblos indios, negros y mestizos fueron sometidos a un “colonialismo interno”, en ciertos aspectos más cruel e intolerante que el antiguo colonialismo español. Otro efecto nocivo de esa larvaria condición del Estado Nacional fue el fortalecimiento de las viejas identidades que éste había pretendido borrar del panorama social. Y es que los pueblos, en busca de protegerse de los peligros comunes a la vida social (delincuencia, conflictos grupales, catástrofes naturales, desamparo individual, etc), y también de enfrentar con éxito las acechanzas del Estado y los abusos de su autoridad, se ampararon en sus antiguas formas organizativas: la etnia, la tribu, el villorrio, la región y la religión. De este modo, el Estado excluyente, que había proclamado a la nación como único actor histórico y negado participación a esos otros actores sociales preexistentes, fue negado a su vez por éstos y resistido en su acción uniformadora. Dicho de otro, la Patria, padre autoritario, fue resistido en nombre de la Matria, madre protectora de cada uno de los excluidos, que era casi siempre la etnia o la región, espacios naturales de la existencia humana y la convivencia social. CENTRALISMO VERSUS REGIONALSIMO El conflicto regional y su principal expresión política, que es la contradicción centralismo–regionalismo, tienen en nuestro país una variedad de manifestaciones que van más allá del simplista enfoque 218 de la capital versus la periferia. Siempre hubo al menos un tercer actor en la escena de la discordia y ese actor fue Cuenca, ciudad más importante que Guayaquil en la época colonial y tercera ciudad del país durante la etapa republicana. Y la actitud de ese tercer actor en el escenario histórico–político ha sido multifacética y no se ha limitado a la lucha contra el centralismo quiteño. De ahí que también resulta simplista y equívoca esa otra versión del problema, según la cual Guayaquil aparece liderando a la escuadra de regiones marginadas por el denominado “centralismo absorbente” de la capital. ¿Cuáles son, pues, los términos en que debe entenderse históricamente la contradicción centralismo–regionalismo? ¿Y cuáles son los parámetros con que este problema debe plantearse en la actualidad? En busca de responder a esas inquietudes históricas sobre el pasado y preocupaciones políticas sobre el presente, planteo los siguientes puntos: 1º.- Necesitamos comprender y definir adecuadamente lo que es una región. No sé si por pereza mental, en el Ecuador nos hemos limitado a creer que las regiones son un hecho natural, producto de la geografía, que están ahí y han estado siempre del mismo modo. Esa visión reduccionista y maniquea es precisamente el más abundante fruto del cultivo regionalista, pues muestra una Costa habitada por costeños y una Sierra habitada por serranos, seres que son distintos y por tanto contrarios. Ni siquiera se hace el esfuerzo de pensar que el país tiene cuatro grandes regiones naturales reconocidas y una quinta menos conocida pero igualmente real: el “yunga” o subtrópico. Menos aún se llega a reflexionar en la variedad de elementos de diverso tipo que coexisten al interior de cada “región natural” –culturales, étnicos, sociales y económicos– y que contribuyen a subdividirla en “regiones socio–culturales” con fuerte identidad propia: Manabí o Esmeraldas en la Costa; Azuay, Loja, Tungurahua o el Carchi en la Sierra, y Santo Domingo de los Colorados en el subtrópico, para citar unos pocos ejemplos. Por lo mismo, necesitamos comprender que una región es mucho más que un espacio geográfico más o menos uniforme y que es una realidad social de vieja data, en la que la identidad histórica y las expresiones culturales (dialecto, mentalidad colectiva, formas productivas) pesan tanto o más que la geografía en el modo de vida de las gentes. Sólo entonces podremos definir e identificar adecuadamente a las diversas regiones del país, así como reconocer y valorizar su presencia en la historia y la vida contemporánea de 219 la nación, hasta hoy ocultada o disminuida por generalizaciones simplistas o interesadas. A partir de esa comprensión previa, necesitamos valorar y atender debidamente a todas las regiones del país y en especial a las más atrasadas, como único medio de evitar que el sentimiento de exclusión social y la miseria oculta del campo sigan alimentando conflictos sociales y políticos, o estimulando la migración campesina hacia las ciudades, que termina convirtiéndose en miseria visible, marginalidad urbana, caldo de cultivo de la creciente delincuencia y centro de alimentación del más craso populismo. 2º.- Necesitamos precisar y re-dimensionar los conceptos de “centralismo” y “regionalismo”, como paso previo a la búsqueda de una nueva relación Estado–región. En cuanto a los conceptos, ambos han sido satanizados por el bando opositor, al punto de que la sola idea de un poder central eriza a los regionalistas de toda laya y la sola mención del regionalismo causa iguales efectos en los centralistas. Precisamente la existencia de esta situación vuelve necesaria una aclaración y deslinde de ambos conceptos. En sentido general, el Centralismo consiste en una doctrina que propugna la centralización política y administrativa, reuniendo todos los elementos de gobierno en el poder central, que de este modo acumula funciones, capacidad de decisión y autoridad, en busca de promover más eficientemente el progreso colectivo. A su vez, el Regionalismo se conceptúa como una doctrina política que tiende a la descentralización del Estado, el poder político y la gestión administrativa, con miras a atender de mejor manera las aspiraciones de cada región. Se trata, pues, de dos propuestas políticas absolutamente legítimas, en tanto se inspiran en la búsqueda de un más eficiente poder público y plantean soluciones alternativas para los asuntos de la gestión estatal. Además, cualquier político sensato o ciudadano bien informado comprende que todo país necesita para su funcionamiento y eventual progreso de una adecuada combinación de centralismo y regionalismo bien entendidos. Quienquiera comprende que hay asuntos fundamentales que tienen que estar en manos del gobierno central, tales como la defensa nacional, la política exterior o la planificación y macro– administración de los servicios públicos esenciales (educación, salud, seguridad interna, obras públicas nacionales). Y también entiende que hay tareas administrativas y servicios públicos que nadie puede manejarlos mejor que un Municipio, una entidad de desarrollo regional 220 (como la CEDEGE, el CREA, el PREDESUR o el CRM) o un organismo público descentralizado (como la Casa de la Cultura Ecuatoriana o la COPEFEN). Sin embargo, hay unos límites a partir de los cuales cada una de estas doctrinas políticas degenera hasta volverse nociva para el conjunto social. En el caso del centralismo, la nocividad aparece cuando el poder central gobierna sin considerar los intereses y aspiraciones regionales legítimos (pues también hay intereses bastardos) o beneficia notoriamente a una región –que generalmente es aquella donde tiene su sede el poder– con perjuicio de las demás. Por su parte, el regionalismo se vuelve nocivo cuando deja de sustentar razones de trascendencia social o políticas alternativas, para enquistarse como prejuicio, rencor o animosidad regionalista, presuponiendo que todo acto de la autoridad central tiende a perjudicarlo o es tomado con el objetivo de causar daño a su región. Vistas así las cosas, resulta imperativo abandonar la vieja táctica de la queja regionalista, la confrontación y la impugnación “a fardo cerrado” de toda política centralista. De lo que se trata es de analizar permanentemente la relación entre los organismos centralizados y descentralizados del Estado, o entre el poder central y los poderes políticos locales (Consejos Provinciales y Concejos Municipales), de estudiar su eficiencia relativa y de asignar mayores responsabilidades a aquellos órganos de gestión que hayan demostrado mayor eficiencia o dispongan de mayor capacidad administrativa. Y de valorar todo ello sin pasión ni prejuicios, porque el objetivo final no es imponer a troche y moche una tesis política, sino buscar los mecanismos idóneos para servir con más eficiencia a la comunidad. Pero nada de eso se puede hacer a partir de consideraciones generales. No se puede pasar de una vez la educación o el tránsito, hasta hoy manejados por el poder central, a todos los municipios, a cualquier municipio del país, porque el resultado sería catastrófico; empero, sería de desear que el Estado central diseñase un plan quinquenal para capacitar administrativamente a todas las municipalidades, como paso previo a una progresiva entrega de mayores responsabilidades de gestión. Además, junto con la capacitación debe llegar desde el Estado una firme política de control, porque es bien sabido que muchas municipalidades del país son verdaderos antros de corrupción política y robo de fondos públicos, y que en las demás campea una ignorancia tan crasa que causa tantos estragos como la corrupción. Iguales preocupaciones deben mover al Estado respecto de los organismos de desarrollo regional, porque descentralización administrativa no significa otorgar patente de corso a las fuerzas 221 de poder regional, para que afiancen su dominación o reproduzcan en el escenario local los mismos vicios de la política estatal que se han venido criticando y en nombre de los cuales –por oposición a ellos– se ha emprendido la descentralización. Por lo demás, los varios escándalos financieros ocurridos en estos organismos de desarrollo exigen una vigilancia permanente del Estado y sus mecanismos de control, precisamente para evitar malversaciones y optimizar el uso de los recursos públicos en beneficio del conjunto de la sociedad. 3º.- Debemos respetar la nueva Constitución Política del Estado y centrar el debate de la cuestión regional en el marco constitucional aprobado por la Asamblea Nacional de 1998. Traemos al debate este tema porque precisamente en estos días ha arreciado la campaña derechista para desprestigiar a la nueva Constitución, acusando sus supuestas carencias y debilidades como justificativo para plantear una reforma constitucional. Y una de las principales debilidades que se le imputa es su supuesto centralismo, el que, de existir, sería en gran medida responsabilidad de los mismos partidos de esa tendencia, cuyos diputados constituyeron el bloque mayoritario en la Asamblea y participaron activamente en la redacción de la nueva carta constitucional. Por lo visto, la cultura política ecuatoriana sigue estando afectada por lo que el constitucionalista español Gregorio Peces– Barba Martínez denomina “síndrome de Penélope”: ese afán de pasarnos la vida tejiendo y destejiendo, es decir, destruyendo de inmediato lo que a veces se ha construido con mucho esfuerzo. En realidad, esta característica resulta tradicional en toda la mentalidad hispanoamericana, pero pareciera tener mayor incidencia en el Ecuador, país que ha tenido 91 gobernantes en 170 años de vida independiente y ha cambiado 19 veces de Constitución. El otro aspecto negativo que los críticos de derecha –de la derecha regionalista, para ser más precisos– ven en la nueva carta política del Estado es curiosamente el llamado “candado constitucional”, mecanismo protectivo que los asambleístas incluyeron entre las disposiciones transitorias, precisamente con el fin de evitar que el “síndrome de Penélope” destruyera en poco tiempo ese gran esfuerzo de modernización y democratización que impulsó la sociedad civil entre 1987 y 1988 y que finalmente se concretó en la nueva Constitución, con los inevitables altibajos impuestos por la realidad política. Así, para los líderes del partido socialcristiano –que recoge votos en todo el país, pero tiene su cabeza, su estado mayor y su referente político fundamental en Guayaquil– la nueva Constitución 222 es un engendro del centralismo y el estatismo izquierdizante, y por lo mismo debe ser reformada cuanto antes, para permitir la libre e indiscriminada privatización de las empresas estatales y otros organismos públicos apetecidos por la derecha neoliberal, como el IESS. De nada importan la movilización social que impuso la convocatoria a una Asamblea Nacional, ni la amplia mayoría de votantes que aprobó en plebiscito la permanencia del IESS y del sistema público de seguridad social, ni la misma presencia mayoritaria del Partido Social Cristiano en la Asamblea Nacional. Tampoco parece importar a la derecha neoliberal el hecho de que la nueva Carta Política fuera el resultado de un difícil pero saludable consenso entre todas las fuerzas políticas y sociales, con miras a fijar un marco de acción política para el Ecuador del futuro. Acostumbrados a la imposición de sus criterios, mediante uso y abuso de la mayoría legislativa o por una implacable política de chantaje al gobierno de turno, reniegan de todo consenso y de todo resultado consensual, aunque ello signifique debilitar la imagen del poder público, desprestigiar a la política y alimentar los recelos y odios regionalistas. Pero hay que insistir en el elemento central del conflicto, cual es la resistencia de una fuerza política, de inspiración regionalista, a aceptar el nuevo marco constitucional apenas éste ha sido aprobado. Frente a ello, cabe precisar que una Constitución es la expresión política más elaborada del “contrato social” de que hablaba Rousseau, y que políticamente es el acuerdo consensuado de todas las fuerzas fundamentales de un Estado. Vistas así las cosas, la nueva Constitución ecuatoriana no fue la excepción, pues se logró aprobarla mediante un largo proceso de negociaciones y consensos, encaminado precisamente a crear un marco comúnmente aceptado de convivencia social y política. Por lo visto, el conflicto político surgido en este campo no concluirá hasta que no se reafirme de manera solemne el principio de la disciplina constitucional, como única garantía cierta de cumplimiento de las obligaciones permanentes del contrato estatal. Y si este nuevo contrato necesita cambios, estos deberán hacerse precisamente en el marco fijado para ello por los diputados constituyentes, sin alterar plazos, instancias o procedimientos, porque hacer lo contrario sería convertir a la ley suprema de la república en una cartelera, cuyo texto se puede cambiar según la presencia de nuevos dramas y nuevos actores en la escena política. 223 4º.- Debemos evitar la política del chantaje mutuo entre el poder central y los poderes regionales. De modo tradicional, pero especialmente en las últimas décadas, ha florecido en el país la política del chantaje gubernamental a las municipalidades y Consejos Provinciales, que se concreta en proveer recursos y otorgar favores oficiales a aquellos organismos que se plegan sumisamente a la política del partido de gobierno, del mismo modo que se les niega todo recurso y apoyo oficial a aquellos gobiernos locales que resisten gallardamente las presiones del poder ejecutivo o de los caciques del poder legislativo. Además de ser atentatoria contra los principios de la democracia, esta política de chantaje ha contribuido a generalizar la más escandalosa corrupción política, expresada en el transfugio personal y los “cambios de camiseta”, además de propiciar la erosión de los partidos políticos y aún el uso inmoral de los dineros públicos, pues casi siempre el transfugio de los munícipes comienza haciéndose en nombre del “servicio a los electores” y termina ejecutándose en beneficio del bolsillo personal. Pero si es inmoral el chantaje ejecutado desde el poder central, también lo es el chantaje ejercido desde los poderes regionales, mediante la amenaza de ejecución de “paros cívicos” y de agitaciones contra el orden público, o también a través del recurso de presiones partidarias o interpelaciones legislativas a los ministros del gobierno en ejercicio que resisten presiones políticas o no satisfacen apetitos privados. A este propósito, cabe destacar que los mayores usuarios de este recurso han sido los partidos populistas de todo género que tienen su base de acción en Guayaquil, quienes a su turno han convertido a la municipalidad del puerto en un mecanismo de presión y agitación regionalista contra el gobierno central, con miras a domeñarlo y obtener los tristemente célebres “contratos colectivos”, consistentes en la obtención de fondos para los organismos seccionales controlados por su partido y de prebendas políticas para los dirigentes del mismo. El gobierno así chantajeado termina por ceder importantes espacios de poder a esos falsos “opositores políticos”, que pasan a co-gobernar el país de un modo vergonzante, que deshonra a la democracia y desprestigia a la política. Y si de citar ejemplos se trata, bástenos recordar la entrega de las aduanas al CFP por parte del gobierno de Oswaldo Hurtado, la llegada a la presidencia del Congreso del incalificable Averroes Bucaram o los sucesivos “contratos colectivos” negociados por el Partido Social Cristiano, que le han permitido co-gobernar el país durante varios años y manipular a sus anchas los poderes legislativo y judicial, sin quitarse en ningún 224 momento la escarapela de “partido de oposición”, que tan buenos réditos suele dar en nuestro país. (Conferencia en la Gran Logia Equinoccial del Ecuador, jueves 8 de julio de 1999.) 225 30. LA CIUDAD, ENTRE EL RETO Y LA UTOPIA 226 Hay muchas visiones posibles de la ciudad, este maravilloso producto de la civilización humana. Hay quienes han visto a la ciudad como una creación del hombre que fue inspirada por el demonio, puesto que, según se comprueba en el Génesis, ella no fue uno de los productos de la creación. Desde la orilla contraria, algunos pensadores del Renacimiento la vieron como un espacio de inspiración divina, en donde el hombre podía regenerar su vida colectiva y liberarse para siempre de los estigmas del pecado, que tanto angustiaban a los hombres de aquel tiempo. Por eso, Tomás Campanella describió en detalle la vida feliz de la “Ciudad de Dios” y Tomás Moro construyó una entelequia urbana para radicar su “Utopía” de vida pacífica y armoniosa. Ya en el ámbito de la historia y en el caso particular de España, la culminación de la guerra contra los moros, mediante la toma de las grandes ciudades de Al-Andalus, planteó a los cristianos un problema a la vez teológico y práctico: qué hacer con los espacios urbanos construidos por los seguidores de Alá. Si eran centros de idolatría, como se había venido sosteniendo, debían ser arrasados hasta sus cimientos, para que nada recordase al vencido Islam, pero ello implicaba destruir bellas y monumentales estructuras arquitectónicas, que, en la práctica, bien podían ser aprovechadas por los vencedores. El resultado fue la reconversión de gran parte de las antiguas mezquitas y ciudadelas arábigo-españolas de Andalucía. A diferencia de lo ocurrido en Sevilla, donde la mezquita árabe fue arrasada casi en su totalidad para ser reemplazada por una gigantesca catedral gótica, la esplendorosa mezquita de Córdoba fue adecuada para utilizarse como catedral cristiana. Finalmente, todas esas angustias, inquietudes, urgencias y sueños del hombre europeo del Renacimiento llegaron al Nuevo Continente y chocaron con las realidades sociales y urbanísticas construidas por el hombre americano. Tras el objetivo de fijar su posesión territorial, el conquistador castellano fundó pueblos y ciudades originales, trazó fronteras, nombró autoridades y desenvolvió un sostenido proceso de ocupación territorial, pero también reconvirtió ciudades originales, derribó templos nativos, reutilizó piedras y lugares sagrados, rebautizó urbes y países. Animado por el sueño renacentista de organizar la “Civitas Dei”, la “Ciudad de Dios”, el conquistador se empeñó en ver al Nuevo Mundo como el espacio ideal para esa experiencia. Por eso dictó normas y ordenanzas para organizar la vida social en el escenario americano, que abarcaban desde las tareas de escogitamiento de lugares adecuados para el asentamiento de poblados hasta las propias de la administración civil. De otra parte, preocupado por 227 la dispersión geográfica de la población indígena, se empeñó en concentrarla y “reducirla” a vivir en poblados, lo que facilitaba su control y su colonización espiritual. Esas dos experiencias paralelas, la fundación y organización de ciudades españolas y la “reducción” de la población indígena, fueron el inicio de la administración municipal hispanoamericana y de nuestra política urbana. En cuanto a la ciudad (polis) y a su gobierno (policía), las “Ordenanzas” se convirtieron, desde entonces, en el mecanismo fundamental de la autoridad local para ordenar y regular la vida urbana, y también en la expresión más clara de la creciente autonomía municipal frente al poder estatal. A su vez, los impuestos municipales tomaron el nombre de “tasas” para diferenciarse de los propios del Estado y su recaudación garantizó el sostenimiento de los cabildos coloniales y, ya en la república, la vivencia práctica de la autonomía municipal. En lo que hace referencia a la acción de las fuerzas del poder (política), el poblado o naciente ciudad fue su escenario privilegiado, desde el primer momento. Por medio de una hábil política de endogamia y alianza matrimoniales, los poderosos de la urbe hispanoamericana fueron monopolizando cargos y prebendas hasta convertirse en verdaderas oligarquías municipales. La acción de esas oligarquías marca también la historia de nuestras ciudades y países, tanto por sus disputas en el ámbito local como por sus enfrentamientos con el Estado, fuese éste monárquico o republicano. Y ello determinó también el nivel otorgado a los cabildos o municipios en los distintos momentos de nuestra historia: absolutamente sometidos al poder estatal, semi-autónomos o totalmente autónomos. Ha sido precisamente el deseo de estudiar y conocer mejor esos fenómenos de la vida urbana lo que me ha llevado a escribir los distintos ensayos históricos que conforman esta obra, como parte de mi tarea al frente de la cátedra de “Historia de la Ciudades”, en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU) de la Universidad Central del Ecuador. Cuatro de estos ensayos son inéditos y los tres restantes han sido publicados antes. Estos últimos son los siguientes: “Ciudad y poblamiento colonial en Hispanoamérica”, aparecido en el ‘Boletín de Historia y Antigüedades’, órgano de la Academia Colombiana de Historia (Nº 805, 1999), “Elites y Sociedades Regionales en la Audiencia de Quito. 1750-1809”, incluido en el libro ‘Historia de la Mujer y la Familia’ (ADHILAC, 1991), y “Guayaquil, una ciudad colonial del trópico”, publicado en un libro homónimo editado por el Archivo Histórico del Guayas, en 1998. Finalmente, quiero dejar constancia de algunos reconocimientos. 228 A la FAU y a su Instituto de Investigaciones, que me han facilitado las condiciones para la realización de estos y otros trabajos académicos. A la Academia Nacional de Historia, entidad a la que me honro en pertenecer y cuyo generoso concurso ha hecho posible la publicación de este libro. Y a Jenny, cuyo afecto, respaldo y opinión intelectual hacen grata mi vida. (Palabras en el acto de presentación del libro “Pueblos, ciudades y regiones en la historia del Ecuador”, editado por la Academia Nacional de Historia. Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión”, 1º de mayo de 2003.) 229 31. 230 TESTIMONIO DE VIDA El hecho de recibir esta condecoración de la Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias me honra sobremanera, pero me pone también en el trance de interrogarme acerca de mi vida y obra intelectual, aprovechando la feliz circunstancia de que me hallo entre amigos y familiares íntimos. Soy un hombre que viene de abajo. Nací en La Magdalena, una modesta población de la Provincia de Bolívar, enclavada en el declive exterior de la cordillera occidental de los Andes y ubicada cerca del yunga, esa zona mágica donde se encuentran la Costa y la Sierra y donde los hombres habitan literalmente por encima de las nubes. Y vine a la vida en un hogar también modesto, formado por una maestra rural y un pequeño comerciante, un hogar en el que faltaban algunas cosas pero en el que, a cambio, sobraban amor y espíritu de progreso y había un buen número de libros. Todavía no caminaba cuando empecé a concurrir a una escuela del campo, acompañando a mi madre, que desde entonces fue mi maestra, mi guía y mi amiga incomparable, mientras que mi padre, buscando responder a las necesidades de su medio, desenvolvía una variedad sorprendente de oficios y profesiones: maderero, agrimensor, boticario, partero, médico, dentista y también artista de teatro aficionado. A esa madre, que hoy me acompaña, y a ese padre, que ya partió hacia el Oriente eterno, debo mi inclinación a los libros, a la música y al servicio público. Mi inclinación por la historia empezó entonces, en cierto modo, pero se desarrolló más tarde, bajo el influjo de algunos notables maestros que hoy recuerdo con veneración: don Manuel Núñez Secaira, que fuera mi profesor en el Normal Rural de San Miguel de Bolívar, donde me gradué de maestro; don Gerardo Nicola López, que lo fuera en el Colegio Nacional Bolívar, de Ambato, donde obtuve mi bachillerato en Humanidades Modernas, y el doctor Jaime Arturo Chiriboga, que fue mi profesor en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central del Ecuador. A ellos les debo, y les agradezco desde el presente, mi vocación por las ciencias históricas y geográficas, vocación que finalmente me hizo abandonar el ejercicio de la jurisprudencia y marchar a México, donde cursé estudios de Antropología e Historia e hice una pasantía de investigación gracias a una beca del gobierno mexicano. En síntesis, soy un hijo del sistema de educación pública, laica y gratuita creado por la Revolución Alfarista y pude completar mi formación académica gracias al sistema educativo público instituido por la Revolución Mexicana. Dicho de otro modo, soy un hijo intelectual de dos grandes revoluciones latinoamericanas del siglo XX y ese hecho se ha reflejado en buena medida en mi obra de historiador, a 231 través de la cual he buscado comprender los orígenes y proyecciones de esas rupturas violentas, profundas e irreversibles producidas en nuestra historia. Es que la vida en sociedad está signada por una permanente necesidad de cambios y ajustes en la estructura social, bajo el influjo de las fuerzas sociales que vienen en ascenso y la resistencia o descenso de las élites. Las revoluciones llegan precisamente cuando la vieja estructura represa largo tiempo a las fuerzas renovadoras y termina por estallar bajo el empuje de éstas. Dicho de otro modo, en toda sociedad subyacen elementos de tradición y renovación, que se definen, por oposición, en cada momento histórico. Y cada uno de ellos cumple una función legítima y socialmente útil: los unos, preservando lo que merece ser preservado, y los otros, renovando lo que quedó anquilosado, envejecido, superado por la dinamia de la vida social. De esa delicada tensión entre tradición y renovación surge el progreso de los pueblos, en forma de evolución regular y constante de las cosas y las mentalidades humanas. Pero cuando esa evolución se frena por largo tiempo, por causa del dominio de los elementos de tradición, los elementos de renovación se acumulan y buscan la ruptura del sistema. Para el historiador, es un reto mayor el comprender la complejidad y singularidad de las revoluciones. En cada una de ellas actúan fuerzas y conjuntos de fuerzas que constituyen eso que Gramsci definió como “bloque histórico”. Pero los bloques históricos son inestables por naturaleza, en razón de que se hallan constituidos por fuerzas que, más allá del objetivo común de romper la vieja estructura, poseen distintas visiones del mundo por venir y, por ende, diferentes proyectos políticos, que finalmente chocan y buscan prevalecer sobre los otros. De ahí que en todo bloque revolucionario haya un primer momento de unidad y un segundo momento de guerra interna o despiadados ajustes de cuentas, en el que muchas veces caen los grandes líderes y abanderados de la primera hora, llámense Maximiliano Robespierre, Francisco de Miranda, León Trotski, Emiliano Zapata o Eloy Alfaro. En cuanto a los objetivos de una revolución, hay quienes piensan que hay que cambiarlo todo y hay otros que optan por cambiar lo estrictamente necesario. Así, hay revoluciones desbocadas, como la francesa de 1789, que pretendió cambiar hasta los nombres de los meses del año, y hay revoluciones moderadas, como la alfarista, que buscan cambiar sólo lo sustancial e indispensable para dinamizar la vida social. Aunque parezca un contrasentido, también hay revoluciones conservadoras, que se hacen explícitamente para defender una cultura o unas formas de vida, amenazadas por una irrupción externa que busca destruirlas. John Womack ha clasificado entre estas últimas 232 al zapatismo y agrarismo mexicanos, donde los campesinos pobres resistieron por las armas a la fuerza avasalladora del capitalismo agrario que impulsaban los científicos y hacendados porfiristas. Y en nuestros días tenemos notorios ejemplos de esta clasificación en la revolución iraní y en la resistencia iraquí, donde en nombre de Alá se resiste a la globalización capitalista impulsada desde Occidente. Volviendo al tema central de mi intervención, la verdad es que no solo me he dedicado a estudiar revoluciones. Como historiador, y especialmente como antropólogo, he buscado también entender las expresiones de la cultura tradicional, aquellas que nuestros pueblos se empeñan en conservar como un signo de identidad. Así, me he dedicado a estudiar algunas formas de la música y la poesía popular, tales como el pasillo, el valse, el pasacalle y el albazo, o las coplas del carnaval, buscando desentrañar las claves de su origen, su función social y su pervivencia. Surgieron así mis trabajos titulados “Pasillo, canción de desarraigo”, “El Pasacalle, himno de la Patria chica”, “La música del alba” y “Una fiesta popular andina, el Carnaval de Guaranda.” En esa misma ruta de preservación de nuestra identidad se inscriben también mis ensayos sobre la gastronomía popular, titulados “Del cebiche como una de las bellas artes” y “Elogio de la cocina ecuatoriana”. Quiero tocar ahora un punto significativo de mi vida intelectual y sentimental, cual es mi relación con Colombia, su cultura y sus gentes. Hace ya muchos años, cuando cursaba estudios en la Universidad Central, habité en la recordada y nunca bien ponderada Residencia Universitaria, donde compartí habitación con dos estudiantes colombianos que cursaban la Facultad de Medicina: el payanés Edgar Orejuela Contreras y el valluno Martín Alonso Pinzón. Su generosa amistad me llevó a conocer parte de Colombia y a iniciarme en el conocimiento de su rica cultura popular y su envidiable cultura académica. Más tarde, nuevos contactos humanos estrecharon esa relación mía con tan querido país, el principal de ellos mi vinculación con Jenny Londoño López, que hace veinte años es mi esposa y compañera de afanes intelectuales, y quien es hija de un médico graduado en la Universidad de Guayaquil, en aquel glorioso tiempo en que nuestras universidades atraían con su prestigio a jóvenes de otros países latinoamericanos. Finalmente, las actividades intelectuales me vincularon con prestigiosos círculos culturales colombianos, siendo el principal el que lidera el gran polígrafo Antonio Cacua Prada. Esos vínculos me llevaron a compartir esfuerzos y proyectos intelectuales con algunos 233 historiadores y pensadores colombianos y determinaron finalmente mi designación como Miembro Correspondiente Extranjero de la Academia Colombiana de Historia. Y fue en esa respetabilísima y centenaria institución donde tuve el honor de estrechar lazos de amistad y trabar correspondencia intelectual con el doctor Horacio Gómez Aristizábal, el eminente presidente de la Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, a quien conociera tiempo atrás en esta ciudad de Quito, durante un simposio internacional. Esos son, pues, los hechos y circunstancias que han precedido a esta condecoración y que, seguramente, han determinado que tan prestigiosa Academia me haya conferido este reconocimiento intelectual. Quiero aprovechar esta ocasión para rendir un especial homenaje a Colombia, país al que me hallo ligado por muchos vínculos culturales y afectivos, y cuyos esfuerzos, dolores y esperanzas los siento como propios. Confío en que, más temprano que tarde, Colombia volverá a ser reconocida en el mundo principalmente por sus elevados logros culturales, científicos y deportivos, por sus notables escritores y afamados artistas, por su afán de trabajo y su alegría de vivir. Y hago votos porque ese día llegue pronto. Esta condecoración me honra en grado sumo, especialmente por venir de quienes viene. La recibo con íntima satisfacción y a la vez con modestia republicana. Y la dedico a dos mujeres cercanas a mi corazón: a mi madre, Amada Sánchez García, quien se empeñó en templar y pulir mi espíritu como una hoja de metal, para que reflejara las luces recibidas y resistiera los golpes de la adversidad, y a mi esposa Jenny Londoño López, cuyo amor y dedicación han animado mis afanes intelectuales y cuya presencia cotidiana constituye mi principal vínculo afectivo con la querida Colombia. Gracias, queridos amigos y colegas, por acompañarme en esta tarde. Jorge Núñez Sánchez (Palabras al recibir la Condecoración “Excelencia Académica” de la Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, en acto celebrado en Quito, en el aula Jorge Icaza de la CCE, el 1º de julio de 2003.) 234 32. VIRGILIO GUERRERO Y LA REVOLUCION JULIANA 235 Escribir una biografía tiene varias connotaciones intelectuales. Por una parte, implica una aproximación sicológica al alma humana, esa compleja arquitectura síquica y cultural, que ha sido construida por el propio sujeto en correspondencia con los demás. Por otra, conlleva un ejercicio de reconstrucción de la historicidad de un ser, es decir, de una vida humana particular, pero desarrollada en medio de otras vidas coetáneas, paralelas, vinculadas entre sí, y por lo mismo marcadas por unos valores, circunstancias y experiencias colectivas. En síntesis, elaborar una biografía significa bucear en dos universos paralelos: el de una intimidad personal, hecha de sueños, ilusiones, angustias, esfuerzos, miedos y otros elementos propios del yo, y el de una vida externada hacia la sociedad y marcada por ella con ideas, valores, retos y proyectos de acción. El desafío planteado al biógrafo seguramente debe ser aún más complejo cuando el sujeto a ser biografiado es un militar. Y esto porque los militares forman, en nuestras sociedades nacionales latinoamericanas, una categoría socio–profesional muy particular, que se diferencia de otras –como las de los médicos, los maestros o los deportistas– en la íntima vinculación que posee con eso que los antropólogos llaman “el espíritu colectivo” o “la identidad tribal”. En esencia, esa particularidad viene dada por la compleja responsabilidad que la república les ha encargado, cual es la defensa de sus fronteras, el mantenimiento del orden público y la preservación de los intereses nacionales. De ahí que un militar honorable e inteligente asuma su profesión como una responsabilidad trascendental, inclusive de proyecciones históricas, y esté siempre viéndose como un defensor de la soberanía republicana y del sujeto propietario de esa soberanía, es decir, del pueblo. Claro está que ese esquema ideológico esencial, con el que se fundaron nuestros ejércitos republicanos, ha sufrido con el tiempo torceduras y aun graves distorsiones, al punto que la mayoría de los militares latinoamericanos, instrumentalizados por los poderes locales o mentalizados por el poder imperial, han llegado a sustituir la defensa de las instituciones republicanas por la defensa de las clases dominantes, con lo cual han terminado transformándose en cancerberos de las oligarquías y a veces en verdugos de sus propios pueblos. En nuestros tiempos, esa distorsión histórica ha sido personificada por Pinochet, Videla, Bánzer, Garrastazú y otros dictadores sanguinarios, hoy repudiados por los pueblos y perseguidos 236 por la comunidad internacional. Pero, al menos en teoría, esos actos no son propios de la institucionalidad militar republicana y constituyen notorios crímenes contra la democracia y peligrosos atentados contra la nación. Por el contrario, en la historia latinoamericana también hay ejemplos de militares patriotas, que, puestos en el duro trance de disparar contra el pueblo que les dio las armas, han vuelto sus rifles contra los mandones que desgobernaban sus países y han devuelto a sus naciones la plenitud de su soberanía. Baste citar a este propósito el ejemplo dignísimo de Omar Torrijos. Estas y otras muchas reflexiones me vienen a la mente a la hora de prologar este nuevo libro de mi admirado amigo Gustavo Pérez Ramírez, un prestigioso intelectual colombiano que se ha vinculado al Ecuador por los lazos más sutiles y a la vez más fuertes de la vida, cuales son los del amor. Casado con la notable escultora ecuatoriana Fina Guerrero Cassola, a quien conociera en Nueva York, en el marco de las Naciones Unidas, Gustavo se ha radicado finalmente en Quito y ha dedicado su lúcida madurez a la grata tarea de pensar y escribir, reflexionando sobre el destino del hombre y la sociedad contemporáneos, pero también buscando una mayor aproximación con la historia y la cultura de nuestros pueblos. Desde luego, estas tareas no son nuevas para él. Nacido en Colombia, en tiempos en que la violencia política y social había producido una grave fractura nacional, Gustavo fue uno de los jóvenes intelectuales cristianos que se empeñaron en estudiar los orígenes de la violencia, con miras a comprender ese grave fenómeno y hacerle frente con las armas de la razón. De este modo, formó parte de aquel grupo de pensamiento alternativo que en su hora causó estremecimientos a las buenas conciencias burguesas y a la conservadora jerarquía eclesiástica de su país, y en el cual brillaba con luz propia ese joven sacerdote iluminado que se llamó Camilo Torres Restrepo. Gustavo compartió con Camilo varios años de formación académica y de experiencias vitales, tanto en Colombia como en Bélgica, en donde ambos fueron estudiantes de la famosa universidad católica de Lovaina. Más tarde, tras su regreso a Colombia, Camilo se comprometió cada vez más con la búsqueda de una transformación social y finalmente optó por la vía armada, adhirió a la guerrilla del ELN y murió luchando contra un sistema que estimaba oprobioso e inhumano. Gustavo compartió con su amigo ese compromiso ético contra las injusticias sociales, pero no adhirió a su opción por la vía 237 33. LOS DIBUJOS DE CLIMACO BASTIDAS 238 Pocas veces he tenido la plena sensación de una revelación, en cuanto ésta tiene de inesperado y sorprendente, capaz de disparar al voleo las flechas de la emoción. Pero ayer tuve una y puedo decir que me produjo una gratísima impresión, cercana al deslumbramiento. Clímaco Bastidas, un antiguo y querido amigo, al que hasta ayer había conocido como un talentoso arquitecto-urbanista y un prestigioso profesor universitario, participaba conmigo en una reunión de amigos de la filosofía cuando de pronto, de un modo simple y natural, levantó del suelo su viejo cartapacio de cuero, lo puso sobre la mesa y sacó de él una gruesa carpeta de cartulinas, cuyo contenido empezó a mostrarnos sosegadamente. Para él, ese acto constituía la revelación de un secreto personal guardado por años: sus ejercicios artísticos en el campo del dibujo. Para nosotros, hubo otra revelación: la de un artista excepcional, que silenciosa y metódicamente había ido enfrentándose a los retos y exigencias de tan difícil especialidad, puliendo la línea hasta la perfección y reduciendo la imagen a los trazos imprescindibles. Es sabido que el dibujo es un arte esencial, un verdadero referente ético y estético de las artes plásticas y visuales. Pero esa exigencia es todavía mayor cuando el artista escoge como su elemento expresivo la tinta y la pluma, porque entonces los errores se magnifican y el artista no puede refugiarse en el recurso del borra y va de nuevo. Así, está obligado a dejar que la pluma, o su versión moderna, el rapidógrafo, corran libre y rápidamente sobre la limpia superficie del papel o de la cartulina, guiadas solo por su instinto creador. En el caso de Clímaco, el resultado de esa suma de disciplina y talento es una obra de impecable factura y espléndida belleza. Hablemos ahora de su tema predilecto, que es la imagen femenina. Siendo, como es, un enamorado de la vida y la naturaleza, Clímaco ha encontrado en la mujer, especialmente en su cuerpo desnudo, el objeto y sujeto de su arte. Objeto de captación visual y recreación estilística, que es visto y esbozado desde todos los ángulos, pero siempre con una delicadeza sorprendente, que a veces raya en el misterio, como en esas mujeres de piernas abiertas, donde el sexo no dibujado incita a la imaginación del vidente, o en esas sensuales muchachas sin rostro, donde el erotismo femenino se sitúa en la garganta alargada por el estiramiento del cuello o en la nuca, descubierta por la inclinación de la cabeza y el revoloteo de la cabellera. 239 Pero la mujer es también sujeto expresivo de su arte, puesto que, a través de la pluma del dibujante, ella se muestra al espectador en todas sus facetas de expresión corporal. Y son mujeres múltiples, captadas en las más variadas circunstancias. Las hay delgadas y robustas, vitales y lánguidas, abiertas del todo y hacia todo o cerradas al otro y encogidas sobre sí mismas. Hay jóvenes delgadas y espléndidas, en plenitud vital, y boteritas sensuales e incitantes. Pero todas ellas llevan en su imagen ese sutil encanto de la feminidad, captado casi al vuelo por la mano ligera del artista., cuya pluma pasa sobre su imagen con una delicadeza suma, como queriendo no invadir su intimidad ni robarles ningún detalle particular. Con su obra, que recién empieza a abrirse a los ojos del mundo, Clímaco nos recuerda las posibilidades técnicas del dibujo, pero, sobre todo, nos revela un espacio poco explorado del arte figurativo: la posibilidad de retar al espectador para que éste complete, con su imaginación, aquello que el artista quiere dejar indefinido o intocado. Quito, 7 de noviembre de 2003. 240 34. LA PRENSA Y LOS DESAFIOS DE LA PAZ 241 El domingo 9 de agosto de 1998, el diario El Universal, de Caracas, publicó un artículo del periodista argentino Andrés Oppenheimer titulado “La absurda guerra que a todos nos amenaza”. En esa nota, este afamado periodista escribía: “Uno de los hechos más absurdos de la historia reciente latinoamericana -la guerra entre Perú y Ecuador de 1995, que dejó unos 200 muertos- está volviendo a ser noticia, en medio de crecientes preocupaciones de que una nueva ronda de hostilidades lleve a la ruina a los dos países y provoque una huida de capitales generalizada de América Latina. Diplomáticos de Estados Unidos y América Latina están preocupados por el incidente de la semana pasada en la frontera peruano-ecuatoriana (donde dos soldados peruanos fueron mutilados por una mina terrestre en la zona fronteriza). Señalan que un resurgimiento del conflicto aumentaría la escalada armamentista en la región, y haría resurgir viejos estereotipos de América Latina como un continente bananero. Complicando aún más las cosas, Perú ha adquirido aviones de combate Mig-29, y Ecuador está tratando de adquirir F-16 de Estados Unidos. Y los dos países, a diferencia de otras democracias donde los civiles han tomado las riendas de la seguridad nacional, tienen fuerzas armadas que se encuentran entre las más entrometidas de la región en los asuntos políticos de su país.” Citando a Gabriel Marcella, profesor de la Escuela de Guerra del Ejército de Estados Unidos y coautor del libro “Resolviendo el conflicto entre Perú y Ecuador”, Oppenheimer agregaba que esos acontecimientos fronterizos deberían alarmar a todo el hemisferio, “porque las guerras pasadas entre Perú y Ecuador siempre han nacido de encontronazos accidentales en la jungla.“ “El peligro es que se desate otra guerra”, habría dicho Marcella, añadiendo que “esta vez, podría ser una guerra de mayores dimensiones, porque los dos países están mejor armados que en 1995. Sería un desastre”. Y el autor concluía señalando que ello significaría “un revés enorme para los esfuerzos de los países de América Latina de presentarse como democracias maduras, donde los inversionistas puedan hacer negocios sin temor a guerras disparatadas.” En el momento en que leí ese artículo de Oppenheimer, me pareció que el periodista argentino exageraba, puesto que tanto en Ecuador como en Perú se estaba desarrollando un creciente sentimiento a favor de la paz y era notoria la existencia de una opinión pública cansada 242 de todo lo relacionado con la guerra. Pero ocasionales noticias que asomaban aquí y allá me han ido revelando que hay fuerzas oscuras que conspiran contra el acuerdo de paz firmado entre nuestros países y se esfuerzan en mantener vivo un conflicto que murió de muerte natural y está debidamente sepultado. Hace pocas semanas leí otro de esos artículos alarmistas, publicado –si no recuerdo mal– por el diario EXPRESO de Lima, según el cual Ecuador estaría por adquirir unas corbetas italianas para incrementar su marina de guerra. Debo confesar que la noticia me alarmó. Me pregunté cómo podía estar alguien empeñado en comprar barcos de guerra, si los ecuatorianos ya no teníamos conflictos pendientes con ningún vecino. Y cómo se le ocurría a nadie pensar en tales derroches militaristas, mientras no había dinero para pagar a los maestros y trabajadores de la salud, que vivían por ello en intermitente huelga, y mientras las calles estaban llenas de niños y ancianos mendigos. Así que avivé mi viejo instinto de periodista y me puse a investigar el origen de tal noticia. En las fuentes militares consultadas, me indicaron que esa noticia no pasaba de ser un disparate. Me dijeron: ¡Cómo vamos a comprar barcos de guerra, si el Congreso nos ha aprobado un presupuesto militar mucho menor que el solicitado y si a duras penas tenemos para pagar los sueldos del personal, que están congelados hace tres años! Como no tenía posibilidad de preguntar al diario EXPRESO por su fuente de información, decidí investigar en la red (Internet), buscando información en los medios militares o en los ámbitos dedicados a asuntos estratégicos. Lo que hallé me dio risa y a la vez me inquietó: se trataba de que Italia había decidido dar de baja unas corbetas viejas, pero los italianos, como buenos mercachifles que son, buscaban no desguazar sus armatostes sino venderlos a algún “país bananero”, haciéndoles algunos arreglos para que esos barcos viejos parecieran todavía útiles, tales como cambiarles de motores, ponerles nuevos lanzacohetes y darles una mano de pintura. Para lograr su objetivo, los mercaderes de la muerte hicieron una de sus consabidas jugarretas: encargaron a un “especialista en geopolítica” que escribiera un artículo destinado a revivir los fantasmas de la desconfianza entre Ecuador y Perú, En síntesis, se trataba de vendernos armas tremendamente letales, no por su efectividad militar, ciertamente dudosa, sino por su brutal costo para nuestras débiles economías nacionales, donde muchas gentes iban a morir de hambre, como víctimas directas de una estúpida carrera armamentista. 243 Fue así como salió a luz el artículo: “Rivales del Mar del Sur: las marinas de Ecuador y Perú”, del autor Giuliano da Fré, publicado en la revista militar italiana “Analisi Difesa”, Nº 39, de 6 de noviembre de 2003. Sin aportar razonamiento alguno, el artículo parte de la consideración de que “entre los dos países es sabido que siempre existirá una rivalidad política, que es concretizada en una atención constante al nivel de preparación militar recíproca”. Admite que el Tratado de Paz de 1998 “ha puesto fin –al menos por el momentoa la carrera armamentista entre los dos países”, pero agrega que “las dos pequeñas marinas sudamericanas no han renunciado a su modernización en un próximo futuro”. Pasando a lo concreto, el autor señala que “en marzo de 2003 Lima ha manifestado su decisión de adquirir de segunda mano las tres fragatas Lupo que la marina militar italiana ha dado de baja”, con lo que el autor contradice a EXPRESO, afirmando que el comprador de las corbetas no iba a ser Ecuador, sino Perú. De Fré agrega que, de este modo, Perú aspira a potenciar aún más su línea de cuatro fragatas tipo Carvajal “que son la punta de lanza de la flota, un complejo sustancialmente armónico y de alta profesionalidad, solo en parte limitado por la obsolescencia de algunos de sus componentes.” Luego el artículo detalla todo el sistema naval militar peruano: sus hombres, sus naves de superficie y submarinas, sus armas y equipos adicionales, y sus cuatro divisiones navales. A continuación incluye un subtítulo evidentemente sugestivo, llamado “La Armada de David”, que comienza por hacer un símil del conflicto bíblico entre Goliat y David, mostrando a Perú como Goliat y a Ecuador como David. Dice textualmente: “Si la Marina peruana es un “Goliat” caracterizado por un hipertrófico gigantismo, Quito dispone de una fuerza más pequeña pero con equipamiento moderno, y adiestrada por expertos israelitas, británicos y chilenos.” Tras describir los hombres, naves, equipos y sistema administrativo de la marina ecuatoriana, el analista militar pasa a mencionar los fenómenos de crisis política que han afectado a los dos países y han frenado su carrera armamentista. Luego topa otro aspecto del asunto: “la próxima entrada en servicio de los modernísimos submarinos tipo “Escorpión” en la siempre rival (del Perú) marina chilena”, lo cual, concluye el articulista, “debe suscitar grave irritación y más de una preocupación en el Almirantazgo peruano”. Y no deja finalmente de alertar sobre los riesgos que conlleva 244 la política de refrenamiento armamentístico emprendida por ambos países en los dos últimos años, al calor de su grave situación socioeconómica. Señala que el principal de esos riesgos es la probable “dispersión de aquellos recursos profesionales y tecnológicos acumulados en el último decenio por las Fuerzas Armadas de los dos países.” En síntesis, el artículo tiende a sembrar entre nuestros militares algunas ideas–fuerza, como éstas: 1. Que hay una rivalidad histórica y casi natural entre Ecuador y Perú, que seguramente no será disipada por el Tratado de Paz de 1998. 2. Que esa rivalidad tiene una expresión particular en el ámbito naval, que, tras la firma de la paz y el arreglo de los problemas en el área amazónica, será seguramente la nueva zona de disputa entre ambos países, sobre todo porque Ecuador “ha logrado acceso a la red fluvial amazónica.” 3. Que la Marina de Guerra del Perú es un Goliat gigante e hipertrofiado, que necesita modernización y nuevo equipamiento. 4. Que la Armada del Ecuador es un moderno David, cuya fuerza es muy pequeña y debe ser acrecentada para enfrentar al Goliat peruano. 5. Que la modernización naval chilena amenaza a Perú. 6. Y que hay otra amenaza para Ecuador y Perú, que es el refrenamiento de su carrera armamentista, que los condenará a un atraso militar y tecnológico. La conclusión obvia a la que apuntan esas ideas–fuerza es la de que alguno de esos países, o ambos a la vez, deben comprar más barcos de guerra y equipos navales para estar a la altura de sus supuestas necesidades. Y, de paso, su autor les recuerda que nada mejor para sus escuálidas economías que comprar barcos usados… italianos. En nuestra opinión, no debe extrañarnos que unos vendedores de armas se valgan de supuestos estudios geopolíticos para promover su inicuo negocio. Pero no podemos ser ingenuos hasta el punto de creer que esos vendedores de armas no tienen eco en nuestros países, en nuestras fuerzas armadas y hasta en nuestra prensa. Siempre habrá un jefe militar preocupado por su país, que cree sinceramente que hay que comprar armas para prevenir ataques futuros de no se sabe quién, pero no excluyo que también haya militares capaces de dejarse sobornar por esos traficantes de la muerte. Siempre 245 habrá periodistas ingenuos, que creen que el patriotismo consiste en publicar cualquier “noticia reservada” que le dan las fuentes militares, sin analizarla y desmenuzarla previamente. Pero tampoco excluyo que puedan haber plumíferos de alquiler, que cobran por publicar esas noticias, sabiendo que son falsas o sospechando que lo sean. Por eso, quiero exhortar a los periodistas reunidos en este foro, (al igual que lo he hecho en otras ocasiones con mis colegas historiadores), para que en adelante seamos más críticos y analíticos con ese tipo de noticias que incitan a la guerra, o a la carrera armamentista o al menos a la desconfianza entre nuestros pueblos. Recuerdo a este propósito una memorable conferencia que dictara el 9 de febrero de 2001 el Premio Nóbel de Literatura José Saramago, al inaugurar el curso de la Escuela de Periodismo creada por la Universidad Autónoma de Madrid y el diario El País. El gran escritor portugués dijo entonces que “además del periodismo de información, de opinión y de investigación, es necesario un periodismo de reflexión como fórmula para instalar la duda en la sociedad” y recomendó a todos los periodistas que buscaran ‘darle la vuelta a los hechos’ para no quedarse sólo en las superficialidades. Saramago también llamó la atención sobre la responsabilidad de los medios, ‘infinitamente más grande de la que los propios medios creen tener’, y se mostró convencido de que ningún periodista desconoce cuáles son los problemas que amenazan a la humanidad, pero insistió en que los periódicos no profundizan en las cuestiones que realmente interesan a la gente y dedican demasiado espacio a ‘la superficie, a la pequeña espuma que fluctúa en la superficie’. Finalmente, reprochó a los periodistas su papel de ‘prestatarios de contenidos’, que escriben por encargo de otros. En resumen, cuando alguien les diga que su país está amenazado, duden de la noticia y busquen comprobarla por sus propios medios, para evitar ser utilizados por gentes interesadas en vender o en comprar armas, casi siempre con jugosas comisiones de por medio. Una duda sistemática sobre ese tipo de noticias será el mejor aporte que ustedes puedan hacerle a su país. Será un aporte muy efectivo en la lucha contra la corrupción. También será un aporte para la paz, bien superior de la humanidad, que vale más que cualquier consigna patriotera. Y será finalmente una muestra de verdadero patriotismo, porque, como decía Martí, la verdadera Patria es la Humanidad, y por ende el verdadero patriotismo contemporáneo es preocuparse por la humanidad en su conjunto y en especial por la humanidad doliente: por los pobres sin sustento, por los enfermos sin atención, por los niños sin escuela que existen en nuestros países. Piensen, amigos míos, que con el valor de un tanque se pueden 246 construir 50 escuelas, que con el valor de un avión de caza se puede construir un gran hospital y que con el valor de un barco de guerra se puede educar y alimentar por varios años a millones de niños pobres. Por eso, el verdadero valor de esas armas no se mide en millones de dólares, sino en el número de niños hambrientos, de ancianos olvidados, de campesinos miserables, de gentes analfabetas. Ese es el costo de las armas y de los preparativos de guerra. Eso mismo fue lo que dijeron las mujeres ecuatorianas y peruanas en su memorable manifiesto del 3 de febrero de 1995, publicado en los días en que nuestros países se hallaban en guerra. Esas madres y esposas de ambos países denunciaron entonces que: “1.Una guerra entre pueblos hermanos desatada en los albores del siglo XXI, constituye una afrenta a nuestras culturas y un retroceso para nuestras sociedades. Su costo trasciende lo económico. Afecta el desarrollo presente y futuro de nuestros países y lesiona los derechos humanos. 2. Como consecuencia, el recrudecimiento de la pobreza se convierte en una realidad que afectará a hombres, mujeres, niños y niñas de ambos países, pero en particular a los sectores más vulnerables de la población. 3. Los gastos de una guerra son irrecuperables, y repercuten directamente en el presupuesto destinado al desarrollo social.” En consecuencia, solicitaban el cese definitivo al fuego y el uso de la negociación y el diálogo como únicos instrumentos para resolver cualquier conflicto entre los países del continente. Y reiteraban su convencimiento de que “los excesivos presupuestos para el armamentismo obstaculizan la educación, la salud, la vivienda y el trabajo a los que tienen derecho nuestros pueblos.” Para terminar, hacían votos porque “el patriotismo sea una práctica diaria de solidaridad y lucha por el desarrollo y el bienestar colectivos.” Por todo lo expuesto, me alegra profundamente que el gobierno de Perú haya ratificado la “Convención Interamericana sobre Transparencia en las Adquisiciones de Armas Convencionales”, adoptada en Guatemala en junio de 1999 y que entró en vigor recientemente, convención que Ecuador había suscrito con anterioridad. Y me alegra todavía más que el embajador de Perú ante la OEA, don Eduardo Ferrero Costa, haya señalado en tal ocasión que esta decisión de su país se orientaba a “disminuir los gastos de defensa en la región, a fin de poder destinar mayores 247 recursos al desarrollo económico y la lucha contra la pobreza.” Amigos todos: Firmada la paz definitiva entre Ecuador y Perú, la tarea actual de los periodistas debe ser la de afianzar la paz, promoviendo una cultura de fraternidad y amistad entre los pueblos. ¡Basta de hablar del país vecino como un país enemigo! ¡Basta de ver al nativo del país fronterizo como un sospechoso! ¡Basta de calificar la llegada de productos por la frontera como “contrabando”, mientras a los productos que llegan por los puertos los consideramos comercio legítimo! Les invito también a reflexionar en el tamaño de nuestras Fuerzas Armadas. Ellas sufren de una visible hipertrofia, que se sostiene a costa de nuestras modestas economías nacionales. ¡Tenemos más generales de división que divisiones militares y más generales de brigada que brigadas efectivas…! ¡Tenemos más almirantes, vicealmirantes y contralmirantes que barcos de guerra…! ¡Y tenemos tantos generales del aire como aviones de combate…! Frente a tal situación, los invito a preguntarse: ¿Cuánto nos cuesta anualmente esa hipertrofia militar? ¿Qué porcentaje del PIB dedicamos a gastos militares en general? ¿Y cuánto conoce o desconoce la sociedad civil sobre los gastos militares? Esas preguntas resultan indispensables si queremos vivir en una plena democracia, donde el poder civil (poder democrático, nacido de las urnas) tenga un control total sobre el poder militar; en una sociedad abierta, donde haya plena transparencia informativa y donde la sociedad civil y la opinión pública puedan saber lo que ocurre en su país, para actuar en consecuencia. Con razón se ha dicho que la guerra, y todo lo relacionado con ella, es demasiado importante para dejarla exclusivamente en manos de los militares. Y conste que respeto como el que más a nuestras fuerzas armadas, que constituyen un pilar de sustentación del Estado nacional. Pero, como ciudadano, no estoy dispuesto a darles un cheque en blanco, precisamente porque las cajas nacionales están sin fondos y porque en nuestros países hay otras urgencias que atender y otras guerras que emprender: una guerra contra la corrupción, otra contra la pobreza y otra más contra el atraso y la ignorancia. Así, pues, amigos periodistas, enfilemos las armas de nuestra inteligencia contra esos enemigos que nos acosan a Ecuador y Perú, y en general a los pueblos andinos, y dejemos de andar buscando incidentes fronterizos para magnificarlos con titulares escandalosos o de seguir alimentando sospechas sobre todo lo que haga o diga el 248 país vecino. Necesitamos afianzar y sacralizar la paz, pero para ello necesitamos dejar de comprar armas y, sobre todo, emprender en el desarme de las conciencias. (Comunicación presentada al “Programa de Capacitación de Periodistas para la consolidación de una Cultura de Paz en la Zona de Frontera Perú – Ecuador”, celebrado en Piura, Perú, entre el 16 y 19 de diciembre de 2003, por convocatoria de la Universidad de Piura. Publicada originalmente en el libro “Periodismo de frontera: un proyecto para la paz”, coordinado por Luisa Portugal y editado por la Universidad de Piura, Perú, en 2003) 249 35. REGISTROS DE LA MEMORIA COLECTIVA: EL PASILLO Y LAS MIGRACIONES ECUATORIANAS 250 INTRODUCCION Existe la historia porque existe la memoria social. Cada pueblo o grupo humano busca preservar su memoria colectiva a través de los recursos mnemónicos que su tecnología le permite: petroglifos, pinturas rupestres, tablillas de cerámica, papiros, pergaminos, papeles, grabaciones de sonido, filmes o registros digitales. Es una forma de combatir colectivamente a los efectos individuales de la muerte. Es una forma de pervivir en el tiempo y conservar su identidad. Y es también un modo de instruir a las gentes del futuro, que son, en definitiva, los destinatarios de esos mensajes. La canción es también un registro de la memoria colectiva. Y por sus especiales características, que incluyen, en sus tonos y requiebros, la preservación de las emociones y sentimientos humanos, resulta ser un testimonio del pasado aún más completo y revelador que la escritura. Por ello, ningún texto sobre la diáspora de los judíos españoles podrá ser más revelador de esos desgarramientos humanos que las kántigas y romanzas de los sefardíes, del mismo modo que ningún papiro iluminado podrá transmitirnos la elevación espiritual del hombre medieval de mejor manera que los cantos corales de la música gregoriana. También en el Ecuador, los cantos populares son testimonios útiles a la reconstrucción de la memoria histórica. P. e., un canto ceremonial precolombino, reciclado ideológicamente por el conquistador español, el conocido como “Salve, salve, Gran Señora”, nos revela en buena medida el carácter ritual y la profundidad espiritual de la antigua religión solar de los pueblos equinocciales. ¿Y qué decir de las canciones populares de la colonia que han sobrevivido hasta hoy, en cuyas letras chispean la crítica social o los requiebros sexuales de la picaresca popular? Con la llegada de la educación musical en la época colonial, empezaron a multiplicarse los registros notados de las canciones, aunque solo de las de tipo religioso. Más tarde, a partir del siglo XIX republicano, se difundió el conocimiento de la moderna notación musical, especialmente con la instalación del primer -y breveConservatorio Nacional, en tiempos de Gabriel García Moreno, luego con la fundación de la Escuela de Música de la Sociedad Filantrópica del Guayas y, finalmente, con la creación del nuevo Conservatorio Nacional, por el gobierno alfarista, en 19... Todo ello aportó elementos técnicos para el desarrollo y preservación de la música ecuatoriana y contribuyó a estimular el rescate de los cantos y la música folklóricos. Con la Revolución Liberal se multiplicaron las bandas militares de 251 música y hubo un florecimiento paralelo de la música marcial y la música popular. En todo ello jugaron un papel fundamental los directores de esas nuevas bandas, en su mayoría músicos con buena formación académica y de cuyas filas salieron algunos de los más insignes y afamados compositores nacionalistas: Carlos Brito Benavides, ...Más allá de las tareas propias de su oficio (desfiles militares, ceremonias oficiales, marchas de campaña), la otra función relevante de esas bandas fue la de brindar regularmente retretas de música nacional a la población urbana del país. Suerte de “conciertos al aire libre”, esas retretas devinieron uno de los más eficaces medios de difusión de la música nacional-popular, puesto que grababan en la memoria de sus oyentes las nuevas composiciones producidas por los músicos de la escuela nacionalista. A partir de la segunda década del siglo XX, los testimonios histórico-musicales son más numerosos e inclusive abundantes, en razón de haber sido el Ecuador uno de los primeros países en poseer el sistema de grabación del sonido inventado por la casa “R.C.A. Victor” de los Estados Unidos. En efecto, la instalación de un centro de grabaciones musicales en Guayaquil, hacia 1912, efectuado por la Casa Comercial Encalada, permitió el registro y difusión de numerosas canciones populares ecuatorianas y latinoamericanas y, sobre todo, de las nuevas creaciones de los compositores de la escuela nacionalista. Esos discos de pizarra, tocados en victrola u ortofónica, vinieron a constituir lo que entonces se llamó “la música mecánica” y coadyuvaron a la difusión de la música ecuatoriana de un modo parecido al de las retretas. Así, mientras las bandas militares brindaban interpretaciones para el gran público, las victrolas permitían recrear interpretaciones musicales para círculos privados, con la ventaja de que éstas interpretaciones traían tanto la música como la letra de la canción, transmitida por la voz emocionada de algún notable intérprete. Más tarde, aparecieron nuevas formas de grabación y difusión del sonido, y apareció la radio, que se convirtió en el primer medio masivo de comunicación moderna. Con ello, la música nacional alcanzó con sus notas a una masa creciente de ciudadanos y las canciones populares se convirtieron en una nueva y vibrante forma de identidad colectiva, en un país dividido por activos regionalismos y con pocos signos de identidad nacional. EL PASILLO Y EL NACIONALISMO MUSICAL Hay pueblos de espíritu triste y el Ecuador es uno de ellos. No es el caso analizar aquí los orígenes de esa vocación colectiva por la tristeza, pero es indudable que ella existe y ha existido desde la 252 antigüedad. Hablando de las paradojas del ser quiteño, Alejandro de Humboldt consignó, a comienzos del siglo XIX, que “las gentes de este país duermen tranquilas al pie de los volcanes, viven pobres sobre un subsuelo de oro y gozan con una música triste”. No debe extrañarnos, pues, que la mayor y mejor expresión del nacionalismo musical ecuatoriano haya sido el tristón “pasillo lírico”, género musical creado en el Ecuador a partir de un alegre y movido ritmo colombiano de baile. Esa mutación que este género sufrió en el Ecuador obedeció a una compleja variedad de circunstancias históricas y sociales. Hacia los años veintes del siglo precedente, una vez concluido el ciclo revolucionario del liberalismo, se produjo un progresivo reflujo de la música marcial, que había tenido una presencia preponderante en el último cuarto de siglo, y hubo un paralelo resurgir de la música romántica y sentimental. Tras una época signada por el espíritu guerrero, advino otra más calma y reposada, en la cual el país se dedicó a restañar las heridas dejadas por las últimas guerras civiles y a enfrentar los embates de la nueva crisis económica, que vino acompañada de inestabilidad política, enfrentamientos armados y revueltas sociales. Sobre ese doloroso mar de fondo, poco adecuado para la alegría personal o colectiva, floreció en el alma popular esa canción de dolencias que es el pasillo ecuatoriano. Además, el mismo género se cargó en aquel período de influencias provenientes de la música romántica europea y también recibió la importante influencia de los ritmos indígenas locales. Todos esos elementos coadyuvaron para producir una serie de mutaciones en el ritmo original llegado de Colombia. La primera mutación fue de carácter estético y se dio desde el “pasillo de baile” hacia el “pasillo canción”, mediante un tránsito que tardó varias décadas, tiempo en el que uno y otro género convivieron en armonía. El cambio comenzó cuando varios compositores de la época post-revolucionaria, siguiendo el ejemplo marcado por Carlos Amable Ortiz y los hermanos Francisco y Rafael Ramos Albuja, buscaron incorporar un texto poético a la composición musical, con lo cual el pasillo evolucionó definitivamente desde el ritmo de baile hacia la canción. Mas tarde, una conjugación de fenómenos sociales, elementos estéticos y cambios tecnológicos terminaron por imponer la difusión mayoritaria del pasillo de canto o “pasillo lírico” y el relegamiento progresivo del pasillo de baile o “pasillo rítmico”, hasta llegar a su virtual extinción hacia los años cincuentas. Otro elemento que contribuyó a esa mutación fue la irrupción social de la clase media, hija predilecta del Estado laico. Este nuevo estrato social, empeñado en hallar una identidad para sí mismo y 253 para el nuevo país que surgía, retomó el pasillo -y más tarde otros ritmos populares- como un símbolo identificador de lo ecuatoriano. Pero a ese grupo social emergente, no le bastaba con arrebatar a la aristocracia terrateniente un grato ritmo de baile; estaba más interesada en cantar que en bailar, y requería de un tipo de canción que le permitiese expresar sus inconformidades, rebeldías, angustias, frustraciones y ternuras. Bajo ese requerimiento, el pasillo fue dejando de ser música de salón y paso de baile, y se convirtió prontamente en canción estremecida, donde hallaron alero el amor y el desamor, la nostalgia, los celos, la angustia, la rebeldía, el despecho y, sobre todo, los adioses... Como consecuencia de esa mutación, se produjo en el período reseñado el aparecimiento de una “estética de la tristeza”, que luego se convertiría en característica general del pasillo ecuatoriano contemporáneo. Así, el pasillo romántico derivó crecientemente hacia la nostalgia, la melancolía y la tristeza, bajo la convergente influencia del modernismo literario y de la música indígena, todo ello sobre el mar de fondo de los problemas político-sociales. Esa transición desde el romanticismo hacia la tristeza se patentiza ya en la obra de algunos compositores liberales y estaba de algún modo influenciada por la derrota del radicalismo alfarista, así como por los desmanes de la burguesía liberal gobernante, que culminarían con una masacre de trabajadores el 15 de noviembre de 1922. Uno de los primeros pasillos grabados en el Ecuador (1912) y titulado “A Julia”, ejemplifica ya esa vocación por la tristura: “Lágrimas tristes, sueños angustiosos, origen son, negrita, de tu amor; lúgubres son mis horas silenciosas; ámame, Julia, y calma mi dolor.” A partir de la segunda década del siglo XX, el “spleen”, la abulia y la angustia existencial de los poetas modernistas inundaron las letras de los pasillos y se volvieron lugares comunes expresiones del tipo de “tengo enfermo el espíritu”, “la angustia de vivir”, “la crueldad de la vida”, “mis horas de tedio”, “mi enfermo corazón”, “mis crueles sufrimientos” o “enfermo de dolor”. Hay una frase simbólica que resume el espíritu de aquel tiempo y es un verso de Arturo Borja incluido en un pasillo de Miguel Angel Casares, que dice: “...Esa tristeza enorme que me mata la vida...” Paralelamente a la mutación del género musical y en un breve plazo de dos o tres décadas (de los veintes a los cuarentas), se 254 “A Julia”, música de Oscar Ignacio Alvarado. produjeron también un cambio de escenario y una renovación de los actores del mundo pasillero. El salón elegante, donde las gentes de alta clase bailaban pasillos ligeros, al compás de la música interpretada por un conjunto de cámara o un pianista de calidad, fue reemplazado por un nuevo escenario, modesto hasta el extremo límite pero también más abierto a la socialización: la cantina, donde gentes del pueblo, embriagadas de alcohol y sumidas en su propio romanticismo, cantaban pasillos u otras canciones nacionales, acompañadas por el tañer de una guitarra. Desde entonces, esa trilogía de pasillo, trago y cantina se volvió indisoluble e hizo del pasillo una típica “canción de taberna”. Un afamado ejemplo es el terrible pasillo “Rebeldía”, que allá por los años cincuentas fuera la primera canción protesta del Ecuador, sólo que esa protesta no estaba enfilada contra el sistema sociopolítico sino contra el mismísimo Dios: “Señor, no estoy conforme con mi suerte ni con la dura ley que has decretado, pues no hay una razón bastante fuerte para que me hayas hecho desgraciado.” De otra parte, la generalización de las migraciones internas, especialmente entre la Sierra y la Costa, impuso una nueva temática, marcada por las angustias del desarraigo. Florecieron, así, las “canciones de adiós” y los pasillos de añoranza a los afectos lejanos, con lo cual el pasillo terminó por convertirse en una “canción para llorar ausencias, desahogar infortunios y maldecir destinos desgraciados.” Esa definición la acuñamos precisamente en un ensayo que escribiéramos hace unos veinte años y que fuera publicado por la revista “Cultura” del Banco Central del Ecuador, donde calificábamos al pasillo como una “canción de desarraigo” y afirmábamos que él había vehiculizado, en el plano sentimental, todas las tristezas y angustias de los variados migrantes e inmigrantes del Ecuador. Antes que nada, cabe precisar que el desarraigo es un acto de alejamiento, entre forzado y voluntario, que se encamina a poner distancia entre uno mismo y el sujeto o la tierra amados. Cuando voluntario, el desarraigo implica un doloroso renunciamiento o una fuga que busca preservar el super-ego, por la ruta de eliminar el motivo de la angustia o suprimir la ocasión de la agresión externa. Cuando forzado, el desarraigo implica una fuga táctica, en busca de acceder en otro lugar a mejores condiciones de vida y retornar en el futuro al sitio amado. “Rebeldía”, letra y música de Angel Leonidas Araújo Chiriboga. 255 ¿Por qué surge ese sentimiento de desarraigo? Opino que por muchas causas individuales y sociales. Estrictamente individuales son, por ejemplo, ciertos motivos citados en las mismas letras de los pasillos: desamor, deslealtad, traición, olvido, cansancio, hastío, resignación, desconsuelo, duda, soledad, desaliento, celos. En cambio, son de carácter social otros fenómenos entrevistos en el pasillo como motivo del alejamiento, tales como la migración por pobreza, expresada literalmente en ciertos estremecidos pasillos, como “Cenizas” o “Casita Blanca”. En “Cenizas”, un verdadero clásico del pasillo ecuatoriano, podemos hacer una lectura literal de ese fenómeno social, por el cual miles de muchachos serranos migraban forzadamente hacia la Costa tropical, en busca de un futuro mejor: “Si yo de aquí me alejo no es porque así lo quiera,) Me lleva es el destino sin rumbo a navegar, Pero jamás olvides que en un rincón del mundo Llora en silencio un hombre su desgraciado amor. Llora mi corazón, llora ¡ay! qué triste, Porque aquí va dejando lo más querido. ¡Como no ha de llorar! Mucho ha sufrido y arrancan en pedazos su pobre vida.” Similar es el fenómeno expresado en el muy popular “Casita blanca”, aunque es distinto el tiempo desde el que se canta: ya no a la hora de la despedida, como en el caso anterior, sino tiempo después, cuando la nostalgia ha hecho más dolorosos los recuerdos y la paralela migración del ser amado ha frustrado la anhelada felicidad del retorno: “Hace ya mucho tiempo, con rumbo incierto, que abandoné la tierra donde nací; errante por el mundo, como el desierto, no encontraba tus pasos ¡pobre de mí! A mi tierra querida volví más tarde Anhelando ser tuyo, como soñé, Desde entonces no hay día que no te aguarde Y en tu casita blanca no te encontré.” 256 “Cenizas”, letra y música de Alberto Guillén Navarro. “Casita blanca”, letra y música de Filemón Macías. rascendencia humana óáEcaracterísticoónéníííí ñí, que hasta hace unas pocas décadas debían ser cruzados con gran esfuerzo y no poco riesgo. n paísondeáagravaban por la presenciaeíóóiñ évtales ó“l. úo écóíáíóíóáé, las inundacionesíáá Al partir, muchos lo hacían con una mezcla de euforia y esperanza, como ha quedado consignado en el aire típico “Vamos a Guayaquil”, que en su hora fuera un verdadero motor de impulsión para la emigración de serranos hacia la Costa: “Del suelo tropical surgiste Guayaquil, Oh, pueblo tan querido y preferido por mil y mil. Vamos a Guayaquil, nos lleva el corazón A mirar sus mujeres, todas hermosas Como ellas son. Al llegar a Durán, Sobre mi río Guayas Se yergue majestuosa Cual una diosa mi gran ciudad. Su ambiente tan feliz, Franqueza y corazón, Y su mujer divina, rosa abrilina, ritmo y canción.” Un breve análisis textual de esta canción basta para revelarnos los significativos cambios que iban ocurriendo en la mentalidad colectiva de las provincias de la Sierra, durante la primera mitad del siglo XX. Uno de ellos, la creciente ansia de progreso y libertad personal que se levantaba entre las gentes del interior del país, y otro, la ruptura con la antigua vocación de fidelidad al lar nativo, que el viejo sistema había convertido casi en un apotegma, en busca de radicar la mano de obra “Vamos a Guayaquil”, aire típico interpretado por el dúo Ramos Mendoza. 257 regional. Ahora, rotos los diques del aislamiento entre regiones por la fuerza creciente de la modernidad (el ferrocarril, las carreteras, la supresión de la prisión por deudas, el enganche de trabajadores para la zafra azucarera), los jóvenes indígenas, mestizos o blancos pobres de la Sierra marchaban “por mil y mil” hacia el puerto caliente, tras la ilusión de vivir y progresar en una sociedad abierta, despoblada de los prejuicios sociales y raciales de su Sierra natal. Convertida en reflejo emocional de la realidad,la canción registraba las emociones y anhelos del migrante, que partía soñando con una ciudad próspera y un “ambiente feliz”, poblado de mujeres bellas y sensuales. Mas, por otra parte, también hacía suyo el canto de la mujer (madre o novia) que quedaba abandonada a pequeña casa familiar, envuelta en la bruma de los recuerdos y . Un canto que resumió el poeta Rafael Blacio Flor en la letra del hermoso pasillo “Esperando”, cuya música compusiera el artista quiteño Cristóbal Ojeda Dávila: “Amor, ¿por qué te fuiste dejándome sombrío? ¿En quién será que piensas? ¡A si lo supiera!... Tal vez esté lloviendo. Tal vez estés con frío. Yo, en cambio, vivo triste. ¡Qué triste que es la espera! Mi vida es un paisaje y tú le das la vida. Amor, ¿por qué te fuiste? Amor, ú é ¡é sta n¡A. é..¿áá ¡é íáíáí íáó é ¿éí y¡óas Otro de esos cantos de mujer abandonada es el que sintetizó Carlos Falquez en el hermoso pasillo “Faltándome tú”, que grabara en el alma nacional la voz inolvidable de Carlota Jaramillo: “Faltándome tú, mi vida se entristece, las estrellas ya no alumbran, el cielo se oscurece. 258 Faltándome tú, mi alma no se anima, El camino queda trunco faltándome tú. Quisiera que aunque te encuentres muy lejos te acuerdes de mí) Y sientas Un vacío tan inmenso faltándote yo. Mi vida, regresa. No puedo más vivir así, faltándome tú.” Durante el siglo XX, cada región del país consignó en el pasillo sus testimonios de desarraigo. Asíl emprender su viaje, emiraba tí,ó “ á í última áy í í ¿á No era distinta la angustia del riobambeño que bajaba hasta las tierras cálidas del trópico y, desde la lejanía, cantaba sus endechas: “¡Oh! amor grande y lejano que atormentas mi vida con fiebres de retorno y ansiedades de tedio; oh amor que me consumes como llaga escondida, como llaga escondida de algún mal sin remedio. Implorad por mi suerte, labios buenos y amantes, Ojos de adormidera, fuentes de mi locura; Mirad que voy muy solo por las sendas distantes, “Adiós a Cuenca”, letra de Ricardo Darquea Granda y música de Carlos Ortiz Cobos. 259 Por las distantes sendas de mi mala ventura.” La canción también guardó testimonio del desarraigo masivo de los bolivarenses que partían hacia el puerto abrigado, renunciando a la vida calma y la belleza mágica del Ande, a cambio de hacerse un lugar en la abierta y competitiva urbe porteña o en las zonas interiores de la Costa recién abiertas a la economía de plantaciones: “Mis horas tan felices qué pronto se han pasado! Pensé fueran eternas; como mi amor, creí; Mas hoy que me separo, me ausento de tu lado, Qué largas, qué cansadas serán lejos de ti. Las campanas anuncian mi partida. Ven a mis brazos, ven, te estrecharé mejor. No vaya a ser la eterna despedida, Estréchame más fuerte, más fuerte mi amor.” Fí XXóallejón interandinoaáááa ecuatoriana íjóvenes óéó y vivir estremecidos por las añoranzas: “Triste y pensativo me alejé. Llevo destrozado el corazón por esta ausencia larga y fatal que al marchar mi vida te dejé, y con ella toda mi ilusión... ¡No sé porqué partí! dejando allí, mi bien, Todo mi amor cifrado en ti. ¡No sé porqué partí...!” El pasillo, expresión fiel del alma nacional, testimonió todas las variadas tristezas generadas por el desarraigo. or ejemplo, dejó prueba del modo en que lmujerla aausada por, en un bello pasillo de Carlos Brito, con letra de la poetisa mexicana Rosario Sansores, que alcanzaría fama universal: “Amor lejano”, letra y música de Angel Leonidas Araújo Chiriboga. “Besándote me despido”, letra de Augusto César Saltos y música de Julio César Cañar. “Ausencia”, letra y música de Alcides Millán. 260 “¡Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras! Cuando tú te hayas ido, con mi dolor a solas, evocaré este idilio en mis azules horas. ¡Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras! Y en la penumbra vaga de la pequeña alcoba, donde una tibia tarde me acariciabas toda, te buscarán mis brazos, te besará mi boca y aspiraré en el aire como un olor de rosas. ¡Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras!” áóóóníáíóíí y , destinos a los que se han agregado últimamentespaña e Italia. Láí y deben an dosea íáe sor los viajeros y sus seres próximos cío es hoy mismo quienes, para expresar sus emociones, recurren a un soneto del gran poeta colombiano Julio Flórez, convertido por el compositor azuayo Carlos Arízaga Toral en el pasillo “Gotas de ajenjo”: “Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares, en lo mucho que sufro pienses a solas, si exhalas un suspiro por mis pesares, mándame ese suspiro sobre las olas. Cuando el sol con sus rayos, por el oriente Rasgue las blondas gasas de las neblinas, Si una oración murmuras por el ausente, Deja que me la traigan las golondrinas. Que ya cuando la noche tienda su manto Yo, que llevo en el alma sus mudas huellas, Te enviaré con mis quejas un dulce canto En la luz temblorosa de las estrellas.” Por su parte, dondesdorá para cantar la tristeza de su desolación y la añoranza del amor ausente “L, e eá Ven, por piedad, no tardes amor mío, que vivir separados no podemos, 261 pues formamos los dos una sola alma y un solo corazón los dos tenemos.10 A su vez, en la distancia, hay quien que busca grabar en la memoria del ausente la imagen de un amor que ansía perdurar en el recuerdo. Es alguien que quedó en abandono y que, por medio del pasillo, canta angustiadamente: “¡Acuérdate de mí! en tus horas sombrías, en tus horas de dicha, acuérdate de mí! Mi nombre será el bálsamo en tu melancolía, Mi voz será el mensaje de los que pienso en ti, El recuerdo sublime de lo que pienso en ti. Por lejos que te encuentres llévame en tu memoria, Haz cuenta que mi sombra camina junto a ti, Yo seguiré tus pasos así, calladamente, Por doquiera que vayas, ¡acuérdate de mí!.11 ¿ágla del Ecuador?ó-musical áóníúecuatorianos ósóóólDicho en otras alabras, ellos significa que alrededor de un 20 por ciento de los pasillos que se oyen en la actualidad se refieren de alguna manera al desarraigo o están vinculados con éste, aunque sea de manera figurada. Eíúáéíóóó,óóáñáóChorritos de luz, óesde aquella mañana, Dúés áíéáúíGrito del alma, ¿Hasta cuándo corazón?, Honda pena, La pena de no verte, La canción del olvido, La canción del retorno, a novia lejana, La ventana del olvido, Lejos de mi madre, Lejos de ti, Lejanas tierras, Lágrimas y recuerdos, Los adioses, Me abandonaste, Me quedo llorando, Me verás partir, Mi último adiós, Mi soledad, No me dejes, No éñíóé áíéSáóáóé or, VViajero solitario, uelve, V ay todavía más: ese sentimiento de desarraigo ha desbordado los límites del pasillo y ha buscado expresarse por medio de varios otros géneros musicales, como el viejo yaraví de origen incaico, la graciosa tonada y aún el festivo pasacalle. Una cuestión a dilucidar, es sabercáón finalmenteév Lo cierto es que, pudieron haber oaranaú contrapeloóéasa canción lgun De este modo el pueblo ecuatorianoóío utilizando los pasillos para expresar esas tristezas hondas causadas por el amor ausente o por el extrañamiento de su sol y suelo. Unas tristezas que se han multiplicado incalculablemente en los últimos tiempos, a consecuencia de la brutal 10 11 262 “Lejos de ti”, letra y música de Víctor Valencia Nieto. “¡Acuérdate de mí!”, letra y música de Luis Alberto Valencia. crisis económica desatada en 1998 por un grupo de banquerosbandidos, que fugaron del país después de haberse apoderado de los ahorros y depósitos de todos sus clientes, contando para sus delitos con la complicidad activa del derrocado gobierno de Mahuad. A consecuencia de ello, han salido del Ecuador hacia otros países más de un millón de ecuatorianos y siguen saliendo otros sesenta mil más por mes, en la más desgarradora y angustiosa de las migraciones. Muchos de ellos mueren de hambre, sed o ahogamiento en las terribles rutas de tránsito hacia los Estados Unidos. Otros son capturados en alta mar, o en aeropuertos europeos, y devueltos a su país de origen, después de haber vendido todas sus propiedades y contraído enormes deudas para costear su viaje, pero siguen intentando, una y otra vez, emigrar a tierras lejanas, que les garanticen al menos la supervivencia. Los más felices logran llegar a su meta y, olvidándose de sus profesiones o títulos, aceptan los trabajos más duros y humillantes, con tal de ahorrar unas monedas para enviar a su familia lejana. Es así, amigos míos, que se explica la indefinida vigencia de pasillos tales como el citado “R, canción con letra de Abel Romeo Castillo y música de Gonzalo Vera Santos, que hace poco hemos escuchado cantar a los migrantes ecuatorianos en el madrileño parque de El Retiro. Por todo lo expuesto, tenemos la seguridad de que el pasillo tiene vida para largo tiempo. A diferencia de las canciones novedosas que impone la moda -las que vienen y pasan como golondrinas de veranoel pasillo está ahí, siempre presente, cambiando periódicamente de estilo y de factura, pero enraizado en el alma ecuatoriana desde hace más de un siglo, testimoniando las alegrías y tristezas de la gente de este país, eternamente fiel a los sentimientos del pueblo. Quito, 29 de junio de 2004. Aniversario del nacimiento de Juan León Mera. (Ponencia presentada al Congreso Ecuatoriano de Historia. Cuenca, julio de 2004) 263 armada, que estimaba equivocada, aunque comprendió su trágica y conmovedora experiencia, que revelaba la angustia vital del cura alzado en armas, evidenciando la anquilosada y reaccionaria estructura de la Iglesia colombiana. Nuestro autor prefirió vincularse a tareas humanitarias de la comunidad internacional y aceptó la oferta que le hiciera el Secretariado de las Naciones Unidas para trabajar en su programa de Cooperación Técnica para el Desarrollo en el Tercer Mundo, siempre en pos de servir a los más necesitados y de responder a su propio compromiso con la humanidad. Entonces buscó analizar en profundidad la experiencia de lucha de Camilo Torres, de la que él mismo fuera partícipe, para superar la imagen simplista y manipulada del “cura guerrillero” y recuperar todas las facetas y alcances de aquella experiencia social y política, motivada por un sincero compromiso cristiano con los pobres y desamparados, esos a los que Frantz Fanon llamara con razón “los condenados de la Tierra”. Surgió así uno de sus libros fundamentales: “Camilo Torres Restrepo, profeta para nuestro tiempo”. Mezcla de estudio biográfico, ensayo sociológico, y análisis cultural, aquella es una obra fundamental para entender el fenómeno de la violencia colombiana y también los alcances de esa “cultura de la violencia” que ha surgido y se ha consolidado con los años en ese hermano país. Pero ese libro es también un reto al pensamiento del pueblo cristiano, mayoritario en América Latina, al enfrentarlo con los problemas de una sociedad violentada por la injusticia y también con los desafíos que conlleva el compromiso con la verdad y la defensa de los humillados y ofendidos por el sistema. LA BIOGRAFIA DEL CORONEL VIRGILIO GUERRERO Lo expresado nos permite colegir que nuestro autor ha llegado a enfrentar el reto de esta biografía armado de sabiduría y experiencia, virtudes conquistadas en toda una vida de compromiso con los demás, poblada de significativas experiencias humanas y de variadas y selectas lecturas. Y buena falta le hacía al biógrafo ese equipamiento intelectual, para enfrentar con éxito el desafío de entender cabalmente a este nuevo biografiado, que, a diferencia de Camilo Torres, no fue un cura insurgente sino un militar de escuela. Reto aún más complejo si consideramos que el biógrafo no conoció al personaje y ha debido rescatar su figura mediante un paciente esfuerzo de reconstrucción historiográfica. Llegados a este punto, me pregunto cómo fue que Gustavo 264 se adentró en esta nueva historia de vida. Como intuyera Luigi Pirandello, hay “personajes en busca de autor”, aunque en verdad ello ocurre más en la historia que en la literatura, porque en aquella hay seres concretos que exigen ser rescatados del olvido –como p. e. el mariscal José de Lamar o el doctor José Félix Valdivieso– y en ésta hay, más bien, autores en busca de personajes, tanto arquetípicos como particulares. Hallo que, en este caso, Gustavo Pérez se encontró frente a frente con la memoria de un personaje que requería ser biografiado y que, en cierto modo, le había facilitado parte de la tarea, al dejarle a su futuro estudioso unas memorias íntimas y un archivo bien organizado. Lamentablemente, cuando el biógrafo fue tras las huellas de esa vida ya extinta, ese archivo había sufrido las vicisitudes del tiempo y estaba disperso y en condiciones precarias, por lo que el hermeneuta tuvo que rescatar pacientemente los documentos y testimonios, hasta reconstruir la arquitectura esencial de aquella historia de vida. Lo que sin duda no dejó de sorprender al empeñoso biógrafo fue hallarse con una información de significativa importancia, que, en buena medida, contribuirá a revisar la historia conocida, en tanto que aporta nuevos datos y puntos de vista sobre hechos y personajes de la política ecuatoriana de las décadas del veinte al cincuenta: entre los hechos, la Revolución Juliana, el inicial nacionalismo militar, las trampas y trampantojos de la política criolla, la historia del Código del Trabajo; entre los personajes, Isidro Ayora, Federico Páez, Antonio Pons, José María Velasco Ibarra, Alberto Enríquez Gallo. Aquí, en este libro, están recogidos esos nuevos elementos para la historia política del país, engarzados con la historia vital del coronel Virgilio Guerrero, un personaje formado académicamente en una escuela de pensamiento positivista y nacionalista, que soñó con un país mejor y que trabajó lealmente en búsqueda de ese ideal de progreso. Fue Intendente General de Policía del Guayas; tres veces Intendente General de la Provincia de Pichincha; Ministro de Previsión Social, Trabajo, Agricultura e Industrias; Ministro encargado de Educación Pública; propulsor y mentalizador del Código de Trabajo, de la Ley de Comunas y otras leyes sociales; dos veces Diputado por la Provincia de Loja, Gobernador de Cotopaxi, político activo y también exiliado político… En fin, Virgilio Guerrero fue un personaje histórico importante, que destacó en las tareas que le tocó cumplir en la vida nacional y 265 alcanzó notabilidad por su rectitud y honestidad personales, al igual que por sus esfuerzos de regeneración social. Pero fue también un personaje algo trágico. Porque sin duda tiene un tinte de tragedia política, individual y nacional, la circunstancia de que el teniente Guerrero, que tuvo un papel protagónico en el derrocamiento del lamentable gobierno de Gonzalo Córdova, hombre de paja de la oligarquía liberal y la bancocracia, haya sido el mismo coronel Guerrero que, con las mejores intenciones, tuvo que participar en un gobierno de la bancocracia liberal, tan controvertido como el de Carlos Arroyo del Río. Y conste que no pretendo juzgar a nadie, porque el papel del historiador no es el de ser un inútil juez de hechos del pasado. Me limito a consignar una circunstancia trágica de la historia ecuatoriana, que envolvió a aquel hombre y también al país entero: la declinación histórica del liberalismo, que sustituyó a los clarines y reformas de la Revolución Alfarista por la corrupción bancaria y la manipulación política de las décadas posteriores, cuyos resultados finales fueron la desmoralización social, la desmembración territorial del país y una nueva revolución popular, encabezada por otra generación de jóvenes oficiales del ejército: la “Gloriosa” del 28 de mayo de 1944, que buscó exorcizar al fantasma de la derrota militar de 1941 y la desmembración territorial de 1942, para sentar las bases de un nuevo país, democrático y solidario. Sólo que a la vuelta de la esquina estaba la figura peripatética de Velasco Ibarra, que, al poco tiempo, se proclamó dictador y echó por tierra los sueños de aquella generación… No sigo más y aquí me quedo, porque mi misión no es la de resumir este rico e inteligente libro, sino la de presentar a su autor ante el público ecuatoriano y tentar al lector para que se adentre en esta sugerente e ilustrativa biografía, que es una ventana abierta a la intimidad de un ser humano de notables perfiles y también al panorama de una época fundamental de nuestra historia. (Palabras en el acto de lanzamiento del libro “Virgilio Guerrero, protagonista de la Revolución Juliana”, de Gustavo Pérez Ramírez, efectuado en Quito, en el Aula “Jorge Icaza” de la CCE, el 30 de septiembre de 2003.) 266 36. JUAN MONTALVO, EL REGERADOR DE REPUBLICAS 267 No hay hombres sin tiempo o sin espacio. Todo ser humano, y particularmente un creador, es hijo de su historia y de su geografía, de su tiempo y de su circunstancia. Ni la lucha ni la obra de don Juan Montalvo pueden entenderse fuera del marco histórico y mental del siglo XIX, siglo terrible, en el que chocaron las viejas estructuras sociales de la colonia con los nuevos anhelos de libertad que animaban a los pueblos, y en el que se enfrentaron, con la palabra y con la espada, las viejas mentalidades hispanófilas y la naciente personalidad mestiza. Una vez conquistada la independencia, las nuevas repúblicas pasaron a ser dirigidas por unas oligarquías criollas que no confiaban en las potencialidades de sus pueblos, que veían al indio con el mismo desprecio con que lo vieron sus abuelos conquistadores, que trataban al negro con igual brutalidad que sus abuelos encomenderos, que despreciaban al mestizo por no ser blanco puro y europeo sin mácula, como ellos mismos pretendían serlo. Esos patrones convertidos en presidentes se sentían extraños en su propio país, vivían soñando con un hispanismo trasnochado o, peor aún, querían reemplazar el concluso colonialismo español por un nuevo colonialismo “latino”, a ser ejercido por la Francia de Napoleón “el pequeño”. En todo caso, se empeñaban en negar el ser americano, pues su propia inseguridad de criollos –es decir, de mestizos culturales– los hacía ser extremadamente racistas y los movía a actuar como colonialistas en su propio suelo. Esa situación rozaba con el ridículo cuando gobernantes mestizos, como el general Juan José Flores o el mariscal Andrés Santa Cruz, asumían como suyos los prejuicios oligárquicos y, más aún cuando, pese a ser generales de la independencia, se empeñaban en proyectos neocolonialistas, para entronizar príncipes europeos sobre estas repúblicas indo–mestizas. Y consagrándolo todo estaba una Iglesia trasnochada y reaccionaria, dirigida por obispos europeos, que todavía se negaba a reconocer la independencia de estos países, que aún escribía textos de añoranza de los reyes y de combate contra la soberanía popular. Pero los pueblos americanos iban pariendo ya su propia inteligencia, su propia conciencia, a través de mestizos vigorosos, como Urbina, o geniales, como Montalvo, que asumían la defensa del ser americano, de la particularidad americana, frente a los patrones– presidentes. Urbina, un general nacionalista y reformador liberal, entendió que no podía florecer la república sin extirpar las lacras sociales heredadas de la colonia y principalmente la esclavitud de los negros y la servidumbre de los indios. Montalvo, que no tenía más armas que su pluma y su pasión 268 de libertad, fue más allá que Urbina: quiso liberar mentalmente a todos los hombres del país, a todos los hombres de Hispanoamérica, de la tiranía social de las oligarquías, de la tiranía moral y cultural de la Iglesia, de la tiranía política de los dictadores de levita o de charreteras. Es que nuestro Juan Montalvo venía de una familia mestiza, ilustrada y liberal, originaria de Guano, que desde antiguo se había forjado en el crisol del trabajo artesano, familia que durante los orígenes de la república habría de generar varios combatientes por la libertad. Su hermano, el doctor Francisco, fue desterrado por Flores a causa de sus combates en defensa de la democracia, y en el camino contrajo la fiebre amarilla, que finalmente lo llevó a la tumba. Eso afianzó la vocación libertaria y antidictatorial de toda esa familia. Y su otro hermano, Francisco Javier, se afilió a las variadas luchas por la libertad, con las armas en la mano, después de haber sido maestro ilustre y rector del afamado colegio quiteño de San Fernando, rector de la Universidad Central y finalmente rector del ambateño colegio Bolívar. Como nos informa Plutarco Naranjo, en este inteligente y gratísimo libro que hoy presentamos, ese hermano de don Juan, un liberal militante, habría de alternar su vida entre los triunfos y las derrotas, padeciendo persecuciones y exilios en los gobiernos conservadores y alcanzando elevadas funciones públicas durante los regímenes liberales o, al menos, democráticos: gobernador de Tungurahua, diputado y secretario del Congreso Nacional, Ministro Juez de la Corte Suprema y Ministro de Relaciones Exteriores. En esas primeras décadas de la vida independiente fue durísimo el combate social y político entre las fuerzas sociales conservadoras y las emergentes fuerzas liberales. Era una lucha feroz, entre un pasado que se resistía a morir y un futuro que pugnaba por nacer. Las fuerzas del pasado, presididas por los terratenientes y la Iglesia, se empeñaban en mantener en la república un sistema similar al de la colonia, con esclavos negros, peones indios y sirvientes mestizos. Por su parte, las fuerzas del futuro tenían su avanzada entre intelectuales radicalizados, artesanos conscientes y militares nacionalistas, que buscaban abrir brechas en el sistema de dominación para implantar los cimientos de una verdadera “república de ciudadanos”. Para conseguir sus objetivos, las fuerzas conservadoras establecieron una república de mentirijillas, asentada en un sistema electoral tramposo, según el cual para ser ciudadano había que ser propietario de bienes raíces o profesional independiente con buena renta, y para ser candidato había que ser uno de los más ricos propietarios; por su parte, el Congreso, integrado mayoritariamente por curas y terratenientes, era un remedo de poder legislativo, que 269 se limitaba a convalidar la voluntad presidencial. Más tarde, García Moreno endureció todavía más el sistema, poniendo como primera condición de ciudadanía la de ser católico practicante y estableciendo durísimas penas para los masones, librepensadores, herejes o cristianos de otras iglesias. Con ello redujo el campo de la ciudadanía a la grey uncida mansamente al yugo de la Iglesia. Fue contra ese sistema político perverso, impuesto por los patrones y la jerarquía eclesiástica, sistema totalitario y excluyente de las mayorías nacionales, que se levantaron los liberales, quienes defendían con la pluma y con la espada la opción de una patria libre, con derechos ciudadanos y libertad de conciencia. La prensa liberal encendió los espíritus de las gentes libérrimas, que tomaron las armas para resistir al pretorianismo de los dictadores y tiranos conservadores, y particularmente de Flores y García Moreno. Estos respondieron aplicando la ley del cadalso a todo revolucionario, inconforme o rebelde que asomase en la república. Y cuando la represión no bastó para contener el espíritu de rebeldía de los ecuatorianos, ambos tiranos conservadores clamaron por un nuevo colonialismo e hicieron gestiones para entronizar a un príncipe extranjero, que les ayudase a contener la torrencial ansia de libertad que se levantaba desde la base popular. Flores, supuesto fundador del Estado ecuatoriano, alabado hoy mismo por los historiadores de la derecha, usó la presidencia para gestionar una monarquía española para el Ecuador, o al menos un protectorado militar español, ofreciendo a cambio usar su espada para invadir el Perú, reconquistarlo para España y desmembrarlo. Posteriormente, García Moreno, teniendo a Flores como General en Jefe del Ejército, actuó como cómplice de la agresión neocolonialista española contra el Perú (1866), además de solicitar un protectorado francés para su propia patria y de firmar un Concordato que ponía al país entero bajo las leyes de un Estado extranjero, como es el Vaticano. Dicha sea la verdad, esos actos liberticidas de Flores y García Moreno, además de atentar contra la independencia del Ecuador, envenenaron todavía más las relaciones de nuestro país con el Perú, enturbiadas desde tiempo atrás por otras acciones de estos mismos personajes, pues no hay que olvidar que Flores, según el historiador Aguirre Abad, fue quien provocó en gran medida la guerra que culminó en Tarqui, y más tarde fue García Moreno quien estimuló la invasión del mariscal Ramón Castilla, en busca de que el ejército peruano le ayudase a derrocar al gobierno liberal de Francisco Robles. Visto el asunto al trasluz de la historia, es evidente que esos conservadores no creían en la viabilidad de la república, no confiaban en las posibilidades de la democracia, no tenían fe en el país ni en 270 su pueblo. Actuaban como hijos de conquistadores, como colonos extranjeros en su propio país. Mezcla de jefes pretorianos y patrones intolerantes, revelaban en sus actos su propia impotencia de gobernar, su incapacidad para construir un país con elementos propios, sus complejos de inferioridad, que estimulaban su pretensión de ser europeos de tercera en vez de americanos de primera. Frente a ellos se alzaron los liberales, que por toda Nuestra América llevaban la bandera de la nación indo–mestiza, y que, por eso mismo, eran tratados por las oligarquías blancas con odio político y desprecio racial: “El zambo Montalvo”, “el cholo Urbina”, “el indio Juárez”, “el indio Alfaro”, “el indio Uribe” les decían, queriendo satanizar su origen racial, pero solo lograban que el pueblo se identificase más con esos insurgentes, que andaban empeñados en construir una Patria para todos, en donde la arcaica aristocracia de la sangre fuera sustituida por la única aristocracia tolerable en una república: la aristocracia del talento puesto al servicio de los demás. En ese esfuerzo continental por airear la vida social y democratizar la vida política, Montalvo fue una suerte de “profeta en armas”, cuyos combates se desenvolvían en el campo de las ideas y de las palabras, en una intransigente búsqueda de libertad y democracia. De ahí que llegara, inclusive, a criticar acremente a algunos liberales de la vieja guardia, que, como Urbina, sostuvieran la dictadura de Ignacio de Veintimilla, que se inició con ribetes de liberalismo y terminó aupada por la clerecía. Pero su lucha, como nos lo demuestra este bello y fundamental libro de Plutarco Naranjo, no se limitó a un enfrentamiento con los dictadores de cualquier color, sino que abarcó todo el campo de la vida pública y aun entró en el campo de la conciencia privada. En ese marco de preocupaciones, combatió contra toda forma de tiranía política, opresión social u oscurantismo religioso que atentara contra la racional convivencia ciudadana. Y luego fue más allá: con paciencia y sabiduría de verdadero maestro, buscó desterrar del alma de los hombres la tiranía de los vicios y las pasiones ruines, para insuflar el espíritu humano de una verdadera vocación por la virtud, por la libertad y por la belleza, para ponerlo en aptitud de luchar por el tríptico ideal de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Para cada unas de esas tareas de su vida, Montalvo usó medios específicos, adecuados a la necesidad y a la circunstancia. Para el combate a los opresores, recurrió a la prensa, el opúsculo y, sobre todo, el panfleto, arma con la que corroyó a dictadores y demolió símbolos e imágenes del poder. Sobre el género, ha escrito el gran pensador y escritor colombiano Otto Morales Benítez: “El panfleto no es oficio menor, ni es despreciable, 271 ni es material de desecho. Concebirlo con la dimensión de grandeza, requiere ricas habilidades en el escritor. No es un género chico en la literatura. (…) El panfleto está ideado para la diatriba: por lo que se ha realizado o por impedir que se exterioricen los diversos matices de la libertad. Generalmente por defender lo que oprime la caprichosa voluntad del tiranuelo. La indignación no conduce al análisis riguroso (…) Él, refleja una batalla política; no se detiene en un examen de las líneas profundas, de lo que denota la injusticia. (…) Quien los enjuicia con dicterios, no tiene por qué detenerse en el juicio sociológico ni en la evaluación del politólogo. Su objetivo es luchar contra el oscurantismo.” Y refiriéndose a Montalvo, el gran panfletario del siglo XIX, ha agregado el mismo autor: “El panfletario –para ello basta leer a Montalvo– tiene un espíritu romántico, porque sin él no se tomarían los riesgos ni se plantearían las contiendas que se enfrentan; sin ese impulso, no habría el fuego en el idioma, inclusive la procacidad y el dicterio no tendrían el mismo fulgor con que resplandece en su tiempo y se prolonga. (…) Probablemente sea más placentero leer otras (páginas) que no nos produzcan tanto conflicto interior; esto no implica que el panfleto merezca nuestro repudio. La sola postura personal, la responsabilidad que el escritor asume como voz y conciencia colectivas, hacen respetable, honda, humanamente honesta, su misión. “Montalvo pertenecía a esa extraña casta de valores cívicos que escuchan el mandato moral de recuperar a sus países para el goce de la democracia. En ellos no hay cálculo ni oscuras consignas, son diáfanos, y no se toleran las claudicaciones. (…) Él, está ubicado casi que en un trono de admiración entre los panfletarios de Indoamérica. No es ésa la única característica que hace destacar las complejas y ricas aptitudes de escritor de don Juan Montalvo. (…) Como no se le ha estudiado con suficiente dedicación, muchos críticos se quedan apenas en esa vertiente de su inteligencia.” No le fue fácil a nuestro campeón de libertades enfrentarse a las tiranías y despotismos que afligían a su amada Patria. Atacado, perseguido e infamado por esos poderes negros a los que se enfrentaba, tuvo que vivir sucesivos exilios en diversos países americanos, antes de optar por un exilio definitivo en Francia. Pero en cada país que pisaban sus pies de proscrito, encontraba eco en gentes de cultura, combatientes por la libertad y estudiantes, entre los cuales dejaba huellas de su magisterio cívico. Estuvo en México, Panamá, Perú y Chile Llevado por los vientos del exilio, también residió varias veces en Colombia. Ipiales, a la que bautizó “ciudad de las nubes verdes”, se 272 convirtió en su tierra de adopción, tanto porque él la adoptó como tal, cuanto porque los pastusos lo adoptaron a él y hasta hoy recuerdan su nombre y veneran su memoria. Seguramente recuerdan su hermoso ensayo “El Sur de Colombia”, en el que describía con unción las bellezas naturales del altiplano nariñense y exaltaba los valores humanos de los pastusos, esas gentes que aún hoy se muestran tan cercanas al ser ecuatoriano. El pastuso, maltratado por la historia y despreciado por los centralismos bogotano y quiteño a la vez, mereció una dignísima valoración de don Juan, que escribió: “Sobrio el pastuso, vigoroso, ni le rinde la fatiga, ni le retrae el miedo… Trabaja como un centauro. El pastuso es lo que llamamos todo un hombre”. Pero el afecto de Montalvo no se quedaba en Ipiales y Pasto sino que se extendía a Colombia toda. En sus diversas obras dejó consignada su admiración por la cultura neogranadina, por la gallardía de los combatientes políticos colombianos de su época, por la belleza de la mujer colombiana –personificada por Estela Pombo–, por los poetas, héroes y guerreros colombianos. Colombia le correspondió con plenitud de admiración intelectual, por encima de afectos y desafectos políticos. Los notables intelectuales conservadores Miguel Antonio Caro, Rufino J. Cuervo y Santiago Pérez alabaron públicamente sus “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes” y el notable escritor liberal José María Samper le dijo al oído que “Cervantes hubiera querido tener mil plumas para firmar ese capítulo”. Luego, exaltaron su lucha política y su magisterio moral otros muchos patricios colombianos, entre ellos dos recios combatientes liberales, ambos de gran proyección intelectual: Juan de Dios Uribe, “el indio Uribe”, y José María Vargas Vila. El uno publicó, en 1898, un libro titulado “Lecturas de Juan Montalvo, arregladas por Juan de D. Uribe”, y el otro mostró a Montalvo como el antecedente inspirador de las luchas de Alfaro. Por fin, ya en el siglo XX, Montalvo fue valorado en profundidad por el gran polígrafo y estadista colombiano Eduardo Santos y por el notable pensador y político Otto Morales Benítez, ambos afiliados a una vocación cultural indoamericana. En feliz evaluación ideológica, Santos juzgó que “Son muy pocos los espíritus cultos de América que no se hayan nutrido de la prosa y el pensamiento de Montalvo; que no se hayan formado en la cultura de esos libros tan exquisitos por el estilo como fuertes por el recio espíritu luchador; tan americanos y tan europeos en tan justa medida; asombrosamente saturados de cuanto hay de grande en esas fuentes inexhaustas e irremplazables de la cultura, que son las literaturas clásicas, y enérgica y profundamente vinculados a nuestras tierras americanas, a sus paisajes, a sus hombres, a sus problemas y a sus pasiones”. 273 A su vez, Morales Benítez dedicó un erudito y sagaz estudio a “Montalvo y sus expresiones indoamericanas”, en donde relievó esa sustantiva “identificación nacional” de El Cosmopolita, diciendo: “La tarea intelectual de Montalvo va reflejando su país. Muchos no quieren ver sino el artificioso empeño en maniobrar determinados giros (…) La realidad es que él proyecta su propio acento; su meditar está sumergido en la existencia de su nación ecuatoriana; su refriega no es en abstracto, está unida al propio escenario de la Patria; a los varones que la ayudan a construir o la pervierten. Él anhela, en principio, que el Ecuador logre su liberación humana, estética, espiritual, y lo que desea, hondamente, es que el poder democrático marque su derrotero. (…) Escribió su mensaje con la mayor identificación con la vocación nacional del Ecuador. A la vez, que siempre habló con alcance continental (pues) no estaba detenido por un recortado concepto de la misión de la inteligencia.” Ya hemos hablado largamente sobre Montalvo. Ahora hablemos de este nuevo libro que Plutarco Naranjo nos regala (intelectualmente hablando) y que forma parte de la zaga de obras suyas sobre ese gran escritor y mejor ciudadano, al que tradicionalmente se ha llamado “El Cosmopolita” y al que, dadas las urgencias de nuestro tiempo, quizá debiéramos llamarle más bien “El Regenerador”. Alguien poco avisado podría creer que esta pasión montalvina de Plutarco Naranjo, afamado médico e intelectual, ha estado y está alimentada por esa vocación terrígena que llamamos ligeramente “paisanaje”. Alguien ha dicho que ser ambateño y montalvino es una misma cosa. Pero yo hallo que, más allá de esa vinculación básica, ha ido desarrollándose una profunda identificación intelectual y política entre el estudioso, un hombre de izquierda, con el estudiado, que fue uno de los fundadores de la izquierda republicana. Hace años, tuvo el agrado de llevar en mi maleta varios ejemplares de otro libro de mi amigo Plutarco Naranjo, titulado “La Primera Internacional en Latinoamérica”, donde se revelan los alcances que tuvo el liberalismo de Montalvo, que en su ansia libertaria llegó a empatar ideológicamente con el santsimonismo y el socialismo llamado utópico, un tema que más tarde sería retomado y espléndidamente analizado por el notable filósofo argentino e historiador de las ideas Arturo Andrés Roig. Pues bien, el caso es que yo viajaba a La Habana, para participar en el Primer Encuentro de Intelectuales Latinoamericanos, convocado por la Casa de las Américas en 19… Como todos los libros, aquellos pesaban y ocupaban mucho espacio en mi maleta, pero los llevé con la convicción de que serían útiles a un mejor conocimiento del pasado de Nuestra América. 274 Y así fue, en efecto. Colocados en manos adecuadas, esos libros de Plutarco me ganaron agradecimientos y recabaron elogios públicos para su autor. Ahora llega a nuestras manos esta segunda edición de “Los escritos de Montalvo”, obra publicada originalmente por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en 1966, como uno de los tomos del libro “Juan Montalvo, estudio bibliográfico” y luego como libro independiente, ese mismo año, por parte del Ministerio de Educación. Bien por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que ratifica, aunque con mucha tardanza, el acierto de la publicación original. Y digo acierto, porque sin duda se trata de una sustantiva obra de divulgación, que recoge, sintetiza y facilita la lectura del pensamiento de Montalvo, expuesto en muchos libros, revistas y periódicos del mundo. Ahora, gracias al autor y la entidad editora, podemos acceder con facilidad al repaso de los textos clásicos de Montalvo, así como a la lectura de algunos artículos suyos difíciles de hallar, como aquel titulado “El Sur de Colombia”, publicado en 1878, en la revista literaria La Patria, de Bogotá. Hallo que esa acuciosidad en la recuperación de los textos originales, ese cuidado en la organización de la exposición y en la selección de párrafos ilustrativos, constituyen precisamente el acierto fundamental del antologador, que en cierto modo toma la mano del lector que abre la primera página y lo conduce amigablemente por las rutas interiores de su libro y de la obra intelectual de Montalvo. Así, llevados de la mano de Plutarco Naranjo arribamos a un texto de Montalvo sobre la tiranía, que reza: “Tiranía no es tan solo derramamiento de sangre humana; tiranía es flujo por las acciones ilícitas de toda clase; tiranía es el robo a diestro y siniestro; tiranía son impuestos recargados e innecesarios; tiranía son atropellos, insultos, allanamientos; tiranía son bayonetas caladas de noche y de día contra los ciudadanos; (…) tiranía es impudicia acometedora, codicia infatigable, soberbia gorda al pasto de las humillaciones de los oprimidos”. O también a otro texto del Regenerador, sobre los militares, que pareciera escrito para iluminar esta sombría hora de nuestra nación, y que dice: “El soldado, es el guardián de la Patria y de la ley: con la espada al hombro, cuadrado en grandiosa postura, permanece en la puerta del templo de la libertad. (…) ¡Soldado! ¡Soldado! El acero que empuñas es bendito, supuesto que en la mano te lo ponen las leyes, y no es cosa de grandes corazones ni de espíritus refulgentes convertirlo en cuchilla de verdugo. Esa hoja esplendorosa, esa empuñadura de oro, ese talabarte que te ciña la cintura no son insignias de ejecutor infame: si obedeces la ley, cumples tu deber; si obedeces a la tiranía, 275 falta a tu obligación. ¡Soldado! ¡Soldado! Abre los ojos y mira, escucha puesto el oído. Si eres hombre, tiene razón y voluntad; si tienes razón, discurres y distingues lo bueno de lo malo: si distingues lo bueno de la malo, quédate a lo primero, supuesto que no eres verdugo, sino personaje ilustre.” Luego nos lleva hacia ese párrafo en que Montalvo interpreta las flaquezas del pueblo: “El pueblo necesita siempre un hombre en quien fincar sus esperanzas: cuando no lo tiene, entalla una quimera, dispone un simulacro, y adora al dios que le hace falta.” Todavía va más allá y nos enfrenta a otra máxima montalvina que ahora le cae al Ecuador como anillo al dedo: “Las Tablas de la Ley mandan no robar. No robarás, esto es, no robarás a nadie, ni a tu padre, ni a tu madre, ni a tu prójimo, ni el Estado. Robar a la nación es robar a todos; el que la roba es dos, cuatro, diez veces ladrón: roba al que ara y siembra, roba al que empina el hacha o acomete el yunque, roba al que se une al trabajo común con el alma puesta en su pincel; roba al agricultor, al artesano, al artista; roba al padre de familia; roba al profesor; roba al grande; roba al chico. Todos son contribuyentes del Estado; el que roba al Estado, a todos roba, y todos deben perseguirle por derecho propio y por derecho público. ¿Con que el sudor de la frente del pueblo es para los apetitos y gulas de un hombre, un mal hombre, que está cultivando la soberbia y engordando la codicia?” Podría seguir regodeándome con los textos de Montalvo, ese notable estilista del idioma y regenerador de repúblicas, pero prefiero detener aquí esta presentación, para apurar el encuentro físico de los potenciales lectores con este libro excelente, que espera por ellos. (Discurso de presentación del libro “Los escritos de Montalvo”, de Plutarco Naranjo, el jueves 15 de julio de 2004, en el aula Benjamín Carrión de la CCE.) 276 37. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LOS PRIMEROS PROYECTOS DE INTEGRACION LATINOAMERICANA 277 Cuando vemos el actual panorama estatal de Hispanoamérica, disgregada en numerosas repúblicas independientes, algunas de las cuales incluso mantienen entre sí soterrados recelos o activas enemistades, nos provoca la falsa impresión de que la realidad fue siempre esa y que la disgregación ha sido un elemento consustancial de la nación hispanoamericana. Pero nada más equivocado que eso. En realidad –como gustaba de recordar en sus inteligentes libros el gran historiador y filósofo panameño Ricaurte Soler, fallecido hace algunos años– Hispanoamérica existió antes que las republiquitas, precisamente porque el proyecto político y la voluntad de nuestros libertadores apuntaba a la conformación de una gran entidad política, que vinculara activamente esas grandes fracciones administrativas que había organizado el orden colonial: los virreinatos y capitanías generales. Una buena prueba de ello está en las ideas que inspiraban la labor de la Gran Logia Hispanoamericana, fundada por Francisco de Miranda para que fuera el instrumento político motivador y organizador de la independencia. El Precursor había educado a sus discípulos de las logias lautarinas en un credo de independencia y fe republicana. Muy revelador del espíritu que inspiraba a esta Masonería revolucionaria era el texto del Juramento de Tercer Grado que hacían los “Caballeros Racionales” que ascendían al grado de Maestros Masones. Este texto, redactado personalmente por Miranda, rezaba: “Maestro, aprobado por los hermanos que te rodean, ... ¿Nos prometes, bajo tu palabra de honor, que nunca reconocerás por Gobierno legítimo de tu patria, ni por Gobierno legítimo de los demás pueblos hermanos que luchan por la Libertad, sino a aquellos que sean elegidos por la libre y espontánea voluntad de sus pueblos? ¿Nos prometes, además, que propenderás por cuantos medios estén a tu alcance, a que los pueblos se decidan por el régimen republicano, que, según los testimonios de todos nuestros hermanos de las épocas antepasadas, es el más justo y mas conveniente para la Humanidad en general, y según nuestro sentimiento y nuestra convicción es el más adaptable para los gobiernos del Continente Americano?” También es necesario recordar que, más allá de las grandes ideas de libertad y soberanía, la América Española estaba cruzada de conflictos sociales y que los actores sociales de la independencia tenían intereses distintos y aun contradictorios. Para las oligarquías criollas, hijas adultas del colonialismo español, se trataba de alcanzar una emancipación de España, su “Madre Patria”, para manejar por sí mismas estos países que consideraban suyos. Pero para los 278 sectores populares (negros esclavos, indios conciertos, mestizos marginados y explotados) se trataba de cambiar sus condiciones de vida, de terminar con la esclavitud y la brutalidad patronal, de vivir mejor y con más libertad. Dicho de otro modo, los de arriba querían una emancipación política y los de abajo aspiraban a una emancipación social. De ahí nació ese cortocircuito entre las élites criollas, mayoritariamente independistas, y el pueblo, que en muchas casos resistió a la independencia. Pero entonces hubo también otros dilemas: ¿Debíamos fundar grandes repúblicas? ¿O debíamos levantar grandes imperios territoriales, independientes del español? Pese a su común espíritu de libertad e independencia, cada uno de los grandes discípulos de Miranda se inclinó, ya en la práctica, por un modelo político distinto. San Martín, rodeado y cooptado por las galas de la aristocracia limeña, pero también asustado por las ambiciones políticas de los caudillos de la independencia, se inclinó finalmente por instituir un “Imperio de los Andes” y una monarquía criolla, trayendo para el efecto un príncipe europeo. Es más, como ha precisado el historiador cubano Sergio Guerra, el Protector buscó sentar las bases para esa salida política al instituir la “Orden del Sol del Perú”, como una entidad neo– aristocrática, en la que debían juntarse los viejos títulos de Castilla y los nuevos méritos patrióticos. En México, la derecha fue más allá. La República Mexicana fue sustituida tempranamente por el Imperio Mexicano de Iturbide y restablecida más tarde, para ceder luego el paso a un nuevo Imperio Mexicano, el de Maximiliano de Habsburgo, derrotado finalmente por los liberales de Juárez, que restablecieron definitivamente la república. Frente a ello se irguió la inclaudicable vocación republicana del Libertador Simón Bolívar, que, pese a las presiones oligárquicas y los cabildeos de algunos de sus propios ayudantes, resistió finalmente a la tentación monárquica e impulsó el proyecto republicano en todos los países que contribuyó a liberar con su espada. Cierto es que, más tarde, su “Constitución Boliviana” fue una suerte de paso atrás, en busca de crear mecanismos de estabilidad política permanente, como el senado vitalicio, pero también es verdad que la forma monárquica fue descartada totalmente de su ideario. Pero el horizonte político hacia el que buscaba avanzar el Libertador tenía otra coordenada fundamental, cual era la unidad política de los países hispanoamericanos. En su famosa “Carta de Jamaica” había manifestado ya: “... Yo deseo más que ningún otro ver formar en América la más 279 grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. (…) Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación, con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que (Hispanoamérica) tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse... “ Tres años más tarde, en medio de las duras tareas de la guerra, el Libertador expresó su voluntad unitaria a los pueblos insurgentes del Río de la Plata, a través de una vibrante proclama a ellos dirigida: “¡Habitantes del Río de la Plata! La República de Venezuela, aunque cubierta de luto, os ofrece su hermandad; y cuando cubierta de laureles haya extinguido a los últimos tiranos que profanan su suelo, entonces os convidará a una sola sociedad, para que nuestra divisa sea UNIDAD EN LA AMERICA MERIDIONAL.” Nunca perdió de vista ese objetivo de unidad y en 1822, aún antes de haber concluido la guerra de independencia, invitó desde el recién liberado país quiteño –actual República del Ecuador– a los gobiernos de México, Perú, Chile y Buenos Aires a constituir una Confederación de Estados y a reunir una asamblea de plenipotenciarios que, según sus palabras, “nos sirviese de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias.” Poco después, el 6 de julio de 1822, el gobierno de Colombia firmaba con el del Perú un tratado de alianza y confederación, y ambas partes se comprometieron a promover la incorporación de las demás repúblicas hispanoamericanas a ese naciente organismo integrador. Al poco tiempo, Chile se aliaba a Colombia y el 3 de octubre de 1823 México hacía lo propio, con lo cual el proyecto bolivariano parecía avanzar rápidamente hacia su exitosa culminación. En diciembre de 1824, habiendo liberado ya los territorios que hoy corresponden a Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador, y en la misma víspera de la batalla de Ayacucho, Bolívar dio el paso más trascendental para la realización de su vieja utopía integracionista, al reiterar a los gobiernos de Colombia, México, América Central, Río de la Plata y Chile, su invitación de 1822, para que las nuevas repúblicas 280 hispanoamericanas se integraran en una gran confederación política y enviasen delegados plenipotenciarios para la celebración del Congreso Constituyente de la nueva entidad supranacional. Además de ofrecer para sede del Congreso el istmo de Panamá, Bolívar precisó el sentido histórico de su proyecto integracionista, al escribir: “El día que nuestros plenipotenciarios hagan el canje de sus poderes, se fijará en la historia diplomática de América una época inmortal. Cuando, después de cien siglos, la posteridad busque el origen de nuestro derecho público y recuerden los pactos que consolidaron su destino, registrarán con respeto los protocolos del Istmo. En ellos encontrarán el plan de las primeras alianzas, que trazará la marcha de nuestras relaciones con el universo”. Lamentablemente, esos elevados ideales de unidad fueron finalmente relegados, ante la afloración de las ambiciones caudillistas, que nacían unidas al regionalismo, al localismo o un patriotismo estrecho y aldeano, cuando no estimuladas subterráneamente por potencias exteriores y particularmente por los EE. UU., que desde el primer momento temieron y combatieron toda forma de integración hispanoamericana. Ahí están, como ejemplos históricos que deben alertar nuestra conciencia nacional, su sabotaje al Congreso Anfictiónico de Panamá, su oposición activa a las Conferencias Hispanoamericanas y particularmente al Congreso Internacional Americano promovido por el gobierno ecuatoriano de Eloy Alfaro, que pretendía analizar y reglamentar la aplicación de la “Doctrina Monroe”, inventada y usada por los Estados Unidos como un pretexto para intervenir unilateralmente en los asuntos internos de los demás países americanos. (Comunicación al Encuentro de Ciudades Patrimonio de la Humanidad, organizado por la I. Municipalidad de Quito. Octubre 6 de 2004.) 281 38. CURAR Y ENSEÑAR EN LA AUDIENCIA DE QUITO 282 EL LIBRO Me ha sido muy satisfactorio leer el libro titulado “El Arte de Curar y Enseñar en la Audiencia de Quito”, escrito por el doctor Edmundo Estévez, un joven sabio de nuestro querido país. Y la satisfacción ha sido múltiple, por las razones que a continuación me permito exponer a los amables lectores. La primera razón tiene que ver directamente con mi oficio y es la presencia activa, en el campo de la historiografía ecuatoriana, de un nuevo y serio historiador de la medicina. En verdad, esta ha sido una especialidad poco cultivada en nuestro medio, donde, curiosamente, ha habido y hay muchos médicos interesados por la historia general o por ciertas especialidades históricas (la historia política, la historia del arte, la genealogía), pero muy pocos dedicados a investigar los orígenes y evolución de su propia disciplina científica. En compensación, los pocos médicos que se han dedicado a estudiar la historia de la medicina en el Ecuador, lo han hecho con una notable calidad profesional, legándonos estudios muy valiosos para las ciencias médicas, para la historiografía y para la cultura ecuatoriana. Sería para mí riesgoso elaborar una lista completa de esos historiadores de la medicina, por temor a dejar fuera de ella a algunos personajes de mérito, pero creo importante destacar al menos unos pocos nombres representativos: Gualberto Arcos, Enrique Garcés, Luis A. León, Plutarco Naranjo y Eduardo Estrella. Ahora, a esa lista se suma con pleno mérito el nombre de Edmundo Estévez, por sus méritos generales de investigador y el mérito particular de esta investigación, que nos permite tener una visión general, sintética pero a la vez generosa, de nuestra particular historia de la medicina, vinculándola a la historia de la medicina universal. Y de ahí surge, precisamente, la segunda razón de mi satisfacción, que tiene que ver con la preocupación que el autor muestra por nuestra propia historia, que se revela como un ejercicio de comprensión y apropiación del pasado, indispensable para la construcción de una personalidad histórica nacional. No es casual que el más grande médico de nuestro país haya sido y sea, al mismo tiempo, uno de los más grandes personajes de la historia ecuatoriana. Me refiero, obviamente, al doctor Eugenio Espejo, quien, a la par que curaba a sus pacientes, pretendía también curar a su país de los graves males sociales y políticos que le afectaban. Con ello, el gran sabio mestizo nos dejó una lección de amor al país y compromiso con sus problemas, pero nos legó también 283 una lección magistral de ciencia política: la de concebir a la “salud pública” como un horizonte mayor, en el que deben reflejarse tanto los males sociales que agobian al país, como los remedios destinados a extirparlos. Y conste que Espejo, el conspirador y revolucionario criollo, no tuvo ni siquiera noticias de la Revolución Francesa, donde otros revolucionarios, animados también por ese renovador espíritu de la Ilustración, crearon un Comité de Salud Pública para combatir los males sociales de Francia y eliminar –incluso mediante la guillotina– a sus causantes y beneficiarios. Por desgracia, no hemos asimilado la lección patriótica de Espejo y hoy la salud pública se identifica menos con el horizonte mayor de la política y más con tareas útiles y prácticas, pero menores, tales como mantenimiento de hospitales (hoy a punto de cerrar), campañas de vacunación (hoy abandonadas), servicios de atención materno–infantil (hoy disminuidos al mínimo) y otros asuntos por el estilo. Esta es otra virtud de la obra del doctor Estévez: es un libro suscitador de ideas, provocador de reflexiones, incitador al compromiso y a la búsqueda de nuevos rumbos para la medicina y para su paciente mayor, la sociedad. Por eso, en busca de informar a los estudiantes de Medicina y a los demás lectores, el libro incluye también temas relacionados con la “salud pública”, concebida según el pensamiento de Espejo. Entre esos temas constan los diversos códigos éticos utilizados en la historia de la medicina (Juramento de Hipócrates, Consejos de Esculapio, Declaración de Helsinki), algunas importantes Declaraciones de Derechos respecto de la persona humana, y también una breve historia de nuestra moneda nacional, el sucre, cuya eliminación y sustitución por el dólar, en el año 2000, marcó el clímax de nuestra degradación política y la pérdida de uno de los mayores símbolos y mecanismos de ejercicio de la soberanía nacional. EL AUTOR Reseñar un libro exige también hablar de su autor, tanto porque aquél es inseparable de éste, cuanto porque todo libro de autor único es un fruto intelectual madurado en el árbol de una vida. Veamos, pues, cuál ha sido el origen de este jugoso fruto. Edmundo Estévez es doctor en Medicina y Cirugía por la Universidad Central del Ecuador, en cuya Facultad de Medicina se graduó en 1982. También tiene títulos de especialista en Ciencias Básicas Biomédicas, obtenido en 1990 en la Universidad Central del Ecuador, y en Nutrición y Salud Pública, obtenido en el Centro Internacional de la Infancia, de París, en 1996. Y además ha cursado postgrados en Neurobioquímica, 284 Investigación científica, Administración de la Ciencia y Bioética. En la actualidad es Profesor Principal de Bioquímica y Nutrición Clínica en la Escuela de Medicina de la Universidad Central del Ecuador y Director del Centro de Biomedicina de la misma universidad. Su carrera académica se inició en 1979, cuando fue nombrado Ayudante de la Cátedra de Bioquímica en la Escuela de Medicina. Cuatro años más tarde fue designado Profesor Auxiliar de la cátedra y en 1988 ascendió a Profesor Agregado de ella. Más tarde fue nombrado Director de la Unidad de Hematología y Nutrición del Laboratorio de Investigaciones en Metabolismo y Nutrición, Jefe de la Cátedra de Bioquímica y Secretario Ejecutivo del Instituto Superior de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Médicas. Tras ser contratado como Consultor en Micronutrientes, para Bolivia y Belize, y laborar en el Instituto de Investigaciones del Ministerio de Salud Pública, dentro del Programa Nacional de Micronutrientes, en 1993 ascendió a Profesor Principal de la Cátedra de Bioquímica, y luego fue instructor de la Escuela de Graduados, coordinador de la Maestría en Alimentación y Nutrición, y coordinador del Proyecto de creación del Centro de Biomedicina de la Universidad Central del Ecuador (BID-FUNDACYT-028). Para 1994 era ya Director del Instituto Superior de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Médicas, Director de la División Nacional de Investigaciones (AFEME), consultor nacional e internacional en micronutrientes. Y en 1995 fue designado Director del Centro de Biomedicina, consultor de la UNICEF y Coordinador del Proyecto ANDES-E (Alimentación, Nutrición y Desarrollo en el Ecuador). En reconocimiento a sus méritos y aportes profesionales, en 1998 fue elegido Director de la Escuela de Medicina, en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central del Ecuador, y en 2000 fue electo Presidente de la Asociación Ecuatoriana de Escuelas de Medicina (AFEME), a la vez que la UNESCO lo designaba consultor temporal en Bioética. Entre otras distinciones, ha recibido la mención honorífica de Mejor Docente de la Escuela de Medicina, así como la Condecoración “Gral. Alberto Enríquez Gallo” del Municipio de Antonio Ante, el Reconocimiento académico del H, Consejo Universitario de la Universidad Central y la Medalla al mérito científico “Pilanquí”, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Imbabura. Ha concebido y dirigido numerosas investigaciones científicas, proyectos de investigación científica y de investigación clínica aplicada. También ha sido expositor y conferencista en numerosos cursos nacionales e internacionales en el ámbito de la especialidad 285 y profesor invitado de la Universidad Andina Simón Bolívar y otras entidades académicas. Es miembro de numerosas sociedades científicas ecuatorianas e internacionales, entras ellas: Sociedad Ecuatoriana de Hematología, Societe Francaise d’Etude et Recherche sur les Elementos Traces Essentiels (SFERET), International Society of Hematology (ISH), Academia Ecuatoriana de Medicina, Academia Nacional de Ciencias, Sociedad Ecuatoriana de Historia de la Medicina, International Bioethics Committee ICB / UNESCO, Federación Latinoamericana de Instituciones de Bioética. FELAIBE, Foro Latinoamericano de Comités de Bioética. FLACEIS, Corporación Ecuatoriana de Investigación y Desarrollo para la Salud y Corporación ecuatoriana de Biociencias (BIOSCORP). Y ha sido miembro del Comité Internacional de Bioética de UNESCO. Finalmente consignamos que es autor o coautor de 45 publicaciones nacionales e internacionales, en libros y revistas especializadas, sobre Ciencias Básicas Biomédicas, Bioética e Historia de la Medicina. Por sus estudios científicos, ha ganado el prestigioso Premio Universidad Central del Ecuador en tres ocasiones: en 1987 por su obra “El hierro en la alimentación del hombre”, en 1995 por “Bioquímica y biología molecular” y en 1998 por “Los Protocolos de Investigación en Biomedicina”. (En la presentación del libro, en el Aula “Benjamín Carrión” de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el 19 de febrero de 2005.) 286 39. EL NUEVO PANORAMA URBANO DEL ECUADOR 287 Hay un nuevo y preocupante panorama urbano en el Ecuador. Ese panorama está signado por viejos problemas sociales, derivados del propio desarrollo histórico de nuestro país, pero también es el resultado de los nuevos índices de marginalidad y exclusión social alcanzados en los últimos años. En los últimos veinte años, los ámbitos de socialización tradicionales, como son la familia, el barrio, la escuela y el lugar de trabajo, han sufrido cambios y alteraciones poco conocidos y estudiados. Hay un duro impacto de esos cambios sobre la vida de cada uno de nosotros y sobre el conjunto social. Han migrado del campo a la ciudad unos tres millones de personas y han emigrado fuera del país dos millones más. También ha crecido el número de nacimientos de hijos ilegítimos y de hogares con madres jefes de hogar. Como un resultado de estos cambios, hoy tenemos un creciente número de hogares sin presencia del padre y también otros sin presencia del padre ni la madre, donde los hijos tienen como único referente adulto a sus viejos abuelos. Esos hogares deshechos generan “niños de la calle”, que mendigan o se prostituyen para sobrevivir malamente, y también jóvenes y niños desamparados, cuyos padres migraron al extranjero, En los barrios urbanos aparecieron nuevos fenómenos de urbanización que antes no conocíamos, como los guetos. Hay guetos creados por la pobreza y la exclusión social, que en el plano socio– político son una bomba de tiempo, pero también hay guetos de ricos y para ricos, barrios enteramente cercados por altos muros, que son un fenómeno altamente agresivo en términos sociales. De otra parte, el enrejado de las casas y la alambrada de los muros, que se ha generalizado en nuestras ciudades, puede generar cierto grado de seguridad hacia adentro, pero genera violencia hacia afuera. La reja es culturalmente agresiva y excluye con violencia a los que están afuera. Desde otro punto de vista, da la sensación, como solía decir Agustín Cueva, de que ahora son las gentes honorables las que viven voluntariamente tras las rejas, mientras los malvivientes se han adueñado de las calles, plazas y espacios públicos. En el plano sico–social, una característica de los tiempos actuales es la desesperanza de los pobres, que van para atrás y viven sin ilusiones. Hay muchas causas que han generado ese desánimo social, pero hay que destacar entre ellas el estrechamiento económico causado por la dolarización, que casi ha hecho desaparecer las antiguas oportunidades de supervivencia (peonaje ocasional, trabajo artesanal) y ha empujado a muchos ecuatorianos jóvenes y fuertes a la emigración, a la vez que ha lanzado a los más viejos y débiles, o a los menos emprendedores, hacia la resbaladera que desemboca en la marginalidad. 288 La inestabilidad laboral es una clave para entender la actual sensación colectiva de inestabilidad, urgencia y angustia. En el antiguo Ecuador, los trabajadores, tanto del sector público como del privado, se beneficiaban desde los años treintas de un sistema legal de protección del empleo y de un paralelo sistema de protección social. Antes, el sistema laboral era único y garantizaba la estabilidad del trabajador, su afiliación al IESS y algunos beneficios sociales. De otra parte, despedir ilegalmente a un trabajador era un asunto grave, penado por las leyes laborales, y el trabajador despedido tenía seguro de cesantía en el Seguro Social. Pero vinieron las ideas neoliberales y todos los gobiernos, incluido el de la Izquierda Democrática, se empeñaron en la famosa “flexibilización laboral”, que no es otra cosa que el desmantelamiento del sistema jurídico de protección a los trabajadores, para que los empleadores puedan pagarles menos, despedirlos fácilmente y sin indemnización, etc. La idea era atraer a la maquila extranjera, que se veía como una solución a los problemas del desempleo. Pero, en la práctica, la maquila no ha llegado y sólo se ha conseguido desmantelar el sistema de protección laboral y de sindicalización de los trabajadores. Hoy, aparentemente la gente vive mejor. Es evidente que se venden muchos más autos, que hay más familias con televisores y otros aparatos electrónicos y que ha aumentado el consumo en todos los ámbitos, como lo prueba la multiplicación de los supermercados y centros comerciales (“malls” y “shoppings”). Pero eso no significa que el país se haya desarrollado o que haya crecido significativamente la riqueza social. Como demostró Agustín Cueva en su obra intelectual, lo que en América Latina llamamos desarrollo normalmente no es más que una brutal concentración de la riqueza, por la cual los ricos se hacen más ricos y los pobres se vuelven más pobres. Claro está, también se ha enriquecido la capa más alta de la clase media, que ha sido empujada agresivamente al campo consumista, mediante la ampliación del crédito de consumo. Pero también es evidente que hoy, junto a los autos nuevos y en mayor cantidad, ocupan las calles decenas de miles de gentes famélicas, que se inventan alguna forma de obtener recursos para sobrevivir (tragafuegos, saltimbanquis, robots, malabaristas) o que simplemente mendigan, mostrando a luz pública sus mutilaciones, heridas, enfermedades o harapos. Hoy nuestras calles son un escenario de una mayor y hasta obscena riqueza, y de una todavía mayor y escandalosa miseria. Ese envilecimiento del escenario urbano es un reflejo de un fenómeno más profundo y grave, cual es el aumento de la marginalidad social, con sus secuelas de desempleo, subempleo, hambre, ignorancia, angustia social, agresividad y delincuencia. Además, cabe 289 precisar que la marginalidad actual no solo se origina en la pobreza y falta de recursos, sino también en una creciente desintegración social. La familia patriarcal, con todos los problemas que tenía, como el machismo p. e., era protectiva de sus miembros más débiles. Actualmente hay una grave crisis de la familia patriarcal campesina, que termina expulsando a sus miembros más jóvenes hacia la ciudad o alimentando la migración hacia el extranjero. Y también hay una crisis de la familia nuclear burguesa, predominante en la ciudad, pues los padres abandonan a sus familias y crece escandalosamente el fenómeno de las madres jefes de hogar, los ancianos que mendigan y los niños que trabajan en la calle. En fin, vivimos una nueva y creciente barbarie, la “barbarie urbana”, que a su vez degrada la vida ciudadana en general. Ella ha sido generada en parte por un ciclo de conflictividad social que, más o menos, podemos resumir así: 1. El sistema de explotación ha degradado la vida campesina y ello ha determinado que los pobres del campo migren a las ciudades, donde no hay un crecimiento industrial capaz de absorber esa mano de obra, ni un sistema educacional y político adecuado para capacitar a los migrantes y sus descendientes. Esto da lugar a la formación de guetos de marginalidad urbana (el suburbio de las zonas fangosas de Guayaquil, los suburbios de las laderas del Pichincha, en Quito), donde reinan la pobreza, el desempleo y la ignorancia, y donde ha ido formándose una espiral ascendente de violencia social, expresada en pandillas y grupos de choque. 2. En el siguiente momento del ciclo, esas zonas marginales buscan reivindicaciones sociales y lo hacen a través de formas sombrías de participación política, como el caudillismo barrial, que sirve de bisagra entre los sectores marginales y los cuadros mayores del populismo, con lo que esas masas marginalizadas de la ciudad y el campo terminan imponiendo salidas electorales populistas, que terminan por chocar con los sectores más “modernos” de la sociedad y agravan la conflictividad social del país. 3. Paralelamente, se va generando y desarrollando una “cultura de los marginales” o “cultura lumpen”, que progresivamente se adueña del ideario popular, de modo que elimina u opaca a los valores del antiguo mundo popular urbano, en donde predominaba 290 una cultura obrera, marcada por la organización, la solidaridad y la lucha antioligárquica. Esta nueva cultura está marcada por valores como el individualismo, la insolidaridad, el “sálvese quien pueda”, el “hacer dinero aunque sea honradamente” y, en general, lo que se conoce como “la cultura de la sapada”, consistente en “hacerle pendejo” a otro o aprovecharse de los demás, buscar formas de riqueza fácil y vivir al margen de la ley. Pero, en honor a la verdad, hay que precisar que esa cultura no fue inventada por los marginales, sino, en gran medida, aprendida por ellos de las acciones de la clase dominante, plaga de ladrones de cuello blanco, bandidos de la política, grandes desfalcadores de fondos públicos, banqueros ladrones y empresarios expertos en quiebras dolosas. 4. Finalmente, en un cuarto momento, los sectores ciudadanos no marginales reaccionan contra los gobiernos populistas y los derrocan (casos de Bucaram y Gutiérrez), lo que soluciona la crisis política a corto plazo, pero la agrava a largo plazo, pues ahonda las diferencias sociales entre el país “moderno y ciudadano” y el país atrasado y marginal, acumulando en este último un revanchismo político que conspira contra la estabilidad Desde luego, debemos precisar que el mar de fondo de toda esta conflictividad social ha sido aportado por las políticas neoliberales impuestas por el Imperio, y aplicadas en el Ecuador tanto por los gobiernos “ideológicos” como por los gobiernos “populistas”. Son políticas que han buscado reducir el gasto público a cualquier costo y que para ello han privilegiado la eliminación de subsidios estatales, el recorte de inversiones en Salud Pública o Educación Pública y la extinción de los programas de ayuda a los más pobres. De otra parte, con el pretexto de “reducir el tamaño del Estado”, en realidad se han orientado a eliminar el sector estatal de la economía (herencia de la dictadura militar nacionalista iniciada en 1972) y a propiciar la privatización y/o desnacionalización de los recursos naturales: petróleo, minería, aguas, bosques. Estas políticas no se hubieran podido aplicar sin el concurso y complicidad de los funcionarios cipayos del Imperio, especialmente de los ministros de Finanzas y directores del Banco Central, grandes campeones del neoliberalismo criollo y verdaderos agentes al servicio del poder extranjero. Ellos han competido en entreguismo y 291 vasallaje, hasta llegar al punto de que los “Mauricios” (Mauricio Pozo y Mauricio Yépez) optaron por crear y sostener al FEIREP, para usar los abundantes recursos producidos por los altos precios del petróleo en recompras sospechosas de deuda externa e interna, todo esto mientras el sistema educativo del país se derrumbaba, el sistema de salud pública se hallaba a punto de colapsar y las enfermedades tropicales plagaban gran parte del país. DE LA CASA TIPO BUNKER AL GUETO DE LUJO Pero esas políticas neoliberales y librecambistas, tan ruinosas para la mayoría del país, han sido muy buenas para algunos sectores: inversionistas y rentistas, comerciantes grandes y pequeños, gentes que trabajan en los sectores de turismo y servicios, entre otros. Son esos sectores los que han alimentado el creciente consumismo y han ayudado, como clientes, al desarrollo de la industria de la construcción. Solo que la nueva situación de “barbarie urbana” ha marcado nuevas pautas arquitectónicas y urbanísticas. La “villa” o amable casa familiar, ubicada en un barrio abierto y moderno, que durante medio siglo (de los treintas a los setentas) fuera el ideal de la vida urbana del Ecuador, fue cediendo lugar, a partir de las décadas finales del siglo XX, a la casa cerrada tipo búnker o al departamento en un edificio con guardianía, fundamentalmente por razones de seguridad. Ello ha dado lugar al aparecimiento de barrios impersonales y agresivos, donde la vista de la casa se oculta a la vista del público, u otros barrios construidos en altura, carentes de esos espacios compartidos que hacen amable la vida urbana: parques, fuentes, avenidas para caminar. Por otra parte, los sectores más pudientes de la sociedad urbana han optado por aislarse en urbanizaciones cerradas, ubicadas en suburbios de lujo o, en el caso de Quito, en los valles subtropicales próximos (San Rafael, Tumbaco, Cumbayá y Nayón). Allí, bajo la protección de avanzados sistemas de seguridad, han construido sus amplias y hermosas casas, que no sólo están protegidas de la amenaza de los delincuentes y marginales, sino que también se hallan ocultas a la vista del común de las gentes. Esto implica varias consecuencias sociológicas de la mayor importancia: 1. Estos guetos para ricos, barrios cercados y aislados, son un fenómeno particular del urbanismo contemporáneo. 2. En términos sociales, son un hecho terriblemente agresivo, pues plantean una separación de clases que ya no solo es económica y cultural, sino incluso física. 292 Como hemos dicho antes, los sectores de la burguesía se están aislando dentro del mismo tejido urbano (caso de El Condado, en Quito), se están asentando en suburbios estratégicamente aislados, y, en todo caso, están levantando barreras infranqueables entre ellos y los demás. 3. Estos barrios son como el anuncio de una futura guerra de clases y contribuyen a avivar la “barbarie urbana” contemporánea, con la diferencia de que en los barrios del suburbio proletario hay pandillas armadas del propio lugar, que se forman como mecanismos de autodefensa, y en los barrios cercados de los ricos hay grupos paramilitares de alquiler. 4. Esto no sólo altera el panorama urbanístico tradicional, formado por viejos barrios de modelo policlasista, donde gentes de diversa condición convivían, se conocían, amistaban entre sí, se apoyaban mutuamente, establecían lazos de intercomunicación cultural y hasta formas de parentesco social (compadrazgo, padrinazgo). También implica una privatización del paisaje urbano, pues valiosos elementos de éste (arquitectura, paseos, fuentes, jardines) pasan a ser de uso exclusivo de unos pocos y son negados a la apreciación estética de los demás. 5. Este es un fenómeno culturalmente peligroso, que no ha merecido estudios sostenidos. Y lo es porque inaugura una forma de apropiación y privatización del paisaje urbano que, a su vez, presagia formas todavía más agresivas y violentas de segregación social. Al ritmo que van las cosas, es posible que, en el futuro, los ricos pretendan cerrar valles o regiones enteras para su uso particular, provocando diversas y conflictivas reacciones políticas y sociales. 293 40. HENRY LUQUE MUÑOZ O LA PASION DE VIVIR 294 Pocas veces he visto tanta pasión de vivir como la que animaba a Henry Luque. Cada palabra, cada acto y aun cada silencio suyo rezumaban esa gana de vivir a plenitud, de saborear todas las dulzuras y agruras de la vida, de regodearse en el gozo de la palabra compartida y en el gozo de jugar con las ideas propias y ajenas, barajándolas con una pasión propia de tahúr. Porque Henry, hombre de exquisita cultura, vivía en un mundo dual, que había fabricado a su medida: a ratos, se sentaba en el parque de las ideas, donde se citaba y encontraba con otros ideóticos como él, para hablar de las cosas trascendentales de la existencia humana, pero de pronto saltaba sobre la cerca para aposentarse en el jardín de las palabras, donde era un experto en encontrar expresiones precisas, en construir versos magníficos o en hilvanar frases perfectas, dignas de incorporarse a un libro de citas citables o, mejor aún, al refranero popular. Mas él tenía en ese jardín un rincón oculto a las miradas extrañas, donde se hallaba consigo mismo y buscaba transformar en versos sus resonancias interiores. Era su taller secreto, donde pulía las palabras con una sabiduría de orfebre, antes de mostrarlas a luz y compartirlas con los amigos. Era su forma de sobrevivir en un mundo de salvaje violencia institucionalizada, pero era también su forma de luchar contra la malignidad, contra la estupidez y contra el crimen. Escribió en un formidable texto literario: “El poeta es un animal de sangre caliente cuando vive, pero debe ser un animal de sangre fría cuando escribe. Y suele ser débil: vive con frecuencia aplastado por su biografía y por los horrores de la época. Escribir es su manera de respirar. Su reto se asemeja al destino del atleta solitario, sin galería, sin aplauso, ni competencias: no se trata de vencer, sino de nutrir un ritmo tenaz y sostenido. La creación y la lectura son, en alguna medida, una vuelta al estado de gracia de la niñez. La paradoja de la poesía radica en sobrevivir a fuerza de descifrar la catástrofe.” Citando a una escritora china, sostenía que “la poesía es un arte marcial”, y agregaba, de su propio coleto, que: “El designio del lenguaje poético es la lucha, no para triunfar, sino para concretar una redención crítica, para indagar causas, sin ceder jamás al abandono. En apariencia, la escritura no tiene finalidad, escribir es buscar un fin, pero ya generado un texto, sugiere respuestas y, sobre todo, interrogaciones.” 295 Ahondando todavía más en esa visión de la creación como un compromiso, agregaba que: “Quienes promueven el arte como inútil, le prestan callados servicios a la violencia. Por este camino, podría entenderse que no vale la pena iniciarse o profundizar en el arte y la literatura, y que leer libros es una estupidez, con lo cual se entendería que sensibilizarse deriva en torpeza. Por el contrario, el rigor estético sugiere una verdad: el mundo debe ser mejorado.” Parte maravillada y maravillosa de esa pasión suya por la vida era su culto sibarítico a los placeres de la mesa y, en especial, a los de la copa. Gustaba de probar y preparar comidas exóticas, que había conocido de primera fuente en sus andanzas por el mundo. Y gustaba de beber feliz y abundantemente con sus amigos, pero no en cualquier lado ni de cualquier modo, sino en lugares recoletos de su maravilloso parque de palabras y siguiendo un cuidadoso ritual de celebración. En esto era una suerte de ministro ambulante del culto bácquico. Y así como hay curas que cargan una maletita con sus atavíos y herramientas simbólicas, preparados para celebrar misa aun en descampado, Henry cargaba un gordo portafolios de cuero, en el que reposaban libros y páginas de poesía junto a una botella de buen vodka y un juego de copas sagradas, de cristal de Bohemia tallado y coloreado, que iban envueltas en un bolso especial de terciopelo. Las sacaba con cuidado, las miraba a contraluz para comprobar su limpieza y gozar de sus luces y destellos, y luego asignaba una a cada amigo, entiendo que según el color del aura personal. La suya era la copa azul, que se distinguía de las otras por su mayor tamaño. Luego abría la botella, olía el vodka como se huele un perfume y procedía a llenar las copas con un cuidado exquisito, para finalmente proponer algún brindis inteligente. Sólo así, decía, el dios Baco acepta los homenajes de los hombres y les regala en compensación buena salud y feliz vida. Recuerdo la última vez que gocé de ese ritual celebrado por Henry Luque, en …. de 2001. Yo había sido invitado a la décima edición del Festival del Pasillo Colombiano, que anualmente se celebra en Aguadas, un maravilloso pueblo del Ande colombiano, por cuyas calles pasean las nubes. Y Henry venía de otro pueblito de la zona, donde se había celebrado un gran Festival de Poesía, y llegaba en compañía de Guillermo Ruiz Lara, antiguo Secretario del Instituto 296 Caro y Cuervo, y de Carlos Arboleda González, Secretario de Cultura del departamento de Caldas y muy inteligente y generoso anfitrión de todos nosotros. Ellos pasaron a recogerme en Aguadas para llevarme a Manizales, la capital del departamento y motor industrial de la zona. Al bajar de Aguadas, Carlos, que conducía el vehículo, optó por no usar la carretera Medellín – Manizales, entonces infestada de gentes armadas, sino la vía de Salamina, más angosta pero más segura. El paisaje era maravilloso y Guillermo lo ilustraba con citas poéticas. Recuerdo que, al salir de Aguadas, dijo unos versos de Aurelio Martínez Mutis: ¡Aguadas, Aguadas, luz de madrugadas! Y al pasar por Salamina enunció una cuarteta popular: Una chica me dijo / en Salamina: / ¿Cuándo va por el niño, / que ya camina? Al fin, luego de infinidad de curvas y versos, recitados por todos los viajeros, llegamos a Manizales a eso de las dos de la tarde y Carlos nos condujo al hotel que había escogido para hospedarnos. Almorzamos juntos y, luego luego, Henry solicitó el uso de una sala privada, con el fin de celebrar solemnemente el ritual bácquico. Este comenzó temprano en la tarde y terminó casi al amanecer del día siguiente, en casa de Carlos Arboleda, a la cual nos trasladamos para cenar y donde Henry tenía encargada una botella de vodka macerada en pimienta negra. ¡Cuánto alcohol y cuánta poesía corrieron aquella vez! Pero el momento culminante fue cuando Henry, a pedido de los asistentes, recitó con su voz profunda, su bella dicción y su tono estremecido y estremecedor, su poema “Carta al diablo”, que dice: Te escribo a tu mansión de tinieblas para contarte lo mucho que sufro sin ella. Por consejo de tu azufrado pensamiento la busqué y la hice mía en un lecho, no de jazmines sino de estrellas reventadas. -Hasta los símbolos del cielo fueron cómplices, azules cómplices de esa locura-. Tú que hiciste florecer en mi mano una rosa ensangrentada 297 para que la pusiera por donde cruza su huella, sabrás cómo devolvérmela, pues ella se ha ido y cuando partió ni siquiera miró hacia atrás para ver cómo me convertía en estatua de ceniza. Cierra con tu asombroso tenedor los párpados de los que pasan por su lado. Que nadie la contemple como no sean los ojos, los terribles ojos de mi ausencia. Haz que cuando se enfrente a los espejos no vea su rostro sino el mío; pon una lágrima de fuego en su mirada para que sienta una gota del mar de lava que me azota. Pero no la dejes sufrir, Señor: si tropieza en el camino tiéndele tu invisible capa roja para que caiga no en el infierno del desvelo sino abrasada en mi delirio. Hechízala metiendo en su bolso un ruiseñor que en cada pluma lleve grabado el verso mío para su corazón escrito. Entra en puntas de pie a los pasillos de su sueño, píntale los muros del color de mi zozobra, y si escapa, muéstrale mi cabeza cercenada en un plato de olvido. Viértele en el jugo del amanecer tus imponderables sales maléficas, de tal modo que odie para siempre el sabor de su lejanía. 298 Señor: ella debe estar leyendo ahora un libro para vaciarme de su pensamiento, arráncaselo de sus uñas con tu satánica suavidad; haz que el silencio le susurre mi nombre a su oído y que su saliva le recuerde mis besos. Pues sin amparo y sin estrella me refugié en su lengua, su desquiciada lengua en la que escribí con sangre. Ella habrá roto mi fotografía en mil pedazos, reúnelos, Señor, y arma una luna que se asome a su quebranto. En ella germinan ligeros decaimientos, es entonces cuando tu aliento de abismo puede alcanzar las cumbres: que si hay candela en su garganta, sienta que una ráfaga de abandono sube desde el corazón a poner explosiones de tos en su vida; que si un vértigo atraviesa sus entrañas sienta que es el huérfano que esconden mis desvelos. Yo sé que tardíamente concilia el sueño, transfórmame en la luz de su lámpara, en el agua que pasa por su cuerpo cuando se levanta. Y deja que apoye mi desamparo en el filo de sus dientes, que yo sea las palabras que entran y salen por su boca. 299 Señor de las Tinieblas: déjala orar, déjala que se hinque de rodillas bajo el cielo, no la martirices en ese instante furtivamente pecaminoso, pues nuestro amor es tan grande que desde la eternidad vendrán los bienaventurados a aprender cómo se ama con loca ceguera en este infierno de ausencia. Henry, que era un experto en los asuntos del romanticismo literario, y que mantenía en la universidad una cátedra sobre ello, descreía sin embargo de la poesía como pura sensibilidad, pues pensaba que “el poeta moderno tiene cabeza y su corazón sólo funciona conectado orgánicamente con el cerebro y con sus contenidos.” Así, él era un poeta pensante, que combinaba la belleza o eficacia de las palabras con una implacable reflexión crítica sobre el mundo. Por eso escribió poemas como “Historia nacional”, “Al blanco” o “Paraísos”. Dijo en ellos: HISTORIA NACIONAL Me alejé de casa y alguien cambió los cimientos por víboras, aguas negras crecieron en vez de la orquídea anaranjada, escorpiones selectos fueron traídos por el Mandamás para engalanar el balcón parlante, el moho arrugó el mármol de las estatuas y la rata trepadora fue coronada reina. Así le ocurre a quien largamente se alejó del origen. 300 AL BLANCO Con una palabra se puede matar. Aunque haya en contra toda clase de armas. Aunque se tenga enfrente toda la pólvora. Basta con dispararla en el momento justo, lanzársela a la cabeza del enemigo. O dejársela para que la recuerde. PARAÍSOS Si envidias al rico tu corazón morirá comido por la polilla, si envidias al pobre dormirás con los ojos abiertos, si envidias al famoso conseguirás cambiar tu rostro por una máscara. No envidies a nadie, aléjate de los paraísos inventados en el cielo y en la tierra. Finalmente, para despedirme oficialmente de su recuerdo, en este acto de exorcización de su figura y de su palabra, he escogido recordar su bello poema VUELO El mar irá en busca de tus brazos, en busca del resquicio más hondo de tus huesos. Te llenará de profundidades, te iluminará 301 de historias vegetales que dejarán su dulce marca en tus recodos. Las catapultas, los huecos del mar y su caricia de olvido navegarán intermitentes al oeste de tu corazón, abriendo compuertas, inaugurando flotas para que la soledad haga su ruta. Viaja hacia adentro, ahógate. Reta las frescas manos que no quisieron conocer tu muerte. Y no vuelvas, no te arrepientas. Lánzate a lo profundo, como nave que ensaya el descenso para jamás regresar (Publicado en revista El Búho, Nº 13, Quito, julio–­septiembre de 2005.) 302 41. LA ALFARADA Y SUS EFECTOS SOCIALES 303 Hasta que llegó la Revolución Liberal, Quito era una amable y tranquila ciudad andina, que seguía viviendo a un ritmo casi colonial. Si no hubiera sido porque aquí se asentaba la capitalidad del país y residían los poderes simbólicos de la República, no habría existido ruido alguno que turbara su plácida existencia de población provinciana. Pero triunfó la alfarada y se instaló en Quito el régimen liberal, que trajo consigo la modernidad y emprendió una serie de transformaciones fundamentales en la vida de la capital. Se inició la canalización y relleno de las grandes quebradas que cortaban a la ciudad de Oeste a Este. En el lugar que ocupaba la antigua “Quebrada de Jerusalem” o “Quebrada de los Gallinazos” –tradicional basurero de la ciudad– se construyó la moderna avenida Veinticuatro de Mayo, que prontamente se convirtió en el paseo de moda y el centro de diversión pública. También se instaló la primera planta de teléfonos de la ciudad, la primera maternidad y el moderno hospital “Eugenio Espejo”. En el corazón de la ciudad, la tradicional “Plaza Grande” fue transformada simbólicamente en la hermosa “Plaza de la Independencia”, decorada con una columna monumental en homenaje a los próceres de 1809. Al norte, en la esquina sur de La Alameda, se levantó el hermoso “Parque Bolívar”, mientras que en el centro de ese paseo se instaló la nueva Escuela de Bellas Artes. Y eso para no hablar de los nuevos edificios públicos (de colegios, escuelas, cuarteles, empresas de correos y ferrocarriles, etc.) que empezaban a levantarse por todo lado, dando a Quito una imagen de urbe moderna, que buscaba dejar atrás su vieja imagen pueblerina y conventual. Otra importante transformación urbanística ocurrió en el sureste de la ciudad, donde se construyó la estación ferroviaria de Chimbacalle, como punto de llegada del “Ferrocarril del Sur”, obra magna del gobierno alfarista, que unía al puerto de Guayaquil con la capital de la República. Se creó, de este modo, un nuevo polo de desarrollo urbanístico, que rápidamente se pobló de florecientes negocios: bodegas, almacenes, hoteles, restaurantes, etc. En medio de ese sorprendente desarrollo urbanístico, ocurrido en apenas tres lustros (1895–1910), se inauguró en marzo de 1898 la primera planta de luz eléctrica de la ciudad. Era una pequeña instalación hidroeléctrica de 200 Kw, que fue instalada en el sector de Piedrahita, cerca de Chimbacalle y junto al río Machángara, por la empresa “La Eléctrica”, de propiedad de Víctor Gangotena, Manuel Jijón Larrea y Julio Urrutia. Su presentación en sociedad consistió en poner iluminación nocturna a la iglesia de La Compañía, lo que causó una gratísima impresión a la ciudadanía. Luego, la empresa 304 proveyó de alumbrado público a la ciudad mediante la instalación de 60 lámparas de arco voltaico de corriente continua, que más tarde fueron sustituidas por 500 lámparas incandescentes de 16 bujías. A la vez, el servicio de alumbrado para particulares se hacía exclusivamente con bombillas incandescentes. Esos primeros logros de la tecnología eléctrica causaron tal impacto social en el país que, en los años siguientes, se produjo en todo el Ecuador una suerte de frenesí por la luz eléctrica. Así, para 1920 ya la habían instalado las principales ciudades del país e incluso algunos pueblos. La tecnología eléctrica aportó un nuevo alumbrado, que dejó atrás a los antiguos faroles con velas de sebo y las lámparas de kerosene, que, más que alumbrar, entristecían las calles. Pero también dio paso a la emergencia de nuevos servicios y una nueva forma de vida. Aparecieron, de este modo, los tranvías eléctricos, que recorrían la ciudad desde la “Estación Alfaro”, en Chimbacalle, hasta Santa Prisca, y también aparecieron las primeras industrias, los primeros cines y los primeros salones de baile y bares elegantes. Entonces, el señor Steffan, un técnico de la nueva empresa “The Quito Electric Light and Power”, escribió “Estamos asistiendo ya al principio de un cambio radical en las costumbres y hábitos de Quito.” Ese cambio en las formas de vida urbana implicó también un desarrollo y popularización de la música. Hasta entonces, ésta había sido privilegio de la Iglesia y de unas pocas familias de la aristocracia terrateniente, que habían logrado traer, desde el puerto, uno que otro piano “a lomo de indio”. Después, con el ferrocarril, se multiplicaron en Quito los pianos y las pianolas de rollos, antecedentes de la “música mecánica” que floreció luego con los gramófonos o victrolas de discos, a través de las cuales se escuchaban las canciones de moda compuestas en el país o llegadas del exterior . Por otra parte, tras la revolución alfarista se multiplicaron las bandas de música militares y municipales, cuyas retretas sirvieron como medio de popularización de las composiciones de la naciente escuela musical nacionalista o de las canciones y géneros musicales llegados del exterior. En el plano nacional, el ferrocarril de Alfaro revolucionó el comercio entre las regiones y hasta la alimentación de costeños y serranos. Hasta entonces, Guayaquil se alimentaba de harina de trigo y maíz traída de California, con lentejas, garbanzos y hortalizas llegados de Chile, y con dulces y aceites importados del Perú. Desde entonces, el puerto y la Costa central empezaron a comer regularmente productos de la Sierra, mientras que las provincias andinas del centro y el norte empezaban a consumir cotidianamente el arroz, la sal y las frutas venidas del litoral. En el Ecuador de entonces hubo, pues, 305 toda una revolución alimenticia, y se pusieron las bases para que se desarrollara la pasión nacional por el arroz, mejor si mezclado con alguna leguminosa: Surgieron así el arroz con menestra, la “sopa de moros y cristianos” y el “arroz con moros”, entre otros platos inter– regionales. También se volvieron estacionales las migraciones de trabajadores de la Sierra hacia la Costa, para participar en la zafra azucarera, en la recolección de las cosechas de cacao y en los “barqueos de arroz”. Y como esas migraciones provocaban despedidas, adioses y tristezas, hicieron falta canciones que expresaran esos sentimientos de pesar y fue así como se popularizaron los pasillos, compuestos por los primeros compositores formados en el Conservatorio Nacional de Música instituido por Alfaro: Carlos Brito, Segundo Luis Moreno, José Ignacio Canelos, Julio Cañar, Luis H. Salgado y muchos más. De esta manera, surgió a la historia la Escuela Musical Nacionalista, que nos ha legado millares de inolvidables valses, pasillos, sanjuanitos, albazos, capishcas, alzas, tonadas y otras canciones, fue una de las mejores herencias culturales del alfarismo. Pero no fue la única. También formaron parte de esa herencia espiritual la Escuela de Arte Realista, surgida de la Escuela de Bellas Artes creada por Alfaro, donde se graduaron esos creadores que hoy forman parte de nuestro orgullo nacional: Pedro León, Diógenes Paredes, Eduardo Kingman, Oswaldo Guayasamín, Carlos Rodríguez, Galo Galecio y otros. En fin, también fue hija espiritual del alfarismo la gran Generación Literaria del Treinta, integrada por gentes de clase media, que en su mayoría se educaron en las escuelas y colegios públicos, laicos y gratuitos creados por la revolución liberal. Esa triple herencia espiritual, integrada por la Escuela Musical Nacionalista, la Escuela de Arte Realista y la Escuela de Literatura Realista, hubieran bastado para justificar ante la historia los costos, esfuerzos y sangre de esa revolución, que, como hemos visto, hizo más, mucho más. Y en esa cuenta del mucho más, pondría yo los parques y monumentos simbólicos de la nacionalidad que construyeron los gobiernos liberales, con afán de educar al pueblo en un espíritu cívico y promover la formación de una nueva identidad colectiva, que reemplazara al santo colonial con el héroe republicano. Se levantaron, así, parques y otros espacios simbólicos en todas las provincias del país, para honrar a héroes como Bolívar, Sucre y Calderón, a sabios como Pedro Vicente Maldonado o Vicente León, a educadores como Juan Montalvo y Pedro Fermín Cevallos, o a fechas de gloria, como las de la independencia nacional. 306 Como vemos, Alfaro y su revolución nos han dado suficientes motivos como para guardarlos en la memoria colectiva y, más modernamente, como para verlos a través de la cámara y eternizarlos en la imagen en movimiento. Por eso, doy la bienvenida a este importante proyecto cinematográfico del Taller de Actores y Fábulas, dirigido por Diego Pérez Terán y Patricia Hidalgo, y le deseo el mayor de los éxitos. (En la presentación del proyecto “Alfaro, la película”, del TAF, en el aula “Alfredo Pareja Diezcanseco” de la CCE., el 4 de abril de 2006.) 307 42. DISCURSO DE JORGE NUÑEZ AL SERLE IMPUESTA LA ORDEN NACIONAL “AL MERITO”, EN EL GRADO DE COMENDADOR 308 Excmo. Señor Ministro de Relaciones Exteriores, Dignísimos representantes del Poder Público y de las Academias Nacionales, Señoras y señores: Al habérseme otorgado la Condecoración de la Orden Nacional “Al Mérito”, he querido hilvanar una breve reflexión sobre el origen y carácter de las órdenes, para entender a cabalidad el honor que se me hace por parte del Estado ecuatoriano. El más lejano antecedente histórico de las actuales Órdenes Nacionales republicanas se halla en las Órdenes de Caballería u Órdenes Militares, corporaciones nacidas en la Europa Medieval para luchar contra los musulmanes y proteger a los peregrinos que viajaban hacia Tierra Santa. Precisamente ellas fueron protagonistas de las diversas Cruzadas, que tuvieron como objetivo reconquistar para la Cristiandad países que se hallaban sujetos al Islam. Y las primeras «cruzadas» fueron las realizadas por los cristianos del norte ibérico contra los moros de la España islámica. Las Órdenes Militares no fueron creación cristiana. Antes hubo guerreros musulmanes que hacían vida monástica en sus rábidas, con parecidos fines de campaña contra sus enemigos. En el mundo cristiano, las Órdenes juntaron la vida monástica, el ideal de la Caballería y el belicoso espíritu feudal, bajo un singular código de normas morales y religiosas. Se formó de esta manera una “milicia de Cristo”, que alcanzó su cenit en las Órdenes religiosas combatientes, como las del Santo Sepulcro, del Hospital de San Juan y del Temple, poderosas organizaciones autónomas, regidas por estatutos propios. Las Órdenes Militares españolas más importantes fueron las de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa. Eran organizaciones mitad religiosas, mitad guerreras, formadas por monjes que seguían las Reglas de algunas de las grandes Órdenes existentes. Todos los caballeros que las formaban debían rendir un voto obligatorio, que casi siempre era de castidad, pobreza y obediencia, pero también debían estar siempre dispuestos al combate contra los enemigos de la fe. Así, la Orden de Santiago tenía como su héroe y símbolo al santo llamado “Santiago Matamoros”. Las Órdenes se hallaban gobernadas por un Consejo y otros funcionarios menores, todos bajo la autoridad de un Gran Maestre, cuyo poder era igual o mayor al del rey, pues incluía mando sobre un verdadero ejército, uniformado con hábitos militares, y también jurisdicción sobre numerosas tierras, villas, castillos y fortalezas. Los Comendadores eran los encargados de mantener, económica y militarmente, un castillo o fortaleza enfilados contra los musulmanes. 309 Por ello, percibían los tributos de su distrito o encomienda y los administraban para mantenerse ellos mismos y sostener la guarnición a su cargo. Era también la autoridad feudal delegada de la Orden ante los concejos locales, con atribuciones de justicia y gobierno. Recibían la encomienda en usufructo vitalicio, estando obligados a inventariar y conservar en perfecto estado los bienes recibidos, que tras su muerte debían pasar a un nuevo comendador, elegido entre los caballeros profesos de cada Orden. Bajo el mando de los Comendadores se hallaban los Oficiales y los Caballeros, que constituían los estamentos inferiores de la Orden. Aunque originalmente las Órdenes aceptaban para la lucha contra los musulmanes a todos los voluntarios, a partir del siglo XV pasaron a exigir dos condiciones para acceder al estatus de caballero: ser de origen noble e hijo de cristianos viejos. Como se sabe, noble era todo español que hubiera recibido de la autoridad el calificativo de Don, que significa, precisamente, “de origen noble”. Y “cristiano viejo”, “limpio de sangre” o “lindo” era quien probase venir de antiguos godos y no descender de moros o judíos conversos (llamados también “cristianos nuevos”). En una sociedad estamental tan cerrada como la española, las probanzas de nobleza y limpieza de sangre servían para abrir las puertas de las Órdenes Militares y otros espacios del poder. Por ello eran tan anhelados los hábitos militares, que consagraban un alto estatus social y eventualmente servían como escalón para ascender hacia la alta nobleza titulada. Empero, tras el triunfo de los reyes católicos Fernando e Isabel en la “Guerra de Reconquista” española, el destino de las Órdenes Militares cambió sustancialmente, pues estos monarcas las despojaron de sus propiedades, jurisdicciones y poder casi absoluto, les destruyeron sus castillos y fortalezas, y las convirtieron en cuerpos nobiliarios decorativos, a los que se accedía no por servicios de guerra sino por méritos al servicio del Estado. Así, la burocracia accedió también a las mercedes de hábito militar. En el caso de Hispanoamérica, donde los mismos reyes mercantilizaron las condecoraciones y títulos nobiliarios, en busca de fondos para sus guerras europeas, los criollos accedieron a las Órdenes Militares, o a los títulos nobiliarios de marqueses y condes, no por sus méritos sino por su dinero, mediante pago de generosas sumas al Rey. Mas todo ese sistema de condecoraciones y títulos nobiliarios empezó a derrumbarse con la irrupción histórica de la Revolución Francesa y el accionar político de Napoleón Bonaparte. Bajo el poder de la audaz burguesía republicana, rodaron las cabezas de reyes 310 y nobles, fueron destronadas las casas reales tradicionales y se declararon extinguidos los derechos feudales y los títulos nobiliarios, mientras que la “Declaración de Derechos del Hombre” proclamaba que “todos los hombres nacían libres e iguales” y que “no debía haber más distinción que el mérito personal”. En ese marco histórico, Napoleón creó la Orden de la “Legión de Honor”, la más conocida e importante de las condecoraciones francesas, que se concede a hombres y mujeres, tanto franceses como extranjeros, por méritos extraordinarios realizados dentro del ámbito civil o militar. Él mismo la entregó por primera vez el 15 de julio de 1804, en una grandiosa ceremonia realizada en París, a los mariscales, soldados, inválidos de guerra, científicos, artistas y escritores con méritos sobresalientes. Poco después, las revoluciones anticoloniales de Hispanoamérica abolieron también los títulos y condecoraciones de nobleza y crearon, en su reemplazo, Órdenes Patrióticas para reconocer al mérito ciudadano. La primera de ellas fue la “Orden de San Lorenzo”, creada en 1809 por la Junta Soberana de Quito, para premiar el patriotismo de los insurgentes quiteños y “establecer títulos republicanos”. Esta Orden fue restaurada el 10 de agosto de 1959, con ocasión del sesquicentenario de la Primera Revolución de Independencia en Hispanoamérica, por el Presidente Camilo Ponce Enríquez, “con el objeto de premiar extraordinarios servicios a la República”, y es mantenida todavía por el Estado ecuatoriano, que la concede en los grados de Gran Oficial, Gran Cruz y Gran Collar. Diez años más tarde, el Libertador Simón Bolívar, en su calidad de Presidente de la República de Colombia, instituyó la “Orden de Boyacá”, para premiar los esfuerzos y sacrificios de los próceres en la campaña libertadora de 1819. Hasta hoy, la “Orden de Boyacá” es el galardón más valioso que Colombia otorga a los oficiales de sus fuerzas armadas y la más alta distinción honorífica para los ciudadanos eminentes, que han prestado servicios a esa nación o a la humanidad. Posteriormente, el Protector del Perú, general José de San Martín, instituyó la “Orden del Sol”, mediante Decreto del 8 de octubre de 1821, para premiar los servicios hechos a favor de la independencia. Entre Informe presentado al rey por José Fuentes González Bustillo, Regente de la Real Audiencia y Presidencia de Quito, el 21 de noviembre de 1809. Decreto Ejecutivo Nº 1329, publicado en el Registro Oficial Nº 923, del 19 de septiembre de 1959. Reglamentada su entrega por el Presidente Gustavo Noboa Bejarano, mediante Decreto Ejecutivo Nº 1566–A, de 4 de junio de 2001, publicado en el Registro Oficial Nº 655 de 4 de septiembre de 2002. 311 sus primeros beneficiarios estuvieron dos ecuatorianas, que ostentan el procerato de la libertad: la quiteña Manuela Sáenz y la guayaquileña Rosa Campuzano, quienes se integraron con la denominación de “Caballeresas de la Orden del Sol del Perú”. Sin embargo, esta Orden fue suprimida en marzo de 1825, porque las personas condecoradas empezaron a usarla como un privilegio. Fue restablecida en 1921, en vísperas del primer centenario de la independencia. De similar carácter es la argentina “Orden de Mayo”, cuya ley de creación precisa que ella está “destinada a exaltar la virtud o los merecimientos de las personas que promueven el reconocimiento especial de la Nación y de la humanidad.” Volviendo a nuestro país, cabe precisar que la Orden Nacional “Al Mérito” fue instituida por el Congreso Nacional, por Ley del 8 de octubre de 1921, sancionada por el gobierno del presidente José Luis Tamayo, el 22 del mismo mes y año. Su objeto fue premiar servicios extraordinarios prestados a la Nación en los campos militar, tecnológico, educativo o de servicio exterior, y estimular la defensa nacional. Según su actual reglamentación, dictada por el Presidente Gustavo Noboa, el 17 de septiembre de 2002, se concede en los grados de Caballero, Oficial, Comendador, Gran Oficial y Gran Cruz. Una vez que he entendido a cabalidad la génesis y significado de esta condecoración republicana, que me ha sido concedida por el Gobierno Nacional, deseo manifestarle, excelentísimo señor Canciller, que la recibo con modestia ciudadana y sincero orgullo personal. No soy un hombre del poder. Tampoco soy un descendiente de las grandes familias del país, ni soy un hombre de fortuna. Soy un profesor normalista, formado por el Estado ecuatoriano en el ya extinguido Normal Rural de San Miguel de Bolívar, y comencé mi vida laboral como profesor de una escuela unitaria, en el caserío de Cutuglahua, en esta querida Provincia de Pichincha. Desde entonces, a lo largo de cuarenta años, he trabajado al servicio de la educación pública, en todos sus niveles. Así, pues, vengo de abajo y he subido las escalas del conocimiento gracias al sistema de educación pública, laica y gratuita creada por el general Eloy Alfaro. También debo decir que soy hijo de una maestra rural, que durante cincuenta años trabajó en selvas, montañas, aldeas y ciudades del Ecuador y que hoy, ya jubilada, escribe literatura infantil, y de un pequeño comerciante bolivarense, que, como todos sus paisanos, viajaba periódicamente entre la Sierra y la Costa, en parte por la Vía Flores y otra parte navegando por el Babahoyo y el Guayas, hasta llegar a Guayaquil. Desde niño viajé con él por esas rutas inolvidables y así aprendí a amar integralmente a mi país, por encima de los 312 prejuicios regionales. Y ya que de recordar se trata, no está por demás mencionar que los Núñez andamos metidos en el comercio desde tiempos inmemoriales y que el primer Jorge Núñez que llegó a tierras americanas fue un pequeño comerciante judío portugués, que se asentó en el antiguo Perú y se dedicó a ir comprando y vendiendo por los caminos de ese país, con sus mulas cargadas de mercancías, hasta que fue procesado por la Inquisición, acusado de judaizante; finalmente, murió quemado en la hoguera hace exactamente 411 años, el 17 de diciembre de 1595, por el único delito de tener una religión distinta de la oficial. Sospecho que soy descendiente de ese réprobo, cuyo recuerdo reafirma mi espíritu iconoclasta. En síntesis, no soy hombre de armas, no tengo origen nobiliario ni desciendo de cristianos viejos, y, en verdad, tampoco estoy dispuesto a realizar votos de castidad y de obediencia, razones por las que nunca hubiera tenido cabida en las antiguas Órdenes Caballerescas. Pero tuve la suerte de nacer en una república laica, que, por su esencia filosófica, no reconoce títulos hereditarios, como los de nobleza, sino únicamente los títulos obtenidos con el propio esfuerzo, como los académicos, república que tampoco margina ni persigue a nadie por su raza o sus creencias religiosas. Gracias a ello, he merecido el honor de ser integrado a la Orden Nacional del Mérito, en el grado de Comendador. En cuanto al motivo de esta condecoración, si algún mérito tiene mi labor intelectual es el de haber estado al servicio de la Nación y particularmente de los marginados y olvidados de la historia; haber buscado entender las raíces profundas de lo ecuatoriano; haber tratado de exaltar y afirmar nuestros signos de identidad, para construir un futuro más generoso. Y debo confesar que he transitado ese rumbo con una mezcla de amor e indignación. Amor, porque eso es lo primero que inspira en uno su tierra natal, esa que el gran Benjamín Carrión gustaba de llamar “Matria” más que “Patria”, porque tiene más de madre que de padre. E indignación, porque uno de los signos más lamentables de nuestra herencia colonial es la desconfianza en el propio ser nacional, en sus potencialidades y posibilidades; es la burla o el desprecio de algunos compatriotas hacia lo ecuatoriano; es la admiración ciega a todo lo extranjero; es la convicción, arraigada en muchos, de que el país no tiene futuro, ni destino plausible, si no es bajo la sombra tutelar de alguna potencia extranjera. Los efectos de esa mentalidad pro–colonial están a la vista: nuestra soberanía se ha erosionado de tal manera que hoy tenemos tropas extranjeras en nuestro territorio, hemos visto desaparecer nuestra 313 moneda nacional y hay sectores que claman por un TLC con los Estados Unidos, que ponga nuestra política económica, definitivamente y para siempre, bajo las órdenes de un gobierno extranjero. Tenemos que esforzarnos para revertir esta situación. Al igual que nuestros padres y abuelos, que sufrieron el trauma de la invasión militar peruana y la mutilación territorial, nosotros tenemos que luchar para volver a tener una Patria orgullosamente soberana, que, como soñara Benjamín Carrión, padre espiritual de nuestra generación, incluso se convierta en una pequeña potencia de la cultura. Pese a todos los signos negativos de nuestra realidad, tengo confianza en el futuro del Ecuador. Más temprano que tarde, nuestro pueblo sabrá rescatar su plena soberanía y se lanzará a conquistar ese generoso horizonte de libertad y progreso con que viene soñando desde los tiempos de Espejo, de Olmedo, de Montalvo, de Mera, de Alfaro, de Peralta, de Moncayo, de Escudero, de Carrión y de Benítez Vinueza, hasta estos tiempos de Agustín Cueva y Eduardo Estrella. Y ahí se dará un abrazo fraternal con los pueblos hermanos, para reconstruir la Patria Grande de Bolívar, la América Nuestra de Martí. En el marco de esos sueños colectivos, que son también los míos, recibo esta presea como un homenaje que hace la Nación a los que trabajan por educar a sus hijos y defender sus altos intereses. Me honra compartir este honor con quienes recibieron antes esta condecoración, entre los cuales estuvieron gentes de la talla de la escritora chilena Gabriela Mistral, del filósofo y sociólogo uruguayo Carlos Vaz Ferreira, del hispanista canadiense Richard Pattee, del economista y estadista colombiano Carlos Sanz de Santamaría, del intelectual y jurista español Luis Jiménez de Azúa, del antropólogo y lingüista francés Roger Callois y de los notables ecuatorianos Wenceslao Pareja, salubrista y poeta; Carlos Alberto Rolando, notable polígrafo; Hugo Moncayo, escritor, académico y diplomático; María Piedad Castillo de Levi, escritora, internacionalista y líder feminista; Carlos Julio Arosemena Tola, banquero y hombre de Estado; Angel Modesto Paredes, sociólogo e internacionalista; y Jacinto Jijón Caamaño, un verdadero sabio en las ciencias históricas, que además fuera político y empresario. Sobre todo, ilustre señor Ministro, me honra en grado sumo el recibir esta presea de las manos de usted, que tanto se ha esforzado por la defensa y promoción de los intereses nacionales y por la construcción de una Patria altiva y soberana. Finalmente, permítaseme dedicar esta condecoración a quienes me han ayudado a ser como soy y a pensar como pienso. A mi madre, Amada Sánchez García, aquí presente, que me llevó en el primer tramo 314 por el camino iluminado de las letras. A mi padre, Tirso Núñez Moya, que me sonríe desde el más allá. A mi esposa, la socióloga y escritora Jenny Londoño, que por 22 años ha compartido mis esfuerzos y mis sueños, y que todavía se ha dado tiempo para desarrollar su propia obra intelectual. A mis maestros, que me regalaron su vocación de cultura y sus sueños de justicia. A mis hijos y nietos, simiente de un nuevo país, ojalá más justo y más democrático. A mis hermanos, parientes y amigos, que siempre me han rodeado con su afecto. A mis compañeros de trabajo docente y a mis colegas de trabajo intelectual, todos ellos merecedores del reconocimiento de la Nación. Y, como siempre, a mis hermanos espirituales, silenciosos guardianes de una tradición de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Muchas gracias. Quito, a 12 de diciembre de 2006. 315 316