El Soliloquio de una Flama Creciente El Lóbrego Pastor: Libro I, Parte I Paul Andreas Wunderlich Copyright © 2012 by Pablo Andrés Wunderlich Fortaleza del Mago This ebook is licensed for your personal enjoyment only. This ebook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each recipient. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return it to Amazon and purchase your own copy. Thank you for respecting the hard work of this author. Your support and respect for the property of this author is appreciated. This book is a work of fiction and any resemblance to persons, living or dead, or places, events or locales is purely coincidental. The characters are productions of the author’s imagination and used fictitiously. Derechos de Autor © 2012 por Pablo Andrés Wunderlich Todos los derechos reservados. Esta obra eson una de ficción. Nombres, personajes, lugares e incidentes o son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia. Cualquier semejanza con gente actual, viva o muerta, eventos o lugares es completamente derivado de una coincidencia. 2012 Pablo Andrés Wunderlich Arte de carátula por Pedro Alejandro Wunderlich Contacto al Autor: Email: pablitowunderlich@gmail.com Facebook: Paul Andreas Wunderlich Página principal: www.Fortaleza del Mago.com Twitter: paulwunderlich Wattpad: Wordweaver Sobre el Autor Novelista, poeta, Instructor de Jeet Kune Do, y médico cirujano guatemalteco. Nace el 27 de Julio de 1984 en la ciudad de Guatemala, Guatemala. Su pasión por la escritura empieza durante su primer curso de Literatura a los 13 años de edad, y luego en el 2002, gana concurso de poesía. Viviendo en un país de contrastes, de inestabilidad política y económica, y de paisajes y naturaleza, Wunderlich no tiene dificultad para encontrar inspiración. Su madre, artista reconocida mundialmente, estimula al joven desde temprana edad a apreciar la creación artística. Con su maestra de literatura Miriam Castellanos, consolida la idea de crear un libro de fantasía. Los consejos de su hermano mayor, Mario, influyen en su escritura y amor por el género. Wunderlich también es influenciado por el mundo literario. Miguel Ángel Asturias y su novela “El Señor Presidente”, así como “Magician´s Apprentice”, “Magician Master”, “Silverthorn”, “A Darkness at Sethanon”, de la serie de "A Rift War Saga” por Raymond E. Feist, “The Hobbit”, y “The Lord of the Rings” por J.R.R. Tolkien, quedan grabados en la mente de Wunderlich a través de los años. Posteriormente, tras la lectura de Ayn Rand y sus libros de filosofía objetivista, el autor acopla varios de sus principios. A lo largo de toda la carrera de Medicina, en la Universidad Francisco Marroquín y luego participando en electivos en King's College of London en el año 2010 (cirugía Torácica y Neurocirugía) y en UPENN en el año 2011 (Cirugía Cardíaca), Wunderlich continúa escribiendo, modificando su forma de pensar y escribir a lo largo de los años. Su primer obra “El Lóbrego Pastor" es publicada a sus 27 años de edad. Exordio Os encomiendo una cosa, ahora que estamos aquí, cara a cara, platicando acerca de aquello entre lo cual estáis a punto de someteros. Quiero pediros que aceptéis las gracias que os otorgo, no solo por haber escogido este libro para leer, sino también por darle una oportunidad de poder convertirse en algo entre vosotros. Un buen libro es aquel que nos acompaña, día a día, aunque no lo estemos leyendo. Un buen libro nos deja pasmados, algunos pueden hasta cambiar nuestra vida; otros pueden llegar a ser tan intensos, entre el cual nos podríamos llegar a reconocer extensamente con los personajes y el autor, que jamás lo olvidaremos. Permanecerá entonces, a cómo ese mundo alterno, que aunque sepamos que nunca será, jamás dejaremos de añorar por él. Puedo aseguraros que estáis a punto de adentraros en una aventura, que prósperamente, se irá revelando a vosotros lentamente, como un té de infusión sumergido entre las aguas hirvientes, donde paso a paso, soltará aromas emotivos peculiares, dejando por último, un sabor que jamás olvidaréis. Es un libro diseñado para inmiscuirse entre lo más profundo de vuestra alma, donde se enraizará. Lo recordaréis, aun años luego de haberlo leído, dibujando en vuestra mente aquella escena pintoresca que os provocó fluir con el viento. Los mensajes contenidos en él son excéntricos, y a veces un tanto inusuales en la suya manera de transmitirse. Pero eso quedará a vuestro juicio, decir si los mensajes fueron adecuadamente llevados a vuestra alma o no. Os deseo el máximo gozo, y justo antes que volteéis esta página, a toparos con el primer capítulo, quiero deciros que no os arrepentiréis de haberlo escogido. Pero quien sabe, ya que quizás, puede ser que este libro os haya escogido a vosotros… Índice Parte I Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII Capítulo VIII Capítulo IX Capítulo X Capítulo XI Capítulo XII Sobre el Autor Parte I I Avena Tostada de la Semana Pasada Rufus lo despertó con un lamido. El lamido, embalsamado con abundantes cariños y amores, corrió húmedamente sobre su rostro, acariciando así sus sentidos, cuales corrieron mañaneros quiquiriquíes a despertarlo. Lentamente amaneció de los sueños, enmelado con jugos somnolientos, sus ojos pegados por una densa bruma soñadora. Pero el despabilar fue muy lento para el gusto de Rufus, quien viendo que su amo únicamente se revolcaba entre las sabanas, lo lamió una y otra vez con fervor hasta levantarlo. «¡Ya voy chico! ¡Ya voy! ¡Ya … ya! ¡Suficientes lamidos!», gritó el patojo mal peinado y levemente malhumorado al ser convocado a tan rústica la forma. Con desdén limpió la baba de su rostro con la manga de sus pijamas, y aun de mala gana, se dispuso a empezar un nuevo día. Un maravilloso nuevo día. Porque todos los días son bellos, siempre y cuando se disponga del ánimo para reconocerlo. Rápido cobró consciencia. Que levantarse temprano, aunque con sus ventajas, nunca había sido de sus placeres. Consciente de lo que porvenir estaba, velozmente se despojó de las pijamas, acelerando el paso al ver que por las ventanas ya perforaba signo de luz navegante; signo ominoso del amanecer en curso. Vistió su pantalón café oscuro de telares suaves, sus botines de cuero negro, su camisón de lana, y su clásico y adorado chaleco de piel de lama, y salió en apuros de la estancia, temiendo no llegar a ver el amanecer, cosa que sería desastrosa. Ver el amanecer era como tomar la taza de café por la mañana para su abuela: justo y necesario. Rufus salió corriendo detrás de su amo, ladrando y saltando de la felicidad absoluta, pese a que seguía la misma rutina diaria, para el canino, parecía ser siempre la última y la primera vez de hacerlo. El gélido viento mañanero envolvió a su piel aun tierna, recién sacada de las sábanas, mientras el rocío fresco entre la grama humedeció sus botines. Las ramas de los árboles botaron una que otra gota, y apenas si los pajarillos afinaban sus cantos matutinos. Llegó al Observador, seguido por el canino fiel, y sus cuatro ovejas. Las ovejas rápido se dispersaron sabiendo que habían arribado a ese sitio espiritual en la Finca, el Observador. Luego de años de estar viniendo, al mismo sitio y a la misma hora, sabían ya muy bien que a su pastor le encantaba hacerlo. Quizá no advertían la importancia que tal ritual guardaba para su amo. Sin embargo, bien que gozaban del rocío sobre el pasto, el viento gélido, y una buena palmada de luz mañanera. De alguna forma el pastor arribaba siempre y justo cuando los rayos partían desde el borde de las montaña, cortando nubes y vientos, justo durante el cabalístico risueño del despegar del sol, justo en el momento dramático cuando la flamante esfera emergía imperante. La experiencia tras los años le había enseñado a leer el cielo a la perfección para saber las horas del día. El pastor sabía que este sitio era el mejor de toda la Finca para ver el alba, por algo llamado el Observador. No había mejor. Ni en las Fincas adyacentes había un punto tan especial para apreciar un amanecer. Desde este punto en específico la luz viajaba sin interrupción por el espacio, a pegar divinamente en la pequeña colina de gramas verdes peinadas por el viento, sobre pinos altos aflechados apuntando al cielo. Eso es porque el sol sale justo entre una llanura existente entre las colinas que cubren el despertar del sol. Cosa más bella no podría existir. Sentado sobre sus pompas, cruzó sus brazos para mitigar el frío, provocado por un viento congelado arrastrado desde el norte, que se arrimaba sobre su cuerpo como una friolenta serpiente. Su espalda, la recostó contra del Gran Pino, tan cómodo, tan a gusto. El árbol sabio y vivido parecía agradecer la presencia del pastor feliz al acomodarlo bajo sus ramas. Las ramas empujadas por el viento parecían abrazar al pastorcito que se recostaba contra su lomo. El Gran Pino amando al pastor que lo amaba en torno, y juntos, aunque el Gran Pino siendo árbol, y el pastorcito, pastor, manaban en silencio apreciando la textura de pasteles magnolia y celestes pulverizados que lentamente se derramaban entre el cielo. Sus ojos café claro viajaron por el cielo como el azor de cafés plumas que divaga en feliz vuelo. Sus pupilas perforaron el espacio en dos punzantes y conscientes túneles negros. Y su sonrisa, una melódica transfusión al viento que con su ritmo, de paso en paso, guiaba los pentagramas del amanecer con la batuta de su luminiscencia. Faltarían minutos para ese momento. Para esa fusión de cielos pasteles y flamantes pensamientos, en donde, el sol saldría de su alcoba al mundo. Ese momento de euforia entre los cielos donde el bramido explosivo del sol derramaría sus aguas de líquido hirviente sobre la tierra a mancharla de luz angelical. Alba que su alma deseaba y gozaba en elixir existencial, día tras día, jamás por cansarse de verlo. Se sintió tan relajado que se dejó llevar por las notas del viento, y como parte del corchete de negras notas, cerró los ojos, y recordó en armonía junto con el viento: memoró pasadas veces de pacífico encanto en el Observador. Se recordó. Sus memorias tan frescas y lúcidas que parecieron tornarse tangibles y reales: La memoria se extrapoló de su mente a flotar entre el cielo, dirigiéndose hacia una nube gigante, como si fuese una flecha de voluntad propia. Juntas se acumularon en blancas mantas y dulces algodones. La memoria aflote le recordaba a colores naranja matutino, parecidos al sabor mandarina y al aroma de pétalos ave del paraíso. La memoria misma se fusionó con la teutónica nube, y pesada, divagó flotante en lo alto del ojo de su mente. En la memoria fusionada con la nube logró verse apreciando el horizonte en verde, azul pavo, y capa de hielo pintando el cielo en velo congelado. La imagen pronto se desvaneció al abrir sus ojos y volver a apreciar la textura del mundo. El viento sopló sobre su alma, y su alma como si fuese hecha de espigas se meció de lado a lado, como navío lo haría sobre mares salobres y oleados. Su alma pareció dejarse ser acarreada con el viento, a restar en el cielo, como campo de trigo que es soplado por el mismo. Su alma, como las espigas de un trigal, las sentía ausentes de su cuerpo, como un oasis flotante sobre el cielo, volando con alas largas y blancas, abstraído por completo de sí mismo, que aunque espigas separadas y únicas son, cada una seguía perteneciendo al mismo trigal, que en conjunto, formaban parte esencial de su elixir. Las espigas de su alma se fusionaron, y su mente tomó consciencia, y cesó de volar, cayendo de aquel pensamiento hacia el suelo de la conciencia. Sintió el estómago entre la boca por la caída del cielo, y se sintió vivo, alerta, pero al mismo tiempo, somnoliento y tierno, en paz tan posible como el agua cristalina. Respiró profundo llenando sus pulmones de vitalidad, y durante la espiración abrió los ojos, quedando absorto por lo que vio: El durazno del alba manchaba la cúpula del cielo, mientras se extendían los dedos de luz naranja, cuales perdían su tono original y potente, dejando trazos de sus colores alterados al ser refractados por cristales de agua, lanzando cohetes de luz tierna rosácea y malva al infinito. Admiró tales colores como si estuviesen trazados sobre un canvas, un fresco artístico y pintoresco, hecho por las manos de los dioses mismos, pintando activamente con un pincel invisible. Adoraba el fenómeno luminiscente de los amaneceres. Sobre sus pompas, se reacomodó, intentando enfocar mejor la luz que se transfiguraba entre una nube. Su mirada no dejó al cielo reposar un segundo, sus ojos devorando toda vista posible. Amó a las nubes, y amó a los vientos, se imaginó a las nubes mismas como si fuesen ovejas salvajes, viajando hacia algún sitio, en busca del pasto fértil y casto. Gramitas a su lado, mientras tanto, comía del pasto como si con hambruna, con sus dientes arrancando raíces y masticándola con la boca abierta, con media grama de fuera. Rufus no estaba por encontrarse, pero de seguro estaría dormido entre los arbustos, cuales, por alguna razón extraña producían placer somnoliento al canino. Bruno comía por otro lado, y Macizo perseguía a una mariposa verde, quizás creyendo que era la grama volante quien no cedía a la fuerza de su estómago. El joven Pastor suspiró. Estiró sus brazos al cielo, y añoró una taza de café recién molido, hervido entre la olla de hierro, colado a la taza, para luego ser degustado con leche recién ordeñada de Mumu, la vaca de la Finca. El deseo le brindó a su mente el exquisito aroma a café. Se sintió despejado. Su mente una ola de mar en un viaje a alguna playa blanca distante. Se sintió levitado, en éxtasis, aliviado. Sus penas una vaga memoria. Su existencia una idea casi imposible de tocar. Respiró y admitió estar tan vivo como el resto del mundo que le rodea. Sintió la energía del pulsátil viento. Estiró sus brazos y bostezó somnoliento, quedando en su ser ese tierno sentirse jugoso con sueños. Parpadeó un par de veces, y saboreó el gélido viento entre su boca y sobre su lengua. De la masa de vida rodeándole, de los cielos celestes y astros inertes, de las hebras de nube y cultivos de trigo, una libélula vaga en vaga expresión se introdujo entre las corrientes del viento que soplaban al norte. Estas llevaron al insecto a cercana proximidad con el joven pastor, quien sentado sobre sus pompas, apreciaba el resplandor del cielo en alba. Su vista se distrajo del cielo, y se concentró en el insecto. Lo persiguió con su mirada, atento, intrigado, amando su naturaleza, por alguna extraña razón que no comprendió. El insecto de color verde metálico y azul purpúrea, de ojos abombados en burbuja de agua, alas de membrana en tul morado con brillo de iris en arco, por fin logró descansar sobre una rama de un árbol con muchas ramas en forma de flecha. Rama e insecto se mecieron al unísono, y las gotas del rocío cayeron rítmicamente al suelo. La mirada del joven pastor contuvo al insecto, admirando el dragoncillo volador y su perfecta forma lanceolada. Sus alas que angelicales se extendían galantes y aperladas, por donde mágicamente la luz se quebraba en un espectro de azules y naranjas. Pero pronto algo cautivó la atención del joven Pastor, y curioso, volteó a ver, para sorprenderse al ver una detonación silenciosa entre el cielo, que disparó una saeta de luz intensa que perforó el espacio y al infinito. El joven Pastor sintió la luz sobre su rostro como si escuchase el reventar de una ola sobre el mar. Encandilado por la luz potente, rápido elevó su mano a cubrir sus ojos. El movimiento asustó a la libélula, por su puesto, cual viajó con los vientos al norte, en busca de alimento y hospedaje. Pero poco le importó, ya que estaba a punto de presenciar un momento de oro… Entre los dedos del pastor, las luces naranjas se filtraron a pegar sobre su rostro sonriente, y la pulpa de la naranja luz se derramó sobre sus dedos, sobre su brazo, sobre su cuerpo, y sobre sus piernas, hasta quedar por completo cubierto por la luz del amanecer, tal como si le hubiesen decantado un vaso lleno de jugo de naranja sobre su cuerpo. El joven envuelto en cáscaras naranja sonreía al cielo, pasmado y sobrecogido por el fenómeno natural de luz del albor. Recostado contra el Gran Pino, se sintió exaltado, en euforia. Sus pompas ya iniciaban a quejarse de tanto tiempo de estar prensadas bajo su peso, pero no le importaba tanto, al menos, aun no. El fenómeno de luz natural estaba siendo degustado en su exquisito color y fluidez. Las nubes manchaban sus faldas blancas en tinturas acuarelas. La visión era demasiada bella como para quitarle un ojo por tan solo siquiera un segundo. Gramitas habló en su idioma inentendible, con un estrepitante «Beeeeee-e-e-eeeee-e Beeeeee-e-e-e-eee-ee» anunciando la llegada del rey de los cielos: el sol flamante. Tantos años juntos, el joven pastor había llegado a desarrollar una relación íntima con sus ovejas. No comprendía del todo los graznidos de las ovejas, pero sabía cuándo los hacían y por cuales razones. De las cuatro ovejas que adueñaban, únicamente una sobresalía por su mente astuta y veloz, Gramitas. Ella había aprendido a comprender, en parte, el significado de los amaneceres para su pastor. Y quien sabe, quizás y a lo mejor habría ya desarrollado un gusto por el fenómeno luminiscente. Las otras tres, Bruno y Macizo se la pasaban peleando, siendo las más jóvenes, y machos, en pleno juego el día entero. Pancha, la única oveja hembra, pero ya aviejada por los años en paso ligero, se aislaba más de lo usual del grupo, en busca de los pastos despejados y el silencio, quizá filosofando de la vida, apreciando diversas cosas que los más jóvenes suelen despreciar. La vieja oveja de Pancha, perdía su vista en el horizonte por largas horas, viendo en el reflejo de los cielos su pasado en una tira de tiempo extendida. El joven pastor nunca cesaba de lanzarle miradas tiernas a Pancha, siempre intentando quedar bien con ella, lisonjeando y condescendiendo más de lo usual que con las otras ovejas. Pero ella, simplemente perdía su vista y ausentaba el gesto de amabilidad de su pastor. El sol ya se elevaba a su diario labor de iluminar la tierra, y las alfombras de su luz iluminaron al mundo. El orbe de luz amarilla intensa dejó pensando al pastor en los frutos de un nuevo día de trabajo laborioso. Trabajo de buen usufructo ya que estaba aprendiendo las formas de un finquero, pero a expensas de un alto costo: su tiempo libre para jugar. Su abuela insistía que trabajase aunque fuese a medio tiempo con Tomasa, la mucama y única trabajadora restante de la Finca, para agarrar la buena mano y la mera maña- y así lograr aprender a realizar las tareas de un Finquero. Tomasa no era ninguna finquera. Ella era explícitamente la mucama de la estancia, con la responsabilidad de hacer el de adentro, cocinar, y limpiar. Pero en vista que hubo una convocatoria de guerra hace ya casi cuatro meses, la mayor parte de los trabajadores tuvo que irse por obligación y deber a su Imperio. Ahora ella había tomado la tarea de cultivar los campos y el resto de labores por hacer en la finca a diario, cosa laboriosa y de poca afabilidad. El joven pastor, no acostumbrado a tales penas, tuvo que acelerar el paso y aprender viendo a Tomasa hacerlo y a el puro dolor de tener que repetirlo. Pero ni modo. La vida no es un dulce, al menos no para la gran mayoría. Y aunque en apenas sus trece años de vida, ya le estaba imponiendo un alto precio por pagar. Pero cuando la necesidad llama, hay que responder con tenaz fuerza, y sostener por cuanto tiempo sea necesario la potencia. Que como el buen dicho dice, solo hay un camino hacia el tope, y es trabajando duro; no hay atajos, no hay secretos: se trata de ser persistente. Pero Manchego no era alguien que se da por vencido. No, no, eso jamás. Eso era inconcebible tras la filosofía de su diario vivir. Darse por vencido era para los de débil mente. Pero el simple hecho de no poder jugar tanto como antes lo hizo con su mejor amiga, Luchy, le resultaba algo intolerable y aborrecedor, cual le hacía en serio dudar si deseaba laborar tan largas horas. La real pregunta era entonces, ¿tenía voz y voto a la hora de tomar esa decisión? Su abuela le aconsejaba trabajar, y no le quedaba otra más que responder complacientemente. De igual modo, él era el único y último heredero de la Finca. Si él no aprendía las forma de manejar la Finca, ¿quién entonces lo haría? No había nadie más. Era él, o por siempre el perecer del renombre de la Finca el Santo Comentario, que ya de por si estaba en decadencia desde hace catorce años, cuando Eromes trágicamente murió. «¡¡Beeee-e-e-e-e! Beeee-e-e-e-e!!», exclamó Gramitas, exigiendo a su amo un masaje. El joven pastor acarició a Gramitas justo por detrás de las orejas, y la oveja cerró los ojos en complacencia. La lana acolochada de la oveja estaba tiesa y sucia. Supo que debía de bañarlas, otra vez. La piel por debajo del pelaje se sentía áspera. Luego de varios minutos de acariciar a Gramitas, sintió la urgencia de levantarse. Las piernas lo estaban matando con hormigueos. Se levantó, apoyando su brazo sobre la grama y empujando su cuerpo hasta estar de pie. Limpió la gramilla pegada en sus pompas, y achinados sus ojos, pegó el bostezo más grande que pudo. Su rostro se deformó en una gigante caverna. Tragó aire por el millar, y sus brazos los tiró hacia atrás de su cuerpo, estirando los huesos del tórax, y llevando al límite las articulaciones de sus brazos. Se sintió aguado y fláccido, con ganas de arrojarse entre las sabanas de su cama. Pero no. Nunca lo haría. Nunca cambiaría a la cálida sabana por la vista de un amanecer. El gallo tuvo que haber cantado hace momentos, pensó, mientras el sol finalizaba de salirse de la pijama de las montañas, pero el gallo estaba muerto. Se murió de fiebres inexplicables, y quedó tan solo la gallina de Chichona. Ella no cantaba el poema del amanecer. Ella era experta en poner huevos. Y comprar a otro gallo estaba fuera de su capacidad económica. No había dinero para otro gallo. No había dinero para muchas otras cosas tampoco. Pero el dinero vendría con el tiempo, le decía su abuela. El dinero fluye como los vientos sobre los mares, y los mares sobre los valles, y los valles entre los ojos, y los ojos contra la luz, y la luz contra el cielo, y el cielo con el alma, y el alma con los dioses. De eso no había que preocuparse, decía ella. Pero Manchego a veces la miraba preocupada, perdida entre sus memorias, como si pasase penas. Pero no penas recientes de las cuales uno habla y expresa con el cuerpo y el ceño. Estas parecían estar empolvadas con el tiempo, e ida, a veces se perdía recordando, su lanzada vista perforando el horizonte y perdida con las nubes, pensando, recordando, reviviendo una memoria desabrida y reseca, cuyos colores han demacrado y olores apagado. Quizá veía ya tan solo una tira de imágenes opacas, que se degustan más por recordarse del recuerdo en sentimiento, y no del sentimiento mismo que se siente de recordarse de la memoria intacta. Escuchó su nombre a la distancia. Pensó que le llamaban. Una vez, tras otra, escuchaba su nombre en vagas ondas sugestivas. Hasta que por fin hubo una definitiva, «¡¡Manchego!! ¡¡¡Ya está el desayuno!!!», al mismo tiempo escuchó la campana resonar. Hora de degustar huevitos y avena tostada de la semanas pasada. No logró pensar en una combinación más aburrida. ¿Pero qué más queda cuando no hay opciones? La avena de la cosecha reciente se había perdido, y no por la mala tierra, sino por la mala mano. Tomasa no estaba experimentada lo suficiente como para cosechar en su momento la avena, y Manchego, aun menos. Pero el estómago le estaba crujiendo. Debía de comer e iniciar la labor del día. Manchego tomó su bastón, e inició a reclutar a su pequeña camada de ovejas. Bruno y Macizo obedecieron rápido, cesando de jugar a heroicas lanas. Gramitas no tardó en tomar el poder de la camada de ovejas e iniciar el retorno con la barbilla en alto. Pero Pancha permaneció indómita, perdida entre la visión del amanecer. Detestaba tener que recurrir al canino para obligarla a regresar. Él no era un pastor para andar agrediendo a los animales. Él creía firmemente en el alma del universo, y las ovejas son parte del universo, compuestas por la misma materia del mundo. Ellas compartían el alma del universo con el resto de seres que viven y luces que guían. No, él no era de agredir a sus animales. Pero Pancha simplemente no hacía caso a sus órdenes, y se vio obligado a pegarle el chiflido, como todos los días. De inmediato Rufus salió de entre el matorral, lleno de espinas y ramillas quebradas y hojas muertas entre su cabellera. El perro anciano respondió con vigor, ladrando a quejido estrepitante, a dar a conocer su llegada imponente, aunque imponente no lo fue. Rufus supo que debía de jalarse a Pancha. Trotó a ladridos oxidados hacia la oveja anciana, quien al ver al canino, se incomodó de su mera presencia. Petulante inició el retroceso hacia el establo, ignorando por completo a Rufus. El perro se sintió insultado ante el gesto agresivo. Pero no le importó. Pancha así es. Depresiva. Manchego suspiró, afectado por no lograr controlar a la anciana oveja. No sabía qué hacer con ella. Rufus la miraba con ternura. Encerrarla y no dejarla salir a comer el pasto era demasiado cruel de idea. Dejarla en las afueras era pésima idea, porque pronto un perro silvestre la tendría entre su mandíbula. No, la solución no era cruenta. La solución era entendimiento. Debía de comprender a Pancha. Los ancianos tienen caprichos como los niños, y hay que saberlos llevar, como corcho sobre las olas. Le encantaría que fuese tan obediente como las demás. Pero las comparaciones son tediosas, y quien sabe las razones por las cuales Pancha se perdía entre las nubes. ¿Qué posible memoria podría guardar en su mente? ¿O es únicamente que ya de anciana encontraba sentido en las figuras del viento? «¡¡Manchego!! ¡¡Mancheguito!! ¡¡Ya está el desayunooo!!», gritó su abuela concomitantemente con la campana, anunciando el matutino nutriente y su presta disponibilidad. Manchego sonrió al pensar en su abuelita cocinando en sus pijamas de lana de oveja. A la distancia creyó olfatear el olor a yema de huevo quemada y el innegable y exquisito olor de la avena recién tostada. Eso es, avena de la semana pasada, ¡recién tostada! La sonrisa de su rostro tomó posesión de cada y una de sus expresiones, y no contuvo una pequeña risa. Amando al viento y a la naturaleza, caminó a casa con el bastón en mano, canino saltando a su lado en felicidad, y cuatro ovejas andando como nubes diminutas sobre la tierra. Pasada la matutina hora del amanecer, Tomasa había llegado a la cocina para preparar la fruta de Lulita, y a encender la madera para preparar el desayuno de Manchego. Las brasas se dejarían para más tarde, ya que servirían para incinerar nueva madera para el almuerzo y luego para la cena. Pero desde hace mucho tiempo que Tomasa ya no prepara el desayuno de Manchego. Ahora lo hace Lulita. Tomasa ha estado muy atareada como para andar haciendo desayunos, entonces Lulita prestaba la mano para hacer las comidas y lavar los platos. El freír de huevitos fue la invasora sensación que tuvo al entrar a la estancia. Se sentó en su puesto, y arregló los cubiertos colocados a medias. Pegó un sorbo al jugo de naranja exprimido por Tomasa, y esperó a su desayuno. Rufus sacaba y metía su lengua, en rítmica armonía, esperando su ración de comida. Lulita meneaba el sartén, la paleta de madera raspando la superficie metálica para arrancar esos pedazos pegados. Lentamente un aroma a quemado invadió la cocina, y se escuchó la voz de Lulita, «¡Por los dioses! ¡No otra vez! ¡Ay no, pero que molesto es cocinar con esta Tomasa que pone la brasa a potencia solar!» Con un trapo húmedo, Lulita sujetó la oreja de la olla hirviendo café, y vertió su contenido al colador. Sirvió en una taza el producto colado. Y caminando hacia Manchego, sirvió los huevitos aplastados sobre su plato, y colocó la taza de café al lado. Sujetó un segundo sartén del fuego, y vertió una porción de fríjol molido. La avena de la semana la sacó del horno, y la dejó caer en la panera, soltando migajas sobre la mesa. Manchego rápido cogió los cubiertos, deglutiendo enérgicamente el desayuno. Aunque quizás temático el hecho de comer huevitos aplastados todos los días, ¡pero por los dioses que eran buenos! Lulita sabía darle cariño a su cocina. Ese amor tierno que se infunde entre las cosas. Ese amor sobre las cosas que las hace ser tan afables como el amor mismo. Lulita empezó con el sermón, tal cual le daba y repetía todos los días, poco evidente de su nefasta obsesión, «No mijito, tu eres el próximo heredero de esta Finca El Santo Comentario. Y tenemos que tenerte bien nutridito, para que cuando sea la hora de la hora, logres hacer lo necesario para hacer con esta Finca lo que tu abuelo hizo, que en paz descanse.» Lulita pareció perder su vista en el horizonte, y luego agregó, «… ¡y Buen provecho! ¡Y buen crecimiento! Te felicito mijito, estás haciendo las cosas como se deben. ¡Arriba el ánimo! ¿Verdad que si Rufus?» El canino soltó el jovial ladrido en asentimiento. Lulita siguió hablando mientras Manchego comía, «Corren rumores por el pueblo que la batalla en la frontera cesa. Muchos dicen que pronto los hijos de San San-Tera regresarán a sus casas. Eso quiere decir, mijito, que pronto los trabajadores estarán aquí de regreso y los días de trabajo arduo finalizarán por fin. Tu podrás regresar a la escuela y podríamos iniciar a buscar algún finquero para que te tome cómo pupilo. Pero mientras permanezcan los tiempos así, debemos de ayudarnos a sacar el trabajo de la Finca.» Lulita pegó un mordisco a una su manzana, y luego de haber tragado y limpiado la orilla de su boca prosiguió, «Ya cuatro meses sin trabajadores es demasiado. Es inhumano para una criatura de tan solo trece primaveras tener que trabajar como esclavo. No es normal, y nunca debería de serlo. Estoy totalmente en contra de explotar a los niños. ¿Pero qué otra tenemos? Eres tu mijito y Tomasa, los demás andan en plena lucha. Mira que muchas de las Fincas del complejo están igual. Jodidas con esto de los trabajadores yéndose a luchar a las fronteras. Sangre derramada por gusto. Ay no, que desgaste tan innecesario.» Manchego ya había escuchado tales rumores, pero de la boca de su mejor amiga, Luchy. Ella, por alguna razón, siempre se enteraba de todo lo que pasaba en el pueblo y en el complejo de Fincas. Quizás era porque su madre, Vilma, se juntaba dos veces por semana con las ‹chicas de la clase› a un cuchubal. Ahí intercambiaban chisme y noticia, tergiversaban cada rumor a modo de redistribuir la falsedad por doquier. Y Luchy, creyéndose adulta, participaba en los cuchubales y degustaba el té como señorita. Tomó un pedazo de avena tostada de la panera, y se impresionó al sentirla tan tiesa como la madera. Cosa rara, ya que usualmente cuando la mordía, esta se disolvía en un polvo desagradable, restando en una masa inerte y desabrida. Comió la avena tostada, empujando el frijol contra su tenedor, mascando la combinación excéntrica. Lo bueno de ser amigo cercano a Luchy, pensó, es que se enteraba de prácticamente todo lo que pasaba en San San-Tera y un poco de lo que pasaba alrededor del Imperio. Los chismes eran por lo general aburridos y de gente que no conocía y que probablemente nunca conocería. Eran irrelevantes para él. Aunque, en algunas ocasiones se mencionaban nombres grandes como el de Leor Buvarzo y Morgan Gramandam, en especial al veterano Leandro, el General del Ejercito Imperial. Amaba a Luchy. La amaba por lo que representa en su vida: amistad incondicional. Le parecía sensacional como persona, y guapa también. Pero no le gustaba, no, jamás. Ella es solo una amiga. Nunca podría verla como algo más. ¿Igual para qué? Las relaciones son para los adultos. Es cosa complicada y enredada. En fin, eran amigos, y eso es lo que importa. «Dicen que por fin van a llegar en un acuerdo en esto de la guerra en las fronteras. Espero que sea cierto, porque cada año nos vienen baboseando que por fin han llegado a un acuerdo en quien tiene sus límites donde. Nunca falta el idiota que quiere más y más y nunca se satisface. Ay no, problemas. Mejor termina tu desayuno mijito. Ya no escuches a esta viejita que siento que pierdo mis cabales. ¿Quieres otro huevito?» La mención de huevito hizo recordar a Manchego de la gallina de la Finca. La última gallina. Desde hace tiempos que todas habían iniciado a perecer. Quizás por mal alimento o alguna enfermedad. La Chichona era la única restante, resistente al ataque de la muerte que sobrevino a las gallinas. «No gracias abuela.» «Muy bien. Pero no vengas después diciendo que quedaste con hambre. Sabes, dicen que Doña Paca anda reventando las recetas en su cocina. Parece ser que ha llegado a un nivel superior culinario. Vamos a ir hoy con las chicas a ver que compramos. La pasada vez traje chuchitos de pollo y de res. Estaban magníficos. A ver qué delicias nos encontramos hoy.» Lulita recogió el plato de Manchego y lo llevó al lava trastos. Remojó los platos en agua y los dejó a un lado, para que Tomasa, más tarde, los lavara y guardara en su lugar. En la taza de café ya servida, Lulita le agregó las dos cucharadas de miel que le gustaban al pastorcito, y lo mezcló con una cucharilla. Manchego probó el cafecito, y sus ojos en complacencia dieron a entender a Lulita que el café estaba aprobado. «Corre la bola que el Alcalde anda con otra mujer. Dicen que es tan fea como una bruja. ¡Ja! Las cosas que complace al pueblo y sus deseos por escuchar algo superior a sus vidas. Es impresionante lo que entretiene a la voz del pueblo: el puro chirmol. Quizás solo sea por crear controversia. Pero dicen por ahí que tiene una terrible fama de ligera y que andan de arriba hacia abajo. Que salen de la casa del Alcalde entre noches por las calles a quien sabe ni que secreto sitio. Bien tú sabes Mancheguito que el Alcalde, Feliel, no tiene mucha popularidad con el pueblo. Por mentiroso fue elegido por aquellos creyentes en sus falacias. Y ahora mira como tiene de mal regulado el mercado de la canasta básica para aquellas personas de escasos recursos. Y los pobres vendedores se ven obligados a regular los precios. Si no, te cierran la tienda, o quizás y amanezcas muerto por el desagüe o los sumideros. Ay no, las cosas que pasan estos días. No es la mano del Alcalde que necesita el pueblo, ni su piedad, ni su entendimiento. Es su ausencia. ¡Lo que hace falta es trabajo! ¡Todos deberían de trabajar! ¡Mira a esos mendigos que merodean el pueblo por las noches! ¡Destructores y usurpadores son! A ellos deberían de sancionarlos. Ay no, las cosas que pasan… como cambian las cosas…» Lulita perdió su mirada entre la vista del amanecer. Sus ojos flotando entre las nubes y el color naranja de sus faldas. Su mirada parecía hablar una historia larga y profunda, y por un instante creyó haber un dolor tangible, simbólico, y definitorio de su vida actual. Pero Manchego no logró ponerle un dedo a aquella sensación, y meramente contuvo el pensamiento entre la caja de dudas que llevaba del pasado de su abuela, del cual, hablaba poco. «Mijito lindo. Mira que el sol no demora en su alce al cielo, mientras que nosotros sí. El tiempo avanza y hay mucho por hacer. No demores mucho. Bien sabes que la pobre de Tomasa sufre cada vez que te ausentas. ¿Quieres más cafecito?» Manchego aceptó la oferta. Otra tacita de café no le caería mal. De igual modo, necesitaba las energías para el trabajo de hoy. Los últimos días habían sido extremadamente calurosos, y ya una vez y por poco se desmaya a media jornada. Manchego topó con sus ojos el fondo de la taza. Entusiasmado por un nuevo día, se levantó y llevó su taza al lava trastos. Con el pashte restregó la suciedad, y los puso a secar sobre el trapo seco. Caminó hacia su abuela, y le pegó un besito tierno en el cachete, «¡Gracias por todo abuela! ¡Estuvo delis!» «Ay mijito, tan lindo que eres. Como me gusta que ayudes. Como me gusta. Eres un reflejo tan autentico de tu abuelo. Me encanta sentir que estás participando en elevar nuestra Finca. Ay no, las cosas que pasan … las cosas que pasan … Yo te mando tu limonada con azúcar al medio día y tus champurradas con arequipe. A trabajar pues mijito. ¡Suerte en tu día y nos vemos para la cena!» «¿No vas a estar para el almuerzo abuelita?» «No hombre, hoy no vamos a poder almorzar juntos mijito. Tengo reunión con las viejas vecinas. Vamos a ir a casa de Doña Paca a ver que compramos. Pero para la cena prometo traer algo delicioso. ¡Adiós!» El joven pastor salió de la estancia, seguido por Rufus, quien a su lado ladraba de la felicidad. Caminó hacia en donde seguramente encontraría a Tomasa trabajando las tierras. Tomasa maniobraba la pala como caballero la espada. Vez tras vez, cada palazo cavaba un agujero profundo en la tierra. El aire mismo parecía temblar tras cada golpe. Su fuerza era incomparable. Su tamaño, incalculable. Su piel de indígena de las tierras de Devnóngaron brillaba el potente tueste de sus pieles nativas, un color café acaramelado, grácil, poético en su color, único, que con la larga y duradera exposición al sol, relevaba el tueste del horno en potentes cafés. Su apodo lo había adquirido no más inició su labor en la Finca, El Oso. Los trabajadores le temían a Tomasa, que de carácter fuerte, y aunque cocinera, era la mano derecha de Lulita. Tomasa había conocido a Eromes, antes de su muerte, y le había servido fielmente hasta su perecer. Ella era una de las pocas que logró conocer bien al finquero famoso. Ella era una de los pocos trabajadores de la Finca que llevaba ese orgullo entre sus manos: haber servido bajo el mandato de Eromes. Y con esa memoria motivaba sus días. Especialmente al ver al joven pastor crecer, quien era una imagen en espejo, aunque diminuta, de lo que fue su abuelo. Desde que tenía el pañal puesto conoció a Manchego. Ella le cambiaba los trapos cuando los manchaba de heces. Ella de daba la pacha, le daba el agüita, las verduras cocidas, le hacía puré las manzanas y se las daba con cucharita. Ella vio crecer a Manchego. Ella ayudó a crecerlo, y en parte, a criarlo. Ella fue quien ponía el límite a las travesuras de Manchego, y aun hoy lo hacía con imponencia. Con permiso de Lulita para corregir a Manchego, este le temía más que a Lulita. Tomasa era cosa seria. Una trabajadora excelsa. Incluso, leyenda corría por el complejo de Fincas, El Granjero ElquepeK´Baj, que Tomasa había matado a una manada de perros silvestres con sus propias manos. Que con sus manos de oso había roto el cuello de cada lobo, y que incluso, se había comido el corazón de uno mientras aun latía. Y ciertamente, si algo impresionaba de sobremanera de Tomasa, eran sus manos de león. Poderosas como la mordedura de un dragón, ásperas con callos y la cáscara gruesa de años de trabajo arduo y manos en fuego. Cada dedo era del grueso de una zanahoria. Tomasa bien podría ser un Brutal Fark-Amon de Omen, y de seguro, sería la guerrillera más capaz de todos, con la capacidad de descuartizar un cráneo entre sus manos como una nuez. Manchego sentía que trataba con un general de guerra cada vez que le hablaba. Su voz era comandante, su mirada penetraba piedras. A ella era imposible mentirle. Su ojo raptaba falsedad en sus expresiones y rápido le succionaba las verdades, «¿¡Porque es›q ha venide tarde po!? ¡Ash hombre! ¡Que no mire que disciplin›e es lo que necesite este munde hombre! ¡Ash! ¡A trabajar po que la tarde camin›e y usted no hombre! ¡Ash! ¡Ash!» Manchego estaba paralizado, recibiendo las palabras comandantes de Tomasa. Temiendo ver esa bofetada que nunca llegó a cruzar su cara. «¡A trabajar po! ¡Ash! ¡No se qued›e parad›e ahi po! ¡Ash! ¡Pataje!» Al recibir las ordenes de trabajo, rápido tomo la pala y piocha, e inicio a trabajar las tierras sin preguntar y sin dudar. La mañana transcurrió pesada, y con cada segundo el sol aumentaba su capacidad para ser molesto. Casi al centro del cielo, sus lanzas fuego penetraban la piel de Manchego con calores intensos. Rápido el sudor respondía, a expensas de sentirse pegajoso y saturado por humedad. No había forma de sacudirse los rayos de luz, ni por movimiento veloz ni por aguas sobre el cuerpo, y pesado se sentía el ambiente con vapores humedeciendo su nariz y sofocando sus pulmones. Cientos de veces corrió su camisón sobre su rostro para limpiarse del sudor. Pasados los momentos bajo tal sofocación sus movimientos se tornaron letárgicos con el calor. Su mente se hizo lenta y humedecida como el ambiente, como si su cerebro estuviese relajándose en la sopa de su pensar. El sopor era insoportable. No lograba coordinar sus actividades. Deseaba pensar en algo, pero simplemente los pensamientos no arribaban a tiempo, y se perdía el momento para hacerlo. O quizás, arribaba el pensamiento a medias, y se quedaba confuso, esperando esa otra mitad que nunca llegaba. Lo único que miraba y comprendía era a Tomasa dándole órdenes. Escuchaba a Tomasa gritarle y decirle que hacer, con el ‹¡Ash!› al final de cada oración como el graznido de un león enojado. Escuchaba a Tomasa reprimirlo con regaños, con insultos, y cátedras de cómo se debía de cultivar. Era una excelente maestra, pero quizás muy rigurosa. Muy fuerte. Se desesperaba muy rápido. De paciencia escueta. Habían abarcado vasto campo esa mañana, la gran mayoría hecho por Tomasa misma por su puesto, que con sus manos de oso, era más eficiente que cinco hombres juntos laborando en paralelo. Pero Manchego observaba, y aprendía con sudores y gritos la manera de trabajar la tierra y cómo hacerlo eficientemente. Quizás Tomasa hacía las cosas rápido y a veces no muy bien. Pero su velocidad era incomparable. Lamentablemente se notaba esa ausencia de amor, semanas después, cuando los cultivos se perdían ante el hecho que no se les dedicaba el tiempo suficiente ni el amor suficiente. Más por el hecho de carencia de factor humano que por amor mismo, que Manchego seguro estaba que amor entregaba a sus plantas. Pero con tan solo cuatro manos era imposible. Y ellos no contaban con el lujo del tiempo. Debían de hacer mucho en la Finca, con pocas horas de luz del día a su favor. Trabajo más matado no podría existir. Hacía ya tiempos que no sufría el Imperio una convocatoria masiva como esta, y claramente, cobraba su precio en la productividad de los agricultores, y quien sabe a quienes más afectaba la ausencia de trabajadores en sus negocios. Manchego en unos años entraría en su ‹madurez› suficiente para irse a entrenar a la escuela militar y servir al Imperio. Lulita temía el paso del tiempo por la llegada de ese día, miedo a perder a su único nieto, a su mijito querido. Y de alguna forma, no lograba ver a Mancheguito, al flaco y escuálido niño, de estacas piernas y brazos delgados, y tan dulce personalidad, con armaduras de guerra marchando en régimen militar. Contrario a eso, Manchego se ilusionaba al ver en el pueblo a los jóvenes en su ‹madurez› iniciando en la escuela militar, guiada por Félix, el Alguacil del pueblo. Ellos entrenaban el día entero en las facilidades de la escuela, y aprendían a maniobrar la espada y escudo. Aprendían a utilizar la lanza y a marchar en grupo. Era una etapa alegre para los jóvenes, ya que desarrollaban su hombruna, su poderío, y demostraban a las chiquillas su masculinidad con sus crecientes músculos y patéticas posturas inmaduras de soldado en creación. Jugaban a las peleas, y al graduarse, algunos se incluían en el ejército Imperial, mientras otros se quedaban en sus hogares, a seguir los pasos de sus padres. Pero Manchego sabía que le faltaba tiempo para llegar a su ‹madurez›. Y por lo tanto, no se preocupaba por eso. Se preocupaba por la Finca. «¡Apurese po Manchegue!», le gritó Tomasa al verlo perderse entre su mente, cosa que comúnmente le pasaba a Manchego, «¡Mire que a su abuel’e le voy a decir si no se apure po! ¿¡No ve lo que tanto falte po!? ¡Mire que falta poque pa’ lal’muerce hombre! ¡Apresure po! » Manchego apretó el paso. Pero el aroma a dalias y lirios invadió su mente, y de inmediato los motores de su emoción e ilusiones trotaron a galope incinerado. Imágenes corrieron por su mente, atardeceres en brasas y amaneceres en fuego, y esclarecida entre el centro como el molde morado y vacío de montaña distante que se rellena mientras uno se acerca, la imagen de Luchy se hizo tangible como monumento de mármol. «¡Hola!» Manchego parpadeó, no creyendo la posibilidad de ver a Luchy en ese momento. Se restregó sus ojos, y volteó a verla con asombro, «Tontito, soy yo. Tu abuelita te manda esto.» Manchego saboreó de antemano la limonada con azúcar y las champurradas con arequipe. Tomasa rápido vio el rostro sonrojado de Manchego, y tuvo que intervenir, «¿¡Qué diables pase aquí po ishtes mocoses imprudentes salvajes!? Mire que el pataje ni›a terminade de trabajash y ya vosotrs jodiendo la pita pue. ¡Ash! ¡Niñes! ¡¡Niñes!!» «¡Hola Tomasa!», dijo con su voz cristalina la preciosa de Luchy, y con tierna inocencia extendió su brazo, en donde su mano sujetaba una vaso, «¡Le traje esto Tomasa! Pensé que tal vez usted también podría llegar a tener sed, pues veo que el sol abrasa fuerte con sus dedos fogosos y mente candente. A parte, sé que el trabajo puede ser pesado, entonces, a lo mejor y le traje algo para que se relaje.» Tomasa se rompió, y su rostro se desfiguró apenado, «Ay.. Pero ay…», empezó a tartamudear la Tomasa, vencida por una niña en su adolescencia, «gracies mamita. ¡Que los dioses le bendiguen!» El Oso rápido tomó la limonada con azúcar, y se notó en su rostro las facciones de satisfacción. Algo en el modo de Tomasa hizo darle a entender a los muchachos que El Oso de Tomasa se había sentido una niña de nuevo. ¿Quizá fue esa sonrisa estrecha en su rostro? Manchego no pudo evitarlo y rápido estuvo encima del azafate en donde tomó su limonada y devoró la champurrada con arequipe. «¡Está delis! ?Cabal como me gusta!», dijo con la boca llena de champurrada media mordida y con migajas decorando sus labios. Luchy se rió de ver a Manchego devorar las champurradas. Le pareció cómico verlo degustarlas y mancharse los labios con arequipe. No sabía porque, pero le parecía maravilloso, especialmente el ver como de alguna manera lograba mancharse de arequipe hasta el pómulo. Tomasa no pudo evitar sentir la ternura por los nenes. Y rápido se recordó de su infancia. Las memorias fueron dulces, y su corazón se suavizó, «Buene pues›m. Ya hems terminade por hoy. ¡Pero fijs! ¡Fijs po! ¡Que lo quiero aquí a las cuatre! ¡Que falta que hacer le digue! ¡Váyase a jugar pues›m! ¡Y nos vems!» Manchego y Luchy se vieron, y sus ojos se cristalizaron en risas. Rápido salieron corriendo a jugar sus juegos, Luchy haciendo cuentas de tantas cosas y chismes de debía de contarle a Manchego, su único y mejor amigo. La risa de los nenes en juego provocó un cosquilleo especial en el centro de Tomasa. Se recordó de aquellos días del amor inocente y la expresión inadulterada del ser. Regresó a aquellos días en su mente, y bailando a su ritmo, inició a cantar la Canción de la Semilla. Doña Vilma Portacasa, madre de Luchy, no estaba por encontrarse en la casa. Había salido a hacer las compras de la semana al pueblo, y se había llevado a los hermanos de Luchy con ella, sabiendo que Luchy, ahora la más grande de la casa, ya que sus otros cuatro hermanos ya trabajan fuera, se quedaría para jugar con su mejor amigo. Siempre hacía el gran berrinche y el melodrama por quedarse a jugar con el vecino, Manchego. Doña Vilma conoció a Manchego desde los pañales, y bien lo conocía por ser un excelente chico. Tímido y callado, clásico de Manchego. Observador, eso sí, particularmente observador. Pero a grandes rasgos, un gran chico. Y aparte, Doña Lulita era nada menos que la viuda de Eromes, el famoso y excelso finquero, que en paz descanse. Tener a Manchego como amigo de su hija era un honor y un orgullo. Cosa que podía presumir frente a sus amigas y sentirse un poco más valiosa. Luchy y Manchego aprovecharon hacer una invasión. La cocina de la casa fue saqueada por el par de terremotos, y pronto desaguaron todo como tacuazines y ratas. Entre mordiscos de pan de la tienda de Bochorno y Chomipa, entre prepararse masa con harinas y banano para cocinar un pastel, entre calentar los frijoles y hacer una maleta, entre tostar las tortillas y preparar quesadillas, encontraron el escondite de Doña Vilma, en donde guardaba esos botes rellenos de dulce de leche. Como abejas personas se nutrían de las mieles de leche en dulce, forjada por los hermanos de Luchy, los grandes, quienes trabajaban la Finca con su padre, Hector Buvarzo. Entre los productos que vendían, el dulce de leche era el más aclamado por el pueblo y los comerciantes del Imperio que negociaban directamente con el productor para distribuir dulce de leche a ciudades distantes. Ciudades como Erliadon y Bonufor, en especial Vásufeld aclamaban el dulce de leche de la Finca Reinita del Diente Quebrado, nombre en honor a Doña Plumasa. Ella fue la fundadora de la Finca, tatarabuela de Hector y de Leor, quien era conocida como la Reinita. Apodo acuñado en la fiesta de sus ‹quince›. E incidentalmente tenía el diente incisivo quebrado por haber mordido un adorno de madera que parecía ser fruta real. Fue un festejo. La cocina apestaba a dulce de leche y crujía a retorcijones de estómagos empachados. Manchego estaba más que satisfecho, estaba empalagado, sus manos pegajosas y labios resecos por el exceso de azúcar. Sentía dulce de leche en el cerebro moler sus pensamientos en pegajosas hebras. Sentía el olor al dulce un insulto a su olfato, que por veces, sentía el sugestivo sentimiento nauseabundo surgir y venir, irse y regresar. Luchy, al contrario, era golosa y comelona. Comía dulce de leche con, ya sea con banano, pan, champurrada, frijoles, con leche, con pollo, o incluso el día de hoy se había aventurado a probarlo con naranjas. El sabor fue singular. Aislado. ¡Pero satisfactorio! Luchy sumergió la cuchara entre el bote a medias, y extrajo un colocho de dulce de leche, goteando redes e hilos, chupando la cuchara como helado en cono. Manchego casi vomita de verla lamer tanto dulce. La niña dijo al ver a Manchego casi vomitar, «Yo no entiendo por qué la gente vive diciendo buenos días, ¿sabes? ¿Has escuchado? ¡Sólo buenos días dicen!» Manchego logró tragarse el borbotón de vómito que estuvo por salir en proyectil. Luego de unos segundos de saborear el agrio sabor, le dijo a Luchy, confuso por el tema tan extraño y sorpresivo, «¿Buenos días? ¿Cómo así?» Luchy dijo con dulce de leche entre su boca, «Si, buenos días. La gente dice y re-dice buenos días. ¿Por qué dicen eso?». Manchego se sintió ligeramente enfermo de ver el dulce de leche derretirse entre la boca de Luchy. Manchego encogió los hombros y respondió, «¿Porque los días son buenos? ¿O porque le desean a alguien los buenos días por venir? ¿O porque los días anteriores han sido días muy buenos, y tienen ganas de expresar lo bueno que fueron los días?» Luchy no estaba convencida, más aún, consideraba el argumento de Manchego carente, «Entonces en ese sentido, la contraparte podría responder, malos días. Pues si tú has tenido buenos días estos últimos días, y yo he tenido malos días, y tú me dices ‹Buenos días› yo te debería de responder, ‹Malos días›. Pero nadie lo hace. Todos responden buenos días. Y yo, porque no me gusta tu cara, podría decirte de entrada, ‹malos días› Porque te estoy deseando que tengas malos días.» Manchego sintió la furia de Luchy, cosa potente pero extraña de ver, y dijo, un poco ofendido al sentir su argumento siendo atacado, «Si pero sería muy ofensivo. Uno quiere que la gente alrededor de uno se sienta cómoda y a gusto, no agredida y hostil.» Manchego pegó sus labios contra el vaso de madera y tomó un poco de leche para mitigar el eterno sabor a dulce de leche que plagaba su paladar. Luchy sonrió con un tono de malicia, sabiendo que Manchego pronto estaría entrando a la defensiva, y continuó su argumento, «¿Y qué tal si ese buenos días es para desearle a la contraparte un buen día? Entonces, si yo no estoy muy contenta con la contraparte, porque la vi tirar basura en la calle, puedo pasar y decirle ‹¡Mal día!›. ¿No crees? Porque solo decir buenos días como por ímpetu es un error, quizá sería mejor pensar bien en lo que se está por decir… ¿no crees?» Manchego torció los labios. Luchy tenía la razón, como siempre, y respondió, «Pues supongo que nunca le había puesto mucha atención a lo que indagas. Y creo que nunca lo haría de todos modos. No es mi estilo. Tú sabes. Aunque suena interesante, pero completamente innecesario. ¿Por qué o para qué analizar tales cosas? ¿Para qué? ¿Qué aburrido!» Luchy dejó caer su boca, insultada, y al sentirse bofeteada respondió con tono pesado, «¡Pues te deseo un mal día!» Manchego se quedó con la boca abierta al igual, y dijo, «¿Qué? ¿Cómo así que mal día? ¿Me deseas en serio un mal día?» Luchy se sonrojó y dijo, «Perdón. Solo estaba ejemplificando mi punto. Pero es que es cierto.» Manchego respondió, «De igual modo, no te conviene que yo tenga un mal día. Porque contigo lo estoy compartiendo. Entonces más vale que sea u buen día.» Luchy soltó su risita claritina, que con notas de fuego vainilla abrasado voló en vuelo a los sentidos de Manchego, a quien le corrió un escalofrío placentero por su cuerpo al escuchar esa inocente risa. Más aun, ver a Luchy reírse tan pura y tan natural le recordaba a un bello amanecer. Quizás un amanecer en donde el sol saldría entre el cielo con una sola nube en la cúpula de lo azul, y cuando el sol saliera sonriente, iluminaría las faldas de la nube sonriente: como sonrisa. Manchego podría ser esa nube, que cuando Luchy sonríe, su alma se ilumina de gracia y felicidad. No hay nada más bello que la expresión más sincera del ser en su pureza natural, en donde reflejado en mares frescos de agua espejada, se palpa el alma en brisa solar. Manchego amaba a su mejor amiga. Convencido, por su puesto, que ese amor es amor de amigos. Únicamente amor de amigos. ¡Nada más! Mejores amigos explícitamente desde pequeños. La amaba por su exquisita forma de ser. Por su natural forma de ver el mundo. Por su expresión tan sincera sin límites ni barreras. Por su forma pensativa y sus observaciones que a veces no tienen ningún sentido. Manchego se dio rápido cuenta que sus ojos se habían clavado en los de Luchy, y rápido, dijo rompiendo el silencio, «Yo creo que Tomasa se está aburriendo Luchy. No sé qué es, pero la veo cada día más enojada y menos fluida. Creo que es esto de la convocatoria, que por tal está bien atareada en la Finca.» Luchy contestó, «De seguro. A nadie le gustaría tomar el trabajo de otros veinte. Es impresionante que la Tomasa logre sacar el trabajo a solas.» Manchego se sintió ofendido, «¡A solas! ¿¡A solas!? Yo la ayudo. Yo siempre la ayudo.» «¿Ayudar?», le respondió Luchy, «Mira qué horas son Mancheguito, son ya casi las seis de la tarde y Tomasa te pidió que regresaras a las cuatro para seguirla ayudando con el trabajo. No es por ofenderte, pero creo que tu ayuda pasa desapercibida.» Manchego se resintió. Más por el hecho que es cierto. Pero no totalmente cierto. ¡Porque si ayudaba! Especialmente con los animales. Eso de trabajar cultivos no mucho le llamaba la atención. Y quizás no por carencia de interés, sino más bien, por el hecho que Tomasa se la pasa gritándole y reprimiéndole cada vez que él la ayuda a trabajar los campos. Pero quizás por eso Tomasa no lograba impartir una buena educación en agricultura, porque no es feliz. Manchego dijo, luego de un periodo de reflexión, «De pasar a ser la mucama de la estancia a estar todo el día en los campos ha de ser difícil. De seguro.» Luchy cerró el bote de dulce de leche, y respondió, «Claro que ha de ser difícil. Pero cada quien le hace afronte a las situaciones que le vienen cuando vienen Mancheguito. A ti, de seguro, algún día te tocará trabajar así de duro, si no es que más.» «¿Por qué dices?», respondió Manchego, asustado por la posibilidad de tener que trabajar más duro de lo que ya sentía que era durísimo. Luchy continuó, «Porque tú eres el único. Eres el heredero. Y casi que a mano dura tienes que aprender, porque no hay quien te enseñe la forma de hacer las cosas en la Finca. Tienes que meter tus manos al lodo y ensuciarte para aprender. Al menos, eso dice mi papi, que solo así uno aprende. Metiendo las manos al fuego.» Manchego dijo, refutando las palabras de su amiga, «¿Y qué tal si encuentro a un tutor que me enseñe la forma del juego agricultor? Sería más fácil y eficiente que esa tu receta de casa de meter las manos al fuego.» Luchy le sonrió despectivamente, «¿Pero quién Mancheguito, tendría el tiempo para estarte llevando de la mano en cada cosa que hagas o aprendas? Tu abuelo, Eromes, hubiese sido un perfecto maestro. Lástima que pereció. Una real lástima. Mi papi dice que él fue, y quizás, sigue siendo el finquero de mejor renombre en todo el Imperio. Que incluso, llegó a conocer a los Reyes del Imperio por su proeza en el campo. Una mano muy hábil dicen que tenía. Y una sensibilidad superior con la naturaleza.» Manchego se imaginó a su abuelo trabajar los campos con una gran sonrisa, feliz en su trabajo. Pero se lo imaginaba sin rostro, y sin sonrisa, y sin ojos, y sin expresión, y sin cara, y sin pelo. Era más bien una sombra que destilaba emociones positivas en una gran audiencia de admiración. No llegó a conocer a Eromes. Murió antes que tomara consciencia. Y en la casa sus recuerdos eran objetos y posesiones, y las pinturas y retratos de él estaban demacrados por el tiempo. Inaccesible a su memoria ignorante. Pero admiraba el concepto de su abuelo. Y amaba ese concepto. Lo guardaba profundo en su corazón, y deseaba con todo fervor, ser tan grande y prolífico como él lo fue en sus años de gloria. «¿Te recuerdas que te conté de Miguelito?», dijo Luchy, rompiendo el silencio, «Ayer me vino a buscar, ¡otra vez! Creo que no entiende mis evasivas respuestas y el hecho que no lo he invitado a entrar a la casa desde el primer día que me inició a cortejar. ¿Qué piensa? Me cae mal. No comprenden que ni estoy interesada en nada de nada. Qué aburrido eso de gustarle a los demás. Prefiero vomitar todo el día y que me dé la peor gripe de todas. Pero no, hoy tuvo que regresar en la mañana. Mamá salió a decirle que yo estaba con el mal de las ampollas en la piel. El muy bruto responde que su padre tiene habilidades de curandero y que me podía ver sin algún costo. Mi mama tuvo que explicarle que ya teníamos un curandero cercano en la familia y que no queríamos a otro. Creo que mamá resulto diciéndole la verdad que yo no deseaba verlo. ¡Es que es terco! Y lo peor de todo, viene en su caballito elegante de a saber ni cuantas miles de coronas, vestido como idiota en su elegancia, pensando que eso le servirá para impresionarme. ¡Me enoja tanto! ¡Me dieron unas ganas de tirarle tomates!» Manchego se echó a reír. Se recordó de Miguelito. Antes era vecino del complejo de Fincas ElquepeK´Baj, hasta que sus padres se divorciaron y la madre se fue a vivir con otro. Miguelito, ahora viviendo en la realeza de San San-Tera, buscaba a Luchy más de la cuenta, explicándole que era el amor de su vida. Manchego lo detestaba. Era un idiota andando. Antes cuando era finquero era buena gente, en general. Y ahora que vivía con uno de los nobles, con quien su madre fue a dar la lotería, caminaba con el moco elevado y las pompas de fuera, montando su caballo importado de las afueras, creyéndose el gran pollo en brama. Detestaba ese cambio en la gente. Gente que no es íntegra. Gente que muta su personalidad con la materia que le rodea. Detestaba con todo su ser a esas personas hipócritas y de frágil personalidad. Manchego dijo, lamentándose por Luchy, «Que bueno que tu madre lo ahuyentó. Pero lamento creer que va a regresar. Es terco, y de seguro no podrá creer que una jovencita que vive en un establo va a estar rechazando su precioso amor.» Luchy lo volteó a ver con el pero de sus ojos y le dijo con rabia, «¿¡Qué qué?! ¡Jovencita del establo! ¿¡Cómo así!? ¿¡Quieres un mal día!?» Manchego se quebró de la risa, mientras Luchy se le tiró encima pegándole con sus puños en el hombro, «¡Eres un monstruo! ¡Feo!» Manchego no lograba salirse del vicio de la risa, apretando su abdomen con fuerza y al borde del llanto, «¡Solo molestaba Luchy! ¡No te enojes! ¡Tú sabes que es mentira! ¡Eres toda una dama, y muy bella sin duda!» Luchy cruzó los brazos, y con los labios en forma de trompeta, dijo, «Más te vale!» Un dedo de luz de oro perforó las persianas y pegó contra la retina de Manchego, «¡Oh no! ¡Está cayendo el sol! ¡Tomasa me va a acribillar! ¡No la ayudé con los animales! ¡Lulita me va a colgar del pellejo cuando Tomasa le cuente que estoy faltando al trabajo! ¡Me largo Luchy! ¡Adiós!» «¡Adiós!», gritó Luchy de regreso, «¡Nos vemos! ¡Con cuidado! Ay no, Mancheguito…» Los ojos de Luchy persiguieron la sombra de Manchego hasta que se perdieron en su ausencia. Viendo la cocina, inició a levantar los trastos y a remojar las cucharas para despegar el dulce de leche restante. Su madre estaría con mucho furor si encontrase la casa así. Y no sólo su madre, Emilia, la mucama también. Corriendo hacia la Finca el sol derramaba el telón de fresa sobre el mundo, y los cielos se manchaban pasteles nieves. El camino se incineró con un tangible color albaricoque, mientras el sol angulado resaltaba los polvos del suelo como si fuesen hadas en vuelo, flotantes en fuerza, secreteando el austero atardecer en bello musitar. Sus piernas lo llevaban a ligero paso, mientras sus ojos no cesaban de embriagarse con la belleza del crepúsculo. Hacia, entre, envés, y alrededor de su ambiente miraba las luces del ocaso teñir al mundo, como si estuviese elaborando una pintura. Corrió por los pastos, esquivó los cercos, saltó las garitas, y corrió por los cultivos. Rufus lo vio desde lejos y con rápida la lengua lo siguió en su paso, ladrando a su lado en menester de saludarlo, feliz el canino en presencia de su amo. Llegó entonces por fin a estar próximo al establo, en donde Tomasa guardaba el último costal sobre la pila de costales rellenos de trigo. «¡Mancheguito por los dios›s que le digue! ¡Mire quiora esn po! ¡Ash! ¡Ash! ¡Mire que la próxime a su abuele le digue! ¡Le digue! ¡Yo se que le digue! ¡No me pongue ese carite de chuchite aplastade que no! ¡Ash! ¡Ash! Bueno pues›n, mejor solo vaya a atender a los caball›s y al burre y se entra a su cas›e. Mire po, que yas tarde. Apresurese po›.» «¡Gracias Tomasa por no decirle a Lulita! Le prometo que mañana no faltaré. ¡Vamos chico!» Rápido Manchego entró al establo, seguido por el canino que babeaba del cansancio. El suelo estaba lleno de paja arrojada en desorden, y justo al lado de la puerta una gigante pila de paja reseca resaltaba en una montaña de comodidad y calor. El establo ya iniciaba a apestar a estiércol, culpa única de él, quien no había limpiado tales productos del masticar. Rápido Granola y Sureña tomaron consciencia del intruso, pero supieron al instante que era ‹ese›, el parecido a Eromes pero que no lo era exactamente. Pero lo aceptaban, al menos. No es que odiaran a Manchego, simplemente adoraban fielmente la memoria de Eromes. Feyito, el burro, saludó al pastor con un tufo de grama, mientras lo miraba y pelaba sus dientes en una sonrisa sarcástica, «Muy chistoso Feyito. Muy chistoso. Ya quiero ver que cara vas a poner cuando no te de comida. Ahí sí que te reirás por un día enterito.» Rufus ladró, apoyando a su amo, mientras Feyito se resintió por el comentario. Granola, el garañón corcel de guerra, color naranja como brasa de sol, ojeaba a Manchego por doquier que fuera. El caballo desconfiado, entrenado para la vigilancia y la guerra, no dejaría de verlo hasta que se fuese. La Sureña, yegua potente para transporte, y en parte, para la guerra, masticaba ausentemente un pedazo de pasto, su mirada perdida entre las olas del viento. El caballo blanco marfil, galante y bello, agradecía la llegada del nuevo y supuesto amo. No le importaba mucho quien fuese, y no estaba interesada en conocerlo. Sólo quería que ‹ese› nuevo le peinase la cabellera. Tan rico que era. El masajito de la tarde. Manchego inició a peinar a la Sureña, su mente vagando por memorias y pensamientos. Al cabo de pasar el tiempo y finalizar sus tareas salió del establo en silencio, Rufus aun despabilando el sueño profundo que contrajo al sumergirse entre la montaña de paja. No deseaba despertar a los corceles, quienes por la peinada, habían cobrado el sueño sabroso. Feyito lo ojeaba y pelaba los dientes en sonrisa sarcástica, sacando tufitos secretivos de grama, molestando a ‹ese› nuevo. Amenazaba a Manchego a despertar a los corceles, pero Manchego sabía que Feyito nunca lo haría. En parte, por su amor secreto hacia la yegua preciosa de Sureña, y en gran parte por el miedo intenso hacia el garañón de Granola. Manchego le soltó una mirada de -¡ahí vas a ver!- antes de cerrar la puerta y fijarla con la tranca de madera. Ya era tarde. Demasiado tarde. Usualmente a las seis, si mucho seis y media de la tarde, estaba ya en la estancia y listo para ayudar a Lulita a preparar la cena. Pero hoy se había atrasado, al igual que muchos otros días, cuando con Luchy se escapaba a hacer averías. El problema de regresar de noche no era tanto el hecho que Lulita estaría molesta por su ausencia en ayudar a preparar la comida. No, era por el hecho que peligros corren en la noche. Uno nunca sabe que criaturas deambulan la nocturna sombra. Más aun a sabiendas que los perros silvestres habían estado acercándose mucho a los límites de la Finca, y por otra parte, por la ausencia de los guardianes muchachos quienes centinelas, se encargaban de cuidar tales límites. Siempre estaba Tomasa para cuidar de su seguridad, pero Tomasa no era omnipresente, y aunque todo lo podía, no siempre estaba para hacerlo. Llegó a la estancia sin problema, Rufus olfateando el olor sabroso a hoja de bananal hervido. ¡Tamalitos para la cena! Entró a la casa, y Lulita lo esperaba con los brazos cruzados y una paleta en la mano, «¿Cuántas veces hemos hablado de estas tardanzas mijito? ¿Cuántas veces hemos discutido los peligros que corre un sano y joven patojo como tú a tales horas? Más vale que caso hagas a mis suplicas mijito, porque no quiero llegar a prohibirte ver a Luchy. Yo sé lo que significa ella para ti y esa larga historia que vosotros sois mejores amigos, pero esto ya es intolerable. Si algo importa en la vida, es la disciplina mijito. Y sin disciplina, no hay nada. Siento mucho que seas tan joven y tan cargado de responsabilidades, pero es algo que también hemos discutido. Ahora siéntate y come tu cena. Son tamalitos de Doña Paca.» Manchego se sintió muy apenado, y dijo mientras se sentaba, «Lo siento abuelita. Voy a hacer todo lo posible para evitar que esto vuelva a suceder.» Lulita dijo, aun ofendida, «Pues más te vale mijito, porque aunque no lo diga, veo que Tomasa se rebalsa de estrés en las noches. Ya la mandé a dormir porque se miraba demacrada. Eso me dice que tú no estás ayudando lo suficiente mijito. Y bien sabes que estamos en tiempos duros. Y sé que no es tu culpa y que no debería de tocarte a ti. Pero hay trabajo que hacer, y nadie más para hacerlo. Más vale que participes, porque si no, todos pereceremos ante la pobreza. Gracias a los dioses que aún no estamos en la quiebra ni en necesidad de vender terreno. Pero las provisiones escasean mijito, y hay que cuidarlas con mente y alma. Bueno, ¿y qué cuenta la Luchy?» Manchego cortó la pita que envolvía el tamalito, y de inmediato una refrescante nube de vapor subió a su rostro, invadiendo su olfato con aromas de aceitunas, chile pimiento, y carne de cerdo. Olía delicioso. Tomó un limón del platillo al centro de la mesa, y lo exprimió sobre el tamalito. Tomó una rodaja de pan tostado, e inició a degustar el platillo. El sabor estaba impecable. Su entera boca estaba en concierto, en éxtasis, en euforia, celebrando su mente el sabor tan elocuente. Dijo con la boca rellena de masa, «¡No cuenta mucho! Lo usual, hablando del clima y cosas así. ¡Nada nuevo abuelita!» «Ay no mijito, cuantas veces te he dicho que no comas con la boca abierta. ¡Se mira feo y te puedes ahogar! ¡Y baja los codos de la mesa! Ay no, esos modales. Imagínate que pensarán tus futuros suegros cuando vayas a la casa a cenar y te miren comer como un mendigo. No mijito, hay que tener clase. Entonces no cuenta nuevos chismes la Luchy. Tan bella la Luchy.» Manchego repitió tamalito esa noche. Estaba demasiado bueno. Rufus recibió su porción de migajas, feliz de lamer la hoja de bananal. Su estómago estaba repleto. Tan lleno, que ni lograba pensar. Su único deseo, era esparcir su cuerpo sobre la cama y dormir. «Bueno mijito», dijo Lulita mientras recogía los platos de la mesa, «la noche avanza y mañana hay cosas por hacer. ¿Por qué no vas a dormirte ya? Yo me quedaré leyendo un rato más y tejeré otro rato. No, por mi no te preocupes. Ya preparo mi tecito para resistir los fríos.» Lulita pegó un beso gamonal en la frente de Manchego y le deseó la mejor de las noches. Se sumergió entre sus sabanas al estar en sus pijamas de lana de oveja. Se sintió acomodado, despejado, feliz. Rufus lamió su rostro un par de veces, despidiéndose fielmente de su amo. En la noche, sintió las manos suaves de Lulita acariciar su espalda y entre su pelo. Lulita, mientras lo hacía, no cesaba de pensar en que el rostro de Manchego reflejaba sueños que no le pertenecían. II Amnesia El cielo cubría su radiante belleza con una manta grisácea. El velo una tela fina intangible, pero eficaz. Rayos diminutos calurosos lograban filtrarse, a modo que aunque el sol no se viese fogoso, su calor era inconfundible. Quizás el sol en timidez había elevado las cortinas y las persianas del cielo, queriendo así evitar que aquellos fieles observadores a su belleza le viesen al desnudo. A veces el sol entre su curiosidad metía un dedo de luz entre las paletas de las nubes, y un haz luminoso fulgurecía radiante. Al cabo de segundos, el haz se evaporaba, dejando al mundo deseando tenerlo de vuelta. Y por minutos prolongados no retornaba alguna seña que el sol quisiere compartir su luz. Como si su faz preciosa fuese de un valor demasiado alto cómo para andarla repartiendo así no más. Como si desease algún aporte sagrado de sacrificios para compartir lo suyo. El sol comportándose como un dios celoso a no dar conocer a nadie su personalidad verdadera, y que, a través de una urdimbre de nubes espesas, susurraba su fuerza en un goteo de luz de escasa información. Gris el cielo impedía a Manchego fluir en emotividad matutina. No lograba perforar su visión hacia esos efectos lumínicos que desencadenaban una serie de imágenes en su mente, reavivando memorias y provocando sueños. Sueños que a veces le eran ajenos, ya que en su vida no había vivido tales cosas como para soñarlas. ¿Sueña uno únicamente lo que vivía o estaba por vivir?, pensó. Pero ciertamente, eran sueños impactantes, en donde luces del cielo cruzaban al éter en rayos lanceolados, como Ángeles viajando a la velocidad de la luz. Ángeles que le susurraban sin susurrar. Ángeles que musitaban sin cantar. Voces. Voces de algún flujo universal en algún otro tiempo… en algún otro espacio… quizá… Esas voces que le hablaban en sus sueños, las lograba palpar en el viento cada vez que observaba un amanecer. No en palabras o sonidos, pero en carácter y emoción global. Lo sentía cada vez que el sol iniciaba a romper la paz nocturna y a pulsar el delicado balance entre luz y oscuridad, perforando las hebras del cielo con pinceles naranjas y malváceos. Algo fluía entre su ser, y ese algo, provocaba euforia. Y la euforia despertaba o agitaba algo entre su alma, en los profundos y más remotos lugares donde la consciencia no logra rascar. Tal resplandor celestial se materializaba en su mente en una acción divina, cada efecto de luz matutina y vespertina una serie de ideas que lograba palpar entre sus manos, pensamientos que sabía que no le son propios. Lo sabía. La luz una serie de señales en código que su mente lograba comprimir y transformar en imágenes mentales. Imágenes que no solo desfilaban, como cuando uno ido piensa en lo que sea. Pero más bien, imágenes que algo de significado llevaban. Un significado que aún no había aprendido a descifrar. No sabía si algún día podría lograrlo. Era una cosa de esperar... Este conocimiento no lo había aprendido a mano de otra persona, más bien, por sí solo lo descubrió. Lo había llegado a descifrar por el nivel superior de las imágenes y los pensamientos que le generan, sobre los cuales no tiene control alguno. Imágenes y pensamientos que no eran propios de su existencia, ya que nunca los había vivido. De tales no guarda memorias propias, pero de algún modo extraño, ¿cómo si guardase memorias de alguien más? A duras penas con trece años de edad, su limitada experiencia no podría conferirle tales pensamientos. Aunque, quizás Eromes habría sido igual, y pareciéndose a su abuelo había heredado tales talentos de interpretar los hologramas del cielo. Podría parecerse también a su padre. Pero no tenía idea de quien era o fue este. Tan solo sabía que su madre lo había abandonado con su abuela, por alguna razón desconocida. Quizás, algún día sabría esa razón. Y a lo mejor, le daría claves acerca de su personalidad y su origen. Hasta ese entonces, el acertijo permanecería irresuelto. Pero gris el cielo esta mañana, con las persianas el sol encubierto, tímido, era imposible fluir con su espectro luminoso. Y sentado sobre sus pompas y recostado contra el Gran Pino, bostezaba y su mente divagaba, aburrido. Sin la luz, su mente no parecía tener qué por aferrarse. Gramitas masticaba un manojo de grama, sin modales y sin respeto a que los demás viesen el contenido entre su boca. Masticaba a boca abierta y a labio extendido, botando tierra y pedazos de grama alrededor. El sonido de la grama crujiente funcionaba como una especie de alarma vital, en donde cada crujido le recordaba de su exorbitante aburrimiento, y suspirando, recostó su cabeza entre sus manos. Gramitas, sin haber tragado la masa verde que ya masticaba, bajó su hocico al suelo y arrancó otro manojo de grama. Fue por esa razón que Manchego le había puesto Gramitas a Gramitas. Por su mala educación e insensatez de tener que tener siempre la boca llena de grama, como temiendo a que alguna de las otras ovejas le fuese a quitar su comida. Cosa que nunca pasaría, ya que Bruno y Macizo, los jóvenes, andaban merodeando por su lado, Macizo persiguiendo mariposas verdes. Mientras Pancha, como siempre, aislada y recordando la solía pasar a solas, oveja añeja quien casi ya no comía. Rufus no estaba por donde encontrarse. Pero Manchego bien sabía que era porque estaba durmiendo entre los matorrales, esperando ese momento preciso cuando Manchego pegase el chiflido, en anuncio a su retorno a la estancia, y de ser necesario, ir por Pancha y atosigarla hasta que hiciese caso a los comandos del Pastor. No le gustaba ver amaneceres así. Este tipo de amaneceres, en donde el cielo se recubre gris, prolongaban en su ser el sentimiento de que algo le hacía falta. Y durante todo el día, lo pasaba pensando en qué era lo que ausentaba en su ser. Le daba vueltas y vueltas al problema, que no era del todo un problema en sí. Era meramente una molestia que deseaba resolver, como tratar de quitar una mancha del otro lado de la ventana. No se deprimía, o al menos, no se dejaba llevar por la fuerza de la tristeza. Con toda fuerza emocional lograba sacar el día adelante con felicidad a pesar de estar los cielos sin gloria. Pero permanecía siempre esa noción de que algo le hacía falta sin el amanecer. Y seguramente, sabía que el día de mañana estaría aquí, recostado contra el Gran Pino a temprana hora, esperando con ansia ver el amanecer, aunque toda noción predictiva le dijese que el cielo permanecería del mismo modo agrisado. Se levantó y limpió sus pompas. Una delicada brisa acarreó diminutas gotas de lluvia. Tan diminutas como el polvo, pero gélidas y húmedas como la brisa del mar. La llovizna tiñó el cielo con el reconocible tono de un día lluvioso, y con gris el cielo, su visión se tornó borrosa por la caída de aguas polvorosas. Más allá de los bordes del bosque era imposible ver, y por la densa nube que avanzaba como manada de elefantes, supo que era hora de regresar a la estancia. Eso es, si deseaban escapar la regadera del cielo. Permaneció inmóvil, observando el ambiente. Una masa gigante en forma de conos conjuntos se dilucidaban como siluetas moradas opacas y oscuras. Una masa distante, pero gamonal. Era el espíritu de las Cordilleras Devónicas del Simrar, o al menos, parecía ser su espíritu, intangible como un espectro, pero visible en aparición. Sus ojos desearon con fervor que por alguna razón las mantas grises del cielo se levitasen con un ventarrón. Su palma deseaba funcionar como un borrador, y deseaba pasar su mano sobre el cielo, como si fuese sobre la arena, y borrar esa tela de nubes y ver el amanecer. Quiso soplar con su boca y enviar navegando al norte los navíos que traían la lluvia; que como barcos del mar y de muy mala suerte traían consigo las tormentas del cielo. Pero fútil fue el intento. El cielo no cedió sus persianas, celosamente encubriendo al sol, la visión estelar del amanecer únicamente para las nubes y los vientos sobre ellas. Nuevamente sintió esa terrible punzada de que algo le hacía falta. Sacudió su chaleco de piel de lama, enviando a miles de diminutas gotas al aire en forma de umbela. La lana de las ovejas se desinflaba, a causa de estarse empapando con la lluvia. Pero a ellas no les parecía importar estarse mojando, mucho menos preocuparse por el hecho que no vieron un simple amanecer. Pegó el chiflido, y de los matorrales Rufus emergió convocado. Como capitán de un ejército, inició a ladrar por aquí y por allá, haciendo saber a las ovejas que era hora de regresar. Y como siempre, Gramitas inició el retorno, seguida por Bruno y Macizo, y por último, Pancha, quien típicamente, perdía su vista en un horizonte indescifrable. Manchego entró a la estancia por la puerta trasera y directa a la cocina, en donde encontró a Lulita preparando el desayuno. En una gran olla hervían tamales y su aroma escapaba en borbotones, como geiser de sabor. Lulita no se sorprendió al ver a Manchego un poco decaído ni a hora temprana en la estancia. Por lo usual, se tardaba en llegar a comer, y cuando llegaba sus ojos brillaban con el amanecer engravado en sus ojos. Hoy, fue el contrario, como en algunas otras veces cuando el cielo ha estado gris. Su cabeza hacia abajo, sus ojos perdidos en busca de alguna razón, en busca de respuestas. El amanecer significaba mucho para Manchego. Cosa que nunca había logrado descifrar de su personalidad. Hay cosas y gustos que son sencillamente para ver y gozar, y jamás para comprender. Manchego se sentó. Se sentía un tanto letárgico. Recostó su cabeza entre sus manos, y observó a Lulita prepararle el desayuno. Admiró la vitalidad de Lulita. Admiró su cálida sonrisa que no aplacaba por nada en el mundo. Esos ojos brillaban con una fuerza interna indomable, una vela fogosa ardiendo por siempre. Y aunque su piel ya demarcaba el irrevocable paso del tiempo, sus ojos no cesaban de reflejar un alma que no ha cambiado desde que fue forjada en los hornos del cielo. «Ten mijito, aquí tienes tu taza de café. Ya tiene dos cucharadas de miel. Aún no está revuelto, aquí tienes una cucharita.», le dijo Lulita con una calidez inigualable. Manchego asintió con la cabeza, sus ojos se fijaron en la taza, algo desanimado. Inició a mezclar su café, el aroma de la bebida invadiendo sus sentidos con una mano cariñosa que transmitió un beso en vapores y una caricia en calores. Cerró sus ojos y dejó que la infusión del café destilara sus frutos por su cuerpo entero, y se sintió aliviado. Una sonrisita inocente se esparció por su rostro. Una sonrisa que inconscientemente se dibujaba, reflejando el lento fluir de su ser a pesar de haber fallado en ver el amanecer. «Aquí tienes. Un tamalito de Doña Paca.», continuó Lulita mientras masticaba alguna fruta, «Aquí están los limones y aquí tienes la avena tostada de la semana pasada. Creo que hoy está mejor que la de ayer. La de ayer se me pasó del tiempo entre el horno. Qué pena. Pero hoy si aseguro que tendrá mejor sabor.» Manchego abrió las hojas de bananal y el vapor del tamalito bautizó su rostro con aromas a maíz con salsita de tomate condimentada, chile pimiento en brasas, y una que otra aceituna. Exprimió un limón y dejó que sus jugos ácidos perforaran el maíz. Tomó un pedazo de avena tostada de la semana pasada e inició a comer, masticando un pedazo de la avena tostada acompañando el sabor con un pedazo de tamalito. La combinación fue excelsa, y se sintió exaltado, acelerado, y feliz. Fluyó comiendo, sintiendo a su ser estando feliz, recuperando parte de esa euforia que hubiese sentido viendo el amanecer, pero no exactamente de la misma magnitud. Y definitivamente no forjaba la serie de imágenes que lograba plasmar el amanecer en el ojo de su mente. La puerta principal hacia la estancia se abrió de un empujón, y la figura de un oso se hizo perceptible, o al menos, eso parecía ser mientras el ojo se acostumbraba a la luz. Pero la visión de Manchego pronto se acostumbró, y vio que era Tomasa. La mucama cargaba sobre sus hombros dos costales rellenos de avena, pareciendo ser un militar creando barricadas con costales de arena. «Buen›s dias›n. ¿Estam›s listes po?» Tomasa dijo esto viendo a Manchego, y él, en torno, se sintió confundido. «¿Listos para qué?», preguntó el joven confuso. Lulita dijo entre penas, «Ay Mancheguito, mijito lindo, se me olvidó decirte que hoy es el día de los días. Ay no, como se me pudo haber pasado. Vez lo que te digo, la memoria me falla conforme pasan los años. Ay no, que terrible. Disculpas Mancheguito que no te dije con tiempo. Pero ya por tres meses hemos estado preparando con Tomasa lo mejor de los cultivos, y recién cosechados, hoy iréis a vendérselo a los mercantes de Marcus y Feloziano.» Manchego tragó pesado y sintió un retorcijón en el estómago. «¿Vamos? ¿¡Vamos!?», dijo el pobre Mancheguito viendo a Lulita y luego a Tomasa, «¿¡Vamos!? ¿¡Abuela!? ¿¡De qué trata esto!? ¡Yo no quiero ir a ningún lado! ¡Peor si me lo dicen con tan poco tiempo de aviso!» Lulita puso sus manos sobre su cintura, y Manchego supo que era un signo ominoso de que había rebasado su paciencia, quizás por el tono tan alto de voz que utilizó, «Ahora mira mijito. Nada de eso de estar reclamando. Las cosas son como son y se hacen como se tienen que hacer. Y eso de que te tenemos que avisar, pues no aplica mijito porque estamos en tiempos duros y a veces no hay tiempo ni para pensar. Ahora, déjame explicarte antes que entres en pánico.» Lulita tomó de su taza de té, pegándole un buen sorbo, y continuó, «Marcus y Feloziano son un par de mercantes que negocian en San San-Tera desde hace mucho tiempo. Y fueron muy fieles clientes de tu abuelo, Eromes. Ahora, desde su muerte, lastimosamente el negocio con ellos ha disminuido, hasta ser casi nulo. Como puedes imaginarte, con la ausencia de tu abuelo, las cosas pues ya no funcionaron bien, y muchos de sus fieles trabajadores se fueron yendo con el tiempo. Las cosas se agravaron y ahora con este asunto de la convocatoria para ir a luchar a las fronteras con La Divina Providencia, pues, nos a drenado de trabajadores y estamos al borde de la quiebra mijito. Sin trabajadores Tomasa ha tenido que apretar el paso y como podrías imaginar, la cosecha es escasa. Pero hay. Hay producto que venderle a los mercantes y eso es lo que hay que hacer. Porque si no lo hacemos, el dinero pronto se acabará y nos veremos obligados a vender tierra. Y tú sabes que eso es lo que menos queremos. Vender nuestra tierra, nuestra Finca, sería como vender parte de nuestras almas.» Los ojos de Lulita se cristalizaron, y por un breve segundo sacaron al aire un pergamino con párrafos escritos del dolor profundo que cargaba en su alma, en donde, Manchego pudo leer ciertas palabras que explicaban su origen. Pero no fue suficiente, los cristales de sus ojos pronto se llenaron con la sugestiva presencia de lágrimas, cuales opacaron el pergamino, y la voz de Lulita tuvo indicios de quebrarse. Pero no pasó. No se quebró. Lulita resistió ante el asalto de emociones, y continuó, «Eso es lo que menos hubiese deseado tu abuelo mijito. La Finca el Santo Comentario es lo único que nos queda de él. Este lugar lleva su alma en cada espiga, en cada grama, en cada animal. Y lo puedes comprobar. Tan sólo mira a los animales, en cómo resienten, y aun hoy, luego de trece años pasados, su ausencia. Yo lo veo. Y lo puedo ver continuamente en los ojos de Sureña y Granola.» Lulita hizo una breve pausa, ordenando sus ideas, «Ahora, el punto es que tú vayas con Tomasa a vender la cosecha. No para molestarte mijito. No lo creas. Es para que empieces a exponerte a este tipo de realidades. Tu eres el único heredero de esta Finca, y sólo hay una forma de aprender, y es sometiéndote a la realidad. Tienes que aprender a negociar con esa clase de persona. Algún día no habrá nadie más que tú para dirigir la Finca. Yo estoy ya grande Mancheguito, y no estaré para siempre para llevarte de la mano. Tienes que acelerar el paso y madurar. Siento mucho que así lo sea, pero no nos queda otra opción.» Manchego parpadeó, acomplejado, no comprendiendo en el instante el entero de lo dicho. Se sintió basura. Se sintió como una carga a su familia. Se sintió una boca extra a quien había que estar nutriendo. Una boca extra que solo consumía y no producía nada a favor de los demás. ¿Qué había hecho él por su gente hasta ahora? Pregunta que lo hizo reflexionar intensamente, y así fue que fue motivado a decir, «Perdón abuela … no sabía que estábamos tan mal. Yo pensé … yo pensé que todo seguía como antes, como los viejos y buenos tiempos.» Lulita se acercó a él, se hincó a estar nivelado con su rostro, y le dijo mientras lo abrazaba con todo su calor, «Siento mucho haberte expuesto a la cruda realidad a tan repentino zarpazo. Pero es un mal necesario mijito. ¿Ves? ¿Te das cuenta en qué fina línea estamos parados? Estamos al borde de caer en ruinas. Y tú eres lo último que tenemos. Tomasa sola pronto se romperá bajo la presión.» Manchego casi lloró. La realidad succionando las lágrimas de sus ojos de tan fuerte la bofetada. «Bueno. Iré con Tomasa y haré todo lo posible abuela.» Sus ojos se iluminaron vagamente, y dijo, «¿Se puede venir Luchy?». Lulita lo vio con ternura y sintió las palabras de Manchego como los llantos de un recién nacido clamar por un abrazo. Por un instante se recordó de aquel día cuando Manchego tierno recién nacido le fue entregado entre sus brazos. Su delicado cuerpo en llanto, su voz casi inaudible por el sufrimiento. Quiso decirle con toda su gana que sí, que le dijera a Luchy y que juntos fueran al pueblo. Pero no podría permitir que eso pasara. Le dijo mientras lo apretaba entre un cálido abrazo, «No mijito. Hoy no conviene.» Los ojos de Manchego perdieron su luz por un momento, y sus ojos cayeron al suelo, «Esto es un asunto que tendrás que afrontar solo. Luchy no puede ayudarte, sino más bien, atrasarte. Ahora anda y arréglate un poco. El día se hace tarde y los mercantes son estrictos con su horario.» Manchego se fue a su cuarto, cabizbajo y un poco asustado. Tomasa lo vio caminar, deprimido, seguido por su fiel canino, Rufus. Lo vio entrar a su cuarto y cerrar la puerta con tal suavidad que vio el reflejo de su desilusión en el gesto. Tomasa lo sintió mucho por el joven pastor, y quiso poder decirle que todo estaría bien. «Es dure Seño, yo se po›. Es dure› pal› pobre Mancheguit›e. Yo trat›e de darle disciplin›e. Trate dure› viera Seño. Pero es tan sol›e un nene fijes›e.» Lulita se acercó a Tomasa y puso entre su mano una bolsa llena de coronas, y le dijo, «Dale esta bolsita de coronas a Manchego en el pueblo. Dile que tiene que ir a casa de Ramancia a comprar un remedio para la gallina de Chichona. La veo enferma y hoy ya no puso huevos el día de hoy. Ay no Tomasa. Todo se mira gris. Bueno, voy a ir a seguir tejiendo. Buen viaje, y suerte con los mercantes.» El Granjero el QuepeK´Baj corría paralelamente sobre la cara Este del pueblo San SanTera. Muchos turistas de ciudades y naciones distantes pudiesen pensar que las Fincas se desarrollaron a lo largo del pueblo mientras este fue creciendo. Pero en realidad fue el pueblo que fue creciendo paralelo al complejo de Fincas. Fincas antiguas y de muchas generaciones atrás que crecieron ajenas a la fuerza del crecimiento del Imperio. Fincas que crecieron por el bienestar de familias, y que en excelencia, crecieron a ser productoras masivas. La primera Finca de todas fue la Finca el Santo Anillo del Amrin, nombre acudido por el fenómeno del Anillo del Amrin, falla natural en Devnóngaron que se pierden en los mares, cuyas leyendas inmortalizan. Ésta Finca perteneció a los primeros peregrinos que se aventuraron por fuera de la ciudad de Erliadon, en busca de paz y silencio, fuera de la civilización grande. Desearon criar a su familia a la forma natural, ausente de toda influencia civilizada, tal como lo hacen los hombres salvajes en Devnóngaron, ya que historias y leyendas de ellos admiraban, en especial, historias de cómo la manada entera de salvajes ayudaba a criar a los hijos, para transmitir a cada uno la importancia del trabajo en grupo y la consciencia de la importancia del amor al mundo. Cosa similar en una ciudad tan frívola como Erliadon no se lograría estos días. Estos peregrinos no eran cualquier persona, que si lo hubiesen sido, jamás hubiesen escapado las garras del Imperio en tratar de separarse. No, la familia de Merfel y Wilkot eran dos poderosos apellidos y nobles, bien reconocidos por el Rey Hemor IV, en aquellos tiempos. Y únicamente por su noble y estatus poderoso en la sociedad, lograron comprar el permiso del Rey Hemor IV, en aquellos días un hombre avaro y vicioso. Y por generaciones la existencia de la Finca del Santo Anillo del Amrin pasó desapercibida. Muchos dieron por muertos a Merfel y Wilkot, creyendo haber sido invadidos por alguna de las tribus de indígenas de Devnóngaron que vivían por el área, o quizás, invadidos por desertores y traidores al imperio. Y por décadas, pasaron estos nombres encubiertos por un velo que los clamaba inexistentes. Hijos e hijas de las familias Merfel y Wilkot se fueron casando y creando sus propias Fincas adyacentes a la original, cuyas propiedades como Reinita del Diente Quebrado, Noches Ambiguas, Santa Lucia, Ojo del Monte, y el Santo Comentario fueron surgiendo. Claro que no al mismo tiempo, si no generaciones tras generaciones, hijos de los hijos casándose unos con otros. Otros hijos e hijas casándose con turistas de ciudades distantes, diversificando la sangre de las familias dueñas de las Fincas. La Finca el Santo Comentario surgió de Sermer Merfel Wilkot, casado con una hija de un poderoso feudo, Gordon Trevor, llamada Raffaella Trevor. Sermer y Raffaella tuvieron muchos hijos, de los cuales Ermeos se quedó con la Finca. De él, su hijo Esomer hizo lo mismo, y de él, Eromes, se quedó con la Finca. Eromes era el hijo mayor de Esomer, el único hijo de cinco cuya pasión y devoción fueron entregadas a la Finca de la familia, El Santo Comentario. Las Fincas en conjunto fueron cobrando fuerza productora, y por ser familia, aunque distante, coordinaban su producción a generar grandes masas de alimento. A tal punto que iniciaron a vender y a exportar a otras ciudades y pueblos. Rumor de la eficiencia del complejo de Fincas, conocido en lengua indígena Devónica, El QuepeK´Baj, fue elevándose a renombre y respeto. El pueblo San San-Tera, antes llamado únicamente San Tera, fue creciendo adyacente a las Fincas. Inicialmente como un grupo de mercantes que fue creciendo a formar un pueblo, y que en años porvenir formaría una ciudad propia del Imperio Mandrágora. Salieron por el par de portones de madera, garitas originales al Finquero, que restaban como reliquias añejadas por el tiempo y las lluvias, que con el paso del tiempo llegaron a degenerar su original belleza y fuerza a dos portones de madera podrida, con forma gracias únicamente al metal que le funcionaba como esqueleto. Salieron entonces a la calle que provenía de los adentros del Este, Los Encuentros, que los llevaría a la entrada Saliente del pueblo. Cruzaron a la vía los Encuentros, y cabalgaron pacíficamente en dirección a la entrada Saliente del pueblo. Un par de carretas pasaron al lado de ellos, jalados por dos y cuatro caballos, seguramente de nobles ricos del pueblo migrando a alguna ciudad. Se saludaron por mera cortesía con los pilotos. Manchego perdió su mirada en uno de los carruajes, en donde se miraban dos galantes doncellas batir el abanico contra sus rostros, mientras se reían de algún comentario hecho por el mozo que las cortejaba. Se sintió solo y deseó estar con Luchy. El silencio de su alrededor fue un potente enlace con la realidad, y el estrepitante andar de la carreta sobre la calle le recordaba minuto a minuto que en pronto estaría conociendo a un tal Marcus y Feloziano. Los miraba en su mente como dos zorros con sombrero negro, con una gramilla en su boca, hablando en números grandes, buscando sacarle provecho a la compra de los productos. Deseó salir corriendo y perderse en el bosque. Deseó huir y olvidarse de toda esta problemática noción de que la Finca estaba en decadencia y que debía de afrontarse a los mercaderes. Pero debía de afrontar la situación, y eso, le provocaba náusea. La llovizna le funcionaba como paliativo a la vasca, y al mismo tiempo era refrescante para el húmedo calor de la media mañana. El cielo permanecía gris, sin alguna noción de que el sol iba a salir siquiera a saludar. Manchego se sentía aburrido, con la terrible noción de que algo saldría mal. Tenía sed. Y tenía hambre. A pesar de haber comido recientemente. Quizás era el nerviosismo. Quizás era el aburrimiento. Fuese lo que fuese, estaba aburrido y con ganas de evitar la realidad. Se sumergió en su mente, y dejó que sus ojos se perdieran entre las nubes del horizonte. Llegaron a garita Saliente del pueblo, donde dos altas torres custodiaban su entrada. Los guardias sobre ellas estaban en la siesta de la media mañana, mientras los guardias custodiando la garita hablaban con un par de mujeres de vida liviana y de precio barato, negociando los quehaceres de la noche, de la cama y de la fiesta en la cantina. A los lados de la garita, turistas en sus carretas sufrían el regateo con los niños cuidacarretas, quienes les cobraban dos coronas por cuidarles la carreta. Claro que podían decir que no al niño cuida-carretas, pero decir que no era un sello garantizado a que asaltaran la carreta los de la mara Buhrla. Tal era la reputación de ellos, que funcionaba como un dedo obligatorio y temible para que pagasen el tributo de cuidársele la carreta. Los guardias inspeccionaron a medias a los entrantes, pidiendo que tan solo se les diera una identificación, y a medias pasaron el ojo sobre los costales, «Pase adelante Seño», fue todo lo que le dijeron a Tomasa, quien pensaba que por haraganes como ellos el pueblo estaba lleno de ratas corruptas, que guardias como ellos eran una imagen en espejo de su capitán, el Alguacil Félix, y él, una imagen de su patrón, el Alcalde Feliel. Siguieron su camino, y el mismo les dio paso al sector conocido como La Pocilga, parte del Sector Pobre. La limonada era gigante, y desde que los niños pobres vieron a la carreta entrar, corrieron tras ellas en risas inocentes e ignorantes de su podredumbre. Entrenados por sus padres pedían a Manchego una moneda o dos, extendiendo sus manos inocentes en limosnera forma, no comprendiendo que significaba hacer lo que hacían, pero bajo el mando de sus padres, obedecían a ciegas. «¡Deme una moneda para mi pan! ¡Una moneda para mi pan! Una no más, ¡qué los dioses le bendigan!» Los niños entraban en risas cuando decían esto, como si fuese una especie de chiste, una burla insensata de su realidad, seña cruel de la inocente alma de los niños que no comprenden la crudeza del mundo y que logran jugar hasta con el lodo contaminado. Manchego tan solo deseaba dejarlos atrás y no escuchar sus voces inocentes clementes, ya que en lo más profundo de su ser, provocaba una irremediable tristeza. No cesaba de pensar en las crueles mentes que planificaban traer tantas almas al mundo en tan pobre la condición. Sabiendo que la mayor parte de los que viven en el sector pobre son los que más hijos tienen, de nueve a doce hijos por pareja, de los cuales, únicamente de dos a cuatro llegarían a ser adultos, de los cuales, uno o ninguno llegaría a superar su desgracia. Era la falta de entendimiento. La cruel y estúpida costumbre de tener muchos hijos para explotarlos y así producir más, ya que, los padres fueron criados bajo el mismo trato. Un círculo vicioso de la sociedad en pobreza, cosa que funcionaba como una plaga, una epidemia, una cosa que no sanaba con el paso del tiempo. Y tan solo producía a sus familias más pobreza, cosa que, aumentaba la taza de jóvenes convocados por la violencia, a resolver su desgracia con violencia, situación que dio origen y nutre activamente a la mara Burhla. También existía esa pobre conciencia social en donde mujeres de vida barata vendían sus cuerpos por vivir a medianas condiciones, entre alguna de sus aventuras baratas quedando embarazadas, y dejando así niños abandonados en la calle, evadiendo la responsabilidad que conlleva el criar a un hijo. Cosa desgraciada que da origen a vándalos y a resentidos contra el mundo. Hijos de la calle y de la pobreza, tal como lo era Mowriz, o al menos, así es como lo susurraban los rumores del pueblo. Y encajaba perfectamente con su forma de ser. ¿Quizás por eso odiaba a Manchego? Las casas eran chozas, una desgracia y un insulto a las casas en el mundo el serles permitidas llamárseles casas. Ya que casas no eran, pero aun, alojaban a familias enteras. Era más bien un cubículo de madera y metal, suelo de tierra húmeda, techo de metales recogidos con el tiempo y carcomidos con óxido y putrefacción. En cuyos cubículos, una familia de trece vivía apiñada como granos de fríjol. Las calles de tierra estaban totalmente devastadas y descuidadas, arrebatadas de su original belleza, despreciadas y mal usadas. Con basura y desechos a las orillas, restos de comida y cadáveres de perros raquíticos por el hambre. Niños desnudos se paraban en la puerta, las panzas infladas por una exagerada desnutrición y algunas inclusive rellenas de gusanos. Sus mamás, a pesar de su desgracia, alimentaban entre sus brazos a un hijo recién nacido, leyéndose claramente en sus ojos la dudosa calidad de vida que iba a ofrecerle a su octavo hijo. Cantinas se rebalsaban de borrachos a tan solo las once de la mañana, mientras prostitutas de barata paga se paraban en las puertas, ofreciendo sus servicios baratos a todo aquel capaz de ser un cliente; con el ombligo de fuera, mostrando la grasa rebalsada, comiéndose un mango de pelo entre la mano, con los dientes carcomidos rellenos de metal. Frente a las casas niños jugaban con cocos con los pies descalzos. Perros callejeros corrían la pelota creyendo que fuese algún pedazo de comida, ladrando de lado a lado, pisando con sus patas pozas de diarrea canina. Gallinas desnutridas picaban el suelo por lombrices mientras cerdos comían de basureros. Lazos entre estacas sostenían ropa mal lavada para secarse con el escaso sol. Uno que otro pandillero se observaba asaltar a los dignos de trabajo, con un cuchillo en la mano demandando las pocas ganancias de la semana que su miserable tienda logró vender. Tal era la desgracia del sector pobre, La Pocilga, que el Alcalde Feliel había perdido toda noción de interés sobre ella. Incluso el Alguacil Félix no se atrevía a mandar fuerzas de seguridad hacia ese sector, temiendo que desnudasen a los soldados por sus armaduras de hierro, para ser utilizadas como parte de las casas. Pero por lo general era un barrio tranquilo. Al menos, este que rodeaba la entrada Saliente al pueblo. Otros barrios, como El Pollito, son de renombre por la violencia incrementada de maras y contrabando. Lugar donde nadie atrevía meterse. Pero estaban lejos de tales peligros, siempre y cuando se mantuviesen en la calle correcta, sin hablarle a la gente incorrecta. Conforme avanzaban entre las calles hacia el centro del pueblo, en donde el mercado se encontraba, las casas iban mejorando paulatinamente. Las calles al igual se miraban menos sucias y con organización creciente. La división entre sector y sector era tan marcada como las clases sociales, y cuando la calle de piedra marcó el inicio de los límites originales del pueblo, donde el Sector Medio daba origen, fue como transportarse a otro mundo. Otra realidad total. El cambio fue tan radical que sintió que respiraba otro aire, otros olores, miraba otra gente con expresiones diferentes en el rostro. No de angustia o de malicia, sino más bien de felicidad y pasión. Pasión por el trabajo y por la vida. Cosa que no vio en el sector pobre. Las casas detallaban una elegancia mayor y la gente que andaba por las calles mostraba un grado mayor de cultura, pues su vestimenta y sus preocupaciones eran otras. Se miraban herreros trabajar en casas o ingenieros negociando precios. De igual modo, se miraban verduleros vender la verdura de la semana, gritando en alta voz los productos disponibles. La carreta era guiada con facilidad por la yegua potente de la Sureña. La Sureña trotaba a paso lento, mostrando su belleza a toda posible mirada que cayera sobre su faz. Y realmente, algunos no lograban evitar impactarse de la belleza que estaban percibiendo. Algunos hasta restregaban sus ojos con sus manos, pensando que no podía ser cierto lo que sus ojos les estaban comunicando. La belleza de la yegua blanca que ante sus ojos caminaba como dama o doncella no era algo concebible. Podría ser en un sueño, o en una realidad alterna. Sin embargo, ahí estaba. La Sureña andando como perla blanca, un farol tan potente que encandilaba aunque diurno fuese el día, aunque el sol estuviese en lo alto y en su trono. El sol celoso de quitársele el centro de atención durante su jornada de trabajo. La Sureña en su nata belleza atrayendo como tesoro inaccesible. Sólo faltaba que la gente se arrodillase ante ella para tornarse en una real reina de los caballos. La carreta se movió lentamente entre el pueblo, Manchego observando el detalle de su alrededor. Fijándose en los colores y los olores de cada calle, percibiendo el que hacer de la gente a su alrededor. Miraba a trabajadores caminando a paso ligero, cubriéndose del brillo del sol, con papelería en la mano, preocupados de llegar tarde a la cita con su patrón. Miraba a damas andar con sombrillas, elegantes y flamantes, coqueteando con sus bellezas a todo espectador. Caballeros en traje elegante, con la cola de pingüino colgando entre el aire, su sombrero negro brillante y bien lustrado, sus bigotes largos y rellenos de nobleza, sus ojos cultos y evidenciando un nivel superior de educación. Ojos que no buscaban el mal a sus congéneres, pero a lo mejor deseaban verlos salir adelante y brillar como personas. Ojos que no buscaban a quien asaltar, sino al contrario buscaban la respuesta a las incógnitas de la vida. Observaba a arquitectos e ingenieros con un plano en mano discutir la idea de crear una nueva estructura de piedra en un terreno vacío, contrario al sector pobre en donde ya cientos de personas hubiesen invadido la tierra en busca de un pedazo de la misma, creando sus chozas con maderas, invadiendo lo ajeno, en donde vivirían como parásitos, consumiendo la tierra fértil con sus desechos, contrario a cultivarla y con ella generar bienes para ellos mismos y el pueblo y así quizás salir adelante. Pero en esa noción radicaba la gran diferencia entre las personas, en su manera de ver el mundo. No se trataba de dinero ni de ropa ni de posesiones materiales. Eso, cualquiera era capaz de conseguir. Se trata del centro, esa coraza, el elixir, la idea central de sus vidas. Esa cognición única que define sus vidas desde ayer hasta el futuro de sus muertes. Esa idea central que defería entre persona y persona era lo que dividía a la gente pobre de los que no lo eran. No se trataba de pobres de posesión. Era meramente una definición de pobres en su habilidad para perforar en el sentido real de la vida, en su pobreza para lograrse impulsar entre los cosmos y ser diferentes, recrearse y ser tanto más. En pobres entonces, se refería en su pobre concepción del mundo y sus incógnitas, en su pobreza de analizar la vida y de perforar en las lecciones de sus experiencias, en su inhabilidad para abrir los ojos y comprender que no se trata de vivir y ver como hacen para vivir. En entender que la vida es como un paseo a través de un río, y que media vez del otro lado, uno deja el barco y lleva únicamente entre su mente lo que aprendió, y así, vivirá mejor del otro lado, con una nueva concepción del mundo y de la vida. El pasaje entre el pueblo continuó, y la diferencia entre sector y sector no era tan marcada como la división entre la clase alta y la media. El inicio de la zona noble, el centro y original epicentro del pueblo se distinguía por el inicio de estructuras de piedra pesada, gamonales, de doble nivel, con entradas galantes custodiadas por altas puertas de madera, con al menos cinco guardas a cada lado, cada uno con altas alabardas y sus escudos de oro, el escudo de cada familia habitando su mansión al centro de la gigante puerta de madera que daba luz a su hogar; blasones orgullosos de su nombre y engravado. Las calles estaban tan limpias que las piedras parecían ser diamantes negros. No faltaba ver en cada esquina a uno o dos trabajadores de la municipalidad recogiendo basura y limpiando las calles, cada uno vistiendo sus prendas en símbolo de la Alcaldía de Feliel. Las banquetas estaban impecables y era raro ver a gente caminando. Era considerado de ‹baja clase› caminar en las calles o en las banquetas. Los nobles andaban pero en carruaje únicamente, en monturas tan caras como sus prendas, sus prendas tan caras como su sombrero, diseñado por algún estilista famoso de Erliadon, y Erliadon únicamente. Alguien vistiendo algo que no proviniese de Erliadon era visto de menos en este sector. Era considerado un falso y un impostor de la nobleza del pueblo San San-Tera. La gente que no se consideraba parte de tal rigurosa nobleza y sus reglas sociales caminaba a un paso lento y sin aflicción sobre la banqueta, ignorando el hecho que los ridículos en carruaje pensaban de menos de ellos. Ellos no sufrían de la tan estúpida noción de tener que pertenecer a un grupo de insensata aflicción. Que por no vestirse con prendas de Erliadon significaba poco para ellos. Más bien vestían lo normal, considerado normal para ellos, y andaban tranquilos por las calles, pensando lo que ellos pensar deseaban. Nobles sin carruaje, pero a caballo, andaban con sus altos sombreros negros, vestidos de saco y corbatilla, bigotes largos, con un cristal frente a un ojo, analizando y criticando, opinando de cada objeto que pasaba por sus ojos, especialmente si era otra persona, o mejor dicho en su lenguaje ‹superior›, «ese sujeto que se hace pasar como persona». Y se escuchaban sus comentarios frívolos, en especial si se trataba de algún noble que le caí mal, o si se trataba de alguna persona menos noble, vestida con ropas menos sofisticadas, «Ah sí, Mariella, mira a este jovenazo estuporozo que se dedica a observar los cielos. No te parece espléndida la forma en que sus cachetes se deforman al sostener su rostro con ambas manos. Ja, ja, ja, si mi amor, es un joven de no más de catorce años, lo garantizo. Y míralo, el insolente tiene la aspereza de voltearme a ver. Niño, niño, ¿no sabes que no debes de voltear a ver a aquellos que te están criticando?» Manchego levantó sus ojos al cielo, y se volvió a perder entre las nubes, ignorando el comentario, «Ah, insolente. Pero no importa. Igual no es como que tenga importancia social. Su rostro pasa desapercibido y su nombre se pierde entre el sonido de pasos andando entre lodo. Tú, mi amor, al contrario, eres bella como una estrella entre los cielos que no divaga su luz. No, claro que no. Ni porque la luna esté llena. No, mi amor, la luna no se considera una estrella. Así es mi amor. No, una estrella es uno de esos puntos brillantes en el cielo que brilla intenso cuando no hay nubes. Pues no estoy seguro, pero son miles. Si, miles. Tú eres una de esas. Pero no me refiero a esas como algo común ¡Mi amor! ¡Mi amor! ¡No te enojes! ¡¡Mi amor!!» La costumbre en la clase alta era de andar en carruajes, manejado por el muchacho, jalado por uno o dos corceles. Claro que mejor dos, porque significaba que era más caro, simbolizando que tenía más dinero para gastar. Los caballos estaban finamente armados. Con gruesas placas de metal pulido en el pecho, con monturas del más fino cuero posiblemente concebido, con una rienda elaborada con las urdimbres de plata y oro, con una cola de pavo real resplandeciendo de la cabeza del corcel, como una fuente de plumas, simbólico al mítico unicornio que vuela sobre los cielos. Los caballos estaban peinados por estilistas dedicados a la labor, el fino pelo como una bandera meciéndose entre el aire a modo de crear ondulaciones rítmicas y espaciadas por soplidos intermitentes. Y la costumbre noble era andar por las calles, no como para hacer algo útil durante el día, sino meramente para salir a la calle y demostrar el valor que su familia poseía. No era cosa rara en el sector noble de San San-Tera. Esto era la normalidad andando día a día en el sector más lujoso del pueblo. A Manchego le sofocaba ese comportamiento insensato. Le parecía una pérdida de tiempo y dinero. Pero tales son las cosas, y él no estaba ahí para andar cambiando las cosas. Meramente venía a aprender a vender semillas y verduras. Llegaron al Parque Central, finalmente, en donde la calle los desembocó a un espacio cuadrado amplio y vasto en donde al centro reposaba una estatua alta y épica de Alac Arc Ánguelo, dios de la luz, sosteniendo entre sus manos potentes una lanza de punta espinada, que apuntaba con rostro feroz a un enemigo imaginario. Sus alas de ángel se extendían como dos mástiles con velas abombadas por el viento en imperiosa forma. La mandatoria lanza del dios apuntaba en dirección opuesta a las puertas del Décamon, sitio religioso en donde se practicaba la religión Decámica, costumbre heredada de la vieja civilización de Flamonia. El dios con su lanza protegía las puertas de la iglesia de cualquier demonio que quisiese entrar a causar alguna fechoría al bendito sitio. Y su rostro nunca deterioraba su ominosa fuerza. La lanza no solo apuntaba hacia el enemigo imaginario, sino incidentalmente apuntaba hacia la alcaldía, en donde el Alcalde vive y maneja los asuntos del pueblo. La lanza también funcionaba como marcador cardinal, pues apuntaba eternamente hacia el Este, pero no por casualidad. Defendía el Oeste, justamente en donde reposa a leguas de distancia el centro religioso del Imperio, una de las tres ciudades del Triángulo Imperial, Démanon, capital y residencia del Décamon más importante en donde el Perfecto Obrador reza en cuclillas las santas horas. El castillo de la Alcaldía era de piedra y se erguía metros de altura, sus puertas protegidas por estatuas en forma gárgolas, esperando en eterna paciencia a que se aproximasen los enemigos de la ley y la justicia. A los lados de la estatua del dios Alac Arc Ánguelo, estaba el mercado original al sur, sostenido por largas columnas, y al otro lado, por Las Amrias Santas hacia el norte, Convento de monjas que en tiempos pasados se especializaron en cuidar de las mandrágoras, ya largo tiempo extintas en el imperio por su rareza y belleza, pero cuyo culto permanece como parte importante y vital de la cultura Mandragoriana, y perdura como símbolo de poder en el Imperio. Manchego admiró como sobre el techo de las Amrias Santas se vislumbraba un cono morado en siluetas, encubierto por una fina capa de esponjosa nube, cumbre indomable del volcán Marsemayo. Pero el sitio original del mercado central se fue perdiendo, en parte, por el incremento de mercaderes y vendedores, compradores y ciudadanos. Y llegó a tal punto que empezaron a dispersarse alrededor de la estatua del dios de la luz, Alac, y entre todo el parque colocaron sus alfombras y sus productos para vender. La llovizna que empezó a caer lentamente no era una limitante a las ventas del día, y los dueños simplemente montaban una especie de piel sobre sus tiendas, y permanecían patentes para la venta. En caso que la lluvia se tornase más fuerte, la historia giraría a tener que cerrar el negocio y abrir hasta que aclarase. Pero hoy, la llovizna amenazaba con livianeza, y el día corría como usualmente lo hace. Tomasa se bajó de la montura, y de inmediato, un joven cuida-carretas llegó corriendo, «¿¡Se lo cuido seño!?» Tomasa le vio con un poco de desconfianza y le dijo, «¿A cuánto po›?» «Una coronita no más seño. Y mire que bien cuidadito se la dejo y todo el día. ¡De una vez le lavo la carreta y le peino al caballo!» Tomasa le vio con ojo crítico, pero sabía que más valía pagarle que no. No pagarle era asegurar un robo de la carreta y a la Sureña misma, mientras que pagar era la mordida necesaria para prevenir que algo le pasase a sus posesiones. Tomasa entregó una corona en manos del muchacho, quien se sentó a un lado de la calle a vigilar la carreta. Manchego se bajó y aseguró que su camisa estuviese bien metida. Se dio cuenta que metió sus zapatos lustrados a un charco de lodo, y en segundos un zapatero, un niño de no más de siete años llegó corriendo, viendo la oportunidad, «¿¡Le lustro los zapatos jefe!?» Manchego se sintió acosado, y gesticuló que no deseaba que se le lustrasen los zapatos. El niño rápido salió corriendo con su cajita de utensilios en busca de otro posible cliente. Pronto fue que Tomasa llegó con dos hombres, uno alto y flaco, y otro gordo y vulgar. El alto y flaco parecía ser un espanta pájaros, con la espalda levemente encorvada, como si pena le diese mostrar su verdadera altura. Su rostro mostraba un par de labios largos y delgados que hacían el esfuerzo por evitar sonreír, mientras que sus ojos inquietos mostraban un aire de fatal inseguridad. El otro, gordo y vulgar, sacaba orgullosamente una panza que tenía el alcance de casi un metro, golpeando todo a su alrededor con abuso, como si desde pequeño lo molestaron de sobremanera por su gordura, y ahora, como desafiando el pasado, mostraba con potencia sus atributos, y abusivamente imponía su físico en el mundo. Su rostro demarcaba demasiados días de ausencia de rasurarse, con algunos pelos más largos que otros, y como si no los hubiera lavado por semanas. Sus ojos cargaban un desafío indescifrable, y en su forma de tratar al mundo demarcaba su tosca personalidad y su desesperación por obtenerlo todo ya. Tomasa llegó al lado de Manchego y le dijo a los mercaderes, «Este es›n Manchegue, heredere de la Finca, de mi patrone Eromes, que en paz desancs›.» Marcus se agachó, y su rostro barbudo y gordo estuvo a centímetros del de Manchego. El joven pastor sintió que su cabeza se hundió metros entre sus hombros, y sus ojos se abrieron del miedo de par en par, «¿Esto es al heredero de la Finca el Santo Comentario? ¿Esta cosilla, sabandija, llamada joven que no irradia más que lástima?» Feloziano dijo, «Si, raro que a un joven de tan poca experiencia le den tales cargos. ¿Por qué será?» Tomasa entró en furia, pero contuvo su enojo. Bien sabía a lo que iba, conocía el modo tosco de los mercaderes. «Manchegue es el únique heredere de la Finque po›. No hay nadie mas›n.» Marcus respondió, «Bueno niño, ¿qué tienes por ofrecernos? Y apresúrate que tenemos otras carretas que ver.» Manchego no supo que hacer, más que tornarse rojo y tímido. Tomasa rápido intervino e inició a explicar, «Mire po›, que las coses están dures estos dies viere. Y hoy pues trayemos avena, mayiz, y trigue, y unos tomat›s y lechug›s. También trayem›s café del buene, pero en muy poque cantidad po›. ¡La cosecha na›sido buene estes diies de convocatorie hombre! ¡Mire que sufren los camp›s!» Marcus y Feloziano se vieron, y Manchego notó el desapruebo en sus ojos. Tomasa se puso nerviosa y empezó a balbucear, «¡Mire pere que›están buen›s po›! ¡Ese le promete! ¡Mire que hores nos pasam›s en los camp›s, sembrende todo el die!» El rostro de Marcus cobró fuerza y su entrecejo se dobló en dos zanjas profundas y enojadas, mientras sus cachetes se insuflaron en rubicunda furia, «¡Es suficiente! ¿Qué habéis pasado horas sembrando? ¿Hablas en serio Tomasa? Esperaba más de ti y tú famosa Finca que por tiempos fue tan buena, y ahora, declina peor que un ave muerta. Por los dioses Tomasa, como esperas a que compre estas porquerías cuando si miras a tu alrededor, observas que Fincas de menos renombre, y ajenas al complejo del Granjero ElquepeK´Baj florecen a igual estatura y aun mejor, a mitad de precio. Entonces ahora yo tengo algo que decirte, y es para que lo comuniques a Doña Lula. Dile que más vale que reduzca los precios a una altura razonable y compatible con la calidad de los mismos, porque si dices que han trabajado duro en ellos, no lo parece. No lo parece. ¿Qué dices entonces Tomasa?» Tomasa estaba al borde de romperse en llanto, y dijo, sudando frío, «Treinta corons. ¡Pero no menes!» Marcus sonrió, su rostro desagradable magnificando su horroroso fetor a grasa, «Así me gusta. Esto es negociar. Ya viste Manchego como las cosas se hacen. Y tú también quita esa pálida cara que luces estar muerto.» Marcus sacó de su camisón una bolsa de piel color café, cual con desprecio soltó sobre la mano de Tomasa. Pegó un chiflido, y de inmediato dos muchachos estuvieron bajando los costales de la carreta. Manchego observaba el tramite realizarse, y el rostro de Marcus sonriente, el de Feloziano analítico, y sentía como si estuviesen usurpando sus entrañas. Tenía ganas de gritarles. Tenía ganas de gritarle que era un cerdo, un ingrato, una desgracia. Pero no lograba hacerlo. Únicamente se acumulaba una presión incómoda en su pecho, y se paralizó. Por un momento sintió una fuerza extraña, pero reconocible por su mente. Una fuerza ajena que intentó cobrar vida, pero falló. Su mente estuvo a punto de cobrar fuego, pero algo hizo falta. Faltaba un elemento primario. «Un gusto hacer negocio Tomasa. En tres meses nos vemos, y más vale que traigas mejor producto. El mundo del negocio es sucio, y no hay lástima por nadie. ¿Entiendes? Y tú, muchacho, sube un par de libras por los dioses, pareces estaca, y saca la cabeza de los hombros, que nadie te está haciendo nada como para verte en temor. Y quita tus ojos de los míos rata insolente, o con esto voy a darte una lección. Así me gusta. Vamos.» Feloziano, encorvado, dijo, «Que tengáis una muy feliz tarde. Hasta luego.» Tomasa esperó a que los mercaderes estuviesen a una segura distancia, y paciente, temblaba a punto de reventar. No más estuvieron lejos se rompió en lágrimas. La bolsa de dinero la botó al suelo, y los buitres de mendigos rápido estuvieron pendientes que perdiera la atención sobre ella. Pero rápido Manchego tomó la bolsa entre sus manos, y la dio a Tomasa, quien la guardó entre su delantal. «¿Hay no Mancheguit›e, que vams ha›cer? ¡Ya no puedo hombre! Este trabaj me está matande, y mire lo mal que nos fue hombre.» Manchego se sintió fatal. Se sintió aplastado por la culpabilidad, su consciencia un martillo que lo clavó al suelo en remordimiento. Recordó de todas esas tardes cuando se iba a jugar con Luchy, a babosear y comer, en vez de estar trabajando los campos con Tomasa. «Pero no tiene que llorar Tomasa. Le prometo que vamos a encontrar una solución a todo esto. Algo vamos a tener que hacer. No sé qué, pero algo. ¡Ya verá! ¡Todo saldrá bien! Yo lo sé. ¡Simplemente lo sé!» Pero no era cierto. Estaba dudando de cada palabra que dijo, y no estaba seguro de cómo hacer para aumentar la eficiencia del trabajo. Pero bien sabía que algo que podía dar era su tiempo. Debía de dedicarse más a la labor. Estaba vagando mucho, y esto, por su puesto, debía de hablárselo a Luchy. Se podía imaginar a Luchy, deprimida al decirle que no podía llegar más a jugar por las tardes, que ahora, debía de dedicarle su tiempo a estar sometido a las labores de la Finca, y con mano austera, cultivar con Tomasa. Al menos, hasta que la convocatoria terminase y los trabajadores retornasen a sus labores. Tomasa sacó la bolsa de piel llena de coronas, y la colocó sobre la mano de Manchego, «Mancheguite. Mire que Lulite quiere que usted vaya a la casa de Ramancie y quiere que uste le compre une posion›e, ya que está enfermit›e.» La Chichona llevaba días de estar desganada, pero no sabía que estaba enferma. «Nos juntam›s aquí en un›e hora po›. Que tengue quir a comprar pa›la despens›e.» Manchego se fue por su lado, aliviado en parte, por separarse de la agónica Tomasa. Deseaba un tiempo para sí solo. Deseaba reflexionar en lo recién sucedido. Debía de ir a casa de la vieja de Ramancia, bruja salvaje reconocida entre el pueblo por sus posiciones silvestres que funcionaban para un poco de todo. Tenía curaciones, bebidas energizantes, y entre unas peculiaridades que a lo mejor y nadie compraba. Se adentró entre la muchedumbre del mercado central que pronto lo consumió. Se recordó. De nuevo las imágenes cruentas de un pasado exanguinante lo punzaron en el pecho. Provocaba un dolor opaco, desvanecido, color mate, cicatrizado, pero que aún irradiaba olas de memoria. Olas que pegaban contra la orilla de una playa de arenas grises y áridas, lavando aquella materia con sustancias ácidas. La presión desencadenaba una irrevocable secuencia de eventos, imposible de evitar vivir en mente una tras otra vez. En su soledad, y en silencio, era como si ahí estuviese, presente en el pasado, sufriendo la memoria: Los vientos soplaban su rostro. Su pelo largo simbolizando su fuerza y su tenacidad. Su pecho musculoso y al descubierto un signo tatuado en símbolo a su dominancia, hecho de tinturas del bosque, inmiscuidas en su piel con metal hirviente. La marca en su frente, hecha de sangre de algún animal que mató para la cena, un honor únicamente otorgado al macho alfa dominante. Llevaba su nombre orgullosamente, con resonancia en la tribu entera. Un nombre cuyo linaje había provenido desde su abuelo, quien valientemente, había roto al reptil de alas con su mazo, y derrocó al macho dominante de la tribu con su daga, cortando su cabeza y bebiendo su sangre, y tomó su puesto como líder. Por dos generaciones, el nombre Tzargorg había resonado imperioso y dominante entre la tribu. Los herederos del nombre dominando poderosamente. Pero ahora, Balade, un joven guerrero, macho no dominante, estaba creciendo en fuerza y sabiduría, y bien aprendía las formas de la Madre. Madre lo estaba entrenando con sus espinas, con mandíbulas filudas, y con la dureza de los tiempos, endurecía su coraza y lo preparaba para el afrontamiento, la batalla sagrada. Madre estaba nutriendo bien a su hijo. Tzargorg lo observaba, y aun tierno en su adolescencia, llevaba en su semblante una fuerza indómita. Madre le estaba diciendo con tiempo de antemano que se preparara para la batalla sagrada, el duelo de la muerte. En aquellos días meditaba su vida, de la misma forma que ahora meditaba, viendo a los cielos, sintiendo a liviana conciencia los tiempos pasar... Le hablaron. Por segundos permaneció seguro que había sido tan solo un pensamiento fugaz que emanó sonido, pero no. Porque la voz le habló de nuevo. Decidió seguir el hilo hacia la consciencia, y enfocando sus ojos, los puso sobre un joven, quien curioso, le hablaba, «¿Cuánto cuestan estos bastones para pastorear?» La Tienda el Pastorcito Feliz era reconocida por poseer los mejores materiales para el pastoreo de ovejas. Entre bastones, chaquetas, batas, botas, y cuchillos para rebanar lana, era una de las mejores. Manchego observó a detalle el rostro de este hombre extraño quien lo contemplaba como ausente, como si la mitad de su cuerpo estuviese en alguna otra dimensión. Observaba a esos ojos azules penetrantes enfocarse en nada, y luego, enfocarse en él. Su piel era dorada, piel de nativo de las tierras de Devnóngaron, un color de tez agradable y exótico. Su rostro llevaba arrugas de vejez, pero estas eran las menos visibles ya que a lo mejor y estaba entre su quinta década. Las marcas más evidentes en su rostro eran las líneas de expresión en su frente, a lo largo de sus ojos, y su boca, líneas expresivas que no demarcaban más que una infelicidad y dolor perseverados por tiempos. Tiempo suficiente para excavar sus marcas en el rostro, y aunque en paz, anunciaban la presencia de sufrimiento por debajo, como el negro color del luto. El vendedor pareció finalmente entrar en sensatez, y dijo, sin responder a la pregunta original del joven, «¿Quién te ha concedido ese chaleco?» El joven se quedó perplejo, y su sorpresiva expresión fue evidente de su inocencia, «Emm, no sé. No sé. Me lo dio mi abuelita.», Respondió Manchego, nervioso. «Dice que fue de mi abuelito. Pero ella tuvo que recortarlo de tamaño para que yo lo pudiera usar. Lo uso todos los días. Es la única memoria que me ha dejado mi abuelo...» El vendedor pasó sus ojos sobre el chaleco, sus pupilas pasando por cada fibra de tejido como si fuese con las yemas de sus dedos. Cada pulgada del chaleco fue analizada por su vista, cual irradiaba reconocimiento y sorpresa, su tímida sonrisa reflejando algo imposible de leer. El joven se sintió acosado, y se retiró medio paso hacia atrás, y apretó su chaleco sobre su pecho. «Ese chaleco está muy bien atendido», dijo el vendedor, «no cualquier mano atiende así de bien una piel difícil de mantener.» Manchego respondió, tragando pesado, «Lo mantiene mi abuela, y la mucama entre veces. Yo también lo cuido bastante. Amo las memorias que tengo de mi abuelo.» Memorias. La palabra memorias desencadenó de nuevo la irrevocable cadena de imágenes en la cabeza del vendedor, pero mantuvo sus ojos fijos en los del muchacho, por lo que el transporte al pasado no se realizó, y dijo, «Memorias … las memorias pueden ser dolorosas, y doler cuando uno menos lo espera. Son memorias las que lo nutren a uno de alegría … o de lobreguez. Depende de qué tipo de memorias almacene tu pasado. Ese chaleco almacena memorias muy buenas en ti. Llevas puesto un objeto que se baña de imágenes tuyas todo el día. El chaleco irradia tu pasión por tus memorias.» El joven sintió paz en los ojos del vendedor, y sintió un leve puente de amistad ser creado. Le pareció raro sentirse afín a este raro ser, pero por alguna vía metafísica, algo los unía en tiempos alternos. ¿Quizás esa era la rama que sentía figurarse en un puente amistoso? «¿Cuál es tu nombre pastor?» El joven se asombró, y respondió, «¿Pastor? ¿Cómo sabes que soy pastor?» El vendedor respondió, «Ese chaleco, pastor, es un chaleco de pastores. Específicamente de pastores proficientes, concedidos por una mano delicada que los fabrica de las pieles más raras y difíciles de capturar, en honor al mérito de ser un amante de la vida. Los amantes de la vida, en mi tierra, son escasos, y poseen tanta afinidad por la naturaleza que a veces es imposible para nuestros ojos diferenciarlos de los vientos y las tierras. Su alma se sumerge tanto a su origen, que logran plasmarse a la materia del mundo, y nuestros ojos logran ver únicamente su aura. Pero esto es tan solo una creencia nuestra, no lo tomes a pecho. Pero te digo, la persona que usó este chaleco antes que ti, tuvo que haber sido un gran personaje. Vez o conoces a alguien joven, o tan joven como tú, ¿con un chaleco similar? ¿Conoces a cualquiera con un chaleco similar? No lo creo. No todos tienen el honor de llevar un chaleco de lama. ¿Cuál es tu nombre me dijiste?» «Manchego.», respondió tímidamente el pastor. «Manchego el pastor.», dijo el vendedor lentamente, como saboreando el nombre. «Muy bien Manchego, tu nombre no te va. ¿Te han dicho eso? Ese nombre no es tuyo. Ese nombre alguien te lo puso, y a lo mejor alguien que no fue tu madre.» Manchego se sintió asaltado por ojos que parecían leerlo como libro, y dijo, con un poco de sospecha, «Mi abuela me puso mi nombre … mi madre me dejó olvidado frente a la casa de mi abuela. Ella nunca me puso el nombre que llevo.» El vendedor analizó lo dicho, y guiñó sus ojos al pastor, «Interesante. Uno siempre vive las expectativas de su nombre. En nuestra tierra, creemos que el nombre viene con el viento que te trajo. El nombre no se pone, más bien, tú te asimilas al nombre, lentamente con el tiempo. ¿Entiendes? Si no vives las expectativas de tu nombre, es como traicionarte. Y en tus ojos, en tus expresiones, esa irradiación, es una hebra fina de palabras que cualquiera que tiene percepción afinada lo detecta. Y lo ves. Lo ves tanto en este Imperio, en este pueblo de posesiones materiales en donde la mayoría se hace pasar por noble. Ves en sus ojos esa traición a sí mismos. Ellos no se honoran, no se llevan con gloria. Son una infamia a sus vidas. Pero no lo saben conscientemente, ¿ves? Pero lo saben. Profundamente en sus corazones ellos saben que han traicionado el significado de su existencia, y por eso, necesitan del ruido y la moda, de las fiestas y la bulla, necesitan llenar el silencio que necesita el alma para susurrarles el hecho que se han traicionado. Tú, joven pastor, tienes que encontrar tu verdadero nombre, y vivirlo. Pero no te preocupes tanto, viviendo vas a llegar a saber tu nombre verdadero. Pero este ‹Manchego› que te han denominado, no encaja contigo. En tus ojos hay más que Manchego. Hay fuego. Hay luz. Hay una fuerza … extraña. Eres único pastor. No te traiciones. Nunca te traiciones.» El vendedor perdió sus ojos entre el cielo, y el azul de sus irises pareció fusionarse con los grises celestes de las nubes en vuelo. Manchego dijo, «¿Y tú vendedor, cómo te llamas?» El vendedor, pareció querer salir corriendo por un momento, como temiendo escuchar esas palabras mencionarse en alto. Pareció huirle a algo. Y el nombre vino con dificultad, silente, como si tan de pronto su garganta se hubiese presionado por un dolor que no remeda pronto, «Mi nombre es Balthazar, al menos ese es ahora. Mi verdadero nombre, ha muerto…Y veo que eres fácil con tutear a los que te exceden de edad. Quizá tu abuela no te haya enseñado que hay a ciertas personas que debes de tratar con más cordialidad, de usted. ¿O es que me miras de menos?» Manchego tuvo la sensación de haberle provocado un dolor inmensurable al vendedor, y por un instante, creyó escuchar, « … y yo me he traicionado. He traicionado a mi alma …» , pero las palabras nunca salieron de la boca de Balthazar. Y no se habló más del tema. «Ese bastón de pastor que te gustó cuesta treinta coronas. Fue hecho de las maderas más finas de Devnóngaron, de sus densos y místicos bosques, los Bosques del Gran Mesh, de las Tierras del Malush. Es un bastón especial, siéntelo.» Manchego sintió el bastón entre sus manos, sintió su livianeza, a pesar de ser un bastón de madera sólida. Sintió sus manos calientes, como si fuese un fierro y no madera. Como si estuviese vivo. «Pero no te preocupes aun Manchego. Este bastón es para pastores con más experiencia. Por ahora basta la rama de árbol que usas como bastón. No preocupes, en su debido tiempo, tendrás la oportunidad de maniobrar un bastón de mejor calidad.» Manchego sintió cierta ternura hacia Balthazar. Algo en su forma de ser y de su rostro gritaba por ayuda. Su alma parecía estar en llanto constante. Manchego deseaba ayudarle, quizás decirle que en él podía confiar. O quizás invitarlo a una bebida. Algo. Se miraba solitario. Eso es, pensamiento que le llegó con un chispazo. Emanaba soledad. «Bueno Manchego», dijo Balthazar, «es hora que te vayas. Nos estaremos viendo supongo.» Manchego no estaba seguro si había escuchado bien, «¿Cómo así?» Balthazar contestó, confiado, «Vas a regresar uno de estos días. Y me vas a pedir consejos. No sé acerca de qué, pero lo vas a hacer. Y yo voy a dártelos. De saberlos, te los daría ahora para ahorrarte el camino. Pero ya verás que la necesidad que te mueve será mayor que el aburrimiento de tener que venir hasta aquí a buscarme. Necesidades mueven al mundo Manchego.» «¿Y cómo sabes esto? », preguntó Manchego perplejo. Balthazar le respondió, clavándole los ojos, «Tú me lo dijiste. Andas en busca de algo. Algo buscas. Tu alma está gritando por saber cosas que no se puede y que tú no le puedes explicar ni dar. Pero se nota, en el fuego que arde entre tus ojos.» Manchego se sintió espantado al escuchar fuego entre sus ojos, y tímido, se retiró en dirección hacia la casa de Ramancia. Los ojos de Balthazar siguieron al joven pastor hasta que se perdió entre la muchedumbre, y se dijo, «No, no puede ser. Esas cosas ya no pasan en este mundo…» Se sentó en su banco de madera, y sus ojos azules se perdieron entre el cielo grisáceo, y el ciclo de imágenes lo acosaron de nuevo. Las vías del pueblo lo englobaron en su organización de calles y avenidas. Las cuadras delineando sus negocios y sus casas bajo la tenue luz grisácea del día, lucían entristecidas y opacadas. La mayoría de casas y tiendas no concordaban en sus colores, siendo algunas de maderas claras y pinturas vivas, otras de maderas oscuras y pinturas tenues, otras de piedra, mientras que la mayoría cargaba el mismo diseño arquitectónico, clásico de la época; columnas altas sosteniendo patios o segundos niveles, puertas altas de madera sostenidas con una cubierta metálica en forma de equis, ventanas rectangulares recubiertas por barrotes de metal en diseño de hortensia: imitación del tallo largo de un metro de altura, con hojas elípticas, punzantes, y contrapuestas, en florescencia terminal. La moda estaba dirigida hacia las hortensias, acuñado de la ciudad elegante de Erliadon, desde donde las modas se irradiaban por su fama de albergar los mejores diseñadores y pintores de la época, que de hecho los albergaba; pintores como Chuly Xul, Paulus XI, escultores como Bodesh y Gomard, actrices como Blossom, poetas como Gunter. Toda moda y cultura del Imperio destilaba de Erliadon. Incluso imperios distantes aceptaban a Erliadon como centro cultural de las tierras hermanas, siendo el centro de convenciones y reuniones para establecer las modas trans-imperiales. Manchego volteaba su rostro de lado a lado, leyendo el nombre de las calles y buscando guías direccionales, tal como hacia el norte el volcán Marsemayo y al sur el Cerro del Lechón. Entre calles hacia el sur a veces se divisaban las jorobas negras distantes de la Cordillera Devónica del Simrar. Sus instintos jugaban al revés que su lógica. Su memoria le decía que cruzara en la séptima avenida y quinta calle, para dar justo en el Barrio Villa Molea, en donde la Tienda de Ramancia quedaba. Pero sus instintos le decían que no era la séptima si no la quinta avenida y la séptima calle, para dar justo en el Barrio la Villa Sexta del Nuno, a cinco cuadras de las Amrias Santas. No se recordaba exactamente que quedaba en cada una. Sabía que uno de estos Barrios era el indeseado. Era el Barrio en donde quedaba la escuela, y era el lugar a donde menos deseaba ir, ya que ahí, a esta hora, a las tres de la tarde, es cuando todos los alumnos salen hacia sus casas. Y no deseaba enfrentarse a sus compañeros. Especialmente a Mowriz, o Malabrad, como le llamaban algunos. Pero no sabía exactamente cuál era cual, y por alguna razón decidió mejor irse por el lejano, eso es, la séptima avenida y quinta calle, a siete cuadras de las Amrias Santas. Y su lógica se basó en el hecho que era más fácil regresar media vez estaba seguro que la dirección no era la lejana, ya que de igual modo, luego de comprar en la Tienda de Ramancia lo necesario, debía de regresar al Mercado Central a juntarse con Tomasa. Caminaba sobre la quinta calle, y recientemente había cruzado la sexta avenida. En pronto, sus pasos entraron a la sexta avenida, y ahí, cruzo. Se introdujo al Barrio y las casas lo saludaron con poco amor y poca alegría. El lugar se le hizo conocido, por lo cual, siguió caminando. Pero sus recuerdos pronto lamentaron, al reconocer el edificio de dos niveles en donde solía recibir la escuela. Escuchó la campana de las tres de la tarde resonar, y desde luego niños se derramaron sobre las calles en potencia. Unos cuantos salieron jugando con un balón, para echarse la chamusca de fútbol en las calles. Probablemente ya jugaban un torneo entre ellos y estarían apostando sumas cantidades de dinero, o al menos, para ellos su mesada. De seguro la chamusca finalizaría en una bronca, de equipo contra equipo, o del mismo equipo contra el propio si es que alguno echase algún autogol. Pero por lo general, siempre se derramaba un poco de sangre. Manchego se recordaba bien de ellos, los aficionados al deporte. No fueron sus grandes amigos, y escasa vez compartieron algo. O al menos, no sus amigos como lo es Luciella, mejor conocida como Luchy. A ellos les habló de vez en cuando, durante las épocas del colegio, lazo perdido cuando Manchego dejó de asistir al mismo. Muchos otros niños salieron a las calles, niñas corriendo en grupito, correteando a aquella que no se acoplaba a la camada, mientras otro grupito ya saltaba cuerda. Manchego las conocía a todas meramente por ojo. Nunca les había hablado, y tampoco les había interesado. Él sólo se interesó en Luciella, pues, ¡en forma de amigo y nada más! Las niñas le parecían muy superficiales en sus quehaceres y siempre lo molestaban cuando se quedaba ido viendo el cielo durante algún tiempo durante la clase. Le llamaban el Manchado, para no decirle el raroso o el rechazado. Quiso ir a saludarlos a todos. Ya cuatro meses de no estar con sus compañeros, y aunque no eran grandes amigos y casi nunca se dirigían la palabra, extrañaba escuchar sus comentarios y sus carcajadas. Extrañaba el ambiente de la escuela. Pero no tuvo el valor para hacerlo. Prefirió posponerlo y dedicarse a la búsqueda del aposento de Ramancia. Quizás algún otro día se atrevería a hablarles. Algún día cuando la timidez no fuese tan prominente cómo ahora. No se sentía encajado con sus congéneres. Él era diferente. Siempre lo había sido, y por eso, le habían discriminado. Quizás por eso no deseaba acercárseles. Por miedo. Miedo de ser rechazado. Se dio la vuelta y regresó por donde llegó. Escuchó unos gritos llamar su nombre. Quizás compañeros de la clase sorprendidos de verlo queriendo saber de sus andares. Y aunque era posible el escenario, lo que estaba por suceder fue completamente otra historia. Escuchó un grito, que llamó su nombre, su apodo, Manchado, y algo cruzó su médula en espinado trote que cabalgó al tallo de su mente, en donde marchitó sus emociones. Algo hizo que su oreja zumbara, un ruido constante, molesto, y agudo. Se tocó la oreja, temiendo lo peor, y lo encontró: sangre. Sangre fresca fluyendo de su oreja. Rápido se dio cuenta que estaba en el suelo, viendo al cielo, su consciencia meramente una noción. Rápido el sonido real retornó como una ola que chocó contra su consciencia entrante en una onda hiper-resonante. Vio que tres figuras corrían hacia él en prisa. Se puso en pie, dificultosa la tarea al inicio, pero luego, recobró su balance y tomó la guardia, alzando sus brazos frente a su cara, puños cerrados. No sabía que estaba haciendo, pero había visto a un par de jóvenes luchar de esta forma. Y esperó. «¡Manchado! ¿Hace cuánto que no te veo, y ni siquiera te atreves a saludarnos? ¿Acaso no has realizado que somos tus únicos amigos? ¿Acaso no ves que si no fuese por nosotros tú serías y seguirías siendo una porquería? Tus modales están deseando, quizás, y deberíamos de darte una lección de cómo tratar a tus superiores. ¿Entiendes? ¿Manchadito?», dijo Mowriz, alias Malabrad. Los dos jóvenes al lado de Mowriz se iniciaron a reír, burlándose pesadamente de Manchego y de su desgracia. Manchego se sentía agravado, y la sangre no cesaba de fluir de su oreja, o al menos, eso es lo que sentía. «¿Quizás quiera una buena paliza? ¡Ya van casi seis meses desde cuando le dimos la última buena lección!», dijo Hogue, un niño pelirrojo y redondo, con pecas fúricas en el rostro y un par de labios tan brillantes como una langosta. Hogue carecía de inteligencia absoluta, pero su brutal forma y su fuerza sopesaba más que cualquier otro factor. «¡Si! Mira esa mirada despectiva, yo creo que Manchadito se cree más que nosotros Mowriz, ¡deberíamos de reducirlo a su verdadero valor!», dijo Findus, un joven alto y rubio, agudamente veloz y rápido de ojo, apuesto y con muchas cotizaciones femeninas pendientes. Findus era el objeto de admiración de muchas de las patojas de la escuela, y es aquel chico estrella que todo lo puede, con un futuro brillante a su alrededor, con solo notas buenas y un atleta natural. Findus era uno de aquellos chicos que sueña con ser un Brutal Fark-Amon, y nadie dudaba de su capacidad para lograr sus sueños. La velocidad de Findus era más temible que la de cualquiera, pero no era malo, nunca le había pegado a Manchego, solo lo molestaba y le decía cosas poco amables. Nunca la agresión subía de cierto nivel. Manchego había llegado a concluir que era por celos. Celos de que Luciella era mejor amiga de Manchego y únicamente con él estaba. Luciella es por mucho la chica más bella de toda la escuela, y Findus, se remordía los puños de nunca haber logrado entablar una conversación más larga de cinco segundos con ella. Luciella lo detestaba. Findus la respetaba, y amaba de alguna manera extraña, siendo más como producto de un golpe a su orgullo que amor sentimental. «Ésta vez no vas a lograr huir de nosotros, ¿entiendes? ¡Hoy sí que vamos a darte una buena Manchado!», dijo Mowriz, sus ojos vaporando malicia. Manchego dio un paso hacia atrás, casi cayéndose. Perdió equilibrio y su guardia se vio perturbada. Fue suficiente para que Hogue lanzara una piedrecilla a su rostro. Esta pegó contra su labio, cual no sangró, pero se hinchó lo suficiente como para hacerlo derramar dos lágrimas. Mowriz se miraba irritado, extremadamente relleno de malicia. Su apodo era Malabrad, nombre puesto por Buhrman, nombre código del líder de la mara Buhrla, cuyos delincuentes solían pintarse de payasos y hacer piruetas por las calles, pidiendo limosna, y cuando encontraban la oportunidad, asaltaban a uno que otro pueblerino. Cosa que ya no hacían, dado a que el rumor de payasos asaltantes corrió rápido por el pueblo y nadie se acercaba a ellos. Pero el nombre permaneció como tal. Y eran reconocidos por estar infiltrados y bajo control de la mayor parte del sector pobre, salvo por algunos grupos diminutos que deseaban su independencia. Pero por la mayor parte, ellos controlaban el mercado negro y gran parte de la seguridad de tal zona, siendo extorsionistas y secuestradores. Rumor corría que el Alcalde Feliel había llegado a un acuerdo con ellos, a darles una suma cantidad de dinero para que controlasen la delincuencia de tal sector. Pero era tan solo un rumor, como muchos otros y más negros rumores del mal querido Alcalde Feliel. Manchego supo que debía de salir corriendo. Y supo que debía de irse por toda la quinta calle, cruzar en la quinta avenida, y subir a la séptima calle, para llegar a casa Ramancia. Estaba dos cuadras de su destino. Todo lo que necesitaba era lograr hacer que Findus se atrasase por alguna razón. Siempre era Findus quien rápido lo atrapaba. Fue así que Manchego divisó su plan: «Luciella me dijo que tú le gustas. Que admira tu pelo y tu veloz mente.» Findus no tuvo que escuchar su nombre para saber que estaban hablando de él, y fue justo lo que necesitaba para debilitar a su enemigo, pegarle en el orgullo y en su vanidad. De inmediato Findus pareció inflarse como pavo real, y dijo, «¿En serio? Que honor, me siento elevado …» Fue suficiente para lograr la reacción deseada. Mowriz, o Malabrad, rápido se tornó rubicundo, y asqueado por lo que escuchó, se volteó con toda fuerza, y pegó el empujón más fuerte que pudo sobre el pecho de Findus, quien impulsado por la malicia de Malabrad, cayó sobre su espalda. La explosión de aire hizo saber a Manchego que los pulmones de Findus perdieron todo su potencial, y que tardaría tiempo en recuperarse. Fue entonces que Manchego se echó a correr, y la persecución se dio al inicio. Manchego sabía que tenía al menos cinco segundos de ventaja. Pero esos cinco segundos durarían poco en dos cuadras, dado que Mowriz estaba a toda furia persiguiéndolo. Malabrad albergaba mucha malicia en su ser, y desafortunadamente, el blanco perfecto para descargarla era Manchego. Nadie comprendía bien de dónde provenía tanto mal en el ser de Mowriz, pero muchos sospechaban que se relacionaba con su pasado. Ya que de él, nunca hablaba. Manchego pronto llegó a la quinta avenida, y subió a la séptima calle, escuchando cada vez más cercanos los pasos de sus persecutores. Paso tras paso, el persecutor sonido deliraba en su mente en una cascada de malicias, desembocando en una imagen sangrienta con una noción de muerte. Sus piernas daban todo, pero todo no parecía ser suficiente. Un fuego secreto trató de cobrar fuerza, pero algo faltaba, y fracasó. Pero eso no hizo que demoraran sus piernas, cuales aceleraban a través de la calle de piedra. Estaba a punto de cruzar en el Barrio la Villa Sexta del Nuno, en donde la Tienda de Ramancia se encontraría, pero a punto de hacer el cruce, un carruaje se hizo presente. El caballo blanco se puso en dos patas, rechinando en asombró de ver a un joven en prisa tan de pronto, y Manchego casi fue aplastado por sus violentas patas en frenesí. Tuvo que seguir de largo, y en vez de cruzar en la séptima calle, cruzó en la octava, una cuadra por detrás de la Tienda de Ramancia. No sabía dónde estaba, solo sabía que pronto Findus estaría derribándolo al suelo, y en pronto, tendría a Mowriz sobre su pecho, soltándole puños, y luego, a Hogue, el pelirrojo haciéndole sufrir, quizás rompiéndole una costilla o dos. No había donde esconderse. Debía de encontrar donde descansar pronto, que sentía que sus pulmones fallaban. Y entrando en pánico, observó al pie de la calle un callejón oculto por una tabla de madera, con una tabla floja, sobre cuya madera un rótulo detallaba en letras escurridas con tintura roja ‹¡Perro Bravo!›. Pero su consciencia no tomó noticia alguna de lo visto, y como rayo en escapada se dejó ir hacia el agujero. Su delgado cuerpo entró a medias, la otra mitad trabada entre las hastías y la estrechez del espacio. Las esquinas de las tablas rasgaban su piel del pecho, pero el miedo lo empujo tanto, que se dejó ir con toda fuerza, sin noción que los raspones penetraron su piel a dejarlo con dos marcas sangrantes en el pecho. Cayó al suelo, temblando. Rápido se empujó con sus piernas, luchando por sobrevivir, alejándose de esa grieta que daría paso a sus persecutores. Pero algo raro pasó en ese momento. Findus parecía no comprender que había pasado, sin embargo, él había estado a centímetros de derribar a Manchego, «¿¡Adónde se fue!?» Mowriz llegó de pronto, su aliento escaseando, su voz fúrica, «¡Manchado! ¡Allá! ¡Vamos allá!» Los persecutores salieron corriendo en otra dirección, Hogue pasando segundos después, sudando la cruda lucha, «¡No vayáis tan rápido! ¡No puedo respirar! ¡Esperadme!» Manchego no supo a qué atribuirle el hecho que Findus lo había perdido de vista. Quizás le tenía miedo a la oscuridad y no quiso penetrar entre el callejón en donde ahora Manchego esperaba temerosamente su destino. Los minutos pasaron, y Manchego permaneció inmóvil. Inmutable como tal, lentamente cobraba consciencia de lo sucedido, y muy bien sabía que estaba entre un callejón en donde una seña con letras rojas escurridizas anunciaban la presencia de un perro bravo. Mantuvo el silencio, esperando escuchar movimientos o algún signo de respiración del supuesto canino. Pero este nunca vino. No parecía haber más vida que la propia. Notó que el callejón en donde estaba era extremadamente oscuro para ser tan solo las tres de la tarde. A duras penas si lograba ver su mano a unos centímetros de su rostro, cual movía de lado a lado, percibiendo la blancura de su piel por el borroso trazo que dejaba. Sus ojos rastrearon el lugar, y lo único visible era la grieta por donde entro, y el techo, hecho de algún material raro que daba paso a la luz diurna en porciones escasas, como si se tratase de una tela negra espesa por la cual a duras penas se filtran dos o tres rayos de luz. Y a todo esto, los dos o tres rayos pasaban con tal debilidad que no lograban tocar el suelo. La rareza del lugar provocaba un aire de confianza, al mismo tiempo que destilaba tristeza y melancolía. Era como si las paredes invisibles que lo envolvían estuviesen hablando, soltando la esencia que las nutría, la esencia del dueño que las amaestraba. Pasaron minutos, quizás horas, y se mantuvo en silencio, contemplando la belleza de la soledad. El mutismo del sitio era tan agradable, que entre veces, aguantaba su respiración con tal de sentir el silencio a mayor intensidad. Y entre cada latido de su corazón, la belleza del silencio nutría a su ser en una manera totalmente distinta a la forma que cualquier ruido o palabra pudiese nutrirlo. Era como si viviera en otra dimensión, experimentando toda una gama nueva de emociones; descubriendo una nueva onda de sonidos que no sonaban, una nueva sensación de ruido que se escuchaba, era el ruido mismo del silencio que le confortaba tanto. Era la sensación exquisita de sentir que algo dentro de su ser le hablaba tan quedo como un susurro de flor, su alma, su espíritu, se esencia, su elixir, pudiese ser cualquiera de esas, y aun, hablaba tan bello que no deseaba más que escuchar su mensaje. Y permaneció, inmóvil, inmutable, silencio. El silencio se convirtió en su mayor compañía. El silencio permitiendo el florecer de una nueva persona dentro de él, y aunque en esencia la misma, era como ver a una nube de cerca. Verla como cambia de forma, sin ruido, sin explicación, esta cosa, esta materia que susurraba hablaba como nube dentro de sí; silenciosamente estética. ¿Quizás es así como encontraría su verdadero nombre? La memoria de Tomasa fue una aguja a su burbuja de paz, el estallido recordándole que debía de regresar al Mercado Central. La dificultad de ponerse en pie le hizo saber el grado de daño que sufrió su cuerpo con la huida y la pasada a través de la grieta. Ya su pecho ardía con las rasgaduras, su labio palpitaba hinchado, y su oreja marcaba su extinto dolor con una costra gruesa. Pero la paz que lo abarcaba era tal que no le importó. Sintió que había descubierto algo totalmente nuevo. Se sentía elevado. Como sobre alas o con ellas. Tenía esa leve sensación de volar. Sentía que dentro de sí guardaba una crisálida en donde habitaba algo que crecía. Eso pudiera ser su madurez creciente, tanto como pudiera ser su alma en vida. Pudiera ser totalmente otra cosa. Pero se sentía feliz en este estado de pureza en donde estaba en contacto con su verdadero ser, sin interrupciones de algún tipo. Pero sabía que algo no lo dejaba irse: su indomable curiosidad. La oscura sensación, el silencio, la paz, la tristeza emanante de las paredes, lo llamaba a descubrir; a explorar. No miraba a nada más que el trazo débil de sus manos frente a su rostro, y pese a esta oscuridad y al posible miedo que en alguna otra circunstancia hubiese generado, sabía muy dentro de sí que por alguna razón debía de penetrar en la negra tiniebla. Algo lo llamaba. No supo por cuanto tiempo caminó, sin embargo sintió que los pasos que daba fueron pequeños, ya que no había modo de encontrarle fin a este pasillo. No hallaba que sus manos topasen con algún límite. Rápido, como recordado dejar algún lazo entre él y la luz del día, temeroso volteó a ver hacia atrás, en donde, la pequeña franja de luz por donde entró inicialmente era como una vaga memoria; tan tenue como un fantasma, inaccesible como una idea ajena, metafísica, ajena a su tiempo y a su espacio. Era como si se hubiese transportado a otra dimensión. Siguió por un tiempo indefinido, sintiendo su alrededor con sus palmas abiertas. Pero los límites no llegaban. Los límites aun no deseaban revelarse a sus sentidos. Por momentos sintió que perdía la noción de donde era adelante y atrás. Las paredes no cesaron de destilar la tristeza, o la melancolía. Más bien parecieron aumentar el clamor, el llanto. Estaban gritándole a Manchego por ayuda. Estaban suplicando. Era como si la casa misma que amaestraba las paredes estuviese sufriendo sin poder hablar. Una puerta de madera por fin se hizo visible; tenue, eludiendo ser vista en su totalidad, tímida y evasiva. Lo poco de la puerta que lograba ser divisada fue por mera acción de la puerta misma, y no por acción de luz que la relevó. La puerta deseaba ser encontrada. Quizá pudo haber sido meramente una idea lentamente siendo manifestada al mundo físico y tangible. ¿Quizá esa idea alguien más se la sugirió? Fuese como fuere, lo extraño del evento no cesó de maravillarle, y así mismo, no pudo evitar la mortífera curiosidad de saber que había por detrás de esa puerta. Abrió la puerta como si estuviese abriéndola por enésima vez. La fluidez con la cual lo hizo fue exenta a sus memorias, pero como vitalmente omnipresente a su persona, como si esa puerta fuese parte de él y de él únicamente. Haber tocado la puerta, sintió, fue como rascar vagos pasillos de su memoria. Entró, y cerró la puerta. Silencio total. Se sintió en otra mente, en otra persona. Y se recordó. Se recordó que es Manchego. Sintió el labio latir de lo hinchado que estaba, supo que seguía vivo. El dolor de las rasgaduras en el pecho lo extrajo de su imaginación, y rastreó el lugar con sus ojos. Estaba entre un pasillo, un pasillo largo, con múltiples pinturas decorándolo. Un pasillo mero tenebroso, iluminado con una luz rojiza parda. Las paredes del pasillo eran de alguna piedra lisa, el suelo, recubierto de alguna alfombra vieja. Las pinturas sobre las paredes cautivaron su atención por su brutalidad. Una de ellas, en especial, la de un abismo negro, de donde una luz verde emanaba diabólica, y sobre el abismo un ser de extrema belleza y malicia sostenía por el cuello a un ángel con las alas vencidas. La imagen se grabó de inmediato en su memoria. Sintió un escalofrío trepar su cuerpo espinado y calamitoso. Sus ojos corrieron de cuadro en cuadro, fascinado por las pinturas, pero espantado por su brutalidad. Ángeles siendo abolidos con espadas candentes, seres siendo succionados por vórtices, nubes eléctricas creando caos, fosas obscenas y repugnantes llenas de cadáveres y ratas nutriéndose de ellos… Escuchó voces. La voz de una mujer en depresión, y la voz de un hombre, en potencia comandante y orgulloso. Curioso. Cauteloso se aproximó a la esquina del pasillo. Sus ojos captaron poco, pero al ajustarse sus pupilas, empezó a descifrar la visión: en una sala, sentados sobre sillones, el hombre hablaba de gloria y esperpento, dramatizando con sus manos una fuerza ininteligible por venir. Se trataba de un hombre vestido con una sotana negra. Parecía ser un padre, como el que ha visto durante las misas en el Décamon. El rostro del hombre no era visible ya que la capucha de la sotana lo encubría perfectamente, dejando únicamente sus labios expuestos ante una tenue luz de vela. La luz de vela danzaba, y por instantes parecía iluminar las facciones del rostro del hombre bajo la sotana. Pero al danzar la vela con alguna corriente de viento, el rostro rápido se tornaba sombreado, visible únicamente una sombra entre la capucha. No logró escuchar lo dicho por el hombre encapuchado ya que hablaba en secretismo, generando entre veces un sonido similar al de una culebra al pronunciar ciertas eses. La mujer que le escuchaba estaba atenta, sus ojos llorosos, su semblante hablando calamidades. Era Ramancia. La vieja de Ramancia estaba sufriendo un dolor inimaginable, y no un dolor ajeno que se delira, pero más bien un dolor propio, de cuya esencia brota constantemente y no cede con el tiempo. La mano del hombre se elevó lentamente, un dedo apuntando, al inicio pareció ser aleatorio y sin dirección alguna. Pero pronto, con harta velocidad, el dedo apuntó hacia la dirección de Manchego, como si lo hubiesen visto o percibido. En ese instante, Ramancia volteó a ver. El hombre se desapareció entre la sombra. Ramancia salió corriendo en dirección de Manchego, con un cuchillo en la mano. Manchego se quedó paralizado, como hechizado, y pronto tuvo a Ramancia frente a él, la vieja analizándolo como si fuese un insecto dentro de un bote, «¿Qué diablos haces tú aquí? ¡Has venido a tan mala la hora! Este no es lugar para ti … ven, sígueme. No preocupes, él ya se fue. Vamos.» Manchego supo que estaba bajo el efecto de algún hechizo. Sentía su cuerpo, pero no lograba controlarlo del todo. Ella lo guiaba, preocupada. Él no sentía más que una leve impresión de lo que estaba viviendo, pero como si no lo estuviera viviendo él directamente, pero más bien, a través de una memoria o de alguien más. Sintió estar en un sueño. Pasaron un largo pasillo con puertas a lo largo. Las puertas silentes, perturbantes, ya que por detrás, se sabía que algo de extrema malicia esperaba. Entraron a un salón en donde runas estaban escritas sobre la pared. Vio que la vieja de Ramancia hizo un par de señas y movimientos, y de inmediato, unas puertas se abrieron. Entraron a un pasillo largo y vasto, iluminado luz de velas danzando sobre candelabros. Habían columnas altas de mujeres, el camino tan largo y tan vasto, que se sintió en otro mundo. Vio a un espejo, un espejo que le llamó la atención tanto que no pudo quitar sus ojos de él. El espejo estaba entre un cuarto, y aunque lejos, el espejo ya le daba secretos de su pasado. Ramancia dijo, seria y preocupada, «Ahora no es tiempo de ver entre el Espejo de la Reina del Abismo de Morelia. Es un espejo que habla y dice la verdad...» Caminaron en dirección de una luz blanca y brillante que iluminaba como sol. Ahí se fundieron en calor y todo se tornó blanco. Blanco pureza y color de la verdad absoluta. Se sintió elevado. En alas. Se sintió puro. En silencio. En paz. Se sintió transportado. Sabanas de plumas se deslizaban sobre su rostro. Sábanas blancas, puras, de realeza. Almohadas de agua bendita. El sentido de plumas cayendo sobre su rostro, como la caricia de la luz de la madrugada lo despertó en ondas pulsátiles de consciencia. «¡Buenas tardes! ¿En qué le puedo ayudar joven?», dijo la cajera. «¡Buenas! ¡Buenas! ¡Joven! ¡Aquí! ¿En qué le puedo ayudar?» Manchego salió del trance. Estiró sus brazos cómo saliendo de un sueño delicioso y profundo. Sintió un ardor en su pecho, cual lo retrajo de la estirada del sueño. Sacudió su cabeza de lado a lado, despabilando las últimas gotas de somnolencia. Al sentirse en sus cabales, notó que estaba adentro de la Tienda de Ramancia. Habían muebles rellenos de frascos coloridos, con etiquetas ininteligibles. Habían frascos de todos los tamaños y colores, con tapones de corcho y otros de tornillo, otros con retazos de ropa, y otros sin tapón. Algunos efervescían gas, mientras otros se movían como por propia inercia. Había un mueble exponiendo tras un vidrio una amplia gama de armas portátiles, como dagas y cuchillas, escudos diminutos y largos pinceles de vidrio. Había otro mueble lleno de animales disecados, y frente a él, una vieja de pelo negro lo esperaba tras el mostrador. «¡Buenas! ¡Joven! ¿En qué te puedo ayudar?» Manchego notó que era Ramancia. Se sintió raro, ya que algo tuvo intento de hacerle recordar algo, pero el recuerdo nunca vino. Solo se recordaba de ser perseguido por Findus y Mowriz. Nada más. Y ahora, ¿estaba en la Tienda de Ramancia?... «¿¡En qué puedo ayudarte joven!? ¿¡Hola!? ¿¡Hola!? ¿¡Qué necesitas!?», Ramancia parecía estar perdiendo la paciencia. Manchego rápido notó que su escepticismo estaba molestando a Ramancia, y dijo, aun confuso, «Emm … err… necesito una poción para una gallina que está enferma.» Ramancia respondió, «Ah, por fin y hablas. Patojo malcriado, ¿no te mostró su madre modales? Próxima vez que te demores tanto voy a mutarte a un sapo o una pulga. ¿Entiendes? ¿Una poción para gallina dices? ¿Está deprimida y ya no pone huevos?» «Si, si. Cabalmente eso es lo que le sucede.», respondió Manchego, asustado por la idea de ser convertido a un sapo. «Ah bueno … hmm … ésta no, ésta no. Uy no, ésta la mataría… ¡Ah! Cómo no, aquí, esta.», gritó Ramancia con entusiasmo. Del mueble de frascos sacó uno con un líquido azul efervescente. Un frasco en forma de triángulo con un cuello largo, tapado por un corcho de botella de vino. «Ésta poción seguro y le hará el truco. ¡Las pociones de Ramancia no fallan chico! ¡Serían cinco coronas!» Manchego sacó la bolsilla de piel con diez coronas dentro, cual Tomasa le había dado, y contó cinco monedas. «¿Algo más joven?» Manchego pensó rápido, pero no. No necesitaba más. En ese instante Ramancia le interrumpió, «Por tres coronas más te incluyo esta mágica nuez. Es una Nuez de Teitú.» Manchego tomó el nuez que Ramancia le extendió entre la mano, y lo palpó. Se miraba viejo y olvidado. Probablemente la semilla por dentro ya estaba podrida. ¿Para qué quería una nuez vieja? «¡Nunca subestimes a una Nuez de Teitú! Es una nuez mágica te digo.», dijo Ramancia, evaluando el rostro del chico, lleno de confusión y sorpresa. «¿Y qué hace?», preguntó Manchego, curioso, palpando la nuez entre su mano, buscándole alguna gracia. «Ves, cuando estés en problemas,» contestó Ramancia, «pero así en verdaderos problemas, de esos serios en aquellos cuales ya no tengas a donde más recurrir, entierras la Nuez de Teitú un pie bajo tierra, la riegas tres veces al día, y recostado sobre ella le das tu calor por cinco noches seguidas. Luego, verás lo que pasa, y me contarás algún día la sorpresa que te dio.» Manchego subió una ceja, y vio a Ramancia incrédulo. La vieja le dijo, «¡Anda pues! Créeme, no seas bruto nene. NO desperdicies esta oferta. Mira que te digo que puede salvarte la vida. ¡Tómalo!» Manchego se asustó al ver en Ramancia una súbita rabia acompañada de desesperación. «¡Bueno, bueno! No quiero problemas. Me la llevo. Aquí están, seis, siete, ocho coronas.» Ramancia le vio con ojos perforantes y le dijo, «Cuida bien esa nuez patojo. No sabes lo valiosa que puede llegar a ser.» Manchego se retiró un paso, sintiendo el haz de la mirada de Ramancia. Sintió cómo el mensaje llego a grabarse hasta en sus huesos. Guardó la nuez entre el bolsillo de su pantalón, dijo las gracias y le deseó buenas tardes y buenas noches a la vieja bruja de Ramancia, y salió de la tienda, sintiéndose estafado. Pero más vale salir del buen lado de la bruja de Ramancia que en contra de ella. Demasiadas historias de Ramancia convirtiendo a niños en sapos y pulgas habían plagado las orejas de Manchego en su infancia. Lo menos que deseaba era ser enemigo de la vieja. ¡Mejor pagar tres coronas a ser su víctima! La calle estaba vaciándose. Las últimas tiendas aún abiertas ya estaban cerrando. La tarde estaba cayendo con su velo nocturno, y a la distancia, los truenos del cielo anunciaban una noche de lluvias. Manchego procuró regresarse lo más rápido posible al Mercado Central, preocupado por Tomasa y su bienestar. También deseaba evitar a toda costa ser visto por Mowriz y su pandilla de malhechores. Manchego entró a la estancia por la puerta principal, pasando por la sala de visitas hasta llegar a la cocina, en donde Lulita batía armónicamente una olla con recado. En ángulo oblicuo, verduras se miraban flotar sobre la superficie del agua hirviente en la olla, naranjas zanahorias y verdes güisquiles, con ocasionales hojas de perejil aparecían vez tras otra sobre la superficie, a sumergirse de nuevo al fondo. Uno que dos huesos revestidos con escasa carne emergían como navíos colapsados por alguna guerra que los descuartizo, tan solo para luego, devolver su cuerpo al fondo. Lulita le habló, sin verlo, ocupada mezclando la cena, «Tomasa se vino a quejar conmigo que te tardaste cuatro horas en ir a comprar la poción para Chichona. ¿Cómo está eso Manchego?» Manchego sintió un cuchillo en la espalda. No podía creer que Tomasa lo había delatado ante su abuela. ¿Y por qué? ¿Qué ganaba Tomasa con chismosear? ¡No es como si hubiese sido su culpa! De haber sido ella la víctima de Mowriz y su pandilla de malhechores seguramente no estaría alegando. Pero era eso cabalmente. Tomasa estaba sensible, y no solo por el hecho que Marcus y Feloziano la degradaron, sino también por el hecho que las cosas en la Finca no van del todo bien. Manchego dijo, viendo al suelo, manos tras su espalda, moviendo la punta del botín sobre el suelo, «Pues... estaba en camino a casa de Ramancia, y no estaba seguro si era séptima avenida y quinta calle. O quinta avenida y séptima calle.» Lulita movió la cabeza de lado a lado, «Ay mijito. Pero como puedes olvidar algo tan así. Si bien recuerdas que tu escuela queda en la séptima avenida y quinta calle. No hay pierde. La casa de Ramancia es la otra dirección.» «Si, yo sé.», respondió Manchego, moviendo los ojos al techo, «Pero estaba distraído.» Lulita lo sabía. Estaba distraído. Distraído en su mente. Pensando cosas profundas de las cuales nunca hablaba. Especialmente, cuando se quedaba viendo al cielo, como si su misterio le convocara alguna voz interna. Lo sabía, porque numerosas veces lo había visto platicador, y cuando el cielo le llamaba, divagaba tan de pronto a perderse entre él. Nunca había logrado descifrar su afán por el cielo. Y cuando en pocas veces le había preguntado, sus respuestas eran vagas. Al parecer ni el pobre muchacho sabía el origen de su gusto por el cielo. Manchego continuó, buscando el paquete de razones que le eximieren de la rabia de Lulita, «Vi la escuela, y ahí estaban unas amigas y amigos jugando mientras salían de la escuela. Pero lastimosamente, me encontré a Malabrad.» Lulita no tuvo que voltearlo a ver para decirle, «¿Y esta vez qué te hicieron mijito?» «Pues, solo tengo un poco de sangre en la oreja y el labio hinchado. Eso es todo.» Lulita somató la paleta de madera contra la olla, saltando sopa y verduras por doquier, «¿¡Eso es todo!? ¿¡No crees que es suficiente con eso!? Ay no. Ese patojo va pero en mal camino. Que los dioses le den amparo y lo guíen al bien. Ay no, Malabrad, hasta su nombre esta maldecido. ¿Cuántas veces te he dicho que no te metas con ellos? Son mala gente. En especial él. No dudes que parará siendo parte de la mara Buhrla. Hablaría con sus padres, pero no hay a quienes hablarle. Podría hablarle al tal Buhrman, ya que corren las bolas que Malabrad es hijo bastardo de él con alguna prostituta del pueblo. ¿Estaba ahí Findus y Hogue?» Manchego dijo, sintiéndose un poco mejor al ver a Lulita de su lado, «Si, los tres mismos de siempre.» Lulita dijo, ya habiéndose tranquilizado, «A los padres de Findus los miro todos los sábados en el Décamon para la oración semanal. A ellos si podría hablarles, y de seguro, estarían muy decepcionados con Findus. Y a los padres de Hogue los conozco poco, pero sé quiénes son. No creas, en este pueblo todos conocen a todos. Hay que tener cuidado con los rumores y con lo que uno hace. Pueden deshacer tu reputación con una mala noticia tuya que viaje. Solo por eso voy a contenerme de hablarle a los padres de Findus. Pero una más y prometo chismosearles. No va a ser bonito ver caer a una familia tan noble ante la mala fama de su hijo.» Manchego continuó echándole leña al fuego que había prendido en Lulita, «Yo no me junto con ellos abuela. Los evito a toda costa. Fue por mala suerte que me los topé en la calle. Yo no quería verlos ni hablarles. Mucho menos tener que correr por mi vida. Y es así como perdí la mayor parte del tiempo. Huyendo.» Lulita lo volteó a ver con un ojo crítico, «¿Cuatro horas huyendo? Estarías devastado.» Lulita así era. Astuta y veloz de mente. A ella no se le escapaba un detalle. Y cuando se le decían mentiras o las cosas a medias, ella siempre lograba encontrar la forma para sacar la verdad, aunque fuese con cuchara. «Pues … Eso es todo lo que pasó …» Y en realidad, lo era. Porque Manchego no se recordaba de más. No se recordaba en lo absoluto que había pasado entre el tiempo de haber huido de Malabrad y de haber estado en la tienda de Ramancia. Pudo haber pasado cualquier cosa. ¿Pasó algo? Sin duda, algún día lo sabría. Por alguna razón, algún día averiguaría lo que sucedió. Porque algo había pasado. Lo sentía. Lulita se lavó las manos, se acercó a Manchego, y le dijo, sonriente y comprensiva, «Muy bien mijito. ¿Trajiste la poción para la Chichona?» «Si abuela, aquí está.» Manchego extrajo el frasco de su pantalón, sacando al mismo tiempo la Nuez de Teitú. «¿Y esto, una nuez? ¡No me digas que pagaste por eso!», Lulita lo vio con un ojo crítico. Manchego se puso rojo, y Lulita supo. Supo que había sido engañado por la vieja traicionera de Ramancia, «Ay no mijito. ¿Y cuánto te cobró?» «Tres coronas, no fue mucho.» «Ay no Manchego.», dijo Lulita, viendo al techo, «No tienes dimensión de los tiempos tan malos que estamos pasando. Con tres coronas compramos el pan del día por los dioses. ¡Y tú lo gastas en comprarte una pinche nuez! Ya te lo he dicho que tienes que aprender a desarrollar tu fuerza interna y aprender a decir que no cuando es necesario. Se necesita de carácter para decir NO. Pero tú mijito, hoy si te pasaste. Ni intentes ir a devolverlo porque Ramancia de seguro te convertía en un sapo. ¿Y para qué diablos te la vendió?» Manchego no sabía dónde esconderse. La mirada penetrante de Lulita lo estaba majando al suelo, «Pues me dijo que cuando estuviera en problemas que lo enterrara un pie bajo tierra, que lo regara tres veces al día por cinco días, y que algo bueno saldría.» Lulita puso sus manos sobre su cintura y dijo, «Y tu mijito, ¿te crees esas fechorías? Ay no, esta Ramancia también. De seguro y te tenía bajo algún hechizo, que yo no creería que tú, bajo tu sano juicio, aceptaste pagar tres coronas por esa cosa. Ay no. Me estoy enojando. Mejor anda a aplicarle a Chichona la poción. Ahí me cuentas como te fue. ¿Si te recuerdas como aplicarla verdad?» Manchego se torció de lado a lado, «Pues emm … más o menos.» Lulita estuvo a punto de empezar a alegar de nuevo, cuando una voz tierna y dulce rompió el silencio, «¿Aplicar qué?» Lulita se volteó, y dijo, «¡Ay! Hola Luciella. Has venido a buena hora. Aplicar la poción para curarle los males a la gallina de Chichona. A estado malita. ¿Supongo que ya Manchego te ha contado del tema?» «Si,», respondió la niña parpadeando, «y yo la he visto. Y he visto los huevos pobres que pone. Parecen huevos de codorniz. Pero de seguro la poción le hará el truco. ¿Puedo verla?» Luchy analizó la poción ante la luz de candelas, y dijo, «Ésta es. Nosotros hace poco le compramos una igual a Ramancia. Hizo su trabajo perfectamente. Ahora las gallinas están poniendo unos huevos tan grandes, que incluso, una se murió de lo grande que era el huevo que puso. Así de buenas son las pociones.» «¡Pero yo no quiero que se muera la Chichona!», dijo Manchego, asustado por la vida de la gallina. Lulita dijo con ternura, «Es una complicación que casi nunca pasa mijito. No te preocupes. Es rarísimo que pase. A parte, es más común que pase en las gallinas jóvenes. La Chichona ya está vieja. ¡Esa aguanta de todo!» Luchy devolvió el frasco a Manchego, y le dijo, «¿Cuánto pagaste por él?» «Cinco coronas.», respondió Manchego con sagacidad. «¿¡Cinco!?», gritó Luchy sorprendida, «¡Qué caro! Hace unos años estaba a dos coronas. Como que el negocio de Ramancia ha mejorado. Sin embargo, cada vez miro más vacía la tienda y más desolada. ¿Será que le va así de bien?» «No creo», dijo Lulita, «pregúntale a Mancheguito que más compró en la tienda de Ramancia. De una vez que te cuente cuánto pagó por ello. Ahora id al establo y aplicad la poción. La cena ya está lista y no quiero que os acostéis muy noche. Mancheguito tiene mucho trabajo por hacer mañana y tiene que dormir. ¡Andad! ¡Andad pues!» Mumu estaba bien dormida, por lo que Manchego y Luchy procuraron andar en puntillas entre el establo. Las cuatro ovejas dormían esquinadas en su cerco, únicamente Pancha estaba despierta, sus ojos perdidos, viendo a nada. Feyito vio de reojo a Manchego, y le enseñó los dientes en burla, «Shh… ¡calla burro! ¡Qué vas a despertar a Granola! ¡Y eso sí que no te gustaría!» Feyito pareció comprender, y se regresó a comer de su cubeta. Sureña parecía estar teniendo malos sueños, mientras que Granola no dormía, sino más bien, vigilaba en somnolencia las afueras a través de la ventana. Chichona dormía sobre una montaña de paja. Sus plumas blancas decaídas, aviejadas, y raquíticas. Dormía con el cuello metido entre el cuerpo, simulando ser una gran bola de plumas con cabeza y sin cuello. Sus ojos estaban deprimidos entre su cráneo, como por falta de alimento y agua, mientras que su pico estaba color mate, y un tanto picado. Luchy dijo, «Vamos a tener que despertar a todos los animales. Al menos que logremos sacar a la Chichona de aquí y hacerlo en las afueras.» «¿Por qué?», preguntó Manchego. «¿Nunca has aplicado esto verdad?», le respondió Luchy, un poco incrédula, «Si lo habrías hecho, sabrías como funciona. Y es ruidoso.» Manchego respondió, señalizando que debían de bajarle el volumen a su voz, «He visto a Lulita hacerlo. Pero no me recuerdo bien.» Luchy contestó, comandante, «Bueno, callemos y hagamos esto. Y ya no hablemos. Vamos a despertarla, y tiene que estar dormida para aplicar la poción. ¡Shh!» Manchego y Luchy se acercaron sigilosos y en puntillas a la montaña de paja. «¡Está muy alta! ¡No sé cómo le hizo para llegar hasta allá!», musitó Luchy. Manchego dijo, al mismo tiempo que señalizó con sus manos, «Ven. ¡Párate en mi espalda! ¡Así llegas hasta allá! ¡Pero hazlo rápido!» Manchego se arrodilló, y luego puso sus manos sobre el suelo. Luchy no tardó en poner el primer pie sobre la espalda de Manchego. «¡Cómo pesas Luciella!» «Calla Manchego, ¡cómo alegas por todo!» Luchy rápido estuvo parada sobre la espalda de Manchego, y sentía que los brazos de su amigo tambaleaban de la poca fuerza. Luchy llevó a cabo la secuencia indicada de movimientos: jaló súbitamente una de las patas de la Chichona, y esta, en torno, soltó un chillido tan fuerte que despertó a los animales, y el establo entero entró en frenesí. Pero el chillido era exactamente lo que deseaba Luchy, deseaba abrirle al máximo el pico a la Chichona, lo cual le dio el tiempo necesario y la oportunidad para verter el líquido entero del frasco entre su boca. La Chichona no tuvo más remedio y tragó el líquido entero que fue abusivamente introducido entre su pico. De inmediato, la Chichona tuvo una reacción desagradable e inició a batir sus alas como loca. El chillido de la Chichona provocó el suficiente miedo a Manchego para preocuparse, y en poco tiempo, perdió la fuerza tensil de los brazos, y junto con Luchy se derrumbaron al suelo. Los animales no cesaban de hacer alboroto, y rápido los niños salieron corriendo hacia la estancia. Rufus estaba ladrando afuera del establo, en ladridos ordenando el silencio, pese a que ningún animal jamás le haría caso al viejo canino. Al ver a su amo, Rufus lo siguió felizmente hacia la estancia. Lulita había dejado una nota sobre la mesa, que decía, «Siento mucho mijito lindo por no poder cenar con vosotros esta noche. No me siento en mis cabales y prefiero recostarme temprano. No te preocupes por mí. Ya comí frutas. Os dejé la mesa preparada tan solo para que os sirváis. No os desveléis mucho. Tu mijito tienes mucho que hacer el día de mañana. Buenas Noches, Lulita.» Manchego lo había visto antes pasar. Cuando tan de repente Lulita entraba en depresión. Algo aturdía su mente. Pero no era de culparle. Era de comprenderle. De seguro memorias cruentas plagaban su mente. Y no había más remedio que un buen descanso de las labores del día. Luchy y Manchego cenaron juntos. Al inició, con un silencio mero incomodo, en donde Manchego no sabía cómo actuar en presencia de su mejor amiga en ausencia de Lulita. Pero en pronto cobraron fluidez en la plática, y Manchego le contó de los eventos del día. Relevando el hecho que había sufrido un ataque de Mowriz y su pandilla. Quizás, subconscientemente, buscando la simpatía y la caricia de su mejor amiga. III Encuentros Nació en Nagbar, uno de los nichos más desarrollados en Némaldon. De su pasado poco se supo a la hora de la entrevista. Muchos de los nobles del Consejo de Reyes estaban escépticos al escuchar su origen. Pero su currículum era pulcro. Sin una mancha de deshonor al Imperio, más bien, con grandes obras sociales y un rol como líder envidiable. Nagbar era una ruina comparada a las ciudades del Imperio Mandrágora, pero ahí residían la mayor parte de hombres que rehusaban a ser parte de la rebelde Némaldon. De tal nicho, como le llaman los Mandragorianos, han surgido algunos buenos hombres que no desean tener que ver con la traicionera tierra de Némaldon. Por su puesto Mandrágora los ha recibido con los brazos abiertos, siempre optimista a algún día ponerle fin a Némaldon y el significado que tuvo en algún distante pasado. Feliel Demanur siempre fue ambicioso en Némaldon y un gran líder. Némaldon jamás fue ni será el ejemplo para el desarrollo industrial y mucho menos social. Políticamente está estancada en poderíos disfuncionales, con unos pocos gobernando a unos muchos. Desde que Némaldon surgió como tal, jamás ha salido de su estado de tiranía, y sus actos religiosos circundan la potencia de las Artes Negras, con varios Sáffurtanes tomando papel en la excavación por cosas aún más negras. Cosa que nadie, y solo ellos, comprende. Némaldon, por decirlo, lo exilió, o al menos esa era la historia que llevaba detrás del abandono de su tierra materna. Los nemaldinos lo miraban como un radical a sus formas, demasiado liberal en su forma de pensar. Los recuentos dicen que le pusieron un precio a su cabeza, y que por ende, huyó de tal lugar, y sin remedio a sus principios, buscó alojamiento en Mandrágora que lo tomó entre sus brazos. Fue desde entonces que su carrera política empezó en Mandrágora, lentamente escalando posiciones, hasta que su nombre resonó en el Consejo de Reyes, cuando solicitó ser el Alcalde de San San-Tera, el pueblo que le dio la mayor parte del hospedaje que recibió en sus primeros días en el Imperio. Las razones aspirantes a la alcaldía de tal pueblo fueron muy sencillas, explicando que el pasado Alcalde no sabía explotar el potencial económico de San San-Tera, y claro lo era, ya que el Complejo de Fincas no había subido mucho su exportación durante su gobierno. Feliel prometió elevar a San San-Tera lejos de donde ahora estaba. Dijo desear llevarla a su máximo potencial. El nuevo Alcalde fue recibido plácidamente por San San-Tera, quienes hartos del pasado Alcalde, buscaban prácticamente cualquier excusa por derrocarlo, y dejar que algún otro probase continuar el desarrollo de uno de los pueblos más prósperos del Imperio. Alfombras de acerrín fueron hechas en su nombre a lo largo de la Avenida del Nuno, desfiles marcharon por las calles y avenidas en honor a su nombre, bandas de música resonaron himnos en su honor, y un banquete fue dado por los nobles adinerados del pueblo, invitando a todo pueblerino de San San-Tera a degustar de la fina comida, y para que pudiesen ver en persona al nuevo gobernador que pronto estaría en el Castillo en el Parque Central. La gente estaba feliz y regocijando. Fiestas se celebraron por una semana entera. La noticia y los rumores del Alcalde Feliel Demanur eran sólo de buen agüero. Por dos años el usufructo fue bueno, y la gente estaba feliz. El pueblo regocijaba con la noción que estaba evadiendo el podrido futuro de corroerse con lo mundano, con lo frívolo, con las influencias putrefactas de grandes ciudades que buscaban industrializar todo. Amenazaba con desaparecer su cultura y las bellas historias de su pasado. El aire regocijaba con la noción que la cultura del pueblo se mantendría intacta y sus calles puras y su gente indómita por tales influencias externas. Pero tales cosas fueron como un eco de una palabra vacía, que en rebote desanimado finalizó su trayecto a hora temprana, y decaído en fatiga profusa, desvaneció al cabo que el tiempo fue pasando. La esperanza permaneció aflote, y los pueblerinos hablaban de la posibilidad de un realce en la promesa del Alcalde. Hablaban bien de él y lo cuidaban, hablando que posiblemente sufría de alguna malignidad que no sanaba pronto, pero que recuperado, cobraría la fuerza y el fulgor que trajo desde un inicio, y la prosperidad resurgiría convocada de los escombros. Pero las cosas empezaron a opacarse, y cabizbajo, el pueblo se vio encaminado en dirección de un destino corrupto. Al inicio, hace ya unos años, se creyó que Feliel, por ser nuevo en los temas de Alcaldía, sufrió uno de esas dramáticas recaídas, seducido por el poder mismo. Incluso se hablaba, aunque quedo, de los orígenes de Feliel, aunque pocos le hacían caso a eso. Pero algunos sostenían la Maldición de Némaldon, que media vez ahí nacido, ésta jamás soltaría sus dedos sobre aquel que huyó de las tierras traicioneras. Los días se vieron pálidos con el paso del tiempo. Poco se logró recuperar de la promesa inicial, pese a marchas y al cese industrial. La violencia en el pueblo, antes un tema poco sonado, resonaba con asaltos por doquier. La pobreza empezó a resaltar, algo que alguna vez jamás sonó. La corrupción de la Alcaldía en el pueblo creció como una hierba de mal presagio, que con su malicia fue carcomiendo las entrañas del pueblo. Los negocios y las empresas de pequeña dimensión se vieron amenazados por la quiebra al regularse los precios y protegerse a los comercios que de alguna u otra forma lograban beneficiar al Alcalde. El desempleo batió con el pueblo y los mendigos incrementaron su proporción. La prostitución asaltó las calles del sector pobre como un relámpago marchito, y la perversión progresó junto con la corrupción y la malicia, encaminando al pueblo a su acelerada perdición. El sector pobre jamás había experimentado un crecimiento demográfico tan explosivo. Algo similar jamás antes se había visto. Nadie sabía exactamente cuáles fueron los factores que deterioraron al gobierno de Feliel. Los fieles y tercos creyentes que Feliel era el salvador del pueblo atribuían esto a alguna malignidad que enfermó la mente y el cuerpo del Alcalde. Otros simplemente se lo atribuyeron a la corrupción del dinero en su mente. Otros fueron un paso más allá, y se lo atribuyeron a áreas más perversas, como la moda, el sexo, y la buena vida. El odio del pueblo hacia el Alcalde acrecentó con el paso del tiempo, y llegó a su cúspide al cabo del cuarto año de su gobierno sobre las tierras del pueblo. Y figuras de renombre como las familias del Granjero El QuepeK´Baj, monjas de las Amrias Santas, y el mismo padre Migajo enviaron cada uno sus cartas con sus peticiones y razones a Haztatlon, estableciendo claramente y punto por punto los defectos de la Alcaldía, con fines de derrocarlo de una vez por todas. Pero poco aliento recibieron al ver una respuesta poco satisfactoria. Parecía ser como si entre el Rey y el Consejo de Reyes no llegasen a un acuerdo, cosa común que pase entre ambas ramas de poder. Prometieron enviar a un emisario a evaluar la situación, cosa que aún no había pasado luego de tres meses pasados. Las esperanzas del pueblo por resolver sus agravios fue poca. Hombres valientes de familias nobles e importantes decidieron ir personalmente a Haztatlon, a resolver el problema personalmente, incluso si esto llegara a significar ser ellos mismos Alcalde. Pero hasta ahora, poco remedio encontraron en los pasillos de Haztatlon, regresando cabizbajos y con poca palabra. Contra el Consejo de Reyes jamás podrían tener alguna voz o voto sin alguna prueba de su capacidad para ser líder, y mucho menos, sin apoyo monetario, y mucho menos, sin las conexiones políticas y sociales necesarias para hacer pasar un mensaje. Cosa que Feliel podría demostrar hábilmente con su currículum impecable. Las esperanzas hasta el momento seguían siendo pocas. Carmella estaba en su sexta década. Pero con sus caras adquisiciones de Erliadon había logrado aplacar las marcas del tiempo con polvos y ungüentos, reduciéndose al menos media década de sus hombros. Quitarse media década no estaba nada mal. Al menos así podría competir contra otras más patojas. La caída de su pelo rubio no le cayó en gracia, razón por la cual su peluca de Erliadon remediaba el problema. Su abanico de Erliadon batía el viento contra su rostro asaltado por polvos cosméticos, mientras su vestido de abuela frustrada le quedaba muy suelto, sintiéndose pesada e inflada. Al verse en el espejo se describía cómo a un volován. Detestaba sentirse como uno. Luego de pegarle un mordisco al bizcocho salteado con azúcar morena y relleno de dulce de leche lanzó una mirada platicadora a Isidora, quien bebía de su taza café caliente de la región sur del Imperio. Dijo luego de saborear el líquido estimulante, «Es que eso simplemente no es normal. Me refiero a que tu esposo ande tratándote con esa indiferencia. No es de los dioses ese comportamiento. Te digo, cuando pasan cosas así es porque algo está mal en la relación. Chulita, es algo que todas hemos vivido en alguna parte de nuestras vidas. Simplemente no es normal. ¿Qué más quieres cómo evidencia?» Carmella cerró su boca al ver que el rostro de Isidora se deformó de mil y una formas diferentes en menos de un segundo. Bebió de su café y volteó a ver a otro lado, evadiendo la mirada clemente de Isidora. Esperó a que Regina finalizara de verse en el reflejo del té que se enfriaba con el paso del tiempo. Cuando Regina se sintió satisfecha con su reflejo dijo, «Mira chulita, cuando el mundo te trata de opacar, tienes que subirte el ánimo y afrontar al mundo con austera fuerza. Digo, cuando a mí me quisieron despedir de mi trabajo en la Alcaldía, me le afronte a Feliel y le dije sus verdades. Se sintió tan complacido al verme reaccionar de una manera violenta que me dijo que mejor me quedara. Que había descubierto en mi nuevo potencial y que deseaba que me quedara para ayudarle a llevar a cabo unos nuevos proyectos en el sector medio del pueblo.» «¿Cuántas veces más tenemos que escuchar esa tonta historia Regina?», dijo Carmella molesta, y siguió su sermón hacia Regina, «Por los dioses, no es natural que nos repitas lo mismo por milésima vez. Digo, por los dioses, no es normal. Ya sabemos que eres la preferida del Alcalde, cosa cual nadie debería de estar orgulloso de serlo, ya que ese hombre es una desgracia a este pueblo.» Varias parejas voltearon a ver a Carmella cuando dijo lo último, ya que pocos se atrevían a hablar de Feliel de mal modo en público. No es algo seguro de hacer estos días. Regina decidió defenderse, al sentirse insultada por el comentario de su amiga, «Eso lo dices porque no eres tu quien en mi posición de trabajo está. Yo veo a Feliel de cerca y sé que es un buen hombre. Lo veo laborar mañana y noche, prendido a su escritorio forjando planes para este pueblo. Todo el día habla de su Plan Mayor y de llevarlo a cabo, y de la grandeza que será media vez se lleve a cabo, y de cómo todo el pueblo se beneficiará de él. Dice que es un plan maestro que ha estado cocinando por años desde que inició su labor como Alcalde, ¿no te parece fascinante?» Isidora agregó, «Bueno, no sabemos qué tan de cerca conozcas a Feliel, solo te digo, ten cuidado, qué el que con poder juega, busca hilos que lo conducirán a hediondos pasillos tarde o temprano. Pero no nos metamos a discutir sobre el Alcalde ahora. Estamos hablando de mí, ¿recordáis? Estamos tratando de solucionar este problema con mi esposo, ¿recordáis?» Carmella replicó, reduciendo la furia de su mente al haber preparado ya fuertes argumentos contra Regina, «Es cierto Isidora, disculpas. Díselo a Regina quien no para de enjuagarse en su trabajo.» «¿Cómo así? ¿Qué significa eso Carmella?» Isidora estaba en sus treinta años, aun lucía la bella figura de sus veintes, las curvas de su juventud tratándola con buenos recuerdos que la acompañan a diario. Lastimosamente su personalidad tan pura e inocente la había llevado a creer en la falsa palabra de un joven de abundante dinero y lujos, con lujuria escrito en todo su rostro que temprano más que tarde llegó a traicionarla con la daga del desafortunado adulterio. Era feliz con él, tan solo deseaba no escuchar los rumores que andaba saliendo con otras. Un breve silencio acaparó la mesa, roto por Isidora quien dijo en un tono silencioso y apenado, «¿Alguna vez escuchasteis algo similar de vuestros esposos cuando estabais recién casadas? ¿Quizá esté en tan solo en una fase de su aceptación de que está casado? Solo digo que puede ser algo común. ¿Alguna?», lo último diciéndolo con un tono de poca esperanza. Carmella respondió con penas derramándose entre sus palabras, «No. No particularmente así. Digo, siempre tuvo una que otra escapada de sus ojos a otras mujeres, pero nunca me llegó el rumor que andaba con otra.» Regina agregó, con menos empatía, «Mira chulita, lo que tienes que hacer es cobrar tus fuerzas, sentirte tan mujer como eres, elevar tus ánimos, retomar la rienda en la relación, y decirle en la cara de tu hombre las cosas como son y cómo te gustan. Si no le parece pues que se joda y que vaya a freír espárragos a donde la vieja de Ramancia. Algo así como yo hice con Feliel el día que me intentó de despedir. Te lo digo, funciona como perla.» Carmella casi salta de su silla al escuchar esto último de la boca de Regina, y dijo, «Otra vez estás hablando de tu fascinante experiencia, por los dioses, Regina, ¡ya basta!» Regina contestó, un tanto enfadada por el comentario, «Pero si es un excelente ejemplo de cómo han de ser manejadas las relaciones. Mira chulita, los hombres son como los aguacates: ninguno sale bueno. Hay que entrenarlos para que entren en sus cabales. Pruébalo, te digo, te funcionará de perlas. Así como a mí.» Carmella botó parte de su café al somatar la mesa con su palma, «¡Ya me tienes harta! Mira que por estas tus cabronadas y tu forma de hablar es probablemente la razón por la cual y de seguro Lulita dejó de juntarse con nosotras. Ya no cuchubaleamos cómo antes. Como han pasado los años…», los ojos de Carmella se perdieron un rato entre la nada, ida… luego continuó, «!Ahora solo se trata de tu y yo discutiendo de tu estúpida experiencia con Feliel! ¿Quién diablos querrá escuchar eso?» Regina dejó caer la boca al suelo, insultada. Luego dijo, cobrando sus fuerzas, «No somos tu y yo chulita, eres tu conmigo. Solo a ti no te parece mi excelente forma de afrontar con los problemas. A Lulita siempre le pareció muy buena mi forma de afrontar las cosas. Ella es algo similar, que le gusta llevar la rienda entre las manos. Seguro así tuvo a Eromes mira, ¡puro aguacate y bien domado!» Carmella abrió los ojos de par en par y dijo, «Primero no hables de los muertos ya que es de mal agüero. Segundo chulita, si tanto te gusta tu historia con Feliel, porque no te acuestas con él, ¡si tanto es tu gusto por el hombre!» Isidora elevó sus manos a sus oídos, y en un súbito estallido emotivo dijo, «¡Callad! ¡Parecéis viejas chirmoleras! ¡Estamos hablando de mí! ¿Recordáis?» Regina dijo, vehemente, «Un momento chulita, pero aquí Carmella tiene algo que nos quiere decir. Dilo. Vamos. Di que estás celosa de mi porque estoy trabajando para el Alcalde y tu no.» Carmella elevó sus ojos al techo, incrédula de lo que escuchó, «Hay no, las cosas que dices, por los dioses Regina. Escúchate por favor. Tan solo escúchate. ¡Eres ridícula!» Regina estaba en su quinta década, con su rostro lleno de vida y de color a pesar de los años. Se había casado a los trece años y a los treinta su esposo fue convocado a luchar en las fronteras contra La Divina Providencia, donde murió con una lanza que le atravesó el pecho. Sus hijos ya eran grandes para ese entonces y vivían fuera del pueblo, quienes visitaban a su madre solitaria una vez al año. Regina había vendido su casa y con el dinero se había retirado a vivir en las afueras, cerca del Cerro del Lechón, en donde atendía sus flores y su granja, daba de comer a los pájaros y a los venados, distrayéndose lo más posible para evitar las alas depresivas de la soledad. Con el tiempo se fue aburriendo, y con influencia de apellidos y posiciones, había logrado conseguir un trabajo en la Alcaldía, donde le pagaban relativamente bien, y donde se enteraba de la mayor cantidad de chismes posibles acerca de lo que pasaba en el pueblo y de su infamoso líder, el Alcalde Feliel. Regina no podría estar mejor posicionada, que con algo de dinero y mucho chisme, estaba hecha para los cafecitos de la tarde. Pasaron unos minutos cómodos de silencio, en donde las amigas cuchubaleras no dijeron nada. Tan sólo resonaron sus voces en placer al probar los bizcochos de dulce de leche, tomar su café del sur, o de beber su té. Fue Regina quien rompió el silencio, «Fue hace dos días que vi a Ramancia entrar a la habitación privada del Alcalde. Oid, estaba yo trabajando como cualquier otro día lo hago, y muy duro y muy responsablemente, cuando por ahí a las cuatro de la tarde vi a una figura negra hacerse pasar por una abuelita encubierta por una capucha. Extrañamente tenía una cita con Feliel, su nombre era algo así como Bangamalona, pero irradiaba una energía rara. Pues la seguí con mis ojos, y se perdió entre los pasillos. Decidí seguirla, y no veis que espiándola, se va quitando la capucha la abuela, ¡y queda resplandeciendo a potencia total el rostro de Ramancia! Yo estaba que me podría haber muerto. Esa bruja andaba con un hechizo sobre sí misma, encubriéndose del público. Pero bien vista me la hice. Y figuraos, no es primera vez que llega esa abuelita. Algo trama con el Alcalde. Y no se me ocurre que es.» Carmella estaba atenta, ojos abiertos, pupilas dilatadas, ésto era lo que había deseado la semana entera, el buen chisme, «Bueno, ¿y no habías dicho que el Alcalde era una gran persona? ¿Qué gran persona merodea en cualquier tipo de asunto con esa bruja? Y ahora dime, ¿qué estaban haciendo, o qué hicieron entre sus fechorías? ¿Crees que estén en una relación íntima?» Regina se sintió honorable y orgullosa al haber impartido un chisme gordo y rechoncho, «No lo creas. Entran a su oficina y platican por horas, largas y curiosas horas. Más no sé, ¡pero me encantaría saberlo!» Isidora agregó, «Ya había escuchado algo similar en el Mercado Central, cuando compraba una bufanda para mi empleada, escuché a un par de vendedores intercambiar rumores. Me llegó el chisme por el viento, y escuché que Ramancia y el Alcalde andaban aliados. Que Ramancia estaba suavizada con el tiempo, y que ya no es tan mala como antes. Decían que habían ido a comprar pociones a su tienda, y se sorprendieron de lo amable que se comportó.» Regina replicó, «¿Ramancia? ¿Cambiar? Eso es como hablar de cavar un pozo en suelo de piedra chulita. No me hagas reír sola por favor. Eso si no la creo. Ramancia nunca cambiará. Es tan oscura su alma como las mantas frívolas de los pasadizos de las tumbas de los asesinos más tenebrosos de todos los tiempos. Pero si ella cobrara su fuerza y tomara control de su destino, ¡lo que podría llegar a lograr sería majestuoso!» Isidora se vio defendiendo a Ramancia, quizá solo por el mero hecho de ir en contra de Regina, «¡La gente puede cambiar! He visto a los peores vagos cambiar a ser los mejores señores… ¿es cierto verdad? La gente sí cambia… ¿mi esposo tendrá la posibilidad de cambiar al bien y no estar con otras mujeres?» Carmella dijo sin interés, «Mira chulita, es cierto que las cosas cambian. Pero hay ciertas cosas que simplemente no se mueven pero ni con la mordida del perro. Creo más posible ver a Ramancia en su fase de arrepentimiento que a tu esposo no saliendo con otras mujeres. Lo siento, pero es cierto.» Isidora casi se rompió en llanto, y respondió, «¿Entonces sí son ciertos los rumores?» «No chulita!», intervino Regina, pegándole una patada a Carmella por debajo de la mesa, «Carmella solo te molesta hombre. Solo estaba haciendo un punto. Personalmente tampoco creo posible ver a Ramancia cambiada. Si eres una bruja es porque desde que eres niña lo traes en ti. Es una de esas cosas que les llaman un «don», no un don como Don Pedro, pero uno de esos regalos con los cuales uno nace y no puede evadir en su desarrollo como persona, ¿me entiendes? Ramancia es bruja y siempre será bruja. Y las brujas simplemente tienen mala fama.» Isidora dijo, «¿Fama? En eso te basas para decir que Ramancia no cambiará, ¿porque las brujas mala fama tienen? Yo sí creo en el cambio, y creo en la bondad de la gente para tender a hacer el bien. Quizás ya esté harta de tanta malicia en su vida y quiera ayudar al pueblo a salir adelante. Ayudar al pueblo que claramente necesita de un empujón. Y a lo mejor y no es culpa del Alcalde que todo esté mal, si no de nosotros, los del pueblo, que nos quedamos sentados viendo qué es lo que pasa, proponiendo soluciones, pero nunca haciéndolas, mientras el Alcalde busca aliados pero no los encuentra, porque todos estamos muy ocupados en vernos bien, en tener la mejor marca de Erliadon, la mejor bufanda, el mejor vestido, la casa más bonita, el mejor carruaje, o en ser la chica más bella. ¿No crees? Somos unos desgraciados materialistas y pesquisidores de defectos, sin antes ver los propios y resolverlos. Estamos estancados...» Regina torció la cara al escuchar las palabras de Isidora, ya que a ella, simplemente no le hicieron sentido, «Puede ser que Ramancia realmente quiera ayudar al pueblo de alguna manera, y que junto con el Alcalde, estén buscando la forma para desarrollar este susodicho Plan Mayor para realzar las esperanzas de San San-Tera. Me parece magnífico si ese fuese a ser el plan entre ellos. ¿A ti no Camella?» Carmella estaba indignada, «A mí lo que no me parece es que yo no me haya enterado de nada de esto. Es un excelente chisme, válido de contárselo a nuestra vieja amiga Lulita.» «Ni lo trates», dijo Regina con una cara de asco y repugnancia, «El otro día llegué buscando a Lulita a la Finca, El Santo Comentario, ¿y crees que me quiso ver? Mandó a su empleada, una chica de Devnóngaron, alta y gorda, llamada Tomasa, quien me dijo en acento de su dialecto que Doña Lula no me podía ver, pero que a lo mejor y regresara en unas horas, porque estaba ocupada en asuntos personales. ¿Puedes creerlo?» Isidora dijo, «Yo si lo creo. He visto a Lulita en el Décamon los sábados y está como deprimida. Cada vez que la miro no ceso de pensar en lo demacrada que se ve. Reza por horas también, ojos bien cerrados, manos apretadas, y no sé si escucho el nombre de Manchego a veces entre sus oraciones.» Carmella agregó, «Manchego, un patojo escuálido, ¿su nieto es creo yo?» «Si si, él.», respondió Isidora, «Cuando me le acercó a saludarla, hace cara de susto y aunque me saluda, hace lo posible por evitar una conversación. Y créeme. No somos las únicas que están siendo evadidas. Corre el rumor que está evadiendo hasta a Migajo, cosa difícil de creer ya que ellos han sido conocidos ya por largo tiempo.» Carmella dijo un poco preocupada por el bienestar de su salvación, «No he ido al Décamon en dos semanas ya. Las cosas a las que uno llega a enterarse ahí. Creo que voy a empezar a ir más seguido. No puede ser que me esté perdiendo de tan buenos chismes.» Regina contestó, no estando enteramente convencida del argumento de Isidora, «Al menos no soy la única en ser evadida por Lula. Pero raro. Todo raro. Todo está raro estos días. El pueblo, la gente, mucha delincuencia. Es hasta difícil salir ahora a caminar tranquilamente, que si no estás en vigilia por algún asalto potencial, casi que los mismos guardas te están asaltando. No, hay que tener precaución.» Carmella asintió, «Totalmente cierto. No había querido decirlo, pero es cierto. Siento como que hay más mal en este pueblo. Los días son más oscuros, aunque asoleados. Las calles están más vacías. Cada día se escuchan de unas cosas terribles que pasan en el sector pobre. Muertos de muertos, apuñalados o violadas. A veces también en el sector medio, de cómo asaltaron a una casa o de cómo secuestraron a no sé quién. Es terrible. La seguridad está flaqueando. Todo culpa de tu súper Alcalde.» Regina casi saca los puños y dijo, «Ya te he dicho que no lo critiques, tu no lo ves como yo lo veo. Yo sé que trabaja duro. No te conté pues, de este Plan Mayor que tiene que dice que nos llevará llevar a la gloria y a la fortuna, que todos los de este pueblo nos veremos beneficiados. Y con la ayuda de Ramancia de seguro las cosas se pondrán buenas. Si yo lo miro, embebido en su escritorio todos los días. No me digas que no hace su trabajo, porque si lo hace. Hay que tener fe en las cosas y en la gente. Y yo lo siento, sé que las cosas van a caminar hacia el bien. Hay que tener fe en la gente.» Isidora afirmó, «Es cierto lo que dice Regina. Sin fe, no hay esperanza. Y sin esperanza, no hay pasión. Además, no solo hay que culpar a Feliel, también hay que aceptar que estamos en tiempos duros y que el número de pandilleros de la mara Burhla incrementa todos los días. Ese puede ser un factor contribuyente importante.» Carmella no estuvo convencida, «Si, puede ser. Entonces hay que culpar a Félix, el Alguacil. Claramente no hace bien su trabajo.» Regina casi tuvo un infarto, y sudando la gota gruesa dijo acercándose a sus amigas en queda voz, «¡Mirad quien entra, es Lulita!» Carmella se ajustó el vestido rápido, esmerándose para que la marca de su vestido estuviese visible al ojo pelado, especialmente el pequeño escudo que demarcaba que era hecho en Erliadon. Puso su abanico sobre la mesa y procuró ponerlo en una posición como para que pareciera estar ahí por mera casualidad. Y por supuesto, su abanico nuevo resplandeciendo el gran escudo de Erliadon. Isidora no hizo más que emocionarse, ya que Lulita le parecía una excelente persona. Regina, simplemente se hizo la desinteresada y la muy valiosa, cuando en realidad, estaba ardiendo de la emoción de hablarle a su vieja amiga. El día estaba asoleado y las flores mostraban un alumbre puro y sencillo. Sus colores no pretendían manchar el mundo ni opacar a otros, simplemente brillaban como debían, honestas y privadas. Privados los colores para aquellos con la decencia de voltearlos a ver, eso es, la mayoría de la gente. Los árboles brotaban de sus frondosas ramas una flor color rosado, asemejando pañuelos fijos por dos dedos aristocráticos. Las flores y sus faldas largas de pétalos batientes contra el viento danzaban una melodía inaudible, de vientos soplando entre vientos, esquivando entre apretones y emergiendo en preludios sinfónicos. El color rosado de las flores recordó a Lulita los efectos que la poción de Ramancia estaban haciendo sobre la Chichona. Gracias a los dioses desde luego ejerció un favorable efecto en su salud. Ya con años de experiencia, Lulita sabía perfectamente la secuencia de eventos que seguirían la recuperación de la gallina luego de caer en malignidad, eso es, cuando se aplica la poción de Ramancia. La Chichona aún estaba en la primera etapa de su recuperación. A gusto de Lulita, se estaba demorando mucho tiempo en mejorar, pero había que recordar que Chichona es una gallina vieja y simplemente las cosas nunca funcionarían como en su juventud. Sus plumas aún seguían cayéndose de su cuerpo, una por una. En los buenos y viejos tiempos cuando Eromes aún vivía, la Chichona era una de cuatro gallinas favoritas. Las cuatro eran adoradas por Eromes, y los tiempos eran buenos, fuese invierno o verano, otoño o primavera, ya que, sin importar algún factor externo, siempre ponían huevos grandes. Lulita recordaba de los tiempos cuando Eromes solía sostener el huevo contra el sol, sopesando su alimento, admirando su valor. Solía gritar desde los campos, «¡Lulita, los huevos están fritos!» Lulita sonrió con tristeza del recuerdo. En todas las gallinas habían usado pociones de Ramancia cuando decaían enfermas, la magia en acción haciendo su efecto completo en semanas. Pero ellas estaban en alguna otra Finca. Lulita las había vendido, y a un alto precio, para mantener la Finca luego de la muerte de Eromes, cuando la decadencia de la Finca el Santo Comentario inició. Hay que hacer notar el hecho que en aquellos días las pociones de Ramancia eran mucho más fuertes y mejores. Cargaban mucha más magia por gota, y de lo potente que eran, que el que cargaba el frasco podía llegar a sentir como la sustancia deseaba flotar a voluntad propia Ya habían pasado cuatro semanas desde que Mancheguito había aplicado la poción en Chichona, y aun, los cambios eran escuetos. Lulita solo podía considerar dos posibilidades, mejor dicho, tres posibilidades, o la poción tenía menos magia porque Ramancia está perdiendo sus poderes, o la Chichona estaba muy vieja, o Ramancia estaba en la quiebra y estaba diluyendo su magia, adulterando el producto original. No lograba pensar en otras razones, y quizás, lo más probable, era que la Chichona ya estaba caducando su estancia en el mundo. Aunque nunca evadía el rumor que la bruja de Ramancia estaba cambiando hacia el bien. Cosa que Lulita dudaba mucho, pero que podría explicar muy bien la falta de potencia en su poción. Pero las gallinas de la Finca el Santo Comentario eran reconocidas por su longevidad. Quizás porque Sermer Merfel Wilkot, el fundador de la Finca, había llegado al centenar de años y aun dirigiendo la Finca, al igual que su hijo Ermeos, y de él su hijo Esomer, y así tuvo que haber sido el destino de Eromes, longevidad. Trágicamente, murió a muy temprana la hora. Eso sí que es una cosa lamentable… Lulita entró a la panadería «La Panificadora». El aroma a pan recién horneado y a la brasa resonaba en ecos audibles en olfato suculento. Tomó una canasta para recolectar el pan deseado, e inició las rondas entre los canastos entre donde los panes se mostraban. No le extrañó ver el pan un tanto aviejado, quizás de ayer, o peor, de anteayer. Cosa común estos días en la panadería de Bambolino, quien por alguna razón, había decaído en estos últimos cuatro meses. Lulita había hablado con Katrina, la esposa de Bambolino, quien le había contado a escaso detalle que Bambolino sufría la pérdida de su hijo mayor, Augustus, durante la convocatoria de este invierno, que inició hace cinco meses. Mensajeros habían arribado al pueblo contando que el movimiento pronto cesaría y que los convocados regresarían a casa en pronto. Y la noticia fue buena y los pueblerinos, en especial, pueblerinas madres regocijaron e pleno gozo. Pero al mismo tiempo, mensajeros vistiendo negros atuendos arribaron con la grave noticia de aquellos fallecidos en el intento de guerra, contando que los hijos del Imperio lucharon con abundante furia, y que no defraudaron a su nación. Que con su muerte plasmaron el significado mismo del Imperio Mandrágora, un Imperio fundado en la libertad del hombre luego de haber derrocado a Aquel cuyo nombre no se habla en la Batalla de Mauralgum, hace mucho tiempo atrás. Y que como sus ancestros ellos igual murieron en batalla, defendiendo la causa que los mueve día a día: libertad. Bambolino, padre del difunto Augustus, y seguramente no único padre de familia perdiendo a un ser querido en la convocatoria reciente, lloró por días y noches, tomando la noticia a pecho en grave, y a grave pecho desamparando su llanto en pecho ferviente, latiendo su pobre corazón a dolencias graves. Katrina, esposa de Bambolino, estaba entrenada por el tiempo contra estos sucesos, ya que ella, desde que es una niña, había visto cómo sus padres lloraban la muerte de sus dos hermanos grandes ante una convocatoria. Ella tenía el cuero engruesado y aunque sentía mucho el evento, sabía que ciertas cosas en la vida son inevitables. Y precisamente por eso se había endurecido, había de evitar caer en depresión y dejar que las cosas manipulables por uno, como el negocio, decayeran a ruinas. A consecuencia de la depresión de Bambolino, su negocio que esencialmente corría en base al esfuerzo familiar, el pan no estaba rindiendo su más lúcida cara. El panadero mismo estaba sufriendo los efectos desastrosos: que cuando antes estaba nítido y lúcido mientras horneaba, su vestimenta blanca y pulcra, ahora lucía sucia y descuidada, con manchas que parecían ser rastros de sangre y moho. Su bigote estaba desproporcionado de tamaño, pareciendo un rastrillo roto y alargado, los pelos más largos como púas amenazando punzar a cualquiera que intentase una conversación con el panadero. Su mirada estaba perdida en una región intocable, remota a toda noción real. A causa de esto, Bambolino y su aclamada fama como el mejor panadero estaba decayendo, y el chisme corrió como rayo por el pueblo, y ya los efectos cobraban su precio mordaz. Otras panaderías estaban incrementando su popularidad, ganándose entonces clientes que ignoraban los problemas internos del negocio, y deseaban al menos pan fresco diariamente. Los panes carecían de ese toque final, ese amor embebido, esa fineza de ingrediente esencial que todo conlleva cuando se hace con pasión. El pan resultaba seco y desabrido, insulso y a veces con presencia de un algo que no se lograba descifrar, o más bien, a veces no se deseaba conocer de su origen por un aspecto mero ponzoñoso. En pronto y estaría vacía la panadería si seguía a este paso. Pero Lulita amaba a la panadería La Panificadora, ya que, desde que es joven a estado viniendo a la tienda. Ella le compraba al padre de Bambolino, Sandolino, un hombre gordo y alto que siempre estaba sonriente y positivo, llevando su gordura con honor clamando ser de familia. Para él la gordura era belleza, pero su esposa, Isabella, era flaca y enana. Cosa que engendro a un Bambolino alto y flaco. Si las cosas continuaban así de mal, a Lulita no le iba a quedar de otra más que largarse a otra panadería, aunque le doliese en el alma tener que hacerlo. Pan fresco y deseoso era cosa necesaria en casa. Como siempre dentro de la panadería La Panificadora, a las cinco de la tarde, la mayor parte de la sociedad de clase alta estaba refaccionando en la cafetería del lugar, todos tomándose la clásica taza de café del sur del Imperio, donde crece sabroso y aromático por el clima frío y de altura, a combinarlo con un bizcocho de dulce de leche, famoso por su exquisito sabor. Estaban los padres de Findus, Glindus y Loela, estaban los padres de Luciella, Vilma y Hector, y entre otras personas, en especial, las inseparables cuchubaleras de Carmella, Regina, e Isidora. Lulita era una de las cuatro amigas que cuchubaleaban cada semana en La Panificadora a las cinco de la tarde. En un tiempo juntaban todas dinero y una de ellas compraba algo con él, y así cada semana se iban rotando. Pero con la decadencia de los negocios y el trágico sucumbir de la Finca a un estado frágil de estabilidad económica, Lulita se vio obligada a retirarse de tales aportes extras de coronas, y aunque aún iba a los cuchubales, las cosas simplemente no eran iguales. Y nunca serían iguales otra vez. Ella había cambiado, mientras sus amigas permanecieron iguales. Ella había cambiado con el paso del tiempo. Se había enflaquecido y había perdido gran parte de su gracia y su color. Su humor no era el mismo, y no se sentía cómoda entre ellas. En especial, porque Carmella se trataba de marcas y ornamentos. Regina le caía bien, pero era temática. E Isidora era la que mejor le caía de todas ellas. Pero desde que se la encontró espiándola la última vez en el Décamon había cobrado cierto grado de enojo contra ella por ser tan entremetida. Carmella dijo, «Ay no, ¡miradla! Está comprando solo pan francés y de ese pirujo a base de agua. Cómo que los rumores son ciertos, a la Finca el Santo Comentario le está yendo mal pero mal. Para que esté comprando de ese pan y no de los mejorcitos, como el de multigrano o seis semillas, significa que tienen poco dinero. Yo en mi casa solo multigrano como. Es rico. El más rico de todos.» Regina dijo un poco molesta, «No seas tan materialista Carmella. Es desagradable cuando haces ese tipo de comentarios. Lo que sí puedo ver es que está vistiendo el mismo suéter de la pasada vez. Y mira, tiene un par de hilos por fuera y no sé ni que marca es. A de ser hecho de alambre o algo así, se mira tieso y mal usado. Hay no, esta Lula debería de preocuparse más por cómo se mira. Especialmente cuando viene a lugares tan importantes como éste. ¿Qué pensará la gente de ella? ¿Crees necesario decirle? Ay no, tienes razón Carmella, les está yendo mal en la Finca.» Isidora no hizo más que fruncir el ceño ante el comentario de sus amigas, y permaneció observando a Lula comprar el pan, con un grado inaccesible de simpatía en sus ojos. Pensaba bien de Lulita. Ella era una mujer luchadora. Y lo que no sabía Carmella y Regina era que el suéter que llevaba puesto había sido hecho con sus manos, a pura lana de oveja, casi que exclusivamente de casimir. Un material muy caro y escaso. De reojo Lulita supo que la estaban pelando. Quiso ignorarlas por completo, pero su presencia permaneció en su mente como una cosa que no resuelve pronto, y se vio obligada a entiesar su postura para no voltearlas a ver ni por accidente. Sabía que estaban las tres viéndole, esperando ese momento oportuno donde cruzarían ojos para saludarle, aunque hipócritamente, y así ella se miraría obligada a ir con ellas y hablarles un tiempo. No deseaba hacerlo, pero no hacerlo significaría un insulto grave. Y eso tampoco deseaba. Aun las consideraba sus amigas. Aunque eso ellas no lo saben. Lulita pagó tres coronas por el pan, Bambolino agradeciendo por su compra. Los ojos del panadero le parecieron ser un abismo de flores que recaen desde luego muertas, vecinas a la tumba que intentaron decorar, en donde reposa en eterna somnolencia el ser alguna vez amado. Sintió que los ojos del panadero pulsaban, junto con el corazón, una tristeza que remediaba lentamente un fuego opresor. «Muchas gracias, que esté bien.», le dijo Lulita intentando provocar una sonrisa en el rostro de Bambolino, pero lo único que obtuvo fue un sombreado negro emanado de las ojeras profundas de sus ojos. En sus ojos se hicieron manifiestas un par de lágrimas que no culminaron en flujo, y dijo Bambolino, levitando parte de la sombra que lo engullía, «Es usted Doña Lula, ¿verdad? La señora que le compraba pan a mi padre, Sandolino, cuando los tiempos eran buenos y el pan estaba tan fresco como la brisa del mar en alba. Me recuerdo de usted cuando yo era tan sólo un joven. Gracias por tener fe en nuestra panadería. Y siento, por alguna razón, que le debo una disculpa por la apariencia que llevo estos días. Es solo que… nunca había estado tan triste en mis enteros días, hasta ahora, que realizo, que amaba a mi hijo único, Augustus, y que nunca, incapacitado por la pena y la timidez, le dije algo que sugiriera que lo era cierto. Y sabiendo que ahora, de lo duro que me ha mordido esta desgracia, aprendo a saber que más vale hacer las cosas con miedo y coraje, que no hacerlas del todo. Y es así como ahora lo estoy, arrepentido y devastado, sintiendo como si pude haber dado más. Y por eso a usted Doña Lula, le agradezco. Ahora veo el mundo con otros ojos. Siempre es posible que usted o yo nos vayamos del mundo en el momento inoportuno, y nunca haber tenido el coraje de decirle lo que le digo ahora. Que usted también esté bien, y que los dioses, en especial, el de la luz, Alac Arc Ánguelo, esté con usted.» Lulita se quedó paralizada, y en efecto algo apretaba su garganta. Sonrío a medias sintiendo su rostro torcerse de mil formas, y dándose la media vuelta se encaminó a la salida de la panadería. Se sentía sonriente, pero bien sabía que no lo estaba; por dentro se remordía más que mil perros mascando una presa. Estaba al borde del llanto. Sin saber el porqué, la imagen de Eromes arribando de pronto en sufrimiento, al borde de la muerte, surgió en su mente con intensidad. Quizás ella sentía que le hizo falta decirle algo a su difunto marido… O quizás le hace falta decirle a Manchego que lo ama. Porque así lo es, y cada una de sus acciones lo comprobaba cierto. Lo ama. Aunque no hijo suyo, lo protegía como tal. Con el amor que hacia Manchego promulgaba, ella se ha sentido desde entonces como una madre verdadera. Carmella casi salió corriendo tras Lulita para decirle que por favor las llegase a saludar. Lo cierto es que le extrañaba, algo difícil de aceptar, especialmente a alguien ya no tan bien vista por la sociedad. Carmella fue frenada por varios estímulos distintos, entre ellos, pensamientos absurdos como: ¿Qué pensarán de mí si saludo a alguien mal vista por la sociedad? ¿Creerán que somos realmente amigas? ¿Alguien hablará mal de mí? Pero Carmella fue golpeada severamente por su corazón, porque la realidad es que la extrañaba mucho, inclusive, más de lo que ella estaba dispuesta a admitir. ¿Pero por qué? ¿Por qué extrañaría a alguien como ella? La respuesta llegó con un golpe eléctrico a su mente: es por su forma de ser. Su capacidad de ser tan razonable y tan comprensiva. Lulita siempre fue una de aquellas que con una sonrisa recibe a las personas, que no condena ni reclama, que no critica ni reprocha. Nunca supo realmente la razón por la cual Lulita las abandonó. Eso quizá le dolía más que cualquier otra cosa. Que alguien como ella las haya dejado abandonadas. ¿Qué cosa podría significar? Y viéndole el rostro a Regina e Isidora, sabía que el sentimiento se justificaba cierto para cada una de ellas, que cada una la extrañaba por igual. No estaban completas sin Lula. Lula siempre jugó el papel tan importante de moduladora, siendo siempre imparcial, haciendo comentarios justos e inteligentes, trascendentales y exentos a lo mundano. Sin ella, Carmella se sentía cómo el escombro del pueblo, fría, frívola, y existencialmente vacía. Quizás algún día, junto con Regina e Isidora, llegarían a la Finca El Santo Comentario, a estar con ella en alguna naranja tarde, con una magdalena de postre y galletas para su casa, y juntas renovarían aquellos viejos días del buen chisme y de la plática profunda. Aunque las cosas nunca serían iguales, al menos, tendrían la noción de estarse transportando a un mejor pasado. Memorias, eso estarían haciendo, relevando memorias, y juntas, transportándose a ese especial sitio en donde conviven de jóvenes y energéticas la jovial aventura de intercambiar pensamientos sin alguna barrera. Serían amigas, como lo eran. Carmella se recordó de Lulita en sus mejores días. Se recordó de Eromes cuando aún vivía. Se recordó de aquellos días tan gráciles, fluyentes, y de poca tirria. Algo tocó las puertas de su corazón. «Chicas… estuvo rica la refacción. Pero temo que es hora de partir.», dijo Carmella, impulsada por una súbita explosión de iracundo anhelo, «Tengo que estar en casa. Quiero estar en casa. Nos estamos viendo.» Regina e Isidora no cuestionaron a Carmella, porque ellas sintieron lo mismo: una urgente noción de querer estar en casa con los seres que más aman. Por alguna razón, haber visto a Lulita las hizo reflexionar. Dejaron la paga sobre la mesa, y se largaron sin una palabra más. En silencio, cada una se despidió. Por primera vez en miles, nadie fijó una fecha para la próxima junta. Esa noche, Carmella sentada en su sillón de pieles y alfombras importadas de Erliadon, con candelabros de plata y arte valorado por mil veces su materia prima, estaba perdida e hipnotizada por el cambiante fuego de la chimenea, cual danzaba melódicamente al canto de alguna mística balada. El fuego danzaba, casi ritualmente, bordeando con manos calientes la madera en transición a ser ascuas. El fuego fue el farol a su alma perdida, cual buscaba entonces un sentido mayor en la vida. El catalizador fue quizá el silencio. Quizá el cantar del fuego en susurros. Esta clase de silencio fue a uno al cual nunca antes había estado expuesta. Siempre había rodeada de música, de bufones, de fiestas, y de chismes. El silencio estaba haciendo en su persona lo inimaginable, en donde, como con pico de pájaro carpintero, insensatamente punzaba esa barrera en donde reposaba su profundo ser. Y vez tras vez algo suyo, de los recovecos más recónditos de su ser, intentaba perforar a un sentido universal un algo que por mucho tiempo ha estado reposando durmiente. Pero fallaba, vez tras vez fallaba esta cosa que tan solo deseaba liberarse de una prisión. Nunca había llegado a sentir una tal ausencia hacia esta cosa que le parecía, tan de pronto, hacerle falta. Pero, si antes de llegar a su casa compró nuevos zapatos, nuevos pantalones, una nueva bufanda, nuevos sartenes, una nueva falda, nuevas alfombras, y un nuevo sombrero. ¿Cómo podría sentirse mal? Ninguna de sus nuevas adquisiciones había logrado remediar esa ausencia de ‹esa cosa› que siente que le hacía falta. Creyó que era por falta de comida. Comió. Compró la comida más cara para llevar a su casa. Nada resolvió el problema. Jamás supo que tal cosa podría llegar a sentirse, y que esta sensación fuese tan martirizante como la muerte de un ser querido. Y para su desdicha, no lograba definir esa cosa que le hacía ahora falta. Y sintió, vívidamente cómo algo en su persona intentaba perforar a un mayor sentido de la vida, siendo éste algo tan terco que pegaba incesantes veces contra una barrera que, y a lo mejor, ella misma creó algún día. Súbitamente sus memorias la transportaron a su infancia. Se recordó de aquella presencia en su ser: ella misma. Aquella que le susurraba cosas bellas del universo cuando apenas era una niña. Aquella voz interna que le sugería maravillarse por el mundo que le rodeaba. Aquella vocecita interna que aprendió a opacar cuando estaba en silencio y a solas, porque esa vocecita le cuestionaba su existencia, le cuestionaba su vida y sus quehaceres, le sugería hacer cosas que no estaba a la moda, y cosas, que seguramente a la clase alta le hubiesen disgustado. En aquel entonces enterró a aquella vocecita, y día tras día la fue martillando, creando un calabozo profundo en los escombros más recónditos de su ser, donde jamás de nuevo pudiese surgir a la superficie a soltar una sola palabra de indeseado valor. Pero ahora, esta vocecita era quien quizá había cobrado súbita vida, que amándola eternamente, rápido a su auxilio buscaba ir. Su vida, su existencia entera, hasta el día de hoy, cuando vio a Lulita en problemas existenciales, notó curiosamente que ella también estaba en problemas existenciales. Que toda su vida ha sido tan frívola como la de los demás. Ella era una más de lo común. Algo más de lo empírico, de lo típico, ella se sentía entonces una esclava de la multitud. Que complaciendo a las masas feliz lo estaba, ¿¡Qué tan errónea pudo haber estado!?. Durante todo este tiempo había complacido a las masas, ¡y ahora se vino a pegar el sopapo que toda esa noción jamás la hizo feliz! Sabía bien que ‹esa cosa› que la buscó con fuego y candente furia era la clave para iniciar su búsqueda hacia la felicidad. Era ya la hora de escuchar a su profundo ser. Debía de perforar esa barrera hasta llegar al meollo del asunto y realizar que es lo que ahí, profundo, que dormitando durante todo este tiempo en silencio, está. Cruzó los brazos y las lenguas danzantes del fuego en muerte le hizo desear lanzar otro madero para avivar su llama. Pero no. ¿Qué tal si lo dejase morir? Era eso lo que debía de hacer con el animal violento que ella había forjado con todos estos años, un fuego que opacaba lo de abajo, a las brasas de su ser, que es lo que realmente nutre a la llama, la verdadera vida, el verdadero origen del fuego. Las llamas danzaron violentamente, pidiendo a su creador más y más leño para arder. Pero Carmella no lo hizo. No nutrió a las llamas. Y esperó. Esperó a ver que pasaba cuando el animal fogoso muriese. La muerte de las llamas dejó cenizas y carbón. Carmella no lo creía. No podría ser que ese fuera el fin, y dentro de si algo le gritaba que por favor le metiera más leño para avivar el fuego. Pero no. No lo hizo. Sopló fuerte, a todo pulmón, y ceniza voló entre la sala, manchando alfombras y fijándose en mesas. No le importó. Esto era mucho más importante. Esto definiría su existencia de hoy en adelante. Esto era el portal hacia la felicidad verdadera. Sopló de nuevo, haciendo todo esfuerzo para lograr encontrar la brasa. Pero fue fútil y se sentó, deprimida. Inició a dudar de la nueva luz que creyó haber visto en esta comparación de su vida con las llamas. Volteó a ver el reloj, que toquiteaba sin cesar. Era ya tarde. Nunca se había desvelado hasta estas horas. Volteó a ver, y una escama de dorada y roja ascua la estaba contemplando en silencio, sumergida bajo la ceniza, tímida quizá por su lumbre. Se quedó perpleja. No sabía cómo reaccionar. Era simplemente bella. Sintió vida en las brasas. Pasión viva e intensa, llena de alma y fuerza. Fue como si la brasa la encontró a ella. ¿Es eso lo que debía de hacer? ¿Dejar que ‹esa cosa›, la vocecilla de su profundo ser, la encontrase? Soltó todas sus preocupaciones y se dejó llevar por el momento, y fluyó consigo misma. Al inició se asustó. Jamás había sentido esa conexión. Le dio miedo el silencio. Fue aterrador. Pero venció los miedos, esperanzada por una luz naufragante. Cerró los ojos y se sintió transportada a lo lejano, desconocido, y misterioso. Y aun así, por más extraño que le pareciese el momento, fue este algo tan reconocible como la sombra que la sigue a todas partes. La vocecilla emergió por si sola, como una boya en el mar lo hiciese. Se dio cuenta de que aquella realmente jamás estuvo encerrada. Siempre estuvo, presente en todo momento. Simplemente no estaba siendo tomada en cuenta. La vocecilla cobró fulgor al ser convocada. Era bella y resplandeciente como el caer de aguas celestes de un manantial creciente. La voz irradiaba luz propia y divina, una sustancia dulce y nutriente que la hizo sonreír y llorar, aunque no lo supiese conscientemente. Abrió sus brazos y se dejó llevar por los secretos de ‹esa cosa›, de esa voz, de su yo interno. Su cuerpo entero se vio bañado de una nueva energía que la potenció a navegar en proa al viento agraciado de la fortuna. Se aceptó. Aceptó a la vocecilla como cosa propia. Algo pareció cobrar intensidad celestial. La unión con ella misma fue angelical. Abrió los ojos, y supo exactamente lo que debía de hacer. Debía de empezar a escucharse y aprender. Aprender de ella y vivir su vida al unísono consigo misma. Convertirse en un ser armónico e íntegro. Se levantó sin algún argumento, sin alguna duda del silencio que gobernaba imperante, y se fue a dormir. Supo que de ahora en adelante, las cosas serían un tanto diferentes. Agradeció a los dioses por la lección. Agradeció a Lulita. Para su sorpresa, por primera vez, durmió en paz. Ausente de toda voz externa a su ser, ausente de preocupaciones, ausente de la fatigante sensación que estaba faltándole algo. Ella, y solo ella restaban en su mente. Llegó la hora de la unificación. Manchego se había visto en la incómoda posición de haberle tenido que decir a Luciella que no iba a poder verla tan a menudo, o al menos, ya no todos los días. Ahora estaba trabajando los campos mañana y tarde, y el tiempo se pasaba volando, como los pájaros del cielo, que van y regresan y en la tarde se incuban en las ramas de algún árbol, a descansar el precio de las labores del día. Al inicio Luchy se comportó indiferente, diciéndole con orgullo reproche, «Muy bien. A mí me da igual, verte todos los días o no. Yo solo te busco porque no tengo nada más que hacer. Y en realidad, tal vez sea hasta mejor no vernos tan seguido. Quizás mi mami pueda usar mi asistencia en la casa. Quizás retorne con ella a la tienda a vender dulce de leche. No, pero tú anda. Si tienes que hacerlo es porque así son las cosas. No te queda de otra. Por mi ni te preocupes. Yo tengo mucho que hacer también. ¿Crees que eres el único ocupado aquí? Mis días no pudieran estar más cargados. No, ni te preocupes. En serio. No necesito de nada ni de nadie.» Manchego se había sentido un tanto rechazado, pero algo en los ojos de Luchy le dijeron que sus palabras eran las opuestas a sus deseos. Luchy tendía a hacer eso. A decir una cosa pero realmente querer decir otra. Y a veces, le reclamaba de no poder comprender esto a primeras. Si ella le decía, «estoy aburrida y quiero dormir», ella le reclamaba más tarde por haberse ido de su casa, y le reprochaba por no haberle comprendido el verdadero mensaje, «Quiero que hagamos algo porque me gusta estar contigo.», luego para reclamar, «¡Es que vosotros los hombres sí no entendéis nada!» Esa vez se enojó con él. Manchego desde ese día siempre intentaba darle vuelta a todo lo que Luchy decía. Hasta el momento no le había acertado a alguno de los acertijos. Luchy siguió llegando todos los días por las tardes a buscar a Manchego, y siempre lo encontraba en las mismas: trabajando la tierra con Tomasa. «¡Perdón Luchy! ¡En serio perdón! ¡Tal vez mañana logre finalizar antes!», le gritaba un enlodado y sudado Manchego, quien si mucho le dedicaba un vistazo de su tiempo. Luchy se sintió rechazada, y a ella, nadie la rechazaba. Ella era la chica más linda y popular de la clase, y que alguien como Manchego la estuviese rechazando, al punto donde ella le estaba buscando, era simplemente imposible. Luchy cobró fuego, somató su pie contra la tierra, apretó sus puños, y estiró sus brazos a los lados, su rostro una máscara de furia, «¡Manchego! ¡Ven para acá en este instante!» Manchego levantó su rostro sudado, y dijo, «¿Qué dices? ¿Qué? No te oigo. ¿Estás enojada?» Luchy casi revienta iracunda, y soltando su energía caminó hacia Manchego, se paró frente a él, y somató su pie contra la tierra, arruinando la montaña de tierra que Manchego llevaba minutos armando para sembrar una semilla, «¡Tu! ¡Tú! ¡Suelta esa pala en este instante! ¡Tú! ¡Manchego! ¡Eres un chico insolente, egocéntrico, orgulloso, enojado, injusto, egoísta, presumido y vanidoso! ¡Este comportamiento es inaceptable! ¡Ya estoy cansada y harta de estarte viniendo a buscar¡ ¡y tú! ¡Tú tan solo me ignoras como si no te importase! ¡Te la pasas en tus pinches tierras! ¡Pues si no me quieres ver, eso mismo obtendrás! ¡Adiós! ¡Urrgggghh! ¡Hombres!» Luchy se marchó con rayos emergiendo de su cabeza, centelleando como tormenta impetuosa. Manchego no comprendió. Tomasa sintió la bofetada de palabras, inclusive sintiendo un poco de lástima por el pobre niño. Manchego pareció contemplar la situación, pero falló en comprender el contenido real del evento, e impulsado por continuar sus labores, para algún día salvaguardar lo que sería de él, siguió laborando. Esa noche se fue a su alcoba, a dormir. Pero el sueño no vino. Pensaba en Luchy y en su reacción tan fúrica. Y cada vez que en ella pensaba, su estómago daba vueltas y sentía algo rarísimo en su profundo ser. No creía nada de lo que ella le dijo, no se consideraba una persona egoísta ni egocéntrica. Quizás se lo había dicho tan solo porque estos días realmente no había podido verla. Y era cierto, se la pasaba todo el día trabajando las tierras. No había momento del día en que descansara, salvo a la hora del almuerzo, y en las tardes cuando terminaba. Usualmente se sentía demolido por el trabajo del día y prefería dormir durante las noches. Esa noche no durmió del todo, y lentamente una preocupación paralizante crecía en su mente. Estaba realmente preocupado por su amistad con Luchy. Por nada deseaba perderla. Se sentía culpable. Era culpa suya. Todo era su culpa. Por estar trabajando tan fuerte no había podido atender a su única y mejor amiga. Se sentía muy mal, y un nudo se acrecentó en su garganta. Un sueño extraño llegó esa noche. No se recordó de su contenido. Con amarga energía se levantó al siguiente día, a seguir trabajando los campos. Durante su hora de almuerzo le pidió permiso a Lulita para ir a visitar a Luciella. «Porque mijito, ¿paso algo?», preguntó Lulita, un tanto preocupada. «No abuelita, todo está súper.». Contestó Manchego, optimista. Lulita sabía que no era cierto. Algo que jamás pudiese hacer Manchego con proeza era mentir. Su rostro simplemente revelaba todo aquel sentimiento veraz. Lulita olfateó con su minuciosa percepción que algo sin duda había pasado entre los dos amigos. No preguntó más, que no deseaba atormentar al pequeño con sus lanceoladas preguntas, y tan solo le deseó lo mejor en su empresa. Durante el camino hacia la casa de Luchy su mente no cesó de embestir aquellos pensamientos que le revelasen la verdadera intensión de las palabras que Luchy le lanzó con púas. La mayor parte del camino se mantuvo cabizbajo. Al llegar a casa de Luciella fue atendido por la mucama, Emilia, «Dice Doña Luciella que no tiene tiempo ni ganas de verle. Que está ocupada y que mejor regrese otro día. Que está atendiendo a unos amigos del colegio.» Manchego sintió una congoja ensartarse entre su pecho. Perdió toda aquella ilusión impetuosa que le llevó hasta la puerta de su amiga con fines de recuperar su amistad. Sus ojos se llenaron de secretas lágrimas miedosas de expresar el verdadero sentido de su humedad. Agradeció en callada forma, con los ojos creando un ademán palpable, mientras el melodrama, Emilia sintiéndose terrible de ver a Mancheguito irse cabizbajo, brazos colgando, hombros decaídos. Manchego supo que su hora de almuerzo había finalizado y que debía de regresar a trabajar los campos. Lo sabía. Lo sabía. Nunca tuvo que haber rechazado la atención de Luchy. Y ahora, ya estaba con otros y otras en su casa, quizás comiendo dulce de leche con champurradas, o jugando al escondite, mientras que él, estaba matándose por trabajar los campos, sin tiempo para ver a sus amigos, sin tiempo para jugar. ¿Qué amigos? Él no tiene amigos. Su única amiga era Luchy, y a ella la había perdido. ¿A quién entonces acudiría ahora para compartir sus aventuras? Lo que no supo Manchego fue que en la ventana del segundo nivel de la casa de Luchy, estaba ella escondida, viéndolo, remordiéndose terriblemente, deseando bajar y abrazarle como siempre cuando se saludaban cada día. Luciella se mordió el labio, y supo que había sido demasiado fuerte con Manchego. Se sumergió a su cama, y con su cara contra la almohada, se puso a llorar. Emilia llegó a su habitación y le dijo, «¿Y por qué no le va a buscar pues mamita. Vaya hombre, que nada pierde. Algo que yo he aprendido con mis años es que a los hombres hay que tenerlos pero del mocho. Y mire que este Mancheguito promete ser algo cuando crezca. Más vale que cerca lo mantenga o mire mijita que se lo van a quitar.» Luciella volteó a ver a Emilia, cuyo rostro seguía rosado y tierno, húmedo de lágrimas, y le dijo, «No me gusta Manchego, y usted lo sabe. Es solo que me siento tan mal por haberle hablado tan fuerte Doña Emilia. Me siento tan mal. Soy un monstruo, ¿vio cómo se fue? ¡Se miraba tan triste! Ay no Doña Emilia, ¿que hice? ¡Le herí! ¡Pobre Manchego a de pensar tan mal de mí!», y de nuevo hundió su rostro en la almohada, a soltar las mil y una lágrimas a moco tendido. Emilia le dijo, mientras acariciaba su espalda y tiraba de su cabello castaño, «Ya va a estar mamita. No se preocupe. Estas cosas a veces pasan entre amigos, y no siempre es para el mal. Muchas veces ayuda a fortalecer amistades. Tranquila, no hay nada que con el corazón se haga que no se pueda remediar. Usted ni se preocupe mamita que todo va a estar bien. Igual, Manchego está tan enamorado de usted mamita que no necesita preocuparse por perderle. Ahí estará, esperando su llegada con el corazón en la mano.» Luchy elevó su rostro esperanzado, «¿Usted cree eso Doña Emilia? ¿Usted cree que le gusto?» Emilia hizo un ademán de sabelotodo, «Ay no mamita, aun les falta tanto por aprender de la vida. ¿Quiere que le prepare un tecito caliente? ¿Si? ¿Manzanilla está bien?» Luchy restregó sus ojos con las mangas de su blusa, «Gracias Doña Emilia. Usted siempre ha sido lo mejor.» Luchy abrazó a Emilia, la mucama sonriente, recordándose de cuando Luciella tenía tan solo dos meses. Se recordó de cuando ella le cambiaba los pañales. «Ay no mamita, ¡usted siempre me condesciende demasiado!» Al día siguiente, a la hora del almuerzo, Luchy encontró a Manchego comiendo a solas en el comedor de la estancia. Entró, tocando la puerta antes para no ser descortés, y con sus manos cruzadas atrás de su espalda, emanó la tregua de paz. Su rostro bello irradiaba una diminuta sonrisa, tan frágil como una hoja de árbol, tan radiante como el sol del alba, su pelo suelto, sujeto por una diadema de color rosado, sus pómulos rosados y llenos de vida, sus ojos verdes llenos de música viviente. Manchego la volteó a ver, y por un instante, fue como ver a un fantasma. Se puso pálido al inicio, sus ojos abiertos, tragando toda luz de aquella visión divina de una dama tan bella, y al reconocer que era Luciella, cambió de colores y se sonrojó como un tomate, su boca cayendo al suelo, su corazón eternamente palpitante. Luchy bajó la mirada y se mordió el labio por dentro, su pie haciéndose un colocho, solo ante los ojos de Manchego se sentía tan bella y tan halagada, nadie la hacía sentirse igual. El momento de silencio fue eterno, y de haberlo permanecido así, como estaban, viéndose, sin moverse, sus ojos hablando lo que mil palabras jamás pudiesen decir, hubiese entonces sido la perfección, y ahí mismo al instante morir y no saber nada más del mundo. Hubiese sido para Manchego suficiente para su viaje a lo eterno. El silencio transcurrió cómodamente sin intentos de obliterar su fluidez, y fue Luchy quien lo rompió con su dulce y claritina voz, «Mancheguito … deseo pedirte el perdón. Fui mala contigo, te hablé muy fuerte, no tuvo que haber sido así. Perdí el control sobre mi enojo. No es cierto todo lo que dije. ¿Me perdonas?» Manchego se puso de pie, recogiendo su mandíbula que había botado en admiración, y dijo tartamudeando, «No Lu-Lu-chy, soy yo quien te pide el perdón. Tuve que haber sido más atento. Me hizo falta. Te fallé cómo tú mejor amigo. Yo sé que he estado muy ocupado, pero eso no me da el derecho para ignorarte. ¿Me perdonas?» Luchy soltó una risita tan bella e inocente que Manchego sintió una oleada de pétalos de flores celestes y angelicales rosear una brisa calmada sobre su rostro. Luchy dijo, apenada, «Tontito. Mejor olvidemos lo que pasó. Y ayer, no lo creas. No estaba con alguien más. Estaba en mi cuarto, sintiéndome como la bruja del mundo. Casi lloro, pero no lo hice. No creas. No fue para tanto.» Manchego respondió sonriente, «Tengo una idea. Voy a hablar con Lulita para ver si durante la hora de almuerzo nos podemos juntar.» Luchy preguntó, tratando de sonar un poco desinteresada, «¿Todos los días?» Manchego dijo con toda la seguridad del universo, «Si, todos los días, me gustaría eso.» Luchy no lo dijo, pero estaba aliviada de saber que lo miraría todos los días, aunque fuese tan solo una hora, pero lo miraría, todos los días. Lulita concedió el permiso sin algún problema. Hasta le pareció extraño que no se les hubiese ocurrido de antemano. Ella simplemente estaba fascinada y feliz de saber que los niños habían logrado solucionar sus problemas. Nunca había visto a Manchego tan feliz. Nunca había visto a Luchy tan radiante. Verlos almorzar juntos todos los días, verlos hablar y bromear, le provocaba una dulce sensación en su profundo ser. La hacía sentirse jovial, rodeada de sonrisas y de bienestar, de buenaventura y de amor. Amaba verlos. Era como ver una catarata, o un río correr cristalino, o una nube andar por el cielo: era ver un armónico e inadulterado flujo entre dos personas. Cada una de las expresiones de los niños era tan sincera como pura y espontánea. Era el fenómeno de los dioses, de la inocencia, el dulce manufacturar del misterio del universo jugar con sus básicos componentes de fluidez y armonía. Lulita se sentía a gusto, y el trabajo de Manchego se estaba reflejando en varios aspectos de la Finca. No solo en el crecimiento de los campos y su florecer tan bello. También lo miraba en Tomasa, quien estaba cada día menos estresada. Sabía que Manchego tenía esa misma cosa que Eromes, ese don de saber manipular la vida entre sus manos. Solo que era un tanto diferente. El don de Eromes era dirigido hacia la agricultura, el de Manchego, es universal. Se sentía a gusto, tejiendo en las tardes, tejiendo un nuevo suéter para Manchego, y uno para Luciella. Estaba feliz. El mundo se teñía con luz naranja, destilada por un sol cayente, que en decadencia, soltaba chispazos de luz insuficiente que no culminaban a su fogosidad. La luz del sol provenía desde el este, atravesando pulsátil por una ventana entre las nubes. Pero la luz era tenue, débil por ser de las últimas expresiones del sol en su imperante diurno reinado. El cielo estaba recubierto casi en su totalidad por una tela gris oscura, opacada como trapo mojado, y pesada, nutrida con suficientes gotas de lluvia para regar las tierras. Gordita y flotante, amenazaba a constante minuto soltar su furia sobre el mundo. Las nubes cargadas de lluvia parecían huirles al poco sol filtrado entre la ventana entre las nubes. El brazo de luz cremosa infundía una influencia naranja bajo las faldas de las nubes. Manchego admiraba el atardecer. Admiraba a su luz y su aspecto misterioso. La ventana de luz naranja entre el cielo le llamaba la atención como farol, pensando entre veces que el cielo pudiese ser un mar en reversa, en donde las nubes en el cielo son el mar, oleado y omnipresente, mientras la luz de la ventana solar es la luz de torre en la playa que ayudaba a aquellos en navego peligroso arribar a su destino. El borde del mundo se delineaba firmemente, como el labio inferior de una sonrisa larga que no demora y no detiene, que estática se mancha en color azul oscuro, profundo como los eternos espacios del cielo, vago y eterno como las aguas profundas de un mar cuyo fondo nos tienta con sus secretos. Durante el día las montañas a la distancia se miraban verdes y llenas de diminutas prolongaciones, que a conciencia son árboles decorando la faz de la tierra. Durante el atardecer se miraban únicamente aquellos árboles que contrastan con el trasfondo del mundo, el cielo tras ellas haciéndoles relevar, y aquellos que no tienen tal auxilio de luz se perdían entre la silueta azul de la montaña. Lejos y misteriosas, las montañas se miraban en paz y calmadas, olas de mar paralizadas en tiempo y espacio. Se miraban amigables, contrario a las historias y leyendas, mitos y moralejas que rodean su reputación tenebrosa. Pero Manchego sabía que la mayor parte de las cosas son así; que a distancia, lucen más bonitas de lo que realmente son. Y Manchego sabía que esto funcionaba de manera universal para el resto de materia, que a distancia, pierden su fealdad ante los ojos. Quizás por eso todo lo malo a distancia luce de algún modo, bueno. No estaba seguro de por qué lo es así, que tales misterios del mundo le son ocultos en significado. Lo cierto era lo visible, las montañas y su silueta durmiente. Manchego admiró las montañas. Admiró el pulcro paisaje. Las vio sabias, reposadas por eones sobre la tierra, antes que hombre o animal, gobernando el terreno con supremo poder sobre los mares y sobre los vientos, indómitas al movimiento, imperiosa su montura de piedra pulsátil de vida silvestre, piedra misma, quizás, embebida en todos los seres vivientes del mundo. Se le ocurrió que quizá las montañas son eternos observadores. Aquellos que todo lo vieron y perciben. Por quienes los tiempos pasan y no corroen. Quienes vivieron la creación y presenciarán el final. El borde del mundo rayando el cielo no cesaba de llamar su atención, casi deseando estar allí, sobre la montaña. Ser parte de su gloria, acostarse y ver el cielo de sus alturas, explorar sus horizontes y realizar su origen antiguo; pararse en el punto más alto y observar a detalle completo el otro lado de su cara, descubrir y palpar las tierras que la habitan. Verla a lo largo y realizar su extenso prolongado cuyos mapas detallan atravesar de lado a lado el continente, leyendas contando que incluso bajo el mar continúan y que del otro lado del mundo surgen sobre las tierras, igual de imperiosas. Fenómeno conocido como el misterioso Anillo del Amrin, cuyas leyendas no demoran en inmortalizarlas. Permaneció su vista perdida entre las montañas, sus ojos intentando perforar en esa sombra azul profunda del horizonte. Sus ojos dos exploradores con la necesidad de saber que había entre ellas y sobre ellas. El viento sopló en mantas y en bufandas, cada una expresando una diferente forma sobre su rostro paralizado en la belleza de las montañas distantes. La caricia provocó un calofrío inaudible que corrió mensajero por toda su piel a tocar el suelo. Sobre el suelo sintió que esa onda pulsátil se expandió explosivamente por las tierras por millas de distancia, el mundo mismo compartiendo el sentimiento agraciado. El sentimiento le llevó a desear el vuelo. Volar con las aves, sobre ellas, con ellas, y penetrar en su mente. Ser un ave volando y flotante perforar con la mirada las tierras distantes, y así saber que emerge desde el más allá… Manchego abrió los ojos de repente, teniendo que frenarse con las dos manos para no caer de cara al suelo. Se había quedado dormido, hipnotizado por las montañas del horizonte, acariciado por las mantas y bufandas del viento. Por alguna razón el profundo azul de las montañas le llamaba la atención. Se sentía como una mosca que no puede quitar su vista de la luz fuerte de un farol. El farol en este caso siendo las montañas azuladas. Pero es ese color, esa gama azul profundo destilado por membranas cual especialmente le llamaba a su atención. Quizás por su profundidad, por su misterio, quizás porque le recordaba a los cielos despejados, en donde sus ojos miles de veces se habían perdido, intentando darle sentido a ese profundo azul en donde no topa la vista, y que por no topar se mantiene entretenida, buscando el tope de su búsqueda, pero que al nunca encontrar un tope, fija en memoria que ese color tan profundo es de un misterio que no resuelve, ni por mirada fija, ni por el profundo pensar. Quizás era el misterio del Anillo del Amrin llamándole día a día, por alguna razón inexplicable, que tales casos se han escuchado, de aquellos aventurados que desean comprobar la veracidad del Anillo el Amrin, tan sólo para largase y dejar a sus familias velando su desaparición perpetua. Feyito estaba a su lado, apuntando el trasero a la cara de Manchego mientras éste masticaba grama. Movía su cola de lado a lado, expeliendo pulsos de gas flatulento. Volteaba a ver a Manchego, y cuando lo hacía, exponía los dientes y las encías, imitando una risa sardónica. Manchego le guiñó amargamente. No sabía por qué de repente Feyito había tomado esta actitud contra él. Le caía muy mal de hecho. Si estuviese Granola por aquí, pudiese molestar a Feyito e intimidarlo con la mera presencia del garañón y aplacarlo a no hacer esas cosas. Pero al final de las cuentas no era tan mala la amistad con el burro. Era únicamente su forma de ser que no concordaba con él siendo un animal de granja. Parecía ser más persona que otra cosa. ¿Quién sabe qué cosas le llegó a enseñar Eromes? Manchego pensaba si Feyito se comportaba así con alguien más, o si sería solo contra él. No sabía, pero tal vez durante la cena se lo preguntaría a Lulita. ¡Es un comportamiento demasiado particular! Una, dos, tres y cuatro gotas cayeron del cielo. La cabeza de Manchego se humedeció pronto, y supo que era la hora de regresar a casa. Estaba consciente que demoró mucho tiempo en el Observador, recostado contra el Gran Pino, y qué por eso, se empaparía de sobremanera al tomar camino a la estancia. Jaló la rienda y Feyito lo siguió, sobre su espalda montados dos costales del abono, y amarrados en el lomo del burro estaba la pala y un machete. El cielo tronó con rudeza, un graznido perforante que intimidó a los vientos. El bramido del cielo llegó en oleadas de lluvia intensa, y en pronto la tierra entera se batió de lado a lado tras los soplidos del cielo. Manchego estaba perdiendo el control sobre Feyito, quién miraba de lado a lado con los ojos petrificados del miedo. La lluvia azotaba cada vez más fuerte, casi como si fuese una lluvia dirigida hacia Manchego, a derrumbarlo en su camino. El camino de tierra se fue aguadando a lodo con el paso del agua. Pronto estaría caminando sobre una alfombra imposible. Ríos de agua enlodada estaban cayendo de las paredes de piedra a su lado izquierdo, lavando toda hoja y planta a su paso, cuyos ríos penetraban en el camino de tierra y lo movilizaban a ser movedizo e inestable. El tronar de un árbol resonó como los huesos del mundo siendo quebrantados por la terrible fuerza del viento, y a una distancia palpable, la caída del árbol se hizo visible tras la onda de viento que impulsó su caída. Uno y otro rayo de luz intensa atravesaron el cielo en malicia y locura; un alambre de enojo intenso. El caudal se desembocó como un enjambre de abejas goteras, que invadieron las tierras con punzantes mazos, que paso a paso fueron devorando todo a su encuentro. Fue como si una emboscada hubiese sido preparada en su contra, y de pronto fue que una explosiva fuerza de agua lavó el camino por donde hubiese tenido que ir para llegar a la estancia. Feyito rechinaba los dientes y buscaba cómo soltarse del control que Manchego le ejercía con la rienda, pero éste astuto lo sostenía con hierro a su mano aferrado, y no soltaba por nada, temiendo que el burro se tirase a los ríos de agua en un intento suicida de llegar al establo. No tenía a donde ir. Estaba atrapado y la lluvia no cesaba de asaltar con sus gotas furiosas. Fue entonces que viendo de lado a lado reconoció un camino en desuso ya por años pasados. Un camino que él nunca había recorrido y que conocía meramente por mención y no por más. Un camino que su abuela nunca había mencionado en más de una oración. Algo que Tomasa en su superstición le llamaba la Casa de los Muertos. Era el camino hacia el cementerio. Sagrado lugar en donde todos los ancestros de la familia de Manchego estaban enterrados, o así es como la leyenda lo cuenta. Leyenda local también contaba que un espectro merodeaba esa tierra sagrada, y decían que iba en busca de su pie izquierdo que le cortaron al tener que ajustarle su tamaño al ataúd prefabricado. Eras y épocas de pensamientos invadieron la mente de Manchego en ese lapso de tiempo en el cual no se atrevió a respirar. En el cual, su vista permaneció fija en la entrada al camino abandonado hacia el cementerio. Pensamientos oscuros y temerosos de verse obligado a cruzar tal vía. Un estornudo le extrajo de su mente y le hizo saber a urgencias que se estaba enfermando. Que era irse por el camino indeseado o permanecer en las afueras. Al menos se hablaba de la Casa de los Muertos, y había algo en donde alojarse. Y a lo mejor no era tan mala y en ella habría quizás colchas y algún sitio en donde descansar. A fin de cuentas era su Finca y no una tierra espantada, no podría ser tan mal. Decidido jaló con toda fuerza la rienda y entró por el camino. El mismo estaba muy mal definido por el crecimiento de matorrales y grama alta a los lados. Se miraba únicamente por las huellas que formaron una vereda durante su existencia. Pero ésta a veces se disolvía con la naturaleza. A veces el camino lo desviaba al encubrir el verdadero con ramas y matorrales. Entonces debía de regresar unos pasos y buscar con el rostro sobre el suelo las huellas difusas del camino, y entonces, retomarlo; entre veces rematar con su machete las ramas impasables y las hierbas mal cayentes que se le prendían a las botas. El tiempo perdido era crucial para su salud, ya que sentía los calores de una fiebre irrevocable escalonarlo como fuegos de calderas volcánicas. Y empujaba, sobre grama enlodada y ríos de agua empujaba con piernas debilitadas, jalando al burro rezagado a seguir adelante. Que por poco y lo deja amarrado a un árbol para llegar a traerlo al día siguiente, o cuando la lluvia parase. Pero de pasarle algo al burro y su abuela lo castigaría por el resto de sus días, en su cuarto, sin comida, y sin luz. Al cabo de sufrir en eternas lluvias llegó a un terreno plano cercado por tablas de madera a mediana estatura, de color blanco, un blanco deteriorado por el tiempo a recaer a color musgo grisáceo, casi negro necrosado muerto. Algunas maderas estaban ausentes, que lo estaban por violentas manos que arrancaron de su faz o por naturales fuerzas que abatieron con su presencia. Y entre los agujeros creados por la ausencia de las maderas del cerco se podía visualizar a distancia la presencia borrosa, silente y solitaria, de once lápidas. Grises ante la luz limitada por las nubes espesas, las lápidas emanaban la emoción de su color. Un búho negro y de ojo muy amarillo reposaba sobre una de las lápidas, viendo eternamente a Manchego con ojos penetrantes. Un búho que no parecía advertir la presencia de una lluvia intensa que demacraba todo a su paso. Jamás antes había visto a un ave tan imponente, como si tuviese una voluntad que mueve soles. ¿Cómo es que un búho logra desafiar a la lluvia? Manchego avanzó a paso ligero, entrando por la puertecilla que protegía la entrada al cementerio. La misma estaba rota y colgaba tan solo por la esquina inferior, recayendo como vagabundo embriagado, moviéndose al son del viento y goteando la gota gruesa de la lluvia por sus fierros llenos de óxido, gotas como lágrimas en lamento de existir tan pobremente. No pudo ver a detalle las lápidas cuyas caras le cuestionaban en vida y en muerte. El búho negro sobre una de ellas lo embestía con esos ojos amarillos intensos. Y al ver que el pastor estaba cerca lo suficiente, tomó el vuelo y se largó, batiendo sus galantes alas entre la lluvia, como si no fuese con él el asunto de mojarse, sino meramente para mortales sujetos a las leyes físicas de un mundo explícitamente físico. Manchego no le puso mucha atención al búho negro, ya que la prioridad no era esa. Era sobrevivir. Y llegando a una casa podrida, de maderas blancas y mal muertas con el tiempo, se incubó rápido entre ella. La cerrajería estaba deslizada, como si alguien ese mismo día hubiese entrado y olvidado cerrarla. La puerta se abrió sin alguna dificultad. Feyito rápido caminó bajo techo y metió el hocico a una cubeta llena de cereal, puesta, quizás, por esa misma mano que facilitó su entrada a la casa, o quizás, la mera suerte que había una dejada ahí por tiempos olvidados, y que ahora, venía un animal a clamar su alimento. Dentro de la casa el cambio fue inmediato. El silencio fue acogedor, y la lluvia se escuchaba como un eco distante, como los pasos de aves sobre el techo, miles de aves andando, como si la lluvia hablase claro y conciso, el mensaje de la lluvia un preludio de tranquilidad y serenidad, una sinfonía de agua pegando en diferentes masas, pulsando musicales tonos que combinados formaban su canto sigiloso. Algo puramente bello. Había todo tipo de material de agricultura dentro de la casa, que no era más que un cubo de techo aflechado, con dos ventanas y una puerta. En la pared derecha, adonde estaba una de las ventanas, había una silla de madera. Al lado una mesa de noche con los restos de una vela roja, cual yacía deglutida sobre la mesa, muerta. Sobre la misma mesa restaban unos papeles en un montón de poca importancia, traspapelados y empolvados con los tiempos. Un cuadro pequeño de un girasol yacía justo sobre la mesa, decorando parcialmente su vista, ya que, el cuadro estaba deteriorado, su tinta una sombra de su actual expresión, como una memoria, vaga y distante. En la pared opuesta a la puerta estaba la otra ventana, en donde al lado de la misma colgaban materiales de la agricultura, como palas, rastrillos, cubetas, tinajas, pinchos, carretas, botas, overoles, y sombreros de paja. Todo desgastado con oxido y empolvado con el tiempo. Sin embargo, en la pared del lado izquierdo una sombra se proyectaba, sombra hecha por la ventana, ya que la luz que filtraba por la misma no llegaba a tocar su faz. Se miraba a poco detalle la presencia de una puerta. Puerta que estaba tambaleando, como si hubiese alguien detrás, moviéndola a suaves pulsos, queriendo llamar la atención. Pero no, no lo era, era el viento que soplaba y penetraba por las grietas de la casa de madera, y movía la puerta hacia delante y hacia atrás, de forma tan queda y tan diminuta que Manchego tenía que fijar sus ojos por largo tiempo en ella para notar que se estaba moviendo. La curiosidad fue imponente. El ver que había tras ella fue en él un impulso mandatorio. Sus ojos se concentraron entre la grieta, formada entre puerta y pared, un imperioso movimiento de sombra que le llamaba con hambre de saber. El implacable sentimiento fue automático y con vida propia, y sin saber ni cómo ni por qué, vio que acercábase a la puerta sin decidirlo conscientemente. El estirar de su mano hacia la puerta fue lo que vio, pero no fue lo que comandaba en su mente. Sintió que retomó el control sobre su cuerpo, sobre su mente, su consciencia. Estaba ahí, parado frente al cuarto, la puerta tirada hacia atrás. El cuarto estaba oscuro, completamente entre la sombra. Sus sentidos estiraron sus dedos a saber que había entre el cuarto, y algo le dijo que no había nada más que él dentro de ella. Pero al igual, algo le decía que había algo de importancia en ese cuarto. Era el olor. Un olor que no recordaba y no lograba encajar en algún espacio de su memoria. Pero que de algún modo, resonaba familiar, como si fuese parte de él. Al pie de la entrada al cuarto había una mesa, sobre la cual, se miraba el distante reflejo de luz sobre una estructura redonda de vidrio. Supo que era una lámpara, y la tomó entre sus manos. Pasó su otra mano sobre la mesa, a ciegas buscando cómo prenderla. Segundos después, encontró una caja con maderillas. Las frotó una con la otra, a obtener una chispa. Inflamó gramilla reseca, y trasladó así la llama a la lámpara. El cuarto cobró vida súbitamente. A primeras la luz era escasa y la vela ardía con pereza. El alumbre de la luz alcanzaba apenas unos centímetros. Pero con el tiempo la vela fue cobrando fuerza, a restar finalmente una potente aura de luminiscencia que irradiaba sobre el cuarto entero, el color mate naranja, danzante e incierto, manchando las paredes del diminuto cuarto. A primeras sus ojos vagaron, viendo el alrededor, intentando encajar el lugar. Pero era cómo algo nunca antes visto. Algo muy sencillo y funcional. Se trababa de un estudio, en donde al lado izquierdo de la entrada estaba una mesa larga con múltiples artefactos sobre ella. Al lado de la misma, había una cama, con edredón azul detallado con diminutos girasoles sobre su faz. Seguramente la persona que habitaba esta casa tenía cierto gusto especial por los girasoles, porque ya era segunda vez que miraba la decoración de la casa con girasoles. La cama estaba lisa, hecha, y perfecta. La almohada, perfecta. Esperando la llegada de su amo que no había llegado desde tiempos incalculables. La mesa tenía bajo su sombra una silla alta, al igual, reposada por tiempos. Sobre la mesa una candela roja restaba a medias, como un árbol talado a la mitad, la llama que algún día ardió ahogada en cera caliente, que ahora, era no más que una masa blanca que encubría la mecha negra, cuya presencia se advertía por su reflejo oscuro, como un gusano atrapado bajo el espesor de resina. Al lado de la misma había un solo libro abierto con un carboncillo al centro. El libro estaba empolvado, con múltiples agujeros formados en sus hojas por la presencia de polilla y quien sabe que otros bichos. Algo estaba escrito sobre el libro, ininteligible a la distancia que se encontraba. Se acercó sin miedo a estar próximo a la mesa y al libro. Como si fuese suyo, lo tomó entre sus manos, guardando la página en donde estaba, y lo volteó para ver su portada. Vio una insignia grabada con un metal caliente en su faz roja, insignia de la Finca el Santo Comentario. Por debajo de la insignia se detallaban las palabras: «Cultivos entre los años 421 - 431 p.k.» Nuevamente volteó el libro para ver su cara trasera, pero ahí, no había nada escrito. Únicamente el rojo de su pasta resplandecía en deterioro. Regresó el libro a su lugar y a su página, el carboncillo al centro habiendo manchado levemente el centro de las hojas. Algo le llamaba la atención de su mensaje, a pesar de que no lo había leído aun. Supo que la página en donde estaba era lo último del mensaje, y le pareció peculiar notar que estaba todo escrito a la ligera, como si la persona que lo hizo andaba en una terrible prisa. Regresó una página, y leyó en voz queda: Finca el Santo Comentario 431 p.k. Cultivos Día uno: Se trata de unos túneles amplios, tan amplios que fácil caben tres árboles tan grandes y anchos como la Ceiba del Mamantal o cinco del Gran Pino. Son oscuros y desolados estos túneles. No he encontrado vida alguna en ellos por ahora. Hay algo raro de éste lugar. Algo que me causa escalofríos. Es una sensación de muerte, pero no como si YO me fuese a morir, pero como rodeado de ella constantemente. He caminado varias millas por los túneles con una antorcha en mi mano, y mi espada en la otra. En mi exploración aún no he encontrado nada que me ayude a determinar que significa tal sentimiento, aunque ciertamente, la formación natural es espectacular. Hay estalagmitas y estalactitas que se extienden desde los techos lejanos y altos. Es tan alto el límite superior de los túneles que la luz brillante de mi antorcha no logra llegar a rasparlo. Quizás, a veces, se miran picos de piedra que me dejan pasmado al parecerse a figuras de animales. La luz titubeante de mi antorcha le da una personalidad fantasmagórica a las piedras, donde bailan sombras y veo cosas donde no las hay. He visto detritos de piedra que aparentemente han caído del techo, quizás por terremotos pasados. Ocasionalmente encuentro plantas silvestres viviendo entre charcos de agua, cuyas gotas caen desde un techo invisible. El agua es dulce y mineralizada, con un sabor a adobe y lodo colorado. Solo una vez llené mi cantimplora del agua cayente, pero me sentí raro del estómago y la arrojé sobre el suelo. Tuve un episodio de vómitos minutos después. Espero que no comprometa mi salud el haber ingerido de estas aguas. Día dos: No he encontrado vida alguna a parte de las plantas, pero ciertamente, he sentido que ojos me perciben. Son ojos que siento que perforan mi alma, como los ojos de un depredador que me acecha y espera a que caiga ante el miedo. Aunque no he visto al animal, creo haber visto rastro de sus huellas sobre el polvo de las piedras. No logro identificar la huella, ya que es difusa y se pierde con el sedimento. Pienso que tal vez pueda ser un felino, ya que a veces escucho sus pasos detrás de mí y al voltearme, ya no está ahí. Hoy es segunda vez que me aventuro por los túneles. Aun no encuentro que significan ni a donde me llevarán, pero ciertamente se extienden por millas de millas y con décimas de bifurcaciones y caminos desconocidos cuales aún me faltan por explorar. Insisto en la rareza de los túneles y cavernas. Aun no logro encontrar las palabras para explicar el sentimiento que me provocan, pero es cercano a muerte inminente, cataclismo enfático, u ocaso perpetuado. La sombra permanece abrumante. Día tres: Hoy encontré luz que me sacó de mis casillas. Y la encontré justo por haber prolongado mi tiempo entre las cavernas sin advertir que mi antorcha expirábase. Cuando me vi entre la oscuridad, percibí, entre una esquina remota, el brote de una luz verde tenue. La perseguí y caí en cuenta que brotaba no sólo en este sitio, si no en muchos más. Nunca encontré la conexión entre cada sitio de alumbre verde. Me asombra que brillan similares a pesar de estar separados los sitios por metros de distancia. Demasiado raro es todo lo que puedo decir. La luz me provocó, al inicio, un sentimiento de felicidad, quizá por el simple hecho de haber encontrado luz. Pero luego, caí en cuenta que entre la luz escuché voces. Voces tristes y desoladas. Perdidas y enojadas. Voces de espíritus y espectros. Quizás fue sólo mi mente. No comprendo el origen de la luz, ya que al levantar la piedra que brilla, deja de brillar, y brilla lo que está bajo ella. Al sujetar la piedra entre mis manos y alumbrarla con mi antorcha, veo que ésta ya no transmite luz. Al menos parece no transmitir toda luz y solo esa luz verde específicamente. Mañana regresaré a los túneles y me aventuraré por uno de los caminos por donde debo pasar en cuclillas. Día cuatro: Ya dejé todo preparado con Tomasa para desaparecerme el día entero. Llevo tres antorchas, muchas maderillas para frotar, y una soga extra en caso que me extravíe. Debo descubrir de que tratan los túneles y a donde es que llevan. El llamado a explorarlos es demasiado fuerte. No logro desprenderme de ellos hasta que no sepa a donde me llevan y que significan. En cuanto a la Finca, todo va bien. Balthazar ya prepara embarcar el producto a través del Mar Tempranero a Grizna, donde nuevos clientes piden de nuestra cosecha. Tan solo rezo porque no me pase nada entre los túneles. Mañana le preguntaré a Balthazar si ya logró identificar al búho negro que ha estado en la lápida de mis ancestros. Me observa a distancia y parece estudiarme. Me molesta su presencia, pero advierto que es inofensivo. Por el momento, Lula permanece ignorante a los túneles y cavernas. He tenido la intención de llevarme a Fusuf, aunque por ahora permanece ser prioridad cuidar a sus crías, quien Amy dio a luz el día de anteayer. Quizás, en alguna otra expedición, cuando los cachorros estén más grandes y nutridos. Espero poder recontar los eventos y escribir acerca de un Día Cinco entre las cavernas. -Eromes Nota: Cuando regrese, creo que pasaré al pueblo para comprar tamalitos de la casa de Doña Maca. Noticia cuenta que su hija, Paquita, hace tamalitos más finos que su madre Maca. ¡Hay de probarlos! Lula estará muy complacida. Notas adicionales: Los cultivos van muy bien. Balthazar parece haber aprendido por fin el secreto de cómo hacer que las plantas crezcan sin necesidad de estar sobre ellas. Es un finquero tan hábil como yo. Notas personales: Lulita parece estar más tranquila, por fin. Parece haberse perdonado por los eventos tan catastróficos que sobrevinieron su destino. Espero que supere los hechos. Yo ya lo hice, hace mucho tiempo. Cuando las cosas no se pueden, hay que ser sensato, y dejarlas a un lado. Lulita es persistente y empuja y fija pensamientos con extrema fuerza. Cosa que no puedo criticar de sobremanera, ya que, es por eso que nuestra relación vive. Es por ella. Ella lucha por nosotros. Ella es una guerrera, quizás, la mejor que he conocido. ¿¡Eromes!? ¡Éste libro perteneció a su abuelo!? Manchego estaba realizado, al mismo tiempo muy confuso. Éste sería el segundo artefacto, a parte de su chaleco de lama, que poseía de su abuelo. Algo que cuidaría con su vida. Pero por el otro lado, esto de leer sobre cavernas y negras noches y cosas oscuras no le pareció muy gracioso. En especial por el hecho que el día estaba sombrío y acababa de ver a un búho negro estudiarle. Raro ver que su abuelo también lo mencionó, cosa que lo tranquilizó un poco, ya que, significaba que el búho no era nada raro en esa región. Quizás el búho había vivido toda su vida en el cementerio, y ahí, cuidaba de sus crías. Y al ver que Manchego se aproximaba descendió de su vuelo para ver quién era y si representaba alguna amenaza. Al ver que no, se largó a volar a su tranquila paz. Le gustó haber leído acerca de la curiosidad de su abuelo. Quizás significaba que él lo había heredado de él. Esa cosa de tener que saber siempre que hay detrás de la puerta. Le agradó mucho y significó una de las pocas veces en su vida en la cual se sentía identificado con alguien de su familia por algún aspecto de su personalidad. Eso le gustó mucho y alegró su día. Lo que más le molestaba por el momento era el nombre de Balthazar. ¿Sería el mismo Balthazar quien él había conocido hace unos meses? Al parecer, ese nombre mencionado por su abuelo era mención de su aliado en la Finca. El Balthazar que él conocía era el vendedor de una tienda de artículos para pastor. Tenía de todo excepto el aspecto de ser un finquero. Bien sabía que Fusuf era el padre de Rufus, su amigo preferido. Lulita lo había mencionado unas cuantas veces en el pasado como el canino de su abuelo. Ella le decía que Rufus era para él como Fusuf fue para su abuelo. En cuanto al asunto de las cuevas le pareció raro e inusual, casi como una fábula escrita por su abuelo sólo por la gana de molestar. Perdió interés en ella, y cogió el libro entre sus manos y lo guardó entre una frazada suelta que encontró, para prevenir que se mojase con la lluvia. Dejaría el libro intacto, pero por el hecho de ser de su abuelo y el único segundo recuerdo de él, lo tomaría para sí mismo, para tenerlo como recuerdo, una reliquia valiosa de lo que su memoria significaba, tanto para él, como para la Finca. Salió del cuarto, con el corazón feliz, dispuesto a sentarse en la silla y contemplar el silencio de la tarde mientras las lluvias sosegaban. Pero ya lo habían hecho cuando salió a las afueras. ¿Cuánto tiempo había estado leyendo? ¿Se habría transportado en sueño? No supo decir, pero en las afueras, el día estaba calmado, con residuos de la lluvia intensa en forma de nubes espesas, por donde, un pedazo del azul cielo se miraba con el puntilleo de estrellas en nacimiento, signo de la noche entrante y del día en muerte. El aire olía fresco. El suelo estaba totalmente tomado por lodo y la grama inundada. Los árboles parecían brillar con un nuevo resplandecer. La lluvia había lavado sus penas al suelo, y ahora, vislumbraban en su austera perfección. Sobre una de las lápidas, el búho negro contemplaba la presencia de Manchego nuevamente. Su cabeza la movía de lado a lado, girándola casi en círculo perfecto. Manchego le tuvo algo de miedo, pero impulsado a retarlo se aproximó a las lápidas, deseaba leer que había escrito sobre ellas, pero también, ver de cerca a éste animal raro que su abuelo conoció. Con cautela se acercó, a paso lento y liviano. El búho lo contuvo entre sus ojos amarillos intensos. Las pupilas de aquellos ojos se abrían y cerraban dinámicamente, estudiándole. Pero pronto, éste salió volando con sus potentes alas, perdiéndose entre la densidad del bosque. Manchego persiguió su trayecto, hasta perderse entre el bosque. Las lápidas quedaron libres para su vista, y las contempló en silencio, leyendo cada una de ellas. En la más vieja de todas, lavada con negrura, pero cuyas letras aún eran legibles, se leía claramente, «Ermeos, El que con su pierna fuerte trotó las leguas para sembrar el fuerte don del agricultor. Y que con fuerte pasión penetró en silencio las bóvedas del tiempo, y en ella, su nombre, que brille siempre con fuego, quedó grabado con oro y plata, fruto de sus tierras. Que su familia prospere con prolongada vida y mucho usufructo. Que por siempre viva su famoso Santo Comentario.» En la siguiente lápida, se leía, «Esomer, hijo del gran agricultor que sembró el don en las bóvedas del tiempo. Hijo de aquel que hizo el Santo Comentario, que en paz descanse. Hijo de aquel, que llevó sobre sus hombros el usufructo de su padre, y con noble firmeza expandió las tierras y los cultivos a su máximo florecer. Que su cuerpo enterrado bajo estas tierras sirva no cómo triste enlace a su muerte, pero como abono a estas Santas tierras, y que con su nobleza, crezca las tierras y nutra a sus hijos e hijas, y a los hijos e hijas de éste imperio de Fincas, el QuepeK´Baj.» En la siguiente lápida, leyó, «Eromes el Perpetuador, alma eterna de la tierra que transfundió en sus días de vida productiva energía inagotable que mecía sus cantos y proliferaba sus siembras. Altísimo y excelentísimo agricultor de las tierras, pulcro, elegante, humilde, atrayente, amable, austero, y apasionado, que por decir más no digo menos, porque decir más sería de más, porque tal figura honorable emana su propio elogio y no necesita de palabras ajenas para hacerle notar. Hijo de las Tierras del QuepeK´Baj y de sus Fincas imperiosas, cuales en su honor han fabricado esta lápida de plata blanca, cual no logra ni rascar el valor que su gran figura hizo por estas tierras. Desde que su abuelo, Ermeos hizo el Santo Comentario, Esomer, su padre, mejoró su significado, y ahora Eromes llenó de vida su visión. Es con un grito al cielo que lamentamos su pasar a la vida eterna Al Profundo Azur de los Cielos tan de pronto y tan joven. Pero agradecemos a los dioses, entre ellos, Alac Arc Ánguelo, por haberle permitido vivir entre nosotros y darle a nuestra tierra y a nuestros hijos el don de su presencia y su pasión por la vida.» Quedó impactado con lo que leyó acerca de su abuelo. Un nuevo respeto le surgió por él, aún más de lo que ya le tenía. Realmente fue un gran hombre. Eromes fue el héroe de sus tiempos, y quizás, aun lo siga siendo para algunos. Para Manchego, definitivamente lo es. Su héroe. En las próximas dos lápidas le pareció raro no encontrar nombre alguno, más que un mensaje que lo dejó pensando, «Por aquellos desafortunados cuyos nombres no se pueden hablar, por aquellos que no lograron abrir los ojos y respirar, aquellas almas tristes que murieron sin piedad, por esas almas que los dioses claman ser suyas, y las llaman a toda hora. Por ellos rezamos. Ellos por nosotros velan la noche. Los ángeles del cielo.» Detrás de estas lápidas había cinco del mismo tamaño, quizás de las esposas y compañeros de los grandes finqueros. Estas estaban decoradas en su faz por enredaderas engarbadas en la piedra, enredadera de buganvilias y hortensias. Sus nombres estaban borrados por las lluvias, y su mensaje, meramente una memoria finamente anotada en piedra, ininteligible aunque a cercanía. Pero el ver las lápidas un tanto más decoradas le hizo saber que fueron dos grandes mujeres, quizás, tan importantes como los grandes finqueros. La luz de la tarde cortaba finamente una línea divisora entre el atardecer y la noche. Manchego miraba cómo la línea divisora de luz descendía por la lápida, como un parpado en sueño que cae lentamente. El sol ya había caído por detrás de las montañas, y ya el cielo tomaba el color azul pastel agrisado, pálido e intermitente, suave y decadente, que pronto tornaría a ser color negro noche. Cogió la rienda de Feyito y rápido se encaminó a casa, sabiendo que pronto Lulita lo estaría buscando como madre en arrullo, y saldría con arco y flecha a buscarlo, si fuese necesario, y lo buscaría hasta en los escombros del infierno. De regreso no pudo evitar apreciar las lápidas y la paz que emanaba su presencia. Se sentía honorado, y un tanto extrañado de no haber encontrado la lápida de su padre, quien, creía estar muerto. ¿Quizás su padre había muerto en la frontera con La Divina Providencia de joven? ¿Quizás su padre le había abandonado por siempre, sabiendo que su hijo sería una vergüenza? ¿O quizás su nombre y su mensaje estaba engravado en una de las lápidas cuya faz estaba deteriorada y no lograba leerse. Dejó de imaginarse cosas que no eran, y continuó el camino a casa. Pasó por el cerco y sintió una presencia rara. Volteó a ver, y sobre la lápida, estaba el búho negro, observándole, viéndole, estudiándole. Ignoró su presencia y siguió su camino, estornudando una y otra vez. Sabía que estaría enfermo al próximo día. Y ésta no se miraba como una gripe de pequeño calibre. IV Natura Naturata Lulita preparaba la cena esa noche, y mientras, bailaba de lado a lado, emocionada con la diaria rutina de hacer el cocido. El olor a verduras expulsaba su aroma por las ventanas, junto con pulsos de vapor avivado y chispas frenéticas del fuego en llamaradas. Desde las afueras pareciese ser como si la estancia estuviese hirviendo por adentro, brotando de vez en donde el gas que conlleva el sabor exquisito de verduras cocidas con carne de res desmenuzada y hueso. Las lluvias llegaron esa tarde a azotar la estancia con sus vientos banderas y aguas cascadas. Pero la misma hecha de madera sólida y cedro pulido y con columnas intermitentes potenciando su estructura, la ayudaban a mantener una postura firme sobre sus cimientos. Pese a que los vientos intentaron botarla con ansia, obtuvieron poco de sus furias al poder soportar la estancia más de aquello que al ojo desnudo ver se pueda. Las aguas habían cesado de mojar desde el cielo pasadas las cinco de la tarde. Sin embargo las lluvias dejaron suficientes pozas y charcos que persistían el remojo sobre la tierra. Pero ya calmada la furia de las nubes, los rastros eran meramente enlodados caminos y hojas humedecidas con centenares de gotas diminutas, esferas perfectas, pulcros semejantes de orbes o astros, por donde la gris luz del atardecer fallaba en penetrar para luego quebrarse en una escala colorida, así como fuese a hacer en un día asoleado, en su diferente gama de colores y lucir en esplendido arco de iris. Las nubes sobre el cielo se diferenciaban poco unas de las otras, como aun conglomeradas en la zona, un bulto incomprensible, confusas al no comprender que haciendo estaban todas tan apiñadas las unas con las otras nubes, llamadas a soltar la fuerza de la lágrima, la gota gruesa, sobre la tierra y sobre los vientos. Únicamente a la distancia, sobre la Cordillera Devónica del Simrar luz se filtraba, donde aún la ventana entre el cielo persistía, escasos y muertos dedos de luz tratando de emerger por tal ventana celestial, pero ya con el sol caído, su fuerza fue limitante y pronto expiraron sin reseña. La gris luz de la tarde lograba que el verde de las plantas luciese fluorescente, como el color de la luciérnaga plasmada sobre hojas de cedros y de pinos. El gris efecto del cielo relevaba entonces el verde de la tierra, como la luz rosada hace que releve la importancia del cielo y la nube al azar flotante. Quizás el atardecer había arribado y Manchego notaba algo de su belleza. Aunque ya se empezaba a sentir pesado y abatido por el resfriado entrante. Admiró con restos de su sonrisa una porción distante del cielo donde colores pastel aún se derramaban con algún trazo de sonrisa muerta. Se sintió a gusto de ver tal esplendor. Nubes partían el cielo en dos, pero no nubes como las que lluvias sueltan, si no nubes, en el pico más alto y más peligroso del cielo, y no en forma de algodón gordo y abombado, sino más bien como pluma aguda y cortante de ave rapiña, haciendo que la parte superior de ésta relevase un color blanco solar mate empalidecido, mientras la porción inferior de su corte era como el pincelazo de tinturas color celeste y rosado cielo que destilaba lentamente a caer en una poza de viento y a disolverse lentamente, a crear una gama de colores manchados y aleatorios. El celeste del cielo era como ver la pluma de pavo real, azul marino, disuelta en una tina de cloro, a desteñir su propósito original, y quedar tan pálido, casi blanco, donde un celeste glorioso, como el color de los ojos de lobos silvestres, tan celeste y tan bello, que el gris a su lado no parecía tan feo ni tan brusco, ya que el celeste, aunque bello, cargaba entre su esencia el mismo sentido que la luz grisácea de la tarde. Manchando al celeste, justamente al centro, resplandecía una herida en el cielo, como cortada con un filoso faquir, por donde la sangre diluida del universo brotaba en rosas tan frágiles y pálidas que pudiesen perderse entre luz blanca intensa, pero que en la tarde, casi apagada, relevaba como una sugestión de amor, como un recuerdo bello e intenso de memorias de dulce sentimiento, como la reververancia de un poema tierno, como el eco de una mirada cálida que nos hace recordar de la infancia. Y el celeste cielo con el rosado crema, fusionaba en las orillas de su encuentro un nuevo color, imperceptible que si no fuese por un ojo perspicaz. Una onda sonora de viento y alma en unión, alma de cielo y amor, que juntos en pasión emanaban ondas de pulsátil y débil calor, recordando al ruido de olas de mar cuando chocan en la playa. Distantes y petrificadas nubes en forma de piedra aplastada se manchaban con esta onda sonora de la fusión del celeste con el rosado cielo, y se vestían con su tono eficazmente, forjando un vestido color malva purpúrea denso, jalea de mora sobre queso crema, dulce vista de cielos en vida. Manchego estornudó una y otra vez. Lulita sacó de su bolsa un pañuelo y justo llegó al momento de capturar el moquillo que estaba a punto de explotar de la nariz de su nieto. «Hay mijito.», empezó Lulita al verlo «Ay no, por los dioses. Mira que te lo dije. Mucho tiempo viendo atardeceres. Bien sabía yo que estabas perdido, sentado contra el gran pino, viendo a la distancia cosas que ni tu comprendes. Y perdiste el tiempo, y las nubes te atraparon en su furia. Te lo dije. Ay no mijito, ¿qué es lo que una madre debe de hacer para que le hagan caso? Ven, vamos a secarte pronto. ¡Uy pero estás hasta temblando! Ven, pon tu espalda en contra del fuego de la estufa. Quítate la camisa que está pero empapada. Desvístete mejor mijito. Ten, ponte esto alrededor de tu cuerpo para no andar desnudo. Ay no mijito. ¡Qué pena!» Lulita sentó a Manchego frente al fuego que tronaba sus dedos mientras forjaba las llamas de su personalidad. Tronando la madera, soltaba las ondas de calor que pegaban a Manchego en la espalda y confortaban su existencia. La nariz de Manchego no tardó en ponerse de color rojo. Sus ojos se tornaron achinados y llorosos, y constantemente su nariz debía de estar inhalando mocos para que estos no derramasen sobre el suelo por su constante producción anormal. Lulita vertió un cucharón de cocido en un plato hondo y entre las manos de Manchego lo puso, «Ten, toma esto y rapidito. Mira que está buenísimo. Las verduras son de hoy y la res también. Tomasa fue a comprar el pan a donde Bambolino, trajo pan francés únicamente. Pan de agua ya no había.» Manchego trató de pensar en por qué es que Lulita no fue ella personalmente a comprar el pan, cosa que siempre hacía por las tardes para distraerse. Quizás estaba molesta, o quizás estaba cansada, exhausta por tanto trabajo, o quizás exhausta por tanto andar pensando en cosas que lentamente consumían su mente. No supo decir, y no quería tampoco. Se sentía mal, agotado, agobiado, y demolido. Solo quería estar envuelto como pupa, acostarse en cama y perder noción del mundo. Quería curarse lo más pronto posible. No había peor cosa que estar enfermo y no poder hacer más que estar en cama y no poder forjar su trabajo, y peor aún, no lograr ver los amaneceres y los atardeceres que tanto ama. Los iba a extrañar, pero a lo mejor, y no se ponía tan grave. Quizás solo era algo corto y parcial, como un resfriado común y leve. Pero el estar temblándole el cuerpo le daba a saber que esto era cosa seria. Manchego bebió del plato hondo y el cocido caliente hizo a su cuerpo entrar en parsimonia. El calor del agua y los nutrientes en su cuerpo revitalizaron su ser. Sentía un influjo de imágenes gobernar su mente. Un influjo totalmente incontrolable. Imágenes del libro de Eromes y su significado tan oscuro, en especial en relación con el mencionar de las cavernas de origen desconocido, imaginándose a su abuelo andar bajo sombras inaudibles de tan negra intensidad que provocaba temblores en su cuerpo. El pensar de estar recluido, solo, desolado, solitario, cruzando un túnel que lo llevó a lugares desconocidos lo hizo abrazar fuertemente la frazada y apretar el plato hondo en donde el cocido sacaba vapores aromáticos. Tuvo la intención de mencionárselo a Lulita, pero prefirió evitar el tema, en especial, porque Eromes mencionó en su libro que por el momento Lulita estaba ignorante al tema. Quizás era importante que no supiera por alguna razón. Y si todo este tiempo había permanecido ignorante al tema, quizás era importante que permaneciese en ese estado de ignorancia. Eromes sabía lo que estaba haciendo, sin duda alguna, y él no era quién para andar rompiendo silencios preexistentes. ¿Quién sabe qué posibles dolores pudiese provocarle a su abuela de contarle? Lulita lo observaba con mucha ternura, y continuó, «¿Ya terminaste de comer mijito? Bien, ten, te preparé una limonada caliente. Nada de poner la carita de clemencia, porque aquí no estoy haciendo más que ayudarte. A tu abuelo le encantaba esta limonada cuando se enfermaba, él decía que le sanaba los adentros y las afueras. Creo que hasta llegaba al punto de enfermarse con tal de que yo le hiciese una limonada caliente. ¿Muy amarga? Aquí está la miel para que la endulces. «Dicen que la miel es buena para sanar el cuerpo. Que porque las abejas la usan para nutrir a sus crías es buena para sanarte. Y no está tan lejos de la realidad vieras. Cuando yo me enfermo del mal de la tos o del estornudo, lo único que hago es tomarme una cucharada de miel por la mañana y otra en la noche. Y vieras, es magnífico el efecto. En poco tiempo estoy sanada y el dolor de pecho se me quita. También ese calor desagradable que le agarra a uno en el cuerpo. Pero tu mijito mejor si tomas tu limonada caliente. Yo no lo hago más porque ya estoy grande, y esto es solo para aquellos pequeños que aún están en su desarrollo. Apenas andas en tus trece años y te falta mucho por crecer y ganar masa para hacerte un hombre fuerte y pesado.» Las palabras de Lulita confortaban a Manchego. Él no deseaba hablar del todo. Sólo deseaba que le hablasen. Que le distrajesen con historias ajenas para olvidarse de la pena enferma por la cual apenas y estaba entrando. Le pareció curioso, entre el párrafo de Lulita, la mención de haberle preparado a Eromes limonada caliente cuando se enfermaba, y no a sus hijos, entre quienes, esperaba haber escuchado el nombre de su padre. Pero cómo siempre, era omitido de la conversación, como si por alguna razón fuese una vergüenza para la familia y estuviese excluido, o cómo si hubiese cometido un crimen o una infamia en contra del Décamon y su mención como familiar fuese una desgracia. Quizás estaba exiliado, o muerto, o vivo y perdido en el alcohol y la vida ligera con prostitutas. Nunca había cuestionado tanto la existencia de su pasado, al menos, no tanto como ahora, en donde, parecía tan de pronto cobrar tanta importancia. Quería saber más de sí mismo. Quería saber porque tiene ojos tan diferentes a los de su abuela y facciones tan distintas a la mayoría de familias en el complejo de Fincas ElquepeK´Baj, ya que, siendo del origen de familiares en común, todos se parecían en algo, quizás en pelo u ojos. Sin embargo, Manchego era tan diferente a ellos. ¿Por qué? ¿!Por qué!? ¿Por qué no le preguntaba a Lulita acerca de su padre? Nunca lo había hecho, es cierto. ¿Pero por qué? ¿Es qué le tiene miedo a escuchar la verdad de su pasado? ¿O simplemente nunca se le había ocurrido tal cosa? La realidad es que ahora, en ese momento, no tenía ganas de saber nada. Solo quería estar emponchado y cerca del calor, con Lulita a su lado confortándole su existencia. Nada más. Ni nada menos. Paz. Lulita trató de distraer el rostro decaído de su nieto, «Vieras lo bien que está la Chichona. Estoy feliz con su evolución al bienestar. Ya va por la última pluma cayente, y se miran indicios de las plumas azules por debajo de la piel. Ya en semanas estará floreciendo su nuevo plumaje, y desde ahí, cobrará su confianza y andará poniendo huevos como si fuese una feria. Dale tiempo, verás lo bien que se pondrá la Chichona. Tengo tanta fe en su recuperación. ¿Mijito? ¿Te sientes bien? Lulita y sus ademanes emanaban una gran preocupación, «Ven a tu abuelita. Ay pero estás tan calientito. Pero qué bello el nene. Ven a tu abuelita, yo te voy a confortar. ¿No quieres más limonada? ¿No? Te sientes mal, yo lo sé. Vamos, remoja tu alma en mis aguas, y no demores, te sientes mal, y yo lo sé. Calma tus sentidos, mijito en arrullo, calma tus anhelos, y deja que mis caricias te leviten tan alto en un mar de ideas inexistentes y sueños perpetuos. Anda, ven, duerme, sumérgete en mi abrazo. Eso es. Duerme. Mijito lindo que como te amo. Duerme y sé feliz. Duerme y pasa tus penas a otro mundo en donde todo se pierde en el viento y restas tu sobre las nubes y sobre las aguas del mar. Eso es. Así es. Yo soy tu almohada, tu chamarra, y tu frazada. Eso es… calmadito. Lindo mijito. Duerme y sé feliz. Paz.» Duerme y sé feliz… Duerme mijito… Mijiito lindo que cómo te quiero… flota en las nubes y sé feliz… Anda… Flota… Andando mijito aflote sobre el mar… Las nubes te esperan sobre el cielo, un cielo despejar. Las amas mijito, y ellas, te aman en torno, y con algodones abrazos y vientos sonrisas te adoran sin verte… Anda sobre el mar… vuela a despegar… mijito lindo que cómo te amo… Duerme y no sientas más… Estás enfermito y quieres ya sanar. Duerme. Es hora de soñar. «Tan enfermito que se mira Mancheguito.» «Si, lo he estado bañando en aguas frías y remojando su pelo con frías aguas. Cuando duerme le pongo un paño mojado en la frente y en el pecho, y el fervor se reduce a la normalidad. Pero luego de horas regresan los calores. No puedo dejarlo un momento solo porque pronto se pone grave y empieza temblar.» «Ay no. Que mal el que le sobrevino a Mancheguito. Y usted Lulita, se mira cansada.» «Ay si chulita, no he dormido en días por estar cuidando a mi angelito. Pero lo hago con gusto. No me molesta del todo.» «Tan linda que es usted Lulita. El mundo entero necesita a una abuela como usted para que le cuide cuando está pasando por penas.» «Ay tan linda Luchy. Pues uno hace lo que puede y lo que debe. No más y no menos. Uno tiene responsabilidades como abuela-madre. Ya verás cuando tengas a tus propios hijos cómo los cuidarás de bien. Uno da la vida por ellos vieras. Si yo pudiera quitarme parte de la salud y dársela a mijito para que bien estuviese, lo hiciera sin duda alguna.» «Pero lo hace Lulita. Lo que hace ahora es darle su pedazo de alma.» «Si, ahí sí que tienes toda la razón.» «Porque no se va a dormir un rato Lulita. Yo me encargo de Mancheguito un tiempo mientras usted se recupera.» «¿Harías eso por mi Luchy?» «¿Cómo no? Es mi mejor amigo y le tengo tanto aprecio cómo a nadie.» «Ay tan bella. Que los dioses contigo siempre estén. Ahora que lo pienso estoy molida. Voy a comerme un plato de frutas y a dormirme voy. Gracias Luciella, tu siempre has sido tan especial con nosotros. Eres un ángel.» Luchy sonrío. Su alma sonrío. Por Manchego daría la vida. Su mejor amigo. Su compañero de alma en el mundo. Mancheguito, el chico tan especial, tan diferente, tan único, tan él mismo. ¿Cómo no lo haría? Luchy remojó el paño en la cubeta de aguas frías y lo aplicó sobre la frente de Manchego. Hizo lo mismo sobre su pecho. Con la otra mano acarició su cabello, haciendo interminables colochos, perdiéndose en sus pensamientos e intentando leer los de él, mientras él como ángel pasando por un gran mal parecía ser. «Nunca estarás solo Mancheguito.», dijo Luchy con una sonrisa evaporada, «Siempre estaremos aquí por ti. Por ti. Sueña bien y flota sobre las nubes. Mira los atardeceres, aquellos que te gustan. Recuéstate contra el Gran Pino. Mira a las montañas, a la distante Cordillera Devónica del Simrar. Mira cómo el sol sale de sus senos. Disfruta amigo mío. Disfruta su resplandor y duerme. Duerme.» Lulita se despertó a la próxima mañana, fresca y sana. Se sentía lúcida y astuta. Y el pensamiento de Manchego enfermo invadió su mente tan veloz que ni tiempo tuvo de decir, «mijito». Se preocupó, ¿!quien le abría atendido en la noche!? De seguro estaría temblando del frio y sudando la cruda enfermedad. ¡Ay no! ¡Pobre Mancheguito! Pero al llegar a su dormitorio, se sorprendió de ver a Luchy aplicándole las frías aguas a su cuerpo. La niña volteó a verla, y dijo con una sonrisa en amanecer, «Está bien Lulita. Está mejorando, pero va lento.» Lulita se sintió apenada y dijo, «Luciella, ay no. ¡Que los dioses te bendigan! ¡Y ya no fuiste a la escuela por estar aquí!» Luchy respondió, con algo de preocupación, «Yo sé, pero no importa. De seguro mi mami me va a matar, pero no importa. Valió la pena el desvelo. ¿Y usted, está bien ya?» «Dormí tan bien que me siento cómo para salir a montar caballo esta mañana. Pero Luchy, no tengas pena. Anda a tu casa y descansa. Haz de estar molida!», respondió Lulita, caminando hacia ella para relevar su lugar. Luchy parecía poder seguir cuidando a Manchego, pero Lulita tenía razón y quizá debería de irse a dormir, y dijo con algo de alivio, «Si me siento un poco cansada. Pero creo que si debería de ir a casa. Mis padres han de estar muy preocupados por mí. ¡No avisé que me quedaría la noche cuidando a Manchego! Pero creo que entenderán cuando les cuente.» Lulita se preocupó aún más por la niña cuando dijo que no avisó a casa, «Cualquier cosa y diles que me hablen, yo intercedo por ti si es necesario. Ahora anda mi linda, y gracias por todo. ¡Qué los dioses contigo vayan!» Esa tarde Luchy regresó a casa de Lulita, a ver y seguir cuidando de su amigo. Por suerte alguna su madre, Doña Vilma, comprendió en su totalidad la ausencia de su hija, diciendo que había hablado esa mañana con Lulita. Pero le suplicó que para futuras veces por favor le avisase con tiempo. Uno nunca sabe cómo una madre puede llegar a preocuparse, pensó Luchy en camino a casa de su amigo. Luchy apretaba la mano de Manchego. Especialmente lo hacía cuando su rostro entraba en dolor y fruncía el ceño y apretaba las cejas, cómo delirando en profundo sueño. A veces, Manchego pasaba de este estado de sufrir a estar acurrucado en posición fetal, apretado, como solitario y desolado en algún distante y desconocido lugar. Luchy tan sólo acariciaba su cabello y secaba las gotas de sudor de su frente. Luchy se sorprendió al ver que Manchego apretaba algo entre su mano empuñada, tan fuerte, que los nudíos estaban blancos por la tensión. Al intentar abrirla fallaba en el intento y miraba tan solo que entre su mano sostenía algo parecido a una nuez. Cuando, con ayuda de Lulita, estuvo a punto de abrirle la mano para sacar la nuez, ambas se sorprendieron de el agónico dolor que produjeron en Manchego, como si le estuviesen arrancando una pierna, o un brazo, o su alma. Lo dejaron ser, pensando que a lo mejor y la nuez era algún vínculo especial con el mundo exterior a su mente. Un factor extrínseco que mantenía sana su mente y en contacto con lo mundano. Luchy remojó el paño entre la cubeta de aguas frías y remojó la frente de Manchego, suspirando y viendo hacia fuera de la ventana, donde el día progresaba y pronto el sol caería. Un día más en el cual Manchego no sanaba de su delirio. «Pensamos que estabas muerto», dijo Lulita, sorprendida al verlo. «No lo estaba. Claramente lo puedes ver.» «Creímos que te habías suicidado.», dijo Lulita, recordando... «No lo hice. Simplemente, recurrí a métodos alternos para sanar mis heridas. Eso es todo.» «¿Por qué ahora?», preguntó Lulita, afligida de verlo. «Porque se me necesita. Más ahora que nunca. Ten, éste es el remedio necesario. Ya está listo para aplicar.» «Creí que no te importaba.», dijo Lulita con algo de dolor mientras las memorias regresaban a flor de piel. «No sabía que iba a crecer a ser un niño tan…especial. Y en aquellos días, mi lealtad era hacia tu esposo. Tienes que comprender.» «Comprendo. ¿Lo que no comprendo es por qué ahora? ¿Por qué hasta ahora?», dijo Lulita ahora con un tono que sugería enojo. «Porque me necesita. Ese ungüento es lo que necesita.» Lulita sostuvo la taza de madera entre sus manos, donde entre ella se manchaban las paredes de verdes hierbas molidas y trituradas, al centro un pudín negruzco y pardo maloliente. «¿Dónde está? Le deseo ver.», dijo el visitante inesperado. «Ven, por aquí.» Lulita no confiaba en él, aun hoy, después de tanto tiempo de haber sido tan cercano a su esposo. «Se mira bien atendido, aunque si no se recurren a remedios alternos, es probable que no salga de la malignidad.», dijo el visitante. «¿Qué crees que sea?», dijo Lulita con miedo en su voz. El intruso pasó la palma de su mano sobre el rostro de Manchego y cerró sus ojos. Retiró su mano, como si punzada por algo, y la puso cerca de su nariz, «Parece ser no más que un resfriado común que se desbordó del control. Pero parece haber algo más, un segundo componente, al cual no logro ponerle un dedo. Se siente. No sé qué es. Pero se siente.» «¿Es malo?», dijo Lulita preocupada. «No, es bueno. Eso es exactamente lo extraño.», dijo el visitante. Lulita estaba confusa, estaba al borde del colapso mientras las memorias entraban y salían abatiéndola, dijo luego de verlo y su rostro torcerse entre asco y odio, «Es hora que te vayas. Se hace tarde y debo de cerrar la casa.» «No te preocupes. Yo lo hago. Cuídalo mejor. Adiós.», dijo el visitante, y con eso desapreció entre la bruma de la noche, sin rastro más que su presencia poca deseada flotando. Lulita volteó a ver a Manchego, quien temblaba de la fiebre. Con sus dedos aplicó el ungüento sobre su frente y pecho. Supo que el efecto fue casi inmediato al verlo retorcerse entre gravedad y esfuerzo. Quizá fue por el olor desagradable del ungüento, o quizá produjo algo de ardor en su piel. No lo supo, y no fue necesario saberlo. Lulita sonrío levemente y sujetó la mano de Manchego entre la suya. Sin saber porque, la esperanza brilló en su rostro la noche entera. No pudo dormir, y de velada, esperó pacientemente a ver luz del nuevo día surgir en alba majestuoso. Lulita no pudo más que ponderar en la razón por la cual Manchego apretaba entre su mano con tanto frenesí una nuez. ¿Sería la nuez que le vendió Ramancia? Tan solo deseó que no haya sido esa vieja bruja quien haya hechizado a Mancheguito. Aunque lo dudó. Hubiese sido más notorio y no hubiese sanado con el ungüento. Y esa nuez parecía hacer más bien que mal. Fue en un abrir y cerrar de ojos. Parpadeó varias veces, como recién saliendo de aguas saladas que los ojos han llegado a irritar. Vio pasto. Pasto alto y galante, cada alambre de pasto alto y bello con toda una personalidad entera, que bajo los efectos del viento se mecían de lado a lado, bailando a una música inaudible, que únicamente el pasto interpreta con su tacto íntimo con las ondas pulsátiles del mundo. Estaba recostado sobre el suelo, lo sabía, no por pensarlo, pero por saberlo simplemente porque lo sabe. Se levantó, y lentamente observó que estaba a una distancia no muy larga del Observador, en donde, el Gran Pino le esperaba a que llegara a sentarse cómodamente a pulsar su vista sobre el atardecer. Había algo extraño del lugar. No era el viento, él soplaba calmado; musitando sus secretos entre los árboles en melódica transfusión. No era el sol, quien decaía entre el cielo lentamente, a pronto pegar sobre roca y, a fundirse en magmas lavas donde luego reposaría en su alcoba. No era el cielo, cual brillaba celeste e intenso con nubes escasas y una luna flotante a media mordida. Era algo más. Una presencia. Sentía como si algo apretara con su mano, pero al verlas, no apretaba nada. Eso era. Nada. Quizás fue solo su pensamiento que lo hizo creer que había algo más en el ambiente, cuando no lo había en realidad. ¿O si lo hay? Caminó hacia el Gran Pino y se dio cuenta que Rufus le esperaba, sentado sobre sus piernas traseras, observando, contemplando, sintiendo. Manchego se sentó a su lado, y juntos observaron, contemplaron, sintieron. Sobre la Cordillera Devónica del Simrar, el cielo se manchaba azul de diferentes tonos, diferenciado por densidades de color y tonalidades de fuerza, estando sobre las montañas moradas un color purpúrea profundo, casi imposible de existir por su realeza. Manchego volteó a ver a Rufus, y Rufus, volteó a ver a Manchego. Rufus le dijo a Manchego, «Uno siendo un ser en su máximo potencial puede serlo en su totalidad y culminar su existencia únicamente si logra perforar el sentido de su vida en relación total y no parcial entre lo existencial, eso es, si cada y uno de sus momentos existenciales los logra hacer esenciales. Es así como uno descubre al ser que anida en uno. Establecer una relación íntima con uno mismo es imperante para el desarrollo adecuado del ser. Conocerse es esencial. Es hora de ver hacia adentro y no hacia afuera.» Manchego estaba sorprendido, pero no extrañado, como si Rufus toda la vida le hubiese hablado acerca de estas cosas. De igual modo Rufus es ya un canino vivido, con años de experiencia, que vio y ha visto muchas cosas pasar, ¿cómo no sabría cosas de tal importancia? Manchego le preguntó a Rufus, algo confuso, «¿Por qué razón quisiera yo hacer eso?» Rufus respondió, con sabiduría efluyendo de sus fauces, «Sin ello no eres completo, porque nadie es completo sin su esencia. Y la única forma de llegar a esa esencia es con paciencia y sabiduría. Es el deseo de existir tan simple y sencillo como las rocas que nos rodean, pero tan complejo y sobrenatural que se desencaja con lo mundano. Tu cuerpo es materia y cómo materia está sujeta a las leyes de la materia que el mundo forja sobre ella. Tu alma, tu ser, está exento a esas leyes, es más que materia, supera las limitaciones que ésta le impone a lo terrenal. Unificando seres, metafísico y físico, logras entonces perforar en el sentido de lo existencial a lo esencial. Al hacer contacto con tu ser interno, que anida expropiado al físico mundo, fusionas alma y cuerpo, y te unificas existencialmente, siendo uno mismo tan cercano, pero al mismo tiempo, dos tan aparte y lejanos.» Manchego registró lo dicho por Rufus. Sus palabras fueron más que consejos. Pronto fue que escuchó una voz que creyó haber reconocido. La escuchó a lo lejos, casi imperceptible, un llamado que arriba tarde y de mensaje desgastado. Rufus perdió sus ojos en el horizonte y dijo, plasmado contra el viento y fundido con el fuego del sol, «Estamos todos hechos de la misma cosa, esa misma sustancia que mantiene los fragmentos del tiempo y espacio unidos en uno. Somos todos uno y ninguno. Somos y no somos. Fuimos. Seremos. Somos. Los tiempos cambian, pero como tiempo esa cosa que nos hace no progresa, porque ahora, como antes, sigue siendo la misma. Tú y yo, ahora, somos algo que viaja a través del tiempo. Es por los cambios que conlleva nuestro cuerpo de materia que definimos el tiempo pasado sobre nosotros. Si uno no cambia y no forja cambios, no viaja con el tiempo, y estático, pierde el sentido de un ser vivo y existencial cuyo fin y propósito único es el cambio hacia lo perfecto, hacia el Origen. Debes de buscar la verdad que te guarda, y cambiar de acuerdo, y forjar el cambio. Así, viajarás con el tiempo, y llenarás tu propósito. Lo dinámico vive, lo estático, muere.» Manchego mantuvo sus ojos sobre las montañas, sabiendo que ellas hechas de piedra no cambiaban con el tiempo. Quizás de forma y de tamaño lograban cambiar, pero era un cambio estático que no significaba más que una alteración en su configuración espacial. A diferencia, de las plantas y los animales, que crecen, viven, y mueren, cuyos cambios significan algo trascendental. Quizás él estaba cambiando, o quizás, él necesitaba cambiar. No lo sabía, pero sabía que es esencial el cambio para su existencia. Se dejó llevar con el viento y sintió que flotaba con el cielo. Sintió cómo si algo de alas grandes y potentes lo sujetaba de los brazos y lo levitaba sobre el cielo, y en crestas y valles se elevaba y descendía, creando un subir y bajar de emociones y nociones. Aunque volando, se sintió caer. Una caída suave sobre almohadas. Siguió volando. Una dulce voz acarició sus sentidos. Una luz atravesó su mente como espada de luz ardiente. La luz se tornó en un túnel luminiscente. Al fondo del túnel la figura de una doncella llamó su atención. El eco del nombre ‹Luciella› fue todo lo que escuchó. Su forma se aclaró lentamente, ojos verdes percibiendo los propios. Parpadeó una y otra vez. Cerró los ojos y sintió que lo abrazaban fuertemente. Derramó una lágrima. Estaba feliz, sin saber por qué, estaba feliz. Sintió agua fría sobre su frente que lo hizo cuestionar su origen. Vio la luz del atardecer y de nuevo entró en sueño. Rufus corría sobre el campo, saltando sobre el pasto, ladrando de alegría. Él contemplaba en silencio la alegría del ser que saltaba, del canino en natural felicidad. Sonrió al oeste, el viento pegando en su rostro. Guiñó sus ojos al cielo, y sonrío. Un nuevo día. Abrió los ojos y una infusión de luz mañanera se introdujo a sus ojos aun somnolientos. Sintió algo pegajoso sobre la frente, pero eso no parecía ser tan importante como el hecho de sentir la luz perforar entre su alma. Cerró los ojos de nuevo y apretó su almohada, que tan rica que se sentía aun calientita ante el gélido viento del alba. Abrió sus ojos de nuevo y la infusión de luz fue igual de significativa para su esencia. Se sentó sobre la cama, un paño húmedo cayendo de su frente a caer entre sus piernas, aun entre las sabanas. Bostezó profundo y prolongado, succionando bocanadas de aire. Sintió fuego en su mente, con ganas de salir corriendo, o de saltar. Estornudó, por lo cual supo que seguía enfermo. Pero ya se sentía mucho mejor desde que su memoria recuerda, cuando regresaba del cementerio. Rápido abrió la gaveta de su mesa de noche, y ahí, envuelto entre un suéter de lana, estaba el libro rojo de Eromes. Nadie lo había tocado. Se tranquilizó y estudió su alrededor. Supo que era apenas el albor, que aún el sol no había salido de su cobija, sino qué, aún estaba entre sus pijamas, esperando el momento del llamado del cielo, a salir grandioso y soltar el bramido motor del día. Se puso de pie y abrió las ventanas que apuntaban al este, donde los árboles tapaban la vista del amanecer del sol sobre las montañas distantes y azules. El viento helado hizo que su cuerpo temblara, pero de pie, sintió el calmado viento pasar entre las hebras de su existencia. Suspiró profundamente y se sintió aliviado. Sus ojos indagaron al cielo, que lentamente cobraba el fuego del sol en loar. Nubes dejaron que sus faldas se mancharan de un amarillento color de pollo, mientras haces de luz irradiaron como saetas hacia la atmosfera, creando puentes celestiales entre el universo y el mundo. Entre los árboles, tan súbito, tan de pronto, tan esplendido, tan galante, uno, dos, y tres dedos de luz del amanecer penetraron entre las ramas del árbol como mensajeros eufóricos. Como flechas con fuego provocaron la luminiscencia del alrededor con aguas amarillas de sol líquido. Otro y otro dedo de luz atravesó el viento mientras el sol lentamente se preparaba para encaramarse entre el cielo. Flechas de luz angelical se clavaron entre las paredes y las puertas, entre persianas y sábanas, arrasando al mundo y espantando a las tinieblas. Otra y otra flecha atravesaron el gélido viento, hasta que súbito, fue el momento esencial del estallar del rey del cielo en un bramido belicoso... Manchego se quedó estupefacto al ver que lentamente un orbe en llamas salvajes se elevaba, visible claramente entre las ramas del árbol, su redonda faz deformada por la maraña de hojas y ramas, su identidad nunca adulterada, sus ojos tomados por completo por el esplendor. Manchego estiró sus brazos como por arte reflejo, abriéndolos a modo de restar como alas de ave, sus palmas abiertas hacia fuera, como las plumas de un halcón en vuelo. Sintió la fuerza del viento mecerlo sobre sus pies, como si fuese tan liviano y tan complaciente como una espiga de trigo. Entre su mente, toda noción consciente se vio obliterada y el concepto del ‹yo› fue meramente un rastro de vapor que desapareció. Sintió que su alma se fragmentó en polvo, y como tal, acarreada con el viento y fundida con las fibras del universo se perdió. Se sintió uno con el mundo, no en él, si no parte de él. Se sintió vivo, unificado con la existencia de todas las cosas. Lulita se despertó, habiéndose quedado dormida al pie de la cama de Manchego, y al verlo, pegó el brinco de su vida y corrió a salvarlo. Pero no pudo. No pudo avanzar al estar próximo a él. Fue demasiado bella la imagen que se proyectaba ante sus ojos, que la sobrecogió con un golpe de sorpresa: Manchego estaba envuelto por completo en luz, pero no luz externa de algún objeto que la emana, sino más bien, luz propia, intrínseca a su ser. Brillaba con un aura divina que irradiaba una fuerza celestial. Manchego parecía haber cobrado fuego sin llamas, un fuego blanco, divino, pulcro, inmaculado. El sol estaba justamente sobre los árboles, apuntando, quizás, en ángulo directo hacia Manchego, como si el sol hubiese salido a brillar para él, o más bien, como si brillase por él, como si el sol lo estuviese alabando religiosamente. Pereció ser como si el aura de Manchego disparase hacia el espacio y con su intrínseca fuerza iluminara el astro sobre el cielo, dándole fuerza al sol mismo esa mañana. Lulita instintivamente se hincó ante la visión gloriosa, y sus ojos bebieron de la imagen. Tanto que bebieron sus ojos, pasmados, abiertos, congelados en la imagen, que lágrimas brotaron sin llorar, reflejo, quizás, de ver algo tan bello que simplemente necesita la expresión de lágrimas. El efecto pronto se disolvió en inexistente y Manchego bajó sus brazos, abriendo sus ojos, emergiendo de quien sabe que recovecos del universo. Rápido, con una sonrisa intensa, volteó a ver a Lulita, quien salió inmediatamente del trance, sin saber realmente qué es lo que había pasado, «¡Wow! ¡Viste ese amanecer! ¡Estuvo genial! ¿¡Lo viste!? ¿¡Lo viste!? ¿Abueeelaaa? ¡Dime! ¡Dime! ¿¡Lo viste como yo lo vi!?» Lulita se puso de pie, sin saber realmente porque estaba hincada sobre el suelo, y dijo aun estupefacta, «Eee, si mijito lindo. ¡Lo vi! ¡Ya estás bien por la gracia de los dioses! Ay por los dioses, que te bendigan hoy y siempre. Te quiero mucho, oíste. Y tú, en tu vida, nunca estarás solo. Nunca estarás solo. Nunca. Siempre estuvimos aquí. Luchy y yo y… Siempre. Nunca dejamos tu lado. ¿Oíste? Nunca estarás solo. ¡Amorcito lindo que bueno que estás bien! ¡Ay qué alegría! ¡Voy a ir a preparar el desayuno! ¡Anda y llama a Luchy porque esto es una causa para celebrar!» Manchego sonrió la sonrisa más amplia y más cálida y más emocionada que su ser pudo concebir al mundo, brillando con rastros de una luz interna que pocos ojos pudieron haber captado. Y como rayo de luz de oro salió corriendo en pijamas a casa de Luchy, saltando entre gramas y humedeciendo su alma entre el rocío de las plantas. Tras él Rufus salió corriendo en absoluta felicidad de ver a su amo, y juntos se desaparecieron entre la mañana silvestre sobrecogida con el líquido amarillento de un amanecer glorioso. Desayunaron el mejor desayuno del año. No sabían porque, pero estaban todos felices, irradiando una positividad inconcebible bajo métodos conscientes. Únicamente bajo un flujo inadulterado de sus pensamientos manaban tan puros, y en momentos cuando alguno intentaba obstruir el flujo de su energía, chocaba su mente contra una pared de rigidez, y como agua, inmediatamente su mente esquivaba tales obstáculos y de nuevo fluía a ser tan espontáneo. Un fenómeno en su totalidad. El desayuno transcurrió sin alguna noción del tiempo. Pudieron haber pasado horas, días, semanas, o segundos. El tiempo era irrelevante en ese momento. Estaban completos, en afán entero, y eso era lo único que importaba. Darle concepto al tiempo, aunque existente pero imperceptible en ese momento, era atribuirle al momento perfecto una actitud de cambio, ya que el tiempo, para ser medido, requiere de cambios. Y ninguno de los tres, o cuatro con Rufus, deseaba atribuirle las cualidades del tiempo al momento, que necesariamente, conllevan cambios, ya que nadie deseaba cambiar algún aspecto del momento. Si fuese por ellos permanecerían en ese instante, congelar el momento y vivirlo por cuanto fuese necesario para complacer sus almas. Momentos, son los fragmentos temporales que nutren nuestras vidas, y que luego, posteriormente, en algún momento de nuestra paz, pasan a ser parte de las memorias que en algún futuro nutren nuestras vidas. Panqueques y frijoles parados, plátanos fritos y pan tostado, avena tostada (de esa misma semana por cierto) y jalea horneada, huevitos revueltos con tomate, cebolla, hongos, queso panela, especies del campo, y un toque de pimienta, era lo que había de comer. Lulita se había esmerado en hacerlo, incluso, dio permiso a Manchego que faltase al trabajo ese día. Pero únicamente ese día, ya que, Tomasa andaba forjando la tarea para sacar adelante la parte que Manchego debía de hacer. «Bueno niños. Ha sido un desayuno placentero.», dijo Lulita satisfecha, lamentando tener que matar el momento, «Pero ya es casi medio día y debo de ir al grupo de oración en casa de Doña Maca. Bueno chicos, que os lo paséis bien. Y me alegro tanto que ya estés bien mijito. Que los dioses te bendigan.» Luchy estaba feliz, ya que hoy, contrario a otros días, iba a pasar el día entero con Manchego. Tenía tanto que contarle y tanto que preguntarle. Manchego estaba realizado, no sólo por el hecho de no tener que ir a trabajar, sino también, por estar con su mejor amiga. Sabía que ella lo había cuidado. La había sentido en sus sueños. Esa presencia, esa firma que caracteriza a Luchy en su mente. Quizás su olor a magnolias y dalias, o quizás el color de sus ojos. O quizás, su cabello. En ese instante sus ojos se fijaron. El iris café de Manchego tomó consciencia de las pupilas negras y profundas de Luchy, rodeadas de un verde musgo con una corona de color ámbar. Luchy tomó consciencia que el iris de Manchego tomó conciencia de su pupila, y en torno, sus pupilas tomaron consciencia del iris de Manchego, cuyo epicentro, origen de su energía visual, la contemplaba en silencio. El momento duró menos de dos segundos. Fue suficiente para hacerlo incomodo, y ambos, inmediatamente, voltearon la cara hacia el lado opuesto, buscando en donde reposar sus ojos para obviar lo que era obviamente obvio. Pero ninguno tuvo la madurez para saber el significado de tal momento y emoción, ni la sabiduría para enfrentar su significancia, por lo cual, en segundos, estuvieron como siempre, normales. «Tienes que ver lo que encontré Luchy. Está increíble.», dijo Manchego emocionado. «Dime, ¿qué encontraste?, a parte de una gripe terrible que te sacó de la conciencia. ¿Cómo hiciste para caer entre tal malignidad? Por los dioses Manchego, estaba yo preocupada como no tienes idea. Estuvo divertido verte roncar, eso sí. Y babeas como un niño de cinco años. Duermes como un bebé.», Luchy soltó una risa sabrosa, tan afable como la brisa del mar. Manchego se sonrojó y dijo, «¿Yo ronco? Yo nunca he roncado. Bueno, la verdad nunca me lo habían dicho antes.» Luchy lo vio con ojos de ternura, «Tontito, ¿y quién te lo va a decir si no tienes hermanos ni hermanas para que te lo digan? Y Rufus seguramente ronca más que tú en las noches.» En ese momento Rufus ladró en desacuerdo. Manchego dijo con ademanes de timidez, «No sabía que roncaba. ¡Qué pena!» Luchy sonrió y expresó empáticamente, «No te preocupes. Hasta cierto punto es tierno. Te luce bien. Pareces leoncito.» Manchego sonrió y respondió al cumplido, «Bueno, ¡al menos luzco como algo feroz! ¡Menos mal y no dijiste que parezco un gatito!» Ambos se echaron a reír, y sus risas joviales llenaron el cuarto de su humor tan bello. Manchego se puso en pie, y dijo sosteniendo su abdomen de tanto reírse, «Espérame, voy a ir a traer lo que te digo que encontré. Pero me prometes que no le dices a nadie. ¡Peor a Lulita!» Luchy abrió la boca incrédula, «¡Y tienes la insolencia de decirme que no le diga a nadie! ¿Cómo vas a creerlo Mancheguito? ¡Tú sabes que de mi boca nada tuyo sale! ¿¡Somos mejores amigos o qué!?» Manchego sonrió mientras caminaba, diciendo, «!Exacto! !Ahora vengo!» Manchego salió corriendo y en pronto tuvo entre sus brazos un suéter de lana envolviendo algo rectangular, «Vamos al Observador. No quiero sacarlo aquí.» «¿Vamos ir a recostarnos contra el Gran Pino?», expresó Luchy esperanzada. «Si, por su puesto. Es mi favorito lugar. Tuyo también apuesto.», le respondió Manchego con seguridad. «¡Si! Me encanta ese sitio. Es tan lindo. Puedes ver perfectamente el horizonte.», respondió Luchy eternamente sonriente. «Sí, es cierto. Sabes, a mi abuelo, Eromes, le encantaba también.», explicó Manchego mientras caminaban hacia la puerta trasera de la estancia, «Quizás a mi padre también le gustaba por igual.» Luchy dijo entre sonrisas, «Si, es realmente bello. Difícil encontrar alguien a quien no le guste un punto tan significativo desde donde se puedan observar tan bellas las imágenes. Incluso si miras al sur tu vista topa con la Cordillera Devónica del Simrar. Solo alguien frío y vacío por dentro podría negar su seductora visión.» Manchego luego dudó un poco, y dijo, «¿Sabes qué Luchy? Prefiero mejor ir a tu casa. Lulita pueda encontrarnos en el Observador y eso no puede ser. ¿No te importa?» Luchy pareció dudar. Las ganas de estar en el Observador fueron gigantes. Pero Manchego tenía toda la razón. Y si evitar a Lulita era tan importante para él, entonces a lo mejor y debían de eludir toda posibilidad de que ella los encontrase. Manchego por alguna razón, antes de partir, metió su mano entre el bolsillo de su pantalón, y ahí, sorpresivamente encontró la Nuez de Teitú. No supo cómo había llegado ahí. Jamás la metió a consciencia. Incluso había olvidado tenerla. Sonrió al apretarla entre su mano, y siguió su camino hacia la casa de Luchy. En casa de Luchy fue el mejor sitio para realizar el intercambio de aventuras. Quizá no solo por el hecho de evitar que Lulita los viese o escuchase, sino también por el hecho que en casa de Luchy abundaba el dulce de leche, y eso, siempre es bueno. Su madre había retomado el arte de hacerlo, y rumor corría por aquí y por allá que abrirían en pronto una nueva tienda, similar a la que ya tenían en el pueblo. Signo inequívoco que el negocio estaba caminando bien. Sentados sobre la mesa de la cocina charlaban, esta redonda y de madera, con una cuchara cada uno entre la mano, a modo de ser una paleta, cada cuchara con una montaña formidable de dulce de leche, y cada uno con un vaso de leche tibia al lado para deglutir y prevenir el empalago. Luchy contaba una nueva noticia que realmente le paró el pelo a Manchego, «Y toda esta semana me estuvo buscando como loco. No sé por qué tan de pronto pensó como que si yo en realidad estuviera enamorada de él. Luego de tanto tiempo de ignorarle, diferir su palabra, e incluso, voltearle la cara con irrespeto. Es como si alguien le hubiese dicho que yo había dicho que me gustaba. No sé, es ridículo. Vosotros hombres podéis llegar a ser tan ridículos. No comprendo por qué no comprendéis. Es como hablarle a una pared a veces. Sois motivados por los dioses saben que motivos. Te digo, a Findus le he hasta insultado. Así directamente a la cara. He sido el bagre más grande de este planeta. Una bruja incluso. ¿Y aun así me busca?» Manchego tuvo un relámpago de memorias en donde se recordó que él le había dicho a Findus que Luchy le había dicho que a ella le gustaba él. Pero nunca creyó que se lo tomaría en serio. Era más que obvio que fue un método distractor para que le diese tiempo de salir corriendo por su vida. Gracias a eso fue que logró escapar y… Manchego sintió súbitamente un golpe en su mente, como si algo ahí adentro de pronto le hubiese pegado una bofetada. Sintió como si algo, alguna memoria se escondía allá adentro. Pero no le puso mucha importancia, y siguió escuchando a Luchy. Luchy elevó los ojos al cielo, incrédula, «Vino por tres días consecutivos, a la mismísima hora. Ay no, que molesto. Y un día incluso se cruzó con Miguelito. Eso fue chistoso. ¿Te recuerdas de Miguelito, aquel chico que se mudó al pueblo y que ahora monta su caballo blanco y se cree saber ni que pavo real? Si, pues él con Findus se cruzaron aquí, justamente afuera de mi casa. Fue tan chistoso al principio. Ambos andaban montados en sus caballos, pero obvio que el de Miguelito es mucho más caro, y empezaron a hablar, al inicio, con mucha paz, intercambiando nombres. Luego empezaron a hablar de sus caballos, cada uno intentando resplandecer más lo suyo. Y de palabra en palabra se fue escalando la temperatura del ambiente y vieras que por poco y se arrancan la cabeza. Findus nada competitivo, sacó una daga de su cincho y retó a Miguelito a un duelo. Miguelito nada orgulloso sacó su espada y retó a Findus a un duelo. Tuve que salir corriendo para prevenir que hubiese sangre derramada frente a mi casa, y peor por mí, porque te juro, que estaban a punto de cortarse el cuello. Gracias a los dioses mi padre vino y junto con Emilia los sacaron a pura escoba. Estuvo tenso, pero muy chistoso. Creo que ellos van a estar teniendo problemas seguido.» Manchego pensó en la lista de enamorados que Luchy tiene. Tiene tantos enamorados que contarlos con los dedos del cuerpo es imposible, y Manchego, un poco celoso, sin realmente saber por qué estaba celoso, sintió cierto halago al saber que era su amiga, y no cualquier amiga, ¡sino su mejor amiga! Y que ella, así como ahora, resplandecía solo ante sus ojos y los de nadie más. Y le gustaba escuchar que ella rebotaba a uno y cada otro de sus admiradores, en especial, tratándose de fortachones como Findus y millonarios como Miguelito. Le gustaba escucharlo y le gustaba imaginárselo, quizás, de algún modo sintiéndose inferior a ellos. Siendo el mejor amigo de Luchy le daba ese especial privilegio que lo hace tanto superior a ellos. Obviamente él tiene algo que ellos desean. Y eso le elevaba un poco su ego. Lastimosamente, pensó, su seguridad dependiendo de alguien más y no de sí mismo. Hizo una nota mental a eso, y se comprometió a buscarle resolución a su inseguridad algún día. Luchy dijo cambiando de tema, «Mamá está a punto de abrir una nueva tienda. No sé si te había contado, pero padre dice que los negocios con el Dulce de Leche están yendo muy bien. Quieren que empiece yo a trabajar en una de las tiendas siendo como cajera. Aunque sea a medio tiempo después de la escuela. Lo cual no está nada mal. A fin de cuentas me van a pagar algo. Empiezo mañana y es después de almuerzo, al menos. Eso me da tiempo de ir a tu casa aun y de acompañarte en el almuerzo. No está nada mal. Y quiera que no, hay que ayudar a la familia. Padre dice que esto es una gran oportunidad para todos nosotros, los Buvarzo-Portacasa Merfel, porque las cosas en la Finca estos últimos cinco meses han estado terribles por la falta de los trabajadores. Esta Convocatoria se ha prolongado ya mucho. Gracias a los dioses y tú aun no has llegado a tu madurez para ser convocado. Ojalá no mueran muchos esta temporada. Es deprimente esto de estar en constante conflicto con otra nación. Los de la Divina Providencia tampoco han de estar felices, supongo.» A Manchego le pareció una buena idea el hecho que Luchy trabajara. Sonaba a cómo un buen pasatiempo para su amiga, en especial, ahora que no estaba él disponible para acompañarle y jugar como antes lo hicieron, durante sus tiempos libres. Cómo los tiempos cambian, pensó Manchego, lamentando un poco haber dejado la gloria de los días de no hacer nada. Esos días eran realmente buenos, recordó con una sonrisa mera triste. Saboreó la memoria, al punto, que su vista buscó, sin saber que lo hacía, una ventana para ver hacia el cielo. Viendo al horizonte, sintió una punzada de lamento extrañando aquella época cuando eran libres de hacer lo que quisiesen. Gritar y saltar por doquier, jugar a la hora que fuese y en libertad total pasar el día entero haciendo cosas de poca productividad laboral, pero de mucha efectividad personal. Extrañaba tanto esos días. Y aunque no había pasado mucho tiempo desde esos días, sentía como si años hubiesen pasado, él ya distante de su amiga a quien tanto ama. Sintió como si estaba perdiendo ese contacto esencial con la mente de su mejor amiga, sintió como si ahora, aparte, ya no iba a estar eternamente presente, viéndola, observándola, sabiendo que ella estaba bien. Porque ahora, ella también ocupada, quizás y él se deprimiría al igual, y distantes, con tan solo una hora diaria juntos, iba a ser imposible sanar juntos sus penas. Las cosas nunca serían como antes. Y eso lo realizó con una punzada al pecho. Porque ahora estaban trabajando. Y él ya no estaba en la escuela, lugar donde compartieron por tanto tiempo juntos. Compartirían pocas cosas ahora, con tan solo una hora al almuerzo si mucho. Quizás se empezarían a alejarse y la relación se tornaría vieja y oxidada. Él no deseaba eso. Luchy se calló. Al notar que Manchego se empezó a perder entre sus pensamientos, y verlo con alguna muestra de nostalgia, y le preguntó, preocupada, «¿Qué tanto piensas Mancheguito? Te miro un poco preocupado.» Manchego sacudió su cabeza levemente, como tratando de quitarse la pesadumbre de encima. Quizás solo era porque estaba enfermo aun y todo lo que había pensado era irrelevante, y dijo mintiendo, «No, no es nada. Solo estaba pensando.» Luchy le respondió, leyendo su rostro, «Yo sé tontito. Por eso te pregunté, ¿en qué estabas pensando?» Manchego nuevamente trató de evitar el tema, «No, no es nada.» Luchy insistió, «No puede ser nada. Algo te mantuvo pensativo y preocupado.» Manchego trató de eludir la mente perseguidora de Luchy, «No, no creas. No fue nada. Solo me siento un poco enfermo.» Luchy empezó a enojarse, la paciencia esfumándose de su ser lentamente, «¿Crees tú que puedes engañarme así de fácil? Llevo tanto conociéndote. Vamos, cuéntame. Tan solo quiero saber.» Manchego bajó la mirada a la mesa, donde la cuchara ya derramaba el dulce de leche intacto, y dijo, «Es solo que ahora que yo ya no voy a la escuela y tu si, y los dos estaremos trabajando por las tardes también, no sé, siento como si nos estamos alejando. No sé, es frustrante, porque no quiero que pase. Pero no puedo prevenirlo.» Luchy comprendió, «Ah... Si, ya lo había pensado yo también. Pero todo tiene remedio Mancheguito, te prometo que no pasará un día sin que nos juntemos a almorzar. Podemos alternar ahora. Tú podrás venir a mi casa un día, y el otro, yo a la tuya. Así hacemos un buen balance.» El rostro de Manchego recobró luz, «Me parece buena idea. Pero no remeda el problema que nos estamos alejando.» Luchy respondió a eso con astucia, «Es cierto. Pero la vida así es Mancheguito. A veces sobrevienen situaciones, y mientras uno va creciendo más responsabilidades tiene. Y eso es inevitable. Son cosas circunstanciales. Y no podemos hacer más que hacerle afronte. Es esto lo que nos toca vivir y debemos de superarlo con inteligencia. ¿Ves? Es necesario. Es un paso inevitable de la vida.» Manchego dijo, no convencido en su totalidad, «Bueno. Está bien...» Luchy percibió a Manchego aun molesto, «No Mancheguito, no está bien. Vamos. Sácalo todo.» Manchego rindió el sentimiento y lo extrajo al mundo, «Es qué, no sé, es cómo que… es qué… me siento solo Luchy. Eso es todo. ¿Ves? Me lo paso todo el día en la Finca, haciendo cosas de la Finca, limpiando esto y sembrando el otro, sacando esto y llevando aquello… ¡y solo! Bueno, con Rufus, pero no es lo mismo. Tú vas a la escuela y ves a todos, y aunque no te agrade la mitad de los compañeros, y la otra mitad esté enamorada de ti, no importa, porque estás ahí. Conviviendo. Yo no tengo a nadie aquí más que a mi abuela y a Tomasa. Y claro, ella es muy importante y la amo. Pero no es lo mismo, ¿me entiendes?» Luchy se mordió el labio y extendió su mano a reposarla sobre la de Manchego, «Si Mancheguito. Comprendo muy bien. Pero a cada quien le toca lo suyo. Y a ti te tocó una misión fuerte que requiere de ti sólo lo mejor. Y nada menos puedes dar. Porque dar menos significaría tu deterioro. Y no sólo el tuyo. ¿Acaso no lo ves? ¿Comprendes cuanta gente depende de ti Mancheguito? ¡Te ha tocado una gran carga! Piensa en Tomasa, en Lulita, en Chichona, en Rufus, en Feyito, Granola, Sureña, Gramitas, Bruno, Pancha, Macizo, piensa en todos. Piensa en que si no es por ti la Finca El Santo Comentario moriría. Y tú sabes que eso detestaría tu abuelo, Eromes. La Finca que tanto amó. No te deprimas. Yo sé que cuesta.» Manchego sonrío levemente y dijo, «Tienes mucha razón, cómo siempre Luciella. No quita el hecho que me siento solo. Pero si le das ese factor especial a lo que tengo que hacer. Bueno, pues ni modo, tendré que apretar y sacar a la Finca adelante. Es cierto que soy el último y único heredero de la Finca. Lo que significa que prácticamente es mía. Entonces tengo que sacarla adelante. No sé cómo, pero lo voy a hacer.» Luchy dijo sonriente, eternamente optimista, «Y yo te voy a ayudar. No directamente, pero con mi compañía, aunque sea con solo una hora diaria. Yo ahí estaré, sin falta, siempre. Tu Manchego. Nunca estarás solo. Nunca. Entiendes Manchego. Tu nunca estarás solo… nunca.» Manchego se sintió aliviado, y Luchy lo notó. Los dos se sintieron cómodos, y continuaron contando sus aventuras, «¡Ahora tu Mancheguito! ¡Cuéntame de como lograste pescar una gripe tan fea! ¿¡Qué hiciste!?» Manchego se echó a reír, y Luchy, en torno, se contagió con la risa, «¡Cómo si fuese de mí idear andar buscando gripes asesinas!» Luchy dijo sin poder controlarse la risa, «¡Ya no! ¡Mucha risa! ¡Ya no! ¡Mi estómago! ¡Mi estómago!» Y el momento fue sabroso para ambos, liberando tensión y soltando estrés. Lágrimas, una que otra, brotaron de sus ojos, se sintieron como nenes, en aquellos viejos días de risa y gloria. Eran nada más ni nada menos que ellos mismos, y por eso estaban en pleno goce. Fue entonces que Manchego pensó que pese al cambio de los tiempos entrantes, hay una cosa que jamás cambiará: ellos mismos y las memorias que comparten. Esas jamás se irían, y juntos, sea a donde fuesen, podrían rascar los recovecos más profundos de sus seres y fluir en memoria. Un verdadero santuario. Siempre estaba aquella cosa, que quizá, aunque distantes, recordarían la misma memoria al mismo tiempo, y así, en memoria, pasarla juntos. Manchego empezó a relatar, luego de controlar su risa, «Pues de lo que me recuerdo, estaba yo viendo el atardecer recostado contra el Gran Pino, y ya Lulita me había advertido de no demorarme viendo el crepúsculo porque las lluvias estaban amenazando. Pero Luchy, que bello el atardecer. Las montañas se miraban moradas y aunque el cielo estaba cubierto por nubes, habían ciertos espacios entre ellas donde él estaba azul profundo. Me sentía al fondo de un mar, viendo hacia arriba, quizás la luna un barco, wow, fue espectacular. Me recuerdo tan bien. Incluso, si cierro mis ojos, es como si ahí estuviese ahora, viendo las imágenes que entonces vi. Ojalá pudiese jalarte a mi mente y mostrarte lo que puedo ver. Es tan bello. Tan bello…» Manchego abrió los ojos y Luchy lo estaba viendo, atenta, estupefacta, casi incrédula. De pronto Luchy salió del trance y retomó su compostura, y un tanto nerviosa dijo, «El atardecer…» Manchego continuó, nervioso de ver a su amiga tan atenta a sus palabras, «De regreso a casa jalando a Feyito, noté que los cielos empezaron a tornarse cada vez más grises. Y cuando menos lo esperé, empezó a llover. Una lluvia que tan repentinamente empezó a caer como infierno. Me di una empapada. Pensé ya no llegar a la estancia de la fuerza de las aguas. El camino se estaba inundando. Feyito no estaba colaborando, y mira que hasta árboles se estaban cayendo. Y de pronto mi camino se vio bloqueado por un río de agua y lodo, y el único camino viable era hacia el cementerio. Un camino que nunca había recorrido y uno que tampoco llamaba mi atención. Lulita casi ni lo menciona y Tomasa nunca va por ahí. Es cómo un lugar obviado e ignorado, por memorias dolientes o porque causa miedo, o recuerdos dolorosos que no se desean recordar, no lo sé. «En fin, llegando ahí, encontré una casita en donde me escondí. Y vieras, que encontré algo increíble. Dentro había una puerta donde reposaba un escritorio viejo y olvidado. Es ahí en donde encontré esto.» Manchego desenvolvió el libro del suéter de lana y, al aire libre quedó expuesto el libro rojo de Eromes. Luchy lo observó con detención, como si se tratase de un animal venenoso, «›Qué es?» Manchego respondió con asombro, «Es el libro de cultivos de mi abuelo.» Luchy lo vio con nuevos ojos y dijo, «¿En serio? Wow, ha de ser muy importante. ¿Pero por qué es tan importante crees?» Manchego recordó que Eromes mencionaba que no le iba a contar a Lulita la existencia de los túneles, o al menos, aun no. Manchego entonces pensó que sería mejor dejar a Luchy fuera del asunto de los túneles que Eromes describió en su libro. Manchego continuó, «Habla acerca de un tal Balthazar y de su compañerismo con él en la Finca. También menciona a Fusuf, padre de Rufus, y habla de Lulita ya habiendo estado triste y todo.» Manchego supo que le quitó gran parte de la emoción a la historia al omitir los túneles misteriosos. Pero supo que era importante mantener a Luchy ignorante al tema. Así como Eromes lo hizo con Lulita. Por algo fue… Manchego analizó en voz alta, «Yo creo que es importante, porque saber quién es este Balthazar, sobre quien habla mi abuelo en su libro, puedo quizás contactarlo y hablar con él, y quizás conocer más a mi abuelo de esa forma. Investigar más sobre su vida. Quizás él sepa algo antes de que se muriera mi abuelo. Y según el libro, este Balthazar, menciona Eromes, llegó a ser tan hábil como él en la agricultura.» Luchy analizó la información, gracias a los dioses, sin sospechar que Manchego ocultaba gran parte de la historia, «Tú me dijiste hace poco que vas a ver como haces para levantar la Finca el Santo Comentario.» «Cierto.» «Y ahora tenemos a este sujeto, que pensamos estar vivo, que llegó a ser tan bueno como tu abuelo en la agricultura.» «Así es.» «¿Qué estamos esperando entonces?», dijo Luchy concluyendo sin alguna duda. «¿A qué te refieres?», dijo Manchego un poco confuso. Luchy casi brincó por su descubrimiento, «¿¡Acaso no lo ves tontito!? ¡Esa es la clave! ¡Encontrar a éste tal Balthazar! ¡Quizás te reconozca como nieto de Eromes y te entrene en las artes de la agricultura!» Manchego vio luz en el plan de Luchy, y dijo, «¿Pero cómo vamos a hacer para encontrar a este Balthazar?» Luchy respondió, analizando, «Tú me contaste de un tal Balthazar, ¿no es cierto?» «Si, pero él es el dueño de la tienda El Pastorcito Feliz.», respondió Manchego, «es imposible que él sea. Se mira acabado y molido. Mi abuelo habla de alguien tan capaz como él.» Luchy dijo, buscando respuestas al acertijo, «¿Qué tal si le preguntas a Lulita?» Manchego dijo incrédulo, «¿Lulita? ¿Estás loca? Lulita sospecharía que yo ando merodeando en asuntos que no son míos», y no solo eso, pensó Manchego, él no deseaba revelar a Lulita el hecho que sabe acerca de los túneles. Y afrontarse a Lulita era decir la verdad, sin escape alguno, ¡porque a Lulita no se le puede mentir! «Y si se lo preguntas a Tomasa, solo como algo de curiosidad?», dijo Luchy luego de considerar las opciones viables. Una luz pareció iluminarse tras los ojos de Manchego, «Esa no es mala idea. Y Tomasa lleva casi veintitrés años de trabajar con nosotros. De seguro tuvo que haberlo conocido.» «Exacto.» «Me parece.» «¿Entonces?» «¿Qué?» «¿¡Vamos a ir o qué!?», preguntó Luchy sin comprender la razón por la cual Manchego no actuaba. «¿Ahora? ¡Pero apenas si he comido mi dulce de leche!», respondió Manchego viendo la cuchara que derramaba el sabroso manjar. Luchy se puso de pie y dijo con toda la intención de actuar inmediatamente, «¡Mi mami tiene miles de botes! ¡Te regalo uno si quieres!» Manchego dudó un segundo, y luego dijo, «Pero… ¡vaya pues! ¡Vamos! ¡Mejor ahora que nunca!» Luchy agregó, «¡Exacto! ¡Y mejor de una vez! ¡Quizás lo encontramos hoy y así de una vez te dará algún pedazo de información útil!» Los niños salieron corriendo, Manchego detrás de Luchy, quien, parecía estar más emocionada que su amigo en averiguar acerca de este tal Balthazar. Tomasa estaba sembrando semillas en el campo, luego de haber trabajado las tierras por horas. Estaba ya harta de estar bajo el sol y definitivamente podría usar una limonada o jugo de tamarindo para refrescarse. Entre veces le daban ganas de ahorcar a Manchego, entre veces comprendía al pobre por haber estado enfermo, entre veces deseaba estar de vuelta en Devnóngaron y no hacer nada. Lentamente tapó el agujero entre la tierra con un manojo de tierra que había excavado. Luego de haberle dado una, dos, o tres palmadas a la montañilla, escuchó pasos aproximarse. Al inicio pensó serlos de ladrones o desertores, por lo que instintivamente agarró la pala como arma y se preparó para degollar cabezas. Pero al ver a los niños aproximarse entre risas, se relajó, y sonrió. «¡Ay pero que bonit›e! Si no es el Mancheguite bonite…», la sonrisa de Tomasa se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos, «¡Mire pataje insolent›e que a su›abuele le voy a decirn! ¡Deberie de estar trabajande en vez de jugande! ¡Ay pataje mal criado que digue!» Manchego sentía como si esa pala pegaría contra su cabeza de ver a Tomasa en tal rabia, y dijo excusándose, «Lulita me dio permiso de faltar hoy Tomasa. Pregúntele si quiere. Sigo un poco enfermo.», y deliberadamente empezó a toser. Tomasa le lanzó el ojo crítico y supo que Manchego se miraba fresco y listo para trabajar. Era solo el berrinche de no hacerlo. Tomasa dijo resignada, «¿Qué quiere po›?» «¡Necesitamos de su ayuda Tomasa!», dijo Luchy emocionada. Manchego agregó, aun temeroso de la rabia de Tomasa, «Si, queremos preguntarle acerca de una persona. Se llama Balthazar.» Tomasa se mantuvo pensativa por unos segundos, y luego dijo, «¡Ay sí! ¡Don Balthazar! ¿Cóm› no me voy a recordar›n de tal figur›e?» Luchy se emocionó al ver que Tomasa se recordaba del nombre, «Fijs que Don Balthazar trabajabe aquí hace unes trece añes si no mal me recuerd›. Pero él se jue›hombre. Se fues›el›ombre cuando su abuele se… ¡pues cuande su›abuele pasó a la otra vide le digue! Se fue y lo últime que escuché de Don Balthazar fue que›staba trabajande en la Finque de Don Ingrio, ¡la Shenta Corta que se llame! Buen tipe le digue, ese Don Balthazar, una gran persone. Nunque se llevó bien con Doñe Lulite digue, no sé por qué fijs. Siempre tuvieren chispes entre ell›s.» «¿Don Ingrio? ¿La Finca Renta Corta? ¿La conoces?», preguntó Manchego curioso. Luchy respondió, «¡Sí! Es la Finca que exporta la mayor cantidad de miel, flores, y bovino del complejo. Es la que queda al final de todo el complejo de Fincas. Pero para llegar tenemos que ir en caballo, porque a pie nunca llegaremos.» Manchego dijo aliviado, «Bueno, vamos entonces al establo. Lulita no está entonces no tenemos que pedirle permiso para montarlos.» «¡Gracias Tomasa!» «Gracias!», y los niños salieron corriendo hacia el establo. Tomasa los siguió con sus ojos, aun un poco molesta de haber visto a Manchego hacer prácticamente nada con su día. Pero ni modo. ¡A veces hay que apretar el doble! Sureña plácidamente se dejó poner las monturas. Mientras, Granola los ojeó con celos y con enojo, habiendo querido ser el quien salía a pasear, pero no deseando sostener sobre su lomo a dos patojos imprudentes. Sureña al contrario, como reina, galante y muy amablemente, se dejó montar. Y como princesa blanca los llevó a donde ellos querían, sin importarle realmente el destino, con ganas, en realidad, de solo verse bien y lucir su espectacular cabellera. Su blanco pelaje brillaba intensamente bajo el sol del mediodía, como un farol en la tormenta. Y cabalgaron quizás por quince minutos, Luchy abrazando la cintura de Manchego, Manchego feliz, no aceptando en su mente, que sentía gran satisfacción de ser para Luchy una clase de soporte vital. Se sentía como su héroe. Como su protector. No se pudo haber sentido más como pavorreal en ese momento, plumas extendidas, coqueteando a la hembra a quien deseaba seducir. Luchy estaba realizada, abrazando a su mejor amigo. Sabía que sus huesos algún día crecerían a ser de hombre, grandes y fuertes, y que sus músculos evolucionarían a ser potentes y trabajadores. Su rostro cambiaría a ser más firme y con la presencia de una barba rústica. En su mente no quería aceptar que se sentía protegida. Actuaba como una similar, actuando ser no más ni menos que Manchego. Pero la realidad era que se sentía toda una dama galardonada por su gentil señor. Pronto arribaron a la última finca, en donde un letrero de madera anunciaba, «Finca Renta Corta». No había puertas ni garitas. La entrada estaba libre por lo que Sureña se dejó adentrar. Cabalgaron un minuto o menos en una calle larga adornada a los lados por grandes pinos, como columnas. Al llegar al final, un pequeño establo los esperaba, en donde, Manchego amarró las riendas de Sureña, quien inmediatamente empezó a degustar el bufe de granos que estaba preparado para aquellos que llevaban su rienda a la Finca Renta Corta. Había una campana sostenida por un hierro en forma de anzuelo. No quisieron tocarla, pensando que tal vez estarían interrumpiendo a alguien, y por pena decidieron seguir adelante. La entrada a la Finca era un arco de buganvilias moradas y rosadas cual daba paso a un campo vasto por el cual debían que cruzar para llegar a la estancia de la Finca Renta Corta. El campo era bello, al centro el camino delimitado por flores de color blanco, como luces detallando el camino correcto. El campo estaba pelón, revestido por gramas bajas y tapizado por vacas de color negro, blanco con negro, blanco, café, café con negro, y algunas de color casi marrón. Las vacas eran miles, en grupitos comiendo del pasto sobre el suelo. Uno que otro jinete cabalgaba a la distancia, arreando a las vacas y guiándolas al pasto más nutrido. Los jinetes eran dos, pero a tan larga la distancia que creyó imposible que vieran su presencia, por lo que siguieron adelante. Por varios minutos anduvieron por el campo. Subiendo montañas y pasando cumbres, hasta que por fin vieron el inicio de un cerco que se extendía por millas y millas de distancia. El cerco protegía el origen de un vivero, en donde, a la distancia, y sobre la cumbre de una colina, se miraba un mar de flores de colores azul, blanco, rosado, naranja, y amarillo. Luchy estaba realizada, Manchego no podía creer sus ojos de ver tantas flores arrejuntadas, «Dicen que esta Finca, Renta Corta, suple a más de la mitad del Imperio con plantas y flores. Es impresionante, realmente lo es.» Manchego respondió, pasmado, «Es un mar de colores Luchy. Que belleza. Mis ojos no alcanzan ver el final del vivero. ¡Son millas de plantas sembradas en un mismo sitio! ¡Y mira! ¡Colores tan vivos y tan reales! ¿Puedes creer cosa tan imposible de concebir?» Los niños bajaron la colina y caminaron hacia el vivero. Se sumergieron entre él y sintieron la humedad tan viva, que el ambiente emanaba fulgor. El tamaño de las flores era impactante. Estéticamente imposible en un mundo imperfecto. Los pétalos eran como vestidos, vivos, y reales. El olor un aroma perforante a rosas, dalias, lirios, magnolias y nelumbos. Había miles de hortensias sembradas, todas arrejuntadas en su propia colonia, su propia zona, como su propia nación. Por minutos caminaron, admirando su alrededor, «¡Por algo la Finca Renta Corta exporta tanta flor!», dijo Luchy saboreando el olor, «¿Quién no quisiera este tipo de flores en su boda, o en su celebración?» Manchego agregó, «Si, ¿y te puedes imaginar cuánto ha de costar cada una de éstas flores? ¡Han de ser carísimas! ¡Son tan bellas que ni me atrevo a tocarlas! ¡Me da miedo ensuciar su perfección!» Siguieron su camino y pasaron el vivero, entrando a un campo abierto, solo que éste, a diferencia del otro, no tenía vacas. Más bien, sustentaba en sus tierras cientos de ceibas, viejas y gruesas como el tiempo mismo, espaciadas por al menos cincuenta metros cada una, dándose su espacio para cada una poder estirar sus ramas a su máximo potencial. Y lo hacían, sus brazos extendiéndose, juntándose las ramas de ceibas contiguas a mitad de camino, creando un techo artificial de hojas, al menos veinte metros de altura, una sombra de verdes hojas que filtraban el paso de la luz solar. «¿Qué crees que sea esto?», preguntó Manchego con su vista clavada en el techo de hojas y ramas verdes, conformado por cientos de ceibas. Luchy respondió, con sus ojos clavados en las ceibas y el grosor de sus troncos, «No tengo ni idea… parece ser solo una parte de la Finca. No miro punto en decorar la Finca con tantas ceibas. Quitan mucho espacio.» Pero no advirtieron, hasta escuchar su zumbido, que en cada Ceiba, y en cada una de sus gigantes ramas, una colmena de abejas zumbaba trabajando. Por Ceiba habían al menos diez colmenas de abejas produciendo miel constantemente, una fábrica perfecta de miel, cuya materia prima, obviamente, eran las miles de flores. En cada Ceiba se miraba a uno que otro trabajador entre las ramas, colectando el valioso néctar natural en botes. «¡Wow!», exclamó Manchego saboreando la miel con tan sólo ver las colmenas entre las Ceibas, «¡Esa es la miel famosa que venden! ¡Mira! ¿¡Cómo crees que hacen para que no les piquen!?» Luchy dijo, esquivando el vuelo de una abeja que voló pronto entre ellos, «Yo creo que sí les pican, solo que se han de aguantar. Me imagino que el truco está en no asustarte, así te respetan. Han de creer que es un semidiós colectando su ración de sacrificios de la semana.» Manchego consideró la posibilidad de los recolectores de néctar siendo vistos como semidioses por las abejas, y no le pareció una mala idea, «Buena explicación, ¡aunque la creo improbable!» Siguieron su camino como si estuviesen pasando por su casa. Hasta el momento nadie había notado su presencia, incluso consideraron a Don Ingrio ser mero descuidado con su propiedad. De este modo y cualquiera podría entrar sin previo aviso. ¿Podría ser tan confiado en la benevolencia de la gente? Entraron a otro campo, pasando las últimas Ceibas, y el sol del medio día les pego con toda su fuerza sobre el rostro. En ésta parte, a diferencia, no había árboles por mucho espacio y el pasto cubría el campo entero, entre partes muy mal cortada y entre otras podada a la perfección. Pero éste campo desprovisto de árboles y colinas daba lugar a que las fallas geográficas cercanas se dieran a ver, ya que al norte se miraba perfectamente al volcán Marsemayo, con unas cuantas nubes acompañando su trono solitario. Al noroeste se escuchaba al Rio Márgades correr su caudal, y entre veces, se miraban las corrientes a una distancia inmensurable. A medio camino en el campo se miraba la presencia de una estancia, de donde, la chimenea sacaba pulsos de humo negro. Pero por alguna razón Manchego estaba paralizado. Luchy se paralizó segundos después, ambos reconociendo de inmediato el peligro. Ladridos de perros se escucharon, y a una distancia no muy larga, dos caninos corrían hacia ellos a una velocidad que indicaba peligro. Luchy no dijo nada, tan solo se volteó, y empezó a correr, Manchego tras ella. Los ladridos fueron cada vez más audibles, más intensos, más graves. Los pasos de los huyentes eran cada vez más rápidos, más agotados, más desesperados. Luchy sacaba lágrimas y corría sacando el pulmón por la boca. Manchego estaba inseguro de ir lo suficientemente rápido como para dejar los perros atrás. Los ladridos se convirtieron en una martirizante campana de muerte, y en los breves segundos que pasaron fue todo lo que escucharon entre sus mentes en pánico. Los ladridos hacerse cada vez más intensos fue la detonación necesaria para crear la imagen de su propio funeral. Llegaron a un árbol no muy alto, un poco después de la última fila de Ceibas, y rápido Manchego dio el empujón necesario a Luchy para subirse entre sus ramas. Pero no había nadie que ayudara a Manchego, y los ladridos fueron inminentes. Estaban próximos. Manchego corrió. Pero su pie se trabó en una raíz. Cayó. Cayó al suelo. Intentó ganar distancia, pero lo único que obtuvo fue girar sobre el suelo, de espaldas vio entre sus piernas, y pronto el golpe final fue abrasivo, en cómo la violencia lo envolvió con infierno. Dos perros gigantes, dientes pelados, ojos moribundos, se derramaron sobre su cuerpo como lava comiendo maderas. Y Manchego sintió el final de sus días arribar a temprana hora. Pero el final no vino. Los perros lo olfatearon de pies a cabeza, como buscando algo. Olfateando su corazón, pegando sus largas y húmedas narices al pecho de Manchego, ambos caninos buscando algo en su pecho. Quizás querían devorar su corazón, quizás, estaban esperando la palabra de su amo para tan solo soltar la mordida y descuartizarlo en dos. La cabeza de los caninos era tan grande que sus mandíbulas soltaban suficientes babas para embarrarlo en una sola pasada. Los perros lo mantuvieron sujeto al suelo con sus patas delanteras, fuertes y ágiles. Manchego sintió que entre su mano apretaba algo, una superficie redonda irregular. Era la Nuez de Teitú. El galope de un caballo se escuchó y pronto los perros empezaron a aullar y ladrar, mostrando a su amo la presa y reclamando su premio. Y el amo llegó, bajándose del caballo, un caballo negro y aerodinámico, agudo y astuto, veloz de mirada y voraz de pensamiento. «¡Kalopsia! ¡Hummus! ¿Qué habéis encontrado? ¿Qué diablos tenéis ahí?». El jinete se bajó del corcel apuntando su ballesta hacia el extraño, pero pronto fue que reconoció el cuerpo de un niño debajo de las patas potentes de sus caninos guardianes. Y entre sorpresa y susto dijo, «¿¡Qué diablos haces tú aquí!?» El hombre bajó la ballesta, molesto y preocupado, y dijo «¡Niño imprudente! ¿Sabes que pudiste haber muerto tan rápido como abres y cierras tus ojos? Pensé que eras uno de esos desertores que se la pasa invadiendo mis tierras. Y no es raro que mate a uno o dos al mes te digo.» El hombre caminó hacia Manchego y le extendió la mano, ofreciéndole ayuda para que se pusiera de pie. Una frutilla pegó contra la frente del señor, y una voz en rabia dijo, «¡Aléjese de él! ¡Es usted un monstruo! ¡Aléjese!» Y otra frutilla del árbol pegó contra su frente. El hombre gritó mientras sobaba su frente, «¡Ouch! ¡Ya! ¿¡No miras niña tonta que estoy ayudando a tu amigo!?» Luchy cobró aún más rabia, algo imposible de imaginar, «¡¡¡No me diga TONTA!!!» y otra frutilla pegó contra la frente del señor. Manchego tuvo que intervenir, ya que pocas cosas pueden detener a Luchy cuando entra en furia, «¡Luchy no! Me está ayudando, ¿acaso no puedes verlo? ¡Baja del árbol!» El hombre empezó a enojarse y le gritó a Manchego, «¡Dile que se baje de ahí ahora mismo!» Manchego intentó de nuevo, volteando a ver al hombre, «¡Luchy bájate!», y le dijo luego al jinete, «Disculpe señor, usted no tiene idea que significa que ella esté enojada... ¡Ven! ¡Todo está bien!» Luchy se bajó del árbol, aun en desconfianza del hombre. Se puso al lado de Manchego, un poco detrás de él, y dijo con las manos sobre la cintura, demandante y comandante, «¿¡Quién es usted y qué quiere!? ¡Esos sus perros horribles casi nos comen! ¡Feo!» El jinete torció la cara, entre risa e incredulidad, «¿¡Feo!? ¡Niña! ¿No debería de ser yo quién os pregunta a vosotros quiénes sois y que diablos hacéis en MI FINCA?» Luchy lo pensó, y dijo aun probando su aura de realeza, «Mejor sea más caballeroso e introdúzcase ante una dama. Es usted un antisocial y una horrible bestia que no sabe hablarle a una dama. Dígame su nombre señor, que me provoca una gran desgracia que sea yo quien deba preguntárselo a usted de primero, y no a usted a quien se le ha ocurrido, ni por mera decencia, decirlo con amabilidad.» Manchego miraba muy clara la escena: Dos perros gigantes asesinos, el jinete enojado con una ballesta entre las manos, e intrusos a una Finca con frecuentes desertores invadiendo. ¿Qué más necesitaba Luchy para realizar que lleva todas las de perder? Manchego entonces intervino de nuevo, «Luchy, ¡ya basta! ¡No seas así! Mejor hablo yo, ¿sí?» Luchy botó la boca al suelo, insultada. Pero no pudo contra Manchego quien empezó a hablar de inmediato, «Mi nombre es Manchego señor, y ella es Luchy. Y lo sentimos mucho por habernos metido sin previo aviso. Pero le prometo que no somos ninguna clase de ladrones o desertores.» El finquero dijo con rastros de enojo, «¡Sin aviso lo apuesto! ¡No tocasteis la campana! Si la hubieseis tocado hubiese mandado al muchacho a traeros. Niños, niños, no corráis peligro innecesario.» Manchego dijo, apenado, «Ah… para eso era la campana. Perdónenos, por favor. No era nuestra intención alterar a sus perros.» El jinete dijo, un poco más calmado de ver que no se trataba de asesinos ni de ladrones, «¿Ellas? No son mis perras.» Luchy se metió de nuevo, gritando fúrica, «¿Entonces de quiénes son? ¡No se quiete la culpabilidad señor! ¡Son suyos, acéptelos!» El jinete dijo asombrado por la insolencia de Luchy, «¡No estoy diciendo que no son míos niña! Digo que no son mis perros, sino más bien son mis perras. Ella es Kalopsia, quien tiene una mancha blanca rodeándole el ojo, y ella es Hummus, toda de color negro. Son Pastores Devónicos, como podéis asumir, traídos de Devnóngaron. Un viejo amigo me los recomendó. Estos últimos quince años la invasión de mis tierras por desertores ha sido extensa. Y me vi necesitado de protección mayor. Compré esta ballesta en Omen, pero no basta. Y tenía otros perros cuida casa, pero se morían con frecuencia entre ataques y frecuentemente comían carne envenenada. Ahora estas mis queridas bestias son unas máquinas de matar. ¿Sabéis que son entrenadas por los Hombres Salvajes de Devnónagaron con el único propósito de cuidar a sus cabras y lamas? Cuidarlas de nada menos que de wyverns, unos reptiles que viajan en alas, tan grandes como tres caballos. Son potentes fieras. Pues estos Pastores Devónicos son entrenados al punto en que uno sólo de ellos se convierte en una amenaza para un wyvern. Dos ya es un peligro a su existencia. ¡Hummus! ¡Venga!» El perro obedientemente llegó al lado de su amo, en cuatro patas llegándole arriba del ombligo. El perro respiraba con la boca abierta, mostrando la culminación de filudos dientes y una lengua larga y sedienta. El hombre jaló los labios del perro y mostró sus dientes, «Mira el tamaño de estos dientes chico, ¿Manchego me dijiste no? Logran penetrar la piel de un wyvern sin problema, no hablar que pudiera hacerle a un hombre. A mí me descuartizaría en segundos. Sin duda alguna. Solo con una mordida lograría arrancarte el brazo o la pierna a un ser humano. Ahora mira esto.» El hombre jaló una pequeña membrana del ojo del perro, exponiendo su verdadera cornea, «Ésta membrana los deja ver como por lentes. Realmente lo que hace es proteger sus ojos contra cuchillos o uñas. Mira esto.» El hombre levantó las patas del perro y mostró sus garras, «Estas le ayudan a enclavarse en la tierra y correr el doble de rápido. Les da mejor tracción también a la hora de perseguir una presa. Y subirse en un árbol no ayuda del todo. Lo suben. Trepan con estas garras. Mira el grosor de su cuero. Es una defensa innata contra los dientes del wyvern, quizás dos veces el tamaño de dentadura que el de estas perras.» Manchego admiró la musculatura de las perras. Eran macizas, bajo su cabellera visible grandes plastas de músculos moviéndose. «Son lindos estos Pastores Devónicos. Pero requieren de mucha atención digo. Hay que darles diez libras de carne al día para mantenerlas sanas. Antes eran tres perras, pero Bruglia se murió hace dos años en una invasión por desertores. Una lástima. A parte que son carísimos e ilegales.» Luchy dijo, incrédula, «¿Y usted soltó a esas bestias en contra de nosotros?» El jinete dijo, «No, no lo creas. Probablemente ellas ya os tenían vistos desde que entrasteis. Eso es, vistos con el olfato. Hoy estaban un poco desganadas por el calor, por eso tardaron en levantarse e ir a perseguiros. Pero tuvisteis suerte chicos, especialmente tú, Manchego.» Manchego curioso preguntó, «¿Por qué dice?» El jinete explicó, «Porque estos Pastores huelen hasta la malicia en una persona, hasta sus malas intenciones. De no haber sido de buen corazón, te hubieran matado sin pedirme permiso. Me lo pidieron, de haber pegado yo un silbido más grave, y te hubiesen descuartizado.» Manchego se sintió un poco enfermo y sintió náusea al ver a las perras jadear, en especial, al verle las mandíbulas gigantes a las perras que casi lo mastican. El hombre dijo, «Bueno, pues ahora que ya nos conocemos un poco mejor, mi nombre es Ingrio. Don Ingrio para algunos. Y ésta es mi Finca, heredada de mi padre, Don Ingus, del linaje Jenken Kilmed Wilkot. Ahora es mía, mi padre murió hace mucho tiempo. Y ahora, ¿decidme que es lo que vosotros queréis de mí? No véis que estoy de prisa, tengo invitados en poco tiempo. Mis sobrinos vienen a visitarme desde Vásufeld.» Manchego dijo, «Don Ingrio… que pena… disculpe nuestra intrusión… En realidad, venimos sin gran propósito. Tenemos una duda en cuanto a la identidad de una persona. Nos refirieron que usted fue el último que le vio.» Don Ingrio dijo, con el rostro iluminado, «Creo que ya se de quien hablas. Dime su nombre.» Manchego respondió, «Se llama Balthazar.» Don Ingrio sonrió, «Ah, ¡Cómo no! Fue él quien me recomendó comprar a los Pastores Devónicos. ¿Queréis saber de su identidad?» Manchego agregó, «Pues, en realidad queremos saber dónde es que ahora está él. Deseamos encontrarle y hablarle.» «¿Por qué es eso?», preguntó Don Ingrio curioso. «Él trabajó mucho tiempo con mi abuelo. Y quiero hablarle. Quiero que me cuente de él. Quiero aprender quién fue mi abuelo en vida.» Don Ingrio vio a Manchego con ojos críticos, «Tu abuelo, ¿Eromes?» «Él mismo.», respondió Manchego con una sonrisa. «Nunca pensé conocer a su nieto.», afirmó Don Ingrio con cierto grado de satisfacción, «Es un real honor conocer al linaje del gran finquero Eromes. El Perpetuador, como le decían, ¿verdad? Un gran hombre. Un gran hombre sin duda. Haz de sentirte muy orgulloso de ser su nieto Manchego. Eromes fue ejemplar en vida. A todos, incluso a mi padre, nos dio el ejemplo. Si no fuese por él, creo que esta Finca no brillaría tanto cómo lo es ahora. Sin duda todo el Complejo de El QuepeK›Baj le debe un agradecimiento. Ahora, ¿quieres saber más de él? Probablemente Balthazar sea la persona indicada. Trabajó con tu abuelo por muchos años. Su historia es larga y un poco turbia. Pero su historia no es mía para contarla. Quizás él mismo te la cuente. Yo puedo darte la información que quieres. Pero, ¿porque no pasáis adelante a mi estancia? Tengo pasteles de piña y manzana, y miel de mis colmenas. Puedo brindaros un tentempié mientras os cuento esta historieta que vale la pena memorar.» Caminaron hacia el caballo negro, quien les miró agudamente, «Ella es Jacinta. Es la yegua más rápida de todo el continente, sin duda. La trajimos de las Montañas del Sur del Imperio, por donde están las Fincas del Café de Licaf y Atisbar. Pues ahí crían los caballos más veloces, una raza de caballos impresionante. ¿Notas que es más delgada que otros, más aguda su figura, estéticamente aerodinámica? Su pelaje es más liviano y un tanto aguijado. Mira sus piernas, son más largas y sus cascos más aflechados. Jacinta es quien nos llevará a la estancia.» Subió a Luchy y luego a Manchego sobre la yegua, quien no emitió ni una sola queja. Luego se subió Don Ingrio, y con un toque de sus estribos sobre el lomo de la yegua, ésta se echó al vuelo, como si no existiese otro propósito en su vida más que cabalgar a toda su potencia. Manchego volteó a ver hacia atrás, donde, los Pastores Devónicos trataron de mantenerse junto a Jacinta, pero, que en desventaja, se quedaron atrás, tan solo dos puntos negros entre el campo. La estancia de la Finca de Don Ingrio, Finca Renta Corta, consistía de una porción céntrica y dos alas. En la parte central se encontraba la sala principal en donde se decoraba galantemente con adornos de todo tipo. Era la sala para invitados y al centro de la misma estaba una mesa larga y grande, de madera no barnizada, con asientos hechos de troncos de madera gruesa, como restos de Ceiba parecían serlo. Las alas consistían de los accesorios de la estancia, como si la misma fuese diseñada únicamente para atender invitados, y sus anfitriones habitaban el ala oeste, mientras el ala este ubicaba la cocina, el patio en donde se lavaban platos y ropa, y una conexión directa hacia el establo, justamente al lado del ala este. De ahí se podían sacar huevos recién puestos por gallinas, ordeñar vacas para la leche de la madrugada, almohazar a los caballos para montarlos desde luego. La estancia era toda de madera. Una madera oscura, color casi marrón. Estaba barnizada y lijada lisa, tan bien estructurada que no parecía ser de miles de tablas, sino más bien de una sola pieza de madera. Habían ventanas intermitentemente. Ventanas cuadradas marcadas con una cruz de metal, por cuyas ventanas se podía ver las cortinas blancas por dentro, blancas como cataratas de algodón, cayendo plácidamente a formar oleadas de blancura. La puerta era céntrica, y era precedida por un camino de piedrecillas sobre el suelo. Piedrecillas entre las cuales crecía una grama espesa y corta, casi fosforescente en color, deliciosa de textura, casi como seda. La combinación de la verde grama chata con la piedra del camino que precedía la puerta demandaba atención por su belleza, tonalidades góticas mezcladas con naturaleza. Dos grandes Ceibas crecían por detrás de la casa, como portales cuidando la entrada de todos los males. Las Ceibas extendían sus ramas sobre la estancia, cruzando sus dedos sobre el techo, a formar una maraña de hojas verdes que en el otoño decaían sus hojas y decoraba la casa con colores naranja mate y tintura parda. Entre las Ceibas pájaros cantores habitaban sus múltiples ramas, un concierto de cánticos melódicos que anunciaban la mañana debían de componer, una delicia para despertar sin duda. La chimenea emanaba de la parte central, tirada un tanto hacia la porción más posterior y un tanto a la izquierda, denotando que en ese área estaba ubicado el fuego que calentaba la estancia. Por la chimenea un humo negro liviano emanaba lentamente en pulsos grisáceos, como fumador intermitente, pensando, sintiendo, soltando bolas de humo de vez en cuando. La puerta que el camino de grama y piedra precedía era alta y ancha, hecha de una madera menos oscura que la de la casa, sin barniz, con múltiples clavos en forma de girasol protruyendo hacia fuera, girasoles de metal negro mal pulido, con bandas, una arriba y otra abajo, de metal negro mal pulido, a modo que el metal negro resplandecía tan viejo como la madera, aun así, emanando elegancia y estilo, ya que era una puerta importada de los carpinteros de Vásufeld. Entraron por la puerta principal y sus ojos bebieron de la belleza. La casa de Don Ingrio era, no solo estética, si no también amplia y con espacio suficiente para dejar respirar tranquilamente. Las paredes estaban gobernadas por pinturas de tonalidades verdes y cafés, con flores y caballos, permitiendo que combinase perfectamente con las maderas de la estancia. Alfombras decoraban el suelo y múltiples áreas sociales se detallaban por cuatro o cinco sillones de cuero rodeando a una mesa central. Cada mesa céntrica contenía un florero con una o dos hortensias recortadas por el tallo. Don Ingrio los escoltó con amabilidad, «Pasad adelante chicos. Vamos, venid por aquí. Bien venidos a mi casa. Esta casa fue hecha por mi padre hace ya unas décadas. Fue luego que le empezó a ir bien por asociarse con Eromes que levantó el negocio. Antes vivíamos en una choza, un tanto más profundo en la finca. Era una estancia un tanto más pequeña, con menos comodidades.» Manchego pensó en la estancia de su Finca, y quizás, era similar en la cual Ingrio vivió su niñez. Quizás ese era el destino de Manchego. Sacar adelante la Finca y construir una estancia tan bella como la de Don Ingrio. «Sentados por favor. Ahora vengo.» Don Ingrio se desapareció entre el ala este, entrando por una puerta, que por el aroma que emanaba, parecía ser la cocina. Se escuchó la voz de Don Ingrio hablarle a un par de muchachos y muchachas que cumplieron las órdenes, y de inmediato salieron a colocar dos manteles, dos vasos con leche tibia, una tostada con jalea, y un pedazo de pastel de manzana, y otro de piña. Manchego se sintió muy bien atendido, pero no tardó en extrañarse por qué los muchachos de edad madura que trabajaban en casa de Don Ingrio no estaban en la Convocatoria, caso cierto para los muchachos de la Finca El Santo Comentario y Reinita del Diente Quebrado, y muchas familias más del complejo y el pueblo que sufren por la ausencia de sus seres queridos que fueron obligados a la guerra. ¿Quizás Don Ingrio tenía ciertos privilegios por ser un proveedor importante para el Imperio, y por eso le dejaban permanecer con sus muchachos?, para que el flujo de producción no cesara a pesar de haber conflicto interno en el Imperio. Manchego admiró la eficiencia de los muchachos de Don Ingrio, al igual que la belleza de su casa y la decoración de la mesa. Los platos eran de cerámica, una cerámica blanca y extrañamente sólida y duradera, importada, al igual que sus perras, de las tierras de Devnóngaron. Los cubiertos eran largos y armónicos, como imaginarse a una dama bailando la danza sobre la puntilla de un pie, mientras la otra pierna la estiraba a nivel de los brazos estirados, formando así una flecha horizontal. Los mismos eran de un metal pesado y finamente detallado. Manchego no tardó en echarle el ojo al pastel de manzana, cual emanaba un aroma delicioso. Pronto curioso no pudo contenerse, y sin preguntar, decidió probarlo. Crujiente por afuera con la coraza doradita, y cremoso por dentro con las manzanas aguaditas por el calor de la estufa. El pastel de piña, al contrario, era el contrario, suave por fuera con una masa deliciosa, casi como pan dulce, y por dentro piña tostada acaramelada y crujiente. El platillo fue satisfactorio y Manchego lo deglutió junto con un trago de leche tibia. Luego, pegó una mordida a la tostada con miel, y estuvo complacido, por lo cual, devoró el resto sin siquiera voltear a ver quiénes lo estaban viendo, ni con qué modales estaba comiendo. Luchy no podía creer lo que estaba viendo. Manchego se estaba comportando como una bestia, devorando todo a su alrededor. Al finalizar de comerse la tostada con jalea, tomó hasta el fondo del vaso la leche. Pasó su lengua sobre sus labios y alrededor de ellos, se limpió con las mangas de su camisón, y se dejó deslizar entre el tunco de madera y recostó sus codos contra la mesa, sosteniendo su cabeza entre las manos. Estiró sus piernas, y soltó el suspiro de comodidad, cerrando sus ojos a medias. Luchy lo vio con asco, y dijo asombrada, «¿Cómo puedes? ¡Cómo que si fueras mendigo!» Manchego no dijo nada, tan solo la volteó a ver con absoluta satisfacción pintada en su rostro. Luchy agregó, «¿Acaso crees que somos sobrinos o familiares de Don Ingrio para estar entre la confianza para hacerlo?», y Manchego no dijo nada. «¡Da un asco verte comer así!», y Manchego aun no dijo nada. Luchy, aun incrédula y a media histeria, tomó los cubiertos entre sus manos y empezó a degustar el pastel de manzana. En ese instante cerró la boca y no más palabras emergieron. Manchego la vio comerse los dos pedazos de pastel, la tostada con jalea, y tragar el vaso de leche tibia en menos de un minuto. Luchy se sentía como vapor. Pasó su lengua sobre sus labios y alrededor de ellos, se limpió con las mangas de su camisón, y suavemente, se dejó deslizar sobre el tunco de madera y recostó sus codos contra la mesa, sosteniendo su cabeza entre sus manos. Estiro sus piernas, y soltó el suspiro de comodidad, cerrando sus ojos a medias. Por un minuto no pudieron hablar. Pronto, Manchego salió del trance, «Wow. ¡Que delicia!» Luchy respondió, «Yo sé. Es el mejor pastel que he comido. Ahora ya no me van a gustar los pasteles que mi madre hace.» Manchego agregó, «Yo creo que en mi vida vuelvo a probar pastel. Así me quedo con ésta memoria para siempre sin adulterio de su imagen.» Don Ingrio entró pronto al comedor, y dijo, «¿Que ha pasado? ¿Algo esta mal? Hay tanto silencio aquí…» Luchy y Manchego se vieron y se empezaron a reír, Manchego dijo, «¡No! ¡No! ¡Para nada! ¡Es sólo que no podemos creer lo bueno que el pastel está! ¡Es quizás el mejor que hemos probado!» Don Ingrio sonrío plácidamente y dijo, «¡Ah qué bien! Aquí solo usamos ingredientes de la Finca.» Luchy dijo con los ojos abiertos de par en par, «¿En serio? !Está increíble!» Don Ingrio respondió sonriente, «Que me alegro que os gustó tanto.» «¿Y quién lo hizo?», preguntó Luchy, con intención de que se le ofreciera una segunda vuelta que escuchar la respuesta. «Éstos los hago yo.», respondió Don Ingrio, «La tostada pues también se hace aquí, pero las hacen mis muchachos. Y la miel, pues mis Colmenas sobre Ceibas se encargan de eso.» Manchego aún se sentía derretido sobre el banco de madera, y no pensaba cambiarse de posición así de fácil. Luchy estaba platicadora, suelta, feliz y seducida con golosinas, «¡Estuvo increíble el pastel! ¡Creo que ha sido el mejor pastel que he comido!» y Don Ingrio tan solo se reía y afirmaba lo que Luchy decía, pero nunca lograba su real cometido, que era que Don Ingrio le ofreciera una segunda ronda. Manchego se mantuvo paciente, feliz con haber probado el pastel si quiera una vez. Don Ingrio luego dijo, «Bueno niños. Me alegro que estéis contentos y tranquilos. Realmente siento mucho por lo que paso hoy más temprano y vuestro encuentro inoportuno con Kalopsia y Hummus. Son unas perras increíbles, y eso no lo puede negar nadie. Cierto que estando del lado de la víctima han de ser las bestias más horrendas de este mundo. Y ahora, por lo menos, ya sabéis. Hay que tocar la campana y esperar a que el muchacho llegue por vosotros en carreta y carruaje. Bien, ahora a los detalles, vosotros queréis saber un poco de Balthazar. Veamos, Balthazar.» Don Ingrio repitió el nombre una y otra vez, cómo saboreando sus letras, a modo de lograr recapacitar su memoria cuanto fuese posible. Don Ingrio empezó el relato, «Fue hace trece años que Balthazar vino solicitando trabajo. Fue justo uno o dos meses después de haberme enterado de la muerte de Eromes. Fue trágico os digo. Todos los finqueros del área sufrimos el zarpazo. Fue una pérdida terrible para todos. Me recuerdo que algunos de nosotros finqueros estuvimos vestidos de negro por meses luego de su muerte, de luto y muy tristes. Don Ingrio saboreó la memoria, «Si, hace como trece años. Veía a Balthazar deprimido. Muy deprimido. La mayor parte del día se lo pasaba viendo al cielo, como pensando, perdido en sus memorias, y la otra mitad, se lo pasaba cabizbajo, andando a paso lento, sin desear nada. Casi no comía. Casi no dormía. Fue Balthazar, quizás, quien más fuerte sufrió la muerte de Eromes. Eran grandes amigos, según entiendo.» Don Ingrio pausó un segundo, y continuó, «Eso sí, un excelente trabajador. Tenía la Finca en condiciones impecables. Y al cabo del año, la producción aumentó hasta cinco veces más. Fue una mejoría impactante. Balthazar, conociendo los secretos de Eromes, nos dio un gran empujón. Y creedme que el resto de finqueros de este complejo lo querían contratar para que hiciese lo mismo con sus fincas. Pero yo lo miraba mal. Balthazar no estaba bien. Y al cabo de llevar un año y meses con nosotros tuve que dejarlo ir.» Don Ingrio hizo ademanes de lamentarse, «Le hablé seriamente y le dije que debía de cambiar su actitud a la vida. Y que yo no podía tenerlo atado a sus memorias. Que debía de dejarlo ir. Y que muchas gracias, pero me preocupaba por él y yo realmente deseaba que saliera adelante. Y lo hizo. Puso una tienda en el pueblo, justo en el Mercado Central, llamada el ‹Pastorcito Feliz›. Una tienda magnifica niños, os aseguro. Si uno de vosotros os gusta pastorear ovejas, mirad que los accesorios que encontráis en esa tienda son increíbles. No son baratos, porque Balthazar no trabaja por menos. Pero son de excelente calidad. No sé si sigue en su tienda, eso si no lo sé. Fue hace años que la puso. Y si sigue, quizás los precios ya hayan subido. Vosotros sabéis, que con toda esta problemática que hemos tenido con el gobierno del Alcalde Feliel y su manipular los impuestos y los precios del producto interno y del importado, pues la vida se ha vuelto cara y violenta. El pueblo no es lo que era. Uno ya no puede andar tranquilo en las calles. Y que los dioses guarden que uno se aventure por el sector pobre, que ahí se maneja una mafia desagradable entre el Buhrman, según le dicen, y sus fieles. Realmente desagradable.» Manchego sintió la conexión formarse. Y no podía creerlo. No podía creer que el hombre añejado de la tienda ‹El Pastorcito Feliz› fuese el Balthazar. ¡EL BALTHAZAR! ¡Ese viejo en penas que no paraba de ver el cielo e intentar encontrar algo entre los ojos de Manchego! ¡Ese viejo que le preguntó de su chaleco de lama y su posible significado! Ese era el Balthazar del cual su abuelo hablaba, ¡el compañero de finca! ¡BALTHAZAR! Manchego se sentía feliz de haber hallado la conexión, y más aún, deseaba buscarlo de inmediato y hacerle tantas preguntas. Don Ingrio consideró lo dicho, y dijo, «Más información de Balthazar no puedo darte Manchego. Él tiene su historia y es únicamente suya para contarla. Yo no soy nadie para andarla divulgando. Podemos hablar de tu abuelo si quieres. Lo malo es que tiempo no tengo chicos. En pronto mis sobrinos vendrán y tengo que tener la casa lista, y mirad que no he hecho nada.» Luchy aun buscaba la forma para obtener una segunda porción de pastel, pero parecía ser como si Don Ingrio estuviese guardándolo para sus invitados, «No se preocupe Don Ingrio. Nosotros aún tenemos que hacer en nuestras casas. Y de hecho, que bueno estuvo ese pastel. Comería una y otra vez sin parar. Es demasiado rico. Pero en fin, creo que es hora que nos vamos yendo.» Manchego dijo, aun exaltado por la información recién obtenida, «Entonces fue ese Balthazar, no puedo creerlo.» Exclamó Don Ingrio, «¿Lo conoces entonces?» «Pues hace un tiempo pase por su tienda, y me habló de mi chaleco de lama. Me dijo que ese chaleco es especial y que solo aquellos que lograban llegar a una vida gloriosa obtenían un chaleco, aquellos en contacto con la naturaleza, o algo así. ¡Ahora estoy pensando que fue él quien le dio el chaleco a mi abuelo! ¡Y por eso reconoció el mismo!» Don Ingrio dijo sonriente, «Por su puesto. Balthazar hace de los mejores chalecos. En serio eso te dijo, ¿que solo los que lograban vivir una vida gloriosa? Porque yo le pedí uno, y me dijo que no era de su costumbre darlo. Él los regalaba y requería más que solo una bolsa de coronas. Me molestó un poco porque yo realmente quería uno. Pero está bien, quizás tenga sus razones. Cada quien con lo suyo.» Manchego sintió un poco de pena por Don Ingrio, quizá lo había ofendido con su historia. Pero, ¿Qué podría hacer al respecto? Luchy no se iba a dar por vencida, «Si, que raro que solo dé chalecos a cierta gente este Balthazar. Por cierto, que buen pastel cocina Don Ingrio. ¡Mis cumplidos al cocinero!» Don Ingrio dijo, «Gracias Luchy, te agradezco. ¿Luchy te llamas?» «No, es Luciella mi verdadero nombre.» «¿Y tú apellido?», preguntó Don Ingrio interesado. «Buvarzo Portacasa Wilkot.», dijo Luchy con orgullo. «A bueno, ¡cómo no!», exclamó Don Ingrio, «Eres hija de Hector Buvarzo y Vilma Portacasa. Son grandes amigos míos tus padres te cuento. Somos grandes amigos pero fue hace ya mucho tiempo que los veo. La última vez fue quizás en La Panificadora, donde nos topamos tomando un café. Hablamos poco tiempo esa vez. La conversación fue un poco opaca y desabrida, pero más que todo porque llevamos tiempos sin vernos desde el colegio. Luego en el Décamon creo que los vi una vez, pero no pude saludarles porque cuando iba caminando hacia ellos, ellos ya iban hacia afuera. Lástima, me caen muy bien tus padres. Al Décamon no he ido en un buen tiempo, entonces creo que por eso tampoco les he visto. Pero tus padres son excelentes, Hector un excelente finquero, Vilma quien siempre fue muy hábil para hacer dulce de leche. ¿Sigue en eso?» Luchy respondió emocionada, «¡Si! Están a punto de abrir otra tienda en el pueblo. El negocio de dulce de leche está progresando muy bien.» Don Ingrio agregó, «Es un buen negocio. A la gente le encanta el dulce de leche. Viajeros que van de ciudad en ciudad y que pasan por nuestro pueblo no pueden salir sin comprar el dulce típico, el dulce de leche. Creo que tu madre se ha llevado el reconocimiento como el dulce de leche más sabroso. Porque según entiendo hay varias familias involucradas en el negocio del dulce de leche. Y con el crecimiento de fincas en sitios cercanos al pueblo, entiendo que ellos están produciendo en masa, pero que no es tan bueno ni tan respetado como el que hace tu madre. ¿Lo sigue haciendo con sus propias manos?» Luchy dijo orgullosa, «Toda la vida. Ese es el arte del dulce de leche de mi mami. Hacerlo con las manos. Ella dice que es una receta que su bisabuela le pasó a su abuela, y su abuela a su madre, y su madre a ella. Y que con las manos es la única forma de realmente sentir la madurez del dulce de leche para reconocer su punto exacto para que esté en su mejor sabor.» «Si, me recuerdo muy bien.», dijo Don Ingrio ingresando a sus memorias, «En el colegio nos contaba del dulce de leche y de las múltiples formas de prepararlo. Me recuerdo bien que con Hector le robábamos la lonchera a tu mami en aquellos días. Llevaba una lonchera tan llena de delicias, y lo peor es regresaba esa lonchera a casa con más de la mitad sin tocar. Entonces tu padre y yo lográbamos distraerle y uno se encargaba de llevarse el pan con dulce de leche. Deliciosísimo. Tu abuela preparaba los mejores panes con dulce de leche. Era solo pan de La Panificadora, en aquellos días hecho por Sandolino, que en paz descanse, con dulce de leche. Pero por los dioses, ¡qué eran deliciosísimos!» Luchy y Manchego se echaron a reír con la historia, Manchego imaginándose a Doña Vilma de niña siéndole asaltada la lonchera por la persona que ella jamás imaginaría que se convertiría en su esposo. En el colegio probablemente se molestaban tanto que se pararon gustando. Quizás así sería la historia de él con Luchy, mejores amigos desde el colegio, y en un futuro, terminarían casados, él contándole la historia de cómo eran mejores amigos y de cómo se conocieron a los invitados. Sin saber por qué le pareció bonita la idea y sintió un cosquilleo raro en el estómago. Sus ojos se dispararon por la sala principal, sin encontrar alguna foto o seña que le correspondiese una Señora a Don Ingrio. No quiso preguntarle. Sintió que no era apropiado. Sobre la mesa, al centro, reposaba esplendoroso un candelabro eternamente negro, casi sombra, visible únicamente por un día tan lleno de sol. Se trataba de un candelabro en forma de mujer, pero no cualquier mujer, una mujer de curvas perfectas, seductora, atrayente, pulcra, acicalada, preciosa. Sus facciones faciales eran pícaras, y su cuerpo al desnudo incitaba cierta imaginación en Manchego. Accidentalmente volteó a ver a Luchy y corrió sus ojos por el cuerpo de niña de su mejor amiga, volvió sus ojos a la estatua de mujer desnuda, y no pudo evitar pensar si algún día Luchy, como mujer bella, llegaría a desarrollar un cuerpo tan curvo y perfecto. Luchy lo volteó a ver y Manchego se sonrojó. Luchy no comprendió el gesto, y siguió platicando con Don Ingrio, «… y ahora por la Convocatoria padre y mis hermanos se ven obligados a trabajar las tierras todos los días.» Don Ingrio aclaró su garganta y no dijo nada al respecto de eso, quizás porque le daba pena aceptar que por alguna razón, los trabajadores en su Finca tenían permiso de permanecer. Quizás por eso Don Ingrio tenía tanto tiempo libre para andar cocinando y arreglando la casa, cosa que otros finqueros no tienen por la ausencia de trabajadores. Don Ingrio vio hacia afuera y al tiempo progresar, y dijo, «Bueno chicos. Es hora que os vayáis yendo a dejar a la entrada. Mis sobrinos no tardan en venir. Un real gusto conoceros. Y cuando queráis conocer la finca y sus instalaciones, o simplemente venir a pasar un tiempo para comer un poco de pastel o tostadas con miel, sabéis que sois más que bien venidos. Y es en serio. Sentidos en casa.» Manchego y Luchy no comprendieron la razón de su extrema amabilidad y la intensidad con la cual Ingrio les estaba urgiendo que llegaran a su casa una segunda vez, a pesar de, haber sido intrusos y de no aportar nada a su favor. Quizás, pensaron ambos en sincronía, ¿era porque Ingrio no tiene familia ni hijos, y goza mucho la presencia de ellos? Quizás los sobrinos de Ingrio serían tan solo infantes, y por eso los invitaba con frecuencia. En el establo, Don Ingrio montó a los niños sobre Jacinta, y luego se montó él a la yegua, y salieron disparados hacia la entrada a la Finca, los Pastores Devónicos, Hummus y Kalopsia, permanecieron inmóviles, descansando en la sombra, igual sabiendo que a la yegua de Jacinta jamás la alcanzarían en sus cuatro patas. En pronto llegaron a la entrada y se bajaron de la yegua. El caballo negro brillaba precioso bajo la luz del sol, su cabellera negra un esplendor, su forma esbelta y aerodinámica estéticamente impactante. Don Ingrio les dijo, «¡Que los dioses anden con vosotros chicos! ¡Y que el fuego de ArD´Buror arda en vuestros corazones, y la luz de Alac Arc Ánguelo siempre ilumine vuestro camino!» Y diciendo esto Don Ingrio desenvainó su espada, cual alzó al cielo como bandera que marchantes armas guían a la guerra, «¡Cuidad de vosotros bien, que estos días son peligrosos andar a solas en donde sea! ¡Sabéis bien que las cosas no son como antes lo fueron y que la seguridad de nuestra gente está comprometida! ¡Estamos en los tiempos de los males frívolos, y vosotros debéis de aprender de antemano a protegeros contra la tentación!» Dichas sus palabras Don Ingrio salió volando de regreso a la Finca. En segundos, no hubo más rastro que polvo en viento y eco a distancia. El sonido del viento fue lo único que restó por minutos, y Manchego y Luchy se quedaron a pasos de Sureña, quien los ojeaba con ojos de celos por haber montado a la yegua de Jacinta. En pronto montaron a Sureña, con sentimientos y premoniciones extrañas en sus corazones, y salieron a la calle, con aras de regresar a casa. El viento soplaba lento y perezoso, y ya nubes sobre el cielo amenazaban de soltar su furia sobre la tierra. Manchego estornudó una que otra vez de regreso a la estancia, remanentes apenas de la enfermedad que le sobrevino. Ambos perdieron su vista entre el cielo, pensantes en las cosas que estarían por venir. V Caballo del Mar El sol derramaba sus lágrimas sobre las tierras del mundo. No lágrimas tristes, ni lágrimas en desasosiego. No lágrimas de llanto, ni lágrimas de ausencia. No lágrimas sólidas, palpables, y audibles, pero lágrimas insustanciales, intocables, silenciosas. El sol derramaba su fuerza en gotas de fuego. Gotas que en su transcurso entre el espacio dejaban un rastro luminoso tras ellas, como si fuesen no de fuego, pero de pintura, una pintura amarilla intensa, radiante, irradiando luminiscencia, emanando incandescencia. Las gotas, decenas de centenares de miles de millares, viajaban todas al unísono, en desacuerdo, en alguna sincronía muy mal definida, homogéneas de sustancia, totalmente heterogéneas en sincronicidad, y forjando su viaje a través del espacio dejaban rastro de su paso en aquella luz intensa de sol de tarde joven. Luz que entre el cielo celeste con nube presente, pero no nube que opaca su cúspide, pero como el pelo de un calvo que cubre únicamente la periferia que circunda la cabeza justo arriba de las orejas y no llega a cubrir la calvicie del centro de la misma, así manchaban las nubes el cielo esa tarde. Por lo tanto, la luz, divinamente grácil en su vuelo, alumbraba con eficiencia indescriptible, cuya mención culminaba con pensar que hoy es un día lindo. Manchego lo pensaba, y sabía que era cierto. Que el día es lindo. No lo pensaba por pensarlo, ni lo pensaba por no pensarlo. Que a veces, por tanto querer no pensar, se piensa el doble, que si solo se piensa porque se piensa. Manchego solo lo pensaba, entonces, el pensamiento estaba presente en su mente como esa cosa que puya su existencia y le dice, ‹Detente, es hoy un lindo día. Mira. Mira a tu alrededor y dime, dime tu, como yo te dije, es hoy un lindo día.› Luchy trataba de no pensarlo, por lo tanto, lo pensaba el doble. Aunque lo pensaba tanto, la intensidad de su notoriedad por la luminiscencia del día no era ni remota comparada con el detalle que Manchego le daba al día. Mientras que para Manchego el día significaba algo para su existencia y cierta porción de su alma se vinculaba con lo eterno del universo, para Luchy significaba una buena oportunidad para tomar el sol, o una buena oportunidad para salir a caminar al campo. Sureña no lo pensaba. Tan solo se dedicaba a seguir el camino que se sabía de memoria, la Avenida de los Finqueros, camino que llevaba a cada y una de las Fincas del Complejo El QuepeK´Baj. Quizás de vez en donde sus ojos cursaban sobre un pino iluminado por una palmada de luz, o por una buganvilia roja purpúrea roseada con espuma de sol, o quizás, simplemente admiraba sin admirar, es decir, sin culminar el pensamiento en algo tangible y consciente: estoy admirando el día. Simplemente lo hacía, forjaba su naturaleza, y esa era su realidad, ser uno y un todo con el mundo. Luchy montaba por detrás de Manchego, cosa que su madre, Vilma, le había enseñado desde pequeña. Siempre le dijo que las damas nunca van por delante del caballero, porque uno nunca sabe que es lo que piensan esos perversos. Entonces ella, muy dama, montaba detrás de Manchego, sujetándose firmemente con sus brazos alrededor de su cadera. Le sorprendía la flaquencia de Manchego. En especial, el hecho que lograba sentir su vida pulsando bajo sus brazos, mientras estos, cómodamente reposaban contra el estómago de su mejor amigo. Y latía a un ritmo constante y agradable. A Luchy le agradaba sentir la vida de su amigo pulsar contra la de ella. Era como estar tan cerca de su esencia. Como estar cerca del elixir que bombazo tras bombazo pulsaba la vida por su cuerpo. Que con cada pulso se expresaba una y mil palabras que definían su existir. Manchego sentía los brazos de Luchy como a dos bufandas sólidas de material algodonoso fijar su seguridad alrededor de su cintura. Como si grandes vientos y oscilantes ondas soplasen con furias inmundas, y que preocupadas las bufandas por salir abunfandadas, se aferraban seguras a nunca soltar alrededor de su ser. Se sentía un poco tenso e incómodo. Tener a Luchy aferrado a él más de unos segundos lo hacía sentirse incómodo y raro. No porque no le gustara que lo hiciese, pero más aún, porque era su amiga. Y los amigos no se suponen que se abrazan tanto tiempo, porque si no las cosas se ponen raras, y lo que uno menos quiere es enrarecer una amistad. Porque desde luego enrarecida, sacarla de la rareza es cosa rara que pase. Pero ciertamente, cierta parte de su ser deseaba que Luchy permaneciera aferrada cómo lo estaba. Le gustaba saber que Luchy se sentía segura estándolo. Eso le causaba cierto placer existencial. Sureña amaba andar entre las calles. Andar entre la Avenida de Finqueros le recordaba a los viejos días cuando con Eromes hizo lo mismo. Aunque en aquellos días era meramente una yegua joven. Cómo pasan los años. Cómo las cosas cambian con el paso del tiempo. Pero en ese momento no le importaba mucho qué o quién andaba sobre su lomo. Cierto era que este nuevo amo la cuidaba bien. Quizá no es lo que fue Eromes, pero más de algo hacía bien. Se sintió conectada con el universo y sus frutos. Que linda es la vida cuando se logra fluir con ella, en ella, sobre ella, a través de ella. Al llegar a casa, Lulita estaba parada en la puerta, las manos sobre la cintura, la cabeza levemente inclinada sobre un hombro, su pie martillando el suelo como pájaro carpintero. Manchego sabía que era un signo ominoso de su enfadar, y que, seguramente, lo estaría esperando para soltarle la furia. Lulita puede que sea una abuelita extremadamente cálida, pero cuando en furia, nadie podría imaginarse el nivel de belicosidad que puede cobrar. Es cosa seria. Un fuego que uno nunca quiere llegar enfrentar. Ni en palabra, y aun peor, mano a mano. Lulita empezó a hablar al tenerlos cerca, «¡Manchego! ¿Dónde es que has estado todo este tiempo? ¿¡Dime!? Tomasa vino a quejarse conmigo que has estado corriendo de arriba a abajo y que no estás trabajando. Para estar así, mejor quédate encerrado en tu cuarto y haciendo algo productivo. ¡Al menos estarás aportándole algo a la familia y a tu Finca! ¿Qué es lo que necesito hacer para hacerte entender que estamos en crisis por los dioses? ¿No ves? ¿No lo ves, eres capaz de no verlo? Dime ahora mismo en dónde es que estabas y qué es lo que estabas haciendo. Y con mucho cuidado y me mientes, ¡porque ya sabes que no hay peor cosa que una mentira! Porque se supone que tú estabas enfermo, y te dejé descansar hoy pensando en que lo seguías estando. Pero para que andes corriendo y haciendo de tus averías no es justo para ninguno de nosotros. ¿¡Entiendes!?» Manchego estaba hundido entre sus hombros, y su voz estaba quebrantada aún más que un espejo maldecido, «Estaba… Estábamos… Es que, ¡Tomasa no sabe lo que dice! Yo no estaba… Estábamos…» Pasaron tres segundos antes que Luchy interviniera, y esos tres segundos entre los que Manchego titubeó, su pensamiento corrió las pistas de su imaginación, buscando una posible excusa para lograr alterar la verdad y esquivar el ojo crítico de su abuela. Pero era imposible. Fuese la forma que fuere, Lulita encontraría la falla entre su invención, y como depredador astuto, en momentos estaría desgajando sus entrañas y descubriendo la verdad. Si le decía que había estado en la casa de Don Ingrio, tan solo comiendo pastelito y tomando un vaso de leche, cual era perfectamente cierto, ¿cómo justificaría su estar en casa de Ingrio? ¿Desde cuándo Manchego e Ingrio son amigos? ¿Cómo se conocieron? ¿¡Por qué estaba en su casa por empezar!? No había escape, y toda ruta al éxito estaba bloqueada por el ojo crítico de Lulita, que lentamente estaba devorando la posibilidad de Manchego de salir invicto de un castigo. Esos tres segundos fueron sufridos, pero antes que Manchego decayera, Luchy intervino, y con astucia dijo, «Doña Lulita, le cuento que estábamos cabalgando a la Sureña en la calle para darle su regular entrenamiento, cuando Manchego se puso malito. Empezó a estornudar con mucha fuerza y casi se desmaya. Don Ingrio iba pasando en su yegua, que Jacinta se llama, y nos ofreció una medicina que su sobrino le había traído de Omen. Entonces fuimos a su casa, nos enseñó su Finca, Renta Corta, y además, nos invitó a comer pastel. Un pastel que él mismo cocinó, de manzana y piña, y luego, nos vino a dejar. Es un señor muy amable. Estoy segura que lo ha de conocer.» Manchego estaba impactado con la actuación de Luchy. En ningún momento sus ojos, o sus manos, o su pelo, o su boca, o su voz, delataron lo contrario que sus palabras dijeron. Firme habló como cedro, cómo si todo hubiese pasado exactamente así. Naturalidad y fluidez desplegadas proficientemente. Lulita vio a Luchy y a Manchego con el ojo crítico y lentamente su tensión inició a disminuir. Luego de unos largos y tediosos segundos de silencio, donde Manchego quería esconderse bajo una piedra, Luchy sin vacilar, Lulita dijo relajada, «Sabía que te iba a caer mal salir de casa. Mejor te hubieras quedado encerrado un día más y nunca te hubieras puesto malito. Hay que agradecer a Don Ingrio por su ayuda, porque por lo que veo, hizo una gran diferencia en el bienestar de mijito.» Por alguna razón, Manchego sintió una terrible necesidad de abrazar a su abuela y contarle todo. Decirle que estaba buscando a Balthazar y el por qué, y que había encontrado el libro de Eromes y derramarle las palabras que habían en su contenido. Sostuvo el libro bajo su brazo y envuelto en ropas, tratando de no ser obvio en que escondía algo de alto valor. Pero no pudo. No podía. De hacerlo y las consecuencias podrían ser desastrosas, especialmente para Lulita. No podría pasar cosa similar. Debía de permanecer en absoluto silencio, aunque el alma le doliese por estar ocultándole la realidad a su abuela, a quién amaba con la potencia de mil soles. Lulita dijo luego de considerar los hechos en mano, «Bueno chicos. Me alegro que estéis bien y que fuerais bien atendidos. No sabía que Don Ingrio cocinaba del todo. Es una buena persona pero no lo conozco mucho más de lo que los chismes hablan de él. Y los chismes no sobrepasan mayor cosa. Sé que exporta flores a través del imperio, y por eso es reconocido. Parece que la carne que vende es muy buena, al igual que las mieles que produce de las colmenas que anidan sus Ceibas. Además de eso, no sé mucho, y poco me interesa, para seros sinceros. Bueno, en fin. Pasad adelante que la mesa está lista para comer. Hay tamalitos de Doña Paca. Hoy fui a comprarlos por la mañana, con tortillas al pie del comal. Huele fabuloso. Hay limonada para tomar y de fruta hay manzanas verdes. Pasad sin pena, vamos. Lo siento Mancheguito, no te sientas mal, sabes que me preocupo por ti y todo lo que deseo hacer es educarte bien. Me alegro mucho que la medicina que te dio Don Ingrio te hizo bien.» Pero Lulita sabía que a lo mejor y no era la medicina de Ingrio que le cayó bien, si no la del agente que vino aquella noche a regalar el ungüento que había preparado especialmente para Manchego. La comida estuvo buena y el almuerzo transcurrió pacíficamente. Al cabo del postre, la puerta de la cocina se abrió repentinamente, y el rostro redondo, chapudo, y feliz de Juanito se presentó, «¡Buenas Doña Lula! ¿Cómo es que usted se encuentra ésta tarde divina?» Lulita se levantó de su asiento, y tragó el pedazo de manzana que cursaba en su boca, «Ay, ¡Juanito! ¡Pero qué sorpresa! Pensé que ya no vendría hoy, ¡sino hasta mañana!» Juanito se introdujo a la casa, seguido por Rufus quien sacaba y metía la lengua y batía la cola de lado a lado en expresiva felicidad, «¿Cómo va a creer que voy a faltar? ¡Imposible! Me demoré en la salida del pueblo, por la Garita Saliente. Están deteniendo a las carretas y una por una las están revisando. Detesto cuando hacen eso los guardias. Encima de todo uno nunca sabe cuándo es que le van a meter a uno alguna multa por cualquier razón, con tan solo para sacarle a uno sus humildes coronas. Es que me revienta eso. Solo buscan cómo meterlo a uno en problemas. Los detesto. Mire Lula, no es porque me gusta quejarme, y usted bien sabe que yo aguanto la presión, pero es que últimamente se han estado pasando de la mano los guardias del pueblo. No sé ni que cosas ha hecho el Alcalde Feliel para trastornar al pueblo, pero definitivamente estamos mal. Muy mal. Son quizás los peores tiempos de San San-Tera. Pero es que no comprendo qué es lo que pasa. ¿Me entiende Lula? Es una sensación que no comprendo, es algo que flota en el aire, la gente anda con cierta pesadumbre. ¿Me comprende? ¿Lo ve? ¿Lo siente? Es una sensación de desasosiego. La gente está tensa, levemente perturbada. Y la zona pobre está que revienta de violencia. No pasa un día sin que mueran diez personas en ese gremio. Es cosa seria. Y los rumores que Ramancia anda metida con el Alcalde no me gustan. Huele feo.» Lulita estaba asombrada con el nuevo chisme, «No me diga. ¿Ramancia? ¿Con el Alcalde? ¿Cómo así? ¿Rumores? ¿Desde cuándo?» Juanito exprimió el chisme, «¿Ah no se ha enterado? Pues dicen por ahí, yo no la he visto, que Ramancia anda juntándose a escondidas con el Alcalde. El rumor me llegó a la oreja el día de ayer, cuando andaba comprando pan en la tienda de Bambolino, La Panificadora. No sé qué pueda significar. Pero ya sabemos de qué naturaleza es Ramancia. Y el Alcalde pues nunca ha tenido buena fama con nadie, desde hace ya unos años que empezó su gobierno. Pero dicen algunos que es para el bien del pueblo, que Ramancia se ha arrepentido de ser malvada y que junta sus fuerzas benévolas con las del Alcalde para realzar al pueblo. Otros dicen que es una maldición. ¿Quién sabe? Todo lo que tenemos son rumores.» Lulita llevó su mano a la boca y dijo, «Suena terrible, ¡no me había enterado de esto! Pero cómo poco hablo ahora con mis amigas chirmoleras y poco ando por el pueblo, de poco me entero. Y creo que es mejor no saber nada. Prefiero estar aquí en mi casa, cosiendo mis lanas y cuidando de mi estancia. Es una mejor vida. Más tranquila.» «Si eso si seguro Doña Lula.», dijo Juanito mientras acariciaba a Rufus, «En fin, uno tan solo puede escuchar, especular, y observar. Mire, que lindo está Rufus. Muy bien cuidado lo tiene. Estuve revisando sus dientes y están muy bien. Los ojos pues no mejoran mucho. Pero de igual modo nunca ha tenido buena visión por la cantidad de pelo que tiene sobre ellos, cosa que ni necesita, que su olfato es mejor que su visión, de seguro, ¿verdad chico?» Rufus ladró un par de veces, y continuó metiendo y sacando la lengua en exaltación. Mientras tanto, Luchy y Manchego se deslizaron lentamente por la puerta y corrieron hacia las afueras, dirigiéndose hacia la calle. Juanito dijo, «Vamos al establo, que quiero que mire los cascos de Granola. Creo que hay que cambiarlos Doña Lula. Pero están muy saludables sus caballos. Y Sureña, en definitiva, está mejor que nunca. Bella lo está. Mumu da su mejor leche y las ovejas están preciosas. Solo Pancha me preocupa un poco. Está deprimida. A la Chichona ya le crecen las plumas azules. Va muy bien. Está mejorando drásticamente. Esa poción de Ramancia es una maravilla.» Luchy dijo mientras se alejaron sigilosos de la estancia, «¡Eso estuvo cerca!» Manchego agregó, «¡Lo sé! Gracias por salvarme el cuello Luchy. Lulita me hubiese colgado si supiese que estábamos buscando a Balthazar.» Luchy respondió, preocupada, «¿Y por qué crees? ¿No estaría feliz?» «No creo, y ese no es el problema. El problema es que me cuestione de cómo me enteré de que Balthazar trabajaba para mi abuelo. No quiero que ella sepa que yo tengo el libro de Eromes.», respondió Manchego, pensativo. «¿Por qué no?», volvió a preguntar Luchy, insistente. En ese instante Manchego se vio en conflicto. En realidad, ¿por qué no? ¿Por qué no dejar que Lulita lo viese? Es porque Eromes no quería que supiera de las cuevas, así como Luchy no podría saber que Manchego sabía de las cuevas. Simplemente no podía dejarla saber. Claro que es su mejor amiga y le cuenta de todo. Pero esto no podía hacerlo, porque Eromes lo escondió por alguna razón, y por esa misma, aunque esa oculta a él, lo haría. Salvaguardar esa información era vital. Lo sintió cómo una forma de serle fiel y leal a su abuelo, de respetar su voluntad. Manchego respondió, su mente resuelta, «Porque no quiero recordarle memorias dolientes a mi abuela. Tú sabes cómo sufre. Yo te he contado.» Luchy argumentó, «Pero ella tiene derecho de saber. Es su esposo. Es la persona a quien ella amaba con toda su fuerza. ¿Quién eres tú para privarle esa información?» Manchego se vio confrontado ante la inteligencia de Luchy, «Tienes razón Luchy, pero yo sé, dentro de mí, que por ahora lo correcto es no mostrarlo, por ella. No por mí. Por ella.» Luchy no parecía estar convencida y dijo, «No veo porqué se tenga que enojar de tu buscando a Balthazar, si de igual modo, es para beneficio tuyo. Y si a ti te beneficia, como futuro heredero de la finca, no veo como no vaya a beneficiarla a ella y a Tomasa y a la Finca en sí. ¿Me entiendes? ¡No hay razón por la cual ella se debería de enojar! ¡Ella debería de estar feliz porque estás buscando ayuda para ayudarte a ser mejor!» Manchego sintió los argumentos de Luchy como saetas a su corazón, «Tienes toda la razón Luchy. Pero por ahora pienso que es mejor que quede secreta la existencia del libro de Eromes, al menos, ante los ojos de mi abuela. Por ahora por lo menos. Déjame a mi manejarlo, por favor Luchy. No quiero discutir más esto.» Pero esa no era la realidad. La realidad era que Manchego sentía lánguida la fuerza que le inhibía contarle a Luchy de las cuevas. Casi lo hace, pero no. Debía de resistirse las ganas de contarle a su mejor amiga. Era necesario. Luchy dijo, «Bueno. No me voy a meter más. ¡Pero tienes que decírselo algún día! ¡Es lo justo! Yo me pongo en sus zapatos, y si algún día alguien supiese algo de alguien que yo algún día amé, me gustaría mucho que me lo comunicasen. ¿No crees que sería lo mejor?» Manchego luchó y luchó contra la tentación de contarle a Luchy, «¡Lo sé! Y lo haré, lo prometo. Algún día sabrá.» Luchy sonrió, emanando una belleza que dejó a Manchego estupefacto, «Me parece. Ahora vamos al pueblo. ¡Vamos a buscar a Balthazar!» «¿Ahora?», dijo Manchego un poco agotado. «¡Si, de una vez salgamos de eso! ¡Quizás y hasta mañana de una vez empieces con él a trabajar! ¡Sería lo mejor! Ya viene la próxima cosecha y sería buenísimo llevarle a ese Marcus y Feloziano una que los va a sacar de sus casillas. ¡Vamos!», dijo Luchy eternamente entusiasta. Manchego dijo, tratando de aplazar la aventura, «Pero Juanito y mi abuela están en el establo, no podemos sacar a la Sureña para ir al pueblo.» Luchy consideró los hechos, «¡Qué molesto! ¿Quién viene ahí?» Sobre la calle, polvo acompañaba la aproximación de una carreta. Los niños esperaron pacientemente, atentos ante quien era quien iba hacia ellos en la Avenida de los Finqueros. Una idea entonces cruzó la mente de Luchy. Un caballo color naranja oscuro se hizo tangible ante la vista mientras avanzaba lentamente, como si el tiempo no pasase por su rincón. Su cabellera color amarilla arenosa colgaba de su cuello, liso y sedoso, moviéndose al son del viento, meciéndose de lado a lado, mientras el cuello lo movía al ritmo de alguna música interna mientras andaba. Una música sosegada parecía moverlo, apasionado, amando la vida misma que lo ama en torno, y a ese ritmo tan grácil y dócil el caballo, como del mar, llegó a ellos flotando en aguas temporales. Así de grácil sus movimientos que semejaban ser entre aguas febriles. Sus ojos, notaron los chicos, estaban abiertos a medias, como si estuviese gozando del viento mismo que estaba soplando sobre su hocico. Su hocico casi que sonriente, sus orejas relajadas. Y de sus pupilas, el caballo notó la presencia de los chicos, pero poco caso les hizo, y siguió su paso. Tras el caballo del mar, naranja como sol de atardecer, grácil y agradable, bien visto y querido por el universo, sobre una carreta de madera añeja, el piloto se dio a conocer con el rostro en paz, que como jinete montaba, silbando y musitando alguna melodía silvestre. Entre sus dientes masticaba con ritmo una gramilla larga, que al parecer estaba sabrosa y suculenta. Su cabello era arenoso como la playa de un mar que se mancha de minerales café claro con rastros de una arena más oscura, pero cuyas arenas café claras predominan, por lo cual las opacas tan solo acompañan su cabellera como los violines de una orquesta. Sus ojos se miraban poco, ya que lienzos de su fleco arenoso y liso colgaban sobre ellos, como las persianas de una ventana que no desean ver por completo el sol que atardece, pero que amante del crepúsculo, deja entreabiertas algunas de las paletas, no para percibir su totalidad, pero su parcialidad de luz representativa. Se trataban de ojos calmados y pacíficos, llenos de vida y armonía, con irises en forma de arcos de luz café, arcos de olas, o quizás palpitaciones de árbol que brindan cortezas. Sus ojos irradiaban una fuerza interna que pocas veces habían visto los chicos. No una fuerza bruta ni una fuerza violenta. Pero más bien, una fuerza llena de vida y gloria, como ojos de cielo. Vestía un pantalón blanco y camisa de similar material y color, hecha de algodón, tan suave como la brisa de un viento cuyas palmas no logran mover remolinos, pero que dócil conmueven hojas del pino y del cedro. Se miraba corpulento y atlético, quizás por los años prolongados de trabajar en el campo. El piloto contempló a los chicos con curiosidad, y jalando las riendas con un toque de amor, el caballo cesó de moverse de inmediato, y dijo, «¡Amigos! Vosotros tenéis cara que buscáis algo por estos rumbos. Mi nombre Lombardo es y Lombardo a vuestro servicio lo está, amigos míos. ¿Cuál es entonces, el nombre que os llama en vida?» Luchy y Manchego permanecieron pasmados, inmóviles, pero luego de un instante respondieron con el mismo tono de amabilidad, o al menos, intencionado a ser de esa forma, «Yo soy Manchego, y ella, es Luciella, pero le dicen Luchy. Y si amigo Lombardo, estamos en busca de algo. En realidad, estamos en un pequeño dilema, porque necesitamos llegar al pueblo, pero no tenemos cómo hacerlo en este momento, porque mi abuela y el veterinario están en el establo y realmente no quiero que ella sepa que voy al pueblo.» Manchego se dio cuenta que había dado más información de la necesaria, pero no le molestó, porque en los ojos de su nuevo amigo Lombardo, encontraba un conforte y confianza que en pocas personas había encontrado en su existencia. Lombardo dijo, «Pues nosotros vamos en camino hacia el pueblo, os cuento, amigos míos. En la Finca de mis padres se ha cosechado el mejor café de sus tiempos, y ya ciudades y naciones conocen la noticia que la Finca el Zapotillo embarca el transporte de su mejor cosecha. Y véase aquí, en la carreta que hala mi fiel y amigo corcel Marlo, por ser un caballito de mar y de lodo, que del mar vino y de lodo se condensa, y llevamos entonces una cosecha impecable. Mira los costales, hechos a mano por la Costurera Urdelia, quien también ha hecho este fino traje de algodón que más cómodo no pudiese serlo.» Lombardo hablaba con tal gracia que Manchego y Luchy estaban encantados por su lírica. Mas parecía estar cantando que hablando, moviéndose de lado a lado como mecido por el viento, cómo en contacto con sus fibras y su tiempo, exento a sus preocupaciones. Manchego dijo, «Que increíble. Suena fabuloso amigo Lombardo. No te conocía, aunque si he escuchado de la Finca el Zapotillo.» Lombardo respondió fluidamente, «Claro, eso es común. Yo soy tan solo un joven aun, tengo tan solo dieciocho primaveras sobre mis hombros. Planeo tomar la Finca algún día y vivir tan pacífico entre los campos, con mi caballo del mar llamado Marlo, bello corcel que me acompaña el día entero.» A Luchy se le ocurrió una idea fabulosa, y dijo, «Amigo Lombardo, ¿y pudiera usted llevarnos al pueblo?» Lombardo torció el rostro y dijo con un tono de preocupación, «Un momento no más. Vieras chiquita, que puedo llevarte pero tienes que quedarte en la Garita Saliente. Y es cosa poco recomendada estos días. Es muy violenta y los guardias ahí son meros corruptos. Si planeáis entrar caminando por la garita Saliente, no lo recomiendo del todo, que caminar entre el Sector Pobre estos días es cosa seria, y con una chica tan bella como tú, jamás saldréis de ahí intactos. Yo voy hacia la entrada de los Nobles Comercios, al sur del Pueblo, justo por donde queda el sector noble. Los Duques de Vásufeld, y Erliadon, y el Embajador de Grizna, me esperan para hacer negocios. Si no tuviese tan importante el negocio con estos hombres del Imperio, te digo, te llevaría hasta Cauda Poltos-Par. Pero por este negocio de alta importancia no puedo darme el lujo de presentarme con un par de chiquillos. Ves, si fuese con tan solo Manchego aquí, mi amigo, no tuviese problema alguno. Le ponemos un sombrero y le quitamos la camisa, y por flaco, pasa por un muchacho que he contratado para ayudarme a bajar los costales de café. Pero contigo Luchy, es difícil esconderte, porque es inconfundible tu linaje noble Merfel-Wilkot. ¿Entendéis chicos? Ahora, debo de ir partiendo que la tarde se envejece y estos negocios son llevados a cabo con los estándares más altos de puntualidad. ¡Hasta luego amigos!» Lombardo se largó lentamente, a paso tan lento, que los niños llegaron a escuchar la canción que cantaba: El caballo café del establo, Del que yo tanto hablo: Cabalga fuerte y bonito, Sobre la calle de granito. El caballo café del establo, Dicen que se llama Marlo: Galopa tan galante y flaco, Llevando semilla en el saco. Caballo café del Zapotillo, Naciste hecho un potrillo: Ahora llenas tu destino, Caballito mío tan divino. Manchego y Luchy se vieron, y por un instante, se comprendieron al ver esa sonrisa pícara. Fue Luchy quien dijo, «¿Lo hacemos?» Manchego respondió un tanto inseguro, «No estoy seguro… ¿te atreves?» «Ay mis dioses, ¡cómo si no me conocieras!» En ese instante Luchy salió corriendo en cuclillas, y alcanzando la carreta rápido se montó entre los costales de café, y entre risitas, señalizó a Manchego que debía de seguirla. Manchego no tardó en hacer lo mismo, riéndose entre dientes, y subiéndose a la carreta, se perdieron entre la Avenida de los Finqueros, encaminados hacia los Encuentros. Carmella ordenó un café con leche y una champurrada de azúcar, solo que esta vez, por primera vez, sin dulce de leche. Tampoco pidió el café más caro, y tampoco pidió la leche más fina. Tampoco se dedicó toda la mañana para buscar un vestido nuevo para el café de esa tarde. Tampoco vestía alguna bufanda cara y prestigiosa, sino meramente se vistió al azar, escogiendo de su armario la primera prenda que se le vino a la mente, y con un peinado hecho en casa, y no donde el estilista, cómo lo hubiese hecho en alguna otra ocasión, se fue a La Panificadora, panadería de Bambolino, lugar donde se juntaría con las chicas del cuchubal para transmitir el chisme. Carmella estaba insegura, sentada, esperando a que Isidora y Regina llegaran. La inseguridad que cargaba provenía de estar expuesta a primeras a una situación a la que nunca lo había estado. Estaba siendo humilde y sencilla. Eso era cosa nueva para ella. Y aunque se sentía bien por dentro, cierta parte suya le urgía que saliera corriendo a la primera tienda para arreglarse, porque por los dioses, ¿qué pensarían sus amigas de ella? Esa mañana se mantuvo caminando en el parque, pensando. Pensando de su vida y del significado que hasta ahora había tenido. No había llegado a alguna conclusión útil, y hasta el momento, la respuesta era el silencio en su mente. Pero ella sabía que la respuesta ahí estaba, era solo de alumbrarla con su alma. Pero eso estaba tomando tiempo. Más tiempo del que hubiera adivinado en su entera vida que algo similar pudiese tardar. Regina llegó vestida con un nuevo vestido, una bufanda carísima por lo visto, un peinado fabricado por estilistas, y aparentemente, un nuevo abanico. Llegó entre risas y con el rostro tirado hacia un lado, sintiéndose, obviamente, exaltada consigo misma, sintiéndose demasiado valiosa para respirar un aire tan impuro para ella. Se sentó y de inmediato sus ojos le revelaron a Carmella que no aprobaba de su nueva moda, «Hay chulita, ¿¡pero qué te has hecho!? ¿Estás en depresión o algo así? ¿Cómo está eso que no estás yendo al salón ni comprando nuevos vestidos? Eso sí que es raro. ¿Segura que estás bien? Yo te miro deprimida e infeliz. Dime, ¿qué es lo que te pasa?» Pero lo cierto era que Carmella se sentía tan jovial como nunca antes. Su mente corría por remotos lugares nunca antes percibidos. Se sentía, por primera vez en su vida, realmente feliz. Quizás era porque por fin estaba buscándose a sí misma, respuestas dentro de sí misma, razones dentro de sí misma, la verdad entre sí misma, y no buscando entre materiales cosas paliativos para aplacar el silencio existencial que había sentido todo ese tiempo. Ahora toda energía provenía dentro de ella, y no por sus vestidos, o por su pelo, o por su nuevo algo. Era, o al menos eso iría a ser, una fuerza interna cuya llama nunca muere. Contario a eso, Regina se miraba profundamente afectada. Pero no por su rostro, ya que este emanaba una felicidad extraña, como depravada, mórbida. Una felicidad artificial fundamentada en materiales cosas, como su nueva bufanda, su nuevo vestido, su cabello estilizado por las más finas manos. Por la puerta entró Isidora, con una mirada dulce, sometida, y más en el suelo que en algún otro lado. Se sentó y ordenó el típico café de siempre y un biscocho de dulce de leche y dijo con algún rastro de depresión, «Hola chicas. Qué bueno que no ha pasado tanto tiempo desde nuestra última junta. Han corrido tantos rumores por las calles que simplemente ya no puedo aguantarme para relatarlos.» Regina no dijo nada, tan solo, con sus ojos, señalizó a Carmella. Isidora no parecía comprender, y dijo, «¿Pasa algo? ¿Me perdí de algo?» Regina se vio obligada a romper el silencio, «Mira a la Carmella como vino vestida el día de hoy. Anda pero en unas fachas fatales. No sé qué le pasa. Ya ni siquiera está alegando y discutiendo, ni comentarios hace ya. ¿Qué te pasa Carmella?, ¡cómo si un demonio te hubiese poseído!» Isidora no notó las fachas de Carmella, y mucho menos le importó. Carmella le parecía una gran persona, y solo por sus prendas no la iba a juzgar. De igual modo, estaba concentrada en su propia vida, en el hecho que, de su esposo corrían bagres rumores de andar con otras mujeres. Carmella no decía nada más que ver de lado a lado, cómo buscando un alojo, buscando cómo escaparse, pero cierta parte suya le suplicaba quedarse a escuchar los chismes, mientras la otra, rogaba irse y encontrarle un sentido mayor a la vida. Ella lo sabía. En su mente estaba inculcada la inquietud. Porque ella sabía. Muy bien sabe la existencia de una profundidad mayor a la vida, una esencia en si misma que se deprava con una vida tan frívola. Y ella no deseaba ese tipo de vida. Ya no más. Porque ya sabe. Sabe que el camino a la felicidad no es el que llevan sus amigas. Haber visto a Lulita el otro día la había hecho reflexionar. Ella deseaba un cambio. Estaba cambiando. Hacia una felicidad absoluta que no depende de nadie ni de nada. Una felicidad totalitaria y no parcial. Una felicidad que no oscila día a día, sino que, perpetua, mantiene niveles estables en cada segundo, cada respiro, cada momento de su vida. Eso deseaba ella, una felicidad real, que se sostenga, que perdure. Fue Regina quien empezó el gran chisme, «La Alcaldía está pero preciosa chicas. Vierais lo adornada que ahora se mantiene, llena de perlas y joyas. A Feliel cómo le gusta adornar su oficina. Dice que el Plan Mayor va en excelente camino, y que, en pronto, estaremos todos los del pueblo gozando de una Reforma. Que la gente lo necesita. Que la gente necesita cambiar. Yo creo que la mayoría de nosotros necesita cambiar, somos un pueblo estable y todo lo que quieras, pero mira, que nos falta algo, creo yo. No sé qué es, ¿quizás más fiestas o menos pobreza? No estoy segura, pero el Alcalde tiene toda la razón. Dice que va a implementar más guardias por cuadra. Que quiere empezar a poner un poco de orden social. Él quiere que la gente cambie. Él sabe que es lo que la gente necesita.» Isidora agregó con inocencia, «Es cierto, he visto los volantes pegados en postes de madera y en paredes de casas. Dice que la Reforma ya viene, el cambio nos dará a todos la oportunidad de ayudar a su Plan Mayor. Creo que tiene muy buen futuro. Siempre es bueno un cambio. Y si podemos todos ayudar a llevar a cabo este Plan Mayor que nos ayudara a todos, ¿por qué no? Que alegre participar a una mayor causa. Ya nos hace falta una causa por la cual luchar todos juntos. ¿Lo ves? Suena lindo que todos juntos como pueblerinos salgamos adelante. ¿No crees?» Carmella dijo, «No me convence completamente esto de un Plan Mayor. Ni siquiera ha expuesto bien sus puntos ni su plan a seguir para llevarlo a cabo. Si quiere convencernos de ayudarlo a Reformar al pueblo, pues creo que debería de mostrar sus intenciones frente a San San-Tera. Meramente está anunciando este su Plan Mayor y esta Reforma que quiere hacer con la gente, mediante el orden social implementando más guardias por cuadra. ¿Crees tú que eso ayudará?» Regina dijo viendo a Isidora y desdeñando a Carmella, «Obviamente Carmellita aquí está afectada profundamente, celosa que Isidora y yo gozamos del privilegio de saber que vamos a ayudar al Alcalde a llevar a cabo sus intenciones, que por su puesto, son únicamente buenas. Pero Carmella falla en ver el bien en los demás. Ella es una egocéntrica y una engreída. Cree que ella lo puede mejor que todos. Y apuesto que sigue celosa que yo tengo acceso a la Alcaldía y ella no. Se le nota.» Isidora agregó, «Claro que sus intenciones son buenas. No podrían serlas malas. ¿No lo ves acaso Carmella linda? ¿No ves que esto es un intento de nuestro Alcalde para recuperar el bien de la gente? Ves, que poniendo a más guardias por cuadra, habrá un mayor orden entre la gente. La violencia en el pueblo se desborda, y mal no le caerá estar controlada. Quizás así y la gente salga más de sus casas y prosperen más los negocios. ¿No lo ves? Abre tus ojos Carmellita, porque no puede ser esto más que bueno para todos. Tienes que realizarlo, yo sé que lo lograrás. Sólo mira cómo ha cambiado a Ramancia. Para que hasta ella haya decidido hacer el bien es porque el Alcalde tiene un gran poder de convicción.» Carmella no dijo más por un buen tiempo, hasta que se recordó de un chisme que la sacó de sus casillas, «Mira Regina, ¿y cómo está eso que Feliel, tu fabuloso Alcalde, insultó a Migajo?» Regina respondió insultada, «¿Migajo? ¿Ese viejo centrado en sí mismo que únicamente bendice a unos y maldice a otros, que ni bien hace su trabajo? Pues se lo merecía creo yo.» Carmella botó su boca en admiración, no podía creer las palabras salidas de la boca de su amiga Regina, «¿Cómo puedes hablar así del Padre del Décamon Regina? ¡Bien sabes que estás blasfemando! Migajo es un santo, no puedes hablar así de él. Obviamente si dijo algo que molestó al Alcalde, es quizás porque Feliel lo merecía y no por mera gana del Padre por andar haciendo fechorías.» Isidora dijo entrometiéndose, «¡Un momento! ¿Feliel insultó al Padre Migajo? ¿Cómo así? Estoy perdida, ¡explicadme!» Regina se defendió con un tono desdeñoso hacia Carmella, «Para hacerte la historia corta, resulta que el sábado pasado, Feliel fue al Décamon a confesarse, como siempre lo hace porque es tan buena persona. Y de alguna parte, Migajo resultó diciéndole a Feliel que se estaba alejando del camino de la luz, y que estaba perdiendo la gracia de los dioses. ¿Ya ves? ¿Quién es Migajo para decirle eso a Feliel? ¿Me entiendes? Entonces Feliel le dijo que era un infame y por su mal sabor y gusto algún día ardería en la hoguera.» Carmella respondió frenéticamente, «¡Es el Padre del Décamon por los dioses santos Regina! ¡Nada menos que un PADRE! ¿Sabes la cantidad de tiempo que le toma a un Sacristán del Orden Decámico lograr adquirir el puesto de Padre? Pasan años desde que inicia la escuela religiosa y la doctrina hasta que logra pasar de Sacristán a Padre. Y no todos lo logran. ¡Es gente muy dedicada y muy espiritual! Y cómo dije: si Migajo se lo dijo a Feliel, ¡es por algo Regina! El Padre no regala ese tipo de comentarios así de sencillo, ¿comprendes? Algo tuvo que haber percibido Migajo en los ojos de Feliel para merecer ese comentario.» «Eso es basura.», replicó Regina molesta, «Feliel es el Alcalde perfecto y estoy segura que Migajo cela a Feliel por la gracia que lleva y el poder que tiene. Más ahora que tiene el Plan Mayor y la Reforma para cambiar al pueblo, de seguro y Migajo teme que Feliel llegue a ser más influencial que Migajo. ¿Te das cuenta? Todo tiene su sentido. Feliel es el héroe de este pueblo. En vez de haber una estatua de Alac Arc Ánguelo al centro del parque central, debería de estar una estatua de Feliel, y no apuntando hacia la Alcaldía, sino más bien, apuntando hacia el Décamon, acusando al orden religioso de siglos de extorsión y control social.» Carmella contestó, fúrica, «¡Eso es blasfemia! ¡Retira tus palabras! ¿Cómo se te ocurre en pensar sustituir a la divina estatua de Alac por la putrefacta figura del Alcalde? ¡Eso es absurdo! Estás mal Regina, algún demonio se ha alojado en tu mente, y no sé dónde lo adquiriste. Fue quizás Feliel que con sus palabras de miel te ha tornado al mal. Pero tú, estás en el camino equivocado. Yo me largo de este lugar. No soporto más de tus herejías. ¡Hasta nunca!» Carmella salió corriendo de La Panificadora, huyendo como perro atropellado. Estaba ya harta de todo. Necesitaba silencio. Su alma gritaba por paz, por armonía, por la salvación de su ser. Corrió con lágrimas de frustración entre los ojos. Corrió sin voltear a ver. Corrió sin detenerse un momento. Corrió esperanzada en nueva luz por venir. Horas después, se encontraba sentada frente a la estatua de Alac Arc Ánguelo, rezando, verdaderamente, profundamente, sosegadamente, entregadamente rezando. Cosa que nunca antes había hecho. Nobles pasaban en sus carrozas y algunos que la conocían, le huían, pensando en que había caído en la desgracia, en la pobreza, o en la inmundicia. La categorizaron como pobre. La vieron con desprecio. Sin saber que no era ella la pobre del asunto, que de pobreza nada tenía, más bien, la riqueza de un ser que apenas se está llegando a conocer. Otros pasaron a su lado, y sintiendo lástima, le lanzaban monedas, pensando, que tal vez se había quedado en la pobreza y decaído en depresión. Nadie tuvo la decencia de preguntarle qué le pasaba. Nadie tuvo el corazón de asegurarle que todo estaría bien. Nadie comprendía, y no por ausencia de intelecto, sino meramente por ausencia de interés. Y de igual modo, de haber sabido que Carmella estaba en una crisis existencial, pocos hubiesen comprendido el significado de la palabra existencia, y peor aún, pocos hubiesen comprendido el hecho que estaba en busca de un significado más profundo de su elixir. Permaneció hincada por largo tiempo, y rumores corrieron días más tarde, que una mendiga había permanecido paralizada por tres días seguidos, quizás, como parte del castigo de los dioses, frente a la estatua de Alac. Semanas después, Carmella se desaparecería, y nadie sabría de sus andares, quizás, hasta años por venir. Durante los tiempos del dominio del Rey Hemor IV, cuando las familias Merfel y Wilkot migraron a fundar la Finca el Santo Anillo del Amrin, emigrados de Erliadon en busca de paz y silencio, y bien establecida la Finca y el surgimiento y consecuente explosivo crecimiento de las Fincas contiguas y concomitantemente desarrollo del pueblo, existía un grupo de Amrias Santas, misioneras que derivadas de Démanon, que buscaban ayudar a los más necesitados. El pueblito que crecía junto al complejo de Fincas El QuepeK´Baj necesitaba de guía espiritual, y entre ellas, Doña Tera, estaba dispuesta a sacrificarse. Hemor IV vivió el crecimiento de las Fincas, y desde entonces estableció comercio con ellas. Las familias Merfel y Wilkot ganaron respeto alrededor del imperio, en especial, en Erliadon, en donde muchos los daban por muertos. Ya que, de seguro, y desertores estarían invadiendo sus Fincas. Y de hecho, desertores invadían las Fincas, pero las familias resistieron los asaltos, y crecieron. Tera, la Santa Amria más dedicada en aquellos días, sacó adelante al pueblo creciente. Y cuando murió en un asalto por los desertores, la familia Merfel y Wilkot dedicaron un homenaje a su figura. Hemor IV se enteró de sus hazañas y su valor cómo Amria Santa para el pueblo creciente, que por toda cognición, se llamaba Pueblo de las Fincas, por ser el resultado de ellas y por crecer a su lado. Hemor IV entonces bautizó al pueblo como Santa Tera al convertirse Doña Tera en Santa, canonizada por el Décamon y el Perfecto Obrador en esos tiempos. Pero con el paso del tiempo y la muerte de Hemor IV y la sucesión del trono al linaje de los Aheron, el nombre Santa Tera se fue acortando a San Tera, muchos olvidando el hecho que se llamaba Tera por una Santa Amria, olvidando pues que se le atribuía al sexo femenino. Aheron II, durante su gobierno, y en los tiempos cuando Ermeos era el patrono de la Finca el Santo Comentario, declaró al pueblo San Tera sagrado por la producción vital de producto interno y por la superioridad de negocio que mantenía, a pesar de ser tan pequeño el pueblo. Declaró a la familia Merfel y Wilkot monumentos para el crecimiento del Imperio Mandrágora, y así fue como San Tera, por sagrado, se convirtió en San San-Tera. Duques de diversas ciudades del Imperio aun reconocen al pueblo cómo centro de negocios e intercambio, y es conocido por tener el mejor café de las tierras, aunque, las Fincas del Café de Licaf y Atisbar al Sur de Imperio, donde crecen café de altura y caballos veloces, lentamente cobraba fama de ser tan importante como San San-Tera lo es. Esa tarde los Duques de Erliadon, Vásufeld, y el Embajador de Grizna estarían esperando a Lombardo para comprar la mejor cosecha del año. La tarde estaba asoleada y el viento soplaba sosegado. Lombardo giró a la izquierda al finalizar la Avenida de los Finqueros y pasar la garita de puertas de madera, arribaron en pronto a unirse con la calle Los Encuentros, giraron al este, dirigiéndose hacia la Garita Saliente del pueblo. Pero antes de arribar a la Garita Saliente o de hacerse visible ante los centinelas en sus torres, dieron un radical giro hacia el sureste por un camino poco transitado. Lombardo los condujo por un buen tiempo, entre los árboles logrando divisarse a duras penas el pueblo al noreste. Luego de un tiempo, llegaron a una garita de maderas puertas, cuyas mismas estaban selladas como por la eternidad. Pero luego de tocar las puertas y ser identificado apropiadamente, la Garita de los Nobles abrió paso a Lombardo al sector noble del pueblo. Marlo, caballo del mar, guió la entrada de la carreta al pueblo, a un sitio sobre el cual Manchego y Luchy jamás habían visto ni escuchado. Las puertas de inmediato se cerraron y quedaron selladas, como permanentemente en ese estado. Alrededor de ellos, admiraron los niños, las tiendas eran finas y de aspecto impecable. Las calles limpias y las piedras de la cual estaban hechas, inmaculadas. Las maderas de las tiendas eran claras y barnizadas al punto de perfección. Había a la venta todo tipo de artículos y artefactos nunca antes vistos por sus ojos, ya que, al parecer, éste era un área privilegiada de comercio para aquellos que manejaban en sus fuertes una suma cantidad de dinero. La gente que andaba, lo hacía con bastones de platino color y ropas elegantísimas. El orden del sitio era tanto superior al resto del pueblo. Orden y limpieza. Pureza en su totalidad. Cosa tan distinta a la entrada de la Garita Saliente, en donde uno de inmediato se topaba con el sector pobre y su desgracia. Marlo los guió a una tienda que se llamaba Cafetales el Gran Zapote, y se detuvo al llegar a sus puertas. Lombardo se bajó del asiento y caminó hacia la puerta, y entró. En pronto estuvo con tres hombres, altos y elegantes, con un aire de nobleza nunca antes visto por los ojos de los niños, ya que, ni Luchy ni Manchego, en sus vidas, habían vislumbrado pedazo de un Duque, y mucho menos, Embajador de Grizna. Luchy y Manchego estaban pasmados. La nobleza irradiada alrededor de los Duques y del Embajador, su postura rellena de elegancia y autocontrol, como si hubiesen nacido para ser Reyes de tierras. Sus ropas brillaban de la elegancia, y gente que pasaba cercano a ellos pasaba saludando con tal respeto que definía su posición de noble, Manchego notando la harta hipocresía irradiando de las lisonjas dichas. El Duque de Erliadon dijo, «Tenos, ¿dime si no es fabuloso que este pueblo esté al tanto de lo que pasa en mi cuidad? Mira los diseños de hortensias por doquier, y en algunas tiendas miras arte de Chuly Xul y Paulus XI. Si ves bien, en aquella tienda hay esculturas de Bodesh y Gomard, y si mal no estoy, aquel retrato es de Blossom mientras danza en el escenario. ¿Será que tienen escritos del famoso Gunter en éste lugar?» El Duque de Vásufeld, un hombre de mayor estatura, rostro cuadrado, barba, y con evidencia de ser nacido un guerrero dijo, «No estoy seguro de tener este pueblo escritos de Gunter. Y aseguro que no es tan bueno como nuestro poeta y escritor de novela Yregrus, inmigrante de Moragald´Burg. Ves, él no utiliza tanta metáfora para describir lo que debe, como Gunter. Yregrus utiliza mucho la cacofonía y la aliteración. Es mucho mejor, más diverso siento yo. No crees Zeliom?» El Embajador de Grizna dijo en su acento, típico de aquellos que viven a través del Mar Tempranero, «Si vosotros lo decís pues ni modo. Pero poco conozco de vuestro arte y vuestra cultura. Aunque os aseguro amigos míos, que deseo saber más de lo que concurre por este Imperio. Tenos te llamas, ¿no es cierto? ¿Y Domaryath es tu apellido? Qué curioso digo, porque tienes la altura y la postura de uno de esos hombres salvajes que vive en Devnóngaron. He visto algunos, y eres muy similar. Y no lo digo como reproche, sino más bien, como un cumplido. Has de tener un linaje muy extenso de esas tierras.» Tenos contestó, «Es cierto. Mi familia proviene de esas tierras. Pero desde luego, quien no, al menos, quienes viven en Mandrágora y Devnóngaron somos descendientes de los Slegna Flamon de Flamonia. Derivados de una misma rama, somos todos de parentesco similar.» Zeliom agregó, «Muy cierto. Pero como podéis ver nosotros no somos de ese linaje, pero más bien, de otro, y quizás, un tanto menos antiguo que el vuestro. Y tú, Elesmir, ¿cuál es tu apellido?, que tendrás que disculparme pero se me olvida.» El duque de Erliadon dijo pedante, «¿No sabes el apellido del Duque de la ciudad cultural y de moda más importante de todas estas tierras? Estás tú realmente desactualizado Zeliom. Por si no lo sabes Erliadon es el centro de moda de todo el Imperio.» «Joder, claro que lo sé. ¿No estoy vistiendo entonces prendas de vuestra ciudad?» «Es Elesmir mi nombre, Gómondom mi apellido, del linaje de los Gómondom, inmigrantes de Moragald’Burg hace mucho tiempo.» Zeliom replicó, condescendiente, pero molesto, «Muy bien, un gusto conocerte Elesmir. Yo soy Zeliom Zettom, Embajador delas tierras de la Emperatriz a través de los mares, Princesa Sokomonoko, de las tierras de Grizna.» Elesmir dijo con petulancia, «Sabemos quién eres Zeliom. Y sabemos quién gobierna tus tierras. Dejemos las formalidades y movámonos a negociar. Ya me quiero ir. ¿Y Lombardo?, qué le demora por los dioses…» Tenos dijo, «Eso queda justo del otro lado del Mar Tempranero, ¿no es cierto?» Zeliom respondió con entusiasmo, «Claro que sí. Lo has dicho correctamente. Hemos tenido intercambio con vuestros puertos en Haztatlon y Merromer por muchos años, y hasta hace poco, gracias a un gran hombre llamado Eromes, del linaje Merfel y Wilkot, que si mal no estoy son las familias que fundaron el complejo de Fincas en este pueblo, hemos establecido un gran comercio con San San-Tera. Es así como llegué a conocer de igual modo a Lombardo, encargado de la Finca el Zapotillo y la tienda Cafetales El Zapote.» Elesmir dijo desesperado y abusivamente, «Lo tienes al revés Zeliom, las Fincas se fundaron previo al pueblo. El pueblo creció contiguo a las Fincas. Es por las Fincas que el pueblo se logró desarrollar.» «Gracias por notar mis faltas. ¡Ah! Ahí viene Lombardo…» Lombardo se aproximó y dijo levemente apenado, «Mis queridos señores. Disculpad el leve atraso. El pedido está justo como lo habéis ordenado, diez sacos de café de la mejor cosecha del año para cada quien.» Elesmir sonrió, y agregó, «Me gusta tu entusiasmo Lombardo. Como siempre, un excelente negociante. Tus padres hubieran estado orgullosos de ti. Tienes mucho futuro.» «Gracias Don Elesmir.», respondió Lombardo sonriente. Tenos agregó, «Ando con un poco de prisa mis amigos. Mi esposa me espera para el almuerzo y no puedo demorarme más. Ten, aquí está este saco de coronas. Cuídalo bien eh?», y entregando el dinero a Lombardo ordenó a sus muchachos a empezar a descargar el producto de la carreta de Lombardo. Elesmir dijo, «Andemos con el negocio, que yo también estoy con el hambre desatada.» , y entregando las coronas en una bolsa de cuero elegante ordenó a sus muchachos que cargasen el producto a su propia carreta. Zeliom agregó, «Cierto lo es amigos. Yo debo de ir regresando al puerto de Merromer, que mis hombres embarcan mañana con o sin mí. Y no puedo quedar mal con la Emperadora. Que estéis bien amigos, y esto es para ti Lombardo.», y con un chiflido ordenó a sus muchas cargar la mercadería entre su propia carreta. Durante el intercambio de palabras y entrega de dinero, Manchego y Luchy observaron con curiosidad el comportamiento de los Nobles. No les parecieron gran cosa, quizá se interesaron en Tenos por su estatura y tamaño corpulento, y en el Embajador de Grizna, de quien nunca habían escuchado hablar. Su estatura baja y facciones físicas tan distintas al resto de hombres en el negocio les hizo pensar en el origen el embajador y de cómo han de ser los hombres y mujeres por tal tierra. Luchy fue quien rompió el silencio, «Ya se están acercando los muchachos, ¡tenemos que huir! Imagínate que nos cachen aquí montados y de seguro Lombardo se estaría enfadando y quizás hasta nos denunciará a los guardias! ¡Peor aún que le cuente a Lulita, y ahí sí te despellejará!» Manchego contestó, empezándose a preocupar, «¿Pero qué hacemos?» Los muchachos estaban próximos a la carreta, y en ese instante Luchy tomó un canasto que estaba en el suelo, y empezó a gritar, «¡Tortillas, tortilla! ¿¡Quién quiere su tortilla!?» De inmediato guardias corrieron hacia ella y le dijeron, mientras más se acercaban más notando su belleza, su tono de voz entonces adecuándose, «Disculpe señorita, emmm doncella, emm señorita, en este mercado no se permite la venta de tortillas. Hágame el favor, por favor, de salirse de este sector, que le cuento que por aquí no se puede vender tortillas. Pero lléguese por mi casa, allá por el Sector Medio, y mire que yo le compro lo que quiera...» Luchy vio al guardia con ojos de asco y dijo, «Ay gracias, !de inmediato me salgo!», y caminando hacia la salida, hacia el Sector Medio, le fue haciendo señas y ademanes a Manchego para que hiciese algo similar. Pero Manchego se quedó sin plan, y rápido salió corriendo hacia una esquina, pero en ese momento, escuchó la voz de Lombardo, «¡Oye! ¡Tú! ¡Chico! ¡Ven acá! Que te tengo un trabajo y te estaré pagando para que lo hagas.» Manchego se paralizó, y con la mirada en el suelo regresó a la carreta, «Muy bien mi señor. ¿En qué puedo ayudarle?» Lombardo le dijo sin verlo, sin prestar mucha importancia a su presencia, «Ayuda a estos hombres cargar sus costales a sus carruajes y te pagaré unas coronas por el servicio. ¡Anda pues que son gente importante y lo menos que deseamos es que se molesten!» Lombardo creyó conocer al patojo, pero la urgencia por llevar los costales a los carruajes respectivos le hizo perder la atención en asuntos de mayor importancia. Los guardias de los Duques y el Embajador ayudaron a Manchego a cargar los costales a sus carretas. Y cuando estuvieron listas, Lombardo le dio tres coronas en la mano a Manchego, «Cuídalas bien patojo. ¡Haz hecho un buen trabajo! ¡Hasta luego!» Luchy desde la salida lo empezó a llamar con la mano, y Manchego salió corriendo en su dirección. Al ver a Manchego Luchy le dijo entre risas, «¡Eso estuvo cerquísima Manchego! ¡Qué tontos fuimos! ¡Casi nos atrapan en averías!» Manchego dijo jadeando, «Es cierto, y Lulita hubiese estado muy descontenta conmigo por haber estado donde no debería de estar. Estoy seguro que Tomasa ya deberá de estar preguntando por mí. E imagínate, si Lombardo le cuenta a Lulita que nos encontró aquí, estaría pronto encima de nosotros preguntándonos por qué estamos en el pueblo y a escondidas. Que por qué no nos llevamos a la Sureña o a Granola. ¿Entiendes? ¡Qué grave pudo haber sido todo esto!» Luchy agregó, entre risitas, «¡Lo sé! Pero todo salió bien. Ahora tenemos que buscar el Mercado Central y encontrar a Balthazar.» Manchego dijo mientras empezó a caminar, «¡Vamos! Tan solo busquemos la Avenida del Nuno y caminamos al norte, nos lleva directo al Parque Central.» Luchy dijo perpleja, «¿Pero, cómo es que sabes donde está el norte?» Manchego indicó con un dedo, «Mira, allá, ¿ves la cúspide del volcán Marsemayo? Ese es el norte. Mira allá, la Cordillera Devónica del Simrar, ese es el sur. Al sur del pueblo está Cauda Poltos-Par, y al noroeste está Ementhal Bloss. Al sur también queda el Cerro del Lechón, que también puede llegar a servirte como un punto de referencia.» Luchy preguntó, encontrando cierto respeto en Manchego al saber todo esto, «Como es que sabes todo esto?» Manchego respondió con ademanes de prisa, «Me lo dijo Lulita. Créeme, no es difícil que se te quede en mente. ¡Vamos!» En el Parque Central, la estatua de Alac Arc Ánguelo brillaba tan austera como siempre. Su rostro una máscara impecable de determinación, su lanza, punzante, apuntando eternamente hacia la Alcaldía, amenazante e incluso quizá, purgante. A un lado y alrededor, el Mercado Central florecía ocupado, con cientos de negocios e intercambios llevándose a cabo al minuto. Manchego y Luchy iban determinados a buscar a Balthazar, y en pronto identificaron la tienda, «El Pastorcito Feliz». Pero al llegar, notaron su ausencia. La tienda estaba cerrada y un vecino les dijo, «¡Si es que a Balthazar buscáis, se ha ido al Décamon! Podéis esperarlo si eso deseáis, quizás en una media hora regrese. O podéis dejarme el mandado… ¿¡a donde vais!? Patojos insolentes…» Luchy y Manchego caminaron hacia el Décamon, opuesto a la Alcaldía, y la estructura gigante pronto los envolvió entre sus brazos. La entrada estaba formada por un par de estatuas en forma de columnas, con el diseño de guerreros Slegna Flamon de Flamonia, de cuya cultura la religión Decámica proviene. Las estatuas hacían el mejor intento por simular a los guerreros místicos y antiguos, con una lanza en una mano, apuntando al cielo, y en la otra, un escudo protegiendo sus corazones. Al entrar al Décamon, los niños sintieron el cambio de ambiente de inmediato. La luz era tenue y leve, como de vela, pero en todos lados omnipresente, cómo si la piedra misma brillase intrínsecamente. El ambiente era templado y húmedo, un tanto pesado y espeso, pero es lo esperado al estar sumergido en una estructura de piedra tan gruesa y tan añejada. La entrada inmediatamente abría a un cuarto vasto y alto que se elevaba por metros de metros de altura: El Oratorio. El cuarto tenía forma rectangular, cual se extendía por metros de metros de longitud. Entre tal cuarto rectangular, decenas de decenas de bancas se disponían en filas y columnas viendo hacia el Altar, al final del cuarto, desde donde el Padre Migajo daría la misa. Frente a ellos había una estructura con varias caras que finalizaban en el suelo en un arco, suficientemente alto y ancho para dejar el paso libre a los hombres que al decágono deseasen entrar. Eso, Manchego y Luchy sabían, era el Decágono, lugar geométrico y estructuralmente más importante del Décamon, conocido como el Purificador, por donde se podría llegar al Confesorio. Dentro del Decágono se lograba ver gente adentro, caminando con los ojos medio cerrados y manos por atrás de la cintura, rezando y pidiendo perdón por sus pecados a alguna de las deidades. Por dentro del Decágono, admiró Manchego, se iluminaba de un color un tanto más fuerte que el del resto del Décamon, y justamente al centro del decágono, había un podio de madera perfecto, con una flor al medio flotando, brillando un aura celeste y fantasmal, realzada por una luz céntrica proveniente desde la cúpula del techo. El suelo del Decágono se manchaba con los colores de los vitrales de su cúpula, por donde la luz de la tarde se filtraba. Había una que otra persona sentada en una de las bancas del Oratorio, hincada, rezando a sus propias penas. En una de ellas, estaba una señora añosa, de pelo rubio, mal vestida y mal peinada, llorando. Sus manos estaban clementes, y de su persona se sentía tensión y un aura de incertidumbre. De haberlo sabido, hubiesen llamado su nombre, Carmella, para acomodarle y hacerle sentirse bien por la crisis existencial entre la cual cursaba. El Padre Migajo, vestido con la sotana negra hablaba en susurros, y al ver a los chicos aproximarse les dijo sonriente, «Hola chicos. ¿En qué puedo ayudaros juventud? ¿Hay algo que deseáis preguntar? ¿Consultas tenéis por acaso?» Manchego contestó sonriente, «Hola Migajo. Estamos buscando a una persona llamada Balthazar, ¿no sabe en donde podríamos encontrarlo?» Migajo dijo pensante, «Mi buen amigo Balthazar. Pasa muchas penas ese hombre os digo. ¿Tan solo por eso venís a este santuario? ¿Tu nombre?» Manchego respondió con algo de pena, «Si, es una emergencia. Necesitamos hablarle lo más pronto posible. Mi nombre es Manchego, y ella es Luciella.» «Manchego… ¿quién es tu parentesco?» «Soy nieto de Lula y Eromes.», respondió Manchego, incierto al escuchar la pregunta inusual. Migajo sintió un aire familiar atravesarlo, «Ah cómo no. Lo hubieses dicho antes. Lula es una gran partícipe de nuestra religión. Y Eromes, pues lamentablemente ha pasado a mejor vida que la nuestra. Chico, pero no encuentro algún parecido con tus abuelos. Escucha bien que no lo digo cómo insulto, pero realmente no te ubico. Y tú, mi querida niña, eres indiscutiblemente hija de Vilma y Héctor Buvarzo-Portacasa Wilkot. Tienes ese aire Wilkot en tu nariz y en tus ojos. Inconfundible. Muy bella eres también. Ahora, en cuanto a Balthazar, te digo, hace poco dejamos de conversar. De seguro está ahora en el Decágono soltando sus penas ante la presencia de la Rosa Emanante. No lo vayas a interrumpir si ahí lo encuentras, ¿eh? Eso sería una gran falta de respeto por vuestra parte. ¿Comprendéis?» Un hombre, un tanto menos viejo que Migajo llegó vestido con una sotana café. Migajo dijo, «Chicos, os presento al Sacristán Crisondo. Cómo bien sabéis es el ayudante del Padre; el cargo del Sacristán lleva él. Pero creo que Crisondo en pronto estará usando la sotana negra y no la café. Es un gran alumno y un excelente fiel.» Crisondo dijo en el mismo acento de hombres del oeste del Imperio, «No me halague tanto maestro, que aquí sólo usted tiene la capacidad de guiarnos a una mejor luz. Por algo viste la sotana negra y no la café» Migajo respondió con algo de enojo, «Deja de hablar tonteras Crisondo, que bien sabes que en pronto el Perfecto Obrador te estará elevando de cargo, y con mi muerte, que seguro en poco tiempo vendrá, estarás tú en mi puesto y otro Sacristán te será enviado de Démanon.» Crisondo dijo molesto, «No diga eso maestro. No prediga su muerte cuando aún nadie se la desea.» Migajo dijo en su defensa, «Pero es el proceso natural de toda cosa que vive mi querido alumno. Y algún día, tendrás que pasar la sotana negra a tu alumno, y así, la cadena se continuará por siglos. En fin chicos, por si no lo conocíais, Crisondo algún día estará en mi puesto, soltando el sermón todos los días.» Luchy y Manchego se despidieron de los fieles y caminaron hacia el Decágono. Al entrar al Decágono, conocido también como el Purificador, Manchego y Luchy se sintieron sobrecogidos con una extraña y vitalizante energía, acompañado de una luz mística coloreada por los vitrales de la cúpula. Vieron y realizaron la belleza del lugar. Las paredes del decágono se extendían al techo, en donde, culminaban en una cúpula de diez vitrales, la cúpula al centro estando abierta al cielo, por donde penetraba un haz de luz perfectamente hacia el centro del Decágono, iluminando el podio céntrico, donde la Rosa Emanante flotaba celestial. Los vitrales por donde la luz solar se filtraba enviaban colores dorados, verdes, naranjas, azules, y rojos en una mezcla perfecta para crear un haz luminoso de color oro esclarecido. Y cada vitral contenía una de las diez esencias para los hombres del imperio, siendo dos de ellas los héroes del Imperio, Aryan Vetala y Eryund des Guillioth, el primer Rey del Imperio, tres vitrales siendo las tres ciudades céntricas, la divina trinidad o Trigósfera Strata como la conocen otros, siendo entre ellas Omen, Démanon, y Háztatlon. Y los últimos cinco vitrales, uno para cada dios. El vitral de Mythlium era quizá el más bello de los cinco, pero porque, siendo la diosa del agua, contenía cientos de tonos azules, y su color era pedazo cielo. Se miraba perfectamente la figura de mujer entre los azules del vitral. ArD´Buror, dios del fuego, soltaba colores naranjas fuertes y amarillos casi blancos de su vitral. La figura del dios envuelto en llamas clamaba su nombre. Gorbaklala, dios de la tierra y las arenas del mar brillaba colores café y verdes, el dios disuelto entre la naturaleza de su esencia. En otro se vislumbraba un color blanco pulcro y acicalado, puro y perfecto, el color del ángel de la luz, el dios Alac Arc Ánguelo, en cuyo vitral no se lograba identificar nada más que una gran mancha blanca difusa. Manchego se sintió extrañado y un tanto triste al ver el vitral indefinido, y tuvo harta curiosidad de saber por qué lo estaba así. Y por último, el vitral de color negro noche, D´Santhes Nathor, diosa de la noche, seductora potente cuyas leyendas van desde matar a hombres con su mirada, hasta seducir a reyes en sus sueños. Su vitral emanaba el tono perfecto de sombra para balancear la ecuación de luz con la muerte, proceso natural de todo ser viviente. En las paredes, bajo cada vitral, se miraba la figura del dios correspondiente engravada en la pared de piedra, cada ciudad, y cada héroe del Imperio. Y algo llamó mucho la atención a Manchego, y fue ver que en el grabado correspondiente al dios de la luz, Alac Arc Ánguelo, su rostro estaba difuso, como nublado, a modo que únicamente se miraba una masa indefinible. Algo le tentó el corazón, y creyó ver escuchado una voz. Y pronto, supo que la voz era cierta. «Leyenda dice que los dioses tienen una vida media, y que cuando completan su ciclo vital en nuestro mundo, mueren, tan solo para renacer y encarnarse en un nuevo cuerpo, y así, regresar a los hombres y guiarnos a una mejor vida. En teoría el dios de la luz murió hace catorce años, y se dice que no ha regresado aun al mundo de los hombres. No se sabe por qué en realidad. Muchos se lo atribuyen a que está enojado con los hombres porque se han alejado del camino del bien, y la luz en ellos ha cesado de brillar cómo antes. «Hay unos que dicen que el hombre, a diferencia de todo ser vivo en este mundo y el universo, a diferencia de la materia que lo rodea, brilla, y no como materia opaca que brilla por luz ajena, sino más bien por una luz intrínseca que le es propia. Hay otros que dicen que el dios de la luz ha muerto y que nunca regresará a estar entre los hombres. Dicen que un diablo vino a asesinarlo en éste mismo sitio. Otros dicen que ya está entre nosotros, pero que por alguna razón, espera a salir de su escondite a darnos la sorpresa. Personalmente no creo ninguna de las explicaciones, y no creo tampoco en los dioses en los que tu imperio cree. Nosotros de las tierras de Devnóngaron creemos únicamente en Madre. Madre es todo para nosotros. «En fin, por su ausencia es que el vitral de Alac, así como su estatua, están borradas y difusas, porque en ausencia del dios, se cree, que no logran conectar las dimensiones para ser reales. ¿Comprendéis?» Manchego y Luchy estaban pasmados, escuchando a Balthazar hablarles como si todo el tiempo hubiese sabido que lo estaban buscando, y desde luego, como si los hubiera seguido paso a paso. Los ojos azules de Balthazar buscaban el ambiente, admirando la estructura y su diseño impecable. Luego de un tiempo, dijo, «¿Te lo dije o no te lo dije? ¿Qué algún día me estarías buscando?» Manchego dijo asustado, «¿Pero cómo sabías?» Balthazar respondió, eternamente misterioso, «Porque tus ojos me lo dijeron, y me lo siguen diciendo. Me dicen que estás en busca de algo. Una verdad que te es privada. Quieres respuestas a preguntas que ni siguiera conoces. Pero ahí está la inquietud, latente. Asumo que aún no has encontrado tu verdadero nombre, pero no importa, lo encontrarás sin remedio. O quizá, te encontrará él a ti. Ya verás con el tiempo. Todo se vislumbra con el tiempo.» Manchego dijo, «Necesito de tu ayuda Balthazar. Hay mucho que no sé, que deseo saber. Tú sabes mucho. Fuiste tú. Tú le diste a mi abuelo este chaleco. Yo quiero ser como él. Yo quiero aprender. Quiero saber todos sus secretos y ser tan hábil para la agricultura como él lo fue. Quiero restaurar la fama de la Finca el Santo Comentario.» «Así es Manchego yo le otorgué el chaleco a tu abuelo», dijo Balthazar con cierto aire de orgullo misterioso, «Y veo que ya estás mejor de la gripe que te sobrevino. Veo que el ungüento bien te hizo. Me alegro. Tienes que comprender que tu abuelo fue una persona extraordinaria, y ser como él, raspar lo que él fue, será cosa difícil, una tarea que ni yo esperaría forjar.» Manchego dijo, admirado, «¿Fuiste tú?, ¿el ungüento que me sanó? Te prometo que voy a tratarlo, lo prometo.» Balthazar entró en una especie de rabia, «¿¡Tratar!?» El grito de Balthazar rompió el silencio en el Decágono, y la gente, incrédula, se empezó a alejar de ellos, «¡Tú no puedes tratar! Los mediocres tratan. ¡Los mediocres! Tú no puedes tratar, porque sin duda, y escúchame bien, sin duda vas a fracasar. ¡Tú no tratas! No conmigo. Tú haces o no haces. Y si tú me dices que lo harás, es porque te estas comprometiendo. Tú no tratas. Tú HACES.» Manchego se estiró, como militar, y dijo con el rostro dispuesto a marchar mil leguas, «¡Lo haré!» Balthazar agregó, «Y escucha bien Manchego, que no te soltaré ni un segundo. Seré tu maestro, y bien lo seré, y lo juro por la poca vida que resta en mi cuerpo. Vas a sufrirme y eso te lo puedo garantizar, porque te digo, y bien escúchame que no se alcanza la gloria recostado contra blanda la pluma ni al abrigo de colchas. Es trabajo duro de todos los días. Constante. ¿Entiendes? Son meses de preparación para avanzar tan solo un poco. Si quieres sacar la Finca adelante vas a tener que sufrir como nadie, porque no tienes trabajadores. Tomasa te va a ayudar, pero su ayuda será meramente un paliativo para ti. ¿Comprendes? Ser el mejor nunca ha sido fácil. Yo me comprometo, cómo tú, a ser el mejor maestro. Pero me tienes que jurar que vas a obedecer cada y una de mis órdenes, a todo momento, aunque te parezca absurdo y ridículo. Únicamente así las cosas entre nosotros podrán funcionar.» Manchego dijo resuelto, sin pensar una de sus palabras, «Prometo someterme por completo a tus órdenes.» Con lo dicho Manchego sintió que hizo un pacto tan fuerte como los lazos del día y la noche. Supo que se estaba entregando a la tortura, pero al igual, sabía muy bien que era la única manera de crecer y de salvar el nombre de su familia. Sabía que era la fórmula para sacar la Finca el Santo Comentario adelante. Por fin había encontrado cómo solventar uno de sus inquietudes, y ahora, en proceso de solucionarse, sentía una felicidad que no era intensa y abrumante, cómo cuando se gana un dulce, pero mejor, más fuerte, duradera. Una felicidad que él sabe que no solo se iba a reflejar en su vida entera y por el resto de sus días, sino, que también, iba a contagiar al resto de personas que le rodean. Lulita estaría contenta y feliz. Retirada en su mecedora, tejiendo todo el día. Bebiendo té caliente. Pasando sus días de vejez con el fiel acompañante del viento y sus memorias. Memorias dulces y salobres. Memorias de tiempos que la hicieron y siguen haciendo feliz. Balthazar dijo, «Bien. Ahora es la hora de platicar. Tengo mucho que contarte Manchego. Hay cosas que voy a reservar para futuros encuentros, pero siento que hay mucho que debo contarte. Vamos al Parque Central, ahí podremos encontrar un sitio adecuado para hablar. Ahora tú, nena, Luciella, temo que tendrás que dejarnos a solas. Esto es únicamente entre Manchego y yo. ¿Entiendes?» Luchy dijo en reproche, «¡Pero no tengo a donde ir!» Balthazar dijo, «Manchego, ¿confías tú en ella?» Manchego contestó con seguridad absoluta, «Le confío mi vida. Me conoce más que yo mismo.» Balthazar dijo sonriente, «Pues bien, que así lo sea. ¡Vamos!» VI Confesiones Salieron del Decágono, pero antes de hacerlo, Manchego pegó un último vistazo al vitral representante de Alac Arc Ánguelo, y pensó en cuál de las posibilidades cabían entre la explicación de su imagen difusa y que en su grabado sobre piedra bajo el vitral su rostro estuviese difuso, como con una nube sobre él. Su vitral destilaba tonos de un blanco perfecto, el artista que forjó tales detalles maniobrando perfectamente los colores. La gran mancha blanca que era inentendible era a causa de que el dios seguía ausente entre los hombres como tal. Quizás Balthazar tenía razón en decir que los dioses morían y que debían de renacer. Y que el dios de la luz, Alac, ya había nacido pero que aún no había aparecido entre los hombres para guiarlos entre la sombra. O quizás, si había aparecido, pero aún no se había manifestado. Fuese cual fuere la razón, sobre ésta tan sólo podría especular. Mientras iban saliendo del Décamon, varias personas se les quedaron viendo con una expresión de incredulidad. Algunos, por el hecho que Balthazar había perdido el control entre el Décamon, y todos en el pueblo sabían, que en el Décamon se aprecia el silencio. Para aquellos astutos y que habían reconocido que Balthazar era en esencia un Hombre Salvaje lo despreciaron y escupieron sobre su raza, ya que no todos aman a aquellos de hermandad de raíz y origen, los Hombres Salvajes de Devnóngaron. Algunos detestaban a los Hombres Salvajes, en especial, por sus creencias, por su cultura salvaje, y por no creer en las creencias del Imperio, que por toda noción, eran las mejores. ¿Pero quién no cree que lo suyo es mejor que el del otro? Y meramente por esa razón es que hay guerra entre el Imperio Mandrágora y la Divina Providencia; por cada uno creer en lo suyo y no ser flexible a si quiera comprender lo del otro. Quizás, meramente por una ausencia de comunicación, que quizás, sea el origen de todos los problemas entre los hombres al final de las cuentas. Pero a Balthazar poco le importó que mal pensaran de él. De igual modo había perdido toda esperanza en vida y continuaba como un sonámbulo que no sabe hacia dónde se destina. Pero ahora, Balthazar había encontrado algo. Algo por lo cual valía la pena vivir, y por esa razón, iba a dedicar sus últimas gotas de vida para quizás, y esperando que fuese cierto, dormir en muerte luego de completar su legado a la humanidad: Manchego. Ignoró los comentarios y continuó su camino. Los niños lo siguieron sin ver de un lado al otro porque a ellos tampoco les importó lo que los demás dijeran. Los demás no comprenderían jamás la importancia del momento. La voz de los demás era como el estrepitante resonar de una chicharra, que ignorada, pasa a ser casi hasta musical. El sol aun brillaba austero y lúcido, y los estribos de la tarde jalaban al sol con la rienda hacia el oeste. Color naranja el orbe solar Manchego imaginó al caballo del mar de Lombardo halar las riendas de aquel rey de los cielos: el caballo Marlo cabalgando al oeste en poniente la hora, jinete, quizás, Lombardo sonriente con pelo de arenas de mar. En unas horas el sol estaría decayendo y sería prudente para los niños buscar cómo ir a casa. En ese caso, quizás, Balthazar les pudiese adelantar a la Finca. Pero eso era tema de relevarse en los últimos momentos. Ahora lo de importancia era escuchar a Balthazar y que tenía qué por decir acerca de Eromes. En las afueras, en el Parque Central, caminaron hacia la estatua de Alac Arc Ánguelo. Ante la luz tenue del día en atardecer la estatua de color blanco se miraba magnífica y floreciente, manchada con la luz solar a modo de hacerla parecer prender fuego. Su postura en guerra emanaba un sinfónico bramido expresado en tensos músculos apretando la lanza que penetraría a fondo al enemigo frente a él. La lanza y su punta no dejaban por un instante apuntar a la Alcaldía, eternamente amenazante. Los ojos de la estatua de Alac estaban firmes y fijos en su objetivo, nunca desviando. Su potente mirada perforando a aquel a quien debía derribar. Galante e imperioso sus alas de ángel como las de un ave rapiña, anunciaban una potencia que entre el aire podrían ser tan santas como de fiera fuerza. Su imagen: imponente; su color: pulcro y en llamas por la luz del crepúsculo, un símbolo de tenaz fuerza; la dureza de la piedra sobre la cual estaba construida, una idea de su sólida integridad e insuperable honorabilidad. Manchego corrió sus manos por la plataforma que la sostenía, y con admiración, tocó la punta de una de las alas que lo definían como Arcángel. Aquella punta expresada en largas plumas maniobradas artísticamente por uno de los grandes artistas del Imperio. Luchy hizo lo mismo, aunque no a tan grave y tan significativo el hecho. Para Luchy era tocar la estatua del dios de la luz, para Manchego, era percibir su presencia en todo momento. Manchego vio su alrededor. Se sintió raro, como si algo o alguien lo estuviese viendo. Pero no los ojos de Luchy ni de cualquier otro. Más bien, los ojos de un ser con mayor potencia en su fuerza viviente. Como si se concentrara energía viviente en un frasco y este estuviese cerca de él. Notó que Balthazar lo estaba estudiando fijamente, curioso, sin decir nada, tan solo viendo cómo Manchego pasaba sus manos por la piedra blanca y bebía de la imagen del dios de la luz. Manchego notó que su mano sujetaba laxamente la Nuez de Teitú. No comprimiéndola contra su mano, como lo había hecho antes, quizás, en momentos de peligro, pero más bien, como pensando, ‹¿qué es de ésta nuez?› Las memorias lo invadieron en ese instante, punzantes y agresivas. Se recordó. Sus ojos se perdieron entre el cielo. Se recordó, tal como se recordaba todos los días de su existencia: Él viendo al bosque, respirando el aire fresco de las Tierras del Malush, embebido en Bosque del Gran Mesh. Los árboles susurraban entre sí. Le hablaban. Los animales le contaban, pero no de sus vidas, pero de su esencia. El mundo le hablaba su esencia. Constantemente una pregunta surgía en su mente «¿Qué es esto que hecho de la misma sustancia que la piedra, el viento, el sol, y la tierra, logra concebir su existencia y llegar al punto de preguntarle a esa cosa, esa sustancia, de la cual está hecha, como todo lo demás, de que está hecho? ¿Qué es esto que se pregunta de qué está hecho y aún tiene la capacidad de responderse, soy yo?» La esencia del mundo, la esencia de la piedra, de la tierra, del sol, del viento, para los Hombres Salvajes, es un Todo Uno. Todo derivado de la misma cosa, del mismo ‹Aicnese› que todo lo demás. Esa esencia estaba presente como una llama entre cada ser viviente. Porque los seres vivientes estaban hechos del mismo ‹Aicnese› que el resto de la materia inerte, como la piedra, la montaña, o el agua. Y por eso mismo, derivados de uno, seres vivos e inertes lograban comprenderse a niveles íntimos. Pero tal nivel de comprensión para un ser vivo es más que un solo vivir pasivamente, porque, como Tzargorg lo había notado, aunque los venados, los conejos, y los pájaros estuviesen en contacto íntimo con el ‹Aicnese› del mundo, ellos no lo percibían como tal. Entonces, se preguntaba él, ¿qué necesita un ser vivo para percibir el ‹Aicnese›?, ya que él, en sus años largos de ‹Airudibas› había llegado a saber que se requiere de perder toda conciencia del yo que anida en uno mismo y dejarse llevar por los ríos del ‹Aicnese›. Porque los hombres fueron dotados por Madre con ese algo especial que les permitía cuestionarse ‹¿qué soy yo?›, esa consciencia era suficiente para saber que se estaba en contacto con el ‹Aicnese›, porque media vez en contacto, no hay mayor felicidad de saber que uno es parte del uno y del todo ‹Osrevinu›. Y únicamente con su ‹Airudibas› y en contacto con el ‹Aicnese› iba a tener la capacidad de llegar al ‹Nogard Narg›. Estaba parado en contra del viento. Su pelo largo corbateando con los soplidos. Su pecho musculoso y al descubierto emanaba la potencia de su nombre, Tzargorg, más aun con el símbolo de su ‹Airudibas› en su pecho izquierdo, cerca del corazón, símbolo que lo demarcaba como el macho alfa dominante. Símbolo que expresaba su capacidad de ser tan sabio para guiar al clan al ‹Nogard Narg›, vínculo a Madre y el ‹Osrevinu›, lugar de donde todo origina y donde todo algún día finalizará. Porque para ellos, el principio y el fin son uno, eso es, son coexistentes. A través de su ‹Airudibas› lograba comprender a Madre y sus mensajes. Eso, como macho alfa dominante, le permitía guiar mejor a su clan, consiguiendo mejores presas para la comida, mejores campos para pastoreo, mejores climas para dejar a las crías jugar. En ese instante Balthazar escuchó la voz de Manchego, «¿Quién eres Balthazar? Sé que trabajaste para mi abuelo y que llegaste a ser un gran finquero a raíz de sus enseñanzas, ¿pero por qué? ¿Cómo es que llegaste a serlo? Por tu acento robusto se nota que no eres del imperio. Y por el color de tu tez y ojos es evidente que eres descendiente de los hombres salvajes de Devnóngaron. Cuéntanos Balthazar…» Balthazar estudió a los niños con ojo crítico, un tanto desconfiado, y dijo, «Hemos venido a hablar de tu abuelo, y ahora, ¿quieres escucharme hablar de mí? Creo que no entiendo.» Manchego respondió con astucia, «Conociendo al que conoció a mi abuelo quizá sea la puerta para que yo logre comprender un poco más acerca de él.» Balthazar dijo, siguiendo el hilo de lógica de Manchego, «¿Dices que por algo fui pupilo de tu abuelo? ¿Crees que sabiendo qué tipo de persona soy y de mi pasado vas a comprender por qué es que tu abuelo se comprometió a ayudarme?» Nadie había mencionado la palabra ayuda, pero era evidente que Balthazar, en algún punto de su vida, se vio en necesidad, y que, por su bondad y sabiduría, Eromes logró ayudarlo y sacarlo de sus penas. Quizás por eso había llegado a apreciarlo tanto. Balthazar continuó, ahora viendo hacia el horizonte, perdiendo su vista en los parches azules del cielo, «Hace mucho tiempo que nadie había preguntado por mi pasado Manchego. Tienes que entender que es de suma dificultad expresarme de esa manera, porque mi pasado, resulta ser, tan doloroso como es contarlo. Fue tu abuelo la primera persona quien me habló estando yo en este pueblo. Eso fue hace quizás unos veinte años o más. No recuerdo el año exacto, era quizá 424 p.k. en aquellos días. El pueblo aun no era lo que es. Era mejor, totalmente mejor. No había violencia. Me recuerdo que uno podía caminar por doquier sin problema, sin preocuparse de que lo asaltaran o le hiciesen algún acto de criminalidad. Ahora, pues las cosas son distintas. En aquellos días la gente era culta Manchego. ¿Puedes creerlo? La gente leía, se enteraba del Imperio, conocía su pasado y se interesaba por el futuro. Ahora, todo eso es pero una sombra. Ahora lo único que quiere la gente en este pueblo es el ahora. Quieren únicamente saber que pasará esa noche de fiesta y que se pondrán para lucir tan magníficos. Todo lo demás es de ignorarlo. Y no hay peor cosa que olvidar el pasado Manchego. Y el pasado de nuestra gente es sombrío. Recuerda que nosotros venimos de una misma línea, de los Slegna Flamon de Flamonia, y compartimos, quizá, algunas cosas aun. Muy pocas creo. Pero venimos de la misma sangre. Claro que nos diversificamos y unos nos pasamos a vivir en las montañas, ahora nuestro hogar, Devnóngaron. Los Mandragorianos escogieron estas tierras donde la mandrágora crecía con fruto, y por eso, su nombre pasó a ser el propio. Pero no han de olvidar por qué es que nuestros antepasados migraron desde Flamonia. Y apuesto Manchego, que tu aun no lo sabes. Pero veo en ti el interés, y sé, que algún día lo sabrás. «Pero esa historia es larga y quizá sea mejor repasarla para cuando tengamos tiempo de sobra y un gusto por saberla, porque no solo es larga sino interesante. El punto es que en aquellos días, hace veinticuatro años, las cosas eran diferentes en este pueblo. La pobreza era nula. Todos los pueblerinos trabajaban honradamente y todos velaban por su negocio con los extranjeros. Ahora la pobreza en este pueblo es un tema tedioso de tocar, y lo que sucede en ese sector es del infierno. Maras, cosa más nefasta no existe Manchego. En aquellos días ni siquiera era necesario tener guardias ni Alguacil. En aquellos días nadie robaba Manchego. No era necesario. Todos estaban satisfechos y felices. Y ahora, las Maras son una plaga en este pueblo. La Mara Burhla, con su tal Burhman es una amenaza constante para la gente que vive aquí. ¿Entiendes a lo que voy? ¿Ves la diferencia? Balthazar tomó aire, luego continuó, «Pues en aquellos días yo arribé en este pueblo meramente porque era de lo único que había escuchado en mis tiempos de gloria en Devnónagaron, cuando yo aún era el macho alfa dominante de mi clan.» Manchego notó que Balthazar se mantuvo pensativo por unos segundos y se perdió entre las nubes, luego dijo, como cobrando voluntad de nuevo, «Mi nombre era Tzargorg. Su significado era ‹El poderoso› o ‹el que domina›. Desde mis antepasados el nombre dominó el clan, nombre utilizado por ellos cuando fueron machos alfas y dominantes, heredado con su linaje y su historia. Y por tres generaciones mi sangre dominó el clan, hasta que vino el día cuando Madre me dijo que me debía de preparar. Me dijo que un macho no dominante crecía entre sus selvas, entre el Bosque del Gran Mesh en las Tierras del Malush, y que venía para derribarme. Batallamos Manchego. Por dos días y tres noches batallamos en los picos de Nam Nomed, justo por arriba de La Boca del Diablo, cavernas que profundizan en un cráter y túneles subterráneos que aun nadie ha logrado entrar y salir vivo. Queda justo al centro del Gran Mesh y se cruza con la Cordillera Devónica del Simrar en un punto, eso es, el cráter que te digo, algunos creyendo que pasa a formar parte del Anillo del Amrin. Pero eso es tan solo leyenda, la existencia del Anillo del Amrin. Nadie ha comprobado que sobre las tierras y bajo los mares, y a través de ellos la cordillera continúe y le de vuelta, como anillo, al mundo entero. Suena como una historia fascinante, eso si te lo doy. «En fin, durante la tercera noche de nuestra batalla, fui, por fin, vencido por este nuevo macho, llamado Ballade. Y mi hacha calló al suelo, ensangrentada. A través de mi pecho y sobre el símbolo ‹Airudibas› fui obliterado con su mazo. Mi escudo cayó al suelo, mi pelo largo cortado por su cuchillo. Eso es ritual Manchego. Cuando un macho alfa es derrotado, este se deja vencer y suelta su arma, su escudo, y se deja cortar el pelo largo y simbólico por el oponente. Y así lo hizo Ballade. Pero yo cometí una injuria que aún no me es perdonada. He traicionado a mi nombre y a mi familia, a mi clan y a mis creencias. ¡Yo me tenía que morir! Balthazar entró en un estado de estupefacción. Luego, saliendo lentamente de él, dijo, «Lo ves Manchego, ¿ves porque traicioné a mi gente? Era un honor morir por aquel que me superó. Porque Madre lo preparó para ser más fuerte que yo. Madre hizo lo posible para encontrar a alguien mejor que yo para guiar al clan hacia el Nogard Narg. Pero yo la traicioné. Traicioné a Madre. «Tuviste que haber estado ahí para entender Manchego. Yo amo la vida, amo sentir al viento y amo la tierra. Amo que me hable y me cuente de su esencia. Amo diluir mi alma con la del universo y transportarme con ella a sus remotos rincones. En ese momento, cuando Ballade iba a tomar mi vida y enviarme con Madre y al ‹Osrevinu›, eso es, el cielo, yo tomé mi hacha y con ella le corté la cabeza de Ballade.» En ese momento una lágrima rodó sobre el rostro de Balthazar. Sus ojos concentrados en sus manos, sus manos abiertas pero tensas, como apretando algo invisible. Y entre ellas su mirada perforaba, como viendo el momento en fuego, en memoria ardiente. Y dijo, «Lo maté Manchego. Yo lo maté. Rompí el balance hecho por Madre. ¡Yo tuve que haber muerto! ¡Pero no me dejé! Desde ese momento los espíritus del Gran Mesh y de las Tierras del Malush me persiguieron. Y por todas las tierras de Devnóngaron me buscaron. «Y yo, huí. Huí con toda potencia porque los espíritus del Bosque del Gran Mesh me querían atrapar y llevarme al abismo a recibir mi debido castigo. Pero huí. Y por las montañas Devónicas viajé por semanas sin parar. Logré pasar el borde que define nuestras naciones y hacia este pueblo me dirige, porque era lo único que había escuchado de tu Imperio. «Aquí, en mis ropas de Hombre Salvaje, los nobles de este pueblo me discriminaron al principio. Pero al ver el símbolo de Airudibas en mi pecho, me dieron respeto y honor, yo sabiendo que no lo merecía del todo. Me dieron ropas y me enseñaron la lengua que hablan. Me dieron comida y casa y me dieron una segunda oportunidad Manchego. Aquí encontré a la salvación, y al mismo tiempo, la muerte. Pero es una muerte que no me lleva porque no me toca. Es una muerte interna que tarda eones en aplicarse. Llevo años pudriéndome por dentro, pero por el deshonor que cometí. Traicioné mi nombre Manchego. Y no hay cosa más deshonorable en la vida de un hombre que traicionarse. Y viví en desilusión por meses, hasta que tu abuelo se presentó ante mí con amabilidad, y me preguntó, si había alguna forma en que él podría ayudarme a remediar mis penas. «Vi en los ojos de Eromes una felicidad que no había visto en mi vida entera. Tu abuelo era un ser maravilloso. Su persona irradiaba paz y justicia, su semblante era impecable, elegante, pulcro. Y sus ojos, Manchego, irradiaban una felicidad completa, austera, viva y pulsátil. Y entonces, yo le dije, que quería que me enseñara a ser feliz, yo quería que mis ojos irradiaran el poder que de los de él emanaba. Quería, también, encontrar un nuevo nombre, porque el mío había sido manchado con traición. Tzargorg es tan solo una memoria vaga. «Y me dijo que me enseñaría la forma de la naturaleza. Me enseñaría a ser uno con el mundo, a sentir con mis dedos el corazón de los dioses pulsar con cada suspiro del viento. Tu abuelo era la persona más sensible a los seres vivientes que he conocido. Trataba a cada planta con amor y dulzura, como si sus hijos fuesen, cada espiga de trigo, como sus hijos, cada hoja de árbol, como sus hijos. Era algo impresionante, y claro, fui feliz Manchego. «Encontré paz y cierto grado de alegría, y cuando Eromes murió, fue una tragedia para todos y para mí, un paseo de regreso al abismo. Pero sus enseñanzas persisten en mí, y aunque ahora, estoy conforme siendo lo que soy y aceptando mi pasado cómo es, nunca lograré ser como fui cuando tu abuelo me concedió esa oportunidad. Aún recuerdo esos días. Eran días bellos. Cada amanecer tu abuelo lo miraba desde el Observador. Cada detalle de luz lo absorbía con tal pasión que yo creía que no podría haber más gozo y más satisfacción hacia el universo. Pero había más, en el atardecer de ese día, y el amanecer del próximo día. Ahí, tu abuelo estaba, siempre en el Observador, junto con Fusuf, padre de Rufus, y Pajitas, padre de Gramitas. Sus favoritos animales sin duda. Y no dudo que tu abuelo hablaba con ellos. De seguro y lo hacía. Era tan sensible con la naturaleza que de seguro y se contaban de todo.» Balthazar perforó el horizonte con su mirada, y dijo, «Es así como tu abuelo llegó a ser mi maestro y es así como su existencia fue significativa para la mía.» Manchego admirado, dijo, «Significó mucho para ti… entiendo. Ha de haber sido duro. Digo, ha de haber sido fuerte su pérdida.» Balthazar respondió con dolor, como si en ese instante hubiesen movido un cuchillo que yacía incrustado en su pecho, «Como no tienes idea Manchego. No tienes idea. Su amistad era realmente una hermandad. Y no sólo conmigo. Él vinculaba su esencia con todo lo que se acercaba. ¿Me entiendes? Lulita sufrió mucho también con su pérdida. Para ella fue como si le hubiesen arrancado un pedazo de su alma. Para el resto de nosotros, quizá un brazo o una pierna. Eromes pasaba a ser parte de ti, en cierto modo. Su personalidad era tan cálida, su esencia tan pura, y su forma de interactuar con todo ser vivo tan especial que el mundo ha de haber sufrido con su muerte.» Manchego dijo viendo al suelo, «Que mal que murió.» «Muy mal.», le respondió Balthazar, «Pero tales son las cosas. Algunos vivimos y morimos rápido, y la vida de él fue así. Pero su legado fue mayor que la de muchos, quizá, que la mayoría. Su vida fue impactante para la sociedad. El pueblo evolucionó tanto por él. Fue por él que las negociaciones con Grizna iniciaron. Nunca se hubiese establecido tal comercio entre el pueblo y la tierra a través del Mar Tempranero si no fuese por tu abuelo. Muchas Fincas del Complejo crecieron por él. La Finca el Santo Comentario subió a ser de las más reconocidas y respetadas a través del Imperio.» Hubo un silencio de unos minutos. Manchego dedicó sus ojos al ambiente, buscando la luz por doquier. Observando sus efectos sobre árboles, sobre el suelo, sobre cielo, sobre la tierra, y sobre el rostro de Luchy. La piel de Luchy brillaba con el fuego poniente del sol. Su tez dorada brillaba ante la caída del mismo. Su rostro estaba de perfil, por lo cual, su nariz y sus labios se delineaban perfectamente con la luz. Sus ojos verdes audaces perforaban imágenes inaccesibles a su imaginación. Su cabello se mecía entre el viento, paso a paso, soplo a soplo. Su fleco en dedos de cabello castaño caía sobre su rostro, acariciando sus labios y sus pómulos con afecto. Sus pestañas movilizaban aire, aire puro cuyos ojos bebían en imágenes. Sus respiros emanaban el calor de su vida. Luchy se miraba celestial. Luchy volteó a ver y sus ojos se petrificaron con los de Manchego y hubo entendimiento. Luchy sonrío levemente, las esquinas de sus labios elevándose micras, tan solo micras, pero suficiente para Manchego saber que ella comprendía. Manchego sintió que su pecho palpitaba exageradamente, casi, su corazón saliéndose de sus costillas. Sintió una bola de pelo entre la garganta, y no supo por qué. Trató de tragarla, pero esta no cedió, y permaneció incomodándole. Pero no importaba. Importaba únicamente los ojos verdes que le decían que todo estaba y estaría bien. Sin saber ni cómo ni cuándo, observó, como si fuese un tercero, que su brazo se extendió tan solo unos centímetros, suficiente para llegar a mitad de camino, donde la mano de Luchy le esperaba. Sus dedos índices se tocaron e intercambiaron calor. El mensaje fue sencillo y directo, pero ambos fallaron en interpretarlo, y ambos fallaron en realizar el acto de inocencia y de espontaneidad. Al cobrar consciencia, sus manos se retrajeron como del fuego, como de algo prohibido. Manchego notó que Balthazar le estaba viendo, y también, sintió que los ojos azules del Hombre Salvaje le dijeron algo. Algo que no comprendió, aunque quizás, algún día si lo comprendería. «¿Qué es de Lulita?», preguntó Balthazar. Manchego respondió aun un poco nervioso, «Está muy bien. Todos los días hace prácticamente lo mismo. Tejer suéteres, cocinar, arreglar la casa y velar porque las tareas del día se cumplan en la Finca.» Balthazar interrumpió, «Antes no era así.» «¿A qué te refieres con ese así?», respondió Manchego algo ofendido. Balthazar explicó, «Digo que antes de haberse muerto Eromes ella no era así.» Manchego sintió un cuchillazo en el estómago. Le irritó un poco el hecho que Balthazar le estuviese diciendo que su abuela, a quien amaba con todo corazón, no era así como lo es ahora. Es decir, ella era diferente, y algo la cambió. ¿Habrá sido la muerte de Eromes? Manchego se vio obligado a preguntar lo inevitable, «¿Y cómo era antes?» Balthazar pareció abrir un libro viejo de memorias y dijo, «Cuando conocí a tu abuelo, ellos dos estaban recién casados. Tu abuelo era el hombre más feliz del mundo, y tu abuela, la mujer más difícil del mundo.» Manchego dijo con un incremento en el tono de su irritación, «¿Porque dices eso?» Balthazar dijo con algo de lástima, arrepintiéndose de la forma en la cual dijo las cosas, «Veo que sabes muy poco sobre tu abuela. Pero es entendible. Ella ha cambiado mucho. Ya ves, los hechos y sucesos de la vida lo van cambiando a uno. Lulita… sufrió mucho en una época. Nunca se recuperó completamente. Y luego la muerte de Eromes fue una caída dramática para tu abuela. El hecho es que ella es hija, o más bien era hija, porque su madre y padre ya han muerto, de una pareja de Hombres Salvajes. Pero no de cualquier par de Hombres Salvajes. Déjame explicar. En nuestra tierra, Devnóngaron, los clanes funcionan de una manera muy sencilla, de una manera autoritaria donde uno y una dominan. Los demás, obedecen, y esa es la ley. El que domina a todo el clan y el que los guía al Nogard Narg es el macho alfa dominante, y de su tipo, solo uno hay y solo uno puede haber. Solo él puede aparearse en el clan. Todas las mujeres responden a él únicamente. Él se aparea con todas y todas tienen a su hijo. Eso es porque el macho alfa dominante, por algo, es que está en esa posición: es el más apto y fuerte para guiar al clan. Y en esa posición, tiene el privilegio único de dejar su legado. Todas las hembras llevarán a su hijo, porque él tiene las características más aptas para la supervivencia. Ahora, en cuanto a las hembras del clan, hay una sola hembra alfa dominante. Ella le responde al macho alfa dominante, pero su tarea es una. Solo ella se puede dar de mamar a las crías del clan, porque, ella tiene la leche más fuerte. Solo ella puede dormir con el macho alfa dominante y solo ella lo puede llegar a entender. Las demás hembras del clan, participan, como los machos beta o no dominantes, a criar a los hijos de macho alfa dominante. Esto ayuda a crear una sociedad fuerte con generaciones de generaciones de hombres fuertes. Rara vez un macho alfa dominante es derrocado por un macho no dominante de su propio clan. Lo usual es que un macho no dominante embarque una cruzada e invada a otro clan con el propósito de derrocar al macho alfa dominante de este otro clan, y él, pasar a ser el macho alfa dominante y dejar su legado. Es así nuestra forma. «Pues los padres de Lulita eran algo peculiar. La hembra alfa dominante de un clan y un macho no dominante huyeron hacia el Imperio, en busca de una mejor vida y una mejor oportunidad. Aquí, cuando el pueblo se establecía con la explosión comercial de las Fincas, se establecieron y lograron instalarse efectivamente. Lulita fue hija única de ellos, criada ya en este Imperio bajo las circunstancias del Imperio. Pero su legado viene de los Hombres Salvajes. Ella antes era parte del ejército. ¿No te lo había comentado? Lulita era comandante de un escuadrón completo. Respondía a órdenes indirectas del General Leandro, legendario héroe de estas tierras, por si no habías escuchado de él. No creo que lo haya llegado a conocer en persona. Pero ella muy bien sabe quién es Leandro. «Lulita era una guerrillera prominente. Odiaba las costumbres de este Imperio, amando la guerra y la dominancia. Heredó las características de su madre, una hembra alfa dominante. Y como tal, surtían efecto esas características. Pero luego, en este pueblo, conoció a tu abuelo, Eromes. Y se enamoraron casi al instante. Más con la personalidad tan dinámica de tu abuelo, Lulita rápido vio una pareja apta con la cual convivir. «Su vida empezó a cambiar, pero retuvo sus costumbres, y te digo, mira como ha entrenado a Granola y a Sureña. ¡Por algo son caballos de guerra! Te muerden y te revientan los sesos si no tienes cuidado. Una patada de ellos y rápido caes en la tumba. Pero claro, cosas pasan en la vida, y uno cambia. Lulita fue dedicando su vida más y más a velar por la Finca y los cultivos, por entrenar gente para trabajar en las tierras, y en fin, perdió muchas de sus costumbres y su original pasión por la guerra. Cosa que sigue latente en ella. No creas que porque teje y cocina ha perdido la furia. En cualquier instante Lulita pierde el control y se convierte en una bestia. Eso te lo aseguro. Pero amaba a Eromes, y lo amó en vida, y lo ama en muerte. «Ella sufrió mucho cuando murió Eromes. Fue una muerte tan inesperada. Un personaje tan importante no se espera que muera. ¿Comprendes? De su vida se espera que se prolongue hasta los ciento y pico de años y que aun de viejo y en planta de pasa siga impartiendo su bondad. Pero tal es la vida de algunos, y lastimosamente, murió rápido.» Manchego tenía la curiosidad. Quería hacer la pregunta. Pero tenía miedo. Tenía miedo de tocar un tema susceptible a lágrimas o enojo. Aun así, deseaba con todo fervor hacer la pregunta. Pero Luchy le comió el mandado, «¿Cómo es que murió Eromes?» El rostro de Balthazar tuvo un episodio de enojo y otro de tristeza y se torció de mil formas en menos de un segundo. Luego, dijo, en calma y aun con duda presente en ella, «Nunca supimos cómo fue que murió. Solo sabemos que apareció un día, en casa, llevado por Juanito el veterinario de la Finca. Lo llevaron torturado. Una cosa espantosa, un esperpento. Murió en cuestión de horas arribando a la estancia. No tuvo las energías para decir quien fue y por qué. Solo nos dijo… que cuidáramos muy bien a su nieto. Eso fue todo.» Manchego aún tenía una gran duda, una duda que se había estado fermentando en su mente. La duda de su pasado. Las palabras de Balthazar le habían llevado a comprender mucho de él mismo, tal cómo, el gusto por la naturaleza y por los atardeceres y amaneceres, que, por historia de Balthazar, le gustaban también a su abuelo. El hecho que veía todos los amaneceres en el Observador y que pasaba su tiempo con su perro Fusuf y Pajitas, su oveja preferida. Todo esto le hacía mucho sentido y congruía muy bien con cómo Manchego es. Pero aun restaba la duda de su paternidad. ¿Quién había sido su padre? ¿Quién había sido su madre? ¿Cómo eran ellos y por qué no estaban aquí, ahora, con él? ¿Por qué es que no hay lápida en el cementerio con el nombre de su padre? Le habían dicho que su madre había dejado a Manchego en la puerta, y que, Lulita lo había tomado como hijo propio. ¿Pero qué hay de su padre? ¿Y por qué su madre lo había dejado en la puerta? ¿Acaso no le quiso? ¿Y si no lo quiso, por qué? ¿Qué defecto posible tenía él para hacer que su madre lo dejase abandonado? ¿O acaso, su madre, en ausencia de su padre, sintió miedo de criarlo sola y lo dejó en manos de su suegra? Eso aún no resuelve que hay de su padre, y preguntó. «Balthazar, ¿Qué sabes tú de mi padre?» El rostro de Balthazar se torció un poco y sus ojos se movieron de lado a lado, «De tu padre sé muy poco Manchego. Esa historia es mejor que se la preguntes a tu abuela. Yo no estoy apto para responder esa pregunta.» La respuesta fue muy insatisfactoria para Manchego, pero tenía que aguantarse las ganas y debía de respetar su decisión. Balthazar estaba ocultando algo. Una verdad que le era privada a Manchego. Una verdad que le fue privada desde su nacimiento. Balthazar continuó, cambiando de tema rápido, «Ese chaleco tuyo Manchego, se lo di a tu padre un año antes de su muerte. Como te dije aquella vez que nos encontramos en el mercado central, es un chaleco de lama. Es un animal raro, peludo, color café, que vive en las montañas y se nutre del pasto. En mis días cuando llevaba el nombre de Tzargorg yo solía cazar lamas para comida. Su piel la convertía en abrigos. Para tu abuelo creé un chaleco de lama. En nuestras tierras, que un macho alfa dominante otorgara a alguien un chaleco o un abrigo de lama era cosa de honor y mucho respeto. Significaba honor en vida y en muerte, respeto, y amor por la vida. Pocas veces di uno durante mi dominio cuando llevaba el nombre de Tzargorg, y llevando el nombre de Balthazar, dos he dado, y uno es a tu abuelo. Lo usó con gran satisfacción. Pero veo que tú lo heredaste. «Te luce bien, aunque te digo, que aún no estás apto para usarlo Manchego. Al menos no por la razón por la cual fue intencionada. Tú lo usas porque te hace recordar memorias que no son tuyas. Te une a tu abuelo de cierta forma. Te sientes bien con él y va con el hecho de que eres un pastor. Pero su propósito es honorar a aquellos que han encontrado su esencia. Y tú estás pero lejos de eso mi amigo. Aun ni sabes tú verdadero nombre. Pero no importa. Ya no importa. Él ha muerto y mi pasión por tales cosas también. He perdido toda esperanza en esta vida Manchego. La última que me queda, ahora, la acabo de encontrar. Y esa es, entrenarte a ti y ayudarte a crecer tanto como tu abuelo lo hizo. Yo quiero ver, antes de mi muerte, a la Finca el Santo Comentario como antes lo fue. Como antes brillaba. Esa es mi última misión en esta vida. Luego, me vale el universo si muero o no. Aunque, espero morir para no sentir más vergüenza por haberme traicionado.» Balthazar volteó a ver a los chicos que lo ojeaban con interés, y dijo, sabiendo que miraría en sus rostros la decepción, «Pero bueno niños, se hace tarde y es hora que empecéis a retornar a casa. Y si mal no estoy, allá va Tomasa en la carreta, halada por la Sureña.» Los niños voltearon a ver, y en efecto, ahí estaba Tomasa, comprando verduras a última hora. Luchy dijo con algo de emoción, «¡Deberíamos de apurarnos antes que se vaya!» Manchego respondió esperando lo peor, «Yo sé, ¡pero estoy seguro que me va a regañar! ¡Te lo apuesto!» Balthazar dijo entre risas, «Tomasa no cambia. Cuando tu abuelo la contrató, era igual. ¡Sigue siendo el oso para mí!» Manchego agregó, «¡Para mí también! ¿Y has visto sus manos? Es como si pudiese tronar una piedra con ellas!» Balthazar dijo mientras ojeaba a la estatua de Alac, «Muy cierto Manchego. Pero andando, ¡ya se va! Mañana, a las seis de la mañana nos vemos en el Observador, de acuerdo? Empezamos de una vez tu entrenamiento. Adiós» «¡Adiós Balthazar! ¡Y gracias!» Los niños salieron corriendo, Balthazar viéndolos ir tras la carreta. Al llegar, escuchó los regaños de Tomasa hacia Manchego, «¡Ay pataj! ¡Mire que a su’abuele le voy a dicirn!» Y por primera vez, en mucho tiempo, soltó un par de carcajadas, aunque estas, fueron silenciosas. Pero fueron buenas. Sintió algo familiar despertar dentro de sí. Algo de Eromes revivió en su memoria. Supo que había arribado la hora. La hora, por fin, de concluir su vida con su última misión: entrenar al nieto de Eromes. Se dio media vuelta y se dirijo a su tienda, en donde, empezó a guardar las cosas, finalizando un día poco eficiente en la tienda, pero existencialmente significativo. Mejor no pudo haber sido su día. Agradeció a Madre y continuó guardando y cerrando la tienda. Antes de irse a casa no pudo evitar voltear a ver al dios de la luz, petrificado en piedra, grabado en un instante de heroísmo. Le pareció fascinante su figura y reconoció su poder como símbolo de luz para los hombres. Suspiró profundo, y a casa, se dirijo con el rostro cabizbajo y la mirada fija en el suelo, intentando, quizás, encontrarle un sentido a esta nueva y última misión encomendada. VII Natura Naturans Su mirada estaba fija al este. Sus ojos constantemente haciendo lo posible por penetrar en la razón de su existencia. El azul distante de las montañas le hacía pensar en cosas de igual profundidad. Por alguna razón, amaneció esa mañana pensando en cosas trascendentales. Cosas que nunca antes había pensado. Quizás lo que Balthazar había contado y recitado acerca de su abuela había instalado una semilla en su mente que apenas y estaba floreciendo. Pero el hecho era que su mente cursaba por las playas de su existencia. Su mente con los pies puestos sobre las arenas del mar de aquella cosa vasta y profunda llamada esencia, intentando, como ave a primer vuelo, dar ese paso primero a mojarse en las aguas frías y heladas de los mares desconocidos. Las olas turbulentas de aquella masa indefinida de su esencia y su existencia intimidaba a su mente. No era un sitio prohíbo. No, no lo era del todo. Más bien era un sitio refrescante el cual invitaba a ser degustado. Pero causaba miedo. Porque todo lo desconocido lo hace. Provoca timidez al inicio. El sol aún no había salido de la cuna, y las montañas Devónicas al Sur parecían como esas olas de mar que significaban su existencia en su mente. El mar eterno del misterio. Y así como esas montañas moradas profundas al este existen por alguna razón, él también tenía esa razón de ser. Eso es, de existir. Y así como miraba a la distancia las montañas y vislumbrarlas densas y bellas, misteriosas pero llenas de paz, así miraba el misterio de su elixir. De su existir: misterioso y denso. Tan denso que aún no comprendía ni una pizca de por qué estaba vivo. No sabía si lo estaba por gracia de los dioses. No sabía si lo estaba por gracia de sus padres, de quienes, no sabía más que nada. No sabía cuál era su finalidad en esta cosa que se llama existencia, y que con cada respiro, cada vistazo a lo natural del mundo, lo hace pensar: ¿y cuál es el sentido que yo, Manchego, pueda o no pueda hacer esto? ¿Cuál es el sentido de mi existencia? Lo único que sabía era que se percibía como algo distinto a eso de los árboles y el viento, y los cielos, y las nubes. Él era distinto. No sabía si Luchy era distinta, porque no sabía qué cursaba por su mente. Pero por lo menos, él se percibía distinto. Como algo extra a este mundo natural en donde todo habita armónicamente y fluye como un todo. ¿Quién es este ser que por la madrugada despierta, un canino lame su cachete, corre para vestirse y en las afueras espera con ansia el poder ver un destello de luz en alba? ¿Quién es él? Él es Manchego. ¿Quién es Manchego? ¿Quién soy? ¿Quién eres tú? ¿Quiénes somos? ¿Qué somos? Preguntas que iban y venían entre su mente y que no lo dejaban de asaltar como esa abeja terca que obligatoriamente desea insertar su aguijón entre la carne de un enemigo que no es enemigo, si no tan solo algo que lo rodea. Quizá una burbuja, o quizá, un espacio ocupado por silencio. ... Se recostaba contra el Gran Pino, sus piernas recogidas a modo que sus talones tocaban sus pompas y sus rodillas apuntaban al cielo. Sobre sus rodillas su brazo derecho descansaba, la mano cayendo libremente entre el espacio. La mano a voluntad del viento que la mecía con sus débiles soplidos. El otro brazo sostenía su rama larga del pastoreo. Su cabeza la recostaba contra la corteza del Gran Pino, que por ser el mismo sitio en donde la había recostado por años, ésta había desarrollado una especie de superficie lisa por el desgasto. No pudo contener su mente en un viaje temporal e imaginativo pensando en si su abuelo habría hecho lo mismo que él de joven. Y quizás, lo hizo. Desde muy nene, como él lo es ahora, sentado contra un árbol, admirando el amanecer. Y quizás, tan solo quizás, su abuelo, como él, habría estado cursando su mente sobre los enigmas de su existencia, y pensó, que a lo mejor, y su abuelo tuvo los mismos problemas de comprender su existencia, de hacerse esa pregunta cada vez que se percibe como un problema, «¿Quién soy?» Se imaginó a su abuelo andando por el Observador. Sus manos recostadas contra su cadera, su rostro contra el viento y sobre su cabeza un sombrero de paja. Su rostro vislumbrando un sol de felicidad, mientras entre sus ojos, el universo lograba percibirse como parte y como un todo de él. Se lo imaginaba sonriendo hacia el este, cada dedo de luz del amanecer tocando su rostro cálidamente, el sol tocándolo mientras él fluía con las notas de sus elementos formes, eso es, con la música de su elixir. Porque a lo mejor, y eso era cabalmente. Que Eromes comprendía, de que él estaba hecho del todo y de la misma cosa que el universo. Y él, como el sol, compartían esa unión básica entre todo lo que habita los cosmos, esa particularidad de ser de la misma sustancia. Y siéndolo comprendía que podía comunicarse con ella dejando que esa sustancia propia a él y ajena al mismo tiempo, fluyera como lo hizo, algún día, en un mar de caos en donde todo fue horneado por los dioses. Manchego se imaginó que Eromes lo volteó a ver y le sonrió. Comprendió entonces lo que Balthazar decía, esa grácil sonrisa que lo hace a uno ser feliz. Esa felicidad contagiosa. Y escuchó, viendo sus labios moverse, su voz un eco distante y profundo, resonante y místico, «Es pero tan solo el haz de luz que se percibe pero no se toca. Es tan solo una sonrisa que se percibe pero no se toca. Es tan solo el amor al mundo que nos percibe y nos ama, porque amar al mundo y a sus seres es amarse en torno, porque uno, como ellos, estamos hechos de la misma cosa. Y esa, amigo mío, es la clave a todo el éxito. Comprender que somos uno con el todo, y del todo, uno. Hay que mecerse con los vientos y fluir con las olas del mar, deslizarse con las nubes y disfrutar el buen manjar. Es la fluidez. Fluir con el mundo. La armonía de los dioses. Fluidez.» La imagen de Eromes se disolvió de grano en grano, como ver un castillo de arena decaer con el paso del viento. La sonrisa de Eromes fue lo restante y glorioso de su imagen, brillante y austero, que en el fondo, pasó a ser el primer rayo de luz del cielo durante el alba. Manchego sonrió al ver el primer haz de luz destetarse de las montañas y viajar infinitamente a lo eterno. Sus ojos sonrieron y sus pupilas bebieron de la luz. Los rayos de luz se fijaron en su piel como si fuesen diminutas hadas dispuestas a llevar cada poro de su piel a la sensación completa de ser parte del uno y del todo del universo. Y como lanzas de ángeles en marcha los rayos de sol viajaron por el cielo en veloces y potentes náuticas, y rápido la tierra en presencia de su gloria se incineró de la pasión emitida. El sol emergió como las sedosas alas de una mariposa brillante, que emergida de su pupa, lentamente su bella figura tomaba color y forma. Y al cabo de minutos el sol emergió en su máxima potencia, finalmente suelto y a máximo fulgor irradiando su imperio, como esa mariposa, que finalmente abriendo sus alas amarillentas con ojos de búho que no ven, vuela en libertad al cielo. Pero el sol parecía estar viendo a Manchego, como invitándole a ser parte de él. Manchego quiso serlo, dejarse ser consumido por sus fuegos y ser parte del uno con el todo. Pero no pudo serlo. Algo faltaba. Algo ausentaba para lograrlo y era que seguía sentado contra el Gran Pino. Algo limitaba su capacidad para ser parte de esa energía divina. ¿Qué sería? Gramitas llegó a sentarse al lado de Manchego, y como siempre, y como su amo, observó hacia el este al sol amanecer. Manchego puso su mano derecha sobre la parte trasera de las orejas de Gramitas, y le masajeó al punto de adormecer a la oveja. Gramitas lentamente se fue derritiendo con el afecto hasta restar como una plasta de lana sobre la tierra, somnolienta. Luego llegó Rufus, quien aparentaba haber estado entre los matorrales, con ramas enclavadas en su pelo y semillas y pequeñas hojas entre sus patas. El canino lo olfateó de pies a cabeza, como dudando de la veracidad de ese ser sentado contra el Gran Pino. Y al finalizar de cribarlo y reconocerlo con eficacia, lamió una y otra vez su rostro con su húmeda lengua. Rufus mantuvo su rostro con la lengua fuera y adentro contra el pecho de su amo, como escuchando su corazón latir. Como chaperón, asegurando que su salud y su vida estuviesen siempre sanas. Y luego, se sentó sobre sus patas traseras, observando al este, al unísono con su amo, quien no dejaba de sonreírle al sol. Del todo y con lo absoluto Manchego fluía, aunque, no sabía del todo ni en lo absoluto que lo estaba haciendo con gran facilidad. No era en su mente que lo estaba forjando, porque, en su mente: esa cosa ajena a su naturaleza, fluían pensamientos sobre el amanecer. Quizá pensamientos de rayos de luz de oro contagiados con imágenes de ángeles marchando al cielo o a una plaza donde reyes complementaban su destello. No, era su cuerpo, su ser, su esencia. Eso fluía del todo y con lo absoluto. Su origen. Su naturaleza. Su más íntima existencia que proviene de los cosmos y de la nada, el origen de lo absoluto, y que en contacto con partículas tan primitivas y tan presentes en él ahora fluía absolutamente por igual, porque él estaba hecho de esa misma sustancia. Y fluía a grácil forma. Forma agraciada que fluye en gracia. Quizás, la gracia de los dioses en creación. Sentía ese flujo deslizarse por su piel en serpentinas ondas que viajaron por su piel casi sin contacto con ella. Pero con el contacto suficiente, no para ser percibido como diminutos pasos individuales, pero como una cosa que flota al ras, quizá, como el suelo percibe a la neblina, que meramente raspa la tierra pero que no es exactamente un contacto íntimo. Así sentía ese flujo, tipo escalofrío que envía mensajes por doquier por la piel, no contacto sólido, pero metafísico, sublime, casi imperceptible, pero afable meramente por su habilidad de desembocar emoción, como ese sentimiento divino que algo acaricia nuestra piel sin querer hacerlo y nos adormece. Y así, Manchego estaba adormeciéndose, dejándose fundir con el mundo, con el viento, con las nubes, y con el sol. Y se perdió entre su armónico canto. Y perdido entre esa cosa indefinida llamada paz, insustancial, fluyó en somnolencia. Y por primera vez sintió Manchego una relación íntima y esencial con esa cosa llamada existencia. Pudo haber llorado, de haberlo sabido. Pero no lo supo, porque su mente estaba ocupada en fantasías sobre el cielo. Pero su cuerpo, su esencia, iba un paso adelante. Algo dentro de él quería nacer. Quería salir y volar. Y ese algo irradiaba el mensaje por su cuerpo, inculcándose en su mente como una presencia que no pudo negar. Una presencia que no podía evitar ni expulsar de su mente. ‹¿Quién eres?›, pregunto Manchego a esa presencia, y claro, sin esperar una respuesta. Pero una respuesta vino, ‹Yo soy. Y tú eres. Somos. Soy los vientos que traen el frío, y las brisas del mar que alojan la calma. Soy las huellas entre nieves que persiguen tus pasos a donde vallas, soy esa cosa que te guía mientras sueñas. Yo soy. Tú eres. Somos.› Manchego abrió sus ojos espontáneamente sin saber exactamente qué hora era ni cuánto tiempo había transcurrido desde que algo poseyó su mente y lo hizo perderse entre un crucero de pensamientos que lo llevó de la mano por un paraíso. No supo ni quien ni donde, pero sintió como si algo o alguien le hubiese hablado a tal proximidad que lo sentía, esa presencia, embebida en su mente. No lograba sacudir esa sensación. Y tampoco era desagradable. Más bien, era nutritiva a su existencia. Porque aunque ocupaba un espacio, aún muy pequeño, era como muy suyo, muy íntimo. Como crecer un sexto dedo en la mano, pero, que aun muy joven, no se logra percibir ni palpar, si no meramente, idear. Un silbido muy quedo se escuchó como el cantar de los pájaros, y en ese mismo instante, Rufus reaccionó al comando, y obediente, sin quejas, complaciendo a aquel ser que lo realizó. Balthazar estaba pero a un metro de Manchego, y entre sus brazos, Rufus se descosía saludando a un viejo amigo. Lamía el rostro del Hombre Salvaje, quizá, como lo había hecho hace mucho tiempo. Pero la memoria de Rufus no parecía haber deteriorado con el tiempo, ni el tiempo haber sido un factor determinante en el estatus de su relación amistosa, porque como amigos lo fueron, amigos seguirían siendo, y quizá, para siempre lo serían. A Manchego le pareció rarísimo que Rufus nunca llegó a percibir la llegada de Balthazar, cosa que sus sentidos, el olfato y su audición, fácilmente hubiesen logrado detectar sin esfuerzo. Es cierto que sus ojos decaen por la edad, pero su olfato estaba intacto y funcionaba a la perfección. ¿Qué habrá hecho Balthazar para haber pasado desapercibido ante al sistema de alarma de su canino? No supo la respuesta pero supo que estaba nervioso por la llegada de su nuevo maestro en las artes de la agricultura. Tal como prometido, hoy empezaría Manchego a recibir doctrina y guía en cómo mejorar la Finca. Y no iba a serlo fácil, tal como lo advirtió Balthazar. Se miraba como una tregua larga y tediosa. Un tanto doloroso y pesada sobre el cuerpo. Balthazar dijo con una sonrisa atravesando su rostro, «Es una linda mañana para comenzar con tu aprendizaje y con mi enseñanza en las artes del cultivo y la cosecha, la siembra y el podar, el cuidado y la responsabilidad. No me mires así porque no te estoy regañando ni estoy exigiendo mucho de ti. Meramente exijo tu atención y un poco de tu inteligencia. Quédate ahí, soy yo quien debe de moverse.» Balthazar se llegó a sentar junto a Manchego y ambos recostados contra el Gran Pino permanecieron en silencio por un breve minuto, observando el alza del sol entre el cielo. Se miraba majestuoso el orbe brillante, que tras nubes y sobre la tierra gobernaba sin problema ni con gran labor. Simplemente llevaba a cabo su naturaleza. Hacía lo que debía de hacer. Nada más ni nada menos. Era quien tenía que ser, y por eso, su función era perfecta en el sistema, porque no trasgredía sus límites. «Allá, a larga distancia está lo que yo llame algún día casa. ¿Ves las Cordilleras Devónicas del Simrar hacia el sur? Muchas veces viajé sobre ellas y muchas veces vi su vasta y larga distancia correr las tierras como un mar salobre y eterno que no demora y que no sale de la parálisis en la que ha permanecido por eones. Incalculable su edad. Y a veces pienso en que a lo mejor y sea cierta la leyenda del Anillo del Amrin. Esa leyenda que dice que las Cordilleras Devónicas del Simrar cruzan estas tierras por ambos extremos, siguen por los mares, y atraviesan la tierra hasta darle la vuelta y formar un perfecto anillo. Son bellas e indomables, con picos tan altos y peligrosos. Con formaciones tan bellas y con fallas naturales tan peligrosas que algunas tienen una profundidad en la tierra que nadie desea explorar. Las extraño, y de cierto modo, las detesto. Las amo porque fueron mías y parte de mi creación y mi educación. Pero las odio porque a ellas nunca podré regresar. Al menos, no mientras me siga llamando Balthazar. Quizás algún día mi nombre me vuelva a encontrar. Quizás Tzargorg vuelva al mundo. Pero nunca como un macho alfa dominante. Solo que sea mi hijo el próximo que se llame Tzargorg. Pero eso lo veo difícil pasar.» El viento sopló débilmente y unas hojas se desprendieron de sus respectivas ramas. Pero como hojas de pino cayeron los pelos largos y cafés al suelo, púas o lanzas sin dirección ni dueño. Al caer al suelo cesaron de moverse, salvo, cuando uno u otro diminuto ventarrón abatía con los suelos y mecía sus escombros. «¡¡Ya está el desayuno!!», se escuchó el grito emitido por Lulita, claro y débil, como siempre lo había escuchado Manchego en el Observador. ¿Habría pasado lo mismo con Eromes? ¿Lulita gritándole que ya estaba el desayuno? Balthazar se puso de pie y dijo, «Bueno, cómo que es hora que Doña Lula se entere de nuestro pequeño convenio.» Manchego se puso pálido y dijo, «¡Pero! ¡Pero!...» y lució más frustrado que un carpintero talando un árbol con un corta-uñas. Balthazar dijo, «¿Qué pasa? ¿Acaso deseas ocultar esto de la actual dueña de la Finca y de tu abuela que tanto te quiere? ¿Por qué es eso?» Manchego dijo, «Es que me da pena con ella. Porque temo que al verte, sabiendo que eras gran amigo de mi abuelo, va a suscitarle memorias dolorosas. Y lo menos que quiero es eso.» Manchego no estaba seguro si Balthazar conocía o no el libro rojo de Eromes, pero por seguridad, prefirió mantenerlo bajo secreto. Balthazar contestó, «Tu abuela me ha visto una que otra vez luego de la muerte de tu abuelo Manchego. Por eso no temas. Visito este lugar de vez en cuando. Y aunque Lulita y yo nunca fuimos grandes amigos, algo nos conecta aun, aunque no sea una amistad. ¿Comprendes? No te preocupes por eso, y además, déjame a mí hablarle. Seguramente lo menos que queremos es desatar su enojo, que tú sabes cómo puede ponerse. ¡Ahora vamos que si no de seguro y se va a enojar!» Al llegar a la estancia y al entrar a ella, lo primero que hizo Lulita fue ponerse en posición de regaño, eso es, con las manos en la cintura y un pie somatando el suelo como el pico de un pájaro carpintero, «¿Qué haces tú aquí Balthazar a estas horas y porqué estas con mi nieto? ¡Quiero que alguien me explique el significado de esto! ¡Y quiero esa explicación ahora y más vale que AHORA lo sea!» Balthazar casi se cae por la intensidad del bramido de Lulita, que como león, pareció rugir y abatir el bosque entero con su potencia. Balthazar dijo recuperando su control, «Lulita. Buenos días y que tal está. Mucho gusto de verla también. Un poco de modales no caerían mal de vez en cuando, ¿no cree?» Lulita dio un paso hacia adelante, Balthazar dando uno hacia atrás, y dijo Lulita entre su fulgor, «Balthazar, no atentes con mi temperamento. ¡Estás en mi casa y he demandado una respuesta! ¡Explícate!» Balthazar dijo, «Bueno. Bueno. Calma. Manchego ha solicitado de mis servicios cómo maestro de las artes de la agricultura. Dice que desea ser tan eficiente como lo fue Eromes en sus días de vida. Dice Manchego que está muy emocionado por llegar a ser el heredero próximo de la Finca el Santo Comentario y que desea, a toda capacidad, regresarla a sus tiempos de oro. Aunque le cueste una pierna y media. Y eso, fue una promesa que me hizo. Considero que ha hecho algo transcendental, y para su edad tan joven, es un patojo muy astuto y al paso que viene galopando su entusiasmo, a los dieciocho años estará superando a Lombardo.» El pie de Lulita disminuyó de velocidad y lentamente sus manos se despegaron de su cintura. Manchego sacó la cabeza de entre sus hombros y sus ojos empezaron a brillar desde adentro con una luz que nadie percibió. Mucho menos él mismo. El rostro de Lulita cambió repentinamente, y una sonrisa empezó a esclarecerse en él, «¿Es cierto esto que estoy escuchando mijito lindo? ¿Es cierto que estás muriendo por saber cómo ser tan grande el Finquero como tu abuelo lo fue? Porque sabes, él empezó con su padre Esomer a una edad muy similar a la que tú estás empezando a buscar tus sueños. Hay mijito lindo, pero que bien que estés buscando el futuro de nuestra Finca. Es todo lo que tenemos. Ya no hay más. Todo se ha perdido y tu abuelo de seguro estaría triste de saber en las condiciones en las que estamos viviendo. Gracias mijito por ser tan maduro y de buscar con entusiasmo ser tan bueno como tu abuelo. Que yo sé que tienes ese talento en tus manos y entre tu ser. Siempre me lo he dicho. Que tú tienes ese don de la familia para ser tan bueno para la agricultura. Y a ti disculpas Balthazar. No es que pensé mal de alguno de vosotros dos, menos de ti mijito. Pero tenéis que entender que las memorias reviven frecuentemente… y duelen cada vez como si fuese una nueva vez. En fin. Gracias Balthazar que tomes tu tiempo para hacer esto… gracias… gracias… gracias. Eromes estaría muy feliz contigo. Orgullosamente dijo que tú fuiste y serías su reemplazo. Espero que lo seas.» Balthazar dijo, volteando a ver a Manchego, quien estaba sonriente y a punto de brincar de la felicidad, «Se le agradece a la emperatriz de esta Finca por su comprensión en el tema. Y sin duda desde hoy el futuro heredero será sometido al mejor de los entrenamientos para rendir como tal.» Lulita respondió iluminada por una nueva luz, «Pues bien. El desayuno está listo y ambos habéis de estar hambrientos. Sentados y degustad por favor!» Y así lo hicieron. Manchego y Balthazar deglutieron enérgicamente el platillo servido por Lulita, y en pronto estuvieron con los estómagos llenos y felices, con una gran sonrisa en el rostro. Y el tiempo suspendido por el amor y el afecto fue bueno, y sus corazones permanecieron alegres durante el día restante. Manchego se excusó de la mesa y quedó de juntarse con Balthazar en el establo. Lulita le pegó un gran beso en su cachete y lo despidió con aras de que tuviese una buena suerte. Balthazar y Lulita tuvieron un largo periodo de silencio entre el cual, por momentos, transcurrió incómodo y longevo. Hasta que Balthazar rompió lo silente, «Me preguntó sobre sus padres. No supe que contestarle. Le dije que mejor te preguntara a ti.» Lulita respondió preocupada, «Temí la llegada de éste día…». Lulita permaneció sombría y viendo hacia las afueras por la ventana, donde globosas nubes pasaban sobre la montaña, pensativas, como ella, como si una sombra deambulase sobre su ser. Lulita continuó, «Temí la llegada del día en cuando Mancheguito estuviese cuestionando sus orígenes. Hiciste bien en diferirlo a mí, porque yo ya he preparado la respuesta que voy a darle.» Balthazar preguntó curioso, «¿Vas a decirle la verdad?» «Encubierta, sí. Pero aún no está listo para saber sobre sus verdaderos padres. Sería muy… chocante para él saberlo a tan cruda la forma. Tan solo tiene trece años.» «¿Trece ya? Cómo pasa el tiempo. Me recuerdo bien cuando era tan solo una cría. Fue hace trece que Ero…» Pero los ojos de Lulita le suplicaron que ya no hablase más del tema. Porque a ella le dolía. Le dolía al punto de derramar lágrimas. «No empieces. No ahora. No nunca. Déjalo en mis manos. Si te vuelve a preguntar, dile que venga a mí en ese instante. Pero no hables del tema, y no menciones su nombre. Duele… como no tienes idea. Es la cosa más espantosa que he vivido. No quiero escuchar...» «Está bien…» Balthazar no dijo una palabra más y se excusó de la mesa. Lulita permaneció sentada un largo tiempo, perdida entre el horizonte a través de la ventana. Y luego, en silencio, empezó a llorar. Y por horas, permaneció en ese estado entristecido. Recordando. Memorias fuertes que tan de pronto le fueron refrescadas. La imagen de Manchego, como cría indefensa entre sus brazos era lo que más le partía su corazón. El eco del llanto del bebé permaneció tangible en sus memorias por el resto del día. En el establo Manchego se reunió con Balthazar. Balthazar caminaba un poco cabizbajo, con los ojos perdidos en quien sabe que acertijo, un acertijo que de seguro no se encuentra entre el suelo, pero en su corazón ensombrecido. Caminaba como si una sombra lo hubiese aplacado, y dijo al ver a Manchego, «Tu abuela parece estar feliz con el hecho que vas a entrenarte a ser un Gran Finquero. Y está muy bien, porque de estarlo contrario, no comprendería su enojo. ¿Qué mejor que te entrenes con el aprendiz más cercano al mejor Finquero de todos los tiempos? Bueno, en fin. Empecemos de una vez. No hay que perder tiempo, que el tiempo tiene la mala costumbre de ser sigiloso cuando uno más lo necesita a su lado. Y el tiempo es elusivo. Se desliza justo enfrente de tus narices, y cuando menos lo sientes, te ha atravesado, dejado atrás… y no perdona cada segundo que has desperdiciado… envilece a aquel que lo desprecie…» Balthazar se perdió en sus pensamientos, y luego, emergiendo de alguna poza mental, dijo «Vas a empezar con lo básico y lentamente vamos a ir subiendo de nivel. Vamos a empezar con tareas laboriosas y sencillas, como trabajar las tierras y acicalar a los animales. Correr los caballos y vigilar los cultivos. Recuerda que aquí y en la mayoría de fincas se trabaja por trimestres, eso es, cada tres meses se cosechan la mayoría de cultivos para irlos a vender al pueblo, y según me he enterado, tus únicos compradores actuales son los desgraciados de Marcus y Feloziano. La mejor época para cosechar es indudablemente la primavera, y ahora estamos entrando al invierno. Viste el otro día las lluvias tan feas que azotaron las tierras, incluso caíste enfermo. En fin, lo que deseamos es mejorar la economía de la Finca que está raspando la tierra. Queremos tener una mayor productividad aprovechando mejor los recursos y minimizando las pérdidas y los riesgos. Y esto lo vamos a lograr con dos cosas: uno, con tu entrenamiento, y dos, con la ayuda de Tomasa. Es cierto que son sólo dos personas para tanto trabajo, pero todo se puede con la apropiada concentración mental y fuerza bruta de trabajo. Vas a tener que comer el doble porque estás muy flaco, y con la cantidad de esfuerzo físico que demanda éste trabajo vas a perder aún más peso si no te nutres como se debe.» Balthazar volteó a ver a los animales en el establo y le agradó mucho ver la belleza de la Sureña y la fuerza de Granola manifestada en su imponente figura. La yegua blanca y preciosa, una reina nacida, pareció hacerle ojos a Balthazar y saludarlo con profunda reverencia. El caballo de guerra, el garañón crujiente y agresivo, meramente elevó la cabeza unos tantos centímetros, como soldado saludando a su general, y dio una pisada con su pata delantera al suelo. Exhaló un par de veces por las narinas, exhaladas fuertes y con vapor, como una máquina de guerra que se prepara para la marcha. Balthazar siempre le tuvo mucho respeto a Granola, y admiraba su potencia en naturaleza. Las ovejas parecieron cantar con la llegada del Hombre Salvaje y entre todas forjaron un ‹beeeeheeeehee› armónico introductorio. Mientras Feyito no hizo más que sacar los dientes como en sonrisa, y Mumu soltó su clásico ‹muuuu› inexpresivo, batiendo su cola de lado a lado, asustando a parásitos y ventilándose la pompa. «¿Qué estás esperando?», preguntó Balthazar, un poco molesto de ver a Manchego aun parado, esperando órdenes. «Estoy esperando a que me digas que hacer.», respondió Manchego confundido. «Pero si ya te dije. Te dije que empezaras con trabajar las tierras, luego acicalando a los animales, montando a los caballos, y luego vigilar los cultivos. ¿Qué haces aquí?, ¡a trabajar se ha dicho!», le dijo Balthazar como si estuviese hablando con un cadete del ejército y no con un adolescente de trece años. Manchego salió corriendo de inmediato hacia los adentros del establo en donde la carreta esperaba con los utensilios y materiales necesarios para trabajar las tierras. Manchego rápido tomó la carreta por los mangos y la llevó rodando en su única rueda frontal, tan rápido, y tan apurado, que se fue topando cada dos metros con paredes, piedras, y plantas. Así de nervioso estaba Manchego en su primera asignación. Balthazar se dijo con la risa entre los dientes, «Esto va a estar muy divertido», y con una sonrisa a sí mismo caminó lentamente por las veredas de la Finca, observándola, sintiéndola, palpando sus aires que tanto extrañaba. De vez en donde colocaba su mano sobre la corteza de un árbol, sintiéndolo, viviéndolo. Una sonrisa sutil se delineó sobre su rostro, meramente un trazo ininteligible, pero suficiente para colmar a un universo viviente. Los días fueron pasando y Balthazar mantuvo siempre el ojo sobre Manchego. Manchego rara vez miraba al Hombre Salvaje, pero este siempre, de alguna forma u otra, lo tenía bien visto. No importaba qué es lo que estuviese haciendo, siempre tenía una crítica a su forma de hacerlo. A la hora de desayunar, Balthazar notaba los errores en la forma de emplear el tenedor, y lo corregía, diciéndole, «Un Gran Finquero no solo es como tal. Es más. Es una persona que se ha calificado entre un ser en íntimo contacto con la vida misma, y que por ende, la comprende y se cuestiona constantemente de sus orígenes. Un Gran Finquero también es un hombre social que funciona y opera entre las redes de su complejo comportamiento. Eso es, debes de comportarte como un noble de cuya familia provienes. Y el tenedor se agarra así, y así, y así.» Los dedos de Manchego quedaron torcidos e incómodos y le costó comer al inicio, pero tenía que hacerlo. Porque es la voluntad de su maestro, Balthazar. Los días siguieron pasando y se convirtieron en semanas pasadas y aun los cambios no eran evidentes, ni en el cuerpo, ni en la mente de Manchego. Lo único cierto era que estaba muy cansado. El día entero era dedicado al trabajo, excepto, por supuesto, la hora de almuerzo que Manchego la dedicaba exclusivamente a Luchy. O ella llegaba a almorzar a la estancia de Lulita o Manchego llegaba a la cocina de Doña Vilma. Lulita fue la primera persona que notó los cambios en Manchego. No lo notó por su físico ni por su mirada, ni por su pelo, ni por su forma de tomar los cubiertos. Meramente, por lo que escuchó brotar de su boca, «Abuelita, estaba pensando, mientras veía crecer las plantas sembradas, ¿cuál es el factor que empuja a estos seres a desarrollarse, crecer, y luego morir? Porque ves, mis manos hacen parte del trabajo. Yo vengo, siembro la semilla y la tapo con tierra. La riego y cuido que se mantengan óptimas sus condiciones, y luego, simplemente observo. Y ella crece. Sin que yo intervenga en mayor cosa. Es como si yo solo le doy el empujón y ella hace el resto. Y todas las plantas sembradas hacen lo mismo. Entonces, deben todas de compartir algo en común. ¿Me entiendes? Y eso es meramente lo que no logro comprender, ¿qué las mueve? ¿En dónde está ese motor que las hace ser? Porque seguramente no lo son por mi gracia. Yo meramente soy un intermediario. Hay algo más que pasa que las hace brotar. ¿Qué será? Esa chispa… esa cosa a la cual llamamos vida… ¿y dónde caben los dioses entre todo esto?» Lulita no dijo nada, meramente escuchó. Luego de un breve silencio que permitió una adecuada reflexión dijo, «Ese factor del cual tú hablas es a lo que le llaman la chispa inicial, el motor primario… es un acto divino. Una fuerza explícita de los dioses. Algo incomprensible para nosotros como seres también, que tenemos entre nuestras almas la misma chispa.» Manchego consideró la respuesta de su abuela, y luego dijo, como si las semanas de entrenamiento hubiesen despertado algo en su mente, o más aun, en su alma, «Pero eso no es así. Nosotros sí lo comprendemos y lo podemos llegar a concebir.» Lulita se quedó impresionada, porque era la primera vez en vida que Manchego le rebatía y defendía su punto. Lulita entonces le dijo, estimulándole la nueva voz que crecía dentro de sí, «¿Me dices que tú lo has llegado a comprender?» Manchego torció los labios, y dijo sin mayor consideración, «No en su totalidad. Pero esa planta es como nosotros somos. Pues… ¡simplemente somos! Crecemos y nos desarrollamos. Y ese motor primario es inherente en nosotros tal como lo es en las plantas. Pero somos capaces de comprender ese fenómeno, porque somos capaces de aislarlo como un problema. Eso es, reconocemos esta chispa inicial como algo superior a la materia que comprende a la flor. Somos capaces de reconocer que hay más que solo planta, solo verde, solo agua, y solo tierra. En ella, algo más habita. No sé qué es, pero es eso, el motor primario, quizás. Nosotros somos capaces de diferenciarnos del mundo que nos rodea. Reconocernos ser hechos del mismo material que la piedra, pero que a diferencia de la piedra, nosotros poseemos esa chispa divina que nos hace ser. Es el momento histórico del universo, en donde, el universo se reconoce a sí mismo a través de nuestros ojos...» Lulita consideró el argumento de Manchego, cual sonaba muy convincente, «Quizás Mancheguito. Lo único que puedo decirte es un gran quizás.», y con eso Lulita le dio un gran abrazo y una sonrisa calurosa. Manchego sin duda estaba desarrollándose como un gran ser. Agradeció a los dioses por tal y su corazón estuvo contento. Los días siguieron pasando a su paso lento y agraciado. El trabajo siendo arduo y pesado sobre los hombros de Manchego. Pero el ver los amaneceres todas las mañanas nutría su alma, y ahora, más que nunca nutría la esencia de su ser. No estaba seguro si su alma se nutría más por el hecho que estaba creciendo o por alguna otra razón. Pero encontraba más profundidad en los amaneceres. O quizás, era meramente la realización que los amaneceres lograban rascar áreas más profundas de su ser. Y ahora, se cuestionaba, «¿Por qué me gustan los amaneceres?», seña única y fiable que estaba madurando y apenas llegándose a conocer. A esto Balthazar estaba muy contento y satisfecho, de ver que Manchego estaba volviéndose más eficiente en la Finca, pero mejor aún, profundizando en su persona. Curioso por su existencia, curioso por conocer ese motor primario, porque quizás, esa era la clave a explicar sus orígenes. Balthazar también contribuía a ese proceso, sumamente interesado en desarrollar esa parte de su pupilo, «¿Tu sabes por qué ese árbol es tan eficiente como el árbol que es? Míralo, y dime, ¿qué es lo que percibes?» Manchego respondió, intrigado a donde llevaría la lección del día, «Un árbol alto, de hoja verde y lanceolada, de corteza café gruesa. Veo un monumento erguido en su base como una heroica figura que proviene de las fuerzas más primitivas de este mundo. Veo una escultura forjada por manos invisibles que a medias la deja ser, que la suelta para ver como solita llega a desarrollarse y crecer. Veo una palabra, vida. Veo la perfección.» Balthazar estaba impresionado con la respuesta de Manchego, y por un instante, pensó ser él el alumno y no el maestro. La respuesta de Manchego superó sus expectativas e incluso la lección que le tenía preparada darle ya no lo hizo, porque obviamente, ya manejaba tales conceptos. Balthazar luego agregó, «Ese árbol es lo que tú dices, perfecto. Ese árbol es. No es algo más ni trata de serlo. Simplemente es. Y por ser como es decimos y vemos que es perfecto, porque forja su naturaleza tal y como debe. Y es por eso que es tan eficiente, porque no pierde el tiempo en tratar de averiguar qué es lo que tiene que hacer como árbol. Simplemente lo hace. Entonces, porque es que nosotros, como seres pensantes, que se supone que somos de un orden superior que ese árbol, ¿no logramos trascender al igual?» Manchego consideró la pregunta, y dijo, «Quizás sea porque la consciencia sea muy fuerte, y como ajeno a nuestro cuerpo, la conciencia no logra percibir a detalle los mensajes ocultos de nuestro cuerpo material. Si el árbol tuviese consciencia, quizás, anduviese en los mismos problemas del hombre, en donde, encuentra una dualidad en su existencia. Eso es, percibe su cuerpo como parte de un mundo tangible que sigue sus normas naturales en donde fue creado para fluir, tal y como lo hace el árbol, y desde luego tenemos este extra, este don, esta consciencia, alma, espíritu, que nos permite percibirnos como cuerpo material que lo somos, que seguramente el árbol no se percibe como árbol, y aparte, como mente, alma, sabemos que tenemos otras características y propiedades, diferentes, quizás, a las del mundo material del cual nuestro cuerpo está hecho.» Balthazar respondió, curioso en saber que yacía en los recovecos de la mente de Manchego, «¿Por qué es que hablas de un cuerpo material, diferente a nuestra mente? ¿No es nuestra mente parte del cuerpo material?» Esta pregunta, aunque sonase como de maestro a pupilo, fue realmente Balthazar curioso por saber por qué es que Manchego había llegado a concluir tales cosas. Manchego recibió un haz de luz del sol poniente, y con una frágil sonrisa dijo, «Hace unos días, quizá una o dos semanas, estaba viendo, como siempre, un amanecer. Y viendo, llegué a comprender que todo lo que habita el mundo, y quizá, el universo, está hecho de la misma sustancia. Porque ves tú de inmediato que todo comparte características similares, las nubes, los vientos, los mares, los árboles, las montañas, las piedras. Todo fluye armónicamente, como un parque perfecto. Y nuestro cuerpo está hecho de esa misma cosa que llamamos material, es decir, somos parte de nube, parte de cielo, parte de estrella, parte de mares, parte de piedra, y algún día, cuando nos muramos, vamos a llegar a ser parte, de nuevo, de estos vientos y esta tierra. Nos vamos a disolver como materia y regresar a nuestro origen. Pero desde luego, como observador de todo esto, uno advierte que existe, en nosotros, un orden superior de pensamiento. Y es evidente cuando te percibes como parte de la materia. Y me pregunté entonces, ¿en qué momento la materia logra percibirse como materia? ¿Me comprendes? ¿Crees tú que las piedras se perciben como tal y reconocen que están hechas de lo mismo que del universo? ¿O crees tú que el viento sabe que no es más que lo mismo que el resto pero en diferente estado? Entonces, nosotros, cuando nos reconocemos como cuerpo que es parte de ese todo, cuando dividimos que no somos eso si no algo más, es cuando logramos separar cuerpo y alma. Y alma es eso meramente. Es esa energía, esa fuerza divina que logra habitarnos y percibirnos. Es el alma quien nos da ese poder.» Balthazar comprendió a Manchego, quizá, porque él ya lo había pensado antes. Pero a él le había tomado años de experiencia y pensamiento llegar a tales conclusiones. Entre los Bosques del Malush, entre el Gran Mesh, en soledad y en una vida entera había logrado percibir la verdad que hablaba Manchego. Y como macho alfa se sentía privilegiado de lograr llegar a tales profundidades de pensamiento, cosa, que muchos estaban privados de gozar. ¡Pero Manchego era meramente un patojo de trece años que ni había llegado a crecer pelos en el pecho! ¡Y de tan repentino el salto pasó a ser de un niño sin noción de un mundo profundo, a ser tan profundo y quizá aún más que Balthazar! Era como si la mente o él alma de Manchego lo hubiese deseado desde mucho tiempo atrás y que ahora, con la guía adecuada, esa persona, esa fuerza, ese alma profunda había encontrado el camino a exteriorizarse. Era como si tan de pronto algo hubiese salido de entre Manchego. Algo casi ajeno pero tan propio a él. Ciertamente era algo especial este patojo, pensó Balthazar, mientras lo admiraba apreciando el horizonte a la distancia: su rostro solemne y altivo viendo hacia el sur, hacia la Cordillera Devónica del Simrar, su postura, monumental, casi perfecta, como la del árbol, llegando a ser, pero aun no, esa cosa a la cual estaba destinada ser. Por un instante creyó ver su figura solidificada en piedra y creyó reconocerlo. Y por un instante tuvo una sensación extrañísima en donde tuvo clemencia y sin saber ni cómo ni porqué se estaba hincando ante Manchego. Pero su mente logró reincorporarse y contuvo su postura y la autoridad sobre su mente. Pero ciertamente, algo lo intentó sobrecoger en ese instante, y no supo que fue, pero supo que era algo grandioso. Una lágrima rodó sobre su pómulo, y Balthazar rápido la atrapó cuando de su rostro se soltó al vuelo. Entre su mano la lágrima la contuvo con sus ojos a mediana distancia, donde se imaginó su reflejo en paz y en completa alegría. ¿Qué diablos habría pasado? Los meses pasaron y Luchy y Manchego nunca dejaron de verse. Todos los días compartían al menos esa hora de almuerzo en donde ambos compartían los eventos y pensamientos del día. Luchy fue una de las primeras personas en llegar reconocer los cambios en la mentalidad de Manchego, y contrario a Balthazar, ella no estaba del todo impresionada. Era como si ella esperaba eso de Manchego. No podría esperar menos de su mejor amigo. Ella, de algún modo, siempre supo que él era algo especial y una persona peculiar. Y al notar los cambios en su forma de percibir el mundo y en su forma de verlo, no le sorprendió del todo. Es más, no esperaba menos de él. Fue hasta tres meses luego de su entrenamiento inicial que Luchy vio a Manchego y pudiese haberlo confundido con alguien más fácilmente. Eran sus facciones faciales, que aun de nene inmaduro, empezaban a cobrar los rasgos agudos y graves del hombre que algún día sería. Su nariz estaba más pronunciada, su quijada más cuadrada, y lo que más impresionaba eran sus ojos. Los ojos de Manchego daban la sensación de calor. Pero no de calor humano ni de calor amoroso, pero de calor a fuego, luz, día, brillantez, como si realmente una llama eterna ardiera tras ellos. Y entre sus ojos fogosos lograba percibirse algo tras ellos que no se percibía en otras personas. Era esa profundidad del ser que lograba percibirse en sus ojos, en sus pupilas negras, como si fuesen el eterno espacio del universo entre los mismos; y que el eterno espacio del universo entre ellos, a la vez, la percibiesen a ella concentrada su fuerza, que brillaban como la estrella polar que no lo deja a uno perderse entre la nocturna tregua, fue notorio e evidente. Luchy también empezó a notar que Manchego estaba ganando peso. Sus músculos estaban cobrando forma, aunque a muy vaga la percepción. Quizás alguien quien conociese a Manchego a primera instancia pensaría aun que se trataba de un patojo flaco y escuálido. Pero ella que lo había conocido toda su vida notaba que había más masa en su cuerpo. Mínimo lo era, pero era algo. Era la sombra de su futuro ser. Esa tarde, cuando el sol aun caía lentamente entre su cuna, Manchego fue visitado por Balthazar mientras finalizaba de vigilar los cultivos. El rostro de Manchego estaba sudado y manchado con tierra y polvo, y sus manos estaban llenas de callos y diminutas fisuras causadas por largos y pesados meses de labor constante. Balthazar vio a su pupilo y estaba a punto de corregirlo en como vigilar los cultivos, pero algo en sus ojos le llamó la atención. «¿Pasa lago querido alumno?», preguntó Balthazar, que luego de educarlo por meses había cobrado cariño por su pupilo. Manchego dijo con la voz turbulenta, «Es esta cosa que no logro sacudirme de encima, y esa cosa, no sé qué es. Pero es una pesadumbre que me ha estado siguiendo por unas semanas. No… !no sé!», exclamó Manchego sofocado, «¡Y me frustra no saber que es! ¡Agr! ¡Es como si quisiera salir corriendo y olvidarme de todo! ¡Es como si quiero simplemente tirar todo a la basura e irme flotando y nunca más volver a este lugar! ¡No sé! ¡No sé!» Balthazar reconoció lo que le pasaba a Manchego, porque ya le había pasado a él cuando estaba siendo entrenado por Madre para convertirse en el futuro macho alfa dominante del clan, «No quisieras tirar todo Manchego, eso te aseguro. Vas tan bien y recuerda que estamos ya en el tercer mes de entrenamiento. Este mes hay cosecha. Este mes nos enfrentamos a los mercaderes del pueblo.» Manchego reflexionó, quitando el sudor de su frente con su antebrazo, «Es cierto… ¡es cierto! ¡Pero es que no sé qué me pasa! ¡Agr!» Balthazar puso una mano sobre el hombro de Manchego, «Calma. Calma. Piensa, piensa largo y profundo. Pregúntale a tu esencia que es lo que te pasa.» Manchego profundizó entre sí mismo y sin saberlo supo lo que le estaba pasando. Supo lo que era este sentimiento tan desagradable. Esta desesperación. Esta noción de simplemente querer salir corriendo y olvidarse del mundo. Y supo su origen. Manchego finalmente dijo, expirando su frustración, «Es… es que me siento solo… Nunca antes me había sentido tan solitario. Es cierto que en el colegio nadie me hablaba y no me comprendían del todo. Pero estaba rodeado por gente, y aunque no hablábamos, su mera presencia era gratificante. Y también es cierto que todos los días miro a Lulita y a Luchy, y a ti, Balthazar, y a mis animales. Pero ya no es lo mismo… es como si empiezo tan pronto esto de entrenarme para ser un Gran Finquero y de la nada me siento tan aislado, tan apartado del mundo. Porque aunque los veo a todos es como si no, porque todo el día estoy pensando en cómo ser un mejor finquero, en cómo hacer mejor los cultivos, en cómo mejorar cada aspecto que he aprendido, y sí, estoy aprendiendo. Pero por eso siento que ya no sé nada de mis seres queridos, y me siento solo y aislado, como si esto fuese diseñado para la soledad únicamente.» Balthazar sintió eterna piedad por su pupilo, hasta quiso llevarlo de paseo entre el pueblo para calmarlo, «Calma Manchego, y déjame decirte algo. No eres el primero que por su pasión desbordada por su oficio se encuentra tan de pronto en terrible soledad. A los mejores de nosotros nos pasa y nos ha pasado.» «¿En serio?», respondió Manchego sintiéndose solventado su agravio. «Sí. Cuando tuve que dejar mi clan por haberme traicionado pasé mucho tiempo solo Manchego. Y es feo, pero uno aprende a sostenerlo. Porque ves Manchego, va haber algún tiempo en donde quizás te encuentres completamente a solas. Y por eso mismo es importante que aprendas a soltar todo lo que fuera de ti pueda hacerte o no feliz.» Manchego no comprendió a donde quería llegar Balthazar, «¿A qué te refieres?» Balthazar soltó un consejo sano, pero destructor por naturaleza, «Me refiero a todo lo que no eres tu: tu abuela, tu Finca, Rufus, Gramitas, Luchy. Porque puede pasar que algún día te encuentres aislado totalmente, y sin entrenarte antes vas a caer en mucho dolor existencial. Porque es eso, que tu existencia se llegue a definir por lo que te rodea. Y eso es un error. Tu existencia debe de definirse por quien tú eres. Lo que te rodea son agregados que puedan ayudarte a pasar mejores tiempos. Pero esencialmente debes de depender únicamente de ti para encontrar esa fuerza interna para seguir adelante, sin importar qué pase.» Manchego se quedó pensativo por un tiempo, y luego dijo, aun perplejo, «¿Entonces debo de despegarme de todo lo que fuera de mi me haga feliz?» «Así es.», respondió Balthazar asertivo. Manchego continuó la lógica, «Con el fin de ser independiente de ellos por si en alguna ocasión me encuentro a solas.» «Exacto,» Balthazar afirmó, «Únicamente en soledad puede uno llegar a encontrarse. Porque es eso meramente. En soledad aprendes a despegarte de todo aquello que no eres tú. Y así lograrás profundizar en tu ser y encontrarte, y estar en paz contigo mismo. Estar en contacto íntimo con tu esencia, con tu alma, con tu espíritu, con tus orígenes, y esa es la forma de ser realmente feliz.» Manchego dijo, «Entonces, la solución que me propones es, contrario a ver más a mis seres queridos para luchar contra esta pesadumbre, ¿debo de superar ese dolor mundano y profundizar en mi ser para encontrar mi energía, mi alma, mi fuente principal, mi motor primario? Y así, con eso, lograr que mi felicidad fluya de adentro hacia afuera, eso es, de mi centro, de mi núcleo, hacia el exterior, ¿contrario a cosas externas hacia el interior?» Balthazar dijo sonriente, «No podría haberlo puesto en mejores palabras. Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Que aproveches estos momentos de soledad y dolor para entrenarte, porque nunca sabes cuando pueda tocarte estar totalmente a solas. Y sin éste conocimiento, sin ésta sabiduría, vas a perecer de la melancolía.» Manchego sintió un tremendo escalofrío recorrer su cuerpo con la mención de soledad y melancolía. Deseó que nunca le pasase tal situación en la cual se viera despegado de todas las cosas que tanto ama. Si algún día le pasaba, entonces le haría afronte y sin otro remedio. Pero frente a la opción, prefería nunca pasar por tal situación. Además, Luchy le había dicho que él nunca estaría solo. Ojalá y se cumpliesen sus palabras… Esa noche soñó. Lulita le había preparado la cena, tamalitos de Doña Paca con panito tostado, pero Manchego estaba molido. Comió tan rápido cómo su estómago le permitió, y en seguida fue devorado por las sabanas. Todo estaba en silencio, salvo por el ruido de pasos. Pasos sobre suelo de madera que resonaban por metros a distancia. Pero los pasos eran de sonido débil y su eco provenía de alguna gran distancia. Y al inicio, eso fue lo que soñó. El sonido de pasos. Alguien caminaba a paso muy cómodo, sin preocuparse por llegar tarde, pero tampoco preocupado por llegar temprano. Pasos sin ligereza ni timidez. Pasos que con confianza y sin pesadez se daban uno por uno. Los pasos no eran descalzos ni con pantuflas de algodón, pero más bien, pasos con botas, cuyo ruido era explicable. Los pasos se hicieron próximos y su intensidad aumentó paulatinamente. Finalmente estuvieron al pie de la cama de Manchego, y este ser, esta presencia, se mantuvo ahí por un largo tiempo. Manchego no lograba ver, porque estaba dormido. Quería ver quien era este ente y abrió los ojos de zarpazo. No miraba nada. La oscuridad era total. Pero estaba muy seguro que la presencia seguía al pie de la cama, esperando. ¿Qué o quién podría estar esperando? ¿Esperando qué o a quién? Manchego no se movió por un largo tiempo, y la presencia tampoco lo hizo. Y ambos se mantuvieron en jaque esperando a que uno u el otro hiciera su movida inicial. Pero ninguno de los dos parecía querer ceder su lugar, y deseaban al contrario estudiar la primera movida del otro. En parte, Manchego tenía ese miedo de no saber exactamente quién era que estaba parado, ahí, observándole, al pie de la cama. Y le molestaba saber que la presencia a lo mejor y sí sabe quién Manchego es, que por algo y ahí parado lo está. Manchego restregó sus ojos, porque, capaz y no lograba ver porque seguían sus ojos cerrados. Pero no, estos estaban abiertos a su máxima potencia. Y buscó alguna posible fuente de luz que le indicase que había alguna forma de ver, pero no lo lograba. Y la presencia, con alguna capacidad de percibir a Manchego y sus pensamientos le dijo: «La forma de obtener la iluminación significa la eliminación de todo lo que oscurece la verdadera sabiduría, la vida real. Al mismo tiempo tiene que implicar una expansión total, y el énfasis no debería de recaer en la parcialidad que se une y sumerge con lo total, sino más bien en lo total que penetra al universo y unifica a todo lo parcial.» Manchego comprendió. Lo parcial en este caso era entonces la gana de querer ver que hay en la habitación. La totalidad sería el momento existencial que lo engloba. Comprender el momento existencial que lo engloba es sumergir la gana de querer ver quien está en la habitación. Eso es lo parcial entre lo total. Inmediatamente la habitación cobró luz y Balthazar se dio a conocer, «¡Ah! Pero si aquí estás. Muy bien, has ascendido de nivel. Ahora veamos, ¿qué es lo que sigue? Ah sí, ¿cómo no?» Balthazar chispeó los dedos y en un instante estaban transportados a unas montañas altas, en donde, Balthazar estaba parado en un pico de piedra, y Manchego en otro. Manchego perdía el balance frecuentemente y hacía gran esfuerzo por no caerse. Contrario, Balthazar se mantenía parado, imperturbable, y dijo, «Trata de ponerte de pie y verme a los ojos.» Pero Manchego estaba fallando y por poco en dos ocasiones y se cae al precipicio subyacente. Balthazar dijo, «¿Pero qué es lo que pasa?» Manchego gritaba, «¡No puedo! ¡Pierdo el balance!» Balthazar dijo, «¿Quién no puede?» «¡Yo! ¡Yo no puedo!», gritó Manchego de nuevo, su rostro un matiz de miedo. «¿Quién pierde el balance?» «¡Yo! ¡Yo lo pierdo! ¡Y no logro controlarme!», volvió a gritar Manchego. «¿Quién no logra controlarte?», preguntó Balthazar intrigado en las palabras de Manchego. «¡Yo! ¡Yo no logro controlarme!», dijo Manchego al borde de caerse. «¿No es evidente lo que tienes qué hacer?», preguntó Balthazar curioso. «¡No! ¡No sé qué tengo que hacer!», gritó Manchego entrando en desesperación. Balthazar agregó, «Hay que recordar que la libertad descubre al hombre en el momento que él pierde conciencia de la impresión que está haciendo o a punto de hacer. La consciencia del yo es el más grande impedimento para la apropiada ejecución de toda acción física. « Manchego se quedó atónito como si se hubiese convertido en un muñeco hecho de madera. No pensó, no sintió, no se percibió. Únicamente fluyó. Sin saberlo estaba parado en ambos pies, viendo a Balthazar a los ojos, «Así es mi pupilo. La consciencia del yo es detrimento para la ejecución de toda acción. Porque en el yo recaen muchas emociones. Y las emociones no hacen más que distracción. Elimina el yo de tu mente y obtendrás la iluminación total. Se libre de ti mismo. Uno es la más grande limitación para uno mismo. Recuerda esto por el resto de tu vida: Todo pensamiento que exceda el presente, sofoca al corazón. Ahora vamos.» Balthazar elevó sus ojos al cielo y extendiendo los brazos, se dejó caer de espaldas, y entre la neblina del precipicio se desapareció. Manchego vio a Balthazar desaparecerse entre el precipicio y supo que debía de seguirlo. Elevó sus ojos al cielo y extendió sus brazos y a punto de dejarse caer, algo le sujetó por la mente, era él mismo, «¡No lo hagas! ¡No! ¡Te vas a golpear!» Supo lo necesario. Hizo silencio y sin pensarlo, se dejó caer. Apareció en una playa en donde el mar chocaba con grandes olas contra piedras contra el arrecife. Balthazar observaba con las manos tras su espalda, contemplando en silencio el evento natural. Dijo, «Los mares fluyen armónicamente. Los vientos sobre los mares fluyen al igual, pero a diferente ritmo. Las nubes, sobre los vientos, y potenciados por ellos, fluyen sobre los vientos y sobre los mares. Sin embargo, todos comparten eso mismo, que fluyen. Porque están hechos de la misma sustancia. De la misma materia prima del universo, de lo cual todo está hecho. Por lo tanto, todo fluye por igual, aunque a diferentes ritmos, digamos, diferentes tonos musicales, si quieres ponerlo así. Sin embargo, siempre musical, siempre armónico. En la naturaleza todo es dinámico y nada es estático. Lo estático pronto perece, y todo pensamiento que sea de este orden, también perecerá. Nosotros los hombres somos una peculiaridad en este universo, porque, aunque somos hechos de la misma sustancia que el resto de cosas en el universo, nos diferenciamos en que logramos conceptualizarnos como parte de la sustancia, y aun así, diferentes. El hombre, en soledad, se encuentra en un grave conflicto percibiéndose como problema, porque desde luego, como tú y yo, en este momento, nos damos cuenta que nuestras mentes no fluyen como lo hace el resto de cosas, como los mares, los vientos, o las nubes. Nuestras mentes son de otra naturaleza, es pues, son ajenas a esta sustancia de lo cual todo está hecho. Y por eso, deseamos fluir como esa sustancia. Y es eso exactamente lo que uno debe de añorar en su vida entera Manchego. Fluir como lo hace la naturaleza. Porque ella es perfecta. Madre es perfecta. Obtén esa iluminación y el mundo y el cielo cesarán de existir, porque solo existirá una cosa: el uno en todo y el todo en uno.» Manchego comprendió. Admiró el paisaje donde nubes grises manchaban el cielo. Los mares no cesaban de hacer una sinfonía de ruidos cristalinos contra piedra. Balthazar agregó, «Ven, hay algo que debo de mostrarte.» Balthazar se volteó y viendo al horizonte en su mano apareció una brocha. Con la brocha empezó a pintar un nuevo paisaje, sus brazos pegando grandes pinceladas de los cuales colores de centenares de tonalidades brotaban como lava de un volcán eructando. La obra de arte quedó finalizada, y Manchego y Balthazar se encontraron entre ella. Era una escena en donde la iluminación era el color del trigo, un dorado mate apaciguado, viento soplando el trigo que se mecía de lado a lado con el paso del viento entre sus dedos largos y filamentosos. Miraban hacia una serie de montañas a la distancia cuyos lomos estaban invadidos por millares de árboles que la hacían vislumbrar con pelo crespo. El cielo estaba ocupado por una sola nube gamonal cuyo núcleo flotaba denso y compacto, de cuyo epicentro cientos de ramas nebulosas brotaban en forma de brócoli y coliflor. Balthazar dijo, «Éste es uno de los pocos cuadros de pintura que tu abuelo Eromes pintó en sus años de productividad artística. Pintó muy pocos, pero los que hizo, eran admirados, quizá, no por su valor perfeccionista, pero más bien, por su habilidad para transportar a los observadores a un sitio como éste. Fue justamente ahí donde tú estás parado donde Eromes venía una vez por semana a sentarse y simplemente observar. Venía con Pajitas y Fusuf y juntos loaban el cielo. En ciertas ocasiones traía con sí un canvas en donde con sus carboncillos forjaba los detalles del paisaje. «A lo que voy Manchego y el punto es que el arte es la máxima expresión del alma. El arte nunca es decoración o embellecimiento, es producto de un alma en paz que logra expresar su más profundo canto armonioso. Y hay que recordar que el último fin del arte es lograr proyectar esa visión interna al mundo de los ojos, de expresar en creación estética las experiencias más profundas de un ser humano, personales y psíquicas. Porque toda relación Manchego, es esencialmente una autorrelación. Porque mira a tú alrededor y escucha como es que tú ser se relaciona con el ambiente, el paisaje, el soplo de los vientos. Esa relación íntima entre tú y la naturaleza se convierte en una autorrelación porque es como tú percibes al mundo. Y esencialmente la experiencia despierta en ti una reacción, y es esa reacción la que queda en ti como esa experiencia, cual te educa y te entrena a ser una mejor persona. Lo cual últimamente se transmite a ser parte inherente de tu expresión. Y la expresión de un artista es su alma manifestada, su aprendizaje y su ego siendo exhibidos. Tras cada pincelada, cada estrofa, cada nota, cada movimiento corporal, la música de su alma se hace tangible al mundo. Contrario a esto, sus esfuerzos son vacíos y recaen en desgracia como una palabra balbuceada, un movimiento bruto, un estrofa golpeada: en ausencia total de significado.» Manchego dijo perplejo, «¿Y por qué me cuentas todo esto en cómo ser un artista? ¿Qué relación tiene conmigo?» Balthazar respondió, «Porque el arte es la cúspide de todo esfuerzo humano. Y en esencia tu abuelo fue un artista en cada momento de su existencia. Entender esto es primordial para lograr desarrollarse en el área del arte. Crear en proporciones estéticas e impactar los eones con tu presencia. Haz cada momento esencial y crea con arte.» Horas después Manchego se despertó repentinamente. Vio por la ventana que faltaba al menos una hora para el alba. Se mantuvo en cama, con los brazos tras la cabeza, sus ojos fijos al techo, pensando. Al cabo de quince minutos o menos, o quizás, más, se levantó y vistió sus prendas. Salió de la estancia y se dirijo hacia el Observador en donde supo que alguien le llamaba. Balthazar estaba sentado contra el Gran Pino, observando al distante horizonte. Pensativo, y sin embargo, sonriente. Cosa rara en Balthazar ya que pocas veces lo había visto sonreír. Pero ahora, por alguna razón, la sonrisa era más común que su ausencia. Balthazar dijo, «Has venido temprano pupilo.» Manchego respondió, aun confundido por el sueño fluyendo en su ser, «Lo sé. Tuve un sueño. Tú estabas en él. Me estabas dando una gran lección sobre la vida.» Balthazar respondió con una sonrisa, «¿En serio? Qué curioso. Tuve la intención de darte una lección sobre la vida. Pero ahora que ya la tuviste, mejor la retengo.» Manchego dijo juguetón, «Mejor dámela, porque la que yo soñé pueda que sea diferente.» Balthazar lo vio con un ojo crítico, «¿Estás seguro de eso?» Manchego dijo sonriente, «No. Para nada. Pero no podría imaginar que tú estuviste presente en mis sueños tan materializado como lo estás ahora. ¿En qué forma podrías invadir mi sueño? No tienes forma para saber qué soñé.» Balthazar dijo con acertijos en sus ojos, «Pues esa pregunta no es tiempo de responderla. Lo que sí puedo decirte, pupilo, es que soy, como tu abuelo, un artista. Y ves, como ya te dije, el arte es la máxima expresión del alma.» Manchego sintió como si Balthazar estuviese jugando o bromeando con él. Pero no lo era así. Porque sus ojos no mintieron. Balthazar estaba hablando en serio. «Hay que mantener las cosas simples. No te hagas bolas. El mundo es más complejo de lo que crees. Aun así, más simple de lo que crees. Cosas que pasan son tan capaces de pasar como el aire que exhalas de tus pulmones a minuto. El alma, como dijiste tú mismo, es más que la materia de este mundo. ¿Por qué entonces no es capaz que más que las limitantes de este mundo?» Manchego no dijo más y consideró que quizá había alguna forma extraña que los Hombres Salvajes hacen las cosas. Se mantuvo contemplando el horizonte, en donde, en pronto los primeros rayos de luz estarían evaporando la oscura mañana. Recordó cada detalle del sueño y por lo que dijo Balthazar, aparentemente, había estado presente en su sueño. ¿Cómo?, no lo supo. ¿Lo sabría? Quizás. Como todas las posibilidades de la vida: tan solo quizás. Uno, dos, tres rayos de luz se hicieron palpables tras el seno de las montañas del este. Manchego sonrió y se dejó llevar por el flujo de su brillo. Cerró sus ojos y en su mente una obra maestra de arte fue creada. ‹El sentido del ser es ser. ¿Cómo puede uno serlo sin ser uno mismo? ¿Qué sentido tiene el ser, entonces, de ser si no es pero él mismo? Hay que luchar por serlo, eso es, uno mismo. La esencia. Hay que buscar la esencia en uno y manifestarla en cada pulsátil latido, en cada respiro, en cada palabra, en cada mirada.› ‹¿Quién eres?› ‹Soy aquel que anida en tu corazón y te guiará a lo eterno.› ‹¿Quién eres?› ‹Yo soy. Tú eres. Nosotros somos.› ‹¿Quién eres?’ ‹Soy Manchego.› VIII Pródromo Las llagas de los pies aún no habían finalizado de cerrar su apertura al mundo, que como grandes bocas abiertas, gritaban al público falsos comentarios de salvedad, porque las llagas no estaban por sanarse pronto; estaban por empeorar. Sobre ellas una costra negra había llegado a crecer como parte de fútiles intentos de sanarse. Pero los avances de ciertas cosas llegan a un punto, en donde, son irrevocables los resultados finales de su evolución, y que, dolorosamente, se debe de observar como progresa lentamente a la disfunción. Las llagas de los pies se quejaban de pinchazos de dolor y paso a paso lograba hacer que esa parte del pie no tocara el suelo enlodado de las calles del Sector Pobre. Una, dos, tres ratas comían el cadáver de una rata más gorda que ellas, a quien, entre las tres, habían matado a mordidas. Una de ellas, que le hizo el mal de ojo al pordiosero se paró en pata ambas e interesada por las llagas, confiadamente llegó a una de ellas, y mordió la herida como si se tratase de un muñeco de pan. El mendigo rápido le lanzó un zarpazo con el bastón, y la rata voló a perderse entre la oscuridad. Las otras dos ratas lo vieron y aprovecharon que había uno menos en su grupo, traducido a más comida para ellas y menos estorbo durante la alimentación. Con su palo de madera, que progresaba en el proceso de putrefacción, anduvo por las calles, esquivando charcas negras, y evitando basura arrojada y restos de comida. Alimento que no fue arrojado sobre el suelo como parte del desperdicio que uno ya no desea, o como despecho porque ya se ha cumplido el llenado de la gana hambrienta, pero como parte del vómito arrojado por el joven que acababan de apedrear en las calles los mareros. Pero los animales de la carroña y oportunistas poco les interesa su origen tan sombrío, y sin demora, pronto consumieron el alimento parcialmente digerido sobre la tierra ácida, teñida con sangre inocente: El llanto silencioso de las víctimas del mal, un mal que se esparcía como una araña de ciento y un mil patas que lentamente acapara a cada y una de las almas en su rapto. Una tela de araña tan fina que inconspicuamente se enmarañaba entre la gente, pero tan fuerte que media vez atrapada entre ella, era imposible revocarse de su rapto inmundo. El pordiosero se detuvo ante la visión del vómito y sangre sobre el suelo, y tan solo, asqueado, volteó la cara y sus ojos mostraron profunda tristeza. Porque así no eran las cosas. San San-Tera no era así antes. En sus buenos tiempos y mucho antes del gobierno del Alcalde Feliel, las cosas eran buenas y la pobreza era tan solo un concepto, y quizás, cierta para aquellos poco afortunados. Pero ahora, la cosa estaba arrinconada en contra de lo inhumano. Algo estaba plagando el pueblo con su turbidez y salobre humor de negruzca inmundicia. Y rápido el Sector Pobre estaba entrando en pánico, y sin control, llegaría pronto al caos. El pordiosero siguió su camino. Entristecido. Abatido por los giros de la vida. Una vez fue un gran comerciante. Érase una vez. Vendía verduras en su carreta. Vendiendo verduras una tarde cualquiera fue que conoció a su difunta esposa, quien murió dando a luz a su último hijo. Vendiendo tomates había logrado crecer lo suficiente para establecer una tienda en el Mercado Central, y había logrado proliferar lo suficiente para comprar una casa en el Sector Medio del pueblo. Porque antes vivían en el Sector Pobre, pero no era ni remotamente lo que ahora hay de esa pocilga. Sus hijos, tres de ellos, trabajaron para el Complejo de Fincas el QuepeK´Baj, pero fueron convocados hace años por el Imperio para ir a luchar a las fronteras en contra de la Divina Providencia. Los tres murieron en el frente de ataque, enflechados por el enemigo. Dos flechas para cada uno en el pecho, y una en el cuello para su hijo más joven. Una carta había arribado a su casa, contando de la defunción de sus hijos en gloriosa batalla. Fue realmente un amigo de sus hijos, quien luchó en el frente con ellos, quien le contó lo que había sucedido, detalle por detalle. Lloró por meses. El negocio se vino para abajo, como las lluvias irrevocables del invierno. Y la derrota sobrevino, seguido por la quiebra y el reemplazo de su puesto en el Mercado Central por otro más apto para la tarea. Sin saber cómo, se había degenerado, y lentamente, había decaído a ser un pordiosero. Porque ahora vivía a base de ver que encontraba en la basura. Pero ya ni eso era decente estos días. El Sector Pobre estaba sufriendo sus peores con la mara Buhrla. Sufriéndola y pagando un precio terrible a expensas de un factor incomprensible, porque la violencia subía de grado día a día, y nadie se explicaba la razón. La propaganda de la campaña llamada El Plan Mayor de Feliel estaba siendo distribuida en boletines con la cara del Alcalde finamente dibujada, en donde dice por debajo de ella, «¡Trabajando por su futuro!». Algunos se alegraban por el Plan Mayor, mientras otros, observaban como la realidad estaba suntuosa en lobreguez. Estos días era raro ver a un hombre honesto andando por las calles, digno y verdadero antes sus valores. Raro era ver si no lo asaltaban o más de algún celoso por su buena fortuna lo acusaba de robo o inmundicia, y rápido, la mayor parte de pobres aprehensivos lo apedreaba o apaleaba a la muerte. Algo así había visto días anteriores cuando almorzaba, sentado en la banqueta, junto con los perros de la calle. Tuvo la intención de ayudar. Pero no pudo. El dolor de las llagas superó su bondad. En ese momento el pordiosero levantó la vista y vio a una mujer atravesando la calle de la mano con su esposo, y de la otra, con su hijo de no más de seis años. Algo entre si se alegró de ver esa exposición de amor y lealtad, cosa rara y peligrosa de hacer en un lugar en donde la gente odia a aquello que no posee y nunca poseerá. Como pecadores en el limbo, envidiosos de aquellos que aun gozan de su libertad. Seis hombres enmascarados surgieron de calles opuestas, y rápido englobaron a la familia en su violencia. El esposo fue ultimado con un cuchillo al corazón, luego degollado y dejado a morir sobre la calle y sus desperdicios. La mujer, en llanto, fue acaparada por cuatro de ellos, y desgraciadamente, tuvieron los indicios de violarla en la escena. Y como bestias, la ultrajaron de sus ropas, la mujer en llanto y en gritos clamando ayuda. Pero lo único que paso fue que pueblerinos formaron un círculo alrededor de la víctima y sus asaltantes, y observaron, sin decir o hacer algo. La mujer fue dejada en paz cuando hicieron lo suyo. No la violaron, por gracia de los dioses. Pero su hijo ya no estaba por verse. Porque tenía seis años. Y los de la mara Buhrla eso es lo que hacen, buscan reclutas para aumentar el número de sus integrantes sometiendo a menores a un vigoroso programa negro de entrenamiento. Quizás, su hijo permanecería entre una celda, desnudo, tratado como perro callejero. Por años sería torturado y algún día, liberado para que hiciese de las suyas con violencia. Y regresaría a la mara Buhrla a buscar un sitio en donde siente que corresponde. La mujer se puso en pies rápido, y con los brazos extendidos y ensangrentados, fue de persona en persona preguntando, «¿¡Mi hijo!? ¿¡Han visto a mi hijo!? ¡Tiene seis años, pelo negro, y ojos grandes negros! ¿¡No lo han visto!? ¿¡Mi hijo!? ¿¡Mi hijo!?» Pero aquellos que de expectantes estuvieron tan solo permanecieron inmóviles, sabiendo la verdad del destino de su hijo, porque todos, incluso ella, lo sabían. Pero decir algo era mortal. Porque pronto, espías lo delatarían, y al día siguiente no amanecería en su cama, sino más bien, arrojado muerto en el Río Márgades. A tales extremos estaba llegando la situación en el Sector Pobre del pueblo. El pordiosero soltó una y dos lágrimas. Ellas sueltas y escasas de agua se derramaron lentas sobre su pómulo enlodado y reseco. La lágrima finalmente se soltó de su rostro y fue a reposar entre el lodazal del suelo, junto con otro cuerpo de agua menos afortunado, quizás, sitio en donde él caería algún día: entre un abismo en donde todos los demás caen desafortunados. Sobre la banqueta se sentó a revisar cómo sus llagas sanaban. Sobre el suelo un elote a medias aun restaba fresco. Rápido lo tomó y lo empezó a comer, antes que los caninos llegaran y le hiciesen el favor. Pidió al cielo y rezó al dios de la luz por un futuro más esclarecido para el pueblo. Guardó la mitad del elote encontrado en su bolso, y siguió su camino, alejándose de aquella gente inmunda que caracterizaba a su pueblo: dejadez, una costumbre maldita de tener que meter la nariz en negocio ajeno, y una nata habilidad de generar críticas y no hacer nada al respecto de lo que dicen, si no tan solo manchan el nombre y el orgullo de los bienhechores, y sofocan su reputación con comentarios y soluciones que ellos nunca ejercerían. Un mensajero llevaba el sobre entre su mano, preocupado de llegar tarde a dejarlo. No solo su jefe había gritado a su persona por la misma razón de siempre: ninguna, sino también lo estaba forzando a ir a dejar un sobre a la oficina de un otro gran empresario. Obligando, porque en días como estos, nadie deseaba salir a las calles por motivo cualquiera. Claro que a veces es necesario salir a las calles, pero de hacerlo, todos lo hacían con precaución absoluta. Madres andaban con pañuelos envueltos alrededor de sus cabezas, andando lo más rápido posible con sus hijos a un lado, incluso, un poco agachadas, como queriendo evitar la vista de alguien, o de algo. Muchos evitaban la sombra. Porque en la sombra algo parecía anidar. No un cuerpo, no una persona. No un malhechor, ojalá fuese un malhechor, porque de serlo sería un enemigo tan físico y mundano que podría vencerse bajo medios físicos. Pero algo más parecía estar creciendo en la sombra. Quizá era algo gelatinoso de masa negra e inmunda, con orificios dispuestos en estoma por el cual devoraría a vidas humanas o peor aún, sus almas. Quizá era un espectro ambulante de voz que aúlla terribles cantos de peregrinos demonios. Quizá era tan solo una flor, una hierba, creciendo bajo la sombra, cuya presencia emana vida, pero que bajo la presencia de la sombra y sumado al efecto de temor y desconfianza de la gente en vista de un pueblo en degenere, pensaban demás de las cosas que eran de menos proporción, y entre la sombra imaginaban lo innecesario. Pero ese era el efecto preciso: desconfianza. El rumor de la mara Buhrla habiendo tomado control del Sector Pobre era meramente eso. Un rumor. Pero cosas extrañas habían estado pasando estos últimos días. Extrañamente todo iba en congruencia con la campaña del Alcalde Feliel, que promovía su Plan Mayor. Los boletines estaban pegados en cada poste y en cada puerta: «¡Trabajando por tu futuro!» En el boletín el rostro del Alcalde se miraba tortuoso, aunque su imagen era impecable, bien peinado, apuesto bajo términos políticos, sonriente con el destello de luz reflejando desde uno de esos dientes blancos impecables, ojos amables, y cejas interpuestas por una expresión de benevolencia poco creíble, poco confiable, y totalmente deplorable. Tortuoso porque se manifestaba en la mente de los hombres como algo poseído por alguna malicia cuyo pensamiento se estrangulaba, como lombriz entre el pico de un cuervo. Quizás algunos opinaban bien de él, pero la gran mayoría, lo detestaba; al igual, la gran mayoría mantenía la boca cerrada para no ser incriminado de traición al gobierno del Alcalde y quizá, llevado al calabozo. El rumor de que la mara Buhrla había extendido su poder había raspado las casas dignas del Sector Medio. Historias de casas siendo asaltadas de noche no hacían falta en los Cafés o en las tiendas del Mercado Central, lugar en donde el chisme era como una papa caliente que caía en manos de una señora, quien rápido se quemaba con la papa caliente, y en vista de no querer sostenerla por mucho tiempo rápido pasaba la papa caliente a otra persona, quien pronto se enteraría de su temperatura sobre su palma, y de nuevo rápido pasaría la papa caliente a otra persona. El mensajero siguió su camino, aliviado, en parte, porque estaba cerca de su destino. Escuchó un trote de marcha y en una calle una patrulla de seis soldados pasó en filas de dos por tres, con sus escudos en mano y en la otra la lanza larga y puntiaguda, deseando perforar en algún punto carne. Los soldados con sus cascos de metal y sus pecheras del mismo material intimidaban, en parte, porque sus botas también tenían ese metal, y sobre la piedra marchaban a tal forma que sus pasos resonaban como un concierto de hielo seco y desabrido picando piedra con piocha malmuerta. El mensajero se pegó contra la pared, rezando al dios de la luz que por favor no se lo llevaran a él al calabozo. Porque eso estaba pasando ahora día tras día, el sufrimiento de los inocentes que iban a parar boca abajo al río Márgades, o perdidos, quizá, en algún calabozo, torturado. Guardias, patrullas de seis en seis, monitorizaban las calles. Y pisoteaban las piedras del pueblo como propias, y a lo pueblerinos andantes, los acusaban libremente de crimen y aplicaban con libertad el castigo. Pocas veces llevaban a la muerte a sus víctimas, siempre las dejaban traumatizadas con sangre derramada y al menos un ojo morado, y en casos raros, llevaban a la víctima con ellos al calabozo y nunca se les volvía a ver. Volteó a ver por la calle hacia donde la patrulla se había dirigido, y vio que cinco de los soldados rodeaban a un vendedor de verduras. Entre ellos tomaban verduras y las tiraban al suelo o se las tiraban al vendedor en la cara, y de eso, sacaban chiste y se reían sus uniformes fuera del cuerpo. Uno de ellos machacó una zanahoria bajo su bota de metal, mientras otros le pegaban mordidas a cebollas, tomates, y berenjenas. «¡Alto! ¡En el nombre del Alcalde Feliel!» El mensajero se paralizó en sus pies. El sexto guardia topó su espada con la espalda del mensajero y le dijo, «¿¡Qué es lo que usted pretende estar haciendo, y que es lo que lleva en la mano!? » El mensajero dijo temblando y orinándose, «Es una carta de negocios de mi jefe para uno de sus proveedores. ¡Nada más señor! ¡Le prometo!» El soldado respiraba agitadamente, y de sus ojos una locura emanaba, como perro rabioso, lobo feroz, león devorador, «¡Deme la carta que la quiero ver! !Toda carta es sospechosa de ser espionaje en contra del gobierno de su altísimo Feliel!» El mensajero dijo, «No puedo señor, ¡es una carta de negocios y es privada! ¡A parte no tiene nada importante en ella! ¡Tiene que comprender por favor que de esto depende mi trabajo!» El guardia dijo encabronado, «¡Es usted un espía! ¡Lleva usted en esa carta información que pueda comprometer a su Alcalde Feliel!» El soldado sonó su pito y los cinco guardas que estaban acosando al verdulero rápido llegaron corriendo como macheteros y ruleteros en busca de bronca. Y como un enjambre de abejas, sin preguntar, sin cuestionar, sin interés de hacerlo tampoco, empezaron a golpear al mensajero en la cara y el abdomen hasta derribarlo al suelo. «¡Espía! Es usted una rata!», le gritaron sin piedad. Y con intenciones de llevarlo al calabozo, los guardias sacaron sus amas y a punto de tenerlo pinzado contra el suelo y llevarlo como preso, el alboroto y la histeria del momento hizo que tuviesen hambre y deseos de ver sangre fluir. Y con sus armas punzaron al mensajero, al inicio, tan solo las orillas de la filosa espada. Pero escuchando los gritos inocentes y clementes y viendo el color vivo de la sangre roja, perdieron gran parte de la inhibición y dieron viaje a punzar al hombre como muñeco de paja. Seis espadas entraban y salían del cuerpo de aquel pobre hombre, cual pronto, quedo inmóvil. Y aun así, muerto, desangrado, y desvitalizado, los soldados poseídos por el frenesí del momento no cesaron de punzarlo. Uno de los guardias tomó el sobre entre la mano y abrió para extraer su contenido, esperando encontrar información secreta y útil para delatar al hombre ante al Alcalde como un espía y una rata que debía de ser condenado a muerte. Pero la carta no decía nada más que información sobre negocios e intercambio. El guarda, un poco avergonzado, metió el sobre y su mensaje entre su bolsa, y siguió su camino como si nada hubiese pasado. Los demás guardas escupieron al cuerpo del pobre mensajero y se largaron, riéndose y felices por haber conseguido sangre fresca. Pueblerinos pronto se reunieron alrededor del muerto. Pero el sonido de los soldados marchantes y su pito moribundo hizo que temieran por su vida, y rápido se perdieron entre las calles del pueblo. Isidora estaba un poco asustada de ver el semblante de Regina. Algo había cambiado en ella, aunque no podía precisar en qué consistía ese cambio. En parte, eran sus ojos. Algo en ellos provocaba la mala espina en Isidora. A pesar de que el color de su iris permanecía, la pupila del mismo diámetro, y lo blanco de ellos al igual, algo en ellos no convencía de su benevolencia. Era una energía irradiante que provenía de ellos. Pero energía radiante cuyos orígenes no se ven, como un fuego de llamas y humo negro y cual no se logra distinguir por su ausencia de luz. Un fuego mordaz. Dicen por el pueblo que a partir de la fuerza de una mirada uno puede discernir qué tipo de persona es. Que por sus cualidades de ser sinceros los ojos son incapaces de mentir. Pero leer miradas nunca ha sido fácil, menos en aquellas personas que se dedican a manipular cómo sus ojos lucen ante el público. Pero siempre restaba esa constante que nadie puede alterar. Y es la radiación que el alma desprende en cada segundo de vida y en cada momento esencial. De donde el alma es incapaz de esconder su reflejo detrás de la pupila, y que para aquellos que observan y pesquisan, logran destacar en esa propiedad las características eficientes de una persona. Isidora nunca había creído eso, hasta ahora, que de los ojos de Regina una fuerza extraña emanaba. Algo parecía estarse formando sobre el hombro derecho de Isidora. Algo fantasmal ya que no lograba descifrarse a simple vista, y tampoco al escrutinio. Únicamente se divisaba la formación de una especie de nube azulacea oscura de la cual algo quería, en efecto, tomar forma. Pero esa forma aun insustancial era indescifrable. Pero provocaba, de nuevo, esa mala espina en Isidora. No sabía a qué se debía esa mala espina. Pero era como la espina de una Rosa Negra cuyo tallo destaca por tener una única espina, negra, larga y perfecta, como la uña rapaz de un ave endemoniado. Regina ojeaba a Isidora, «¿Pero qué es lo que te pasa? ¡Estás actuando como si estuvieses viendo algún tipo de demonio! ¿Pero qué te sucede?» Isidora en realidad se estaba comportando como si estuviese en contacto con algún esperpento, y aunque Regina se miraba impecable, casi angelical, algo en ella provocaba un miedo silente en la mente de Isidora. El mesero llegó a dejar el café con leche de cada una de las amigas y sus respectivos biscochos de dulce de leche. Regina rápido empezó a comerlo, mientras preparaba su café, pegaba mordidas enérgicas a su biscocho. Isidora, al contrario, le costó un poco salirse del efecto fantasmagórico que su amiga había provocado sobre ella. Lentamente el sentimiento se estaba desvaneciendo al ver Isidora que se trababa ni nada más ni nada menos que Regina, su amiga usual y la misma de siempre. Isidora recobró su compostura, y sintiéndose un poco avergonzada, más por el hecho que el resto de personas en el café de Bochorno y Chomipa se le estaban quedando viendo que por el hecho que estaba faltándole el respeto a Regina. Dijo Isidora luego de reflexión superficial, «Vamos a ver si el café aquí en Labriegos del Pan es tan bueno como el de La Panificadora. Lástima que la panadería de Bambolino tuvo que cerrar por falta de insumos. Muchos están hablando que es una muy buena panadería y que tienen unas recetas espectaculares. Vamos a comprobar si es cierto o no. Es difícil competir con las memorias que tengo de La Panificadora de Bambolino. Lugar tan bello que tenía, y en especial, lugar en donde nos fortalecimos como amigas. Lástima que ni Carmella ni Lulita están ahora con nosotros. Era muy alegre antes, cuando lo eran. ¿Porque crees que Carmella habrá huido a tan grave momento? ¡No es como si algo malo le hubiésemos hecho!» Regina dijo, «Pues no tengo ni la menor idea. Ese día se miraba demacrada, quizás sea porque la criticamos muy fuerte, y por estarse quedando pobre y no poder pertenecer más a nuestro gremio de nobleza, esté entrando en una crisis existencial y por eso haya huido: porque no logra resistir su propia inmundicia.» Isidora contestó incrédula, «Que cruel suena lo que estás diciendo. En realidad no creo que haya sido por eso. Carmella tiene una gran reserva de dinero de sus familiares y su esposo. Dudo que sea por eso. Yo más creo que se siente como fuera de lugar. Quizás esté pasando por una crisis de la media vida. Esos momentos que a veces llegan a cuestionar que es lo que has hecho con tu vida. Y me imagino, que si la respuesta a ese momento es un gran vacío interno, de seguro ha de ser muy estresante para uno. ¿No crees?» Regina se arregló el pelo que no estaba desarreglado, meramente un ademán de los que demasiado afecto le imparte a sus materiales cosas, «Yo sigo creyendo que se ofendió por nuestros comentarios y porque ella no iba a poder participar como nosotros lo estamos haciendo. Es una gran mediocridad creo yo. Que haya huido así, ¡uno tiene que enfrentar sus problemas y encararlos con la máscara endemoniada!» Regina se rió de su comentario, y por largos minutos, como si la palabra endemoniado le causara algún tipo de humor, siguió saboreando el chiste. Luego de endulzar su mente con sus palabras dijo, «Disculpas, pero me recordé de…» y el rostro de Regina se tornó sombrío, con una sonrisa pícara y llena de curiosa malicia. Isidora casi bota su taza de café al ver el rostro de Regina sonreír con tal malicia. Pero logró controlar su compostura e impidió que esa taza cayera al suelo. Pero la onda de impresión que le causo corrió por su cuerpo como un escalofrío que fue finalizar a la mano que sostenía la taza de café, y esta, en respuesta, empezó a temblar de un miedo de poco anuncio. Algo dentro de ella, algo muy profundo en su ser le estaba urgiendo que saliera corriendo de inmediato. Que un animal endemoniado, rabioso, estaba a punto de florecer. Incluso creyó haber visto que la sombra azulacea sobre su hombro derecho estaba cobrando forma sustancial, pero no lo hizo, permaneció como esa nube indiferenciada. Todo restó en su normalidad, pero el resto de gente en la panadería se le quedó viendo a Isidora. Incluso un par de nobles con el cristal sobre el ojo la pasaron pelando descaradamente, hablando casi a volumen normal, diciendo cosas banales e inventándose razones por las cuales Isidora podría estarse comportando de forma tan peculiar. Regina dijo, «Isidora, pero qué diablos es lo que te pasa. Juro que tienes el semblante típico de una persona espantada. Es como si hubiese detrás de mí una sombra, cuyas manos y dedos se extienden como las largas ramas de un árbol poseído. ¡Pero si soy yo! ¡Aquí no hay a que temerle!» Al decir eso, un remolino de ideas falsas irradió su fuerza desde las pupilas de Regina. Algo se movía dentro de ellas, e Isidora sabía que no eran para el bien. Isidora dijo, queriendo decirlo quedo en su mente, pero cuyas palabras pasaron indeseadas a la recamara de la realidad, y fueron dichas, pero más que todo para sí misma, «No sé porque me entra un pánico horrendo y me dan ganas de salir corriendo cuando…», pero no pudo terminar la oración, porque Regina ya estaba viéndola de nuevo con esa mirada endemoniada, «¿Cuándo qué querida? ¿Cuándo pasa qué o ves qué? No te comprendo. Hoy sí que vienes peculiar. ¡Habla amiga! ¡Habla!» Isidora recobró su compostura en poco tiempo, y pegándole un sorbo a su café, dijo, «¿Has visto el terror que lentamente corre por el pueblo? Hablan que los de la mara Buhrla hacen de las suyas en el Sector Pobre y que lo mismo hacen en el medio, solo que ahí, saquean las casas de sus pertenencias durante las noches. También he visto a patrullas de seis guardias andar por las calles, incluso vi a una somatando a un pobre joven.» Regina dijo, «¿Mara Buhrla? Pero si ellos están totalmente bajo control por los labradores del Alcalde. Tiene a su equipo trabajando por mantener el orden. Y en el Sector Medio hace pero maravillas. Me parece fantástico que haya implementado a los guardias y que deambulen el pueblo en busca de impartir seguridad y confianza en la gente. Es tan solo una de las pocas ideas que tiene el Alcalde para mejorar al pueblo y a su gente.» Isidora dijo, «¿¡Pero como puedes decir eso!? Si es evidente que no es así la cosa. ¿Acaso lo has visto con tus ojos?» Regina dijo, «Pues claro. ¿Cómo más lo voy a ver? Y no solo lo miro querida. También he estado hablando más con Feliel y es él mismo quien me ha contado lo bien que va el Plan Mayor. Que ya la gente está reaccionando como él quiere. ¿No es eso fantástico?» Isidora estaba incrédula, y ella, al igual que Lulita, y que Carmella, deseaba salir corriendo y olvidarse por completo de Regina, quien por toda noción, estaba cambiando a ser algo que nunca en su vida había percibido. Isidora luego agregó, «¿Y qué me puedes decir del rumor de la Sombra Ambulante?» Regina dijo a media sonrisa sardónica, «¿A esa sombra de la cual hablan que dicen que sale de la Alcaldía todas las noches y que sale corriendo por las calles como en locura? ¿Qué puedo decirte? Podría ser alguna persona con la cabeza torcida, quizás un mendigo de eso que anda por el pueblo en las noches. ¿Quién sabe? ¿Y por qué tanto te importa eso?» Isidora respondió con fuerza, «Porque dicen que es el Alcalde que rumea las noches por el pueblo, como la forma y la cosa que realmente es. ¡Un demonio!» Y esas palabras las dijo enérgicamente y con suficiente fuerza para causar que el resto de gente en la cafetería hiciera silencio y la voltease a ver, incrédula. Algunos la miraban con cara de asombro, otros de impacto, y otros, muy pocos, de acuerdo con ella. Y quizás era porque el Sector Noble era quien menos estaba sufriendo en el momento de los tres sectores del pueblo. Es más, semana tras semana, días no pasaban en que una fiesta gamonal era lanzada por El Alcalde en la misma Alcaldía. Y los rumores que emanaban de tales fiestas eran perturbantes para algunos, alegres para otros. La gente que había asistido hablaba maravillas de la fiesta, había notado Isidora, y ahora que no mal recordaba, entre esas personas algo brotaba similar en ellas y en Regina: la mirada. Regina dijo, «Se me había olvidado decirte, pero realmente no había lugar para decirlo. Hoy hay una fiesta en la Alcaldía, tirada por tu excelentísimo Alcalde, Feliel. Son muy alegres y mira que sales con los ojos abiertos de lo buenas que son. Realmente te hace ver lo bueno que es Feliel y lo grande e increíble que es esta campaña del Plan Mayor. ¿Qué dices? ¿Te apuntas hoy más tarde?» Isidora sintió tanto un asco profundo como una curiosidad irrevocable por aquella tentación. ¿De qué tanto hablaría la gente de estas fiestas? ¿Serán así de buenas? ¿Y por qué solo el Sector Noble estaba involucrado? ¿Necesitaba algo de ellos? Pero Isidora nunca había sido de aquellas personas que quiebra fácilmente sus principios, y encajonada entre sus valores, dijo, «No. Yo a esas fiestas no voy Regina. Porque no estoy a favor de tu Alcalde, ni estoy de acuerdo de andar festejando cuando no hay razón para hacerlo. ¡El pueblo sufre! ¿No lo ves acaso? ¿¡No escuchas los rumores!? ¿No ves a la gente que camina por las calles con la mirada en el suelo, temiendo ser raptados por los labradores del Alcalde? ¿¡No ves que huele mal todo esto y que a lo mejor, algo muy malo se mueve bajo nuestros pies!? ¡Pero tú! Tu Regina, estás tan embebida en tus asuntos y con ese señor Feliel que poca atención le prestas al mundo que alrededor tuyo decae. Y decae con suma facilidad. El pueblo se está ahogando en su propio sopor.» Regina tenía el rostro colorado, como si lo hubiesen bofeteado quince mil veces, y dijo, «¡No hables mal del Alcalde porque es un excelente hombre! Tú no lo conoces como yo lo conozco. ¡Es una gran persona! ¡Y sus intenciones son buenas te digo! ¡Solo buenas! ¡Nunca malas! Yo lo veo trabajar día y noche por este pueblo. Y si está mal la situación en el pueblo es porque los de la Mara Buhrla se están saliendo de su control. Las patrullas que andan por el pueblo, pues ni modo, tienen que sancionar a aquellos sospechosos de algún crimen. Y claro, ¿cuándo no los inocentes pagan el precio por los pecadores? Pero es necesario Isidora, es necesario limpiar a la ciudad de todo malhechor que pueda perjudicar el gobierno de tu Alcalde, ¿no lo puedes ver tan claro como yo?» Isidora tan solo deseó por la presencia de Carmella o Lulita. Quizás mejor Lulita, porque con ella, se podría hablar de otras cosas menos banales. Y eso mismo deseaba ahora: una conversación profunda con alguien sensato. Pero no había con quien tenerla. Quizás con Bochorno. O quizás con Chomipa. Dueños de la panadería Labriego del Pan. Quizás ellos serían más sensatos y de mentalidad menos frívola. ¿Cómo haría para deshacerse de Regina? ¿Será que podría solo dejarla? ¿Al estilo de Carmella? ¿Solo levantarse, dejar el dinero para pagar su consumo, e irse? ¿O podría gritarle en la cara que ya nunca más la deseaba ver como amiga o como cualquier otra cosa? Su mente viajó por doquier, pero estaba segura que la dejaría. Quizás no ahora. Quizás en un tiempo. Quizás nunca. Juanito no decía nada, pero tan solo, observaba delicadamente y con minucioso escrutinio a la gallina de Chichona. Con sus manos levantó una de sus alas para inspeccionarlas, y entre ellas, las plumas azules decaían, como árbol de otoño. Juanito tomó las plumas entre su mano y las evaluó. Estaban resecas y quebrantadas. Soltó las plumas al suelo y supo que esto no debió de ver sido de esta forma. Porque con la primera poción de Ramancia y Chichona tuvo que haber resplandecido al cabo de semanas. Pero llevaba meses y aún no había signo fiable que estaba entrando en recuperación. Más bien, parecía estarse deprimiendo más. Decayendo ante una fuerza inexplicable. ¿Quizás era la vejez? Pero no, porque estas son gallinas longevas y durarían décadas antes de morir, contrario a otras gallinas que al cabo de años estaban entre la tumba. ¿Quizás era la ausencia de Eromes, quizás extrañaba a ese personaje que la crió desde que era tan solo un polluelo? Al examinar sus patas, se notaba su condición, y no solo envejecida, sino también de desnutrida. ¿Por qué no estaría comiendo la gallina? ¿No tiene hambre acaso?¿Porque no tendría hambre? Juanito inspeccionó los ojos y el pico de la gallina. Los ojos de la pobre se movían de lado a lado, vigilante, miedosa, y debilitada. El pico de la gallina parecía arena de desierto en su resequedad. Debilitado a tal punto que podría pasar por papel papiráceo. Juanito rascó su barbilla sin barba y dijo, «¿Está segura que aplicaron bien la poción?» Lulita respondió, «Pues yo digo. Lo que sucede Juanito es que no fui yo quien aplicó la poción de Ramancia. Fue la amiga de mi nieto Luchy quien nos hizo el favor. La iba a aplicar Manchego, pero sus habilidades en hacerlo carecen de validez.» «¿Y está usted segura que la poción estaba buena? ¿Es confiable esta niña Luchy?» Lulita respondió rascando sus memorias, «Pues la poción puede que no haya estado buena. ¿Quién sabe igual como evaluar tales cosas? No es como si yo voy a probar la poción previo a aplicarla tan solo para saber si está buena o no. ¿Me entiendes? ¿Quién podría decir si está buena o no?» Juanito dijo reflexionando, «Pues no sé, quizás estaba más diluida de color?» Lulita agregó, «Pero quizás estaba diluida con los mismos ingredientes pero no activos. Entonces de nada sirviese ver si estaba o no de color más ralo o no. Juanito, dudo que haya estado rala o mala. Y si lo hubiera estado no tengo forma de saberlo. Podría ir a preguntarle a Ramancia misma, cosa que no haría, y de igual modo, tan fácil es que ella me diga que la poción está buena cuando no lo está y de igual modo yo le creería lo que me dice porque no tengo forma para ver si está mintiendo. Entonces mejor haga preguntas mejor orientadas. Y si, Luchy es una excelente fuente de confianza. La conozco desde que era una infante, no veo en ella malignidad ni falta de confiabilidad. Si ella me dice que puede, yo le creo, y asumo perfectamente que ella, en efecto, puede.» Juanito se sintió opacado por la lógica de Lulita, y dijo con precaución medida en sus palabras, «No encuentro alguna otra explicación a que la Chichona no esté reaccionando al tratamiento, cuando es el único, el adecuado, y en la dosis determinada.» Lulita consideró las palabras de Juanito y dijo, «Quizás sea porque la Chichona ya está vieja Juanito. Recuerda que estas gallinas son muy longevas pero, hombre, todos los animales tienen sus años de gloria y otros tienen sus años de perdición. Y eso es inevitable en todo ser vivo. Quizás solo sea porque está vieja. Quizá ya solo desea recostar su cabeza contra el suelo y dejar que los salubristas del mundo se la lleven. Mírala… ya decae en su postura. No logra sostenerse por minutos continuos. Quizá eso sea meramente.» Juanito insistió, «No creo. Es demasiado obvio, insisto que no es nada más que la poción que está mala.» Lulita volvió a defender su punto, «Pero no veo cómo puede concluir eso sin saber las otras razones. De la nada estás concluyéndolo Juanito. No veo como lo haces.» Juanito contestó, «Porque nada más encaja. Es casi que obvio. Mire: La aplicación del tratamiento fue buena y en la dosis adecuada. La gallina no se mira tan deteriorada por el tiempo como para ella ser la culpable de todo esto. Para mí son las manifestaciones de, o la poción que está mala, diluida, o pasada, o que hay algo más, un factor que no conocemos, que esté haciendo que la gallina no logre recuperarse, a pesar que la poción está buena. ¿Me entiende? Y yo me recuerdo muy bien que hace unos meses corrió el rumor por el pueblo que las pociones de Ramancia estaban disminuyendo de calidad porque las estaba diluyendo para ahorrarse materia prima.» Lulita dijo un poco desesperada, «¿Bueno, y que me queda Juanito? Dígame usted que todo lo sabe. Haber, ¿qué solución le propone a este problema? Que mire, ya me he quedado sin huevos y la reserva está vacía y mijito necesita su desayuno todos los días por la mañana, y sin la Chichona para que los ponga, ¿qué le doy de comer? Y comprar huevos está fuera de la cuestión, ¡están muy caros estos días!» Juanito entonces dijo, «Pues la única solución que a esto le veo es que se compre una nueva poción en la tienda de Ramancia y que se le aplique de nuevo. No veo otra vuelta de salida. Quizás haya otra bruja a quien se le pueda comprar. ¿O quizás algún hechicero que tenga en sus manos el arte de crear pociones mágicas con propiedades curativas y que sean para gallinas?» Lulita contestó, «Dudo mucho que haya otra bruja en este pueblo. Y dudo mucho que haya una en alguno de los pueblos contiguos. Y quizás la haya, pero lo más probable es que esté escondida en algún recoveco de su hogar, huyendo a toda civilización por sus creencias malignas. Juanito dijo, «Entonces de solución solo una tenemos. Y es comprar más poción para la gallina en la tienda de Ramancia.» Lulita respondió, «Bueno, está bien. Vamos a comprar más poción para la Chichona. ¡Manchego! ¡Manchego! ¡Ven mijito que necesito de ti un favor!» En dos segundos, la carita de Manchego se hizo manifiesta entre las puertas del establo, «Si abuela!? Me has llamado?» «Por su puesto mijito. Necesito que nos hagas un gran favor. Necesito que vayas al pueblo, a casa de Ramancia, y que compres una nueva poción para la Chichona. Pero procura que esta nueva poción sea el doble de fuerte. Que ya la reserva de huevos se ha acabado y necesitamos poner más! Ya ves que hoy por la mañana tuviste que comer avena tostada de la semana pasada. Necesitamos más huevitos para tu desayuno. Andando pues que el día se mueve.» «Muy bien. Se puede…» «Si, si se puede. Dile a Luchy que te acompañe. Anda pues. Pero antes dile a Balthazar que tu clase se va a retrasar una hora si mucho. Pero corriendo mijito porque el día se hace corto en vista de ausencia de trabajo!» Entre atraso y atraso Manchego y Luchy partieron hacia el pueblo montando a la Sureña dos horas más tarde de la hora propuesta por Lulita. Cosa que no le cayó en gracia ya que el trabajo en la Finca se estaba atrasando, y Balthazar, de seguro, no perdonaría estas horas perdidas a Manchego. Más bien, de seguro y por la tarde lo tendría pagando el precio de su ausentar con horas de labor extra. Quizá hasta lo levantaría una o dos horas antes con tal de alcanzar el trabajo perdido. El caballo blanco estaba emocionadísimo de ser llevado al pueblo. La yegua iba a poder exhibir su belleza y su cabello largo y sedoso que blanco y perloso iba a impactar a todos aquellos que pusiesen un ojo sobre ella. Quizá hasta la gente se hincaría ante ella pensando que era un unicornio traído de los cielos o los sueños de algún infante dios. Sobre la avenida de los Finqueros Luchy y Manchego montaban hacia el pueblo en paz, hablando de sus típicos chismes, incitados, más que todo, por Luchy: «Hablan pestes del pueblo Manchego. Cuentan que por el Sector Pobre las cosas están sombrías y que la violencia no hace más que aumentar en su proporción, y que muchos mueren a diario. Peor que las muertes en una guerra dicen. Cuentan que los de la mara Burhla están causando estragos en el pueblo. Las matanzas son grotescas y numerosas. Mueren casi diez personas al día. Da miedo pensarlo. Mi mami dice que le contaron que ya van más de cinco casas que son saqueadas por la noche por asaltantes que entran, amenazan a muerte a sus víctimas, se roban todo, y dejan el lugar seco y desprovisto de toda posesión material. Es cosa seria Manchego. Nunca antes el pueblo había visto tanta violencia. ¿Por qué estará pasando todo esto?» Manchego sabía que era preocupante. Al igual que sabía que era peligroso y que debían de tener una máxima precaución a la hora de andar por el pueblo. Pero en este momento no deseaba hablar de la desgracia de otros y de la inmundicia que sobrevenía a aquellos menos afortunados. Porque hablar de ello opacaba la luz en su mente. Tanta desgracia, tanta matanza, tanta infortunio en los inocentes era algo deplorable, que quizá, y el dios de luz, Alac Arc Ánguelo, nunca permitiría de estar vivo. Era una lástima escuchar tales chismes. El pueblo nunca debió de haber llegado a tal punto de desgracia. De haber sabido cómo y lo hubiese prevenido, porque tales situaciones se dan a largo plazo, y de saber su receta y rápido hubiese intervenido para prevenirlo. Pero carecía de la habilidad para alterar el curso de tales situaciones, y lo único que le restaba en sus manos era la capacidad para ayudar y manipular aquellas cosas a su alcance. Deseaba descansar y alejarse de todo. Perderse por un instante con las fibras del viento y flotar entre las nubes y navegar con ellas sin preocuparse de su destino. Solo relajarse un tanto, porque estos últimos meses han estado fuertes y pesados sobre su hombro. Balthazar es un maestro exigente. Tanta información que Balthazar estaba inculcando en su mente estaba a la vez causándole lobreguez y una abrumante mentalidad. A veces hasta le costaba pensar de lo aturdido y abrumado que se sentía. Y aún más, estaba desvelado. Balthazar no lo dejaba dormir hasta que todo estuviese hecho. Y lo que más le tomaba tiempo era vigilar los cultivos y su crecimiento. Porque Balthazar en eso era meticuloso. Cualquier anomalía o cualquier detalle fallido en los cultivos y ahí estaba Balthazar encima, asegurando todo lo posible para que esa planta llegara a su futuro florecer y así dar el usufructo. No había forma que algún detalle escapasen las manos de Balthazar, era como si tuviese ojos por todos lados, o quizás, como si las plantas o la tierra misma le hablara de los errores que Manchego estaba haciendo. Porque en veces ni estaba por verse Balthazar, y le hablaba de sus errores como si hubiese estado entre las manos de Manchego. Y al inicio, tal vigilia se sintió buena y daba noción de prosperidad y aprendizaje, pero ahora, era tan fuerte esa presión que no lograba sacudir el sentimiento horrendo de una gran piedra sobre sus hombros. Era como tener una responsabilidad gigante cual no lo dejaba en paz. Y ahora, por fin, luego de meses, había tenido un recreo entre el trabajo. Balthazar no lo dejaba tener recreos durante horas de trabajar, y este pequeño mandado que Lulita le había encomendado era la perfecta oportunidad para escaparse un rato de las labores y la responsabilidad. Para Balthazar la hora del almuerzo era estricta, eso es, una hora y no más. De pasarse la hora y lo dejaba sin dormir, cuidando de algún cultivo o leyendo algún pasaje de los tomos de agricultura. Esto era peor que cualquier colegio. Peor que cualquier institución. Era estar con un tutor omnipresente, que casi, que está entre la mente de Manchego, e incluso, ¡le instila lecciones entre sus sueños! ¡Qué nivel de presión! ¡Ni los guerreros Fark-Amon reciben tal doctrina! Y ellos son reconocidos por recibir un entrenamiento riguroso desde los siete años de vida, cuando son destetados de su casa y forjados con hierro, látigo, y sudor de mano sobre piedra. Manchego se sintió mejor al desahogar su mente, y viendo el paisaje, se perdió entre él, y continuó su camino sin novedad. Pronto fue que arribaron al final de la Avenida de los Finqueros y salieron por su garita aviejada y se cruzaron con la intersección de Los Encuentros. Se encaminaron hacia la entrada del pueblo, eso es, la Garita Saliente. Antes de tomar la calle, se cruzaron con un jinete y su yegua, una yegua negra, negra como la perla del mar entre la boca de la ostra de las profundidades más distantes, bella y ágil, diestra y audaz, cuyo nombre iba por Jacinta. El jinete dijo, «¡Pero si sois Manchego y Luciella! Mis grandes amigos que bueno es veros de nuevo. Me complace profundamente veros tan joviales y llenos de vida. ¿Qué es de vosotros? ¡Qué llevo meses sin saberlo!» Los niños estuvieron a punto de responder, cuando Don Ingrio dijo, «Mirad que ando en apuros que mi sobrino hoy llega a casa. Es mi sobrino aquel que les conté que se está entrenando en Omen para ser un Brutal-Fark o guerrero Fark-Amon, como deseéis llamarlo. Ha venido porque tiene vacaciones y desea tiempos pacíficos, lejos de las grandes ciudades. Mirad, tengo que correr. Estáis invitados cualquiera de estos días a mi Finca. ¡Solo recordad que tenéis que tocar la campana! ¡Habrá pie esperando y mucha miel! ¡Nos vemos!» Manchego y Luchy vieron a Don Ingrio desaparecerse como estrella fugaz, tan sólo dejando rastro de su presencia como una nube escasa de polvo que pronto revertía a estar inerte sobre el suelo. «Es rápida, Jacinta digo», dijo Manchego. Y la Sureña, celosa, hizo un movimiento que casi bota a Manchego y a Luchy. Rápido el pastorcito dijo, «¡Pero no se comprara con la belleza y astucia de la Sureña! Eso nunca!». Pero fue irremediable el daño causado al orgullo de Sureña, quien durante todo el viaje, ignoró a más de la mitad de los comandos dados por el pastor. Varias nubes cursaron el cielo en forma completamente aleatoria y errática. Algunas más altas y otras más bajas. Otras más densas y otras más livianas. Unas de color grisáceo y otras de color algodón pardo. De diversas figuras y formas, entre ellas unas abombadas como bombáceas nebulosas, otras como espigas de trigo que rascan los polos de la tierra, y otras en forma de manta rayada que pareciera ser una red que sostiene a las estrellas de chocarse contra el suelo. Unas de esas nubes cursantes pasaban frente al galante orbe solar, y por lo tanto, provocaban episodios de sombra y parchante oscuridad, tipo eclipse, pero más liviano el cambio de intensidad solar. Por fin fue que llegaron a la Garita Saliente del pueblo, y sin tener que preguntar, sin tener que avisar, o enterarse del chisme, se dieron cuenta que algo estaba anormal. Y no solo anormal: más bien, profundamente anómalo. Había una cantidad exagerada de guardias custodiando la garita, como si estuviesen vigilantes ante la marcha de algún enemigo invisible. Pero los guardias no estaban en sus puestos como labradores bien portados y firmes. Estaban siendo animales y bestias, tocando a mujeres dignas, abusando de su poder, mientras usurpaban de propiedad ajena de aquellos hombres honrados de su trabajo que con su labor y sudor se han ganado las monedas y el pan. Pero a los labradores del Alcalde poco les importaba, y como bestias poseídas por el demonio y sus látigos, comían con la boca abierta el pan del hombre usurpado, botando migajas al suelo, mientras bebían cerveza comprada con monedas ajenas, y pateaban cajas y machucaban gente inocente sobre los pies con sus botas metálicas, los inocentes implorando una justicia invisible, intangible, e inexistente. Manchego supo que debía de largarse, y más, lo sintió en la inquietud de la Sureña quien estaba sin ganas de entrar en belicosidad. Caballo de guerra entrenado, caballo de guerra forjando su naturaleza. Sin desearlo la yegua, ya sus narinas estaban abriéndose y cerrándose con una respiración pesada y profunda, como si su sistema de alarma y alerta se hubiese activado ante la vista del peligro en marcha. Los guardias de la garita parecieron advertir la presencia del caballo blanco, que causaba, en todo espectador nuevo, un terrible impacto de admiración y esplendor. Claro, que cuando la encantación murió, los guardias rápido tomaron conciencia y se interesaron por el jinete, su pasajera, y el caballo diamantino. Manchego urgió a Sureña que se largaran, jalando la rienda tan fuerte como pudo, pero Sureña estaba solidificada ante la emoción de furia y belicosidad. Ella quería un enfrentamiento. Y por su forma de haber sido entrenada, quería enfrentarse ante estos perros hasta la muerte. Sureña pareció cobrar rubor en sus ojos y de sus narinas vapor se pudo visualizar, como un jinete del infierno, que únicamente por su piloto los guardias se atrevieron aproximarse, olfateando como perros el fetor a miedo del jinete, y también como perros, olfateando la presencia de una mujer bella, aunque fuese tan solo una niña, pero perro es perro ante la búsqueda del sexo opuesto, sin discriminar su postura en el mundo. A ellos, poco les importaba la edad de sus víctimas. Ellos solo querían pasarla bien y hacer de las suyas, probar sangre, y derramarla de la forma más grotesca y creativa. El capitán del conjunto de guardias fue quien habló inicialmente, «¿Y qué pretende hacer un caballero tan notorio como usted mismo, por estos rumbos, si fuese tan amable de aclarármelo señorcito, porque no comprendo que es lo que usted hace por aquí? Mucho menos que es lo que hace con tan fina la montura y con una putita tan bella que ha de follar como tan bien como lo expresa su cuerpo inmaduro, que más pareciera pertenecerme a mí o alguno de estos finos soldados que a un patojo desnutrido, ave de codorniz, como lo es usted mismo, mi señor, oh, mi señor tan fino.» El grupo entero de soldados se echó a reír ante la burla de los jinetes, y entre ellos se pasaron la botella de agua ardiente, bebiendo sin piedad por su hígado, algunos ya con el casco torcido y la lanza apuntando hacia carnes ajenas de la ebriedad en curso. Pero el capitán no estaba consciente de su posición tan lábil y escueta. Y tampoco estaba consciente que estaba lidiando con una yegua de guerra cuyo temperamento oscila más rápido que la fracción del segundo que se pasa en vuelo. Y tampoco estaba consciente que el caballo de guerra lo tenía más que medido: lo tenía calculado, olfateado, y ya con las letras de su sepulcro inscritas en su frente. El capitán, con mucho desdén y poco respeto, empezó a romper la barrera de distancia que lo separaba de la letal Sureña encabronada, diciendo, «Mi caballito lindo que tan blanco que eres que pudieses ser nube y nadie lo dudaría. Pudieses ser una gran puta blanca y mira que bien yo te daría lo bueno. Pero eres una yegua inservible, a quien vamos a tener que llevar en custodia, y a vuestro jinete, atarlo contra un poste y darle una paliza inolvidable con un látigo, mientras, a su linda dama le damos una buena sacudida entre unos tres soldados para que conozca la verdadera definición de un hombre. Haber, preciosa, ven a papá, que papá te va a dar lo tuyo.» Y poniendo sus labios en forma de un beso vulgar y desagradable, no tuvo conciencia el capitán que esa fue la gota que rompió las barrearas del umbral de violencia … muerte. Con extrema agilidad la Sureña tiró su peso hacia sus patas delanteras, y como pivote, permitió que giraran con la fuerza para permitir un movimiento continuo y fluido: Con su cadera y piernas al vuelo, hizo un giro de suficiente gravedad para ajustar los cascos de sus patas traseras ante la mira de su volátil paciencia, y media vez encajado y fijo el blanco, como un resorte, una cobra en carga, una ballesta impaciente, soltó la tensión de la cuerda, y como una serpiente sus patas traseras volaron en dirección del capitán, quien seguía haciendo muecas de besos vulgares y no advirtió signo del anuncio acelerado de su muerte. En menos de un segundo las patas de la Sureña alcanzaron el blanco, el pecho del capitán, y desembocando una inigualable potencia hizo contacto con la superficie del tórax del mismo, cuyo estrépito fue una detonación de aire y hueso, sangre y aire disuelto en brasas de furia e infortunio. El cuerpo desanimado del capitán cayó al suelo luego de viajar por el espacio longitudinalmente, seguido por la lluvia de saliva y sangre, cual la explosiva fuerza expelió de sus pulmones y de sus tripas reventadas internamente, y a metros de distancia, el cadáver estuvo inerte, con más de cinco costillas fracturadas, la cabeza dislocada, y un charco de sangre putrefacta contaminando la tierra. Los soldados no tuvieron tiempo de reacción, y la Sureña, bañado en sangre su hocico, enfurecida, soltó una y otra patada a dos soldados, quienes cayeron, muertos sobre la tierra, sus pulmones colapsados, uno por uno. A otro soldado le mordió con toda potencia en la nariz, arrancando un pedazo de ella, y luego, con las patas delanteras, lo derribo al suelo, en donde, como niño pisoteando el cascaron de un huevo, la yegua hizo con los huesos del soldado, cuyo último suspiro fue dado al destrozarse su fémur bajo el peso y potencia del caballo de guerra. Por alguna gracia Luchy se aferró con toda noción a Manchego, quien contaminado con la efervescencia de Sureña se apretó a la montura como garrapata, viendo la violencia arrancarles la vida a los soldados inmundos. El otro resto de soldados estaban ebrios y parcialmente conscientes, y les tardó segundos realizar lo sucedido. Y al cabo de tener sus lanzas listas y espadas de fuera, la Sureña ya había entrado por la Garita Saliente del pueblo, cabalgando como un derrumbe de nieve cuyo paso nunca se detiene. Los soldados la siguieron, gritando y soplando sus pitos, pero era ya muy tarde. Manchego y Luchy estaban contaminados con la rabia de Sureña, quien cabalgaba como si no hubiese un mañana. Y bien que lo hizo, porque las imágenes que vieron los niños del Sector Pobre fueron aterradoras: gente en la calle muerta, a la orilla de la banqueta; niños desnudos empanzados con lombrices; perros callejeros derribando a un mendigo a quien pronto harían cena; mujeres siendo violadas por asaltantes; niños siendo raptados; buitres nutriéndose de los escombros. Todo era un caos. Absoluto caos. Pronto fue que la Sureña dio paso sobre las calles de piedras, indicio del Sector Medio del pueblo, en donde, la inmundicia no era explícita como en el Sector Pobre, sino más bien, su pesadumbre era algo olfateable y palpable en el ambiente. Era la gente. Eran las casas. Eran las calles. Eran los guardias marchando en escuadrones de seis, eternamente vigilantes. Un estoque a miedo y a violencia se husmeaba. La gente caminaba con la vista al suelo, rápido, sin dudar de sus pasos, temiendo que hacerlo significaría ser un sospechoso ante los labradores del Alcalde, con garantía de una buena paliza, de ser mujer una buena manoseada, y de ser hallado sospechoso de cómplice contra el gobierno del Alcalde, llevado al Calabozo y torturado, quizás, a aparecer meses después entre el Río Márgades, flotante boca abajo, cuerpo hinchado de aguas salobres, cuerpo sin potencial de ser identificado de la maceración tan severa sobre su faz. Algunas de las casas estaban totalmente selladas. Algunas de ellas, selladas y vacías por dentro. Tablas de madera fueron empalmadas en las ventanas y las puertas, como si se tratase de fantasmas y diablos a quienes estuviesen ahuyentando. Como si el demonio lo tuviesen en la esquina, temiendo que entrase, y así, sellando las ventanas y las puertas lo despojarían de una vez por todas. Pero varias de las casas ya selladas estaban vacías por dentro. Quizás, sus habitantes estaban muertos, arrojados sobre el suelo, ensangrentados, colapsado su cuerpo y su alma bajo la violencia de un pueblo en caos. Quizás, huyeron hacia algún otro pueblo en donde la corrupción humana aún no había sido afanada por los demonios. Algunas otras casas estaban totalmente descuidadas, las puertas despintadas, y preciso, en una de ellas, la puerta de la entrada a la granja estaba mal cerrada y sus tornillos oxidados, cuyo viento la somataba una y otra vez tras vez contra su candado mal puesto, resonando el timbre diáfano de la muerte. Sobre un poste de luz roto un búho negro de ojos amarillos intensos soltaba su grito solitario. Un grito poético. Rítmico y moribundo. Anunciando la vista de carroña y desalojo, muerte y soledad. Manchego y Luchy se juntaron el uno al otro, y la Sureña que aun respiraba pesado, se tornó frenética, viendo de lado a lado, vigilante ante la vista de algún malhechor. Y cada vez que un escuadrón de guardias pasaba por la calle trotando, y su pito resonaba alerta, Manchego y Luchy se tensaban y la Sureña prendía fuego en los ojos, y de sus narinas vapor emergía como singo ominoso de su belicosidad. Algunos de los pueblerinos huían ante la vista del caballo blanco aperlado de la Sureña, temiéndole por su belleza, sabiendo que algo de tanto aprecio de seguro llamaría la atención. Y se alejaban no por miedo, pero por saber que de seguro algo de tal valor llamaría la atención de los guardias. Pocos, pero muy pocos, admiraban al jinete en su corcel aperlado, e incluso algunos se hincaban, pensando, que quizás, había arribado un ángel a salvarlos. Pero rápido era que algún escuadrón patrullero resonaba sus botas sobre las calles, y veloces, temerosos, los pueblerinos salían corriendo hacia sus casas, a refugio, a donde sea que las patrullas no dieran con su carne. Pero la Sureña llevaba la cabeza en alto, orgullosa, y esplendida, marchante ante una amenaza omnipresente, cual ni cosquillas parecía hacerle. Más bien, el factor miedo y el factor temeroso parecían potenciar su defensa y su fuerza, y trotaba galantemente, al mismo tiempo, mostrando una musculatura superior y excelsa, que delimitaba su capacidad para ser de guerra y de violencia extrema. A todo esto Luchy y Manchego estaban tensos y llenos de miedo. Aun no estaban listos para realizar el hecho que la Sureña había matado a varios guardias en menos de diez segundos. Aun no estaban preparados para realizar el hecho que la Sureña era mucho más de lo que ellos pensaron en alguna ocasión. Que tenía tal hábil capacidad para eliminar a sus enemigos. Y claro, era bien sabido por ellos que la Sureña y Granola eran caballos de guerra. ¡Pero nunca habían imaginado que a tal el nivel! ¿Sería Granola igual de feroz o inclusive hasta más que la Sureña? La Sureña parecía marchar en otra dimensión, en otro tiempo, y en otro espacio. Los guardias parecían no advertir la presencia de un jinete cuya presencia era imposible de obviar. Pero quizás, la potencia de la Sureña era tal que los guardias ni atrevían a desembocar su malicia sobre tal el oponente, y obviando su existencia, preferían escoger a la víctima más débil; al pueblerino sobrecogido por la desgracia que le acaparaba. Luchy y Manchego no decían una palabra. Estaban impactados. No podían creer lo que sus ojos les presentaban. La realidad no podría ser más turbulenta. O al menos, no en ese momento. El fetor a miedo era omnisciente, y los niños estaban al borde de soltar el llanto. Porque esto no era lo que ellos recordaban del pueblo. Esto no era lo que ellos deseaban por su pueblo. Y lo que más molestaba ver, era a repartidores de volantes vestidos elegantemente, repartiendo la propaganda del Alcalde, sonriendo a cada persona a quien le decían, «Buenas tardes amigo. Tenga. Ayúdenos a hacer nuestro pueblo mejor. Juntos entre todos podremos salir adelante. Estamos trabajando por tu futuro.» Uno de los repartidores, vestido de elegancias y ornamentos, vio a Manchego directo al ojo y sus pupilas se fijaron en materia cósmica. El contacto fue corto, pero entre la mirada de ambos se intercambió una escena de violencia y batalla, una guerra pura entre el bien y el mal. Los ojos del repartidor emanaban una fuerza pulsátil de odio y rencor, mientras los de Manchego hicieron lo posible por combatir esa fuerza. Y por un instante, pero por tan solo un instante, una luz blanca irradió como aura alrededor de Manchego. En ese mismo momento el repartidor sufrió un insulto gravísimo que lo arrojó al suelo, en donde, impactado por luz divina, salió corriendo como perro con la cola entre las patas a esconderse entre la sombra, sitio en donde pertenecía aquel malhechor. Y entre la sombra, se recostó contra la pared, temiendo a salir a la luz del día por la presencia de ese ser tan extravagante a quien había tenido el infortunio de toparse. Luchy no se dio cuenta de lo sucedido, y tan solo sintió calor alrededor de ella, como si tan de pronto hubiesen pasado sobre una caldera. No advirtió que Manchego había sido el origen de una fuerza implacable, pero algo que sí le llamó mucho su atención fue ver que llevaba ahora la mano entre una de las bolsas de su pantalón. No sabía que había dentro de ella. Pero a lo mejor y era algo de valor, quizás un artefacto que potenciaba su coraje. Y aunque ella no lo sabía, Manchego apretaba entre su mano el Nuez de Teitú. Algo que él tampoco comprendía en su totalidad. La Sureña fue el único ser vivo que sintió la irradiación emanada por Manchego, y sintiendo la energía positiva elevó su estado de ánimo y su coraje a su máximo resplandor, y el caballo de guerra se incineró de pasión. Y con inmensurable fuerza empezó a cabalgar como hacia los flancos de un ejército audible tras las montañas, y de sus narinas fuego quiso emerger, aunque vapor fue lo único que obtuvo. Y de sus ojos lágrimas se desbordaron, intensas emociones recorriendo su cuerpo entero por el destello de luz divina que sobrevino su alma. Como rayo de luz de oro y marfil el caballo de guerra atravesó las calles sin incidentes, hasta dar, como flecha de Cupido, directo al corazón de su misión: justo frente a la casa de Ramancia. Luchy estaba aferrada a Manchego como una garrapata con ninguna intención de soltar la seguridad de su montura. Pero luego de segundos de permanecer la Sureña inmóvil, los niños cobraron confianza y lentamente descendieron del caballo. Ni una palabra fue dicha. Estaban concentrados en sus pensamientos de pánico y temor, al igual que pensamientos de tristeza y enojo. Ambos lamentaban el haber visto el deterioro tan pronunciado del pueblo. El cómo los labradores del Alcalde estaban acosando a los pueblerinos y causando terror entre ellos. El desborde de las maras en el Sector Pobre. Todo en sus mentes revolcaba a dar un remolino de grises y negros, melancólico canto de muertes inocentes y víctimas en llanto. Por otro lado estaban impactados con el desempeño de la Sureña. Claro es que es un caballo entrenado para la guerra, pero nunca la habían visto entrar en acción. Y hoy, como bruta y bélica fiera, se dispuso a soltar su furia sobre malhechores, y más que competente fue su reacción, como si hubiese nacido para realizar tal papel de destrucción. Estaban impactados con el ver su lado furioso, exaltados, y al mismo tiempo llenos del furor por destrozar a esos que buscaban aplacarlos con fuerza. Pero no dijeron nada entre ellos. Porque sus ojos dilataban el mensaje. Palabras eran innecesarias. Y juntos, sabiendo lo que debían de hacer, entraron a la tienda de Ramancia. Al llegar a la puerta, no les sorprendió encontrar pegado sobre ella un volante de la propaganda de Feliel. La imagen del Alcalde estaba corroída por el paso de gotas de agua y tierra, modificando su rostro con una nube negra tras su faz. Un escalofrío corrió la espalda de Manchego, aunque, en ese momento no supo porque lo fue así. Al estar adentro, Manchego se sorprendió de encontrar todo exactamente igual a como lo había visto meses atrás. Únicamente había un solo cambio, y era que estaba profundamente empolvado y lleno de telas de araña. Arañas negras y globosas con burbujas de fango como ojos, colmillos largos e imperantes dispuestos a inyectar sus jugos digestivos a cualquier cosa viviente, arañas detestantes de la vida, odio entero al mundo mismo que las hizo, arañas malévolas que destilaban un sentimiento agrio de desconfianza. De pronto una sombra tomó el cuarto, como si algo hubiese pasado frente al sol y opacado su luz. El ruido normal de la atmosfera fue aplacado por una fuente inconcebible, pero fue como ser sumergido bajo agua por un instante, y retornar a la normalidad en otro. Y súbitamente, la sombra se levitó del sitio, pero la mala espina de su presencia permaneció intacta. Luchy ojeó el lugar, sospechosa de todo aquello a su alrededor, y al no encontrar nada relevante, dijo, «¿Dónde crees que podrá estar Ramancia?», preguntó Luchy inocentemente, y Manchego estuvo a punto de responderle, cuando de pronto, escuchó unas voces. Hablaban quedo, pero la voz oscura y fuerte estaba dando unas órdenes ininteligibles a alguien más. Ese alguien más respondió con una voz quebrantada, la voz que uno podría emitir únicamente bajo una situación tenebrosa, en donde se teme por la perdida, no de la vida, pero de la vida y del alma. Las voces se callaron y de pronto la puerta detrás del mostrador se abrió, y dio paso a una figura humana, mujer por lo visto, demacrada. Al inicio Manchego y Luchy estuvieron a punto de salir corriendo en vista de un animal silvestre y peligroso. Pero al escrutinio visual notaron que se trataba de una señora ya grande, abolida por el paso del tiempo, su pelo desatado, acolochado, no por su raíz natural rizado, sino por el abuso de alguna fuerza sobre él por manos ajenas. Se presentó con ojos hinchados por aparente llanto, y una pesadumbre gamonal, quizá, más grande que andar con una piedra sobre los hombros. La señora emanaba profunda tristeza. Y algo en ella parecía estarse disolviendo con el viento. Como el cadáver en putrefacción que ya se torna en polvos, cuyos escombros son acarreados por el viento, el cuerpo una vez formado por vida, ahora pasando a ser parte del todo y de nada. Ramancia se miraba en el peor estado concebible por mentes pesimistas, y no era una imagen. Ramancia estaba en sufrimiento evidente. Manchego y Ramancia cruzaron miradas, y algo entre Manchego estaba diciéndole que no debía de despegar la mirada de los ojos de Ramancia. De los ojos de la bruja, una lágrima brotó del manantial de su vista sufriente. Un manantial que hablaba de tiempos pasados y mejores, como el bosque verde y silvestre, denso de vida y verdes salvajes, ahora en cautiverio y degenerado al punto de estar por completo erosionado el manantial. Un manantial ya no de aguas claras o de arenas puras, pero de aguas socavadas con el tiempo por agrios desechos y arenas ahora venenosas, color café mugriento, quizá polvo de la muerte, polvo de la esfera de lo inexistente. La lágrima que brotó del rostro de la Bruja hizo que un rayo de luz que justo pasó por su centro se quebrara en sus colores primarios, y esencias de rojo, azul, y amarillo volaron al ojo de Manchego y se plasmaron en sus pensamientos, y tuvo una imagen grotesca de sufrimiento y llanto: la imagen del manantial socavado. Luchy estaba petrificada. Nunca había visto a Ramancia en un estado tan deteriorado. Verla en sus tiempos buenos era verla temerosa e intimidante; pero ahora realizaba Luchy que tal propiedad de la bruja de provocar esos sentimientos de temor era propio a ella y le pertenecían a su naturaleza. Esos rasgos ahora ausentes, y curiosamente siendo algo no confortante de estarlos ausentes, fue más bien perturbante por ser algo anómalo que carece de sus características esenciales que lo hacen, cuales en Ramancia la hacían ser ella misma. Ahora era ver a una sombra, a un espectro, a una estatua mal gastada por el tiempo, un fantasma opacado por su propia inmundicia, una idea deteriorada por la corrosión del pensamiento odioso; como el remolino de un acumulo de polvos que pronto cesa de girar, decae, y reposa en el suelo como fragmentos de una memoria errada. Manchego estaba a punto de hablar, pero no lograba escupir las palabras de su boca. Algo le decía que mejor no hablara en ese momento. Sentía la mala espina. En todo el lugar sentía la mala espina como si las paredes mismas estuviesen embadurnadas de un odio tan palpable como el aire que sopla de una boca de mal aliento. Algo estaba totalmente fuera de lugar. Algo no encajaba. Algo terrible. Algo malévolo. Malhechor. Algo estaba del todo incorrecto en ese instante. Manchego y su fuerza entera focalizada estaba concentrada en apretar el Nuez de Teitú como si fuese una fuente exógena de poder y bienestar, cosa que lo hacía por gracia de algún milagro, porque Manchego nunca estaba consciente de estar apretando el Nuez de Teitú, aunque, los ojos de Luchy si notaron la presencia de ese algo entre su bolsa. Algo pareció rajar la madera del techo de la casa de Ramancia, algo con terrible peso que parecía estarse apoyando sobre el techo entero de la casa. Toda la madera tronó simultáneamente, un peso inmundo sobre el techo oprimiendo su estructura. Algo de pecho pesado y superficie amplia. Ramancia tembló del miedo y sus ojos se movieron de lado a lado, y bosquejaron el techo entero como si supieran que entre sus grietas el diablo estuviese escudriñando su figura con uno y mil ojos de extrema malicia. De nuevo, la madera entera de la casa tronó con un graznido terrible, y Ramancia estuvo a punto de convulsionar. Su respiración se tornó rápida. Sus labios los mordió sin cesar, entre las aperturas de su mordisqueo gotas de sangre brotaron a disolverse entre la saliva de su boca. Mientras, los niños tan solo podían observar los efectos que esta presencia estaba forjando sobre la bruja de Ramancia. Y estaban impactados, inmóviles, tomados por completo por el fenómeno que estaban viviendo. Ramancia estaba siendo vencida bajo un peso incalculable. El temor de Ramancia era tal que los niños inmediatamente recibieron sin amor y sin gracia la potencia de su radiación, que pronto, como veneno que brota entre la sangre, invadió su cuerpo, su mente, y su alma. Y esa cosa que parecía estar reposando sobre el techo entero de la casa de Ramancia se quedó inmóvil, pero su presencia fue omnipresente, pesada, y lúgubre. Los ojos de Ramancia cesaron de bosquejar el ambiente, como si supieran, que finalmente, era irremediable su muerte, y no había posible escape. La sangre que de sus labios efluía logró organizarse en una confluencia céntrica y dramática de rojos purpúrea, que culminaron en dejar caer al suelo y entre el aire a una gota sanguinolenta, cuyo golpe contra el suelo fue la pauta que marcó el final del sufrimiento: como el colapso del cadáver contra la tierra que ha cesado de luchar por la vida, y que pronto, será cubierto por los polvos de la tierra y enterrado por siempre a ser no más que una vaga y distante memoria, fragmentada por los vientos sosegados. Ramancia dijo en palabras muy quedas luego de recobrar su compostura, «Nos están vigilando. Ay … cosas que están pasando que vosotros no podéis comprender en este momento, y quizá, lastimosamente, cuando lo comprendáis, será ya demasiado tarde.» En ese momento las grietas del techo parecieron abrirse, como si el ojo del diablo estuviese curioso por escuchar las siguientes palabras de Ramancia. La bruja tembló del miedo y puso su palma sobre su pecho, como asegurando a su corazón palpitante que pronto todo estaría arribando a su fin, «Yo estoy muy … limitada en mis palabras y puedo no divulgar directamente lo que quisiera decir. Pero sepan que nos están viendo. Cada momento, nos están viendo. Hay espías por doquier. Espías en lugares donde no lo imagináis, gente que no lo imagináis. Su fuerza posee lentamente a algunos, mientras otros, sucumben bajo su progreso. Pero nos miran. Y nos estudian. Y vienen. Lentamente vienen. Y marcharán sin remedio alguno.» El techo pareció tronar de nuevo, como si las palabras de Ramancia hubiesen alterado la comodidad de esa cosa que reposaba sobre el techo. Y Ramancia dijo, temblando su voz, tratando de ser lo más normal posible, «Dime Manchego, ¿en qué puedo ayudarte?» Manchego supo que era un acto, y dijo, sabiendo que lo suyo era realmente una necesidad, «Pues em… necesito otra poción para mi gallina, porque la pasada parece haber hecho su efecto, pero le falta fuerza. No logró en su totalidad revertir el problema de la Chichona, necesito algo más fuerte.» Ramancia dijo, temblorosa, mientras entregaba una poción naranja y efervescente, «Serían cinco coronas chiquito. Aplica esta posición del mismo modo que aplicaste la previa. Pronto verás que todo estará bien.» Pero en los ojos de Ramancia algo anunció que todo no estaría bien, y sus ojos se concentraron en las pupilas de Manchego, y sintió que un dedo invadió su mente, donde escuchó la voz de Ramancia, clara e inconfundible, en tiempo real y espacio verdadero, aunque sus labios no se movieron del todo, y le dijo un acertijo que no supo interpretar en ese momento: Los que siembran con lágrimas Las semillas entre negra lumbre, Entre ocaso ennegrecido La tiniebla sobre alumbre; Todo un mar ensombrecido, Convoca de la tierra a Thórlimás. De la Tierra de Tutonticám, Olvidada la remota y bella Teitú, Se encamina fuerte sobre el velo Sobre barcos blancos de bambú, Navegando sobre morado el cielo, Un Guerrero de los Naevas Aedán. Tiempos del Caos lo pasaron, Sobre la Guerra de un Lamento, y Entre sus pilares tan fuertes, Donde brillaba su aposento, Días vivieron en paz inerte, Lugar que resta destrozado. Canta la vieja Lírica del Viento, que El que carga el saco de Semilla, Pesado y lúgubre sobre su hombro, Pronto brillará con luz y alegría, y Desvanecerá su noche del escombro, Y nunca por volver su descontento. Ramancia dijo, en apuros desesperados, como agónicos y rellenos de angustia, «Eso será todo niños. Adiós. Váyanse. ¡Y nunca volváis a esta casa! ¡Nunca! ¡Está maldecida! ¡Está maldecida que les digo! ¡Huid! ¡Por los dioses huid!» En ese instante una sombra negra pareció crecer alrededor de Ramancia, como si un fuego interno la estuviese consumiendo, y empezó a llorar quedamente, como esperando ese momento de muerte que la llevaría a los escombros del infierno. El techo de la casa y sus grietas tronaron con tanta intensidad y con tanto eco que pareciera ser que una terrible fiera hubiese abierto su boca para devorarse a la bruja. Ramancia nunca tomó el dinero de la mano de Manchego. Quizá era ya obvio que el dinero no era necesario, porque el dinero, nunca llegaría a remediar sus problemas. Sus problemas trascendían todo medio físico y mundano, al ser su opresor incorrupto ante medios tan vanos y vacíos, tan solo medios que resuelven vanidades y egoísmos tan volátiles del humano. Manchego y Luchy no demoraron un segundo más, y salieron disparados de la tienda de Ramancia, como si los látigos del infierno estuviesen lamiendo su piel. En las afueras el sol de la tarde pegó sobre sus rostros y por un instante estaban encandilados con la luz brillante de un cálido, pero extraño día. Sus sentidos aún no se habían adecuado a una atmósfera sana y libre de toda inmundicia, y sus corazones permanecían preocupados y agitados. Su piel pareció reaccionar ante un viento que ya no portaba consigo un veneno que no podría ser depurado por cualquier medio físico, quizá, únicamente espiritual, tal como el aire entre la casa de Ramancia. Y le tomó tiempo reconocer que aún estaba vivo y respirando. Sus ojos por fin concentraron un foco de luz palpable, y aun latente de cobrar toda función, fue que la desgracia no lo perdonó. Ajustando sus ojos y viendo las nubes fue que Manchego sintió algo colisionar contra su cabeza. No fue violenta su reacción, sino más bien, pacífica. Como si hubiesen sido mil libras de algodón o el dedo de algo divino hacerlo soltar las fibras de la conciencia. No sintió dolor, ni ardor, ni alguna queja de su sistema en contra del agente que acababa de resonar contra su cabeza. Se sintió volátil y liviano. En ese momento cualquier ventarrón lo hubiese podido levitar del suelo sin dificultad. Sintió que algo tocaba su cara, aunque no estaba seguro si era una mano, un pie, una piedra, o el suelo. Todo giraba en su mente y nada era sujeto a ser focalizado para luego ser analizado y percibido. Todo era ambiguo y lejano. Fue pronto que una de esas cosas flotantes se hizo sólida y tan física como una flecha, y escuchó gritos. Gritos de una niña y el frenético anuncio de un caballo de guerra entrar en belicosidad. Escuchó una voz que detestaba escuchar, pero no supo reconocerla en ese momento. Escuchó sus gritos que eran de pena y de angustia. Quizá estaba en terrible peligro. Pero toda noción pasó a ser parte de esa gran masa inexplicable que daba vueltas, y pronto, todo estuvo negro. Mowriz, o Malabrad como le conocían algunos, estaba parado al medio de sus dos amigos fieles, Findus y Hogue. Findus ojeaba suciamente a Luchy, saboreando sus pensamientos con la lengua limpiando el saliveo de sus labios. Su lengua parecía ser la de una serpiente, que entrando y saliendo logra olfatear lo que a su gusto está al acecho. Mientras, Hogue juagaba hacia arriba y abajo una segunda piedra con el nombre de Manchego en todas sus caras. El niño pelirrojo y gordo parecía haber cobrado fuego en sus pómulos, como si las brasas del infierno estuviesen presentes en una y cada una de sus pecas rojizas. La piedra subía y bajaba a su mano grasosa, y con una sonrisa deplorable de deshonra parecía querer escupir sobre algo, o alguien. Luchy les gritó en furia, «¡Dejadlo en paz! ¡Ya basta con esto! ¡Lo vais a herir gravemente! ¡Lo podéis hasta matar! ¡Idiotas! ¡Manchego no es más que un niño bueno que respeta y desea ser respetado! ¡Es bueno y sus intenciones son lindas! ¡Por qué no podéis simplemente dejarlo en paz y nunca más molestarlo! ¿¡Que es lo que queréis de él!? ¡Malévolos sois todos! ¡Alguna chispa del infierno arde entre vuestra alma!» Mowriz dijo, «¡Parece ser que tu putita también quiere una paliza Findus! Más vale que controles esa boca putita, o mira que voy a hacer que te duela tanto que no querrás hablar por el resto de tus días! ¡Ahora aléjate de esa cosa llamada Manchego, que vamos a darle lo que es bueno para él! ¡Vamos a enseñarle bien de una vez por todas! ¡Y zambullirle una enseñanza hasta en los huesos! ¡Ese fenómeno no merece la vida en esta tierra! ¡Aléjate!» Ante el grito, la actitud reactiva de Luchy fue abrazar a Manchego con toda su fuerza. Quiso cargarlo sobre sus hombros y llevárselo corriendo, pero ella carecía de la fuerza suficiente para hacerlo. Y la frustración estaba empezando a culminar en lágrimas escondidas. Malabrad estaba acercándose a Manchego, quien aún seguía delirando en el suelo, sin saber exactamente qué es lo que acababa de suceder. Pero ya los tres malhechores estaban acercándose a Manchego, y Luchy no encontraba solución alguna para remediar sus problemas, cuando vio una ventana de esperanza. Luchy dio tres pasos con velocidad, hasta estar justo en donde Sureña estaba amarrada a un poste. Y con carita de traviesa, desató la rienda de la Sureña, quien sacaba vapor por sus narinas, y sus ojos ardían con las brasas de mil soles. La Sureña sintió el peso de la rienda sobre el suelo, y supo que estaba libre para soltar su rabia. Mowriz ni sus amigos parecieron advertir el peligro en el que estaban, y caminaban confiados hacia donde Manchego aun deliraba sobre el suelo. Luchy, preocupada, regresó a donde Manchego estaba y lo abrazó protectoramente, instintivamente, amorosamente, desembocando su amor en entero incondicional. Cerró sus ojos, y rezó. Rezó porque estos malhechores no le hiciesen daño a Manchego. No, a Manchego nadie le haría daño. No, a Manchego nadie lo tocaría. Él nunca estaría en peligro. Manchego nunca estaría solo. Ella no lo permitiría. Ella no iba a dejar que Manchego estuviese en peligro. Protegerlo. Eso debía hacer. Pero ella no tenía la fuerza. La fuerza. Ella carecía de la fuerza bruta para protegerlo. Deseó ser un rinoceronte, o un león con garras cortantes. Pero lo único que le restaba era su poder de rezo; sin ella saberlo, mil veces más potente y voraz que la potencia bruta de quinientos leones en marcha. Y se dejó llevar por su energía benevolente, y entró en profunda concentración, olvidándose del mundo. En la mente de Luchy no había nada, no estaba nadie, no cursaba nada más que su clemencia. Y la fuerza de su rezo fue tal que fue escuchado por Manchego, de alguna forma misteriosa, y este, sin saberlo, soltó un pulso de energía radiante y angelical. Sureña sintió ese pulso de radiación divina, y como unicornio en guerra, soltó su fuerza macabra sobre los malhechores. Y como bestia tentada con rojas carnes y sangres frescas, cabalgó a su potencia máxima y arrasó con el cuerpo de Hogue al colisionarlo contra sus músculos potentes del pecho, y como un derrumbe implacable, sacudió las tierras con sus patas, rompiéndole una pierna, destrozándole más de cinco costillas de cada lado, a dejar su parrilla costal batiente, y sobre su cráneo y cara una, dos, y tres pisoteadas incurrieron sin piedad a matarlo. Encabronada y brutal en un segundo enfrentó a Findus, quien cobarde se apartaba de Manchego como si no tuviese algo que ver con su decaimiento. La Sureña en instantes lo tuvo entre el rapto de su bronca, y con sus dientes arrancó la oreja de Findus, y con sus patas delanteras rasguñó su rostro a pozoles, desgarrándolo como si fuese tela de una la pared a sus pómulos, a sus párpados, a sus labios, a su nariz, y a la piel de su frente, arrebatándole el cuero cabelludo, destrozando su belleza nata y dejándolo como una momia mal petrificada. El tiempo pareció paralizarse para Malabrad, quien tarde cayó en cuenta del peligro que corría su vida. Las puertas de la muerte empezaron a englobarlo, al estar la Sureña cargada como una cobra, lista para el ataque. Y con media vuelta y maximizada su furia, el caballo blanco desembocó el caudal de su furor, que como la fuerza de un río que pica piedras y cava tumbas, sobre el pecho de Malabrad con una patada la desembocó, quien la recibió ingratamente al explotar sus pulmones, volando sobre la tierra ciertos metros de distancia, al mismo tiempo que una nube difusa de sangre se expelía mordazmente de su boca, cayendo sobre el suelo su cuerpo inerme, inconsciente, incluso, quizá hasta muerto. Manchego sintió dos brazos fuertes cargarlo. Sintió un beso sobre el cachete. Sintió recaer sobre plumas. Sintió amor abrazarlo. Sintió paz. Luchy… IX Miasma Balthazar regaba las plantas que trepaban las lápidas del cementerio en la Finca, que como lagartijas unidas por la cola, se unían las unas con las otras, a formar intrépidas conexiones entre sí. Una por una el agua la regaba sobre ellas como pan de los dioses sobre bocas hambrientas entre el abismo de los pecadores. Si miraba alguna de sus ramas marchitadas, rápido la apartaba del resto que sanas lo estaban. De vez en cuando sus ojos vagaban por la engrabación en cada lápida y leía lo que decía en ella, y a veces sonreía, a veces, no hacía nada al respecto. Pero al ver el sepulcro de Eromes, bajó la cabeza al suelo, como estar ante un rey de tremenda impedancia, y no lograba alzar sus ojos para leer sus honores mencionados. Leerlos pudiese que provocarían frustración y dolor, memorando en su cabeza no solo a su amigo tan apreciado, sino también, las memorias de su pasado del cual aún huía todos los días. Enterrado seis pies bajo tierra, el cuerpo de Eromes yacía inerte, ya parte de la tierra que nutre a la misma grama, grama que pasa a nutrir a animales, y animales que se nutren de esos animales. Y a lo mejor y eso era el secreto de la Finca, aunque difícil de creer bajo métodos objetivos: La sabiduría y gracia de Eromes difundida en las tierras de la finca, nutriendo a toda hora y todo lugar a la flora y fauna que la habita. Su espíritu parte del mundo entero de la Finca el Santo Comentario, prisión y santuario para todos aquellos que llegaron a amarlo como persona, entre ellas, Lulita, Balthazar, aparentemente sus animales, Tomasa, y sus fieles trabajadores que lastimosamente estaban derramando sangre en las fronteras. Llevaba ya más de dos horas de estar atendiendo las plantas y la grama del Cementerio, y el búho negro de ojos amarillos no se movía de su lugar entre las plantas de un distante árbol. Lo había visto desde que ingresó al cementerio, pero bien, desde hace semanas había percibido su presencia como algo anómalo al santuario y al sentimiento que le provocaba la paz de la Finca. No era algo terrible ni algo mortalmente incómodo. Más bien, era como esa cosa que no debía de estar ahí, pero de estarlo, no molestaba tanto, como una hierba que crece al centro de una granja de flores. Pero todo buen granjero sabe que esa hierba maligna pronto estaría esparciendo su dominio. Pero la presencia del búho negro rara vez provocaba una presencia así de severa, como si la misma estuviese creciendo. Permanecía como lo hizo cuando Eromes estaba vivo, lejano el búho, a escondidas, inconspicuo, pero presente con misterio a su alrededor en forma de un aura indescifrable. Trece años habían pasado desde la muerte de Eromes, esa fue la última vez que vio al búho en la Finca, más aun, la última vez que lo había percibido como esa presencia anómala fue en aquellos tiempos. Y ahora, ahí estaba, como si su casa quedara entre esas plantas y hubiese permanecido adormecido por tanto tiempo. Pero el búho no parecía ser vida, o al menos, no en su totalidad, porque parecía ser más una estatua que no reacciona a nada. Aun verlo por varios minutos y no encontraría verlo parpadear, o mover la cabeza de lado a lado, como los búhos hacen usualmente. La presencia del búho incomodaba un tanto a Balthazar, cosa que no había hecho antes. Quizá porque nunca había prestado tanta atención a su presencia. Aunque cierto es que antes sus ojos amarillos no parecían llamar tanto su atención. Pero ahora, la mancha negra entre el árbol con dos faroles amarillentos llamaban más que su atención: provocaban un escrutinio mental sobre su presencia tan extraña. ¿Habría estado libre y en paz la Finca de la presencia del búho durante varios años mientras Eromes estuvo en muerte? ¿O habría permanecido siempre el búho en su secretivo lugar en donde quizá almacena su nido y nutre a sus polluelos? Y de haber regresado, ¿por qué ahora? ¿Que había cambiado en este tiempo? Una sonrisa extraña se dibujó sobre el rostro de Balthazar. Prosiguió su trabajo, sabiendo que esto le tocaba a Manchego hacerlo, pero en vista de su ausencia nada le costaba hacerlo bajo su propio sudor. De igual modo, le gustaba mucho hacerlo. Se gozaba cada segundo de cuidar de las plantas de la Finca que tanto había llegado a amar. Incluso, lugar que había llegado a llamar casa. La Finca lo había estado llamando, con las voces de las plantas y los silbidos de los vientos, la Finca lo necesitaba. Y lo había llegado a reconocer no en su presencia, pero en su presencia sumada con la de Manchego. Porque la Finca no le pedía a Balthazar ser tratada con sus manos. No, la Finca le pedía entrenar al heredero para ser restaurada su belleza al nivel que lo estuvo cuando Eromes vivió. Y sostener las hojas de cualquier planta sobre su palma demostraba ese punto al sentir el flujo de su vida entre la propia, y unidos los flujos, Balthazar recurría a su ‹Airudibas› y a su ‹Aicnese›. Sentir esa vida entre su palma provocaba una débil sonrisa, que por débil denotaba que era mucho más que eso, porque a solas, una persona triste que sonríe, emana mil sonrisas y mil pensamientos mentales que tomaron para que esa débil sonrisa se manifestara en el mundo real. Sintió paz y sintió gloria. Una gloria que no realza en euforia, pero que es más sensata y más mundana, y que al contrario de ser un sentimiento que sube y baja súbitamente como la euforia, permanece constante, nutriendo segundos, pasando a minutos, llegando a horas, trepando días, y rascando cielos en su perseverancia. Una felicidad autentica y absoluta, y no parcial y ficticia, como lo es la euforia. Elevó sus ojos al cielo y a su claridad, cual estaba levemente interrumpido por escasas nubes, cuya sensación aumentó ese celebre sentimiento. Y por varios minutos permaneció envuelto en el trance glorioso, y su alma hubiese deseado permanecer en ese estado por la eternidad, pudiendo haber muerto su cuerpo y difundirse en espíritu completo de tan benevolente el momento. Pero tales situaciones se agravan con el más mínimo cese de su flujo, cosa débil y frágil, que en ausencia de una mentalidad lejos de sí misma toda noción cesa de fluir, y así fue con Balthazar, quien fue interrumpido con un lúgubre enjambre de ideas y pensamientos que pronto fueron a inculcarse a su corazón, y como semilla, creció una marchita planta, que con las manos de su mente aferró con curiosidad, y analizó con escrupuloso ojo, sabiendo que tal sentimiento nocivo no surge por acción propia. Solo una cosa venía a su mente: Manchego. No sabía por qué ni sabía cómo. Pero era como si una oleada de luz o de alguna pureza invisible hubiese pegado contra su cuerpo. Y sintió, minutos después, una segunda pulsación de esa benevolencia, seguido por algo doloroso y ardiente. Se preocupó. Y no supo qué hacer. Se puso en pies y caminó en círculos, preocupado. Su mente viajó por sangre y por odio. ¿Que podría significar tal cosa? De nuevo el nombre resurgió: Manchego. El búho negro de ojos amarillos no estaba por verse. ¿A dónde habría ido? El nombre surgió de nuevo… Salió corriendo a toda potencia. En poco tiempo llegó al establo en donde Granola ya le esperaba. No sabía cómo, ni porque, pero estaba seguro que Granola sintió las pulsaciones de benevolencia, porque estaba ardiendo de un enojo y parecía estar protegiendo a su cría, una cría que no estaba por verse en ese momento. Quizá también surgía en su mente ese nombre único: Manchego. Cabalgaron como con el demonio y sus látigos sobre la espalda, pasando la Garita Saliente del pueblo como saeta en fuego y estela de brasas. Los guardias tuvieron tal memoria del impacto que Sureña dejó en ellos que ni intentaron perseguirlo ni detenerlo, tan solo vieron a Granola y a su jinete pasarlos con furia embalsamada con fraguas. Balthazar no tardó en dar con ellos. Sabía muy bien que debían de ir a casa de Ramancia. De no haber estado aquí hubiese ido al parque central. De no haber estado ahí, los dioses saben dónde estarían. Los ojos de Balthazar viajaron por el escenario entero, no buscando lo que veía a primeras, pero algo más maloliente, que perforaba sus sentidos con una melcocha de invasores apestes que metían un dedo putrefacto en su nariz, cual no lograba sacudir por más que bosquejara y moviera su cabeza, tal el origen de aquella malignidad, no lograba descifrarla, y le causaba miedo terrible, porque solo una vez en su vida lo había sentido, hace trece años, cuando Eromes había muerto. Esa misma cosa, esa misma malignidad ahora estaba presente. ¿Pero dónde jodidos? Pero en vista que no lograba encajar los eventos y sus pensamientos, se dedicó a prestarle atención al problema en mano, y desmontando a toda prisa de Granola, rápido llegó al auxilio de Luchy, quien sujetaba a Manchego en estado de cadáver. Sus ojos verdes bellos no cesaban de brotar numerosas lágrimas, y sus labios, humedecidos, temblaban de un temor nunca antes vivido. Sureña estaba frenética, protegiendo a los niños como madre a quien han amenazado matarle a sus crías. Y sobre el suelo, percibió a tres cuerpos, ensangrentados, uno con el rostro deshecho, otro con el cuerpo majado, y otro que de la boca brotaba sangre y respiraba rápido y lejano. Supo lo que había sucedido, y victoriosa la Sureña, quizá en ese estado no durarían mucho tiempo. Y por desfortuna del enemigo y por beneficio de los niños, Granola pronto fue infectado con la rabia de Sureña, quien fúrico no cesaba de golpear la calle de piedra y soltar vapor de sus narinas. Granola se unió en la defensa, y bueno que lo fue, porque a lo lejos pitos se escuchaban de aquellos guardias que fueron alertados por la acción, y ya dos grupos de seis de los labradores del Alcalde venían a toda velocidad con sus lanzas en mano y sus escudos preparados. Y contra ellos, quizá, los caballos no soportarían la presión de doce púas contra sus lomos, pero ignorando el hecho que les incumbía, soltaban fúricos bramidos de guerra en vista del asalto que les invitaba a participar. Pero Balthazar a sabiendas de su desventaja en contra de doce labradores con alabardas, tomó a Manchego del suelo y cargado lo hizo sobre Granola, quien no muy aceptó el peso porque pensaba que limitaría su maniobrar en contra de los enemigos. Balthazar subió a Luchy sobre la Sureña, y tomando conciencia la niña hizo lo posible por controlar al caballo de guerra. Y antes que Balthazar montara en Granola, un pelotón de mareros estalló de una calle adyacente, tomando como enjambre a los labradores por sorpresa, y una bronca fue unida en concierto. Gritos y burbujeos de pulmones siendo perforados con saetas y alabardas alcanzaron los rincones de todo el pueblo, y a distancia se supo de un afrontamiento entre dos grupos que por asaltar a la población parecieron haber estado unidos en propósito, pero en vista de la violencia engendrada, se podría haber concluido que los mareros aborrecían a los guardias del Alcalde, y que en vista que uno de sus hombres, hijo del mero mero había caído, habían llegado al rescate, para llevárselo al panal de su escondite y restaurar su salud. Tres de ellos llegaron al auxilio de Mowriz y rápido se lo llevaron cargado. Otros tomaron a Findus quien aún respiraba, pero dejaron en el suelo a Hogue quien por toda noción común estaba muerto. Balthazar sin perder tiempo ya había montado a Granola, y con gran dificultad logró desviar a los caballos de guerra de un afrontamiento fatal, y rápido galoparon hacia casa, en donde Lulita debería de atender a Manchego y las penumbras que le habían sobrevenido. Balthazar abrió la puerta de una patada y se dejó entrar a la casa sin previo aviso ni permiso. Luchy corría atrás del Hombre Salvaje buscando ayudar a toda costa a su mejor amigo, quien se miraba en mal estado. Su piel ya estaba pálida y su respiración era escasa, pero vida aun pulsaba en su cuerpo, cual era suficiente criterio para hacer todo lo posible en sus manos para salvarla. Rápido lo llevó a su habitación y lo recostó en cama. Luchy rápido lo acomodó con almohadas y edredones, buscando mantener su calor. Luchy no había logrado cesar las lágrimas que brotaban de sus ojos, pero ciertamente, había logrado comprender la gravedad del asunto y mantenerse en calma, aun así, las lágrimas brotaban de sus ojos a chorro abierto. Balthazar rápido sacó una bolsa de cuero que guardaba entre sus pantalones y de varios compartimentos sacó diferentes hierbas secas. Con extrema sabiduría combinó unas cuantas, y las mascó entre su palma con la otra, y con las lágrimas de Luchy como solvente, las convirtió rápido en una sustancia espesa pero heterogénea, y con poca higiene introdujo la mescolanza de hierbas benéficas entre la boca de Manchego, y pidiéndole a Luchy un poco de agua, salió la niña corriendo hacia la cocina. Balthazar tenía grandes esperanzas en la acción de sus hierbas, que aun, en ausencia de agua, la difusión de la misma a su cuerpo por debajo de la lengua sería una puerta de entrada, quizá, no suficiente pero algo era algo para remediar sus penas. Y esperando a Luchy, se empezó a desesperar de la espera prolongada. ¿Qué tanto podría tardarse consiguiendo un vaso con agua? Y perdiendo la paciencia se puso en pie, con intención de ir a buscar a Luchy, y volteándose a la puerta y viendo hacia la cocina vio aquello que sus ojos no desearon creer. Y por segundos se mantuvo estático e incrédulo, hasta que supo que era tan real como su miedo de verlo. Luchy no estaba por verse. ¿Dónde estaría? Balthazar caminó en pasos sigilosos a modo de no hacer ni el ruido de su respiración audible para su cuerpo. No sabía cuál podría ser el significado de lo que estaba viendo, pero ciertamente, supo por qué. Era ese miasma. Esa malignidad maloliente que se percibía en el ambiente. Quizá eso era lo que estaba impulsando esto. El silencio fue aterrador. Era como si estuvieran bajo de agua, como si un cuerpo terrible estuviese envolviéndolos en ese instante. Una pesadez inmensa sopesando sobre la casa, y pronto, las maderas del techo empezaron a ceder bajo algún peso incomprensible, como si algo estuviese reposando su cuerpo sobre él. Las maderas tronaron y grietas se abrieron en el techo. Balthazar comprendió a Lulita. Con un cuchillo de cocina en la mano, Lulita se movía con extrema precaución, sus ojos abiertos como tragantes de agua que desean verlo todo. Su mano libre estaba abierta al aire, como palpando el ambiente para ubicar esa presencia maligna. Y se movía con extrema precaución, olfateando el miasma, en busca de esa cosa que no debía de estar ahí. Lulita señalizó a Luchy, quien rápido corrió a sus piernas y se abrazó a ellas. Nunca antes Luchy había estaba bajo tanto temor. Sus dedos estaban entre su boca, sus dientes mascando impulsivamente sus uñas, sus ojos como los de un animal arrinconado que sabe que el escape es fútil y que pronto será raptado por fuerzas ulteriores. Lulita vio a Balthazar y le señalizó con los ojos que no hiciera un ruido. El Hombre Salvaje se sintió intimidado por la guerrera convocada, tal era su potencia. Pasos se escucharon provenir de la habitación de Manchego y el corazón de Balthazar corrió preocupado, pero al ver el rostro confundido de Manchego supo que este había despertado a merced de las hierbas. Manchego aun saboreaba la medicina entre su boca, confuso, perdido, desorientado. Pero Manchego, al ver a Lulita con un cuchillo de cocina, largo, filudo, y panzón, se preocupó, más aun cuando vio el rostro moribundo de Luchy quien no cesaba de brotar lágrimas. Lulita urgió a Manchego mantener el silencio, y este en respuesta se dirijo hacia su abuela y se unió al miedo de Luchy, quien por fin, cesó de llorar al ver a su mejor amigo en buena salud. Pero estos no dijeron una palabra. La opresión se hizo máxima, y Lulita empezó a perder la paciencia. El cuchillo lo empezó a mover de lado a lado como viendo a un enemigo invisible, siguiéndolo, no dejándolo pasar la barrera que había entre él y el cuchillo. Y la máscara de furia de Lulita pronto fue sucumbiendo a la locura, y como animal rabioso empezó a perder el control de sus movimientos, y sin calcular a donde, o cuando, lanzaba uno, dos, tres puñaladas al aire en busca del enemigo invisible. Y en vista que no brotaba sangre ni habría heridas de aquella cosa miasmática, Lulita entró en patente frustración y empezó a gritar agresiva, «¡Es suficiente! ¡Ya no más de esto! ¡Muérete de una vez por todas y déjanos en paz! ¡Ya no más! ¡Ya noooo! ¡Nooo! ¡Nooo! ¡Otra vez ya nooo! ¿¡Que quieres!? ¿¡Qué es lo que quieres!? ¡Aaa.. Aaa… nooo!» Y fue la decadencia de Lulita cuando el dolor producido por las memorias la empezó a vencer. Y pronto fue que el cuchillo cayó al suelo en desuso y su cuerpo entero colapsó contra el suelo, sucumbiendo bajo la fuerza opresiva, hundiéndose entre el mar de su llanto y ahogándose en el sopor de sus dolencias. En vista de la decadencia de Lulita, fue la fuerza de Manchego y no otra la que hizo ceder la opresión del miasma, y no por acto de su benevolencia en presencia de las clemencias de Lulita. Y aunque nunca lo notó, inconscientemente raptó entre su mano al Nuez de Teitú, y de su cuerpo y alma una pulsación de luz blanca divina hizo la batalla y forjó la fuerza suficiente para vencer, aunque temporalmente, a la presencia maligna que reposó su cuerpo y que con el ojo de diablo visualizaba todo por las grietas creadas en la madera. Balthazar tomó nota de la pulsación emanada, y aunque no pudo asociar directamente su origen con Manchego, supo que ese nombre tenía algo que ver con su energética benevolencia. Vio a Lulita tendida en el suelo y supo que debía de atenderla, porque de no hacerlo, quizá, como cuando murió Eromes, llegaría al borde de su persistencia, y ciclando en sus memorias y en su dolor, llegaría en pronto a la muerte por tristeza. Manchego y Luchy se abrazaron y permanecieron en ese estado por largo tiempo. Mientras, Balthazar hizo lo posible por guiar a Lulita a su cama, y con hierbas mascadas, introdujo una combinación bajo su lengua, cual hizo que pronto cediera a la fuerza del sueño. Y aunque durmiente, su rostro aun emanaba rastros de ese dolor, presente en su mente por eterno, y lágrimas, aunque en menor cantidad, aun brotaban de sus ojos cerrados. Balthazar supo que debía de sacar a los niños de la casa y llevarlos a otro lado antes que ellos también se deprimieran entre la tristeza emanada por Lulita. Pero no sabía a donde llevarlos ni qué hacer con ellos, y les dijo, «Manchego, necesito que valláis a algún lugar alterno a este y que sea seguro, y que permanezcáis en él hasta que sea seguro regresar a casa. Una vez vi a Lulita en este estado y cuando entra en él, es difícil resolverlo. Tenéis que iros u os veréis contagiados con su penumbra. ¿Tenéis alguna opción?» Luchy estuvo a punto de ofrecer su casa, pero por la proximidad, y ausencia de sus padres durante el día prefirió no hacerlo. Fue pronto que recordó que Don Ingrio, ese mismo día y más temprano, los invitó a su casa a conocer a su sobrino. Y la Finca de Don Ingrio es segura, no solo por su vasto tamaño y distancia, sino también por la presencia de los caninos Hummus y Kalopsia, y quizá, el guerrero Brutal-Fark que podría protegerlos de cualquier malignidad en caso que la hubiese. ¿Pero quién sabría si tal malignidad sería capaz de reducirse con métodos mundanos como mordeduras de perro o espadazos de guerrero? Lo único cierto en este aspecto es que los Guerreros Brutal-Fark son más que únicamente portadores de espadas y escudos, poseen en sus capacidades artes mágicas que superan la fuerza bruta. Fue Luchy que por propio incentivo rápido se puso en pie y empezó a halar a Manchego del brazo, «¡Vamos! ¡Vámonos Manchego! ¡Lulita estará bien con Balthazar! ¡Vamos!» Pero Manchego estaba ahora al borde de romperse en lágrimas, habiendo visto a Lulita caer bajo una presión invisible que la llevó a perder su mente y desbordarse en lágrimas dolorosas. Nunca había percibido tal malignidad, menos aún, había visto a Lulita en belicosidad, y luego, verla caer en tal profunda tristeza, casi, ahogándose en su propio lagrimeo. Una lágrima valiente fue la primera que saltó desde las orillas del párpado de Manchego, y hacia el abismo se dejó lanzar libremente. Siendo liberada, otra y otra lágrima siguieron su camino, y fue pronto que un derrame incontrolable de lágrimas brotó de los ojos de Manchego. Luchy pronto fue contaminada con el llanto y ambos niños lloraron y lloraron. Pero la insistencia de Luchy por salvar a su mejor amigo fue tal, que nunca dejó de jalarlo del brazo. Y con toda fuerza lo jaló, y metiendo su fuerza y su peso entero hizo lo posible por moverlo centímetros. Pero Manchego estaba tomado por la impresión, y seguía sin saber cómo Lulita había entrado a tal el trance, y reconociendo el potencial peligro por el cual su abuela había pasado quería en su llanto ir y abrazarla con su calor, y dotarla de sus pocas fuerzas para ayudarla a salir de esa penumbra. Más aun, su cabeza dolía gravemente, y no podía explicarse la razón de porqué. Pero la fuerza de Luchy iba en contra de tales impulsos, quizá su amiga estaba más orientada y consciente que él. Y aunque supo que el consejo de Balthazar de largarse era bueno y de buena fe, no lograba quitar sus ojos de la alcoba de Lulita, viendo tan solo el bulto de su cuerpo doliente en sufrimiento entre sus sueños. Pronto se sintió succionado por una fuerza mayor, y luz brillante pegó en su rostro. Por un segundo sintió como si el aire le faltase y el aliento le fuese escaso. Tiró sus brazos al aire como buscando alguna ayuda, como ahogándose, y pronto sus ojos quedaron abiertos, pasmados. Estaba en las afueras de la estancia, en absoluta tranquilidad el ambiente. El ruido de los pájaros era normal como siempre, el sol brillaba, y el viento soplaba. Había estado como bajo un hechizo, la estancia entera contagiada, y a través de la puerta tan solo estaba Balthazar parado a media cocina, viendo a Luchy y Manchego largarse hacia donde la Sureña aun esperaba, al lado de Granola. Balthazar estaba como opaco y oscurecido, quizá por acto del hechizo que nublaba la vista, aunque alrededor de su persona brillaba un aura de benevolencia. Sus ojos portaron calor y el buen mensaje de sabiduría, y aunque Manchego no lo supo por palabra ni por escrito, supo por intuición que el Hombre Salvaje haría lo posible en sus poderes para salvaguardar a su abuela. Luchy y Manchego montaron a la Sureña y como el abanderado corcel de la gloria se enclavaron en picada por la Avenida de los Finqueros hasta llegar a la última de las Fincas. Rápido entraron y amarraron a la Sureña en el establo, y tocaron la campana. En pronto un carruaje y su chofer se aparecieron, el mismo saludando y diciendo algo que los niños no comprendieron ni quisieron escuchar. Solamente se montaron al carruaje y fueron conducidos por la Finca hacia la casa de Don Ingrio. Los paisajes han de haber estado bellos, pero los niños no los miraban, a pesar de que sus ojos estaban perdidos entre el espacio que los acaparaba. Manchego no lograba cesar el llanto mientras Luchy sufría de un dolor intenso en el pecho, ardoroso, doliendo por su amigo y por las circunstancias tan violentas que de tan de pronto los rodeaba. Manchego, aparte, no lograba sacudir ese dolor de cabeza que lo abrumaba. Los eventos de muerte en el pueblo estaban empezando a registrarse en la mente de los niños, viendo en el ojo de su imaginación a la Sureña acabar con la vida de varios soldados, o recordando el rostro de Findus siendo pelado como piel de papa que pronto a la olla se va, a Hogue siendo sus huesos triturados por el peso del caballo de guerra, fue todo demasiado para su conciencia y su subconsciente que aún resultaba virgen a tales situaciones. Y esas imágenes cruentas y salvajes siendo incluidas a tan repentino abuso causaban una especie de violación que aún estaba por definirse en su resultado a largo plazo. Manchego no lograba organizar su mente, tan solo sentía que algo en su cabeza pulsaba como un corazón que late, no físicamente, como el propio alojado entre el pecho, pero como algo insustancial que quiere brotar, como esa flor de primavera que se imagina que en prontos soles de buena lumbre florecerá colorida. Pero eso no ayudaba en lo absoluto para absolver sus emociones, cuya fuerza se encontraba focalizada en tristeza y temor. Temía por Lulita y temía por la situación tan grave del pueblo, que quizá, en pronto, estaría desbordándose como un río que se rebalsa y arrasa con su gente. Sin saberlo, aunque su subconsciente estaba muy enterada de su incidir, estaba apretando la Nuez de Teitú entre el bolsillo de su pantalón. Su mano apretaba vigorosamente sobre la superficie de la Nuez, cual pulsaba de igual modo que esa cosa entre su mente, pero esta cosa pulsante, viva y al ritmo de su corazón, parecía querer crecer. Que con cada latido de su corazón, su mano entera parecía hincharse y desinflarse como algo tan vivo y fogoso como una brasa que el aire le pega con los soplos de una boca que la inflama. No comprendió el significado de tal anomalía. Pero ciertamente, el dolor de cabeza empezó a ceder. Hummus y Kalopsia salieron corriendo hacia el carruaje, y el caballo y su chofer acostumbrados a los caninos sonreían de ver en acción la máxima seguridad invocada. El chofer dijo algo a los niños, pero ellos no escucharon. Tampoco escuchaban los ladridos de los perros que los estaban saludando con salvajes ladridos y largas babas colgando de sus colmillos, que por olfato y por vista reconocieron a los niños. Don Ingrio se acercó a la ventana y vio al carruaje aproximarse, y junto con el ladrido amistoso de sus caninos supo que conocidos arribaban, aunque no sabía exactamente quienes. El cielo estaba claro y el viento soplaba bueno, y aun, algo en su corazón le estaba diciendo que algo estaba mal. Que algo había comenzado y que desde ahora, como avalancha, no cesaría hasta llegar a su hediondo final. No supo que fue, y quizá, a muy tarde la hora se enteraría. Caminó hacia la puerta y la abrió y en las afueras de su casa esperó a ver quiénes habían llegado, aunque una idea de quienes permaneció en su cabeza, porque a ellos previamente esa tarde los había invitado a comer pie y a conocer a su sobrino. Fue ahí que del carruaje dos niños salieron con los ojos abiertos e impresionados, como si un fantasma hubiesen visto y el daño no hubiese reparado aunque hubiese sido hace minutos u horas. Los niños reconocieron a Don Ingrio y como si fuese un santo padre corrieron hacia él a envolverse como trapos húmedos alrededor de sus piernas. Don Ingrio los abrazó en torno y como padre de hijos perdidos los sostuvo por largo tiempo, sabiendo que ellos necesitaban el apoyo, aunque nunca podría imaginarse porqué esto era cierto. Don Ingrio los invitó a entrar a su casa y de inmediato les preparó té de manzanilla para colmar sus penas y miel de abejas en pan de avena para suavizar sus dolencias. Manchego y Luchy estaban sentados en la mesa, esperando a Ingrio quien apurado preparaba las cosas. Manchego soltaba una que otra lágrima, costándole mundos controlar el agravio, mientras Luchy estaba ida por completo, sometida al proceso de categorizar y clasificar, almacenar y procesar las memorias y eventos que recientemente habían incumbido sobre su existencia. Don Ingrio sirvió los platillos frente a los niños quienes no quisieron darle más que un olfato minucioso, pero luego de difundirse el olor en su cuerpo entero el antojo fue venciendo lentamente al miedo y a la pena, y en pronto estaban probando los platillos con el dedo, y en momentos con los cubiertos estuvieron devorando el platillo. Las lágrimas en el rostro de Manchego no cesaron de brotar. Más aun, ellas se sembraban en su boca mientras masticaba, dándole un sabor salado a la comida. Don Ingrio todo ese tiempo permaneció moviéndose de arriba hacia abajo en la casa, comandando a trabajadores y firmando papeles. Se miraba como un hombre sumamente ocupado y hacía parecer como si la llegada inesperada de los niños hubiese sido un poco de más para su horario tan apretado. Pero el tiempo pasó a su paso, y paso a paso la situación fue cediendo hasta que Don Ingrio llegó al comedor y los invitó a la sala principal. Alrededor de una mesa de madera con el centro de vidrio se sentaron. La mesa estaba adornada simétricamente con dos candelabros al centro, cuyas candelas disparaban torres valientes al techo en haces y husos, al lado de los candelas reposaban dos grandes tomos, uno de cada lado, con el nombre de ‹Arte de las Épocas pre y post Koel›. Manchego leyó el título, pero no supo el significado de Koel. Había escuchado de su mención en algún lado, quizá en Historia del Hombre o en Historia del Reino Mandrágora y sus Dominios. Sobre los libros reposaban un florero con cada uno un nelumbo, una dalia, y una espinosa buganvilia enrollada en las flores mencionadas. Empleados pronto llevaron un platillo lleno de quesos con un cuchillo para cortar el gusto a escoger, un platillo con uvas, y una tanda llena de variedad de jamones. A Luchy le dio la impresión que Don Ingrio se había tomado en serio el hecho de haberlos invitado esa tarde y meticulosamente se había preparado. Pensó que a lo mejor no recibe mucha visita y que cada vez que la recibe es feliz y desea ser tan cordial como lo es posible. Pero Don Ingrio se miraba preocupado por los niños, y aparentemente no encontraba las palabras para comunicarse adecuadamente con ellos. Más bien, esperó a que dijesen algo los niños, táctica que no pareció funcionar porque ni Manchego ni Luchy estaban anuentes a platicar en ese momento. Ninguno deseaba mencionar de algún modo los eventos vividos recientemente, menos aún analizarlos, porque de hacerlo, sería resucitar esas imágenes vívidamente, cosa que no deseaban hacer, ya que, de hacerlo, podrían, de hecho, contraer algún tipo de psicosis irreparable por largo tiempo durante ese día, cosa que, en casa de Don Ingrio, podría ser, e incluso dañar, al ambiente tan lánguido y escueto que en ese momento se balanceaba sobre una fibra muy fina. Don Ingrio tuvo que recurrir a sus tácticas sociales, aunque estas muy escasas, para lograr iniciar algún tipo de conversación en vista que ninguno de los dos invitados estaba con el deseo de hacerlo. Se recordó de su niñez, cosa no muy sensacional, en donde le costaba hablar con los compañeros de su clase. Pero no fue necesario recurrir a esos tiempos por lo cual ignoró el pensamiento. De igual modo, pensó, estaba frente a dos niños que fácilmente podrían ser distraídos, al menos que, hubiesen pasado por una gran tragedia, cosa que era cierta, pero para Don Ingrio los niños parecían estar meramente aburridos y desganados por alguna leve e insuficiente razón para estarlo. Don Ingrio trató de iniciar una conversación acerca de asuntos triviales, como el clima o los eventos políticos y sociales recientes, de los cuales Don Ingrio no estaba bien enterado, salvo que habían más guardias circulando el pueblo. En cuanto al clima su conversación fracasó al no lograr interesar a los niños en el clima, cosa que, dentro de una mentalidad turbia y abrumada, es imposible lograr fluir tales cosas del clima, que necesitan, como toda cosa trivial, una mente libre y ausente de lobreguez, para que en su aburrimiento logre captar cosas tan sencillas como el clima. En cuanto a los asuntos políticos, Don Ingrio por tener acceso directo al Sector Noble, no tiene idea alguna de la inmundicia que el Sector Pobre y el Sector Medio viven actualmente, con la mara desbordando violencia y los labradores del Alcalde haciendo de su desgracia sobre el pueblo, porque ingresando directamente al Sector Noble escucha únicamente de las fiestas desproporcionadas que el Alcalde está lanzando en la Alcaldía, más de eso no se escucha en tal sector que vive como en una burbuja, completamente exento a la realidad. Pero tal tema también fracasó en vista que los niños no tenían ni la menor idea de qué estaba hablando Don Ingrio, porque de tales fiestas y cosas similares no habían escuchado mencionar, y a pesar de, los niños notaron que Don Ingrio no tenía ni la más remota idea que el pueblo estaba en decadencia absoluta, cosa que, lo dejó en mal puesto, más que todo con Luchy, quien opinó muy mal de él al reconocerlo como uno de esos hijos de papi y de mami que no les gusta salir de su burbuja social y de saber de lo que realmente está pasando. Y un tanto ofendidos por la ignorancia de Don Ingrio, ni Luchy, ni Manchego, tuvieron algún deseo de poner al día al Finquero, que por toda noción, aunque se le contara la realidad, fallaría en creerla dado a su incapacidad para imaginar tal violencia. Don Ingrio se empezó a preocupar por el bienestar de sus invitados, quien no parecía reaccionar a nada. Al inicio pensó insolente su manera de comportarse, pero luego, la intuición le hizo saber que había algo más ahí, un componente que él no había logrado advertir. No había notado la pesadumbre que portaba Manchego en sus ojos, menos aún que estaba manchada con trazos de miles de lágrimas. En el rostro de Luchy llegó a notar que había una máscara de control cubriendo a una de extrema penumbra. No le quedó más que ser honesto y sencillo preguntando lo que no había preguntado desde que los niños llegaron, «¿Cómo os sentís?» La primera en hablar fue Luchy, quien movió sus labios en apenas una ciruela tímida, «No muy bien.» Manchego no respondió con sus vocales, pero sus ojos le dijeron a Ingrio que no estaba en sus cabales, y que, emocionalmente estaba deteriorado. Algo que llamó mucho la atención de Don Ingrio fue que la mano de Manchego no se apartaba de su bolsillo. Nunca supo ni llegaría a saber en su existencia cual era el significado de tal asunto, pero definitivamente lo clasificó como anormal y peculiar. Estando entonces el hielo roto dio lugar a que la conversación fluyera en su caudal mínimo hacia el punto deseado, y partiendo de ahí, quizá, llegando a su resplandor máximo en algún momento. Pero para lograrlo Don Ingrio supo que debía hacer que los niños olvidasen de sus memorias turbias, que no son memorias de largo plazo, sino más bien memorias recién horneadas a modo que aún siguen calientes, cuyos vapores aun emanan parte de su origen en el olfato y su temperatura recuerda al dolor que memoran aquellas. Por lo cual, Don Ingrio decidió guiar la conversación fuera de ese ambiente, «Yo también me encuentro en medianas condiciones. No porque estoy enfermo o algo por estilo, sino más bien, porque me acabo de enterar que el negocio en el pueblo está cayendo por acto de alguna desgracia que hace que la gente esté consumiendo menos. Aun no tengo idea alguna de porqué las cosas podrían ser así, pero eso me lleva a buscar otros sitios de negocio, cual no es fácil, porque debo de mandar a mis mensajeros a buscar a pueblos alternos para ver quienes quieren miel y flores, de mis dos mayores productos.» Luchy dijo, «La miel que produce aquí es muy buena. Es de las mejores que he probado, si no es que la mejor.» Un haz de luz irradió del rostro de Luchy, lo cual, hizo ver a Don Ingrio que la conversación iba en buen camino y su rostro de lobreguez estaba siendo sustituido por uno de menos turbulencia. Manchego era uno que no lograba salirse del ciclo vicioso de su pensar, y sus lágrimas, como sus memorias, ciclaban entre tristeza, enojo, y desasosiego. Manchego parecía no estar prestando atención a las palabras de Don Ingrio, más bien, parecía estar embebido en alguna parte de sus memorias, ciclando eficientemente esas cosas que le producían el mal visible en su físico, expresado en ese rostro decaído y ojos remojados en aguas entristecidas. Don Ingrio y Luchy siguieron platicando de asuntos triviales, Luchy no enteramente olvidando aquello que le produjo el malestar, pero había logrado separar los dos ambientes en su mente. Manchego, al contrario, era uno a quien la bruma de los eventos le seguía acechando. No sabía aun exactamente porqué la cabeza le dolía tanto, como si algo le hubiese reventado en ella, incluso, llegó a sentir un pequeño chinchón en su cráneo, cual efectivamente contaba la historia de que algún proyectil o mazo había colisionado contra su cabeza, pero no recordada ni donde ni cuándo ni quien. A lo mejor y fue luego de haber estado en la casa de Ramancia, porque hasta ahí, sí se recordaba. Se recordaba muy bien de los eventos que sucedieron en esa casa, y la sombra que habitaba mientras ellos estaban ahí. Muy bien recordó la paranoia de Ramancia, como si los látigos del demonio estuviesen lamiendo su piel. También recordaba el poema que ella había inculcado en su mente sin querer que Luchy se enterase, y que fue, evidentemente, un contacto mental que ella estableció entre ambos. Repitió el poema en su mente, como si lo estuviese leyendo de las letras grabadas en piedra: Los que siembran con lágrimas Las semillas entre negra lumbre, Entre ocaso ennegrecido La tiniebla sobre alumbre; Todo un mar ensombrecido, Convoca de la tierra a Thórlimás. De la Tierra de Tutonticám, Olvidada la remota y bella Teitú, Se encamina fuerte sobre el velo Sobre barcos blancos de bambú, Navegando sobre morado el cielo, Un Guerrero de los Naevas Aedán. Tiempos del Caos lo pasaron, Sobre la Guerra de un Lamento, y Entre sus pilares tan fuertes, Donde brillaba su aposento, Días vivieron en paz inerte, Lugar que resta destrozado. Canta la vieja Lírica del Viento, que El que carga el saco de Semilla, Pesado y lúgubre sobre su hombro, Pronto brillará con luz y alegría, y Desvanecerá su noche del escombro, Y nunca por volver su descontento. En sus intentos de analizarlo fracasó numerosas veces, pero le pareció curioso que algo en su mente pulsaba, como por vida propia, cada vez que leía en voz mental recia el poema, como si algo latiese enamorado por esas palabras. Extraño. Un sabor agrio e insolente aún se detallaba en su boca, con el sabor marcado a hierbas y un dedo sucio. Puso su mano frente a su boca y soltó un poco de aliento para olfatearlo, cual le produjo un poco de asco al oler algo similar al estiércol de vaca. No recordaba de haber comido espinaca o de alguna verdura similar como para producir ese tipo de emanaciones. Pero quizás alguien le había dado medicina en su boca, como Balthazar a quien le encanta dar de sus hierbas para lograr sanaciones pronto. ¿Pero por qué habría querido Balthazar sanarlo de todos modos? Acaso había estado leso o herido? No se recordaba y no estaba seguro del porqué, pero lo que sí, era que recordaba de haberse despertado de un zumbido en su cuarto, en donde sintió algo pesado sobre el techo cobrar vida y sombra, similar al efecto que se recordaba de la casa de Ramancia. También se recordó de haber salido a la cocina y de haberse quedado impactado al ver a Lulita con un cuchillo en la mano, la otra como sintiendo la atmósfera, donde vio a Luchy aferrada a una de sus piernas y sus ojos con profundo miedo, cual hizo a Manchego contaminarse con el miedo mismo, y obligarlo a correr hacia Lulita y sentirse así de protegido, porque sin duda, algo estaba acechando la casa, aunque no estaba seguro ni que, ni quien, ni porque. Fue luego que Lulita perdió el control que la vio caer entre sus lágrimas. Eso fue lo que le partió el corazón al Manchego y lo que seguía partiéndole el alma. Quería comprender por qué Lulita habló de haber sido el evento oscuro en la estancia un suceso que sucedía de nuevo. ¿Cuándo había pasado en el pasado?, no estaba seguro. Pero aparentemente era algo importante para Lulita porque fue esa memoria de esa presencia lo que la hizo romperse bajo la presión. Y resulta evidente, de su forma de mencionarlo, que esa cosa no había aparecido por mucho tiempo, hasta ahora, otra vez. ¿Por qué lo habría hecho hasta ahora? ¿Y qué es lo que buscaba? ¿Y de estarlo buscando, lo habría encontrado? ¿Y de haberlo encontrado, qué habría hecho con esa cosa que estaba buscando? ¿Y de haber fallado en encontrarlo, porqué es que no lo encontró? ¿Será que esa cosa que buscaba estaba, de hecho, en la estancia, pero algo lo impidió tomarlo así de simple y sencillo? ¿O es que algo impuso una barrera a esa cosa sombría que intentó penetrar, y fallido y frustrado, se vio obligado a retirarse e irse en busca de refuerzos? Y esa cosa que buscaba debía de haber estado presente en el momento que asaltó a Lulita hace mucho tiempo, y ahora, que volvió a incidir su presencia. ¿Qué podría ser, o quién podría ser? ¿Y por qué hasta ahora, por qué no atacar antes? ¿Acaso su potencia o su incidir dependía de algún factor? No estaba seguro de nada, y aun así, cuestionaba de todo. Su curiosidad extendió sus dedos a tal punto que logró exteriorizarse de su mente, y escuchando, logró captar las palabras dichas por Don Ingrio. «… resulta entonces que de Omen salen siendo graduados como Guerreros Brutal-Fark o Fark-Amon, pero luego tienen la obligación de realizar trabajo de campo, eso es, servir al Imperio en sus misiones de asalto y defensa. Los mandan a diversos sitios como patrulleros de los bordes, en especial contra La Divina Providencia y refuerzos a Agamgor, y sitios que requieren protección como Démanon y el Perfecto Obrador en donde llegan a interactuar con los pocos sobrevivientes de los Slegna Flamon de Flamonia, y algunos se van a proteger al Rey Aheron III y a su familia a Haztatlon, otros siendo derivados a servir bajo orden especifica del General Leandro. Gramal está aún en entrenamiento entonces no está listo para el trabajo de campo, pero seguramente en un par de años lo estarán liberando. Su maestro, Hakama, reasegura a Gramal que es uno de los alumnos más proeficientes y de mayor futuro en Omen. Lo cual, como podrás ver, genera mucho orgullo en su familia.» «¿Por qué es que ha venido a visitar?», preguntó Luchy intrigada. Don Ingrio respondió con una sonrisa, viendo que el ambiente tenso finalmente se había alivianado, «Ha venido porque esa es la tradición con mis familiares. A sus padres, que viven en Haztatlon, les gusta que visite el interior del Imperio para diversificar su cultura, y para que siempre esté en contacto con sus familiares. Viene al menos una vez al año, porque a Gramal le encanta venir a mi Finca. Aquí se desconecta por completo de sus actividades rutinarias de Omen y le gusta echarse largos paseos a solas, en donde quizá piensa en la vida y en otras cosas que solo su mente sabrá que son.» En ese momento la puerta se abrió, y de las afueras la luz de la tarde penetró entre la sala como una alfombra expansiva que llegó a lamer los suelos de madera, hasta galantemente llegar a colocarse como una tienda sobre aquellos que en la sala voltearon a ver hacia la puerta para saludar a esa sombra que se miraba introducirse. Entre los tres sentados en la mesa se produjo un efecto distinto, siendo en Don Ingrio una de reverencia y admiración, sabiendo de antemano que era la figura de su sobrino, Gramal Gard, que se introducía a casa, lo cual provocaba en él una emoción gamonal a sabiendas que pronto estaría Gramal entre ellos contando de sus quehaceres como un Brutal-Fark. En Manchego, se produjo una paradoja de efectos, al inicio siendo un efecto de miedo y pánico, sintiendo que la sombra que se introducía era una lóbrega y maliciosa, pero al verle el pelo largo y el cuerpo musculoso, y la reacción de Luchy ante la visión de aquel hombre ejemplar, sintió profundos celos. Luchy, sintió una inmediata admiración por aquella figura heroica de Gramal, a quien, desde que Don Ingrio había introducido en palabra, había creado en su mente una imagen mental que fue por mucho superada por la realidad del joven Guerrero, y sus ojos brillaron con un gusto inigualable, cosa que Manchego malinterpretó desde el inicio, y lo hizo sufrir una pena innecesaria. Gramal cerró la puerta y su figura fue clara ante los espectadores, y su sonrisa fue la luz necesaria para avivar el ambiente. Claramente esta persona estaba exenta a toda noción de la malicia que el pueblo estaba viviendo en ese momento, cosa buena, pero al tiempo mismo, mala, porque una persona de ciudades lejanas enterada de la realidad del pueblo podría, quizás, pasar el chisme a personas de mayor influencia, y así, a lo mejor, podría venir ayuda de mayor calibre. ¿Pero quién podría decirle a Gramal tales aseveraciones? Don Ingrio seguramente sería la persona inadecuada, porque él estaba viviendo en la burbuja del Sector Noble. Quizá Manchego, pero de decírselo, ¿le creería? ¿No sería de mala costumbre salir con un tema tan sombrío en un ambiente tan ameno? Gramal llevaba su cabello largo y suelto de largo hasta sus hombros, de color rubio oscuro con rayos naturales de castaño, con ojos color café de mar muerto, nariz respingada que uno podría aseverar que es el más cercano parecer con su madre, barbilla fina y una barba superficial de poco relieve que daba la apariencia de estar salteado con sal y pimienta. Vestía una túnica sencilla de algodón sujetada en las caderas por un cincho de cuero con una vaina larga entre la cual una espada metálica resplandecía como un perro que muerde pero no ladra. El joven Guerrero llegó con la buena sonrisa que habla de la buena noticia y de los positivos agravios, sus ojos brillando porque aparentemente el caminar entre la naturaleza le provocaba una fluidez espiritual superior a todo caudal de río visual. Y soltando su sonora voz hizo que los ojos de Luchy se abrieran de la admiración, al mismo tiempo, haciendo que los enojos y celos de Manchego se triplicaran. La masa muscular era evidente a pesar que la túnica era de manga larga. Manchego, inconscientemente, palpaba sus brazos en torturante comparación, para ver si tenía el material para competir con tal Guerrero. Y dijo el joven Guerrero, «Buenas nuevas y tardes buenas a tus finos y diminutos huéspedes, que se miran como si podrían usar una buena historia para sanar sus penas, que se miran frescas lágrimas en sus ojos y palpables penas en sus almas. Más conviene que no piensen en esas cosas que limitan su pensar y se unan en el buen momento y oportuno medrar para gozar con nosotros esta fina junta.» Don Ingrio estuvo complacido con su elocuente introducción, y dijo, casi con ausente necesidad, «Mis amigos, Luchy y Manchego, os presento a mi sobrino Gramal Gard, proveniente de las tierras de Omen, practicante prolífico de las artes de los Brutal-Fark. Gramal, ella es Luchy, de nombre completo Luciella Buvarzo Portacasa, hija de Héctor y Vilma, perteneciente a una de estas Fincas bellas del Complejo El QuepeK´Baj. Y esta fina persona, joven y luciente, es Manchego, nieto de la esposa del gran Finquero, previamente conocido como el Perpetuador, Eromes, el más fino y proficiente, pulcro, y excelente Finquero que estas tierras, y quizá, el mundo en su entera faz ha conocido.» Gramal respondió, «¿Nieto de Eromes el Perpetuador? Eso es un galardón sin serlo ni tímido ni limitante. Es un nombre del cual se escucha aun hoy en partes remotas del Imperio, en Omen siendo un nombre heroico del cual se menciona más seguido de lo necesario, pero que en su mención, ni molesta ni limita, pero más bien realza y alegra el ambiente al todo Mandragoriano consciente de su existencia y su buena fe en este mundo. Es un honor conocerte Manchego, y deseo a tu futuro, algo tan especial y similar como la del Perpetuador Eromes. De ti Luchy, o Luciella, y de tu nombre y familia no he escuchado. Pero de seguro y es tan perfecta como esos ojos verdes que te nombran como una doncella. Aunque joven y audaz, en tu físico aun tierno se resplandece mensaje que serás en un futuro la reina de toda belleza. A ti también es un honor conocerte. Como dijo mi tío, soy Gramal Gard, un estudiante de las artes de BrutalFark de Omen.» Don Ingrio se puso de pie, y dijo complacido y sonriente, «Siéntate Gramal, siéntate, aquí, ven, aquí para que todos podamos escuchar de tus historias tan buenas, y que bien las sabes relatar. Lo que pasa es que Gramal estudia a detalle la Historia del Imperio. Siendo un Guerrero de alta proeza y representante elegante de nuestro Imperio debe de manejar los detalles del mismo a la perfección, en caso que en alguna junta sea cuestionada su fe y su integridad. Es un cuentista de primera.» En el rostro de Gramal se notaba el disconforme de tener que soportar la boca de su tío, que aparentemente, siempre hablaba de más, y cuyas palabras de sobra comprometían a Gramal de sobremanera. Gramal dijo, «Pues me gusta la historia de nuestro imperio y los sucesos que le incumben. En cuanto al hecho de ser cuentista, pues si puedo hacerlo bien, especialmente el hecho que siento que una historia debe de ser contada con adecuada pasión para que resuene en la mente de los hombres y cobre vida para aquellos que no la viven o no llegaron a vivirla. Solo así se puede apreciar adecuadamente la historia. De ser lo contrario se pierde el sentido de la misma. Se esfuma inexistente.» Los celos de Manchego iban en incremento mientras el rostro de Luchy parecía interesarse más y más en Gramal, o al menos eso es lo que los ojos de Manchego le indicaban. A pesar de esto Manchego no podía negar el hecho que él también estaba sumamente interesado en conocer las historias que estaba Gramal a punto de declamar, al menos, eso parecía serlo. Sintió un poco de empatía por Gramal, quien, apenas y acababa de llegar y ya estaban exigiendo de él que contase una historia, sin poder realmente poder sentarse y simplemente platicar. Eso ha de ser una gran presión para Gramal, en especial frente a su tío, Don Ingrio, quien parecía desfilarlo como un nuevo corte de pelo. Gramal dijo, «¡No sé qué contar! ¡Ni os conozco y ya me estáis exigiendo una historia! No creáis, no me estoy echando atrás. Historia ofrecida es historia cumplida. Tengo el dilema que no sé qué historia quisieses vosotros escuchar… Pudiera hablaros de los Guerreros de Fark-Amon, o Brutal-Fark como también nos llaman, su origen y de sus influencias heredadas de las tierras de Flamonia. Pero de eso no tengo muchas ganas de hablar. Es lo que hago todos los días rutinariamente, no sé si me comprendéis, y estoy de vacaciones. Prefiero hablar de otra cosa.» Manchego entendió por completo a Gramal cuando dijo que no deseaba hablar de aquello que hace rutinariamente todos los días. Claro que no significaba detestar lo que uno hace. Porque Manchego no detesta ser un Finquero. Pero cuando estaba lejos de la rutina, prefería no hablar de aquello que rutinariamente hace, porque en su tiempo libre es precisamente de aquello que desea descansar. Aunque ama la Finca y ama su trabajo, detestaría tener que relatar aquello que hace todos los días como rutina. Gramal debía de sentir exactamente lo mismo por su pasión de ser un Guerrero Fark-Amon. Y aunque las historias detrás de esa cultura de Guerreros han de ser sumamente intrigante, conteniendo historia profunda del origen del Imperio Mandrágora, ahora no era el momento justo de iniciar tal conversación. Gramal dijo, «Deberíamos de hablar de algo que a todos nos interese por igual, y que está sucediendo ahora mismo en el Imperio.» Luchy y Manchego pensaron inmediatamente en la decadencia del Pueblo San San-Tera y el desborde del gobierno de Feliel. Pero Gramal no estaba muy bien enterado de tal situación e introducirlo en una reunión de ambiente ameno súbitamente a algo tan sombrío quizás no era recomendable. A Gramal se le ocurrió otra cosa, «¿Sabéis el estatus de la guerra que se lucha contra la Divina Providencia? Saben bien porque es que luchamos constantemente, año tras año, a pesar de hacerse los esfuerzos por firmar la paz?» Manchego no estaba enterado del todo sobre lo que concurre en las fronteras. Luchy tampoco lo estaba, y ambos niños se impresionaron de realizar el poco interés que por tal tema guardaban. Los eventos en el pueblo y en la casa de Lulita era lo que resonaba en sus mentes. Y realmente de esas situaciones deseaban saber. Pero Balthazar había recomendado abstenerse un tiempo antes de regresar a casa y permitir que las cosas se normalicen. ¿Qué cosas? No sabían, pero definitivamente algo había sucedido en la estancia de Lulita, algo totalmente fuera de lo normal. Pero eso por ahora restaría como un enigma en sus mentes, porque simple y sencillamente no era el tiempo de darse a dilucidar su misterio. En este momento debían de ser prudentes con sus pensamientos, porque enfocarse mucho en el estrés que les producían los eventos grotescos que vivieron sería detrimento para ambos, y sin duda, los machacaría sentimental y emocionalmente al suelo. Era de vital importancia intentar distraerse, como Balthazar lo recomendó, en otro tema para calmar sus mentes, y quizá, con el corazón en calma, pensar con mayor claridad para dilucidar un plan y afrontar la situación con audacia y no con la aspereza de una mentalidad herida. Luchy dijo a Gramal, «En realidad no, no estamos muy enterados de cómo va eso de la guerra en las fronteras. ¿Podrías iluminarnos?» Manchego no dijo nada, no por incapacidad de sus vocales en hacerlo, pero más bien por esos celos que fomentaba enojo, confusión, y duda en su persona. Don Ingrio agregó con imprudencia, «Gramal está muy enterado de la actualidad de la guerra en las fronteras porque en Omen les tiemblan los dedos por mandar refuerzos con BrutalFarks, guerreros legendarios de este Imperio. Pero no lo hacen porque sería matar a una mosca con una ballesta, ¿me entendéis? Pero como centro militar del Imperio, Omen se dedica a estar al tanto de todo lo que sucede, militarmente por su puesto, en nuestras tierras.» Esto le pareció exageradamente raro a Manchego, porque aparentemente Gramal no estaba al tanto del caos que estaba sobreviniendo el pueblo de San San-Tera. O quizás aún noticia no había llegado a ellos. O quizás, había algo más escondido detrás de todo esto que estaba fuera de su comprensión. Gramal dijo un poco molesto por la impetuosidad de su tío, «Eso es cierto tío, en Omen nos dedicamos a estar al tanto del estatus militar de este Imperio, tal como Démanon lo está espiritualmente, y Haztatlon lo hace políticamente. Cómo bien sabéis, son esas las Tres Grandes Ciudades del Imperio, la Trigonósfera Strata, Trío Imperial, Santísima Trinidad, o como muchos más puedan llamarle. Bien sabéis que son ellas también parte de las diez esencias en el Décamon, vitrales que se distinguen por el monumento que las representan. Haztatlon se distingue por el vitral con el Castillo Imperial, Omen por el escudo y las espadas, y Démanon por tener dibujado al Décamon central con dos figuras de los Slegna Flamon a cada lado. Son inconfundibles.» Manchego se recordaba perfectamente de estos vitrales, pero nunca lo había escuchado mencionar con tal importancia como ahora. A él siempre le había resaltado más los vitrales de las cinco esencias y los grabados en piedra pertinentes a cada vitral, eso es, cada dios a cada esencia. Gramal prosiguió, «Pues la Guerra de las Fronteras, que puede ser llamada apropiadamente La Guerra por Ementhal Bloss, es una guerra que lleva siglos luchándose niños. Y no estoy mintiendo. Este problema con la Divina Providencia inició desde el origen del Imperio Mandrágora y sus vecinos. Muchas veces el Imperio Mandrágora culpa a sus vecinos por sus problemas, pero entre vosotros y yo, aclaremos que fuimos nosotros, los descendientes de los Slegna Flamon, que venimos luego que La Divina Providencia, y nuestros vecinos circundantes, ya estaban aquí bien instalados. Nosotros como fuerza que venimos impusimos nuestra mano con fuerza y expandimos nuestro territorio con eficiencia. Fue luego de esos eventos que vinieron los tiempos de la Edad Oscura de Koel cuando sufrimos en los escombros por décadas, hasta que fuimos liberados uniendo las fuerzas entre Mandrágora y sus vecinos. En fin, largo ha sido nuestro recorrido en los libros de historia y sanguinolenta ha sido esta. Con La Divina Providencia disputamos eternamente, desde nuestros orígenes, una porción de tierra que va por el nombre de Ementhal Bloss.» Ni Luchy ni Manchego habían escuchado mención de esa tierra. Quizá porque eran muy jóvenes para saberlo, o quizá, porque eran muy ignorantes en el tema, porque para tratarse de un tema que lleva siglos luchándose, tiene que ser algo de suma importancia para la gente que habita este Imperio. Quizá sea por lo aislado que siempre estuvo el pueblo San San-Tera desde su origen. Desde que las grandes familias finqueras migraron para aislarse del mundo creciente. «Pues Ementhal Bloss», siguió Gramal, «es una porción de tierra que resta justo entre los bordes de nuestro Imperio y La Divina Providencia al Noroeste de este pueblo. Es una falla geográfica bien delimitada por una confluencia de accidentes geográficos que la plasman como una de las vistas más bellas de todas las tierras. Ves, todo inicia con el Río Márgades, de cuyo cuerpo de agua se desprende uno de sus ríos tributarios, siendo uno de ellos, no el más importante, pero si el más bello, llamado Armur Bloss. Armur Bloss corre a través de los Bosques de Tusumurium en donde se llega a perder bajo tierra, siendo devorado por una gigante cueva, llamada Phoruras Bloss o la Boca del Lobo como le llaman algunos. Pues este río de Armur Bloss que se pierde entre esta caverna llamada Phoruras Bloss pasa a convertirse en un río subterráneo que llega a desembocar a un sitio desconocido para el hombre. Aún hay teorías y especulaciones en donde podría ser la desembocadura del río. Luego, existe algo que se llama Únther Bloss, leyenda de alto renombre, que es un lago que resida por debajo de Phoruras Bloss, por cuya leyenda va ligada la Tragedia de Mythlium. ¿Sabéis algo de la Tragedia de Mythlium?» Los niños por este entonces ya estaban completamente absueltos entre la historia de Gramal, quien, astutamente había logrado interesarlos más de la cuenta. Manchego y Luchy respondieron que no sabían de la leyenda de la Tragedia de Mythlium, y Gramal, entusiasta, continuó contando la historia, «Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, cuando apenas y las tierras estaban creándose, Ementhal Bloss ya existía como parte de las creaciones de los Dioses Muertos, recuerdo que esto lo dejaron antes de desaparecerse del universo, luego de los Tiempos del Caos, según lo cuentan historias. Mythlium amaba Ementhal con su alma, dado que era el cuerpo de agua más bello en las tierras de este mundo, y siendo ella la diosa del agua, se identificó mucho con el sitio. «Pero un día, su hijo-hermano, Arathlium, estaba jugando próximo a Phoruras Bloss, en donde, por accidente se tropezó con las piedras del borde y fue consumido por la fuerza de su caudal. El río subterráneo lo llevó por debajo de la tierra y Mythlium, en su búsqueda viajó por túneles subterráneos, recorriendo toda la zona en busca de su hijo-hermano. Arathlium nunca apareció, y cuenta la leyenda que Mythlium en su llanto derramó tantas lágrimas bajo tierra, que se acumularon a formar una laguna subterránea, llamada Únther Bloss. Finalmente dándose por vencida, Mythlium caminó desde Ementhal Bloss hasta el pico más alto de las Cordilleras Devónicas del Simrar. Su caminata larga y sin descanso creó lo que ahora se llama el Sendero de las Mil Treguas, que llega hasta las Cordilleras Devónicas del Simrar desde Ementhal Bloss. Pero es un sendero que nadie recorre por las desapariciones que ocurren y los asaltos y atracos que hay en él. Es un camino muy peligroso. «En fin, en la Cordillera y sus piedras altas, hay un pico que se encuentra cerca de una falla geográfica que los Hombres Salvajes llaman ‹Lasrod Anipse›, cuya traducción directa a nuestro lenguaje es Cuerno Espinoso o Garra del Dragón. Pues en este pico más alto Mythlium hizo el último intento por buscar a su hijo Arathlium sobre toda las tierras visibles desde el pico de ‹Lasrod Anipse›, claro, fallando en su búsqueda. Tal fue su tristeza que lloró por días, creando así la Fuente de Mythlium. Algunos hombres claman haberla descubierto, pero vista únicamente de lejos por su altura inalcanzable. Dicen que el agua de la Fuente de Mythlium confiere la juventud eterna y el gozo infantil. Si es o no cierto, creíble o falso, queda en vosotros decidirlo. A fin de cuentas es simple y sencillamente una leyenda. Creo que la lección de la leyenda es clara: ¡tener cuidado de no irse entre el río Armur Bloss porque Phoruras te va a devorar! ¡Y de seguro la muerte sobreviene!» Los niños, Don Ingrio, y Gramal se unieron en una larga, profunda, y conmemoradora risa que duró por varios minutos. La tensión del ambiente había sido abolida, y aunque Manchego y Luchy aún sentía la radiación de los vestigios de los eventos horrorosos que habían vivido, el estar con Gramal y su tío, Don Ingrio, había aliviado sus corazones y hacerles sonreír el alma. Además, estaban culturizándose con historia de su Imperio, del cual, aparentemente, conocían muy poco. Luchy aún no había cesado de reírse por completo, y entre seriedad y ataques de risa controlada preguntó a Gramal, «¿Porque le llaman hijo-hermano a Arathlium, y no solo hijo, o hermano, cómo debería de ser?» Gramal dijo, aun sin lograr controlarse completamente, «Pues es difícil para el hombre definir la paternidad o maternidad de los dioses. Se ha documentado efectivamente hechos que relatan parejas de dioses, y de esa relación se concibe un producto, hijo o hija, de quien nunca se ve un nacimiento formal o embarazo, como en los animales, y cuyo producto no posee características similares de sus progenitores. Persiste entonces la posibilidad que los dioses se reproduzcan por algún proceso de división binaria o multiplicación biológica, en donde simplemente se dividen o engendran un nuevo cuerpo a partir de ellos mismos. Es difícil definir por la escasa información, y realmente, la mayor parte de datos son meras especulaciones. En fin, nadie sabe.» Luchy respondió insatisfecha, «Que cosa más rara. Cualquiera diría que Arathlium era hijo directo de Mythlium, pues una madre que sufre tanto por su hijo es porque definitivamente ella sufrió en concebirlo, y que tales memorias en el proceso de concebirlo, hacen que el amor al producto sea multiplicado por miles de veces, no solo por la felicidad que crea, sino también por lo costoso y doloroso que fue la concepción. Es difícil creer que de algo que simplemente es, como eso de división binaria, en que solo se separan dos de uno, sea algo doloroso o de larga evolución, como para producir en Mythlium una reacción tan fuerte para hacerla buscar a su hijo con tanto amor y ceguera.» Gramal respondió con reverencia, «¡Eres más inteligente de lo que el ojo denota Luciella! ¡Qué conclusión más sensata y lógica, cosa que ni escribanos ni historiadores han pensado te aseguro! Mi respuesta sigue siendo que no lo sé, pero lo que propones pone en tela de juicio todo aquello que se sabe de los dioses. Quizá como leyenda sea solo eso, una historia. Pero bueno, ¿en qué estábamos?» «En Ementhal Bloss y lo importante que era para los imperios en aquellos días.», respondió Luchy entusiasta. Gramal prosiguió, «Ah sí, como no, bueno en fin, como podéis ver, para el Imperio Ementhal Bloss es un sitio muy importante porque comprende parte de nuestra religión. Para la Divina Providencia fue siempre parte de sus bellezas geográficas, y nos acusan de ser unos invasores, cual no está muy lejos de lo cierto. «Y entonces, desde el origen de nuestro Imperio, La Divina Providencia lucha contra nosotros por defender lo que ellos claman ser de ellos, y lo que nosotros clamamos ser nuestro. Cada año, o dos, o más, cuando la convocatoria se realiza, es un gran movimiento de soldados y tropas a las fronteras en donde poca sangre se derrama, ya que las disputas son más verbales y políticas, estando siempre los dos grupos al borde de desatar una guerra. «La Divina Providencia, desde la Batalla de Mauralgum, no tiene la fuerza militar para igualársele a Mandrágora, aun así la guerra no se suelta por razones políticas, juego sucio que nadie comprende en su totalidad. Y esta guerra siendo heredada de Rey en Rey, que sin saber por qué ha pasado a manos del sucesivo, se ve obligado por historia y por presión de seguir la lucha, contrario de llegar a un consenso, por este sitio geográfico que todos desean poseer. «Cosa tonta, porque de igual modo, ¿qué haría cada Imperio con Ementhal Bloss? No desean alterar el sitio ni habitarlo. Meramente quieren decir que es propio. Es una tontera, sin embargo, cobra un alto precio sobre nuestra gente, especialmente los campesinos y fieles trabajadores de edad adecuada, que se ven obligados a marchar en armas bajo juramento a su Rey y su Imperio. Es un círculo vicioso que se ve lejos de ser resuelto. Pues bien, lo bueno es que ahora ya comprendéis porqué es que existe una convocatoria y cuál es su propósito. Como algunas guerras, esta es tonta, y podría ser resuelta con una adecuada comunicación, pero que falla en ese propósito. Son los políticos quienes la promueven, siendo ellos irónicamente los últimos en sangrar por ella, quienes por capricho alguno sostienen su voto por ella.» Luchy exclamó, «Qué horror que sea algo tan simple por lo cual se derrama sangre. Esto pudo haber cesado hace décadas, pero no se hace por alguna burocracia que lo impide disolverse.» Gramal respondió, «Exacto. Tal es el rol de algunos políticos, entre ellos, los más fuertes sin duda, el Consejo de Reyes.» Luchy agregó, «¿Pero por qué no se hace una campaña en contra de esta guerra? Si son los hijos del Imperio los que están sufriendo por el capricho de este Consejo de Reyes, no puede ser que no les importe las vidas de sus soldados?» Gramal contestó mero abrumado, «Así pareciera ser Luciella, lastimosamente.» Luchy agregó incrédula, «Pero quienes son estos que se hacen llamar por el Consejo de Reyes?» Gramal suspiró y dijo, «Uy, esa es pero otra larga historia, y quizá, sea sujeta a otro día para contarla con café y galletas. Pero para hacértela corta y comprensible, el Consejo de Reyes surgió desde que hubo Rey en el Imperio Mandrágora, como tu bien sabes, el héroe Eryund des Guillioth fue nuestro primer Rey oficial, a quién se le veneró desde que fue un héroe en los tiempos de Koel, y pasó a ser luego nuestro primer Rey luego de habernos guiado y vencido la Batalla de Mauralgum. «Aunque en aquellos tiempos no se sabía que iba a haber un Consejo de Reyes. Fueron en parte familiares de Eryund, interesados en tener influencia en el poder, al igual que otros de buen renombre familiar, y unos otros de alta herencia con mucho dinero y tierra, con lo cual lograban tener mucho control sobre las decisiones del Rey. Por tales razones se fundó desde un inicio el Consejo de Reyes, quienes lo que hacían era guiar las decisiones del Rey, más aun prestando su aporte de herencia en tierras o en dinero para llevar a cabo sus ambiciones, que no eran más, que las ambiciones impuestas por el Consejo de Reyes. No siempre fue tan desastroso. Al inicio el consejo de Reyes funcionó muy bien. El problema es que sus funciones iniciales se han ido tergiversando con el tiempo, y peor aún, han ido abusando lentamente de sus privilegios y poder. Están muy bien situados, y aunque hay mucha gente de buena fe y corazón instituida en el Consejo, hay una que otra rata que podría ser eliminada sin problema.» Luchy entonces respondió entusiasta en el tema político, «¡Qué terrible! Entonces Aheron III no puede tomar las decisiones que se le plazcan, porque siempre hay alguien coartando y juzgando sus decisiones¡» Gramal respondió asertivo, «Eso es bastante cercano a la realidad. Aunque Aheron III es un poco más tajante y no se deja de sus consejeros. Pero es mala idea llevarte mal con el Consejo de Reyes. Hay mucho poder entre todos ellos unidos, mucho dinero e influencia política, quizá, unidos, podrían llegar a competir contra la palabra del Rey. «Aunque nunca se ha visto que el Consejo de Reyes se subleve o imponga su palabra sobre la del Rey. De serlo cierto, creo que estaríamos viendo Guerra Civil. Sería catastrófico. Mandrágora pronto se dividiría en dos. Y el ejército Imperial se miraría confrontado a todos los Duques y sus ejércitos. El Imperio es tan fuerte por eso mismo, porque cada Duque, cada Noble, cada uno de estos políticos tiene su propio castillo y su ejército personal en él, y juntos los ejércitos del Imperio y los de pueblos, ciudades, y castillos, logran convocar un poder militante inigualable. «Pero estas fuerzas divididas sería un completo caos. Y nosotros, los Brutales de Omen, aunque bajo mando de la palabra del Rey, por quien moriríamos inmediatamente o con su palabra, si él lo desease, somos mantenidos más por inversionistas de herencias poderosas que por acto del Rey mismo, quien obtiene dinero tras el impuesto que impone sobre los sujetos a quienes gobierna, y por supuesto, herencia. «Esta segmentación de poder es lo que hace inestable la palabra del Rey, quien indudablemente, depende de que sus decisiones sean bien vistas por el Consejo de Reyes. Gran error en el manejo de poder, pero tales son las cosas en nuestro Imperio. Es complicado.» Don Ingrio dijo mientras tragaba el mordisco que le dio al pan con miel, «Política es un tema de alta controversia, y con frecuencia es un tema engorroso. Es mejor no hablar mucho ni amplio de tales temas, más aún por qué existe segmentación, lo cual indica que indiscutiblemente se tomarán lados, y puede haber alguna oreja parada que hable pestes en contra de uno si insulta a la persona incorrecta. No digo que aquí entre nosotros haya un soplón, solo digo, que hay que tener cuidado sobre qué es lo que uno dice. «Lo menos que uno desea es ofender a la persona equivocada. Digo, es deplorable esto de la guerra y su convocatoria. Pero tales son las cosas y son difíciles de cambiarlas Luchy. Bien sabemos que las costumbres son difíciles de romper, peor aún en un Imperio como el nuestro lleno de políticos tan tercos, sin ir muy lejos, como el Alcalde Feliel que pretende gobernar al pueblo, que más bien lo está tornando en una casa de prostitutas. Más aún, no sabemos porque razones se decide prolongar esa guerra que podría finalizarse fácilmente.» Luchy respondió, «¿Cómo así?, ¿existen razones personales por las cuales se fomenta esta guerra?» Don Ingrio exclamó, «Siempre las hay, siempre las hay Luchy. Alguien de alto rango recibe beneficios de esta guerra, y así son muchas de las decisiones de nuestro Imperio, quienes no piensan en el bien de la gente, si no en el propio, y es por eso también que cuesta avanzar con nuestra gente. Hay demasiadas manos metidas bajo la mesa manejando naipes ilegalmente, ¿si sabes a lo que voy? Hay pocas razones lógicas por las cuales podríamos decir que la Guerra de Ementhal Bloss se sigue luchando con tanto ahínco, a pesar de ser algo tan arcaico y costoso, tanto económica como socialmente.» Gramal agregó, con intenciones de mitigar el fuego parcial que cobró su tío, «Mi tío habla de cosas que suenan bonitas y potencialmente ciertas, pero de eso no estamos seguros. Mejor no decir nada hasta no estar seguros. Solo sabemos que definitivamente es una guerra que podría haber cesado hace ya un tiempo.» Luchy prosiguió su argumento, indignada, «¡Pero es la vida de hombres decentes las cuales se ponen en riesgo! ¡Son ellos quienes derraman sangre y pagan el precio con muerte! ¿¡Por qué no son estos políticos quienes dan la carota si son ellos los perros quienes deciden llevar a nuestra gente a la guerra!? Gramal dijo empático, «Buen punto Luchy. Lastimosamente, la realidad es una y nuestros deseos son otros.» Luchy permaneció ofendida con lo aprendido por largos momentos, mientras su mente voraz le daba vueltas al asunto. Manchego por otro lado se enojaba con el paso de cada segundo, e inconscientemente apretaba la Nuez de Teitú entre su mano. Gramal aclaró su garganta, y para disolver el comentario de su tío y el enojo de los niños dijo, «Hay una canción que detalla la belleza de Ementhal Bloss, ¿la desean escuchar?» Luchy fue entusiasta, aunque su rostro permanecía molesto, diciendo un gran sí, mientras Manchego hirvió de los celos, aún más cuando Gramal empezó a cantar en una voz sonora y artística: Galantes verdes tertulia del follaje, Nace corriente deslizante y calmado. Penetrando piedra la roca en coraje, Phoruras y Armur colisionan morado. Mythlium errante derrama el olvido, Únther morando viviente y huraño. Sendero de las Mil Treguas recorrido, Grita fuego en furor delirando engaño. Luchy aplaudió al igual de Don Ingrio, Manchego únicamente frunció el ceño y lanzó miradas de celos a Luchy, quien cada vez parecía estar más interesada en Gramal. Luchy solidificó su intriga sobre la canción, «¡Qué linda canción! ¿Sabes más o alguna similar? ¡Es tan bella y poética!» Gramal dijo agradecido, pero no cortado ni avergonzado, como si ya hubiese recibido estas palabras previamente, «Claro. En Omen nos enseñan las leyendas del pasado y las osadías de héroes como parte de nuestra cultura. Y de Flamonia sabemos varias que hablan de su cultura tan bella y flamante que llevaron hace mucho tiempo.» Luchy dijo, «¡De Flamonia? ¡Tierra de donde vienen los Slegna Flamon?» Gramal respondió entusiasta, «¡Así es! Justo en lo correcto. Y nosotros también venimos de los que emigraron de Flamonia hace mucho tiempo.» Luchy agregó emocionada, «¿Y puedes cantar alguna de las canciones que sabes?» Gramal respondió emocionado, cual resultó veneno para Manchego, «¡Pues claro! Lo hubieses pedido antes sin alguna pena. Es una lírica, un cantar que detalla mucho de la cultura de los de Flamonia cuando vivieron en paz ya hace largo tiempo, antes que la Guerra de un Lamento los abatiera. Va algo así: Fulgor demorado infragante en cielo, Deslizante enamorado el ave en vuelo, Se disipa calor entusiasmado folclor, Danza Eolidálida disipando amor. Eolidálida surge olímpica y fascinante, Brincando la luna sobre velo galante, Demora mirada el pasivo buena vista, Seduciendo almas la figura de artista. Flamonia en sendero de la gran tregua, Pueblan en triunfo los morados en legua, Vuela Unicornio el pensamiento del ocaso, Imperio de Albor que surgió de un retazo. ¡Ave Eolidálida! ¡Ave a tu hermosa bandera! ¡Ave bandera que fuese un ángel estera! ¡Bufanda del mundo que se mece entre fuego! Fuego en furor de la magnánima fiera, De la pasión del nacido antes que fuera, Chalina en profundo que esclarece en juego. ¡Danos la fuerza, brinda el deseo, Haznos de tus grandes Guerreros, Y cosa que no fluya y arda en tus ojos, Danos tu fuerza y regocija en despojos! ¡Muéstranos el universo y danos la flama, Llama incandescente que nos habla tu gloria! ¡Vente Princesa de los mares y azules, Pinta en las paredes amores y tules! ¡Diosa del amor, fuego, y Albor, Flamonia En ti vive, resuena abundante Folclor! Escudo en semblante blasón en gloria, Blasón figurando mil guerras la euforia, Espadas sangrantes y alabardas punzantes, Eolidálida hermosura envuelta en cabello del mar, Emblemas manantes de guardas errantes, Eolidálida postura ensimismada entre sol de loar. Al Norte la estrella de los Reyes ya muertos, Que poblado el Reino gobernaron flamantes, Corona en cabeza de espinas diamantes, En mano el azor del alma en sus huertos. ¡Qué brillen y vivan los Naevas Aedán! ¡Hijos del Imperio flamante y galán! ¡Eolidálida princesa de fuertes azules! ¡Que brille hermoso mar de abedules! ¡Danos la fuerza, brinda el deseo, Haznos de tus grandes Guerreros, Y cosa que no fluya y arda en tus ojos, Danos tu fuerza y regocija en despojos! ¡Muéstranos el universo y danos la flama, Llama incandescente que nos habla tu gloria! ¡Vente Princesa de los mares y azules, Pinta en las paredes amores y tules! ¡Diosa del amor, fuego, y Albor, Flamonia En ti vive, resuena abundante Folclor! Flamonia la tierra de tantas promesas, Pueblo de los dioses los han escogido. Brilla Eolidálida y el Unicornio pontifico, La Princesa de amor y el signo de olvido, Bestia del cielo que vuela en pacífico, Flamonia la tierra de tantas proezas. ¡Eolidálida princesa de nuestros sueños! ¡Danos la bufanda que inspira tu voz! Duerme nuestra boca y emerge halos, Eolidálida la rosa de nuestros risueños. ¡Danos la fuerza, brinda el deseo, Haznos de tus grandes Guerreros, Y cosa que no fluya y arda en tus ojos, Danos tu fuerza y regocija en despojos! ¡Muéstranos el universo y danos la flama, Llama incandescente que nos habla tu gloria! ¡Vente Princesa de los mares y azules, Pinta en las paredes amores y tules! ¡Diosa del amor, fuego, y Albor, Flamonia En ti vive, resuena abundante Folclor! Al finalizar Gramal, quedaron rastros del timbre de la voz de Gramal en el aire, cuyas notas suculentas de armonía tardaron tiempo en disolverse entre las paredes. Gramal luego rompió el silencio, «Esa se llama Albor de Flamonia, una canción que habla de la diosa Eolidálida, diosa del fuego, el cielo, y el amor, quien en sus tiempos de vida se dedicó a enseñar a los Slegna Flamon los secretos del universo, quien en los Tiempos de Caos sobrevino la Gran Desgracia, al igual que otros dioses, ahora ya muertos. «Pero estas son historias que se contarán en otras ocasiones, y por ahora, concentrémonos en lo nuestro. Esa es solamente una canción de tantas que hay de Flamonia. Todas son tan bellas y tan rítmicas como la que escucharon, aunque algunas agónicas y tristes, que hablan de la Gran Desgracia y los Tiempos del Caos, que fueron eventos devastadores, de los cuales, incluso, muchos desean olvidar. Y como vosotros bien sabéis, durante los tiempos de antes, las historias de Guerras eran relatadas en sagas poéticas, de las cuales canciones derivaban. «En cada una de estas canciones hay verdades ocultas e historia por aprender. Pueden ir, si desean, a Cauda Poltos-Par, al sur de este pueblo, biblioteca gigante en donde pueden encontrar tomos de tomos de la historia de nuestro Imperio y libros enteros con sagas y canciones por leer y cantar.» Manchego sintió un poco de fatiga súbitamente, como si de pronto el precio de los eventos vividos estaba cobrando su valor en oro y ánimo. Sintió también tristeza y frustración, al igual que un par de ojos cuestionar su integridad. Al subir los propios, notó que Gramal lo estaba escudriñando con la vista, y antes que Don Ingrio pudiera decir un comentario, Gramal dijo, sin pensarlo, «¿Estás bien?» Manchego sintió que un par de flechas atravesaron su corazón y su mente, y avergonzado y sonrojado, notó que los ojos de Gramal no eran de curiosidad, pero más bien, de respeto y cautela, como si en Manchego viese más que lo que el ojo promete, «¿Qué te pasa chiquillo?» La pregunta generó convulsión en la mente de Manchego, quien dijo, «Nada Gramal. Solo estoy cansado.» En el rostro de Gramal se dibujó una pequeña sonrisa, «Es evidente que eres muy malo para decir mentiras. Es sin duda que algo te atormenta gravemente. ¿Estás seguro que te sientes bien?» Manchego no supo por qué, pero la pregunta hizo que resplandeciera su debilidad y generara en sus ojos lágrimas, como si estuviese en necesidad de un abrazo. Manchego casi se rompe bajo la presión de la tristeza y frustración, pero logró mantener su compostura, «No, no hay nada en mi mente. Todo está bien.» Cosa que dijo más por orgullo de no contarle a este a quien Luchy admiraba que por no contarle por ser un completo extraño. Gramal dijo, «Pues es evidente que algo pasa por tu mente que te está haciendo perder el balance y equilibrio de fuerza Manchego. Mi maestro Hakama siempre me dijo que mantener el balance es esencial para la propia función de tu mente y cuerpo. Algo impide que fluyas, y eso, es lo que está causando repulsión en tu organismo. Pues no es de mi incumbencia saber lo que sucede por tu mente, pero algo si puedo darte, y eso es, consejo. Hay una lección muy buena que nunca se me olvida, una que mi maestro, Hakama, me enseñó cuando estaba yo apenas iniciando mis estudios para ser Guerrero, y como tú, me frustraba mucho: «Sabiduría es el viento que desvela sin hacerlo en conciencia. Nunca percibe por donde es que se filtra su cuerpo, sea por el eucalipto del invierno, o las eolias y dalias del verano. No distingue entre el bien o el mal, entre el frío o lo caliente, o entre planta y flor. Se trata de aprender a fluir como el viento y pasar tanto cómo por planta cómo por flor sin pensar en las posibles diferencias entre ellas. Cuando problemas los tengas impidiendo tu expresión, debes notar que el problema nunca se aleja de su respuesta, como la bandera que se mece entre el viento. El problema es la solución; entender el problema es deshacerse de él.» Gramal continuó, «Sea cual sea tu problema, nunca debería de rebalsar cierto punto en donde inhiba tu función. Y recuerda que el problema nunca está lejos de su resolución.» Gramal se mantuvo callado por un tiempo, percibiendo a Manchego como un maestro lo hace con su alumno, y luego agregó, «Tienes mucho potencial guardado en ti Manchego, lo puedo sentir como siento las olas del viento y la brisa del mar. No dejes que situaciones opaquen tu verdadera fuerza, tu destino real. Tienes que aprender a fluir con las cosas, tal como lo hace un corcho en las olas del mar. Lamento no poder decirte más porque no conozco tu problema, pero algo que sí puedo darte cómo palabras últimas es que nunca te des por vencido. Siempre hay una forma. Y sabemos todos que la mejor forma de la forma, es la forma sin forma. ¿Comprendes? Bueno tío, debo de ir a entrenar mis rutinas diarias de esfuerzo físico y mental. Es parte de la responsabilidad de un Guerrero nunca dejar atrás su estado físico y mental, uno debe de cultivarlo todos los días. Ha sido un gran gusto Luciella y Manchego. Que los dioses siempre iluminen vuestro camino.» Los niños se despidieron de Gramal, y como uno podría imaginarlo, Luchy más entusiasta que Manchego, quien sin duda, persistía en celos. Don Ingrio se puso de pie para despedir a su sobrino, y luego agregó, «Bueno chicos, yo también tengo quehaceres por cumplir, y el día a avanzado unas tantas horas sin nosotros haberlo percibido. Puedo daros una merienda antes de que partáis a casa. Ha sido muy bueno teneros como invitados esta tarde, espero que se repita.» Y por gracia alguna los niños sabían que Don Ingrio nunca se enteraría que estuvieron en su casa, no por gracia de su hospitalidad, que evidentemente, es muy buena, sino a lo mejor por la agravante necesidad de despejarse y descansar el corazón. La mera mención de regresar a casa hizo que el corazón de Manchego se acelerara a mil pasos por minuto. No sabía cómo encontraría a Lulita ni en qué estado, más aún, tenía miedo de encontrarse con esa sombra negra que había asaltado la estancia previamente. ¿Qué habrá sido? Manchego respiró profundo y se mentalizó para hacerle frente a la realidad. Luchy parecía aun estar cegada por la visión de Gramal, cuyo estado de trance molestaba a Manchego de sobremanera. Al llegar a casa y al entrar a la estancia, Balthazar estaba sentado en la mesa, viendo hacia el horizonte por la ventana de la cocina, por la cual, se lograba apreciar las hebras lumínicas del atardecer. Manchego y Luchy supieron que todo estaba bajo control al ver su rostro tranquilo, y entre sus manos, vieron una taza llena de té de hierbas, seguramente, hierbas propias cosechadas en alguna tierra rara, lejana, y hierbas de poco renombre pero de efecto potente, conocido únicamente por aquellos del dote especial por reconocerlas, no por ojo solamente, sino también, por facultad del olfato, y quizá, por un poco de suerte. Balthazar dijo al verlos entrar, «Duerme como niña en sus tiempos de paz y alegría. Lo que hoy sucedió es un fenómeno muy raro chicos. Y no quiero que lo estéis divulgando, porque ni vosotros, ni yo, ni Lulita, estamos seguros de que trató tal episodio de terror. Pero lo cierto es que no es primera vez que pasa, si no segunda, y en esta casa precisamente. «¿Quién, quienes, porqué, y cómo, son todas preguntas cuyas respuestas me eluden, que todos tenemos por igual y que irresueltas estuvieron cuando fue la primera vez, y que hoy, luego del segundo asalto, permanecen en el mismo estado de irresolución. «Es un enigma que necesita de mayor escrutinio y voy a doblar mi mente sobre esto para saber qué y porqué ha sucedido de nuevo. Pero puedo aseguraros por el momento, que todo ha quedado en paz y en un pedazo. Siempre estad con los ojos abiertos, porque, aparentemente algo quieren de alguno de nosotros, únicamente Luchy, podría decir yo, está fuera de este círculo de posibles víctimas, porque Manchego, yo, y Lulita, somos los que aún hoy estamos y que estuvimos cuando fue el primer asalto. «Por lo tanto, no estoy seguro porqué ha sucedido de nuevo, ni por quién, ni a quién estaba buscando. Pero es evidente que a Lulita ha afectado de sobremanera, más por las memorias que le suscitan. En fin, andad con cautela, que no solo en el pueblo hay inmundicia. Son tiempos raros los que nos acaparan, y hasta que logremos definir con precisión qué es esto que nos ha sucedido, vamos poder dormir tranquilos. Vayan ahora y tratad de relajaros. Es tarde y la noche progresa sin duda. Manchego, ya no tienes que trabajar, lo tuyo ha quedado hecho por mi mano y la de Tomasa. Ahora no más trabajo durante las noches, dado los eventos en mano. Anda y duerme. Luchy, tú te vienes conmigo. Vamos a ir montados en Granola y a tu casa te llevaré personalmente. No hay preguntas por ahora. Vamos.» Manchego se despidió de Luchy, quien siguió a Balthazar a las afueras. La puerta se cerró y Manchego quedó a solas en la cocina, a merced de la luz de velas y el ruido de su soledad. Caminó a paso ligero y liviano hacia su alcoba, y antes de entrar en cama, fue a visitar a Lulita, quien dormía en paz. Se aproximó a la cama de Lulita para decirle buenas noches, y en ese instante, en la silla al lado de la cama de Lulita, una figura alta y grande se puso en pie y dijo, «¿¡Quién va ahí!? ¡Alte› o mire que le corto el braz›!» Manchego se tropezó y cayó al suelo, empujándose con pataleadas y con brazadas para alejarse de aquella sombra alta e intimidante, cual con una lámpara iluminó su rostro. Manchego vio a Tomasa, quien portaba un mazo gigante entre una mano, y la mucama, viendo a Manchego dijo, «¡Manchegue! ¡Pero qué moleste› usted hombre! ¡Que no le digue que tengue cuidade pues›n! ¡Vay›s a dormire hombre que a su›abuele va a despertar le digue! Patoj› mocosn›...» Manchego se puso en pie rápido y corrió hasta su cama, envolviéndose rápido entre las sabanas. Antes de caer en sueño, sus ojos viajaron por los árboles visibles en las afueras, y la vista de dos grandes ojos amarillos hizo correr un miedo profundo entre sus huesos. Pero aquellos ojos amarillos no estaban por verse a segunda vista y detallada, quizá haya sido tan solo un elemento de su imaginación. Su mente estaba gris de tanto evento y tanto pensamiento. Mejor se dedicó a pensar en un gran amanecer, el cual, hizo que su corazón se calmara. Logró entrar en sueño efectivamente, aunque, el mismo era de él caminando en un largo pasillo cual nunca finalizaba. Era oscuro, muy oscuro. Una puerta era visible al final del largo pasillo, una puerta que no era visible por acción de sus ojos, pero porque la puerta se quiso hacer visible en su mente. La puerta lo invitó a ser abierta. Manchego volteó a ver detrás de él, donde una figura amistosa lo acompañaba. Era una persona, aunque no lograba verle el rostro ni escuchar su voz para ubicarla. Dos veces se despertó durante el paso de la noche. En cada una de esas, habiendo soñado con dos grandes ojos amarillos que hacían su corazón entrar en pánico. No se recordaba exactamente en donde los había visto, pero lo cierto es que suscitaba un sentimiento muy similar a alguien o algo antes visto, o quizás nunca visto, pero imaginado. Sin saberlo, entre su mano apretaba el Nuez de Teitú, y vida alguna pulsaba en su mente. No se despertó más esa noche, hasta que el primer indicio de luz se hizo evidente. Rufus le estaba lengüeteado al lado de su cama, el canino, como siempre, entusiasta y feliz. Lamió su rostro varias veces, Manchego sin saberlo soltando sonrisas y lágrimas de felicidad al ver a su mejor amigo. Rápido vistió sus botas, su camisón, su pantalón, y su chaleco de lama, y en las afueras, convocando a sus ovejas, hacia el Observador se dirijo. El amanecer fue esplendoroso. Calmó sus emociones y la luz o llevó a orillas del cielo. Paz. X Revelaciones Los meses fueron pasando cargados de trabajo para Manchego. Lulita, aun luego de dos meses pasados, no se había recuperado en su totalidad. Aún se notaba en su rostro el paso de una pena grande y se miraba más anciana que nunca. Su cuerpo aún no marcaba esos años pasando, más lo era su rostro, sus labios, sus ojos, su ceño que frunce constante y triste, sus palabras ausentes que aún le costaba hablar más allá de unas cuantas oraciones, sus lágrimas rechonchas de tristeza y abundante depresión, sus pómulos que ya no sonrojan durante el día y denotan una palidez crónica, sus ojeras que se pronuncian en dos charcos de lodo negro que profundizan y albergan un desvelo preocupado, su cabello mal atendido que habla de su descuido profundo arraigado en la emoción rota y quebrantada. Pero para Lulita aún tenía un gran sentido la vida, pese a haberse dejado decaer en un abismo depresivo. Este era el sentido al cual se había aferrado todos estos años: Manchego. La Finca le interesaba como medio de ingreso, y claro, algún día hizo mucho en la Finca y ayudó a Eromes a salir a adelante. Participó mucho en el intercambio y la organización de la Finca misma, del personal y de las cosas por hacerse. Pero con la muerte de Eromes y el paso irrevocable del tiempo, esa noción se fue perdiendo y su interés por la Finca pasó a ser meramente uno de ingreso monetario para poder acomodar y nutrir a esa única persona que ahora motivaba sus días. Porque ella, a solas, no tendría el mismo valor para seguir dando pasos. Era por Manchego. Sacarlo adelante era prioritario para ella, y no solo porque ella en él miraba un futuro andante en cien mil patas y una capacidad inmunda para lograrlo, si no también estaba cumpliendo la promesa que le hizo a Eromes antes que muriera, esa noche cuando llegó, corriendo, en miedo profundo y mordaz, como si realmente hubiese tentado la tumba del diablo y robado sus riquezas que no pudo llevar consigo al infierno, y entregándole un regalo de valor, que en el momento no parecía serlo, es ahora inmenso para ella. Y fue ahí, cuando cuyas palabras resonaban incluso aun cada vez que Lulita perdía el sentido de seguir adelante, «Cuídalo bien! … Cuídalo bien! … Cuídalo bien! … Cuídalo bien! …» Lulita dio un profundo suspiro, y rascando aquellas memorias perdió su vista en el horizonte azul. Esta secuencia de pensamientos y emociones era algo de día a día. Algo que la perseguía sin cesar ni demorar su encuentro turbio. A Lulita no le quedaba más que aceptar los hechos, y seguir la vida, aunque fuese andando entre veces cabizbaja. Manchego aún no había comprendido enteramente lo que había sucedido aquel día que fueron a la casa de Ramancia. Luchy le había relatado la historia de cómo Mowriz, o Malabrad, y sus dos amigos, Findus y Hogue, lo habían acechado. Le contó que con un piedrazo en la cabeza lo derribaron, y que por gracia de los dioses no se la abrieron, ya que la piedra era lisa, roma, y de peso liviano, y que las únicas consecuencias que había sufrido de aquel ataque fue un desmayo y pérdida de la conciencia por no más de media hora. Le relató la historia de cómo Balthazar había llegado a su rescate montado en Granola, y que ya para cuando habían llegado, Sureña había descuartizado a los enemigos, habiendo matado entre la acción a Hogue, deshecho la cara de Findus, y habiendo lesionado gravemente a Mowriz en el tórax. Le contó también que los labradores del Alcalde, sus guardas preciados, estaban a punto de acribillarlos, cuando de una calle remota mareros salieron a enfrentar la lucha en una emboscada, dejándoles a ellos la posibilidad de escaparse sin penas. Luego le relató de cómo llegaron a la estancia y que ahí Balthazar con sus hierbas había logrado resucitar a Manchego del delirio. Y desde ese momento, ella tampoco estaba segura de lo que había ocurrido, porque saliendo de la alcoba de Manchego en busca de un vaso con agua, había encontrado al contrario a Lulita con un cuchillo en la mano, preocupada, como cazando algo. Y desde ahí fue que Manchego recuperó la conciencia y vio el resto de lo concurrido. Manchego se sintió mal por Mowriz, extrañamente. Su pasado era turbulento, o al menos eso era el chisme que por el pueblo corría mordaz de boca en boca, concebido tras los fuegos laxos entre una prostituta mal pagada y el Burhman, jefe de la mara Buhrla. Quizá por eso es que los mareros llegaron a su rescate aquella vez, evitando que los soldados lo aprisionaran en sus calabozos de mugriento llanto, en donde cientos de pueblerinos sufrían las torturas. Quizá y ya la mitad de aquellos estaban ya muertos, cadáveres desnudos sobre el suelo de tierra, desnutridos antes de la muerte, costillas al margen de eventrarse del cuerpo, con el rostro agónico, mitad carcomido por larvas hambrientas, ojos al cielo clamando ayuda a aquel dios divino de la luz blanca quien aún no se había aparecido entre los hombres. Entre los hombres es esa la palabra que corría más rápido que un pulpo de mil patas, entre hombre y hombre el contagio saltando de oreja a oreja, «No se ha aparecido, y a lo mejor, nunca se aparecerá entre los hombres otra vez. Permanecemos en la desgracia en ausencia del dios de la luz.» En cuanto a lo que había visto pasar en la estancia y botar a Lulita al suelo con lágrima en el ojo, aún no le encontraba una explicación lógica. Balthazar parecía saber algo al respecto, pero al preguntarle, evadía las preguntas, y no revelaba su conocimiento. Conforme el tiempo y los días fueron caminando en cuesta del futuro, los detalles de aquel evento fueron quedando a merced del olvido, y únicamente aquellas cosas de mayor importancia quedaron del evento, como por ejemplo, ver a Lulita en el suelo, hundida en sus lágrimas, gritándole a algo o alguien cuya presencia la recordaba precisa y exacta. Esto evidenciaba que el suceso se estaba repitiendo. Porque razón esto era cierto es lo cual Manchego deseaba saber. El deseaba conocer ese pasado turbulento del cual nadie deseaba revelarle, porque ahora, era evidente para él que una verdad le es oculta. ¿Quizá tiene algo que ver con sus padres? ¿Quizá tenga algo que ver con que ellos ahora no estaban por verse?, y que contrario a vivir con sus padres, vive con su abuela, sin alguna explicación lógica que haga esa razón válida, la única razón hasta el momento siendo no más que un: porqué así son las cosas. Y ahora con lo sucedido, para Manchego, era razonable concluir que esas memorias de dolor que se hicieron tangibles aquel día cuando esa sombra asaltó en la estancia, eran parte de un pasado, que al igual que sobre su paternidad, no se hablaba ni se escuchaba mención. Y no cabe más cosa que atarlos y unirlos en causalidad, porque a lo mejor, y quien quita, y estén vinculados al mismo evento que generó el dolor del pasado que persiste. Pero todo por el momento resultaba siendo un gran enigma para Manchego, y las respuestas escasas, provocaban en su ser una incomodidad existencial, que antes era vista como algo trivial, y ahora, ya entrando en su madurez temprana, esa incomodidad se iba multiplicando con el paso de los días, en donde durante el trabajo arduo y doloroso no hacía más que darle vueltas a todas estas preguntas que no aparentaban tener una respuesta. Ni Balthazar ni Lulita estaban anuentes a responder estas preguntas, como si no supiesen algo al respecto, sino más bien, parecían evadirlo, ya que quizá y quien sabe y algo de mayor calibre pudiesen estar escondiendo. Y esto curiosamente, no por un bien hacia ellos, pero quizás y a lo mejor, por el bien de Manchego. ¿Acaso su padre sería algún gran criminal del cual no deseaban hablar? ¿O sería Manchego como Mowriz, hijo de una prostituta y el jefe de la mara Buhrla, y que, por la desgracia de serlo, preferían no revelarle a la consciencia tal inmundicia, que como Mowriz lo sabía, vivía sabiendo una verdad incómoda de su pasado? Que hay ciertas cosas en la vida, que se podrían omitir fácilmente del conocimiento de aquellos involucrados, y que al hacerlo, no produciría mayor daño en aquel mantenido ignorante del tema, sino a lo mejor, y permaneciendo ignorante a tal desgracia y su vida pudiese verse beneficiada sin las manchas de la deshonra. Aunque cierto fuese esto, o la verdad fuese otra, por más inmunda o menos salobre que fuere, esta es suya para poseer y guardarla como propia. Porque ahora creciendo y consciente de las cosas y de un mundo dinámico y cambiante, de estar ya entrando en la madurez física y de pensar, adentrándose al pensamiento profundo y sensato, que tras viendo retratos de Eromes y observando a Lulita, no encontraba en ellos similitud alguna consigo mismo. Estos detalles extraños de ser tan disímil con los familiares que conoce lo llevaba a pensar muchas cosas sobre sus verdaderos orígenes, que no quita la posibilidad que fuesen de hecho sus verdaderos abuelos, porque con Eromes compartía aquella personalidad introvertida y particular. Pero sin embargo colocaba en tela de juicio todo aquello que alguna vez creyó cierto. Si no lo fuese como lo es, ¿cómo se podría explicar que le gustaban tanto los amaneceres y atardeceres? Aunque hay algo que Lulita una vez mencionó que entre veces cobraba cierto fuego en su mente, esto siendo que ella le había dicho que el don de Eromes por el mundo era algo casi exclusivo para la agricultura, que con las plantas se comunicaba a niveles metafísicos, mientras que en Manchego ese talento, ese don, era algo más universal. Aún no estaba seguro de qué significaba ese algo universal al cual Lulita se refería, pero sin duda, ahora más que nunca, unido a los enigmas de su paternidad, daban vueltas tantas preguntas en su mente que estaban aún por responderse. Pero por desgracia propia, tanto Balthazar como Lulita, las únicas dos personas bien sabidas de su pasado, deseaban a todo costo evitar el tema a la hora de ser este suscitado. Y ahora, Lulita estaba más distante que antes cómo una posible fuente de respuestas, dado a la fuerza de la penumbra que la englobaba como velo ennegrecido, tanto así que aún no lo había resuelto a pesar del paso alumbrado de los días. Estar insistente preguntando sobre tales cosas, quizá solo haría que estas memorias cobraran vida y ardieran tanto como lo hicieron hace tanto unos meses como unos años atrás, que quizás y ahora las memorias unidas por dos situaciones similares en dos periodos distintos de tiempo la hiciesen más poderosa. Lulita se miraba como opacada, aplastada, por la presencia de esa sombra que le recordaba dolorosas cosas, aunque seguro está que para ser acosado por algo de esa magnánima malignidad, el pasado debería de ser algo similar, con algún evento de igual magnitud, siendo aquella la misma la que provocó el asalto sombrío en la primera instancia, y algo de igual o similar magnitud, habiéndolo provocado de igual modo ahora por una segunda vez. Aun atando cabos tal y como lo estaba haciendo, resultaba extremadamente difícil hacer el intento por deducir verdades a partir de eventos tan separados, y aunque similares, no se podían unir como asociados de origen causal similar. Y de igual modo, aunque sabía muy bien cómo se desarrolló en Lulita esa malignidad esta segunda vez, no sabía cómo lo fue la primera vez, y no podría atarlos como similares o no. Todas estas vueltas provocaban aún más incertidumbre en la mente de Manchego, tanto incertidumbre cómo desconforme, porque saber estas cosas era algo que deseaba saber, así con la misma fuerza el ser un finquero proficiente, como Eromes lo fue. Por preocupación de Manchego, en el paso de estos dos meses, el comportamiento de Lulita se había alterado drásticamente. Si antes cocinaba a diario, incluso creando recetas nuevas, como galletas o guisados, ahora sus actividades culinarias estaban reducidas a casi nulo. Ahora no había quien preparase el desayuno para Manchego, porque a esas horas de la mañana Lulita aún seguía dormida. Entonces Manchego, con gana y fuerza, había aprendido a levantarse un poco más temprano para preparar su propio desayuno. Comía huevitos, dos de ellos, revueltos o aplastados. Por beneficio de ellos y por arte de la pobre de Ramancia, la Chichona estaba más que curada, ahora con las plumas bien azules como comandaba la poción, poniendo huevos al por mayor, más energética que nunca. Claro que eran buenos los huevos que se preparaba, pero no así de buenos a como los preparaba Lulita en aquellos días cuando la sombra aún se ausentaba de sus vidas. También extrañaba poder irse sin preocuparse a ver el amanecer, y en tiempo seguro mientras recostado contra el Gran Pino a escuchar el grito de Lulita, «¡Ya está el desayuno!». Eso extrañaba mucho, cosa que no había pasado desde hace dos meses. No había faltado a los amaneceres ni un solo día, aunque significase no desayunar, y luego de ver el amanecer, contrario a comer desayuno, se iba directamente a trabajar los campos, en donde Balthazar lo encontraría laborando y mientras tanto le daría consejos y la guianza necesaria. Curioso era ver que Balthazar nunca mencionaba algo al respecto de aquello sucedido en la estancia. Cosa que causaba una penumbra oculta en Manchego, quien por terquedad o por alguna otra razón, deseaba saber la verdad asociada a tal evento mordaz. Fue Luchy una de las primeras personas en preocuparse por Lulita, ahora llegando a visitarla a diario una hora antes del almuerzo, ya que a esa hora se juntaba, aun, todos los días con Manchego a comer y pasar tiempo juntos. Luchy le contaba a Manchego que Lulita no hablaba, únicamente permanecían sus ojos fijos en la ventana, viendo al horizonte, y las preguntas de su bienestar las respondía con escasas palabras. La emoción y tono eran monótonos. Juanito, el veterinario, fue la segunda persona en preocuparse por Lulita, quien llegaba una vez al mes a ver a los animales de la Finca, quienes por arte de Manchego y Balthazar no podrían estar en mejores condiciones, salvo la gallina de Chichona, cuyo bienestar y jovialidad la debían todos a la poción de Ramancia, por quien, Manchego y Luchy estaban preocupados, aunque no lo decían, ya que la bruja, la última vez que la habían visto, llevaba un semblante muy deteriorado, y ahora se escuchaba palabra en la calle que la casa de Ramancia estaba abandonada. Pero ni Luchy ni Manchego habían tenido el tiempo ni el interés por ver si los rumores eran ciertos. Pero en la mente de Manchego la casa de Ramancia permaneció como un tema importante, sin saber realmente porqué, y en donde, sentía que memorias propias habían atrapadas y pacientes por ser rescatadas, cosa que quizá podría escudriñar con mayor sentido algún día de estos. Don Ingrio fue la tercera persona por preocuparse por Lulita, quien había llegado un día, auto invitado a todo esto, a pasar un tiempo con sus amigos que tanto quería, con quienes, como aquel día cuando llegaron a su casa luego del incidente, no logró sacarles tema sino luego de pensar y recontrapensar el tema a escoger para platicar. Lo bueno, eso sí, es que había llegado a regalar dos botes de miel de sus abejas, un racimo de flores para la mesa del comedor, y semillas de flores para que Manchego sembrara frente a la estancia para decorarla, dos botes de galletas, un pie de manzana y otro de piña, cual de hecho, no duró ni más de dos horas, porque entre Luchy y Manchego lo devoraron a bocanadas, posteriormente Balthazar y Tomasa alegando que no les dejaron suficiente para degustar, cual Lulita ni tuvo el interés de probar, si no meramente olfatear. Los tiempos con Don Ingrio fueron buenos, ya que Luchy y Manchego lentamente habían cobrado cariño por el Finquero de poca habilidad social, que más parecía ser un hombre trabado en su niñez. A pesar de eso, Gramal había enviado saludos a los niños, Manchego un poco celoso a todo esto, Luchy riéndose del celos insensato de Manchego, ya que era más que evidente que a ella no le gustaba Gramal, si no meramente era un objeto de su admiración, e insistió a Manchego, que incluso él debía de admirar a tal personaje, que seres como él hay pocos, y Manchego entre celos y enojo, llegó a aceptar que Gramal es de hecho un gran personaje. Luchy había contado a sus padres del deterioro de Lulita, y Vilma preocupada, había llegado en busca de Doña Lulita para atenderle, siendo ella la cuarta persona que se preocupó por Lulita. Lulita había sentido cierto enojo, porque se le estaba tratando como una vieja inválida, a quien, había que visitar porque ni los dioses saben cuándo es que moriría. Fue en parte por ese enojo que había decidido levantarse de cama y hacer algo al respecto, con lo cual, las visitas de Vilma disminuyeron, cosa que le gustó mucho. Por esta razón y ninguna otra, Lulita había llegado a sentarse en la mecedora en las afueras de la casa, justo bajo la terraza y tras las flores, y meciéndose tejía todo el día y toda la noche, creando desde suéteres hasta bufandas, todas para Manchego por su puesto, a quien amaba con todo el amor posible engendrado por el mundo, y quizá ni esa cantidad fuere suficiente para expresa el amor que por el chico sostenía. Migajo fue la quinta persona que se preocupó por Lulita, quien en el Décamon se había llegado a enterar del chisme, emitido por la boca de Don Ingrio, quien se lo contó a Gramal, a quien de hecho, no le importó mucho más que para llegar a decir, «Pobrecita, que los dioses le den amparo», y luego fue Crisondo, la sexta persona que se preocupó por Lulita, quien escuchó el eco de lo que dijo Don Ingrio, cuyo eco rebotó en las paredes de piedra y hacia la oreja parada de Crisondo, cuyo mensaje de buena fe fue a caer en manos de Isidora, la séptima persona por preocuparse por Lulita, quien tuvo la bondad y el corazón lleno de chismosa flama para contárselo a Migajo, dado a que Isidora tenía alto conocimiento de saber que Lulita y Migajo siempre fueron grandes amigos, y Migajo preocupado por su amiga de tiempos antaño, dejó a Crisondo encargado de las oraciones de ese día, y pagándole a una carreta salió del pueblo en busca de su buena amiga. «¿Qué ha sucedido amiga mía?», dijo Migajo al encontrarse con Lulita, quien se mecía en las afueras sobre su mecedora, tejiendo y tejiendo como araña. Lulita respondió, un poco molesta, «Nada padre, tuve una crisis de ansiedad, me recordé súbitamente de Eromes y simplemente no pude contener las lágrimas.» Migajo respondió, su rostro demostrando que no estaba creyéndole absolutamente nada, «¿Así no más dices que sentiste el ataque de memorias? Óyeme, y dime, porque es que esto no te había sucedido antes?» Lulita respondió con arrebato, «Si había sucedido, es decir, si sucedió, hace trece años.» Migajo ató cabos, «¿Cuándo murió Eromes dices?» Lulita lanzó flechas de sus ojos con la mención del tema, «Si… cabalmente.» Migajo sin embargo a pesar de la seña que anunciaba precaución en los ojos de Lulita decidió proseguir puyando y pesquisando, «¿Me dices que de la nada sufriste ese ataque de memorias?» Lulita cerró las puertas de su mente, «Si padre.» Migajo no estaba satisfecho, «No te ocurrió nada más?» «No padre.» «Bueno, está bien. Si tú lo dices. Porque no puedo evitar decir que siento una gran pesadez en este lugar, como si algo de extrema malicia hubiese tocado vuestra casa con sus largos dedos de maldad. Juro, y yo no suelo jurar con frecuencia te digo, que este lugar apesta a malicia Lula. Se huele, es un olor fétido, miasmático, que no resuelve ni con el viento. Oye que ha dejado incluso trazas de su inmundicia en las paredes de vuestra casa, porque ni por el viento es que esa cosa desvanece.» Lulita se sintió un poco apenada al escuchar estas palabras, «Si padre, pero no ha ocurrido nada.» Migajo entonces empezó a enfurecerse y dijo con el ceño mero fruncido y las cejas meras arrejuntadas, «Sé que estás ocultándome algo, aunque no sé por qué podría serlo Lula. Creo que tienes miedo que te dé el largo sermón.» «No padre.» «Bueno, está bien. Entonces he de largarme antes que mi presencia sea más despreciada aún más de lo que la está siendo ahora. Adiós.» Lulita se arrepintió, horas después, de no haber dicho a Migajo lo que realmente le había sucedido. Pero seguía afectada. Y simplemente no deseaba tocar el tema. ¿Quién podría criticarla por eso? ¿No haría lo mismo alguna otra persona en su sano juicio? ¿Quién en esta tierra no necesita del tiempo que aplaca y de la soledad que mitiga todo aquel fuego interno que alguna vez ardió con brasa potente? Pero no le importaba, nada le importaba, ya que en ese momento no deseaba contarle a nadie de lo que había sucedido. Y es cierto, semanas ya habían pasado, pero aun así, ella no estaba lista para abrirse al mundo. ¿Estaría lista algún día para enfrentarlo de nuevo? Lo que le costó salir de esta inmundicia hace trece años… ¿Sería capaz de salirse de la penumbra una vez más? ¿Lo haría de nuevo en caso de serlo necesario? Ya había sido majada dos veces con esta penumbra. Salir de sus escombros sería tarea ardua. Quizá era necesario, por Manchego. Pero no, ahora no era el momento. Se sentía con ganas de quedarse como lo había estado, durmiendo y tejiendo sin prestarle atención a anda más. Quizá solo a Manchego. Lo cierto es que necesitaba estar a solas. Nadie podría ayudarla aplacar el fuego. Esa es tarea que sola debía de forjar. Isidora fue entonces la séptima persona en preocuparse por Lulita, quien en busca de su Finca tuvo todas las intenciones de ir a visitarla, pero, en ausencia de una memoria fresca que le indicase la dirección, no se recordaba exactamente en donde quedaba la estancia. Por horas estuvo yendo y viniendo por la Avenida de los Finqueros, ocasionalmente decidiendo que esa era la Finca, y cuando entraba, se daba la gran sorpresa de no serlo, en una ocasión siendo perseguida por perros cuida puertas, y en otra, por un muchacho enojado con un machete en la mano. Por casualidad se encontró a Tomasa montando a la Sureña, la yegua blanca cuando la vio le hizo el mal ojo y le deseó mala suerte por mucho tiempo por venir, y Tomasa al ser cuestionada respondió que sabía efectivamente en donde quedaba la Finca, pero que no se lo iba a decir, no por mala fe ni por antisocial, si no meramente porque Lulita le había urgido que ya no deseaba más visitas por el momento, cosa que dejó a Isidora muy mal parada y con el semblante ardiendo, como si una cachetada con la palma llena de sal le hubiesen pegado. Las visitas cesaron en la Finca, aunque, no la gente que se fue preocupando por Lulita, cuyo chisme corrió por el pueblo como mensajero que lo llevaba con un cartel sobre la cabeza, todo pueblerino, aunque no conociese a Lulita, sabía muy bien de que a una persona llamada Lulita le había sobrevenido una desgracia, diciendo las orejas mal entrenadas y de mensaje alterado que a Lulita le había sobrevenido la depresión, que no era por más que los años acumulados y una crisis de vejez, porque vieja ya lo estaba, y que por eso había caído triste en la cama por un mes entero y días agregados, y que huraña no deseaba ver a nadie, porque su rostro lucía de muy mal aspecto y la piel caída debía de recogerla del suelo. Claro es que los rumores no eran ciertos del todo, a pesar que en alguna parte si lo eran, quizá la parte que había entrado en una depresión, y la otra parte que su rostro estaba demacrado, pero nadie, ni Manchego, ni Luchy, ni Balthazar, sabían exactamente qué era lo que había pasado por su cabeza y su corazón tumbado, y a lo mejor, y nunca lo sabría nadie, porque Lulita no se miraba muy entregada a estar contando lo que había pasado por su alma aquel día de lóbrega fortuna. Lulita se despertó esa mañana con un dolor de cabeza maldito. Quizás era porque el montón de memorias se abultaban nuevamente en su cabeza. Y estas venían una y otra vez como un asalto de agua que proviene de una cascada alta en las montañas. Y que cuando el agua se suelta salvaje, y va bajando las piedras y reventando en gotas y chorros, no se siente aun la presión máxima del dolor que producen las memorias, pero como agua a distancia, se escucha su marcha, y como tal, únicamente se advierte que en tiempo vendrá el caudal en potencia a llevarla por los pies arrastrada por un paseo a sitios donde no deseaba ir en realidad. El sonido del agua cayendo en su mente, esa mañana, que era no más que el ruido de la memoria resurgiendo, que a pesar de escucharse, no vino sino hasta horas más tarde ese día, venía sin embargo a galope continuo y voraz. Se despertó, a la típica hora en relación a su depresión, tipo diez, once de la mañana, cosa rara en Lulita quien por años se había levantado siempre a las seis para hacerle el desayuno a Manchego. Pero ahora las cosas habían cambiado. Ella había sucumbido a la opresión lúgubre. Algo que no le había sucedido hace trece años. Pero quizá, y ahora, las cosas son un tanto distintas, porque trece años es tiempo alguno en el cual no solo el tiempo pasa sino también así los cuerpos de carne, que de carne hecha, de carne se aguadan, y ella de edad en avance, sus componentes ya estaban sufriendo el deterioro del tiempo, que todo lo sana o descompone, y su mente como parte de esa cosa que se ha desenvuelto y vuelto a caer, se ha deteriorado con el tiempo mismo que la trajo al mundo, y ahora no tan fuerte como antes, se ha dejado llevar por la fuerte corriente de los dolores de la vida. Pero diferente a otros seres que sufren en su tiempo debido y que pasan por eventos que sueltan en sus seres malas reacciones, que se someten a intensa emoción, que resulta en tristeza, y desemboca en una charca negra o un río de aguas negras, pero que como todo río de suciedad en el mundo, pronto por acción del beneficio del tiempo, que todo lo sana, como la eternidad de la naturaleza, llega a resultar cristalino y aclararse a su estado original, o al menos, muy cercano a él. Lulita no es una de estas personas, desafortunadamente, ya que, sus memorias fuertes no son como la de otros, que son mundanas, las de ella, no es que no sean mundanas, sino al contrario, quizás, son tan mundanas que llegan a ser tan crudas como la tierra simple, que no tiene sabor, no tiene vida, no tiene color, y como tal, suscita de las peores memorias, porque da, como la tierra cruda, materia prima para ser en ella sembrada cualquier tipo de rastro memorable. Lo que sufrió hace trece años fue un evento que hubiese partido en dos a cualquier ser humano, evento de los cuales no todo ser pensante se recupera, que con su faz moribunda y salada podría aplacar hasta al más fuerte. Se recordaba de cada detalle, de cada palabra, de cada emoción, de cada respiro, de cada una de las cosas que hizo el momento tan mugriento para ella. Todo empezó en una tarde, cuando Eromes llegó a casa en apuros clamando que necesitaba una soga y una antorcha. Se recordó que Eromes tomó un pedazo de carne del almuerzo, y a su boca se fue casi entera, diciendo que volvía enseguida. Besó su rostro con amor que anuncia una tragedia por nunca jamás regresar, y se largó. Horas pasaron hasta que Eromes regresó esa noche, con el rostro pálido, sucio, y lleno de sudor negro, como si al diablo hubiese visto entre las tinieblas o entre su nido machacante. Recordaba perfectamente que escuchó a Eromes y a Balthazar hablando luego esa noche, Eromes no queriendo hablar a detalle lo que había sucedido, y desde entonces no vio a Eromes por tres días consecutivos, extrañando sus besos de adiós peyorativo, que aunque penumbrosos, estaban rebosados de amor. Al día siguiente cuando Eromes no apareció, Lulita fue y preguntó a Balthazar de qué se trataba este asunto de desaparecerse tan repentinamente sin aviso ni historia, que eso era raro de él. Y raro lo era, porque entre Eromes y Lulita nunca hubieron secretos o distancias, cada uno sabiendo al ras de los eventos del día del otro, no por metiche ni por invasor, sino porque ambos gozaban del análisis de las memorias ajenas y como compartían el criterio de resolver posibles problemas y futuros enigmas. Pero esa noche que se fue, todo fue muy rápido y raro. Su corazón ese día empezó a sufrir con lenta progresión, avisando de antemano, que esto sería duradero, como el corte de una espada sin filo. Al siguiente día Lulita seguía preocupada, únicamente que ahora su corazón latía con más preocupación, entre su sangre una fatal pena circulando sin remedio alguno. Atendió las flores, hizo el almuerzo, ayudó a Tomasa, que en aquellos días era una patoja apenas aprendiendo las formas de la Finca, Balthazar a todo esto evadiendo a Lulita, ella sabiendo que Eromes le había hecho prometer que no le diría nada a ella, porque Balthazar nunca se había comportado con ella de esta manera, y que ahora, que Eromes se larga en secreto, se torna callado y evasor, no queda más que la única posibilidad que se trate que Eromes le ha hecho jurar que no puede revelar la información dada. Cosa que ella sabía que Balthazar protegería con su vida, porque Hombre Salvaje de origen, como ella, jamás rompería su honor, aunque ella como Mujer Salvaje, sabía muy bien que Balthazar había cometido un gran crimen, no solo porque lo sentía en sus ojos, sino también porque llevaba un gran peso sobre sus hombros, y constantemente le huía a los espíritus del bosque. Cosa que un Hombre Salvaje haría únicamente si ha ultrajado severamente su honor. Esa noche no durmió en paz. Y al día siguiente, Eromes aún no había aparecido, hasta esa noche misma que súbitamente entró a la casa, y a Lulita le dijo… En ese instante Tomasa entró al cuarto de Lulita, en donde ella estaba aún en su cama, viendo la ventana, perdida entre el horizonte y entre sus memorias, «Doñe Lule› fij›s que ya›s›ta su desayun›e. Un tesit›e le›e›che pa›uste fij›s Doñe Lul›e, esper›e que le gust›e digue yo pues›n.» Lulita agradeció a Tomasa por su desayuno aunque hambre no tenía. En pijamas aun, hechas de lana de oveja, salió de su habitación y en la cocina se sentó a comer lo que pudo pacíficamente, que fue no más que dos mordiscos de una manzana partida y un sorbo al té que Tomasa le había preparado. Simplemente no tenía hambre. Ya habían sido tres meses desde el evento que sobrevino su destino, y aun así, no sentía que el tiempo estaba reparando su herida, más bien, sentía que permanecía intacta, como si de mármol estuviese hecha. Rufus entró a la casa y moviendo la cola llegó hasta estar próximo a Lulita. Ella lo saludó ausente de miradas, y con su mano colgando a su lado, dejó que el canino se la lamiese, y amistosamente esto ya hecho, puso su mano lamida sobre su cabeza, el canino felizmente sacando y metiendo la lengua, totalmente exento a las desgracias de Lulita. Rufus entonces percibió la depresiva fuerza emanada por Lulita, y como si violines tristes y una guitarra que se lamenta con las cuerdas y su melodía, Rufus se sintió triste con ella, y puso su cabeza sobre sus rodillas, viéndola a los ojos, aunque Rufus bien sabía que sus ojos no funcionaban perfectamente, pero lo hizo con fines de establecer esa relación íntima entre animales y humanos, y Lulita cobrando conciencia de la atención tan benevolente de Rufus, rápido sonrío débilmente y acarició su hocico con ambas manos diciendo, «Ya estoy muy vieja para esto chico. Temo que mis días están contados con la mano. Quizás no llegue a ver otra primavera.» Pero Rufus entusiasta le hizo saber que eso no era cierto, que cada quien, desafiando a su naturaleza, puede decidir que le sobreviene en dado caso, y si Lulita deseaba vida, la obtendría, al igual que la muerte, cuyo cuervo nunca está lejos para llamar al de la canoa, que cruza el lago bajo tierra y el abismo, capucha puesta, sombra negra de rostro, y su largo rastrillo en mano, para que sin demora llegase a reclamar esa alma que desea irse desde luego al otro lado del mundo y unirse con los sufridos que no tienen puerta de entrada al Profundo Azur de los Cielos, porque todos los que sucumben a las fuerzas del mal y se rinden ante la vida, se traicionan, traicionan a los dioses que vida le dieron, y como tal, no se les puede dar paso al Profundo Azur de los Cielos, porque tales actitudes de los vivos son intolerables por aquellos que con amor conceden la vida. D´Santhes Nathor siempre sería severa con aquellos que desperdiciaban su vida a la hora de ser juzgados tras su muerte. Pero Rufus no es de aquellos caninos que se dejan entristecer con facilidad, y sabiendo que su tarea había sido forjada y que demás atención sería precisamente eso, demás, se largó con la cola en movimiento, sacando y metiendo la lengua, en busca de su amo a quien tanto ama, para darle un cordial saludo y revisar que todo esté bien y en orden. Quizá molestaría a una de las ovejas. Quizá intentaría animar a Pancha, quien también cursa entre una vejez sin emoción. Lulita perdió sus ojos entre la luz de la puerta, con todo deseo de ver a un ángel aparecerse y tocarla con su luz divina y remediar sus penas. Sentía al agua cayendo de las piedras, eso es, la memoria viniendo. Pero el sonido de las aguas memorables estaba lejos, pero venía, en pronto, estaría sufriendo del dolor producido por su caudal tan fuerte, porque el agua, tan dulce, tan pacífica, tan grácil que puede serla, también, como la tormenta que bota casas y cega iglesias, puede causar terribles penas. Manchego entró por la puerta en ese instante, Lulita volteó la cara a su nieto porque no quería que él la viese así. Manchego la saludó cordialmente, y ella, sintiéndose insípida, insulsa, lejos de bienestar, respondió, pero en su mente. Manchego pasó entre la cocina y arrancó un pedazo de pan cual rápido metió en su boca y permaneció un tiempo sin decir algo. Quizás estaba viendo hacia el horizonte por la ventana, o quizá, estaba perdido en pensamientos, en la evolución de la Finca, en Luchy, o quizás en aquel horror que vio sobrevenirle a ella cuando esa sombra atacó en la casa por segunda vez en su vida. Lo único que se escuchaba era la mandíbula de Manchego mascando el pan, mordisco tras mordisco, la masa siendo movida de lado a lado por la lengua, saliva siendo infundida entre la masa de pan, que tras mordidas iba tornándose en una bola indiferenciada de masa aguada. Lulita escuchaba a Manchego tragar, y por fin, lo escuchó caminar a tomar un vaso de limonada, aun, sin decir algo. La presencia de Manchego no era del todo incómoda, aunque estuviese a sus espaldas sin hablar, cosa que quizás hubiese incomodado a algún otro personaje, ya que tener a alguien silencioso y pensativo a las espaldas, mascando pan, sin decir algo, eleva sospechas de que puedan o no estar pensando en uno, quizá criticando su espalda o su cabello, pero a Lulita no le causaba este estrés. Más bien, sus penas parecieron disminuir en presencia de Manchego, y no porque fuera su nieto, sino porque es Manchego. Algo en él causaba una profunda benevolencia, como ese grano de sal que hace que la comida sepa buena, o ese limón extra que hace que la limonada sepa como tal, o como ese toque de canela que brinda el supremo sabor a los rollos de dulce. Algo en él pulsaba benevolencia, esa cosa buena que únicamente deja que desear más de la misma, y no como vicio, pero como cuando el cielo está nublado gris y vientos fríos soplan, y súbitamente aparece un pedazo de cielo, una ventana luminosa, por el cual no pasa luz del sol, sino más bien, el sol en sí atraviesa el espacio a pegar con sus rayos de luz afanada, y que brinda ese sabor exclusivo de luz solar sobre la piel combinado con el viento frío, una simbiosis de antagónicos mecanismos, que a fin de las cuentas, brinda una satisfacción intensa. Lulita vio a Manchego, quien caminó hacia una silla al lado de ella y se sentó, sin decir una palabra. Meramente se quedó sentado, observando lo que Lulita estaba observando, las plantas y el cielo en las afueras. Lulita ojeaba a Manchego para ver si iniciaría alguna conversación, pero no, no pasaba. No le molestaba que no pasara, más bien, le era grato que pudiesen compartir un silencio cómodamente. Lulita se dejó llevar por el color de las plantas verdes, cuyo color no cesaba de llamarle la atención. Sentía paz. Por primera vez luego de tres meses sentía auténtica paz. Algo dentro de ella empezó a moverse, como un cuerpo que ha restado bajo los escombros y que pensado muerto, no lo está, si no meramente había estado reposando en hibernación, quizá, recuperándose, y ahora, recuperando su fuerza, se empieza a mover lentamente. Ese cuerpo era su vitalidad, su fuerza, su amor, su alegría, su gozo, su vida. Había sufrido un terrible golpe con el ataque de la sombra, botándole sobre el cuerpo de su alma ruinas de piedras sacudidas por el evento. Y lentamente se fue recuperando, quizá, hasta muy lento, pero era necesario, fue necesario, el dolor, el sufrimiento, tenía que sentirlo, porque era necesario salir de eso de una vez por todas, dándose cuenta que aun sentía profundamente por Eromes. Quizá nunca lo había olvidado realmente. Ya habían pasado trece años y aún no lograba desprenderse. A lo mejor y era por la Finca porque todo estaba rodeado por él. Las plantas, la estancia, el establo y sus animales, Manchego, Balthazar, Tomasa, todo llevaba el sello de su vida, y únicamente ella persistía con el sello de su muerte. Balthazar era otro que permanecía en sufrimiento, pero el de él era diferente, él sufría por algo más. Sufría por él mismo. Ella sufría por todos. Por Manchego. Sintió un par de haces de luz pegar contra su rostro y por un instante sintió como si dos soles, aunque diminutos, estuviesen apuntando exclusivamente a ella. Sintió ese calor de sol de alba, sintió esa ternura, esa benevolencia, sintió ese flujo inadulterado de energía. No quiso saber de dónde provenía tal energía, solo deseaba ser iluminada por ella y sentirse tan en paz, manando en silencio. Sin embargo, algo entre ella se alarmó, y volteó a ver, notando que Manchego la estaba viendo directamente al rostro. Desde hace cuánto tiempo lo estaba haciendo, ella no supo decir. Era algo imposible de discernir, sin embargo, era cierto. Los ojos de Manchego la estaban envolviendo en su luz y ella estaba regocijando en ella. Los ojos de Manchego la querían atravesar, era como si buscase otras respuestas diversas a sus expresiones faciales, quizá, estaba intentando percibir su alma. Fue demasiado. La emoción. La fuerza. El momento indicado. Lulita se rompió en lágrimas y lloró en silencio, a sollozos que a cántaros detallaron un proceso de olvido sumamente dificultoso. Manchego no dijo más con sus ojos, meramente la recibió entre sus brazos, y con el fuego de su alma, las fraguas de su corazón, le dio de su calor de vida y dejó que ella desembocara esa negra mancha, esa catarata que caía de las montañas, dejó que toda esa malicia interna se disolviera entre los fuegos de su alma a evaporarse y nunca más volver a ser vistos. Pero ambos sabían que el proceso de olvido sería algo largo y tedioso, una tregua difícil de recorrer, pero absolutamente necesaria. Era hora. La hora había llegado. Hora de soltar. Lulita se sintió levitada y no supo más. Horas después se despertó sobre la cama, la noche había arribado sin previo aviso. Sintió alivio en sus hombros. Cerró los ojos, y se dejó llevar por las corrientes de la somnolencia con una débil sonrisa demarcada sobre su rostro. Isidora se sentía traicionada. Traicionada por ella misma. Había jurado nunca más juntarse con Regina desde la última vez que la escuchó hablar, porque de su boca únicamente profanadas se emitieron, en especial la mención y apoyo tan devoto hacia Feliel que nunca antes había sido tan fuerte. Pero algo dentro de ella no la dejaba soltar la amistad así de fácil. Había que darle esperanzas de cambio a la gente, porque las personas pueden cambiar, y contando con que Regina siguiera siendo una persona íntegra, contaba con esa capacidad nata dentro de ella, esa última esperanza de cambio de tornarse hacia el bien. Así no más, juzgarla, y arrojarla como amiga que había sido, no lograba hacerlo. Porque no hay peor cosa que el juicio mal justificado, la crítica es mal vista ante los ojos del Décamon, y juzgarla por decisiones recientes quizás no eran tan justo, porque justicia nos cae a todos, pensó ella, y quien es quien para decidir qué en base a qué de quien lo hizo, cuando uno que entre veces es aquel mismo quien comete los errores, y quizá no en acto, pero si en devoción, pensando y cultivando pensamientos del mismo tipo, quizá hasta peores, por lo tanto somos todos vistos bajo el mismo ojo, por lo que a lo mejor y justicia se pueda hacer únicamente en base a valores supremos y absolutos, cuales en fin y al cabo, son igual de difíciles de juzgar por mano humana, que deben de ser sometidos al más fino escrutinio, porque juzgar al ojo sin dar oportunidad de cambio, es errar en sentido, porque el ser humano es errante, por lo que se nos permite el error, y siempre debe de permitirse corregirlos, aunque hecho algo hecho está, pero siempre se puede remendar con los actos de buena fe, y esas esperanzas restaban en Isidora por Regina, quien por años fue su amiga, y seguía siéndolo por el momento. Ella no podía tirar esa amistad al fuego y sabía que ser juzgada por la misma forma, eso es, con hierro, era injusto. Y cómo va el viejo proverbio que circula por lenguas sabias del pueblo, el que a hierro mata a hierro muere, y ella no deseaba ese trato para ella misma, por lo cual, no se lo daría a Regina. Le daría una última oportunidad, aunque supiera que toda noción lógica la estaba ahuyentando de Regina, tal como nos ahuyenta el fuego, porque Regina se estaba yendo por el sendero equivocado, y eso claro lo estaba con sus acciones, apoyando a un gobierno corrupto, y sus ojos emanaban esa cosa que le dice a uno muy por dentro que algo está definitivamente mal en ella. Aun así, no era justo no darle la oportunidad. Por lo tanto, se la daría, mas es, se la está dando ahora, mientras entre sus ojos perfila algo que no le gusta. Pero Isidora sentía, además, esa noción que su caso era salvable. Regina aún no estaba del todo perdida, porque su persona no solo emanaba fétidas cosas, si no también benevolentes fraguas que solicitaban salvación. Y por eso estaba ahí, en la panadería de Bochorno y Chomipa, ahora la más popular del pueblo, luego de haber quebrado La Panificadora de Bambolino, donde todo noble y vieja adinerado pasaba sus tardes criticando y pasando el chisme de boca en boca, de oído en oído, sitio donde hablaban superfluas cosas, detallando cosas tan vanas como el dinero, viajes al exterior, vestidos nuevos, y fiestas actuales, cosas que realmente nunca serían tan importantes para el desarrollo del cuerpo, el alma, y la persona, sino meramente un frágil atacabos que une a gente similar, para tan solo matar tiempo, contrario a hacer el buen uso de él, y cultivar el espíritu, u alguna otra facultad del universo tan enigmático. Y fue precisamente por estas pláticas frívolas que Carmella había desistido de ser como tal, porque algo en ella había cambiado. Isidora estaba a punto de hacer el mismo cambio. Pero por Regina no daba ese último paso de salir corriendo. Aún tenía esperanzas en salvarla del camino incorrecto. «… y vieras lo buena que estuvo la fiesta de ayer.», exclamó Regina con una sonrisa elongada, «Estaban todos, los Bundes, los Logram, Feigold, Vernderborg, y entre otros de figura tan importante que ni te cuento. Te mueres por no haber ido, yo sé que dentro de ti arde esa gana por haber estado ahí. Ni te imaginas de la que te perdiste Isidora. Y vieras los vestidos tan increíbles que vestían algunas señoras, con largas lenguas de seda que arrastraban sobre el suelo, corona de diamantes sobre el pelo, aretes de oro puro colgando al vuelo, collares de perlas en forma de violonchelo, cabello estilado por los más finos estilistas traídos de Erliadon, no te imaginas… Y hubieras visto mi vestido, que por los dioses, era el más bello, y el más caro de todos porque me aseguré que lo fuera. Feliel me lo compró. Fuimos juntos a la tienda y luego a cenar, me invitó a tantas cosas que ya ni sé cómo repagarle, bueno… si sé pero…Y vieras qué tragos los que habían, la gente tomaba hasta emborracharse, tan alegres, tan divertidos, la gente tomando y tomando, algunos bebiendo hasta por los codos te digo, estuvo estupenda la fiesta. Algunos amanecieron hasta sin ropa, otros amanecieron hasta la tarde del día siguiente, mira, estupendo. «Y ni te cuento de la música, ni te cuento de la comida, ni te cuento del éxito que tuvo Feliel con su discurso de lo bien y positivo que va su Plan Mayor en el pueblo. Dice que ha logrado instaurar un régimen militar leve con fines de promulgar el buen comportamiento en la gente, y es cierto, míralos, como vaquitas o cabras están tan apaciguados. Ves que la gente ya ni quiere salir de casa. También dice que tiene bajo su mando a los de las maras y que ha hecho contratos con ellos para que no asalten más. Dice que ahora toca la mejor parte del plan, y es la parte del cambio. Y es cierto todo lo que dijo. Yo lo he visto. Veo que la gente se comporta más por miedo a ser aprehendida por los soldados, veo que los de las maras ya tienen más miedo, porque ahora ya ni se atreven a salir del sector pobre. «Y nos afirmó a todos en la fiesta que el Sector Pobre estaba pero de lujo, que la gente está más feliz que nunca, comiendo bien, con trabajo, los mareros bajo control, mira que Feliel está haciendo su trabajo de manera prolífica. No se cómo este pueblo ha podido despreciarlo, si ha sido el mejor gobernante que ha tenido por todos los tiempos. Y mira cómo se quejan siempre que no se hace nada, pero mira bien que Feliel todo lo está haciendo. Este pueblo está saliendo adelante. Yo en Feliel creo. Dice que pronto el Plan Mayor estará en su máximo florecer, y que en ese punto, todos podremos regocijar de la buena mano de obra, y que juntos lograremos mejorarnos, pasando de este estado a otro mucho mejor. ¿No te parece fantástico?» Isidora no dijo nada, únicamente se quedó estupefacta, como si una gigante palma le hubiese bofeteado la cara una, y otra, y otra, y otra vez. Lo que más le impactaba era aquella nube que flotaba sobre el hombro izquierdo de Regina, aquella cosa difusa que no se discernía bien que es, porque ahora, hoy, se figuraba perfectamente su forma. Se podía ver claramente con los ojos. Estudiar, e incluso, ver como intentaba tocarla a ella son sus dedos putrefactos, y como soltaba caricias de engaño a Regina y lengüetazos de un amor falso y moribundo. Un diablo diminuto flotaba sobre su hombro, soplándole a la oreja el veneno de las masas, soplaba a su alma aquellas cosas que la corroen lentamente. Y de los ojos de Regina una energía voraz emanaba, como si ella misma se estuviese tornando a algo putrefacto, como si su alma estuviese en proceso degenerativo. Eso le molestaba profundamente, porque no sabía a qué hora la bestia y se liberaba. Regina se estaba convirtiendo en algo inhumano. No pudo contener preguntarse en donde estaba el ángel que debería de estar flotando en el hombro derecho de Regina. ¿Estría muerto? ¿El diablo del lado izquierdo lo habría asesinado? Lo más curioso de todo esto es que Regina no era la única así. No era la única persona con un diablo sobre el hombro, susurrándole en la oreja podridas palabras. Y no era Regina la única quien de los ojos emanaba una fuerza malévola, el alma en proceso de putrefacción. Y notaba que como ella, habían otros similares, que con miedo, no sabían a qué hora las bestias serían liberadas de su cajón. No supo que hacer, rezó. Rezó al dios de la luz, Alac Arc Ánguelo. Pero él estaba muerto. O al menos, eso decía la gente. Esa era la palabra popular. Que el dios de la luz estaba muerto y que nunca regresaría. Pocos fieles decían lo contrario, positivos a todo esto, clamando que el dios de la luz ya estaba entre los hombres, reencarnado, que únicamente tenía que encontrar su forma para llegar a estar con ellos y guiarlos de nuevo al sendero de la luz. Sus ojos se desviaron del demonio que flotaba sobre el hombro de Regina, porque verlo era atraer sus tentáculos hacia ella misma. El diablo sobre el hombro de Regina portaba un tridente de color negro, mórbido, mordaz, malévolo, macabro, maldito, y mugriento, cual apuntaba hacia el corazón de Regina, como el diablo hablando en lenguaje figurativo, y con ojos de color rojo y sonrisa del infierno, fuegos calientes hirviendo sobre su superficie, una sombra de humo emanando de su cuerpo, cachos largos de toro en brasas, nariz hendida y deforme, con una cadena en el otro brazo, con el cual como látigo azotaba el alma de Regina, y con cada graznido bélico de su faz emitía un hedor a una fosa de mil muertos. El corazón de Isidora corrió la carrera de las mil treguas intentando huir de la mordida rábida del diablo que intentaba contagiarla con su malicia, Regina siendo el portador de tal enfermiza condición, siendo una entre ellas que susurraba las palabras del demonio a otras personas, quienes aún no estaban del todo en ese ámbito perdido, pero que pronto lo estarían si no se largaban de inmediato del sitio. Isidora hizo un último intento por su amiga, «Regina… ¿dime porqué estás haciendo esto? ¿Por qué has tomado estas decisiones?» El rostro de Regina pareció deformase un momento, los labios moviéndose sin emitir palabras, como si alguien le deseara hablar de muy desde adentro, pero no lograban articularse sus palabras en sonido, y tan solo podía leer en sus labios, «Es muy tarde. Es ya muy tarde. Es muy tarde. Es ya muy tarde. Ya vienen. Ya vienen. Ya vienen.», a lo mejor y su alma en su último intento de salvarse gritando por ayuda, pero el intento fue fallido. Regina luego dijo, algo sobreponiéndose al intento del alma al tratar de salir adelante, «¿De qué hablas chulita? ¡Qué preguntas más insensatas las tuyas! Se me hace que ya necesitas ir a una fiesta… Y cuéntame que tal tu esposo, que lo vi en la fiesta coqueteando flor de flores, que siempre te ha sido infiel y lo seguirá siendo, es su naturaleza. Déjalo ser.» Isidora no dijo nada. Tomó un sorbo a su café y mantuvo su mirada en los ojos de Regina, buscando algún signo de benevolencia, pero no lo había. Todo lo bueno en ella se había vencido. Estaba consumida. Isidora dejó diez coronas sobre la mesa, se levantó, y se largó, sin prestarle atención a las palabras dichas por Regina, que se escuchaban como una súplica. Días pasaron y Lulita se miraba en la mejora, pero aun, la herida estaba abierta fresca, como la mordida recién hecha en una manzana roja y jugosa. Sentada en su mecedora, en las afueras de la estancia, tejía plácidamente, ignorando el tema que puyaba con un dedo su mente para que fuese a ser pensado. Pero su mente no deseaba pensarlo. Ya era mucho. Una voz le dijo, «Tejes con proeficiencia Doña Lula. Siempre fuiste habilidosa para asuntos de maniobra.» Lulita reconoció la voz y le respondió, «Balthazar, encuentro rara esta ocasión para que me hables. Deja de lanzarme congojas. Pienso que algo tienes en mente y que deseas comunicármelo, que de lo contrario no vendrías a mí con tal la amabilidad, que entre tú y yo no ha existido ese lazo de la amistad por mucho tiempo.» A Balthazar se le torció el rostro de mil formas , sabiendo que sus intentos por recuperar terreno con Lulita fallaron, y luego agregó, abismado, «Eso es cierto Doña Lula, pero cierto también es que son odios tuyos y no míos los que perduran con el tiempo, porque rencores de mi parte no existen, ni dolores, ni situaciones que remendar entre nosotros.» Lulita empezó a hervir sangre, «Eso es cierto para ti, pero no para mi Balthazar. Bien tu sabes lo que hiciste.» Balthazar tomó nota que Lulita pronto herviría sangre y supo que debía de trepar con precaución, «Yo no hice nada Lula, yo hice una promesa, así como usted también la hizo.» Lula siguió hirviendo sangre, a este punto dejando a un lado el textil que tejía, «¡Yo sé que promesa hice! ¡Y no necesito de tu lacra para recordármela! Suficiente es con recordarme un tanto del pasado, !que no tarda en recalcar la promesa que le hice antes de su muerte! ¡Acaso no comprendes que esto para mí es un martirio! ¡Qué cada vez que te veo mis memorias me agobian con tertulias ominosas! Y aparte, yo y mi promesa no somos asunto tuyo Balthazar. No te inmiscuyas.» «¿Y la cumples?», preguntó desdeñoso Balthazar al sentir las palabras de Lulita recargadas con dagas y punzones. Lulita lo volteó a ver de lleno, sus ojos dos saetas con fuego, y respondió, «Con cada suspiro intento cumplir mi promesa, y no solo por él, también por mí, ¡porque lo amaba Balthazar! ¿No entiendes tu que yo lo amaba con todo mi ser?» Balthazar tomó un paso hacia atrás, sabiendo que Lulita hervía sangre, «Pues para que lo sepas yo también cumplo mi promesa Doña Lula, y con éxito hasta ahora, porque le prometí algo, y eso lo cumplo.» Lulita le gritó, fuera de control, «¡Era mi esposo! ¡Mi amado! ¿¡Quién eres tú para privarme de sus últimas palabras!? ¿¡Dime!?» «¡El me hizo prometer Lula! ¡Abre tus ojos! ¡No es por mi mano que información se te priva! ¡Él mismo me hizo prometerlo!», respondió Balthazar tentado a hervir su propia sangre. Una lágrima brotó del rostro de Lulita. No saber exactamente qué es lo que había pasado antes de la muerte de Eromes era algo que la frustraba de sobre manera. Cada día que pasaba se lo preguntaba, y quizá, nunca moriría en paz si no sabía esas palabras. Y Balthazar las sabía. Pero no podía decirlas por prometer que nunca las diría. «Pero es mi derecho Balthazar. ¡Es mi derecho! ¡Yo fui su amada! ¡Yo fui su mujer! ¡Y tú, meramente fuiste su aprendiz!» Balthazar dijo con la sangre hervida, «¡No vengo por eso Lula! ¡Y tu bien lo sabes! Que esas palabras no las he dicho y no las voy a decir. Pero necesito que me escuches porque no es de eso que vengo a hablarte. Quiero hablar de hace tres meses. Cuando esa sombra vino de nuevo.» El tema logró entrar en mente de Lulita tan eficiente como una aguja entre el corazón emperlado, y su rostro se tornó pálido. Dijo con la sangre congelada, «¿Por qué has venido a atormentarme? ¿Acaso derivas placer al hacerlo?» Balthazar lanzó los ojos al cielo en incredulidad, «Así no es Lula, no he venido a atormentarte, que esa nos es mi proeza. Quiero que comprendas que es importante realizar que aquella cosa que vino a visitar tan ingrata y maliciosamente a esta casa hace tres meses no es cosa nueva. Es esa misma que vino cuando Eromes murió, hace trece años.» Lulita soltó una segunda lágrima, y dijo, «¿Y crees tú Balthazar que no se eso?» Balthazar contestó, «Pues qué bueno que lo reconozcas, pero quiero que me digas porque ha regresado. ¿Qué hiciste para atraer a esa cosa cuyo aliento es más mugriento que el fango de Mauralgum y noche más tenebrosa que las pozas de la Boca del Diablo?» Los ojos de Lulita se quedaron fijos en ninguna parte, ida por completa en los recuerdos turbulentos. Estaba bajando los libros de su memoria, buscando esa razón, pero para el evento, fallaba en encontrar una valida de ser convocada y dijo en frustración al no saber ni siquiera ella la razón del porqué, «No se Balthazar, supongo que nunca había pensado en ello. ¿Crees que sea importante?» Balthazar contestó, considerando los hechos, «Pues debe de serlo Lulita. Debe de serlo. Porque se repitió exactamente igual que la previa vez. Fue la misma sensación, del mismo modo, y únicamente una cosa cambió.» «¿Qué cambió?», preguntó Lulita, ahora curiosa en las pesquisas de Balthazar. Balthazar contestó, atando cabos, «Que Eromes no estaba presente.» Lulita sintió un escalofrío mordaz correr a lo largo de su espalda con piernas filudas de cortantes hoces, y dijo con los ojos abiertos de par en par, temerosa a aquella cosa que podría venir concluyente «¿Qué estás diciendo entonces?» Balthazar continuó con el hilo de pensamiento, «Que tal cosa no vino por Eromes la primera vez, porque ha regresado del mismo modo, buscando lo mismo que estaba buscando antes, que falló en encontrar en aquel entonces, y que ahora, por alguna razón, lo está buscando de nuevo.» Lulita dijo con el corazón helado, «¿Qué podrá ser esta cosa que busca entonces?» Balthazar respondió, «No lo sé, pero tengo mis teorías. Podría ser yo, usted, o Manchego. Porque somos los únicos que estaban en aquel entonces y que estaban en esta casa cuando pasó la segunda vez. Lo curioso Lulita, es que ese día no solo fue aquí que lo percibí, sino también en la casa de Ramancia.» Lulita dijo sorprendida, «¿¡En la casa de Ramancia!?» «Así es Lula, y no me preguntes ni porqué ni cómo, pero desde luego estoy seguro que es el mismo fetor miasmático se filtraba por la puerta de la casa de Ramancia.» Lulita estaba muy atenta ahora, viva, interesada, temerosa, y preguntó, «¿Y por qué estabas en casa de Ramancia en ese preciso instante?» Balthazar supo que tarde o temprano debía de revelar verdades ocultas, que poco tiempo durarían sus pesquisas sin que la lógica de Lulita entrase en acción irrevocable, «Yo sé que nunca te contamos, ¿pero recuerdas el día que enviaste a Manchego a comprar otra poción para Ramancia? Bueno pues ese mismo día lo encontré en las afueras, arrojado al suelo, Luchy protegiéndole, ¿y adivina quien más estaba en el suelo? Mowriz y su pandilla de amiguitos, pero creo que estaban muertos. Si, fue la Sureña quien lo protegió como cría.» Lulita no comprendía aun qué diablos estaba sucediendo, «¿Sureña lo protegió como cría? ¡Pero eso es tan raro Balthazar! Hablas en acertijos. ¡No me digas estas cosas! Sureña solo respondía a la voz de Eromes o a la mía, nunca antes había respondido a nadie, menos a Manchego, menos a Luchy. ¿Quién entonces ordenó a la Sureña que atacase?» Balthazar permaneció inquieto ante el nuevo hilo de pensamiento, y dijo, «Granola estaba igual cuando llegamos al sitio.» Lulita continuó picando piedra, «¿Llegaron? ¿Pero cómo es que tú te enteraste si aquí en la Finca acababa de verte? ¿O acaso un mensajero vino a contarte a susurros en la oreja?» Balthazar contestó sabiendo que sus palabras saldrían sin voracidad, «Pues fue algo muy raro, porque sentí que algo me estaba llamando. Y en ese momento escuché el nombre Manchego en mi cabeza. Sentí como si algo estuviera pulsando energía. Fue cosa rarísima, algo que nunca antes había sentido. Supongo que eso mismo convocó la furia de Granola y Sureña, porque no existe otra explicación.» Lulita dijo aun extrañada, «¿Y crees tú que esa cosa, esa malicia estaba ahí por… por…», antes de decirlo su corazón se paralizó un instante..,»… por Manchego?» Balthazar sintió que una daga penetró entre el corazón de Lulita, y agregó con cautela en su tono de voz, «No estoy seguro Lula, solo son teorías. Pero tengo altas sospechas que esta cosa miasmática estaba buscando a Manchego, y que de la misma forma que provocó un estado de alarma en Sureña, luego en mí y en Granola, lo hizo en ti, ese día que se tornó frenética.» Lulita ató cabos, «Si, si, me recuerdo que sentí repentinamente como que si algo me estuviese llorando entre los brazos, me recordé de aquel entonces cuando me lo entregaron entre los brazos y su llanto era tan frágil, su cuerpo tan desnutrido, y eso me hizo perder el control, un bebito pidiendo de mi ayuda, entre en pánico y furia, la bestia salió de mi y tomé un cuchillo entre la mano. No quería nada más que encontrar a esa cosa anómala y destruirla, proteger a toda costa a esta cosa que me estaba llamando.» Balthazar le preguntó, para que lo dijese y lo sacase de su sistema, «¿Quién crees que te estaba llamando Lula?» Lulita permaneció confusa, y luego de considerarlo dijo, «Pues… tuvo que haber sido… Manchego. ¿Pero cómo? ¿Por qué? ¿Qué será? ¿Cómo? Ay no, no entiendo. No entiendo.» Balthazar sintió que Lulita estaba al borde del colapso y dijo sosegándola, «Calma, que eso no es lo importante, el cómo no es lo vital ahora. Lo que nos importa en este momento es saber a quién está buscando esta cosa, porque si lo ha encontrado pero no tomado, seguramente lo buscará de nuevo con fines de tenerlo de una vez por todas.» Lulita entonces entró en un estado mental virulento, y apretando su mandíbula, cerrando los puños, y guiñendo los ojos, dijo con voracidad, «¿Dices que Manchego está en peligro que lo rapte esta sombra?» Al ver Balthazar el cambio de mentalidad en Lulita, se sintió libre de hablar su mente, «Totalmente. Y no sabemos por qué. Solo sabemos que algo lo buscó hace trece años y que ha regresado buscando, quizá, lo mismo que no encontró.» Lulita dijo confusa, «¿¡Pero yo creí que era a Eromes a quien vino buscando!?» Balthazar contestó, «Y yo pensé lo mismo Lula, pero no. Aparentemente Eromes no era su víctima, si no meramente un obstáculo en su camino. Era algo, o a alguien más quien repentinamente ha encontrado de nuevo. Es decir, algo provocó que esta cosa o este alguien se diese a conocer ante esta sombra. Cómo si hubiese permanecido escondido todo este tiempo. Y ahora, por alguna razón, está al descubierto y ante su visión malévola. Y lo único que puedo pensar como posible blanco es en Manchego. Aunque pudiera ser cualquier otra cosa de la cual no sabemos que existe. Que no podemos así no más atribuirle a Manchego esta carga, pero es raro que todo esto haya sucedido a su alrededor.» Lulita contestó perdiendo el control de sus emociones, «Ay por los dioses… Manchego… ¡Manchego! ¿¡Dónde está mi Manchego!?» En ese instante Lulita pareció cobrar fuego, y sus ojos se abrieron como puertas al cielo y ardieron con calderas de pasión, y bélica salió corriendo a toda velocidad en busca de su nieto, Balthazar detrás de ella, un poco arrepentido en haberle musitado tales agravios. Manchego estaba finalizando de regar las plantas. Ya estaba un poco harto de trabajar tanto y deseaba ir a meter su cuerpo a las aguas heladas del Río Márgades. Pero en ese momento escuchó gritos, gritos que llamaban su nombre. Asustado elevó sus ojos y vio a Lulita corriendo a toda velocidad hacia él con la potencia de mil soles en su máximo florecer. Lulita lo envolvió en besos y abrazos, tumbándolo al suelo del golpe tan fuerte. Manchego a duras penas si podía respirar, estando sometido a la gran fuerza del abrazo de Lulita, que como oso, no soltaba por nada. Manchego deseaba soltarse, pero Lulita no dejaba de hacer fuerza, estaba ensimismada, sometida al furor que la sobrecogió tan de pronto ante la mención de Manchego en peligro. Incluso estaba impresionado de ver su potencia luego de haber estado postrada en cama tanto tiempo, desganada como animal enjaulado, destruida, desilusionada, deprimida, derrotada, y ahora potenciada, recargada, reforzada, bélica. Balthazar vio el rostro morado de Manchego y rápido empezó a intentar soltar a Lulita, pero no lo lograba, la señora apretaba como una madre osa enloquecida. Fue Manchego que en susurros expirantes dijo en la oreja de su abuela, «¡No puedo respirar!» y Lulita preocupada soltó la fuerza y Manchego quedó sobre el suelo, jadeando, «¡Abuela!... Que ha …¿pasado? … ¿¡Porque esta sorpresiva visita!?» Y era cierto, Lulita nunca había visitado a Manchego durante el trabajo. Lulita exclamó entre su penumbra, «No sé. No sé qué me sobrevino. Pero sentí la urgencia de protegerte, sentí que algo te estaba pasando. ¿Estás bien?» Manchego respondió sobándose las costillas y el pecho que tanto le había apretado, «Si abuelita. Estoy muy bien. Ya casi terminando de regar las plantas, que luego me toca ir a los cultivos. Ya mero nos toca la segunda cosecha, que ya es hora de ir a vender al pueblo. Balthazar dice que este será mi primer examen, de cómo me desenvuelvo en la venta.» Lulita perdió el control de sus emociones, «¡Ay mijito que como te quiero! Bueno, está bien. Me alegro que te encuentres sano y salvo. ¿Seguro que te encuentras bien? ¿No has sentido alguna presencia rara a tu alrededor o algo alarmante?» «No abuela… ¿por qué preguntas?» «Porque… me preocupo por ti.» Manchego sintió la escena rara, muy rara, porque esto nunca había sucedido en el pasado. Algo había provocado a Lulita a salir corriendo hacia él, y no sabía que era. Pero temas mas inmediatos lo alentaban a cumplir con sus tareas, y rápido se despidió de Lulita, quien fue llevada del brazo a la estancia por Balthazar, lo cual raro le pareció, porque parecían ser dos viejos amigos ayudándose a caminar, y según su memoria, Lulita y Balthazar no se llevaban muy bien. Pero milagros tienden a suceder, y hay que creer en el bien potencial de la gente, y no enfocarse en el mal que promulgan. Porque malas cosas siempre hay, y buenas también, pero más valen las buenas que las malas, y enfocarse en las buenas solo trae sonrisas. Por lo cual se alegraba que habían encontrado la amistad. Quizá le caería bien a Lulita, un amigo en común, alguien que supiera de su pasado y que compartiera memorias de Eromes, porque así, podrían hablar de ellas y compartirlas. Cosa más bella no existe que memorarlas. Lulita dijo a Balthzar, «No creas que esto resuelve nuestros problemas Balthazar, tu todavía me debes información.» Balthazar contestó agraviado, «Es cierto, pero es información que no puedo dar.» Lulita no lo dejó ser, «Mi amistad es tuya en cuanto me la otorgues.» Balthazar conetestó, «Temo que eso nunca pasará, no puedo romperla…» Lulita entonces dijo con sagacidad, «Lástima, porque careces de una amiga como yo.» «¿Cómo así que carezco de una amiga? lo dices como si yo la necesitara.» Lulita lanzó una trenza de razonamiento, «Pues si, y quien no pudiera usar a una amiga?» «¿Y quién no pudiera usar a un amigo?», respondió Balthazar. Lulita permaneció en silencio por unos segundos, luego añadió, «Ay que velar por Manchego Balthazar, me preocupa ahora más que nunca.» «Yo lo tengo bien visto no preocupes. De mi ayuda nunca estará lejos. Eso te aseguro.» «Me alegro escucharlo porque sé que eres capaz de cumplir tu palabra.» «A toda costa.» «Es la palabra de un Hombre Salvaje, más vale que nunca se corrompa.» «Eso espero yo también.» «¿Se te apetece una taza de té?», preguntó Lula compulsivamente, abriéndole paso a las hebras de la amistad. «Claro, ¿por qué no?», respondió Balthazar extrañado pero bien viniendo la nueva posibilidad. «Vamos a casa, hace frío. ¿Cómo es que conociste a Eromes? Nunca me enteré bien del asunto.» Balthazar y Lulita se fueron caminando hacia la estancia, compartiendo memorias mientras lo hacían. Balthazar tuvo la sensatez de voltear a ver en donde vio a Manchego sobre el campo trabajando, y no pudo evitar pensar que es un gran patojo, y que sin duda, sería el próximo heredero de la Finca, ¡y bien heredado! No faltaba decirse que estaba cobrando cariño por Manchego, porque cariño ya había hacia el escuálido pupilo. Los enigmas que rodeaban a Manchego eran muchos, todos tan lejanos a conseguir alguna respuesta. Más bien, era Manchego quien esperaba una respuesta de Balthazar, quien incesantes veces había preguntado por su pasado, su abuelo, y sus padres. El misterio de los padres de Manchego. Un enigma total. Abrió la puerta y entraron a la estancia. Lulita puso el agua a hervir en la olla sobre las ascuas y se sentaron en la mesa, en donde gozaron de las galletas de Don Ingrio, botes de miel, y un pedazo de pie de manzana y otro de piña. Esa misma noche Manchego arribó a la estancia molido. Los eventos del día habían cobrado un precio alto, el trabajo bajo el sol siendo fuerte, en una ocasión una nube de lluvia soltó unas cuantas lágrimas, y en fin, el trabajo, como todos los días, estuvo duro y rendido. Balthazar había exigido de él estudiar varias lecciones de un gran tomo que Eromes tenía guardado en casa, cosa que no conocía hasta que Balthazar, con una memoria impecable, extrajo de las reliquias y polvos, sabiendo su exacta localización. Aunque las lecturas eran empolvadas, el tomo estaba escrito por varios autores, entre ellos filósofos y agricultores, finqueros y algunos vegetarianos con opinión al respecto. Entró a la cocina y lo primero que hizo fue quitarse los botines de cuero, que enlodados y llenos de polvo, estas de cuero tieso, le estaban matando los pies. El calzado viejo y poco flexible cobraba un alto precio en su labor diaria, no caería mal trabajar en sandalias, cosa que Balthazar prohibiría con fruición. Luego quitó su chaleco de lama cual trató con sumo cuidado, siendo el único recuerdo de su abuelo, Eromes, que usaba con frecuencia y disponía como uno de los artículos más importantes que poseía. No solo por ser de su abuelo, más ahora porque sabía muy bien que Balthazar lo había hecho para Eromes con fines de congratular a uno de los mejores finqueros que el mundo ha visto, sino también por ser un ser en contacto íntimo con la vida misma. Eso le otorgaba más importancia al chaleco, y daba ese tono de misticismo necesario para llevar algo en alto y con orgullo. Manchego se sentó en la mesa de la cocina, extrañado de no ver la mesa puesta, la comida fría en un plato, solo para que Manchego la comiese y luego lavara los platos y se fuese a dormir. Así había sido la norma desde que Lulita había caído, siendo Tomasa quien preparaba su almuerzo y cena, preparando el almuerzo y la cena juntos, almorzando y cenando lo mismo todos los días. Pero eso no importaba. Sabía muy bien que estaban en problemas económicos, y lo peor de todo sería no comer. Al menos podía hacerlo, cosa que muchos en el Sector Pobre no pueden ni soñar con hacer. Pero en vista de estar ausente la comida, realmente había muy poco por comer. No había pan ni avena tostada de la semana pasada, ni de esta semana, pero ni de hace un mes. Porque la avena tostada era una especialidad hecha por Lulita, y en vista de su estado deprimido, la avena tostada se había ausentado por meses. Triste y resuelto para irse a dormir con hambre, vio que la puerta principal de la estancia se abrió, y de pronto por ella Lulita y Tomasa entraron, su abuela con un costal lleno de algo que expelía vapor, y Tomasa con un canasto lleno de pan sobre la cabeza. Su abuela dijo entre una sonrisa y una mirada triste, «Hemos ido a comprar provisiones al pueblo. Lamento no haberte avisado pero asumí que estabas muy ocupado. Ya nos estábamos quedando sin provisiones, y hoy, no sé por qué, me dieron ganas de salir de casa. Por primera vez mijito, luego de meses de estar postrada en cama. Me siento un poco débil, pero feliz de haberlo hecho. Lentamente. Con tiempo las cosas se remedan. Todo a su tiempo.» Lulita suspiró, y luego añadió, «El pueblo es un caos mijito. Mira que si no fuese por Don Ingrio a quien vimos en el camino nos hubiéramos metido en unos líos gigantes con esos guardias abusivos del Alcalde. Mira que parecen perros salvajes esos tipos. No habíamos ni llegado a la Garita Saliente cuando Don Ingrio acompañado de su sobrino, Gramal, un chico muy apuesto digo, me llamaron a gritos que por favor no me acercara a la Garita. Gracias a los dioses que no lo hice mijito, que vimos como un señor en su carreta lo hizo, y vimos como los guardias rápido lo hicieron bajarse y lo apalearon al suelo y revisaron cada esquina de su carreta y su equipaje. No sé ni qué ni cuanto pararon robándose del pobre hombre, quien ni pudo entrar al pueblo, porque entre ellos empezaron a elevar calumnias que el pobre hombre era un espía y un traidor al pueblo, y se lo llevaron entre tres hombres a los dioses saben hacia dónde. «Ay no mijito, ¿¡por qué no me habías dicho que la situación del pueblo está tan grave!? Cómo me entristeció ver tales cosas. Bueno, la cosa es que Don Ingrio nos llevó por un camino oculto que viaja a lo largo del pueblo y va a dar a una garita escondida que pega directamente al Sector Noble donde las cosas no están tan graves. Pero te digo, es el ambiente, se siente como pesado con merma, algo muy incómodo. «No sé qué es, quizá la gente. Iban con algo entre los ojos que no lograba definir. Y es tan distinto a lo que se mira en el Sector Pobre, donde todo era violencia y pestilencia a miedo. En el Sector Noble, en el mercado exclusivo, carísimo a todo esto, la gente llevaba un aire de elegancia, como siempre, pero entre sus ojos estaba esta cosa que te digo que no sé qué era. Y sobre sus hombros, particularmente el izquierdo, algunos cargaban algo sombreado que no logré descifrar con exactitud. Pero en fin, con Tomasa fuimos al mandado y nos venimos rápido. «Nos sentimos tan inseguras que pedimos a Don Ingrio y a Gramal que nos escoltaran de vuelta, cosa que estuvieron muy anuentes a hacer, tan bellos que son. De regreso a casa, entre la noche, no pude evitar sentirme insegura. No sé si yo era la única, pero los ojos de Don Ingrio iban y venían, al igual que los de Gramal. ¿Cosa rara no? Bueno, eso ya está y no es lo que importa. He traído tamalitos para la cena y panito recién hecho de esta nueva panadería de Bochorno y Chomipa, dicen que es muy bueno, aunque aún no he probado los panes que hacen. Veremos en pronto. Bueno mijito, toma asiento que voy a consentirte todo lo que no lo hice durante estos tres meses y pico que estuve en cama, aturdida y postrada.» Manchego estaba feliz, y en parte, confundido por el cambio tan súbito en el comportamiento de su abuela. Claro está que bueno es que se recupere y salga de sus penas, pero tal vez no era lo que tocaba luego de tanto tiempo de estar en bajón. Salir al pueblo súbitamente no es la mejor idea, pero ahora que la situación está tan peligrosa. Pero bueno era definitivamente verla en este estado de humor recuperado y con felicidad dibujado sobre su rostro. Que le hizo falta ver su sonrisa, más le hacía falta verla del todo, porque en estos meses se la había pasado la mayor parte del tiempo en cama o tejiendo en su mecedora. Bueno era verla activa y cocinando, participando de nuevo en los quehaceres de la vida real. Su abuela colocó un mantel sobre su puesto, cubiertos, y un plato de porcelana, sobre el cual puso un tamal aun envuelto en hoja de banano, y pelando la masa dejó expuesto el delicioso tamal con vapores medrando de su tierna faz. Los sentidos de Manchego corrieron entre un sube y baja de emociones, ambos el olfato y el sentido de la vista avisando que algo delicioso estaba por ser comido. Manchego estaba ojeando el tamal, sus ojos brillando como dos perlas. La canasta de pan con el pan recién hecho fue colocada al centro de la mesa, y rápido Manchego soltó la mano hacia el canasto, y tomando un pan entre su mano, y el tenedor entre la otra, empezó a engullir el tamal. Lulita no había ni terminado de servirse el propio cuando Manchego ya estaba solicitando el segundo, «¡Ay mijito pero que hambre más voraz! ¡Aquí tienes otro!» Para el segundo tamal tuvo la decencia de esperar a su abuela, y estando ella sentada, brindaron por la salud y la prosperidad, y empezaron a comer. Lulita estaba muy anuente a platicar durante la cena, «Y cuéntame mijito, ¿cómo vas con el entrenamiento que Balthazar te está brindando? ¿Está bueno? ¿Sientes que te trata bien?» Manchego entre bocanadas dijo, «¡Claro que si abuela! Balthazar es un excelente maestro, siempre está dispuesto a explicar mis dudas y está al tanto de mis avances, como si tuviera ojos propios en mis manos. Se nota que aprendió las formas de un finquero de la experiencia de mi abuelo. Y como Hombre Salvaje se siente su legado tan fuerte, y tiene una pasión irremediable hacia las plantas. Las ama tanto como se ama a si mismo. A veces hasta pienso que es parte de ellas. A veces hasta lo miro hablar con ellas como si realmente tuviesen alma. Y no cabe duda que para él las plantas sean tan vivas y conscientes como él, y no está demorando en convencerme. Mi visión del mundo ha cambiado con sus enseñanzas. Siento que la mente se me abre a nuevas posibilidades. Ahora miro problemas de otros ángulos nunca antes pensados. No sé, me siento como en maduración. Como en un proceso de aprendizaje acelerado. Esto es increíble abuela. Nunca pensé que sería tan bueno para estas cosas. Y más aún, me está enseñando a pensar. Eso sí que se lo debo abuela. No porque no pensara antes, sino porque ahora sé pensar más ágilmente que nunca. Sus filosofías me las enseña con proeza, y me doy cuenta que me gusta mucho eso de filosofar. No sé, solo puedo asegúrate que estoy feliz haciendo lo que hago.» Ante la mención de Eromes Lulita se incomodó un tanto, atragantándose en parte, cosa que remedió con un trago de limonada, «Tu abuelo y Balthazar siempre fueron grandes amigos, desde el día que se conocieron, evento que Balthazar acaba de aclarar porque no estaba yo muy enterada de cómo había sido su conocer. Me recuerdo muy bien que Balthazar seguía al pie de la letra cada cosa que Eromes le sugería hacer. Y digo sugería porque a tu abuelo nunca le gustó ser mandón. Nunca le gustó tener que comandar a nadie, él solo daba consejos y sugerencias, me imagino que sus trabajadores, tanto Balthazar, Tomasa, como los otros tantos que se ausentan por estar en la Convocatoria, seguían sus palabras a ciegas, porque jamás alguien desobedeció, aunque esta palabra está mal empleada, porque desobedecer sería hacer el contrario de lo ordenado, y Eromes jamás ordenó a alguien. Creo que era por su forma de ser. Siempre fue tan bondadoso y tan generoso, tantas cosas que daba por sus trabajadores, primordialmente su tiempo y dedicación por asegurar que ellos comprendieran porqué es que las cosas se hacen como tal. Les explicaba todo Manchego. «Les explicaba cada cosa que existía en la Finca, y si él hacía algo que sus trabajadores no comprendían se esmeraba por hacer que comprendiesen tales cosas. Él quería que todos tuvieran parte del don que los dioses le habían dado, decía que era su sueño que todos gozaran del buen cultivo y la gracia de sentir la vida entre las manos fluir. No dudo en que lo logró. Mira lo que ha logrado en Balthazar, en Tomasa, en mí. Y mira ahora, indirectamente, a través de Balthazar, lo que está logrando en ti. Es sin duda resonancia del eco de su legado lo que tú estás viviendo, y sin embargo, es tan fuerte como las hebras originales de su fuerza, porque la Finca entera vive cada momento en fuego bajo su mando, sus palabras en ellas, cada momento que Eromes les dio fluyen en vida. Y no sabes cuánto significa para mi Mancheguito que esto esté sucediendo. Creo que no hay razón más para mí de vivir que ver esto realizarse. Había perdido toda esperanza… Pero estás tú. Eres tú. Tú eres mi esperanza Mancheguito… perdón…» Una lágrima quiso hacerse evidente en el rostro de Lulita, pero no lo logró, e hizo a Lulita feliz el poder rechazar toda tristeza, porque este no era el momento de estar triste. Era un momento de felicidad y de regocijo. Porque estaba viva. Estaba fluyendo en vida con vida, con su nieto que tanto amaba, y no solo por ser parte de su promesa a Eromes, de cuidarlo bien por siempre, de ayudarlo a crecer y guiarlo, más porque lo amaba con todo su ser. Y el hecho, el simple hecho de estar con él presente ahora en la mesa, cenando tamalitos, panito, y bebiendo limonada en la cocina, cosa tan simple, no podría ser mejor ni superarse. Estar triste ahora sería estropear el momento, y los momentos son cosas que cuando se reconocen que son momentos, pasan al pasado, porque presentes que lo son, no tardan en rápido licuarse en esa gran masa que llama las memorias. Manchego dijo contento, «Y estoy feliz abuela, porque por fin siento que mi tiempo está valiendo por algo. Es cierto que ya no estoy estudiando en la escuela ni haciendo amistades, pero si lo es que estoy aprendiendo algo que será de mayor importancia para mi futuro, para el nuestro, para el de todos. Porque la Finca tiene que sobrevivir, y lo será abuela. Eso lo prometo.» En ese momento Lulita se recordó de Mowriz, Malabrad como algunos otros le conocían. Detestaba a nadie, pero este patojo culminaba su paciencia en rabia, porque desde que Manchego entró al colegio lo había hostigado a diario. Y con el progreso de los años Mowriz fue cobrando nuevos trucos para molestar, derivándose a ser un desgraciado sin piedad. Observó que Manchego portaba en su cabeza cicatriz que el piedrazo último que pegó Mowriz. Agradecía a los dioses porque su salud se había conservado, pese a que fue un zarpazo de primera en la cabeza. Y de seguro no sería el último. Mowriz podría seguir vivo, allá afuera, entre las maras, siendo nutrido su odio por la vida. Y así preparándose para hostigar a Manchego de nuevo y quizá proponer el último zarpazo decisivo que le quitaría la vida de Manchego. Pero ella nunca dejaría que eso pasase. No mientras ella podía hacer algo al respecto. Pero tales asuntos cobraban una mentalidad negativa, y en ese momento era lo menos que deseaba. Porque ya por tres meses había estado en negatividad, era ya hora de estar en el estado contrario y salir adelante. Manchego estaba junto con ella, y era de prioridad brindarle esa atención que le privó por estos meses de turbulenta emoción. Lulita dijo a Manchego, con deseos de cambiar el tema, «Viste que la Chichona está más que bien. Está nítida. Ahora pone huevos por el montón y vieras que buenos son. Grandes y nutrientes los veo yo. Parece hasta gallo de lo motivada que está, con el pecho inflado y el coraje en alto. Realmente esa poción que le trajiste de casa de Ramancia estuvo increíble.» Recuerdos de ese día, hace tres meses, trajo a Manchego, no solo las memorias desagradables que vivió dentro de la casa de Ramancia, sino también, recordándose de lo que no era propio de recordar, eso es, cuando Mowriz y su pandilla lo golpearon con una piedra en la cabeza, y no supo nada hasta estar en casa, a despertarse con sabor a hierbas en la boca, a ver a Lulita en pleno frenesí. Se recordó de la sombra negra que invadió la tienda de Ramancia, e inclusive, hizo las maderas del techo tronar con el peso de su malicia, por las grietas formadas pasando su ojo satánico por el cual su mordaz mirada captaba detalles indeseados de revelarse. Nunca supo la razón por la cual esa sombra estaba en casa de Ramancia. Cierto que Ramancia se miraba hecha pedazos, como si alguien la hubiese hecho trabajar por una semana entera sin dormir, sin comer, y a pesar de eso, azotada con furia y látigos de diente largo y filudo. Lo que no le cuadraba exactamente, era porqué esa sombra también estaba en la estancia, y Lulita gritando que era por segunda vez que pasaba. Todo estaba raro. Y así enrarecido no le parecían las cosas. Porque entraba en duda. Y su mente volaba por tantas posibilidades. Lulita notó el cambio súbito en la expresión facial de Manchego, de una feliz y fluyente a una lúgubre y pensativa. La mirada de Manchego parecía estar concentrada en algo cruento y de violencia, porque sus ojos cada vez se concentraban más en un algo, las pupilas de sus ojos abriéndose más y más, como escuchando un grito distante, como queriendo atenderlo, pero imposibilitado a hacerlo. En su mente Manchego recordaba el evento en la estancia, cuando Lulita le gritaba a esa cosa que había invadido súbitamente. La escena la repetía vez tras vez, sin lograr comprenderla en su totalidad, mucho menos, en su parcialidad. Una, y otra, y otra vez pasaban las imágenes por su mente. No lograba resolver el problema. ¿Había problema? Lulita le dijo a su nieto con una voz queda, como temiendo despertarlo, «Mijito, ¿qué pasa?» Manchego salió de su mente y sacudiendo su cabeza dijo, «Abuela… no… nada. Es solo, me estaba recordando.» «¿De qué amor mío?» «De aquel día, cuando sufriste el ataque por esa cosa que invadió la casa. Me recuerdo. Cuando salí del cuarto, caminando cansado, con sabor a hierbas en mi boca, y te vi. Sufriendo, luchando por encontrar algo. Me recuerdo de tu rostro. Es tu rostro. Ese rostro. Estabas sufriendo como nunca antes lo había visto abuelita. Fue horrible. Tu rostro, verlo en sufrimiento. Quise hacer tanto por ti. Quise correr y salvarte de villanos, protegerte, pero no pude. Me paralicé. Y luego vi a Luchy llorando enrollada en tu pierna. Su llanto me contagió con ansiedad y desesperación. No sabía que estaba pasando. Y luego te escuché hablar hacia esta cosa que nadie, solo tú, podías ver. ¿Qué era abuela? «¿Qué pasó ese día? Lo peor es que previamente, esa tarde, en casa de Ramancia, sentí la presencia de esa misma cosa. Y no sé qué era. Pero sentí un miedo profundo. Un miedo, una lobreguez, una oscuridad, como nunca antes la había sentido. Era horrenda. Y Ramancia. La hubieras visto abuela. Estaba consumida. Demacrada. Deteriorada. Algo había acabado con ella y lo poco que restaba de vida en ella lo empleó para darme consejo y una poción para la Chichona. Y me recuerdo. Palabras que me dijo. Ya vienen. Ya vienen. Ya vienen. Eso fue todo lo que me dijo. Y eso me asustó mucho abuela, porque ciertamente he sentido estos días que algo está por venir. No sé qué es. No sé qué pasa. Pero siento que algo viene. Y me da mucho miedo. Porque no quiero perderte abuela. No quiero quedarme solo. ¡No me dejes nunca! ¿Si? ¿Me lo prometes?» Lulita se derritió bajo la petición de su nieto, y dijo, «Ay mijito no digas tales cosas. Yo nunca te dejaré. Nunca. Me oyes. Tú nunca estarás solo. Yo siempre estaré contigo. A tu lado. Para darte caricias y todo el amor que reviste mi alma. Ahora, creo que yo te debo una explicación mijito. Ay cosas que tú no sabes de tu pasado por el simple hecho que hay cosas cuyos temas nunca se han de tocar. ¿Comprendes mijito? Ay temas que no debes de saber porque no son de importancia.» Manchego sintió alivio al tener acceso a esa parte de la mente de Lulita, pero agravia al mismo tiempo de escuchar que tales cosas le son privadas, «Pero es mi pasado abuela. Y si lo mencionas como algo que se oculta, y me dices que no es importante que yo lo sepa, ¿no debería de ser yo quien juzgue qué y qué no es importante de mi pasado, cuando es mío, y mío único para saberlo y manipularlo?» Lulita comprendió a Manchego, pero le respondió con ternura, «Tienes mucha y entera razón. Pero por tu bien mijito, las cosas te las digo a su ritmo. Porque hay cosas que se deben de saber, pero todo tiene su tiempo. Y si tú me amas y confías en mí, confiarás también en mi juicio para decidir cuándo y cuando no darte información. En fin, voy a contarte algo que deberías de saber mijito. Antes que tu abuelo muriera, algo similar a lo que pasó hace tres meses pasó en ese entonces. Y pasó del mismo modo. De la nada hubo un episodio de oscuridad profunda, y sentí un miedo, tal como el que tú me describiste que sentiste en casa de Ramancia. Fue horrendo mijito. Días después, Eromes murió. No me recuerdo con exactitud todo lo que sucedió ese día, que fueron muchas cosas, pero fue entonces que murió. Fue trágico, y aun sufro ese día cuando me lo trajeron moribundo a reposar sus últimos suspiros entre mis brazos. Ay no. Qué día más horrendo…» Manchego vio el sufrimiento en los ojos de su abuela, y le dijo, «No tienes que seguir si no quieres abuela. Comprendo que es muy doloroso para ti.» Lulita movió su cabeza de lado a lado, «Pero si sí quiero. Quiero seguir. Sé que me duele. Pero es ya la hora Manchego que hablemos como nunca antes lo habíamos hecho. Tú estás creciendo y no me cabe duda que te estás preguntando de tu existencia como nadie más lo hace. Pero todo tiene su tiempo, y ya resolvimos la duda de cuando voy a decirte qué. Bueno, pues yo amé, y sigo amando a tu abuelo como nunca había amado a nadie. Te digo, mi vida dio vuelta enteramente cuando lo conocí. Yo antes era una guerrera muy hábil.» «Lo sé.» «¿Cómo lo sabes?» «Balthazar me lo dijo abuela.» Lulita sintió un rayo de furia cruzar su mente, «Ah ya. Como no. Este Balthazar sí que puede ser bocón. Pero está bien, así conoces de mi pasado. Resulta que, como seguramente Balthazar te ha dicho, soy hija de dos Hombres Salvajes, una hembra alfa, y un macho beta no dominante. Cosa rara que pase en Devnóngaron, y por eso es que vivo en el Imperio y no en Devnóngaron, porque tal amor no se permite en esas tierras, es contra la religión. En fin, yo era dura Manchego. Yo era una fiera y muy enojada. Pero luego de conocer a tu abuelo me nació algo tan bello dentro de mí. Y fue ese instinto materno que me fue cambiando lentamente. No cabe duda que aún persiste la guerrera en mí, ¡ni lugar a duda! Pero fui suavizándome y aprendiendo a amar. Y aprendí muy bien de su forma, porque tu abuelo amaba a toda cosa viviente, fuese planta, o fuese insecto. Toda vida la manaba entre sus manos. Sentía los vientos pasar con sus palmas como si fuese la piel de un elefante a quien acaricia mientras pasa. Prometo que no hubo un árbol, una espiga, una hierba, algo que no amara a tu abuelo tal como yo lo amé. Bueno pues regresando a ese día que nos sobrevino la sombra, me recuerdo que se sintió exacto a lo que sentí hace tres meses. A esa presencia mordaz. Algo muy desagradable mijito. Y lamento mucho que tú también lo hayas que tenido experimentar. La primera vez siempre es más fuerte.» Manchego dijo, «Pero abuela. No es primera vez. Yo, no sé por qué, me recuerdo de haberla sentido antes.» Lulita se asustó al escuchar esto, y dijo preocupada, «¿Antes? ¿Antes cuando mijito?» «No lo sé. No tengo memoria de ello. Pero sé que esa presencia no era nueva. La identifiqué como algo malicioso de lo cual tenía que huir inmediatamente, pero no tengo memoria de porqué ni cuándo.» «Qué raro mijito.» «Yo sé. No se lo había contado a nadie. Ni a Luchy.» Lulita dijo sorprendida, «Vaya, que milagro. Gracias por la confianza mijito. Bueno, pues regresando al tema, la sombra se desapareció y fueron días después que tu abuelo apareció, a dar moribundo en mis brazos. Ay no, que horror el que fue sentirlo y verlo morir. Sentí cabal cuando su alma dejó su cuerpo, porque pesaba mucho menos. Cuando murió sentí que un gran peso se fue de su cuerpo. ¿Raro o no? Yo se lo atribuyo al alma. Su alma dejó el cuerpo entonces pesaba menos. Hace sentido. Pues hace tres meses, cuando volvió a atacar, aunque fue la misma sensación, esta cosa tenía algo diferente, estaba como más madura. Porque antes sentía desorden en su presencia. Ahora, fue distinto, aunque no puedo ponerle un dedo y describirlo, porque toda descripción fallaría en hacer lo que se desea, porque no se puede describir. Es algo que sé que sentí y puedo reproducir en memorias, pero a la hora de contarlo, sé que no lo lograría. «Y me recuerdo que estaba yo preparando el almuerzo, cuando de pronto la luz se hizo más oscura, pensando yo que quizá alguna gran nube se había puesto frente al sol, pero lo curioso es que afuera de la casa se miraba claro, pero por dentro, como si estuviésemos bajo agua. Muy raro como se manifiesta esta sombra, pero fue típico de su inicio, porque así fue hace trece años. «En ese instante tomé la primer arma que encontré, y escuché la puerta abrirse y cerrarse, por lo cual salí de la cocina para ver qué pasaba, quizás un demonio había entrado a casa. Fue en ese instante cuando vi a Luchy salir corriendo y cuando me vio noté que lloraba, y fue entonces que ella sintió la presencia tan fuerte como yo, y a mi pierna se amarró temerosa. «Recuerdo que la abracé, pero la fuerza de la presencia se fue intensificando, cosa que no había sucedido antes. Fue luego que vi a Balthazar y le hice señas que hiciera silencio. Y luego, algo en mi hizo que me enfureciera y empecé a buscar la razón, porque quizá, estaba próximo a nosotros esa cosa que yo deseaba matar. «Tú te hiciste presente y corriste a nosotras, y fue en ese instante cuando algo me hizo perder el control, la sombra se intensificó, y me transporté a aquel día cuando estaba en casa, Eromes entre mis brazos, muriéndose, y me recordé de ti, tan tierno, tan débil, llorando… llorando… llorando entre mis brazos. Odié ese día Manchego, lo odié al punto que deseaba acabar de una vez por todas a esa cosa que nos estaba atacando. Y perdí el control Manchego. Perdí todo el control sobre mi voluntad. Y me rompí Manchego. Me dejé romper bajo la presión. Porque no soporté la tristeza. «Esa cosa me hizo recordar cosas tan tristes que me vencí bajo su presión. Lo feo que fue mijito. Escuchaba tu llanto. Y eso era lo que me tenía unida a este mundo, porque ser de lo contrario, y creo que me hubiera muerto ahí mismo. Fuiste tú. Tu llanto, tu alma, tu esencia en mí, porque tú en mi estás impregnado, y no sé por qué en mi siento que debo de protegerte con toda alma, y fueron memorias tuyas las que por estos tres meses que pasé en cama me mantuvieron sana y salva.» Manchego y Lulita permanecieron con los ojos centrados en el de cada quien, buscando verdades, ocultando algunas, entesteciendo mentiras, y aullando por respuestas. Y Manchego tenía muchas preguntas más por hacer, quería saber más sobre Eromes, sobre su muerte. Su muerte le interesaba más que cualquier otra cosa. Porque su muerte significaba la presencia de esa sombra maliciosa, sombra que hace tres meses se hizo manifiesta en la estancia y en casa de Ramancia, dos sitios que no tienen algo en común ni se vinculan por algo cercano, o quizás si, pero para el ojo de Manchego, no era evidente. Algo en la muerte de Eromes le intrigaba como nada más en este mundo, o quizás si, quizás le intrigaba tanto como saber acerca de sus padres. ¿Quiénes fueron ellos? ¿Quiénes eran esos llamados padres que lo dejaron solo en el mundo a crecer con su abuela? ¿Quiénes fueron? ¿Quiénes son si es que vivos persisten? Pero su abuela le había dicho que cierta información no era prioritaria en este momento, y si ella no lo había mencionado, quizá no era hora de saberlo. De igual modo, tenía muchos días por adelante para hacer tales preguntas, y es cierto, no era prioritario saberlo. Todo a su tiempo, y no hay cosa más eficiente para divulgar secretos que el tiempo, que cuando pasa y deja su legado, revela cosas que eran, y anuncia cosas que serán. Lulita y Manchego unieron miradas y medraron en una débil sonrisa. Lulita ofreció más pan y tamalito, Manchego aceptando la propuesta porque realmente el hambre la tenía desatada. Rufus entró a la casa con la cola batiendo de lado a lado, un poco mojado por la llovizna que estaba cayendo en las afueras de la estancia. Manchego le lanzó los restos de pollo del centro del tamalito y migajas de pan, el canino feliz las recibió con entusiasmo. Esa misma tarde lo llevaron a los cuidados intensivos, donde curanderos y brujos contratados hacían lo posible por los lesionados en la Guerra Silente. Silente, porque no era una guerra abierta y declarada, ni una guerra luchada en campo de batalla en donde ambos ejércitos se reúnen con sus banderas en alto, cada cual anunciando el símbolo de su integridad, alabardas apuntando al cielo, comandantes en corceles con espadas en la mano, miradas intimidantes, el héroe del ejercito motivando a su gente, caminando frente a las filas del ejército, acelerando corazones y provocando enjambres pensamientos de épicas y sagas que hablarían de sus esfuerzos por eones en historias y epopeyas, en canciones y poemas, líricas y chismes, resonando en el eco de las tierras como los grandes luchadores que vencieron por la paz y por la gloria. No, este no era el caso de aquellos los combatientes de la Guerra Silente. Era silente la guerra porque se luchaba con tácticas de guerrilla en contra de una bestia bien armada, a quienes, llamaban los labradores del Alcalde, los guardianes de su dominio, vigilantes de la noche, caballeros del infierno, como otros nombres habían adquirido entre los integrantes de la pandilla denominada Buhrla. Los brujos y curanderos fueron ordenados por el Buhrman de concentrarse exclusivamente en uno de los lesionados, una razón no fue dada, pero de ser desobedecida la orden y se cumplirían los castigos, siendo peores que la muerte. Los curanderos y brujos hacían lo posible por este leso en guerra, cuya historia no se sabía a detalle, pero algunos clamaban saberla por algún ojo divino, rolando el rumor de haberse encontrado con un caballo de muertes fieras e indomables jinetes, que lo asaltaron en curso a casa, y con una patada en el pecho le reventaron los pulmones y fracturaron las costillas. Otros contaban del leso de haber sido víctima de la emboscada que se realizó ese día en contra de los labradores del Alcalde, habiendo sido víctima de varios ataques, habiéndose tropezado en la defensa, y que al caer al suelo fue machacado con miles de pasos de los labradores, su cuerpo colapsando bajo ellos. Rumores también corrían del joven Sin Cara, cuyo rostro había sido amortajado por, según cuentan, mordeduras de cinco perros, que lo confundieron con comida, y lo atacaron sin piedad. Del Sin Cara se hablaba menos ya que no era encargo del Burhman, sin embargo este estaba menos afectado que el encargo del Buhrman, algunas de las mujeres de la pandilla viendo en el patojo potencial de belleza que fue ultrajado, viendo en las facciones restantes de su rostro rasgo que hablaba que algún día fue atrayente y altivo. Pero esas cosas que hablaba su rostro eran vanas y falsas, porque había sido desfigurado al punto de ser irreconocible. El Sin Cara no hablaba, simplemente maullaba del dolor producido, y no por las heridas, sino más bien por el odio que poseía a esas personas que lo dejaron sin su belleza física, sintiendo el sabor de la venganza que algún día tendría sobre los hacedores de su penumbra. Él bien sabía quién era. Era ese. Aquel. El flaco y putrefacto ser que enrarecido era el más rechazado de su clase. Un don nadie quien observaba los atardeceres como si fuese su amada. Ese raro. A él lo odiaba más que nunca. A su caballito de guerra lo haría carne para el asado. Rumores de la pandilla de estar perdiendo la Guerra Silente agravaban el corazón del preferido del Buhrman, ya que significaba que su pueblo estaba siendo vencido por las fuerzas de los labradores del Alcalde. Estaban perdiendo porque los labradores estaban mejor equipados, con jinetes y alabardas, escudos de metal grueso, pecheras, brazaletes, cascos y guanteletes, botines de cuero grueso y algunas metálicas, con una organización impecable y un olfato por la muerte más fuerte que el de los buitres. Los labradores parecían estar organizados y potenciados por una furia nunca antes vista, como motivados por algún demonio que en sus corazones echaba a andar los motores turbulentos de violencia y de la cero compasión. Los perros estaban rabiosos, decían algunos, contagiados con algo que nunca antes se había visto. Los mareros estaban muy preocupados, algunos incluso clamando haber visto al diablo reposar en el hombro izquierdo de los soldados, como una nube manifiesta que secreteaba malignas cosas en sus oídos. Otros contaban de historias grotescas, de labradores marchantes de seis en seis, andando como jaurías de lobos bestias que ultrajaban a pueblerinos sin razón, con hambre de sangre más que toros cegados por rojos colores, como abejas tentadas que buscan clavar el aguijón de sus lanzas en carne, para matar sin piedad, quitar almas, y los cuerpos acumularlos en pilas de veintes en veintes, como anuncios de su potencia y su malignidad, enviando olas de terror a través del pueblo, siendo únicamente el Sector Noble el que no estaba siendo afectado directamente por estas ondas de violencia, por razones para ellos desconocidas. Aunque muchos hacían de sus conclusiones, pensando que quizá el Alcalde, por vivir en el Sector Noble, no era afectado por las olas de violencia. Pero otros pensaban un poco más allá, diciendo que era porque él era el director de tales violencias entonces no era afectado por ellas, pues él, ¿y quién más, guiaba a sus tropas, y él, y quien más, les daba el ánimo para hacer de las suyas? Otros más hábiles decían que quizás el Alcalde hacía lo mismo en el Sector Noble, pero a otro nivel, a nivel de sus mentes y corazones, destazando almas y hogares, quebrando familias y amistades con sus frivolidades y pecados mortales, burlándose de la religión abiertamente, insultando al Padre y al Sacristán frente a todos, lanzando tomates al Décamon, y anunciando abiertamente que el dios de la luz efectivamente está muerto y que nunca jamás regresaría entre los hombres, que ahora dependía de ellos de encontrar su camino, y que él, como supremo alcalde que es, tiene esa noción de divinidad celestial. Crisondo y Migajo por tal injuria no hicieron más que declarar a Feliel como un harto blasfemo y un hereje de primeras, el Alcalde enfurecido y rabioso como diablo declarándole guerra a la religión. Todo esfuerzo de la mara Burhla lentamente se fue desviando de sus simples nociones de causar robos y crímenes, insensatos por llenar vacíos existenciales, con fines de conseguir dinero y bienestar, ultrajándolo de hombres y mujeres dignas del pueblo, otros por odio a la humanidad, otros por estar perdidos entre los laberintos de vender su alma a la diosa de la noche, esos esfuerzos ahora dirigidos explícitamente a contrarrestar las malignidades impuestas por los labradores del Alcalde, he ahí el surgimiento de la Guerra Silente. Provisiones eran escasas, principalmente por el hecho que vivían en el Sector Pobre y robaban de los más pobres para tener algo. Sus armas eran hechizas y algunas robadas, algunas colecciones de labradores asesinados, otras regaladas por mafiosos que deseaban de su protección. Lentamente los labradores del Alcalde iban ganando terreno en el Sector Pobre, cosa más dificultosa para ellos, aunque el Sector Medio ya estaba totalmente bajo control de ellos, pero para controlar al Sector Pobre y causar de sus estragos necesitaban eliminar a la mara Buhrla, cosa dificultosa porque empleaban ellos las tácticas de guerrilla, eso es vistiéndose como pueblerinos normales, provocando emboscadas sorpresivas, pero los labradores latían su corazón con veneno negro que los potenciaba y daba fuerzas superiores, mascando a los de la mara bajo su dominio, con más odio, más fuerza, y más crueldad de lo que la mara hubiera imaginado poseer en sus vidas. En los soldados había odio concentrado por millones. En la mara Buhrla había resentimiento y hambre, pero nada comparado con los tambores que dictaban la potencia de los soldados. En ellos algo anómalo habitaba, algo que daba baterías de mugrienta lumbre. Los lesos sufrían de enfermedades y pestes, algunos teniendo que ser sacrificados en la hoguera, ya que no había lugar para una epidemia entre los de la mara, que entre su escondite, dependían de poco espacio y poca ventilación, poca higiene y pobres drenajes. Los muertos eran enterrados bajo tierra, pero al cabo del tiempo los cadáveres eran interminables y los agujeros en la tierra no eran suficientes, por lo que empezaron a apilarlos en cincos y prenderles fuego, de cuyos fogarrones, muchos aprovechaban el calor en las gélidas y violentas noches. Heces y descuidos humanos se acumulaban en agujeros en la tierra, a veces lluvias lavaban la tierra que las encubría y ríos de negras aguas fluían por sus hogares y sus enfermos. Durante las noches los lesos aullaban del dolor y la fiebre, algunos siendo víctimas de insectos carnívoros y ratas hambrientas como ellos, algunos mareros llegando al punto de rezar al dios de la luz, tan mal estaban sus condiciones de vida. Mujeres embarazadas daban a luz a medio vómito, cayendo sus crías entre lodo y excrementos, curanderos huyendo de la escena, de los olores tan fétidos, de la podredumbre que sufrían aquellas almas. Tales eran sus condiciones de vida. Las pequeñas crías paridas a medias entre excrementos e inmundicia batían sus brazos en aleteos como aves, intentando nadar como peces en agua, pero al cabo de tiempo ni eso lograban, que en ausencia del amor de su madre quizá morirían, quizá vivirían, a crecer entre los escombros de un mundo partido, repitiéndose el ciclo por el cual tales personas nacen, crecen, y viven en mundos partidos, seccionados por ausencia de amor y apoyo, desvitalizados por una horda de maldades e inocentes caminos, creciendo a detestar al mundo y sus habitantes que no sufrieron como ellos, quizá, siendo tal el pasado de un tal Malabrad y su padre supuesto, un tal Buhrman, siendo este sin duda uno de los ciclos vitales que genera pandilleros. Días pasaban y de los elegidos para emboscar a los labradores regresaban menos, a veces dos muertos reportados, a veces cinco, a veces el grupo entero. Pero cada día habían menos de los suyos para luchar contra la malignidad creciente de los soldados, fieles servidores al Alcalde. Algunos caían en depresión y promulgaban que era el fin del mundo y de todos los tiempos, que todo estaba perdido, y quizá no estaban lejos de la razón. Otros eran más optimistas y hablaban del encarguito del Buhrman, un tal Malabrad que se estaba recuperando de sus males, ese que los ayudaría a vencer al mal creciente de los labradores del Alcalde. Y curiosamente esos que males promulgaban con robos y crímenes, asesinatos y mortales palabras, ahora rezaban al dios de la luz porque regresara entre los hombres a salvarle sus almas. Tan irónica su situación, que cuando menos necesitan algo lo desprecian, y cuando viéndose sin recursos, lo claman como algo parte de su ciclo vital, que sin ello, morirían sin remedio, tal era el caso de los mareros malhechores que ahora rezaban al dios de la luz, y entre ellos, aunque en mutismo, un tal Malabrad rezaban entre sus sueños por los males que incurrían en un mundo torcido por pecado y malignidad. Cuando rezaba este Malabrad, algo en su mente brotaba y una presencia se hacía manifiesta con ojos azules color del cielo y sabiduría mayor que la de mil soles envejecidos. Mes y medio llevaba Malabrad bajo tratamientos intensivos bajo supervisión estricta de los curanderos y brujos que entre sus poderes y hechizos maniobraban lo posible para recuperar la salud del encarguito del Buhrman, de cuyo asunto rumor corrían entre los mareros que era un hijo perdido, fabricado en un burdel, de alguna zorra barata que dio a luz a uno de sus tantas perdidas semillas, pero este patojo, causaba ternura especial en el Buhrman, cosa que nadie explicaba exactamente el porqué. Entre los curanderos había uno que resaltaba por su destreza en el arte de curar, que con sus hierbas que producía de su bolsita que llevaba consigo siempre, día a día lograba sanar las lesiones de aquel joven llamado Malabrad. Nadie se explicaba el origen del curandero ya que nadie lo había visto antes entre la mara, ni cuando, ni porque, tan solo sabían reproducir las palabras que aquel de misterio y poder sabio había llegado como encargo de un ángel. Ni enfermos, ni mareros, ni el Buhrman mismo lo habían visto, cuyo personaje causaba intriga y misterio, siempre andando con una capucha negra puesta, por la cual únicamente se miraban, y a veces, ojos azules como el color del cielo, tez bronceada, y manos muy hábiles para manejar las hierbas que curaban. Nadie hablaba con aquel curandero de origen desconocido, muchos pensando que era un mensajero del dios de luz a quien estaban rezando, quien había venido desde los cielos a manar su remedio. Aquel curandero de capucha negra iba y venía con cubetas de agua, entre neblina y tenebrosidad apareciendo como del suelo, a veces desapareciendo por días, reapareciendo en madrugadas, siempre dedicado su tiempo en el encarguito del Buhrman, un tal Malabrad, como lo llamaban algunos. Corrían rumores, que algunos clamaban haber visto y proclamar cierto, que aquel curandero de origen desconocido llevaba en su pecho un tatuaje enrarecido, quizá, cosa que poseen únicamente aquellos Salvajes Hombres de las tierras lejanas y distantes de Devnóngaron. Que a lo mejor y había venido desde las profundidades de los Bosques del Gran Mesh, derivado de las Tierras del Malush, con pétalos de flores que curan y remedan, y tallos y raíces que solo entre tierras de erosión de la Boca del Diablo provenían, algunos llegando a pensar firmemente que el Buhrman entre sus habilidades había logrado convocar a la figura mítica de los Hombres Salvajes, llamado por el nombre Nogard Narg. Pero a pesar de las posibles explicaciones, el de capucha negra permaneció y permanecería en su trayecto entero como un misterioso aliado de aquellos malhechores, que no se explicaban el origen de su buena fortuna. Una de esas noches de lluvias intensas, muertes numerosas y gritos en las calles del Sector Pobre por lucha activa en la Guerra Silente, una noche funesta llena de lágrimas y misterios agravios, el curandero se hizo presente, pero en la mente y en los sueños de un tal Malabrad, que enfermo y recuperándose de un terrible agravio, yacía recostado en el suelo, atendido por hechiceros que no comprendía el origen de sus pesadillas, quien se mecía de lado a lado sobre las sabanas, soñando con aquel misterioso curandero, de quien solo ojos celestes cielo se miraban, y su voz hablaba en quedo, inaudible, inaccesible. Pero en sus sueños trataba de comprender al curandero, pero solo escuchaba susurros, que eran para él, los mensajes. Eran para él. Malabrad. Lo llamaban, alguien lo llamaba. Era el curandero. Soñó que el curandero caminaba entre un busque oscuro lleno de neblina, entre plantas y musgos, entre peludos árboles y charcos de lodo. Y lo seguía, paso tras paso, caminaban por el bosque, el misterioso curandero de capucha negra volteando a verlo de vez en vez, y con su mano señalizaba que debía de seguir adelante y no demorarse. Por horas de horas anduvieron entre el bosque. El enfermo contrajo la fiebre y paños húmedos fueron colocados en su frente, pero los sueños nunca deterioraron su fuerza, a pesar de las fiebres que culminaban en picos que socavaban su mente en delirios. Y por días el curandero se la pasaba merodeando entre la mente y sueños de Malabrad, caminando siempre a paso lento pero seguro entre el bosque denso y nublado. Entre la caminata larga y frágil que imponía el curandero como guía, al cual Malabrad seguía sin cuestionarle, a veces miraba sobre el hombro de aquel curandero de capucha negra un ave majestuosa sentada con clavadas garras sobre su hombro, clavando su mirada hacia el frente, por lo cual solamente el plumaje se le miraba a aquel gran ave, que por minutos, por segundos, o por horas permanecía en el hombro del curandero, volando luego con largas y potentes alas a destinos desconocidos, a veces regresando al poco tiempo, a veces, semanas demoraba en regresar. Claro, semanas pasando en un sueño, que por cambios climáticos y de intensidad solar cuantificaba días y semanas en sus sueños, pero en realidad, soñaba noche tras noche la misma escena, hasta que finalmente una de esas noches el sueño se hizo permeable al cambio. Estaban sentados, el curandero y Malabrad, sobre maderas podridas entre el bosque, frente al fuego de una fogata que lentamente chispeaba con lamentos de una hoguera. El curandero entre sus manos pelaba una rama, como contando sus hojas, sin nada que hacer. Malabrad solo observaba a su alrededor y miraba que el bosque era negro, turbio, desconocido. Árboles altos y con fimbrias y estambres estiraban dedos largos y tortuosos al cielo, que por la luz de la luna y el fuego luminiscente se miraban titubear sombreados, como la visión de un espectro yendo y viniendo entre realidad y un mundo irreal y paralelo. Las ramas de los árboles poseían algunas moho peludo y hongos de pelusa, por lo que brazos de criaturas parecían estirarse sobre su faz en terribles dedos acusantes. Malabrad regresó su mirada al fuego, donde lenguas producían efectos de luz, suficientes para manchar el rostro del curandero, cuya vista permanecía en el suelo, o en la rama que desmenuzaba entre sus manos. Horas, días, quizá meses pasaron en ese mismo sueño, Malabrad no pudo cuantificar el tiempo, pero sabía que mucho estaba pasando, porque ecos de dolor y gritos de muerte escuchaba, quizá de alguna realidad paralela, o quizá, remota. En la mañana siguiente abrió sus ojos levemente, viendo al curandero sobre su cara recitando palabras ininteligibles, meciendo una cubeta de vapores y humo de eucaliptos, capucha negra presente, ojos invisibles, únicamente labios resecos recitando palabras en canto, audible como susurros. No supo más y todo estuvo negro. Soñó de nuevo y estaban de regreso sentados frente al fuego, y aun, el curandero no levantaba su vista a Malabrad. Aunque esta vez algo había cambiado. El curandero recitaba un canto quedamente, ininteligible. Únicamente una palabra discernía entre su mutismo, y esa era: sol. Pasaron horas, días, meses, siglos entre ese mismo sueño. Durmió, y entre el sueño, tuvo un sueño, que estaba soñando entre un sol. Despertó y abrió sus ojos levemente a ver al curandero sobre su faz, cantando algo inaudible, donde solo una palabra era precisa, y esa era: sol. El curandero mecía la cubeta con vapores y humo de eucalipto sobre su cuerpo. Sus ojos como siempre, invisibles, únicamente sus labios se movían, la palabra sol como la única entendible. Sintió un sabor raro en la boca, que cambió a ser desagradable y perforante, y lo vio todo negro. Estaban de regreso, frente a la fogata luminiscente. Aun el curandero no levantaba su vista, pero de su canto más palabras eran comprensibles, sol solemne… Sol solaz… Sol solacio… Sol solano… Estas palabras ciclando, como si fuese el inicio de un verso o un coro. Meses, eones, universos paralelos pasaron, chocaron, se fundieron, y de nuevo, abrió sus ojos levemente, a encontrar al curandero sobre su faz, meciendo la cubeta que emanaba vapores y humos de eucalipto, de cuyos labios emergían palabras, audibles únicamente dos, sol solemne. La capucha negra ya no cubría su rostro. Pero era de noche. Una noche negra sin luna. Únicamente su silueta y las brasas de la cubeta de vapores eucalipto eran visibles. Sol solemne. Sol solaz. Sol solacio. Sol solano. Caminaban entre el bosque tan denso, esquivando maderas putrefactas y charcas de lodo y fango. Por horas entre la humedad se guiaba el curandero por alguna misteriosa brújula, Malabrad siguiendo a ciegas a aquella figura misteriosa sobre la cual un ave reposaba sobre su hombro, únicamente que ahora, el cuerpo del ave a pesar de apuntar hacia el frente, su cabeza estaba girada completamente hacia atrás, viendo directamente a Malabrad con amarillos ojos de búho, ojos que no parpadeaban, más bien hipnotizaban, sus pupilas negras perforando la mirada en el ser que estuviese investigando. El ave de color negro noche se fue volando a desaparecer, pero esos orbes amarillos de ojos permanecieron presentes en la mente de Malabrad con las resonantes palabras sol solemne. Sol solaz. Sol solacio. Sol solano. Abrió sus ojos levemente a encontrar al curandero encapuchado cuyos ojos no se miraban por estar entre la sombra, únicamente sus labios que se movían cantando, sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano. Entre la mano del curandero la cubeta se mecía delante y atrás emanando vapores y humos de eucalipto. Soñó de nuevo, caminando en el bosque de misterio, únicamente que ahora habían arribado al destino. El curandero lo volteó a ver por lo cual sus ojos azules color cielo se miraban, labios moviéndose cantando sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano: interminablemente. El búho negro de ojos amarillos no estaba por verse pero su presencia era evidente, tal como la del curandero. El curandero volteó a ver con una sonrisa de picardía y empezó dar brazadas en el aire, como gallina que sabe que no puede volar, pero al menos hace el intento. El curandero se volteó y dijo en palabras perfectamente audibles: «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.», y en ese instante chispeó sus dedos y la luz del fuego se apagó y todo quedó oscuro. Con un segundo chispeo prendió los fuegos de nuevo, únicamente que ahora la escena había cambiado. Malabrad estaba flotando en un perfecto vacío dirigiéndose hacia un punto amarillo en el horizonte. No habían nubes, no habían árboles, no había nada más que algo perfecto e inmaculado vacío entre el cual flotaba a un punto amarillo. Malabrad iba cantando, como contagiado por su vehemencia: «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.», una tras otra, tras otra vez. Abrió sus ojos y sobre su faz el curandero recitaba en voz perfectamente audible, «sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano», el curandero mecía la cubeta emanando vapores y humos de eucalipto, y Malabrad sintió entre su boca un sabor raro a hierbas. Escuchaba gritos de dolor y sonidos a batalla y guerra, pero eran como de un mundo paralelo, poco importante. Flotaba entre el espacio hacia el punto amarillo, que ahora estaba mucho más cerca, y cantaba Malabrad, como hechizado, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano», y flotaba hacia el punto amarillo que había crecido a ser más que un punto, que era ahora un orbe, una bola, una esfera que irradiaba calor. Pasaron segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, décadas, centenares, millares de años, eones, siempre el mismo sueño ciclaba una y otra vez acompañado por el mismo sueño. El orbe fue creciendo a ser una esfera de tamaño considerable, irradiando luz tan intensa que cegaba. Era un sol. Un sol. Un sol. Brillaba tan bello y potente, dador de vida, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano». Malabrad abrazó al sol. Lo amaba. Amaba al sol. El sol le provocaba bienestar, en su energía encontraba la felicidad absoluta. Nunca antes se había sentido tan completo. Pasaba horas aferrado al sol, sin querer soltar. El sol le provocaba felicidad auténtica. «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.» No supo cuánto tiempo pasó abrazado al sol, pero ahora, se miraba fusionado a él, con incapacidad de despegarse, porque el sol había pasado a engullirlo. No importaba. Estaba feliz. Solo quería servir al sol. Sol. Sol. Sol solecito. Abrió sus ojos levemente y sobre su faz el curandero cantaba las palabras «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.» Sentía un sabor extraño entre su boca y una necesidad absoluta por estar cerca de esa fuente de luz celestial y divina. Decía entre sus fiebres, «Sol. Sol. ¡Solecito! ¡Sol solecito! ¡Sol! ¡Sol!», ante lo cual otros curanderos y enfermos se quejaban que el encarguito del Burhman estaba perdiendo la razón y entrando a una locura irremediable. Malabrad sintió entonces que su existencia había cesado de ser una sola, y más bien era ahora conjunta, parte del sol que lo había finalizado de engullir. No tenía cuerpo, no tenía consistencia, su entero concepto flotaba entre la masa del sol. Sin ojos vio a un rostro cual reconoció. Su corazón se paralizó. Sol. Sol. Sol. El rostro era bello, uno angelical. Un rostro que brillaba auténticamente con una radiación más pura y más brillante que cualquier estrella y que cualquier nova súper estelar. Aquel rostro le hablaba quedo y en clave, su voz perfecta y tan pura como el agua cristalina que brota de manantiales sobre piedras salobres y arenas del mar. Aquel rostro flotaba libremente entre la esfera, como dueño de aquella, rodeado el rostro por una corona de luz radiante, más potente que un aura, más intensa que las coronas de mil reyes de mil soles, más creciente que una explosiva estrella envejecida, más potente que una estrella blanca recién nacida, aquel rostro estaba rodeado de aquella corona perfecta de rayos de luz, rayos de paz, rayos de benevolencia, rayos de intensa salvación, rayos divinos, rayos y alabardas tan fuertes de colores naranja fulminante y amarillo solar angelical. Aquel rostro lo miraba con ojos abiertos y compasivos, sus labios moviéndose lentamente, cantando «sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.» En ese instante el concepto de Malabrad flotante entre aquella estrella sintió un pulso de luz emanado por la estrella divina que flotaba en medio de la nada. El pulso de luz lo hizo convulsionar parcialmente. El curandero de ojos celestes color cielo y cubeta con vapores y humos de eucalipto ya no estaba por verse. Había cesado de estar entre ellos hace horas, días, semanas. Nadie pudo decir. Estuvo siempre con ellos y entre ellos, su presencia un misterio y un enigma nunca resuelto. Entre ellos podría medrar aun, sin embargo, reportes contaban que ya nadie lo había visto. Los curanderos y hechiceros no se explicaban como el encarguito del Buhrman ahora estaba intacto y sanado, con cicatrices terribles en el tórax, pero respirando y funcionando, cuando estuvo tan cerca de la muerte, que pulmones reventados no son tan sencillos de componer. Estaban confusos, que ahora, el encarguito del Buhrman estaba convulsionando cada una o dos horas, sin patrón regular, ni convulsión parecía, revulsión más que todo. Uno y otro pulsos de luz sintió el encarguito del Buhrman, y una y otra vez su cuerpo se sacudió como lombriz bajo el zapato que la aplasta. Un grito interno empezó a escalar la escalera de la conciencia. Paso a paso el grito subiendo la conciencia. El grito aún no se había hecho manifiesto ni en concepto, por lo cual, no se sabía cómo explotaría. Pero ahí iba, subiendo la escalera de la conciencia. Los curanderos y hechiceros no se explicaban el caso tan raro, y sentían que dentro de la mente del encarguito del Buhrman algo gritaba, pero no sabían cómo ni porqué. El grito fue conceptualizado como algo estrepitante y resonante, un grito de alegría mezclado con frustración. Un grito frustrado de no poseer, y de alegría extrema de ser parte de algo tan divino y celestial. Los curanderos y hechiceros vieron que en la garganta del encarguito una pelota se fue formando lentamente. Una pelota que empezó a sacar un gemido, como si quisiera salir de ese sitio volando y explotando a toda gana. El día entero la pelota en la garganta del encarguito fue creciendo hasta restar como una tumoración excesiva, los hechiceros y curanderos no lo explicaban, incluso, miedo les infundió aquel gemido frustrado y alegre. Fue durante la noche que la pelota se hizo manifiesta en voz y ruido, la boca de Malabrad abriéndose como mecánicamente controlada por la pelota, y soltando su furia Malabrad despertó súbitamente, poniéndose en pie inmediatamente, gritando al cielo el grito más fuerte, más frustrado, y más alegre que en sus días podría clamar haber alguien hecho. Los dormidos se paralizaron en su sueño, mientras los muertos se retortijaron en la tumba. Los combatientes de la Guerra Silente se paralizaron un instante, sintiéndose como el grito, alegres, pero frustrados, y soltando algunas lágrimas de alegría, y ramas de frustración, se lanzaron al ataque con los corazones en fuego y fraguas de pasión. Malabrad estaba despierto, consciente, y alerta. Podía ver pero nada de lo que veía le atraía su vista. Podía escuchar, pero todo ruido era sin importancia en este sitio. Podía olfatear, pero su olfato le decía que aquí no había nada de su gusto. Podía sentir el ambiente, pero sabía que en este lugar no estaba a quien quería ver y rodear y cuidar. Su amo. ¿Dónde estaba el amo? Sol solecito. Sol solecito. Sol solecito. Cerró los ojos y pudo visualizar a su amo, al sol solecito, y salió corriendo en su dirección, ciegamente ignorando al resto del mundo, interesado únicamente en su amo. Estaba entonces Malabrad vivo, pero muerto, su muerte había permitido su parcial resurrección por aquel curandero de especiales maniobras, pero resucitado a gusto de su creador, como un servidor, un fiel amigo, un esclavo guerrero a este ser brillante, el sol solecito. Sol solecito. Sol solecito. La tarde fue arribando con mantas naranjas de un sol cayente, y el viento sopló frágil y consolado, todo cayendo en su sitio previo al crepúsculo. Manchego observaba las montañas a distancia y como siempre, admiraba a ciegas el paisaje que aún no comprendía. Sentado contra el Gran Pino y con Rufus a su lado, esperaba a aquel que lo estaba ayudando a formarse como un finquero. Balthazar llegó pronto, como siempre, sin previo aviso, sentándose al lado de ellos, ni Rufus con su olfato supremo habiendo percibido su llegada. «Te he convocado a este sitio Manchego porque mis intenciones han sido frecuentes en decirte una verdad que ha sido ocultada a tus ojos por mucho tiempo. Quiero contarte de los eventos que circundaron la muerte de tu abuelo, hace trece años.» Manchego ya estaba un poco aburrido del tema, dado que Lulita ya le había contado bastante acerca de la muerte de su abuelo, y respondió, «No debería de juzgar Lulita que puedes y no decirme?» Balthazar le contestó, «No Manchego. Hay cosas que no puedo contarle a Lulita, y que pido a ti que tampoco lo hagas. Quiero que sepas lo que estoy por decirte. Ahora más que nunca lo quiero decir. Es en relación a esta sombra que nos ha acechado hace unos meses. Que tu sin duda percibiste.» Manchego se interesó al escuchar mención de aquella sombra, sobre cuyo tema deseaba sin duda saber más, y se mantuvo atento ante la revelación de Balthazar, «Bien me recuerdo cuando Eromes salía con sus ovejas a este mismo punto, junto con Fusuf quien le ayudaba a cuidar de aquellas ovejas. Yo no estaba ese día pero me recuerdo que Eromes me llegó a buscar corriendo y preocupado, y me dijo entre su agitación, «Es Pajitas! ¡¡Se ha caído entre un agujero, cerca de la Ceiba del Mamantal! ¡Tengo que salvarla! ¡Voy por una soga y una antorcha! ¡Ahora vengo!» «Tu abuelo salió entonces corriendo hacia la estancia y regresó pronto con lo dicho, y fuimos corriendo a este sitio, cerca de la Ceiba del Mamantal, en donde en un agujero entre el suelo, negro como la noche, mordaz como el ojo del diablo, se escuchaban los llantos de Pajitas. Algo me provocó una mala espina y supe que debía de decirle a Eromes que dejara al animal morirse y que no arriesgara su vida. «Pero fue muy tarde, porque Eromes ya iba en descenso cuando yo me opuse. Eromes tiró la soga y al poco tiempo estuvo fuera cuando lo jalé con todo y a la oveja entre sus brazos, y me ordenó, con los ojos llenos de intriga y miedo, «Lleva a Pajitas al establo junto con las otras. Voy a regresar al agujero. No me sigas. No le digas a nadie, menos a Lulita. Prométeme que nunca dirás a Lulita a dónde es que voy. Hay algo aquí Balthazar. Algo terrible y negro que me llama. No sé qué es, pero es algo que me llama y no puedo apartarme de sus clemencias. Es oscuro Balthazar. Hay túneles como nunca antes vistos. Debo de irme porque el llamado es demasiado fuerte. Pero prométeme Balthazar que esto queda entre tú y yo. Regreso cuando pueda, no me busques.» Con lo dicho se desapareció entre el agujero, y los días que siguieron al descubrimiento de aquel agujero fueron de desconsuelo y desasosiego. «Durante el primer día de su desaparición, Lulita estuvo preocupada, pero no tanto, porque Eromes solía hacer este tipo de cosas. De desaparecerse y reaparecer en horas o días siguientes. Pero ella sabía muy dentro de su corazón que esta vez algo era distinto. Ella estaba preocupada y yo lo podía ver en sus ojos. «Y no imaginas las ganas ardientes que tuve de contarle a Lulita el destino de Eromes, pero no lograba decirlo, porque había prometido a Eromes con mi palabra, y la palabra de un Hombre Salvaje es irrompible, al menos que sea para traicionarse. Esa noche no dormí porque mi preocupación por tu abuelo desaparecido acrecentaba con cada segundo. Era ese sentimiento oscuro que rodeaba todo el evento. «Salí en la madrugada inquieto y fui a visitar a Pajitas al establo para ver cómo había seguido, y vi que se había tornado loca. Balbuceaba como queriendo hablar y sus ojos estaban enloquecidos. Las otras tres ovejas se alejaban lo más posible de ella. Traté de ayudarla pero fue imposible, estaba enloquecida y eso me llevó a preocupaciones superiores. Fui a estar en donde recordaba que estaba el agujero en la tierra, donde Eromes había decidido regresar en su expedición, y este seguía abierto, y de él se sentía esa negrura inmensa persistir con maldad. «Quise entrar e ir en busca de tu abuelo, pero no pude hacerlo, porque entre mi promesa era no seguirlo. No lo hice y pasó el segundo día de su desaparición y Lulita estaba inquieta y desesperada. Ese segundo día Pajitas estaba en el suelo, aun balbuceando, como queriendo manar palabras. Pero estaba sucumbiendo a la locura que la había acaparado y en el suelo moría lentamente. La mañana siguiente, eso es, el tercer día de la desaparición de tu abuelo, Pajitas amaneció muerta. Lulita estaba desbordando de preocupación, bombardeándome con preguntas acerca del destino de Eromes. «Ella sabía que yo tenía noción de su estar, pero por mi promesa, no pude decir más. Y ella me dijo que nunca más me hablaría de nuevo hasta yo le dijera lo que a ella le correspondía saber cómo esposa de Eromes. Hasta el día de hoy no le he dicho esto a ella, únicamente a ti Manchego. «Bueno, pues fue en ese tercer día que Eromes apareció. Era de noche y estábamos Lulita y yo en la estancia cuando entró de pronto, preocupado, sudando frío y mortalmente afligido. Nos dijo, «En sus manos dejo reposar este encargo y ruego a los dioses que lo sepan cuidar con el alma y la fuerza de los mundos. ¡Debo de irme! ¡Esto aún no ha finalizado! ¡No me aguarden! ¡No me sigan! ¡Sálvense!» «Eromes salió corriendo y yo traté de alcanzarlo, pero iba enloquecido con algún demonio, y perdí vista de su camino. Lo busqué por todas partes, sin encontrar rastro de su presencia, incluso a donde había estado el agujero, que ya no estaba presente aquel lugar en donde se había perdido entre la tierra. «Y pasó una semana terrible en la cual nadie supo nada de Eromes. Patrullas de soldados fueron enviadas por el Alguacil Félix, sin encontrar rastro alguno de su ser. Los rumores de su desaparición corrieron el pueblo con un gran zarpazo, ya que todos amaban a Eromes por lo que era y por lo que había significado para el pueblo San San-Tera. «Fue al séptimo día de su desaparición que lo vimos. Fue Juanito, el veterinario, quien vino afligidísimo a la estancia, llevando sobre sus hombros a un cuerpo, gritando, «¡Lulita! ¡Lulita! ¡Es Eromes! ¡¡Lo he encontrado!!» Lulita y yo llegamos de inmediato a la escena, donde Juanito llevó arrastrado por los hombros a Eromes a su cama, abatido. Su rostro estaba desfigurado, lleno de llagas y heridas secas, como si alguien lo hubiese torturado vez tras vez. «Su cuerpo era una masa inmóvil con huesos rotos y cortadas profundas, ya secas. Juanito entonces dijo, «Lo encontré en la calle, tirado a la orilla de la banqueta, como un pordiosero. Si no fuese por su llanto y su clamor por Lulita, nunca lo hubiese encontrado.» «Lulita entró en llanto e hizo lo posible por ayudar a Eromes, quien estaba al borde de la muerte. Y justo, antes de morir, le dijo a Lulita, «¡Me tienes que prometer que lo cuidarás bien! ¡Que le darás todo tu amor y lo educarás! ¡Cuídalo bien! … ¡Cuídalo bien! …¡Cuídalo bien! Que nadie lo encuentre. ¡Nadie! ¡Me oyes! ¡Me lo tienes que prometer Lula!» Lulita lo prometió, y justo, en ese instante, se hizo presente en la casa un fenómeno que nunca antes habíamos presenciado. La luz se hizo opaca y un peso terrible reposó sobre el techo. El ambiente se puso sombrío y una terrible presencia se hizo manifiesta. Eromes empezó a perder el control, sus ojos enloquecidos, su boca balbuceando palabras incomprensibles. Lulita y yo estábamos tomados por pánico, y en poco, aquella sombra se desapareció, y Eromes murió. Lulita lloraba con tal fuerza que el pueblo entero se enteró de su llanto. Y esa fue la primera vez se hizo manifiesta aquel miasma, algo que tú ya conoces ahora.» Manchego sabía parte de esta historia, porque Lulita le había contado algo al respecto. Lo nuevo para Manchego era la mención de este encargo que dejó reposar Eromes en manos de Lulita, cosa que le intrigaba mucho, porque era obvio que Balthazar sabía que es lo que era este encargo, porque él estuvo ahí, y seguramente omitió esa información por alguna razón. ¿Sería porque no quería decirlo a nadie, nunca, o porque no quería que él lo supiera? Lo que no advertía Balthazar era que Manchego sabía muy bien que es lo que había entre ese agujero, porque habiendo leído su libro rojo se había enterado de los túneles y lo que había visto su abuelo entre ellos. Manchego entonces ató cabos, «Es por esos recuerdos que Lulita cayó cuando ese miasma se hizo manifiesto la segunda vez. Porque trajo estas memorias tan horrendas a Lulita.» Balthazar respondió satisfecho por la lógica de Manchego, «Así es. Es por estas memorias que Lulita sufrió tanto ese día. Ahora ya sabes todo lo que circunda la muerte de Eromes. Al menos, todo lo que yo y seguramente Lulita sabe. Creo que es tu derecho saberlo y mi deber decirlo.» Manchego ponderó y habló su mente, «¿Pero por qué y quiénes lo habrán torturado? ¿Y de qué o quién estaba huyendo Eromes?» «Esas son preguntas que yo me he hecho estos trece años que han pasado desde el suceso, y sin respuestas he seguido adelante Manchego.», respondió Balthazar, «Nadie lo sabe. Solo Eromes supo y nunca pudo decirlo ya que la muerte lo acaparó tan de pronto, pero por lo visto era algo de terrible faz. Lo llevó a su muerte. Y quien lo habrá torturado, tampoco sabemos. Aunque podemos asumir que es el mismo agente que lo llevó a su muerte y del cual estaba huyendo. De saber más te lo hubiese ya dicho. De saber quién fue ya lo hubiera vengado. De saber por qué ya hubiéramos resuelto el enigma. Pero son tales las cuestiones y las dudas que en todos reposan sin respuesta.» Manchego se sintió terriblemente incomodo de no saber más. Deseaba con todo su fervor existencial saber más. Había algo entre todo esto que no lo dejaba estar en paz. Algo. Algo entre todo esto que no cuadraba exactamente. ¿Qué era eso que lo llamaba tanto de todo este enigma? Sujetó con firmeza el Nuez de Teitú y algo entre su ser o sus memorias le hizo saber que podría buscar respuestas con la vieja de Ramancia, porque ella había estado hablando con alguien o algo que la estaba abatiendo. Ella quizá sabia más de esta sombra que Lulita, Balthazar, y él mismo juntos. Algo en él, memorias. Memorias cuales no recordaba, que tan solo sugestivas eran. Pero en vista de tan pobres lazos entre los sucesos era necesario recurrir a tales medios, y quizá, sería la perfecta solución. Balthazar se despidió esa tarde, clamando tener que ir a su tienda, El Pastorcito Feliz, a atenderla por las últimas horas del día. Manchego permaneció sentado, observando el ocaso. Tuvo entre su contemplación a la Ceiba del Mamantal que no estaba tan lejos del Observador y estuvo curioso de cómo habría sido aquel día cuando Pajitas se fue entre el agujero. Un escalofrío corrió por su espalda y un chiflón se hizo presente. Entre su mano sujetaba el Nuez de Teitú firmemente por alguna razón. El sol ya estaba cayendo y decidió mejor regresar a la estancia. Rufus ladró un par de veces hacia aquel sitio cerca de la Ceiba del Mamantal, Manchego volteando a ver a encontrar únicamente fuertes vientos sacudiendo las ramas de los árboles. Se encaminó a casa con un pródromo desagradable y un sabor a malignidad. ¿Quizá algo estaba por suceder? Algo terrible. Pero no supo ponerle un dedo a esta maliciosa interpretación. En la estancia Lulita lo atendió con cariño y preparó su cena, y tuvieron una noche radiante con una plática larga de los tiempos tan graves que el pueblo estaba sufriendo. El chiflón nunca dejo de soplar. XI Diábolo Esa noche que el viento no cesó de soplar su chiflón, Manchego se vio delirando en un sueño de malos agravios. Su mente atornillaba segmentos de su mente, estos segmentos siendo ajenos a la percepción de la consciencia, almacenados, por arte de hechicería, en un recoveco recóndito y remoto de su mente, totalmente ajeno a su manipular. El lento atornillar de estas memorias, sin que él se fuese dando cuenta, llevaba meses de estar sucediendo. Incluso, desde el día que fueron almacenadas como memorias, eso es, almacenadas en ese sitio inalcanzable por hechicerías, y Manchego, exento a estas memorias como propias por arte de la magia, no percataba que lentamente fueron infundiéndose entre su ser las mismas, cuales gota por gota, a la velocidad deseada por el creador del hechizo, se salificaban cada vez más y más en aquello que su creador intencionaba. El atornillado de las memorias fue lento y perezoso, y tardó una suma de minutos y horas, y días, pero claro, todo tiempo es relativo entre el sueño, donde segundos pueden hacerse pasar por años, y años por segundos, o entrelazarse segundos entre años, minutos en horas, y quizá, meses en semanas. Porque las horas, días, y años sueño no son exactamente lo que suponen en un mundo tangible y real, son, por toda noción, aceleraciones indeterminadas de la dimensión de tiempo, que incluso, pueden saltar de tiempo en tiempo, sin afectar realmente sustancias o materia, cosa que si sucedería en la vida real, porque el tiempo, está ligado intrínsecamente al pasado, inevitablemente del presente, y lastimosamente, o quizá para algunos afortunadamente, al futuro, por lo que todo aquello que vino, algún día se supuso que vendría, y cuando vino, se dijo que estaba llegando. Y lentamente el atornillado de las memorias subconscientes al consciente se fue dando en el transcurso de la noche, a modo que las memorias conscientes de Manchego yacían en un gran cubo encubierto por todo tipo de memorias inconscientes dispuestas en una maraña resistente e invasora, que en momentos inoportunos invadían el gran cubo de memorias conscientes, haciéndose palpables al ojo de la mente. Pero en el caso de las memorias aisladas por un hechizo, estas no estaban como parte de esa maraña de memorias subconscientes que rodean al cubo de memorias conscientes. Más bien, es como una placa, una tabla, un fragmento separado, con fines deseables de prevenir que súbitamente las memorias en maraña, las subconscientes, invadiesen el cubo de memorias conscientes, y memorara aquel momento que el hacedor del hechizo deseaba evitar en la mente de Manchego. Por lo tanto, esta placa, esta separación de la memoria subconsciente de aquellas en la maraña, permitía al creador del hechizo gobernar en qué modo y cuándo, cómo y de cuanto en cuanto aquellas memorias que deseaba apartar serían sometidas al cubo de las memorias conscientes, sujetas al ojo de la mente. Y esto, Manchego lo sabía, subconscientemente, que había una memoria propia que le era privada, y quizá, por fin, hoy por la noche, esta sería liberada de su separación por un hechizo a ser fundida con aquellas memorias frescas entre el cubo céntrico de memorias visibles en el ojo de la mente. Cuando, luego de comer una rebanada de pan fresco y beber un vaso de limonada, Manchego se encaminó a su alcoba en donde se desprendió de sus vestimentas, colocando a un lado, y con sumo cuidado, el chaleco de lama heredado por su abuelo, Eromes, el gran y famoso Finquero a quien aspiraba como héroe. Su camisón lo lanzó al suelo luego de colarlo por su cuerpo escuálido y por sus brazos como dos largas estacas; su pantalón lo dejó caer luego de soltar el apoyo del cincho de cuero, y habiéndosele olvidado quitar los botines antes que el pantalón, se sentó sobre la cama para desamarrar las cuerdas y soltarlas del apretón sobre sus pies. Al sacar los botines sus pies estaban ardientes y pulsando hinchados por un día largo y pesado de labores en los campos. En la tarde Balthazar lo hizo cargar un sinnúmero de sacos llenos de granos como parte de su entrenamiento físico, asegurándole sin duda, que si no obtenía un entrenamiento físico por guerra, como los Hombres Salvajes si lo obtienen por Madre, al menos obtendría un entrenamiento similar al de campamentos militares, más ahora que ya estaba aguantando el doble de trabajo, además que su cuerpo estaba cobrando forma de atlético. Pero por más pintorescas palabras pudiesen ser estas, Manchego aún se sentía tan escuálido como siempre y tan grande como nunca, pese a que Luchy le aseguraba que estaba echando cuerpo. Bueno, pues ni modo, ¡flaco nacido flaco por siempre! Vistió sus pijamas de lana de oveja sobre su piel y en pronto estuvo relajado sobre la cama. Pensaba en tantas cosas al mismo tiempo que realmente no tenía forma de enfocar un pensamiento a la vez, por lo cual, como madre de pollitos, intentaba darle atención a cada memoria y a cada pensamiento, aunque la tarea era sumamente dificultosa, por lo cual, se mantuvo despierto más del tiempo requerido y deseado. Pensaba en los eventos tan recientes que acaparaban su destino, entre estos, el asalto de la sombra inmunda, las revelaciones dadas por Lulita y Balthazar, que extrañamente se dieron en un día similar y con historias similares, como si por alguna razón se pusieron de acuerdo en darle tal información a Manchego, cosa que no le parecería nada raro, ya que Lulita y Balthazar estaban empezando a llevarse bien, y no por arte de alguna brujería, si no meramente porque ambos estaban solos en un mundo que ambos extrañaban, por un mundo que ambos deseaban crear, de luto aun por alguien quienes ambos amaron, siempre sin duda el amor de Lulita por aquel difunto miles de veces más intenso. Pensaba en la violencia que vivió en el pueblo aquella vez. Se recordaba perfectamente la súbita potencialización de Sureña, en como cobró fuego, y que como una mecha galopando sobre keroseno su rabia explotó sobre la faz del capitán y sus soldados, culminando en la muerte de algunos, incluso, según cuentan, la muerte de Findus, Hogue, y Mowriz, aunque esto aún no es comprobado, pero las lenguas hablan más que las orejas, y las orejas escuchan menos que las lenguas, he de ahí que en el pueblo surgen las malas lenguas y los pobres oídos, que transmiten el mensaje con saña y con perversidad, buscando no una adecuada transmisión de información, si no meramente la gana de poseer algún chisme con tal de tenerlo para poder contarlo, y mejor si se cuenta con chile y con pimienta, que un chisme sin salsa no es chisme, si no meramente una noticia. Sus pensamientos divagaron a Ramancia. Algo en la vieja bruja causaba en su ser un desasosiego impresionante. Y no era algo nuevo. Este desconforme era algo de días y semanas. Algo que sentía por esta vieja que no sabía que era exactamente. Podría ser una noción falsa que Ramancia estaba en deterioro, pero no, no lo podría ser. Porque no solo era Ramancia quien se estaba quejando, como para pensar que la vieja quería atención. No, porque al entrar a la tienda de Ramancia se sintió la presencia de esa cosa negra, y se hicieron evidentes voces por detrás de la puerta, una de ellas claramente la de Ramancia, y la otra, ¿quién podría saberlo de quién habrá sido? Podría ser un demonio, un padre, un abusador, el hijo malhechor, el hijo retrasado mental que aún vive en casa, el esposo malicioso que la busca abatir, o quizá, simplemente era Ramancia forjando una doble voz para hacer creer a aquellos en la tienda que tenía problemas. Y la sombra, era simplemente ella, forjando un hechizo, y todo con fines de hacer creer a sus clientes que estaba sometida a graves problemas económicos, sociales, intelectuales, y serviciales, por lo cual necesitaba de la ayuda de ellos, proporcionada quizá con una pequeña donación de dinero, o mejor más sencillo, con que se llevaran una poción de las que cuestan un poco caro. ¿Pero cómo entonces podría explicar esto la cara decrepita de Ramancia, su estado tan agotado, su mirada tan angustiada y llena de pavor? Porque ya ni siquiera era temor, ni miedo, ni un susto grave, esto había culminado en sus ojos y en su alma como pavor. Un pavor fuera de la escala que logre medir pavores, fuera de la concepción de algo normal de pavor y miedo, un rostro con facciones que se adquieren únicamente con un grave asalto de inmundo, desolado, y maloliente pavor. Y esto tampoco explicaba aquella frase que le dijo, aquel poema que aún ni siquiera había intentado descifrar: Los que siembran con lágrimas Las semillas entre negra lumbre, Entre ocaso ennegrecido La tiniebla sobre alumbre; Todo un mar ensombrecido, Convoca de la tierra a Thórlimás. De la Tierra de Tutonticám, Olvidada la remota y bella Teitú, Se encamina fuerte sobre el velo Sobre barcos blancos de bambú, Navegando sobre morado el cielo, Un Guerrero de los Naevas Aedán. Tiempos del Caos lo pasaron, Sobre la Guerra de un Lamento, y Entre sus pilares tan fuertes, Donde brillaba su aposento, Días vivieron en paz inerte, Lugar que resta destrozado. Canta la vieja Lírica del Viento, que El que carga el saco de Semilla, Pesado y lúgubre sobre su hombro, Pronto brillará con luz y alegría, y Desvanecerá su noche del escombro, Y nunca por volver su descontento. Quizá lo único interesante de sus versos era la mención de una Nuez de Teitú, una de las cuales él poseía, y justo, ahí, durante el día entre el bolsillo de su pantalón, y ahora que en cama está, justo por debajo de su almohada en donde no le pierde la vista ni el tacto persiste, consagrada por la misma Ramancia. Los demás versos sonaban alienígenas y caóticos, un tanto deprimentes, y aunque rimaban entre sí, simplemente no eran el tipo de mensaje que se da cuando uno quiere dar un mensaje claro y conciso. Porque muy fácilmente le pudo haber dado un papelito con el mensaje escrito en palabras muy simples, quizá un tanto codificadas para hacer el mensaje corto, o un poco más complejas si tana es la gana de hacer acertijos. O quizá, pudo haberle dicho todo en un secreto susurrado con mucha cautela. Pero no. Por alguna razón Ramancia había recurrido a hacer una especia de contacto mental, que sin duda lo era, porque si no lo fuese, ¿con qué otro método va a inculcarle tales cosas en su mente? Quizá estaba vista en tales peligros que era la única forma de transmitir este mensaje. Pero no, no lo era, porque muy bien podía hablar. Entonces, ¿porque no habló? ¿Sería por Luchy? Porque Luchy estaba ahí. A lo mejor y esa era la única explicación, y dado a que solo a él le podía transmitir este mensaje, mejor si se lo daba por vía mental para que Luchy nunca tuviese acceso a él, salvo que Manchego le contase. Pero Manchego no lo contaba, a nadie, ni nunca lo haría. Porque sospechaba cabalmente lo que estaba concluyendo, que Ramancia había escogido dárselo de emergencia, en ese preciso instante, porque se miraba en peligro, y de estar Luchy presente no podía arriesgar a que ella escuchara, y tuvo que darlo inmediatamente por una razón, y esa, quizá, era porque presentía como si fuese la última vez que se mirarían, al menos, en paz y cara a cara. Un rayo de razón cruzó por su mente, porque a lo mejor y había acertado en las razones por las cuales Ramancia se había comportado tan rara, y quizá, era por esta razón que sospechaba de Ramancia como alguien en peligro y se preocupaba por ella. Porque salvo a esto, no habría otra explicación de porqué preocuparse por Ramancia. Porque claro está que no son ni amigos, ni mucho menos primos o hermanos. Algo en el tono, en el rostro, en su forma de dar el mensaje, en su semblante, daba a luz que algo estaba por venir. Y de hecho, dijo algo similar a ‹Ya vienen! Ya vienen!›. ¿¡Quiénes vienen y porqué!? Miles de posibilidades se hicieron manifiestas a posibles cosas que podrían venir que asusten a Ramancia, tal como una plaga de abejas, o de grillos, o de libélulas. O quizá un terrible ejercito marchando, pero esto era improbable, porque el Imperio Mandrágora no solo ya estuviese notificado de algún ejercito estar marchando entre sus tierras, sino con esto ya sabido ya hubiesen enviado sus fuerzas hacia el campo a luchar esta batalla. ¿O es acaso que se hablaba de algún otro tipo de batalla? ¿Qué más podría venir que preocupase a Ramancia? ¿Quizás un grave diluvio con una tormenta pulsátil que abatiera con las tierras y toda estructura creada por los humanos? ¿O quizás algún tipo de peste que barra con la salud del pueblo y arrastre a sus pueblerinos a los escombros? Tantas posibilidades se manifestaron que pronto su mente empezó a divagar en asuntos triviales. Pero cierto fue el hecho que algo en el modo de Ramancia le preocupaba de sobremanera, y cierto es, que algo en el mensaje que le dio en su tienda la última vez que se vieron que algo estaba codificado en él, y a lo mejor, de suma importancia, porque estaba construido con palabras en clave, más obvio no podría ser que había que descifrarlo, pero ese no era el problema, más era que no sabía cómo hacerlo, y la única pista que tenía en mente era la de un Nuez de Teitú, que, casualmente, él también poseía una, y otorgada por la misma Ramancia, cosa alarmante, porque recordó en ese instante que Ramancia lo había amenazado con los ojos con tal de que se lo llevara, y bien recordaba que dijo que tenía propiedades enrarecidas, algo de sembrarlo bajo tierra y que sirve en momentos de soledad. Pero cierto es que no era una casualidad que Ramancia le habría vendido forzosamente la Nuez de Teitú y haberle dado el mensaje entre el cual se contiene la combinación de palabras: Nuez de Teitú. ¡Y siendo ausente de la casualidad era entonces algo totalmente deliberado y planificado! ¡Ramancia ha estado planificando algo ciertamente! ¿¡Pero porqué!? ¿¡Con qué razones!? ¿¡Para qué!? ¿¡Qué parte juega Manchego de todo este merengue que se trae Ramancia desde tiempos atrás!? ¿¡Y porqué en pistas y secretos!? ¿¡Por qué no solo llegar con él y decirle, cara a cara, mira te voy a dar esto porque necesito esto!? Y la única razón que lograba pensar Manchego por lo cual esto no era cierto era porque Ramancia no quería que Manchego supiera de inmediato de su rol en algún plan, si plan es que lo hay. Quería, a lo mejor, que fuera, precisamente, algo goteado, sutil, algo que tuviera que descifrarse con el paso del tiempo y no algo de inmediato, porque a lo mejor, y su participación aun no era requerida, si no meramente su parcial participación, eso es, que estuviese enterado por medios subconscientes, pero no totales, no directos, porque quizás, por ser directo, podría preocupar a Manchego, incluso hacer que se divulgara el secreto. Claro estaba que deseaba esconder algo de Manchego, pero no en su totalidad, porque por algo le estaba dando estas pautas. ¿Pero esconderlo por qué? ¿Y por qué a él? ¿Por qué decírselo a él? ¿Qué propiedades en él lo hacían sujeto a recibir tales cosas? ¿Por qué sería él el elegido de llevar un secreto y no alguien más? Claro estaba que Ramancia estaba entonces involucrada en algo, y lo más probable, en algo de aspecto sombrío, porque tal era el propio en aquella vez que la vio en su tienda, y claro está que divulgar secretos de ese modo y con esa magnitud de emergencia solo pueden deberse a secretos de mal agüero. Necesitaba respuestas, necesitaba resolver este misterio. Dormir en paz estos días sería imposible por esta inquietud palpitante. Necesitaba ver a Ramancia y contarle sus conclusiones, y quizás, por astuto, lograría sacarle el descifrar de sus versos tan codificados. ¿Quizás esto es lo que ella deseaba a fin de cuentas, provocar en Manchego la curiosidad suficiente como para hacerlo vencer el umbral de miedo que le tiene a la vieja bruja y hacerlo ir hacia ella, a su casa, y ahí, quizá darle alguna otra pista a todo este merengue, o viéndolo con pesimismo, llevarlo a una trampa y emboscarlo con mil soldados enmascarados? Aunque poco probable. Nunca podría levitarse la sospecha de que sean ciertas las suposiciones negativas, y tampoco se puede ser tan optimista que los eventos serán del todo a su favor, a fin de cuentas, cómo va el viejo dicho, los optimistas proclaman vivir en el mejor de los mundos, mientras los pesimistas temen que esto sea cierto. No se puede evitar que la vieja de Ramancia es una bruja, y según el rumor pesado, de las Artes Negras. ¡Uno nunca puede ser demasiado precavido! Y como su abuela a veces dice, ¡hombre precavido vale por dos! Se revolcó en su cama una y otra vez. Abrió sus ojos, no, no los abrió, ya estaban abiertos. La noche estaba tan oscura que era imposible decir si parpadeaba o no. Quizás se había quedado ciego por tanto pensar? Pero no podría serlo porque otras veces había pensado una cantidad similar, y quizás hasta más, y no había perdido la vista. Pero en la ventana un luzaso del cielo se hizo evidente en el contraste de los murales pintados en el cielo con mantas grises de nubes en pésame, y supo, que no estaba ciego, y que de hecho, sus ojos estaban abiertos, contemplando el menester de los cielos. Y no solo abiertos. Estaba sumamente alerta y muy nervioso. Algo le estaba provocando intranquilidad, aunque no lograba ponerle un dedo exactamente a que era esta lobreguez, aunque cierto, muy incómodo sentíase, en parte por la incertidumbre de los eventos pasados y aquellos que estaban por venir, y por otra parte, por esa poca habilidad de expresar que es lo que lo desacomoda en este momento. Se movió entre las sabanas de nuevo y recostó su cabeza contra la almohada, y antes de decidir pasar al sueño palpó la Nuez de Teitú por debajo de su almohada que aún estaba ahí. Se tranquilizó un poco al apretarla, aunque no completamente, aun con esa incertidumbre que no lo dejaba tranquilo. Algo le provocaba esta cosa pegajosa de no saber qué de qué, y eso no era normal en Manchego. Más es, nunca había sentido ansiedad e incertidumbre en una noche, por más oscura que esta fuese. ¿Quizás eran estos pensamientos de Ramancia y la sombra que lo tienen inquieto? , si, a lo mejor y eso era. No quedaba más remedio que ir a casa de Ramancia mañana cuando el sol estuviese en su pico y los peligros de la noche ya reprimidos. Y sabiendo esto tomó la nefasta e imprudente decisión de dormirse, pasando su estado de consciencia cada vez más y más profunda en la escala de conciencias: Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno… Uno… uno… uno… … … Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano. Fuego. Un anillo de fuego lo rodeaba. Fuegos que no lengüetean al cielo, ni fuegos que alzan sus bramidos con pétalos ardientes y punzantes hojas de chichicaste, ni fuegos de calderas, ni fuegos de fraguas, ni ácidos que rugen por descomponer materia orgánica. No, este era un anillo básico de brasas alrededor de su cuerpo yacido en el suelo, tendido, ensimismado, quizá delirando, quizá soñando buenas cosas, ¿quién podría decir? Él seguramente no podría decir. Aún estaba en este estado de sueño en donde no se identifica como propio el mismo. El anillo de brasas brillaba con ojos secretos y con palabras inaudibles, pero entre su calor hizo lo posible por mantener a Manchego protegido contra las fuerzas del mal. Fue rápido que se despertó. Es más. Ni cuenta se dio que ya estaba despierto, porque súbitamente estaba de pie, observando el anillo de brasas que lo rodeaba. Al escrutinio el anillo se componía de pequeños carboncillos iluminando a irregulares pasos e irregulares tonos. Emanaba un débil calor como lo hacen las brasas, y como tales, debe de tenerse sumo cuidado porque las brasas engañan por el calor que poseen por dentro y al tocar alguna de ellas, no tarda en brotar la ampolla en la piel. Por lo tanto, sumo cuidado tuvo de evitar contacto con aquellas brasas. No supo exactamente porqué estaba situado al medio de ese anillo de brasas, y aun confuso, prefirió permanecer inmóvil hasta que un plan de acción le fuese claro, porque ser de lo contrario, podría alterar el sistema que gobierna en este ambiente inusual y quizá alertar a seres indeseados de su presencia. Por largos minutos, segundos, o meses, permaneció inmóvil, observando, con cautela intentando descifrar qué era exactamente qué es lo que estaba viendo. Porque alrededor del anillo de brasas lo visible era poco: no más que el suelo de color gris claro, cuyos límites se perdían en la bruma del panorama, como si neblina hubiese al fondo del sitio en donde estaba situado. No había más por verse. No habían árboles. Ni monte, ni grama. No habían montañas, y para su sorprender, no había ni viento alguno. No estaba seguro si respiraba o no, pero de seguro y lo estaba haciendo porque estar sin respirar un largo tiempo sería imposible, y de serlo cierto estaría muerto. Aun el enigma de qué hacer estaba irresuelto, porque no había plan aun si no había con que planificarlo. Prefirió entonces sentarse sobre sus pompas y dejar que el tiempo pasase, fueran segundos o meses, y así, quizás, dilucidar si había algún plan de acción por tomar. Al estar sentado sobre sus pompas, se dio cuenta que realmente había muy poco por hacer más que tratar de pensar. Pero por más que estuviese haciendo el esfuerzo para lograrlo, no lograba forjar los pensamientos e imágenes que deben de surgir cuando uno piensa. Es más. Veces pasadas entre sesiones de pensar nunca había tenido el problema de si quiere o no pensar, simplemente el hecho de querer o no querer pensar ya era un pensamiento. Pero en este momento no estaba surtiendo efecto el tratar de pensar en qué quería pensar como motor inicial para que brotara el pensamiento. Simplemente no pasaba nada. Y eso le preocupaba. Pero no sabía exactamente cuánto le preocupaba porque no lograba pensar cuanto era lo que le preocupaba, solo sabía, que debería de estar preocupado, sin estarlo realmente. Cosa rara porque se sentía como cuando ha tenido la nariz tapada por alguna gripe y come galletas o pastel y no siente el sabor, pero puede llegar a creer sentirlo, incluso llegar a engañarse lo suficiente para hacer certero el sabor, no porque lo siente, sino porque recuerda a que es lo que sabe. Exactamente esto le pasaba con los pensamientos que no brotaban espontáneamente, como si estuviese desprovisto de una mente, y como un asno, o un retrasado mental, estuviese simplemente contemplando al mundo sin alguna posibilidad de reflexionarlo. Decidió mejor ponerse en pie, porque de pie, quizás su cabeza más en lo alto, tuviese alguna mejor posibilidad de pensar y fluir sus pensamientos. Pero no fue así lo cierto, simplemente observaba aquel anillo de brasas rodearlo, como protegiéndolo, y el suelo gris claro que lo rodeaba extensamente sin alguna imperfección. Escuchó el robusto ruido de hojas moviéndose al unísono, como provenientes de algún árbol, o algún rastrillo que limpiaba jardines. Escuchó ese ruido justo al lado de su oreja, como si algún ente estuviese maniobrando las hojas con una mano y meneándolas como chinchín a modo de llamarle su atención. Volteó a ver. Nada por verse. El ruido se produjo en su otra oreja, incluso más cercano, volteó a ver. Nada por verse. Fue quizás producto de su imaginación, pero cosa rara, porque en su imaginación no había nada. No podía imaginar nada, y si imaginar proviene de crear imágenes mentales, estas seguramente no brotaban. Su mente estaba vacía, e incluso, lograba ver el agujero en donde su mente debió de ver estado. Se trataba de un espacio cúbico lleno de ausencia de ese algo, esa esencia que denomina su esencia. El anillo de brasas aun soltaba su fulgor silente. Pero sin saber ni porqué ni cómo empezó a moverse. No hubo revulsión ni quejas en su mente, porque esta estaba ausente. Nadie hizo un comentario al respecto, porque no había alguien por verse. Simple y sencillamente dio el paso, sus botines cayendo suavemente sobre el suelo gris, que extrañamente, era duro y liso, contrario total al círculo de tierra blanda que estaba rodeado por el anillo de brasas en donde había estado reposando por una cantidad indefinida de tiempo. Volteó a ver a ese círculo de tierra en donde estaba y justo ahí, en donde él había estado, un objeto de poca importancia y de indefinida existencia flotaba justo sobre su cabeza. Curioso, porque nunca se le ocurrió ver hacia arriba, cosa que incluso ahora, parecía novedoso, porque no se le ocurría aun como podría haberse interesado ver hacia arriba. Solo estaba contemplando a esa masa de indefinida existencia flotar justo sobre donde su cabeza había estado por un periodo indefinido de tiempo. La tierra era negra y fértil, como si mucho pudiese brotar y ser sembrado en esas tierras de buena fortuna. No sabía cómo, pero sabía, muy dentro de sí, que esa tierra era de buena fortuna, fértil, y viable bajo muchos sentidos e indefinidas percepciones. Algo le llamó mucho la atención, algo que no lograba pensar ni conceptualizar, pero que lo hizo voltear a ver hacia abajo, al suelo gris, ya que esta cosa, este suelo, pulsaba débilmente a un ritmo controlado, pulsando con vida, pulsando con movimiento que no se observaba en el suelo gris, si no meramente se siente, quizá por onda de sonido transmitida por lo sólido del suelo, o porque el suelo mismo estaba vivo y compuesto de vida. Curioso le pareció que el suelo no era una unidad de gris, sino más bien, azulejos de suelo gris dispuesto en cuadritos de no más de una palma de área. El suelo pulsaba uniformemente por lo que debía de ser un organismo en su totalidad, o los cuadritos del suelo comunicados por algún método totalmente inconcebible. Caminó por no más de cinco metros, dejando atrás al anillo de brasas, curioso de encontrarse en este sitio tan especial, en donde, no se sentía raro ni fuera de lugar, sino más bien, se sentía, por toda noción perceptible, en casa. Topó de repente contra algo sólido e inamovible y vio su reflejo en esta pared traslúcida. Trató de ver más allá de la pared traslúcida pero nada era visible más que su reflejo con la mirada curiosa. Se vio por largo tiempo, tratando de comprender quien es ese ser del reflejo, pero no lograba pensar. No sabía quién es. Solo sabía que es algo que vive y que está sujeto a un sitio que no comprende en su totalidad, aunque, siente cierto parentesco a este sitio curioso. Caminó en dirección opuesta a la pared traslúcida, pasando pronto por el anillo de brasas, que aún ardía como lo hizo desde su introducción a este sitio, con la tierra de buena fortuna intacta, y la dejó atrás, cinco metros, y volvió a toparse con una pared traslúcida donde miraba su reflejo. Pegó su espalda contra la pared traslúcida, un poco extrañado, no comprendiendo de qué trataba el asunto. Caminó hacia la izquierda, y llegó a toparse contra una esquina en donde se unían dos paredes traslucidas en un ángulo cuadrado perfecto. Caminó a la derecha y volvió a toparse con una pared traslúcida, que formaba un ángulo cuadrado con la otra pared traslúcida. Un concepto surgió al sabor de su existencia. El sabor de un cubo. Le pareció extraño estar dentro de un cubo pero no del todo improbable. Caminó mejor hacia el sitio en donde se sentía cómodo y seguro, a ese sitio de tierra fértil y de buena fortuna rodeado por un anillo de brasas. Estando dentro se recostó, haciéndose un colocho para caber su cuerpo entero entre el anillo de brasas y ver boca arriba al techo del asunto en donde estaba encajonado. Vio al objeto de masa cuya existencia seguía indefinida flotar justo sobre donde su cabeza debería de estar en caso de él estar parado. La masa flotaba brillante, como un pequeño sol intangible, y de su faz emanaba un ruido agudo y persistente, como el de una abeja volando, únicamente que este ruido era emanado como el que forja un diamante que se ilumina en una caverna, o un cristal, o un triángulo fino de metal que se pega contra otro metal y suena con abundante resonancia. Instintivamente, a modo que la mosca se atrae por la luz, estiró su mano intentando tocar la masa de existencia indefinida y poseerla para siempre entre sus brazos. Se puso en pie y contemplando esa masa de cerca se dio cuenta que no era algo con masa, sino más bien, una especie de anillo dispuesto en forma de halo flotando sin masa alguna, pero de luz intrínseca propia y esencialmente y únicamente de esa cosa sin masa que brilla. Puso entonces su cabeza justo por debajo de aquel halo, como si fuese destinado a hacerlo sin saberlo realmente, y justo en ese instante hubo un desfase temporal y metafísico inconcebible. Franjas de tiempo colisionaron. Hubo un temblor en el suelo y abrió los ojos. … Estaba corriendo. Quizás huyendo de alguien, o algunos. O quizás de sí mismo. Estaba viviendo una memoria, y lo supo ser cierto, porque la podía conceptualizar y analizar como algo ya pasado, y no vivirla con el presente. Más aún, se recordaba de haberla vivido. Estaba huyendo de Findus, Mowriz, y Hogue. Volteaba a ver hacia atrás, y detallaba a Findus como una sombra negra que intercambiaba entre esa sombra insustancial que llena el vacío en forma de cuerpo corriendo, y entre el cuerpo real materializado en la imagen de Findus. Extrañamente el rostro de Findus era un tanto diferente de lo que recordaba. A veces su rostro era el del molestón y el simpático, corriendo hacia Manchego sin aquel odio que portaba Mowriz en su rostro. A veces su rostro era uno de odio inmune a simpatía y clemencia, desgarrada su piel, moribundo y sufriente, juramentando venganza en cada segundo de su pulsátil existencia en la memoria. La memoria involuntariamente aceleró el paso y se vio cruzando una y otra vez las calles, no sintiendo exactamente el sufrimiento de la huida, aquel precio acentuado con ardor en las piernas, sino meramente aceptaba que ardía por noción de haberlo vivido. Y agitado se vio en una calle reconocible y supo que algo estaba por venir, pero no supo el motivo inmediatamente. La memoria lo condujo hacia la casa de Ramancia en donde súbitamente hizo una pausa la memoria. El cielo, las nubes, el viento, su respiración, todo estaba estático y pendiente del cambio. Manchego lograba percibir el mundo entero y a sus persecutores, y sin verlos directamente, sabía que Findus estaba a una distancia corta de capturarlo, mientras Mowriz estaría por detrás de Findus, y Hogue siguiéndolo. La casa de Ramancia estaba intacta, eso es, como siempre lo había estado en el pasado, y no como ahora que restaba desgastada y como fuera de servicio y sin atención. Observó la puerta pero supo que ese no era el detalle que tuvo que captar. Era la sombra. Justo al lado de la casa de Ramancia una pared de madera, hecha de tablas verticales, detallaba un agujero por donde podría pasar un perro o un gato justo a nivel del suelo, y esa era la respuesta de su inquietud. La memoria volvió a moverse con velocidad y sin pensarlo, sin saberlo, se introdujo entre el agujero y todo se tornó negro y oscurecido. Hubo un silencio profundo. Luz no era perceptible bajo ningún punto de vista conceptual. Se sentía flotante, como ausente. Algo en su mente se esclarecía como una bomba de tiempo, y supo que debía de esperar para sentir algo. Y esperó. Por largo tiempo quizás, no supo decir. No supo decir si estaba con ojos abiertos, cerrados, o con mentalidad abierta o cerrada. Bastaba, y por el momento, reconocer que eso era cierto. La bomba de tiempo de su mente en influjo de memorias fue llegando al punto de partida, y con una detonación silente se manifestó, y al inicio y del epicentro, una bola teutónica de blancas y castas luces, que pronto se fue expandiendo como esa onda de viento que se esparce con ardua violencia, y justo de esa manera, casi dejándolo atrás y batiendo su mente como lo haría la onda expansiva a un árbol y a palmeras, se quedó atónito y embriagado por el influjo violento de la instauración de memorias. Luz se hizo visible por diminutos poros, lentamente pasando a ser una imagen esclarecida de la memoria como tal. Estaba recostado, contra la pared, entre la oscuridad, observando y escuchando a través del agujero de la pared de tablas de madera en donde Findus, por algún arte de hechizo, había perdido cuenta de la posición de Manchego, y junto con Mowriz y Hogue, salieron corriendo en otra dirección. Manchego se quedó a solas, sintiéndose raro, porque no recordaba de esta memoria, pero al parecer, le era propia y ya la había presenciado previamente. Algo le llamaba con suavidad y caminó por largo tiempo entre un pasillo sombreado donde la visibilidad era escasa. Pero no tuvo necesidad de saber que había, porque ya lo sabía. Ya conceptualizaba esa puerta que por acto de su imaginación se haría presente. Y en cuestión de segundos estuvo sosteniendo el manubrio de la puerta que abrió, por cuya apertura se introdujo y cerró a su espalda. Claro estaba que se encontraba dentro de una casa, pero toda la imagen era borrosa y difusa, donde se delimitaba el pasillo por donde sabía que debía de avanzar, y peculiarmente, una imagen era visible claramente, y era la de una pintura, donde miraba a un ser maligno, perfecto, bello y malo, sosteniendo por el cuello a un ángel vencido. Le llamó la atención el cuadro, y no por pintoresco, sino más bien, por la sepultura de un ángel tan bello que sería arrojado a los escombros de un abismo color verde enmohecido con las malicias de algún infierno, por cuya luz se delimitaban brazos y rostros emergentes de los muertos queriendo llevarse consigo al ángel divino y abatirlo a golpes y mordidas. Pero eso no era lo importante en ese momento, por lo cual, siguió, ignorando el todo su alrededor, porque eso no era lo que la memoria deseaba mostrarle. De igual modo, todo mueble, toda silla, toda ventana, era borrosa y opaca, sin importancia. A través de los pasillos se movió sin cautela y sin reproche, porque era algo del pasado, algo que ya había conquistado, porque era su memoria que por fin se había revelado a su mente consciente. Escuchaba una voz llamarlo, una voz débil, casi ausente llamarlo. Hacia esa dirección se movió, porque entre la memoria no encontraba punto alguno decisivo hacia dónde ir, porque de no recordarla enteramente y propia al análisis de días y meses, ausentaba su discreción de qué era lo más importante en ella, por lo cual, quizás esta voz que lo llamaba era la clave para descifrar aquella cosa importante que se deseaba revelarse. Navegó por la memoria como se navega por un mapa detallado y tridimensional, sin importar los detalles de los pasillos, sino al contrario únicamente los pasillos en sí como parte de la dirección que debía de tomar. Cruzó una y otra vez, acelerando entre la memoria, ansioso por encontrar aquella cosa que lo llamaba. Vio luz, luz de un reflejo, pero este se manifestaba entre las paredes como algo sobrenatural. Buscó la luz, y la encontró. La vio. Se vio entre el espejo. Entre el espejo estaba Manchego, él, en alguna otra época, o en algún otro tiempo, o quizás en el mismo tiempo, llamándole. El espejo tiene un nombre y cuenta alguna historia. Ese nombre no se vino a su mente en ese instante pero supo que alguien se lo había mencionado. Ramancia. Ramancia se lo mencionó. El Espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia. Hubo luz en su mente y supo que la memoria deseaba recalcarle esa imagen, la imagen del espejo. Debía de ir en busca del espejo, y no supo la razón exacta por lo cual lo debía de hacer, pero el magnetismo que tuvo la imagen por hacerlo fue uno de urgencia y ansiedad. Boom. Boom… Algo pegó contra madera. Boom. Boom… El resonar como tambores de guerra que lo llaman en alerta. Boom. Boom… Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano… … «…Sol solecito… Sol solecito…» Manchego abrió los ojos súbitamente. La noche estaba tan oscura que sus ojos estaban abiertos por noción consciente y no por algún efecto de luz que le dijera a sus ojos que lo estaban. Tuvo miedo. Por alguna razón tuvo miedo. Algo habitaba su alcoba aparte de sí mismo. Quizá Rufus. No, Rufus ya hubiera hecho su presencia manifiesta con un par de lamidos al rostro. Escuchó algo. Una voz. Una silente voz que cantaba algo. Algo. Algo. ¿Quién es? Con miedo y turbulencia en su mente escuchó con ansiedad por saber qué se estaba diciendo, más que por quien, y escuchó las siguientes palabras emitirse en una queda voz, con un tono feliz y frustrado, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.» La voz habló cerca de su cama, quizá a no más de uno o dos pasos, no supo decir, pero ahora que la voz era cierta y su existencia manifiesta, había llegado a localizar su origen que no estaba a más de la distancia percibida. Sintió la presencia como algo que emana pulsátil energía, pero no era vida como tal, esa energía única que emanan los seres vivos. No, esta presencia no pertenecía a la cualidad de vida, pero definitivamente poseía cualidad de materia y cosa que hace su presencia evidente, no como piedra, más bien como un animal cuya vida está por desvanecer, pero que quizá, su alma aún está presente en el cuerpo y eso es lo que pulsa energía. La presencia hizo silencio y no volvió a musitar las palabras que había recitado previamente, como si supiera que su presencia había sido percibida por aquel a quien buscaba. Manchego no tuvo las agallas por preguntar quién o qué es lo que estaba ahí, por lo que se mantuvo en silencio, como esperando a ver si quizás aquella presencia era o no cierta. Y por largo tiempo parecía estar Manchego en un duelo de silencio, midiendo su capacidad de mantener la calma, y en Manchego, la incomodidad y miedo por aquella presencia iba incrementando, dado a que su mente hizo lo posible por maquinar las imágenes más horrorosas en cuanto a las posibilidades de que era lo que pudiese estar a no más de dos pasos de su cama. Fue en uno de los minutos cruciales del duelo silencioso que Manchego escuchó al quejido silente de la respiración emitido por la presencia, por lo que supo que se trataba de un animal o una persona, y dado al sonido emitido pudo discriminar su distancia y su posición exacta. Le pareció curioso que las respiraciones sonaban como las de algo o alguien que ha sido herido gravemente… Estaba precisamente a unos tres pasos de la cama y justo a nivel de su mirada horizontalmente, y aunque sus ojos deseaban perforar el velo nocturno, le era imposible realizarlo. Manchego no había alterado alguno de sus parámetros, es decir, se mantuvo exactamente como lo había estado, sin mover un dedo. Sin saber cómo su mano ya sujetaba fuertemente la Nuez de Teitú, quizá por el sueño revelador que tuvo. Algo debía de hacer al respecto porque de permanecer de este modo alguno de los dos pronto estaría cediendo al sueño o a la desesperación, y ninguna de las dos opciones era deseable. La presencia tiene la ventaja por el elemento de sorpresa, mientras Manchego carece de tal elemento por haber sido el sorprendido. Su única opción era una defensiva. Pero opciones de defensa eran escasas ya que carecía de algún arma cercana, y a todo esto, de poseerla, no estaba seguro si tendría la vitalidad para usarla. Pero por toda noción la presencia había entrado a la casa con una exquisita habilidad para pasar desapercibido. Incluso Lulita había permanecido inmóvil a la infiltración de la presencia, por lo cual, su propósito era del todo permanecer silente y sin ser descubierto. Claramente su negocio era con Manchego exclusivamente. Con este razonamiento Manchego vio una luz de oportunidad y con esperanzas de que funcionara hizo lo posible por llegar a tener entre su mano una de sus botas. Movió su mano lo más preciso posible, figurando en su mente un mapa de cómo su habitación estaba dispuesta y en qué posición había dejado la bota. Fue extremadamente difícil dado que no mover alguna otra parte del cuerpo más que su brazo para buscar algo en el suelo estaba siendo una tarea ardua y laboriosa. Palpó el suelo con sus dedos y con un sondeo semi-circular llegó a tocar la punta de una de las botas, y con sumo cuidado tomó la bota y la retrajo lo suficiente para tenerla en posición cómoda para lanzarla, y con nerviosismo por lo que pudiese ocurrir en los siguientes segundos, dio vuelo a la bota hacia donde sabía que habían adornos de metal. La bota pegó contra su blanco invisible y el estrépito fue alto, alarmando incluso a Rufus que de inmediato empezó a ladrar por fuera de la casa. El plan fue suficiente y pasos se escucharon correr hacia la puerta trasera de la cocina, y cobrando vitalidad Manchego salió corriendo detrás de aquella presencia que lo había estado acechando en silencio. Acto estúpido y ciego, ya que al menos hubiese llevado un cuchillo para defenderse, pero en vista que su asaltante estaba en vuelo decidió perseguirlo de cerca. Y descalzo se produjo entre las afueras y corrió detrás de aquella persona que lo estaba evadiendo. En la casa luces se prendieron, nota que Lulita había sido alertada, y sin duda la Mujer Salvaje estaría con armas en mano y buscando la razón de tal alerta. Pero no era suficiente para Manchego que ya estaba lejos y profundizando entre la Finca a plena noche negra de invisibles pasos, donde solamente sabía que pisaba el paso de su asaltante, que ahora, era la presa, huyendo por alguna razón. Fue en ese instante que el miedo se infundió entre Manchego como una patada en los pulmones que se quejan por aire, y se detuvo repentinamente ante el miedo. ¿Y qué tal si este era el plan del asaltante? Conducir a Manchego fuera de su alcoba en donde sabría qué Lulita sería un peligro, y estando ya fuera de la estancia sería conducido a una emboscada donde muchos más como el presunto asaltante estuviese esperándolo con el diente filudo para demacrarlo. Y se vio en medio del campo de cultivo, justo entre la plantación de trigo. El silencio fue aterrador, en donde la sangrante compañía eran los grillos que entre su sinfónica melodía denotaban lamentos y perdiciones, como si estuviesen al tanto del destino de Manchego en ese preciso instante. Las plantas de trigo no eran visibles del todo, pero por contraste con el cielo despejado se denotaban sus siluetas, que por acto ingrato de la imaginación, parecían ser miles de personas de pie y en silencio, presenciando el momento en donde quizá se realizaría el asesinato de un adolescente que fue extraído de su habitación tras un engaño y un plan maestro que nunca se le ocurrió, pasándose por la presa ocurrente que creyó tener la solución al conflicto, cuando tan solo hizo exactamente lo que sus asaltantes desearon que hiciese, siguiendo como órdenes al plan maestro, jugándole una doble vuelta, dejándolo como el idiota que fue víctima de su propia nobleza. Quizá debió de haber permanecido inmóvil y aquella presencia no hubiese hecho más que observarlo hasta desesperarse, fallando su plan maestro, y dejando que la luz de la madrugada fuese su auxilio, aquella presencia su hubiera visto obligado a largarse sin su recompensa, eso es, la presa y la satisfacción de saber que su plan funcionó a la perfección. Manchego, sintiéndose inútil y en completo desaliento, sintió frustración y tristeza de saber que voluntariamente se había emboscado, embotellado en un problema que creía haber superado. No quedaba más ahora que hacerle frente a la situación, que con miedo no lograría más que deteriorar su estado presente, por lo que hizo lo posible por elevar su ánimo y su vitalidad, siendo algo sumamente dificultoso en ese momento dada la circunstancia que lo insuflaba con aliento de fango. No poseía algún arma útil, ni siquiera un mazo o un palo como para repeler a sus enemigos. Tampoco poseía el entrenamiento para hacer uso de sus manos o pies como medio de defensa. No vio más opción que regresar o seguir avanzando. Pero en ese momento decisivo se vio en el grave problema que la luz le era privada por acto de una noche desprovista del satélite de plateada lumbre para que funcionara como un farol a su alma en desgano. Y queriendo retornar a casa y al calor de sus sábanas supo que no lo lograría sin direcciones o ayuda. Quizá una antorcha o una lámpara sería lo óptimo. Pero dada su ausencia restaba con sus instintos para guiarse entre la plantación de trigo. Escuchó la voz de Lulita y el ladrido de Rufus, y claro estaba que lo buscaban. Pero la voz no era lo suficientemente fuerte, más como un eco, por lo que fallaba como punto de partida para ubicarla y dirigirse en esa dirección. Escuchar la voz de Lulita hizo que su corazón urgiera por cariño y atención, pero veíase en una posición de terrible encuentro en donde tales necesidades y placeres le eran negados en ese momento. Se empezó a mover en dirección que sus sentidos le dijeron que era la correcta y hacia ese punto corrió como nunca lo había hecho, soltando una furia inigualable, como si fuese a conquistar tierras o ejércitos. Pero por su desgracia hizo un perfecto trabajo en profundizar entre el trigal y perderse aún más. Más aun las plantas estaban pegando contra su rostro y raspándole la piel y ruborizando su cuello. Lágrimas de frustración, ansiedad, y miedo brotaron por acción propia y en tiempo reducido se vio tragando aire, sintiendo que se ahogaba ahí mismo. Quiso gritar y así quizás Lulita lo estaría ubicando más rápido, pero de hacerlo y atraería a sus asaltantes. Lo mejor que podía hacer ahora es esperar. Pero no podía dejarse. Tenía que luchar. Más ahora que se miraba arrinconado y sin opciones, no había salida. Con su mente resuelta a luchar con todo por salvar su vida empezó a moverse entre la plantación como felino, al tanto del peligro, elevando su ánimo en migajas al sentirse como un guerrero en potencia. Entre su mano sujetaba firmemente la Nuez de Teitú, le impresionaba que por nada soltaba la fuerza sobre tal objeto, como si valiera más que oro, más que diamante, más que la vida misma. Pasó una buena suma de tiempo sin que su asaltante se hiciera presente, como si hubiese vencido su gana por atrapar a su presa. Quizá y después de todo lo había perdido entre el laberinto de la plantación de trigo. Incluso esperanza de salir de la plantación ileso estaba surgiendo en su mente. Pero en ese instante fue que Manchego percibió un área limpia de trigo, una llanura, un círculo perfecto de un diámetro de no más de cinco metros, en donde un fuego ardía al centro del mismo con débiles llamas y brasas decadentes. Dos figuras estaban sentadas sobre troncos de madera rodeando el fuego, como meditando. Una de ellas tenía una capucha sobre la cabeza, por lo cual identificarlo fue imposible. Pero la otra figura era una que reconoció en ese instante e hizo que su corazón latiera con pánico. Era Mowriz, y lo estaba viendo directamente a los ojos. Mowriz dijo con la mirada muerta, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.» Manchego escuchó el canto de un búho, con su hooo-hooo, resonando misterioso y distante. En ese momento el ser encapuchado se puso de pie y se quitó la capucha que encubría su rostro, resplandeciendo la cabeza de un búho negro con ojos amarillos brillantes. Los ojos eran impactantes, al punto que dejaron a Manchego encandilado, como dos faroles apuntando a su alma en desvelo. El rostro de aquel búho estaba sobrepoblado con una densa gama de plumas negras como la noche, a punto que difícilmente se delineaban las facciones finas de aquella cara de búho, que delineaba perfectamente ante la silueta, relevada por el trasfondo oscuro, pero más claro del cielo. Aquella cabeza de búho tenía dos largos cachos, que realmente no eran cachos del todo, si no meramente plumas decorativas del ave, pero que ante el vislumbramiento de la noche parecían ser más cachos que otra cosa. El pico en el centro de aquella cara se miraba perfectamente ya que su superficie lisa de color negro reflejaba aquel pico encorvado de los búhos, que de punta fina y filo astuto logran desgarrar carne. Ese ser de cabeza de búho no emitía ruido más que el silente observar a Manchego directamente a los ojos con los cuales parecía estar hipnotizándolo, ojos amarillos como orbes del sol mezclados con el ámbar de árboles, con dos pupilas gigantes que abarcaban el ojo entero, casi como una oscuridad de un universo paralelo deseando exteriorizarse. Fue pronto que la realidad se empezó a distorsionar tóxica y una especie de fuga en el espacio se hizo visible en un contorno morado violeta que se dispuso como neblina del color mencionado, únicamente que la neblina era más física, más tangible, y más sólida, siendo realmente parte de la materia del espacio trastornándose a tales colores. Y por acto hechicero el color morado violeta empezó a girar en un espiral, generando lentamente un vórtex, que luego de ciertos giros dio vida a un túnel formado por el torbellino, por donde, una luz blanca se divisaba al final de tal túnel místico. El ser con cabeza de búho apuntó con su mano hacia el túnel, como gestionando que Manchego debía de montar tal transporte espacial hacia aquella luz que brillaba al final de tal vórtex. Manchego no supo por qué, pero sabía que obedecer las órdenes era necesario. Este ser de cabeza de búho resultaba de algún modo terrible confiable y lleno de sabiduría, aunque fuese temerosa su faz más que cualquier otra cosa que había visto antes. Aunque, aseguraba su mente que tal búho había sido visto antes, aunque no recordaba exactamente cuándo. Manchego no comprendió del todo la presencia de Mowriz, ni comprendió el porqué de verse tan demacrado, inclusive como si estuviese muerto. Pero en ese instante tanto concurría por su mente que no fue el momento preciso de revelar tal verdad. Manchego entonces se dio paso hacia el vórtex de color morado y violeta, y desde el momento preciso en que puso pie sobre aquel fenómeno sintió que los fragmentos de la materia estaban más acelerados en este túnel místico que en la realidad. El vórtex estaba succionando a Manchego, pero no con violencia, más bien, con sutileza, como asegurando que seguir adelante era lo apropiado. Y no tuvo miedo, porque se sentía acompañado. E instintivamente volteó a ver hacia atrás, y vio que Mowriz lo estaba siguiendo, paso a paso, y extrañamente, estaba velando por su seguridad. Siempre mantuvo Manchego aquella incógnita en porque la mirada de Mowriz se miraba muerta, mientras su rostro estaba pálido y sólido como piedra, como muerto, y aun así, andaba caminando como ser vivo. Manchego extrañamente no sintió la agresividad en Mowriz, tal como antes sí lo hubiese hecho. El ser con cabeza de búho no perdió vista de Manchego con aquellos ojos telescópicos, y al llegar Manchego a la luz incorporó su mano entre lo que parecía ser una laguna de blancas aguas, como leche, pero hecha de platinos tan blancos como el oro de tal color, pero brillante y resplandeciente, con un ruido agudo que resonaba en su mente como aquella cosa que no cesa de vibrar. Su mano se introdujo entre el cristal líquido de platinos lucientes y sintió que su mano no llegaba a tocar materia del otro lado. Manchego tuvo miedo de proceder, por lo que retiró su mano. Pero Mowriz, como siguiendo órdenes, se adelantó a Manchego, y sin pensarlo, se dejó ir entre aquella masa blanquecina que fortalecía un lazo entre realidades paralelas. Mowriz no se apareció de nuevo, pero si lo hizo su mano, que volvió entre aquella pantalla para jalar a Manchego, quien tomó la mano, y se dejó guiar. Sintió una invasión de opresivas fuerzas y hubo un silencio dramático. Un viento soplaba en silencio, porque no deseaba despertar a los muertos que derramaban sus lamentos bajo tierra. El soplo arrastraba desde cabello, retazos, a polvo y sangre disuelta, entre aquella sustancia soplada por el viento que se materializaba en una bruma que opacaba la vista a más de tres metros de distancia, por lo que la visibilidad era escasa. No identificaba exactamente en donde es que estaban, pero lo cierto, es que estaban cerca del punto de encuentro, porque lo sentía entre su corazón. El hedor a miedo era omnipresente, y el aullido de un cadáver fue evidente a una distancia corta. Mowriz identificó el peligro, y de su cincho produjo una espada metálica, larga y robusta, quizá otorgada por aquel ser de cabeza de búho. Mowriz señalizó a Manchego que prosiguieran el camino, y así lo hicieron, Manchego con eterno y mortífero miedo pulsando en sus venas durante cada segundo. Se movían entre aquella bruma como por un desierto que sufre una tormenta destructora, Manchego con un brazo frente a sus ojos dado a que la bruma se fue empeorando con cada paso, ¿pero hacia dónde? El aullido del cadáver se fue haciendo más tangible, por lo que supieron que la bestia estaba próxima. En segundos los lamentos de aquel cuerpo en decadencia se hizo presente en horrendos harapos ensangrentados, con las carnes y la piel en putrefacción sedienta por vencerse. El cadáver era de un cuerpo alto y escuálido con las costillas marcadas en la parrilla costal. Poseía dos piernas y dos brazos, pero lo impactante era la presencia de tres cabezas de moribundos sobre sus hombros, aullando a gritos y del dolor, soltando un lamento tan aterrador que Manchego quiso morirse y escabullirse del mundo. Pero su miedo fue contrastado por una defensa que nunca hubiese imaginado. En ese instante Mowriz y el cadáver de tres cabezas hicieron afronte y colisionaron en batalla, Mowriz defendiendo a Manchego por aquel horrendo monstruo y grosero que buscaba alimentarse de Manchego por alguna extraña razón. El cadáver fue pronto vencido por Mowriz, quien había sufrido una fuerte mordida en el cuello y sangraba a borbotones, pero este sin notarlo siguió guiando a Manchego a través de aquella bruma espesa de la realidad. Llegaron a una puerta y ahí fue donde Manchego supo que estaban en casa de Ramancia. En ese momento Manchego sintió un arrebato de consciencia, sintió como si algo lo hubiese martillado al suelo con odio, y con una desgracia que poco satisface se fue de cara al suelo, sin poder controlar su peso y sin fuerza entre sus brazos, que por alguna razón habían cesado de funcionar. Calló retumbando sobre el suelo, expeliendo quejidos de dolor, y de la nada, respirar le costaba más que parpadear. Sintió algo extraño con su mano atravesar su pecho, y sintió la punta de una flecha, bañada con sangre. Tosió gravemente. Tosió de nuevo, gravemente. Sangre expelió de su boca agónica. Empezó a llorar. ¡Lulita! ¡Luchy! ¡Rufus! Lloraba sin clemencia alguna. Mowriz ya no sabía qué hacer. No había más que hacer. Manchego empezó a sentir el desvanecimiento llegar con alas negras moribundas. Con extrema dificultad dio su último respiro. Y en segundos, cerró sus ojos… muerto. Una flecha envenenada atravesaba su corazón. Mowriz perdió el control sobre su cara y estuvo en apuros y preocupado, sacudiendo a Manchego para traerlo a la vida. Pero ese era el fin. No hubo más de Manchego, y Mowriz se lamentaba en lágrimas por la muerte de aquel a quien guiaba… … Luchy sacudía a Manchego, pero este no deseaba despertar. Fue luego que derramó el contenido de un vaso sobre su cabeza que Manchego despertó. Manchego abrió los ojos súbitamente, y con el pelo mojado y el rostro goteando agua se empezó a tocar y a examinar para ver si seguía vivo. Y lo estaba. Empezó a reírse dela felicidad cuando Luchy le dijo, «¡Estabas en una pesadilla Manchego! ¡Qué horror! ¡Estabas pataleando y respirando como si estuvieras bajo una situación de estrés extremo! ¿Pero qué males sobrevinieron sobre ti esta noche?» Luchy notó de inmediato que algo apretaba Manchego entre su mano, y era, lo más probable, la Nuez de Teitú. Manchego dijo, «Juré que era cierto… juré que lo era. Qué cosa… ¡qué pesadilla más horrible!» Luchy respondió, «Si, yo sé. Qué cosa más extraña. Ah, y por cierto, ya es tarde Manchego. Creo que Balthazar no va a estar muy complacido con tu llegada tarde al trabajo hoy.» Manchego vio hacia afuera y era cierto, iba tardísimo a reunirse con Balthazar en donde siempre lo hacían, el Observador. Rufus entró a casa y lamió su rostro varias veces en cordial saludo. Lulita pasó ya vestida diciendo, «¡Ya está tu desayuno desde hace como dos horas mijito! Mejor si comes rápido y te vas de una vez con Balthazar que de seguro va a estar enojado.» Lulita pegó un dulce y prolongado beso en su frente y luego le dijo, «¿No escuchaste algo raro ayer en la noche?» Manchego respondió con voz inocente, «No abuela. Para nada.» Había sido meramente un sueño, por lo que aquella presencia, que aparentemente era Mowriz, había sido un sueño. Lulita respondió, «Bueno, está bien mijito. Ahora apresúrate que ya se hace tarde. Nos vemos a la hora del almuerzo amorcito mío.» Lulita se despidió con otro cálido beso y se largó a su habitación donde se ensimismó a tejer. Manchego no tardó en reunir sus prendas y vestirse con suma velocidad. Estaba a punto de ponerse sus botas, cuando encontró que sus pies estaban llenos de lodo. Raro, pensó, y los limpió con sus sabanas, sabiendo que Tomasa estaría gritándole más tarde por la suciedad que no es agradecida. Se puso una bota, y luego…¿la otra…? ¿Dónde estaba la otra bota? Manchego buscó por el cuarto, y la encontró en el suelo, donde había botado dos adornos de metal. Un miedo y curiosidad intensa se infundieron en su ser en ese momento y se dio cuenta que había una pequeña nota debajo de un adorno con la forma de la cabeza de un búho. Manchego rápido tomó aquella nota y la leyó detenidamente, Casa de Ramancia seis de la tarde. La letra estaba escrita con carbón sobre papel pergamino, un papel raro de encontrar, mientras la letra era desordenada y robusta, como hecha por un niño. El corazón de Manchego aceleró vorazmente. ¿Quién pudiese haber puesto esta nota ahí? De haber sido un chiste de mala gana, ¿quién por hacerlo? ¿Cómo si alguien hubiese sabido del sueño que Manchego tuvo? Pero no, no podría serlo. Ayer nadie se había adentrado a la casa. Siempre restaba la coincidencia que fuese Luchy o Lulita, Tomasa, o Balthazar… Guardó la nota entre el bolsillo de su pantalón y salió enseguida en busca de Balthazar, antes pasando por la cocina y metiendo a su boca lo que pudo del desayuno frío que restaba sobre la mesa. Al llegar al Observador Balthazar aún estaba degustando la luminiscencia de un amanecer, «Te has perdido de quizás el amanecer más bello que he visto en mucho tiempo. Aunque puedo hacer el intento por describírtelo si no te importa que lo haga. El recelo del cielo brotaba celeste en lo alto y en vuelo como una pluma que adormece sobre cántaros de aguas y pasteles turquesa que deambulan en proeza hacia los estelares del éter loable. El eje del mundo rotaba en axiales formas a dar una anulación perfecta a la luz del sol a pegar justo en donde los mares de nubes soltaban la luz quebrada en tonos naranja y frambuesa mermelada. Los destellos de luz creaban haces y lienzos de luz trazada con las manos y dedos de los dioses, que apelando por un viaje sin adulterio permitieron que la luz llegara a pegar justo en el cono del volcán Marsemayo al noroeste, y la robusta espalda de la teutónica Cordillera Devónica del Simrar al sur. La música del viento se estremeció entre la ligereza de las hojas de los pinos y los cedros, buscando similitud y armónicos pasajes a declamar sus poemas en líricos y simbióticos versos que metafóricos y epopéyicos brotaron heroicos lazos de mantas de oros, y platinos de reyes, y reinas adiestrados a usar la corona que encandece sobre los cielos y los mares, sobre las aguas salobres y las dulces pozas, las arenas y los trigos, las hierbas y los campos floreados. Fue algo espectacular que no llegaste a ver por haraganear entre tus sueños, algo que realmente lamento mi queridísimo amigo Manchego. Pero no aguardes porque amaneceres hay por montones, y tú has visto más que miles, pero solo te detallo el que hoy vi por la mañana porque es cierto que fue espectacular. ¿Verdad Rufus?» El canino ladró una y otra vez afirmando las palabras de Balthazar. Manchego contestó, confuso, «¿¡Y por qué no me llegaste a lamer el rostro Rufus!? ¡Veo que fue tu culpa mi tardanza! Tú siempre me despiertas.», terminó Manchego molestando al canino, y Rufus contestó con un par de ladridos su desacuerdo. Balthazar vio a Manchego y le dijo, «Dice Rufus que tú no estabas en tu habitación hoy por la madrugada y que por eso no te pudo despertar.» «¿Cómo así?», preguntó Manchego totalmente confundido. «Así como lo oyes.» Manchego vio a Balthazar con un ojo de incredulidad y el Hombre Salvaje dijo, «A mí no me mires Manchego. Yo solo interpreto lo que tu perro te está tratando de decir.» Manchego vio a Rufus directamente a los ojos, quien únicamente la ladró una y otra vez, como afirmando lo dicho. ¿Podría haber sido cierto? ¿El sueño mordaz que tuvo haber sido cierto? Porque sueño lo era sin duda, porque por toda cuenta Mowriz está muerto y que supiera no existían seres con cabeza de búho, aunque búho negro si había visto, justo en el cementerio hace ciertos meses. ¿Pero entonces porqué es que amaneció con los pies llenos de tierra y su bota reposando en el sitio donde había soñado haberla tirado? ¿Podría serlo? ¿Pero qué entonces del resto del sueño? ¿Habría sido también cierto? Balthazar dijo, «¿Vienes o vas a quedarte aquí meditando? ¡Vamos! ¡Es hora de ir a trabajar!» Manchego reaccionó y se largó en busca de sus utensilios para ir a seguir trabajando las tierras. Durante el almuerzo, como siempre, Luchy se presentó esta vez en casa de Manchego dado a que el día de ayer Manchego fue quien se presentó en casa de ella. Y como el plan estaba en que se alternaban casas para compartir la hora del almuerzo, Luchy estaba entre ellos el día de hoy. Llevaban meses haciendo tal plan porque esta era la única forma de verse. A Luchy le pareció cómico ver a Manchego sucio por las labores del día, cosa rara de apreciar, ya que rara vez estaría tan desastroso su semblante. Luchy y Manchego hablaban con todo el amor posible saltando de sus ojos a sus corazones, los espectadores de tal escena apreciando mucho la visión, que entre ellos todos deseaban que algún día Mancheguito se casase con la bella de Luchy, e interrumpir sería catastrófico, peor si fuese esto con chistes y burlas. Y eso es cosa que nadie quiere, ya que los familiares de Manchego, entre ellos, Lulita, Tomasa, y de seguro Rufus, todos deseaban que ese amor prematuro algún día llegase a florecer. Porque cosa más bella no pudiese existir en el mundo. Ese amor tierno de niños que se enamoran lejos de pasar por la nefasta prueba por la que los adultos pasan, que filtran la realidad por ojos que juzgan y miden, ojos que calculan y buscan beneficio propio. Cosa contraria en los niños, donde el enamoramiento es la esencia pura de dos almas que logran conllevar un logro existencial, quizá hasta metafísico, trascendiendo las fuerzas limitantes humanas del juicio y la crítica, y en especial esa nata habilidad humana por caer entre lo frívolo y su desquiciado deseo de verse bien ante los demás y no ante su propia fuerza y satisfacción. «Pásame la sal Manchego», dijo Luchy con su voz tropical de fuerzas lucientes para realizarse en bellas líricas que vientos se someten a llevarla por su belleza. Voz como claros cantos de gorriones en armónico vuelo que tanto aprecia Manchego, aunque a un nivel subconsciente en donde tal voz se registra en ese rostro que su mente imagina en el ojo de su imaginación como esa persona tan especial a quien ama sin verla, aunque poco lo acepta y quizá lo acepte hasta cumplir sus dieciocho años, donde ya es una edad aceptada social y políticamente para hablar de asuntos de amor. Pero quizá, por esperanza de Lulita, tales cosas brotaran antes por acto de la espontaneidad misma que hace que los sentimientos quieran ser exteriorizados, en donde los mismos poros del cuerpo emanan esa victoriosa relación. «Aquí la tienes Luchy», respondió Manchego, entregando el salero en manos de su mejor amiga. «Gracias.», respondió la preciosa niña con absoluta y rotunda sinceridad. Lulita dijo sonriente, «¿Alguien quiere más pan?» «¡Yo! ¡Yo! ¡Qué rico es! ¡Mira, y sigue sacando humo!», dijo Manchego regocijando el pan de antemano. Luchy le respondió con tono correctivo, «Es vapor Manchego, no humo. Humo es cuando las cosas se queman, y aquí, nada se está quemado. Eso es claramente vapor.» Manchego se quedó atormentado con el súbito cambio de actitud de una niña tan amable a una déspota dispuesta a imponer su sabiduría a toda costa, y dijo ofendido, «Humo, vapor… ¡es lo mismo!» Luchy soltó el tenedor y dijo, «¡No! ¡No es lo mismo!» «¡Claro que si! ¡Es totalmente lo mismo! Mira cómo sale del pan ese humo que le llamas vapor, y yo he visto, cuando quema la madera, sale de la misma forma. ¡Es lo mismo!» «¡No es lo mismo Manchego! ¿Entonces sólo porque las cosas pasan de similar modo quiere decir que son lo mismo?» «Pues sí. ¿Por qué no?», respondió Manchego, ahora con los brazos cruzados. «¡Ash! ¡Contigo no se puede! ¡Eres un monstruo!» Manchego elevó los brazos al aire y dijo por fin, «¡Bueno ya! No es para tanto. Solo dije que era humo. ¡Me confundí! Pero quita tu cara de enojada porque tampoco es para que te masques conmigo.» Luchy parpadeó un par de veces y dijo, «Tienes razón. ¿Me pasas la limonada por favor?» «Claro.» «Gracias.» «Por nada.» Lulita los volteó a ver con asombro, y la escena le pareció cómica y adorable a la vez. No pudo evitar el surgimiento de una felicidad tan noble, tan pura, tan pacífica. Se sentía tan a gusto. Como con ganas de llorar, saltar, y cantar, todo al mismo tiempo. Tristemente le recordó a Eromes, y como le hubiese gustado que él estuviese ahora mismo en la mesa con ellos. Pero bueno, tales son las cosas y no se puede hacer más que fluir con ellas. Lulita fluyó entonces, sintiendo una gran felicidad por su nieto y vislumbrando la visión de su futuro: absoluta satisfacción. Lulita quiso regresar a esa gloriosa época de la niñez, y lo hizo, mentalmente proyectándose a aquellos días tan bellos cuando su madre le cocinaba galletas luego del entrenamiento para el ejército. Cuando su padre llegaba a casa y sobaba su cabello saludándola cálidamente. Quiso Lulita estar de vuelta en su hogar, dormir en su camita de frazadas tan simples y sencillas, pero llenas de amor de una madre que las tejió con las propias manos y de un padre que sudó por comprar sus pertenencias. Y quiso sentir las mariposas de su primer enamoramiento, y lo fue cierto cuando conoció a Eromes, aquel día, aquella vez, tan lindos tiempos hicieron que sus ojos urdieran lágrimas y sin saberlo una de ellas escapó a su mejilla. Las memorias de Eromes durante su juventud son bellísimas. Al menos el dolor provocado era diferente ahora, ya que había logrado superar una etapa que desde largo tiempo atrás la perseguía ominosamente, y por eso estaba feliz. Pero lo cierto es que lo extrañaba con cada gota de su corazón. Cada poro de su piel emanaba el secreto del amor que le tuvo, y aun lo amaba, en presente, pasado, y futuro. Un por eterno florecer de emociones que potenciaría su corazón a ser tan puro y a luchar tan fuerte por sus logros. Quiso un abrazo. Quiso abrazar a Eromes cómo lo hizo en tiempos pasados bajo el sol, bajo el Gran Pino luego de comer juntos a la hora del almuerzo, o sostener su cuerpo mientras admiraban el cielo recostados en el suelo, o sentir que Eromes sostenía su mano aun en las noches, sentir a esa persona tan amorosa que la hizo cambiar tanto sus formas, y no porque le exigieron un cambio, pero porque ella lo quiso, sin duda siendo ese el mejor tipo de cambio que una persona puede forjar: el cambio voluntario que se hace con amor. Manchego notó el estado de Lulita, en donde quiso haber llanto, pero no se solidificó. A lo mejor y seguía triste por aquel día en donde las memorias la asaltaron con ahínco. Luchy también lo había notado, pero viendo que Manchego prefirió no decir nada al respecto, eso es, no recalcarlo, ella tampoco hizo más que seguir la conversación como si nada estuviese pasando. Porque en realidad, nada estaba pasando. Situaciones como estas se pueden dar en cualquier momento, y quizá, lo mejor que pueda hacerse es no decir algo al respecto, porque quizá, esa persona no quiere que se recalquen tales cosas en ese momento, ya que al hacerlo, se estaría derrumbando aún más entre su melancolía. Quizá lo mejor sería esperar a que ella solita dijera algo que diera indicios que deseaba hablar acerca de ello. Por lo tanto, el almuerzo siguió en sonrisas y en gozo pleno, porque Lulita agradeció los gestos ausentes y siguió, como ellos, como si nada estuviese pasando. Rufus ladró una, dos, y tres veces. Manchego inmediatamente le lanzó un pedazo de pan y huesos del pollo horneado que estaban comiendo. Rufus rápido agradeció el obsequio y devoró sin demoras su recompensa. Rufus se tomaba muy en serio el viejo proverbio del pueblo, el que no chilla no mama, y justo y exacto lo era cierto para su situación. Comentarios acerca del pueblo se evitaron a toda costa, porque todos sabían que estaba en decadencia por completo. Rumores de una tal Guerra Silente viajaban por la boca de todos y la caída de los mareros era tomada como algo bueno por algunos, y como el inicio de una tiranía por otros. Porque los soldados estaban comportándose como demonios. Pero tales cosas nadie deseaba saberlas, menos aún Manchego, que tratando de evitar el tema más lo pensaba. Su mente corría una y otra vez hacia el pensamiento de aquella nota que le dejaron bajo un adorno, que le era urgente juntarse con alguien a las seis de la tarde en casa de Ramancia. Pero en ese momento no tenía ganas de pensar en esa situación, cual curiosamente hacía que lo pensara más aún. Pero en fin, concluyó que almorzando con sus seres queridos es lo que deseaba más hacer en ese momento, y no pensar en tales cosas sobre las cuales poco puede hacer, y así lo fue y así permaneció por un tiempo más, hasta que el ciclo de pensamientos retornó con eficacia. Lulita pasó el postre, rollos dulces de canela y café molido recién hervido. Luchy y Manchego devoraron los rollos, Luchy agregándoles miel de abeja traída por Don Ingrio, Lulita sacando luego las galletas traídas por el mismo finquero antisocial. «¡Están deliciosas!», exclamó Luchy con una sonrisa de cachete a cachete. Manchego no tardó en reaccionar, «¡Los rollos están excelente abuela! ¿Dónde los conseguiste?» Lulita dijo con aires de felicidad fracasada, viendo que los niños se gozaban sus obsequios, «En la Panadería de Bochorno y Chomipa, es muy buena. Aunque estos días está poblada por gente rara y superficial. Muy feo el ambiente ahí estos días. Pero el pan no deja de ser excelente. Aunque, creo hoy por la mañana fue la última vez que voy al pueblo. Incluso por la entrada en el Sector Noble la cosa está muy seria. Mejor esperarse a que se relaje la situación. Pero Luchy, ¿tu mami sabe hacer pan verdad?» Luchy respondió a media bocanada y con migas saltando de la boca, «¡Si! ¡Mi mami hace un excelente pan!» Lulita dijo con una sonrisa, «Vaya, ¡ahí está! Porque no le dices a tu mami que la invitó a tomar té y cafecito mañana por la mañana, y que si pudiera ser tan amable de mostrarme su receta para hacer pan.» Los ojos de Luchy brillaron de alegría. Su madre, Vilma Portacasa, amaba a Lulita y a su familia entera por lo que significaban para la historia del pueblo, y más aún, por darle amistad tan buena y fiel a su hija, Luciella, «A mi mami le va a encantar venir y mostrarle sus recetas. ¡Tiene miles! Sabe hacer panes cruzados, entrelazados, torcidos, inflados, tostados, con ajonjolí, sin ajonjolí, con semillas de calabaza, de banano, de frambuesa, y con nueces y macadamias. Es muy buena para hacerlo. Le voy a decir que de una vez le enseñe a hacer arequipe. Es bien fácil. Solo necesitará contratar a otro empleado porque necesita de su constante atención. Pero quizá eso sea para más adelante. ¡La cosa es que qué buenísimo! ¡Mi madre va a estar feliz! ¿Puedo venir yo también?» Los ojitos clementes de Luchy fueron algo imposible de rechazar, y Lulita dijo entre risas, «Pues claro Luchy, ¿desde cuando tienes tú que preguntar si puedes o no venir a casa? Aquí estás más que bienvenida cualquier día de la semana. La hora pues es otro tema que podremos definir otro día.» «Gracias!», respondió Luchy, emocionada, como si hubiese conquistado alguna tierra. Manchego agregó de humor sombrío, sabiendo que él no podría participar en la manufacturación del pan, «Y abuela, ¿cuándo vas a empezar a hacer la avena tostada de nuevo? Ya extraño esa delicia que tan bien te queda, ¡incluso cuando es avena tostada de la semana pasada!» Luchy entró en carcajadas, sin poder contenerse del refrán cómico. Lulita dijo entre risa y ofensa, colocando sus manos sobre sus caderas, «Pues mijito, primero tráeme tú la cosecha de avena y luego hablaremos de cocinar avenita tostada, y si la quieres de la semana pasada, pues también podemos arreglarlo.» Las risas fueron varias y el gozo inigualable. Al fin de al cabo, Lulita empezó a recoger los platos y a lavarlos, Luchy diciendo mientras tanto, «Si quieres, te ayudo Lulita.» Lulita le respondió con una sonrisa decadente, «Ay no mijita, no tengas pena. Vosotros id a jugar y aprovechad vuestro tiempo juntos, porque uno nunca sabe cuando de pronto ya no vais a tenerlo. Mejor gozad esta media hora que os queda. Yo me encargo de los trastes, no aguardéis. De igual modo gracias. ¡Hasta luego!» Luchy y Manchego se sentaban en el Observador, apreciando los lienzos de la tarde creciente, para ser precisos, la una y media de la tarde, justo la mitad de la hora del almuerzo. El día estaba soleado y lleno de gracia. El viento soplaba muy débilmente y con rastros de un frío tenor acomodado, que con los rayos del sol en pleno fuego, creaba una combinación con relámpagos entre la piel y sonrisas diminutas invisibles entre los ojos, algo tan cómodo y deseable por toda noción concebible. Se sentaban juntos, uno al lado del otro, casi tocando pieles, sin hacerlo por pena sobre qué podría llegar a pensar el otro, quizás pensaría que se gustaban, cosa que los dos evitaban, porque gustarse sería un insulto a su amistad tan pura, algo que según ellos era implacable y cierto. Luchy rompió el silencio, «En la escuela las cosas van súper bien. Sabes que estamos aprendiendo tantas cosas nuevas. No sé, me emociona. Me hace sentirme como que estoy madurando. Bueno, y como siempre Miguelito sigue probando su suerte, aunque creo que ya lo tiene más que claro que no hay fuerza en el mundo que me haga voltearlo a ver. Luego están otros chicos ahí de la clase que me han declarado su supuesto amor, algo tan tonto, porque, ¿cómo es posible que me declaren amor cuando ni siquiera me conocen? Pero en fin, los ignoro o les digo que mejor se echen para atrás.» Manchego se puso celoso de pensar en que otros estarían soltando sus amores por Luchy sin él estar ahí presente para defenderla. Pero confiaba en Luchy, más aún, con lo fuerte y violenta que podía ser, no cabía duda que media vez establecidos sus límites nadie se atrevía a pasarlos. Luchy cambió de humor súbitamente, y dijo entretejiendo emociones, «Pero te extraño Mancheguito. Haces falta en el colegio. Molestamos con las chicas de la clase y algunos otros amigos, pero no es lo mismo. Y hoy cabal hubo un minuto de silencio por la muerte de Findus, de Hogue, y Mowriz a quienes algunos extrañan y otros no mucho. Dicen que murieron en una emboscada que realizaron los soldados del Alcalde. Nadie sabe lo que realmente pasó. Pero por otro lado se tiene la idea que fueron víctimas de los mareros. Nadie sospecha que fue la Sureña que entre su belicosidad los hizo trizas. Pero mal hicieron ellos en lanzarte la piedra, fue auto defensa, no hay que sentirse mal, se lo buscaron. Aunque de haber sido mi decisión, hubiese yo empleado métodos menos sangrientos para defenderte. Pero en fin, la Sureña estaba bélica por el comportamiento de los soldados, fue algo de mala suerte para ellos haberse topado con la Sureña en tal estado emotivo. En fin, esas son las noticias nuevas. ¿Y tú qué tal?» Manchego la vio a los ojos, quitándolos del horizonte donde su mirada estuvo perforando los tonos azules y celestes, «Pues re bien la verdad. Estoy feliz aquí en la Finca. Cada día que pasa y cada cosa nueva que Balthazar me enseña me acerca más a mi abuelo y a su esencia, que no dudo que está embebida entre todo ser vivo de la Finca. Y es impresionante la verdad, como uno va cambiando con el paso del tiempo, mientras uno aprende las formas de la vida y del mundo. Es cierto que tú estás aprendiendo nuevas cosas en la escuela, pero yo también lo estoy haciendo Luchy, pero con cosas de la vida y del trabajo sobre la tierra. Y muy importante también, en cómo hacer los negocios. Balthazar es un excelente maestro, aunque debo de aceptar que es bien misterioso. Siempre está como vigilante, atento a todo, y siempre anda metido en algún asunto que no comprendo. Quizá sea su legado de Hombre Salvaje. Quién sabe. No es lo importante de todos modos. En fin, estoy muy feliz aquí en la Finca, y aunque mis deseos van más allá, de regresar algún día a la escuela y de hacer amigos y de estar contigo de nuevo en la clase, veo que esos deseos son un poco imposibles. No obstante, lo acepto con fruición. Porque sabes muy bien, como yo lo sé, que Lulita me necesita. La Finca me necesita. Soy el único heredero, y como tal, debo de responder. Entonces cae sobre tus hombros enseñarme lo que has aprendido en la escuela, que por mi parte nunca lo aprendería.» Luchy dijo, «¿¡Qué!? ¿Crees que voy a tomarme mi tiempo para enseñarte tantas cosas? ¡Ni de pensarlo!» Manchego respondió con una sonrisa, «Yo sé que si lo vas a hacer. Porque soy tu mejor amigo, y quieres que yo, como tú, sepa estas cosas.» Luchy se quedó un poco confusa, y dijo, «Es cierto. Si quiero que lo sepas, ahora que lo mencionas. Y no deja de serlo cierto Manchego, eres mi mejor amigo.» Hubo una tensión rara e incómoda que ninguno de los dos quiso aceptar pero que era imposible de evitar, porque sus miradas iban por todos lados excepto en donde sus ojos se juntaban. Pero por artes místicas sus ojos se finalizaron juntando y fluyeron emociones a un caudal incalculable. Entre sus estómagos mariposas parecieron volar y los dos sabiéndolo cierto, se echaron a reírse hasta el punto que la risa los llevó a estar recostados sobre la grama, viendo hacia el cielo azulado, donde un pedazo de luna era visible y afable. La fuerza del amor que los unía cada vez se hacía más y más presente como ese lazo inconfundible, y en situaciones como estas, en donde espontáneamente su amor se expresaba, forjaba que la realidad se fuera aceptando lentamente como algo inevitable. Viendo hacia el cielo, Luchy dijo, «¿Tú crees que algún día sabremos que hay allá arriba, en la luna?» Manchego, recostado, la volteó a ver con curiosidad y respondió, «¿Qué te hace pensar algo tan aventado?» «No sé. Es bella. La luna. Linda como polares glaciares que flotan sobre mares lejanos y fríos. Como una botella llena de cartas que flota sobre aguas tan azules. Me llama tanto la atención la luna, más durante el día cuando flota entre lo azul del cielo, parece realmente una proa sobre el mar que navega con velas abombadas.» Manchego nunca la había visto desde ese punto de vista, y agregó, «Pues veo difícil que alguien llegue a la luna Luchy. Suena hasta ridículo. Si ni siquiera hay objetos que vuelen más que los pájaros, los wyverns, y los legendarios dragones, que por toda noción, son meramente una leyenda. ¿Qué te hace pensar que nosotros algún día llegaremos si quiera a volar?» Luchy respondió perdida entre el cielo, «No lo sé Mancheguito. Solo estaba pensando en recio.» Manchego respondió persiguiendo la mirada de Luchy, para ver si lograba perderse como ella en lo azul, «La verdad, es que tienes toda la razón Luchy. Es bella la luna. Nunca lo había visto como tú lo dices. ¿Qué es un glaciar?» Luchy perdió el flujo y volteó a ver a Manchego, para estudiar su rostro, «Eso lo aprendimos en clase. Hay una parte de fríos extremos en los nortes y sures distantes en donde hay montañas hechas de puro hielo, y estas, flotan sobre el mar.» Manchego casi grita del asombro, «¿¡En serio!?» Luchy sonrió de verlo tan impresionado, «Si, son fascinantes. Aunque no he visto glaciares, pero la descripción es suficiente para imaginárselos.» «Si, es cierto. Realmente suena como algo increíble. Glaciar. Hasta me gusta la palabra. Suena tan… heroico.», agregó Manchego. «¿Qué tiene de heroico glaciar?», preguntó Luchy, un poco confundida. Manchego respondió encogiendo los hombros, «No sé, quizá sea su similitud con la palabra gracia.» «¡Tontito! ¡No veo lo épico en gracia tampoco!» Manchego extendió los dedos de su imaginación, «Yo me imagino a una princesa vestida de blancos terciopelos y diamantes, que brilla llena de gracia.» Luchy le dijo con ironía celosa, «Suena patético Mancheguito.» «No lo creo. Suena como algo divino y apreciable por todo gusto. Incluso a ti te ha de gustar mi descripción.» «Claro que no.» «Claro que sí. Te encanta mi princesa llena de gracia. Incluso te gustaría ser como ella.» «Ay ya basta. Aquí la única princesa llena de gracia soy yo, ¿oíste?», respondió Luchy con desdén. Manchego y Luchy entonces se echaron a reír con fuerza y luego Manchego agregó, su mente trepando mares y tierras, «¿Cómo crees que vamos a estar entre cinco años?» Luchy no supo a qué se refería la pregunta, incluso, se puso un poco nerviosa, «¿A qué te refieres con vamos a estar?» «Pues, tú y yo. Nuestra amistad, ¿cómo estará entre cinco años?» «Pues, igual creo yo, ¿o no crees tú Manchego?» «Pues, sí. Creo que vamos a estar igual. Pero no crees que vaya a pasar algo entre tú y yo?», hizo Manchego la pregunta un poco más específica. Luchy respondió mera nerviosa, «Pues, no creo. Somos mejores amigos, ¿verdad? Y entre mejores amigos es mejor que ese tipo de cosas no pase. Para conservar la amistad. Porque vale más la amistad que otras cosas, ¿no es cierto?» Manchego no pareció estar satisfecho con la respuesta de Luchy, como si estuviese esperando algo más, «Pues sí, veo lo cierto. Pero uno nunca sabe.» «¿A qué te refieres con eso?», preguntó Luchy, quizá deseando escuchar algo más de la boca de Manchego. «Pues, solo digo que uno nunca sabe cómo el mundo gira.» «¿El mundo gira?» «Si, Lulita me lo dijo. Que uno nunca sabe como el mundo gira, y que por eso tenemos que tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto a cualquier cosa.» «¿Por qué crees que Lulita te haya dicho eso?» «No lo sé.», respondió Manchego, encogiendo los hombros, «Quizás porque ve que somos muy buenos amigos y no quiere que nuestra amistad se rompa por nada.» Luchy respondió asertiva, «Yo tampoco quiero que se rompa por nada en el mundo Mancheguito.» «Yo tampoco Luchy, y debo de aceptarte que te tengo mucho… aprecio.» Quiso emplear la palabra cariño, pero no pudo, sonaría demasiado amoroso cuando eso no es lo que deseaba proyectar. Luchy lo volteó a ver de lleno, y sus ojos se encontraron, «Yo también te tengo mucho cariño Mancheguito. Sabes que siempre estaré aquí para apoyarte. En todo.» Sonrieron con gracia y amor embebido en sus ojos. Luego que por segundos sus ojos intercambiar besos y abrazos, ambos voltearon a ver al cielo y se encantaron con el azul profundo del éter, e hipnotizados por su belleza, permanecieron inmóviles por largo tiempo. Balthazar los había estado observando desde lejos, y viéndolos fluir entre el momento y se echó a reír, diciéndose a sí mismo, «Patojos, tan llenos de misterios y de eventos espontáneos. Ay no, las cosas de la vida.» Supo que ya eran las dos de la tarde y hora de empezar a trabajar los campos de nuevo. Pero ver a Manchego en unión tan fructífera con Luchy, una jovencita tan afable, no quiso separarse del árbol y de verlos desde lejos. Se recordaba de su infancia, de su primer amor. Aquel sentimiento tan bello. Tan dulce. No quiso respirar y alarmarlos, no quiso separar sus ojos de aquel milagro de Madre. Solo deseaba verlos y saber que en el mundo aun cosas tan bellas aún existen, porque esto, esta unión tan espontánea y libre, es muestra del universo que cosas divinas pasan todos los días, y que las cosas, tan malas, tan violentas, tan llenas de incertidumbre que las están, a pesar de todo eso, siempre resta la buena fe y la esperanza, esperanza en la vida y en el amor, de donde todo el mundo deriva. Balthazar se sintió exaltado, aliviado, flotante, con ganas de saltar, llorar, y gritar. Quiso hacerlo, y cerró sus ojos y elevando su rostro al cielo olfateó el ambiente con frenesí. Madre, Madre estaba entre todos nosotros, pensó, entre la esencia, la vida, el elixir que motiva plantas y seres, ese ingrediente esencial. El olor a naturaleza se infundió en su ser entero y quiso dejarse llevar por el viento y flotar con las nubes. Quiso ser un ave y volar en lo alto del cielo, libre, lejos de toda noción que pudiese interrumpir con el momento. Quiso ser las hojas frondosas de los árboles y ser pasmado con las notas del viento. Ser el sol y brillar tan intenso. Escuchó la risa de los niños enamorados e hizo que su corazón hirviera con sentimientos afables y supo que extrañaba su tierra nativa y a su esposa, aquella Mujer Dominante que tuvo que dejar por razones religiosas. Pero no importaba. Había encontrado vida llena de esperanzas en el Imperio, y aquí, había establecido su vida y había conocido a la familia de Eromes. Y ahora, con ellos de nuevo, con Manchego, se sentía completo y con la vida llena de propósito. Rufus llegó a estar a su lado y lamió su mano, y con los ojos cristalizados se agachó a estar junto con el canino que tanto apreciaba, hijo de Fusuf, canino que llegó a apreciar del mismo modo. Acarició su cabeza repetidas veces e hizo un masaje detrás de su oreja. Rufus lamió su rostro, gesto que reafirmaba la tenacidad de la unión. A eso de las cuatro de la tarde Manchego estaba finalizando su trabajo en el campo. Hubieron varios eventos que lo hicieron dudar de la veracidad del sueño que tuvo antenoche, entre ellos el encontrar pasos de pies descalzos en la plantación de trigo, y más aún, el haber encontrado aquel círculo limpio de trigo, en donde en el centro reposaba una fogata carbonizada, rodeada por dos troncos de madera. Manchego no estaba seguro si Balthazar estaba consciente de este sitio, y quizá no lo estaba, porque a lo mejor y su primer orden hubiese sido de ir a sembrarla de nuevo. O quizás Balthazar si conocía este sitio, y simplemente se estaba haciendo el loco. ¿Pero por qué razón Balthazar se estaría haciendo el loco? Entró al establo y empezó a acicalar a los caballos, sintiendo los ojos intrigantes de Sureña y de Granola, que lo ojeaban de arriba hacia abajo, como validando su autenticidad. Pero desde aquel día que fue el evento frente a casa de Ramancia y que Sureña expuso su fuerza y violencia, el lazo entre Manchego y los caballos había aumentado a ser uno íntimo y enrarecido. Íntimo porque era entre ellos una comunicación existencial única, enrarecida porque estaba casi seguro que ni los caballos ni él comprendían la naturaleza de tal relación. Sureña se miraba tan dócil y mansa, contrario a Granola, y fue Sureña quien expuso su máxima fuerza, habiendo matado a varios soldados, cosa que nadie podría imaginar de tal caballo blanco elegante y pulcro. Los pensamientos que dudaban la veracidad del sueño que tuvo regresaron en ráfaga, y Manchego no estaba seguro en el camino de acción por tomar. La primera parte del sueño la comprendía por completo, y ahora, estaba seguro que la había vivido, aunque no estaba seguro porqué es que le era privada esa memoria en tiempos atrás. El pasillo por donde entró aquella vez a casa de Ramancia era en lo único que pensaba, como algo impuesto por su mente, como si fuese algo de vital importancia. Se recordaba de haber visto adentro de la casa de Ramancia, aunque lo detalles eran realmente escuetos. Lo más relevante que recordaba era un espejo. Espejo que perteneció algún día a una tal Reina Negra del Abismo de Morelia. Un espejo que hablaba de cosas porvenir, según Ramancia, y tenía muy en mente que este era el objeto de su interés, por alguna razón cual le era privada aun. Pero por siempre la parte más extraña del sueño era la aparición de aquella presencia en su habitación. La cual había perseguido luego de asustarla, yendo a penetrar las plantaciones de trigo, en donde se encontró en un área limpia de espigas a dos seres, uno de ellos encapuchado, y a Mowriz, con rostro pálido, pero con buenas intenciones. Cosa rarísima. Y este ser encapuchado, tenía cabeza de búho, y no cualquier búho, aquel búho negro que había visto en el cementerio, con aquellos ojos amarillos penetrantes. La creación del vórtex y su pasaje a través del mismo no lo comprendía, menos aún porqué es que Mowriz lo estaba ayudando, incluso guiando. Y estando en otra realidad, se encontraron a un cadáver de tres cabezas que quiso morder a Manchego, pero que Mowriz lo defendió con su vida, entregándose a la lucha. Y luego de vencer al cadáver avanzaron a la puerta, donde calló muerto por una flecha, y Mowriz lo estaba lamentando como infante lamenta a su madre. ¡Pero qué cosa más rara! ¿¡Mowriz!? ¿¡De dónde diablos Mowriz tan servicial!? ¿¡Qué significado pudiese tener esto!? Y esa carta, invitando a Manchego a estar en casa de Ramancia a las seis de la tarde, ¿quién la habrá dejado sobre su mesa de noche? ¿Habría sido aquella presencia, la presencia siendo Mowriz? ¿Sería alguna emboscada? Pero todo tenía un sentido morboso de estar conectado y entrelazado, como si Mowriz supiese que Manchego debía de ir a casa de Ramancia por su inagotable interés por encontrar el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia, o algo por el estilo. ¿Y cómo diablos iba a saber Mowriz esto? ¿Quién le habrá dicho? Y de haberle dicho, ¿¡por qué lo habrá hecho y con cuales intensiones!? Manchego estaba agitado. No sabía qué hacer. Las seis de la tarde estaban pegando. Quizá debía de consultar con Lulita. No. No podía consultar con Lulita. Lulita le diría que estaba loco, no solo por sus sueños, si no por querer ir al pueblo a las seis de la tarde, a casa de la bruja de Ramancia. ¿Por qué no ir de día? ¿Con sol? ¿Quizá le diría a Balthazar? Pero no, Balthazar no podría saberlo tampoco, porque estaría metiéndose y dándole consejos y quizá le haría evitar este encuentro que sentía que debía de forjar, por más tonto y por más aventurado que estuviese pareciendo. El llamado de ir a casa de Ramancia fue demasiado fuerte, y tomando una súbita decisión, tomó un machete, lo envainó, y lo amarró a la montura que puso sobre el cuerpo de la Sureña. El caballo blanco no estaba extrañado ni asustado, más bien, estaba invitando a Manchego a realizar su misión, como si ella también estuviese enterada del chisme. Sin previo aviso, y con el corazón prendido en llamas, Manchego y Sureña salieron disparados hacia el pueblo. El cielo estaba tomado por nubes grises de dos colores, por la cual luz aun logra filtrarse por las nubes más claras, pero que por las nubes más oscuras la luz era imposible pasar. Consecuencia a esto la tarde estaba oscura y mórbida, las nubes en forma de miles de cadáveres recostados unos sobre otros, los de abajo intentando sacar los brazos para alcanzar las porciones más altas, pero el acumulo era vasto y espeso, por lo que aquellos cuerpos que se figuraban en nubes se lamentaban con un sollozo mordaz, equiparado en un trueno silente del cielo, que con su estrépito, llevó las ondas de llanto a flotar por la tierra entera, en anuncio de la ocurrencia de una tragedia. Manchego pasó la Avenida de los Finqueros y se introdujo a Los Encuentros, en donde cabalgó a toda fuerza hacia la garita Saliente del pueblo. La visión era de esperpento. Caos estaba reinando en el pueblo. El desorden un halago a lo que estaba por vivir. Cientos de cadáveres estaban arrojados sobre y a lo largo de la Garita Saliente. No eran cuerpos de soldados, pero más bien, los cuerpos de pueblerinos aventados, aparentemente, cuerpos de aquellos que buscaron escaparse y que en vista de su traición, los labradores del Alcalde rápido los machacaron. Las garitas estaban llenas de inmundicia, cuervos flotando en áreas cercanas, buitres aprovechando del bufete, otros carroñeros aprovechando del banquete. La vista no desmoralizó el corazón de la Sureña, pero si el de Manchego, quien no podía creer lo que estaba viendo. ¿A qué hora? ¿A qué hora sucedió todo esto? ¿Por cuál motivo tan de pronto todo se ve en decadencia? ¿Con qué razones? No hacía sentido. El panorama no le hacía sentido. Al pasar junto a los cuerpos, lágrimas rodaron por el rostro de Manchego. Lágrimas de incredulidad, pero pistas del caos que estaba reinando en el pueblo era algo evidente. Pero también escuchó sonidos de la esperanza, ruidos de una lucha sucediendo a no muy distante el paso. Cabalgaron entre el Sector Pobre, basura y desecho por doquier, el ruido de lucha haciéndose cada vez más y más fuerte. Manchego vio a un grupo de pueblerinos, quizás mareros, quizás no, o quizás en el esfuerzo estaban unidos, luchando contra una horda de soldados que parecían luchar con los látigos del infierno a sus espaldas. Manchego siguió de largo, evitando incluirse en el conflicto, pero notó que el paso de un caballo blanco, bello, galante, llamó la atención de sobremanera a unos soldados, que rápido corrió la palabra entre ellos de un intruso en el pueblo. En varios sitios encontraba Manchego a refugiados cuidando de sus puertas, casas pobladas por cientos de personas, que juntas estaban formando la resistencia. Los pueblerinos miraban hacia afuera con curiosidad, viendo a aquel jinete de caballo blanco pasar como luz de la esperanza, a algunos subiéndosele los ánimos, a otros haciéndoles brotar lágrimas, porque serían ya meses que no percibían la belleza del mundo en sus ojos. Manchego penetró al Sector Medio en donde las casas estaban tachonadas todas con tablas de madera, algunas otras con uno que otro agujero entre las tablas por donde ojos curiosos miraban a Manchego pasar entre las calles, montando al caballo blanco. No había nadie en la calle, y aparentemente, la campaña de represión estaba siendo más que eficiente. Los cadáveres en este sector eran menos, pero aun, se presentaban entre veces, quizá lo más impactante, una estaca puntiaguda con una cabeza degollada ensartada sobre esta. Manchego vio al rostro ensartado en la estaca. Cometió el grave error, pero lo vio, el rostro estaba agónico, en clemencia, sus ojos fijos al cielo, lleno de moscas y de larvas que lentamente consumían su carne. Esto era indicios de un infierno. Manchego escuchó pasos, pasos de gente corriendo. Corriendo sobre piedra. Y no pasos ligeros, si no pasos pesados de botas metálicas de soldados. Y no se trataba de uno, más bien de varios, quizás dos divisiones de seis soldados cada una. Cosa seria, porque cada soldado lleva consigo una lanza y una espada, suficiente para hacer picadillo de Manchego y su caballo blanco. Justo en la avenida en donde las calles adyacentes estaban por juntarse, fue que Manchego presintió el peligro inminente, y urgió a Sureña a cabalgar más rápido. Una lanza pasó zumbando al lado de su oreja, y Manchego volteó a ver hacia atrás, donde ya doce de los soldados lo perseguían corriendo a su máximo potencial. No ganaban distancia, pero tampoco se quedaban atrás, cosa rara, porque incluso Sureña trotando hubiese dejado atrás a cualquier hombre, pero estos soldados estaban potenciados con alguna malicia. Fue pronto que llegaron al parque central, dado que, Manchego se ubicaba mejor desde este punto para llegar a casa de Ramancia. Lo que vio en el parque central palpitó su corazón con una tristeza irremediable. Miraba a la estatua blanca del dios Alac Arc Ánguelo, dios de la luz, lleno de excremento y sangre, con mendigos durmiendo a sus pies, y para su desgracia, le habían cortado la cabeza. Manchego sintió tal enojo, tal tristeza, que en ese instante, y sin el saberlo, soltó un pulso de luz blanca y divina. El pulso infectó a Sureña con la urgencia de defender a la cría y llamas prendieron en su corazón. Vapor emanó de sus narinas, el corcel guerrero convocado desde su alma. Otra lanza pasó muy cerca a Manchego, algo que lo hubiese perforado desde la espalda, y la Sureña, potenciada, volteó a ver al grupo de doce soldados corriendo hacia ellos con máxima fuerza. Sureña no fue lenta ni amargada al aceptar el reto, y con el corazón en llamas se dejó ir al grupo de soldados, quienes, organizados, rápido tomaron posiciones de una falange, con las diez lanzas restantes apuntando hacia el pecho del caballo en carga, parte trasera insertada en el suelo, creando una estaca donde la Sureña no podría avanzar, más bien, cabalgar a su muerte. Manchego quiso girar a la Sureña, pero esta, tomada por la pasión de derribar a sus enemigos dio carga, y a no más de cinco metros de hacer colisión con el grupo de soldados en espera, Sureña hizo un giro drástico y rechinó, elevando sus patas delanteras en desafío. En ese preciso instante hubo una explosión de llamas justo al centro del grupo de doce soldados, y en ese instante una emboscada de pueblerinos salió de las casas adyacentes a matar a los labradores del Alcalde, quienes se sacudían ardiendo en llamas como insectos bajo la brasa. El sonido de metal contra metal fue intenso y con los soldados estando desorganizados, fue suficiente para que la Sureña tuviera un pedazo de acción. Y en carga hacia un soldado rápido lo tuvo bajo sus patas, en donde, como marchando, lo aplastó hasta triturar sus huesos enteros. Luego hizo un giro con sus caderas y a un soldado le reventó la frente de una patada, y a otro lo mismo en el pecho. Los doce soldados fueron vencidos con rapidez por los pueblerinos organizados y el capitán de ellos, un señor moreno, alto, y con barbas mal cortadas, le dijo, «No es recomendable estar a estas horas en la calle mi señor, pero en vista que pudimos, ayudamos con lo que teníamos. Ya hace días que deseábamos emboscar a soldados con el regalito de una bomba de keroseno, pagaron bien esos bastardos. Nosotros nos vamos señor, usted tiene cara que anda en busca de algo, por lo que no le ofrezco venirse a nuestros escondites, donde varios habemos refugiados. Tenemos poca comida y limitada agua, pero somos suficientes para hacer la resistencia. Podríamos usar su dote de jinete, y su caballo se mira como uno de guerra y sin piedad.» Un pueblerino vestido en retazos, con el rostro en furia, y una espada en mano, y escudo en otra, llegó al que hablaba con Manchego, «¡Mi capitán! ¡Han localizado a un gran número de soldados aglomerándose a no más de dos cuadras de esta calle! ¡Dicen que numeran cerca de los doscientos soldados! ¡Es el grupo más grande que se ha conglomerado hasta ahora! ¡Parece ser que algo los ha alertado y están moviéndose en masa!» Otro mensajero llego corriendo al que hablaba con Manchego, este con rastros de sangre ajena y seca sobre sus armaduras de cuero, «¡Mi capitán! ¡Mi capitán! Dos grupos del oeste y uno del este han reportado actividad, ¿¡damos la orden de ataque mi capitán!?» El capitán se volteó hacia Manchego y le dijo, «Mi señor, ¿ha usted escuchado lo que mis mensajeros reportan? ¡Está entonces ahora al tanto como nosotros lo estamos! Escucha nuestras graves penas. ¿A dónde es que se dirige mi señor? ¿Quizás podremos escoltarlo hasta ese punto en vista de la situación que nos acapara?» Manchego se sintió diferente, un caballero por completo, al serle llamado por señor, y con el pecho de fuera y machete en mano dijo con una seguridad que ni él se creyó en el momento, «Voy hacia la quinta avenida y séptima calle, el Barrio la Villa sexta del Nuno, a cinco cuadras de las Amrias Santas capitán.» El capitán lo vio con ojos de curiosidad y dijo acercándose y hablando quedo, «Mi señor, ¿está usted seguro que quiere ir hacia la quinta avenida y séptima calle? Ese Barrio, mi señor, es uno de los sitios en donde nadie quiere poner pie. Como se lo hago saber más fácil, emm, es el lugar que le llaman el endemoniado, hablando de cadáveres que caminan y de un fuerte de soldados imposible de penetrar. Más aun, sobre una de esas casas, hay algún tipo de animal que reposa sobre una de ellas, pero es algo como yo nunca antes lo he visto, como que fuera uno de esos animales gigantes que han visto en los mares, ballenas que se llaman, algo así, pero más oscuro, y más peligroso. No sé que lo lleva a tal punto mi señor, pero si es ahí a donde va, solo puedo darle mi escolta hasta la quinta avenida y sexta calle, en la séptima calle, justo donde se cruza al Barrio Villa sexta del Nuno, ahí mis hombres se quedarán y seguirá usted solo a cuestas de su propia mano. ¿Estamos entendidos?» Manchego movió la cabeza asintiendo la oferta que el capitán concedió con nobleza. Manchego respondió con avidez, «¡Capitán! ¡Su nombre no me lo ha dado!» El Capitán se quitó el casco, y dijo con reverencia, «Porque no me lo preguntó mi señor, y a parte, nunca lo pensé ser importante. Pero ahora que pregunta, me dicen Savarb, el noble. Hijo de Arkaf y Lurias Kómphuros, padres míos ya muertos por esta inmunda sombra que envuelve al pueblo. ¿Y el suyo mi señor?» «Manchego, hijo de…», pero se vio Manchego en la imposibilidad de responder a quienes eran sus padres, ya que no tenía ni la menor idea de quienes eran ellos. «…nieto de Eromes El Perpetuador y de Lulita, proveniente de la Finca el Santo Comentario.» Savarb se hincó ante Manchego, «Ahhh… mi señor. Mis respetos por mi discordia y mis disculpas por mi falta de educación. Pero, bueno mi señor Manchego, nuestro brillante jinete, hemos de partir. Que nos agobian tiempos y agravios nunca antes vistos. ¡Andando!» Savarb empezó a dar órdenes, «¡Vamos a movernos en apuros y a graves tintas! ¡Necesito un equipo de escoltas, aptos para defender al señor y jinete Manchego, fino guerrero del linaje de nada menos que Eromes el Perpetuador! ¿¡Quiénes son voluntarios a escoltarlo en su misión!?» Al principio reaccionaron dos hombres, uno de ellos acercándose a Manchego, «Yo fui cliente directo de tu abuelo, juntos sembramos en campos y cuidamos de Fincas. Yo lucharé a tu lado señor Manchego.» Otro de ellos, un joven de no más de quince años, «Yo conozco a Doña Lulita, y a su lado voy a luchar señor Manchego, Maslon a su servicio.» Y así, uno tras otro se conglomeraron once hombres, todos ellos con el rostro embadurnado en suciedad, barbas mal cortadas, excepto uno de ellos que llevaba una capucha puesta sobre el rostro, cuyo personaje llamó la atención de Manchego inmensamente, pero por la prisa del evento y las circunstancias dadas, no pudo más que meramente aceptar su presencia y avanzar en proa de su misión. El hecho que le estuvieran llamando por señor y por jinete hizo que los humos de Manchego se elevaran. Aunque no sabía maniobrar una espada ni cabalgar como guerrero, bienvenidos fueron los comentarios de Savarb, quien lo hizo lucir como el épico guerrero, pero fue bueno y suficiente para inflamar su corazón de vitalidad y fuerza. Savarb gritó de nuevo, «¡El resto de hombres asuman los puestos de defensa y no dejen los cuarteles por nada. Yo regreso en unos minutos, tan solo vamos a escoltar a nuestro señor en mano.» Un pueblerino, alto y con barba, dijo, «Mi capitán, ¿y qué hacemos con la masa de soldados que se aglomera a unas cuadras?» Savarb contestó con austeridad embadurnada en su semblante, «Esperamos a que se dispersen las ratas que buscan mascar de vuestras carnes, que de igual modo no hay mucho que podremos hacer contra tal fuerza más que mitigarla por cuanto tiempo sostenga la fuerza. Es mejor que les demos pequeñas emboscadas, bocadillos meramente, y esto desde los techos con bombas de keroseno, que enfrentarnos cara a cara y darles nuestra entera faz en regalo, que de esa forma y sin duda nos mascarán entre sus fauces mugrientas.» El soldado respondió, «Muy bien capitán. Que los dioses vayan con vosotros.» Manchego estaba impresionado con el nivel de resistencia que se había formado, incluso, con el grado de organización con que estaban funcionando. Así mismo, estaba impactado trágicamente con la violencia a la cual el pueblo había escalado, que tal cosa jamás se hubiese imaginado posible por pasar. Lastimosamente, notó también que eran muy pocos los voluntarios a luchar y hacerle la resistencia a los labradores del Alcalde. Quizá la mayoría estaban en casa, velando por sus familias, entre miedo e incertidumbre, esperando la llegada inminente de la muerte o la salvación. Savarb escuchó el marchar masivo de los doscientos soldados reunidos a unas cuadras, sus botas marchando contra la piedra era el tambor equivalente a las campanas de la muerte, resonando profundo en el corazón de los hombres, entre ellos Manchego, quien empezaba a comprender la magnitud de fuerza que un grupo conformado por doscientos labradores del Alcalde pudiese impartir, funcionando esta como una unidad letal. Equivalente a doscientas lanzas y doscientas espadas, cada uno de ellos funcionando con la eficiencia de esclavos, con los látigos del infierno abatiendo sus espaldas. Y aparentemente, era la primera vez que soldados se reunían en tal masa, como si estuviesen cobrando fuerza. Savarb siguió explicándole a Manchego el plan de acción, «Nuestro mejor chance es movernos juntos, pero a desnivel, ¿comprendes? Nosotros nos iremos por los techos de las casas, seis de cada lado de la calle. Cada uno de estos hombres es apto con las flechas, y de las alturas podremos lanzar bombas de keroseno. Enviaría a mi gente a pie con usted mi señor, pero temo que ir a pie es muy peligroso y somos víctimas fáciles para los soldados. Temo que irá a solas. ¿Usted no lleva una espada mi señor?» Manchego no supo que decir mientras sostenía el machete entre la mano, como si no fuese suficiente. Sintió que quizá es mejor decir que había botado su espada en medio de toda la conmoción, «Si mi capitán, pero la extravié cuando hubo lucha. Su bomba de keroseno me distorsionó y supongo que se salió de mis manos, y tuve que recurrir a mi machete.» Savarb le respondió entre penas y apuros, «No aguarde mi señor, tenga usted está espada, yo consigo otra más tarde. Por ahora, de igual modo, vamos a usar arquería y bombas de keroseno, aunque de esas temo que solo dos más llevamos, por lo cual tendrán que ser utilizadas con precisión. Que los dioses vayan con usted, así como nosotros estaremos velando por su paso. ¡Vamos!» Savarb dividió a los hombres, cinco que se fueron con él, y seis que se fueron hacia el otro lado de la calle, pero uno de ellos no estaba siguiendo las órdenes de Savarb, «¿Qué crees que estás haciendo? ¡Dije ya que nadie se va a pie! ¡Que es muy peligroso! ¿¡Qué no me oyes!? ¡Haz lo que quieras soldado, pero te lo advertí, bruto…!» Esta persona desobediente, para sorpresa de Manchego, era aquella encapuchada, quien simplemente permaneció a unos metros de Manchego, sin decir algo, o tal vez sí estaba diciendo algo, aunque no lo escuchaba con claridad. Manchego empezó a moverse hacia su destino y de inmediato el encapuchado corrió tras él con velocidad considerable, corriendo al lado de la Sureña en trote. Manchego se impresionó de la tenacidad con la cual corría este ser encapuchado, quien no se apartaba de su lado por nada. Este corría con una larga espada cruzada por la espalda. La capa del encapuchado se mecía con el viento, pareciendo ser una sombra con alas nocturnas y negras. Quizás lo impresionante era que no parecía fatigarse con el trote. No parecía ni respirar. Llegando a la cuarta avenida se escucharon pitos resonar a una distancia cercana, y botas se escucharon marchar. En ese instante una lanza voló cerca de la oreja de Manchego, quien en ese instante soltó un pulso de luz blanca y divina, con el cual Sureña cobró furor, y el encapuchado pareció responder al llamado de luz divina, y se prepararon para un enfrentamiento. Entre la oscuridad creciente, es miraba a una distancia un grupo de soldados formar una falange, una pared de escudos, listos con las lanzas apuntando al pecho del caballo. Pero en ese instante hubo una explosión y decenas de flechas volaron entre el aire a zumbido grueso. La falange organizada de los soldados fue interrumpida, y a pura flecha y fuego fueron cayendo uno por uno los labradores del alcalde. Sureña cobró pasión y se incluyó entre la masacre, partiendo cráneos a patadas, Manchego tirando de la espada a como diera lugar. Pero lo impactante era el encapuchado, quien produjo la espada de su espalda, y como con una bruta fuerza y belicosa aplastaba a sus enemigos a uno por uno, nunca separándose a más de un metro de la periferia de Manchego. Era como si moviese mares con cada masivo ataque, zumbando enemigos y previniendo a toda costa, fuese cual fuese el precio, que se acercase un enemigo al jinete apreciado. Los soldados fueron pronto vencidos y prosiguieron el camino, Manchego urgiendo a Sureña que no cabalgase tan rápido, el caballo bélico y saturado de furor queriendo unirse pronto en batalla. Ya iban por la quinta avenida, pasando por la quinta calle, cuando otro grupo de soldados se hizo presente, pero estos no estaban esperando a Manchego, sino más bien, luchaban contra insurgentes que los habían emboscado de las casas adyacentes. Manchego aprovechó el momento y en sorpresa hizo carga con la Sureña en máxima potencia, el encapuchado nunca separándose más de un metro de la periferia de Manchego. Y se unieron a la masacre. Pronto fue que ayuda provino del techo con decenas de flechas volando hacia pechos y cráneos de soldados, quienes caían a su muerte. Pero pronto hubo una confusión, gritos se escucharon en el techo, y alguien gritó en pánico, «¡Cuidado! ¡Salen de la terraza!» Y hubo una explosión sanguinolenta, vapor de víscera evocado, la última bomba de keroseno que reventó entre las manos de algún soldado desafortunado. Soldados habían invadido la casa, vencido la resistencia, y ahora estaban derribando a la escolta que acompañaba a Manchego, y entre la sorpresa que dieron los soldados a los insurgentes en las casas, fue que uno de los rebeldes dio luz a la mecha de la bomba, pero con tres lanzas atravesando su pecho antes que esta pudiese ser lanzada, rodó por su brazo a caer al suelo donde luchaba con sus camaradas, y ahora, estos ardían entre las lenguas del fuego. Manchego creyó escuchar la voz de Savarb entre la batalla, pero no estaba seguro. Y su corazón se estremeció de la pena. El balance de la lucha fue favoreciendo lentamente a los soldados, a pesar que el encapuchado seguía abatiendo a los malhechores sin detenerse ni para tomar un suspiro. Pero Manchego debía de seguir adelante, no podía quedarse en medio de la lucha, pero fue en ese instante que una persona le tomó por la pierna con fuerza, y asustado creyéndole ser un soldado, se alivió al verle el rostro ensangrentado, era Savarb, «¡Mi señor! ¡Váyase! ¡Cabalgue con fuerza y no se demore con nosotros! ¡Este es nuestro destino! ¡El suyo está a no más de dos calles de esta! ¡Vaya con los dioses!» Y Savarb se sumió entre la lucha al unirse en un duelo por a la muerte con un soldado, y Manchego no fue ni lento ni perezoso y rápido cabalgó con toda fuerza, evadiendo golpes y esquivando lanzas que quisieron punzarlo contra la pared. Fue dejando el ruido de la batalla por detrás, ahora el único ruido siendo los cascos de la Sureña golpeando el suelo con cada uno de sus pasos. Pero algo en su ser empezó a lamentarse y quiso volver a la lucha y ayudar a Savarb. Pero supo que sería inútil hacerlo. Tenía una misión, aunque no tan clara como quisiera tener la meta de tal. Justo al inicio de la séptima calle, dio alto a la Sureña, quien percibió lo mismo que Manchego. La sombra macabra y rellena de malicia. Aquella presencia asquerosa, mordaz, moribunda. Y justo sobre una casa del Barrio de la Villa sexta del Nuno, un animal negro y gigante, amorfo, sin caras, quizás con miles, reposaba como una gigante plasta sobre esa casa misma. Y de su faz brotaba una luz extraña que formaba una esfera de luz y nubes grises oscuras, iluminadas por una luz blanca y morbosa, como electricidad, emitida por aquella cosa que reposaba sobre la casa desdichada. El encapuchada llegó a estar junto a Manchego, cosa que no comprendió, porque de haber sido uno de los de Savarb y se hubiese quedado con ellos. Pero aparentemente, no lo era, y dijo, en voz clara e inconfundible, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.» En ese instante el encapuchado se retiró la capucha y su rostro fue uno inconfundible. Era, sin lugar a duda, Mowriz. Pero este estaba raro, su rostro era más pálido de lo usual, y sus ojos estaban como muertos. Mowriz, extrañamente, se hincó ante Manchego y volvió a repetir las palabras, una y otra vez, como si estuviese poseído por alguna fuerza. No estaba seguro quien había escrito la carta que aquí lo trago, si Mowriz, o alguien más. Pero Mowriz era el único presente en ese momento, por lo cual, quizá había sido él. ¿Habría sido él quien estuvo antenoche en su habitación? No supo decir, y no supo si el sueño había sido realidad o no. Pero todo apuntaba a que había sido cierto, pero quizás, en alguna otra dimensión. Lo cierto era que algo entre la casa de Ramancia, justo en esta calle, lo estaba llamando con una fuerza suficiente para hacerlo vencer el miedo que sentía ante la presencia de aquella sombra negra y mordaz. Y no le quedó de otra más que aproximarse a ese sitio donde sabía que entraría a la casa de Ramancia, el pasillo por donde aquella vez, hace meses, evadió a Mowriz y a sus pandilleros. Sintió raro haber pensado en eso, porque Mowriz estaba ahí, ¡con él! ¡Ahí! ¡Ahí mismo! ¡Hincándose ante Manchego y con noción de estar muerto! ¿¡Que cosa más morbosa era esta!? No comprendía Manchego. Estaba confundido más de lo que creería poder confundirse. Pero algo permanecería cierto por el resto de los tiempos, y eso es la indiscutible lealtad que Mowriz presentó ante Manchego, defendiéndolo sin importarle la muerte. Manchego empezó a moverse, pero la Sureña no quiso seguir adelante. Ella también había puesto su límite. Manchego no vio más opción que desmontar el caballo de guerra, y con suma desconfianza afrentó a Mowriz, quien seguía hincado, rezando sus palabras tan extrañas, una canción tan inusual, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.» Manchego lo observó con detalle, tratando de ver alguna sonrisa, o de percibir algo que desmintiese este juego, pero no pasó nada, y luego dijo un tanto perturbado, «Ya basta… no es chistoso.» Pero Mowriz continuó. Sintió rarísimo estarle dando órdenes a esa persona que tanto tiempo lo había hostigado. «¡Que basta te dije!», gritó Manchego entrando en furia. Mowriz se puso de pie inmediatamente, Manchego cubriéndose el rostro, pensando que en ese momento Mowriz entraría en sentido y ya lo estaría abatiendo a golpes. Pero no pasó. Mowriz se mantuvo en silencio, su mirada perdida, esperando. ¿Esperando a qué? Manchego le dijo, «¿Qué te pasa? ¿Realmente crees que voy a creer que estás de mi lado?» y Mowriz respondió, con una voz muerta, «Sol solecito…» Manchego se enojó, y soltó otro grito, «¡Mowriz! ¡Ya basta! ¿¡Qué te pasa!?» «Sol solecito…» «¿Qué quieres de mí?» «Sol solecito…» «Cállate!» Mowriz hizo silencio. «¿Ahora habla bastardo! ¿¡Qué quieres de mí!?» «Sol solecito…» «¡Qué me digas!» «Sol solecito…» «¡Ya basta con eso! ¡Dime!» «Sol solecito…» Manchego perdió la paciencia y empujó a Malabrad con toda su fuerza, quien calló al suelo, pero sin alguna expresión facil, tan solo regresó al lugar en donde estaba y siguió diciendo en susurros, «Sol solecito…» «¿¡A quién buscas!?» «Sol solecito…» Manchego sintió algo extraño surgir entre su ser, y dijo reventando del enojo, «¡Te voy a dar una buena paliza si sigues así Mowriz! ¡Ya no es chistoso!» Mowriz tomó su espada y se la ofreció a Manchego, «Sol solecito…» «¡No quiero tu espada vil serpiente! ¡Dime!» Mowriz retiró su espada y dijo, «Sol solecito…» Manchego entró en furia y le gritó, «¡Cállate villano!», soltando al mismo tiempo una bofetada seca al rostro de Mowriz, Manchego notando al contacto que la piel de Mowriz estaba exageradamente fría. Pero ante el asalto, Mowriz tan solo respondió, «Sol solecito…» «¡Qué calles rata inmunda!» y Manchego soltó ahora un puño solidó a la nariz de Mowriz, de donde sangre salió en un diminuto río negro. Mowriz respondió sin deterioro en su voz ni su semblante, «Sol solecito…» «¡Qué calles desgraciado!» y soltó Manchego una patada al estómago de este ser que parecía estar poseído, que por toda noción era Mowriz. Pero Mowriz ante el asalto continuo volvió a responder, «Sol solecito…» Manchego no daba una más por este ser, y le dijo «¡Ándate al infierno!», y en ese instante Mowriz empezó a caminar hacia donde estaba aquella sombra, en donde quizá, estaba la casa de Ramancia. Manchego se sorprendió de ver la obediencia de Mowriz, quien a pesar de haber recibido numerosos golpes de su enemigo perjurado, aún seguía como si nada estuviese pasando. Y no solo esto, estaba siguiendo sus órdenes al pie de la letra. Algo estaba muy mal con Mowriz. ¿Quizá estaba poseído o había entrado en algún razonamiento imbécil? Pero fuese lo que fuese, estaba siendo complaciente con Manchego, y no había forma de hacer que se largara, y no podría matarlo, no cuando fue Mowriz quien lo defendió en contra de los enemigos, incluso, dio su vida por la de Manchego, puso antes a Manchego que a sí mismo, como si fuese su guardia personal. Manchego siguió con cautela a Mowriz, siendo Manchego el miedoso que se aprovechaba del coraje aparente de Mowriz, quien caminaba hacia aquella sombra sin algún delirio, sin temor, ciego ante las órdenes dadas. Manchego casi se abrazaba a las piernas de Mowriz, incluso estuvo tentado de decirle que lo llevase cargado entre sus hombros. Pero no, sería una vergüenza eso. Lo cierto es que caminaba muy pegado a la espalda de su aparente siervo, tornándose paranoico, volteando a ver hacia atrás cada de vez en cuando, más en cuando qué de envés, viendo de lado a lado, temblando, miedoso, sin saber cómo reaccionar, sin saber qué decir, temblando, sin hablar, siguiendo a Mowriz sin querer separarse de él. Sus ojos llegaron al punto de arder, porque no lograba cerrarlos por miedo de hacerlo, pensando que durante el parpadeo y quizá alguien o algo pudiese aparecer entre la tenebrosidad. No quería cerrarlos por nada. El miedo a que hubiese algo entre la sombra de la noche entrante era algo que le causaba pavor. Porque de noche surgen siempre aquellos depredadores nocturnos, y así como Savarb lo dijo, quien sabe que sombra cruza la noche, qué clase de animal del infierno, de los escombros más profundos de la tierra, donde la noche gobierna y los diablos predominan, en esos remotos lugares donde la noche nutre esos come almas que no duermen. Algo había entre esa sombra que brillaba entre la esfera de nubes y luz eléctrica, y no tenía la menor idea de que pudiese ser, pero por el lúgubre sentimiento que dejaba el momento estaba seguro de que era algo malicioso. Esta era aquella sombra que se le apareció a Lulita, y algo estaba haciendo esa misma en casa de Ramancia, así como lo estaba aquel otro día en la estancia. Un terrible augurio corrió por su espalda con espinas de carroñera mordida. La oscuridad alrededor de ellos aumentaba con cada paso dado, como si fuese una sombra devoradora de luz en lo absoluto, puesto que las casas adyacentes lentamente se iban desvaneciendo, como quedando olvidadas entre algún abismo de distante alcance. Manchego sentía a una eterna sombra gobernar, como si no hubiese fin a su torturante presencia. El único foco posible entre tal negrura englobante era aquella cosa, esa magnánima fiera que reposaba sobre la casa de Ramancia, iluminada por la esfera de luz eléctrica que rodeaba a algo eternamente maligno. Y esa luz titilaba, como los rayos del cielo que intermitentemente pulsan a dar luz chasqueante y paralizadora que pasma ojos y aterroriza almas. Esa luz gobernaba en aquella terrible sombra en chispazos errantes y esporádicos. El silencio se tornó abrumante, al punto, donde el único ruido perceptible era el de los pasos de Mowriz y de Manchego, y el ocasional soltar de un chasquido de luz que resonaba como eléctricas ondas destellando su música. Aquella sombra sobre la casa de Ramancia fue tomando forma mientras se acercaban a ella, y se trataba de una masa amorfa, justo como lo había descrito Savarb, como una especie de animal gigante y mordaz, quizá con una o mil cabezas, que reposa su malicia sobre la casa de Ramancia. Pero lo que falló en describir Savarb fue aquella esfera de luz eléctrica con una tormenta por dentro, y ahora que estaban más cerca, era posible discernir la figura de una persona entre esa esfera, aunque esa persona estaba en una posición fetaloide, como esperando a nacer de ella. El ambiente se fue tornando depresivo, a punto, que la sombra realmente los empezó a devorar. Manchego vio hacia atrás, y no había más visibilidad que la nada de la negra sombra que los acaparaba. Y la sombra negra que reposaba sobre la casa de Ramancia, cuya casa se miraba exclusivamente por la luz destellada por aquella esfera maliciosa, producía sentimientos de asco, disgusto, depresión, malicia, negatividad, desgracia, porquería, inmundicia, blasfemia, herejía, ennegrecida, lacra, lúgubre, lóbrego, mordaz, murria, muerte, muermo, malicia, mortal, mugriento… Manchego no podía ver bien, se sentía mareado, lento, eternamente aturdido. El mundo simplemente cesó de ser algo apreciable, más aun, solo tuvo ganas de dormir y echarse en el suelo y dejar que todo pasase a cómo debía de serlo. Empezó a desistir. Ya no quería seguir. Solo deseaba estar a solas, y morir en paz. Caer, y caer, y caer. Tal la detestable depresiva fuerza emanada de tal sombra. Tan solo deseó decaer como la hoja de otoño que se desprende del árbol, donde ya nada más importa, nada más importa, nada más importa. Sostener sus palabras, nunca más decirlas, y nada más importa. Dejarse, soltarse, encontrarse en un estado de idiotez y vencerse, si, eso es, vencerse, esa es la cosa que deseaba, esa cosa, decaer. ¿A quién le importa? ¿Qué importa? ¿Por qué importa? Estaba triste, triste al punto de derramar lágrimas. Y lo hizo. Derramó una, dos, cantaros de lágrimas que no iban acompañadas de un rostro deformado en tristeza, sino meramente las lágrimas efluían de su rostro libremente. No sabía exactamente porqué lloraba. Solo sabía que estaba triste, pero su rostro no lo manifestaba. Triste. Dejadez. ¿Qué importa? Nada importa. Fue en ese instante cuando Mowriz le dijo, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano. ¿Sol solecito?» En ese instante Manchego soltó un pulso de luz blanca benevolente y se sintió aliviado de los males que lo acaparaban. Aparentemente la sombra lo estaba jalando a la depresión, y quizá, a la muerte. Una trampa astuta de invadir la mente con veneno. Pero Manchego, nuevamente, se vio salvado por Mowriz. Entre su mano, Manchego apretaba la Nuez de Teitú con ahínco, y ahora, estaba muy consciente de estarlo haciendo, y no le extrañaba del todo tenerla apretada entre la mano. Lo que sí le extrañó, fue su incapacidad para comprender el porqué del apretar la Nuez de Teitú. Pero tal tema debía dejarse para alguna otra ocasión, y por ahora, otros temas ocupaban su mente. Algo se movió entre la sombra. Algo se movió… entre la sombra. Algo… ¡se movió entre la sombra!...A donde la vista ya no lograba penetrar, ahí, algo se movió… astuto, ágil… veloz. Algo que daba miles de pasos y soltaba miles de voces, pero las voces eran quedas e ininteligibles. Y los pasos se fueron haciendo cada vez más recios. Caminaba hacia él… El pulso de luz blanca que Manchego emitió pareció alterar a algo entre la sombra, quizá una trampa puesta por el creador de esta inmundicia. Y en ese preciso instante Mowriz produjo la espada que llevaba con sí, y siguió caminando como si estuviese convencido a luchar hasta la muerte por su amo, sin importar que fuese a pasar sobre su faz. Largos segundos de tortura pasaron. Los pasos incrementando cada vez. Voces. Silentes voces gritando algo. Agonía. Total agonía. Desasosiego absoluto. Algo voló por el aire, casi pegándole a Manchego, si no fuese porque Mowriz lo movió de su lugar. Esa cosa buscaba golpear, si no es que matar, a Manchego. Ese algo que le fue lanzado desde la sombra, fue algo redondo, y con pelo, y con una boca, y una nariz, y un par de ojos enucleados. Entre la sombra algo se hizo visible. Caminaba cojeando con velocidad astuta. La sombra detallaba muchos brazos, como si fuesen varios hombres. El susto fue grave. Tal, que al ver a esa cosa Manchego soltó otro pulso de luz blanca benevolente sin darse cuenta que lo hizo, potenciando al alma esclavizada de Mowriz, quien cobró furor belicoso. Los ojos de Mowriz brillaron con una luz interna, una flama que no deteriora, y se dirijo a esa épicamente, espada en mano, mirada fija en su destino. Esa cosa tenía más de mil brazos, más de mil piernas, más de mil torsos y mil pechos. Se trataba de una bola gigante de cadáveres que rodaba, pero no por acción propia, sino porque la masa apelotonada y desorganizada de cadáveres, algunos boca abajo, otros de pie, otros al reverso, en completo caos, empujaban con sus brazos y sus piernas, como un organismo creado de los escombros, que buscaba a Manchego para morderlo. Y esos cadáveres andaban sin cabeza, porque las cabezas las llevaban arrastradas en un costal, del cual, brazos producían una de las cabezas y la lanzaba como si fuese un proyectil. Y una, y otra, intentaba pegar contra Manchego, pero Mowriz estaba más que astuto y preparado y en numerosas ocasiones desvió las cabezas con su propio cuerpo o sus brazos, haciendo lo posible para evitar que algo dañase a Manchego, quien con la espada propia hacía el intento por defenderse. Y Mowriz y la cosa se unieron en batalla, aquella masa apelotonada de cientos de cadáveres en un solo organismo satánico rodando en busca de Manchego, y espada de metal empezó a buscar luchar contra miles de carnes. Pero eran demasiados, y los golpes de Mowriz no se comparaban con los miles de puñetazos y arañadas y jalones que pegaban los miles de brazos y piernas del cuerpo de esa cosa, y Mowriz parecía estar siendo masacrado bajo la presión. Y en una de esas ocasiones aquel organismo maldito compuesto de miles de cadáveres sostuvo a Mowriz por un brazo y lo empezó a sacudir de lado a lado, Mowriz lanzando uno y otro espadazo hacia aquella masa, cortando brazos y piernas, pero sin aliento, y pronto fue que entre la fuerza de miles lograron arrancarle el brazo a Mowriz, de donde sangre fluyó en un diminuto chorro. Mowriz en una de esas se venció al suelo, y quedó paralizado frente a aquella masa. Manchego estaba inmóvil, sin saber qué hacer, con su espada frente al rostro, defensivo, y fue entonces que sin saberlo ni sentirlo soltó otro pulso de luz. Y en ese instante Mowriz cobró fuerza, y poniéndose en pie de un súbito brinco, y con un espadazo al centro de aquella masa, justo en su punto débil de mil corazones apelotonados, logró tocar algo importante de aquella coraza con la punta del metal filudo, y pronto la masa apelotonada de cadáveres se venció ante las fuerzas que ya no la sostenían, y cientos de cadáveres cayeron al suelo, aquel organismo terrible siendo vencido, desparramándose asquerosamente sobre la calle apedreada. Mowriz sin un brazo siguió caminando hacia la puerta de la casa de Ramancia, aun con la espada en el brazo restante, como si nada hubiese sucedido. Manchego lo siguió con máxima cautela, impactado, pasmado, asustado de las cosas que estaba viendo, aun no creyendo que esta era su realidad. La espada la temblaba entre las manos. Sus ojos no cesaban de ver de lado a lado, pavoroso. En ese instante recordó, el sueño que tuvo esa noche. Reconoció, la escena tan similar a la del sueño, pero esta quizá, mil veces mayor en esperpento. Estaban a no más de dos metros de la casa de Ramancia, y efectivamente, aquella sombra brotaba melancolía y odio, y entre la esfera luminosa efectivamente un ser flotaba en posición fetaloide, o algo similar a la forma de un ser, que pudiese ser incluso un espíritu maligno. Manchego ordenó a Mowriz a que avanzara hacia la puerta a probar la manecilla. Con el único brazo restante, Mowriz soltó la espada, estiró su mano, y con terquedad probo abrir la puerta, pero esta no cedió ante el giro de la manecilla, y hasta que Manchego no ordenó a Mowriz que cesara de probar, este dejó de hacerlo. Fue en ese momento que a Manchego se le ocurrió algo, irse por el pasillo por donde había huido de Mowriz aquella vez en el pueblo. Irónico pensar que había encontrado el pasillo por estar huyendo de Mowriz, y ahora, Mowriz había pasado a ser una especie de guardia personal, como hipnotizado. Difícil era creer que Mowriz hubiese cambiado de opinión y hubiese llegado a amar a Manchego con tal reverencia. No, esto llevaba algún arte metido de por medio, algo estaba haciendo que Mowriz se comportara como lo estaba haciendo. Manchego no pudo evitar ver el agujero que marcaba la ausencia del brazo arrancado de Mowriz, ya que ahí mismo no había seña de sangre fluyente, ni de dolor presente. ¿Qué diablos sería Mowriz ahora? Tal pregunta no pudo responder Manchego, más tan solo meramente especular. Pero eso no era lo importante en ese momento, ya que sujetos de mayor importancia incumbían su existencia en ese preciso instante. Ya Mowriz se había demostrado más que leal ante Manchego. Mowriz estaba dando su vida por Manchego, incluso, había llegado a perder un brazo por defenderlo. Y estaba obedeciendo las órdenes sin objetar ni una palabra. Más aun, era raro como Mowriz había perdido un brazo, arrancado por una criatura del infierno, y no había emitido si quiera una queja. Manchego le dijo a Mowriz, «Sígueme, vamos a irnos por otro camino.» «Sol solecito…». Manchego tomó eso como un sí, aunque todas las veces que había preguntado algo a Mowriz esta era su única respuesta. Seguramente no había más en su mente que esa canción tan perturbarte de un sol. ¿Y porque un sol? Cosa más rara. Llegaron a la pared de madera, hecha por tablas verticales adyacentes, en donde el agujero entre bajo una de las tablas hubiese dado paso al pasillo secreto, donde Manchego se escondió la vez que huyó de sus asaltantes. Pero ahora no había indicio alguno que existía tal pasillo. Pero en ese instante, las tablas de madera parecieron transformarse, y dio evidencia de aquel agujero, de la misma forma, como si una ilusión, un hechizo, estuviese escondiendo la entrada al pasillo secreto. Quizás lo mantendría escondido de los intrusos, como soldados y fieras, dándole paso exclusivo a Manchego. Cosa rara, porque aquella vez que entró por este pasillo no había nadie protegiéndolo, ni un hechizo, y cuando Findus lo alcanzó, fue como si nunca hubiera visto a Manchego entrar en él. Sonaba como si ya hubiese estado todo planificado, como si alguien ya lo había estado esperando, al igual que ahora, porque le dieron paso exclusivo, signo que jugaba parte de alguna planificación. Manchego dudó si jugar parte en este plan tan extraño. Pero concluyó que ya estando tan inmiscuido en él y de una forma tan misteriosa, más valía continuar que echarse hacia atrás. Cuando Manchego y Mowriz entraron, hubo un cambio súbito de la temperatura ambiental y de la intensidad lumínica. El silencio estaba muerto. El ruido estaba muerto. La luz estaba muerta. La noche estaba muerta. La vida estaba muerta. La muerte estaba muerta. El pasillo era imposible visualizarlo porque estaba muerto, salvo por tacto que se lograba apreciar las paredes a no más de medio metro de ancho, paredes que estaban ya muertas. El callejón era extremadamente oscuro, pero no con la misma sombra que englobaba las afueras a causa del demonio que reposaba sobre la casa de Ramancia. Aquí la luminidad era diferente, oscura porque no deja el paso de la luz. Entre la oscuridad no lograba percibir rastro alguno de luz, y el cuerpo de Mowriz era visible únicamente por noción y no por algún otro factor. Como la vez pasada que estuvo entre el pasillo, movió su mano frente a su cara de lado a lado, y únicamente percibió el movimiento de su mano al mover el viento alrededor. Bosquejó el área, como intentando encontrar algo para dar un punto de referencia. Pero sus ojos no encontraron luz visible, únicamente, oscuridad completa. La pasada vez que estuvo aquí, la entrada en la pared de madera estaba permeable, por lo que rayos de luz solar del día aun penetraban y daban noción de la dimensión del lugar. Pero ahora, eso no había, porque estaban de noche, y no había forma de moverse bajo la percepción del ojo. Recordaba que la pasada vez las paredes emanaban tristeza y melancolía, como hablando, susurrando algo. Pero ahora, estaban en absoluto mutismo, muertas. Antes el silencio era agradable, y ahora, algo perturbante, como estar ante la presencia de un cadáver ya con días de estar muerto. Anteriormente este lugar le produjo sentimientos de paz y de unanimidad con gloria, de satisfacción y de hallarse entre el silencio, incluso había encontrado cualidades propias entre el silencio tan rotundo que nunca hubiese encontrado en algún otro ambiente, y ahí encontró la potencia de apreciar cada momento de la vida. Pero ahora, rastros de ese silencio cómodo estaba ausente. Porque ya no era cómodo del todo el silencio. Era más bien abrumante, una cosa tan desagradable que no deseaba de estar ahí, ni regresar jamás en su existencia. La soledad era esperpentosa, algo que lo ahuyentaba más que el ruido más estrepitante. Agradecía, aunque extrañamente, la compañía de Mowriz, quien era, por toda noción, un esclavo al hechizo que le habían sobrepuesto, exclusivo a su bienestar y salvación. Manchego empezó a caminar hacia donde sabía que habría una puerta, y si previamente, en este mismo sitio, había dado pasos pequeños y lentos para no tropezarse, ahora muy bien sabía que el pasillo era largo y estaba ausente de tropiezos. Caminaron por largo tiempo, sin llegar a algún fin en el pasillo. Manchego no quiso ordenar a Mowriz que se fuera frente a él, porque no solo sabía que no había nada que temer entre el pasillo, si no también sabía muy bien que la puerta al abrirse no sería cualquier puerta, había que figurarla en mente antes de que esta se hiciese presente, porque es así como la recordaba funcionar. Una puerta mágica bajo toda noción. Y fue preciso a esto, porque Manchego ni siquiera lograba ver, cuando instintivamente produjo su mano y tocó la manecilla, la giró, y estuvieron dentro de la casa de Ramancia. En ese instante Manchego comprendió lo astuto que fue el hechizo de la bruja de Ramancia para almacenar sus memorias. Para que las viera en un sueño, y se recordase de cómo arribar sin problema. No comprendió, no obstante, el porqué. Manchego cerró la puerta luego de que Mowriz entró. El ambiente volvió a cambiar súbitamente. La temperatura era más fría que en las afueras o en el pasillo. No tan fría como para visualizar vapor con cada respirar, pero suficiente para hacer notar que la temperatura había descendido considerablemente. Las paredes del pasillo eran de color rojo claro, peor el rojo estaba deteriorado, con molientes masas de pinturas derrumbándose del techo, del mismo color, y con telas de araña habitando las esquinas anguladas del techo, telas de araña con arañas muertas, y sobre la pared del pasillo cuadros resplandecían sus frescos en pintorescas aventuras y relieves, incluso algunos que no recordaba haber visto la pasada vez que estuvo en este pasillo, salvo uno que recordaba con abrumante sensación. Dos candelabros de bronce oxidado a un verde celeste turquesa colgaban del techo, silentes, sobre los cuales velaban opacas dos o tres velas, de las doce o diez que deberían de estar prendidas en cada una. Las llamas no danzaban a algún ritmo, salvo el ritmo impuesto por su propio perecer. Entrelazadas entre los candelabros había telas de araña, o de gusano, quien podría saberlo, pero estas telas eran más espesas, más turbulentas, hablaban de mayores penas y muertes más silentes, más fuertes, más dolorosas. Manchego no estaba seguro del porqué habían pinturas en un pasillo como este, ahora que bien lo pensaba. Era un pasillo que daba hacia el secreto y oscuro pasillo fuera de la puerta. ¿Posiblemente qué pudiese haber de importante en este sitio como para adornarlo con pintorescas pinturas de cosas tan extrañas? Manchego observó, y le pareció curioso, que detrás de él, había otra puerta, pero esta no sabía a donde daba. ¿Quizás a alguna bodega o algún otro sitio desconocido? Empezó a caminar entre el pasillo, viendo a detalle las pinturas que decoraban al mismo. Una de ellas era claramente un retrato de Ramancia en sus días de juventud, en donde, el artista responsable la había transfigurado con una cabra de color negro, en donde el rostro de Ramancia se fundía indefinidamente con la cabra en diversos puntos, quizá el más relevante de todos siendo los ojos, resplandeciendo una grotesca combinación de humano y animal, un esperpento en perspectiva. La próxima pintura era diferente, pero quizá un poco más perturbante, en donde, se miraba un ejército marchar hacia una falla a kilómetros de distancia, de la cual emanaba verde luz en forma de almas y espíritus, sobre el cielo formado un espiral gigante, como un huracán, hacia donde esta luz y su producto emanaba. Ciertamente el ambiente estaba destrozado, la ciudad hecha pozoles, edificios completamente abolidos, escombros sobre toda la tierra, fantasmagórico y terrorífico el fresco. El fresco adyacente daba origen a una especie de infierno, la misma falla del anterior cuadro, pero vista de cerca, tan cerca que incluso se lograba apreciar el rostro de algunas de las personas que caminaban hacia la falla, las puertas al infierno. Pero eso no era lo más impactante del cuadro, era ver cómo estas personas caminaban desganadas, sin aliento ni gozo, sombras pero personas, quienes se lanzaban hacia aquella falla de cara, sin meter los brazos, ni las piernas para detener su derrumbe, como entregándose a aquella pena, siendo parte de aquella molicie que los consumía como bienes de valor. Emanando de aquella falla la luz verde se proyectaba hacia el cielo, que desde la perspectiva cercana, no se lograba visualizar, pero que aun, como agua hirviendo y vapores que semejan espectros, espíritus flotaban hacia el cielo en donde eran consumidos por aquel espiral de nubes. Más impactante, eran los brazos de muertos ya entre la falla que intentaban alcanzar hacia el cielo, dedos estirándose, luchando por tocar las nubes, manos de muertos queriendo jalar vida, o quizá queriendo regresar a la realidad, o quizá queriendo escapar del demoledor demonio que los estaría licuando en las entrañas del infierno. Sintió Manchego algo más feo que la falta de esperanza, más feo que la muerte, más feo que la inmundicia en su pleno florecer. La próxima pintura era aquella que se recordaba, pero ahora que la vio logró percatar aún más detalles que la pasada vez, y un escalofrío corrió por su cuerpo mientras sus ojos bosquejaron el fresco: Un lamento se produjo del abismo más profundo de ese infierno, y aunque la misma escena de la falla de luz verde y almas en perdición, ahora se detallaba a una figura alta y bella, eternamente maliciosa, de intensiones funestas, de cabello blanco y largo a la altura del hombro, vestimenta con una capa roja colgando a pleno vuelo del viento mordaz. Y esta figura satánica sostenía entre su mano, estirado por completo el brazo, a una figura que estaba completamente vencida. La figura entre la mano de aquel ser satánico era de un ser joven, quizá no más de diecisiete años, quizás menos, pero lo más impactante era su rostro vencido por la fuerza del apretón que este ser estaba ejerciéndole por el cuello, sus brazos estaban colgando a su lado, sin intentos por luchar más por su vida, sus piernas colgaban a merced del soplido del viento, y lo más curioso eran un par de alas emanando de su espalda, una a cada lado, estas ya decaídas, como las de una palomilla que ha sido vencida bajo la fuerza del agua, y cuyas alas son incapaces de levitarla. Por debajo del ser vencido, colgando entre la mano del satánico, las manos de los muertos entre la falla, las puertas del infierno, se estiraban, intentando jalarlo hacia ellos. Manchego pudo escuchar los miles de gritos que provenían desde la falla, los muertos clamando la vida de aquel vencido, e incluso, logró escuchar un ¡socorro!, proveniente del ser vencido entre la mano del satánico. Manchego sintió algo agitarse entre su corazón, pero no supo exactamente que era, y sabiéndolo, consciente, y sin saber por qué, apretaba con extrema fuerza la Nuez de Teitú entre su mano. Volteó a ver a Mowriz, quien lo estaba viendo directamente a los ojos, sorprendentemente con expresiones faciales de entendimiento y simpatía, como si Mowriz, esclavizado por Manchego, sintiera el dolor de su amo, y como tal, estaba triste por perderlo, y dijo, entre su limitada expresión, «Sol solecito…» Manchego aun no comprendía la naturaleza de Mowriz, pero no estaba muy preocupado por comprenderla aun. Sabía muy bien que Mowriz lo seguiría hasta el fin del mundo en este estado de servidumbre, y eso bastaba por ahora. Manchego le dijo a Mowriz, en parte, aprovechando su lealtad y nobleza, «Mantente cerca de mí, y en caso que haya peligro, no demores y elimina el problema, y por los dioses, ¡no hagas ruido!» «Sol solecito…» Manchego siguió el pasillo de pintura roja demacrada, cual fue a dar a una pared, que daba al lado izquierdo la entrada a un cuarto. Recordaba muy bien este cuarto, era donde había visto a Ramancia con un ser en sotana café hablando en una voz mugrienta, y que al ver a Manchego, le apuntó con un dedo. Recordó que ese fue el instante en donde Ramancia le hizo un hechizo. Pero ahora el cuarto estaba vacío, y en donde había visto sillones y muebles, ahora todo eso estaba apartado del centro del cuarto, quizás arrojado o destruido, pero eso sí, muy alejado del centro del cuarto, donde sobre el suelo de madera, había un gran círculo dibujado con yeso blanco, y al centro del círculo, había otro más pequeño, en donde cabía perfectamente dibujado un triángulo equilátero, una cruz al centro, y tres círculos rodeando cada vértice del triángulo equilátero. Manchego no comprendió la naturaleza de aquella brujería, pero el presagio que dejó en su mente no fue bueno, y supo que tales runas eran satánicas y mal vistas, odiadas por el Décamon. No se encontraba nadie por el cuarto, si hubo alguna presencia hace poco, no era perceptible, lo único evidente era la presencia de Mowriz y el cadáver de la casa de Ramancia. Siguieron su camino, recto eso es, a toparse con un par de estatuas hechas de mármol negro, piedra lisa y brillante, hechas a forma de dos hombres vestidos en harapos, ambos con un par de alas quemadas en la espalda, cada uno con una lanza en la mano, una lanza quebrada, barbas en su rostro mal cortadas, ojos deprimidos, y rostro suplicante, como rogando a Manchego que no siguiera adelante. Las estatuas estaban protegiendo gradas espirales que bajaban un largo trecho a quien sabe dónde, y la única forma de saberlo era bajar por tal rumbo. Manchego vio hacia el techo en donde este finalizaba en una cúpula, que daba origen a un candelabro de bronce, oxidado con verdes y turquesas, cuyas velas estaban prendidas, pero la mayoría de ellas ya venciéndose ante el fuego que las demolía. Manchego empezó a descender por las gradas, estas siendo de un material rocoso, quizás del mismo mármol negro que las estatuas, o quizás piedras rayo, o vidrio negro, pero lo cierto era que estas emanaban un ruido raro por cada paso que Manchego daba, como un ruido de eterno eco, pero no un eco que viajaba hacia afuera, eso es, las paredes del cuarto donde se encontraban, pero más bien, hacia adentro, como si todo un universo existiese dentro de las gradas espiral. Caminar sobre las gradas era la sensación más extraña que Manchego había percibido en su vida. Porque daba pasos, y al cesarlos, aún seguía moviéndose por inercia unos centímetros más. Era como caminar sobre un espacio con menos gravedad, algo tan raro y tan novedoso para Manchego. Curiosamente mientras iban bajando, logró ver Manchego puntilleos blancos bajo el suelo. Daba la ilusión que estaba viajando a través de dimensiones, como un puente entre realidades, y quizá eso era, meramente, porque lo que había por debajo de las gradas era espacio tan real y tangible como entre el cual él estaba. Y el puntilleo blanco no era más que estrellas y galaxias distantes, quizá sistemas solares con planetas y vida, y el viaje entre dimensiones prosiguió en efecto, y Manchego sintió que no lograba respirar, como si fuese prohibido entre tal el transporte, y fue segundos después que arribaron a un suelo de piedra negra que Manchego pegó el largo suspiro, Mowriz sin notar la ausencia de aire en su cuerpo, y Manchego entonces volteó a ver de dónde había provenido, y tan solo se miraba un espacio vasto lleno de estrellas y galaxias, una ventana a otra dimensión abierta en tiempo real. No había noción del cuarto de donde provinieron, ni de las gradas en espiral que lo llevaron a tal sitio. El cuarto de piedra era vasto. Las piedras en el suelo, la pared, y el techo, eran las del mismo tipo, siendo estas unas piedras grandes, quizá de uno metro de largo y ancho, de superficie irregular y robusta, con signos temporales que mucho, quizá demasiado, habían pasado sobre ellas. Signos de cosas siendo deslizadas sobre ellas, signos de maltrato y quizá, inherente en ellas por fuerza y brutalidad, gritos de víctimas torturadas en ese sitio tan abominable. Una lámpara gigante colgaba al centro del vasto cuarto, una lámpara hecha de bronce, ya oxidado, con tantos candelabros extendiéndose como brazos articulados, que más parecía ser un arácnido intrépido a punto de caer sorpresivamente sobre su víctima. Siguieron su camino, hacia la única puerta visible, cual estaba abierta. No era una puerta de madera, como las que había visto previamente en casa de Ramancia. Era más como un portón elevado, cuyo sostén recae en un mecanismo entre las paredes. Las paredes estaban llenas de las runas satánicas, círculos rodeando triángulos equiláteros con esferas en cada ángulo, cubos con estrellas de seis vértices al centro, medias lunas con cruces invertidas al centro, y entre tantas runas que habían en las paredes, enviaban estas duros y fríos pensamientos a la mente de Manchego. Mowriz, como siempre, imperturbable ante toda noción, quizá, entre vez y vez, diciendo, «Sol solecito…» entre su léxico limitado. Pero era suficiente, porque Mowriz lograba mantener a Manchego sano de la mente, que sin Mowriz musitando el Cántico del Sol, estuviese ya demente y perdido entre la lobreguez de este lugar tan moribundo, entre el cadáver de la casa de Ramancia. Pasaron por la puerta y entraron a un corredor compuesto por cinco unidades de puertas de cada lado del corredor, entre cada puerta yacía un candelabro sobre el suelo, que se extendía hasta la altura del pecho de Manchego, con una candela titilitando sobre ella. El corredor se iluminaba vagamente con la luz de los candelabros, y al final de él, había otra puerta de barrotes similar a la que estaba pasando, esta puerta estando cerrada, y del otro lado era visible otro vasto cuarto de piedra esperando su llegada. Manchego sintió un aire tremendo de desconfianza al empezar a caminar. Tras cada puerta del corredor sentía una presencia asquerosa detrás de la puerta escuchando cada uno de sus pasos. Pero Mowriz estaba detrás de él, siguiendo sus pasos ciegamente, sin un brazo, y en el otro brazo aun la espada que portaba como fines de defensa. El rostro de Mowriz estaba como siempre, frustrado y feliz. Al llegar a la puerta, como garita, hecha de barrotes entrelazados, como urdimbres pero espaciados, se miraba el otro cuarto similar al previo, en donde le esperaba al centro de aquel cuarto vasto de piedra un banco de madera sobre el cual reposaba una caja, quizá con algo, quizá sin nada por dentro. Pero la puerta parecía estar cerrada en definitiva. Manchego trató de abrirla por fuerza, pero esta simplemente no hizo caso al comando. Mowriz viendo el intento fallido de su amo, trató con la propia, pero fue inútil, más por el hecho que su fuerza era limitada por la ausencia de un brazo. Manchego se estaba frustrando, y Mowriz viendo el rostro entristecido de su amo sintió simpatía por él, y le dijo, como para tratar de animarlo, «Sol solecito…» En ese instante la puerta se movió un poco, y Manchego, sorprendido, le dijo a su fiel seguidor, «¡Canta esa canción!» Mowriz obedeció inmediatamente, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.» En ese instante, como levitado el hechizo sobre la puerta, se abrió, y dio paso a Manchego y Mowriz, quienes prosiguieron al próximo cuarto de piedra. Manchego vio que este cuarto no tenía las marcas de desgasto sobre el suelo ni las runas sobre la pared, como si este lado tuviese más respeto que el otro, por alguna razón. Manchego se acercó al centro del cuarto, donde vio la caja reposando sobre el banco de madera, entre el cual había una pequeña nota y un palo de madera corto y delgado. De la nota se leía: Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano. Mowriz vio a su amo leer la nota, y vio el rostro confundido de Manchego, y dijo, intentando alegrar su día, «Sol solecito… Sol solecito… Sol solecito…» El rostro de Mowriz era uno de simpatía, incluso, parecía ser como si deseaba rodar una lágrima por su rostro. Manchego no lo podía creer aun, su enemigo de la vida, siéndole un fiel servidor. Esto sí que era lo más extraordinario del universo, algo tan irónico, inverosímil. El cuarto de piedra era vasto, pero no tenía salida alguna. Entonces, ¿qué hacer en ese caso? ¿Se trataría de alguna clave secreta para darse paso hacia alguna otra área? ¿O sería que este era el final? ¿Esta era aquella cosa que buscaba? No, no podría serlo, porque aun sentía ese enlace con aquella cosa que debía de encontrar. Aun escuchaba el llamado. Este no era el fin. Debía de encontrar la forma para encontrar la continuidad con este vasto cuarto, de ser lo contrario, fallaría en su misión y tendría que verse obligado a regresar a la superficie con las manos vacías. Manchego levantó la caja del banco de madera y vio que había una depresión hecha al centro de la superficie donde se había querido sentar. La depresión era en forma de embudo. A Manchego le pareció extraño, pero no pensó nada al respecto en ese momento, y Mowriz, sintiendo la frustración de su amo, dijo, «Sol solecito…» Manchego dijo, «Eso es exactamente. Un acertijo. Detesto los acertijos. Sol solecito. ¿A qué se puede referir con sol solecito? Puede ser el sol mismo, pero no veo una forma sencilla de hacer que haya sol por aquí adentro, además, estamos de noche. Para ser sol deberíamos de estar esperando a que sea mañana, y no veo forma alguna, ni ventana otra, por la cual pueda entrar el sol. ¿Pero a qué más se puede referir? Seguramente no hay muchas cosas que se parezcan a un sol. Hmm, ¿cómo hacemos para buscar un sol solecito? ¡En este cuarto no hay nada similar! No se Mowriz, ¿qué piensas al respecto?» «Sol solecito…» «Si si, sol solecito. Ya sé, no sé ni porque pregunté. La respuesta era más que obvia. Sol solecito. Pero, tiene que estar la solución aquí, en este cuarto. Si no, no nos hubieran puesto a resolverlo. ¿No crees? Tú vives diciendo sol solecito a mi lado, entonces asumo que tú has de saber qué significado tienen esas palabras. ¿¿??» Manchego se rascó la cabeza, rompiéndose el coco por resolver el acertijo, Mowriz, en vista de ver a su amo frustrado, le dijo, «Sol solecito…» «No sé de qué sirve que me sigas diciendo Sol solecito Mowriz, y si es un acto el que estás haciendo, debo decir que deberías de ganarte un premio por mejor actor, porque tu actuación está fantástica.» Pero era difícil que aun perdiendo un brazo fuese una actuación. «Sol solecito…» Manchego, en vista que deseaba quedarse pensando a solas, hizo un poco uso del poder que tenía sobre Mowriz, y le dijo, «Porque no vas a buscarte entre las paredes de todo este salón si hay alguna pista que nos ilumine para resolver el acertijo. Quizá alguna ventana o algo de luz que nos haga pensar en algo similar a un sol. ¿Qué dices?» «Sol solecito…» Mowriz de inmediato cumplió la orden, y con el brazo único empezó a buscar entre cada piedra de la pared y suelo, en busca de alguna pista. Pero buscar no era suficiente, Mowriz llegaba al punto de ser devoto, absolutamente entregado a la labor que su amo le había encomendado. Manchego no cesaba de impresionarse, y quizá, nunca llegaría a aceptar el hecho que su enemigo de la vida estuviese ahora sirviéndole a merced de sus pies. Incluso, desconfiaba de aquel ser tan extraño, y no lograba concentrarse por completo, siempre al tanto de Mowriz y sus movimientos, temiendo, en parte, que de pronto alguna sorpresa diese. Cosa tonta, ya que Manchego lo había hecho seguirlo por un buen tiempo, casi perdiendo noción que Mowriz estaba a su espalda. También, Manchego cumplía la desagradable tendencia de ver las cosas malas, y de no realzar las buenas. Porque de pensar en las cosas buenas que Mowriz, únicamente el nuevo Mowriz, había obrado, estas son sin duda muy positivas. Luchó por Manchego numerosas veces, a punto de poner su cuerpo antes que el de Manchego. Un mejor guardián no podría existir. A todo esto se volvió a recordar del sueño que tuvo. Tan extraño que fue. Y al parecer, algo, en parte, había sido cierto. Pero aún no estaba seguro que parte del sueño era lo que había sido cierto. Pudieron ver sido muchas partes las ciertas del sueño, o quizá, muy pocas de ellas. Pero lo cierto era que la presencia de Mowriz como una especie de esclavo o sirviente fiel es cierto, tan vivo y tan palpable como lo había sido en el sueño: Mowriz entregándose devoto ante la defensa y bienestar de Manchego, y justamente, en el sueño, recordaba, Mowriz lo había guiado entre un vórtex hacia la casa de Ramancia. Ahí mismo también se había aparecido un cadáver de muchas cabezas, pero no tantas como las que tenía el ser multicadavérico que se encontraron fuera de la casa de Ramancia, como si ese hubiese sido el guardia encomendado a cuidar de la entrada de cualquier interesado en el cadáver de la casa de Ramancia, por una fuerza opuesta a la que deseaba que Manchego entrase a ella. Y eso era quizá suficiente para Manchego saber que habían dos fuerzas en oposición, el guardia del cadáver cuidando de la casa de Ramancia y la nota con el Cántico del Sol eran dos fuerzas opuestas. Alguien estaba tratando de guiar a Manchego hacia algo, que de hecho, aun lo llamaba, y alguien tenía noción de que alguien estaba ayudando a Manchego a llegar a esta cosa, y estaba invirtiendo parte de sus esfuerzos prevenir que esto fuese cierto. ¿Tan importante y relevante sería esta cosa que había en la casa de Ramancia cual Manchego debía de poseer? ¿A tal punto que alguien más, de fuerza y alquimia relevante, deseaba impedir que esto fuese lo cierto? Si así lo es, que es lo más probable, entonces esta cosa que Manchego debía de encontrar era de suma importancia para alguien quien pensaba que era sumamente importante para Manchego, lo suficiente, al menos, para hacerlo pasar por todas estas pruebas y acertijos, quizás diseñado para sacar a relieve a aquella persona destinada a poseer esta cosa y depurar de aquellos que no lo son. ¿Tan importante es esta cosa que Manchego debía de encontrar? Por lo dioses, que molestia. No estaba seguro del todo, pero lo que sí, era que debía de resolver el acertijo que en sus manos reposaba irresuelto. Porque lo más probable es que la respuesta lo llevaría al siguiente pasillo, nivel, o salón, en donde, quizá, reposaba la respuesta que le esperaba. Aquella respuesta de la cual había soñado, siendo a lo mejor el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia. Y quizá era algo como Mowriz quien debía de cantar la respuesta, tal como lo había hecho previamente, lo que hizo que la puerta hacia este salón se abriera. Manchego ordenó a Mowriz, «¡Canta la canción!» Mowriz, quien estaba rastreando el suelo como perro, se puso en pie, como militar al llamado del general, y dijo, «Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.» Pero nada sucedió. Incluso Manchego le dio tiempo al tiempo, quizás era una puerta o vía que se abriría extremadamente lenta. Pero no, no lo era. Porque minutos pasaron y nada sucedió. Mowriz se mantuvo firme, esperando órdenes. Manchego le dijo, «Continúa rastreando», y exactamente eso hizo Mowriz, entregado, devoto, resuelto a encontrar una pista. «¿Sol solecito? ¿Como así!? Seguramente no puede referirse al sol, porque… ¡porque no! ¡No suena a algo lógico! Tiene que ser algo que entre en este salón, o quizá, en el siguiente. Algo que se asemeje a las propiedades del sol… ¿Cuales son las propiedades del sol? Brilla, esa es una. Da calor, esa es otra. Quema, esa es otra. ¿Fuego?» Manchego vio entre la caja de donde había sacado la nota y vio el palo de madera, reseco, combustible potencial. ¡Perfecto! Había llegado a un posible comienzo. Al menos era una probabilidad, descartaría esta si no fuese cierta. Emocionado Manchego tomó el palillo reseco y caminó hacia donde estaban los candelabros entre cada una de las cinco puertas de cada lado del corredor que estaba conectando los salones similares. Al llegar cerca, sintió la radiación maligna detrás de cada una de esas puertas, por lo que tuvo miedo y cautela, y con extremo silencio prendió fuego al palillo con la vela de uno de los candelabros, obvio, el más cercano a la puerta que comunicaba al salón. Con el palo encendido, procuró caminar con lentitud, e incluso hizo casita a aquella llama que ardía sobre el palillo a modo que esta no se apagase. No había otra opción más que hacer lo lógico, eso es, depositar la llama a la depresión sobre aquel tunco de madera sobre el cual estaba sentado. En ese instante aquella depresión cobró fuego, como si tuviese keroseno entre ella, pero no, ¡no lo había cuando Manchego la inspeccionó! Y ahora la llama ardía como una antorcha en máximo fulgor que no cesó de brotar la misma intensidad. Con el paso del tiempo la euforia fue muriendo, porque nada más que eso pasó. El salón se iluminaba fuertemente con aquella llama intensa, y al menos, había encontrado parte número uno del acertijo. Ahora debía de proseguir. Quizá, este era el sol solecito. . En ese instante Manchego escuchó que el candado de una de las puertas del corredor se abrió. Su corazón se heló y volteó a ver instantáneamente, con los nervios paralizados, esperando encontrar lo peor, pero lo único que había, era una de las puertas, para ser preciso, la primera del lado derecho, abierta un poquito, como si la resolución del primer paso del acertijo hubiese desencadenado el sistema que proseguía al segundo paso de la resolución del acertijo. Manchego le dijo a Mowriz, «Anda y abre esa puerta, y entra al cuarto.» Mowriz de inmediato siguió la orden, cogió la espada del suelo, y dijo, «Sol solecito…» Manchego siguió a Mowriz, quien abrió la puerta sin demora y sin complicarse. Manchego esperaba lo peor, pero encontró, la parte de algo mejor. En el cuarto había únicamente un espejo sostenido por un sostén que permitía su movimiento en un eje vertical. El espejo no era grande, pero tampoco se podría decir que era chico. Quizás del tamaño de una pierna de Manchego. Lo cierto es que se miraba pesado. Manchego dijo, «Trae ese espejo aquí afuera.» ¿Sería este el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia? Improbable. No podría ser así de fácil. Mowriz, sin mucho problema, arrastró aquel espejo hasta donde Manchego lo guió, eso es, a no muy lejos del fuego del centro, quizás unos dos metros de distancia. No era precisamente lo que imaginaba hacer, pero definitivamente sería un paso adicional, eso es, reflejar luz hacia algún lado. En poco tiempo el espejo empezó a brillar, como si estuviera absorbiendo la luz emanada por el fuego. En pronto el espejo empezó a soltar un destello luminoso, un haz que fue a pegar hacia la pared de piedra, y ahí, un circulo de luz se hizo visible, que lentamente fue cobrando intensidad hasta ser igual, o quizá, más intenso que la luz emanada por el fuego. No pasó nada por segundos, hasta que se escuchó una segunda ceder su candado. Manchego volteó a ver, y esta era la puerta primera del lado izquierdo. De nuevo ordenó a Mowriz que guiase el camino, y juntos, fueron hacia aquella habitación. Entre ella había únicamente un cofre de madera situado al centro de la habitación, visible pobremente por la luz que entraba por las afueras. Manchego le dijo a Mowriz, «Abre el cofre y tráeme lo que hay por dentro.» Mowriz se desapareció en ese instante. Se escuchó el abrir del cofre y la extracción de algo liviano, quizás papel o pergamino. Manchego lo tuvo entre sus manos, donde leyó lo siguiente: Runas. Manchego dobló el papel entre su mano y dijo, «¡Joder! ¡Más acertijos! ¡Runas! ¡Runas! ¿¡Pero qué diablos quiere decir con eso!?» «Sol solecito…» «Momento… quizás eso sea. ¡Ven!» Manchego corrió hacia el espejo, y lo maniobró, moviéndolo de arriba abajo, buscando entre las paredes alguna runa. Encontró Manchego marcas blancas que no se habían visto a simple luz, y al iluminarlas y concentrar sus ojos sobre ellas, se miraba perfectamente la figura de un sol dibujado sobre la pared con alguna sustancia que se hacía visible únicamente ante el destello de luz directa. No pasó nada. Luego de iluminarse aquella runa de un sol por el haz emitido por el espejo, no hubo nada. Esperaba la apertura de una tercera puerta, pero no lo hubo. Manchego se sintió confundido, como si no hubiese resuelto el tercer paso, si no meramente, encontrado una pista. Caminó hacia el corredor para ver si quizás la puerta se había abierto en silencio, o quizá, se le había escapado el sonido, y curiosamente, pasó justo frente al haz luminoso y en ese preciso instante una tercera puerta cedió la fuerza de su candado. Pero esta puerta que se abrió no era la esperada por abrirse, eso es, en orden, la segunda puerta del lado derecho. No, se abrió la penúltima puerta del lado izquierdo de cinco puertas totales de ese lado. Manchego ordenó a Mowriz que lo guiase hacia el cuarto. Abrió la puerta el fiel servidor. Algo flotaba al centro del cuarto. Al parecer, una jaula vacía. Manchego ordenó a Mowriz la extracción de aquella jaula, que parecía flotar al centro del cuarto, y este, obediente, la trajo entre sus manos, entre donde, un cadáver de un búho reposaba. Los ojos del búho muerto aún estaban abiertos, el color de ellos ya desvanecido, sus plumas aun enteras y su cuerpo aun visible como carnoso. Quizás hace poco que murió, o quizás, seguía vivo, difícil de decir. Entre la jaula, aparte del búho, había una nota doblada por la mitad. Manchego la extrajo con cautela, cuidando de no tocar al búho muerto, y la leyó en voz queda, «Incinerar» Manchego vio la jaula con el búho muerto, y supo que no tenía más opción que ir y reposar la jaula entre el fuego. Eso mismo hizo, teniendo cuidado de no acercar mucho el cuerpo, porque el fuego al centro del cuarto sobre aquel tunco de madera ardía con furor. Al estar entre el fuego el búho entre la jaula empezó a aletear como loco, chillando un quejido estrepitante de dolor y tortura. Manchego sintió pena por la criatura, quien, aparentemente seguía viva, pero el calor del fuego era demasiado intenso, y no pudo hacer nada más que esperara a que muriera. Luego de estar muerto, dos puertas cedieron la fuerza de su candado, la última del lado izquierdo y la penúltima del lado derecho. Manchego ordenó a Mowriz, quien lo guió hacia la puerta última del lado izquierdo, cual decidió explorar antes. Entre ella, había un cuerpo tirado sobre el suelo, rodeado por seis candelas, cada una estando en el vértice de una estrella de seis puntas, rodeada por un círculo. El cuerpo no tenía cabeza y al parecer era viejo porque datos de putrefacción eran evidentes, tanto como el color de la piel del cadáver como el olor que emitía, inconfundible emanación de un cuerpo en decrepitación. Manchego se sintió lleno de asco y el olor lo ahuyentaba más que el miedo, y mejor, prefirió explorar antes la penúltima puerta del lado derecho. Mowriz entró a esta, y extrajo otra notita, sobre la cual, aun se evidenciaba una mancha de sangre, solo que esta, ya estaba seca. Y decía la nota, Quimera de un sueño hecho realidad. Manchego había escuchado esa palabra antes, aunque no estaba seguro que significaba. Hablaba de un sueño, seguramente un sueño que Manchego tuvo. Quizá esta era la máxima prueba para comprobar que Manchego no era un falso, porque él, y quien más, ¿ha saber qué es lo que entre su sueño hay? Lo único además de Mowriz que recordaba de aquel sueño era a Mowriz, el cadáver de tres cabezas, y además, aquel hombre encapuchado con cabeza de búho. ¿Cabeza de búho? El cadáver en el cuarto previo no tenía cabeza y acababa de incinerar a un búho. ¿Podría serlo? El cadáver estaba rodeado de una estrella de seis puntas, reconocida como algo malicioso, quizás, algo para convocar a los muertos. Manchego, en aras de esperanza, sintiéndose iluminado por una idea, le dijo a Mowriz, aunque claramente aprovechándose de su servidumbre, «Anda y trae la jaula en llamas y la colocas en donde la cabeza del cadáver debería de estar.» «Sol solecito…» Mowriz ni dudó de hacer lo ordenado, y aunque su mano estaba calcinándose con el hierro caliente sostenido, no le importó, y prosiguió a colocar la jaula aun en fuegos y roja del calor en donde la cabeza de aquel cadáver tuvo que estar. En ese instante la estrella brilló del color del metal caliente, y en pronto una luz roja mordaz validó el hechizo. La luz roja que emanaba aquella roja estrella se fue intensificando, al mismo tiempo, que se iba haciendo presente un ruido de fuertes turbulencias al punto que aquel sonido llegó a ser ensordecedor. La luz roja de aquella estrella satánica se condensó en una masa amorfa, y con un súbito bajón de la intensidad de su luz, esta explotó. Un viento fuerte sopló por el corredor entero y las velas de los candelabros se apagaron. La luz de los candelabros colgando del techo se apagó. Y El fuego que emancipaba desde el tunco de madera pronto se fue extinguiendo lentamente hasta quedar todo en máxima oscuridad. Manchego se asustó. Escucho a Mowriz moverse, o alguien, o algo moverse. Pudo ver sido Mowriz, lo más probable al menos es que haya sido Mowriz... Dos puertas cedieron su candado. No supo decir exactamente cuales, pero estaban del lado izquierdo del corredor. Las puertas se abrieron. Pero no pudo haber sido Mowriz quien las abrió. Pasos se escucharon emerger, pero entre la completa oscuridad era imposible decir qué criatura estaría deambulando entre la sombra. ¿Dónde estaría Mowriz? Los pasos parecieron caminar hacia el salón en donde el tunco de madera había estado soltando la llama fogosa. Y ahora, era más claro que nunca, tres entes caminaban, lentamente, con pies descalzos aparentemente, hacia el centro de aquel salón. Manchego sintió una presencia atrás suyo, y los pelos de su piel se erizaron. Pero al escuchar «Sol solecito…» Manchego se tranquilizó y supo que Mowriz estaba detrás de él. Luz se hizo visible al centro del salón. Una luz tenue, una llama creciente. Mientras la luz del fuego del centro de aquel tunco empezó a revivir, notó que lo hacía a merced de tres cuerpos de humano, cadáveres en putrefacción, con cabeza de búho cada uno, de búho negro eso es, de ojos amarillos y pupila negra que todo lo capta, quienes realizaban un ritual alrededor de aquel tunco de fuego. Movían sus manos en formas circulares y esféricas, pasando de vez en cuando una de sus manos entre el fuego. Cuando la llama estuvo en su fulgor máximo, Manchego notó que entre la organización de estos seres, hacía una falta: estaban en tres esquinas de un cuadrado, haciendo falta uno en la esquina libre para completarlo. Notando esto los tres seres de cabeza de búho y cuerpo cadavérico voltearon a ver a Manchego con ojos perforantes, aquellos ojos amarillos resplandeciendo más brillantes que el fuego mismo, con pupilas más oscuras de la noche y devoradoras de todo detalle, aquellas manos de los cadáveres nunca cesando de hacer el ritual. Manchego sintió un fuerte llamado de aquellos cadáveres cabeza de búho, aunque aquellos no hablaban realmente, pero sus ojos fueron más que suficiente para hacerlo, aunque cierto es, que aquellos tres pares de ojos de búho lo aterraban, ojos que no parpadeaban ni cesaban de verlo. Manchego entonces, un poco desconcertado, aun asustado, empezó a caminar hacia el sitio a donde los seres de cabeza de búho lo llamaban, puesto que le correspondía a un cuarto obrador del ritual alrededor del fuego. Al estar ahí, los tres cadáveres con cabeza de búho concentraron su vista en el fuego, y Manchego pudo apreciar como aquellas pupilas en reflejo sufrieron una constricción, y siguieron entre el ritual, aunque raro, aquellos ojos de pupilas tan negras como otra dimensión, jalaban tanto el detalle del ambiente, que incluso, se lograba apreciar como el fuego se desviaba hacia las pupilas de aquellos seres, casi queriendo devorar toda luz. Manchego, sin saber exactamente qué hacer, imitó los movimientos de las manos de aquellos seres. Y al principio no sintió nada, más bien, se sintió torpe y rígido. Pero conforme el fuego fue calentando su sangre y la pasión por el ritual de aquellos seres consumiendo su consciencia, empezó a sentir una elevación en la temperatura del lugar, cosa rara, porque el fuego permanecía del mismo tono. El calor fue incrementando a estar pronto el cuarto entero iluminado con una luz blanca divina llena de benevolencia. La luz pegaba contra las paredes de piedra, pero entre el avance del tiempo, aquella luz empezó a contraerse desde las paredes, a restar pronto en una esfera de luz blanca entre las manos de aquellos alabando al fuego, de una luz tan fuerte que opacaba a la llama que seguía ardiendo, y ante los ojos de Manchego, nada más era visible que aquella luz blanca hecha una esfera perfecta. Pronto, la esfera de luz se soltó de entre sus manos y se fue flotando, como una burbuja entre el aire, hacia el techo. Al pegar contra el techo, fue como si una gota de agua hubiera pegado contra un charco o una poza, incluso el ruido que emitió su fusión fue similar, y la onda expansiva se diluyó con el techo entero, y por artes desconocidas, un nuevo corredor resplandeció. Este corredor, al final, tenía un espejo en la pared, entre dos columnas de humanos con cabeza de búho, hechas de alguna piedra de color negra. El corredor entero estaba iluminado con la luz blanca que Manchego había soltado hacia el techo para vislumbrar aquel corredor. Pero lo extraño era que el corredor apuntaba hacia arriba y mientras más profundo el corredor, realmente, más alto era. ¿Cómo llegar hasta ahí? Manchego sintió que el salón entero empezó a rotar de lados, como un cubo siendo volteado por un niño. Empezó a resbalarse hacia la pared y pronto, sobre la pared que era opuesta a su vista, sobre ella estaba parado. Mowriz y los cadáveres de cabeza de búho seguían en donde había sido el suelo todo este tiempo para Manchego, y ellos, extrañamente, seguían erguidos, aunque lateralmente para Manchego, sobre lo que para ellos era suelo aun. Mowriz trató de llegar a Manchego, pero no lo logró, era como verlo tratar de escalar una pared, sobre la cual, Manchego estaba de pie. «Sol solecito…» Por alguna razón sintió que le iba doler dejar a Mowriz, pero debía de continuar. Esto era lo que había estado buscando. Caminó hacia el corredor que se hizo visible ante la fusión de la esfera de luz y el techo y al entrar, sintió un súbito cambio de temperatura, como si estuviese en otro lado completamente. El corredor no tenía más que un espejo al fondo, custodiado por las dos altas estatuas de cuerpos de hombre con cabeza de búho. Ya desde lejos Manchego lograba apreciar su reflejo en el espejo. Mientras se iba acercando, el eco de sus pasos era lo único audible, mientras su imagen iba incrementando de tamaño entre el espejo. Estuvo Manchego entonces cara a cara con el espejo. El espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia. Se vio a los ojos. Se inspeccionó. Supo que estaba en harapos por tanta acción. Pasaron los segundos y nada sucedió, y sin embargo, su vista permaneció fija. Su imagen parpadeó, cosa que le hizo congelar el corazón porque él no había parpadeado. Era como si su imagen se estuviese desfasando de tiempo y espacio. Fue pronto que el espejo empezó a envolverlo con una imagen seductora de sombra luciente… El fuego de antorcha ardía como única fuente de luz entre la absoluta oscuridad. El fuego de antorcha también alumbraba a la antorcha misma, la mano de aquel que la llevaba, y el cuerpo de este, su torso y sus piernas, y su rostro, un rostro benevolente, asustado, y terriblemente afligido. De su frente gotas de sudor caían a su nariz y a su pómulo, en donde no se notaba ni se diferenciaba si estas gotas eran de sudor o por un lagrimeo espontáneo. Los ojos del portador de la antorcha estaban frenéticos, inquietos, yendo de sombra en sombra, de iluminadas áreas a otras, buscando donde ubicar sus pies al avanzar, y quizá, ubicar sonidos raros y desconocidos entre la sombra, que eran ininteligibles. Pero sus ojos, por fallar en la infiltración de aquella sombra tan espesa, se frustraban, y quizá ese era el origen de las lágrimas espontáneas. Las pupilas de aquellos ojos frustrados se abrían al máximo, casi ocupando el área del ojo entero, y así, quizás, captar algún estigma de movimiento, pero no, tales deseos le fueron negados por la sombra. Aquel portador de la antorcha, entre una mano, llevaba esta, y entre la otra, una espada oxidada y con mal filo, porque esta persona, al parecer, no era muy hábil con tales armas, y sus batallas eran luchadas con medios lingüísticos y nunca recurriendo a los metálicos. Porque sus batallas eran entre finqueros y entre mercantes, nunca entre soldados. Pero aparentemente, esta vez, por primera vez, y por alguna razón, esta persona se había visto obligada a portar un arma, porque la situación le urgía hacerlo. Por más inútil que fuese su maniobra con el arma, era un requisito, su mente lo urgía, aunque fuese únicamente como método para calmar su mente y no para la defensa en realidad. El túnel era largo y vasto de espacio. No se discernía el techo con la luz emanada por la antorcha. Era imposible, estaba muy alto, inalcanzable, tanto para la mente como para los ojos. Las figuras creadas por la sombra de las piedras alumbradas por la antorcha mecíanse fantasmagóricas, algunas moviéndose de lugar constantemente, haciéndose pasar por espectros y diabólicas figuras que con grandes bocas, potentes dientes, y odiosos ojos buscaban intimidar a aquel valiente que respondió al llamado de un socorro inaudible. Pero el ojo ya no sabía discernir entre lo tenebroso y posible amenaza, y entre la piedra inmóvil y durmiente, registraba únicamente el todo como una posible amenaza y aterradora presencia, su espada constantemente buscando donde enclavarse. Porque el ambiente lo favorecía. Era un ambiente lúgubre, lleno de esperpentos, en especial, el sentimiento de muerte que provocaba este lugar, y no de estar o de sentir que estaba muriéndose o de morirse en poco tiempo, pero totalmente rodeado de ella. Pasó varios sitios por donde luz verde emanaba de la piedra, una luz verde mordaz e infernal, como de fango pero intrínseca de las piedras. Pero esta luz ya la había visto antes, antes cuando había explorado limitadamente la caverna. De estar en sus sanos sentidos jamás hubiese retornado a este lugar, porque claro estaba en su mente y su alma que no era un lugar de paz ni de armonía, sino más bien, un sitio de diabolisismo y de esperpento. Pero algo le estaba urgiendo hacerlo, un llamado, un llamado fuerte y clemente. No comprendía el llamado. Ni siquiera lo escuchaba como un llamado tal como lo suena. Más bien, era una urgencia, de seguir adelante, que algo había entre este lugar que necesitaba de su voluntad y de su fuerza, quizá, más aun, de su amor. Proseguía sin gran gana de hacerlo, empujado por su conciencia quien no lo dejaba en paz, amenazándole plagarlo el resto de sus días si no complacía esta urgencia. Se sentiría miserable de no hacerlo y por el resto de sus días se lamentaría no saber porque algo lo llamaba. Y quizá ese llamado cesaría de ser, pero a merced de la muerte o caducidad de quien fuese que estuviera emitiendo este mensaje de socorro. No, no podía dejarse llevar por el miedo o la dejadez, debía de proseguir y llegar al meollo del asunto. Entre las piedras y entre la sombra se movió por un tiempo indefinido. Las piedras, no todas, pero si algunas, eran altas y largas, por las cuales escurrían ríos de aguas ya muertas, por donde crecieron musgos y hongos, por donde ahora, con la luz de antorcha, brillaban como venas tortuosas del sitio, por las cuales, quizá bombeaba algún corazón errante y oscuro, sangre contaminada con malicia. Otras piedras parecían lápidas, lápidas grises y mal muertas. Pronto arribó a una caverna conectada por el túnel en donde la luz de su antorcha ya no alcanzaba ni las paredes de la misma. Únicamente se escuchaba el brotar de agua que aparentemente debía de caer de una altura muy elevada, porque el reventar del agua contra piedra era lo que producía tales conciertos de un manantial, quizá lo único apreciable entre este sitio tan horrendo. Fue justo cuando pasó por este sitio en donde el agua chocaba contra la piedra que se asombró de algo tan bello luego de estar sometido a tal pesadumbre. El agua que chocaba se quebraba en una brisa esférica que fraccionaba la luz de la antorcha en irises de múltiples colores, algunos rojos, otros azules, otros carmesí, con predominancia del rojo tono, quizá preámbulo a la turbulencia que estaba por vivir. El agua continuaba bajo tierra para emerger en un río por el cual debía de viajar, porque no había otra posible vía por donde seguir. Lo hizo por largo tiempo, haciendo un terrible esfuerzo por no mojar el fuego de la antorcha, y habiendo envainado al espada en su funda, avanzaba con el braceo de un solo brazo. El ardor de sus músculos los hervía, calcinando sus huesos. Sus pulmones explotaban con vapor con cada bocanada de aire. Incluso agua entraba entre su boca y a su respiración, cual tosía con vigorosidad. Con gran dificultad llegó a estar a las orillas de una pequeña playa, donde se relajó por un largo tiempo, habiéndose fatigado por las demandas del agua fría y el movimiento difícil. El río continuaba por el túnel, la playa siendo el desvío óptimo a su descanso, y no solo por razones de relajación, porque fue ahí donde su mente hizo un periodo breve de parálisis, paralizada en una sola cosa: voces. Rápido apagó la antorcha contra piedra, no con agua porque quizá le serviría luego, para salir de este lugar tan horrendo. La luz verde era omnipresente en este lugar, emanando de toda piedra visible, cosa buena y mala, buena porque no había necesidad de una antorcha como fuente de luz para andar, mala porque esa luz verde del infierno emanando de toda piedra era signo fiable que estaba cerca de algo terriblemente maligno. Quizá el corazón de esta demencia. Las voces eran perfectamente audibles, aunque sabía que estaba a una distancia de quizá doscientos metros de ellas. Pero entre los túneles por donde aquellas voces venían, el sonido era transmitido perfectamente. Estaba resuelto a resolver este misterio de una vez por todas, por más temeroso que fuese el momento. Desenvainó la espada y agachado se movió con extrema cautela. Se incluyó entre el túnel por donde las voces provenían, y lo siguió hasta encontrar la fuente de tales sonidos. En una caverna, pequeña, como del tamaño de un salón, se visualizaban cuatro personas perfectamente. Dos de ellas, vestidas como mercenarios, con harapos y trapos, armaduras viejas y oxidadas y cicatrices corriendo sobre sus rostros como telas de araña y arañazos de felino. Los dos mercenarios eran grandes de hombro y torso, con brazos pareciendo las tenazas de un cangrejo de lo musculosos. La otra persona, no era una persona exactamente, más bien, parecía ser un ángel, porque era bello, pero su mirada y su aura era mala como satán. Su rostro era fino, pero pálido, sus facciones bellas y ejemplares, pero con un aroma de maldad y malevolencia más profundos que el corazón más decrépito por malos pensamientos. Su vestimenta era inusual, casi decir de otro mundo, porque no eran prendas como tal, pero como partes metálicas, finas, muy finas, casi como fusionadas al cuerpo. Llevaba un arma cruzando su espalda en diagonal, una espada al parecer, pero de forma más alargada y fina que la de los mercenarios. La cuarta persona estaba arrojada en el suelo, ensangrentada por el vientre y el pubis, por donde, se notaba que borbotones de sangre habían brotado. Una placenta era visible restar en el suelo, ya grisácea y muerta. La mujer estaba rodeada de su sangre, pálida su piel, casi gris, a toda noción, muerta. El ser bello y malvado dijo en su voz cristalina y convincente, casi seductora, «Podéis retiraros mis amigos. Vuestra enmienda ha sido cumplida. Id en paz y en pronto nuestros mensajeros os estarán entregando vuestra recompensa.» Pero los mercenarios estaban inquietos, como arrepentidos, quizá no sabían a quién estarían entregándole el encargo, algo en este ser les provocaba ardua desconfianza, y uno de ellos dijo, «¿Y que será del chiquillo mi señor?» El ser bello y malo respondió, «Ese ya no es problema vuestro amigos. Él a de morir hoy en la noche, tal es como lo dicta el Amo.» «Pero no puedes dejarlo perecer así no mas en el suelo, a merced del frío de estas cuevas tan demoníacas. ¿Al menos hemos de darle un abrigo o una colcha?», dijo el otro mercenario, pero con miedo en su voz. El ser bello y malo respondió, «No amigo mío. Su destino es morir a merced de la palabra del Amo. Tu enmienda ha sido cumplida. Ahora, podéis iros y no sufrir más lo que vuestro ya no es.» Hubo un tono de molestia en la voz del ser bello y malvado, y pareció tensarse y sus ojos brillar con una luz interna, diabólica. El otro mercenario agregó, «Temo que no podemos dejar las cosas así, amigo. Esa cría no se quedará aquí. Nosotros la llevaremos y le buscaremos una casa en donde pueda crecer. Pero en tus manos no se puede quedar. Tienes la mirada del diablo y el aliento de una posa, llena de cadáveres. Tú eres la encarnación de la maldad en su esencia más pura. Lo siento, pero no hay trato.» «Temo que estáis equivocados amigos.», dijo el ser malvado, «Esta cría es propiedad del Amo. Y de no estar convencida tu mente, quizás necesites una lección.» Los mercenarios se rieron abiertamente, burlándose del demonio, sus risas acarreadas por la piedra lóbrega millas por distancia. Los mercenarios produjeron su espada, y dijeron, «Creo que este demonio necesita quemarse en una hoguera. ¡Vamos a ver quién debe de aprender lecciones!» En ese instante la lucha le dio paso a la violencia y en pronto, estuvieron unidos en batalla. El ser malvado se movía con agilidad y como felino, y aunque superado por número, no lo era ni por fuerza, ni por malicia, ni por violencia, porque entre su corazón ardía la brasa del infierno. Uno de los mercenarios calló muerto, con una mordida en el cuello que dejó socavado un agujero por el cual borbotones de sangre se produjeron. El otro mercenario, en vista de ver a su amigo morir con tal aspereza, empezó a empujar con más fuerza y atacar con su vitalidad máxima, dando lo último, y último bien dicho, porque en ese instante el ser malvado lo tuvo por el cuello, y con su espada atravesó su estómago, y luego, de su carne empezó a comer mientras aquel persistía vivo, gritando agónicamente. En ese instante salió corriendo aquel salvador que arribó con la antorcha y que había visto el brutal asesinato de dos mercenarios. Corrió mientras aquel demonio estaba concentrado en comerse a su víctima. Llegó a estar justo al lado de la mujer ya muerta, poniendo pie sobre el charco de sangre. Vio la placenta muerta, y unido al cordón umbilical, un recién nacido permanecía sobre el suelo, inmóvil. Rápido se quitó el chaleco de lama y lo envolvió entre las pieles para darle calor. Con su espada cortó el cordón y envolvió entre sus brazos a la cría, quien no se movió ni pronuncio si quiera un gemido. Pero estaba vivo, porque aun su corazón estaba latiendo, aunque débil, muy débil quizás. Al ver que aquel diablo seguía nutriéndose se regresó al túnel y a la pequeña playa, por donde había arribado a estar en este sitio. Prendió la antorcha con restos de ascuas, y con suma dificultad se sumergió entre el agua y pataleó como pudo. El esfuerzo fue demandante, pero la necesidad de salvar a aquella cría superaba toda noción de cansancio. Estando ya en piedra seca, siguió corriendo, su corazón deprimiéndose al escuchar un grito frustrado que viajó por los túneles y cuevas para avisarle a aquel salvador que la bestia estaba muy descontenta con la ausencia del encargo del Amo. Corrió como nunca lo había hecho, y sintiendo su corazón en la boca, empujó con el alma. Fueron horas, días, no supo decirlo, pero por fin arribó a aquel sitio de infiltración por donde la luz de la luna se filtraba por el agujero en la superficie, donde, aun colgaba la soga por donde descendió. Amarró a la cría a su pecho con prendas e hizo lo posible por elevarse con los brazos. La noche era oscura, funesta. Nubes flotaban sobre el cielo, frente y bajo la luna, cuales se iluminaban como alas de muertos ángeles, negras y brillantes. Al estar en la superficie aquel salvador, corrió enloquecido, paranoico, temiendo lo peor, el veneno de la malicia y verde luz consumiendo su corazón y su mente. Entró a la estancia en donde Lulita y Balthazar estaban preocupados por su ausencia. Lulita salió corriendo a su auxilio, mortalmente preocupada, con el corazón en la mano, «¡Eromes! ¿¡Cual es el significado de esto!? ¿¡Dónde has estado!? ¡Háblame!» Eromes respondió afligido, «¡No puedo! ¡No hay tiempo! ¡Ya vienen! ¡Me tengo que ir! ¡Recíbelo!» Lulita abrió los brazos y entre ellos recibió a un recién nacido envuelto entre el chaleco de lama, y dijo entre sus penas, «Ay por los dioses, amorcito mío, ¿qué es esta criatura tan bella?» Lulita empezó a llorar en ese instante, estando confundida. Estaba feliz, porque luego de años de intentar tener hijos con Eromes, habían sido todos fallidos. Quizás porque uno de ellos estaba estéril, o quizás porque no era la voluntad de los dioses. Las únicas dos veces que había resultado en embarazo, habían sido los dos abortos, un aborto a los cinco meses, y otro, a los ocho, ahora ya enterrados en el cementerio las crías que nunca fueron. Pero ahora, Eromes le había concedido un hijo. No sabía el origen de tal, quizá de alguna amante de Eromes o alguna aventura fugaz. Pero no, no podría serlo. Había algo muy especial en esta cría. Eromes le dijo entre su delirio, «¡Cuídalo bien! ¡Lulita, tienes que hacer lo posible porque nadie lo descubra! ¡Escóndelo y dale lo mejor de ti! ¡Ámalo como madre y hazlo sentirse bien! ¡Me tengo que ir! ¡No hay tiempo! ¡Ya vienen!» Lulita corrió tras Eromes, pero fue fútil el intento, «¡Amor mío no te vayas! ¿¡Por qué nos dejas así!? ¡Explícame! ¡Amor mío! ¡Explícame!» Eromes salió corriendo, enloquecido. Balthazar trató de alcanzarlo, pero se perdió entre el bosque, «¡Eromes! ¡Eromes! ¡Detente!», gritaba Balthazar a todo pulmón, pero sin esperanza. Iba apisonado por los látigos del infierno, enloquecido, el veneno corroyendo su mente y alma. Balthazar lo buscó por días y noches, haciendo el uso máximo de sus habilidades como Hombre Salvaje, incluso, un equipo fue enviado por el Alguacil Félix a buscar a Eromes entre el bosque, pero nadie lo encontró. Todos lloraron esa semana que se ausentó la gran figura de Eromes el Perpetuador. Fueron días de tortura, siete para ser exactos. Los misioneros de la sombra, entre ellos el bello y malvado, como Satán, que lo cuestionaron y torturaron para relevar la posición de aquel extraviado a quien el Amo tanto deseaba con ansia, con fines, que solo él podría saberlos. Pero las torturas fueron interminables, con látigos, metales calientes, y entre otros métodos para hacerlo hablar. Pero Eromes ya estaba contaminado con el veneno que enloquece almas, el veneno que destila las cavernas endemoniadas a través de esa luz verde y mordaz. Con ese veneno había sucumbido su mente y poco lograron sacarle a Eromes quien deliraba. Fue entonces que vieron inútil intentar sacarle información, y lo dejaron a morirse al lado de una banqueta del pueblo, en donde, gracias a los dioses, Juanito, el veterinario, lo encontró desmayado e inconsciente, con los ojos locos, su mente perdida. Lo llevó a Lulita, quien sufrió la pena más grande de su vida al verlo tan demacrado, pasando a ser, la primera tragedia de Lulita. … El tiempo aceleró por un túnel de colores morados y violeta, en donde, entre un ojo, una ventana se vio lo siguiente: Lulita, aun en pijamas de oveja, salió al patio desde donde gritó con una sonrisa triste, «¡Manchego! ¡Ya está el desayuno!...» El rostro de Manchego se hizo visible, cuando aún era un niño de siete años, jugando afuera con Rufus y Luchy, quien aún estaba joven y en sus años de infante. Manchego dijo, «Gracias abuela. ¡Te quiero!» Lulita se miraba joven, lúcida, pero ya su mirada denotaba el sufrimiento cobrando su precio, «¡Ay mijito! ¡Y yo a ti! ¡Vamos a comer!» La imagen se fue disolviendo en un collage de pinturas, primero negras, luego grises, y luego piedras, hasta restar el espejo y su reflejo entre él, observándolo, con los ojos abiertos en admiración, rojos y llenos de lágrimas. …¿Huérfano?, ¿¡todo este tiempo fue un huérfano!? ¿¡Y nadie osó en decirle que es un maldito huérfano!? ¿¡Estas son las cosas entonces que Lulita y Balthazar tanto evaden en contarle, con que van a decirle en su tiempo debido!? Manchego colocó su mano en su frente, como intentando calmar aquella ráfaga de pensamientos, pero no tuvo fortuna, porque los pensamientos persistieron por largo tiempo antes que pudiese pensar en otra cosa. ¿Entonces así fue como su abuelo murió? ¿Todo el misterio de la muerte de Eromes es esta desgracia? ¿En que salvó a Manchego de ser consumido por un tal Amo? ¿Entonces así son las cosas? ¿Así de sombrías? ¿Qué sin padres, sin hermanos, sin nadie arribó al mundo? ¿Sobre piedra fría y madre muerta? ¿Ya desde entonces habían querido eliminar su existencia? Aun ni siquiera había dado su primer paso, ni dicho su primer palabra, ¿¡y ya lo habían querido asesinar!? ¿¡Pero porqué!? ¿Qué cosa…? ¿Así fue como Manchego había llegado a manos de Lulita? Entonces ella no es su abuela, ni su madre, ¡¡ni su nada!! ¡¡¡Ni Eromes su abuelo ni su padre ni su nadie!!!Él era hijo de alguien desconocido, hijo de esa… de esa muchacha a quien ese ser malvado dejó morir en el parto, ¿¡desangrada!? ¿Entonces nunca llegaría a saber cómo ella era y como llevó su vida, qué personalidad tuvo y cómo fueron sus expresiones faciales y su favorita frase y su comida preferida y si quizá, tan solo quizá, como Manchego, le gustaba tanto ver el amanecer…? ¿El amanecer al menos…? ¡Por favor! ¡¡Por los dioses por favor!! Tan solo que eso compartiera con su madre era suficiente, ese rasgo, saber que al menos compartían algo en pasado y que quizá en su mente podría llevar su memoria. ¡Pero ni su rostro había logrado ver! Como recordar entonces, como vivir momentos con ella, ¡cómo! ¿¡Cómo!? Por los dioses… diositos, aunque sea tan solo eso… compartir el gusto por ver el amanecer… Manchego calló sentado sobre el suelo, y se recostó contra la pared y se dijo, «Por eso es que de mis padres… nadie habla. Los sepulcros que se observan en el cementerio que hablan de unos serafines muertos… son hijos perdidos de Lulita, abortos, y nada más. Padres míos, no existen. Fueron, y ya no son. Nunca serán… nadie me puede reconocer como hijo. Nadie está para decirme… él es tu padre, como te pareces. No… No hay nadie. Y por eso, que me dicen que no me parezco del todo a mi abuelo…. Porque no lo es. ¡No lo es! ¡Soy un huérfano! No… no… ¡¡No no no!!... No, por los dioses noo…» Una… dos… tres lágrimas rodaron del rostro de Manchego. Por un largo tiempo permaneció sentado, escuchando el fuego alrededor del cual aún los cadáveres con cabeza de búho realizaban sus ritos para mantener el portal hacia el espejo abierto. Se limpió los mocos con la manga de su camisón, y en ese momento, sintió el Nuez de Teitú fuertemente apretado entre su mano, sobre el cual lágrimas caían libremente. No sabía porque así era la cosa, de porqué estaba tan fuertemente apretado entre su mano, pero seguramente, lo hacía sentirse mejor, apoyo emocional, quizás. «Huérfano…?» Las lágrimas regresaron en un asalto de verdad, porque la verdad era la que había visto. El espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia le había mostrado las cosas como fueron y como son. Eso era entonces, lo que le había deseado mostrar esa misteriosa persona. ¿Pero por qué? ¿Por qué no dejarlo vivir en paz y seguir siendo finquero sin saber estas cosas? Igual, lo que no se sabe no hiere. ¿Por qué hacer tanto el ritual para llegar a esto? ¿¡Para llegar a destrozarlo como persona y hacerle saber sus verdades más íntimas, su origen, el cual, por toda noción está lleno de esperpento y misterio? Porque! Porque diablos!? ¿¿¡¡Con qué fines joder!!?? Sintió aras de venganza, pero no, la vengan