House of cards

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el sueño de la aldea
La pareja imposible
A ntón A rrufat
Ciertos textos literarios tienen un des­
tino imprevisto, destino que suelen sus
propios autores, en numerosas ocasio­
nes, ignorar. Carmen, de Prosper Mé­
rimée, figura entre esas raras obras.
Publicada en París en 1847, completa
y en forma de libro –dos años antes ha­
bía aparecido en una revista–, tuvo un
éxito literario discreto, o tal vez un tan­
to menos que discreto. Pocos pudieron
sospechar cuánto aguardaba a esta no­
veleta de unas sesenta páginas, que los
franceses leyeron sin darle mucha im­
portancia. Fueron escasos los comen­
tarios críticos. Era un relato más del
autor, que ya tenía varios publicados,
recogidos en su libro Mosaico. Arqueó­
logo, inspector de monumentos históri­
cos, viajero incansable, conocedor de
varios idiomas. Poseía, como se decía
en su época, seis lenguas, con su lite­
ratura y su historia: griego, latín, ita­
liano, inglés, el español y el ruso. De
esta lengua tradujo relatos de Pushkin,
Gogol, Turgueniev. De un modo que
asombraba a los propios gitanos, ha­
blaba el caló.
Apasionado observador de costum­
bres ajenas, le gustaba participar en
ellas cada vez que podía. No sólo de
ø prosper
mérimée
la alta sociedad, también de los pobres.
“He comido más de una vez en la mis­
ma mesa con gentes a las que un hom­
bre respetable ni siquiera miraría”.
En sus múltiples viajes convivió con
gitanos y toreros, con quienes le gus­
taba conversar y narrar anécdotas. De
los lugares en que más a gusto se en­
contró en su vida, recuerda en Cartas
a una desconocida, publicadas después
de su muerte, se hallaba “un mesón es­
pañol, al que acudían arrieros y aldea­
nos andaluces”.
¿Cómo era, físicamente, este hombre,
partidario de los desplazamientos, de
pasearse entre cosas y gentes distin­
tas a él? ¿Un parisino educado, hijo de
buena familia, que disfrutó una exis­
tencia desahogada desde joven y luego
de un cómodo empleo interesante, re­
corrió diez o quince veces Europa, In­
glaterra, Grecia, el Oriente, escribió
diversas estudios históricos y textos
de ficción?
Su presencia se conserva en nume­
rosos retratos o daguerrotipos, que a su
vez también se han conservado. Des­
cribir alguno sería una colección de
palabras inertes. En su lugar, citaré
una suerte de retrato en movimiento,
realizado por un testigo real.
Este testigo estuvo entre los que co­
nocieron personalmente a Prosper Mé­
rimée. Se trata de la descripción que
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realizara su contemporáneo Hippolyte
Taine, vertida al castellano por Julio
Gómez de la Serna. Lo vio como un
hombre alto, erguido, pálido, y que, sal­
vo la sonrisa, poseía ese aire distante,
que rechaza de antemano cualquier fa­
miliaridad. Sólo con verle, observó Tai­
ne, se sentía el dominio de sí mismo, el
ejercicio continuado de la voluntad. En
las tertulias, en los salones, en las reu­
niones, “su fisonomía era impasible”.
Cuando narraba una anécdota –¿sería
así en el mesón andaluz en el que tanto
le agradó estar?–, una anécdota diver­
tida, “chusca –escribió Taine–, su voz
seguía siendo inalterable, ni un esta­
llido ni un ímpetu”. Los detalles más
ridículos, con el tono de quien pide una
taza de té. A continuación de su retra­
to, cuando debe penetrar el alma del
modelo, Hippolyte Taine se pregunta
por su sensibilidad. “En él estaba do­
meñada hasta parecer ausente”. No es
que no fuera sensible, aclara el retra­
tista, es que la “doma” había comen­
zado desde muy temprano.
Un episodio de sus once años, apor­
ta Taine como demostración, dándole
origen sicológico al retrato. Habiendo
cometido una falta, Prosper fue rega­
ñado con severidad por sus familiares.
Llorando, se encerró en su cuarto. Oyó
risas y que alguien dijo: “Pobre niño,
nos cree muy enfadados”. Se sintió en­
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gañado y juró reprimir los excesos de
su sensibilidad. Al paso de algunos
años, asegura Hippolyte Taine, tuvo
por divisa: “Acuérdate de desconfiar”.
Por tanto, estar en guardia contra la
efusión, no entregarse del todo, reser­
var una parte de sí, actuar y escribir,
principalmente escribir, como en pre­
sencia de un espectador indiferente
y burlón, “ser uno mismo ese espec­
tador”. He aquí, concluye Taine, el
rasgo cada vez más acentuado que se
grabó en los acontecimientos de su
vida y de su escritura.
Cuanto he glosado forma parte del
prefacio que Hippolyte Taine escribiera
en 1873 para Cartas a una desconocida.
Sorprende que todavía en tal fecha, y
un filósofo positivista como era Taine,
participara de una doctrina o, más bien,
de la creencia en la relación unívoca,
y casi absoluta, entre el físico de una
persona y su temperamento. ¿No late
–oscuramente– esta creencia en las
líneas de su retrato de Mérimée?
Encontrarse con él, observarlo, era
como leer en su cuerpo, en la palidez
de su piel, en su aire distante y reser­
vado, en su voz inalterable, algo de su
alma secreta, de sus emociones y su pen­
samiento. Conocía Taine la obra de su
amigo muerto, y sin duda su presencia
física dialogaba –inevitablemente– con
su obra escrita.
el sueño de la aldea
Verlo era recordar cuanto había leí­
do. Sus páginas, semejantes a las ac­
titudes de su cuerpo, eran también
distantes, mesuradas. No parecía incli­
nado por ningún personaje, ambiente,
por paisaje alguno. Había tenido el va­
lor de guardar para sí, confesó cierta
vez a un amigo, la busca, el acto de
comprimir pasiones, el esfuerzo de la
escritura, hasta el punto de ofrecer so­
lamente al lector el resultado. “Reser­
va lúcida e irónica”, dirá Thibaudet.
Tal vez este afán, esta estrategia, lo
indujeron a crear un género que no exis­
tía antes: la novela corta, que llevó a la
perfección en la literatura francesa.
Austero, imparcial, enfriado, permite
a sus personajes y al ambiente hablar
por ellos mismos, sin que él, como
un autor omnisciente, intervenga. En
vez de decirnos algo acerca de algo,
opta, múltiples veces, por mostrarlo.
Sus diálogos son tan estrictos, tan su­
ficientes, que pudieran anteceder a
los de Hemingway o Robbe-Grillet.
Llegado en los primeros momentos de
la “innovación romántica francesa”
–la observación es de Sainte-Beuve
durante 1841 y en vida de Mérimée–,
no aceptó de ella más que el vigor, la
curiosidad del viajero, la libertad de
otros temas inexplorados, la energía
real. “Para otros la teoría y el canto,
el vapor y la nube”. Parecía haber
tachado cuanto creía sobrante en las
quinientas páginas, por ejemplo, de
La cartuja de Parma, que había escri­
to su dilecto amigo Stendhal, el H.B.,
de su folleto encomiástico, uno de los
pocos ensayos de apreciación literaria
que Mérimée publicó.
Contaba 33 años cuando publicó Carmen. Se trata, por igual, de una nove­
la corta (noveleta, nouvelles) y figura
entre las mejores que Mérimée escri­
biera. Aquí, como en otras suyas, el
narrador es un viajero. Esta vez, un
investigador, un antropólogo francés
que llega a Sevilla, a principios del
otoño de 1830, compulsado por una mi­
nuciosa curiosidad geográfica, tan eru­
dita y remota que el lector no sabrá con
certeza, durante el tiempo de la narra­
ción, de qué se trata.
Otra realidad, la no buscada, casi
literalmente, lo asalta. La tranquilidad
del erudito se diluye ante la desenfre­
nada y patética actividad de un soldado
convertido, por consecuencias en parte
demoniacas del amor, en un bandole­
ro, un traficante, un contrabandista,
como se decía en época de Mérimée,
que anda oculto, huyendo de los gen­
darmes. Joven, de mirada sombría y
aspecto huraño, armado de un arcabuz,
del que no se separa, no parece inquie­
tar sin embargo al arqueólogo; por el
contrario, despierta su curiosidad. Se
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acerca y le ofrece un cigarro. “Espero
que le guste –dice, presentándole– un
legítimo regalía de La Habana”. Con
verdadera fruición ambos fuman.
Aquí comienza una constante del
relato, el humo del cigarro. Los per­
sonajes principales, todos, fuman. Ex­
trañamente en una mujer, la misma
protagonista, “si daba con cigarros
muy suaves”. Le encanta el olor, tra­
baja por un tiempo en la fábrica de
Sevilla, anda con la navaja que corta
la punta de los cigarros. Cuando se en­
cuentra por primera vez con el francés
narrador, charlan largamente, “con­
fundiendo nuestros humos”. (Tal in­
timidad no impide que, al separarse,
descubra que la bella cigarrera le ha
robado su reloj de oro.) Durante una
de las secuencias más hermosas, el
francés fuma, sosegado, un cigarro,
acodado en el puente del río Guadal­
quivir. Un grupo de mujeres se halla
reunido a orillas del río. A la caída de
la tarde, tras la última campanada del
Ángelus, un hecho inesperado ocurre:
las mujeres se desnudan y entran en
el agua. Gritan, ríen, bracean. Aquel
espectáculo en el anochecer, “de som­
bras blanquecinas e inciertas”, despier­
ta la fantasía mitológica del arqueólogo:
imagina a Diana, la diosa cazadora, y
a sus ninfas, bañándose.
La narración –siempre en primera
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persona–, que ha comenzado en boca
del arqueólogo francés, se desplaza de
la voz del erudito a la del bandolero,
que apenas será interrumpido por el vi­
sitante en su desolado relato, en el que
coexisten dos protagonistas extraordi­
narios: Carmen y don José.
El conflicto entre ellos, dos gran­
des personajes de la narrativa france­
sa del romanticismo, está visto desde
los ojos, enturbiados por la pasión, de
don José. Convertido en bandolero, en
contrabandista, en un asesino, en cual­
quier cosa, en lo que Carmen le pida
o le mande, es, junto a ella, la pareja
imposible.
Como en varias de sus novelas cor­
tas –Tamango, Mateo Falcone–, en gran
medida todo ha ocurrido ya desde el
comienzo: ella está muerta, ha cam­
biado el amor que le ofrece don José
por su libertad de elegir experiencias,
cualesquiera que éstas sean, y tal an­
helo, inadmisible en una mujer de su
época, le ha costado la vida. Quien la
ha amado, amor tiránico, deseoso de
convertirse en un absoluto, don José,
condenado a morir, a punto de ser
ajusticiado por haberla matado, sólo
espera, más nada le queda por hacer.
Únicamente contar las dramáticas expe­
riencias, vividas junto a ella, al francés
viajero que lo escucha, con la tranqui­
lidad con la que escucha un arqueólo­
el sueño de la aldea
go, mientras pasan fumando esos bre­
ves minutos antes del fusilamiento.
Carmen es una evocación, evocación
trágica: sus protagonistas, como en la
tragedia griega clásica, nada pueden
hacer que no esté trazado por los dioses,
solamente cumplir, Orestes y Electra,
no con el destino, sino con la inevitable
razón sicológica, tan poderosa como el
destino trazado por los dioses: ambos
se niegan a convivir.
En las páginas últimas, en verdad
espléndidas, en verdad conmovedoras,
Carmen y don José se encuentran por
última vez. La voz del amante se de­
tiene, hace un silencio, ha de contar
ese instante, parece tomar aliento y se
le oye continuar después. Todo está a
punto de finalizar.
En verdad amarla le ha sido difícil.
La quiso solamente para él. Carmen fue
suya, y de otros a la vez. Él fue quitándo­
los del camino, matándolos uno a uno.
Pese a esto, ella nunca estuvo sola,
nunca fue –exclusivamente– para él.
Gitana al fin, no pertenecía a nadie ni
a nada. Así se lo confiesa al narrador
arqueólogo, con el sombrío desdén por
las que considera imperfecciones de la
amada, habitual experiencia en quien
ama: “Los gitanos no tienen patria, vi­
ven en cualquier parte, están siempre
de viaje, hablan todas las lenguas, se
sienten bien lo mismo en Portugal que
en Francia o Cataluña. Hasta con los
moros se entienden”.
Ella lo abandonará y de nuevo ha de
volver, a los pocos días, como si nada
hubiera ocurrido entre ellos. La relación,
invariablemente instantánea, empeza­
rá otra vez. Belleza “extraña y bravía,
voluptuosa y fiera”, sentencia el narra­
dor arqueólogo. Don José ignora de veras
a quién amó, no sabe a cuál de las diver­
sas Carmen. Embaucar es la palabra con
que Carmen define su accionar. Cada
vez se le presentará distinta, con otra
mentira, “nunca me dijo una verdad,
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ha mentido siempre, y yo le creía. Era
más fuerte que yo”.
Cada una de estas veces, con ropas
diversas: toda de negro, en el pelo un
ramo de jazmines, exhalando un aro­
ma embriagante o con una falda encar­
nada muy corta y un ramo de acacias
que le salía del pecho. Acicalada, cu­
bierta de oro y cintas, zapatos azules,
lentejuelas y flores. Guitarra y casta­
ñuelas. Bailaba y cantaba, entonces,
durante esta nueva aparición. Otra vez,
vestida de seda, con un chal sobre los
hombros y una peineta de oro. “Su hu­
mor cambiaba como el tiempo en las
montañas. Cuanto más brilla el sol, más
cerca está la tormenta”.
Nada más parecido a un Don Juan
femenino que Carmen. El mito de Don
Juan fue una de las preocupaciones de
Prosper Mérimée. En otra de sus nove­
las cortas, Las almas del Purgatorio,
ha de reaparecer otro Don Juan más
cercano a la tradición. Si el Don Juan
del mito abandona sus conquistas, ha­
cerse amar por una vez tan sólo pare­
ce saciar su necesidad de seducir, el
personaje de Carmen, en la versión de
Mérimée, introduce una variante po­
sible: don José ha de permanecer a su
lado hasta la muerte, pero no será el
único. Numerosas seducciones y con­
quistas han de rodearlo y atormentarlo,
sin consideración posible. Después, a
10
semejanza del Don Juan, Carmen será
y estará siempre libre. Será su mujer
pero no su amante. Don José, sin duda,
es el anti-Don Juan por excelencia: para
él no cuenta más que un amor. Le basta
una sola conquista. Para Carmen, tal
hecho es aburrido y monótono.
Ambos, dos absolutos en pugna, y
en el fondo, de tan distintos, se pare­
cen: ninguno abandona su deseo, que
en los dos es total, intolerante, decisi­
vo. No podrán estar juntos. Como en
la tragedia griega, los dioses parecen
haber trazado para ellos un destino
inflexible, con una salvedad: los dio­
ses son ellos dos. Constituyen la pa­
reja imposible. Ninguno ha de ceder.
Es el verbo que los dos emplean para
explicarse. Ceder significa un tipo de
renuncia, a la que ninguno está dispues­
to. La muerte, buscada por ambos en
secreto, pondrá fin a este conflicto sin
solución en la vida.
Vuelvo al principio de esta nota.
Mérimée murió lejos de París, ciudad
en la que nació y a la que siempre re­
gresaba después de sus múltiples viajes
por el extranjero. Murió en Cannes, en
1870. Indudablemente, sin la menor sos­
pecha de que Carmen, una de sus tantas
novelas, casi inadvertida cuando se
publicó, alcanzaría, a diferencia de las
demás, una inesperada consagración.
Al contrario, por ejemplo, de Colom-
el sueño de la aldea
ba, éxito fulminante en su momento de
crítica y venta, y a la que Mérimée, por
tanto, naturalmente, hubiera podido
atribuir un promisorio futuro.
Murió sin saber que el personaje de
la gitana y su historia se convertiría, en
el transcurso de los años, en un mito,
en el mito de la mujer audaz, reunidos en
ella los atributos de la feminidad margi­
nal imaginada por occidente: peligrosa,
seductora, libertaria. Que se transfor­
maría en ópera, en ballet, en cine, en
pintura, en poemas, en estatua en los
parques. Que viviría en la mente y en
los sueños de cientos de miles de perso­
nas, tanto o más que otros mitos como el
propio Don Juan, como Fausto. Que lle­
garía a alcanzar tanta resonancia, más
que ningún otro mito de la literatura
mundial, a excepción tal vez de Don
Quijote. Que fuera ella el único mito
literario femenino. ¿Alguien recuerda
algún otro?
House of cards:
la monstruosidad
del melodrama
F ernando M ontenegro
La propuesta de Netflix es violenta. De
eso ya no tengo ningún tipo de duda.
House of cards es la punta de esa es­
pada o ese garrote, no sólo por ser su
serie más emblemática (por lo menos en
principio), sino aquella que deja entre­
ver los mecanismos propios del streaming, esta nueva (ya ni tan nueva) forma
del entretenimiento y la cultura.
Sus procedimientos recuerdan a los
de las editoriales comerciales españo­
las: aquéllas que nos obligan a la es­
pera, a la especulación, al barbarismo.
Esperamos, con un ansia morosa y se­
creta, la siguiente obra prometida de
–digamos– Javier Marías, o el siguien­
te volumen de los diarios de Renzi. Y,
entonces, cuando están disponibles,
consumimos esos libros en una ma­
drugada turbulenta y ajustada, como
a una amante esquiva que finalmente
cede a nuestros deseos. La consumi­
mos, por tanto, con violencia. Otros
dirán que con pasión.
Este mecanismo del consumo no es
nada nuevo, sin embargo. Ya Charles
Baudelaire, hace 150 años, hablaba de
un lector que se traga el mundo en un
bostezo. A pesar de ello, la televisión,
o lo que hoy llamamos series de televi­
sión, ha cambiado sólo recientemente,
por lo que no es exagerado decir que
estamos todavía frente al nacimien­
to de una forma de enfrentarnos a la
cultura, algo que, por otro lado, se ha
dicho hasta el cansancio.
11
Pero ¿qué significa esto realmente?
¿Cómo opera en nosotros esta nueva
modalidad? Evidentemente es una pre­
gunta que ha merecido grandes dis­
quisiciones en múltiples campos y, sin
embargo, a mi entender, es una que se
puede indagar en los propios produc­
tos que pretendemos discutir. Lo que
hay que advertir en un principio es
que existe una diferencia, no tanto de
contenido sino en la relación que tie­
ne el producto con el televidente. Ni
siquiera la “radical” hbo, la cadena a
la que muchos le atribuyen este shift
en la cultura audiovisual de la última
década y media, podía resistirse a la
infalible estrategia de los puntos sus­
pensivos semanales. La televisión, como
la conocimos, mantenía alimentada
aquella relación en cierta estabilidad:
manejaba el tiempo del romance, de­
jando que el olvido, como diría Bor­
ges, hiciera su trabajo.
Así funciona el amor. La televisión
nunca tuvo pretensiones de ser vista
como un alienígena. Ha ocultado muy
bien su violencia haciéndose pasar
como otro miembro de la familia. Todo
mundo recuerda la escena introducto­
ria de Los Simpsons, parodia indiscu­
tible de las series familiares de la
Guerra Fría, donde esa degradación
de la institución familiar norteameri­
cana, su enfermedad crónica e infinita
12
(¿por eso son amarillos?), quedaba re­
constituida gracias a la televisión.
En los noventa, shows como Cheers,
Seinfield o Friends, trasladaron esa ex­
periencia a otros escenarios: los cafés,
los bares, la casa de los amigos. Pero
la relación seguía siendo, por decirlo
de alguna manera, la de un saludable y
prolongado romance, aquel que se ali­
menta, con conflictos y sus soluciones,
con pausas, postergaciones, amagues y
reconciliaciones. Como en un poema
de Mario Benedetti, digamos.
Evidentemente, Netflix no pretende
entablar con sus televidentes una re­
lación así de lacrimosa, aunque sólida
como un roble. Nadie sollozará cuan­
do Frank y Claire Underwood, si así
ocurre, sucumban ante la aplanadora
de sus propias conspiraciones. No se
trata de la relación entre el streaming
y sus televidentes (si así se los pue­
de llamar), de un romance que deba o
pueda hacerse público. No hay catarsis
familiares en Netflix. No ocurrirá nada
parecido al final de Friends, con el
cual la serie recompensó la fidelidad
de sus seguidores: ofreciéndoles el de­
senlace con el que soñaban transmiti­
do, además, en vivo y en directo en
Times Square. Aquella escena fue, sin
duda, un retrato perfecto de los años
dulces del capitalismo tardío.
House of cards pertenece a otra épo­
el sueño de la aldea
ca. Acaba de estrenar su última tempo­
rada (la cuarta), en plena carrera pre­
sidencial en los Estados Unidos, en un
mundo cada vez más inseguro sobre
el liderazgo de la gran potencia occi­
dental del último siglo. La serie, en sí
misma, no ofrece tanto un contenido o
una reflexión sobre este delicado mo­
mento político mundial, sino un me­
canismo que tal vez nos pueda ayudar
a entenderlo.
Quizá de allí (el contenido) su ma­
yor vacío. Las últimas dos temporadas
carecen de la fuerza narrativa de las
primeras dos. Y es lógico que así sea.
Siempre será más entretenida la per­
secución del objetivo que su logro (por
eso El coyote y el correcaminos es tan
adictiva). Con Underwood en el poder,
son pocas las opciones que nos puede
ofrecer el personaje que, como su ape­
llido lo sugiere, es siempre un underdog, esto es, una especie de marginal,
de asesino silencioso que, como el Ia­
go de Shakespeare, aprovecha un mo­
mento de descuido para inyectar su
veneno.
Con todo, la serie ofrece mucha tela
para cortar en este aspecto, pero tales
son sus dificultades narrativas que los
escritores se vieron en la necesidad
de asesinar (o intentarlo, al menos) al
presidente de los Estados Unidos, lo
cual, a estas alturas del siglo xxi, pa­
rece algo salido de un libro de ciencia
ficción.
Quienes han visto este show sabrán
que Frank Underwood tiene un solo
interlocutor al que le confía todos sus
secretos. No es su esposa Claire ni su
jefe de gabinete (guarura, sicario y tra­
mitador), Doug Stamper. Es usted. El
televidente, o como quiera que se lla­
me el individuo que se pasa una ma­
drugada devorando, horas y horas de
esta serie, en la soledad de una laptop
sobrecalentada.
Este mecanismo no tiene nada de no­
vedoso como tal y, sin embargo, al pre­
sentarse en este nuevo formato, nos re­
sulta igual de siniestro y vívido. Pero
esa tenebrosidad no sólo está inscrita
en el gesto de interpelación, sino en
nuestro estatuto de interpelados, no ya
como simples escuchas o testigos de un
crimen, sino como co-conspiradores.
Aunque ya se han advertido hasta
el cansancio las fuentes principales de
las que se nutre esta serie, más vale re­
cordar lo mucho que le debe a Ricardo III (incluso más que a Macbeth), si
es que no es House of cards un calco
casi simétrico del drama histórico de
Shakespeare. De hecho, Kevin Spacey,
co-productor y actor principal de House
of cards, representó al conde de Glou­
cester en una compañía que, dirigida
por Sam Mendes, recorrió el mundo
13
entre 2012 y 2014. Al respecto, existe
un documental llamado In the wings
on a world stage que da cuenta de las
vicisitudes de esta compañía teatral
errante, exclusivamente dedicada a re­
presentar Ricardo III. El documental
se puede conseguir, como es de ima­
ginarse, en Netflix.
En mi opinión, aquel documental
es un subtexto de House of cards, una
serie extremadamente dependiente no
sólo del personaje principal sino de
la actuación. El propio Shakespeare,
inseguro aún de su talento como dra­
maturgo, le había confiado a Richard
Burbage, el primer gran actor inglés
de su tiempo, el papel de Ricardo III.
14
Quizá gracias a la popularidad de Bur­
bage, esta obra gozó de una inmensa
popularidad. Pero ese impacto que tuvo
sobre el público isabelino también se
debía al mecanismo de interpelación
(la ruptura de la cuarta pared, como la
llaman) que hoy vemos funcionar en
House of cards. Basta ver la primera
escena de Ricardo III para rápidamente
darse cuenta de que estamos envueltos
en una trama de conspiraciones que,
por otra parte, veremos desde dentro y
de la que seremos no sólo testigos sino
cómplices, pues Ricardo (entonces con­
de de Gloucester) cuenta con nuestros
oídos para pensar y, por tanto, para
actuar.
Con Underwood sucede exactamente
lo mismo. Antes de chantajear a algún
pez gordo de la Casa Blanca, se detie­
ne un momento para mirarnos, como
si necesitara verse en un espejo para
encontrar un último impulso asesino.
Y, claro, le correspondemos la mira­
da: ¡seguimos viendo la maldita serie!
No se trata, empero, de una mirada
diáfana, como aquella que vemos entre
Macbeth y su esposa. Esa transparen­
cia no existe tampoco entre Claire Un­
derwood y Frank. En realidad, hay algo
de virtuoso en Macbeth que nunca deja­
mos de admirar incluso después de su
muerte. Cierto valor para superar su pro­
pia cobardía –inconmensurable, como
el sueño de la aldea
la de cualquier hombre–, para abrazar
el porvenir que el destino le tiene pre­
parado (o que él mismo, sin saberlo,
se forjó). Y entonces esa muerte es, a
su modo, gloriosa, heroica. Ricardo III,
como Frank Underwood, encarna otra
situación. Harold Bloom la explica mejor
que nadie: “Se trata de un manipula­
dor, altamente auto-consciente, héroe/
villano obsesionado, más allá de ser
maquiavélico o no, conspirador o idea­
lista, arruinado o no, pasa de ser un
sufridor pasivo respecto a su propia
deformación moral y/o física, para con­
vertirse en un personaje altamente me­
lodramático.”
El hecho de que Bloom hable de Ri­
cardo como de un performer, más que
cualquier otra cosa, quizá responda a
la primera impresión que tuve al ver la
serie. Me parecía que Kevin Spacey
sobreactuaba su personaje, que había
cierto exceso en su maldad. Ese exceso,
sin duda, está relacionado con la “mo­
ralidad monstruosa” de la que habla el
crítico norteamericano. En realidad,
Frank Underwood y Ricardo III son dos
caricaturas que funcionan como con­
trapropuesta de Falstaff, quien, por su
parte, representa los apetitos humanos.
Pero si Falstaff representa los apetitos
del cuerpo, Frank y Ricardo son una
grotesca caricatura de los apetitos de
la mente, de la moralidad y, en última
instancia, del poder. Nos muestran la
cara deforme del poder en un sentido
muchas veces infamemente literal.
En esta última temporada de House
of cards, Frank finalmente adquiere
algo característico de Ricardo III: su
monstruosidad física. Una que no es
demasiado visible pero que, incluso
en esta época, se va dejando apreciar
conforme pasa el tiempo. Nada pare­
ce mantenerse demasiado oculto en el
streaming, cosa que saben los escrito­
res de la serie. Tenemos la facultad de
detener, adelantar, agrandar. ¿Cuántas
divas del espectáculo se han caído de
sus pedestales gracias a la alta defini­
ción? Ahora, parece decirnos House of
cards, ha llegado la hora de los políti­
cos. Y, en efecto, esto no se logra sino
a través de la violencia del streaming,
que siempre tiene algo parecido a un
reality show en el cual hay siempre al­
guien vigilando.
Curiosamente, es ésa la forma en que
parecen funcionar las primarias en los
Estados Unidos, especialmente en el
bando republicano. Por si fuera poco,
la constante aparición e interpelación
que recibimos de Donald Trump (el
ejemplo más notorio) se parece un po­
co a la de Frank Underwood. No en
cuanto al contenido ideológico, por de­
cirlo de alguna manera, sino en cuanto a
la estrategia melodramática que utiliza.
15
Hace unos cuantos días, Trump dijo
que si saliera con un arma en medio de
Nueva York y disparara aleatoriamente
a los transeúntes, sería capaz de con­
vencer al pueblo norteamericano de
que votara por él. Y sí lo creo.
De cierta manera, House of cards nos
obliga a ese especie de devoción que no
es, como he tratado de decir antes, fru­
to del largo y cuidadoso romance que
existía entre la televisión y sus tele­
videntes, sino de esa relación descar­
nada, violenta y estrepitosa que existe
entre dos adúlteros, que se encuen­
tran en la mitad de la noche, cuando
todos están dormidos, y aparecen los
monstruos de nuestros deseos.
Más aún, esta nueva forma del me­
lodrama, una forma que no tenemos
todavía calculada –y es, por eso, toda­
vía violenta–, nos deja sin saber qué
hacer con los monstruos sino adorar­
los. Quizá por eso Donald Trump tiene,
por increíble que esto parezca, opor­
tunidad para llevarse las elecciones
en noviembre de este año. Quizás hay
aquí una oportunidad para pensar en
el contrato ético que nos propone Ne­
tflix y el streaming en general, que,
como lo hacía el teatro en la Inglaterra
isabelina, era capaz, al mismo tiempo,
de cuestionar y legitimar la monstruo­
sidad moral de la clase política. En
realidad, mucha parte del trabajo crí­
16
tico depende ya del lector, del escu­
cha, del televidente, que es también
un votante. Habrá que reflexionar al
respecto, si bien a veces resulta nebu­
loso pensar con la oferta monstruosa
de entretenimiento a la que nos enfren­
tamos todos los días.
El cálculo infinitesimal
M atías S erra B radford
. Las fotos más silencio­
sas de todas las que sacó son de lec­
tores. Las reunió, como era debido, en
un libro. Esas imágenes muestran a per­
sonas que sostienen un ejemplar o el diario
del día en lugares que simpatizan con la
tarea. Fue Kertész el que se dio cuenta
que a los que había que fotografiar era
a los lectores, que cultivan la decencia
del anonimato, y no a los escritores,
demasiado conscientes, presumidos, mil
veces vistos. A personas que incorpo­
ran la lectura como una práctica natu­
ral en su vida, no como un lujo o una
ostentación, de ahí que para ellas sea
imprescindible. Kertész registra como
nadie la concentración del lector (que
el fotógrafo copia). En imágenes equi­
distantes del infinito, Kertész muestra
a un monje y a un vagabundo leyendo,
andré kertész
el sueño de la aldea
en un claustro y en la calle, y los dos
revelan la misma apetencia.
Kertész capta la lectura en lugares
abiertos, a la luz de un nuevo día, en un
banco de plaza, en un balcón, sobre el
pasto, en una terraza, en una reposera.
O a alguien que lee caminando, como
detenido por una frase. La diferencia
entre ver una foto en un libro y verla
contra una pared no es la que hay entre
una reproducción y un cuadro, es la
que existe entre un cuadro y otro (del
mismo artista). En húngaro, “kertész”
significa jardinero y las imágenes de este
desterrado están plagadas de árboles lon­
gevos, hojas que se avienen al blanco
y negro, flores en un vaso transparente.
Vemos el primer plano del tronco de un
árbol transformar una foto en un dibujo.
Este hombre, que usaba los panta­
lones por encima del ombligo –modal
de los gruñones y los bondadosos–, se
definía como un aficionado, un debu­
tante, y la modestia de los motivos es
abrumadora: un solo gesto, al vuelo, de
un campesino; un soldado redactando
una carta con un lápiz ínfimo. Gitanos
y músicos callejeros. Gente común, que
no eleva su condición gracias a la perfec­
ción de la foto (la foto es perfecta, entre
otras cosas, por esta razón). Kertész de­
cía que sus fotografías eran su diario ín­
timo –habría que subrayar este último
término–; no buscaba provocar sino
conmover levemente, sin alevosía (al­
go que a veces prefirió hacer Robert
Doisneau). Un árbol caído sobre el Sena,
un caballo blanco volcado en el camino,
tironeado por peones fuera de foco. Su
hermano Jeno, saltando, nadando. (La
fotografía es el único lugar en el que
el gerundio se sostiene.) Niños –reyes
del gerundio– por todas partes. La luz
de un día gris sobre el río. Kertész sa­
bía con qué clima salir a caminar. Y
la luz resulta similar en casi todas las
fotos, como si sus miles de imágenes
fueran las tomas de un solo día. Igual
que con Robert Frank, cuesta creer que
estos momentos hayan existido. El tiem­
po dado vuelta como un guante: “dos
segundos son mil años”.
Kertész: paciencia para esperar y
rigor para descartar. Instinto para la
geometría de una escena que dura mi­
lésimas, para la posición de las figuras
en el cuadro, la configuración instan­
tánea. Facilidad para triangular siluetas,
ángulos y transiciones: puentes, escale­
ras, cruces de esquina. El instante co­
rre por cuenta del tiempo, el espacio
está a cargo del hombre de la cámara.
En un fotógrafo de buena memoria co­
mo Kertész, cuando los reflejos funcio­
nan de ese modo quizá se deba a que,
sin saberlo, recuerda planos de otra
vida. No hay fotógrafo que no oculte
una superstición y un truco. El secreto
17
de Kertész era ése: a dónde se paraba
para tomar una foto. La simultaneidad
está menos en primer plano que en Henri
Cartier-Bresson. Las suyas son, en gene­
ral, imágenes más estáticas pero igual
de potentes. Es una simultaneidad, en
todo caso, no tanto de movimiento sino
de disparidades: la contigüidad de lo ines­
perado, como en el mercado de animales
en el muelle St. Michel, con el niño de
boina y el perro minúsculo en sus brazos.
Una fotografía dice lo que tiene que
decir en el momento que la miramos,
los primeros segundos; lo que pensa­
mos después viene de otra parte, no le
pertenece a ella. (Hay que escribir rá­
pido en honor de un fotógrafo, que tie­
ne menos de un segundo para tomar
una decisión y ejecutar su trazo. ¿No
existen los fotógrafos lentos?) Todo es
estilo tardío en fotografía: el momento
que se va a captar siempre está a punto
de morir. El tiempo se condensa, se
desplaza, comienza un viaje con destino
desconocido. Y al salir de una muestra
–un libro–, el visitante tiene la sensa­
ción de haber salido de un cine, años
después de haber entrado a la función.
werner bischof. Cuando son varias las
imágenes que a uno lo deslumbran de
un fotógrafo, ya no es la suerte o la
casualidad, se trata de otra cosa. Cla­
ro que esa afinidad nunca logra que
18
aquello que nos atrae deje de pertene­
cer al orden de lo inexplicable, aun­
que esa serie de adivinanzas terminen
conformando una familia. Quizá algo es­
clarezca la habilidad de Werner Bischof
para retratar estados de desconcierto.
Su pericia, precisamente, se ejercitó en
la posguerra, en el estoicismo de niños
con escasísimos juguetes, en la foto­
genia de las ruinas, y lo más proba­
ble es que no ignorara la paradoja de
estar inmortalizando ruinas (que, por
otra parte, pronto dejarían de serlo).
El viajero suizo obtenía muy distintos
ejemplos de fotos memorables, a pesar
de que lo capturado dé la impresión de
encarnar un mismo tipo de conciencia
(en lo visible y en el testigo). La debi­
lidad por la coreografía geométrica no
es novedad en un gran fotógrafo, pero
hay que ver con qué sentido visual,
diverso y versátil, la registra Bischof.
Los objetos repetidos o una fila de co­
sas iguales son sólo uno de sus fetiches:
una serie de flores artificiales dentro de
vasos junto a una ventana, en Tokio,
o las zapatillas de unos escolares que
visitan un templo en Kioto (todavía no
han salido). Pocas veces nevó en una foto
como en el jardín de un templo sobre
cuatro monjes que van de a dos bajo
sendos paraguas. (Contada, una foto es
un mal chiste.)
Para conocer de verdad a un fotógra­
el sueño de la aldea
fo es insuficiente con ver sus imágenes
estelares –que son, en realidad, las que
empatan a los fotógrafos de todo el mun­
do y producen la sensación de que las
mejores fotos las sacó una misma y úni­
ca persona, es decir, nadie–, sino que
hay que ver numerosas, demasiadas,
incluso las que él mismo consideraba
fallidas, sobrantes. Las fotos se van jus­
tificando unas a otras (a solas, varias no
resistirían), crean otra coreografía. A
la vez, las menos vistosas, por decirlo
así, dejan en el aire más interrogantes,
impresiones más duraderas. Lo inolvi­
dable en fotografía es en verdad lo que
uno no quisiera olvidar. Grabarse una
imagen para estar acompañado por un
acertijo, no para resolverlo. Un libro de
fotografías de Bischof nunca se puede
considerar leído. A la vez, un fotógrafo
notable desmiente que por detrás de lo
que muestra una imagen su autor quie­
ra decir otra cosa. (Lo que no consigue
evitar es que, al examinar dos instan­
táneas de Bischof, en páginas enfren­
tadas, el pareo sugiera la aparición de
una nueva, una tercera imagen.)
No hay nada placentero en Bischof
que no deslice algo inquietante, sobre
todo cuando la escena es más bien es­
tática. La belleza de lo visto al pasar se
ve profundizada por un anhelo estético
en clave menor. Bischof, cabe sospe­
char, no quería caer en el facilismo de
la perfección. Estaba buscando lo que
iba encontrando: lo accidental, la so­
ledad innegociable, lo absurdamente
poético. Lo que modifica la percepción
de sus fotos no es tanto el cambio de
formato y tamaño de un libro a otro, sino
el cambio de papel (lo favorece el opa­
co, mate, con fuerte perfume a madera).
Al ir alternando y mezclando países
de una página a la siguiente, Bischof
borronea la pretensión de hacer cróni­
ca sobre un lugar específico. Hay algo
muy anterior a la presunta identidad
nacional: el instante fugaz. No hay nada
menos nacional, y nacionalista, que la
cara de un chico. Casi cualquier niño
fotografiado puede pertenecer a cual­
quier otro país. Lo mismo pasa con los
animales, bautizados o no. Cada uno
en su tarea –así sea sufrir, esperar–,
igual que un paisaje, o lo inorgánico.
Las de Bischof son fotos de las que no
se puede aprender (muchas pertenecen
a circunstancias excepcionales). Sus es­
cenas seguirán enseguida, al contrario
que otras bellas fotos que no se pro­
longan en el tiempo. Se pueden repa­
sar mejor de noche, en la oscuridad
total, o junto a la vela sobresaltada de
la memoria. Un fotógrafo es el único
a quien la parte visible –material– de
su obra no le pertenece. Un buen fotó­
grafo es el único que se vuelve miste­
rioso limitándose a mirar.
19
sebastião salgado.
Sería fácil pensar
–lo hacen aquellos a quienes cualquier
detalle del mundo les parece el colmo
de la obviedad– que la perfección téc­
nica de las fotos de Salgado invalida
su valor testimonial o incluso, aunque
parezca ridículo, su valor fotográfico.
No se trata, por otra parte, de otra cosa
que nitidez, y en fotografía la mera ca­
lidad no ha sido, antes o ahora, una ca­
racterística distintiva. Salgado sabe que
el ojo debe responder por el lujo de su
herramienta; el valor del instrumento
(cámaras Canon) debe operar como vara
de exigencia del trabajo que produzca.
El que parece estetizar la pobreza,
está visto, es el que menos fotógrafo
quiere ser. No pretende ser un gran
fotógrafo, no es reconocible si no es te­
máticamente. Capaz de mirarlo todo,
se conforma con ser un testigo que no
parpadea. Quizá esa superficie de cla­
roscuros límpidos dé la impresión de
un ojo inconmovible. Es sólo la simula­
ción necesaria para soportar lo peor que
haya para ver e inscribirlo en un negati­
vo: un alma arrasada (es el precio que
Salgado pagó por tener acceso a un
reincidente repertorio de infiernos).
Si infancia significa ausencia de len­
guaje, una imagen se ofrece como su
tierra natal. Este nómade busca cap­
tar una mirada en fuga, que no acuse
ni implore, una mirada con la valen­
20
cia de un hecho (una huida: un niño
salva su vida al precio de abandonar
su lengua). Una mirada que sólo pide
derecho a observarnos, a sostenernos
–mientras facilita otras acepciones–
la mirada.
La gravedad que transmiten las imá­
genes de Salgado no provienen de un
intento –suyo o de sus retratados– por
dar pena. Las caras, los cuerpos, algu­
nos de ellos desnudos, callan desde el
reverso de la conmiseración. Un niño
deportado se aferra a su cartuchera y
planta cara en esa pequeña fortaleza,
la dignidad de no dar lástima en pre­
sencia de asesinos. Su revancha es ir
cobrando cuerpo delante de una lente,
mientras los que operan fuera de cua­
dro se van convirtiendo en espectros.
El objetivo de Salgado es devolverle un
rostro a quienes fueron tratados como
la nada misma. La pobreza prístina que
copia Salgado produce una lectura in­
quietante: la claridad –la errata corre­
gida de caridad– se impone en algo que
suele asociarse con la suciedad (des­
preciarse por la suciedad). Al ser menos
sucias, más deliberadamente estéticas
–las de Cartier-Bresson de la India y
China, por ejemplo, son más táctiles y más
geométricas–, las fotos de Salgado po­
nen más de relieve el contraste entre la
belleza de la foto, la belleza última, final,
del modelo, y la crueldad de las causas.
el sueño de la aldea
Salgado no oculta que tiene un pro­
pósito, no está para sutilezas que no
sean técnicas. Busca gritar –a falta de
lenguaje– algo a los cuatro vientos en
el silencio terminal de una imagen, sa­
biendo que no se cree imprescindible
(aunque pueda sospechar que es in­
sustituible). La fotografía muestra, no
mendiga aclaraciones. Es un cuento
infantil sin moraleja.
Es difícil pensar que alguien pudie­
ra elegirlo como fotógrafo dilecto (como
alguien podría elegir a Josef Sudek o
Boris Smelov). El decoro impide que se
establezca una intimidad con los re­
tratados o el propio fotógrafo (como se
la puede establecer con el checo o el
ruso). Son como fotografías de grafito,
que no vienen a mejorar –embellecer–
una muerte. Frente a estas imágenes,
sentirse mal en una galería de arte o
hundido en un sofá de un cuerpo es
un acto de lujuria, de insolencia. Sal­
gado abandonó el pudor para hacerle
frente al impudor de la violencia, la
tiranía, la imbecilidad. Ha vuelto al
mundo más legible, más milagrosa,
aterradoramente legible.
diane arbus. Ubica en el centro del
cuadro el nudo de la fotografía: a quién
retratar y cómo, bajo qué luz. Ante Ar­
bus, un espectador se pregunta qué
hay de voluntario e involuntario (en
la elección y el consentimiento del re­
tratado, en el instante de la foto). Las
suyas producen el desvelo que debe
producir una imagen. Sus retratados
miran a cámara, apuntan al fotógrafo y,
al mismo tiempo, al espectador sentado
en el futuro. Se saben frágiles inmor­
tales. “Son personajes de un cuento de
hadas para adultos”, decía Arbus de sus
enanos, sus maltrechos, prostitutas y
retardados. Hay que ir hasta Herzog
para encontrar una familia emparenta­
da. Desafían, como los muertos enmar­
cados, a sostenerles la mirada. Dan la
sensación de que la fotógrafa salía de
foco para volver a hacer foco, con el
fin de verificar que la primera impre­
sión fuera justa. Tal la maravilla de la
que era testigo. ¿Hay algo que apren­
der, fotográficamente, de Arbus? Una
crítica que ella le hizo a un retrato aje­
no demuestra que era consciente del
riesgo de inclinarse sistemáticamente
por esas criaturas: “El sujeto es mejor
que la fotografía”. Los rostros de Arbus
invitan a jugar el juego de los suscep­
tibles: mirar y no mirar. Hay en ellos
una soledad y una tenacidad incondi­
cionales. Pero estas caras, ¿no hacen
algo más que una obra?
Su biografía es el retrato de una de
las mayores expertas en retratos de la
(breve) historia de la fotografía. Curio­
samente, la de Arbus es una cara que
21
fue cambiando bastante entre épocas
no demasiado distantes. Para la vida
corre lo mismo que para las imágenes:
“La fotografía es un secreto que habla
de un secreto. Cuanto más te dice, me­
nos uno se entera”. Ninguna biografía
responde el enigma más grande: cómo
alguien que no era nadie –una forma
de decir– se convierte en el nombre que
tenía destinado. Como es costumbre, las
pistas sobran pero son insuficientes:
lectora de novelas góticas, devota de
los monstruos de Goya, del cine de Tod
Browning. Su hermano era el poeta Ho­
ward Nemerov; su marido, el fotógrafo
Allan Arbus. Tomó clases con Berenice
Abbott. Dejaba correr agua para cal­
marse. Admiraba a Weegee y Walker
Evans, pero Lisette Model y Robert Frank
fueron sus mayores inspiradores. Ado­
raba los dibujos de Saul Steinberg, las
cajas de Joseph Cornell, y las crónicas
y personajes de Joseph Mitchell, quien
se volvió un íntimo amigo telefónico.
En comparación con los de Arbus,
se puede pensar que cada día hay me­
nos rostros singulares, o que miramos
cada vez peor. Esta lectora que me­
22
morizaba a Lewis Carroll, fotografió a
cientos de chicos y era un lince para
retratar el estado mítico de una edad.
Otra de sus especialidades son los dúos,
con su modo casi metafísico de compe­
tir por la atención del fotógrafo. Jugar
a mirar a dos en el momento de la foto:
“Es importante sacar fotos malas, por­
que son las que guardan relación con lo
que no has hecho nunca”. Arbus tenía
debilidad por las personas similares o
idénticas: mellizas, trillizas. Igual que
las máscaras y antifaces que usan mu­
chos en su nómina de desterrados, se
mofan de su arte, de su vano intento
por captar lo que la psicología –que
está del otro lado de sus vidas– llama
una identidad. En las imágenes pode­
rosas, el fotógrafo parece el autor de
todos los detalles: peinado, zapatos,
postura, luz. Escribir sobre fotografía:
encontrar el modo de escribir sin es­
cribir. Caminar por fuera del perímetro
de un jardín en el que dos hermanas
gemelas no hacen nada por esconder
sus ojeras (de tanto mirar, de tanto ha­
blar entre ellas en un cuarto oscuro la
noche anterior).
Palinopsia
L eón P lascencia Ñ ol
Palinopsia es una alteración visual que hace que las
imágenes persistan hasta cierto punto, incluso después
de que su correspondiente estímulo se ha ido. Estas imágenes se conocen como imágenes residuales y ocurren en
personas con visión normal. Sin embargo, una persona
con palinopsia los experimenta en un grado mayor, hasta el punto en que se convierten en imposibles de ignorar.
1 : faint afterimages
Ver seis patos parpando cerca de un lago cenagoso es una postal
que derrumba cualquier posibilidad retórica.
Hemos ido de caza y hay una imagen imprecisa que aparece
entre los juncos: fragmentos de niebla y escopetas negras.
El hocico del cachorro tiene un poco de sangre que no es suya.
Detrás de nosotros hay una impostura y una falsa ornamentación,
como de cuadro decimonónico con blancos sobreexpuestos.
La escena es básica: un grupo de hombres, no más de cuatro,
y dos perros, uno de ellos un cachorro, permanecemos quietos,
23
sin temer que al fondo del paisaje hay una isla sentimental;
todo residuo de amor viene de la periferia. Nada falta.
Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego
bajan al lago de aguas turbias. Alguien dispara unos perdigones
y el perro sale en busca de su presa. La niebla ralentiza los movimientos
de la persecución en zigzag. A un costado, un muro de árboles
frondosos, es falsa mampostería, como un jardín de hespérides.
Un viento transitorio arroja de nosotros la niebla pegada
a nuestros huesos y queda visible el cielo abandonado
como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución.
2 : mild afterimages
Ver seis patos cerca de un lago es una postal
que derrumba cualquier posibilidad retórica.
Hemos ido de caza: fragmentos de niebla y escopetas negras.
El hocico del cachorro tiene un poco de sangre.
Detrás de nosotros hay una impostura y una falsa ornamentación.
La escena es básica: un grupo de hombres, no más de cuatro,
permanecemos quietos, sin temer que al fondo del paisaje
hay una isla: todo residuo de amor viene de la periferia.
24
Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego
bajan al lago de aguas turbias. A un costado, un muro de árboles
frondosos, es falsa mampostería, como un jardín de hespérides.
Queda visible el cielo abandonado como una inestable sensación de
pérdida.
3 : strong afterimages
Seis patos. Hemos ido de caza y hay una imagen imprecisa que apare­
ce entre los juncos: fragmentos de niebla y escopetas negras. El hocico
del cachorro tiene un poco de sangre que no es suya. La escena es
básica: un grupo de hombres, permanecemos quietos. Los seis patos
que parpan de manera insoportable, vuelan y luego bajan al lago de
aguas turbias. Alguien dispara unos perdigones. La niebla ralentiza los
movimientos.
Queda visible el cielo abandonado como una inestable sensación de
pérdida.
4 : negative afterimages
Ver seis patos parpando cerca de un lago cenagoso es una postal
que derrumba cualquier posibilidad retórica.
Hemos ido de caza y hay una imagen imprecisa que aparece
entre los juncos: fragmentos de niebla y escopetas negras.
El hocico del cachorro tiene un poco de sangre que no es suya.
25
Detrás de nosotros hay una impostura y una falsa ornamentación,
como de cuadro decimonónico con blancos sobreexpuestos.
La escena es básica: un grupo de hombres, no más de cuatro,
y dos perros, uno de ellos un cachorro, permanecemos quietos,
sin temer que al fondo del paisaje hay una isla sentimental;
todo residuo de amor viene de la periferia. Nada falta
para completar lo que dijo el profeta frente a una cámara súper ocho.
Los seis patos que parpan de manera insoportable, vuelan y luego
bajan al lago de aguas turbias. Alguien dispara unos perdigones
y el perro sale en busca de su presa. La niebla ralentiza los movimientos
de la persecución en zigzag. A un costado, un muro de árboles
frondosos, es falsa mampostería, como un jardín de hespérides.
Un viento transitorio arroja de nosotros la niebla pegada
a nuestros huesos y queda visible el cielo abandonado
como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución.
5 : tracking afterimages
Ver seis patos parpando
derrumba cualquier posibilidad retórica.
: fragmentos de niebla y escopetas negras.
26
al fondo del paisaje hay una isla sentimental;
todo residuo de amor viene de la periferia.
Ver seis patos parpando
derrumba cualquier posibilidad retórica.
Alguien dispara unos perdigones y el perro sale en busca de su presa.
Los seis patos que parpan de manera insoportable,
vuelan y luego
bajan al lago de aguas turbias.
La niebla ralentiza los movimientos
de la persecución en zigzag. Ver seis patos parpando
derrumba cualquier posibilidad retórica.
Un viento transitorio arroja de nosotros la niebla pegada
a nuestros huesos y queda visible el cielo abandonado
como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución:
como una inestable sensación de pérdida y súbita disolución.
27
Acerca del habla en México*
R aúl D orra
Hay palabras que no necesitan ser dichas pero que uno no puede dejar de
decir. Por ejemplo, cuánto me llena de satisfacción el acto que se lleva a
cabo en estos momentos. Me satisface y me enorgullece haber sido objeto de
este reconocimiento porque algún mérito se me vio para ello, pero sobre todo
por la gente querida –amigos, colegas, compañeras y compañeros– que se
siente reconocida en este reconocimiento porque nos reúnen largos años de
tareas y afanes compartidos. En cuanto a mi ingreso en la Academia Mexi­
cana de la Lengua, también es casi innecesario decir que me abruma pensar
en tantos hombres ilustres que pasaron por ella desde sus primeras sesiones
efectivas celebradas allá por 1875; tantos filólogos de saber erudito o escri­
tores de brillante pluma a quienes yo debería, desde ahora, esforzarme por
emular. Para atenuar ese sentimiento prefiero quedarme en mi casa, es decir
en esta Universidad, y limitarme a decir que, como Miembro Correspondien­
te por Puebla, me siento una suerte de heredero del maestro Salvador Cruz
Montalvo, con quien esta Universidad estuvo dignamente representada antes
que yo tuviera este lugar en que hoy se me confirma. Ojalá la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, mi Universidad, pueda sentir que vuelve
a estar presente con aceptable decoro en la Academia Mexicana de la Len­
gua a través de mi persona.
La tarea que ha tenido, y tiene, ante sí una Academia de este tipo no es
simple. Las academias nacionales de una lengua multinacional como es el
Discurso leído en la ceremonia de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua el 3 de
marzo de 2016 en la Biblioteca Lafragua.
*
28
acerca del habla en méxico
español, son, podría decirse, un delicado intento por establecer el necesario
equilibrio entre lo local y lo global, entre la norma culta y los usos populares,
mejor dicho, entre los regímenes de escritura y los regímenes de oralidad,
lo cual es tanto como decir entre lo intelectivo y lo afectivo pues la escritura
más bien tiende a lo primero y la oralidad a lo segundo. Pero sin duda tam­
bién habría que distinguir entre lo nacional y lo regional, pues una nación
está a su vez integrada por diversas regiones y son las hablas regionales las
que, por tener la comunicación oral como fuente, aportan el caudal de su
creatividad para dar vida a la lengua nacional. Todas las hablas regionales,
las de cualquier nación, tienen sus necesidades expresivas, sus formas de
elaborar la comunicación, y también sus secretos, secretos que quedan más
allá de lo que un aficionado a la lingüística como yo, o incluso un lingüista
hecho y derecho, podría averiguar. Para el caso del español que hablan los
mexicanos, sería redundante ponderar el ingenio verbal que en él se desplie­
ga pues es harto conocido, y para quien no lo conoce por ser un recienvenido
bastaría con una visita a cualquiera de sus tianguis o aun a los sitios urbanos
de reunión distendida para entrar en contacto con esa especie de festival
lingüístico que ahí se desarrolla. O le bastaría con ver una película protago­
nizada por Cantinflas, ese modelo insuperable que muestra su destreza en el
desvío, su maestría para salir del paso con una rapidez mental y verbal de
infinitos recursos. Nadie mejor que él ha practicado la retórica del subterfu­
gio, o el arte de sustraer la realidad que está ante los ojos y reemplazarla por
otra, hecha de puros gestos y palabras.
A mí, que llevo exactamente cuarenta años de vida en México, lo que
nunca deja de sorprenderme es que esta suerte de continuo regodeo en la
producción de giros idiomáticos y piruetas argumentativas esté tan extensa­
mente repartido en su población y alcance prácticamente por igual a todas las
clases sociales que la integran. Yo podría decir que casi no he encontrado
mexicano o mexicana despojados de agudeza verbal, aunque muchas veces la
posición social que ocupan, o la profesión en que se desempeñan, los obligue
a una conducta retraída y un habla cautelosa o protocolar. Me explico mejor:
en los medios en que me muevo he encontrado a menudo, y por causas di­
versas, a personas cuya comunicación se muestra afectada por la inhibición
o la timidez. Y sin embargo, por los años que llevo de observar conductas y
29
raúl dorra
sobre todo modalidades de habla, yo estoy siempre seguro de que esa perso­
na –funcionario, estudiante o prestador de servicios– en cuanto se encuentre
en una situación en la que se sienta relajado, en cuanto se afloje la corbata
o aun encorbatado se beba algunas copas, se convertirá en una fuente de di­
chos ingeniosos y argumentaciones invencibles. Los minusválidos verbales
son pieza rara en México. Yo diría que el goce de la lengua y la explotación
de sus posibilidades expresivas son, de hecho, un ejercicio continuo. Es como
si en su infancia más temprana el hablante mexicano hubiera absorbido,
junto con otros jugos nutricios, esa característica habilidad que a lo largo de
su vida irá ejerciendo con la naturalidad de quien se mueve en un terreno
que siempre le ha pertenecido. Diría eso y agregaría que, justamente por eso,
por ser algo que se transmite o se hereda en la profundidad, tal característica
se asienta en un núcleo siempre enigmático. Es claro que más de una vez se
ha tratado de explicarla, y no sin razones, como una compensación de otras
carencias igualmente profundas, o como la continua búsqueda de espacios
de libertad ante una vida signada por la restricción. Esto sería como explicar
que las burlas y desfiguros dedicados a la muerte no hacen sino exhibir el
deseo de conjurar el temor que la muerte nunca deja de inspirarnos. Se trata
de explicaciones verdaderas pero también insuficientes para dar cuenta de
lo peculiar de estas conductas y sobre todo del suelo emocional en que ellas
se sostienen.
Dado que mi profesión, y aun más que mi profesión, mi vida entera ha
sido dedicada al amor a la palabra y al asombro frente a lo que las palabras
hacen con nosotros, yo prefiero pensar que el hablante mexicano es un su­
jeto –individual o social– que transforma las palabras en la misma medida
en que es transformado por ellas, que recurre a su poder al mismo tiempo que
trata de armarse frente a sus efectos, que las explora gozosamente en la mis­
ma medida en que trata de cubrirse de ellas, con ellas.
Las palabras, y el tono de voz con que se las profiere, adquieren mati­
ces inesperados, revelan comportamientos, formas de valoración o maneras
de representarse el mundo, prometen, amenazan o entusiasman y crean un
vínculo entre quienes comparten tales valores y tales representaciones. De
ahí que ciertas voces tengan más peso expresivo que otras, que ingresen con
mayor o menor energía semántica en la conformación de redes o de cons­
30
acerca del habla en méxico
telaciones léxicas. Estas redes o es­
tas constelaciones dan cuenta de un
modo social de ser, de desear, de te­
mer o imaginar. Si le pidiéramos a un
hablante mexicano que hiciera una
selección de las expresiones de mayor
carga expresiva a las que recurre en el
habla cotidiana, creo que difícilmente
dejaría de mencionar voces como cabrón, madre, ahorita, ándale o pendejo.
Cualquiera de esas voces, apenas hace
falta decirlo, es un centro expansivo, se
despliega en funciones gramaticales di­
ferentes, se asocia a otras palabras por
analogía, por desplazamiento o por opo­
sición: ahorita da, por ejemplo, orita,
oritita, tantito, órale, ni maiz. Creo eso
pero creo aun más firmemente que si
le pidiéramos a nuestro hablante que
de esa selección a la que hemos alu­
dido seleccionara a su vez una, una
sola palabra, y que si nuestro hablan­
te está medianamente atento a sus propios hábitos verbales, difícilmente
vacilaría o vacilaría sólo por pudor. Según lo que uno oye aquí y allá, en
no importa qué esfera social, y según queda establecido, de hecho, por las
agudas reflexiones que le han dedicado escritores, antropólogos sociales,
lingüistas e intelectuales en general, esa palabra sería chingar, palabra que
se sitúa a la vez en un centro y un origen. Esa palabra tiene varias acepcio­
nes según la zona geográfica en que se utilice. En México, la acepción de
base es la que el Diccionario de la Real Academia Española pone en cuarto
lugar definiéndola como una “Voz malsonante” que significa “Practicar el
coito, fornicar”. Insistente tanto como insoportable, esa expresión, oída o
proferida en México, como ya muchos veces y de muchas maneras se dijo,
alude a una suerte de pecado de origen, a una mancha infamante que persis­
31
raúl dorra
te en el tiempo histórico y que por esa persistencia deja de ser historia para
ser mitología: es decir, queda anclada en una profundidad mental y moral
de la que parece imposible sustraerse. Ello explicaría que, en relación con
esta palabra, el hablante mexicano se sienta interpelado, o más bien desa­
fiado, y que trate de conjurar sus efectos moviéndose entre la blasfemia y la
eufemia, esto es, afrontándola radicalmente o solapándola mediante desvíos
incesantes. Usada como blasfemia en un arrebato pasional, el verbo chingar, en cualquiera de sus conjugaciones, tiene un efecto cuasi performativo
porque su sola pronunciación, brutal, realiza imaginariamente la acción que
esa palabra significa. Chingar es palabra que chinga. Más que una palabra,
entonces, ella llega a ser un acto ultrajante, un golpe que toma por objeto a
alguien a quien el que la profiere busca victimizar. Es palabra que hiende,
que abre una herida humillante en un cuerpo vulnerable. Seguramente por
ello este uso blasfemo está reservado a ciertos momentos de fuerte tensión
confrontativa. Así, resulta más frecuente verla aparecer atenuada o domes­
ticada por usos eufemísticos. Por ejemplo, apocopada en ¡chin! se convierte
en una interjección que denota sorpresa o admiración, e incorporada a la
frase andar en chinga nos presenta a un sujeto que se agita y se apresura
como quien huye acaso llevado por un chingo de obligaciones que pueden
resultar puras chingaderas. Por otro lado, el funesto adjetivo chingada se
atenúa en palabras de parecida estructura silábica y fonética como “frega­
da”, “tiznada”, “guayaba”, “patada”, “mañana”. Todos sabemos, entonces,
qué se quiere decir y sobre todo qué no se quiere decir cuando se dice “Hijo
de la guayaba”.
Estas reflexiones que acabo de exponer y que bien podrían extenderse
largamente no tienen el propósito de mostrarme como un émulo de Octavio
Paz (quien parece haber dicho todo sobre los usos del verbo chingar) y mu­
cho menos posar como un experto en esa materia siempre controversial que
es la “psicología del mexicano”. Lo que pretendo es ofrecer una muestra de
mi asombro ante el poder que pueden alcanzar las palabras y mi avidez por
conocer el peso social que en casos como éste las palabras acumulan.
Es claro que para medir este poder expresivo no habría que detenerse
en el nivel puramente léxico sino también observar formas sintácticas, mo­
dos de narrar, de pedir, de imponer, en suma, de comunicarse. Por ejemplo,
32
acerca del habla en méxico
resulta de interés observar la frecuencia con que los hablantes mexicanos
recurren al uso del pronombre le agregado a un verbo conjugado, como el
caso de “ándale”, o en formaciones más complejas como “quihúbole”. De
ese modo uno advierte el continuo recurso a ese pronombre en el intercam­
bio coloquial (búscale, piénsale, ráscale, apúrale), sobre todo cuando este in­
tercambio denota intensidad afectiva. El asombro, la conminación, el deseo
de mostrarse seguro y convincente para movilizar al otro, suelen expresarse
en palabras que agregan un le. Ese recurso generalmente aparece en formas
imperativas que, más que un mandato, sugieren un interés activo por movi­
lizar al interlocutor. Locuciones como “búscale”, “piénsale”, “apúrale”, tie­
nen la particularidad de ser compuestos verbales que incorporan un dativo
(complemento indirecto), el que, en estos casos, funciona al mismo tiempo
como acusativo (complemento directo) y por lo tanto hay que entender que
significan algo como: busca [eso], piensa [lo que te dije], apura [tus asuntos].
Estas locuciones promueven una tensión que vincula íntimamente al ha­
blante con el oyente. Podríamos decir, entonces, que ese le es un espacio de
intersubjetividad propicio para reunir a uno con el otro en una disposición o
un ánimo que es común a ambos. Así, este rasgo morfosintáctico, esta breve
forma pronominal adquiere gran complejidad y fuerza ilocutiva, y contribuye
a que la expresión en que aparece, trascendiendo la verbalidad, sea un im­
pulso movilizante pues cuando se recurre a ella se suele hacerlo de manera
enfática y muchas veces también reiterativa: “¡búscale!, ¡búscale!”
Tales consideraciones me permiten volver sobre otra locución que me
impresiona como una admirable muestra de la creatividad del genio parlante:
órale. En verdad, si a mí me preguntaran cuál es la palabra preferida entre
todas las de uso coloquial que escucho a diario, no vacilaría en decir que es
órale, locución que es, o al menos eso me parece, una joya idiomática, el pro­
ducto de una magia operada por el habla. Resultado de una fonetización popu­
lar del adverbio “ahora”, la voz “ora” alargada con la flexión “le”, que toma
la forma y el lugar del pronombre, produce –y de algún modo hace real– la
fuerte ilusión de que el adverbio funciona a su vez como verbo. Como si dijé­
ramos que por virtud de ese compuesto gramatical aparece ante nosotros un
nuevo verbo, único, el verbo ahorar, que significaría poner en presente, ins­
talar, en este momento y aquí, lo que aún es futuro y está en otro lado. En el
33
raúl dorra
habla coloquial, “¡órale!” puede ser
reemplazado por expresiones como
“¡hecho!” o “¡sale!”, lo que significa
dar por realizado algo que todavía es
un proyecto. Pero la forma “¡órale!”
agrega un elemento más: agrega ese
espacio de encuentro entre dos suje­
tos unidos por una misma decisión.
Desde luego, también esta expresión
es usada para expresar asombro co­
mo en: “¡Órale, qué carrazo!” Pero
en este caso lo que se ahora, lo que
se instala en este momento ante los
ojos, es algo que sobreviene y obli­
ga a incorporarlo como una realidad
presente de la que es necesario hacerse cargo. En cualquier caso, el le, ese
breve factor morfosintáctico, funciona como un espacio intersubjetivo en el
que se explaya una emoción.
En el habla coloquial, ligada al deseo y a las emociones, está siempre la
presencia del sujeto, sea el sujeto individual, sea el sujeto social. Es, pues,
una forma de la comunicación que busca atajos y desvíos para exponer las
pasiones de individuos o de grupos humanos. El Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua, elaborado bajo la dirección
de Concepción Company Company, en su entrada “maiz”, señala que esta
palabra, antecedida de “ni”, significa nada y, como ilustración de su uso,
pone el siguiente ejemplo: “Que abro el refri y no había ni maiz”. Aquí, más que
el término registrado, a mí me llama la atención la construcción verbal en
que aparece. Estamos ante una frase que se abre con un Que relativo. Como
sabemos, este pronombre suele tener por función introducir una oración o
una cláusula subordinada. Bien mirada, esa frase –o ese que– supone un an­
tecedente, un verbo principal que aquí está elidido. Entonces, lo que queda
supuesto es algo como: “Ocurre (que)”, “Pasó (que)”, o “Te cuento (que)”.
Todo sugiere que en este caso se ha omitido ese antecedente porque lo que le
interesa al sujeto es mostrar el acto realizado (“abro el refri”) y la decepción
34
acerca del habla en méxico
que le siguió (“no había ni maiz”). En dicha frase, al sujeto le interesa mos­
trarse obrando y viviendo una decepción, le interesa poner esa decepción en
primer plano. De ese modo podríamos decir que el sujeto ha construido su
frase como un pequeño espectáculo. Esa impresión se refuerza si observa­
mos que el primer verbo (“abro”) sitúa la acción en un presente y el segundo
(“no había”) la sitúa en un pasado imperfecto, en un tiempo durativo. Como
si el abrir el refri, el acto de procurarse algo de comer o de beber, ocurriera
ahora pero puntualmente, y el sentimiento de frustración durara desde un
pasado y señalara al mismo tiempo que a lo puntual de la apertura del refri le
siguió una exhaustiva, y por lo tanto más detenida, inspección que dio como
resultado la desalentada comprobación de que “no había ni maiz”. Si nos
atenemos a la definición de la Poética de Aristóteles, según la cual la carac­
terística del drama es que “presenta a los personajes en acción”, podríamos
decir que este ejemplo nos pone ante un minidrama. Y es interesante agregar
que este ejemplo está tomado de una de las construcciones narrativas más
usadas en el español coloquial de los mexicanos.
A este respecto, siempre me ha llamado la atención en primer lugar la
abundante presencia de la narración en el habla cotidiana, como si la mane­
ra más eficaz de la comunicación fuera la construcción de un relato donde
abunda el diálogo directo (“Entonces yo le dije: mira, lo lamento pero esto
es así, ni modo”); y en segundo lugar me ha llamado la atención el recurso a
ese que relativo mediante el cual el narrador parece desdoblarse y observar­
se a sí mismo obrando y exhibiendo la propia pasión vivida en ese obrar: “Y
que se para y que me mira feo y que me dice: ‘fíjate dónde pones tus cosas,
buey’; y que yo me paro también y que me le pongo delante y que le contesto:
‘las pongo donde se me da la regalada gana, tú; y no seas menso y ya cierra
esa bocota, o te doy un trancazo y te vuelvo a sentar”. En este ejemplo, la
recurrencia a ese que relativo introduce en cada caso una oración subordi­
nada regida por un verbo elidido, el cual correspondería a suceder: “Sucede
[que]…” Ello abre la posibilidad de una narración estructurada dramática­
mente y por eso mismo proclive a las escenas animadas por el diálogo. A
una forma de narración, habría que añadir, que crea una suerte de espacio
ficcional donde se confunden realidad y deseo. Es curioso observar que el
hablante que nos refiere esta escena de confrontaciones verbales es el que
35
raúl dorra
siempre pronuncia las frases victoriosas, aquéllas que dejan sin respuesta al
oponente. Por cierto, si tratamos de indagar acerca de la efectiva veracidad
de tales frases –si insistimos preguntándole– no tardaremos en encontrar
que no son exactamente las que nuestro narrador dijo haber pronunciado
sino más bien las que siente que hubiera querido, o acaso hubiera debido,
pronunciar. La escena, pues, que nos refiere, está modificada por su deseo
y eso ocurre, según pienso, porque esta manera de narrar permite recompo­
nerla, de modo tal que pueda entrar en ella no sólo la realidad, lo que ver­
daderamente ocurrió, sino el impulso afectivo, y también el deber. Por ello
lo que él nos está comunicando es una especie de insatisfacción que ahora
compensa con el relato que nos hace, esto es, el relato con el que regresa a
esa escena para hacer, ahora, lo que no hizo en ese momento. Es como si en
ese modo de narrar el hablante pasara de un tiempo indicativo a un tiempo
subjuntivo donde se construye otro escenario, más elástico, más maleable y
por lo tanto siempre más propicio a las proyecciones del sujeto.
Ahora bien, en estos relatos de vida, tan frecuentes y en los que tan
frecuentemente se escenifican diálogos y en los que se argumenta y contraar­
gumenta, así como en los otros usos del habla aquí evocados, la voz cobra
un protagonismo decisivo. La voz que nos habla y que, hablando, reproduce
otras voces. Porque es la voz, en este caso la manera peculiar de entonar el
español, lo que parece cargar con el mayor peso significante. El mismo relato
dicho con otra voz es otro relato, crea otras identidades, modifica la presen­
cia de los personajes. Así, para lo que nos interesa, siempre será difícil, por
no decir imposible, conocer o dar a conocer el español de México si no re­
construimos una imagen de la voz, esto es, del modo de entonar la lengua. La
entonación es una marca de identidad y pertenencia. Incluso se podría decir
que un buen conocedor del modo de hablar de los mexicanos podría reconocer,
por la sola entonación y sin necesidad de atender a las palabras pronunciadas,
de qué región es el hablante, a qué grupo social pertenece. El modo de en­
tonar una lengua, subrayo, es en general percibido no sólo como una marca
de identidad sino también de pertenencia: a un estado, a un territorio, a una
ciudad, a una clase y, en el extremo, a una familia. Así, alguien sabría reco­
nocer, por la sola entonación de las frases, si el que habla es un chilango, un
veracruzano, un tabasqueño o un sinaloense. Esto lleva a pensar que es en el
36
acerca del habla en méxico
nivel fónico donde se alojan los rasgos decisivos de una identidad local. En
la pronunciación está el sujeto, la persona presente y única con su coraje o
su complacencia, con su entusiasmo o su temor, en una palabra, con el mun­
do de afectos que toma forma en su boca pero antes en sus humores vitales.
Astucias léxicas; torsiones sintácticas; estrategias argumentativas; re­
tóricas de la dramatización; recursos a la hipérbole pero sobre todo a la ate­
nuación; itinerarios narrativos en los que el narrador se desdobla y se observa
con distancia e imaginariamente se admira o se corrige, actúa como si su
lugar fuera el de su interlocutor, o bien coloca al interlocutor en su lugar,
se hace otro, cambia la voz para que cambie la escena, para que la palabra
adquiera un nuevo matiz; modos diversos con que la palabra hace del mundo
un espacio subjetivo: los ejemplos podrían prodigarse pero todos partirían
de un mismo centro de irradiación: el mundo afectivo del hablante. He ahí
la fuente, el destino, el horizonte.
Y ya que hablamos de afectos, lo que en este discurso he perseguido
y lo que quisiera haber logrado es dejar un testimonio de mi dedicación
apasionada al estudio del idioma y a las incesantes maneras con que los ha­
blantes lo procesan y lo entregan tanto en los espacios geográficos como en
los espacios sociales y mentales. Pero es una pasión que ahora debo refrenar
porque estoy frente al tiempo y el tiempo también tiene la suya, una pasión
que, en su caso, se expresa de un modo dual: como fuga y como límite. El
tiempo quiere pasar y también quiere que lo que está pasando se acabe. Así,
mi tiempo de exposición ya ha pasado y ahora debo ceder gustosamente la
palabra al director adjunto de la Academia Mexicana de la Lengua, a Felipe
Garrido o, más académicamente dicho, a don Felipe Garrido, un hombre que
es todo entrega a la vocación por la palabra noble, serena y constructiva,
como cualquiera puede ver en su actividad de escritor, de editor, de traduc­
tor, de antologador, de formador de escritores y de lectores. Un admirado
amigo que recientemente ha obtenido, con todo merecimiento, el Premio Na­
cional de Lengua y Literatura. Es para mí un orgullo que él sea el encargado
de cerrar este acto y de entregarme lo que necesito para ingresar formalmen­
te a la Academia Mexicana de la Lengua. Con él los dejo y ahora ocurre que
cierro mi boca, que abro mis oídos, y que soy todo atención a sus palabras.
37
El segundo lugar
G eney B eltrán F élix
para Pilar Nieto, chamana y salvadora
Ya iban los demás alumnos saliendo del salón de quinto grado. Por encima
del cabello sentía el Iñaqui el aire que las aspas al girar desperdigaban
frescamente por el aula, un lápiz caído venía sobre el mosaico rueda y rueda
hasta tocarle la suela del zapato. Qué desespero: algo siniestro le decía al
oído el profesor Cipriano a su alumno predilecto, el gordo Inzunza. A un lado
del pizarrón, el muchachito se hallaba inmóvil con los hombros erguidos, el cue­
llo ligeramente inclinado. Por su mirada seria, no parecía un chamaco de once
años sino alguien mayor, un adolescente que se esforzaba, con algo de nerviosis­
mo, por mostrarse confiable para asistir en una tarea de endurecidos adultos.
El Iñaqui observaba la escena de pie desde atrás de su mesabanco, a
cuatro metros. Cuánto no daría por ser capaz de leer a la distancia lo que
estaban soltando los labios finos en el rostro cuadrado del profe, lo que es­
cuchaba el odioso gordo de cara redonda y pelo engominado, el siempre
sonriente y lambiscón que a lo largo del año llenó de regalitos el escritorio
del maestro.
El Iñaqui querría gritarle al profe ya estuvo bueno, ¿era otra emboscada
contra él? Y al tiempo de vivir este impulso, algo ajeno dentro de sí (un or­
ganismo más sensato y también más cobarde que su rabia) puso sus piernas
en movimiento. Se fue caminando hacia la puerta, farfullando ¡chinteguas,
me va a joder este maestrito!
Y por dentro del abdomen lo oprimía el efecto de una mano helada tan­
teándole las vísceras como siempre le vino pasando todo el año cada día en
38
el segundo lugar
que el profe le elogiaba al gordo una
respuesta una tarea un examen, y a
él nada.
Buen rato de la tarde la pasó el
morrito en el patio de su casa. Esta­
ba parcialmente techado y por ser un
día de junio la sección soleada, esa
que entregaba sin pudor sus mosai­
cos al cielo, era inhóspita: el calo­
rón se hacía expandir dotando de un
opresivo grosor el aire luminoso. Él
ahí se mantenía, en un trance sus­
pendido, como si el pensar se le hu­
biera derrotado ante un estado de
cosas inaudito.
–¡Mijo! ¡Qué haces ahi bajo
el solazo? Te me vas a poner todo
prieto...
El chico ni pestañeó.
–¡Raúl! Digo... ¡Erik! Este...
¡Yordi! ¡Tú, muchacho pendejo! Te estoy hablando...
Durante esos instantes en que se sabía invocado sin que terminara de
llegar su nombre a los labios maternos, el Iñaqui experimentaba un coraje
sordo a la altura del pecho. Salió ahora la mujer de la cocina. Era fuerte y
alta, de facciones huesudas y piel muy blanca y pálida. Traía un pañuelo
azul anudado en torno de la frente. Poniendo los hombros sobre la cintura, se
quedó mirando al niño, hincado: tenía en la mano derecha un estuche lleno
de lápices de colores y lo agitaba como si limpiara con él alguna mancha del
suelo.
–Por qué me habrás salido tan medio orate tú, de veras...
A lo lejos se dejó escuchar, raspando la aquietada superficie de la tarde
calurosa, el veloz aullido de una sirena de ambulancia. El plebito se puso de pie.
–No estoy loco, amá –levantó la mirada–. Es que pensaba en la fiesta
–con el estuche en la mano caminó por el pasillo techado hacia la sala.
39
geney beltrán félix
–No vamos a ir a esa fiesta, ni pienses demasiado –soltó la madre.
…Ella, sin embargo, estaba en un error. La fiesta en que pensaba la
mujer era un quinceaños en el Country Club, de la Lucila, una prima segun­
da hija de parientes ricos con quienes los Aispuro Urquidi, venidos a menos,
ya ni se llevaban gran cosa.
En cambio, lo que rondaba por la mente del chico no era “fiesta” en sí,
o en los labios ilusos del profe Cipriano solamente. Antes de dejarlos salir,
hoy les dijo, alisándose con lentitud el bigote: “Jóvenes, mañana es la fies­
ta”. Ya muy bien sabía el Iñaqui cómo el hombre se dejaba llevar por la bo­
quiflojez diaria de su carácter para usar con ligereza las palabras al saberse
en falta (un ignorante, un impostor) por algo de las materias que explicaba
sin claridad al alumnado.
En los primeros meses no habría podido el niño decir cuánto descon­
fiaba del maestro; nadie nunca se acercó tampoco a preguntárselo, pero ya
hacia enero, cuando iba muy temprano por las calles de su casa a la escuela
y escuchaba la violenta bocina del carro de El Debate gritando los titulares
de su nota roja, ¡Ándale, llenan de plomo a tres empistolados en Las Quintas!,
¡Depravado viola y mata a muchachita buscona de quince años, ándale! Du­
rante esos momentos se acostumbró sin saberlo a que un reptil le habitara en
la nuca y le fuera lamiendo amenazante una región del cerebro para dejarle
ahí una viscosa sensación de hartazgo y frustración ante el solo recuerdo de
la cara fruncida del maestro.
El Nájera fue el primero que se le acercó al día siguiente. No tardaban
en ser llamados por el timbre para entrar al aula en filas. Ese compañero no
es que fuera muy cercano suyo, pero sí algo se llevaban: también era bas­
tante matadito, de esos muy duchos con los números aunque nada paciente
a la hora de la clase de español o de ciencias sociales. Además, le había
comentado en los recreos al Iñaqui: “Este profe no sabe gran cosa, qué fiasco
de veras”. Era moreno y de piel muy lisa, con pestañas chinas y ojos grandes
que en ese momento, como si fuese la primera vez que lo veía, llamaron la
atención del Iñaqui: parecían de un personaje de caricaturas japonesas.
–Pues la fiesta –y el Nájera hacía caer sobre la palabra un tono bur­
lón al tiempo que subía y bajaba los dedos índice y cordial de cada mano
poniéndole comillas al aire– será hoy más al ratito, anda diciendo el gordo
40
el segundo lugar
lamebolas. Y ¿qué crees, Huerco? Van a estar sus jefes... Por ahi andan
orita…
A cinco metros vio el Iñaqui al mismo Inzunza rodeado de tres mucha­
chillos también de uniforme azul: extendía un papel que uno de sus compa­
ñeros leía en voz alta y al escucharlo los demás sonreían obsequiosamente.
Se imaginaba el Iñaqui que el niño aborrecido habría de levantar la vista y
sonreírle también pero con un dejo de soberbia. No fue así: uno de los cha­
valos en el grupo tomaba con rudeza el papel del Inzunza, se lo restregaba
sobre el área de los propios genitales al tiempo que sacaba la lengua y po­
nía los ojos en blanco, provocando la carcajada de los otros dos y una risa
nerviosa en el muchachito gordo, que parpadeaba y movía la cabeza a la
derecha temiendo encontrar la mirada de sus padres, allá del otro lado de los
cristales de la Dirección.
–Y el bruto de Sor Cipriana que le dice fiesta a esta tarugada… –soltó
el Nájera, riéndose mientras suponía en el silencio del Iñaqui un terreno
favorable para la complicidad: su compañero seguía con la vista fijamente
encendida en el grupito encabezado por su enemigo.
Habría querido responder.
No lo hizo. No sabía cómo volver voz ese ahogo seco en los pulmones.
Veía a los padres del Inzunza y al maestro salir de la oficina de la Dirección.
Todo él ceremonioso, peinado con gel brillante, Cipriano vestía una camisa
negra y corbata –¡para qué corbata si hace un calorón!–, y luego de caminar
rumbo al aula se detuvo para ver hacia el centro del patio, con ojos disminui­
dos por el esfuerzo de enfocar entre las figuras infantiles.
El Nájera le tocó a su amigo el hombro:
–Capaz que Sor Cipriana está enamorada del panzón ese –dijo, movien­
do los dos brazos de adelante hacia atrás, los puños ostensiblemente apreta­
dos, como si jalara un cajón hacia sí; trataba de hacer gruesa y masculina la
voz, dándole un medio tono de sarcasmo a sus dichos y al gesto sexual que
las acompañaba. Ante el silencio del otro, el Nájera levantó las cejas y acer­
có la cabeza hasta ponerle el rostro a pocos centímetros, con una expresión
inquisidora que parecía esculcarle una sombra de asentimiento.
El Iñaqui llevó los ojos hacia abajo.
–Sí, ¿verdad? –pero algo lo atenazaba: una cosa para sí mismo secreta,
41
geney beltrán félix
la presencia de un ser deforme en su interior de quien ignoraba todo pero del
que muy agriamente sentía los zarpazos. ¿Era esa envidiosa bestia entonces,
era esa presencia dentro de sí lo que más lo angustiaba, y no sólo la cara
lustrosa de entusiasmo del Inzunza? ¿Y durante qué largo tiempo habría aún
de hallarse invalidado, como ahora de once años apenas, para oponerse a
sus golpes?
–¡Orden! ¡Silencio!
Los niños entraban al aula bisbiseando, azorados por el pastel, los va­
sos de plástico, las botellas de coca-cola y fanta de naranja sobre el escrito­
rio del maestro. Quién si no el Nájera se iba a dar media vuelta para guiñarle
el ojo al Iñaqui con expresión de ¿Ves? Te lo dije.
–Sí, cabrón, ya me di cuenta –no quería que el Nájera adivinase esta
inquietación vivaz y vergonzante que le brincaba en el tórax, y que se agravó
al advertir las figuras sonrientes de los padres del gordo. Estaban (la mujer
de traje sastre, peinada de chongo y muy maquillada; el hombre con saco y
corbata y un cigarro encendido entre los dedos) detrás del maestro, y entre
ambos el hijo, que miraba a sus compañeros con cara de ¿Qué esperan pa
aplaudirme, putos?
–¡Muchachos! –el profe tenía las manos juntas en posición de rezo–,
vamos a festejar el fin de curso, tenemos invitados especiales…
Para entonces había el gordo Inzunza ya tomado asiento en su lugar, en
la primera fila. En diagonal atrás suyo, a la izquierda, el Iñaqui se hallaba
muy nervioso, prohibiéndose voltear a ver a su adversario. Fijó la mirada en
un fragmento de pared encima del pizarrón, en que estaba escrita la frase
Colegio Miguel de Cervantes.
–…ha sido un largo año, lleno de aprendizaje y compañerismo…
Eso. Por algo somos el Miguel de Sobrantes, ¡todos! Alejaba la vista de
la pared y miraba a sus compañeros de la izquierda: el Nájera, con los ojos
muy abiertos y solícitos; el Garrocha metiéndose con aire distraído un dedo
en la oreja, más atrás el Josué parecía murmurar el padrenuestro. El niño
empezó a escrutarse las uñas y los dedos, como quien descubre que le sobra
cuerpo.
–…y antes de pasar a los refrigerios, empecemos por el diploma de
primer lugar en aprovechamiento…
42
el segundo lugar
El Iñaqui levantó los ojos. El profesor lo miraba con una media sonrisa,
un filo amable que prometía tánto, de veras tánto, al grado de que por un
instante el plebe estuvo convencido de que habría de resarcirse ahora el mal­
entendido de todo el año: el profe se habría de disculpar por haber fingido no
aprobarlo cada día, y el Inzunza es quien hoy—
La sonrisa del profe se hizo más rotunda.
Un cuerpo se puso de pie allá por el lado derecho de la visión del Iñaqui.
Los rostros de los padres sonreían, sus manos palmeaban el obeso cuerpo en
la espalda, las voces hablaban de bravos y quéorgullos.
–Muy bien, muchacho, llegarás lejos –oyó el Iñaqui la voz cada vez más
aguda del profesor que al mismo tiempo abrazaba y palmeaba en el hombro al–
Al–
…Y es que el apellido Inzunza a lo largo de ese instante era más que
un sonido: una maza en las vísceras.
–Iñaqui, mijo, pasa por tu diploma.
Creía tener la cara incendiada. La voz del profe insistía:
–Muy buen esfuerzo.
El niño caminó hacia el frente, extendió la mano y el diploma que decía
segundo lugar pasó entre sus dedos. Al verlo caer al piso, se supo más abo­
chornado: alguien dejó salir una risita en los asientos del fondo, otro más
hizo escuchar un grito agudo, disfrazando en un falsete su voz con la frase
“¡El Huerco tenía que ser!”...
–Vamos, silencio…
El padre del Inzunza se inclinó, levantó el papel, se lo puso en las
manos.
–Gracias...
–Felicidades, buen resultado –escuchó hablar a la mamá, que le soba­
ba la espalda ¡con su mano ratera! Él se sacudió el contacto, pero al darse
cuenta de que ese gesto habría de interpretarse equívocamente (qué equívo­
camente ni qué nada: groserazo el chavalillo, andarían diciendo más al rato,
se decía), volteó la mirada hacia el matrimonio, sonrió, dijo “Gracias… dis­
culpen” mientras desde las tripas le subía una invasión fría de tercas aguas
que buscaban reventarle el tórax.
Regresó a su mesabanco, el profesor mencionaba el nombre del Náje­
43
geney beltrán félix
ra y éste se erguía y caminaba para
hacer mantener en sus manos el di­
ploma de tercer lugar.
Habría querido disolverse ahí
mismo en el aire, el Iñaqui: ser in­
visible, que sus huesos renegaran
del afán de la dureza, que lo dejara
ese trotar de bestias rumbo al pecho.
Pero ahí seguía la dura piel de
la realidad. Los niños se formaban
ante el escritorio. La mamá del In­
zunza partía el pastel, el padre ser­
vía refresco. Los ruidos le llegaban
atropellándose unos a otros, como si
su intención fuera abrumarlo para
mantenerlo dócil y callado en su si­
tio. Cada segundo pesaba: el aire se había vuelto de fierro y entraba en su cuerpo
abriéndole con temple ofensivo las células, para al fin dejarlo como una pura
cosa residual, una existencia inútil y sin valor... –aunque eso sí: nada de per­
mitirse las voces de la queja, nada de romper con desfiguros la estúpida alegría
de los demás con un pedazo de pastel y un refresco en las manos... ¿Él menos
inteligente que el Inzunza? ¡Qué burla! ¡Si desde siempre había sacado el primer
lugar! Este profe era un lamesuelas ignorante que sólo quería quedar bien con–
¿Será cierto? ¿No es él quien se equivoca?
No, en serio: el profe –se decía– quiere quedar bien con los papás ricos
del gordo: tienen dinero y conectes, poder y palancas, así lo presumió desde
el comienzo el panzón repugnante.
Y es que ambos habían ingresado al colegio en septiembre pasado, para
cursar quinto.
Al Iñaqui luego luego lo apodaron El Huerco por su acento serrano, que
dejaba oír notas de un perpetuo azoro, un estiramiento de las sílabas finales.
Había crecido en un pueblo de la sierra; su familia se mudó a finales de agosto
y no consiguieron ya inscribirlo en ninguna escuela de gobierno (ni cómo, a esas
alturas del año). Ahí estaba el Cervantes, el más barato de entre los de paga.
44
el segundo lugar
Y el Inzunza (lo llamaron siempre por el apellido, aun sabiendo su nom­
bre de pila, tan agringado, de Jeremy) había estado inscrito en el Colegio
Tlacaélel, propiedad de una orden religiosa que se afana en amoldar las
mentes de los hijos de los ricos. Las versiones sobre por qué lo expulsaron a
fines del ciclo anterior, cuando cursaba cuarto, fueron varias: que lo hallaron
besuqueándose con un chamaquito de sexto en los baños, que se había roba­
do una calculadora de la Dirección (sin necesitarla, claro, precisaban), que
le encontraron en la mochila fotos de viejas encueradas refocilándose con
caballos y perros... Los padres recurrieron al Sobrantes para que el plebe
levantara cabeza, cursara quinto, no perdiese un año.
Desde el principio estuvo claro que el gordo no era burro: algo listillo,
sí, participaba, erguía la mano. Y nada más. El Iñaqui no habría tenido los
modos de expresarlo, era esto: que para el Inzunza aprender no era sino un
trámite pasable que se le pedía para algún día heredar la lana de sus jefes.
No era la tabla de salvación que desde sus primeros días en un aula, allá en
el pueblo, descubrió el Iñaqui: lo que habría de evitarle, según la espartana
voz de su padre, una vida de jodidez y miseria en la milpa, si no es que la
tentación de meterse a los negocios chuecos traficando con yerbamala.
A lo largo de los meses fue creciendo en el Iñaqui la percepción de que,
hiciera lo que hiciera, él no sería visto en su real medida, pues Cipriano hubo
siempre de inflarle las notas al Inzunza (quien además, pinche holgazán,
faltaba mucho a clases). Esa intuición se veía de inmediato invadida por la
incertidumbre: ¿y si él, Iñaqui, exageraba su valía? ¿Si sólo era un ardido y un
mal perdedor? Igual y había estado ganando el primer lugar porque allá en la
sierra, en un pueblucho de veinte casas, competía con plebillos burros a los
que estudiar les valía un cerote pues su futuro estaba en, como sus padres,
sembrar chingaderas que habrían de venderle al comandante de la judicial,
o en irse de mojados pa pizcar algodón en Óregon o en Idaho…
Esto volvía a su mente ahora: sin levantarse, veía al maestro recoger
platos y vasos, a los padres Inzunza despedirse de su hijo, a los alumnos regre­
sar ruidosos, sin gana, a los asientos.
–¿Y no vas a felicitar al gordo nalgas de tinaco? No seas mal perdedor
–escuchó el susurro venir de los labios filosos del Nájera.
–Me voy a limpiar la cola con este papelito –respondió el Iñaqui, en voz
45
geney beltrán félix
baja–. Si tiene la firma de Sor Cipriana, no sirve ni pa… –dejó la frase así,
temió haberse dejado llevar por una expresión que muy límpidamente mos­
traba el gesto de las fauces que le roían los intestinos.
–Ya se acabaron las clases, ma –llegó diciendo a su casa–. Hoy nos la
pasamos viendo películas. Mañana y pasado va a ser lo mismo. El lunes está
la boleta lista pa que la recoja.
–Pero es una escuela de paga, ¿cómo que los ponen a ver películas?
–El profe Cipriano llevó una tele y la videocasetera, y a darle: dos pe­
lículas de Cantinflas…
Y no fue sino hasta una semana después que se animó a mostrarle el
papel (tenía los bordes ajados). Lo había llevado y traído en la mochila desde
el día de la entrega.
–Mijo, no siempre se gana…
–Es que somos pobres, ma. El que ganó es riquillo.
–No somos pobres, Iñaqui. Los que sí lo son no tienen ni pa comer, cuán­
do pa enviar a sus escuincles a una escuela de paga.
El niño se quedó inmóvil. ¿Podría soltar ante la madre su carcomida pen­
sadera? No era muy inclinada a escucharlo…
–Ma, en serio. Todo el año el profe se la pasó echándole la mano al
Inzunza.
–¿El famoso gordito que te cae bien mal?
–Ey. No sorprende que le haya dado el primer lugar, es retelambiscón.
–Mijo, igual y en sexto le ganas. Pero tienes que esforzarte de a de ve­
ras… Nomás no veas tanta tele… Además no es bueno ser un envidioso.
¿Cómo lidiar con esa respuesta? La furia le nació desde el estómago. Su
madre estaba de pie, ante la estufa, con una cuchara revolvía la olla de frijoles,
con la otra mano se quitaba el sudor de la frente. Él, de pie a un lado de la
puerta, con el diploma en una mano, se moría de ganas de gritarle, pero…
¿podía estallar realmente? De no hacerlo, ¿qué pasaría? No estallaría el
planeta; peor aún, tal vez nada de esto importaba… Más feroces tragedias
pasaban en el mundo: balaceras entre judiciales y narcos de cada tercer día
en esta ciudad, todo ese moridero de niños raquíticos en Biafra… Se llevó las
manos al tórax, como si así –susurrándole lo mínimo de sus agravios– pudiera
apaciguar a la inflexible bestia.
46
el segundo lugar
¿Habría su madre de entenderlo? El enojo dio paso a la compasión: una
vez su madre le confió yo no pude estudiar mijo: ella habría querido seguir
más allá de tercero de primaria, dejar su pueblo y venir a la ciudad para hacer
la secundaria, la prepa y la carrera de medicina, pero ¿cómo? Allá parriba
en la escuela serrana, por los años cuarenta, sólo se podía estudiar hasta tercer
grado, y su padre, tan mandón y tan machista, cómo habría de enviarla a la
siudá, y a vivir dónde, con quién, pa que prosiguiera sus estudios, y qué tal
si ella daba el malpaso, y un fulano la empanzonaba y luego no le quería
cumplir…
El niño salió de la cocina. Caminó sobre los mosaicos hasta cruzar la
línea de sombra y poner la testa desprotegida ante los rayos del sol insacia­
ble. Se mordía los labios. Ahí estuvo largos momentos sudando, poniendo la
mente en una pantalla negra como quien ansía divorciarse de los llamados
tan vehementes del aire cotidiano, hasta que una gota de sudor brincó de su
dedo índice al diploma.
De regreso a la escuela en septiembre para cursar sexto, ya luego luego
el primer día en el recreo se enteró de la noticia: no sólo el Inzunza había
sido reaceptado en el Tlacaélel, también Sor Cipriana se estrenaba como
profe de quinto en ese colegio de estirados. Era maestro allá, de puros niños
riquillos y creídos.
–Por eso le dio el primer lugar al gordo –completó el Nájera el chisme–.
Los papás tienen la vara alta ante los curas.
El profe Isauro resultó otro cantar. Dicharachero, sabio, amigable. Con­
siderado. Desde el primer día el nuevo maestro se habría dado cuenta de la
sed de saber y también de la vulnerabilidad del Iñaqui. Lo adoptó favorable.
Le reconoció siempre, abierto, su inteligencia. Por una razón que el Iñaqui
no se planteaba comprender, la aprobación del profe Isauro parecía insufi­
ciente, o incapaz, en su tarea de sanar el hueco latente de rechazo que lo des­
centraba. Algo permanecía: un temor a haber olvidado saberes elementales y
a que el elogio del maestro fuera no un acto de justicia sino sólo un capricho
de benevolencia: así como el ciclo previo Sor Cipriana apapachó a un In­
zunza sin merecimientos, quizá Isauro lo amparaba ahora a él, perjudicando
a alguien más que a sus espaldas estaría conociendo la misma escrupulosa
decepción que él meses atrás.
47
geney beltrán félix
–¿Cómo que el segundo lugar, mi Iñaqui? ¿Qué pasó ahí?
Lo agarró desprevenido su cuñado. El niño no sabía para dónde voltear.
–El segundo… sí –pasó saliva.
Esto fue una tarde de principios de octubre.
Sentado en un extremo del sofá de la sala, a un lado de su esposa (la
media hermana del Iñaqui), Rufino lucía una cara regordeta y sonriente,
ojos pequeños y achinados, siempre vivaces y proclives a la burla. Cargaba
en la mano un vaso de coca-cola con leves restos de hielos. El Iñaqui se fijó
sobre todo en cómo le brillaba la calva. ¿Me va a hacer carrilla por el mugre
diploma? Mi amá le habrá dicho …
–¿Qué promedio tuviste?
–Diez. Y con buena conducta…
–¿Entonces cómo que el segundo lugar?
¡Ha llegado el momento!, gritaba la voz de las vísceras. El niño soltó
aire, volteó a ver a su media hermana que, a la izquierda, le tomaba la mano
a Rufino mientras algo decía a la madrastra y al viejo padre, mostrando el
aire displicente de hija biemportada en sus visitas de cada domingo.
–Ninguno de tus hermanos se ha sacado nunca un segundo lugar, ¿qué
no? Todos son bien cerebritos…
–Fue un robo –lo interrumpió el niño antes de acusar la pulla de las
últimas palabras.
–¿Y eso? ¿No es grave que digas eso de robo así tan fácil?
El Iñaqui volvió la mirada, una y otra vez, al sillón de su izquierda.
Buscaba mirar de refilón, como quien quiere y no se anima, el rostro arruga­
do y seco del padre, su espalda corcovada, la expresión grisácea de los ojos.
A como le iban saliendo las palabras fue ganando más soltura, hasta que acabó
la explicación sintiendo un alivio a la altura del estómago.
–Sí, los conozco a los Inzunza –dijo Rufino–. Son gente muy persinada.
Rufino fue siempre un modelo para los chicos Aispuro, tan así que,
como señal inconsciente de respeto, con todo y que aún era joven, a su nom­
bre no se le anteponía el artículo determinado. Vino de abajo, su padre tenía
sólo un estanquillo, y el muchacho estudió administración, había trabajado
duro siempre, ahora ocupaba un alto puesto en quién sabe qué empresa
importante.
48
el segundo lugar
–Te vua decir lo que tienes
que hacer –el hombre levantaba
el índice derecho, enarcaba las
cejas–. Llevas el diploma, pides
hablar con el director y le dices
que digo yo que te lo cambie por
uno de primer lugar. Si sacaste
puros dieces, y nada de mala con­
ducta, tenían por lo menos que
haber empatado en el primer lu­
gar tú y el muchachito ese…
–¿Ir con el director?
–Vas con el director.
El Iñaqui irguió los hombros.
–¿No dices que te mereces
el primer lugar? ¿O es pura men­
tira todo esto?
–…Claro que no –se creyó de veras sospechado, como si Rufino hubie­
ra advertido la causa por la que Cipriano habría tenido razón en segundearlo.
–Ya está. Que digo yo, le dices.
¿Podía en serio plantársele al viejito en la Dirección? El Iñaqui sintió una
mosca volarle cerca de la oreja. ¿Y si mejor el mismo Rufino lo acompañaba?
Se volvió a la izquierda y encontró de frente los ojos de su padre, que lo
veían sin emoción, con una incierta dureza, y él mantuvo la mirada mientras
pasaba la saliva dolorosamente. ¿De veras hay chanza de reclamar? Bajó los
hombros.
Sin decir nada, el anciano movió los ojos hasta volver a posarlos sobre
el rostro de su hija Rosa.
Esa tarde, apenas acabaron las prácticas de volibol en las canchas de la
prepa, el Jorge ofreció raite a dos alumnos del grupo 101 cuyas casas le que­
daban, según descubrieron ahí platicando, en el camino.
–…Casi no recuerdo nada de ese tiempo –respondió el muchacho al
volante, frunciendo la cara mientras con la derecha hacía el gesto de alejar
49
geney beltrán félix
de sí una mosca inexistente–. Era una escuela de la jodida –añadió. En el
asiento del copiloto, el Iñaqui había esperado, para hacer su pregunta, a que
dejaran primero al Ortega en su casa, lo que acababa de ocurrir tres cuadras
antes–. Me acuerdo que éramos muy carrilludos y te decíamos El Huerco…
Pero veo que ya perdiste el acento.
Desde uno de los primeros días del semestre el Iñaqui reconoció salien­
do de un aula, en el piso de abajo, a un viejo rostro. El muchacho se veía más
atlético, con los rasgos de la cara distendidos, no destacaban ya tanto sus
ojos y la piel morena parecía lucir más brillante y suave. Tenía una apostura
serena, como si la vida la viese transcurrir ahora con desapego y nunca
hubiera sido, pues, un maldiciente carcomido por la envidia. Se saludaron
sin efusión esa vez: el Iñaqui mantuvo los brazos cruzados por detrás de la
espalda (nunca le extendió la mano). El otro aceptó recordarlo, qué tal te
ha ido, vaya coincidencia, y no hubo ya más comentarios, como si buscaran
pasar inadvertidos, dar la impresión de chicos serios y maduros –los intimi­
daba aún y de igual modo el haber sido aceptados, ambos con beca, en el
bachillerato del Tecnológico.
–¿Del Inzunza, te acuerdas? –con avidez acercó el Iñaqui el rostro a la
fresca ventila del aire acondicionado al tiempo que oía pasar, rebasándolos
por la derecha, a un par de patrullas con las torretas agitadamente encendidas.
Luego de seguir con una desconfiada expresión en los ojos la huida de los
dos autos, el Jorge tocó el botón de play en el modular y de a poco se dejaron
oír unas notas graves que al Iñaqui le sonaron a música de iglesia.
–Son cantos gregorianos, loco… es música clásica –aclaró el Jorge qui­
tándose un mechón del pelo sobre la frente. Con un tono de suficiencia pa­
recía querer sofocar en el otro cualquier expresión de guasa por su gusto
musical de aparente beatería.
Los carriles del bulevar Zapata hacían ver mucho tráfico pero los autos
avanzaban con buen paso. A la derecha de una sucursal de Banoro se veía
salir a dos muchachas con uniforme de cajeras que parecían carcajearse
ante un buen chiste.
–Así que te quedaste obsesionado con el Jeremy –el Jorge bajó la veloci­
dad hasta detener el auto atrás de una camioneta de redilas a la espera del
cambio en el semáforo de la Obregón–. Pobre bato, qué cosa tan fea que le pasó.
50
el segundo lugar
–¿Cómo?
El Iñaqui no preguntó más; el otro muchacho miraba, inclinando la ca­
beza a la izquierda, hacia el semáforo en rojo. Los rayos del sol caían obli­
cuamente sobre la carrocería, dejaban saltar breves destellos azulinos que al
Iñaqui hacían recordar la luz flotando sobre las aguas del río de su infancia
allá en la sierra. Al volver la mirada al interior del auto, y ver la mano del
Jorge sobre la palanca de los cambios, brevemente sintió como si, al dejar de
ver el río en la piel árida del carro, algo benévolo, algo entrañable hubiese
perdido: esa remembranza de su médula rural la sentía incompatible con su
hallarse ahí, en ese Thunderbird de interior oloroso a una esencia artificial
de fresa, con el Jorge a su izquierda, un muchacho él sí plenamente citadino,
ahora ya poco menos que un adulto de trabajados bíceps y pelo corto casi
militar, de un viril dominio al volante con el que presumiría su licencia de
conducir, a los 16.
–Yo estuve el último año de secundaria en el Tlacaélel –precisó el Jorge.
–¿Tú en el Tlacaélel? ¿Lo tuviste entonces de compañerito de banca,
al Inzunza?
Arrugando la nariz, el Jorge volvió a dejar ver una mueca de incomodi­
dad. Tosió primero, con algo de fingido, y al tiempo que arrancaba el motor
para cruzar los carriles de la Álvaro Obregón, soltó por fin:
–Una semana. Eso fue todo. Luego de eso le reventó la cabeza.
El Iñaqui creyó su deber reírse; se trataría de una broma, una cosa ab­
surda para echar carrilla a costa del gordo.
Y no.
Luego de terminar la primaria en el Cervantes, Jorge Nájera Izaguirre
estuvo los dos primeros años de la secundaria en la Federal 4, pero consiguió
una beca para cursar tercer grado en el Tlacaélel; sus padres pensaban que
así, con que siguiese sacando buenas calificaciones, al ser tan aplicado en
matemáticas y ciencias le resultaría fácil dar el salto a la prepa en el Tec y
ya después a una ingeniería ahí mismo.
–Mis papás nunca se paran en misa. Y tampoco sabían gran cosa del
Opus Dei, pero el Tlacaélel sí es de buen nivel… Digo, tiene sus cosas...
–Loco, pero… ¿qué ondas con el Inzunza?
Ya se hallaban muy cerca del estadio Ángel Flores. Ahí el tráfico se
51
geney beltrán félix
volvía lento, con una estridente reiteración de cláxones, personas que sacan
la cabeza por la ventanilla o incluso salen de autos ni siquiera bien estacio­
nados para ver cuándo se mueve el congestionamiento (estaba por empezar
el partido de beisbol). El Jorge movía los dedos sobre el manubrio y fruncía
las cejas.
–No es chilo hablar de esto, Iñaqui –se le oía una voz de repente grave
que parecía rimar con la música eclesiástica y también con la nueva oscuri­
dad en torno: el sol se había puesto con la prisa un poco vergonzante que le
gana hacia estas horas desde los primeros días de octubre, como si nada de
interés suspendiera más su vista sobre los destinos de la gente en el valle–.
Cuando apenas llevábamos una semana de clase, al pobre bato se le fundie­
ron los cables. Agarró un cuchillo, se lanzó contra su padre y casi lo mata.
Lo tuvieron que internar. Se lo llevaron a un hospital de Guadalajara, pa
que menos gente supiera del escándalo... En un manicomio, ¡a los catorce!
Ahí sigue, hasta donde sé... Entonces supimos que siempre había tenido
problemas mentales, desde siempre lo habían estado medicando sus papás.
¿Te acuerdas que faltaba a clases bien seguido? Sor Cipriana le dio aquel
diploma por pura lástima…
Una guayina marrón, a centímetros de la puerta del Iñaqui, hizo sonar
el claxon. Ese ruido tan cortantemente agudo irrumpiendo contra la voz del
Jorge y la música solemne fue la señal para que se desatara en el Iñaqui un
como vaciársele los pulmones de aire, un paulatino írsele apagando la ener­
gía de las células a la manera de esas veces de su infancia en que, ofuscado
por algo que lo hacía verse anulado, se sometía en el patio abierto de su casa
a la enrarecida fuerza del sol. Volvía a vivir esos instantes en que se sospe­
chaba no dotado de los órganos resistentes y propios de la vida sino sólo de
una delgada piel sin dureza por dentro a la que bien podían los rayos solares
derretir ya despiadadamente. ¿Qué era él? Un cuerpo habitado por sangre
que apenas si muy lenta avanzaba, un cuerpo temeroso y nunca listo para los
días de guerra en que las demás gentes se mostraban invulnerables y tozudas.
Este verse encapsulado en una burbuja de súbita asfixia, con una pauta de
nerviosismo, miedo, peligro, le dejaba sólo el chance de mínimamente respi­
rar, no hacer ruido, llevar la vista abajo...
Respiró.
52
el segundo lugar
Quién sabe cuándo levantó la mirada. En la banqueta vio a una jovencita
que lloraba con las manos tapándose la cara, de pie al lado de una mujer ma­
yor que, con un perrito blanco en los brazos, le hablaba con sordos regaños.
Cinco jovencitos pasaban en dirección a la taquilla del estadio, vociferando
entre risas y empujándose unos a otros, sin reparar en las mujeres.
¿Qué tan grave puede ser todo esto?
No lo es…
…Porque él (se dijo) sí terminaría la prepa y luego la carrera de admi­
nistración y llegaría a gerente de ventas en una compañía chingona, se casa­
ría con una morrita rubia y esbelta de la colonia Chapule o de Las Quintas,
tendría dos o tres hijos e irían a Orlando o Tucson de vacaciones cada cuán­
do. Estos sofocos suyos duraban uno o dos minutos. ¿Qué pasaba en cambio
por la cabeza del Inzunza durante sus ataques? ¿Cómo se vivía eso en lo más
interior de la carne, en las invisibles regiones del dolor del cuerpo? ¿Qué
pasa cuando todo se fractura y la realidad se vuelve un bloque negro sin
esquinas ni salidas ni relieves de nada?
–Chingadísima mierda –soltó el Jorge el puño derecho contra el ma­
nubrio–. ¿Tú no te acordaste que hoy había juego de beis? Hubiera tomado
otra ruta.
Ocurrió entonces:
Con la mirada de un ser sin carne ni amarras difuminado en las altu­
ras, el Iñaqui vio su cuerpo ahí, en el asiento del copiloto de un carro azul,
a pocos pasos del estadio. Se vio a sí mismo libre para abrir la puerta del
automóvil y, sin despedirse del Jorge, salir y caminar:
Salir y caminar mas no para recorrer las pocas cuadras que restaban
hasta su casa sino rumbo al oriente de la ciudad, hacia la salida a Sanalona
más allá de la presa, subiendo a la sierra en contra de la corriente del río:
Y así hasta llegar a la casa de su infancia. Se veía hurgando entre las
ruinas, paredes asoladas, alimañas y ramas secas, en el pueblo hoy abando­
nado entre los cerros inclementes. Podría volver a ese sitio y vivir como su
padre de joven o como sus abuelos, sacándole a la tierra lo que se requiere
para no morirse de hambre, y esto sin horarios ni diplomas, sin exigencia de
futuros, dejando caer como una liberación sobre su piel la decepción y el
resentimiento que traía contra sí mismo:
53
geney beltrán félix
O podría huir más lejos,
escapar de la ciudad hacia la
frontera, cruzar al Otro Lado y
nunca volver, borrarse de sol a
sol en un campo de garbanzo
o lavando letrinas en un res­
taurante de hamburguesas en
California:
Como si su vocación de
invisible hubiese estado firma­
da desde los tiempos del profe
Cipriano. Estaba libre para ha­
cer de su vida una pura nada:
…Pues ahora mismo –¡có­
mo quitarse esto de la mente!–,
ahora mismo un desconocido
hermano gemelo se encontraba
entre paredes blancas desnu­
das, tarareando ahogadamente
una cancioncilla o alelado de­
jaba caer la baba sobre el sue­
lo. ¿Le darían electroshocks?
¿Lo violarían los enfermeros?
¿Alguien iría a visitarlo o sus padres le mandarían una tarjeta cada cuatro
meses o sólo llamarían por teléfono al psiquiatra para ver si hay alguna me­
jora? Eso era el Inzunza: un cuerpo joven destruido por laberintos de hielo
que se le espesaron entre las sienes. Ante una injusticia así de verdadera, él
estaba exento de cualquier compromiso. La más agria identidad se le cosía
en ese instante sobre la cara: sentía compasión por ese muchacho antes tan
odiado como antes, tantas veces, sintió lástima por sí mismo.
Lo peor era intuirse en el comienzo de un camino baldío, pesaroso, con
una nueva bestia adulta y resignada que a su ser, desprovisto ya de la menor
inocencia, le estaría naciendo.
54
el segundo lugar
Su padre enfermó y murió, dos de los hermanos mayores se encargaron del
dinero y la casa, él pudo estudiar la carrera becado. Al recibirse no consiguió
una chamba en la Pepsi ni en Bachoco y a regañadientes aceptó dar clases
en el mismo Tec, se casó a los 32 después de la muerte de su madre, luego
luego llegaron dos varones, mellizos. Un día muy temprano vio en el noticie­
ro de la tele, mientras desayunaba antes de salir a la prepa, el rostro de un
hombre envejecido flanqueado por judiciales: ¿de dónde, de dónde?, se dijo,
esculcando con dedos impacientes en el sótano de sus años niños. Escuchó
al locutor decir con tono indignado que el ingeniero Gaspar Inzunza Jacobo,
de 68 años, hasta hoy un próspero representante del ramo restaurantero, ha­
bía sido detenido en la noche, acusado de lavar dinero y por delitos contra
la salud. El profe Aispuro detuvo el tenedor a la altura de su boca, lo dejó
caer sobre el plato con huevo revuelto. Se llevó una mano al tórax. No supo
decirse qué buscaba en esa parte del cuerpo. Respiró con un dejo turbio de
beneplácito.
Urgió a su esposa que le sirviera más café.
Llevó el diploma varios días. Lo llevaba en un fólder dentro de la mochila. A
la hora del recreo lo sacaba, caminaba a la Dirección.
Antes de siquiera tocar a la puerta, resonaban en sus sienes las pala­
bras posibles de la secre, opacas y agresivas por adelantado: ¿Quieres hablar
con el director? ¿Para qué? La voz de Rebeca, una mujer de 50 años, de pelo
muy corto y siempre de traje sastre, con una expresión áspera en su rostro
pálido lo habría de recibir: Está muy ocupado, si es algo que urge que vengan
tus papás… Y en caso de que el chico insistiera –estaba seguro–, la voz de
Rebeca resonaría en su mente con tonalidades aun más rocosas: ¿Qué traes
ahí? ¿Tu diplomita mafufo? ¿Vienes a quejarte? ¿No sabes perder entonces?
Y él, tartamudeando todo enrojecido al momento de llevarse una mano
al cabello, no sabría de dónde sacar las palabras que –desde la noche que
Rufino le dio la encomienda– habían tomado una forma física en alguna par­
te de su ser y que ahora se le habrían de estar evaporando, negándosele por
una voluntad socarrona.
A pocos pasos de la puerta, se daba cuenta de lo sucio que traía el
zapato izquierdo, al otro día la camisa arrugada, ya un día después no se
55
geney beltrán félix
había lavado los dientes después del desayuno… Pero, eso sí, a la mañana
siguiente sin duda hablaría por fin con énfasis y resolución: el empate, chin­
gada madre.
…Aunque también lo detenía el pensar que, claro, en el mundo, en
África, en esta misma ciudad, “la Chicago del noroeste”, como le decían
los periódicos por tantas matazones, en tantos lados pasaban broncas más
serias que eso que él consideraba una… ¿podía usar la palabra “injusticia”
sin verse irresponsable? Cada que veía a Rufino temía escuchar la pregunta
¿Ya te cambiaron aquel papelito?, y él sin poder decirle Mejor acompáñame
porque yo solo nomás no… Y es que no podía permitirse el fracaso en esa
misión, ser su propio abogado a los doce años, sin quedarse con una ampolla
de amargura en la garganta.
El siguiente jueves, al terminar las clases, metía ya los cuadernos y
lápices en la mochila. Bajo su mesabanco vio el borde azul del fólder. Se
agachó, la mano palpitante. Al abrirlo, tragó saliva. Lo descubrió vacío –pero
no levantaría la mirada; alguien en el mismo salón lo habría de estar burlo­
namente observando, a la espera de su iracunda o llorosa reacción.
Luego de salir del aula, se acercó al bote de la basura. Estiró la mano.
Antes de dejar caer el fólder, sus ojos vieron ahí dentro, entre vasos de
unicel y bolsas con restos de churrumais y chamoy, el diploma pisoteado y
lleno de rayaduras, su propio nombre tachado y, encima, la frase el huerco
pendejo escrita con un crayón rojo.
Un breve animal dentro del tórax lo hizo respirar con una bocanada de
alivio.
56
David Alfaro Siqueiros (¡Tiemblen, paredes!
Ahi viene el nieto del Siete Filos)
Montaje en cuatro movimientos
J orge J uanes
1 . masturbación totalitaria / “ no hay más ruta que la nuestra ”
David Alfaro Siqueiros, defensor acérrimo del “No hay más ruta que la nues­
tra”. ¿Y Orozco? Mientras espero contar con el tiempo para acercarme a su
obra, baste recordar por el momento la sentencia de Cardoza y Aragón: “Los
tres grandes son dos: Orozco”. Pero concentrémonos en Siqueiros. Para que
no quepan dudas, nuestro muralista pontifica y levanta su propio altar (No
hay más ruta que la nuestra: importancia nacional e internacional de la pintura mexicana moderna: el primer brote de reforma profunda de las artes
plásticas del mundo contemporáneo, 1945):
La pintura mural mexicana [Siqueiros dixit, yo subrayo] es el único aporte colec­
tivo importante que ha dado el genio de América Latina.
Nuestra posición estética es la más saludable del mundo.
La única ruta, sin duda alguna, que tendrán que seguir indefectiblemente, en un
próximo futuro, mucho más cercano de lo que pueda suponerse, todos los artistas
de todos los países, inclusive París y los parisinistas. ¿No hay otro? ¿Alguien se
atrevería a afirmar lo contrario, después de analizar, aunque sea sumariamente,
el actual panorama artístico del mundo?
En el panorama del arte moderno existe una excepción. Y esa excepción lo
es también en el conjunto mundial de las artes plásticas representativas, frente
a la propia Francia contemporánea…, el movimiento pictórico mexicano mo­
57
jorge juanes
derno, nuestro movimiento. Un movimiento proclasista, como el de David a Ingres
y como el de Cézanne a Picasso, pero que ha tomado la ruta adecuada, que es la
ruta objetiva, aquella que busca el nuevo realismo, desiderátum teórico del artista
moderno. A través de la reconquista de las formas públicas sociales y técnicas del
mundo democrático. Más aún: un movimiento que no se ha quedado en la teoría
abstracta, sino que, desde hace veinte años, viene tocando los primeros escalo­
nes de la adecuada práctica. Sin duda alguna, la única y posible ruta universal
para el próximo futuro.
Hegel resumió la Historia (por supuesto, de Occidente) como aventura
progresivamente autoconsciente del Espíritu, postulándose como consuma­
dor de la hazaña dialéctica. Algo similar intentó Siqueiros en la pintura,
pero en pequeña escala. Reconstruyamos la triada dialéctica. (Afirmación):
“La historia del arte de la pintura es la historia de la búsqueda del realismo”.
(Negación): “Llevamos sobre nuestras espaldas 400 años de un arte menor”,
ajeno al realismo cabal. (Negación de la negación): El muralismo mexicano
es la cima del realismo, mi pintura es la cima de cimas. La fórmula siqueiriana
arte moderno, “nuevo realismo humanista”, progreso artístico, no sólo es pueril,
es también falsa. ¿Existe progreso en el arte? Plantear la pregunta significa no
entender, de entrada, que lo propio del arte estriba en la multiplicación al infini­
to e intempestiva de la diferencia. Sólo progresa lo que avanza sobre un común
denominador y en un mismo sentido, nunca lo que traza derivas rizomaticas.
Siqueiros solía confundir el ruido ostentoso y melodramático de sus ca­
denas con la melodía de la vida. Cual un Atila de la cultura, gustó del gesto
autoritario, juzgó el arte desde el Tribunal inapelable en que se encontraba
instalado, poblado de fórmulas cerradas e inamovibles. “No hay más ruta que
la nuestra”, habéis entendido, “No hay más ruta que la nuestra”. Al igual que el
pastor que reúne al rebaño, proclamó la necesidad, en textos y murales, de
“subordinar a las masas y darles homogeneidad ideológica”. ¿Guía científica
de la historia? Ponderemos. Dramaturgia totalizadora, wagneriana, que en el
marco de un barroco actualizado y claustrofóbico desmonta verdades religio­
sas para imponer a cambio verdades seculares. ¿Pero acaso la Verdad no ha
sido, es y será, el arma blanca del totalitarismo: máquina célibe, impoluta,
hija dilecta de fundamentos paranoicos omniscientes? Siqueiros cumple con
el ordenamiento reductivo: identifica el ser del arte con el empeño de deste­
58
david alfaro siqueiros
rrar los misterios del mundo, de aniquilar
cualquier margen innombrable e impedir
la proliferación de singularidad alguna.
Cumple incluso a rajatabla: reduce el arte
a una ley externa al arte, el poder irresis­
tible de la Historia.
Hace tiempo, desde sus orígenes,
que la complicidad –en primera y últi­
ma instancia– de la izquierda del bloque
con el Estado-Padre es un hecho consu­
mado y celebrado: ¡para qué dejar a los
individuos entregados a su suerte, si se
puede garantizar la seguridad del ogro
filantrópico! Complicidad encadenada –por cierto– al engranaje circular que
embona Verdad, Ley, Historia y Poder. El acceso al engranaje se convierte
entonces en la premisa absoluta del arte comprometido con interdictos su­
pra-artísticos. Siqueiros no percibe nunca que el arte no evoca un mundo ex­
terior a su propio juego, un más allá. Asunto difícil de entender por un artista
que le exige a los pintores del mundo, como lo hace él, que pinten dentro de un
contexto social controlado por el Estado y con medios de producción instrumen­
tales, provocadores, avasallantes. ¿Por qué ponerle los grilletes prometeico-ce­
sáreos al muralismo, cuando al juego de la pintura le basta con un papel y
un lápiz? Silencio. Silencio por más que se demuestre que el cometido del
Estado-Padre estriba en oprimir y homogeneizar, y por más que se haga ver
que ello ha sido, es y será así: los defensores cierran filas. Siqueiros pone la
cereza del pastel.
Seríamos injustos con los jóvenes si no les dijéramos al mismo tiempo que ellos
no son los culpables de cuanto acontece actualmente, sino en cierto modo las víctimas. Sólo son culpables en la medida de su desatención política, en la medida
que no entienden que nosotros debemos hacer un arte de Estado, y al decir noso­
tros los incluyo a ellos, y lo que ellos están haciendo es exactamente lo contrario
(…) Los jóvenes no se han dado cuenta que al resurgir en México una pintura
de escala estatal se fijaba el terreno del que puede emerger un arte importante
(…) En el mundo del futuro el artista será realmente libre, no en el sentido de que
59
jorge juanes
no estará sujeto al Estado. Será en su libertad cuando esté más sujeto al Estado
que nunca. Sin un Estado no es tan poderoso como para crear un potente arte de
Estado, pues que lo cambien; si los funcionarios gubernamentales son estúpidos,
que vengan otros que no lo sean, pero el Estado debe ser el director, el guía.1
Cercanos ya a la devastación total del mundo (Gulag, Auschwitz, Hi­
roshima, energía atómica desatada, barbarie capitalista, totalitarismos es­
tatal-ideocráticos, imperio de la mercancía e industria de la cultura…), en
medio del dominio total del hombre sobre la naturaleza y de la liquidación
en marcha de cuerpos y almas, se ha planteado con fuerza la necesidad de
borrar del mapa la autonomía del arte y de los saberes nómadas, ya sea en
nombre del progreso, de la política democrática, de la emancipación de las
masas, de la diversión sana, de la revolución en curso… La irreductibilidad
del arte como arte, dictan los voceros, no tiene razón de ser ya que responde
a la cultura burguesa, elitista. El arte por el arte es improductivo, gratuito.
Hagamos cortocircuito, me digo yo. Afirmemos el arte no servil, capaz de con­
firmarse confirmando y extendiendo su territorio soberano, libertario e irre­
ductible. Pero como van las cosas, parece que los intransigentes defensores
del arte comprometido no se detendrán en la empresa de poner un hasta aquí
al arte que resiste, que permanece fuera de imperativos exteriores. Buena
muestra el recitado de teoría estético-ideológica que nos endilga el camarada
Siqueiros: “El arte sin contenido ideológico no tiene razón de ser y no tiene
existencia duradera: hay que dar la batalla contra el abstraccionismo y crear
un arte de y para las masas y la revolución. Por esto mismo los pintores adictos
a la lucha del proletariado tienen exclusivamente la palabra. Sólo ellos pue­
1
60
David Alfaro Siqueiros, A un joven pintor mexicano, Empresas Editoriales, México, 1967.
david alfaro siqueiros
den producir arte emocionado y trascendental, representativo de la época
actual. Solamente ellos pueden crear la estética del fin de la vieja sociedad
burguesa y del principio de la nueva sociedad comunista: los otros, los adic­
tos a la ideología burguesa, padecen la misma terrible degeneración. Su obra
es el reflejo de la decadencia capitalista”.
“Sólo ellos… tienen exclusivamente la palabra”. Mucho ruido, pocas nue­
ces, demasiadas cadenas y cráneos rotos rodean el debate alrededor del arte
revolucionario. El debate, claro está, proseguirá: sobre todo en América Latina
en donde, entrado el siglo xxi, se sigue celebrando el advenimiento de Mesías
salvadores de la Patria. Y no porque haya mucho que debatir, sino sencillamen­
te porque los cabezas graníticas se resisten a aceptar algo muy elemental: sólo
cuando el arte es arte puede ser subversivo. Exigirle al arte que sea otra cosa que
arte (un medio para…) es la mejor prueba de que no se entiende de qué va el
asunto. Significa humillarlo, esclavizarlo. Y para que los defensores, ya sea del
arte burgués o proletario, se lleven las manos a la cabeza, esto: no hay arte bur­
gués ni arte proletario. Arte y sólo arte, sin adjetivos. Nadie puede negar que el
arte responde a una cierta tradición, a una cultura y a una cierta manera de ver la
naturaleza, a ciertos modos perceptivos y civilizatorios, ni quien lo discuta, pero
siempre lo hace comprometido con la imaginación, la disconformidad, su propio
territorio y sus formas irreductibles, corriendo los riesgos que haya que correr.
Theodor W. Adorno afirma: “Lo único que puede salvar al arte moderno
es seguir incesantemente trasformando las formas. Su formalismo es su fuerza.
Lo moderno no es caduco por avanzar demasiado, sino, al contrario, por no ha­
ber ido demasiado lejos. El peor peligro del arte nuevo es su falta de peligros”.
El camarada Siqueiros fue siempre fiel a la Unión Soviética, al estalinis­
mo y al post-estalinismo. Los comunistas del bloque reconocieron su firmeza
revolucionaria. Lo tratan con respeto y cariño, a pesar de que en líneas gene­
rales no compartan su ideario artístico. Eso en la urss, en donde le otorgan
medallas. En Francia, con motivo de la Exposición Mexicana de Arte Anti­
guo y Moderno (1952), que contenía algunas obras de Siqueiros, el poeta Ben­
jamin Péret –de manera destacada– lo atacó con saña por estalinista y, desde
luego, por haber intentado asesinar a Trotsky en ataque a mano armada en
su búnker de Coyoacán: “¡Atrapen al asesino!” A la par de los ataques de
Peret, las frases más socorridas e hirientes de la intelectualidad francesa son
61
jorge juanes
(tomado del ensayo de Francisco Reyes Palma, “Cuando Coyoacán tendió
su sombra sobre París. El caso Siqueiros”, en Otras rutas hacía Siqueiros):
“Siqueiros es un agente de ejecuciones de la policía rusa”. “Tiene las manos
manchadas de sangre”. “No es casual que Siqueiros pinte con pistola”. Los
defensores del pintor saltaron de inmediato a la palestra. A su entender,
atacar a Siqueiros equivalía a atacar a México, hecho esperable en los per­
soneros del imperialismo yanqui y del formalismo artístico. De hecho, los
ataques redoblan la fe estalinista de Siqueiros: “Tal participación la guardo
como uno de los más grandes honores de mi vida”. Servir al pie de la letra
los dictados del amo se traduce en: “Vivió, creció, luchó y murió comunista”.
Triunfo de la vanguardia política sobre el desorden emancipador de las
vanguardias artísticas, que marca a sangre y fuego el siglo xx. Ad maiorem
Dei glorian, las vanguardias políticas autofundan la necesidad de la Historia
y se ponen a la cabeza. Y, si algo rechazan las vanguardias artísticas, es cual­
quier pretensión mesiánica de ocupar ideológicamente el centro de la vida
social: hable, si no, su resistencia al embate mítico de la Historia preñada
de inteligibilidad indubitable, contrastada desde las derivas marginales del
acontecimiento y del azar. Derivas del arte que desatan una revuelta insur­
gente, insurrecta, en cuyo marco son abolidas de golpe las jerarquías entre
amos y esclavos, dirigentes políticos y subordinados, conciencia del partido
guía y falsa conciencia, y dentro del cual, además, los sitios y los papeles
asignados por el orden institucional son trastocados, puestos en crisis, final­
mente desarmados. En principio, baste con desmontar el juego panóptico de
la verdad y de la mentira.
Se me ocurre citar aquí una tonadilla de Tristan Tzara
¿Hasta qué punto es verdadera la verdad?
¿Hasta qué punto es falsa la mentira?
¿Hasta qué punto es falsa la verdad?
¿Hasta qué punto es verdadera la mentira?
2 . arte contemporáneo , razón instrumental , técnica industrial
Armado con la ciencia de la historia, el “marxismo-leninismo”, versión Sta­
lin, Siqueiros alega defender un “arte objetivo y científico”, paradigmático,
62
david alfaro siqueiros
indiscutible, atento a la “voz del pueblo” (fundamentalmente el proletariado)
y entregado al “servicio de la revolución comunista”. Empresa que, artís­
ticamente considerada, equivale a convertir al pueblo, en lucha contra el
capital, en el protagonista central de la obra de arte (mural) y a ésta en un
proyectil público (nunca privado), subversivo y con gran capacidad de con­
vocatoria que, al revelar mediante una propuesta representativa-plástico-re­
alista la situación de las clases explotadas, contribuye de hecho a la toma de
conciencia revolucionaria de éstas. Propuesta que los enemigos del socia­
lismo son incapaces de comprender. Y arte revolucionario no es sólo aquel
que corresponde a las ideas revolucionarias de una época, sino también a la
técnica revolucionaria de una época. Con la técnica moderna hemos topado:
“No es posible llevar a cabo un movimiento positivamente trascendental de
producción de las artes plásticas si la técnica de este esfuerzo no marcha pa­
ralelamente, y en impulso creativo, con la técnica más avanzada de la época
correspondiente en su conjunto”.
El despliegue de la modernidad, basado en la fuerza expansiva de la
tecnociencia convertida en garantía afirmativa del homo sapiens sobre la Tie­
rra, previa muerte de lo sagrado rebajado al miserable nivel de “opio del
pueblo”, trasformó las historias locales en Historia Universal, con la consi­
guiente cesión a Humanus de los modos paradigmáticos de vivir y pensar.
Nada que ver con invocar la magia para estar en paz con las naturaleza;
tampoco de ponerse de rodillas ante un Dios o de exorcizar a los demonios,
con tal de que no falten en nuestra mesa ni el pan ni el vino: no, se trata en
adelante de dominar la naturaleza y la historia mediante la potencia célibe
de la razón instrumental. Final prometido: la constitución técnico-raciona­
lista de una comunidad desembarazada de mitos y de prejuicios, puesta al
servicio de la reconversión antropocéntrica de la Tierra. Antropocentrismo
que liquida cualquier hechizo y lo sustituye por disciplinas instrumentales.
Aquellos que forman parte del territorio del arte no tardaron mucho en per­
catarse que, tras la epistemología racionalista, se ocultaba una modalidad
renovada del apocalipsis.
Y la nueva horda tecnocrática, deslumbrada por el imaginario del progre­
so, acusó a los artistas disidentes de románticos. Tras fustigar a las minorías
rebeldes, la mega-máquina productiva (incluidos saberes e instituciones) tri­
63
jorge juanes
turó todo lo que le salía al paso y alcanzó la meta deseada: la naturaleza-má­
quina. Progresemos. Se dio pauta a la conversión del existente en un autó­
mata que no tiene por qué rendir cuentas al cuerpo-carne; autómata seguro
de sí mismo, imperativo, ajeno a remordimientos, exento de mala concien­
cia. Un autómata despersonalizado que requiere un marco adecuado para
desenvolverse a sus anchas, un mundo maquínico, energizado al máximo.
Mientras el objetivo se cumple en términos planetarios, los pintores pueden
contribuir desde ya a la empresa. Buen ejemplo son los murales-máquina de
Siqueiros que, llegada la ocasión ofrecida por el diseño urbano, pueden lle­
gar a contemplarse desde el automóvil y a alta velocidad. Cuerpo-máquina,
pensamiento-máquina, arte máquina, intensidad y energía-máquina, pintura
mural-máquina.
Todo espacio arquitectónico verdadero –decreta Siqueiros–, ya sea por dentro o
por fuera, ya sea en su concavidad o en su convexidad, es una máquina, y sus par­
tes, muros, bóvedas, arcos, pisos, etcétera, son ruedas de esa máquina considerada
no como un armatoste mecánico estático, sino como un máquina en movimiento
rítmico, en juego geométrico de intensidad infinita… El espectador activo dentro
de la concavidad (es) el único switch posible para poner en marcha esa máquina
arquitectónica rítmica; es la corriente que le da el movimiento necesario. Ya
veremos cómo si el hombre espectador se detiene, la máquina también se para…
Tenía que suceder. El espectador del arte, otrora expectante, termina sien­
do convertido por Siqueiros en un switch, en un mero dispositivo energético de
una máquina-pictórica que impone directrices unívocas. Hagamos cortocir­
cuito entonces, no vaya a ser que el renovado caballo de Troya nos aniquile.
Desertemos, huyamos de la presencia agobiante del mural-ruta única, del
mural-máquina, del mural-robotizado. Hombres de hierro, futuros habitan­
tes del mundo configurado por la técnica planetaria, limpiado ya el mundo
de hombres humanos demasiado humanos, tengan cuidado de que el switch
los electrocute. O…P…Q…X…Y, os tuestan. Y una recomendación: res­
guárdense de los murales que llevan inscritos en sus paredes mecanismos
tecnológicos capaces de trasformar al espectador cautivo en ente programable.
¿Inocencia de la técnica? ¿Neutralidad? Al igual que los liberales de antaño, y
los tecnócratas actuales, Siqueiros considera que el destino de la técnica de­
pende de sus usos –capitalistas para mal, socialistas para bien–, pero inocua
64
david alfaro siqueiros
en sí. Hoy sabemos que las cosas no son así, que la técnica es un poder cuya
materia gris reside en la Razón instrumental cultivada, entre otros lugares,
en las universidades con calificación triple A.
Siglos de Señorío sobre la Tierra (producción, eficacia, culto al trabajo,
dominio de la naturaleza, disciplina y orden, saberes instrumentales) llegan
en nuestros días a su fase terminal: la aniquilación de todo lo que vive y res­
pira. Podría hablarse, con Herbert Marcuse, de la inscripción totalitaria del
código de la producción en las entrañas de Eros con la consiguiente conver­
sión del placer en una vivencia trágica, culpable, entristecida. Pesan sobre
nuestros cuerpos las jorobas de Calvino, Lutero, Descartes y… agréguense
el sinfín de nombres que tomaron la estafeta. Llegará el momento, hacia allá
vamos, en que el conjunto de la sociedad devenga un ente unidimensional, con­
figurado por mecanismos económico-tecnológicos mediados por dos motores
abstractos: valorización del valor (plusvalía), reducción del saber a meras
operaciones cuantitativas, etc. Aquí las identidades se producen en serie,
los nombres propios ocultan apenas un simulacro de existencia singular. Es­
tamos atrapados, en suma, por la lógica binaria del gran taller histórico-so­
cial y de los autómatas que lo sostienen. Adorno remarca:
La tecnología hace gestos precisos y brutales, y con ella los hombres… ¿Qué con­
ductor no está tentado, sólo por el poder de su máquina, de suprimir los gusanos
de las calles, peatones, niños y ciclistas? Las máquinas de movimiento exigen de
los usuarios el violento, enérgico e incesante espasmo fascista. No menos culpable
del vaciamiento de la experiencia resulta el hecho de que las cosas, bajo la ley
de la pura funcionalidad, asumen una forma tal que limita el contacto con ellas a
una pura operación, y no tolera exceso ni en la libertad de conducta ni en la au­
tonomía de las cosas, nada que pueda sobrevivir como núcleo de la experiencia,
al no ser consumido al momento de la acción.
En la zarandeada tradición de las artes plásticas y de la pintura en par­
ticular, hoy más que nunca se busca contrarrestar el sometimiento que se
hace sobre la materia. Mientras en la producción económica los materiales
quedan reducidos a materia prima, para ser explotada a la par que se explota
a los hombres y a la Tierra buscando siempre la producción de plusvalía al
infinito, en el arte se preserva la indecible cosidad de la cosa, irreductible
a fórmulas racionales y rebelde ante los sometimientos de cualquier índole.
65
jorge juanes
Naturaleza y cuerpo a los que se deja ser, sin profanar, sin destruir. Orden
de reconciliación, que no sólo no le debe nada al orden de dominio sino que
se realiza a su pesar y en su contra, desmontando el narcisismo del sujeto de
dominio. ¿Qué decir entonces de una pintura que, como la de Siqueiros, obe­
dece en todos sus momentos al predominio de una concepción instrumental
del mundo: el progresismo tecnocrático que anula, tritura la materia?
Octavio Paz puntualiza: “El temperamento dialéctico de Siqueiros lo ha
llevado a predicar la utilización de nuevos materiales pictóricos…esta necesi­
dad de emplear nuevos materiales es más fatal de lo que él mismo se imagina,
pues toda su pintura, cuando triunfa, cuando se realiza, tiende a negar la mate­
ria, a inflamarla y trasformarla. Buscar nuevos materiales es una de las maneras
con que este dialéctico pretende escapar a la materia”.
La ruta cerrada del Mural-máquina (reducido a objeto industrial) deu­
dor del apogeo tecnocrático empotra a la materia, la somete a su control,
hasta dejarla exhausta, laminada, homogénea, finalmente recubierta por los
contornos eficaces de su productividad continua; sólo puede tratar la cosa
como otro dispositivo de una serie destinada centralmente al consumo incle­
mente de energía pictórica que envuelve paredes y hombres. Acaso por ello
el mural-máquina (objeto industrial) deba verse como la forma actual del
kitsch, a la que la política rinde tributos. Esto contrasta con el esfuerzo del
arte moderno por revelar los secretos que posee cualquier materia olvidada
de sí misma, reencontrada: calas, moho, grumos…, cuerpo gastado de los
cuerpos. Tal como Miguel Ángel procedía, adivinando a través de las vetas
de la piedra los volúmenes de esculturas subyacentes.
Umberto Eco, en Obra abierta, señala:
En diversas corrientes del arte actual, estimulantes fantasías coloristas, compo­
siciones sobre la materia en las que se saca provecho de la compleja vitalidad
de los albayaldes, de los grumos de color despedidos violentamente del tubo, de
diversos materiales, hierro, tejidos, telas, maderas, desechos, láminas de metales
preciosos tratados con pasión bizantina por un pintor enamorado de su riqueza
cromática, de su sugestividad plástica… Observaría cómo los artistas han sabido
sacar de la composición de los diversos materiales sabios ritmos, ilusiones dimensio­
nales, llenas de genio; cómo han sabido crear movimiento y profundidad, manifes­
taciones de gracia, gritos de estímulo, formas que expresan fuerza y compacidad
a través de ir condensando la materia tratada en grandes masas. Y disfrutaría,
66
david alfaro siqueiros
en definitiva, este espectáculo de una materia que muestra en cada una de sus
nervaduras la intención ordenadora del arte, que se hace significado estético y
muestra, en su calidad de “forma” realizada, la legitimidad de la operación con­
formadora que ha creado como objeto contemplable.
3 . formalismo . el enemigo a vencer
Sólo en la cristalización de su ley formal,
y no en la pasiva admisión de los objetos,
es como el arte converge a la realidad.
Theodor W. Adorno
El realismo sin fisuras de Siqueiros, presto a configurar narrativas e imáge­
nes a partir de concepciones del mundo resueltas de antemano, es discutible.
Discutible en tanto incluye en sus alforjas la exclusión tajante de lo otro.
Fetiche de sí mismo, código férreo que artísticamente –a los hechos me re­
mito– no ha dejado de ser catastrófico. Baste destacar la carnicería pictórica
practicada por Siqueiros en sus escritos, en donde el arte contemporáneo
queda resumido en estigmas brutales: “Nihilistas”, “fraudulentos”, “reac­
cionarios”, “subjetivistas”, “formalistas”. Artistas sin plataforma doctrinaria
o, en el mejor de los casos, sin “unidad” doctrinaria. “Empiriocriticistas”,
“bohemios montparnasianos” que pintan bajo la guía del “instinto y el gus­
to”, y que participan aún de la desfachatez de defender el “arte abstracto”.
“Artepuristas chic”, “adoradores del arte por el arte” atraídos “por la histeria
de la novedad por la novedad”, “fabricantes de sombreros de señora”. Ar­
tistas que, ante el drama de la guerra, “sueñan con los senos de una mujer”.
Hacedores de un arte “circunscrito al hogar rico, culto o snob”. Hijos de “la
época de la estética placer íntimo”, “perfumistas”. Idólatras “del color por el
color” y de la línea por la línea; en suma: “decadentes”, o peor, entregados a
los intereses abominables de la burguesía. Fiel a la iglesia estalinista, Siquei­
ros reconoce, en suma, que el mundo de las artes se encuentra pervertido por
mil diablos (cubismo, Dadá, expresionismo y, horror de horrores, el arte abs­
tracto, por poner algunos ejemplos) y presidido, en la cima, por un príncipe
de las tinieblas: el vanguardismo en general: “Artepurismo o abstraccionis­
mo, es lo mismo. Por eso empleé el término ‘vanguardismo’ para envolverlos
67
jorge juanes
a todos. Nuestra posición niega los
principios fundamentales del forma­
lismo y del artepurismo”.
Son todos iguales, irrelevantes,
clama colérico el ejemplar militan­
te David; una operación comercial
patrocinada por los mercaderes del
templo capitalista, eso es todo: “Ni
Picasso ni Braque ni Klee pueden se­
guir siendo mitos; hoy sabemos que
su excepcionalidad fue en gran parte
fruto del tremendo fraude llevado a
cabo durante medio siglo por los Ro­
semberg, los Pierre Matisse y muchos otros mercaderes del producto artísti­
co en sus consorcios de París-Nueva York”.
¡Caracoles! ¡Viva la tolerancia! ¿Y no expuso Siqueiros cuadros de ca­
ballete en enero-febrero de 1940, justamente en la aborrecible galería neo­
yorkina de Pierre Matisse? Los lugares comunes y el humor involuntario de
Siqueiros tienen, hay que reconocerlo, una ventaja: basta con reproducir sus
palabras para que el autor se ponga la soga al cuello. Hecha la amalgama to­
talizadora, plantada la calumnia, anulada la diversidad, no se siente obligado
–¡faltaba más!– al esfuerzo que implica el análisis concreto, pormenorizado,
del arte que vitupera. Los totalitarismos realmente existentes combaten la
diferencia desdeñándola y, de inmediato, proceden a montar una unidad có­
moda para descalificar al enemigo de un solo golpe. Unidad que responde a
un calificativo favorito: reaccionarios. Calificar de impostores y reacciona­
rios a la minoría de artistas disonantes, marginales, que supieron mantener
la bandera del arte frente a los totalitarismos dominantes, incluye a Siquei­
ros en la tropa conformada por comisarios encubiertos hostiles al arte con­
temporáneo y a la vida abierta. Su realismo demodé le impide comprender,
sentir, apreciar, los vuelos de la libertad. De no haber existido la aventura
de las vanguardias por romper con la mecánica del código unidimensional
que tiende a envolvernos, a derecha e izquierda (dominio de lo muerto sobre
lo vivo, del futuro fetichizado sobre lo otro que ya es y respira…), de seguro
68
david alfaro siqueiros
estaríamos sometidos en el campo del arte a meras consignas anacrónicas, a
viejas formas y a viejos contenidos. Pero Siqueiros le tuerce el cuello al cisne:
“El arte de vanguardia vivió fundamentalmente de la histeria de la novedad
por la novedad propia de la plutocracia parasitaria”.
Y también, o también: “Si revisamos bien la teoría y la consecuente
práctica del arte llamado de vanguardia encontraremos que es el movimiento
más integralmente reaccionario que se ha producido en toda la historia de la
cultura. Reaccionario en su género, reaccionario en su contenido, reaccio­
nario en su tecnología, reaccionario en su forma y en su estilo, reaccionario
en su esencia estética”.
Postura explicable en un pintor metido a ideólogo que, como Siqueiros,
busca una consonancia entre arte y realidad (histórico-revolucionaria), exigién­
doles a los “pintores del mundo” la creación de “un nuevo arte público que será
la equivalencia social e industrial… del mundo moderno”. Exigencia que no
sólo da muestras del narcisismo del pintor, sino que aúna la gravedad de que
más allá de la propuesta señalada no hay nada. Siqueiros lo reconocería sin
duda, reconocería que sus cartas marcadas de antemano, sus boletos de en­
trada al Paraíso del futuro que nos espera, sólo podrán convertirse en hechos
consumados si cumplimos con los programas encarnados en los murales.
Lo peor que pudiera pasarnos sería engolfarnos en rutas azarosas, inciertas,
dependientes del mero tiempo existencial que trascurre entre el nacer y el
morir y no, como se debiera, del tiempo objetivo e impersonal de la Historia.
tic-tac-tic-tac-tic-tac
¡help! ¡help! ¡help! ¡help!
tic-tac-tic-tac-tic-tac
¡help! ¡help! ¡help! ¡help!
La ceguera de Siqueiros respecto a la fiesta irredenta del arte contem­
poráneo resulta patética. Esa ceguera le impide ver el estallido sucesivo, in­
cesante, de insurrecciones e iluminaciones profanas. Ni siquiera puede pulsar
la deriva incontrolable de materiales y cuerpos, acompañada, a la vez, de la
clausura de paranoias estatales y de esquizofrenias capitalistas. Diferencia,
sí, diferencia respecto a la metafísica de dominio, guerrera feroz que quiere
derrotar a la naturaleza desterrándola. Ataque a fondo, en definitiva, al orden
unidimensional que no respeta lo particular como particular, su irreducti­
69
jorge juanes
bilidad, ni el acontecimiento como acontecimiento, instante intempestivo e
inesperado. Diferencia respecto a obras pobladas de imágenes verdaderas y
a los lenguajes cerrados que prohíben la improvisación, el gesto sin reservas.
Diferencia contra la intolerancia icónico-ideológica que no tolera la mancha
y lo informal como tales. Diferencia frente a los realismos estereotipados,
fieles espejos de la realidad, empeñadas en corregir accidentes. Diferencia,
en fin, contra los que no han entendido que de lo que la pintura trata es de
la propia pintura.
Paul Valéry testifica: “Me detengo delante de este cuadro de Venus acos­
tada, y la contemplo primero desde muy lejos. Esta primera contemplación
me evoca una frase que a menudo he oído pronunciar a Degas: ¡Es simple
como la bella pintura!”
Recordemos que los terrorismos totalitarios enunciados mediante mo­
nótonos toques de tambor, insignias patrias o dialécticas históricas, fueron
desarmados por las vanguardias ruso-soviéticas, Dadá, el surrealismo y el
expresionismo. Nada mejor que el collage o el encuentro azaroso entre cosas
y entre existentes particulares para desarmar la marcha belicosa, homogenei­
zadora y arrogante de los Estados-Nación y del capitalismo planetario. Gra­
cias a las vanguardias percibimos, sentimos, apreciamos que lo concreto es tal
cuando se afirma y confirma como entidad diferenciada, como fragmento no
totalizable, como constelación innombrable poblada de diversas partes que se
encuentran entre sí a partir de sus mutuas autonomías y al margen del Rey Sol o
de cualquier unificador esencial, indiscutible, castrante. Porque el montaje
es eso: un ataque frontal a toda unidad jerarquizada y exterior, una herida mor­
tal a los códigos que ordenan y mandan, una apertura a la poesía primordial.
Habla Breton: “Comparar dos objetos tan remotos como sea posible uno de
otro, o, por cualquier otro método, ubicarlos juntos de manera abrupta y pas­
mosa, ésa sigue siendo la tarea más elevada a la que puede aspirar la poesía”.
Siqueiros no pudo desprenderse, a veces, de accidentes imprevistos.
Afortunados instantes de descontrol que muestran en acto la imposibilidad
de prescindir del desorden y del azar, saltando por encima incluso del orden
maquinal. Sintió la sensación de incertidumbre cuando se entregó, seducido,
a cierta influencia del montaje expresionista hasta que su voluntad de pas­
tor de almas aplastó las fugas del azar, terminando por convertir el montaje
70
david alfaro siqueiros
expresionista en un carnaval ideológico (Mural del Sindicato Mexicano de
Electricistas). Sin embargo, algunos momentos de intensidad rizomatica de­
jan huellas, por ejemplo, en el Mural de la raza. Finalmente dio marcha atrás.
Retrocedió paralizado. Se autocriticó y enmendó la plana integrando las de­
rivas expresivas en el fetiche cerrado de su estética, al grado de aniquilar la
fiesta originadora. Corrigió accidentes, subyugó la variedad de texturas. Rec­
tificaciones inevitables en un proyecto plástico que responde a una estética
del contenido, que sólo reconoce la presencia de componentes azarosos y
formales en el arte, a tenor de que terminen subordinándose al código estre­
cho pictóricamente encarnado que, en nombre de la causa revolucionaria, no
soporta los acosos reaccionarios del formalismo: “Es posible que en mi pin­
tura de los últimos tiempos haya mucho de lo que pudiera llamarse forma­
lista; sin embargo, no es oscura para la gente que la observa, y no es oscura
porque en mi pintura están presentes siempre el hombre y los objetos reales.
Y cuando digo formalista no debe entenderse que yo esté empleando la for­
ma por la forma misma, sino que aparecen en mi obra elementos subjetivos”.
Leemos en una presentación de Arte Povera, escrito por Celant: “El arte
pobre, arte actual, antiformal, conceptual, earthwork o arte imposible, tiene un
enfoque básicamente anti-comercial, precario, vulgar y antiformal, que se
refiere en primer lugar a las cualidades físicas del medio y a la mutabilidad
de los materiales”.
El arte entregado a la exploración y ampliación de su propio territorio
inmanente ha sido, y sigue siéndolo, un hueso duro de roer para los defenso­
res del “arte comprometido” con determinantes exteriores. En el caso de Si­
queiros, la última instancia se encuentra representada por una Historia preñada
de futuro comunista ante la cual la pintura de contendido revolucionario tiene
que poner su granito de arena. Premisas que, lo hemos indicado, Siqueiros no
abandono nunca. Premisas de las que, asimismo, se vale para juzgar el arte
contemporáneo y situar, a la vez, el lugar que le corresponde a su propia pro­
puesta. Que un artista defienda lo que hace, es lógico, pero resulta inadmisi­
ble que a partir de ello excluya lo otro y a los otros. Siqueiros lo hace. Como
ha sido documentado, su bestia negra es el arte puro o formalista, ayuno de
contenido, subjetivo, resumido a su entender en “masturbaciones cerebra­
les” y decoraciones intrascendentes. Llegados aquí los adoradores del artista
71
jorge juanes
advierten que, sin embargo, Siqueiros le otorga un chance al “arte puro”, el
que, si bien resulta improcedente bajo las sociedades clasistas, podría tener
razón de ser en un futuro comunista. Tras denostar el “arte puro” del presente
mediante argumentos falaces e injuriosos, lo hemos documentado, remite la
posibilidad del arte por/para el arte a la futura sociedad sin clases: “Con­
sidero la teoría del arte puro como suprema finalidad estética. Agrego: una
manifestación de tal naturaleza no ha existido hasta la fecha en el mundo,
y solamente podrá existir en una sociedad sin lucha de clases, es decir, sin
política; esto es: en la sociedad comunista integral”.2
Debate concluido. En lugar de reflexionar con rigor sobre las condiciones
que propiciaron el surgimiento de las vanguardias artísticas, y el significado
radical de propuestas consagradas a explorar nuevos territorios libertarios
prestos a ser concretados en el mundo social, que de eso va la cosa (un buen
ejemplo son las vanguardias ruso-soviéticas, cuyo proyecto artístico revolu­
cionario no le hace nunca ascos al arte autónomo), Siqueiros elige la ruta del
borrón y cuenta nueva: el arte autónomo “no ha existido hasta la fecha en el
mundo”. La negligencia analítica de Siqueiros se sustenta –¡faltaba más!–
en un optimismo, este sí formal, propio de aquellos que consideran que la
revolución (ya en curso vía el pcus) va a resolver todas las contradicciones
de la historia acontecida. Establecido el tribunal de la Historia resulta fácil,
y “justificado”, proclamar el veredicto que declara nula la posibilidad de cual­
quier arte entregado a su propia aventura irreductible. Pero pareciera que habría
otra manera de enfocar el asunto que nos ocupa. Examinar el periodo de la etapa
“tecnicoexperimental” (1932-1938), que nos muestra a un Siqueiros engolfado en
la experimentación y el formalismo, a grado tal que pudiera llegar a conside­
rársele un antecedente de la pintura de acción practicada por Jackson Pollock.
Puntualicemos. En 1936, Siqueiros funda en Nueva York el Laboratorio
para la Prueba de Técnicas Modernas en el Arte. El laboratorio opera duran­
te cuatro meses y tiene entre sus miembros –en efecto– a Jackson Pollock.
Periodo experimental bastante fértil, ya que marca de un modo definitivo la
ruptura del muralista con arcaísmos técnicos y folclorismos trasnochados. Los
alumnos del taller están encantados con Siqueiros, pues les ha abierto la
2
72
David Alfaro Siqueiros, Rectificaciones sobre artes plásticas, 18 de febrero de 1932.
david alfaro siqueiros
puerta al uso de barnices sintéticos, pintura al duco y nitrocelulosa, brocha
mecánica, perspectivas fotográficas o cinematográficas, el fotomontaje, etc.,
aprovechables pictóricamente hablando. Dejar de lado la pintura de caballe­
te y la perspectiva monocular, explorar la posibilidades de la perspectiva diná­
mica, fue algo que fascinó asimismo a los futuros artistas estadunidenses, pero lo
que más caló, destacadamente en Pollock, es el uso de la técnica del “accidente
controlado”, que lleva implícita el goteo (dripping) y el vertido (pouring).
Derrocar el imperio de la razón, abrirle cauces a la “loca de la casa”
para que cobre presencia a la luz del día, afirmar el derecho a la existencia
artística del azar y los sueños, la improvisación y lo irracional, fue moneda
corriente desde los años veinte en el arte de vanguardia: Dadá y el surrealis­
mo llevan la batuta. Se habla de automatismo psíquico (Bretón), de método
paranoico crítico (Dalí); de frottage (Max Ernst), de calcomanía (Oscar Domín­
guez), accidente pictórico (Joan Miró)… y por ahí sigue el juego abierto de lo
inesperado. Siqueiros, también él, quiere formar parte del juego, pero dentro
de sus propias reglas. Como su nombre lo indica, el “accidente controlado”
no es un fin en sí mismo, sino un medio, ya que, provocado el accidente, debe
superárselo, integrárselo en un momento pictórico significativo-totalizador,
construido a priori, ordenado. A lo más, el “accidente” sirve, puntualiza Si­
queiros, para observar el comportamiento de los materiales cuando se los
deja ser a su propia suerte mediante vertidos y goteos. El resultado es sor­
prendente, incluso fascinante, pero no como para elevarlo al absoluto:3
He descubierto por razón de mis modernas herramientas y materiales. Se trata del
uso de lo accidental en la pintura; esto es, del uso de un método espacial de absor­
ciones de dos o más colores superpuestos que al infiltrarse uno en el otro producen
las fantasías y formas más mágicas que pueda imaginarse la mente humana (…)
Algo sólo parecido a la formación geológica de la tierra, a las vetas policromas y
multiformes de las montañas. A la integración de las células y a todos esos fenó­
menos microscópicos que no puede ver el hombre sin usar para ello aparatos apro­
piados. En fin, la síntesis, la equivalencia misma de la creación toda, de la vida…
Tras leer la carta de Siqueiros, advertimos que los términos admirativos
“Carta a María Asúnsolo”, lunes 6 de abril de 1936, en David Alfaro Siqueiros. Un mexicano y su obra, por Raquel Tibol.
3
73
jorge juanes
respecto a los experimentos formales recién descubiertos no cesan: fantasías,
formas infinitas, misterio, “dinamismo tumultuoso, de tempestad, de revolu­
ción física y social que a veces causa pavor”. Yo agregaría, semejanza con la
natura naturans. Siqueiros convoca así el caos originario, del que surge lo
individuado. Confiesa sentir en carne propia “la profundidad de la pintura”,
sus posibilidades infinitas, lo inexplorado. Y al seguir el hilo de la carta, de
súbito, ¡cataplín!, entra en escena el corrector o controlador de accidentes.
Siqueiros pone, como ejemplo de “accidente controlado”, Birth of fascism (El
nacimiento del fascismo), obra trabajada con un nuevo material (la piroxilina),
en que el pintor “realiza esa superposición de lo objetivo con lo subjetivo, del
realismo real con el realismo mental”. Observo la obra, repintada posterior­
mente, en que, por cierto, Siqueiros recrea La balsa de Medusa, de Eugène
Delacroix. Lo temía: el accidente se pone aquí al servicio de una causa polí­
tica, justa sin duda: la lucha contra el fascismo comandada por Stalin y sus
huestes:
Mi cuadro presenta un mar tempestuoso, el más tempestuoso de todos los mares
que pueda concebir la imaginación del hombre, con sus formas agitadas, con sus
trasparencias, con su interior negro y su exterior hirviente, con sus espumas des­
lumbrantes. En la mitad del cuadro, cargada hacia la derecha, está la estatua de
la Libertad Americana, hundida ya hasta el cuello. En el lado izquierdo flota un
libro, como símbolo de las religiones, de la moral y las filosofías de la burguesía,
en pleno naufragio. Al fondo, en una roca inmensa, en medio de un huracán de
olas que se rompe con sus acantilados, surge blanca y brillante la Unión Soviética,
sin letras, sin números, sólo simbolizada por unas estructuras metálicas, unas chime­
neas y una bandera que como una roja serpiente las envuelve y rodea, ligándolas a
algo que debe ser la organización de la construcción del socialismo. Y en primer
término, como elemento central, un pango o lancha de náufragos, construido na­
turalmente con tablones atados con cables marinos, y en el centro de ese aparato
de salvación una mujer terriblemente gorda, vieja, fláccida al mismo tiempo, con
cara de prostituta internacional, que está dando a luz en un parto bestial, aun
monstruo de tres cabezas: la primera de Mussolini, la segunda de Hitler y la del
centro de Hearst…
Los clichés inscritos en el manual del buen militante del comunismo del
bloque emergen en la imagen de los fascismos, paradigmáticamente ilustra­
dos. Si el accidente pictórico es parte del control, si es eso mediante lo cual
74
david alfaro siqueiros
se adoba el contenido de un cuadro, si
es eso que a fin de cuentas representa
fuerzas telúricas (mares tempestuosos,
espumas deslumbrantes…) y no tanto
energía pictórica irrepresentable, y si
además adquiere su sentido del mensaje
político, puede concluirse que el acci­
dente deviene aquí un mero simulacro
o, si se prefiere, asistimos a un sacrificio
pagano surgido de la tentativa impuesta
por un código discursivo resuelto y ma­
niqueo. La razón dialéctica doméstica
somete, en suma, el accidente al rigor de
sus fórmulas omnisapientes. ¿Qué que­
da por decir? Ya en general, si nos acercamos a las obras de la etapa expe­
rimental (1936 a 1939), podrá comprobarse que el realismo histórico político
prima siempre sobre el accidente, reducido en el mejor de los casos a un re­
fuerzo expresivo del contenido determinante (Nacimiento del fascismo, 1936;
Postrado pero no vencido, 1939… y similares) o, en el peor, a mera retórica
ornamental (Suicidio colectivo, 1936; Muralla, 1936… y similares).
Son los modos de Siqueiros. Me contentaré aquí con advertir que re­
sultan incompatibles con otros usos posibles del vertido o del goteo. Pienso
ahora mismo en Jackson Pollock. Sabemos que mientras Siqueiros, que nunca
abandona la representación figurativa, pone fin en 1939, según propias pala­
bras, a la etapa experimental-formalista (“periodo de liquidación de la etapa
tecnicoexperimental”), Pollock por el contrario, entre 1939 y 1946, radicaliza el
accidente y lo convierte en el motor energético de su pintura. El artista margi­
nal logra, así, algo que no se había hecho nunca antes en la historia de las artes
plásticas. La pintura experimental encuentra en la acción corporal el ámbito
que la encauza y potencia. Entendamos. Mientras Siqueiros madura la parte
racional y técnica de la pintura, Pollock derroca la racionalidad al poner la
tela sobre el piso, rompiendo en consecuencia con la posición erguida-racio­
nal que ha acompañado el acto pictórico en el mundo occidental. Esta ruptura le
permite encarnar, en un mismo movimiento, el gesto pictórico incontrolable, o
75
jorge juanes
sea las descargas pulsionales del propio cuerpo, y una composición pictórica
que proviene de la autoexpresión corporal misma y no de la razón constructi­
va. Lejos entonces de ilustrar signos cognitivos, Pollock los derroca, en nombre
de las derivas rizomaticas del cuerpo innombrable.
Procederes divergentes que explican la diferencia abismal entre la
pintura del estadunidense y la del mexicano. Pollock le debe a Siqueiros
el cuestionamiento de los instrumentos heredados de la pintura convencio­
nal (caballete, paleta, pincel…), le debe también el haberlo encaminado a la
aventura de la experimentación artística (goteo, vertido). No es poca cosa.
Pero hasta ahí. Para apuntalar argumentos me permito reproducir aquí un
fragmento de un texto mío dedicado a Pollock:4
Fotografías y películas nos muestran a Jackson Pollock tejiendo, instantánea
tras instantánea, una tupida y turbulenta red pictórica forjada desde el instinto.
Juego de piernas, brazos, manos y muñecas, el artista baila literalmente sobre la
tela. Un instante, otro; un vértigo que todo lo devora y todo lo satura. Lo que se
obtiene como resultado son obras en las que Pollock rompe con la posición er­
guida y, en consecuencia, hace tabla rasa del modo de componer óptico vertical
heredado por la tradición, pone en crisis la verticalidad que doméstica, impone
distancias, le da demasiado peso a la razón. La gesta de nuestro artista equivale
a un estallamiento de energía corporal patente en gestos incontrolados y desme­
didos prologados en chorros de materia plástica. Pintura de acción, sin duda…
Más aun que el “accidente controlado”, lo que en rigor ocupa los des­
velos de Siqueiros es la relación estrecha, insoslayable, entre el arte y la téc­
nica moderna. Siqueiros comparte con el futurismo la necesidad de afirmar
la modernidad, sin eufemismos, de manera tajante. Tiene información plena
de los esfuerzos de Giacomo Balla y otros por explorar las líneas dinámicas
(dinamismo abstracto) de existencias y cosas. Como los futuristas, Siquei­
ros piensa que cada época se encuentra permeada por determinada sensa­
ción: puede hablarse incluso de la sensación de lo moderno, su dinámica, su
energía. La pintura mural debe responder al reto. Por principio, asumir los
materiales y las técnicas modernas. Sus charlas interminables con Sergei Ei­
senstein en Taxco, sobre las cuales queda mucho por investigar, le informan
4
Jorge Juanes, “Jackson Pollock y la pintura sin límites”, en Artaud/Dalí. Los suicidados
del surrealismo, Ítaca, México, 2006.
76
david alfaro siqueiros
sobre los usos revolucionarios de la tecnociencia y los materiales modernos
por parte de las vanguardias ruso-soviéticas. Lo que hace Dziga Vertov con el
cine, Vladimir Tatlin con los nuevos materiales, Alexander Ródchenko con la
fotografía y el fotomontaje, todo eso formará en adelante parte del bagaje de
Siqueiros. Tal bagaje que será puesto en obra en sus murales, cuyas aporta­
ciónes hacen época, y en donde alcanza mayores logros.
Gracias a Siqueiros tenemos murales-ruta, tenemos máquinas pictóri­
co-dinámicas, tenemos Estado-Estado, tenemos futuro resuelto y promisorio;
y más: tenemos h-i-s-t-o-r-i-a: progreso, técnica desatada, ciencia social,
realismo dialéctico, crítica de la crítica, y como es de suponerse tenemos…
4 . los principios del muralismo de siqueiros
Si un ciego guía a otro ciego,
ambos caen en un hoyo
(Mateo xv, 14; Lucas vi, 39)
Para empezar. Siqueiros es, antes que nada, un muralista. El muralista que
comprendió, como nadie en México, los requisitos que debe cumplir la pin­
tura mural del mundo contemporáneo, establecido sobre la tecnociencia y la re­
volución industrial. Convicción acompañada de un rechazo a toda propuesta
anacrónica, pre-moderna, encallada en modos medievales, renacentistas o
primitivas en general. Metido en obra Siqueiros asume, en los años 1932-1933,
el muralismo realizado con técnicas y materiales de su época depurando
procederes a lo largo de su vida. Me parecen destacables tres influencias
que contribuyen al hecho: la propuesta modernolátrica del futurismo; el en­
cuentro y los diálogos tenidos con Eisenstein en Taxco, en donde éste lo
pone al tanto del complejo y propositivo debate artístico emprendido por las
vanguardias ruso-soviéticas, haciéndole ver la importancia del cine, la foto­
grafía y el fotomontaje; el choque que le produce una ciudad tecnologizada
como Los Ángeles. No nos extrañe que rompa, de buenas a primeras, con el
arcaísmo que acompañaba a sus primeros trabajos, incluido el indigenismo
y el llamado arte popular: “Péguennos, critíquennos; pero situados 20 kiló­
metros adelante, y no 20 kilómetros atrás”.
Se acabó lo que se acabó. Nada de pinceles, brochas de mano, pintura
77
jorge juanes
al fresco, escenas costumbristas o tipos folclóricos. Otra determinante de la
pintura de Siqueiros empeñada en la búsqueda de la supremacía de la pintu­
ra monumental sobre la pintura de caballete es, desde luego, el compromiso
con el comunismo. Quiere que el mural sea una especie de púlpito generador
de conciencia revolucionaria. Ya en términos de la práctica artística de una
“estética del fin de la sociedad burguesa y del principio de la nueva sociedad
comunista”, Siqueiros concentra sus desvelos en la búsqueda de un arte orgá­
nico, integral y dinámico, capaz de aunar pintura, escultura y arquitectura.
Arte público contemporáneo que, desde donde se lo analice, equivale a un
realismo dialectico-subversivo que exige, como condición insoslayable, tra­
bajar en equipo de manera colectiva, disciplinada, con “disciplina de clase”.
Trabajo colectivo en que Siqueiros, faltaba más, se reserva siempre el
papel de comandante en jefe: pinta aquí, borra allá, alarga este trazo, acorta
aquel, mete este tono allí y este otro allá, corrige la perspectiva, elimina los
ángulos rectos, revela los negativos fotográficos utilizados y, aprovechando el
viaje… tráeme unos cigarros con filtro. Y tenemos al colectivo pintando a paso
redoblado bajo las órdenes del maestro-coronelazo (José Renau lo justifica en
su artículo “Mi experiencia con Siqueiros”: el “humo” del maestro era mejor).
Siqueiros recalca: “En la pintura hay que tener un sólo equipo y a la cabe­
za de éste un solo director”. Sólo resta encontrar el punto de fusión de los
ayudantes y la cabeza motora. En este punto los desacuerdos serán resueltos
en procura de que todos marchen al unísono. He ahí el auténtico colectivo,
adelanto en pequeña escala del colectivismo del futuro comunista. Nada
que ver con la suma dispersa de individualidades anárquicas carentes de
dirección centralizada. ¿Teoría del partido de Lenin trasladada a la pintura?
En efecto. Al guía que piensa por encima de los colaboradores le cabe la
responsabilidad última de la empresa pictórica, sin que nadie le replique,
es decir, sin resistencias perturbadoras. Sin embargo, hacerse comprender
no es tarea fácil. Por lo pronto habrá que resignarse a que las cabezas duras
de los ayudantes asimilen las lecciones del maestro y aprendan a no meter
la cornamenta en donde no se debe: “Contados son los que entienden qué
significa la poliangularidad de una composición mural, inclusive mis pro­
pios compañeros de trabajo no la entienden. Por más que les digo: ‘Si miras
de frente lo que estás haciendo no lo vas a poder resolver’, ellos insisten en
78
david alfaro siqueiros
verlo de frente: ‘Velo de frente, píntalo de frente porque no puedes hacerlo de
otra manera; pero obsérvalo desde todos los ángulos para poder precisar’. La
dificultad es enorme pero invariablemente se ponen por delante”.
Apoyado en las líneas maestras de su estética cinética, “plástica-dia­
léctico-subversiva” con tintes futuristas, calificada de “Nuevo realismo hu­
manista”, Siqueiros se dirige siempre a lo “pintores del mundo”. Su pintura,
patrocinada paradójicamente por el Estado (en la última etapa muralista, por
la iniciativa privada), incluye los siguientes instrumentos y materiales técnico
modernos: pistola y cincel de aire, pistola para cemento, soplete, proyector
eléctrico, aerógrafo, materiales de plástico, cámara fotográfica, cine, pintura
de automóviles, sin descartar el accidente… Siqueiros exige, además, que
la pintura técnico-revolucionaria se integre a las determinaciones espaciales
internas y externas derivadas del urbanismo y de la arquitectura modernas.
Si el proyecto mural da a la calle, y puede ser visto en todas partes y a cual­
quier hora, qué mejor. Siqueiros propone entonces una obra mural orgánica
(confluencia en un mismo espacio de pintura y escultura) y dinámica (va­
lerse de una perspectiva poliangular que integre el mural y el “transito del
espectador”). Esta obra, al generar un espacio vivo y politizado, susceptible
de ser contemplado desde cualquier punto de vista, convierte al espectador
en un creador más de la obra, y a ésta en una obra abierta e inmersa en el
orden de la vida cotidiana.
Fiel a un espacio pictórico dinámico revulsivo identificado como la úl­
tima palabra en pintura mural, Siqueiros hace temblar las paredes. Dócil y
previamente domeñado por el diseño del pintor, el espacio utilizable debe
ser ante todo maleable, mudo, plastilina dúctil para que el todopoderoso ar­
tista cristalice sus propósitos. El hecho habla por sí mismo de la falta de
versatilidad o plasticidad de la pintura tecnificada propuesta por Siqueiros.
Su pintura requiere, en efecto, invariablemente, de una caja de muros sin
ángulos rectos y de un espacio arquitectónico hecho a la medida, continuo,
en obediencia a superficies cóncavo-convexas (muy en la órbita de Umberto
Boccioni),5 adaptado imperativamente a las necesidades que impone el códi­
go cerrado de la perspectiva poliangular. Siqueiros nunca entendió el diálo­
5
Ver: Jorge Juanes, Futurismo, esplendores y penumbras, Quinto Sol, México, 2015.
79
jorge juanes
go recíproco entre arquitectura y pintura, dado su empeño en reducir aquélla
a un espacio adaptado (o adaptable) de antemano a su idea de muralismo.
Pareciera que el primer requisito que debe cumplir la arquitectura moderna,
previo a sus usos sociales, estriba en amoldarse a determinado proyecto pic­
tórico. En nuestro caso, amoldarse a la epopeya muralista del maestro: “Si yo
hubiera tenido oportunidad de intervenir [comenta en relación al mural en
la rectoría de la unam. Mutatis mutandis para el conjunto de sus propuestas]
hubiera exigido que los muros para pintar fueran colocados más arriba y que
fueran convexos y adelantados en su parte superior. Las superficies que me
ofrecieron no correspondían a mis teorías de la composición y de la perspec­
tiva en el exterior”.
¡Habráse visto insensatos! ¿Qué habría sido la tercera etapa del mu­
ralismo (yo, sólo yo) de no haber existido arquitectos (Enrique Yáñez en el
Hospital de la Raza; Guillermo Rosell de la Lama en el Polyforum) que, ilu­
minados por las lecciones espaciales del maestro, aceptaron sus indicacio­
nes sin rechistar? Arquitectos del mundo por venir, prepárense para someter
el espacio con todo y paredes a las determinantes poliangulares. Y Siqueiros
agradece, a través de la voz del colectivo:
Estimulados por Siqueiros los arquitectos Guillermo Rossel de la Lama y Ramón
Miquelajáuregui proyectan un edificio en forma octogonal, donde eliminan todas
las aristas o rompimientos en las relaciones entre la paredes y de éstas con el techo,
creando así superficies activas en un espacio continuo: de esta manera logran
el ideal de integración defendido por Siqueiros durante más de 30 años. Por tanto
Siqueiros modifica el proyecto de planta rectangular, para aprovechar las mayores
posibilidades plásticas y cinéticas que le ofrecía el nuevo edificio, que poste­
riormente fue denominado Polyforum Cultural Siqueiros (Firma: El director del
taller Siqueiros; yo coloco las cursivas).
Ninguna pared queda indemne. La lógica poliangular del nuevo mura­
lismo deviene, en los hechos, un proceso demoledor de los muros existentes
a partir del cual se engendra el mural integral, dinámico-continuo, sin repo­
so, a fin de que las resistencias encontradas cedan por completo al impulso
desaforado del colectivo pictórico comandado por un guía decidido a devas­
tar todo aquello que obstaculice sus designios. Poniendo manos a la obra (“el
rectángulo no genera la movilidad indispensable”), Siqueiros remodela el
80
david alfaro siqueiros
espacio de los muros del congal particular del burguesito don Torcuato (Ejercicio plástico), de la Ex-aduana de Santo Domingo (Patricios y parricidas) o
del Museo Nacional de Historia (Del porfirismo a la Revolución)… hasta que,
por fin, logra convencer a los arquitectos –subrayamos– para que construyan
una caja de muros a su medida, para evitar desaguisados. Pensemos en el
Hospital de la Raza, en donde el arquitecto diseña una concha parabólica.
O el Polyforum: obra cumbre que consuma su etapa muralista, más vale tarde
que nunca, contando Siqueiros ahora con una caja de muros interna y externa
acorde con la espacialidad pictórico dinámico poliangular que abre la po­
sibilidad, además, de forjar un gran espectáculo moderno mediado por una
teatralidad extrema. Y la humanidad marcha: “Se eliminaron las aristas, se
unificaron muros y techos para crear un espacio continuo y lograr más posi­
bilidades plásticas y cinéticas”.
Tenemos que reconocer que, sin abandonar nunca la pintura totalizadora,
Siqueiros supera el horror al vacío de su primeros murales (Ejercicio plástico,
1933; Retrato de la burguesía, 1939; Muerte al invasor, 1941-1942…) y le da lugar
a espacios geométricos, sintéticos, abiertos, confrontados en franco dialogo
con el atiborramiento de figuras y símbolos (Polyforum). Aunque esto sí. Iden­
tificado con la eficacia en el dominio de los materiales y con la abundancia
homogéneo-cuantitativa en la representación de la realidad (identidad su­
prapersonal de las masas convocadas, dialéctica de lo Uno y lo igual), el
progreso artístico termina mordiéndose la cola; mientras más perfecta la pro­
puesta (Hospital de la Raza, Castillo de Chapultepec, Polyforum), se conso­
lida imperturbable el proceso de repetición de los viejos clichés simbólicos
y de los reiterados –y aburridos– mensajes políticos. Eco del eco del eco. Sin
embargo, y nada más concluida la empresa, Siqueiros se atreve a proferir un
grito clamoroso de victoria absoluta: “Es la obra integral más completa que
se haya realizado en nuestro movimiento muralista por lo que respecta a su
composición (…) y su concepción exterior e interior. No hay nada parecido
en todo el mundo, por sus proporciones o por el hecho de que las superficies
interiores y exteriores estén cubiertas con esculto-pinturas murales”.
Ayer Miguel Ángel, hoy Siqueiros. Tras ser injustamente detenido y pasar
cuatro años en la cárcel (1960-1964), Siqueiros empieza a vislumbrar su proyec­
to más ambicioso, el Polyforum (1967-1971), sito en el Parque de la Lama: el
81
jorge juanes
mural más grande del mundo, muy superior en metros cúbicos a la Capilla
Sixtina. Obra acorde en todo, efectivamente, con su ideario estético-político.
Siqueiros ilustra: “El mural en escultopintura La marcha de la humanidad
en la América Latina ha sido ejecutado sobre tableros de asbesto-cemento,
material que fue seleccionado por economía, por ser un material inerte y
existir control en su elaboración, porque permitía la fabricación de grandes
superficies de una sola pieza que reducían al mínimo los empastes de las unio­
nes”. El patrocinador de la empresa, Manuel Suárez, identifica el conjunto
arquitectónico con un diamante tallado en facetas; mientras otros, como el
crítico de arte italiano, Mario de Micheli, encuentran semejanza con un co­
leóptero. Dejémoslo en dodecaedro. Habrá que advertirlo. La zona urbana
donde está ubicada la obra no es precisamente un lugar de tránsito de las
masas que permita hablar de realismo público popular.
Sentido general. La histórica, penosa y trágica lucha de la humanidad
hacia la emancipación final, comunista. Muro sur: La marcha penosa de la
humanidad, que transita históricamente en medio de la miseria y el dolor
hacia la revolución democrático-burguesa. Muro norte: La marcha de la huma­
nidad hacia la revolución del futuro. Cuando uno entra, previo paso a máxima
velocidad por los fallidos doce paneles que dan a la calle, recibe la impresión de
encontrarse en un recinto sagrado en que la odisea histórica del homo sapiens
reluce por los cuatro puntos cardinales. Discutible o no, la obra es ambiciosa
y original. Dispongámonos entonces a recibir una clase de materialismo his­
tórico que resalta igualmente las bondades potenciales de la técnica moder­
na en el marco apabullante de un espacio pictórico abrumado por tonos rojos
y ocres muy enfáticos. Comienza el show de aproximadamente 25 minutos.
Un espectáculo que combina sonido, luz y movimiento. Las luces se apagan.
Mientras la voz de Siqueiros ofrece explicaciones y más explicaciones, la
plataforma se mueve por el espacio para que los espectadores cómodamente
sentados podamos contemplar el espectáculo pictórico-escultórico. El juego
de las luces apoya voz y movimiento… y prohibido marearse con la rotación de
la plataforma giratoria.
Gigantesco, grandilocuente, didáctico-revolucionario. Propuesta mural
en que los iconos ideológico-volumétricos enfilados como masas hambrien­
tas o revolucionarias, configuradas en ambos casos por la despersonalización
82
david alfaro siqueiros
hierática bizantino-decorativa animada, paradójicamente, por ritmos barro­
cos extremados. Las abigarradas escenas esculto-pictóricas no dinamizan al
espectador sino, por el contrario, lo aburren y anonadan; espectador que,
llegado un momento –es mi caso–, se siente atrapado en una especie de pa­
nóptico pictórico. Observamos en el muro sur la eterna lucha de los pueblos
contra los opresores colonialistas y contra su hijo dilecto: las sociedades burgue­
sas. Hombres explotados, ancianos agobiados por cargas de trabajo inhumanas,
mujeres embarazadas o con hijos en brazos, niños, tropa de famélicos que tran­
sitan por la tierra, de momento, sin esperanza alguna de emancipación. Marcha
trágica que encabeza el demagogo infaltable, corrupto, un clown que se vale
de los oprimidos para fines privados. Y si alguien tiene razones para rebe­
larse es la raza negra, cuya violencia padecida queda recreada por Siqueiros
en la parte baja del muro sur mediante la figura de un negro linchado, en lo
que puede interpretarse como un pasaje de la esclavitud de los negros en
América y, podríamos agregar, en el mundo entero.
En el muro norte, en franco contraste con las víctimas de la opresión,
Siqueiros pinta el pueblo en armas, la multitud rebelde con los brazos en alto
en señal de resistencia a la opresión y cuya insurgencia pugna por alcanzar
un futuro emancipado, la revolución comunista: “Porque los grandes movi­
mientos no se detienen”. El mensaje es contundente: sólo mediante la lucha
podremos sacudirnos el peso de las opresiones santas y no santas. La empatía
de las sacudidas sociales con las sacudidas del mundo natural son ilustradas
por Siqueiros mediante la figura de un volcán en erupción. Por lo demás, no
vale el optimismo iluso pues el camino hacia la libertad se encuentra sembra­
do de fuerzas malignas, tal como lo muestra la figura nefasta del nahual que
acomete a una mujer. Sin embargo hay que proseguir la lucha. La esperanza
no debe perderse nunca, las mismísimas mujeres lo asumen a plenitud. Para
no fallar, deben atender las directrices de un nuevo líder que invita a las
masas a dar la batalla final no concluida. Sorprende, en efecto, el pasaje
pictórico-escultórico dinamizado al extremo, del que se vale Siqueiros para
plasmar su ideario estético-político.
No podía faltar el encuentro/desencuentro de dos culturas mediadas por
simbologías inconciliables que dan lugar en México al mestizaje. También
comparecen en la cita los militares que comprenden las luchas sociales, al
83
jorge juanes
grado de invitar el pueblo a dotarse de armas para combatir al opresor. Ya un
poco desorientados por la circularidad poliangular, descubrimos ¿a diestra?,
¿a siniestra?, algunas de las lacras que han perseguido a la humanidad: la
peste de los fanáticos que identifican su destino con la quema de fanáticos,
la magia que enajena a las masas, las drogas que sirven para anonadar a los
pueblos primitivos, la maldición de la ignorancia… y más, mucho más. La
voz de Siqueiros nos advierte lo que sospechábamos: el Polyforum cristaliza
un metarrelato omnicomprensivo que abarca desde la comunidad primitiva
hasta al comunismo venidero. ¡Salud, camaradas del partido! El porvenir
está a la vuelta de la esquina: “El espectador [transita] por la historia del
continente desde las épocas de sus tribus más primitivas hasta la Revolución
Mexicana y de ahí a la revolución actual”.
Hay nuevas sorpresas. Al igual que Diego Rivera, aunque sea sólo en
esto, Siqueiros recurre también a estereotipos que definen lo masculino y
lo femenino. Repárese, por ejemplo, que mientras en el muro poniente una
figura masculina dotada de imponentes manos escorzadas y con las palmas
hacia arriba encarna la unificación de ciencia, tecnología e industria, en el
muro oriente reluce un escorzo femenino con las palmas de la mano hacia
abajo quien, al entender del pintor, encarna la armonía, la cultura y el anhe­
lo de paz. Siqueiros embona, por cierto, lo femenino y lo masculino a través
de grandes trazos patentes en la bóveda. Si fijamos la mirada en la bóveda,
repararemos de inmediato que Siqueiros exalta, con plena convicción, la
conquista del cosmos (llegada del hombre a la luna): de allí los astronautas
soviéticos, adelantados del futuro tecnológico que espera la humanidad y
que cargan en su fórmulas de saber la posibilidad de superar miserias, enfer­
medades, guerras. El espacio kinestésico siqueiriano sacude nuestro aparato
perceptivo y alerta nuestra conciencia permitiéndonos, en suma, descubrir
las potencialidades político-técnico-revolucionarias que carga en sus alfor­
jas la edad planetaria.
En la obra de Siqueiros, la escultura policromada sirve para potenciar
o minimizar volúmenes. Sirve también para unir pintura (color) y escultura
(volumen), permitiendo a la vez que la una y la otra conserven su querencia.
Sirve incluso para distinguir visualmente a los buenos, enérgicos, decididos,
de los malos, tratados al modo del gran guiñol. Siqueiros no escapa siempre
84
david alfaro siqueiros
–era previsible– a sus propios clichés. Por ello repite estereotipos presentes
en otros murales: es necesario vivir de las rentas iconográficas, acervo de
imágenes, masas entrelazadas, gestos, líneas geométrico-plásticas… El hecho
es que, permítaseme reiterarlo, la perspectiva poliangular, lejos de multi­
plicar las líneas de fuga que pudieran potenciar en el espectador derivas
visuales autónomas, abiertas, siempre inconclusas, encierra la mirada entre
los barrotes de una celda pictórica imperativa. Me viene a la memoria aque­
llo de la mirada paralizante de la Medusa, sin un Perseo a la vista capaz de
cortarle la cabeza. Haciendo balance de la suma de cuerpos innumerables
escorzados en posiciones inverosímiles, de la reiteración obsesiva de superfi­
cies activas, de la homogeneidad casi andrógina de la familia humana consi­
derada, me atrevo a sostener que todo ello en su conjunto genera monotonía
y, algo paradójico, una estaticidad de base encubierta por un dinamismo de
superficie.
Muchas ideas de Siqueiros sobre el muralismo contemporáneo, o era
de la técnica, le aportan al muralismo la posibilidad de liberarse de las ave­
jentadas rutinas del fresco renacentista. Pero parece inevitable que en la
pintura realista-revolucionaria el contenido imponga las formas, de manera
acentuada si el contenido es rígido. Y Siqueiros fue víctima de su propio
esquematismo cognitivo, que lo condujo a repetir hasta la saciedad tautolo­
gías ideológico/pictóricas. Siendo revolucionario en pintura lo fue, a la vez,
anacrónico y conservador. Me refiero al uso reiterado de metáforas plásticas,
alegorías, símbolos… Usos que, en manos de las vanguardias transgresoras
que definen el arte del siglo xx, son letra muerta, sociología barata, periodis­
mo parroquial. Formalmente advierto en la obra de Siqueiros un esfuerzo por
exaltar masas y volúmenes, traicionados por el uso del color. Si bien Siquei­
ros pudo superar, quizá desde el mural del Museo de Historia del Castillo de
Chapultepec, la dureza y acartonamiento de sus figuras, no pudo singularizar
pasajes que lo exigían, por ejemplo las esculto-pinturas especificas del Poly­
forum terminan por ser negadas, a fin de cuentas, por la voluntad totaliza­
dora-planificadora del conjunto: codificación imperturbable que, en vista de
las morfologías y colores efectistas contribuye, esa sería mi conclusión, al
engrandecimiento del kitsch nacional.
85
Dos poemas
A ntonio L ópez M ijares
naturaleza muerta
¿De dónde, sí, tanta evidencia a través de tanto
enigma….
Yves Bonnefoy
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo
José Gorostiza
El deseo redondea al fruto,
ojo voraz de Cézanne,
molicie de la forma que en sí reposa,
en el cáñamo pintado con la mesa
firme y sobre ella, intacto en la luz extraña
el frutero, tan real,
donaire de la transparencia que toma cuerpo, rubor
de sangre –ápice del arte– y conmueve el pulido lienzo:
redondas redundancias,
belleza que en nada se sostiene, vive de aire,
86
peras o naranjas,
cándidas manzanas…
Desnuda veracidad,
el fruto cavila en sombra
–nada, pura mirada–
el deseo que lo saborea.
Espera
la mano o el beso
o el hambre.
El deseo –ojo voraz– redondea al fruto.
Ciega tu redondez,
peso de padecerte –tan a solas– contorno
que posa entre luces vagas,
y enardece en fruto la mirada.
Belleza, rara palabra,
nombre del hambre.
Desea el fruto intacto
–nada, pura mirada−,
la piel sabe a deseo,
y el deseo, ¿a qué?
Aguardas el hambre,
urdimbre de brisa,
antojado esperas
87
la caricia
del ojo.
Contorno obstinado
el cuerpo –el fruto–
aroma o paráfrasis
de un hueco que llamaste eva
o deseo, voracidad
del ojo que, ciego, mirándote
se mira, cáñamo pintado,
ápice del arte.
Belleza que en nada se sostiene, vive de aire…
quién
−cómo pretende el idiota que lo llama “yo”
comprender a sus innumerables quiénes?
E. E. Cummings
quiénes quién memoria
imprecisa imperiosa
rota y recompuesta alzada en intrincados meandros de agua quebradiza
quieta incierta arrebatada
88
soy
bosque de voces cabrilleo de disonancias
familiaridad oblicua con un lenguaje un rostro
parásito parodia paráfrasis
al espejo nace, iluso,
aquel joven abstracto
batahola en la caja craneal
soy tedio delirio desolación deseo
fauna de hambre y hábitos extraños
−eres la novela inacabable
(…)
peso no de morir,
de no decir…
no saber
y empeñarse
en esto: desear decir
quién
soy
tinta −byte− espejeo
y compras la misericordia
no de acabar
de no saber
quién quiénes
−decirlo destella insumiso en la música de acordarse
89
Bipolar
E duardo S abugal
I
Lucía odiaba su nombre porque en su familia había existido una mujer con
ese mismo nombre. Una suicida, le habían dicho, una tía loca que deambu­
laba desnuda por pasillos llenos de pacas de paja y botes de leche recién
ordeñada, una sonámbula que veía cosas en los establos. Pero el nombre era
paradójicamente lumínico, era lucidez, un ingrediente sanguíneo que ella
había heredado muy a su pesar, una lucidez maldita que no aceptaba, que
no quería. Aquella tía homónima, desvanecida en la memoria de un rancho
antiquísimo, quizá demasiado lejana o cercana, que ella ahora imaginaba
como una figura fantasmal, tenía un nombre oscuro e indeseable como el
suyo. Lucía miraba los últimos rayos de luz solar sobre el césped recién
cortado del club hípico, los caballos ya estaban en su lugar tomando agua,
un poco más allá los caballerangos bromeaban en silencio mientras se la­
vaban y guardaban cosas. El olor a estiércol y tierra mojada penetraba en la
nariz de Lucía y era una fortuna y una evasión. Ella trabaja ahí desde hace
un par de años, primero contenta, después en abierta inconformidad. Desde
hace días se sentía arrastrada por una inercia estéril, monotonía que su amor
a los caballos no había logrado romper. O mejor dicho, que lograba romper a
ratos, porque todo en ella era por ratos, un rato de luz, un rato de lucidez y
aire fresco y fuego animal y ojos que cabalgaban. Y luego esa otra cara de
la moneda, las dudas, el odio contenido, las ideas perversas de prostituirlo
todo, el olvido, la negrura de los rompimientos, el disfrute de ver morir, de
ver caer cualquier edificación, de verse caer. Sanar y herir, sanarse y herirse.
90
bipolar
A veces en el pelaje de los caballos ella admiraba el cambio cromático de
los desperdicios lumínicos de la tarde. Entonces ella se sentía así, como una
evolución cromática caprichosa que iba del girasol a la violeta. Su amor por
los caballos era como su amor a todo, es decir, un amor fundado en el des­
amor, en la capacidad de poder revertirlo todo, de sabotearlo siempre, una
bella fragilidad de cascarón de huevo que ella podía aplastar en su mano. Le
tranquilizaba saber que sus afectos eran provisorios, fáciles de revertir o des­
truir, la vocación profesional, su trabajo como equinoterapeuta, sus estudios
de arte, su relación con aquel hombre (que sólo quería o deseaba a ratos), su
nacionalidad, su identidad, su cerebro. A veces las yeguas que se parecían a
ella le daban temor, a veces le inspiraban una comprensión profunda, y era
una alegría darles fuetazos, montarlas y saberse en un sitio, lejos de aquel
apartamento en aquel edificio que ella no había elegido ni imaginado, en
donde vivía esa otra parte de sí misma. Otra yo que tampoco había elegido
ni imaginado. La duplicidad podría ser multiplicidad, podría ser peor, pero
qué carajos, ella no iba a estar pensando en eso ahora, había que vendar
las patas de los caballos y darles cuerda y atender a los clientes, alemanes
nostálgicos que llevaba a sus hijos enfermos a cabalgar para sanar, y enton­
ces todo era enfermizamente natural, equinamente maquinal. Verse reflejada
en los hermosos ojos de los animales le hacía sentirse pacífica, pacificada.
Entraba, diminuta, en la esfera de un globo ocular de un caballo, como en
un lente angular, pero en ese reflejo distorsionado, además de algo hermoso,
había algo siniestro en pleno derrame solar. Ella acariciaba por última vez a
su caballo preferido, que podría llamarse Esencia o Trueno, se despedía de
todos y luego regresaba en bicicleta a su casa pensando en todo, en nada.
II
Furiosa, porque estaba furiosa, despertó decidida a poner en orden su furia,
es decir, a irse desprendiendo poco a poco de ella. Para encontrar la paz,
primero había que dejarse bañar por el sol que entraba por su ventana, un sol
que se filtraba en la atmósfera que flotaba en San Pedro Cholula y que entraba
en su ventana como un voyerista majestuoso, calentaba su piel blanquísima
y le ponía en los párpados un despertador color ámbar. Después había que ir
91
eduardo sabugal
a orinar al cuarto de baño, mirarse el
tatuaje circular en el antebrazo, mi­
rarse los círculos del alma también,
poco a poco, con el agua bajando
en la cara, el agua fría que descen­
día de los tinacos y que pasaba por
las tuberías de aquel edificio anó­
nimo, que ella no había elegido ni
imaginado ni deseado. El agua la
despertaría, sí, con soles circulares
en los ojos, con ojos solares en las
grietas. Y después había que entrar
en la cocina, mirar el refrigerador
como quien contempla un artefacto
caído de quién sabe qué galaxia,
abrirlo. Beber la leche almendrada
con cereal servido en un plato, sentar­
se en donde se pudiera, en la orilla de
la cama entre la ropa y las sábanas
echas bola, o en alguna mesa del co­
medor, y dar cucharadas al desayuno mientras la mente, el cerebro escorpióni­
co, tardaba horas o siglos en despertarse completamente, quitarse las ramas
del sueño, los rasguños del sueño, los lunares del sueño. Y luego había que
mirar los colores pastel, odiosamente pastel, que alguien había elegido ma­
liciosamente para pintar la superficie de aquellos muros, que para ella eran
muros de una jaula mediocre y triste. Entonces las ramas, los rasguños y
los lunares oníricos desaparecían y poco a poco los mosaicos de la cocina,
el desmadre de la mesa del comedor, el desmadre de todo el apartamen­
to, el desmadre del mundo, reaparecía dolorosamente ante sus ojos. Había
que concentrarse en el sabor a dulce almendra en el paladar, en la práctica
yoguística, en algún trozo alegre de su vida que todavía brillara por ahí, al
alcance de su mano. Levantarse de la silla, o de la orilla del colchón, llevar
el plato vacío al fregadero, echarle agua. Luego quedarse un rato así, desgre­
ñada, con pucheros en la cara, aun despertándose o aun durmiéndose. Tarde
92
bipolar
o temprano había que correr la puerta de la ventana para alcanzar el calen­
tador que vivía en el pequeño abismo cuadrangular que ese edificio tenía
en sus entrañas, un pasillo vertical que era la nada misma, que terminaba
quién sabe dónde, quizá en el diminuto patio interior del vecino del primer
piso o en el infierno de los arquitectos de mal gusto. Y Lucía corría la puerta
metálica de esa ventana y prendía el fuego ridículo de un cerillo y el calen­
tador se encendía mecánicamente. Y era un momento cotidiano, anodino, y
era metálico y mecánico, y ridículo, y ese instante olía a fósforo quemado y a
mañana entrando violentamente al apartamento. Y luego había que verse las
ojeras en el espejo y dejarse acariciar por el agua en todo el cuerpo, sentir la
pequeña lluvia que la regadera arrojaba en su cuello y que descendía por sus
hermosos senos, su espalda, sus glúteos, sus piernas, los dedos de los pies,
y que luego desaparecía en miles de ríos diminutos que también se perdían
en el círculo oscuro de la coladera, y terminaban quién sabe dónde, quien
sabe en qué mar negro subterráneo que corría bajo todo San Pedro, en las
cañerías y el drenaje, y que se mezclaba con las aguas sucias del mercado
y de la funeraria de enfrente y con los orines de los borrachos que iban al
bar o al billar de junto y con los veneros sagrados que alguna vez limpiaron
los cimientos de la pirámide y que seguramente también pasaban por debajo
del hípico bajo los rítmicos golpes de los cascos de los animales. Y ella a
veces prefería no mirar el piso, ni pensar en ese desagüe que ocurría ahí en
su baño, bajo sus pies, y prefería cerrar los ojos bajo el chorro del agua des­
pabilador y volver a concentrarse en ese trozo de alegría que aún empuñaba,
que aún podía demoler todo lo que le hacía estar furiosa, tranquila pero pa­
radójicamente furiosa con ese estado de cosas, con esa permanencia que le
contenía como un pájaro atrapado o dos pájaros atrapados.
III
Pero esta vez el pájaro no está dispuesto a seguir entre los muros rosas, ver­
des, amarillos pastelosos, muros de colores sin fuerza, deslavados como el
mundo, erosionados como el futuro, apagados pero mustios, colores que para
Lucía casi ni son colores. Esta vez el pájaro moverá las alas furiosamente
contra los barrotes de la jaula y su plumaje quizá se lastime, se ensucie un
93
eduardo sabugal
poco, pero es inevitable. Y es un camino largo, largo, largo, largo, largo, has­
ta la brocha que no tiene, hasta los litros de pintura que tampoco tiene, hasta
las persianas y los muebles nuevos, hasta los rascacielos que ella habita en
su furioso despertar. Y llena de soles y de una voluntad de poder que antes
no la habitaba, hará que ese apartamento poco a poco se transforme. Como la
luz en sus ojos, que ya se ha transformado. La alquimia es irreversible, el pe­
queño círculo dibujado en el antebrazo es un cosmos, un redondel zen y nietz­
scheano al mismo tiempo, y la pulsera azulada de la muñeca derecha es un
amuleto. Sus ojos se iluminan, los pucheros se transforman en sonrisa conta­
giosa, en la jaula hay plumas que el pájaro picotea furioso. Lucía comienza
tirando ropa. Hace poco ella vio una piel de serpiente tirada en un terreno
cercano al hípico. Le dio asco, la sensación de ver algo aún vivo, repulsivo.
Quizás esa mudanza de piel en aquel animal era el anuncio de su propia mu­
danza, el cambio de aquel apartamento. Mudarse o enmudecer, piensa. Ella
tira ropa, compra nueva, escombra su clóset, o, mejor dicho, des-escombra,
tira los escombros acumulados en días, meses, años, porque ya no quiere
vivir entre escombros. Y tira guantes de estambre, chalecos, blusas. Escom­
bros o pieles, vacas profanas que mugen un pasado lleno de polvo, ella huele
la mala leche del tiempo, reblandecida como piel de serpiente abandonada a la
intemperie. Y se ensucia con el polvo de la mudanza, alza huacales de ma­
dera donde el gran ciempiés del abandono ha procreado. Replanta plantas,
renueva nuevos planteamientos, y quizá un loco insomne escribe su contorno
lumínico, lejos de ahí, sin que ella lo sepa. Tira fotografías y poemas que
le han escrito. Desempolva lo empolvado y se sienta sudorosa y fatigada a
ver las viejas sillas, las cortinas percudidas que habrá que tirar, el televisor
prehistórico, las pilas de papeles amontonados como cadáveres. Se frustra
un poco pero su voluntad ha echado a volar y vale madres ya si la mudanza
es cansada, porque ella no piensa enmudecer. No importa si se tarda un día
o dos o tres, o si con una brocha o dos, o tres, o si con el rodillo podrá ter­
minar este muro de acá y el de allá. Cambia cosas de lugar y descubre cosas
que antes estaban escondidas, y recupera objetos valiosos, pertenecientes a
cierta edad de oro, recuperados como de un naufragio. Pero también descu­
bre reliquias que ya no quiere, basuras que han perdurado neciamente en el
tiempo y en el espacio y se tiene que armar de valor para tirarlas por la borda.
94
bipolar
Pinta de blanco la indiferencia y
alisa lo arrugado. Descubre bichos
enroscados sobre sí mismos bajo
maderas podridas, le atemorizan un
momento pero se deshace de ellos
como si fuesen fósiles inofensivos
y también barre, descubre un mar
de luz rompiendo contra las cosas
y las ideas. Destroza un mueble
negro y de plástico como quien
destruye una maldición. Entonces
hay que verla subir y bajar tres pi­
sos con bolsas de basura en las
manos, y verla cargar cosas, y ver­
la sonreír por dentro. Se lava del
polvo, se lava del tiempo, ahí, en
el centro de ese apartamento que
es el centro del mundo. Las plan­
tas extienden sus raíces en ma­
cetas más profundas y de barro,
también se mudan de morada, como serpientes vegetales que cantan a la
vida nueva. Y los soles vuelven a ser soles, y los ojos ojos. El círculo vuel­
ve a ser circular, vuelve a ser sagrado; y los signos todos, que armonizan y
apuntalan el hogar, la casa, se renuevan. La figura de un san Francisco de
Asís blanquea también lo oscurecido, la paloma en su regazo vuela, sale de
ahí, en paz, volando a través de la puerta abierta.
IV
Ella está lavando las brochas y el rodillo en el fregadero de la azotea, está
cansada, siente sudor en el cuerpo. No se reportó en el club, no piensa re­
gresar al hípico ni contestar las llamadas perdidas de aquel hombre que dice
amarla. Su furia se ha ido muy lejos, teñida de color tofu y de color gris, se ha
ido de forma líquida por la coladera de ese fregadero. No está muy segura de
95
eduardo sabugal
quién ha hecho todas esas labores de renovación en la vivienda. Y podríamos
verla ahí, inclinada sobre las brochas sucias, mal vestida, lavando y mirando
cómo la paz regresa poco a poco. Podríamos verla ahí entre los tendederos y
los tanques de gas, pequeña en la inmensidad cholulteca, pero gigante en la
circularidad de su antebrazo, porque ella crece y decrece como Alicia, según
los soles y los días y los vientos. Y sería un largo, largo, largo, largo, largo
camino, hasta sus pensamientos y su voluntad, hinchada en este momento
como barco en una tormenta. Y podríamos ver a Lucía ahí, tomando su pro­
pio nombre entre las manos, y también un rodillo lleno de pintura, pero en
realidad no veríamos nada, porque ella ya se ha metido al apartamento y ha
cerrado la puerta y no podemos espiarla. Y probablemente se esté quitando
el sudor bajo la regadera o esté tomando agua mientras escucha a los Beatles
en su laptop, o quizás ella regresó al apartamento y lo encontró vacío, sin li­
bros ni muebles, ni libreros, ni botes de pintura, ni macetas ni televisores, ni
polvo ni ciempiés, ni recuerdos ni vestigios, simplemente no encontró nada
y se metió en un cielo de diamantes o en las habitaciones de aquel edificio y
tampoco encontró nada, porque después de barrer y lavar y pintar y restau­
rar, no quedó nada, ni un par de plumas blancas ni una constelación lunar,
nada. Y entonces en ese vacío, en la médula de ese vacío, en la estancia de
aquel apartamento de escasos metros cuadrados enclavado en la siete po­
niente, se escuchó un sonoro relincho que rompió el silencio, y ese relincho
creció en eco monstruosamente, como un cerrojo de una prisión que se corre
violentamente. Porque dentro de aquella vivienda de San Pedro Cholula, en
medio de la disyuntiva entre mudarse o enmudecer, nació un caballo, una
bestia inquieta, de crines revueltas, de dos colores, desajustada con la rea­
lidad, con el mismo desajuste mundano que esta mujer profesa. Un caballo
que no entendía qué hacía ahí, en un tercer piso de un edificio citadino. Un
animal imponente y salvaje, blanco como ella, oscuro como ella, voluntario­
so y apático como ella. Y daba coces contra las baldosas del piso, manchadas
con gotas de pintura. Y llamaba a la mujer en el lenguaje de los caballos que
sólo ella entendía, caballos de su psique profunda y laberíntica. Porque ni
siquiera los otros caballos, los que saltaban allá lejos, en el club hípico, o los
que dormitaban parados en los cobertizos de los ranchos perdidos, podían
entender ese lenguaje, o podrían haberlo entendido, pues ellos habían sido
96
bipolar
engendrados en el vientre de una yegua y no como este caballo que había sido
parido por la nada o por ella, en medio de un apartamento así, recién pintado
por una mujer. Lucía se acercó a él, dejó que oliera su mano, lo acarició. El
ojo de la mujer se reflejó en el ojo del caballo, y eran dos luces caníbales de­
vorándose y eran dos soles circulares generando un incendio. Las paredes se
cuartearon, los vigorosos relinchos hacían vibrar las columnas y las losas, la
dermis de concreto se cuarteó. Los cimientos empezaron a replicar un tremor
como de Apocalipsis aunque en realidad, ella sentía y sabía, era un tremor
de Génesis. Subió al caballo y sujetó las riendas, y era como si estuviera sos­
teniendo dos grandes hilos invisibles que conectaran el cielo con la tierra.
La cristalería de las ventanas cayó, los tres pisos del edificio se volvieron un
intersticio, las ráfagas de viento que soplaban desde la pirámide refrescaron
la desaparición de aquella masa de concreto; y ella, cabalgando sin miedo,
salió de ahí y salió de todos los naufragios, salió de todas las caídas previas,
montando ágilmente el caballo. Y habría que haberse dejado bañar por la luz
que la acompañaba, casi líquida, para entender la zona etérea en la que ella
y el animal entraban en ese momento. Una no zona sombría. Y tendríamos
que haber estado ahí para comprenderla, apartados de todo, rasguñándonos
con las ramas metafísicas de su transmutación bipolar, acompañándola en su
intersticial cabalgata solar, nomádica, hermosa y cruel.
97
Diez poemas
F ujiwara no T eika
Versiones y nota de Ernesto Hernández Busto
El más sutil y refinado de los poetas de la era Heian es también uno
de los menos conocidos y el que peor acepta traducciones: Fujiwara
no Teika (1162-1241) –o Fujiwara no Sadaie, otra posible lectura fonética de los ideogramas que forman su nombre–. Maestro del tanka,
calígrafo, arbiter poético de su época, erudito, intrigante, crítico y
antólogo (se le deben varias entre las mejores y más famosas compilaciones de poesía clásica japonesa), sus descendientes y sus ideas
estéticas dominaron la tradición poética nipona durante siglos. Sin
embargo, las pocas versiones existentes en español (con excepción
de las de Octavio Paz y otras, más recientes, de Aurelio Asiain) son
textos deslavazados, cuya complejidad sentimental y formal queda
atrapada muchas veces en el sentimentalismo o la cursilería. Un
lector común occidental ignora los códigos poéticos de la época –y
los del waka son mucho más complejos y menos flexibles que los del
haiku–, pero aún así, bajo el aire cortesano y la tosca indumentaria
de las versiones por idioma interpuesto, se consigue percibir al menos el eco de un talento fuera de lo común.
Durante varios meses he ensayado torpemente estas versiones
de Teika a partir de las traducciones literales y comentarios de Donald Keene, Kenneth Rexroth y Earl Miner. Ojo: Teika es un poeta
travesti; lo mismo adopta la voz de una trémula cortesana enamorada que la del amante tierno o despechado; o bien nos habla desde
el estoicismo y el rigor de una vejez sabia.
98
pasa
casi sin primavera
que me caliente.
Pero me he acostumbrado
a ver amaneceres.
otro año
·
trenzas
que tanto acaricié…
Cada mechón
se despierta primero
que yo, si duermo solo.
sus negras
·
puedes
ver cambiar los colores
allá en el Cielo:
el otoño se nota
en la luz de la luna.
piensa, no
·
mucho
oí que enamorarse
era partir.
Aun así me entregué,
sin pensar en el alba.
desde hace
99
¡nuestras plegarias
eran tan poderosas!
Ya entre nosotros
las cosas han cambiado:
ni esperanza, ni mundo.
·
yazgo esperando
un tono de la luna
entre los juncos:
el viento del otoño
sopla sobre mi cama.
·
primavera.
Roto el puente colgante
del sueño, he despertado:
una banda de nubes
se arrastra entre los picos.
noche de
·
lo lejos:
no hay cerezos en flor
ni hojas rojizas;
la cabaña en la playa,
crepúsculo de otoño.
miro a
100
¿que me olvidaste,
dices? Pues yo también
olvidaré que al irte
traté de convencerme
que no era sino un sueño.
·
vasto
que empañan los ciruelos
con su fragancia.
Luna de primavera,
casi limpia de nubes.
un cielo
101
Francisco Segovia:
La poesía es lo más concreto que hay
C arlos N oyola
Los poemas de Francisco Segovia (Ciudad de México, 1958) recuerdan la conexión
permanente del hombre con la naturaleza. Recurren casi siempre a lo primitivo, a lo más básico, porque la poesía –afirma Segovia– se sirve de lo concreto
para llegar a lo abstracto. Poeta presocrático, como lo han llamado; poeta
pagano, como él mismo se asume, Segovia ha estado siempre comprometido
más con el quehacer poético que con la aparición pública.
Luego de sentarme varias veces con Francisco –algunas a cenar, otras sólo
con un café–, aunque siempre con ganas de formularle más preguntas, decidí
registrar una de nuestras pláticas. Así por lo menos tendría la seguridad de
conservar un poco de lo que hablamos. Esa tarde, en su casa, ante unas tazas
pequeñitas de café, Segovia prendió un cigarro y comenzó a responderme.
–José Emilio Pacheco dijo en uno de sus poemas que “En la poesía no hay final
feliz/los poetas acaban/viviendo su locura”. Y termina diciendo: “o lo que es peor/
poetas oficiales/amargos pobladores de un sarcófago/llamado Obras Completas”. ¿Qué lugar ocupa la poesía reunida en la obra de un poeta?
–No puedo hablar en general, por todos, pero en mi caso es una especie
de revisión, como cuando un pintor hace una exposición retrospectiva y se
detiene a mirar el camino recorrido. A un poeta esto le ocurre, normalmente,
cuando siente que algo está a punto de cambiar, o que ha alcanzado cierta
madurez, y entonces cree que vale la pena detenerse un momento y mirar
hacia atrás. Supongo que esto tiene que ver con la edad, porque la mirada
102
la poesía es lo más concreto que hay
retrospectiva no suele ser una mirada
juvenil. Debe haber poetas que recojan
su poesía antes de cumplir los 40 –por­
que es abundante o por cualquier otra
razón–, pero la mayoría empieza a pre­
ocuparse por los recuentos después de
los 50. Es cuando miran hacia atrás, qui­
zá porque quieren hallar un poco de or­
den, un poco de sentido. Ésa es también
la edad en que a los escritores les da por
registrarlo todo, cuando empiezan a es­
cribir memorias. Quizá se sienten nel
mezzo del cammin (aunque esa edad,
para Dante, fuera alrededor de los 30).
En cualquier caso, se detienen a hacer francisco segovia
un recuento… “Cuando me paro a contemplar mi estado,/a ver los pasos por
do m’han traído”… –decía Garcilaso–… Si uno tiene suerte, no tendrá que
agregar, como él: “a tanto mal no sé por do he venido”. Pero, aunque no la
tenga, si se ha decidido a mirar hacia atrás, por lo menos sabrá “por do ha
venido”.
–Tu poesía parece encontrar su camino en la naturaleza; o, mejor dicho,
en los elementos: tierra, aire, agua, fuego. Es ahí donde se la siente cómoda.
Pocas veces entra a los recovecos urbanos. Y, dentro de ese camino, hay un
contraste: la importancia del agua en tu obra (título de uno de tus poemas más
extensos) y, por el otro, la sequía (título de uno de tus libros)... ¿Qué buscas y
qué encuentras en estas exploraciones?
–Agua ha sido como una pausa en mi preocupación por la sequía. La
sequía, o la tierra seca, es un tema recurrente en mi poesía, tanto por lo que ella
misma implica (empobrecimiento, inanición y muerte) como por lo que re­
presenta simbólicamente, por ejemplo cuando se habla de vampiros. Siem­
pre me han intrigado los vampiros. Aunque es un libro de poemas, Sequía es un
libro de vampiros; sus poemas tratan sobre el vampirismo. Tiene un epígrafe
que dice: “La sed es mucho peor que el hambre”. Es lo que declaró el último
francés en ser condenado por licantropía, por ser un hombre-lobo. El lector
103
carlos noyola
no tiene manera de saber esto, pero, puesto al frente de un libro de vampiros,
el epígrafe deja claro que esa sed es sed de sangre. Pero tienes razón; quizá
la sed de Sequía se sacia con el agua de Agua.
En cualquier caso, mi poesía ha ido siempre más bien por el lado de la
sequía. Me imagino que eso tiene que ver con mi infancia. El paraíso infantil
que todo el mundo tiene, o el que todo el mundo se inventa, tiene siempre
algo de mítico, y los mitos subrayan o exageran ciertos rasgos por encima de
los demás; o sea, ellos deciden qué es importante y qué no lo es… De niño,
viví un par de años en Culiacán, en Sinaloa, y allá el paisaje no es muy exu­
berante que digamos. Es muy fértil si hay riego, eso es verdad; pero, si no lo
hay, es un semidesierto. Supongo que ése es el paisaje que a mí me marcó y
sobre el cual fui construyendo la mitología infantil que se ve en mi poesía.
En cualquier caso, el paisaje semidesértico me marcó mucho más que el pai­
saje urbano de la ciudad de México, que también forma parte de mi infancia.
¿Fue la infancia misma la que eligió uno y no otro? No lo sé. Quizás fue la
adolescencia, en una especie de desafío a aquella frase del Doktor Faustus
en que Thomas Mann declara que a los jóvenes no les interesa la naturaleza.
Los jóvenes ven en la naturaleza un lugar para contemplación, no para la ac­
ción, y por eso la asocian con los viejos. Pero no hay que olvidar que el personaje
de esta novela es un joven que le vende su alma al diablo, y que el diablo es
“el Príncipe de este mundo”; es decir, del mundo natural. Se trata pues de un
alma colocada frente al mundo natural, lo cual implica que, para ella, la na­
turaleza tiene sentido. Cuando habla o dialoga con los hombres, la naturale­
za no puede dejar de tener un tinte diabólico. Sólo puede ser neutral cuando
no habla con ellos; cuando es objeto de la ciencia, por ejemplo… Pero el arte
dialoga con la naturaleza... También con la civilización, desde luego, pero en
este caso no habla con el diablo sino con los hombres… Lo que quiero decir
es que, cuando la naturaleza que el viejo contempla pasa a la acción, lo que
resulta es diabólico. Por eso, supongo, toda revolución es diabólica, porque
es obra de la acción en este mundo... La acción diabólica no es tecnológica,
pero sí es técnica y metódica: es magia, es poesía, es arte… No sé…
–En ese libro, Sequía (2002), escribiste: “Es un cuajo mi sangre en su saliva / agrumándose aún, aún caliente/entre su lengua bífida y su diente como
una espesa flor, en la que liba”. ¿Cómo caracterizarías a este vampiro que no se
104
la poesía es lo más concreto que hay
aleja de los elementos de los que hablábamos antes, que es más animal que
hombre, a diferencia del vampiro de Stoker?
–El vampiro aristocrático es anterior al conde Drácula de Bram Stoker.
El lord Ruthven de Polidori, el médico de lord Byron, es anterior, y fue muy
famoso. Pero estamos hablando aquí del vampiro literario. En realidad, las
historias de vampiros son mucho más viejas que eso que llamamos “literatu­
ra”; son relatos, simplemente relatos, tan viejos que podría decirse que na­
cieron al mismo tiempo que la humanidad. Y ese viejo vampiro, el vampiro
tradicional, es un monstruo terrorífico, no un aristócrata culto y civilizado...
Creo que la transformación llegó un poco después de la Ilustración. Voltaire
se preguntaba: ¿Vampiros en París, o en Londres, en pleno siglo xviii? No,
claro. Si acaso en Rumania, en Bulgaria, en la Europa más atrasada. Aun­
que... pensándolo mejor… Sí –decía Voltaire–: el clero, la Iglesia, que chupa
la sangre de los pobres y está tan corrupta como cualquier cadáver... Los
románticos llegaron a una conclusión parecida, pero ellos no limitaron la
condición de chupasangres al clero, sino que la extendieron a la aristocracia.
La novedad es que, para los románticos, el monstruo podía ser un hombre
refinado. Puede haber refinamiento en la crueldad...
–Tu vampiro retoma la parte anterior al conde vampiro de los románticos.
–Sí y no. La vampira del soneto que citaste hace un momento es una vam­
pira salvaje y no, de ningún modo, una vampiresa. En los demás poemas del
libro quien habla es un vampiro sin refinamiento, pero aun así conserva un
rasgo romántico: no es una bestia salvaje sino un hombre salvaje. Es el hom­
bre monstruoso, el que puede ser inhumano sólo porque es humano, el que
no vive en el mundo del amor. Su meollo podría reducirse a una pregunta:
“¿Verdad que tú también estás muerta, mi reina?” Sequía es un libro de
desamor. Eso lo acerca más a Drácula que al chupacabras, que es una forma
salvaje y animal. Uno podría decir que el mito del vampiro salvaje nace de
nuevo hoy bajo la forma del chupacabras... Sólo que a éste se le ha pegado
ahora otro mito moderno: el de los extraterrestres. Se dice que el chupacabras
viene del espacio exterior, que es un alien... Esto es un signo de los tiempos:
hemos rebajado tanto lo ultraterreno que ahora es meramente extraterrestre.
El origen del chupacabras ya no es el infierno, como era el del vampiro, sino
el espacio exterior. Sin embargo, el centro del mito es el mismo.
105
carlos noyola
–¿El poema quita la epifanía para siempre o es una extensión de ella,
más parecida a un registro?
–En cierto sentido, un poema es siempre una epifanía. Aunque no brote
de una epifanía, él mismo es una epifanía. Pero no siempre lo es en el senti­
do más profundo, el religioso, sino en el más simple: una epifanía se da siem­
pre que aparece algo que no era real o que estaba oculto. En ese sentido,
casi cualquier cosa nueva es una epifanía. Un nacimiento, por ejemplo, es
una epifanía. Cualquier cosa que el arte crea es una epifanía (digo, siempre
y cuando la obra de arte de veras lo sea)...
–En la epifanía vivida se te revela algo que estaba oculto, que te asombra, y que, como decía Rilke, necesitas sacar. Cuando lo haces, ¿se va de ti y
ya puedes vivir sin él o es una extensión y se queda como algo que siempre te
está acompañando, una forma de hacer que puedas recordarlo?
–Yo me inclino a pensar lo segundo, aunque lo primero no me parece
imposible. Hay temas que los escritores sienten que no se han revelado lo
suficiente, y entonces insisten. Hay algo dentro de ellos que le sigue dando
vueltas al mismo tema; tanto, que muchas veces se convierte en una seña de
identidad. Si digo laberinto, por ejemplo, inmediatamente piensas en Bor­
ges. ¿Por qué? Supongo que porque Borges le dio muchas vueltas al tema
del laberinto, como si nunca hubiera acabado de descifrarlo. Y cada vez que
lo tocaba decía cosas asombrosas. Para el lector, siempre hay una revelación
–una epifanía, como dices tú–. Pero me temo que a Borges no le bastaba
con una epifanía y que el tema le parecía inagotable. Quizás la epifanía le
revelaba una verdad, o incluso La Verdad, pero no toda la verdad. Como esa
mujer que no acaban de formar los cabalistas en el Manuscrito encontrado
en Zaragoza, de Potocki: ¡tanta y tanta magia para sólo atisbar sus pies!...
Las epifanías pueden ser revelaciones momentáneas, o convicciones
momentáneas; una fe pasajera. No digo que siempre lo sean, pero a veces lo
son, y en ese caso la verdad debe refrendarse. Pero, la verdad, creo que el
problema se plantea, la mayoría de las veces, porque tendemos a ver en cada
epifanía la solución de un problema o de un enigma; quiero decir, porque
creemos que es una respuesta. Pero nos equivocamos. Una revelación no
agota el misterio de lo revelado, como sí lo agota la solución de un problema
matemático; cuando despejas la incógnita, ya no hay otro paso que dar. En
106
la poesía es lo más concreto que hay
cambio, la revelación de un misterio es apenas el primer paso de un camino
que nadie sabe a dónde va... O, si es en efecto una respuesta, entonces no
sabemos a qué pregunta responde...
Pero hablábamos de Agua, que es una larga letanía. ¿Podría yo decir
que en ese poema agoté todas las epifanías sobre el agua? No lo creo. ¿O que
al menos ya sé qué es el agua? Tampoco. Y eso puedo ejemplificarlo de bulto:
ya publicado el poema, no pude evitar añadirle aún unas estrofas más. Por
eso, si me preguntaras si ya no tendré nunca otra epifanía del agua, te con­
testaría que espero que sí.
–Hablando de Agua, ¿cómo llegaste a él, a esa “agua del alba que ilumina el alma”; cómo llegaste a ese poema torrencial, de mucha fuerza, del que
ha dicho Luis Paniaga, en un ensayo, que no inicia ni termina, porque forma
parte de algo más extenso? Parece como si lo hubieras agarrado al hilo, como
un fragmento...
–Exacto. El poema empieza con puntos suspensivos, termina con pun­
tos suspensivos, y entre cada estrofa, por llamar de algún modo a sus frag­
mentos, hay más puntos suspensivos. Son cosas que iba pescando al vuelo...
Mi madre hubiera dicho que estaba yo “cazando la señal”. Es verdad. Una
señal que no aparecía de manera continua. Por eso el poema se presenta
fragmentariamente, como si cada estrofa fuera parte de un discurso coheren­
te que yo sólo escuché a pedazos; un discurso que arrancó mucho antes de
que yo parara la oreja para escucharlo y que seguramente continúa sonando
en algún lado, sin que yo lo escuche. El poema confiesa así que le es impo­
sible adivinar completo el discurso que escucha (el discurso que expone)
y que su verdad no se revela de forma continua y coherente; que no se da
entera y de un solo golpe, como decíamos antes. En realidad procede por rei­
teraciones, por acumulación. Ése es su riego: abruma o aburre, pero ambas
son cosas que sólo ocurren a la larga...
Pero creo que tu pregunta se refería al origen concreto, fechable, del
poema. No sé si pueda explicarlo con claridad, pero creo que tiene varios.
Para empezar, una especie de prehistoria. Había escrito algunos poemas con
el tema del agua para acompañar unas fotografías de Selma Ancira. Esos
poemas tenían todos un tono muy distinto al de Agua, pero hubo uno sobre el
mar que es un antecedente directo del tono final de Agua. Lo curioso es que
107
carlos noyola
luego adapté algunos de esos poemas para que cupieran como fragmentos
de Agua –esto es, los hice cuadrar con el tono y el ritmo del poema–, pero
entre ellos no quedó aquel poema sobre el mar. Con todo, decidí aprovechar
algunos de aquellos poemas sobre las fotografías, aunque sólo después de
terminar la primera versión del poema completo (que yo llamaba, al modo
cinematográfico, primer corte), de manera que éstos representan una especie
de prehistoria del poema, que el poema sólo recogió después.
En realidad, Agua empezó como un sonido, con una estrofa que se me
quedó sonando en la cabeza. Es la que dice algo así como: “agua guardada
en un guaje”... Gua, gua, gua... Eso fue el principio, lo que arrancó el poema,
aunque finalmente la estrofa no quedara como inicial. El poema está formado
por estrofas, digamos, “modulares”, y no siguen el orden en que las escribí.
Su orden es otro, más bien temático, o de tono, pero no cronológico. Así, la
primera estrofa que escribí quedó perdida por ahí, no sé dónde... En cualquier
caso, lo que arrancó todo fue una reiteración sonora, un sonido que se extiende
y se va perdiendo como un eco: agua, gua, gua... Un sonido que se va apagando
en la distancia, como el poema mismo. Porque muy pronto me di cuenta de
que Agua no iba a ningún lado; de que no tenía que ir a ningún lado. Camina
y camina, y eso es todo. Se deja ir con la gravedad, como el agua misma... Se
acaba porque su autor se quedó vacío, o porque de pronto se hartó, o por no
sé qué razón, pero no porque tenga un principio y un final.
–Lo abandonaste.
–Lo abandoné. Me dije: “Otro verso sobre el agua y te fusilo”.
–Varios títulos de tus poemas se repiten: “Niebla”, “Atardecer”, “Agua”,
“Lluvia”, “Sequía”. Si pensamos en el título de un poema como la puerta de
entrada, ¿por qué volver a tocar la misma puerta?
–Por lo mismo que te decía antes. Hay una imagen de la niebla en un
poema y luego hay otra en otro. Esto significa que nadie puede agotar el tema,
nadie puede decir que ya sabe qué es la niebla, y que lo sabe para siempre.
Uno nunca acaba de saber qué es el amor, aunque en cierto modo siempre
sepa qué es. Si acabara de saberlo, el amor ya no sería amor, ni los poemas
de amor tendrían sentido. Una manera de explicar esto es decir que cada
poema se refiere a una experiencia y que cada una de estas experiencias es
distinta. Sólo la ciencia, que trata de fenómenos y no de experiencias, pue­
108
la poesía es lo más concreto que hay
da dar leyes generales y decir que las manzanas caen siempre de la misma
manera; esto es, que sabe siempre cómo caen las manzanas. Pero en las expe­
riencias personales no hay eso. Puede haber una iluminación –una epifanía,
como decías tú– y luego otra. Una experiencia no desbanca a la otra, no se
la traga, no la destruye. Y hasta podrías decir que las dos son una misma,
aunque expresadas de distinta manera. Claro que también podrías decir que,
si las expresas de distinta manera, entonces no son la misma experiencia.
Cuando menos, puedes decir que la experiencia de cada poema es diferente.
Te pondré un ejemplo, usando dos de esos poemas míos que llevan el mismo
título. En este caso, “Figuración del mar”. El primero es un poema largo (en
realidad, una serie de poemas continuados); el segundo, un solo poema, en
versos endecasílabos. Son poemas muy diferentes, aunque tienen el mismo
tema. Ambos tratan de una especie de nostalgia muy, muy vaga. Es algo que a
mí me pasa especialmente frente al mar, pero que a todos nos ha pasado algu­
na vez: tener la sensación de que estás recordando algo, pero no sabes qué.
Es una nostalgia sin un objeto definido; más un sentimiento que un verdade­
ro recuerdo. Creo que los dos poemas tienen ese tema, pero en uno se rela­
ciona muy directamente con el deseo y el amor y en el otro más bien con la
memoria. Uno resalta la vaguedad de la nostalgia en su forma fragmentaria;
el otro resalta el ritmo del mar en sus endecasílabos. ¿Dicen lo mismo esos
dos poemas? Sí y no. No lo sé... En ambos hay una mujer que no termina de
estar presente; una mujer imaginaria, un fantasma... Quizá porque, en cierto
sentido, todas las personas de las que uno se enamora son imaginarias...
–¿En el sentido en que las idealizas?
–No, no. Yo diría casi lo contrario. Cuando te enamoras de alguien, esa
persona es bastante imaginaria; no del todo, claro, pero bastante. No porque
la idealices sino porque una persona es inasible y misteriosa; está constitui­
da de recuerdos, de sueños, de deseos... Y no sólo de los suyos sino también
de los tuyos. Cuando uno al fin encuentra a “la mujer de sus sueños”, es más
que probable que esa mujer no sepa nada de esos sueños. No sé si me expli­
co: también somos lo que los demás hacen de nosotros, aunque nos pese...
Somos y no somos ése que el otro ama o desama... A mí, por ejemplo, sigue
extrañándome que mi mujer diga que se enamoró de mí. ¡De mí!... ¿Soy de
veras yo ése que ella ama? No lo sé. No puedo asegurarlo...
109
carlos noyola
A eso alude el título de mi primer
libro: El aire habitado. Es el aire habi­
tado en el sentido material; es decir, en
el sentido en que el día es aire iridis­
cente, aire que la luz ilumina, que la
luz ocupa y habita, pero también en ese
otro sentido en el que decimos que una
casa está habitada. Cuando dices que un
lugar está habitado quieres decir que
está lleno de fantasmas. El aire habitado mezcla esas dos cosas: la naturaleza
como tal (el día es aire iluminado) y el
deseo, que “idealiza” a una mujer, como
dices tú, o que la mira conservándola en
su misterio, como preferiría decir yo...
He perseguido mucho esa idea de la luz en el aire. Está en la poesía
clásica española, en Aldana y en fray Luis, por ejemplo, pero la alusión más
vieja que conozco es de Plotino, que dice que el alma está en el cuerpo como
la luz en el aire. Se trata de una metáfora, desde luego, pero pone en contacto
lo natural, lo tangible, con lo espiritual e imaginario. Es algo que me llama
mucho la atención. En cierto sentido, es eso lo que me lleva a creer que la
poesía es lo más concreto que hay. Todo el mundo piensa que la poesía es
pura abstracción, pura idealidad, pero a mí me parece que no, que la poesía
es lo más concreto que hay. Entre otras cosas porque, aunque diga a veces
cosas muy abstractas, las dice siempre por vía de lo concreto –como Ploti­
no, que usa el aire y la luz para hablar de cómo el alma habita el cuerpo–.
La poesía, creo yo, está de ese lado; del lado en que lo concreto sirve para
hablar de lo abstracto. Los teólogos medievales llamaban a esto analogía, y
se tomaban muchos trabajos para mostrar que el pensamiento analógico no
era un pensamiento metafórico sino un pensamiento en sentido recto. Pero
eso es otro asunto.
–En otro de tus poemas, en El aire habitado, escribiste: “Poco a poco se
amontona la sombra contra el risco/y hunde en la claridad del agua, limpiamente, sin reflejo,/su oscura transparencia…” El poeta observa. Pero, confor110
la poesía es lo más concreto que hay
me avanza tu obra, cambia el sujeto y se vuelve más activo; cambia el yo lírico
hasta volverse a la primera persona. En Partidas (2011), el poema 54 dice: “Bajamos al pueblo./ Hileras de puertas y ventanas/entreabiertas al silencio./No
hay nadie. / Sólo ese susurro que se arrastra/alzando polvo en el empedrado”.
¿En qué momento debe el sujeto intervenir en el poema?
–No, no la primera persona del singular. Lo que ocurre en Partidas es que
hay, en efecto, un yo que habla, pero siempre se refiere a nosotros, a la primera
persona del plural. Al contar la historia de una persona, cuenta la historia
de una colectividad. Eso es importante, al menos para mí. Creo que esta
pluralización de la persona fue un cambio importante en mi poesía, que en
este libro pasó de ser una poesía del yo a ser una poesía del nosotros. No sé
si será siempre así, o si se trata sólo de una fase –de un tono obligado por
las condiciones del país y los temas que estoy tratando–, pero tampoco me
preocupa mucho saberlo...
Podría decirse que todos los poemas apuntan al nosotros, aunque hablen
en primera persona. Porque el yo que habla aspira a ser el yo de cualquier
otro. Busca el reconocimiento de cada miembro de la comunidad, como di­
ciendo: “Esto que me pasa a mí nos pasa a todos, ¿no es verdad?” Si no fuera
así, no tendría sentido leerle a otro un poema. Partidas asume esa pluralidad
y la hace constar. Es algo que a mí me viene directamente de Yorgos Seferis,
de un librito suyo que se llama Mythistórima. Los poemas de este librito
cuentan una historia, y casi siempre la cuentan en primera persona del plu­
ral. Seferis mezcla dos cosas ahí: Mythistórima; o sea, mito e historia. En el
griego actual esta palabra significa ‘novela’, pero yo creo que Seferis titula
así su libro porque sus poemas conforman, a su modo, un relato, desde lue­
go, pero sobre todo porque le gusta que suenen al mismo tiempo el mito y la
historia. Los poemas recurren a la mitología clásica, y ésa es la parte del mito, pero
también aluden al éxodo griego después de “la gran catástrofe del Asia”; es de­
cir, al momento en que Ataturk expulsó a los griegos de Turquía y Esmirna,
la ciudad donde nació Seferis, que era una ciudad de griegos y se convirtió
en una ciudad de turcos solamente. Hubo entonces una gran migración de
griegos, parecida a la de los sirios o los africanos de hoy, que llegan a Eu­
ropa en barcazas, en balsas, en llantas de goma, como pueden. También la
de aquellos griegos fue una migración por mar, y también estuvo plagada de
111
carlos noyola
ahogados, de náufragos, de muertos. Seferis se imagina que los viajes de los
mitos griegos también fueron así: el de Jasón y los argonautas a la Cólquide,
o el de Ulises en la Odisea (diez años naufragando)... La historia que cuentan
los mitos se traba con la historia que ocurría en ese momento. Por eso el títu­
lo de Mythistórima es perfecto. Cuenta una historia que ocurrió, que ocurre,
que seguramente ocurrirá de nuevo (lo estamos viendo). Y, así como todos somos
Ulises, así también todos somos los griegos del siglo xx y los sirios del xxi...
Quizás esto sea cosa en especial de marineros. Lo digo porque todo esto me
hace pensar en Moby Dick. La primera frase del narrador de Moby Dick dice:
“Llámenme Ismael”; la última: “y sólo sobreviví yo para contarlo”. Quien
cuenta la historia es el único sobreviviente del Pequod, pero no importa quién
sea él, no importa su nombre: lo que importa es que, entre las dos frases,
cuenta la historia de la tripulación entera del Pequod...
En Partidas ocurre algo parecido. Lo que cuenta el narrador no le pa­
saba sólo a él sino que nos estaba pasando a todos, y nos sigue pasando.
La violencia que vivíamos en México cuando empecé a escribir ese libro la
seguimos viviendo hoy... Pero la violencia no era mi tema, por lo menos no
al principio. Mi tema era más bien la sequía, el amor o el desamor, como
siempre. Pero la violencia era el tema de todos, y sonaba fuerte. Yo no pude
dejar de escucharlo, o no pude evitar que se colara en lo que iba escribiendo.
De ahí la primera persona del plural. Al contar su historia, por fantasiosa que
fuera, el narrador cuenta la historia de todos...
–¿El poeta, el intelectual, como un espejo? ¿Como alguien que capta lo
que está sucediendo, lo refina, le da estructura y se lo regresa al pueblo?
–No sé si lo refina y lo regresa al pueblo. La verdad, no creo que mis
poemas vayan a llegar al “pueblo”. En todo caso, ¿qué quiere decir el pueblo?
–Al lector, por lo menos.
–Sí, al lector. Pero no sé si el poeta refina lo que le devuelve al lector.
Creo que todos contamos el mismo relato de mil maneras diferentes. Es cier­
to que cada quien lo cuenta a su manera, pero lo cuenta para todos y es entre
todos donde el relato, digamos... esponja. Es como la fogata de los viajeros,
de los aventureros, que se reúnen en la noche en torno al fuego y cuentan
sus historias. Son esas historias –contadas “al amor de la lumbre”, como
se decía antes– las que forman el corazón de Partidas. Uno de los primeros
112
la poesía es lo más concreto que hay
poemas del libro dice algo así como: “nos juntamos alrededor de la fogata, y
hablamos”. Cada uno cuenta su historia, pero, al final, se trata de la historia
de todos.
–¿Se te va la historia de Partidas en algún momento, en este cruce del
paisaje nacional con el paisaje extranjero y, finalmente, con el paisaje de Marte?
–No, no lo creo. La primera parte del libro ocurre, efectivamente, en
México, en un paisaje semidesértico, como de Juan Rulfo. Me importaba situar
ahí una “partida” de hombres que anduvieran a salto de mata, enfrentados a
los elementos, como se dice. Me daba igual si esa partida era de cazadores,
de militares, de guerrilleros... Pero, cuando los poemas de esa parte iban ya muy
embalados, hice un viaje a Rusia. Los poemas siguieron saliendo, pero ahora
ocurrían en un paisaje muy distinto, en un país extranjero. Eso me obligó a
suponer que a mi “partida” le habían partido la cara y que se había visto
obligada a partir (partidas y partidas, en todos los sentidos). Eso convirtió al
grupo en una partida de exiliados, de refugiados. Los poemas que hablan de
este exilio forman la segunda parte del libro... No me costó demasiado pensar
que esos hombres que vivían en un país extranjero podían convertirse en unos
hombres que vivieran en un planeta ajeno. ¿Cambiarían mucho los hombres
por vivir en Marte? Estamos ya en la tercera parte del libro, donde hay un
poema que declara: “aquí no hay historia”. No hay historia en Marte. No hay
restos arqueológicos, edificios viejos, rastros, restos, huellas, basura... Y, sin
embargo... Hay en el libro un poema en el que el personaje que escribe está
mirando las sombras de la tarde moverse contra una montaña y no puede
evitar hallar en ellas algunas formas reconocibles; formas de su historia te­
rrestre, terrícola. Se imagina una escultura griega: “una Niké –dice–, pero
no duraría”, y concluye diciendo que “en estos parajes sin historia/sólo el
ensueño desentierra estatuas”... No puede deshacerse de su pasado.
Seferis decía: “Dondequiera que voy, Grecia me acompaña”. También
a mi “marciano” lo acompañan sus recuerdos, su historia, la historia de to­
dos... No hay viajes asépticos, como no habrá un futuro aséptico, por más que
George Lucas quiera convencernos de que lo habrá. Cuando viajemos a Mar­
te, llevaremos nuestra historia en las maletas, como la llevan los astronautas
de Solaris (me refiero a la película original, la buena, la de Tarkovski)...
Esa tercera parte de Partidas, la que se sitúa en Marte, tiene una pre­
113
carlos noyola
ocupación especial por el lenguaje. No se trata de algo que no ocurra en la
Tierra, pero allá, digamos, se ve con más claridad, pues los hombres que
viven en Marte provienen del mundo entero y tienen que inventar una lengua
común, una lingua franca, o siquiera un pidgin... Pero, además, tienen que
inventar nuevas palabras y nuevas metáforas, como tuvieron que hacerlo los
españoles al llegar a América. Se trata de nombrar una nueva realidad. Ésa
era una de las primeras intenciones del libro: usar un vocabulario técnico-cien­
tífico, no muy común en la poesía. Un poema, por ejemplo, describe los crá­
teres como toberas; es decir, como conos, como esos conos por donde sale el
fuego de los cohetes. Otro habla de “biplenilunio”, porque en Marte hay dos
lunas... Sí, hay nuevos nombres y nuevas metáforas, pero todo lo que ocurre
ahí es completamente humano, completamente de la Tierra. No creo que, por
ir al espacio, la humanidad se vaya a convertir en otra cosa que no sea esta
misma humanidad. Lo que le ocurre al “marciano” de estos poemas es lo mismo
que le ocurría cuando era simplemente un exiliado, un extranjero: extraña a
su mujer, añora su terruño. En el último poema del libro, “Posdata”, el na­
rrador resume su viaje y declara que va a volver a la Tierra a buscar el amor,
allá, donde lo dejó...
–¿Hablarías de Partidas como de un preludio de Agua? No en el sentido
del tema, obviamente, sino en el de la longitud, del arrojo del poema. En Par­
tidas ya se siente un poco la rapidez de Agua: no hay epígrafes, no hay títulos,
los poemas van seriados; y, después, el último poema, esa “Posdata” de la que
hablas, que es un poema extenso.
–Bueno, no. Eso se debe al ritmo desacompasado de las editoriales, que
publican los libros cuando pueden. Entre Partidas y Agua escribí otro libro,
pero la editorial todavía no logra publicarlo: Abrir la boca. Es anterior a Agua.
En realidad es casi una extensión de Partidas, porque tiene el mismo tono,
el mismo estilo de poemas, que van en serie, numerados, sin título. El perso­
naje que habla en él es un egipcio antiguo; un egipcio que está enterrado en
su pirámide, momificado, pero muerto. También aquí habla un yo que cuenta
una historia general, la historia de todos; o sea, la de los muertos y la de los
que van a morir: la de todos... También aquí aparece el tema de la sequía,
el del desierto, y también aquí aparece, a su manera, el tema del vampiro,
del no-muerto... No sé si lo has notado, pero los monumentos funerarios de
114
la poesía es lo más concreto que hay
Egipto (las pirámides, la ciudad de los muertos, los grandes templos) están
en la margen occidental del Nilo. No debería extrañarnos. También nosotros
asociamos el oeste con los muertos: el occi-dente es el lugar de los occi-sos,
donde muere el sol. En este sentido, el libro habla desde el Occidente.
Pero tú preguntabas si en ese estilo que comparten Partidas y Abrir la
boca hay una especie de adelanto de lo que vendría con Agua. Puede ser,
pero aquí también hay una especie de prehistoria. Antes de Partidas publi­
qué un poema extensísimo titulado Baladro. Quien habla en este libro es el
mago Merlín, un druida, así que ya podrás imaginarte que los temas son los
del ciclo artúrico. En el centro se halla el amor despechado de Merlín por
Viviana, que finalmente lo traiciona y lo entierra en una cueva. El poema
trata del desdichado amor de un viejo por una joven, pero también del fin del
mundo pagano, enterrado por el catolicismo. También aquí habla un muerto,
como en Abrir la boca. Además, fue en este libro donde me animé por pri­
mera vez a incluir al final algunas notas sobre los poemas, en una sección
especial que en los demás libros he llamado “epigrafiario”. Aunque tiene sus
momentos, Baladro es en definitiva un libro fallido. Pero no deja de ser un
antecedente de muchas de las cosas que he hecho después, como contar una
historia a través de una secuencia de poemas...
Varios han visto los tres libros de Partidas como un solo poema, quizá
porque así lo sugiere el hecho de que en los tres hable la misma persona y
cuente una misma historia. Yo no lo veo así. Para mí, los tres libros compo­
nen una trilogía que tiene un orden que debe seguirse, pero cada poema vale
por sí mismo. Es cierto que los poemas funcionan mejor como conjunto, pero
podrías sacar cualquiera de ellos de su contexto y aun así se sostendría. En
ese sentido, concibo Partidas como una secuencia de poemas, mientras que
veo Agua como un solo poema; hecho de fragmentos, sí, pero uno solo.
–Cambiando un poco de tema. ¿Tu trabajo como lexicógrafo ha afectado
tu quehacer poético?
–¿Afectado? No sé. El oficio de lexicógrafo te obliga a reflexionar sobre
las palabras, y eso desde luego es importante para un poeta. Así que, en
cuanto a las ideas que tengo sobre la lengua, la formación que me ha dado el
Diccionario del español de México ha sido definitiva. Pero, si te refieres al voca­
bulario, entonces no, no ha sido determinante. Creo que, después de tantos
115
carlos noyola
años de trabajar en el diccionario, éste sólo ha logrado colar tres palabras en
mis poemas. Con esto quiero decir que, de todas las palabras o acepciones
de palabras que he aprendido en el diccionario, sólo he usado tres en los
poemas... Como ves, es un tema del que estoy consciente...
La primera la encontré cuando estaba metido de lleno en el tema de los
vampiros. Es una acepción del adjetivo arrebatado. En el campo mexicano
se dice que un fruto está arrebatado cuando se pudre o se quema sin haberse
soltado de la rama. Me atrajo mucho la idea de que un fruto se quedara
muerto en su sitio, como si se mantuviera de pie estando muerto. Porque
¿no es ésa la misma idea que tenemos del vampiro? Los frutos arrebatados
tienen una especie de vida abortada, una especie de no-vida... Que hubiera
una palabra para decir eso me pareció fantástico.
La segunda palabra es lubricán, que usé en el libro egipcio. La hora del
lubricán es esa hora en que ya no hay luz pero todavía no es de noche. Ese
momento también se llama “la hora del lobo” y hasta “la hora del vampiro”.
Pero en este caso no era eso lo que me interesaba, pues la palabra me servía
para caracterizar con mucha exactitud a la diosa Neftis, que gobierna las
horas anteriores a la noche, pero no la noche misma, y las horas anteriores al
día, pero no el día mismo. Neftis es la dueña de esas dos clases de crepúscu­
los que son el amanecer y el atardecer. Creo que fue Oswaldo Hernández, un
compañero del diccionario que estudió letras clásicas, quien me dijo que la
etimología relacionaba la palabra con la lubricidad y con los lubricantes; o sea,
con la idea de resbalar. Ya en latín la palabra se refería a los momentos del
día en que es difícil ver con claridad y, por lo tanto, a los momentos en que
uno es propenso a resbalar y caer. No es totalmente de noche, pero tampoco
es día pleno; no es totalmente de día, pero no es de noche. Estamos en el um­
bral de la mañana o en el umbral de la noche, pero ni en la noche ni en el
día... Neftis, “diosa del lubricán”, dice el poema de Abrir la boca. También
me pareció fantástico que hubiera una palabra para nombrar esas horas en
que se hace difícil ver y uno tiende a resbalarse.
La tercera es una palabra que acabo de descubrir: acarrarse. La he usado
en un poema que aún estoy escribiendo. Acarrarse es lo que hacen las ovejas
cuando se juntan y se aprietan entre sí para darse sombra unas a otras, para
protegerse del sol unas a otras. Otra palabra precisa y preciosa...
116
la poesía es lo más concreto que hay
Esas tres palabras las aprendí tra­
bajando en el diccionario. No las descu­
brí leyendo un libro que me obligara a ir a
consultar el diccionario, sino que las apren­
dí estando ya en el diccionario. Porque me
tocó definirlas o revisar la definición que
había hecho algún compañero... En cual­
quier caso, no me hice poeta después de
hacerme lexicógrafo sino al revés: por­
que era poeta –y, supuestamente, sen­
sible al significado y los matices de las
palabras– me contrataron para formar­
me como lexicógrafo, cuando en México
no había lexicógrafos profesionales. Es
una formación que agradezco mucho; es
mi formación.
–¿Piensas en la poesía, o en la escritura en general, como la cura o como la
enfermedad, o ninguna de las dos cosas?
–Puede ser las dos cosas, creo. Por el lado de los románticos, la poesía
explora las zonas oscuras y corre el riesgo de venderle su alma al diablo,
como decíamos antes. Por el lado de los clásicos, es verdad que en algún
sentido la poesía cura las heridas y sirve de consuelo. Los términos “román­
tico” y “clásico” no son muy exactos, pero creo que me entiendes. El lado
peligroso de los románticos, de los malditos, es una excesiva morbidez; el
de los clásicos, una excesiva salud. En esta burda esquematización, los dos
polos tienen algo de verdad.
Yo podría decir, por ejemplo, que escribo porque escribir me permite
entender el mundo, y en ese sentido estaría del lado de la cura. Pero también
puedo añadir que, si me curo, es porque antes estaba enfermo. ¿De qué me
he curado, entonces? Del desorden del mundo; de un mundo que considero
como una enfermedad, como dominio del demonio, como reino del mal, se­
gún decíamos antes. En cualquier caso, en esta visión el mundo está enfermo
y la poesía me cura de él. Pero la visión contraria no es verosímil, pues ¿en
117
carlos noyola
qué sentido puedo decir que el mundo me cura de la poesía? Eso sólo puede
decirlo alguien que ha repudiado la poesía, alguien que no es –o que ya no
es– poeta. Un converso, un profeta, un filósofo... No sé... Hegel decía que un
día ya no tendremos necesidad de la poesía, esa cosa de campesinos atra­
sados, supersticiosos e ignorantes. Levinas, por su parte, decía que el arte
es mera “vida para la psique”; es decir, un simulacro... Yo, desde luego, no
creo ninguna de estas dos cosas. Para mí, un poema es cuando menos “una
promesa de sentido”. Si la enfermedad es la falta de sentido, entonces está
claro que la poesía da sentido a lo que antes no tenía ninguno...
La otra posición sostiene que es la poesía, no el mundo, la que representa
la enfermedad. Cassirer se burlaba de un filósofo positivista que sostenía que la
metáfora era una enfermedad del lenguaje. Tonterías, claro. Pero tu pregun­
ta apunta, creo, a una cosa menos brutal, más cercana tal vez a la frase en
que Nietzsche declaraba que los poetas mienten. Esa afirmación parece muy
cercana a la de Levinas, a la del simulacro, pero creo que puede interpre­
tarse de otra forma. La poesía, el arte todo, es “fingimiento” –como decían
los poetas españoles del Siglo de Oro–, un “teatro sobre el viento armado”.
En este sentido el arte finge, sí, pero finge para decir una verdad, por más
que el estatuto de esa verdad conflictúe a los filósofos, y en particular a los
racionalistas. Por eso Hölderlin podía decir que es sólo poéticamente como
el hombre habita el mundo; esto es, por ponerlo en los términos que usamos
antes, que lo habita dándole sentido. Pero al decir esto estamos hablando
como desde fuera. Un poeta, desde dentro, no diría que él le da sentido al
mundo sino que el mundo tiene sentido en sí mismo, y que él simplemente
lo registra; que para la oreja y escucha. El resto de los mortales –o, en todo
caso, la mayoría de ellos– ve esto como una especie de locura, aunque no
siempre desprecie esa locura. A veces la considera una especie de ilumina­
ción, una inspiración divina. Quien está loco –quien está “tocado”, como decimos
nosotros–, está tocado por los dioses, y eso sí que puede verse como una enfer­
medad, como una fatalidad; en cualquier caso, como una manera “anormal”
de vivir el mundo (por más que Hölderlin –uno de los poetas más “tocados” de
la historia– dijera que sólo así habitan el mundo los hombres, todos los hom­
bres, incluso los que desprecian la poesía, como su amigo Hegel)... En este
sentido, ver el mundo poéticamente es verlo desde cierta clase de locura,
118
la poesía es lo más concreto que hay
desde cierta clase de enfermedad... Algo de eso se nota –aunque en un nivel
más bien psicológico– en la excentricidad de que hacen gala los poetas, los
artistas en general. Visto así, un poeta sufre de curiosidad y no comprende
que haya gente que viva sin curiosidad y sin asombro. A él esa gente le pa­
rece vacía... Para él, una persona a la que no le pasa nada por adentro está
muerta: es un zombie...
Como ves, comprendo las dos posturas. Creo que el mundo a veces es
horrible, el dominio donde se explaya el mal, y a veces en cambio es mara­
villoso, el reino donde son posibles los milagros. La poesía me enseña las
dos cosas...
–Si la poesía le deja algo al hombre, ¿qué te ha dejado a ti?
–Ayer estaba viendo un programa de divulgación de la ciencia y pen­
sando en la entropía, en esa ley que dice, básicamente, que todo tiende al
desorden, a la pérdida de la información, a la nada y la muerte... Por decirlo
con un poema de Ungaretti, que “también el cielo estrellado acabará”. Ésta es
la tendencia fatal del universo. ¿Cómo es posible, entonces, que de pronto
nazca una estrella o una galaxia? ¿Cómo es posible la creación en medio de
un universo gobernado por una ley de muerte? No lo sé. Pero, así como en la
atmósfera hay “bolsas de aire”, así en el universo hay “bolsas de creación”.
Si no hubiera esos lugares excepcionales, todo sería muerte y sólo muerte.
Con la creación humana ocurre algo parecido: si no somos una masa de zom­
bies es porque hay arte y hay niños que nacen. Dos milagros que conviene
tener siempre presentes, como todos los milagros... La verdad, yo creo que
la humanidad los tiene siempre presentes, aunque no siempre de la misma
manera. Los tiene presentes, por ejemplo, cuando una partida de hombres
cuenta historias o recita, canta y baila alrededor de una fogata, pero también
cuando hace lo mismo en una discoteca, en un concierto, en un recital de
poesía... Eso combate la entropía; o, dicho a la manera tradicional, combate
a la muerte, la vence.
–Dentro de esa entropía están los destellos, como fuerzas a contracorriente.
–Exacto. Esos destellos son creación, son milagros, son –como decías
tú– epifanías. Cuando ves uno de esos destellos, sientes que hay una revela­
ción, o al menos una promesa de revelación. En medio del caos, de la muerte
y del sinsentido, aparece algo con sentido.
119
carlos noyola
–¿Y eso es porque queremos trascender?
–Sí, aunque eso depende de qué quieras decir con trascender. Si trascender significa mantener la llama viva para que pase de una generación a
otra, entonces sí. Mantener el sentido a lo largo del tiempo es lo que llama­
mos historia. La historia es un despliegue del sentido en el tiempo. Pero
si entendemos la trascendencia como un paso entre este mundo y el otro,
entonces tiendo a pensar que no. Hace un rato te dije que, según yo, la poe­
sía es lo más concreto que hay, y ésta es otra de las razones por las que lo
creo: la poesía no busca el otro mundo sino éste; no busca el sentido en la
trascendencia sino en la inmanencia. Por eso el poeta no dice que él le da
sentido al mundo (desde fuera), sino que el mundo tiene sentido en sí mismo
(desde dentro). Los surrealistas –que solían hacer pasar por novedades cosas
muy viejas; o que se apropiaban de cosas que en realidad nos pertenecían a
todos–, lo decían muy bien: no queremos el Paraíso que la religión nos pro­
mete para después de la vida y en el otro mundo; nosotros queremos fundar
el Paraíso en este mundo y vivir en él. No la trascendencia, pues, sino la
inmanencia...
Pensar así no me impide reconocer que también tiene sentido conce­
bir los poemas como un diálogo con una divinidad trascendente, con Dios.
Pero yo no soy creyente, de manera que, cuando pienso en los poemas como
oraciones, me contento con que dialoguen con los árboles, como hacía Juan
Ramón Jiménez en aquel poema donde decía: “Anteanoche a medianoche /
oía hablar a los árboles”... La divinidad que yo reconozco es pues pagana,
inmanente, salvaje, natural... Quizá por eso me llaman tanto el paisaje, los
vampiros, Merlín, los elementos... Como decía Juan Carvajal, no hace falta
creer en los dioses para adorarlos; y, en todo caso, adoramos siempre dioses
muertos... Éste es el paganismo que asumen mis poemas. No se ha dicho mucho
sobre ellos, pero una vez un crítico escribió que yo escribía como un preso­
crático. Me sentí comprendido; pero, sobre todo, me sentí halagado...
120
Tres poemas*
F rancisco S egovia
1
El dolor más intenso no se emboza
no echa las cortinas no se humilla.
Deja en cambio en el cenit brillar su sol
limpio y claro como un rondó de Mozart.
No hay engaño entonces
ni hay reproche de las cosas.
Está desnudo el mundo y está abierto
para el mediodía del dolor…
2
El dolor nos cegó de pronto nos dejó sin ojos
como un rayo que el cielo desenvaina sin aviso
–un puro nervio sin mielina descarnado…
*
De Ofrenda, plaquette que El Errante Editor publicará este mismo año.
121
Pero no cayó. No cae. No está cayendo.
Se ha quedado fijo entre nosotros
como un flash que no se apaga.
Desde entonces
cada vez que nos tocamos uno al otro
dentro de cada uno se dispara
un relámpago –invisible como un tren de rayos equis–
y no nos deja ya mirarnos a los ojos sin mirarnos
las cuencas mondas de los ojos.
3
No es nuestro este dolor: es del aire que se encoge
de la luz que va a quebrarse como un vidrio
de las ganas de la puerta de saltar del quicio
del malvón que quisiera inflorecer.
Es de éstos que no somos en nosotros de estos cuerpos
sonámbulos del tacto entumecidos de esos cuerpos
cuyos fantasmas somos.
122
La huida
E dgardo C ozarinsky
1
Hay noches, en el Océano Índico pero también al sur de Portugal, y de este
lado del Atlántico en las costas de Puerto Rico, en que el mar parece encen­
derse.
No son llamas, es más bien una luminosidad azulada, un palpitar llegado
de la profundidad que recorre inquieto la superficie, acompañando la res­
piración del oleaje. Los intrépidos, los ociosos, los soñadores que van en su
busca parten sin brújula ni calendario. Saben que pueden agotar la vida sin
haber encontrado ese mar que dicen fosforescente. En algún momento de su
juventud leyeron a Julio Verne y rcuerdan que el Nautilus navegó como en un
sueño sobre aguas que el capitán Nemo creyó habitadas por innumerables
criaturas marinas luminosas. Poco les importa que investigadores de un siglo
posterior hayan identificado la fuente de esa luz en una bacteria que anida
en las algas del plancton. La ciencia nunca ha podido expulsar la leyenda
que le da sentido.
El hombre que desde el puerto de San Antonio Oeste contempla las
aguas negras, bordes de espuma apenas visibles que permite descubrir una
luna mezquina, no puede distinguir en la distancia horizonte alguno. En su
adolescencia leyó del mar ardiente, sin duda ya ha entendido que nunca lo
verá, que tampoco respirará en el viento cálido de esas lejanías. Esta noche
va a abordar una travesía por tierra, dará la espalda a ese océano del que
se despide como de un camino no tomado cuando llega la hora de admitir
que es demasiado tarde para poder, algún día, abordarlo. Poco antes de me­
123
edgardo cozarinsky
dianoche va a subir a un ómnibus que
recorre la llamada “línea sur” en Río
Negro. Tiene mucho frío.
Una hora antes, en un restaurant
en el extremo de las vías de ferrocarril
abandonadas que alguna vez conduje­
ron al puerto, comió unos pulpos dimi­
nutos. El dueño, servicial, feliz de tener
un forastero al alcance de su conver­
sación, explicó que se trataba de una
variedad muy apreciada propia de la
zona, que no iba a crecer, tampoco a de­
rivar hacia otra latitud. Enumeró ufa­
no los países adonde los exportaban y no
dejó de añadir, en un alarde de supe­
rioridad provinciana, que en la capital
no eran fáciles de encontrar. El ruido
sordo del oleaje llegaba hasta la mesa.
Al salir, mientras buscaba en la
oscuridad el camino hacia la terminal
de ómnibus, esa descarga regular, invisible, lo siguió, golpes que se iban
perdiendo en el viento helado, como el olor a herrumbre de barcos encalla­
dos, residuos de un pasado sin fecha. Siete horas más tarde, con luz, pensó,
si por suerte clareaba temprano, iba a llegar a Ingeniero Jacobacci.
No durmió durante el viaje, tal vez sólo sucumbió a un sopor que borro­
neaba las horas pasadas. Se sobresaltó cuando el ómnibus se detuvo en Los
Menucos. Varias personas se apearon, sólo dos subieron, y, por la ventanilla,
vio rostros que no eran de pasajeros: escrutaban, ávidos, una intensidad au­
sente en la mirada, el interior del vehículo; tal vez buscaran solamente que­
brar la monotonía cotidiana con un atisbo fugaz de gente de paso, gente que
venía de otro lado, gente que seguiría hacia otra parte. Cuando el ómnibus
retomó el camino, vio que la población se deshacía en unas pocas casas sin
luz; en las afueras, lo sorprendieron unas parpadeantes letras de neón azul
que anunciaban pub-videoclub.
124
la huida
La noche anterior, en Buenos Aires, le habían robado el teléfono celu­
lar. Como una ráfaga, un chico pasó al lado de su mesa. Con un movimiento
súbito, preciso, tomó el celular, salió del bar sin detenerse y, al cruzar la
calle, lo atropelló uno de los camiones que a medianoche recogen residuos
urbanos. Arrancado a su somnolencia, abandonó la mesa del bar, corrió tras
el chico. Alcanzó a ver un camión que se alejaba sin detenerse y en medio de
la calzada el cuerpo inerte. Se acercó. Un brazo yacía a corta distancia del
hombro, una rueda del camión lo había aplastado y la sangre fluía serena
aunque el chico ya estaba muerto. Al lado de la mano abierta estaba el ce­
lular. Se inclinó para recogerlo. La pantalla estaba iluminada, el golpe debía
haberla activado. Probó la lista de contactos. Apareció inmediatamente. Ali­
viado, se alejó con el celular en el bolsillo, sin una segunda mirada para el
despojo que yacía en la calzada.
Y ahora, con la cabeza apoyada en un respaldo nada amable, ojos cerrados
que no lograban atraer el sueño, los episodios de la noche anterior volvían
ajenos; no era seguro que hubiese sido él quien los vivió, eran más bien
imágenes de alguna película entrevista en la televisión una madrugada de
insomnio. A menudo le ocurría separarse de una situación vivida, ponerla a
una distancia no buscada, llegar a verse con la mirada de algún testigo sin
nombre.
El hombre que en el bar había estado colocando las sillas patas arriba
sobre las mesas, por ejemplo.
Exageraba el ruido para advertirle que la hora de partir había llegado, a
él, última ave nocturna que no parecía entender ese anuncio ni percibir que
las luces se apagaban gradualmente. Hacía dos horas que estaba concentra­
do en el fondo vacío de un vaso de whisky cuando el paso del chico lo arran­
có de su adormecimiento. Había estado consultando cada tanto la pantalla
de su teléfono celular, componía un número y parecía no obtener respuesta.
¿Acaso la voz que atendía no era la que esperaba?
Ese hombre que esperaba paciente su partida no lo conocía, no era uno
de los noctámbulos habituales del bar. Había apreciado de inmediato que
el desconocido no hubiese empleado la palabra “mozo” para llamarlo: a él,
más de 60 años de edad y cuarenta de servicio, le parecía inadecuada; peor
aún: la oía irónica. Para llamar su atención lo había mirado y, con voz fuerte
125
edgardo cozarinsky
pero no autoritaria, dijo “amigo” y luego “por favor”. A lo largo de los años
había conocido solitarios, pero la mayoría eran locuaces, siempre dispuestos
a compartir con cualquiera el relato de su desdicha, el consuelo filosófico,
una intimidad que sin duda callaban ante los inadecuadamente llamados
íntimos. Todos, además, eran personas mayores (pensó el eufemismo sin
sonreír). ¿Qué edad podía tener este hombre? 40, a lo sumo 45 años... Había
pedido un whisky de buena marca, lo bebió lentamente y se quedó como
esperando algo que no llegaba, quizá simplemente postergando el momento
de volver a su casa.
El traqueteo del ómnibus le impedía dormir. Cada tanto abría los ojos.
Una débil luna le descubría el paisaje árido, sembrado de matas secas, cres­
pas, aisladas. En algún momento distinguió a lo lejos una luz que cruzaba
el horizonte, desaparecía, reaparecía más cercana, fuego veloz, apariciones
fugaces. Una luz mala, pensó, almas en pena de muertos que no encuentran
reposo y vuelven a inquietar los lugares donde traicionaron a quien los amó
o abandonaron a sus hijos. Sabía, sin embargo, que no era esa fosforescencia
marina que nunca vería, que en esta tierra árida emana de osamentas ente­
rradas a poca profundidad.
Desconfiaba sin embargo que se tratase sólo de ganado, había visto ce­
menterios de tierra iluminarse en medio de la noche. Adolescente, más de una
vez había esperado que los padres durmieran para escapar de la casa familiar
hacia la avenida vecina a un descampado aún no protegido por un paredón
de ladrillos, sección nueva del cementerio de la Chacarita, fosas comunes,
para contemplar sobre la tierra removida los fogonazos intermitentes de una
luz más blanca que la de cualquier lámpara. Años más tarde, ya adulto, iba
a entender que los difuntos no abandonan, esperan impacientes a los que aún
están vivos y demoran en llegar a hacerles compañía. Esa luminosidad anun­
cia su vigilia y es también una señal que indica el camino a seguir.
La noche anterior había visto levantarse viento en la calle, uno de esos
breves vendavales de madrugada que en verano alivian el bochorno de un
día caluroso y en invierno cortan, filosos, la cara del transeúnte demorado.
En el aire flotaban papeles, diarios del día anterior, secuestros, sobornos,
promesas electorales, niños violados por los padres, mujeres quemadas vivas
por sus amantes: desechos caídos del camión recolector o escapados a los
126
la huida
tachos de basura. Buenos Aires dormía
indiferente a la descomposición, gradual,
tenaz, que lamía las innumerables fisuras
de su trama, insinuándose, incorporán­
dose sordamente en un organismo co­
rrompido.
El había atrapado al vuelo una hoja
impresa y limpió la salpicadura de sangre
que empezaba a secarse sobre la panta­
lla del teléfono. En invierno no empeza­
ría a clarear hasta dentro de unas horas.
El día lo esperaba con nuevos peligros.
Se había detenido un instante y respi­
ró hondo, con fruición. Le llegó un olor
acre y dulzón, podredumbre de frutas y
verduras, pensó, antes de reconocer su
origen: un hombre acurrucado ante una
puerta, dormido, la ropa adherida al cuer­
po por sudor y orina.
En ese momento se dio cuenta de que no sabía adónde ir. Siguió un
impulso postergado, se dijo que ya era hora de obedecerlo, y se dirigió a la
terminal de Retiro para tomar un ómnibus que lo llevase a Viedma, y de allí
otro a San Antonio Oeste si es que no había uno directo que le ahorrase el
cambio. Llegaría a la tarde del día que empezaba, cansado, sin equipaje, con
el dinero cosido al forro de la chaqueta demasiado liviana para la estación,
pero no podía volver a su casa a buscar otra.
Con los ojos cerrados, la cabeza apoyada contra la ventanilla, se dejó ir
a imaginar a la mujer que, aunque no dormía, no quiso atender sus llamados.
Estaba seguro de que sabía quién llamaba, ese hombre que todavía podía
oler en la almohada sobre la que ella daba vueltas, insomne, la cabeza. No
le habían molestado sus visitas erráticas, intempestivas, limitadas a un aco­
plamiento rápido, a unos gestos sucintos de ternura; era el silencio lo que la
hundía en una insatisfacción persistente.
No siempre había sido así. Supone que hubo un primer momento en
127
edgardo cozarinsky
que ella aceptó que no debía hacer preguntas, que no había una esposa
descuidada en el desconocido presente de ese hombre; eso lo intuía, y si de
algo se jactaba era de su instinto: hombres sucesivos, mentiras y promesas,
lo habían afinado. Pero algunas noches el sueño lo venció a su lado y ella le
escuchó murmurar frases cuyo sentido se le escapaba, unidas por el miedo, por
la necesidad de eludir un acecho, y si al despertar se atrevía a una pregunta
él reaccionaba con malhumor y varios días de ausencia. Hubo una mañana
–¿cuándo llegó él?, no recordaba– en que ella había decidido, si es que se
trataba de una decisión, acaso sólo fuera una forma del cansancio, no vol­
verlo a ver.
Un freno súbito, un cambio de velocidad, lo despertaron, si fuera posible
que hubiese dormido. Como tantas otras veces, sólo necesitaba cerrar los ojos
para que la culpa o el rencor empezasen a proyectar en el interior de los
párpados su propia imagen tal como otros lo veían, como él suponía, temía,
deseaba que lo vieran. Mantuvo abiertos los ojos todo el resto del viaje.
Faltaba poco para llegar a Maquinchao. Había empezado a nevar, la tie­
rra reflejaba y devolvía la luz de la luna, un resplandor metálico, espectral.
Ahora el ruido del motor se imponía con nitidez, cada vez más presente, en
medio de un silencioso desierto blanco que por contraste parecía denunciar
que un vehículo, un intruso se le atrevía. Tuvo una visión: a su paso desper­
taban rebaños fantasmales, callados, habían invernado en esos parajes cuan­
do los cruzaban tribus nómades y solo una toldería temporaria se animaba a
asentarse en tierra tan inhóspita,
En la estación no bajaron ni subieron pasajeros. Un empleado entregó
al conductor un sobre y recibió otro. El ómnibus no demoró su partida y muy
pronto dejó atrás la poca luz que había permitido leer en un cartel las letras
despintadas que componían el nombre de Maquinchao. Ninguna ventana
iluminada interrumpió la oscuridad. La noche se había cerrado.
En Ingeniero Jacobacci lo recibió un viento helado. La estación, menos
precaria que las anteriores, reunía un entrecruzamiento de vías que declara­
ban su condición pretérita, eje central de líneas ferroviarias, algunas todavía
en servicio; reconoció, entre otras, las de trocha angosta que habían unido el
pueblo con Esquel. Un empleado apenas despierto, el único en servicio, le
señaló a unos cien metros una ventana poco iluminada sobre la cual estaba
128
la huida
pintado “despacho de bebidas”; allí, dijo, podría desayunar. Con la cabeza
baja para eludir las ráfagas, se dirigió hacia esa promesa de abrigo y, aunque
al entrar lo rechazó el olor de la leche recalentada, imaginó capas de nata
amarillenta, se resignó a pedir un café, a esperar que el horno entregase las
primeras medialunas del día.
2
–Cada vez duermo menos. Y no sueño. Una bendición.
La voz era clara, la mirada firme. Las arrugas grabadas en la piel seca,
la barba rala, descuidada, lejos de avejentar el rostro acentuaban un carácter
fuerte anunciado por la voz y la mirada.
El visitante lo estudiaba. Reconocía al hombre visto por última vez más
de veinte años atrás; inevitablemente, como suele ocurrir en una confronta­
ción tardía, se preguntó cómo lo habrían cambiado a él los años.
Sabía que el viejo había adoptado un nombre que no era el que le había
conocido, y a ese nombre nuevo él enviaba algún dinero cuando los vaivenes
de sus finanzas lo permitían. Ahora, después de media hora caminando con­
tra el viento en un rincón de la Patagonia nunca antes visitado, había llegado
a un borde de la urbanización, el desierto visible detrás de las últimas casas,
y descubría dónde se había refugiado el viejo: paredes de cemento, pocos
muebles rescatados de algún éxodo local, una estufa carraspeante que com­
batía el frío en la habitación donde tomaban mate. Cada tanto interrumpían
el silencio con frases que no decían lo que hubiesen querido saber el uno
del otro.
–Podés pasar a Chile, no es difícil desde Bariloche, si lo que buscás es
borrarte...
¿Por qué suponía el viejo que estaba huyendo? ¿De qué imaginaba que
huía? Él no había pensado en huir, menos aún a otro país. Había llegado
para estar junto a su padre, al único que consideraba padre, del que rehu­
saba renegar, como intentaban persuadirlo. Era un impulso que no entendía
pero cuya fuerza necesitaba acatar. No se lo decía, no tenía ganas de contar
los meses de acoso, la exigencia de cumplir con un requisito legal: ese aná­
lisis de sangre que podría demostrar, le decían, que era hijo de una pareja
129
edgardo cozarinsky
sacrificada a ideales que le eran aje­
nos, que habían empuñado armas para
luchar por esos ideales y habían caído
víctimas de la represión que acabó con
esa lucha. Tenía miedo de pronunciar las
palabras que podían confirmarlo como
un réprobo, uno de los malditos, y al
mismo tiempo intuía que esa condición
era el lazo filial más fuerte que lo unía
al viejo, su padre no biológico, el que lo
había criado y le había enseñado a abrir­
se paso en una vida que muy temprano
sintió hostil.
Algo de todo eso intuía el viejo. Res­
petaba el silencio del que había sido su
hijo, el chico de meses del que se había
apropiado, según la palabra que con los
años se cargo de sentido delictivo, lejos
del gesto que en su momento había pa­
recido lógico, aun natural. También en­
tendía que ese territorio, encubierto durante décadas, más valía dejarlo tácito
en este reencuentro que podia ser el ultimo.
–No te vas a quedar con mate y galleta, tengo unos trozos de carne y en
el fondo hay un asador.
Acompañó al viejo, lo vio diestro para armar un fuego protegido del vien­
to por una mampara de chapa. El aire helado, filoso, anunciaba una nevada
próxima. Permanecieron junto a ese calor que no alcanzaba a desterrar el
frío, extendiendo cada tanto las manos hacia la parrilla, esquivando las chis­
pas que subían en el aire.
Tantos años más tarde, volvió a uno de los asados de domingo en una
quinta de Lomas de Zamora, él al lado del viejo que aun no lo era, observan­
do cómo les tomaba el tiempo a las achuras y a los distintos cortes para que
estuvieran a punto en el momento de empezar por el choripán y la morcilla,
a veces también unas mollejas, antes de pasar a la tira, a la entraña, al vacío.
130
la huida
Era otro olor entonces, la promesa de una serie de sabores; años más tarde,
buscaría el gusto de aquellos asados y nunca lo encontraría. Ahora, ante esos
trozos de carne seca que acaso no llegara a tiernizar un fuego lento, la presencia
a su lado del viejo le devolvió no sólo aquella ceremonia dominical, su par­
simonia indolente, también una edad clausurada que los años habían hecho
casi ajena, la de ese chico en quien le costaba reconocer su propio pasado.
Era mediodía pero en el cielo sólo había una luminosidad turbia, sin
sol. El viejo le dio unas mantas y le armó un catre en un cuarto donde se
acumulaban herramientas, leña y lo que parecían ser partes de un motor des­
armado. Mañana limpio todo esto, prometió, llevo todo a la cocina; la pieza
va quedar decente, pobre pero decente, añadió con un sonrisa, la primera
que él le veía desde su llegada.
El cansancio del viaje nocturno lo venció; lo que empezó como sies­
ta duró hasta que al despertar descubrió en lo alto innumerables estrellas
nunca vistas en el cielo nocturno de Buenos Aires, siempre ensuciado por la
electricidad. La noche de invierno, temprana, no le pareció más fría que el
día. Se quedó estudiando ese cielo desconocido, puntos luminosos fijos en
un firmamento negro; al rato de clavarles la mirada parecían palpitar leve­
mente. Se preguntó cuántos de ellos corresponderían a estrellas muertas que
sólo la ecuación entre distancia y velocidad de la luz permitía llegar hasta él.
Una sombra venía acercándose por la calle de tierra, única presencia
viva en ese suburbio oscuro. Sostenía con cuidado una olla cubierta por un
repasador.
–Su padre tiene para rato en el garage. Me dijo que había visitas, así
que le traigo algo que él no sabe preparar.
La mujer entró en la casa sin que él la precediera y se dirigió sin vacilar
al cobertizo que hacía las veces de cocina, paredes ennegrecidas por años de
humo de fogón. La siguió con la mirada: tendría unos 40 años, pechos gene­
rosos, muslos que acompañaban un andar cadencioso; observando sus gestos
seguros, su familiaridad con el espacio, se preguntó si esa mujer todavía
deseable se limitaba a cocinar para el viejo o si también le satisfacía algún
capricho.
–Le caliento la carbonada. Coma antes de que se enfríe –aconsejó–, su
padre dijo que no lo espere.
131
edgardo cozarinsky
Hizo un gesto hacia un rincón a sus espaldas.
–Ahí va a encontrar vino, en uno de esos cajones hay botellas.
Comió solo. La mujer no quiso demorarse.
Horas más tarde, envuelto en una de las mantas que el viejo le había
prestado, fumaba un cigarillo en el estrecho espacio de yuyos y pasto ralo, en
otra estación acaso un modesto jardín, que separaba la casa de la calle. Empe­
zó a preguntarse qué futuro, aun inmediato, podía esperar del impulso que
lo había llevado a ese rincón de la Patagonia, en qué podía convertirse el parco
reencuento con el viejo. El afecto latía púdico bajo el silencio, pero el tiempo,
la ausencia, las amenazas de una sociedad que se quiere de puros y justos
habían hecho de ellos individuos que difícilmente pudieran retomar la rela­
ción interrumpida.
¿Cómo lo veía el viejo? ¿Desconfiaba acaso de su lucidez? El consejo
de pasar a Chile daba a entender que lo suponía huyendo. ¿Entendía lo irra­
cional de su miedo? Menos el de cargar con una novela familiar que no le
interesaba que el de enfrentar a esa congregación de ancianas empolvadas
que lo amenazaban con un análisis de sangre… Y ahora, estas horas tardías
del viejo en un garage donde, le había contado, de vez en cuando le confiaban
alguna changa, tal vez sólo postergaran el regreso a casa, el intercambio de unas
palabras forazadas; sin duda había preferido quedarse comiendo y bebiendo,
compartiendo una locuacidad espontánea con los amigos que aliviaban la
desolación del lugar…
De pronto se vio con nitidez: había querido, sin atreverse a explorar los
motivos, volver a su padre. No se le había ocurrido que acaso a éste no le
interesase cargar con un hijo. Se sintió muy solo.
No tenía equipaje. Y el dinero que llevaba consigo no permitía la aven­
tura chilena. Más le hubiese valido quedarse lejos de este desierto helado,
del encuentro con un viejo que ya no podía ser el padre recordado. Una vez
más, no sabía adónde ir. Tal vez frente al mar, en San Antonio Oeste, donde el
viento frío llegaba cargado de sal, pudiese empezar algo, acaso una nueva vida.
Una sola certeza: entendió que se había equivocado. Lo único que bus­
caba estaba fuera de su alcance: su propia despreocupada, desprolija ado­
lescencia.
132
la huida
3
Días más tarde ganó treinta mil pesos en el casino de Las Grutas.
Había dejado Ingeniero Jacobacci sin despedirse, sólo unas líneas en
una hoja de papel de embalaje. Con un poco de suerte, el viejo las encontra­
ría al volver a su casa esa noche. Un ómnibus, tal vez el mismo que lo había
llevado allí, lo devolvió a San Antonio Oeste. Con el dinero que le quedaba
se compró ropa, la menos pobre que encontró en una tienda local, alquiló un
cuarto frente al puerto y tomó un taxi hacia Las Grutas.
Tiempo atrás había oído del balneario, el último de aguas templadas
camino al sur; ahora lo descubrió afeado por construcciones de cemento, por
un urbanismo rudimentario. En la base de los acantilados que bordean la playa
sin duda seguían estando las grutas que le dieron nombre, cavidades prehistó­
ricas excavadas en la roca, escondite de niños, albergue de amantes, pero la
promesa de un paisaje incontaminado, de una costa salvaje, ahora exigía dar
la espalda a toda edificación.
El casino le pareció una version reducida, sin grandes pretensiones, de
los que en décadas recientes habían prosperado en la capital y sus alrededo­
res; los jugadores, sin embargo, no correspondían a los que había visto en el
casino flotante ni en el Tigre: algunas fortunas regionales, relojes de marca
visibles en la muñeca, acudían en busca de un remedo de la animación y las
luces de garitos más prestigiosos; algunas aves de paso intentaban corregir
sus destinos. Un croupier, incómodo en su uniforme, lo escrutó con descon­
fianza cuando se acercó a la mesa y con hostilidad cuando, en unas pocas
jugadas, ganó treinta mil pesos.
A la mañana siguiente, en San Antonio Oeste, fue el primer cliente que
arrancó de su letargo al empleado del Banco Patagonia para hacer un giro por
cinco mil pesos al nombre ahora usado por el que había sido su padre. Volvió
al casino esa noche pero prefirió no jugar. Se quedó en el bar estudiando caras
y ropas, mirada de asaltante o de novelista que deduce personajes en tran­
seúntes anónimos, tratando de imaginar de dónde vienen, en qué se ocupa
esa gente; le parecieron, todos, vecinos de la región. La ausencia invernal
de turistas lo hizo interesarse en la excepción, una mujer que hablaba con el
barman en un castellano de acento inubicable: unos sesenta años, bien con­
133
edgardo cozarinsky
servada, vestida y maquillada con esmero y sin afectación. Intercambiaron
sonrisas.
–How’s your luck? –fue ella la que inició el diálogo, dando por sentado
que podían entenderse en inglés.
Él informó que esa noche no jugaba y la invitó a un segundo trago. El
contacto prosiguió con soltura, sin apuro ni vacilación. Britta, danesa, viuda
reciente, sin temor al invierno patagónico ni pena por sacrificar el verano eu­
ropeo, se había arriesgado a visitar parientes en una de las colonias danesas
a orillas del Nahuel Huapi, a explorar territorio desconocido. Volvía a Buenos
Aires, al avión que la llevaría de vuelta a Copenhague, haciendo etapas a lo
largo de la costa atlántica. Se alojaba en el hotel anexo al casino.
Una hora más tarde, en su habitación, con más dedicación que entu­
siasmo, cumplieron cada uno lo que esperaba del otro. Ella se durmió casi
inmediatamente. Él se vistió y, al ver sobre la mesa de luz una cartera abier­
ta, y asomando de ella dos billetes de cien dólares, decidió que habían sido
ofrecidos con delicadeza.
El taxi en que volvió a San Antonio Oeste avanzaba penosamente contra
el viento. Es raro, comentó el chofer, agosto no es temporada de vendavales,
los vientos fuertes llegan en noviembre. Pero él ya era indiferente al tiempo, al
paisaje, aun a los días pasados en busca de un padre que ahora había decidido
olvidar. El largo insomnio del regreso en ómnibus, las cuarenta y ocho horas
junto al Atlántico habían hecho de él, se le ocurrió, un personaje de ficción,
aventurero instalado frente a un puerto casi extinto, ganador en la ruleta, fugaz
amante rentado de una europea. Se aferró a esta nueva identidad para can­
celar todas las anteriores. No se le ocultaba lo banal de los episodios vividos,
tan lejos de sus lecturas de adolescente, de mares fosforescentes, del Nauti­
lus, del capitán Nemo. Pero había sido la única aventura a su alcance. Aquí,
pensó, el pasado no llegaría a alcanzarlo. Tal vez, con un poco de esfuerzo y
otro poco de suerte, podría conjurar los miedos, hallar el modo de quedarse
en ese puerto sin misterio, de no volver nunca a Buenos Aires, de no ser el
que había sido.
4
–El mar no sólo es enemigo del hombre ajeno a él, también le es hostil a sus
134
la huida
propias criaturas –el japonés hablaba sin
énfasis–. Es capaz de arrojar a las balle­nas
más poderosas contra las rocas y abando­
narlas allí, junto a los restos de un nau­
fragio.
Hizo una pausa antes de añadir:
–El océano es ingobernable y cubre
el planeta.
El japonés observó al desconocido que
lo había escuchado en silencio. No esperó
un comentario. Lo había visto por primera
vez el día anterior y lo reconoció inme­
diatamente como alguien con historia, no
sólo porque un forastero que alquila un
cuarto cerca del puerto no es un turista ni
un viajante de comercio ni cualquiera de
los roles asignados en la vida práctica, trans­
parente del lugar. Él mismo había sido un
desplazado y, con los años, lo habían aceptado como un personaje. No se
pedía mucho en San Antonio Oeste para hacer un personaje de alguien sin
una razón evidente para quedarse allí.
–Piense en el canibalismo del mar, todas esas criaturas que se devoran
entre sí en una guerra eterna desde el principio del mundo.
El japonés sonreía mientras describía la displicente crueldad de la na­
turaleza. Al desconocido que lo escuchaba se le ocurrió que la tierra firme
donde es necesario sobrevivir no conoce otra realidad.
El recién llegado pidió otra vuelta de cerveza; eran las once de la ma­
ñana, demasiado temprano en el día como para abordar alcoholes más serios.
Poco comunicativo, sin embargo había percibido una afinidad posible con el
japonés cuando lo cruzó en la calle dos veces en pocas horas, le había des­
pertado simpatía una presencia francamente extranjera, que difícilmente pa­
sase inadvertida en una ciudad poco visitada. Ahora habían coincidido en un
bar desierto antes de mediodía –al final de la tarde, lo había observado el día
anterior, se llenaba de pescadores– y la conversación surgió con naturalidad.
135
edgardo cozarinsky
El japonés había llegado al país detenido por una lancha patrullera de
la Prefectura Naval, uno de los trescientos tripulantes del barco pesquero,
bandera japonesa, que había cargado dos toneladas de calamares en aguas
territoriales argentinas. Fue el único que eligió no ser repatriado. Le anularon
el arresto temporario y le dieron un documento que, propusieron, le permi­
tiría trabajar en Comodoro Rivadavia, mano de obra en la petrolera estatal;
pero el japonés sabía que lo suyo no era la tierra sino el mar. De Rawson a
Puerto Madryn fue subiendo hasta recalar finalmente en el norte de la Pata­
gonia, en ese puerto confinado a la pesca, ya que las naves de gran calado,
visibles en la distancia, sólo pueden amarrar en las aguas profundas del otro
extremo de la bahía, en San Antonio Este. Ya no navegaba, trabajaba en el
acondicionamiento y embalaje para las compañías exportadoras de mariscos.
El desconocido escuchó este resumen de veinte años vividos en el país
sin sentirse obligado a revelar nada de su pasado. Hay silencios, sabía, que
sellan una comunión entre personas dotadas de habla. Se le ocurrió que tam­
bién él podía buscar trabajo con uno de los exportadores mencionados por el
japonés, pero instintivamente rechazó cualquier plan que lo atase para el fu­
turo. El dinero ganado en el casino se iría agotando gradualmente y en algún
momento de ese descenso surgiría, o buscaría, una forma de obtener algo
más, pondría fin a esta entrega inerte, sonámbula, al encadenamiento de días
vacíos. Confiaba en ello sin inquietarse.
Por la ventana del bar observó las huellas del viento salado, óxido en
las construcciones de chapa, revoque gastado y pintura descascarada en las
paredes de los edificios cercanos al mar; más lejos, los barcos entregados al
desguace lucían todos los matices rojizos de la herrumbre. La corrupción
que el mar traía a sus orillas, tan distinta de la basura que había invadido
Buenos Aires, no disminuía en su imaginación el esplendor sin límites ni
tiempo que en los libros le había prometido la alta mar. El japonés le habla­
ba del mar como enemigo. Él lo sentía como una mujer deseada y peligrosa:
podía transfigurarlo o ahogarlo.
Días más tarde invitó al japonés al restaurant donde había probado los
pulpos diminutos que, se había jactado el dueño, sólo allí se encontraban.
Bebieron vino blanco y se demoraron fumando con la segunda botella; como
a viejos conocidos, el dueño no los invitó a irse cuando apagó las luces y sólo
136
la huida
dejó encendido un papadeante tubo de neón sobre el bar. Les pidió que lo
llamaran a su vivienda, en el piso superior, cuando llegase el momento de
cerrar.
Tal vez llevado por la penumbra, por la hora o el llamado siempre cer­
cano del mar, el japonés habló por primera vez de su infancia. De su infancia
y de la muerte. Contó que en su pueblo, cercano a la playa de Chiba, cuando
llega el solsticio de verano, se celebra la ceremonia de Obon. Los pescado­
res limpian la playa, la vacían de todo desecho la noche anterior para que
los niños caven hoyos en la arena y allí duerman de cara al mar, atentos al
amanecer. Cuando aparece el sol los muertos salen del mar. Los niños no
pueden verlos, los muertos los ven aunque para los vivos ellos son invisibles,
y los niños deben guiarlos hacia los que fueron sus hogares. Durante tres días
habrá música, canto, comida y bebida; la familia estará en compañía de sus
muertos, aunque no puedan verlos, y todos juntos festejarán el reencuentro.
Y el mar cubrirá la playa, llenará los hoyos vacíos.
¿Qué edad podía tener el japonés? En ese rostro enjuto, de piel terrosa
pegada a los huesos, los surcos que en otras caras delatarían la edad podían
haber sido precoces. El hombre que lo escucha lo siente mayor que él, intuye
que ha vivido más que él, que ha visto cosas y sobrevivido a peligros que a
él le gustaría haber conocido. Y piensa en otros muertos, para él también in­
visibles, esos padres que no conoció y ahora buscan endilgarle, mártires que
no quiere conocer. Ya no es un niño, pero se le ocurre que los bienpensantes
quieren que él, como los chicos de la ceremonia contada por el japonés, conduz­
ca los fantasmas de esos padres al que había sido su hogar perdido, del que
habían sido arrancados a los golpes en medio de la noche antes de ser tor­
turados y matados. Pero esa historia él no la quiere para sí, que la celebren
los otros, los virtuosos. Hace mucho que él ha elegido el lado de la sombra.
Más allá del relato, en el silencio compartido encuentra lo que buscaba
en compañía del viejo, el padre elegido que poco a poco, en este puerto que
mira al océano y da la espalda al desierto, empieza a alejarse de sus pensa­
mientos.
Salieron a la calle vacía. La lámpara colgada entre dos postes oscilaba
en el viento y su vaivén descubría perfiles inesperados, revelaba un aspecto
invisible de día en los depósitos cerrados, las vías abandonadas, las matas
137
edgardo cozarinsky
crecidas entre los rieles. El paisaje cotidiano se volvía espectral en la luz
de mercurio, demasiado blanca en medio de la noche cerrada. Ellos, únicos
noctámbulos, avanzaban silenciosos, callando una misma sospecha: la de ser
fantasmas que nadie espera, que ninguna ceremonia convoca.
5
Encontró trabajo donde no lo esperaba: en el casino de Las Grutas, agente de
seguridad no armado, atento a la conducta de los visitantes, señoras mayores
que desvían fichas ajenas en las mesas de ruleta, bebedores que intentan
alejarse del bar sin haber pagado. Todo un enjambre de conductas que en
dos horas escasas de instrucción fue adiestrado para enfrentar con una mezcla
inexpugnable de amabilidad y firmeza, situaciones que tal vez en verano pu­
dieran surgir pero que en un frío, ventoso agosto, no vinieron a su encuentro.
En un traje oscuro y una camisa blanca, prendas ajenas a sus hábitos
–el precio le sería descontado de futuros sueldos–, recorría entre las seis de
la tarde y una hora variable después de medianoche las salas de juego. Una
iluminación estridente revelaba sin prudencia la baratura de una decoración
inspirada en alguna película de los años noventa. Ninguna europea madura
lo distrajo de esas rondas.
Empezó a sentirse cómodo en su nueva identidad. La había ido adop­
tando insensiblemente desde la llegada a San Antonio Oeste, y aunque en
su mente Buenos Aires e Ingeniero Jacobacci no estaban borrados se habían
alejado hasta perder urgencia y peligro. Una vez más era el espectador de
su vida como podía serlo de una serie de televisión, episodios que acatan la
exigencia de renovar la trama con desarrollos imprevistos. Libros y películas
habían colonizado su imaginación desde la infancia, le habían trazado el mapa
de una vida que la llamada real sólo iba a traicionar; para defenderse de
esa promesa incumplida, aprendió a avanzar disfrazando la inseguridad con
gestos agresivos, preservándose de las trampas con que amenaza el afecto.
La amistad del japonés se convirtió muy pronto en el ancla de su nueva
existencia. Decidió no mudarse a Las Grutas y conservar su precario aloja­
miento en el puerto de San Antonio Oeste. Prefería subir todas las tardes al
tambaleante, carraspeante colectivo de la línea costera que hacía los quince
138
la huida
kilometros entre vivienda y trabajo, separar con una distancia aun corta dos
aspectos de su existencia. Muy pronto empezó a invitar al japonés a tomar un
trago en el bar del casino. La visita le permitía conversar en las pausas del
trabajo con un interlocutor menos básico que su único colega o el barman.
El japonés había estado en Murmansk. Él nunca había oído ese nom­
bre, tampoco el del mar de Barents. Se enteró de que era una ciudad rusa,
un puerto al norte del Círculo Polar Ártico. Cuando le preguntó si barcos
pesqueros japoneses se arriesgaban tan lejos, el japonés sonrió y movió las
manos en un gesto que podía querer decir cualquier cosa. O nada.
–Si llegan al Atlántico Sur por qué no al Ártico…
En Murmansk el invierno es largo: durante meses no alivia la oscuri­
dad, apenas cede a una débil claridad pocas horas del día. El japonés se reía
al recordar esas penurias. Contó una humorada local: en una novela policial
cuya intriga ocurre en Murmansk, el comisario que interroga al sospechoso
le pregunta qué hizo en la noche del 3 de diciembre al 11 de enero.
–Ciudad brava, Murmansk. Llegaron chinos hace cien años, mucho jue­
go, mucho contrabando.
El pasado del japonés –al escucharlo se afirmaba la certeza– era terri­
torio incógnito. Antes de su arresto por la Prefectura Naval argentina, des­
pués de esa infancia de ritos celebrados en una playa de su pueblo natal, se
extendía una posible novela. ¿Qué edad podía tener? Acaso la de su padre,
el padre elegido, buscado y abandonado en el otro extremo del desierto, lejos
del mar.
De esa novela, y del papel que Murmansk había tenido en ella, se iba a
enterar semanas más tarde, cuando un desconocido se presentó en el casino
poco antes de medianoche y pidió hablar con él, un individuo que parecía
incómodo: como mucha gente insegura de su posición ante la ley, se expresaba
en un vocabulario casi administrativo. Era el dueño de un sauna, registrado
como salón de masajes y spa, que el japonés –se enteró en ese momento– fre­
cuentaba. Su amigo había sufrido un paro cardíaco; en su ropa encontraron,
garabateado en un papel, un único nombre que supusieron el de la persona
a quien llamar en caso de accidente, y dos direcciones: una en San Antonio
Oeste, otra el casino de Las Grutas.
Su primera reacción fue algo parecido a una emoción, la de enterarse de
139
edgardo cozarinsky
la confianza depositada en él, la única
persona cuyas señas había guardado
un conocido reciente, que sin embargo
había llegado a sentir más cercano que
casi todos los de un pasado que quería
dejar atrás. Luego, una pena débil, di­
fusa. Hacía mucho que había acepta­
do el acecho constante de la muerte y
recibía cada comprobación sin miedo,
con cierta oscura satisfacción resig­
nada.
El cuerpo había sido trasladado a
un compartimento desocupado. A na­
die se le había ocurrido prever el rigor
mortis y atar un pañuelo para sostener
la mandíbula: la boca había quedado
entreabierta tal vez en busca de aire,
acaso sonriendo. El dueño del esta­
blecimiento le explicó que de él sólo
esperaban que reconociese la identi­
dad del accidentado; ya se había comunicado con el comisario de turno: tenía
la promesa de que evitarían problemas. La ambulancia del hospital local
debía llegar en cualquier momento.
En otro compartimento encontró a la chica a quien el japonés había de­
dicado su último aliento. La primera impresión fue la de una adolescente
precozmente envejecida, mejillas hundidas, pelo descolorido, sin vida, que
alguna vez había sido rubio. Estaba sentada en el borde de la camilla de ser­
vicio, la mirada perdida más allá del tabique que tenía ante los ojos, tal vez
hundida en su memoria. Se había cubierto con una bata entreabierta que no
ocultaba la cicatriz larga, rugosa que le surcaba el pecho; él no pudo evitar
preguntarse si al tacto esa costra oscura sería áspera en medio de una piel
que adivinaba suave. Intercambiaron en silencio una mirada larga.
El dueño iba a confiarle una parte de su historia: la chica era rusa, el
japonés la había traído e instalado allí como en una pensión, pagaba alo­
140
la huida
jamiento y comida con la condición de que quedase reservada para él. Se
había asegurado que esta última exigencia fuera respetada declarando, sin
mayores precisiones, que la chica y él estaban “enfermos”, que para no tener
problemas con Sanidad convenía que ningún otro cliente la tocase.
–¿Qué va a ser de ella ahora? Habla muy mal castellano…
Volvió a mirarla, ahora con una curiosidad distinta. Obedeció a un im­
pulso: le pidió al dueño que la guardase un tiempo. Él pagaría, como el japo­
nés, lo necesario para su mantenimiento. Con una diferencia: no la tocaría.
6
Días más tarde debió decidir si la dejaba recluida en uno de los cubículos
del sauna o si la llevaba con él a San Antonio Oeste. No se le ocultaban las
complicaciones que traería este segundo plan, pero una oscura lealtad hacia
el japonés se le imponía, más fuerte que toda sensatez. Se sentía heredero de
un tácito mandato: él, que no tenía hijos ni había querido hacerlos, reconocía
y aceptaba mansamente un imprevisto sentimiento paternal hacia esa cria­
tura frágil, inerme, que expresaba su gratitud con palabras incorrectas en un
acento difícil de penetrar. Entendió que se llamaba Aniushka.
La instaló en el cuarto que alquilaba frente al puerto. Transformó en cama,
cubriéndolo con mantas y almohadones, un diván desvencijado. Aniushka se
sentía demasiado débil como para desafiar dos pisos de escalera y a él no le
molestó prepararle la taza de leche y los cereales con fruta aconsejados por el
médico al que la había confiado el japonés. Había recetado, sin mucha con­
fianza, medicamentos sin duda eficaces de haber atacado la enfermedad en
un estado anterior.
Fue ese médico, más que las palabras poco frecuentes, imprecisas, de
Aniushka, quien le permitió completar una historia de la que el dueño del
sauna sólo había podido trasmitir un episodio tardío. Durante una escala en
Murmansk, el japonés la había rescatado de un bar de hotel donde ejercía
como lo que el establecimiento denominaba welcome girl, la había embarca­
do como polizón en su pesquero, le había comprado documentos de verosi­
militud dudosa, sólo aceptados por una inspección sumaria en el puerto de
Comodoro Rivadavia. Murmansk, el japonés había contado, estaba converti­
141
edgardo cozarinsky
da en una base de emigración ilegal desde el fin de la Unión Soviética. Mu­
cha gente sin documentos válidos ni visas intentaba cruzar la estrecha franja
de frontera con Noruega en los pocos meses en que el hielo desbloquea
los pasos. El tráfico marítimo, por otra parte, nunca había sido el único en
prosperar en ese puerto extremo del Ártico: las drogas y el mercado de divisas
habían creado una animación comparable, en los intersticios de la adminis­
tración soviética, con la “quimera del oro” en el oeste norteamericano. La
ciudad más septentrional de Rusia, con las temperaturas más severas, ahora
también ocupaba otro primer lugar en las estadísticas: contaba con la más
alta proporción de portadores de sida.
Estas informaciones repercutían en su mente cada vez que contemplaba
dormir a Aniushka. Ese cuerpo gastado por la enfermedad le había parecido
el de una adolescente cuando la vio por primera vez, envuelta en una bata,
sentada en el borde de una camilla del sauna. Ahora no podía ignorar los
pechos flácidos, vacíos, ni los huesos apenas cubiertos por la piel ajada de
brazos y hombros, tampoco algunas manchas, lunares irregulares a los que
el médico había dado un nombre. Y sin embargo esta imagen que excluía
la posibilidad del deseo alimentaba la ternura, despertaba el afán protector.
¿Qué había esperado esa criatura al dejarse llevar a otro extremo del mundo
por un hombre con quien no podía intercambiar palabra? Acaso no había
esperado nada, sólo se había entregado a una nueva peripecia de una vida
que no había conocido más que entregas sucesivas, destinos desconocidos.
Un día, ya llegada la primavera, Aniushka le pidió que la llevase a la
playa. La había entrevisto desde lo alto del acantilado, en Las Grutas, pero
nunca se había animado a bajar hasta la orilla del mar. Él no se atrevió a
decirle que, en su estado, no podría resistir el viento frío que todo el año cas­
tiga la costa. Por toda respuesta, sonrió. Al día siguiente partieron en un taxi.
Cubierta con varias prendas de lana y envuelta en una manta, él la había
llevado en brazos, la había depositado cuidadosamente en el asiento trasero.
Una sonrisa que él no le conocía la iluminó cuando estuvo frente al
mar. Sentados en la arena, la abrazó para trasmitirle un poco de calor. Ella,
sin una palabra, apoyó la cabeza en su hombro. Él dejó pasar el tiempo sin
contar los minutos, que muy pronto se hicieron una hora, hasta que la sintió
dormida.
142
la huida
En ese momento se le ocurrió que
podía quebrar fácilmente esos huesos
débiles, interrumpir una respiración
casi inaudible haciendo más fuerte el
abrazo, besando a Aniushka hasta que
la boca siempre entreabierta ya no pu­
diese recibir más aire. Podía abreviar
una agonía que temía interminable. Por
primera vez se vio ya no vapuleado
por circunstancias no buscadas sino
capaz de decidir no sólo sobre la vida
de alguien, también, si elegía convertir­
se en asesino, sobre su propio destino.
Pasaron por su pensamiento imágenes
sin orden, atropelladas, de lo que ha­
bía sido su huida, una huida que había
empezado mucho antes del acoso de
los bienpensantes, del encuentro con
el padre elegido que ya no era el re­
cordado, de su refugio sin futuro en
un puerto y un casino que muy pronto
habían agotado sus promesas. Ahora podía detener esa huida.
Ante sus ojos se descargaba regularmente un oleaje hosco, color acero.
Aceptó que ningún futuro a su alcance lo retenía en una existencia sin luz.
Nunca vería en medio de la noche el mar fosforescente con que había soñado.
Con mucha delicadeza, sin despertarla, entreabrió las capas de ropa que
abrigaban a Aniushka hasta llegar a su sexo. Tuvo que masturbarse para lo­
grar la erección y, cuando la penetró y ella suspiró roncamente sin abrir los
ojos, tuvo la impresión de que exhalaba un último aliento. Cerró también él
los ojos. Se preguntó por el tiempo necesario para que el contagio le llegara,
para empezar ya no otra huida sino una lenta despedida.
143
Macedonio Fernández
y la literatura quirúrgica
G abriel M artínez B ucio
Vivo mi día delante del lector
Macedonio Fernández
i . ficción a la manera de rembrandt
A mediados del siglo xvii la cofradía de cirujanos de Amsterdam sólo rea­
lizaba una disección anatómica pública al año. Normalmente se llevaban
a cabo en invierno, para mejor conservación del cuerpo, que debía ser de
un criminal ejecutado. Recordemos que la iglesia católica no permitió la
disección de cadáveres humanos con fines científicos sino hasta 1560. Así
que los procedimientos eran poco frecuentes, novedosos y espectaculares, a
grado tal que se convertían en acontecimientos sociales de la época. De esta
manera, Rembrandt retrata La lección de anatomía del doctor Tulp (1632).
En ella encontramos al famoso médico Nicolaes Tulp enseñando la muscu­
latura del brazo a siete cirujanos que observan con atención.1 Después de
haber efectuado un corte longitudinal anterior del brazo izquierdo, el doctor
sostiene con sus pinzas, músculos y nervios, mientras parece decir: “Así es
cómo se hace una disección”. Lo curioso de la pintura es que el doctor está
explicando (qué fea palabra) al mismo tiempo que lleva a cabo la disección.
Debo pecar de justo e incluir el nombre del cadáver: Aris Kindt, un criminal de 41
años, ahorcado ese mismo día por robo a mano armada. Recuérdelo lector, porque este
muerto tendrá la mala costumbre de aparecer constantemente a lo largo del ensayo.
1
144
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
Rembrandt no retrató a Tulp dando una conferencia después de la autopsia,
sino que lo plasmó en el acto de ejecutar su obra. Mientras el cirujano exhibe
el radio del cadáver, comenta lo que encuentra en ese preciso momento. Es
decir, durante la creación (la clase de anatomía) expone su procedimiento.
Ahora bien, en este segundo párrafo debería condensar tres siglos de
interés –tanto médico como artístico– por las disecciones humanas con el ob­
jetivo de suavizar la entrada del tema principal. Sin embargo, en estos días,
¿el exceso de cortesía con el lector no está cayendo en el esbozo de una bo­
fetada? Hasta este momento, la Brusquedad Ensayística puede considerarse
un potencial género a desarrollar, completamente libre de tintas humanas.
Por lo tanto, a falta de unos cuántos renglones introductorios que enlistaran
tediosos nombres italianos como Verrochio, Mantegna o Marcoantonio della
Torre, usted deberá olvidar por completo esta digresión y hacer un esfuerzo
de lector salteado, conectando el primer párrafo con el tercero, que ya co­
mienza y dice así:
En efecto, tanto Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fer­
nández, como Cómo se hace una novela, de don Miguel de Unamuno, sufren
una suerte similar.2 Sin embargo, primero debemos elaborar una digresión
para hacerle espacio a un maravilloso hecho de azar concurrente. Como es
bien sabido, las obras respectivas del vasco y del argentino fueron escritas,
re-escritas y vueltas a escribir a lo largo de sus vidas. Lo interesante es que
la pintura que elegí como elegante preámbulo también fue restaurada en
diversas ocasiones y, en vida de Rembrandt, padeció varias alteraciones que
pueden observarse en estudios por rayos X.3
Cuando me di cuenta que el tema principal de mi texto era Macedonio, ya era de­
masiado tarde para sacar a Unamuno, quien había soportado con dignidad un segundo
plano durante varias páginas. Así que, en lugar de reducir mis tardes a una monotonía de
“cortar y pegar” y restringir la vida de los plurales a simples singulares, aproveché la
sospechosa y precisa similitud entre la anatomía físico-libresca de Macedonio Fernán­
dez y don Quijote, para hacerle un digno homenaje a Unamuno, convirtiéndolo en un
personaje que le hubiera causado mucha gracia a no ser por su sentimiento trágico de
la vida. Señoras y señores, esta noche, Unamuno interpretará el papel de Sancho Panza
del héroe de nuestro ensayo.
3
Disculpen la irrupción de este tosco y simple pie de página, pero estos encantado­
res hallazgos son los guiños que nos impulsan la pasión por la literatura. Continuemos.
2
145
gabriel martínez bucio
Como dije anteriormente, es lla­
mativo que los dos libros tengan simi­
litudes que van más allá del contenido
de la historia (o la “no-historia”) que
cuentan. Permítame el lector cerrar
las introducciones en esta tercera pá­
gina y arrancar de lleno con mi estu­
dio. Examinemos con lupa cómo fue
el proceso de escritura de cada uno
de ellos. Empecemos con Cómo se
hace una novela.
En diciembre de 1924, Unamuno
emprende la redacción del original
en una solitaria buhardilla de París.
Termina a mediados de 1925 y lo en­
trega al editor Jean Cassou, que lo
traduce al francés y lo publica el 15
de mayo de 1926 en la revista Mercure de France. El escritor vasco,
obligado por la terrible censura que
se vivía en España, quería que se publicara primero en Francia. Recordemos
la condición de exilado de Unamuno debido a la dictadura militar de Primo
de Rivera (1923-1930). Es así como la obra aparece en francés y con un “Re­
trato de Unamuno” redactado por Cassou. En 1927, don Miguel se traslada
a Hendaya, donde escribe la versión completa de Cómo se hace una novela.
Sin embargo, había un problema: el escrito original se había perdido. Por lo
tanto, retraduce su texto del francés y lo amplía con una serie de añadidos:
en primera instancia, compone un “Prólogo”, incorpora un “Comentario” al
retrato de Cassou, agrega entre corchetes numerosas aclaraciones (dentro del
texto y no como pies de página) y, finalmente, integra una “Continuación”.
Este trabajo de re-escritura de la traducción del original se publica como
libro en la editorial Alba, de Buenos Aires, en 1927. Así que tenemos tres
momentos: la escritura del autor (1924), la traducción al francés del editor
(1925) y la re-traducción al español, nuevamente por parte del escritor (1927).
146
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
Ahora bien, si quieres hacer reír a Macedonio, cuéntale tus planes. Museo de la Novela de la Eterna fue escrita, re-escrita, borrada, tachoneada, es­
crita nuevamente, corregida, desvanecida, decolorada, decodificada, de-es­
crita, no durante tres años, sino a lo largo y ancho de la vida del argentino.4
Así esta novela “empezada a los treinta años, continuada a los cincuenta y
a los setenta y tres, tiene finalmente lo supremo: un sujeto de Buen Gusto
como autor tercero y corregido resultante de los tres”. 5
Unamuno y Macedonio vivieron para contar o, mejor dicho, contaron para
vivir. Porque “contar la vida, ¿no es acaso un modo, y tal vez el más profun­
do, de vivirla?”6 Tanto se tardaron en escribir sus libros que sus vidas entra­
ron en sus obras como gestos autobiográficos. Hay que rememorar la singular
circunstancia de que ambos hayan sido exiliados, y lo que esta condición les
permitió escribir: Macedonio –a su manera–, después de haber perdido a su
mujer en 1920, deja a sus hijos al cuidado de familiares, abandona la profe­
sión de abogado y decide vivir en pensiones, aquí y allá. De Unamuno basta
mencionar la dictadura de Primo de Rivera.
El título Cómo se hace una novela no es banal. No es “Cómo se hizo una
novela” o “Cómo hice una novela”. “Hace” es la palabra clave aquí. El verbo
“hacer” se encuentra en presente del indicativo, un tiempo verbal que expre­
sa acciones que tienen lugar en el momento en que se habla. Los dos autores
mientras viven-escriben o mientras escriben-viven o todas las variaciones
posibles. Pero no escriben sobre cualquier cosa, sino sobre sí mismos, sobre
el proceso y momento de su creación: se están escribiendo como si dijera se
están dibujando. Algo así como las manos escherianas. Pero quedémonos con
nuestro pintor Rembrandt y propongamos algo: tanto Macedonio como Una­
muno son el doctor Tulp que, simultáneamente al hecho de la incisión en el
brazo del cadáver (momento de creación material, escritura), expone lo que
4
Y si nos atrevemos a evocar la sentencia de Heráclito: “Ningún hombre puede ba­
ñarse dos veces en el mismo río”, imaginen cuántos Macedonios tenemos en la obra.
5
Macedonio Fernández, Museo de la Novela de la Eterna, Corregidor, Buenos Aires,
2010, p. 23. En adelante, y para evitar un innecesario desfile de ibidems, aparecerá en el
cuerpo del texto como “mne”.
6
Miguel de Unamuno, Cómo se hace una novela, Cátedra, Madrid, 2009, p. 187. Siendo
congruente con la advertencia anterior, en adelante, en el cuerpo del texto como “chn”.
147
gabriel martínez bucio
está encontrando y haciendo (reflexión de la auto-escritura, los músculos, los
nervios de la obra).7
Al igual que el médico flamenco, el escritor vasco y el argentino, ni
siquiera se molestan por ocultar su técnica, sino que viven su día “delante
del lector” (mne, p. 56), frente al público que ha asistido para observar la di­
sección del cadáver, símbolo de su obra y de su propio ser. Es decir, también
Macedonio y Unamuno son Aris Kindt, pues: “la palpitación de las entrañas
del organismo vivo de la novela son las entrañas mismas del novelista, del
autor” (chn, p. 185). La disección la están realizando tanto a la obra como a
ellos mismos. Por esa razón descubrimos rasgos autobiográficos reflejados en
el texto: la estancia de Unamuno en Hendaya y Fuerteventura, y las ansias
de Macedonio por tratar de resucitar, aunque sea en el universo literario,
a Elena Bella, su difunta esposa. Tanto el escritor argentino como el vasco
son una especie de Miguel Ángel, quien dejó pintado su autorretrato en la
piel despellejada que sostiene desde una nube san Bartolomé en El Juicio
Final (1541). Se desnudaron tanto que se despojaron de su traje adánico para
enseñar su metafísica.
Es singular que la autopsia de La lección de anatomía del doctor Tulp
sea a un cadáver que fue muerto ese mismo día, del cual –sus células aún
viven– sus “entrañas están palpitantes de vida, calientes de sangre” (chn, p.
185). La disección no es a un paraguas y una máquina de coser –que tienen
fórmulas mecánicas preestablecidas para lograr lo fantástico–,8 pues si les
hicieran un corte transversal, encontraríamos pedazos de cables, ruedas, en­
granajes, rochetes, manecillas, ejes, partes de un reloj:
Todo novelista, con motivo de una novela suya, podría escribir otro libro –novela
Otra propuesta sería decir que Unamuno y Macedonio no son el doctor Tulp, sino
Rembrandt. Y que Tulp es el narrador construido tanto por el vasco como por el argen­
tino. Sin embargo, esto es meternos en puesta en abismo sobre abismo, y no estoy de
ánimo. Además, sería una descortesía para el doctor Tulp, quien hasta ahora nos ha
ayudado bastante.
8
Referencia al ataque que hizo Carpentier a André Breton y su grupo surrealista en
el “Prólogo” de El reino de este mundo, Siglo xxi Editores, México, 2004, pp. 12-18. Allí,
al mismo tiempo, se está homenajeando a Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréa­
mont.
7
148
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
veraz, auténtica– para dar a conocer el mecanismo de su ficción (…). Sin embar­
go, los novelistas que ahora hacen libros para explicar el mecanismo de su nove­
la, para hacer ver cómo ellos proceden al escribir, lo que hacen, sencillamente,
es levantar la tapa del reló (…). Una ficción de mecanismo, mecánica, no es ni
puede ser novela. Una novela, para ser viva, para ser vida, tiene que ser, como la
vida misma, organismo y no mecanismo. El novelista que cuenta cómo se hace
una novela cuenta cómo se hace un novelista, o sea cómo se hace un hombre. Y
muestra sus entrañas humanas, eternas e universales, sin tener que levantar tapa
alguna de reló (chn, p. 184).
Entonces, obra y autor están ligados. Ficción y realidad están enlaza­
das. Teoría y creación se abrazan. Todas las dicotomías leer/escribir, ser/noser, son una constante en don Miguel y Macedonio. De esta manera, Cómo se
hace una novela y Museo de la Novela de la Eterna mantienen un continuo
latido que no les permite terminar. Porque ¿dónde concluye la vida o dónde
acaba la obra? ¿Con la muerte de la obra o con la muerte del autor?: “¿Ter­
minado? ¡Qué pronto escribí eso! ¿Es que se puede terminar algo, aunque
sólo sea una novela, de cómo se hace una novela?” (chn, p. 183).
De igual forma, podríamos aplicar estos principios a la inversa, a la
cuestión del comenzar. Pensemos en los 57 prólogos que componen Museo de
la Novela de la Eterna. ¿Cuándo empieza la vida y cuándo la obra?: “Éstos
¿fueron los prólogos? Y ésta ¿será novela?” (mne, p. 135). En pocas palabras:
¡la vida es la novela misma! O, entrando en el juego de Unamonio: ¡la novela
es la vida misma! Y las entrañas, los organismos, las venas, las costillas, los
huesos, el esqueleto, es decir, las palabras, las letras, los personajes, el autor
y el lector, construyen la obra. Es por eso que la obra no puede finalizar, por
la misma razón que encontramos un “intento de sedación de una herida que
se tiene en cuenta”, un “lunes 4”, una “continuación”, “un martes 5”, “un
jueves 7”, un martes 15 de octubre de 1928, un lunes 4 de febrero de 1955, un
16 de diciembre del 2015, un “no sé qué que queda balbuciendo”9 por toda
la eternidad.
Ahora bien, las dos novelas han sido desgarradas y han quedado a piel
abierta. Es como si Macedonio y Unamuno fueran aquellos hombres que des­
9
San Juan de la Cruz, “Cántico”, en El canto espiritual, Espasa-Calpe, Madrid, 1962,
p. 38.
149
gabriel martínez bucio
pellejaron a Sisamnes, mientras aún estaba vivo, y que plasma en su pin­
tura Gérard David (curiosamente otro flamenco). Sin embargo, regresemos
a Rembrandt, que nos ha regalado ocho buenas cuartillas, y hagámosle un
acercamiento estilo Robbe-Grillet al corte longitudinal del brazo. Tulp está
agarrando un músculo braquirradial con una pinza o tijera de disección, y
se alcanza a ver la presencia del radio y el cúbito. En la parte de la mano
observamos principalmente ligamentos y, alrededor de la herida, tejido adi­
poso. Han desollado el brazo del pobre hombre, dejándole solamente lo de
adentro vuelto hacia fuera.
Semejante método sucede en Museo de la Novela de la Eterna y en Cómo
se hace una novela: llevan las entrañas en la cara. La “entraña –intranea– lo
de dentro, es ahora su extraña –extranea– lo de fuera; su forma es su fondo”
(chn, p. 186). El proceso de creación se muestra ante el público. Los borra­
dores, las ideas, las correcciones, los comentarios, los interminables prólogos,
las continuaciones, son parte de la obra o, mejor dicho, son la obra. Lo que
debería ser esqueleto y músculo, ahora es cuerpo y alma. Veamos un ejemplo
con Unamuno, quien da comienzo a su novela precisamente con una paradoja,
una reflexión sobre el problema de comenzar a escribir: “Héteme aquí ante
estas blancas páginas –blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!–
buscando retener el tiempo que pasa. (…) Héteme aquí ante estas páginas
blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo,
de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante” (chn, p. 131).
Durante la lectura de Cómo se hace una novela encontramos irónicos
procedimientos del autor, a plena vista del lector, que se asemejan más a las
respuestas que daría un escritor en una entrevista de antología a posteriori de
la obra: “Pensaba hacerle emprender (a Jugo de la Raza) un viaje fuera de París,
a la rebusca del olvido de la historia. (…) Habría colocado en mi novela re­
cuerdos de mis viajes, habría hablado de Gante…” (chn, p. 151).
Revisemos cómo lo hace Macedonio: “Lo que no quiero y veinte veces
he acudido a evitarlo en mis páginas, es que el personaje parezca vivir”;
“Yo no doy personajes locos, doy lectura loca y precisamente con el fin de
convencer por arte, no por verdad”; “Estoy habilitando comodidades y un
nuevo Capítulo para escenas y personas sobrevenidas” (mne, p. 44, 73 y 76,
respectivamente).
150
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
El argentino y el vasco revelan sus
trucos (o dan la ilusión de hacerlo y,
por lo tanto, incrementan su potencia),
lo cual constituye la obra. Un oxímoron
literario. La teoría sobre el arte de la no­
vela o sobre la estructura de la novela
ya no es un libro aparte, sino que está
dentro de la novela misma y, en reali­
dad, es la novela. Por eso sostengo que
antes de que la literatura sufriera una
Ouliposucción –movimiento que se li­
mita a magníficos ejercicios estéticos
pero falto de contenido–, existieron dos
cirujanos hispanos que habían comen­
zado a practicar la taxidermia, el arte y
la técnica de disecar obras para conser­
varlas con apariencia viva y, así, intentar
acceder a una realidad más profunda.
Sabemos que son pocos, pero ¿acaso la cofradía de médicos de Amsterdam
no realizaba solamente una disección anatómica al año?10
Debí haber cerrado el “capítulo” allá arriba como un ensayista prudente. Sin em­
bargo, estos pies de página han comenzado a invadir mi texto como si se tratara del famo­
so cuento de Rodolfo Walsh (aquí iría otro pie de página para hablar del autor de “Nota
al pie”, pero ustedes saben, la tecnología que no conoce de abismos y nos limita los
juegos a sus posibilidades softwarianas, como a los poetas medievales les administraba
sus sentimientos la lírica del alejandrino).
Pero regresemos a nuestro tema. Si Macedonio y Unamuno están realizando una disec­
ción en ellos mismos, eso los convertiría en una especie de Van Gogh, quien, de una manera
un poco más dolorosa, se diseccionó la oreja para pintarla y ni siquiera alcanzó el honor
de que las generaciones futuras bautizaran esa extremidad con su nombre. De hecho, ¿por
qué hemos reducido las partes del cuerpo a una tediosa nomenclatura de cirujanos ilustres?
Nosotros logramos excluir los pesados y antiguos nombres en el segundo párrafo del ensayo,
pero como humanidad no hemos tenido esa suerte. Ahí tenemos las trompas de Falopio,
de Eustaquio, el órgano de Corti, las glándulas de Cowper, la cápsula de Gerota, islotes de
Langerhans, incluso el primer hombre de barro tiene su rebanada de garganta. Pero, ¿y los
artistas? ¿No sería grandioso estar conformados por brazos dalinianos, ojos joyceanos, venas
10
151
gabriel martínez bucio
ii . magritte o
¡ por
un arte sin tema , sin personajes ,
sin realismo por favor !
Alguna vez Roberto Bolaño escribió que existe la extraña circunstancia de
que casi nadie, nunca, hace reír a carcajadas a sus personajes. Evidente­
mente concordaba con aquella noche de Rayuela –entre la una y las cinco de
la madrugada– en la que Horacio Oliveira se encuentra leyendo11 mientras
llega a una conclusión desconcertante: “El silbido no era un tema sobresa­
liente en la literatura. Pocos autores hacían silbar a sus personajes. Prác­
ticamente a ninguno. Los condenaban a un repertorio bastante monótono
de elocuciones (decir, contestar, cantar, gritar, balbucear, bisbisar, proferir,
susurrar, exclamar y declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás
un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los
vidrios.”12
La pequeña lista de verbos de los que está harto Oliveira son los ras­
gos básicos que un lector espera encontrar en los personajes de una obra
realista, y que, en realidad,13 no son más que funciones, trucos, títeres que
simulan vida. Idéntica actitud de enfado y rechazo a este tipo de novelas la
advertimos en Unamuno y Macedonio. Por esa razón, el vasco se rehúsa a
contar cómo va a acabar la historia de su personaje Jugo de la Raza: “ese lec­
de Hemingway, pies cortazarianos, hombros de Kazantzakis, sed de Lowry, puños arltianos,
cuellos klimtescos, estornudos rulfianos, sueños chagallescos, comezones goyescas…? ¿Y
llenos de síntomas dadaístas y Remedios de Varo? Pero no, nadie ha tenido la cortesía de
proclamar las piezas del ser humano con nombres de pintores y escritores.
Por eso, de una vez por todas, propongo que una oreja lleve colgado el nombre de Van
Gogh. No pido mucho, ¡es sólo una oreja, aún queda la otra para bautizarla según sus pre­
ferencias!
Acabamos de comenzar la segunda parte de mi ensayo y ya nos topamos, de zar­
pazo, con otro guiño literario: Oliveira es un lector como Jugo de la Raza y la Eterna.
12
Julio Cortázar, Rayuela, Cátedra, Madrid, 2007, p. 389.
13
No, lector, no es una cacofonía. La torpeza de colocar las palabras “realista” y “rea­
lidad” tan cerca sirve para subrayar una idea. Lo que sucede es que los lectores realistas
tienen serios (o graciosos) problemas para entender la realidad de la ficción. Confunden
planos y de pronto ven gigantes en lugar de molinos de viento. Por eso hay que colocar
estos términos juntitos, para provocar un extrañamiento. Pero disculpe usted que comente
mi propio ensayo, creo que he comenzado a hablar en macedoniano.
11
152
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
tor me preguntaría ‘¿cómo acaba este hombre?, ¿cómo le devora la historia?’
¿Y cómo acabarás tú, lector?” (chn, p. 170). De igual forma, el argentino evita
las tramas y la identificación del espectador con los personajes: “no se entre­
tenga el lector con el vigilante mencionado; no es el nuestro; el de la novela
está parado en otra esquina de ella” (mne, p. 35); incluso, en ocasiones lanza
una advertencia: “¡Fuera, lector de desenlaces! Te daremos la ‘novela rosa’”
(mne, p. 255). Llamativamente, en Adriana Buenos Aires, también se deshace
de este tipo de lectores contando, desde el principio, el final.
Ninguno de los dos escritores quiere un público pasivo como el que se
deja arrastrar por una narración perfumada. Allí perderían un lector. No,
quieren lectores activos, que construyan la obra conforme la van leyendo,
que participen en la creación.14 Y el modo como lo logran es a través de un
“Mareo conciencial” provocado en el lector: recordándole a cada paso que está
ante un trabajo de ficción. Y ¿cómo lo hacen? Yo hubiera querido desarro­
llar la respuesta a partir de la siguiente idea que sospeché en Museo de la
Novela de la Eterna, pero solamente la embrutecería, así que cedo la pala­
bra al honorable Macedonio Fernández, ex candidato a la presidencia de la
República Argentina (aplausos por favor):
La tentativa estética presente es una provocación a la escuela realista, un progra­
ma total de desacreditamiento de la verdad o realidad de lo que cuenta la novela,
y sólo la sujeción a la verdad del Arte, intrínseca, incondicionada, auto-auten­
ticada. El desafío que persigo a la Verosimilitud, al deforme intruso del Arte, la
Autenticidad –está en el Arte, hace el absurdo de quien se acoge al Ensueño y lo
quiere Real– culmina en el uso de las incongruencias, hasta olvidar la identidad
de los personajes, su continuidad, la ordenación temporal,15 efectos antes de las
Una idea similar formula Cortázar en Rayuela (1963): el lector colabora en la cons­
trucción de la novela en el momento de elegir de qué manera va a leer. Un año más tarde
publicaría Max Aub su Juego de cartas, una novela escrita en una baraja de 106 naipes
que, por un lado, tiene dibujos de Jusep Torres Campalans (heterónimo de Aub), y, por
el otro, misivas de diversos personajes que permiten reconstruir la vida del fallecido
Máximo Ballesteros. La baraja se corta y se reparte entre los jugadores que tomen parte
del juego. Y poco a poco, con la colaboración de los lectores-detectives, se va esbozan­
do la obra.
15
Lamentablemente, yo no puedo abandonar el hilo lógico de mi ensayo, fragmen­
tarlo y dar saltos demasiado incongruentes; pues parece que mi juventud aún tiene una
sospechosa influencia en la consideración de los jueces de concursos, profesores de
14
153
gabriel martínez bucio
causas, etcétera, por lo que invito al lector a no detenerse a desenredar absurdos,
cohonestar contradicciones, sino que siga el cauce de arrastre emocional que la
lectura vaya promoviendo minúsculamente en él. (…) Yo quiero que el lector
sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando
“vida”. En el momento en que el lector caiga en la Alucinación, ignominia del
Arte, yo he perdido, no ganado lector. Lo que yo quiero es muy otra cosa, es ga­
narlo a él de personaje, es decir, que por un instante crea él mismo no vivir. Ésta
es la emoción que me debe agradecer y que nadie pensó procurarle (mne, p. 41).
En pocas palabras: un violín no necesita llorar para hacer llorar. Proyec­
to parecido al del poeta francés Paul Valéry (contemporáneo de Macedonio
y Unamuno), quien planteaba la destilación de la poesía, es decir, quitarle
todo sentimiento, todo subjetivismo, el pretexto y dejar solamente la técnica
para alcanzar la pureza; de igual forma, encontramos la siguiente propuesta
en el teatro de Craig, Piscator y Brecht: actor que siente no es buen actor,
pues ¿qué diferencia puede observar el espectador entre su abuela llorando
y un actor que de verdad está llorando?; o pensemos en Flaubert, quien –ex­
traordinaria, extraña e interesantemente– expone en una carta a Louise, su
amada, un ambicioso proyecto: “un libro sobre nada, casi sin tema, un libro
sin apoyos exteriores, que se sostuviera solamente por la fuerza intrínseca
del estilo”.16 De hecho, en Madame Bovary, reduce la diégesis a su mínima
expresión con el fin de que la belleza o el interés de la novela se deposite en
el texto y no en la intriga. El mismo Baudelaire alabó el método de Flaubert
en un artículo para L’Artiste, en 1857, año de los famosos juicios en su contra.
Con esta digresión no estoy insinuando plagios ni cazando influencias
entre precursores y herederos; lo único que me interesa demostrar es una afi­
nidad intelectual en distintos puntos históricos y geográficos. No hay que ol­
vidar que el arte está en constante correspondencia, “como largos ecos que
de lejos se confunden en una tenebrosa y profunda unidad –vasta como la
noche y como la luz–, los perfumes, los colores y los sonidos se responden”.17
tesis y escritores-con-trayectoria-reconocida, que optarían por ver un fallo (o plagio,
palabra tan de moda en las universidades), en lugar de una aplicación macedoniana de
sus propias teorías.
16
Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, Alfaguara, México, 2008, p. 48.
17
Charles Baudelaire, “Correspondencias”, en El Spleen de París, fce, México, 2002, p. 19.
154
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
Y el lector es la figura donde esta conversación surge, como decía Quevedo,
“con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos
/ y escucho con mis ojos a los muertos”.18 En efecto, la lectura de Unamuno
afina nuestra mirada de una pintura de Rembrandt y, por lo tanto, una sonata
del siglo xix responde a un poema de guerra del xv, una pincelada del xvi
puede dar sentido a una novela del xx, un filme puede reformular otro fil­
me… Pero, ¿qué me pasa? Me he convertido en un ensayista salteado. He ido a
Francia, Alemania y España en pocas líneas; es preciso regresar a mi tema.
El lector sabrá disculparme.
Como decíamos anteriormente, Macedonio subraya aún más su proce­
dimiento para atacar al realismo. Hace obvio el artificio frente al lector. Le
recuerda que está leyendo una ficción, y que ésta se rige por principios que
responden a una lógica distinta, autosuficiente aunque con una proyección
posterior (como un ensayo que sigue fielmente el Juramento de las Promesas,
debemos incluir la primera: más adelante ahondaremos en estas proyeccio­
nes ulteriores).
Hay un momento en Museo, donde la narración adquiere un tinte rea­
lista durante algunos párrafos. Se nos cuenta la vida de los habitantes de la
novela. La gente, después de una larga jornada de decepciones, injurias y
órdenes humillantes, se reúne en un bar para beber té y relajarse. El lector
se encuentra interesado por la deprimente cotidianidad de los ciudadanos y
está contento por verlos disfrutar un momento de sosiego al término de su
jornada cuando, de pronto, aparece Macedonio Fernández en todo su es­
plendor: “¡vedles esta alegría, esta inocencia, y pensar que nada sienten,
que no tienen vida!” (mne, p. 154), son simples trazos de tinta, arte. ¿Ustedes
también sintieron la bofetada? ¿La cubetada de agua fría?
Sensación semejante encontramos al final de “Continuidad de los par­
ques”, de Cortázar, al descubrir que los personajes del cuento van a matar
al lector de la novela, en ese famoso sillón de terciopelo verde. O incluso,
en aquel poema del Cancionero apócrifo, de Antonio Machado, donde en un
primer momento pensamos que se está describiendo una escena realista,
pero en la segunda parte todo se desvanece por artificio del poeta:
18
Francisco de Quevedo, “Desde la Torre” en Antología poética, Espasa-Calpe, Buenos
Aires, 1952, p. 38.
155
gabriel martínez bucio
La plaza tiene una torre,
la torre tiene un balcón,
el balcón tiene una dama,
la dama una blanca flor.
Ha pasado un caballero
–¡quién sabe por qué pasó!–
y se ha llevado la plaza,
con su torre y su balcón,
con su balcón y su dama,
su dama y su blanca flor. 19
René Magritte se dio cuenta de lo mismo y nos regaló extraordinarias
obras que rasgaban al realismo. En 1933 pintó La condición humana, en la
que observamos una ventana, delante de la cual hay un caballete con un lien­
zo donde se prolonga el paisaje del fondo: un árbol, un caminito de tierra y el
cielo, aludiendo a la noción de obra artística que artificiosamente reelabora,
completa y tuerce un paisaje natural. Procedimiento análogo del episodio
mencionado de Museo. El espectador pasea su mirada tranquilamente por el
campo (como si leyese sobre el día de trabajo de los ciudadanos); reconoce
los árboles, los montes, pero su concentración es interceptada por ese ca­
ballete que reformula la composición artística (y devuelve la conciencia de
estar ante una obra).
El pintor belga20 promueve extrañamientos para forzar al público a to­
mar distancia. Interrumpe la contemplación (como Macedonio y Unamuno
suspenden la lectura) para reflexionar sobre el asunto. En cambio, si en la
pintura de Magritte no existiera el lienzo sino sólo la ventana donde se per­
cibe un paisaje (como un cuadro realista), probablemente la audiencia se
sumergiría en un estado de apreciación sin molestarse por meditar ni la obra
artística ni sobre ellos mismos.
Otra pintura es La llave de los campos (1936), donde los vidrios rotos de
19
Antonio Machado, “La plaza tiene una torre”, en Nuevas canciones y de un Cancionero apócrifo, Castalia, Madrid, 1971, p. 45.
20
Me falló la geografía. Por unos cuántos kilómetros, Magritte hubiera sido flamenco
y mi ensayo hubiera coleccionado, hasta este momento, tres pintores flamencos para
abordar la obra de Macedonio. Algo que nadie pensó regalar al lector. Lamentablemente,
el pintor se encontraba un-poco-más-acá de la frontera belgo-flamenca cuando nació.
156
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
una ventana han dejado de ser transparentes para reflejar fragmentariamente
el horizonte. Esos cristales desgarran el naturalismo y permiten entender el
artificio del arte.
Estas inquietudes jamás abandonarían al pintor surrealista, quien se
encargaría durante toda su vida de dejar, en repetidas ocasiones, caballetes
que extienden paisajes y ventanas fracturadas en obras como: La bella cautiva (1931), La llamada de los Picos (1943), El dominio de Arnheim (1949), El
gran seductor (1953), Los paseos de Euclides (1955) y La bella cautiva (1965).21
Tanto las letras de Macedonio y Unamuno, como las pinceladas de Ma­
gritte, son violentos recordatorios de estar ante una ficción. Pensemos y ten­
gamos en mente, por toda la eternidad, aquellos versos de Pessoa:
El poeta es un fingidor,
finge tan completamente
que hasta finge que es dolor,
el dolor que de veras siente.22
Ahora bien, en las páginas de Museo de la Novela de la Eterna, el argen­
tino dice: “Llamo belartes únicamente a las técnicas indirectas de suscitación,
En el libro xxxv de su Historia natural, Plinio el Viejo cuenta que Zeuxis y Pa­
rrasios, dos pintores del siglo v a. C., celebraron un duelo para determinar quién era
el mejor. Cuando Zeuxis desveló su pintura de uvas, aparecieron tan perfectas que los
pájaros se acercaron volando e intentaron picotearlas. Los aplausos no se hicieron espe­
rar. Sin embargo, cuando Zeuxis le pidió a Parrasios que corriera la cortina para mostrar
su pintura, se dio cuenta que la cortina en sí era la pintura, y Zeuxis otorgó la victoria a su
oponente diciendo: “Yo he engañado a la naturaleza, a los pájaros, pero tú me has enga­
ñado a mí”. En efecto, mientras la primera había sido tomada como una representación
perfecta de la realidad, la segunda había incitado un desconcierto, una vacilación entre
la ilusión y la realidad en los espectadores (el Mareo Conciencial). El arte de Zeuxis
era mimético, pretendía hablar de la realidad sin considerar que estaba utilizando un
mecanismo artificial para lograrlo; la pintura de Parrasios era más profunda porque era
consciente de su condición imaginaria y tenía, por su naturaleza ficcional, la capacidad
de establecer un desvío irónico o paródico respecto de la experiencia cotidiana y artís­
tica. De esta manera, el público recordaría la sensación de titubeo e inestabilidad que
le suscitó la obra.
22
Fernando Pessoa, “Autopsicografía”, en Obra poética, Ediciones 29, Madrid, 1981,
t. i, p. 175.
21
157
gabriel martínez bucio
en otra persona, de estados de ánimo que
no sean ni los que siente el autor ni los
atribuidos a los personajes en cada mo­
mento” (mne, p. 121). En efecto, en este
sentido, fuera de la técnica no hay arte;
la novela, la obra, es la que debe incul­
car un estremecimiento o una emoción, no
la identificación del auditorio con el fatal
destino de un personaje. Por esa razón,
creo que si Macedonio aún viviera recha­
zaría absolutamente toda esa porquería
de películas en 3D y solamente asistiría a
filmes en blanco y negro.
De hecho, Macedonio utiliza el len­
guaje para colocar el dedo sobre el ren­
glón. Es decir, las bromas y aforismos
–que pueblan no sólo Museo sino toda su
obra– no terminan en el momento de la
risa o el chiste, sino que tejen un universo
humorístico que potencializa cosas más
profundas.23 Son pequeñas frases que tuercen la sintaxis e invierten brus­
camente una situación para tambalear la estabilidad del lector: lluvias que
se equivocan de días, viejos que recuerdan olvidar, dos trenes que chocan y
cuya culpa la tiene el que chocó primero; consecuencias antes de las causas
que afectan el tiempo y el espacio; la presencia del humor en situaciones
poco humorísticas; obviedades que pasamos por naturales pero que, al ser
señaladas mediante un absurdo, advertimos su barniz cultural; planos que
si bien sólo pueden existir en el nivel del lenguaje casi-casi24 autorrefe­
He cumplido mi promesa de la página 151. Aquí ya estamos ahondando en el asun­
to, querido lector. Lo que quiera decir esa expresión.
24
Esta expresión mexicana le hubiera causado gracia al mismo Macedonio, al igual
que los “ya-mérito; ahorita; ya-voy” y otras inflexiones del lenguaje que, más que confesar
una raigambre perezosa, revelan nuestro profundo e ignorado entendimiento de la paradoja
de Zenón.
23
158
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
rencial, provocan un extrañamiento o inquietud en el lector que le permite
reflexionar sobre la propia construcción de su cotidianidad.
En pocas palabras, Macedonio Fernández emplea el humor como un bis­
turí que disecciona el tejido de la realidad para cuestionarla e intentar acceder
a otra realidad insondable. Como si, por un instante, nos concediera el levan­
tamiento del Velo de Sophia para echar un vistazo del otro lado del lenguaje.
¿Cómo crea el mareo Unamuno? Mediante un factor que se repite
constantemente: la interrupción. Este recurso juega el papel de resquebrajar
tanto la realidad como la ficción. Son los vidrios rotos de Magritte (o las
constantes llamadas al pie de página en “Cirugía Psíquica de Extirpación”
de Macedonio).25
En Cómo se hace una novela, todo el tiempo asistimos al salto entre la
“historia” de Jugo de la Raza,26 personaje que aparece leyendo una novela,
y la vida de Unamuno-personaje-autor en el exilio, que cuenta cómo está
haciendo la obra. Cada vez que algo va a suceder el relato se corta, se rompe,
devolviéndole al lector (real, empírico, de carne y hueso) la distancia que le
recuerda su estancia frente a un libro y no dentro de él.
Lo que está planteando Unamuno al entorpecer el hilo de la acción, o
Macedonio al suspender el relato para dar paso a una digresión exagerada,
es decirnos: ¡Recuerden que es un artificio y yo soy el mago! “En el instante
en que dejo de escribir dejan ellos de hacer” (mne, p. 77). O en otras pala­
bras: señores, “ceci n’est pas une pipe!”
intermedio
para
contemplar
las
pinturas
y comprobar que no lo estoy estafando.
Son estos pies de página.
Para ser más exactos, las intrusiones son seis y se encuentran en las páginas 140,
145, 149, 151, 160 y 167, de la edición de Cátedra.
25
26
159
gabriel martínez bucio
También puede aprovechar para palparse los brazos, la cara,
y fumarse un cigarrillo
para no ponerse demasiado metafísico.
iii . velázquez , jan van eyck y los espejos
Como hemos conjeturado anteriormente, Macedonio Fernández y Miguel de
Unamuno despliegan su teoría en la obra misma y no aparte. Retardan, obs­
taculizan, impiden y sujetan la acción en una denuncia contra el realismo.
Repudian la anécdota, el relato, la descripción. Y prefieren usar incongruen­
cias, olvidar tanto la identidad de los personajes como la ordenación tem­
poral y espacial de la historia, incluso optan por no narrar lo que pasa sino
que sugieren, refieren, simulan que algo sucede –“es todo lo que pensó (el
personaje) de lo cual algo dijo y nada se oyó”– (mne, p. 33) para, acto seguido,
contradecir la acción o ignorarla y continuar con otros asuntos. Pero ¿para
qué sirve todo esto? ¿Por qué tantos Mareos? ¿Para qué plantear nuevos
problemas estéticos?
A ambos les habrá causado gracia la patética defensa de los abogados
de Flaubert y Baudelaire en los juicios de 1857, tratando de demostrar que las
respectivas obras condenan el pecado, exponiendo fragmentos de los textos
en el Palacio de Justicia de París. No se daban cuenta que la ficción tiene su
realidad; que el mundo estético está sujeto a reglas propias que excluye al
mundo extra-textual. Hubiera bastado gritar: “¡No jodan, esto es literatura!”
Traigamos nuevamente la idea del Mareo Conciencial del lector. Tanto
en Museo de la Novela de la Eterna como en Cómo se hace una novela, se tra­
ta de incluir al lector (que el lector sea leído), sin embargo la misma técnica
de interrupción es un arma de doble filo: al incluirlo lo excluye. En otras pa­
labras, en el momento que el lector advierte la ruptura en la diégesis sucede
el mareo y “sale del texto”; se percata de su condición de lector, siente sus
huesos, la silla en la que está sentado y la ficción que está leyendo. Instante
exacto en el que es expulsado de la obra.
Desarrollemos un poco más esta idea. El método estilístico desplegado
en ambos libros (no contar, rasgar el realismo, etc.) propone incorporar al
lector en la obra. Macedonio y Unamuno, al intentar no caer en el relato, introdu­
160
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
cen trucos para que el lector se dé cuenta que está ante un artificio. Pero esto
resulta contradictorio –y no está mal porque es precisamente el desdoblamiento
una de las propuestas del argentino y del vasco– pues, en una primera instancia,
querían que el lector constituyera la novela, pero al encontrarse éste ante la
sensación del mareo, sale de ella, escapa de existir como lector para sospe­
char su no-existencia (en el libro o ¿en la realidad?): “Quien experimenta
un momento el estado de creencia de no existir y luego vuelve al estado de
creencia de existir, comprenderá para siempre que todo el contenido de la
verbalización o noción ‘no ser’ es la creencia de no ser. El ‘yo no existo’ del
cual debió partir la metafísica de Descartes en sustitución de su lamentable
‘yo existo’; no se puede creer que no se existe, sin existir” (mne, p. 42).
Es necesario acercarnos a otra serie de pinturas que nos ayuden a com­
prender mejor. El lector de Museo de la Novela de la Eterna y Cómo se hace
una novela entra y sale de las respectivas obras constantemente, como el
público que se detiene delante de Las meninas (1656) de Velázquez o, aún
mejor, frente a las de Picasso (1957). Pero quedémonos un momento con el
cuadro del sevillano.
El espejo que se advierte al fondo de la sala del palacio de la familia
de Felipe IV implica que el lector está siendo leído. Es el elemento que
permite a Las meninas crecer desmesuradamente, invadir nuevos espacios y
absorber todo lo que se cruza a su paso como si se tratara de “El Zapallo que
se hizo Cosmos”. El espectador encuentra su reflejo en el fondo de la obra y
descubre su rostro. Se pregunta, ¿estoy dentro o fuera del cuadro? Contem­
pla y es contemplado. Y es que “el arte debe ser como ese espejo que nos
revela nuestra propia cara”.27 Entonces siente el Mareo Conciencial, se sos­
Omitiré el nombre del autor de este verso por la simple razón de que siempre que
se escribe sobre Macedonio se menciona a este otro escritor. Los críticos parecen estar
fatalmente obligados a agregar su nombre en los mismos textos donde se estudia la obra
del argentino; y la locura de ligarlos ha llegado a tal grado que el nombre del omitido
parece ya el apellido del mismo Macedonio. Usted sospechará de quién estoy hablando,
pero estará de acuerdo en que hasta ahora he logrado escribir un ensayo sobre Macedo­
nio sin mencionar al discípulo que lo ha ensombrecido, por lo que me rehúso a escribir
su nombre. Se ha colado un grandioso verso de su autoría y, por lo tanto, tendré la con­
sideración de dejar tirada una “B” que ayude al lector a confirmar sus sospechas. Sin
embargo, no escribiré su nombre esta vez.
27
161
gabriel martínez bucio
pecha personaje, y aunque solamente suceda por un instante, cree no existir
él mismo. Se asoma al abismo. ¿Si él está dentro de la obra puede existir algo
fuera? No sabe muy bien dónde está parado. Ni dónde se encuentra la obra.
La duda, el titubeo, la liberación del tiempo y espacio de este mundo. La
Nada por un segundo. Se pierde en la bruma del espejo en el que se esboza la
figura de los reyes (que está pintando Velázquez personaje) y asume su lugar
geográfico dentro (o fuera) del cuadro. Y es aquí donde se alcanza el efecto
que Macedonio buscaba: la Conmoción Total de la Conciencia, donde el lec­
tor, al ser absorbido en una dimensión que se hunde en otra, se estremece al
creerse por un segundo sin más existencia que la de los personajes. Como el
que intuye el lector de Hamlet cuando éste se piensa humano al asistir a una
obra de teatro. Puesta en abismo sobre abismo. Planos espaciales que se fun­
den artificiosamente en el área de composición que incluyen al espectador.
Matrushkas de tinta y papel. El lector real voltea hacia atrás para confirmar
que nadie lo está escribiendo. Quiere asegurarse que no es Augusto Pérez,
el personaje de Niebla, del mismo Unamuno.
Existe otra pintura en la que sucede este efecto: El retrato de los esposos
Arnolfini (1434), de Jan van Eyck (¿qué tengo hoy con los flamencos que se
me aparecen tanto? Éste sería el cuarto, pero la desconsideración que tuvo
Magritte al nacer del lado belga de la frontera…). En ella hallamos a Gio­
vanni de Arrigo Arnolfini, un rico comerciante italiano, afincado en Brujas,
y a Giovanna Cenami, quien procedía de una acaudalada familia italiana
que vivía en París, tomados de la mano en una habitación decorada con una
cama roja, un ventanal, algunos muebles y un candelabro. La escena parece­
ría normal, exceptuando el ridículo sombrero del hombre y el extraño peinado
de la mujer. Pero dejémonos de bromas. Lo importante acá es nuevamente
el espejo que aparece en el fondo: gracias al reflejo, sabemos la verdadera
y secreta historia del cuadro. La anécdota viene a darse a conocer por un
reflejo, por un rebote, por un medio indirecto de suscitación, por una técnica
artística o invocando a Jep Gambardella al final de La grande bellezza: por
un truco.28
28
En realidad, iba a citar a los formalistas rusos para darles el crédito por la palabra
“truco”, pero sonaba más refinada en la boca de un italiano. Sin embargo, esta interrup­
ción no es para confesar mis fuentes sino para mencionar a Silvina Ocampo, lectora
162
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
El espejo es el centro de gravedad
de la pintura del flamenco. Los persona­
jes que aparecen en él, además de las
espaldas de los esposos, son un sacer­
dote y un testigo, necesarios en todas las
bodas. Ahora bien, el testigo no es cual­
quier persona sino el propio pintor del
cuadro vuelto personaje (igual que en
Las meninas, de Velázquez ((y en Museo de la Novela de la Eterna, de Mace­
donio Fernández (((y en Cómo se hace
una novela, de Unamuno)))))). Esto se
sabe por un detalle que aparece arri­
ba del espejo: una firma, que no sólo
reclama la autoría del cuadro sino que
testifica la celebración del matrimonio:
“Johannes de Eyck fuit hic 1434” (“Jan
van Eyck estuvo aquí en 1434”). De esta
manera sabemos que la pintura es un
documento matrimonial, que no conocemos directamente sino indirectamen­
te, por un procedimiento artístico que exige la participación y la inclusión
del espectador.
La posición que ocupan tanto el clérigo como el pintor-personaje, en El
retrato de los esposos Arnolfini, es la misma que habitan los reyes en el cuadro
de Velázquez. Y dando pie al juego de identidades y desdoblamientos, son
el espacio geográfico en el que se sitúa el espectador al observar las res­
pectivas pinturas. Entonces, todo convive, se discute y reflexiona dentro de
las obras. Y al incluir al lector en una dimensión que simula su existencia
(gracias al espejo) dentro del cuadro o el libro, provoca de nueva cuenta esa
inquietud fantástica que lo despoja de su (ahora frágil) convicción de existir.
Esta no-existencia que comparte el lector con los personajes es motivo
de Macedonio, quien escribiría innumerables cuentos trabajando con la teoría de los
espejos. Basta mencionar “Cielo de claraboyas”, de Viaje olvidado (1937), donde una
niña relata la escena de un crimen a través del filtro que supone un techo de claraboyas.
163
gabriel martínez bucio
suficiente para insistir en el rechazo contra el realismo. Porque para que
una novela sea realista el lector debe entrar en complicidad con la historia
y creer que existe la amada, el caballero, la muerte, las lágrimas, las ven­
ganzas, la belleza, etc. Y al plantear la no-existencia de nada ni nadie sino
siendo tomados los personajes y la trama como simulaciones, pinceladas,
palabras, el lector no tendrá con quién identificarse y se encontrará a expen­
sas del Arte.29
Parecería ser que, por un momento, Macedonio Fernández podría es­
clarecer su técnica ocupando el lugar de Hamlet en el acto II, escena II de
la obra de Shakespeare:
(crítico literario)
¿Qué estáis escribiendo, mi señor?
polonio
(Hamlet)
Palabras, palabras, palabras…
macedonio fernández
polonio
Aunque esto sea locura… hay cierta ilación en ello.30
Lo curioso es que ambos espejos, tanto el del español como el del fla­
menco, se encuentran al fondo, dando la impresión de lejanía respecto al
público. Y ése es precisamente su lugar, pues si estuvieran cerca el lector los
podría tocar y se empañarían, arruinando la técnica del reflejo extra-pictóri­
co. Metáfora fácil de asimilar con Macedonio, quien introduce el espejo en
Incluso la idea que señala Ricardo Piglia en su Diario: la pérdida de la mujer –que
desencadena el delirio filosófico en los personajes de Museo; Rayuela, de Cortázar; Los siete
locos, de Roberto Arlt; Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal; La invención de Morel,
de Bioy Casares; y “El Aleph”, de Borges– es un mero pretexto, una justificación para de­
sarrollar teorías artísticas y filosóficas. Unas décadas antes, lo había notado correctamente
Victoria Ocampo (si previamente mencioné a su hermana debía hacerle un espacio a ella
también) en De Francesca a Beatrice: estos escritores “no se habían atrevido a morir por el
amor; habían buscado solamente un medio de descender vivos a los infiernos”.
29
Referencia a Hamlet, de William Shakespeare, trad. de Luis Astrana Marín, Alian­
za, Madrid, 2011.
30
164
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
su obra sutilmente, en lontananza. Recordemos que quiere que el lector sea
leído, pero no es lo más obvio del libro. Uno tiene que buscar y encontrarlo
(o encontrarse) precisamente en la esencia de sus palabras como si dijera en
el fondo del salón de Las meninas o de la alcoba de los esposos Arnolfini.
Regresemos a la segunda instancia de Las meninas, momento en el cual
el público descubre a Velázquez (personaje)31 y se pregunta, al igual que en el
caso de van Eyck, cómo es posible que haya entrado en la obra la misma
persona que la pintó. Entonces el guiño, la paradoja, la triangulación, los
trucos se descubren y el espectador sale de aquel espejo del fondo en el que
se encontraba sumergido –cediéndole su lugar a los reyes– y retorna a la si­
lla en la que está sentado, sintiendo su edad, sus preocupaciones y sabiendo
que los personajes (las meninas, Velázquez, el perro y el misterioso hombre
del fondo) son funciones: meros pretextos para cavilaciones estéticas y me­
tafísicas del autor. Pero que, por un momento, sacudió nuestra convicción
de existir.
En realidad, Velázquez pintó un retrato sobre el arte de pintar retratos.
Por esta razón, el sevillano se representó a sí mismo tan ostentosamente: para
glorificar su actividad, su arte, su teoría. La pintura no tiene un objetivo docu­
mental sino poético. De igual forma, Macedonio se introduce como un personaje
humorístico, altamente metafísico e irónico.
Durante el siglo xx, los artistas explotarían esta técnica vertiginosa en
sus autorretratos para tratar de encontrar, a su modo, la Conmoción Concien­
cial del Arte. Por ejemplo, la bella Zinaida Serebriakova pintaría en 1917 Tata
y Katia, donde sus dos niñas posan aburridas delante de un gran espejo, en
el que se refleja la artista con su lienzo a la mitad de siete planos (o habita­
ciones) que se disparan hacia el fondo; en 1960, el ilustrador estadunidense
Norman Rockwell crearía su Triple autorretrato, resumido en un personaje
que se mira detenidamente en un espejo mientras dibuja su rostro en una
tela. Pero no sería sino hasta 1973 cuando Dalí complicaría todo con su ma­
cedoniano Dalí de espaldas pintando a Gala de espaldas eternizada por seis
Sería lo mismo afirmar que el lector descubre a Macedonio (personaje). Aclaro los
paralelismos para que nadie olvide que el tema principal aquí es el escritor argentino.
Bastante olvidado está ya en las librerías del siglo xxi como para concederle otra des­
cortesía.
31
165
gabriel martínez bucio
córneas virtuales provisionalmente reflejadas en seis verdaderos espejos. Un
complejo juego de sensaciones espaciales que ningún espectador ha logrado
transmitir a otro con plena satisfacción. Sus explicaciones, que más parecen
balbuceos, siempre terminan reduciéndose a la sentencia: “tienes que ver la
pintura por ti mismo”. A pesar de los interminables borradores que he des­
echado, intentaré una última descripción para que el lector pueda darse una
idea antes de arrojarse a los brazos del Internet.
Como bien anuncia el flamante título, Dalí (personaje), de espaldas al
espectador, está sentado frente a un caballete donde se dispone a retratar a Gala,
quien también se encuentra sentada de espaldas, pero de cara a un espejo donde
se reflejan tanto su rostro como la peculiar cara del figuerense. El lienzo, las
miradas, el espejo, la perspectiva, abren espacios insospechados en la ima­
ginación. Pero ¿cuáles son las seis córneas? Son cuatro las de los personajes
que se reflejan, más otras dos que provienen de más atrás, del espectador que
examina toda la composición y completa la obra. Sin embargo, Dalí agregó
el adjetivo “virtuales” a las “córneas” de su título, lo que provoca que el
público se convierta en personaje y entre en el juego de los “verdaderos”
espejos o mareos artísticos. ¿Es una sonrisa la que esbozó, querido lector?
Anteriormente propuse que la metáfora pictórica sería aún mejor si to­
máramos a Las meninas de Picasso, y esto lo decía no como un simple apunte
a pie de página o una manera de demostrar mi parca cultura, sino porque la
obra del malagueño es cubista, y “qué es el cubismo sino un canto al espejo,
pero al espejo que estalla en mil pedazos liberando las formas que antes
aprisionaba”.32 Es el Museo de la Novela de la Eterna al cuadrado. Es una
radiografía, una reinterpretación de cómo se está reelaborando una obra que
habla sobre el hacer de una obra; además de mostrarnos la constitución de la
pintura o el libro, a partir del autor (de carne y hueso), el lector (personaje),
el autor (de tinta y papel), el lector (empírico) y los personajes o funciones o
pinceladas o pequeñas letras que forman las palabras “pequeñas letras”. Así
que todas estas fragmentaciones, duplicaciones, metamorfosis, encajan per­
fectamente en el cubismo de Picasso con mayor fineza que en el barroco de
Velázquez.
32
Manuel Pereira, “El vicio de mirar”, en Biografía de un desayuno, Miguel Ángel
Porrúa, México, 2008, p. 63.
166
macedonio fernández y la literatura quirúrgica
La respuesta a la pregunta que se planteó al comienzo de este capítulo se
ha ido esbozando. Los límites, las rupturas, es decir, los vidrios rotos de Ma­
gritte, los espejos de Velázquez y Van Eyck, inventan la existencia de espacios
que se encontraban fuera de la composición de la obra e incorporan al espec­
tador en la misma. Abren la posibilidad de exploración y nuevas sensaciones
concienciales suscitadas por el Arte. Los libros de Macedonio Fernández y
Miguel de Unamuno permiten experimentar estas zonas y cuestionar nuestra
propia cotidianidad al disparar las preguntas: ¿bajo qué parámetros consi­
deramos a una obra de arte?, ¿la portada de un libro también es parte de la
obra?, ¿por qué una nota al pie de página no podría funcionar como ficción?,
¿cómo estar seguros de las nociones de existir si se basan en el lenguaje?,
¿dónde comienza un filme?, ¿con el anuncio de la productora o con la prime­
ra imagen?, ¿y un disco?, ¿y dónde acaba una pintura?, ¿un prólogo es arte?,
¿y si una novela no cuenta una historia sigue siendo novela?, ¿la bibliogra­
fía puede ser diegética?, ¿una receta médica podría convertirse en poema?,
¿una teoría puede ser cuento?, ¿puedo escribir un ensayo únicamente con
una enumeración de preguntas que abrumen al lector?
Macedonio y Unamuno han puesto en jaque nuestras concepciones ar­
tísticas. Han planteado nuevos horizontes de imaginación precisamente en
la disección entre realidad y ficción.
iv . reivindicación de rembrandt
Algo resuena en mi conciencia, un eco, como si hubiese olvidado a alguien.
Ah, ya sé: ¡no he mencionado a Rembrandt desde hace varias cuartillas! ¡Qué
desconsideración de mi parte! ¡Y nadie me avisó! Pero no se preocupen, tantos
desdoblamientos me han permitido meditar algo que incluirá nuevamente al
flamenco. Si usted leyó con atención la primera página del ensayo recordará
que le aconsejé amablemente que no olvidara a Aris Kindt, el muerto que tiene
la mala costumbre de reaparecer en mi trabajo.33 Y no lo hacía por causarle un
sabor amargo sino porque sabía que, después del recorrido por los espejos, po­
día suceder una última metamorfosis: ¡Aris Kindt, el cadáver que está a total
33
Como si fuese el único muerto que tiene la extraña manía de permanecer en este
mundo y provocar más de un susto cada vez que lo ven.
167
gabriel martínez bucio
disposición del doctor Tulp, es también el lector! La cirugía literaria, estéti­
ca, conciencial, moral, hepática, bariátrica, endócrina, abdominal, respira­
toria, de buen gusto, de Arte, de intención curativa, de intención existencial,
de no-intención, la están realizando tanto Macedonio como Unamuno a la
obra literaria, a ellos mismos y a usted, lector.
Pero sintámonos dichosos de llegar al supuesto “final” de mi ensayo
y propongamos algo más atrevido. No es posible encontrarnos en la página
treinta y dos y seguir siendo prudentes.
Como se mencionó al principio de este texto, las respectivas obras fue­
ron compuestas por todos los sistemas vivos y artificiales que estaban a la mano:
la escritura, la re-escritura, los borradores, los pies de página, los prólogos, la
no-existencia de los personajes, el no contar, los autores, sus rasgos biográfi­
cos, sus teorías sobre el arte, su rechazo del realismo, su técnica narrativa, el
estilo, el lector, la relectura, la re-interpretación de la obra, Aris Kindt, doctor
Tulp, los siete cirujanos, el público que asistió a la disección en el siglo xvii,
en el xx y el xxi, Rembrandt, Unamuno y Macedonio. De esta manera, si a lo
largo de mi trabajo han existido tantas fragmentaciones y transfiguraciones,
quitémosle el pudor a la pluma y sentenciemos: tanto el Lector como Macedonio
Fernández y Miguel de Unamuno pueden ser, cualquiera de ellos, al mismo
tiempo: doctor Tulp, Aris Kindt y los siete cirujanos que observan inquietos
hacia el público, hacia el muerto y hacia la disección.
De esta manera, este recorrido literario cierra con un Mareo Conciencial,
como si hubiésemos pasado la mañana en el oleaje del océano para, entrada
la noche, recostarnos en la cama y sentir ese ligero vaivén que se nos queda
en el cuerpo como un eco.
Así que mi ensayo termina en una fiesta, en una orgiástica metamorfosis
literaria, en una cirugía de extirpación de cualquier atisbo de realismo para
acceder a una realidad más profunda… aunque sea por un breve instante.
168
La vigilia de la aldea
El odio y la magia
A lejandro B adillo
Luis Panini, La hora mala, Tusquets Editores, México, 2016, 167 p.
Una de las características importantes
de la generación de narradores mexica­
nos nacidos en los años setenta y ochen­
ta es la dispersión de temas y estilos.
Se puede trazar una línea que va del rea­
lismo más clásico hasta la imaginación
más desaforada. Es difícil, más allá de
las coincidencias generacionales, encon­
trar puntos en común entre las dece­
nas de autores que han publicado sus
primeros libros en editoriales indepen­
dientes o aquellas que pertenecen a los
grandes emporios comerciales.
Luis Panini (Monterrey, 1978) es un
ejemplo fehaciente de la búsqueda de
un estilo que, sin tomar en cuenta los
temas de sus contemporáneos, constru­
ye un mundo en solitario en el que los
códigos forman parte de un paisaje am­
plio. Sus primeras obras, los libros de
cuentos Terrible anatómica y Mala fe
sensacional, publicadas en 2008 y 2010,
respectivamente, ofrecen una mirada que
se regodea en la violencia, la carnali­
dad y el espectáculo voyerista. En am­
bas obras, importantes para analizar el
resto de sus libros, hay una vocación
por un mundo en el que los personajes,
antes que reflexionar o sumergirse en
densos estados psicológicos, actúan por
inercia, como autómatas dirigidos por un
instinto ancestral aguijoneado por los
medios de comunicación, la imagen vacía
de un televisor, enfermedades deforman­
tes e incurables. El festín de desmem­
bramientos y la orgía grotesca de Panini
tiene –al menos en mi lectura– como
propósito más evidente usar la crueldad
para desnudar al ser humano violento,
inmisericorde y absurdo. Como la sá­
tira griega cuyo objetivo, además de la
risa, era poner en evidencia los defec­
tos de los hombres a través de la carica­
tura o de la exacerbación de la miseria
humana, Panini muestra en este des­
pliegue carnavalesco una crítica soterra­
da a la frivolidad del mundo actual, en
el que la imagen no transmite más que
169
escenas vacías y el dolor humano se ha
vuelto una referencia que mueve a una
fría contemplación carente de compro­
miso.
Tratando de encontrar coincidencias
entre los narradores coetáneos a Panini,
sólo Carlos Velázquez (Coahuila, 1978) se
le puede emparejar en cuanto al uso de
la provocación como anzuelo literario.
Sin embargo, el coahuilense tiende a
la caricatura y Panini, además de la
crítica mordaz que puede captar cual­
quier lector, lleva su escrutinio a terre­
nos más plásticos: el ojo se sumerge
en los hombres y mujeres enfermos o
desmembrados como una especie de
revelación estética y, detrás del horror
de la sangre, se percibe la intención de
mirar el cuerpo en derrumbe como un
objeto escultórico que, a su vez, lleva
la historia a una interpretación que se
aleja de lo predecible y lo gratuito. En
este aspecto Panini tiene mucho que
ver con la narrativa de Mario Bellatin,
quien usa a los personajes y escenarios
como metáforas absurdas que, además
de la información que muestran a pri­
mera vista, esconden un experiencia
estética en la enfermedad, el sinsenti­
do e, incluso, lo ritual.
La hora mala parece un leve cambio
en la obra del autor. Si bien se mantie­
nen algunas constantes (el regodeo en
el cuerpo como un objeto inanimado,
sujeto a cualquier tipo de experimenta­
ción), se añaden elementos de índole
fantástica que mueven la historia a una
interpretación más interesante, de más
170
dimensiones. La historia empieza con
un joven accidentado que yace sobre el
pavimento. A partir de este detonante
el autor dispone una serie de hechos
que, desde una falta de lógica, interro­
gan y postergan la toma de alguna deci­
sión sobre el joven. Panini toma como
referencia la ilusión del tiempo: cada
uno de los capítulos de La hora mala
está marcado por minutos, empezando
desde las tres de la tarde, para que, su­
puestamente, cada uno de los fragmen­
tos corra como una película en tiempo
real. Sin embargo, lo que concentra la
tensión narrativa no es seguir este jue­
go, sino observar cómo el tiempo, en
lugar de concentrarse, se expande gra­
cias a la falta de acciones que podrían
mover la historia en un terreno veloz o
una dinámica que, al menos, ofrezca la
sensación de que la historia “va” hacia
algún lado. El joven se mantiene inerme
sobre el asfalto y, alrededor, se reúne
una variopinta selección de personajes
que, como en una puesta teatral, se in­
corporan al escenario. Estos personajes
indagan, sin ir demasiado lejos, por la
condición del joven. Alguno dice que
está vivo. Otros más se preguntan si
podrá sobrevivir mientras llega una am­
bulancia. Intervención tras intervención,
pregunta tras pregunta, queda claro que
ninguno de ellos hará mucho por el ac­
cidentado que, como una estatua, per­
manece en la misma posición, sin dar
señales de alguna transición o si lucha
por su vida.
Hasta esta parte, quizás el primer
cuarto de la novela, nos enfrentamos
a esta distensión del tiempo. El efecto
es llevar la historia a través de los diá­
logos y pláticas de los personajes que,
como un coro, se enfrascan en detalles,
nimiedades de sus vidas que llenan
líneas y más líneas. La preocupación
inicial es sustituida paulatinamente
por la curiosidad y, después, por una
apatía que, en algunos, se transforma
en odio. El cuerpo del joven pronto se
convierte en un problema con el cual
deben lidiar. Al llegar a este punto
comprendemos que la trama ancla sus
primeros supuestos en la poética kaf­
kiana. Personajes que, en lugar de ver
lo evidente, se concentran en parloteos
que conducen a callejones sin salida.
Panini pudo seguir esta línea hasta el
final de la novela y, quizás, exacerbar
con la caricatura la condición del joven
rodeado de un montón de personajes
cuyas prioridades tienen que ver con
todo menos con él. Sin embargo, cuan­
do los testigos están esperando la lle­
gada de una ambulancia, Panini hace
aparecer a un hombre vestido de frac,
capa y chistera que, además, está en­
vuelto por una niebla blanca olorosa a
azufre. El narrador, en tercera persona,
indica que, a pesar de lo sobrenatural
de la escena, las personas no se espan­
tan ni reaccionan a esta intromisión.
Más allá de que, según mi punto de
vista, el comentario del autor pudo ser
eliminado para que, quizás, las voces
de los personajes indicaran al lector
que la aparición no trastoca sus vidas,
a partir de este momento la novela deja
esa aparente homogeneidad construida
desde el comienzo y se encamina a un
nuevo rumbo.
Uno de los aspectos que tuerce un
poco la trama es, además de la apari­
ción del extraño, el lenguaje del narrador
que, sin ser barroco, ocupa giros retóri­
cos que no habían sido utilizados hasta
ese momento de la novela. El principal
es el uso del epíteto, es decir, definir o
llamar a un personaje por una cualidad
o característica. El hombre misterioso
–una mezcla de diablo con prestidigi­
tador– es definido una y otra vez con
epítetos que describen su apariencia o
su personalidad. Este recurso le añade
al tono de la narración un toque carnava­
lesco, una sutil exageración que indica,
tal vez, una dirección mágica o sobrena­
tural a una serie de eventos que aún no
se desprenden de su condición realis­
ta. El mago (voy a definirlo así ya que
el autor prefiere esta palabra en casi
toda la obra) se expresa en un lenguaje
elaborado, teatral incluso, que no sor­
prende a sus escuchas, cuyas expre­
siones tienden a la simpleza. El mago
comienza a despertar las dudas de los
testigos sobre la causa del accidente
del joven y, sobre todo, de su modus
vivendi. Sin una prueba irrebatible co­
mienzan a especular sobre las costum­
bres del accidentado. Cada suposición
negativa da paso a una peor hasta que
no hay vuelta atrás. El extraño, como pie­
za vigilante de que se cumpla el destino
cruel sobre el joven, aconseja, conduce
171
las intervenciones de los testigos que,
en la parte final de la novela, no tienen
dudas de sus suposiciones a pesar de
que estén fundadas en el aire. El joven
caído, desde su indefensión, capitaliza
todos los odios, miedos y supersticiones.
Llama la atención, además de los
elementos que describí anteriormen­
te, el uso de algunos recursos que tra­
tan de llevar la historia a un territorio
fuera de lo literario o, para explicarlo
mejor, llevar al lector a un sitio menos
directo y más sujeto a interpretaciones
amplias. Palabras que no se dicen y que
están marcadas por una línea que in­
dica una frase perdida. Es como si nos
enfrentáramos a un documento censu­
rado o, también, a un espionaje en el
que el mensaje, la información, sufre
mutilaciones. La sensación es atestiguar,
desde una estrecha rendija, la gestación
de un crimen.
Una vez terminada la lectura se des­
cubren dos líneas rectoras, las dos pie­
zas con las que juega Panini: atestiguar,
por un lado, cómo la atmósfera y el
linchamiento de los vecinos sigue sin
ningún sustento creíble y, por el otro,
comprobar si el mago es sólo un sim­
ple detonador de los prejuicios de los
personajes o si tendrá un papel más
activo en el futuro. Con la conclusión
de la historia nos damos cuenta de que
el mago es, simplemente, el espíritu de
la discordia que sólo hace visibles los
pensamientos más escabrosos de los per­
sonajes y logra que su contagio diluya la
responsabilidad que, en un origen, sien­
172
ten por el joven accidentado. En Masa
y poder, Elias Canetti trata de analizar
el comportamiento de las personas en so­
litario y cuando están sumergidas en la
masa. La responsabilidad se fragmen­
ta y los peores prejuicios salen a flote
cuando alguien encuentra un asenti­
miento o, por inercia, se suma a un es­
tado que puede ser psicosis colectiva,
revanchas absurdas o, simplemente, el
deseo de congeniar con el otro para no
estar fuera de la comunidad, no ser vul­
nerable y, tal vez, evitar ser la próxima
víctima. Esta problemática, por desgra­
cia muy actual, se mueve tras las pági­
nas de La hora mala.
Habrá algunos lectores que encuen­
tren forzada la intrusión del mago pues
su propósito –impregnado de un halo
fantástico que busca la ambigüedad–
es desatar reacciones que podrían des­
encadenarse gracias a los propios pre­
juicios de los testigos, sin necesidad de
ningún acicate extraño. Sin embargo la
función del mago, según mi entender,
enlaza cierta experimentación del rela­
to que encuentra vasos comunicantes
con los pies de página, el pequeño pa­
saje en el que Luis Panini se mete en
la narración y discute con la voz que
lleva la historia y, finalmente, la serie
de equívocos, partes ocultas detrás de
rectángulos negros, entre otros acciden­
tes que forman una segunda vertiente
en la apuesta del autor. Quizás estos
cortes en el camino, estas intrusiones
en la narración, podrían explotarse
más si no sólo fueran incidentes ais­
lados en la linealidad de la historia.
La extensión de la novela, 167 páginas
que podrían ser muchas menos con un
trabajo editorial distinto, limita la in­
clusión de estos breves experimentos.
La hora mala es, como lo mencioné
al principio de esta nota, un leve giro
en la narrativa de Luis Panini. Se man­
tiene la crítica social sin caer en un di­
dactismo ramplón y, por otra parte, el
estilo narrativo explora lo fantástico y
algunos matices coquetean con lo ale­
górico. En mi papel de lector me gusta
más esta segunda posibilidad: pensar
en un mensaje cuyo poder radique en
un espejo en el que podamos vernos
desnudos y que el símbolo sea el que
perdure en la mente después de la lec­
tura. Me parece que este aspecto es la
promesa que deja esta novela.
La crítica divergente
I gnacio O rtiz M onasterio
Héctor Iván González, Menos constante
que el viento, Abismos Casa Editorial,
México, 2015, 204 p.
No dudo que la literatura cumpla fun­
ciones psicológicas y sociales funda­
mentales. Para muchos escritores, es el
medio a la visibilidad, una manera de
llamar la atención, de figurar o al me­
nos no pasar desapercibidos, un último
recurso, el yawp bárbaro de Whitman.
Es a veces, también, la única manera
de decir algo, de sacarlo, como si de
verdad pronunciar equivaliera a expul­
sar, a exorcizar. Puede ser también la
única realización soportable de ciertas
fantasías, es decir, soñar despierto. So­
cialmente, la literatura es una ruta de
escape, es evasión. Si la humanidad man­
tiene un mínimo de cordura es gracias,
en parte, a las dosis de delirio inofensivo
que permiten los libros, el cine, el teatro.
Es también discurso: las novelas, los
poemas, los ensayos modulan creencias,
orientan ideas, regulan emociones. La
literatura cumple todas estas funciones,
pero al menos para quienes la estiman,
para los que ven en ella no un medio
sino un fin último, por romántico que
suene, no para los sociólogos, ni los an­
tropólogos, ni los politólogos de la lite­
ratura, ni siquiera para sus filósofos,
sino para quienes, por ejemplo, la leen
y la agradecen en secreto, la literatura
sería muy poca cosa si no fuera ante
todo un placer, quizás el más sutil, el
más sofisticado, junto con las demás
artes.
Otro tanto hay que decir de la crí­
tica literaria. Sí: la crítica es para el
individuo que la ejerce un rito de apro­
piación, una forma de poseer la obra
mediante la observación, el saber, la
sensibilidad, el tacto casi, como en el
amor, sello definitivo de una relación
personalísima. Es camino de rigor a la
sabiduría. Es a veces arte por derecho
propio: creación que incorpora las pie­
173
zas recombinadas y resignificadas de
un producto previo. La crítica, al mis­
mo tiempo, arbitra las relaciones entre
autor y sociedad. Para bien o para mal,
marca cauces para el gusto colectivo. Le
resuelve a la gente un problema para el
que no tiene tiempo ni, con frecuencia,
aptitud: qué leer, cuáles novelas acometer
primero, a qué poeta escuchar. Hallar
al menos un crítico en quien confiar ten­
dría que ser asignatura de cualquier afi­
cionado a los libros. La crítica verdadera
incomoda a los poderes culturales: ca­
sas editoriales, canales de comunica­
ción, autores consagrados, reseñistas
notorios. Llama a la rebelión intelec­
tual y emocional. Sin una crítica viva,
justa pero certera, el medio de las letras
no puede gozar de salud. Tampoco, me
temo, la sociedad en general. La crítica
es fundamental para quien la practica
y para la polis toda. Sin embargo, para
ese mismo género de románticos, esa mi­
noría aparentemente ociosa, esos perse­
guidores de quimeras –los mismos, se
olvida, que con sus creaciones distraen
a las masas y a los poderosos de las mi­
serias diarias—, para ellos, si la crítica
literaria no es ante todo una inflama­
ción del entusiasmo, un rebote lúdico,
unas horas en el parque o un paseo, no
es nada y de nada vale.
Etimológicamente, divertirse signifi­
ca ‘irse por varios lados’. Menos constante que el viento es un ejercicio de
divertimento, justo en este sentido. El
autor toma una senda, la recorre sin
premura, llega a un cruce, se desvía,
174
salta a un camino principal, baja por
él, se detiene, se tira bajo una sombra,
reemprende la lenta marcha, regresa
sobre sus pasos: en suma, se disemi­
na. Va de un lado a otro siguiendo su
curiosidad, como él mismo ha dicho,
y al hacerlo experimenta el otro matiz
del mismo término: se entretiene, se in­
corpora al torrente lúdico de la crítica.
Lo primero que Héctor Iván González
hace en estas páginas es citar a Michel
de Montaigne. Lo siguiente, distinguir
entre autores exhaustivos y dispersos
mediante una prosa satisfecha y co­
loquial que remite sin remedio al en­
sayista francés y, en particular, a las
meditaciones sobre su propia escritu­
ra. Nada de esto es gratuito. Libro “zi­
gzagueante”, de “amplia frecuencia”,
dado al placer y de título afortunado
además, Menos constante que el viento
pertenece al género de pensamiento
inaugurado por Montaigne.
No hay que caer en el error, sin em­
bargo, de confundir el juego con la anar­
quía, la diseminación con la dispersión,
el antojo con el apetito indiscrimina­
do. Héctor Iván habla en su prólogo de
azar, de sus propias “conductas alea­
torias”. Yo no diría “azar”. El gusto y
los impulsos pueden conducirnos por
lados inesperados, pero no ciegamente.
Buscan su satisfacción y saben que no
podrán tenerla en cualquier parte. Por
eso este libro vuelve, una y otra vez, so­
bre la literatura argentina; por eso nun­
ca abandona del todo la mexicana, por
eso recurre siempre que puede al orbe
lingüístico y cultural francés. En lo tem­
poral, domina el siglo xx. Hay asomos a
la Grecia clásica, a los albores del hu­
manismo italiano, a la segunda mitad del
xix. ¿Dónde están los románticos alema­
nes o el Renacimiento estadunidense,
entre tantísimos otros movimientos que
el autor, en su excursión, decide pasar
de largo? Sería absurdo pretender que
lo abarcara todo, pero hay obvias pre­
ferencias.
La distancia focal no es menos cam­
biante: en el libro de Héctor Iván hay
close ups que escrutan un solo libro de
Paz, que disecan minucias de su expre­
sión poética; planos medios para seguir
muy de cerca el drama de Jean Genet
o Alfred Dreyfus; planos abiertos que
sitúan a un autor como Dante en su cir­
cunstancia social; o planos panorámi­
cos, por ejemplo el que comprende a la
literatura latinoamericana. Sin embar­
go, creo advertir en Héctor Iván cier­
ta debilidad por el acercamiento, por
la toma íntima, afectiva. En cantidad,
predominan sin duda los textos que im­
ponen una mínima distancia crítica. No
así en calidad. A la observación estric­
ta, documental, de la poesía de Paz, a
la disección justa y ordenada de la na­
rrativa argentina, a la revisión histórica
y distante de Dante, se contrapone el
encanto ante la narrativa completa de
Del Paso, el elogio a William Faulkner
o la entusiasta descripción del trabajo
de Michon, pero sobre todo se contra­
ponen los retratos literarios, menos lla­
mativos tal vez pero más entrañables,
por cálidos, por cordiales, de personas
–que ya no personajes– como Manuel
Vázquez Montalbán, como Pura López
Colomé, como –de un modo extraño– Ne­
llie Campobello y Charles Baudelaire.
Es en este registro, el de la admira­
ción pero también el de las afinidades
electivas, que Héctor Iván González pro­
duce su prosa más lograda. No sólo en
términos estrictamente gramaticales. Aquí,
como una planta que encuentra al fin
las mejores condiciones ambientales,
la escritura de este autor aflora plena­
mente. Ya no es escritura de asomos y
despuntes, es creación completa. Hay
críticos que consiguen su tono más
asertivo, más logrado, en la adversidad,
en el choque, la denuncia. Héctor Iván
lo consigue, me parece, en la concordia,
por inverosímil que esto parezca. Menos constante que el viento abre, sí, con
ánimo un tanto beligerante. Remata,
sin embargo, con uno reconciliador. El
dejo de incredulidad ante la poesía de
Octavio Paz da paso, poco a poco, a la
fe en Baudelaire. Y por alguna razón,
por obra de la inspiración o porque la
simpatía demanda canales finos de ex­
presión, encontramos de este lado el
verdadero estilo, la palabra preñada, es
decir el lenguaje literario.
Doy sólo unos ejemplos. De López
Colomé dice que se mueve en sentido
opuesto al público, “como si su poesía
formara parte, más que de actos mul­
titudinarios, de pequeñas confesiones
que se entonan con mantilla y velo [cuan­
do] rompe el alba”; se refiere a la luz,
175
“no la simple, sino la que ha sido alte­
rada por el ventanal de la conciencia”;
aclara que en esta obra “siempre es
una primera vez (…), siempre hay un
encuentro inaugural, un dejarse ir sin
saber si se irá a volver. (…) se siente
que el espíritu o, si se prefiere, la dis­
posición de Pura leva alas, empieza a
elevarse”.
De Las flores del mal dice que es “la
más grande e irrefutable respuesta que
haya dado el hombre a la industria.
Baudelaire es el primer autor en per­
cibir que hay más de una manera de
morir, pues en su concepción la muer­
te no era el final sino el salto a algo
distinto; (…) en la industrialización,
ve la más rotunda manera de perecer,
de disolverse en la masa sin dejar una
sola huella”. Y remata: “Por eso, cuan­
do Baudelaire regresa de la Dinamarca
shakesperiana, escribe un carpe diem a
su bella enamorada, Jeanne Duval, el
poema más tierno y más amoroso, el más
real que se haya escrito jamás”, aquel
que “desde el segundo círculo de In­
fierno envidiará Petrarca por los siglos
de los siglos”.
Por congruencia y por amistad, no
debo dejar de decir que a mi parecer al­
gunas oraciones y párrafos del libro ad­
mitirían ciertas modificaciones, ciertos
ajustes de índole estrictamente sintác­
tica. Tampoco, que de cuando en cuando
el hilo del argumento parecía perderse,
como en el primer ensayo, subordinado
tal vez al entusiasmo, al zigzagueo por
lo demás positivo del que hablaba al
176
principio. Hay, por supuesto, opiniones
con las que no coincido; de eso se trata
en parte el género ensayístico. Pero re­
conozco también el notable bagaje de
lecturas del autor, que se asoma tanto
aquí como en la conversación; su espí­
ritu crítico, es decir receptivo pero tam­
bién polémico, reflexivo, inquisidor; su
talento literario, que es prácticamente
una vena poética, y lo que es tal vez
más importante, su amor al oficio. Menos constante que el viento es un libro
en el que alientan estos atributos. Hay
páginas, muchas, en las que los vemos
cristalizar. Tal es el fruto del juego, del
irse por varios lados, de una personali­
dad inquieta, infrecuente, inconstante.
Celador de monstruos
G erardo M onroy
Álvaro Luquín, Panóptico, Bonobos Editores,
Toluca, 2015, 71 p.
Vigilarlos e ir diciendo: ya verán, van a
oírme. Desde la torre central de su pa­
nóptico, el vigía ha ido recogiendo las
observaciones sobre las criaturas que
se le han dado. Parecen yacer, pero se
mueven, con pulsiones ignaras o deseos
preconcebidos, cada una en lo suyo, en
sus estragos, en sus pretenciosas ob­
tenciones. Pululan por las crujías, en
los patios o en las celdas sin saber que
forman parte de una construcción ce­
rrada y perversa. Eso al vigía le place:
ver a esos seres retorcidos, maniatados
o irrelevantes sin que se den cuenta.
Pero, ¿quiénes son esos personajes?
Furias surgidas de los fondos del vigía
mismo, individuos que acaso existieron
o figuras venidas de relatos oídos, im­
presos o aparecidos en pantallas: per­
sonajes asimilados por quien los mira,
los narra y quisiera expelerlos. Acaso
expiarse en ellos.
Álvaro Luquín propone una serie de
relatos que a la primera no se sabe de qué
tratan ni quién son sus personae –acaso
personajes ya extraídos, devorados por
él en quién sabe qué años de ocio o de
estudio, de ansia o desbalagamiento–.
Esos relatos están bien contados: rit­
mo, mesura de las pausas, brevedad. Y
ya en una ociosa relectura uno advierte
que nos está cuenteando. Ajá: “sus” per­
sonajes son inventados de otras inven­
ciones; sus “personas” son extirpadas
de otros encuentros; sus decires juzga­
torios vienen de un rechazo a no acep­
tar su propio devenir. Es complicado,
hubiera dicho en una declaratoria del
feis. Pues sí y no.
Estas cosas, con sus rispideces, han
sido puestas con perspicacia. A veces
ni se le entiende. Allá él.
Tendían los posmodernos –ya se les
cayó el garlito– a formular, enredados y
enredando los lenguajes –ay, le lieu, el
no saber ya más entre tanta tradición y
tanto léxico–, a hacernos tragar la rue­
da de molino de que cualquier cosa va­
lía; que todo valía lo mismo; valía ma­
dre (aunque nunca hubo un franchute
de aquellos que pudiera decirlo así, en
mexicano, con todas las letras que eso
significa: vales madre –y punto–. Pues
no: dado que su característica es la lo­
gorrea. –Cuando ya no hay nada que de­
cir, la agarran contra “el vacío”–; cosa
que ni Camus ni Duras ni Yourcenar ni
Tournier, p. ej., en el segundo siglo xx
padecieron).
En cambio, Luquín comienza cantán­
dosela a no sé quién con un: “Y Él dijo:
tus muertos me la pelan”.
Pues, ¿qué pasó? Y luego vienen las
historias, por si con eso no bastara.
De qué se trata todo esto. De una re­
tahíla de versos bien pringaos de restos
humanos o meras resonancias acompa­
sadas, imaginaciones casi del estro de
los pueblos. O nociones colocadas con
precisión para sacarse sus “fantasmas”,
vengarse de quienes lo despreciaron o
meramente bulear a quienes no se me­
recieron su caletre. Misterios y más
misterios.
De todas maneras, pues este poeta
tiene buenas armas, debemos recono­
cer que el libro cumple varias “funcio­
nes”: incita la curiosidad, nos remite a
la relectura –pues casi cada una de sus
frases nos ilumina o nos impulsa a se­
guir–, propicia la fantasía de la ambi­
güedad en dos sentidos: o conocemos
las historias aludidas ya tergiversadas
y estamos a veces ante una historia-ja­
más-contada o de plano ante un texto
al que más le valiera no haber nacido.
177
E pur: hay una excitación por el re­
conocimiento de las historias, de las
ficciones y de las falsedades –sean del
autor, del narrador-poeta, del plagiario
innovador o del mero farsante pessoes­
co, borgesco, vila-matesco, gente que no
tenía ya nada que decir, y sin embargo
se apretó el cinturón e intentó sacar de
la libresca visa algo de vis o a la bis­
conversa. Nunca se sabrá.
Van unos pasajes: “¿Se fue en el fra­
gor que soltaste al parirlo? / Tiene mie­
do, está en la misma de siempre. / Por
esa cuestión es la distancia / y tiembla
cuando apareces.”
Qué tal. Así, lectores, uno se queda
impávido. Pero hay que entrarle. Hay
mucho, muchas, muchos más. Pues co­
mo ya se ha dicho, aquí ulula un mundo
de seres primigenios, esclavos, malale­
ches de ambos sexos, incróspidos, fue­
gos-fatuos, promesas derretidas, malas
visiones, lecturas bien habidas y pan­
tallas que hacen buenas fintas a los
solitarios o a los desagradecidos. Salte­
mos a cualquier página: “Le exhumé el
esqueleto con mucho esmero”.
Aciertos diré; deformaciones.
No. Para qué. El libro no presta tan
fácil. Y eso pareciera ser bueno. Enton­
ces: ¿es una más de las embusterías que
quieren pasarse por poemas?, ¿la gran
cosa que se hace hoy, lo último del
universo en todas las lenguas. Así sea,
como es, en la pobre provincia del es­
pañol, por más que tanto y más y tanto
se le hable y le estudie en Peralvillo o
en Austin. (Habría que decir que este
178
poeta le debe un buen al maléfico Li­
zalde: ese aparente no querer cantar,
sino burlarse, pero cantando bien en
líneas bien contadas; ese aparente no
creer sino en secas ironías más que
pintadas –y uno se mancha con la pin­
tura fresca–; ese estarse desde una to­
rre –desde el peor de los tugurios: no:
vil cantina, vuelta ilustre por la pala­
bra impresa de un poeta– y acabar, no
como su maestro secreto ya viejo ha­
blando del amour, sino apenas veintio­
choañero, burlándose del futuro, como
si de veras lo supiera.
Vamos: es para pararse de pelo a ba­
rra y decir: no me den agua:
Ya sé que me estoy viendo.
Como tantas veces –no todas– el ven­
gador es un cobarde: ya sé cuánto no
me dieron; ya sé que se fueron y me la
pelan; y ya sé que puedo revelar sus
seres frustráneos a través de mis ficcio­
nes –o acaso el poeta no acaba de darse
cuenta de que es al revés; o quizás sí,
y qué alegría solapada: revelo mi ser
frustráneo a través de seres idos. Y bien
idos. O falsos: igual.
Peccata minuta: Podemos consignarlas,
pues dice el colofón que la edición “es­
tuvo al cuidado del autor y los editores”.
Remate de verso: “para imponer su
triste media noche”; aunque no es del
todo un error, es preferible la sola pala­
bra que el uso ya consagró, para evitar
confusiones: medianoche. (Además no
tiene sentido partirla ni le añade algu­
no al poema.)
Otro: “No es acción de caridad ni
martirios al tanteo / o al ái se va”. Esta
forma tan usada en el Altiplano Central
mexicano del adverbio ‘ahí’ no tiene
por qué llevar tilde ya que se ha con­
vertido en monosílabo: ai se va.
Luego este: “y no hay quién corrija
ese detalle”. Ahí en el poema no; pero
acá sí: “y no hay quien corrija ese de­
talle”.
Una aludiendo al dictum de Silesius:
“o es sin por qué?” No: “La rosa es sin
porqué”. Quisiera citar el poema en­
tero; pero no: “La flor aprehendida en
meditaciones (…) o es sin por qué?”
Ya con eso.
Otra cosa a la que nuestra generación
–vaya palabreja prostituida– pareciera
estar obligada –me refiero a los naci­
dos en los ochenta– es saber toooodo lo
que se puede saber, si se puede antes
de los veinte… Y cuando ya nos damos
cuenta, gracias a la web, lo seguimos
intentando. Ya: no exageremos. Cada
generación hará sus traducciones, dijo
alguien. Y de eso se trata. O ¿todavía
alguno creerá que hay algo por descu­
brir? Nada: hay que seguir escribiendo
para el modo –con nuestros modismos,
claro–, la visión en que ahora capta­
mos la luz, aquello que podemos oír en
medio de tanto ruido y tanta “informa­
ción”. Volvemos entonces a lo mismo
que dijeron las sucesiones clásicas:
esto somos y oye; o bueno: oye: a ver
qué somos. Luquín está haciendo eso
–entre varios otros conocidos y por co­
nocer–, al menos con su Panóptico.
De todas maneras, hay algo de miedo
en este libro: si un coetáneo, por más
bien que escriba, puede –a pesar de
tantas miserias, vilezas y agresiones del
siglo– ponerse a mirarnos como si nada,
como si acaso alguien pudiera construir
su panóptico e incluirnos –horror–, qué
será de nosotros los observados –vale
madres el tímido que se enmascaró en
sus personajes–, si cualquiera puede
decir una neta, por más irónica o venga­
tiva que pudiera ser, y lo peor: cantada
con sutileza: qué diablos nos esperan.
Ahí está el celador: él es el monstruo.
Será más justo decir –finjamos que al
menos en el mundo poético existe la jus­
ticia–: el celador es el monstruo, pero
igual los reos y el presidio. En su des­
cargo, está la visión. Y con ella, un jue­
go del estilo. Invención de personajes
y erección de un pequeño infierno de
ladrillo verbal. Asu.
Terminaré con unos cuantos versos
precisos entre todos los maliciosos en­
tretejidos de este libro –también uno
tiene sus haberes por venir y sus des­
dichas por cantar, aunque sea de modo
socarrón –y al final hiriente– como hace
éste: “Perdura un resplandor / inunda
esferas con higiene industrial. // Pero
no hay nada en la oscuridad / salvo esas
miradas de óxido y frío”.
(Me acordé de Gamoneda.)
179
De otros órdenes
G erardo L ino
Luis Vicente de Aguinaga, Orden aleatorio.
Cincuenta poemas (1989-2014), unam , México,
2015, 104 p.
Una palabra no dicha atraviesa este li­
bro: desasosiego. También la voz nostalgia, callada, trasmina sus arquitecturas.
Igual esplende la sigilosa bienaventu­
ranza. Porque hay aire por todos lados;
mucha agua; personas. Penumbras, lu­
ces, acallamientos: relato, introspección
y canto.
A la altura de los raros narradores, es­
tos poemas infunden atmósferas; algunas
reconocibles, si la voz poética usa tér­
minos cotidianos; otras, no: combinan
significados en apariencia no conexos
o, mejor dicho, que no se habían conec­
tado de esta forma. Algunas atmósferas
refieren guerras todavía no historiadas;
luchas en playas sin mares, en golfos
sin costas; o rodeados por las aguas, los
incomprendidos personajes, moviéndo­
se sin comprender, ya han dejado su
huella en una memoria que sólo pudo
imaginarlos –precoz lectura–. Son los
sitios de la noche de los tiempos de un
niño soñador, de un adolescente que,
claro, siente las dificultades del creci­
miento, para años después asomarse a
su propia fugacidad. En otros casos es
nítida la historia, cercana, tanto como
la extrañeza que aleja a los hermanos,
el juego en que dos amigos se aventu­
180
raban en la inmensa vida por venir, o la
sensación de estar en un lugar con los
pies, que son también extraños. Ínsu­
las extrañas son estas atmósferas. Y no
obstante, segregan con su aire un deseo
por regresar.
Quien escribió estos poemas –y quien
se sumerja en ellos– sabe que nunca se
regresa, por aromadas o fétidas, oscuras
o lucientes que hayan sido tales situa­
ciones; sólo tiene el recurso de volver
a leer o reescribir. Así hojea y elige –al
azar o en otro orden (oigan cada síla­
ba)–:
No entrar. Quedarse a punto. Ahí:
donde consienta el misterio la pobreza
del oro, el fondo
insípido del vino.
Ir. Cada vez
más despacio.
Luis Vicente de Aguinaga escogió,
descartó y desordenó, de la selección
propuesta por el editor Víctor Cabrera,
cuarenta y cinco poemas de los libros
que ha publicado desde 1989 hasta 2014,
además de añadir cinco que no habían
sido integrados aún: cincuenta poemas
espigados de su escritura en un cuarto
de siglo. Avisa que los barajó, como si
hubiera dejado al azar todo y el resul­
tado fuera esta reunión de su trabajo
poético; pero hay un ordenamiento a la
vez adrede: el libro tiene cinco partes;
cada una abre con un poema de El agua
circular, el fuego (1995) y cada una cie­
rra con uno de Séptico (2012). Al trans­
currir las lecturas, puede percibirse
que hay una asociación a veces incons­
ciente y, otras, con el propósito alevo­
so de poner juntos poemas que alguna
relación tuvieron antes de conocerse
entre sí, vaya: antes de que su autor los
tuviera juntos a la vista por primera o
enésima vez. Esta colección entonces
obedece bien a su título o al revés, el
título al conjunto –que no pretende ser
una antología ni suma ni cosa definiti­
va, pero tiene la cualidad de mostrar a
los lectores la diversidad y la unidad
de una obra.
Puede ser desconcertante la lectu­
ra de una selección de poemas hechos
durante veinticinco años. En primera,
porque su autor ha explorado varios
abordajes, ha cambiado sus enfoques
y, como en este caso él mismo recono­
ce, ha vivido tiempos diferentes o “han
pasado muchos tiempos: el de las ex­
periencias, el de los gustos, el de los
intereses, el de los estilos”. En segun­
da, porque el desprevenido lector pue­
de muy bien haberse asido del tono del
primer poema que cayó en sus ojos –sea
el que se colocó al principio o cual­
quiera que al hojear el volumen le hu­
biese llamado la atención– y luego dar
con otro cuyo léxico, tono y ambientes
difieren como si se tratara de autores
disímiles –a primera vista, claro–. En
tercera, porque las expectativas de quien
se acerca al libro, sea porque le intere­
sa este poeta, sea porque las reseñas
alusivas lo han orillado a indagar en el
libro de marras, traen antes de la lectu­
ra cosas que acaso el libro no tenga. Y
en reversa, porque nunca se sabe qué
va a pasar con uno al entrar en un li­
bro –aunque ya de eso el poeta no ten­
ga por qué responder–. Cada lector lo
verá con su ritmo, a su modo y en su
momento.
Decía: puede ser; Orden aleatorio lo
es: desconcierta: por las razones acá
expuestas o algunas distintas que cada
quien pueda encontrar; pero por enci­
ma de ellas, el desconcierto conspicuo
se presenta por una paradoja: raras ve­
ces se halla un libro antológico –de un
cuarto de centuria– en que el rigor y la
soltura, el conocimiento y la duda, los
definidos ritmos, los asuntos, los vo­
cablos, preserven su sentido prístino,
como si nunca hubieran sido puestos
por escrito, como si el tiempo no fuera.
Pensé en desasosiego, la palabra no
dicha:
cuánto tarda un minuto en ser un año,
cuánto tarda uno mismo en ya no serlo.
Oí la voz nostalgia:
¿Quién canta ahora? No las gaviotas que
trabajosamente mascan su miseria. No
las nubes, mudas excavaciones en los
ojos del ángel. No la resina que arde
en las linternas. No las redes ni el pez
estrangulado.
El árbol sí, pero inaudible: arde. Igual a
una apuesta que al despertar se pierde,
igual a quien la sueña, que ha de lavar
por la mañana su rostro de aventura,
el árbol.
Mencioné la sigilosa bienaventuranza:
181
El mundo era otro mundo.
…
Incluso los mendigos y los bancos,
que siempre son iguales,
…
Que todo se perdiera
qué importaba:
la vida o el amor o Amado Nervo.
La canción importaba
contigo viéndome de cerca,
yo viéndote mirarme
y marzo siendo marzo para siempre.
Porque hay aire por todos lados; mu­
cha agua; personas.
Penumbras, luces, acallamientos: re­
lato, introspección, canto.
Y una euforia suscitada por ciertos
poemas –esto es raro–, que provocan la
tentación de escribir.
Me evitaré el trabajo de analizar los
metros que Luis Vicente de Aguinaga
usa con viveza, conocimiento y hasta
perversidad –pues los oídos desatentos
creen que todo es “verso libre” y para
los posmos cualquier cosa vale lo mis­
mo; o los irresponsables publican con
denuedo ignorando qué es un endeca­
sílabo (o sabiéndolo, pero dejándonos
fríos), cuáles son los acentos de un ale­
jandrino; o tantos se quedarían perple­
jos al leer el dictum de Mallarmé: “Eso
de la prosa no existe; existe el abeceda­
rio y versos más o menos estrictos, más
o menos difusos” (de mi mal pie-de-laletra)–. Ya los escoliastas dedicados
harán el estudio de las tradiciones que
vienen a encontrarse en el patio –ce­
mento y hierba– donde este poeta jue­
182
ga, padece y escribe (por supuesto que
también se equivoca; tarea para la hora
del recreo).
Por cierto: hay un humor ni ácido
ni alcalino en ciertos momentos de sus
versos; un humor que no se sabe ya si es
de melancolía o resistente derrota frente
al mundo tal como es, ganas de rehacer
el tiempo, provectudes ante rem para
reír como si nada pero tan callando;
un humor tan proporcional a quien fue
acelerado –ya había publicado su Noctambulario a los ¡diecisiete!–, ha oído
tanto las canciones, ha leído a fondo
los clásicos y sus derrumbes –nótese lo
seco de las rolas dylanescas & sucs.–;
un humor que agradece ser corpóreo y
a la vez ya no sabe qué invectivas decir
ante la muerte; un humor al fin yecto
en su decir, atento a sus olvidos y espe­
rando siempre que pueda escribir otro
poema que no hubiera existido.
De ahí la incitación: para aquellos
que no lo hayan leído, para quienes han
seguido sus publicaciones o para esos
que se han asomado circunstancialmen­
te a los poemas de Luis Vicente de
Aguinaga, este libro puede llevarlos a
examinar en las ediciones precedentes,
a cuestionar sus transcursos, a conocer
la poesía actual fuera de los lugares co­
munes.
Desconcertante por bien concertado,
concertino rebelde –sin gritar–, acucio­
so, dado al desorden –metódico cual
más–, tan propio como loco, sereno
como los más altos rockeros, estricto y
cantábile.
Séptico ya nos anuncia sus mejores
entreveramientos, se dejará de solemni­
dades adolescentes y acaso se acercará
al sinsentido pero mostrándolo, que nos
hace falta, con canciones en medio de
tanto silencio inhumano, ese fondo don­
de nadie dice nada. (¿Quiénes pueden
meterse en esas aguas arenosas con el
aire suficiente?) Anuncia, como podrá
ver quien se entregue a su lectura, una
libertad mejor –hay quienes creen que
con decir nada se cambia; hay quienes
escriben para que algo cambie; hay
la nada, lo fugaz y lo cierto, leyes del
azar–, con sólo poner esto al morir un
perro y qué ocurre con su pulga:
Se quedó abajo de la cama
con su pepsi de un litro y sus galletas,
tarareando una cumbia indestructible.
Sin el perro está sola como un perro.
Santo remedio, porque busca otro perro.
Y en el orden que sea.
En tránsito
J osé I srael C arranza
Gabriel Bernal Granados, Murallas,
conaculta, México, 2015, 88 p.
Lo propio del presente es ser irrecono­
cible. El instante, que, suponemos, nos
contiene, absorbe en tal medida nuestra
atención que resulta imposible presen­
ciarlo. Aun el instante en que nos pro­
ponemos sorprender al instante queda
ya a años luz de éste, que ha empezado
a disiparse y en cuyo lugar comienza a
perfilarse la figuración que lo reemplaza­
rá o, lo más probable, la tenaz expansión
del olvido. Miremos en este momento
nuestras manos: ya no están ahí. Apa­
guemos el ruido circundante para oír
solamente la voz que nos llama: esa voz
que pronuncia nuestro nombre ya se fuga
hacia un pasado remotísimo, nosotros
mismos nos hemos borrado. La música
se sostiene sobre la angustia extremosa
de su propia desaparición, y algo pare­
cido ocurre con las palabras (éstas que
aquí van quedando escritas, por ejem­
plo, o, mejor, las que creemos que es­
tán impresas sobre las páginas del libro
Murallas, de Gabriel Bernal Grana­
dos): mientras acontece la lectura –tus
ojos al recorrer esas páginas–, las pa­
labras van siendo suplantadas por las
figuraciones que nos llevan a hacernos,
nunca sabemos cuáles son en realidad
ni qué nos dicen. Sabremos, apenas, o
creeremos saber, lo que nos hicieron
representarnos. Pero eso basta, y acaso
nos salva de caer en la cuenta de que
no podemos sino existir de ese modo:
gracias a la memoria, menos o más de­
ficiente, que preservaremos de su paso
en nuestras inmediaciones, siempre e
irremediablemente ciegos al presente.
¿Quién es capaz de percatarse, pon­
gamos, mientras está haciéndolo, del
tránsito entre la infancia y la adoles­
183
cencia? Tal vez sea el tiempo en que
menos capaces somos de tratar de poner
atención. El mundo está cobrando forma
a tal velocidad que apenas alcanzamos
a oponerle nuestra perplejidad y nues­
tra ignorancia. Entre el motín de los
sentidos y la conflagración de los mie­
dos nuevos que descubrimos, trocamos
las certidumbres con que veníamos por
otras, más precarias, que fulguran sólo
para inmediatamente hacerse pedazos.
Ese mundo es ya los escombros sobre
los que vamos a toda prisa, y sólo habrá
modo de saber de él cuando hayamos
dejado atrás su violencia y, en la dis­
tancia ganada por la edad, volvamos la
mirada para ver qué quedó en pie y quié­
nes sobrevivieron. Asombrosamente, so­
brevivimos nosotros –o eso parece–,
y podemos intentar dar cuenta de lo
ocurrido. Yo sospecho que algo pareci­
do es lo que debió sucederle a Gabriel
Bernal Granados para que escribiera
este libro; lo sospecho porque los tre­
chos de su edad parecen coincidir con
los que va cubriendo la edad de quien
narra la mayor parte de estas historias:
un muchacho que en 1985 pudo andar
por los doce años, que para 1990 habría
ido terminando la preparatoria, y que
entre esos dos momentos, marcados
por los sismos que reventaron la Ciu­
dad de México y la afirmación de Car­
los Salinas de Gortari en el momento
histórico que antecedería a otro sismo
que reventaría al país (en la cima de
la montaña rusa donde estábamos por
precipitarnos al asesinato de Colosio,
184
el alzamiento zapatista y la entrada al
Tratado de Libre Comercio), vivió los
azoros cardinales que ese tránsito re­
solvería en los fundamentos de una for­
ma de ser.
No sé, desde luego, en qué medida
los recuerdos de Bernal Granados sean
leales a su formulación, y tampoco ten­
go cómo asegurar que efectivamente el
recuerdo sea la materia prima de estas
historias. Pero hay, me parece, un ta­
lante memorioso que deliberadamente
prima sobre la ideación de lo narrado,
y, al margen de que aquello que llega­
mos a saber sobre este muchacho ten­
ga o no verificativo histórico, lo cierto
es que ese talante convida a aceptarlo y
promueve el ejercicio de la propia me­
moria. Por eso me parece una fortuna
que podamos leer este libro siendo es­
trictos contemporáneos del autor (y, en
mi caso particular, puesto que nací sólo
un año antes que él, me felicito espe­
cialmente por hallar aquí un acceso a
mi historia): las mejores experiencias
de lectura son aquellas que acontecen
sobre el examen de nosotros mismos, y
en ese sentido este libro, que bien pue­
de tenerse como una obra de iniciación
o de aprendizaje, incita –y lo hace de
forma emocionante, entrañable– a una
revisión de la educación sentimental
facilitada por el reconocimiento de un
mundo por el que también pasamos y del
que acaso sólo podamos enterarnos al
verlo así fraguado, tras una indagación
poética de sus sentidos y de la medida
en que cuenta como causa para ser lo
que somos y lo que hemos sido. Claro:
habrá otros lectores que no procedan
del mismo tiempo y no hayan tenido que
pasar por esos mismos escenarios, pero
también a ellos estoy seguro de que ten­
drá que concernirles igualmente –y con
semejante intensidad– cuanto le pasa
a este muchacho. Que se enamora, por
ejemplo, o que bordea los desfiladeros
precarios de la amistad, o que intuye
cómo detrás de la apariencia de las co­
sas hay siempre una verdad cognosci­
ble únicamente por mediación del arte,
o que descubre que las palabras de las
que disponemos para la nominación de
la vida pueden ser tan importantes co­
mo la vida misma (oye, por ejemplo, la
traducción que Radio Futura hizo del
poema “Annabel Lee”, de Poe, y en­
tiende que en esas palabras el amor se
hace tan tangible como habría de serlo
en la blancura de los dientes de la son­
risa amada).
Entreverados por la reiteración de
ciertas presencias y, especialmente, por
una voz que comparece en la primera
persona o atestigua desde la tercera,
pero sin dejar de ser la misma, los re­
latos de Murallas sugieren una empre­
sa de reconstrucción de hechos y de
búsqueda de sentidos que es, a la vez,
la mostración de las evidencias íntimas
de una identidad. Como dije, es la his­
toria de una forma de ser, y conforme
esa historia se revela va cobrando im­
portancia una sólida conciencia de la
fabricación poética que consigue. Para
eso sirve recordar –si éstos son recuer­
dos, pero incluso si no lo son: lo pare­
cen y eso es suficiente–: para que el
lenguaje que da cauce a la invención
se afirme en sus descubrimientos inusi­
tados y así llegue a impresionar perdura­
blemente nuestro entendimiento y nuestra
emoción. Las vidas que vemos entre­
cruzarse con la vida que aquí transcurre
(los amigos de la adolescencia con todas
sus improbabilidades, el peluquero de
siempre, el boxeador cuya derrota es tan
honda que el muchacho que la vio tiene
los golpes marcados en su propio cuer­
po, la mujer irrecuperable cuyo pasado
imaginado es más neto que el que ha­
bría podido informar ella, etcétera), así
como esa misma vida que atisbamos al
tiempo que se rehace en la consigna­
ción de sus momentos misteriosamente
más significativos, se vuelven memora­
bles por las palabras en que terminan
consistiendo. Como por lo general ocu­
rre con el pasado y con la nostalgia que
animan las reconsideraciones que ha­
gamos de ese pasado: importan por las
palabras con que nos quedamos para
creer en lo que fuimos. Y las palabras
que hay en este libro –la prosa medita­
tiva y sabedora del poder supremo de
la alusión, una voz que da tanto valor a
lo que registra como a lo que entiende
que ha de callar– dan a lo narrado esa
calidad de los sueños que conservamos
a cambio del presente que no supimos
ver. Y eso, para mí, como tendrá que
suceder para cualquier lector de este
libro, es un hallazgo inestimable y de­
cisivo.
185
Avalancha
J udith C astañeda S uarí
Fausto Alzati Fernández, Algo tan trivial,
Festina Publicaciones, México, 2015, 100 p.
I. Pienso en la mano de Fausto Alzati
Fernández, autor de Algo tan trivial. Es
un dibujo negro en el papel. Mantiene la
misma posición, parece un puño pres­
to al golpe mientras un tono rojizo le
colorea los nudillos, la yema de unos
dedos que presionan el teclado como
si quisieran romperlo, o bien sostienen
con demasiada firmeza un bolígrafo, si
hemos de atender a su dueño cuando
afirma: “Comencé a escribir a mano.
Eso cambió todo el modo en que escri­
bo. El modo en que pienso. El modo en
que explico qué me pasa día a día. En
la computadora se corrige y se regresa.
Con la pluma sigues y te equivocas y
sigues”. Lo imagino frunciendo el entre­
cejo, atravesando el papel con la fuerza
de ese puño, con la punta de un bolígrafo
ahora vuelto arma blanca. Me parece
que no podría ser de otro modo, no ante
las confidencias que vuelca en las pá­
ginas del breve título.
De éste, en un primer asomo, resal­
tan su título y su estructura. Aquél parece
mentir o ser el intento de convertir en
nimio algo que no lo es, pues un hecho
tan determinante en una vida, como es
una adicción, no puede ser trivial. En
cuanto a la estructura, es la de una es­
pecie de diario, una libreta en donde
186
cada frase, cada párrafo, se ha derra­
mado de la misma forma en que acude
a la memoria, en idéntico orden, casi
sin pensarse, dejando tan sólo que las
palabras se extiendan sobre el papel,
obedientes a sus propias leyes, ajenas
al autor que las escribe. Una vez dis­
puestas en la página, Alzati las observa
y respira desde lo alto, lejano, aliviado
ya de aquel acto imperativo de contar
sus recuerdos, sus pensamientos. Pero
entonces se hace necesario imprimir
cierto orden a esa catarata. Y el escri­
tor se vale de signos que imagino rojos,
o verdes, en todo caso de un color di­
ferente al de la tinta que antes usara
para vaciarse. Son signos, colocados en
el margen izquierdo, cuya función es
agruparlos por tema: 1, 2, 1a, 2a, 1b, se
convierten así en un riel que distribuye
el fluir de este ferrocarril de agua.
La misma finalidad se encuentra en
las canciones del álbum Violator, el sép­
timo del grupo inglés Depeche Mode.
Publicado en 1990, llega a manos de Faus­
to Alzati Fernández en forma de casete,
a sus doce años; luego será el archivo de
nueve compartimentos que, como las ano­
taciones al margen, ha de otorgar cierto
orden a los capítulos de Algo tan trivial.
“Lo escuché en un walkman amari­
llo que usaba pilas aa. No recuerdo en
qué pensaba entonces. Seguro en algu­
na chica, de modo abstracto y prepu­
bescente”, escribe el autor refiriéndose
a ese objeto adquirido en un mercado
afuera del metro Observatorio y suyo,
sólo suyo, no de sus padres o de quien
pretendía ser ante ellos y ante los de­
más. En esta pertenencia, dentro de este
sitio íntimo, oculto incluso a los familia­
res y, supongo, a los amigos, Alzati se
permite la honestidad, esa sinceridad
escondida muchas veces por pudor o
para sostener la máscara del adoles­
cente un poco cínico, inamovible fren­
te a sus propias emociones, por poner
un ejemplo, detrás de cuya fachada se
oculta una persona que se derrumba
en su habitación, la puerta asegurada
con llave, llorando furiosa después de
haber jurado que el asunto no tenía la
más mínima importancia.
Desde el principio, Algo tan trivial
se encuentra impregnado de esa mis­
ma honestidad, hasta el grado de poder
leerse en la página inicial, en el capí­
tulo titulado World in my eyes, que si
bien el libro aborda el tema de la adic­
ción –no la general sino la propia, la de
Fausto Alzati Fernández–, “No es un la­
mento y mucho menos una advertencia.
Estoy lejos de arrepentirme del pasado
y tampoco he escrito esto considerando
que pueda ayudar a alguien. Si los de­
más se drogan o dejan de hacerlo me
tiene sin cuidado. No me incumbe”. La
sinceridad del autor llega al punto de
decirnos en el capítulo correspondien­
te al tema Policy of truth que hay confi­
dencias no compartidas: “De no ser por
mis conversaciones con E durante esos
años, no habría sobrevivido. Le he con­
tado todo. Cada detalle penoso de mi
adicción. Cosas que este libro jamás verá
sobre sus páginas”.
Declaración de amistad para los pro­
pios demonios, un testimonio y nada
más, recuerdos, expresión de lo que
ronda una mente desprovista del deseo
de ayudar a otros contando una expe­
riencia cruel… Me parece que una vez
liberados, los textos de Alzati adquieren
características diferentes a las otorga­
das por su autor y llegan hasta los pro­
bables lectores también de distintas
formas, ya sea debido a las confiden­
cias en sí o al hecho de tratarse de una
escritura en cierto modo relacionada
con la música de un grupo reconocido,
como lo es Depeche Mode.
II. Poco desliza el autor de aquellos datos
contenidos en un acta o un documento
de identificación. “La primera vez que
fumé mota, de hecho fumé hachís. Es­
taba lejos de casa. Vivía con un tío en
Suiza. Lejos de los cargos importantes
de mi padre, lejos de sus guaruras y to­
dos los lambiscones que decían que yo
era un niño muy inteligente para que­
dar bien con él”, “Con el tiempo me he
distanciado sanamente de aquel hom­
bre que en su momento fue mi padre.
Aquel que me revisaba los ojos en la
entrada de casa para asegurarse de que
no estuviesen rojos, aquel que regresa­
ba de sus viajes con la maleta llena de
libros que yo devoraba. No me entien­
do con quien dejó en su lugar. Pero no
me debe nada. Nada. Ni yo a él”, “Era
ya rutina oír el sentido peyorativo de
tener los ojos claros y no haber crecido
en un barrio”, escribe y, desde el otro
187
lado de sus confidencias, vemos a una
persona con una elevada posición eco­
nómica, por lo menos en aquel entonces,
cuyo padre ostentó puestos importan­
tes, suficientes para costear viajes al
extranjero. En contrapartida, Alzati men­
ciona algún empleo como traductor, los
tatuajes (en el propio cuerpo y en el de
otros), la enseñanza de la meditación en
centros de yoga. Asegura que ni por un
millón de dólares viviría de nuevo su
adolescencia, pues no recomienda a na­
die “ser un adolescente hipersensible,
grosero, engreído, aislado, drogado, con
la cabeza llena de Nietszche y poesía
romántica”.
Dejando de lado tales aspectos, se
trata de alguien tan lleno de dudas y
angustia frente a lo incierto de la vida
como puede estarlo cualquiera durante
la adolescencia y aun mucho después
de ella, lo cual no significa que sea igual
a tantos en cuyo camino se atraviesa
una adicción. No; todos somos diferen­
tes, por nuestro carácter y decisiones,
por nuestros gustos, entorno y posi­
bilidades, lo que determina la propia
biografía. Y es lo mismo para nuestra
relación con las drogas, con el alcohol
o el tabaco: mientras hay quien tiene
una resistencia mayor o, sin más las
ignora, las teme, existen otros que lue­
go de una pequeña cantidad de bebida
están ebrios o consumen sin control.
En cuanto a esto, Alzati confía: “Me da
gusto que haya personas que disfruten
la coca, y hasta lo hagan incluso social­
mente. Que se compartan una raya. Lo
188
mío era no poder salir del baño o ence­
rrarme en una esquina del clóset con la
tv en estática y sin volumen. Abando­
né incluso la música que me mantuvo
vivo, por utilizar el cerebro y los sen­
tidos con cualquier otra droga, por no
poder despegarme de la aguja”, o “Ese
incendio se llevó mis ganas de fumar
mota. No porque ésta fuese mala, sino
porque mi relación con esa sustancia
que no generaba adicción fisiológica
estaba dictada por la desesperación”.
Desesperación, entonces, además de
un autoengaño que le susurra “no es­
taría mal otra dosis, créeme, esta vez
no resultará como la anterior” en su
propia voz.
III. En Algo tan trivial se entretejen ca­
minos distintos. Meditación, budismo,
aspectos referentes a la adicción, tanto
ajenos al autor como vividos en carne
propia o presenciados, impresiones so­
bre el disco Violator y sobre la curiosa
promoción de Personal Jesus –un clasi­
ficado en la sección de anuncios perso­
nales en el periódico, el cual contenía
sólo el título de ese tema y un número
de teléfono para que, quienes llamaran,
pudieran escuchar una canción inédita,
desconocida hasta entonces–, recuer­
dos que involucran a padres, amigos
y abuelos, a un tío, lecturas de Freud,
digresiones que muy bien podrían ser
evasivas, como el mismo autor lo re­
conoce: “Cierto que en este capítulo
intento reflexionar sobre el peso de la
verdad. Cierto que a estas cosas las
asocio con la verdad, ¿serán evasivas?”
En principio, la prosa se asemeja más
un nudo que, por momentos, obliga a
una relectura si se desea familiarizar­
se o no perder de vista los hilos que lo
componen, algunos de ellos casi trans­
parentes, demasiado abstractos. Pero,
¿qué le da cohesión?
Si bien la numeración y los títulos que
conforman el álbum de Depeche Mode
otorgan orden a estas páginas, es el pro­
pio autor, con sus intereses y pensa­
miento, quien sostiene su estructura,
esqueleto impregnado de la atmósfera
oscura que se advierte en la voz de los
cantantes del grupo británico, y levan­
tado a fuerza de palabras muchas veces
crudas, despojadas de la metáfora que
ha de amortiguar el puñetazo, pues de
otro modo no es posible describir es­
cenas donde se castiga a tres mujeres,
obligándolas a estar de pie durante tres
días y tres noches continuas por quién
sabe qué falta, insultándolas, tenién­
dolas, como a Alzati, en un sitio don­
de no entra el sol, donde un foco pelón
que cuelga del techo apenas si alumbra,
donde se debe dormir en el piso, “usan­
do chanclas como almohada y cobijas
que no querrías oler”. Sordidez seme­
jante a la que encontramos hacia el
final del libro, en el capítulo titulado
Clean. La sola palabra nos indica que
hubo una salida para el autor, aunque
no haya sido fácil. “No todos los budas
son pacíficos o están absortos en su me­
ditación; y algunos de nosotros sólo
despertamos con baldes de agua fría”,
escribe luego de contar cómo dos tipos
con chamarras de la nfl, a quienes se
une un tercero, lo sacan atado de su
casa, entre gritos y un intento de huida,
porque quisieron ayudarlo. Ayudarlo por
la fuerza, sin preguntar.
No son mejores los escenarios de
cuando Alzati, en apariencia, es libre, y
permanece de bruces frente al demonio
de la adicción. Hay algún juego mien­
tras espera el auto del dealer –“Cinco
autos azules y ya… Cinco autos más,
que sus placas sumen cinco, que sean
azul marino, que sean Nissan”–, pero
esto es sólo la puerta de entrada a una
peregrinación a San Fernando, el que
Alzati se ve obligado a realizar cuando
no encuentra a su proveedor habitual,
Adán. Entonces es el viaje en transporte
público a través de un sitio oscurísimo,
lleno de barrancas y casas sin pintar.
El Boggarts, un tipo con diploma de la
policía judicial y, a sus espaldas, una
leyenda que le otorga el halo de super­
héroe: un enfrentamiento con el Con­
nies, su rival, y con las autoridades, la
huida entre la balacera, catorce tiros
en la pierna izquierda que no le impi­
den brincar una barda.
Frente a esta leyenda, Fausto Alzati
pone otra que aumenta la estatura de
alguien similar al Boggarts, la de Al­
berto Sicilia Falcón, uno de los gran­
des capos de la coca en los setenta y
ochenta. En ella, Sicilia tiene tanto dinero
como para mandar fabricar en Londres un
Rolls Royce chapado en oro e impactar
otros autos a bordo del suyo. Va dro­
189
gado, como en los carros chocones de
las ferias, y arroja a cada uno de esos
autos un fajo de billetes a manera de
indemnización. Miles de dólares para
comprarse algo mejor. Es igual a un
milagro. Considerando esto, ¿hombres
así tendrán la respuesta, la revelación
de la naturaleza de la vida, de ese algo
desconocido que asoma a través de la
angustia del autor? ¿Valdrá la pena pos­
trarse ante ellos como si se tratara de
una deidad hecha con polvo blanquísi­
mo? Quizás. Aconsejan eso ciertas men­
tes, ciertas intenciones, las mismas que,
atrofiadas, podrían intentar un escape
después.
Ética y estética de la novela
J osé S ánchez C arbó
Jorge Galán, Noviembre, Planeta, México,
2015, 255 p.
Jorge Galán (San Salvador, 1973), exalum­
no de la Universidad Centroamericana
Simeón Cañas y uno de los poetas más
reconocidos de El Salvador, ha recibi­
do premios a nivel nacional e interna­
cional por su obra de creación literaria:
poesía, narrativa y literatura infantil. A
finales del 2015, Planeta le publicó Noviembre, novela sobre el asesinato de
seis jesuitas en El Salvador.
La noche del 16 de noviembre de
190
1989 ingresó a la casa de los jesuitas un
grupo del batallón Atlacatl con la or­
den de asesinarlos, no dejar testigos y
simular un enfrentamiento con el Fren­
te Farabundo Martí para la Liberación
Nacional (fmln) para luego presentarlos
como responsables del atentado. Fueron
ejecutados Ignacio Ellacuría, Joaquín
López y López, Juan Ramón Moreno,
Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró,
Armando López así como la señora El­
ba Ramos y su hija Celina, empleadas
domésticas. Ignacio Ellacuría era el ob­
jetivo principal, puesto que se vislumbra­
ba como el mediador idóneo para lograr
un acuerdo de paz entre el gobierno y
la guerrilla. La firma de la paz impli­
caba que los militares no siguieran re­
cibiendo millones de dólares por parte
del gobierno estadunidense.
Esos días de noviembre fueron de los
más convulsos en la larga guerra civil
salvadoreña. Si bien el conflicto había
comenzado casi una década antes, la
mayor parte de los enfrentamientos se
ubicaban fuera de la capital, en zonas
rurales. Pero a principios de noviem­
bre de 1989, cuando la guerrilla inició
la llamada Ofensiva Final, los frentes
de batalla se extendieron en todo el te­
rritorio nacional. Los enfrentamientos
entre guerrilla y ejército llegaron has­
ta la capital salvadoreña. En medio de
este caos, el batallón Atlacatl irrumpió
en la casa de los jesuitas para ejecu­
tarlos.
El sacerdote José María Tojeira, en
ese entonces Provincial de los Jesuitas
para Centroamérica, al enterarse en la
mañana del 17 de noviembre que el cri­
men había sido cometido por el ejérci­
to salvadoreño, gracias al testimonio de
una testigo, Lucía Cerna, le informó al
arzobispo de El Salvador, Arturo Rive­
ra y Damas, y a la prensa internacional.
La novela de Jorge Galán reconstruye
el contexto de la Ofensiva Final, los días
previos a los asesinatos de los jesuitas,
la forma en la que operó el batallón Atla­
catl y el difícil proceso emprendido para
aclarar la verdad sobre los hechos e
identificar a los culpables materiales
e intelectuales del crimen, todavía im­
punes. Paralelo a esta línea argumental,
Galán intercala otras historias y pers­
pectivas con el fin de ampliar y descu­
brir, por una parte, la red de relaciones
e intereses tanto políticos como ideológi­
cos implicados para legitimar la versión
oficial de que la guerrilla había sido la
responsable del atentado y, por otra, para
dar constancia de las décadas de des­
igualdad social e injusticia padecidas
por el pueblo salvadoreño.
En este sentido recrea, desde la óptica
de un joven, el clima de caos y confu­
sión, de temor e incertidumbre experi­
mentado por los salvadoreños durante
la Ofensiva Final. Estas sensaciones se
materializan por la desaparición y la
consecuente búsqueda de una tía, si­
tuación que despierta en el sobrino y
la hermana varias hipótesis pero nin­
guna certeza sobre el paradero de su
familiar. Por otra parte, detalla la serie
de acciones emprendidas por Tojeira,
los jesuitas y diplomáticos de España
y Francia, para proteger la identidad e
integridad de Lucía Cerna, única testi­
go del caso, y las posteriores amenazas
recibidas por parte de funcionarios ju­
diciales y militares salvadoreños. Lucía
Cerna es trasladada a Miami para sal­
vaguardar supuestamente su vida pero,
con la complicidad de la Embajada de
los Estados Unidos y el fbi, termina re­
cluida junto con su familia en un hotel.
Aislada e incomunicada, es interroga­
da y amedrentada por oficiales del fbi
y del gobierno salvadoreño para obli­
garla a retractarse públicamente de su
versión. Jorge Galán incluye además
capítulos biográficos de cada uno de los
jesuitas asesinados y el punto de vista
de un miembro del batallón Atlacatl
que participó días antes en cateos a las
casas de los jesuitas y en la masacre.
Otros capítulos rememoran los críme­
nes cometidos por la Guardia Nacional
en contra del jesuita Rutilio Grande, en
marzo de 1977, y de monseñor Óscar
Romero el 24 de marzo de 1980. Con es­
tos dos hechos, el autor traza una línea
de relaciones, compromisos, simpatías,
influencias y preocupaciones comunes
entre los sacerdotes Rutilio Grande,
Óscar Romero e Ignacio Ellacuría. El
nombramiento de Óscar Romero como
arzobispo, en febrero de 1977, fue visto
con muchas reservas por una parte de
la curia y los feligreses, dado su carác­
ter débil y manipulable y, sobre todo,
por las relaciones que mantenía con
miembros del gobierno, el ejército, las
191
clases altas y las familias de latifundis­
tas salvadoreñas. Pero un hecho provo­
caría un cambio radical en la postura de
Romero respecto a los problemas socia­
les y los abusos de los militares. A los
pocos meses de dicho nombramiento,
el jesuita Rutilio Grande era asesina­
do por la Guardia Nacional con 18 im­
pactos de bala. A partir de entonces,
Romero no dejó de denunciar las in­
justicias cometidas por los militares en
su país. En el mismo velorio de Rutilio
Grande, nos cuenta el narrador, Rome­
ro pronunció un ya basta. Para Ella­
curía el cambio de actitud de Romero
resultaría ejemplar en su vida, puesto
que reconoció el valor del arzobispo;
estrecharon una relación que antes ha­
bía sido más bien distante. Para Ella­
curía, Romero llegó a convertirse en
“el ideal espiritual”.
A principios de 1990 el presidente
Alfredo Cristiani reconoció ante los me­
dios la participación de los militares
salvadoreños. Meses más tarde la Co­
misión de la Verdad señalaba a otros
seis militares como autores intelectua­
les (René Emilio Ponce, Inocente Or­
lando Montano, Juan Orlando Zepeda,
Óscar León Linares y Francisco Elena
Fuentes), pero sólo fueron enjuiciados
el coronel Benavides y los miembros
del batallón Atlacatl.
Los atributos de la novela de Jorge Ga­
lán son diversos y destacables. Combina
una prosa concisa con una ingeniosa
estructura para equilibrar la informa­
ción histórica, la tensión narrativa y
192
la ficción, sin caer en amarillismos o
mitificaciones. La novela tiene tras de
sí un notable trabajo de investigación
documental y periodística. Buena par­
te de ella se construye con testimonios
directos recopilados de varias entrevis­
tas realizadas a José María Tojeira, Jon
Sobrino o el expresidente Alfredo Cris­
tiani, “entre muchas otras personas que
prefieren permanecer en el anonimato
por años de temor y amenazas”.
Los valores literarios son empleados
no sólo para mantener vivo el recuerdo
de un suceso o una cadena de sucesos
trágicos inscritos en la historia contem­
poránea, no esclarecidos del todo, sino
también para reconocer el nivel de com­
promiso de unos cuantos por los menos
favorecidos. Como el mismo Jorge Ga­
lán declaró en una entrevista, esta no­
vela, a pesar de la denuncia, también es
una “una historia de amor por los otros”.
Lamentablemente las primeras reac­
ciones e impresiones respecto a la no­
vela no vinieron de la crítica sino de un
grupo criminal anónimo que amenazó
de muerte al escritor. Por este motivo,
Jorge Galán actualmente se encuentra
lejos de su familia, exiliado en Granada,
desde donde espera la aprobación de la
solicitud de asilo político en España.
Varios artistas y escritores como Ma­
rio Vargas Llosa, Luis García Montero,
Juan Villoro, Sergio Ramírez, Giocon­
da Belli, Joan Manuel Serrat y Joaquín
Sabina, entre otros, firmaron un mani­
fiesto de apoyo para el escritor salva­
doreño, con la expresa solicitud de que
el gobierno de El Salvador vele por su
seguridad e integridad.
Jorge Galán reconoció su ingenuidad,
pues nunca previó las consecuencias
que traería consigo la publicación de
Noviembre. Pensaba que, en El Salva­
dor, había cambiado la situación polí­
tica y el momento era adecuado para
contar literariamente una historia de
este talante. Pero la boca muda de una
pistola se acercó a su persona para
desmentirlo y expulsarlo de El Salva­
dor. De hecho, confiesa que de haber
previsto las adversidades que enfrenta­
ría de ninguna manera pondría en pe­
ligro su vida ni la de su familia: “Para
mí la vida es sagrada, lo más valioso
que uno tiene. No la arriesgaría por la
libertad de expresión porque no soy un
valiente”.
Aunque como escritor Jorge Galán
sobreestimó la situación política actual
de El Salvador, o subestimó las conse­
cuencias, Noviembre carece de tal can­
didez; por el contrario, constituye un
elocuente artefacto discursivo que aúna
los ámbitos de la ética y la estética. Con
ellos crea una gran obra literaria que
recupera la memoria y demanda jus­
ticia no sólo en una sociedad como la
salvadoreña sino para toda Latinoamé­
rica, en donde la injusticia, la impu­
nidad y la desigualdad social no han
desparecido.
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