Antología II Certamen internacional de relatos breves "Cerilla Magica"

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II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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II Certamen internacional
de relatos breves
“La cerilla mágica”
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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© 2007. Varios autores.
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II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Índice
Ensayo sobre los coleccionistas (Relato ganador)
5
David Villar Cembellín
Finalistas
El devorador de libros
9
Jorge Salvador Galindo
Incunables, colecciones
12
Antonio Manuel Jiménez Guardia
Tesoros de papel
16
Joan Ampurdanés Vila
Un lejano sabor a tinta y papel
18
Manuel Martín González
Aniquilación de las bibliotecas
24
Francisco Tejedo Torrent
El catálogo imposible
27
Miguel Barreras Alconchel
El habitante de la biblioteca
29
Raquel Rodríguez Pérez
Historias de la Central
31
Pilar López Cantero
El misterio de la puerta cerrada
34
Adrán Néstor Escudero
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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David Villar Cembellín
Ensayo sobre los coleccionistas (Relato ganador)
Tipifiquemos. Aviso para navegantes: no leas más si no eres coleccionista, detente aquí, ya, en esta
línea. Es necesario ser coleccionista para entender este relato o para siquiera imaginar el ardor con que el
inmarcesible lector, otrora conocido como Ahasverus, otrora Cartaphilus, devoraba un Octubre de 1886 las
páginas de un incunable segoviano del siglo XVI que en su diáspora a través de las bibliotecas de media
Europa había buscado durante décadas y que supuestamente contenía nuevas y desconocidas oraciones
de perdón de Santa Teresa de Jesús que atesorar.
Pues bien, exactamente ese mismo gozo del alcance, ese mismo ardor, Cipriano Huidero lo sintió
al ver en una subasta por Internet el número 16 de la colección del superhéroe Miracleman, el último
guionizado por Alan Moore, aquel que contenía como ninguna otra lectura la imperfección de la utopía y a la
vez el único que le faltaba para tener debidamente ordenados en su estantería todos los comics imaginados
por el autor inglés. Al instante, Cipriano Huidero pujó con una cantidad desorbitadamente ridícula, del todo
inapropiada para un comic de apenas treinta y seis páginas que en su tiempo valiera 140 pesetas y, a la
postre, imposible de superar. Pero no hay cantidad que mida la satisfacción de un coleccionista que ve al fin
saciado su deseo adquisitivo. Un coleccionista mide sus posesiones cualitativamente, no cuantitativamente,
y a sus ojos, el tiempo y el dinero pierden su valor ante el más insignificante de los objetos.
Extraña forma de locura, por tanto, la del coleccionista. Sólo de locura se puede tachar su
excentricidad ya que sólo un loco dedicaría tantos denuedos en pos de alguna ínfima rareza. Nadie más
que un loco removería cielo y tierra para satisfacer la indefinible molicie que conlleva el alcance y posesión
de su capricho, para experimentar el orgásmico placer de su acopio y pertenencia. Pero no esconde gula
ese acopio, no es egoísmo esa pertenencia. No busquéis en un coleccionista pecado o mal mayor que su
propia e implícita locura.
-
Desconfía de quien no colecciona nada –le aconsejó en su día su padre a Cipriano Huidero-,
porque su avaricia sólo es material.
Y el niño que fuera Cipriano Huidero entendió. Entendió que es privilegio único del coleccionista el
disfrute de su particularidad. Un disfrute inmaterial, abstracto e inexplicable, sí, pero no por ello menos
espontáneo. Hasta qué punto escoge uno su afición o su afición estaba intrínseca en su ser antes de nacer
no se puede saber. ¿Acaso recuerda el entomólogo en qué momento de su niñez vio por primera vez
arrastrarse a una cucaracha? ¿Acaso sabe por qué en vez de huir o pisarla, como hacían el resto sus
coetáneos, se detuvo a mirar más de cerca esas filamentosas patitas negras, ese fuliginoso caparazón,
esas simpáticas antenas? ¿Acaso pudo hacer otra cosa sino sonreír?
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De tal forma entendido, el coleccionismo es como un germen infantil, inherente a cada ser, tal vez
impreso ya en nuestro carácter nonato. Se desdice de esta manera a aquellos que, maliciosamente,
pretenden entrever en los coleccionismos supuestas carencias impúberes. Que no digo yo que para un
neófito en el tema no sea tentador burlarse, por poner un ejemplo, de Demetrio Mazarrón, quien a sus 58
años y para desespero de su mujer, le roba de rodillas sobre la alfombra todas las noches varias horas al
sueño, puliendo y poniendo a prueba sus coches de Scalextric, trazando juguetonamente cada curva con
milimétrica perfección para besar al terminar cada pequeño automóvil antes de regresarlo a su expositor ad
hoc. ¿Lo ves, lector? Incluso tú sonríes condescendiente ante su imagen, sin poderlo evitar. Está muy
arraigado en nuestro ser el burlarse de lo que no podemos entender, si no ya el destruirlo.
-
Todos los comics a la basura te voy a tirar –que amenazaba su madre a un Cipriano Huidero
adolescente-. El día que me dé por ahí vas a ver cómo los tiro todos, toditos, todos...
Nunca llego ese día y nunca los tiró, pero Cipriano Huidero siempre sintió ese miedo a perder de
un plumazo toda su colección por culpa de esa incomprensión materna hacia el coleccionismo de su
elección. Para su madre, de carácter práctico y ajena a los coleccionismos como sólo puede estarlo una
madre, esos comics sólo representaban estanterías combadas y criaderos de polvo y ácaros. Gran enemigo
de un coleccionista el pragmatismo de una madre.
Pero no quiere este cuentista pecar de partidario y para ser justos con todos es de ley reconocer
que no sólo las madres se muestran poco comprensivas hacia las colecciones. A pesar de las muchas
características comunes, un coleccionista tampoco comprende, ni apenas respeta, otro tipo de
coleccionismo diferente al suyo.
Así, para Cipriano Huidero la colección de sellos de trenes de su padre le era tan ajena e
incomprensible como sólo podía serlo su colección de comics para el contrario. El uno no sabía ver sino
pequeñas y aburridas estampitas de ferrocarriles que no contaban ninguna historia en la colección de su
progenitor mientras que el otro no sabía ver en los tebeos -prefería este término al anglicismo- de su hijo
más allá de un entretenimiento de chiquillos, ciertamente impropio para un adulto. Padre e hijo no se lo
decían, por supuesto, no obstante ambos sabían en sus adentros que la colección del otro era una completa
mamarrachada.
Hasta cierto punto, esta mutua incomprensión, este cada loco con su tema debe de ser así. Tal
cual. Lo que confiere el valor de unicidad a cada coleccionista no es más que la percepción de la belleza
para cada uno. Que no lo sé, incluso tal vez haya detrás algún motivo físico, tal vez todos nazcamos con
cierta sensibilidad ocular.
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Quizás los ojos présbitas de un anticuario no saben filtrar y concretar la belleza de una adamita
cristalizada con la que topa y a la que despide de un puntapié lo mismo que los ojos de un geólogo no están
preparados para intuir la finisecular perfección modernista del aparador que lleva años alimentando
carcoma en su trastero. Quizá se puedan explicar nuestra personalidad y comportamiento social del mismo
modo que se explica el sentir coleccionista. Quizá lo único que nos separa a unos y a otros sea
simplemente eso, una manera de ver las cosas.
Pero te digo una cosa, es esa visión personal y caprichosa lo que de verdad vale la pena, lo
auténtico. Todos somos la suma de nuestras excentricidades, por definición. Ser coleccionista,
simplemente, confiere la suficiente sinceridad como para sacar dichas excentricidades a relucir.
Meritoriamente, añadiría, en este mundo de hipocresía y guardemos las apariencias.
-
Los máximos exponentes de un coleccionista son la pluralidad, la libertad de elección –le apuntaba
su padre a Cipriano Huidero al mismo tiempo que con unas pequeñas pinzas disponía un sello con
el dibujo de un ferrocarril indochino en un álbum-, y, a la vez, el orden.
Aprendió bien la lección del orden Cipriano Huidero. Volvamos a él ahora que le ha llegado ya su
comic por correo postal, nada más y nada menos que el deseado número 16 de Miracleman. Mirad cómo lo
desembala cuidadosamente, cómo revisa cada página en busca de una mácula, decidme si no pone el
mismo mimo y atención que una madre que cuenta los dedos a su bebé recién nacido. Miradle ahora
también, colocándolo debidamente ordenado en el preciso lugar del estante que ha elegido. Eso es el
orden.
¿O qué decir de Ramón Guardo, septuagenario, quien todas las noches encuentra un momento
para sacar el estuche aterciopelado que esconde a su mujer y pasa revista a los veintitrés pelos púbicos
correspondientes a cada una de sus conquistas, debidamente dispuestos cronológicamente por encuentro
sexual? Más allá del viejo verde, ved su armonía, ved su orden. Tened por seguro que no cambiaría esos
veintitrés pelos rizados por la más alta colección numismática. Cada noche, Ramón Guardo nimba de gracia
y misterio veintitrés pelos y eso es lo que vale.
Porque en el mundo, todos los días, seres similares actúan similarmente absurdos. Si hay locura,
si hay magia, si hay amor, hay un coleccionista. Demasiados y demasiado diferentes para poder explicarlos
todos, con el único denominador común del deleite personal, ajeno a cualquier razón.
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Dueños de anécdotas tan dispares como la que aparece hoy en el periódico y ha inspirado este
relato, la de un profesor de Arte que renunció a su cátedra para poder trabajar de conserje en el Museo del
Prado, trabajo que le permitía todas las noches pasear surto entre la infinidad de obras de arte. Cuenta el
periódico que tanto llegó a abrigar ese conserje la idea de que todo el museo era su colección que, a su
muerte, había dejado escrito en su testamento que legaba íntegra toda su colección al mismo Museo del
Prado, para que su colección no fuera dividida ni desplazada. Locura, magia, amor, el Museo del Prado en
herencia: un coleccionista.
He ahí los coleccionistas auténticos, con su punto de delirio, no confundir con acomodaticios
consumistas que inician y terminan sus colecciones en un kiosko por fascículos semanales, religiosamente
adocenados. Un coleccionista apenas recuerda cuándo empezó su colección y sabe a ciencia cierta que
nunca la ha de terminar, que su obsesión se la ha de llevar consigo a la tumba. Cipriano Huidero es
consciente de que se seguirán publicando comics cuando él no esté, o su padre sellos de trenes, o el
literato libros de genios por nacer, pero no por ello en vida dejarán de engordar sus librerías, sus bibliotecas
particulares. Todos ellos seguirán el resto de sus días afanándose en ampliar sus colecciones sin un sentido
más concreto que el porque sí, afianzando sus rarezas, elevando al infinito sus singularidades. Todos ellos
desconocedores de que un ser superior, un ser tan hastiado de la omnipotencia que decidiera en su día
iniciar la primera de las colecciones, a diario les observa, les cataloga, les contabiliza y, desde su posición
predominante, se congratula de la variedad y número creciente de su colección de coleccionistas...
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Jorge Salvador Galindo
El devorador de libros
«Creéme: no es el amor el que va a venir,
Sino la belleza con su estola de albas muertas.»
ROBERTO BOLAÑO, La Universidad Desconocida
Con la última intermitencia de la llama supiste que nunca más verías la luz. Encendiste la cerilla
con la esperanza de observar el tiempo suficiente tu entorno y los escasos diez segundos que duró la
vibración del círculo de fuego –sospechaste una lágrima abrasada en tu visión– te sirvieron para entender
que nada te salvaría de una muerte horrible.
Recuerdas el sonido del rasgar de la lija y la efímera incandescencia de la cabeza de la cerilla, el
dolor que penetró tus dedos cuando el fuego arrasó la ceniza de la madera que sostenías apretando con las
uñas. Lo último que viste fue la pequeña esfera anaranjada cayendo hacia tus pies, los inexpresivos ojos
que te penetraron fríamente. Eso fue lo último que viste. Un ligero destello de luz y tus pies apartándose
quizás cuando tus ojos comenzaron ya a adaptarse a la negra oscuridad que te atrapó. Ibas a morir y no
dejaste de pensar en ello hasta que pudiste tantear la estantería para comerte las páginas del primer libro
que cogiste.
Sólo cien páginas te parecieron suficientes para saciar tu hambre. Nunca fuiste de buen diente,
pero siempre contemplaste el acto de comer como una posibilidad para evadirte. Fue en esos tiempos –
aquellos en los que tus necesidades existenciales se reducían a una miserable condena–, hace ya veinte
años, cuando comenzaste, primero apenas media página, luego prólogos, capítulos y hasta relatos de más
de cincuenta caras, a devorar los libros de su calculada biblioteca. Inicialmente algo sencillo: te tragabas
párrafos ilegibles de cuentos fantásticos, novelas de aventuras, algún periódico olvidado, apilado sobre el
suelo, marcado por el polvo de cien años. Poco después nada era suficiente, ni por complicado ni engorroso
de leer, ni siquiera por el indigesto amanecer de los textos metafísicos o religiosos. Todo parecía digno de
tu paladar.
La curiosidad de los nuevos sabores y el cadencioso fluir por tus venas del poder adictivo de los
libros te llevó por el camino que ahora te conduce a la muerte. Esto lo sabes, eres plenamente consciente –
ahora que sientes el dolor del miedo detrás de tu cuello, recorriendo el muelle de tu espina dorsal– de que
tú mismo has decidido cómo y cuándo terminará tu vida.
Ayer, cuando el trabajo te dio un respiro, después de solventar los últimos balances, tus pasos se
dirigieron –sólo tus pasos, tú ya sabías el camino– hacia el apartado de la biblioteca donde la otra noche,
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borracho, atrapado entre la negrura de cuatro paredes que supiste desconchadas por la rugosidad de la
pintura y por un aroma húmedo y exasperante, creiste verla. No apareció de pronto como la luz de un faro
lejano, no como una intuición sin importancia, pero tan sólo un instante después del hallazgo el vidrio de tus
ojos delató el requiebro de una lágrima huyendo de tu mejilla, apenas su figura dibujada en la oscuridad y tú
entornando la mirada, arrastrando tus pies, alejándote de la puerta y rebuscando en el bolsillo del pantalón
la única cerilla que bailaba en la caja. No la encendiste inmediatamente. Te demoraste unos minutos, tal vez
sólo unos segundos, con la esperanza inútilmente imaginada de volver a oir de su voz tu nombre, quizás
dándote instrucciones sobre la forma en que debías proceder.
Pero en esa eternidad que dura un pensamiento, antes de saberte atrapado por el miedo,
recordaste el movimiento de un péndulo humano, arrastrando y reconcentrando el complaciente polvo con
el tímido ulular de unos pies lívidos –sólo tu imaginación te concedió la tregua del rojo agrietado de las uñas
a dos centímetros del suelo–, al parecer bailando amoratados por la concentración golosa de unas gotas de
sangre petrificadas en la vastedad del tiempo.
Recordaste su cuerpo suspendido en círculo concéntrico, en una gradación que acabó por
detenerse en el único punto posible donde tu lágrima se precipitó, huyendo de ti, resbalando mansamente
por el camino de su pubis, de sus muslos, hasta el suelo. Recogiste el pliegue de sus desvanecidos glúteos
empujando el boceto de una figura inerte y encendiste la cerilla y sólo pudiste detenerte en su mirada
mientras el veloz cortejo de la brasa te lo permitió.
El hambre perfiló su dentellada.
Su fina dentellada.
No del todo amargo, el regusto del polvo te secó la boca. Te costó tragar las primeras páginas –
apenas el tacto apergaminado del áspero papel contuvo tus primeros ímpetus– y, cuando rasgaste las
últimas carillas del tomo, intuiste –después supiste, tienes esa extraña habilidad– que habías devorado
buena parte de La religiosa de Diderot, y te pusiste a pensar en una gran jaula imaginaria y oscura.
Cuando terminaste de comer te sentaste en el centro de la habitación –aquel punto donde la
literatura se convierte en el único visor–
y te dormiste pensando en ella, intuyendo la todavía lejana
posibilidad de no despertar de nuevo. Pero lo hiciste: el sonido pausado y de repente febril de tu respiración
te devolvió a la oscuridad entre las cuatro paredes donde aquella noche el tiempo se detuvo, donde creíste
contemplar por última vez su movimiento circular y exasperante cuya imagen te concedió tu estrafalaria
afición bibliofágica.
En aquel singular soplo de noche desgajado de la realidad, desligado de una vida ya carente de
sentido, soportaste el audaz sentimiento de la culpa quemando tu carne y, reconociendo la presencia de su
figura oscilante y las gotas de sangre cerca de tus pies, prometiste devorar todos los libros de su biblioteca,
recreando el surco de un camino que tú mismo habías trazado.
Desesperado, lograste encontrar el último libro. Utilizaste el pulgar de tu mano para provocar el
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rumor desgastado de las hojas que toda tu vida te acompañó, como si barajaras un manojo de naipes, como
si comprobaras el idóneo estado de conservación de un alimento. Y ese sonido, derivado de un inadvertido
reflejo condicionado, hizo que comenzaras a salivar, a sudar, a revolver tu cuerpo en la oscuridad, rasgando
el papel con furia, devorando las páginas de dos en dos, pensando en un largo paseo y recomponiendo
inevitablemente la muerte de Robert Walser. Sólo pensar en ello, sólo calibrar tu desesperada intuición,
hizo que, al digerir el último bocado, recordaras las últimas palabras de El bandido.
Pero mientras tragabas una masa depresiva y compacta, volviste a presentir su cuerpo detrás de
ti, reconcentrando el aire en tu nuca y, fundido por el miedo –ya estabas acostumbrado a ese sentimiento
inclasificable– te diste la vuelta para observar de nuevo el espectáculo atroz de la muerte: una cuerda
comprimiendo su cuello, aferrándose a una materia yerta y ausente, un movimiento inerte y la turbia
expresión de unos ojos alucinados que te hicieron revivir aquella noche en la que tu mano asesina se
arrepintió con una última promesa y una lágrima recorrió tu mejilla para siempre.
Aquella noche te acercaste a ella y la besaste. Mordiste sus labios con fuerza y la sangre comenzó
a manar débilmente arrastrando tu lágrima por su cuerpo hasta llegar al suelo donde tus pies y tus ojos,
retirándose de su figura, se tiñeron de rojo confundiéndose con unas uñas que no tocaban el suelo.
Tanteaste la librería y comenzaste a redimir tu culpa.
Hoy, después de veinte años, extenuado por el dolor y la literatura, atrapado en una densa
oscuridad sólo violada por el remoto fulgor de una cerilla, supiste que estabas muerto.
Estabas muerto.
Muerto.
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Antonio Manuel Jiménez Guardia
Incunables, colecciones
(AP-NA-0001) Una semana antes de que yo naciera, una peluquera, que los lunes y los miércoles
leía las cartas del Tarot en sus ratos libres, y que los martes y los jueves practicaba el espiritismo en sus
ratos libres, y que en cualquier caso siempre procuraba estar al día de las predicciones del Horóscopo y de
las alineaciones de los planetas, le dijo a mi madre que su futuro hijo acometería una misión de gran
importancia para el desarrollo espiritual de la humanidad. Se lo dijo mientras le cortaba el pelo, a la moda de
los ochenta.
Yo nací un jueves a las once de la noche. Llovía. Ese día, las revistas especializadas auguraban
un peligro para los Virgo. Nadie sabe por qué la peluquera, que sin embargo era Sagitario, se tiró desde la
ventana a las once y cuarto de esa misma noche y murió.
Mi nacimiento, que por otra parte no tuvo nada más de extraordinario, es sólo un libro de apoyo.
De esos que se colocan debajo de la estantería, debajo de la pata de la estantería que, vieja y coja, aún se
resiste al vertical equilibrio de las páginas que llenan sus estantes.
(ENC-DI) Agrupo la mayor parte de mis días en una enciclopedia modesta, de no muchos
volúmenes. Un aceptable compendio de nombres, números y direcciones revestido en tapas duras y
blancas. Es, a pesar de todo, este conocimiento enciclopédico el único que no recordaré cuando lleguen los
días del fuego y de la quema.
(SEM-MA-0012) -No hay nada fuera de los libros. Sólo los libros importan.
Es la frase que decía Marco siempre que estaba a un trago de emborracharse hasta el punto de
bajarse los pantalones y mostrarles su franco-itálico culo a todas las mujeres que no nos miraban dos veces
en aquellas noches. La razón por la cual Marco bebía demasiado y hacía todas esas cosas que hacen los
eternos borrachos de la literatura universal y cinematográfica cuando bebían demasiado era que Marco
quería parecerse a todos ellos: A Bukowsky, a Céline, a Bogart… A todos esos duros y simpáticos hijos de
perra. Como ellos, él también hablaba de una mujer cuando bebía, y también decía que la odiaba y que la
amaba, y que eso, compañero, era demasiado para un hombre sobrio. La susodicha estaba casada y se
veían a escondidas, hasta que a ella le asaltó la inexorable llamada del reloj biológico y le manifestó su
deseo de tener un hijo. No le importaba la identidad del padre, acababa de descubrir que sólo un bebé
podría darle la felicidad que ningún amante le había dado, y eso, compañero, es demasiado para un hombre
sobrio. Marco comprendió que de ninguna manera volvería a ser lo más importante en la vida de ella, así
que no la vería nunca más, y brindemos por eso, compañero.
Marco es un manual de semiótica. Por mucho que le joda.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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(DES-LA-0007) A Laura le hice el amor tres veces, la segunda de ellas en un parque, enfrente de
un viejo que se masturbaba mientras tanto. Cuando éste eyaculó Laura se echó a reír y poco después se
derramó ella también. Siempre que se corría gritaba como una loca, se arañaba los muslos y las caderas y
las pupilas de sus ojos se dilataban tanto que parecía que fueran a desbordar sus pestañas. Tanto gritaba
Laura que la primera vez que le hice el amor, en medio del orgasmo, me separé de su cuerpo y le pregunté
asustado si le estaba haciendo dañó, y ella en respuesta me abofeteó y dijo que me odiaba.
Según me confesó tiempo después ella odiaba y amaba a todos los hombres. La capacidad de
éstos para hacerle sentir placer la irritaba profundamente. Su violencia correspondía a la resignación de
consentirnos ese poder sobre ella, que era feliz simplemente con tararear canciones inventadas o
deshojando margaritas o sentada a orillas del río, hipnotizada por sus puentes. Ésta y no otra era la razón
por la que Laura gritaba y se volvía loca y se arañaba las caderas cuando un hombre la penetraba, un acto
que consideraba glorioso y repugnante al mismo tiempo.
Laura es un libro descatalogado que nadie podrá terminar de leer nunca. Las páginas que le
faltan, seguramente, habría que buscarlas en la desembocadura plácida de un río o entre una maraña de
pétalos anónimos.
(INF-CA-0112) Literatura infantil. Portada con colorines. Ilustraciones interiores: Yo, de pequeño,
jugando en el campo de mi abuelo con el arco de madera que él me había construido. Las naranjas eran
ojos hipnotizadores que por supuesto había que destruir, los caquis eran un algo siniestro que había que
eliminar. Ni qué decir tiene que los lagartos que trepaban los troncos de los limoneros retaban a la flecha
que, indefectiblemente, atravesaría sus corazones.
(TER-HO-7775) De terror. Portada negra o gris oscuro. Ilustraciones interiores: Yo, de pequeño,
jugando en el campo de mi abuelo. Acabo de dejar el arco en el suelo y contemplo fascinado a un ejército
de hormigas devorar una rata muerta, rodeada de acelgas.
(ATL-VE-0001) Una vez conocí a un tipo que se declaraba vegetariano aunque devoraba
hormigas. Él, que consideraba el acto carnífago como el más representativo de la crueldad espiritual del
hombre moderno, había llenado su casa de cereales de todo tipo, verduras de herbolario y otras
innovaciones ecológicas. La casa se le llenó de pequeños hemípteros que atravesaban en fila india el salón
hasta la despensa para devorar todos los alimentos que la constante cigarrita había ido acumulando durante
el frío invierno. Matarlas con un insecticida o un zapato sería una crueldad, me decía masticando las
antenas.
Atlas de geografía humana. Tapas duras. Edición de lujo.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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(BIB-CA-0001) Lo malo de una enfermedad como es el cáncer no es que te vayas a morir, aunque
esto tampoco es su ventaja, sino el conocimiento singular sobre este hecho que nos proporciona y que se
distingue del conocimiento popular sobre el hecho de morirse que tiene una persona sin cáncer y con una
vida razonablemente sana y probablemente larga. Como no hay nada fuera de los libros, asegura Marco
justo antes del trago que lo llevará a emborracharse, decidí construirme esta suerte de biblioteca coja y
pensar que el cáncer es la bibliografía de referencia. Y como nadie consultará las verticales páginas que la
componen, llegado el momento del fuego y de la quema y del olvido, decido salir a la calle. Con suerte me
toparé con dos amantes que no han leído un libro en su vida y que se meten mano en el banco de un
parque.
Referencia. Nota al pie: El cáncer es más bien un folletito de chistes malos y Laura follaba como
Dios.
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Joan Ampurdanés Vila
Tesoros de papel
El placer que guardo en la retina de mi memoria es todavía tan indescriptible como lo fue el primer
día que entré en aquella sala, atenazado por la curiosidad del conocimiento, y el deber de una obligación
que luego, con el tiempo, se convertiría en pasión, casi en obsesión, metódica, cruel, que hería con la daga
de la espera.
La puerta se me antojó soberbia, descomunal, grandiosa, quizá mi tamaño también influyera, pero
me pareció una puerta mágica, una puerta que me abría el paso a un mundo desconocido, a un mundo de
sueños, de fantasías, de sensaciones por descubrir.
Traspasado el umbral, ante mí se abrían unas salas enormes, magníficas, y mis ojos no sabían
donde posarse primero, tantos eran los puntos de interés que reclamaban mi atención. Aquellas
voluminosas lámparas que pendían del techo, aquellas estanterías que cubrían profusamente todas las
paredes de madera noble, aquellos miles de libros que reclamaban ser tocados, cogidos, mimados con la
sensatez de saber que entre las manos late un bien único y precioso, y fui avanzando lentamente, leyendo
los distintos títulos que delataban el tema de cada vitrina, biografía, historia, novela, geografía, y muchos
más que luego ya se posarían lentamente en mi memoria,
y que me permitirían dirigirme casi
mecánicamente hasta el lugar que deseaba. Releía los títulos de los libros en sus lomos limpios y bien
cuidados, y me imaginaba mil historias que se juntaban con cada nuevo titulo al que mis ojos acudían, así
los dinosaurios confraternizaban con el siglo de oro, y el imperio romano iba a la luna con la cocina de la
abuela.
Había poca gente ese día, cada cual enfrascado en sus descubrimientos y en su captación de
nuevos saberes, pero a mi se me antojaba que aquellas personas estaban, por unos instantes, en un
mundo aparte, un mundo que los transportaba a otras latitudes, a otros dominios, a una zona en la que
cualquier cosa podía pasar, incluso desaparecer, y sentí un respeto profundo, por ese silencio, por esa
quietud, por esa sensación de placidez que levitaba en el ambiente.
Cogí el libro con mucho cuidado, como si temiera que se fuera a romper, o simplemente
desapareciera de mis manos; Hernán cortes, la conquista de Méjico; me senté procurando deslizar la silla
suavemente sobre el parquet de madera, procurando pasar desapercibido en aquel rincón, el mas alejado y
solitario de toda la sala; y me fui, me fui con Hernán cortes y su conquista del imperio azteca.
Así, poco a poco, fui viajando, adquiriendo principios fundamentales del conocimiento, y lo mas
importante, el hábito de la lectura, el placer de disfrutar de aquellos momentos inmensos, en los que me
sumergía en aquel mundo mágico de la biblioteca, donde todo podía suceder, donde todo era posible,
donde la vida se confundía con la vida de aquella gente que te recibía, que te dejaba participar de sus
descubrimientos y aventuras.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Aprendí a amar los libros, a quererlos como bienes preciados, guardianes de nuestra historia,
guardianes de nuestros conocimientos, espíritu del alma de aquella gente que los había escrito, que había
depositado en ellos todo su amor y sabiduría, que había depositado en ellos parte de su vida, y que fieles
servidores del tiempo nos dejaban un legado inmenso, un legado de fe y de silencio.
Ahora, en el placer de mi propia biblioteca, en el placer de mi propio gozo, ensimismado en mi
propia casa, acaricio los lomos, rememoro sutilmente cada titulo, cada espacio de vida recluido entre tapas
de piel y cartón, y la obsesión ya no es obsesión, es pasión inmensa, es vida entre la vida de infinidad de
sensaciones, de sentimientos que miles de personas expresaron, es vida en aquellos acallados libros que
aguardan entre cristaleras que alguien les recuerde, que alguien reviva con ellos la gloria de aquellos
momentos en que una persona puso letra a su pensamiento.
Cierro los ojos y los huelo, huelo ese olor de tinta y de papel, ese olor de esperanza, de lo que vas
a descubrir, ese olor que al ventilar las hojas te impregna los sentidos, el leve susurro que te acaricia los
oídos, el suave cosquilleo que recorre las yemas de los dedos, y esa promesa de satisfacción que nunca,
nunca, te va a abandonar.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Manuel Martín González
Un lejano sabor a tinta y papel
Al pasar las páginas aún mojaba suavemente su dedo en saliva, y sumergido en la apasionante
lectura, mascaba en su boca el extraño sabor a papel y tinta. Sólo entonces, su paladar empezaba a
desplegar en su cerebro imágenes lejanas, sentimientos, recuerdos...Ese sabor, esa sensación siempre
provocaba la misma reacción; levantaba un minuto, quizás mucho menos, su vista de la lectura, su mirada
quedaba perdida por un instante y era entonces cuando lograba recuperar con nitidez la imagen de su
abuela Concha.
Era un día de lluvia, de esos que presagian la llegada del otoño y sumergen inevitablemente en un
estado de lenta melancolía. Mi madre me llevó a casa de la abuela; por aquel entonces no creo que tuviera
más de cinco años, si acaso algunos meses más. Mi madre pasaba por una mala racha y decidió ponerse a
trabajar. La abuela Concha, siempre generosa y servicial, se prestó a cuidar de mí. Durante varias
semanas, esa misma mañana se repitió de forma mimética. Levantarme temprano y salir corriendo con los
ojos aún medio cerrados hacia la vieja casona del barrio Alto. Al llegar allí siempre la sonrisa suave de la
abuela, su mano fría que agarraba la mía y me llevaba a la cocina. Un tazón de leche caliente, unas galletas
y toda una mañana para descubrir nuevos mundos...
Al pasar del tiempo, todas esas mañanas se difuminaron en mi memoria, no puedo recordar casi
nada de aquellos días, quizás sólo sensaciones, olores, imágenes aisladas que a veces reaparecen como
fantasmas del pasado. Pero hay un día, o quizás una sucesión de días que fabricó en mi memoria un único
día, que durante mucho tiempo pude recrear milagrosamente con gran claridad. Una de esas mañanas de
otoño, casi de las primeras en que permanecí con mi abuela Concha, salimos temprano de casa, estuvimos
en un viejo mercado, mi mano siempre asida a la suya, fría y suave. Aquel día me compró una pieza de
churros, apenas si le di un bocado; luego permanecí largo rato con el churro sujeto entre mis diminutos
dedos. Me llené la mano de aceite y aún recuerdo con nitidez esa sensación grasienta que me acompañó
en aquel corto viaje. Mi abuela, aunque hacía denodados intentos por disimularlo, estaba más seria de la
cuenta, algo le pasaba.
-Te vas a quedar un ratito con una señora muy buena mientras yo voy a arreglar un asunto.
No contesté nada, sólo la miré y ella agachó su cabeza y me dio un beso tan profundo que ha
permanecido hasta hoy pegado a mi rostro. Anduvimos por un par de calles hasta llegar a un edificio grande
y hermoso, tenía las paredes pintadas de blanco y en los cercos de puertas y ventanas había líneas color
albero. Era la biblioteca.
-Vamos a ver a mi amiga Trini, te vas a quedar con ella un momento, ¿vale?
Al entrar en el edificio, mi abuela me dejó con el conserje, un hombre simpático y campechano que
no paró de hacerme preguntas y contarme cosas hasta que apareció la amiga de mi abuela. No sé
exactamente la edad que tendría Trini, pero me pareció bastante joven. Era bajita y tenía unas gafas
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
18
redondas de pasta oscura, su pelo era muy negro y lo tenía recogido en un moño pequeñito.
-Así que este es Manuel. Vaya si ya es todo un hombrecito
Miré a la buena señora y apreté con más fuerza el trozo de churro que aún pendía de mis dedos.
La abuela Concha me volvió a besar y se marchó. Trini me tomó entonces de su mano y me llevó
hacia el baño. Lavó mis manos con delicadeza sin apenas decir nada. Yo la miraba fijamente y ella me
sonreía. Una sonrisa franca y sencilla que jamás he olvidado.
-¿Te gusta pintar?
Dije que sí con la cabeza. Trini me sentó en un pupitre pequeño y puso ante mí folios y lápices de
colores.
-Mira, puedes pintar lo que quieras. ¿Quieres que yo te dibuje algo?
Yo la miraba pero seguía sin decir nada.
-¿Pintamos una casita? Dos líneas hacia arriba, una debajo y dos diagonales. Ya está.
Cogí un lápiz de color verde y comencé a pintar un árbol al lado de la casa.
- ¡Qué bien! Pero si eres un artista...
Alguien requirió su presencia.
-Trini, Trini ¿Puedes venir un momento?
-Ahora vengo, Manuel. Sigue pintando ¿vale?
Se alejó con rapidez y me quedé solo. Levanté la cabeza y me encontré de pronto en una sala
amplia y luminosa donde algunas personas parecían estatuas silenciosas delante de libros. No veía a Trini
por ningún lado. Me incorporé y empecé a recorrer la sala muy lentamente. De tanto en tanto me paraba,
observaba a alguien que leía y continuaba mi pequeña travesía. No había mucha gente, pero todas repetían
la misma actitud, el mismo silencio y una expresión muy parecida en su rostro. ¿Qué habrá dentro?, me
pregunté.¿Qué miran? Aquello me intrigó. Sí había visto libros con anterioridad pero no a gente que los
leyera . Me llamó la atención una chica que de forma reiterativa repetía el mismo gesto, rozaba uno de sus
dedos con la lengua, lo llenaba de saliva y pasaba una página. Por unos instantes levantaba su cabeza y
miraba al frente. Ella se percató de mi presencia y me regaló una sonrisa. Yo se la devolví y me invitó a
acercarme.
-Hola, jovencito. ¿Cómo te llamas?
Yo sólo la miraba sin acertar a emitir una sola palabra.
-¿Te has perdido?¿Y tu mamá?
Mi respuesta fue encogerme de hombros y acercarme a ella que en esos momentos buscaba algo
en su bolso. Levantó la cabeza y puso en mi mano una pequeña chocolatina.
-¿Quieres?
Con la chocolatina en la mano sin dar las gracias ni emitir sonido alguno proseguí mi pequeño
viaje por aquel fascinante lugar. La chica no dijo nada y retomó su lectura. Posiblemente pensó ¡qué niño
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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más extraño!
Me dirigí cauteloso, a pasitos muy lentos y suaves, al fondo de la sala. Había cientos de
estanterías cargadas de libros. Alguna gente curioseaba por allí, miraba los lomos, había quien apuntaba
algo en una libreta, otros jugaban a tocar con los dedos uno tras otro los libros. Aquel gesto me gustó.
Toqué con mi dedito el lomo de un ejemplar , era rugoso al tacto y podía distinguir el grosor de las letras,
detrás de ese libro, otro igual y otro hasta configurar toda una larga fila. Aquellos libros me parecieron
enormes, eran como misteriosos gigantes.¿Qué encerraban dentro de sí?¿Por qué aquella gente les
dedicaba tanta atención? No entendía nada pero me gustaba aquel juego de silencios y búsquedas. Por un
momento sentí miedo, estaba solo y quizás perdido pero la curiosidad me atrapaba como un imán. Seguí
recorriendo con parsimonia el largo pasillo y de entre los libros apareció la imagen de un anciano bonachón
que me miró como si me conociera desde siempre. Sonreía benevolente y con su mano me indicaba
cauteloso que me acercara a él. Lo miré con detenimiento y le devolví la sonrisa pero no di un solo paso.
Permanecí inmóvil y sin comprender bien qué pretendía aquel anciano. Al cabo de unos segundos su mano
me acercaba un libro, y por primera vez escuché su voz melodiosa.
-Toma es para ti. Cuídalo. Ya llegará el momento en que lo necesites.
No dije nada. Tomé el libro entre mis manos y no supe qué hacer con él. Pesaba poco y no era
muy voluminoso. Miré la portada y no vi nada que me llamara especialmente la atención. Cuando volví a
buscar con la mirada al anciano, ya no estaba. Había desaparecido de repente. Nada resultaba raro, estaba
acostumbrado a encontrarme con situaciones ante las que aún no tenía respuesta.
Avancé unos pasos con el libro y el miedo entre mis manos, pero sentía pánico ante el temor de
volver a encontrarme con más sorpresas y retrocedí hasta la sala de lectura. Supuse que aquel libro era
mágico o cuanto menos único, y aunque hasta ese momento no era capaz de dilucidar qué tenía de
extraordinario, había en todo aquello algo parecido a lo que había encontrado en los relatos fantásticos que
tanto me gustaban.
En el camino de regreso hacia mi puesto en la biblioteca, sonreí de nuevo a la chica de la
chocolatina que esta vez además me guiñó un ojo. Sin dejar de mirarla alcancé por fin el pupitre con las
urgencias de la curiosidad y el ansia de descubrir qué encerraba aquel misterio que portaba entre mis
manos. Cuando me disponía a abrir el libro, apareció alterada Trini.
-¿Dónde te habías metido, Manuel? Me tenías preocupada...
Había aparecido en el momento más inoportuno. Detectó rápidamente la novedosa presencia del
objeto misterioso que me había entregado el anciano.
-¿Y eso? ¿De dónde lo has sacado?
Puse cara de no saber nada mientras Trini ojeaba el libro.
-No lo había visto nunca. ¡Qué raro, no está catalogado! ¿De dónde lo cogiste?
-Me lo dio un hombre- apenas pude balbucir.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
20
Trini salió disparada hasta el mostrador donde estaba su compañera.
-Ana, ¿te suena este libro de algo? Parece una agenda antigua...
-¡Qué extraño! Este libro no es nuestro...
-El nieto de Concha dice que se lo dio un hombre.
-Pues déjaselo al crío.
-¿Y para qué va a querer el crío este libro?
Desde mi pupitre observaba expectante la conversación de las dos mujeres. Sentí un fuerte deseo
de correr hacia ellas y arrebatarles el libro, mi libro, pero permanecí sentado hasta comprobar como Trini se
acercaba.
-¿Te gustaría quedártelo?
-Sí, es mi libro.
Trini sonrió ante mi rotunda respuesta y me lo devolvió.
-Vaya, Manuel. Está muy bien que te vayan gustando los libros aunque aún no puedas leerlos.
Ojalá siempre te gusten tanto.
-Gracias- respondí cuando pude volver a tenerlo entre mis manos. Sentía algo especial por ese
libro, creo que pocas veces he tenido tanto aprecio por un objeto.
Cuando regresó mi abuela, su cara seguía igual de angustiada. Trini se acercó a ella cuando la vio
llegar. Observé desde mi puesto a las dos mujeres, que permanecieron un largo rato charlando. Algo
ocurría pero yo no era capaz de adivinar nada. Luego mi abuela me llamó desde lejos para que me
acercara. Corrí hacia ella y la abracé. La quería tanto...
-¿Qué?¿Cómo te has portado?
Sonreí y fue Trini la que respondió por mí.
-Este niño es un encanto. Va a ser un gran lector porque es curioso, le gusta observar y sabe
respetar el silencio.
La abuela y ella rieron alegremente. Me gustó observar que había sido capaz de hacerla reír.
-Venga, nos vamos. Dale ese libro a Trini.
Lo apreté contra mi pecho mientras su amiga le aclaraba el origen del libro.
-Es un regalo. Puede llevárselo, no es nuestro. Parece que se lo dio un misterioso hombre que no
hemos visto.
-¡Qué raro! ¿no?
Mi abuela no prestó mucha atención al libro. Nos marchamos con prisa después de recibir la
despedida afectuosa de toda aquella gente que durante no sé cuanto tiempo formaron parte de mi universo.
No me separé ni un instante de mi regalo, sentía su calor como si formara parte de mí y al llegar a casa
aproveché que mi abuela tenía cosas que hacer en la cocina para marcharme al patio, tumbarme en mi
rincón preferido y comenzar a curiosearlo. Abrí el libro más o menos por la mitad y encontré una sucesión
irregular de letras extrañas que era incapaz de interpretar, pasé a otra página y luego a otra. Todas eran
similares. Sólo se interrumpía ese orden al llegar a las últimas en las que empezaban a aparecer extraños
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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dibujos y una fotografía muy antigua que mostraba a una pareja aparentemente feliz con sus hijos. La vieja
foto estaba cuidadosamente pegada con papel celo en cada uno de los extremos. Tan inmerso estaba en mi
pequeña investigación que no advertí la presencia de mi abuela.
-Parece interesante ese libro, ¿no?
Alcé la vista y mostré a mi abuela la fotografía que había descubierto. El semblante de ella
cambió, la miró con detenimiento, ajustó sus gafas y cada vez parecía entender menos lo que veía. Desde
abajo mi vista buscaba respuestas que no hallaba mientras desde arriba tampoco parecían fluir en la mente
de mi abuela Concha. Perpleja y muy seria clavó sus ojos en mí.
-¿De dónde has sacado esto?
Tuve miedo por un instante, temí que fuera a reñirme sin entender muy bien por qué.
-Me lo dio un hombre muy viejo, en la biblioteca. Yo no quería pero...
-¿Te dijo algo?
Negué con la cabeza mientras resonaba vagamente en mi memoria una voz, acaso un
susurro,”Toma, es para ti. Cuídalo. Ya llegará el momento en que lo necesites.”
-¿Sabes quiénes son las personas de la fotografía?
Volví a negar con la cabeza.
-Es una foto que nos hicimos hace muchos años.
Su tono cambió de repente, quizás alguna lágrima vino a posarse sobre su rostro, se agachó
sigilosa
-Mira, esta niña pequeña es tu madre, este es tu tío Roque, tu tía Margarita, Alfonso y la más alta
de todos era mi hija Concha.
Fue señalando lentamente, rozando con suavidad y melancolía las imágenes de la fotografía. A
medida que esos rostros sepia se traducían en recuerdos, en sensaciones , su ánimo iba derrumbándose.
Cuando nombró a su hija Concha, rompió a llorar con desconsuelo. Se quitó las gafas mientras buscaba su
pañuelo. Yo la observaba asombrado, no podía dejar de recordar la imagen del anciano y un nuevo
escalofrío volvió a gravitar con pesadez por mi cuerpo.
Mi abuela cerró el libro y lo apretó contra su pecho.
-Ay, Manuel. Esto no puede ser verdad. ¿Qué ha pasado aquí?
Miró perpleja al cielo. Un suspiro hondo y lejano se esfumó de su alma y nunca más volví a saber
nada de aquel libro ni de todos los misterios que encerraba...
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Al pasar las páginas aún mojaba suavemente su dedo en saliva, y sumergido en la apasionante
lectura, mascaba en su boca el extraño sabor a papel y tinta. Sólo entonces, su paladar empezaba a
desplegar en su cerebro imágenes lejanas, sentimientos, recuerdos...Ese sabor, esa sensación siempre
provocaba la misma reacción; levantaba un minuto, quizás mucho menos, su vista de la lectura, su mirada
quedaba perdida por un instante y era entonces cuando lograba recuperar con nitidez la imagen de su
abuela Concha.
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Francisco Tejedo Torrent
Aniquilación de las bibliotecas
Las bibliotecas siempre han tenido mala prensa. Será por aquello de que los libros hacen a la
gente libre; y ya se sabe, la libertad asusta.
Quemadas, sepultadas, derruidas, descuidadas, perdidas, abandonadas, destruidas, rotas, pero
jamás vencidas; esa es su historia, siempre surgen de nuevo de sus cenizas. Pero esta historia reiterativa
se va a acabar de una vez por todas. Hay que encontrar un método capaz de liquidarlas para siempre;
empeño nada fácil, si estudiamos los ejemplos antiguos que dejan al descubierto los fallos que han
permitido a los libros recuperarse. Veamos.
Terminada la ingente labor de unificar los infinitos reinos en que estaba dividida China, el
emperador Chi Hoang Ti emprendió una guerra aparentemente más fácil que derrotar a los enemigos en el
campo de batalla. Para que el Emperador de la China fuera el centro del universo, era necesario que todos
los libros hablaran únicamente de él y del Imperio que había logrado crear. Planificó a conciencia su
estrategia en dos frentes; uno, no podían entrar libros de fuera del Imperio que contaban historias que no
tenían nada que ver con el Nuevo Imperio Chino; dos, había que impedir que circularan libros antiguos o
recientes que ya estaban dentro del Imperio y que tampoco hablaban del Nuevo Emperador.
¿Qué mejor para impedir el paso a mercaderes, comerciantes, aventureros y turistas que construir
un muro que los detuviera irremisiblemente y que cualquier mercancía, sobre todo los libros, se controlaran
en la frontera y se destruyeran allí mismo?
De la noche a la mañana, un millón de chinos se pusieron a
levantar la Gran Muralla para impedir ser atacados por los bárbaros del norte, una excusa razonable,
porque así no había necesidad de nombrar el secuestro y destrucción de los libros en la frontera, que es
para lo que realmente se estaba construyendo la muralla.
En cuanto a los libros ya existentes dentro del Imperio, lo mejor era ordenar quemarlos. Así que el
Emperador mandó vaciar las innumerables bibliotecas y registrar casa por casa para no dejar libro con
cabeza. Y todos los libros requisados ardieron a la par en la plaza principal de las aldeas, pueblos o
ciudades del Nuevo Imperio. Pero muchos súbditos, con peligro de sus vidas, escondieron sus libros
preferidos. Y además, ya se sabe, entre los que debían quemarlos siempre había alguien que se guardaba,
a escondidas, algún libro de recuerdo.
En resumen, que, lamentablemente, el intento del poderoso emperador Chi Hoang Ti fue un
rotundo fracaso.
Tampoco los distintos incendios de la célebre biblioteca de Alejandría podían tomarse como
modelo de destrucción total. Poco importaba saber que fueron los cristianos los responsables de la quema
intencionada de los libros, escritos por los paganos griegos o por los sectarios del Oriente Asiático. Carecía
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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de relevancia que los musulmanes dejaran las ruinas del edificio que había albergado la biblioteca
totalmente abandonadas, y se marcharan de Alejandría con la intención de convertir en capital a la ciudad
del Cairo. Muchos ejemplares ya se habían trasladado a otras bibliotecas del Imperio Romano, y numerosas
copias corrían de mano en mano entre sabios y eruditos; así que la pérdida fue grave, pero, como intento de
eliminación fundamentalista y radical de la sabiduría y conocimiento de los pensadores de otras religiones,
hemos de considerar que hicieron el ridículo, porque los libros más interesantes estaban ya a salvo a miles
de kilómetros de distancia.
Finalmente, la destrucción sistemática de libros durante las dictaduras del siglo XX, careció
totalmente de sentido. Únicamente se quemaban los libros contrarios a la ideología del poder, normalmente
militar, y quedaban a salvo los libros defensores del pensamiento oficial. Era fácil saber qué pensaban y qué
decían los libros quemados, si teníamos un espejo que reflejaba la cara opuesta. Añadamos, además, que
los encargados de destruir los libros, por puro morbo, siempre conservaban algún que otro ejemplar para su
lectura privada y secreta.
Ahora faltaban diez años para la desaparición total del libro de papel; no por cuestiones técnicas,
ni por el afán ecologista de proteger los árboles que proporcionan la pasta para fabricar el soporte de folios
y cuartillas, sino porque realmente se quería acabar con cualquier vestigio de la teoría lúdica de la lectura.
Según esa insensata utopía, expresada en innumerables libros, tomos y enciclopedias, la lectura de libros
era la causa de la felicidad colectiva. En consecuencia, en las cafeterías, en el trabajo, en el autobús, en el
avión, la gente se había puesto a leer de forma compulsiva, abandonando sus obligaciones laborales. La
productividad de las empresas había descendido un 50 % en todo el mundo. En cambio, la felicidad y la
alegría iban en aumento en la misma proporción.
Los dirigentes de la Organización Mundial de países habían estudiado a fondo la cuestión y no
permitirían que este problema fuera en aumento. Eliminarían los libros, pero no querían fracasar con
quemas incompletas, como había ocurrido hasta el momento. Por supuesto no se repetiría lo sucedido en
estas tres conocidas y malogradas intentonas del pasado. No habría burdos errores cometidos por
incompetentes funcionarios, más preocupados de su sueldo y bienestar que del estricto cumplimiento de su
deber.
Se había propuesto un Concurso Internacional de ideas para acabar de una vez por todas con los
libros, defendieran o no la lectura como método de felicidad colectiva. De acuerdo con el segundo premio
del certamen, no se necesitaba hacer un Índice de Libros Prohibidos, a semejanza de la Inquisición;
simplemente, todos los libros estarían prohibidos a partir del 1 de enero del próximo año y todas las
Bibliotecas quedarían cerradas desde las mismas fechas. Para evitar que las inteligencias se iluminaran
con las llamas purificadoras de los libros que se estuvieran quemando, no se recurriría a un nuevo
Fahrenheit 451 –a esa temperatura arden los libros–, sino que se descendería a la vulgaridad de las plagas
de termitas transgénicas, especializadas en la ingesta de pasta de papel, idea que consiguió el primer
premio en el Concurso Internacional.
Diez años de termitas implacables, que no miran ni leen lo que se comen, terminarían con todo lo
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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que oliese a papiro, pergamino o papel; un holocausto lento pero seguro. El primer paso para exterminar la
falsa idea de la felicidad colectiva por medio de la lectura estaba dado.
El plan de las termitas parecía estadísticamente infalible. Una termita hembra era capaz de poner
cien mil huevos en un año. En dos años, el número de termitas habría que contarlo por millones.
Modificadas genéticamente, tenían una voracidad desmedida y eran capaces de arrasar no sólo los libros
de las dos millones de bibliotecas que se estimaba que existían en el mundo, sino también las pequeñas o
grandes colecciones particulares de libros.
Se abrió un plazo – antes del 31 de diciembre– para que la gente llevara los libros a las bibliotecas
que debían cerrarse al día siguiente. La policía registró exhaustivamente todas las casas con el fin de
comprobar que todos los libros habían sido entregados o llevados a la biblioteca que se les había indicado.
Cuando empezó el nuevo año se precintaron las bibliotecas, después de haber dejado dentro un
buen número de termitas, que en cinco años se multiplicarían hasta el infinito y acabarían irremisiblemente
con los libros al finalizar el plazo de los diez años.
La gente recuperó la normalidad y la tristeza, las empresas recobraron su nivel de producción y las
autoridades de todos los países que formaban la Organización Mundial estaban muy orgullosas porque al
fin habían encontrado la solución para aniquilar a esa especie tan peligrosa llamada “libro”.
Al cabo de un año hicieron una prospección para ver cómo se iban desarrollando los
acontecimientos en el interior de las bibliotecas y de los libros. Enormemente satisfechos porque el 15 % de
los volúmenes ya estaban consumidos, cerraron de nuevo las puertas, restauraron los precintos y se
dedicaron a esperar cinco años más con la certeza de que al abrir de nuevo las puertas se encontrarían con
la totalidad de los libros en el estómago de las termitas.
Pasados los cinco años, con la confianza de estar manejando un método infalible de exterminio,
organizaron una fiesta para conmemorar la apertura de las bibliotecas y la comprobación de la absoluta
ruina en que habían quedado los libros.
Al abrir las puertas, policías, autoridades y público asistente al acto se quedaron de piedra; las
termitas se habían comido todos los estantes y mesas de madera, pero lo libros permanecían intactos. Por
no se sabe qué extraña mutación, las crías pequeñas de las termitas habían aprendido a leer y se las veía
satisfechas y orgullosas de su hazaña.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Miguel Barreras Alconchel
El catálogo imposible
El 17 de enero de 1991 alguien llamó al despacho. Reconocí la boina tras la puerta y salté
ligero de la silla para la huida. Saturnino no se percató de la visita, absorto en un listado de libros
que contenían la palabra elocuencia en su título. Evaristo Pobo me cerraba la salida, con una
sonrisa de disculpa y un libro de tapas rojas que tímidamente me ofrecía.
- Mire lo que he encontrado por casualidad. He pensado que quizás les interese.
El polvo casi impedía leer el título: Epítome de libros censurados en España durante la
década 1940-1950, por Gervasio Roscen. Al oírme pronunciar el título, Saturnino emergió ágil de
su ausencia y me arrebató el volumen de las manos.
- Esto es una joya, Evaristo, una auténtica joya - clamaba excitado, mientras
acariciaba la cara menuda de Pobo y le estampaba un beso ruidoso en la frente. El pobre
hombrecillo no sabía qué hacer. Se colocó bien la boina, esbozó una mueca por sonrisa y
desapareció con un teneritas Dei, o algo parecido. Saturnino y yo nos lanzamos, groseros y
feroces, a la inspección del texto fascinante. Doscientas cuarenta y tres páginas repletas de títulos
y autores, casi todos desconocidos: La leyenda sobre el diluvio, por Y. Perelmán; La miel de las
segadoras, por N. Tesera; Reproducción rápida de las plantas y de los animales, por G. Lapaegi;
Copérnico, por N. Cyasper. Y así hasta siete mil doscientos noventa y tres títulos. El último lo
esperábamos: Epítome de obras censuradas en España durante la década 1940-1950, por
Gervasio Roscen. Al comprobar esta última obra autorreferencial, Saturnino se quitó las gafas,
entornó los ojos, me miró como desde un abismo y me habló:
- ¿Sabe usted en qué estoy pensando, Morón?
Sí, lo sabía, pero no le pude contestar. Antes de acabar la pregunta, arrancó estrepitosa
una sirena de sonido agudo y discontinuo.
- ¡Vamos! ¡Hay mucho humo al final del pasillo! – gritó alguien detrás de la puerta.
Saturnino volvió a colocarse las gafas, giró la vista hacia su mesa de trabajo, donde se
apilaban algunos libros en aparente desorden, y, como si aquella escena ya la hubiera ensayado
con anterioridad, se desabrochó su mugrienta bata, la extendió en el suelo, y deslizó todos los
volúmenes sobre ella. Algunos cayeron fuera. Sin parsimonia pero conservando la calma, recogió
todos y, atando las dos mangas, improvisó un hatillo que con esfuerzo se cargó a la espalda.
No puedo decir cuánto duró aquello. Yo no dije ni hice nada. Simplemente estaba
petrificado cuando alguien rompió la puerta desde fuera de una patada contundente.
No recuerdo lo que gritó el bombero. Saturnino alzó como pudo la mano izquierda en son
de paz y, sin levantar la voz, tranquilizó al hombre robusto del casco:
- Soséguese, joven, soséguese. No tenía por qué destrozar la puerta; estaba abierta. Ya
nos vamos. Por favor, no me toque mis libros.
Y nos fuimos.
No me dejó Saturnino que le ayudara con su improvisada barjuleta. Una vez a salvo, en
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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los jardines de la Biblioteca, posó el bulto con los libros en el suelo y se quedó de pie, rígido,
enfrentado a aquel edificio que para él significaba mucho más que su puesto de trabajo. Observé
que sus labios se movían sin pronunciar nada. Quizá rezara.
- Bueno. Ya está. – Otro bombero; éste más bajo, mostacho exagerado, casco en mano. –
No ha sido nada. Mucho ruido y pocas nueces. Mañana pueden volver al trabajo.
- Alabado sea Dios – suspiró casi imperceptible Saturnino.
- Bueno, joven – ahora se dirigía hacia mí. – Considero que tenemos un tema
pendiente que no tolera demora, ¿no cree?
No me dejó contestar.
- ¿Puedo convidarle a cenar esta noche en mi casa? ¿Le parece bien a las ocho y
media?
No me parecía nada, ni bien ni mal. Los últimos acontecimientos, el epítome de
Pobo, la inquietante pregunta de Saturnino, mi respuesta
abortada por la alarma, el conato de
incendio, la flema del viejo, su inesperada invitación, todo en tan poco tiempo, habían alterado mi
cotidiano rigor mental.
- Sí. Muy bien. A las ocho y media.
Me dio su dirección, que escribió en un papel arrugado, y sin decir ya nada más
continuó en la contemplación de la Biblioteca vista por fuera. Sus labios volvieron a activarse
silenciosos, quizá ahora en una liturgia de acción de gracias.
Volví andando a casa. Todo aquel ajetreo de humos y bomberos se disipó
involuntariamente: mi mente, perversa o suicida, exigía toda la atención para lo fundamental, la
pregunta sin respuesta de Saturnino, ¿Sabe usted en qué estoy pensando, Morón? Dios, claro que
lo sabía, lo sabía. O, ¿simplemente lo imaginaba? Quizá él sólo intuyera lo inmediato: un catálogo
de catálogos; fin, ya está. Bravo, Saturnino, le animaría, yo le ayudo en la empresa. Ojalá. Pero no.
No. Saturnino no iba a quedarse ahí. Yo sabía, sí, sabía en qué estaba pensando. Había llegado a
la hiperclasificación: catálogos que se incluyen, catálogos que se excluyen. Un paso más y el
abismo. Quizá no. Quizá no. Tenía que pensarlo mejor. Un papel, un lápiz. No, no. Mejor dejarlo
ahí. Esperaría el comentario de Saturnino. Acaso yo estaba obsesionado. Quizá había salida al
conflicto. Pero no, no. Aunque me resistiera a aceptarlo, todo estaba claro: la solución al problema
es que no había solución. Pensar uno de los supercatálogos era como nombrarlo, nombrarlo como
definirlo. Pero, Dios, ¿cómo se puede definir lo que, por definición, no puede existir?
No acudí a la cita con Saturnino. No he vuelto a trabajar en la Biblioteca Nacional.
Procuro no pasar cerca de ella.
Ahora, trabajo en una gasolinera.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Raquel Rodríguez Pérez
El habitante de la biblioteca
Te estoy mirando y me doy cuenta de lo bello que eres. Fuiste el más deseado de todas mis
amigas, el anhelado por todas las madres, el amigo confesor que añoraba todo mi círculo estudiantil. Ahora
todos ellos y todas ellas se han relajado y te han ido dejando más espacio para ti mismo.
Me pedían que te convenciera de tantas cosas…¿Cómo? Tu elección no es una moneda de
cambio. Me encanta tu condición con el lote completo de quien eres y de tus circunstancias.
Hoy me doy cuenta de que te adoro sin ser consciente de tus padecimientos, de la lucha continua
que supone despertarse y vivir desde tu nacimiento con tu prólogo determinista.
Llevo contigo desde que nos conocimos por una de esas casualidades que el corazón confiesa
destinada. Siempre te he buscado en el mismo lugar. Quedamos aquí, en esta inmensa biblioteca decorada
por los años, porque mantiene nuestra magia vinculada.
Te admiro por tu belleza, por tu valía humana, por tu excelencia, por tu exitosa humildad… Y lo
esencial, lo más importante de quien eres, se nos escurre.
Hoy, que has dormido en casa, te veo el peso de tu despertar limitador. Te acostaste feliz,
contento, porque acababas de estar con alguien único que ha ido entrando en tu vida poquito a poco. Lo he
visto de reojo; te encanta estar con él. He visto cómo te observa, con ese ensimismamiento que pertenece
sólo al edén de los enamorados.
Te has levantado sin percepción. Aquel rostro de anoche nada tiene en común con el de esta
mañana prematura. Esta tristeza tuya recién espabilada la desconocía. Te contemplo disimuladamente
porque mi corazón está aturdido ante tu padecimiento. Seguramente hoy pasarás el día escondido en mi
casa, cobijado del mundo, a pesar de que lo que más anheles sean caricias, mimos, compañía y discretas
atenciones.
No te animo a venir conmigo. Sé que prefieres estar aquí, en mi salón, desde donde la luz exterior
es más atrevida.
Me marcho a cumplir con mis deberes diarios. Te dejo con la congoja y el temor de no encontrarte
al regresar. Sin embargo tengo la seguridad interior de que me esperarás.
He acelerado las horas comprimiendo la eficiencia obligatoria para huir de ellas y sentirme, otra
vez, amparada y amparándote.
¡Qué expresión más melancólica es la que me da la bienvenida a casa!
Sospecho que no te has movido del salón en todo el tiempo que no he estado aquí.
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Quizá este matiz lúgubre te aporte aún más magnetismo. No podré querer a nadie como te quiero
a ti. Soy consciente de que no eres exclusivo para mí. No podría perdonarme tu dedicación separatista. Tu
entrega filantrópica alimenta mi amor hacia ti.
Durante un delicioso rato hemos estado en silencio, abrazados, en el sofá. Me he quedado
adormecida en tu regazo, con la cabeza descansada en ti.
Al despertar, nos hemos dirigido a la biblioteca. Allí nos tocaba despedirnos. Así lo requerían las
normas y la espera del que te va a buscar cada día haciéndose el encontradizo.
Tal vez algún día puedas ser intermediario y presentarnos. Sospecho que yo no soy de su gusto.
No obstante nuestra fascinación por ti nos interrelaciona de algún modo.
Gracias por haberme acompañado otra noche más. Gracias por haber estado allí cuando he
regresado.
Eres mi mejor amigo…Él, tu nuevo discípulo, me entendería…¡y pensar que para todos los demás
tan sólo te apodas “libro”!. Ni tu título, ni tu textura, ni lo que susurras a los ojos, les dan otra visión de tu
interior. ¡Ellos y ellas se lo pierden! Así él y yo podemos disfrutar más tiempo de tu sabiduría.
¡Hasta mañana, mi fiel confidente!
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Pilar López Cantero
Historias de la Central
A Paulino le molestaba la nueva bibliotecaria, que mascaba chicle de sandía, hablaba por teléfono
sin parar y apestaba a tabaco. Todas las mañana llegaba quince minutos tarde, y se pasaba la mañana
hojeando revistas del corazón. Lo que más le irritaba de esa niñata, que no aparentaba más de veinte años
y no le había dirigido la palabra en los dos meses que llevaba allí, es que tenía toda la pinta de ser de las
que van a ver la película en vez de leer el libro. Seguro que ni siquiera se leyó el puñetero Código Da Vinci.
Paulino, que se encontraba más a gusto entre libros que con la gente, detestaba a ese tipo de personas, y
la odiaba en silencio mientras arrastraba el carrito por la gran Biblioteca Central.
-oCarmen no había leído un libro en su vida, y al principio se sentía fuera de lugar en su nuevo
trabajo de bibliotecaria. Lo habría dejado en dos semanas si no hubiera sido por Paulino, el auxiliar de
biblioteca. Era un joven callado y huraño, que la miraba con cierto desdén cuando pasaba cerca de su
mesa. Un día, Carmen lo descubrió en uno de los angostos y oscuros pasillos de la Central, colocando
libros. Descubrió que Paulino les hablaba mientras los iba poniendo en las estanterías con mimo, rozando
los lomos con sus dedos, casi como si fueran la espalda de una mujer. Paulino ni se percató de su
presencia al final del pasillo, y cuando se marchó con el carrito, Carmen fue a la estantería y cogió uno de
los libros que el chico acababa de dejar allí.
Era una novela de aventuras. Carmen ya se lo había leído seis o siete veces a escondidas, porque
siempre que pasaba Paulino por su mesa lo escondía bajo alguna revista o fingía hablar por teléfono.
-oLos hogares del jubilado no eran para el viejo Felipe. Todas las mañanas se calaba la gorra en su
cabeza calva y salía de su pequeño apartamento, donde vivía solo desde hacía una eternidad y que se caía
a pedazos. En el ascensor, se colocaba de espaldas al espejo para no ver las arrugas que surcaban su
cara, no por vanidad, sino para no recordar los cientos de recuerdos que ya eran sólo eso, recuerdos a los
que no quería aferrarse. Para escapar de ellos, llenaba su cabeza de las memorias de otros en la biblioteca.
Cada día, se sentaba en los sofás del vestíbulo de la biblioteca y leía biografías, de Hitler, de Alejandro
Magno, de Lady Di o de los reyes godos. También miraba todo lo que pasaba a su alrededor, y aunque a
estas alturas todo le importaba una mierda, llegó a sentir curiosidad por la nueva bibliotecaria, que
desentonaba con las estanterías de madera vieja de la Central tanto como los sofás naranjas de tienda
sueca que la directora se había empeñado en comprar para “modernizar la imagen de la biblioteca” (el día
que Felipe los vio por primera vez, se hubiera liado a patadas con ellos si no fuera porque, en realidad, todo
le importaba una mierda). Un día vio que la chica, que se solía pasar las mañanas leyendo el mismo libro, lo
escondía cuando Paulino pasaba a su lado arrastrando el carrito, los pies y el alma. También notó que la
chica se sonrojaba ligeramente y se preguntó si estaría enamorada de ese capullo. Porque Felipe detestaba
a Paulino. En realidad no habría tenido nada contra él si no fuera porque era quien le echaba todas las
tardes, a las ocho menos cinco, porque había que cerrar, lo que le devolvía a su apartamento de viejo y a
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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sus recuerdos, al espejo del ascensor y a su amargura. Pero ahora, cada vez que pasaba por delante y
provocaba el sonrojo de la bibliotecaria,
Felipe no podía evitar una sonrisa cruel, porque sabía un secreto que quizás podía sacar a Paulino
de su insípida existencia, pero lo conservaba para él como una pequeña venganza.
-o-
Los pocos días que dormía en la biblioteca, Aureliano veía como Paulino echaba al viejo Felipe.
Se acercaba y, seco y cortante, decía: “Vamos a cerrar”. El viejo le miraba casi con desprecio, se ponía su
gorra que algún día fue de algún color pero que hoy ya no era ni gris, y se marchaba. Aunque esta noche
descubrió que el anciano parecía sonreír cuando miró al auxiliar de biblioteca.
A Aureliano le gustaba mucho dormir en la biblioteca y descansar de los cien años de soledad a
los que estaba condenado eternamente. Le hastiaba ser un personaje de la novela de García Márquez, y
aún más ser uno más de los diecisiete Aurelianos que un día mueren asesinados en masa, sin que apenas
se sepa ningún detalle sobre ellos. El viejo Gabo no le había consultado si quería participar en su obra
maestra, porque lo cierto es que le pesaba ser parte de uno de los mitos de la literatura universal. Como
nadie sabe nada de él, la gente no nota que en realidad el escritor se equivocó, y que este Aureliano
hubiera encajado mejor en un libro de aventuras cualquiera, aunque no fuera una gran obra. Él no tenía
afán de fama, sólo quería una historia que le perteneciera. Además, Cien años de soledad siempre estaba
prestado y pocas veces pasaba la noche en la biblioteca. Y lo peor era que muchas veces, la persona que
se lo llevaba ni siquiera se leía el libro, sino que se limitaba a pasearlo para que los demás lo vieran con él
en la mano. Eso no le habría pasado en un folletín: lo más seguro es que hubiera salido menos de la
estantería, y puede que incluso el lector no quisiera que los demás lo vieran, porque no viste lo mismo leer a
García Márquez que novelitas de aventuras. Lo mejor de todo es que podría haber estado en las manos de
Carmen, la bibliotecaria, no sólo cuando alguien sacaba o devolvía el libro. A Aureliano le encantaba ese
momento, y se moría de rabia cuando veía, escondida, la novela que tenía escondida en su mesa y que ella
leía cada día. Una de aventuras.
-o-
-
Hola, estoy buscando Cien años de soledad.
-
Lo siento, está prestado –contestó Carmen tras consultar el ordenador-. Hasta dentro de quince
días.
En ese momento pasó Paulino con su carrito, y Carmen vio, de reojo, que el viejo Felipe levantaba
la vista disimuladamente de la biografía de Juana la Loca.
-
Mira, acaban de devolver esta novela de aventuras, que está muy entretenida. Si quieres te apunto
en la reserva para Cien años de soledad y te llevas éste mientras.
-
Bueno...está bien.
Cuando el chico se fue, Carmen se levantó de su mesa y fue a la estantería donde estaba Paulino
colocando libros y hablándoles, como de costumbre. Cogió el último que había colocado, volvió a sentarse y
comenzó a leer:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
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había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo..."
II Certamen internacional de relatos breves “La cerilla mágica”
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Adrán Néstor Escudero
El misterio de la puerta cerrada (o la vida misma)
El primer lote de los 124 ejemplares ya se fue. De hecho, la Antología Universal del Cuento,
Cervantes y “Don Quijote de la Mancha”, la Antología de la Poesía Universal, el Teatro Selecto de
“Sófocles, Shakespeare y O´Neill”, la “Eugenia Gandet” de Balzac, “Crimen y Castigo” de Dostoievski, Kafka
y “El Proceso”, “Fausto” y von Goethe, “La hija del Capitán y la Dama de Pique”, de Pushkin, y hasta Scout
con su “Ivanhoe”, ya han partido luego de una delicada –debemos reconocerlo- tarea de limpieza y
acondicionamiento previo. Pero ese tipo debe haberse vuelto loco. Hace casi 20 años ya que moramos en
los estantes de un lugar espacioso, apacible y cálido, llamado por él
“su” biblioteca, sita en el living
comedor de una casa provinciana con muebles de maderas olorosas y alcurnia contemplativa, y ahora… No
llames “ese tipo” a nuestro dueño, mi estimado Gogol; él sabrá por qué hace lo que hace…, opina un
reposado Emilio Zola, no ovidando haber superado el romanticismo humanitarista de Lamartine, Víctor
Hugo y George Sand… ¡Pero es que, con el segundo lote que llevará, ya serán como 30 los libros que
abandonan el lugar!!!!, asiente compungido un fláccido Brete Harte, tomando armas de sus “Cuentos del
Oeste”. Yo sé dónde los llevan, dice alguien de pronto y para estupor de todos. ¿Sabes dónde los llevan? ¡Y
cómo sabes tú dónde los llevan, presuntuoso Poe! Pues, porque he sido devuelto, y yazgo, junto a mi amigo
H.P. Lovecraft, en la mesa comedor que está frente a sus narices, escuchando el escándalo de quejas que
provocan sus berrinches. ¿Y por qué han tenido la suerte de haber vuelto? Bueno, no sé si será suerte o no;
de hecho, don Elvio tiene una fijación: leerlos a ustedes por primera vez; que dejen de ser objeto de
exhibición y guarda para hijos y nietos, para pasar a ser objetos y sujetos de su atenta lectura…
¿comprenden?, dijo algo molesto Lovecraft ¡Noooo! ¡Claro que noooooo!!!!!, gritaron a coro Stendhal desde
su pedestal “Rojo y Negro”, Víctor Hugo desde su “Notre-Dame de París”, y hasta, con temor reverencial,
Nathaniel Hawthorne y Herman Melville. Es que son “Tiempos Difíciles”, acotó Dickens con sabiduría…
Opinión correcta, subrayó Poe. Y no lo podrán saber hasta no llegar a penetrar el Misterio de la Puerta
Cerrada: es como una… pascua, o paso; o acaso un bebé, cuando está en el vientre de su madre, pleno y
gozoso, tiene la menor idea de que está por “nacer”, y presto a abandonar la bolsa licuosa, pulcra y
protectora donde flota como un astronauta de estos nuevos siglos… Afuera hay… o habrá, “vida”. O, al
menos, así le llamábamos cuando estábamos en idéntica dimensión humana… Algo parecido a esta
sensación de “sentirnos” que poseemos, y que incluye la prefiguración de que podamos estar conversando
y comunicándonos ahora, casi como los mismos personajes que alguna vez diéramos vida propia, y de una
forma muy parecida a la que ellos lo hacían… Así que, hasta que no salgan del útero vaginal en la que
están metidos desde hace dieciocho años, nueve meses y siete días, no podrán averiguarlo… A menos…
¿A menos?????, demandó nervioso un León Tolstoi, abrazando amante a su “Ana Karénina”. A menos que
yo se los diga… Y, de hecho, no lo haré, respondió el genio del terror ¿Y puede saberse por qué?, intervino
Julio Verne, acostumbrado a viajar a la Luna… Entre nos: porque estoy celoso; igual sucede con Howard.
Es cierto que de mí sabe un montón, pues me ha leído y releído tantas veces como ha querido; pero a
ustedes, los de la antigua y desactualizada Biblioteca Básica Universal, publicada por el Centro Editor de
América Latina en Buenos Aires (Argentina), allá por 1979… no. Todo pasa, ¿eh?; dijo un quejoso y
agresivo Alejandro Dumas, vestido como uno de “Los Tres Mosqueteros”. Claro, todo pasa, ¿y por qué ese
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Centro Editor no nos tuvo en cuenta alguna vez?, protestaron R. L. Stevenson, Jack London y Joseph
Conrad, apoyados en su furia letrómana por G. K. Chesterton y Rudyar Kipling… No. No. Digo que no.
Excepto algunos ejemplares explorados por él, como es el caso del No. 1 -esa antología cuentística
soberanamente extraviada o escondida por alguno de sus hijos-, o de los Nos. 2, 3, 4 y 5, del brillante
Miguel de Cervantes y sus tomos de “Don Quijote de la Mancha”, o los Nos. 66 y 67 del querido Mark Twain
en “Las aventuras de Huckleberry Finn”… Bah, ¡mentiras!, protestaron Verne y el sulfuroso Dumas:
sabemos que nos ha releído también a nosotros y por otros sellos editoriales… Mi hipótesis es que él
amaba tanto esta Colección, que no quería que nadie la tocara, y menos después que su Nº 1 hubiera
desaparecido con rumbo desconocido… Recuerdo su ira el día en que descubrió el hecho, apuntó perspicaz
Nicolás Maquiavelo, suavizado por la sensatez de don Miguel de Unamuno. Es una “Utopía” alcanzar
explicación anticipada de nuestro destino, sentenció Tomás Moro, sosteniendo a duras penas su cabeza
degollada… Quizá, si hubiera integrado esta Colección el enigmático Arthur Conan Doyle, podríamos
haberlo sabido, agregó George Bernard Saw. Insisto, dijo Poe, extrañamente ruborizado por la última
acotación y la tensa atmósfera que había creado entre sus colegas de oficio. Sin embargo, manteniendo la
calma, sentenció: “No se apuren por saber que el tiempo se los dirá, que no hay cosa más bonita que saber
sin preguntar”…, soltando luego, tras el adagio popular, una nerviosa, siniestra carcajada… Oye, tú,
escabroso y apoltronado Edgard Alan Poe: Si no vas a confesar qué se trae entre manos ese viejo loco
llamado Elvio Armando Helguero, por si lo quieres nombrar con ceremonia, insistió con más fuerza Nicolai
Gogol, debo decirte que lo que hace y nos hace es… ¡vergonzoso y vergonzante! ¿No te parece? Más allá
de tu obligada actitud de espectador, deberías fijar una posición al respecto… ¿Y qué podemos…?, susurró
inaudible el espectro de Francois Rabelais, impedido de demostrar cómo a través de “Gargantúa y
Pantagruel”, había podido corroer la retórica escolástica. Es cierto: ¡Nosotros formamos parte de su
Colección de Literatura Universal; ergo, podría haber llevado hacia el Misterio a los del estante de abajo que
son nada más que unos vulgares… ¡autores nacionales!!! ¡A qué comparar, si no hay parámetro!, arguyó
Poe. Claro que –dijo no obstante Madame Bovary, incontenible en su lengua de mujer inteligente, tras
ocultar a Gustave Flaubert bajo una falda amplia y perfumada-, no podemos negar con qué dulzura nos
trata en el traslado hacia el Misterio de la Puerta Cerrada. Sí, pero, ¡puaj¡; encima nos besa sin haberse
afeitado, y todo porque hoy es sábado y no trabaja por la mañana…, señaló Lewis Carroll protegiendo a
“Alicia en el País de las Maravillas”. Voy a serles franco, razonó William M. Yhackeray: toda esta cháchara
no es más que una “Feria de Vanidades”… Tranquilos, intervino por última vez Poe. Saben que “Dios no
permite males sino para mayores bienes”, y que “sólo Él escribe derecho con líneas torcidas”… Ahora,
shhhhhhh, que ahí viene otra vez en busca de “el siguiente en la fila”, como diría Bradbury paseando con
“El Hombre Ilustrado”…
… Ahora estoy verdaderamente en ella. Dominando a pleno su Misterio. Desnudo, como un
difuminado fantasma de otoño. Los aromas perfumados del lugar y su brillo higiénico, hacen que el sitio sea
tan especial para mí, y me lleve a advertir que, a pesar del puesto gerencial que desempeño en una fábrica
de condones multicolores, no bebo, no fumo, no me involucro en flagrantes infidelidades, ni me escapo los
jueves con una banda de seres marginales. Trato de ser un hombre sensato, en un territorio encarnado por
una postmoderna frivolidad globalizada. De hecho, siento que vivo, pero no en este mundo. Soy, lo que se
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dice un... puritano, bah... Que sólo lee libros... “Es mi único vicio”, digo, esperando comprensión –aunque
sólo fuera hoy- a mi especial estado de ánimo. Sin embargo, nadie me escucha. En el fondo, tampoco
espero nada. De nadie. Ni siquiera de ella: tan pragmática e inexorable en su envidiable autoestima y
ejecutividad. De todos modos, mi cansancio obedece a otros motivos: stress; mal de época. Y siento que
me abate de a trozos, derrumbándome por la sórdida pendiente de una falsa paciencia que me conduce,
inexorable, a un valle de caries depresivas y cóncavas, imprevistamente anegado en lágrimas o arrebatado
por Las Furias... No obstante, el milagro se produce y encuentro en ella al refugio inaudito; y lo hago mío
para siempre: íntimo, seguro, acogedor. Allí mis penas se mitigan y mi aliento recupera su natural vitalidad:
¡Ahhh… la biblioteca o “El Misterio de la Puerta Cerrada”...!, como osara llamar yo a aquel lugar en el que,
al equilibrio físico gratamente alcanzado, mi alma devota por las letras exultara aquel gozo interior tan
profundo como placentero… Gozo hecho de ojos tendidos sobre palabras avivadas por virtualidades
literarias (ficciones deliciosas), que servían a mi ego demiurgo como alimento de dioses: pues eso era yo en
aquel sueño irredento, mientras leía; un dios eterno y viajero, henchido por los vientos del espíritu que me
arrebataban hacia insospechados universos...
Urgido, selecciono un texto: “La abuela salvaje”, de Maupassant. Después, con
entrenado ademán y furtivo oficio, lo devoro. Al cabo, satisfecho y excitado, concluida su lectura,
deposito el libro sobre el lavabo para higienizarme, dar un vistazo ritual a la secreta colección de
volúmenes ordenadamente oculta en el fondo de la bacha, y oprimo el dispositivo que, tras absurda
descarga, borrará primero el desprecio primitivo, y, luego, con abominable estertor, los sueños de
niño que, por un instante, alquilara al Señor de los Mitos: Orfeo desembarca… Sí, al cabo, me
precipito de nuevo, con vocación de adulto, en el agitado mundo de los hechos cotidianos. Y a
instancia del Gran Hermano o del Gran Mercado, o de la vida misma que le dicen, y que todo lo
dispone y administra; sobre todo en mí, que, por un vagido contra natura, me he vuelto contador y
medio economista… Sí. “¡Ya está! ¡Ya voy! ¡Ya voy!”, protesto resignado. Y ella, tan disciplinada
como intolerable, espeta al horizonte: “Sebastián, ¡apuráte! ¡Entrá al baño de una vez, por favor!
Mirá que, por fin, salió papá... ¡Apuráte!, ¿querés?; o vamos a perder el turno con el dentista. Dios
santo… ¿Y vos, Elvio, cuándo vas a madurar, querido, y a poner cada cosa en su lugar?”. Sí, o de
la vida misma, que le dicen…
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