Tierra de leyendas VI Sedice.com 25-01-2008 Silencio, Secreto, Sexo, Jeroglífico y Tiempo Presentación Bienvenidos seáis, autores y lectores, aventureros de las letras, a nuestro séptimo Concurso de Relatos Tierra de Leyendas. En vuestras manos tenéis los setenta y dos relatos presentados. En este documento hay 18, que corresponde a uno de los cuatro grupos, pero, como sabéis, os podéis descargar los otros grupos restantes. Recordad que antes de votar en ningún grupo, tenéis que solicitar el voto públicamente en el hilo “Concurso Tierra de Leyendas VII: Solicitudes de voto”. A partir de ese momento, el Custodio (Malhalma) os mandará un mensaje privado (MP) indicando a qué grupo debéis votar con el fin de repartir las votaciones en los distintos grupos. Una vez asignado vuestro grupo, debéis leerlo y seguir las instrucciones para votar que serán enviadas por Malhalma en el mismo mensaje donde se os asigna el grupo. Si queréis votar en otro grupo, una vez que hayáis votado y se haya confirmado vuestro voto como correcto, debéis solicitar de nuevo otra votación, donde se os asignará un grupo nuevo. Una vez realizadas las dos votaciones, no se podrá votar una tercera vez. Sólo se podrá votar 2 veces (a dos grupos). Tenéis la responsabilidad de haberos leído todos los relatos del grupo al que vais a votar. No son pocas las letras que tenéis por delante, por lo que se recomienda no dejarlo para última hora, ni esperéis “puntuarlos” en una segunda relectura por si os quedarais sin tiempo material. Es aconsejable que vayáis evaluando, apuntando lo que os gusta o no de cada uno de ellos medida que vais leyendo. Los votos se otorgarán de la siguiente manera: Al relato que más os haya gustado le daréis 4 puntos, al siguiente 3 puntos, al siguiente 2 puntos y luego debéis darle 1 punto a los 6 restantes que creáis merecen un voto. Dicho de otro modo, cada uno votará a 9 relatos dentro del grupo de 18 (la mitad), destacando a los tres mejores, según esta secuencia: 4,3,2,1,1,1,1,1,1. Las votaciones de esta primera fase se cerrarán el 18 de febrero de 2008 a las 23:59. Consultad la Agenda de Sedice en caso de duda. Los 10 mejores de cada grupo, serán susceptibles de ser publicados en una próxima antología Tierra de Leyendas VII. Los 6 primeros de cada grupo, pasarán a la Fase Final. En caso de empate a puntos en las posiciones 7 o 10, se desempatarán por número de votantes que hayan votado a ese relato (personas). Si aún así se empatara, se incluiría a ambos empatados en la publicación del libro o en la Fase Final, según el caso. IMPORTANTE (1): El autor no puede decir en qué grupo se engloba su relato ni dar pistas claras de ello. Sólo podrá hacerlo, e incluso revelar su autoría, si tras la primera fase su relato no pasa a la final. IMPORTANTE (2): Los autores participantes están obligados a votar en todas las fases so pena de penalización de 10 puntos al finalizar el recuento. Aunque será difícil decidir los relatos que más os gusten, esperamos que disfrutéis de una plácida y entretenida lectura. Un saludo a todos y suerte para los participantes. Informar de Errores ortográficos y de maquetación El presente texto ha sido revisado únicamente por el propio autor antes de enviarlo al concurso, y por tanto, dado que todos somos humanos, es muy probable que contenga erratas. Incluso en la maquetación, es posible que hayamos cometido algún error y no se detectara en su debido momento. Por todo esto y más, disculpas de antemano. Si detectas algún error, seas autor, jurado o lector de este documento puedes informar enviando un correo electrónico a la dirección tierrasdeleyendas@gmail.com Trataremos de atenderte lo antes posible. Muchas gracias por ayudarnos a aumentar la calidad del TDL VII. Grupo del Aire Preguntas con réplicas Preguntas con réplicas Como ocurría a menudo, después de hacer el amor no pude reprimir el llanto. Con la frente apoyada contra tu hombro, en un vano intento para que no fueras partícipe de mi dolor, tapaba mi cara con las manos; y una vez más preguntabas, porque las evasivas con las que te respondía no apaciguaban la ansiedad que adivinaba en tus ojos. Y tú me mirabas fijamente y callabas, pensando que había algo que no encajaba, que andaba ocultándote de manera deliberada. Desde que despertaste en la cama de una de las habitaciones, no conociste más compañía que la mía. Tras varios meses volviste a hablar y como una consecuencia lógica, comenzaste a inquirir acerca de tu presencia en el refugio: éramos los únicos que habitábamos esa especie de búnker construido varios metros bajo tierra, mientras un perpetuo infierno blanco de nieve y hielo barría despiadado la superficie de Chryos, el planeta donde estábamos. El resto de colonos había perecido en el terrible terremoto que tuvo lugar aproximadamente un año antes; bien porque desaparecieron sepultados bajo las toneladas de nieve de las avalanchas que sobrevinieron, o bien por el hambre y el frío —consecuencia de la destrucción de los asentamientos existentes— que después de la catástrofe acabaron de aniquilar a los supervivientes. Vivir en ese complejo subterráneo, me había salvado de la catástrofe. Una noche te hallé al borde de la hipotermia en el exterior, sin saber cómo habías llegado. Nuestra tarea consistía en esperar a que desde la Tierra enviaran ayuda para rescatarnos. Por fortuna, el refugio contaba con una gran cantidad de provisiones que debidamente racionadas, nos permitirían sobrevivir años. Apenas te habías recuperado de tu convalecencia cuando de mi mano te hice conocer la geografía de mi cuerpo. El instinto se encargó de enseñarte a acoplar tu cuerpo con el mío. De noche, nuestras pieles dormían pegadas y mis dedos recorrían ansiosos tu cuerpo, buscaban tu rigidez, guiaban mi deseo. Cuando llegabas al clímax comenzaste a notar un fuerte dolor en el pecho. Mi hermetismo te enfureció más de una vez; así como mis evasivas a algunas de tus preguntas y el negarte el acceso a ciertas secciones del refugio en las que me veías entrar. —Eva: ¿por qué no puedo entrar en el ala este del búnker? ¿Con qué derecho decides dónde debo y dónde no debo ir? —me preguntaste airadamente un día. —Todos sois iguales. No podéis soportar depender de la asistencia de una mujer. Me estoy hartando de que siempre repitáis la misma pregunta. Me miraste con extrañeza. —Jamás te había preguntado sobre el ala este. No sé de quienes son los otros que hablas ¿No dices que siempre has vivido sola desde que llegaste? Las palabras se atropellaron en mi boca, lo reconozco. —Claro …tienes razón. Me he debido confundir. No tuve compañía en este refugio hasta que te rescaté —me recuperé y añadí—. El ala este parece ser que la destinaban a experimentos biológicos y en ella se encuentra almacenado material peligroso, por eso entrar supondría correr un riesgo al que no quiero que te expongas. —¿Y cómo es que sabes tanto de fisioterapia, si me dijiste que sólo tenías estudios de biología e ingeniería genética? No me irás a decir que me recuperé tan pronto sin tu ayuda. Y maldita sea, ¿por qué mis recuerdos comienzan con tu imagen encima de mí, atendiéndome? ¿Dónde está mi vida anterior? —bramabas blandiendo furioso una de las muletas. —Si no te llego a rescatar de la nieve, no serías más que otro colono víctima del seísmo que sacudió Chryos —me acerqué a ti para acariciar tu cara, tratando de tranquilizarte—. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 3 Grupo del Aire Preguntas con réplicas Adán, tienes el privilegio de seguir con vida gracias a los cuidados que te he prodigado. Creo que al menos merezco que respetes mis decisiones sobre lo que nos conviene en cada momento. Si no estás de acuerdo, no voy a ser yo quien te detenga si no deseas permanecer más aquí. Tú mirabas las pantallas, observando los remolinos y la ventisca inmisericorde que azotaba los alrededores del portalón que nos comunicaba con el exterior. Luego observabas mi cara y sabías —sabíamos— que te estaba mintiendo; y negabas con la cabeza, resignado. Esperaba con ansia que llegara la noche para volver a gozar de la suavidad de tu vello, del olor acre de tu sudor; y yo suplicaba con todas mis fuerzas para que siguieras a mi lado por siempre. Pero para desgracia mía las dudas te carcomían y cada vez más a menudo te veía vagando, renqueante por la debilidad de tus piernas, observando detenidamente en busca de las claves que pudieran revelar los misterios que yo te ocultaba. Al poco tiempo sufrimos una pequeña sacudida que yo en ese momento, debí interpretar como un aviso de lo que vendría unos días más tarde. Me acuerdo que te transmití mi miedo cuando rememoré el horror vivido un año antes: los hielos resquebrajándose y cayendo como ciclópeas cuchillas sobre mis compañeros; los colonos precipitándose al vacío desde las grietas que abrieron el suelo; y las llamadas de socorro que paulatinamente iban apagándose entre el sordo rugido de los aludes. La réplica que siguió a ese temblor unos días después, fue más fuerte y nos cogió desprevenidos y separados, en habitáculos distintos. Yo me encontraba en el almacén de material. Apenas me dio tiempo a dar dos pasos antes de que un pesado estante repleto de paquetes cayera encima de mí haciendo que perdiera el conocimiento. Conforme me sumergía en la neblina de la inconsciencia aún pude atisbar el progresivo temblor que hacía vibrar y resquebrajarse las paredes que me circundaban. Me presté a aceptar mi final. Sin embargo, recobré la conciencia como si despertase tras un pesado sueño. Noté sangre seca en mi mejilla y una brecha en el costado de mi cabeza. Una vez que salí del cuarto me cercioré del daño que había sufrido cada sala, a la vez que te llamaba, gritando tu nombre por los pasillos. Al llegar al pasillo que comunicaba con el ala este, constaté que varios muros se habían desmoronado cubriendo el suelo de escombros, por lo cual corrí temiendo que te encontraras debajo de ellos. Donde antes estaba la compuerta de entrada al sector, no había más que una nube de polvo y a través de ella divisé tu silueta, caído en mitad de la sala contigua. A tu alrededor los enormes cilindros que guardaban los cuerpos, permanecían en su mayoría intactos y te veía, multiplicado, descansar plácidamente a través de los cristales, en ese sueño artificial congelado al que te habíamos llevado y que paralizaba tu ciclo vital. —Por favor Adán, perdóname. Soy una cobarde, no merezco otro calificativo. —¿Quién soy yo? —murmuraste en un bronco susurro, formulando una súplica más que una pregunta. Intenté tomar tu mano, preocupada, pero me rechazaste con un ademán brusco. Me rendí, tomando asiento a tu lado y me decidí a contarte la verdad: ya no valía la pena continuar manteniendo aquella mentira. —Tú …bueno no, mi marido y yo vivíamos como investigadores aquí, en Chryos. Desde que llegamos de la tierra anduvimos buscando la manera de crear copias perfectas de seres humanos. Él fue el modelo …y tú, como ellos —levantaste la cabeza, observando las cápsulas con ojos vidriosos—, como aquellos que te precedieron, sois las copias. —Mi esposo y yo sobrevivimos al temblor, ya que por suerte nos encontrábamos aquí cuando ocurrió. Como te comenté, es muy probable que estemos solos en el planeta. A la semana se le agravaron sus problemas cardíacos y le rogué que reposara, pero su corazón Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 4 Grupo del Aire Preguntas con réplicas sólo resistió un mes más hasta que falleció de un infarto. La última fase de la investigación consistía en eliminar esta tara física …pero me temo que fracasamos. No creo que dures mucho tiempo. Ellos no lo hicieron —señalé las réplicas—. Te doy la vida porque la soledad en este monótono lugar es insoportable. Lo sé, mi egoísmo no tiene perdón. —Dime entonces —susurraste reptando hasta mí sobre tus tullidos miembros y agarrando con fuerza mi mono—, cuando me dices que me amas ¿me lo dices a mí o es a él y a su recuerdo? —Yo …sólo quería un hijo de él …de ti. Siempre deseé formar una familia. Estoy tan sola— .Se me quebró la voz mientras me soltabas. Entre lágrimas vi cómo te incorporabas con las muletas una vez que las encontraste. Esa noche no dormiste conmigo. Al amanecer del día siguiente, te habías marchado del refugio sin despedirte. Vas a una muerte segura, aunque sé que nada podía hacerte cambiar de opinión. Sólo me queda esperar; esperar a que la próxima cápsula esté lista y vuelvas a olvidar todo esto. Reconstruiré y cerraré el ala este. Volveré a ser tu maestra, tu amante y por fin seremos padres de un hermoso niño. Sólo en ese momento, restableceré las comunicaciones con la Tierra para que vengan a rescatarnos. Secreto - Sexo Amor a domicilio Nunca piensas que pueda pasarte a ti pero te acaba pasando. Y, créeme, cuando ocurre, por muchos chistes sobre cornudos que hayas oído en tu vida, no te parece gracioso en absoluto. Un día como cualquier otro vuelves más temprano que de costumbre y encuentras a tu amada esposa desnuda entre las sábanas revueltas de la cama. Eso sí, estaba realmente deseable, con el cabello negro y ondulado flotándole entre los hombros… —Oh, no esperaba que volvieras tan pronto -me dijo, queriendo parecer muy natural pero sin conseguirlo. —¿Pronto? Preciosa, me parece que se te pegaron las sábanas, porque son más de las doce. He vuelto porque hubo problemas en el trabajo y... ¿Pero qué es esto? Mis ojos no me engañaban: había un pie sobresaliendo de la manta. Pero no uno de los bonito pies de mi mujer con sus deditos pequeños y en fila —sí, soy algo fetichista-, sino un pie grande y peludo, con uñas largas y sucias, el inconfundible pie de otro hombre. —¡Pero si tienes un maromo metido contigo en la cama! —Y agarrando el pie por el tobillo y de un tirón dejé al “maromo” al descubierto. ¿Hace falta que diga que estaba tan desnudo como mi mujer? —¡¿Pero qué hace este tío en mi cama?! —¡No es lo que parece! —dijo, el muy cabrón. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 5 Grupo del Aire Amor a domicilio ¿Que no era lo que parecía? ¿Cómo puede un hombre caer tan bajo como para meterse en tu cama con tu mujer y decir luego que no es lo que parece? ¿Cómo se puede ser tan soberanamente imbécil? Pero creo oír una risa... ¿Te carcajeas, lector? Quizás te parezca gracioso pero no lo fue para mí, y déjame que te pregunte algo: ¿podrías asegurarme que en este preciso momento, mientras lees mi relato, no está tu novia, esposa o amante ocupada con el electricista, tu mejor amigo o yo mismo? Porque seguro que no se te ha ocurrido que podría haber escrito esto para beneficiarme a tu novia mientras me lees. Y te aseguro que conmigo iba a descubrir lo que es meterse algo bueno en el cuerpo y gozar de verdad... Así que no me seas capullo y no te burles de la desgracia ajena. Pero estoy desvariando. Mejor continúo. Sí, a punto estuve de perder la calma pero no me dejé llevar por la ira. Con toda la tranquilidad que pude, dejé la gabardina en el respaldo de la silla en la que me senté, rebusqué en los bolsillos hasta encontrar un cigarro, le di la primera calada y, con voz serena, pregunté: —¿Quién es este hombre? —Tú mismo lo has dicho: un hombre. Y un hombre de verdad.... —me respondió ella con descaro, y le eché otra calada al pitillo porque adivinaba que aquel no sería el mejor día para dejar de fumar. —Señor —intervino el muy bastardo, con la educación propia de los cobardes cabrones cuando están bien acojonados—, yo sólo vine a traer la bombona de butano... ¡Un butanero! ¡Dios bendito que nos observas desde las alturas! Aquella situación parecía cada vez más como sacada del guión de una de esas películas casposas de Pajares y Esteso... No podía creer que aquello estuviera ocurriéndome a mí. Ni yo ni la golfilla de mi mujer ni el capullo del butanero podíamos ser reales. Dudando de mi propia existencia, no pude contenerme más. Aquello me desbordaba. Solté la mayor carcajada de mi vida. —¿Qué es tan gracioso? —me preguntó la espabilada de mi hermosa mujer, más indignada que asustada. —¡Cómo no voy a reírme! Por Dios, es todo tan vulgar... ¡Un butanero! Si te hubiera encontrado con algo mejor, como un instalador de teléfonos o uno de mis amigos… Pero no, tenías que engañarme con el primer don nadie que encontraste y que además parece extranjero. —Rumanía, señor -añadió él: la intuición no me había engañado. —Si ya sabía yo que de la ampliación de la Unión Europea no podía salir nada bueno... — dije, ahora mucho más tranquilo y empezando a encontrarlo todo tan gracioso como realmente era-. Tenías que engañarme con un tío cualquiera. —Sabes que no me gustan tus amigos. Son desagradables y me dan escalofríos cuando te los traes a casa para jugar al póquer. Tienen la misma sangre fría que tú. —Ya, ahora resulta que no sólo te tiras al butanero sino que tampoco te gustan mis amigos porque te crees demasiado buena para acostarte con ellos... Porque es eso, ¿no? ¡Pero es ridículo discutir esto! Lo que yo quiero saber es por qué lo has hecho. —¿Quieres saber la verdad? —Sí. —¡Porque estoy harta de ti! Siempre tan tranquilo, con un pitillo y un comentario ácido en la boca. ¡Parece que tengas la sangre fría como la horchata! Te pasas el día entero ocupado con tus negocios y no tienes tiempo para mí. Te burlas de todo y ni siquiera te Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 6 Grupo del Aire Amor a domicilio importa que te ponga los cuernos. Si fueras un hombre de verdad, le estarías partiendo la cara a este tío. —Señor, no la haga usted caso... —suplicó el paisano de Drácula, pero no era por piedad que no pensaba partirle la cara sino porque no me rebajaría a perder la compostura por ese insignificante. Empecé otro cigarrillo. ¿Tendría suficientes para aguantar? —¿Sabes una cosa? —continuó ella—. Éste no es el primero… Por nuestra casa han pasado fontaneros, electricistas, vecinos… mientras tú te dedicabas a tus negocios. Solté otra carcajada. Es una desgracia de nuestro tiempo: butaneros, vendedores, repartidores, testigos de Jehová… todos repartiendo amor a domicilio y haciendo de la fidelidad conyugal un mito. El butanero hizo ademán de incorporarse pero le miré de una forma que se quedó como un clavo en su sitio. —Cállate y no te muevas. Vaya, así que te cansaste de las joyas, de los abrigos de piel, de tu cochecito y del piso... Sentía una gran amargura. Hice como que buscaba otro cigarrillo en la gabardina pero en vez de eso saqué mi pistola con silenciador. Antes de que aquel capullo integral tuviera tiempo para decir “jódeme” yo le había jodido pero bien. Son increíbles esas pistolas. Con menos ruido del que harías eructando le dejas a un tío completamente tieso. Mi preciosa mujer miraba con los ojos horrorizados el cadáver con el que compartía ahora la cama. —¡Dios mío! ¡Le has matado! ¡¿Pero cómo tienes una pistola?! —Bueno, preciosa, no sólo tú guardas tus secretos. Yo también tengo los míos. Confieso que no soy precisamente empresario de una compañía de seguros… ¡Cómo había cambiado la situación en diez segundos! Se habían acabado las ofensas y ella tenía la cara más blanca que la sábana bajo la que se había revolcado con todo hijo de vecino. —¿Quién eres? —Mmm… Digamos que no reparto seguros porque me divierte más producir accidentes que proteger a la gente de ellos. Empezó a llorar y suplicar. Dios, estaba preciosa. Las lágrimas hacían que tuviera los ojos más brillantes. Movía los labios para suplicar piedad de una forma… Había soltado la sábana y veía su cuerpo desnudo, como intentando convencerme quizás. Estuve a punto de perdonarla, echar un polvete y olvidarme de todo, y es que soy un buenazo. Pero negué con la cabeza: —Venga, preciosa, reconozco que ninguno ha sido honrado con el otro. Tú convertiste nuestra cama en un club social mientras yo me llenaba de mierda hasta las rodillas, haciendo cosas como la que estoy a punto de hacer. Intentamos vivir la farsa del matrimonio normal y feliz y fue bonito mientras duró, pero ha llegado el momento de decirse adiós. Eres una golfilla y yo un bastardo, pero te recordaré con cariño, preciosa. La acerté en el cuello. ¿Adivinan que hice después? Sí, me fumé otro cigarrillo. Ya sé que no debería fumar tanto, pero es que cuando haces el tipo de “negocios” que hago yo lo que menos te preocupa en la vida es pillar un cáncer de pulmón. Además, tenía que pensar en todo lo que había pasado, encontrarle la moraleja a esta historia. Porque yo creo que las cosas no ocurren porque sí, sino que hay siempre algo que aprender. Una hora antes tenía una esposa y vivía una hermosa farsa. Ahora esa misma mujer estaba tiesa con otro hombre, ambos desnudos. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 7 Grupo del Aire Amor a domicilio Yo creo que la moraleja de esta historia es que todos tenemos secretos, secretos tan ocultos que no atreveríamos a contárselos a nadie y quizás sea mejor así. Porque pueden ocurrir cosas muy desagradables cuando se descubren esos secretos. Tú mismo, lector, ¿no guardas algún secreto que no contarías absolutamente a nadie? No, ni hace falta que me lo cuentes ni me interesa. Sólo aprende de mi historia. Reflexiona y aprende. Pero por aquella noche ya estaba bien de reflexiones. Había que quemar un colchón y abandonar un par de fiambres en algún polígono de las afueras. Ya tendría tiempo de meditar aquella noche mientras volaba en el primer avión con destino a Río de Janeiro. Secreto – Sexo El secreto de Zimaina Hubo una tierra de injusticias y lamentos, de un amo y sus esclavos, odios enfrentados entre un pueblo y un tirano. Fue, de todos, el peor de los habidos, un alma que sin duda del infierno había salido. Ajeno a las miserias de sus siervos, colmado de riqueza vivió y hasta un harén poseyó, del que cualquier bella moza formar parte podía y, del que en cambio jamás, escapar conseguían. Fue en aquellas tierras donde, a la aún joven Zimaina, había puesto el cruel destino. Cuanto hubiese dado porque los lacayos del malvado, no hubiesen sus ojos en ella clavado. Buscaban a las más bellas, y como no fijarse en ella, sin duda en mucho tiempo, la nacida más tierna y bella. Aún era muy joven pero ya había sido prometida y, pronto con un apuesto campesino, ella se casaría. Aquello no fue impedimento ni motivo para descartarla, fue sacada por los pelos, sin compasión ni remordimiento, de su pequeña y mísera cabaña. Los gritos del muchacho al ver el dolor de su amada, no hicieron sino enfurecer a la guardia que la custodiaba. Descargando su ira tras semejante osadía, cayó el cuerpo del joven al suelo, desplomado tal si fuese un centenario ciruelo. La pobre muchacha lloraba desconsolada por su amor, cuando quizás, debiera haber estado más preocupada del destino que le aguardó. Pronto formó parte de aquel harén menesteroso, y pronto su dulzura e inocencia fueron robadas, por aquel tirano odioso. Pasados varios meses de aquella tarde gris y antes de que el sol de la mañana, aquel mundo de penurias con sus rayos bañara, un llanto sonó en mitad de la noche rompiendo el sepulcral silencio que hasta entonces a nada sonaba. Había nacido un rey, un líder, un guía, alguien que podría poner fin a la opresión que contra aquel pueblo existía. No fue otra que Zimaina quien lo había concebido, pero en el antro de lujuria y perversión que era por entonces el hogar de la muchacha, no había sitio para los niños y sus dulces infancias. Aun dándose por hecho que todos eran hijos del Lord, nunca tuvo éste mayor reparo en asesinarlos sin compasión. Ni un ápice de bondad, ni piedad, rondaba Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 8 Grupo del Aire El secreto de Zimaina nunca en la cabeza del aquel ser, ni tan siquiera un remordimiento tras oír los llantos de las criaturas al nacer. Pero ella, ya había perdido a su amado y pretendía no perder aquel niño engendrado. Trazó un plan en el que lo hizo pasar por muerto, suplicando hasta la agonía, a la matrona como a una amiga: —Llévatelo, pronto, sálvale la vida. Ésta, no pudo sino apiadarse de la joven cortesana, con mirada de loca desesperada y en llanto empapada. Aceptó llevárselo y ambas guardaron siempre aquel secreto, negando siempre tal acuerdo y su nuevo paradero. Lejano a la vez que cercano de toda aquella mezquindad, fue llevado al lugar acordado, allá donde nunca el tirano se preocuparía por él jamás. En las montañas, donde aislados, residían hombres de suma sabiduría. Lo adoptaron —¿Quién si no? — y de enormes conocimientos se empapó. A guardar calma, ser paciente, comedido y perspicaz aprendió. Cuando tuvo edad de luchar, adiestrado en las artes de guerra fue, no había rival para él y el miedo nunca se adivinó en sus ojos ni en su piel. Llegado el día, su inquietud por sus orígenes creció de manera desmesurada. ¿Quién era su familia?, ¿Quién su madre?, ¿Acaso algún hermano lo esperaba? Tenía claro que aquellos hombres no eran sus semejantes, el debía provenir de otro lugar y ansiaba conocer de cual. Cuando creyeron estaba preparado para saber la verdad, le fue revelado dicho lugar. Sin armadura ni espada y sin nada en los bolsillos, más que el nombre de Zimaina y dos tristes panecillos, fue entonces el momento en el que partió por el camino, que tiempo atrás en sentido opuesto le había hecho recorrer su destino. Llegado a la aldea preguntó, y nadie aquel nombre reconoció. Mientras éste, insistente, a todo el mundo interrogaba, alguien a él lo observaba. Con la llegada del ocaso y dispuesto a pasar la fría noche, los ojos que hasta entonces lo habían estado observando, ante él, se acabaron mostrando. —Conozco ese nombre. Pronto el joven se levantó. —Decidme, ¿Qué sabéis?, ¿Quién es? Decid cuanto sepáis, vamos más larga mi angustia no hagáis. —Tu madre. —¿Qué queréis decir con eso? —La buena y dulce Zimaina, no es otra sino tu madre. Era la más bella de entre todas las doncellas, y por ello, pronto fue elegida para ejercer como querida. Te trajo al mundo ya estando apresada, y lo sé, porque quien te llevo a las montañas lejos de esta maraña, no fue otra sino yo. Eres la viva imagen de tu padre. —¿Pero y mi madre?, ¿Qué ha sido de ella? Decidme vieja bruja, ¿Sigue o no con vida? —Hace mucho que no sirvo en el Castillo. No sé que futuro le habrá deparado el destino. —Debo partir entonces en su busca —dijo el joven con voz firme. —No seas necio muchacho, al Castillo sólo se puede entrar de dos formas. —Decidme pues cuales son. —Quien no es prisionero, hombre del Lord, es. No creáis que aquello lo amedrento, la paciencia, la falta de prisa, el pensar antes de actuar, lo llevaba muy adentro gracias a sus enseñanzas. Una idea sobrevoló su mente, trazó un plan sacrificado y no dudó en llevarlo a cabo. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 9 Grupo del Aire El secreto de Zimaina Pronto se alistó para servir bajo el mando del malvado, su entrega, su valor, aquel dominio de la espada que siempre resplandecía sobre la de los enemigos, a los ojos de su señor, no pasaron mucho tiempo inadvertidos. Apenas transcurrieron dos años cuando ya era el más destacado. Luchó en más de una guerra e innumerables batallas, demostrando a su señor que daba la talla. Y al fin, fue ascendido a caballero. Pasó a formar parte de su séquito, del reducido círculo entorno a aquel monstruo sanguinario. Un día y tras la batalla, de todas en las que participó más sonada, el aún joven caballero, cosechó una victoria que dejó la superioridad de aquel reino más que demostrada. Eran casi invencibles, temidos a la vez que odiados, y con él, lo eran aún más. Resultó ser que tras ésta y como muestra de gratitud, el Lord invitó al joven a un baño de carnes en multitud. Una vez en el harén, no hizo falta que llevase escrito el nombre de Zimaina. El pobre muchacho sin nombre, para lo cual su madre ni tiempo tuvo, fue por ella de inmediato reconocido. Cuarenta fríos y largos inviernos ya había cumplido y como el primer día, allí seguía. Viviendo en el horror de aquella casa de sexo y lujuria, donde tantas veces había sido por el Lord tomada, humillada y maltratada. Al menos ya no ejercía, ahora solo mostraba, como hacerlo a las recién llegadas. No dudó ni un segundo en reconocer aquella cara, mientras el muchacho, la buscaba y no la hallaba, entre todas aquellas jóvenes descamisadas. Fue justo en el momento en el que sus miradas se cruzaron, cuando vio aquel brillo en sus ojos reflejado, aquella mirada piadosa en aquel rostro que apenas dibujaba una sonrisa, y supo entonces al instante que de su madre se trataba. Sin pensarlo, y tras dedicarle una cálida y discreta mueca, desenvainó su espada abalanzándose sobre el Lord, que ni tan siquiera tiempo tuvo de pensar en lo que sucedió. Con un golpe metálico y rotundo, la vida del malvado, en aquel suelo había acabado. Arremetió a continuación contra el resto de su guardia, jóvenes y viejos, amigos incluso de las batallas, no importaba quién fuese, pues todo lo por él vivido, era parte de su plan para liberar a una madre del olvido en el que había caído. No sólo de aquel mundo de sexo y perversión entorno al que su vida giraba, sino de aquel secreto que nunca contó a nadie y que tanto la atormentaba. Extendió tras la masacre una mano a su madre, y ésta eligió el momento para contarle la verdad sobre su padre. Pues a pesar de lo que se pudiera pensar, sangre con odio por sus venas no corría, ni los ojos de un malvado Lord heredado había. Tiempo antes de su rapto había sido fecundado, fruto del mutuo amor que a doncella y campesino había embriagado. —O madre siento no haber venido antes, lo siento de veras. Jamás nadie te hará daño, nunca permitiré que suceda. Marcharon antes de que el horror se descubriera, a lejanos reinos donde pronto corrió como el viento su hazaña. Su nombre que hasta entonces no había existido, se oyó hasta en el último rincón, como aquel que acabo con el tirano, el opresor. Todos los reinos se unieron bajo su mando, debían acabar con lo que hubieses quedado, liberar a aquel pueblo amedrentado. Y por siempre se le conoció, como el Lord que mató al Lord, el joven muchacho, el salvador. Secreto - Sexo Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 10 Grupo del Aire La guinda que corona el pastel La guinda que corona el pastel Elisa entró en el cuarto en el que se alineaban seis pequeñas camas. Se dirigió hacia la cómoda y abrió uno de los cajones, el que contenía sus escasas pertenencias. Éstas se reducían a algunas ropas, un estuche con diversos utensilios idéntico al de las otras cinco niñas que compartían habitación con ella y un cofrecito. Tomó éste entre sus manos y se recostó en una cama, depositándolo a su lado. Se trataba de una caja rectangular de tamaño considerable. Estaba hecha de madera clara y una sencilla cenefa vegetal recorría todo su contorno. Cuando la niña la destapó, una música ronca y ahogada salió de su interior, que por otra parte no estaba vacío. Un cristal lo cubría, y sobre él reposaba una cuartilla doblada, que la pequeña recogió dejando a la vista una estampa bajo el vidrio, en la que podía verse un melancólico anochecer. Elisa escuchó la extraña música unos instantes y después cerró la tapa para prestar mejor atención al texto escrito en el papel que sostenía. Era el primero que iba a leer fuera de clase y necesitaba concentrarse: “Mi querida niña: Siento tanto tener que dejarte tan pronto, lo hubiera dado todo por haberte visto crecer, pero lamentablemente no podrá ser. Las mujeres del hospicio sabrán cuidar de ti, obedécelas. Todo lo que puedo dejarte es esta caja de música, cuando te sientas triste ábrela, y estaré contigo. Sé que su sonido no es bello, pero eso no debe preocuparte, pues piensa que detrás de esta música se encuentra todo mi cariño y confío en que ese cariño te consolará siempre y te dará el apoyo que necesites en los momentos adecuados. Mil besos y todo mi amor. Mamá” Elisa no comprendió muy bien el mensaje de su madre, pero captó de forma difusa la idea de que dentro de la caja habitaba una parte de ella. Abrió de nuevo el basto cofrecillo y se deleitó con su bronco sonido. Tan peculiar objeto no pasaba desapercibido para las demás habitantes del hospicio y aparecía a menudo en las conversaciones de Elisa con otras niñas. Un día, hablando con dos compañeras de cuarto, el diálogo derivó hacia lo que sabían de sus madres, en especial de la de Elisa. —Yo he oído decir a la señorita Prados —comenzó Lourdes, enteca y de pelo enmarañado— que tu madre se tiró al canal el día siguiente de meterte aquí, ¿es cierto? —No fue así —replicó Elisa. —Pero sí pasó ese día ¿verdad? —dijo Alba, menuda y de tez clara. —Sí, pero fue un accidente. —Yo también creo eso —apostilló Alba—. La señora Trigos me dijo que tu mamá tenía poderes y adivinaba lo que iba a pasar, por eso te dejó aquí antes de morirse. Tu mamá era una especie de hada, Elisa. —¡Pero las cajas de música de las hadas no son como la suya! —argumentó Lourdes—, son como una que vi en un libro; tenía una bailarina guapísima vestida de blanco que giraba. Y no sonaba tan espantosamente como ese cajón de Elisa. —¡Tú qué sabes cómo sonaba, si la viste en un libro! —espetó Elisa. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 11 Grupo del Aire La guinda que corona el pastel —Pero venía la música dibujada, y eran notas musicales, no berridos de sapo —replicó Lourdes con malicia—. Los sapos les gustan a las brujas. —¡No era una bruja, ni una rata despeluzada como tú! —gritó Elisa, y abandonó la habitación, dejando a las otras dos discutiendo sobre hadas y brujas. En otra ocasión, después de una lección de matemáticas en la que había sido regañada severamente por no haber resuelto un ejercicio, recurrió como solía a su cofrecillo para que la reconfortase. Entretanto, una de las cuidadoras se acercó al dormitorio y vio la nota manuscrita sobre las mantas. —Sólo tu madre podría escribir algo tan melodramático. Elisa se sobresaltó y se giró hacia ella. —¿Conocía a mi madre, señora Henares? —Esa excéntrica y yo fuimos vecinas de pequeñas. Se dedicaba a poner trampas a la gente para luego prevenirles antes de que cayesen en ellas. Jamás he conocido a nadie con un humor tan retorcido. Tras hablar así guardó algo en el armario y salió, dejando a Elisa meditabunda. No fueron éstas las únicas ocasiones en que alguien criticó a su madre o su caja de música. A medida que pasaba el tiempo ingresaron nuevas niñas en el hospicio y todas tenían algo que opinar sobre el pequeño cofre y todas aprovechaban la mínima oportunidad para comentar algo acerca de él. Pero nunca consiguieron que Elisa pronunciase una opinión negativa contra su chocante sonido, ni una palabra deseando que fuese más bello. Su agrado al escucharlo era genuino e indestructible. Con el correr de los años las antiguas compañeras de Elisa fueron yéndose. Unas, como Alba, fueron adoptadas, otras, como Lourdes, se marcharon y no volvieron a saber de ellas. Elisa se quedó hasta ser la mayor de las huérfanas, ayudando en el cuidado del hogar y de las niñas. Un día, comprando en el mercado, se encontró con una vecina del barrio, a la que solía hablar de sus problemas y sueños. Tras relatarse mutuamente las fechorías de los hijos de una y las niñas de otra y comentar por enésima vez las banalidades de costumbre la conversación desembocó en una novedosa noticia. —Por cierto —comenzó la vecina— estoy recordando la tarta que hiciste para el cumpleaños de mi hijo. —¿Sí, por qué? —inquirió Elisa con curiosidad. —Creo que eres una pastelera magnífica, mucho mejor que la hija de los Mejía. —¿Qué relación tiene ella con mi tarta? —Es que va a ingresar en una academia de confitería. La vecina le explicó cuanto sabía con todo lujo de detalles: dónde estaba la academia, su excelente reputación, los procedimientos para entrar y por último, cuando ya el deseo de Elisa por estudiar en ella era demasiado intenso como para simplemente ignorarlo, le dijo rotunda y fulminantemente el precio de la matrícula. Toda la ilusión de Elisa se desmoronó de golpe. Recorrió el resto del camino de vuelta al hospicio pensando en cuántos años debería trabajar hasta conseguir ahorrar tal cantidad. Para entonces sería demasiado mayor para ser admitida. En fin, un pequeño sueño imposible más. Dejó las compras en la despensa y se dirigió a su dormitorio. Ahora ya no tenía que compartirlo, pues cuando la diferencia de edad respecto a las demás niñas se hizo demasiado grande, la directora le concedió un cuarto individual, sobrio y luminoso, escasamente amueblado, pero aún así confortable. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 12 Grupo del Aire La guinda que corona el pastel Atrancó la puerta y se sentó frente al humilde escritorio junto a la ventana. Abrió un solitario cajón y tomó una vez más el cofre de su madre, en busca del consuelo prometido. Depositó la caja sobre su regazo y la destapó para oír la vieja y familiar melodía, tan ronca y ahogada como siempre. Pero esta vez resultó lejana y fría a oídos de Elisa, quien aflojó sus músculos en señal de desánimo y dirigió su vista hacia la ventana, pensativa. Toda su riqueza, todo con lo que podía contar, era una vieja caja desafinada por la que nadie pagaría un céntimo, que ahora resbalaba inadvertida sobre su muslo y se precipitaba secamente contra el suelo. Todo su patrimonio era el cariño de una madre a la que apenas recordaba; algo muy hermoso de decir, que de poco servía en estos momentos. Su abatimiento no le permitía ver más allá del cristal al que miraba, su pensamiento se hallaba encerrado en el hospicio y la convencía de que jamás saldría de él, de que allí se quedaría, trabajando con unas compañeras hostiles, cuidando niñas extrañas a las que tarde o temprano perdería la pista para siempre... Finalmente salió de su ensimismamiento y reparó en que la caja yacía sobre las baldosas. Se arrodilló para recogerla y vio que uno de los laterales se había desprendido. Preocupada por el estado del mecanismo se apresuró a comprobar su interior y descubrió con sorpresa que había un espacio entre los engranajes y el fondo. Tal hueco estaba ocupado, ocultando un brillante papel ocre que forraba el interior de la caja, por un desordenado amasijo de papeles. Vació frenéticamente el contenido de la caja sobre el suelo para corroborar lo que había intuido. Ante ella se desparramaban incontables billetes, y algo más: una mujer la miraba con rostro sonriente desde un viejo retrato color sepia; parecía satisfecha de que al fin sus ahorros, escondidos durante tanto tiempo, viesen la luz. Su madre lo había conseguido de nuevo. Había logrado darle el apoyo que necesitaba en el momento adecuado. Elisa recogió la foto, el dinero y la caja y se aproximó a la ventana, colocándose de espaldas a ella. Alzó la tapa del cofrecillo y oyó una música dulce y cristalina, y observó una bella estampa en la que aparecía un brillante amanecer. Sí, su madre había sido bruja, la más maravillosa bruja del mundo, y ahora le ofrecía un esperanzador augurio. Secreto - Tiempo Por exhalar su aroma Únicamente cuando consiguió desligarse de gran parte de la inquietud que la forzó a marcar distancias con aquel foco de incertidumbre, pudo abrir nuevamente los ojos para mirar al mundo; y al hacerlo, halló algo que llamó poderosamente su atención. Entre aquella innumerable diversidad de flores que adornaban el jardín, se sintió atraída irremisiblemente por la exuberante belleza de una de ellas, la cual destacaba, entre las de su clase, por lo inusual del tamaño y la viveza del color. Semejante hallazgo hizo que todo lo demás perdiera importancia; viéndose relegado del pensamiento cualquier cosa que no estuviera relacionada Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 13 Grupo del Aire Por exhalar su aroma con inclinarse para respirar su esencia. Y haciendo alarde de espontánea sencillez le rindió merecida pleitesía antes de tomarla delicadamente con ambas manos y aspirar con avidez hasta llenarse de ella, quedando, al hacerlo, tan embriagada por su abrupto aroma, que llegó a experimentar una leve sensación de desvanecimiento. Pese a que dicho olor era tan conocido para ella, como podía serlo la misma flor, su intensidad la dejó aturdida. Nunca antes la fragancia había resultado tan penetrante como hasta ahora. Y sólo un instante después se acordó de cierto día, hacía ya algunos años, en el que pretendiendo huir de las escudriñadoras miradas de compañeros de juego, fue a esconderse ocasionalmente tras unos setos. Hecho que propició que pudiera escuchar, en clandestinidad, un breve fragmento de la pecaminosa conversación que, en privado, mantuvieron dos aprendices pertenecientes al gremio de historiadores. Uno de ellos aseguraba con rotundidad, que el perfume de estas genuinas flores se intensificaba con la llegada del crepúsculo, en tanto el otro, aun prestando oídos a esta licenciosa observación, estaba visiblemente nervioso, y sin otro afán que el de verse liberado de la férrea presa que aquel rudo confesor ejercía sobre su brazo. La conversación prosiguió, avivándose en sus labios el fuego de un ardor insostenible, y el grado de obcecación que llegó a alcanzar aquel apasionado orador fue tal, que hubo desoír, con suma indiferencia, cada uno de los ruegos que su cautivo oyente hizo en nombre de una razón que claramente se sustentaba del miedo, siendo esto lo que le impedía aceptar la osada invitación de transgredir las leyes para, al amparo de la noche, llenar los pulmones con la pureza de aquel aire impregnado de una enriquecida fragancia. Del mismo modo recordó cómo aquel singular descubrimiento la instó a partir a toda prisa. Viéndose impulsada, por la vehemente candidez que experimenta al nacer toda pasión infantil, a iniciar una afanosa búsqueda que no habría de concluir hasta alcanzar el consentimiento de un padre que solía mostrarse tan seco y abrupto para con todos, como generoso y complaciente con ella. Pero aciago hubo de ser el recuerdo que en ella dejara un encuentro en el que no sólo vio morir uno de sus deseos antes de realizarse, ya que semejante hecho trajo consigo, irremediablemente, la primera negación recibida de labios de su progenitor. Tras el desconcierto de una desacostumbrada desaprobación quedó ahogado el silencio bajo un embravecido mar de caprichosas lágrimas, del que no cesaron de emerger un sinfín de protestas preñadas de una incomprensión propia de su edad. Aquella inesperada rabieta obligó al Señor de Bánum a hacer acopio de una paciencia tan ajena a su condición, que solía permanecer en desuso, pero que no le costaba asumir siempre que se tratara de ella. Tal era el amor sentido por su hija, que incluso el mayor de los sacrificios estaba llamado a quedarse en nada al ser comparado con el constante e ineludible espíritu de sobreprotección que alumbró en él en el mismo momento en que le fue entregado aquel valioso presente. Presente que, sin duda alguna, había sido enviado por los dioses para prolongar un linaje que desde un principio parecía condenado a la extinción. Ni tan siquiera el hecho de que le fuese negado un varón pudo enturbiar la alegría de ver cumplido, a las puertas de su segunda madurez, aquel dulce deseo de juventud. Y pese a la perdida de su esposa, todo el dolor y la frustración de aquella vida de espera desaparecieron en el preciso instante en que sostuvo en sus brazos el inestimable fruto de sus desvelos. Un inusitado halo de prosperidad se cernió cálidamente sobre los supervivientes de esta menguada familia. Y siendo padre e hija sabedores de que sus almas hambrientas de afecto eran amparadas por él, se unieron hasta conseguir la máxima anexión que el destino podía permitir entre personas cuyas edades resultaban tan dispares. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 14 Grupo del Aire Por exhalar su aroma Creado este vínculo, al amparo de la cotidianidad, ambos adquirieron como hábito el devorar, cada día y sin mesura, un desacostumbrado número de momentos que tendían a volverse inolvidables al quedar impregnados en la tibia pureza de un amor que manaba incesantemente del corazón de ambos. Es por ello que, desde el día en que fue legítimamente reconocida ante todos, su progenitor intentó colmarla de atenciones. Y tal fue su entrega que llegó a consagrar una parte importante de su existencia a tratar de conseguir que aquélla con quien compartía sangre, pudiera pasar por el sendero de la vida sin llegar a sentir en sus carnes la ingratitud de cualquier sentimiento que fuera capaz de terminar con la utópica plenitud de una dicha que parecía haberse augurado erróneamente. Así fue como “El príncipe mercader”, como era conocido vulgarmente por los comerciantes comunes. Uno de los mayores estadistas de las grandes casas, tuvo que hacer frente a la ardua tarea de explicar, a una cría alejada aún de abandonar su primera niñez, el por qué de unos dictados que, a pesar de estar al alcance de todos, se asumía sin entender, no faltando quien hubiera de maldecir, para sus adentros, la ambigüedad de una respuesta que habría de obligarlos a pasar por la vida a la sombra de una fe que resultaba incomprensible. Coartado por la tierna fragilidad de aquel joven espíritu, trató de evitarle la crudeza del camino recto, optando por conducir tan difusa explicación por largos y sinuosos senderos en los que su candidez pudiera salir indemne. Pero por más que se esforzaba en explicar, de un sinfín de formas diferentes, los motivos por los que acceder al jardín de noche habría de serle negado, no llegaban éstos a poseer la solidez necesaria para que dicha cuestión pudiera quedar zanjada definitivamente. Y aunque en este caso concreto la razón se presentaba burdamente como la exigua portadora de una inconsistencia estéril e incapaz de expresar veracidad a los ojos de nadie, nada hubiera cambiado de no haber sido así. Poco podían importar las palabras o el modo en que fueran dichas, ya que, incluso antes de que la primera de ellas llegara a nacer de labios del padre, estaría llamada, junto con todas aquéllas que hubieran de sucederlas, a estar condenada al más inexorable ostracismo. De esta forma pretendía imperar, sobre obediencia y razón, la tiránica y caprichosa obstinación de una conciencia incipiente que, cegada por el deseo y alentada por la pérfida conversación que tan fatídicamente desembocó en sus oídos, no sólo desoyó abiertamente toda explicación, sino que se vio inducida a creer que podía desvirtuar tales pretextos amparándose en la información que clandestinamente había obtenido del apasionado aprendiz de historiador. Y armada inconscientemente con aquella hiriente candidez atentó, sin saberlo, contra los que esa misma noche pretendían acceder furtivamente al jardín; inducida por lo que a priori interpretó como la inadmisible confirmación de que aquéllos que estaban allí para servirla, gozaban de privilegios que a ella le estaban siendo negados. Era como si el destino quisiera cobrarse en su nombre la vida de los aprendices, al convertirla, subconscientemente, en la fiel delatora de aquéllos que tan vivamente coincidían con su deseo. Aquello fue lo que propició que comenzara a emerger de tan temprana consciencia, aquejada eventualmente por un quimérico odio, los reiterados reproches llamados a conformar inconexos retazos de tan singular historia. Una historia que habiendo nacido de la verdad, fue desvirtuada deliberadamente, aunque no hasta el punto de impedir al Señor de Bánum entrever la raíz de tan insólito problema. Y advirtiendo éste el grado de delicadeza con el que dicha situación debía ser tratada, optó por dejar de lado una responsabilidad que estuvo llamada a recaer sobre Gárin, ya por entonces cortesano mayor de La Casa de Bánum, el cual supo extraer de ella, con la minuciosa precisión de una pulcritud en desuso, toda la información que fue menester para que dicho asunto quedara zanjado con firmeza. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 15 Grupo del Aire Por exhalar su aroma Y mientras la dama trataba de rumiar trabajosamente aquellos difusos recuerdos, tan ajados por el pasar de los años, cayó por primera vez en la cuenta de que, tras aquel casual encuentro, no volvió a ver a ninguno de los jóvenes. Siendo desconocedora, pese a intuirlo hoy, de que amargamente hubieron de sucumbir antes de llevar a cabo su sueño. Secreto - Tiempo A cuatro patas Dos sombras corren colina arriba en una agradable noche de verano. Van cogidas de la mano y aunque ya están suficientemente alejadas del pueblo siguen cuchicheando palabras cortas, como si alguien pudiera descubrirles. Las risitas ahogadas duran hasta la cima, donde recuperan poco a poco el aliento. Raquel ve demasiado tentadora la fresca hierba y obedece al impulso irrefrenable de sentarse sobre ella. Tira de la mano de Alberto, llevándole a su terreno. Ambos se miran con picardía; saben que ha llegado el momento. Se besan dulcemente. —¿Me vas a enseñar ya tu secreto? —le pregunta ella con ojos chispeantes. Él sonríe. Le resulta gracioso que sea Raquel quien saque el tema. —Sí, pero no aquí. Raquel siempre ha sido muy recatada, muy reservada para ciertos temas, como si el mero hecho de pensarlos ensuciase la integridad de una dama. Él recuerda morbosamente aquella vez que sorprendieron dos perros copulando y cómo Raquel apartó la vista asqueada, recalcando “esa forma tan sucia que tienen de hacer... eso”. Otro día, Alberto no salía de su asombro cuando ella le confesó que jamás había tenido un orgasmo, ni siquiera en solitario. Y Alberto la creyó; la creía bien capaz de alcanzar esos extremos en su casta pureza. Por suerte, esto no significaba que se reservase para el matrimonio, sino para aquel que considerase el hombre de su vida y Alberto era un serio candidato, quien se apresuró a decirle, por si acaso, que él era también virgen. Aunque esto último no era del todo cierto, ni mucho menos. —¿Aquí no? ¿Dónde si no? ¿No te estarás echando atrás? —le acusa ella. Alberto le aparta un mechón rubio y le acaricia la mejilla. Con la otra mano le levanta despacio la barbilla hasta que sus miradas se encuentran. —Por nada del mundo, Raquel. Por nada del mundo. Raquel se le aproxima para darle otro beso. Está nerviosa pero ansiosa. Él se levanta y señala en dirección al pinar. —Mejor vamos allí. Estaremos más arropados. Vuelven a cogerse de la mano y bajan la pendiente. Cruzan el río por el puentecillo y llegan pronto al pinar. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 16 Grupo del Aire A cuatro patas —¿Te parece ya un buen lugar para enseñarme tu secreto? Porque hemos venido a eso, ¿verdad? A ver tu gran secreto... Porque es grande, ¿no? —Ni te lo imaginas. —Alberto ríe divertido. La excusa para escaparse a medianoche había sido exactamente esa: “Si vienes conmigo, esta noche te enseñaré mi gran secreto”. Y Raquel le había seguido el juego desde el primer instante. Al poco, Raquel encuentra un lugar que considera apropiado y se sienta. Alberto la acompaña y empiezan las caricias y los besos. Ella busca debajo de su camisa mientras él se centra en desabrocharle lentamente el vestido. Quiere tener el máximo cuidado posible. Está convencido que dentro de poco a Raquel lo que menos le importará será si ha perdido un botón o si se le ha descosido una costura, pero ahora es el momento de la delicadeza. Se toman su tiempo hasta quedarse desnudos. Alberto cincela el cuerpo de Raquel con sus manos, disfrutando de la tersura de una piel virginal que se estremece bajo su tacto. Bajo la plateada luz de la luna, Raquel está más pálida que nunca. Su tirabuzones color rubio platino y sus ojos verdes contrastan con el cuerpo moreno de Alberto. Pero Raquel tiene su mirada esmeralda puesta en una parte muy concreta. —¡Tu secreto es enorme! Miente. En realidad no lo sabe porque es el primero que ve, piensa Alberto. No puede comparar. Lo dice para halagarle, seguirle el juego, complacerle, aunque esta actitud no le disgusta en absoluto, sino todo lo contrario. —No era éste mi secreto —le dice mientras se coloca encima de ella. Intenta imaginarse la cara que pondrá cuando se entere. De hecho, se la imagina muy bien. Raquel, sin embargo, parece dudar durante un momento. Sus rodillas no se separan. Los nervios han superado a la pasión temporalmente, pero pronto caen rendidos bajo el fuego del instinto más primario. En la cálida noche, el sonido de las chicharras acompasan los movimientos de la pareja. Mientras ahoga sus gemidos, Raquel mira a Alberto de manera extraña; en sus ojos se siembra la duda acerca de la virginidad de su amante, pues éste no ha vacilado en ningún momento y todo es demasiado perfecto. Sin embargo, pronto cambia su percepción. De pronto Alberto está como poseído, todos sus músculos se tensan demasiado, su yugular está muy marcada y su respiración tiene una frecuencia demasiado alta. Parece que Alberto también se ha dado cuenta y antes de hacerle daño se ha apartado de ella. Pero cortar por lo sano el frenesí amoroso no le ha bajado la tensión ni mucho menos. Aprieta los dientes, esconde un quejido y se deja caer al suelo entre estertores. —¿Estás bien, cariño? —Raquel se preocupa, pero sabe muy bien que no lo está. Él la escucha, pero no puede responderle. Los estertores continúan, la piel le quema, los huesos le duelen, por la garganta le sube un agrio sabor a bilis. Empieza a salivar profusamente; nota su boca llena de agua y no puede tragar, le chorrea saliva por la comisura de los labios. Es líquida, muy líquida. El corazón está a punto de estallarle, bombeando más sangre de la que puede echar mano. En estos momentos, Alberto siente todas y cada una de las ramificaciones de sus arterias y le duelen todas ellas. Se escucha un crack apagado dentro del cuerpo de Alberto, luego otro. Está en posición fetal, nada más apropiado pues sin duda está volviendo a nacer. La piel adopta una textura más gomosa, el vello le cae. No importa, pronto crecerá en abundancia. Unos huesos se estiran, otros se acortan. Crack. Las articulaciones crujen en ángulos imposibles. Piel y músculos los acompañan sin desgarrarse pues ahora son maleables. La mandíbula... Sí, la mandíbula —doloroso cambio— se alarga junto al resto del cráneo. Los dientes se desajustan, sus raíces se sueltan; Alberto empieza a quedarse sin ellos, los escupe ensangrentados. Tampoco importa, pronto crecerán otros más fuertes. Sus quejidos suenan más oscuros, más roncos a medida que emerge el oscuro pelaje Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 17 Grupo del Aire A cuatro patas por todo el cuerpo. Los nuevos dientes están creciendo a marchas forzadas. Duelen como mil muelas del juicio. Son afilados, son caninos. Su respiración es profunda y rápida, pero extrañamente normal en relación a su aspecto. Ha conseguido incorporarse, aunque no se ha puesto precisamente de pie. Sus ojos, antes marrones, se han vuelto amarillos, sus manos, son garras lobunas. Su piel se ha endurecido y una sensación de éxtasis ha sepultado por completo el reciente dolor. Sus sentidos se encuentran potenciados a niveles sobrehumanos. Las chicharras del pinar se han quedado mudas, los animales que ahora escucha están lejos, muy lejos, donde no alcanza el terror. Aquí, el olor a tierra, hierba, resina de pino, sudor y sexo le embriagan, pero percibe un aroma que reina por encima de todos: el olor a miedo. Y ahí está Raquel, como esperaba. El pavor la ha dejado paralizada, es incapaz hasta de pestañear. Sólo mueve aparatosamente su boca desencajada, incapaz de hablar si tuviera algo que decir. Ni siquiera puede gritar. Huele a cálido orín. Ahí está, tan desprotegida, tan indefensa, tan temerosa, tan hermosa, tan dulcemente apetitosa... Ya le ha enseñado su gran secreto, ahora toca lo más difícil. —Grrrwaqql... —Con su renovada garganta y su hocico es difícil articular palabra, pero ya lo ha hecho otras veces, sabe que puede conseguirlo. Es un duro ejercicio de ventrílocuo—. Raquel... —dice al fin. La voz es cavernosa y gutural, pero Raquel la entiende a la perfección. Le aterra que el monstruo le reconozca y le mire fijamente, pero al mismo tiempo alberga esperanzas de salir con vida si tras la bestia todavía está la conciencia humana de Alberto. El enorme lobo se le acerca, saboreando el momento, y vuelve a hablar: —Raquel, cariño, ponte a cuatro patas. Secreto - Sexo El secreto del páramo La avioneta sobrevolando el páramo rompió el silencio de la mañana. Al cabo de dos días, un todoterreno abandonó el camino para remontar la suave ladera del altozano. El pastor vio a dos hombres sacar sus bártulos, su cámara y sus portafolios. Pasaron una buena hora caminando, de un lado a otro del herbazal, antes de recoger los pertrechos, montar en el coche y marchar, tan misteriosamente como habían llegado. Al tercer día, los vecinos de Quintanilla de los Páramos comentaban el caso. Anoche había habido pleno municipal. Tras mucho alboroto y discusiones, se procedió a votar la propuesta de Don Pascual, el alcalde. Por dos votos de diferencia, obtuvo el ansiado acuerdo. A la noche del cuarto día, la Asociación Pro Defensa de los Páramos Salvajes organizaba su reunión en el bar, agrupando a buena parte de la escasa juventud del pueblo, algún vecino simpatizante y un representante de la coordinadora ecologista provincial. Los Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 18 Grupo del Aire El secreto del páramo lideraban dos personas singulares, alma de la conjura: Sara, la propietaria del albergue rural, y Don Fulgencio, el zahorí. Al anochecer, Weylin salió de la cabaña, ataviado con su atuendo guerrero. Nadie lo despidió; ni su madre, ni su amada Seanna, ni sus hermanos. Salió del poblado y caminó aprisa, sin detenerse. Pero aquella no había de ser noche silenciosa en la aldea que lo vio nacer. El bullicio de los hombres de armas y el crepitar de incontables hogueras se elevaba alrededor de las casas. Diez mil bravos guerreros acampaban junto al poblado. Weylin se alejó del campamento. Al otro lado del páramo, otro ejército acampaba, y a él volaban sus pensamientos. Una tropa temible, de hombres curtidos en cien batallas, que habían dejado de añorar el calor del hogar. La legión, la llamaban. Como bestia insaciable, devoraba la tierra ajena, dispersando a sus habitantes como paja que lleva el viento. En lo alto del otero, Kendra la sacerdotisa lo esperaba. Allí, en el círculo sagrado, que sólo los dioses hollaban, él le entregaría su cuerpo. Y ella recogería su ofrenda, para transmutar su fuego en el furor del combate. En brazos de Kendra, Weylin recibiría el poder de los dioses. Pues, al amanecer siguiente, encabezaría el ejército de las tribus contra el enemigo invasor. Caía el crepúsculo cuando se encontraron. Kendra lo esperaba, cubierta con una capa y la cabellera trenzada. —Aguarda aquí, guerrero, hasta que la luna asome y las estrellas te sonrían. Lo condujo, tomándole del brazo, hasta el centro del claro. Allí donde la tierra vibra y los dioses alargan su mano desde el cielo. —Un buen guerrero sabe afrontar la soledad y la duda. Y se fue. Weylin depositó sus armas en el suelo y esperó. El susurro de las hierbas y el canto de los grillos barrieron sus pensamientos. Era medianoche cuando el grupo se dispersó. Todos volvían a sus casas animados por un propósito. A los dos días, las calles de Quintanilla y los cruces de carretera lucían pancartas caseras. “No a la urbanización”. “¡Salvemos los páramos!”. Las manifestaciones se sucedieron y las cámaras de televisión filmaron aquel puñado de jóvenes melenudos, encabezados por el abuelo en boina y la enérgica mujer, que exigían, a gritos, que se prohibieran las obras. Don Pascual y sus concejales se encogieron de hombros. Todo estaba aprobado y esperaban el caudal de ingresos como lluvia de mayo. —Que chillen, ¿qué más pueden hacer? Cuatro críos, la forastera y el viejo. Veremos qué hacen cuando lleguen las caterpillar. Cuando no tenía huéspedes, Sara paseaba al atardecer. Le gustaba caminar hasta lo alto del otero, escuchar el sisear de las yerbas, ver el sol acostarse en el horizonte. Allí fue donde se encontró con Don Fulgencio, una tarde de cielo transparente y ocaso arrebolado. —Don Fulgencio, no nos harán caso. Vendrán las excavadoras y levantarán ese espanto de cemento… Justo aquí… ¡Este lugar es sagrado! Le dolía decirlo, y el viejo atisbó una lágrima en sus ojos. —Ay, hija… Hay cosas que no están en manos humanas. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 19 Grupo del Aire El secreto del páramo La luna se elevó, y Weylin la vio llegar. Envuelta en túnica ligera, la luz proyectaba su sombra y centelleaba en sus cabellos. Weylin se estremeció. Aquellos bucles ondeantes… aquel caminar… Llevaba la vara de fresno y el tatuaje de la Diosa en el rostro. Weylin tembló, mientras su sangre rugía en las venas. Quiso pronunciar su nombre, pero ella le cerró los labios. Despojados de sus prendas, se poseyeron. Y se amaron, olvidados del tiempo y la guerra, devorándose y ofreciéndose, hasta agotar su placer. No era Kendra, la sacerdotisa. Pero Weylin sabía que, después de amar a Seanna, había tocado la llama divina. Ahora, podía sonreír a la muerte. Un centenar de ecologistas, venidos de medio país, se plantó ante el ejército de excavadoras. Enlazados, rodearon el cerro, dispuestos a resistir. Los reporteros filmaban, mientras Don Pascual, los policías y el jefe de obras intentaban, en vano, disuadirlos. Envalentonados, con Sara gritando al frente, los manifestantes no cedían un palmo. En medio del griterío, Don Pascual tomó una determinación. Cuchicheó algo al jefe de obras y éste dio órdenes a sus hombres. En pocos minutos, las orugas se pusieron en marcha. No se detuvieron. Al silencio siguió el horror. El cerco se rompió y, uno a uno, todos se alejaron apresuradamente. Sara fue la última. Resistió hasta el final, cuando el mismo alcalde la apartó de las fauces de la excavadora. Quiso revolverse pero algo la derrumbó. Aislado del resto, Don Fulgencio contemplaba, inmóvil, el fracaso de su intento. Había sido el primero en retirarse. Regresaron al pueblo, desalentados. Sara se acercó al zahorí. —Don Fulgencio… ¡debimos resistir! ¿Por qué se rindió tan pronto? —Ay, hija… A veces, el silencio es más poderoso que los gritos. Aquella noche, las máquinas habían inflingido el primer mordisco en las faldas de la colina. Reposaban, mientras la luna ascendía, iluminando la silueta de un hombre, de pie en la punta del cerro, con boina y un cayado. Sonaron los tambores y los cuernos, los caballos iniciaron el galope y, acompañado por el grito de miles de gargantas, Weylin lanzó su ejército contra el enemigo. La marea de hombres recios, exhibiendo intrincados tatuajes, se abatió contra una muralla de escudos, erizada de lanzas. El ímpetu y la disciplina libraron su batalla a muerte. Los hombres de las tribus luchaban ignorando el miedo. Pero a los férreos legionarios tampoco les faltaba el coraje. En la cima del otero, junto al círculo sagrado, dos mujeres contemplaban la refriega. La una, sobrecogida. La otra, impávida. —Nunca pisarán este lugar. A la caída del sol, nubes purpúreas cubrieron el firmamento incendiado. Y estalló la tormenta. Cuando el vencedor quiso tomar el cerro, un relámpago fulgurante cayó ante ellos. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 20 Grupo del Aire El secreto del páramo Los invasores retrocedieron y tomaron la aldea. Aquella noche llovió sangre sobre el poblado. Y al día siguiente, la legión emprendió la marcha. Los cuervos sobrevolaron las chozas devastadas. No hubo supervivientes. En lo alto de la loma, la yerba virgen emanaba aliento de tierra y la fragancia de una noche de amor. Primero fue un motor gripado. Luego, un accidente inexplicable. Después, el insomnio y las pesadillas. La constructora ordenó una inspección. Dos excavadoras averiadas, continuas bajas laborales y extraños rumores amenazaban con detener las obras. Día tras día, los operarios divisaban la silueta emboinada, cayado en mano, observando desde lejos. —Ese viejo da mala espina. Hasta que llegó la primera muerte. Tras la autopsia, los forenses informaron que el vigilante nocturno había muerto de fallo cardíaco. Qué provocó el infarto, nunca pudo averiguarse. Tuvieron que pagar con creces al substituto del desdichado. No lo sobrevivió ni una semana. A los seis días murió como su compañero. Al tercero, lo reclutaron lejos. Era un inmigrante que, por necesidad, aceptó el trabajo. El hombre enloqueció. Lo encontró el pastor, delirando errabundo. Repetía obsesivamente las mismas palabras. “Agua, agua, sangre... Fuego…” Cadáveres, una mujer luminosa. Se lo llevaron a un psiquiátrico mientras los obreros murmuraban entre sí, alarmados. —Eso era lo que soñábamos todos. Sara despidió a sus huéspedes y caminó hasta la loma. Las máquinas dormían, solitarias. Ascendió por la ladera y encontró al zahorí. —Don Fulgencio, dicen que se van a ir… El viejo sonrió, enigmático. —Parece que la tierra los echa, hija. —Ojalá sea cierto. Don Fulgencio caminó despacio, hasta el claro de yerba todavía virgen. —Los páramos conservan viejas memorias… No es bueno desenterrar los secretos. Ante el desesperado alcalde, el constructor retiró sus maquinarias. El cerro quedó desierto y la brisa lamió la cicatriz de tierra. Aquella noche, estalló la tormenta. Los vecinos se refugiaban en las casas. Sara contemplaba el cielo rasgado de luz, desde su ventana. Sólo un hombre permaneció afuera, en la intemperie. En la punta del otero, los relámpagos iluminaban la silueta del viejo con el cayado y la boina. A los pocos días, comenzaron a crecer las hierbas. Silencio – Secreto Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 21 Grupo del Aire Las arenas del tiempo Las arenas del tiempo En esa habitación en penumbra sus ojos oscuros volvieron a perderse entre la arena resbaladiza del tiempo. Con cada cuidadoso movimiento de sus dedos el fino hilo cambiaba y el reloj retrocedía o aumentaba su velocidad. De repente horas, de repente segundos, ahora de día, abres los ojos y de noche. Le encantaba ver como ese viejo reloj de arena devoraba su vida, pero no importaba, si quería retroceder, una vuelta entera y de nuevo el tiempo volvía a correr. Una mano arrugada acarició su pelo alborotado, le robó la nariz, y le tendió una cajita. Con la voz más dulce le felicitó por su cumpleaños y se marchó despacio y sonriente. Con tan solo cinco años aquel niño recibió el mayor regalo: el tiempo. Unos pocos años después, esa cajita atrapaba el mundo entero. Lo mantenía en secreto, escondido en lugares a los que solo él podía acceder. Le costó años entender el regalo de su abuelo, comprender su funcionamiento y su poder, pero una vez descubierto, el tiempo era su aliado. Él era una persona solitaria, vivía solo en una pequeña casa a las afueras de la ciudad, intentaba tener el menor contacto con las personas que le rodeaban. Pasaba las noches en vela observando el reloj y las mañanas las hacía cortas para que volviera la luna y seguir viendo caer la arena. Toda su vida había desaparecido. Había ido transformándose en una cárcel de polvo de la cual no podía escapar. El tiempo le había atrapado. Él ya no guardaba el secreto, el secreto le atrapaba a él. Su antigua vida se borró por completo, los días que se alargaban hasta el amanecer, las cenas en los restaurantes, el bar cutre de todos los sábados, las partidas de dardos, todos los amigos y familiares al margen de su solitaria vida. Al margen del secreto y del reloj. Un día como otro cualquiera, la misma historia, un viejo sillón en el salón, una gran chimenea encendida iluminando la sombría habitación, su bebida favorita en la mesita de al lado, y el magnífico artilugio en sus manos y en sus ojos. Se ajustó con delicadeza las gafas e hizo girar los dedos primero hacía la izquierda, luego hacía la derecha, detuvo el tiempo. Ese era el momento perfecto para dedicarle a la botella un gran trago, una gota se deslizó pos sus dedos. Y otra vez, volvió a empezar, movimiento ligero de muñecas hacia la izquierda, pero esta vez con un cambio, la gotita que se deslizó momentos antes hizo que el reloj se resbalara de entre sus manos y cayera al suelo rompiéndose en pequeños trozos de cristal y arena. Convirtiéndose en una vida rota y un secreto partido. Todo desapareció, todo se volvió negro, el se empequeñeció y al abrir los ojos se halló dentro de su cama, con las mantas por el cuello y la luz de la ventana entrando poco a poco. Se levantó miró su espejo y se vio a sí mismo con cinco años. Perplejo, cansado y con legañas dejó su habitación. Al llegar a la cocina entendió todo. Al caer el reloj y romperse, había llegado al punto donde todo empezó. El día de su cumpleaños hacia treinta años. Su madre le dio un beso y un gran abrazo, le felicitó y sonriente le dio un regalito. Ya por la tarde la casa estaba decorada con globos de muchos colores por todas partes, rojos, verdes, azules, morados, naranjas, amarillos… una gran mesa de plástico en medio de todo llena de chuchearías: patatas, naranjadas, limonadas, gominolas, ganchitos… todo estaba precioso, había un gran cartel donde le deseaban felicidades y muchas fotos que ponían todo bonito. Pero lo que más le llamó la atención fue la cantidad de niños que habían ido a jugar con él, a darle regalos, todos riendo, saltando y bailando. Él, como cualquier otro crío, se estaba divirtiendo, estaba recordando lo que era ser feliz. Lo que significaba tener Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 22 Grupo del Aire Las arenas del tiempo amigos, familia, divertirse y sentirse bien. En ese momento se acercó su abuelo, despacio, sonriente, con aquella cajita en las manos. Y la historia volvió a comenzar. Su abuelo le revolvió los cabellos con sus manos ajadas, le robó la nariz y le entregó la cajita. Pero ahora el niño ya sabía lo que significaba el regalo de su abuelo, la maldición que contenía la arena atrapada en el cristal del reloj. Clavó sus pupilas en los ojos del anciano y negó con la cabeza. —¿Cómo te atreves a rechazarlo? —le preguntó su abuelo—, te estoy ofreciendo el mayor don del mundo, el control del tiempo. —No, me estás regalando la soledad. La pérdida de los momentos más preciosos. El tiempo carece de valor si logras domesticarlo. No quiero hundirme en la arena de ese viejo reloj. Quiero envejecer como tú has envejecido, quiero que las noches sin sueño sean largas, quiero que los besos de mi amada me roben los segundos… Quiero que mi vida sea corta, pero quiero sentirla cada instante de mi existencia. —Es una buena elección, nieto mío. Y espero que comprendas que te he hecho el mejor regalo que puede hacerse: el verdadero control del tiempo. No el que ofrece este reloj con su complicada maquinaria, sino el que nosotros podemos ejercer sobre él, el tiempo solo sirve si lo vives. El muchacho abrazó a su abuelo con lágrimas en los ojos. Cuando el abrazo se deshizo tomó la cajita y la arrojó al suelo. El reloj se rompió en miles de pedazos y el tiempo volvió a recomenzar. Ahora el abuelo ya no tenía casi ochenta años, ahora era un niño y su propio padre le brindaba una caja como regalo. El chico negó con la cabeza, rechazando el regalo. Su padre sonrió satisfecho por la elección de su hijo. Rompieron el reloj. El tiempo recomenzó. Secreto - Silencio Silencio de luz, luz de amor —¡Joder! ¡No me lo imaginaba así! Susana aguzó el oído, intentando captar algún sonido que no fuera el los latidos atronadores de su corazón. Cuando su abuelo le ofreció un puesto de vigilante nocturno en el museo, no la previno contra la soledad que caía en cascadas niagáricas sobre sus espesos rizos negros. Plantada en el penumbroso vestíbulo giró sobre sí misma, conteniendo la respiración, ofreciendo su alma pecadora por un crujido, un susurro, un gemido, de dolor o de placer, que refutara lo irrefutable: estaba completamente sola en el inmenso edificio. —Durante el verano tenemos graves problemas de personal —la había dicho su abuelo. Al pensar en él, le pareció oír su voz solemne junto a su oído y dio un respingo, con el corazón de nuevo desbocado—. El de vigilante nocturno está muy bien pagado y es Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 23 Grupo del Aire Silencio de luz, luz de amor tranquilo, te vendrá bien: mucho tiempo para pensar en ti misma y nadie que te interrumpa. Septiembre está ahí mismo y tendrás que saber lo que quieres hacer con tu vida. —Yo sé lo que quiero hacer con mi vida. —susurró. Por su mente pasó un carrusel rápido de imágenes: Matías, Flora, Eva y Yannick convertidos en un bosque de piernas, brazos, senos, miembros palpitantes... una burbuja a su alrededor se llenó de murmullos apasionados. —Eso es lo único que vale la pena de esta vida —exclamó mientras sacudía la cabeza para alejar la visión. Tal como le habían explicado, por la noche se desconectaba el sistema eléctrico, solo la oficina tenía iluminación normal, en el vestíbulo había una ligera penumbra, pero en las salas de exposición quedaban únicamente las luces de emergencia. —Es mejor para las piezas —le explicó su abuelo—, la luz es perjudicial para los colores y favorece determinadas reacciones químicas. Cuantas menos horas de exposición tengan, mejor. Al primer intento de avanzar el cuerpo se le negó, como si el silencio fuera una materia densa que le impidiera el movimiento. Tuvo que obligar a los músculos de su pierna a que dieran el primer paso. Las suelas de goma chirriaron sobre el mosaico erizándole el vello de la nuca, un escalofrío le recorrió el cuerpo mientras caminaba hacia el oscuro pasillo que daba acceso a la nave central del museo. En un esfuerzo por calmarse fijó sus pensamientos en el musculoso Matías y en el delicado Yannick, como disfrutaba cuando ambos la hacían objeto de sus arremetidas mientras ella saboreaba el delicado néctar de Flora o de Eva. Pensó seriamente en darse la vuelta, ir en busca del pequeño vibrador que llevaba en la mochila, pero siguió avanzando, con sus zapatones de vigilante arrancando chirridos del embaldosado, chirridos que cortaban la oscuridad con más eficacia que su linterna. El haz se perdía en la larguísima nave central. Susana sabía que al fondo se encontraba la vetusta biblioteca del museo, pero la luz se extraviaba por el camino, resquebrajada al chocar con las hileras de vitrinas y expositores, llenándolo todo de reflejos cantarines, tan vivaces y escandalosos como truchas arcoiris. Su linterna iluminó el cartel anunciador de una exposición temporal: «Tesoros asirios del museo británico». Sin saber muy bien porqué, dejándose guiar por el eco de sus pasos, sintiendo su universo tan oscuro y silente como la caverna desde la que llegó a este mundo, atravesó el vano de la sala, tan indecisa y temerosa como si recorriera el camino inverso, rumbo a su origen primigenio. La linterna alumbró en primer lugar un par de corceles briosos, cuyos relinchos habrían llenado la oscuridad de haber estado vivos. La estrella de la exposición era la recreación a tamaño natural del rey Asurnasipal en su carro, de cacería de leones. La linterna de Susana se recreó en el rostro del rey, de barba ensortijada, con el ceño fruncido en plena concentración, tensando el arco y apuntando a uno de los leones que acosaban el carro. A su lado, el conductor, con un rictus en los labios, se esforzaba por dominar a los caballos, espantados de ver la garra de las fieras amenazando sus delicados remos. La escena era de un realismo vívido que a la luz de la linterna se tornaba fantasmagórico, llenando el mudo espacio de mitos revividos. Susana dio dos vueltas en torno al carro, apreciando los detalles y recreándose especialmente en la musculatura real, preguntándose si bajo la túnica de lino, el artista se habría esmerado todo lo que era su obligación. Era una tentación demasiado fuerte y la muchacha no hizo nada por resistirse. Con mano trémula alzó el paño dejando al descubierto un soberbio cetro real, que le hizo anhelar otros más próximos y cálidos, que en Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 24 Grupo del Aire Silencio de luz, luz de amor ese mismo instante estarían llenando de gozo a sus amigas. Suspiró, prometiéndose una sesión salvaje en cuanto regresara a la oficina y dejó caer la túnica, devolviendo el pudor a la estatua regia. El disco de luz de su linterna fue a caer sobre un relieve de buen tamaño, al fondo de la sala. Una mujer de exquisitas proporciones la observaba con sus ojos de piedra, con una sonrisa de complicidad en los labios. Estaba desnuda, en acto de abandonar un carro tirado por leones, rodeada de una manada de estas fieras en actitud servil. Uno de ellos, un espléndido macho de melena tupida ofrecía su cabeza como peldaño para que la mujer descendiera del carro con comodidad. Alumbró el cartelito adosado en una esquina del relieve «Isthar, diosa del amor y del placer carnal, protectora de las prostitutas, que se definía a sí misma como “la prostituta compasiva” y consideraba las relaciones sexuales, sin distinción de género ni de número, como la esencia de la vida.» Poseída por aquellas palabras, Susana volvió la vista hacia el relieve de esa diosa que tan bien reflejaba sus propios sentimiento. Se quedó extasiada ante la belleza de la mujer, que le rememorar los cuerpos tiernos y suaves de Flora y Eva. En los pechos de la diosa vio los de Flora, con sus pezones respingones demandando mimos y caricias, bajó la vista por el vientre redondeado, admirándolo a través del silencio oscuro en el que se dibujaba el vientre musculoso y atlético de Eva, bajó, sin saberlo, la mano por su propio vientre hasta que vista y mano coincidieron en el centro de todos los deseos. Susana admiró la finura de detalles de la que había hecho gala el artista, mientras su mano realizaba el mismo recorrido que su vista. Estaba cuidadosamente afeitado, igual que el suyo propio, los labios mayores perfectamente definidos, surcados por una fisura delicada que se encabritaba al principio, para despeñarse a continuación antes de perderse hacia unas nalgas intuidas, más perturbadoras por lo que ocultaban que por lo que mostraban. La vista de Susana recorría una y otra vez aquellos trazos perfectos que su mano reconocía como propios. El vacío oscuro a su alrededor se llenó de vida y deseo, tardó unos instantes en darse cuenta de que era ella misma la fuente que llenaba el estanque callado con los chorros estrepitosos de su placer. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea, la mano dejó la carne y rozó la piedra, siguiendo primero idénticas líneas, pero alejándose después hacia el resto del relieve: los leones rindiendo servidumbre, el carro, digno de la diosa de la vida, la propia diosa, descendiendo de él. Se giró y alumbró el carro de Asurnasirpal, dejó la linterna en el suelo y comenzó a desprenderse del horrible uniforme de vigilante. Cuando toda la ropa quedó en un montón, tan desnuda como la misma Isthar, se dirigió al carro y se hizo hueco entre el rey y su conductor. En ese instante el silencio y la oscuridad estallaron a su alrededor. El orgasmo aplazado brotó tan pronto como puso pie sobre el carro, sin necesidad de más ayuda, pero tan solo fue un principio. El mundo se llenó de la luz del amor, de los sonidos del deseo y del placer, llevándola una y otra vez a cimas tan sublimes que los más arrebatadores orgasmos de su vida, apenas eran gotas de goce en un inmenso océano de éxtasis. Cuando al fin regresó de aquel lugar, o quizá de aquel tiempo, descubrió, en la sala oscura y muda, al rey Asurnasirpal, arrodillado ante ella, ofreciéndole su arco de cazador. Susana sonrió y tomo el arco con una mano, al tiempo que acariciaba los rizos del rey y pensaba en su cetro. A la mañana siguiente nadie se explicaba la desaparición de Susana. El vigilante de la mañana, que debía relevarla, descubrió sus ropas al pie del relieve de Isthar y avisó a su Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 25 Grupo del Aire Silencio de luz, luz de amor abuelo. Este, mientras se preguntaba, desesperado, por lo ocurrido en el silencio de la noche, fijó su vista en el relieve y su desconcierto se transformó en pavor al reconocer los rasgos de su nieta en el rostro de Isthar. Sexo - Silencio Doce círculos El juez gritaba los cargos a la silenciosa multitud mientras le hacían esperar entre las penumbras de su ceguera. No escuchaba, ya que no sentía la necesidad de hacerlo, sólo de recuperar la visión que había perdido y mover un poco las cadenas que tanto le apretaban las muñecas. Su vista se iba aclarando a pequeños pasos al tiempo que intentaba hacer una luz entre las sombras de su memoria. Apenas era capaz de recordar nada, únicamente el dolor inflingido y las noches de penurias. Su memoria no podía siquiera responder a las preguntas más sencillas, ¿Cuál era su nombre? ¿Por qué estaba allí? Ni siquiera su cuerpo, de lo mutilado que estaba, era capaz de recordarle si era hombre o mujer. Pronto oyó como dos personas caminaban a su alrededor, cortando el viento con lo que parecían ser unas espadas y siguiendo un camino ya trazado… un círculo. Algo le decía que aquello era importante, pero no sintió que debiera averiguarlo, le parecía imprescindible ir desentrañando las figuras que iban coloreándose ante sus ojos. Lo primero que vio, fue a los soldados que daban vueltas. Vestían ropas blancas, con rosas del mismo color bordadas con hilo negro en su pecho y cubriendo sus caras, máscaras de plata que parecían lobos. Después había una gran multitud observando lo que acontecía a ras de suelo, rodeando el atril redondo. Por encima de ellas, había más rostros que le eran vagamente familiares, que se distinguían por sus miradas pesarosas. Siguió ascendiendo, hasta toparse con un balcón donde reposaban dos personas… su cabeza, movida por el instinto, miró primero a la mujer: era hermosa, pero su sonrisa delataba su crueldad. Su alegría por tener a ese despojo en el que se había convertido a causa de su maldad. La odiaba, eso era lo único que tenía seguro, porque una quemazón amarga infló su corazón, tan insensible a cualquier otra cosa que no fuera aguantar el dolor. Detestaba que estuviera vestida con aquellas ropas que sentía como suyas, que se sentara en su lugar… que acariciara aquella mano tan fuerte y delicada, cuyo dueño se sentaba a su izquierda. Y lo hacía con tanta impunidad, sin recibir su justo castigo por tamaña afrenta. Se sobresaltó al oír un taconeó y se volvió, los dos guerreros se habían avanzado un paso a ella; y en su mente resonó la frase: “once círculos”. Algo en su interior se intranquilizó, había una simbología en todo aquello que no era capaz de recordar. Sintiendo la derrota, volvió a alzar la cabeza y fijó su atención en el hombre, que observaba el espectáculo con rostro impasible y mirada brillante, cargada de agonía, lágrimas y tristeza. Lo amaba… tanto como odiaba a su acompañante, pero sentía la traición empañando sus ojos. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 26 Grupo del Aire Doce Círculos Otro golpe, ya sólo quedaban diez, cuando llegaran a uno… ¿qué ocurriría? ¿Por qué estaba allí? ¿Había hecho algo tan malo como para sufrir así? Por último, al lado del hombre había una pequeña que sostenía un cojín negro donde reposaba una rosa blanca cuyos pétalos se abrían al mundo. Su mente comenzó a trabajar, intentando recordar algo del pasado, más allá de las torturas y las vejaciones: inútilmente. Hubo un tercer taconeó y entonces, en su memoria se hizo una luz: la rosa blanca era para alguien importante, una mujer importante. Se sintió orgullosa de recordar aquello y se observó el pecho. Nunca habría caído en algo como eso, su cuerpo no delataba el más leve indicio de curvas… tal vez el hambre había hecho mella en ella. Era una mujer con relevancia en aquel lugar, ¿habría sido la esposa de aquel que la miraba casi sin parpadear, tal vez su amante? ¿Alguna hija secreta quizás? Alzó la cabeza intentando encontrar una respuesta, pero sólo se encontró con una solitaria lágrima que se deslizaba por las mejillas de gesto impasible. El cuarto golpe resonó en su cabeza, consiguiendo ponerle más nerviosa a cada momento y entonces comprendió que nada de todo aquello importaba, que por mucho que intentara averiguar quién era, no le iba a servir de nada y respiró profundamente, intentando quedarse en blanco y relajarse. Su mente, seguía rehaciendo los recuerdos que tuvieran que ver con todo aquello, desechando los buenos y los malos momentos que ahora eran innecesarios, aunque no sin dolor ni pena. Pero la última vez que había presenciado aquel acto, estaba al lado de aquel hombre y únicamente recordaba el rojo que cubría todo el lugar. Tal vez se hubiera desmayado al final, como si su mente deseara preservar aquel secreto. Toc… los lobos habían pasado al séptimo círculo, ya casi podía oír sus respiraciones. Toc… ahora estaban a apenas seis pasos de ella. Entonces, para su desesperación, recordó que todo aquello no era ni más ni menos que su ejecución. Abrió la boca desesperada, pero hacía días, meses, puede que años, que le habían cortado la lengua… y su garganta de tanto gritar por el sufrimiento, había enmudecido. Siete taconeos iban ya y se le acababa el tiempo, ¿qué debía hacer? ¿Por qué él no la perdonaba? Se veía que la amaba, pero no hacía nada por salvarla, sólo observar cómo sus ejecutores se iban acercando a ella, espadas danzando y telas volando al viento. La lágrima brillaba sin que nadie hiciera nada para apartarla, aunque en aquel instante, al ver cómo el hombre seguía sin apiadarse de ella, le pareció un gesto falso e insultante. Ocho… fue en ese momento cuando su corazón se desbocó violentamente. Boqueó intentando recuperar el aliento y sus ojos lloraron aterrados. Había deseado no haber recordado nada, no tener que sufrir ahora la tortura de ver venir a la muerte con una cara de plata y no poder defenderse. Se agitó intentando liberarse, aunque su cuerpo era incapaz de hacer frente a las cadenas. Gritó en su silencio pidiendo clemencia, pero seguramente, la mujer que ocupaba ahora su lugar se había encargado de que su garganta no volviera a emitir sonido alguno, seguramente, porque sabía que si hubiera rogado por su vida, su amor le hubiera perdonado. Quedaban tres círculos y siguió luchando desesperada. Su cuerpo sangró y se inflamó del dolor, agónico. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 27 Grupo del Aire Doce Círculos Antes siquiera de ir el décimo golpe, se quedó sin fuerzas para luchar. Lagrimó aterrada y volvió a alzar la vista, esta vez desafiante. Nada podía haber en el mundo que justificara aquella tortura y mucho menos ante aquellos ojos que tanto sufrían por ella, cuyo dueño permanecía relativamente impávido ante lo que se avecinaba. Si alguien debía sentirse vilipendiado, debía ser ella… y la única respuesta que recibió ante su pesar fue el decimoprimero paso. Pero cuando escuchó el decimosegundo taconeo, su voluntad se derrumbó y sólo pudo seguir llorando, hasta que oyó el último ruido y sintió como el frío filo del acero le lastimaba su ya maltratado cuello, causándole más heridas que lloraron con gotas sangrientas. Le observó, susurrándole mudas suplicas, murmurándole palabras de amor que nunca volvería a oír. Vio a la pequeña tenderle la rosa a la mujer y ésta la posó suavemente en la mano derecha de su marido. Ella le sonrió, esperanzada, si él besaba la flor podría salvarse y todo volvería a ser como antes. Entonces, otra solitaria lágrima emergió del ojo contrario, acompañando en la mejilla opuesta a su hermana. Fue en aquel instante cuando estrujó los delicados pétalos blancos entre sus dedos y la sentenció. Ella cerró los ojos, derrotada, sintiéndose completamente vacía. Tras el intenso dolor de las espadas, separando su cabeza de su cuerpo, únicamente vio la desesperanzadora oscuridad. Secreto - Silencio Hotel Beijing No sabía que podían llorar. Es mi último día en Marte y llueve. Parado frente a la ventana de la habitación observo como las ráfagas de viento arrojan cortinas de agua que resbalan por el vidrio. Puedo ver como las grúas robot del muelle retiran los veleros deportivos del mar, protegiéndolos de la furia del Océano de Ares. Las tempestades marcianas son frecuentes e impredecibles. A veces las terraformaciones no salen como los ingenieros desean. La mayoría de las cosas no salen como uno desea. Doy una calada al cigarrillo y empujo con un soplo el humo sobre el cristal. Wei no aprueba este feo vicio mío, arcaico, malsano y caro. Pero cuando trabajas cerca de los impulsores de una nave interestelar y los cirujanos te han extirpado tantos tumores que has perdido la cuenta el tabaco es la menor de tus preocupaciones. Me vuelvo. Wei, tendida desnuda sobre la cama, juguetea con uno de los lirios que ha traído Jun esta mañana. El lirio es la flor preferida de Wei y Jun trae un ramo fresco cada mañana. Wei me explicó que hay muchos tipos de lirios. Hoy tienen flores azules. Creo que son más altos que los de la Tierra, por la menor gravedad marciana. En realidad ahora los lirios marcianos son los únicos del Sistema Solar. Escandalosamente caros, pero que importa, Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 28 Grupo del Aire Hotel Beijing a Wei le gustan y yo tengo mucho dinero. Ella dice que simbolizan la pureza. Curiosa elección para una prostituta. Me acerco a la mesilla y cojo la pistola de agujas. Un par de dosis en el hombro aliviaran el dolor. Wei me dijo una vez, con su carita más seria, que si sentía dolor debería consultar a un médico y tomar las medicinas que me recetara y no meterme esa mierda en la sangre. Ella no sabe que hay dolores que la mejor medicina del mundo no cura. Ingenua, después de todo quizás sí sean los lirios su flor. Wei me sonríe y mueve con estudiada picardía el lirio hacia su entrepierna. Las flores azules acarician su monte de Venus durante un instante. Viajan, luego, a través de su vientre plano hasta sus pequeños pechos y exploran sus pezones oscuros. Me acerco y le robo el tallo de las manos, muerdo la flor y la mastico. Beso la boca de la pequeña y dulce Wei y el jugo amargo de la flor del lirio resbala por nuestras barbillas. Muerdo la flor y la muerdo a ella, voraz; cada rincón de su cuerpo blanco y menudo, flexible como un junco. Me anclo a su cuerpo ávido de hundirme en el olvido breve como un fogonazo de esta comunión de carne. Y fuera ruge la tormenta y dentro se agitan nuestros cuerpos y por un fugaz instante olvido el dolor y la soledad y me pierdo dentro de Wei. Un fugaz instante de paz. Es mi último día en Marte y abrazo a Wei con desesperación. Jun se despide de mí con su perenne sonrisa en su cara de Luna. Se acaba mi permiso de un mes. La armadora, ruin hasta en los pequeños detalles, cuenta los permisos en días terrestres, algo más cortos que los marcianos. A quien le importa que la Tierra no sea más que una roca negra y muerta. Es la costumbre. No soy quien para criticarlo. Me gusta Jun, inmutable tras la recepción, me gusta el Hotel Beijing, ajeno al paso del tiempo. Me gusta encontrar a Wei esperándome al final de cada viaje. Supongo que necesito algo a lo que aferrarme, un ancla. Nací en un mundo que ya no existe y Jun y Wei son lo más parecido a una familia que tengo fuera de mis compañeros de tripulación. Wei se acerca a mí y deposita un suave beso sobre mis labios. Necesita ponerse de puntillas para alcanzarme e, incluso de esta manera, yo debo agacharme bastante. Pequeña y adorable muñequita de porcelana. Me pregunta cuando volveré. Suspiro. La Erebus, como todas las naves de su clase, se mueve a velocidades relativistas. Un año respondo, un año de mi tiempo de nave. Siete años marcianos. Un viaje de los cortos. Te esperaré con impaciencia barter, me contesta Wei. Después de tantos años todavía no le he dicho mi nombre, solo mi profesión, intentando levantar una última barrera entre ella y yo. Se que me esperarás, Wei, siete años para ti no es nada. Os volveré a encontrar a ti y a Jun igual de jóvenes, igual de amables y atentos. Tampoco yo habré cambiado demasiado, las dos terceras partes del viaje las pasaré en animación suspendida, en el sueño sin sueños de la criónica. Estrecho de nuevo la mano de Jun y vuelvo a besar a Wei. Le acarició el pelo oscuro y miro el manantial de sus ojos almendrados: está llorando. No sabía que podían llorar. Pequeña Wei, después de todo el tiempo también corre sobre tu cuerpo sintético. Te modifican; te perfeccionan. El tiempo dibuja arrugas en mi rostro y los ingenieros diseñan para ti conductos lacrimales. Me pregunto si tus lágrimas sabrán a sal o solo a agua destilada. Me pregunto en cual de los millones de líneas del código de tu programa está la subrutina que te dice cuando debes llorar. Que demonios, tú puedes llorar y yo, con toda mi sangre caliente, hace siglos que no lo hago. Quizás recorremos el mismo camino en distinto sentido. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 29 Grupo del Aire Hotel Beijing Limpio sus lágrimas con un roce de mis pulgares. Sonrío y le doy un beso en la frente. Abandono el Hotel Beijing, camino del espaciopuerto. Pero apenas he dado unos pasos me detengo y me doy la vuelta. Wei todavía está en la puerta del Beijing, con los manos cruzadas bajo la barbilla, llorando. ¡Hylas, me llamo Hylas! Le grito. Y luego me alejo rápidamente, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja. Creo que yo también podría llorar, Pero no ahora, no hoy. Quizás más tarde. Sexo- Tiempo Necesito energía Yo llegué a este país, raptada, podríamos decir. No es algo que no supiéramos que iba pasar, ni que me hiciera temer por mi vida, pero implicaba separación, chantajes y tener que volver a empezar con todo el trabajo. Ah, y tampoco era muy novedoso. Era la tercera vez que me sacaban de instalaciones militares secretas inexpugnables. Inexpugnables... para quien las quiera. En fin, que llegué a este país con mi habilidad, ignorada por el gran público, y por buena parte del pequeño. Y no conocía el idioma. No conocía a la gente. La comida era rara, aunque había alguna cosa buena; pero rara. Y me sentía realmente harta de volver a empezar por cuarta vez. Entonces acababa de cumplir veinticinco, y pensaba que era un buen momento para tomar las riendas de mi vida de las manos del gobierno secreto que me tuviera en ese momento. Es que ya me veía: haciendo fruslerías al principio para que se aseguraran de que era yo, luego me planto. Que me entreguen los rehenes (padre y madre), esta la gano yo por mucho que se discuta, total, siempre los tendrán a mano. Luego hay que volver a plantarse, para pedir dinero en cuenta secreta personal e intransferible. Ellos se plantan. Esta la pierdo yo, tengo que hacer algo medianamente espectacular. Ahí me dan dinero, tan cautivo como yo. Negociar ciertas libertades siempre a golpe de chistera, para mí, para mis padres, para nuestro dinero... Nunca total, claro. Y siempre el tedio de los exámenes físicos y psicológicos, que deben haber perdido su validez de tanto que los he repetido. En fin que era un auténtico aburrimiento. Casi no me quedaba tiempo para ver la tele, en idioma desconocido, sí, pero que algo pillaba. No conocía a casi gente: solo los científicos y matones extraños que mandan siempre. No entiendo como no se esfuerzan más, con la de gente que debe huir. No podía salir mas que con mis padres y con escolta. Bah, cuando me metí en estos estudios secretos, pensé que sería la hostia, que aprendería muchísimo y que todo sería una orgía intelectual sin fin. Como entiendo ahora a los delfines, pobres. Ah, y esto iba a ser de por vida. Fuera a dónde fuese. Vamos, ya os he puesto en antecedentes. Que la cosa era un horror de aburrimiento Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 30 Grupo del Aire Necesito energía repetitivo y me quería marchar. No a un secuestro pactado para recibir más de lo miso, sino a la libertad. Bueno, mi habilidad, de origen, control y fuerza desconocida, es la manipulación del tiempo. Casualmente, yo no creo en el tiempo, así que para mí es el control de buena parte de los sucesos que acaecen en nuestro grupo local. Puedo ralentizarlos, acelerarlos, revertirlos (sí, hay que reescribir algunas leyes fundamentales de la física: ¡becas!) Y lo mejor, yo me puedo quedar fuera, existiendo a mi ritmo. Y si quiero, se puede quedar o venir más gente. Ya, ya, que porque no me he escapado antes. Pues por algo será, lelos. Necesito energía. ¡Pero a montones! La vez que tuve que traer a Napoleón (sí, ¿quién si no?, ¡viva la imaginación!) dejé Las Landas sin suministro media hora. No se produjeron daños, ¿eh? Sólo que todo lo que se producía me lo llevaba yo... No, cuatro laboratorios secretos y yo no hemos podido determinar como se produce el intercambio de energía, ni a dónde va a parar ni que hago yo con ella para canalizarla ni nada de nada. Aunque en el segundo laboratorio había una tía que lo hubiera descubierto. Era la monda. No entiendo cómo siendo tan brillante, original y creativa acabó trabajando para esos. Bueno, quizá mi juicio está algo sesgado porque me hablaba... En fin, que era maja es seguro. Que divago, a lo nuestro, estábamos en que había decidido escaparme con mis papás, al pasado, a darnos unos consejillos: hombres de negro no, acciones de Microsoft sí, chequeos detallados no, estudiar informática sí, confiar en Svetlana no, celebrar mi segundo cumpleaños no, aprender kárate sí... En fin esas cosas que nos harían un favor a todos. El problema era de dónde sacar la energía para tamaño retroceso de tres (la vuelta también necesita energía, pero te puedes preocupar sobre la marcha si es una fuga, y esta lo era. Para las experimentales iba muy preparada). La energía. A veces, las personas somos un poco miopes. Se me ocurrió algo. Mis padres y yo nos reunimos en mi habitación, como todos los días, a la hora del té. Reliquia de otro confinamiento. Llevábamos escritos nuestros mensajes, por si las moscas. Nos pusimos la ropa de la época (diez años dan para mucho en moda), para no resultar llamativos. Emitimos los suspiros de rigor, nos santiguamos, nos dimos las manos y saqué mi energía… del sol. Ahora, somos completamente libres... y moderadamente adinerados. Todos. Sí, todos. Secreto - Tiempo Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 31 Grupo del Aire Y… allí no descansó Y… allí no descansó Era una noche oscura y las estrellas tenían un brillo cambiante y juguetón, parecido al de los cristales de arena bajo el eterno mecer de las aguas marinas. Charlie encendió a tientas el transistor sin separarse del ocular del gran telescopio astronómico y manipuló torpemente los diales. —Jim, ¿lo estás viendo? —Si. —¿Y bien? ¿Qué opinas? —Bueno, creo que los instrumentos deben funcionar mal. O nuestras predicciones. —Quizás el universo haya aumentado la aceleración de su rotación… —¿Me tomas el pelo? Puede que nuestros mapas sean erróneos, eso explicaría por qué estamos viendo el cuadrante… — Se escuchó un crujir de papeles.—…49 en lugar del 21. —Ytambiénunaumentodevelocid…— Murmuró Charlie.— Un momento…— Su tono de voz cambió.— ¿Y si estuviéramos presenciando El fin? —¿El fin? —Sí… Bueno, se me acaba de ocurrir. Quién sabe, quizás el tejido del espacio-tiempo llegó a su límite elástico y se rasgó, y como resultado los trozos completos se contraen a gran velocidad, cargando tras de sí millones de galaxias, estrellas, asteroides... Como un globo al explotar. —¿Qué dices, Charlie? ¿Te estás escuchando? —¡Ah! ¡Lo tengo! —A ver…— Dijo Jim suspirando. —Creo que… el tiempo en sí mismo se está distorsionando. —¿Cómo? Esta sí que es nueva… —Mira, hay dos opciones: que el campo del espacio profundo se mueva de pronto a gran velocidad, o que nosotros nos estemos moviendo más despacio, que nos estemos quedando quietos. Que el tiempo se esté congelando… porque sin duda existirá alguien que pueda controlarlo ¿Me escuchas? — Los dos podían oír algo de estática de fondo en el canal de radio. Los destellos de algunas estrellas desaparecieron lentamente. —Charie… — Pronunció Jim con esfuerzo mientras sus parpados chocaban Ó F… pesadamente.— Dejémonos de c h a R L A S F I L O S La boca de Jim se detuvo en ese preciso instante, dejando escapar con un leve susurro el viento a través de sus labios y dientes. Fue el último sonido que salió de su boca. El resto quedó atrapado en una burbuja de saliva que, como desposeída de su gracia y fragilidad, adquirió un sólido tono grisáceo, remachando en piedra las comisuras de los labios. Los ojos quedaron atrapados en un lento e interminable parpadeo que culminó en una catarata de polvo sobre la estirada y enferma piel que cubría los pómulos. La ropa que cubría las articulaciones se deshizo a cámara hiperlenta en jirones de polvo que quedaron suspendidos en el aire. El viento se detuvo, las hojas de los árboles que caían quedaron prendidas de la nada a medio camino del suelo. El mar se congeló formando un engrudo oscuro y denso. En algunos lugares era una interminable cadena de amenazadoras y sombrías montañas, en otros, una llanura de afilados penachos grises o un gran desierto turquesa bajo una infinitud de cristales de agua. Los animales de la Tierra convirtieron el planeta en un mundo muerto repleto de increíbles estatuas de las más variadas formas. Los pájaros se mantenían pesadamente en el aire, algunos deshechos entre cortinas de humo estático. El polvo bullía en silencio bajo las pezuñas de algunos antílopes mientras otros, de un húmedo pelaje dorado bajo el sol, se encontraban encerrados en verdaderas prisiones acuáticas. Las ballenas Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 32 Grupo del Aire Y… allí no descansó observaban con sus ojos abiertos, pero sin ver ni comprender por qué en los abismos negros, algunas de las más pesadas, se diluían lentamente acunándose hacia lo más hondo. Lentamente. Hasta volver a quedar atrapadas. Y todo ello bajo un sol turbio que se oscurecía alimentando sus últimas combustiones gaseosas. El viento estelar quedó atrapado en la nada y los gases se enfriaron en una mezcla homogénea de hidrógeno, helio, y fotones muertos, para acabar desvaneciéndose en la noche eterna del universo. Se veía entonces un enorme brazo que atravesaba de lado a lado aquel inquietante escenario, pero que poco a poco también dejaba de brillar. Primero la Vía Láctea, después La nube de Magallanes, La Enana de Draco, Leo I, Andrómeda…, una a una acabaron sepultadas por la tiniebla. Las últimas galaxias desaparecieron mientras seguían girando presas de una hipnótica inercia que las llevaría sin duda al estatismo completo. Y más allá de las fronteras del cosmos, más lejos de lo que cualquier criatura hubiera podido imaginar, Dios esperó pacientemente a que aquella gota púrpura y con un brillo especial terminase apagándose como habían hecho el resto de Universos… y actuó. La inmensa e inmortal noche de aquel lugar que llenaba Él mismo tocó cada una de aquellas esferas muertas, aplastando algunos Universos y creando involuntariamente otros con cada roce de su túnica de infinitos pliegues, como un enorme y torpe animal. Durante aquel instante (o eternidad, pues en aquella situación los dos conceptos tenían el mismo sentido), los interminables campos de Mundos relucieron bajo su taciturna mirada, y se dejaron moldear. Aquel ser infinito supo aportar sencillos matices de perfección a algunas de sus creaciones mientras privaba a otros de aquellos privilegios, adentrándose en los confines de la oscuridad tan lenta y suavemente como la corriente que arrulla los guijarros de un río. Aquel enorme Dios negro sentado en un trono, esos ojos perdidos en la inmensidad que observaban desde todos los rincones, el sueño eterno de una mente inquieta de la que surgían tanto infinitos pensamientos como hebras de desorden, todo aquello que era y no era únicamente lamentó no tener otra manera de controlar el tiempo, algo que no conllevase el arduo trabajo de detener una por una todas las partículas existentes. Y finalmente, justo antes de que bajo sus ojos los incontables Universos brillasen una última vez, Dios se sintió un esclavo. Entonces sobrevino el latigazo de sombras. Tan sólo un parpadeo y… …I C A s y dediquémonos a arreglar esto. A veces dices unas tonterías… Silencio - Tiempo El silencio al despertar De pronto, comienzo a recobrar mis sentidos. Mi cabeza, extrañada, pone en marcha mi organismo dubitativamente. Me siento entumecido, confuso, aún aletargado, inmóvil. Detecto el ambiente frío. Mi respiración condensada sería visible si pudiera abrir los ojos, pero mi cuerpo reacciona lentamente como si hubiera viajado millones de kilómetros en un instante. Y el silencio, el Silencio. Puedo oír mi respiración, costosa, lenta y entrecortada y nada más. No hay nadie, no hay voces, no hay zumbido de máquinas o sistemas de control de Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 33 Grupo del Aire El silencio al despertar entorno. No hay robots de servicio ni por supuesto la música de la cantina a la que me dirigía antes de despertar aquí. Solo un silencio agobiante, enfermizo, como una pesada manta transparente que intenta envolverme, entrar en mi cabeza y volverme loco. Solo un silencio que no creía posible encontrar en ningún lugar. Mi cabeza funciona pero mi cuerpo aún no. No puedo abrir los ojos, no puedo moverme, apenas puedo respirar este frío aire, húmedo y silencioso. Mi espíritu de supervivencia me obliga a no intentar moverme hasta tener alguna garantía de seguridad. Espero. Comienzo a recuperar la sensación táctil en mi cuerpo abotargado. Estoy tendido sobre una fría superficie plana y dura, parece que aún conservo mi uniforme de trabajo y mi brazalete de comunicaciones. Recuerdo mi último retazo de consciencia, me dirigía a la cantina con mi compañero. Habíamos terminado nuestro turno de vigilancia en la sala de control de los muelles de atraque secundarios. Ese había sido mi puesto en el crucero espacial durante los últimos meses. Andábamos por uno de los amplios pasillos principales hacia la cantina, a tomar un merecido bocado, entre risas y comentarios de otros compañeros de la tripulación. Aún con el uniforme de trabajo, el traje de seguridad perimetral obligatorio, ya que una membrana de seguridad era lo único que separaba nuestro puesto de trabajo del exterior. Ahora recuerdo un momento de incertidumbre, una extraña sensación de milésimas de segundo. Como si el tiempo se hubiera detenido y las formas y contornos de la gente alrededor se difuminaran y se fundieran con el fondo… Después de eso: nada. El silencio abrumador de esta habitación, los intentos de recuperar mi movilidad y la ansiosa necesidad de descubrir qué ha pasado. Intento forzar mi oído, concentrarme en el silencio, buscando alguna pista antes de conseguir abrir los ojos y enfrentarme a la situación. Nada. Contengo la respiración, intento no contaminar el silencio reinante con algún roce de mi cuerpo. Libre de esa carga, el silencio se vuelve más espeso todavía. Lo imagino acercándose a mí para envolverme, cada vez más fuerte, más poderoso, extendiéndose sobre mi cuerpo para sumergirme en un sueño infinito. No puedo contener la necesidad de reanudar mi respiración para poder escuchar algo y no volverme loco. Parece que puedo abrir mis ojos. Levemente una línea de luz azul plateada atraviesa mis párpados entreabiertos. La luz es débil, el entorno en penumbra me permite fijarme en los elevados techos del lugar en que me encuentro. Me decido a abrir los ojos completamente y echar un vistazo. Aún inmóvil sobre mi frío lecho, descubro una estrecha habitación, altas paredes de un material poroso y oscuro de color azul con vetas marrones y negras. Los elevados techos abovedados, en penumbra, se abren al final de la sala para dar paso a un enorme ventanal, que invade parte del techo y desciende hasta el suelo mostrando el espacio exterior. La luz que ilumina la sala proviene del exterior, una gran estrella blanca es la fuente y la ventana transparente la filtra para obtener los tonos azulados que ahora me permiten ver. Estoy tendido sobre una mesa plana de algún metal desconocido, anclada al suelo del mismo material que recubre las paredes. Quizá algo apresuradamente, me creo convencido de que no hay peligro a mi alrededor. Consigo incorporarme levemente y, con torpeza, rodar hacia un lado y caer al suelo medio encorvado. Por un instante me detengo, intento recuperar el calor en mis músculos. Con una rodilla en el suelo, casi paralizado de nuevo por el miedo, observo. Desde aquí puedo ver el largo Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 34 Grupo del Aire El silencio al despertar corredor rematado por el inmenso ventanal que filtra la luz de aquella gran estrella. La zona donde se encuentra la extraña mesa donde yacía tendido es algo más ancha que el resto de la habitación. En esta zona las paredes están vacías, la porosidad del material parece absorber la luz y emanar silencio. Unos pasos más allá, la habitación se estrecha y comienza un pasillo alargado cuyas paredes se encuentran ocupadas por una especie de cápsulas de hibernación, con pulidas superficies translúcidas que emiten suaves reflejos verdosos. Giro lentamente la cabeza, quiero fijar mi vista en el lado opuesto al gran ventanal. La pared se encuentra a un par de metros de mí. Una sutil hendidura en la porosa pared indica la existencia de una puerta. Una gran puerta, casi tres veces mi altura pero aún sin llegar al techo de la sala. Intento usar mi brazalete de comunicaciones, en vano. Definitivamente parece que estoy solo en dónde quiera que esté. Mi cerebro aún no me deja abandonarme al pánico, unos claros relieves en la puerta forman símbolos sobre la puerta y despiertan sorprendentemente mi interés. Casi hipnotizado por ellos, acerco mi mano. Una pequeña corriente de aire y un color ambiguo, cambiante, incrementan mi curiosidad por estos símbolos. Mi mano siente la corriente, mis ojos, de reojo, parecen ver oscilaciones en el color, pero al fijar la vista: sólo el relieve sobre la puerta. Me alejo varios metros, aún bajo algún incomprensible efecto del silencio de la sala, me muevo sin temor. Algo me dice que estoy solo, que no hay peligro… Ahora puedo ver todo el conjunto de símbolos en relieve sobre la puerta, sobre una puerta nunca traspasada, en una habitación alienígena, en una nave desconocida. Ningún humano ha visto antes nada parecido, una escritura extraterrestre, un jeroglífico alienígena, un mensaje del más allá. Mi mente, nerviosa, divaga buscando explicaciones. Estupefacta no encuentra respuestas sino preguntas encadenadas. Mensajes e ideas, recuerdos y lamentos se agolpan en mi cabeza que, indefensa, no puede reaccionar. Un brusco temblor me pone alerta de nuevo. Ahora el movimiento es apreciable, la estrella por el ventanal se acerca. Mi experiencia en el espacio me indica que eso implica que estoy en una nave pequeña. Puede que incluso sea esta misma habitación, puede que incluso sin propulsión autónoma. Únicamente lanzada hacia su destino. El jeroglífico se ilumina. Un signo que parece representar una estrella en lo alto. Justo debajo, varios rectángulos en vertical, con las esquinas redondeadas y dando sensación de tridimensionalidad. Y abajo del todo, algo parecido a unos brazos extendidos. Los rectángulos me recuerdan a las cápsulas, me acerco rápidamente a ellas. Quiero ver de qué se trata. Tienen dos veces mi altura y el interior se ve translúcido, lechoso, puedo discernir algo en el interior, como flotando en un fluido viscoso. De un rápido vistazo compruebo las cápsulas, una de ellas parece querer contar más sobre su contenido. Mi mirada se concentra en discernir, imaginar el contenido de este habitáculo espacial. Mientras, el jeroglífico sigue luciendo, emanando una sensación de tranquilidad, de descanso. Pero mi mente está envuelta en un torbellino de preguntas. La estrella se acerca cada vez más, la luz aumenta en el interior y ciertas siluetas comienzan a dibujarse dentro de la cápsula frente a mí. Ahora lo veo, o lo imagino o ambas cosas a la vez. Un ser de otra galaxia, yace suspendido en ese líquido amniótico alienígena. Una gran cabeza alargada con extraños apéndices colgantes a los lados, simétricos y elegantes. Donde debieran estar nariz y boca una Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 35 Grupo del Aire El silencio al despertar protuberancia que parece rematada por pequeños tentáculos. Grueso cuello y cuerpo segmentado rematado por gruesas extremidades inferiores cuyo número no acierto a determinar. A ambos lados largos pares de brazos, diferentes y acabados por lo que imagino son apéndices sensoriales. Me alejo un par de pasos. Miro las cápsulas y comprendo. Aquellos seres flotan dentro del habitáculo de su último viaje. No tienen vida. El mensaje de la puerta es una despedida, un adiós con los brazos abiertos enviando a los muertos hacia la eternidad de la estrella. De ahí radica el silencio, la tranquilidad y la seguridad de la nave: es una cripta. El último transporte de estos viajeros espaciales que ahora ponen rumbo a la estrella que les acogerá el resto de la eternidad. Y yo voy con ellos, atrapado. Perdido en el tiempo y en el espacio, sin saber por qué ni cómo he llegado hasta aquí. He sido el primero en conocer otra civilización, he sido el primero en ver. Y conmigo morirá mi secreto cuando esta tumba colisione con la gran estrella que aguarda nuestra llegada. Y sin embargo no puedo llorar. Solo me siento, miro el jeroglífico y espero que su hipnosis me invada y el Silencio me devore mientras termino mi último viaje junto con mis desconocidos y fascinantes compañeros. Jeroglífico - Silencio Liturgia de cristal Utnapishtim lo señaló con el dedo. Un impostor. Los guardias se abalanzaron sobre Arfaxad, que no opuso resistencia. Lo expulsaron del arca sin contemplaciones. El joven rodó por el maderamen de acceso a una de las veinticinco puertas de aquella gigantesca nave de locos. Unos fardos de paja amortiguaron su caída. Arfaxad se levantó. Contempló el arca, de pie, inmóvil. Trescientos setenta y nueve metros de longitud y sesenta y ocho metros de ancho. Treinta metros de altura, hasta la cubierta; cincuenta y nueve, si se contaba hasta el punto más alto: las chimeneas que se elevaban sobre el tercer piso. Un viejo delgado y zarrapastroso lo miraba y sonreía. Quizá eso le sobraba para parecer un verdadero asceta, la expresión de humor. —Sólo pretendía echar un vistazo —dijo Arfaxad. —Ya —sentenció el viejo en el mismo tono de ironía que el joven al que acababan de expulsar del arca. A continuación añadió—: ¿Eres de los que conocen el secreto? Desde hacía varios días, ese lugar parecía una feria. Las personas llegaban de todos los rincones. Cada día rodaba un centenar de incautos por las pasarelas. A estos bravos de última hora, los devotos de Utnapishtim les preguntaban lo mismo: ¿por qué no acudisteis en su momento a la llamada de Utnapishtim y por qué os reísteis entonces de sus Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 36 Grupo del Aire Liturgia de cristal advertencias? Los defensores del arca disfrutaban al reconocer el rostro del miedo en tantos novísimos devotos, y más les divertía expulsarlos de la nave. El viejo señaló una pasarela más ancha que las demás, por la que se accedía a la llamada Puerta de los Justos. Varios de los elegidos azuzaban un rebaño de cabras. —Había oído que escogían a las especies por parejas —comentó Arfaxad. —Tendrán que alimentarse el tiempo que dure la travesía. Seis mil creyentes son muchas bocas. Casi la mitad de los elegidos, que había trabajado durante diez años para construir el arca de Utnapishtim, se quedaría en tierra. La selección fue natural en el caso de aquellos que habían muerto o enfermado. El dedo de Utnapishtim descartó a los que sobraban. Explicó, para consolar a los eliminados, que todos serían bien recibidos en el mismo cielo que iba a desplomarse sobre sus cabezas. —¿Cómo lo supiste? —preguntó el viejo. —¿El secreto? Me gusta mirar las estrellas. El viejo se echó a reír. Señaló otra de las largas tablas de acceso al arca: —Son como hormiguitas que llenan la despensa. Ochenta mil kilos de carne fresca, almacenada en compartimentos helados. Dos mil kilos de tomates. Setecientos kilos de hojas de té. Tres mil quinientos kilos de mantequilla. Pescado seco, jamón, huevos, azúcar, harina, arroz. Todo en grandes cantidades. —Es inútil. Yo no lo voy a intentar. En primer lugar, soy viejo. Además, fíjate. El viejo desenrolló la manta con la que se cubría. Tenía seccionada la pierna izquierda por debajo de la rodilla. No, era imposible que lo escogieran para subir al arca. Ningún elegido llegaba a los cuarenta —excepto Utnapishtim—, ni padecía enfermedades. El viejo aparentaba buen humor para estar tan cerca de la muerte. Entraba dentro de lo previsible que cuando diluviara, el anciano cojo sería de los primeros en ahogarse. El arca ya no parecía la alucinación de un insensato, sino el único refugio en el que sobrevivir si llegaba a suceder lo que se anunciaba: que el agua iba a anegar cada rincón del planeta. La pesadez del aire, las negras y bajas nubes constreñidas en un cielo empequeñecido y la tiznada grisura del amanecer de los últimos días no eran precisamente buenos augurios. —Me pregunto para qué habré venido —dijo Arfaxad. —¿Tienes algo mejor que hacer que contemplar este espectáculo? Entonces se hizo el primer silencio. Un silencio tenso y largo. Todos se quedaron mudos. El silencio se rompió cuando por una de las chimeneas del arca empezó a salir humo. Veintinueve calderas que alimentar con toneladas de carbón. Las estaban probando. El libro del arca de Utnapishtim contenía explicaciones muy precisas sobre el modo de construir las calderas que impulsarían el gigantesco barco y el modo de mantenerlas. Los piadosos seguidores destinados a la sala de máquinas recitaban esas instrucciones como si fueran mandamientos. Utnapishtim dijo que recibió el libro del arca de un ángel que bajó del cielo, pero ese espíritu celeste parecía haberse desentendido de ellos, ya que no había vuelto a aparecer, como si en el cielo hubieran cambiado de opinión acerca de salvarlos, o les diera lo mismo. Al aparecer humo, los que como Arfaxad se arremolinaban en torno al arca lanzaron gritos de asombro y se arrodillaron. Inmediatamente después, la bocanada negra emergió de otras dos chimeneas. Las cuarenta mil toneladas del arca crujieron cuando tres hélices de bronce empezaron a girar. El armazón que soportaba el peso de aquel gigante de madera también vibró. A una orden de Utnapishtim, asomado en cubierta, uno de los guardianes sopló un cuerno. Su sonido áspero y grave indicó que el ensayo había concluido. Las hélices Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 37 Grupo del Aire Liturgia de cristal se detuvieron y los ocupantes del arca vitorearon a su líder. Después, cada uno siguió haciendo su trabajo. —La salvación para los justos. El resto seremos castigados —dijo el viejo. —Entonces, ¿qué has venido a hacer aquí? —Busco a alguien como tú. La reunión de desesperados en torno al arca seguía expectante. Aguardaba un nuevo milagro como el que acababa de presenciar, el insólito rugido de las calderas tras el primer silencio del mundo. El segundo, decían las escrituras de Utnapishtim, traería el agua. El viejo y Arfaxad se alejaron de la multitud. Descendieron la montaña en cuya cima estaba apostada el arca de la salvación, a demasiados kilómetros del mar para parecer un proyecto naval razonable. El viejo montó en un burro tan apolillado como él. Arfaxad caminó a su lado. Tardaron una hora en llegar a la casa del viejo, emplazada en el lateral de una colina. Los recibió una mujer joven. A Arfaxad le pareció muy hermosa. Se llamaba Eva. —Mi marido se llamaba Hasaba. Ayer lo enterramos —dijo la mujer, y señaló un montículo de tierra—. No pude hacer más. El viejo lo llamó y Arfaxad se alejó de la joven con fastidio. Volvió varias veces la cabeza hacia Eva antes de llegar hasta donde se encontraba el viejo. Le gustaba. —Este es mi juguete —dijo el anciano. Una tela fina y elástica, de un material que Arfaxad no conocía, dibujaba un triángulo en el aire. Se apoyaba en cañas de bambú. El joven distinguió dos asientos. El anciano no se anduvo con rodeos: —Eva conducirá. Tú te situarás detrás de ella. Debéis marcharos cuanto antes. Confía en Eva, sabe del secreto tanto como yo. —¿Así, sin más? —Así, sin más. No aguantará el peso de tres personas. Es tu día de suerte, Arfaxad, tu verdadero día de suerte. Ocuparás el asiento de Hasaba. Así volverás a nacer. —¿Y qué pasa contigo? —No hay sitio para un viejo. Es lo único en lo que estoy de acuerdo con Utnapishtim. Cuarenta segundos. Duró cuarenta segundos exactos. Eva había logrado que aquel liviano carruaje para dos ascendiera pronto gracias a las ráfagas del viento. Alcanzaron el cielo y lo tocaron con las manos. No estaba tan lejos, sólo lo parecía. Eva sacudió una manivela y el aparato volador casi se detuvo, suspendido en el aire. La mujer palpó la trabada grisura de la bóveda de metal en busca de alguna de las compuertas que lo abrirían. Localizó dos de ellas y situó el vehículo en medio. Esperaron. Llegó el segundo silencio. A continuación, las compuertas se abrieron con un prolongado y agudo chirrido y el agua se precipitó salvajemente a través de ellas. Todo se anegó antes de esos cuarenta segundos. Cuando cedió la tromba, Arfaxad pudo ver el destino del arca de Utnapishtim: una de las compuertas, al abrirse, había desparramado su contenido sobre la gigantesca embarcación, como una furiosa columna, haciéndola volcar. No tenía tiempo para lágrimas por los que flotaban en aquel mundo sin tierra, ni para burlarse tampoco, si le quedaban ganas. Los que todavía braceaban, pronto se ahogarían. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 38 Grupo del Aire Liturgia de cristal ¿Cuánto tardarían en cerrarse las compuertas? Ya que habían soltado lo que contenían, era previsible que pronto. Mientras se hacía esa pregunta que él mismo respondía, Eva ya había reanudado la marcha en dirección a la abertura más cercana. Nadie podía adivinar qué ni a quiénes encontrarían al otro lado de la bóveda. Arfaxad sabía de ellos sólo una cosa: que no temían sacrificar lo que subyugaban desde lo alto. Pero entrar allí era la única opción que les quedaba. Volvieron a escuchar los rugidos metálicos. Las aberturas empezaban a cerrarse. Arfaxad se inclinó hacia delante y tomó una de las manos de aquella mujer que apenas conocía. Con mucho temor, y también con algo de esperanza, miró hacia la oscuridad que los envolvió. La de la compuerta por la que ingresaron en el cielo. Secreto - Silencio Una verdad tras la mentira Mis saludos para quien este leyendo este texto, pues pronto descubrirá la horrible verdad sobre el mayor secreto de nuestro actual mundo. Me llamo Juan Montenegro, soy un periodista en un periódico gratuito de esos que viven de los anuncios de prostitución, tras años de estudios acabar así no es el sueño de ningún periodista. No se en que año estarás tu cuando leas este texto, esto ocurrió en el año 2007, estaba en mi casa después de un día de trabajo, cuando llamaron. Le abrí la puerta y allí estaba ese extraño personaje. —¿Que desea? —Pasar, necesito su ayuda. Se que no nos conocemos pero es importante Juan. —Quien es usted y que quiere. —Oh, discúlpeme, me llamo Manuel Robleda. —¿Robleda? ¿Eres el que escribió aquellas blasfemias contra el papado? —. Salio en todas las noticias hace año y medio, dijo barbaridades sobre la iglesia. —Veo que me conoces, ahora ¿puedo pasar? Le deje pasar. —No entiendo que haces aquí, si es por que quieres hacer un montaje yo no soy tu hombre, seré pobre pero honrado. —le dije tajantemente, no quería nada turbio. —Entiendo que pienses así, pero todo fue un montaje a gran escala para envilecerme y convertirme en un monstruo. —¿Un montaje? venga decir que la iglesia servia para crear falsas mentiras que ocultan un secreto. Es como pedir que te ahorquen. —Es la verdad, hay un secreto en este mundo que cambiara la forma de ver las cosas. —Se le ha acabado la credibilidad Robleda. Dijo esas cosas cuando todo el mundo estaba con la moda del código Da Vinci pero ya esta. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 39 Grupo del Aire Una verdad tras la mentira —Necesito que alguien mas sepa la verdad maldita sea. —Le doy cinco minutos Robleda, si es para algún escándalo mas le vale irse. —Mira, la iglesia se uso en cientos de verdades. Para ocultarlas, este secreto nos rodea, necesita de enemigos que la fomenten para que nosotros pensemos que es una mentira graciosa. —A que maldito secreto te refieres, parece como si te diera miedo contarlo joder. —¡La tierra es plana! Lo primero que hice fue reírme. —¿Ves? a eso me refiero, se ha enseñado a tantas generaciones desde hace 500 años que la tierra es redonda que si dices lo contrario se ríen de ti, es el secreto mas perfectamente guardado que hay.— Dijo enfadado por que no le creía. —Venga vale ya puedes irte de mi casa. —¿Quieres pruebas verdad?— Me dijo serio. Me levante sin decir nada, encendí la pantalla de mi ordenador que casualmente tenia abierto el "Google Earth" y gire ese pequeño planeta azul mientras le sonreía. —Eso es una farsa, un truco informático que hace que parezca que vivimos en un mundo redondo. —De acuerdo, quiero pruebas, y si las puedo rebatir me dejas en paz. Mi curiosidad por lo que este hombre decía me motivaba a que me enseñara las pruebas de ese "secreto" tan ridículo. Se levanto y me llevo a su coche, me condujo hasta un pequeño piso en el centro. Cuando entre en su casa un olor nauseabundo corría por toda la vivienda, estaba limpia así que por educación evite hablar del olor. Me llevo a un cuarto lleno de fotografías egipcias y jeroglíficos sobre una mesa en el centro, parecía el museo privado de Robleda y yo era su único visitante. —Mira, los egipcios eran los descendientes de los atlantianos, por desgracia no pudieron evitar la caída de su civilización. —Evite reírme, en esos momentos me pareció un simple loco contándome un cuento. —A ver, estas fotos son de escritos en pirámides, no entiendo nada. —Son jeroglíficos, muestran que la tierra es plana. —Si la tierra fuera plana el agua caería por un desagüe gigantesco, es una patraña lo que me estas contando. —Claro que no se escapa el agua, en realidad la tierra no es plana, tiene una leve forma de cuenco, por eso no se va el agua y lo que la rodea es todo hielo, en los bordes apenas da el sol y mantienen el agua dentro del cuenco. Por dentro me tronchaba de risa, era una locura lo que este pobre me contaba. —¿Ves esos jeroglíficos? Los descubrieron en el 95, dos personas se llevaron casi todos, demuestran que mi teoría es cierta. —Son solo jeroglíficos, ¿entonces que hay debajo de donde pisamos? algo abra. —Claro que si, pero fuera de los bordes hay menos gravedad, solo el mejor equipo de montañismo baja a esa zona, el sol apenas aparece, eso ha impedido que crecieran plantas y animales, además tiene montañas gigantescas. —Si claro, me marcho. —Cuando me di la vuelta vi en la puerta un jeroglífico plastificado, con eso mismo que me había contado Robleda, empecé a creer que podía ser verdad. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 40 Grupo del Aire Una verdad tras la mentira —Los egipcios crearon las pirámides como monumentos a su civilización perdida la Atlántida. —Si la Atlántida, esa isla que se hundió. Es solo un mito como Troya. —Te contare la historia si charlamos. Me di la vuelta sentándome frente a el, parecía muy dispuesto a confiarme tal magno secreto yo empecé a tragarme un poco sus historias. —La Atlántida era una civilización, por lo que explican los jeroglíficos, buscaban el conocimiento puro, pero sufrieron una catástrofe que en realidad salvo nuestro planeta. Los jeroglíficos reflejan que la isla de la Atlántida se hundió por que en el otro lado se formo un agujero. —Claro, y la tierra se vacío. —No, la Atlántida se hundió y gracias a la naturaleza tapo ese agujero salvando a la tierra de la desertización dando al mundo nuevos continentes que antes estaban sumergidos. —Una historia interesante, pero por que los egipcios no lo cuentan mas que en unos cuantos jeroglíficos. —En realidad, toda su historia se basa en aquel suceso, ellos fueron los descendientes que pudieron salvarse del hundimiento, la forma de las pirámides es la forma que tienen las montañas allá abajo. —Mira Robleda, es una gran historia y tienes para hacer un buen libro de fantasía con tus jeroglíficos que prefiero no saber de donde han salido. Pero esto no tiene nada que ver con que la iglesia lo oculte o que ningún gobierno se de cuenta de que el mundo es plano. —Casi todos los gobiernos lo saben, pero lo ocultan. —Es imposible de ocultar Robleda. —¡Claro que si! Colon uso este secreto gracias a los reyes, en realidad no sacaban el oro de América, sino de la primera expedición allí abajo. —Ah claro, por eso los gobiernos lo ocultan, abajo hay oro. No podía creérmelo pero su paranoia tenia sentido. —En realidad toda clase de metales, diamantes, es un tesoro, casi imposible de alcanzar, y ahora quieren extraer el petróleo por ese lado, por eso tanto experimento en gravedad cero, necesitan gente preparada para trabajar en baja gravedad. —Tiene sentido, pero quinientos años alguien se daría cuenta de que la tierra es plana además en avión viajas en un momento a cualquier parte. —Desde que se invento el ordenador, todo ha estado manipulado, y los centros de control también, Bill Gates por ejemplo tiene la influencia y el dinero para que nadie se de cuenta de sus expediciones al otro lado, y eso ayuda a su gobierno. —Claro y eso que tiene que ver con los españoles y la iglesia. —¡Todo maldita sea! todos están en el ajo y todos quieren un pellizco allá abajo. —Si fuera verdad, este secreto haría palidecer al mismísimo código Da Vinci. Parecía un poco predispuesto a creer, esos jeroglíficos sobre la mesa, en la puerta, no parecían ningún montaje, había visto jeroglíficos en varios museos, eran como estos, algo tocados por la mano del tiempo. —Si todos supieran que usando algo que te sujeccione al suelo bien se arriesgarían por hacerse ricos. —Y destruiría el sistema económico de los gobiernos. Nadie se lo creería Robleda, incluso te matarían por decir esto. —Ya me han matado. —Estas vivo. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 41 Grupo del Aire Una verdad tras la mentira —Me envenenaron, ese olor en la casa es veneno que sale de un vaso de vino. —¿Cómo sabes que vas a morir? —Por que aun recuerdo ese olor cuando descubrí este secreto, pues uno de los que descubridores de los jeroglíficos murió delante mía. —¿No puedo hacer nada Robleda? —No dejes que caiga este secreto en el olvido Juan. Cerrando los ojos, exhalo su último aliento. Recogí todo, sus documentos, sus jeroglíficos, durante 500 años han mentido. Bajo nuestros pies hay un sin fin de tesoros, todo para seguir enriqueciéndose. Vi en los jeroglíficos el pasado egipcio. Que tras ellos estaban los atlantes, pero delante de todo eso, engaños y asesinatos. Ahora estoy escribiendo esto, por que noto ese mismo repugnante olor, se que es mi final, a diferencia que Robleda no he elegido a nadie a quien transmitir este secreto y estos jeroglíficos, los entierro en una caja fuerte, para que algún día sea desenterrada y alguien mas inteligente que yo pueda proclamar que los gobiernos nos engañan... Jeroglífico - Secreto El paraíso perdido —El era un hombre y yo una mujer ¿Debo ponerlo más obvio? Yo era la Doctora Dana, importante colaboradora en el estudio del acelerador de partículas de la universidad. Él era Esteban, un universitario zarrapastroso que pagaba sus estudios trabajando de conserje nocturno en las mismas instalaciones. Ambos nos quedábamos solos en el edificio, yo le gustaba y debo reconocer que, pese a todo, él también me gustaba aunque tardé en reconocerlo. Nos fuimos conociendo poco a poco, yo le explique que trabajaba en ese proyecto por que estaba decidida a demostrar la falsedad de la eyaculatoria teoría del big-bang así tuviera que pasar las noches en vela en el laboratorio analizando los datos que arrojaba el acelerador, pues este era una maquina que, en pocas palabras, producía a escala en una cabina los fenómenos que en teoría debieron dar origen al universo. Él me contó que trabajaba ahí por que había fracasado su banda de rock y que incluso tuvo que vender su querida guitarra para comer y me hacía descaradas propuestas:“No te preocupes, el sexo es algo sucio sólo si esta bien hecho”. Luego una cosa llevó a la otra, y terminamos teniendo noches muy… entretenidas en los escritorios y cuartos de limpieza. Todo iba bien hasta que muchos colegas inspirados por mi ejemplo decidieron quedarse a trabajar hasta muy tarde, entonces Esteban y yo encontramos el escondite perfecto en la famosa cabina del acelerador, un sitio insignificante en la enorme maquinaria del aparato. Yo realmente quería que fuera rápido, pero estábamos muy apretados en ese lugar y el idiota de Esteban no dejaba de jugar con las manos. No nos dimos cuenta que Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 42 Grupo del Aire El paraíso perdido habían encendido el acelerador hasta que fue muy tarde, pero imagínate que bien nos la estábamos pasando que no nos importó. —Me lo imagino. —Llegamos al clímax al mismo tiempo que los reactores del acelerador. La luz nos envolvió, pero la oleada de placer nos arrancó de la realidad y de pronto nos encontramos flotando (¿o cayendo? es imposible decirlo con seguridad) en medio de ningún lugar, más allá del tiempo. Entonces, como siempre ocurre al finalizar cualquier orgasmo, la realidad se condensó suavemente a nuestro alrededor, pero ahora era… entenderá que no soy una persona creyente, pero en ese momento pensé que había muerto y que, por algún error cósmico, había llegado al paraíso. —Aparecimos desnudos y abrazados en medio de una colina cubierta de hierba, bajo un cielo de un azul tan intenso que lastimaba la vista, alrededor había un paisaje de montes floridos, bosques, ríos y lagos tan imposiblemente perfecto que parecía pintado. Nos incorporamos, totalmente mudos ante el mundo que se desplegaba ante nosotros, el ambiente era agradablemente cálido pese a que el sol brillaba con fuerza. Antes de que alguno pudiera decir algo, unos pintorescos pájaros, si es que se le puede llamar así puesto que esos animales eran más reptiles que aves, parecieron darnos la bienvenida desde los árboles con sus rítmicos gorgoteos y, asustados por el escándalo, unos caballos del tamaño de un perro que bebían en el río, se alejaron galope. Soy… o era doctora en física, así que no sabia mucho sobre historia natural pero entonces comprendí al verlos que de algún modo habíamos viajado en el tiempo hasta una edad temprana del mundo. Yo estaba aterrada, pero Esteban por lo visto, estaba muy feliz de haber llegado a un mundo libre de preocupaciones mientras yo me desgañitaba buscando alguna explicación, resolví que… —Por favor, sáltese la palabrería científica. —Bueno, lo resumiré a que hay una teoría que afirma que auque es imposible trasladar materia a través del tiempo, podría ser el trasladar partículas muy pequeñas de energía o información. Entonces el acelerador destruyó nuestros cuerpos a ese nivel ínfimo, pero el orgasmo debió elevarnos a un estado de conciencia tal que nos mantuvo vivos mientras nos impulsaba a través de las dimensiones quánticas y nos reformó en otro tiempo, como el agua que se evapora de los mares y se precipita en los bosques, por decirlo de un modo simple. Le hablé a mi amante de esa teoría y también le hablé de la teoría del “efecto mariposa” (que cualquier cambio por mínimo que sea, puede cambiar totalmente el curso de la historia), pero él me demostró su interés arrojando su condón usado al cauce de un riachuelo. Lo mire con detenimiento, se me abrieron los ojos y lo volví a ver tal como era: uno de tantos jóvenes músicos fracasados que habían caído en un empleo mediocre y al que no le importaba arruinar la vida de los demás, un irresponsable y vulgar muchacho que se había aprovechado de la situación y que por su culpa estaba atrapada en el pasado… con él. Aquel paraíso iba a ser todo un infierno. Me sentí de golpe avergonzada de estar desnuda ante él y me alejé tan rápido como pude, pero él me siguió sin prisa (¿pues a donde iba a huir?). La escena de nosotros desnudos entre los prados floridos de aquel valle inevitablemente recordaba a algún pasaje del antiguo testamento. Pero no, no iba a ser yo la Eva de ese hombre auque (en efecto) fuera él único sobre la tierra. La temperatura era tan confortable que ni siquiera en las noches necesitábamos buscar algún tipo de ropa y adonde miráramos había frutas y animales mansos por lo que nunca pasamos hambre. Esteban me siguió por días como perro faldero a pesar de mis esfuerzos por perderlo, no paraba de hablar de que yo debería estar agradecida de haber llegado a un Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 43 Grupo del Aire El paraíso perdido lugar tan bello, pero yo estaba demasiado enojada para escucharlo. Finalmente, él también se hartó de mi actitud y se fue por su cuenta, fue entonces cuando realmente empecé a disfrutar la paz del lugar, tanto así que perdí la cuenta de los días Hasta una noche que la presión pudo más y recordamos que había mejores cosas que el paraíso, nos buscamos el uno al otro desesperadamente por el valle y cuando nos encontramos, sin decir palabra, nos tumbamos abrasados en la hierba. Al poco rato las estrellas empezaron a vibrar como si se excitaran con nuestro espectáculo, y poco a poco empezaron también a girar con violencia, primero en el firmamento, después alrededor de nosotros y luego por debajo: habíamos entrado de nuevo en la dimensión quántica. Y así hacíamos el amor mientras caíamos (¿o flotábamos?) lejos de las reglas del tiempo y el espacio, igual que como la otra ocasión, solo que esta vez no había condones y entonces, en medio de ningún lugar y en el eterno instante en el que alcanzamos el clímax, salí disparada hacia “arriba”… ¿Se está riendo? —No me negará que es una imagen muy graciosa, pero dígame mejor ¿Cómo viajaron sin un acelerador como-se-llame? —No lo sé, es una duda que me a rondado en la cabeza por mucho tiempo, supongo que el acelerador dejo cierto rastro entrópico en nuestra onda de probabilidad que reaccionó al repetirse el proceso, pero que no he tenido tiempo de meditar al respecto ya que ahora estoy más ocupada en la vida que este nuevo universo me ha asignado; conseguí trabajo de conserje en la universidad, no tanto para pagar la renta de este pobre departamento en el que crío sola a mi hijo, sino que con la esperanza de encontrarme con Esteban encarnado en un doctor que trabaja a altas horas de la noche en las instalaciones del acelerador de partículas y corregir de esta manera el ciclo… todo era así hasta que un día, mientras alimentaba a mi bebe, se me ocurrió prender la tele ¿Y que crees que encontré? ¡A Esteban tocando su guitarra en MTV! Desde entonces he hecho todo lo posible por contactarlo, por eso le agradezco mucho que haya contestado mis cartas y nos quiera dar la oportunidad de volver a estar juntos. —Pues lo siento mucho, pero tú ya quedaste fuera de su vida. —¡Pensé que sólo eras su representante! ¡Dijiste que podías ayudarme si te contaba toda la verdad de lo que hubo entre nosotros! —El es un chico, yo una chica ¿quieres que te lo ponga más obvio? Nos enamoramos y así son las cosas en nuestro mundo. De hecho, ya me tengo que ir, pues vamos a componer las canciones para su próximo disco y él no puede empezar sin mí para ayudarle. —Pero… —Toma —dijo la joven representante entregándole un cheque—. Tú cierra la boca sobre quien es el padre del mocoso y yo veré que no les falte nada y así tú puedas vivir tu propia historia feliz. Dana pareció dudar unos instantes, pero finalmente tomó el cheque. La representante recogió su bolso y se fue del edificio satisfecha de cerrar un buen negocio. En alguna radio de la calle sonaba el éxito del verano que ella y Esteban habían escrito juntos, una canción que hablaba sobre una mujer que él conoció. Y así es como termina esta historia. Sexo - Tiempo Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 44 Grupo del Aire Leonora Leonora Los últimos días de marzo fueron mis últimos. La primavera había amordazado al ambiente y yo, acariciando a Leonora con aire distraído, añoraba el regreso del sonido; por vez primera apreciaba su papel en la intricada ilusión de vida. Yo, el que se quejaba de los vecinos que escuchaban música a todo volumen hasta el amanecer; el que temblaba de ira egoísta cuando oía el clamor de una ambulancia o el llanto de un bebé. Los automóviles ya no pasaban por mi calle, las voces humanas eran un murmullo ausente, mas la soledad no era real. Había otros cerca. Podía sentirlos al aproximarme a los muros y adherirme a ellos como si de eso dependiera mi equilibrio. El calor de sus cuerpos me golpeaba a través de la separación de concreto. Adivinaba que se desnudaban desesperados, bañados en sudor, lamentando no poder remover la piel de sus huesos. La ciudad se había convertido en un caldero hirviente. No había motivo para salir. Fuera nada nos esperaba. Dentro, sin embargo, podía sentir que nadie dormía. Nuestro edificio, con sus divisiones perfectamente trazadas, con sus cerrojos razonablemente instalados en cada entrada parecía más una serie de jaulas numeradas que un sitio ocupado voluntariamente. Escuché por fin algo, unos pasitos apresurados. No era Leonora, por supuesto, sino alguien al otro lado. En esas circunstancias de desolación estaba dispuesto a recibir a cualquiera, incluso si se trataba de un ladrón o de un asesino, así que abrí la puerta. Recuerdo muy bien a la inesperada invitada: una rata del tamaño de un caniche, con enormes dientes amarillos. Una vez que se hubo introducido se detuvo un momento para limpiarse el rostro con una mímica que podría haber sido confundida con un repetido gesto de vergüenza. El pelo de Leonora se erizó en cuanto se percató de la presencia de la extraña; su boca se abrió amenazante, mostrando los colmillos y dejando escapar un silbido feroz. La rata no daba señal de sentirse amedrentada, al contrario, se puso en guardia y se precipitó hacia Leonora, quien corrió a su encuentro con la misma determinación. Felino y roedor se estrellaron en una explosión de sangre. Los rasguños sonaron como latigazos, y el eco de éstos rebotó por las paredes. Cubrí mis oídos y cerré mis ojos. Cobardemente me retiré y me refugié en la cama, imaginando que aquello era una pesadilla de la que despertaría pronto. La oscuridad disimulaba el penoso estado de la habitación, pero era incapaz de ocultar el aroma nauseabundo. Leonora había dejado de usar su caja de arena desde hacía semanas y yo, al mismo tiempo, había renunciado a limpiar. La civilización quedaba lejos, muy lejos de nosotros. Supe que la pelea se había terminado cuando Leonora entró a la recámara y saltó sobre mí, usándome como un puente humano. Sus cuatro juegos de uñas me recorrieron, produciendo una sensación ligeramente desagradable. La marcha húmeda de mi amiga estaba imprimiendo huellas sombrías sobre las sábanas, prueba de su éxito en batalla. Al encontrarme con su cara me estremecí de horror: la sangre brillaba en sus labios y goteaba sobre los míos. Ella, por su parte, no parecía prestar atención a mi rostro descompuesto, se limitaba a rodear mi cuello con su suave cola, estrangulándome al ritmo de un profundo ronroneo. Gris era el cuarto, gris era ella, grises sus ojos, gris mi espíritu. Su mirada manifestaba una enorme urgencia por salir a la jungla de calles desiertas. Al notar aquella intención temí que ella me abandonase en el silencio estridente, como la mujer en honor de quien la bauticé. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 45 Grupo del Aire Leonora Leonora sonrió, no de forma felina sino humana. Sus dientes se juntaron en una mueca cruel y la afonía se rompió violentamente: ella clamó en su idioma y cientos de sus semejantes le respondieron. Percibí los maullidos demoníacos alzándose desde la calle. Cualquiera habría dicho que la frontera con otro mundo se había roto y que los espíritus vagaban en forma de gatos. Se llamaban unos a otros con el arrebato de la tormenta que nos negaba su visita. Todas esas voces juntas tejían un llanto único que oscilaba entre la rabia y el hambre no satisfecha. Detrás de su abatimiento y sus lágrimas, aquellas criaturas escondían una lujuria asesina, incontrolable. Me levanté deprisa, empujando a Leonora al suelo. “Muerto”, escuchaba yo entre los maullidos, “muerto”. Me asomé por la ventana, era imposible vislumbrar la silueta de ser alguno, lo único que distinguí fue mi propio rostro reflejado en el cristal: mis ojos se habían vuelto amarillentos, feroces. Al volverme noté que Leonora se había ido o que tal vez había cambiado. En su lugar estaba la mujer que había llevado su nombre alguna vez, escrutándome con una gris mirada luciferina. Su largo cabello en desorden cubría parcialmente sus senos. No caminaba erguida, sino usando sus cuatro extremidades para avanzar. Desnuda, se movía de un modo descarado para la hipocresía humana, pero sugerente en extremo para la franqueza animal. El ronroneo grave que ella continuaba emitiendo mutó en un gemido lastimero, una súplica que me conmovía en particular porque se ajustaba convenientemente a mis necesidades. Yo estaba tocando al fantasma de la bondad en toda su pureza. Creyéndome compasivo, apresé a Leonora entre mis zarpas; sintiéndome un redentor, la embestí sin preámbulo, pero no de frente como había hecho valerosamente su rival anterior. Ella me pertenecía ya, sus gritos agudos aumentaban en potencia, provocando una lluvia de cristal y porcelana. Las ventanas estallaron; también los floreros, los vasos... Dentro de ella, yo maldecía al silencio, rugiendo como un poseído hasta que me percaté de la sangre que corría entre sus piernas. Entonces identifiqué al objeto del crimen, el mío: una lanza provista de espinas que la estaba desgarrando sin piedad. Me separé de ella enseguida, pero ya era demasiado tarde para resarcir el daño. Leonora lanzó un maullido desolador a causa del terrible sufrimiento que yo le había provocado. Se giró de pronto hacia mí y arañó mi pecho, revelando un odio mortal y un evidente deseo de venganza. Sobrepasándome en fuerza y velocidad, me atrapó entre sus brazos. Conseguí liberarme a duras penas. Aterrorizado, pero con la suficiente sangre fría, efectué la acción más racional posible: saltar por la ventana. Conquisté tejados y azoteas; retocé de un balcón a otro. Recorrí la ciudad desde arriba, sintiéndome casi omnipresente. Mis movimientos eran elásticos, precisos como maquinaria de reloj; mis sentidos se expandían a límites que mi humanidad desconocía. Convertido en un sibarita de las alturas, me pregunté por qué suele llamarse “subterráneo” a lo sórdido que no se percibe a primera vista cuando es tan fácil colocar lo incómodo a niveles muy superiores: trastos viejos perdiendo color, utensilios oxidados, alguna muñeca calva con un solo ojo, ropa puesta a secar por días y días, polvo incrustado en pequeñas ranuras, telarañas, cuarteadoras que nadie repara porque “no se ven”, antenas retorcidas y obsoletas, todo aquello recibiendo un beso de smog. Un basurero sublime. Leonora se encontraba peligrosamente cerca y sus aliados me seguían la pista, escuchaba los maullidos aquí y allá. Cientos, miles de pares de ojos resplandecían en la penumbra, regados como estrellas urbanas; espiando, acercándose poco a poco. Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 46 Grupo del Aire Leonora No tardaría en caer para que me rasgasen como un trapo viejo. Ralenticé mi paso, presa del cansancio. Sólo un milagro podía salvarme; para mi sorpresa éste se presentó intempestivamente en forma de amanecer. Los oscuros ayudantes se disolvieron, lanzando a coro un lamento tan largo que no se desvanecería sino hasta el mediodía. Leonora estaba a unos cuantos pasos; derrotada, efectuó un salto desesperado para atraparme con sus largas uñas, pero los incipientes rayos matutinos me hicieron testigo de la gradual transformación de un cuerpo humano a felino... De vuelta en casa la tranquilidad había quedado reinstaurada. La dulce sonrisa de Leonora surgía a intervalos de entre las cortinas como si nada inusual hubiese pasado. Mientras tanto, el teléfono sonaba sin parar. “Vuelvo en un segundo”, le dije. Ella no hizo mucho caso a mis palabras porque obviamente no las entendía. Me apresuré a atender la llamada, pero Leonora se me adelantó. Su mano derecha levantó un auricular negro como su vestido: “Hola…”, respondió ella con una voz clara y musical, mientras que yo, agazapado en la silla, lamía escrupulosamente mis esbeltos y peludos miembros. “Buen gatito”, exclamó ella cuando finalizó la comunicación, “voy a salir, no me tardo”. Yo ronroneé con aire meloso al recibir sus caricias y la vi partir, bolso en mano. “Quizá esto no es para siempre”, pensé yo. Aún espero volver a mi antiguo ser, espero pacientemente a que llegue marzo, marzo… Sexo - Silencio Documento Oficial para los Jurados del TDL VII 47