JORGE SEMPRÚN, LA DENSIDAD TRANSPARENTE Y LA

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JORGE SEMPRÚN, LA DENSIDAD TRANSPARENTE
Y LA VERDAD LITERARIA
Xavier Pla
En mayo de 1985, el cineasta francés Claude Lanzmann estrenó su película Shoah.
Esta obra, que cambió en Francia y en todo el mundo el nombre con el que se
denominaba la aniquilación de los judíos en Europa por parte del régimen nazi, tuvo
como mínimo el valor de situar una vez más en la esfera pública el debate sobre la
representación artística de la experiencia de los campos de concentración. Después de
más de once años de búsqueda de imágenes en Israel, Polonia y Estados Unidos y de
minuciosa construcción de una larga película de nueve horas de estructura sinfónica,
que son una mirada frontal sobre el horror, Lanzmann ofrece una obra que, sin lugar a
dudas, constituye un verdadero acontecimiento del arte de la memoria. Esta película
documental de gran austeridad, estremecedora por su transparencia, que pretende
llegar a filmar el silencio de los supervivientes, a darle cuerpo, es una verdadera obra
de arte que crea una cadena de transmisión de la memoria que exige del espectador,
convertido a su vez en testimonio, visión y revisión, lectura y relecturas.1 Y, sin
embargo, tanto su director como su obra parten del postulado de la
«irrepresentabilidad» de lo que están contando, del carácter indecible de la
experiencia de los campos.
Lanzmann, de formación filosófica, sostiene, a veces con virulencia, un
discurso bastante insólito de denuncia de la ficción, considerada esta como una grave
transgresión a la fidelidad de los hechos, una idealización parecida a quien quisiera
representar a Sócrates tomándose la cicuta. Pero tampoco se sirve de los documentos
históricos, casi inexistentes, y rehúsa con contundencia la posibilidad de añadir una
voz en off que comente, con la autoridad institucionalizada que el espectador le
atorgará, las imágenes o fotos procedentes de los archivos. A través de sus
investigaciones, de la localización de supervivientes y también de antiguos verdugos
entrevistados con cámaras ocultas, Lanzmann convoca a sus personajes en los mismos
lugares de los crímenes y no tiene reparos en colocar frente a frente a auténticos
1
Sobre esta película, véase el libro imprescindible de Carles Torner, Shoa. Una pedagogia de la
memòria, Barcelona, Proa, 2002.
testimonios vivientes con simples paisanos polacos que recuerdan cómo veían pasar
los trenes repletos de deportados. Algunos personajes, verdaderos actores de la
memoria, resultan inolvidables, como Abraham Bomba, el barbero de Treblinka,
interrogado y hasta violentado por el entrevistador mientras repite, con voz
entrecortada, los mismos gestos que rememora, cuando cortaba el pelo de las
prisioneras de su pueblo, de su misma calle, antes de entrar en las cámaras de gas.
Llega un momento en que el barbero no puede continuar, el entrevistador le pide que
siga, y este lo hace. El espectador se da cuenta de que nadie podría hablar en su lugar,
que su soledad es, por así decirlo, infinita. Un lema mueve el trabajo artístico de
Lanzmann: no intentarás comprender. Porque, según sus tesis, toda forma de
comprensión, por más compleja o sutil que sea, implica una banalización.
Una banalización ejemplificada por Steven Spielberg y su película La lista de
Schindler (1993). Aparentemente, Spielberg se atrevió a mostrar lo que hasta aquel
momento nadie había sido capaz: en la espeluznante escena de las duchas, la mirada
acompañaba a las prisioneras del campo de Auschwitz hasta la cámara donde iban a
ser gaseadas, el lugar en el que nunca nadie había entrado, del que nunca nadie había
salido. Pero, después de obligar al espectador a cruzar este umbral, después de filmar
lentamente las bocas amenazadoras de las duchas y de inmortalizar las caras
aterrorizadas de aquellas mujeres, era agua y no gas lo que acababa saliendo. Con su
mirada impúdica, aunque virtuosa, con sus pretensiones documentalistas en blanco y
negro, con su final tranquilizador, Spielberg había querido representar lo
irrepresentable, dar imagen a lo inimaginable, expresar lo inexpresable. Pero nadie
llegó a salir de las cámaras de gas, nadie pudo contar lo que allí se vivió, tampoco
nadie escapó de Auschwitz. La osadía fílmica de Schindler se convertía en una falta
ética, porque si callar ante el horror es imposible, también se puede defender, como
hace Lanzmann, que no se pueda decir todo, que no se pueda mostrar todo:
«Spielberg ha escogido reconstruir. Ahora bien, reconstruir es, en cierto modo,
fabricar archivos. Y si hubiese encontrado un filme ya existente –un filme
secreto, porque estaba estrictamente prohibido cualquier filmación— rodado
por un SS que mostrase cómo tres mil judíos, hombres, mujeres, niños, morían
juntos, asfixiados en una cámara de gas del crematorio II de Auschwitz, si yo
hubiera encontrado eso, no solamente no lo hubiese mostrado, sino que lo
hubiese destruido. No soy capaz de decir por qué. Es evidente.»2
Muy discutible en los aspectos teóricos, en los que mezcla a menudo la
reivindicación de una «ficción de lo real» con la llamada retórica de lo innombrable,
hay que reconocer que la propuesta visual de Lanzmann no puede dejar indiferente al
espectador y relanza con una eficacia narrativa única aquello que quizá sólo intuía
Theodor W. Adorno cuando escribió su célebre frase, tantas veces aislada y
descontextualizada de su pensamiento filosófico. Un debate que, desde entonces, bien
es cierto, no ha hecho más que ampliarse a todas las disciplinas de las ciencias
humanas, y que, en el caso de la literatura, siguiendo los postulados de Lanzmann y
otros autores, novelistas o filósofos, socava de lleno los fundamentos mismos de la
ficción narrativa. En efecto, ¿cómo escribir, cómo narrar, cómo cantar, lo que allí
sucedió? ¿En qué medida puede escribirse sobre «aquello» con una voluntad literaria,
más allá de la de dar testimonio? O, de una forma más genérica, ¿de qué modo la
poesía, o la literatura, o simplemente el arte, pueden continuar practicándose hoy en
día tomando en consideración «aquello» y, al mismo tiempo, aceptando que «aquello»
no es en principio su objeto ni su destino mismos? Los campos de concentración no
son solo un hecho histórico fundamental de la modernidad, sino que además parecen
introducir una cesura sin precedentes en la historia de las representaciones humanas.3
El crítico belga Pierre Mertens ha llegado a afirmar que es lícito preguntarse en qué
medida el hombre concentracionario es «la clef de notre monde».4 Pero, si en
Alemania esta cuestión ha ocupado esencialmente a los filósofos, en Francia el debate
se ha desarrollado en el contexto de la reflexiones sobre la «era de la sospecha» de la
novela. En España, y sobre todo en Cataluña, probablemente gracias a las novelas,
conferencias y textos teóricos de Jorge Semprún, el debate sigue en parte las
directrices francesas. En los últimos años, se han multiplicado en Cataluña los
estudios literarios y las reflexiones lectoras, esencialmente sobre la impactante
narración «Nit i boira» de la novelista Mercè Rodoreda, publicada en una revista
catalana del exilio de México en 1947, la novela del campo de Mauthausen K. L.
2
Claude Lanzmann, «Holocauste, la représentation impossible?», citado por Georges Didi-Huberman,
Imágenes pese a todo: memoria visual del Holocauto, Barcelona, Paidós, 2004, p. 145.
3
Véase, sobre estas cuestiones, el excelente resumen de Jean-Pierre Salgas «1985, mai. Shoah ou la
disparition», en Denis Ollier (dir.), De la littérature française, París, Bordas, 1993, pp. 1005-1013.
4
Pierre Mertens, Écrire après Auschwitz? Semprun, Levi, Cayrol, Kertész, Tournai, La Renaissance du
Livre, «Paroles d’Aube», 2003, p. 19.
Reich de Joaquim Amat-Piniella y la célebre obra de Monserrat Roig Els catalans als
camps nazis (1977), entre otros muchos.5
Empezada en el año 1943 y publicada en 1947, la novela Doktor Faustus está
considerada como la obra más importante de Thomas Mann. El celebrado novelista
alemán, premio Nobel en 1929, vivía en los Estados Unidos desde 1938, aunque en
realidad estaba ya exiliado desde el año en que Hitler accedió al poder. Mann fue,
junto a Karl Jaspers, uno de los pocos intelectuales alemanes (y europeos) que, muy
poco tiempo después del final de la segunda guerra mundial, denunciaron
vigorosamente los silencios y complicidades del pueblo alemán. Su gran novela está
concebida como una metáfora de Alemania y del nacionalsocialismo, considerado
este, por así decirlo, como una perversión diabólica de los estratos más profundos del
alma germánica. Al final del capítulo LVI del Doktor Faustus, unas páginas
memorables revelan el traumatismo sufrido por el pueblo alemán y dejan aparecer
explícitamente temas tan complejos como la imperante necesidad de contar el horror
o el contraste entre la pasividad del sujeto colectivo y los actos voluntarios del
individuo. El narrador se expresa en los siguientes términos al describir, con
gravedad, los primeros momentos después de la liberación del campo de Buchenwald:
«Un general venido de allende los mares impone a los habitantes de Weimar la
obligación de desfilar ante los crematorios del vecino campo de concentración
y declara —¿quién se atreverá a decir injustamente?— que la responsabilidad
de aquellos crímenes ahora descubiertos alcanza también a unos ciudadanos
que se ocupaban de sus quehaceres bajo todas las apariencias de la
honorabilidad y no trataban de averiguar nada a pesar de que el viento había
de traer hasta sus narices el hedor de carne humana quemada. Los declara
culpables y los obliga a fijar sus ojos en aquella monstruosidad. Bien está que
así sea —y yo me sumo a ellos en espíritu, desfilo con ellos en sus filas
silenciosas o estremecidas—. La cámara de tormento de espesos muros en que
Alemania había quedado convertida por obra y gracia de un poder indigno,
condenando desde un principio a la más completa esterilidad, está ahora
abierta de par en par y nuestra ignominiosa deshonra se ofrece a los ojos del
mundo, de las comisiones extranjeras que por doquier descubren semejantes
5
Véase, en particular, el ensayo de Maria Campillo, Memòria literària i ficció de l’univers
concentracionari, Barcelona, Fundació Carles Pi i Sunyer, 2006.
horrores y tienen misión de informar a sus gobiernos y a sus pueblos. Lo que
ven supera en horror a cuanto pudo concebir la imaginación humana.»6
Aquel mes de abril de 1945 acababa de ser liberado del campo de Buchenwald, en
Weimar, en la colina de Ettersberg por donde conversaron Goethe y Eckermann, un
joven exiliado republicano español y resistente francés llamado Jorge Semprún. En el
que, sin lugar a dudas, constituye su libro más importante, L’Écriture ou la vie
(1994), Semprún describe con detalle la mirada horrorizada de los soldados
americanos del general Patton ante el espectáculo dantesco de los campos nazis,
intenta comunicar verbalmente el recuerdo nauseabundo del olor a carne humana
quemada, y participa también, junto al mitificado teniente Rosenfeld, en las visitas
forzadas de los reticentes ciudadanos de Weimar a los campos con los que
convivieron durante años, entre el mutismo generalizado y el evidente desprecio. Para
Thomas Mann, convertido ya en un clásico de la novela contemporánea, la
«ignonimia» de lo ocurrido después de la liberación de los campos lo obligaba a
ahondar en sus reflexiones sobre la noción de culpabilidad y de vergüenza entre el
pueblo alemán. Para el joven Semprún, el internamiento de un año y medio en
Buchenwald constituirá la experiencia esencial de toda una vida, el núcleo fundador
de una obra literaria, la «escena primitiva» del complejo proceso de automitificación
o de sucesivas refundaciones identitarias al que el escritor someterá toda su biografía
y, en especial, sus vivencias más directamente relacionadas con la Historia. Cada
nuevo libro de Semprún retomará a su manera la etapa de Buchenwald, y en todos
ellos el escritor resolverá, también a su manera, los problemas literarios inevitables
relacionados con la indecibilidad de la experiencia y planteará nuevos retos narrativos
al lector. Desde el primer momento de la liberación, la cuestión de qué forma dar al
testimonio se plantea en el pensamiento literario de Semprún.
Hoy ya nadie duda de que Jorge Semprún es uno de los testimonios más
6
Thomas Mann, Doktor Faustus (traducción de Eugeni Xammar), Barcelona, Edhasa, 1978, p. 552.
Quisiera recordar también, desde aquí, que Eugeni Xammar (1881-1973) fue un gran amigo de José
María Semprún Gurrea, con el que coincidió en la embajada de la República española en La Haya en
1938, y del que siempre valoró su catalanismo cosmopolita. El jovencísimo Jorge Semprún ha
recordado en más de una ocasión el impacto que causaban los artículos de Xammar en su familia:
«Recuerdo perfectamente a mi padre en 1933, leyendo en la mesa, ante todos mis hermanos, un
artículo de Eugeni Xammar en el periódico republicano Ahora, que empezaba así: “Hoy tres millones
de alemanes han votado por Hitler. Si estos tres millones de votantes hubieron sabido que serían tres
millones, habría sido muchos más de tres millones…”» (Xavier Pla, «Semprún, valor de Europa», La
Vanguardia, 27 agosto 2003, suplemento Culturas, p. 4).
lúcidos del siglo
XX
(y, por suerte, del XXI). Pero quizá no sobra decir que detrás de
la figura pública y política de Semprún, conocida y reconocida, hay una sólida obra
literaria, autobiográfica, novelesca y ensayística, que se ha desplegado, como él
mismo afirma en las últimas páginas de uno de sus libros más conocidos,
Autobiografía de Federico Sánchez (1977), en torno a la «vertiginosa espiral inmóvil
de la memoria».7 Con su incesante reescritura biográfica, que es al mismo tiempo la
reconstrucción de sí mismo, Semprún se ha convertido también en un autor
emblemático de la modernidad por su constante indagación sobre la identidad.
Caleidoscopio de identidades, toda la experiencia vivida constituye en Semprún una
gran trama novelesca atravesada por los avatares de la historia. Sus libros, con sus
ecos, sus repeticiones, sus retrospecciones, están irrigados por elementos y
acontecimientos de su biografía, por las infinitas posibilidades de su «yo».
Hay, a lo largo de su trayectoria literaria —y aquí la aportación de Semprún es
más que destacable—, una brillante teorización sobre la novela, sobre los límites de la
ficción narrativa y sobre la verdad literaria.8 Semprún ejemplifica, por una parte, un
tipo de novela contemporánea que es híbrida, que mimetiza formalmente la
autobiografía, que se acerca a la autoficción, que coquetea implícita o explícitamente
con el ensayo, y que incorpora modalidades de escritura que provienen del reportaje
periodístico o de la crónica histórica. Por otra parte, Semprún participa en los debates
teóricos sobre la novela suscitados en los últimos cuarenta años. En su obra literaria
hay ecos evidentes de Juan Benet y, sobre todo, de William Faulkner y de la novela
norteamericana, pero por supuesto también una inspiración proustiana parece ganar al
autor desde Le Grand voyage. Coincide temporalmente con las propuestas del
nouveau roman y alguna de sus novelas, como La segunda muerte de Ramón
Mercader, parece ser deudora de ello.9 Refleja explícitamente las reflexiones de un
7
Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, Barcelona, Planeta, 1977, p. 335.
Véanse, sobre esta cuestión, las reflexiones de María Angélica Semilla Durán, Le Masque et le
masqué. Jorge Semprun et les abîmes de la mémoire, Toulouse, Presses Universitaries du Mirail, 2005,
especialmente las páginas 159-170.
9
Preguntado, en una ocasión, sobre si los incesantes juegos de memoria, con sus anticipaciones y
retrospecciones sucesivas, que aparecen en sus novelas denotan alguna influencia del nouveau roman,
Semprún respondía: «No, en fin, esto nunca se sabe. El nouveau roman me interesó, pero más tarde, y
quizás otra novela mía, La segunda muerte de Ramón Mercader, es deudora de ello. Pero de lo que
estoy convencido es de que mi forma de ser es así, yo hablo así y escribo así, proyectándome y
recordando, practicando un método narrativo que los cineastas llaman el flash-forward. Y quizás esto
interesó también a Resnais para la película Le guerre est finie. El personaje principal simboliza quizás
al hombre moderno, al intelectual, en el sentido que está siempre preocupado por lo que ocurrirá
mañana, por el futuro.» Véase Xavier Pla, «Semprún, valor de Europa», La Vanguardia, 27 agosto
2003, supl. Culturas, p. 4.
8
André Gide o de un André Malraux y, en algunos momentos, hasta parece seguir o
coincidir con las más recientes tesis de Milan Kundera o Italo Calvino. Todos sus
relatos plantean una gran cantidad de problemas teóricos debido a la peculiar relación
que mantienen entre el testimonio y su elaboración narrativa. Por esta razón, son
múltiples las indicaciones genéricas explícitas que aparecen en sus obras del tipo:
«ensayo de reflexión biográfica», «reconstrucción biográfica». O comentarios como:
«si estuviera escribiendo una novela», «si estuviéramos en una novela» o «si estuviera
escribiendo una novela en vez de un relato meramente testimonial», etc. Junto a la
indeterminación genérica interesa también, en la obra narrativa de Semprún, su
incesante y particular juego de anticipaciones y retrospecciones, de flashback pero
también de flashforward, que caracterizan todo un tejido narrativo que, si bien puede
sorprender en un primer momento, seduce de inmediato por la libertad creativa que
confiere a su autor, quien sin embargo se ve a menudo en la obligación de
autojustificarse, como en este fragmento de la Autobiografía de Federico Sánchez:
«Si hubiese contado esta historia de Federico Sánchez por orden cronológico,
como Dios manda —o sea, como Dios escribe las historias, según el modelo
estructural del Génesis— […]. Pero no he escrito esta historia por orden
cronológico, tal vez porque no soy Dios, tal vez porque me aburren los modelos
bíblicos y la falaz reconstrucción de una vida desde el principio hasta el fin, tal vez
porque la vida no tiene ni principio ni fin, aunque tenga principios y fines. Sea
como sea, he comenzado a escribir esta historia por el final.»10
Semprún parece querer evitar siempre la narración lineal y cualquier continuum
narrativo, y privilegia sin ninguna reticencia la reproducción de los meandros de la
memoria, según acertada expresión de Yves Stalloni,11 para permitir al lector
deambular por un laberinto en el que se le ofrecen diversos hilos narrativos
simultáneos y algunos leit-motiven que permiten dar coherencia de sentido. Reviene
la «espiral de la memoria»: las digresiones, las evocaciones, los ecos, la imágenes
obsesivamente recordadas (unas palabras en alemán, la mirada, el humo, la nieve, el
olor), los saltos del presente de la escritura al pasado de la vivencia son constantes,
10
11
Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, op. cit., p. 183.
Yves Stalloni, L’œuvre au clair. «L’Écriture ou la vie», París, Bordas, 2004, p. 41.
recurrentes y hasta insistentes. Si tomamos, por ejemplo, los cuatro libros de Semprún
más centrados en la experiencia del campo de Buchenwald, El largo viaje (1963),
Aquel domingo (1980), La escritura o la vida (1994) y Viviré con su nombre, morirá
con el mío (2001), el lector va a encontrarse con escenas repetidas y retomadas,
personajes evocados y reinterpretados sucesivamente, en un movimiento constante de
retorno, repetición y variación quizá no solo dominado por la memoria asociativa.12
Sería de una gran utilidad e interés, por ejemplo, saber si alguna otra vez Semprún,
quizá justo después de salir del campo, escribió algunas notas o si mantuvo abierto en
alguna otra ocasión una forma u otra de dietario al que tomar posteriormente como
base o cantera de su memoria literaturizada, como el que afirma haber escrito en la
época en que conoció a Claude-Edmonde Magny, allá por 1942: «Una libreta de gran
tamaño, forrada de hule negro, donde llevaba una especie de diario íntimo. Es la única
época de mi vida, la de mis dieciocho años, durante la cual he llevado un diario. Más
tarde, el abandono de la intención de escribir y los largos años de clandestinidad me
hicieron perder el hábito.»13 Es una constante en la obra de Semprún que, a la
insatisfacción del escritor, se una la voluntad de reescribir, de reinterpretar, de volver
a narrar, de bucear obsesivamente en los fondos de la memoria:
«Desde El largo viaje, escrito de un tirón, en unas pocas semanas […], los
demás libros que se refieren a la experiencia de los campos vagan y divagan
prolongadamente en mi imaginación. En mi labor concreta de escritura. Me
empecino en abandonarlos, en reescribirlos. Se empecinan en volver a mí,
para ser escritos hasta el final del padecimiento que imponen.»14
El narrador que se expresa en los libros de Semprún se rige por una regla de
composición dominante: permanentemente amenazado por el recuerdo del pasado,
parece que solo podrá tirar adelante en un movimiento de recuperación de la memoria
que incluya forzosamente el proceso de recreación del recuerdo desde el presente.:
«La memoria, ya se sabe, es como una babushka, una de esas muñecas rusas
de madera pintada que pueden abrirse y que contiene otra muñeca idéntica,
12
Bruno Gelas, «Jorge Semprun: réécrire sans fin», en Écrire après Auschwitz. Mémoires croisées
France-Allemagne, Lyon, Presses Universitaires de Lyon, 2006, p. 98.
13
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., p. 187.
14
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., p. 249.
más pequeña, y otra, y otra más, hasta llegar a una última de talla diminuta,
que ya no puede abrirse.»15
Pero, en todo caso, al menos para Semprún, lo más importante es que la función del
narrador es preguntarse cómo suscitar la imaginación en el lector de aquello que
precisamente se presenta como inimaginable. Una de las escenas decisivas de la obra
de Jorge Semprún, vertebradora de toda su reflexión narrativa, se encuentra en la
Autobiografía de Federico Sánchez y reaparece también en varios de sus libros. En un
momento determinado, a principios de 1959, el Partido Comunista propuso a Federico
Sánchez ocupar un piso de la calle Concepción Bahamonde de Madrid. Un piso de
dos camaradas del partido que habían vuelto del exilio francés legalmente. Una
noche, el joven clandestino que era Semprún se sorprendió escuchando el relato del
militante, Manolo Azaustre, que lo acogía, superviviente, como tantos otros
republicanos, del campo de Mauthausen. Federico Sánchez no tenía permitido
identificarse, ni por supuesto confesar que había estado en un campo de
concentración, ni admitir que sabía perfectamente lo que era un horno crematorio o
qué representaban los horarios de trabajos forzados. Oyendo las palabras que
expresaban su sufrimiento, escuchando el relato en bruto, confuso, prolijo,
desordenado del veterano militante comunista, el joven Semprún no solo recordaba su
propia estancia en Buchenwald, no solo despertaba su memoria, sino que reflexionaba
inevitablemente sobre la complejidad de los estratos del recuerdo: «En fin de cuentas,
fueron sus relatos, por muy confusos y prolijos que a veces me parecieran, los que
avivaron mi adormilada memoria de toda aquella época de Buchenwald».16 Y, sobre
todo, se interrogaba sobre la comunicabilidad de la experiencia del mal, sobre la
necesidad de dotar al relato de una estructura temporal y narrativa totalmente
elaborada que fuera mucho más que un conjunto de acontecimientos, que una suma de
impresiones. La sinceridad del militante era indiscutible, pero «su verdad ya ni
siquiera resultaba verosímil». No bastaba con contar lo que pasó. Había que
seleccionar, eliminar, poner en perspectiva, recrear, trabajar la realidad, en definitiva,
poner un poco (o mucho) de artificio, de ficción:
«Incluso si se hubiera testimoniado con una precisión absoluta, con una
15
16
Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, op. cit., p. 226.
Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, op. cit., p. 239.
objetividad omnipresente --por definición vedada al testigo individual--,
incluso en este caso podría no acertar en lo esencial. Pues lo esencial no era el
horror acumulado, cuyos pormenores cabría desgranar, interminablemente
[…], sin por ello llegar a rozar lo esencial ni desvelar el misterio glacial de
esta experiencia, su oscura verdad radiante: la ténèbre qui nous était éclue en
partage. Que le ha tocado en suerte al hombre, desde toda eternidad. O mejor
dicho, desde toda su historicidad.»17
Curiosamente, Semprún coincide en esto con un escritor injustamente desconocido,
Joaquim Amat-Piniella. Nacido en Manresa en 1913 y fallecido en Barcelona en
1974, Amat-Piniella comenzó su interesante carrera literaria en los años treinta.
Implicado en Esquerra Republicana de Cataluña, participó en la guerra civil española
como soldado voluntario del ejército de la República. Exiliado en Francia, fue
movilizado como trabajador forzoso. Detenido por la Gestapo, fue deportado al
campo de Mauthausen, donde estuvo más de cuatro años preso. Concretamente, entre
el 27 de enero de 1941 y el 5 de mayo de 1945, cuando fue liberado por las tropas
americanas del general Bradley. Amat-Piniella escribió en el Lager numerosos
poemas,18 estremecedor testimonio en lengua catalana sobre la pérdida y la ausencia.
Escritos en papel de sacos de cemento y guardados en el cinturón, fueron dados a
conocer en 1999 por David Serrano. Pero Amat-Piniella, recluido desde 1946 en
Andorra (el único país catalán en que gobernaba la libertad), empezó a redactar su
gran novela sobre el campo, K. L. Reich, un clásico de la novela catalana de posguerra
y una referencia ineludible de la literatura concentracionaria. Como Semprún, AmatPiniella, no se interesa tanto por su propia anécdota como por llegar a alcanzar el
bello concepto de «veritat íntima». Al querer reflejar todo lo visto y vivido en
Mauthausen, Amat-Piniella necesita utilizar la ficción, elaborar una novela,
perfectamente construida, cerrada y circular, siguiendo quizás el consejo de André
Gide, quien afirmaba que la única forma de acercarse a la verdad se encuentra en la
novela. Así se expresa, discretamente, en el prólogo, redactado en Andorra en 1946,
Amat-Piniella:
17
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., p. 103.
Véase la introducción de Jordi Castellanos, «La paraula en els camps d’extermini», en Joaquim
Amat-Piniella, Les llunyanies. Poemes de l’exili, Barcelona, Columna, 199, pp. 11-15. Véase también:
David Serrano, «El Lager y la condición humana. Reflexiones entorno al clásico K. L. Reich de
Joaquim Amat-Piniella», Quimera, núm. 238-239, enero 2004, pp. 48-52
18
«Hemos preferido la forma novelada porque nos ha parecido la más fiel a la
verdad íntima de quienes hemos vivido esta aventura. Después de todo cuanto
se ha escrito sobre los campos recurriendo a la fría elocuencia de las cifras y la
información periodística, creemos que con los actos, las observaciones, las
conversaciones y los estados del espíritu de unos personajes que pueden o no
ser reales podemos ofrecer una impresión más justa y vívida que la derivada
de la exposición objetiva.
Salir airosos de esta empresa tendría el doble valor de aportar nuestro
testimonio a la requisitoria mundial contra el nazismo y de honrar a los
compañeros con el más ferviente de los homenajes y el más piadoso de los
recuerdos. Millones de hombres fueron asesinados porque amaban la libertad;
con su muerte, contribuyeron a que la libertad sobreviviera.»19
Pero para Jorge Semprún, en 1945, a diferencia de un Primo Levi o de un Joaquim
Amat-Piniella, el intento de incorporar la experiencia del campo a la escritura había,
según parece, fracasado, y un largo período de silencio se impuso. Exiliado, ex
deportado, superviviente, Semprún decidió, en el momento decisivo del retiro de
Ascona, «optar por el silencio rumoroso de la vida en contra del lenguaje asesino de
la escritura», optó por «el olvido», escogió «la estrategia de la amnesia voluntaria,
cruelmente sistemática. Me convertí en otro para poder seguir siendo yo mismo.»20
Catorce años después de la salida del campo, parece que la distancia temporal, la
maduración intelectual y el ejemplo negativo del relato inconexo y reiterativo,
excesivamente detallado, sin visión de conjunto, del deportado español de
Mauthausen permitieron a Semprún retomar la idea de escribir su primer libro, que
sería Le Grand voyage, publicado en su original en francés en 1964. Semprún lograba
avanzarse a la reflexión de, al menos, toda una generación y procuraba separar
adecuadamente el respeto por la verdad histórica con las exigencias de la verdad
literaria:
19
Joaquim Amat-Piniella, K. L. Reich (traducción de Antonio Padilla), Barcelona, El Aleph, 2003, pp.
20-21. Debido a los impedimentos de la censura franquista, la novela se publicó en traducción
castellana en 1963, gracias a Carlos Barral, y aquel mismo año en su versión original catalana gracias
al editor Joan Sales.
20
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., p. 244.
«A los dos días, sin pensarlo demasiado, sin proponérmelo
deliberadamente –o sea, sin haberme parado a decirme: voy a escribir un
libro—me puse a escribir El largo viaje. Bueno, mejor dicho me puse a
escribir algo que terminó siendo El largo viaje. Y tal vez sería más exacto
decir que aquel libro se fue escribiendo por su cuenta y riesgo, como si yo solo
hubiese sido el instrumento, el trujimán, de este trabajo anónimo de la
memoria, de la escritura. De hecho, el libro se me impuso con su estructura
temporal y narrativa ya totalmente elaborada, sin duda, pienso ahora,
elaborada inconscientemente a lo largo de las largas horas transcurridas
oyendo los inconexos y reiterativos relatos de Mauthausen de Manolo
Azaustre.»21
En este sentido, en el de no haber sentido la necesidad de escribir sobre el
campo justo después de su liberación, Semprún se aleja de Robert Antelme, Joaquim
Amat-Piniella, Primo Levi o David Rousset. Aunque sí lo intentó. Vale la pena hacer
notar que en el episodio de Ascona, cuando decidió elegir la vida en vez de la
escritura, Semprún reconoce que «había tomado la decisión de abandonar el libro que
en vano estaba tratando de escribirse. “En vano” no significa que no lo consiguiera:
quiere decir que solo lo conseguía a costa de un precio exagerado. A costa de mi
propia supervivencia, en cierto modo, pues la escritura incesantemente me remitía a la
aridez de una experiencia mortífera.» Y todavía sabemos, también, que un intento de
obra de teatro que tenía la acción de Buchenwald, quedó inacabada o fracasó.
En cambio, en 1950, el poeta y novelista católico francés Jean Cayrol
(superviviente de Mauthausen) publicó un breve ensayo hoy casi desconocido. Se
titulaba Lazare parmi nous y constaba de dos partes.22 La primera era un inquietante
análisis de los sueños y las angustias de los deportados a los campos de concentración
nazis. La segunda era una especie de manifiesto literario, un diagnóstico sobre las vías
de salida de la novela europea después de la segunda guerra mundial y un canto a la
esperanza, lírico y trágico, después de años de tinieblas y de desorden. Cayrol
evocaba la figura de Lázaro para identificar a los testimonios, a los deportados, a los
21
Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, op. cit., p. 244-245.
Jean Cayrol, Lazare parmi nous, París, Éditions du Seuil, 1950, 106 pp. La dos partes se titulaban:
«Les rêves lazaréens» (pp. 15-63), la primera, y «Pour un romanesque lazaréen» (p. 67-106), la
segunda, aunque había sido publicada un año antes como «D'un romanesque concentrationnaire»,
Esprit, núm. 159, septiembre de 1949, pp. 340-357.
22
supervivientes de las guerras y del holocausto. Él mismo fue también el autor que, un
poco más tarde, firmó el texto del guión de Nuit et brouillard, el estremecedor
documental cinematográfico de Alain Resnais sobre los campos de concentración. En
aquellos años cincuenta, la figura de Lázaro interesó a casi todo el mundo: a los
existencialistas, a los nihilistas y, lógicamente, a los católicos y a los personalistas
cristianos. Algunos grandes escritores franceses, por ejemplo, como Camus, Malraux,
Blanchot o Barthes, escribieron sobre esta figura simbólica. Y vale la pena recordar
que el motivo de Lázaro interesó también, y mucho, al gran poeta catalán Carles Riba.
En su última obra poética publicada, Esbós de tres oratoris (1957), hay un largo
poema narrativo titulado “Llàtzer ressuscitat”. También, por ejemplo, el poeta José
Ángel Valente escribió sus Poemas a Lázaro entre 1955 y 1960. Lázaro, aquel que
Jesucristo hizo resucitar, según el Evangelio de San Juan, servía a Cayrol para
denominar al hombre retornado de Auschwitz. Pero también, y sobre todo, para
encarnar a un nuevo tipo de novela, denominada “lazarena”,23 que destaca por su
rechazo del pathos, por su pudor al dar forma al testimonio. En este tipo de novela, la
inquietud espiritual de Lázaro, figura de la metamorfosis, se personaliza en aquel
hombre que ha «pasado por la muerte» y que vuelve al mundo de los vivos con una
lucidez espectral que le aleja de la «somnolencia» de sus semblantes. En palabras de
Pierre Mertens, un pequeño número de novelistas compartían en los años cincuenta
del siglo pasado «cette manière de surgir comme des fantômes en plein midi,
passagers clandestins d’une nef des fous que l’histoire aurait démâttée». 24
Según Jorge Semprún, a quien no interesa solo la reconstrucción fidedigna de
los hechos, no hay memoria veraz sin una estructuración narrativa del recuerdo. En
este sentido, Semprún se aleja de la actitud de los que tomaron la palabra en seguida,
como Antelme, Levi o Amat-Piniella. Por ello, también, su propuesta narrativa
levanta en ocasiones polémicas, y lo opone, por ejemplo, al premio Nobel Imre
Kertész, quien mantiene a menudo posiciones ambiguas en sus juicios sobre la
posibilidad de una novela concentracionaria y que, en más de una ocasión, ha
23
Véase, entre otros, Jean-Pierre Salgas, «Métamorphoses de Lazare, écrire après Auschwitz», Art
press, núm. 173, octubre de 1992, pp. 68-72; Jacqueline Levi-Valensi «”Pour un romanesque lazaréen"
de Jean Cayrol: une théorie ontologique du roman», Etudes romanesques, 5, Fondements, évolutions et
persistance des théories du roman, Andréas Pfersmann éd., Paris, Caen, Lettres Modernes Minard,
1998. Para el ámbito catalán, véase Xavier Pla, «El testimoni de Joan Sales i la figura de Llàtzer»,
Lluc. Revista de cultura i d’idees, núm. 864, julio-agosto 2008, pp. 20-24.
24
Pierre Mertens, Écrire après Auschwitz? Semprun, Levi, Cayrol, Kertész, Tournai, op. cit., p. 22.
afirmado que vio en El largo viaje el ejemplo de lo que él no quería hacer.25 Porque lo
que pretende Semprún es tratar la realidad documental como «materia» de ficción,
con una verdadera puesta en escena narrativa. Para el autor de El largo viaje, cuando
hayan desaparecido los últimos testimonios del horror nazi, cuando ya no quede
ningún superviviente de la experiencia del mal radical de los campos de
concentración, los estudios históricos, sociológicos, filosóficos no bastarán. A
diferencia de lo que sostiene Lanzmann, la ficción literaria puede y debe apropiarse
de esta memoria, renovarla, enraizarla, actualizarla. Pronto, dice Semprún en el
prólogo a la novela de Soazig Aaron, El no de Klara,26 solo la ficción podrá hacer
revivir y a la vez enriquecer esta memoria. La novela de Aaron no es un testimonio,
es ficción. Su autora no vivió la experiencia de los campos, y más allá de una evidente
voluntad literaria, su novela no pretende reconstruir una verdad documental sino la
creación de una realidad espiritual. La voz de la protagonista, Klara, glacial, lúcida y
despiadada, resulta inolvidable para el lector actual, pero lo extraordinario es que se
trata de una voz también reconocible para el superviviente de Buchenwald, para un
Jorge Semprún que encuentra en ella la misma fría determinación, la misma violencia
radical, la misma lucidez despiadada y desesperada. Hace tiempo, dice Semprún, que
esperaba una novela como esta, una apropiación novelesca de la memoria de los
campos, una narración que no pretende tanto «la reconstrucción de una verdad
documental» como la «creación de una realidad espiritual».
Para Semprún, la experiencia de los campos no forma parte de lo indecible,
porque lo que caracteriza a la literatura es justamente su extrema capacidad de no
poder terminar nunca de decir, su propio carácter interminable, inagotable: «Le
langage permet tout. Mais c’est une écriture interminable, jamais achevée, parce
qu’aucune oeuvre isolée ne peut donner par elle-même plus qu’une sorte d’allusion a
des fragments de réalité, parce qu’il y a un travail infini de mémoire, d’anamnèse,
allant de pair avec l’inifini travail de l’écriture».27 No ha de extrañar, pues, que
Semprún considere que las propuestas de Claude Lanzman provienen de una
«formulación extrema, fundamentalista».28 Esta voluntad de decirlo todo, de no poder
25
Véase Marie Péguy, «Imre Kertész y Jorge Semprún: dos perspectivas», Archipiélago. Cuadernos de
Crítica de la Cultura, núm. 82, 2008, pp. 50-60.
26
Jorge Semprún, «¡Gracias, Klara!», prólogo a Soazig Aaron, El no de Klara, Barcelona, Península,
2003, p. 8.
27
Entrevista con Marie-Louise Delorme y Guy Herzlich en Le Monde des débats, núm. 14, mayo 2000,
p. 14.
28
Jorge Semprun, «L'Art contre l'oubli: l'écriture ravive la mémoire», en «Mémoire et fiction», Le
nunca terminar de decir, le ha reportado a Semprún alguna polémica totalmente
injusta. Es el caso de la biblioteca de Buchenwald. 29 No todo el mundo está dispuesto
a querer oír o leer que en los campos de concentración había bibliotecas, se jugaba al
fútbol, existía quien ganaba dinero con formas variadas de estraperlo, había presos
que gozaban de privilegios o había burdeles. Semprún recuerda:
«Hay que empezar por decir que había bibliotecas en algunos campos,
en los de reeducación, como el de Buchenwald o el de Dachau, en los que se
encerraba a los presos políticos. Allí, en mi campo, había una biblioteca desde
el año 1937, administrada por las organizaciones de presos, con permiso, o al
menos sin la oposición, de los SS, y que acabó conteniendo 13.800 volúmenes,
muchos de ellos enviados por las familias, a parte de muchos ejemplares de
Mein Kampf, naturalmente. Para acceder a los libros, lo primero era
simplemente saber de su existencia. Había también que saber alemán y, en
tercer lugar, tenías que disponer de un poco de tiempo para leer. En mi caso,
fue un poco más fácil, ya que yo trabajaba justo al lado, leía en alemán y
disponía de tiempo algunas noches. Así que entré, pedí el catálogo y ahí
aparecía Hegel, y lo leí, y ahora está, en el Museo de Buchenwald, mi
ejemplar, el mismo ejemplar que yo leí en el campo. Pero es que también
estaba Faulkner, que yo ya había leído antes en francés gracias a ClaudeEdmonde Magny, con quien tanto hablé de literatura, y que me dedicó su
libro, la Lettre sur le pouvoir d’écrire. Así que yo puedo decir que leí Sartoris
de Faulkner en alemán en el campo de Buchenwald. He recibido cartas de
lectores que me dicen: ¿cómo puede usted hablar de la existencia de una
biblioteca? Pues es así, el horror no excluye la presencia de una biblioteca.
Todo es muy complejo.»30
Cuanto más escribo, más me queda por decir… afirma Semprún. Es decir, al
escribir, al recordar, al cabo de tres libros, parece que cuando aborda la redacción de
La escritura o la vida a Semprún le queda más por decir que antes de empezar a
Monde des débats, mayo 2000, pp. 10-13.
Sobre esta cuestión, aunque alejado de mi argumentación, véase Gian Piero Dell’Acqua, La
biblioteca di Buchenwald. Storia di Jorge Semprun, intellettuale europeo, Imola, La Mandragora
editore, 2001.
30
Xavier Pla, «Semprún, valor de Europa», La Vanguardia, 27 agosto 2003, suplemento Culturas, p. 4.
29
escribir el primero: «Se produce un doble fenómeno, como si la escritura ordenara y
despertara la memoria a la vez... La escritura despierta la memoria. Me da la
impresión, tal vez no lo haga, de que tengo mas que decir ahora que antes de empezar
a escribir El largo viaje. Se forman asociaciones, interconexiones, referencias, que se
nutren de la propia experiencia y de lo sucedido después.»31 La experiencia vivida no
fue indecible sino más bien «invivible». Pero, en un otro momento, la duda vuelve a
asaltar al escritor sobre la posibilidad de contar. En las primeras páginas de La
escritura o la vida, Semprún se interroga, se para, duda, lo cual no deja de sorprender
al lector que sabe que tiene ante sí a un autor que ya ha hablado, que ya ha podido
narrar. La propuesta de Semprún, largamente meditada, lo lleva a certificar en más de
una ocasión como conclusión que tan solo el artificio del relato conseguirá transmitir,
ni que sea parcialmente, la verdad del testimonio:
«Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a sus
sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Solo alcanzarán esta
sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su
testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación.
Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir
parcialmente la verdad del testimonio Cosa que no tiene nada de excepcional:
sucede lo mismo en toas las grandes experiencias históricas.»32
Semprún se sirve, pues, de un «yo» literario en primera persona que
evidentemente se nutre de su propia experiencia, pero que a la vez la supera, lo cual le
permite introducir la imaginación y, por lo tanto, la ficción. Se trata de una ficción
que debe iluminar, revelar la realidad, que debe ayudar a la realidad a parecer real, y a
la verdad a ser verosímil. El artificio es necesario para que lo verdadero resulte
creíble. Lo cual representa un sofisticamiento narrativo que, en principio, altera el
pacto autobiográfico y convierte a La escritura o la vida, indiscutiblemente la obra
más autobiográfica de Semprún en todos lo sentidos, en una obra en que el artificio
literario se pone al servicio de la verdad. Como ha señalado Connie Anderson, «the
31
Sobre esta cuestion, véase Ofelia Ferran, «”Cuanto más escribo, más me queda por decir”: memory,
trauma, and writing in the work of Jorge Semprún”, en Working through memory: writing and
remembrance in contemporary spanish narrative, Associated University Press, Cranbury, 2007, pp. 66101.
32
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., pp. 25-26.
striking “artifice” of these episodes is potentially in tension with the numerous textual
signs pointing clearly to the work’s status as autobiography».33 Semprún insiste en
describir lo que, en palabras de María Angeles Semilla Durán,34 seria un proceso de
resubjetivación del relato:
«Están los obstáculos de todo tipo para la escritura. Algunos, puramente
literarios. No pretendo un mero testimonio. De entrada, quiero evitarlo,
evitarme la enumeración de los sufrimientos y de los horrores. De todos
modos, siempre habrá alguno que lo intente… Por otra parte, me siento
incapaz, hoy, de imaginar una estructura novelesca, en tercera persona. Ni
siquiera deseo meterme por este camino. Necesito pues un “yo” de la
narración que se haya alimentado de mi vivencia, pero que la supere, capaz de
insertar en ella lo imaginario, la ficción… Una ficción que sería tan ilustrativa
como la verdad, por supuesto. Que contribuiría a que la realidad pareciera real,
a que la verdad fuera verosímil.»35
La reflexión de Semprún, pues, es como mínimo doble. Por una parte, la veracidad
del relato se juega a un nivel de coherencia interna, que es del orden de la escritura, y
por tanto también de la moral; por otra parte, de exactitud factual, externa, que es del
orden de la historia. «La veracidad es una cuestión de estilo y de verdad», dirá una
vez más Semprún en otra obra autoficticia como Federico Sánchez se despide de
ustedes.36 El límite es moral: no inventar nada que pueda transformar o desacreditar la
verdad de la experiencia. Porque al final, la literatura debe presentarse también como
un ejercicio de perfección moral, de revelar la esencia de una vivencia. Profundizar en
la vida interior, desprenderse de las escorias personales y colectivas, indagar en una
forma de pureza:
«La escritura, si pretende ser algo más que un juego, o un envite, no es más
que una dilatada, interminable labor de ascesis, una forma de desapegarse de
uno mismo asumiéndose: volviéndose uno mismo porque se ha reconocido, se
33
Connie Anderson, «Artifice and autobiographical pact in Semprun’s L’Écriture ou la vie»,
Neophilologus, núm. 90 (2006), pp. 555-573.
34
María Angeles Semilla Durán, «Vivir, resistir, escribir. Entre testimonio y literatura», en Quimera,
núm. 238-239, enero 2004, p. 42.
35
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., pp. 181-182.
36
Jorge Semprún, Federico Sánchez se despide de ustedes, op. cit., p. 235.
ha dado a luz al otro que se es siempre.»37
Tras su regreso de Buchenwald, de donde fue liberado el 11 de abril de 1945,
el primer libro que el joven Jorge Semprún compró en París fue justamente Carlota
en Weimar, de Thomas Mann, en una edición de la NRF del mismo año.38 Una vez
más, los paseos por el Ettersberg de Goethe y Eckermann. Y en su celebrado retorno
al campo de Buchenwald en marzo de 1992, que motivó la redacción de La escritura
o la vida, Semprún viajó acompañado únicamente de tres libros: la correspondencia
entre Martin Heidegger y Karl Jaspers entre 1920 y 1963, cuatro décadas trágicas y
decisivas de la historia alemana, la poesía completa de Paul Celan (en edición
bilingüe alemán-inglés) y, una vez más, la novela de Thomas Mann. Así, no hay duda
que la trayectoria literaria de Semprún, con su singularidad y excepcionalidad
mismas, simboliza el entronque de la novela hispánica con la literatura europea de la
segunda mitad del siglo xx.
37
38
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., p. 314.
Jorge Semprún, La escritura o la vida, op. cit., p. 304.
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