“Andrés Lamas a sus compatriotas”: revisión de una innovación política.” Carlos Demasi. Área Temática 6: Historia conceptual e Historia de las ideas Coordinación: Gerardo Caetano Presentación Sin duda resulta difícil reconocer el paisaje de la política en los lejanos años 50 del siglo XIX. Conviene recordar que desde finales del Sitio Grande se percibía en el país el hastío de la guerra y la conciencia de que la independencia del país había corrido serio peligro; por lo tanto no debe sorprender que la firma de la paz de 1851 diera inicio a una época de novedades políticas. Tal vez la principal era la idea de que la independencia era un valor a preservar y por lo tanto, cualquier programa político que se aplicara en el país debía apuntar a eliminar los factores de inestabilidad interna, en los que se veía el peligro mayor. Fue entonces que aparecieron en Montevideo los primeros programas políticos, que tenía la forma de directivas para la acción de los gobernantes y que enumeraba un conjunto de principios que guiaban los pasos para corregir los defectos mayores. El primero de ellos parece ser el de la “Sociedad de amigos del país” creada en 1852. Es allí que aparece el primer repertorio de medidas mínimas: cumplimiento de la Constitución y de la ley, orden administrativo y financiero, promoción de la inmigración… Aunque puede señalarse cierto grado de vaguedad en la formulación, el listado ya señalaba algunos de los temas que serían recurrentes en el debate político posterior. Si bien esta primera experiencia no tuvo continuidad, señaló el comienzo de una tendencia a la reflexión de los problemas del país y ayudó a definir las medidas para resolverlos. En esa línea se inscribe el opúsculo publicado por Andrés Lamas en 1855. Aunque sus lineamientos se inscriben en una tendencia ya claramente definida, la difusión en Montevideo de este folleto parece haber tenido un efecto inmediato. Impreso en Río de Janeiro el 20 de junio de 1855 (esa es la fecha que precede a la firma) y difundido en Montevideo semanas después, su contenido no demoró en ser objeto de debates y tema de artículos periodísticos donde se enfrentaban los que se dedicaban a criticarlo y los que procuraban desarrollar sus ideas. Toda la incipiente política oriental se sintió interpelada por ese texto y no pueden sustraerse a su terminología y sus conceptos ni aún los que parecen ser los destinatarios de su crítica. Sin embargo, el opúsculo no ha sido tan exitoso en la historiografía: generalmente es visto como un documento oportunista, claudicante ante la presión brasileña y teñido por las ambiciones personales del autor. Eduardo Acevedo lo presenta en dos momentos: primero, bajo el título “¿Planes de incorporación al Brasil?” utiliza los datos del texto para denunciar las intenciones anexionistas del Imperio (Acevedo, 520-521). Luego con el título “Se inicia un fuerte movimiento de fusión entre los partidos tradicionales” se extiende más extensamente en su contenido fusionista, aunque rápidamente su relato deriva a las ideas fusionistas de Bernardo Berro y al efecto de la difusión sobre la prensa. Por su parte para Juan E. Pivel Devoto el texto “Era, en síntesis, un alegato contra el caudillismo y las divisas tradicionales” (Pivel 1966, 247) y no se ahorra algún sarcasmo: “ausente del país desde hacía ocho años, [Lamas] creía haber encontrado la fórmula de la salvación nacional.” (pág. 246). Aunque lo califica de “famoso manifiesto” y señala que “encontró favorable acogida en Montevideo” (íd, 247), sin embargo no le dedica más de media página. Y no parece haber despertado el interés de José Rilla, en su (por muchos aspectos) notable tesis doctoral publicada con el título “La actualidad del pasado” Sin duda, la malquerencia o el desinterés de los historiadores han contribuido a opacar el mérito de esta obra, pero también parece haber incidido la dificultad que tenía un sistema claramente bipartidista como era el de la política uruguaya para incorporar una crítica tan severa a sus componentes fundamentales. Sin embargo, aunque parezca paradójico es posible que la poca aceptación del texto en el siglo XX se explique por su mismo éxito en el campo político que pretendía intervenir. Quisiera trabajar un poco sobre esta paradoja. Para comprender el impacto de esta publicación de Lamas, es útil el concepto de “umbrales de historicidad” que señala Palti, aquellos momentos en los que “una vez superados resultaría imposible ya una llana regresión a situaciones histórico-conceptuales diferentes” (Palti 2007, 54). Es decir que supone la aparición de una discontinuidad en el desarrollo, un corte de la evolución anterior que se retoma a partir de una conceptualización diferente del lenguaje político. En estos casos podemos imaginar el pasado como un desarrollo progresivo y donde desaparecen esas fracturas, pero tenemos que considerar que nuestra forma de pensar el presente, en algún lugar debe tener las marcas de esa discontinuidad que se nos oculta a la vista. La evidencia de un desajuste fuerte entre la recepción de un texto en su época y las que tiene en los tiempos futuros, es una buena pista para dejar en evidencia estas alteraciones. ¿Cuál es la diferencia que introduce el opúsculo de Lamas en el lenguaje político corriente? Para responder a eso parece bueno orientarnos a buscar las preguntas que el texto plantea, buscando en ellas la forma cómo se describe la temática y el espacio de acción de la política, y cuáles son los debates que propone. Como dice Palti, “…la historia de la conformación de un nuevo vocabulario político es menos la historia del hallazgo progresivo de nuevos contenidos semánticos que la del desarrollo, mucho más traumático y conflictivo, de aquellos puntos ciegos inherentes a él” (Palti 2007, 131) El texto de Lamas introduce algunas de estas novedades, particularmente en la forma de preguntas que incorporan performativamente la respuesta en el hecho mismo de la interrogación, y que por esa razón abren un marco de posibles respuestas que eran impensables antes de su formulación. Correlativamente, arroja al espacio de la imposibilidad política a todas aquellas respuestas que no se puedan incluir dentro del marco definido por la pregunta. De esta índole es una de las preguntas centrales de Lamas, que pone en crisis todo un sistema de convicciones y desvanece las justificaciones de la acción política que eran habituales en este país. Dice Andrés Lamas en una cita que se ha hecho famosa: “¿Qué es lo que divide hoy a un banco de un colorado? Lo pregunto al más apasionado, y el más apasionado no podrá mostrarme un solo interés nacional, una sola idea social, una sola idea moral, un solo pensamiento de gobierno en esa división.” (Lamas, pág. 60) Planteada en otro contexto, esa pregunta tendría una respuesta breve y directa. “¿Qué diferencia a un blanco de un colorado? Todo” Sin embargo, a continuación de la pregunta se define el marco en el que debe incluirse la respuesta: “el más apasionado no podrá mostrarme...” Este tipo de formulaciones retóricas instituyen un campo que implica una demarcación contextual. El contenido de las respuestas posibles puede ser muy variado pero deben incluirse como un caso en alguna de las categorías establecidas. La enumeración taxativa de categorías instituye también el espacio donde puede desarrollarse el debate político, que deja de ser sobre personas y pasa a situarse en los “principios” tales como el “interés nacional” o las iniciativas sociales, morales y “de gobierno”. Esta no deja lugar para las reivindicaciones personales ni para acusaciones genéricas (y también personalizadas). Las “proclamas” que daban contenido a las inexpiables rivalidades personales de los caudillos y que se duplican en las luchas entre sus partidarios, quedaban excluidas de la nueva legitimidad del debate político. La fatalidad de los partidos como herramientas políticas. Aun sin leer el texto de Lamas, parece claro que luchar por el triunfo de grandes principios es más gratificante que hacerlo por mezquinos intereses personales. El problema consiste en definir la forma de llevar adelante esa lucha, cómo hacer para que el triunfo de esos principios se imponga a toda la sociedad. Allí aparece uno de los temas más delicados del alegato de Lamas, que este presenta con mucha cautela posiblemente consciente del rechazo que levantaría entre sus posibles lectores: “No hay fusión practica sin la creación de un partido, ni partido que pueda operar una fusión sin emprender una obra que satisfaga las necesidades colectivas.” [Pág. 62] En 1855 no había todavía mucha literatura que exaltara la acción de los partidos en la política; de hecho, esto no se encuentra en casi todo el siglo XIX y los textos ahora clásicos que circulaban y construían el sentido de la acción política, no tienen una opinión positiva. Posiblemente sea Rousseau el divulgador de la visión más negativa; en el Capítulo III discute las posibilidades de error que puede tener la voluntad general, y señala particularmente una: Si, cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, los ciudadanos pudiesen permanecer completamente incomunicados, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la deliberación sería buena. Pero cuando se forman intrigas y asociaciones parciales a expensas de la comunidad, la voluntad de cada una de ellas conviértese en general en relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado, pudiendo entonces decirse que no hay ya tantos votantes como ciudadanos, sino tantos como asociaciones. Las diferencias se hacen menos numerosas y dan un resultado menos general. En fin, cuando una de estas asociaciones es tan grande que predomina sobre las otras, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que impera es una opinión particular. Importa, pues, para tener una buena exposición de la voluntad general, que no existan sociedades parciales en el Estado, y que cada ciudadano opine de acuerdo a su modo de pensar. [Rousseau, 2004, 28-29]. Podemos suponer entonces que no había mucho espacio para imaginar versiones diferentes en tiempos en que predominaba una concepción atomística de la sociedad que instalaba la satisfacción del “interés general” como el objetivo central de la política. Aparentemente y no sin algo de ingenuidad, se pensaba (siguiendo algunas líneas de razonamiento de Rousseau) que el interés general era evidente para todos y que además era casi unánime ya que las diferencias de opinión predominantes serían mínimas porque el bien no podía tener muchas alternativas, y las escasas diferencias extremas se anularían mutuamente. En esa construcción de la política, las “asociaciones parciales” de ciudadanos (es decir, los “partidos”) sólo podían tener como objetivo la satisfacción de algún interés particular y esto, por definición, era lo contrario del interés general. El mismo concepto de “partido” implica la existencia de un segmento de ciudadanos que pretende imponer su interés particular al interés general del conjunto de la población. Esta parece ser la razón por la que encontramos que la descripción de la acción de los partidos se plantea siempre en una persistente línea crítica. En la narración de los procesos históricos, el “espíritu de partido” aparecía siempre como el antagónico del “espíritu de unidad” que tendría naturalmente que predominar y que respondía al interés de la mayoría. Sin embargo, en 1835 Tocqueville introdujo una descripción de la acción partidaria que daba espacio a una visión más “benévola” de los partidos políticos que, aunque referida especialmente de los que actuaban en el campo de la política norteamericana, podía tener aplicación más general. Admitía que “Los partidos son un mal inherente a los gobiernos libres” (Tocqueville 1981, I 256) pero sin apartarse de esa línea crítica los clasificaba en dos grandes grupos: “Lo que llamo grandes partidos políticos son los que se vinculan más a los principios que a sus consecuencias, a lo general y no a los casos particulares. En general estos partidos tienen características más nobles, pasiones más generosas, convicciones más reales un impulso más franco y más arriesgado que los otros. El interés particular, que siempre desempeña el papel principal en las pasiones políticas, aquí se oculta más hábilmente bajo el velo del interés público. A veces incluso se las arregla para evadir la mirada de las personas que dirige y hace actuar. Los pequeños partidos, por el contrario, en general carecen de credo político. Como no se sienten impulsados o sostenidos por grandes objetivos, su carácter está marcado por un egoísmo que se manifiesta ostensiblemente en cada uno de sus actos. […] Los grandes partidos transforman la sociedad; los pequeños, la agitan” (Tocqueville 1981, I 257) Y refiriéndose expresamente al caso norteamericano, agrega una observación muy importante: “América ha tenido grandes partidos; hoy en día ya no existen: ha ganado mucho en felicidad, ya que no en moralidad.” (íd, 258) La obra de Tocqueville (por entonces muy leída y citada en el Río de la Plata) marcaba una alternativa que hasta entonces no era imaginable: puede haber asociaciones de ciudadanos, reunidas en torno a principios que una vez aceptados y aplicados en la sociedad global, perderían su razón de ser y espontáneamente se disolvería. Pero qué clase de asociación sería esa? La palabra que aparece inmediatamente disponible en el lenguaje corriente es: “partidos”, pero su sola denominación provocaba rechazo en los posibles adherentes a la asociación. ¿Cómo proceder entonces? Palti expone un problema implícito en la construcción de un lenguaje político: si bien proceso de transformación de los lenguajes políticos supone radicales modificaciones semánticas, estas novedades siempre deben legitimarse según el uso lingüístico predominante, porque esta es la única forma de volverlos significativos para la sociedad. Si bien esto no ocurre con todo el repertorio lingüístico, algunas palabras “…actúan eventualmente como conceptos bisagra, esto es, categorías que, en determinadas circunstancias, sirven de pivote entre dos tipos de discursos inconmensurables entre sí, convirtiéndose así en núcleos de condensación de problemáticas histórico-conceptuales más vastas.” (Palti 2007, 103-104) El concepto: “partido” parece un caso de estos “conceptos-bisagra” que describe Palti: tanto en el discurso “tradicional” como en el “nuevo”, el uso de la palabra es similar pero su sentido sufre una sutil variación, ya que debe funcionar como articulador de diferentes sistemas de significaciones. La estrategia discursiva más común en estos casos, es la de modificar el sentido del sustantivo con diversos adjetivos. De esta forma se introducen los matices que señalizan la dirección del concepto, hacia el lado de la novedad del sistema lingüístico o hacia el del lenguaje tradicional. Lamas es consciente de este problema y del obstáculo retórico que supone “la imposibilidad práctica de toda fusión mientras se conserven las antiguas denominaciones, mientras no se les sustituya por un símbolo, por una idea.” (pág. 61). Así es que afirma rotundamente: “Siempre habrá partidos; pero hagamos partidos pacíficos, legales, que representen cosas y no hombres.” [Pág. 84] Con este propósito recurre a un repertorio variado de adjetivos. Cuando trata de referirse al concepto en el sentido del lenguaje tradicional, los llama “partidos personales”, “antiguas facciones”, “odiosas divisas”. En cambio su propuesta aparece señalada como el “nuevo partido”, “gran partido Nacional”, “grande partido de gobierno y de administración” o el partido de “lo mejor y más inteligente”. En todo caso el esfuerzo se orienta a señalar la diferencia entre la imperfección del pasado y la corrección de esos defectos para el futuro. Así plantea: “Primero que todo preguntémonos –¿Qué representan esas divisas blancas y esas divisas coloradas? Representan las desgracias del país, las ruinas que nos cercan, la miseria y le luto de las familias, la vergüenza de haber andado pordioseando en dos hemisferios, la necesidad de las intervenciones extranjeras, el descrédito del país, la bancarrota con todas sus más amargas humillaciones, odios, pasiones, miserias personales.” [Pág. 60] El aspecto principal parece centrarse en el carácter “personal” de los antiguos partidos, es decir su subordinación a las aspiraciones de una persona, y eso lo transformaba en ilevantablemente perverso. Lamas no ahorra adjetivos para cuestionarlos: “Toda aspiración a un partido personal es, de necesidad, excluyente, intolerante, personal, contraria a toda buena administración.” [Pág. 51]. Una vez instalado este marco conceptual (la política debe orientarse a principios, lo ciudadanos deben organizarse en nuevos partidos) Lamas comienza a exponer lo que serían los principios de su programa. Utilizando un lenguaje más actual, Pivel Devoto los resume así: “El programa de Lamas suponía, en síntesis, lo siguiente: A) Cumplimiento exacto de la Constitución, especialmente en los artículos 2 y 3: «El Estado Oriental del Uruguay es y será siempre libre e independiente de todo poder extranjero». «Jamás será patrimonio de persona ni de familia alguna». B) Apoyo brasileño. C) Reorganización de la administración pública y de la hacienda en particular. D) Creación de fuentes de trabajo. E) Reforma militar. F) Fomento de la población. G) Colonización. H) Progreso industrial. I) Mejora de la instrucción pública. J) Reforma del Poder Judicial” (Pivel 1966, 246) Todo el programa político propuesto por Lamas se encuentra prolijamente fundamentado y contrastado con los argumentos que, imagina, se le opondrán. Sin embargo, y a pesar de su esfuerzo por despojar a la palabra “partido” de su connotación negativa, por momentos parece buscar otra forma de aludir a la asociación política que propone sin mencionar esa palabra: “Creo que si no en todas las ideas que he presentado, al menos en los objetos de que me he ocupado, existen las bases que deben adoptar los buenos ciudadanos que se reúnan para arrancar al país y para arrancarse a sí mismos, de las miserias en que nos encontramos. Debemos adoptar el programa sintéticamente; pues que es humanamente imposible que un gran número de hombres estén de perfecto acuerdo en todos los detalles de una nueva orga- nización social. [Pág. 81] La aspiración de promover una nueva corriente política incluye otra novedad: la posibilidad de que en un futuro próximo compitan más de un “partido”. La configuración corriente de la política como práctica implicaba la existencia de una sola opinión “legítima”, que era la que manifestaba la voluntad general; las otras sólo podían representar voluntades particulares y por lo tanto, distorsionantes de la vida política. En cambio, Lamas admite la existencia de matices (“es humanamente imposible que un gran número de hombres estén de perfecto acuerdo en todos los detalles”) y se abre camino la idea de que otros ciudadanos puedan proponer algo diferente: “Los que acepten nuestro programa formarán, desde luego, un partido; los que lo combatan, formarán el otro.” [Pág. 84]. Todavía está lejos la idea de formar un sistema de partidos, pero en cambio comienza a desaparecer la idea de que existe una única manera de expresar la “voluntad general”. Pero el punto más delicado del proyecto es la definición de quién será la persona encargada de llevar adelante la aplicación del programa. Los liderazgos de los partidos eran precisamente el foco de las críticas, ya que allí se encontraba la persona que sacrificaba la voluntad general en aras de su propia ambición. Como contrapartida, predominaba la idea de que el mejor gobernante era aquel ciudadano que no tenía pretensiones políticas por lo que la actitud de rechazar el cargo era una mala estrategia para quien no se sintiera atraído por la política. Es llamativo el número de presidentes uruguayos del siglo XIX que trataron de que no se concretara su elección, y se encuentra el caso de un ciudadano que renunció tres veces a la primera magistratura. Parece claro el interés de Lamas por ocupar el cargo, ya que de lo contrario no se explica que dedique más de la mitad de la extensión del opúsculo a defender su actuación como enviado en Brasil; sin embargo, la expresión “Quiero ser el presidente” no puede existir en el lenguaje público. Por esta razón no pierde oportunidad de declarar expresamente que no desea ser el candidato de este nuevo partido, declara que levanta esa bandera porque es urgente poner en marcha un nuevo partido, pero está dispuesto a entregarla “a quien sea digno de llevarla” [Pág. 63] y sobre el final se defiende de la acusación que supone se le formulará: “¿Es una candidatura la que presento? —Se equivoca redondamente el que lo crea.” [Pág. 88] Cuando llega el momento de articular la instrumentación práctica de su proyecto, propone: “Es preciso someter la parte al conjunto; y admitidas las bases, delegar su ejecución á los que nosotros mismos elijamos para hacer las leyes y para ejecutarlas.” [Pág. 81-82] y en algún momento asoman las antiguas prevenciones contra los candidatos autoproclamados: “Sólo debemos negar nuestro voto al que sea convencido de cabalar para llegar a la primera magistratura. De veras! que hombre en su juicio no puede aspirar á ella en los momentos actuales, sino, ó por qué sienta la altísima inspiración del genio, ó por qué quiera convertirla en una nefanda especulación. Si tuviéramos, por fortuna, algún genio salvador escondido en Montevideo, de cierto que no se abajaría hasta la cábala.” [Pág. 83] En un español muy contaminado del francés, la expresión “cábala” aludía a “negociación secreta y artificiosa” según el DRAE de la época. La expresión “cabalar” (es decir, “conspirar”) definía la actitud de quien por medio de intrigas se aseguraba apoyos para alcanzar alguna distinción. La idea de Lamas (que era corriente en la época) aparece expresada con nitidez: un “genio salvador escondido en Montevideo, de cierto que no se abajaría hasta la cábala”; supuestamente, la sola exposición de sus virtudes lo harían notorio. Es claro que esa expectativa no lograba superar las dificultades que implicaba ese sistema de selección de candidatos. Los ecos del “manifiesto” La difusión del texto de Lamas provocó rápidas reacciones en Montevideo. Como una piedra en un espejo de agua, las ondas fueron extendiéndose hasta cubrir todo el campo de debate. La primera reacción parece provenir desde el entorno del Gral. Flores (que en muchos puntos es el objeto de la crítica de Lamas); desde allí se publica el folleto atribuido a una “Sociedad de la Paz” (aparentemente, de Mateo Magariños Cervantes) en el que atacan personalmente a Lamas y a su desempeño como ministro en Río. Pero rápidamente queda claro que se trata de una falacia ad hominem: las ideas de Lamas deben ser debatidas en sí mismas y no porque provengan de Lamas, y no es buena estrategia atacarlas cuestionando la personalidad de su autor. Rápidamente parece haberse hecho camino la iniciativa de formar una asociación política con las ideas del “manifiesto” como fundamento, y así aparecen programas que serían el fundamento de varios proyectos de asociaciones o uniones políticas (la palabra “partido” todavía resultaba incómoda) tendientes a aplicar los puntos propuestos por el programa de Lamas. Así parece explicarse la ambigüedad en la designación de una de estas iniciativas, que se denomina tanto “Unión Liberal” como “Partido Nacional” Este aspecto ha sido muy tratado por la historiografía que desde la segunda mitad del siglo pasado ha seguido el modelo piveliano que atribuye estas iniciativas a grupos “doctorales”. Sin embargo, es visible que la influencia de las ideas fusionistas incluye a todos los sectores sociales, y que los denominados “caudillos” no se vieron libres de ella. Un ejemplo de esto es el giro que muestran los documentos políticos. En 1853, Venancio Flores lanza una proclama cuando lo designan Presidente. En este breve documento similar a una nota de aceptación de un cargo eclesiástico, el Gral. Flores declara humildemente que no está capacitado para el cargo pero se compromete a desempeñarlo con energía y a respetar la constitución (Anónimo 1855, 232) Dos años después firma el “Pacto de la Unión” con Oribe, y allí se enumera un conjunto de normas que orientarían la elección del próximo presidente. Allí, luego de un extenso preámbulo donde se hacía un diagnóstico de la situación del país, Flores y Oribe proponían algunas iniciativas como extinguir los partidos, promover la educación, respetar la libertad de prensa como forma de propender al progreso y “extirpar” el “sistema de caudillaje” [Pivel 1942, 253-254]. Por su parte, Gabriel Pereira consideró oportuno hacer público un programa de principios que guiarían su gobierno. En un documento de tono claramente fusionista, el can- didato a presidente resume en líneas generales las medidas propuestas por Lamas: mantenimiento de la paz mediante el respeto de todas las opiniones, organización de la hacienda pública, reforma de los cargos públicos, y en un denso párrafo promete dictar “disposiciones concernientes al clero nacional, á la emigración extranjera, á la educación primaria, al actual sistema de contribución, á la organización bajo nuevos bases de la Policía municipal en los Departamentos y en una palabra a todos los resortes y elementos que tienden apresurar la época de nuestra regeneración política y social.” (Pereira 1882, 67-68) De este documento solo suele citarse una frase: “Mande quien mande, la mitad del pueblo Oriental no puede ni debe tener ni conservar en eterna tutela á la otra mitad. (íd, 65)] Hay que señalar también que el redactor del documento, Alejandro Magariños Cervantes, era un connotado colorado claramente identificado con la tradición de la Defensa y con el Gral. Flores. En este caso, redactó “ese notable documento político que respiraba amplios propósitos de concordia y en el cual se expresaba que el primer magistrado no debía tener más colores que los de la Patria” [Pivel 1942, I 293.] El impulso fusionista del Pacto de la Unión fue acompañado por la “Unión Liberal”, que no presentó candidato en 1856 (el rival de Pereira era el Gral. César Díaz). Luego de la elección de Pereira, la “Unión Liberal” emitió una Declaración en la que afirmaba: “El programa del Presidente de la República se armoniza cumplidamente con los principios y bases constitutivas de la Sociedad, y en consecuencia, ella resuelve apoyar y secundar la acción del gobierno por todos los medios que sus estatutos le permitan.” (Acevedo, 601) Es decir que no corresponde señalar como enemigos de la fusión a Pereira ni a los jefes militares que lo promovieron al cargo, ya que la asociación política más declaradamente fusionista reconoció en él sus ideales y le brindó decidido apoyo. ¿Cómo puede describirse el paisaje de las corrientes políticas a finales de la década de 1850? Evidentemente, la división que hoy se ha vuelto clásica de “caudillos vs. doctores” no parece una herramienta que resulte operatoria para describir esa realidad: ya vimos que tanto unos como otros se proponen “extirpar el sistema de caudillaje”. Eduardo Acevedo hace un inventario prolijo y que, en líneas generales coincide con lo que testimonian los documentos. Al partido Conservador dirigido por Juan Carlos Gómez y César Díaz, el más claramente identificado con la tradición del Sitio Grande, lo ubica decididamente en el espacio de la irracionalidad política conspirando permanentemente para derrocar a Pereira. En el espacio de la política “legítima” ubica 4 sectores, todos ellos fusionistas: los “colorados situacionistas” (entre estos menciona entre los fusionistas a Mateo Magariños Cervantes que Pivel identifica como redactor del programa de la “Sociedad de la Paz”). Acevedo los describe como personas que “rodeaban al Gobierno de Pereyra y proclamaban la fusión de blancos y colorados”. Luego identificaba a los “colorados que seguían al general Flores con su programa de fusión de los partidos pero de oposición a Pereyra”; los “blancos fusionistas” que rodeaban al Gobierno; y “los blancos que con idéntico programa de fusión y de adhesión al Presidente Pereyra respondían exclusivamente a la voz de don Manuel Oribe” [Acevedo 617] Más aún, el propio presidente Pereira promovió la fundación de un partido que continuaba la línea de su programa presidencial; pero es complejo encontrar datos sobre esta fundación. Según Pivel (1942), “Con el apoyo del Gobierno, los fusionistas quisieron fundar [a mediados de 1857] un Partido Nacional.” [pág. 310] Y más adelante dice: “Flores [en noviembre de 1857] no encontró ambiente en la opinión. Espiritualmente lejos de los conservadores, no podía penetrar en el círculo de Pereira, que había llegado a constituir el Partido Oficial” [sic] [pág. 318]. Es decir que en algún momento entre julio y noviembre se fundó ese “Partido Nacional” que Pivel designa como “Partido Oficial” y no con su nombre “verdadero”. Es del caso señalar que otra “fundación” del Partido Nacional sólo ocurrirá en 1872. Conclusiones. Conviene insistir en el hecho de que luego del levantamiento del Sitio Grande se generó en el ámbito de la política un profundo movimiento de fusión partidaria, basado en el hastío generado por el largo conflicto. Todos parecen coincidir en que la guerra se había prolongado excesivamente hasta volver irreconocible los factores que la habían desencadenado, y en esa vorágine corrió riesgo la nacionalidad, un concepto que por entonces se identificaba con el status independiente. Como puede verse, este sería un caso donde la ausencia de una nacionalidad consolidada no impide la formulación de un “giro nacionalista” en el discurso. A partir de allí, varios grupos de ciudadanos trataron de formar sociedades que apuntaran a promover políticas de orden y de promoción de la actividad. En ese panorama el opúsculo de Andrés Lamas vino a sintetizar las propuestas y sirvió de bandera para la formación de lo que, desde entonces, ya casi no se duda en denominar “partido”. Palti señala que el surgimiento de un nuevo lenguaje político promueve una profunda reestructuración de la esfera pública, y genera un nuevo concepto de la acción política. (Palti 2007, 188) Desde la difusión del “manifiesto” de Lamas la acción política cambió de carácter y se presentó como un “debate de ideas” más que como un enfrentamiento de personas. No quiere decir esto que Lamas haya sido el radical creador de un discurso que fue retomado por todos, sino que la formulación que encontró en su “manifiesto” satisfizo las expectativas que por entonces tenían aquellos que esperaban otra cosa de la política. De allí que hasta quienes identificamos hoy como los “enemigos” de las ideas “anticaudillistas” de Lamas, aparezcan suscribiéndolas. La idea de utilizar la oposición caudillos-doctores como principio estructurador del relato no respondería a la evidencia documental, aunque aparece mucho en los libros. Al respecto dice Rosanvallon:: “…muchos libros de historia buscan más reinterpretar el pasado en función del presente o incluso en función de una forma de imaginar el futuro. Esta inversión de los términos de la operación de comprensión me parece particularmente chocante en el dominio de la historia política” Y agrega: “El pasado es juzgado en función de un presente que ni siquiera es pensado en sí mismo. En esas condiciones la historia se vuelve un verdadero obstáculo para la comprensión del presente.” (Rosanvallon 102-103). También parece poco significativo afirmar que esta postura fusionista, o su opuesta, “representan la voluntad de la opinión pública”. Esta no está previamente constituida sino que se construye principalmente por medio de la prensa. La difusión del escrito de Lamas sorprendió a sus adversarios (quienes ahora aparecían integrando un nuevo par antagónico, el de los “partidarios de las personas” que ahora se enfrentaba al de los “partidarios de los principios”; y como estas oposiciones nunca son neutrales y vienen cargadas de un contenido valorativo, venían a quedar del lado “malo” del enfrentamiento. Posiblemente por eso primero intentan defender a su líder pero luego cambian de estrategia, y pasan a presentarlo como el mejor defensor de esos principios; pero cuando esto ocurra, el discurso de los “principios” se habrá impuesto como la única racionalidad política posible. Pero la modificación de los discursos no viene necesariamente acompañada por la modificación de las prácticas políticas, y no debe sorprender encontrar que el gobierno de Pereira practica similares formas de intervención electoral y de represión política que el criticado régimen anterior. Habría que analizar con más detalle el sentido de estas intervenciones más que las formas, y ver al nuevo campo político como un “campo de intervención” (Palti 2007, 198) donde los sentidos se disputan la hegemonía y donde el discurso aparece como una forma de combate no demasiado diferente de la guerra o del enfrentamiento físico, por lo que no es raro que en ocasiones se produzca una rápida transición de uno a otro. Como dice Palti, “desde el momento que se demuestra que un panfleto bien puede derribar un gobierno, ¿Cómo distinguir una opinión contraria al gobierno de un acto sedicioso?” (Palti 2007, 201). La transformación del lenguaje político que impulsó el texto de Andrés Lamas no fue (no podía serlo) la panacea que resolviera todos los males del país; pero introducía una transformación importante en un campo en el que se veía como el espacio decisivo donde se jugaba todas las posibilidades de supervivencia de la sociedad y del Estado independiente. En las décadas siguientes los discursos y las prácticas cambiaron mucho (incluso radicalmente en algunos aspectos). Pero quedó fijada como una definición permanente la idea de que, cualquiera fueran los males que aquejaran al país, su solución debía procesarse en el campo de la política. Bibliografía Acevedo, Eduardo, “Anales históricos del Uruguay”. Montevideo, A. Barreiro y Ramos, 1933, T.2. Palti, Elías, (1998), “«Giro lingüístico» e historia intelectual”, Buenos Aires, Universi- dad Nacional de Quilmes. Palti, Elías, (2007), “El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado”. Buenos Aires, Siglo Veintiuno editores. Pivel Devoto, Juan E. y A. Ranieri de Pivel (1966), “Historia del Uruguay 1830-1930”, Montevideo: Medina, Pivel Devoto, Juan E., (1942) “Historia de los partidos políticos en el Uruguay”, Montevideo:Tipografía Atlántida. Rilla, José, (2008), “La actualidad del pasado”, Montevideo, Editorial Sudamericana, Rosanvallon, Pierre, 1986, “Pour une histoire conceptuelle du politique. (Note de travail)”, Revue de Synthèse: IV s. Nos 1-2, Janvier-juin. Fuentes: Anónimo (1855), “La voz de la patria o la política para el futuro. Opúsculo escrito especialmente para la República Oriental partiendo del que ha formulado el Señor D. Andrés Lamas”, en Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay (1943), “Andrés Lamas. Escritos. Tomo II”, Montevideo, 1943. Págs. 205-255. Lamas, Andrés (1855), “Andrés Lamas a sus compatriotas”, Río de Janeiro, Imprenta Imp. y Const. de J. Villeneuve y Comp. Pereira, Antonio N. (1882), “Memorias de la Administración del señor Gabriel A. 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