Luz Dary

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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Luz Dary
Arias Henao
“Yo soy docente desde que tengo uso de razón”, así
define ella su pasión por enseñar. Entonces se remonta a
esos días de infancia en los que aun sin saber leer tomaba
libros, reunía a sus hermanos y les enseñaba las partes de las
plantas, como un presagio de lo que sería su vida.
Nacida en Sonsón, Luz Dary es la mayor de diez
hermanos. Después de ella hay tres hombres, y debido al
machismo imperante en su niñez tuvo que dedicarse a llevar
la batuta en la crianza de la familia. Al ser la única mujer
entre tantos hombres, le tocó aprender a divertirse con sus
juegos: trepaba árboles, recorría el cauce de quebradas y
hasta jugaba fútbol. “Desde el principio he sido esa persona
que ejerce autoridad, que lleva la iniciativa”, afirma, y a ello
mismo atribuye que no hubiera querido formar una vida de
familia, y que en su lugar fuera la madre putativa de cientos
de muchachos, de varias generaciones.
Su mayor influencia provino de su madrina de
confirmación, una maestra de escuela particular. Cuando
cursaba el octavo grado se decidió a ser normalista. Luego,
quiso ser bióloga marina, aunque el mar sólo lo conocía
por estampitas. Recuerda que en quinto de primaria una
profesora les habló de San Andrés: el mar de los siete colores,
y se prometió conocerlo. Antes de ingresar a la Universidad
viajó allí: “Pensé que iba a coger cada color y aprendí a nadar
en ese mar”. Pero cumplió su sueño parcialmente, ya que las
difíciles condiciones para estudiar Biología Marina en la costa
o en Bogotá la llevaron a la Universidad de Antioquia para
aproximarse a ese sueño.
Ingresó a la Licenciatura en Biología y Química: “Allí
descubrí que mi misión es educar. Yo siempre he querido
que mis estudiantes disfruten y conozcan al menos ese
metro cuadrado de naturaleza que los rodea. Eso es lo que
inculco. Soy una ambientalista por naturaleza”, dice con
ternura y serenidad.
A Medellín llegó con la desconfianza y el miedo del
provinciano. En contraste con esa ciudad caótica que le
provocaba pesadillas, en la ciudadela universitaria encontró
un refugio y un hogar. La vida cultural y el conocimiento
hicieron de la Universidad un oasis personal.
Al volver a Sonsón se dedicó a la docencia con toda su
alma. Pero en 1998 comenzó a vivir un ambiente enrarecido
por la irrupción de la guerrilla. Se sentía perseguida, encerrada
en un silencio atroz. Con la incursión de los paramilitares,
fue testigo de cómo los mismos estudiantes se convertían
en víctimas y victimarios. “Pensaba que no tenía sentido
seguir enseñando Biología, que es el estudio de la vida.
Para mí fue un esfuerzo callarme la boca. Fue la época más
estéril de mi trabajo como docente porque me sentí apenas
reproduciendo un discurso y un contenido académico,
nada que ver con la realidad”. Quedaron presos en su propio
municipio. Y sin embargo no renunció, no se fue como
muchos, fortaleció aún más pasión por enseñar, incluso fuera
de las aulas, mediante visitas al Páramo de las Palomas, un
importante ecosistema rico en agua, que recorre con niños
y jóvenes, divulgando la necesidad protegerlo, como quien
asume una misión, incluso poniendo en riesgo su vida.
Luego de tres décadas asegura: “Uno cree que lo mejor
está muy arriba, muy lejos y muy alto. Que lo que estamos
pisando no es importante, por eso le hacemos más daño
al sitio donde vivimos y esa es mi lucha: que haya un
reconocimiento de lo que tenemos para amarlo, cuidarlo y
aprovecharlo al máximo”.
Su aspiración es llegar a los 90 años trepando montañas,
porque es feliz, y no escatima oportunidad para sus salidas
de campo con estudiantes, foráneos y amigos. “Estar en la
naturaleza me da una sensación de libertad y agradecimiento
con la vida. Con tan solo contemplar una orquídea me doy
cuenta de que hay un universo en esas pequeñas escalas,
que todavía me queda mucho por descubrir y compartir”,
dice con un brillo de dulzura maternal destellando tras sus
lentes, y con la sabiduría de una eterna maestra.
Perfil: Francisco Saldarriaga Gómez / Fotografía: Julián Roldán Alzate
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Ricardo
Restrepo Arbeláez
Entre sus dos grandes pasiones, la medicina y su familia, transcurre la vida de este hombre. Ricardo Restrepo
nació en Medellín, en el seno de una familia acomodada,
conformada por diez hijos, papá y mamá. Él era el del medio, al que le tocaba recibir la ropa usada, dice entre sonrisas.
Cree que su vocación se la debe principalmente a la
buena orientación que recibió de su padre y de los profesores con los que contó. De ellos aprendió a querer los
animales, a ser bondadoso, equitativo, líder y, sobre todo,
a preguntar lo que no sabe. “Por eso he tenido siempre
éxito, porque nunca he creído que me las sé todas, sino
que sé a quién consultar y a quién preguntar”, afirma con
certeza.
En el Ateneo Antioqueño, estudió la primaria. El bachillerato, en el Instituto Jorge Robledo. Su grado como
médico cirujano lo obtuvo en la Universidad de Antioquia,
institución a la cual se siente orgullosamente vinculado, porque siempre la ha considerado la mejor en todo
sentido: sin diferenciación de clases sociales, de razas, de
credos; una universidad abierta, en la que realmente da
placer estar.
En la búsqueda de mejorar profesionalmente, viajó a
México, donde se especializó en Medicina Física y Rehabilitación, para dedicarse desde entonces a las personas
con discapacidad; su vida y su interés ha sido luchar por su
atención integral. Esto lo ha impulsado a liderar procesos
en más de siete instituciones, incluyendo el Hospital San
Vicente de Paúl, su segundo hogar desde 1966, hasta la
Clínica Soma, donde concluyó, en octubre del 2011, sus 45
años de práctica médica.
Una de sus más grandes obras fue contribuir a la fundación del Comité de Rehabilitación de Antioquia, entidad sin ánimo de lucro que ha disminuido la brecha de
marginación de las personas con discapacidad, logrando
un mínimo de inclusión y equidad, con una labor enorme
de integración social y laboral. Este comité ha prestado
su servicio a lo largo de cuarenta años, ha atendido 125
municipios y cerca de diez departamentos; miles de niños
con problemas cognitivos, retardo mental, trastornos de
aprendizaje y de personalidad, y adultos con secuelas físicas, mentales y sociales, se han beneficiado de esta labor.
Los dedos de las manos no alcanzan para contar los
logros profesionales y condecoraciones recibidas. Ricardo
te. En su agenda, también está la participación dentro Res-
trepo es un hombre con un cariño incalculable que lo lleva
a emprender retos que beneficien sin esperar el lucro.
Actualmente continúa vinculado al Hospital San Vicen
Vicente. En su agenda, también está la participación dentrode un grupo interdisciplinario en una EPS que atiende
a pacientes con lesiones de columna vertebral; así mismo,
asesora la Escuela de Ingenieros de Antioquia en la parte biomédica, preside el Comité de Rehabilitación y es el
presidente de la junta directiva del Hospital San Vicente
de Paúl en Medellín y Rionegro, esta sede, recientemente
inaugurada, ocupa sus energías. Quiere empoderar a los
campesinos del Oriente y de Antioquia, decirles que ese
hospital también es suyo y que esperan prestar el mejor
servicio, con la mayor tecnología, pero conservando el humanismo; primero el hombre, no las máquinas, ni el dinero.
Ricardo se siente preocupado por la tendencia de la
ciencia y de las políticas gubernamentales: mucha tecnocracia y mucha deshumanización; para él, ha faltado en
la formación de las facultades de medicina, proponer un
énfasis en la parte ética, lo social y la práctica médica relacionada con una profesión que tiene ver exclusivamente
con el hombre.
Detrás de todo su éxito profesional, está su familia: su
esposa, quien, paciente y tranquila, ha sido su confidente
a lo largo de 44 años y ha llevado las riendas del hogar; sus
dos hijos y ahora su amada nieta, de siete años, Lolita. Esta
pequeña lo volvió a la vida, lo hace recordar sus épocas de
enamorado, pues piensa constantemente en salir temprano para verla y compartir con ella.
Perfil: Vera Constanza Agudelo Estrada / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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Ómar
Vesga Meneses
A los cinco años ya sabía que quería ser médico y
científico. Por su cabeza rondaban muchas preguntas y
sus manos se empeñaban en descubrir cómo funcionaban
los objetos que atraían su curiosidad. Años después, esa
mente inquieta lo llevó a los laboratorios de la Universidad
de Wisconsin; en este centro de investigación, Omar Vesga
Meneses logró materializar sus sueños de infancia.
La vida de este médico internista parecía resuelta.
Una de las universidades más prestigiosas de Estados
Unidos le otorgó el título de especialista–investigador en
enfermedades infecciosas y reconoció su rigurosidad y su
potencial para emprender una carrera científica exitosa.
Cuatro años de trabajo se vieron reflejados en más de 25
publicaciones que mostraban los resultados de sus estudios;
además, contaba con el respaldo de su profesor, William A.
Craig, reconocido mundialmente por sus aportes en esta
área de la medicina.
Pero una oferta inesperada desvió su camino. En el
año 1997, recibió una invitación que no podía rechazar: la
Universidad de Antioquia, ese “santuario del conocimiento”
que acogió su espíritu librepensador, lo convocó de nuevo
a sus aulas. Los conocimientos de Ómar eran requeridos por
el programa de Colciencias de repatriación de cerebros, una
propuesta que lo llenó de dudas y de ilusiones: “Me sentí
emocionado cuando mi universidad me pidió que fuera uno
de sus profesores; para mí, eso era un sueño”.
Para resolver sus inquietudes y tomar una buena
decisión, acudió a su maestro; las palabras de William Craig
fueron definitivas para que el joven científico regresara a su
país: “Si vuelves a Colombia, aunque me duela perderte, te va
a costar trabajo, vas a pasar dificultades, pero vas a liderar tu
propio proyecto”.
Acostumbrado a recibir consejos y fascinado con la idea
de asumir un reto, llegó el 11 de agosto de 1997 a la Facultad
de Medicina. En un laboratorio viejo, que le trajo a la memoria
sus primeros años de estudiante, comenzó su trabajo. En
el Departamento de Medicina Interna logró consolidar la
sección de enfermedades infecciosas y con el apoyo de tres
de sus colegas fundó la especialización en esta área. Cuando
Omar habla de los primeros egresados de este programa,
busca en su escritorio la fotografía de sus estudiantes, la
sostiene entre sus manos y asegura que se siente orgulloso,
pues les mostró que “la ciencia es una herramienta bellísima
que refleja la honestidad”.
En el Departamento de Farmacología se materializó el
proyecto que presentó en Colciencias para cumplir con los
requisitos de la repatriación. Sus investigaciones sobre las
deficiencias de los medicamentos genéricos que se emplean
para tratar las infecciones fueron el punto de partida
del Grupo Investigador de Problemas en Enfermedades
Infecciosas (GRIPE). Con el apoyo de la universidad, Ómar
abrió las puertas de un nuevo laboratorio que ha alojado
las iniciativas de profesores y estudiantes que, como él, le
declararon su amor a la ciencia.
El equipo de trabajo liderado por Ómar se ha concentrado
en estudiar el uso racional de los medicamentos, la
osteomielitis crónica y la neumonía; además, es líder en la
experimentación con modelos de animales de infección que
permiten mejorar el tratamiento de las enfermedades.
Han pasado 15 años desde que regresó a la universidad,
y se siente satisfecho con la vida que eligió. Todos los días
llega al laboratorio a las cinco de la mañana, y después de
una larga jornada de trabajo, regresa a su casa para conversar
con su esposa. Disfruta la tranquilidad del campo, lo apasiona
la pesca, no le gusta dormir y se declara devoto de los
perros. Cuando mira el camino que ha recorrido, piensa en
su profesor y asegura que sus palabras se cumplieron con
exactitud.
Perfil: Lina María Martínez Mejía / Fotografía: Julián Roldán Alzate
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Germán
Campuzano Maya
En la mañana, Germán escucha música clásica. Detrás de
su escritorio hay una biblioteca que ocupa toda la pared. Hay
flores frescas, retratos de sus hijos y una taza de café caliente
que bebe a sorbos. La secretaria le entrega un papel. Él lo
mira un rato y luego toma el teléfono: “Los resultados salieron
positivos. El paciente tiene leucemia”.
Su laboratorio Clínico Hematológico, el primero en
el país y el mejor de Latinoamérica, es, dice Germán, “un
mal ejemplo que le molesta mucho el Sistema de Salud”
porque los servicios que ofrece —más de cuatrocientas
pruebas— representan un derecho que la ley 100 les negó
a los colombianos. “En Colombia muchas personas mueren
de leucemia sin ser diagnosticadas. Al médico general le
están diciendo que no puede pedir más que un hemograma
básico. Entonces, desde el 93, los hospitales cerraron las
secciones de hematologías”, afirma.
Siendo estudiante de medicina interna, a finales de los
60, le asignaron un paciente. El enfermo era un hombre
de treinta años, piel ambarina, sin aliento. Germán le hizo
exámenes de sangre y con los resultados se presentó ante
el doctor Alberto Restrepo: “‘¿Usted qué cree que tiene su
paciente?’, me preguntó, y yo le dije: ‘El paciente tiene una
enfermedad que me parece que es una ovalocitosis’. Él me
miró de arriba abajo y me volvió a preguntar: ‘¿Qué tiene el
paciente?’. Yo no sabía que él era un experto en hematología
y yo le estaba hablando de una enfermedad que no existía
en Colombia”.
El doctor Restrepo, El príncipe, como le decían sus
colegas por ser preciso y acertado, no sólo reconoció este
hallazgo, sino que le pidió a Germán que trabajara con
él. “Me enseñó todo lo que sabía”, cuenta. Trabajaron en
distintos proyectos: en el montaje de la especialización en
Hematología en la Universidad de Antioquia y en el primer
trasplante de médula ósea de Latinoamérica. La universidad
envió a Germán a Argentina. Cuando regresó, era el primer
oncohematólogo del país. Se dedicó a la investigación, a la
docencia universitaria y al montaje, junto con otros colegas,
de la Clínica de Leucemias y Hematología, la Clínica de
Linfomas y la Clínica de Tumores.
Cuelga el teléfono y toma de la mesa dos placas con
muestras de sangre. “Tenía que encender las alarmas. El
sistema de salud no hace eso, los exámenes de sangre los
entregan con demora y los leen médicos distintos a los que
los ordenaron. Yo me involucro porque si no aviso rápido,
el paciente se puede complicar”, sentencia. En 1975 fundó
su laboratorio clínico especializado, era pequeño y atendía
a pocas personas. Sus servicios hicieron que con el tiempo
aumentaran los pacientes. Diez años después, Germán
decidió dedicarse por completo al laboratorio, que ha sido
pionero en decenas de investigaciones en el país y es un
referente académico para muchos estudiantes de posgrado.
Fue el primer laboratorio en tener toda la infraestructura para
hacer las pruebas del sida en Colombia.
Nunca ha abandonado la academia. Al tiempo que fundó
su laboratorio, creó una capacitación para médicos, que
en 1995 se transformó en la revista Medicina & Laboratorio.
Esta publicación es un programa a distancia en patología
clínica que tiene el crédito de la Universidad de Antioquia
y ha sumado millones de horas en formación de médicos,
especialmente de zonas lejanas como el Vichada, Casanare
y Putumayo.
Germán dice que el estrés que le produce un sistema de
salud mercenario lo combate sembrando Aves del paraíso,
“eso es mejor que cualquier psiquiatra o cardiovascular”.
Camina hacia una puerta que conduce a otro cuarto. Ahí
tiene su microscopio. Sabe que los resultados de las pruebas
de leucemia que se hacen en su laboratorio tienen un acierto
absoluto. Pero insiste. Pone las placas en el objetivo: visualiza
unos círculos violeta, dentro de ellos hay otros más pequeños,
más oscuros. “Ahí está”, enfatiza.
Perfil: Ana María Bedoya Builes / Fotografía: Natalia Botero Oliver
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Daniel
Ortiz Barrientos
No sale del asombro. Abre sus ojos verdes y dice: “Los
genes son inmortales”, como si acabara de enterarse, como
si no llevara quince años comprobándolo a través de sus
binóculos especiales para mirar el pasado. En cada pálpito
llevamos la historia de la existencia. El destino es morir, pero
nuestros genes se perpetuarán como una huella fiel y eterna.
Recuerdos: Daniel en el cuarto oscuro con su padre,
iluminados por una luz roja, tenue. El papel blanco entra en
la cubeta y revela una imagen, un recuerdo. Ahora, corretean
por las laderas frías de Santo Domingo para elevar una
cometa de papel en la manga del rayo o en la casa de piedra.
Daniel rompe la piedra redonda que le entrega su abuelo en
Villa de Leyva; al partirla en dos, la roca descubre un fósil. El
mundo le ofrece secretos.
Hizo suyo el problema de Darwin, pero no sabía nada,
y esa incertidumbre, la pregunta latente por la evolución,
le permitió navegar, sin miedo, en terreno desconocido.
Para su investigación de tesis de grado viajó a la época de
la glaciación y vio migrar a los asiáticos a América por el
estrecho de Bering y fundar pueblos propagando su linaje
hasta el sur: “A través de binóculos genéticos estudiaba el
pasado de los cromosomas. Miré la información genética
de los indígenas —amerindios— colombianos y descubrí
su ascendencia asiática”. Su tesis ganó el Otto de Greiff y
recibió mención de honor en la ceremonia de grado, pero el
título de biólogo otorgado por la Universidad de Antioquia lo
recibió su madre, Pilar, porque él estaba lejos.
Daniel manejó durante horas su Nissan Sentra
desvencijado que lo amenazaba con dejarlo tirado: atravesó
la Sierra Nevada para llegar a Yosemite y encontrarse con
las gigantes secuoyas, estuvo en Mesa Verde donde los
Anasazis fundaron su pueblo, recorrió el paisaje terracota
del Gran Cañón y vio el brazo frío del río Colorado. Fue una
expedición de seis semanas en las que Daniel buscó en cada
paraje una pequeña alada: Drosophila pseudoobscura, mosca
de la fruta. Una noche, mientras descansaba en su carpa, lo
despertaron las luces de una patrulla de policía, era ilegal
acampar ahí. “‘Pero es que yo estoy trabajando, capturando
moscas’, le dije al policía, y me respondió: ‘¿Moscas?’. No me
creía. Me tocó llevarlo al carro y mostrarle la nevera donde
las conservaba. Y me dejó ir”. ¿Moscas? Fue su investigación
de doctorado. Daniel demostró por qué esta mosquita elegía
solo los machos de su propia especie para reproducirse. Su
investigación, que le costó muchos bananos podridos como
cebo, recibió la mención Larry Sandler Award como la mejor
tesis del doctorado en Genética de Drosophila en el mundo.
Por cada respuesta que encuentra, a Daniel le explotan
decenas de preguntas. En su investigación de posdoctorado,
acompañada por su mentor Loren Rieseberg, la inquietud fue
sobre los genes y el ambiente. Acompañado de Aureliano,
un labrador negro —el primero de diecisiete que tendrá
en honor a los Buendía—, recorrió las praderas de Nuevo
México sembradas de girasoles para investigar cómo el
ambiente determina los cruces reproductivos de estas
plantas. “Yo no creo que sepa algo lo suficientemente bien
como para desaprenderlo”, dice Daniel, a quien la Sociedad
de Naturalistas Americanos le otorgó el reconocimiento de
Joven Investigador en Biología Evolutiva, y la Universidad de
Queensland de Australia lo adoptó desde hace cuatro años
como profesor e investigador. Allí sigue curioso e inquieto
por el origen de las especies y las formas.
Aún no sale del asombro. Mira la fotografía donde su hijo
de siete meses de nacido abre los ojos negros —cándidos—,
y dice: “Quiero verlo crecer”. Daniel fantasea un camino entre
el mar y la selva, acompañado de su esposa Antonia y su
hijo, colectando plantas, elevando cometas, y él recitando
el final de un poema de Neruda: “En mi interior de guitarra
hay un aire viejo, seco y sonoro, permanecido, inmóvil, como
una nutrición fiel, como humo: un elemento en descanso,
un aceite vivo: un pájaro de rigor cuida mi cabeza: un ángel
invariable vive en mi espada”.
Perfil: Ana María Bedoya Builes / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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Helena
Espinosa de Restrepo
“Los esposos Curie no hubieran podido trabajar juntos y
ganar el premio Nobel en Medellín”, asegura Helena Espinosa
de Restrepo, guiada por su experiencia. Cuando llegó
procedente de Cali le negaron la posibilidad de ingresar al
Departamento de Patología de la Universidad de Antioquia
porque su esposo, Carlos Restrepo Acevedo, era profesor
allí. Entonces decidió estudiar la Maestría en Salud Pública,
y aunque pasó el examen de admisión, le dijeron que si no
tenía patrocinio de una secretaría o del Ministerio de Salud
no podía matricularse.
Con timidez, pero decidida a agotar sus posibilidades,
estuvo desde las 7:30 de la mañana en el Hotel Nutibara, y se
sentó a esperar hasta que a las 5 de la tarde llegó el Ministro
de Salud, Santiago Rengifo Salcedo. Estaba acompañado
por Héctor Abad Gómez, quien iba a ser el director de Salud
Pública. Ella lo saludó con la familiaridad de acercarse a
alguien que conocía desde la niñez y que, además, había
sido profesor suyo en Medicina, en la Universidad del Valle. El
Ministro no disimuló su sorpresa, entonces Helena empezó a
llorar. Luego de contarle la situación, él llamo a Héctor Abad
y le dijo: “A ella la patrocino yo”.
Fue la única mujer en el primer grupo de médicos y
odontólogos que se graduaron de la Maestría. Para ella no era
una situación ajena, había crecido rodeada de tres hermanos
sin que esto representara algún tipo de exclusión. Rafael
Espinosa, su padre, decía que si solamente podía educar a
uno de sus hijos, elegiría a la mujer porque no quería que
fuera ni monja ni prostituta, ni que tuviera que aguantarse
un esposo porque no le quedaba más opción. Así las cosas,
Helena contaba con todo el apoyo de la familia y el referente
de su abuela María Josefa Fernández, una mujer de carácter
que, según ella, fue la primera maestra de indígenas en
Colombia.
Después de graduarse acompañó a su esposo a
Estados Unidos. Aprovechó esa estadía para tomar cursos
sobre epidemiología, materno infantil y bioestadística,
además trabajó en una investigación sobre enfermedades
cardiovasculares. De regreso a Medellín, creó un programa
de control de hipertensión arterial en el que uno de los
componentes era la educación de los pacientes para que
no abandonaran los tratamientos. La disminución en la
deserción fue justamente uno de los aspectos que más
interesó al funcionario de la Organización Panamericana
de la Salud, OPS, que vino a conocer la experiencia. Así
que le propusieron hacer consultorías para América Latina.
Finalmente, le ofrecieron viajar a Washington a trabajar con
la organización.
A Helena le causa simpatía que la denominen “la madre
de la promoción de la salud en América Latina”. Pero este título
es fácil de entender cuando se conoce que fue la creadora de
la división de promoción de la salud en la OPS. Antes de eso
se desempeñó como jefe del programa de enfermedades del
adulto, desde ese cargo lideró la gestión para que la división
de promoción fuera una política general de la entidad.
Cuando logró su propósito, la nombraron directora del área.
Durante catorce años trabajó en la organización hasta que se
jubiló y regresó al país. No asumió la jubilación como una etapa de descanso.
Continúo brindando asesorías en Colombia y en el exterior.
Para una profesional que además fue Jefe de Epidemiología
en Salud Pública y Secretaria de Salud y Educación en la
Alcaldía de Medellín, la inactividad no es un estado cómodo.
Aún escribe para publicaciones especializadas y acompaña a
estudiantes en el desarrollo de sus investigaciones. No quiere
dejar de lado la promoción de la salud ni perder los vínculos
con la academia porque, a pesar de las dificultades iniciales,
cada vez que Helena regresa a la Universidad de Antioquia
siente que vuelve a casa.
Perfil: Andrés Felipe Restrepo Palacio / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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Guillermo
Pineda Gaviria
La física llegó a mí en un verdadero acto de excentricidad,
simplemente decidí estudiarla por exótica.
Se conocieron en la década del 70, en la universidad,
en un curso sobre filosofía de la ciencia. En aquella época,
“con todo el retardo del caso”, a Medellín la sacudió el
coletazo de la revolución del 68. Todo se cuestionaba
y la vida se intentaba ver con una óptica diferente a la
convencional. Cuenta Guillermo que si el mundo hubiese
tenido arreglo, la juventud de ese entonces lo habría
arreglado.
Ella hacía muy poco que había llegado a la Universidad
de Antioquia, y, claro, él tampoco llevaba mucho rato
allá. Guillermo estaba apenas comenzando a estudiar
Ingeniería Electrónica, pero cuando supo de ella, decidió
dedicarle todo su tiempo y esfuerzo: la física era lo suyo.
¿Y cómo explicárselo a la gente?
Cuándo le preguntaban por ella, lo primero que
él respondía, con un tono soberbio además, era que la
física no servía para nada. Que era, como la filosofía, una
especie de placer personal. Incluso una vez, cuando su
papá quiso saber qué haría después de graduarse como
físico, no tuvo reparos en responderle: “Pues sentarme a
leer todos los libros de física que he comprado y que no
he tenido tiempo ni de mirar por estar estudiando”.
Sin embargo, aun sin terminar la carrera comenzó a dar
clases en la universidad. En ese entonces pocos eran los
físicos graduados y como la investigación no le llamaba
la atención, decidió que su camino sería la docencia,
actividad que nace, según Guillermo, del egoísmo: “Lo
mejor para aprender es enseñar. Se dice que aquel que no
sabe, enseña; que aquel que no sabe enseñar, investiga,
y que aquel que no sabe ni enseñar ni investigar es jefe
de algo”.
Pero no solo del egoísmo se alimenta esa pasión
por la enseñanza. A lo largo de su actividad docente
ha descubierto que, en Colombia, la ciencia no tiene
arraigo y que sus bases están falseadas por culpa de la
poca preparación docente, especialmente en primaria
y bachillerato. Conscientes de esto, Guillermo y otros
colegas crearon el proyecto Galileo. Inspirados en la obra
de este astrónomo, físico, matemático y filósofo italiano,
comenzaron a construir y a vender aparatos para que
los profesores enseñasen física de una mejor manera, ya
que estos se quejaban de no poder hacerlo por falta de
recursos didácticos.
Luego de un tiempo cambiaron de actividad y optaron
por dedicarse a la creación de museos interactivos.
Construyeron la Sala Galileo, que funcionó durante más de
diez años en el sótano del Museo Universitario y que sirvió
de inspiración para otros proyectos como el Museo de
EPM. “Descubrimos que la disculpa de no poder enseñar
física por falta de equipos era falsa. Para enseñar física
no se necesitan grandes aparatos, la física se enseña en
la cotidianeidad, y aquel que no lo pueda hacer de esta
manera es porque no tiene nada que decir y nada que
enseñar.”
Para inaugurar la Sala Galileo, en el 2001, realizaron
Historias de la ciencia, un programa radial que todavía
sigue vigente, con más de 270 programas grabados,
disponibles en internet. La intención es generar cultura
científica en un país que la necesita con apremio: “No nos
interesaba hacer la eterna revista de ciencia, que lleva a
un investigador a contar temas que solo a él le interesan
y solo él entiende. Nuestro propósito es que cualquier
persona pueda comprenderlo, porque la ciencia habla en
un lenguaje ininteligible para la mayoría de las personas y
eso es lo que he querido cambiar, ahí es donde he querido
hacer mi pequeño aporte”.
Perfil: Santiago Orrego Roldán / Fotografía: Sergio González Álvarez
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