1921 El Protectorado español en Marruecos 1877 Esta recopilación, que no pretende ser exhaustiva, pero sí cuidadosa en su selección, esboza la trascendencia de la obra humana en campos tan diversos como la educación, la literatura, la pintura, la diplomacia o la política, sin olvidar la mención a los muchos héroes de las campañas militares. Encontrará el lector biografías extensas junto a otras de menor densidad, y que se han completado con unas semblanzas más escuetas recogidas de la web www.lahistoriatrascendida.es. Han sido realizadas por un abanico de especialistas, conformando un todo donde priman la emoción y el sentimiento más que el corsé academicista. Todo ello se acompaña de una cuidada selección de fotografías documentales y de un ensayo visual contemporáneo. Repertorio biográfico y emocional www.lahistoriatrascendida.es Colección páginas de historia Esta obra nace con ánimo de trasladar al lector a la época más significativa de la presencia española en el norte de África. Mediante una selección de semblanzas y biografías, se recorren los diferentes periodos cronológicos en los que se desarrolló la obra de España en el Protectorado de Marruecos. A través de sus páginas desfilan numerosas historias personales, enmarcadas en batallas, traiciones, hazañas, esperanzas y esfuerzos sociales y artísticos. Enlazado de forma temporal y temática se presenta un repertorio de los personajes de toda índole y nacionalidad que protagonizaron aquellos hechos. Con esta obra se pretende ofrecer al investigador y estudioso, o simplemente al público interesado en la materia, una herramienta útil y amena, a la vez que una muestra de la riqueza intelectual y humana de algunos de los hombres y mujeres que forjaron la historia de nuestro Protectorado en Marruecos. Volumen I Dirección de José Manuel Guerrero Acosta 2 1 1 Joaquín Costa retratado por Victoriano Balasanz, 1913. Cortesía Ayuntamiento de Zaragoza. p. 47 3 2 4 2 El Padre Lerchundi retratado por Federico Godoy, 1894. p. 72 3 Théophile Pierre Delcassé, ministro de la Guerra francés. Agence Meurisse. Bibliothèque Nationale de France. p. 64 4 El pintor Josep Tapiró en su estudio. El Heraldo de Cataluña, 1921. p. 112 5 4 5 Muley Hafid Ben Hassán, el sultán destituido, en el exilio. Marsella, 15 de agosto de 1912. Agence Rol. Bibliothèque Nationale de France. p. 121 6 7 5 6 Alfonso XIII vistiendo el uniforme del Cuerpo de Ingenieros en 1909. Fotografía de Ortiz Echagüe. Cortesía AGMM-IHCM. p. 117 7 El general Francisco Larrea y Liso. Dominó el Rif oriental sin disparar un tiro en 1909, organizó las fuerzas indígenas y fue comandante general de Ceuta al inicio del Protectorado. Legado Fernando Valderrama. Biblioteca Islámica «Félix Mª Pareja» (Aecid). p. 130 8 9 6 8 El general Lyautey visita Madrid en 1914. De derecha a izquierda: general Marina (alto comisario), Lyautey, Geoffray (embajador de Francia en Madrid). Agence Rol. Bibliothèque Nationale de France. pp. 120 y 135 9 El presidente del Gobierno Eduardo Dato y el general Marina. Madrid, marzo de 1914. Agence Rol. Bibliothèque Nationale de France. pp. 135 y 204 10 11 10 El cabo Luis Noval Ferrao, fototipia basada en el pergamino conservado en el Museo del Ejército. Colección particular. p. 137 11 Retratos de Felipe Alfau Mendoza y José Marina Vega, Tetuán. Fotografía de Francisco García Cortés. Legado Fernando Valderrama. Biblioteca Islámica «Félix Mª Pareja» (Aecid). pp. 135 y 191 12 8 13 12 Retrato fotográfico de El Roghi, Illustrated London News, 1910. p. 142 13 El general Manuel Fernández Silvestre. Cortesía AGMM-IHCM. p. 196 14 14 Grupo de mandos con ocasión del viaje del ministro vizconde de Eza al territorio de Melilla. En la primera fila, el quinto por la izquierda es el general Neila (con su Laureada ganada en la defensa de Cascorro en 1897, cuando era capitán); a su izquierda, con salacot, el coronel Jiménez Arroyo, detrás, el coronel Morales; a su izquierda, el coronel Gómez-Jordana Sousa, jefe del E. M. del general Berenguer; Berenguer mismo y después el ministro Eza, con lazo de pajarita al cuello; de seguido Fernández Silvestre con su tullida mano izquierda en impremeditado gesto; a su izquierda, el general Monteverde, segundo jefe de la Comandancia; los dos últimos son el coronel Sánchez Monge, jefe del E. M. de la Comandancia, y el teniente coronel Dávila, jefe de Operaciones con Silvestre. Fotografía sin firma ni sello, atribuible al capitán Carlos Lázaro, julio de 1920. Legado Silvestre. Colección Pando. pp. 192, 196 y 342 15 10 16 15 Fotografía de Felipe Navarro y Ceballos-Escalera durante su cautiverio en Axdir. Revista Nuevo Mundo, 1923. p. 197 16 Visita de la reina Victoria Eugenia a Marruecos, 1927. Postal de época. Cortesía Archivo José Luis Gómez Barceló. p. 203 17 18 11 17 Dámaso Berenguer (izquierda) acompaña al ministro De la Cierva (centro) y al general Cabanellas (derecha), enero de 1922. Fotografía de Lázaro. Archivo Agencia EFE. p. 192 18 Los generales Silvestre y Navarro en Afrau, el día de su ocupación por las fuerzas de la Comandancia General de Melilla, invierno de 1920. Postal de época. pp. 196-197 19 12 19 El coronel Pedro Vives Vich, padre de la aviación militar española. p. 215 21 13 20 20 El general José Villalba Riquelme. Cortesía Archivo Martínez-Simancas. p. 210 21 El teniente coronel Antonio García Pérez poco después de su regreso de Marruecos. Cortesía Archivo MartínezSimancas. p. 205 22 14 22 El alto comisario Gómez Jordana (padre), junto al presidente conde de Romanones, en su visita a Marruecos, julio de 1914. Cortesía Archivo Gómez-Jordana. p. 209 23 25 15 24 23 Fotografía del capitán de Infantería Asensi, héroe de la retirada de la columna de Zoco el-Telatza hacia la zona francesa, 1921. Cortesía Archivo Jorge Garrido Laguna. p. 234 24 El capitán Alonso Estringana. Cortesía Archivo Javier Sánchez Regaña. p. 221 25 El sargento Francisco Basallo se reencuentra con su madre en Melilla, tras su regreso del cautiverio en Axdir. Revista Nuevo Mundo, 1923. p. 255 1 26 27 26 El capitán José de la Lama convaleciendo de sus heridas,1911. Fotografía de Juan Pando Despierto. p. 327 27 Estatua yacente en cobre, que homenajea al comandante Julio Benítez Benítez, muerto en la defensa de Igueriben, de Julio González Pola. Museo del Ejército de Toledo. p. 257 28 17 29 28 El teniente coronel Fernando Primo de Rivera, laureado por su comportamiento en la retirada de Annual y defensa de Monte Arruit al frente del Regimiento de Alcántara. Cortesía AGMM-IHCM. p. 344 29 Busto en bronce de Diego Flomesta Moya, prisionero en Abarrán, de Garrón. Academia de Artillería de Segovia. p. 323 30 18 30 El coronel Gabriel de Morales, gran conocedor de los indígenas del Rif, durante una visita a la cabila de Beni Bu Ifrur, 1920. Cortesía Archivo General de Melilla. Colecciones Gráficas. p. 342 31 19 32 31 Los hermanos Abd el-Krim con el empresario y filántropo Echevarrieta durante las arduas negociaciones para la liberación de los prisioneros de Monte Arruit, 1923. Cortesía AGMM-IHCM. pp. 349 y 383 32 El jerife de Yebala El Raisuni en Tazarut, septiembre de 1922. Archivo Agencia EFE. p. 411 Territorio y organización Territorio y organización Tras la firma del Convenio franco-español del 27 de noviembre de 1912 y la posterior aceptación del sultán a través del dahir del 13 de mayo de 1913, se instauró el Protectorado hispano-francés en Marruecos. El artículo 1 del Convenio determinó que «El Gobierno de la República francesa reconoce que, en la zona de influencia española toca a España velar por la tranquilidad de dicha zona y prestar su asistencia al Gobierno marroquí para la introducción de todas los reformas administrativas, económicas, financieras, judiciales y militares de que necesita, así como para todos los Reglamentos nuevos y las modificaciones de los Reglamentos existentes que esas reformas llevan consigo, conforme a la Declaración franco-inglesa de 8 de abril de 1904 y al Acuerdo franco-alemán de 4 de noviembre de 1911. Las regiones comprendidas en la zona de influencia determinada en el artículo II continuarán bajo la autoridad civil y religiosa del Sultán en las condiciones del presente Acuerdo. Dichas regiones serán administradas, con la intervención de un Alto Comisario español, por un Jalifa que el Sultán escogerá de una lista de dos candidatos presentados por el Gobierno español. Las funciones de Jalifa no le serán mantenidas o retiradas al titular más que con el consentimiento del Gobierno español». Marruecos quedó dividido en dos mitades, asimétricas en su extensión y poblamiento, siendo el norte de Marruecos la parte asignada a España para ejercer su protectorado. Los artículos 2 y 3 del Convenio establecieron los límites de la zona de Marruecos que quedaría bajo la influencia española. «En el Norte de Marruecos, la frontera separativa de las zonas de influencia española y francesa partirá de la embocadura del Muluya y remontará la vaguada de este río hasta un kilómetro aguas abajo de Mexera Klila [...] Al Sur de Marruecos, la frontera de las zonas española y francesa estará definida por la vaguada del Uad Draa, remontándola desde el mar hasta su encuentro con el meridiano 11° al Oeste de París y continuará por dicho meridiano hacia el Sur hasta su encuentro con el paralelo 27° 40' de latitud Norte. Al Sur de este paralelo, los artículos V y VI del Convenio de 3 de octubre de 1904 continuarán siendo aplicables. Las regiones marroquíes situadas al Norte y al Este de los límites indicados en este párrafo pertenecerán a la zona francesa». «Habiendo concedido a España el Gobierno marroquí, por el artículo 8.° del Tratado de 26 de abril de 1860 un establecimiento en Santa Cruz de Mar Pequeña (Ifni), queda entendido que el territorio de este establecimiento tendrá los límites siguientes; al Norte el Uad Bu Sedra, desde su embocadura; al Sur el Uad Nun, desde su embocadura, al Este una línea que diste unos 25 kilómetros de la costa». El norte de Marruecos La parte norte de Marruecos es una zona litoral con una extensión de veinte mil kilómetros cuadrados. Al norte linda con el mar Mediterráneo y al oeste con el océano Atlántico. Síntesis de sus cuatro países: Garb, Gomara, Rif y Yebala, el conjunto protectoral conservaba, en su fachada mediterránea, las ciudades de Ceuta y Melilla, que mantuvieron —como hasta ahora— su condición de plazas de soberanía española. A esto se sumaba el condominio diplomático de las grandes potencias sobre Tánger, que dio lugar al establecimiento, en 1912, de la llamada Zona Internacional. 21 22 Territorio y organización Territorio y organización 23 Mapa que representa la división administrativa de la zona de protectorado español sobre Marruecos editado por Francisco Villar Salamanca, delineante de la Administración de la Zona, septiembre de 1943. Archivo Legión / Agencia EFE. Territorio y organización En un principio, el territorio quedó dividido en amplias demarcaciones bajo la autoridad de las comandancias generales de Ceuta, Melilla y Larache (Real Orden de 24-4-1913), que eran las encargadas de extender la influencia española y administrar las zonas ocupadas a través de las correspondientes oficinas de Asuntos Indígenas según las instrucciones del alto comisario. Posteriormente, en 1918 (Real Decreto de 11-12-1918), se transformó su organización, quedando dividido el territorio en dos zonas, una occidental y otra oriental, sometidas a las comandancias militares de Melilla y Ceuta. En 1927 el territorio se organiza en regiones. Más tarde, el régimen de la Segunda República estableció, a través del Decreto de 29-12-1931, seis regiones: tres civiles (Yebala Occidental, Yebala Oriental y Oriental) y tres militares (Yebala Central, Gomara-Chauen y Rif). El Servicio de Intervenciones dividió en el año 1935 el territorio en cinco regiones, a través del Decreto de 15-2-1935: Yebala, Lucus, Gomara, Rif y Kert, manteniéndose esta división hasta el final del Protectorado, excepto la integración de Beni Said en Yebala. Las regiones se constituyeron como las unidades político-administrativas que agruparon a las diferentes cabilas o tribus. La Alta Comisaría adscribió a cada cabila una oficina interventora. 24 Tánger, ciudad internacional Tánger, una de las ciudades míticas del Mediterráneo de los años treinta y cuarenta del siglo XX, gozó de un estatus especial. La Zona Internacional de Tánger comprendía la ciudad marroquí y su hinterland. Tánger no estuvo, por tanto, bajo control español excepto por un corto periodo de tiempo, a pesar de estar situada geográficamente en el norte de Marruecos, sino que su gobierno y administración estuvieron bajo el mando de una comisión internacional compuesta por varios países. Por su situación geográfica, junto al estrecho de Gibraltar, Tánger fue un enclave estratégico en el norte de África desde la Antigüedad, convirtiéndose en el centro del tráfico mediterráneo. No en vano fue denominada «la puerta de África». Su estatus de ciudad internacional la convirtió en el punto de encuentro de las culturas árabe, cristiana y judía, y su permisividad en materia impositiva, en lo que hoy denominaríamos un paraíso fiscal, por lo que allí instalaron su sede muchas empresas multinacionales de aquella época. El contexto histórico en el que se sitúa el Estatuto de Tánger como ciudad internacional fue un periodo convulso dentro de la historia. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, la ciudad se llenó de refugiados, aventureros y espías de diferentes nacionalidades, convirtiéndose en un centro de negocios, bohemia cultural y espionaje, y en escenario para la fantasía pictórica, literaria y cinematográfica. El Estatuto de Tánger fue suscrito en un primer momento por España, Francia y el Reino Unido el 18 de diciembre de 1923. La administración de la ciudad y la de su periferia pasaron a ser confiadas a los representantes de las tres potencias, a las que se unió Italia en 1928, y posteriormente se sumarían Portugal, Bélgica y los Países Bajos. El Estatuto de Tánger dispuso en su artículo 5 que «la Zona de Tánger dispondrá, por delegación de S. M. jerifiana y a reserva de las excepciones previstas, de los más amplios Territorio y organización poderes legislativos y administrativos. Esta delegación es permanente y general, salvo en materia diplomática, en la que nada se deroga de las disposiciones del artículo 5 del Tratado de Protectorado de 30 de mayo de 1912». El sultán, como soberano del Imperio jerifiano, conservó su jurisdicción sobre la población indígena de la Zona, y estaba representado por un mendub (alto comisario), que sería el jefe de la Administración indígena. Para auxiliar al mendub se nombró a un personal controlado por el Negociado de Asuntos Indígenas de la Residencia General Francesa de Rabat. En todos los demás asuntos de interés interior, la zona y la Administración de Tánger fueron autónomas. El poder legislativo estaba controlado por la Asamblea Legislativa internacional, compuesta de veintiséis miembros, de los cuales seis eran musulmanes, cuatro españoles, cuatro franceses, tres ingleses, tres italianos, tres judíos, uno belga, uno holandés, uno portugués y uno norteamericano. Las decisiones de la Asamblea Legislativa debían ser ratificadas por un Comité de Control, compuesto por los cónsules de carrera de las potencias participantes. Además de legislar sus propias leyes, tenía un régimen arancelario especial, un tribunal mixto de justicia y su propia policía. A pesar de las tesis incorporacionistas de España para que la zona de Tánger formara parte de su Protectorado, fue el criterio internacionalista británico el que se impuso y, excepto por un periodo de ocupación española durante la Segunda Guerra Mundial, se mantuvo como un enclave internacional hasta la independencia de Marruecos. La ocupación española de Tánger tuvo lugar entre 1940 y 1945. El 14 de junio de 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, el mismo día de la entrada de las tropas alemanas en París, una nota del Ministerio de Asuntos Exteriores, del ministro Juan Beigbeder, establecía que «con objeto de garantizar la neutralidad de la Zona y ciudad de Tánger, el Gobierno Español ha resuelto encargarse provisionalmente de los servicios de Vigilancia, Policía y Seguridad de la Zona, para lo cual han penetrado esta mañana fuerzas de la Mehalla. Quedan garantizados todos los servicios existentes, que continuarán funcionando normalmente». El 30 de julio de 1940 el ministro de España en Tánger, Manuel Amieva y Escandón, fue nombrado administrador de la ciudad al frente de la Asamblea Legislativa. El 3 de noviembre del mismo año, un bando del coronel Antonio Yuste ordenó el cese de las funciones del Comité de Control, de la Asamblea Legislativa y de la Oficina Mixta de Información, asumiendo las funciones de delegado del alto comisario e incorporando la Zona de Tánger al Protectorado español en Marruecos. Dos días antes, otro bando había restablecido la circulación de la peseta en Tánger con fuerza liberatoria, suprimida desde 1936. En noviembre de 1940, Tánger sería anexionada al Protectorado español de Marruecos y suprimidos los órganos internacionales que hasta entonces habían regido su destino. Esta anexión vino acompañada por la aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas, del año 1939, seguida de represión contra aquellos funcionarios que habían permanecido fieles a la República española. Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, las autoridades franquistas devolvieron la ciudad a su estatus internacional: el 11 de octubre sería restablecida la administración internacional por iniciativa de los Gobiernos norteamericano, británico y soviético. El 1 de enero de 1957, tras la independencia de Marruecos, las potencias administradoras pusieron fin al régimen internacional, no siendo definitiva la incorporación de Tánger a Marruecos hasta el 11 de abril de 1960. 25 Este libro se encadena, ampliando su dimensión informativa, con la página web www.lahistoriatrascendida.es 1921 Colección páginas de historia Volumen I Repertorio biográfico y emocional El Protectorado español en Marruecos 1877 Dirección de José Manuel Guerrero Acosta Presentación 31 33 1877 Ignacio Sánchez Galán José Manuel Guerrero Acosta I. Los precursores I.I Con el pensamiento en la otra orilla 43 47 64 68 I.II 72 109 110 112 117 118 119 120 121 125 130 131 135 142 II. Abd al-Aziz, Muley Ben Hassán Alfonso XIII Canalejas y Méndez, José Figueroa y Torres, Álvaro de Geoffray, Léon Marcel Hafid Ben Hassán, Muley Muley Hassán I Larrea y Liso, Francisco León y Castillo, Fernando, marqués del Muni Marina Vega, José Heridas tempranas 137 1912 Cenarro Cubedo, Severo Lerchundi y Lerchundi, José Antonio Ramón de (Padre Lerchundi) Nieto Rosado, Juan Ovilo Canales, Felipe Tapiró i Baró, Josep Príncipes y embajadores 115 I.IV Cervera Baviera, Julio Costa Martínez, Joaquín Delcassé, Théophile Pierre Ribera y Tarragó, Julián Ensoñaciones y realidades 71 I.III Noval Ferrao, Luis (el cabo Noval) Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi (conocido como Muley Mohammed Ben Muley el Hassán Ben Es-Sultan Sidi-Mohammed Bu-Hamara. El Rogui) Años de tempestades Sangre en los campos del Rif (1912-1921) II.I 1912 Los responsables 191 192 193 196 196 197 Alfau Mendoza, Felipe Berenguer Fusté, Dámaso Bermúdez de Castro y O'Lawlor, Salvador, segundo marqués de Lema y segundo duque de Ripalda Fernández Silvestre, Manuel Marichalar y Monreal, Luis de Navarro y Ceballos-Escalera, Felipe 1927 II.II Los imprescindibles 199 203 204 205 209 209 210 215 II.III Los sacrificables 221 229 232 234 253 255 257 265 268 290 319 322 323 325 327 342 343 344 345 347 347 II.IV Alonso Estringana, Francisco Alzugaray y Goicoechea, Emilio Arenas Gaspar, Félix Asensi Rodríguez, Francisco Barreiro Álvarez, Manuel Basallo Becerra, Francisco Benítez y Benítez, Julio Bens Argandoña, Francisco Bernal González, Elías y Dueñas y Sánchez, Francisco de Buzian, Al-lal-Gatif Ben y Vicente Cascante, Moisés Casado Escudero, Luis Castro Girona, Alberto Flomesta Moya, Diego García Martín, Mariano Lama y de la Lama, José de la Morales y Mendigutía, Gabriel Muñoz-Mateos y Montoya, Luis Primo de Rivera y Orbaneja, Fernando Ramos-Izquierdo y Gener, Rafael Rodríguez Fontanes, Carlos Vázquez Bernabéu, Antonio Los rebeldes 349 383 406 411 II.V Angoloti y Mesa, Carmen, duquesa de la Victoria Battenberg, Ena de (Victoria Eugenia) Dato e Iradier, Eduardo García Pérez, Antonio Gómez Jordana, Francisco Pagés Miravé, Fidel Villalba Riquelme, José Vives Vich, Pedro Abd el-Krim El Jattabi, Mhamed Abd el-Krim El Jattabi, Mohammed Amezzián, Sidi Mohammed El Raisuni, Muley Ahmed Ben Mohammed Ben Abdallah Los leales 449 452 Abd el-Kader Tayeb, Ben Chiqri Ahmed El Hach Abd el-Malek Meheddin Apéndices 482 Cronología Juan Pando Despierto 498 Índice Onomástico / Toponímico / Temático Ignacio Sánchez Galán Presidente de Iberdrola En noviembre de 2013, tuve el honor de presentar, junto al ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación del Gobierno de España, José Manuel García-Margallo, la obra El Protectorado español en Marruecos: la historia trascendida, que ya se ha convertido en una referencia obligada para todos los estudiosos de este periodo histórico. Aquel día manifesté que, para Iberdrola, era una grandísima satisfacción respaldar un proyecto editorial que, coincidiendo con el centenario de la instauración del Protectorado español en Marruecos, tenía como principal objetivo contribuir a recuperar unos hechos históricos que no deben caer en el olvido. Dos años después, damos continuidad a ese proyecto con la publicación de una nueva obra, El Protectorado español en Marruecos. Repertorio biográfico y emocional, con la que queremos recordar a las personas que protagonizaron esos hechos históricos, en campos tan diversos como la diplomacia, la política, la educación, la literatura o la pintura, sin olvidar a los militares que participaron en las distintas campañas. Para ello, este libro reúne más de ciento sesenta biografías de personajes relevantes, a través de las cuales podemos seguir profundizando, desde un punto de vista más humano, en un protectorado que —con sus luces y sus sombras— tanto supuso para Marruecos y para España. En este sentido, hay que destacar la singularidad de este protectorado que, después de unos primeros años algo convulsos, se caracterizó por una buena convivencia social, gracias a las mujeres y a los hombres —españoles y marroquíes— que lo vivieron en primera persona y que supieron construir un espacio común de entendimiento, sobre las bases de la cooperación y el respeto a la diversidad; un espacio de influencia recíproca, que se retrata a la perfección en la obra La historia trascendida y que ahora se completa con el Repertorio biográfico y emocional. Personalmente, considero que la reflexión histórica es clave para las sociedades y para los individuos, por cuanto nos permite aprender de los errores, profundizar en los aciertos, entender los distintos comportamientos y ahondar en las diferentes sensibilidades. Por ello, agradezco a todas las personas que han participado en esta publicación su trabajo y su esfuerzo, y animo a todos los estudiosos y aficionados a disfrutarla y a ahondar aún más en este periodo de nuestra historia. 31 2 José Manuel Guerrero Acosta Director de la obra Este libro no es un diccionario biográfico. Tampoco pretende ser una exhaustiva recopilación de personajes importantes. Únicamente aspira a servir de amena herramienta a aquel lector que quiera aproximarse a la vida de unos seres que fueron protagonistas de las pequeñas y grandes historias de nuestro Protectorado en Marruecos. Esta obra es deudora tanto en su génesis como en una parte fundamental de su contenido a la labor entusiasta y sentida de nuestro entrañable historiador Juan Pando Despierto, a su maestría para el ensayo y a su cariño por nuestra Historia con mayúsculas. Y en particular, a su sensibilidad para comprender y saber divulgar la enorme, y poco conocida, cuando no denostada, labor de España en aquella parte del norte de África que nos correspondió administrar en nombre del sultán de Marruecos. Algo que llamará la atención del lector será la diversa extensión de las biografías recopiladas en este trabajo. Cierto número de estas semblanzas biográficas nacieron con ocasión de la publicación del libro El Protectorado español en Marruecos: la historia trascendida y la web www.lahistoriatrascendida.es, creada para complementarlo. El resto han sido elaboradas por un elenco de autores que han dedicado a cada personaje una extensión similar, matizada por su importancia y por la información disponible. En ambos extremos, tanto las biografías más largas como la mayor parte de las de menor extensión impresas desde la web se deben a la mano de Juan Pando, decano de los que hemos formado parte de este equipo de trabajo. Desfilan por las páginas de este libro una galería de mujeres y hombres, un reparto de papeles agrupados por los quehaceres, profesiones o ideales que les unieron ante el destino. En este dramatis personae, que diría el teatro clásico, abundan los militares, como no podía ser menos por el destacado papel que jugaron en los años de campañas y en la administración. Pero también médicos, arquitectos, educadores, escritores... Y, durante la lectura de sus respectivos recorridos vitales, aparecen las acciones que protagonizaron y sus realizaciones, a veces inmensas, a veces anecdóticas, otras veces sencillamente heroicas, aunque no esté de moda el término. Sus aciertos y errores, las luces y sombras de la política, de la diplomacia y de la milicia de una época convulsa, pero apasionante. Entre la tinta de las letras y las imágenes impresas se encontrarán la tragedia de la guerra y las esperanzas y realizaciones de la paz. 33 34 En gran medida España afrontó su labor en el Protectorado con un espíritu muy cercano a aquel en que tradicionalmente se había fundamentado nuestra obra de conquista y evangelización en ultramar. Baste recordar la forma en que debían desarrollar su labor los interventores, los representantes más visibles de la administración española desplegados por aquella agreste zona norte del Imperio de Marruecos. En los escritos fundacionales de la academia de formación de estos se definía al interventor como hombre joven, cristiano, generoso y dado a la hidalguía. La frase resume unos postulados básicos: juventud para enfrentar la tarea con entusiasmo, y religiosidad y desinterés para dar el mejor trato a los administrados. Al interventor se le ha definido como la piedra angular del Protectorado español en Marruecos1. Sus cometidos eran muy diversos. Eran los ejes del engranaje de la Delegación de Asuntos Indígenas, el enlace entre las autoridades españolas y las del jalifa o representante del sultán. Supervisaban la educación, los impuestos, el censo de la población, las armas particulares; mediaban en justicia; ayudaban a los médicos en las campañas de vacunación o en el control de las epidemias y en el funcionamiento de los dispensarios. Ello da idea de ese espíritu con que España quiso afrontar sus responsabilidades en el Protectorado. Como ejemplo de estos interventores puede citarse a Andrés Sánchez Pérez, una de las muchas figuras rescatadas del olvido con las que el lector va a encontrarse a lo largo de estas páginas. Antes de que se materializara el Protectorado, hubo hombres que soñaron con una España volcada en la labor social, política y apostólica en el norte de África. Porque desde siempre, la orilla sur del Mediterráneo había estado más presente en la vida de muchos españoles que la realidad del otro lado de los Pirineos. Los proyectos de la intelectualidad del fin del diecinueve —el Padre Lerchundi, Joaquín Costa o Severo Cenarro, o las mistificaciones orientalistas reflejadas por los pinceles de Josep Tapiró— abrieron el camino a políticos y diplomáticos. Aunque los ideales no siempre cristalizaron como hubieran querido aquellos que los imaginaron. Es evidente que hubo luces y sombras. Al socaire de aquellas buenas intenciones, medraron también no pocos oportunistas, aunque en aquellas improductivas tierras que nos tocaron en el reparto de la Conferencia de Algeciras pudieron enriquecerse más bien pocos. En el acta de dicho acuerdo diplomático se establecía que las potencias administradoras, España y Francia, se ocuparían de «asegurar el orden, la paz y la seguridad». La primera etapa de nuestra presencia chocó con la rebeldía de algunas de las tribus rifeñas más irreductibles y de líderes como El Roghi; y luego, bajo la idea de la penetración pacífica, con la resistencia armada de algunos líderes normarroquíes —El Raisuni, Abd el-Krim— que nunca reconocerían la autoridad del sultán ni la de sus infieles representantes europeos. La colisión entre dos mundos de tan diferente cultura, religión, economía e intereses cabía esperarse. Sin embargo, es evidente que en términos generales fue mucho menos virulenta que la que encontraron otras aventuras coloniales europeas en el continente africano. Qué duda cabe de que los prejuicios ancestrales contra los moros se hallaban vivos en parte de la sociedad española de principios del siglo XX, y abundaban actitudes despreciativas o cuando menos de claro signo paternalista. Pero también fueron muchos los que vieron en los nativos seres humanos merecedores de todo el respeto. Frente a los abusos comunes en todas las guerras de ciertos individuos, convertidos en vulgar soldadesca —los hubo por ambas partes en momentos puntuales, como las atrocidades cometidas contra nuestros soldados indefensos de Monte Arruit o la posterior revancha española—, brillan los ejemplos de españoles y marroquíes que trataron al vecino de la otra orilla con consideración y con afecto. Hubo muchos normarroquíes que fueron amigos fieles, como aquel Abd el-Malek Meheddin, igual que hubo españoles que comprendieron y conocieron a los marroquíes, como, por citar un ejemplo, el coronel Morales, oficial de la Policía Indígena cuyos adversarios rifeños devolvieron respetuosamente su cadáver tras la debacle de Annual. Por estas páginas desfilarán semblanzas sencillas de muchos de los soldados que cayeron en cumplimiento del deber en las colinas y barrancos del Rif, Yebala, el Kert o Gomara, y completas y emocionantes biografías que por vez primera ponen en valor la grandeza de figuras de leyenda como Gónzalez-Tablas, Valenzuela o los capitanes Alonso y Asensi, héroes olvidados de la retirada de Zoco el Telatza en el verano de sangre de 1921. No faltan personajes arquetípicos de la violenta aventura africana, como El Raisuni y su enemigo, el general Fernández Silvestre, cuyas personalidades enfrentadas quedaron definidas en aquel título cinematográfico de El viento y el león. La tónica general con que la mayor parte de los representantes de la milicia y de la administración hispana en el Protectorado se enfrentaron a su labor no fue la de sacar provecho del moro; más bien, fueron los habitantes del norte de Marruecos los que resultaron a la postre beneficiados por la acción de una España que, dentro de sus limitaciones materiales, puso en marcha una enorme maquinaria. En un primer tiempo, sería de carácter bélico al servicio del sultán; posteriormente lo fue de desarrollo social, político y cultural. En realidad, esta última siempre estuvo en funcionamiento de forma paralela a la militar, pero alcanzaría su cenit a partir de la tercera década del siglo XX, tras el punto de inflexión que significaron el desembarco de Alhucemas y la paz de 1927. España no podía esquilmar el norte de Marruecos como hicieron otras potencias coloniales, aunque se lo hubiera propuesto, porque las posibilidades naturales del territorio que nos fue adjudicado en el reparto de 1912 no lo permitían. Pudo haberse desentendido de la suerte de sus habitantes, pero tampoco lo hizo. Para la historia quedan ejemplos como la generosa obra asistencial de la eficaz doctora y grandiosa mujer María del Monte, que desarrolló durante el mandato en la Alta Comisaría de su protector, el teniente general conde de Jordana. Y, después de la guerra, mientras en la Península se pasaban hambre y estrecheces económicas y el Auxilio Social no daba abasto en pueblos y ciudades, en el Marruecos español se hacían obras públicas y se levantaban dispensarios médicos y escuelas. Y se ampliaban y desarrollaban los núcleos urbanos, donde aparecieron barriadas integradas en las antiguas medinas y no de espaldas a estas. Mientras en la metrópoli de la posguerra estaba prohibida toda especie de actividad política al margen del Régimen, en el Marruecos español se permitieron los partidos y hasta recibieron financiación sus actividades y medios de difusión. La misma Liga Árabe reconoció el aumento del nivel de vida que se produjo en la zona española gracias al empeño del Gobierno de Madrid. Su mayor expresión se alcanzó probablemente durante el periodo de mandato como alto comisario del bilaureado general José Enrique Varela Iglesias. Varela desarrolló una importante labor para elevar las condiciones de vida de la población autóctona entre 1945 y 1951. Tanto el alto comisario como la doctrina oficial del Gobierno español sobre el Protectorado consideraban que el fin del mismo era la «emancipación del pueblo marroquí» y que para ello era fundamental la educación2. Un ejemplo de la labor por avanzar en el campo educativo y cultural es el de Mariano Bertuchi, el pintor de la luz, el paisaje y el paisanaje de Marruecos y su labor al frente de la Escuela de Bellas Artes de Tetuán. Y, como no hablamos solo de españoles y marroquíes, recordaremos 35 al escritor Paul Bowles, que, más allá de la fama obtenida de sus novelas, brilla en estas páginas por su labor de recopilación del folclore de la zona norte que constituye hoy día una colección única en su género en todo el continente africano. En aquellos años cuarenta y cincuenta, destacados arquitectos como Pedro Muguruza proyectaban ensanches urbanos en ciudades como Tetuán, de una forma diametralmente opuesta a los que se realizaban en la zona francesa, es decir, integrando la parte nueva de la ciudad en la parte tradicional de la antigua medina musulmana, evitando así su aislamiento o convertirla en un gueto, como ocurrió en el Argel de los años cuarenta. Si bien es cierto que la relativa libertad política concedida en el Protectorado español durante la posguerra fue una herramienta que la administración franquista utilizó para encauzar el incipiente nacionalismo y oponerse a la acción de Francia en la zona sur, también lo es que facilitó el camino hacia la madurez política y la independencia. Una independencia ya presentida como inevitable en informes que manejaban los servicios de información españoles y el propio alto comisario García-Valiño a primeros de 1955, cuando el caos se adueñaba del Protectorado francés, mientras en el español la situación era de calma. Las instrucciones que recibieron todas las autoridades y consulados españoles en la zona rezaban así3: No discutir ni cuestionar el hecho de la independencia. Ayuda ilimitada al partido Magreb Horr. Apoyo a notables amigos. No apoyar insurgencia. Simpatía sin colaborar. Mostrar honradez, seriedad y energía. Armar a los mejaznies de ciudades y fronteras. Política en el campo: vista gorda a las movilizaciones nacionalistas pro hispanas. Aunque finalmente los acontecimientos se precipitaron y el nacionalismo que había crecido durante años protegido por nuestra administración, como el de Abd el-Jalek Torres, acabó volviendo la espalda a España, la transferencia de la soberanía a las legítimas autoridades de Marruecos fue ejemplar. Muchas familias civiles y militares hubieron de abandonar casi de la noche a la mañana sus lugares de nacimiento o adopción, mientras se transferían la administración y las instalaciones a las nuevas autoridades alauitas y se retiraba un enorme contingente militar con todos sus medios y equipamiento. Fue una retirada que se desarrolló durante seis años y en la que más de ciento diez mil españoles abandonaron las ciudades de Arcila, Xauen, Larache, Villa Sanjurjo, Nador, Tetuán... Además, más de nueve mil funcionarios civiles y casi treinta y tres mil efectivos de los tres ejércitos. En cuanto a material, se movieron el equipo, armamento, munición, vehículos, etc. correspondientes a siete grandes guarniciones, cincuenta y siete destacamentos y campamentos, decenas de posiciones de artillería de costa y cuatro aeródromos. A este respecto, cabe recordar una de las frases con que el último general en jefe del ejército español en el norte de África, Alfredo Galera Paniagua, despedía oficialmente nuestra presencia en aquel territorio, en su Orden general de 31 de agosto de 1961: 36 Somos el ejército de una nación que nunca fue colonialista, que cuando hace siglos emprendió una labor ultramarina, la consumó dando vida a veinte nuevas nacionalidades de su estirpe. Por eso hoy, en la plenitud de la soberanía de Marruecos, dejamos esta tierra en la que han vivido y muerto generaciones de soldados españoles, con la satisfacción de otro histórico deber cumplido y con la esperanza en la mayor felicidad y ventura del pueblo de Marruecos... Paradójicamente, el país que con mayor altruismo cuidó los intereses de los marroquíes fue el más maltratado por estos en la independencia; la influencia española, la lengua y la cultura hispánicas fueron postergadas, cuando no atacadas frontalmente. La élite político-militar que dirigió los destinos del país a partir de 1956, formada mayoritariamente a la sombra de Francia, prefirió utilizar la lengua de Molière y los usos de aquellos que les habían tratado con mano de hierro, dejando de lado el importantísimo legado español. Comenzó una época de desencuentros entre los dos vecinos, en el marco de las rivalidades entre los dos bloques y la guerra fría. Para muchos españoles que conocían profundamente la situación, como era el caso de Muñoz Grandes y sus colaboradores del Alto Estado Mayor en Ceuta, se desvaneció poco a poco la ilusión de que las relaciones entre ambos países podían y debían sustentarse en la confianza mutua y en un espíritu fundado en años de conocimiento y de intereses muy cercanos. Sabían que estábamos condenados a entendernos, pero entraron —entramos—, casi sin darnos cuenta, en una era de enfrentamientos comerciales y políticos. Cabe preguntarse hasta qué punto los líderes políticos de ambas orillas estuvieron a la altura de las circunstancias. Sin embargo, y a pesar de todo, la huella de España flota aún sobre los campos y las ciudades del norte de Marruecos. Para el visitante español actual de aquellos lugares, la sensación en general es la de ser recibido como un antiguo vecino. Como testigos vivos de la acción española quedan los edificios emblemáticos de las ciudades principales, mientras que el abandono en que se encuentran otros da cuenta por sí solo de la decadencia de una herencia lamentablemente dilapidada. Encontrará el lector retazos de todo ello surcando estas páginas, entre las semblanzas de algunos de los hombres y mujeres que se esforzaron por hacer avanzar la cultura, la educación o la sanidad, y las imágenes de la realidad viva del Marruecos actual. Completan este trabajo referencias a los escritores y personajes que han descubierto a muchos lectores de todo el mundo aspectos de nuestro pasado, como María Dueñas y sus Beigbeder y Rosalinda, la Juanita Narboni de Ángel Vázquez o el comandante Benítez de Rafael Martínez-Simancas, ya para siempre personajes legendarios de nuestro Protectorado. En esta obra se ha querido abarcar un amplio espectro temático, para lo cual hemos tenido la fortuna de contar con un equipo de notables especialistas. A cada uno de ellos se le ha pedido que seleccionara un elenco de personajes emblemáticos que proporcionaran una idea lo más completa posible sobre un campo determinado de los muchos que caben en la historia del Protectorado. Así, Irene González ha acometido la labor de dar a conocer a las mujeres y hombres de tres culturas que destacaron por su empeño en pro de la educación y las artes. José Luis Isabel ha rebuscado entre sus documentos y datos de archivo para poner en valor los historiales de una representación de los millares de militares que combatieron en los campos africanos, unos conocidos y otros apenas mencionados; Jesús Albert proporciona nuevas perspectivas sobre personajes tan poco tratados como los políticos españoles y franceses de los años treinta, los militares represaliados en 1936, un buen puñado de personalidades marroquíes o los ingenieros y arquitectos cuyas obras aún pueden contemplarse en el Marruecos actual. El autor de estas líneas ha tratado de reflejar la vertiente literaria más actual y de éxito relacionada con el Protectorado, así como dar a conocer nombres de ámbitos diversos de la milicia. Otros autores como Francisco Ramos, Luis Feliu o Jorge Garrido han contribuido con enriquecedoras aportaciones individuales, con perspectivas novedosas y emotivas. Como ya ha quedado indicado, Juan Pando ha dedicado muchas horas de su 37 tiempo —más bien cabría decir que se ha consagrado en los últimos años a esta tarea— a recopilar una ingente cantidad de documentación, en gran parte inédita, que va desgranando en cada párrafo de sus extensas y ricamente ambientadas biografías. En ellas prima la emoción sobre la erudición, que también es inmensa. Por ello, y en gran parte por su culpa y por la de los demás autores que hemos aceptado idéntico reto, esta obra lleva en su título el añadido deliberado de «emocional». El lector encontrará esta publicación estructurada en dos volúmenes, distribuidos cronológicamente. Una presentación de cada capítulo pretende ayudar a situarse en el período correspondiente e introducir al grupo de personajes protagonistas seleccionados en ella. Unos cuadernillos amplían gráficamente el sentido del relato provocando una relación entre dos estratos históricos y registros narrativos: el diálogo entre fotografías documentales históricas y un ensayo visual del Marruecos actual. Las imágenes, la cartografía y los índices hacen de especial pegamento de este variado contenido. Al final, y en un mismo conjunto, se ha agrupado el índice onomástico, temático y toponímico, que se completa con un glosario que el lector irá encontrando a pie de página a medida que los términos vayan apareciendo en el texto. Confiamos en que este trabajo suponga una contribución que apunte a la realización futura de un diccionario biográfico del Protectorado. Cuestión que solo será posible cuando el nivel de estudios en cuanto a producción bibliográfica y a clasificación —y por supuesto, el acceso a la documentación— alcance el nivel que la cuestión se merece. Quizás no es descabellado pensar que algún día pudiera crearse un archivo unificado sobre el Protectorado, al estilo del Archivo General de Indias de Sevilla. Resta agradecer a Ignacio Sánchez Galán, presidente de Iberdrola, las muchas facilidades dadas para poder desarrollar este trabajo. Especialmente también al equipo formado por Montse Barbé, Ana de la Fuente y Ana Martín. Al buen hacer editorial de Guillermo Paneque y al estudio de diseño gráfico Sánchez/Lacasta. A los autores, por su trabajo de búsqueda y selección de fuentes documentales, bibliográficas y archivísticas. En ocasiones han sido necesarias horas y horas de búsqueda y de lectura y una gran capacidad de análisis —y al mismo tiempo, de síntesis— para enfrentarse a la tarea de redactar un simple párrafo de una biografía. Especial agradecimiento debemos a Jesús Albert y sus valiosos consejos sobre la materia. Al personal de la Biblioteca Nacional, que amablemente nos facilitó el acceso a los fondos fotográficos de la colección García Figueras. A la Biblioteca Islámica y su personal, encabezado por Luisa Mora. Al Archivo General Militar de Madrid por la cesión de fotografías de su rica sección de iconografía; y al resto de las entidades que las han proporcionado, incluyendo al Grupo de Estudios Melillenses en la persona de Benito Gallardo, cuyo apoyo ha sido muy importante. A Jorge Garrido por la cesión de fotografías de su archivo familiar. A Francis Tsang por su esfuerzo para dotarnos de una interesante recopilación fotográfica del Marruecos de hoy. Y, por supuesto, dejar constancia de la sensibilidad por los temas norteafricanos de Julián Martínez-Simancas, de su iniciativa, entusiasmo y prestigio, que han sido ejemplo y acicate permanente para todos desde el primer momento de enfrentarnos a las muchas horas dedicadas a esta tarea. 38 Notas 1 J. L. Villanova Valero, Los interventores, la piedra angular del Protectorado español en Marruecos, Barcelona, Bellaterra, 2006. 2 F. Martínez Roda, Varela. El general antifascista de Franco, Madrid, La Esfera de los Libros, 2012, p. 389. 3 Nota manuscrita que resume el contenido de una reunión mantenida con el alto comisario García-Valiño el 27 de diciembre de 1955. Ver J. M. Guerrero Acosta, La vida dos veces, [Madrid], Estudios Especializados, 2014. Los autores Jesús Albert Salueña J. A. S. Luis Feliu Bernárdez L. F. B. Jorge Garrido Laguna J. G. L. Irene González González I. G. G. José Manuel Guerrero Acosta J. M. G. A. José Luis Isabel Sánchez J. L. I. S. Juan Pando Despierto J. P. D. Francisco Ramos Oliver F. R. O. Francis Tsang Fotografías. Marruecos hoy 39 I.I Con el pensamiento en la otra orilla 42 I.II Ensoñaciones y realidades 70 I.III Príncipes y embajadores 114 I.IV Heridas tempranas 136 I Los precursores 1877 1912 Marruecos es un pueblo menor de edad, hay que actuar con él como con un amigo desvalido: protegerle siempre que se pueda hacer sin perjuicio de España. Felipe Ovilo y Canales, 1894 A finales del siglo diecinueve, España perdía sus últimas posesiones en América y Asia. Tras finalizar el sueño de ultramar, llegaba la corriente regeneracionista de los intelectuales del 98. Los ideales de reforma y renovación social, cultural y política de la España que estrenaba siglo se encontraban con el contrapunto de un nuevo campo hacia el exterior. África era para algunos el continente hacia el que debía proyectarse una renovada acción colonizadora que, mediante la penetración pacífica, llevara los ideales de progreso y modernidad a la otra orilla del Mediterráneo. Los Costa, Giner de los Ríos, León y Castillo, Ovilo, Cenarro, Lerchundi, y tantos otros ideólogos y hombres de acción, habían dado desde los años ochenta decimonónicos los primeros apuntes de la propuesta civilizadora de España en el norte del Imperio de Marruecos. El territorio que nos fue asignado por el reparto de la conferencia de Algeciras de 1906 y el tratado hispano-francés de 1912 se convertía en el sueño de África. Pero la empresa iba a quedar marcada por la época del colonialismo europeo y sus connotaciones de explotación económica, y condicionada por una metrópoli que tenía en su seno graves problemas por resolver. Nacía, además, enfrentada a un imperio que existía solo sobre el papel y a espaldas de cuyas autoridades y habitantes se había repartido su territorio. La resistencia ante cualquier imposición autoritaria, tanto del propio sultán como extranjera, por parte de las belicosas tribus norteñas, no se haría esperar. Los ecos de las conversaciones de diplomáticos, políticos y embajadores se fueron apagando a la par que surgía el tronar de las armas de los guerreros que se cubrían con chilaba o con el uniforme de rayadillo. J. M. G. A. I.I Con el pensamiento en la otra orilla 42 Cervera Baviera, Julio Segorbe, Castellón, 23 de enero de 1854 - Madrid o Valencia, ¿1929-1936? Si al alumno de estado mayor y al de ingenieros se le exige el conocimiento detallado de los teatros de la guerra de Silesia, de Salzburgo, de Transilvania y del Cáucaso, con mayor razón debe exigírseles el conocimiento, más detallado aún, de los teatros de la guerra en el Moghreb. Este párrafo descubre que el interés de Julio Cervera por Marruecos estaba motivado por la previsión de hipotéticas operaciones militares españolas en ese país. En la Academia de Ingenieros Julio Cervera había coincidido y establecido relaciones de amistad con los tres alumnos marroquíes becados por España (Hamet ben Shucron, Abdeselam el Fassi y Mohammed Schedadi) que, tras estudiar en el Colegio Alfonso XII de El Escorial, continuaron su formación para convertirse en ingenieros militares. Es muy probable que estos marroquíes ayudasen a Cervera con su libro colaborando en la transcripción de la complicada fonética marroquí e incluso con aclaraciones a las informaciones recogidas en los textos que le sirvieron de fuente. El éxito de su Geografía despertó el interés de la Sociedad Geográfica de Madrid, que en el verano de 1884 propuso a Julio Cervera que solicitase al ministro de la Guerra cuatro meses de permiso, al objeto de realizar un viaje por Marruecos. La finalidad de esta expedición era confirmar sobre el terreno lo teóricamente descrito en su obra. El ministro de la Guerra, Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Nacido en el seno de una familia acomodada, de tendencias liberales, comenzó los estudios de Ciencias Físicas y Naturales en la Universidad de Valencia, abandonándolos dos años después para ingresar en la Academia de Caballería. En 1875 fue promovido a segundo teniente. Siendo alumno solicitó que se le eximiese por razones médicas de la clase de equitación, lo que no le auguraba un gran futuro en la caballería de la época. Tras un breve periodo como oficial de Caballería, en el que no llegó a participar en combates contra los carlistas, en 1877 solicitó dos meses de licencia por asuntos propios que empleó en visitar Larache y Fez. Un año más tarde, Julio Cervera ingresó como alumno en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, de donde salió promovido a primer teniente en 1882. Al parecer, en ese mismo año dibujó un plano de la ciudad de Melilla en escala 1/5000, quizás como parte de las prácticas académicas. En ese momento, más de veinte años después del tratado de paz con Marruecos de 1860, España aún no había ocupado ni fortificado los límites que ese tratado concedía a la ciudad de Melilla. En 1884, Cervera publicó en la Revista Científico-Militar su Geografía Militar de Marruecos, obra escrita fundamentalmente a partir de sus numerosas lecturas sobre el país. En su introducción decía textualmente: Julio Cervera Baviera Ingeniero militar, con amplios conocimientos sobre Marruecos, país sobre el que publicó varios trabajos. Exploró el Sáhara. Uno de los precursores de la telegrafía y telefonía sin hilos. Diputado, militó en el partido republicano. 43 Julio Cervera Baviera Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla 44 Juan de Dios Córdoba, no solo concedió permiso a Cervera, sino que declaró la expedición como «comisión de servicio» apoyándola en todo lo necesario. No en vano la expedición, más que exploración geográfica, era un reconocimiento militar. Desde Ceuta pasó a Tetuán, siguiendo a Alcazarquivir, Fez, Rabat, Mehdía (La Mamora de los portugueses), Larache, Arcila y Tánger. En definitiva, la zona noroccidental del Imperio de Marruecos, comprendida dentro del bled-es-majzén. El resultado del viaje a Marruecos quedó plasmado en la obra Expedición geográfico-militar al interior y costas de Marruecos, publicada en 1885, también por la Revista Científico-Militar. Lo más interesante del libro, más que las descripciones geográficas de los itinerarios, son las apreciaciones sobre la sociedad marroquí, su organización administrativa, política y militar. En Fez, Julio Cervera encontró a sus antiguos condiscípulos marroquíes de la Academia de Guadalajara. Estos se mostraban decepcionados ante el desprecio que mostraba el Gobierno marroquí hacia los conocimientos técnicos adquiridos en España. Al parecer, solo para mantenerles ocupados el Majzén les había ordenado proyectar un canal para la ciudad de Fez que sabían nunca se construiría. La publicación de este nuevo libro motivó que se contase con Julio Cervera para nuevas expediciones. En 1886, junto con el geólogo Quiroga, el intérprete Rizzo y una escolta de los Tiradores del Rif de la guarnición de Ceuta, que actuarían también como intérpretes, fue comisionado para recorrer las costas del Sáhara y del sur de Marruecos. Allí firmó algunos tratados con los notables de la región por los que estos aceptaban la protección de España. La exploración estaba apoyada por la Sociedad Geográfica de Madrid y por la Sociedad Geográfica y Comercial. A su regreso, los expedicionarios fueron recibidos en Madrid como héroes. A los ojos de la opinión pública de la época, Cervera se había convertido en el máximo experto en asuntos marroquíes. Sin embargo el Gobierno de Sagasta no publicitó la exploración ni los tratados, algo que de acuerdo a la Conferencia de Berlín era imprescindible para que las otras potencias reconociesen los derechos de España en la región. En 1888 fue nombrado agregado militar en la legación española en Tánger, donde como muchos de sus predecesores y sucesores en el cargo tuvo diferencias con los diplomáticos españoles. Cervera se enfrentó con el representante de España en Tánger, Francisco Rafael Figuera, y como consecuencia perdió su destino, quedando disponible. Junto a él volvieron a España, por los mismos motivos, los hermanos Álvarez Cabrera, miembros de la misión militar de asesoramiento al Ejército del sultán. Aunque se argumentó que Cervera había tenido un violento enfrentamiento con un marroquí, el problema fundamental radicaba en las críticas que tanto él como muchos de los españoles residentes en Marruecos hacían tanto a la actuación de Figuera en Tánger como a la política que pretendía desarrollar el nuevo Gobierno conservador de Cánovas del Castillo. Cervera consideraba que el respeto a la independencia de Marruecos y a la soberanía del sultán Hassán I (ver biografía) era poco realista y que España debía actuar en Marruecos antes de que se le adelantasen otras potencias. Esta postura era radicalmente opuesta a la que Cánovas había defendido desde la Conferencia de Madrid de 1880. De vuelta a Madrid, el día 17 de diciembre de 1890 pronunció una conferencia en el Centro Militar cuya tesis era la descomposición del Imperio de Marruecos y la pérdida de autoridad del sultán, a quien consideraba incapaz de dominar su territorio. En algunos de los párrafos de su conferencia decía: Bled-es-majzén Territorios sometidos a una suprema autoridad nacional, centralizada e indiscutida. En esencia, «país del orden». Este hecho no evitaba que tal poder central cometiera todo tipo de excesos contra sus habitantes, pero también actos contrarios a su continuismo como Estado, dada su arbitrariedad y subsiguiente inestabilidad. Majzén Del árabe makhzen (almacén), pero en el sentido de tesoro público del Gobierno. En Marruecos define, histórica y socialmente, al poder central, tanto por la familia real alauí como por las oligarquías (comerciales, empresariales y políticas) coincidentes en su defensa del orden monárquico vigente. Durante el Protectorado, su función y misión confluían en el Gobierno jalifiano, presidido por el gran visir (primer ministro) y los demás miembros del Gabinete, entre los que destacaban los ministros de los Bienes Habús y el titular de Hacienda (Amin al Umana). Este término, de uso habitual, puede utilizarse, indistintamente, con o sin acento: majzen. ... allí no hay emperador, no hay más que un hombre investido de cierto poder religioso que domina en un puñado de tribus, un ser vicioso e ignorante, como quien no ha recibido la menor instrucción. [...] Marruecos se derrumba, y lo peor es que el derrumbamiento nos coge con las manos en los bolsillos, por perezosos y porque no servimos para salvar el estrecho. [...] Sultán Proviene del árabe sultān (soberano), dignidad otorgada o conquistada militarmente con la que, entre los pueblos islámicos, se diferenciaba la suprema autoridad del monarca reinante (o instaurado por la fuerza) de los titulares de otras instituciones monárquicas de inferior rango, tales como principados y emiratos. Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Aún remachó estas ideas con un artículo publicado en El Imparcial el día 19 del mismo mes. Como consecuencia de la conferencia y del artículo, Julio Cervera fue arrestado, debiendo cumplir el castigo en el castillo de Santa Bárbara, en Alicante. De nuevo afloraba el enfrentamiento entre los partidos conservador y liberal sobre cómo debería actuar España en Marruecos. Los conservadores de Cánovas propugnaban la política de mantenimiento del statu quo, mientras que los liberales apoyaban la política de intervención, la «penetración pacífica» que defendía Sagasta. Cervera iba más allá que el líder liberal y proponía una actuación más activa, incluso con medios militares, anticipándose a Francia, país al que consideraba el gran rival de España en Marruecos. Cervera, como muchos otros militares de la época, con ideas más o menos avanzadas, militaba en la masonería. Había ingresado durante sus años de alumno en Guadalajara en la logia Alvarfáñez. Y siguió manteniendo actividad masónica gran parte de su vida. Su nombre simbólico en la masonería era Volta, quizás como homenaje al físico italiano Alejandro Volta. En el breve periodo en que vivió en Tánger, promovió la constitución del Gran Oriente de Marruecos, del que fue gran maestre. El fin perseguido era unificar todos los grupos masones que actuaban en el país, proyecto que fracasó. Durante la campaña de 1893 se encuentra de nuevo en Melilla, como ayudante de campo del general Macías, comandante militar de la plaza. También allí volvió a tener protagonismo como masón. El Gran Oriente Español delegó en el «Poderoso Hermano Julio Cervera Baviera» para instalar en Melilla la logia África n.º 202, que reunía a los numerosos militares masones trasladados a la ciudad como consecuencia de la campaña y del aumento de su guarnición. Julio Cervera siguió al general Macías a sus destinos, primero en Canarias y luego como último capitán general de Puerto Rico. Allí llegó a participar en combates contra las tropas norteamericanas. A su vuelta a la Península, Cervera se centró en los estudios técnicos. En la primavera de 1899 fue comisionado por el Ministerio de la Guerra para estudiar el enlace de telegrafía sin hilos (TSH) que Marconi acababa de establecer en el Canal de la Mancha. Tras esta experiencia, Cervera estableció el enlace TSH entre Tarifa y Ceuta. Cervera abandonó el Ejército y en 1902 fundó la sociedad Telegrafía y Telefonía sin Hilos, de la que era director técnico. El objeto de esta sociedad era explotar las numerosas patentes que Cervera había registrado en España y otros países. Hay autores que afirman que Cervera fue el primero que llegó a diseñar aparatos que permitían transmitir la voz humana a través de TSH. En todo caso, la sociedad fracasó, posiblemente por falta de apoyo oficial, a lo que no serían ajenos los enfrentamientos de Cervera con el Gobierno. Julio Cervera Baviera Marruecos es una vaca que España sujetó por los cuernos en 1860 para que la ordeñasen otras naciones. 45 Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Julio Cervera Baviera En 1903 fundó, según rezaba la publicidad de las mismas, las Escuelas Libres de Ingenieros Electricistas, Ingenieros Mecánicos, Ingenieros Mecánico-Electricistas, Ingenieros Agrícolas, Electro-Terapéuticos, Arquitectos Constructores y Telegrafistas Navales, impartiendo por correspondencia todas esas especialidades. En 1908, tras varios intentos fallidos, logró ocupar escaño como diputado a Cortes por Valencia representando al Partido Republicano-Radical. En el escaño sustituía a Blasco Ibáñez, quien renunció a su acta al emigrar a la Argentina. Cervera no logró revalidar el escaño en sucesivas elecciones. En julio de 1909, siendo diputado en el Congreso y director y propietario de El Radical, un periódico valenciano de tendencia republicana, publicó varios artículos, relacionados con la campaña en Melilla, que le valieron nueve suplicatorios por graves delitos (ofensas al Ejército, injurias a la Guardia Civil, injurias al ministro de la Gobernación, instigación a la rebelión, instigación a la insurrección, etc.) También en el Congreso actuó con energía, acusando al Gobierno de la falta de medios que sufrían las tropas que actuaban en Melilla. En 1912, momento de implantación del Protectorado, Julio Cervera Baviera había abandonado el Ejército y, aparentemente, estaba alejado de sus inquietudes africanistas. Sin embargo, no cabe duda de que el Protectorado español en Marruecos fue un hecho, en parte, gracias a los trabajos de este militar, geógrafo e ingeniero. Junto a sus obras sobre Marruecos —Geografía militar de Marruecos (1884), Expedición geográfico-militar al interior y costas de Marruecos (1885) y Viaje de exploración por el Sahara occidental. Estudios geográficos (1887)—, Cervera publicó numerosas obras técnicas, muchas de ellas como textos para sus cursos por correspondencia: Enciclopedia científico práctica del ingeniero mecánico y electricista (1904), Álgebra y medidas (1911), Aritmética (1911), Complemento de álgebra elemental (1911), Dibujo (1911), Geometría y problemas geométricos (1911), Las escuelas por correspondencia en España y en el extranjero (1911), Trigonometría (1911) o Colección de problemas y preguntas para el estudio y exámenes de los conocimientos propios de la ingeniería (1915). A partir de 1929 su rastro se pierde. Según algunos autores falleció en ese año, mientras que otros apuntan a que lo hizo en 1936, en la ciudad de Valencia. Casado en 1883 con María de los Desamparados Jiménez Baviera, tuvo dos hijas, María de los Desamparados y Antonia. Esta última, al solicitar su pensión de vejez en 1962, declaraba desconocer la fecha de muerte de su padre. J. A. S. Bibliografía Cervera Baviera, Julio, Geografía militar de Marruecos, 1884. —, «Expedición geográfico-militar al interior y costas de Marruecos», Revista Científico-Militar, 1885. —, Las escuelas por correspondencia en España y en el Extranjero, Valencia, Mirabet, 1911. Faus Belau, Ángel, La radio en España (1896-1977), Madrid, Taurus, 2007. Expediente personal. Archivo General Militar de Segovia. 46 Protectorado Sistema de gobierno impuesto por las potencias europeas sobre determinados territorios en los que, teóricamente, subsistía un gobierno autóctono independiente, pero que, en la práctica, quedaba sometido a las directrices políticas, administrativas y tributarias decretadas por la potencia ocupante del país. En el caso concreto del Protectorado hispanofrancés en Marruecos, el fenecido Imperio jerifiano quedó dividido en dos mitades, asimétricas en su extensión y poblamiento: - El centro y sur de Marruecos, que incluía las urbes atlánticas y las tres capitales imperiales, junto con las tierras más aprovechables y fértiles, y los ríos con un caudal más regular. Fez fue su capital protectoral, siendo luego sustituida por Rabat. - El norte de Marruecos, síntesis de sus cuatro países: Garb, Gomara, Rif y Yebala. El conjunto protectoral conservaba, en su fachada mediterránea, las ciudades de Ceuta y Melilla, que mantuvieron (como hasta ahora) su condición de plazas de soberanía española. A esto se sumaba el condominio diplomático de las grandes potencias sobre Tánger; que dio lugar al establecimiento, en 1912, de la llamada Zona Internacional. Joaquín Costa España en la mente; el Derecho en el alma A Manuel Aragón Reyes Costa Martínez, Joaquín A infancia ignorada y adolescencia desatendida, juventud perialzada y triunfante Nace el 14 de septiembre de 1846, en Monzón, población al pie de monte encastillado y fortaleza afín: ciclópea mole de origen árabe, que pasó a manos de los Templarios en 1142 y donde el que luego sería Jaime I el Conquistador se instruyó (1214) en el arte de tomar castillos y defenderlos, síntesis anticipada del afán costista. Al Joaquín niño lo bautizan en la iglesia de Santa María del Romeral. Sin más demora que darle el pecho, su madre vuelve a trabajar y el padre no ha dejado de hacerlo. Avenadas por el Cinca, las tierras de Monzón poseían recia fertilidad, traducida en cultivos del cáñamo, las hortalizas, frutas y verduras, la remolacha azucarera y el abanico de los cereales. Campo agradecido para los señoríos, enemigo a muerte de jornaleros desriñonados o campesinos pobres, cortos de lumbre y pan. La España de la época se adentraba en la década moderada, senda trazada por un liberalismo biempensante, obligado a compartir viaje con una monarquía mal criada, la de Isabel II y su lianta madre, María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII y luego Reina Gobernadora, quien vivía su vida con quien fuera su amante, Fernando Muñoz, excapitán de los Guardias de Corps, aunque ya marido legalizado y además ennoblecido como duque de Riánsares. La jefatura del Gobierno era responsabilidad de Francisco Javier Istúriz, un liberal convencido y realista de los de aceptar la realidad, fuese en las calles o los cuarteles. Y estos últimos eran quienes gobernaban bajo el bicornio de tonantes nombres: Ramón María Narváez y Baldomero Espartero, quien cediese a Istúriz el bastón gubernativo el 5 de abril de 1846. Espartero, que había sido Regente (1840-43) mandaba desde lejos; Narváez muy de cerca, en Palacio mismo, donde se presentaba con audiencia o a deshora, pues a él acudía Regeneracionismo Movimiento que surgió tras el Desastre del 98 e incidió, positivamente, en la vida pública española hasta 1930. Sus afanes tendían hacia un enérgico replanteamiento, tanto moral como social, a la par que económico y político de todos los aspectos de la vida nacional. A sus líderes les guiaba el patriótico empeño de moralizar las Instituciones y modernizar las estructuras productivas del país. Su cabeza pensante fue Joaquín Costa (muerto en 1911), sucediéndole políticos de la talla de José Canalejas (asesinado en 1912); Melquíades Álvarez (fusilado en 1936) y, sobre todo, Antonio Maura Montaner (fallecido en 1925), representantes de un vigoroso reformismo español, merecedor de un mayor respeto institucional y mejor destino. Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Jurisconsulto, historiador, pedagogo y polígrafo, ideólogo del regeneracionismo panhispánico, del que fue su representante más lúcido y combativo, dotado de una capacidad expresiva sin igual. Su fe y honestidad —diputado electo (1901) por Madrid y Zaragoza decidió no recoger su acta como parlamentario en prueba de su rechazo frontal a las confabulaciones políticas imperantes—; la precisión y agudeza de sus críticas; su indomable tesón por sacar a España de su abatimiento moral y del secuestro de sus instituciones bajo siglos de pésimos gobernantes, aún admiran y enardecen. Después de su muerte, la historia política de España —dictaduras y guerra civil aparte— revaluó la justificación de sus denuncias a lo largo de cinco periodos inequívocamente sombríos y vergonzosos: 1913-15, 1917-23, 1974-75, 1993-95 y 1999-2014. Un siglo extra de fracasos como desesperante prueba del desdén institucional a las advertencias de Costa. Joaquín Costa Martínez Monzón, 1846 - Graus, Huesca, 1911 47 Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla 3 48 Isabel II si el asunto tenía aspecto de inaceptable. Que pudo ser el calificativo más amable al que recurriese la reina cuando le dijeron el nombre de su acicalado novio: Francisco de Asís de Borbón y Borbón, figurín de porcelana, barbilindo y repeinado, liviano como pluma y, en consecuencia, hombrín huidizo de toda mujer ardorosa y oronda, caso de Su Majestad. Por aquello de redondear errores, se decidió casase la reina y a la par su hermana, la infanta María Luisa Fernanda —segunda y última hija de Fernando VII—, con Antonio María Felipe Luis de Orléans, duque de Montpensier, benjamín de Luis Felipe, rey de Francia. La ceremonia se celebró, a las diez de la noche, en el Salón de Embajadores del Palacio Real, hora probatoria del mucho miedo que se tenía a los abucheos de la plebe madrileña ante tan desapañados matrimonios de Estado, que desastrosos para España resultaron, aunque hicieran la fortuna de gacetilleros, caricaturistas y panfletistas. Aquella tétrica boda, siniestro por duplicado, tuvo lugar el 10 de octubre de 1846, veintiséis días después de nacer Joaquín Costa. Primogénito de once hermanos, nacidos de cuna humilde, con los padres dedicados a una agricultura de mera subsistencia, Joaquín se enfrentó a un recinto acuartelado en lo afectivo y adusto en lo familiar, con órdenes en lugar de juegos y malos gestos en vez de frases tiernas. En 1852 la agobiada familia Costa Martínez se trasladó a la localidad de Graus tras recibir aviso notarial de una herencia que allí les aguardaba. Severa decepción. La heredad no es gran cosa y la fertilidad de sus tierras, anodina. Al menos, es una propiedad. Joaquín acude a la escuela cuando las exigentes labores del campo se lo permiten y su padre, persona de trato hosco, se lo consiente. Trabaja como un adulto y come como un niño. Más esqueleto que adolescente, se esfuerza por no faltar a clase, aunque a su progenitor —Joaquín Costa Larrégola— poco le importen sus desvelos y a su madre —María Martínez Gil—, persona no menos distante, tampoco. Joaquín crece entre un padre que le considera empleado para todo y una madre que le ignora porque es el mayor de sus hermanos y, como tal, debe valerse por sí solo. Su primogenitura no le aporta tutela alguna; tan solo exigencias, voces y obligaciones. El desinterés paterno y el egoísmo materno le duelen mas no le vencen. Costa se hace hombre de cabeza fuerte sin serlo todavía en cuerpo. Tiene padres, pero ni familiares parecen. La dureza del trato no hará de él un ser asocial. Al contrario. Tenaz escultor de sí mismo, autodidacta a tiempo completo, se volcará en los conceptos que intuye unen a las gentes: la patria y la justicia, la libertad y la paz, el progreso y el trabajo, pero también la ciencia y la cultura, así como el reconocimiento a los propios méritos de cada uno. Su maestro de escuela, Julián Díaz, y un sacerdote, José Salamero Martínez, tío materno suyo, quedan admirados por las dotes del escuálido estudiante. El primero anima al segundo a mover las influencias que pueda. Don José hace más: pone dinero de su bolsillo para que el aprendiz encuentre hogar y pupitre en un instituto de Huesca. Salamero no es otro «señor cura» al uso. Instruido y perspicaz a la vez que hombre justo, en su sobrino intuye una personalidad dotada de vigoroso porvenir. El «tío José» se convierte en el relevo idóneo de un padre insensible. Joaquín no desmerecerá la confianza puesta en él por sus nuevos padres. Con dieciocho años empieza el bachillerato. No es tarde si se posee fortaleza mental. Ese mismo año siente las primeras molestias musculares. Es dolor no insoportable pero que tarda en desaparecer y de repente se va. Sufre una distrofia muscular progresiva, enfermedad invalidante y hereditaria, pero Joaquín nada sabe. Lo achaca al trabajo, que es mucho, pues su labor escolar la alterna con otras «asignaturas»: criado de pudientes señores o peón albañil de lunes a domingo. Un arquitecto y contratista de obras, Hilarión Rubio, figura del carlismo regional, le ayuda a cumplir sus primeros anhelos: dibujar, calcular, enseñar. Fasci- nado por las opciones que se le ofrecen, en un solo año obtiene los tres títulos: delineante, agrimensor y maestro. Un hecho así no pasa desapercibido. Mucho se habla de él en Huesca. Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla No por mucho estudiar y trabajar en Huesca, el joven Costa subsistía separado de sus raíces renacentistas: Graus. Sus padres poco le echan en falta, pero sus mentores siguen sus pasos con afecto y le facilitan, con tanta discreción como determinación, su audaz caminar en la vida. El binomio maestro-sacerdote (Díaz-Salamero) consigue que la Diputación de Huesca facilite a su pupilo una beca con destino subyugante: informar sobre la Exposición Universal que se celebrará en París. Sorpresa mayúscula y entusiasmada movilización del elegido. Y a la capital de Francia se va. A sus veinte años, Joaquín es soldado quinto, pero demostrará tal aplomo y veteranía que, al regresar, por sus informes será ascendido a oficial puesto al frente de compañías irrenunciables para su eticidad en expansión. Cuatro de ellas fundamentales serán para su concepción del mundo y de la vida: Justicia y Libertad, Pueblo y Nación. El verano de 1867 avanza. Francia se muestra exhuberante en virtudes agrarias y diversas magnificencias: comerciales, educacionales y sociales unas; fabriles, ferroviarias, mercantiles y municipales otras. Su capital cubierta está de andamios, hierros, tablones y zanjas. París no es ciudad, sino campo de batalla contra esa parte medieval que forma parte de su epidermis milenaria. Introducir lo nuevo exige demoler la parte inválida de lo decrépito, pero sin ofender su espíritu. Haussmann diseña bulevares y espacios monumentales en un París vuelto del revés, que Napoleón III aprueba y financia, pues quiere lo mejor para su hijo, el príncipe Louis Napoléon, con diez años entonces, el heredero que le ha dado sa belle espagnole, Eugénie. Ochocientos km al Este, el binomio integrado por un jefe del Estado Mayor y un canciller (Moltke-Bismarck) hace desfilar divisiones y baterías de artillería ante un rey fastidiado en sus rutinas por tan incesante acopio de números bélicos, Guillermo I de Prusia. París se hace la manicura urbanística mientras Berlín ajusta el minutero de su estrategia invasora hacia el Oeste tras haber aplastado, años atrás (en 1864), a la democrática Dinamarca, arrebatándola Schleswig-Holstein, y abofeteado después (en 1866) a la orgullosa Austria-Hungría en Sadowa (Bohemia), batalla de grandes masas probatoria del carácter de Francisco José I, emperador maniático del protocolo e indiferente ante los disparates que cometen sus engominados generales. París anhela seducir a Europa con sus boutiques, bulevares y diversiones sin asustarla; Viena busca olvidarse de su humillante derrota en los Balcanes, que pretende anexionar sin mirar costes ni riesgos; Berlín anhela adueñarse del escudo oriental galo (Alsacia y Lorena) convirtiéndolo en sendas catapultas que descoyunten todo contraataque francés. Francia es la puerta de África, pero también abalaustrada galería con vistas al Mar Rojo y el Índico, pasiones secretas de los Hohenzollern. Los aspirantes al trono mundial del colonialismo son dos: Berlín y Londres. París se entretiene con su universalismo expositor y su capitalidad mundial en la elegancia, ámbito donde impone su criterio, que nadie discute. Tales distracciones la pondrán al borde del abismo: verse aniquilada como nación soberana. El joven Costa queda cautivado por el festival de audacias y coherencias, de técnicas y ciencias que Francia expone. Su mano y mente se enlazan para trazar dibujos de casas para obreros, complejos mecanismos hidráulicos, inverosímiles estructuras férreas y máquinas tan estéticas como prácticas: le bycicle. Perfil sugerente de un futuro en marcha. La Ex- Joaquín Costa Martínez Viaje al futuro: las bicicletas son para todo el año y más si vienen de París 49 Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla 50 posición tiene plazo de exhibición y cierra. Francia permanece abierta. El país y sus pobladores, he ahí la máxima exhibición universal. Joaquín viaja con una subvención, que emplea juiciosamente: estudia los cultivos vitivinícolas en el Bajo Garona —las bodegas del Medoc en Lasperre— y después se afana por conocer los métodos educativos franceses, dando clases y aprendiendo a la vez, gerundios imprescindibles para crecer como ciudadano y persona. En 1868 regresa y presenta, en Huesca, su Memoria: Ideas apuntadas en la Exposición de París de 1867. Costa en sí mismo es el producto importado por una España atrevida y solidaria, que ha invertido cuanto tiene en poner la quilla de un destroyer que llevará su nombre y apellido: el Joaquín Costa, torpedero de abulias y desidias, de maldades y ruindades, de caciques y oligarcas, de politiquillos de tres al cuarto sin cultura ni decencia, pero que ponen firmes a la Guardia Civil y saquean su provincia o región como feudos suyos. Isabel II se exilia en Francia y España es ilusión y confianza, reconvertida en ira y venganza. De las guerras de la patria al combate personal: comer, vestir y pagar, batallas rehuidas Estamos en 1870, último año en la vida de Prim, mientras Napoleón III se lanza, como toro enfurecido, sobre el telegrama de Ems —redactado por un conciliador rey Guillermo de Prusia, manipulado por un malévolo Bismarck—, trapo rojo de la guerra, que oculta una trampa con afiladas estacas en las que se clavan el emperador y su imperio, incluso la monarquía flordelisada y el aristócrata que la representa: el conde de Chambord (Henri Ferdinand D’Artois), quien perderá el trono que se le ofrecerá (en 1873) al abominar de la bandera tricolor y La Marsellesa. El Segundo Imperio cae tras recibir sendos puñetazos propinados por una revolución y su contrarrevolución, a cual más excedida. Los incendios de la Commune (1871) devastan los coquetos pabellones de 1867. París es humo, cenizas y escombros; sangre estampada en sus fusilados muros y fosas comunes a medio cubrir en el cementerio del Père Lachaise. En Madrid reina el primer (y único) monarca demócrata, Amadeo I, elegido por las Cortes. Durará dos años y dos meses. Los carlistas se ponen en pie. Las hogueras fratricidas cubren Navarra y las Vascongadas, las dos Castillas, Levante todo y Cataluña entera. Los alfonsinos conspiran mañana y tarde; los cantonalistas se independizan noche y día, obsesionados por hacer de cada puerto conquistado un reino de la piratería y de sus promesas un mundo de inutilidades. España sufre y combate para no partirse en pedazos. Joaquín está en su guerra: saber para proponer. Y se aplica a su manera: sin darse tregua y olvidándose de comer cuanto no sea pan con aceite. Su ropa es penoso destrozo. Él la cose y recose, pero así no la rejuvenece, pues la descuartiza. En cuanto reúne algún dinero, paga deudas, compra papel y lápices y retorna al estudio. Entre libro y libro, que unas veces le prestan y otras compra privándose de comida, rehúye al sastre, Lucas Franelli, porque su cuenta es penitente deuda que le desazona. Sobreviene un vodevil de excusas y escapadas folletinescas aunque ciertas, con esquinas callejeras salvadoras del huido estudiante o con disfraces concebidos por instinto, iniciativas que a Costa le atormentan. Solo así consigue desvanecerse ante «el señor Lucas», quien no deja de ser desconcertado búho: sus ojos creen verlo todo, pero su olfato como alimañero de malos pagadores es un desastre. Joaquín se convierte en un fantasma urbano. Cree morirse de vergüenza, pero como es joven, sortea taquicardias nocturnas y, puntual, resucita por las mañanas. Cuantos más esquinazos da al frustrado Franelli, más se encorajina y estudia. Devora libros como si fueran panecillos. Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla En 1872 consigue la licenciatura en Derecho; en 1873 repite proeza en Filosofía y Letras. Parece alimentarse del aire, pero el caso es que su cuerpo adquiere cada vez mayor corpulencia. El saber no engorda; la ansiedad, sí; máxime si adquiere forma de grandes hogazas de pan bien aceitadas, menú básico en esa época de su vida. La prominencia de su abdomen es aviso de su enfermedad, que su dieta unilateral agrava. Costa persevera en conocer, deducir y escribir. Todavía nada determinante propone, pero armamentos para sus futuras convocatorias reúne unos cuantos: engulle y asimila libros de agricultura, economía, historia, jurisprudencia, política y relaciones internacionales; prosigue con biografías, enciclopedias y obras de memorialistas. Por si no fuera bastante, deglute artículos de opinión, editoriales, manifiestos y poemarios. Traga libros como irrefrenable Gargantúa enciclopedista. Apunta ideas y redacta planes, que luego aparta o tacha con el fin de recomponerlos en sus noches de insomne laboral compulsivo. Duerme sin descansar y trabaja en sueños. Persevera en sus escaladas por entre las cordilleras del conocimiento. Se siente con energías para coronar esas cumbres, por inaccesibles que sus aristas parezcan desafiarle. Consigue los doctorados en Derecho y Filosofía y Letras con un año de diferencia: 1874-1875. Tal hazaña se divulga y, como es propio de españoles, el hecho incomoda e incluso preocupa. Porfía en su carrera para conseguir Premio Extraordinario en el doctorado. Compite con Marcelino Menéndez Pelayo, diez años más joven y desenvuelto. El historiador cántabro se salta los cauces exigidos. El pensador altoaragonés se atiene a los fijados por la ley... y pierde. Primer revés a lo largo de una avenida de injusticias que recorrerá hasta el final. Al cumplir los veinte y nueve años, dos décadas se le han ido en continuo trabajar. España cambia. O eso parece. El calendario del Estado lo marcan los militares. El gaditano Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque manda a la Guardia Civil desalojar (03.01.1874) el Congreso de los Diputados con el fin de rescatar a un honesto Castelar, expulsado por traidores y exaltados. A Pavía le da por inclinarse ante el escalafón, con lo que entrega el mando al huido exregente (Serrano), quien se autoproclama presidente del Poder Ejecutivo de no se sabe qué, si consulado mesetario o dictadura antonina por empeño de su mujer, la cubana Antonia Domínguez y Borrell, que manda más como señora esposa y duquesa que su esposo como general y presidente. El resultado es un Estado carente de causa, sin valedor convincente y extraño al pueblo, que pasa de Primera República a Una República Menos, por cuanto se derrumba sin gloria, pena ni estrépito. Manuel Gutiérrez de la Concha, el mejor táctico de los liberales, cae herido de muerte en las tiroteadas laderas de Monte-Muru (cerca de Estella, Navarra), por lo que la antorcha del alfonsismo conjurado a dos manos pasa a Martínez Campos, quien se subleva en Sagunto (Valencia) y allí proclama (29.12.1874) rey de España al príncipe Alfonso. Arsenio Martínez Campos es golpista a la moderna, por lo que recurre al telégrafo. Sus avisos movilizan a media España militar, que los reexpide a la otra media. Puestas de acuerdo, de su conciliación nace una paloma de exposición: cuerpo grande y poca cabeza, de mucho comer pero estreñida en modales, de vuelo corto y atolondrado, conocida como La Restauración. Volará de aquí para allá, extraviándose a menudo, pues sus palomeros son turnistas, atentos solo a su estricto interés particular, importándoles un rábano si a esa paloma-estado le disparan al salir del palomar nacional o al entrar, cuando se creía a salvo. Joaquín Costa Martínez Adelante hasta la botadura y ver flotar su esfuerzo en aguas procelosas (universitarias) 51 Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Joaquín Costa Martínez Agredido por tribunales «exuniversitarios» decide armarse caballero y escudo elige Costa vive inmerso en torturante obsesión: obtener plaza de catedrático para dar clases en la Universidad. En la España canovista soñar a tales alturas equivale a pedir la mano de la mismísima Luna como prometida de uno mismo. Dado que el padre de la diosa satelizada es el efecto gravitatorio terrestre, por fuerza el aspirante a marido cae sobre el planeta donde naciese, esfera a la defensiva tras ser informada de su llegada. Costa se dirige, meteórico él, hacia confabulaciones ocultas bajo Tribunales sostenidos por su disfunción misma: el clientelismo ideológico, el corporativismo sectario, el parentesco clasista, la impavidez absolutista hacia quien sea nuevo en la plaza, por muy preparado que ese joven esté. Son los ejércitos endogámicos, que ya hubiese querido Jerjes para sí. El Estado Restaurado más Persia es que su modelo. España, país de sátrapas en tierra de emboscadas. En Valencia se hallaba vacante la cátedra de Derecho Político y Administrativo. Costa acude al torneo: tiene ganas de pelea y méritos le sobran. Es inútil. La cátedra estaba destinada a «pariente directo de», eficaz ganzúa que abría cualquier puerta tribunalicia. Cuarenta y cuatro años después de aquel hurto descarado, el buen escritor barcelonés Santiago Valentí y Camp (1875-1934) se referirá a tales hechos como sigue: «fue propuesto para cátedra uno de sus contrincantes, Vicente Santamaría de Paredes, inferior a Costa en potencia mental, en cultura y en palabra, pero que, a falta de méritos indiscutibles, era yerno del ilustre Pérez Pujol, a la sazón rector de la Universidad de Valencia». En aquella España —y en la de hoy exactamente igual, pues la endogamia cautivo y desarmado en razones tiene al 73% de nuestro profesorado universitario— cabía luchar contra el politicismo ramplón o el bizantinismo departamental, nunca contra familias portadoras de académicas sangres. La guerra continúa. Otra batalla se plantea en la Universidad Central tras jubilarse Emilio Castelar, con lo que libre deja su cátedra de Historia de España en la Facultad de Filosofía y Letras. Costa se presenta... y lo apartan. De quien le venciera en mala lid, mejor recurrir de nuevo a Valentí y Camp, quien (en 1922) sentenció: «obtuvo la cátedra Juan Ortega y Rubio, que solo fue un mediano cultivador de la historiografía». Ortega y Rubio era el catedrático de Historia Universal en la Universidad de Valladolid. Acudió a tomar Madrid como púlpito idóneo para revaluar su mediocre labor. Valentí se mostró amable con el triunfante opositor, porque quien haya leído algunas de sus obras —con epicentro en la monarquía visigoda— comprobará que el calificativo de «mediano» era generosa nota. De lo mucho padecido por el pensador aragonés, Valentí hizo esta síntesis: «Estas pretericiones causaron una vivísima contrariedad a Joaquín Costa; porque él, que era un espíritu noble y recto, no podía avenirse con la injusticia erigida en sistema (la cursiva es mía)». Esa cruz la soportaría el resto de su vida. Hacer amigos en aguas libres y atraer enemigos, a los que con sus denuncias espanta 52 Costa había sufrido dos encalladuras consecutivas contra uno de los peores males de España: la conjura tribunalicia que premia «al familiar de» o «al amigo de» en detrimento penal del opositor respetuoso del procedimiento y poseedor de sobresalientes cualidades. Esta iniquidad le malhiere y será causa de enrabietadas arremetidas suyas contra los claustros Africanista Concepto utilizado para designar aquella persona, fundación o sociedad cultural dedicada al estudio del vasto temario relacionado con el África española. Este término hace también referencia a cuantos políticos y militares apoyaban la expansión de España en Marruecos, especialmente la oficialidad surgida de las Academias, atraídos por sus posibilidades de ascenso y las distinciones que podían obtener en las operaciones que, entre 1909 y 1927, se sucedieron sin apenas interrupciones. Esta dualidad normativo-castrense, que diferenciaba al militar ascendido por méritos de guerra del militar del ejército de la metrópoli, constreñido este al ascenso por años de antigüedad, fue causa de graves conflictos, que derivaron en el desafío planteado (1917) a las Instituciones monárquicas por las Juntas de Defensa, disueltas en 1922. En el mundo civil y político, su referente máximo fue Joaquín Costa, líder del regeneracionismo y adelantado en favor de una «reinvención» de las relaciones España-Marruecos, basadas en el respeto mutuo y su firme unión contra terceros: los poderes coloniales. Costa contó con el decidido apoyo del enciclopedista Gumersindo de Azcárate, del cartógrafo y coronel José de Carvajal y Hué, del economista y jurista Francisco Coello de Portugal y Quesada, cónsules del mejor africanismo hispano. Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla universitarios, que no eran claustrales sino grupales al propiciar el atraso didáctico y el cerrilismo en lugar de la universalidad del conocimiento y la libertad en la docencia. España camina hacia atrás. Nación aún fuerte en su conciencia colectiva, falta está de guías y consignas. Costa se presenta como abanderado y doctrinario persistente. Entrar de profesor en la Institución Libre de Enseñanza, templo del krausismo hispano, le reanima. Costa vuelve a encontrarse con Francisco Giner de los Ríos, director de la institución. Se hacen grandes amigos. En dos días, Costa asimila lo poco que no conocía del nuevo ideario e imparte su magisterio con renovado vigor: brillante en la exposición; atrevido y a la vez coherente en el análisis, incisivo y hasta cortante, sin incurrir en obviedades. Costa hace de sus clases un templo de la naturalidad deductiva en ejercicio. La enseñanza se prolonga fuera de horario y norma. La escuela al sol o bajo un paraguas. La clase sentada en una escalera o en los bancos del jardín. Costa consigue que sus alumnos queden prendados del hecho no ya de saber, sino de cómo recrecer tal saber, participando en su reconstrucción. Un peripatético altoaragonés se abre camino entre las adustas tierras mesetarias. Joaquín agoniza y perece. Quien nace y como adulto actúa es Costa, el hombre-idea, la razón convertida en pulso, el alma germinada en bandera que será vitoreada. Costa cree en España al creer en sí mismo. España no lo sabe, pero de insólito patricio revolucionario dispone. No es otro Mesías, ni va montado en un carro de fuego, sino erguido en el puente de mando de su barco, que él ha construido con su cabeza. No lleva armadura, sí blindaje con resaltes acorazados: pasión por un conocimiento mundialista de las cosas; respeto a las singularidades nacionales; defensa de las costumbres siempre que aporten beneficios sociales; rechazo de toda normativa críptica y paralizante; vehemencia denunciadora del burocratismo, mal endémico de los gobiernos; movilización de la sociedad contra la parálisis de la administración pública; propósito de servir a la ciudadanía en pro de la patria, femineidades indefensas ante el machismo oficial al uso; honorabilidad combativa y siempre en vanguardia, desprovista de todo interés personal; irreverencia ante el prepotente y franca generosidad hacia el humilde; disposición para compartir bienes propios y defender principios universales; repugnancia ante la doblez, la pusilanimidad, la ineptitud y la vaguería; oposición frontal a toda capitulación; firmeza vigilante ante las recurrentes iniquidades del poder. Costa, tardoguerrero almogávar, labra su propio escudo nobiliario sin consultar libros de Caballería ni apoyarse en genealogías ajenas. Su blasón es una gran roca en forma de manuscrito abierto, en su centralidad, tersas siluetas de edificios escolares y construcciones fabriles, pero sin lastimarse unos a otros. Un sol de juvenil alborada se hace señor de soles en cuanto supera el borde de esa montaña ilustrada. A la izquierda discurre el agua de la vida, mimada por canales y repartida en huertas; a la derecha, bosques prietos como puños de una victoria nacional arduamente peleada. Y en la base, campos de espigas mecidas por el viento. Costa vuelve a opositar. A notarías y abogacías del Estado. Y esta vez con éxito, pues triunfa en ambas. Por sus destinos a España entrecruza desde sus nuevas acampadas: de notario a Granada (alcanza el nº 1), Jaén (con otro nº 1 en su casillero), Cuenca y Madrid, plaza ganada en 1894. Como abogado del Estado inspecciona las provincias de Guadalajara, Guipúzcoa y Huesca. A la par, investiga y publica: Teoría del hecho jurídico, individual y social (1880); Poesía popular española y mitología y literatura celtohispanas (1881). En 1883 da comienzo una aventura bicontinental, de la que mucho se espera sin tener base para tal creencia: la Sociedad de Africanistas. Aparejar no es suficiente, es preciso salir 53 a mar abierto. Como horizonte se tiene y buenos oficiales también —Gumersindo de Azcárate, José Carvajal y de Hue, Pablo Coello de Portugal—, alguien tiene que dar la orden de zarpar. Y le eligen a él como capitán. Falta encontrar el puerto de salida. Ninguno mejor que un teatro de Madrid con nombre nazarí: Alhambra. Los muelles urbanos de ese puerto sin reparos están repletos de público expectante. No habrá decepción. Nunca la habrá si es Costa quien habla. Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Joaquín Costa Martínez Del mitin del «Alhambra» (1884) al incendio y hundimiento de la España de Ultramar 54 En la tarde-noche del 30 de marzo de 1884, ante un auditorio fascinado, Costa expone sus tesis: reconciliación leal con Marruecos, transmitiéndole aquellas técnicas hispanas que mejor se adaptasen a su agricultura y cultura de labranza, al igual que los pueblos musulmanes hicieran, doce siglos atrás, con sus mejores semillas de ciencia y renovación agrícolas para plantarlas en la Península, reina de Sureuropa, secuestrada por el fanatismo godo. El beso del guerrero musulmán despierta la fecundidad de esa mujer-tierra, necesitada no ya de savia nueva, sino de técnicas amatorias que den placer a los campos feraces y sepan guardar y redistribuir las aguas venidas del cielo. Costa propugna la firme tutoría de España en favor de Marruecos con el fin de que la Europa de la avaricia y del embuste, del saqueo y de la fácil excusa por el atraso del indígena para mejor esclavizarle a él y su país respete la integridad territorial del imperio jerifiano y la solemnidad moral de sus pobladores, muchos de ellos antiguos españoles, pues llaves de sus casas en Granada o Toledo aún guardan consigo. Luego no nos odian ni nos desprecian, pues quieren volver. Con nosotros, no contra nosotros. Avanzado su discurso, expone Costa la similitud entre la flora y la fauna peninsulares y la marroquí, afinidades extendidas a su botánica, edafología (estudio de los suelos) y meteorología; habla de que «España y Marruecos son como las mitades de una unidad geográfica, forman a modo de una cuenca hidrográfica, cuyas divisorias extremas son las cordilleras paralelas del Atlas al Sur y del Pirineo al Norte (...) cuya corriente central es el Estrecho de Gibraltar, a la cual afluyen, de un lado y en sus pesadas caravanas, los tesoros del interior africano, y del otro, en sus rápidos trenes, los tesoros del continente europeo». Rebrotan los aplausos. Costa hunde su acero argumental en el nudo de la cuestión: «Lo repito. El Estrecho de Gibraltar no es un tabique que separa una casa de otra; es, al contrario, una puerta abierta por la Naturaleza para poner en comunicación las dos habitaciones de una misma casa». Gritos de «¡Muy bien! » prolongados en el plural entusiástico del momento. El público está absorto, pasmado ante las posibilidades que se le ofrecen. De huir del cruel pirata berberisco a convertirse en aliado de los mejores guerreros que en este mundo han sido a la vez que andaluces, asturianos, aragoneses, castellanos, extremeños, navarros y vizcaínos. De perder a los huérfanos de los hijos muertos en África a recibir tataranietos de un tatarabuelo sepultado en Xauen o enterrado en Ronda sin saber nada de quién era uno y otro. Izada ha sido la bandera: hacer del Estrecho un camino, no un foso. Años después Costa ondeará el envés de tal enseña: «Hay que desafricanizar España, europeizándola». La España que acude a misa de domingo; la que mucho reza pero nada comparte y mazo en mano se mueve; la que prefiere medrar en vez de arremangarse los brazos y trabajar en pro del país, no a favor de sus cuentas bancarias; la que duerme tranquila tras cumplir su cupo de arbitrariedades en vez de subir al primer tren que pase para salvar a la patria que se muere. Surrealismos: llegan los indianos y se inauguran Cortes que a ninguna parte llevan En un país cubierto de funerales, aparecen limosnas y caridades en pequeñas dosis, siendo vitales: pase usted y coma algo caliente antes de seguir camino con el frío que hace; ahí van tres reales y que Dios le ampare; tenga usted dos pesetas y sesenta céntimos, que es todo cuanto llevo encima. Donaciones que agradecen los ejércitos de rayadillo, desembarcados sin banderas ni clarines. A los héroes, espaldas y silencio. Descienden las tropas por las escalerillas de los paquebotes del marqués de Comillas, que de oro se hace con esos fletes —trescientos oceánicos viajes— desde la manigua a la vergüenza. Esos soldados que a rastras llevan su cuerpo han sabido luchar, pero se han visto rendidos por sus generales, almirantes y gobernantes. Pocos años después empezará el desembarco de seres extraños: todos vuelven sanos, ni en camillas ni con muletas; van bien trajeados y no ocultan sus abultadas billeteras. Son los indianos. Traen consigo las onzas de oro multiplicadas por los tataranietos de Colón, Cortés y Pizarro. Comprarán fincas y levantarán mansiones de ensueño, como en su día lo fuera Ultramar para España. Pero también construirán escuelas y casas de salud, pues han aprendido de sus carencias al partir y de las dolencias que al volver encuentran: la Regencia les ignora; el Pueblo les ampara con lo que tiene; la Patria les mira y en silencio les bendice. España necesitaría ciento veinte mil indianos, tantos como soldados ha perdido entre Ultramar y España misma. Los españoles no tienen en qué soñar. Les queda enardecerse con Costa. Que distingue entre la derrota institucional —inadmisible por lo previsible del desastre consumado— de la pervivencia de la Nación, que yace como fusilada, cuando ha sido se- Derecho consuetudinario El vocablo urf, en lengua rifeña, lo magnifica y sintetiza. Conjunto de normas y tradiciones que, desde el curso de los tiempos, ha regulado el uso de tierras y aguas; el turno (nubt) para los riegos y el canon (haqq) para el pago de los mismos; el orden para cosechar y la seguridad para deambular por los zocos, acción protectora de una paz tribal siempre en precario; de ahí que también fijase las multas (cuantiosas) por delitos de sangre: las venganzas personales, endémicas en el Rif. Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Costa resiste, revisa y publica. En 1885 sus Estudios jurídicos, anticipo de su obra El derecho municipal consuetudinario en España. En 1887 vuelve a las trincheras editoriales con la publicación de dos obras definitorias de su condición de jurista e historiador: Plan para una historia del derecho español en la Antigüedad y Derecho consuetudinario en el Alto Aragón. Seis años pasan, sin acabar los males de España: el caciquismo omnipotente; la senilidad en los métodos docentes; el clientelismo de los gobiernos; la desidia de una Administración ocupada por holgazanes recomendados; la ruindad de oligarcas y terratenientes; el atraso y la miseria que al pueblo sojuzgan; la suicida impavidez de una Regencia ante el clamor de un Ultramar que anhela ser su igual, no un liberto manumitido a medias y por gracia real. De repente aparece el «98», brulote yanqui con bandera negra, que incendia las flotas nacionales sin prender en la arboladura de la borbónica calma. Es un desastre, pero ni el Trono cae, ni la Regente se exilia ni se juzga a nadie. Cuando todo en España se hunde, conviene mirar hacia el Palacio de Oriente y si los alabarderos montan guardia en sus puertas y sus ventanas tienen los cristales intactos, es que todo sigue igual y no ha sido para tanto. Por el contrario, luchando tanto la España leal, honesta y valiente, perderá. Por haber relegado o matado de pena a sus mejores la antiespaña que no cesa: la insidiosa y envidiosa, la meliflua y cobardona, la revolcona en sus inmundicias y pese a ello tonta presumida pese a su evidente suciedad mental y moral. El aturdimiento y el dolor son tales, que España entra en una fase de sonambulismo agudo como remedio intuitivo para su desesperación, que deriva en colapso. Surge prematuro surrealismo y su contrario: el inmovilismo estatalista como incongruente dieta para sanar al enfermo. España empeora y desahuciada queda. 55 Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla 56 cuestrada y ultrajada. Acabar con el comadreo político que al país llevó a la ruina, hundió a sus escuadras, a sus ejércitos introdujo en nichos sin numerar o sepultó en el mar sin bala de cañón a los pies porque no había balas para tanto muerto y a los sobrevivientes ni se molestó en presentarles armas cuando tullidos desembarcaron en puerto patrio, pareció lo que era y aún representa: canallescos delitos, merecedores del derribo sin contemplaciones de una monarquía contemplativa de tales ofensas, indiferente ante la poca vida que restaba a sus repatriadas tropas. Bajo los puentes y en los caminos, en las cunetas y parideras, en trozos sus uniformes, vacíos los bolsillos, huesudos sus rostros, así fueron encontrados muchos. Tiesos e insepultos. Caídos sin una sola queja, invencibles donde nacieron y murieron. En tan duros tránsitos morales y sociales, publica Costa su Colectivismo agrario en España. Doctrinas y hechos (1898). Obra de ciencia, erudición y combate. Que conmueve, admira y sobrecoge. Su autor expone un sí comedido al industrialismo, superado por un vigoroso acto de fe hacia un agrarismo reformado y consecuente. Sostiene que la insolubilidad del problema guarda relación con la paramera registral que caracteriza a las tierras hispanas, retenidas por unas pocas manos y además, usureras. Y en audaz síntesis propone colectivizarlas. No es prebolchevismo, ni tardojansenismo, es costismo límpido y santo. En la españa de minúscula, de por sí adúltera, mandona, obtusa y torpe, hace efecto de segunda revolución francesa. El Estado inmutable quedó en apariencia, aunque el susto no se lo quitó nadie; sobre todo en los palacios del poder, en los que durante semanas se durmió mal. Pero en los casinos y cafés, sobresaltados sus parroquianos de baraja, copa, puro y chiste malo, se le insulta y amenaza. Ese «profeta» jamás será diputado y gracias puede dar de seguir siendo notario aún con vida. Cambia el siglo. Costa cavila sobre una conjunción ideológica y moral, motivadora de los ímpetus de la España inanimada bajo los efectos del cloroformo sagatista; unificadora de sus cuatro pulsos cardinales, que insuflen a la sociedad española una potencia tal que la eleve sobre sus miedos atávicos y, en vertiginoso vuelo rasante, cruce por encima de las trincheras del caciquismo acorralado, sobrevuele los derruidos templos del monarquismo incapacitante y todo ese parlamentarismo de comilona, cabaret y chalets de mala nota, cuyos gastos pasa como representación. Cree hallar esa energía renovadora en Basilio Paraíso, presidente de la Cámara de Comercio de Zaragoza, y en el también letrado Santiago Alba Bonifaz, futuro ministro de Estado y Hacienda. Y a las urnas van. En 1901 es diputado electo por Madrid y Zaragoza. Descubre que el Parlamento es gélida trinchera, no ardiente tribuna. Se lo temía, pero la ignominia se manifiesta con tal villanía, que solo de verla le enfurece. Costa no soporta tanta mezquindad y ni su acta de parlamentario recoge. Su decisión cubre titulares de prensa y no pocos piensan que España en duelo anticipado entra. Jura Alfonso XIII ser el rey de todos. Es el 17 de mayo de 1902. Una coronación no puede ocultar una pirámide de errores funestos; otra de cobardías clamorosas y una tercera de mentiras reincidentes, monumental valle de gizeh, bajo el cual sepultada yace España. Las gentes desesperadas siguen y así no se puede vivir. Ni al país se le puede tener ahí, de cuerpo presente. Los españoles prefieren ser engañados de nuevo a participar en otro entierro de semejantes dimensiones. España consiente, pues para eso la han dejado limitada a ser ente sufriente: que mucho todo lo siente, pero ni protestar la dejan. Como concepto, en ningún discurso falta «España», siendo nulidad resolutoria. Y como patria, ella sola nada puede. España depende de sus hijos y nietos. A los que no se encuentra. Los españoles han capitulado en campo abierto y luego desaparecido. Exánime la patria; nadie se presenta para España no logra incorporarse de su secular postración, pues pulso no tiene (Silvela dixit). Costa insiste. En 1901 ha publicado un largo ensayo que, en su título, previene: La ignorancia del derecho y sus relaciones con el «status» individual, el referéndum y la costumbre. Sin concederse descanso, pone fin a su más demoledora denuncia: Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España. Urgencia y modo de cambiarla (1901-1902). Contiene la famosa encuesta que el Ateneo de Madrid realizase entre sus socios y personalidades de las artes, ciencias y letras. Costa ve inviable que su patria logre deshacerse de sus ataduras porque los grandes partidos, amigos del poder y partícipes de este, pánico tienen de liberar a tan temida cautiva. Porque la momia se mueve sin importarle las vendas. Luego España no ha muerto por escalofriante que sea su quietud. La grey ateneísta ha hecho de su centro neurálgico en el Madrid de 1901 puerto y hospital de campaña, donde los pupitres hacen de quirófanos portátiles, a la espera de que aparezcan los heridos. Para sorpresa de todos, los sanitarios aparecen con solo dos camillas: la primera oculta un bulto deforme y enorme cubierto por montañosa colcha, pues no hay sábana en el mundo tan grande para taparlo; la segunda retiene el cuerpo de un militar delgadísimo, sus huesos señalándose bajo sábana tan parca que ni delantal quirúrgico parece. Lo de militar es cosa indudable, porque calza abarcas de soldado, con sus suelas de esparto rotas, a través de las cuales se le ven sus desollados y diminutos pies. Un chavalín. Lleva la cabeza vendada en sangre. Al pasar, uno de los sanitarios roza la inerte cabeza. Se desprenden las vendas y, en cascada, ensangrentada y larga cabellera libre queda. Murmullos de asombro. El bulto descomunal es el sistema político en su inmutabilidad enfermiza; ese liviano cadáver corresponde a una mujer-soldado. Se deducen supuestos y recuerdan hechos. Casos han habido de hermanas que pretendieron sustituir al hermano menor, llamado a filas con veinte años para embarcar hacia Ultramar. Morir por el benjamín para salvar al padre inválido o la madre viuda. Los ateneístas comprenden y asienten. No harán de enfermeros, sino de forenses. Y sus conclusiones a los jueces entregarán para refuerzo de la causa sumarial que se instruye. Ese cuerpo gigante hay que trocearlo y saber por qué se convirtió en homicida de tan infortunada joven, Patria de nombre, lo único que de ella con certeza se sabe. Dibujantes, escultores, pintores, abogados, arquitectos, diplomáticos, escritores, ingenieros, jueces, médicos, periodistas y poetas se ponen a la tarea y estudian los restos con lupa y rigor. La investigación determina Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Ganar la mayor batalla («Oligarquía y caciquismo») para perder la guerra y la vida Joaquín Costa Martínez levantarla. Ningún ministro, ningún grande de España, ningún jefe del Ejército o de la Armada acude a los actos oficiales revestido de luto riguroso, habiendo perdido el país tantos hombres como para formar seis ejércitos y alistar dos escuadras. Los fuegos artificiales que celebran la coronación de un estudiante de rey proyectan una luz espectral sobre el letárgico panorama peninsular e insular. Ha habido empeño en dar espléndida fiesta en un desierto, aunque solo desperdicios en la arena queden, restos que al mediodía siguiente el inflexible simún esparcirá. Entra España en reflexión al concluir la última petardada pueblerina. Las carrozas a lo gran Aumont se guardan en las cocheras. Hules acoplados, puertas cerradas, cerrojos corridos, candados puestos. Palafreneros y mayordomos de librea se desean hasta muy lejana coronación. Tres cuartos de siglo transcurrirán hasta presentarse un nuevo rey: Juan Carlos será su nombre y Borbón él como corresponde. Sin carroza vendrá y sin ella se irá. 57 Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla sin lugar a dudas: delito de lesa majestad. Aparecen infinidad de criminales confesos para una sola muerte: la defunción de España, el apellido de esa valiente mujer, que exangüe yace. Este supremo magnicidio estaba sin resolver al no haberse identificado a los asesinos. Las fechas de las consecutivas muertes de España se confirman y conmueven: 1805, 1812, 1820, 1823, 1836, 1846, 1854, 1868, 1869, 1870, 1876, 1895, 1898. No hay memoria de nación asesinada trece veces en un siglo. Lo sucedido entre un Trafalgar y un Cavite. Conocidos los primeros nombres de tan largas listas, la prueba pericial termina. Los ateneístas pueden irse a sus casas o enrolarse como artilleros voluntarios en el buque insignia que, anclado en madrileño puerto, espera la orden de zarpar. No encabeza escuadra propia; le basta con parecer acorazado de sí mismo. Tiene enfrente un nublado horizonte, cubierto de naves hostiles. El Joaquín Costa larga amarras y avante toda se aleja. Mar afuera, un semicírculo de siluetas amenazantes le aguarda, cañones a su máxima elevación para hundirle lo más lejos. Le temen. Ya empiezan a cañonearle. Bien gobernado, elude ese cerco de fuego y vira recto hacia el centro teórico del adversario, sorprendiéndole. La flota enemiga se aturulla y tensa en un larguísimo brazo, torpón y baleanceante. Error mortal, fruto del miedo. En maniobra osada y certera, el Joaquín Costa logra «cortar la T» de esa columna naval por el cuello. Separa a unos de otros y les dispara andanadas o torpedea hasta agotar municiones y torpedos. La flota descabezada escapa y la batalla se gana, pero la guerra se pierde, pues todo recomienza. Y un siglo igual de malo sucederá al ya desvanecido. El Joaquín Costa ha combatido, solo y en mar abierto, contra la flota de las antiespañas: las ladronas, embusteras, rastreras, represoras, usurpadoras y vendidas. A todas ha cañoneado, torpedeado e incendiado, sin lograr hundirlas. Escoradas y en llamas, buscaron refugio en las dársenas parlamentarias —Puerto Congreso, Puerto Senado, Puerto Consejo de Estado—, y cuando no quedaba puerto libre, cobijo y reparación hallaron en los Presupuestos del Estado; en los cambios de Gobierno; en las festividades nacionales, santoral generoso en ceremonias convenientes a la vez que repleto de altas conciencias proclamadas, todas ellas incumplidas. Véanse unas muestras de aquel combate librado contra fuerzas muy superiores en número: «España no es una nación libre y soberana.» (primer epígrafe, Memoria de la Sección, pág. 1). «El (pueblo) español vive a merced del acaso, pendiente de la arbitrariedad de una minoría corrompida y corruptora, sin honor, sin cristianismo, infinitamente peor que en los peores tiempos de la Roma pagana. En Europa desapareció hace mucho tiempo (...) En España, no: forma vasto sistema de gobierno, organizado a modo de masonería por regiones y provincias, por cantones y municipios, con sus turnos y jerarquías (la cursiva es mía). Es la superposición de dos Estados, uno legal, otro consuetudinario, máquina perfecta pero que no funciona, dinamismo anárquico el segundo, en que libertad y justicia son privilegio de los malos, donde el hombre recto, como no claudique y se manche, sucumbe.» (Memoria..., pág. 4). 58 «No hay Parlamento ni partidos; hay solo oligarquías.» (segundo epígrafe, Memoria..., pág. 5). «No es la forma de gobierno en España la misma que impera en Europa (...) No es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado por corruptelas y abusos, sino un régimen oligárquico, servido, que no moderado, por instituciones aparentemente parlamentarias. O, dicho de otro modo: no es el régimen parlamentario la regla y excepción de ella los vicios y las corruptelas denunciadas en el Parlamento durante sesenta años: eso que llamamos desviaciones y corrupciones constituyen el régimen, son la misma regla.» (Ibid., pág. 7). «El gobierno de los peores: exclusión de la élite o aristocracia natural.» (Memoria..., pág. 13). «Pues en eso estamos y eso representa la forma actual de Gobierno en nuestro país: es la postergación sistemática, equivalente a su eliminación, de los elementos superiores de la sociedad, tan completa y absoluta, que el país ni siquiera sabe si existen. Es el gobierno y dirección de los mejores por los peores, violación torpe de la ley natural, que mantiene lejos de la cabeza, fuera de todo estado mayor, a la élite intelectual y moral del país (...) Las cimas de la sociedad española están sumergidas en las tinieblas y no se ven, mientras los bajos suelos a plena luz están (la cursiva es mía). Los antiguos decían en un expresivo refrán: “Báxanse los adarves, álzanse los muladares”.» (entrecomillado en el original, Ibid., pág. 14). Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla «Ahora, incluso el pretexto ha desaparecido, quedando reducidas a meras agrupaciones inorgánicas, sin espíritu ni programa, pudiendo aplicarse, a la morfología del Estado Español, la siguiente definición que Azcárate da del caciquismo: “Feudalismo de nuevo género, cien veces más repugnante que el feudalismo guerrero de la Edad Media, y por virtud del cual se esconde, bajo el ropaje del Gobierno, una oligarquía mezquina, hipócrita y bastarda”.» (pág. 6). Joaquín Costa Martínez «Yo tengo para mí que eso que complacientemente seguimos llamando “partidos” (entrecomillado en el original), no son sino facciones, banderías de carácter marcadamente personal, caricaturas de partidos formadas mecánicamente a semejanza de aquellas otras que se constituían en la Edad Media, sin más fin que la conquista del mando (la cursiva es mía) y en las cuales la reforma política y social no entra, aunque otra cosa aparente, más que como un adorno; insignia para distinguirse o (simple) pretexto» (Memoria..., págs. 5 y 6). Hora de esperar a la muerte: falsa disputa de restos y entierro que mucho dijo y dice Desengañado de amistades resbaladizas, Costa busca cimentación sólida y pluralista, por lo que opta por integrarse en la Unión Republicana. Segundo tropezón en la misma piedra. En España, cuanto más se alardea de «unidad política», más se afilan los cuchillos que cortarán el cuello al ingenuo participante en tal tentación. Harto más que furioso, dimite de sí mismo. Se refugia en Graus, antigua capital de los ilergetes alzados contra Roma, lugar frío y encalmado, del que hará su adarve, su camino de ronda, muro y fortaleza. Es septiembre de 1903. 59 Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla 60 Residir en Graus durante los inviernos, sin renunciar a su notaría en Madrid, fue su última esperanza de curación: vivir en las altas tierras oscenses, lejos del hollín de las calefacciones y los humos de Madrid. Su petición le fue denegada y ahora es tarde. Entiende que su salud es reencontrarse con la pasión del estudiante que viajase a Huesca y luego a París y Madrid. En Graus ha escrito la mayor parte de sus ensayos, artículos y libros. Entre ellos se parapeta. Pone al día su correspondencia; lo consigue de forma incompleta y lo deja; vuelve a intentarlo; se cansa y escribe sin un plan fijo, empujado por los sucesos políticos y el azote de su endémico padecimiento. La distrofia muscular progresiva que padece supera recetas y calmantes. La incapacidad le alcanza desde los brazos —sobre todo el derecho— y las manos, hasta la cintura pélvica y uno de sus pies, pero a veces son los dos. Su peso no decrece, su bienestar pasa de lo escaso a lo inexistente. Si al moverse por su cuarto se cayera y nadie oyese sus gritos, en el suelo quedaría, pues él solo no puede incorporarse. Hacen falta dos personas fuertes para levantarlo. Sus manos se amorcillan y cuesta cortarle las uñas. Su barba blanco-grisácea se entreabre como tronco de palmera a punto de romperse. Sus ojeras le comen la cara, pero el brillo de su mirada, depredadora de engaños, se mantiene. Alcanza su plenitud como signo temido hecho hombre: el «León de Graus» existe y es él en persona. Cuando sale a pasear con los pocos fieles que le siguen, se turnan para llevar su mecedora con respaldo de mimbre, con el fin de que su dolorida espalda pueda descansar tras andar un poco, no más de diez minutos y despacio. Más de eso no puede. No le han dado esperanzas. Ni él las tiene desde hace treinta años. Ha consultado a eminencias de la medicina, entre ellos al neurólogo francés Jean-Martin Charcot, descubridor, en 1869, de la enfermedad que le aqueja. Su mal —esclerosis lateral amiotrófica en su codificación clínica actual— no tiene cura (no la tiene todavía) y es dolencia que no mata: aniquila lenta e inexorablemente. En 1908 reta a su inexistente salud para reaparecer en Madrid, con el fin de oponerse a la Ley contra el Terrorismo, que Maura defiende. El esfuerzo le deja baldado. Su generoso eticismo agrava su sentencia. Le caen tres años de espasmos. Su enfermedad le somete a continuo tormento. Resiste de forma incomprensible. Le encaman y él deja hacer pues en pie no se tiene. Pasan los días y las noches. Acumula cuarenta y nueve días postrado en su dormitorio, con una hemiplejia difusa y acusada disnea (dificultad para respirar); agravadas por fiebre alta, con puntas de hasta 40,2º y arrítmicas pulsaciones, 90 a 93 por minuto. El corazón no aguanta y la cabeza se desentiende. Entra en efímero purgatorio, donde cavilase si España debería también morir para dejar de sufrir, intentar resucitar y verse libre de una vez. Eso supondría volver a soñar. Y él se deja llevar a la muerte, que llega en la madrugada del miércoles 8 de febrero de 1911 y le libera. Noticia que a España sobrecoge. Sentimiento de trastorno y desamparo. Qué hacer ahora. La pregunta está en los hogares; en los surcos pendientes de abrir para recibir las esperadas lluvias de alta primavera; en los talleres y las minas; en los puertos y las fábricas; en los hornos, sean de pan, carbón de encina o fundición de acero. Novedad acongojante para muchos, libertadora de sufrimientos para unos pocos: los informados de la discapacidad crucificante del difunto. Bendecido su nombre en las misas de pueblo, sigue adelante hacia las calles y plazas de las ciudades, que llena. Se refuerza en las familias, entre amigos y convecinos, constituyéndose en torrente que, en su recorrido, procesiones forma y padrenuestros atrae. El Estado se duele en su retórica, que ni procede por lo insincera y fútil resulta por lo barroca. En las tertulias de Oriente se comenta el desenlace. Nadie allí lo siente, nadie esperaba otra cosa mejor de toda esa gente. Joaquín Costa Martínez Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Y de improviso surge la disputa, el litigio por unos despojos que son de la Nación, no de monarcas en apuros. Desde Madrid reclaman al difunto para enterrarlo, con gran pompa, en el Panteón de Hombres Ilustres. Aragón, ofendido, alza su protesta. Es firme y unánime. El pueblo aragonés se siente legitimado para guardar no ya la tumba, sino la memoria de hijo tan admirado como desgraciado. Gobierno y rey, desconcertados, inician atropellada retirada: Canalejas y Alfonso XIII no esperaban toparse con semejante revolución sepulturera. Alguien les hace ver su error, el peligro que corren, la convulsión que se acerca. Costa sepultado en su tierra, duelo y emoción coincidirán; Costa enterrado en Madrid furia y revoluciones traería. Si en Zaragoza serían diez mil los seguidores del féretro, en Madrid podrían juntarse cien mil manifestantes, que se llevarían por delante a la guardia civil y desde luego al féretro. En consecuencia, el tren con los restos de Costa llega a Zaragoza procedente de Barbastro, donde incidentes se han dado. Oportuna excusa. Este tren mortuorio no sale de aquí, dicen los zaragozanos y no llegan a los diez mil previstos. Ese tren fúnebre no se mueve de ahí, ordenan las autoridades consistoriales, militares y policiales. Del plante ciudadano al guante que sueltan, como ascua sobre su piel desnuda, la Corona y el Gobierno. Quedan aliviados de su pánico los falsamente derrotados y contentos los en nada vencedores (son las acertadas tesis de George Cheyne). Aragón, tierra de ceños fruncidos e indomables resistencias, esboza amplia sonrisa y prescinde de airado gesto. Revive tiempos de hidalguía, pundonor y desafío, cuando Juan de Lanuza, justicia mayor, se las tuvo tiesas a un tal Felipe II. El domingo 12 de febrero, el cementerio de Torrero aguarda al héroe muerto y al gentío que le acompaña. Ha dejado de llover y el barro helado sustituye al aguacero. Por los caminos enlodados, que a la Zaragoza entumecida llevan, calladas y cejijuntas, las ateridas legiones campesinas avanzan. Se agrupan por familias, caseríos y poblaciones. El agro hispano hecho persona consciente, identidad fehaciente y unidad moral combatiente en posición de firmes está. Torrero deja de ser camposanto, pues ya es castrum, campamento legionario. Cuando el ejército del campo penetra en Zaragoza, por el extremo opuesto se acercan los bloques proletarios. Provienen de barrios obreros, empleados en la construcción o talleres. Cuando las masas se funden en una sola, las puertas de Torrero ceden. Tres mil personas logran pasar dentro, varios cientos quedan fuera. Hay órdenes: evitar tumultos que alteren la liturgia religiosa. La multitud adentrada sigue al féretro. Los que afueran quedaron se apiñan. Esperarán al amigo, hijo o sobrino que sí lograron entrar. Unos y otros son zarandeados por los empujones ventosos que el Moncayo, sin cansarse, les envía. Escenografía de boinas y bufandas, de pesares y recogimientos. Anochece. Luz desplomada, visibilidad decapitada. La noche dueña de todo se declara y la ceremonia trastabillea, pierde ritmo y se paraliza. No se ve nada. El desconcierto dura treinta, cuarenta segundos. Suficientes para que la noche se transforme en madrugada de ajusticiamiento. Solo se oye el ulular del viento. Cada persona soporta su angustia, pero también la de todos. La negritud es losa eterna vuelta del revés, que aplastamiento causa. No pocos se persignan para conjurar males que se les acercan o retemblores de sus atravesadas conciencias. Los bomberos intervienen. Encienden sus hachones, hogueras de mano con las que se aproximan a la fosa, rodeándola con iluminada disciplina. La negrura titubea y entra en desbandada. Las antorchas toman al asalto el borde de la fosa y, sin detenerse, descienden hasta el tenebroso fondo, lo enfocan y desnudan sin compasión, privándolo del terror en el que se justificaba; suben con arrolladora fuerza; superan a la inversa la tierra suelta que bordea la tumba, que del susto se apelmaza y ni un solo grano pierde; culebrean entre las filas eclesiásticas o seglares y en sus rostros encienden crispadas expre- 61 Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Joaquín Costa Martínez siones o endurecen afligidas posturas; alcanzan las copas de los árboles agitándolas con furia y a los anidados murciélagos espantan; se extienden sobre cruces, lápidas, nichos, verjas, inscripciones y memorias. Y a todas, sean en hierro, mármol, piedra o carne viva en su justo lugar sitúan, con lo que delirios, suposiciones y tenebritudes concluyen. Alumbrados por esos aleteos de fuego y luz, cuatro mozos de Graus tiran de reaños y descienden el ataúd hasta la mismidad de la tierra anhelante. Los quintos de la España inminente honran al mejor soldado del Derecho que jamás hubo en España y ejemplo fue para toda Europa. Caen las primeras paletadas sobre el féretro. Sus retumbes estremecen como clavos de asedio que sellan para siempre las puertas reformadoras de la patria, ahora sí indefensa, la que el extinto labrase con su mente y torturado cuerpo; portón de horizontes nacionales clausurados por quienes pánico tenían al mejor labrador de la única España posible: la liberada de sus parásitos endogámicos; la perseguidora del alcalde prevaricador, del diputado cómplice, del interventor militar enriquecido con el hambre de los soldados y la obsolescencia de sus medios de defensa; la fiscal del silencio administrativo y del clientelismo juerguista; la saqueada por políticos ansiosos por robar más y a los que ansía ver encarcelados y con sus fortunas embargadas; la España huérfana de padre y madre, que el difunto quiso prohijar concibiendo proyectos reformistas como ningún otro europeo de su tiempo. Patria España, la moza que de joven lo enamoró y de la que supo ser novio apurado en su fervor por descubrir toda esa velada belleza que ella poseía; prolífico esposo que debió ser presidente del Gobierno, cuando solo le dejaron ser notario de las insidias y mentiras institucionales, petrificadas en régimen yerto en busca de mausoleo, cuando en el monasterio de El Escorial pudrideros sobran y por sepulcros que no quede; compañero soñado para envejecer juntos y ver crecer a sus nietas, tantas Españas dignas como antiespañas había y preciso era y es enterrar sin falta. Él fue el sepultado. Su mujer quedó viuda y no encinta. Una fosa sigue abierta en los cuarteles de Torrero. Las últimas paletadas murmullos parecen. El viento se ha echado, el pesar aumenta. El héroe se desliza a lo profundo. La tierra, lenta y metódica, sube. Lloran los allegados del bendecido por tantos y maldecido por los menos. De los más afectados, su fiel Manuel Bescós y su desolado hermano, Tomás. La pena es unánime. La emoción atrapa a Rafael Gasset, ministro de Fomento. Ver llorar a un ministro es cosa imposible en España como no sea coincidente con su inauguración o despedida del sillón que, en su día de gloria, le fuera confiado. Pero Gasset sincero era. Costa fue un lujo de persona para cualquier país y civilización. España no se le quedó pequeña; él era mucho más grande de lo que España podía asumir. Costa representa todo lo que España pudo hacer y no hizo. Su obra y palabra nos orientan hacia cuanto España tiene pendiente de hacer por sí misma y bastante es, pero en modo alguno imposible de conseguir. J. P. D. 10.10.2014-31.01.2015 62 Interventor Su función constituyó el fundamento sobre el que se basó el Protectorado español, constituyéndose en su piedra angular. Además de fiscalizar la actuación de las autoridades indígenas, poseía la facultad de introducir reformas administrativas y económicas en el distrito tribal bajo su tutela. El prestigio de algunos interventores era tal que, en ocasiones, actuaban como «jueces» en el reparto de los turnos (nubz) de riego y en el orden para cosechar, incluso en aquellos delitos comunes donde su juicio fuese solicitado. Estos mandos españoles, salvo excepciones, cumplieron eficaz y honrosamente su cometido, pero uno de ellos se mostró sobresaliente en todo cuanto hizo: estudios jurídicos y sociales, organizativos y periciales, con labores artísticas suyas de gran mérito y audaces realizaciones arquitectónicas. Su nombre y destino: teniente coronel Emilio Blanco Izaga, interventor en los Beni Urriaguel. Agradecimientos bis parece y es. Por similitud de afinidades, mi gratitud a Julián Martínez-Simancas Sánchez, otro costista en compromiso, logros y comportamiento, abanderado de encuentros que fertilicen la paz entre pueblos y culturas. Su nombre y trayectoria vital son todo un ejemplo a nivel nacional. En las fuentes, de las obras de Costa, aparte las identificadas en el texto, hay otras que poseen condiciones ciertamente determinantes como rectoras de esta biografía: En la bibliografía, agrupo una selección de autores españoles y dejo para el final a quien, todavía hoy, a todos nos guía por su tesón investigador y capacidad organizativa: Cheyne. La cuestión de la Escuadra, Huesca, Tipografía de Leandro Pérez, 1912. Fernández Clemente, Eloy, El pensamiento y la obra de Joaquín Costa, Zaragoza, 1998. nuestro mundo cultural, George James Gordon Cheyne (1915-1990), doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Newcastle, en la que fue director del Departamento de Estudios Hispánicos y Latinoamericanos. Su tesis lo fue sobre Costa, aún hoy insigne rareza. Fuentes Bibliografía Escuela, despensa y patria, Madrid, Biblioteca Joaquín Costa, 1916. Y la más citada, su obra cumbre, retrato de la peor España posible y otra vez resurrecta: Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Fontanet, 1901. Gil Novales, Alberto, Derecho y revolución en el pensamiento de Joaquín Costa, Madrid, Península, 1961. —, «Joaquín Costa: de la crisis finisecular al socialismo», Anales de la Fundación Joaquín Costa, nº 2, Madrid, 1985. Martín-Retortillo Baquer, Lorenzo, «En homenaje a George Cheyne», BILE (Boletín de la Institución Libre de Enseñanza), Madrid, 1991. Tierno Galván, Enrique, Costa y el regeneracionismo, Madrid, Colección Vida Europea, 1961. Valentí y Camp, Santiago, Joaquín Costa (estudio vital y obras principales), Madrid, 1922. A los anteriores y muchos más se les sumó, a partir de 1972, con un vigor tan singular como estimulante para A bibliographical study of the writings of Joaquín Costa, Londres, Thames, 1972. Joaquín Costa, el gran desconocido. Esbozo biográfico, Barcelona, Ariel, 1972. Estudio bibliográfico de la obra de Joaquín Costa (es la tesis doctoral de Cheyne, traducida por su esposa, la española Asunción Vidal), Zaragoza, Guara, 1981. Más tres excelentes logros de Cheyne, lúcida y ejemplarmente confeccionados por el gran hispanista inglés sobre la correspondencia de Costa con personajes básicos en su vida: sus epistolarios con Manuel Bescós (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1979); Francisco Giner de los Ríos (Zaragoza, Guara, 1983); finalmente con su ferviente discípulo y luego distante colega Rafael Altamira (Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1992). Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Joaquín Costa Martínez llamó, allá por octubre de 2012, para enrolarme en La Historia Trascendida, navío artillado con piezas solidarias y abundante munición ética. Nunca olvidaré las conversaciones que mantuvimos y las que siguieron después. El juez Aragón tiene, en lo físico, notorio plante costista y, en lo moral, Costa A quien dedico esta biografía, Manuel Aragón Reyes, magistrado del Tribunal Constitucional, pues aunque ya no forma parte de tan alta institución al concluir su mandato de nueve años (junio de 2004-junio de 2013) lo sigue siendo por la relevancia de su obra y actitud acorde. Él fue quien me 63 Delcassé, Théophile Pierre Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Théophile Pierre Delcassé Político francés del partido radical. Diputado, ministro de Colonias y de Exteriores. Artífice de la Entente que permitió el establecimiento del Protectorado en Marruecos. 64 Miembro de una familia rural de clase media acomodada que vivía de sus rentas. Tras estudiar en la escuela de Pamiers y obtener el título de bachiller, en 1870 se traslada a Toulouse, donde se licencia en Letras en 1874. Durante algún tiempo trabajó como profesor eventual en varias escuelas de su región hasta que en 1875 se trasladó a París con el propósito de preparar las oposiciones a profesor titular de historia. En París su vida da un cambio profundo. Para completar sus ingresos comienza a trabajar como preceptor de los tres hijos de la familia Roman, en la que el padre es archivero de la oficina de prensa en el Quai d’Orsay. En las conversaciones de la familia son tema frecuente los pormenores de la política exterior francesa, que Delcassé utiliza en numerosos artículos que comienza a publicar en la prensa de París. Es entonces cuando se fija como objetivo llegar al Ministerio de Asuntos Exteriores. En el año 1877 conoce a Léon Gambetta, director de los diarios La Petite République y La République Française, en los que el joven Delcassé comienza a publicar artículos sobre política exterior basados en los conocimientos adquiridos en la casa de los Roman. Convertido en periodista respetado, esta faceta de su vida durará doce años, hasta que finalmente comienza a compatibilizar estas actividades con sus aspiraciones políticas. En las elecciones legislativas de 1885 sustituye al candidato republicano Gaston Massip, del que era secretario, cuando este fallece repentinamente. A pesar del apoyo de los partidarios de Massip, incluida su viuda, Genoveva, y de presentarse en su región natal, no logra obtener escaño. Tras el fracaso vuelve a París, continuando con sus actividades en la prensa. De ideología progresista y profundamente anticlerical, en enero de 1886 es iniciado en la masonería. En 1887 se casará con la viuda Genoveva Massip, con la que tendrá tres hijos. La mayor, Suzanne, se casará en 1923 con el teniente coronel Noguès (ver biografía), quien sería residente general en Marruecos entre 1936 y 1943 y otro de los personajes fundamentales en la historia marroquí durante el periodo de los protectorados. En las siguientes elecciones legislativas, en 1889, obtiene escaño en representación del distrito de Foix. Su primera intervención en la Cámara de Diputados, en noviembre de 1890, durante la discusión de los presupuestos para 1891, impresiona a la opinión pública. En su alocución presenta la necesidad de que la política exterior francesa compagine los intereses y problemas europeos con la expansión del imperio colonial francés. Al año siguiente, noviembre de 1891, su intervención tiene lugar durante la discusión del presupuesto para las colonias, logrando el apoyo casi unánime de la cámara. Considerado un experto tanto en política exterior como en cuestiones coloniales, en enero de 1893 es nombrado subsecretario de Estado para las Colonias. En mayo de 1894 el primer ministro Dupuy le escoge como ministro para las Colonias, cargo que ocupará hasta enero de 1895. Residente general Máximo representante de la República Francesa en su zona del Protectorado en Marruecos. Su titular ejercía como depositario de los poderes históricos y procedimentales de los gobiernos republicanos en la metrópoli. Su primer titular, desde 1912 a 1925, el general Hubert Lyautey —mariscal a partir de 1921— ejercía la administración sobre el territorio; vigilaba la aplicación de las leyes, tanto las musulmanas como aquellas otras de origen galo que incidiesen en el conjunto de la población; regía el urbanismo de las grandes ciudades e impulsaba las obras públicas, supervisaba la educación pública y estimulaba el comercio; por último, era la cabeza de l'Armée Coloniale —con amplia integración de las tropas marroquíes—, asegurando así la defensa del país. Representaba, adicionalmente, los intereses de Marruecos, forzosamente coincidentes con los de Francia, ante el mundo diplomático europeo. 4 Pamiers, Francia, 1 de marzo de 1852 - Niza, Francia, 21 de febrero de 1923 Théophile Pierre Delcassé Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla En esos años, la situación de las relaciones exteriores francesas es complicada, ya que, hasta 1890, la política exterior de Bismarck había logrado aislar a Francia. Junto a un Reino Unido aparentemente neutral, pero desconfiado ante la expansión colonial francesa, la Triple Alianza (Alemania, Italia y Austria-Hungría) es marcadamente hostil a Francia. Las ideas de Delcassé, muy extendidas en la época, tratan de combinar los intereses europeos de Francia con la expansión colonial. Elementos claves de esta política serán la consolidación de la amistad franco-rusa, conseguida por los acuerdos de 1891 y 1892, y el impulso dado desde el Gobierno a las exploraciones coloniales. Durante el tiempo en que Delcassé trabaja en el ministerio de Colonias intentará unir en bloques geográficos los territorios que ya estaban bajo control francés y tratará de reducir los gastos de la administración colonial, considerando que el régimen de protectorado es más práctico y económico que la administración directa. Finalmente, el control por Francia del desorganizado y decadente Imperio de Marruecos fue uno de los objetivos primordiales e irrenunciables que Delcassé se había fijado. El 28 de junio de 1898, Delcassé fue nombrado ministro de Exteriores, puesto que ocupará durante siete años, con cinco sucesivos jefes de Gobierno. Dimitirá el 6 de junio de 1905, víctima de la crisis provocada por el desembarco y las declaraciones del emperador Guillermo II en Tánger. En esos siete años Delcassé tendrá la habilidad no solo de dar un viraje a la política exterior francesa y lograr modificar los sistemas de alianzas europeos, sino también de incorporar a Marruecos al Imperio francés y llevar a su cenit la expansión colonial. A su llegada al ministerio su primer contacto con la realidad fue traumático. El 10 de julio de 1898 el comandante Marchand, al frente de una expedición procedente del Congo francés, había ocupado la localidad de Fachoda, en el Sudán. El propósito era establecer una comunicación transversal que desde el Atlántico llegase al mar Rojo, algo que interfería en los propósitos británicos de crear su propio eje, norte-sur, desde Alejandría a Ciudad del Cabo. Consciente de que en este conflicto colonial Francia se encuentra aislada y de su inferioridad naval frente a la Royal Navy, el Gobierno francés cede y abandona Fachoda. El resultado inmediato es la firma del Acuerdo Anglo-Francés de 21 de julio de 1899, que será el primer paso para el posterior acuerdo de 1904. A partir de ese momento, Delcassé tratará de encontrar nuevos apoyos para futuros enfrentamientos coloniales. Su primer intento es apaciguar la hostilidad italiana. Italia estaba enfrentada con Francia desde el establecimiento del Protectorado francés en Túnez en 1881. Delcassé intuía que, si en el norte de África se encontraba una solución satisfactoria para Italia, Francia tendría manos libres en Marruecos e, incluso, Italia podría apartarse de la Triple Alianza. El resultado fueron los Acuerdos Secretos Franco-Italianos de 1900 y 1902, por los que Italia se desentendía de Marruecos, garantizaba su neutralidad en caso de ataque alemán a Francia y, a cambio, recibía el apoyo francés para la ocupación de Tripolitania y Cirenaica. El siguiente paso sería llegar a acuerdos con España. En 1900 se firma un convenio por el que se delimitan las posesiones españolas y francesas en Guinea y Sáhara. Dos años después, en 1902, Delcassé se reúne de nuevo con el embajador español en París, León y Castillo (ver biografía), para buscar un acuerdo bilateral que, orillando las objeciones británicas, permita llegar a un reparto de influencias en Marruecos, casi al cincuenta por ciento, entre Francia y España. La caída del Gobierno de Sagasta en diciembre del mismo año y la postura prudente, 65 Théophile Pierre Delcassé Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla 66 si no timorata, del Gobierno conservador de Silvela dejan en suspenso la ratificación por España, ya que el nuevo Gobierno no quiere arriesgarse a molestar al Imperio británico. Tras ese «fiasco» español, Delcassé se aprovecha del recelo que el rearme naval alemán despierta en Londres y firma con el Imperio británico el Convenio Franco-Británico de abril de 1904, cimiento sobre el que luego se asentaría el tratado de alianza anglo-franco-ruso conocido como Entente. En ese convenio, dividido en cuatro apartados (1.º Marruecos y Egipto, 2.º Declaración secreta aneja al 1.er apartado, 3.º Terranova y 4.º Siam, Madagascar y Nuevas Hébridas), se establecían las bases de lo que a partir de 1912 sería protectorado francés en Marruecos. Francia y Reino Unido se dejaban respectivamente «manos libres» en Marruecos y Egipto, con la sola salvedad de que Inglaterra imponía en el artículo 8.º del Convenio la condición de que se reservase a España una zona de influencia próxima a sus posesiones de la costa mediterránea. En la práctica, Inglaterra imponía a Francia la exigencia de que fuese la débil España quien ocupase los territorios marroquíes próximos a su posesión de Gibraltar. Tras la firma de este acuerdo, España, animada por Reino Unido, firma con Francia la Declaración y Acuerdo Hispano-Francés de octubre de 1904, por la que Francia se compromete a reservar a España una zona de influencia en el momento en que estableciese el protectorado en Marruecos. Por supuesto la zona reservada a España era mucho menor que la ofrecida en 1902, ya que la posición francesa se había fortalecido, como bien le hizo ver Delcassé al negociador español, el embajador español en París, León y Castillo. El gran perdedor en todos estos acuerdos sería el Imperio alemán. Consciente de ello, el káiser Guillermo II apuesta fuerte y el 31 de marzo de 1905 desembarca en Tánger y hace declaraciones por las que garantiza la independencia de Marruecos. El resultado fue la celebración de la Conferencia de Algeciras, en la que la diplomacia alemana resultó vencida y humillada. En esta crisis, la única victoria lograda por Alemania fue la obligada dimisión de Delcassé, en junio de 1905, como ministro de Exteriores. Para Guillermo II, Delcassé era el más peligroso enemigo que Alemania tenía en Francia y fue una de sus exigencias para participar en la conferencia. En enero de 1911 vuelve al Gobierno, ahora como ministro de Marina. Desde ese puesto asiste al incidente de Agadir, que se salda con la renuncia alemana a Marruecos a cambio de compensaciones con territorios en el golfo de Guinea. Estas cesiones serían finalmente compensadas por España, que vio la extensión de su zona de influencia reducida cuando, en noviembre de 1912, se firmó el acuerdo franco-español sobre Marruecos. Delcassé cesó en el ministerio de Marina en enero de 1913, siendo nombrado embajador en San Petersburgo, donde se esforzó, con éxito, en afianzar las relaciones franco-rusas. En agosto de 1914, Delcassé vuelve al ministerio de Exteriores, donde trató de continuar la tarea emprendida en 1900, conseguir separar a Italia de la Tripe Alianza. Estos esfuerzos tienen su recompensa cuando, en abril de 1915, Italia entra en la guerra mundial en el bando de la Entente. En octubre de ese año Delcassé dimite al oponerse a los desembarcos aliados en Salónica. Apartado de la vida política, la muerte, en julio de 1918, de Jacques, su único hijo varón, prisionero de los alemanes desde el verano de 1914, le sumió en una profunda depresión, retirándose a la Costa Azul, donde falleció en febrero de 1923. Antes de su muerte manifestó su oposición al Tratado de Versalles, por creer que no daba a Francia las «garantías sólidas y duraderas que merecía». Las ideas y acciones de Théophile Pierre Delcassé fueron fundamentales en la política exterior francesa durante el primer cuarto del siglo XX, sentando las bases de la alianza franco-británica que llegaría hasta 1940 y diseñando la organización y funcionamiento del Imperio colonial francés. Sin su pragmatismo, clarividencia política y capacidad negociadora el convenio franco-británico de 1904 jamás hubiera visto la luz y, en consecuencia, tampoco los convenios franco-españoles de 1904 y 1912. Sin estos acuerdos no habría habido en Marruecos ni protectorado francés ni español. Como conclusión, cabe decir que Delcassé fue determinante para la existencia del Protectorado español en Marruecos. Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Théophile Pierre Delcassé J. A. S. Bibliografía Delaunay, Jean-Marc, Méfiance Cordiale. Volume 2. Les relations coloniales, París, L’Harmattan, 2010. Raphaël-Leygues, Jacques y Jean Luc Barré, Delcassé. Un grand commis de la France à l’image de Colbert. L’artisan de l’Entente Cordiale, París, Encre, 1980. Zorgbibe, Charles, Théophile Delcassé (1852-1923), le grand Ministre des affaires étrangères de la IIIème République, París, Éditions Olbia, 2002. 67 Conferencia Internacional de Algeciras En esta ciudad gaditana tuvieron lugar durante casi tres meses, 16 de enero al 7 de abril de 1906, tensos debates entre los representantes de Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, España, Estados Unidos, Francia, Holanda, Italia, Portugal y Rusia. Marruecos estuvo representado por su mejor estadista de entonces, el venerable Mohammed Torres, crispado testigo del inicio de la desmembración de su patria. La finalidad de estas reuniones fue la de mantener el principio de soberanía del sultán (Muley Abdelaziz); preservar la integridad territorial de Marruecos; estimular la libertad de comercio; acciones encaminadas a reforzar la estabilidad de la monarquía alauí y el desarrollo del país. Las Actas de la Conferencia incluían la organización de una Policía bajo mandos europeos; reglamentación de los tributos tradicionales y la creación de nuevos impuestos; una mejor regulación de los servicios públicos; la lucha contra el fraude y la persecución del contrabando de armas; la reorganización de las aduanas; más la creación de un Banco del Estado Jerifiano, en el que Francia se reservó la mayor parte de su accionariado. Por los abusos de algunas potencias y los consentimientos de otras, Algeciras derivó en símil de anticipo de partición y saqueo de una nación soberana, acción consumada seis años después. Ribera y Tarragó, Julián Carcagente, Valencia, 1858 - Puebla Larga, Valencia, 1934 Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla Julián Ribera y Tarragó Arabista. 68 Julián Ribera nació en Carcagente, provincia de Valencia, en 1858. Fue discípulo del arabista Francisco Codera y en 1887 ocupó la cátedra de Lengua Árabe de la Universidad de Zaragoza, desde donde se trasladó a la Universidad Central de Madrid en 1905 para ocupar la cátedra de Historia de la Civilización de Judíos y Musulmanes y desde 1913 la de Literatura Arabigoespañola. La vida de Julián Ribera estuvo vinculada a Marruecos y a la política colonial. Su papel no fue el de un gestor sobre el terreno, sino el de un actor político desde la metrópoli. La primera visita de Ribera a Marruecos se produjo en 1894, al formar parte de la embajada del general Martínez Campos, en la que participó con el fin de adquirir manuscritos árabes. Su estancia de dos meses le permitió reflexionar sobre cuáles debían ser el papel y la aportación del arabismo en un posible futuro colonial español en el norte de Marruecos. Durante su viaje, la formación académica del arabista se había mostrado insuficiente en el Imperio jerifiano, cuya población hablaba un árabe vulgar que no siempre era comprensible por los académicos. A su regreso, desde su cátedra en Zaragoza, Ribera manifestó su interés en la enseñanza de la lengua árabe y la cultura marroquí y en el papel que ello debería desempeñar en el contexto colonial. Sus artículos publicados en la Revista de Aragón bajo el título «El ministro de Instrucción Pública en la cuestión de Marruecos» y «La cuestión de Marruecos» se mostraron claves en la definición de su visión colonial. Ribera consideraba necesaria la creación de un centro destinado a la formación de un funcionariado ligado a la aventura colonial marroquí. En este centro deberían tener cabida traductores, intérpretes, militares, diplomáticos... y ser independiente de la Universidad. El 8 de octubre de 1904 se publicó en La Gaceta de Madrid el real decreto de creación de un Taller de Arabistas destinado a la formación de dicho personal. La propuesta de Ribera era novedosa en España, pero no lo era tanto a nivel europeo, donde países como Francia habían puesto ya en marcha centros similares. El objetivo final del taller era formar a un personal especializado en Marruecos y a la vez dotar al organigrama del Estado de una serie de gestores que fuesen autónomos en un contexto colonial y que no necesitasen de un uso abusivo de personal local. El proyecto de Ribera no fue más allá del papel. Este hecho tuvo importantes repercusiones en el Marruecos español, donde la mayor parte del personal destinado a la Administración civil y militar apenas tenía conocimiento del árabe clásico o del árabe vulgar que hablaba la población local. Esta circunstancia provocaría una dependencia del personal español de los auxiliares, intérpretes y traductores marroquíes. A pesar de la infructuosidad del taller, la actividad de Ribera no cesó. En 1907 se creó la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, de la que Julián Ribera fue miembro. Una de las labores desarrolladas por la Junta fue la de becar a jóvenes estudiantes para que ampliaran sus estudios en el exterior. En este contexto Ribera jugó un papel destacado, alentando a jóvenes licenciados arabistas para que solicitasen dichas ayudas con el fin de enviarlos a Marruecos para continuar y perfeccionar sus estudios de lengua y cultura. Entre los becados de la Junta se encon- I. G. G. Julián Ribera y Tarragó Los precursores. Con el pensamiento en la otra orilla trarían, entre otros, Julio Tienda y Rafael Arévalo (ver biografías). De este modo, Ribera, si bien no pudo continuar su Taller de Arabistas, sí que pudo ayudar, de manera indirecta, a la formación de un reducido grupo de funcionarios destinados en Marruecos. El establecimiento del Protectorado en 1912 supuso la creación, en 1913, de la Junta de Enseñanza de España en Marruecos, con sede en Madrid, como órgano asesor y gestor de todas aquellas cuestiones relacionadas con la educación en el Protectorado. El papel de Julián Ribera en dicho organismo se mostró clave. La Junta fue creada por iniciativa de Ribera. Tras su constitución, dos fueron las misiones que el recién creado organismo le encomendó y que le harían regresar nuevamente a Marruecos, alejándose durante unas semanas del bullir de Madrid. La nueva misión permitió a Ribera reflexionar y trabajar sobre dos de sus preocupaciones: la enseñanza y su función colonial, y la lengua árabe y su uso en la Administración. En 1914 Ribera se trasladó a Marruecos para la realización de un informe sobre el estado de la educación en el Protectorado español junto a Alfonso de Cuevas, catedrático de Árabe Marroquí en la Escuela de Comercio de Valencia. Para ello debían visitar Tánger, Tetuán, Larache, Alcazarquivir, Arcila, Melilla y su zona de influencia, y trasladarse a Argelia para analizar la política educativa mantenida por Francia. La inseguridad de la zona redujo el itinerario final del viaje a las proximidades de Tetuán. El informe presentado a la Junta sirvió para detectar problemas y retos que el colonizador debía abordar y propuso medidas a adoptar por la Junta, como la dotación de una Inspección de Enseñanza en el Protectorado ubicada en Tetuán, que fue creada en 1916 y de la que quedaría al frente el tangerino Ricardo Ruiz Orsatti. La segunda misión encomendada por la Junta a Ribera fue la elaboración de un pequeño diccionario de árabe-español en colaboración con el arabista Miguel Asín Palacios, que también era miembro de la Junta de Enseñanza. Tras varios meses de trabajo presentaron a la Junta el Pequeño vocabulario hispano-marroquí que, al igual que el informe sobre el estado de la educación, fue publicado en el Boletín Oficial del Protectorado con el objetivo de servir como instrumento de uso administrativo así como para los agentes vinculados con la colonización. Tras la finalización de estos trabajos, Ribera continuó su actividad como miembro de la Junta. En 1927 el arabista se jubiló, falleciendo en su tierra natal en 1934. Bibliografía 69 González González, I., «Pequeño vocabulario hispano-marroquí (1913). Julián Ribera y Miguel Asín Palacios. Presentación», Revista de Estudios Internacionales Mediterráneos, n.º 9, 2010. López García, B., «Marruecos, el regeneracionismo y las ideas pedagógicas de Julián Ribera», en F. J. Martínez Antonio e I. González González (eds.), Regenerar España y Marruecos. Ciencia y educación en las relaciones hispano-marroquíes a finales del siglo XIX, Madrid, CSIC / Casa Árabe, 2011, pp. 319-341. —, Orientalismo e ideología colonial en el arabismo español (1840-1917), Granada, Universidad de Granada, 2011. —, «Julián Ribera y su “taller” de arabistas: una propuesta de renovación», Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, vol. 32-33, 1984, pp. 111-128. Marín Niño, M. y C. de la Puente González, Los epistolarios de Julián Ribera Tarragó y Miguel Asín Palacios. Introducción, catálogo e índices, Madrid, CSIC, 2009. Ribera y Tarragó, J., «El ministro de Instrucción Pública en la cuestión de Marruecos», Revista de Estudios Internacionales Mediterráneos-REIM, n.º 1, 2007, pp. 101-116. —, «La cuestión de Marruecos», Revista de Estudios Internacionales Mediterráneos-REIM, n.º 6, 2008, pp. 172-190. Viguera Molins, M. J., Ribera y Tarragó. Libros y enseñanzas en al-Andalus, Pamplona, Urgoiti Editores, 2008. I.II Ensoñaciones y realidades 70 Cenarro Cubedo, Severo Pastrana, 1848 - Tánger, 1898 J. P. D. 21.10.2014 Los precursores. Ensoñaciones y realidades Tras la revolución de 1868, que acabó con el régimen isabelino, fue abierta una Escuela Libre de Medicina en Zaragoza, y en ella ingresó en 1869, con 21 años. Por compañero de estudios tuvo a Santiago Ramón y Cajal. Licenciado en 1873, se enroló en la Sanidad Militar y, con el grado de teniente, participó en las campañas contra las fuerzas carlistas. En 1875 conseguía una plaza en el Hospital Militar de Madrid, donde trabó gran amistad con el comandante médico Nicasio Landa, nombre muy prestigiado en Europa y fundador de la Cruz Roja Española. Cenarro destaca en las enfermedades del riñón y sus tratamientos diuréticos. Ascendido a capitán médico, es destinado a Ultramar. Cuba arrastra seis años de penalidades bélicas que no parecen tener fin. Antes de partir hacia San Juan de Puerto Rico, se casa, en Madrid, con Encarnación García y Laguna. Y ambos emprenden viaje hacia el Caribe español. Seguirán tres años y medio de trabajos (enero 1877-julio 1880) en condiciones extremas, agravadas por su estancia en Cuba (por su climatología más radical), que erosionan su salud. En julio de 1882 se ve obligado a pedir «licencia» por enfermedad. Pudo ser la malaria. El matrimonio zarpa hacia la Península pero, cuando él se repone, ella desiste de acompañarle y prefiere permanecer en Tudela. Severo vuelve a Cuba, pero ni se olvida de su esposa ni desasistida la deja. Por disposición suya, Encarna puede recoger, con cargo a la Caja de Ultramar, «cien duros mensuales», que su responsable marido le hace llegar mes tras mes. Cumplidos los seis años obligatorios de permanencia en Ultramar —pocos los cumplían y muchos bajo tierra— Cenarro vuelve a la patria. Destino ilusionante le aguarda: médico en la Legación de España en Tánger. Es febrero de 1884 y Marruecos se le ofrece tal y como era: luminoso y callado, transparente y velado, país de las mayores fantasías hechas realidades. A Tánger, ventanal atlántico y puerta diplomática del imperio jerifiano, le sobra luz y le falta higiene. Cenarro se pone a la tarea y por su tesón surge la Comisión de Higiene Pública, que endereza el caótico rumbo de la salubridad tangerina. Justo a tiempo. La epidemia de cólera en 1885 lo trastorna todo, incluso en la España andaluza, donde arrasa. Cenarro se multiplica y triunfa, proporcionando amplia victoria al sultán Muley Hassán I, quien premia sus servicios. Cenarro encuentra en el Padre Lerchundi esa parte complementaria del alma que todo humanista y científico necesita para engrandecer sus servicios a la sociedad. Al binomio Cenarro-Lerchundi se les unirá un tercer mosquetero, el teniente coronel médico Felipe Ovilo Canales. Su asociación intelectual y moral es inmediata. Y de ella nacen benéficas criaturas que pronto alcanzan su adultez: las campañas antivariólicas, que el propio Cenarro inicia; el Hospital Español de Tánger (inaugurado el 23 de septiembre de 1888); la Escuela de Medicina para marroquíes (media de 15-20 alumnos por curso), instalada en el mismo Hospital Español. Cenarro y Ovilo se reparten afanes y obligaciones: el primero asume lo relacionado con la cirugía y el seguimiento a los intervenidos; el segundo se concentra en sus clases académicas y la dirección facultativa del Hospital. Siguen años fecundos, que una guerra lejana destruirá: Cuba en llamas desde febrero de 1896. Ovilo es reclamado desde Ultramar. Cenarro toma el mando en Tánger. Y a su vez es reclamado. Cenarro sabe que a la muerte va, pero leal y disciplinado, parte hacia Cuba. Que no tendrá compasión. Cuando regresa (abril de 1897), es un muerto viviente. Resistirá diez meses. Y fue mucho. En día por precisar en enero de 1898, fallece en Tánger. Su muerte es un disparo en la sien a la obra diplomática y humanitaria de España en Marruecos. Su memoria no ha prescrito allí. En su patria, sí. Véase la muestra: en Pastrana no hay calle con su nombre; en Tudela tampoco; en Zaragoza, de veintiséis calles dedicadas a «doctores», ninguna del «Doctor Severo Cenarro». Y en Madrid, de sesenta y siete calles a «doctores», idéntico desdén. Pese a ello, Cenarro persiste. Severo Cenarro Cubedo Teniente coronel médico, muy distinguido en Cuba y Puerto Rico, cirujano eminente y director facultativo del Hospital Español de Tánger, figura clave en la medicina preprotectoral de España en Marruecos. 71 Lerchundi Apostolado en pro de las personas, culturas y naciones A Mario López Feito (en Asturias) y Mnsr. Renzo Fratini, nuncio apostólico (en Madrid) Lerchundi y Lerchundi, José Antonio Ramón de Los precursores. Ensoñaciones y realidades José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Orio, Guipúzcoa, 1836 - Tánger, 1896 Misionero, arabista, filólogo y pedagogo; fundador de escuelas, hospitales y centros asistenciales en Marruecos, país cuya representación diplomática ejerció en 1888: la embajada Torres-Lerchundi ante el papa León XIII. Desde su adolescencia se sintió atraído por un fervor humanitario, fuerza que le impulsaba hacia la evangelización. En julio de 1856, cuando toma los hábitos franciscanos en Priego (Cuenca), la España del IV Gobierno del general Espartero es un país dividido y crispado tras haber pasado, dos veces, por el cedazo desamortizador: en 1837 con la Ley de Bienes Nacionales decretada por Mendizábal, que enajenó los bienes eclesiásticos; en 1855 con las disposiciones tomadas por Pascual Madoz, ministro de Hacienda con Espartero, volcadas en la Ley Desamortizadora General, impulsoras de la más tramposa venta de bienes patrios que se conoce, impune expolio en beneficio de la oligarquía preindustrial y la aristocracia latifundista. En esa espiral de colisiones entre lo alocado y despótico frente a lo racional y solidario, fue cuando el joven Lerchundi absorto quedase ante difícil encrucijada: partir como misionero hacia Palestina o Marruecos. Lerchundi se decidió no por lo más sagrado, sí por lo más espinoso: integrarse en un mundo inmutable en apariencia, necesitado de remedios tan sencillos como la caridad, la decencia y la solidaridad frente a la indiferencia, ruindad y soberbia de los poderosos. España y Marruecos no discutían por sus diferencias, pues compartían defectos mutantes, tendentes a coincidir en una sutil pero fértil convivencia. El decreto de expulsión de los moriscos, que Felipe III firmase (23.09.1609), abrió un segundo foso de gibraltar entre la meseta central y las campiñas levantino-andaluzas. De sus acantilados, coronados por banderías y religiones enemigas, se derivó esteparia inquina que degolló diálogos, confundió ejércitos con políticas y forzó tal anemia binacional que facilitó su desplome y saqueo por los grandes imperios. Ambos pueblos con dureza tributarían: España en 1895-1900, Marruecos entre 1907 y 1927. Nacer solo de madre; preguntas a un ejército exhausto que solo tiene una respuesta 72 Orio, garita del Cantábrico, nueve y media de la noche del veinticuatro de febrero de 1836. Lloro de criatura recién nacida y quejidos de madre rasgada. Es un niño. Que vuelve a llorar. La calle callada está y escucha... La casa de la parturienta, excepto unas luces que se mueven en el segundo piso, de un cuarto a otro, a oscuras también. Es casona grande, de tres plantas, con dos portones a nivel de calle, uno para las caballerías; balcones centrados en los dos primeros pisos; seis ventanas de escolta con embocadura de piedra tallada, que aportan refuerzo de claridades y señalan obligaciones: familia conocida y respetada. Hay guerra en los José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades campos y combates en la mar. Orio sigue bloqueada por la flota enemiga y Gipuzkoa ametrallada se ve a diario. Cristinos y carlistas han cumplido dos años, cuatro meses y veintiún días de lucha sin cuartel. La guerra trae furores y terrores. No hay gloria para el que sobrevive, ni siquiera para el vencedor. El mañana no existe, el futuro tampoco y el presente asusta. El niño calla y su madre sin duda feliz le mira. Eso piensa la calle, que ni a tientas se mueve. Ladra un perro y luego otro. Reciben apoyo y coalición de ladridos. Se cansan y callan. El silencio aprieta. El miedo manda y la incertidumbre gobierna. Orio mantiene los ojos abiertos. La madre del niño busca respuestas. Mañana bautizará a su hijo. Tener un varón e ignorarlo todo del paradero de quien lo engendrase. Llevará el nombre de José Antonio Ramón y sus apellidos. Los suyos, los de María Ramona Andrea de Lerchundi y Lerchundi. El padre no estará con ella. No se conoce dónde mora; si huido sigue y un día volverá o si ha muerto y, de ser así, nadie sabe la causa ni el lugar, ni si una cruz ampara su tumba. Cuando los hombres se matan entre sí, gracias hay que dar que no maten a sus familias. Con esa resignación e inquieta por lo que el vecindario pueda murmurar, cierra los ojos al cansancio. Y ni la pena puede abrirlos. La calle, fatigada de parto tan largo, a su vez coge el sueño. Las luces se apagan. El Orio militarizado da una cabezada y, sobresaltado, se incorpora: línea de horizonte, despejada. Hay mar gruesa y la escuadra de bloqueo de mareos está más que harta. Tierra adentro, las colinas no se han movido y la masa del bosque inmóvil sigue en su negrura. No hay fuego de campamentos, no se oye ninguna voz de alerta. Pero los voluntarios guipuzcoanos están ahí, acurrucados bajo sus capotes, los fusiles de hielo en sus manos, el estómago vacío y un presentimiento en la cabeza: esta guerra no vamos a ganarla, lo que tenemos que procurar es no perder la paz. El Orio eclesiástico se acuesta. Don Lorenzo Antonio Azcúe, presbítero de San Nicolás de Bari, se mete en la cama. Cansado pero satisfecho. Temió por la madre y también por el niño. La iglesia está para revista: sillas alineadas al cordel, velas retiesas como sacristanes dispuestos ante la visita del señor obispo, retablo refulgente, ornamentos del altar bien planchados, casulla limpia en percha y media botella de vino tinto en el armario. Es todo lo que queda. Mañana, bautizo escueto: el padrino, el recién nacido y la madre si está de andar, dos testigos y sanseacabó. La guerra acorta los plazos: se engendra una vida en un impulso y se nace o se muere en similar relámpago. Hubo bautizo en el Orio amanecido de todos los días aquel martes 25 de febrero, pero sin padrino, pues fue madrina: Paula Lerchundi y Lerchundi, hermana menor de la recién parida, que no tuvo fuerzas para acudir. Paulina tiene solo 19 años y se la ve tan feliz como apenada. Don Lorenzo, enfrentado al hecho familiar, advirtió a Josefa Ygnacia Paula «su parentesco espiritual» con el recién nacido. No hubo más testigos que Dios y el señor cura. Los abuelos maternos —los padres de la madre—, Juan Ygnacio de Lerchundi y Mikaela de Lerchundi, no acudieron. Por pesadumbre y pudor. Casados un 26 de febrero en el Orio de 1809, bajo la invasión napoleónica, veintisiete años después su primogénita les entregaba su primer nieto en medio de una guerra fratricida, cuando del padre solo sabían por oídas. Situaciones para enfermar, penar y morir. Salió el ungido bien arropado por su madrina y San Nicolás quedó a solas con sus fieles. Mucho había por rogar y poco que esperar. No podían imaginar las buenas gentes de Orio y menos los voluntarios atrincherados en sus retortijones de hambre que les esperaba larga senda de guerra. Travesía en la que sumarían otros tres años y cinco meses de condena, pero con repentino indulto, proclamado en Elgeta, tierra del Alto Deba, por decisión de un militar guipuzcoano sin complejos y brigadier por rango aclaratorio. 73 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 74 Aquel 25 de agosto de 1839, agrupadas las fuerzas legitimistas, al preguntarles Carlos María Isidro de Borbón si le renovaban su juramento de fidelidad, aclamado fue por los batallones castellanos, poca cosa por los navarros, mientras los cuadros guipuzcoanos callaban. Repitió la pregunta don Carlos en forma de guantes lanzados al aire: «¿Nada me decís? ¿No me habéis entendido?». Y una pared de filas apretadas en su callarse le respondió. Intervino entonces el brigadier Iturbe, quien advirtió al rey: «No le entienden, Señor, ellos solo hablan vascuence». El advertido hizo un gesto como diciéndole: pues acláreselo usted. Y aquí surgió el lance y luego el debate, pues del asunto todavía hoy circulan versiones contradictorias, cuando en esencia una sola poseía pleno rango de validez. José Ygnacio Iturbe repitió la pregunta en euskera, antecedida por su ímpetu de soldado: Mutilak! («¡Muchachos!») Nahi duzun pakia edo gerra? («¿Queréis la paz o la guerra?»). Y de aquellos zurrados pechos surgió unánime respuesta: Pakia, jauna! («¡Paz, señor!»). La variante pérfida, que luego predominara, es: «¡Muchachos! ¿Queréis la paz?». Y la respuesta, idéntica: muerte a la guerra. La pregunta impertinente (por lo innecesario) es: ¿Qué podía responder un ejército después de seis años de guerra sin piedad ni esperanza de victoria? Paz para ver a los nietos convertirse en hombres, bendecirles con afectuoso gesto y morirse sin decir ni pío. Don Carlos siseó «Estamos vendidos» y espoleó a su caballo. Escoltado por sus aduladores —los llamados apostólicos— al galope se fueron en pos de Francia. Así perdió aquel «Carlos» su numeral dinástico, incluso el preceptivo «Don» que le correspondía como a todo hispano, pero siempre que se refrende desde la dignidad y el valor. Hubo abrazo de generales en Vergara —Maroto y Espartero (27.08.1839)—, pero su teatralizado quererse fue rechazado por un exseminarista de mirada llameante bajo negras cejas sumariales, Ramón Cabrera. Y cuando el caudillo tolosino no pudo más y se marchó a Inglaterra, nadie puso número a esa guerra dos veces terminada. A causa de tal imprudencia, tres guerras llegarían: dos sangrientas reiteraciones (1848-49 y 1869-76) y, en medio, el descomunal saqueo (1837-55) de los bienes nacionales, suicida guerra de las instituciones contra la paz social y el porvenir de España. «Antiguo Régimen», galeón hundido del que afloran sus cubiertas: las manos muertas La España de 1836 era un país empobrecido y crispado por suma de guerras, patrióticas unas, dinásticas otras. En el centro del caos, un Estado sin plante, fuste ni norte, anclado en las estepas posmedievales. Faltaban veinte años para que Alexis de Tocqueville aportase célebre ensayo —L’Ancien Régime et la Révolution, 1856— a tan anquilosada situación, aunque refiriéndose a la Francia de los últimos Luises. España tuerta y coja mal andaba. De ese navío yacente, el Antiguo Régimen, de repente afloraron sus cubiertas, enormes de por sí: las manos muertas. Bienes de la Iglesia y comunales. En el plano jurídico, milenaria evanescencia. En la práctica registral, tierras sin dueño ni provecho. Estas plataformas flotaban, indefensas, en los mares del cálculo institucional, pero en el particular también: el interés del Estado y el de las familias adineradas o en trance de enriquecimiento, gracias a la guerra civil, confluyeron. Partes intrínsecas al poder, familiares eran en sus ambiciones. Acuciado el Estado cristino por las deudas de su lucha a muerte contra el carlismo, rehuido por los banqueros británicos y franceses, contrarios a invertir en país tan cainita, el Gobierno de Mendizábal (Juan Álvarez Méndez) creyó encontrar su salvación en la subasta José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades de esas propiedades, que ningún beneficio aportaban a las arcas públicas. El volumen en tierras de cultivo, bosques y prados, sumado a las propiedades —conventos, iglesias y monasterios— a enajenar, vértigo causaba: dieciséis millones de hectáreas. Doce millones pertenecían a la Iglesia y las Órdenes Militares; cuatro millones eran terrenos de ayuntamientos, concejos y pedanías. Y estaban los campos baldíos, que para no pocas cosas servían. Cientos de cuellos abuitrados se estiraron, en círculo de apetitos insatisfechos, hacia lo que consideraron carroña a su alcance. No lo era, pues aún vivía y por España se la conocía. Nada les importó. La devoraron como si fuese águila muerta, caída de puro vieja desde un picacho no muy alto. Con tan colosalista patrimonio pudo reorientarse el curso del porvenir económico y social del país. Oportunidad para encarar una racional redistribución de la tierra, con el fin de que los pequeños labradores y agobiados arrendatarios se convirtieran en solventes propietarios. En síntesis, levantar una clase media agraria, con el Estado como tutor de su infancia patrimonial para mejorar la cabaña ganadera; implantar nuevas técnicas de cultivo; acrecentar los regadíos por medio de embalses y canales; acabar con el abuso de los antiguos señoríos; pacificar los instintos y cultivar paces, no hoces. Esa masa ingente de bienes agrarios e inmobiliarios fue volcada sobre un mercado emboscado por el clientelismo y el nepotismo. Era turbio fondo de negocio y, como tal, trucado. Habiéndose establecido que las adquisiciones en subasta podían abonarse en efectivo o con «pagarés bancarios», en esta variante acechaba la estafa para la Nación en forma de soga para la Hacienda Pública, que no dudó en meter la cabeza por el lazo y ahorcarse en loco ademán. Patalearía en el aire durante setenta y cinco obscenos años. Lo que quedaba de siglo y ansioso mordisco sobre el siguiente (asesinato de Canalejas y alianza romanonista España-Francia contra la soberanía de Marruecos, 1912). Si el comprador se decidía por el pago en efectivo, disponía de dieciséis años para clausurar su deuda al 5% de interés. Al cerrarse la compra debía abonar la quinta parte del precio de remate. Los que prefirieran pagar con títulos de la Deuda Pública disponían de un plazo de cancelación limitado a ocho años y al 8% de interés. El comprador quedaba obligado a hacer efectiva, después de finalizada la subasta, la quinta parte del precio final del lote adquirido. Parecía hacerse justicia entre quienes más poseían y los que se limitaban a juntar dineros de su familia para hipotecarse de por vida. Falso. Mientras los pequeños ahorradores llegaban a la subasta tras contar sus reales uno a uno, los grandes comerciantes, hacendados y aristócratas tiraban de cartera para extraer sus títulos de la Deuda Pública, depreciada al 90% de su valor nominal. Esos «pagarés» del Estado y entidades bancarias regionales, adquiridos en el bajista mercado bursátil, valían solo el 10% de su indicativo contable. Un pagaré por «cinco mil reales» costó solo quinientos y uno de «mil reales», cien. En lo que exige ser reconocido como el mayor artificio financiero en la historia económica de España, tan infames papelotes recuperaban la «totalidad signada» de su indicativo monetario al cerrarse la compra de esos bienes, liquidados de manera demencial por el Estado licitador, quien, aterrado por su crimen, decidió pegarse un tiro. Aquel proyectil atravesó la sien estatal de lado a lado y fuerza retenía para matar al futuro de la Nación, chiquillo plantado a la derecha del Estado suicida. El pasado, anciano todavía en pie, situado a la izquierda del cadáver, ocupó el puesto del fallecido, con lo que España retrocedió cuatrocientos años. Antes de matarse, el Estado jugó a desnudarse ante los capitalistas apiñados en corro de sádicos voyeurs de sus encantos, con lo que enceló a las grandes fortunas: hubo remates 75 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 76 en subasta que superaron el 300% de su tasación. Seguían siendo gangas para propiedades de lujo al ser adquiridas con dinero pobre. En provincias como Sevilla, el 41,4% de los bienes ofertados fue adquirido por el 4,3% de quienes pujaron. En oposición, el 50,3% de los compradores solo lograba hacerse con el 3% de lo subastado. Tan ofensiva asimetría agravó las desigualdades sociales al incrementar los latifundios de forma desmedida y empobrecer al campesinado, encadenándole al potro del tormento durante tres generaciones, cosechadoras de hambrunas, miserias y rabias. España se cubrió de conventos saqueados y ejércitos de frailes exclaustrados; de curas metidos a guerrilleros que no tomaban prisioneros; de milicias que ejecutaban sin juez, ni abogado defensor, ni escribanos o testigos, pues a la misma fosa iban todos; de pueblos incendiados y filas de fusilados en las eras, en las cuadras o en las calles; de esposas en busca de maridos desaparecidos y madres con hijos huérfanos nada más nacer; de familias que ansiaban emigrar a países sin odios ni venganzas ni tanta sinrazón. Fue en ese mundo de pavor, dolor e indefensión absoluta en el que nació Lerchundi. Niño de afecto en afecto y joven de roca en roca, que misa cantaría «el año de África» Avanzado en su infancia, al niño bautizado en Orio vinieron a recogerlo para llevárselo tierra adentro: Asteasu, localidad con iglesia grande y caserío enjuto, en la que su tío abuelo materno, José María Lerchundi, ejercía de vicario. «Josechu» conoció el latín y el rezo, materias con las que estableció rítmica amistad. De ahí se lo llevaron a la raya de Navarra, en Segura, población donde residía José María de Elola, franciscano de renombre. Incremento del latín y del rezar, con mágica novedad: la música. Y llegó un día en que el aprendiz, sin ser un maestro en latines y partituras, lo parecía. Un fulgor le caracterizaba: hacerse misionero para auxiliar a los desamparados. Su tutor se mostró de acuerdo. Pero retranca había: el aspirante previno que necesitaba estar solo para decidirse. Serias dudas eran esas y Elola se alarmó. Un día el aspirante resolvió la incógnita: he decidido retirarme al santuario de Aránzazu. Es lícito suponer que fray Elola se llevó las manos a la cabeza porque el lugar elegido había pasado por el fuego cuatro veces: dos (en 1553 y 1662) por causa de velas prendidas en cortinajes y fuegos de cocina desatendidos; la tercera en 1822 con saqueo e incendio incluidos, aunque tal conjunción de desgracias no supuso daños catastróficos. La cuarta fue calculada aniquilación. Aquel 18 de agosto de 1834 el general José Ramón Rodil ordenó a sus tropas prender fuego a todo. Y al santuario dejó con sus muros al aire, sus techumbres en el suelo, una pirámide de escombros por retablo y una galería de ojos tiznados en sus fachadas, recordatorio de las llamas que por tan espantadas ventanas salieron. Esos vórtices de humaredas y pavesas fue lo último que, de su cenáculo, vieran insólitos cautivos en columna: los franciscanos arrestados, su deán en cabeza, que a prisión marchaban por prestar socorro a las partidas carlistas. Así se comportó el defensor de El Callao tras rendir aquella plaza del Perú luego de dos años de asedio, volver a la patria (en 1826) y tomar el mando de la guerra civil en el Norte, donde buscaba incrementar su gloria y hacer justicia. No encontró a la primera por más que lo intentó y, despechado, violó a la segunda. Del destrozo se salvó la Virgen, cobijada en Villatuerta (Navarra). La Virgen experiencia tenía en mudanzas y destemplanzas, en perdones y devociones. Aparecida en 1469 a un pastor, Rodrigo de Balzátegui, al encontrársela sujeta en inestable arbusto, pasmado, inquirió: Arantza-Zu? («¿Vos en el espino?»). Y del trance brotó el divino nombre. A su vera surgió José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades grey fervorosa, dotada de recios brazos albañiles y canteros capaces de levantar templos que horadasen las nubes y al cielo llegaran. En el Aránzazu de 1853 malvivían cinco frailes. Perfiles de silbido los suyos: delgados como mimbres, fugaces como gorriones; siempre atareados, ensimismados y silentes. Escuálido resumen de antaño pujante comunidad legitimista, como lo fueran Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra, a las que la barbarie de Rodil echó al monte o amargó la vida hasta saber de su derrota y escapada de las tierras vascongadas. En Aránzazu, «Josechu» fue apodo arrollado por tajante disciplina. En pie a las cinco de la mañana; rezo breve, pues hay que ayudar a misa; luego pasar la escoba o el paño por los sitios requeridos, que muchos son; recuperar aliento y al refectorio, que llaman a desayunar: pan y leche si la vaca ha consentido, pues una sola había. De seguido, oraciones exactas y estudios completos, piano incluido. Comida fehaciente, nunca suficiente, paseo de ronda —Aránzazu es imponente castillo religioso, asomado a fosos inexpugnables—, recreo abreviado seguido de examen; cena de raspas con poca chicha, rezo largo y a la cama, que de piedra resulta, pero el cuerpo agradece pues no puede más y mañana será igual. El clima de Aránzazu, con vientos a cuchillo, heladas mañaneras y lluvias de nunca acabar, hicieron mella en un organismo proclive a espasmódicas hemoptisis (vómitos de sangre), mareos repentinos y debilidad crónica. Solo una mente de acero vizcaíno como la de aquel novicio de diecisiete años pudo superar la prueba. De esa época de azote a su salud, aunque de sosiego para su mente, existe un grabado en el cual el aspirante a misionero muestra beatífica sonrisa y apunta fuerte complexión. En su sobrevivir de aquellos años, el organista de Aránzuzu debía estar delgado como un fideo. Su poderosa fe era la que hacía de esqueleto y fuerza motriz. De Aránzazu, Lerchundi marchó a Priego (Cuenca) al enterarse que allí se abría el Colegio de Misiones para Tierra Santa. Conceptos que, al enlazarse, rememoraban milagros, fuesen resurrecciones o multiplicaciones de la fe revelada. Si Aránzazu eran torreones alzados entre montañas y precipicios, Priego eran muros y ladrillos cubiertos por teja árabe sobre campos amarillos y ríos verdes, cercados por ejércitos de peñascos. Meseta pura, santa y dura. Al aspirante a «novicio del coro», definición laboro-eclesial del Lerchundi premisionero, la bienvenida a San Miguel se la dieron cuadrillas de peones y acemileros que transportaban, en reatas de carros tirados por mulas, los materiales para reformar el edificio. Peñas próximas para ver y prevenir y piedras por colocar no faltaban; manos, sí. Si todo misionero se enfrenta a labores hercúleas, el aprendizaje misional empezaba, en San Miguel, por manejar piedras con la vista y con las manos, disciplinas idóneas no para hacer hombres de piedra, sí para tallar en roca viva la determinación de quienes deben darlo todo sin esperar otra cosa que su satisfacción interior. El concepto de soldado de Cristo estaba ahí: en la roca-madre de la fe. Traducida en verbos de esfuerzo: amparar, cooperar, entregar, responder, socorrer, sufrir, trabajar. Y sus afines: insistir, perseverar, repartir, resistir, sembrar y velar por la comunidad. Lerchundi llegó a Priego el 17 de abril de 1856. Ese mismo día cruzaba puerta renacentista que siempre recordaría con cariño: la del convento de San Miguel del Monte, tres kilómetros al norte del casco urbano. Fachada de yuxtaposiciones, jesuítica y franciscana, orientada al sol de mediodía, decisión con la que todos, monjes y laicos, estuvieron de acuerdo. En Priego hacía un frío de mil demonios. Sus 850 metros de altitud parecían el doble de los 720 metros de altura donde Aránzazu yergue su solemne mole. El Priego población era campamento helado de noviembre hasta fin de marzo; sus calles de resbalón seguro en cuan- 77 Los precursores. Ensoñaciones y realidades José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi to el aguanieve, pausada y tenaz, descendía; sus casas señoriales convertidas en neveros y sus dueños en prisioneros del catarro y el reuma. Alejado de tan malos hielos quietos, anclado a mayor altura y abierto a los vientos, lejos por tanto de la helada, cobijado por despeñaderos amigos y no derrumbaderos traicioneros —los que obligaron, en tiempos de Carlos III, a cambiar su emplazamiento—, San Miguel, bien aireado, no falto de chimeneas y buena leña, reconfortaba. Tres meses después, San Miguel reabría sus puertas, rejuvenecido: de convento a Colegio de Misiones. Aquel 14 de julio de 1856 cinco novicios fueron revestidos con el hábito del santo nacido en Asís: Nicolás Alberca, Andrés García, José Antonio Lerchundi, José Valdés y Francisco Verea. El rector era fray Manuel Arcaya, su segundo en el mando, fray Sebastián Vehil, a quien escoltaban tres tenientes-profesores: los hermanos legos Foncea, Puertas y Sanabria. A maestro por alumno. Proporción intimidante, pero fructífera en entendimientos. A esas horas y en esos mismos días, en Madrid se desvalijaba y quemaba, e incluso se mataba y moría: las jornadas del 14 y 15 de julio fueron revolucionarias y represivas. Los generales Concha y Serrano barrieron a cañonazos a los sans-culottes madrileños y un hecho fortuito —un metrallazo que partió por la mitad la espada desenvainada de Miguel de Cervantes en efigie, estatua alzada en la plaza de las Cortes— se consideró por muchos aviso de males mayores por llegar, con lo que no hubo más muertos ni cautivos en Argel. Cumplido el año de noviciado, afrontó Lerchundi consecuente decisión: hacer pública profesión de su fe, acción para la cual debía elegir nuevo nombre de pila y apellido. Y en su Cuaderno de Propósitos, que fray José María López descubriera en los archivos de las Misiones, el así comprometido escribió: «El 14 de julio de 1857, día de San Buenaventura, hice la Profesión Solemne en manos de mi Prelado (Arcaya). Mudé el nombre de Antonio en María y el apellido Lerchundi en San Antonio. Siendo mi edad 21 años». Sus estudios se refuerzan —Derecho Canónico y Teología—; los plazos de sus ordenamientos se acortan: recepción de las cuatro Órdenes menores en Segorbe (18.09.1857); el subdiaconado al día siguiente (19 septiembre); el diaconado cinco meses después (24.02. 1858); un año y siete meses pasaron y el sacerdocio recibe en la catedral de Cuenca (24.09.1859). A los diez días, su primera misa cantada (04.10.1859), en Cuenca también. España se cubre de misas, no por afanes evangelizadores, sino por devoción a sus soldados. Se ha padecido brusca afrenta en tierras ceutíes. La ampliación del bastión de Santa Clara ha recibido inaceptable desdén: los anyeríes, la mayor de las tribus de Yebala, envió una harca al solar patrio mancillado, arrasó las obras y destrozó un escudo con las Armas de España (11.08.1859). Fue agrio desplante, no un crimen. Pero en España se sintió como declaración de guerra. Y a cosa así, se responde con otra igual. La España que no rezaba por sus ejércitos, lloraba por no ir con ellos y la que no hacía rogativas por la vida de sus hijos, ofrecía misas como punitivo aviso a sus enemigos. O’Donnell firmó el decreto de movilización el 15 de octubre, cuatro días después de que fray María de San Antonio cantase misa en «el año de África», con España obsesionada en que era el año del desquite. De la escandalera belicista se aparta una unidad militar, popular y nacional: los Tercios Vascongados. Son 2.872 voluntarios. Una brigada. Mocetones los de tropa, hidalgos en su mayoría los oficiales. Las Juntas Forales han pagado el importe de los fusiles belgas que llevan al hombro, incluso sus municiones. Y apenas han hecho instrucción, porque con escuchar al padre o al abuelo bien instruidos en guerras iban. Llevan capote azul y lucen airosa esclavina culminada por boina encarnada, su irrenunciable estandarte de combate. Como 78 Harca Del árabe haraka, expedición militar, que deriva en la hārka del árabe dialectal marroquí, equivalente a «contingente movilizable» y, por extensión, tropas en marcha. Concebida para hacer frente a la agresión de una tribu vecina o impedir una invasión extranjera contra la patria común, su núcleo lo constituían todos los hombres capaces de combatir, por lo que podían alinearse padres e hijos, incluso jóvenes abuelos (sesentasesenta y cinco años) con sus nietos (de nueve a once años), que servían como correos (raqqas) llevándoles comida, mensajes, municiones y ungüentos medicinales. Cuando se agrupaban en grandes contingentes resultaban casi invencibles por su disciplina ante el fuego y feroz decisión en los choques hombre a hombre. Su resistencia al cansancio no tenía igual y su puntería era mortífera. Guerra tras guerra, la tribu que proporcionaba más harqueños era Beni Urriaguel, la más poblada del Rif y la que aportaba mayor número de fusiles (movilizados con su propia arma, a veces cedida por un familiar o vecino). En la castellanización del concepto suele perder la k, sustituida por la c: harca. En Marruecos, la campaña militar prosigue y al final acaba. Paz en África y lucha por la vida en Cuenca. Lerchundi empeora. San Miguel le resulta más helador que nunca, los vómitos le atosigan, sus pómulos se hunden y su resistencia disminuye al no recibir notificación de destino. Pasea, estudia y medita. Y sus paseos prolonga hasta Priego. Un nombre y una señal irresistible le atraen: la iglesia de San Nicolás de Bari. Cuando supo de su existencia se sintió predestinado. El mismo santo pero en comunión, ya que su bautizo no fue para repetirlo. Lerchundi comulga e investiga. Esos nervios y arcos, esas columnas y dovelas, esas bóvedas y cúpulas, todo en piedra bien labrada por gentes amorosas de su hacer, mucho hablan. Y se entera o le dicen: canteros vizcaínos, que firmas hay en los muros: los hermanos Albiz, Juan y Pedro. Por donde él pisa y mira, ellos pisaron y miraron, allá bien avanzado el siglo XVI. Gentes oriundas de Mendata, al norte de Amorebieta. Una legión de albices, hermanos y primos carnales unos, tíos y sobrinos otros, recorría entonces las tierras castellano-leonesas a golpe de iglesia y ermita coronada o convento y monasterio concluido y bendecido. En su San Nicolás reencontrado, Lerchundi renace, mientras que en San Miguel, desfallece. No tiene energías para ir y venir a diario, con lo que las visitas a la segunda iglesia de Bari se tornan más espaciadas y al final concluyen. San Miguel, tan protector de él, se le cae encima. Sus superiores le ven declinar día por día. Fray María de San Antonio es vida en vela que se apaga. Bajo adelgazamiento acelerado, expresión demacrada y mirar de iluminado, cansino en su moverse pero instantáneo en su revolverse, ausente más que presente, consciente de su tenso subsistir, Lerchundi ni siquiera parece un fraile de los retratados por Zurbarán. Es modelo resurrecto de los personajes concebidos y plasmados por El Greco: faz toda ella huesuda, ojos clavados en lo alto, idéntico impulso ascendente, firme convicción que al cielo directo lleva. Un predifunto manifestado en su actitud y estética. Y alguien propone: saquémosle de aquí antes de que llegue el invierno, que se nos muere. Propuesta justo a tiempo. Lerchundi es conminado a preparar su hatillo. Él protesta, lo cual esperaban. Y respuesta tienen preparada. Se te reclama en el Sur. ¿Tánger? No, Cartagena. Tierra minera y púnica. ¿Quién me reclama? El ilustrísimo obispo de Cartagena, Mariano Fernández Barrios. ¿Y qué quiere de mí? Que te pongas bueno para servir a Dios y a la vez pongas orden en lugares José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi «Segunda» iglesia de Bari; modelo resurrecto del Greco y edicto para ponerse bueno Los precursores. Ensoñaciones y realidades los barcos de la reina (Isabel II) tardan en llegar, desfilan o escuchan arengas de sus mandos. Un cronista, Víctor Balaguer, testigo de tan marciales asambleas, sintetiza esa imagen y su apropiado parecido: «Un inmenso cuadrilongo de amapolas». Antes que pelear, es preciso reunir aprestos, contratar fletes y pagar deudas olvidadas. Las de Inglaterra, que reclama cuarenta y siete (47) millones de reales por gastos devengados en la primera guerra contra los carlistas. Los consejeros de la reina Victoria han aconsejado tan provocativo paso para bloquear los ímpetus anexionistas que se le suponen a la España de O’Donnell. España se enfurece contra esa Albión traicionera y ruin, que pretende acorralarla. Y cuando el Gobierno de Lord Palmerston, cauto él, ofrece «cuatro años para pagar la deuda», O’Donnell, animado por Isabel II, quien no soporta a su prima inglesa (la reina Victoria), replica: «España paga sus deudas en el acto». Se pagó lo adeudado y las tropas embarcaron en diciembre, rumbo a la guerra. Sufrirán, vencerán y convencerán, rara conjunción de por sí. 79 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades «La Tierra de Dios»: Tánger parece «Jaffa» y Tetuán se yergue como nueva «Palestina» Por memoria escrita del afamado pediatra Manuel Tolosa Latour (1857-1919) sabemos cómo llegó Lerchundi a la vista de África: «Antes de desembarcar tuvo el último vómito de sangre, llegando a Tánger el 19 de enero de 1862». Convendría precisar: la primera hemoptisis sufrida al otro lado del Estrecho. África, al igual que «Europa» o «América», ninguna curación aporta. El concepto mucho sugiere, pero nada decide. Sin embargo, puede enaltecer y engrandecer voluntades. Si había alguien que esperaba esa transfusión de energías y valores, era Lerchundi. Esa señal supondría para él anhelada confirmación para donar cuanto llevaba dentro: desde su tenacidad a su generosidad, desde su comprometerse a nunca desanimarse; de su sobreponerse a toda ofensa a entregar su vida misma, por enferma o limitada que fuera. Lerchundi llegó, donó y murió. Primer resumen del personaje y su divisa más estricta y cierta. Poner pie en Tánger era y es experiencia única. Mundo abierto a cuatro mundos, dos en tierra y dos en agua, Tánger impone. Ventanal atlántico y portón mediterráneo, vanguardia del África toda y encalmada retaguardia transibérica, es ciudad para tratar de usía y a la vez enamorarse no de su realidad, sí de su pasado consciente y el devenir positivista que merece. A lo largo de la costa palestina, tierra bajo otomano dominio, ningún lugar más luminoso que Jaffa (actual Haifa). Ciudad de comerciantes, artesanos, navegantes y prestamistas, de asedios y descubiertas, de victorias y retiradas, con visiones de cruzados desolados tras decir adiós, en 1291, desde la bocana de San Juan de Acre (la Hakko israelí) a la Tierra Prometida conquistada en 1099 por Godofredo de Bouillon y sus huestes. Para Lerchundi y otros pocos como él, Tánger era Jaffa y Acre sin dejar de ser Tánger. No era triple ubicuidad 5 80 necesitados del mismo. ¿Dónde? En Hellín, el convento de Santa Clara. Convencido solo en un tercio, porque a medias mentiría, Lerchundi dice estar listo. Otro movilizado más, pero sin fusil, mochila ni municiones, solo con su hábito, arma disuasiva, se pone en marcha. Busca salud para su alma, cuando esta necesita su cuerpo para revivir en él. La orden de movilización para Lerchundi conlleva obligación adicional: reponerse en el retiro de Santa Ana del Monte, en Jumilla (Murcia). La orden la firmó fray Nicolás Puche, rector del Colegio de Misiones, el 24 de abril de 1860. Bajo el azul orbital del sur, Lerchundi recupera el apetito y la ilusión, confluencia capaz de sanar al más entristecido de los desdichados. Su recuperación es vigilada con discreción. Y cartas al efecto llegan al obispo de Cartagena y al rector de San Miguel. Otras noticias llegan. Fallecido el Padre Sabaté, prefecto de las Misiones en Marruecos, su sucesor, fray Pedro López, falto de fuerzas que no fuesen las suyas, pedía auxilio al Colegio de Priego y puso el apellido del solicitado: «Padre Lerchundi». Tras comprobarse que el requerido se esforzaba por cuidar su salud, se decidió premiarle con la tramitación urgente de su condición de misionero apostólico, más su pasaporte diplomático. Y en un día (10.02.1861) el papa Pío IX hace llegar a Lerchundi las facultades de su rango misional. África por fin. Faltaba el pasaporte. Pero Fernando Calderón Collantes, juez y consejero de Estado, se demoró diez meses para firmar (12.12.1861) el visado que a Lerchundi le permitía cruzar el Estrecho. En tan larguísimo tiempo de paciencia, Lerchundi osciló y tembló como luz que no se decide a brillar. Entrado 1862, entró él en Marruecos. Lerchundi entraba en la capital del norte sin haber cumplido los veintiocho años. A un infiel en tierra islámica cabe imaginárselo receloso y hasta huido todo el día. No hubo tal para el hombre forjado entre las peñas de Aránzazu y Priego. Adonde le llamaban, acudía y antes de terminar su labor ya tenía encargo nuevo. Lerchundi probó ser dialogante sin rozar la imprudencia. Y mostrarse solidario sin parecer un entrometido. Respetaba horarios de culto y costumbres, ofreciendo su paciencia a quien anduviera corto de la suya. Por lo mucho que entendía y el respeto que ponía al escuchar, se convirtió en suceso cotidiano: sanaba cuerpos y espíritus; socorría cofradías y familias; enseñaba idiomas; modelaba conductas a pie del conflicto surgido en hoscos repentes; ejercía de mediador entre gentes inaccesibles y personas desalentadas, negadas a la oración al no recibir consuelo. Con su dominio del árabe dialectal marroquí y del chelja (tamazigh, lengua bereber del norte de Marruecos y la Kabylia argelina), su desenvoltura y disposición en pro de quien lo necesitase, admiró a muchos, asombró a los demás y anuló el rechazo atávico de cuantos recurrían al mutismo como inútil línea defensiva. Al final le respondieron. Y es que él nunca había dejado de hablarles. Lerchundi pasó a formar parte de la comunidad tetuaní con una facilidad desconcertante. Cristianos, hebreos y musulmanes acudieron a él. La persona siempre por encima de su credo. Aquel cristiano de ojos que parecían ascuas a quien le arrojase un ademán despreciativo dejó de ser objeto de la curiosidad pública para situarse en un referente piadoso e incluso profético, que trascendió los límites de Yebala al hablarse en todo el Garb de sus acciones. Lerchundi, ese hombre santo en Tetuán. Que tal rango se lo dieran las gentes yebalíes y garbíes certifica la validez de su método: escuchar, comprender, actuar, conciliar, pacificar, obtener y resolver para poner buen fin al conflicto y así trascender a la crisis. Por eso Lerchundi es hoy añorado en Marruecos tanto como olvidado está en España. 81 Tamazigh Procede de la raíz (femenina) de tamazigh, lengua común de los imazighen (bereberes) u hombres libres. En el norte de Marruecos se le conoce como tarifit o chelha, que es su traducción al árabe dialectal. Es hablado en toda Yebala y Gomara, extendiéndose a lo largo y ancho del Rif hasta más allá del Muluya, pues sobrepasa la región de Uxda y penetra en Argelia. Su núcleo lingüístico más activo se concentra en los territorios que conforman el círculo poblacional en torno a la bahía de Alhucemas o su vecindad montañosa: tribus de los Beni (hijos de) Tuzin, Beni Urriaguel, Bocoya y Tensaman. El tarifit bordea el Medio Atlas, sin adueñarse de él, el tachelcit o chleuh, asentado en el Alto Atlas, abarca el Gran Sus y, por el oeste, bordea la fachada atlántica hasta Agadir e Ifni; hacia el este, se extiende por el Sáhara Central, deslizándose por los confines argelinos hasta el borde libio. El amazigh es también la lengua predominante en la región de Orán y en la Kabylia, el montañoso Tell argelino. Los precursores. Ensoñaciones y realidades Al hombre santo para judíos y musulmanes, los cristianos no le admiten que dimita José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi desatinada; tampoco simplista sustitución, menos aún onírica representación de un futuro indefinido. Era algo más sencillo y transparente: servir en Tánger a la concordia entre culturas, razas y religiones servía exactamente igual a la paz que en Belén, Nazaret o en las orillas del Jordán. Al cumplir dos años de misión en Tánger, fray Pedro López nombró a Lerchundi vicegerente, encargándole que marchase a Tetuán con las facultades de inspector (21.01.1864) para «que mire y se informe de cómo se guarda nuestra Santa Regla, cómo se da pasto (en vez de “fortalece”) a las almas de nuestros feligreses y cómo se edifica y arregla la casa e iglesia que la piedad (?) del Gobierno Español nos está fabricando (sic) en dicha ciudad». Sujeta por la musculatura del monte Dersa, erguida frente a los tres soles que la observan —el de Levante, que se eleva desde la desembocadura del laborioso Martín; el de Mediodía, que en limpio salto supera los ceñudos crestones del Gorgues; el de Poniente, que lento se oculta tras las artilleras colinas de Laucién—, aliviada en sus sofocos por el frío noreste que le llega desde la cima del Mulhacén nazarí, revestida toda de blanco, intacta e inmaculada, inteligible e intangible a la vez, sedente a ratos y despierta siempre, Tetuán cautivaba. Rodeada de verdores y cultivos, habitada por mil ruidos, que no estruendos, recorrida por caminantes venidos desde toda Yebala, curiosa como chiquilla, fascinante como mujer, matrona de estirpes centenarias, Tetuán seducía y gobernaba. Desdeñosa de caprichos, dictaba órdenes y se la obedecía. Madre de príncipes y servidora de dioses, Palestina era. José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 82 Hacer el bien y hacerlo con las mejores formas siempre será noticia de rápida difusión. Pero no por muchos bienes distribuidos los así colmados suelen darse por satisfechos. Por carta fechada en Tánger el 12 de julio de 1865, el prefecto de las Misiones le decía a su vicegerente: «le mando que, en los meses de septiembre, octubre, noviembre y diciembre visite a los católicos de Casablanca, Mazagán (actual El Yadida), Saffi (actual Safi) y Mogador (actual Essauira), exhortándoles a ganar el Santo Jubileo». Si Tetuán y Tánger eran sendos mundos, aquella orden contenía tal mundo (Casablanca) y tales otros (Mogador) dentro de sí, que suponían todo Marruecos. En un país sin ferrocarriles y con inseguros caminos, a Lerchundi se le ordenaba que hiciese de carretero primero y navegante después a lo largo de las costas atlánticas, porque solo por mar podía cubrirse un periplo de setecientos km de norte a sur. En ámbito tan extenso debía enfrentarse a grandes dificultades —las que menos pesares suelen causar— y a un sinfín de naderías, que son las que más incordian y retrasan, mucho duelen y al final matan. Lerchundi obedeció; se excedió en sus cumplimientos y lo pagó. Con su salud y tristeza, que guardó para sí; aunque sus ojos le delataban. Con fecha 5 de marzo de 1867 el P. López comunicaba a Lerchundi que le nombraba Superior del hospicio de Tetuán. Entrado el verano, Lerchundi solo podía con su alma, por lo que solicitó una licencia de tres meses por enfermedad, cuya tramitación pasó desde el ministerio de Estado a la Secretaría Particular de Isabel II. La reina ni se enteró, el secretario de turno firmó por ella, que para eso están las rúbricas tamponadas y el destinatario marchó a insuficiente descanso. El así ignorado resistió hasta que el P. López presentó su renuncia por edad. Lerchundi consideró llegada la hora de su redención de penas por servidumbres laborales. Y al nuevo prefecto, fray Miguel Cerezal, por escrito fechado el 26 de marzo de 1868, le suplicaba que «compadecido V. P. por mi delicada salud y teniendo presente mi poca virtud y ciencia, se sirva nombrar otro presidente para este hospicio». Nunca lo hubiera dicho. Pecó Lerchundi de modesto, pecado afín a todo buen franciscano. No lo consideró así el P. Cerezal. Y por carta fechada en Tánger tres días después, le advertía: «no es suficiente motivo para que le admita la renuncia (...) ni muchísimo menos su poca virtud, ciencia y delicada salud; pues conforme ha podido y ha ejercido hasta aquí el cargo que le impuso la obediencia, podrá asimismo en lo sucesivo; puesto que es indudable que el Señor da la virtud, fuerzas, capacidad y salud necesarias a los cargos que los Superiores imponen a los Súbditos. Continúe, pues, V. R., desempeñando ese cargo hasta que la obediencia (yo mismo) se sirva disponer otra cosa». El así conminado se plegó a lo dictado. Y empeoró. Por entonces, Lerchundi se sometía a un proceso regenerador tan poco beneficioso para su salud como peligroso para su vida, hechos que sabemos por fray José María López, quien contrastara, con «autorizados misioneros que le trataron de cerca», los alcances del proceso: «tuvo que sufrir mucho (...) a causa de unas heridas o fuentes (en cursiva en el original), que los médicos le abrieron en un brazo y conservó hasta su muerte». Fuentes: exhumación de fondos archivísticos, testimoniales o hematológicos. En síntesis quirúrgica, sangrías. Este método, propio de la medicina altomedieval, se utilizó hasta entrado el último tercio del siglo XIX, pues se le reconocía validez para el tratamiento de la hipertensión (alivio del ritmo cardiaco) y del edema pulmonar. Pero a recurrentes sangrados del paciente, consecutivos trastornos en su organismo. Sometido a tales extracciones, milagro repetitivo fue que Lerchundi no falleciera en una de ellas. Sangrándose en su labor en base a tales remedios, resistió año y medio más. Reiteró súplica en agosto de 1869. Al P. Cerezal debieron llegarle avisos de que Lerchundi no podía esperar a que la obediencia se sirviera disponer otra cosa. Liberado de sus ataduras, Lerchundi recuperó las ganas de vivir (socorrer al prójimo) y prevenir, enseñar a los necesitados, fuesen cristianos, musulmanes o hebreos. Lerchundi robó tiempo a su descanso para poner, por escrito, sus otros convencimientos, los filológicos. Desde hacía años perseveraba en terminar una Gramática del árabe dialectal marroquí y un Diccionario árabe-español. En 1870 ponía el punto final a la primera y se hallaba cerca de terminar el segundo. Consideró que la publicación de la Gramática incentivaría la del Diccionario. Y de ahí dedujo: la Comisaría de los Santos Lugares debería afrontar tal edición. Dos veces —6 de febrero y 2 de junio de 1870— solicitó Lerchundi ayuda económica, siéndole denegada. Contrario a rendirse, Lerchundi reunió dinero proveniente de amigos y donaciones. No fueron pocos esos dineros. A catorce mil novecientos sesenta y cinco (14.965) reales ascendió el coste de la edición en la madrileña imprenta de Manuel Rivadeneyra. Su obra lucía el título de Rudimentos del árabe vulgar que se habla en el Imperio de Marruecos. Corría el año 1872, segundo del reinado de Amadeo I, el único monarca elegido de forma democrática por las Cortes Españolas en aquella sesión (16.11.1870) en la que el duque de Aosta (Amadeo) obtuviese 191 votos, por 63 la República Federal, señora que no tardaría mucho en venir, los 27 del duque de Montpensier (Antonio María de Orléans), más un voto a su señora, la duquesa de Montpensier (Luisa Fernanda de Borbón, hermana de Isabel II), suceso extraordinario en el que un matrimonio optaba, por separado pero sin divorciarse, al Trono de una misma Nación; los 8 que se llevó Espartero, candidatura presentada con su oposición; 2 que fueron a parar al príncipe Alfonso de Borbón (futuro Alfonso XII) y 19 papeletas en blanco. Amadeo I amargado estaba con la situación a la que hacía frente: tercer pronunciamiento carlista (16.07.1873); rebeldía alfonsina en formación, pues el príncipe Alfonso alternaba su exilio en París, junto a su madre (Isabel II), con sus estudios en Sandhurst, bajo la disciplina militar británica. A don Amadeo, luchar contra reyes sin coronar no le preocupaba, sí que le considerasen «rey extranjero» cuantos españoles eran movilizados para luchar por su causa. Aislado de muchos, harto de todos —en especial de Manuel Ruiz Zorrilla, jefe del Gobierno y conspirador compulsivo—, Amadeo I cavilaba cómo salir del avispero ibérico. Digno él, abdicó. Y hacia Lisboa saldría en tren con su familia (11.02.1873). De Portugal al Piamonte con final del sueño español en Turín, donde buen palacio y larga paz le esperaban. Allí murió en 1890. Mientras, el autor de la Gramática pasaba de la felicidad a una dolorosa nostalgia: el 5 de noviembre de 1872 fallecía, en Orio, Mikaela Lerchundi Portu, su abuela materna, quien, Los precursores. Ensoñaciones y realidades Verbos de vida (investigar, escribir, editar) que no remedian pérdida: su abuela muere José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi De improviso, cambio de obediencia nacional: Isabel II destronada por una conjunción cívico-militar. Amotinada en la bahía de Cádiz (10.09.1868), triunfante después en los campos de Alcolea (29.09.1868), esperanzada con el primer Gobierno de Prim (18.06.1869). Los que fueron súbditos, reinaban. Era razón e ilusión. Que será emboscada, tiroteada y dejada morir por ostentosa negligencia médica. Donde no atinaron los asesinos, procedieron los incapaces: Césareo Losada y Juan Vicente Seldo, los médicos militares de guardia en el palacio de Buenavista aquella nevosa noche del 27 de diciembre de 1870. Quince meses antes, la ética de la razón iluminaba al P. Cerezal, quien anunció (25.08.1869) a Lerchundi que le admitía su renuncia, sustituyéndole el P. Martínez. A Lerchundi se le autorizaba a sobrevivir. 83 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 84 dado el castigo de los cariños ausentes que sobre su nieto incidieron, durante años ejerció como abuela-madre, siquiera fuese en la distancia. Mikaela murió con noventa años, pues había nacido en Aya, tierra retranqueada de la marítima Orio, el 13 de octubre de 1782. Tiempos de Olavide, Patiño, Muzquiz, Campomanes, Aranda y Jovellanos, cuando España se veía bien gobernada y fe persistía en no pocas cosas, entre ellas la Monarquía. Esa orfandad moral, que España padecerá después, pudo sentirla su nieto cuando le comunicasen la muerte de su abuela, pues el Padre Lerchundi tan localizable era en Marruecos como los Lerchundi maternos en la España vasca. Del abuelo, Juan Ygnacio Lerchundi Labaka, dos años más joven que su esposa y natural también de Aya —allí le bautizaron el 25 de marzo de 1784—, nada de su muerte han podido decirnos los archivos diocesanos de Guipúzcoa y Vizcaya. Arrebato de egos diplomáticos y martirio; pronunciamiento de las tropas misionales En septiembre de 1873 falleció el octavo monarca alauí, Mohammed IV, sucediéndole su hijo Muley Hassán. Un sultán más, pensaron muchos en España, equivocándose. Hassán I, nombre con el que será recordado, probará tanto lo coherente de sus afanes en pro de un Marruecos en sí mismo soberano como en su leal vecindad con los españoles. Tres años y medio transcurrieron. De improviso, a Lerchundi le llegó un ascenso y se le confió un encargo. El primero fue su designación, decisión tomada por el P. Cerezal desde Tánger (28.08.1876), para que presidiese el hospicio de Tetuán. El segundo supuso el reconocimiento, desde Roma, de sus méritos: se le elegía prefecto de las Misiones en Marruecos. Su nombramiento provenía de la Congregación de Propaganda Fide —fundada en 1622 por el papa Gregorio XV—, máxima entidad vaticana para entender y resolver cuestiones misionales de alcance mundial. Sin embargo, al provenir la designación de Lerchundi por «causa mayor» —la muerte, en Tánger (febrero de 1877), del Padre Cerezal—, la distinción se tornó expiación para el elegido al considerarse desoído el Gobierno de Cánovas, por cuanto la Santa Sede no le había consultado el nombre del aspirante, a fin de que el Ejecutivo ejerciese su derecho de patronato y la presentación de candidatos. Empero, el Gobierno español no tenía facultades para revocar una decisión en firme tomada en la Curia Romana. Dudó Lerchundi qué hacer, si tomar posesión con los decretos vaticanos expedidos a su nombre —ambos fechados en Roma y firmados el 10 y 18 de junio de 1877 por el cardenal Alessandro Franchi y el vicecomisario general de la Orden, Padre Vicente Albiñana—, o iniciar deslizante relación epistolar con el representante de España en Tánger, en la que su cortesía comunicativa podía malinterpretarse, como si el informante de tal noticia dudase de su propia validez jurídica, por lo que pretendía revaluarla a través de la respuesta del no informado. Inmerso en esas dudas, recibió Lerchundi carta (17.07.1877) de fray Josep Coll, delegado del Padre Albiñana, en la que aquel le decía: «Temiéndome algún conflicto, mandé preguntar al Sr. Nuncio (Giacomo Cattani) si había dicho algo al ministro de Estado, y según nos dice nada le encargaron desde Propaganda Fide; por consiguiente, ningún paso dio en tal sentido». Sin embargo, al final deslizaba una advertencia, que hacía recaer previsibles amenazas sobre él mismo y el propio Lerchundi: «Dudo mucho que no tengamos algo que sentir». El Padre Coll seguía preocupado y prueba de ello es su segunda carta (31.07.1877), donde a Lerchundi le dice: «Escribí a Madrid para que el Sr. Nuncio hablase con el ministro y José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades (me) contesta que no le incumbe. Escribí a Roma y no lo juzgarán necesario cuando no cuentan con el Gobierno (español). Adelante, pues; nosotros vamos seguros siguiendo a Roma». En su posdata, Coll desvelaba la hondura de su inquietud tras haber consultado el caso con los otros franciscanos de su Delegación, para al final aconsejarle urgente intrepidez: «Opinan todos estos PP conmigo que V. R. no debe aguardar ninguna respuesta, sino marchar a tomar posesión. Si Propaganda y la Orden creyeran que debía contarse con el Gobierno y aguardar su placet (conformidad al designado), buen cuidado hubieran tenido de decirlo. No falte, pues, a la política, avíselo, pero no se esclavice esperando, indefinidamente, la confirmación». El «avíselo» de Coll se refería a Eduardo Romea y Yanguas, ministro plenipotenciario de España en Tánger desde febrero de 1875 y a la vez embajador ante el sultán Hassán I. Lerchundi siguió el consejo y envió a Romea los textos de sus nombramientos. En su respuesta (13.08.1877) Romea adoptó una actitud evasiva, pues argüía: «debo esperar del Gobierno de S. M. un Despacho auxiliatorio». A la par, consultaba a su ministro, que no era ya Calderón Collantes, sino Manuel Silvela y de Le Vielleuze, hermano mayor de Francisco, el prohombre liberal y obstinado enemigo del caciquismo imperante. Cuesta creer que Manuel Silvela, abogado y literato de fama, montpensierista desalentado y alfonsista reconvertido, mostrase violento enfado por el nombramiento de Lerchundi. De la respuesta del ministro hizo Romea una tragedia griega, en la que adoptó el papel de gesticulante protagonista agraviado. La magnitud de la irritación de Romea se desvela en su segunda carta a Lerchundi, un mes después (13.09.1877), en la que, con modos y expresiones inaceptables, le advertía: «Enterado el Gobierno de S. M. el Rey del nombramiento (...) y de haberse V. P. creído con autorización a tomar posesión de dicho destino por sí y ante sí en 7 de agosto pasado, no ha podido por menos de causarle extrañeza tan inesperado suceso y teniendo presentes los antecedentes que existen con motivo de un hecho análogo, se ha servido manifestarme que no solo no reconoce su nombramiento, sino que lo rechaza por completo (...) y a V. P. me encarga prevenirle que se abstenga de practicar acto alguno con el indicado carácter, reservándose S. M. nombrar la persona que deba desempeñar dicho cargo». En su despedida, Romea prescindía del tono admonitorio para entrar en el ofensivo: «en cumplimiento de mi deber, me es muy grato consignar la confianza que abrigo de que V. P. la acatará sin dilación, de la manera franca y leal que conviene y es de esperar de su buen juicio y del carácter sagrado que le reviste». Romea prevenía a Lerchundi no ya de su desacato en curso, sino de la rebeldía moral y espiritual en la que incurriría, lo cual era el colmo. En cuanto al «hecho análogo», guardaba relación con la áspera controversia hispano-vaticana surgida, en 1861, a raíz del nombramiento del P. Esteban Basarte como prefecto en Tánger. Lerchundi comprendió que la memoria diplomática puede parecer cosa corta, cuando es asunto mayor y se mueve a través de un largo recorrido pero a la inversa, pues nada olvida y todo memoriza. El mismo 13 de septiembre de 1877, Romea remitía copia del anterior escrito a fray Gregorio Martínez, a quien le informaba y prevenía: «reconociendo esta Legación a V. P. como Superior de las Misiones católico-españolas (...) A V. P. hago desde luego responsable del acatamiento de las órdenes del Gobierno de S. M. por parte de todos los individuos (sic) que componen dicha Misión, en la inteligencia que, si las órdenes superiores que dejo transcritas no fuesen obedecidas sin reservas por alguno de ellos, deberá notificarme en seguida, el nombre y la residencia del contraventor para adoptar respecto a él las medidas oportunas a que se me autoriza en las instrucciones que he recibido». 85 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 86 Romea: diplomático reconvertido en martillo de herejes contra su autoridad, pontifex maximus con omnímodas facultades, por las que nombraba jefes de Misión a su capricho, a la par que practicaba el arte del divide y vencerás. De los conflictos de entonces, ninguno tan insensato y torpe como este, en el que Romea se transforma en segundo Pedro de Luna (Benedicto XIII), parapetado en su torre papal de Peñíscola, dispuesto a resistir hasta su muerte (1423) con tal de derribar el poder de una Roma extraviada en su ecuánime catolicismo misional. Lerchundi creyó encontrar una solución frente al intratable Romea: en los asuntos oficiales, el diplomático podría entenderse con el P. Martínez si así le placía, pues el elegido de Roma no se interpondría hasta ver si el contencioso entre el Vaticano y el Gobierno español se resolvía. Pese a ello, Romea debería «tener la bondad de no exigir a los misioneros declaraciones que no podían dar en conciencia hasta que otro Superior de las Misiones tuviese las mismas facultades con las que él se hallaba revestido». Tesis impecable y mano tendida del franciscano. En cuanto al vínculo, redactó Lerchundi carta con el preaviso de «Particular» y eligió dos portadores: los frailes Gregorio Martínez y Agustín Malo y Algar. Con tal escrito en mano, ambos misioneros marcharon a la Legación española en Tánger. Allí vieron caer el rayo y escucharon el trueno: un Romea amenazante, atronador y despectivo. No sabemos hasta qué extremos llegó, en su estallido, la escasa paciencia del diplomático cuando comprobó que uno de los mensajeros era su designado, Gregorio Martínez. De lo que pudo ser aquella escena, suficientes apuntes se conservan en el escrito, con fecha 19 de septiembre de 1877, que ambos frailes hicieron llegar a Lerchundi, residente en Tetuán: «Querido P. José: Hemos ido a entregar la suya al Sr. Ministro, el cual se ha incomodado mucho por el modo de contestarle (usted) en carta particular. Me encarga le mande un correo expreso para que le diga que hace como si no hubiese recibido la suya, la cual no ha rasgado (en lugar de “roto”) antes de leerla por consideración a nosotros. Que le da todo el día 21 para pensar y que si el 23 por la mañana no tiene en ésta (legación) su contestación de acatar o no las órdenes del Gobierno, le mandará a ese cónsul (Enrique Aiuz) para que se la tome de palabra. Y si aún así callase, tomará su silencio como desacato al Gobierno (...) que le inculque muy claro (sic) que si el 23 no tiene contestación categórica a su oficio, tendrá que tomar serias medidas». A un misionero criado en una guerra civil, educado entre disciplinas, heladas y aislamientos, propagador de la fe en tierras musulmanas, no se le intimida con desacatos ni presuntas desobediencias. Desdeñó Romea la mano abierta del franciscano y este no volvió su rostro al desprecio. Por carta fechada en Tetuán el 21 de septiembre, Lerchundi le recordaba, al exaltado Romea, su jurisdicción «emanada de la Santa Sede, sobre los misioneros y fieles existentes en esta Prefectura», la cual se veía «obligado a ejercer so pena de faltar a sus sagrados deberes». Como despedida, revés cruzado: «No obstante lo dicho, debo también declarar, como católico y español, que obedezco y estoy dispuesto a obedecer al Gobierno de S. M. en todo lo que no sea contra mi conciencia y la Santa Ley de Dios que profeso». Volvió a explotar el tal Romea, con lo que nada del enfurecido diplomático quedó entero. Lerchundi sabía que el límite para ser deportado muy cerca estaba. Pero es que delante tenía mayor frontera que defender: la autoridad de Roma, a la que se debía en cuerpo y sangre. Y con él, todos los misioneros franciscanos residentes en Marruecos. De ahí su circular, fechada en Tetuán en esos días finales de septiembre de 1877, dirigida a los presidentes de las Misiones en Casablanca, Mazagán, Mogador y Tánger, en la que les razonaba y ordenaba: Deportación sellada (en Tetuán y Ceuta); suspiros en Granada; honores en Galicia Aquel 27 de septiembre de 1877 a Lerchundi le anunciaron visita de personaje apurado: el cónsul Enrique Aiuz. Como tarjeta de visita presentó un documento conminatorio, que decía lo siguiente: «Nº 195. Se habilita este pasaporte. Bueno (en lugar de “válido”) para que, de autoridad en autoridad, se traslade a Madrid el R. P. Fr. José Lerchundi de Orden del Gobierno de S. M.». Lerchundi se convertía en prisionero deambulante vigilándose a sí mismo. Lerchundi redactó su despedida formal —cedió su delegación misional al P. Martínez—, abrazó a sus hermanos, cogió su hatillo y a Ceuta se fue, adonde llegó el 2 de octubre. A Victoriano de López Pinto (1830-1907), buen jefe de Artillería y comandante general de la plaza, el anuncio de un franciscano que solicitaba verle en su vigilado tránsito hacia la Península, pues el solicitante viaja detenido bajo su propia responsabilidad, debió parecerle lo que era: un disparate sin causa. Del encuentro entre el artillero y el misionero no tenemos José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades «La Legación de España en Marruecos no reconoce por Superior de estas Misiones sino al R. P. fray Gregorio Martínez, presidente de nuestro hospicio en Tánger. Me ha parecido conveniente que cada uno de VV. RR. redacte una protesta de reconocimiento de la legítima autoridad (de la Santa Sede) y de adhesión, acatamiento y respeto a ella. Y me la remitan firmada por VV. RR., y todos sus súbditos. Por último, ordeno a VV. RR. y a todos los religiosos, que guarden el más absoluto sigilo acerca de este acto». La primera muestra de lealtad y acatamiento provino de Tánger. Fechada (24.09.1877), lucía las firmas de los misioneros adheridos con sus nombres y apellidos: Gregorio Martínez, Pedro López, Agustín Malo y Algar, Pedro Peceño, José Moraza, Mariano Herrejón de Cea y José Paz. Un día más tarde recibió Lerchundi idéntico acatamiento, firmado por los franciscanos residentes en Tetuán: Antonio Gómez y Zamora, Juan de Foncea, Luis Martínez, José Molinos y Ángel Rupérez. Pasados cuatro días, desde Casablanca llegaba (29.09.1877) nueva suma de adhesiones con el aviso, al margen, de «Protesta», bajo la cual firmaban: Francisco María Saco, Agustín Aspiazu, Vicente Martí, Antonio de J. y M. Rubín. Transcurridos otros cuatro días, desde Mogador (actual Essaouira) recibía Lerchundi (03.10.1877) nuevo ramo de entusiastas protestatarios: José María Rodríguez, Luis Ortiz, Francisco Martín y Manuel Veiga. Por último, desde Mazagán (actual El Yadida), en escritos de adhesión separados por dos días —4 y 6 de octubre de 1877— le llegaba la solidaridad de los padres franciscanos Benito Sastre del Río y Vicente Ribes. Veinte franciscanos, la totalidad del Cuerpo católico-misional en Marruecos, se mostraba fiel a Roma y, en consecuencia, leal con su legítimo representante, José Lerchundi. Estas últimas adhesiones ya no pudo leerlas el destinatario, pues había sido deportado y en España penaba. Los firmantes habían sido discretos. No obstante, fue imposible enclaustrar los comentarios y menos las conversaciones a pie de calle o de hospicio. Poco cuesta imaginar la impresión que recibió Romea: los ejércitos misionales de España se pronunciaban contra el Gobierno del rey, dado que debían obediencia a majestades de superior rango: la Iglesia y la Ley de Cristo. Mientras el ministro Silvela, confundido, hacía frente al clamor de Roma, Romea, más ministro que ninguno, insistía en su decreto de expulsión. Lerchundi, insólito morisco, camino iba de su destierro. Proscrito erguido, sostenido por mirada pensativa, así marchó Lerchundi hacia la patria desagradecida, que siempre es la misma: la España institucional. 87 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 88 más constancia que el documento expedido por el militar, quien visó y firmó el pasaporte: «Nº 420. Ceuta, 2 de octubre de 1877. El R. P. José Lerchundi continúa la marcha para Madrid. El Comandante general Victoriano de López Pinto». De aquellos años se conserva una fotografía de Lerchundi. Imagen de hombre transido por el dolor y la fatiga. Mirada perdida mas no humillada, expresión demostrativa de una voluntad atravesada por la estupefacción. Dame fuerzas, Señor, para soportar esta crucifixión que Tú sufriste y se me ha impuesto. Desembarcado en la Península, Lerchundi creyó verse en un planeta perdido en la infinitud del cosmos. A nadie le interesaba su caso y menos su situación; a nadie le importaba si seguía viaje a Madrid o se internaba en un convento; a nadie le preocupaba si rogaba auxilio a unos u otros; pero eso sí, implícita estaba la prohibición de pedir limosna o rezar en la calle. Lerchundi no encontraba socorro y sin dinero se veía: de las cuatrocientas cincuenta pesetas que le entregase el cónsul Aiuz, solo unas monedas sueltas sonaban en su bolsa. Ante tanta indiferencia y acabándose el año, Lerchundi redactó carta de súplica (05.12.1877) al ministro Silvela, que resultó ser comprensivo destinatario. Por escrito fechado en Madrid el 20 de diciembre —celeridad en la respuesta que el remitente no se esperaba—, Manuel Úbeda, de la Secretaría de Estado, informaba al solicitante que «el Rey, tomando en consideración las razones que Vd. expone, ha tenido a bien concederle licencia para trasladarse a un punto de Andalucía, con objeto de atender al restablecimiento de su salud». El anterior párrafo se leía con alivio, pero más el último: «disponiendo al propio tiempo que, por la Obra Pía de Jerusalén, se le satisfaga, hasta nueva orden, la cantidad mensual de doscientas cincuenta pesetas». Salvado y libre. De subir a un tren para ir a Granada, pues ese era el punto elegido. Lerchundi viajó a la ciudad de La Alhambra ligero de peso corporal, pero repleto de apuntes, dispuesto a compartirlos con el profesor Francisco Javier Simonet (1829-1897), catedrático de lengua árabe, prevenido al respecto. Ambos estudiosos se reconocían por sus estudios y publicaciones. Les faltaba darles forma confluyente. Para pensar y escribir con fundamento pocos sitios propiciatorios (iguales ninguno) como el reír de las fuentes en los estanques del Generalife; el ronroneo de los leones que conforman el Patio de su nombre cuando se les pasa la mano (de vista) por su marmórea cabeza de siglos y darse cuenta de cómo agradecen tal gesto; a la pérdida del habla por unos instantes tras acodarse al mirador de Lindaraxa, ver enfrente esa maqueta a escala de la vida placentera que es el Albaicín en verso libre sin final previsto y a la diestra Sierra Nevada, acuarela gigante donde el azul y el blanco forman pareja de hecho desde que el mundo de lo sensible existe y humanos hay que lo describen. Nació así la Crestomatía (selección de textos históricos y literarios) arábigo-española, lista para sus primeras pruebas de imprenta, acción demorada hasta 1881, afirmándose entonces como un logro único en su tiempo. Lerchundi y Simonet, compañeros de paseos y pupitres, vieron interrumpida su investigación por el anuncio de honores (28.09.1878) que el P. Albiñana comunicase a Lerchundi: se le nombraba lector de Teología y Lenguas Arábigas en el Colegio de Misiones, en Santiago de Compostela. Dos semanas después se convocaba Capítulo conventual en Santiago y a Galicia fue Lerchundi. Llegar y ser propuesto para el puesto de rector del Colegio fueron acciones consecutivas. Sin tiempo para manifestar su renuncia, quedó a la espera de lo que decidieran los diecinueve vocales, presididos por el P. Coll —el que advirtiese a Lerchundi de los males diplomáticos que podrían sobrevenirles— con derecho a voto. Aquel 14 de octubre de 1878 el resultado fue este: P. Manuel Castellanos, un voto; P. Gregorio Garay, un voto; Padre Lerchundi, diecisiete votos y nuevo rector. Lerchundi se convirtió en timonel de la nave santiaguina. El viento de los aplausos y el sentir de los abrazos hincharon las recosidas velas de sus fuerzas. Enterado de que el Colegio carecía de Estatutos, en quince días los redactó; con la ayuda de dos novicios hizo copias y los resultados ofreció a sus asombrados pares. Siguieron meses lluviosos siendo cálidos: el Colegio daba las horas del esfuerzo y aprovechamiento con puntualidad. Humedad y niebla en las calles; calidez y ejemplaridad en las aulas. En la enseñanza y los comportamientos. Los precursores. Ensoñaciones y realidades Aquella España de 1878, con la que Lerchundi se encontró, siendo distinta a la de 1864, era la misma en sus ilusiones, confabulaciones y sordideces. Como líder de las primeras, un rey veinteañero y animoso, el cual casó y enviudó en solo cinco meses: los que van del 23 de enero al 26 de junio de 1878, fechas que separaron su enlace con la infanta María de las Mercedes de Orléans, hija del duque de Montpensier y su fallecimiento en el Palacio Real. Al frente de las segundas, el astuto padre de la novia, puesto que el duque de Montpensier portador en sí mismo era de las pruebas condenatorias del asesinato de su detestado Prim, culmen de la conjura homicida que en 1870 codirigieron el teniente coronel Felipe Solís Campuzano, ayudante de campo de Montpensier y José María Pastor, jefe de la guardia personal del general Serrano, regente de un reino conjurado desde las cejas hasta los pies. Por esa boda entre inocentes, Alfonso y Mercedes, Montpensier obtuvo, nada más hacerse público «el próximo enlace de su hija con Su Majestad el Rey», fulminantes ceses, que afectaron al juez de la causa instruida y al valiente fiscal del sumario, Joaquín Vellando. A esta decapitación judicial siguió la defunción del caso: el 5 de octubre de 1878 se archivaba la causa sumarial contra el huido Felipe Solís, cuyos beneficios alcanzaron a José Mª Pastor, perro de presa del general Serrano. Con esos modos de alimañeros, inductores, autores y cómplices en la muerte de Prim a salvo se vieron de por vida, no así de la historia, que los persigue todavía. Porque apuntados están por las pruebas conservadas en el sumario, al que no pudieron destruir en 1878 aunque sí robar unos cuantos folios; pero como estos eran dieciocho mil, con los que se libraron del hurto bastó para condenarlos y condenados siguen. Otra causa fue cerrada: el 20 de octubre de 1878 fue cesado Eduardo Romea por decisión del ministro Silvela, quien seccionó una cadena de abusos que debería haber sido cortada mucho antes. Por orden fechada (15.06.1879) en Roma, el P. Albiñana le decía a Lerchundi: «marche a Madrid y vea de obtener, en nuestro nombre, el asentimiento del Gobierno (a su nombramiento) y los acuerdos consiguientes». Acompañado de uno de sus tangerinos, el P. Mariano Herrejón de Cea, el 27 de junio llegaban a la capital, instalándose en la hospedería de la basílica de San Francisco el Grande, cerca del Palacio Real. De allí a Santa Cruz, seis minutos en carruaje o diez andando a buen paso. Lerchundi esperaba ser citado con rapidez, pero el acuerdo le llegó vía Roma, con fecha 27 de septiembre de 1879. El consenso se presentaba hermanado a la lógica: un gesto hacia el equivocado y en sí mismo atrapado, el Gobierno de Cánovas. «En el caso de quedar vacante el cargo de Prefecto de las Misiones (...) antes de proponer a la Congregación de Propaganda la terna de los religiosos, entre los cuales se deberá escoger al Prefecto, la pondrá en conocimiento del Gobierno de España, con el fin de que ninguno de los comprendidos en dicha terna cause al José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi «Dos» justicias: la expulsada del territorio político y la recuperada del suelo diplomático 89 Los precursores. Ensoñaciones y realidades José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi citado Gobierno ningún inconveniente político». Así se expresaba Serafino Cretoni, de la Secretaría de Estado, en su escrito al P. Albiñana, quien se lo hizo llegar a Lerchundi. Lerchundi partió de Madrid, hacia Granada, el 21 de octubre. La Crestomatía, recién nacida, exigía el cariño del padre. Dos meses de correcciones y satisfacciones. Y a Marruecos, que un siglo parece haber transcurrido. El 30 de diciembre de 1879 desembarcaba en Tánger. Marruecos se abrazó a él con tal veracidad emotiva que Lerchundi supo, en el acto, que nunca más podría vivir sin esa identidad a su alma transferida, dos veces así magnificada. Retorno al paraíso, que dos puertas tiene abiertas: España con Marruecos y viceversa En 1880, el imperio jerifiano debió parecerle al exdeportado la oceanidad misma, de tantas como posibilidades veía. Lerchundi marcó sus pautas: primero los casos apremiantes; después los sueños. La demora había sido tal que lo urgente y lo soñado formaron un solo cuerpo vivo. Parte del mismo fue abrazar a José Diosdado del Castillo, nuevo ministro plenipotenciario en Tánger. Su nombramiento llevaba fecha del 20 de octubre de 1878. El mismo día en que Romea fue despedido, del Castillo era designado por Silvela. Lerchundi y del Castillo trabajarían juntos los siguientes nueve años. Continuidad de los mejores en los puestos de máxima dificultad, he ahí la viga maestra que sostiene el triunfo de todos. Lerchundi abordó sus afanes en forma de perfiles superpuestos en su mente evangelizadora: edificar un Colegio de Misiones que sustituyera al de Santiago por mejor clima y proximidad al área geomisional española y una iglesia, en Tánger, más grande, luminosa y pulcra. Iluminación de reflexión sin ángulos muertos ni forzadas sombras. Para su primera gran obra disponía de digno inmueble adquirido, dinero ahorrado y nombre decidido: iglesia de la Purísima Concepción. La construcción se llevó a paso de carga: colocación de la primera piedra el 19 de octubre de 1880; inauguración el 2 de octubre de 1881. La oficina de la que fuera Legación de Suecia parecía embajada de la Iglesia y empavesada lucía: banderas españolas y marroquíes; también de las demás naciones representadas en Tánger. ¿No es universal la Iglesia? Pues hagámoslo ver. Lerchundi, defensor de todas las patrias. Llegada la hora de encarar la construcción del Colegio de Misiones, puso Lerchundi en conocimiento a su fiel amigo el P. Albiñana, quien le remitió sólido refuerzo: fray José María Gallego, inspector de «las provincias menores» (Marruecos). Acuerdo inmediato. Por carta a Lerchundi (10.07.1880), Gallego le autorizaba «para que pueda fundar un Colegio Franciscano destinado a las Misiones de Tierra Santa y Marruecos en nuestro antiguo convento de La Rábida o en otro punto de Andalucía, Murcia o Valencia». Y Lerchundi en la gloria. Buscar lugares y condiciones climáticas; acomodos y situaciones, sopesar realidades y posibilidades. Chipiona: lugar sin luz equivalente; «Montpensier», título inmerso en lo más oscuro 90 En agosto de 1880 emprendió Lerchundi su viaje explorador por las costas onubenses y gaditanas. La Rábida le decepcionó. A cambio, descubrió Chipiona y su templo neogótico, cuya torre-puntal ejercía de faro salvador para marinos devotos, quienes desde el encalmado o encrespado mar con alivio la reconocían: el convento de Nuestra Señora de Regla. La playa y el sol en una mano; el mar y el horizonte en otra; en cada latido el fervor de todo discípulo del santo de Asís y en el pensamiento la luz de Dios. Lerchundi se sintió revivido. Renacía. José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades Si Tetuán le pareciese Palestina, para Chipiona no encontraba un símil apropiado. Prueba inequívoca de que el lugar era único. Quedaba hacer proselitismo del hallazgo y convencer a todo el mundo. De ahí sus cartas a Jacobo Prendergast (24.08.1880), presidente de la Obra Pía, con lo que el ministro de Estado, José Elduayen y Gorriti, ingeniero vigués y ex ministro de Ultramar, se mostró de acuerdo y con él su amigo y jefe del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, que presidía su cuarto Gabinete. Aquel buen tiempo para las noticias lo deshizo Joaquín Lluch y Garriga (09.09.1880), arzobispo de Sevilla, quien, en su respuesta del 13 de septiembre, puso severos reparos en nombre de los agustinos, exclaustrados propietarios del edificio. El señor arzobispo incorporaba tal inconveniente, que resultaba barrera infranqueable: «En cuanto al convento de Ntra. Sra. de Regla está ya destinado a otra Orden religiosa, recomendada muy eficazmente por el Serenísimo Infante, duque de Montpensier». Acabáramos, debió decirse Lerchundi. Montpensier. Título oscurecido por comportamientos que revolvían el estómago de toda persona decente. El duque francés y capitán general español, el mismo que no quiso darse por satisfecho tras fallar él y su contrincante, Enrique de Borbón, vicealmirante de la Armada, sus dos primeras tandas de disparos en aquel duelo a pistola (12.03.1870) convenido en Carabanchel, cuando el vengativo Orléans insistió en su derecho a disparar por tercera vez y una bala metió en la frente del Borbón, asesinado más que muerto por un avezado duelista, acción que a su verdugo privó de la Corona de España. Montpensier llevaba años entregado a singular política: donar muy eficaces cantidades para obras piadosas en Sevilla, cabecera de la Iglesia andaluza. Allí poseía inmueble digno de un rey: el palacio de San Telmo. El duque, con vastas propiedades en Sanlúcar de Barrameda —entre estas su Coto de Torrebreda, gran finca con mansión-fortaleza, que le servía como cuartel general para sus conjuras—, quería estar a bien no con Dios, sí con sus representantes en la Tierra. Entre estos los jesuitas franceses, ignorantes de la causa criminal que pendía sobre su protector y encariñados con Chipiona. Estas maniobras dilatorias concluyeron en cuanto el P. Albiñana escribió desde Roma (24.05.1881) y el nuncio Angelo Bianchi lo hiciera desde Madrid (17.01.1882), mostrando ambos inequívocos apoyos a Lerchundi como Superior del convento de Regla y alabándole por sus propósitos fundacionales. El arzobispo Lluch y Garriga se vio obligado a desdecirse. Incluso se mostró servicial con Lerchundi en su carta (21.02.1882), al anunciarle: «Concedemos nuestra licencia y beneplácito para que los PP misioneros franciscanos puedan, desde luego (la cursiva es mía), fundar y establecer un Colegio de Misiones en el antiguo convento de agustinos de Ntra. Señora de Regla». Marchó Lerchundi a Chipiona para recibir la entrega oficial del convento, con «las alhajas de la Santísima Virgen, los vestuarios y muebles que, detalladamente, constan en los inventarios». Firmaron los cedentes —el arcipreste Francisco Contreras y el capellán José Bustamante Tello, quien «alquilaba las habitaciones del convento a los bañistas y con los productos de los alquileres y otras limosnas sostiene el culto», uso descarado que Lerchundi descubriera en agosto de 1880 y comunicase, por escrito, a Prendergast, presidente de la Obra Pía—; firmó a su vez Lerchundi como receptor de lo conservado y las obras empezaron. Presupuesto se tenía —«cerca de veinte mil duros»—; maestros en obras no faltaban en Santiago, ni voluntarios para trabajar en Chipiona. Primero llegaron cinco franciscanos y después veintidós misioneros y hermanos legos, desembarcados (25.08.1882) del vapor Cartuja. Terminadas las obras de restauración y completados los nombramientos de quienes dirigirían el Colegio y el buen orden de las enseñanzas prescritas —PP. Antonio Gómez (rector), 91 Manuel Castellanos (vicerrector), José Barber (maestro de novicios)—, pudo inaugurarse el sueño de Lerchundi, convertido en realidad el 8 de septiembre de 1882. Los precursores. Ensoñaciones y realidades José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Embajada hacia lo incierto: viaje en buque excorsario y tesoros de inesperada amistad 92 En febrero de 1881, Sagasta relevó a Cánovas al frente del Gobierno. El cambio se trasladó a Tánger, donde José Diosdado del Castillo recibió instrucciones para organizar una visita protocolaria, al máximo nivel, ante el sultán Hassán I, iniciativa que, en los usos diplomáticos de la época, se entendía como embajada extraordinaria. Por «carta particular» del 19 de marzo de 1882, del Castillo le razonaba a Lerchundi: «siempre ha venido un Padre con la embajada y el indicado hoy, por tantas razones, es usted. Y yo especialmente desearía que usted viniese conmigo». En su posdata, del Castillo insistía de nuevo: «deseo y me importa que sea usted conocido en la Corte jerifiana». A reiteraciones tan halagadoras resultaba imposible negarse. El 19 de abril, Lerchundi y del Castillo, seguidos de su séquito, subieron a bordo del vapor Tornado, navío artillado con fiera historia filibustera en sus espaldares de hierro: chileno de origen y dedicado a la guerra de corso, apresado (21.08.1866) en aguas de Madeira por la fragata Gerona e incorporado a nuestra Armada, fue el buque que interceptase (31.10.1873), en aguas internacionales, al vapor Virginius, cargado de armas y repleto de voluntarios cubanos y estadounidenses, de los cuales fueron fusilados cuarenta y siete; casus belli que cerca estuvo de provocar la primera guerra entre España y EE. UU. Dos paciencias célebres lo impidieron: la del presidente Ulysses S. Grant en Washington, insultado por la prensa yanqui y en Madrid la del cuarto presidente de la Primera República, Emilio Castelar, menospreciado por el general Burriel, que era quien decidía los fusilamientos en Santiago de Cuba con el beneplácito de Joaquín Jovellar, capitán general en La Habana. En 1881 nadie se acordaba del Virginius, hundido en el Atlántico. Y Cuba dormida parecía tras la Paz del Zanjón (1878). En la madrugada del 20 de abril de 1882, el Tornado largaba amarras y partía hacia su puerto de acogida, la antigua Mogador lusitana, en cuya rada fondeó el día 22. El 24 de abril, «a las seis de la mañana, montados en caballos y mulas que el Sultán (nos) tenía preparados» —según el relato que un anónimo cronista de La Civilización hiciese—, la comitiva iniciaba su ruta hacia Marrakech. Ciento sesenta kilómetros de malas pistas les esperaban. A 25-27 kilómetros por jornada, seis días de viaje. El domingo 30 de abril se detenían a la vista de las rojizas murallas de la capital del Atlas, tercera urbe imperial de Marruecos. «Entramos (escoltados) por unos quinientos caballos y unos dos mil askaris (soldados), que forman el ejército regular del emperador». El periodista acertó en sus estimaciones. Dos mil infantes y quinientos jinetes a sueldo. No había más ni se necesitaban. En caso de guerra, las tribus responderían. En dos semanas podían multiplicar, por treinta, esas cifras. El requisito para tal movilización era relevante: que el imperio jerifiano fuese invadido por ejércitos extranjeros. La comitiva española fue aposentada en la Mamunia, área ajardinada donde se alzaban tres mansiones. En la del centro fue hospedado Lerchundi, signo de preferencia que a muchos sorprendió. El 2 de mayo, «a las ocho de la mañana», tuvo lugar el encuentro de Hassán I con del Castillo y Lerchundi, al frente de sus respectivas delegaciones montadas a caballo. Desmontó primero el embajador y quedó a la espera de lo que hiciese el sultán. Cumplió Hassán I a su vez y, en gesto de franca amistad, se dirigió hacia el grupo de españoles, Gran visir Máxima autoridad del gobierno jalifiano, equivalente a «primer ministro». Solía asumir las funciones de ministro del Interior y, en ocasiones, ministro de los Bienes Habús (destinados a fines piadosos), al igual que sucedía con la subdivisión de las competencias y funciones existentes en el gobierno del Protectorado francés. Dahir Del árabe zahīr, proclama gubernativa. Carta abierta del sultán o de su lugarteniente (jalifa) dirigida a los funcionarios del Reino, fuesen civiles o militares, pero también al conjunto de la población. Sin embargo, tales decretos debían ser validados por el alto comisario de España en Tetuán o por el residente general de Francia en Fez, pues de lo contrario carecían de toda efectividad ejecutiva. José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades antecedido por uno de sus chambelanes, portador de imponente parasol en terciopelo rojo, más dos palatinos, portadores de «grandes pañuelos blancos de seda para aventar las moscas». Pudieron así ver los invitados el aspecto de Hassán I: «rostro de agradables formas y color mulato (sic) no muy oscuro». Acertada la descripción, no el color. Hassán I tenía la piel levemente aceitunada, los pómulos marcados, la frente despejada y una mirada convincente. Quedaron solos Lerchundi y del Castillo frente al sultán y su gran visir, Sidi Mohammed El Garnit, con otros magnates, entre estos Sidi Mohammed Vargas. La motivación del viaje —la reclamación española sobre el territorio concedido por el sultán Mohammed IV en un lugar de la costa atlántica, «junto a Santa Cruz de la Mar Pequeña (el futuro Ifni)», cesión estipulada por el artículo 8º del Tratado de Paz de 1860—, fue asunto despachado en unos quince minutos: a la argumentación del embajador respondió Hassán I con su primera negativa; planteó del Castillo educada insistencia y obtuvo idéntica respuesta desfavorable. Inviable un tercer intento por parte del embajador español, tiempo hubo, hasta completar hora y media, para hablar del joven Alfonso XII; de la religión católica y la islámica, de san Francisco de Asís y sus continuadores; del primer obispo de Marruecos, el franciscano fray Agnello —designado por el papa Honorio III en 1226—; de los dahires (decretos) que validaran la permanencia de misioneros en el Marruecos de los sultanes almorávides, almohades y meriníes —Lerchundi llevaba consigo varios originales depositados en el Archivo misional, que Hassán I leyó extasiado y complacido—, así como del futuro a construir entre españoles y marroquíes. La embajada española, iniciada con el ofrecimiento de obsequios para el sultán por parte del rey Alfonso XII, culminó como procedía: con la entrega de los regalos que Hassán I reservaba para sus huéspedes. Del Castillo recibió «un hermoso caballo enjaezado con su silla jerifiana», mientras que Lerchundi era obsequiado con «una bonita mula», además de «una espingarda preciosa, con labores en plata, marfil y corales». De lo que fue de aquella mula y esa espingarda noticias sorprendentes se recibirían en Madrid y Marrakech meses después. En cuanto a la comitiva española, el 15 de mayo salía hacia Mogador, adonde llegaba cinco días más tarde; embarcaba en el Tornado y en la mañana del 22 fondeaba en Tánger. Del buen entendimiento entre Lerchundi y Hassán I se derivó la conformidad del Gobierno español para la devolución de la visita, que el sultán deseaba se cumpliese. Y la lógica volvió a manifestarse: carta «particular» (30.05.1882) de José Diosdado del Castillo a su «estimado Padre José», comunicándole que, tras «haber hablado con el ministro, marqués de la Vega de Armijo (Antonio Aguilar y Correa), hemos convenido que Vd. acompañe a Briscia (sic) a la Corte». A Lerchundi se le necesitaba —ya no se le «rogaba»— en Cádiz para recibir él y no otro al embajador marroquí, Hadj Abd el-Kerim Brisha. Recibió Lerchundi a Brisha con honores militares —un misionero convertido en general con sandalias y pies desnudos—; en tren vinieron juntos a Madrid, donde audiencia (17.05.1882) tenían concertada con Alfonso XII; hubo segundo viaje por ferrocarril hasta Villalba, seguido de traqueteante excursión, «en silla de postas», por los bosques de cedros del Guadarrama hasta el palacio de San Ildefonso; se habló allí con toda libertad, no se convino cosa alguna que no estuviese previamente convenida y el 2 de julio de 1882 Brisha embarcaba en Cádiz de regreso a su patria. Quedó satisfecho Sagasta, quedó complacido el marqués y ministro, contento quedó del Castillo, pero molidos quedaron Lerchundi y Alfonso XII, enfermos los dos; sobre todo el rey, cautivo de la tuberculosis, que solo le permitiría vivir dos años, cuatro meses y veintitrés días más. Los males de Lerchundi, sin cesar de acosarle, parecieron cosa menor al recibir sendos obsequios, uno por cada monarca aliviado por sus consejos: de Hassán I obtuvo la cesión de 93 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 94 terrenos, en Safi, para la construcción de la Casa Misión que allí faltaba; de Alfonso XII «una subvención para restaurar el convento de Nuestra Señora de Regla, en Chipiona», abalconado a playa soleada y saludable. Las obras al efecto iban a buen ritmo; las subvenciones no tanto. Ignoramos el importe de la ayuda decidida por Alfonso XII, pero debió ser regia subvención aquella, por cuanto la reforma concluyó mes y medio más tarde. Chipiona se puso de largo para inaugurar (08.09.1882) su deslumbrante Colegio de Misiones. Encontrándose Lerchundi en Tetuán, recibió carta (12.08.1882) del embajador Brisha, quien se lamentaba: «Me dice el Superior (Francisco Mª Saco) de Tánger que usted no vendrá hasta mediados del próximo. Mientras Vd. no me haga falta, pase; pero Vd. sabe que, en ciertos asuntos, yo no podré marchar (a ningún sitio) sin la cooperación de usted». Las instrucciones que Hassán I cursase a Brisha venían a decir: No haga nada en relación al Gobierno español sin consultarlo antes con el caballero Padre José. Así era considerado Lerchundi en el ceremonial alauí. En cuanto a la mula y la espingarda, pronto tendrían nuevos dueños. A tres kilómetros de Tánger había una elevación a la que, en aquellos tiempos, se la conocía como «Monte de San Juan»: panorámicas inigualables, calma asegurada y espacio libre para hablar; no para rezar en privado porque el lugar se veía concurrido los domingos. Lerchundi sintió venir uno de sus previsores avisos y compró parte del terreno. Su intención era construir una ermita. Su inspección a la caja de la Misión le reveló que hacía falta bastante dinero para poner en pie su idea. Y sobrevino la revelación: ¿Por qué no subastar los regalos del sultán y con ellos hacer la obra? Del bien privado al bien público. Al embajador del Castillo no se le ocurriría subastar su «hermoso caballo enjaezado a la jerifiana», pues Hassán I lo entendería como procedía: ofensa personal y expulsión del país. Pero un franciscano, que no tiene bienes propios, puede donar los que reciba si es en beneficio del pueblo que él tutela. Hubo revuelo en Tánger al conocerse que iban a ser pignorados, en pública subasta, bienes personales del sultán. Es lógico suponer que Brisha fuese advertido por Lerchundi y que le pareciese acto lícito tras conocer sus fines. Se celebró la subasta y aunque no sabemos en cuánto fue vendida la mula o adjudicada la espingarda, dinero suficiente se obtuvo. Una buena mula, joven y fuerte, valía de 400 a 500 pesetas y una espingarda de artesanía con labor de pedrería, el quíntuple. Pero si la mula era «bonita» y procedía de las cuadras del sultán y la espingarda era «preciosa» y del mismo monarca provenía, el precio subiría. Fuese el que fuera en ambos remates, dinero se recogió para afrontar la obra, que dirigió el hermano lego Antonio Alcayne y hasta para pagar los adornos ceremoniales en consonancia con la inauguración, la cual tuvo lugar el 24 de junio de 1883. Aún quedó dinero para festejos: al término del Te Deum «se obsequió con un lunch (en inglés en el original) «a las autoridades y personas distinguidas»; después, «carreras de cintas, galantemente regaladas por señoras de la población», «cucaña en tierra y cucaña en la mar»; «carreras de borriquillos y carreras en sacos», «fuegos artificiales» y «lanzamiento de globos aerostáticos». Tanta fiesta no llevaría el sello Lerchundi si no hubiese habido la debida previsión «para dar una limosna a los presos». Y así nació la capilla de San Juan del Monte, erigida gracias a la esplendidez del noveno sultán alauí, soñada por un misionero guipuzcoano y edificada por un hermano suyo. De una ermita a una escuela de niñas. El 3 de agosto de 1883, procedentes de Barcelona, desembarcaban en Tánger cinco monjas terciarias franciscanas, núcleo profesoral para el centro escolar por el que Lerchundi arrastraba dos años de penalidades burocráticas. Antecedidas por el preceptivo «Sor» (hermana), eran: María del Buen Consejo Aragonés, Todo autor tiene su periodo más luminoso: aquel en el que se muestra creativo y riguroso, bienaventurado también, porque el coraje y el tesón a menudo no bastan. Para Lerchundi, los años 1885-1895 fueron su década bendecida, la más difícil de afrontar y bien lograda. Le costó lo suyo. Tuvo que penar con las imprudencias y obcecaciones de Segismundo Moret, cabeza del liberalismo sagatista reformado; en consecuencia, un atrevido conservador. Cuando Moret tomó posesión (27.11.1885) de su cartera ministerial en el palacio de Santa Cruz, Lerchundi trabajaba en nueve proyectos a la vez: mejoras en su escuela para niños; recaudación de donativos para edificar la escuela de niñas que faltaba en Tánger; elección de los materiales para construir una barriada de «casas baratas» con destino a familias sin techo; donación de un valioso terreno misional al ministerio de Estado para erigir el Hospital Español, proyecto en el que recibía puntual asesoramiento del doctor Cenarro (en Tánger desde 1884), afán al que ambos habían decidido incorporar una Escuela de Medicina; aceleración de los trabajos para concluir la casa-misión en Safi; compra de un solar para una casa-misión en Mazagán; lo mismo en relación a la misión en Rabat; creación de una escuela de Estudios Árabes en Tetuán; preparación de la embajada marroquí a Madrid para rendir pleitesía a los reyes Alfonso y Mª Cristina. El fallecimiento de Alfonso XII el 25 de noviembre, suceso no por más previsible menos dramático, cerca estuvo de clausurar el viaje de la delegación de Marruecos, en la que Lerchundi era elemento capital. Consultados los primeros ministros (Sagasta y El Garnit), se decidió respetar lo acordado. Nada esperaban los marroquíes, ni siquiera acuerdos ventajosos. Con dar fe de vida en pro de la amistad jerifiano-borbónica, se considerarían satisfechos. Tampoco imaginaban que en la España monárquica pudiera darse tanto duelo: el 13 de diciembre de 1885, cuando los dignatarios de Marruecos, guiados por Lerchundi, penetraron en el Salón del Trono, el fúnebre decorado les dejó sin habla: la reina sentada, vestida toda de negro y velado su rostro, a su izquierda el sitial vacante de su difunto esposo, cubierto por funerario crespón de gran tamaño; las damas de la corte veladas por negras tocas; de negro y azul marino los uniformes de palatinos y militares, oscilantes los velones en sus parpadeos, movedizas las tapizadas paredes en su color granate-sangre, el Palacio Real no era tal, sino gran panteón habitado. Habló en tono pausado Sidi Abd el-Sadek Ben Mohammed; tradujo Lerchundi el texto recitado por el embajador; respondió la Regente con frases entrecortadas; volvió Lerchundi a traducir, José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Construir los palacios de la paz (embajadas, escuelas, hospitales) y mantenerlos en pie Los precursores. Ensoñaciones y realidades Mª de los Dolores Griol, Mª de la Natividad Ydígoras; Mª Cristina Grau y Mª de la Cruz Torrento, presidenta de «la nueva Comunidad». Se las alojó en el hospicio de San Juan de Prado. El edificio de la escuela era una casa propiedad del ministro de Portugal, José Colaço, buen acuarelista y mejor persona, fiel amigo de Lerchundi y del Castillo. Lerchundi pagó los costes del viaje, remozó la casa cedida por Colaço, compró los muebles y el vestuario, almacenó útiles y aprovisionamientos. Sus gastos, fruto de los ahorros misionales, ascendieron a 11.447 reales de vellón. Lerchundi solicitó al Gobierno de Sagasta que esos reales le fueran devueltos y, como de costumbre, tardaron en llegar. Tanto, que no se sabe si llegaron. Lerchundi no puso su ánimo entre rejas: dos años y cuatro meses después (04.04.1886) colocaba la primera piedra de un mejor edificio para la escuela de niñas, inaugurada el 17 de septiembre siguiente. Donde los ministerios desistían de fondear, la nao Lerchundi atracaba. 95 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 96 afectado también, cruzáronse sollozos y carraspeos, despidiéndose todos como familias reunidas en acongojante funeral. En la plaza de la Armería quedaron diez imponentes caballos árabes, enjaezados a la jerifiana, regalo de un sultán alauí a una reina viuda, que encinta estaba del monarca fallecido, cuyo cadáver permanecía en el pudridero de El Escorial. En 1886 Lerchundi mantenía una actividad ciertamente frenética, mala para su salud, buena para su mente: el 7 de junio recibía carta del nuncio en Madrid (Mariano Rampolla del Tindaro), por la que se le autorizaba la donación de la parcela misional de 779 m2 —reservada para la Escuela de Artes y Oficios— al Gobierno de Sagasta con la finalidad de construir el nuevo Hospital Español, relevo del «hospitalillo» que Lerchundi sostenía desde años atrás. A primeros de agosto, Lerchundi presentaba el Cuadro de Exámenes en su escuela de niños, donde estudiaban ciento once adolescentes. Por nacionalidades, estos: 64 españoles, 21 británicos, 18 portugueses, 5 italianos, 2 hebreos (por su religión, al carecer de nación reconocida) y 1 francés. En su conjunto, los «Aprobados» fueron 40, los «Buenos» (en lugar de «Notables») 103 y los «Sobresalientes», 152. Siendo once las materias impartidas —Aritmética, Gramática, Geografía, Geometría y Dibujo, Historia, Lectura y Escritura, Música y cuatro idiomas (Árabe, Español, Francés e Inglés)—, era indudable el excelente nivel alcanzado por aquella comunidad de escolares y docentes. Justo es recordar aquí los nombres de sus profesores: P. Agustín Aspiazu, Mohammed Ducali, Andrés de Gomar, Ricardo Martín, fray Manuel Remolar, P. José María Rodríguez y José Usall. Sin darse descanso, el 25 de agosto Lerchundi inauguraba en Tetuán su escuela de Estudios Árabes. La primera en territorio misional bajo soberanía de Marruecos y la más avanzada del mundo cultural español durante cuarenta y seis años, pues solo en 1932 se crearían escuelas de estudios árabes en Granada y Madrid. Lerchundi siempre adelantado a su tiempo, jamás en retraso de su conciencia. Lo contrario a estos éxitos fueron «las casas baratas», barriada de viviendas construidas en madera y bien aisladas del terreno que, como correspondía a Lerchundi, fue adquirido en Tánger con los fondos de la Misión. Esta fue una constante en Lerchundi, capacitado como nadie para subsistir con un reducido presupuesto, ahorrar peseta a peseta y, con ese dinero reinventado, reinvertirlo en propiedades para donárselas a la sociedad marroquí, sin distinción de credos, clases ni profesiones. Lerchundi actuaba así porque le dolía cuanto des-hacían los Gobiernos españoles, dedicados a despellejarse con sus opositores al cargo, olvidándose de quienes hacían patria sin pedir nada a cambio, excepto distinguir entre hidalguías y tonterías. Aquellas viviendas baratas iban a ser cien. Se disponía de un capital de veinte mil pesetas, aportadas por los Colegios de Chipiona y Santiago, la Comisaría General de los Franciscanos (P. Albiñana) y un comerciante tangerino, «Francisco el Sevillano». Comenzadas las obras el 1 de marzo de 1887, en enero de 1888 se habían terminado treinta y dos casas. El coste de las mismas ascendió a 16.826,38 pesetas. Cada vivienda construida exigió un coste de 480 pesetas con 75 céntimos, prueba de que Lerchundi había elegido maderas de buena calidad. Se decidió alquilarlas. Aunque no tenemos datos exactos al respecto —fray José María López tampoco los encontró—, conocidos los modos y objetivos finales de Lerchundi —todo inquilino de una de esas viviendas debería hacerse con su propiedad en pocos años—, no ha resultado difícil calcular que los alquileres oscilasen entre diez y dieciséis pesetas al mes; esto es, el 2,08% del capital desembolsado en el primer supuesto y el 2,91% en el segundo. Y tuvo que ser así porque un trabajador no cualificado ganaba entre 2 y 2,50 pesetas por diez u once horas de trabajo al día. Si hubiesen sido diez las pesetas de su En marzo de 1887, Moret decidió enviar otra embajada al sultán Hassán I. Lerchundi volvió a ser reclamado. Se encontraron dineros, se encargaron regalos sultanescos y se rescató una fragata, que hacía cansina cola para su desguace: La Blanca —por Blanca de Navarra, reina de tal reino en el siglo XV—, zurrada en cañoneos contra su perfil de gaviota más bien gruesa, preñada con muy mal genio si se la molestaba. Había sido la capitana de Topete en la jornada de El Callao (1866), donde su poco calado (6,5 metros) y el temple de su comandante le permitió meterse bajo el hocico de los cañones peruanos, con lo que era imposible acertarle de lleno, pero ella no falló: uno de sus disparos impactó en la Torre de la Merced, bajó como ascua silbante al foso de las municiones y por los aires saltaron 93 artilleros, dos obuses Armstrong y un sinfín de estupores balísticos. El almirante Topete había muerto en el Madrid de 1885, pero su nave no tenía igual en la maniobra: cortaba vientos de través y macheteaba mares arboladas, esquivaba arrecifes no señalados en las cartas y se burlaba de borrascas como veterana que era del Cabo de Hornos, pues dos veces lo vio desvanecerse a popa. El 3 de agosto de 1887 la Blanca, nerviosa como novia primeriza, fondeaba en Tánger. Embarque de la embajada, con del Castillo y Lerchundi a su cabeza, somnolientas singladuras hasta Rabat, atraque pronto y espera larga de Hassán I, pues el sultán volvía de una de sus expediciones perseguidoras de tributos e imposición de castigos a quienes los eludían. El 10 de agosto fue la recepción. Reverencias, retórica discursiva y reconocimiento de una dolida ausencia: faltaba Lerchundi. Rinaldy, segundo intérprete, tomó su lugar. Un catarro mantenía en cama al Padre José. Hassán I, tras constatar con del Castillo que ningún problema había entre ambos Gobiernos, pidió al embajador que permaneciese en Rabat hasta que Lerchundi mejorase, pues «quería hablar con él en privado». Del Castillo se guardó para sí su asombro y mostró lógico acatamiento. Al día siguiente, Lerchundi aparecía. Demacrado pero resuelto. El misionero y el sultán conversaron durante una hora. Concertaron nueva cita. El 12 de agosto se produjo el segundo encuentro: dos horas y media de conversación. Insuficiente para cambiar el mundo, abundante para colmar las deficiencias en el arte de José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi De Rabat a Roma: razones y verdades para que los polos del mundo uno solo parezcan Los precursores. Ensoñaciones y realidades alquiler mensual, en cuatro años ese inquilino habría pagado las 480 pesetas del coste de la obra, convirtiéndose en su propietario. La Misión no era ningún banco, sí una caja de ahorros social con las cuentas claras. Las viviendas se alquilaron con rapidez. Las obras continuaron, terminándose tres casas más. Treinta y cinco en total. Se decidió esperar antes de seguir. Por penosas causas entrelazadas: los conflictos surgieron con rapidez y violencia. Por añadidura, se necesitaban 31.200 pesetas para construir las restantes 65 casas. Aquellos conflictos no fueron por pareceres opuestos, sino por irrupción de engaños y perversiones: varios inquilinos subarrendaron sus contratos a terceros y estos se comportaron como auténticos canallas, convirtiendo «sus casas» en antros de prostitución, juegos ilícitos y covachas de borrachos. Cuando los misioneros les llamaron al orden, surgieron «los altercados e insultos groseros, las calumnias y muchas veces la amenaza envuelta con juramentos escandalosos». Fue tal el sufrimiento de Lerchundi que, un día de 1888, a uno de sus más allegados, exasperado, le dijo: «Voy a mandar que sean quemadas». Al final no mandó Lerchundi otra cosa que la Misión se apartase de aquel remolino de abusos, delitos y ofensas. Y la barriada entera pereció. 97 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 98 convivir entre amigos. Hubo otras dos audiencias, «con más de una hora de duración cada una», como recordó en el Xauen de 2003 Mohammed Ibn Azzuz Hakim. A la última cita acudió del Castillo como invitado. Y así pudo enterarse no solo de que el sultán aceptaba, «de muy buen grado», la proposición que Lerchundi le hiciese para enviar una embajada a Roma, con el fin de rendir homenaje al papa León XIII con motivo de su jubileo sacerdotal, sino que el Prefecto de las Misiones formaría parte de esa embajada marroquí con el rango de segundo embajador. Lerchundi se veía honrado con la representación de Marruecos y Hassán I reasegurado en sus legítimas intenciones defensivas en pro de su patria y pueblo: que León XIII velase por Marruecos tanto como lo hiciera por España frente a la ambición de Alemania tras haber tomado posesión, por la fuerza (25.08.1885), la tripulación del cañonero Iltis de la isla de Yap y, por extensión jurídico-administrativa, de todo el archipiélago de las Carolinas. Tan grave incidente había exhumado tres verdades enterradas: inexistencia de una escuadra española digna de tal nombre en el fondeadero de Manila; completo aislamiento diplomático de España, pues ninguna de las potencias mostró solidaridad alguna hacia el régimen del agonizante Alfonso XII; desidia vergonzante de los responsables de su Administración, pues al serle solicitado al Archivo de Indias, en Sevilla, que enviase «con urgencia» los documentos probatorios de los derechos españoles sobre las Carolinas —descubiertas en 1528 por Álvaro de Saavedra y revisitadas en 1686 por Enrique de Lezcano, quien fue el que recorrió Yap y le puso el nombre de «Carolina» en homenaje a Carlos II, el último Austria—, tales pruebas tardaron... cuatro meses en llegar a Madrid. Para entonces, España y Alemania habían llegado a las manos: asaltada la embajada alemana, su escudo y bandera ardieron hasta consumirse en hoguera jaleada por enrabietada multitud en la Puerta del Sol. El laudo papal que León XIII decretase el 7 de enero de 1886 salvó a la Regencia alfonsina. De haber sido contrario a España, Alemania se habría apoderado de la Macronesia española —archipiélagos de las Carolinas, Marianas y Palaos— y amenazado las islas Filipinas. León XIII hizo de acorazado diplomático y juez-torpedero diligente. Y el Archivo Secreto del Vaticano de escuadra artillada en documentos, mapas y escritos probatorios de esto y aquello. Hassán I lo sabía; Lerchundi más todavía y del Castillo lo suponía. Todo cuanto se dijo —y aún hoy se dice— de esa propuesta de Lerchundi para que el imperio jerifiano «no desmereciese ante las embajadas que a Roma enviaría el imperio otomano, el sha de Persia y el virrey de Egipto», fue simple atrezzo. Decorado de excusas para ocultar evidencias: España y Marruecos apuntadas yacían como inmensas propiedades a saquear desde la Conferencia de Berlín en 1885. Ambos imperios se consideraban manos muertas en Berlín, Londres, París y Viena. Finalmente lo fueron en el Washington de 1898 por el presidente MacKinley, pero también en el Madrid de 1912, cuando Alfonso XIII debió verse, a sí mismo, como rey de Marruecos. Subsistía un impedimento: Marruecos no tenía barcos, ni de guerra ni de pasaje. Lerchundi se ofreció al monarca alauí para ver en persona a la reina María Cristina con el fin de encontrar solución al asunto del transporte. Del Castillo a todo dijo que «sí», pues cosa mejor a su alcance no estaba. La Regente mostró su conformidad y el ministro de Marina, almirante Rafael Rodríguez Arias, dictó las órdenes oportunas. Los mandos del crucero Castilla fueron prevenidos de que, «en unos meses», navegarían hacia Italia con dos banderas en sus mástiles: la española y la marroquí. Las gestiones se llevaron a cabo con estudiado sigilo. Orejas británicas y francesas al acecho, que unas cuantas había, no se enteraron de nada. Cuando el Castilla fondeó en Tánger aquel 10 de febrero de 1888, se pensó en otra embajada más ante el sultán. El 12 de febrero, al saberse que el Castilla zarpaba rumbo a la José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades península italiana y ser reconocidos Mohammed Larbi Torres y Lerchundi al embarcar, quedó claro para las cancillerías europeas que el embajador in pectore de España ante Hassán I era Lerchundi y no del Castillo. No hubo desdoro para este, dada su buena amistad con Lerchundi y recibir posible aviso de Moret en el sentido de sea usted paciente y ayude. El 17 de febrero el Castilla recaló ante Civita Vecchia, pero ningún práctico subió a bordo al impedirlo el temporal reinante. El crucero aproó hacia Nápoles y en su rada fondeó en la mañana del 18. Surgieron vetos aduaneros por el voluminoso equipaje de los diplomáticos marroquíes, que Lerchundi resolvió y aprisa, al tren de Roma que sale ya. El 25 de febrero, León XIII recibió a la delegación hispano-jerifiana. Ante la Curia vaticana, hubo solemnidades y deferencias sin otro límite que la mesura; cruzáronse discursos y honores; procediéndose al encuentro esperado: conversaciones en las habitaciones privadas del papa; en las que intervino su secretario de Estado, el cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, antiguo nuncio en Madrid. De lo que León XIII pudo asentir o disentir ante lo que le expusieron Torres y Lerchundi, nada en concreto se sabe. Y en esto el Archivo Secreto del Vaticano tendrá la última palabra. Se comprobará entonces si la triangulación dialogante entre el Papado, el Majzén alauí y la Comisaría General de las Misiones, a la que Lerchundi representaba de facto, pretendía reforzar la debilitada soberanía de España y Marruecos, inermes ambas naciones ante los acosos imperiales, que cercadas las tenían. De ser así, Joaquín Costa, con su discurso en el mitin del teatro Alhambra (30.03.1884) y Lerchundi a lo largo de su vida de servicio, entregada tanto a españoles como marroquíes, hallaron en León XIII el pilar de su proyecto aliancista, coincidente con los afanes pactistas de Hassán I y Torres. La muerte de los cuatro cubrió de pésames e inviabilidades fraternas el futuro de las relaciones entre España y Marruecos. En 1888, Vincenzo Gioacchino Pecci (León XIII) tenía 76 años, Mohammed Torres, 66, Hassán I, 52 años, los mismos que Lerchundi. Los cuatro eran osados, cultos y estoicos, afirmados en sus creencias, pero como entendidos en diferencias sabían de sus heridas e invalideces. De ahí su empeño por trabajar en comunidad de modos. Los únicos roces que entre ellos hubo fue el deslizarse de sus ropajes por los mármoles del Vaticano o los terrazos jerifianos de la hospitalidad. Esta embajada de Marruecos ante la Santa Sede, recibida por un papa romano —León XIII nació en Campocritano, en el Lacio— representada por un intelectual tetuaní y revaluada por un misionero vasco, no ha sido igualada y jamás lo será. Consumada la separación entre lo corporal y espiritual, no así la permanencia de su eticidad, cada cuerpo se desprendió de su personaje y fue a su nicho de acogida o fúnebre litera provisional: Hassán I el 7 de junio de 1894 en Uad el-Abid, agreste territorio de Tadla (Atlas Central), desde donde fue llevado a Rabat y allí inhumado; Lerchundi un día de marzo, años después y en Tánger; León XIII el 20 de julio en la Roma de 1903; Mohammed Torres en día y mes por precisar en el Tetuán de 1910, cuna de su familia y hogar moral de su bienquisto Padre José. Las cartas de Moret a Lerchundi: peligro vulcanológico bajo el «Mar de la Tranquilidad» Meses después de su regreso de Italia, Lerchundi pudo ser enterado, bien por del Castillo o vía la Comisaría General de las Misiones, en Roma, de inquietante noticia: Eduardo Romea, que presidía, en París, la Comisión Hispano-Francesa de Límites Territoriales en África, había fallecido en Quinto al Mare, localidad turística próxima a Génova. La muerte le sobrevino «el viernes 7 de septiembre a causa de un repentino accidente», tal y como lo anunciase el Archi- 99 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades 100 vo Diplomático y Consular de España en su edición del 16 de septiembre de 1888. Evasiva forma de relatar unos hechos cuya verdadera naturaleza desconocemos. Por aquellos días concluían las obras del Hospital Español, que solo pudieron arrancar, en el verano de 1887, gracias a las doce mil pesetas de los fondos misionales, entregadas por Lerchundi como «préstamo al Gobierno». Hubo lucida inauguración (25.11.1888) y todo fueron alabanzas. Tres días después, del Castillo hacía llegar a Lerchundi escrito reclamatorio para proceder a la transmisión de la propiedad del flamante hospital al ministerio de Estado. Lerchundi contestó ese mismo día, 28 de noviembre, diciéndole a su buen amigo que «ningún inconveniente tenía en cuanto al derecho de patronato y al de propiedad, pero que en lo referente a las 12.000 pesetas que la Misión empleó para las obras del hospital, debo manifestarle que esta Misión no ha recibido reintegro alguno del Gobierno». Pasmo en Tánger y enfado en Madrid; donde algunos creían que las misiones eran sociedades capitalistas que socorrían al manirroto Estado. Y es que todo provenía de un malentendido, redactado adrede. El 26 de junio de 1887 se firmaba, en Tánger, el documento notarial de la donación de aquel terreno misional al Estado, comenzándose las obras días después. El 12 de septiembre de 1888, dos meses antes de la inauguración del hospital, el entonces ministro, marqués de la Vega de Armijo, firmaba un escrito honorífico, dirigido a Lerchundi, donde se le decía: «Enterado el Rey (Alfonso XIII, que entonces tenía un año y cuatro meses de edad) y en su nombre la Reina Regente, de los trabajos que se han ejecutado (cuando aún no habían terminado), construyendo un hospital de nueva planta, cuyo terreno ha sido cedido al Gobierno por esa Misión, S. M. ha tenido a bien disponer se den las gracias a V. P. por tan generoso donativo y por su eficaz cooperación en las citadas obras (la cursiva es mía)». Cooperar sí, no regalar 12.000 pesetas, que para una escuela bien servían. Lerchundi, prudente él, nada dijo, doliéndole que doña María Cristina le diera las gracias por cosas prestadas. Y eso que la Regente disponía de una Lista Civil de seis millones de pesetas anuales. Algún lince de los que habitan en la reserva de Santa Cruz se dijo: con estas regias gracias por tan buen solar puede que cuelen esas doce mil graciosas pesetas. Pero no colaron. Vega de Armijo no tuvo tiempo de disculparse: Sagasta no le renovó su confianza y el 30 de noviembre de 1888 cesaba, sustituyéndole Moret. Y este, al no ser marqués, consideró que no debía disculpas en nombre de su colega, pero no por ello pagaba. Lerchundi se mantuvo firme. Tres años. Tan «molesto incidente» se solucionó en 1891 con el pago de lo adeudado. La correspondencia Moret-Lerchundi ha sido ensalzada, glorificada y sacralizada. Tanta adjetivación verbal ha provocado el desenfoque de su realidad textual. Extractos de sus cartas más significativas nos transportan desde la cardiopatía político-militar del sagatismo paroxístico a la ecuanimidad del pulso misional plantado en tierra de realidades: Marruecos. Moret se agita entre la ambición, la frustración, la ignorancia y la obsesión; Lerchundi le contiene con su prudencia y sabiduría; pero acosado por el ministro, su cuerpo intervendrá, justificando su oposición a romper aquella paz amenazada, en el invierno de 1894, que pudo derivar en la Primera Guerra del Lobo, quince años antes de la que al fin vendría (1909). Moret estaba trastornado con la guerra de África de 1859-60. Y a Lerchundi, por carta fechada el 27 de febrero de 1887, le confesaba: «Viniendo al fondo de la cuestión, diré a usted que yo deploro, con toda mi alma, la inercia de España después de la brillante campaña de Marruecos; hemos perdido el fruto de la sangre y los esfuerzos de los españoles, pero no tanto que no quede aún medio de recobrarlo». Un mes antes (30.01.1887) a Lerchundi le exigía: José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades «Como ya le dije en alguna ocasión, yo necesito (la cursiva es mía) que se abran escuelas en todas partes donde haya Misión (...) Mogador, Casablanca, Larache, Ceuta (?), son puntos en los cuales no debe pasar el año sin que quede realizado ese patriótico propósito, pero además, es necesario ir a Fez...». Esos puntos suspensivos de Moret lo decían todo. Ir a Fez. Alzar una mezquita para cristianos en la capital de un imperio de musulmanes. En su respuesta (06.02.1887), Lerchundi rememoraba: «Si al terminar la guerra de África el Gobierno hubiera apoyado a los Prelados de la Orden, dándoles libertad para fundar tres o cuatro Colegios sin expedientes inútiles, más trabas y cortapisas, hoy día estarían nuestros misioneros en todas las ciudades de Marruecos. Hemos perdido, lastimosamente, veintisiete años (...) ¡quién sabe los años que puede durar todavía esta situación! (entre exclamaciones en el original)». Lerchundi venía a decirle a Moret: olvídese, ministro, de ir a Fez. Fechado en Madrid el 22 de marzo de 1887, Moret hizo llegar a Lerchundi un memorando con ideas a cuál más perturbadora: «1º Establecimiento de casas-misión en (las) Chafarinas, (el Peñón de) Alhucemas, Melilla y los diferentes puertos de la costa atlántica, desde Tánger al Sus (borde sahárico), enviando una misión a (nuestra) nueva posesión en Río de Oro (Sáhara Occidental) y estableciendo otra en Fez». Moret seguía en sus trece. De ahí que trazase lo que, en la práctica, eran sus planes de invasión. Misioneros en las Chafarinas y Alhucemas, donde solo artilleros y soldados había por redimir; defensores de islotes y peñones donde los franciscanos serían repudiados por los campesinos o comerciantes que acudieran a tales enclaves para mercadear y donde todo desembarco misional posterior en tierra firme tendría garantizado el alzamiento tribal e incluso la muerte de los intrusos. Otras iniciativas eran: «2ª Etapa. Supresión de la Casa (sic) de Regla y su traslado a Ceuta, donde se establecerá la Casa de las Misiones de África (...) y, si fuera posible, la creación de un Vicariato de Marruecos. 3ª Desenvolvimiento (sic) de la educación cristiana en Marruecos bajo todas las formas y aspectos». El memorando Moret era dinamita con mecha puesta. En su contestación (28.03.1887) a Moret, Lerchundi, con paciencia de santo, le precisaba: «1º Téngase siempre presente que la base de las Misiones se ha de situar en España (...) 2º La jurisdicción de esta Prefectura no se extiende a las Chafarinas y demás fuertes (peñones de Alhucemas y Vélez de la Gomera) que existen entre Tetuán y aquellas islas, sino que pertenecen al obispado de Málaga. 3º En cuanto a la costa de Río de Oro, opino que desde el (curso del) río Draa, al Sur (orilla izquierda) no está determinada la jurisdicción. Siendo, pues, muy delicadas estas cuestiones, es indispensable tratar estos asuntos con la Santa Sede. 4º No comprendo la causa ni el porqué de suprimir el Colegio de Regla (...)». Misionero que da lecciones de límites jurisdiccionales a un ministro, iletrado en Geografía y además lerdo en Diplomacia, por cuanto no le importaba arriesgar conflictos con terceros (Francia e Inglaterra), aparte de irritar al Marruecos de Hassán I. Ni una sola de las ideas de Moret vio la luz. Destructivas en sí mismas, todas fenecieron antes de surgir como cadena de volcanes submarinos, que hubiesen vaporizado el Mar de la Tranquilidad hispano-marroquí. Siguió un paréntesis de cinco años, en los que Lerchundi logró completar o iniciar obras fundamentales para su ideario: instalación de la Imprenta Hispano-Arábiga en Tánger en cuanto se recibieron (07.12.1887) los tipos de imprenta donados por el II marqués de Comillas (Claudio López Bru), procediéndose a editar (en 1888) la segunda edición de su Gramática y la primera (en 1890) de su inédito Vocabulario; reglamentación (01.11.1887) de la Asociación de Señoras de María Inmaculada, cuya Junta de Gobierno tuvo lugar en Madrid (21.06.1889), conjunción de místicas voluntades y opulencias donantes, en las que sobresa- 101 Los precursores. Ensoñaciones y realidades José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi lieron los marqueses de Comillas, el citado López Bru y su esposa, María Fernández de Gayón y Barrié; comienzo de las obras (18.12.1889) de la casa-misión en Casablanca, inaugurada el 2 de febrero de 1891 tras caótica suspensión de los trabajos por no enviar el ministerio el dinero comprometido; complicaciones multiplicadas en la casa-misión de Safi, alquilada a un comerciante judío, con laberinto de extorsiones del que solo pudo salirse gracias al P. José Rodríguez, el cual obtuvo de «Míster Russin, un católico inglés», que adelantase las 24.850 pesetas que costaba un solar, pero al faltar quince mil pesetas para la obra, Lerchundi le pidió el total a Moret, y este, consciente de que el pagador era británico y encima no protestante, siendo guipuzcoano el reclamante, tan diligente se mostró que esas cuarenta mil pesetas llegaron en una semana y así pudo Lerchundi «dar las más expresivas gracias» (20.06.1892) al ministro, inaugurándose tal suma de esfuerzos y préstamos el 9 de marzo de 1893. Vino luego coherente alianza fundacional con el doctor Manuel Tolosa-Latour, quien abatido se sentía al no encontrar ni dinero ni emplazamiento idóneo para construir su mejor afán: un sanatorio destinado a niños escrofulosos (afectados por la tuberculosis y el raquitismo). Conmovido Lerchundi por las angustias de su buen amigo, le ofreció, gratuitamente, los terrenos que la Misión poseía en Chipiona y, además, escribir carta rogatoria (02.09.1892) a la Regente, quien se portó como debía, al recibir en audiencia al propio Tolosa-Latour y donar diez mil pesetas, con lo que se pudieron iniciar las obras (12.10.1892). Pese a ello, necesitándose más dinero, se le ocurrió a Lerchundi constituir «Juntas» (provinciales) para tal fin, cuya presidencia rogaba a la reina aceptase, como así hizo, de donde resultó carta de gratitud de Lerchundi a doña María Cristina, en la cual exponía un argumento ciertamente soñado: «No esperábamos menos, Señora, de los cristianos y caritativos sentimientos de V. M., pues los españoles estamos acostumbrados a ver a nuestras Reinas al frente de todas las instituciones benéficas (la cursiva es mía)». Lerchundi fechó esta carta en Chipiona, el 22 de agosto de 1893. Faltaban cuarenta días justos para que empezase la guerra de Melilla. «La paz empujada» (1894) o cómo no caer en el abismo de otra guerra «gracias a Dios» La bien llamada guerra de Margallo, por el comandante general de Melilla, Juan García Margallo (n. en 1839), es indicador fehaciente del personalismo que guió al suceso —violación del cementerio de Sidi Aguariach—, incrementado por la cabezonada de Margallo en mantener unas obras de fortificación en terreno dos veces sagrado para los musulmanes: por ser camposanto y existir allí venerado morabito, el del propio santón, que da nombre al lugar. Los rifeños, al igual que los anyeríes en 1859, arrasaron esas torpes obras (29.09.1893), abrieron trincheras y pusieron cerco a Melilla. Margallo agravó el error con su obtuso entendimiento de la situación táctica, encerrándose en el fuerte de Cabrerizas Altas, donde en alocada salida fue alcanzado por tres pacazos, el 27 de octubre, que le causaron la muerte. A partir de ahí, pánico gubernamental; emoción patriótico-popular; absoluta improvisación logística; completa descoordinación diplomática y militar. Y como piloto del caos originado, el ministro Moret. Lerchundi, al enterarse de lo sucedido, se ofreció para mediar ante Hassán I, única autoridad capaz de contener a las tribus del Rif. Que Moret no se había enterado de lo que sucedía en Melilla se demuestra en el primer párrafo de su carta a Lerchundi, fechada en Madrid el mismo 27 de octubre, día en el que Margallo murió por sí mismo; esto es, por no ser precavido primero y buen táctico después: «Como habrá usted visto, todas las esperanzas de 102 Morabito Del árabe murabīt, ermitaño o religioso profeso en una rábida, construcción eremítica enclavada en un lugar despoblado, pero también en la divisoria entre los reinos musulmanes o de estos frente a los cristianos. Su plural, murabītun, advierte de su relevancia: hombres santos por sí mismos o cofrades a la vez que seguidores y defensores de un anciano santón. La violación de estos santuarios se consideraba un sacrilegio intolerable y podía ser causa de guerra. Ejemplo inequívoco fue la infame profanación del cementerio de Sidi Aguariach (periferia de Melilla) por tropas españolas, que obedecieron las órdenes de unos mandos insensibles a semejante violación, pero también despreciativos de sus consecuencias: fulminante réplica rifeña, cerco a la plaza y muerte de su gobernador, Juan García Margallo (3-28 de octubre de 1893). Así empezó la Guerra de Melilla, concluida en abril de 1894 (Tratado de Marrakech), gracias a la sapiencia y templanza del general Arsenio Martínez Campos. Rif Proviene del término er-Rif (borde o frontera). Esta definición se ajusta, a la perfección, con la complejidad de los accidentes, tanto orográficos como sociopolíticos, que definen a los territorios del Rif: una línea de costa tan abrupta como escarpada, con raros espacios accesibles que, de oeste a este, son: Punta de Pescadores, luego Puerto Capaz (la actual El Jebha); Cala Iris y la playa de Torres de Alkála; el Peñón de Vélez y la ensenada de Bades; la gran bahía de Alhucemas con sus playas de La Cebadilla, Sfíhia y Suani; Melilla y su restinga hasta los pozos de Aograr. El interior es montuoso y compartimentado en extremo. El bloque de serranías y montañas alcanza su cima en el Yebel (monte) Tidiquin (2.448 metros) no lejos de Ketama (Rif Occidental). El nivel edafológico (riqueza de los suelos) es pobre. El curso de los ríos suele pasar de lo torrencial a lo desvanecido en cuanto el largo estiaje impone su rigor de mayo a octubre. El territorio integra cubetas semidesérticas como las de Annual y Bu Bekker, con páramos desolados como el Garet o desiertos rotundos, caso del temido Guerruao. Su límite hacia el este es Kelaia o Rif Oriental, cuya aridez se ve aminorada por el Muluya y la influencia próxima del Mediterráneo, que atempera sus temperaturas. Hacia el sur, sus fronteras naturales son fluviales: el Uarga, con sus fértiles riberas, y el caudaloso Sebú. Ni uno ni otro fueron respetados por la Francia de Poincaré en sus acuerdos con la España de Alfonso XIII. Es territorio de poblamiento bereber, definido por su carácter: austero y audaz, independiente y resistente. José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades poder desarrollar en paz (¡!) las fortificaciones de Melilla se han venido a tierra. No ya en el fuerte de Sidi Aguariach (que ni cimientos tenía), sino en las trincheras que habían de facilitar su construcción». Moret no tiene ni idea de la realidad existente y se contradice, pues da por edificado un bastión sin construir. A partir de ahí ya intuía Lerchundi el desastre en puertas. Moret desvelaba la angustia que padecía el Gobierno al que pertenecía: «No desespero aún de que la lucha se localice y de que, gracias a los esfuerzos de Torres, se pueda evitar que las tribus más importantes y menos inmediatas (sic) a Melilla tomen parte en el combate (la cursiva es mía)». El ejército español se enfrentaba a la rebelión de las seis cabilas próximas a Melilla —los Beni Bu Gafar, Beni Bu Ifrur, Beni Sicar, Beni Sidel, Mazuza y Ulad Settut—, no a «un combate». Si esas tribus «menos inmediatas», que eran doce —entre ellas Beni Bu Yahi, Beni Said, Beni Urriaguel, Bocoya, Gueznaya y Tensaman, las más aguerridas y habitadas—, se unían a las seis primeras, Melilla caería, dado que apenas habían llegado refuerzos y la guarnición afrontaría los golpes de veinte mil guerreros. Moret seguía en su limbo particular y pedía: «Si al mismo tiempo pueden salir los franciscanos y su criado (sic) para el hospital de Melilla, llegarán muy oportunamente». Envió Lerchundi a los PP. Julián Alcorta y Rafael Pérez, a los que se unió el hermano lego Lino Dulanto. El 30 de octubre, Moret informaba a Lerchundi de su llegada: «Ellos (los frailes) están allí para cuidar de los enfermos, pero por medio del criado rifeño o por todos los medios a su alcance (?) y por supuesto con Emilio Rey (intérprete del general Macías), procurarán relacionarse con las gentes de fuera (¡!)». Cuesta creer que un ministro de Estado pueda decir tantas sandeces en cuatro líneas y de una guerra a mil km de su despacho. Con las gentes de fuera, los jefes de las tribus, el único que debía hablar era Mohammed Torres y quien podía darle órdenes, Hassán I. En esta carta, Moret, en frívolo estilo tontamente novelesco, a Lerchundi le narraba: «El sultán se acerca, vamos a entrar en contacto con él y los primeros momentos son preciosos (¡!). El Ministro (de la Guerra, general López Domínguez) me habla de enviarle una persona de confianza que esté a su lado. Yo no tengo más que una: usted. ¿Podrá Vd. y cree que debería ir?». Lerchundi, en su santificada paciencia, se hizo cruces de que en España hubiera ministros así. Terminándose 1893, el sangriento empate militar en el Rif era tan evidente como el fracaso diplomático. Ni los españoles tenían fuerzas para conquistar el Gurugú, ni las tribus «menos inmediatas» a Melilla se sumaban a las que mantenían la plaza bajo asedio; ni Hassán I se acercaba de puntillas a Moret. Sagasta se atrevió a designar (18.12.1893) un embajador general, que poseía reconocidos entorchados al efecto: Arsenio Martínez Campos. Moret tardó en reaccionar. Pero nada más enterarse de que Martínez Campos estaba decidido a entrevistarse con Hassán I, Moret escribió (11.01.1894) a Lerchundi para comunicarle: «Respecto al fondo (sic) de la embajada, el General en Jefe, que tiene grandísimo empeño en que Vd. vaya, le dirá todo lo necesario, tanto más que usted, por consejo mío, ha de ser el único que le acompañe en las visitas que haga al Sultán». Lo peor estaba por leer. El párrafo siguiente exponía la dimensión del engaño en el que Moret persistía, sin darse cuenta de que así destruía la paz entre España y Marruecos y desmontaba la obra misional de Lerchundi: «Espero que el Sultán recordará la gran amistad que siempre le ha tenido y que con solo ver a Vd. al lado del General, comprenderá, mejor que con discursos, las intenciones que lleva. Muchísimo le agradezco que aceptase, porque mucho espero de su sabiduría y patriotismo.» Lerchundi nada había aceptado. Se había limitado a proponer su mediación, no la decapitación de todo su hacer evangelizador y pacificador. Moret quería utilizarlo como 103 Los precursores. Ensoñaciones y realidades José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi cuña extorsionante ante Hassán I. Necio Moret, incapaz de comprender que dos leales amigos no pueden discutir sobre indemnizaciones causadas por terceros, hallándose en juego no ya la paz entre naciones vecinas y la estabilidad de sus monarquías, ni siquiera la propagación de la concordia verificable entre sus respectivas religiones, sino la independencia y soberanía de España y Marruecos. Ambos países se cortarían el uno al otro sus desprotegidas yugulares, desangrándose en una guerra tan fratricida como internacionalizada, porque los buitres imperiales acudirían al festín para devorar sus restos nacionales. De ir a Marrakech —adonde Martínez Campos emprendía viaje—, él habría tenido que oponerse, sabedor de que esa suma arruinaría a Marruecos por segunda vez en treinta y cuatro años. Y dimitir como prefecto de las Misiones. Segunda deportación y además considerado «traidor a la patria». Una sola opción tenía Lerchundi: perder la poca salud que sentía o mantenerse tal cual estaba, sombra temblante en sí. No podía fingir ni mentir. Tal falsedad sería fácilmente descubierta —la Misión no era un convento de clausura— y él jamás engañó a nadie, así fuesen cretinos, déspotas o ineptos. De ahí que, en su desesperarse por aquellos días de enero de 1894, pudo recurrir a su constante valedor, con oración subsumida en ruego similar a éste: Señor, haz que no me ponga bueno para que no pueda ser testigo de cómo muere la paz. En viaje Martínez Campos hacia Marrakech, adonde llegó el 29 de enero, al día siguiente, un crispado Moret escribía a Lerchundi, recriminándole: «No me conforma la idea de que Vd. esté en Tánger cuando hay una embajada española en Marruecos y temo siempre que esto tenga sus consecuencias desagradables». Moret adoptaba los amenazantes modos del extinto Romea. Lerchundi supo así lo cerca que estuvo de esa segunda deportación presentida. La paz tardó en llegar (05.03.1894), previa rebaja en la indemnización: los cinco millones de duros quedaron en cuatro (veinte millones de pesetas). Aun así, Marruecos bordeaba la bancarrota, negándose el sultán Abdelaziz a pagar la totalidad de la deuda de su difunto padre Hassán I. Marruecos solo había pagado 798.021 duros, lo cual suponía el 66% del primer plazo —un millón doscientos mil— de lo adeudado, faltándole por abonar los 401.979 duros que completaban ese plazo, más dos millones ochocientos mil duros. Casi exánimes las relaciones hispano-marroquíes, el embajador Brisha llegó a Madrid el 27 de enero de 1895 para negociar esa deuda. Recepción en Palacio y buenas palabras por ambas partes. El 30 de enero, al bajar Brisha por las escaleras del Rusia —hotel en la Puerta del Sol—, fue abordado por un airado ciudadano, quien se enfrentó al diplomático espetándole: «¡Yo soy Margallo!», disparate culminado con tremenda bofetada. El agresor era Miguel Fuentes y Sanchiz, brigadier en la Reserva, del que se dijo: «está loco». Ciertamente. Un descompuesto Brisha —que «sangraba por la nariz», según La Vanguardia en su edición del 1 de marzo— advirtió a Sagasta que se iba ese mismo día y ya se vería qué pasaba en Melilla. Se alarmó el Gobierno y se dolió la Regente ante Brisha: sus disculpas lograron que el embajador no se fuera de Madrid. Brisha, vistas las caras de culpa en la delegación española, negoció a la baja la deuda exigida con tal acierto, que los dos millones ochocientos mil duros quedaron en su mitad. Esa merma, un millón cuatrocientos mil duros (siete millones de pesetas) fue el coste de aquella bofetada, zarzuelero final para una guerra que nunca debió ser proclamada y menos tan perseverada. Firmada la rebaja, Brisha se permitió un gesto: dar orden de pago de esos 401.979 duros que faltaban del primer plazo. Y los españoles, a su vez aliviados, le dieron sus más expresivas gracias. 104 Cabila Del árabe qabīla, tribu de gentes bereberes. Por una Real Orden del 27 de febrero de 1913 la cabila pasó a convertirse en la célula políticoadministrativa básica del ámbito del Protectorado español. Cada una de las cabilas era gobernada por un caíd (jefe designado, pero en sentido de régulo o caudillo) al frente de su comunidad en los planos social, político y militar, aunque no siempre coincidieran en su persona. Toda cabila se apoyaba en la credibilidad de sus chiuj (jefes), plural de cheij, personaje notable por su linaje, su autoridad moral y religiosa o su prestigio alcanzado como guerrero. Extensible a los poblamientos tribales en Argelia, Túnez, Libia, Ifni y el Sáhara (Central y Occidental). Su vigor cultural es tal que predomina en Malí, Mauritania y Níger. En estos países, la capacidad de penetración de la lengua amazigh, en sus diversas variantes, viene determinada por la movilidad de los pueblos bereberes nómadas por excelencia, los tuareg u hombres azules (por el color de sus ropajes), predominantes entre los beni bamaraníes (Ifni) y el gran tronco social de los saharauis. Bajá Proviene del árabe bāšā, a su vez derivado del turco pāšā, muy influenciado este por el persa pādišāh, que es la raíz primigenia. En el imperio otomano se identificaba con quien asumía las funciones de gobernador y, en consecuencia, gozaba de amplios poderes militares y políticos. En el contexto administrativo del Protectorado español quedó limitado a la regiduría de las ciudades. En la práctica, los bajás eran alcaldes. Famosos fueron la mayoría de los que rigieron Tetuán, capital del Protectorado. Los precursores. Ensoñaciones y realidades En marzo de 1895, invariable el número de pobres absolutos en Tánger, que estimamos en torno a unos 85 indigentes en base a las raciones gratuitas (31.150) distribuidas ese mismo año, Lerchundi se sintió aliviado en su ansiedad humanitaria. Como de costumbre en él, todo proyecto loable necesitaba ser auxiliado antes y después de nacer: de ahí su fundación de la «Asociación Damas de la Caridad», que no mostraron remilgos en poner dineros. La comida había que pagarla: diez mil trescientas veintiséis pesetas fue el coste, en alimentos, del primer año de servicio del Comedor de la Caridad. A 0,28 céntimos salía cada ración. Salvar una vida en modo alguno era costoso. Ciento veinte años después, tampoco lo es. En 1896, las raciones aumentaron hasta las 37.045 —el número de pobres había aumentado (entre 100 y 102 indigentes)—, pero el coste fue bastante inferior: siete mil veinte pesetas. A 0,18 céntimos la ración de supervivencia. Conociendo el carácter vigilante hacia lo asistencial en la Misión, tal diferencia solo puede explicarse porque los precios de los alimentos bajaron o (lo más probable) algunos almacenistas donaron sus pedidos, encargados por los subordinados de Lerchundi. Hoy un menos resistir, mañana otra pérdida más que sumar, su vida se extinguía. Lerchundi sobrevivía en la pobreza radical en mobiliario y vestuario: no tenía habitación, sino celda. Un lugar para rezar, leer, pensar y escribir. Por orden de prioridades. La cama servía como escritorio auxiliar: documentos en hileras, clasificados por urgencias a responder y legajos por consultar. En un rincón, la mesita afín: espacio justo para unas cuartillas y apoyar los brazos. Enfrente, la silla. Cuatro patas y un asiento. En un ángulo, el armario, estrecho y medio vacío: un hábito de quita y pon, dos camisas, dos mudas, dos sábanas, una colcha, una manta y otro par de sandalias. Todo en unidades. Cuando recibía en su celda algún invitado, fuese diplomático, agregado militar, visitador de las Misiones o delegado del bajá (gobernador) de Tánger, Lerchundi apartaba mazos de papeles y en el catre lo sentaba. Él mismo cambiaba la ropa de su cama y limpiaba su cuarto. Luego cumplía horarios y ritos. El empeño por no faltar a sus obligaciones como Superior de las Misiones le llevó a tal autoexigencia, que la narración del proceso —que debemos, como tantas cosas, a las investigaciones de fray José María López— prueba el rigor que Lerchundi impuso a su cuerpo. Después de almorzar, atender tardías visitas —entre la una y dos de la tarde— y pasear después de la comida, Lerchundi se retiraba a su celda para dormir un poco. Como al cansancio le había vuelto la espalda, Lerchundi no dormía, sino que caía rendido de sueño. Era un morir más que un dormir. En esa muerte figurada se le pasaba la hora de acudir al coro antes del rezo de Vísperas (oraciones de anochecida). Lerchundi regañaba a diestro y siniestro por no haberle despertado. Invariable su agotamiento y él sin energías de relevo, su reponerse al limbo se fue. Ningún fraile se atrevió a perturbar el descanso del prefecto. Lerchundi optó por una táctica militar: hacer como que se dirigía a un sitio (su celda) y tomar camino diferente: las escaleras que llevaban al coro. Llegado allí, cualquier peldaño le servía. Se tumbaba y al momento el cansancio le vencía. Su intención: confiar en que, al pasar sobre su cuerpo los franciscanos, el roce de sus hábitos le despertase. Hubo un primer día. Y Lerchundi dio un susto de muerte a su comunidad. Dado que seguía durmiéndose en lugar tan inapropiado y nadie le despertaba, Lerchundi, obstinado, insistió. Los demás religiosos «compadecidos de su necesidad (de reposo), pasaban cuidadosamente por encima de él, siendo tan profundo su sueño que, aún después de terminar el rezo del oficio divino, le encontraban José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Culmen de la humildad: dormir en un peldaño de escalera sin duda al Cielo lleva 105 José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades dormido». Lerchundi intuyó que ahorraba fuerzas al acortar su camino hacia la luz máxima. Un peldaño hoy y otro mañana escalera hacen que al Cielo sin pausa lleva. La muerte le llegó en dos tiempos. Con cuatro horas de diferencia. Un 7 de marzo, en compañía de otro fraile, inició un paseo después de comer. Indispuesto, se retiró a descansar. A las siete y media, puntual esta vez, Lerchundi fue al coro y se confesó. Sosegado y de rodillas, se puso a rezar. Largo rato permaneció así. De repente, pierde el sentido y cae al suelo. Conmoción general. Se lo llevan y avisan al doctor Cenarro, que acude al instante. Auscultación, constatación de síntomas —entre estos, la pérdida del habla— y diagnóstico sin solución: derrame cerebral. Le es administrada la extremaunción. A las doce y cuarto de la noche Lerchundi fallece sin recuperar su consciencia. Era el domingo 8 de marzo de 1896. Lerchundi se fue de este mundo sin padecer íntimo sufrimiento: Paula Lerchundi fallecía, en San Sebastián, el 1 de diciembre siguiente. Paulina tenía 79 años. Nacida en Orio —el 10 de junio de 1817—, murió «soltera» en su domicilio donostiarra, el segundo piso del número 19 de la calle Pulluelo, perteneciente a la parroquia de San Francisco. Su óbito fue por «muerte natural», aunque el certificado de defunción precisa: «derrame cerebral». Ahijado y madrina murieron de la misma causa. Dos testigos hubo en la inhumación de Paulina y ninguno era un Lerchundi. Soledades que, de saberlas, mucho daño habrían hecho a su querido «Josechu». El entierro del Padre Lerchundi en Tánger colapsó a la capital diplomática de Marruecos: cerraron todos los establecimientos regentados por cristianos y hebreos y bastantes de los musulmanes; a la misa de corpore insepulto acudió el Cuerpo Diplomático en pleno y «de riguroso luto», las cintas de su ataúd las llevaban los representantes de Bélgica, Francia, Inglaterra y Portugal, «a los que seguían, en calidad de dolientes, el nuevo ministro plenipotenciario de España (Emilio de Ojeda) y el P. José María Rodríguez; seguidos de uno de los jefes de la Misión Protestante, los representantes de la comunidad israelita y numeroso acompañamiento, que se calcula en unas cuatro mil personas». A la comitiva antecedía «la Compañía de Tiradores del Rif». Hasta aquí la síntesis de la crónica de El Día en su edición del 10 de marzo. Pero nada más ser enterrado el célebre misionero, sobrevino lo compulsivo y desmedido, que recogió El Eco Mauritano: «Cuando su cadáver fue descendido a la fosa, la multitud se apoderó de las flores, coronas y cintas como recuerdo». En vida, Lerchundi fue coherencia, pundonor y consecuencia. Un mito consagrado por sus hechos. Una vez muerto, el mito dejó paso a lo profético, su posibilismo adyacente y la concluyente prueba de fe. A su sepulcro se iba en súplica de gracia con propósito de enmienda. Un rogar a cambio de un prometer. Al ser tres los bloques suplicantes —cristianos, musulmanes y judíos—, siempre había un afortunado. Lerchundi, por todo cuanto concedía, como palabra de Dios se le tenía. El legado de Lerchundi: guía que conduce a quienes de buena fe caminan 106 Lerchundi socorrió a personas y políticas, abrazó a menesterosos y auxilió a leprosos, curó a enfermos o lisiados, saludó a reyes y reinas sin necesidad de besar sus reales pies excepto en fórmulas epistolares, mantenedor él de su independencia de criterio y combativa objetividad. Fue corrector de funestos equívocos, tanto en españoles como marroquíes; consejero reclamado y respetado por sistemas unipersonales —la Regencia de María Cristina de Habsburgo, el reformismo audaz del sultán Hassán I—, escalador de murallas construidas con el granito de las ideas bajo los cielos de seculares hostilidades —el Islam y la Cristiandad, el José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Los precursores. Ensoñaciones y realidades Papado y el Califato—, a los que conquistó con su palabra y llaneza, su erudición y descriptivas metáforas, reforzadas por su mirar de inusual intensidad. Todo esto sin apartarse de lo prioritario: proteger al desvalido, amparar a las familias, cuidar de la infancia, escolarizar y entusiasmar a la juventud, compartir docencia con científicos e intelectuales, fuesen civiles o militares; aconsejar con lealtad al gobernante, intermediar entre el altivo y el humilde; sanar cuerpos, mentes y actitudes; repudiar a cínicos, ególatras, melifluos y pusilánimes; expulsar a embusteros, mercaderes, vendidos a terceros y usureros; reorientar creencias y hasta pensamientos. Lerchundi perseveró y penó en estos afanes, consciente de lo limitado de su temporalidad, marcada por sobrecarga de extenuaciones. Nunca se sintió próximo a morir. Se limitó a convivir con tan humana limitación. Y así pudo llegar al final de ese camino de fe y fortaleza, que un día de 1853 emprendiera en el guipuzcoano santuario de Aránzazu, al cual refrendó en tierras conquenses, misionales estas, donde cantase su primera misa en 1859. Si Tetuán supuso para Lerchundi una revelación posesiva, nunca obsesiva, Tánger representó el desbordamiento de su magnitud creadora. De Tetuán, a la que él sintiera como nueva Jerusalén (Palestina) sin necesidad de ser libertada, desembocó en Tánger, vigorosa Bizancio de Occidente, prisma de la fe y faro de la paz para las religiones al ser luz común a todas ellas desde su actitud y palabra, provenientes del poder de su mente y la amplitud fraternal de su abrazo sin desmayo. Lerchundi mantuvo su labor asistencial y humanitaria hasta que sus fuerzas se extinguieron al sobrevenir su postrer desvanecimiento. Al fallecer, nadie, ni siquiera los que no llegaron a conocerle, dudaba de la vigencia de su mecenazgo ético y social. En bien de Marruecos y en representación de lo mejor de España. Ese carácter audaz, bravo, honesto y comprometido de una Euskadi abanderada en sus principios, alerta frente a las dudas de tantos y donante de sus mayores bienes: la dignidad, el coraje y el esfuerzo, la generosidad y la solidaridad. Ese es el legado de Lerchundi. Cumplió 34 años de misión en Marruecos, incluidos los dos de su destierro en España, pues no por más deportado en su propia patria dejó de ser menos universal en su bífida conciencia, hispana y marroquí. Marruecos fue el país y el pueblo a los que enamoró y de los que, enamorado él a su vez, compartió en vida ese renacer de su personalidad hasta morir abrazado a tan destelleantes signos. Cuando falleció, aquel 8 de marzo, se cumplían quince días —1896 fue año bisiesto— de su sexagésimo cumpleaños. Lerchundi hoy pervive: en sus ejemplos, obras y sacrificios. Lejos de nosotros en lo tangible, a todo aquel que labore en pro de la concordia de España con Marruecos o en el acercamiento entre las dos mayores religiones monoteístas, Lerchundi le acompaña y guiará. Así lo presiente y sostiene quien esto ha escrito y sentido. J. P. D. 3.05-30.12.2014 107 Los precursores. Ensoñaciones y realidades José Antonio Ramón de Lerchundi y Lerchundi Agradecimientos 108 En primer lugar a Julián MartínezSimancas Sánchez, sin cuya perseverancia y patronazgo este historiador no hubiese podido completar los ocho meses de investigación y redacción que esta biografía descubridora, revolucionaria en algunos aspectos, ha requerido. E idéntica gratitud mantengo hacia José Manuel Guerrero Acosta, teniente coronel de Ingenieros, coordinador de este conjunto de elaboradas biografías, a las que él ha sumado su lucidez y tesón para compaginar tamaños y exigencias de espacio y así lograr volúmenes manejables. En segundo lugar, a José Ángel Carro Muxika, director del archivo diocesano de Guipúzcoa, en Donostia. Y a María del Carmen, la persona que, día tras día, atendiera mis consultas —sin argüir legítima protesta por su parte— en relación a las partidas de bautismo y defunción de los Lerchundi. Muy a lo lerchundi —donante, responsable y perseverante—, ha sido la conducta de mujer tan entusiasta con su labor como competente en su diaria eficacia. Y los que junto a ella laboran en un equipo de primera, reunido por el señor Carro Muxika, quien tiene el privilegio de dirigirles. No me olvido del obispo, monseñor José Ignacio Munilla, el cual contento y tranquilo puede estar de tener servidores de tal categoría, que honran a la Iglesia y al pueblo vasco. En las fuentes, el archivo diocesano de Donostia es manantial (fuente) en sí mismo. Con los nombres, los apellidos y unos determinados años todo historiador comprometido con su labor puede reconstruir la historia de un tiempo no perdido a través de las familias y personas, que es lo que a mí, en particular, me conmueve, enardece y reconforta. La familia, he ahí la patria. Como fuente principal, la muy buscada y al fin hallada El P. José Lerchundi. Biografía documentada, obra de fray José María López, uno de nuestros misioneros franciscanos en Marruecos, editada en el Madrid de 1927 en la Imprenta Clásica Española. Pude localizarla y adquirirla en la librería Epopeya, centro de la anticuaria bibliográfica de Zaragoza. Estudio repleto de documentos en los que es fácil perderse —no pocos hay en latín— y hasta desanimarse por lo prolijo del temario y lo desacompasado de su estructura, que va más atrás que adelante. El P. López trabajó como un poseso, en los archivos misionales, durante los años Veinte, y el resultado, abstracción hecha de su prosa florida y laudatoria, propia de su época, es magnífico. Su trabajo es hoy fuente que mana de continuo, innegable mérito suyo. lingüista y profesor Fernando Valderrama Martínez, ensayo publicado en 1997 como separata del Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, siendo del año 1933, la cual puede adquirirse en la reedición disponible en la Biblioteca Islámica Félix María Pareja, en Madrid. disculpables por el meritorio empeño de sus redactores. Padre José Lerchundi (1836-1896), OFM, por autores no bien identificados, que incorporan una selección de los textos de otros: Q. Aldea, Onofre Núñez, Antonio Peteiro, I. Vázquez. Es un compendio bien estructurado y tan instructivo como sugerente. Arrastra algunos errores en fechas y protagonistas, Archivo Diplomático y Consular de España. Revista Internacional, Política, Literaria y de Intereses Materiales, edición de Madrid (nº 234), 16 de septiembre de 1888. Bibliografía En la bibliografía tres estudios, todos ellos en Internet, que, por orden de méritos, son: Un caso insólito en la historia de las relaciones entre el Islam y el Cristianismo: un Amir-al Muminin que tuvo relaciones afectuosas con un obispo católico; claseconferencia magistral impartida en Xauen, el 7 de agosto de 2003, por el (fallecido) historiador y eminente hispanista Mohammed Ibn Azzuz Hakim durante el ciclo de ponencias sobre la civilización islámica. Un franciscano, arabista y diplomático: el Padre Lerchundi, obra del que fuese renombrado En los medios periodísticos de la época, las siguientes publicaciones: La Correspondencia de España, ediciones en Madrid, octubre de 1869. La Vanguardia, ediciones en Barcelona, febrero de 1882 y febrero de 1895. Nieto Rosado, Juan San Roque, Cádiz, 1854 - Arcila, Marruecos, 1925 Los precursores. Ensoñaciones y realidades Juan Nieto Rosado es considerado como el primer maestro español enviado por Madrid a Marruecos. Nació en San Roque, provincia de Cádiz, en 1854. Trabajó como maestro en Málaga y en Madrid, donde recibió en 1909 su nombramiento de maestro, por real orden del Ministerio de Instrucción Pública, en la escuela que se acababa de crear en Larache. En su inauguración estuvieron presentes el cónsul español, Juan Zugasti, y numerosos marroquíes que colaboraban con los españoles. La inauguración de la escuela coincidió con los momentos previos al establecimiento del Protectorado en una ciudad que era bien conocida por los españoles, si bien no fue hasta 1911 cuando las tropas españolas controlaron la ciudad. La escuela comenzó con una matrícula aproximada de setenta alumnos, según señala la prensa de la época, entre los cuales se contaba un elevado número de estudiantes hebreos. Dolores Galán Silva, esposa de Juan Nieto, también era maestra. En 1909 la pareja emprendía un nuevo proyecto vital y laboral en un Marruecos en transformación. En una carta remitida por el maestro español al cónsul de Larache, tan solo unos meses después de su llegada, señalaba la escasez de alumnos de la escuela, a la que asistían regularmente once alumnos en sesión diurna y quince en sesión nocturna. La indicación realizada por Nieto señalaba el papel ejercido por la escuela de comienzos del siglo XX, centrada en la formación de la población infantil y de adultos que tras finalizar su jornada laboral acudían hasta la escuela para aprender a leer, a escribir y algunos rudimentos matemáticos que les posibilitasen mejorar su vida laboral en el Marruecos colonial que se estaba perfilando. La falta de matrícula de estudiantes influyó en la decisión de la representación española en Tánger de cerrar la escuela a finales de 1910, siendo Juan Nieto y Dolores Galán trasladados a Arcila, donde España había decidido abrir un nuevo centro. El trabajo realizado por el matrimonio fue reconocido día a día por sus estudiantes y por las instituciones españolas, que en 1916 les concedieron la Medalla de África. En 1917 comenzaron las obras de un nuevo edificio construido ex profeso como centro educativo. La labor realizada por ambos en Arcila fue interrumpida por el fallecimiento de Nieto en 1925. Hasta entonces el matrimonio había dirigido una escuela que posteriormente recibió el nombre de Grupo Escolar Juan Nieto, recordando así el nombre del primer director de un centro en cuyos bancos estudiaron alumnos españoles y hebreos, a la vez que constituía un homenaje a aquellos maestros y maestras españoles que se habían trasladado a Marruecos en los momentos previos a la instauración del Protectorado. Juan Nieto Rosado Maestro. I. G. G. 109 Bibliografía Gómez Barceló, J. L., «El sanroqueño Juan Nieto, pionero de la educación en Marruecos», Revista de Estudios Sanroqueños, n.º 1-2, 2009-2010, pp. 125-134. Valderrama Martínez, F., Historia de la acción cultural de España en Marruecos 1912-1956, Tetuán, Editora Marroquí, 1956. — Temas de educación y cultura en Marruecos, Tetuán, Editora Marroquí, 1954. Ovilo Canales, Felipe Segovia, 1850 - Madrid, 1909 Los precursores. Ensoñaciones y realidades Felipe Ovilo Canales Teniente coronel médico, fundador y director de la Escuela de Medicina instalada en el Hospital Español de Tánger; impulsor de la medicina española en el Marruecos preprotectoral, pero también de las relaciones diplomáticas entre ambos países, dada su gran amistad con el Padre Lerchundi y el sincero afecto que a los dos profesaba el sultán Muley Hassán I, octavo monarca alauí. 110 En poco más de dos años concluye sus estudios de Medicina en Madrid y obtiene el título de licenciado (04.08.1870). En aquellos convulsos tiempos —guerra dinástica en España y conflicto civil en Cuba—, tanta falta hacían oficiales en el Ejército como médicos militares. Antes de cumplir los 21 años se bate en Cuba: escaramuzas y combates, protección de convoyes, servicios en posiciones avanzadas y turnos en hospitales. Si no hay carencia de muertos, menos aún de heridos y enfermos. El joven Ovilo se doctora en emergencias: contener hemorragias, afrontar gangrenas y amputaciones, coser vientres o cerrar ojos de difuntos. Sufre y aprende, resiste y persevera. Y a su vez enseña a resistir a otros como él. Seis años así: enero de 1873-abril de 1877. Le conceden cruces de distinción y él gana no solo ascensos, sino el respeto de sus superiores y la fidelidad de sus iguales. Los que no le respetan son los mosquitos transmisores del dengue y la malaria. Y como a tantos, le dan «licencia por enfermedad», especie de absolución in extremis que él aprovecha para casarse en Madrid con Enriqueta Castelo. Hubo viaje de novios, que acabó en Tánger, adonde se incorpora (01.09.1877) como médico de la Legación de España. Pasa un año y vuelve a Madrid, donde ejerce de médico y profesor en diversos institutos armados. Nueve años más tarde (agosto 1886) aparece en Tánger y se abraza con Marruecos. Este otro matrimonio marcará su vida y durará hasta 1897, cuando Cuba reclame sus saberes y sacrificios no para recompensarle, sino para matarle (al igual que hizo con el doctor Cenarro). De su enlace con Enriqueta nacerán dos varones, ambos en Tánger: Felipe, futuro general de renombre, y Enrique, arquitecto de prestigio. Por la unión Cenarro-Ovilo fecundada será la medicina española, máxime al contar con un cuidador de excepción: el guipuzcoano fray José Lerchundi. Muley Hassán I, sultán en Fez desde 1873, les prohijará como hijos benditos de Marruecos, consciente de los beneficios de sus conocimientos. Y todo brotará con facilidad, como agua de octubre sobre no lejanos campos de trigo: la Escuela de Medicina, el Hospital Español, el Dispensario clínico, la higiene y salubridad de la población, el control sanitario de los buques de peregrinos, la prevención del cólera y del tifus, endémicos en el centro de Marruecos, pero también en la España meridional. Y así surgió el sello «doctor Ovilo», remedio curativo para males evidentes y pánicos infundados. Ovilo ampliará sus experiencias y mejorará sus servicios binacionales: a España en 1887 al formar parte de la Embajada (viaje extraordinario) de José Diosdado y Castillo a Rabat; a Marruecos en 1892, como tebib kebir mehal-la (médico de una fuerza de mil o más guerreros) en la expedición contra los anyeríes (Oeste de Ceuta); a España y Marruecos en la Conferencia de Madrid (1880) y nuevamente en 1894 con ocasión de la Paz de Marrakech entre el general Martínez Campos y Muley Hassán I; a Marruecos en 1895 con su embajada a Madrid tras fallecer su digno y previsor monarca; a España de nuevo en 1906, con motivo de la Conferencia de Algeciras en la que sentenciado quedó el Imperio jerifiano. Para entonces Ovilo condenado se sabía: tras haber sido movilizado a causa de la última guerra por Cuba, cumplió allí penosa labor. A los seis meses de sacrificios (diciembre 1896-mayo 1897) regresaba y, de hecho, extremauciado. Fue un milagro que sobreviviese once años. Subsistió gracias a las otras fuentes de su saber: el memorando confidencial, el ensayo, la crónica periodística, la dramaturgia. A su muerte (02.03.1909) dejó enlutados a cientos. Pero ni una sola calle con su nombre en Madrid ni en Segovia. Los precursores. Ensoñaciones y realidades Felipe Ovilo Canales J. P. D. 21.10.2012 111 Tapiró i Baró, Josep Reus, Tarragona, 7 de febrero de 1836 - Tánger, 4 de octubre de 1913 Pintor. 7 Los precursores. Ensoñaciones y realidades Josep Tapiró i Baró El pintor Josep Tapiró nació en Reus, al igual que el pintor Mariano Fortuny o el militar y político Juan Prim y Prats, en 1836. Su obra pictórica está vinculada a Marruecos, en donde residió, entre 1877 y 1913, año de su muerte, en la ciudad de Tánger. Durante sus años de formación como pintor coincidió con Mariano Fortuny, a quien le unió una gran amistad. Ambos estudiaron juntos en Barcelona, Madrid y Roma. El primer contacto de Tapiró con Marruecos se produjo en 1871, de la mano de su inseparable amigo Fortuny, quien en 1862 había pasado unos meses en Tánger. La ciudad de mediados del siglo XIX no era aún la urbe cosmopolita de la primera mitad del XX, por lo que todavía se podía percibir en ella el espíritu tradicionalista de un pasado que en España se iba perdiendo. Durante su viaje, los dos pintores visitaron las ciudades de Tánger y Tetuán en un momento en el que los diferentes países europeos comenzaban a incrementar su presencia, especialmente en Tánger. Unos años antes, entre 1859 y 1860, había tenido lugar en torno a Tetuán el conflicto hispano-marroquí conocido como Guerra de África, por los españoles, o Guerra de Tetuán, tal y como era denominada en el Imperio jerifiano. En 1877, tras una estancia en Roma y tras el fallecimiento de su amigo Mariano Fortuny, Josep Tapiró decidió regresar a Marruecos e instalarse en la ciudad de Tánger con el objetivo de poder continuar con el estudio de una temática que tras su primer viaje a Marruecos se había manifestado ya como una constante del pintor. Así lo señala Jordi A. Carbonell: «A lo largo de casi cuatro décadas plasmaría el mundo magrebí desde su interior» (Carbonell 2014: 69). Hasta Tánger acudían europeos —ingleses, franceses, españoles, italianos, alemanes...— destinados a las representaciones consulares, comerciantes y empresarios, entre otras profesiones, que convivían con una sociedad musulmana y hebrea creando un paisaje y un espacio cargados de matices y colores que Tapiró recreó magistralmente en sus cuadros, en los que representó escenas de la vida cotidiana, ceremonias tradicionales y retratos. Entre sus acuarelas destacan Preparativos de la boda de la hija del jerife de Tánger, con la que participó en la Exposición Universal de París de 1878, Novia bereber, Plantel militar o Baile Gnawa. A lo largo de su vida expuso en ciudades como Madrid, Barcelona, París, Viena, Londres o Roma. El detalle y la minuciosidad con que representaba escenas, ropajes y decoraciones transportaban, de forma majestuosa, al espectador de entonces y al actual a un ambiente y a un tiempo pasados en los que se vislumbran unas pinceladas artísticas con un marcado carácter antropológico que permiten reconstruir el Tánger y la Yebala de finales del siglo XIX y principios del XX. A través de los cuadros de Tapiró el receptor asiste como espectador de lujo a la transformación del Marruecos precolonial en colonial. En 1913 falleció Josep Tapiró en un momento en el que Marruecos acababa de comenzar un nuevo periodo marcado por la colonización que haría cambiar su devenir histórico 112 Bereber Población original del Magreb. Proviene del latín barbar (us) y define a los bereberes que pueblan el norte de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia. Gomaríes, rifeños y yebalíes son sus referentes histórico-simbolistas. Su lengua es el amazigh o chelha. Poseen una cultura identitaria de gran vigor expresivo, con una exquisita riqueza ornamental. Su carácter les define: austeros y altivos, resistentes y recelosos entre sí, muestran firmísima unión ante cualquier amenaza exterior que pretenda alterar sus tradiciones o vulnerar sus modos democráticos de gobierno. En su mayoría son monógamos, siendo infrecuente el recurso a la poliginia, sin que sea (como antaño) un factor determinante el valor de los bienes del marido. El patriarcado sigue siendo el rey, pero el matriarcado gobierna la casa, donde la mujer es la reina. El poblamiento bereber en el Magreb crece, y su número se estima en veinte millones de personas. y cultural. En 1912 el Imperio jerifiano quedó dividido en tres partes. El sur bajo control francés, donde se constituyó el Protectorado francés, y el norte bajo control español a excepción de Tánger, donde se constituyó un régimen de ciudad internacional. Comenzaban nuevos tiempos políticos pero también culturales en los que la sociedad marroquí experimentaba un cambio con el incremento de ciudadanos europeos que se establecían en el antiguo Imperio jerifiano. Los precursores. Ensoñaciones y realidades Josep Tapiró i Baró I. G. G. Bibliografía Carbonell, J. A., Josep Tapiró. Pintor de Tánger, Barcelona / Tarragona, Museo Nacional d’Art de Catalunya / Universitat Rovira i Virgili, 2014. —, (ed.), Tapiró (Reus 1836-Tànger 1913), Reus, Institut Municipal de Museus de Reus, 2014. —, Orientalisme. L’Al-Maghrib i els pintors del segle XIX, Reus, Pragma, 2005. Dizy, E., Los orientalistas de la Escuela Española, París, ACR, 1997. 113 I.III Príncipes y embajadores 114 Abd al-Aziz, Muley Ben Hassán Marrakech, 1880 - Tánger, 1943 Los precursores. Príncipes y embajadores Al fallecimiento de su padre, Muley Hassán, en 1894, se vio designado sultán con solo catorce años por manejos del gran visir, Ba Ahmed, quien había conspirado contra Muley Mohammed, el primogénito y heredero de su difunto padre. Los seguidores del «despojado» no se resignan a perder a «su» sultán, ni los favores de este. Ba Ahmed logrará derrotarlos. A unos encarcelará y a otros obligará a refugiarse en la montuosa región de Tadla, en el Medio Atlas. Una de las primeras decisiones del nuevo sultán es «denunciar» los pagos indemnizatorios a España por la guerra de Melilla, sin duda aconsejado por Ba Ahmed, que prefiere guardar esos dineros para bien de Marruecos. Una vez resuelto el conflicto, en 1895, gracias a la bofetada que el general Fuentes propinase al embajador Brischa, Abdelaziz aguarda a que se calmen los ímpetus revanchistas de los partidarios de su hermano. Espera larga la suya. Durante cuatro años se suceden las conjuras, revueltas y expediciones de castigo, que Ba Ahmed supervisa con diligencia perseverante. Y de repente, la muerte se lleva al gran visir sin que haya gozado de todas sus riquezas. Enfrentado a la soledad administrativa y ejecutiva, Abdelaziz decide «felicitarse a sí mismo» tras cerciorarse de que es el único dueño del Reino de los Alauíes y señor de su propio destino. Al reino arruinará y a su destino confundirá hasta lo inverosímil. Al llegar el cambio de siglo para los europeos, Abdelaziz bien pudo ser ese «joven reflexivo, inteligente y ávido de aprender a la vez que deseoso de emprender reformas». Se expresaba así Walter Harris, periodista en sus horas libres y agente del Servicio Secreto de Su Majestad (Británica) a tiempo completo. Diagnóstico bienaventurado el suyo, aunque ignorado por el beneficiario de tan sugestivo halago. Abdelaziz, atraído por las novedades de la época, decide concederles el tiempo que estima se merecen, por lo que delega las funciones ejecutivas en un nuevo visir, Feddul Rharnit. Esta delegación de funciones se multiplica a raíz de una subdivisión de poderes e influencias entre los ministros de Exteriores y de la Guerra. Ninguno tiene razón de ser, por cuanto el primero sabe bien que nada puede hacer sin el permiso de Francia, potencia de sus afectos, y el segundo hace lo mismo con respecto a Inglaterra y Alemania, imperios entre los que ha dividido sus amores y parte de sus caudales. Como consecuencia, el «clan francés» envía sus presentes al joven sultán y el «clan angloalemán» contraataca con los suyos. El resultado es un regio almacén atestado de objetos y disfunciones: cámaras fotográficas, cinematógrafos, fonógrafos, pianos, vehículos con capota o de estructura toda ella metálica, suntuosas armas de caza y guerra, prismáticos de campaña y telescopios para observar la noche estrellada en Fez, magnífica, por cierto. Atento solo a sus distracciones, Abdelaziz deja de mirar a su frente y espaldas. Por el norte se mueve un farsante, montado en una burra, que dice ser «su propio hermano», Muley Mohammed. Logra reunir un ejército de fanáticos y otro de bandoleros y con ellos toma Taza, donde le proclaman «sultán». El asunto es serio, pero gracias a Francia el falsario huye. Después llegan noticias de que se ha convertido en «señor de las minas de Melilla» y «emir» de Zeluán. Pues otro problema para los españoles, no suyo. Quedan sus espaldas saháricas. Se las defiende Ma el Ainin, mitad monje, mitad guerrero, que ha plantado cara a los franceses. Abde- Muley Ben Hassán Abd al-Aziz Décimo soberano alauí. 115 Los precursores. Príncipes y embajadores Muley Ben Hassán Abd al-Aziz laziz no puede ir contra ellos, pero sí darle dinero a su profeta sahárico, que llega a Fez convertido en un cometa de la guerra santa contra Francia. Ma el Ainin será derrotado. Francia tiene más dinero, mejores armas y ningunas ganas de abandonar el Sáhara. El Sáhara es tan grande como la Tierra misma. Nada extraño hay en que por ese mundo planetario ande otro hermano suyo, Muley Hafid. No es proclive a las diversiones, sí a las concentraciones de afectos. Y junto a las murallas de Marrakech instala sus tiendas. Un paréntesis fastidioso y una matanza brutal distraen al sultán. El primero es la Conferencia de Algeciras, a la que envía al mejor de sus palatinos: Mohammed Torres, que consigue enfrentar a franceses con alemanes, compensando así sus ambiciones. Alemania pierde y Marruecos también, pues una y otro están advertidos: muchos enemigos, pocos aliados. En cuanto a la segunda, es más genocidio que matanza: dos mil muertos en Casablanca a cuenta del prestigio de Francia, que no parece acusar el golpe. Tranquilizado, cree llegado Abdelaziz el momento de revolverse contra su hermano del sur y acabar tan enojoso asunto. Es tarde ya: el 16 de agosto de 1907 Muley Hafid ha sido proclamado sultán por los ulemas de Marrakech. Dos sultanes en un solo reino es guerra segura para cuantos habiten en él. Abdelaziz tiene un ejército pequeño, pero supone que sus arcas son grandes, luego puede contratar los ejércitos que desee. Para su pasmo, descubre que el pasivo del reino son doscientos seis millones de francos (cincuenta y dos millones de pesetas). Una pirámide de dinero con tumba dentro para su arquitecto. El sultán no puede pagar ni a sus cocineros, mucho menos a sus soldados. Abdelaziz queda aturdido: «¿Acaso los regalos que le hacían no eran en verdad regalos?». No lo eran. Se fueron en préstamos, intereses y dividendos para otros. El Majzén gasta diez millones de pesetas al año e ingresa siete millones en aduanas e impuestos. Cuentas criminales. Desfalco monumental, arreglo imposible, la huida es urgente. Es el 29 de agosto de 1908. Muley Hafid está al llegar. Hora de revisar los bultos del equipaje y partir. Una mirada a Fez y otra a las cumbres del Atlas, veladas por montañas de nubes y ceñudos presagios. Moderno Boabdil, envejecido diez años por las traiciones de otros y las desidias suyas, Abdelaziz parte para el destierro. Lo llevará con desenvoltura entre Francia y España, combinado con adorables estancias en Tánger, urbe-fascinación para europeos, africanos y americanos, todo lo cual mitigará su desconsuelo, máxime al enterarse de que su hermano del sur perdía el trono a los cuatro años de arrebatárselo. Dos sultanes desterrados para un imperio sin rey ni gobierno, forzosa sublevación del pueblo así engañado. Abdelaziz disfrutará de una mezquina victoria: vivir seis años más que Muley Hafid. J. P. D. 116 Ulema Doctor en leyes coránicas y, en tal sentido, guía de una comunidad islámica. Alfonso XIII Madrid, 1886 - Roma, 1941 Los precursores. Príncipes y embajadores Una educación conventualista y materno-proteccionista asfixió su infancia y desenfocó su concepción de la realidad. Siempre estuvo en falta de un padre educador. Tras ser coronado rey (mayo de 1902) con diecisiete años, tan prematura madurez mostró inequívocos signos de adolescencia en su indignación al enterarse de que doña Victoria Eugenia portaba el virus hemofílico y sus hijos varones lo padecían, recurriendo él al adulterio como castigo a una reina muda en lugar de solicitar la anulación papal (que Pío X le hubiese concedido) de su matrimonio; imponer a sus favoritos, fuesen militares o no, en cuarteles generales, ministerios o embajadas; llevar su militarismo solidario hasta el extremo de anteponer, en 1905 (Ley de Jurisdicciones), el fuero militar sobre el civil; claudicar, en 1917, ante el bonapartismo asambleario de las Juntas de Defensa; extorsionar al Estado que agusanó al ejército; empeñarse en recuperar para España «su rango de gran potencia», para lo que movilizó cuantos recursos y quintas hicieran falta a fin de doblegar Marruecos en vez de tenderle su mano protectoral. Soñó con un imperio africano para su patria, cuando lo que España necesitaba era un imperio moral y social. Él mismo dio ejemplo, en 1914, al abrir brecha en los muros imperiales con su neutralismo combativo en favor de los prisioneros y desplazados en la Gran Guerra. Hasta 1919 supervisó una tarea descomunal: atender a cuatro millones de cautivos repartidos desde el Rhin a los confines del Danubio. Lo hizo convencido de que así anulaba el bizantinismo de ministros y partidos políticos. Fue un acierto rotundo. Su obra, la Oficina Pro Captivis, representa lo mejor de su persona y la cúspide ética de España. Frente a las tragedias de 1921, su estupor le llevó a una parálisis total: no fue a Melilla; no se presentó ante el Congreso; no habló a los españoles; no contestó a las familias de los desaparecidos. Aceptó con gran alivio la dictadura, apartándose de Primo de Rivera para salvaguardar su credibilidad. Y luego hizo su vida: en Arcachon, Biarritz, Deauville. Fue rey abdicado desde 1923 a 1930. Abiertas las urnas de abril, admitió su mandato y partió. Alfonso XIII Rey de España. J. P. D. Quintas Provienen de las antiguas levas habsbúrgicas y borbónicas, en las que se procedía a sortear, entre los mozos conminados al servicio de las armas, en quiénes recaía entrar en el ejército. A partir del «primer sorteado» se descartaban los cuatro mozos siguientes y el que les seguía era el quinto, quien marcaba la suerte al resto. De ahí las quintas, cuya equivalencia posterior fueron los reemplazos anuales o «llamadas a filas», pero sin quintar los contingentes, al considerarlo procedimiento injusto y demoledor para la moral. Quinto o recluta era todo aquel varón que había cumplido los veintiún años. Con los varones nacidos en el año en el que todos ellos cumplían los veintiuno, se confeccionaba el cupo anual de reclutamiento. De ahí que, en el habla coloquial, los que habían cumplido el servicio militar hablasen entre sí como «somos de la misma quinta» o «tú eres dos quintas más viejo que yo», expresiones todavía hoy en uso. Retrasados en su incorporación a filas eran los «hijos de viuda», que, según casos, podían quedar exentos. El sorteo cambió: una vez numerados los reclutas, se sorteaba un número y a quien le correspondiese se convertía en el «número uno de su quinta» y a partir de él se le sumaban tantos reclutas como fuesen necesarios para completar los destinos en la Península o el África española. Desde los años sesenta (quintos nacidos en los cuarenta), el mayor número de nacimientos sobrepasó al de los destinos. Al no haber acomodo para «tanto quinto», estos constituían el excedente de cupo y se les licenciaba. El reclutamiento por conscripción anual se hizo insostenible a partir de los años ochenta: si antes no había suficientes «destinos», tampoco había «bastante ejército» para tal masa de reclutas, propia de los ejércitos europeos de 1914-1918. El servicio militar obligatorio fue abolido, por Real Decreto del 9 de marzo de 2001, durante el segundo Gobierno de José María Aznar. 117 Canalejas y Méndez, José Ferrol, 1854 - Madrid, 1912 Político. Presidente del Gobierno. Los precursores. Príncipes y embajadores José Canalejas y Méndez A José Miguel Alcolea, por la bandera sentida y besada 118 Estadista y líder de una democracia social, muy superior al encorsetado liberalismo de su época. Formado en las filas liberales con Cristino Martos, desde 1881 fue diputado electo por Soria. Se hizo famoso como editor del diario Heraldo (de Madrid) a raíz de su viaje por Cuba y Estados Unidos en 1897, culminado en sus lúcidas cartas a Sagasta, previniéndole sobre el poderío de la armada estadounidense y la inviabilidad de retener Ultramar desde posiciones frentistas, cara al coloso americano, e inmovilistas ante las libertades públicas exigidas por el pueblo cubano. Repetidas veces ministro con Sagasta y Montero Ríos, la caída del Gobierno Moret, en febrero de 1910, lo llevó a la presidencia del Consejo. No dudó en aplicar enérgicas medidas de higiene estructural e ideológica: abolición del impuesto de consumos e implantación del servicio militar obligatorio. Su anticlericalismo no era anticristianismo, sino un límite consecuente (Ley del Candado) a los excesos de las congregaciones religiosas. Ante el desafío colonial que Marruecos conllevaba, a los odiosos abusos de Francia en Fez (1911) replicó con sus órdenes a Silvestre para ocupar Larache sin efusión de sangre. Tuvo siempre claro que si el Protectorado no debía ser una conquista por la fuerza, tampoco podía derivar en un drama para las familias españolas ni en una ruina para el erario público. Afrontó la guerra del Kert (1911-12) y una secuencia de torpezas militares, de las que su correspondencia con el general García Aldave prueban su firmeza crítica y sentido de la responsabilidad ante el Parlamento. Cuando la paz reinaba en el Rif y él cavilaba sobre los Acuerdos con Francia, la mano cobarde de Pardiñas puso fin a su vida, matando así al mejor reformismo español desde los tiempos de Prim. J. P. D. 25.05.2015 Figueroa y Torres, Álvaro de Madrid, 1863 - 1950 Político y empresario. Ministro de Gobernación. J. P. D. 30.04.2015 Los precursores. Príncipes y embajadores Conde de Romanones. Afamado empresario y líder de los monárquicos liberales. Doctor en Leyes por el Colegio de San Clemente, Bolonia, ingresó en la política bajo la tutela del constitucionalista Manuel Alonso Martínez. Su confianza en sí mismo y notoria agudeza crítica, sin merma de su devoción hacia la Familia Real, le granjearon la confianza de la reina doña María Cristina y del joven Alfonso XIII. No necesitó ser presidente del Consejo para dictar la política de la monarquía. Entre diciembre de 1905 y enero de 1907 fue cuatro veces ministro (de Gobernación, Gracia y Justicia, Obras Públicas). En noviembre de 1912 presidía su primer Ejecutivo. Llevaba consigo tres ministros fidelísimos: dos íntimos amigos —Bugallal en Hacienda y Luque en Guerra—, más su buen vasallo, García Prieto. Firmado el Protectorado, su prestigio subió tanto como sus títulos en la sociedad Minas del Rif, en cuyo accionariado compartía intereses con las familias García Alix, Güell y la de Claudio López Bru (el segundo marqués de Comillas). Volvió a formar gobierno en 1915-1917 y 1918-1919. Años de guerra y conferencias internacionales para la recolocación de una Europa troceada, de inviable ajuste. Los primeros lo enriquecieron aún más; las segundas reforzaron su crédito exterior. No aceptó la dictadura pese a consentirla el rey, pues sabía la gravedad de tal consentimiento. Conspiró contra Primo de Rivera. Las quinientas mil pesetas que el dictador le impuso de multa, en 1926, lo hicieron muy popular. Pagó sin agobios: tenía veinticinco veces más. Rindió un gran servicio a España al convencer a Alfonso XIII, aquel14 de abril, que el certificado de defunción de su régimen era un hecho electoral y era hora de partir. Volvió a ser diputado por Guadalajara. Sus intervenciones en el Congreso de la II República fueron valientes. Nunca fue más respetado. Álvaro de Figueroa y Torres A Francisco González Postigo 119 Geoffray, Léon Marcel París, 1852 - 1927 Los precursores. Príncipes y embajadores Léon Marcel Geoffray Diplomático. 120 Nacido en el seno de una familia acomodada, mitad empresarial, mitad vieille noblesse, marchó pronto a París. Y allí estudió Leyes hasta obtener su doctorado y formar parte de la Corte de Apelación. La solidez de su formación jurídica y la calidad de su argumentación escrita le abrieron las puertas del exigente Quai D'Orsay. Breve estancia en Estambul y, en 1895, a Londres. La crisis franco-británica de 1898 por el incidente de Fachoda (Sudán) no lo sorprendió, sí las vacilaciones y osadías de sus superiores: el embajador, Paul Cambon, cultivaba el pesimismo recurrente; el ministro, Delcassé, defendía el optimismo temerario. La Entente Cordiale de 1904 sintetizó el triunfo de ese pas à quatre (por el presidente Loubet), que salvó a Francia. Seis años después (julio 1910), tomaba posesión, como embajador, en Madrid. Cambio radical: país desmoralizado, sociedad atrasada, hacienda exhausta, política caciquil, corte habsbúrgica, Gobierno presidido por un modélico liberal pero aislado (Canalejas), ejército proalemán y un joven rey con ganas de cambiarlo todo para situar su país al nivel de las grandes potencias. Si esa España germanófila y orgullosa obedecía las consignas austroalemanas para constituir un reino ibérico a expensas del Portugal republicano y, en cuanto Alemania atacase a Francia, movilizaba sus tropas hacia los Pirineos, el hexágono caería guillotinado. Opciones, una sola: el reparto franco-español de Marruecos. En dos años pudo firmar esa segunda salvación de Francia. En 1917, difunta la Rusia zarista, amotinado el ejército francés y desbandado el italiano, España volvió a verse tentada por la guerra. Ese siniestro lazo bélico (Berlín-Viena) lo apartó Geoffray, pero Clemenceau no lo estimó suffisant e injustamente fue cesado. J. P. D. Muley Hafid: Qué largo y oscuro es el camino hacia la luz À Jacqueline Loghlam, dit “Zakya Daoud”, avec admiration et tendresse Hafid Ben Hassán, Muley Fez, 1875 - Enghiens-les-Bains, al noroeste de París, 1937 Zauía Cofradía religiosa, relacionada con la devoción popular a un santón local o familia de xorfas (plural castellanizado de xérif), descendientes de Mahoma. Zauía famosa por su trascendencia social y político-militar fue la de Segangan, en la vertiente meridional del Gurugú. Su máximo representante fue Sidi Mohammed Amezzián, guía de los pueblos del Rif en su tenaz resistencia a la penetración española. Amezzián cayó solo, adelantado a los suyos, en Alal-uKaddur (15 mayo de 1912). Su cadáver fue trasladado, con honores militares, a Segangan, siendo enterrado en la kubba (tumba o mausoleo) familiar. Su recuerdo intacto permanece, como referente de ejemplaridad y generosidad, dignidad y valentía, en la memoria nacional de la sociedad marroquí. Los precursores. Príncipes y embajadores Nada más fallecer su padre, Muley Hassán, su hermano menor se vio alzado al poder por los perversos designios de Ba Ahmed, el gran visir, interesado en proseguir su «reinado en palacio» con aquella persona más indefensa por su adolescencia y carácter, Abdelaziz. Hafid, príncipe sin reino ni futuro, compartió con su otro hermano, Muley Mohammed, destronamientos emparejados con destierros separados. Mohammed encontró refugio entre los montañeses de Tadla, en el Medio Atlas. Hafid fue hacia el sur presahárico, la tierra de los almohades. Vida sin lujos, también sin estrecheces. Allí se enteró de que le habían concedido autoridad sobre cuanto sus ojos vieran. Todo y nada. Mandar sin poseer. Muley Hafid tenía entonces (1894) diecinueve años. Bajo un cielo azul cobalto y la inmensidad dorada a su alrededor, se sintió libre y fuerte, capaz de unir lo más alto con lo más cercano: gobernar en nombre de Dios y en favor de los hombres. El ideal monárquico. Según se fortalecía su cuerpo, así también su alma. Lejos de misticismos, profundizó en las reglas coránicas y juró no faltarlas nunca. Se prometió a sí mismo jamás claudicar en sus derechos de primogenitura al reino de sus antecesores. Aprendió, dudó, estudió y perseveró. Al filo del nuevo siglo, se incrementaron las noticias desalentadoras: en todo Marruecos, los cónsules de las grandes potencias dictaban la política del Majzén; en Fez no había un único gran visir, sino «tres»: los representantes de Alemania, Francia e Inglaterra. Mientras, su hermano Abdelaziz despilfarraba el tiempo y el tesoro público con maniática regularidad e impavidez infiel. Esas pérdidas en dinero nacional e irrepetibles oportunidades para el pueblo marroquí endemoniaban al entorno de Muley Hafid. El aspirante a sultán les contuvo: él estaba preparado; su ejército, no. Por la abrumadora evidencia de que no existía tal ejército, ni él, consecuente jefe del mismo, veía posibilidad alguna de encabezarlo. Aparte de armas y dineros, para alistar un ejército se necesitaba una bandera, un compromiso, una misma fe. Además, existía la realidad geoclimática y la político-militar. Las tropas francesas, asentadas en Argelia, se extendían por el Sáhara. Desde 1890 habían llegado al Adrar y el Tagant, incluso hasta los oasis de Atar. Se desplazaban en camellos y exhibían disciplina y método. El venerable Ma el Ainin, aislado en su zauia (cofradía religiosa) de Smara, tenía los días contados: las enseñas francesas ondeaban en Tinduf. Los escuadrones maelainíes, de puro escuálidos que eran, se disolvieron (1906) entre la arena y el viento en cuanto los franceses empujaron con brío y decisión. La fe no bastaba. Tampoco las monedas de plata que, por sacos, Ma el Ainin recogiera en Fez de la mano del asustado Muley Abdelaziz. Los supervivientes de la odisea, la mayoría de las tribus y hasta las nubes mismas marcharon hacia el noroeste (1907). Muley Hafid dedujo dónde Muley Hafid Undécimo soberano alauí. 121 Muley Hafid Los precursores. Príncipes y embajadores 122 encontrar esa fuerza de resurrección que tanto le urgía: en las capitulaciones de Algeciras («la Ciudad Verde»); en la ignominiosa rendición de Fez ante las intrigas extranjeras; en la ausencia de ejemplaridad del sultanato, ladrón del ideal marroquí. Y, sin dudarlo, dio la orden: todos, por pocos que seamos, saldremos de Marrakech. Iremos en pos de nuestro destino. En el Atlas o en el fin del mundo. Allí plantaremos nuestras tiendas y familias, nuestra fe y razón. Y nos será devuelta magnificada o en batalla caeremos todos. El desafío de Hafid era tan epopéyico y refulgía con tal limpieza moral —alzar la cabeza ante los imperios; recuperar la dignidad patria, convertir a los marroquíes de pueblo amenazado por la esclavitud en pueblo liberado por sí mismo, redimido ante su legendaria historia sin más ayuda que la de Dios y el vigor de la ascesis personal (jihad agbar) —, que los ulemas de Marrakech se convirtieron al «hafidismo» y a su guía reconocieron como sultán. Bien estaba que Hafid partiera, pero mejor ungido por la legitimidad, bandera que desde muy lejos se ve. Faltaba entrar en Fez. Abdelaziz contraatacaba con la indiferencia, arma letal de Estado, incluso para el que la emplea. La marcha al norte duró cuatro meses. Una eternidad para los que la realizaron, un relámpago para el que recibió el anuncio de su llegada. Abdelaziz huyó el 30 de agosto de 1908. Aún se dejó maletas por llevar y orgullos por esconder. Muley Hafid recibió el entusiasmo que todo profeta libertador merece, saludó con emoción a los estandartes de las enardecidas tribus bereberes, sintió erizársele el cabello con los «yu-yu» de cincuenta mil gargantas femeninas, aceptó las fingidas felicitaciones de cónsules y embajadores extranjeros, y, en una pausa, pudo al fin asearse y comer algo. El horizonte de un Marruecos digno y fecundo para sus habitantes le llevó a profundo sueño. Al despertarse, depositó su semilla en tres vientres y volvió a dormirse como torre de fortaleza impávida ante el tiempo. Al día siguiente, la mitad del sueño había muerto por la noche. Le pidieron permiso para enseñarle los libros de contabilidad. Deseó quemarlos: todo eran deudas y mentiras. Llegaron dos años de ahorros y pesares, a los que siguió la sublevación de algunas tribus descontentas. Descubrió que las guiaba un hermano suyo al que ni conocía. El descontento radicaba en la promesa de saqueo. Como nada le quedaba, nada podían robarle. Pero sitiado seguía. Sin moneda para pagar soldadas ni comprar armas, destronado estaba por segunda vez. El Mokri, gran visir, y sus ministros le aconsejaron pedir ayuda a Francia. Antes la muerte. Pero los sitiadores no cedían y el hambre crecía en Fez. Ganó Francia. Que envió un general justiciero (Moinier) con artillería y ametralladoras como intratables alguaciles. Del ejército sitiador no quedó ni rastro, pero él se sabía cautivo (11 de julio de 1911). Los demás imperios, poderosos o inválidos, acudieron al botín. Alemania enseñaba su bandera de guerra en aguas de Agadir. España, de puntillas, entraba en Larache y Alcazarquivir. Quiso gobernar con paciencia y disimulo. Francia disimulaba más e impaciente parecía: pretendía expulsarle o sustituirle por otro hermano, para que este le matase o encarcelase de por vida. Pasó el otoño, empezó y murió el invierno y, sin transición, apareció la primavera. Con hoces en lugar de flores. Dentuda, bastarda, muda y tuerta, a rastras llevaba el año maldito y con tal grado de maldición intrínseca, que maldecidos quedaron los que lo impusieron y los sometidos: 1912. Aquel 30 de marzo la Francia de Regnault y el Marruecos de Hafid firmaban los pliegos por los que el segundo aceptaba la «protección» del primero. Un rey, heredero de reyes que dominaron media África y media Europa, protegido por un melifluo funcionario pavo- Muley Hafid Los precursores. Príncipes y embajadores neándose con casaca a lo Bonaparte. Deseó ser parte del ayer, pedir el alfanje más cortante y cortarle la cabeza a ese muñeco firmante de un documento que a los dos les mataba a la vez. No es que fuese injusto, ni desproporcionado: era un acto venenoso y, como tal, mortal. Hafid sabía que ingería veneno. Lo sorbió de golpe. Fue honrado con su conciencia y valiente ante su pueblo. Podía haberse cortado las venas en el momento del baño u ordenado que lo matasen al modo clásico. Abdelaziz no volvería; él tenía hijos que guardar al igual que cientos de miles de padres marroquíes. Se debía a ellos, no a su vanidad ni frustración. Regnault solo pensó en su realidad de etiqueta y en repetir su torpe «kikirikí» de gallo aprendiz. Creyó que paladeaba un champán exquisito: el reservado a los vencedores, a los elegidos, a los que imponen su ley. Lo sorbió lentamente. Y su recorrido causó idéntico efecto: persistente, inmune ante cualquier tratamiento, siempre doloroso para el cuerpo y el espíritu envenenados. Fue la muerte colonial que afectaría a Francia en una devastadora agonía que duraría cincuenta años: reconocimiento, por el general De Gaulle, el 18 de marzo de 1962, de la independencia de Argelia. Ese final de los imperios europeos empezó en Fez, continuó en El Cairo, Beirut, Damasco, Bagdad y Ammán; siguió en Palestina, a la que dividió en dos por mandato previsor de la ONU (1946), prosiguió en India y Pakistán (1947), giró sobre sí mismo con violencia autodestructiva y de tan ciclónica furia surgió un país-erizo, rescoldo de brasas perpetuas y anuncio de mayores hogueras (Israel, 1948); de allí fue a liberar las Indias Holandesas (Indonesia, 1949); capituló en Indochina (1953); reventó en Argelia (1954); tomó otra identidad con el clamor de Marruecos (1956) y, desde el solar del Imperio jerifiano, dio la vuelta al mundo. Para transformarlo, liberándolo y, en gran medida, para desesperarlo. Muley Hafid lo intuyó y soñó. Solo así pudo firmar en paz el acta de su abdicación el 12 de agosto de 1912. Destronado por tercera y última vez. Otro hermano suyo le sustituía: Muley Yussuf. Se desearon suerte con la mente y cada uno fue por el lado de la historia que le correspondía. Muley Hafid tenía entonces treinta y siete años. Bien de rostro y mejor de mirada, su cuerpo no tenía tan buen ver: estaba obeso y le costaba andar con agilidad. Su cabeza le reclamaba alegría y descanso. Con la renta anual que Francia le había fijado tenía para satisfacer una y pagar otro: 395.000 francos. En la época equivalían a 98.750 pesetas. Suponía el sueldo de tres tenientes generales del Ejército español con sus trienios y cruces pensionadas. Hafid gastaba lo que hacía falta y en muchos sitios le invitaban. Su aparición era saludada con sonrisas y brindis. Atraía clientes y daba espléndidas propinas. Tuvo que viajar hasta París para firmar su expediente como pensionista de Francia. Se demoró y apareció una Alemania invasora, con tal empuje, que sus vanguardias llegaron a veinticuatro kilómetros. El Gobierno Viviani, antes de huir, ordenó a Muley Hafid que huyera también. Le pareció el colmo: los que huían bajo el pánico obligaban a que huyeran los que ningún miedo tenían. Volvió a España. Residió en Barcelona, con viajes esporádicos a Madrid y extensiones hasta Tánger, a las que no podía renunciar. Se convirtió en un personaje muy popular. Se encontraba a gusto, sin dejar de asombrarse. España era un país de cuento y sueño, donde la gente se levantaba tarde, comía muy tarde, se echaba larga siesta, volvía a levantarse, cenaba tardísimo y se acostaba de madrugada. En cuanto a problemas, ninguno, porque las obligaciones eran pocas o no se atendían. Entrada España en revolución y guerra, marchó a París, que no era Francia, sino el país de París, gobernador intransigente de su resignada patria. Le sorprendió ver las calles y plazas surcadas por el ir y venir de mujeres enlutadas. Las viudas de la guerra. Las había a 123 Muley Hafid Los precursores. Príncipes y embajadores 124 miles. Un millón cien mil franceses habían muerto en el frente. Cada uno de ellos tuvo su madre o su hermana o una hija, incluso había viudas con padres y esposos muertos. Volvió a Enghiens-les-Bains, al noroeste de la Ciudad de la Luz. Con más luces que nunca para espantar tristezas. Toda Francia transitaba en pena y la mitad velo llevaba. Enghiens no era la excepción: prohibidos los casinos en 1919, Pierre Laval los había autorizado en 1931, con limitaciones. Ciudad-lago y capital del azar, nadie pescaba allí ni disfrutaba al jugar. La policía le vigilaba con descaro. La policía española le había escoltado y protegido. La francesa le vigilaba y molestaba. Se cansó de la humedad constante, de estrechar manos resbaladizas, de gentes huidizas que escapaban cuando él se acercaba, de mañanas plomizas y tardes tenebrosas, todo gris y opresivo; la vida detenida, la familia desvanecida. Su hermano Muley Yussuf había muerto en 1927. Su sobrino Mohammed era el nuevo sultán. Otro prisionero, otro «protegido». Francia: inigualable en reponer las figuras rotas para su colección de rehenes. Los alauíes quedarían en dinastía de cautivos. La guerra en España no acababa. Echaba en falta la bóveda azul celeste de Madrid, ese Marrakech almohade sitiado y cañoneado, con el hotel Palace, donde tantas buenas noches pasara, convertido en hospital de sangre y encima bombardeado; el cosmopolitismo y la elegancia de Barcelona, ciudad con mar y catedral que al cielo llegaba, inmune todavía a los ataques aéreos. Enghiens había sido una pésima decisión. Lo mejor que podía hacer era morirse de una vez. Y es lo que cumplió un domingo de abril de 1937, sin que a Francia le importase y a él dejase de preocuparle Francia. Tres años después, Enghiens y París se rindieron a la vez. Soldados alemanes sustituyeron a los policías franceses. Muerta la Tercera República, había tres Francias: la de Pétain en Vichy, la de Londres con De Gaulle y el Hexágono en sí, sometido al «Protectorado» del Tercer Reich. J. P. D. 11-17.10.2013 Ejercer el poder sin apartarse del pueblo ni malherir la paz Muley Hassán I Fez, 1836 - Tadia, 1894 Asumir el Trono inmerso en duelo, cañonear rebeldías, sufrir los abusos de terceros Nacido en el Fez de 1836, cuando reinaba su omnipotente abuelo Muley Aberrahman (muerto en 1859), la convulsa situación social le impidió ofrecer, a su fallecido progenitor, el debido ceremonial coránico. Muley Hassán trocó los ropajes blancos (color de luto) por vestimentas de guerra, acopio de armas, municiones y víveres para sus alertadas tropas. Los motines, iniciados en Marrakech, se extendieron a Mogador y Fez. No eran rebeliones militares ni religiosas, sino revueltas populares contra alcaides corruptos y exministros indeseables, caso de Hach Mohammed ben Benzuz, quien salvó su vida refugiándose en el santuario de Muley Idris. Cuestión insólita, que causó estupor entre los diplomáticos acreditados en Tánger, fue la insurrección de los catorce mil curtidores y zapateros de Fez, quienes pretendían dictar leyes y señalarse ellos mismos sus tributos como pueblo soberano. Tras un asalto frontal, que fue rechazado con graves pérdidas para las fuerzas del sultán, acometida que sus obtusos generales pretendían repetir, Hassán I ordenó recurrir a la artillería. Faltaba encontrarla y manejarla con acierto. Seis cañones de bronce no le defraudaron. Casas, cuadras y talleres al suelo fueron y en cuanto la mezquita de los sublevados perdió su torre de un cañonazo, la secesión gremial concluyó. Y Hassán I recibió el título de Amir el Muminin (Comendador de los Creyentes). Doblegar curtidores y zapateros a cañonazos fue cosa sencilla frente a ejércitos hostiles mucho más poderosos: las enfermedades pandémicas (cólera, tifus, viruela) y hambrunas, el déficit financiero y la continua depreciación de la moneda, más el proteccionismo exclusivista para cientos de marroquíes, que se escudaban bajo otras banderas: la francesa la que más, la británica casi a la par, luego la germánica y la española al final. El hambre se adueñó de la costa atlántica —media diaria de 15-20 muertos en Mogador y Larache—, los Hach Dignidad que identifica y ennoblece a todo musulmán que ha peregrinado a La Meca. Entraña tal importancia que antecede al nombre y linaje del así distinguido. Los precursores. Príncipes y embajadores Hijo predilecto de su padre, Mohammed IV (1859-1873), a la muerte de este iniciaba su reinado de veinte años, caracterizado por su afán reanimador de la deteriorada economía marroquí; la modernización del país; la reforma de las estructuras del Estado; la creación de un ejército y su defensa de la soberanía nacional. Marruecos se hallaba inerme ante las ambiciones anexionistas de Francia y Alemania, en menor medida de España, que invertirá su aparente distanciamiento por una decidida intervención, primero humanitaria y asistencial, luego militar y al final de ocupación sobre los territorios del norte. Sin embargo, sus mejores amigos fueron españoles y estos serían sus más leales aliados ante las apetencias extranjeras: el Padre Lerchundi, los doctores Cenarro y Ovilo. Muley Hassán I Octavo monarca de la dinastía alauí instaurada por su fundador, Muley Rachid, en 1666. 125 Los precursores. Príncipes y embajadores Muley Hassán I robos y saqueos se multiplicaron, viajar sin escolta fue considerada acción suicida y cada mansión de persona pudiente se convirtió en una fortaleza. A tan pésimo presente se sumaron las tarjetas de súbdito protegido, justificadas pocas (corredores de comercio y representantes de empresas extranjeras), subastadas muchas (entre jefes de clanes, criminales en busca y captura o bandoleros enriquecidos) y anheladas todas ellas, arruinaban la credibilidad del imperio jerifiano y, a la par, deterioraban la imagen social, nacional e internacional de Muley Hassán. En 1876 la situación se hizo insostenible. Mohammed IV había creado el Ministerio de la Guerra y el cargo de comandante en jefe de las fuerzas alistadas (Al-'allaf al-kebir). No por ello hubo cohesionado ejército marroquí, ni siquiera la mehal-la del sultán parecía fuerza militar, sino suma de fantasiosos guerreros, excelentes para ser exhibidos en un desfile, no para entrar en guerra y ganarla. Su hijo creó el cargo de ministro de Finanzas (Amin al-umana), modificó la estructura de las Secretarías de Palacio (Kuttab al-dawawin) y se decidió por crear el Ministerio de Asuntos Exteriores. Dado que para tal función no se necesitaban masas de artillería ni una intimidante armada, bastó con encontrar una persona fiel, políglota, enérgica y tenaz. Este fue Sidi Mohammed Vargas, cuyo patronímico revela un nítido origen andalusí. Vargas escribió cartas y más cartas, concedió audiencias y habló durante días, que le parecieron años, con los representantes de las grandes potencias. Así nacieron las Conferencias de Tánger: la primera en 1877; la segunda en 1879. Los diplomáticos asistentes, entre ellos el delegado español, Eduardo Romea, interesados estaban en solucionar el contencioso de tarjetas de protección. De la buena fe inicial, que en apariencia sobraba, se pasó a los excesos interpretativos de los textos de referencia —los Tratados anglo-marroquí de 1856 y el hispano-marroquí de 1861—, en los que Romea compitió con Vernouillet, el delegado francés, a ver quién se excedía más en sus demandas a Muley Hassán, por lo que el resultado fueron dos Conferencias para nada y tres años perdidos. La Conferencia del primer aviso (1880) e imperio becado por sí mismo para ser libre En octubre de 1879, en una «charla informal», Sackville-West, embajador del Reino Unido en Madrid, sorprendió a Carlos O'Donnell Álvarez, sobrino del célebre general en jefe del Ejército Expedicionario en 1859, con la proposición de «realizar en la capital de España una Conferencia para tratar los asuntos de Marruecos». El ministro de Estado, encantado, comunicó la pasmosa novedad al presidente del Consejo, Cánovas, quien se mostró no menos sorprendido. Qué noble gesto el de Lord Salisbury, jefe del Gobierno británico. El gesto no era de Salisbury, sino de Hassán I, en amable confabulación previa con Sir John Drumond Hay, delegado inglés en Tánger. La documentación consultada orienta hacia esta consideración, por cuanto tan interesado estaba el sultán en salir del atolladero de esas tarjetas proteccionistas de soberbias, estafas y maldades, como inquieta se hallaba Inglaterra ante la ambición francesa, el continuo acecho alemán y la pasividad española. Preparar una Conferencia, que acogiese a los representantes de trece naciones llevaba su tiempo. Hasta el 19 de mayo de 1880 no pudieron abrirse las puertas de Madrid a proposiciones y debates. Marruecos envió una bien preparada delegación, presidida por el ministro Mohammed Vargas, auxiliado por Mohammed Torres —dos andalusíes en al-Mayrit, límite fronterizo al norte de sus antepasados— y españoles leales, caso del doctor Cenarro o españoles aliados en silencio, José Diosdado del Castillo, ministro plenipotenciario en Tánger, 126 Mehal-la Fuerza jalifiana, puesta bajo el mando de un militar español con rango de teniente coronel o coronel. Su oficialidad la constituían militares españoles y normarroquíes: los entonces llamados «oficiales moros». Se estructuraba en base a sus mayores unidades de combate: mías (compañías o escuadrones, según fuesen tropas de Infantería o Caballería) y tabores (batallones); dirigidas, respectivamente, por un caíd mía (capitán de compañía o escuadrón) o un caíd tabor (comandante). La selección de sus efectivos era muy rigurosa y constituía un privilegio social formar parte de tan afamadas tropas, siempre distinguidas en las sucesivas campañas. Muley Hassán I Los precursores. Príncipes y embajadores laborante en pro de los intereses de España y del imperio jerifiano. Para evitar que el corzo marroquí fuese devorado por los lobos imperiales. No hubo descuartizamiento, pero mordiscos, Marruecos se llevó unos cuantos. Los súbditos europeos fueron libres de adquirir bienes inmuebles o tierras sin más límites que su dinero y un visado imperial que nueve de cada diez veces se concedía. Todos los imperios, lo fuesen o lo pareciesen —casos de España, Italia y Portugal— fueron considerados como «nación más favorecida». El resultado fue que las tarjetas de protección se volvieron totalmente opacas, anticipo de lo que tanto escandalizaría en la España actual. Pervertida en su egoísta planteamiento y embustera en sus formas, la reunión de Madrid concluyó (3 julio 1880) en suma de avisos: a Francia, que supo no recibiría complacencia alguna de Inglaterra; Alemania, que tendría enfrente a Francia y en el futuro a Inglaterra; España, que iría siempre por detrás de Francia e Inglaterra; a Marruecos, que debía fortalecer sus defensas, económicas y militares, porque los invasores le habían invitado a casa de uno de ellos para presentarle sus ambiciones y fuerzas, enormes ambas. Madrid supuso una gran decepción para Hassán I, aunque le aportó innegable favor: confirmaba lo presentido: los europeos quieren conquistarnos y creen haber iniciado el reparto de nuestra patria. La réplica, vigorosa, surgía: les demostraremos cuán equivocados están. Muley Hassán llevaba años movilizado frente a tal invasión en puertas. Enviaba harcas de estudiantes en ciencias y técnicas para que volviesen convertidos en arquitectos e ingenieros, boticarios, fogoneros, impresores, maquinistas, telegrafistas o maestros armeros. En 1874 salía de Marruecos la primera misión de ilusionados aprendices. A esa primera descubierta en pos de conocimientos empíricos siguieron siete más. Entre 1874 y 1888, ocho Misiones de Estudios acogieron a trescientos cincuenta marroquíes. Aprendieron a saber más y cómo enseñar a otros sus nuevos saberes. Fue aleccionador ejemplo de cómo un Estado facilita becas a sus hijos para que estos se engrandezcan como personas, propaguen sus maestrías y así defiendan mejor a su país. El Marruecos de hoy (el de Mohammed VI) hace cosas similares y aún resulta insuficiente. España no hace nada y pierde hijos, que trabajan para otros estados, mientras ella extravía su futuro. «Fabricar soldados» no es fácil, engendrar una divisa fuerte y padecer sus males, sí La seguridad de todo Estado se apoya en una policía preventiva y un ejército bien equipado y entrenado. En el Marruecos de 1880 la policía era contemplativa o represiva; el ejército, solo bienpensante. Hassán I decidió reactivar las reformas iniciadas por su padre, promotor de la cartuchería de Marrakech. Su hijo encontró un armero belga (cuya identificación se nos resiste) para mejorar la productividad de esa factoría. A su vez, utilizó su gran palacio de Fez para instalar una fábrica de armas largas, la célebre «Makina». Su producción no pasó de lo regular, pero en el Magreb se decía que de Fez salían los mejores fusiles de África. Mientras, oficiales británicos dirigían la instrucción para artilleros en un cuartel de Tánger. A la par, reclutas marroquíes eran enviados a Gibraltar para ser instruidos por suboficiales ingleses. De esas levas e instructores salieron aspirantes a generales los hermanos MacLean. El mayor, Harry, lo consiguió, convirtiéndose en jefe de los Harraba, la Guardia del sultán y cabeza de un ejército limitado a dos mil hombres. Entre 1887 y 1890 llegaron las misiones militares de Italia, Francia, Alemania y España (por este orden). Los franceses realizaron osadas descubiertas por el Tafilalet y la vertiente 127 Muley Hassán I Los precursores. Príncipes y embajadores sur del Atlas; los españoles batallaron en la apertura de pistas y construcción de puentes; los alemanes instalaron baterías de costa en Rabat; los italianos se encargaron del «mantenimiento» de la Makina, afán que les desbordó. No faltaron ahorros ni ganas del sultán para mejorar los puertos, a los muelles dotarlos de grúas y a los faros de espejos reflectores. Por fin había luces en las costas del imperio. Hassán I pudo así ondear sus más luminosas banderas: guerra al recluimiento y la oscuridad. Todo poder encerrado en sí mismo no solo deja de ser una fuerza libre en sí, sino que es pronto sustituida por otras. Guerras peores eran la financiera y monetaria. En los inicios del Ochocientos, del casi divinizado mitqal, con sus 29 gramos de plata fina (900 milésimas), fiel vasallo de los mandamientos coránicos, representante de la más bella faz plateada del Islam imperial, no quedaban más que piezas sueltas en manos de prestamistas. Sustituido por un mitqal con deficiente factura y menor riqueza argentífera (25 gramos en plata de 800 milésimas), fue desdeñado en beneficio de las monedas creíbles: la peseta española y el franco francés. Este último, en su valor facial de 5 francos, pasó a ser la moneda útil en Marruecos. En 1822, al fallecer Muley Sliman, sexto de los alauíes, la peseta de plata estaba a la par del mitqal. Entonces sobrevino el primer error funesto: para compensar la carencia de monedas nobles, se incrementó la producción de piezas en bronce, con lo que la devaluación fue inmediata y catastrófica en su progresión: en 1844 hacía falta un mitqal y medio para conseguir una peseta. Cuatro años después eran necesarios dos mitqal. La guerra perdida ante la España isabelina en 1860 empobreció a Marruecos, pero no tanto por la indemnización impuesta por el vencedor como por la tramposa mano tendida por Inglaterra, quien facilitó los pagos, pero impuso condiciones rastreras: la devolución del crédito debía hacerse en pesetas de plata o francos afines. Todo el numerario argentífero marroquí navegó rumbo a Londres. Los ingleses nunca dieron duros a peseta. El déficit en la balanza comercial se incrementó a causa de las epidemias y la crisis de subsistencias. En 1881 hacían falta dieciséis mitqal para conseguir una moneda de 5 francos. Hassán I tomó una decisión equivocada: acuñar en la Fabrique Nationale de la Monnaie, en París, una nueva moneda: el rial hassani. Su valor facial equivalía al duro español, pero como su peso era un 20% mayor, la gente que lo tenía dejó de contemplarlo como un tesoro particular y lo revendía. El que lo compraba, lo revendía a su vez. Como consecuencia, los duros hassani desaparecieron, succionados por los especuladores. En 1893 Hassán I ordenó recoger sus perseguidos hassani. Es tarde: quedan pocos y en el norte ha reventado nueva guerra, que no es suya, sino de los rifeños. Y estos la pierden, como los yebalíes perdieron la suya en 1860. Al sultán le tocó pagar las derrotas ajenas. «Lámpara de Aladino» en Madrid y lealtad de la mejor España: Lerchundi y los suyos 128 Hassán sabía que había tres españas: dos en minúsculas y la tercera en mayúsculas: las primeras correspondían a industriales y banqueros, encorvados todos por las cargas de codicia que a sus espaldas sin alma llevaban; caminantes al compás de políticos aterrados por sus fracasos en Ultramar, preocupados solo de ofrecer al pueblo español otra lámpara de Aladino que, al frotarla, les mostrase la silueta de un imperio de sustitución por el que habían perdido por incompetentes y cobardes. Marruecos por nada. El mejor lenitivo para la mayor de las derrotas que ninguno de los imperios europeos de la época había sufrido. Muley Hassán I La España en mayúsculas escueta era: pensadores como Azcárate, Carvajal, Coello y Costa. Africanistas ecuánimes y amigos sinceros de Marruecos. Pero había más, sujetos a órdenes diplomáticas, militares o religiosas, que no dudaban en soslayarlas si así beneficiaban a millones de seres anónimos a un lado y otro del Estrecho: doctores Cenarro y Ovilo y el Padre Lerchundi, hombre de santidad ejerciente, no solo de iglesia y rezo. El prefecto apostólico de las Misiones de España fue su delegado secreto en aquella embajada ante el papa León XIII, en la que Mohammed Torres fue el embajador alauí y Lerchundi el representante de la mejor España y del Marruecos más íntegro: el país jamás rendido ni vendido ante la amenaza o extorsión. De lo que León XIII y Lerchundi hablaron en Roma, aquel 25 de febrero de 1887, solo Dios y un archivo-montaña lo saben: el Archivio Segreto del Vaticano. En su momento hablará. Hassán I viajó por su reino, premió al valiente o leal y castigó al ladrón o rebelde. Tras un largo periplo por el sur del Atlas, confiado en su salud, dejó partir de su lado al comandante médico Linarès (Fernand Jean), cuya ciencia y cultura mucho respetaba. Linarès volvió a Francia. Y el sultán se reunió (en Tadla, 08.06.1894) con sus antepasados. Tres de sus hijos serían sultanes: Abdelaziz, Muley Hafid y Muley Yussef. Ninguno se le aproximó; ninguno logró que los marroquíes olvidasen al sultán de la dignidad, la honestidad y la paciencia. Los precursores. Príncipes y embajadores J. P. D. 26.10.2014 129 Larrea y Liso, Francisco Pamplona, 1855 - Ceuta, 1913 General de división. Pacificador del Rif Oriental. Al general de división Francisco Ramos Oliver, Los precursores. Príncipes y embajadores Francisco Larrea y Liso director de la Fundación del Museo del Ejército Tratadista militar y excepcional conductor de tropas. Formado en el Cuerpo de Estado Mayor, en 1893 se daba a conocer con su Organización Militar de España, donde proponía un ejército mejor instruido y más ágil, dotado con una potente artillería de campaña. Tras combatir en Cuba y Puerto Rico, en 1901 publica, bajo el seudónimo «Efeele», El desastre colonial, estudio crítico de los errores habidos en Ultramar. Destinado a Melilla, le tocó afrontar, entre 1902 y 1908, el laberíntico discurrir de las negociaciones entre los gobiernos conservadores, el empresariado minero y un personaje como El Roghi, sátrapa del Rif. En septiembre de 1909, coronel jefe de una columna que ni a regimiento llegaba, se introduce en la agreste Kelaia (Rif Oriental); y solo con su escolta logra convencer a los notables de Quebdana de las ventajas de compartir paz y seguridad. La gesta de Larrea, al dominar, sin un tiro ni un muerto, un territorio diez veces mayor que el reconquistado por Marina a costa de sensibles bajas, deja estupefacta a España. Ascendido a brigadier, en 1910 organiza las Fuerzas Indígenas. Al sublevarse el Rif en 1911, intuye que la solución está en tomar Axdir tras un desembarco en las playas de Alhucemas, proyecto en el que coincide con Luque, ministro de la Guerra. La muerte de Amezzián pone fin al conflicto (mayo 1912). Siendo ya divisionario, le nombran comandante general de Ceuta. El 8 de mayo de 1913 preside, sonriente, la ceremonia de posesión. De madrugada, se siente muy mal. Una bronconeumonía, larvada por tantas noches de acampada al raso junto a sus soldados, se manifiesta con virulencia y lo mata en pocas horas. Larrea pudo ser el Lyautey hispano. J. P. D. 10.04.2015 130 León y Castillo, Fernando, marqués del Muni Telde, Gran Canaria, 30 de noviembre de 1842 - Biarritz, Francia, 12 de marzo de 1918 Los precursores. Príncipes y embajadores Nació en el seno de una familia de orígenes aristocráticos relativamente acomodada de la isla de Gran Canaria. El matrimonio formado por José María León y Falcón y Josefa del Castillo-Olivares Falcón vivía en Telde a cargo de una de las fincas del mayorazgo familiar. Desde muy niños, tanto Fernando como su hermano Juan fueron impulsados por sus padres para que por medio del estudio se labrasen un porvenir. Juan llegó a ser un ingeniero de gran prestigio en las islas, mientras que Fernando se orientó hacia el derecho y ambos actuaron en política, Juan en el ámbito canario y Fernando en el nacional. Tras sus estudios iniciales en el colegio de los agustinos de Las Palmas, donde fue condiscípulo de Pérez Galdós, Fernando León y Castillo se trasladó, en 1860, a Madrid, matriculándose en la Facultad de Derecho de la Universidad Central, donde se licenció en 1865. Inmediatamente comenzó a trabajar como funcionario en el Ministerio de la Gobernación. En el desconcierto que siguió a la revolución de 1868 ocupó, durante breves periodos, los gobiernos civiles de Granada y de Valencia. Durante sus años de formación universitaria y primeros pasos profesionales, León y Castillo se introdujo en los ambientes culturales y políticos de un Madrid en plena ebullición. Colaboró en el diario El Imparcial, fue editor y copropietario de la Revista de España y dirigió Las Canarias. Políticamente se orientó hacia el liberalismo, estableciendo relaciones con destacadas figuras de ideario progresista como Silvela, Moret, Echegaray, Salmerón o Nocedal, en sus primeros años. En este ambiente intelectual, desde la tribuna de la Academia de Jurisprudencia presentó su trabajo El cristianismo y la abolición de la esclavitud, consagrándose como un brillante orador, lo que le abrió el camino de la política activa. En 1873, a la cabeza del Partido Liberal Canario, obtuvo por primera vez un acta de diputado por el distrito de Guía en Gran Canaria. En 1874 fue nombrado subsecretario del Ministerio de Ultramar. En febrero de 1881, con la llegada de Sagasta a la Presidencia del Gobierno, fue designado ministro de la misma cartera, puesto que ocuparía hasta enero de 1883, fecha de la vuelta de Cánovas al gobierno. En esos años, las islas Canarias dependían, como otros territorios no peninsulares, del Ministerio de Ultramar. Desde su puesto de ministro, Fernando León y Castillo puso en vigor diversas medidas, entre ellas la rectificación de la Ley de Puertos, que favorecieron el desarrollo del archipiélago al permitir la creación del puerto de Las Palmas, en cuya construcción participó como ingeniero su hermano Juan. En octubre de 1886, nuevamente con Sagasta en la Presidencia del Gobierno, León y Castillo fue designado ministro de la Gobernación, cargo que ocupó hasta noviembre del año siguiente. El mismo Sagasta fue quien le propuso dejar la política nacional para pasar a ocupar el puesto de embajador en París. Desde 1887 hasta su muerte en 1918 Fernando León y Castillo fue el representante oficial de España en Francia durante cuatro periodos. El primero, de noviembre de 1887 a Fernando León y Castillo, marqués del Muni Abogado, diplomático y político del partido liberal. Diputado y ministro de Ultramar y Gobernación. Embajador en París. 131 Fernando León y Castillo, marqués del Muni Los precursores. Príncipes y embajadores 132 agosto de 1890, concluye cuando vuelven al poder los conservadores de Cánovas. Son años de relativa tranquilidad en el concierto internacional y las relaciones con Francia son cordiales, aunque ya en el horizonte asoman las diferencias entre ambos Estados por el futuro de Marruecos. El francófilo León y Castillo mantenía buenas relaciones con el presidente de la República, Carnot, logrando que la Francia republicana ejerciese vigilancia sobre Ruiz Zorrilla y otros republicanos españoles exilados en Francia. El segundo periodo, otra vez con Sagasta en el poder, se extiende desde diciembre de 1892 hasta finales de 1895, siendo uno de sus mayores logros la firma en 1894 del denominado modus vivendi por el que se regulaban las relaciones comerciales entre ambos países. Debe destacarse la particularidad de que, cuando en marzo de 1895 los liberales deben ceder el poder a los conservadores, Cánovas considera que uno de los cometidos que en ese momento desarrollaba Fernando León y Castillo, las negociaciones con el embajador japonés en París para fijar el límite entre las aguas territoriales japonesas y las correspondientes a Filipinas, es un servicio a España que no debe quedar sujeto a las veleidades de los cambios de Gobierno en Madrid y le mantiene en el puesto hasta la conclusión de las negociaciones. A la muerte de Cánovas en agosto de 1897, cuando junto con las insurrecciones en Cuba y Filipinas se cernía la amenaza de una intervención de los Estados Unidos, fueron nuevamente llamados al poder los liberales de Sagasta. El mismo León y Castillo nos cuenta en sus memorias cómo Sagasta le ofreció la cartera de Estado para luego plantearle los problemas que surgirían si él fuese ministro de Estado en un Gobierno en el que Moret, con el que León y Castillo mantenía pésimas relaciones, lo fuese de Ultramar. Esta incompatibilidad le forzó a renunciar y a emprender un nuevo periodo, sin duda el más significativo, como embajador de España en Francia. Desde la embajada en París fue testigo, sin participar en ellas, de las negociaciones que, en el otoño de 1898, culminaron con la pérdida de las provincias ultramarinas. La delegación española, presidida por Montero Ríos, debió aceptar todas las exigencias norteamericanas. León y Castillo constató como la política de neutralidad seguida por Cánovas y Sagasta había dejado a España aislada y sin aliados en su enfrentamiento con los Estados Unidos. En marzo de 1900, León y Castillo firmó con el ministro francés de Exteriores, Théophile Delcassé (ver biografía), un tratado por el que se definían los límites de las posesiones españolas en el golfo de Guinea y en el Sáhara Occidental. Este tratado fue muy criticado en España al considerar que privaba al país de territorios que le pertenecían. En realidad, la firma del tratado fue un éxito de León y Castillo, ya que España no había hecho acto de presencia en la mayoría de los territorios que reclamaba y solo la benevolencia francesa permitió llegar a un acuerdo en un momento de máxima debilidad española. Así lo debió de entender el Gobierno español, ya que como recompensa a su actuación otorgó a León y Castillo el título de marqués del Muni. Tras su enfrentamiento con Inglaterra a causa del incidente de Fachoda, Francia buscaba llegar a acuerdos con otros países que le permitiesen hacerse con el control de Marruecos. A este propósito obedecían los dos acuerdos firmados por Francia con Italia y con España en 1902. Por el primero, Francia aceptaba la ocupación italiana de la actual Libia a cambio de que Italia aceptase la presencia francesa en Marruecos. Por el segundo, España y Francia llegaban a un acuerdo por el que se repartían, casi al cincuenta por ciento, el territorio Tratado hispano-francés de 1912 Acuerdo diplomático-jurídico adoptado en Madrid el 27 de noviembre de 1912 que sirvió de base para la consolidación de los derechos sobre Marruecos decididos por España y Francia según el Convenio Hispano-Francés firmado en París el 3 de octubre de 1904, pero, sobre todo, por la aceptación previa de las potencias vigilantes de tal resolución: la Inglaterra del rey Jorge V y la Alemania imperial de Guillermo II. A raíz de la firma de estos acuerdos y el visto bueno de los imperios europeos, quedaron instaurados los Protectorados español y francés. El Tratado fue firmado por el embajador francés León Marcel Geoffray y el político liberal Manuel García Prieto, ministro de Estado en el Gobierno del conde de Romanones. Fernando León y Castillo, marqués del Muni Los precursores. Príncipes y embajadores marroquí, llegando el límite de lo que se asignaba a España hasta el río Sebú, incluyendo la ciudad de Fez. De nuevo, las buenas relaciones personales entre León y Castillo y Delcassé facilitaron este acuerdo. Sorprendentemente, este favorable tratado no fue ratificado por el nuevo Gobierno español encabezado por el conservador Silvela, posiblemente para no granjearse la hostilidad británica. A pesar de esta falta de acuerdo, Silvela, en el poder desde diciembre de 1902, insistió en que León y Castillo continuase como embajador de España en París, a lo que accedió, tras algunas resistencias, previa mediación de Sagasta y de la misma reina regente. En 1904 volvió al primer plano la cuestión de un acuerdo entre Francia y España sobre Marruecos. Sin embargo, ahora la situación internacional era distinta. En abril de ese mismo año, Francia y Reino Unido habían firmado un acuerdo dejándose mutua y respectivamente «manos libres» en Marruecos y en Egipto. Por consiguiente, la posición española durante la negociación era mucho más débil que en 1902 y, en consecuencia, los territorios ofrecidos por Francia mucho más reducidos. En realidad, la asignación a España de una reducida parte de Marruecos obedecía más al interés británico en evitar la presencia cerca de Gibraltar de una gran potencia como Francia que a la benevolencia hacia España de esta última. Nuevamente, León y Castillo representó los intereses españoles en estas negociaciones, esforzándose en que, al menos, en los reducidos territorios que se le asignaban España tuviese las mismas atribuciones que Francia en los suyos. A pesar de que, según lo expresado en sus memorias, las condiciones del convenio no le satisfacían, siguiendo órdenes del Gobierno español León y Castillo lo firmó el día 3 de octubre de 1904. Este acuerdo fue el primer paso de la presencia española en Marruecos, pero hasta llegar a la firma del tratado franco-español de noviembre de 1912, que daba respaldo legal a la presencia española en ese país, serían necesarios nuevos acuerdos y formalidades. La hostilidad alemana a lo que se había acordado sobre Marruecos se plasmó en el desembarco, en marzo de 1905, del káiser Guillermo II y en sus declaraciones por las que garantizaba la independencia de Marruecos. Esta crisis se cerró, aunque fuese en falso, por la Conferencia de Algeciras de 1906. Fue León y Castillo quien propuso que se celebrase en la ciudad andaluza, aunque no tuvo una parte activa ni en el acuerdo franco-español de septiembre de 1905, por el que se fijaba la postura común a mantener por ambos países durante la conferencia, ni en el desarrollo de la misma. León y Castillo cesó como embajador en 1910, por lo que no participó en la firma del Tratado de Protectorado de noviembre de 1912. Sí había sido el firmante del acuerdo franco-español de 16 de junio de 1907, semejante a otro anglo-español de la misma fecha, por los que los tres países se garantizaban la defensa de sus posesiones mediterráneas y de las islas Canarias. La firma de este acuerdo, consecuencia de la entrevista de Cartagena, en abril de ese mismo año, entre Alfonso XIII (ver biografía) y el monarca británico Eduardo VII, venía a ser una casi postrera satisfacción para León y Castillo, quien a lo largo de toda su carrera diplomática siempre había tratado de que España abandonase su política de aislamiento y se integrase en algún tipo de alianza. Aún volvería el marqués del Muni una cuarta vez a la embajada de París. Si durante la Primera Guerra Mundial la mayoría de los políticos españoles se habían esforzado por mantener la neutralidad, en diciembre de 1915 llegó al poder el Partido Liberal, con el conde de Romanones como presidente del Gobierno. Romanones, partidario de la Entente, volvió a recurrir al francófilo León y Castillo para representar a España en París. Sin embargo, las tendencias 133 belicistas de Romanones fueron desactivadas tanto por el desinterés franco-británico por la participación militar de España a su lado como por la voluntad de Alfonso XIII, que en abril de 1917 hizo caer del poder a Romanones, sustituyéndole por García Prieto. Fernando León y Castillo falleció en Biarritz, a los setenta y seis años de edad, el 12 de marzo de 1918. A lo largo de su vida recibió numerosas condecoraciones y recompensas, tanto españolas como extranjeras. Sin duda, las más importantes fueron el título de marqués del Muni, que se le otorgó en 1900, y el Toisón de Oro que se le concedió en 1910. Los precursores. Príncipes y embajadores Fernando León y Castillo, marqués del Muni J. A. S. Bibliografía 134 León y Castillo, Fernando, Mis tiempos (2 vols.), Las Palmas de Gran Canaria, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1978. Morales Lezcano, Víctor, León y Castillo embajador (1887-1918), Las Palmas de Gran Canaria, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1998. Marina Vega, José Figueres, Girona, 1850 - Madrid, 1926 Capitán general. Al subteniente Carlos Javier Puente de Mena, jefe de archivistas en el AGMS Los precursores. Príncipes y embajadores Muy distinguido en Filipinas y Cuba. General gobernador de Melilla desde 1905. La agresión rifeña del 9 de julio de 1909 contra los obreros españoles le exaspera. Desacertado en su réplica táctica, la empeora al ordenar a la flotilla de cañoneros que bombardee los aduares de la costa. El Rif se inflama de ira y cerca Melilla. El envío de refuerzos acaba en desastre: el general Pintos no le expone sus dudas y él no se adelanta a despejárselas. Muere Pintos en el Barranco del Lobo. En siete días de combates, 1.076 bajas. Arde Barcelona y llora España. Pero reconquista el Gurugú, ocupa Zeluán y recupera la confianza del país. Ascendido a capitán general, la prensa le ensalza y en las calles se le vitorea. Tras dimitir Alfau como alto comisario, le es ofrecido (15 agosto 1913) el puesto. Comprende la urgencia de negociar con El Raisuni. Y a Sidi Alkalay, persona de confianza del jerife, le hace llegar su salvoconducto. Días después, los cadáveres del emisario raisunista y su ayudante, El Garfati, aparecen semisumergidos, maniatados y lastrados en el Méxera. Marina se enfurece y acusa a Silvestre de complicidad. Silvestre nombra una comisión que preside el comandante Orgaz. La trama se descubre: Luis Ruedas Ledesma, capitán de la Policía Indígena, con dos de sus oficiales, confabulados con Dris er Riffi, bajá de Arcila, habían urdido el doble asesinato, ejecutado (12 mayo 1915) cerca de Cuesta Colorada. Dato, jefe de un Gobierno asustado, no encuentra mejor salida que aceptar la dimisión de Marina y a Silvestre exigirle la suya. Para colmo, Ruedas fue excarcelado. En el juicio que afrontó en 1924 supo Marina mostrarse digno y valeroso al denunciar tales apaños. Y quedó absuelto. Alfonso XIII sabía bien que estaba en deuda con Marina y el Ejército igual. Y por eso se le concedió la Gran Cruz Laureada de San Fernando; condecoración luego cedida por la familia Marina al general Franco, a quien se la impuso el bilaureado general Varela en el primer desfile de la Victoria (19 mayo 1939). José Marina Vega (Archivo General Militar Segovia) J. P. D. 31.05.2015 Aduar Unidad social y administrativa compuesta por uno o varios clanes agrupados en viviendas familiares, que conforman un poblado (dxar). El hábitat de estos poblamientos era sedentario en todas aquellas tierras fértiles: territorios del Garb premarítimo (fachada atlántica); tierras bajas del Lucus; valles y serranías de Yebala y Gomara; Rif Central (huertas del Guis, Nekor y del Kert). En el Rif Oriental, la aridez del terreno y la escasez de precipitaciones forzaban el nomadismo de sus pobladores, tribus de los Beni Bu Yahi y Metalza. Algunas tierras se consideraban propiedad privada, tipo melq, pero otras formaban el bled yemáa, terrenos administrados por la colectividad, supervisada por un Consejo de Notables. Una agrupación de aduares podía Policía Indígena constituir su propia yemáa (asamblea comunitaria), aunque esta Cámara Popular solo alcanzaba su máxima influencia administrativa, doctrinaria y política, cuando a la misma acudían la totalidad o mayoría de los chiuj (jefes) del conjunto de la tribu. Fuerza creada por un Real Decreto del 31 de diciembre de 1909 para garantizar el orden público y mantener la paz entre las cabilas. En la práctica, por la naturaleza combativa de sus integrantes, se convirtieron en tropas de choque y, a tal extremo, que llegaron a constituir, junto con las Fuerzas de Regulares, el único ejército combatiente en Marruecos dada la bisoñez y deficiente instrucción de los reclutas españoles. Este hecho, que fue a más a partir de 1919, se convirtió en factor de grave desmoralización para las tropas españolas. Los abusos cometidos —retrasos de cuatro meses en el cobro de sus pagas y tratos degradantes consentidos por algunos oficiales— sobre estos contingentes indígenas forzarían su casi masiva deserción en 1921. 135 I.IV Heridas tempranas 136 Noval Ferrao, Luis (el cabo Noval) Oviedo, 16 de noviembre de 1887 - Zoco el Had de Beni Sicar, Marruecos, 28 de septiembre de 1909 Los precursores. Heridas tempranas A principios del siglo XX Marruecos estaba sumido en la anarquía. El débil Gobierno del sultán no era capaz de someter a las cabilas rebeldes a su autoridad, lideradas por cabecillas que ejercían su control sobre determinadas zonas del territorio. Es el caso de El Rogui Bu-Hamara (ver biografía), que se declaraba pretendiente al trono y en 1907 concede a dos compañías, una española y otra francesa, derechos de explotación sobre unas minas de plomo y de hierro cercanas a Melilla. En 1908 se inician los tendidos de las vías férreas para unir Melilla con los yacimientos mineros bajo la creciente oposición de los cabileños contrarios a las explotaciones, que alcanza su punto culminante con el asesinato de varios obreros el día 9 de julio de 1909. La guarnición de Melilla reacciona con rapidez, establece unas posiciones defensivas en las faldas del Gurugú y es inmediatamente reforzada desde la Península. Los ataques rifeños, tanto a las posiciones como a las líneas férreas, provocan duros enfrentamientos en los que las fuerzas españolas sufren numerosas bajas, a la vista de lo cual el comandante general decide suspender las operaciones, reorganizar sus fuerzas y solicitar refuerzos. A primeros de agosto de 1909 se entra en una fase de relativa tranquilidad durante la que llega a Melilla, entre otras unidades, la Segunda División Expedicionaria al mando del general Álvarez de Sotomayor, a cuya Segunda Brigada pertenece el Regimiento de Infantería Príncipe n.º 3 que pone pie en Melilla el día 14 de septiembre. Con él llegaba el cabo de Infantería Luis Noval Ferrao. Luis Noval había nacido en Oviedo el 16 de noviembre de 1887. Es el segundo de los tres hijos del matrimonio formado por Ramón Noval Suárez, conserje de la Escuela de Artes y Oficios de la capital, y Perfecta Ferrao. María del Olvido es la hermana mayor de Luis y Julio el pequeño de la familia. Cursa sus primeras letras en un colegio de la localidad y con diecisiete años de edad pasa a la Escuela de Artes y Oficios para ingresar después en la de Bellas Artes, adquiriendo el oficio de ebanista. Al parecer, observa en estos centros docentes una puntual y asidua asistencia, así como un buen comportamiento y aplicación. Manifiesta un carácter humilde y complaciente, pero también una decidida voluntad en el cumplimiento del deber. Es filiado como quinto para el reemplazo de 1908 y por Real Orden de 5 de febrero de 1909 es llamado a filas, incorporándose al Regimiento de Infantería Príncipe n.º 3, de guarnición en Oviedo, el día 4 de marzo, siendo destinado a la 3.ª Compañía del 2.º Batallón. Medía 1,645 metros de estatura y pesaba 58 kilos. El día 11 de abril, transcurridos treinta y siete días desde su ingreso en filas, presta juramento de fidelidad a la bandera y en la revista de septiembre, seis meses después de entrar por primera vez en el cuartel, es ascendido a cabo por elección, siendo destinado a la 4.ª Compañía del 1.er Batallón. El 10 de septiembre parte con su compañía desde la estación de ferrocarril de Oviedo rumbo a Málaga, ciudad a la que llega el día 13, embarcando seguidamente en el vapor Ciudad de Cádiz para poner pie en Melilla el día 14, aproximadamente seis meses y medio Luis Noval Ferrao Cabo de Infantería. 137 después de sentar plaza como recluta. Ese mismo día está en el campamento de Cabrerizas. Al día siguiente, Luis Noval escribe a su hermana Olvido: Los precursores. Heridas tempranas Luis Noval Ferrao Melilla, 15 de septiembre de 1909. Querida hermana: Me alegro que al recibo de estas cuatro letras te halles disfrutando de la más completa salud, como yo para mí deseo, la mía, gracias a Dios, es buena. Olvido, ésta tiene el objeto de manifestarte que llegué a ésta sin novedad, después de haber hecho un viaje muy feliz y muy divertido. Olvido, estamos en el campamento muy divertidos. Sólo nos faltaba que se marcharan una plaga de mosquitos que nos están abrasando y no nos deja comer y nos dieran agua, pues ya llevamos treinta horas y nada más hemos bebido un vaso de agua. Y sin más por hoy, no te digo más y se despide de ti este tu hermano que te quiere. Luis Noval. Señas: Melilla, campo de operaciones, Regimiento del Príncipe n.º 3, 4.ª compañía, 1.er batallón. El cabo, que gozaba de buena salud, se revela en esta carta como una persona de carácter optimista y que está contenta, pues no se puede entender de otra forma que califique de «muy feliz y muy divertido» un viaje de cuatro días en los medios de transporte de la época. Probablemente se estaría acordando de los entusiastas recibimientos en las estaciones de las ciudades por las que pasaron, con acompañamiento de bandas de música, y de las múltiples y variadas anécdotas que, sin duda, hubo durante el viaje. Utiliza también la palabra «divertidos» para su vida en el campamento. Seguramente quiso decir que estaban muy «entretenidos» u «ocupados» en las múltiples tareas y actividades a las que tenían que hacer frente. Pero al denunciar las malas condiciones de salubridad del campamento, que les dificultan comer, y las deficiencias del abastecimiento de un elemento tan importante en el mes de septiembre en Melilla como es el agua, lo hace sin acritud, sin agresividad, haciendo gala de una fina y hasta cierto punto amarga ironía, como la del soldado Miguel de Cervantes cuando, en el «Curioso discurso que hizo Don Quijote de las armas y las letras» (Cap. XXXVIII, 1.ª parte), abundando en el sacrificio y el sufrimiento inherentes al ejercicio de las armas, Don Quijote destaca las adversas condiciones de la abnegada vida del soldado: su economía irregular y menguada; su pobre vestido y el hambre. En medio de este panorama de sacrificios, Don Quijote encuentra la belleza de las palabras para presentar, con amarga ironía, las incomodidades con las que el soldado disfruta de su merecido descanso: ... pues esperad que espere que llegue la noche para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha; que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella a su sabor, sin temor a que se le encojan las sábanas. 138 El cabo Noval, aunque no lo dice, también dormía en el suelo y no se le encogían las sábanas. Las Reales Ordenanzas califican la abnegación y la austeridad como «virtudes necesarias» en el militar. Y a decir verdad, el cabo de reemplazo Luis Noval parecía poseer estas virtudes en grado elevado. El día 20 de septiembre se reinician las operaciones en fuerza en la península de las Tres Forcas, durante las que el Regimiento Príncipe permanece en reserva en la entrada del valle del río de Oro, replegándose sobre Rostrogordo a la finalización de la operación. Desde ese lugar, el cabo vuelve a escribir a su hermana: Analicemos esta carta, que tiene algunas diferencias con la anterior. En primer lugar, extrema las muestras de cariño hacia su hermana, que parece ser la «portavoz» de la familia, y trata de minimizar los riesgos que corre, algo normal en un joven con su forma de ser, y aunque parece no entender la intranquilidad familiar, comprensivo, no obstante, vuelve a escribir para tranquilizarla. De momento, no disponemos de esas cartas. Interesante la referencia a la festividad de San Mateo para señalar la fecha del combate, muy en consonancia con su deseo de escribir a los amigos. San Mateo es el día grande de fiesta en Oviedo, día de salir con los amigos a divertirse. Nuestro cabo echa de menos su ciudad y a sus amigos y, además, se le nota cansado y agobiado por la escasez de tiempo de descanso, hasta tres veces hace mención a esta circunstancia. La logística y la planificación son un desastre y en su denuncia todavía hay ironía o intención de suavizar con ese «con un poco de hambre y sed» los duros términos acusatorios «sólo nos han dado» o «nos hacen trabajar todo el día» que utiliza. Llama la atención que en ambas cartas hace referencia a los problemas con la comida y, sobre todo, a la falta de agua, y no a otros aspectos de la guerra, pero quizás en esta nos explique el significado de la expresión «divertidos» de la carta anterior: trabajar y hacer guardias. Pero este momento de debilidad no le hace faltar a su deber. Sigue siendo un cabo abnegado, austero y disciplinado y acude presto a formar: el Regimiento sale a combatir. Los precursores. Heridas tempranas Queridísima hermana: He recibido tu cariñosa carta, la cual me produjo mucha alegría al saber que estás buena, en lo que me alegro mucho, pues yo a Dios gracias estoy bueno. Olvido, de lo que me dices de que en casa están intranquilos, pues no tienen por qué estar, pues les escribí un día antes que a ti, así que con esta fecha les vuelvo a escribir otra vez. Olvido, he recibido tu carta en el momento de salir del combate que tuvimos el día de San Mateo, del cual salí sin novedad pero sí con un poco de hambre y sed. Sólo te digo que salimos del campamento con dos chorizos y cinco galletas más duras que las piedras, así es que en tres días que hace que salimos del campamento sólo nos han dado dos ranchos y tres vasos de agua y, además, nos hacen trabajar todo el día como si fuéramos de hierro y no sólo eso, que además tenemos que hacer guardia de noche, así que las pocas horas que tengo libres no tengo gracia de escribir a nadie, así es que el primer día que tengo libre lo dedico para escribir a todos los amigos y a Felipe. No te escribo más por no tener tiempo, en estos momentos tengo que formar. Olvido, darás muchos recuerdos a Gerardo cuando le escribas. Te abraza tu hermano que te quiere mucho, Luis. Luis Noval Ferrao Melilla, 22 de septiembre de 1909. 139 Los precursores. Heridas tempranas Luis Noval Ferrao El Regimiento Príncipe, con el cabo Noval, va en vanguardia de la División Sotomayor junto a otras unidades y rápidamente ocupa la posición de Zoco el Had de Beni Sicar a costa de tan solo cinco bajas. Al parecer, el día 25 el cabo Noval escribe una carta a su padre, de cuyo original hasta el momento no se dispone, en la que después de referir el fuego incesante que sostuvieron el día de San Mateo para desalojar de unas trincheras al enemigo, del que salió ileso «gracias a Dios», pide a su progenitor que le cuente cómo estuvieron de animadas las tradicionales fiestas del santo patrono de la ciudad y le transmite sus esperanzas de un pronto y feliz regreso. Es fácil suponer que esta carta es la que anuncia en la anterior del día 22 y que no puede escribir con esa fecha por no tener tiempo. Incide y desarrolla un poco más el asunto del combate el día de San Mateo, pero al no disponer del original, no podemos deducir claramente a qué acción concreta se refiere y si él participó de forma activa o escribe en términos generales. Lo que sí está claro es que escribe la carta en el campamento de Cabrerizas-Rostrogordo y que añora su ciudad, sus fiestas y a sus amigos. Esas son sus verdaderas preocupaciones, acordes con su edad. Todo parece ir bien, pero los cabileños deciden atacar por sorpresa. La posición tenía en su flanco derecho dos atrincheramientos, uno guarnecido por tres compañías del Príncipe y el otro, a unos doscientos metros de este y algo retrasado, lo estaba por una cuarta compañía. No se había completado la organización defensiva y para cubrir los espacios en los que no existían atrincheramientos, aunque los cerrasen alambradas, por la noche se establecían puestos de centinelas dobles, continuamente recorridos por patrullas. En la noche del 27 al 28, la patrulla la componían, alternándose en el recorrido, el cabo Luis Noval y el soldado de primera José Gómez. Eran las 2.30 horas del día 28 cuando el cabo Noval llega al último puesto de los seis que cubrían el intervalo entre los atrincheramientos. Lo ocupan los soldados Manuel Patiño y Manuel Fandiño. En ese momento, aparece un grupo de cabileños que dispara contra las posiciones españolas, que responden al fuego. El soldado Patiño le dice al cabo que debían retirarse porque allí sufrían los efectos de los fuegos cruzados entre ambos contendientes, a lo que se opone el cabo diciendo que no, que le parecía que aquello no era nada. Sin embargo, al ver el cariz que tomaban los acontecimientos y advertir la presencia de más enemigos, determinó abandonar el puesto, ordenando a los soldados que le siguieran. No lo hizo así el soldado Fandiño, que se refugió en una pequeña trinchera unos veinticinco metros a retaguardia, y solamente Patiño siguió al cabo en dirección a la alambrada de la posición ocupada por la 4.ª Compañía, buscando la entrada. Los ocupantes de la posición abren fuego sobre el cabo y el soldado, viéndose el primero obligado a gritarles para darse a conocer: «¡Viva España! ¡Alto el fuego! ¡No tiréis, que somos españoles!». Era el caso que en la misma dirección y detrás de ellos avanzaba un grupo de enemigos. El soldado Patiño, al advertirlo, se arroja al suelo y gritando a los de la posición «¡No tiréis, soy de la 4.ª del 1.º!», se mete entre las alambradas y salva el obstáculo. El cabo, ya solo, continúa bordeando la alambrada seguido de cerca por los enemigos, momento en el que ve aparecer, frente a él, otro grupo más numeroso que avanza diciendo, al igual que los que le seguían: «¡No tiréis, que somos españoles!», con la clara intención de engañar a los defensores de la posición. El teniente jefe de esta distingue en la oscuridad el uniforme del cabo y a un grupo de personas que le seguía, que supuso sería un pelotón que había salido a rechazar al grupo enemigo que avanzaba en dirección opuesta, por lo que ordena: «¡Alto el fuego!». 140 Zoco Del árabe sūq, mercado. Centro neurálgico de la actividad económica y social. En los zocos (aswāq) no solo se compraban y vendían toda suerte de productos agrícolas y bienes avícolas o ganaderos sino que también se recibía información del mundo exterior. Según aquellas cabilas que fuesen limítrofes entre sí, los zocos cubrían todos los días de la semana, incluso los viernes, día de comunes plegarias en la mezquita. F. R. O. Luis Noval Ferrao Los precursores. Heridas tempranas Se produce el silencio. En ese instante, se oye la voz del cabo Noval ordenando a sus compañeros que abran fuego sobre los que le rodean, que son moros. Y apuntando su fusil hacia el grupo que venía a su frente, hizo uno o dos disparos. Los defensores abren fuego y ven caer al cabo herido de muerte exclamando: «¡Ay, madre mía!». Y después, varias veces: «¡Viva España!». Al terminar los combates de ese día, en los que el enemigo es rechazado a costa de importantes bajas propias, un pelotón al mando de un sargento sale a recoger el cadáver del cabo Noval, que estaba boca abajo y tan fuertemente agarrado a su fusil armado con la bayoneta, que fue difícil desprenderlo de sus manos; a pocos metros se encontraba un moro muerto con su armamento y una herida por arma blanca en el pecho; la bayoneta del cabo Noval estaba ensangrentada. El cabo había recibido tres impactos de bala de fusil Mauser, al menos uno de ellos mortal de necesidad. Por Real Orden de 19 de febrero de 1910 se le concede la Cruz de 2.ª clase de la Orden Militar de San Fernando. Luis Noval era un militar de reemplazo, no un profesional, no había hecho de la milicia su modo de vida y sin embargo, en unos pocos meses, supo interiorizar y ejemplarizar las virtudes que deben guiar la conducta de todo aquel que se entrega al servicio de las armas. Dice el filósofo Fernando Savater que el héroe, el excelente, es quien posee las virtudes, no cada una de sus acciones: no se llega a ser virtuoso por ejecutar acciones acordes con los principios morales, sino que se llega a realizar actos que servirán como ejemplos de virtud porque se es virtuoso. Las virtudes y los valores morales no son privativos de los soldados y de la milicia, lo son de todo ciudadano de bien y de una sociedad de la que sus soldados no son más que un fiel reflejo. El ciudadano Noval llega al cuartel con la lección bien aprendida en su casa y en su familia, y el cabo Noval se perfecciona en sus valores en la milicia. Las dos virtudes básicas, cimientos de la totalidad moral, son el valor o coraje y la generosidad. Es indudable que el cabo Noval se muestra como hombre sereno, valeroso y generoso, que no se aturde, que no huye atropelladamente ni trata de ocultarse, sino que cuida de sus soldados y trata de conducirlos al refugio de la posición. Ya solo, se encuentra ante una alambrada que le cierra el paso, un grupo de enemigos a su espalda y otro a su frente. En ese terrible instante Luis Noval se ve irremisiblemente perdido y grita a sus compañeros que abran fuego haciéndolo él también. Afronta serenamente el peligro y vende cara su vida luchando solo contra un grupo numeroso de enemigos, invocando al morir el nombre de España. Hombre de recta conciencia, ante una situación imprevista no titubea en elegir lo más digno de su espíritu y honor, el exacto cumplimiento de su deber, la valerosa y generosa entrega de su propia vida en defensa de la de sus compañeros. Se trata de un acto heroico por cuanto para su realización se necesita de una manera cierta y segura sacrificar la vida, poniendo de antemano la voluntad en esa convicción. Lo importante no es el hecho del momento, lo importante es la reflexión serena que ve como única solución el sacrificio generoso y lo acepta de buen grado. Hay una única idea del cumplimiento del deber y la voluntad se sobrepone al instinto de tal forma que, libremente y en plena consciencia, admite el sacrificio de la propia vida. Luis Noval Ferrao fue un español de bien que ostentando uno de los empleos más bajos del escalafón militar, aquel del que se dice que es el jefe más inmediato del soldado, escribió con su gesta una página gloriosa en nuestra historia. 141 Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi. Conocido como Muley Mohammed Ben Muley el Hassán Ben Es-Sultan Sidi-Mohammed Bu-Hamara. El Rogui Ouled Yusef, en el monte Zerhoun, cerca de Mequinez, ¿1860? - Fez, 2 de septiembre de 1909 Marroquí, funcionario del Majzén de origen humilde y notable inteligencia. Haciéndose pasar por uno de los hijos de Mohammed I, trató de ser reconocido como sultán. Los precursores. Heridas tempranas Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi Al inicio del siglo XX, Marruecos parecía al borde de la descomposición. Tras la muerte, en 1894, del sultán Hassán I le sucedió su hijo favorito, Abd el-Aziz (ver biografía), joven de tan solo catorce años. El nuevo sultán gobernó inicialmente siguiendo la guía de Ahmed ben Musa, chambelán de su padre, a quien nombró gran visir. Sin embargo, a la muerte de este en 1901, Abd el-Aziz trató de modernizar el Majzén implantando una serie de reformas de carácter occidental, entre ellas la introducción de un nuevo impuesto, el tertib, que gravaba las propiedades y ganados, y que no estaba contemplado en el Corán. Estas medidas y el apego del nuevo sultán a consejeros y asesores cristianos soliviantaron a la población marroquí. Muley Abd el-Hafid (ver biografía), uno de los hermanos del sultán, y una larga serie de pretendientes trataron de hacerse con el poder. Para alzarse contra un sultán que era amigo de los cristianos tan solo era necesario ser audaz y poseer la baraka, la bendición divina de la que, entre otros, disfrutaban los miembros de las familias chorfas descendientes del Profeta. Esas condiciones garantizaban el apoyo del pueblo marroquí. Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi fue uno de estos pretendientes (roguis). Había nacido en una familia humilde que habitaba en el monte Zerhoun, cercano a Mequinez, y que no gozaba de la condición de chorfa, aunque le sobraba audacia. Inteligente y trabajador, realizó estudios coránicos y aún joven comenzó a trabajar para el Majzén y más tarde como secretario del jalifa de Fez Muley Omar ben Mohammed, hermano de Hassán I y tío del nuevo sultán. Como parte de su formación siguió un curso de ingeniero-topógrafo impartido por los miembros de la comisión militar francesa en Marruecos que dirigía el coronel Thomas. Al parecer, durante ese curso contactó con el aventurero francés Gabriel Delbrel, entonces suboficial en esa comisión y que más tarde serviría a Yilali como jefe de Estado Mayor. Su puesto como secretario de Muley Omar ben Mohammed, aparentemente privilegiado, significó su prisión y casi la pérdida de la vida. Habitualmente las muertes de los sultanes de Marruecos significaban guerras civiles al quedar al arbitrio de los ulemas la elección del sucesor del sultán fallecido. A la muerte de Hassán I, su chambelán, Ahmed ben Musa, trató de garantizar una sucesión pacífica encarcelando y sometiendo a vigilancia o destierro a numerosos miembros de la familia imperial. Una de las víctimas fue Muley Omar, quien en su caída arrastró a sus empleados y dependientes, entre ellos a Yilali, que fue encarcelado. Otra víctima fue Muley Mohammed, conocido como «el Tuerto», primogénito de los diecinueve hijos varones de Hassán I, quien fue encarcelado en la Dar-Majzén de Mequinez. Cuando Yilali fue liberado de su prisión, conociendo desde dentro el funcionamiento y debilidades del Majzén y haciéndose cargo de la desordenada situación de Marruecos, trató de jugar sus cartas para hacerse con el poder. No siendo de familia chorfa, su primera acción fue hacerse pasar por el cautivo Muley Mohammed, quien para muchos marroquíes tenía más derecho al trono que su hermano pequeño. 142 Jalifa Por definición, lugarteniente del sultán; esto es, máximo representante del monarca alauí reinante en Fez, cuyo poder era puramente nominal al carecer de toda capacidad ejecutiva. Máxima autoridad del Protectorado de España, el poder real del jalifa era nulo al depender de las atribuciones del alto comisario. El sultán alauí lo elegía entre los dos candidatos que el Gobierno español le comunicaba. Esta delegación de poderes al nuevo jalifa requería la subsiguiente autorización española. Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi Los precursores. Heridas tempranas Como Muley Mohammed era tuerto, Yilali imitó con habilidad este defecto. Además, al parecer, conocía ciertos trucos de ilusionista con los que deslumbraba a los crédulos campesinos marroquíes. Habitualmente montaba en una burra, por lo que pronto fue conocido como Bu-Hamara («el tío de la burra»). Una vez establecida su nueva personalidad como hijo de Hassán I y aspirante al trono, Bu-Hamara se dirigió a la zona nororiental de Marruecos, región de habitual resistencia a la autoridad de los sultanes de Fez. Gracias a sus trucos de falsa magia pronto ganó el apoyo de algunas tribus, apoyo que se aseguró casándose con hijas de los notables de las cabilas. Los Rhiatas, los Branes, los Meknassa, los Tsoul..., todas las cabilas de la región próxima a Taza se ponen a disposición del falso sultán. Con su ayuda, derrota a una pequeña mehala del sultán enviada para capturarle y, a continuación, pone sitio a la ciudad de Taza, que se le rinde en octubre de 1902. Tomando Taza como su punto de apoyo, las fuerzas de Bu-Hamara derrotaron a las sucesivas mehalas enviadas desde Fez. El día 20 de diciembre de 1902 fue derrotada una mehala de cinco mil hombres que mandaba uno de los hermanos del sultán, Muley Abderramán Lakbir. Entre el botín obtenido Bu-Hamara se hizo con una docena de cañones de montaña. El sultán reforzó a la derrotada mehala, hasta los quince mil soldados, que fueron batidos nuevamente por las fuerzas mucho menores de Bu-Hamara. Las noticias de las derrotas de las tropas del Majzén alcanzaron todos los rincones de Marruecos, creciendo el prestigio de Bu-Hamara y dando lugar a nuevas sublevaciones contra Abd el-Aziz. El Raisuni (ver biografía), Ma-el-Ainín, las cabilas del Atlas Medio..., todos se sublevan contra el debilitado Majzén, que debe dispersar su fuerzas para hacer frente a tantas amenazas. Cuando todos esperaban que Bu-Hamara se dirigiese hacia Fez, casi abandonado por las tropas del sultán, sus seguidores se encaminaron hacia el este, hacia Uxda, y desde allí, descendiendo a lo largo del Muluya, alcanzaron el Mediterráneo y las proximidades de Melilla. Pronto Bu-Hamara estableció contactos, más o menos cordiales, con las autoridades militares de la plaza española, cuyo comandante era el general Marina (ver biografía). Simultáneamente inició negociaciones con los numerosos representantes de compañías mineras que en esos años actuaban en la zona. Para estos, el dominio de El Rogui sobre la región les garantizaba la seguridad para iniciar prospecciones mineras. Bu-Hamara autorizó estas prospecciones, firmando concesiones, como si fuese el auténtico sultán, a cambio de cuantiosas compensaciones económicas. Dos sociedades, la Compañía Española de las Minas del Rif (CEMR) y la Compañía del Norte Africano (CNA), se constituyeron en 1905 para explotar las menas próximas a Melilla. La CEMR comenzó las extracciones de mineral de hierro en el monte Uixan, mientras que la CNA extraía plomo argentífero en el monte Afra, ambos en la cabila de Beni Bu Ifrur. Las dos compañías iniciaron la construcción de sendos ferrocarriles de vía estrecha que permitiesen la exportación del mineral a través del puerto de Melilla. En la mayor parte de su recorrido ambos ferrocarriles discurrían en paralelo y en su construcción se emplearon obreros españoles y marroquíes. Todas estas actividades eran llevadas a cabo bajo la protección de Bu-Hamara, que había establecido su cuartel general en la alcazaba de Zeluán y que imponía su autoridad entre las cabilas de la zona por medio de crueles castigos. Esta dureza llegó a tal extremo que muchos notables de las cabilas próximas a Melilla, que en 1893 habían luchado contra los españoles y volverían a hacerlo a partir de 1909, se 143 Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi Los precursores. Heridas tempranas 144 refugiaron en la ciudad, prefiriendo la hospitalidad de los odiados cristianos de Melilla a las exacciones de Bu-Hamara. Otra inmigración a Melilla, forzada por la inseguridad de la zona oriental de Marruecos, fue la de unas doscientas familias hebreas, que provenían de Taza y Uxda y que fueron acogidas y socorridas por el Gobierno español. No eran sefarditas, sino hebreos que habitaban la región desde antes de la llegada del islam. Todas estas crueldades y la actitud del Gobierno español, que, tras la Conferencia de Algeciras en 1906, se convirtió en activo defensor del nuevo sultán, Abd el-Aziz, acabaron con las expectativas de Bu-Hamara. España se negó a proporcionar las armas y municiones que El Rogui solicitaba. Además, acogió en la ciudad y cooperó en la evacuación por vía marítima de los supervivientes de la mehala del sultán que guarnecía la alcazaba de Farjana, que había sido derrotada por Bu-Hamara. Sin embargo, para El Rogui el principal problema radicaba en la oposición de algunas tribus del Rif que se negaban a someterse y a pagar los impuestos que les reclamaba. Entre las cabilas más refractarias a la autoridad del falso sultán destacaba la Beni Urriaguel, que tan famosa se haría en años posteriores. Ante esta insubordinación que amenazaba su prestigio Bu-Hamara envió, en septiembre de 1908, una mehala compuesta por mil infantes y mil jinetes, que debía castigar a las cabilas de Beni Urriaguel y Bocoya. La mehala estaba mandada por uno de sus lugartenientes, Filali, antiguo askari de las tropas negras del sultán. Filali fue vencido por la unión de las cabilas de Beni Urriaguel, Bocoya, Tensaman y Beni Tuzín. El combate tuvo lugar cerca del río Nekkor, en la bahía de Alhucemas. Tras la derrota, las fuerzas de Filali emprendieron el repliegue hacia la alcazaba de Zeluán. En su retirada, que pronto se convirtió en fuga desordenada, los soldados de Filali se vieron acosados por todas las cabilas que atravesaban en su huida, hasta entonces aparentemente sometidas a Bu-Hamara. Para los vencidos no hubo piedad, siendo masacrados en su mayoría. En definitiva, siguieron la misma suerte que trece años después sufrirían los vencidos soldados de Silvestre (ver biografía). Esta derrota supuso la unión de todas las cabilas de la región y el desprestigio del falso sultán Bu-Hamara. Este reunió a sus fuerzas leales, muy mermadas no tanto por las pérdidas sufridas en combate como por la deserción, y abandonando la alcazaba de Zeluán se retiró hacía el interior en dirección a Taza. Aunque las cabilas que le habían vencido no le persiguieron, El Rogui debió enfrentarse en su huida con nuevas mehalas enviadas por el sultán Abd el-Hafid, que había destronado y sustituido a su hermano Abd el-Aziz en enero de 1908. Su suerte estaba echada y tras ser derrotado, casi sin combate, fue tomado prisionero por las tropas del sultán. Lo sucedido en las últimas semanas de su vida es realmente espeluznante. Encerrado en una jaula fue trasladado hasta Fez a hombros de sus propios seguidores tomados prisioneros. Dada la situación de anarquía que sufría Marruecos, el sultán Abd el-Hafid estaba obligado a castigar la sublevación de Bu-Hamara de manera ejemplar, de forma que la desaparición de este falso sultán alcanzase los más remotos rincones del Imperio y todos los marroquíes quedasen amedrentados por la dureza del castigo. Existen relatos coincidentes de varios representantes europeos en Fez del castigo impuesto. Tras una serie de desfiles de los prisioneros seguidores de Bu-Hamara, en los que J. A. S. Yilali Ben Salem Zerhuni el lusfi Los precursores. Heridas tempranas marchaban encadenados dos a dos, habiéndoseles amputado un brazo o un pie de forma alternativa, todos fueron decapitados y sus cabezas colgadas en los muros y puertas de la ciudad. Por su parte, el falso sultán, Yilali Ben Salem Zerhuni el Iusfi, fue arrojado a una jaula de leones, que al parecer no le atacaron y fue muerto a tiros de fusil. Cabe preguntarse si la actuación de Bu-Hamara fue resultado exclusivo de su propia iniciativa o si fue el agente de alguna de las potencias extranjeras que entonces revoloteaban alrededor de Marruecos para acabar con su independencia. Lo cierto es que durante los siete años que agitó el noreste de Marruecos contribuyó a que el Majzén no solo agotase sus recursos militares y económicos sino también a que el sultán quedase desprestigiado. Todo esto facilitó la actuación francesa y, en menor medida, la española a partir de 1909. La desaparición de El Rogui de las proximidades de Melilla fue un grave inconveniente para las prospecciones mineras. Si hasta ese momento las compañías mineras debían compensar generosamente su colaboración, lo cierto es que la tranquilidad reinaba en la región. Su autoridad, aunque fuese impuesta por medios crueles, era respetada en toda la Guelaya y al desaparecer, cada uno de los notables de las cabilas se consideró autorizado para exigir a las compañías mineras las mismas compensaciones económicas que había recibido El Rogui. Para colmo, estos pagos tampoco garantizaban la seguridad de la región. Para Ruiz Albéniz, el Tebib Arrumi, que en esos años era médico de la CEMR y pasaba como experto en la región, dejando caer a El Rogui España actuó en contra de sus propios intereses, ya que este garantizaba la paz en las cercanías de Melilla. Lo cierto es que en esta ocasión, como en toda su actuación en Marruecos, España actuó en completa coherencia con los compromisos que había firmado y siendo leal con el sultán legítimo. El inmediato resultado de esta coherencia y lealtad fue la campaña de 1909, con la pérdida de cientos de vidas y de varios cientos de millones de pesetas de la época. 145 Bibliografía Cano Martín, José Antonio, Bu Hamara y Melilla, Melilla, Marfe, 1989. Dunn, Ross E., «Bu Himara’s European Connexion: The Commercial Relations of a Moroccan Warlord», The Journal of African History, vol. 21, n.º 2, 1980. Maldonado Vázquez, Eduardo, El Rogui, Tetuán, Instituto General Franco de Estudios e Investigación Hispano-Árabe, 1958. Mounir, Omar, Bou Hmara, l’homme à l’ânesse, Rabat, Marsam, 2012. La tierra entregada 146 Soldados de Ingenieros reparando un tendido telegráfico, Melilla, 1912. Cortesía AGMM-IHCM. Página anterior: Patrulla en vuelo sobre el desierto del Sáhara. Colección de fotografías de Tomás García Figueras. Biblioteca Nacional de España. 150 Desembarco de las tropas en la playa de la Cebadilla el 8 de septiembre de 1925. Cortesía SHYCEA. Llegada del Regimiento de Wad Ras al puerto de Melilla en 1909. Tarjeta postal, El álbum de la guerra de Melilla. Colección particular. Convoy de suministros en su ascensión al Monte Harcha, 1914. En esta altura, al noreste de Arruit, quedó emplazada una batería de cuatro piezas Krupp de 80 milímetros —material obsoleto del «repatriado» desde Cuba— y media compañía de Infantería. Entre artilleros e infantes, ciento treinta y cinco hombres. Para su abastecimiento en agua, comida y municionamiento se organizaban convoyes como el que muestra la imagen, con doscientos mulos de carga. 152 Cuando las últimas caballerías afrontaban los primeros zig-zags, las que iban en cabeza aún no habían entrado en la posición. Estos convoyes abastecían la línea del frente con una periodicidad diaria (cubas de agua) o entre catorce y veintiún días (con víveres, correo postal y municiones). Autor anónimo. Copia en papel-foto distribuida como tarjeta postal, 1914. Colección Pando. Página anterior: Silvestre con su cuartel general, en Annual, invierno de 1921. Los generales Silvestre y Navarro (con barba) estudian los alrededores del enclave rifeño que simbolizará la mayor catástrofe, militar y política, de la España colonial. Detrás de Silvestre, casi tapado por su hombro izquierdo, el coronel Morales. Todo el grupo mira al noroeste, en dirección al Tizzi (Paso de) Takariest y el Yebel (monte) Abarrán. El tercer oficial por la izquierda pudiera ser el teniente Diego Flomesta, futuro jefe de la batería de artillería en Abarrán y de la que hará (el 1 de junio) empecinada defensa, muriendo en cautividad. Fotografía atribuible al capitán Lázaro. Vintage en papel-foto. Legado Silvestre integrado en la Colección Pando. 156 Sobre fotografía aérea, croquis de las posiciones rifeñas y casa de Abd el-Krim. Cortesía SHYCEA Fotografía atribuida a Lázaro, perteneciente al álbum fotográfico de las poblaciones del norte de Marruecos, en el que se documenta la vida cotidiana de las poblaciones del norte de África en la época del Protectorado español. Biblioteca Nacional de España. Marcha por la carretera de Drius, fotografía atribuida a Francisco Ortiz, ca. 1920-1925. Cortesía Archivo General de Ceuta. 158 159 Plano del territorio de los combates por las lomas de Zinat, donde González-Tablas ganó su Laureada. El 13 de mayo de 1919, tras audaz arrancada en Ali Fahal, el 2º tabor de los Regulares de Ceuta intentó tomar al asalto la colina de Zina o Zinat. Emboscados por temibles fusileros —los hausíes y uadrasíes—, los Regulares echaron a correr. Su carrera pendiente abajo es contenida por su comandante, quien sube cuesta arriba como un gato y, con solo su mirada, muerte les daba al afearles su conducta. Reacción 160 viril de los señalados y contraataque arrollador, que se lleva por delante toda resistencia, apoderándose de Zinat. Abrazos al héroe y Laureada (concedida 13 febrero 1920). Con la finalidad de reforzar la documentación previa al juicio contradictorio, el comandante de E. M. Eduardo R. Caracciolo puso fecha «21 agosto 1919» y su firma al pie de este «croquis de la loma de Zina», lugar donde el apellido GonzálezTablas por siempre quedó honrado, Expte. G-3683, AGMS. Archivo Pando. 161 162 Mariano Fortuny, Nuestra tienda de campaña, 1860. Tinta y acuarela sobre papel. Museo Salvador Vilaseca, Reus. 163 La tierra requemada del monte Igueriben. 164 Perfiles de las posiciones en Tazarut Uzai y Arreyen Lao. Con su trazo de pirámide truncada, Uzai revalúa ese carácter de navío artillado dispuesto a su defensa extrema: la que en su cima mantuvieron (25 julio 1921) las tropas del teniente Bernal y el alférez Dueñas. De aquellos ochenta y cinco españoles sobrevivieron siete: tres de los artilleros de Bernal, cuatro de los soldados de Dueñas. En la avanzadilla se hallaban 35 efectivos de la Policía Indígena. La mitad o más se salvaron al desertar. Arreyen Lao estaba guarnecida por 85 soldados bajo el mando del capitán Alcaina y el teniente Sancho. Atacados en la mañana del 24 de julio, pidieron auxilio al teniente coronel García Esteban, en Bu Bekker. Al negarles todo auxilio, forzaron el cerco que sufrían y en la salida cayeron muertos Alcaina y Sancho. Solo ocho soldados se salvaron. Dibujos autógrafos del general Picasso que este hiciera, a mano alzada, en la primavera de 1922. Legado Juan Carlos Picasso López. Archivo Pando. Perfiles de Loma Redonda, Sidi Alí y los dos Siach. El capitán Moreno era el jefe en Redonda, con 41 soldados, más el teniente Morales. Cercados el 24 de julio, el teniente coronel García Esteban les aconsejó que «se replegasen a Sidi Alí». En la pronunciada subida cayó muerto Morales, mientras Moreno, con veintisiete hombres, «abandonando las bajas sufridas», entraban en Sidi Alí, defendida por el capitán Prats y su tropa (61 efectivos). Enterados de que García Esteban tenía decidido refugiarse, con su columna, en el Marruecos francés, hacia Bu Bekker salieron Moreno y Prats con sus exhaustas tropas en la noche del 25 de julio, «dejando muertos y heridos abandonados». En la trágica retirada que prosigue, Moreno y Prats, contusos, se salvan; la mayoría de sus hombres perecen. Siach 1 y Siach 2 eran posiciones flanqueadas por un monte en cuya cima había un morabo (construcción religiosa). El 24 de julio, de Bu Bekker salen, en tromba, un grupo de jinetes, al mando del alférez Ortega, con ánimo de proteger la evacuación de los dos Siach. Galopan en pos del Gan, cuyas orillas domina la harca. Tras ellos salen, «para detenerles», los tenientes Benito y Salama al frente de un diezmado escuadrón. Sometidos a intenso fuego cruzado, retornan a Bu Bekker con la intención de entrar. Pese a «ondear una bandera española» se les confunde con caballistas metalzis y se les dispara a mansalva. Vuelven grupas y galopan hacia su izquierda, en pos de Afsó, en manos rifeñas también. Y en el páramo del Guerruao luchan y desaparecen todos para siempre. Dibujos, a mano alzada, del general Picasso, 1922. Legado Juan Carlos Picasso López. Archivo Pando. 165 168 Página anterior: Bajada desde Igueriben hacia el pueblo de Annual. Los plásticos quedan atrapados en las chumberas del cuartel de Zeluán. 169 Tierra del monte Igueriben en la mano de un guía local. Tierra del monte Gurugú en la mano de un inmigrante subsahariano que aguarda para saltar la valla fronteriza con España. 170 172 Relación de los mandos de las tropas acantonadas en Zoco el Telatza de Bu Bekker a fecha 22 de julio de 1921 y precisiones autógrafas, del general Picasso, sobre las bajas sufridas en la retirada del 25 de julio. Al concluir la trágica retirada con el internamiento, en el Marruecos francés, de los 460 supervivientes —de los más de un millar de hombres que emprendieron aquella marcha, pronto copada por los rifeños sublevados—, se constató que dieciséis oficiales habían «desaparecido» y trece se hallaban «presentes» en Hassi Uenzga, posición francesa. Todos los «desaparecidos» —cuatro capitanes, doce tenientes, dos alféreces y el sargento— derivaron en «muertos». El lector puede, en virtud del trazo legible de la escritura de Picasso, identificar los nombres de los caídos en tan sangrienta jornada. Picasso nada puso, por cuanto lo ignoraba, sobre la identidad del bravo sargento Benavent Duart, al final desaparecido y muerto. Es la primera vez que se publica este documento excepcional. Legado Juan Carlos Picasso López. Archivo Pando. 173 Listado de efectivos presentes en Tazarut Uzai con fechas del 30 de junio y 22 de julio de 1921. Se constata que los efectivos de tropa aumentan más del doble entre una fecha y otra. Los dos oficiales al mando de la guarnición, el teniente de Artillería Elías Bernal González y el alférez de Infantería Francisco de Dueñas Sánchez, figuran como «desaparecidos» en el texto escrito por el propio Picasso. Los cuerpos de Bernal y Dueñas nunca fueron hallados. Es la primera vez que se publican estos manuscritos del laureado general. Legado Juan Carlos Picasso López. Archivo Pando. Páginas anteriores: El cielo sobre el valle de Annual. Playa del Quemado en Alhucemas. 178 Arena y piedras de la playa de Sidi Dris en la mano de un pescador local de pulpos. Casquillos de fusil desenterrados por las lluvias en Arbaa de Taurirt, en la mano de una mujer local. Página anterior: Atardecer en el bosque de subida al monte Gurugú. 182 183 Vista aérea del aeródromo de Cabo Juby, también conocido como Villa Bens y actualmente Tarfaya. Cabo Juby era la denominación con la que se conocía históricamente a la zona geográfica próxima al cabo. El emplazamiento fue usado inicialmente como escala de vuelos dedicados al correo aéreo. Saint-Exupéry escribió en este lugar su novela Correo sur, en la que narra sus experiencias como piloto de correo aéreo para la compañía Latécoère. Colección de fotografías de Tomás García Figueras. Biblioteca Nacional de España. 184 185 Página anterior: Fotografía aérea de Nador, realizada desde un aparato del servicio aeronáutico, junio de 1932. Cortesía SHYCEA. 186 187 El peñón de Alhucemas fotografiado desde un aparato español en 1925. Cortesía AGMM-IHCM. II.I 1921 Los responsables 190 II.II Los imprescindibles 198 II.III Los sacrificables 220 II.IV Los rebeldes 348 II.V Los leales 448 II Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 1912 Un soldado moro del tabor vale por tres: uno, que se ahorra, español; otro que se adquiere, y un tercero que se resta al enemigo... Manuel Fernández Silvestre, 1918 Aplacadas las primeras revueltas en torno a Melilla, parecía que podía llevarse a cabo con sosiego la organización administrativa y comenzar la acción cultural y social. Los interventores, aquellos hombres que debían llevar el peso fuerte de la obra modernizadora, comenzaron su despliegue por el agreste territorio, hasta remotas localidades donde nunca había llegado extranjero alguno. Blancas edificaciones comenzaron a dar una nueva imagen a la topografía del territorio. Del Kert al Lucus y de Anyera a Gomara fueron alternándose dispensarios médicos y escuelas con posiciones militares y puestos de la nueva policía indígena. Cientos de nativos formaron en nuevas unidades militares: los regulares, las harcas y las mehalas, bajo banderas adornadas con una fusión de símbolos islámicos y españoles. Pero los rebeldes persistían en su resistencia. Abonada por la incompetencia de altos cargos políticos y militares, provocaría una enorme efusión de sangre para aquella generación a ambos lados del Estrecho. De la zona oriental a la occidental, miles de hogares españoles y marroquíes se tiñeron de luto, envueltos en una tempestad que probablemente nadie quiso desencadenar, pero que los antecedentes habían hecho inevitable. Sin embargo, en medio del desastre y la violencia, y por encima de la crueldad de la guerra, brillaron también el heroísmo, la lealtad y la abnegación de muchos españoles y marroquíes. J. M. G. A. II.I Los responsables 190 Alfau Mendoza, Felipe Santo Domingo, República Dominicana, 1848 - Tetuán, 1937 J. P. D. Los responsables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Como tantos otros antillanos españoles, sufrió las vicisitudes de toda patria que ve alterada, por ideologías encontradas, la esencia de su función: reunir, nunca dividir. Ascendió a brigadier en 1908 y en 1910, siendo divisionario, fue nombrado comandante general de Ceuta. Un destino honroso y tranquilo que dejó de serlo en los dos años que estuvo al frente. Causas: los manejos colonialistas del conde de Romanones, ministro del Gobierno Canalejas. Romanones se sirvió de Tomás Maestre, catedrático de Medicina y senador, para intrigar cuanto le vino en gana en un Marruecos independiente y, sobre todo, inocente. Alfau y Maestre congeniaban, pero el militar obedecía órdenes del ministro de la Guerra (Aznar), mientras que el científico se debía a su conciencia. Maestre habló con jefes yebalíes y diplomáticos españoles, comprobó la anarquía reinante, se inquietó por la violencia con que Silvestre replicaba a la rebeldía de El Raisuni y aconsejó prudencia. Alfau le daba la razón, de ahí no podía pasar. Sucesor del asesinado Canalejas, Romanones recomendó su ascenso a teniente general. Alfau supo así que tendría que jurar en falso. Con gran ostentación de amistades, las tropas españolas se presentaron en Tetuán y la tomaron por sorpresa (19 de febrero de 1913). Fue un acto de deslealtad y guerra. No hubo guerra pero Alfau vio mancillada su palabra. Romanones lo recompensó (13 de abril) con la Alta Comisaría. Aguantó cinco meses y, en cuanto pudo (11 de agosto), se despidió del señor conde. Lo aguardaba el mando de la IV Región (Cataluña) y las Juntas de Defensa. Felipe Alfau Mendoza General. Alto comisario. 191 Alta Comisaría Institución situada en la cúspide de la acción política y militar de España en el Protectorado, dirigida por su máximo mandatario, el alto comisario, quien validaba los actos del jalifa, dado que la autoridad de este era meramente nominal. Berenguer Fusté, Dámaso San Juan de los Remedios, Cuba, 1873 - Madrid, 1953 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los responsables Dámaso Berenguer Fusté Alto comisario y jefe del Ejército de África. Reorganiza las Fuerzas Indígenas en 1911, llevándolas al triunfo en 1912 sobre la Línea del Kert. Son los Regulares, desde entonces, asociados a su nombre. Coronel en 1912, general de división en 1918 y ministro de la Guerra con los gobiernos liberales de García Prieto y Romanones. La fulminante muerte de Jordana en su despacho de la Alta Comisaría lo llevará a Tetuán. El 25 de enero de 1919 es designado alto comisario. Consciente de la trascendencia que Alfonso XIII otorga al dominio de Marruecos, plantea consecutivas exigencias al rey para reforzar sus prerrogativas. Desde lo coherente —llevar la iniciativa en las operaciones, aprobar los planes de campaña—, deriva hacia lo obsesivo al reclamar la jefatura suprema de los servicios de Información, su intervención en el uso de los fondos destinados a obras en campaña y el control de todas las informaciones radiotelegráficas y telefónicas. Culminará sus propósitos al conseguir de Alfonso XIII (Real Decreto del 1 de septiembre de 1919) que las funciones de alto comisario y general en jefe del Ejército de África recaigan en su persona. Ningún militar, ni español ni francés, acumuló tanto poder en el mundo colonial. Pero a tantos poderes, iguales responsabilidades. Picasso y Ayala auditaron los hechos y las consecuencias de su mandato en 1921. En modo alguno era aceptable que un ejército y un territorio se perdieran y de tal desastre solo respondieran los subordinados de quien todo lo dirigía y sabía. Y fue encausado. Amnistiado en 1924, Alfonso XIII le confiará el poder en 1930. Aquel penúltimo Gobierno de la monarquía se fusiló a sí mismo al no aplicar clemencia a los militares republicanos sublevados en Jaca. J. P. D. Fuerzas Regulares Indígenas Alto comisario 192 Constituidas por Real Orden de Alfonso XIII con fecha 30 de junio de 1911. Su organizador y primer jefe fue el teniente coronel Dámaso Berenguer Fusté (luego general y alto comisario). Eran tropas profesionales, concebidas para ser empleadas como fuerzas de choque. Integradas por personal indígena a las órdenes de mandos españoles, recibieron instrucción para combatir en situaciones límite: en la extrema vanguardia de una ofensiva o como fuerza de contención en retaguardia para mantener la cohesión de un ejército en retirada. Suprema autoridad política del Protectorado de España en Marruecos. Su labor estaba apoyada por las jefaturas de los departamentos esenciales: Asuntos Indígenas, Fomento, Hacienda, Obras Públicas. En el aspecto militar, le correspondía el mando directo sobre el Ejército de África, asistido por tres comandantes generales, situados al frente de sus Comandancias: Ceuta, Melilla y Larache. En los cuarenta y tres años de pervivencia del Protectorado hubo un total de veinte altos comisarios; en su gran mayoría, militares. Del alto comisario dependía un secretario general, que supervisaba la administración civil y político-militar de la zona. El primer alto comisario español fue el teniente general Felipe Alfau, y el último el teniente general Rafael García-Valiño. Bermúdez de Castro y O’Lawlor, Salvador, segundo marqués de Lema y segundo duque de Ripalda Madrid, 1 de noviembre de 1863 - 20 de enero de 1945 Los responsables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Salvador Bermúdez de Castro y O’Lawlor pertenecía a una familia de comerciantes acomodados de origen gallego pero asentados en la bahía de Cádiz desde finales del siglo XVIII, dedicados al comercio con ultramar. Su padre, Manuel Bermúdez de Castro y Díez, se dedicó a la política, militando sucesivamente en los partidos Moderado y Unión Liberal. En varias ocasiones fue elegido como diputado por Jerez de la Frontera. Durante breves periodos ejerció los cargos de ministro de Hacienda (1853), de Gobernación (1857) y de Estado (1865), y murió en Madrid en 1870. Uno de los tíos paternos de Salvador, José, el mayor de los hermanos varones, se hizo cargo de los negocios familiares y colaboró en revistas literarias como La Alhambra y Revista Española, editando la revista El Artista. Su otro tío, Salvador, fue diplomático, ejerciendo como embajador de España en el reino de Nápoles y siendo un destacado historiador y poeta. A este último, Isabel II le concedió en 1859 el título de marqués de Lema y el rey Francisco II de las Dos Sicilias, el de duque de Ripalda. A su muerte ambos títulos pasaron a su sobrino Salvador, a pesar de que tenía una hija ilegítima de madre legalmente desconocida, en realidad Matilde Ludovica de Baviera, princesa de las Dos Sicilias como cuñada del rey Francisco II. Salvador Bermúdez de Castro y O’Lawlor cursó el bachillerato en Madrid y estudió Derecho en la Universidad Central, doctorándose en 1887. El título de su tesis, El sistema de concordatos como el único posible de resolver el problema de relaciones entre la Iglesia y el Estado; carácter y naturaleza de los mismos, era buena muestra de su interés por las relaciones internacionales. Siguiendo los pasos de su padre actuó en política, siempre dentro del Partido Conservador, pudiendo decirse que fue un político profesional. En su juventud fue secretario personal del líder conservador Antonio Cánovas del Castillo, que le apoyó e impulsó en su carrera. Entre 1891 y 1923 fue diputado a Cortes por la localidad asturiana de Tineo, con la que no tenía ninguna relación, siendo uno más de los diputados «cuneros» que caracterizaban el corrupto sistema electoral de la Restauración. Bermúdez de Castro culminaría su vida política ocupando varias veces el Ministerio de Estado. A lo largo de su carrera ocuparía numerosos cargos de gobierno: director general de Correos y Telégrafos (1895-1897), subsecretario de los ministerios de Gobernación (1898) y de Gracia y Justicia (1900), alcalde de Madrid (1903-1904), ministro de Estado (1913-1915, 1917-1918 y 1919-1921) y gobernador del Banco de España (1922). Fue consejero de Estado. A la llegada de la Dictadura se apartó de toda actividad política. Durante la Guerra Civil se adhirió al bando de Franco, siendo miembro de la comisión de juristas que, en diciembre de 1938, a impulsos del ministro de la Gobernación, Serrano Súñer, elaboraron el Dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes el 18 de julio de 1936, texto por el que se trataba de dar justificación y respaldo legal a la sublevación militar. Salvador Bermúdez de Castro y O'Lawlor Abogado y político español del partido conservador. Diputado, alcalde de Madrid y varias veces ministro de Estado. 193 Salvador Bermúdez de Castro y O'Lawlor Los responsables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 194 Además de sus actividades políticas, y a imitación de su tío Salvador, fue un notable historiador. Entre sus obras más destacadas cabe citar Antecedentes políticos y diplomáticos de los sucesos de 1808. Estudio histórico-crítico (1909), Estudios históricos y críticos (1913), De la revolución a la restauración (1927), Mis recuerdos 1880-1901 (1930), Cánovas o el hombre de Estado (1931), La política exterior española a principios del siglo XIX (1935) o España 1640: lecciones intemporales de una derrota (1997). Fue miembro de la Real Academia de la Historia, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas y de la Real Academia Española. Mantuvo estrecha relación con el duque de Maura y el marqués de Villaurrutia, entre otros aristócratas dedicados a los estudios históricos. La relación de Bermúdez de Castro y O’Lawlor con el Protectorado de Marruecos es consecuencia de su actuación como ministro de Estado, órgano de la administración española del que dependía el Protectorado. El Ministerio de Estado, previo acuerdo del Consejo de Ministros, fijaba la política a desarrollar en Marruecos y de ese ministerio dependía el alto comisario, fuese civil o militar, debiendo rendir cuentas de sus actuaciones al ministro de Estado. El primer periodo en que Bermúdez de Castro ejerció como ministro de Estado fue durante el primer gobierno de Eduardo Dato, del 27 de octubre de 1913 al 9 de diciembre de 1915. En ese momento la situación en el Protectorado era relativamente tranquila. En febrero de 1913 se había ocupado pacíficamente la ciudad de Tetuán, se había nombrado al jalifa y parecía que el Protectorado iba a instaurarse de forma tranquila y sin sobresaltos. A pesar de que las relaciones con Raisuni se habían enconado, produciéndose frecuentes tiroteos y emboscadas, se tenía la esperanza de que con la sustitución del alto comisario, general Alfau (ver biografía), por el general Marina se podría llegar de nuevo al acuerdo con Raisuni. Por su parte, en la zona oriental la situación permanecía en calma, situándose las avanzadas españolas en el cauce del río Kert, donde se habían establecido tras el final de la campaña de 1911-1912, con la muerte de El Mizzian, apodado «el Malo». Todo esto se vino abajo cuando en mayo de 1914, mientras el cónsul Zugasti y el intérprete Cerdeira negociaban con Raisuni, es asesinado, con conocimiento de oficiales españoles, uno de los mensajeros del jerife. La crisis que esta acción desencadena arrastra a Marina, que debe dimitir y fuerza el alejamiento de Marruecos del general Fernández Silvestre. Cuando en agosto de 1914 se inicia la Primera Guerra Mundial, Marruecos pasa a segundo plano de las preocupaciones españolas. Alfonso XIII garantiza al embajador francés en Madrid que España no aprovechará la guerra mundial para perjudicar la posición francesa en Marruecos y el ejército español paraliza las operaciones de ocupación del territorio. De nuevo, con Dato como presidente del Consejo de Ministros, el marqués de Lema es nombrado ministro de Estado. En esta ocasión el periodo es de tan solo unos meses, desde mediados de junio a principios de noviembre de 1917. Poco tiempo para modificar una política en Marruecos que se limita a tratar de atender las reclamaciones francesas acerca de la supuesta libertad de acción que los agentes de los imperios centrales gozaban en el Protectorado español. Es en su tercer periodo como ministro de Estado, entre mediados de julio de 1919 y agosto de 1921, con los sucesivos Gobiernos conservadores de Sánchez de Toca, Allendesalazar y, otra vez, Dato, cuando la actividad política de Bermúdez de Castro tuvo más influencia en el Protectorado marroquí. El 12 de diciembre de 1918, con el general Berenguer (ver biografía) como ministro de la Guerra, se había publicado un Real Decreto por el que el alto comisario dejaba de tener la Salvador Bermúdez de Castro y O'Lawlor Los responsables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif condición de general en jefe de las tropas en Marruecos, disolviéndose su cuartel general. A partir de ese momento, para la mayor parte de las cuestiones los comandantes generales de Ceuta, Larache y Melilla se entenderían directamente con el ministro de la Guerra, lo que suponía el final de la indispensable unidad de mando militar. Si en la zona occidental el Gobierno liberal saliente había propugnado, una vez más, la negociación con Raisuni, el nuevo Gobierno conservador parece decidido a imponer por las armas la ocupación del territorio forzando la sumisión del líder de la Yebala. En la zona oriental la situación también es complicada, desde el momento en que la familia Abd el-Krim, que lideraba una de las más influyentes facciones proespañolas de la bahía de Alhucemas, se había pasado en 1919 a las fuerzas de la disidencia. En conclusión, en todo el Protectorado la situación exige un claro esfuerzo militar, algo que no se contempla desde el Gobierno, cuyos problemas fundamentales son los económicos derivados del final del boom económico que había supuesto la guerra mundial y los que suponen las «Juntas de Defensa» que en esos momentos condicionaban la política del Gobierno. Las peticiones de incremento de medios, material y dinero que los tres comandantes generales elevan al ministro de la Guerra son desestimadas por el Consejo de Ministros. Sin embargo, el ministro de Estado, Bermúdez de Castro, parece dejar a Berenguer actuar libremente en Marruecos y este, que aparentemente intenta asumir el papel de general en jefe que él mismo, como ministro de la Guerra, había eliminado, emprende en la zona occidental una campaña militar tras otra. Por otra parte, Berenguer no es capaz de contener al impetuoso Silvestre, que, como comandante general de Melilla, está decidido a culminar la ocupación de las cabilas que se extienden desde el río Kert hasta la bahía de Alhucemas a pesar de que no se le habían proporcionado los medios que él mismo consideraba indispensables para la ejecución de esas operaciones. El ministro de Estado, responsable de cuanto sucede en Marruecos, permanece mudo e impasible ante tantos despropósitos. El resultado de su inacción o de su incompetencia es Annual, los más de ocho mil muertos españoles, las incalculables pérdidas materiales y el desprestigio internacional de España y de su Ejército. En agosto de 1921, al constituirse el Gobierno de concentración liderado por Maura, Bermúdez de Castro deja el ministerio, siendo designado al año siguiente como gobernador del Banco de España, puesto que abandonó en 1923. La comisión de responsabilidades sobre los sucesos de Annual no enjuició las acciones o, más bien, las omisiones de los responsables políticos. De haberlo hecho, no cabe duda de que Bermúdez de Castro habría sido uno de los principales culpables de lo sucedido. Sin actividad política desde la llegada de la Dictadura, el marqués de Lema dedicó sus últimos años a los estudios y publicaciones de temas históricos, falleciendo en Madrid el 20 de enero de 1945. J. A. S. 195 Bibliografía Bermúdez de Castro O’Lawlor, Salvador, Mis recuerdos (18801901), Madrid, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, 1930. Peiró Martín, Ignacio, Diccionario Akal de historiadores españoles contemporáneos, Madrid, Akal, 2003. Robles Muñoz, Cristóbal, La política exterior de España. 2. Junto a las naciones occidentales (1905-1914), Madrid, CSIC, Biblioteca de Historia, 2006. Urquijo y Goitia, José Ramón, Gobiernos y ministros españoles en la edad contemporánea, Madrid, CSIC, Biblioteca de Historia, 2001. Fernández Silvestre, Manuel El Caney, Santiago de Cuba, 1871 - Annual, Rif, 1921 Los responsables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 196 De Cuba vuelve, en 1898, con veintidós cicatrices y aureola de militar con buena estrella. Ante la Casablanca de 1907, arrasada por los franceses de Drude, abomina de tal represión. Al ordenarle Canalejas que ocupe Larache (1911), desembarca sin escolta y deja admirado a El Raisuni. Su amistad asegura el dominio del Garb. Las arbitrariedades de El Raisuni contra su propio pueblo lo enfrentan al jerife. Del asesinato de Sidi Alkalay es inocente, no de ser él un imprudente en los cuartos de banderas. Edecán de Alfonso XIII (1915-1918), graves reveses cerca de Ceuta lo ponen al frente de esa Comandancia (1919). Triunfa en El Fondak. Es un héroe popular. Toma el mando en Melilla. Lo recibe un Rif hambriento y mísero. Sus cartas a Berenguer, insistiéndole para que obtenga del ministro Eza más dinero para distribuir alimentos, construir caminos y terminar el ferrocarril a Drius, prueban su ética y lógica, despreciadas. El 15 de enero de 1921 ocupa Annual. Sus leales lo previenen sobre la trampa que deja abierta. El 1 de junio repite aventura en Abarrán y es humillado. La guerra se extiende por el Rif. Pide refuerzos a Berenguer, que se los niega. Quiere reembarcar a su ejército en las Bocas del Salah, por lo que moviliza sus últimas fuerzas: los mil hombres de Araujo. La defección de este, que pacta con el enemigo para salvar su vida y la de unos pocos, no la de sus tropas, asesinadas en masa, acaba con esa ilusión. Bloqueado en Annual, entre la resistencia y la retirada opta por esta. Quienes lo conocen bien (Manella, Manera, Morales) intuyen que ha decidido suicidarse. Llegado el vértigo de las huidas y renuncias, coherente consigo mismo, tira de pistola y se mata. J. P. D. Marichalar y Monreal, Luis de Madrid, 1872 - 1946 Político. Vizconde de Eza. Reformador agrario. Sus conocimientos sobre nuevas técnicas de cultivos y la mejora de regadíos lo hacían persona idónea para el Ministerio de Agricultura, donde no pasó de director general. Alcalde de Madrid (1913-1914), su obsesión ahorradora convenció a Dato, que lo hizo ministro de Fomento (1917). Su carrera política parecía concluida, pero su mentor decidió confiarle mando y aposentos en el Cuartel General del Ejército. Nunca hubo inquilino mejor vestido en Buenavista, ni ministro de la Guerra tan rematadamente malo, a excepción del general Miguel Correa, a quien su patriotismo de opereta e incoherentes telegramas hicieron célebre en 1898. La brutal muerte de su protector lo dejó desnudo de consejos. De lo mucho que le faltaba al Ejército de África —en España no había otro ejército, tan solo tropas mal armadas y peor instruidas— bien avisado estaba por su antecesor: el precavido y resuelto Villalba; más los informes del omnipotente aunque preocupado Berenguer, alto comisario. Al primero ignoró y al segundo desatendió. Cuando en enero de 1920 viajó a Marruecos, lo mucho que le disgustó (como el penoso estado de los hospitales) y lo que más le inquietó (la tensa relación entre Berenguer y Silvestre) en ningún memorando lo plasmó y se lo ocultó a Alfonso XIII. Consumado el desastre —un ejército de desaparecidos, nueve años de colonización perdidos—, en el Congreso pretendió explicar lo inexplicable y acabó pidiendo perdón a los diputados, no a la Nación. Acumuló tal patetismo e indefensión personal, que recibió pésames de simpatía. Pero si Berenguer fue encausado previo suplicatorio (que él mismo solicitase), el Senado debió exigir los suplicatorios de Eza y Fernández Prida —el ministro de Marina—, corresponsables de la no evacuación de los sitiados en Arruit, condenándolos a la muerte. Lo que hubiese evitado el Plan Berenguer, boicoteado primero por Prida y al que Eza, obtusa y servilmente, apoyó. J. P. D. 11 Manuel Fernández Silvestre, Luis de Marichalar y Monreal General jefe de la Comandancia de Melilla durante el desastre de Annual. Navarro y Ceballos-Escalera, Felipe Madrid, 1862 - 1936 J. P. D. 09.04.2014 Los responsables Barón de Casa Davalillos. Número 1 de la Promoción de su Arma en 1880. Diplomado de E. M. en 1898. Campañas de 1909 y 1912. General de brigada en 1916. Su amistad con Silvestre le lleva a Melilla, en 1920, como segundo jefe de la Comandancia. Este cargo conlleva el de presidente de la Junta de Arbitrios. Tal obligación municipal le exige tiempo, apartándolo del contacto con las tropas y la realidad táctica, que se agrava tras el revés de Abarrán. Informado del suicidio de Silvestre, llega a Drius y se encuentra con los despojos de un ejército quebrado en lo físico, deshecho en lo moral. No ordena a la columna García Esteban, en Bu Bekker, que se concentre en Drius. Duda entre fortificarse allí —con artillería, reservas de municiones y víveres, más las aguas del Kert muy cerca— o proseguir la retirada hasta Melilla. Y toma la peor decisión: marchar a pie hasta la plaza. Acaba sitiado en Arruit, donde se encierra, el 29 de julio, con tres mil hombres. El drama concluye en el holocausto del 9 de agosto: un ejército que rinde sus armas al vencedor, degollado por este. En las casas-prisión de Axdir surge un Navarro defensor de enfermos y lisiados, altivo ante la amenaza, resistente al suplicio (encadenado a un muro estuvo). Jamás tuvo España un general de cautivos más digno y estoico. Encausado por Ayala, los cargos contra él son retirados en 1924. Al comenzar la Guerra Civil le recluyen en la cárcel Modelo. El incendio y tumulto por los asesinatos del 23 de agosto le permiten escapar. Vuelve a su casa. Quiere abrazar a los suyos y asearse. Le apresan junto con su hijo, el capitán Carlos Navarro Morenés, de 34 años. En noviembre son ambos conducidos a Paracuellos y fusilados. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif A la memoria del general Navarro y su hijo Carlos, fusilados ambos Felipe Navarro y Ceballos-Escalera General. Defensor de Monte Arruit. 197 II.II Los imprescindibles 198 Angoloti y Mesa, Carmen, duquesa de la Victoria Cuando en la canícula de 1917, la Duquesa venía diariamente a recorrer despachos del Ministerio y con vivísima comprensión y con voluntad tenaz, contribuía a allanar engorrosos trámites para la instalación de la Cruz Roja en el edificio de San José y Santa Adela. El que esto escribe repitió mil veces el dicho de D. Juan Picasso: ¡Es mucho hombre esta mujer! Pero no le ha sorprendido la maravillosa labor realizada posteriormente en España y África. Sabía que haría cuanto se propusiera, sin más que ajustarse a su sencillo programa: decisión, desinterés, sacrificio. ¡Qué sencillo... y qué difícil! Los imprescindibles Si hubo un tiempo en que, para los españoles, la palabra Marruecos estaba asociada con Annual, el Barranco del Lobo, la guerra y la pérdida de vidas humanas, para esos mismos españoles la mención a la duquesa de la Victoria significaba la caridad y el alivio del sufrimiento. Nacida en una familia de la burguesía acomodada, muy joven, a los diecisiete años, casó con el III duque de la Victoria, Pablo Montesino Espartero, oficial de Caballería y con una saneada situación económica. Nada hacía suponer que esta mujer aparentemente predestinada a una vida de comodidades y frivolidades, en una época en que a la mujer no se le reconocían capacidades de iniciativa o de gestión, iba a desarrollar unas actividades que asombraron a sus coetáneos. Durante varios años Carmen Angoloti siguió a su marido por sus varios destinos militares, entre los que destacaba el de agregado militar en Berlín (1905-1907), donde establecieron relaciones con la familia del káiser. Finalmente, el matrimonio, que no tendría descendencia, terminó asentándose en Madrid, donde el duque de la Victoria fue ayudante de campo de los infantes don Fernando de Baviera y don Carlos de Borbón y por consiguiente estuvo estrechamente relacionado con la familia real. Pronto, Carmen Angoloti entró en el círculo de amistades de la reina Victoria Eugenia (ver biografía), quien la toma como su persona de confianza para impulsar las actividades de la Cruz Roja Española. Su primera tarea fue la puesta en marcha del madrileño Hospital de San José y Santa Adela (actualmente Hospital Central de la Cruz Roja), cuya construcción había sido financiada por el testamento de doña Adela Balboa y Gómez, pero que a la conclusión de las obras se hallaba sin fondos para su funcionamiento. La duquesa de la Victoria asumió la tarea de enfrentarse a todas las dificultades legales y burocráticas hasta que el hospital pasó a funcionar bajo el control de la Cruz Roja Española. De los problemas superados son prueba las palabras de don Pascual Gil, uno de los funcionarios del Ministerio de la Gobernación con los que debió negociar Carmen Angoloti: Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Colaboradora de la reina Victoria Eugenia en la organización de la Cruz Roja Española. Tras el desastre de Annual, creó en Melilla varios hospitales en los que la atención médica era modélica. Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria Madrid, 7 de septiembre de 1875 - 4 de noviembre de 1959 199 Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 200 Sin embargo, el momento cumbre de la duquesa de la Victoria llega en julio de 1921. La corte y el Gobierno se encuentran en San Sebastián y hasta allí llegan las terribles noticias de Melilla. La reina Victoria Eugenia encomienda a su fiel Carmen la tarea de marchar a Melilla y actuar en representación de la Cruz Roja Española. Acompañada por cuatro monjas y por tres jóvenes de la alta sociedad (Mimí Merry del Val, María Benavente, sobrina del dramaturgo, y Conchita Heredia, dama de la reina), Carmen llega a Melilla. Allí todo es desorden por la continua llegada de unidades de refuerzo. Faltan locales, camas, menajes, mantas, medicinas, alimentos, etc. Hasta el agua potable es escasa. Carmen es recibida por las autoridades militares con una mezcla de educación y desdén: «¡No tenemos bastantes problemas y además aparecen estas señoritas incordiando!». La duquesa no se amilana y actúa por su propia iniciativa. Contacta con los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que tienen un colegio sin uso. Pronto se acuerda la cesión. La misma Carmen compra las camas necesarias de un buque alemán que ha tocado en el puerto de Melilla. Los colchones, las sábanas, las medicinas, el instrumental, todo es conseguido de un modo u otro por Carmen Angoloti y sus auxiliares. El resultado es que el día 4 de agosto, apenas dos semanas después de Annual, el hospital está funcionando con cien camas y otras cincuenta para emergencias. Su tarea continúa. El Ayuntamiento de Melilla le cede un grupo escolar recién terminado pero aún sin uso. El proceso se repite. El día 26 de agosto es inaugurado como hospital con doscientas camas, más cien para emergencias. Para valorar el trabajo desarrollado es necesario conocer que hasta ese momento Melilla disponía de tres hospitales (Dockers, Alfonso XIII y otro de pequeña entidad) con una capacidad total máxima de ochocientas cincuenta camas. En la opinión general de testigos de la época, estos hospitales estaban peor dotados que los dos centros que la Cruz Roja y la duquesa de la Victoria habían creado de la nada en tan solo un mes. La actividad de Carmen Angoloti no cesa. El 23 de septiembre embarca en un tren blindado que llega hasta Nador, donde recoge heridos. En esa fecha, la situación en la zona es aún insegura. El tren es tiroteado y en varias ocasiones debe detenerse para reparar las vías levantadas. El jefe del tren, asombrado de su sangre fría, le expide un certificado de su presencia en zona de combate. De Nador a Zeluán y a Monte Arruit, donde es testigo de la cruel matanza cometida por los rifeños contra los rendidos soldados del general Navarro. De esos meses es la siguiente anécdota, recogida en la biografía de la duquesa escrita en 1958 por su sobrino, el doctor Ignacio Angoloti de Cárdenas: Unos oficiales de la Legión atendidos en uno de los hospitales de la Cruz Roja en Melilla, se presentan a la duquesa para agradecer sus desvelos. Se excusan de que en Melilla es difícil encontrar flores con que obsequiarla. Carmen les contesta sin darle más importancia: «Dejaos de flores, cabezas de moros es lo que hace falta». Las operaciones continúan y la Cruz Roja, impulsada por la duquesa de la Victoria, continúa atendiendo a los heridos. Puestos avanzados, aviones para evacuación, los más modernos elementos quirúrgicos y de diagnóstico instalados en las proximidades de las líneas de fuego... Todo parece poco para remediar el dolor y reducir la mortalidad de los heridos. Las tareas de atención inmediata son completadas con hospitales de retaguardia en Madrid, Málaga y Sevilla a donde son evacuados los heridos que requieren periodos de convalecencia. La duquesa de la Victoria, sin descanso, pasa de la Península a África supervisando el funcionamiento de todas las instalaciones de la Cruz Roja. En un momento dado, El Telegrama del Rif, el periódico de Melilla, publica: «Pájaros de mal agüero. Llegan a Melilla la duquesa de la Victoria y el doctor Gómez-Ulla». El motivo es que su presencia en Melilla implicaba la pronta reanudación de operaciones y el aumento de bajas. En septiembre de 1925 tiene lugar el desembarco de Alhucemas. Tres buques mercantes (Andalucía, Barceló y Villarreal) son acondicionados para atender y transportar hasta casi mil heridos. La duquesa pasa de uno a otro buque supervisando los servicios de la Cruz Roja. Finalmente, desembarcando desde el Barceló, fue uno de los primeros civiles en pisar tierra firme. Allí, eligió el emplazamiento para el hospital que la Cruz Roja instaló en Cala Bonita. 201 El Telegrama del Rif Diario fundado, el 1 de marzo de 1902, por Cándido Lobera Gilera, capitán de Artillería y periodista vocacional. Su nombre inicial, El Telegrama, con el que siempre se le conocería, fue reforzado después, en lo político y sociocultural, con la expresión del Rif. Su director, Lobera, tendría un acierto tan indiscutible como inusual en el mundo colonial de la época: iniciar una «Sección Árabe», página que ofreció a un juez natural de Axdir y educado en la Universidad Al Qarawiyyin, en Fez: Mohammed Abd el-Krim. Durante Los imprescindibles La Cruz Roja Española, de acuerdo con el gobierno español y del majzén [gobierno marroquí], no cree oportuna la ayuda de una comisión internacional para contribuir a aliviar los sufrimientos de los rifeños con ocasión de las operaciones de policía necesarias para restablecer el orden alterado por los rebeldes, no beligerantes, que ignoran la autoridad del majzén, protegido del gobierno español de acuerdo con los tratados internacionales. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Carmen Angoloti se sobrecoge. Sus palabras han sido tomadas al pie de la letra. Ordena enterrar las cabezas en el patio de hospital. Casi un año después son desenterradas, bañadas en cal y enviadas a Madrid, donde fueron empleadas muchos años en las clases de anatomía de la Escuela de Enfermeras de la Cruz Roja. Sin duda, la mentalidad de la época hacía tolerables situaciones como la descrita. No se debe olvidar que en esas mismas fechas el marqués de Hoyos, presidente de la Cruz Roja, contestaba al Comité Internacional sobre la posibilidad de una comisión internacional que supervisase las operaciones en el Protectorado español en Marruecos: Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria Horas después dos legionarios se le presentan con un cesta adornada con hojas y ramas. En su interior hay dos cabezas de rifeños y una tarjeta con el siguiente texto: «A la noble dama duquesa de la Victoria presidenta de la excelsa asociación de la Cruz Roja. Los legionarios acogidos a su dulcísima hospitalidad envían estas flores que son testimonios de más sentido reconocimiento». cinco años, de 1907 a 1911, Abd el-Krim defendió la concordia con los españoles, sin por ello devaluar las identidades de los rifeños ni sus derechos históricos. Su cultura y sutil pluma le valieron para lograr tan difícil equilibrio didáctico-reflexivo. Abd el-Krim mantuvo «encendidos» debates con aquellos marroquíes que sostenían las tesis del colonialismo francés, representados por Saada (La Felicidad), periódico editado en Tánger, pero financiado por la Legación de Francia en la futura ciudad internacional. La guerra del Kert, más la política represiva del alto comisario, general Jordana —enemigo de enemistarse con Francia—, a partir de 1915, traducida en la persecución contra Abd el-Krim, acabaron con su vertiente periodística, no con el ejemplo de su objetividad en esa parte crucial de su formación como líder del Rif. Cándido Lobera dirigió El Telegrama hasta su muerte, en 1932. El periódico que él fundara pasó a ser, en 1963, El Telegrama de Melilla, que respeta su identidad y aún hoy se publica. Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria Terminada la campaña llegan los momentos de los homenajes. En 1925, sendos monumentos son erigidos en su honor en las ciudades de Cádiz y Madrid. En Madrid se celebra un homenaje donde se recogen dedicatorias que luego son publicadas. Todos los miembros de la familia real, personalidades de la política, del arte, de la industria, de la milicia, del periodismo, aristócratas y miles de españoles de a pie firman sus dedicatorias. Cabe destacar la de los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero: La piedad dijo al dolor: –Descansa en el pecho mío, tengo para ti una flor y para la flor, rocío... Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los imprescindibles También las de Pablo Iglesias e Indalecio Prieto, alejados social e ideológicamente de la duquesa, pero que reconocían sus méritos personales. Pablo Iglesias: «Enemigo de la guerra, rindo homenaje a la señora que ha demostrado elevadísimas condiciones de humanidad, al par que una extraordinaria modestia». Indalecio Prieto: «Bondad, modestia y valor. He ahí las características predominantes de la Duquesa de la Victoria. La fortaleza de un hércules en un alma hondamente femenina». En abril de 1931, a la caída de la monarquía, Carmen Angoloti sigue a su reina al exilio, pero pronto vuelve a su Madrid natal. En julio de 1936, ella y su marido son detenidos por las milicias socialistas. Pablo Montesino Espartero es, al parecer, asesinado en las cercanías de Aravaca, mientras que Carmen Angoloti es canjeada gracias a los esfuerzos de la Embajada argentina. Embarca en Alicante en el torpedero Tucumán y llega a Francia, de donde pasa a la España de Franco. A las pocas semanas se encuentra en el hospital emplazado en Leganés atendiendo a los heridos del frente de Madrid, donde permanecerá durante toda la Guerra Civil. Al término de esta, continuó residiendo en su domicilio de Madrid hasta su fallecimiento el 4 de noviembre de 1959. J. A. S. Bibliografía Angoloti de Cárdenas, Ignacio, La duquesa de la Victoria, Madrid, Altamira, 1958. 202 Homenaje a la Duquesa de la Victoria, Madrid, Depósito de la Guerra, 1926. Sesión científica homenaje a la figura de Carmen Angoloti, Duquesa de la Victoria, Madrid, Real Academia Nacional de Medicina, 2012. Victoria Eugenia De accesible princesa a reina estatua y al fin reina liberada Reina de España. Era nieta de la reina Victoria de Inglaterra. En el círculo de las familias reales se la conocería siempre por su apelativo: Ena. Su matrimonio con Alfonso XIII fue un enlace estratégico, no una unión marital equilibrada, por cuanto la pasión dejó paso a los devaneos extraconyugales del rey y a su desesperación por la herencia hemofílica que transmitiese a sus hijos varones a excepción del tercero, el infante don Juan. La severidad (a menudo hostilidad) que recibiese de la reina madre, doña María Cristina, con su séquito de damas tan habsbúrgicas que parecían archiduquesas, la llevaron a volcarse en tareas humanitarias o de mecenazgo y en viajar al Reino Unido para estar con su madre y hermanos. La heroica muerte del príncipe Maurice (Yprès, octubre 1914) y el fallecimiento del príncipe Leopold a raíz de una desafortunada intervención quirúrgica (Londres, abril 1922), la volvieron más desafiante ante las continuas infidelidades de su esposo. El atraso sanitario español y la dureza extrema de la lucha en Marruecos la impulsaron a laudables iniciativas suyas: la Liga Antituberculosa y el Instituto de Reeducación para Mutilados. La caída de la Monarquía la permitió exponer, en público, una ruptura que duraba veinte años. Su marido escapó de Madrid en la noche del 14 de abril; ella se marchó en pleno día y nadie la ofendió. Afrontó con entereza la pérdida de dos de sus hijos en accidentes de automóvil: en 1934 el infante Gonzalo en Krumpendorf (Austria) y en 1938 su primogénito, Alfonso, en Miami (Florida). En su exilio helvético recuperó las ganas de vivir. En febrero de 1968 regresó a España para asistir al bautizo de su bisnieto, el príncipe Felipe. Cientos de madrileños la vitorearon al salir del palacio de Liria, donde se hospedaba. Hermosa todavía a sus 81 años, mostraba una rebelde felicidad: representaba a la libertad excarcelada. Volvía a ser Ena. Catorce meses después fallecía en «Vieille Fontaine». J. P. D. 10.09.2014-24.05.2015 Los imprescindibles Balmoral, Escocia, 1887 - Lausana, Suiza, 1969 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Battenberg, Ena de (Victoria Eugenia) Ena de Battenberg (Victoria Eugenia) A Mª Teresa Martos Da Riva en memoria de su padre, Luis Martos Jaldón 203 Dato e Iradier, Eduardo A Coruña, 1856 - Madrid, 1921 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los imprescindibles Eduardo Dato e Iradier Abogado y estadista. 204 Encabezó un conservadurismo progresista aunque tercamente alfonsista —los llamados idóneos—, opuestos a los mauristas, defensores de un monarquismo reformista y liberalizador. En 1899, siendo ministro de la Gobernación con Silvela, instituyó las leyes protectoras de los obreros en accidentes laborales; así como las del trabajo de la mujer y el menor de edad, bases de la moderna legislación social. Ministro de Gracia y Justicia en el II Gobierno Silvela (1902-1903), promovió el régimen de tutela en las cárceles. Su primer Ejecutivo coincidió con la Guerra Europea, en la que supo aconsejar a Alfonso XIII para mantener la neutralidad, desoyendo los requerimientos de beligerancia provenientes de Alemania, Austria y Hungría. Cara a Marruecos, el asesinato de Sidi Alkalay (mayo de 1915), delegado raisunista, lo desbordó. Sus decisiones fueron tan desafortunadas como sus consecuencias: privó a la Alta Comisaría del doble imperativo de autoridad y ejemplaridad, sin el cual el Protectorado perdía toda legitimidad. En 1917, consciente del militarismo elitista del rey —esa parte del generalato que siempre tenía puertas abiertas en Palacio—, no plantó cara a las Juntas de Defensa. El jefe del Estado se convirtió en su rehén y el bipartidismo en un sistema cautivo. En mayo de 1920, al formar nuevo gobierno, como ministro de la Guerra eligió a Luis de Marichalar por ser persona cuidadosa. Y el señor vizconde lo era, sobre todo en su atuendo. El magnicidio del 8 de marzo de 1921 supuso un golpe devastador para el alfonsismo y el ejército. Dato no hubiera asistido, aturdido y estupefacto —caso de su sucesor, Allendesalazar— al trágico revés de Abarrán ni dejado morir a la gente de Navarro. Dato conocía bien la Marina y no hubiese tolerado la impavidez delictiva de Fernández Prida al no movilizar la flota en socorro de los sitiados en Monte Arruit. J. P. D. García Pérez, Antonio Puerto Príncipe, Cuba, 3 de enero de 1874 - Córdoba, 27 de septiembre de 1950 Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Hijo de Bernardino García y García, militar y héroe de las campañas de Cuba, y de Amalia Pérez Barrientos, fue el primogénito de una familia de cinco hermanos. Tras obtener el empleo de teniente de Infantería en la Academia de Toledo, en 1895 fue destinado a Cuba, encuadrado en el Batallón de Baza Peninsular n.º 6, en plena guerra de insurrección. Allí participó en varias acciones de combate, como en la muy sangrienta de Peralejo, obteniendo dos cruces al Mérito Militar con distintivo rojo. En junio de 1896 volvió a la Península para realizar el curso de Estado Mayor, obteniendo este diploma en agosto de 1902. A continuación, estuvo destinado en los Regimientos de Infantería Saboya n.º 6 y de Reserva Ramales n.º 73, en Córdoba, hasta agosto de 1905. Durante esta árida y difícil posguerra del «desastre del 98» alternó la vida de guarnición con el estudio y la lectura, imbuyéndose de un gran espíritu regeneracionista hacia la institución de la que formaba parte. Antonio García Pérez fue autor de gran número de obras relacionadas con aspectos históricos y organizativos de América, siguiendo la estela de su origen antillano y su inquietud intelectual. Trabó conocimiento con varios militares suramericanos que le proporcionaron acceso a fuentes bibliográficas y documentales. Sus escritos fueron pioneros en difundir episodios de la realidad americana apenas tratados en la España de la época. Uno de sus primeros trabajos extensos fue el interesante y completo Estudio político-militar de la campaña de Méjico 1861-1867, aparecido en 1900. En 1901 obtuvo la Cruz de 1.ª clase del Mérito Militar con distintivo blanco por su obra Reseña histórico-militar de la campaña del Paraguay (1864 a 1870). En 1902 publicó Reflejos militares de América, un opúsculo de treinta páginas sobre varios países de América (Chile, México, Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil, Ecuador, Perú). En 1903 se le concederá otra Cruz del Mérito Militar por cinco de sus obras: Guerra de Secesión. El general Pope; Una campaña de ocho días en Chile; Proyecto de nueva organización del Estado Mayor de la República Oriental de Uruguay; y Campaña del Pacífico entre las repúblicas de Chile, Perú y Bolivia (manuscrito). Y en 1905 publicó Añoranzas americanas. Entre 1905 y 1912 estuvo destinado con el empleo de capitán como profesor en la Academia de Infantería de Toledo. Allí alternó la labor docente con la continuidad de su actividad literaria. García Pérez fue designado también auxiliar de dirección en el recién creado Museo de Infantería, con sede en el Alcázar toledano, siendo su director el coronel Luis de Fidrich Domecq. Coincidiría en la academia con su hermano Fausto así como con el también capitán Víctor Martínez Simancas (ver biografía), con cuya familia emparentaría indirectamente años después. Durante este periodo daría a la imprenta México y la invasión norteamericana (1906), a la que seguirían Javier Mina y la independencia mexicana (1909). En la sesión del 15 de Antonio García Pérez Militar erudito, de inquietud moral y social, autor de una extensa producción bibliográfica relacionada con la milicia, entre cuyos temas destacan Marruecos y América. 205 Antonio García Pérez Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 206 febrero de 1906, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística lo nombró socio honorario por unanimidad, «en debida correspondencia a los elevados propósitos en que se ha inspirado el señor García Pérez al redactar hasta ahora las muchas y brillantes páginas que de su pluma han salido y en las cuales el nombre de México aparece rodeado de los más enaltecedores atributos». En los siete años que ejerció la docencia en la Academia escribió así mismo varias obras relativas a una de las cuestiones más candentes para la España de la época y que afectaría a miles de españoles: la presencia de nuestro país en el norte de África. La obra escrita que Antonio García Pérez dedicó al tema aborda aspectos geográficos, históricos y lingüísticos. Su obra La cuestión del Norte de Marruecos, publicada en 1908, defiende las mismas tesis que los ideólogos de la expansión española al otro lado del Mediterráneo. Antes incluso de suscribirse los acuerdos que darían lugar a la instalación del Protectorado escribiría Geografía militar de Marruecos y Posesiones españolas en el África Occidental. Su trabajo Isla del Peregil y Santa Cruz de Mar-Pequeña (1908) se convirtió en la única referencia sobre la cuestión muchos años más tarde, durante el incidente por el islote de Perejil del año 2002. Pero nuestro biografiado continuaría dedicando sus escritos a cuestiones norteafricanas durante mucho tiempo. Recoge aspectos emotivos y morales, como los recuerdos a sus compañeros, antiguos alumnos o meros soldados caídos en los campos de batalla de Marruecos. Valgan como ejemplo Heroicos infantes en Marruecos (1928) o Cómo murió en África el heroico soldado Pedro González Cabot (1922), entre varias decenas de títulos realizados entre 1906 y 1945. El mismo año en que comenzó la campaña de Melilla de 1909 publicará Ocho días en Melilla. Su libro Zona española del Norte de Marruecos está dedicado a uno de los generales protagonistas en la instauración del Protectorado, el teniente general Alfau. En noviembre de aquel año fue nombrado académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Es asimismo notorio su interés por establecer contacto y contraste de pareceres con prestigiosos arabistas como el escritor y corresponsal de guerra Guillermo Rittwagen Solano. García Pérez plasmaría los conocimientos adquiridos sobre la lengua y la cultura árabes en la enseñanza de esta disciplina, que hubo de impartir en la Academia de Infantería de Toledo. Así vieron la luz el Vocabulario militar hispano-mogrebino (publicado en Melilla, en 1907, por el periódico El Telegrama del Rif) y el texto manuscrito Árabe vulgar y cultura arábiga. Durante sus años de profesor en la Academia de Toledo tuvo como alumno al infante Alfonso de Orleans y Borbón, hijo de la infanta Eulalia de Borbón, tía del rey Alfonso XIII. La amistad y respeto que existió entre ambos se manifestó en la defensa publicada en prensa que García Pérez realizó de su alumno en 1910, al ser este desposeído de todos sus derechos por contraer matrimonio con la princesa Beatriz de Sajonia-Coburgo-Gotha, de religión protestante, sin el permiso del rey ni el visto bueno del jefe de Gobierno, Antonio Maura (ver biografía). El incidente le supuso un mes de arresto y la apertura de un proceso que le podía haber supuesto seis años de prisión, pero que quedó en suspenso por la intercesión de los infantes. Su carrera militar continuaría aparentemente sin novedad. Hasta el fin de sus días mantendría correspondencia con el infante, así como con la propia infanta Eulalia. En 1912 fue ascendido a comandante y obtuvo el destacado nombramiento de Gentilhombre de Cámara del rey Alfonso XIII. En 1914 fue destinado al Regimiento de Infantería de Borbón n.º 17 en Tetuán, donde, además de diferentes acciones de guerra, sobresalió por los servicios humanitarios durante la epidemia de peste bubónica declarada en el campamento del Hayar, al que fue destacado Antonio García Pérez Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif en septiembre de 1915. Trasladado al campamento de Smir, en diciembre se hizo cargo del mando del batallón, al frente del cual cooperó en rechazar una agresión del enemigo a Monte Negrón. A comienzos de 1916 se trasladó al campamento general de Dar Riffien y seguidamente al cuartel del Serrallo, donde se dedicó a la instrucción de reclutas. Desde estos puestos dirigió varias cartas al marqués de Borja, intendente de la Casa Real. Además de remitir varias de sus publicaciones y pedir apoyo para su edición, aprovechó su amistad con el marqués para trasladarle las pésimas condiciones de vida y salud de sus soldados, con el fin de que llegaran a oídos del monarca, pensando ingenuamente que podría así contribuir a su solución. En abril de 1916 embarcó hacia Málaga, permaneciendo en esta plaza hasta que en julio se trasladó con su batallón a Asturias con motivo de la huelga ferroviaria. En 1919 fue ascendido al empleo de teniente coronel de Infantería y destinado al Regimiento Tarragona n.º 78 con sede en Gijón. Desde este cargo creó la «biblioteca para el soldado», que asimismo instauraría en Algeciras en el Regimiento Extremadura n.º 15, donde fue destinado en 1921. Por dichas iniciativas recibió la encomienda de la Orden Civil de Alfonso XII. En agosto de 1921 fue destinado al Estado Mayor Central, en Madrid. Ese mismo año el Ayuntamiento de Córdoba reconoció su iniciativa y esfuerzos por erigir el monumento a la insigne figura histórica del Gran Capitán. En 1923 pasó a servir en la Secretaría General del Estado Mayor Central. Desaparecido dicho organismo en la reorganización de 1925, durante los años siguientes García Pérez desempeñó su actividad en la Dirección General de Preparación de Campaña del Ministerio de la Guerra. A finales de 1928 fue ascendido a coronel y destinado a Cáceres al mando del Regimiento de Infantería Segovia n.º 75. En esta ciudad extremeña acometió una extensa labor para la mejora de las condiciones de vida de los soldados y para tender puentes con una población civil muy enfrentada a la institución tras los sucesos de Marruecos. En esta labor le sorprenderá una lista de acusaciones, incluyendo la de femineidad, que le llevó ante un tribunal de honor celebrado en Valladolid en octubre de 1930. Virtualmente sin opción a defensa, fue separado del servicio, causando baja en el ejército. Probablemente no fueran ajenas a este suceso su afinidad monárquica, pública y notoria desde el incidente con el infante de años atrás, su carácter erudito y su soltería, que le convertían en una rara avis para algunos sectores de la institución en aquella convulsa época prerrepublicana. Así comenzaría una larga lucha para reivindicar su honor. Tras la Guerra Civil —durante la cual estuvo un tiempo encarcelado en la checa de Porlier de Madrid— fue rehabilitado, aunque no tenemos constancia documental. Prosiguió con su actividad literaria y colaborando en diferentes revistas militares. Siempre mostró un especial interés por aspectos sociales, culturales y humanistas, desde la óptica tradicionalista española, de cara a mejorar la formación integral de oficiales y soldados. Recuérdese que su obra Patria había alcanzado las siete ediciones entre 1923 y 1927. García Pérez vivió discretamente como «coronel de Estado Mayor retirado» hasta su fallecimiento en el hospital militar de Córdoba en 1950. Su obra ha sido rescatada del olvido por Jensen (2001) y Yusta (2011) y por el proyecto editorial del que forma parte esta publicación. J. M. G. A. 207 Bibliografía Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los imprescindibles Antonio García Pérez Jensen, Geoffrey, Cultura militar española: modernistas, tradicionalistas y liberales, Madrid, Biblioteca Nueva, 2014 (traducción de la obra del mismo autor publicada en 2001 por University of Nevada Press). 208 Pérez Frías, Pedro Luis, «Cuatro personajes y una obra», en VV. AA., Ejército y derecho a principios del siglo XX, Las Rozas (Madrid), La Ley, 2012, pp. 89-229. —, La vida que fue. Antonio García Pérez, un intelectual militar olvidado (biografía inédita). VV. AA., América y España: un siglo de independencias, ed. de Manuel Gahete Jurado, Bilbao, Iberdrola, 2014. VV. AA., México y España: la mirada compartida de Antonio García Pérez, ed. de Manuel Gahete Jurado, Bilbao y Rute (Córdoba), Iberdrola y Ánfora Nova, 2012 (dos ediciones). VV. AA., El Protectorado español en Marruecos: la historia trascendida, dir. de Manuel Aragón Reyes, Bilbao, Iberdrola, 2013. Yusta Viñas, Cecilio, Alfonso de Orleáns y de Borbón. Infante de España y pionero de la aviación española, Madrid, Fundación de Aeronáutica y Astronáutica Españolas, 2011. Con agradecimiento a Manuel Gahete Jurado, Pedro Pérez Frías y Montserrat Barbé Capdevila por sus aportaciones. Gómez Jordana, Francisco Mazarrón, Murcia, 1852 - Tetuán, 1918 J. P. D. Pagés Miravé, Fidel Huesca, 1886 - Quintanapalla, Burgos, 1923 Médico militar. Al coronel médico Luis Arcarazo García, I Premio «Fidel Pagés» (2008) Estudia en la Universidad de Zaragoza, donde se gradúa en 1908. En 1911 ingresa en la Sanidad Militar como capitán médico. Parte voluntario para cumplir misiones humanitarias en Austria- Hungría. Entre abril y septiembre de 1918 realiza fatigosas visitas de inspección a los campos de prisioneros donde se hacinaban, por miles, soldados italianos, rusos, rumanos y serbios. Cumple agotadoras estancias en el hospital militar vienés «Número 2». Investiga el dolor agudo y cómo operar sin anestesia total. Los desastres de 1921 le llevan a Melilla, desbordada por el flujo de heridos graves. Alterna jornadas de un día y una madrugada en quirófano con una mañana de descanso para, al atardecer, partir hacia el frente. Se desplaza en un rápido (los Ford de 20 HP) o en un biplano, en el que lo acompaña una monja. Aterriza en segunda línea y allí mismo, rodeado de camillas —el anuncio de su llegada moviliza campamentos y columnas— opera heridas de vientre o de cráneo. Salva vidas sin darse tregua y acumula una fama tan grande como su cansancio. Se merece la Laureada, pero no es propuesto. Ese mismo año publica su ensayo La anestesia metamérica, confirmación de su genial descubrimiento: la anestesia epidural. En 1922 asciende a comandante. En 1923 solicita la excedencia. Decide tomarse unas vacaciones con su esposa e hijos en el balneario de Cestona (Guipúzcoa). El 21 de agosto, de vuelta a Madrid, el coche que él mismo conducía se topa con un profundo bache, emboscado en la Cuesta de la Brújula. Volantazo, choque contra un árbol, vuelco y fractura de cráneo. España perdía así al que debió ser su segundo Nobel de Medicina después de Cajal. J. P. D. 30.10.2013 Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Alférez de Caballería en 1871, ingresó en el Estado Mayor, cuerpo del que llegó a ser profesor en 1882 y, con posterioridad, reformador del Plan de Enseñanza. En 1903, coronel. Estudia y escribe. Publica La Campaña de Andalucía en 1808 y La conquista de Argelia. La crisis de julio de 1909 lo sorprende en Melilla. Su buen juicio y determinación evitaron mayores males. En 1911 es nombrado director de la Escuela Superior de Guerra, lo cual certifica el reconocimiento del que gozaba y el acierto de quien validaba tal designación: el ministro Luque. Pasa destinado a Melilla como general jefe del Estado Mayor de la Comandancia. Las campañas de 1911-1912 las afronta con objetividad y resolución. Su entendimiento con Larrea y García Aldave asegura la pacificación del territorio. Tras ser nombrado Marina alto comisario, persevera en la mejora del Plan Alhucemas. La dimisión de Marina y Silvestre lo llevan, en 1915, a la Alta Comisaría. Desde Tetuán emprende negociaciones con El Raisuni que fructifican en el pacto sellado en El Fondak (24 de mayo de 1916), por el cual columnas españolas y raisunistas acometerán el difícil sometimiento de los anyeríes, tribu que amenazaba Ceuta y Tánger. La concordia dura poco y la guerra con El Raisuni se reactiva. Pide dinero y refuerzos, que nadie atiende. Indignado por el intervencionismo de diplomáticos, políticos y empresarios en los hechos protectorales, redacta su Memorial de Quejas a Romanones, lo concluye y, cuando lo revisaba, se desploma sobre su mesa de trabajo, fulminado por un infarto. Francisco Gómez Jordana, Fidel Pagés Miravé Militar. Afamado docente de historia y táctica. 209 Villalba Riquelme, José Cádiz, 17 de octubre de 1856 - Madrid, 25 de noviembre de 1944 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los imprescindibles José Villalba Riquelme Erudito, ilustre y valeroso militar, destacado escritor y gran entusiasta de la formación física. 210 Fueron sus padres Rafael Villalba Aguayo y Adela Riquelme O’Crowley. Rafael cursó la carrera de Medicina, prestando servicio en hospitales de Córdoba, Ciudad Real y Granada, hasta que en 1867 ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar. Tras participar en el movimiento revolucionario de 1868 y en la tercera guerra civil, en 1869 fue destinado a Puerto Rico, de donde en 1873 pasó a Cuba; ambos destinos minaron su salud, obligándole a regresar enfermo a la Península, donde murió de disentería crónica en 1879. Adela descendía de una familia de comerciantes irlandeses afincada en Cádiz desde el siglo XVIII, a la que perteneció Pedro O’Crowley O’Neill, renombrado numismático, anticuario y coleccionista de obras de arte —a quien menciona Antonio Ponz en su conocida obra Viage de España—; otro destacado miembro de la familia fue Pedro O’Crowley Power, conocido profesor y traductor. El padre de Adela, Joaquín Riquelme y García de Paredes, fue un destacado matemático y catedrático de la Universidad de Sevilla. El matrimonio tuvo cuatro hijos, de los que Carlos y José serían militares, mientras que Ricardo se dedicó a la enseñanza e Isabel profesó como monja de clausura en el convento de las Comendadoras de Santiago, en Toledo. Cuando la edad de sus hijos se lo permitió, Adela cursó la carrera de Magisterio, desempeñando posteriormente el cargo de directora de las Normales de Maestras de Ciudad Real, Granada y Alicante; también estudió la carrera de Comercio, en cuya Escuela impartió clases. Tras el fallecimiento de su esposo contrajo matrimonio con Enrique Díaz Trechuelo y Ostman, también militar, hijo del marqués de Villavilviestre. Fue una mujer de gran carácter, preclaro talento y gran cultura, destacada escritora y profesora, y una convencida feminista. José Villalba pasó en Cádiz los primeros años de su vida, trasladándose en 1869 a Puerto Rico en unión de su familia. Al cumplir los catorce años obtuvo plaza de cadete en el Batallón de Infantería de Puerto Rico, del que pasó al Batallón de Infantería de Madrid, en la misma isla, para continuar sus estudios militares, a cuyo término, en octubre de 1873, fue promovido al empleo de alférez y destinado al Batallón de Infantería de Cádiz, sirviendo posteriormente en el Batallón de Artillería. Una vez de vuelta a la Península, fue ascendido a teniente en 1875 y destinado al Batallón de Reserva n.° 2, en cuyas filas combatió a los carlistas formando parte del Ejército de Operaciones del Norte, valiéndole su destacada actuación la recompensa del grado de capitán. Tras servir en el 3.er Regimiento de Ingenieros, en Aranjuez, en septiembre de 1876 fue trasladado con el grado de comandante al Ejército de la Isla de Cuba, donde se reunió con su padre. Una vez en La Habana, se incorporó a la Compañía de Telégrafos del Regimiento de Ingenieros, con la que tomó parte en operaciones contra los insurgentes, ganando por su valor una Cruz Roja al Mérito Militar. Habiendo caído enfermo en dos ocasiones, no tuvo más remedio que embarcar en 1878 hacia la Península, donde fue destinado al Batallón de Depósito de Montoro (Córdoba), pasando muy pronto al de Cazadores de Manila, de guarnición en Madrid. José Villalba Riquelme Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif En el mes de septiembre de 1882 fue nombrado profesor auxiliar de la Academia de Infantería de Toledo, pasando al año siguiente en el mismo puesto a la recién creada Academia General Militar. Su sólida formación le permitió publicar en 1882 su primera obra, Elementos de Logística, cuando solamente ostentaba el empleo de teniente. Durante los años siguientes impartió a los cadetes diversas asignaturas: Geografía e Historia Militar, Telegrafía, Ferrocarriles y Contabilidad, Detall, Procedimientos y Literatura, y otras, recibiendo como premio al ejercicio del profesorado la Cruz de Isabel la Católica. Su segunda obra, Táctica de las tres Armas, fue recompensada en mayo de 1889 con el empleo de capitán, premio rara vez concedido por tales motivos. Tras pasar unos meses formando parte de la plantilla del Regimiento de Saboya, en 1890 volvió a la Academia General, correspondiéndole las clases de Reglamento de Campaña, Evoluciones de la Caballería y Artillería, Táctica de las Tres Armas, Constitución del Estado, Ley de Enjuiciamiento, Literatura Militar y otras, y teniendo a su cargo la instrucción práctica de tiro. En 1893, una vez disuelta la Academia General Militar, pasó a la de Infantería, alcanzando al año siguiente el empleo de comandante y siendo confirmado en su destino, pasando a impartir las asignaturas de Táctica de Brigada, Arte Militar, Reglamento y Curso de Tiro, Organización Militar de España, Higiene, Geografía Militar de España y Posesiones, Guerras Irregulares, Estrategia y Código de Justicia Militar, al tiempo que desempeñó a partir de 1895 el cargo de jefe de Instrucción Táctica. En 1897 su obra Táctica de las tres Armas fue declarada texto en la Academia, y en ese mismo año recibió una Cruz Blanca al Mérito Militar como recompensa a los años de profesorado. Causó baja en la Academia de Infantería al ser ascendido a teniente coronel en abril de 1898, siendo su nuevo destino el Regimiento de Reserva de Badajoz y seguidamente el Regimiento de Soria. En ese mismo año recibió la segunda Cruz Blanca al Mérito Militar, por haber introducido modificaciones en la quinta edición de su obra Táctica de las tres Armas. Los siguientes años sirvió en el Regimiento de San Fernando, en Madrid, y fue ayudante de campo del general Polavieja, ministro de la Guerra; fue agregado al Colegio de María Cristina para Huérfanos de la Infantería, en Toledo, en el que desempeñó el cargo de jefe de estudios; y volvió a partir de 1901 a ser ayudante de Polavieja, entonces en situación de cuartel en Madrid, y más tarde director general de la Guardia Civil, jefe del Cuarto Militar de S. M. el rey y jefe del Estado Mayor Central. Durante su estancia en el Colegio de Huérfanos de Toledo publicó la obra Tiro Nacional. A partir de 1905 formó parte de la comisión encargada de estudiar las islas Baleares y posteriormente asistió como observador a las maniobras del Ejército francés, por lo que fue recompensado con la Legión de Honor, valiéndole la memoria redactada posteriormente una nueva Cruz Blanca al Mérito Militar. Por tercera vez fue, en 1906, ayudante del general Polavieja, cuando este ocupó el puesto de presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, pero en enero del año siguiente cesó al ser nombrado jefe de estudios de la Academia de Infantería. Apenas llegó a Toledo su principal preocupación fue tratar de mejorar las condiciones físicas de los cadetes y que adquiriesen conocimientos sobre la gimnasia, los deportes y el atletismo que pudiesen divulgar entre los soldados. Ya en la Academia, publicó las obras Elementos de Logística (1908) y Juego de la guerra (1909), recibiendo en recompensa otra Cruz Blanca al Mérito Militar. Durante su etapa como jefe de estudios consiguió materializar diversos e interesantes proyectos. Fueron famosas en Toledo las competiciones deportivas que se organizaban du- 211 José Villalba Riquelme Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 12 212 rante el periodo de prácticas en el campamento de Los Alijares: gimnasia, tiro de fusil, pistola y ametralladora, hípica, tenis sobre hierba, equitación, ciclismo, esgrima, fútbol y atletismo (carreras de velocidad, resistencia y relevos, salto de obstáculos, salto de altura y longitud, salto de aparatos, lanzamiento de disco y jabalina). Durante las fiestas de la Inmaculada tenía lugar un campeonato de fútbol entre las compañías de cadetes, llegando a alcanzar este deporte tal desarrollo que la Academia se enfrentó a partir de 1907 a los principales equipos españoles: Athletic de Madrid —al que llegó a vencer—, Madrid F. C., Club Español, Alicante Recreation Club, Sociedad Gimnástica Española y otros, afiliándose en 1909 a la Federación Española de Clubs de Foot-ball y tomando parte al año siguiente en el Campeonato de España. A lo largo de esta etapa no se limitó a dedicar su atención a la formación intelectual y física de los alumnos, sino también a la moral, para lo cual en 1908 fue el impulsor de la creación del Museo de la Infantería —que hoy forma parte del Museo del Ejército—, inaugurado por Alfonso XIII y que llegaría a contar con siete salas. Otro de sus logros fue la confección del catálogo de la biblioteca académica, creada en 1809, y que cien años después contaba con cerca de diez mil volúmenes. Este catálogo ganaría una Medalla de Oro en la Exposición de Valencia de 1910 y volvería a repetir en la Universal de Bruselas del mismo año, donde se pidió a la Academia que lo dejase expuesto con el fin de que se pudiese admirar la perfección de la obra. Al ascender a coronel, en abril de 1909, fue nombrado director de la Academia de Infantería, por lo que pudo poner en práctica sus novedosas ideas sobre cómo habría de ser la instrucción práctica que se impartiese a los alumnos. Al poco de haberse hecho cargo del mando del centro de enseñanza, el rey le hizo el honor de dirigir, al frente de tropas de la guarnición de Madrid, un ataque nocturno al campamento de Los Alijares, en el que el monarca pernoctaría en varias ocasiones. De él procede la idea de la composición de un himno académico, Ardor guerrero, estrenado en 1909 y que años después se convertiría en himno del Arma de Infantería. Consciente Villalba de la importancia de las enseñanzas prácticas para la formación del futuro oficial, impulsó el desarrollo del campamento de Los Alijares, consiguiendo dotarlo de luz eléctrica en 1910 y de agua potable en todas las instalaciones. También planeó la construcción de barracones de mampostería, ocho de los cuales se fueron levantando con el paso del tiempo, y a partir de 1911 inició la forestación del terreno campamental, comenzando por la plantación de mil árboles donados por Alfonso XIII. La relación que tuvo con Alfonso XIII a través de las numerosas visitas que el rey realizó a la Academia hizo que en 1911 fuese nombrado gentilhombre de cámara. En 1913 proyectó la creación dentro de la Academia de lo que se iba a llamar Escuela de Gimnasia y Esgrima, claro antecedente de lo que más tarde sería la Escuela de Gimnasia. Debido a la alta estima que por él tenía el Ejército debido a sus elevados conocimientos, a finales de 1911 fue enviado a Melilla en comisión de servicio, y permaneció en la zona durante un mes estudiando la situación militar. A su regreso a Toledo entregó la dirección de la Academia en febrero de 1912 y se hizo cargo del mando del Regimiento de África en la posición de Tifasor. Su intervención en numerosos combates le valió la concesión de una Cruz Roja al Mérito Militar y el ascenso a general de brigada en octubre de 1912. Deseando el Ministerio de la Guerra seguir contando con sus inestimables servicios, fue entonces nombrado subinspec- Tercio El 28 de enero de 1920 el entonces ministro de la Guerra, general José Villalba Riquelme, firmó el decreto fundacional del denominado Tercio de Extranjeros. Villalba es considerado el decidido promotor de lo que luego se conocería como La Legión, tronco de un ejército de aguerridos voluntarios. Su primer jefe y organizador fue el teniente coronel José Millán-Astray, tras un viaje de inspección, en 1920, a los acuartelamientos de la Légion Étrangère en Sidi Bel Abbés (al sur de Orán, Argelia). Una bandera (batallón) es su principal unidad de combate. Su fiera acometividad y extrema resistencia durante las extenuantes campañas de 1921 a 1927 dio la razón a quienes intuyeron los beneficios políticos de utilizar un cuerpo de tropas de choque para hacer frente a los mejores guerreros de África, caso de rifeños y yebalíes, pero también para aplacar el persistente clamor existente en España ante la crucificante continuidad de lo que se llamó goteo de bajas: fuertes pérdidas (mensuales) en los servicios de aguada, la protección de convoyes y defensa de posiciones fijas. Desde hace años, a los efectivos de la Legión vuelve a conocérseles como fuerzas del Tercio. José Villalba Riquelme Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif tor de Tropas de la Comandancia General de Melilla, pasando a presidir la Junta de Arbitrios de esta ciudad, desde la que impulsó la construcción de la plaza de España. Volvió en mayo de 1914 al mando de tropas operativas, cuando se hizo cargo de la 1.ª Brigada de Melilla, al tiempo que continuaba desempeñando los anteriores cargos. Participó en diversas acciones durante los meses siguientes, logrando con sus tropas cruzar el río Kert y establecer posiciones en la otra orilla, y siendo recompensado su destacado comportamiento con la Gran Cruz Roja al Mérito Militar. En julio de 1915 cesó en el mando y cargos que desempeñaba al haber sido nombrado comandante general de Larache. De nuevo fue reconocido su valor y acierto en la dirección de las operaciones al ser ascendido a general de división por méritos de guerra en mayo de 1916, tras lo cual dejó la Comandancia de Larache y se trasladó a Madrid. Los años siguientes ejerció el cargo de gobernador militar del Campo de Gibraltar, teniendo que intervenir en el control de las diversas huelgas de obreros que se produjeron en Algeciras y otras poblaciones. Sus acertadas intervenciones fueron recompensadas con las grandes cruces de Isabel la Católica y del Mérito Naval. En noviembre de 1919 se trasladó a Inglaterra al frente de una comisión encargada de adquirir material de guerra para el Ejército y en ese mismo mes, estando en Londres, recibió la comunicación de que había sido nombrado ministro de la Guerra en el gabinete presidido por Manuel Allendesalazar, cargo que desempeñaría durante menos de cinco meses, entre el 15 de diciembre de 1919 y el 5 de mayo de 1920. Durante ese periodo de tiempo tuvo como secretario al capitán Víctor Martínez Simancas —casado con su hija Adela, fallecida en Melilla en 1922—, a quien siempre demostró un gran afecto y consideró como a un hijo. Como si presintiese el escaso tiempo que iba a permanecer ocupando aquel importante puesto, estando todavía en Londres le dictó a su hijo Ricardo, que le acompañaba, el borrador del decreto de creación de la Escuela de Educación Física de Toledo, que él mismo inauguraría el 20 de febrero de 1920. La experiencia adquirida por el general Villalba durante su destino en Marruecos y el profundo conocimiento que tenía sobre la situación de nuestro Protectorado y el tipo de guerra que allí se libraba le animaron a firmar el 28 de enero de 1920 la creación del Tercio de Extranjeros, más tarde convertido en La Legión, encargando al teniente coronel Millán-Astray la dirección de una comisión formada en el Ministerio para iniciar su organización. A continuación dedicó su tiempo a modernizar la uniformidad del combatiente, imponiendo el color caqui a todas las Armas y Cuerpos, aunque su cese prematuro impediría que se implantase este modelo. Incansable en su trabajo, aprobó la creación de las Comisiones de las Armas con el fin de encauzar las Juntas Militares, tomó medidas para la mejora de la vida social y profesional de los cuadros de mando y tropa, dio nuevas plantillas a los centros, dependencias y unidades del Ejército, impulsó la aeronáutica militar —con la compra de aviones y construcción de aeródromos, y su posterior reorganización— y el Servicio de Intérpretes de Árabe, y aprobó nuevos reglamentos, entre ellos los de Armamento y Municionamiento, Recompensas en Tiempo de Paz y Guerra, Cuerpo Jurídico Militar, Medalla Militar, Servicio Postal Aéreo y Utilización de los Ferrocarriles en Tiempo de Guerra, siendo su última disposición la relativa a la reorganización del Cuerpo de Sanidad Militar. No olvidó en esta etapa de su vida su amor por el deporte, pues dictó normas sobre el fútbol, autorizando a los cuerpos y unidades «la formación voluntaria de grupos adiestrados en la práctica de los juegos llamados de balompié». 213 José Villalba Riquelme Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 214 La pronta caída del Gobierno Allendesalazar le impediría solucionar los problemas por los que atravesaban las tropas desplegadas en Marruecos, por él perfectamente conocidos y que al no remediarse provocarían al año siguiente el desastre de Annual. Tras su cese recibió el nombramiento de consejero del Consejo Supremo de Guerra y Marina, cargo que abandonaría muy pronto para volver a convertirse en gobernador militar del Campo de Gibraltar, al tiempo que desempeñaba la presidencia de la Junta Especial de Subsistencias de dicho territorio. Desde este puesto dirigió en el mes de julio de 1921 un interesante informe a S. M. el rey sobre la actuación de España en Marruecos, en el que exponía las causas del desastre de Annual y la forma en que se debía actuar en un futuro. En ese mismo verano de 1921 regresó al puesto de consejero, que continuaría ejerciendo tras haber pasado a la situación de primera reserva en 1922 y en el que cesaría al llegarle el pase a la segunda reserva en 1924. Elegido senador por la provincia de Alicante en enero de 1921, defendió desde su escaño el comportamiento de la oficialidad de Infantería durante el desastre de Annual. Ya en la reserva, tuvo la oportunidad de dedicarse a uno de sus temas favoritos al ser nombrado presidente de la Comisión para el Estudio y Reglamentación de la Educación Física Nacional e Instrucción Premilitar, visitando en 1925 diversos centros y organizaciones extranjeras relacionados con dichas materias. Un año después pasó a ser presidente de la Junta calificadora de aspirantes a destinos públicos reservados a las clases e individuos de tropa y sus asimilados, y por entonces publicó Organización de la educación física e instrucción premilitar en Francia, Grecia, Alemania e Italia, basada en los viajes realizados a estos países. A partir de la proclamación de la República permaneció en Madrid alejado de toda actividad de carácter militar y político. Al iniciarse el levantamiento militar de 1936, un grupo de milicianos se presentó en su casa con intención de detenerlo y darle el «paseíllo», impidiéndolo la Embajada Británica por tener el general Villalba el tratamiento de Sir, al haber recibido del Gobierno británico la Cruz de la Orden de Comendador de San Miguel y San Jorge. Al término de la Guerra Civil, fue nombrado en marzo de 1943 presidente de la Junta Superior de Patronatos de Huérfanos de Militares, cargo que desempeñó hasta su fallecimiento. La obra literaria que nos legó el general Villalba fue muy vasta y variada, abarcando multitud de temas: fortificación, táctica, logística, armamento, geografía, literatura, historia, enseñanza… La primera edición de su principal trabajo, la Táctica de las tres Armas, tuvo lugar en 1886, a la que siguieron otras nueve hasta 1928, cuando vio la luz la última, que del tomo único inicial había pasado a estar compuesta por cuatro. Contrajo matrimonio dos veces, la primera con Luz Rubio Rivas, con la que tuvo nueve hijos, de ellos seis varones, todos ellos militares y pertenecientes al Arma de Infantería: Antonio (1885), José Eduardo (1889), Carlos (1890), Ricardo (1892), Álvaro (1897) y Fernando (1902). Cinco de ellos combatieron en Marruecos entre los años 1909 y 1925, algunos en la columna mandada por su padre, perdiendo la vida Carlos en 1914 en el combate de Kudia Federico. En segundas nupcias, el general Villalba se desposó con María de la Cinta Fermosel Villasana, con la que no tuvo descendencia; este matrimonio se celebró en la catedral de la Almudena de Madrid y actuó como padrino el general Polavieja. Una de las hijas de su primer matrimonio fue Adela, desposada con Víctor Martínez Simancas, quien, al igual que su suegro, llegaría a obtener el empleo de general de división. La sepultura del general Villalba se encuentra en el cementerio de Toledo, cuyo Ayuntamiento agradecería cuanto había hecho por la ciudad nombrándole Hijo Adoptivo en 1926 y dando su nombre a una avenida al término de la Guerra Civil. J. L. I. S. Vives Vich, Pedro Igualada, Barcelona, 1858 - Madrid, 1938 Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Pedro Vives Vich nació en Igualada el 20 de enero de 1858, en una familia sin antecedentes militares (su padre era fabricante textil). En 1878 terminó sus estudios en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, donde había ingresado con diecisiete años y donde siempre estuvo situado en el primer puesto de su promoción. Nada más salir de la Academia, una curiosidad innata que le duraría toda la vida le movió a viajar a París, para visitar la Exposición Internacional. Pasó sus empleos de teniente y capitán forjándose en el mando de tropas, en los regimientos 2.º y 4.º de Ingenieros. En 1881 fue destinado a Cuba, donde sirvió en la Comandancia de Ingenieros de Santa Clara, encargada de las obras de fortificación y castrametación y posteriormente en el 2.º batallón del Regimiento de Ingenieros de Cuba. En 1884 obtuvo una licencia para viajar por Estados Unidos, con idea de ponerse al día de los últimas aplicaciones técnicas a la industria, estancia que aprovecharía, entre otras cosas, para estudiar el sistema de tracción por cables subterráneos del famoso tranvía de San Francisco. De regreso a la Península, Vives fue destinado a la Comandancia de Ingenieros de la provincia de Lérida. Allí estudió con detalle las posibles soluciones para acabar con la tradicional incomunicación del valle de Arán durante el invierno, una obra considerada por entonces como irrealizable. Casi cuarenta años después, sería el propio Vives, en su cargo de subsecretario de Fomento durante el Directorio de Primo de Rivera, quien impulsaría la construcción del túnel que solucionó para siempre el problema. En 1887 pasó a la Comandancia de Ingenieros de Málaga, donde se ocupó de las fortificaciones para la defensa de la plaza de Tarifa. En 1892, el ya comandante Vives diseñó un modelo de barracón de montaje rápido para alojamiento de tropas, que sería empleado con profusión en las campañas de África y que, con pocas modificaciones, se mantuvo en servicio en el Ejército español durante casi un centenar de años. Un Real Decreto fechado el 17 de agosto de 1896 creaba el Servicio de Aerostación Militar en el Establecimiento Central de Ingenieros de Guadalajara. Como jefe se designó al comandante Vives, decisión en la que sin duda influyó su formación y afición a los adelantos de la técnica, por otra parte tan ligados tradicionalmente al Cuerpo de Ingenieros. Con las guerras de Cuba y Filipinas en su apogeo, las circunstancias no eran las más propicias para el desarrollo de una nueva unidad que necesitaba de un elevado presupuesto de material y equipamiento. Los primeros años fueron duros, pero la iniciativa y el tesón de Vives y sus colaboradores fueron venciendo las dificultades. Para estudiar los avances de la técnica, visitaron Alemania, Austria e Italia, donde comprobaron la superioridad del denominado «globo cometa» sobre el esférico. El propio Vives viajó frecuentemente al extranjero para formarse como piloto de globos, transmitiendo, ya en España, sus conocimientos a los demás oficiales. Entre 1904 y 1907 se efectuaron las primeras prácticas de la Aerostación simultáneamente con el empleo de los aparatos en diversas maniobras militares terrestres. Los principales colaboradores de nuestro personaje fueron en esta época los oficiales de ingenieros Kindelán (ver biografía), Barrón, Paula y Rojas. Este equipo de hombres consiguió con su dinamismo y entrega Pedro Vives Vich Militar, combatiente en África y ministro de Fomento, considerado el padre de la aviación española. 215 Pedro Vives Vich Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 216 que la unidad desarrollara una intensa labor. El material alemán adquirido fue utilizado de forma intensiva, reparándose y perfeccionándose en los propios talleres alcarreños. Durante estos años continuó la ardua tarea de perfeccionar la formación del personal de la unidad, lo que permitió la creación del Batallón de Aerostación de Ingenieros y su envío a la campaña de Melilla de 1909, donde sufrió su bautismo de fuego. Sobre la personalidad de nuestro biografiado, en 1908 el jefe del Estado Mayor anotaba en su hoja de servicios: «Inteligentísimo, de gran cultura, duro al trabajo, animoso y entusiasta...». Sobre su proverbial capacidad de trabajo eran generales los comentarios entre sus subordinados, que comentaban sus jornadas de «30 horas al día los 400 días del año». Tras su ascenso a coronel a primeros de 1908 sería destinado a la Comandancia de Ingenieros de Ceuta, donde desarrolló una importante labor en la construcción y mejora de infraestructuras del Protectorado de Marruecos en aquella zona, sin desvincularse de la unidad de globos. Finalizada la campaña, Vives y Kindelán viajaron a Francia y Alemania, donde estudiaron el comportamiento de los diferentes modelos de dirigibles —el francés Astra1 y el Zeppelin germano— y fruto de sus observaciones fue la decisión de adquirir el dirigible España (construido por el fabricante del Astra galo) por el Ejército. El aparato, que llegó a Guadalajara en mayo de 1910, gozó de gran fama y repercusión mediática en la época, apareciendo en numerosos reportajes de las revistas ilustradas. Estaba equipado con un motor Panhard de 104 CV y en su barquilla podían alojarse cinco tripulantes; tenía una autonomía de dos horas y un techo de vuelo de 1500 metros. En febrero de 1913 el rey Alfonso XIII, gran aficionado al automovilismo y entusiasta de la aviación, visitaría el aeródromo de Cuatro Vientos, efectuando un vuelo de 14 kilómetros a bordo del España, con Vives a los mandos del aparato. Simultáneamente a estos acontecimientos, Vives fue nombrado director de la Academia de Guadalajara, donde dio un extraordinario impulso a la formación de los cadetes de Ingenieros, introduciendo toda clase de deportes —patinaje, tenis, fútbol, remo— y disponiendo además la agregación de oficiales a la unidad de globos para infundir un interés por la materia que después permitiera formar a los futuros aviadores. Todas aquellas actividades impulsadas por Vives sufrieron cierta incomprensión por parte de algunos sectores de la institución, aquellos tradicionalmente reacios ante toda innovación. Cabe consignar que unos años antes, en 1905, y fruto de la colaboración de Vives con el deportista Juan Fernández Duro, también piloto de globos y primer español piloto de aeroplano, impulsor y gran propagandista de la aerostación y del automóvil en nuestro país, se había fundado el Real Aeroclub de España, bajo la presidencia de S. M. Alfonso XIII. Esta sociedad se destacó en la organización de las primeras carreras y competiciones de globos que fueron fomentando la afición y el conocimiento por estos artefactos en nuestro país. Sin embargo, pronto los avances de la técnica iban a experimentar un impulso decisivo cuando comenzaron a volar los primeros aparatos más pesados que el aire. Tras las primeras experiencias —las de los norteamericanos hermanos Wright2, Blériot y Roland Garros en Francia, Santos Dumont y Loygorri en España, entre los años 1905 y 1911— el aeroplano empieza a desarrollar sus inimaginables posibilidades, que no pasaron desapercibidas para Vives y sus colaboradores. El 7 de marzo de 1911 comenzó la experimentación con aeroplanos en el seno de la Comisión de Material de Ingenieros. Vives, en su puesto de jefe de la Aerostación, también recibió el cargo de director de la enseñanza y experimentación. Propuso la compra de unos terrenos cercanos a Madrid, en Cuatro Vientos, para establecer lo que sería el primer aeródromo militar, y la adquisición de los primeros aparatos modelo Farman en Francia. En ese mes de marzo de 1911, el coronel Vives fue el primero, Pedro Vives Vich Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif dando ejemplo de su espíritu aventurero, en efectuar un vuelo, acompañando al aviador francés Mauvais. Tras un periodo de prácticas para formar a los primeros pilotos, comenzaron los vuelos en solitario. El 2 de julio obtuvieron el título de la Federación Aeronáutica Internacional (FAI) el capitán Kindelán y el teniente Barrón, que fueron los primeros militares en conseguirlo, precedidos del civil Benito Loygorri y del infante de Orleans. Muy pronto el aeroplano experimentaría un desarrollo tecnológico sin precedentes. De los apenas unos centenares de inseguros y primitivos aparatos del inicio de la Gran Guerra, que combatían a tiros de pistola en 1914, se pasaría a los grandes combates aéreos protagonizados por los míticos ases de la aviación —Richtofen, Guynemer, Rickenbacker— con ametralladoras sincronizadas con el rotor principal. Finalmente los dirigibles demostrarían su inferioridad ante el fuego de la artillería antiaérea enemiga y sobre todo frente a los miles de aeroplanos puestos en servicio por los contendientes en las fases finales de la guerra. Entre 1911 y 1912 se formaron cinco promociones de pilotos. Los componentes de la primera fueron todos oficiales del Arma de Ingenieros, los cuales serían profesores para los siguientes cursos. Vives participó personalmente acompañando a los alumnos en todas las prácticas de vuelo y continuaría haciéndolo frecuentemente en los siguientes cursos. A partir del primero, el curso de pilotos quedó abierto a oficiales de todas las armas. En junio de 1912 falleció el capitán Bayo en un accidente a los mandos de un Farman, el primer caído de la aviación española. El día 15 de febrero de 1913 se efectuó la primera actividad de cooperación de las fuerzas del aire de la escuela de Cuatro Vientos con otras terrestres, en las maniobras que tuvieron lugar en el puente de San Fernando del Jarama. La fuerza aérea estaba constituida por una escuadrilla y el dirigible España. Fue el espaldarazo definitivo para la obra de Vives: un Decreto de fecha 16 de abril de 1913 creaba el Servicio de Aeronáutica Militar, estableciendo que el aeroplano podía ser útil para «el servicio de exploración y otras actividades». Ese mismo día Vives era nombrado primer director de la Aeronáutica. Y el 14 de julio de 1913 efectuaron su primer vuelo de prueba dos escuadrillas, la primera de biplanos Farman y la segunda de Bristol, con Vives formando parte como observador a bordo de uno de estos aparatos. Aquellos pioneros de la aviación vivían inmersos en el espíritu deportivo que animaba a civiles y militares, en una época en que era frecuente ver en las revistas ilustradas dramáticas imágenes de aeroplanos de tela y madera convertidos en amasijos informes y automóviles accidentados en carreras que la mayoría consideraba locuras imprudentes. En el mes de agosto de 1913 Vives viajó de nuevo a Marruecos, esta vez en comisión de servicio para estudiar en Tetuán las posibilidades de que la aviación militar cooperara con las operaciones que se preparaban contra El Raisuni. Una vez decidida esta intervención, se seleccionó como base un campo en Sania-Ramel, en Adir, en la margen izquierda del río Martín, que no ofrecía grandes facilidades para el vuelo, pero era el único disponible en la zona. A partir de entonces, se entraría en un ritmo frenético: el 18 de octubre se ordenó la formación de una escuadrilla para entrar en operaciones y el 25 de octubre estaba formada con ocho aviones para vuelo y cuatro de repuesto: cuatro biplanos Farman y cuatro Lohner, y cuatro monoplanos Nieuport, constituyendo la primera escuadrilla de combate del mundo. España fue la primera nación que emplearía la aviación como arma ofensiva de forma organizada, siguiendo el ejemplo de Italia, que había utilizado aeroplanos para reconocimientos y efectuado el primer bombardeo por un aparato aislado —el subteniente Gavotti, el 1 de noviembre de 1911— en sus operaciones contra los turcos en la olvidada Guerra de Libia de 1911-1912. 217 Pedro Vives Vich Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 218 Todo el material y los componentes de la escuadrilla, así como el personal auxiliar, fueron trasladados de Algeciras a Ceuta en el transporte de la Armada Almirante Lobo, llegando a Tetuán el día 28 de octubre los primeros elementos y efectuándose el primer vuelo sobre territorio africano el día 2 de noviembre. El día 3 el coronel Vives ordenaba que se efectuara el primer reconocimiento aéreo y dos días más tarde el primer bombardeo aéreo, llevado a cabo por los capitanes Barrón y Cifuentes a los mandos de un Lohner. En aquellos momentos iniciales los aparatos iban equipados con cámaras fotográficas, visores y bombas Carbonit fabricados en Alemania y que en palabras de Vives eran superiores en muchos aspectos a los empleados por los franceses. Los aeroplanos iban a mostrarse decisivos para el planeamiento de las operaciones, e incluso en los mismos momentos del combate, eliminando el factor sorpresa que el conocimiento del terreno proporcionaba a un enemigo agazapado en los escondrijos del Rif. Tanto el alto comisario en Marruecos, general Marina, como el general Fernández Silvestre, jefe de las operaciones, harían amplio y entusiasta uso del asesoramiento de Vives, empleando los aparatos reiteradamente, con el propio Vives volando como observador en muchas ocasiones. En una acción de apoyo logístico serían heridos de bala el teniente de Infantería Ríos Angüeso y el capitán de Ingenieros Barreiro, primeros condecorados de aviación con la Cruz Laureada de San Fernando. Pronto se establecerán nuevos aeródromos, uno en Arcila, otro en Larache a primeros de 1914 y finalmente, otro en Zeluán, para el sector de Melilla, lo que da idea del impulso que cobrará esa incipiente aviación militar en aquella campaña africana. En las campañas de los años veinte se establecerían media docena más de aeródromos, incluyendo una base de hidros en el Atalayón (Melilla). Durante la guerra europea de 1914-1918 se suspendieron las operaciones en Marruecos. Son años en que es muy difícil contar con material procedente del extranjero, inmersas las potencias europeas en sus propias necesidades bélicas. Los aparatos se mantienen y reparan con los medios disponibles en los propios talleres de Cuatro Vientos. En agosto de 1915 se autorizó la convocatoria de una nueva promoción de pilotos. Pero el desgaste sufrido por los aviones en las escuelas y en las escuadrillas de África durante las operaciones no fue fácil de solucionar. Vives se empeñó personalmente en conseguir que algún fabricante nacional tomase la iniciativa de proyectar un motor de aviación. Por fin, tras multitud de pruebas, la casa Hispano-Suiza, que tenía una sede en Barcelona y otra en Guadalajara donde se fabricaban motores para automóviles y camiones, construiría un motor capaz de equipar un aeroplano diseñado por el capitán Barrón. Nacen así los aparatos Flecha, que se fabricarán en España y equiparán a las escuadrillas de África. Y ese mismo año, Vives elegiría en Cartagena una zona donde instalar la primera base de «hidroplanos» española en Los Alcázares, adonde llegarían los seis primeros aparatos tipo Curtis. Pronto se mostraría la conveniencia de contar con este tipo de aviones en un país con una extensa franja litoral, como había señalado el coronel Vives en su propuesta de adquisición. Al poder amarar, no precisaban de aeródromos terrestres, tan complicados de ubicar debido a la orografía y las dificultades de comunicación del teatro de operaciones africano. El 14 de octubre de 1915 Vives fue cesado al frente de la Aeronáutica Militar, circunstancia que él mismo achaca a las envidias y la oposición de sectores militares a su persona. Pero los aviones siguieron desempeñando un importante papel durante las campañas de 19211927. El 15 de agosto de 1917 se daba otro paso más al crearse la Aviación Naval, estableciéndose una escuela en Cartagena y bases en Puntales (Cádiz), Ferrol y la propia Cartagena. J. M. G. A. Pedro Vives Vich Los imprescindibles Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Tras una breve estancia en Cataluña, fue destinado nuevamente a petición propia a Ceuta en julio de 1915. Como jefe de Ingenieros del Territorio Occidental, recorrió el sector y dirigió numerosas obras de fortificación. En marzo de 1917 ascendía a general por méritos de guerra. Hasta el año 1921 permanecerá en la Península, en la Comandancia de Ingenieros de Aragón y como jefe del Servicio de Ferrocarriles. Tras el desastre de Annual sería llamado de nuevo a África, donde desempeñó el cargo de inspector de los Servicios de Ingenieros, ascendiendo a divisionario en noviembre de 1921. Desde ese puesto impulsó numerosos trabajos de fortificación, caminos, aguadas, telégrafos, hospitales y castrametación. Después desempeñaría el cargo de gobernador militar de Cartagena. En 1923 fue designado comandante general de Melilla. Durante su breve estancia en aquel cargo, Vives coordinaría eficazmente la actuación de la aviación, que continuó prestando destacados servicios e incrementando su importancia en las operaciones siguientes. Sin embargo, presentó su dimisión al no atenderse sus recomendaciones por un Gobierno que daba claras muestras de falta de decisión para culminar las operaciones militares. Años después, aquella larga guerra finalizaría tras la magna operación combinada que fue el desembarco de Alhucemas de 1925, donde actuaron conjuntamente globos y aviones de la Aeronáutica Militar y de la Naval, incluyendo hidroaviones de ambos servicios y efectivos españoles y franceses. En la última etapa de su vida, Vives desempeñaría el cargo de subsecretario de Fomento (equivalente en esa época al de ministro, que se había suprimido) con el Gobierno de Primo de Rivera (1923-1930), dando de nuevo muestras de su actividad e iniciativa. Bajo su dirección e impulso personal se reorganizaron los servicios del ministerio. También puso las bases para mejorar la situación de la minería; se organizaron dos congresos internacionales de agricultura; se estableció un ambicioso plan de carreteras, se fundó la Renfe y se construyó la Ciudad Universitaria de Madrid; también se abrió el enlace directo Algeciras-Ceuta por vía marítima, el ferrocarril de Sarriá y la primera línea de metro de Barcelona. Al estallar la Guerra Civil en julio de 1936 se hallaba en Madrid y ante el riesgo que corría por su doble condición de militar y político de la monarquía, se refugió en la legación de Noruega. Allí falleció el 9 de marzo de 1938 una de las escasas figuras señeras de la innovación tecnológica en la España del primer tercio del siglo XX y el fundador de la aviación española. Notas 1 Estaba basado en el aparato diseñado por el español Torres Quevedo, quien, a pesar del apoyo de Vives, no pudo encontrar financiación para fabricarlo en nuestro país. 2 Vives tuvo ocasión de volar con Wilbur Wright en 1909 durante una estancia en la escuela de vuelo situada en la ciudad francesa de Pau. 219 II.III Los sacrificables 220 Alonso Estringana, Francisco Mías Unidades regulares indígenas de Infantería y Caballería integradas en el Ejército de África y mandadas por un caíd mía, rango equivalente al de capitán en el Ejército español. Cuando este mando recaía en un «oficial moro» podía asumirlo un oficial de 2ª (teniente) o un alférez. Sus efectivos se situaban en torno a los cien hombres. Los sacrificables El capitán Alonso Estringana ostenta el dignísimo honor de ser el militar español con el mayor número de Cruces de 1.ª clase de la Orden del Mérito Militar con distintivo rojo en la historia del Ejército español, pues hasta la fecha no existe documentado el caso de un militar que ostentara u ostente mayor número de cruces rojas que las ¡¡quince!! otorgadas al capitán Alonso. Caso este a todas luces extraordinario. Hijo de José Alonso Jiménez y Rosa Estringana Benavente, estudió en el Instituto Cardenal Cisneros, obteniendo la calificación de aprobado en los dos ejercicios del grado de bachiller durante el curso 1897-1898. El 5 de noviembre de 1898 fue filiado como soldado de Ingenieros por su suerte, alistado para el reemplazo de aquel año y causando alta en la 3.ª Compañía del Batallón de Ferrocarriles. El 15 de septiembre de 1899 ingresó en la Academia de Caballería procedente de la clase de tropa; allí recibiría su primera condecoración, la Medalla de Alfonso XIII. En julio de 1904, promovido al empleo de segundo teniente de Caballería, es destinado al Regimiento de Cazadores de Treviño n.º 26 (Barcelona). En 1907, destacado en Villafranca del Penedés, es promovido al empleo de primer teniente, en propuesta extraordinaria de ascenso, y el 1 de octubre marchó a Madrid como alumno de la Escuela de Equitación Militar; allí permaneció hasta finales de julio de 1908, incorporándose el 18 de agosto a su regimiento. Según la comunicación número 2102 de 9 de octubre, del 2.º Regimiento Mixto de Ingenieros, manifiesta su coronel haber quedado complacido por el comportamiento y aplicación del teniente Alonso en las prácticas realizadas en el manejo de explosivos. En 1909 será destinado por primera vez al continente africano, llegando a Melilla el 16 de julio procedente de Barcelona en el vapor Buenos Aires, pasando a formar parte de la Brigada Mixta de Cazadores. Recibirá su bautismo de fuego trece días después, el 19 de julio, al conducir un convoy a la segunda caseta del fortín Alfonso XII; muy pronto comienza a destacar y brillar con luz propia, recibiendo felicitaciones de los generales José Marina y Tovar por su comportamiento en campaña, destacando entre ellas la recibida por la defensa de Nador, en cuya plaza en octubre sostuvo fuego, pie a tierra, a las órdenes de S. A. R. el infante don Carlos. En esa época vestirá el típico uniforme de rayadillo de los cazadores. Por Real Orden de 20 de diciembre le será concedida su primera Cruz de 1.ª clase del Mérito Militar con distintivo rojo, por su comportamiento en los combates sostenidos el 27 de julio en Ait Aixa. Solo siete días después, otra Real Orden le otorga su segunda Cruz roja, esta vez por su distinguido comportamiento en los ataques al campamento de Sidi Ahmet el-Had, los días 22 y 23 de julio. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Coronel del arma de Caballería, condecorado con quince cruces del Mérito Militar con distintivo rojo y recompensado con dos ascensos por méritos de guerra, fue uno de los militares de mayor consideración y prestigio en el Ejército de África (periodo 19091930). Fue un personaje clave en la Oficina Española de Asuntos Indígenas, donde desempeñó los cargos de capitán de mía de Policía Indígena (más tarde interventor en las renombradas Intervenciones Militares Jalifianas). Francisco Alonso Estringana Madrid, 19 de noviembre de 1878-Benejama, Alicante, 19 de abril de 1944 221 Francisco Alonso Estringana Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 222 Las cruces rojas del Mérito Militar de 1.ª clase se concedían a los oficiales que, con valor, hubieran realizado acciones, hechos o servicios eficaces en el transcurso de un conflicto armado u operaciones militares, que implicaran el uso de la fuerza y conllevaran unas dotes de mando significativas. El 19 de julio volverá a la Península, embarcando en el vapor Villarreal y desembarcando en Barcelona el día 21, pasando a cubrir el destacamento de Villanueva y Geltrú. En 1910 es comisionado al Grupo de Escuadrones de Caballería de Ceuta, al que se incorporó el 14 de marzo. Su tercera Cruz roja del Mérito Militar, esta vez pensionada, la recibe por los méritos contraídos en el combate de Ulad-Set-tud (Melilla). Se le concede ese mismo año el uso de la Medalla de campaña de Melilla, con cuatro pasadores que llevan las inscripciones de Sidi Hamed el Hach, Gurugú, Hidum, Nador, Zoco el Jemis y Atlaten, acreditando así su participación en los combates que tuvieron lugar en dichas localizaciones. En 1911 se le concede la Cruz roja del Mérito Militar, pensionada, como mejora de recompensa ya concedida por los méritos del 22 y 23 de julio de 1909. De nuevo será destinado a Melilla, en situación de excedente; en mayo de 1912 recaló en el mítico y laureado Regimiento de Cazadores de Alcántara n.º 14 de Caballería, desde donde sería adscrito en comisión a las tropas del Cuerpo de Policía Indígena de Melilla (luego llamado Intervención Militar). El 15 de noviembre es destinado a la 5.ª mía, haciéndose cargo de su policía montada. Recibe su cuarta Cruz roja, por llevar más de tres meses en activas operaciones de campaña. Se distingue en los fuegos entablados en la posición de Sammar, frente a los malhechores que cruzaron el Kert, frontera de discordias. En 1913 otra Cruz más, la quinta, esta vez por la ocupación de posiciones en las inmediaciones de Ceuta. Ese mismo año se distingue el 7 de marzo en un ligero tiroteo, al pasar el río Kert para rescatar el cadáver de un moro confidente: Mizzian Amar, muerto por una partida de merodeadores. El 22 del mismo mes, cruza el Kert frente al poblado de Sammar, con el fin de preparar la captura de dos desertores, consiguiéndolo tras dura lucha y después de disfrazarse con dos oficiales más y un mocadén. Por esta última acción recibirá su sexta Cruz roja del Mérito Militar el 11 de junio. Más tarde consigue desbaratar el intento de robar ganado en el poblado de Sammar, causando tres bajas a los atacantes. Se le concede el uso de la Medalla de África. En 1914 continúa prestando servicios de emboscada en Sidi Messaud y manda el destacamento de Sammar. El 20 de marzo conferenció al otro lado del Kert con el célebre bandido Mohammed Ben Ayel, al cual se logró atraer. El teniente Alonso continúa siendo citado en numerosos partes de guerra como muy distinguido y toma parte en la ocupación de Tistutin, protegiendo la retirada de los Escuadrones de Alcántara y sosteniendo nutrido fuego contra el enemigo. Como recompensa a su valor es ascendido al empleo superior inmediato por méritos de guerra: capitán. En 1915 se distingue en sus labores de negociación política, celebrando conferencias en Sammar con varios jefes de cabilas situadas en la orilla opuesta del río Kert. Sigue realizando operaciones de emboscadas y las labores propias de la Policía Indígena; en la plaza de Tifasor captura a un indígena que había robado un fusil Mauser en el Zoco Had de Beni Sicar. Consigue también capturar a un moro que portaba quinientos paquetes de dinamita a la parte opuesta del Kert, de nuevo frontera natural de agravios y disensiones. Francisco Alonso Estringana Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif En julio de 1915 es destinado como agregado al Regimiento de Cazadores de Alcántara n.º 14 de Caballería, por haber sido nombrado para el mando de armas del 1.er Escuadrón; mandará también el 2.º Escuadrón hasta que pudo disfrutar en Madrid de una merecida licencia de Pascuas en las Navidades de ese año. De nuevo en el Rif, por Real Orden de 11 de marzo de 1916 es destinado al Cuadro eventual de Melilla y, en comisión, a la Oficina Central de Asuntos Indígenas, incorporándose el 20 del mismo mes. Asiste en prácticas a la Sección 3.ª (Negociado del Kert) y toma parte el 26 de marzo en el fuego sostenido por la 10.ª mía en Usugar. El 1 de junio se incorpora a la 4.ª mía de Policía Indígena y continúa prestando los servicios de su clase; será recompensado otra vez con una Cruz roja del Mérito Militar, por los méritos contraídos desde el 1 de marzo de 1915 al 30 de junio de 1916. Todo el mundo en Melilla empieza a comentar que si el capitán continúa con su brillante trayectoria, pronto no le cabrán más cruces en el pecho. El 4 de mayo de 1917 salió al mando de toda la mía al objeto de establecer la emboscada y persecución del policía Abder-Selam Amar Haddi, autor de la muerte del primer teniente Enrique Moreno. Será capturado el 16 de mayo, por cuyo hecho el capitán Alonso será felicitado por el alto comisario de España en Marruecos, Francisco Gómez Jordana (ver biografía), por el celo demostrado desde que recibió aviso telefónico del jefe de la posición de Segangan, evitando que el agresor saliera de la cabila y se internase en la zona no ocupada. Interviene en operaciones contra el contrabando de mil cartuchos Mauser y se le concede la Medalla de Marruecos con el pasador Melilla. Ese mismo año, con motivo de la visita al territorio del alto comisario, monta los servicios de seguridad entre Segangan y Nador y Segangan e Ishafen, enlazando con las fuerzas de las 2.ª y 5.ª mías de Policía Indígena, siendo felicitado por ello. En 1918 se distingue de nuevo por la captura, el 1 de enero, de dos soldados desertores del Regimiento de África n.º 68. En telefonema de 19 de abril, del Excmo. Señor General en Jefe del Ejército de España en África, trasladado por el comandante general de Melilla Aizpuru (ver biografía), es felicitado por el éxito obtenido en los trabajos realizados para conseguir que los revoltosos del Kerker se disolvieran sin necesidad del empleo de la fuerza. En aquel momento, el capitán Alonso se había convertido ya en un oficial absolutamente imprescindible para la Comandancia General de Melilla. Traduce el francés, domina el árabe y ha conseguido adquirir un extraordinario dominio del chelja rifeño. Y, lo que es más importante, los jefes chiujs de muchas cabilas le respetan y admiran por su «saber y buen manera»; como igualmente hacen con su idolatrado jefe, el coronel Morales de la Policía Indígena (ver biografía). En 1919, al mando de la cabila de Beni Bu Ifrur con la 4.ª mía de Policía, recibe su octava Cruz roja del Mérito Militar, esta vez por los servicios prestados desde julio de 1916 a igual fecha de 1917. Ese mismo año asiste a la ocupación de Afsó, Mesaita Kedira —con la columna mandada por el coronel José Riquelme—, Kudia Sidi Alí, Monte Ben Hiddur y Zoco el Telatza de Beni bu Beker. El 1 de noviembre tomó el mando de la 12.ª mía, de nueva creación, quedando en el Zoco el Telatza. Se le concede ese año la Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. Asiste a la ocupación de las posiciones de Haf, Arreyen Lao y Tixera el 7 de mayo de 1920, a las órdenes de Jiménez Arroyo, coronel del Regimiento de África. El día 12, con fuerzas de su mía y de la 9.ª, en vanguardia de la columna de regulares indígenas, conduce una batería de artillería a la posición de Haf. 223 Francisco Alonso Estringana Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 224 El 21 de junio de 1920, con motivo de la visita de los Excmos. Señores ministro de la Guerra, Luis Marichalar y Monreal —vizconde de Eza— (ver biografía), y comandante general de Melilla, general Manuel Fernández Silvestre, presentó a los chiujs de la cabila, siendo felicitado por dichas autoridades por el buen recibimiento dispensado y las muestras de afecto y adhesión a España. Un año después, esos mismos chiujs se levantarán en armas sembrando el Rif de cadáveres españoles. El 21 de junio de ese mismo año tuvo un formidable éxito, al gestionar el rescate del señor González de las Cuevas, ingeniero de la Compañía de Minas del Rif, tras dieciocho días de cautiverio en poder de los rifeños de la cabila de Gueznaya. Fue liberado previo pago del oportuno rescate. Alonso recibe su novena Cruz roja del Mérito Militar por los servicios prestados desde el 30 de junio de 1918 al 3 de febrero de 1920. En 1921 participa en la ocupación de la posición de Annual; fortificada la posición, pernocta en Ben Tieb siendo citado como distinguido. Participa también en la ocupación y trabajos de fortificación de Sidi Dris, que el 2 de junio será defendida por el heroico comandante Benítez (ver biografía). El capitán Alonso es felicitado también por el comandante general de Melilla con motivo de la ocupación de la posición de Tazarut Uzai. En junio de 1921, tras la trágica «sorpresa de Abarrán», efectúa continuos reconocimientos por la zona no ocupada, teniendo entrevistas políticas con los jefes de las cabilas y haciendo que continuara —aparentemente— su adhesión a España. El 22 de julio, una vez producido el desastre de Annual, Alonso marcha desde el Zoco el Telatza hacia Tistutin para pedir el envío urgente de víveres, agua y municiones. Allí se entera del desastre ocurrido y, comprendiendo que no había tiempo que perder, regresa urgentemente al Zoco el Telatza. El día 23 consigue hacer entrar en la posición de Haf, hostilizada duramente por los rifeños, un convoy de agua, víveres y municiones. Cercado el Zoco y tomado el campamento de la 9.ª mía de Policía Indígena (Siach), Alonso participa en la trágica y sangrienta retirada hacia la posición francesa de Hassi Uenzga. Es el autor de la declaración jurada que acreditaba el comportamiento heroico del capitán Asensi (ver biografía) en la retirada, siendo el principal testigo del expediente previo de apertura de juicio contradictorio para la Laureada, abierto a dicho capitán. El capitán Alonso era, además, uno de los mandos de la Policía Indígena que gozaba de mayor autoridad, consideración y prestigio en la Comandancia General de Melilla. Recibirá, en 1927, la Cruz de la Real y Militar Orden de María Cristina, cuya concesión llevaba aparejada en la hoja de servicios del condecorado la distinción de «Valor reconocido». La Cruz de María Cristina se destinaba a recompensar grandes hazañas y el valor distinguido en campaña. El testimonio del capitán Alonso Estringana, que fue testigo presencial de los hechos y pieza clave en la retirada de la columna móvil de Zoco el Telatza a la zona francesa, resultó muy relevante y esclarecedor, como se acredita de la simple lectura del Expediente Picasso en relación con la retirada de Bu Beker. De hecho, resulta sobrecogedor leer las declaraciones realizadas sobre el capitán por el cónsul de Uxda, don Isidro de las Cagigas López de Tejada, que, al redactar la correspondiente nota o informe sobre lo ocurrido en la retirada de Zoco el Telatza, dejó constancia con respecto a dicho oficial de lo siguiente: «El cónsul de España en Uxda, en despacho reservado Expediente Picasso Expediente que lleva el nombre del general encargado de su instrucción sumarial, Juan Picasso González, a quien el vizconde de Eza (Luis de Marichalar), ministro de la Guerra en el Gobierno de Allendesalazar, encargase (4 de agosto de 1921) la aclaración e identificación de las responsabilidades dimanadas tras el suicidio del general Silvestre en Annual (22 de julio) y el exterminio de su ejército en la caótica retirada que siguió. José Sánchez Guerra, nuevo ministro de la Guerra con el Gobierno Maura, confirmó a Picasso en su puesto de juez instructor pese a insistentes presiones en su contra. Su exhaustiva investigación cubrió los trágicos sucesos habidos en el territorio de la Comandancia de Melilla desde el 1 de junio de 1921 (ocupación y pérdida de Abarrán) hasta el 9 de agosto de 1921, cuando se consuma el holocausto de Monte Arruit: la capitulación y consecutiva muerte de los dos mil cuatrocientos españoles que allí rindieron sus armas a unos vencedores que faltaron a su palabra de piedad: las harcas de los Beni Bu Ifrur, Beni Bu Yahi y Metalza. En abril de 1922, Picasso depositó, en el Congreso de los Diputados, su titánica obra: las dos mil cuatrocientas treinta y tres hojas, en formato de gran folio, con las declaraciones de los encausados y testigos, junto con sus conclusiones. Francisco Alonso Estringana Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif número 50, de 12 de agosto de 1921..., hace encomio del capitán D. Francisco Alonso, que antes de abandonar la zona quiso volverse repetidas veces a su puesto y trató de suicidarse dos veces. Sobre su figura no creo preciso insistir, porque sé que el señor cónsul de la Nación en Orán ha trasmitido ya a V. E. sus propias declaraciones». Dicho informe obra al Folio 1.164 del Expediente Picasso. Una de sus innumerables cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, esta vez la décima, fue otorgada en 1922, por los méritos y servicios prestados en las operaciones realizadas en la zona de Melilla desde el 25 de julio de 1921 (fecha en que tiene lugar la retirada del campamento de Zoco el Telatza) hasta finales de enero de 1922, según Real Orden de 4 de octubre (D. O. número 227). Cierran el impresionante historial de condecoraciones otorgadas a dicho oficial las siguientes: tres Cruces rojas del Mérito Militar otorgadas en 1925 (sus cruces undécima, duodécima y decimotercera), una Cruz del Mérito Militar de 2.ª clase con distintivo rojo otorgada en 1926 (decimocuarta), una Cruz roja del Mérito Militar de 1.ª clase otorgada en 1927 (su decimoquinta), la Medalla conmemorativa de campaña con el pasador Marruecos, la Placa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo (por su conducta intachable) y el Distintivo de doce años de servicios en la Policía Indígena (que daba derecho al uso de cuatro barras de oro en su uniforme). Militar de singular consideración y prestigio en el Ejército de África, tuvo que soportar la desgracia de ver como se cometía el tremendo error de solicitar su procesamiento tras el desastre de Zoco el Telatza —en la causa instruida para depurar las responsabilidades de los oficiales presentes en dicha posición y en la posterior retirada—, por desconocer el fiscal militar José García Moreno, así como el Consejo Supremo de Guerra y de Marina, el verdadero alcance y significación que tenían las atribuciones políticas de los capitanes de mías de la Policía Indígena en las labores de negociación con las cabilas del Rif, como acertadamente aclaró posteriormente el nuevo fiscal jurídico militar en la causa instruida al efecto. En dicha causa quedó claro que —contrariamente a lo sostenido, errónea y temerariamente, con anterioridad— el responsable de pactar la rendición por dinero de la posición de Reyen de Guerruao, con el ánimo de salvar a su guarnición, pues el propio Alonso constató la imposibilidad de hacerlo por la fuerza de las armas ante el innumerable enemigo que rodeaba la posición, no fue el capitán Alonso Estringana sino el teniente coronel Saturio García Esteban (que autorizó el pacto y la operación de rescate, así como el envío al capitán Alonso del resto del dinero necesario, pues las mil pesetas iniciales de las que disponía el capitán eran insuficientes, teniendo que ser completadas con otras mil quinientas, aportadas por los capitanes y oficiales presentes en el Consejo de Defensa Matinal del día 24 de julio de 1921). A pesar de que en el escrito de conclusiones provisionales, formulado por el fiscal militar en la causa instruida para juzgar la retirada, se solicitaba la libre absolución para el capitán Francisco Alonso Estringana, por no estimar que le fuese imputable delito ni falta alguna, se cambió de parecer. En efecto, el Ministerio Fiscal señalaba posteriormente que «el único delito que podía imputársele era el de negligencia del artículo 277.2 del Código Penal Militar, al no cumplir el deber militar de dar cuenta al Jefe de la Columna (García Esteban) de la situación de Reyen de Guerruao y pedirle autorización para iniciar las negociaciones de evacuación en lugar de iniciarlas desde luego antes de contar con su expreso consentimiento; claro es que lo hizo llevado por el mejor deseo pero infringiendo un precepto 225 Francisco Alonso Estringana Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 226 militar». Volvía a desconocerse que el comportamiento del capitán Alonso estaba totalmente justificado por las atribuciones conferidas a los capitanes de mías en lo que se refiere a su gestión política entre las cabilas de su circunscripción —sobre todo teniendo en cuenta que dicho capitán tuvo que negociar con jefes chiujs, a los que conocía perfectamente al haber mantenido con ellos negociaciones de toda índole con anterioridad, como ya se ha detallado—. Así, sin haber sido condenado por ninguna sentencia firme —tal y como exigía el artículo 2.1 de la Ley de 18 de junio de 1870, para poder beneficiarse un reo de la gracia de indulto—, en el dictamen final del auditor se propuso —en aplicación del Real Decreto de Alfonso XIII, de fecha 4 de julio de 1924, promulgado en plena dictadura del general Primo de Rivera— el indulto del capitán Alonso Estringana, en relación con el delito de negligencia. Enterado el bravo capitán de dichas conclusiones, manifestará de forma contundente lo siguiente ante tamaño despropósito: Que no se halla conforme con el indulto concedido, pues no se considera responsable del delito por el cual se le indulta, ya que como capitán de Policía en aquellas circunstancias se multiplicó cuanto supo y pudo, acudiendo siempre a los sitios de mayor peligro. Solo alabanzas de todos ha merecido su gestión; tanto que hasta en la Zona Francesa fue felicitado por nuestras autoridades, conocedoras de mi gestión. Todo esto lo corrobora la no petición de pena de un Fiscal militar, que seguramente apreciando la labor del que suscribe en todo en toda la retirada, sólo alabanzas le merece esta. En cuanto al delito que se me atribuye al aplicarme el indulto tiene que manifestar el que suscribe que el Teniente Coronel Don Saturio supo, antes de salvar la posición de Reyen del Gerruao, cómo se hallaba esta, por un oficial que le envié, y que le pedía fuerzas para romper el cerco o dinero para gestionar la salida de las mismas; contestándome que soldados no podía enviarme y me trajeron el dinero al que tuve que añadir mil pesetas de mi bolsillo, siendo felicitado por todos al llegar al campamento con las fuerzas a las que salvé de una muerte cierta. No eran momentos aquellos en que el tiempo podía perderse. El fin propuesto de salvar a las fuerzas, se logró por lo que la negligencia que se me atribuye en aras de las vidas que salvé aun existiendo, creo que queda desvanecida por el bien logrado; hecho este, por el que me cita como muy distinguido el Teniente Coronel Don Saturio García Esteban. La singular bravura de este militar se desprende de la lectura de su hoja de servicios, donde pueden leerse episodios como el siguiente: El 1 de noviembre de 1922, con sus fuerzas, a las órdenes del Teniente Coronel D. Miguel Nuñez de Prado, cuyo Jefe mandaba la extrema vanguardia del General Ruiz Trillo, salió para establecer la posición de Benítez, avanzó sobre las lomas sosteniendo nutrido fuego con el enemigo, rechazando ataques violentos, ganando la línea de posiciones con decisión y ataque, llegando a la lucha cuerpo a cuerpo, teniendo que hacer uso de la pistola para su defensa; resultando herido leve en el cuello y contuso de piedras, con su ánimo y valor protegió la retirada de la columna, haciendo una reacción ofensiva contuvo al enemigo que hostilizaba duramente. Francisco Alonso Estringana Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Ahora ya sabemos que lo que más llamaba la atención de él no era su estatura para la época, de un metro con setenta centímetros, sino los más de cien hechos de armas en los que había tomado parte en el territorio del Rif. Aún impresiona leer la circular sobre recompensas, relativa a su persona y publicada en el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra, de fecha 16 de enero de 1925 (D. O. número 12, páginas 136 y 137); en dicha circular se publica el ascenso del capitán Alonso Estringana al empleo de comandante por méritos de guerra, en virtud del correspondiente expediente de juicio contradictorio. Fue citado en la documentación oficial por el celo e interés puesto en el desempeño de su misión, por su arrojo, serenidad, aptitud y acierto en el mando de las tropas indígenas en el Rif español. En el referido juicio contradictorio declararon a su favor, entre otros personajes ilustres, los generales don Federico Berenguer y don Miguel Cabanellas (ver biografía), el coronel Riquelme (jefe de la Policía Indígena), el teniente coronel Franco (futuro jefe del Estado, ver biografía) y el comandante García y Margallo; todos ellos coincidían en considerar al capitán Alonso Estringana merecedor del ascenso al grado de comandante por sus brillantes dotes de mando, valor, serenidad y ser gran conocedor de la actuación a seguir en los problemas del Protectorado español en Marruecos. Finalmente, el Consejo Supremo de Guerra y de Marina suscribió completamente tan favorables conclusiones. Era así la segunda vez que el capitán Alonso ascendía a la superior graduación por méritos de guerra, pues en el año 1914 había ascendido también al rango de capitán de la misma forma. En 1914 el ascenso por méritos, hechos o servicios de guerra era la recompensa militar más importante después de la Cruz Laureada de San Fernando (por delante incluso de la Cruz de María Cristina según la Ley adicional a la Constitutiva del Ejército de 19 de julio de 1889). Más tarde, en 1918 y tras la creación de la Medalla Militar Individual, pasaría a ocupar el tercer puesto en el orden de importancia. Todavía tuvo una tercera propuesta de ascenso por méritos de guerra al empleo superior inmediato, esta vez desestimada por resolución de 27 de noviembre de 1926. En abril de 1931 regresó definitivamente a Madrid, al Regimiento de Caballería n.º 3, y en 1934 fue ascendido al empleo de teniente coronel. Ese mismo año, el 11 de mayo, contrajo matrimonio con doña Natalia Calabuig Sanz. Afortunadamente para él, no participó en la guerra fratricida entre españoles. En mayo de 1936 fue absuelto del delito de sedición por un Consejo de Guerra de oficiales generales republicanos celebrado en Guadalajara (juicio sumarísimo número 88/1936), demostrándose en dicho juicio que una enfermedad cerebral le había impedido incorporarse al destino preceptivo. El informe pericial de los médicos señaló que ya no estaba, incluso, en condiciones físicas para desempeñar el mando de fuerzas. Estallada la Guerra Civil española, por su condición de militar fue denunciado a las autoridades por un maledicente vecino, y por ello, detenido el día 28 de julio de 1936 en su domicilio de la calle de Arrieta número 5 y sufrió la pena de encarcelamiento en la temible y siniestra prisión de San Antón (Madrid), de tan infausto recuerdo para muchos españoles torturados en la checa habilitada en el citado centro y desde donde salieron muchos otros para ser asesinados en Paracuellos del Jarama. En aquella cárcel estuvo desde el día 29 de julio de 1936 hasta el 30 de enero de 1937, siendo dado de baja del ejército republicano por desafecto al «régimen rojo» (sic) el 17 de diciembre de 1937. 227 Francisco Alonso Estringana Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif J. G. L. Fuentes Bibliografía Domínguez Llosá, Santiago, «Zoco el Telatza, 1921. El otro desastre», Revista de Historia Militar, Alcañiz Fresno Editores, 2001. 228 Expediente personal del capitán Francisco Alonso Estringana. Legajo A-417 depositado en el Archivo General Militar de Segovia. Expediente Picasso. Folios 866-875. FC_TRIBUNAL_SUPREMO_ Reservado, Exp. 50. N. 4 y folios 223 a 226 FC_TRIBUNAL_SUPREMO_ Reservado, Exp. 50. N.1. Portal de archivos españoles del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Pando Despierto, Juan, Historia secreta de Annual, Madrid, Temas de Hoy, 1998. 13 Interesante resulta leer la sentencia dictada por el Jurado Popular de Urgencia n.º 4 en el expediente n.º 37/1937 (donde intervino también el Juzgado de Instrucción n.º 6 de Madrid). En dicha sentencia, de fecha 22 de enero de 1937, se absuelve libremente a don Francisco Alonso Estringana, pues «solo resultaba cierto que no ha sido probado que el inculpado haya realizado acto alguno de desafección al Régimen»; por esa razón, el Ministerio Fiscal retiró la acusación y solicitó la libre absolución. En el acto del juicio, el propio Alonso Estringana había declarado que el día 17 de julio (víspera del alzamiento nacional del 18 de julio) se hallaba en su domicilio, no intentando entrar en ninguno de los cuarteles sublevados, y sí, por el contrario, efectuó su presentación en la División para ofrecerse al Gobierno, añadiendo que no había pertenecido a ningún partido político ni tampoco a la Unión Militar Española (como se sostenía en las diligencias). De modo que el coronel don Francisco Alonso Estringana fue recluido injustamente en la prisión de San Antón, durante casi seis meses, por culpa de un maledicente vecino y el odio irracional entre españoles. Terminada la Guerra Civil, por orden de 21 de septiembre de 1939 (B. O. n.º 268), se le reintegra en su puesto con la antigüedad de 16 de diciembre de 1936. Francisco Alonso Estringana se retiró del ejército el día 19 de noviembre de 1940, al cumplir la edad reglamentaria. El 16 de diciembre de 1936 era coronel de Caballería y permaneció en situación de disponible forzoso en la primera división hasta la citada fecha de su retiro. Finalmente, uno de los mejores oficiales que tuvo España en el Protectorado marroquí falleció en Benejama (población cuyo nombre significa en árabe «hijo de las tierras fértiles» y que está situada en la provincia de Alicante) a las 18.00 horas del día 19 de abril de 1944, a la edad de sesenta y seis años. Alzugaray y Goicoechea, Emilio Pamplona, 5 de septiembre de 1880 - cercanías de Toulouse, 2 de enero de 1944 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Entre 1909 y 1927, coincidiendo con el desarrollo de las llamadas campañas de pacificación en el Protectorado español en Marruecos, la ciudad de Melilla («la Hija de Marte») gozó de una época de crecimiento y prosperidad nunca superada. A lo largo de esos años la población se expandió desde los recintos fortificados de Melilla «la Vieja» viviendo una expansión urbana caracterizada por el empleo en las construcciones del estilo modernista de moda en esos años. Si tuviésemos que escoger al más representativo, desde el punto de vista profesional, de los arquitectos españoles que trabajaron en Melilla y en la zona oriental del Protectorado, sin duda el elegido sería su rival profesional, el catalán Enrique Nieto y Nieto (ver biografía). Sin embargo, la personalidad más atrayente de la pléyade de arquitectos (Manuel Becerra, Alejandro Rodríguez Borlado, Eusebio Redondo, José de la Gándara, Francisco Carcaño, etc.) que en esos años trabajaron en Melilla y sus alrededores es la del militar Emilio Alzugaray y Goicoechea, cuya actuación como ingeniero militar y proyectista queda en segundo plano, oculta por una vida de aventuras y peligros. Ingresado en 1899 en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, es promovido a teniente en 1904 y tras breves destinos en Barcelona, Valencia y Ceuta llega a Melilla en 1906, siendo destinado a la Compañía de Zapadores de su guarnición. Participa en las operaciones desarrolladas entre 1909 y 1913, ascendiendo a capitán en 1911. En esos años proyecta y dirige numerosos trabajos para la Comandancia de Ingenieros, desde instalaciones de radio, fortificaciones y edificios militares hasta el acondicionamiento de los barracones del Regimiento Mixto de Artillería de Melilla para alojar al numeroso séquito que en enero de 1911 acompañó al rey Alfonso XIII en su visita a la ciudad. Si desde 1907 Alzugaray había compaginado sus obligaciones militares con los proyectos civiles, en el año 1913, en un momento de pausa de las operaciones y habiendo sido destinado al 3.er Regimiento de Zapadores de guarnición en Valencia, solicitó pasar a la situación de supernumerario sin sueldo para poder continuar residiendo en Melilla, desarrollando sus actividades como arquitecto. Desde ese momento se dedicó en exclusiva a proyectar edificios civiles, evolucionando desde el clasicismo hasta el estilo modernista de sus últimos trabajos. Junto a su faceta de proyectista y director de obras desarrolló otras como negociante, interviniendo en numerosas compras y ventas de terrenos, y como empresario de la construcción en varios de sus proyectos. También se vio envuelto en cuestiones de reclamaciones y pleitos mineros, por lo que en varias ocasiones debió declarar en los juzgados sin sufrir pena o sanción alguna. Mientras tanto, en septiembre de 1911 se había casado con Concepción Guijarro Jiménez, con la que tuvo tres hijos varones (Emilio, Luis y Joaquín). Emilio, el primogénito, había nacido en enero de 1911, es decir, meses antes del matrimonio, algo que sin duda escandalizaría en los tradicionales ambientes militares. Emilio Alzugaray y Goicoechea Ingeniero militar. Participó en las campañas de pacificación. Proyectó numerosos edificios en la ciudad de Melilla y alrededores. Durante la Guerra Civil participó en la defensa de Madrid, mandando un cuerpo de ejército. 229 Emilio Alzugaray y Goicoechea Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 230 En 1920 se reincorpora al servicio activo. En julio de 1921 se encontraba en el sector de Annual como ingeniero de obras, pero debiendo asumir el mando eventual de las unidades de Ingenieros en el caso de reunirse más de una compañía de su arma. Allí fue testigo de las dudas e indecisiones del general Silvestre durante la noche del 21 al 22 de julio. Ordenada la retirada, condujo a las cuatro compañías de Ingenieros acampadas en Annual hasta Ben Tieb. Desde allí, alegando haber recibido órdenes directas del general Silvestre para informar de la situación al general Navarro (ver biografía), segundo jefe de la Comandancia General, salió para Melilla en el mismo coche que ocupaba el hijo del general Silvestre. Habiendo logrado llegar ileso a Melilla, inmediatamente comenzó a trabajar para poner en condiciones las descuidadas defensas de la ciudad. Al parecer, durante los días en que sucumbían las guarniciones de Nador, Zeluán y Monte Arruit, Alzugaray criticó públicamente la actitud pasiva del alto comisario, general Dámaso Berenguer. Tras ser interrogado por el general Picasso (ver biografía), el fiscal no apreció inicialmente responsabilidad en su actuación; sin embargo, a instancias del alto comisario fue encausado, condenándosele a seis meses de prisión menor. Revisada la sentencia por el Consejo Supremo de Guerra y Marina es doblemente condenado, por una parte a veinte años y un día por delito de «Negligencia en el servicio» y por otra a doce años y un día por delito «Contra el honor militar». El proceso, lleno de irregularidades, estuvo en todo momento condicionado por las presiones de Berenguer. Si bien Alzugaray abandonó en Ben Tieb a las compañías de Ingenieros cuyo mando eventual le correspondía, otros mandos con responsabilidades mayores salieron absueltos o con penas menores que las que recayeron sobre él. Quizás los motivos de esta severidad fueran, por una parte, las críticas vertidas por Alzugaray contra la pasividad de Berenguer a principios de agosto de 1921 y por otra el intento de rescate de los prisioneros del arma de Ingenieros que permanecían cautivos de Abd el-Krim (ver biografía). Como un claro ejemplo del corporativismo del ejército de la época, los oficiales de Ingenieros habían llevado a cabo una colecta para pagar el rescate exigido por el líder rifeño para liberar a los componentes del arma en su poder. Alzugaray, que conocía bien a Abd el-Krim tanto por su larga permanencia en Melilla como por sus negocios mineros, actuó de mediador a pesar de la prohibición expresa de Berenguer, quien, en el último momento, frustró el rescate. El resultado de todas estas divergencias fue terrible para Alzugaray, que se vio desposeído de su empleo, expulsado del Ejército y encarcelado en el fuerte de María Cristina. La inquina de Berenguer y las escasas garantías jurídicas de los consejos de guerra de la época permitieron que Emilio Alzugaray, cuyas responsabilidades en el «desastre» eran menores que las de otros militares de la Comandancia General de Melilla, se viese condenado a las penas más severas. Ante esta situación, con ayuda de sus familiares y amigos a principios de agosto de 1923 se evadió de la prisión escapando a Orán. En 1931, a la proclamación de la República, solicitó la revisión de su proceso, siendo desestimada su petición, ya que su fuga había tenido lugar previamente al golpe de Primo de Rivera y no le eran de aplicación las medidas tomadas para remediar los abusos del dictador. En agosto de 1936 Alzugaray reaparece en Madrid, procedente de Casablanca, poniéndose a disposición de la República. Readmitido en el Ejército, inicialmente se le dio el mando de una columna de vascos y catalanes residentes en Madrid. En octubre de 1936 es ascendido a teniente coronel y en noviembre a coronel. Participa en la defensa de Madrid, Emilio Alzugaray y Goicoechea Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif siendo herido de gravedad en noviembre de 1936, en el sector de la Ciudad Universitaria, tras haber cumplido la orden de Miaja de desarmar la columna del fallecido Durruti. Recuperado de sus heridas, en marzo de 1937 es nombrado jefe de la 6.ª División y más tarde del II Cuerpo de Ejército. Esta unidad fue protagonista de la desastrosa operación que pretendía la reconquista de los cerros del Águila y Garabitas en la Casa de Campo. En esta temeraria acción, que le fue ordenada, Alzugaray sufrió las desobediencias de sus subordinados Líster y Modesto. Este fracaso fue el pretexto para desposeer a Alzugaray de su mando, pasando a ocupar, durante el resto de la guerra, destinos secundarios en Cataluña. Medidas semejantes fueron tomadas en la misma época con muchos otros militares profesionales de clara militancia republicana, pero con fuerte personalidad, que se oponían a las directrices de los asesores soviéticos. En enero de 1939, a la llegada a Cataluña de las tropas de Franco, Emilio Alzugaray pasó a Francia. En 1940 residía en Perpiñán, donde le contactó el Intelligence Service británico. En 1943, tras la ocupación de la Francia de Vichy por los alemanes, fue detenido por la Gestapo y trasladado a París. Por procedimientos poco ortodoxos lograron atraerle a su bando, siendo de nuevo enviado al sur de Francia para actuar contra los exiliados republicanos españoles que constituían el grueso de los maquis de la región y colaborar en la eliminación de redes de evasión de pilotos aliados derribados y de franceses en edad militar que trataban de pasar a España. En enero de 1944 viajaba en un convoy de la Gestapo que fue atacado cerca de Toulouse por la resistencia francesa, muriendo en la refriega y siendo enterrado en las cercanías. Durante la Guerra Civil, el mayor de sus hijos, Emilio, se trasladó a Madrid siguiendo a su padre y llegó a actuar como su ayudante. Sus otros hermanos se encuadraron voluntariamente en el ejército de Franco. Uno de ellos, Luis, tras alistarse en La Legión realizó el curso de alférez provisional, prosiguiendo en servicio activo tras el final de la guerra. Entre 1940 y 1945 fue oficial auxiliar en la agregaduría militar de España en París, para a continuación abandonar el Ejército. Finalmente, los tres hijos de Emilio Alzugaray acabaron marchando a Venezuela, donde rehicieron sus vidas. Del paso de Alzugaray por Melilla queda una plaza denominada Ingeniero Emilio Alzugaray y muchos de los edificios que él proyectó, entre los cuales cabe destacar los siguientes: calle General Marina, 4 (1907), Avenida Juan Carlos I, 7 (1907), calle General Prim, 17 (1910), calle General Aizpuru, 22 (1913), calle García Cabrelles, 28 (1913), calle General Polavieja, 46-48, «Casa de las Fieras» (1914), calle Antonio Falcón, 3 con plaza de Bandera de Marruecos, 4 (1915), calle Sor Alegría, 7 y 9 (1915 y 1916), calle Cardenal Cisneros, 8 y 10 (1916-1917), Colegio La Salle (1917-1918) o Casino Militar (1921). J. A. S. 231 Bibliografía Bravo Nieto, Antonio, Arquitectura y urbanismo español en el norte de Marruecos, Sevilla, Junta de Andalucía, 2000. —, La Ciudad de Melilla y sus autores. Arquitectos e ingenieros en la Melilla contemporánea, Melilla, Ciudad Autónoma, 1997. —, «Marruecos y España en la primera mitad del siglo XX. Arquitectura y urbanismo en un ámbito colonial», Illes i Imperis, 7, primavera de 2004, pp. 45-61. Domínguez Llosa, Santiago, El exilio republicano navarro de 1939, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2001. Expediente personal. Archivo Militar de Segovia. Arenas Gaspar, Félix Puerto Rico, 13 de diciembre de 1891 - Monte Arruit, Marruecos, 29 de julio de 1921 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Félix Arenas Gaspar Militar formado en la Academia de Ingenieros de Guadalajara. Aviador y piloto de globos. Combatiente en Marruecos, falleció durante la retirada a Monte Arruit, recibiendo por su heroísmo la Cruz Laureada de San Fernando. 232 De familia militar —era hijo del capitán de Artillería Félix Arenas Escolano—, había nacido en Puerto Rico el 13 de diciembre de 1891. Al fallecer su padre, cuando solo contaba dos años de edad, regresó a la Península, fijando su residencia en Molina de Aragón, de donde era originaria su familia y en la que transcurrió su infancia, realizando sus primeros estudios en el colegio de los padres escolapios. Ingresó en 1906 en la Academia de Ingenieros de Guadalajara a una edad muy temprana, pues aún no había cumplido los quince años. Fue promovido a segundo teniente en 1909 y a primero dos años después y destinado al Regimiento de Pontoneros. Muy pronto fue agregado al Servicio de Aerostación, en Guadalajara, donde siguió el curso de piloto de globos, cuyo título obtendría en 1913 tras realizar numerosas ascensiones. El Servicio de Aerostación había sido creado en 1884 y comenzó a funcionar en 1889. Las ascensiones se realizaban con globos cautivos o libres y con dirigibles, que se utilizaban para realizar reconocimientos del terreno, fotografiarlo o localizar objetivos para la artillería. El teniente Arenas sirvió a continuación en los Talleres del Material de Ingenieros, siendo muy pronto agregado a la Compañía de Aerostación de Tetuán, en cuya zona hizo prácticas de observador de campaña. También dirigió en esta época un taller de maquinaria en la Comandancia de Ingenieros de Guadalajara, hasta que en julio de 1914 obtuvo el ingreso en la Escuela Superior de Guerra, en la que terminó sus estudios en julio de 1917 con gran brillantez; en 1915 había alcanzado el empleo de capitán. Al salir de la Escuela de Guerra fue destinado voluntariamente a la Comandancia de Ingenieros de Melilla, donde pasó a mandar la 2.ª Compañía de Zapadores, destacada en Kandussi, a cuyo frente realizó diversos trabajos de fortificación de posiciones. En 1919 hizo prácticas de aviación en el aeródromo de Cuatro Vientos y volvió a reanudar las ascensiones en globo3. En marzo de 1920 la compañía del capitán Arenas fue agregada a la columna del coronel José Riquelme López-Bago, con la que participó en la ocupación de posiciones y en su posterior fortificación. En noviembre del mismo año nuestro biografiado cambió de destino y se hizo cargo del mando de la Compañía de Telégrafos y Red Permanente de Melilla y su territorio, lo que le obligaría a realizar numerosas visitas de inspección a las posiciones propias, en algunas de las cuales tuvo que soportar el fuego enemigo. Formando parte de la columna Riquelme participó en varios combates. Al producirse el desastre de Annual y llegar a Melilla noticias sobre la alarmante situación en que se encontraban nuestras tropas, se dirigió en automóvil el 23 de julio de 1921 a Dar Drius para comprobar el estado de la red de comunicaciones, trasladándose seguidamente a Batel y desde allí, a caballo, a Monte Arruit. Pasado Tistutin tuvo que ceder su montura a un herido, por lo que se vio obligado a regresar a pie a la anterior posición, donde tomó el mando de su reducida guarnición, procediendo a organizar la defensa y consiguiendo J. L. I. S. Notas 3 Adquiridos por España los primeros aviones en 1913, fue creada entonces la Dirección de Aeronáutica, con las ramas de Aerostación y Aviación. Los pilotos de avión, pertenecientes a cualquiera de las Armas y Cuerpos del Ejército, se formaban en Cuatro Vientos (Madrid). Félix Arenas Gaspar Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif mantener el enlace heliográfico con Batel. Cercado por los moros, en la noche del día 25 realizó, acompañado de un cabo y un soldado, varias salidas para incendiar unos almiares de paja tras los que se protegía el enemigo, sufriendo durante estas operaciones una quemadura en una mano, producida por el petróleo empleado. El día 27 llegó el general Navarro desde Batel y el 28 se recibió orden del alto comisario de replegarse hacia Monte Arruit. En la madrugada del 29 fue abandonada la posición, solicitando el capitán Arenas ocupar durante la marcha el lugar más peligroso, la extrema retaguardia, a cuyo frente protegió a las tropas y logró sostener al enemigo, permaneciendo a las puertas de Monte Arruit hasta que el último de sus soldados consiguió penetrar en la posición. Al tratar entonces, armado con un fusil, de que el enemigo no se apoderase de unos cañones que habían sido abandonados por sus sirvientes, fue rodeado y alcanzado por un disparo que le ocasionó la muerte. En enero de 1922 se abrió en la Comandancia General de Melilla el preceptivo expediente de juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando, con la que sería justamente recompensado por real orden de 18 de noviembre de 1924. El 19 de junio de 1928 se firmaba una real orden en la que se decía: «[...] el Rey, queriendo testimoniar la alta consideración que merece la memoria del capitán de Ingenieros D. Félix Arenas Gaspar, y perpetuar sus heroicos hechos, se ha dignado resolver que su nombre figure en lo sucesivo en el “Anuario Militar” al frente de la escala de capitanes del Cuerpo de Ingenieros con la siguiente indicación: Muerto heroicamente el 28 de julio de 1921en las proximidades de Monte Arruit». Un hermano del heroico capitán, Francisco, teniente del Regimiento de Infantería de África n.º 68, había ingresado en la Academia de Infantería de Toledo en 1913. Siendo teniente del Regimiento de Infantería de África n.º 68 y formando parte de la columna móvil al mando del teniente coronel García Esteban, se encontraba el 25 de julio de 1921 en Zoco el Telatza cuando la posición de Haf pidió auxilio por hallarse cercada, ofreciéndose voluntario para acudir en su socorro, lo que no fue necesario debido a la caída de la posición; seguidamente inició la columna la retirada del Zoco hacia la zona francesa, de madrugada y amparada por la niebla, pero al amanecer el enemigo descubrió el movimiento de las tropas, produciendo cuatrocientas bajas, entre ellas la del teniente Arenas. El Ayuntamiento de Molina de Aragón erigió al capitán Arenas un monumento, obra del escultor Coullaut Valera, que fue inaugurado por S. M. el Rey el 5 de julio de 1928 en un acto al que asistió el presidente del Consejo de Ministros, general Primo de Rivera (ver biografía), acompañado de los ministros de la Guerra, Trabajo y Gobernación, el capitán general de Madrid, los directores generales de la Guardia Civil y Carabineros, y todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas de la provincia, al tiempo que le dedicaba una de sus calles, iniciativa a la que se sumarían las ciudades de Barcelona, Guadalajara y Melilla. Recientemente, el renombrado pintor Augusto Ferrer-Dalmau le ha dedicado un cuadro como homenaje, en el que el laureado capitán aparece gallardo y sereno, con Monte Arruit al fondo, rodeado de cadáveres y defendiendo con un fusil un cañón de artillería. En 2013 tuvo lugar en el Acuartelamiento Capitán Arenas (Guadalajara), donde reside el Parque y Centro de Mantenimiento de Material de Ingenieros (PCMMI), un emotivo acto en el que se inauguró un monumento al héroe, réplica del existente en Molina de Aragón, al que asistió Francisco de Borja Arenas y Arenas —hijo póstumo del laureado capitán—, contraalmirante de la Armada. 233 Asensi Rodríguez, Francisco Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Francisco Asensi Rodríguez El Ferrol, La Coruña, 2 de enero de 1886 - Hassi Uenzga, Marruecos francés, 25 de julio de 1921 234 Capitán de la 1.ª Compañía del 1.er Batallón del Regimiento de África n.º 68. En el desastre de Annual tuvo un singular protagonismo durante la retirada de la columna de Zoco el Telatza hacia la zona francesa, al proteger con su sacrificio el paso de la columna a través del desfiladero de Maachen. Consiguieron salvarse casi quinientos hombres, siendo la única columna móvil del general Fernández Silvestre que no fue totalmente destruida. Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia. F. Scott Fitzgerald El día 2 de enero de 1886 hacía muchísimo frío en Ferrol (La Coruña). Un aire costero, gélido y tremendamente húmedo recorría todas las construcciones asociadas a la nueva ciudad departamental, fruto de la construcción del arsenal militar y los astilleros de la Armada. Justo enfrente del arsenal militar se encuentra situado el número 7 de la calle del Rastro, en la zona conocida como Ferrol Vello, barrio marinero que vio nacer la ciudad naval y fue declarado bien de interés cultural en el año 2011. Son las 14.30 horas del 2 de enero y en el acogedor y cálido hogar de la familia Asensi Rodríguez todo es alegría y jolgorio, pues no había mejor manera de celebrar la llegada de un nuevo año que presenciando el nacimiento de un hijo. Por fin será un varón, tan ansiado, al que bautizarán más tarde con el nombre de Francisco, en la parroquia castrense de San Francisco. En una familia de honda tradición militar cabe suponer la alegría que debieron de experimentar todos ante la llegada y nacimiento del primer hijo varón, pues el matrimonio formado por don José Asensi Quintana, primer condestable de la Armada, y doña María Rodríguez Barcia había tenido con anterioridad solo niñas: fueron dos hijas llamadas Manuela y Práxedes, pianista y pintora respectivamente y cuyos años de nacimiento resultan desconocidos. En 1888, residiendo la familia en el número 40 de la calle de Galiano, nacería un 22 de noviembre su segundo varón, Víctor, futuro general de división del Arma de Infantería, miembro del servicio de Estado Mayor, coronel por méritos de guerra y condecorado con la Gran Cruz del Mérito Militar. En octubre de 1934, el entonces comandante del servicio de Estado Mayor Víctor Asensi será también uno de los heridos de mayor graduación al sofocar la insurrección obrera contra el Gobierno legítimo de la Segunda República, durante la revolución de Asturias. Por sus heridas, que le provocaron una leve cojera que arrastraría de por vida, fue condecorado en el año siguiente con la Medalla de Sufrimientos por la Patria con el pasador 8 de octubre. El matrimonio será finalmente bendecido con un tercer y último varón, que nacerá el 18 de mayo de 1894 y será bautizado con el nombre de Recaredo Isidoro. Al nacer Recaredo, la familia tenía su domicilio en el número 162 de la calle María; en el número 108 de la misma acera y calle vivía la familia Franco Bahamonde, en cuyo hogar nacería en 1892 el futuro jefe del Estado, general Francisco Franco. Los tres hermanos, unidos por un fortísimo y fraternal vínculo de sangre, tendrán siempre presente el ejemplo a seguir en su periplo vital: su padre. Don José Asensi Quintana había nacido en Valencia el 26 de julio de 1847 y sus padres fueron don Manuel Asensi Soler, militar natural de Valencia capital, y doña Isabel Quintana Merino, originaria de Benicarló (Castellón). La infancia de José transcurrió entre las localidades de Valencia y Cartagena, por razón de los destinos de su padre; Manuel Asensi, nacido en Valencia en 1817 y de profesión ebanista, había ingresado en el Ejército como quinto en caja el 12 de febrero de 1836, siendo elegido —probablemente por su estatura de un metro setenta, muy superior a la media de la época— para formar parte de la Guardia Real, en Madrid. Más tarde pasaría a formar parte del Real Cuerpo de Artillería (2.º Regimiento), en cuya arma alcanzaría el empleo de cabo de obreros, en atención a sus habilidades y empleo previo en la vida civil. Manuel Asensi Soler, militar de buena conducta y con valor acreditado —abuelo del capitán objeto de esta biografía—, fue condecorado a lo largo de su vida con una Cruz de plata sencilla del Mérito Militar con distintivo rojo —por el mérito que contrajo combatiendo contra los insurrectos revolucionarios, durante los sucesos de Cádiz los días 5, 6 y 7 de diciembre de 1868— y tres cruces de plata sencillas con distintivo blanco. Galardonado por llevar más de treinta años de servicio con acreditada honradez, Manuel sería también —además de verse involucrado en la insurrección cantonal de Cartagena en 1873— el primer miembro de la familia en pisar territorio africano. En efecto, el 27 de diciembre de 1867 embarcó en Málaga con dirección a la ciudad de Melilla, en donde permaneció realizando trabajos de recomposición del material del Arma de Artillería allí existente, hasta el 27 de febrero de 1868 en que regresó a Cádiz. Durante su periodo de servicio en Cartagena, importante base naval de la Armada española, su hijo José tomó contacto con la Marina de Guerra. Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables La cuna de un bizarro capitán. El ejemplo paterno: la constante perseverancia en el cumplimiento del deber militar Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Francisco, y sobre todo —por razón de edad— Víctor y Recaredo recordarán durante toda su vida su infancia, colegio y juegos infantiles compartidos en Ferrol con aquel niño a quien el destino otorgará más adelante las riendas de España durante casi cuarenta años. Más tarde, y en plena adolescencia, Francisco y Recaredo volverán a coincidir con Franquito, esta vez en la Academia de Infantería de Toledo, pues Franco perteneció a la promoción de 1907. Eran, pues, tres hermanos varones, gallegos de nacimiento y dominados por un fervoroso y entusiasmado deseo de seguir la carrera de las armas, ya que el ambiente y la atmósfera militar impregnaban y condicionaban toda la infancia y el entorno de cualquier infante ferrolano a finales del siglo XIX y principios del XX. Ciertamente Ferrol constituía un auténtico y cerrado microcosmos castrense con estructura de pirámide social, en cuya cúspide se situaban los oficiales de la Armada; después, los del resto de las armas del Ejército de Tierra y, finalmente, las profesiones liberales: médicos, jueces, abogados, ingenieros y arquitectos cerraban tan decimonónica y rígida escala social. Desgraciadamente, la temprana muerte de José Asensi Quintana, fallecido en Barcelona a las tres de la madrugada del día 19 de febrero de 1899, marcó de una manera trágica la infancia de sus cinco hijos. 235 Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 236 Con firme espíritu militar y vocación de servicio, José Asensi Quintana ingresó en la Escuela de Artilleros de Mar el 24 de enero de 1865, ascendiendo progresivamente por los distintos empleos y grados del Cuerpo de Condestables de la Armada. Más tarde, será oficial graduado: alférez (1880) y teniente en 1889. Veterano de la «guerra de los diez años» (1868-1878), sostenida contra los mambises cubanos y que terminó con la orgullosa victoria de España —que consiguió así sujetar, otra vez con mano férrea, la joya o perla de la Corona—, el joven de veintidós años había llegado a la isla de Cuba nada más comenzar el conflicto, pues desembarcó en el puerto de La Habana el 29 de noviembre de 1869. Volvería a Ferrol casi cinco años después, el 23 de julio de 1874, después de tomar conciencia de lo duro que era servir a su país en condiciones tan adversas, pues vería enterrar las vidas de muchísimos compañeros en los hostiles pantanos y rudas maniguas; más temibles, si cabe, que las balas enemigas. Este condestable regresó, pues, a tiempo para participar en un nuevo conflicto, esta vez más penoso, trágico y fratricida. En la guerra civil interna o Tercera Guerra Carlista (1872-1876), José tomó parte en las operaciones del Frente Norte, contra los carlistas, interviniendo en las acciones de Lastaola y en la batalla del monte de Choritoquieta (finales de agosto de 1875), bajo las órdenes del mariscal de campo don Miguel Trillo. Por su participación en dichas acciones recibirá una Cruz roja sencilla del Mérito Militar así como, posteriormente, una Cruz del Mérito Naval con distintivo blanco por la terminación de la guerra civil y los servicios prestados hasta el 3 de octubre de 1878. Pero como a todo guerrero le llega su reposo, José Asensi lo encontrará en la otrora orgullosa villa de Ferrol, en cuyo lugar conocería a una señorita de apenas dieciséis años, María Rodríguez Barcia. Nacida en Ferrol en 1860 e hija de un carpintero llamado Nicolás Rodríguez Sero —natural del pequeño pueblo de La Capela (La Coruña), pero residente en Ferrol por causa de su trabajo en los astilleros de la Armada— y de doña Manuela Barcia Vivero, natural de Ares, la jovencísima María aceptó la propuesta de matrimonio de aquel elegante segundo condestable, trece años mayor que ella. El matrimonio de la feliz pareja se celebró el 24 de noviembre de 1876 en la iglesia parroquial de San Julián, luego elevada a la categoría de concatedral por bula de S. S. Juan XXIII el 9 de marzo de 1959. Desde entonces José y María vivirán una existencia común, apacible y feliz, durante casi veinte años. Tuvieron en ese intervalo cinco hijos, sin tener que lamentar más desgracias que los inevitables fallecimientos —por ley de vida— de sus padres. Sin embargo, la fatídica caja de Pandora se abrirá definitivamente en Extremo Oriente. Corría el año 1896 y los independentistas tagalos del Katipunan —Venerable Sociedad Suprema de los Hijos del Pueblo— se levantaron en armas contra la dominación española de las islas Filipinas. Frente al pragmatismo y carácter netamente autonomista y pacífico de la Liga Filipina, magníficamente dirigida por el sensato y polifacético médico José Rizal —que no pretendía ni tan siquiera la total independencia de la metrópoli—, triunfó el radicalismo violento del Katipunan, encabezado por Emilio Aguinaldo, que sí pretendía la ruptura total con España. Al fatal desenlace contribuyó, sin duda, el tremendo error cometido por el general Polavieja al no impedir el fusilamiento de José Rizal, visto como cómplice del Katipunan; semejante injusticia truncó definitivamente las únicas posibilidades que tuvo España para en- Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif cauzar —a través de un interlocutor válido, apoyado por demócratas y masones españoles— las legítimas aspiraciones del pueblo filipino y mantenerlos dentro de la Corona como una nueva provincia. La guerra, pues, era inevitable. Hasta Ferrol llegaron también los rumores de un próximo conflicto, para el que la menguante España, todavía imperial, tomaba medidas preventivas. El primer condestable y teniente de Artillería José Asensi Quintana será movilizado de nuevo. En la víspera de las Navidades de 1895, la familia Asensi Rodríguez recibirá la terrible noticia del próximo embarque de José con destino al Apostadero de las Filipinas. Aquel frío diciembre ferrolano, en casa de la familia Asensi se vivirá un auténtico drama familiar, representado en seis actos, los de una mujer y sus cinco hijos. Sin duda conscientes de que quizás nunca más volverían a verle, todos lloraron desconsoladamente al despedirse y ver partir al cabeza de familia. Francisco tenía nueve años cuando vio a su padre despedirse por última vez. El fatal destino hizo que veinticinco años después, en 1921, él mismo fuese el protagonista de otra trágica despedida, esta vez en la estación de tren del Hipódromo de la ciudad de Melilla. El embarque de las tropas españolas, en el vapor Isla de Mindanao con destino Manila, se realizó en La Coruña el día 21 de diciembre de 1895. Entre tantos soldados y marinos se encuentra José Asensi, al que aguardan tres años de dura campaña en las selvas filipinas y una terrible y definitiva derrota ad portas. Recién llegado a Manila —después de una larga travesía, que podía durar entre veinte y treinta días según las condiciones atmosféricas y ello gracias a la inauguración en 1869 del canal de Suez—, es destinado al Arsenal de Cavite, encontrándose en 1896 prestando servicios de polvorines de su clase en Binacayan, concretamente en el polvorín flotante San Quintín. Ese mismo año, cuando el 8 de noviembre desembarcó en dicho destacamento la columna de ejército mandada por el famoso coronel del Regimiento n.º 73 don José Marina Vega (ver biografía) —que alcanzará el rango de general de brigada en 1897 y, posteriormente, los cargos de comandante general de Melilla, en 1909, y alto comisario de España en Marruecos en 1913—, dispuso dicho coronel que en la mañana siguiente se incorporara el primer condestable José Asensi a la indicada columna, junto con un artillero de mar y cuatro marineros, para prestar servicios de su clase con un cañón Plasencia de 8 cm y retrocarga. El objetivo era batir con fuego artillero las trincheras construidas por los tagalos y el pueblo de Binacayan; tarea que, encuadrado en una compañía de Artillería, cumplió escrupulosamente el teniente graduado hasta terminar las municiones de la dotación de la pieza, motivo por el que tuvo que retirarse, salvando así su pequeño destacamento y la artillería. En 1897 sería ascendido al rango de capitán graduado de Artillería y citado como distinguido por su comportamiento y mucho valor observado en el combate sostenido en las trincheras de Binacayan, según la certificación expedida en 1898 por don Celestino Fernández Tejeiro —general de división de los ejércitos nacionales y del Estado Mayor de Filipinas—, personaje este último de infausto recuerdo por su oscuro protagonismo en la pactada rendición de Manila en 1898. Sin embargo, la batalla de Binacayan, librada el 9 de noviembre de 1896 cerca de Cavite y a orillas del río del mismo nombre, fue la primera victoria del ejército filipino contra el ejército español. La columna del coronel Marina no logró rebasar la gran trinchera de los tagalos y tuvo que retirarse ante la abrumadora superioridad numérica de los tagalos, dejando atrás quinientos muertos. 237 Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los españoles no tardarán en recuperar el terreno perdido, aunque por breve tiempo. Tras la renuncia del general Polavieja, el nuevo capitán general de Filipinas, Fernando Primo de Rivera y Sobremonte, consiguió sellar la paz con Aguinaldo firmando el Pacto de Biak-naBato el 23 de diciembre de 1897. Poco duraría tan precaria paz, pues en abril de 1898 estallará la guerra contra los Estados Unidos de América; los filipinos del Katipunan aprovecharon esta coyuntura y, con el apoyo norteamericano, volvieron a levantarse en armas. Cercada Manila desde el 8 de junio, de nuevo volvería a distinguirse el capitán de Artillería José Asensi en los combates sostenidos contra los revolucionarios filipinos de Aguinaldo, esta vez en defensa de la plaza y su línea exterior, formando parte de la columna de operaciones de Santa Ana, desde el 16 de junio al 20 de julio. Por su distinguido comportamiento y heridas sufridas en dicha acción sería condecorado —esta vez a título póstumo— con una Cruz del Mérito Militar de 1.ª clase con distintivo rojo en octubre de 1899. Sin embargo, la previa derrota y destrucción de la flota española en el combate naval de Cavite, el 1 de mayo de 1898, ya había sellado el destino de la colonia española de Ultramar. El desembarco de las fuerzas terrestres norteamericanas hizo que solo fuese cuestión de tiempo la derrota definitiva de las armas españolas en el archipiélago. La vergonzosa batalla fingida, pactada entre españoles y norteamericanos para evitar que los tagalos se apoderaran de la capital, dio paso a la humillante capitulación de Manila el 14 de agosto. A pesar de la rendición, quedaban todavía cuatro largos y duros meses de negociación que fructificaron en el Tratado de París, de fecha 10 de diciembre de 1898, por el que se certificó el fin del Imperio español de Ultramar. La dolorosa pérdida de Cuba y la entrega de Puerto Rico, Guam y las islas Filipinas por veinte millones de dólares supuso un auténtico drama nacional, socavando el orgullo patrio como nunca antes volvería a recordarse. Rubricado el «desastre de 1898», ya solo quedaba el amargo, extenuante y triste regreso a la Madre Patria, para intentar olvidar tan terrible guarismo. José Asensi fue pasaportado como enfermo, embarcando a finales de enero de 1899 en el vapor correo León XIII con dirección al puerto de Barcelona, en donde desembarcó —tras una penosa y agónica travesía— el 17 de febrero de 1899. Hospedado transitoriamente en el número 65 de la calle Conde del Asalto, su deteriorada salud se quebró definitivamente dos días después, falleciendo por hemorragia cerebral a los cincuenta y un años de edad en la Ciudad Condal, a las tres de la madrugada del día 19 de febrero. El entierro se verificó en el cementerio nuevo de Barcelona (Montjuich). La causa de la muerte sería dictaminada por una comisión de médicos de la Armada. El pertinente dictamen certificó que tan funesto óbito era consecuencia de la enfermedad contraída por la influencia del clima tropical de Filipinas y por las penalidades de la campaña en territorio de guerra. Una infancia huérfana. Una madre coraje y el feliz ingreso en la Academia de Infantería 238 María Rodríguez Barcia, enlutada de dolor por no haber podido recibir ni tan siquiera el cuerpo de su difunto esposo, no dudó en trabajar como costurera para poder sostener a su familia, pues en aquella trágica hora, aquella venerable y bondadosa mujer se había reafirmado como el pilar y verdadero timón de la familia. No en vano, sus hijos la adoraban. Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Con una exigua pensión de viudedad y la difícil tarea de criar a sus cinco hijos, María decidió trasladarse a vivir a Madrid, después de solicitar —el 15 de abril de 1899— que sus tres hijos varones fueran admitidos en el Colegio de Huérfanos de la Guerra de Guadalajara. Francisco y sus hermanos ingresarían así en una excelente institución educativa, cuya sede radicaba en el palacio del Infantado de Guadalajara —antaño suntuosa mansión de los Mendoza— y que había sido reinaugurada en 1898, durante el periodo de la regencia de doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, madre del rey Alfonso XIII. La desgraciada pérdida del progenitor fue paliada por el excelso Colegio de Huérfanos, que constituía un auténtico modelo de enseñanza infantil y juvenil, muy acorde con los nuevos avances técnicos y educativos de la época. Entre aquellos añejos muros palaciegos y las calles y plazas de la Guadalajara de principios del siglo XX, millares de niños y niñas grabarían en sus retinas el recuerdo dorado de su infancia y época estudiantil. Este periodo fue decisivo para forjar el carácter de los tres hermanos Asensi, pues bajo la batuta de unos rigurosos y estrictos profesores —que además eran oficiales del Ejército— tallarían sus espíritus, interiorizando los valores que siempre guiarían sus conductas: esfuerzo, sacrificio, honor, disciplina, austeridad, lealtad y templanza. Un verdadero código moral entró en sus vidas y ya nunca les abandonaría. El incendio del palacio en 1936, tras un bombardeo de la aviación del bando nacional, reduciría a cenizas tan entrañables recuerdos, conservados intramuros. En 1902, María solicitó que a sus hijos Francisco y Víctor les fueran concedidos los beneficios que la legislación militar española otorgaba a los huérfanos de militar o marino muerto en campaña o de sus resultas, para el ingreso y permanencia en las academias militares. El rey Alfonso XIII accedió a ello el 7 de agosto del mismo año. Un año más tarde, Recaredo obtendría igual beneficio. Así, en 1903, recién cumplidos los quince años, el segundo hermano —Víctor, brillante alumno galardonado por el Colegio de Huérfanos en 1902 con un sable, como premio a su rendimiento académico— será el primero en ingresar en la Academia de Infantería de Toledo. El mayor de ellos, Francisco, tendrá que esperar un poco más, pues su predilección era ingresar en la Marina y seguir así los pasos de su padre; deseo juvenil que truncaría el caprichoso destino. Francisco había cumplido quince años en 1901, edad habitual de ingreso en las academias militares —aunque la edad mínima requerida para ello eran los catorce—, pero la humillante repatriación de los ejércitos de Cuba y Filipinas produjo un desbordamiento de las escalas y exceso de oficiales, motivando todo ello que dicho año se suspendieran los exámenes de ingreso; prohibición que se mantuvo hasta 1903. Tras dos infructuosos intentos de ingresar en la Escuela Naval, en 1903 y 1905 —entre los que se intercaló una nueva suspensión de los exámenes en 1904—, su firme deseo de ser militar, la fuerte competencia para ingresar en la Marina y el lógico temor a superar la edad máxima exigida a los alumnos para el ingreso (veintiún años tratándose de hijo de militar) hicieron que Francisco, con veinte años ya, tomara la decisión de ingresar en la Academia de Infantería de Toledo, siguiendo los pasos de su hermano Víctor. El pequeño, Recaredo, emulará también a sus hermanos ingresando en 1909. Fue una sabia y prudente decisión porque los rumores se confirmaron: desde 1907 hasta 1912 no fue convocada oposición alguna de ingreso en todos los Cuerpos de la Armada. No había barcos ni honra naval para un nuevo siglo. 239 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Francisco Asensi Rodríguez La Academia de Infantería de Toledo 240 Francisco Asensi ingresó, pues, en la Academia de Infantería de Toledo el 31 de agosto de 1906. A principios de año había sido convocada la oposición para cubrir, entre otras, trescientas plazas de la Academia. Los exámenes, previo reconocimiento médico, tuvieron lugar en mayo-julio y exigieron superar durísimas pruebas: un primer ejercicio que comprendía materias tan dispares como Gramática Castellana, Geografía, Historia Universal y Particular de España, traducción del francés y dibujo de figura; un segundo ejercicio sobre Aritmética y Álgebra; y un tercero dedicado a la Geometría y Trigonometría Rectilínea. Francisco tuvo el beneficio de entrar fuera de número, por ser hijo de marino muerto a resultas de la campaña de Filipinas; esto suponía que solo necesitaba aprobar los exámenes de ingreso con una nota mínima —que superó con creces— para conseguir ser cadete. De todos modos, aquel año no se cubrieron todas las plazas, pues solo consiguieron aprobar doscientos noventa y dos cadetes (doscientos sesenta y tres sujetos a número y veintinueve hijos de militar o marino muertos por la Patria). Un brillante elenco de profesores, seleccionados en atención a sus hojas de servicio, terminaría de forjar en el glorioso Alcázar la ejemplar obra iniciada por el Colegio de Huérfanos. Francisco no tuvo problemas en reafirmar valores castrenses que le eran tan familiares; además, tuvo la suerte de contar con un gran jefe de estudios desde 1907: el teniente coronel gaditano don José Villalba Riquelme (ver biografía), nombrado más tarde coronel director de la Academia en 1909. El coronel Villalba (1856-1944), futuro general de división y ministro de la Guerra en 1919-1920 —durante el gobierno de Allendesalazar—, tendrá una influencia decisiva en Francisco; no solo se preocupó en el Alcázar de la formación castrense de aquellos jóvenes, futuros oficiales del Ejército, sino también de su buena forma física, organizando toda clase de competiciones deportivas en el cercano campamento de Alijares. Bajo su dirección alcanzó el solar castrense toledano su más alto nivel. Un contratiempo inesperado: el trágico accidente en la Academia En 1909 Francisco estaba a punto de terminar su periodo de formación militar, que abarcaba tres largos años de duro esfuerzo académico. Sin embargo, tendrá que afrontar antes una de las más duras pruebas de su vida, fruto de una experiencia traumática y desafortunada. Después de unas prácticas de tiro, los cadetes se encontraban limpiando el ánima de sus respectivos fusiles cuando, en un momento dado, al introducir uno de ellos la baqueta en el arma y retirarla con rapidez —sin mirar si había algún compañero detrás— ensartó el ojo izquierdo del infortunado Francisco. Cabe imaginar el dolor y el consiguiente drama personal que supuso para él la pérdida de un ojo; accidente que, evidentemente, le hizo perder promoción, pues cada curso tenía que ser superado íntegramente para poder acceder al siguiente, so pena de tener que repetirlo en su totalidad. Al haber ocurrido la desgracia después de haber ingresado en el Ejército, Francisco pudo continuar su carrera militar, evitando así peores consecuencias. El incidente influyó en su rendimiento académico de tal forma que no conseguiría promocionarse sino dos años después, transcurridos cinco desde su ingreso en la Academia. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif En septiembre de 1911, promovido al empleo de segundo teniente de Infantería, Francisco fue destinado al Batallón de Cazadores de Llerena n.º 11, incorporándose a su unidad en Córdoba; el 9 de diciembre regresó en ferrocarril con su unidad a Madrid, donde quedó de guarnición. El 17 de agosto de 1912 es destinado al cuadro para eventualidades del servicio en Melilla y, ese mismo mes, adscrito al Regimiento de Infantería de África n.º 68, incorporándose a su nuevo destino el 5 de septiembre, en Melilla. En su nueva unidad volverá a coincidir con su antiguo director de la Academia General, el idolatrado coronel José Villalba Riquelme —en ese momento coronel jefe del África n.º 68—, a cuyas órdenes marchó con su compañía a Ras-Medua, en donde realizó continuos reconocimientos por los valles del río Mazin para proteger la conducción de convoyes. Tauriat Zag, Monte Taxuda, Ishafen, Sidi Hamet el Hach, Segangan y Monte Arruit serían los lugares del Rif que Francisco conocería por primera vez en África, mientras prestaba servicios de seguridad y campaña. En el Regimiento de África se producirá otro feliz reencuentro, pues Francisco volvió también a coincidir con un viejo conocido de su infancia en Ferrol y de su época de estudios en la Academia de Infantería: el joven teniente Francisco Franco. El futuro general más joven de Europa estuvo también destinado en dicha unidad, desde el 17 de febrero de 1912 hasta el 15 de abril de 1913 en que pasó a las fuerzas regulares indígenas. Por su parte, Francisco permaneció en la unidad hasta fin de octubre de 1913. Por Real Orden del 5 de septiembre anterior, había sido promovido al empleo de primer teniente por antigüedad, en propuesta extraordinaria de ascenso, tomando parte en los ejercicios tácticos —con fuego real— realizados el 12 de septiembre en Zeluán, siendo felicitadas todas las tropas por el general José Marina, comandante general de Melilla. En octubre, de nuevo en Madrid —esta vez destinado en el Regimiento León n.º 38—, allí permanecería hasta julio de 1914, en que fue de nuevo destinado al África n.º 68, incorporándose a su unidad ese mismo mes. Recibirá su bautismo de fuego el 28 de septiembre de 1915, al participar en la ocupación de las posiciones de Azit de Ben Musa y Tanzelan, teniendo que sostener tiroteo con el enemigo que oponía alguna resistencia a la operación. En Melilla conocerá Francisco a una bella y joven mujer, Piedad López-Blanco Barcelona, en un baile de oficiales. Nacida en Melilla, el 29 de noviembre de 1895, Piedad era hija de Alfredo López-Blanco y Carrera, miembro de la Junta de Arbitrios del Ayuntamiento de Melilla y director del matadero municipal. Entre paseos por el parque Hernández y las animadas veladas y fiestas en el Casino Militar, Francisco y Piedad disfrutaron de su feliz noviazgo. No tardarían en pasar por el altar, pues previa instancia del joven teniente, el 7 de agosto de 1916 el rey Alfonso XIII concedió la Real Licencia para el casamiento de su oficial. El matrimonio se celebró en Melilla, en la iglesia de la Purísima Concepción y a las 21.30 horas del día 27 de agosto de 1916. Desde entonces, el matrimonio vivirá casi cinco años de feliz y pacífica convivencia, en destinos peninsulares alejados del peligroso y arriesgado Rif marroquí. El 5 de octubre, el teniente Asensi se incorporó al Regimiento de Infantería La Lealtad n.º 30, de guarnición Francisco Asensi Rodríguez Carrera militar: primer destino en Marruecos y la tranquilidad peninsular 241 Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 242 en Burgos; un año después, el 17 de septiembre de 1917, nacerá su primer hijo: José Alfredo (1917-1984). Con el tiempo, su único hijo varón llegará a ser un gran militar, durante sus años de servicio en el Protectorado español de Marruecos y el territorio del Sáhara; fue capitán interventor en el Rif y prestigioso oficial de los Tercios Gran Capitán I y Alejandro Farnesio IV de La Legión española. Condecorado dos veces con la Medalla Militar Colectiva —una de ellas por su participación en la batalla del Ebro en 1938— y caballero de la Orden de Cisneros, así como comendador con placa de la Orden de África; la Cruz de Guerra, seis cruces del Mérito Militar y la Medalla del Sáhara fueron otras de sus múltiples condecoraciones. La Sala Coronel Asensi, perteneciente a la Sala Histórica del Tercio Gran Capitán en Melilla, está dedicada a este dignísimo oficial, pues fue el creador de los famosos Episodios legionarios, publicados en El Aaiún en 1969 y reeditados en 2014. En 1917, el teniente Francisco Asensi recibe la Medalla Militar de Marruecos, con el pasador Melilla, desempeñando desde el 1 de enero de 1918 el cargo de profesor en la Academia de Cabos. Ese mismo año, por Real Orden circular de 4 de junio, se le concede el empleo de capitán de Infantería, con efectividad desde el 6 de mayo anterior. Desde el 25 de junio formará parte del Regimiento de Infantería San Marcial n.º 44, también en Burgos, hasta el 11 de agosto, en que se incorporó a su nuevo destino: la Caja de Reclutamiento n.º 40 de Huércal Overa (Almería). El 3 de noviembre de 1919 el matrimonio tendrá una nueva alegría, pues nacería en aquella localidad almeriense su hija María. Meses después, la familia se trasladó a la ciudad de Alicante, al ser destinado el capitán al Regimiento de Infantería La Princesa n.º 4, incorporándose el 25 de febrero de 1920. De nuevo África condicionaría sus vidas, pues la Real Orden de 24 de septiembre de 1920 accedió a la solicitud de Francisco, que ansiaba volver a su antiguo destino: el Regimiento de África n.º 68, en busca de mayor gloria. Se cerraba así la época más feliz y fecunda del matrimonio, pues el deseo de Piedad de reunirse con sus padres y su numerosa familia, oriunda de Melilla, y el firme propósito de Francisco de salir de su letargo castrense les enfrentará a un trágico destino un año después, aquel terrible y sangriento 1921. Sin duda Francisco querría emular a sus hermanos menores. Víctor había salido de la Academia en 1906 y llegó a Melilla el 23 de julio de 1909 con el Batallón de Cazadores de Barbastro n.º 4, en el crucero Numancia; nada más desembarcar, ganó ese mismo día su primera Cruz del Mérito Militar de 1.ª clase con distintivo rojo. A las órdenes del general José Marina Vega —que ya había mandado a su padre José Asensi en el combate filipino de Binacayan— asistió a los combates en las inmediaciones de los lavaderos de mineral. Aquel mes de julio, Víctor salvó su vida de milagro, pues estuvo a punto de morir en el famoso «desastre del Barranco del Lobo», el 27 de julio de 1909 y a las órdenes del malogrado general Pintos, que resultó muerto de un tiro en la cabeza. Por su parte, el menor de los Asensi, Recaredo —que obtuvo su despacho de segundo teniente en 1912—, había sido ascendido a primer teniente de Infantería por méritos de guerra el 7 de octubre de 1913, por los méritos contraídos en el famoso combate de junio en Laucien (Tetuán), donde fue herido en la pierna derecha. En 1915 conseguirá también su primera Cruz roja del Mérito Militar de 1.ª clase, por sus méritos en los hechos de armas de la Peña de Beni-Hosman y Tetuán. Guerras del Rif Conflictos que definen las dos grandes sublevaciones rifeñas, las encabezadas por Sidi Mohammed Amezzián en 1909-1912 y los hermanos Mohammed y Mahmed Abd el-Krim, quienes se enfrentaron al ejército español y lo derrotaron: el primero en 1909; los segundos en 1921. El audaz desembarco español en las playas de Ixdain y de La Cebadilla (Alhucemas occidental), en septiembre de 1925, logró partir por la mitad las defensas rifeñas y, nueve meses después (mayo de 1926), los Abd el-Krim se rendían, junto con sus allegados y familiares, a la columna del coronel Corap, siendo deportados a la isla (francesa) de la Reunión, en el Océano Índico. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif El capitán Asensi se incorporó a su nuevo destino en Melilla el 15 de octubre de 1920; inmediatamente, se hará cargo del mando de su nueva unidad: la primera compañía del primer batallón del África n.º 68, acantonada en el campamento de Arrof. Además de traducir el francés, aprenderá el árabe. Allí conocerá el capitán a sus nuevos oficiales: el teniente Juan Mestre Martorell, de origen mallorquín pero nacido en Buenos Aires el 30 de marzo de 1900, y los alféreces Bernardino Bocinos Villaverde y Francisco Sánchez Oliva. El 24 de febrero de 1921, todos se despiden del alférez Bocinos, que marcha a Melilla para hacerse cargo de los nuevos reclutas de la compañía, de cuya instrucción se dedicó a las órdenes del comandante Antonio Zegrí. El 22 de junio se incorporaran todos aquellos reclutas a la compañía del capitán Asensi. Esos jóvenes quintos, soldados de reemplazo, recibieron solo cuatro insuficientes meses de instrucción. Un mes después, estarán luchando a vida o muerte contra un mortal enemigo rifeño; muchos morirán de forma dramática, haciendo fuego con su fusil Mauser sin apuntar ni poner el alza. En Arrof quedó, pues, el capitán con el resto de los oficiales y sus veteranos, prestando servicios de campaña hasta el día 28 de mayo de 1921 en que, cumpliendo las preceptivas órdenes, se dirigió con su compañía a la posición de Monte Arruit, donde pernoctó toda la noche. Allí durmió la unidad sin poder imaginar que en aquel lugar serían masacrados, solo dos meses y catorce días después, más de tres mil españoles. La traicionera masacre, el 9 de agosto, de «los tres mil» será la peor ignominia y tragedia de la guerra del Rif. En la mañana del día siguiente, 29 de mayo, la compañía continuó por ferrocarril hasta Melilla, donde quedó de guarnición en el cuartel del regimiento hasta la incorporación de Bocinos y sus reclutas, a finales de junio. El feliz regreso hizo que Francisco se reuniera de nuevo con su esposa Piedad y sus hijos José Alfredo y María, de cuatro y dos años de edad respectivamente. La familia disfrutará así de su presencia durante todo el mes de junio y la mitad de julio de 1921. Sin embargo, la alegría de estar todos juntos durará poco porque el 18 de julio, como consecuencia del levantamiento de las cabilas rifeñas y la agitación subsiguiente que invadió el territorio del Rif, el capitán recibe nuevas órdenes de la superioridad. Estas consistían en incorporarse, de forma inmediata, a la columna móvil del Regimiento de África n.º 68, situada en el lejano campamento de Zoco el Telatza, la posición más meridional de todo el dispositivo militar español en el Rif. El día 19 de julio se reitera con urgencia la orden del día anterior al insistir en que «se ordena a África que se acelere el movimiento de fuerzas ordenado el día 18»; la lectura de dichas órdenes refleja el nerviosismo de la Comandancia General de Melilla, al ordenar la movilización de todas las unidades disponibles que todavía permanecían en la plaza. Era evidente que se presagiaba lo peor. De nuevo la guerra romperá la felicidad de la familia Asensi. El 1 de junio había tenido lugar la derrota del Monte Abarrán, que sorprendió a las fuerzas españolas; desde entonces, la Comandancia General de Melilla, dirigida por el general Manuel Fernández Silvestre e incapaz de reaccionar durante casi dos meses —a pesar de continuos avisos como el combate favorable del día siguiente, en Sidi Dris, y el asedio de Igueriben, desde el 17 de julio—, languidecía a la espera de acontecimientos, desnortada y confundida. Francisco Asensi Rodríguez Un terrible e inminente desastre militar: Annual, 1921. El principio del fin 243 Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 14 244 Luego vendrían las prisas, el desconcierto y la pasmosa ausencia de un mando enérgico y eficaz. El 20 de julio, en la posición de Igueriben se presentía ya el dramático final y la desmoralización y el desaliento cundían, cada vez más, entre los cinco mil españoles presentes en el cercano campamento de Annual, incapaces de auxiliar a sus compañeros sitiados por los rifeños. En la mañana de ese mismo día Francisco Asensi, cumpliendo las órdenes antes referidas, se ha despedido de su esposa e hijos en la estación de ferrocarril con una intuición trágica. No le volverían a ver nunca más. La primera compañía del primer batallón, incompleta, pues contaba con cuatro oficiales, noventa y ocho soldados de tropa y cuatro mulos para transportar las municiones y pertrechos —más el caballo del capitán—, marchó por ferrocarril hasta Tistutin, continuando después la marcha a pie durante los casi cuarenta kilómetros de distancia hasta el campamento de Zoco el Telatza de Beni bu Beker, cruzando el peligroso desfiladero de Teniat el Hamara. Los oficiales, clases y soldados de la compañía llegaron al Zoco a la una de la madrugada del 21 de julio, exhaustos tras aquella dura y agotadora marcha. En la breve parada en Tistutin, el capitán Asensi tuvo tiempo de hablar con el teniente de la Escala de Reserva Arturo Mandly Ramírez, jefe de la tercera compañía del primer batallón del África, que ha recibido idénticas órdenes de incorporarse al Zoco el Telatza. Mandly llegará al Zoco, con su joven alférez Evaristo Falcó Corbacho y el resto de su unidad, la tarde del día 22 de julio. Ni el capitán Asensi ni el teniente Mandly son conscientes, en aquel momento, de la singular trascendencia que tendrán las órdenes que se apresuran a cumplir con férrea disciplina. Vivir o morir, para muchos españoles dicho destino dependerá del comportamiento de ambas compañías. Serán la vanguardia heroica de una sangrienta retirada. Un día después de la llegada de la compañía del capitán Asensi al Zoco, y también el mismo día en que lo harán el teniente Mandly y los suyos, ocurrirá el desastre en Annual. Ese fatídico 22 de julio tuvo lugar la decisiva tercera derrota española, tras la «sorpresa de Abarrán» y la trágica y agónica aniquilación de la posición de Igueriben. El destino del lejano campamento de Zoco el Telatza estaba sellado. En el campamento tenía su base la columna móvil del Regimiento de Infantería África n.º 68, formada —tras las últimas incorporaciones— por cinco compañías de fusiles (1.ª y 3.ª del primer batallón, 3.ª y 5.ª del segundo y 6.ª del tercero) y una compañía de ametralladoras (del 2.º batallón, una de cuyas máquinas Hotchkiss Mle 1914 se encontraba en Annual). La guarnición fija del campamento estaba constituida por la 5.ª compañía del primer batallón, al mando de su capitán don Manuel Gil Rodríguez; contaba también con veintidós artilleros, que servían cuatro piezas de 90 mm, de la marca alemana Krupp, en muy mal estado de servicio excepto una de ellas. Al mando de la columna móvil se encuentra el teniente coronel Saturio García Esteban. En el cómputo total, setecientos setenta y un oficiales, clases y soldados presentes en el campamento el día 22 de julio de 1921. En los alrededores del campamento se situaban las distantes posiciones, horquilladas en torno a la cabecera de la circunscripción y guarnecidas por las distintas secciones y compañías del regimiento: Haf, la más lejana y distante 15 kilómetros del Zoco, Arreyen Lao, Sidi Alí, Reyen de Guerruao, Loma Redonda, Siach 1 y 2, Ben Hiddur, Tixera, Morabo de Abd el-Kader y, por último, Tazarut Uzai (en el extremo sur de la línea y próxima a la frontera francesa). Consumado el desastre en Annual, el 23 de julio empiezan a ser atacadas las distintas posiciones de la circunscripción sur. La posición de Haf comunica por teléfono que soporta un duro asalto rifeño, agotándose las municiones y el agua con inusitada rapidez. El teniente de Artillería Corominas, desesperado y frenético, hace fuego con sus cañones con la espoleta a cero; los cuerpos exánimes de decenas de rifeños yacen en los alrededores de la posición. Ese mismo día, Loma Redonda, Arreyen Lao y Tazarut Uzai informan de nuevas agresiones, también Sidi Alí. La insurrección de las harcas de Beni Tuzin, Metalza, Beni Buyagi, Ulad Bubker, Ain Zorah y Fetachas va a convertirse en un verdadero ataque general. El teniente coronel Saturio García Esteban decide enviar un convoy de socorro a Haf en la mañana del día 23; informado por el capitán Francisco Alonso de su temor a una posible deserción de la policía indígena, decide enviar también a la compañía del capitán Francisco Asensi a reforzar la posición de Siach, campamento de la 9.ª mía, mientras Alonso y sus hombres socorren Haf. Las tres secciones del capitán Asensi ocuparán Siach y la avanzadilla del Morabo de Abd el-Kader. Haf recibió exultante el agua, así como los víveres y municiones necesarios para continuar la lucha. En menos de veinticuatro horas, el capitán Ernesto Rodríguez Chacel y los aguerridos defensores de Haf estarán todos muertos, excepto el soldado Manuel Carro Nieto, que logrará llegar vivo al Zoco. Francisco Asensi y sus hombres permanecerán en Siach la noche del 23 al 24 de julio, sin poder conciliar el sueño; el sol de un nuevo día dará paso a la destrucción de las posiciones de Haf —para la que no hubo más convoyes ni ayuda— y Arreyen Lao. Rehechas las harcas, los enfurecidos guerreros rifeños se lanzan al asalto de un nuevo objetivo: Siach. No querrán prisioneros. La compañía del capitán Asensi, previo repliegue de la avanzadilla de la altura del Morabo, se defiende con fuego a discreción; dentro del campamento, los moros de la Policía Indígena murmuran y todos comprenden que se avecina su inevitable defección. Bajo un intenso ataque, a las dieciocho horas del día 24 de julio, Francisco Asensi recibe la orden de replegarse con su compañía al Zoco el Telatza. El capitán demostrará, en dicho repliegue, Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Agitación del territorio. Tres días de julio y retirada sangrienta Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif El total de efectivos en las referidas posiciones, incluyendo los del Zoco, era de unos mil quinientos setenta oficiales, clases y soldados. De ellos ciento noventa y ocho pertenecían a la 9.ª mía de la Policía Indígena, a las órdenes del capitán Francisco Alonso Estringana (ver biografía) y acuartelados en el campamento de Siach, situado a un kilómetro de distancia del Zoco. Al llegar al Zoco la compañía del capitán Asensi el panorama era desolador; el depósito de víveres —que surtía a todas las posiciones del sector— estaba casi agotado y era urgente el necesario repuesto. Por ello se redujeron las raciones de pan a la mitad y el rancho a un solo plato, en lugar de tres. En cuanto a las municiones existentes, eran absolutamente insuficientes para un combate serio y prolongado, muchísimo menos para soportar un asedio generalizado sobre la posición. Más dramático era el aprovisionamiento del agua —que se traía de las fuentes de Ermila, a 38 kilómetros de distancia—, pues el 24 de julio quedaba ya muy poca en el depósito de la posición, haciendo imposible la resistencia del campamento más allá de cuatro días. 245 Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif valor y dotes de mando, y sabrá mantener en su tropa serenidad y entusiasmo en todo momento; sin bajas, pues solo hubo que lamentar la pérdida de las camillas de la unidad. Los hombres del capitán Asensi le admiran, el oficial es como un padre para ellos, pues se preocupa sinceramente de su gente y lamenta la trágica suerte que a sus jóvenes y bisoños reclutas les ha tocado vivir. Le seguirán con los ojos cerrados; sobre todo su fiel y leal asistente, Amadeo Mata Castillo, pues intuye que su capitán, con su metro y sesenta y seis centímetros de estatura, guarda hechuras de héroe. Pronto despejará sus dudas; y morirá con él. Protegidos por una guerrilla del Zoco, la compañía consigue entrar en la posición principal. A tiempo para ver la esperada defección de la Policía, pues la fuerza del capitán Alonso ha quedado reducida a sus oficiales y diez fieles policías, todavía adictos a la causa española; cuatro de ellos morirán después. Cercado a tiros el Zoco el Telatza y cortadas las comunicaciones con el exterior, García Esteban ordena el repliegue hacia el Zoco de las posiciones restantes de Loma Redonda, Ben Hiddur y Sidi Alí, que se hizo efectivo a la una y treinta horas de la madrugada del día 25 de julio. Antes, a las 22.00 horas del día 24 de julio, había sido decidida la evacuación del campamento hacia la zona francesa, en un dramático y urgente consejo de defensa en el que estuvieron presentes, además del teniente coronel jefe de la columna, los oficiales que tenían mando de compañía, entre ellos el teniente Arturo Mandly y el capitán Asensi. De los doce oficiales presentes en aquel Consejo, solo cuatro conseguirán llegar a la zona francesa: el teniente coronel García Esteban, los capitanes Gil Rodríguez y Alonso Estringana, y el alférez Luis Muñoz Bertet. En el consejo, las deliberaciones examinaron tres posibles itinerarios para la evacuación, eligiendo el tercero, consistente en un trayecto más corto que los dos anteriores, pero en su parte final muchísimo más peligroso por ser montañoso, por el pie occidental de los montes de Yebel Ben Hiddur. Las actas del referido consejo de defensa se perdieron en la retirada, pues según los supervivientes —García Esteban— las llevaba el teniente Ramón Mille Villelga, que desapareció antes de llegar al Protectorado francés. Será una pérdida irreparable para acreditar documentalmente lo que verdaderamente ocurrió y se dijo en aquella trascendental reunión de oficiales. Sin embargo, hoy sabemos que se hicieron más copias del acta; una de ellas la llevaba el teniente Arturo Mandly Ramírez. En la reunión, Saturio explicó las disposiciones que había tomado para el orden de marcha de la columna en retirada, que tendrá lugar a las tres y media de la madrugada del lunes 25 de julio: 1. La vanguardia irá formada por las compañías 3.ª y 1.ª del primer batallón —mandadas por el teniente Mandly y el capitán Asensi—, con la misión de proteger la columna. 246 2. El grueso lo forman las siguientes unidades, por este orden: la 6.ª compañía del 1.er batallón (capitán Moreno); después la 1.ª compañía del 2.º batallón (teniente Manuel Crespo, pues el capitán Prats está herido en el cuello); la compañía de ametralladoras (capitán Lagarde); la impedimenta y la Plana Mayor; la 5.ª y 3.ª compañías del 2.º batallón (teniente Arenas y capitán Molero) y la 6.ª del 3.º (alférez Luis Muñoz Bertet). Llegada la hora de la evacuación del campamento de Zoco el Telatza, se colocaron los heridos en artolas, camillas e incluso caballos de oficiales y, aprovechando una oportuna niebla, se emprendió con mucho silencio, cohesión y enlace la marcha de veintidós kilómetros hacia la zona francesa. La fuerza española —con las secciones de cada compañía, una detrás de otra— iba perfectamente encuadrada, en columna de a cuatro, con filas abiertas, dos por cada lado; llevando delante de las compañías centrales el convoy de heridos y detrás las acémilas del tren de combate. Antes de salir se inutilizaron los cañones y todo cuanto pudiera aprovechar el enemigo; se distribuyeron a los soldados las municiones a granel del depósito. Además, se dio la consigna de guardar silencio y no fumar. Al salir del campamento se sufrió fuego enemigo y en la misma alambrada fue muerto el mulo que conducía el botiquín. Se logró rechazar la agresión y como no había tiempo que perder —pues no tardaría en amanecer—, los oficiales de la columna lograron que la tropa hiciera fuego, avanzando y venciendo totalmente la resistencia que el enemigo oponía a la marcha de la columna. Los siguientes diez kilómetros se harían con relativa calma y facilidad. Así marchaba la columna en la oscuridad y envuelta en una densa niebla, que la favorecía. Mientras tanto, el numeroso enemigo seguía la misma marcha por la larguísima loma Norte-Sur de Yebel Ben Hiddur, los rifeños por la cumbre y los españoles por la falda, por el camino que conduce a los montes Fetachas, llevando la columna como práctico, por ser conocedor del terreno, al capitán de la 9.ª mía de Policía Indígena don Francisco Alonso Estringana. Dicho camino fue aconsejado también por el faquir de la mía, Sidi Mohatar. Al amanecer, despejada la niebla y muy cerca ya de la zona francesa, la columna fue definitivamente emboscada en el «Cuadrilátero», desatándose un verdadero infierno en la tierra, pues se sufrió un intenso fuego que dislocó a las fuerzas en retirada. Tal y como relataría el teniente coronel García Esteban al rey Alfonso XIII: Empezaba a amanecer y se adoptó el orden de combate, sosteniendo las guerrillas nutridísimo fuego por vanguardia y retaguardia al entrar en el cuadrilátero, formado por cuatro montes llamados los Fetachas, cuyas cumbres y faldas estaban cuajadas de moros que nos hacían fuego en todas direcciones; y había necesidad de pasar a la derecha un desfiladero para llegar a la Zona Francesa. Los sacrificables La hora del sacrificio: un bravo teniente y el asalto suicida de un capitán Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Al terminar el trascendental consejo de defensa, Francisco reúne a sus oficiales para comunicarles la decisión de retirarse y que Drius —el campamento más importante de todo el Rif español— arde y ha sido evacuado. De nuevo la desmoralización, la pesadumbre y el temor por las noticias recibidas deprimen a la tropa. Para colmo, media hora antes de empezar la retirada, la compañía del capitán Asensi pierde a uno de sus oficiales, Francisco Sánchez Oliva; por orden de Saturio, el alférez hará la retirada casi en la retaguardia, con la sexta compañía del tercer batallón, pues esta compañía de ciento veintiocho soldados la manda un solo alférez: Luis Muñoz Bertet. Francisco Asensi Rodríguez 3. La retaguardia la formaran la 5.ª compañía del 1.er batallón (capitán Gil) y la Sección de Cazadores de Alcántara (sargento Benavent). 247 Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 248 Al llegar al valle rectangular o cuadrilátero, cuya diagonal tenían que recorrer, la compañía mandada por el teniente Mandly se dividió en dos hileras (separadas por una distancia de diez metros, aumentados luego a trescientos); una doble hilera por el flanco izquierdo, mandada por el alférez Falcó Corbacho, y otra doble hilera mandada por el teniente, que ejecutó un cambio de frente sobre el flanco derecho. Esta maniobra se hizo para ocupar y desalojar las lomas que, en dicho flanco y coronadas de rifeños, dominaban el camino que debía recorrer la columna. Con dicho movimiento táctico se protegía a la columna hasta llegar al desfiladero que necesitaban atravesar; sin embargo, poco tiempo después, las escasas fuerzas del teniente fueron rodeadas y el que no murió con su oficial —que fue herido de muerte por un tiro en el vientre— fue hecho prisionero y fusilado más tarde a quemarropa por los rifeños. Del admirable sacrificio del teniente Mandly fueron conscientes la mayoría de sus compañeros, pero no el estamento militar alfonsino, que tuvo un comportamiento mezquino, cicatero y miserable con aquel bizarro oficial. Propuesto para la Cruz Laureada de San Fernando, su expediente de juicio contradictorio terminó con el informe favorable del juez instructor. Pues bien, a pesar de ello, el motivo para denegar la preciada condecoración al teniente Mandly fue que la instancia había sido formulada por su hermano, cuando —decía el fiscal—el Reglamento de la Orden de San Fernando facultaba únicamente a los padres, hijos o viudas de los fallecidos. Por ello se procedió a declarar nulo todo lo actuado por Real Orden del rey Alfonso XIII, de fecha 21 de diciembre del año 1925. Lo sorprendente y desconcertante de este caso es que la instancia que solicitaba la apertura de juicio contradictorio a favor del teniente fue presentada el 21 de octubre de 1921 por su hermano, el capitán de la Escala de Reserva Ricardo Mandly Ramírez, pero... ¡en nombre de la esposa de su hermano, doña Manuela Arias Durán! Por lo demás, dicha representación se admitió por la Administración durante toda la tramitación del expediente hasta que alguien decidió tapar con una pesada losa —no levantada hasta ahora— el sacrificio de un bravo teniente y de los sargentos, cabos y soldados que también supieron morir dignamente con su oficial. Será un desprecio oficial imperdonable. La siguiente compañía de vanguardia, mandada por el capitán Asensi, imitó el movimiento táctico de la compañía de Mandly, para responder también al violento doble fuego recibido por ambos flancos. La guerrilla del flanco derecho —protegida por el sacrificio del teniente Mandly— estaba mandada por el teniente Bocinos; las restantes tres medias secciones, que formaban la guerrilla del flanco izquierdo, por el capitán Asensi y el teniente de veintiún años Mestre Martorell. Antes de llegar al desfiladero de Maachen, el capitán Asensi comprendió que, de no ocupar el monte que lo dominaba —situado en el flanco izquierdo de aquella cortadura entre los montes Fetachas—, el paso resultaría imposible; por ello, previa una corta conversación con el capitán Alonso Estringana, de su propio impulso se lanzó a la ocupación del monte. Antes del mortal asalto, el capitán reúne a su teniente y a varios de sus sargentos para transmitir su propósito; se ordena a sus hombres calar bayonetas y, al fuerte grito de ¡viva España!, se lanzan todos —incluso los cornetas— al asalto del estratégico monte, cargando con ímpetu, pues «la bala es loca y solo la bayoneta es cuerda y certera». De este modo, la compañía hizo honor a una de las épicas y gloriosas estrofas del himno de su regimiento: «De nuestro Regimiento es la consigna, siempre avanzar; y en alta cima al viento nuestra bandera contemplar. A la cima correr, a la cima llegar. Por la patria luchar para vencer, por la bandera luchar hasta morir». Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif La toma de las posiciones dominantes, llevada a cabo por Mandly y Asensi, resultó de capital importancia para desalojar al superior enemigo rifeño y proteger así tanto la marcha como el paso de la columna por el desfiladero. El capitán Asensi era muy consciente, como profesor de cabos, de las enseñanzas de Bermúdez de Castro. El rifeño no va a buscar la muerte, se bate tenazmente mientras no tiene bajas; cuando se le hace daño de verdad, huye despavorido. Frente al vigoroso asalto del capitán Asensi y sus hombres, que mandarán a la otra vida a muchos rifeños sin misericordia, el enemigo cederá la posición, pues prefiere cebarse con los heridos y centrarse en el más seguro tiro a larga distancia contra la columna, amparándose en barrancos y matorrales, bajo un calor sofocante. El capitán Alonso fue testigo del desesperado y suicida ataque. Este oficial, asegurado el paso del desfiladero, marchará a la comprometida retaguardia de la columna. También el capitán Moreno Muñoz, cuya compañía marchaba justo detrás de la del capitán Asensi, fue testigo de la gesta declarando lo siguiente: «como quiera que los moros se habían apoderado de unas alturas hacia la izquierda de la marcha, hubo necesidad de acelerar la marcha por el valle y aún, de ocupar otra posición hacia su cabecera para protegerla». Desgraciadamente, lo que hasta ese momento comenzaba a ser un repliegue escalonado se convirtió en un terrible desastre. La compañía de ametralladoras, que marchaba en el flanco derecho, se echó a la izquierda del sentido de la marcha con objeto de sostener el ataque de la compañía del capitán Asensi; la intención era emplazar las máquinas y proteger el avance de la columna. No lo conseguirán, pues muerto su jefe —el capitán Apolo Lagarde—, caerán bajo un mortífero fuego rifeño que los dispersará. Las compañías que van a continuación (3.ª y 5.ª del 2.º batallón) malinterpretan el movimiento de las ametralladoras y también confunden el camino de la retirada, tomando un falso camino hacia la izquierda. El teniente coronel y el resto de los oficiales que todavía siguen vivos no consiguen evitar la dispersión de parte de la columna, a pesar de sus gritos y continuos avisos para atraerla al camino correcto de la derecha. Las fracciones de la izquierda, extraviadas, fueron furiosamente atacadas por el grueso de las harcas rifeñas que consiguieron cortar la columna y provocar una auténtica masacre entre los extraviados. Estos, al darse cuenta de su error, intentan a la desesperada volver al camino correcto y quedan rezagados. El capitán Asensi, desde su estratégica y elevada posición, contempla sobrecogido la trágica escena y decide mantenerse en el monte que domina el desfiladero, para dar tiempo a que los rezagados y la retaguardia puedan cruzarlo. Cumplida su misión, se incorpora a los extraviados con los supervivientes de sus tres medias secciones, para intentar ganar también la avanzadilla de la posición francesa de Hassi Uenzga, a donde ya ha llegado el grueso de la fuerza española. Al pie de las alambradas de la avanzadilla, junto a los rezagados perseguidos y furiosamente hostilizados por los rifeños, encontrará gloriosa muerte el capitán Asensi, en rudo combate y acompañado por los oficiales supervivientes de las compañías extraviadas (tenientes Núñez y Anisí, y el alférez Alderete). Tenía treinta y cinco años y su muerte será detallada así por el jefe de la columna, en su parte de 10 de agosto de 1921 (folio 772 vuelto del Expediente Picasso) dirigido al general y alto comisario Dámaso Berenguer. Los pocos rezagados que sí consiguieron sobrevivir relataron al capitán Alonso que Francisco Asensi tuvo un comportamiento ejemplar y murió luchando cuerpo a cuerpo hasta 249 el último momento, en un postrero acto de resistencia frente a los rifeños. Todo ello ante la insolente indiferencia de las fuerzas francesas de la avanzadilla y sus tiradores senegaleses. El sacrificio de Mandly y Asensi no fue en vano. Consiguieron llegar a la zona francesa cuatrocientos setenta hombres y dieciocho oficiales. El 9 de agosto retornarán a Melilla en el vapor Bellver. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Francisco Asensi Rodríguez Los muertos que no se admitieron y el espejismo de una Laureada 250 El general Dámaso Berenguer recibió el parte del teniente coronel García Esteban, de fecha 10 de agosto y donde se detallaba cómo, dónde y con quién fue muerto el capitán Asensi, así que remitió los datos —a través del telegrama número 558— al Ministerio de la Guerra, para que se cursase la baja del capitán como fallecido. Esta se publicó en el Diario Oficial del Ministerio de fecha 18 de septiembre de 1921; tan cierto era el óbito que su esquela se publicó en El Telegrama del Rif de fecha 22 de octubre, celebrándose por ello su funeral en la parroquia castrense de Melilla. También la prensa se hacía eco de su fallecimiento. Así, en el ejemplar del periódico La Libertad de fecha 11 de agosto de 1921 se pudo leer que diversos testigos vieron morir a los capitanes Lagarde y Asensi. Incluso un documento reservado del Estado Mayor de la Comandancia General de Melilla, de fecha 28 de enero de 1922, lo cita como «muerto en el camino», en una relación donde algunos oficiales de la retirada aparecen como desaparecidos. No había dudas de su muerte, pero el temor a que se supiese dónde y por qué murió preocupaba a muchos. Ante el general Picasso, el teniente coronel García Esteban guardará silencio sobre las muertes de Asensi y Mandly, sin duda preocupado por el futuro de su carrera militar, pues lo cierto es que los heridos y rezagados fueron abandonados y no se trató nunca de ampararlos. A pesar de ese silencio, Picasso reflejó la muerte de Asensi al pie de la avanzadilla. De nuevo apareció la pesada losa del olvido, sobre todo teniendo en cuenta que fue instruida una causa para juzgar las responsabilidades de los oficiales en el desastre de Zoco el Telatza. Nadie habló del sacrificio de Mandly en dicha causa, incluso algún testimonio —luego contradicho por el mismo testigo— insinuó que Asensi murió asaltando el monte y no al pie de la avanzadilla. Había mucho en juego; muchas carreras militares por nada, pues nadie podría ya remediar la muerte de dos dignísimos oficiales. El juez instructor de la causa fue el teniente coronel Ramón Jiménez Castellanos, del Regimiento África n.º 68. Por supuesto que leyó el parte de fecha 10 de agosto, y por eso, valiente él, formuló al teniente coronel la espinosa pregunta: ¿recuerda en qué momento fue muerto el capitán Asensi? La respuesta fue tan contradictoria con su anterior parte como escueta: «No puedo precisar el momento pues solo supe después que había desaparecido». De nuevo la callada por respuesta, pues graves eran los delitos imputados al teniente coronel García Esteban. Sin embargo, la familia del capitán movió ficha; una conversación fortuita de Alfredo López-Blanco (suegro del capitán) con el capitán Alonso Estringana, muchos meses después del desastre, aclaró un poco las circunstancias en que desapareció su yerno. Alonso contó que murió o fue herido atacando un monte ocupado por numeroso enemigo que causaba multitud de bajas a nuestras fuerzas y su opinión era que la familia debía pedir la Cruz de San Fernando para el heroico capitán. Alfredo López-Blanco no comunicó todavía nada a su hija, residente ahora en Motril (Granada) con una hermana, hasta no estar seguro y empezó a hablar con las autoridades Francisco Asensi Rodríguez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif sobre su yerno. Sin embargo, por iniciativa del nuevo comandante general de Melilla, José Sanjurjo (ver biografía), el día 27 de mayo de 1922 se publicó el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra número 116, donde, sorprendentemente, se dejó sin efecto la baja como fallecido del capitán Asensi, por no existir —se decía— prueba testifical ni de ninguna clase que acreditase la muerte. El parte de 10 de agosto de 1921 y el telegrama 558 del general Berenguer, como si no hubiesen existido. Eran secretos y reservados, como lo será la declaración de Alonso. Ese mismo mes de mayo, por Real Decreto del día 3 (publicado el 4) se modifica el Reglamento de la Orden de San Fernando, ampliando a dos meses el plazo para solicitar la Cruz. Plazo que expiraba, pues, el 4 de julio de 1922. La familia del capitán prefirió creer a sus autoridades que a un capitán de la Policía Indígena; la verdad es que, probablemente, se hicieron falsas esperanzas de que Francisco estuviese vivo y prisionero en alguna cabila (hay que tener en cuenta que todos los prisioneros de Axdir fueron liberados en enero de 1923 y, aun así, siempre aparecían prisioneros de otras cabilas años después). Lo cierto es que se neutralizó así, intencionadamente o no, la posibilidad de que la familia solicitase la Cruz dentro de aquel plazo de dos meses. A finales de mayo de 1923, la viuda del capitán regresó a Melilla. Allí tuvo conocimiento, a través de su padre, de lo relatado por el capitán Alonso. El 4 de junio de ese año solicitó la Cruz de San Fernando para su difunto esposo, amparándose en el artículo 40 del Reglamento, que permitía formular instancias fuera de plazo, siempre que hubiese una causa legítima. Por supuesto que la había: la negación de la muerte del capitán por las autoridades militares, a pesar de todas las evidencias; circunstancia que, evidentemente, confundió a la familia. Formado expediente previo de apertura de juicio contradictorio, se tomó declaración al principal testigo, el capitán Alonso, en Tafersit. El 16 de noviembre de 1923 Alonso reiteró ante un juez militar que de no haberse ocupado el monte que dominaba el desfiladero el paso habría resultado imposible y que el comportamiento de Asensi había sido heroico, pues no dudó en ir al sacrificio para que la columna salvara el desfiladero. Ciertamente el capitán estaba incurso en muchos artículos del Reglamento y además había tenido cuarenta y seis muertos, superando con creces y holgura el requisito de un tercio de la fuerza propia. Reunido el pleno de la Asamblea de San Fernando el 5 de abril de 1924, resolvió lo siguiente: «De lo expuesto parece resultar que la recurrente no pudo enterarse de los hechos realizados por su esposo hasta la fecha que dice, pero habiéndose publicado el Real Decreto de 3 de mayo de 1922 y habiendo tenido dos meses de plazo desde su publicación, no parece admisible dejase transcurrir tanto tiempo sin promover su instancia». Por ello se denegó la apertura de juicio contradictorio a favor del capitán. El rey confirmó el criterio de la Asamblea el 4 de marzo de 1925, ¡once meses después del pleno! En tan largo e inusual lapso de tiempo se dictó un Real Decreto, de fecha 4 de julio de 1924, que indultaba a los condenados y procesados por sus responsabilidades en el desastre de Annual; también una sentencia de 7 de octubre de 1924 por la que un consejo de guerra, celebrado en Melilla, absolvió a Saturio García Esteban de los graves delitos que se le imputaban. Tres veces pedirá él mismo la Cruz de San Fernando para él y tres veces le será negada. No hubo justicia para el capitán Asensi ni para el teniente Mandly. Solo dolor para sus familiares y un lamentable e imperdonable olvido. Ni siquiera una Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo para honrarles como jefes de compañías que cayeron en combate sufriendo la mitad de bajas. 251 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Francisco Asensi Rodríguez Sobrevino así para el capitán una segunda muerte, más dolorosa, pues la resolución del rey ni siquiera fue notificada a la familia Asensi. Esa es la razón por la que esta siempre consideró al capitán como desaparecido, pues como hombres de palabra y de ley se fiaron del Diario Oficial de mayo de 1922, que ominosamente negó la muerte cierta del capitán. Todo lo demás era secreto y reservado. El forzado y deliberado olvido institucional posterior sobre Annual sepultó durante décadas la historia de aquellos hombres que pagaron con el mayor de sus sufrimientos y el sacrificio de sus vidas los errores políticos y militares ajenos. 252 J. G. L. Fuentes Bibliografía Archivo Histórico Nacional. FC-TRIBUNAL SUPREMO-RESERVADO, Exp. 51, N. 1 a N. 21. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Gobierno de España. «Expediente personal de Manuel Asensi Soler. Legajo A-2588, sección 1.ª, hoja de servicios». Archivo General Militar de Segovia. Ministerio de Defensa. Bermúdez de Castro y Tomás, L., «Táctica para el combate en Marruecos. El tema táctico», en Memorial de Infantería, Toledo, Imprenta del Colegio María Cristina, 1914, tomo I, pp. 28 y ss. «Expediente personal y hoja de servicios del capitán D. Francisco Asensi Rodríguez». Archivo General Militar de Segovia. Ministerio de Defensa. Carrasco García, Antonio, Annual 1921. 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García Esteban, Saturio, Defensa y evacuación de la posición de Zoco el Telatza por el teniente coronel Saturio García Esteban, Real Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Signatura II/4059. Garrido Laguna, Jorge, Blog del capitán Francisco Asensi: asensi68desastrezocotelatza. blogspot.com.es Libro de oro de la Infantería, Publicaciones del Memorial de Infantería. Pando Despierto, Juan, Historia secreta de Annual, Madrid, Temas de Hoy, 1998. VV. AA., El Protectorado español en Marruecos: La historia trascendida, Bilbao, Iberdrola, 2013. Barreiro Álvarez, Manuel Bayona, Pontevedra, 23 de octubre de 1880 - 13 de julio de 1940 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Considerado uno de los precursores de la aviación española, había nacido en Bayona (Pontevedra), el 23 de octubre de 1880. Estudió en el colegio Apóstol Santiago de los jesuitas, en el municipio de La Guardia, e ingresó en 1898 en la Academia de Ingenieros de Guadalajara, en la que en 1903 fue promovido a segundo teniente y de la que en 1905 salió con el empleo de primer teniente y destino en el 6.º Regimiento Mixto de Ingenieros, en Valladolid, del que pasó un año después a la Compañía de Zapadores de la Comandancia de Ingenieros de Mallorca, al mando de la red telefónica militar de la isla. Cesó en este destino al ser ascendido a capitán en octubre de 1911, volviendo al poco tiempo al anterior. En abril de 1913 fue nombrado alumno de la Escuela de Aerostación de Guadalajara4. Tras realizar el curso de globo libre y cautivo, pasó al aeródromo de Cuatro Vientos para formarse como observador y piloto, obteniendo en el mes de octubre los títulos de observador y de piloto de 2.ª categoría, y pasando a continuación destinado a la escuadrilla de aeroplanos mandada por el capitán Alfredo Kindelán, con la que se trasladó a Tetuán. Durante los meses siguientes a su llegada a Tetuán, el capitán Barreiro participó en numerosas acciones de guerra, en unas como piloto y en otras como observador, recibiendo su bautismo de fuego el 3 de noviembre. El 19 de noviembre de 1913, yendo como observador en el biplano pilotado por el teniente de Infantería Julio Ríos Angüeso, cuando realizaban un reconocimiento sobre el monte Cónico (Tetuán) en vuelo a muy baja altura, recibió el aeroplano fuego del enemigo, resultando gravemente heridos ambos tripulantes, a pesar de lo cual consiguieron regresar al campamento una vez cumplida la misión y sin que el avión sufriese desperfectos. El teniente Julio Ríos Angüeso sería el primer piloto del mundo herido en acción de guerra y por esta acción recibiría en 1921 la Cruz Laureada de San Fernando y el ascenso a capitán. Piloto con una gran experiencia, fue quien probó en 1919 el trimotor construido por La Cierva. Tras la Guerra Civil se incorporó al Ejército del Aire, en el que alcanzó el empleo de general de división. Muy pronto le llegarían al capitán Barreiro los primeros reconocimientos a su destacado comportamiento. El rey don Alfonso XIII envió al alto comisario en Marruecos un escrito en el que decía: «Ruego a V. E. participe a los dos aviadores heridos que los asciendo al grado superior y que les felicito por su brillante conducta, así como por el valor y la serenidad de que han demostrado. Deles un abrazo en mi nombre y lleve estas felicitaciones a la Orden del Día de los Ejércitos de Tierra y Mar». No solo recibió el capitán Barreiro el merecido ascenso a comandante en el mes de diciembre, ya que antes había obtenido la Cruz de 1.ª clase de María Cristina. La concesión de la Cruz Laureada de San Fernando no llegó hasta ocho años después, el 26 de septiembre de 1921, cuando ya había ascendido a teniente coronel, al no contemplar el reglamento entonces vigente la intervención de la aviación en el combate, por lo que Manuel Barreiro Álvarez General del Arma de Ingenieros. Piloto de globo y aeronave. Precursor de la aviación española. Herido de gravedad en acción de guerra, fue recompensado con la Cruz Laureada de San Fernando. 253 Los sacrificables Manuel Barreiro Álvarez hubo que esperar a la aprobación en 1920 de uno nuevo en el que ya se recogía qué acciones realizadas desde un avión eran consideradas como heroicas. Un mes antes había recibido la Laureada el teniente Ríos Angüeso, que se convertiría en el primer Laureado de la Aviación española. Tan destacada condecoración le fue impuesta al teniente coronel Barreiro por el gobernador militar de Vigo en un acto celebrado en el patio del colegio en el que había hecho sus estudios. Las heridas recibidas afectaron a su salud, por lo que en 1914 se vio obligado a pasar a la situación de reemplazo por enfermo y en 1918 a ingresar en el Cuerpo de Inválidos, en el que en 1928 fue ascendido a coronel, en 1931 a general de brigada y en 1934 a general de división al pasar a la reserva. Al desencadenarse la Guerra Civil se encontraba reponiéndose de una de sus heridas en el sanatorio de Guadarrama, del que tuvo que huir para evitar ser detenido, consiguiendo refugiarse en una embajada y posteriormente pasar a Francia, desde donde se incorporó a la zona nacional, solicitando la vuelta al servicio activo, que no le fue concedida debido a su mal estado de salud. El 13 de julio de 1940 falleció en su lugar de nacimiento. En junio de 2013 Bayona quiso honrarle nombrándole Hijo Predilecto, cuyo diploma se le entregaría a su familia en el mes de noviembre siguiente, durante un acto en el que fue descubierta una placa en el lugar donde se encontraba la casa en la que había nacido y fallecido. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif J. L. I. S. Notas 4 El Servicio de Aeronáutica Militar 254 tuvo su origen en el Servicio de Aerostación Militar, creado en 1884 y destinado al aprendizaje del manejo de globos y dirigibles, que dos años después comenzó a funcionar en Guadalajara bajo la dirección del comandante de Ingenieros Pedro Vives Vich (ver biografía). La aparición del aeroplano hizo que en 1913 fuese creado el Servicio de Aeronáutica Militar, con dos ramas, Aerostación y Aviación, estableciéndose en Cuatro Vientos (Madrid) la Escuela de Pilotos de aeroplano. Basallo Becerra, Francisco Córdoba, 1892 - Zaragoza, 1985 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Durante el desastre de Annual la desgracia alcanzó no solo a los miles de combatientes que perdieron la vida en aquellos inhóspitos parajes, sino también al más de medio millar de militares y civiles que fueron hechos prisioneros por Abd el-Krim e internados en diversos campamentos con la intención de exigir un rescate, y que permanecieron sufriendo privaciones hasta conseguir dos años después la ansiada liberación, que no llegaría para todos, pues hubo quienes no resistieron los padecimientos a los que fueron sometidos. Las negociaciones con Abd el-Krim para la puesta en libertad de los prisioneros, en las que intervino el empresario Horacio Echevarrieta (ver biografía), darían su fruto en enero de 1923 al ser liberados trescientos cincuenta y siete de ellos, pero hubo otros cuyo cautiverio se prolongaría hasta julio de 1926. Al regreso de los prisioneros a su tierra, hubo quienes se propusieron olvidar los sufrimientos de aquellos días eternos y trataron de olvidar y ocultar para siempre cuanto había sucedido, pero otros fueron más locuaces y no tuvieron inconveniente en contar sus vivencias y las de sus compañeros. Entre los cronistas de aquellos tristes sucesos destaca el sargento Francisco Basallo Becerra, sobre cuyo cautiverio apareció en junio de 1923 un libro con el título de Memorias del sargento Basallo, cuyo autor era Álvaro de la Merced y en el que el citado sargento escribía el prólogo. Debido a la comisión de algunos errores en el texto, el sargento Basallo se vio obligado a hacer públicas unas rectificaciones a través de la prensa, en las que advertía que para deshacer ciertas afirmaciones que se habían propalado tenía la intención de escribir unas verdaderas memorias basadas en su diario, narración que vería la luz al año siguiente bajo el título de Memorias del cautiverio (julio de 1921 a enero de 1923). El sargento Basallo, nacido en 1892 en Córdoba e ingresado a los veinte años en el Regimiento de Soria n.º 9, del que en 1916 pasó al de Melilla n.º 59, formaba parte de la columna que al mando del coronel Silverio Araujo Torres5 partió el 22 de julio de 1921 de Kandussi con dirección a Dar Quebdani, posición que sería tomada por los moros tres días después y en la que se produjo una gran matanza, de la que se salvó el citado sargento. Al iniciarse el internamiento de los prisioneros el primer problema que hubo que resolver fue el de la asistencia médica debido al gran número de heridos y enfermos. En un principio se hizo cargo del tratamiento de los internos el teniente médico Antonio Vázquez Bernabéu (ver biografía), que pertenecía a la Policía Indígena de Melilla al caer prisionero el 16 de junio de 1921 durante la acción de la Loma de las Trincheras, y que conseguiría huir el 21 de septiembre; posteriormente recibiría la Cruz Laureada de San Fernando por su destacado comportamiento en la mencionada acción y sería asesinado al iniciarse la Guerra Civil por milicianos en Paterna (Valencia). Tras su huida, el teniente Vázquez fue sustituido por el del mismo empleo Fernando Serrano Flores, que había caído en poder del enemigo en Dar Quebdani. Serrano se vio obli- Francisco Basallo Becerra Sargento del Ejército español. Defensor de la posición de Dar Quebdani y prisionero de Abd el-Krim. 255 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Francisco Basallo Becerra gado a atender no solo a los prisioneros españoles sino también a los combatientes rifeños y a sus familias, por lo que tuvo que buscar y formar ayudantes que le auxiliasen en su trabajo. Uno de estos fue el sargento Basallo, que no solo aprendió a realizar curas y a poner inyecciones, sino que también se atrevió a realizar tratamientos médicos y sencillas operaciones quirúrgicas, por lo que era apreciado por los rifeños y llegó a tener cierta ascendencia sobre su jefe. Un año después de haber caído prisionero, el teniente Serrano falleció de tifus, con lo que la labor de Basallo se hizo todavía más importante, no solo por sus trabajos de carácter sanitario, continuamente expuesto al contagio, sino por velar por la organización del campamento, asegurar el suministro de medicinas e interceder ante Abd el-Krim a favor de sus compañeros. Entre las labores más encomiables que realizó estaban las de localización, recogida e identificación de cuerpos insepultos, enterramiento de los prisioneros fallecidos e información a los familiares de las víctimas que se la solicitaban a través del correo. Liberado a principios del año 1923, desembarcó el día 20 de febrero en Málaga, donde fue recibido por las autoridades civiles y militares. Los meses siguientes recibió continuas pruebas de afecto y reconocimiento durante las visitas realizadas a diversas ciudades, en ocasiones para transmitir a las familias de los prisioneros los últimos deseos de aquellos que habían muerto durante el cautiverio. Se organizaron festivales y banquetes en su honor, el Casino Español de Melilla le regaló un reloj de oro, fueron incontables las felicitaciones que le llegaron de unidades del Ejército y la Armada, el Gobierno le concedió la Cruz de la Beneficencia de 1.ª clase y varias ciudades andaluzas le tributaron homenajes, entre ellas Córdoba, que le nombró Hijo Predilecto. Resultó inolvidable el homenaje que se le rindió en la sede del periódico ABC, a partir del cual mantuvo una larga relación con los marqueses de Luca de Tena. También fue nombrado practicante militar honorífico. Antes de finalizar el año fue recibido en Madrid por el presidente del Consejo de Ministros y tomó posesión del empleo que se le había ofrecido como subjefe de celadores del Banco de España, una vez se le hubo concedido la rescisión de su compromiso con el Ejército. Seguidamente la Real Academia Española le honró al concederle el Premio a la Virtud y más tarde entraría a trabajar en un asilo en Córdoba. Poco a poco la figura del sargento Basallo fue cayendo en el olvido. Al término de la Guerra Civil se trasladó a Zaragoza, donde trabajó en una empresa cinematográfica. Todavía le llegaría en 1964 un último reconocimiento, al serle concedida la Orden de África en su categoría de oficial, y la prensa se volvió a hacer eco de su valor al recordarle en 1973, cuando se cumplía el cincuentenario de su liberación. Falleció en Zaragoza el 19 de mayo de 1985. J. L. I. S. Notas 5 El coronel Silverio Araujo Torres, 256 tras sufrir año y medio de cautiverio, sería sometido a consejo de guerra por la rendición de la posición de Dar Quebdani y condenado a seis años y un día de prisión y a la accesoria de separación del servicio. Hombres de Igueriben. Síntesis de vida y milicia en 31 destellos A Rafael Martínez-Simancas Sánchez Igueribenista que hizo cumbre, dos veces y, fiel a sí mismo, peleó hasta el final. Y una vez convertido en alma y centinela, desde lo alto de esa roca nos cubre y espera Sin cumplir los 16 años ingresa en la Academia de Infantería y, acogiéndose al denominado «Plan Abreviado» (dos años de estudios), consecuencia de las elevadas pérdidas en oficiales a raíz de la reactivación de las guerras por Cuba y Filipinas, en julio de 1896 sale de Toledo como segundo teniente. Marcha destinado al regimiento Aragón, nº 21, en Lérida. En un sorteo entre la oficialidad, de los habituales en la época, es de aquellos a los que les toca «Cuba». Sinónimo de riesgo máximo y pervivencia mínima en el servicio. Embarca en el vapor correo Gran Antilla, buque de poco andar, más transporte de mercancías que de pasajeros, reacio a mantener la proa en su sitio, huidizo y retemblón ante las singladuras atlánticas. Y el 30 de septiembre, tras veintidós días de navegación (seis días más de la duración media de aquellos viajes expedicionarios) avistaba los baluartes del Morro y, detrás de estos, blanca y destellante, parapetada en su confianza de siglos, La Habana. Papeleo de reglamento, ansiosas compras de equipo y vestuario, cartas apresuradas a la familia y a primera línea. El 5 de octubre acantonaba en Artemisa, uno de los campamentos fortificados que aseguraban las comunicaciones entre el interior y los vitales puertos. Primeros choques con los «mambises» (guerrilleros cubanos), silbido de balas, «ayes» de enemigos o compañeros y súbita fatalidad: picotazo palúdico, incubación rápida, fiebre alta (40º C) y decaimiento radical de sus fuerzas. Ingresa en uno de los hospitales de La Habana. Padece altibajos de paciente desahuciado y rescatado al límite. El resumen son cinco meses de invalidez (noviembre de 1896 a marzo de 1897) y una compañera indeseable que le maltratará de por vida: la malaria. De Cuba vuelve tras cumplir tres años en campaña; recibir un tiro de fusil (rodilla derecha) en las acciones por la Caridad y la Perala (30 junio 1898); merecer una cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y otra de María Cristina; asistir, sin serle dado intervenir, a la capitulación española; reingresar en un hospital, el de Holguín, de donde sale con su tercera cruz, esa malaria que no le abandona. Allí mismo le entregan un obsequio de la Administración Militar: su billete de embarque para la patria con «cuatro meses de licencia por enfermo». El diagnóstico mínimo exigible a las «españas» diplomática, monárquica y política, las tres en minúscula. Cruza el Atlántico a la inversa, pero sin sobresaltos. Cosas del azar meteorológico, combinado con el aura protectora del nombre de su transporte, el Nuestra Señora de la Salud, el primer teniente Benítez regresa vivo a su casa, pero en modo alguno vuelve sano. De vuelta a la vida de cuartel, en trece años (hasta mayo de 1912) se los recorre casi todos y de hospitales unos cuantos visita. Resultado del recorrido: ascenso a capitán (2 enero 1905). Resumen de las consultas: convivirá hasta la muerte con su cruel amante, la malaria. La Los sacrificables Comandante de Infantería. Héroe de Igueriben. Modelo de militares. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif El Burgo, Málaga, 1878 - Igueriben, Rif Central, 1921 Julio Benítez y Benítez Benítez y Benítez, Julio 257 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Julio Benítez y Benítez guerra del Kert le llama. Tiroteos intrascendentes (Ishafen, Talusit), el esperado permiso de matrimonio que llega y al altar en la iglesia de La Alameda, en Málaga. Allí se casa (30 diciembre 1912) con Nieves Fernández Oja. Del enlace nacerá su única descendencia, Julia. Su carrera militar también tendrá «descendencia»: la estrella de ocho puntas que le conceden (19 diciembre 1915). Siguen dos años de cuarteles y hospitales peninsulares. En febrero de 1918, marcha a África otra vez. Llega para quedarse y dar ejemplo. Perpetuo en ambos fines. En junio de 1921, Benítez es el jefe de una posición perdida de antemano: Sidi Dris. Empeño personal de Silvestre, quien decidió su emplazamiento nada más ocupar Annual, es puesto sin tierra pero ahíto de mar. Desnudo casi siempre. Tan solo algún cañonero de aprovisionamiento, punto minúsculo en el horizonte, vitoreado en cuanto fondea. Trae alimentos y noticias: las cartas, alimento básico de cautivos, que ya tienen preparada su respuesta, porque los remitentes son tan prisioneros como ellos. Zarpa el cañonero-correo y la guarnición enmudece. Quedan a solas con su rutina y mínima identidad en guardia: su rincón es toda su fortuna y patrimonio. Afuera, el vacío y la muerte, incluso allí mismo, siendo precavido centinela. Quienes defienden Sidi Dris son dueños del suelo que pisan; alrededor todo son barrancadas, quebradas y colinas rocosas. Allí anidan los pacos, tiradores mortíferos por lo pacientes que son. Emboscados durante días, nutridos con higos secos, un saquito de almendras y un poco de cecina, más un mucho de furia vengadora contra los invasores de su mundo, no perdonan a quien, en un descuido, les enseña la cabeza o el tronco. Debe de seguir el tronco. No importa a qué distancia esté el descuidado. Hasta 600 metros es muerto fijo. De ahí hasta mil metros, puede quedar inválido o igualmente tan muerto como el que cae encontrándose más cerca. Aquel jueves 1 de junio, los guardianes de Sidi Dris han oído morir, uno tras otro, a los cuatro cañones de Abarrán. El rotundo silencio que sobreviene les avisa de mayores males. De forma instintiva, muchos observan a ese hombre alto, con lentes, bigote corto y hablar pausado pero convincente, que les manda con la mirada y el gesto. No saben que ha prevenido a Silvestre, ni que el general está de acuerdo en proporcionarles apoyo naval porque, caída Abarrán, la posición más amenazada es Sidi Dris. Al oscurecer del día siguiente, se presenta la harca. Sin artillería. Paqueo de tanteo (para centrar el tiro) y brusco silencio. La harca queda agazapada; la guarnición espera. A los que todavía dudan, de palabra o pensamiento, les basta asomarse al parapeto que mira al mar para tranquilizarse: ahí está el Laya. Anclas al fondo y tripulación alerta. Entra la madrugada. Y de repente, paqueo generalizado con arremetida brutal. Los defensores se echan a los parapetos. Descargas cerradas, «vivas» y «mueras», insultos también, que se devuelven como tiros. La guarnición aguanta. Los atacantes insisten. Las ametralladoras Colt se encasquillan. Abren fuego los cañones que manda el teniente Galán. Los rifeños apuntan a esos volcánicos fogonazos de salida y aciertan. Galán cae gravemente herido. Momento de vacilación que Benítez aparta con un mensaje movilizador. Y al Laya pide un oficial y el pelotón de valientes que corresponda. El combate prosigue. Los de Benítez resisten. Y los del Laya, que manda el capitán de corbeta Javier de Salas, cumplen. Acantilados arriba suben dieciséis sombras, su jefe, el alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, en cabeza. Llevan consigo dos ametralladoras de las que funcionan: las Hotchkiss francesas. Las emplazan y disparan. Justo a tiempo. Las filas rifeñas, tronchadas las alambradas, se echan encima. Mueren a seis metros del parapeto. La harca cede y se va. A enterrar a los suyos, que suman veintinueve. Más los que fallecerán en sus casas. Los harqueños se juramentan entre 258 Paco Concreción onomatopéyica de pacuumm, retumbe del sonido de un disparo con fusil de grueso calibre, caso del remington de once milímetros —arma común a españoles y rifeños durante la Guerra de Melilla en 18931894—, ampliado por el eco producido en zonas montañosas o deshabitadas, en las que un tirador puede encontrar cobijo y montar su apostadero de tiro. De ahí paco (tirador emboscado). Esta es la definición correcta para referirse a los tiradores normarroquíes o españoles, nunca francotiradores, galicismo procedente de franc-tireurs, fusileros que ocasionaron significativas pérdidas (en jefes y oficiales) a las tropas prusianas durante la guerra de 1870-1871, acciones que, a su vez, fueron causa de brutales represiones contra la población civil francesa. Del concepto básico, paco, surge su consecuencia: pacazo, impacto del tiro en la víctima. La importancia de esta modalidad de combate, en el transcurso de las Guerras del Rif, se comprueba en sus variantes: paqueo, acoso insistente de tiradores emboscados contra un puesto avanzado o una línea de frente; paqueada, posición tiroteada durante horas, días o semanas; contrapaco, experto tirador encargado de localizar al tirador enemigo y abatirlo. En esa acción defensiva, dos o más tiradores entrecruzaban sus fuegos: contrapacos. Julio Benítez y Benítez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif sí para volver. Será el 26 de julio. Vencerán y no perdonarán. La defensa de Sidi Dris salvó a Silvestre de una reprimenda ministerial. Berenguer se sintió aliviado al leer el parte de la acción y no se quejó al ministro Eza. Silvestre se mantenía bien. En la realidad, el mantenedor del frente era Benítez. Y eso se lo reconocieron todos: desde el propio Silvestre a Berenguer felicitan al comandante, que confía en recibir refuerzos y un mejor material, dones de la lógica militar que en el Rif español suelen ser muy mal recibidos, por lo que le son negados sin más. Mientras, un inquieto Silvestre decide instalar otras dos posiciones: Talilit, picacho buitrero próximo a Sidi Dris, e Igueriben, espolón amarillo (por la tonalidad del terreno donde surge), cercano este a Annual. Sendas decisiones pésimas, sin remisión. La segunda resultará mortal para el ejército, la monarquía y la paz nacional. El domingo 9 de julio termina la fortificación de Igueriben con el asentamiento de media batería (dos piezas) y el posicionamiento de dos compañías del regimiento Ceriñola nº 42, que manda el comandante Francisco Mingo. Su mejor escudo, una posición alargada coronada por un raquítico arbolado, como asustado ante tanto páramo circundante y hostil, conocida como Loma de los Árboles, es ocupada cada mañana y abandonada a primera hora de la tarde, en cuanto vuelven los porteadores con las cubas de agua que han llenado cerca de Annual. Esos «cambios de dueño» acaban en cuanto los rifeños la ocupan una noche y al amanecer muestran el resultado a los pasmados españoles: la loma no es tal, sino un dédalo de trincheras en zigzag. Otra noche más y las trincheras desaparecen, camufladas bajo densos ramajes y haces de paja. «Hacer la aguada» en Igueriben pasa de rutina a sorteo diario con la muerte. Silvestre decide confiar el mando de Igueriben al defensor de Sidi Dris. El 13 de julio Benítez toma el mando en Igueriben. Si no le gustaba el emplazamiento desde lejos, una vez dentro es para morderse los puños. Mesetón abierto a los calores y vientos, es un castillo roquero con suelo afín: imposible cavar en piedra tan dura. La opción es levantar un parapeto de pedruscos sujetos por sacos de tierra. Igueriben será posición necesitada de ayuda constante. En agua y artillería. El remate de la indefensión surge cuando Benítez constata que la posición artillada del Izzumar no cubre, con sus fuegos, la posición donde él se encuentra con su gente. Igueriben solo puede recibir apoyo artillero desde Annual, que es flanco, no vanguardia. Toda la vertiente a mediodía queda inmune, refugio idóneo para la harca. Benítez sufre instantáneo tormento: renunciar al mando es imposible; aconsejar a Silvestre que desmantele Igueriben es lo procedente, porque lugares de suicida defensa sobran en el Rif. Benítez aprecia a Silvestre. Han combatido por la España cubana y allí juntado heridas y pesares. Ahora les separa un muro de números y otro de incoherencias: Benítez manda sobre trescientos hombres; Silvestre sobre los cinco mil de Annual. Y los otros once mil que ha repartido por montes y páramos, pues los destinos en plaza (Melilla) nada cuentan, contando tanto esas faltas de hombría. Cada uno es responsable de su ejército y, sobre todo, de su manera de mandar. Todo ejército exige buena cabeza y ejemplaridad a sus mandos, no solo coraje y osadía. El valor queda en nada si la altanería lo gobierna. Benítez decide no protestar, no recomendar ni sugerir, tan solo resistir. Se impone obedecerse a sí mismo. Ser fuerte y ayudar a los demás. Desde su estancia en Sidi Dris, enclavado en zona de paludismo endémico, ha vuelto a luchar contra las cefaleas agudas, ese malestar infinito que le agota y exaspera, pero más le duele el alma. Si se rinde al cansancio por un lado y a la desesperación por otro, el no poder decirle a Silvestre lo que pasa y puede hacerse, su gente morirá. Porque le relevarán. Y el que venga mirará por sí y su futuro, no por 259 Julio Benítez y Benítez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 15 260 sus soldados ni por el bien del ejército. Cabe la posibilidad de resistir y resistir a tal grado que hasta el ejército pierda esa atonía fatal que en esos días lo abate y se convierta en un solo hombre. Y como tal, les rescate. Convencido de su obligación, afirmado en su fe, resuelve permanecer donde está. Hombre y ejército se funden en un único ser. Igueriben vive sus últimas horas de paz advertida, calma para pensar. Durante el día, el azul cobalto del cielo parece fondo de océano que a todos, españoles y rifeños, pudiera succionar en repentina y poderosa marea. Por la noche, la negritud se convierte en celosía cegadora y mutante. Las estrellas se mueven. O eso parece. Tanta serenidad en esa altísima infinitud y tanta barbarie aquí abajo. Benítez recorre las defensas. La figura del comandante admira y sobrecoge: su cabeza y sus hombros sobresalen del parapeto. Le van a matar. Porque pacos no faltan. Benítez corre el riesgo. De su talla (1,75 metros, diez centímetros más que la media) hace aguante y enseña. La oscuridad le guarda. El comandante no repite su paseo. El 17 de julio, el coronel Argüelles, jefe de la circunscripción de Annual, ordena recuperar esa loma de arbolitos convertida en trincherona fusilera. El peso del ataque lo soporta la Policía Indígena, que no aguanta a la fusilería rifeña y se desbanda. Igueriben es posición cercada y atacada a su vez. Asalto rechazado. Al día siguiente se envía un convoy de agua y municiones a Igueriben. Dirige la operación el comandante Juan Romero López, al que un paco descubre dando órdenes y, apuntado, muerto en el acto es. El convoy entra y con él diecisiete artilleros, la mitad de ellos heridos. Su jefe, el teniente Ernesto Nougués, se da cuenta de que parte de las cargas de cañón han rodado por la pendiente al caer, muertos, acemileros y mulos. Sin vacilar, ordena a sus hombres que vayan a por esos proyectiles y los suban, a brazo, él también, hasta la posición. Benítez abraza a Nougués. Igueriben se llena de hombres-ejército. La tropa les vitorea. Igueriben es un tornado de ánimos y puños prietos. Alguien se apercibe entonces de una lástima agravada por inesperada amenaza: los mulos del convoy que han sobrevivido al despeñamiento, refugiados en la pendiente que mira a Levante, rebuznan. También necesitan agua. El sol los mata. Inviable el acogerlos, impensable el abrevarlos, se les deja donde están, por si con el siguiente convoy pudieran partir. Y se piensa: la noche tal vez los calme. La harca piensa lo contrario y ataca. Segunda embestida rechazada, incluso en las alambradas, con bombas de mano y a bayonetazos, más los cañones de Igueriben, dirigidos por el capitán Paz Orduña, bien secundado por Nougués, que disparan con las espoletas graduadas a cero. La noche prevalece, pero al paqueo no le importa. Sabe dónde disparar, domina los alcances y no hay viento, así que no hay deriva, solo aciertos. Con apuntar a la impavidez blanquecina de las tiendas españolas o los espacios oscuros alrededor de aquellas es seguro hacer carne. El paqueo dura poco. Matar cansa. Al clarear el día, se distinguen mulos muertos y heridos. Los pacos vuelven a su faena. Uno a uno los abaten, luego dejan de dispararles. Los mulos que sobreviven, ensangrentados y perseguidos por nubes de moscas, braman y cocean. La alambrada de Levante resiste unos cuantos golpazos más y, entera, al suelo va. Ya tienen puerta abierta los rifeños. Se telegrafía a Annual lo que ha ocurrido. Y desde allí prometen arreglo: mañana llegará el convoy. El 19 de julio, de Annual sale otro convoy hacia el espolón amarillo. El agua se terminó al salir el sol. Hay que beber o perecer. Dirige la columna el teniente coronel Núñez de Prado, que manda sobre un millar de hombres. Ninguno logra subir hasta Igueriben. Parte de la carga queda desparramada por la pista, entre la que se cuentan pérdidas esenciales: cincuenta y tres cubas de agua y ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto. Al día siguien- Julio Benítez y Benítez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif te, bajo la sartén solar, los mulos muertos parecen «moverse». Y así es, revientan. Sus oleadas pestíferas sofocan a los defensores de Igueriben. El hedor de los animales en descomposición se suma al de los humanos fallecidos. Igueriben huele a muerto, pero no por él, sino por quienes, al no saber cómo evitar su morir, muertos se declaran también. Llega otra oscurecida. La cuarta del asedio. Noche de orines para quienes han sido previsores y pueden dejarlos enfriar bajo el relente rifeño; noche de tortura para quienes ni orinar pueden. En su afán por encontrar algo de frescor y aire limpio de hedores, algunos pretenden enterrarse, cubriéndose con puñaditos de tierra. Igueriben es roca pura en su cima, así que de terrones los justos, pero desgarros todos. Llegado nuevo amanecer, hay conciencia colectiva de morir. El 20 de julio, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, llega a Annual. Consulta opiniones y contrasta pareceres. Unanimidad rotunda: la moral está hundida; las tiendas-hospital, atestadas de heridos y moribundos; apenas quedan municiones de cañón y los víveres escasean. Solo hay cantidades relevantes en un lugar de fúnebre acceso: la aguada. Pocos vuelven ilesos de allí. En consecuencia, mejor esperar un día más para que las tropas se repongan de su decaimiento. Navarro se ve impotente. Despacha mensajes ópticos a Benítez donde le repite tres conceptos esenciales: «honor», «resistencia» y «juramento de salvación». Benítez lee y calla. Ha dicho lo que cree prudente decir. Ha pedido agua para sus hombres y municiones para sus armas. Su alimento reside en la furia y en el fuego. Navarro envía un despacho cifrado a Silvestre, que sigue en Melilla, en el que le expone su «desconfianza de conseguir el objetivo». Salvar a los de Igueriben, para lo que hacen falta convicciones y municiones. Ambas cosas faltan. Navarro, como fin de su mensaje, previene a su superior: «Espero órdenes para verificar convoy o preparar la evacuación de Igueriben». No hay respuesta. Navarro sabe que Silvestre va a salir de Melilla. Espera todavía. Nada, silencio en la línea telegráfica. Inquieto por si le ha pasado algo a Silvestre y sabedor de que debe volver a la plaza para hacerse cargo del mando, sale de Annual. Y Manella queda al mando. Amanece el 21 de julio sobre la hoya de Annual. Con notoria dejadez, los preparativos del convoy arrancan. Considerándolo como lo que era, un funeral por anticipado, los designados para formar parte de su propio entierro pocas ganas tienen de ponerse en marcha hacia Igueriben. En el espolón amarillo, sin agua desde hace tres días, los cuerpos se retuercen para extraer sus últimas gotas de resistencia. Apenas quedan fuerzas para sobrevivir, sí deseos de acabar de una vez. De tanto en cuando, un trallazo seco, que se lleva una tienda con heridos dentro, esparce restos de hombres que ya estaban muertos o revienta parte del parapeto sin matar a nadie. Artillería rifeña, que antes fuese española. Dos piezas martillean Igueriben. Coge altura el sol y, de improviso, conmoción en Annual. Ha llegado Silvestre. Benítez lo sabe o lo intuye. De ahí su heliograma: «Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros». No es un bofetón ni un arrebato. Es una orden de fusilamiento. Y el ejecutado es Silvestre. Demudado y desencajado, boqueante, dicen que, enrabietado, ordenó: «¡A formar los escuadrones!». Quiere cargar pendiente arriba hasta Igueriben. Una galopada de casi cinco kilómetros bajo el fuego de fusiles y cañones. De los segundos solo dos; de los primeros, cinco mil al menos. Un Balaklava español. Y su hijo Manuel al lado, pues forma parte de los Regulares a caballo. Si tienen que morir los Silvestre, mejor que padre e hijo caigan juntos. Los tenientes coroneles Enrique Manera Valdés y Tulio López Ruiz, sus ayudantes, junto con su secretario personal, el comandante Juan Pedro Hernández Olaguibel, se precipitan a calmarle. Le ruegan que no haga una cadetada, que no se mate por nada. No lo consiguen. Silvestre se des- 261 Julio Benítez y Benítez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 262 hace de ellos y grita. Al mundo y a sí mismo. A España y al ejército. Interviene el coronel Francisco Javier Manella, jefe del Alcántara. No tiene a su regimiento allí, pero está al llegar con Fernando Primo de Rivera a su cabeza, pues todos han pernoctado en Drius, salvo la escolta personal de Silvestre. Mejor dos regimientos que unos pocos escuadrones. El general no atiende a razones. Su hijo Manuel, atormentado, se aparta. Silvestre quiere morir. No puede con tanta vergüenza. Poco a poco tiende a calmarse, convulso todavía, vencido por su propio furor. Y sin duda fue un error que Silvestre capitulase ante tanta lógica y sensatez. En aquellos momentos, cuando en Igueriben se muere y en Annual se disponen unos a morir y otros muchos a preparar su equipaje para huir (son los que darán muerte a tantos con su cobardía), esa carga contra la muerte, por lo insensato e incontenible de la misma, hubiera partido en dos las líneas rifeñas y llegado hasta Igueriben. Y Silvestre hubiera muerto. O no. Porque un Silvestre aparecido en plena batalla hubiera adquirido aspecto de profeta vengador para la idiosincrasia del combatiente rifeño que, de rendirse, siempre ante una leyenda, jamás ante un hombre. Vivo o muerto, que era el fin más probable de Silvestre, su gesto-estandarte puede que hubiese salvado a su ejército. Y no convertido al Izzumar, el día después, 22 de julio, en su matadero y avergonzamiento. Jefes había para mandar ese ejército aún no copado en Annual: Manella el más apropiado; el coronel Morales Mendigutía su mejor segundo. Silvestre calmado no es tal, sino un cadáver que se agita en los parapetos de Annual. «Muerto» Silvestre en su no morir, Benítez toma el mando. El jefe de Igueriben es el único que manda sobre su mente y a todo el ejército manda pese a lo lejos que está y lo sentenciado a muerte que parece. Silvestre, autómata por primera vez en su carrera militar, autoriza la salida del convoy. Allá van los que saben que nunca llegarán a su destino. Desde Igueriben los ven vacilar y detenerse, para luego correr todo lo agachados que pueden. Las descargas rifeñas los siluetean, los aturden y matan, los obligan a salir huyendo o a hacerse los muertos. A Silvestre le llegan partes de que el convoy está bloqueado ante el fuego, de que no avanza, de que la gente no puede más. Es preciso volver. Y mejor perder Igueriben antes que perderlo todo. Silvestre, desalentado, atiende las razones (tal vez del coronel Morales) y cursa orden a Benítez para que destruya el material y se acoja a las guerrillas más próximas a su posición. El jefe de Igueriben replica con otra descarga. Es el tiro de gracia para un Silvestre abatido: «Nunca esperé recibir orden de V. E. de evacuar esta posición. Pero cumplimentando lo que en ella me ordena en este momento, como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola la oficialidad que integra esta guarnición, pues consciente de su deber y en cumplimiento de juramento, sabremos morir como mueren los oficiales españoles». Silvestre querría morirse allí mismo. Pero su momento ha pasado. Y quien lo mata no es un rifeño ni tampoco Benítez, es su desesperación por la suma de errores cometidos desde el 15 de enero, cuando ocupó Annual. Silvestre está tan afectado que asusta a los que le observan. Y le dejan solo. Su dolor impone. Aún tendrá otra oportunidad para matarse no como él hubiese deseado, sí para dotar a su final de hombre militar de un carácter digno. Para ese final definitivo falta menos de un día. En Igueriben poco hay que destruir, sí mucho que organizar: recuperar armas útiles y municiones, eliminar mensajes cifrados y libros de claves, respetar el heliógrafo, pues aún le queda una orden al comandante que transmitir a Annual, rescatar lo poco que reste de las camillas para hacer muletas para los heridos que aún puedan andar. Los que no puedan moverse, quedarán donde yacen. A merced del enemigo, quizás de la rápida compasión del Julio Benítez y Benítez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif amigo. Metódico hasta el final, Benítez da forma a su tropa, con una vanguardia, el grueso en su centro, donde marcharán los heridos, y una retaguardia. Quedan los flancos y las secciones, muy clareadas sus filas, que defienden el semiderruido parapeto. La mayoría no podrán salvarse, pero ninguno se mueve de su sitio. Se han convertido en hombres-ejército. La harca vuelve al asalto. A Benítez le quedan unos minutos. Mira al jefe de la artillería, el capitán Federico Paz Orduña, quien le hace una señal de estar listo junto a una de las piezas. El teniente Nougués, no lejos de allí, inclina su cabeza en señal de funeraria complicidad. Serán los últimos en disparar y los primeros en morir junto con los supervivientes del parapeto, que se harán fuertes junto a los cañones. Benítez se vuelve hacia los telegrafistas y les indica la señal que aguardan. El espejo de Igueriben lanza destellos de movilización y sacrificio. El heliografista parece apurado. Cuenta sus pulsares como vidas que se le escapan. Son treinta y un parpadeos de furia y compromiso, de los que seis valen por dos, pues se refieren a otras tantas banderolas artilleras. Disparad para matarnos y que el enemigo muera con nosotros y no se arrogue el triunfo de afirmar que fue él quien nos dio muerte. No hay memoria de parte inmolatorio semejante en los ejércitos coloniales, de por sí inmoladores de sus mejores a fuer de ser cerriles sus mandos. Resistir al pésimo gobernante o al general obtuso, repetitivos en sus carencias, he ahí la mayor heroicidad para civiles o militares. A los que interpretan su heliograma, Benítez les impone el castigo de leerlo dos veces para asimilar su contenido y sentirse sombras de sí mismos cuantos tuvieran que cumplir la orden que a todos dicta: «Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Contadlas. Y al duodécimo disparo fuego sobre nosotros, pues moros y españoles estaremos envueltos en la posición». Es el heroísmo medular. Muero por los míos y de su mano, no por mano del enemigo, que no ha podido conmigo y menos con la gente mía. El ejército de Benítez va a salir. Su jefe lo ha revistado y es cierto: cojo y renqueante, andrajoso pero retieso, sus integrantes parecen lo que son, una columna de hombres-ejército. Su comandante les habla. No fue arenga la suya, sí confesión, orgullo y agradecimiento. A los que seguían a su lado e intuían que iban a morir; a los que no podían oírle porque muertos yacían; a los que creían factible el salvarse y no lo conseguirían; a los que ya se daban por muertos y sin embargo se salvarían; a los muchos que morirían días y años después por culpa de los errores no de tantos, sí de unos pocos, pero muy equivocados y acobardados estos. No sabemos si Benítez precisó las vestimentas de los estrictamente responsables: levitas de ministros necios, fajines de generales y estrellas de coroneles, algún que otro almirante, capitanes en permiso semiperpetuo, intendentes uniformados por sus hurtos, fracs de políticos clientelistas, canotiers de opulentos accionistas mineros, quién sabe si hasta el traje impecable, de afamado sastre inglés, de un monarca adicto a los balnearios no para sanar su cuerpo, sino para buscar amantes de playa y ruleta. Pudieron ser todos o ninguno. En cuanto a Benítez y los suyos, salieron. De la vida, que no del juicio final, que ganado lo tenían antes de morir. Todos los oficiales menos uno (Luis Casado Escudero, herido y prisionero) murieron. Sus variaciones de muerte oscilaron entre perialzarse sobre su dignidad para que otros pudieran salvarse o pegarse un tiro con la tranquilidad que da el saberse muerto antes de apretar el gatillo. Benítez pudo ser de estos últimos, siendo de los primeros en caer. De los que aún podían valerse por sí mismos, una parte murió matando; la otra buscó su salvación en un agónico correr hasta Annual. Treinta y cinco lo consiguieron, pero cuatro murieron entre violentísimos espasmos tras atracarse de agua y comida. Otros dos fueron hechos prisioneros (el teniente Casado y el soldado Luis Rendón Pérez), que sobrevivieron. 263 Julio Benítez y Benítez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 264 Treinta y tres fueron los salvados, de los que uno (Casado) fue asesinado en julio de 1936. Poco cuesta imaginarle allí, rodeado por sus compañeros, abrazadas graduaciones y sangres, cuando, en determinado momento, al referirse al lugar de la gesta, supo enlazar la pequeñez del perímetro donde se hallaban con la infinitud del sacrificio por todos aceptado: «Este corralito que hemos venido a defender». Hay que ser español y militar para resumir aquella gesta en concepto tan humilde y contenido tan escueto. En el simbolismo de los hechos probados, que a menudo cuentan más que la realidad vivida, Benítez fue puesto al mando, en Igueriben, no para defender el frente, sino para mantener bien alta la frente del Ejército Español. Y allí sigue y seguirá, mientras al espolón amarillo, que él convirtió en nave de batalla, no se lo lleve el mar consigo a sus abismos o ese barco de guerra, convertido en el castillo que hoy es, entero se funda cuando el cielo impacte contra la tierra que habitamos. J. P. D. 06-20.10.2013 Bens Argandoña, Francisco La Habana, 28 de junio de 1867 - Madrid, 5 de abril de 1949 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Nacido en La Habana del matrimonio entre un músico militar de origen andaluz y una cubana, padres de una nutrida prole de dieciséis hijos, que soportaron las consiguientes escaseces económicas, Francisco Bens ingresó en la Academia Militar de La Habana, de donde salió promovido a segundo teniente en 1885, siendo destinado a la Península, al Regimiento Saboya en Alcalá de Henares. En 1887 vuelve a Cuba y pasa destinado, sucesivamente, a los regimientos de la Reina, Cazadores de Isabel II, Nápoles, María Cristina y de nuevo al Batallón de Cazadores de Isabel II. En este último batallón mandaba la guerrilla montada, unidad que constituía la élite de los batallones de guarnición en Cuba. En 1891 se le destina al Muy Benéfico Cuerpo Militar de Orden Público. En 1889, con veintidós años, se casa con la cubana María Ana Arrasate, con la que tendría cuatro hijos, uno de los cuales, Francisco de Asís, sería oficial del ejército cubano y otro, José María, un arquitecto de gran prestigio que diseñó y dirigió las obras del capitolio de La Habana. En 1893 Bens es destinado al Regimiento de Melilla, tomando parte en la llamada guerra de Margallo y volviendo a Cuba a su finalización, en 1894. Un año después se produce el grito de Baire y las fuerzas españolas de Cuba se ven empeñadas en una dura lucha contra los mambises. Bens es destinado, sucesivamente, a los regimientos María Cristina, Tarragona, de nuevo al Muy Benéfico Cuerpo Militar de Orden Público, Batallón de Cazadores de Tarifa y Tercio de Voluntarios y Bomberos Movilizados n.º 2. A lo largo de la guerra, Bens tomó parte en numerosas acciones, muchas de ellas, tal como reza en su hoja de servicios, «al machete», ascendiendo a capitán en 1897 y consiguiendo cuatro cruces rojas del mérito militar por sus acciones en Saratoga, Cascorro, potreros Pendengueiro y Marell y defensa de Cárdenas, esta última acción contra los norteamericanos. En octubre de 1898 vuelve a España destinado al Regimiento Castilla y más tarde al Regimiento Canarias, desde donde en 1903 es comisionado para pasar a la bahía de Río de Oro, ocupada nominalmente por España desde 1886. Hasta ese momento, el puesto se mantenía por una guarnición de Infantería de Marina, pero los planes de ocupación españoles, refrendados por Francia en el Tratado de París de 1900 y publicados en 1901 en la Gaceta de Madrid como Convenio entre España y Francia para la delimitación de las posesiones de ambos países en la costa del Sahara y en la del Golfo de Guinea, pasaban por la penetración en el interior del territorio, para lo que se consideraban más adecuadas las unidades del ejército. A su llegada, en enero de 1904, a lo que luego sería Villa Cisneros, el cubano Bens sintoniza bien con el ambiente desértico de las costas del Sáhara. En su libro Mis memorias. Veintidós años en el desierto, publicado en 1947, narra en detalle cómo poco a poco logró ganarse la confianza y el respeto de los indígenas, que hasta ese momento mantenían a los Francisco Bens Argandoña Militar de Infantería. Tras la separación de Cuba fue destinado a la colonia del Sáhara, donde permaneció hasta su ascenso a coronel sentando las bases de la presencia española en la zona sur del Protectorado. 265 Francisco Bens Argandoña Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 266 españoles encerrados en su puesto costero y sometidos a todo tipo de chantajes y extorsiones. Uno de los medios empleados fue el tradicional de la atención sanitaria a los indígenas, pero otro, más novedoso, consistió en ganarse la confianza de las mujeres por medio de regalos, de modo que pronto fueron las mejores valedoras e informadoras de los españoles. Pronto su política se impone y, tal como el mismo Bens dice en una de sus memorias, lo hace «conquistando grandes simpatías entre los indígenas a quienes atiende y dirige con paternal solicitud». A sus subordinados les recomienda que en su trato con los nativos se ajusten al dicho: «Ni despreciado por débil, ni temido por severo». Cuando en 1906 Alfonso XIII visita las Canarias, Bens se desplaza a las islas, acompañado de un séquito de notables de tribus con las que ya se mantenían relaciones cordiales. En 1910, acompañado, como único europeo, del factor de la Compañía Transatlántica en Villa Cisneros, realizó un recorrido por el interior del Sáhara de más de 400 kilómetros, llegando hasta el puesto francés de Atar. Desde allí envió telegramas al capitán general de Canarias y al ministro de Estado español. Este fue el primer recorrido de un funcionario en un territorio que España reclamaba como propio desde veinticinco años antes. Entre 1911 y 1913 todo el sur de Marruecos y gran parte del Sáhara se encontraban agitados por los movimientos de El Hiba, hijo del santón Ma-al-Ainin, que gozaba de gran influencia entre numerosas tribus. El Hiba se oponía decididamente a la presencia francesa en la región y, a través de Bens, se aproximó a España, considerando a los españoles como un mal menor. En 1911, Bens va a realizar su primera visita a Cabo Juby, donde comenzaba la zona sur del Protectorado español en Marruecos, la denominada franja de Tarfaya. En las ruinas de la antigua factoría de Mackenzie, izó la bandera española que seguiría allí, mantenida en su lugar por los nativos sin presencia española, dos años después. En 1913 realiza un nuevo recorrido por el territorio, incluido Cabo Juby, esta vez acompañando a Enrique D’Almonte, auxiliar de minas, que pretendía estudiar las riquezas de este género en el territorio y realizar trabajos encargados por la Real Sociedad Geográfica de Madrid. Por este recorrido y en general por su actuación como gobernador político-militar de Río de Oro, Bens fue ascendido por méritos a teniente coronel. Finalmente, el 29 de junio de 1916, tras muchas vacilaciones y rectificaciones del Gobierno español, Bens ocupó de forma permanente Cabo Juby, asumiendo el control de la zona sur del Protectorado español. Bens constató que ninguna tribu de la zona reconocía la autoridad del sultán «en nombre de cuyo jalifa debemos gobernar». Pronto apareció El Hiba con su harca, exigiendo compensaciones en dinero y armas que Bens supo eludir con habilidad. Esta actitud de los nativos era la que, en su memoria de la ocupación, Bens denominaba «niños fiera». La Primera Guerra Mundial va a traer más inquietudes para Bens. Los alemanes trataron de fomentar la sublevación de las tribus de Marruecos contra la presencia francesa. Parte del plan consistía en transportar, por medio de submarinos, armas para ser entregadas a El Hiba. Los desembarcos se harían en puntos de teórica soberanía española. Pronto las aguas reclamadas por España se ven surcadas por buques aliados a la caza de los submarinos. En diciembre de 1916 llegan informaciones de que los alemanes han desembarcado en Puerto Cansado. Hasta Bens llega la carta de un oficial alemán, el capitán Edgard Probster, que con un oficial turco, un suboficial alemán y varios intérpretes marroquíes, exprisioneros pertenecientes al ejército francés, se encontraban secuestrados por los nativos y pedían se les auxiliase evacuándolos a través de territorio español. Bens medió en el rescate, evacuándolos a Las Palmas. Esta actuación fue mal vista por los franceses, que sospecharon una colaboración de Bens con los alema- Francisco Bens Argandoña Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif nes. Ya antes, el 26 de agosto de 1914, los aliados habían hundido en aguas de Villa Cisneros el crucero auxiliar alemán Kaiser Wilhelm der Grosse. Bens recogió a la tripulación alemana, que fue trasladada a Las Palmas ante el enojo de los aliados, que pretendían hacerles prisioneros. Acabada la guerra mundial, Bens vuelve a la rutina de la vida de guarnición hasta que, el 30 de noviembre de 1920, instaló un puesto en La Güera, en el cabo Blanco. La ocupación también se realizó de forma pacífica, como lo había sido la de Cabo Juby. En varias ocasiones propuso al ministro de Estado la ocupación de Ifni, propuestas que fueron desechadas, debiendo esperarse hasta 1934 para que el coronel Capaz (ver biografía) ocupase el territorio. En enero de 1923, tres aviones de la compañía Latécoère aterrizaron en Cabo Juby. Pretendían establecer una línea aérea con Sudamérica. Esta presencia francesa agita a los nativos poniéndoles al borde del ataque a los puestos españoles. De nuevo Bens debe hacer gala de sus poderes de persuasión, no sin antes recibir casi un batallón de refuerzo, enviado desde Canarias. En abril de 1920, Bens ascendió a coronel por antigüedad. Este ascenso sería el motivo de su salida del Sáhara. A principios de 1925, el general Ruiz-Trillo giró una visita de inspección a Cabo Juby y Sáhara. En su informe hizo constar que la escasa entidad de los puestos y guarniciones no justificaba que su mando fuese de coronel. En consecuencia, en noviembre de 1925 Francisco Bens quedó disponible, abandonando el Sáhara después de más de veintiún años de servicios ininterrumpidos en ese desierto. Hasta su muerte, Bens mantuvo el resquemor de que su salida del Sáhara respondiese a algún descontento con su actuación, puesto de manifiesto en la revista de Ruiz-Trillo, y no a una mera decisión administrativa. Bens pasó a la reserva en 1929 y en 1932 se le concedió el empleo de general de brigada con carácter honorífico. En 1942 solicitó que se le concediese el empleo de general de brigada con carácter efectivo, lo que le fue denegado. Murió en abril de 1949. Entre 1904 y 1925 Bens dedicó su vida al servicio en el Sáhara dejando de lado a su familia, que seguía en Cuba. Con medios limitados extendió la soberanía española en la región de forma pacífica, en ocasiones debiendo convencer a los responsables del Ministerio de Estado de lo factible de las ocupaciones que proponía. Fue gobernador político-militar de Río de Oro desde el 1 de diciembre de 1903 y delegado del alto comisario para la zona meridional del Protectorado desde la ocupación de Cabo Juby en junio de 1916. En ambos cargos cesó el 7 de noviembre de 1925. Los pescadores canarios eran conscientes de los beneficios que para ellos había supuesto la actuación de Bens. En 1922 el Ayuntamiento de Tenerife y el Cabildo de La Palma solicitaron su ascenso a general de brigada. Esta petición dio lugar a una larga correspondencia entre los ministerios de Estado y de Guerra, para finalmente denegar la petición. España no fue generosa con el hombre que a poco coste, en dinero y en vidas, le había permitido ejercer su soberanía en amplios territorios. Como el mismo Bens decía en su petición de ascenso en 1942: Claro está que en mis trabajos existía la sordina y con la falta absoluta del estampido del cañón, derramamiento de sangre, destrucción y cuantiosos gastos, a pesar del indómito carácter de aquellos moros que solo reconocen la autoridad de la fuerza... J. A. S. 267 Bibliografía Bens Argandoña, Francisco, Mis memorias (veintidós años en el desierto), Madrid, Ediciones del Gobierno del África Occidental Española, 1947. Expediente personal. Archivo General Militar de Segovia. Bernal y Dueñas: los hombres-pirámide de Tazarut Uzai Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez A Eduardo Arbizu y su hijo Miguel, por la lealtad entrecruzada 268 Bernal González, Elías Mancera de Abajo, Salamanca, 1882 - Tazarut Uzai, Rif, 1921 Teniente de artillería, al frente de la guarnición del último puesto del flanco izquierdo del ejército Silvestre en su despliegue ofensivo hacia Alhucemas. Trastornada la acción española en el Rif tras conocerse el suicidio, en Annual (22 de julio), de Silvestre y la llegada, a Drius, del general Navarro para hacerse cargo de las tropas dispersadas, rechazó (24 de julio) las insinuaciones que, por medios ilícitos —enviarle «recados telefónicos» desde Zoco el Telatza de Bu Bekker, jefatura de la zona, para que evacuara su posición—, haciendo lo contrario: aprestarse a su defensa. En la mañana del 25 de julio, al ver pasar, a lo lejos, las tropas en retirada que el teniente coronel García Esteban conducía hacia el Marruecos francés para internarse allí, lo cual suponía el desarme de esas fuerzas y atentaba contra el Código de Justicia Militar, de común acuerdo con su segundo, el alférez Dueñas, decidieron permanecer en sus puestos y plantar cara al enemigo. Esa noche, a la cabeza de los suyos, cayeron ambos. Solo hubo siete supervivientes: tres de los artilleros de Bernal; cuatro de los infantes de Dueñas. Los demás españoles murieron: dos sargentos, cincuenta y cuatro soldados, diecisiete artilleros y los tres telegrafistas. Los policías indígenas resistieron los primeros ataques, después desertaron. De aquellos treinta y cinco rifeños, la mitad o más se salvaron. Dueñas y Sánchez, Francisco de Madrid, 1899 - Tazarut Uzai, Rif Oriental, 1921 Jefe de las tropas de infantería que guarnecían Tazarut Uzai y su avanzadilla, posiciones situadas en el vértice sur del ejército Silvestre en su avance hacia las tierras circundantes de la bahía de Alhucemas. Cuando el jefe del destacamento, teniente Bernal, se negó a desmantelar la posición, abandonar su artillería —dos piezas Krupp— y sumarse a la retirada de las tropas acantonadas en Bu Bekker por acobardada decisión del teniente coronel García Esteban, el alférez Dueñas se mostró solidario con Bernal, arengaron a los suyos y al frente de ellos cayeron, ante una harca diez veces mayor en número, en la medianoche del 25 de julio. Defensa tan desigual les hizo acreedores a sendas Laureadas póstumas. A Dueñas le ascendieron a teniente, por antigüedad, el 27 de julio. Dos días después de haber muerto en epopéyico combate. La rutina administrativa, siempre en retraso, por una vez fue coincidente. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los padres de Elías fueron Martín Bernal Pérez y Jenara González García. El 18 de julio de 1882 nacía su vástago en Mancera de Abajo, localidad anclada en la inmensidad del páramo salmantino, propicio a heladas, soledades y tenacidades. Su altitud, 898 metros, señalaba lo primero; la deforestación radical del medio agrario aferraba lo segundo; la endeblez económica del vecindario imponía lo tercero: entregar su servidumbre generacional a los marqueses de Mancera, que se sucedían como señores del lugar desde mediados del siglo XVII, cuando el primero de la estirpe, Pedro Álvarez de Toledo y Leiva, teniente general de galeras, fue designado virrey del Perú. De aquellos oros y títulos subsistía imponente mole, un palacio renacentista de tres alturas, con elaborada cerrajería para sus balcones y ventanales, sostenida por esa cantería matemática que a sus muros define. El palacio de los Mancera labores de vigía ejercía sobre las altas tierras castellano-leonesas. De esa imagen de su adolescencia hizo Bernal adulta fortaleza del último resguardo frente al desaliento y el deshonor. Y enfrentado a la muerte por devoción a la bandera por él besada en Madrid, aquel 3 de abril de 1904, diecisiete años después ni se apartó del juramento dado ni tembló ante la intrusa. Tampoco se lo puso fácil a Ella y mucho menos a quienes la escoltaban. Francisco de Dueñas Sánchez nació, en Madrid, el 24 de abril de 1899. Sus padres eran Eduardo de Dueñas Sánchez y Lucrecia Sánchez Pinto, tal vez primos entre sí. Residían en el céntrico distrito de Buenavista, por el palacio sede del Ministerio de la Guerra (hoy Cuartel General del Ejército). Ocho meses más tarde, España aceptaba, por la Paz de París, la pérdida de sus mayores Ultramares: el caribeño y el filipino. El país padecía una quiebra de magnitudes catastróficas: 2.229 millones de pesetas. Que en su inmensa mayoría (1.796 millones) sepultados quedaron en Cuba (datos de Romanones). Tan incapacitante deuda para la Nación se sumaba a otra no menos cierta pero invaluable: la deuda moral contraída por la Regencia de Doña María Cristina —madre de un rey sin coronar de solo trece años— con el pueblo español; consecuencia del rotundo descrédito de las instituciones, verificable en los estamentos diplomático, político y militar, que compartían severas responsabilidades en la tragedia consumada. Nadie, vestido de etiqueta política, acudió a juicio. Los que fueron, de uniforme lo hicieron: almirantes Pascual Cervera y Patricio Montojo; generales Basilio Augustín y Fermín Jáudenes, penúltimo y último capitán general en Manila. Cervera, presionado por Ramón Blanco, capitán general en La Habana, se vio forzado a desafiar la lógica naval: combatir en mar abierto contra una flota triple en número y con acorazados, no cruceros mal blindados y peor armados como los suyos. Cervera se demoró en salir de la rada de Santiago aquella mañana del 3 de julio de 1898, pues debió hacerlo entre dos luces para sorprender a la escuadra de Schley, mostrándose bravo en la batalla: herido e inconsciente Víctor Concas, capitán del Infanta María Teresa y quedar el barco donde enarbolaba su insignia, incendiado y sin gobierno, tomó Cervera el mando y arriesgando la voladura de los pañoles de municiones, con solo el impulso de la nave y utilizándola como vela a favor del viento, logró encallarla en Punta Cabrera y salvar a los heridos que yacían en cubierta. Del topetazo, al agua fueron Cervera y muchos, salvándose él de perecer ahogado gracias a dos cabos de mar, Juan Llorca y Andrés Lequeiro. Cervera era un padre para sus tripulaciones, que le adoraban. Su injusta imputación y el recuerdo de los 348 muertos y desaparecidos —tragedia de la que previno a su incapaz ministro, el almirante Auñón— amargaron los últimos años de su vida. Montojo, en Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Orígenes e identidades; apuntes sobre un país exhausto ante inesperado «Ultramar» 269 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 270 Cavite (1 mayo 1898), ágil estuvo para desembarcar con la excusa de «trasbordar su pabellón a otro buque», cuando ninguno de importancia quedaba a flote y su puesto estaba en el crucero Reina Cristina, que lucía su insignia, donde minutos antes, su capitán, el coruñés Luis Cadarso, reventado en pedazos por un proyectil de 203 mm del poderoso Olympia de Dewey, nada dejó en el puente, excepto charcos de su sangre, unas pizcas de su cuerpo y todo su valor como ejemplo, luego sitio de sobra había. A Montojo, que ninguna herida tenía excepto la del susto que llevaba encima, le encausaron, detuvieron y al final le absolvieron. Augustín y Jáudenes fueron apercibidos, cuando debieron ser degradados en el patio de un cuartel y ante sus tropas repatriadas. Las capitulaciones, cuando son mascaradas como las de Manila (14 agosto 1898), propician la irrupción de auténticos héroes, caso del teniente Faustino Ovide González, quien el 13 de agosto, al frente de treinta voluntarios a los que ordenó «calar bayonetas», tomaron al asalto una trinchera de aterrados estadounidenses, mataron o hirieron a la mitad y al resto pusieron en fuga, adueñándose de esa parcela de una efímera Manila por ellos reconquistada. Y por tal gesta, al bueno de Ovide le dieron la «Gran Cruz de Carlos III»; como a un ministro cualquiera tras cesar en el cargo. Cuando en España, el hecho de cesar y ser condecorado es todo uno, así haya Regencia, rey o reina, República primeriza o la Tercera por llegar. Negar laureadas a quien en verdad se las merece y consentir cobardías e ineptitudes a quienes mandan ejércitos, columnas o escuadras, desató el cáncer del impunismo, que derivó en metástasis por lo consentido y sucedido en el Rif y al régimen de Alfonso XIII devoró. Tras los desastres en el Gurugú (25-27 de julio 1909) y los incendios en la Barcelona Trágica, el país osciló entre la revolución y el pronunciamiento militar. El sacrificio político de Maura, al ceder la gobernación a Moret (octubre de 1909 a febrero de 1910), facilitó la llegada del carismático y convincente Canalejas, con su reformismo enérgico a fuer de ser sensato, que devolvió a España el pulso perdido que Silvela no encontrase en 1902. Con Canalejas en el palacio de Atocha —sede del Ejecutivo—, se ganó difícil guerra rifeña —la planteada por Sidi Amezzián, caudillo del Rif, muerto en legendario acto de valor personal—, mientras se perdía la guerra interior de España, la que el país libra, en conmovedor empeño, a lo largo de su batallar contra sus enfermedades de tradición: el caciquismo y clientelismo, el corporativismo sectario, la corrupción municipal y diputacional, el cainismo parlamentario, la parálisis legislativa, la endogamia universitaria, el impunismo por decreto (arbitrariedades por ley) o esa Administración impávida y laberíntica, que un siglo después subsisten y no hay manera de acabar con ninguna. Porque forman un todo al haberse convertido en cultura nacional. Canalejas, sin ser Costa, pudo ser el mejor Costa posible. Su asesinato (Madrid, 12 noviembre 1912) dejó a España enmudecida a la vez que desalentada. Las sinrazones de Romanones para firmar con Francia à toute allure el convenio protectoral que subdividió al inerme Marruecos jerifiano en dos pseudo-reinos, tutelados por ambas potencias, acarrearon no pocas insensateces en el Garb y Yebala, junto con severos errores en el Rif, desaciertos que lucen los ex-libris de Romanones, Dato y Silvestre en una pésima primera edición (19131915), más los de Allendesalazar, Berenguer y el vizconde de Eza (Luis de Marichalar) en la segunda (1919-1921), de por sí fallida y desastrosa. Esos errores, al no asumirse, acabaron en gruesos borrones para España. Su permanencia en el texto (discurso político al uso), desacreditó al país. Faltas que se pagarían más tarde, pero con mucha sangre y penalidades. Aproada la nave protectoral rumbo hacia una conquista con matices, se invirtió en pactos monetarios con los jefes de cabila y en subcontratar a singular ejército: las tropas de Policía Indígena. Expertas en desplazarse de noche, atacar y contraatacar; fogueadas por Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif diez o veinte guerras tribales —según de belicosos fuesen sus jefes o familiares—, no tenían necesidad de instruirse en el tiro ni de otro acuartelamiento que no fuese el campo raso bajo un cielo pelado o una tienda preparada al instante, con su chilaba, llegadas esas nubes de tormenta que al Garb, el Rif o Yebala por sorpresa riegan y unas tres veces por centuria inundan. Resistentes a cualquiera de los extremos que definen la climatología normarroquí —repentinas heladas en primavera y calores sofocantes en inexistentes otoños— resolvían sus compromisos con fiereza y prontitud. Sin perdón para el contrario ni miedo a la propia muerte. Convencidos de sus aptitudes para la guerra, preferían el ataque a la defensa. Llegada la hora de resistir, aceptaban esa prueba si intuían posibilidades de salir con vida u obtener algo a cambio, fuese mayor soldada o permiso largo. Dado que operaban de mañana, tarde y madrugada, sin hacer ascos a las balas ni la metralla, ni dolerse de sus heridas, despreciaban a las tropas españolas de recluta, mantenidas a retaguardia. A sus mandos rifeños sabían cómo tratarles. Si eran españoles, les obedecían si se comportaban con valentía: estar farrucos. A la primera acometida mal guiada se negaban a seguir bajo ese mando y desertaban. Sabían que, si volvían con su armamento y municiones, nada les pasaría. Temían las multas: por vender cartuchos o no regresar del domicilio conyugal tras concluir su permiso. El flus (dinero) les tentaba porque les permitía comprar cosas esenciales para el hogar: aceite, azúcar, cerillas, sal, semillas, té, velas, utensilios de cocina, herramientas para la labranza o la construcción, animales de granja e incluso un pedazo de buena tierra, su favorita esposa. Problema crónico era el gigantismo en los escalafones del Ejército. En la España de 1920 había dos capitanes generales, veintiún tenientes generales, 39 generales de división —siendo solo dieciséis las «divisiones en el papel», pues ninguna completa estaba— y 112 generales de brigada. Al bloque anterior había que sumar 280 generales en Primera Reserva, esto es, movilizables en caso de guerra. Los coroneles y tenientes coroneles en activo eran 1.860, sin contar los del Cuerpo Eclesiástico ni los jefes de la Música Militar. Siendo ciento diez mil los soldados equipados, estaba claro que sobraba mando y faltaba tropa. De entrar España en guerra no habría tiempo para instruir reclutas, sí de llamar a los reservistas y, sobre todo a sus jefes, por aquello de la veteranía guardada en sus domicilios. Dado que en efectivos de tropa raquítica andaba España, los generales se verían obligados a mandar batallones; los coroneles compañías; los tenientes coroneles medias compañías; los comandantes secciones y los capitanes pelotones; con los tenientes y alféreces igualados a brigadas y sargentos. En lugar de incrementar el nivel de exigencia en los exámenes de acceso para los aspirantes a cadetes en las Academias militares, no se puso límite a tan entusiasta alistamiento. Y las promociones de oficiales se superpusieron unas a otras. El vientre de la guerra, que en Marruecos abierto estaba y medio lleno parecía, resultó ser tan deforme que dentro cupieron columnas de oficiales. Y como jóvenes e impulsivos que eran, muchos acabaron en difuntos héroes. Al ignorarles en sus gestas y modélicos comportamientos, se les mató dos veces; al Ejército se le hurtó su imprescindible ejemplo; a la Nación su admiración y sentimiento por su pérdida; a sus afligidos deudos el castigo de envejecer entre la indefensión y la amargura. Aprendizaje largo y mando idóneo (Bernal); buen cadete y mejor oficial (Dueñas) Eías Bernal entró en filas, como artillero de 2ª (soldado raso) en marzo de 1904, tras «un año y siete meses que permaneció de baja, sin incorporarse al servicio». Es de suponer que por 271 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 272 enfermedad o causa mayor (muerte del padre). En agosto de ese mismo año era designado cabo por elección. Nueve meses después le ascendían a sargento, prueba de que el artillero en ciernes entró bien preparado. Sin embargo, tuvo que esperar once años hasta que le ascendieron a segundo teniente (27 junio 1917) en la Escala de Reserva. Tiempo aquel que no fue en balde a nivel de aprendizaje: sucesivas maniobras en campo abierto y con fuego real. Aunque era un Ejército esquelético en soldados, al menos era un ejército entrenado en sus cuadros de suboficiales y oficiales. Transcurrieron tres años hasta recibir el ascenso —Decreto Oficial nº 193—, al rango de teniente de Artillería (22 agosto 1919). A finales de febrero de 1920 era destinado a la Comandancia de Artillería de Melilla, bajo el mando del coronel Francisco Masaller Albareda. Y a Melilla fueron Bernal y su esposa, Isabel Díez de Tardaguila, con la que había casado, en Madrid, el 9 de noviembre de 1911. A primeros de abril de 1921, el teniente Bernal recibió destino y mando sobre la guarnición destacada en Yemáa de Nador, posición perteneciente a la circunscripción de Dar Drius. Tres semanas de guardia allí, permiso breve en Melilla —la última vez que Elías e Isabel estuvieron juntos— y nuevo mando: en Tazarut Uzai. Al otro extremo del mundo. El último puesto del flanco izquierdo del ejército de Silvestre, a pocos kilómetros del Marruecos francés. Allí coincidió Bernal con Dueñas, quien llevaba dos años de operaciones en la zona de Melilla. Entendimiento rápido, distribución de cometidos y a cumplir cada uno como es debido. Francisco de Dueñas había ingresado, con 17 años, en la Academia de Infantería en Toledo. Puso aplicación y obtuvo resultados. Alférez por promoción en junio de 1919, tras corta estancia en el regimiento Valencia nº 23, acantonado en Santander, fue destinado a Melilla. Recorrió el Rif español de punta a punta, pero en franja centrada en la mitad sur del territorio: desde Sidi Bachir, en los montes de Ziata, a las estepas del Guerruao y los montes de Busfedauen, entre cuyos límites se extendía la estepa de Bu Bekker, donde acampaba el grueso del regimiento África nº 68, al que pertenecía. Dueñas había operado con los comandantes José Claudio Rodríguez y Juan Romero López, jefes de valía y valerosos —los dos morirán en la tragedia inminente— y aprendido mucho del teniente coronel Ricardo Fernández Tamarit, jefe de hecho del África 68, ya que a su coronel, Jiménez Arroyo, nadie le había visto por Bu Bekker desde el mes de abril. Nadie tampoco le echaba en falta. Dueñas estaba destinado en Loma Redonda, panzudo monte que justicia hacía al nombre. El capitán Pedro Moreno Muñoz, el jefe de Redonda, recibió órdenes de reforzar la guarnición de Tazarut Uzai, constituida por fuerzas de la Policía Indígena. Y hacia el extremo sur del frente marcharon Dueñas y sesenta efectivos de tropa. Ante ellos, un desierto cambiante: grisáceo y opaco en raros días nublados, amarillo luminoso en años despejados; un cordal de peñascos (macizo de Ben Hidur) cerrando por Levante; una galería de pirámides de diferentes tamaños abriendo huecos a Poniente y, cara al sol del mediodía, accidentado vacío: el Marruecos francés. Faltaba la artillería y esa la llevó consigo la dispuesta gente de Bernal. La dilatada experiencia en maniobras de Bernal y el solvente conocimiento de Dueñas sobre el sistema de posiciones —ciento treinta y cinco puestos—, con sus vicios y defectos, porque virtudes en semejante despliegue ninguna cabía, constituyeron eficaz reaseguro para que Tazarut Uzai fuera posición respetada e incluso temida antes de atacada. La diferencia de edad entre ellos, Bernal con 39 años recién cumplidos; Dueñas con solo 22 años, no supuso impedimento alguno. Ambos probaron ser leales entre sí y capacitados jefes para sus tropas. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif La noticia de la muerte del general Silvestre en Annual y el desastre habido en el Izzumar, se conocieron en Tazarut Uzai a primera hora de la tarde del 22 de julio. Horas después se supo que el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia de Melilla, había llegado a Drius, donde trataba de reorganizar el ejército disperso. En Bu Bekker, por enfermedad de Fernández Tamarit y la persistente ausencia de Jiménez Arroyo, ostentaba el mando el teniente coronel Saturio García Esteban, que nada ordenó que no estuviese implícito en el vértigo surgido: el Rif sublevado y España derrotada, a la vez que justamente castigada por esa nefasta política del amiguismo en la selección de mandos, que consintió el predominio de jefes incapaces o presos del pánico: coroneles Araujo, Jiménez Arroyo y Marina Villares; tenientes coroneles Pardo Agudín, García Esteban y Gómez López (segundo de Araujo en Quebdani), comandantes Almeida, Alzugaray y Villar. García Esteban no dio ni una sola orden de contraataque a sus expectantes tropas ni propuso a Navarro plan alguno para reunir ambos sus fuerzas o evitar él mismo verse copado en Bu Bekker. Se limitó a dejar que otros actuasen por él. Y estos fueron los enardecidos rifeños, no su huido coronel. Amanecido el 23 de abril, los reveses se superpusieron: la columna de Romero Orrego abandonaba un incendiado Cheif y su jefe muerto era en la salida; las tropas de Navarro dejaban atrás un llameante Drius y, según avanzaban hacia Arruit, sobrepasaban camiones y ambulancias, metálicas sepulturas abiertas de par en par, con sus ocupantes degollados. El regimiento Alcántara se inmolaba, carga tras carga, en las orillas del Gan, para evitar la aniquilación de la columna Navarro. Tres mil cuatrocientos supervivientes se repartieron entre Batel y Tistutin, donde se parapetaron. A excepción de Intermedia A, todas las posiciones a la orilla izquierda del Kert, arrasadas. En la costa, Afrau y Sidi Dris sin esperanza resistían. Más allá de la orilla derecha del Kert no había mandos, ni tropas, ni posiciones guarnecidas. Solo cadáveres e impedimenta abandonada hasta donde llegaba la vista. Con descarada facilidad, las harcas tomaron las cumbres del Gurugú. Monte Arruit, Nador y Zeluán se vieron cercadas, sin evacuación factible ni ayuda viable desde Melilla. La capital del Rif hispano ni en su propia defensa creía. En Madrid se temía su caída. La catástrofe aún podía ser mayor. En Bu Bekker, amanecido el 24 de julio, García Esteban se enfrenta a sus penitentes limitaciones: no sabe qué hacer ni a quién acudir. Ha perdido otra noche sin tomar decisión alguna; las opciones que tuvo el día 22 para reunirse con Navarro carecían ya de sentido; se veía rodeado por el enemigo y sin posibilidad de recibir refuerzos. No tenía más noticias de Jiménez Arroyo, al que suponía desaparecido, pues el 23 de julio, enterado de que había llegado a Batel, le llamó para pedirle fuerzas de socorro, planteamiento al cual Jiménez Arroyo replicó con un desdeñoso «resista hasta que le envíe auxilios». Lo ambiguo de tal respuesta y el implícito carácter despreciativo de la misma hundieron el ánimo de García Esteban. Al clarear el 24 de julio, la evidencia de su aislamiento; los acosos que sufría su anillo de posiciones —Arreyen Lao, Haf, Loma Redonda, Reyen Guerruao, Siach 1 y 2, Sidi Alí, Sidi Yagub, Tamasusint—, más la certeza de que nadie le socorrería, dinamitaron lo poco que de coraje y lucidez subsistía en su mente. A sus 56 años, García Esteban solo pensó en escapar y proteger su buen nombre. En cuanto a tropa, hombres tenía: cerca de ochocientos en Bu Bekker, quinientos distribuidos a lo ancho y largo de su circunscripción, más los que estaban en Annual y allí les atrapó el desastre. Unos mil doscientos formarían en columna para exiliarse en Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez A Uzai llegan el recado del miedo y una orden de retirada. Y se les responde igual: «No» 273 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 274 el suelo protectoral de Francia. García Esteban sabía que, al pedir el amparo francés, sus tropas serían desarmadas y arriesgaban internamiento por tiempo indefinido. Convencido García Esteban de que su única opción para sobrevivir él y aquellos oficiales con los que intimaba, residía en abandonar toda la artillería —diez piezas Krupp— y refugiarse en la Zona francesa, once horas antes de dar comienzo el Consejo de Guerra para el que «a las diez de la noche» convocaría a su oficialidad, bien por un oficial de su confianza o por iniciativa de otro, conocedor de sus planes de fuga, se aconsejó por teléfono al jefe de Tazarut Uzai que abandonara su puesto y, con su tropa, se uniera a la columna que se formaba en Bu Bekker. Pruebas de este acto, rotundamente punible, se descubrieron, el 7 de julio de 1922, tras solicitar Isabel Díez de Tardaguila, esposa del desaparecido Bernal, que se abriera un juicio contradictorio «por si (su marido) tuviese derecho» a la Laureada de San Fernando. Isabel Díez se apoyaba en los testimonios de tres supervivientes de la guarnición de Tazarut Uzai: Alejandro Benito Juan, Cesáreo Macías y «Francisco» Viñas; error en el nombre de este último, subsanado tras recibirse respuesta al exhorto de citación: el artillero en cuestión se llamaba Miguel Viñas Santiago. Esta aclaración de nada sirvió, pues Viñas, ya licenciado y residente en Ribadesella (Asturias), no llegó a declarar, al igual que tampoco lo hizo Macías. Solo declaró Alejandro Benito, a quien se limitaron a preguntarle su identidad y el nombre de sus compañeros de odisea. Eso fue todo. Sus testimonios sobre la hazaña de Bernal y Dueñas preocupaban a los defensores de García Esteban, encausado por el general Picasso. Y se les sepultó al ignorarles. Sus ejemplos y gesta murieron con sus soldados, cautivos estos de sucesivas dilaciones, negativas y renuncias cuidadosamente meditadas. En su primera declaración, Isabel Díez expuso, con valentía, el siguiente argumento: «El día 24 de julio de mil novecientos veintiuno, a las nueve de la mañana, llegó el soldado telegrafista y le comunicó (a mi marido) que había recibido un telefonema en el que le ordenaban evacuar la posición. Ante tan inesperada orden, preguntó de dónde se lo habían comunicado y que le entregara el telefonema escrito, como está mandado (sic), a lo cual (el telegrafista) se excusó diciendo que era como un recado (la cursiva es mía) que le habían dado. Y a pesar de preguntar de dónde procedía esa orden, no se lo decían (por “dijeron”) al notarse (sic) interrupción en la línea (¡!)». El miedo al delito por sus consecuencias penales era la fuerza que interrumpía líneas telefónicas y velaba identidades personales. Horas más tarde, «en vista de los disparos que se oían en dirección a Afsó y no haber llegado el convoy (de suministros desde) hacía dos días, dispuso al personal (sic) en el parapeto para la defensa». Esta parte de la declaración de Isabel Díez avisa del desastre logístico en el territorio, consecuencia de la desidia de Jiménez Arroyo y el atribulado modo de ser que a García Esteban caracterizase: lo dejo todo y me voy. En Tazarut Uzai, sus números de supervivencia eran estos: comida para dos días a condición de racionarla. De agua, otros dos días como máximo; siempre que se distribuyeran no más de tres cacillos por persona y día. García Esteban volvió a la carga contra el resistirse de Bernal. El testimonio del capitán Moreno, jefe de Loma Redonda y del propio Bernal, en su declaración ante Picasso y sus auditores, el 10 de octubre de 1921, lo recordó como sigue: «A la posición de Tazarut Uzai se le ordenó, el día 24 por la tarde, abandonar la posición (en lugar de “la artillería”) e internarse en zona francesa, pero considerándola equivocada, no la cumplimentaron» (folio 1.274 Expte. Picasso). Aquel recado del miedo y esa orden del pánico recibieron idéntica respuesta: «No». Quédense con sus miedos; no cuenten con nosotros para ser cobardes. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif En Bu Bekker se sucedían los despropósitos, uno de estos indicativo de la flojeza viril y culebrera actitud de García Esteban. Sitiado el puesto de Haf, de imperiosa conservación si se quería mantener abierta la pista de Bu Bekker a Drius, la distancia a recorrer (14 km) García Esteban la estima imposible. Cuando hacia allí debe acudir él con toda su columna para reunirse con Navarro. Y en previsión de tal movimiento táctico ordenado a Bernal y Dueñas que marchasen hacia el norte, dirección de combate y coherencia táctica, no hacia el sur, dirección de huida y vergüenza. En Haf se resiste y con puntería. Rechazado un primer asalto de la harca, a la que se causan «50 bajas en las alambradas» —el telegrafista del capitán Moreno Muñoz lo entendió al revés («tener 50 bajas»), pero Picasso se dio cuenta del error y como tal, corregido, figura en su modélica Instrucción— las peticiones de auxilio de su capitán (Rodríguez Chacel) solo reciben respuestas evasivas de García Esteban, proceder el suyo que enerva a varios oficiales. Inquieto por las expresiones que ve y los comentarios que oye o deduce, García Esteban convoca informal consejo de guerra. Acuden los oficiales disponibles, pero el teniente coronel se hace esperar. Y de improviso se presenta con un acta, escrita en un aparte, en la que se hacía constar que «siendo imposible socorrer al puesto de Haf, se autorizaba a su guarnición para que se replegase sobre Zoco el Telatza de Bu Bekker». El teniente coronel pretende que sus oficiales firmen un documento por el cual él mismo se autoexime de toda responsabilidad penal. Su cobardía, deprime; su cinismo, exaspera. A García Esteban le tienen sin cuidado las cuatro piezas Krupp que en Haf había; los artilleros que las servían y el teniente (Corominas Gispert) que les mandaba; los soldados que de ellas dependían y el otro teniente que allí había (García Ovies) y sobre todo el jefe de la posición, por la brillante defensa que hacía. Hombres y armas, dignidades y vidas. Todo prescindible. Superado el estupor y contenida la ira, unos se niegan a firmar y otros firman. Dado que ese documento «se perdió» en la caótica retirada que sobrevendría, desconocemos los nombres de los firmantes, mientras no hay dudas de quienes protestaron con vehemencia: tenientes Francisco Arenas Gaspar y Arturo Mandly Ramírez, alférez Luis Muñoz Bertet. Ellos fueron los que propusieron que «como habían de matar a los defensores de Haf al retirarse, preferían sacrificarse con sus tropas y proteger la evacuación». García Esteban, tolerante, se inclina ante esa triada de valentías y las tropas forman para salir bajo un sol de plomo. Para desesperación de muchos, nadie saldrá de Bu Bekker con el fin de socorrer a los sitiados en Haf. El tiempo pasa sin resolverse nada. Y esto conviene a los intereses de García Esteban. Es lícito imaginarle allí, en su cuartucho de circunstancias, aparentando revisar la documentación que debía conservarse y la que podía destruirse, cuando su ignominioso proceder es lo único que merecía ser pasado por el fuego del oprobio, pero después de ser conducido ante una corte marcial. García Esteban, que manda sobre oficiales que de los tercios de Flandes pronto demostrarán que descendientes genuinos eran, no pasa de ser un jefe que gusta de desfiles, con su espadín para incordiar, falto él de armadura moral para defenderse de su mucho miedo. El tiempo disponible expira y «a las dos de la tarde» se sabe que Haf es posición muerta y su guarnición también: una parte en la desesperada salida; otra en la búsqueda de amparo en las posiciones cercanas —Tamasusint, Tixera, Arreyen Lao—, cementerios y trampas en sí mismas. Inútil acudir adonde solo quedan cadáveres humanos o de acero, esos cuatro cañones Krupp de 90 mm, de mayor calibre que los emplazados en la pirámide de Uzai. García Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Fintas de un jefe con espadín, sin armadura moral para defenderse de su mucho miedo 275 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Preguntas en el alcázar de la pirámide antes de cruzar la puerta hacia lo intangible Tazarut Uzai tiene forma de navío de línea al que le hubiesen tronchado sus mástiles con una salva de artillería bien ajustada, destrozos que las fuerzas de la geología y climatología, combinadas a lo largo de milenios, se encargaron de reordenar: cubiertas despejadas, amuras recompuestas, amago de recio alcázar en una punta y, en la otra, airoso bergantín-goleta, la avanzadilla. La posición artillaba dos piezas Krupp de acero de 80 mm. Podía montar una batería completa y sobraba sitio. Los Krupp tenían un alcance eficaz de cinco mil metros. Desde Tazarut Uzai eran capaces de dar un susto de muerte a los harqueños agazapados en el llano o reventar un nido de pacos camuflado en los picachos de Ben Hidur más próximos a la pirámide; incluso interrumpir todo tránsito por la senda que, bordeando esos murallones, conducía hasta Hassi Uenzga, primera posición del Rif de Lyautey. El 25 de julio, cercano el alba, una columna de tropas avanza por la estepa. Orden hay de no hacer ruido. Dirección de marcha: hacia el sur. En el flanco derecho, un oficial se detiene y mira hacia Poniente. La tropa le esquiva. Él sigue mirando hacia un punto fijo. La pirámide de Uzai. La intuía y vio porque la conocía. Ahí están ese chico salmantino y ese otro madrileño. Bernal y Dueñas. Alguien debería avisarles. Ese alguien es García Esteban. El capitán Moreno no puede decidir que salga una patrulla, pero ni olvidará el momento ni las responsabilidades de quien nada hizo: «Antes de amanecer, la columna del Zoco pasaba en retirada por delante de Tazarut, que dejaron a cinco kilómetros sobre su derecha en la dirección de marcha, “sin que se cuidase (el jefe de la columna) de comunicarles órdenes”». Pedro Moreno Muñoz se promete a sí mismo declarar sobre lo que ha vivido. Un laureado general encontrará tiempo para escucharle. Al retirarse la madrugada del 25 de julio, la mañana que se esperaba no aparecía por ninguna parte: ni cercanías, ni lejanías, ni proximidades identificables ni panorámicas creíbles. Densa niebla gobernaba. La niebla se tornó neblina y empezó a levantar. Primero como recatada por lo que enseñaba y lo mucho que se guardaba; luego atrevida hasta desnudarse por completo y dejar a la vista la tierra entera antes poseída. Y así aparecieron formas que parecían grupos de familias camino de zocos en valles recónditos y acabaron siendo columnas de soldados. El sol introdujo imprudentes destellos en bayonetas y fusiles, brillos que a kilómetros se veían. Del sonido nada llegaba, era preciso imaginarlo. Las tropas de García Esteban, descoyuntadas por la fatiga y hambrientas, se limitaban a arrastrar sus pies. Marchaban en «columna de viaje», confiadas en que los silbidos de la guerra no reventasen sus recuerdos de ni- 16 276 Esteban tiene hombres y ametralladoras. De los primeros, 29 oficiales y 722 clases y soldados. De las segundas, cuatro máquinas Hotchkiss, más un cañón Krupp útil de los cuatro de su batería. Incluso dispone de Caballería: los 26 jinetes de una sección del regimiento Alcántara, a su cabeza el sargento Enrique Benavent Duart. Es fuerza suficiente para lanzar un contraataque de rescate y resurrección, pero lo que García Esteban no tiene son arrestos, ni respetos a la bandera, ni al uniforme que lleva. Los sitiados en Haf muertos en su sitio quedaron: capitán Ernesto Rodríguez Chacel, 29 años; tenientes Manuel Corominas Gispert, de 27; Manuel García Ovies, con solo 21 años. Jiménez Arroyo, con su impasibilidad de verdugo, en capilla los tenía desde el 23 de julio. García Esteban, con su pavor recurrente, les ajustició en la tarde del 24 al añadir su visto bueno a la criminal actitud de su fugado coronel. Esas muertes no han prescrito y contra tales jefes aún hoy declaran. Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif ñez, esos cariños de madre que lo valen todo y tan en falta se echan llegada la hora de morir malherido y solo. Lo que restaba del regimiento África hacia el África francesa se dirigía. Bajo la luz renacida tras la imprevista derrota de la niebla, iluminada por el sol de Levante, convencida de su fuerza y situación, Tazarut Uzai resurge. La pirámide truncada parecía el buque insignia de una escuadra triunfante tras batirse interminable noche contra la flota enemiga. Amuras de Uzai: repletas de siluetas y comentarios. En el alcázar, los mandos de la pirámide. Con sus convicciones y vacilaciones. Sus hombres les observan. La columna sigue su camino. Los dos oficiales no se han movido, su gente tampoco. La columna insiste en su cansino discurrir. Los oficiales miran y meditan. Sus hombres se preguntan qué pensarán. Bernal y Dueñas llevan en sus rostros las huellas de esa batalla nocturna de preguntas por separado que, llegada la hora de decidirse, las comparten tanto como les duelen. Haremos bien en quedarnos aquí, mientras esas tropas van hacia puerto seguro; tenemos derecho a exigir a nuestros soldados que mueran con nosotros por defender la bandera y honrarla a sabiendas de que otros, delante de nosotros mismos, la deshonran. O es nuestra palabra la que esta tropa defiende al seguir a nuestro lado porque nos aprecian y respetan, no por mera disciplina. Donde está la línea a nunca sobrepasar; donde el borde a no asomarse jamás; donde el pasadizo a recorrer entre el sacrificio asumido y la resistencia consecuente; donde se contiene un jefe en sus imperativos de mando y hasta donde deben seguirle sus soldados; donde encontrar señales en un mar desnudo de referencias; donde coger impulso para saltar al opuesto lado al ver que el mundo entero se hunde; donde ese lugar en el que se deja atrás toda precaución para sobrepasar no ya el miedo, sino el tiempo; donde empieza la sinrazón insoportable y triunfa la razón deseable, que nos exige la vida como prueba antes de cruzar la puerta de lo intangible, inicio del camino que nos lleve, en un deslizarse que no cesa, hacia ese infinito ámbito donde se puede ser abuelo antes que niño e hijo antes que padre. Tal vez sea aquí, en este Rif de la ira, el dolor y la sangre, donde haya que dar un paso al frente. Un paso con nítida memoria de lo vivido y sentido; un paso sin pesadumbre por lo no alcanzado y ni siquiera acariciado; un paso en el aire que no en el vacío, dejándose caer sobre traslúcidas nubes; un paso conteniendo la respiración, pues es posible morir y respirar muriendo; un paso de respeto y humilde perdón hacia cuantos padezcan nuestra pérdida; un paso para honrar a un ejército que puede ignorarnos e incluso aborrecernos porque denunciamos a quienes renunciaron a ser militares y, en su cobardía, muerte dieron a sus propias tropas; un paso para besar a la mujer amada sin que tanta distancia cuente ahora y lo mismo para los hijos habidos o soñados; un paso para reafimarse en el convencimiento de lo que se hace y por qué se hace; un paso fraterno hacia cuantos quisieron saltar y no les fue permitido, pues antes los degollaron o decapitaron; un paso en consideración a la propia conciencia torturada por lo mucho que tributarán nuestras familias, inermes ante la orfandad o viudedad impuestas por nuestra voluntad. Es este el precio de ser militar, de ser un hombre, de ser un patriota, de creer en unos principios, de ser fiel a uno mismo. Si en verdad es así, se aceptará el pago en primera persona, no en nombre de nadie y menos de la familia, indefensa ante estos sacrificios, que no comprende ni comprenderá. Y se pedirá a la patria por llegar, porque la existente vaciada ha sido para que nada procree ni sienta vida alguna en su seno, que esa patria oculta bajo horizonte tan indigno respete esta prueba de fe y la reconozca en nuestros deudos, en la justicia que esperan recibir de lo que nosotros aquí demostremos. Porque si no lo hiciera, nunca más habría una patria llamada España. Y entonces que se queden con la patria estéril los que la esterilizaron en su provecho y sus hijos si los tienen. 277 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Ejército de desaparecidos que van a más y juicio de un instructor sobre penosa retirada 278 La última columna española en el Rif busca refugio en país neutral para no combatir. Han pasado seis compañías, entre ellas una que podría ser la de ametralladoras. Siguen la séptima, octava y novena. Compañías o parecidas. Sin artillería, ni Caballería que escolte sus flancos. Y el caso es que, entre tanta gente a pie, jinetes se ven. Ágiles y perseverantes, bordean las filas de la desordenada infantería. Muralla móvil, flameante como una bandera; que anima y protege. Pudiera ser la tropa del sargento Benavent Duart. Al ser del Alcántara, su sección vale por un escuadrón. La columna sigue adelante envuelta en su desasosiego, cansancio, sudor y polvo. No se da cuenta que las laderas de los montes empiezan a moverse. No son desprendimientos, sino regueros de hombres armados, que confluyen en el llano. Aparecen grupos a caballo. Los metalzis, maestros en cargar con forma de media luna y a nadie perdonar. El cerco encaja como pestillo en cerrojo. Descargas, gritos, ayes de muerte; órdenes inaudibles y obediencias cumplidas por cuantos deciden morir en pie. La columna, desesperada, busca dónde guarecerse y cómo defenderse. Para lo primero no hay lugar factible, para lo segundo ya es tarde. Sombra inmensa vela el sol. Las harcas adquieren forma de águila, que despliega sus alas para contener la velocidad de su descenso mientras adelanta sus garras. La columna muerta se ve y alza sus brazos en gesto intuitivo de defensa. El águila del Rif pliega sus alas con seco chasquido y golpea a su víctima que, ovillada, rueda por el suelo. El pico curvo cae cien, doscientas, trescientas, seiscientas, hasta setecientas veces sobre otros tantos cuerpos, matándolos. Las garras los trocean, pero en la boca del águila ninguno acaba. Quedan para las alimañas, con forma humana o sin ella. Primeras horas de la tarde del 25 de julio. Exigencias y límites han quedado atrás. Es momento para correr hasta reventar o gritar basta. Y decirse unos a otros: sí, muramos aquí. Los tenientes Francisco Arenas Gaspar y Arturo Mandly Ramírez caen, en desesperado forcejeo con el enemigo, junto a sus soldados. Francisco Arenas falleció, con 25 años, sin saber que su hermano Félix, de 29, había muerto defendiendo la cuesta de Arruit. Arturo Mandly fue propuesto para póstuma Laureada, que no le fue reconocida, siéndole concedida por cuantos le vieron pelear hasta el final. Tenía 40 años. Otros luchan y mueren entre las estribaciones del monte Bubris y las avanzadillas de Hassi Uenzga, posición francesa. Es un grupo de oficiales y los hay de excepción: capitanes Francisco Asensi Rodríguez y Manuel Anise de Lucas, teniente Fernando Núñez Chavarría, alférez Nicolás Alderete Heredia. Asensi tiene 25 años y una brillante carrera por delante, que en ese muro francés, del que ninguna mano salió para prestarles ayuda, momificada quedó. Manuel Anise, 23 años; Fernando Núñez, 24, Nicolás Alderete, 22 años. Hitos de una oficialidad sacrificada bajo el doble hachazo de lo negligente y lo miedoso. El teniente Ramón Mille Villelga, que llevaba consigo «las actas del Consejo de Guerra» donde se votase a favor de la retirada, pérdida que García Esteban capitalizará para su autoencubrimiento, a su vez desaparece. Tenía 29 años. De ese ejército de desaparecidos, que es definición vigente no solo pertinente, pues por su tercera parte iba en esos días de julio y aún le quedaban dos partes más a soportar hasta el 9 de agosto; dado que hablamos de soldados españoles y no solo de oficiales, pero de los primeros siendo tantos —de nueve a diez mil— sabemos los nombres pero no de todos, citemos a los segundos, que en los anuarios militares siguen: capitán Apolo Lagarde Leyva; 44 años; tenientes Aurelio Arenas Molina, de 38, Francisco Fernández Getino-Suárez, 28 años, Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif José Herrera Balaguer con la misma edad, Juan Mestre Martorell, 21 años, Jesús Benito Martínez y Basilio Salama Miguel, 29 el primero y 28 el segundo, pues amigos fueron y juntos a caballo cargaron hasta perecer. Sumamos a Enrique Benavent Duart, sargento del Alcántara, quien a sus 30 años se portó como si fuese jefe de escuadrón. Y gran capitán fue. Víctimas todos de esa calculada retirada, que García Esteban llevaba metida en su cabeza desde el 23 de julio, cuando Jiménez Arroyo, indiferente a la suerte que corriera su regimiento, volvió a sus asuntos: salvar a su hijo, salvarse juntos y salvar su buen nombre. Haciendo trampas ganó las dos primeras partidas, la tercera ni con todas las trampas del mundo pudo ganarla. El teniente coronel García Esteban, desde Hassi Uenzga, cursó inexacto parte de campaña, que resultó ser parte de defunción colectiva para su regimiento al estimar que «pudieron llegar (aquí) unos cuatrocientos supervivientes de la columna de nueve compañías, habiendo desaparecido el resto, que esperaba fuese incorporándose (la cursiva es mía)». Se supone que en forma de desapariciones, pues muertos yacían en sus casi dos terceras partes. Si aún hoy nos duele cinismo y descaro de tal porte, poco cuesta imaginar lo que sintieron Picasso y Berenguer. Picasso se mostró comedido al definir aquella marcha como «desastrosa retirada». Picasso fue más preciso y en definitiva más duro, cuando escribió: «Es de notar la flojedad, desmoralización y desaliento que acusa esta retirada en el recorrido de una corta jornada, arrollada y acosada por el enemigo que la persigue (...) pero inhábil o impotente el Mando (con mayúscula en el original) para tomar contra él (en vez de “el adversario”) las aconsejadas disposiciones del caso; sufriendo el extravío y dispersión de buena parte de su gente y graves pérdidas, cifradas, en conjunto, en la mitad o más del efectivo de la columna, con abandono de las bajas como del material y armamento, acogiéndose al territorio fronterizo los maltrechos y desordenados restos de estas fuerzas, ajenos a todo resorte de mando (la cursiva es mía)». Le faltó a Picasso precisar que los resortes de mando eran dos y rotos ambos: el de Jiménez Arroyo, deshecho desde abril de 1921; el de García Esteban, quebrado desde la noche del 22 de julio cuando perdió, adrede, la única posibilidad que tenía de llegar a Drius con sus tropas —incluida la guarnición de Tazarut Uzai— y unirse a las de Navarro. El alférez Luis Muñoz Bertet, de 22 años, sobrevivió. Le quedó la inmensa pena de ser testigo o saber de la muerte de sus compañeros y la frustración de que el jefe de tan sangrienta retirada se considerase con méritos para solicitar, el 20 abril de 1931, su ascenso a «general de brigada honorario»; seis días después de proclamada la Segunda República. «Don Saturio» debió pensar: ahora o nunca. Y acertó. Muy desacertado estuvo Manuel Azaña Díez, flamante ministro de la Guerra, quien firmó el Decreto de concesión de rango no ya inmerecido, sino insultante para tanto muerto y tanto deudo. Azaña probó no tener ni idea de lo ocurrido en Bu Bekker. Debió hojear el Expediente Picasso —la edición de Morayta en 1922— y se consideró cumplido al conocer lo esencial de la tragedia; cuando la Instrucción del laureado general está a rebosar de esencialidades, de las que aquí se exponen algunas de las más tremendas. No se puede ser ministro de nada sin antes saber una parte, al menos, de lo que concierne a la cartera ministerial que se luce, ni lo que contiene dentro, así sean mentiras o verdades como puños. Muñoz Bertet, entonces teniente de la Guardia Civil, algo así pudo pensar. Morir solo en parte, residir en la eternidad: medianoche del 25 de julio en Tazarut Uzai Lo que sigue es la reconstrucción de las últimas horas del teniente Bernal y el alférez Dueñas junto con los suyos, en base al testimonio de los artilleros supervivientes —Benito, Macías y 279 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 280 Viñas—, que narraron estos hechos a Isabel Díez de Tardaguila y esta resumiera en su solicitud (7 julio 1922) al comandante general de Melilla, para que instruyera procedimiento en favor de su esposo, el teniente Bernal, por si méritos tuviera para concederle la Laureada. «A las cinco de la tarde empezaron a hostigar la posición». Los cañones de la pirámide se manifestaron en toda su violencia y su efecto quedó a la vista: cuerpos inmóviles o arrastrándose en demanda de auxilio. Una parte de la harca fue a socorrerles, las otras se atrincheraron y abrieron fuego contra los parapetos de la pirámide. Graduadas al efecto las alzas de los Krupp, sus granadas silbaron hacia ese perfil atrincherado de forma somera, arrasándolo. El cruce de fuegos desigual resultaba, con ventaja para la técnica artillera de Bernal. Los pacos poco podían hacer y a los tiradores de Dueñas les era fácil localizarles desde su atalaya. El primer choque acabó en victoria de la pirámide. La moral de la guarnición se fue arriba en forma de vítores, manteniéndose calladas las fuerzas de Policía Indígena. No podían celebrar la muerte de su gente. Y no por considerarse ellos guerreros a sueldo de otro, sino porque el Rif en armas se presentaría en Uzai y les exigiera cuentas de familia. Hubo más intentos, sin llegar al asalto frontal. La harca pretendía desgastar la resistencia española sin derramar ella su sangre con el fin de agotar la reserva de granadas rompedoras y de metralla de los Krupp. Bernal y Dueñas recordaban a sus hombres que «aprovechasen todo lo que se pudiese las municiones» (declaración de Isabel Díez). Al declinar la tarde, la pausa se afirmó. Mientras se repartía el segundo rancho y la ansiada ración de agua, Bernal y Dueñas revisaron la posición y la lista de bajas: muertos la mayoría, heridos pocos. Los metalzis y benibuyahidíes no habían perdido puntería. Los fallecidos fueron sepultados en un ángulo de la posición. Tierra que no se deja perforar y oficio de difuntos que no se puede terminar por la emoción. El teniente y el alférez dibujan un croquis del emplazamiento de esos cuerpos. Están obligados a precisar donde yacen para, otro día, ofrecerles digna sepultura. Aún piensan sobrevivir. El día fallece. Falta vencer a la joven noche que medio cuerpo asoma. En la tarde que se extingue, cabe imaginar a Bernal y Dueñas, con algo de comida en una mano y la otra abierta para estrechar despedidas con los suyos o abrazarles. Inspección pausada, afirmada en la veteranía de quien ha sobrevivido a defensas y contraataques siendo el más joven, Dueñas. Sus consejos fueron órdenes: fuera las cartucheras para que podáis disparar tumbados; los cajones de municiones para los Máuser, abiertos; meteos en los bolsillos nueve o diez cargadores, no más porque no podréis moveros y lo que cuenta no son los cartuchos que se tienen, sino acertar cada disparo; fuera el tahalí de la bayoneta y el machete a la espalda, sujeto por el cinturón; las granadas de mano en manos de quienes sepan su manejo y no tengan reparo en usarlas; las demás, semienterradlas y señaladlas con piedras; los mejores tiradores repartíos los fusiles de los muertos por si los vuestros fallaran; pintad con cal, si es que nos queda y en trazo horizontal a media altura el parapeto por dentro, como referencia de tiro sobre esa línea de primera defensa; tened en cuenta que van a entrar, así que hay que pararles antes de que lleguen a los cañones; nos defenderemos de forma escalonada, por hileras de fusileros, una ahí, otra más arriba y la última allí, para cubrir la batería y a nuestros artilleros. Olvidaos del miedo, estaré con vosotros y aquí me quedaré. Al hacerse noche cerrada se hizo evidente que la defensa de Tazarut Uzai afrontaba su último desafío. Alrededor de la pirámide truncada la tierra hervía: de rumores y ruidos, de masas y sombras, de intenciones y desquites. Todo harqueño no harto de matar anhelaba poseer a la invicta. La guarnición de la pirámide nada y todo presentía. No cabían pactos con tantos muertos de por medio. Vencer era imposible, rendirse es morir solo de pensarlo, luchar entonces. Para huir dónde, para seguir así hasta cuándo, si esta guerra durará años. Solo nos Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif queda pelear mientras se pueda escoger la forma de morir. Bernal y Dueñas animan a sus hombres. Se vuelcan con los dubitativos policías, que forman corro y les escuchan. La oscuridad les permite ser sinceros. No creen en salvación alguna bajo la bandera española. Unos y otros se enfrentan a decisiones extremas: los policías, disparar contra oficiales que merecen su respeto. Bernal y Dueñas, ordenarles que entreguen sus armas para que no maten por la espalda a sus soldados. La pirámide de Uzai se asoma al abismo. Y quienes la defienden sienten la succión de esa profundidad palpitante, que les llega desde el fondo del universo, olas sin agua ni pausa que les entran por la boca y les arrebatan el aire de la vida. Hubo un primer asalto nocturno, que fue rechazado. Arrancados o tronchados los estacones de las derrumbadas alambradas, se luchó a un lado y otro del parapeto. Combate a bombazos, fusilazos y pistoletazos, salpicados de soeces insultos e hirientes desplantes. La guarnición resistió, pero sus filas clarearon; la harca se mostró igual de brava y tributó con dureza, sin que tales quebrantos, ínfimos para su bloque de guerreros (seiscientos o más), la hicieran flaquear. «A las doce aproximadamente de la noche y después de hacer retroceder al enemigo, dándose cuenta que (los policías) intentaban abandonar la posición, en un momento de heroísmo y con pistola en mano, pudo restablecer el orden a su autoridad (sic) y alentarles para defender (la posición) hasta perder la vida» (declaración de Isabel Díez). El valor extremo produce tanto miedo como el pánico al convertirse en furor. Bernal y Dueñas, arropados por su gente, debieron optar por la única salida: que el contingente desafecto marchase en paz. Sin transición, el asalto definitivo. En su acometida, la harca se come media pirámide, pero quedan sus defensores, pirámides en sí. Se pelea cuerpo a cuerpo, a tientas y por instinto. A bulto se da muerte al contrario mientras se encajan sus heridas en una esfera de fogonazos, gritos y machetazos que no cesa de girar. Atacantes y defensores abrazados caen. Dueñas y Bernal uno mismo son. Sus leales menguan a cada gumiazo o tiro a bocajarro que se los lleva. A los oficiales se les percibe dispuestos a morir. Artilleros y soldados supervivientes se apartan de ellos. Tanto retar a la muerte, tanto repudiar a la vida, sobrecogen. Dueñas con su pistola en una mano y tal vez el machete en la otra; Bernal «con las tres granadas que le quedaban y una dotación (un peine de cinco balas) para su fusil», se lanzan a la hoguera de las ansias y furias entrecruzadas. Matan y son muertos, sin ellos así admitirlo. Tres de los artilleros les ven tambalearse. Cómo es posible aguantar tanto. Reacios a verles caer para acabar rematados en el suelo, Alejandro Benito, Cesáreo Macías y Miguel Viñas retroceden; pasan bajo los Krupp, cuyos tubos sienten calientes; se topan con unas figuras apiñadas y cuando unos y otros van a clavarse bayonetas y navajas, se reconocen: soldados de Dueñas, artilleros de Bernal. Dudan qué hacer. Todo alrededor les parece adverso: campo lleno de enemigos; alaridos de los heridos en degüello; el ulular de los vencedores. Y todo deriva en consecuencias aliadas: ladera tentadora y olvidada por la harca, deslizamiento por una hendidura, escapada que a nadie alerta y arribada sobre tierra despejada: a la izquierda, las siniestras murallas de Ben Hidur, a lo lejos, tenue perfil recortado sobre ejércitos de pacíficas estrellas. Allí está Hassi Uenzga. Francia y la vida. Benito, Macías y Viñas junto con sus cuatro camaradas sin nombre, cruzaron los campos del desastre y revivieron; «llegando a Melilla a mediados de agosto» (declaración de Alejandro Benito, 17 agosto 1922). Elías Bernal y Francisco de Dueñas cayeron en un magma de iras y rabias, no de odios ni venganzas. Murieron solo en parte, pues su morir les llevó a residir en la eternidad. La de los ejércitos y los pueblos, que ejércitos son al fin y al cabo, por cuanto les compete resistir al mal gobierno y a la deserción moral de tantos. Y para eso hay que ser militar e incluso héroes. Que- 281 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 282 dan ambos como lo que fueron: los hombres-pirámide de Tazarut Uzai. Sus cuerpos no serán identificados en aquel mar de muertos que García Esteban y Jiménez Arroyo dejaron tras de sí. Esa no identificación fehaciente nos permite identificarnos con todos los caídos en Kelaia, Oriente del Rif, donde todavía el sol sale por donde saliera aquella mañana del 26 de julio, con la pirámide de Uzai cubierta de cadáveres y fenece, sin llegar a morir, por donde se ocultase aquella tarde del 25 de julio, última de sus vidas, primera de la nuestra; porque quien esto escribe renace en estas búsquedas y los que me entienden, conmigo renacen también. Vía crucis de un expediente: verdades admitidas y «documento-bomba» que no estalla Menos de un año después de la epopeya habida en la pirámide de Uzai, la todavía no viuda legalizada del jefe de aquella defensa, a un general de división le solicitaba: «ruego a V. E. se digne ordenar la apertura de juicio contradictorio por si en vista de lo expuesto mi esposo tiene derecho a la Cruz Laureada de San Fernando. Gracia que no duda en alcanzar del magnánimo y bondadoso corazón de V. E. cuya vida guarde Dios muchos años. Melilla, siete de julio de mil novecientos veintidós. Isabel Diez de Tardaguila». Aquel «magnánimo y bondadoso corazón» era el de Julio Ardanaz Crespo, comandante general de Melilla desde el 12 de abril de 1922, tras relevar a Sanjurjo. Ardanaz se mostró diligente con el caso Bernal, luego creía en la causa de la solicitante, sin duda tras haberse él mismo informado. Veinte días después de la solicitud que Isabel Díez firmase, el capitán Rafael del Castillo Martínez recibía un oficio de su propia Comandancia de Artillería, firmado por el coronel Cisneros, donde le comunicaba, «vía el Señor General encargado del despacho de la Alta Comisaría, en escrito de 17 del actual (mes de julio) me dice: disponga la incoación del expediente previo que determina el artículo 40 del Reglamento de la Real y Militar Orden de San Fernando a favor del personal que se consigna al margen, para que se nombre juez que instruya el expediente que se ordena (...) y siendo usted el designado, lo traslado a V. para su conocimiento y cumplimiento». Ardanaz había informado del asunto al general Burguete, alto comisario en Tetuán desde el 15 de julio, cuando relevó a Berenguer. Ardanaz, a sus 52 años, mostraba un empuje digno de un capitán de Estado Mayor, Cuerpo del que procedía. Burguete, a sus 51 cumplidos en mayo, parecía un teniente recién graduado en Toledo. En tres días, Melilla y Tetuán estaban enteradas de la gesta de Bernal y la apoyaban. Nunca supo Isabel Díez cuántas y tan altas simpatías movilizó su causa en tan poco tiempo. Ese ejército activo, honesto y consecuente, representado por Ardanaz y Burguete, encontró en Rafael del Castillo, de 34 años, a un digno y eficaz defensor de tales preceptos. Al día siguiente de recibir el oficio del coronel Antonio Cisneros Delgado, el capitán artillero había encontrado «secretario» en la persona del soldado Melchor Rotger Simó. Su buena letra tumbada, al estilo caligráfico de la época y su respeto a los acentos, convencieron a del Castillo. Porque imposible era que hubiese expediente y desde luego juicio si no se entendía la letra del soldado secretario. Se dio prisa el capitán en citar de nuevo a la solicitante, prisa complementaria puso el secretario, pero aun así cerca estuvieron de no encontrar a Isabel Díez en Melilla, pues se volvía a su casa de Madrid, en el distrito de Buenavista. El 6 de agosto declaraba Isabel Díez de Bernal (así en adelante), ratificándose en todo lo afirmado el 7 de julio anterior. Al preguntarle el capitán «por qué motivo no elevó, dentro de los plazos que señala el artículo treinta y nueve del Reglamento de la Orden de San Fernando la instancia de Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif referencia», Isabel dijo que «no lo solicitó antes porque no tenía conocimiento, ni aún lo tiene, de la suerte que corriera su esposo, toda vez que los individuos supervivientes que ha podido ver (seguían los nombres de Benito, Macías y Viñas), cuando los moros asaltaron la posición el día veinticinco de julio del año anterior (...) allí quedó su esposo con otro oficial del regimiento África de Infantería, apellidado Dueñas, y al ignorar si había sido propuesto (su marido) para la recompensa que ella solicita, en vista del tiempo transcurrido y sabiendo por dichos individuos (en vez de “artilleros”), que el comportamiento de su esposo fue heroico, decidió elevar la instancia en la que se ha ratificado, sin que conociera el articulo 39 del reglamento de la Cruz (sic) de San Fernando». Razones escuetas, como la realidad conocida. Un ejército desvanecido. Con unos quinientos cautivos en manos enemigas; tres mil muertos sin identificar enterrados en Arruit, más los quinientos hallados en Zeluán y los novecientos en Quebdani. Sin olvido de ese ejército de los dos mil cuerpos insepultos entre Afrau, Sidi Dris, los barrancos del Izzumar y el anillo de puestos en torno a Ben Tieb y Kandussi. Más los mil quinientos que yacían entre las sierras de Bufahora e Issen Lassen, las estepas de Bu Bekker y las orillas del Muluya. Un ejército de ausentes, con nueve mil o diez mil nombres en falta de sus familias. Y una columna de supervivientes, de la que unos pocos cientos declararon ante el general Picasso y su equipo de auditores, narrándoles las infamias que en primera persona padecieron o vieron cómo otros las sufrían y bajo tales castigos perecían. Queda esa otra parte de la columna sobrevivida, que no declarará jamás sobre los hechos habidos en los que ellos fueron protagonistas o testigos. No declarar por el miedo a decir la verdad unánime siendo escueta; la verdad que abofeteaba apellidos de rango militar; la verdad callada por temor a quedarse de sargento para toda la vida o perder el empleo de capitán dignamente conseguido. Todo ello por un reglamento para hazañas laureadas de cuando los ejércitos entraban en batalla y podían resultar victoriosos o vencidos, pero no desaparecer en bloque, como si jamás hubieran existido, como le sucedió a Silvestre y a su ejército perdido. A estos fines clásicos respondía el Artículo 39 de la Orden de San Fernando: «Si transcurridos diez días de la acción, el general, jefe, oficial o clase, individuo de tropa o marinería, que se considere acreedor a la Cruz de San Fernando, no ha recibido notificación de haberse abierto el juicio contradictorio, podrá solicitarlo en un plazo de cinco días más». Quince días para, si no se está prisionero ni se yace inconsciente en la cama de un hospital, solicitar justicia por la hazaña realizada. Quince días para todos, héroes sobrevivientes, viudas sufrientes o atribulados padres de tales héroes. El plazo justo era en tiempos de Isabel II, pues de 1862 fue el cuarto Reglamento. En 1921, vigente el quinto Reglamento de la Orden de San Fernando, de 5 de julio de 1920, en todo lo concerniente al Rif responsable de la mayor derrota de la España contemporánea, ese plazo no valía para otra cosa que no fuese olvidarlo. O sustituirlo por el siguente artículo, el cuadragésimo, cuyo prudente redactor pensó que los ejércitos no solo desfilan y duermen en sus casas o cuarteles, sino que pueden residir en la eternidad, aunque algunos en este mundo prefieren mejor el limbo, con el cual no se conoce comunicación alguna. Y así no les molestarían esos ejércitos de difuntos, mientras que sus almas sí, pues problemas dan al ser parte de la vida de las personas y los pueblos. Artículo 40 de la Real y Militar Orden de San Fernando: «Una vez transcurridos los plazos que fija el Artículo anterior, solo podrá admitirse y tramitarse la solicitud de la Cruz de San Fernando cuando se disponga de (sic) Real Orden, previa la formación de un expediente en el que quede, plenamente demostrado, a juicio de la Asamblea (de la Orden), la existencia de una causa legítima que haya impedido, en absoluto, al interesado (o familiar directo) a formular su petición antes de la fecha en que haya presentado la correspondiente instancia». 283 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 284 Ahí estaba la puerta para la concesión de esa Laureada y bien abierta: un ejército de fallecidos; un héroe ausente que no cesante en sus méritos; una viuda que no fue informada de la desaparición de su marido; unos testigos que le vieron luchar y morir como un bravo entre los bravos, un lugar de epopeya identificada, pero a la cual no había sido posible volver —será en 1925 cuando se consiga retornar a Tazarut Uzai— y un capitán artillero, que sabe de estas ofensas administrativas y está obligado a subsanarlas, incluso a sublevarse contra ellas. El capitán Rafael del Castillo lo tiene claro: a Isabel Díez de Bernal nadie le ha dicho nada de si su marido está vivo o muerto, prisionero o secuestrado (que unos cuantos hubo). El 28 de agosto de 1922, solo tres semanas después de declarar Isabel, las cosas empiezan a cuadrar: llega un oficio del comandante general de Melilla, por el que Ardanaz manifiesta que «el teniente don Elías Bernal González, se halla en situación de desaparecido». Falta saber si alguien la informó del caso y no fue tal. El capitán se entera, pero el documento acreditativo de tal silencio no le llega o se pierde en bolsillo ajeno. Del Castillo no espera más y ese mismo día 28 de agosto redacta un Escrito de Conclusiones, que hace llegar al general Ardanaz y en el que, tras recapitular sobre lo declarado por Isabel Díez de Bernal y los tres artilleros que la informaron, del comandante general de Melilla el capitán se despide como sigue: «En consideración a lo expuesto y creyendo terminado el presente expediente previo, el Juez Instructor que suscribe es del parecer que las razones alegadas por la interesada son completamente admisibles, por lo que podría disponerse la apertura del juicio contradictorio solicitada. V. E. no obstante, resolverá. Melilla, 28 de agosto de 1922, Rafael del Castillo.» El capitán artillero deja su batería en Melilla y sube a bordo de un cazasubmarinos. Sus enemigos sumergidos: los que encubren a García Esteban o no le dan los papeles que él reclama. Del Castillo padece agudo sobresalto: Ardanaz cede su puesto al general Carlos de Lossada, quien toma posesión el 4 de septiembre. La incertidumbre acaba antes de lo que imaginaba. El 11 de septiembre, Lossada firma su «Conforme» para que el expediente Bernal pase al «Exmo. Señor Alto Comisario de España en Marruecos»: Burguete sigue en Tetuán; lee el escrito de Lossada y lo hace llegar «al Auditor General de este Ejército de Operaciones para su dictamen». Transcurren cinco semanas, que el capitán artillero pasa en ascuas, pero el 16 de octubre de 1922, Ricardo Burguete estampa su modernista firma —en todo alejada al gusto de la época, propia de un militar tipo art nouveau como lo era él—, en texto que dice: «Conforme con el decreto auditoriado que antecede y a los fines del artículo 40 del Reglamento de la Real y Militar Orden de San Fernando, remítase este expediente previo, con respetuoso escrito, al Exmo. Señor Presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina para la resolución que aquel Alto Cuerpo estime, como Asamblea de la Orden. Ricardo Burguete.» Por fin la tenemos, debió decirse el bueno de Rafael del Castillo. Con el artículo 40 por bandera, el teniente Bernal tendría su Laureada y su todavía no viuda el alivio bien peleado. Pero ¿dónde estaba la prueba que validaba el recurso a ese fundamental artículo 40? Porque en la relación del expediente, que hiciera el soldado Rotger, aparecen 34 folios por una cara y los famosos «vueltos» (cara inversa), que en el folio 34 vuelto acababan. Faltaba el «folio 30», llave maestra para penetrar en las habitaciones de lo conjurado y canallesco. Y llave que dentro quedó. Pero con fecha siete meses después de su lógica entrada. Dado que «Defecto de forma»: los héroes no son honrados para no deshonrar a los que huyeron El expediente con la solicitud de la esposa de Bernal atravesó despachos y antedespachos, dejándose en cada uno de ellos zigzagueante herida sin sangre y fea cicatriz sin cerrar. En esas encalladuras, siempre la misma vía de agua que al hundimiento de la causa forzaba: petición presentada fuera de plazo. Los quince días de rigor. Como si 1921 fuese año borrado del calendario militar cristiano. Y al no haber sucedido nada en el Rif, nada podía alegarse. Entre puerto y puerto jurídico-procedimental, allí quedaron fondeados los nombres de los testigos de la gesta: los artilleros Benito, Macías y Viñas. Fuera de plazo y de aquel mundo. Alejados con alevosía, pero sin nocturnidad, porque tan perversas cosas a la luz del día y en plena oscuridad de las conciencias se hicieron. Fuera de plazo la terca viuda del héroe, aplazados a perpetuidad sus testigos. Pero el expediente Bernal probó ser tan resistente como su titular. Y así fue cruzando páramos ministeriales y opacidades diversas hasta recabar en el inconcreto Consejo Supremo de Guerra y Marina. En Madrid esperó sentencia, que en cuestiones laureadas suele dictaminarse antes del juicio. Final sin duda. Todo ello en función de si subsistían los denominados defectos de forma, versión española de los emboscados pacos, pues en cuanto aparece uno, muerto en el acto queda alguien en las filas opuestas. Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif las llaves no vuelan por sí mismas, alguien la hizo volar desde un expediente a un despacho y años más tarde la volvió a colocar en su lugar, pero sin preocuparse de incluirla en la relación, que aún hoy actúa como testigo de cargo. Ese «folio 30» tan viajero, que exhibe membrete de la Comandancia de Artillería de Melilla y el número «8.985» de salida, con fecha 22 de marzo de 1923 y la firma del mismo coronel Antonio Cifuentes Delgado, decía y dice así: «Consecuente a su escrito de fecha 14 del corriente, tengo el gusto de manifestar a V. que en esta Comandancia no existen antecedentes que acrediten se le diera conocimiento oficial a la Sra. del Teniente DON ELÍAS BERNAL GONZÁLEZ (en mayúsculas en el original), de haber desaparecido su esposo. Dios guarde a V. muchos años. Melilla, 22 de marzo de 1923». Y debajo la firma, inequívoca en su identidad y validez: «Antonio Cisneros». Y al pie, el destinatario: «Capitán juez instructor de esta Comandancia, Don Rafael del Castillo Martínez». La bomba del capitán artillero llevaba dos cargas: una la que a él le convenció de que Isabel Díez de Bernal justa causa defendía al no haber sido informada de nada ni por nadie; otra la que retuvo ese documento y no lo pasó a la relación, pero sí conocieron los generales Lossada y Burguete, porque si no hubiese sido así ni el primero se lo hubiera enviado al segundo, ni este lo habría remitido al Consejo Supremo de Guerra y Marina. Burguete, aparte de laureado, era general ilustrado en reglamentos y articulado de los mismos. Las preguntas se superponen. ¿Por qué ese «folio 30» no fue relacionado en agosto de 1922 y cómo pudo darse olvido en el capitán del Castillo sobre prueba tan decisiva? ¿Acaso hubo un «folio 30» fechado en agosto de 1922 y se perdió por azar o lo sustrajeron? ¿Cómo es posible que el documento firmado por el coronel Cisneros lleve fecha del «22 de marzo de 1923», cuando un general de división (Lossada) y un teniente general (Burguete) estaban convencidos, el primero en septiembre de 1922 y el segundo en octubre de ese mismo año, de la justicia de la causa reclamada por Isabel Díez de Bernal? ¿Pudo haber dos expedientes, uno incompleto y otro bien hecho, que fue el que conocieron Lossada y Burguete? ¿Marchó el expediente de Bernal a Madrid sin ese prioritario «folio 30» o simplemente lo ignoraron al considerarlo irrelevante, aunque fuese el que Cisneros fechase aquel 22 de marzo de 1923? 285 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 286 El 7 de marzo de 1925, a seis meses vista de los desembarcos previstos en Alhucemas, el fiscal militar, Paulino García Francos, depositaba en el Registro General del Ministerio de la Guerra el «expediente previo de juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando al teniente de Artillería (fallecido) don Elías Bernal González a instancia de su esposa, doña Isabel Díez Tardaguila». El expediente al fin llegaba a puerto, pero censurado; esto es, denegado a propuesta de quien razonaba tal rechazo, el teniente coronel de Artillería García Francos, quien el 7 de enero de ese mismo año cerraba el paso a la Laureada bien ganada por quien fuese primer jefe de la pirámide de Uzai. En su acusación, a García Francos no le importó aceptar que el teniente Bernal hubiera «muerto gloriosamente en la defensa de Tazarus (sic), zona de Melilla, en los últimos días del mes de julio de 1921». Tampoco le importó redactar mal y equivocarse de fecha, como decir «Produjo (sic) la recurrente (sic) su instancia en 7 de agosto de 1922»; cuando fue un mes antes y esa fecha era la ratificación de la solicitante de lo por ella reclamado el 7 de julio anterior. Isabel Díez de Bernal ni fue recurrente entonces, ni lo era en 1925. Afirmado en sus intenciones, García Francos insistía en el defecto de forma subsistente: «... transcurrido el plazo que señala el artículo 39 reformado por el Real Decreto de 3 de mayo del propio año 1922 (D. O. nº 100) y alega, para justificar retraso tan considerable, de una parte, el hecho de no habérsele comunicado por nadie la muerte de su marido y, de otra, que no tuvo noticia del brilante (sic) comportamiento de este hasta la fecha que decidió pedir la apertura del expediente, ignorando, asimismo, que existiese el artículo 39 del Reglamento y, por consiguiente, los plazos en él marcados para ejercitar el derecho de petición». Ni palabra del Artículo 40 del Reglamento en vigor, que ningún plazo exigía para la admisión y tramitación de la solicitud de la Cruz Laureada de San Fernando, «previo expediente en el que quede, plenamente demostrado, la existencia de una causa legítima que haya impedido, en absoluto, al interesado (o a su legítimo representante) formular su petición antes de la fecha». Llevado de su afán por echar abajo la causa de Bernal y de cuantos creyeron en los hechos, a García Francos nada le importó reconocer que «se ha comprobado por el oficio del folio 30 que, efectivamente, no llegó a dársele (a la solicitante) conocimiento oficial, por la Comandancia de Artillería de Melilla, de la muerte del causante. Y aunque esto es cierto, no puede, sin embargo, admitirse que haya permanecido la solicitante más de un año sin presumir la desaparición, ya que no la muerte de su esposo, sin instar la apertura del juicio contradictorio, sobre todo, desde la publicación del Real Decreto ya citado». Las madres y las viudas, los huérfanos de los héroes desaparecidos en una guerra, estaban obligadas u obligados a suscribirse al Diario Oficial del Ejército para estar al tanto no de si se les reconocía el derecho a pensión por haber perdido al esposo, padre o hijo, sino si aparecía publicado algún decreto ministerial por el que se les conminaba a darse prisa en reclamar, dentro del plazo reglamentario, si al mismo ser querido que no encontraban podía corresponderle otra cruz que no fuese la designada por su familia y ante ella orado día a día. El señor fiscal, teniente coronel Paulino García Francos, hacía trampas. Porque no se puede utilizar, a capricho, los preceptos de un artículo dado (el 39) e ignorar los del siguiente (el 40), que en nada había sido reformado y compensaba los defectos de forma del anterior. Por razones obvias: pocos laureados quedan ilesos después de su gesta. Hospitalizados los menos, incapacitados otros y muertos los más, los plazos volaban, como la vida entregada a la patria o el sobrevivir sin invalidez ni sufrimientos, ni la desesperación de verse despreciado. El fiscal García Francos era «el jefe del negociado de Recompensas en el ministerio de la Guerra» (La Vanguardia, 17 de febrero de 1925). Singular cargo para no menos singularis- Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif ta proceder. Cuando un Estado dispone de negociado y jefe del mismo para recompensar los sacrificios de quienes mueren sobre el campo de batalla, mal asunto es ese no solo para la ética y la Justicia, sino para el honor de la Nación, que lo tiene y lo defiende, mientras que los estados y los gobiernos no tienen honor. Porque nunca ha sido su función tenerlo; en todo caso asumirlo como delegación del pueblo soberano a través de la historia de esa misma nación y su engarce con la civilización que la define. Gobernar con decencia y dignidad es la máxima aproximación al honor que, en política, le es dada al gobernante. El honor viene después en el escalafón político: Laureada ganada por coraje, honradez y responsabilidad. Aclarado lo anterior, queda preguntarse el por qué de ese artículo 39 reformado sin alterar el artículo 40. Fue por una justa petición, planteada por la viuda del coronel Gabriel de Morales y Mendigutía, herido y rematado en el suelo, tras ser abandonado por los suyos —en especial por el teniente médico Joaquín Rey D’Harcourt, a quien Picasso encausó— en las rampas del tiroteado Izzumar aquel 22 de julio de 1921. La noticia de su muerte llegó a Melilla esa tarde. Y se confirmó cuando Abd el-Krim hizo saber, a la Comandancia de Melilla, que deseaba entregar los restos del militar español que más había él admirado. El cañonero Lauria fue el medio utilizado para recoger, en Sidi Dris, el cadáver de Morales y trasladarlo a Melilla. En una jornada, la del 3 de agosto, se entregó el féretro a la familia y autoridades en el puerto de Melilla, solicitó abrir el ataúd su hermano Bartolomé, vieron todos los que pudieron soportarlo las heridas infligidas en el rostro al coronel mientras aún vivía y se le sepultó con honores en el cementerio de la Purísima Concepción. No cabían más emociones para la viuda y la familia. Aconsejada por muchos con el fin de que presentase solicitud para la concesión de la Laureada a su esposo, los quince días de plazo señalados por el artículo 39 de su cabeza se fueron. Reclamó la solicitante y su demanda fue aceptada por el Consejo Supremo de Guerra y Marina, quien la remitió al Consejo de Estado. Esta otra institución no aceptó la redacción propuesta por el Consejo de Guerra y Marina e impuso su criterio, el que prevaleció: «Al artículo 39 del vigente Reglamento de la Real y Militar Orden de San Fernando, se le adicionará un segundo párrafo que dice así: Igual derecho tendrá, por un plazo de dos meses, a contar desde el hecho originado, la viuda, hijos o padres, cuando su pariente hubiese fallecido o desaparecido sin utilizar su derecho, aun cuando la muerte o desaparición no conste oficialmente, sino solo por racionales conjeturas.» Para casos como el de Bernal, representativo de tantos otros oficiales desaparecidos de golpe, lo mismo daban dos meses que quince días o año y medio. Lo que tardaron en volver los cautivos españoles internados en Axdir. Fue entonces (27 enero 1923), cuando las esperanzas de cientos de familias se derrumbaron. El Rif no retenía más vidas españolas, muertas sí y a miles. El artículo 40 no ponía plazos, exigía argumentaciones precisas, con la demostración, incuestionable, del por qué de esa mayor demora en presentar instancia. Isabel Díez de Bernal lo razonó, un coronel de Artillería lo demostró y un teniente general y alto comisario lo apoyó. Esto último sí molestó a los juntistas: Burguete era envidiado y detestado. Y se fue contra él para humillarle, sin que contase, poco ni mucho, la causa del teniente Bernal. Con el Derecho en la mano y en la frente la conciencia, en modo alguno se podía aplicar a una causa bien fundada el articulado del Reglamento de 5 de julio de 1920 y sustituir el artículo que molesta (el 40), por ese 39 reformado en 3 de mayo de 1922. Ninguna causa, ante tribunal alguno, puede ser juzgada con parte de un Código de Leyes y parte de otro. Esa parcialidad infame es la que aplicó Paulino García Francos. El resultado era nulo de pleno derecho. El cómo pudo seguir adelante, el tal García Francos, sin que ninguno de los once generales 287 Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif del plenario —Alcocer, Arraiz, Bellod, Carbó, Estrada, Gómez, González Maroto, Picasso, Sastre, Trápaga y Valcárcel— le advirtieran: no siga usted por ahí porque entramos en nulidad manifiesta y nombraremos otro fiscal, es cosa para indignarse y no admirarse. Justamente por eso, ese juicio debe repetirse y se repetirá. Hayan pasado noventa años, cumplidos ahora o haya necesidad de que pasen diez más hasta completar el siglo. Y esto es así, porque ese mismo 21 de marzo de 1925, el tal fiscal, teniente coronel Paulino García Francos, rechazaba otra causa justa: la del capitán Francisco Asensi Rodríguez, quien contaba con un testigo cualificado de su heroísmo, el capitán Francisco Alonso, de su probada defensa a retaguardia de la columna del teniente coronel García Esteban al verse atrapada entre «el Cuadrilátero» (por la forma de los montes allí confluyentes) y las avanzadillas francesas en Hassi Uenzga. Francisco Alonso Estringana, jefe de la 11 mía de la Policía Indígena, era el mismo que, en 1917, validase la heroicidad del cabo Buzian Al-Lal Gatif en su defensa de Ifrit Bucherit y la bravura del alférez Moisés Vicente Cascante al socorrerle para verle morir en sus brazos. Si no contó la declaración del capitán Alonso, cómo iban a contar las de esos tres artilleros testigos de la gesta de Bernal y Dueñas, de los que solo uno declaró y simplemente para repetir quién era él y quiénes sus compañeros. Dos desamparadas viudas, Isabel Díez de Tardaguila y Piedad López-Blanco Barcelona, esposa que fue del legendario capitán Asensi, se encuentran en este párrafo. Piedad tiene, en su bisnieto, Jorge Garrido Laguna, a impecable defensor. Isabel me tiene a mí, pero también a Jorge. No podrán con nosotros. El historiador está para analizar los hechos y extraer conclusiones coherentes; incluso para servirse del bisturí y extraer apaños tumorales, denunciar a quienes ofendieron a los muertos, castigaron a sus deudos, envilecieron al Ejército y despreciaron a la Nación. Eso no puede consentirse y, en su momento, la verdad documentada hablará: en las nuevas Cortes Generales, en los tribunales españoles y, si es preciso, en los internacionales. Esos muertos nunca han estado solos. En su día defensores tuvieron y hoy los vuelven a tener. Hablaremos por ellos y aportaremos las pruebas no solo de las nulidades judiciales con las que impunemente fueron humillados, sino las de otras causas igual de legítimas, cuyos nombres corresponden a: capitán José Escribano Aguado, defensor de Intermedia A; capitán José de la Lama y de la Lama, defensor de El Garet; capitanes Luis Cuadrado Jaraba y Mariano Viegitz Aguilar, teniente Salvador Relea Campos y alférez Ramón Montealegre Díaz, defensores los cuatro de Dar Quebdani y sus inermes tropas, allí vendidas por otro infame coronel (Araujo); teniente Félix García Rodríguez, defensor de Sidi Bachir y el sargento que murió a su lado en los barrancos de Fum Krima y cuyo nombre encontraré; teniente Agustín Casado Caballero, defensor de Hassi Berkan; teniente Ernesto Nougués Barrera, defensor de Igueriben; teniente médico Felipe Peña Martínez, defensor de Arruit y de los allí heridos, herido grave él a su vez en la cabeza, de cuyas lesiones loco murió en 1956. Y las Laureadas colectivas, que aún se les deben a las invictas guarniciones de Hassi Berkan, Igueriben, Intermedia A y Tazarut Uzai. Adiós a quienes causaron daños que no han prescrito, sí sus malas artes, que nada son 288 Rafael del Castillo Martínez había nacido en Madrid, el 30 de abril de 1888. Capitán de Artillería en 1919, comandante en 1928, sobrevivió a la guerra civil. En 1944 ascendió a coronel del Cuerpo de Ingenieros de Armamento y Construcción. Causó baja en el Ejército el 1 de noviembre de 1948, día en el que, en Oviedo, falleció. Sus descendientes, si los hubiere, po- J. P. D. / 20.04-21.05.2015 Agradecimientos A Eduardo Arbizu, quien conserva todos mis artículos sobre las epopeyas y tragedias españolas en Marruecos, publicados en Historia 16. A esa fidelidad responde mi dedicatoria, porque entrecruzar lealtades siempre fue cosa de caballeros andantes, aunque hoy viajemos en Aves hipersónicos o en vehículos con ciento cincuenta caballos (un escuadrón) de potencia, sin tiempo de leernos ni entendernos a nosotros mismos. Elías Bernal González; Francisco de Dueñas y Sánchez Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif drían decirnos si su antepasado dejó notas o documentos relativos al expediente del teniente Bernal y a las manipulaciones interpretativas que, del caso, hiciera García Francos. Paulino García Francos nació en Tineo (Asturias) el 22 de junio de 1865. No pasó del grado de teniente coronel. En julio de 1927 fue desplazado hacia la Segunda Reserva. Su retiro fue breve, pues en fecha por precisar fue nombrado gobernador civil de Murcia. A lo largo de 1930 y en el diario Levante Agrario aparecen consecutivas referencias a su persona y actividades. Con la llegada de la Segunda República perdió cargos y prerrogativas. En su expediente, el G-1889, no figura la fecha de su defunción ni el lugar de la misma. Antonio Cisneros Delgado nació en Sevilla, el 27 de julio de 1865. Comandante de artillería en 1905, teniente coronel en 1914; coronel en 1921, ascendió a general de brigada en 1927. Durante la guerra civil cumplió tareas jurídicas en los tribunales de Franco, sobre todo en los frentes del Norte. En enero de 1954 le rindieron, en Madrid, un homenaje al convertirse en el general decano del Arma de Artillería. Tenía entonces 88 años. Le encantaba el fútbol y era un ferviente admirador del Real Madrid. Falleció dos años después, el 1 de febrero de 1956 y fue enterrado en el cementerio de La Almudena. En la correspondencia que se conserva relativa al caso Bernal se mostró afectuoso con el capitán del Castillo. De sus tiempos de coronel en Melilla, quien debía saber más y en profundidad de lo que ocurriera en el Madrid de 1925, cuando el fiscal García Francos, firme en su papel de inflexible Torquemada, se saltó cuantas normas quiso del Derecho al escoger un artículo sí (el 39) y otro no (el 40) del mismo Reglamento, el de 1920, para volverse a saltar toda razón y recurrir al artículo 39 reformado de 1922, era él, Cisneros, y no otro. Quiero creer en su imparcialidad, pero su nombre figura junto a quienes constituyeron un Tribunal que, el 7 de octubre de 1924 y en Melilla, consideró «exento de toda responsabilidad» al mezquino y asustadizo teniente coronel Saturio García Esteban, responsable de la práctica aniquilación de la columna acampada en Bu Bekker. Hablamos de un millar de muertos. Esa duda perdura, aunque nada importe a las familias entonces ofendidas por tan infundada absolución. Y esa nada en verdad me reconforta. Fuentes Bibliografía 289 Expedientes consultados: teniente Elías Bernal González, B-2073, cuya Hoja de Servicios fue incluida en el expediente previo al juicio contradictorio a su favor para concederle (robarle) la Laureada de San Fernando por su defensa de Tazarut Uzai: caja 815, Expediente 6182. Del alférez (luego teniente) Francisco de Dueñas Sánchez, el D-1228; del capitán (luego coronel) Rafael del Castillo Martínez, el GU-C290, Expediente, 6. Del teniente coronel Paulino García Francos, el G-1689. Y desde luego el del teniente coronel Saturio García Esteban, con su beneficiario juicio; el G-1843. Todos depositados en el AGMS. Finalmente, el Expediente Picasso, depositado en el AHN y el Archivo Particular del laureado general, del que este historiador tiene copia de trabajo desde 1997 por fraterna solidaridad de Juan Carlos Picasso López y su hoy viuda, Mª Teresa Martínez de Ubago. Ella siempre se lleva dos besos míos. De la prensa de la época, las ediciones de ABC en agosto de 1921 y mayo de 1922, La Vanguardia en febrero de 1922 y Levante Agrario de enero a junio de 1930. Romanones, conde de (Álvaro de Figueroa y Torres). Las responsabilidades del Antiguo Régimen, Renacimiento, Madrid, 1923; Luis Eugenio Togores Sánchez, «El asedio de Manila (mayo-agosto de 1898). Diario de los sucesos ocurridos durante la guerra con los Estados Unidos, 1898», Revista de Indias, vol. LVIII, nº 213, Madrid, 1998. Buzian y Vicente: crecieron como soldados, cayeron como héroes A Eduardo Torres-Dulce y Lifante Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Buzian, Al-lal-Gatif Ben 290 Tlelat, en Beni Sidel, cerca de Melilla, 1882 - Ifrit Bucherit, 1917 Único militar normarroquí distinguido con la Laureada de San Fernando a título póstumo. Vicente Cascante, Moisés Jaca, Huesca, 1887 - Sidi Yagub, cercanías de Batel, 1921 Soldado voluntario, luego teniente por méritos de guerra. Su epopéyica liberación del puesto de Bucherit en 1917, donde Buzian resistió hasta la muerte, se enlaza, fraterna y ejemplarmente, con su defensa de Sidi Yagub en 1921, donde él tampoco vaciló en morir antes que rendirse. Si Buzian fue el héroe de las tropas de Policía Indígena, Vicente también lo fue en el mismo Cuerpo, pero su heroico proceder solo se ha descubierto en agosto de 2014, tras estudiar a fondo la gesta de Buzian. De ahí que sus vidas y muertes se analicen a la par al representar una misma fe dentro de la mística del hombre militar: la lealtad, el honor y el sacrificio no conocen rangos ni religiones, ni siquiera estandartes patrios, tan solo compromisos personales, por cuanto la palabra de un verdadero soldado es su bandera. Un rifeño, que «sabe un poco de castellano» y desea combatir «con» España Los padres de Buzian eran campesinos de Beni Sidel, cabila situada al suroeste de Melilla, la cual, junto a la de Beni Bu Ifrur, constituye el doble espaldón meridional del Gurugú. Las malas cosechas, sumadas a una prolongada sequía, forzaron que el campesinado rifeño se enrolase bajo las banderas de España antes de que el país dueño de Melilla adquiriese su rango protectoral. España necesitaba buenos guerreros que la defendieran en tierras de Kelaia (Rif Oriental) contra el más célebre de sus oponentes, Mohammed Amezzián, con quien mantenía obstinada pugna desde agosto de 1911. Muchos fueron los aspirantes, pocos los seleccionados. Ben Buzian, con su estatura (1,70 cm, seis centímetros por encima de la media del soldado español), su complexión y resuelto talante, no encontró dificultades para el ingreso en la Policía Indígena. El aspirante acreditaba «saber un poco de castellano». Y falta le haría. Cumplir sin fallo órdenes como «pre-sen-ten, ar-mas», «marchar en silencio», «quietos ahí, esperar», «avanzar por la derecha (o izquierda)», «mon-tar cerrojos», «dejad que se acerquen», «fuego a discreción», «alto el fuego», «cubrir el flanco izquierdo (o el derecho)», «agruparse, deprisa», «aguantar la posición» o «ni un paso atrás» constituían partes básicas del vocabulario imprescindible para cuantos rifeños servían a España en el Rif, país de la guerra. El 1 de febrero de 1912, reinando Alfonso XIII y en Marruecos el sultán Abdelaziz, siendo el general Aznar y Butigieg ministro de la Guerra y García Aldave el comandante general de Melilla, Ben Buzian es filiado como askari (soldado de 2ª). En su Expediente se Los padres de Vicente eran Ignacio Vicente Frías y Lorenza Cascante Araya. Vivían en Jaca, donde su hijo Moisés nació el 13 de septiembre de 1887. En España gobernaba Cánovas, quien presidía su séptimo Gabinete, mientras María Cristina de Habsburgo, viuda de Alfonso XII, ejercía como reina regente. Los españoles tenían enlutada dama al frente del Estado y al «rey pelón», ese bebé de poco pelo que aparecía en las monedas de plata acuñadas en sus primeros años de vida. Fue simultánea esperanza para la Monarquía y la Nación. Ninguna se verá recompensada en sus respectivas ilusiones. El 3 de septiembre de 1907, sin cumplir los veinte años, Vicente es filiado como «soldado voluntario». En abril de 1908 es designado cabo «por elección». Dieciséis meses más tarde le ascienden a sargento. Es el 1 de agosto de 1909. Cuatro días antes, la brigada del general Pintos, constituida por batallones acantonados en Madrid, ha resultado diezmada en el Barranco del Lobo y su general muerto de un pacazo en la cabeza. Vicente se encuentra en Barcelona, en una de sus cuatro Cajas de Reclutas —la número 63—, que se ve desbordada por las tumultuarias protestas a raíz de la imprudente movilización, decretada por Juan de la Cierva, ministro de la Gobernación, de los reservistas veteranos, muchos de ellos casados y con hijos. De tan alocado alistamiento de hombres y familias saltarán las chispas incendiarias de una confianza social maltratada, traducida en severo descrédito europeo para el régimen. Requisados mercantes y paquebotes, en ellos embarcan las tropas que acuden al socorro de Melilla y uno de los embarcados, el 17 de julio, es Moisés Vicente. A poco de zarpar, Barcelona se cubre de incendios y pavesas, de barricadas y saqueos, seguidos de asesinatos y represalias, culminadas con masivas detenciones de «revolucionarios». Pese al desasosiego por cuanto sucede en la Península, reclutas y reservistas se portan bien en África. La España Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Voluntario que marcha al Rif, gana dos cruces, salva la vida y quiere seguir Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif precisan sus características, tanto físicas como las representativas de su aspecto. El admitido tiene el pelo «negro»; sus cejas son «al pelo» (poco pobladas); su nariz «recta» y su boca «grande»; sus ojos «oscuros»; su frente «espaciosa» (despejada); su barba se ve «poblada» (densa); el color de su piel parece «tostado» —desafortunado símil de moreno—, pero su «aire» (presencia) es «marcial». Un militar de una pieza. Ese es Buzian, de quien se sabe que está «casado» y tiene «dos hijos». El hecho de que se precise la descendencia del alistado guarda relación con una pensión para su familia por si el causante falleciera en acción de guerra altamente meritoria. Y así fue. Buzian entregará su vida por devoción a su compromiso con la bandera española. Ocho meses más tarde, Buzian es ascendido, «por elección», a «soldado de primera». Primer paso hacia la suboficialidad. El premiado ha cumplido sin tacha sus deberes militares y no ha resultado herido ni lisiado. La baraka (bendición divina) le protege. Para entonces, noviembre de 1912, Amezzián llevaba cinco meses enterrado en el mausoleo familiar de Segangan tras caer (15 mayo 1912), en epopéyico desplante personal, ante Fuerzas de Regulares, en Alal-u-Kaddur, cerca de la orilla derecha del Kert. Buzian medita sobre el hecho en sí: los santones que combaten por su patria y fe no son inmunes a las balas, pero a salvo quedan de maledicencias, vicios ciegos e inesperadas traiciones. Buzian se propone ser santo (ejemplar) y tajante. Lo primero con sus hombres; lo segundo consigo mismo. Ha jurado defender la bandera española y cumplirá. Pero él no lucha «por» otra patria, él combate «con» España. 291 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Pruebas de fuego y pasmo: el cristiano sí reconoce los méritos del musulmán Durante el año Trece, el soldado Buzian «asiste a cuantas operaciones se realizaron». El siguiente año es repetición: marchas, contramarchas, tiroteos y avances. España amplía sus dominios a fuerza de sucesivos empujones de sus tropas de choque: la Policía Indígena y los Regulares. A finales de junio, el objetivo es Tistutin, punto perdido en la inmensidad del Garet, un desierto sin final aparente, aunque por donde el sol se pone un murallón de sierras, que surgen del horizonte calimoso, lo acotan y delimitan. Ahí están Tizzi Assa y las Peñas de Tahuarda, enlace matrimonial de imponentes macizos, propicios a engendrar trampas capaces de engullir ejércitos enteros. El avance español se topa con la resistencia de varias fracciones de los Beni Bu Yahi, antiguos dueños de Arruit, a las que se suman contingentes de los Metalza, cabila situada más al oeste, sendos reductos insumisos. El 23 de junio de 1914, en noche cerrada, las tropas hispano-normarroquíes marchan al ataque. Su propósito es envolver los montes de Tistutin y Bucherit, que se elevan a la derecha del camino hacia Drius. Los benibuyahíes temen verse rodeados, por lo que abandonan sus posiciones. Al clarear la mañana, asaltantes y asaltados se enzarzan. Se imponen las gentes de la Policía y del Tabor de Alhucemas. Cuando la victoria parece Soldado de cuota 292 En referencia a todo aquel recluta cuya familia abonaba al Estado una cantidad con el fin de soslayar el cumplimiento del servicio militar. El reclutamiento obligatorio, instaurado en 1837, cuarto año de la primera guerra carlista, perseguía la mayor movilización posible de la juventud en un país devastado. El sistema prescindía de su carácter primigenio —igualdad de los jóvenes ante la defensa de la Nación—, para introducirse en una defensa nacional pervertida por la «redención en metálico», la cuota que padres o familiares reunían para que el recluta se «librara» de posteriores destinos letales: en África y Ultramar. Coincidente con la última guerra de España (1895-1898) en defensa de sus derechos en Cuba y Filipinas, la «cuota» para no perecer en la manigua cubana o en las junglas filipinas era de mil quinientas pesetas. Los así exentos fueron conocidos como «soldados de cuota», detestados por las clases populares. El aumento, a dos mil pesetas, de este impuesto «a favor de la vida de unos pocos», objeto de durísimas críticas en la prensa y el Parlamento, al mantenerse mientras se producía la movilización de reservistas a raíz de los reveses españoles en el Gurugú (julio-agosto de 1909), exacerbó la crispación social, que derivó en una incendiaria revolución (véase «Semana Trágica»). La Ley Luque (por el general Luque) de 1912, durante el Gobierno de Canalejas, incrementó las críticas, por cuanto los soldados de cuota debían pagar dos mil pesetas y permanecer en filas durante cinco meses, que pasaban a ser diez meses si «solo pagaban» las mil quinientas pesetas de los bélicos tiempos cubano-filipinos. Ni siquiera la Segunda República fue capaz de terminar con ese «procedimiento», pues aunque la Ley Azaña de 1932 lo redujo sensiblemente, no por eso fue abolido. Tendría que llegar «1936», guarismo terrible para una España tan necesitada de vida. Las masivas movilizaciones acabaron con cuotas y exenciones, que Franco no repuso. 17 pobre aguanta firme y protege a la España pudiente: la que no envía sus hijos a Marruecos. Por dos mil pesetas salvado el hijo, la madre y el porvenir familiar. Son los soldados de cuota. Encuadrado en las filas del Batallón de Cazadores Alfonso XII nº 15, Vicente lucha en la defensa de los puentes del ferrocarril minero; en «la Segunda Caseta» del tendido ferroviario, que acabará convertida en cementerio, con no pocos de los allí enterrados arrebatados por el mar enfurecido; en la toma de la alcazaba de Zeluán, que fuera capital de El Roghi, falsario pretendiente al trono alauí; en el mortal avance por tierras de los Beni Bu Ifrur, dueños de las mejores minas de hierro y plomo de Marruecos; en el envolvimiento y definitiva ocupación del macizo del Gurugú, perenne secuestrador de la seguridad de Melilla. La guerra concluye en abril de 1910, cuando Amezzián, líder de la rebelión, encuentra refugio, con sus fieles, en el Rif Central. De seguido, jefes de los Beni Bu Yahi y Metalza solicitan y obtienen el amán (perdón) del capitán general José Marina. Dos cruces al Mérito Militar con distintivo rojo, concedidas en enero y mayo de 1910, reconocen los méritos de Vicente. La primera de esas cruces conlleva una pensión de 7,50 pesetas al mes. Pocos sargentos tienen distinciones pensionadas. En mayo de 1914, solicita su traslado desde el regimiento Ceriñola nº 42 a las tropas de Policía Indígena. Buzian y Vicente son partes afines al Cuerpo que mejor se ajusta a sus temperamentos. Actúan bajo el compás de sus cambios de destino, que les llevan de un extremo a otro del territorio. El azar de la guerra los reunirá un día. Y de sus comunes actitudes de firmeza y responsabilidad surgirá un ejemplo de fe, honor y valor, que permanece. Fracción En el habla rifeña es ar-rbaa, que significa «la cuarta parte» de una cabila. La más numerosa del Rif, los ait («pueblo de») Urriaguel, estaba integrada por cinco fracciones, a las que el vocablo jums define, aunque en rifeño deriva en tajammast («quinta parte»). El segmento menor de una tribu es farqa, equivalente a subfracción. Para las alianzas intertribales, válidas tanto para hacer frente a otras tribus coligadas o a la unión (confederación) de todas ellas ante la invasión de un poder extranjero al Rif, sea el sultanato o los ejércitos coloniales, leff es el concepto que las sintetiza. A la par, existía un acuerdo Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif suya, interviene la harca del Guerruao, que les embiste de flanco. Grave aprieto es, pero los policías veteranos lo solventan con arrojo. Los metalzis son rechazados. Para evitar el cerco, huyen. No sin llevarse sus heridos y algunos de sus muertos; diez de estos quedan sobre el terreno. Los vencedores pagan su tributo: 8 muertos y 24 heridos, en su totalidad efectivos indígenas y harqueños amigos. De lejos, las tropas peninsulares asisten al combate. España prefiere ser defendida por terceros. Equívoco ahorro de sangres, que un día deberá devolver. La valentía de Buzian es reconocida al concederle (D. O. nº 99) la Cruz de Plata del Mérito Militar con distintivo rojo, «más una recompensa de 2,50 pesetas hasta su ascenso a sargento por los méritos contraídos el 23 de junio durante la toma de Tistutin». La baraka sigue prohijándole y los españoles le incrementan su soldada a la par que le consideran sargento en ciernes. A Buzian se le abren las puertas de la milicia: es felicitado y respetado. Superado el éxtasis, la normalidad se impone: El año Quince es un calco de los anteriores: combatir, sobrevivir y saber mandar a la vez que pelear. El 6 de junio, Buzian está presente en la toma de Ain Mesauda, en territorio de los Metalza. El 21 de agosto sale vivo del fuego cruzado en Harbuhaten. El asunto de tomar Mesauda fue cosa seria y los españoles de Aizpuru, nuevo comandante general de Melilla, saben valorarlo. Por acuerdo de la Junta de Mandos del 15 de septiembre (D. O. nº 258), a Buzian se le otorga otra Cruz de Plata del Mérito Militar con distintivo rojo. Buzian es un héroe para los benisidelíes, pero sigue como soldado de primera. En su primera mitad, 1916 es rutinaria continuidad bélica de los años que Buzian ha cumplido en filas. El 1 de noviembre le notifican su ascenso a maun (cabo). Puede mandar un pelotón y más llegado el caso. Es lo que hizo en Tistutin y Mesauda. Pero su futuro como sargento se aleja. Si tuviera que esperar otros cuatro años, no se ve con fuerzas para contarlos según transcurran: los hijos crecen, los padres envejecen. Necesita ascender para tener sueldo grande y comprar mejor comida, enseres para la casa y medicinas que alivien la prematura ancianidad de su madre, Mamma Ben Tafaryan. En otro punto del Rif, el sargento Vicente supera, como puede, los periodos de calma. La monotonía le asfixia, la rutina le exaspera. Lo suyo es el mando en combate. Fiel a su propio ideario, ha sumado otras dos cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, concedidas en julio de 1914 y noviembre de 1915; cada una de ellas pensionadas con 7,50 pesetas mensuales. Luchar por España en el Rif a nadie, de cabo a teniente, puede hacerle rico, aunque enriquezca su expediente personal. Otra cosa son aquellos que han conseguido un destino en Intendencia: mandar en la cocina o en los convoyes de suministros hace rico a cualquiera que ande ligero de escrúpulos. Se sabe quiénes son y se les detesta. En la 4ª mía (compañía) de la Policía Indígena, acantonada en Zoco el Jemis de Beni Bu Ifrur, zona estratégica al ser cabecera minera, Vicente es rostro conocido al saberse que es de los que no se arrugan. Sin duda se cruzó varias veces con Buzian. Saludo reglamentario o inclinación de cabeza, que bastaba. Para hombres metidos en faena bélica, el saludo que Tabor compartido, aunque limitado a dos o más hombres y sus familias: leff-s. «Aliados» ellos, aliados sus linajes o clanes. Este pacto superaba, con mucho, al concepto de imddukar que, en rifeño, puede traducirse como «amigos entre sí». El choque entre dos leff-s iniciaba una «guerra de facciones», semilla de peores guerras. Del árabe tābūr; formación de soldados que forma parte de un ejército regular. Unidad equivalente a un batallón español. Concernía a las tropas alistadas en las Fuerzas Regulares o las mehal-las jalifianas, unas y otras integradas en el Ejército de África. Sus efectivos de plantilla eran unos setecientos (mandos incluidos). Llevadas al frente, estas tropas de choque, abocadas a superar consecutivos combates, sufrían tales pérdidas que el tabor «quedaba en cuadro»: no más de trescientos hombres. Ejemplos cruentos se dieron en las campañas de 1924-1926 y luego en las de 1936-1938. 293 cuenta es la valentía. Vicente cumple y sueña: su nombre «suena» para un ascenso a «oficial de segunda»: alférez. Pero sonar ni siquiera es símil de soñar. Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Buzian asume el mando en Ifrit Bucherit: palomero-trampa con tronera corrida Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables El año Diecisiete empieza con descubiertas, alertas y emboscadas. El adversario no se deja ver, pero cuando la oscuridad prevalece todo el campo se mueve. Harcas hostiles y fuerzas rifeñas al servicio de España marchan de un confín a otro: las chilabas grises o pardas de los metalzis y benibuyahidíes se mimetizan con el terreno; los uniformes de la Policía y los Regulares también, camuflados bajo capotes-manta marrones o grisáceos. Unos a otros se acechan y tratan de adelantarse al golpe mortal del contrario. La disputa se resuelve con descargas a quemarropa y encontronazos cuerpo a cuerpo, donde los heridos con vientres desgarrados no saben cómo sujetar sus intestinos, deslizantes como culebras que escapan a sus manos y los cuellos abiertos asemejan fauces de marrajo. A Buzian le destinan a un enclave aislado: Mars El Biat, seis km al noreste de Tistutin. Semanas después recibe orden de trasladarse, con su medio pelotón, cinco policías, hasta Ifrit Bucherit, en los montes del mismo nombre. Es un apostadero de buitres, que encuentran vacío. No hay carroña a la vista en tres cuartos de horizonte. El cuarto ángulo es como si no existiera al ser la espalda del Gurugú. En país de tan acosada y contada ganadería, de sobrar algo, son buitres. Bucherit subsiste bajo el arco solar en su inflexibilidad constante, salvo algún nublado en tránsito, que pronto se evaporiza. Las águilas pasan de largo y a los cuervos solo les interesan los granos de cebada que puntillean los excrementos de caballos y mulos. Para picotearlos a su antojo les basta con planear hasta el monte Harcha, polo magnético para convoyes y pacos. Por disciplina, que no por convencimiento, Buzian ordena a su pequeña tropa que instalen la tienda cónica que llevan de dotación. Y en el centro de Bucherit plantan el armatoste, modelo 1916, capaz para cobijar a veinte hombres. Sus dimensiones se comen el poco espacio habitable. Aquel tiendón cogía altura e incrementaba riesgos por igual: era más señalero útil para el enemigo que eficaz resguardo para la guarnición de Bucherit. Estampado en uno de sus costados puede leerse el número «164». Buzian lo tiene metido entre ceja y ceja. El color blancuzco de la lona no impide que la tienda se convierta en un horno durante el día y supere plazos mayores: hasta bien avanzada la madrugada no expulsa el calor acumulado. Su blancura convierte a Bucherit en objetivo visible a kilómetros. Buzian preferiría simples lonas, sujetas con estacones, fáciles de montar y desmontar y, además, invisibles desde el pie de monte, incluso desde las alturas predominantes. Renuncia a solicitar tal cambio. Sabe que otros cabos se han visto abroncados por «incordiar al mando con naderías». Cuando cae la noche, los guardianes de Bucherit prefieren descansar al raso, porque con «dormir» ninguno cuenta. La negritud es manto que cubre toda acometida por sorpresa. Buzian ha sido educado para maniobrar y atacar entre tinieblas, no que le rodeen sin poder impedirlo. Atrapado en aquel picacho se siente polluelo de reclamo en jaula, válido para cazar neófitas palomas o viejas avutardas. Los días pasan, cansinos y torturantes en su nulidad. Bucherit es la avanzadilla del yebel (monte) Harcha, donde hay emplazada una batería de cuatro piezas Krupp de 80 mm. En caso de apuro, esos viejos cañones pueden ayudarles. De día. De noche jamás harán fuego, so pena de que Bucherit arda con ellos dentro. Morir o abrasarse antes que rendirse. Los seis policías saben que los metalzis y benibuyahidíes no les darán cuartel porque, en su caso, consideran que disponen de una alternativa: desertar o suicidarse. 294 Chilaba Del árabe yallaba, esclavina. Prenda de abrigo (incluso contra el sol), a modo de túnica, que incorpora una resistente capucha y amplias mangas (kumm). Confeccionada en lana recia, holgada y fácil de portar, permitía una veloz carrera o la ascensión a lugares escarpados. Realizada en colores grises y pardos, esta combinación de tonalidades la convirtieron en prenda mimetizada con el terreno. El combatiente rifeño se aseguraba así un perfecto camuflaje para preparar su letal emboscada. Simbología del rifeño: gatos todos y a cualquier hora; perros ni pensarlo El rifeño detesta a los perros (qeláb) tanto como le fascinan los gatos (ketát). El peor insulto para un musulmán es llamar a su contrincante qélb (perro). Todo rifeño es un gato (ktot): su agilidad es tal que no parece tener esqueleto, sino huesos extensibles. Se desplaza con el sigilo afín a los felinos; su pupila es humana y no gatuna, pero es capaz de dilatar su iris y ver en lo más oscuro donde nadie logra ver nada. Acecha sin prisas a su víctima y, cuando esta se descuida, cae sobre ella con la muerte que lleva en su mano, ancestral proyección de su fuerza. El perro ladra, el gato piensa. En su versión combatiente, el hombre-gato del Rif no maúlla para pedir alimento ni buscar hembra, tampoco para reclamar la paga a la que cree tener su buen derecho. Tanto si tiene hambre como fogoso deseo o rabia por injusto trato, lo que no roba, lo toma y lo que no se le da en justicia, de ello se venga y luego mata. Su sustento es mínimo —almendras, cecina, higos, pasas—; su obsesión, insistente: degollar o matar de un tiro al adversario u ofensor. Y luego saquear sus despojos. Un gato haría lo mismo con su presa. Es lo que pretenden «las partidas de malhechores» en la terminología despreciativa de la política protectoral en vigor, llegada la hora de dar a la prensa comunicados oficiales o partes de operaciones; indiferente a que los adversarios sean benisaidíes, beniurriaglíes, metalzis o benibuyahidíes, que combaten por patriotismo, aunque a no pocos su ideal les llegue adobado con dinero alemán. La patria, con buen oro, un manjar exquisito. Pero los militares españoles corruptos, que roban a sus soldados y a su patria saquean, sienten exactamente lo mismo. Blocao Proviene del alemán blockhaus, por block (pieza de madera) y haus (casa). La traducción literal sería «caseta de madera», pero como su concepción y uso estuvieron determinados por su carácter militar, procede definirla como casa-fortín. La facilidad y rapidez de su montaje le convirtieron en recurso defensivo habitual de los ejércitos españoles desplegados en Ultramar. Pero lo que pudo ser válido para Cuba y Filipinas no lo fue en el Marruecos de 1909-1912. A partir de 1915 el blocao a la cubana —casetón reforzado con hileras de sacos terreros y un pequeño campanario— fue sustituido por posiciones amuralladas, pero con parapetos de escasa altura y, en el recinto interior, las tiendas de campaña donde se cobijaba el inerme destacamento allí destinado. Este sistema defensivo, mal planteado, fue una de las causas de los desastres de 1921. Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los defensores de Bucherit se entretienen contando las acémilas de los convoyes que suben, cada veinte días, hasta la cima del Harcha para abastecer a los 140 españoles allí parapetados. Cada convoy lo integran doscientos mulos, que ascienden emparejados. Cuando la primera pareja de mulos cruza el portillo de entrada, que facilita el recorrido del último tramo entre las alambradas, aún no ha empezado su ascensión la cola del convoy. La serpiente de caballerías, acemileros y soldados de la escolta zigzaguea a lo ancho y largo de la vertiente sur del Harcha. Así entran las cubas de agua, los víveres, las municiones, el correo y el dinero de las pagas. Muy poco les llega a los vigías del Bucherit. Buzian se consuela pensando en lo que podría hacer si le ascendiesen a sargento: comprar simientes y herramientas; cazos y sartenes; tal vez una nueva cama de matrimonio; incluso enviar sus hijos a la escuela de Melilla como hacen los sargentos cristianos. Soñar con los galones de sargento para cuidar mejor de la familia. Y hasta comprar alguna buena tierra y solicitar el retiro para cultivarla. Buzian recorre sus dominios: un óvalo de piedras superpuestas y unos cuantos sacos terreros encima, abierto a la canícula y la helada. No hay alambradas. Ni troneras de hormigón, como en los fuertes que guardan Melilla. Y de ametralladoras, nada. Un puesto de la Policía Indígena es poca cosa. Con hombres y fusiles sobra. Bucherit no es un blocao y menos un fortín, pero es posición fortificada por la fidelidad y experiencia de sus defensores. Buzian sabe que, de atacarles, será de madrugada o al oscurecer. Si el enemigo llegase al mediodía, para sorprenderles, bastará estar alerta frente a los triángulos que algunas piedras del parapeto configuran entre sí. Sus hombres tienen vista de gavilán. A ciento cincuenta metros distinguen una liebre de un conejo. Buzian amplia esos miradores y ciega otros. Intuye que, llegado el asalto, Bucherit será tronera corrida. El que tenga más aguante en esa línea de fuego se impondrá. 295 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Fuegos de ataque: alférez que acorta plazos de auxilio y cabo que muere invicto 296 El oscurecer del 21 de marzo de 1917 debió ser como el de tantas otras tardes en el Rif: una gran franja púrpura debilitándose por Poniente, despedida del sol que un día más fallece sin por ello morirse. También pudo ser un nublado plomizo alejándose, señal de tormenta venida de Levante, que seguía su curso tras haber regado el país de los páramos y silencios. Lo primero es cotidianeidad climática; lo segundo, rareza meteorológica, propia de la baja primavera rifeña, cuando el cielo se compadece de la tierra y descarga aguaceros sobre su piel cuarteada como aviso, pues no es clemencia: hasta noviembre no vendrán más lluvias. Entrada la noche, el silencio parece tan infinito como frágil. Cualquier chasquido de rama quebrada lo convierte en estruendo. Animales y humanos en guardia están. Presentido el asalto, nada diferencia el aún vivir del posible morir. De repente, rumor de cuerpos que se aproximan reptando. En el parapeto, las cabezas de los centinelas, que parecían bloques de granito, se han movido. A un hecho, otro. En la pendiente se yergue una figura, que alza un brazo y lanza una piedra contra la posición. Esa forma inconcreta pasa por encima de los defensores, que abren fuego. El agresor cae, la bomba estalla. La tienda cónica revienta, se incendia y desploma. El combate se afirma en toda su violencia. Surgen los gritos, iguales a disparos. Fulgores cárdenos, coronados de humazos llameantes, picotean una, dos, tres veces, la cima fortificada. Bombas de mano. Más gritos e insultos, entremezclados con ayes de moribundos. Dos fracciones de hombres-gato luchan a muerte por la posesión de Bucherit. Los «malhechores» se habían aproximado en cuanto la oscuridad no les permitió reconocerse el uno al otro. A su favor, el recorte del perfil de Bucherit sobre el resplandor celeste. Negro macizo sobre azul oceánico. En su contra, el acusado ángulo de la pendiente, favorecedor del deslizamiento de cuerpos y piedras sueltas. Una de estas pudo causar la alarma. Les habían descubierto. Uno de los asaltantes decidió anticiparse al fuego de la guarnición. Lanzamiento largo, limitados daños, espectacular efecto. La bomba de mano sobrepasó el parapeto y cayó sobre la tienda, incendiándola. Guiados por esos festones de llamas, lanzaron otras cuatro granadas, una de las cuales no explotó. Aquella sucesión de estampidos, amplificados por el eco reverberado en los montes, fue onda de avisos que alcanzó Mars el Biat, posición española. Aquella noche, Moh Duduh era el sargento de guardia en El Biat. Gato viejo, baqueteado en cien sucesos, vigilaba a su sección mientras él hacía de centinela. El chasquido de la primera explosión, agigantado por el eco, no le engañó: aquello no era un trueno, sino bombazo cierto. El crepitar de la fusilería lo confirma. Tres explosiones seguidas y fin de las apariencias: golpe de mano contra el puesto de Policía. Cuando Duduh entraba en la tienda de mando para alertar al jefe del destacamento, este salía, ajustándose el cinturón y la funda de su pistola: Moisés Vicente Cascante, 21 años, alférez de la Reserva. Él mismo se dio la novedad: van a por Bucherit. Justo al límite: unos dos mil metros en línea recta, pero hay que descender al foso entre ambos vértices y trepar hasta esos fuegos. Media hora con el corazón en la boca. Tienen tres opciones: pedir ayuda a las tropas acantonadas en Tistutin, a las que guarnecen el Harcha o adelantarse ellos solos. Vicente pone fin a sus dudas al comprobar el incremento del fuego entre asaltantes y defensores: no hay tiempo para coordinar un ataque concéntrico sobre Bucherit. Hay que auxiliar a los de Buzian. No se les puede abandonar; ni es tolerable esperar a que otros decidan por él. Cursará la alarma y, sin aguardar autorización del mando, saldrá con la mitad de su gente. Catorce normarroquíes y dos españoles: el cabo Joaquín Herrero Obiez, que hace de enfermero, se presenta voluntario y es aceptado. Aprestos de armas, municiones e instruc- Gumía Del árabe kummiyya, cuchillo de forma curva, pero solo en el tercio final de su hoja. Los harqueños solían llevarla oculta, pero también sujeta en el cinturón o colgada de un fuerte cordón cruzado por el pecho y la espalda. Arma temible en manos de los avezados combatientes normarroquíes, inigualables en destreza y rapidez con su esgrima punzante o cortante, propia de un combate cuerpo a cuerpo sin miramientos. Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif ciones: fuera bayonetas, llevar navajas o gumías, avanzaremos a la carrera, fusiles sin montar el cerrojo; subiremos en fila y atacaremos en dos grupos, uno por la izquierda, otro por la derecha. Atentos a mi señal y a la del sargento. En Bucherit no había un solo centinela, todos subsistían en alerta. Medio destacamento daba cabezadas, el otro medio escrutaba las pendientes de acceso. Antes de que estallara la primera granada, los seis policías estaban en sus puestos, espabilados por el rodar de esa piedra. Carabinas empuñadas y cartucheras llenas; su mirar de alimañeros alineado está con la amenaza que cada uno cree distinguir. Y disparan. Aquel mazo de fusiles, haciendo fuego a la vez, desconcertó a los asaltantes. Los seis parecían sesenta. Fue entonces cuando las bombas de mano les alcanzaron de lleno. Murieron dos de los policías y heridos los demás. Bucherit estuvo a punto de perderse en esos instantes, pero los heridos aguantaron en sus heridas y posturas. La pugna se equilibra: los atacantes han perdido el factor sorpresa, con lo que su superioridad —«veinticinco rifeños», cifra verosímil, que aparece en las declaraciones— mengua. Los policías se ven obligados a disparar sobre sombras que, a gatas, corren para desenfilarse de sus disparos. Tiro por instinto. Los rifeños porfían: amplían el cerco antes del asalto. Hacia Bucherit corren ya, boca abierta y pecho jadeante, el alférez con su gente y el sargento con la suya. Ni los rifeños que atacan el puesto ni los policías que lo defienden les oyen llegar. Vicente se apercibe que el enemigo se abalanzaba sobre la posición «al ver apagados los fuegos de los defensores». ¿Habrán muerto? Lo que deduce el alférez lo comparten el sargento y el cabo: si los policías no pueden valerse por sus heridas, entrarán y los degollarán. Llegar tan cerca y oírles morir. Y en un empellón irresistible, repartidos en sendas guadañas agatilladas, sueltos los seguros, por la izquierda los de Duduh, por la derecha los de Vicente, atraparon por la espalda a los sitiadores de Bucherit. La brava gente de Buzian había ido dejándose dientes, tripas, sangres, vidas y vómitos por toda la posición, pero ni muriéndose a chorros claudicaban. Su jefe difunto parecía, fulminado tras encajar cuatro tiros o impactos de metralla. Otros dos policías habían muerto y los tres restantes, heridos de gravedad yacían. Sus armas mudas denotaban su premuerte. Bucherit agonizaba. Un grupo de asaltantes se lanzó, como un ariete, contra el portillo de entrada. Topetazo inútil. Atrancado con piedras, ni se movió. No les quedaban bombas de mano, por lo que no tenían más remedio que saltar. Al otro lado estaban los fusiles de los policías y uno de esos cajones de madera, con municiones Maúser para fusil, que usaban los isbaniuli (españoles). Mil ochocientos cartuchos. En su cabila valían dos mil cántaros de agua. Los más audaces se auparon al muro y escrutaron en su interior. De aquella poza entintada emanaba un silencio de cementerio. Los cuerpos de los defensores asemejaban moribundos apostados para fusilarles en cuanto se pusieran de pie sobre el parapeto, que los convertía en blancos imposibles de fallar al resaltar sobre el cielo estrellado. Los asaltantes acordaron solución: demolerían el parapeto desde el exterior y, en cuanto hicieran hueco para que dos hombres cupieran, todos adentro. El derrumbe del muro comenzó. Los golpazos de los pedruscos al estamparse contra el suelo les animaban. Del otro lado, mudez de sepultura. Bucherit era puesto muerto. Dos hileras de piedras y entraban. Y entonces llegó el infierno en forma de voz y orden de «¡fuego!». Sendos ramalazos de balas, llegadas desde lados opuestos, les hieren. Copados. De rodillas o protegidos entre las piedras apuntan a los fogonazos. Les responde una descarga y luego otra. Les matan. Si no escapan, ninguno sale vivo. Con las últimas energías que les quedan recogen a sus heridos y echan a correr monte abajo. Ningún sentido había en morir tras fracasar ante el Bucherit de Buzian, pues sabían bien que era él, maun de la 4 mía del 297 capitán Alonso, quien les derrotaba. Que le aproveche la victoria si la voluntad de Dios ha sido conservarle la vida. Ellos se guardaban la suya y obligados estaban a reservarla para el Rif Libre con el que soñaron sus padres y abuelos. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Parte de guerra: Bucherit es nuestro; la guarnición toda es baja, su jefe ha muerto Los primeros que entraron en el devastado Bucherit vieron cosas que nunca olvidarían. Los cuerpos de los defensores parecían más de los que eran: piernas astilladas, brazos en cruz, cabezas giradas con ángulo de cuello roto o paquete intestinal por el suelo. Entre los restos de la tienda, un cuerpo inerte con el fusil entre sus manos. Alrededor, «quince o dieciséis vainas de los cartuchos que había disparado»: Es Buzian, pero en la oscuridad no le reconocen. Agonizante, se había arrastrado hasta la tienda que tanto detestase para desde allí disparar contra los que pugnaban por entrar. Tiene cuatro heridas: «una en la garganta, otra en la boca, en un muslo (sin especificarse cuál) y en la cabeza». Impedido de hablar, Buzian se muere. Fue consciente de que su gente se había batido como él les inculcase, sin temor al sufrimiento ni suplicar clemencia. Atendido por el alférez y el cabo enfermero, Buzian expira sin una queja. El alférez, en su declaración del 21 de julio, recordó: «Reconocido el interior del destacamento, pudo apreciar que de los seis policías que lo guarnecían, dos estaban muertos y los cuatro restantes gravemente heridos, falleciendo uno de ellos a los pocos momentos». Era Buzian, héroe aún desconocido. Vicente pregunta por las bajas sufridas. Le responde el sargento Dudduh: ningún herido ni muerto. Para la fusilada, a cara de perro, que han soportado, Dios estuvo de su lado. Entre la guarnición del asolado Bucherit, todos causaron baja: tres muertos y tres heridos graves. Al que presentaba peor aspecto debía curársele en El Biat. Es la fundada petición que plantea el cabo Obiez y el alférez la acepta sin vacilar. Improvisadas unas angarillas, en ellas depositan al herido y, bien alineada la escolta, el alférez decide encabezarla. El grupo se pone en marcha. Llegados a El Biat, allí le fue «practicada la primera cura» al askari. Acertado estuvo Obiez, por cuanto aquel hombre le debería la vida. Vicente aprovechó tan favorable pausa para despachar un esbozo del parte de la acción —el definitivo lo redactará su capitán, Francisco Alonso Estringana—, que suponemos convincente: Bucherit es nuestro, su guarnición toda es baja, su jefe ha muerto, sin bajas en mi destacamento, los tres heridos puede que se salven. De seguido, Vicente y Obiez vuelven sobre sus pasos. Tercera marcha forzada, de madrugada, hasta coronar el enmudecido Bucherit. La negrura les envuelve, pero también les guarda. Concluida su andadura, Obiez y Vicente quedan en Bucherit, donde «se asistió a los otros dos heridos, permaneciendo con ellos y los muertos hasta el amanecer». Cuando alborea, Vicente confirma lo que él creyera entrever la primera vez que entró en el arrasado Bucherit: «Una vez dentro del destacamento (sic), el que declara pudo comprobar que uno de los centinelas había recibido un balazo en la boca, dejando parte de su dentadura sobre el parapeto». En Bucherit, los agonizantes ni vocalizar pudieron porque ni dientes tenían. «Matices» en un juicio para indiscutida Laureada e incertidumbre sobre una pensión 298 Con fecha 10 de abril de 1917 y desde el Zoco el Jemis de Beni Bu Ifrur, donde sigue acantonada la 4ª mía de la Policía, Mamma Ben Tafaryan, la madre de Buzian, tras enumerar las heridas sufridas por su difunto hijo en el combate del 22 de marzo, presentaba una súplica, dirigida al jefe del Ejército de África, general Francisco Gómez Jordana, para que «se digne Linaje En el Garb, Gomara, Rif y Yebala, donde el poblamiento bereber completa un nudo antropológico y su lengua, el amazigh, sintetiza su máxima fuerza comunicadora de convicciones y principios, la transmisión de tal suma de valores seculares es patrilocal y patrilineal o agnaticia —parientes por consanguineidad, procedentes de un tronco común, siempre de varón en varón—, concretándose en el singular tarfiqt y el plural tarfiqin. Esta agrupación de linajes puede reunir a doscientas o más personas. La conjunción de familias y linajes culmina en la taqbitsh («tribu» en rifeño), bóveda arquitectónica de alianzas (a menudo enfrentadas), que caracteriza la historia y la forma de vida, así como el presente y el devenir de los pueblos normarroquíes. Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif disponer la apertura de juicio contradictorio a favor» del defensor de Bucherit. La solicitante no sabe escribir. Y «a ruego de la interesada» por ella firma «Muley Hamid», la persona que la previno sobre su derecho a exigir un premio para su heroico hijo. El firmante puso, a mano, su nombre y linaje, los cuales se leen sin dificultad dada la legibilidad de su trazo. Hubo unanimidad absoluta en cuanto a los méritos del cabo Buzian. Los cinco declarantes en el juicio —el alférez, los tres askaris que resultaron heridos pero sobrevivieron a sus lesiones, más el capitán Alonso— ensalzaron el comportamiento de Buzian. Causa extrañeza que no declarasen el cabo Obiez ni el sargento Dudduh. El curso declaratorio de los policías supervivientes desvelará significativos matices, sin influenciar en los votos. Abderrahman Abdesselam Amar y Mohammed Ben Bachir Hamed, los policías que yacían heridos al concluir el asalto sobre Bucherit, no habían perdido el sentido. Al menos no los dos a la vez. El 27 de julio prestaron ambos declaración ante el juez instructor, teniente coronel Sabas de Alfaro Zarabozo, encargado del juicio contradictorio para estudiar la concesión de la Laureada al fallecido Buzian. Delante del oficial intérprete, Juan Márquez Ruiz, declaró primero Bachir Hamed, quien afirmó: «durante el fuego rifeño fueron heridos los askaris Abdesselam Haddú Kaddur y (un tal) Abderrahman, cuyo apellido ignora, además del cabo, herido en medio del combate, sosteniéndose en su puesto hasta que llegó la fuerza de auxilio al mando del oficial Vicente Cascante, falleciendo a las dos horas de llegar el refuerzo». El segundo en declarar fue Abderrahman, cuyo linaje era «Abdesselam Amar». De entrada, aportó un dato de interés: «conocía al cabo Buzian por ser de su misma yemáa (asamblea)». Amigos o rivales entre los Beni Sidel. En cuanto a los méritos de Buzian, Abderrahman se presentaba como el último defensor de Bucherit, y, a tal fin, insistió en su propio enaltecimiento: «unos veinticinco rifeños llegaron hasta el parapeto con objeto de asaltar el puesto (...) pues el fuego estaba debilitado a causa de estar solo tirando (sic) el que declara y dos askaris más, heridos los tres, pues los otros dos habían muerto y el maun Buzian, que les animaba, se encontraba gravemente herido, llegando hasta el extremo de que, a última hora (?), sólo podía tirar el declarante». Abderrahman hizo suya la declaración del alférez con respecto a la muerte del cabo: «Buzian falleció a poco de llegar el oficial de segunda Vicente Cascante». Después, Abderrahman cayó en inesperada amnesia. Al serle preguntado «si sabe quienes fueron con el oficial Moisés Vicente Cascante a auxiliar el puesto, dijo que no lo sabe, por haber sido retirado enseguida que llegó el refuerzo». Pasmosa ignorancia la suya al no acordarse del cabo Obiez ni del sargento Dudduh, cuando el herido transportado hasta El Biat, con el fin de salvarle la vida, no era otro que él mismo. Nadie tomó en cuenta tal olvido. Ni la autoexaltación de méritos del citado Abdsselam Amar, ni la imprecisión en cuanto a los muertos o heridos causados al enemigo, poseyeron fuerza bastante para devaluar la Yemáa Asamblea comunitaria. Institución de carácter deliberante en la que prevalecía un inequívoco comportamiento democrático: se respetaba la mayoría de los votos de los delegados de las tribus que tomaban parte en las discusiones y decisiones finales. Sus resoluciones tenían carácter ejecutivo inmediato. Para los acuerdos trascendentes, como declarar la guerra a un invasor extranjero o aceptar la paz ofrecida por este, se exigía la unanimidad. Al lugar de reunión (agrau) acudían los chiuj (jefes) de las cabilas, también considerados izdifen —literalmente «cabezas» de linaje—, y aquellos reconocidos como imqranen, cuya equivalencia es la de «grandes (jefes)» o los «más notables (de cada tribu)». Si por el contrario, la convocatoria concernía solamente a los delegados de unos aduares (dxuar) o subfracción (farqa), la yemáa resultante nada perdía de su efectividad y simbolismo, pero su relevancia regional quedaba muy disminuida. En tal caso, la reunión solía tomar el nombre de jonta (por el castellano de «junta»), aunque los mandos españoles de la zona, al referirse a estos encuentros tribales de inferior rango, preferían llamarlos «concejos», término injusto para su genuina importancia. 299 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 300 heroicidad del hijo de Mamma Ben Tafarjan. El «caso Buzian» estaba claro: defensa hasta la muerte de la posición; rechazo de sucesivos asaltos; todos los defensores causan baja y su jefe queda entre los muertos. Porcentaje de bajas: el cien por cien. Bajas contrarias: «en los alrededores (se) percibió un gran charco de sangre y dos regueros con huellas de haber sido arrastrados los heridos o muertos del enemigo». Bucherit: puesto mantenido contra fuerzas enemigas superiores en número y medios; resistencia desesperada confirmada por las bajas propias, que suman la totalidad de la guarnición; derecho inalienable del fallecido a la máxima recompensa del Ejército. Votos considerados, cinco. Votos a favor del causante, los cinco; de los cuales cuatro corresponden a testigos directos de los hechos y el quinto pertenece al capitán Alonso, jefe de su compañía. Pronunciamientos favorables de autoridades militares de mayor rango, otros cinco: — Del jefe de las tropas de Policía Indígena en el territorio de Melilla, coronel (luego general de división) Pío Suárez Inclán González, en su escrito del 5 de junio de 1917. — Del comandante general de Melilla, Luis Aizpuru Mondéjar, por manuscrito suyo fechado el 12 de agosto de 1917, que fue remitido al teniente general Jordana, en Tetuán, como alto comisario y comandante en jefe del Ejército de África. — Del auditor (general) de división del Ejército de África, Francisco Pego Méndez, quien, en texto suyo manuscrito, fechado el 3 de septiembre siguiente, especificaba el Caso (2º) y el Artículo (27º) de la denominada «Ley de San Fernando», promulgada el 18 de mayo de 1862, textos que justificaban la concesión de la Laureada al extinto Buzian. — Del jefe de la Sección de E. M. en Tetuán, comandante Francisco Martín Moreno, en texto mecanografiado y fechado a mano «9-9-1917», trasladado al jefe de Operaciones, coronel Francisco Gómez-Jordana Sousa, donde le razonaba que el causante, «con su conducta heroica, dio lugar a la llegada de refuerzos que recogieron a los heridos supervivientes y evitó que el enemigo pudiera apoderarse del armamento (y las municiones), por lo que no parece haya inconveniente alguno para otorgar a este cabo la Cruz Laureada de San Fernando, que, a juicio de esta Sección, ha merecido cumplidamente». — Por último, del teniente general Francisco Gómez Jordana, como jefe supremo del Ejército de África, quien, a continuación del documento manuscrito por el auditor, anexó el suyo, de su puño y letra, texto con el que se cerraba el expediente Buzian y decía así: «Tetuán, 13 de septiembre de 1917 Conforme, remítase el expediente al Consejo Supremo de Guerra y Marina (en Madrid), para su resolución, haciendo constar, por mi parte, que considero al maun Buzian Al-lal Gatif acreedor a la Cruz de segunda clase de la Real y Militar Orden de San Fernando como incluido en el caso segundo del artículo veintisiete del Reglamento». Aquel Ejército de África, desde su comandante en jefe a sus mandos subordinados, había actuado con diligencia, ecuanimidad y eficacia. Sin embargo, de la obligada pensión a la madre del fallecido Buzian nada aparece en la documentación del juicio contradictorio tras su preceptivo tránsito por el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Y nada se dice al efecto en el expediente personal de Buzian. El decreto que fijase la cuantía de tal pensión debería hallarse en el Diario Oficial del Ejército o en la Gaceta de Madrid. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Bucherit fue posición defendida y liberada en vertiginosa secuencia. La defensa tuvo su héroe, que fue Buzian, y la liberación el suyo, que fue Vicente. La muerte del primero no fue en vano gracias a la lucidez y valentía del segundo. Buzian se ganó merecida Laureada y la obtuvo a título póstumo. Una pensión para su anciana madre, que revertiera en sus hijos huérfanos, tenía más valor para la familia y su pueblo. Esa pensión es hoy una incógnita. No lo es el desinterés que recibió quien liberase Bucherit. La tenaz resistencia de Buzian y el fulminante contraataque de Vicente sobre el asediado Bucherit impidieron no solo que el puesto de Policía cayera en manos enemigas, sino el aprovisionamiento de esa fuerza hostil en armas y municiones, más el rearme moral por ese triunfo. De no haber actuado Vicente como lo hiciese aquella madrugada del 22 de marzo, Bucherit habría sido ocupado, los cuatro heridos rematados y el material útil, sustraído. Con cinco fusiles —el sexto, nº 3.781, quedó destrozado— no se forma una harca, pero se refuerza la que había. Con más de mil balas de fusil —el consumo de municiones fue de «setecientos cartuchos»— se puede detener el avance de dos columnas, pues más probada que sabida era la certera puntería del rifeño. Cada harqueño solía recibir de 25 a 30 cartuchos cuando se iba a la guerra con su harca. Para qué más, si se contaba que no despilfarraría ningún tiro y, de tener fallos, serían por defecto de la propia munición o de lo intangible: la voluntad de Dios. Fuesen benibuyahidíes o metalzis o una conjunción de ambos, los desbandados ante el Bucherit de Buzian y Vicente, de haber triunfado ante ellos y reunido así inmediato refuerzo en armamento, municiones y exaltación bélica por su triunfo, mucho les habría tentado repetir asalto a una escala mayor. Mars el Biat era el objetivo idóneo, incluso para atacarlo esa misma noche del 22 de marzo de 1917. Es lícito suponer que la fuga de los atacantes, replegándose con gran rapidez pese a llevar consigo sus muertos y heridos, solo fue posible al contar, en las cercanías de Bucherit, con otro contingente de rifeños, en espera de auxiliarles en su retirada de fracasar el ataque o reforzarles tras su victoria. El Biat era posición aislada, en la que los rebeldes podrían apoderarse de 25 a 30 fusiles y el doble de munición que en Bucherit. Poco cuesta imaginar que el tercer golpe hubiese ido dirigido contra el monte Harcha y, de hacerse con sus cuatro cañones, sobre el desamparado Arruit, que a sus pies yacía. El Harcha pudo ser el primer Abarrán, pues aunque Arruit no se adelantara al funesto Annual, su mal emplazamiento prevenía sobre futuros reveses al Marruecos de Jordana y Aizpuru. Ambos jefes intuyeron la gravedad de la crisis soslayada. El sacrificio de Buzian y sus leales, más el coraje de Vicente y los suyos, cerraron el paso a tan inquietante perspectiva de cepos tácticos. Por sus méritos en el combate del 22 de marzo de 1917 y evitado posteriores desastres, sin tener una sola baja entre sus fuerzas, Vicente se merecía la Cruz de María Cristina —segunda condecoración de mayor rango después de la Laureada— y su ascenso a primer teniente. Y fue nada. Ni cruz al pecho, ni ascendido, ni proeza agradecida en público. Moisés Vicente Cascante era hombre probado en el fuego y premiado por lo mismo. Las cuatro Cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, tres de ellas pensionadas, que poseía, sumadas a sus méritos en Bucherit, no bastaron para que le ascendiesen a teniente, mientras otros, con la mitad, eran capitanes. Vicente no era militar de academia, sí profesor de lecciones bélicas, en las que se había doctorado con nota de sobresaliente. En septiembre de 1917 le ascienden a segundo teniente. Un escaloncito dentro del escalafón. Transcurrieron dos Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante «Cruz de la Desidia» para el otro héroe de Bucherit: el alférez Vicente 301 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 302 años hasta que, por R. O. del 12 de marzo de 1919, le conceden la Cruz de Primera Clase del Mérito Militar, a la que adjuntaron una pensión de 25 pesetas. Liberar Bucherit y evitar otros peores tenía precio de catálogo: cinco duros al mes mientras viviera el causante de tal salvación. Para Vicente vino a ser su Cruz de la Desidia. El 2º teniente Vicente no se desalienta ni reduce su compromiso moral con el Ejército. Persevera en su modo de ser: planea descubiertas; tiende emboscadas, fortifica avanzadillas y cubre la protección de convoyes o supervisa el relevo de unidades. Acepta el mando de pequeños o medianos destacamentos. Cumplir es su divisa. Su trayectoria puede seguirse a lo largo de la línea del frente que, a partir de Batel, se tuerce hacia la izquierda y constituye un arco ofensivo, de gran amplitud, encarado con los macizos de Tahuarda y Tizzi Assa. En esos recorridos de vanguardia, su apellido queda asociado a una fila de puestos avanzados: Arreyen Lao, Sidi Abd el-Kader, Sidi Yagub, Tixera, Tamasusint. Los meses desfilan como si fueran semanas. El Rif en paz parece, pero los conflictos se suceden y la Policía Indígena hace de cortafuegos. Vicente no se aburre. Un teniente con cruces suficientes para ser comandante y rumores de motín Un día le comunican a Vicente que le ha sido concedida otra Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo, pero esta vez sin pensión. A la Caja del Ejército de África le han hecho tantos agujeros como militares distinguidos tiene en nómina, pero sin cobrar. Esa condecoración, sexta hija de su estirpe, lo ha sido por «el periodo de operaciones entre el 20 de junio de 1918 y el 5 de febrero de 1920». Apenas se acuerda de lo que hizo hace tres meses como para recordar lo afrontado y sufrido en dos años. La emoción resultante, como cuanto ocurre en un ejército desplegado ante un frente en continuo movimiento, es relativa. Su responsabilidad aumenta. Vicente se supera y no le cuesta. Otro día le previenen que será ascendido. Escéptico, prefiere situarse a la expectativa hasta que el hecho se manifieste. El 27 de junio de 1920 le ascienden a primer teniente. En Melilla han tardado tres años y tres meses en darse cuenta del militar que es. Será por los cambios habidos. En Melilla manda el general Silvestre y en Tetuán el general Berenguer, que además es el alto comisario. Ambos dependen de un tercero: Abd el-Krim, que es quien manda en el Rif y terco enemigo se muestra, desde su feudo en Axdir, a todo avance español más allá de la orilla izquierda del Kert. La guerra asoma su hosca faz, aunque nadie la toma en serio. Tiroteos siempre hubo en el Rif y ahora son infrecuentes. Pero la guerra ha llegado al Rif para quedarse. Y no se irá en siete años. Acabándose 1920, decimotercer año de sus deberes cumplidos por España, a Vicente le conceden otra Cruz de Primera Clase del Mérito Militar con distintivo rojo. Y al igual que la vez anterior, esta séptima llega sin pensión. La condecoración le ha sido otorgada «por los servicios prestados entre el 4 de febrero de 1920 y octubre del mismo año». Pocos tenientes del Ejército de África pueden lucir siete cruces del Mérito Militar, todas con distintivo rojo y cuatro de ellas, pensionadas. Si por cruces fuese, Vicente debería portar, en la bocamanga de su uniforme, la estrella de ocho puntas que distingue a los comandantes. Ocho cruces al Mérito Militar posee el teniente coronel Pérez Ortiz. Y «Don Eduardo» empezó como él, con singular variante: trompeta voluntario, en agosto de 1884, sin cumplir los diecinueve años. De soldado raso se podía llegar hasta coronel. La diferencia estriba en que Pérez Ortiz, cuando no anda metido en operaciones como segundo jefe del San Fernando nº 11, cuyo coronel es José Rodríguez Casademunt, laureado Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif en Cuba (1897) y único mando con tal distinción de los seis regimientos de Infantería, que constituyen el armazón del Ejército de África, investiga y escribe. Pérez Ortiz estudia tácticas de otros ejércitos y repasa sus escritos, convertidos en manuales: ha publicado uno (1900) sobre técnicas de tiro y otro (1903) sobre la guerra de guerrillas. Vicente es veintidós años más joven que el célebre teniente coronel. La diferencia impone y relativiza toda espera, aunque ni por asomo exalte la crispante lentitud de la Administración militar. Ambos mandan tropas en campaña y a sus soldados dan ejemplo. Cuando los militares son de cuerpo entero no caben rangos ni edades para servir al país y honrarse en tal cumplimiento. Uno será hecho prisionero y en el Rif carcelario sobrevivirá año y medio, que es mucha vida perdida. Del otro se dirá que «está prisionero», cuando no fue cierto, pues muerto quedará en la posición cuya defensa un día le fuera confiada. Empieza 1921. En principio, otro año igual: se instalan nuevas posiciones y se fortifican otras, pero sin fundamento, pues el frente dormido parece, aunque el motivo es otro: no hay convicción en lo que se hace, ni por qué se hace. La carencia en medios refuerza el desaliento: faltan alambradas y ametralladoras Hotchkiss, pues las Colt son un pozo de averías; faltan teléfonos de campaña y fusiles de repuesto, por cuanto la mayoría de los Maúser están descalibrados; faltan ambulancias y camiones; pues los heridos sufren en las bamboleantes artolas y los batallones caminan hasta caer rendidos de cansancio. Sobre todo falta impedimenta, desde mulos para los convoyes a buenos caballos de tiro para arrastrar las piezas de artillería. No menos en falta se halla el vestuario de la tropa, porque muchos soldados van en andrajos y medio descalzos, dado que sus alpargatas se les caen a pedazos, así desciendan por despeñaderos o se metan en barrizales. España es pobre y sus soldados dan fe. Pero España no es ruin. Ni en sangre, ni en dinero. A Marruecos fueron 320 millones en los Presupuestos del año Veinte y, sin embargo, falta de todo. ¿Dónde han ido a parar tantos millones? Es el comentario general. Ni siquiera hay dinero para pagar los jornales que se deben al campesinado rifeño, que se parte sus riñones y rodillas al abrir pistas entre cortaduras y barrancos. El general Silvestre no tiene un duro y ha ordenado suspender esos trabajos. Sin mulos ni carreteras, sus soldados hacen de bestias de carga y lo mismo arrastran cañones que tiran de caballerías, que ni en pie se tienen por falta de agua y forraje. Vicente se mueve entre esas carencias, que le indignan, y otras evidencias, que le alarman: la tropa rifeña protesta poco, pero reventaría como una granada si su familia pasara hambre. Las pagas se retrasan. A veces tres meses o más, como sucede en la 13ª mía, la compañía que manda el capitán Huelva. Un disparate, que puede acabar en motín y muertes. El desánimo moral se enquista y las murmuraciones aumentan. Sargentos y cabos se lo advierten al teniente, pese a lo advertido que Vicente está por sí mismo y también su capitán, Francisco Alonso, quien lleva la 4ª mía con energía y alegría. Solo una vez la paga se retrasó y fue un drama para los policías con hijos. Vicente confía en la resistencia cultural de sus hombres: acostumbrados a bregar con un terreno tachonado de pedruscos hasta dos palmos bajo el suelo; encarar con fe la anhelante siembra del otoño y enfrentarse a las cosechas muertas ya en primavera; a las enfermedades que se llevan a las madres de un manotazo y a sus hijos en un soplo; al despotismo de algunos chiuj (jefes), dueños de manantiales y los terrenos más feraces; a su rabia contenida al ver cómo les desprecian algunos nuevos oficiales de la Policía, cuando ellos llevan años luchando por Isbania (España), «tirra di antigua fimilia», que no pocos sienten de corazón, mientras que esos presumidos uniformados, con botas lustrosas y gorra ladeada son incapaces de dar la cara por su patria y morir por ella. 303 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Silvestre quiere tomar Alhucemas por... Tamarit avisa que sus atributos «son dos» El general Silvestre sigue agobiado por su persistente falta de numerario y la forzosa suspensión del trabajo en las pistas. Sin carreteras, ningún ejército moderno puede moverse. Sin moral, todo ejército se corrompe y muere antes, incluso, de caer vencido. Silvestre haría bien en preocuparse por lo que ocurre en las unidades que cubren su primera línea, policías indígenas y los Regulares. Una obsesión le perturba y nubla su lucidez: tomar Alhucemas. Un día de enero, el 15, llegan noticias del comandante general: Silvestre, con cuatro gatos (una brigada) ha cruzado, sin oposición, los montes que rodean Ben Tieb, coronado el Izzumar y afrontado el difícil descenso por su cara norte. Y en la hoya semidesértica que ante él se abría, en la más alta de tres colinas pandeadas y peladas, sin un árbol ni un arbusto, plantó su gesto y tienda, equivalentes a firma y bandera. Annual se llama. La operación ha concluido sin tiros ni bajas. Alhucemas, más cerca. Queda fortificar lo tomado y las alturas circundantes. E insistir en los avances por la costa con el fin de proteger nuevos avances. Días después son ocupados Afrau y Sidi Dris. Hacia ellos caminan artilleros, zapadores y telegrafistas. Dos nuevos baluartes se yerguen. Miran al mar y parecen esperar su ayuda. La calma existente se desvanece, sustituida por una frenética actividad. El trasiego de tropas y convoyes de aprovisionamiento es constante. Cuanto se mueve, sean hombres, cañones o caballerías, todo marcha hacia Annual. Es el camino de Alhucemas, que actúa como un imán para el ejército, aunque no pocos muestren su disconformidad: (coroneles) Gabriel de Morales Mendigutía y José Riquelme López Bago; (tenientes coroneles) Fidel Dávila Arrondo y Ricardo Fernández Tamarit, sobre todo este último, segundo jefe del África nº 68, desplegado en la llanada de Bu Bekker. Tamarit ha escrito a Silvestre, aconsejándole una audaz maniobra por el macizo de Busfedauen, con la finalidad de envolver la mole de Tizzi Assa, desembocar en el Alto Nekkor y descolgarse sobre la bahía de Alhucemas para tomar Axdir por sorpresa. El teniente Vicente conoce al teniente coronel Tamarit. Hombre alto y corpulento, sagaz e inquieto, a sus 47 años no para ni a nadie deja parar. La tropa trabaja duro, pero está contenta: la comida no falta y se siente bien dirigida, pues lo que le ordenan que haga, sentido tiene. Los de la Policía Indígena piensan lo mismo. Unos y otros están a oscuras de esa carta de su teniente coronel y no se imaginan la réplica de Silvestre tras ser prevenido sobre sus errores tácticos y los abusos de algunos oficiales de la Policía. El comandante general de Melilla ha respondido a Tamarit con un exabrupto alusivo a su triple masculinidad. Alhucemas será tomada porque quien lo ordena tiene no solo lo que hay que tener, sino tres. Virtuosismos metabólicos que un condottiero (Bartolomé Colleoni) se asegura demostrase en sus días de gloria bélica o en las duras batallas de alcoba del Quattrocento. Tamarit no se acoquina ante el alarde testicular de su general, a quien ha recordado que él solo tiene «los dos de reglamento». Este recordatorio del número máximo de atributos masculinos dejó a Silvestre endemoniado y a la vez mudo, sin saber qué responder a la intelectualidad impávida e imbatible de Tamarit. Silvestre modera ímpetus sin corregir errores; Abarrán, monte-tumba de sus afanes 304 En Melilla apenas hay tropas de reserva y los almacenes están secos como los cauces de los ríos. En la Península no pasa lo mismo, pero el resultado es idéntico. Buscar armas y municiones Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif en el laberinto de cuarteles, depósitos y polvorines es trabajo arriesgado: en principio no aparece nada, pero de pronto surge un tesoro: lotes de granadas de un nuevo modelo que iban a ser probadas y nunca lo fueron o una fila de cañones, fabricados en la Maestranza de Artillería de Sevilla, que alguien con criterio y sentido precavido de la estrategia y la Administración, que nunca son coincidentes, reunió en una nave abandonada. Allí están a salvo de peticiones infundadas o crispadas. Para rescatarlas, es preciso hablar con algunos difuntos o esperar a que los vivos se reincorporen a sus destinos. España está de vacaciones. Son las mismas que empezaron en 1805 (Trafalgar) y se creían concluidas en 1898 (Cavite y Santiago de Cuba). Ante la imposibilidad de encontrar un «Conforme» o un «Autorizo bajo mi responsabilidad», la España desesperada en África cruza cientos de telegramas con la España peninsular o insular, de por sí indiferentes o quejosas de tanta insistencia reclamatoria. En el Marruecos español, las idas y venidas aumentan, los coches rápidos suben puertos y los bajan (a veces dando vueltas), mientras motoristas, señaleros y telegrafistas acaban derrengados. En el tráfico destaca un automóvil descapotable, pintado en un provocativo color blanco, parabrisas recto y asientos en cuero color avellana un tanto sobado. Suele aparecer cerca del mediodía, camino de su conocido desafío: subir a toda marcha el Izzumar y bajar por la vertiente opuesta, seis kilómetros de suicidio si el chófer recibiera orden de no levantar el pie del acelerador. Silvestre regresa sin novedad, luego el general sube raudo, pero baja cauto. Vicente está de guarnición en Batel, campamento cuya linde sureña es la pista que viene de Melilla y llega hasta Cheif, posición no lejos de Drius, el mayor campamento español en el Rif. A Silvestre y su coche retador les reconoce por la polvareda que deja el segundo y los mostachos que exhibe su erguido pasajero, siempre que la nube de polvo que suele envolverle lo permita. Le vean o le intuyan, los soldados que avanzan por la carretera, fusil al hombro, le vitorean cuando les adelanta, en su torpedo blanco, dejando tras de sí filas de gorros en alto y caras alegres. Silvestre es muy popular entre la tropa; entre la oficialidad, menos; en el generalato, nada. Silvestre da miedo al militar oficinista y desazona al coronel o general de antedespacho, mientras encandila a las damas y a las tropas, sendos femeninos en plural a los que tiene conquistados. Una vez en su coche, Silvestre ordena al chófer «para ahí mismo» si el asunto así lo exige, sea para atender a desamparada mujer o proteger al hijo de un héroe rifeño no reconocido por el Gobierno, sí por el Estado Militar que él representa y pruebas fotográficas hay en su Legado. Silvestre suele ir en el lado derecho del asiento de atrás, que utiliza como planero y apuntadero de avisos: un ojo en la carretera y otro en el papel. No por eso se distrae ni se extravía. No suele detenerse en Batel, sigue la ruta hasta Drius, para allí girar a la izquierda y continuar, recto como un tiro, hasta Bu Bekker. O bien tuerce a la derecha en el cruce hacia Ben Tieb, aviso infalible de que ese día comerá en Annual, de donde regresará a media tarde para rendir viaje en su casa, la Comandancia de Melilla. Marzo, abril y la mitad de mayo mantuvieron el guion aprobado por el general y su minutero afín. Silvestre iba al frente, le dedicaba una larga ojeada (a veces dos), criticaba algo y regresaba. Su ejército marchaba tras él, nada podía criticar y al completo no volvía: la mitad ocupaba las nuevas posiciones y la tercera parte regresaba para ingresar en el hospital. Mala comida, higiene nula, agua solo buena para diarreas, moscas y mosquitos por trillones. Había triple número de enfermos que de heridos. Melilla empezó a quedarse sin soldados en sus calles. Y en decisión irresponsable siendo legal, presionado por el vizconde de Eza (Luis de Marichalar), ministro de la Guerra, ordenó Silvestre la repatriación de sus veteranos al haber cumplido los tres años de permanencia en filas. Cuatro mil quinientos soldados recibieron su cartilla de 305 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 306 desmovilizado, billete para la vida por cuanto sucedería. Fueron sustituidos por otros tantos quintos, por un lado verdes como pimientos de huerta y, por el otro, amarillos del «miedo a los moros», que les inculcara una sociedad harta de perder padres e hijos en la conquista de Marruecos. Su moral se hundió tras desembarcar. Como resultado, su mirada quedó vacía y sus rostros adquirieron un siniestro color de ceniza. Fueron los muertos de Arruit antes de serlo allí. En los últimos días de mayo, Vicente fue prevenido que se le destinaría a Sidi Yagub, anclada junto a la orilla derecha del Gan y enfrente del binomio Batel-Tistutin, acuartelamientos a quienes, desde sus avanzadillas situadas en el monte Uiel, servía de centinela para prevenirles de cuanto malo llegase desde el oeste, el este y el sur. Sin embargo, no ya lo malo, sino lo tremendo e inesperado, vendría del norte. En la tarde del 1 de junio, lo incomprensible se consuma: Abarrán perdido a las pocas horas de ser ocupado por la columna del comandante Villar. El responsable se salva y su columna con él. No así el destacamento de artilleros y zapadores, reforzado con tropas de la Policía y fortificado en la cima. Guarnición atacada y desbandada, mandos muertos: capitán Salafranca, tenientes Camino, Fernández y Reyes. La excepción: el teniente Diego Flomesta, jefe de la batería, herido y prisionero. Los rifeños se llevaron los cuatro cañones de 75 mm del bravo Flomesta, al que todos imaginaban desesperado, aunque no tanto como para dejarse morir de hambre antes que revelar, a sus guardianes, los secretos de ser un buen artillero. Su hidalguía conmueve y enardece. En días sucesivos se conocieron detalles significativos: el capitán Huelva participó en la operación sin tener mando alguno sobre las tres mías que intervinieron: la Quinta, Décima y Undécima, mientras llevaba consigo los cinco meses de paga que él les debía a los policías de su mía, la Decimotercera, que ni siquiera fue movilizada. ¿Temía que le robasen el dinero que no era suyo? Lo cierto es que le despojaron de tal dinero, pero después de matarlo. Ramón Huelva fue el primero en caer. Uno de los harqueños «amigos» se revolvió contra él, encaró su fusil y lo mató de un tiro. Venganza por abusos. Del dinero nada se supo, por cuanto el cuerpo de Huelva no apareció. Sí el del capitán Juan Salafranca, cuyo cadáver fue ofrecido por «cuatro mil pesetas». Silvestre no vaciló en aprobar que, entre varios compañeros del finado, reuniesen ese dinero, equivalente a la paga mensual de seis capitanes. La cantidad exigida fue entregada y a cambio se recibió un cuerpo uniformado, pero irreconocible por las mutilaciones que presentaba. La sensación de vengativa ira fue desplazada por una creciente ansiedad. Con la moral por los suelos, el ejército de Silvestre se atrincheró en sí mismo: la confianza en su general se craquelaba como pintura al fresco bajo drástico cambio de temperatura. Toda la obra de España en el Rif amenazaba ruina. Nueve años de creencias, esfuerzos y penalidades, subsumidos en grasientas cenizas: beniurriaglíes y tensamaníes quemaron los cuerpos de los efímeros ocupantes de Abarrán. Soldados españoles y rifeños al servicio de España se carbonizaron por igual. Al estupor por lo ocurrido sucedió el afán por enmendar el fracaso y castigar al enemigo. Melilla participó de esa ilusión y Madrid otro tanto. El tráfico por las pistas que llevaban a los ejes Ben Tieb-Annual o Dar Drius-Bu Bekker se incrementó. El descapotable de Silvestre fue mancha borrosa en esos recorridos a trompicones, donde todo eran prisas y escasos los aciertos. De improviso, el automóvil del general dejó de verse. Silvestre se había encerrado en Melilla. Cavilaba qué hacer o se desesperaba por no tomar la decisión que su conciencia le exigía: dimitir. Silvestre no se atrevió. Y su ejército sin cabeza quedó. La moral se resintió y el desorden en los abastecimientos aumentó. A la par crecieron las bajas. Las tropas de la Policía Indígena resistían bien. Aun así, enfermos había. Cuando tal cosa Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Desde el 5 de junio, Sidi Yagub tenía nuevo mando. No sabemos a quién relevó el teniente Vicente, sí los hombres y medios que disponía: «catorce askaris y seis elementos de ganado». Cinco mulos y un caballo, reservado para el oficial. Estos datos, que conocemos por el archivo particular del general Picasso y sus minuciosos estadillos, posición por posición, nos previenen sobre la dificultad de mantener 135 posiciones en tierra hostil con efectivos tan reducidos en número, a su vez repartidos por montes, páramos y vaguadas. Con sus catorce soldados, Vicente tenía que guarnecer la posición principal y dos avanzadillas en el monte Uiel. Se decantó por la más cercana. Cuatro policías en aquel rocoso mirador y los diez restantes con él. Sabía que se obligaba a un continuo sube y baja desde un emplazamiento a otro si quería asegurarse que sus instrucciones se entendieran y cumplieran. Volvían los tiempos hoscos de Bucherit. Sidi Yagub era puesto situado junto a la orilla derecha del Gan. Fue posición instalada para proteger el paso de los convoyes de suministros y el avance de las columnas de Caballería al cruzar el Gan, que es cauce sin agua desde julio a octubre. Y eso los años húmedos, raros de ver. En consecuencia, Sidi Yagub era puesto-abrevadero para cuando el Gan se limitaba a parecer modesto río y no un barranco emboscado de fusiles. Para todo observador acodado a los parapetos de Sidi Yagub, las vistas eran asimétricas: despejadas e inquietantes hacia el noroeste, oeste, suroeste y el sur; dominios de los Beni Tuzin, Beni Urriaguel, Bocoya, Taffersit y Tensaman, cinco tribus de cuidado, por cuanto sus pobladores maestros eran en el manejo del fusil. En cambio, hacia el noreste, este y sureste, donde habitaban los Beni Said, Beni Sidel, Beni Bu Ifrur y Quebdana, tribus sometidas las cuatro, pero también los Beni Bu Yahi y Metalza, insometidas ambas, las panorámicas del terreno nada mostraban al quedar ocultas por montes y portillos como el de Tizzi (paso de) Uindor, que hacía de pasadizo de escape, a la vez que túnel de ataque hacia Sidi Yagub. El norte, en su integridad cardinal, era horizonte tapado. Esa ceguera resultaba tanto más amenazante cuanto que hacia ese norte difuso se dirigían las columnas provenientes de Melilla: Annual bloqueada estaba al hallarse bajo asedio Igueriben, su guardiana táctica y bandera ética de referencia. Desde el 17 de julio se luchaba a muerte por Igueriben. En aquel espolón amarillo peleaban los hombres del comandante Julio Benítez, negados a rendirse. A media tarde del viernes 21 de julio se supo que Igueriben había sucumbido: la guarnición entera, salvo unos pocos, muerta. Una treintena de enloquecidos supervivientes, ojos desorbitados, pómulos hundidos y labios cuarteados y terrosos de los que no salía palabra inteligible alguna, alcanzaron Annual. Cuatro murieron, entre espasmos y vómitos, tras atracarse de Los sacrificables Sidi Yagub en alerta: Benítez muerto en Igueriben; Silvestre suicidado en Annual Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif ocurría, Vicente los metía en un camión y con ellos se iba hasta Bu Bekker. Allí tenían consulta dos jóvenes médicos, el capitán Miguel Palacios Martínez, de 26 años y el teniente Juan Pereiro Coustier, de 28. Entendían de síntomas y excusas. El que más, Palacios, un soriano con arrestos y vista radiográfica. A los enfermos auténticos curaba y a los falsos espantaba. Vicente volvía siempre contento. Nadie de su gente disimulaba. Quien escurría el bulto era el coronel Francisco Jiménez Arroyo, jefe del regimiento África nº 68. Lo que ese hombre no hacía o impedía hacer era un clamor a lo largo del frente. Este coronel se pasaba meses sin dignarse coger un rápido y pasar medio día al menos en su circunscripción, Telatza de Bu Bekker. Su destino estaba en los cafés y casinos de Melilla. Y eso que era el segundo jefe de la Junta de Defensa en la plaza. El primero era el coronel Silverio Araujo, a quien rara vez se le veía «en el campo» de operaciones. 307 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 18 308 agua y pan a puñados. Los que se contuvieron en sus ansias resumieron lo ocurrido: el comandante había muerto en el parapeto y sus oficiales con él. Cabía suponer que alguno hubiese sido hecho prisionero, no sus mejores capitanes, pues aunque solo hubiera uno —Federico de la Paz Orduña, al mando de la artillería—, los demás, fuesen tenientes, alféreces, sargentos, cabos o soldados, capitanes fueron todos cuantos en Igueriben lucharon y bajo su bandera rojigualda cayeron. La muerte de Benítez anticipaba la del ejército si este emprendía la retirada. ¿Qué decisión tomará el general? La pregunta en boca de todos. Silvestre había llegado a Annual esa misma mañana. Muchos le habían visto pasar en su coche. Tras él cabalgaban dos escuadrones de Regulares, la última fuerza a caballo que en Melilla quedaba. Aunque los mejores jinetes, los del Alcántara, escalonados entre Drius, Ben Tieb y Bu Bekker esperaban órdenes. Su coronel, Francisco Javier Manella, estaba en Annual. Junto a Silvestre. Eran amigos desde hace años. Todo el ejército se hallaba en primera línea de frente. Melilla era la segunda línea. Las reservas, agotadas. Se habían pedido tropas de refuerzo al general Berenguer en Tetuán y 60.000 granadas de cañón, kilómetros de alambre espinoso, ambulancias y equipos de cirugía al ministro Eza en Madrid, pero ninguno había enviado cosa alguna: ni batallones, ni ametralladoras, ni cañones, ni proyectiles; ni ambulancias, ni material quirúrgico. Los artilleros de Annual rebuscaron en los armones de sus baterías. Reunieron veinte granadas por pieza. Lo mínimo para un combate. Y después a santiguarse. De Silvestre decían que buscó la muerte en el camino hacia Igueriben, empeñado en cargar pendiente arriba con los escuadrones de Regulares, pero que sus ayudantes y otros jefes se lo impidieron. El resultado fue que la columna de Annual, algo más de cinco mil hombres, perdió el norte al perder su jefe criterio táctico e impulsos resolutivos. El resto del ejército desplegado, nueve mil hombres, quedó sin saber qué hacer ni en qué pensar, como no fuese morir en sus puestos o escapar del desastre en puertas. Fue entonces cuando llegaron nuevas órdenes en respuesta a diversas peticiones. Se desmantelaban puestos y sus guarniciones se repartían entre las posiciones más valiosas o amenazadas. Sidi Yagub fue de los reforzados. El teniente Vicente pasó a tener 32 askaris a sus órdenes y disponer de «siete elementos de ganado»: seis mulos y el mismo caballo. Puede que esos refuerzos le fueran concedidos a Vicente por el valor estratégico de su posición e influencia sobre enclaves próximos. En tal caso, valedores de Vicente pudieron ser los jefes de Batel y Tistutin, enclaves enfilados desde los montes Hamsa y Uiel si sus cimas eran ocupadas por los rifeños. En Batel mandaba el capitán Adolfo Bermudo y en Tistutin el teniente coronel José Piqueras, quienes, de haberlo así decidido, cursaron su petición al coronel Morales como jefe de la Policía Indígena. A Morales se le localizaba en Annual, junto a Silvestre, a quien tutelaba sin desanimarse, porque el general no seguía sus consejos. Lo cierto es que Sidi Yagub, a fecha 22 de julio, contaba con más del doble de su guarnición habitual. A Vicente, esos 32 policías le parecieron un batallón. Y supo utilizarlos con arreglo a su carácter: dividir sus fuerzas, pero teniéndolas a mano: seis policías en cada avanzadilla; los veinte restantes, con él al frente, en la posición. Desde allí lanzaría sus contraataques. Vicente había fortificado tres Bucherit y estaba dispuesto a defenderlos hasta la muerte. En el Rif, las noticias llegaban con rapidez, máxime si poseían carácter bífido: triunfantes para unos, catastróficas para otros. En la tarde de aquel 22 de julio de 1921, a lo largo de las pistas entre Bu Bekker, Drius, Arruit, Zeluán y Nador, se sabía lo ocurrido: Silvestre se había suicidado en Annual; sus tropas habían entrado en caótica desbandada en la subida al Izzumar y allí yacían muertas unas e inútiles otras: las llegadas a Melilla por su estado Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Por su comportamiento antes, durante y después de cada acción de guerra, que su expediente personal confirma, Moisés Vicente en modo alguno pertenecía al género de militares contemplativos. Consciente de sus responsabilidades y enterado de cuanto sucedía, estamos obligados a situarle en el lugar donde él pudo sentirse útil al Ejército y orgulloso de sí mismo: en una de las dos avanzadillas, la más adelantada a Sidi Yagub. Desde ese punto elevado, Vicente y sus policías estaban a unos mil metros de cuanta fuerza se replegase o avanzara por la carretera. Excesiva distancia para un francotirador, no así para descargas disuasivas. Pero si descendían al pie de monte, lengua de tierra extendida hasta seiscientos metros de la pista, la cuestión sufría un vuelco en lo balístico y otro en lo táctico. A esa distancia, con una trayectoria de tiro casi horizontal, el pelotón que mandaba Vicente, integrado por tiradores de primera, podía hacer mucho daño al enemigo, incluso forzar el repliegue de una harca de doscientos hombres. Al alba del 23 de julio, el jefe de Sidi Yagub es un vigía más en las avanzadillas del monte Uiel. Para evitar que sus siluetas, recortadas sobre el cielo, les descubrieran, han descendido a media ladera y se han camuflado entre matojos y piedras. La pista de Drius a Arruit, desierta. Ni vehículos, ni tropas a pie o a caballo. Sin haber salido el sol, uno de los policías avisa al teniente: llega un camión por la izquierda y le precede un coche rápido, uno de los Ford de 20 HP utilizados por jefes y oficiales. Proceden de Drius. El camión lleva su caja para transporte cubierta por unas lonas. Los dos vehículos cruzan sin problemas el Gan por el puente bajo que enlaza sus orillas. Al pasar sobre una sucesión de baches, una de las lonas se suelta y en el hueco aparecen tres cabezas, dos de ellas vendadas. El camión transporta heridos. Nada más sobrepasar las barrancadas del Uiel, disparos en rápida sucesión. El Ford zigzaguea para dificultar la puntería del enemigo, pero el camión gira a su izquierda con tal violencia que por poco vuelca. El conductor logra recuperar la estabilidad, enfila la pista y acelera. El Ford no había aminorado su marcha, antes al contrario, parecía volar. Era solo una mota oscura alejándose en dirección a Monte Arruit. Vicente y los suyos no podían saberlo, pero habían sido testigos del tiroteado paso de los supervivientes de Igueriben, la inmolada y jamás rendida. Treinta y uno iban en ese camión. Salvados en Melilla horas después. Todos volverán a sus casas. Los disparos que por poco matan al conductor del camión provenían del yebel Hamsa, enfrente de Batel y a la derecha del Uiel. Una veintena de pacos, especialistas en el tiro a larga distancia, moraban allí. Vicente había dado orden de no hacer fuego. No podía desvelar su posición por un auxilio que nada resolvería. Constató que los defensores de la otra avan- Los sacrificables Huidos que no deberían huir y heridos rematados de los que uno se salva Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif anímico y físico. Navarro, segundo jefe de la Comandancia, no pudo pasar de Drius al hallarse en manos rifeñas Ben Tieb, incendiado por las tropas del capitán Lobo Ristori al replegarse con su columna de 70 heridos, escoltado por los jinetes del Alcántara. Navarro seguía en Drius, empeñado en reunir unidades dispersas y recuperar material utilizable. Todas las posiciones estaban siendo atacadas y muchas ardían tras ser abandonadas. En Sidi Yagub, el teléfono falleció de repente. Cortada la línea. Esta incomunicación se multiplicó hasta silenciar el Rif de punta a punta. Los jefes de las posiciones dependían del telégrafo óptico. Pero los mensajes por heliógrafo podían ser malinterpretados, incluso transmitidos con errores funestos si la canícula se densificaba: el sol velado resultante invalidaba el sistema. Cada jefe de puesto decidiría por sí y sus vecinos también. 309 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 310 zadilla guardaban silencio. Mejor convertidos en piedras que en difuntos. A los rifeños les importaban Batel y Tistutin, campamentos repletos de botín. De Batel ni un tiro. Los soldados de Bermudo sabían que estaban enfilados desde el Hamsa. Como carecían de artillería, mejor reservar las municiones para los asaltos que encajarían. Retumbes de artillería próxima. Dos trallazos seguidos. Leve pausa y dos más. Los cañonazos no cesaban, siempre dos a dos. Media batería, dos piezas hacían fuego. Undécimo disparo. Y el duodécimo, solapado. El sonido llegaba desde los montes que rodean Ben Tieb, lugar incendiado, que todavía humeaba. De improviso, un crepitar como de ramas secas ardiendo. Fuego de fusilería entre infanterías enfrentadas. Vicente no lograba situar su procedencia, pero él y su gente eran auditivos testigos del segundo día de resistencia en Intermedia A, posición al oeste de Ben Tieb, sobre un monte con forma de sombrero de brujo, de color morado y con empinadas laderas. Allí, en lo alto, resistían ochenta soldados, tres tenientes y un capitán, José Escribano Aguado, de 38 años. La harca no podrá con ellos. Todos, menos un desertor, morirán días después (27 o 28 de julio). Cayeron superados por el número, invictos en su heroica ejemplaridad. El silencio ha vuelto a la carretera y el campo al suyo. Sube el sol y el calor pasa a ser insufrible castigo. En el Uiel, los policías se remueven, retiesos y doloridos. Llevan allí desde medianoche. El agua se acaba. Vicente se ve forzado a tomar drásticas decisiones: quedarse él arriba con los más fuertes, mientras los menos resistentes descienden a Sidi Yagub, donde repondrán energías. Reducir la fuerza expuesta, base de toda supervivencia. Cuando el sol decline, los desfallecidos se reincorporarán a las avanzadillas. Y esa segunda noche por llegar les será más llevadera. Coches en la carretera. Por la izquierda. Una fila de coches de mando. Se acercan en columna. Los dos primeros muy juntos, espaciados los que siguen. Vienen tan rápidos que ya están ahí. Vicente ignora la causa de semejante estampida de automóviles, que responde a una decisión fatal por lo incoherente: el general Navarro ha dado orden de que todas las tropas reunidas en Drius salgan hacia Batel. Drius será abandonado e incendiado. Lo mismo que el teniente coronel Romero Orrego, jefe de la guarnición de Cheif, decidiera al amanecer, provocando un desastre en el que encontró la muerte. Quiso dar ejemplo y salió de los últimos. Y allí quedó José Romero Orrego, de 53 años. Su cadáver no será de los identificados. Su columna muere: de 604 hombres se salvarán 38. En Drius, lo que ordenase Navarro le enfrentó a Pérez Ortiz, contrario, como otros jefes y oficiales —Armijo, Écija, Lobo, Marqueríe— a prender fuego al mejor campamento del Rif. En Drius había tres baterías de artillería, municiones, víveres y agua: la menguada pero salvadora corriente del Kert, accesible a corta distancia. Navarro ha impuesto sus galones y los demás tienen que inclinarse ante una orden que no es tal, sino desorden en fulminante progresión. Grupos de oficiales, heridos los menos, acobardados los más, confusos todos, perciben que no hay cabeza, ni plan, ni salvación de seguir así y allí. Crispados, suben a sus Ford, ponen en marcha los motores y escapan. Navarro, abrumado, tolera semejante huida. Y, desesperado, autoriza que salgan tres camiones con heridos. Sin escolta alguna. Los pocos camiones disponibles se reservan para transportar municiones y más heridos, pues son casi cuatrocientos los reunidos en Drius. En el último momento, una remendada ambulancia, sobrecargada con personal civil, oficiales y soldados, se suma al convoy de camiones en fuga. Ninguno logrará llegar a Melilla. En el monte Uiel, Vicente hace una seña a sus hombres. Llegan los Ford. Van a todo lo que sus motores dan: noventa kilómetros por hora. Pasan como flechas. Al cruzar frente a Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Batel, fusilada general. Se perciben los impactos en las ventanillas, puertas y ruedas, pero esos bólidos siguen a toda marcha. Menos uno, que gira sin control y, tras violenta frenada, queda cruzado en mitad de la pista. Al chófer se le distingue, exánime, sobre el volante. La puerta trasera izquierda se abre y un oficial sale sujetándose el abdomen. Trastabillea y cae al suelo. Por la derecha salen dos oficiales, que abren fuego con sus pistolas. Dos hombres pegando tiros, a pecho descubierto, contra una montaña de tiradores. Su intención es rodear el coche para llegar hasta el herido. Alcanzados a la par, caen. De improviso, se incorporan como resortes. Las ansias de vivir y socorrer. El oficial herido mueve uno de sus brazos como diciéndoles que se salven ellos. Sujetándose uno al otro intentan alcanzar la cuneta opuesta. Desde los blocaos de Batel abren fuego contra los pacos del Hamsa. El monte devuelve, multiplicados, esos tiros. Uno de los oficiales cae en la cuneta, el otro se desploma en la pista. El primero gira sobre sí, trepa como puede, atrapa un brazo de su amigo e intenta arrastrarlo consigo. Una ametralladora tabletea en Batel. Un cargador, otro y otro. Los fusileros del Hamsa esperan. Antes de que un nuevo cargador haya entrado en la recámara, disparan. Los cuerpos impactados se agitan y agarrotados, pero al fin juntos, dejan de moverse. Aparece otro Ford. Un bólido como los anteriores. Al distinguir la escena, su conductor reduce la velocidad. Los pacos del Hamsa aguardan, dedo en el gatillo. A la altura del coche cruzado en la pista, el Ford frena. Y el conductor se da cuenta: un muerto al volante, un oficial que agoniza en el suelo, dos muertos en la cuneta. Crujido seco en la caja de cambios, respingo del motor por el acelerón exigido y el Ford que sale disparado haciendo eses. Se sabe apuntado a muerte y quiere burlarla. Lo consigue. Desde el Hamsa acribillan la nube de polvo que el Ford deja tras de sí. El silencio llega y ocupa el hueco. Un Ford más en la distancia. Desde el Hamsa le dejan aproximarse. No va muy rápido. Su conductor para el coche junto al otro Ford, protegiéndose con este. Salen cuatro oficiales, uno de ellos el que conducía. Dos corren hacia el agonizante, tumbado boca arriba, sus manos sobre el vientre. Los restantes, parapetados tras las carrocerías, disparan sus Maúser. Así no lograrán salvarse. Los ametralladores de Batel vuelven a sus tableteos. Una ametralladora contra un monte de fusiles. Vuelven los rescatadores, que sujetan al oficial malherido. Lo introducen en el vehículo sin miramientos y detrás van ellos. Derrame de tiros. Saltan cristales y los faros explotan, pero el conductor es hábil. Gira en redondo y mete al Ford en el arcén opuesto; levanta formidable polvareda e insiste en su fuga, puntilleada de impactos, por detrás nube de polvo que crece y se le echa encima. Una o más ruedas lleva pinchadas. Volantazos a izquierda o derecha según los obstáculos que surgen. El Ford sigue adelante, en el borde de la nube que le persigue. Pasa de ser forma maciza a objeto fugaz, que corre en dirección contraria, hacia Drius, alejándose del camino de ronda que bordea Batel. La nube no le suelta y el conductor se deja apresar. Los tiradores del Hamsa dejan de apuntar. No ven nada. La polvareda se posa con una lentitud exasperante. Los fusiles del Hamsa siguen callados de lo ciegos que se sienten. La nube de polvo hace tierra. Y según se asienta, la realidad se manifiesta: el Ford no está. Ha desaparecido. Volcado en una zanja o cobijado entre los muros de Batel. Los pacos del Hamsa, absortos. Y los policías del Uiel, admirados. Un camión a lo lejos. Viene de Drius y se acerca con rapidez. No hay tal camión, es una ambulancia. Primeros disparos. Se ven los impactos en la carretera. Los pacos apuntan a las ruedas. El conductor describe eses, lo cual le obliga a reducir su marcha. Los tiros penetran en la carrocería, en las ruedas, en la cabina. La ambulancia pierde velocidad. Intenta llegar a Batel. Pasa por delante del silencioso Uiel. El Hamsa escupe fuego sin cesar. La ambulancia 311 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 312 zigzaguea. Tiende a situarse en paralelo a la cuneta izquierda, buscando el amparo de Batel. Que responde con sus armas. Descargas de unos contra otros. El vehículo, en sus vaivenes, recibe tiros de todos. No caben amigos en fuego cruzado. La ambulancia gira hacia Batel, se embute en el arcén y allí queda, semivolcada y humeante. Encaja tiro tras tiro. Nadie sale de la cabina. Nadie abre las puertas de atrás. La ambulancia ha muerto; sus ocupantes gritan. Batel permanece en silencio. Chasquidos lejanos. Otra vez tiros de fusil. Cerca se oyen. Sucesión de disparos sueltos y un retemblor extraño. Es un turbión de sonidos, espiral cuya intensidad estremece. Son aullidos más que gritos. La onda se hace vocerío ululante, adquiere potencia hasta convertirse en múltiple alarido y, como guillotinada, a todos esos parecidos de voces los degüella y mata. A lo lejos, la pista deja de ser recta limpia para cobrar aspecto de calzada cubierta de extraños residuos. Cuesta distinguir que son cadáveres. A pocos kilómetros del monte Uiel, tres camiones salidos de Drius, sobrecargados de heridos —uno de ellos con sesenta soldados amontonados como sacos de carne—, han roto sus ballestas y volcado su doliente cargamento en las cunetas o se han incrustado en la pista, amputados de sus soportes, hundidos por su propio peso. Desde las ruinas de Dar Azugaj, posición saqueada, una muchedumbre de alimañeros, viejos y jóvenes, surgida del abismo de los peores odios, se lanza sobre la inerme masa. Los heridos que se ven capaces de correr, lo intentan; los que ni moverse pueden se encogen en posición fetal; otros abren sus brazos en signo de súplica, que intuyen insuficiente. A unos les abren el vientre o les rajan el cuello, a otros los tirotean a quemarropa o desnucan a culatazos. Y por sus despojos disputan. Los restos de esa cacería de personas cubren la pista. El mediodía cumple su horario y deja paso a la tarde. Con ella se presenta una tambaleante figura. Procede de Drius, lugar que no cesa de enviar horrores. Es un militar, que titubea y en el suelo acaba. No se ha oído un solo disparo. Desde el Uiel le dan por un medio muerto que se deja morir. De pronto, el superviviente se incorpora y mueve sus brazos. Un Ford a lo lejos. En supremo esfuerzo se planta en medio de la pista. El Ford, máquina guiada por mente canalla, no se desvía en su trayectoria. En el último instante, el herido se echa atrás. La muerte silbante le pasa a un palmo. Su cuerpo, desequilibrado por la succión del automóvil, se desploma. El Ford se aleja. Nadie le dispara; todos le maldicen. El herido se levanta y vuelve a andar. Va dando tumbos. Los pacos del Gan no le disparan. Han decidido utilizarlo como cebo. Los que detengan sus coches a recogerlo, morirán; el hombre-cebo, no. Para eso está, para atraer víctimas. En el Uiel, es lícito suponer que los policías de Vicente discutieron. Tenían a tiro a ese pobre soldado. Matarlo era lo mejor. Para él y los muertos que evitaría. Frustrados pero disciplinados, desisten. La doliente figura mueve sus brazos. Esta vez es un camión. Tampoco aminora su marcha. Y el que debe apartarse es el herido, que al suelo va. La secuencia se torna insoportable. El hombre se pone en pie y reemprende su vía crucis. Al rato, se detiene, a un lado de la pista. Otra vez esos brazos al aire, que buscan conciencia más que auxilio. Segundo camión a la vista. Se acerca rápido, con polvareda cómplice. Y cuando parece que pasaría de largo pues sitio tiene, el conductor frena, el camión se orilla, la puerta de la cabina se abre y dos manos atrapan al militar suplicante, alzándole a pulso. Bastan unos segundos para verle antes de que la puerta se cierre: ropa en jirones, rostro acuchillado, cuerpo ensangrentado y lo poco que de uniforme le queda, en tiras. El camión acelera. Desde el Gan al Hamsa le disparan con insistente ansia. Quieren matar a todos: rescatadores, rescatado y al camión rescatador. Inútiles Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante En la tarde del 23 de julio de 1921, decidido por Navarro el repliegue del ejército hacia el enlace Batel-Tistutin, con la esperanza de subir sus desarticuladas tropas a los trenes de socorro enviados desde Melilla, la casi totalidad de las posiciones españolas situadas a lo largo de la ruta Drius-Arruit habían sido incendiadas o abandonadas. Por la izquierda del ejército en retirada y a distancia de tiro de fusil de la carretera, ocho posiciones había en la margen izquierda (sentido del repliegue hacia Melilla): Dar Azugaj, Amesdan, Dar Busada y Busada 2, Assel, Tiguinez, Usuga y Tauriart Medrin. Todas ellas vacías de defensores. En la margen derecha, ocho también eran las posiciones: Hamman, Uestia, Uiel 1 y 2, Sidi Yagub, Pozo nº 2, Yasar y Kuirat El Uta. De estas otras posiciones, la mitad habían sido asaltadas y saqueadas. Jefes españoles de puesto quedaban dos: el teniente Vicente en Sidi Yagub y el cabo Luis Arenzana Landa en el Pozo nº 2. El primero se mantenía firme en su posición y parte de su tropa vigilaba la carretera desde las alturas de Uiel 1 y 2. El segundo se veía rodeado de harqueños, atraídos por el agua del pozo, extraída con un motor de gasolina. Ese agua era vital para las familias rifeñas y el ganado de la zona. Cuando la columna Navarro se fragmente en su caótico cruce del Gan y parte de su fuerza logre salvarse gracias al sacrificio de los jinetes del regimiento Alcántara, Vicente y Arenzana quedaron solos. Ante sus responsabilidades. El jefe de Sidi Yagub caerá en su puesto; el jefe del Pozo 2 hará creer al Ejército de África y a toda España que defendió su posición hasta lo inverosímil: resistir el asedio de la harca, causar graves pérdidas al enemigo —los «cuarenta y tres cadáveres de moros», por él contados en su última descubierta, nada menos que «el 30 de agosto»—, romper el cerco y alcanzar el Marruecos francés, salvando así a los ocho hombres de su pelotón, incluidos tres escapados de otras posiciones cercadas, entre ellos el alférez Ildefonso Ruiz Tapiador, de solo 20 años y jefe del dispersado destacamento de Dar Azugaj, el cual «se puso a sus órdenes». Arenzana engañará a todo el mundo: al teniente coronel Tamarit, que le recomendará para la Laureada; al general Picasso, fiado en los razonamientos de Tamarit; al Consejo Supremo de Guerra y Marina, que ordenará la apertura del juicio contradictorio. La farsa concebida por Arenzana crecerá a lo largo de cuatro años y cuatro meses, hasta el 13 de octubre Los sacrificables Héroes de mentira y de verdad: ser testigo de gesta y morir sin relatar lo vivido Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif rabias. El camión coge velocidad y esta fuerza le convierte en vehículo blindado. Al cruzar ante las avanzadillas del Uiel, Vicente y los suyos ven pasar a ese cadáver sentado de perfil al cual se lo llevan a enterrar en Melilla o donde se tercie, porque poca vida le puede quedar. Ese hombre repetidas veces muerto es Ismael Ríos García, alférez de 21 años, superviviente de dos matanzas y reiteradas cobardías: la retirada desde Cheif a Drius; el convoy de heridos de Drius a Batel, adonde jamás llegaron tras partirse las ballestas de los camiones que les trasladaban y quedar a merced de los salteadores rifeños, que les mataron; el bestialismo cobarde de los conductores españoles de automóviles y camiones, quienes le esquivaron con desgana y no le aplastaron de casualidad. El joven Ismael se ha salvado porque Guillermo Vidal Cuadras, de 29 años, teniente artillero destacado en Cheif, le ha reconocido. El alférez Ríos asombró a los médicos del hospital Docker en Melilla: «veintiocho heridas de gumía» contaron en su cuerpo. Su caso será uno de los detallados por el general Picasso en Expediente encausatorio que hará historia. Ismael Ríos fue el superviviente nº 38 y último de la columna del teniente coronel Romero Orrego. 313 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 314 de 1925. Llegado ese día, el entonces sargento Arenzana no pudo soportar el peso de sus mentiras. Y confesó: ninguna resistencia hubo en el Pozo nº 2; sí un apaño de capitulación: ellos darían agua a los rifeños y sus ganados a cambio del respeto a sus vidas y recibir alimentos. Ni epopéyica travesía hacia el Marruecos francés ni bravura inaudita. El falso héroe ordenó a su atemorizada tropa —de los ocho españoles, todos menos uno testificaron a su favor en el juicio—, que entregasen su armamento a la harca, constituyéndose en prisioneros de primera, con agua, comida y buen trato. No hambrientos y maltratados como los cerca de quinientos españoles cautivos en Axdir. Las instituciones, militares y políticas, respondieron en gesto consabido por lo histórico de sus usos en España: ocultar el escándalo, tapar las mentiras, aparentar rutinaria normalidad. Moisés Vicente Cascante era hombre de otra pasta. Ese 23 de julio de 1921 será testigo de una epopeya: la ruptura del frente de emboscada, que la harca tenía preparado en el Gan. Hacía allí caminaba, desmoralizada y despeada (sin poder casi andar), la columna Navarro que saliera de Dar Drius y pretendía llegar a Tistutin para coger el tren de la vida. Desde las avanzadillas del Uiel, pero también desde el ángulo noroeste de Sidi Yagub, Vicente y los suyos veían esa trampa tendida sobre unos trescientos metros, tachonados de fusileros reconvertidos en matojos y pedruscos. Un foso que cruzar y una fosa para rellenar de muertos. El teniente y sus policías, de los que creemos le fueron fieles en su mayoría —al igual que harían con respecto al teniente Bernal y el alférez Dueñas, los setenta policías que, junto con artilleros, infantes y telegrafistas españoles, constituían los ciento veinte defensores de Tazarut Uzai, muertos todos menos siete en la noche del 25 al 26 de julio—, se quedaron con él. Por su código de honor, en el que la valentía es la única atadura para los auténticos guerreros; por el respeto recibido de su jefe natural, al que admiraban; por una irresistible tentación: cómo superaría ese pequeño ejército emboscada tan grande y qué harían esos escuadrones de jinetes que se disponían a cargar. Vicente y su pequeña tropa testigos a la fuerza fueron de: la titubeante llegada de las gentes de Navarro a los bordes del Gan; las primeras descargas rifeñas que abatieron filas y filas de soldados; del caos que reventará como granada rompedora y destrozará, uno tras otro, tres de los cuatro bloques de ese desamparado ejército; la inesperada resistencia del cuarto bloque —el regimiento de San Fernando nº 11, guiado con mano firme por el teniente coronel Pérez Ortiz—; del desorden y la desmoralización que todo lo revuelven; la agobiante sensación de que ninguno de los allí atrapados saldrá con vida. Y el factor determinante, que disparatado parecía siendo consecuente: los seis escuadrones del regimiento Alcántara, que se dividen en tres masas y se lanzan, grito alto y sable en mano, contra la muralla rifeña. En ella penetran, entre sus escombros matan y mueren y al final la derrumban, pues logran sobrepasar el cauce y galopar en pos de inconcreto horizonte. De ese punto indefinido, que es Batel, regresarán para volver a cargar. Tres veces más. Y más que hiciera falta. Han vencido y muerto a la par. Inmensa hazaña, insufrible pesar. Se impone el silencio nacido de lo mucho sentido. Y después el vacío. Vicente sabe que su defensa de Sidi Yagub tiene las horas contadas. Sus policías no pueden ignorar la realidad hostil: Isbania (España) derrotada y sus soldados muertos a miles, su castrense fama difunta, sus posibilidades de reconquista, nulas. El teniente sopesa tres opciones: licenciar a sus policías, exigiéndoles que le dejen sus fusiles; convertirlos en partida de guerrilleros con él a la cabeza, quedarse en Sidi Yagub y resistir él solo. Lo primero le repugna, porque desarmar a un rifeño ante otros supone desnudarle en público; lo segundo le atrae por lo temerario, lo Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante El 10 de enero de 1922, las tropas del general Cabanellas, en audaz arremetida combinada entre la Caballería y los camiones blindados, se presentan ante el chamuscado campamento de Drius y lo toman al asalto. Sin resistencia. Los harqueños han escapado minutos antes. Aún hierven, en estupefactos fuegos, teteras y fiambreras. La sorpresa conquista sola. Es un triunfo para los asaltantes: nueve cañones, de los perdidos en los días de julio, les aguardaban. En el camino a Drius han sobrepasado columnas de cadáveres y materiales de todo tipo. También caballos. Y eran tantos y seguían tan en formación, que solo podían ser los del Alcántara. Con el pensamiento puesto en lo que sucedió y pudo evitarse o en lo que se consiguió cuando todo estaba perdido, oficiales y soldados se alejan de la carretera. Las formas de una posición casi intacta les dan hosca bienvenida. Es Dar Azugaj. La tropa busca aire limpio que respirar y una vista despejada de horrores insepultos para dormir esa noche en paz. Uno de esos hombres luce las enseñas de Sanidad Militar. Charla con otros militares. Se comenta lo evidente y se presiente lo que vendrá: una reconquista tan devastadora como la retirada. El médico se queda solo. Pensativo y quieto. En ese instante oye un disparo y siente un golpe en el pie izquierdo. Somete su cuerpo a un giro brusco y rueda por el suelo, apartándose de la línea de tiro. Acuden compañeros y soldados. Está ileso: la bala ha destrozado su bota, agujereándola y saliendo por el lado opuesto. Del trallazo de su recorrido solo quedan unos respingos de cuero desgarrado y cordones segados al ras. El proyectil «ha impactado en el empeine del pie izquierdo y atravesado el calzado, sin herida ni contusión alguna». Se ha quedado sin bota, pero no hay dolor y puede andar. Un centímetro más abajo, dos meses de escayola y al final cojo. El grupo observa el lugar de procedencia del disparo: el yebel Tisguaguin. A la izquierda de esa masa, otra menos imponente. El Uiel. A sus pies pasa el Gan, que un hilo de agua lleva en pleno invierno. El Tisguaguin parece sin vida. Vete a buscar el paco, comentan algunos. El médico se ha salvado porque el tirador no ha calculado bien la caída del proyectil a esa distancia —mil metros o más— ni corregido el alza. Apuntó a ojo, por encima del blanco. El ángulo de tiro y alza tan burda bastaron para proteger la vida a su víctima. A partir de este incidente, reflejado en el Expediente B-2355, es lícito suponer que se dieron dos opciones para una conclusión: el médico avisa de lo sucedido al coronel jefe de su columna: De resultas de ello, se monta una batida por la zona en busca del francotirador y sus asociados. Una descubierta de tal porte exige tiempo y fuerzas en consonancia para llevarla a Los sacrificables Un capitán médico con suerte y restos humanos con fecha del día de su muerte Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif tercero corresponde a su ética. Formar una guerrilla era cosa posible. Tiempos de muerte y saqueo vivían. Lógico sería robar a tantos saqueadores impunes. Podrían así recuperar objetos personales de los españoles muertos, reliquias de incalculable valor para sus familias. Se hicieran eso, en Melilla serían héroes. Cumplida tal misión, el que quisiera podría volver a su cabila y él, como oficial, respondería de que nadie le ofendiera o persiguiera. El que prefiriese seguir bajo su mando, sería ascendido y propuesto para una cruz pensionada de llegar juntos a Melilla. ¿Planteó tal disyuntiva Vicente? Probable era a fuer de ser razonable. Por último, disponía de su voluntad, cartucho de calibre desconocido, propio de todo militar de una pieza: permanecer en su puesto. Con dos salidas: capitular ante rifeño amigo o pegarse un tiro. En sus últimas horas, dos penalidades Vicente afrontó: no volver a ver a su familia; no poder relatar a nadie lo mucho vivido ese domingo 23 de julio, que por tantas vidas valía. 315 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 316 cabo: dos compañías de Infantería y medio escuadrón de jinetes. La otra opción invertiría los medios a emplear en beneficio de la rapidez para anular tal amenaza sobre la única ruta directa que enlazaba Melilla con el punto más avanzado del frente: media compañía, con una sección de Caballería y apoyo aéreo —las escuadrillas con base en Taiuma— para cubrir un mayor radio de búsqueda en breve plazo, no más de hora y media, dado que la concentración de fuerzas en Drius superaba entonces los diez mil hombres; su aprovisionamiento era prioritario y no admitía demora. En cualquiera de estas opciones pudo participar el oficial médico en cuestión, interesado en cumplir su misión esencial: reconocer la línea de puestos a un lado y otro del Gan con el fin de localizar e identificar los restos de oficiales y soldados; sobre todo de los primeros, pues sus familiares solían poseer mayor capacidad de influencia social y periodística. Ese mismo día en que el capitán médico salvó su vida por un pelo, como mucho el día después —el tráfico Melilla-Drius no podía suspenderse por un paco o grupo de tiradores—, Palacios inspeccionaba los bordes del Gan en busca de los hombres perdidos en 1921. En el legítimo afán por ofrecer consuelo a las familias de los desaparecidos, coincidirían las tropas encargadas de tan fúnebres descubiertas con las tropas muertas en sus sitios de honor y desesperación, que fueron tantos como aquellos en los que mandase el sálvese quien pueda. Y entrarían en Sidi Yagub, posición desmochada pero no vendida. Enfrentados a los muertos, los soldados-enterradores harían un pasillo al médico, uno de los forenses que actuaron tras el Desastre y así lo hicieron medianamente asimilable. Y fue allí, en esa curva del Gan, donde la tierra parece enemiga del agua y de hecho lo es; donde los montes a nadie acogen de buena gana y perdón tampoco ofrecen, uno más entre los cadáveres desperdigados, solitario defensor caído en la posición abandonada por otros, momificado bajo los soles de julio y los hielos de enero, tangible en su presencia, intacto en su palabra defendida, apareció el tenientillo valiente nacido en Jaca. Le reconoció su antiguo camarada, el capitán médico Palacios. Lo que sigue es el texto literal que figura en el Expediente B-2355, relativo al apunte datado «enero de 1922»: «Según certifica el teniente (sic) Miguel Palacios, ha reconocido los restos en Sidi Yagub, resultando ser los del teniente Moisés Vicente Cascante, que falleció, en dicho punto, el 25 de julio del año anterior». Por semejante precisión forensal, inusual para el hecho en sí, que solo pudo confirmar quien conociese las circunstancias de la muerte del jefe del destacamento de Sidi Yagub y al propio difunto en vida, quien esto escribe abordó un trabajo de medio año de reconstrucción de los heroísmos contrastados y olvidos consumados, que llegan a su fin. Apunte biográfico sobre un médico republicano, que perdiera su africana suerte Miguel Palacios Martínez había nacido en Deza (Soria), el 30 de abril de 1895. Sus padres se llamaban Miguel y Eusebia. Su hijo ingresó en el Cuerpo de Sanidad Militar el 24 de febrero de 1920 y desde el día de su entrada ostentaba la graduación de capitán, firme aviso de su cualificación médica. Palacios había cumplido con distinción y resolución. Cuando el teniente coronel García Esteban se refugió en la ambigüedad, dando órdenes disparatadas o ninguna orden válida, el capitán Palacios, junto con el también capitán Alonso, al mando de la 4ª mía de la Policía Indígena y jefe del teniente Vicente, fueron quienes lograron rescatar, por «dos mil Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif quinientas pesetas», las vidas del alférez Bartolomé León y los veintiocho hombres bajo su mando, cercados en Reyen del Guerruao, posición perdida en medio de la nada, el inmenso páramo que le daba nombre y sitiada la tenía mejor que cualquier harca. El alférez León salvó su vida por unas horas, pues otros se la arrebataron. Por eso figura como «desaparecido» en el Archivo Particular del general Picasso. Sucedieron estas cosas el 24 de julio de 1921, día en el que García Esteban decidió no combatir ni maniobrar en pos de ninguna fuerza española. Y tres había. Por orden de proximidad a Bu Bekker: las de Tistutin, Arruit y Zeluán. Los capitanes Alonso y Palacios salvaron la vida, no así el 74% de los mil quinientos hombres que constituían la columna de García Esteban, que buscaba refugiarse en zona francesa y se encontró atrapada entre peñascos y paredones fusileros: gentes de los Beni Bu Yahi y Metalza. Palacios fue de los supervivientes en aquella retirada desde Bu Bekker a Hassi Uenzga. Siguió en operaciones hasta 1927. No ascendió a comandante. Acabó la dictadura, la monarquía fue expulsada por las urnas de abril y Palacios seguía siendo capitán. Lógico fue que, llegada la guerra civil, tomase partido por la República. En julio de 1936 estaba destinado en Madrid, en el Parque Central de Sanidad. Conclusa en ajusticiamientos la defensa del general Fanjul en el Cuartel de la Montaña y fusilado su jefe, la capital se moviliza para hacer frente a las columnas de Franco, vencedoras en Andalucía y Extremadura, que se aproximan. Es noviembre de 1936. Madrid está rodeado y las Brigadas Internacionales no bastan para su defensa. A Palacios le proponen para el mando de una brigada, todavía sin numeral, pero con seis batallones como bloque de encuadramiento. En total, poco más de mil setecientos hombres, el equivalente a un regimiento de sus tiempos africanos. El 31 de diciembre, esa fuerza recibe número: la 39ª Brigada Mixta. A su cabeza defiende la traicionera cerca de la Casa de Campo por su lado noroeste y parte de la tiroteada carretera de Aravaca-Húmera. Guerra rifeña, golpes de mano día y noche, contraataques sin perdón. Muchas bajas, pocos éxitos, línea de frente enquistada. En marzo de 1938 la 39ª brigada queda afecta a la 5ª división. Los combates por Madrid prosiguen, desde Carabanchel a la Ciudad Universitaria. Guerra zaragozana esta, casa por casa, cuarto por cuarto, muerto a muerto. En abril, Palacios es nombrado jefe de la 5ª división, formado en base a dos brigadas mixtas: la 39ª y la 48ª. La República gana y pierde Teruel. Enorme boquete táctico surge entre el Maestrazgo y Castellón. Los nacionales llegan al mar en Vinaroz. La República, cortada en dos. Valencia en peligro. Palacios está en el Ejército de Levante. Le confían el mando del XVI Cuerpo, integrado por tres divisiones. Un teniente coronel médico al frente de una fuerza de quince mil hombres. Franco duda qué hacer: si cruzar el Ebro para abrir brecha en Cataluña o tomar Valencia. Cualquiera de ambas opciones le daría el triunfo final. Pero entrar en tierra catalana recibe reiteradas advertencias de la Francia del Gobierno de Léon Blum: si las tropas franquistas tomasen Barcelona, las divisiones francesas cruzarían la frontera pirenaica. Eso son palabras mayores, porque a los franceses les sobran divisiones, cañones, tanques y aviones. Y además tienen la Flota más moderna de Europa después de la alemana. Franco se decide por Valencia. Es un error descomunal, del que se derivará una matanza de «soldados nacionales», desastre que el dictador ocultará. Jefes republicanos (Ardid y Matallana) han construido una línea Maginot a la española: menos búnkeres, pero más trincheras; campos de fuego bien trazados; artillería rusa, aviación de caza basada en los temibles «Chatos» (Polikarpov Y-16), proximidad de las reservas y escalonamiento de las defensas en profundidad. Esa línea fortificada no tiene nombre, sí cifrado símil de mortandades: «XYZ». El XVI Cuerpo que está al mando de Palacios, defiende la sierra de Javalambre y Manzanera, 317 Al-lal-Gatif Ben Buzian y Moisés Vicente Cascante extrema izquierda del frente. Su oponente es el bilaureado general Varela, jefe del Cuerpo de Ejército de Castilla: cuatro divisiones de Infantería y una brigada de Caballería. Pugna entre el más fuerte frente al más enardecido, que aguanta. Los de Varela porfían sin hundir el frente (18 julio 1938). Está por estudiarse esta batalla, que supone un gran triunfo para la República. Cuando Franco quiere volcar sus recursos en esta descabellada pugna, que le irrita y trastorna, recibe aviso de excentricidad mayor: los ejércitos republicanos han cruzado el Ebro y el frente aragonés-levantino peligra. Es el 25 de julio de 1938; es la genial maniobra concebida por el coronel Vicente Rojo Lluch, jefe del Estado Mayor Central y empeño republicano que acabará en desastre por errores de bulto en los primeros días de la ofensiva al no tomar Gandesa. Palacios no combate en el Ebro, pero se ve relegado. No se sabe si participó en la defensa de Cataluña y pasó a Francia; o si optó por permanecer en Valencia y desde allí embarcó para tierras americanas o africanas. Lo cierto es que salvó la vida. No por ello evitará su condena, en rebeldía, por los vencedores. Palacios vuelve a España. Un escrito judicial le previene de la sentencia dictada y la persecución que la mitad de su rencorosa patria mantenía sobre él. En su Expediente, Caja 930, Expte. 4, depositado en el Archivo General Militar de Segovia (AGMS), consta esta revisión de sentencia, fechada en Madrid el 18 de agosto de 1943: Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables «Capitán médico Don MIGUEL PALACIOS MARTÍNEZ (con mayúsculas en el original), condenado, el 26 de octubre de 1940, a la PENA DE MUERTE, con la accesoria de pérdida de empleo. En julio de 1941 le es conmutada la pena por la de TREINTA AÑOS, subsistiendo la accesoria. Datos tomados del Expediente que el interesado tiene en la Asesoría Jurídica de este Ministerio». El jefe de la Sección: «P. O., Santos Merino». Las guerras, y las civiles más, trastornan la lucidez de los hombres, resaltando sus más necias expresiones. Una condena a muerte conlleva «la pérdida de empleo». El de la vida. Y una conmutación de la pena, sustituyéndola por treinta años de cárcel, subsistiendo la accesoria —imposibilidad de ejercer su profesión—, es algo implícito, porque de seguir con vida para entonces, en 1971 —dos años antes del asesinato del almirante Luis Carrero Blanco—, el capitán Palacios contaría setenta y seis años de edad, barrera exigente no para ejercer la medicina, sí para profesar algo de esperanza en el ser humano. Miguel Palacios falleció en Madrid, el 16 de mayo de 1976. Acababa de cumplir 81 años. J. P. D. 10.07.2014-30.03.2015 Agradecimientos 318 Al archivista jefe del AGMS, subteniente Javier Puente de Mena y su ayudante, el brigada Daniel García Belando. Durante los últimos seis meses hemos estudiado juntos, por teléfono, con fotocopias y correos electrónicos, las vidas de los hombres aquí enaltecidos. El Ejército de Tierra está en deuda con ellos. Este historiador lo está desde hace veinte años. Espero convencer a quien proceda para que sean honrados como se merecen. Recuerdo con admiración y añoranza al comandante Pedro Ruiz Valle, destinado en el antiguo Servicio Histórico Militar, en Madrid, de cuya memoria, basada en relatos de los supervivientes de aquellos trágicos sucesos, surge el armazón narrativo de aquella columna de vehículos Ford acribillados por los fusileros apostados frente a Batel, de los que uno se salvó no como automóvil, sí como escudo para sus tiroteados pasajeros. Fuentes Expedientes consultados: capitán Alonso Estringana (A-417), capitán Bermudo (B-2047), teniente coronel Piqueras (P-2196). Expediente Picasso: declaraciones del general Felipe Navarro, capitán Pedro Moreno Muñoz, teniente Guillermo Vidal Cuadras, soldado Vicente Garrido Couceiro. Listado de mandos y efectivos, por posiciones, del Archivo Particular de Picasso. Expediente para la concesión de la Laureada de San Fernando al Regimiento de Cazadores de Alcántara, no 14 de Caballería, pieza capital para tal distinción, refrendada por el que fuese jefe del Estado, Don Juan Carlos de Borbón y publicada en el BOE del 2 de junio de 2012. Noventa años, once meses y veintitrés días después de los hechos. Casado Escudero, Luis Vigo, 28 de noviembre de 1897 - Melilla, 23 de julio de 1936 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif En septiembre de 1916 ingresó como alumno en la Academia de Infantería en Toledo, siendo promovido a segundo teniente en junio de 1919 y ascendiendo a primer teniente por antigüedad en junio de 1921. Destinado inicialmente en el Regimiento Toledo n.º 35, de guarnición en Zamora, en septiembre de 1920 fue destinado a la Policía Indígena de Ceuta, asignándosele al puesto de Uad Lau. Por motivos desconocidos su permanencia en la Policía Indígena es breve, pasando en febrero de 1921 a ocupar vacante en el Regimiento de Infantería Ceriñola n.º 42, de guarnición en Melilla. Desde el 7 de junio de 1921 se encontraba con su compañía de guarnición en la posición de Igueriben. A partir del 14 de julio, los rifeños bloquearon la posición sin permitir a la guarnición hacer la aguada. El día 17 se logró introducir el último convoy cuando ya en la guarnición se sufría el tormento de la sed. El día 21, ante la incapacidad de las fuerzas de Annual de forzar el paso, el jefe de la posición recibió la orden de destruir todo el material y tratar de unirse a las fuerzas que no habían sido capaces de vencer a los rifeños que bloqueaban la posición. En el desesperado intento de unos hombres ya agotados por las condiciones del combate y la sed, solo unos pocos soldados lograron escapar. El resto quedaron muertos o heridos en las inmediaciones de la posición. De los oficiales, solo el teniente Casado, aunque herido, sobrevive para contarlo. Junto a él quedan prisioneros tres soldados de la guarnición. Los rifeños le trasladan a Axdir junto con otros oficiales capturados en los días sucesivos a la caótica evacuación de Annual. La luctuosa campaña, conocida como «desastre de Annual», en realidad debería serlo como «fracaso de Igueriben». Es allí donde se pone de manifiesto la incapacidad de Silvestre y sus fuerzas para imponerse a unos cientos de guerreros rifeños. La retirada de Annual es consecuencia del reconocimiento de esta incapacidad junto con la actitud pasiva de un mando al que los acontecimientos desbordaron. A Casado le esperaban dieciocho meses de duro cautiverio, sometido a humillaciones y privaciones, pero al menos consolado por el compañerismo de todos los oficiales prisioneros. Cuando el 23 de enero de 1923 los cautivos de Axdir, gracias al pago del rescate exigido por Abd el-Krim, eran embarcados en el buque Antonio López, el teniente Casado ignoraba que sus desventuras no habían terminado. Al llegar a Melilla eleva al coronel de su regimiento el parte de lo que había sucedido, entre los días 7 de junio y 21 de julio de 1921, en Igueriben. También presenta y entrega un trabajo realizado durante su cautiverio: Una panorámica vuelta al horizonte de toda la cabila de Beni Urriaguel. Por este trabajo, Casado recibiría una mención, la única compensación personal por su actuación en Igueriben y Axdir. Tras concedérsele dos meses de licencia en la Península para recuperarse de su cautiverio, comienza su verdadero calvario. Casado solicita se le conceda la Medalla de Sufri- Luis Casado Escudero Militar de Infantería. Participó en las campañas de pacificación. Único oficial superviviente de la posición de Igueriben. Opuesto a la sublevación, fue detenido y fusilado. 319 Luis Casado Escudero Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 320 mientos por la Patria Pensionada. Funda la petición en las heridas sufridas en Igueriben. Una en la parte lateral izquierda del cuello, otra entre la primera y segunda falange del segundo dedo del pie derecho y otra en la cara posterior de la muñeca izquierda. Al mismo tiempo, el jefe de su regimiento le propone para la concesión de la Medalla Militar, petición que sería reforzada por una solicitud del pleno del Ayuntamiento de Zamora de fecha 2 de marzo de 1923. El teniente Casado, aunque nacido en Vigo, tenía una fuerte relación con Zamora, a la que volvería destinado y de donde era natural Serafina Méndez Hernández, con quien se casaría en diciembre de 1924. En marzo de 1923 el comandante general de Melilla inicia el expediente contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando al teniente Casado. Todas estas peticiones, la de la Medalla Militar, la de la Medalla de Sufrimientos por la Patria Pensionada y la de la Cruz Laureada de San Fernando fueron desestimadas. Se considera que es acreedor a una Medalla de Sufrimientos por la Patria, como todos los prisioneros que soportaron en Axdir el cautiverio, pero no a la Pensionada por sus heridas ya que «no había informe clínico de su heridas ni constancia del número de días que tardó en curar». En el expediente del juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada se ponía en cuestión lo narrado por Casado sobre su actuación personal en Igueriben. Las declaraciones de los escasos supervivientes eran contradictorias, confirmando algunos lo declarado por Casado y manifestando otros que, al recibir la orden de evacuar la posición, Casado permaneció en la misma, donde fue tomado prisionero. La petición fue rechazada sin siquiera concederle una recompensa alternativa. Por otra parte, aunque en su propio expediente se puso en cuestión lo expresado en el parte de la operación redactado por Casado, este mismo parte fue considerado veraz para la Cruz Laureada al comandante Benítez y al teniente Paz Orduña. Por un momento pareció que Casado deseaba pasar página, abandonando Melilla para volver a su antiguo Regimiento Toledo n.º 35 en Zamora. Allí permaneció destinado desde septiembre de 1924 a septiembre de 1929, ascendiendo a capitán el día 27 de junio de 1926. Del 1 de febrero al 25 de mayo del mismo año realizó en Toledo el curso de gimnasia. Una nueva dificultad va a surgir en la vida de Luis Casado. En julio de 1930 queda disponible gubernativo al verse denunciado por el delito de quebrantamiento de depósito, del que saldrá absuelto. Este incidente dio lugar a una larga serie de reclamaciones por las que solicitaba que se le abonasen las disminuciones de su sueldo a causa de la situación de disponibilidad. Nuevamente sus demandas son rechazadas. Tras ser absuelto y volver a la situación de actividad, el capitán Casado ocupó por breve tiempo varios destinos, hasta que en mayo de 1933 fue destinado al Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas n.º 5, de guarnición en Segangan. A pesar de que en abril de 1923 había recibido el nombramiento de gentilhombre de cámara del rey, en abril de 1931 firma el juramento de fidelidad a la República y, considerando que el nuevo régimen puede ser más receptivo, vuelve a solicitar la concesión de la Medalla de Sufrimientos por la Patria Pensionada y de la Cruz Laureada de San Fernando. En una de las peticiones de reapertura del juicio contradictorio para concesión de la Cruz Laureada, Casado, mostrando una clara adhesión a la República, escribe: «... y habiendo manifestado reiteradamente el Gobierno de la República su deseo de reparar estas situaciones de injusticia y arbitrariedad puestas la mayor parte de las veces al servicio del favoritismo y que tanto Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables J. A. S. Luis Casado Escudero mermaron esa íntima satisfacción que todo militar deber tener con la seguridad de que no hay castas ni privilegios...». Las peticiones son rechazadas nuevamente, lo que no desanima a Casado, quien seguirá reiterándolas. La última petición para que se le concediese la Medalla de Sufrimientos por la Patria Pensionada la realizó en abril de 1936 y la referida a la Cruz Laureada de San Fernando en junio del mismo año. Casado era uno de los más activos militantes de la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA) de Melilla y con anterioridad al 17 de julio de 1936 había tenido reuniones con clases y tropas de ideología izquierdista. De estas reuniones la 2. ª Sección de la Circunscripción tenía informes que conocían tanto el general Romerales (ver biografía) como algunos de los mandos sublevados. Detenido el mismo día 17 de julio de 1936 fue juzgado, con escasas garantías legales, y condenado a la pena capital. En la sentencia se le acusaba de «actividades antipatrióticas, antimilitares y disolventes». Fue fusilado el 23 de julio de 1936. Bibliografía Expediente personal. Archivo General Militar de Segovia. Platón, Miguel, El primer día de la guerra. Segunda República y Guerra Civil en Melilla, Melilla, Ciudad Autónoma de Melilla, 2012. 321 Castro Girona, Alberto Puerto Princesa, isla de Palawan, Filipinas, 1875 - Madrid, 1969 General. Al comandante José Antonio Arail Pereandrés, Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Alberto Castro Girona jefe de la cartoteca del Archivo General Militar de Madrid 322 De los españoles nacidos en Filipinas mientras el archipiélago fue tierra española, muy pocos volvieron a su patria de sentimiento. Castro Girona fue de estos, aunque lo intentó en medio de una conflagración mundial. En 1919 era teniente coronel en la Mehal-la (fuerza militar) Jalifiana de Tetuán. Allí conoció a Silvestre, al frente de la Comandancia de Ceuta. Ambos afrontaron rescates de españoles yacentes en sus lugares de muerte: Silvestre en Kudia Rauda, desastre que motivó su nombramiento al relevar al general Arraiz de Condorena; Castro Girona en Beni Salah, un revés menor, excepto para los deudos de los esqueletos que yacían en esa cornisa inestable entre los peñascos del Gorgues. No volvieron a verse y cada uno marchó a su destino: el hispano-cubano a Melilla, el hispano-filipino a Xauen. Entró solo de noche en la ciudad santa, cubierto del polvo de carbón común a las gentes del Ajmás; mostró su uniforme jalifiano y argumentó: rendirse a él en paz o capitular ante el hierro del alto comisario. Los xexuaníes lo bendijeron. Su hazaña (14 octubre 1920) lo privó de falsas amistades, empezando por la del beneficiario de su gesta, pues el general Berenguer fue hecho conde de Xauen por Alfonso XIII. En el Congreso se debatió su caso durante años. Todo eran vetos para ascenderle. Al final fue comandante general de Melilla (1925-27). La República le ignoró y Franco le reclutó para que le representase en un periplo propagandístico para el franquismo por China y Japón. Aceptó porque quería ver Puerto Princesa antes de morir. No pudo ser y murió solo, con 94 años, en su piso de la Gran Vía madrileña. Un compasivo vecino testificó sobre su muerte. J. P. D. 21.04.2013 Flomesta Moya, Diego Bullas, Murcia, 4 de agosto de 1890 - Marruecos, 30 de junio de 1921 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Nació en el municipio de Bullas, al noroeste de la provincia de Murcia, el 4 de agosto de 1890. El ambiente militar en el que transcurrieron su infancia y juventud —su padre, Diego Flomesta Mellinas, pertenecía al Cuerpo de la Guardia Civil, en el que llegaría a alcanzar el empleo de capitán— le haría elegir la carrera de las armas, logrando ingresar en septiembre de 1911 en la Academia de Artillería de Segovia, de la que salió en el mismo mes de 1918 con el empleo de teniente y destino en el 2.º Batallón de Artillería de Posición, en Mérida. Su afán de aventura le hizo tomar contacto por primera vez con Marruecos en octubre de 1919, pasando a servir en la Comandancia de Artillería de Melilla, donde a su incorporación se le dio el mando del destacamento de Reyen, en la Zona Oriental del Protectorado, cuya situación era tranquila tras la finalización de la Primera Guerra Mundial. En mayo de 1920 el teniente Flomesta tomó el mando de la Sección de Automóviles de la Comandancia y muy pronto intervino en el plan de operaciones decidido por los generales Dámaso Berenguer Fusté6, alto comisario en Marruecos, y Manuel Fernández Silvestre7, nombrado a inicios de 1920 comandante general de Melilla, dirigido a la posesión de la bahía de Alhucemas. Para ello, se comenzó el avance hacia el oeste de Melilla, internándose en el Rif hasta llegar al río Amekran. Flomesta intervino en la ocupación y protección de diversas posiciones (Arrayen, Ain Kert, Chaif, Dar Drius, Zauia...). Al año siguiente el teniente Flomesta continuó en operaciones formando parte del Regimiento de Artillería de Melilla, incorporándose con su batería a la posición de Annual, que había sido tomada el 15 de enero de 1921. El paso siguiente previsto por el general Silvestre era establecer una posición en Abarrán, tras el río Amekran y desde la que se dominaba la cabila de Tensaman. El 1 de junio partió de Annual una columna al mando del comandante de Caballería Jesús Villar Alvarado con dirección a dicha posición, que, una vez ocupada sin resistencia alguna, comenzó a ser fortificada y quedó guarnecida por dos mías de Policía, una sección del 1.er Tabor de Regulares y la 1.ª Batería de Montaña, al mando del teniente Flomesta, fuerzas todas ellas bajo el mando del capitán de Infantería Juan Salafranca Barrio (1889-1921), destacado militar que había ingresado en la Academia de Infantería en 1907 y combatido en Marruecos desde 1912, habiendo obtenido el empleo de capitán por méritos de guerra, y al que se le concedería en 1924 la Cruz Laureada por la defensa de Abarrán. No había terminado la columna de protección de regresar a Annual cuando comenzó a oírse el estampido de los cañones situados en Abarrán, en respuesta al ataque de una numerosa harca enemiga, que consiguió penetrar en la posición. Flomesta se vio obligado a hacerse cargo del mando de la posición al caer herido de gravedad el capitán Salafranca y poco después cesó el fuego de las piezas al haberse agotado la munición, cayendo él también herido y siendo hecho prisionero. Una vez curado y atendido, se le pidió que enseñase a los rifeños a manejar los cañones que no habían podido ser inutilizados, a lo que se negó rotundamente, rechazando la atención sani- Diego Flomesta Moya Teniente de Artillería. Heroico defensor de la posición de Abarrán. Condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando. 323 Diego Flomesta Moya taria y los alimentos y la bebida, hasta fallecer el 30 de junio, tras un largo y doloroso mes de cautiverio. Iniciado el juicio contradictorio para la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración del Ejército para premiar a sus héroes, le sería concedida por real orden de 28 de junio de 1923. Como reconocimiento a su meritoria acción, varias poblaciones, entre ellas Murcia, Barcelona y Mérida, dieron el nombre de Teniente Flomesta a una de sus calles, mientras el Cuerpo de Artillería le rindió homenaje en su Academia de Segovia al descubrir el general Primo de Rivera el 2 de junio de 1924 una placa en recuerdo de los hechos. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 19 Los sacrificables J. L. I. S. Notas 6 Dámaso Berenguer Fusté 324 (1873-1953) había combatido en Cuba, dirigió las Fuerzas Indígenas de Melilla, fue ministro de la Guerra en 1918 y seguidamente alto comisario en Marruecos, y en 1930 jefe del Gobierno. 7 Manuel Fernández Silvestre (1871-1921) luchó en Cuba, donde ganó los empleos de capitán y comandante por méritos de guerra. A partir de 1904 tuvo diversos destinos en Marruecos, donde desempeñó el cargo de comandante general, sucesivamente, de Larache, Ceuta y Melilla. Fue dado por desaparecido durante el desastre de Annual. García Martín, Mariano La Torre de Esteban Hambrán, Toledo, 1896-Alrededores de Afrau, Marruecos, 1921 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif La retirada del ejército del general Silvestre desde Annual, como toda operación de repliegue bajo la presión del fuego enemigo, produjo momentos de desconcierto, en los que se puso de manifiesto la importancia de uno de los valores esenciales para cualquier unidad militar: la cohesión. Esta fundamental cualidad la define la Real Academia Española como «fuerza de atracción que lo mantiene [materia o grupo social] unido». La cohesión de una unidad se sostiene cuando existe a su vez una serie de virtudes, entre las que cabe citar la confianza en la propia capacidad (es decir, en la instrucción recibida); el conocimiento y confianza mutuos entre la tropa y sus mandos; el adecuado equipamiento y la moral. La moral permite a un soldado mantener su capacidad de combate en circunstancias difíciles. Es una cualidad intelectual fundamental en un ejército, pero que resulta muy afectada ante la falta de alimentos, condiciones meteorológicas adversas o la superioridad enemiga. Solo algunos individuos son capaces de mantenerla en estas circunstancias, gracias a su fortaleza mental y espiritual. Durante la retirada del 21 de julio se produjo el derrumbamiento de todo el sistema defensivo de posiciones establecido por la Comandancia Militar de Melilla desde finales del año anterior. La desaparición del propio Silvestre y de su Estado Mayor privó de órdenes a las tropas; la inesperada violencia extrema del enemigo hizo que se extendiera un miedo contagioso; la falta de instrucción de algunas unidades y el mal ejemplo de una parte de los oficiales provocaron la caída de la moral y facilitaron la aparición de todos los defectos que contribuyen a la destrucción de la cohesión. Sin embargo, en mitad de la debacle, no faltaron multitud de ejemplos que demostraron la calidad humana y militar de muchas unidades y de nuestros soldados. Hubo oficiales y sargentos que se sacrificaron para proteger la retirada de sus hombres; unidades que se retiraron en orden al mando de sus jefes, y otras que fueron capaces incluso de actuar ofensivamente contra el enemigo. En las páginas de este libro se encuentran ejemplos de estas unidades que mantuvieron su cohesión. Pero también hubo muestras individuales de comportamiento militar correcto, es decir, de cumplimiento del deber. Y también de su cumplimiento extraordinario, lo que conocemos como valor heroico. Acudiendo de nuevo a la RAE, encontramos que esta define el valor como «esfuerzo eminente de la voluntad hecho con abnegación, que lleva al hombre a realizar actos extraordinarios en servicio de Dios, del prójimo o de la patria». La retirada de las tropas que guarnecían el campamento de Annual dejó detrás varias posiciones que no recibieron orden clara ni instrucciones concretas. Algunas contemplaron como sus compañeros se retiraban apresuradamente e intentaron hacer lo propio, otras fueron destruidas por el enemigo, otras capitularon. Una de las posiciones que debían retirarse a Annual y no pudieron por estar rodeadas por el enemigo fue la de Afrau. Cercana a Sidi Dris, estaba sobre un acantilado cercano a la costa y la formaban una casa y un parapeto de piedra y sacos terreros. Componían su guarnición ciento quince hombres del Regimiento Mariano García Martín Cabo de Infantería. 325 Mariano García Martín Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 326 de Ceriñola n.º 42, una sección de ametralladoras, dos piezas de artillería Krupp con dieciocho artilleros y destacamentos de Intendencia e Ingenieros, así como treinta policías indígenas. El 22 de julio quedó cercada y bajo el fuego enemigo. Entre sus defensores figuraba Mariano García, cabo de Infantería que llevaba desde 1918 en el regimiento, habiendo demostrado un comportamiento ejemplar durante las campañas. El primer día de ataque desertaron la mitad de los policías indígenas (muchos lo hacían por miedo a las represalias). El día 23 murió el teniente Gracia, jefe de la posición y de la artillería, que se vio imposibilitada a tirar con eficacia (no había sargento). El día 24 se recibió un mensaje que autorizaba la capitulación, pero no se verificó esta por la negativa del teniente Vara de Rey, que ostentaba el mando. El día 26 de julio, ante la presencia en la playa de buques de la Armada, se decidió la evacuación. Se inutilizaron los cañones y ametralladoras y se repartió la munición. En ese momento murió el médico de un balazo. La guarnición marchó directamente hacia el mar, batidos siempre por el enemigo. Cubriendo a sus compañeros en uno de sus flancos se hallaba el cabo García, con varios de sus soldados del Ceriñola. Durante este repliegue, recibió un balazo en el vientre. Cuando trataron de recogerle, se negó terminantemente, diciendo que, estando él herido de muerte, continuaran la marcha mientras pudiera hacer fuego con su fusil para protegerles. Otro grupo de soldados que marchaban retrasados intentó recogerle, negándose nuevamente García, que continuó con su fuego de protección. Y finalmente pasó a su inmediación la fuerza de extrema retaguardia, que también quiso llevárselo, pero volvió a negarse el cabo, urgiéndoles a que se pusieran a salvo por estar él herido de muerte, y que él seguiría protegiéndoles. Cubiertos en el tramo final del repliegue por el fuego del cañonero Laya desde el mar, los supervivientes lograron llegar a la playa, siendo recogidos por la Armada unos ciento treinta hombres, de los cuales más de cuarenta estaban heridos. Mariano García continuó en su puesto hasta que sucumbió. Su cadáver nunca pudo ser identificado. Una Real Orden fechada el 5 de junio de 1922 le concedía la Cruz Laureada de San Fernando a título póstumo, premiando su valor reconocido e, indirectamente, la cohesión demostrada por su unidad. J. M. G. A. Capitán de la Lama: él y veintinueve más un ejército fueron A Conchita Ferrando de la Lama en memoria de su heroico abuelo Los sacrificables Capitán ayudante del regimiento África nº 68, acantonado en Bu Bekker, flanco izquierdo del ejército de Silvestre en su despliegue hacia Alhucemas. En la mañana del 23 de julio de 1921, cuando su coronel, Jiménez Arroyo, le apremiaba, a las puertas de un Batel desguarnecido, que subiese a su coche para volver a Melilla «ahora mismo», desobedeció esa orden porque «alguien tiene que quedarse aquí y velar por nuestros muchachos», los cuales llegaban, exhaustos y desesperados, en busca de agua, comida y municiones. Jiménez Arroyo no quiso esperar al general Navarro, que venía de los últimos desde Drius. Prefirió adelantar su fuga para llegar a la estación de Arruit. Allí, tras contradecirse en sus órdenes al capitán Luis Ruano, llegado desde Annual con los restos de su batería y asegurarle que «él se quedaría en Arruit», afirmación que a Ruano repite el capitán Ricardo Carrasco, jefe de la Policía Indígena en Arruit y cuya defensa abandona, se desdicen ambos y con otros oficiales huyen a Melilla. De la Lama siguió la crucificante marcha de los tres mil de Navarro. A su lado resistió en Batel y luego en Tistutin. Y con ellos, siempre en vanguardia, dio vista a Monte Arruit aquel 29 de julio, cuando las harcas de los Beni Bu Ifrur, Beni Bu Yahi y Metalza les coparon. De la Lama, con un puñado de voluntarios, formó un triángulo defensivo en el páramo de El Garet, que evitó la aniquilación de la fuerza española en retirada al constituirse en el flanco izquierdo de la columna Navarro y escudo del capitán Arenas, plantado en la cuesta de Arruit con unos pocos soldados, defensores de las piezas de la única batería que a Navarro le quedaba. De la Lama les facilitó tiempo de vida durante unos minutos; suficientes para que cientos de españoles entraran en Arruit. Muere Arenas entre esos cañones y cae de la Lama junto a veintiocho de sus veintinueve. Sitiado Monte Arruit, el drama concluye en el holocausto del 9 de agosto. Arenas fue honrado (en 1924) con la Cruz Laureada a título póstumo. De la Lama la tenía ganada por abrumadores testimonios a su favor del general Navarro y otros testigos, más la declaración del único superviviente de su tropa, el trompeta Eustaquio Rodríguez Martín, quien alertase a la esposa del héroe, Concepción Navarro, sobre la gesta de su desaparecido esposo. El comandante Juan Botella y Donoso Cortés, juez instructor del caso, la solicitó para su exánime enjuiciado, habida cuenta de que una hazaña como la del capitán de la Lama venía reconocida en tres de los Artículos (47º, 49º y 51º) del reglamento de la Orden de San Fernando. Esa Laureada fue robada de las manos del héroe muerto y de su inerme viuda por intrigas de las Juntas de Defensa, de las que Francisco Jiménez Arrroyo era el jefe en Melilla. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Cádiz, 1885 - El Garet (enfrente de Arruit, Rif Oriental), 1921 José de la Lama y de la Lama Lama y de la Lama, José de la 327 «Voluntario para todo»: soldado, alumno de academia y oficial que marcha al Rif Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables José de la Lama y de la Lama Nacido en Cádiz el 26 de agosto de 1885, sus padres fueron José de la Lama Rodríguez, teniente coronel de Infantería, y Adelaida de la Lama Guerra. Con quince años, José convence a su progenitor a fin de que le otorgue permiso para ingresar (8 febrero 1902), como soldado voluntario, en el regimiento de Melilla nº 1 (numeral antiguo). Siguen diecinueve meses de formación y disciplina. El 1 de septiembre de 1903, «sin causar baja en su Cuerpo», ingresa en la Academia de Infantería en Toledo. Supera con holgura los tres cursos y, en julio de 1905, se gradúa como 2º teniente. Vuelve a su regimiento, que ostenta distinto numeral: el 59. Transcurren casi dos años. El 29 de enero de 1908 hay alarma en el borde sureste del campo atrincherado de Melilla. Los batallones salen de la plaza «con objeto de proteger la entrada de la mehal-la marroquí, acampada en La Restinga», donde se han visto forzados a dejar su impedimenta, acosados por los bandoleros de Yilali Ben Dris Abd es-Salam El Yusuf, quien se hace llamar El Roghi (Pretendiente) al trono de Marruecos como «hermano» del sultán Abdelaziz. La tropa española escolta, solícita, a los moros del rey, que llegan en penoso estado: hambrientos y descalzos, sus uniformes en jirones, muchos sin armas y tiritando de frío. De la Lama aprende algunas verdades: quien manda en el Rif es un impostor y no el sultán en Fez, pero a las tropas de este no solo las ha vencido, sino también humillado. El poder de la realidad nada tiene que ver con la legitimidad dinástica. Nueva alerta: orden de embarque en el Ciudad de Mahón, que zarpa de madrugada, rumbo a La Restinga. En el puente, una silueta: José Marina Vega, el general gobernador. A las siete de la mañana del 14 de febrero, desembarcan. De repente aparecen «60 soldados del Pretendiente», con los que «sostienen un ligero tiroteo». No es un combate, es una parodia. El Roghi ha representado una escena defensiva y Marina, que le sigue el juego, la suya: escenografía de ataque anfibio. No hay bajas, pero sí gran consumo de pólvora y cartuchería. De la Lama aprende que así es como, en el Rif, los honores quedan a salvo y los soldados salvan sus vidas. La tropa española reembarca, para embarcar el 8 de marzo. El general Marina y El Roghi celebran una cordial entrevista. La única pólvora que corre es la que se hace a caballo. En el desfile participan los cuarenta jinetes del escuadrón de Cazadores de Melilla con su jefe al frente, comandante Manuel Fernández Silvestre. Dicen que tiene el cuerpo recosido de tiros y machetazos de sus combates en Cuba. Y debe ser cierto, porque su mano izquierda siempre la lleva enguantada y el brazo del mismo lado semi-rígido parece. Entra 1909. El 23 de enero, en Cabo de Agua, «un centinela es agredido». El asunto no está claro. Sí lo están los «atentados» contra El Che-Cha, uno de los caídes «amigos de España». Se da orden de «castigar a las kabilas (sic) de Ali el-Xerif y Ulat el-Hach». No son tribus, sino fracciones tribales. Crece la inquietud por si el castigo que se imponga diera pie al levantamiento de una o dos harcas. El coronel Larrea toma las decisiones pertinentes: a los instigadores de las agresiones, tras ser identificados, «se les confisca el ganado de su propiedad». Alimentos y bienes, lo que más duele. La pacificación es inmediata. De la Lama aprende que el mando debe ejercerse con firmeza y escalonamiento en la réplica a toda ofensa. Cinco meses después Melilla y España, partes de un mismo conflicto africano, entrarán en guerra por errores de mando. Los del general Marina al sacar el grueso de la guarnición tras la agresión (9 de julio) a los obreros del ferrocarril, situar sus tropas en posiciones de inviable defensa y ordenar a su flotilla de cañoneros que destruya los aduares de la costa. Kelaia (Oriente del Rif) se inflama y sus llamas prenden en el Rif Central. El resultado es el desastre del 27 de 328 Caíd Del francés caïd, derivado del árabe dialectal qāyd, y, a su vez, del árabe clásico qā‘id. Su autoridad era absoluta en aquella comunidad donde se le reconocía como jefe indiscutido, aunque dependía siempre de la alianza hostil que contra él pactasen sus rivales. Su fuerza era su prestigio y este su mayor seguridad, pero también su posible desventura al acarrearle, en su propia tribu, agresivas enemistades. En los textos españoles y franceses suele aparecer con k (kaid). A veces se le traduce como jeque, acepción incorrecta, dado que tal concepto es propio de los pueblos de Asia Menor u Oriente Medio. El concepto limitativo de jefe no es el apropiado para célebres caídes, casos de Kaddur Namar, guía de la tribu rifeña de los Beni Said o Ahmed Heriro, último caudillo de Yebala como caíd que fuese de los Beni Hozmar, dueños y defensores del Gorgues, baluarte montañoso en el frente sur de Tetuán. Al territorio tribal donde mandaba un caíd afecto a España se le denominaba kaidato. julio de 1909, con lo que España entra en guerra urbana al incendiarse la Barcelona de las barricadas, con los excesos a un lado y otro de las mismas. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif El expediente del capitán de la Lama es prueba y subsiguiente pregunta de cómo se puede salir vivo de órdenes y contraórdenes, marchas y contramarchas, asaltos frontales y defensas desesperadas sobre las vertientes del Gurugú, lugares de batalla que, por su toponimia del furor, explícitos son: Ait Aixa, Barranco del Lobo, Blocao «Velarde», Hamed el Hach, Pico Basbel, Sidi Musa; Taguelmanín. Por esas luchas y resistencias, escalonadas entre julio y septiembre de 1909, le conceden dos cruces del Mérito Militar con distintivo rojo, aunque la segunda resulta «pensionada». Podían haber sido el doble o ninguna. El 14 de diciembre de 1910 le ascienden a primer teniente. Es poco siendo mucho: está vivo y además entero. Entra 1911. Tras un paréntesis diplomático —ayudante de Alfonso Merry del Val, ministro plenipotenciario en Tánger—, vuelve al terreno de operaciones. Conoce al coronel (luego teniente general) Luis Aizpuru Mondéjar. Entre un teniente y un coronel parece haber un mundo. No será el caso entre ambos. A lo largo de la línea del Kert, de la Lama aprende de Aizpuru a cómo desplazar las tropas sin agotarlas y el quid de llevarlas a la batalla para ganarla. Porque la guerra retorna en agosto de ese mismo año tras la agresión a los integrantes de la Comisión Geográfica. Se enfrentan al mismo caudillo: Sidi Mohammed Amezzián. El 12 de septiembre, en Yazanen, orilla derecha del Kert, falto de mensajeros para llevar una orden táctica a las tropas de Policía Indígena, de la Lama decide llevarla él mismo. Nada más salir de los parapetos, los rifeños le apuntan, disparan, le fallan, le alcanzan y cae. Queda como muerto. Bajo un vendaval de tiros le recogen y le ponen a cubierto. El teniente de la Lama está vivo de milagro. El resumen clínico de la herida previene sobre el caso: «gravemente herido por bala de fusil, con orificio de entrada por la parte interna de la región supraclavicular derecha y salida por la parte media de la región escapular derecha». Es decir, disparo desde posición ligeramente elevada sobre la víctima, que impacta en la base del cuello, cerca de la carótida y sale por la espalda a un nivel inferior. Tiro con suerte. Dos centímetros más arriba y la carótida seccionada. Quince centímetros más abajo y el pulmón derecho, atravesado. Aquel fusilero rifeño enfiló a de la Lama según le venía de frente. Y apuntó al pecho del teniente. El tiro le salió alto y desviado, indicación de que el disparo se efectuó a una distancia corta: ciento cincuenta metros o incluso menos. A de la Lama, hospitalizado en Melilla, fueron a verle Aizpuru y varios oficiales de su regimiento. De aquellas visitas se hicieron fotografías, en las que se ve al herido incorporado en su lecho con buen semblante. Sobrevivir a un pacazo a veces tiene premio: le ascienden a capitán con fecha del balazo (12 septiembre 1911). La recuperación fue larga y penalizante. Las licencias por «enfermedad», eufemismo recurrente para no decir lo procedente —«herido en acción de guerra»— se sucedieron hasta 1913. Un paréntesis de año y medio difícil era de soportar para un militar de empuje como de la Lama. Por no leerle ni oírle, le hacen pasar de una Caja de Reclutas a otra: primero Astorga (Palencia), luego Segovia y por último a Toledo. El 27 de marzo de 1913 recibe copia de su orden de libertad: la R. O. por la que es destinado al regimiento África nº 68, de reciente creación (enero de 1907). Volver a Melilla y sentirse útil. Misiones de rutina: fortificaciones, convoyes de aprovisionamiento, descubier- José de la Lama y de la Lama Sobrevivir al Año Nueve y al Año Once; ascenso con fecha del día que a poco lo matan 329 tas y tiroteos, pero sin cuerpo a cuerpo. El azar de las misiones encomendadas le lleva hasta Monte Arruit, donde pernoctará repetidas veces entre junio, agosto y octubre. Campamento en trance de convertirse en centro de colonización: las casetas de colonos y comerciantes crecen, como arboleda anárquica, alrededor de la posición. Ocho años más tarde serán su cepo y muerte. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables José de la Lama y de la Lama Novia convencida y capitán incrédulo se casan: llegarán hijos y cruces de guerra 330 Todo militar en África, sea soldado u oficial, deja tras suyo un amor. De noviazgo con promesa de casamiento, pero también sin nada que se le parezca. De la Lama es de los últimos: su novia le quiere, pero no en zona de guerra. Pasar por el altar y el Rif es doble boda —con la incertidumbre y una probable viudez—, que rechaza. El frustrado capitán insiste. Y la requerida, Concepción Navarro Fernández, sin llegar a desistir, no por eso transige. Su padre, ingeniero militar de renombre, el coronel Salvador Navarro Pagés —famoso por los baluartes que construyera en Manila, donde su hija Concha naciera en 1890— no inclina la balanza. De la Lama no se rinde, tiene tramitada su petición de licencia matrimonial y espera. Al final, toma la posición en Melilla misma: el 27 de abril de 1915, en la capilla castrense del Buen Acuerdo, casan Concepción y José, ella convencida, él todavía incrédulo. El primer hijo del matrimonio llega en 1915: es «José». Ese mismo año, a su progenitor le consideran (18 de julio) «apto para el ascenso a comandante cuando por antigüedad le corresponda». Representa de seis a siete años de paciente aguardo, so pena de que se cruce una guerra. Conchita ve poco a su marido: lo mismo bordea las orillas del Muluya que anda por los montes de Ziata o Tidinit. Le conceden su tercera cruz del Mérito Militar con distintivo rojo. Entrado 1916, al capitán de la Lama apenas se le ve por Melilla, pero Conchita se las arregla para que tanta ida y venida en algo redunde. Queda embarazada y así nace «Salvador». Al padre también le cae encargo: su coronel, Enrique Baños Pérez, le ha propuesto para el rango de «ayudante mayor» del regimiento. Aizpuru, que ya es general de división y manda en Melilla desde julio de 1915 (tras relevar a Gómez Jordana), no puede estar más de acuerdo. Y esa Orden de la Comandancia (18 noviembre 1916), hace del África nº 68 una unidad de primera línea con un coronel rejuvenecido —Baños Pérez tenía 59 años— y un capitán de 31, que hace de coronel a diario para la tropa y ante esta cumple la misión encomendada. Los años se suceden: 1917, 1918, 1919, 1920. De tanto subir riscos y bajar barrancos, pero sobre todo esquivar pacazos, a de la Lama le reconocen méritos para recibir (30 diciembre 1917) su cuarta cruz con distintivo rojo, «pensionada». Bienvenida fue para la compra diaria. En 1918, Conchita tiene parto feliz del que surge una sonrosada Conchita. Ya no habrá más hijos. Por entonces, «Don Enrique» pasa a la reserva. Coronel y capitán se han entendido. El relevo, Francisco Jiménez Arroyo, 52 años, es una incógnita, no en presencia: corpulento y fuerte, sobre todo engreído por su ascendencia en el seno de las Juntas de Defensa, poder que manda sobre el rey y los gobiernos de España. Jiménez Arroyo, a su vez, gobierna las jefaturas regimentales en Melilla. Es el primer jefe de la Junta de Defensa en la plaza. En 1919, el África nº 68 insiste en asentarse sobre los páramos y montes que bordean dos filos de agua: el Gan y el Kert. Marchas nocturnas y amaneceres de sorpresa que derivan en posiciones conquistadas: Amesdan, Dar Azugaj, Buxada, Usuga, Sidi Yagub, Uestia. La Después de ocupar Annual, Silvestre creyó haber hecho bastante en aquel invierno lluvioso después de tres años de recalcitrante sequía. El alto comisario, general Berenguer, visitó el Peñón de Alhucemas —visita inoportuna, por cuanto alarmó a los notables de Axdir—, para desembarcar en Melilla y llegar, incluso, hasta Annual. De regreso a la plaza, felicitaciones a las tropas y a su jefe (6 abril 1921), a los que esperaba felicitar otra vez en Alhucemas. Berenguer vuelve a Tetuán y Silvestre queda con sus agobios: necesita dinero, artillería y municiones. Pide lo primero a Berenguer para abrir caminos y terminar el ferrocarril desde Tistutin a Drius. Y a su superior le razona lo obvio: sin comunicaciones no hay ejército. Berenguer no suelta una peseta, pero le autoriza «alguna incursión» en el valle del Amekrán. Allí está el monte Abarrán, antepuerta de Tizzi Tzkariest y balconada hacia Axdir. Entre dar un paso y no dar ninguno no es cosa admitida por Silvestre, que ansía dar dos y si puede tres. La pérdida de Abarrán (1 junio 1921) le aturde más que le enfurece. Su ejército se repliega en sí mismo, queda cercado en Igueriben y él copado en Annual. El 22 de julio, enfrentado al deshonor tras perder Igueriben, coge su pistola y se pega un tiro. Sus tropas afrontan la subida al serpenteante Izzumar. Acribilladas sin perdón, se desbandan. La moral causa baja. El Rif deja de ser español para convertirse en un mundo sumergido en guerra total. De la Lama se mueve entre Bu Bekker y Batel. Intenta localizar a su coronel en Melilla. El coronel no está en casa. El capitán decide ir a buscarlo. Una realidad inquietante guía su viaje: el teniente coronel Saturio García Esteban ostenta el mando en Bu Bukker. «Don Saturio» es un buen hombre, pero no es militar de cuerpo entero. Y Jiménez Arroyo lleva cuatro meses sin dignarse «ir al campo», expresión coloquial, representativa de ese carácter cínico y distante de quienes se creían por encima de obligaciones y situaciones. La Orden General del 2 de mayo de 1920, que firmase Silvestre, exigiendo a los jefes de circunscripción que residieran en la misma, no ha sido obedecida más que en Annual y Drius. En las demás, encogimiento de hombros. Jiménez Arroyo practica esa gimnasia evasiva, que es amoral y José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Avanza 1921: el año de las grandes mentiras, que a tantas verdades diera muerte Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif flecha española avisa con inequívoca claridad: al Kert, río de la guerra, poco le queda para ser cruzado. El 10 de mayo, Jiménez Arroyo, en el parte dado a Aizpuru, manifiesta que «este capitán en sus funciones de ayudante de la columna, a falta de un Jefe de E. M. para la misma, desempeñó el cargo interpretando, con gran acierto, las órdenes tanto para la organización como en la marcha de noche y desarrollo de la operación del 21 de abril». De la Lama es reconocido como jefe de Estado Mayor bien probado, aunque no estampillado. Primera y última felicitación de su nuevo coronel, la cual escrita quedó en su expediente. Entra 1920. La expansión española prosigue, ocupándose la mayoría de las posiciones del área de Zoco el Telatza de Bu Bekker, cabecera de la circunscripción en la que el África nº 68 asienta sus dominios. El 26 de enero cesa Aizpuru al ser ascendido a teniente general. Al parco Aizpuru, el método, la organización y la prevención reunidos en una sola persona, le sucede Silvestre, todo él arrojo, audacia, convencimiento y deslumbramiento como estrella de la guerra. Esperará tres meses y medio. Ni un día más. Cruza el Kert y toma Drius. En Melilla se aceleran los preparativos para una campaña de larga duración, con Alhucemas como objetivo. A de la Lama le conceden (2 diciembre 1920) su quinta Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo. Navidades en casa. Cariño de mujer y risas de niños. Alegría y paz casan bien. 331 José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 332 pericial. Sabe que su segundo, el teniente coronel Ricardo Fernández Tamarit, está en su sitio y de la Lama en el suyo. Pero Tamarit no ha logrado curarse de una blefaritis aguda y sigue hospitalizado. Enfrentado a decisiones coherentes —concentrar sus fuerzas en Drius—, García Esteban se aturde. Y ordena huir a sus hombres hacia el Marruecos francés. Más de la mitad morirán. Al atardecer del 22 de julio, de la Lama marcha a Melilla. Es probable que con él viajase el teniente coronel José Piqueras. Mientras tanto, el general Navarro, segundo jefe de la Comandancia, ha llegado a Drius, donde se topa con otro desastre: tropas exhaustas, oficiales desfallecidos, incluso idos, ejército consumido. Dos unidades hay enteras: la Caballería del Álcantara nº 14 y la Infantería del San Fernando, nº 11. Sus segundos jefes, tenientes coroneles Fernando Primo de Rivera y Eduardo Pérez Ortiz, mantienen a los suyos en pie, listos para pelear y resistir. En Melilla, de la Lama busca a su coronel; Piqueras indicios de refuerzos en la Comandancia, donde dos coroneles, Masaller, jefe de la Artillería, y Sánchez Monge, jefe del Estado Mayor, intentan escarbar entre las ruinas de un edificio derrumbado, con miles de supervivientes bajo sus escombros, que creen serán rescatados. A las cinco y media de la mañana del 23 de julio suena el teléfono en casa de Jiménez Arroyo. Al otro lado de la línea, el oficial de guardia en la Comandancia. Orden del general Navarro desde Drius: Que vaya usted a Batel y le espere allí. Recibirá instrucciones. El coronel avisa a su ayudante y de la Lama previene a Piqueras. Los tres suben en un rápido —los autómoviles Ford utilizados por el mando— y salen hacia su destino. A las siete y media de la mañana llegan a Batel. Les saluda el capitán Adolfo Bermudo, jefe de la posición. Navarro sigue en Drius y Bermudo no tiene otra orden que la de esperar órdenes. Por la pista pasan sucesivos rápidos con oficiales dentro y en dirección a Melilla. La pista sigue abierta y la línea telefónica no ha sido cortada. Si quisiera, Jiménez Arroyo podría llegar a Drius en quince minutos y enviar a su ayudante con el coche e instrucciones para García Esteban. Jiménez Arroyo prefiere llamar a Navarro. Una voz joven que conoce atiende su llamada: el capitán de E. M. Enrique Sánchez Monge, 26 años. El capitán le pasa con el general. La comunicación entre ambos se enreda en una serie de fatigosas preguntas y respuestas inconcretas sobre el número de camiones disponibles y la cantidad de ganado útil, según sea para la artillería o la Caballería. Nada se resuelve y cuelgan. Suena el teléfono en Batel. Para sorpresa del coronel es García Esteban. Le informa que la guarnición de Haf, posición clave para mantener abierta la pista entre Drius y Bu Bekker, «empezaba a ser hostilizada por el enemigo». Jiménez Arroyo despacha sus apuros diciéndole que «resistiera hasta ver si se le podía mandar auxilios». En síntesis, apáñese usted como pueda. Ni instrucciones precisas, ni consejos válidos. De la Lama queda endemoniado. A sus compañeros de oficialidad, sobre todo a sus soldados, su coronel a todos condena a muerte. El tiempo pasa. En la pista, los soldados relevan a los vehículos. Llegan confusos, desalentados, rotos como hombres, huérfanos de fe y mando. Jiménez Arroyo decide ir a Tistutin. A menos de tres kilómetros, Tistutin es la última estación ferroviaria. El coronel habla con un teniente, cuyo nombre no recuerda, pero que sin duda era Francisco Moreno, a quien le da instrucciones para «que solo deje subir en el tren a los realmente enfermos». Jiménez Arroyo espera a que ese tren salga. Sabe que hay otro tren en Arruit, en proceso de formación. El coronel tarda en volver. Trata de encontrar a su hijo, alférez de Regulares. Mientras tanto, la situación se agrava en Tistutin. Nutridos grupos de rifeños acosan a la guarnición de Usuga, donde el teniente Enrique Barceló ejerce el mando. Capitán que desobedece orden canalla y coronel que deserta ante sus tropas Tres de la tarde del 23 de julio de 1921 en Batel. Crepitar de fusilería en la distancia. El sonido muestra altibajos, con periodos de furia paroxística mezclados con repentinos desplomes. Los jinetes del Alcántara cargan por cuarta y última vez, rompen los cuadros de la harca en la orilla derecha del Gan, matan y mueren a un lado y otro, pero salvan a la columna Navarro. O lo que resta de ella. Una riada de supervivientes llega a Batel. Piden agua. Con ansia la beben. Piden armas. No hay. Habrá municiones. Sin permiso por escrito, nada. Algunos piden de comer. Beber les recuerda el hambre que arrastran. Como traperos en la basura, buscan cartuchos y algo que llevarse a la boca. Otros piden órdenes a un coronel. Ni caso les hace. Dentro del recinto, suboficiales y soldados ajustan, sobre mulos y caballos, cajas de municiones, fardos con alimentos, cantimploras y petrolinas: las latas de petróleo, utilizadas como garrafones de agua. Dos capitanes tratan de poner orden en el tumulto. A uno de ellos lo reconocen por el número «68» en el alzacuellos de su uniforme. El convoy sale hacia su perdición y saqueo (Usuga caerá al desertar los policías indígenas que la guarnecían y el teniente Barceló será dado por «desaparecido»). Los capitanes se abrazan y separan. Los soldados del África se dirigen hacia el capitán de su regimiento. A ver qué les dice. De esa escena de agobios y urgencias un testigo quedará con vida. Y justo un año más tarde, el 21 de julio de 1922, en Melilla, convocado para declarar en el juicio contradictorio para conceder la Laureada de San Fernando a uno de esos capitanes, manifestará: «Que el veintitrés de julio llegó a Batel con la columna del general Navarro después de evacuar Drius. En Batel vio al capitán de la Lama que, en unión de un capitán de Estado José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif El Usuga es un monte que a Tistutin tiene a capón: tiro de arriba abajo. El que lo tome, vence. De la Lama se desespera. Su coronel no regresa, García Esteban debe estar hecho un lío y el tiempo se acaba. El teniente coronel Piqueras, inquieto por lo que ocurra en el Usuga, marcha a Tistutin. Al fin, con una columna de polvo detrás, aparece el Ford de Jiménez Arroyo. A las dos de la tarde, el teléfono suena: otra vez Navarro. El general vuelve a preguntar al coronel «cuántos camiones había en Batel». En servicio ninguno, averiados varios, sin contar los irrecuperables, bloques de metal que jalonan las cunetas o yacen en medio de la pista. En su declaración posterior (25 de agosto) ante el general Picasso, dirá que «al no poder precisar (el número de camiones) al volver al teléfono para comunicárselo (a Navarro), encontró ya cortada la comunicación». Jiménez Arroyo ha contado inexistencias mecánicas y calculado el curso de los desastres ajenos. El suyo poco le importa y menos le preocupa. Detrás suyo están las Juntas de Defensa. Se sabe intocable. Y cree haber hallado un plan que le permitirá recuperar a su hijo, que sigue con los Regulares del teniente coronel Miguel Núñez del Prado, herido el 19 de julio en el fallido convoy a Igueriben y encamado en Melilla. Que el jefe de los Regulares no esté en su puesto tal vez sea lo mejor. Sus subordinados a él le respetan. La clave para salvar a su hijo es dónde fijar el encuentro. Su buen amigo, el coronel Silverio Araujo Torres, jefe del regimiento Melilla nº 59, cercado en Dar Quebdani, en esas horas ha encontrado ya la solución para salvar al capitán Eduardo Araujo Soler, su hijo. Tampoco es cosa rara: Silvestre mismo dio tajante orden a su hijo Manuel, alférez de 20 años, para que saliera de Annual en su coche de mando ayer mismo, 22 de julio. La diferencia estriba no en el rango ni en el parentesco, sino en la situación: Silvestre tenía decidido ya matarse. 333 José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 334 Mayor, organizaba los convoyes que iban al fortín de Usugar (sic)». Ese capitán de Estado Mayor era el mismo con el que Jiménez Arroyo hablase, horas antes, por teléfono: Enrique Sánchez Monge. Jiménez Arroyo observa con ansiedad la pista desierta que a Drius apunta. De la Caballería solo queda una polvareda que cae a tierra y se deshace. Pocos han debido salir con vida de esos campos de muerte. La harca está al llegar y a nadie perdonará. Hay que irse. Su hijo ya está en el coche, junto «con un capitán, un teniente y un soldado de Caballería (a ninguno de los tres identifica)». Falta su ayudante, al que rodea un grupo de soldados. Qué hace ese tonto hablando con esa tropa desharrapada. Le grita y dirige imperiosas señas. De la Lama, cachazudo él, se acerca despacio, a su lado un desgarbado trompeta. El coronel se jura a sí mismo abroncarlos en Melilla. Van a morir todos por tan estúpida y desafiante parsimonia. Lo que sigue es la reconstrucción, vía el testimonio oral de aquel trompeta, Eustaquio Rodríguez Martín, tal y como quedó en la memoria de la viuda del capitán y esta transmitió a su hija, quien a su vez la donó a su nieta. Tres Conchitas defensoras de una misma verdad. José de la Lama pone sus manos en la puerta del coche. Jiménez Arroyo está fuera de sí. «Suba de una vez, capitán. Tenemos que salir de aquí ahora mismo». Con calma, escogiendo expresiones y modos, el capitán replica: «Voy a desobedecer su orden, coronel. Alguien tiene que quedarse aquí para velar por nuestros muchachos. Márchese usted si quiere». De la Lama ha visto al hijo del coronel sentado en el asiento de atrás. Y otras caras que conoce. Ahora comprende. Jiménez Arroyo tarda en reaccionar. Ante él, un iluminado, un aspirante a héroe que pretende serlo sin darse cuenta que ya es un cadáver. Jiménez Arroyo no está para recibir ejemplos ni lecciones de nadie. Hace una rabiosa seña al chófer y el Ford arranca. De la Lama se deja envolver por el turbión de polvo. Cuando se disipa, a su lado sigue el mismo grupo de soldados del África. Entre ellos, el trompeta. Tiene veintiún años. De la Lama cuenta sus efectivos: ocho soldados y un trompeta, cuya corneta lleva cruzada sobre el pecho con una cuerda enrollada. Nueve no hacen un regimiento, pero pueden ser el pilar de un ejército. Llegar a Monte Arruit para formar el cuadro, salvar a tantos y al final caer el último De la Lama será quien salude a Navarro en Batel cuando este llegue allí, avanzada la tarde del 23 de julio. Quedó pasmado Navarro al constatar que, de los mil setecientos hombres del África nº 68, solo quedasen un capitán, ocho soldados y un corneta. De la Lama nada pudo decirle del teniente coronel García Esteban. Navarro se guardó para sí lo que pensaba de Jiménez Arroyo, coronel que no veló por su regimiento, que ninguna orden diese a su sustituto y escapó hacia Melilla sin esperarle a él en Batel, donde la harca ni se acercó. Tanta dejadez y vileza mucho le dolieron a Felipe Navarro y Ceballos-Escalera, aristócrata metido a enterrador de ejércitos por la mala cabeza de unos y la cobardía de otros. El día no ha concluido. Siguen llegando supervivientes: en grupos o emparejados. Los hay que se presentan solos, espectrales figuras de lo que fue un ejército y la quimera de conquistar el Rif. Los hombres de Navarro resistirán cuatro días en Batel. A las dos y media de la tarde del 27 de julio se replegarán hasta Tistutin, donde todavía había agua y montaban guardia los supervivientes del regimiento Alcántara. Los de Navarro sostuvieron en Tistutin un aviso del duro asedio que les aguardaba: fuego todo el día y parte de la noche; fuego incluso, en forma José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif de petróleo, para quemar los cadáveres enemigos en descomposición caídos sobre los parapetos. En la madrugada del 29 de julio salen. «La marcha desde Tistutin a Monte Arruit se efectuó formando la fuerza en cuadro; el capitán de la Lama ejercía las funciones de ayudante del teniente coronel Piqueras». Es el testimonio del corneta Rodríguez. La columna Navarro cruza por entre sucesivas cortinas de fusilería.Todavía son unos tres mil trescientos. Su masa impone, pero la harca la ve llegar como apiñado blanco en el que ningún tiro se perderá. Mañana del 29 de julio. Arruit a la vista: a la derecha, larga cuesta por subir; a la izquierda, inmenso páramo para afrontar y menos para huir. Fusilada de exterminio. Tres harcas rodean a la columna Navarro. Los soldados caen en racimos. Empieza «una lucha encarnizada, en la que se deshizo el cuadro que formaban las fuerzas, pero el capitán de la Lama, con la pistola en la mano y gritando “conmigo los de mi regimiento”, fue seguido de unos treinta, entre ellos el declarante (Rodríguez), para detener al enemigo». Las puertas de Arruit se abren. Y hacia ellas corren los que aún pueden correr. No los heridos tirados en el suelo, cuyos gritos de auxilio descoyuntan ánimos y confianzas. La columna se desajusta y fragmenta. Navarro se siente morir. Otro cauce de sangre. Una masa de cabileños se aproxima desde el norte, a través de El Garet. Gentes de los Beni Bu Ifrur. Otra masa se acerca por la carretera de Drius, a su cabeza, jinetes pardos. Los metalzis, la mejor Caballería del Rif. Una tercera harca envuelve Arruit por sus espaldas y toma las casetas no ocupadas. Gentes de los Beni Bu Yahi, dueños de Arruit. La columna Navarro se ve fusilada desde varios frentes a la vez. Los aledaños de Arruit se cubren de cuerpos españoles sin vida. Primero una, después otra, las tres piezas de la única batería de artillería —la del capitán Ramón Blanco de Ysla—, que a Navarro le queda, envueltas son. Se lucha a muerte junto a las cureñas y los tubos de los cañones. Si esa batería se pierde no habrá salvación. De la Lama se da cuenta de la extrema gravedad del momento. En su diestra la pistola, en la izquierda su gorrillo regimental, que ondea como guión en la batalla que comienza, al aire recalentado de El Garet lanzó ese grito de guerra y compromiso que, durante siglos, implícito clarín de unión y resistencia fue para la Infantería española: « ¡Conmigo los de mi regimiento!». El capitán cuenta a sus voluntarios. Veintinueve. Con tan poca gente, endeble cuadro formarían. Distinto sería un triángulo defensivo. Nueve hombres por cada lado y él al centro con el trompeta. Escena de guerras napoleónicas. El vértice del triángulo apuntado a la cuesta de Arruit, donde están los cañones a defender. Los lados izquierdo y derecho contendrán a los rifeños que llegan del este y por el oeste. La base debe detener a los que se acercan desde el norte. Si fuese preciso, los tres lados del triángulo se juntarán en una triple fila de fuegos. Y al parecer, de la Lama ordenó: « ¡Rodilla en tierra, cargar rápido, apuntar con calma, disparar con la cabeza!» (recuerdos apilados en la memoria familiar de los Lama-Navarro). Empieza la defensa del triángulo. Los cabileños, sorprendidos por tan extraña formación, no aciertan a romperla. Y caen unos tras otros. El fuego es constante y preciso. De la Lama sigue en pie. Su poca estatura (1,59 metros) le ayuda. Su gente responde. La harca titubea y busca un hueco para golpear. No puede maniobrar por el gentío combatiente, revueltos amigos con enemigos. Dos formaciones de jinetes juntan, bajo la oscilante calima, sus fuerzas. Todavía no están a tiro. De la Lama mira hacia la cuesta de Arruit, donde el fragor de los disparos aumenta. Distingue a varios oficiales. No logra identificarlos. Tal vez uno de ellos sea el capitán Jesús Aguirre, de Ingenieros. No andará lejos Félix Arenas, ingeniero también. El estruendo de la fusilería, sumado al de los gritos, aturde y enardece. Por las puertas de Arruit se ven entrar oleadas de soldados. Esos se salvarán. Los jinetes pardos han formado su 335 José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 336 línea de ataque. Un semicírculo que se confunde con la tierra. Con la bruma que crece, será preciso dispararles a doscientos metros para no fallar. La cuesta de Arruit resiste. Se combate entre las piezas. Una figura aislada. Un oficial. No puede ser otro más que el capitán Arenas. En Tistutin estuvo bravo como ninguno. Le tiran de la manga izquierda con insistencia. Su gorrillo cae al suelo. Le indican: los jinetes pardos, lanzados a todo galope. De la Lama cuenta a su gente. Once con él. Su triángulo tiene un solo lado. Bastará o morirán. Solo podrán disparar dos veces. Aun así daño harán. Y tal vez ordenase: Todos al suelo, separados, apoyar los codos, apuntar al pecho de los caballos, dejar que nos pasen por encima... Y pasaron sobre ellos. «Arrollados por un grupo de moros a caballo» (declaración del corneta Rodríguez). Del bofetón de la carga sobreviven el capitán y el trompeta. Eustaquio Rodríguez, contuso y tambaleante, se adentra en El Garet. Cree que su capitán ha muerto. De la Lama, aturdido pero ileso, se incorpora. Busca su gorrillo, lo encuentra y se lo pone. Conserva su pistola en la diestra. No tiene tiempo ni de apuntar. Un tiro en la cabeza le arranca el gorro y la vida. En ese instante, Eustaquio mira hacia atrás y le ve «caer mortalmente herido». En la cuesta de Arruit, el capitán Arenas ha muerto. Piqueras también. La propiedad de esos cañones otros la tienen. Los rifeños cañonean la resistencia española hasta acabar con ella. El cuerpo de José de la Lama tendido yace en El Garet. Su prueba de fe y divisa de honor. Nadie mancillará sus restos. Nadie se llevará ese agujereado gorrillo, último estandarte del África nº 68. Ese cadáver, ese gorrillo y ese valor de gesta fueron respetados por los rifeños. Momificado pero íntegro, inmune en su representatividad castrense, afirmado en su eticidad, entre el 24 y el 26 de octubre de 1921 de la Lama apareció donde el trompeta señalase, al pie de Arruit. Un cobarde y sus cómplices pretenderán deshonrar su hazaña. Un monumento, erigido en El Garet por iniciativa de Rafael Fernández de Castro, cronista de Melilla, guardó la memoria del célebre capitán hasta el verano de 1949. Entonces lo demolieron. El final de los imperios, supuestos o verdaderos, suele acabar así. Hombres y piedras, abajo. Olvidados unos, esparcidas otras. Arriba, cielos y justicia. Impávidos ellos, indefensa esta. Y eso quedó probado en el juicio contradictorio para una Laureada, fusilada por la espalda. A traición. Coronel cautivo de sus mentiras y viuda que revive ante la verdad desvelada Hacia las tres y media de la tarde del 23 de julio de 1921, el coche donde iban Jiménez Arroyo, su hijo y otros oficiales, entra en Arruit. Puesto de acuerdo con el capitán Ricardo Carrasco, jefe de las tropas de Policía Indígena que guarnecen la posición, deciden ir a la estación del ferrocarril. Allí, el coronel y el capitán, junto con «otro capitán que no sabe de qué Cuerpo era (otro inidentificado más), se tuvieron que dedicar (sic) a apear, a viva fuerza, de los camiones que llegaban (¡!) a la gente que en ellos venía, habiendo tenido que sacar el revólver (?) para hacerse obedecer». Incongruente declaración esta de Jiménez Arroyo el 25 de agosto ante el general Picasso, pues los tres camiones que, sobrecargados de heridos, salieron de Drius antes del mediodía, despanzurrados estaban y su malherida tropa rematada. Ningún convoy más de camiones salió de Drius después de aquella matanza: sí ambulancias y camionetas, en su mayoría interceptadas por la harca y sus ocupantes muertos. Ni un solo camión había en Kandussi ni en Dar Quebdani, posiciones rodeadas ambas y sus pistas, hacia «la carretera general Drius-Arruit», cortadas. En Bu Bekker debería haber un José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif camión-tanque. Para llevar agua, sin cañón en torreta. Los sublevados rifeños se habían apoderado de ese medio camión en la tarde del 22 de julio y desarmado a sus conductores, a los que perdonaron la vida tras robarles el poco dinero que llevaban. El teniente Moisés Vicente Cascante, jefe de la posición de Sidi Yagub, guarnecida por fuerzas de la Policia Indígena que todavía le eran fieles, dio aviso de tales hechos al teniente coronel García Esteban en Bu Bekker, quien acusó recibo del suceso. Al día siguiente, 23 de julio, tras ser atacada la guarnición situada en los Altos de Haf, bajo los cuales pasaba la pista hacia Drius, cuando García Esteban, enterado de que Jiménez Arroyo estaba en Batel, le llamó para pedirle refuerzos, dándole a entender que, si Haf caía (como así fue), la pista de Bu Bekker a Drius sería cortada, Jiménez Arroyo le respondió a su estilo: resista hasta ver si le puedo socorrer. García Esteban prefirió resistir en el Marruecos francés, bastante más acogedor que el español. En cuanto a Drius, las llamas empezaron a devorar el mejor campamento español en el Rif a partir de las dos de la tarde del 23 de julio. Jiménez Arroyo se inventó su epopeya en Arruit ante desertores y huidos. El desertor de mayor graduación representó su mejor papel. Nadie le aplaudió. Pero aún tenía aprendidos más papeles para interpretar en Arruit. En la estación del ferrocarril está el capitán Luis Ruano y Peña, uno de los supervivientes de Annual, donde mandaba la 3ª batería de Montaña. De sus cuatro cañones Schneider de 70 mm, Ruano había salvado uno. Que se vio forzado a dejarlo en Drius por falta de acémilas. Son las cuatro de la tarde y la tropa de Ruano ha superado el límite de sus fuerzas. Los mulos y caballos que forman parte del contingente necesitan agua y forraje o perecerán. A Jiménez Arroyo no se le ocurre otra idea que la de ordenar a Ruano que él y sus hombres, la mayoría sin armamento portátil, «se quedaran todos» en Arruit, donde no hay pienso ni agua para los animales o los humanos; ni fusiles ni rancho para sus artilleros, que llevan dos días seguidos de retirada. Ante las ceñudas objeciones de Ruano, Jiménez Arroyo se lo piensa mejor y decide que en Arruit permanezcan tres oficiales y cien artilleros, sin un solo cañón. Luis Ruano, con prudencia, pero con firmeza, pregunta a Jiménez Arroyo «si pensaba quedarse» en Arruit, cuestión que repite a Carrasco. Los dos le dicen que «sí». El capitan artillero duda y se fija en los rostros del coronel y del capitán, en los que «no notó nada extraordinario». Consciente de que la tarde pronto será noche, Ruano espabila a su tropa y emprende la marcha hacia Zeluán. Tienen diez kilómetros por delante. Caminarán a oscuras. Mal asunto. Jiménez Arroyo ha vuelto a la estación. Ese tren a Melilla se ha convertido en una obsesión para él. Da instrucciones a unos soldados y estos suben bultos y maletas a uno de los vagones. Jiménez Arroyo aborda la escalerilla para subir a su vez, pero en ese instante «le dio un vahído, precursor de una congestión cerebral». El señor coronel se autodiagnostica, máxime cuando tal aviso de congestión «lo ha tenido en anteriores ataques». Jiménez Arroyo agradece la ayuda que algunos le ofrecen y reclama a su chófer que le acerque su coche, al cual sube con desenvoltura. La orden de ruta es fácil: Zeluán-Nador-Melilla. El rápido del coronel entra en la carretera y acelera. Detrás surgen el motín y la barbarie, la Policía Indígena, al ver que su jefe huye —Carrasco y Jiménez Arroyo viajan juntos—, disparan sobre la tropa española, entre ellos los desarmados artilleros de Ruano. Y después vuelcan su afán exterminador sobre los huidos de Batel y Tistutin, que no cesan de llegar. Pocos se salvan. El chófer de Jiménez Arroyo distingue una columna militar que avanza a buen paso. Alejarse de Arruit ha dado energías a Ruano y los suyos. El coronel ordena que pare el coche. Error fatal del jefe del África nº 68. El estupefacto capitán descubre que, esos que detienen su 337 José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 338 automóvil para preguntarle si algo necesita, resulta que son Jiménez Arroyo y Carrasco, con otros oficiales. Ninguno actúa en descubierta; todos van en franca huida. Para disimular su fuga, Carrasco asegura a Ruano que «detrás venía la Policía». Rotunda falsedad. Fin de las explicaciones, acelerón de las mentiras y a Melilla sin más meteduras de pata. Ruano y sus sonámbulos artilleros llegaron a Zeluán a la una de la madrugada. Los que tal vez pensaron que no llegarían vivos, se equivocaron. A las cinco y media de la mañana entraban en Melilla. El tren de Arruit pasó por Zeluán, recogió allí cuanta gente pudo y prosiguió hasta Nador, en cuya apocada estación se apelmazaban civiles y militares. Es la madrugada del 24 de julio. Caos de apreturas y prioridades. El teniente Ricardo Fresno Urzaiz, de la Guardia Civil, está allí mismo, con sus guardias, para poner orden. Y lo consigue: a los soldados que llevan «su armamento» los pone a disposición del teniente coronel Pardo Agudín, jefe de la circunscripción, que pronto será conocido por sus gazmoñosas peticiones de socorro al general Berenguer. Al teniente Fresno no se le escapa detalle. El más llamativo, que «dos o tres soldados fuesen conduciendo (en lugar de protegiendo) el equipaje del coronel Jiménez Arroyo». Cuando les ordena bajarse, interviene el mismísimo dueño del equipaje, que «confirma personalmente» al teniente su propiedad sobre el avío en cuestión y su tránsito. Este enésimo descaro de los deshaceres de Jiménez Arroyo dejará asombrado a Picasso y sus auditores. A nosotros nos queda por averiguar qué clase de equipaje podía recoger un coronel en desastre como aquel para necesitar varios soldados que hicieran de porteadores suyos. Eustaquio Rodríguez Martín llegó a Melilla dos días después. Hecho unos zorros, pero convencido de su deber. Tras recuperarse de sus contusiones, su primera acción fue visitar a la esposa de su fallecido capitán, que vivía en la calle de Las Aciras, nº 20, «principal». Encuentro menos terrible para ambos de lo que Rodríguez presuponía. Los detalles que Concepción oyera del conmovido testigo la enardecieron sin entristecerla. Era hija de militar y lo demostraba. Por ningún conducto oficial, nadie en la Comandancia y menos el coronel del regimiento le había hecho llegar noticia fidedigna alguna de la hazaña protagonizada por su marido. El hecho en sí de la epopeya, confirmada por otros supervivientes de la columna Navarro, adquirió una mayor dimensión. Concepción recibió pésames y solidaridades. Sobre todo de una familia melillense, la del capitán Juan de Ozaeta Guerra, del que se sabía estaba prisionero. Por Melilla se extendió la fama del defensor de El Garet. Y su viuda recibió más admiraciones que condolencias. Esto y el decidirse a solicitar la Laureada a título póstumo para su esposo, no poca vida de la por ella hasta entonces llorada le fue así reintegrada. Testigos que nada saben ni oyeron y testigo principal del caso que mucho se calla El juicio contradictorio arrancó el 5 de marzo de 1922. Ocho días antes habían desembarcado en Melilla los 325 supervivientes de las casas-prisión de Axdir. Entre ellos, el comandante José Gómez Zaragoza, del Alcántara, y el general Navarro, jefe de los defensores en Batel, Tistutin y Arruit, en consecuencia máximo testigo de lo sucedido, fuesen heroicidades o canalladas. Su declaración en Madrid, el 7 de abril de 1923, inequívocamente a favor: «El capitán José de la Lama fue mandando (tropa) en la retirada de Tistutin a Monte Arruit el día veintinueve de julio, fuerzas que formaban el flanco izquierdo de la columna, que fueron duramente hostilizadas; tratando en los momentos de mayor peligro de levantar la moral de sus soldados. Al impedir la desbandada fue muerto por el enemigo cuando, en último y supremo José de la Lama y de la Lama Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif esfuerzo, trató de restablecer, por su frente, la situación. Fue (por estuvo) siempre en los puestos de mayor peligro y cumplió cuantas misiones se le encomendaron con elevado espíritu, valor, serenidad y conocimientos técnicos de su profesión». Entre los jefes y oficiales citados, a favor, pero por referencias elogiosas de otros sobre la actitud mostrada por el capitán de la Lama, se manifestaron: el comandante Gómez Zaragoza, más los tenientes Manuel Sánchez Ocaña y Felipe Peña Martínez —este último oficial médico—. En contra, pese a no ser testigo de los hechos ni tener referencias creíbles por terceros, se manifestó el ya coronel Eduardo Pérez Ortiz. Y en similar situación de desconocimiento de quién era el oficial propuesto para la Laureada ni qué había hecho, el capitán artillero Fernando Gómez López. Entre la suboficialidad y la tropa convocadas, en total diecinueve declarantes, catorce de ellos «no conocían al capitán de la Lama» o «nada habían oído de él». El 73,6%, inadmisible de todo punto. Los cuatro restantes se mostraron a favor: sargentos Castellanos de Fe, Fernández de Gío, soldados Alaejos Mateos y Rodríguez Álvarez. Estos despropósitos eran demostrativos de la escasa diligencia mostrada por el primer juez instructor del caso, que muy pronto se consideró él mismo incluido en una incompatibilidad, de la cual no precisaba «en qué consistía», pero le obligó a ceder su puesto al comandante de artillería Juan Botella y Donoso Cortés, quien mostró convincente seriedad y rectitud moral. Con las declaraciones del general Navarro, comandante Gómez Zaragoza, tenientes Sánchez Ocaña y Peña Martínez, más los sargentos y soldados citados, el asunto estaba claro porque las demás opiniones eran inválidas por sí mismas. Faltaba que declarase el segundo testigo principal, Eustaquio Rodríguez Martín, único superviviente de los Treinta del Garet. Mucho dijo, en pocas palabras, Rodríguez Martín cuando declaró en Melilla aquel 25 de julio de 1922. Pero más calló él mismo, sin duda aconsejado por compañeros suyos o suboficiales experimentados, compadecidos de su mala suerte: testificar en favor de un difunto contra las trapacerías y cobardías del jefe de su regimiento, precipicio de tal hondura, que mejor no asomarse a él por aquello del vértigo. Once meses antes, el 25 de agosto de 1921, enfrentado a las pruebas que Picasso reunía y a las que él intuía hallarían, al ser preguntado «si puede señalar algún hecho recomendable entre las tropas de su regimiento o, por el contrario, de omisión o tibieza que crea debe hacerse notar, dijo que “a su conocimiento no ha llegado, en uno ni en otro sentido, nada que merezca ser consignado”». Jiménez Arroyo probaba su bajeza y mala fe. Él mismo era avergonzado testigo de su propia desidia y cobardía, resaltadas desde la dignidad y hombría de su ayudante. Consciente de la gravedad de sus faltas, basó su mísera defensa en silenciar el heroísmo y el pundonor de quienes, como el capitán José de la Lama, sufrieron la desgracia de soportarlo como persona, no ya como jefe, pues eso quedó demostrado que él no supo ni quiso serlo en julio de 1921. Eustaquio Rodríguez se autoimpuso la pena de la desmemoria: no recordar esa frase de su capitán sobre los deberes de un coronel ante sus tropas inermes en el campo de batalla; también del desprecio que de la Lama sintiera ante quien decidió comportase como enemigo de sus soldados al abandonarles en retirada como aquella. Ese «Márchese usted si quiere», que de la Lama espetase a Jiménez Arroyo con énfasis de infinita hartura, nunca figuró en declaración alguna, ni el recordatorio del capitán al jefe que salva a su hijo y huye de sus otros hijos: «Alguien tiene que quedarse aquí para velar por nuestros muchachos». 339 340 «Y examinado el presente expediente, el comandante Juez Instructor que suscribe, considera que el capitán de Infantería Don José de la Lama y de la Lama, muerto en la retirada de Batel a Monte Arruit, es acreedor a tan alta recompensa por considerarle comprendido en el caso tercero del Artículo cuarenta y nueve y poderle comprender (en lugar de corresponder) el caso segundo del (Art.) cincuenta y uno y el Artículo cuarenta y siete. V. E., no obstante, resolverá.» Y resolvieron. En contra. Presidía el Consejo Supremo de Guerra y Marina el teniente general Francisco de Aguilera y Egea, de 67 años. E Inspector General del Ejército, además de Jefe del Estado Mayor Central, era el capitán general Valeriano Weyler Nicolau, de 86 años, pero con sus facultades mentales listas. Ninguno era un juntista. Las Juntas de Defensa, pese a haber sido «suprimidas» en 1922, como garrapatas que eran, sólidas agarraderas tenían en las conciencias de no pocos generales y ministros. Premiar a un valiente muerto con la Laureada, equivalía a condenar de por vida al coronel que condena cumplía lejos de la Península: en las islas Chafarinas. Condenado a seis años y un día de prisión por el delito de negligencia y el abandono de su destino en campaña, Jiménez Arroyo será indultado (30 agosto 1925) por Alfonso XIII, en una más de sus hirientes decisiones antimilitares y antipatrióticas, en base al Real Decreto de Amnistía que el monarca firmase el 4 de julio de 1924, cincuenta días después de las Conclusiones presentadas por el comandante Juan Botella y Donoso Cortés, a las que el Consejo Supremo de Guerra y Marina decidió ignorar. Concepción Navarro, viuda del capitán, residía en Málaga, donde había enterrado a su marido tras recuperar su cuerpo en El Garet. La primera de las Conchitas de la Lama muere, a los 79 años, en el Madrid de 1969. Nunca supo que a su heroico esposo un juez honrado le había reconocido sus méritos en forma de límpida Laureada, que otros se la robaron. Los que debieron pensar esto: mejor un héroe más silenciado, que un coronel menos y deshonrado. La guerra contra el olvido impuesto al capitán de la Lama no ha concluido. En 1922, compañeros suyos, supervivientes del África nº 68, decidieron honrar su memoria con una inscripción damasquinada, grabada sobre la hoja del sable de ceremonia del capitán, que este guardaba en su casa de Melilla. Ese Sable de Honor fue donado al Museo del Ejército por su viuda, en los tiempos en que Madrid disponía de uno de los mejores museos militares de Europa y sincero respeto mostraban sus gestores a las donaciones familiares. Ese sable ha sido visto por muchos en los años setenta, ochenta y noventa, entre ellos quien esto escribe. Expuesto a la vista, lucía sobrio y terso, como el compromiso ético de su dueño y la fidelidad amante de su esposa. Al trasladarse el Museo del Ejército a Toledo, cinco años va a 20 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables José de la Lama y de la Lama Eustaquio defendió su paz y confió en la ecuanimidad del juez instructor. Sus rogativas fueron atendidas. Dos años después, fechado en Melilla el 16 de mayo de 1924, el comandante Juan Botella y Donoso Cortés terminaba sus Conclusiones, dirigidas al Consejo Supremo de Guerra y Marina, máxima institución para entender en todo lo relativo a la concesión o denegación de la más alta condecoración militar española. En el último párrafo de su Escrito, argumentaba: Agradecimientos A la nieta del capitán de la Lama, por las muchas veces que, a lo largo de los últimos diecisiete años (desde 1999), tomamos notas por teléfono, intercambiamos cartas y llamadas, consultamos archivos y hemerotecas para mejor entender aquellos tiempos de furia y entrega a unos Principios, en los que su abuelo nítida huella dejó en la conciencia militar de su tiempo, que la España actual y su Ejército deberían cuidar un poco mejor. que el héroe sigue hoy ostentando, por cuanto hay nombres, civiles o militares, a los que ni robándoles se les puede arrebatar la vigencia de su ejemplo ni asfixiar los latidos de su continuo requerimiento. Es tal su razón y tan alto su derecho, que por los objetos que el difunto poseyera la Nación escucha y hablará. Y además, el Expediente Picasso y el Archivo Particular del general, del que este historiador tiene copia de trabajo, desde 1997, por fraterna actitud de Juan Carlos Picasso López y su hoy viuda, Mª Teresa Martínez de Ubago, a quien aquí saludo. Ella sabe cuánto la quiero. Fuentes Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables J. P. D. 05.03.-04.05.2015 José de la Lama y de la Lama cumplir de destierro en unos sótanos. Cinco años de silencio y oscuridad. Dos más de los que necesitó el juez Botella para proponer que la Laureada del apellido de la Lama debía lucir ante la plenitud de la justicia. Acción irrenunciable, que la tercera bandera de la dinastía, Conchita Ferrando de la Lama, espera se le permita la entrada a ese lugar sin sol para acariciar la afilada mejilla de su abuelo. Y si no se lo autorizan, con la Ley en una mano y su derecho en la otra como tutora de tal símbolo, sacarlo a la luz del día para que su abuelo y otros lo vean. Bibliografía Expedientes: el L-168; Hoja de Servicios del que fuera defensor de El Garet, a la vez que escudo ante la cuesta de Arruit. Y el depositado en la Sección 9ª, Caja 3009, Expte. 24147, conservados en el AGMS, que se corresponde con el juicio contradictorio para la concesión de esa Laureada de San Fernando, la 341 Morales y Mendigutía, Gabriel Sancti Spiritus, Santa Clara, Cuba, 1864 - Izzumar, Rif, 1921 Coronel. Académico de la Historia. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Gabriel Morales y Mendigutía A la memoria de Carmen Ormaeche de Morales, nuera del célebre coronel 342 Por la defensa de su patria antillana recibe tres cruces rojas del Mérito Militar. En 1909 prueba, en el Barranco del Lobo, sus dotes de mando ante otro desastre. Ascendido a teniente coronel de E. M., Cuerpo al que pertenecía desde 1895, alterna destinos en Larache y Melilla. Fascinado por el mundo marroquí, aprende sus lenguas y profundiza en su pasado. Sus publicaciones lo convierten en cronista de Melilla y, en 1918, académico de la Historia. Coronel jefe de la Policía Indígena, confirma en ella su pedagogía como líder de guerreros y protector de sus familias. Con Silvestre al mando, su esfuerzo educativo y asistencial se extiende. Su prestigio entre las cabilas facilita osados avances que, sin él, hubiesen derivado en cruentos combates. Silvestre firma su promoción (febrero de 1921) al rango de brigadier. Opuesto a la ocupación de Annual, es también contrario al aventurerismo que suponía tomar Abarrán. Esta derrota, forzada por la inepcia del comandante Villar, sumada a graves faltas de otros oficiales de la Policía, lo malhieren. Al sucumbir Igueriben tras epopéyica defensa (21 de julio), intuye que el ejército está perdido. Se opone a la retirada de Annual y previene sobre lo tardío y letal de esa decisión. En el Izzumar combatirá armado con un fusil. Herido de muerte y abandonado por los pocos que le acompañaban, será rematado por rifeños que no le reconocieron. Su cadáver, honrado por Abd el-Krim, fue el único que el Rif Libre devolvió a España. El alto comisario, Dámaso Berenguer, no acudió (Melilla, 3 de agosto) a recibir sus restos ni presidió su inhumación. J. P. D. 11.04.2015 Muñoz-Mateos y Montoya, Luis Oviedo, 21 de agosto de 1895 - Marruecos, 5 de julio de 1924 al salir de la referida posición, cerca del río Ibuharen, un grupo enemigo fuertemente atrincherado, vistiendo uniforme de Regulares, atacó por sorpresa a las citadas fuerzas con nutridísimo fuego de fusil, ocasionándoles numerosas bajas, que hicieron insuficientes los medios de evacuación de que se disponía, por lo que desde el primer momento hubo de dedicarse el teniente médico Muñoz- Mateos a curar a los heridos en las mismas guerrillas bajo un fuego intenso y eficaz, y a pesar de resultar herido, continuó prestando sus servicios, acudiendo para ello, con gran desprecio de su vida, a los puntos más avanzados, y cuantas indicaciones se le hicieron para que se retirase contestó que no lo haría mientras quedase un herido que necesitase sus auxilios, cuya actitud motivó sin duda que, agravada la situación de las fuerzas, cayera con algunas bajas en poder del enemigo. Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Nació en Oviedo el 21 de agosto de 1895 del matrimonio formado por José Muñoz-Mateos y Rodríguez y Castora Montoya. Tras iniciar la carrera de Medicina en Valladolid fue alistado en agosto de 1916 para cumplir el Servicio Militar, incorporándose en febrero del año siguiente como soldado a la 7.ª Comandancia de Tropas de Intendencia. Continuó sus estudios en la Facultad de Valladolid hasta que en diciembre de 1919 obtuvo el título de licenciado en Medicina y Cirugía. Dos años después aprobó la oposición al Cuerpo de Sanidad Militar y fue nombrado alférez médico alumno de la Academia del Cuerpo, de la que salió en enero de 1922 con el empleo de teniente médico y destino en el Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Tetuán n.º 1, al que se incorporó al mes siguiente en dicha plaza. Tras el desastre de Annual, en julio de 1921, había comenzado la reconquista del territorio perdido, habiéndose conseguido recuperar la línea de Dar Drius y expulsar al enemigo de Nador, Zeluán y Monte Arruit. Durante los años 1922 a 1924 el teniente Muñoz-Mateos acompañó a su unidad en la realización de diversos servicios de guerra: emboscadas, protección de convoyes, bombardeos y evacuación de heridos. El 2 de julio de 1924 marchó a la posición de Tazza y el 5 recibió su unidad la orden de replegarse a la posición de García Uría. Durante esta delicada operación, al llegar al río Ibuharen fue el tabor sorprendido por un numeroso grupo de harqueños que vestían uniformes de Regulares, robados días antes de un depósito, entablándose un duro combate en el que desapareció el teniente Muñoz-Mateos. En la orden general de 7 de abril de 1925 del Ejército de Operaciones de Marruecos se incluyó su nombre en la relación de generales, jefes y oficiales que se habían distinguido desde el 1 de febrero al 31 de julio de 1924, refiriéndose a él con las siguientes palabras: «Acompañando al Tabor en su marcha a García Uría atendiendo a los heridos en la línea de fuego con gran heroísmo, pues no obstante caer herido, continuó curándoles, encontrando en esta misión gloriosa muerte». El 21 de septiembre de 1924 causó baja en el Ejército al ser dado por desaparecido. Se le concedió a título póstumo en abril de 1927 el empleo de capitán y por real orden de 6 de noviembre de 1929 la Cruz Laureada de San Fernando. En dicha disposición se daba cuenta de que al cumplir el 4.º Tabor las «órdenes recibidas, se replegaba desde la posición de Tazza hasta la de García Uría», cuando Luis Muñoz-Mateos y Montoya Médico militar. Sirvió en unidades de Regulares en Marruecos. Recibió la Cruz Laureada de San Fernando por la heroica atención prestada a heridos en la línea de fuego. 343 J. L. I. S. Primo de Rivera y Orbaneja, Fernando Jerez de la Frontera, Cádiz, 1879 - Arruit, Rif, 1921 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Fernando Primo de Rivera y Orbaneja Teniente coronel del Regimiento de Alcántara. 344 Al teniente coronel Antonio Manzano Lahoz y a sus hijos, Santiago y Miguel, oficiales del Ejército del Aire Teniente de Infantería en el Toledo de 1896, en 1898 se gradúa en la Academia de Caballería. En 1906 ingresa en la célebre École de Cavalerie en Saumur (Marne-et-Loire). En dos cursos lo aprende todo sobre los caballos y la forma de combatir a caballo. De Francia vuelve un jefe de guerra. Asciende a capitán. En 1912 combate en la Línea del Kert. Ascenso a comandante. Profesor en la Escuela de Equitación, en Madrid. Ascendido a teniente coronel, regresa al Rif como segundo jefe del 14º de Caballería. Al tomar el mando Manella (21 mayo 1921) el regimiento descubre que tiene dos jefes: quien ordena y supervisa, y quien ejerce de guía táctico y ético. Bloqueado Manella en Annual, Primo de Rivera asume el mando. Manella muere, pie a tierra y pistola en mano, en el Izzumar (22 de julio). En la vertiente sur, Primo y los suyos lanzan su primera carga, cuestas arriba, salvando al convoy de heridos en Ben Tieb. El 23 de julio, segunda carga en Cheif, que evita la aniquilación de la columna Orrego. Consigue la Laureada sin él saberlo. Regresa para salvar de la muerte a la columna Navarro, fusilada en el Igan. Tercera carga. Parte por la mitad las filas rifeñas y alcanza Batel, espantando toda oposición a su paso. Vuelve grupas y ataca de revés el trincherón del Igan. Cuarta, quinta y sexta cargas. El Alcántara empieza a morir y acaba muriendo en masa, pero rescata a la gente de Navarro. Sitiados en Arruit, un cañonazo le arranca el brazo derecho (3 de agosto) y la gangrena lo mata dos días después. Pocos militares en la Historia, en solo trece días de batalla, donan su vivir y ejemplaridad para que su Ejército, su Nación y su Pueblo se sientan laureados de por vida. J. P. D. 25.07.2014 Ramos-Izquierdo y Gener, Rafael San Fernando, Cádiz, 11 de julio de 1884 - Rivas Vaciamadrid, Madrid, 5 de noviembre de 1936 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Era natural de San Fernando (Cádiz), donde había nacido el 11 de julio de 1884. Al cumplir los dieciséis años realizó su ingreso en la Armada como aspirante de Marina en la Escuela Naval Flotante, instalada desde 1869 en la fragata Asturias, de pontón en Ferrol, en la que se formarían los guardiamarinas hasta su disolución en 1908 al ser trasladada la Escuela a San Fernando (Cádiz). En 1905 Rafael Ramos-Izquierdo obtuvo el empleo de alférez de navío, pasando posteriormente a formar parte de la oficialidad del cañonero General Concha8. El 11 de junio de 1913, prestando servicio en Marruecos a bordo de su buque, una densa niebla le hizo embarrancar en los arrecifes de la ensenada de Busicú, a pocos kilómetros de Alhucemas, abriéndose en el casco una brecha por donde penetró el agua. Tras embarrancar, se iniciaron por la mañana los trabajos para desencallar y reparar el buque, observados desde tierra por cabileños de Bocoya, quienes amenazaron a la tripulación con disparar sobre ella si trataban de desembarcar. De nada sirvió que los tripulantes se retirasen al interior del barco, pues los moros, en progresivo aumento y al amparo de las rocas de la playa, comenzaron a hacer fuego, que no pudo ser respondido por la tripulación con la intensidad debida al haberse inundado el compartimento donde se hallaban las armas. La actuación de piratas pertenecientes a la cabila de Bocoya había sido frecuente en años anteriores, atacando buques de diversas nacionalidades y secuestrando a sus capitanes para exigir la puesta en libertad de varios piratas que habían sido apresados por España en 1896. El condestable, con temeraria decisión, trató de llegar a la ametralladora del buque, pero perdió la vida al recibir varios balazos. Los asaltantes dominaban la cubierta del barco desde sus elevadas posiciones, lo que les permitió causar más bajas, empeorando la situación cuando de dos botes pudieron acceder numerosos enemigos a la cubierta del General Concha. Al toque de zafarrancho de combate comenzó una lucha cuerpo a cuerpo, viéndose obligada la tripulación a retirarse a los camarotes, mientras el enemigo tomaba varios prisioneros y se retiraba con ellos a la playa. Por la tarde volvieron los moros a desencadenar el fuego y seguidamente un grupo de unos doscientos se aproximó al barco, librándose a continuación una cruel batalla, en la que perdió la vida el comandante y sufrieron numerosas bajas ambos bandos. Tomado el mando por el alférez de navío Rafael Ramos-Izquierdo, la tripulación mantuvo al enemigo disparando desde la popa hasta la llegada del cañonero Lauria, que no se atrevió a intervenir en el combate al haberse apoderado los asaltantes de los uniformes de la tripulación y haberse vestido con ellos. Interrumpido el ataque por la presencia del buque, los moros volvieron a abordar al General Concha al hacerse de noche, conferenciando con el alférez Ramos-Izquierdo, a quien le pidieron les entregase el armamento y el dinero que portasen, a lo que se negó, por Rafael Ramos-Izquierdo y Gener Oficial de la Armada española. Ganó la Cruz Laureada de San Fernando en Marruecos por la heroica defensa del cañonero General Concha. Fue fundador del Polígono de Tiro de Fusil de San Fernando (Cádiz) y de la Base Aeronaval de San Javier (Murcia). 345 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los sacrificables Rafael Ramos-Izquierdo y Gener lo que comenzaron a registrar el buque, momento que aprovechó la tripulación para arriar uno de los botes salvavidas y embarcar en él a los heridos para trasladarlos al Lauria, negándose a acompañarlos el alférez Ramos-Izquierdo, que había recibido tres balazos, dos de ellos en ambos brazos. Terminó el combate con la retirada de los asaltantes, que se llevaron con ellos al alférez Ramos-Izquierdo junto con otros nueve tripulantes más. Durante el enfrentamiento perdieron la vida diecisiete miembros de la tripulación y otros tantos resultaron heridos, lo que suponía más de un cincuenta por ciento de bajas. Los prisioneros fueron llevados a la cabila de Bocoya y enseguida se empezó a negociar su liberación, consiguiendo huir algunos, entre ellos el alférez Ramos-Izquierdo, que lograron llegar a la playa y embarcar en un bote, al que persiguieron los moros en una embarcación a vela que fue rechazada por el cañonero Recalde. Según el expediente de juicio contradictorio abierto para determinar si se había hecho acreedor a la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando, el alférez Ramos-Izquierdo había luchado con «heroico valor, después de haber sido herido de gravedad, demostrando gran espíritu militar y excediéndose notoriamente en el cumplimiento de su deber», por lo que por real orden de 1 de mayo de 1914 le fue concedida la Cruz Laureada de 2.ª clase, que le fue impuesta el 31 de mayo de 1914 a bordo del acorazado Pelayo, anclado en el puerto de Cartagena, por el contraalmirante Miguel Márquez de Prado, comandante jefe de la 2.ª División de la Escuadra. Incorporado al servicio, obtuvo los empleos de teniente de navío en 1914 y de capitán de corbeta en 1920, con los que estuvo destinado en varios buques y fue profesor en la Escuela Naval Militar. En los años siguientes fue fundador del Polígono de Tiro de Fusil de San Fernando y de la Base Aeronaval de San Javier, realizó el curso de Aeronáutica y estuvo al mando del portaaviones Dédalo y del destructor Almirante Antequera. Al producirse el levantamiento militar de julio de 1936 fue detenido, encerrado en la checa de Porlier y posteriormente asesinado en Rivas Vaciamadrid por milicianos del Frente Popular el 5 de noviembre del mismo año. J. L. I. S. Notas 8 El cañonero General Concha 346 había sido botado en 1883 y recibió este nombre en recuerdo del brigadier de la Armada Juan Gutiérrez de la Concha y Mazón de Güemes, fusilado por los insurgentes de Buenos Aires en 1810 y padre de los que llegarían a ser capitanes generales Manuel y José Gutiérrez de la Concha e Irigoyen, marqueses del Duero y de La Habana, respectivamente. Rodríguez Fontanes, Carlos Manzanares, Ciudad Real, 1879 - Amvar, Rif, 1922 J. P. D. Vázquez Bernabéu, Antonio Blida, Argelia, 1896 - Paterna, Valencia, 1936 Médico militar. Al comandante médico Álvaro Vázquez Prat en memoria de su abuelo En las semanas posteriores a la derrota de Abarrán, una solitaria figura a caballo recorría la pista entre Ben Tieb y el Izzumar, pasaba por Annual y subía hasta Buymeyan, sin ser paqueada. Desde rifeños emboscados a españoles en guardia, todos conocían al teniente médico de la 12ª Mía (compañía) de la Policía Indígena. Intuían de dónde podía venir: de practicar un parto y salvar al niño y a la madre o de aliviar los dolores de estómago de un caíd (jefe). Compasivo y valiente, tenía probadas estas virtudes desde el 16 de junio de 1921 cuando, al fracasar el asalto a la Loma de los Árboles, la tercera parte de la 12ª Mía causó baja, la otra vaciló y la última pretendió huir. Pistola en mano cortó la huida y defendió a sus heridos. El día del desastre (22 de julio) afrontó la defensa de la cara sur de Buymeyan, por donde ya subían los harqueños. Se defendió de ellos. A él no le dispararon. Entró, solo, en el arrasado Annual. Atendió a los pocos heridos aún con vida y fue hecho prisionero. Abd el-Krim le ofreció cinco, diez veces su sueldo si accedía a ser su médico particular. Se negó y acabó en Axdir, donde curó a españoles y rifeños. Una noche de septiembre se echó al mar en la playa de Suani. Cruzó los 800 metros que lo separaban del Peñón nadando a espalda. Laureado (en 1924) y ascendido a capitán, siguió en Marruecos hasta 1927. La muerte de su esposa, a causa de una peritonitis puerperal, le hizo vacilar en su devoción al Ejército. En julio de 1936 seguía de capitán, cuando reunía méritos para ser coronel. Decidió descansar en el balneario de Paterna. Y allí le fusilaron quienes nunca supieron nada de humanitarismo ni de republicanismo. J. P. D. 28.04.2013 Los sacrificables Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif En 1921, siendo comandante, lo destinan al Tercio. Toma el mando de la II Bandera. La Legión es la punta de lanza de las fuerzas de Berenguer, empeñado en atrapar a El Raisuni en las montañas de Yebala. El 22 de julio, en Rokba-el-Gozal, llegan noticias como puñetazos: Silvestre muerto, su ejército deshecho, Melilla en peligro. Se sortea entre las dos banderas: pierde Fontanes y gana Franco, que sale con la Primera hacia Tetuán. Fontanes recibe órdenes de partir. Cien kilómetros andando. En veinte horas lo consiguen. El 23 embarcan en Ceuta y a Melilla. Siguen tres meses de continuo cuerpo a cuerpo, espoleados por su jefe, Millán Astray, que no les da respiro. Fontanes, con su mirada socarrona, su guerrera remendada y su media sonrisa, se gana la admiración de españoles y el respeto de rifeños. Al avanzar hacia el territorio del desastre, la resistencia se endurece. El 18 de marzo de 1922, inaudita torpeza del mando de los tanques al dejarlos sin gasolina. Los carristas huyen, los rifeños detrás. En Amvar, la I Bandera afronta el choque. Fontanes ve caer a un legionario y, al inclinarse para auxiliarlo, un «pacazo» le abre el vientre. Son las dos de la tarde. Con calma, pide: «Encontrarme al capitán Pagés». El célebre médico le había asegurado: «Si se interviene antes de que transcurran cuatro horas, no hay peligro de muerte». Pasan dos horas y Pagés no llega. A las seis, nadie sabe nada de Pagés. El plazo de la vida concluye. Medianoche. Fontanes es un hilo de voz: «Mis pobrecitos hijos». Dos varones y cuatro hembras, huérfanos de madre. Entra la madrugada y un ansia terrible se lo lleva. Franco agiliza la cuota de auxilio: dos mil pesetas. Y los hijos de Fontanes tocan a 333,66 pesetas por cabeza y orfandad. Carlos Rodríguez Fontanes, Antonio Vázquez Bernabéu Comandante de la Legión. 347 II.IV Los rebeldes 348 Mhamed Abd el-Krim: de mirlo blanco a gavilán del Rif A la memoria de Mohammed Ibn Azzuz Hakim Abd el-Krim El Jattabi, Mhamed o M’hamed Coronel acertado en su cálculo y alumno sometido a «la cuadratura del círculo» La fecha del nacimiento de Mhamed cambia según los autores que hayan estudiado su vida. Por las fechas de sus investigaciones publicadas, son: (en 1973) el coronel (luego «general honorífico») Andrés Sánchez Pérez, quien aportó el año «1895»; (en 1981) el gran historiador marroquí Germain Ayache, para quien Mhamed nació en «1896»; (en 1992) la licenciada María Josefa Rivera Sánchez, quien descubrió, en Málaga, documentos inéditos que certificaban su nacimiento en «1895»; (en 2009) la arabista Rosa de Madariaga, quien optase por «1897». En base a la fiabilidad de sus fuentes y razonamientos anexos, resulta evidente que Sánchez Pérez, interventor en la cabila de Beni Urriaguel entre 1934 y 1935 y el primero en excavar las ruinas del antiguo Principado del Nekkor, fue también el primero en precisar el año correcto: «1895». La investigación llevada a cabo por María José Rivera Sánchez, pese a pasar desapercibida en el momento de su publicación (1992) puso fin a las variables en tal sentido. En instancia dirigida a Antonio Sánchez Balbi, director de la Escuela de Magisterio, el personaje declaraba ser quien era: «Mahamed Ben Abd el-Krim, natural del Rif, tribu de Beni Urriaguel, de quince años de edad, a V. S. con el mayor respeto expone (por “ruega”), que se le considere alumno oficial de dicha Escuela y debiendo (sic) sufrir, previamente, el examen de ingreso, a V. S., respetuosamente, Suplica se digne emitir (sic) las órdenes para que dicho examen se verifique. Es Gracia que no duda merecer...». Debajo la firma, bien legible, del solicitante, con el lugar y la fecha: «Málaga, 21 de diciembre de 1910». Habida cuenta de que Mhamed Abd el-Krim cursaba estudios en Melilla e inviable, con carácter regular, la conexión marítima Axdir-Melilla-Málaga-Alhucemas, el hecho en sí nos previene tanto de la absoluta dependencia administrativa de la Melilla de entonces con respecto a Málaga, como del exigente nivel educativo que el padre de Mhamed impuso a su hijo Los rebeldes Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Ingeniero por su propio empeño y estudios, jefe del Ejército del Rif de 1923 a 1926; referente social para los pueblos del norte de Marruecos por su estoicidad, honestidad y valentía. Estos valores, definitorios de su actitud ante la vida, supo refrendarlos a través de un exilio de treinta y ocho años, marcado por situaciones extremas: de junio de 1925 a mayo de 1947 como deportado, al igual que su familia y la de su hermano mayor (Mohammed) en la isla de la Reunión (Índico suroriental); de 1947 a 1964 en El Cairo. Al fallecer (1963) su hermano en la capital egipcia quedó él como jefe de los Jattabi y garante de los ideales republicanos. Un año después le fue permitido volver a Marruecos. Murió en el hospital Avicena de Rabat y fue inhumado en Axdir entre la devoción y el dolor de su pueblo, los Beni Urriaguel. Su condición de héroe nacional lo es para todos los marroquíes al serlo de los rifeños. Su figura sigue viva en la memoria popular. Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Axdir, Alhucemas, 1895 - Rabat, 1967 349 menor: estudiar en Melilla los cursos de Magisterio y Bachiller, presentándole en Málaga para superar los exámenes anuales y las respectivas reválidas. En esa cuadratura del círculo, que Mhamed afrontase con fe y coraje, mostró a sus padres cuanto de hombre tenía y lo mucho que de él recibiría su localidad natal y patria: Axdir y el Rif. Su corazón y bandera. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los rebeldes Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Hacerse hombre bajo el peso del patronímico familiar, intertribal y protectoral 350 La infancia de Mhamed transcurrió como la de otros tulâb (estudiantes) en las escuelas coránicas de primer nivel. El nivel superior se aprendía en la madrasa —escuela coránica para adolescentes y jóvenes adultos—, aunque su tío paterno, Abd-es-Selam, se mantuviera como profesor de refuerzo para estos estudios, versados en el completo dominio del Corán. Abd-esSelam El Jattabi, personalidad accesible, culta y bienhechora, tenía dos años menos que su hermano, el alfaquí (letrado) Sid Abdelkrim El Jattabi. Sid Abdelkrim decidió que su hijo menor «fuese a la escuela del Peñón y sería entonces cuando le conocería el doctor Bastos por Jesusito (en cursiva en el original)». Esta es la tesis del coronel Sánchez Pérez y la estimamos acertada. El teniente médico Manuel Bastos y Ansart tenía veintidós años en 1907, cuando Mhamed cumplía doce años, luego las edades y fechas concuerdan, porque al segundogénito de Sid Abdelkrim le faltaban tres años para socilitar su ingreso en la Escuela de Magisterio en Málaga. Del Peñón hispano pasó Mhamed al Liceo Español San José, en Melilla, donde obtuvo buenas notas y excelente acogida dada la notoriedad de los Jattabi. El San José era un colegio privado, «incorporado al Instituto Provincial de Málaga», como advertía el subtítulo de su enunciado. Estudiar en sus aulas tenía un precio: cien pesetas por «mensualidad», más 34,50 ptas por las clases. Los gastos correspondientes a la docencia en julio de 1915, mes en el que los ejércitos aliados y turcos combatían a muerte por la posesión de la península de Gallípoli. Desembolsos que es probable pagase su hermano mayor, al ser el miembro de la familia con mayores ingresos, tanto por sus tareas profesorales como por sus artículos en la primera página de El Telegrama del Rif. Tres años antes, en 1912, Mhamed aprobó, en Málaga, el examen final de la carrera de Magisterio. Con diecisiete años maestro, pero sin alumnos. Le quedaba terminar el bachillerato. En septiembre de 1917 lo consiguió. Su abnegación escolar admira. Pudo convertirse en una autoridad marroquí en la ingeniería de caminos o la incipiente telefonía. La guerra del Rif confirmará su valía y logros. Los Jattabi, en su troncalidad patrilineal, constituían una entidad familiar que se recomendaba por sus méritos: el padre, alfaquí prestigiado, había sido nombrado cadí de Beni Urriaguel —juez islámico que imparte la justicia en nombre del sultán— en los tiempos de Hassán I. Sid Abdelkrim era uno de los puntales de la entonces factible «alianza entre españoles y rifeños». De sus relaciones con España obtenía subsidios, enemigos y cruces pensionadas, por este orden. Y aunque en el Islam a mayor fuerza del adversario, mayor honor para quien le haga frente y más si logra vencerle, los Abd el-Krim recibían amenazas de muerte con tanta regularidad como les llegaban, desde el Peñón de Alhucemas, honores y pensiones. Al principio fueron setenta y cinco pesetas al mes, que subieron a cincuenta duros (doscientas cincuenta pesetas) y llegaron hasta los cien duros (quinientas pesetas). En la época equivalía al sueldo, mensual, de tres funcionarios. Su hermano Abd-es-Selam recibía ciento cincuenta pesetas. Los Jattabi seguían amenazados, pero vivían con desahogo. De los hijos de Sid Abdelkrim, el primogénito, Mohammed, tras cursar estudios jurídicos en la universidad Al Qarawiyyin de Fez, fue maestro en una escuela de Primaria y luego De forma tan escandalosa, por lo descarado de la misma, como impremeditada por las graves consecuencias que acarrearían a su familia, Sid Abdelkrim adoptó posturas públicas tan abiertamente antifrancesas, que los artículos de su hijo mayor contra Francia parecían chismes de poca monta. Los informes de los Servicios de Información mostraban la envergadura del desafío planteado por el jefe de los Jattabi: contactos con agentes alemanes y aceptación de su dinero; propósitos de alianza con Abd el-Malek, nieto de Abd el-Kader —el príncipe que aglutinase la resistencia argelina contra la invasión francesa (1830-1847)—, quien preparaba expediciones punitivas contra los puestos franceses en el área de Taza; suplantación de la firma del sultán Mehmet V en cartas leídas en los zocos —en concreto, en Zoco el Jemis (mercado de los jueves) de los Morabitin—, donde se convocaba «al pueblo musulmán» para que se uniera a la guerra santa (yihad) contra la Francia opresora de la soberanía y el derecho de Marruecos a gobernarse por sí mismo. Esas cartas no llevaban el Sello Imperial de la Turquía otomana, pero bastó que unos cuantos tulâb («estudiantes») certificasen que en esos escritos ellos reconocían la escritura de Sid Abdelkrim (investigación bien culminada por Madariaga) para que el padre y sus hijos fueran denunciados. Estos hechos y avisos de mayores conflictos ocurrieron en junio de 1915. El 2 de julio cesó el alto comisario, general Marina, dimisión en la que le acompañó Silvestre desde su Comandancia de Larache, afectados ambos por las averiguaciones del asesinato de Sidi Alkalay y El Garfati, delegados raisunistas, en Cuesta Colorada (el 15 de mayo), de resultas de lo cual, Francisco Gómez Jordana, comandante general en Melilla, pasó a ocupar la Alta Comisaría en Tetuán y el general Luis Aizpuru fue su relevo en esa plaza española. Por mediación de Aizpuru, el primogénito de los Jattabi fue advertido de los «excesos», verbales y escritos, cometidos por su progenitor y la conveniencia de «subsanarlos». Y en el haber de Mohammed Abd el-Krim debe constar la carta que escribiese (5 agosto 1915) a su padre, previniéndole de la «absoluta necesidad de abstenerse de laborar a favor de la proclamación del sultán de Turquía como sultán del Rif». La síntesis de esta carta, que Madariaga Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Los rebeldes Sueños turcos de un padre, que a sus hijos fuerzan a rebelarse contra España Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif profesor de árabe y chelja para los jefes y oficiales destinados en Melilla. En 1914 Mohammed accedió a la categoría de naib al-qadi qoddat, esto es, juez presidente del Tribunal de Apelación, máxima autoridad judicial para la población musulmana del Rif bajo el Protectorado español. En 1915, Mhamed tenía un padre bien valorado por los españoles y un hermano aún más respetado, dado que impartía justicia en nombre del jalifa y su Gobierno, el Majzén español. Mohammed Abd el-Krim pasó a tener ideas propias, divulgadas desde El Telegrama del Rif, con lo que las implantó en su familia y el entorno tribal de Axdir. Fortalecidos por su discurso, Melilla y el Rif fueron dedo acusatorio esgrimido contra los modos franceses de colonizar: retener libertades; reprimir todo movimiento nacionalista; represaliar a los líderes autóctonos. Excepto en retención de libertades, las demás acciones habían sido derogadas por el general Hubert Lyautey a poco de tomar posesión en Fez (24 mayo 1912). Pero el hecho de denunciar, en la prensa de un país arrinconado en el ámbito mundial, como le sucedía a la España de Alfonso XIII, las arbitrariedades de un poder imperial con la categoría de Francia, generaba severos riesgos. Desde Fez y París llegaron a Madrid tajantes reclamaciones por «lo intolerable» de los argumentos esgrimidos por el mayor de los Abd el-Krim. 351 Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Los rebeldes Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 352 publicó en 2009, conserva toda su importancia moral y política, pues demuestra hasta qué punto Mohammed Abd el-Krim se comprometía con la paz protectoral de España. En cuanto a Jordana, sabía bien el penoso estado militar de España. Infinidad de cuarteles y despachos, inexistencia de fuerzas disuasivas. En regimientos peninsulares, estos: ochenta y uno de Infantería; veintisiete de Caballería; doce de Artillería; nueve de Pontoneros, Telégrafos y Zapadores. En Capitanías Generales, ocho. En divisiones movilizables en tres días, ninguna. En artillería pesada (calibres de 120 y 155 mm) con material moderno, cero. En artillería de campaña, predominio de los cañones Krupp repatriados de Cuba, Filipinas y Puerto Rico, piezas con treinta y cinco años de servicio bajo climas dañinos. Su relevo por los cañones Schneider, excelente material francés, proseguía con exasperante lentitud. Y los parques de municiones, con telarañas. En agosto de 1914 la disponibilidad era de treinta granadas por pieza, lo cual provocara monumental enfado en Alfonso XIII al enterarse de esos números. Un año después, la mejora se resumía en menos de trescientas granadas por pieza; cuando Francia había entrado en la guerra con tres mil granadas por cañón. A Jordana nadie tenía que recordarle estos datos ni la urgencia de evitar un conflicto armado con Francia, letal para España no ya en Marruecos, sino para preservar la unidad nacional y supervivencia de la Monarquía. En consecuencia, firmó lo procedente: orden de detención contra Sid Abdelkrim. El patriarca de los Jattabi logró escabullirse con subterfugios, meteorológicos y clínicos. Intervino de nuevo Aizpuru, quien logró convencer a Abd el-Krim para que hiciese «una declaración» de sus motivaciones personales. Atrevimiento y coherencia hubo en las expresiones de Mohammed cuando, el 15 de agosto, el capitán Vicente Sist, en la Comandancia de Melilla, se dispuso a tomar notas de lo declarado por el célebre periodista y juez. A Mohammed debió parecerle interrogatorio propio para un acusado de graves delitos. Y optó por ser valiente y preventivo hacia los españoles. Su sinceridad le condenó. Sus manifestaciones en el sentido de «odiar a los franceses» perdieron toda relevancia ante afirmaciones tales como: «anhelo la independencia del Rif no ocupado»; «los Jóvenes Turcos perseveran en el levantamiento del Islam contra los aliados»; esa sublevación «equivale a la declaración del Yihad (guerra santa)»; «el primer trabajo a realizar (por su padre y él mismo) será el establecimiento de un (nuevo) Majzén que podrá pactar con España»; la divisoria del Kert no debe ser cruzada por las tropas españolas, pues tal iniciativa será «la única cosa a la que se opondrán (los rifeños)»; «España debe conformarse con lo ocupado y prescindir de lo demás». Si Aizpuru no se esperaba tanto, Jordana muchísimo menos. Jordana consideró que no tenía alternativas, por lo que ordenó el ingreso en prisión del primogénito de Sid Abdelkrim. Los «Jóvenes Turcos» o el movimiento caído en el error para convertirse en terror Turquía era imperio de nombre desde 1878 tras verse humillada por Rusia en la Paz de San Stéfano; salvarse ese mismo año de su total desmembración gracias a la meliflua Inglaterra del rusófobo Disraeli en la Conferencia de Berlín, donde convenció a Bismarck de mantener en pie «La Sublime Puerta», el más aparatoso atrezzo geopolítico que conociera el mundo después de la Roma del pusilánime Honorio, al cual Alarico señalase el camino de la huida antes de llevarse no ya el oro del imperio aquel año 410, sino gran parte de su memoria. Sin reponerse de sus heridas, ni haber aprendido lección militar alguna de sus reveses, Turquía pretendió doblegar a sus antiguos vasallos (Bulgaria, Montenegro, Serbia), quienes le devolvieron multiplicados sus golpes (1911-1913). Como consecuencia, tuvo que inclinarse ante la Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Los rebeldes Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Italia de Giolitti, que la expulsó de Libia. En diciembre de 1914 Turquía entró en guerra como aliada de los Imperios Centrales. La cercanía de Rusia, ancestral enemiga, la llevó a cometer represiones de inaudita violencia contra uno de sus países periféricos: Armenia. Imperialidad de artificio, astucia y represión la otomana, aunque la solemnidad de su imponente Constantinopla (Estambul) cautivase a los europeos que hasta allí viajaban en el Orient Express, ferrocarril que llegaba hasta Bagdad por empeño logístico del ejército y el dinero alemanes, obsesionados por dominar la ruta hacia Afganistán y la India. Incluso los sultanes otomanos lo eran por consentimiento de terceros, caso de Mehmet V, sucesor de Abdülmahit II, depuesto en 1909 por el militarismo dictatorial de Ismail Enver Pachá, líder de los Jóvenes Turcos. Uno de sus oficiales era el capitán Mustafá Kemal. Había nacido en la helénica Tessaloniki (Salónica), ciudad tan turca como Jerusalén. En 1915 tenía 34 años y no le interesaba el poder si no iba anexo a la revolución con la que soñaba: refundar Turquía. Al plantar cara a los ejércitos franco-británicos en Gallípoli (abril-julio de 1915) y obligarles a reembarcar (6 enero 1916), todo ello gracias al coraje y la visión táctica de su subordinado, el general Kemal, Enver se convirtió en héroe nacional. Dado que en Mesopotamia el ejército angloindio de Townshend, fracasado en su loco afán de tomar Bagdad tras disparatada marcha desde Basora, caía derrotado en Ctesifonte y capitulaba en Kut-el-Amara (29 abril 1916), desastres donde sus tropas, obligadas a regresar «andando» a Bagdad (220 km a través del desierto), perecieron en su práctica totalidad —de siete mil hombres sobrevivieron seiscientos—, Enver, sin haber tomado parte activa en ninguna de esas victorias, se convirtió en venerado libertador del Islam, aclamado por la Umma (comunidad musulmana mundial). Enver tenía sus virtudes: determinación, obstinación y valentía. Como jefe de ejército era un desastre. A finales de diciembre de 1914 se empeñó en atacar a los rusos del general Yudenich en el Cáucaso. Avance lento; primeros choques afortunados; descenso fulminante de las temperaturas (20º bajo cero) y contraaques rusos, mejor aclimatados y equipados. Las tropas otomanas se desbandaron y congeladas quedaron. Setenta mil turcos murieron, miles de ellos convertidos en estatuas de hielo en Sarikamish (al suroeste de Kars), gélido cementerio de otomanos orgullos y prepotencias nefastas. Hubo deserciones antes de este Annual turco —seis veces más de los desaparecidos del ejército de Silvestre— y armenios eran no pocos de los huidos del frío helador, pero también de la incompetencia militar de sus jefes. A Enver, una vez a salvo en Estambul, le bastó con tener pruebas de la identidad religiosa (credo ortodoxo) y reprimida nacionalidad de los fugados, para decretar, de común acuerdo con sus consocios —generales Admed Djemal y Mehmet Talaat— la «destrucción» del pueblo desertor y delator al enemigo: la Rusia zarista. El apocalipsis, iniciado en abril de 1915, se prolongó durante meses. La Armenia de entonces ni en los mapas aparecía al no ser nación independiente, solo como «pueblo» y «cultura cristiana», por lo que no importó que siguiera ausente de la cartografía política, aunque despoblada: quinientos mil muertos y cien mil mujeres esclavizadas en los cálculos más prudentes; que subieron hasta los novecientos mil fallecidos, más doscientos mil cautivos, muertos en vida, siendo hombres y mujeres jóvenes, pero también niñas y niños, vendidos como esclavos y objetos de sexual deseo en los zocos de Asia Menor y del Golfo Pérsico por empeño hitita del peor de esos triunviros, Talaat. Dado que la matanza fue bien ocultada y bajo denso velo institucional todavía hoy subsiste, los Jóvenes Turcos se mantuvieron como divina referencia de libertades para millones de musulmanes en África y Oriente Próximo, siendo en sí torpe añagaza: ninguno de los pueblos sujetos por su panislamismo represivo, fuesen tribus arábigas, jordano-libanesas, 353 palestinas o sirio-iraquíes, recuperó sus derechos nacionales. Por extensión de sus dominios, la Turquía otomana era el cuarto imperio más grande después del británico, el ruso y el francés. Como derecho de gobernación sobre los oprimidos solo el poder de su fuerza ostentaba; por identidad estatal, a Enver Pachá tenía. Su imagen triunfante convenció al África del norte. Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los rebeldes Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Nube aposentada en los cielos del Rif y viento encenizado que se la lleva sin llevársela 354 En el Rif, los Jattabi vivían angustiados al enterarse de que Mohammed, desesperado porque las peticiones de sus influyentes amigos —general Aizpuru, teniente coronel Riquelme— eran ignoradas por Jordana, había intentado fugarse. Con resultados penosos. La cuerda por la que se deslizaba por el muro de una de las torres de Cabrerizas se rompió según una versión —en la ofrecida por Sánchez Pérez «la cuerda quedó corta» y el fugado balancéandose sobre el vacío «hasta desollarse las manos»—, para finalmente caer al foso, fracturándose la pierna izquierda entre los tetones de cemento que protegían los accesos al fuerte. Mal enyesada su fractura, quedó cojo. A primeros de agosto de 1916 se le comunicó su puesta en libertad. Se convirtió en un héroe por no claudicar ante el sistema carcelario español. En los cielos de Axdir encontró aposento una nube de color indefinido: ni blanca ni negra; ni demostrativa de buen tiempo, ni avisadora de tormenta. El sueño de la independencia y próximo. Según pasaban los días, esa nube varió en su forma y color. Gruesa columna coronada por frontis intimidante. Nube de granizo, castigo de infieles. Señal que, al ponerse el sol, se transformaba en estandarte verde-carmesí. Colores califales, enseñas de resurrección y victoria. Unas nubes más bastarían para constituir incontenibles ejércitos de granizo. Fábrica de nubes solo una había y en Estambul estaba. Y hacia allí se rezó con el mayor fervor. Hacer del Rif un Estado turco-marroquí era un proyecto dotado de rotunda lógica geopolítica en 1916, a su vez poseedor de evidente vigor panislamista, aunque su alcance social fuese limitado y en lo moral, nulo. El Rif seguía apegado a sus costumbres y marcos gubernativos de tradición: caidato, bajalato, amalato, sultanato. La secuencia escalafonal de las gobernadurías en Marruecos. Y se creyó en Axdir que la modernidad estribaba en cambiar un sultán por otro. Incluso sin necesidad de tal cambio, para lo cual bastaría el inagotable oro alemán, el largo brazo de Enver Pachá y el perenne vigor de los guerreros del Rif. Un drástico cambio de Gobierno en Madrid, por el cual los liberales de Manuel García Prieto se vieron desplazados en beneficio de los conservadores reformistas, cuyo jefe de filas era Eduardo Dato e Iradier, cambió el curso de la vida de los Jattabi. De ser «influyente familia con elementos de cuidado en su seno» a «familia digna de consideración sin merma de vigilancia sobre la misma». En junio de 1917, al constituir Dato su segundo Gabinete confió, una vez más, la cartera de Estado al marqués de Lema (Salvador Bermúdez de Castro y O’Lawlor). Lema fue quien decidió aceptar las recomendaciones que, vía Melilla, le llegaban sobre las bondades éticas y posibilidades políticas del menor de los hermanos Abd el-Krim. La buena disposición española hacia quien sería considerado «un mirlo blanco» (Sánchez Pérez dixit) coincidía con el interés de su progenitor para que ingresara en la Escuela Central de Minas. Sid Abdelkrim estaba persuadido de que en el Rif Central y, en concreto, en el Yebel (monte) Hamman, existían minas tan valiosas como las de hierro y plomo en la vertiente sur del Gurugú, sometidas a frenética explotación por los consorcios industriales franco-españoles a consecuencia de la guerra mundial. En octubre de 1917, Lema firmó carta a Sid Abdelkrim, confirmándole que su hijo menor quedaba inscrito en la Residencia de Estudiantes. Estudiar para ingeniero mientras la ingeniería política del mundo se viene abajo En Madrid, Mhamed participó de las ventajas de formarse en un ambiente culto y liberal; recinto concebido para estudiar y formar desde la reflexión y el análisis. En lo pecuniario no tenía de qué preocuparse: los gastos de su estancia, tanto en lo alimenticio como en lo instructivo, fuesen para sus materiales de aprendizaje, como sus clases particulares en matemáticas y trigonometría, impartidas por profesores cualificados, corrían por cuenta del Ministerio de Estado. Sus cuentas del camisero y del sastre, su calzado también, las pagaba la diligente España de Lema. Al verse tan bien atendido, dedujo que el Rif mucho le interesaba a España. Mhamed se mostró agradecido, sin caer jamás en lo servicial. Vestido a la europea y residente en una capital donde notorio era el despilfarro de las clases altas frente a la sobriedad y laboriosidad de una clase media colindante con la pobreza, Mhamed se mimetizó con las gentes madrileñas, a las que percibía más alegres que tristes, pero también más resignadas que esperanzadas. En su cotidianeidad académica, se sentía cómodo con camisa, corbata, traje y zapatos. Sus chilabas encontraron hueco en un arcón y sus babuchas acabaron bajo un armario. Sus compañeros de clase le trataban con simpatía, a lo que él correspondía con afecto comedido. Ponía su mayor voluntad en el estudio, pero no por ello superó el examen preparatorio (junio de 1918). Supo sobreponerse. Y al segundo intento lo consiguió. Estudió geografía e historia básicas de España, introduciéndo- Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Los rebeldes Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Aquel mes de octubre, cuarto de la guerra mundial, los bolcheviques asaltaron el Palacio de Invierno en San Petersburgo; el Gobierno de Kerensky cayó al huir su presidente a EE. UU.; Rusia abandonaba la Entente y Francia se sintió desfallecer al prever el vuelco hacia el Oeste de las masas germánicas. Fue entonces cuando un relámpago cegador surgió en Oriente. Las gentes musulmanas, desde Alejandría a Tetuán, contuvieron la respiración. En segundos les llegó el retumbe de lo sucedido. Desgarrador más que atronador. Los ejércitos turcos derrotados en Beersheva y Jerusalén hollada por las tropas británicas del general Allenby. Aquel 9 de diciembre de 1917 fue sentido en Axdir como el día antes del fin del mundo: Jerusalén usurpada, el Islam ofendido, la Turquía victoriosa, desacreditada y en retirada. Aquella nube verde-carmesí, que tantos juraron haberla visto desde distintos puntos del Rif, desaparecida. El viento encenizado de la Jerusalén perdida se la había llevado. Y hubo prodigio: cada hombre y mujer reconocían la misma bandera: verde del Islam eterno, vencedor del tiempo; rojo de sangre por los caídos en su defensa, cuya memoria no puede caer en el olvido; blanco con silueta de rombo, símbolo de pureza e independencia geométrica, que enmarca poderoso Creciente ungido en islámico verde, que sus brazos tiende hacia estrella salomónica en espera de ser poseída. El viento probaba ser más viril que el hombre. El fugado de Cabrerizas ajustó medidas: 1,58 m de largo por 1,12 de ancho. Faltaba lucir las riquezas que los guerreros, tras salvarse de las furias de la guerra, donaban a obras piadosas. Amores de esposa y ternuras de hija contornearon esa bandera con flecos de oro, extraídos de los trajes de novia de sus abuelas y bisabuelas, cuando las costas del Rif eran batidas por los jabeques bocoya y, solo de verlos montar la espuma de las olas, con sus foques de cuchillo a todo trapo, los veleros cristianos se embutían en las rocas, atenazados por el miedo, ansiosos por abrazarse a la vida. De aquellos naufragios cien bodas se enhebraron. Cada una de las desposadas del ayer aportó, por mano de sus nietas y bisnietas, flecos de oro en función de si su felicidad se midió por noches, años o estirpes engendradas. 355 Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Los rebeldes Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Retratos de un patriarca rifeño y sus dos hijos varones Al comenzar 1919, en la frontera de sus veinticuatro años, Mhamed portaba un airoso fez, cubrecabezas característico de los musulmanes ilustrados o pudientes de su tiempo. La incipiente gordura de su adolescencia —sus fotografías de la época dan fe— había desaparecido. Delgado de aspecto, recio en lo formológico, tenía espaldas fuertes y un cuello afín. Lucía un bigote estrecho, muy cuidado, al igual que su afeitado rostro. Su mirada era diáfana. Pragmático sin llegar al egoísmo; enérgico sin deslizarse hacia lo arbitrario; firme en sus convicciones; sus amigos españoles le apreciaban de verdad. La diafanidad de su mirada y lo honesto de su comportarse fueron valores constantes de su comportamiento, que mantendrá a lo largo de su vida. En Madrid dejará memoria de alumno aplicado, serio y perspicaz. Era un metódico observador: leía, exponía sus dudas, preguntaba y escuchaba con la pasión del ansioso por saber más. Aprendía de todos y de todo. Mhamed admiraba a su hermano mayor y sentía devoción por su padre. Sid Abdelkrim estaba orgulloso de lo conseguido por su primogénito, aunque sentía predilección por Mhamed, del cual esperaba grandes cosas. No 21 356 se, de forma paulatina, en el conocimiento del ayer reciente de Europa. Mejoró su castellano, hablado y escrito. Aprendió a expresarse con fluidez y olvidar afirmaciones personalistas. Se desprendió de falsas dudas y reforzó sus convencimientos éticos. Sus virtudes prevalecieron. Poseía innato golpe de vista y una mente técnica. Disciplinado y tenaz, apuntaba maneras de militar o jefe de gran empresa. Nadie se apercibió del alcance de tales cualidades. Rusia derivó hacia el desastre social y la guerra civil, consecuencias del justiciero diktat alemán en Brest-Litovsk (Bielorrusia, 3 marzo 1918). El caos ruso, por su colosalismo, hizo concebir a la Alemania imperial sueños de victoria sin límites, creencia compartida por la España proalemana: los ejércitos de Ludendorff «vencerían primero» a británicos y franceses, para luego «enclaustrar» en su nicho de iras y venganzas al tiránico leninismo, sucesor del extinto bolchevismo. Esa esperanza sobreviviría cinco meses en las cavilaciones del versátil alfonsismo. En agosto de 1918, una Alemania derrotada se replegaba hacia los tupidos bosques del Argonne y su mal fortificada orilla izquierda del Rin. En Axdir, la inminencia de un Reich en trance de rendirse, causó estupor. El Rif se quedaba sin garantistas imperiales. Al concluir la Conferencia de Versalles (28 junio 1919), del imperialismo de Enver subsistía la huidiza pista de su líder en la caótica Alemania del presidente Ebert. Sus consocios, Talaat y Djemal, encontraron refugio en Berlín. Allí fue a buscarles una mano armenia vengadora (la de Tehlirian), que atrapó al genocida Talaat, acribillándole a balazos (15 enero 1921). Djemal huyó al Cáucaso, donde se le había adelantado Enver, previa escala en el Moscú leninista. Dubitativo entre ayudar a la Abjasia musulmana en su inviable independencia o convertirse en libertador de los turcomanos de Asia Central, cuando la Abjasia islámica cayó vencida, a la cabeza de un escuadrón de sus leales galopó hacia el inmenso Levante centroasiático, obsesionado por independizar al Turkestán (hoy Tayikistán). Y allí, en las desoladas estepas del Pamir, encontrará el final anhelado: morir a caballo, garganta aullante, ojos abiertos y sable al frente, apuntado a las ametralladoras soviéticas (4 agosto 1922). Su pista se desvaneció como lluvia al sol: ni cadáver identificado, ni prisionero hallado en ninguna prisión. Catorce días antes, otra mano armenia (la de Dzahigian) sorprendía en Tiflis (Georgia) a Djemal, matándole. El odio difundido por los Jóvenes Turcos fue lo que acabó con ellos. En diciembre de 1918, Mohammed Abd el-Krim solicitó «un permiso de veinte días para visitar a su familia en Axdir». Lo obtuvo, se marchó y nunca más regresó a Melilla. Padre e hijo decidieron esperar acontecimientos sin alarmar a Mhamed, cuya estancia en Madrid discurría con aprovechamiento. En octubre de 1918, Mhamed «recuperaba» las asignaturas suspendidas tres meses atrás: matemáticas, dibujo lineal y geometría. En enero de 1919, Mhamed aprobaba el difícil examen de trigonometría. Aprovechó tan feliz resultado para solicitar un permiso de dos semanas con el fin de visitar a sus padres en el Rif. El director de la Residencia, Alberto Jiménez Fraud, no vio impedimento alguno en su petición y Mhamed se dispuso a partir hacia Marruecos. Cortés despedida y adiós a Madrid. Que resultó definitivo para España. Mhamed viajó hasta Málaga con la muerte en el alma, pero la paz consigo. Cumplía órdenes de su padre y hermano mayor. Deja todo y vuelve a casa cuanto antes. El resumen del aviso que le hizo llegar Mohammed. El Rif estaba en peligro. El 2 de febrero de 1919 Berenguer se presentaba en Tetuán con tres entorchados al sumar el rango de comandante en jefe del Ejército de África e inspector del mismo a su condición de alto comisario, puesto del cual tomó posesión. Silvestre llegó en agosto de 1919 para ejercer el mando sobre la Comandancia de Ceuta. Tras apoderarse de El Fondak de Ain Yedida —estratégico enclave yebalí a mitad de camino entre Tetuán y Tánger—, en febrero de 1920 fue designado para hacerse cargo de la Comandancia de Melilla, pues tanto Alfonso XIII como Berenguer le consideraban el único hombre capaz de doblegar al Rif rebelde. La aureola de su fama cegará su personalidad. Y aunque Silvestre siguió siendo militar bravo y honesto a todas luces, su lucidez táctica perecerá por su compromiso con el rey: tomar Alhucemas. Abierto un paréntesis de tanteos —avances pactados con las tribus a cambio de armas y dinero para sus jefes—, un año se fue en tales costumbres. De seguido, los ejércitos Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Los rebeldes Profesor que decide expatriarse en Axdir y estudiante rifeño que se marcha de Madrid Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif llegará a verlas en vida. El año y medio (febrero 1919-agosto 1920) que padre e hijos pasaron juntos en Axdir fue el mejor tiempo en la vida del jefe de los Jattabi. Sid Abdelkrim era el más apuesto de los tres: enjuto de carnes pero fuerte de complexión, exhibía una frente despejada y cavidades orbitales profundas, que reforzaban un mirar de rara intensidad por sus ojos oscuros, donde no cabían destellos de furia ni sospechas, percepción ostensible en la mirada inquisitiva de su primogénito, Mohammed. Al rostro redondo de su hijo mayor, afeado por un cuello imperceptible y ostentosa papada, el padre oponía una faz solemne, triangular en su forma, señorial en aspecto a la vez que receptiva por el pausado comportarse del personaje. Sus pómulos acusados —signo distintivo de pureza racial entre los bereberes—; la nariz recta, perfecta en su formología; su boca de labios finos y una mandíbula proporcionada le proporcionaban aspecto de hombre-ave, atento a cuanto ocurriera bajo sus alas patriarcales. Poseía un aguzado sentido de la anticipación, cualidad básica para sobrevivir en un país de emboscadas cambiantes de lugar con muertes fulminantes para todo confiado viajero. Lucía puntiaguda barba canosa un tanto descuidada y un bigote entrecano, mimado al detalle. Su imagen se correspondía con la de un hombre de guerra: el cadí de los Beni Urriaguel parecía uno de los lugartenientes de Obqa ibn Nazi, el conquistador del Marruecos preidrissí. Sid Abdelkrim soñaba con introducir al Rif, caballo de gestas, en las atlánticas aguas del Extremo Occidente (Magreb el-Aksá), liberadas por su fe y convicción. 357 Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Los rebeldes Mhamed Abd el-Krim El Jattabi españoles del Este y del Oeste marcharon hacia la guerra desde sus respectivos frentes: en Yebala y el Garb en pos de El Raisuni; en el Rif Central contra los Abd el-Krim. En enero de 1921 Mohammed acumulaba diecinueve meses como «enemigo huido de España». El juez de jueces y el estudiante de ingeniería se habían convertido en peligrosos proscritos. El Rif creyó que perdía a su primer ingeniero. Para su sorpresa lo reencontrará y también a su mejor general. Ambas funciones y obligaciones se manifestaron en la personalidad de Mhamed. 358 Levantar harca contra los españoles, enterrar al padre y en honor suyo engendrar hijos El 14 de febrero de 1920 el general Silvestre tomaba posesión de su mando al frente de la Comandancia de Melilla. Durante semanas recorrió el territorio. Por el Este llegó hasta Hassi Berkan —cerca de la orilla izquierda del Muluya, divisoria con el Marruecos francés— y, por el Oeste, alcanzó Sammar, en la desembocadura del Kert. Corto de tropas y dinero, Silvestre apoyó la tarea del coronel Gabriel de Morales, jefe de la Policía Indígena, empeñado en levantar escuelas y dispensarios para incrementar la ayuda a un país depauperado después de tres años de sequía: el trigo sin nacer y las tribus sin nada que comer. Silvestre, por carta a Berenguer, se quejó del «espectáculo» en Melilla, con «más de doscientos ancianos, mujeres y niños que pululan por las calles en un estado lastimoso». De ahí su orden a Morales para que buscase «un local donde pudiera acogerse y dormir bajo techado» tan famélico contingente. En mayo de 1920 Silvestre cruzó el Kert, Rubicón del Rif. Al otro lado esperaba la guerra, frontera muy avisada desde 1915. Por esos días, el jefe de los Jattabi urgió a su hijo menor para que contrajera matrimonio. Tenía la edad, se sabía de ojos femeninos que lo seguían y él se debía a imperativa obligación: asegurar la descendencia de su linaje, tal y como cumpliera, en 1910, su hermano mayor al casarse con Taimunt Buyibar, su primera esposa, quien le había dado tres hijos. Mhamed aceptó el consejo, dado que él se había fijado en Fatma Lamrabet, del linaje de los Morabitin. Fue entonces cuando el ejército de Silvestre adelantó sus líneas. Todas apuntaban hacia Axdir. Y la boda tuvo que suspenderse. Al aviso de que llegaban los isbaniuli (españoles), se recogió el ganado; el trigo y la cebada se enterraron en fosas preparadas de antemano, se pusieron guardias —contingentes de diez a doce hombres— en montes y encrucijadas y se tendieron emboscadas. Y a la vista quedaron los primeros muertos. A pesar de ello, la movilización resultó ínfima: solo trescientos harqueños juntaron sus armas y compromisos. Eran gentes de Taffersit y Beni Urriaguel. Carecían de un jefe incuestionable. Tomaban sus decisiones en fatigosas asambleas. Su destreza con el fusil les bastaba para inducir a la prudencia a quienes les invadían. Al frente de tan embrionaria fuerza se situaron los Jattabi, con Sid Abdelkrim, sus dos hijos y el tío paterno de ambos, Abd es-Selam. Sin apoyarse en un caudillaje electo, los cuatro actuaban como un Consejo Militar. Tan anómala situación forzó la disfunción operativa de la harca, que perdió agresividad y no supo impedir la pérdida de Dar Drius, posición clave en el avance de Silvestre y a la que este convirtió en su mejor campamento avanzado. Un calor sofocante cercó a invasores e invadidos. Las bajas aumentaron. El 5 de agosto, Sid Abdelkrim, extenuado por sucesivas marchas y contramarchas, decidió abandonar el frente, escoltado por sus hijos. En Axdir creía factible recuperar su salud. A las pocas horas de llegar a su casa un síncope acabó con su vida. Aquel 7 de agosto, las tropas de Silvestre, en temerario envite, tomaban el poblado de Taffersit. En Melilla corrieron rumores de que el jefe Los rebeldes El 15 de enero de 1921, las tropas de Silvestre, con su general al frente, descendían por la cara norte del Izzumar y plantaban sus tiendas en tres colinas situadas en el centro de una vasta región semidesértica: los campos yermos de Annual. Estaban a solo 31 km de Axdir. Un obstáculo les impedía avanzar: Tizzi Takariest, paso montañoso no difícil de superar, siempre que fuese ocupado uno de los montes que lo flanqueaban: el Abarrán o el Yum Kuma. Después de ocupar Annual, Silvestre hizo lo mismo con Afrau y Sidi Dris, enclaves costeros aislados, sin comunicación entre sí. Silvestre prolongó sus líneas hacia el suroeste, bordeando la mole de Tizzi Assa. Era evidente su intención de avanzar hacia Axdir desde varios puntos. Los Jattabi reunieron a sus fieles, convencieron a otros y juntos marcharon contra tan perceptible amenaza. A los Beni Urriaguel y Beni Tuzin se les unieron los Tensaman. Faltaba conocer el punto exacto de la penetración española. A finales de mayo se supo el lugar elegido por Silvestre para iniciar su ofensiva en pos de Alhucemas: Abarrán. Silvestre confió el mando al comandante Jesús Villar, de la Policía Indígena. Villar reunió media brigada y una batería de artillería, más 485 mulos, «todos los que había en Annual». Esos mulos, muertos o robados, faltarán para llevar municiones y cañones a Annual. Villar no era ningún táctico y menos un jefe bravo. Los rifeños dejaron que los españoles subieran a la cima y, en cuanto Villar ordenó el repliegue, la defección de la Policía Indígena, que mató a uno de sus capitanes, Ramón Huelva, de tal suceso hizo el clarín del desastre. Villar se descompuso, sus soldados se apercibieron y huyeron. Mientras los artilleros y zapadores proseguían con sus tareas de fortificación, los tensamaníes, núcleo de la harca, se lanzaron al ataque. Su primera acometida dejó a la resistencia tambaléandose; la segunda impuso la derrota. Quienes defendían aquellos cañones cayeron, exánimes, sobre sus cureñas. La mayoría de la tropa escapó. Aquellas cuatro piezas Saint Chamond de 75 mm, menos una, intactas quedaron. El jefe de la batería, teniente Diego Flomesta, malherido, fue capturado. Flomesta se dejará morir de hambre para no desvelar al enemigo sus saberes como artillero. La victoria rifeña se transformó en estandarte de orgullos patrios cuyos pliegues cubrieron aduares, montes y vaguadas. La movilización fue inmediata. Los cañones de Abarrán, tras ser paseados por los zocos entre proclamas, rogativas y vítores, motivaron el alistamiento, en masa, de los cabileños. El dubitativo Rif se convirtió en un coloso militar. Y el desalentado ejército de Silvestre, consciente de su crítica dispersión, empequeñecido se sintió y vencido se consideró antes de oponer altivo ademán al rostro acechante de un enemigo con fe. Seis semanas después de ser vencidos en Abarrán, los españoles se dejaban cercar en el espolón de Igueriben y bloquear en Annual. El Rif en armas envolvió ambas posiciones. El Igueriben del comandante Benítez y su gente no era tropa de las derrotadas de antemano. Primero aceptaron morir de sed, luego decidieron inmolarse en arrebatador impulso: de los Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif Vencer a un ejército sin cabeza: de Abarrán a Igueriben y, en un salto, Annual Mhamed Abd el-Krim El Jattabi de los Jattabi había sido «envenenado». Dudosa posibilidad. La jefatura del linaje pasó a manos de Abd es-Selam y su sobrino Mohammed. En noviembre de 1920, Mhamed cedió a las insistencias de su tío Abd es-Selam y su hermano mayor, por lo que hubo boda en Axdir. Celebración discreta, felicidad ardiente y gozo interrumpido: alerta en el Rif: los españoles reiniciaban su avance hacia las tierras de Alhucemas. Fatma dio a Mhamed dos hijos, Mohammed y Salah. El mejor homenaje al padre muerto. A los difuntos debe honrárseles con la fecundación de la mayor estirpe posible. Nadie en verdad muere, tan solo se le sucede. 359 Mhamed Abd el-Krim El Jattabi Los rebeldes Años de tempestades. Sangre en los campos del Rif 360 389 defensores (cifra oficial, tal vez excesiva) se salvaron 33. Los restantes perecieron en una salida a degüello (21 de julio) desde el inicio a su conclusión. Fue la demostración de un saber morir. Faltaba cerrar el copo sobre el ejército invasor. Un salto, que no un asalto, bastó. Es lo que sucedió el 22 de julio a poco de salir el sol. Annual fue campamento abandonado, saqueado e incendiado. En el desfiladero del Izzumar cayó la cuarta parte de la columna Silvestre —un millar de muertos, más unos pocos prisioneros—, acribillada por sus desleales flancos. A su vez cayó la Monarquía. Silvestre se mató de un tiro. Le fue imposible ser testigo de la catástrofe que, entre tantos, causaron. Con él falleció una desastrosa política de Estado. Su cadáver nunca apareció. Alfonso XIII pretendió escapar de la realidad. Ausente de ambas Cámaras, huido del Ejército de África durante toda la guerra, España no olvidará su silencio y menos su irresponsabilidad. Nunca mostró remordimientos por su actitud. Contemplar la patria liberada desde la cima del mundo, descubrir «anónimos héroes» Entre el 22 y el 25 de julio, el Rif se cubrió de hogueras y un arrítmico crepitar de disparos. No eran incendios de ciudades bombardeadas ni descargas artilleras entre dos ejércitos que se combatían en forma de grandes masas, solo los rescoldos de una hecatombe sin precedentes en los anales de España. Ardían las fortificaciones y los cuerpos de quienes las defendieron. Las llamas consumían barracones, tiendas de campaña y cadáveres apiñados. Los tiros sueltos remataban a los heridos o fugitivos qu