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NÚMERO 2
de Crítica Literaria y Cultural
MAYO 2014
8€
TOPOGRAFÍAS: ANA GALLEGO CUIÑAS, LOS ESTUDIOS TRANSATLÁNTICOS A DEBATE [6-13].
ENSAYOS: ALBERTO GIORDANO, LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR [16-19]. MAX HIDALGO
NÁCHER, LA PASIÓN DE LAS METAMORFOSIS DE OSCAR MASOTTA [20-31]. ALBERT JORNET
SOMOZA,
FUNCIONES
Y
FIGURAS
DE
LA
CRÍTICA.
DEL
HUMANISMO
A
LA
POSMODERNIDAD
[32-47].
PABLO
VALDIVIA,
JOSÉ
RICADO
MORALES
A
TIEMPO. ALGUNAS CLAVES DE LECTURA DE SU OBRA DRAMÁTICA [48-59]. CRITERIOS [60-79].
MATERIALES: BORJA BAGUNYÀ, ECONOMÍAS DE LA ESCRITURA. EL APRENDIZAJE DE LA
ESCRITURA COMO CAMPO DE PREGUNTAS [82-96]. LOLITA BOSCH, ENSEÑAR A ESCRIBIR (EN
CUATRO TIEMPOS) [97-101]. CLARA OBLIGADO, TALLERES LITERARIOS, ORIGEN Y TRAYECTORIA [102-107].
CONFLUENCIAS: YASMINA YOUSFI LÓPEZ, CONVERSACIONES CON JOSÉ RICARDO MORALES [110-116].
BARCELONA | BUENOS AIRES | MADRID
PUENTES
de Crítica Literaria y Cultural
BARCELONA | BUENOS AIRES | MADRID
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ISSN: 2341-0124
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Somoza, Iván López Cabello, Marta López Vilar,
Paula Meiss, Marta Ortiz Canseco, Bernat Padró, Ana
Rodríguez Callealta, Dionisio Sánchez, Daniela C. Serber
DISEÑO Y MAQUETACIÓN:
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“Estagecio había sido, como todos los
buenos hidráulicos, un hombre ingenioso,
al igual que el Atánida Ispifús, pero ambos
habían tenido la fortuna de ejercitar su
ingenio en una ocasión que los significaba
especialmente y que los había inscrito de
manera indeleble en el libro de la fama:
la construcción del gran puente de piedra
sobre el río Barcial”
(Rafael Sánchez Ferlosio,
El testimonio de Yarfoz)
02EDITORIAL
04TOPOGRAFÍAS
Los estudios transatlánticos a debate
Ana Gallego Cuiñas
14 ENSAYOS
La supersticiosa ética del lector.
Notas para comenzar una polémica
Alberto Giordano
La pasión de las metamorfosis de Oscar Masotta
Max Hidalgo Nácher
Funciones y figuras de la crítica.
Del Humanismo a la Posmodernidad
Albert Jornet Somoza
José Ricado Morales a tiempo.
Algunas claves de lectura de su obra dramática
Pablo Valdivia
60CRITERIOS
Bernat Lladó, Franco Farinelli. Del mapa al laberinto. Joaquín Rubio Tovar,
Literatura, Historia y Traducción. Hans-Ties Lehmann, Teatro posdramático.
Jordi Cerdà et al., Literatura europea del orígens. María Polydouri, Los trinos
que se extinguen. Raquel Lanseros, Las pequeñas espinas son pequeñas.
J.B. Duizeide, Alrededor de Haroldo Conti. Mario Martín Gijón, Rendicción.
80 MATERIALES
Economías de la escritura.
El aprendizaje de la escritura como campo de preguntas
Borja Bagunyà
Enseñar a escribir (en cuatro tiempos)
Lolita Bosch
Talleres literarios, origen y trayectoria
Clara Obligado
108 CONFLUENCIAS
Conversaciones con José Ricardo Morales
Yasmina Yousfi López
EDITORIAL
H
oy que la industria del espectáculo ha colonizado prácticamente toda la vida, no estará de más recordar la vocación
artesanal del pensamiento. Como bien decía el príncipe Nébride en El testimonio de Yarfoz, los ingenieros “el terreno ya
no lo miran como algo que les propone un problema al que adaptarse,
sino como algo que les opone un mero obstáculo y les impone el mero
trabajo de quitárselo de en medio enrasándolo todo sin más ni más; el
ingenio, que antes se aplicaba a la relación de la obra con el terreno, se
ha replegado hoy a la pura relación de la obra consigo misma”. Ahora
bien, frente a estos modernos ingenieros, los antiguos arquitectos sabían
de la relación de intimidad entre el proyecto y el terreno; y el arte de la
arquitectura consistió, durante mucho tiempo, en extraer del terreno algo
que, partiendo de lo dado, pudiera producir algo nuevo. Así hace Puentes:
desplaza su proyecto al descubrir progresivamente los terrenos y estratos
heterogéneos sobre los que asentar sus bases.
Este segundo número se estructura a partir de dos ejes principales: una reflexión sobre el ejercicio de la crítica y —coincidiendo con
el estreno en Madrid de sus obras La corrupción al alcance de todos y las
horas contadas, Sobre algunas especies en vías de extinción y Oficio de tinieblas—,
una presentación del dramaturgo José Ricardo Morales. Nos complace
abrir nuestra sección de “Ensayos” con “La supersticiosa ética del lector.
Notas para comenzar una polémica”, de Alberto Giordano. Este ensayo,
escrito intempestivamente hace exactamente veinte años, no ha perdido
nada de su actualidad. Publicándolo por primera vez en España, confiamos en contribuir a la vocación polémica con la que fue concebido. Max
Hidalgo Nácher presenta en “La pasión de las metamorfosis de Oscar
2 | EDITORIAL | REVISTA PUENTES
Masotta” a este autor clave del pensamiento argentino, injustamente olvidado en España, como figura ejemplar de una cierta crítica moderna.
Y, cerrando este bloque, Albert Jornet construye una tipología histórica
de las transformaciones de la función del crítico a través de la cual deja
al descubierto las bases inconfesables de algunas de sus actuales prácticas
“posmodernas”.
El dramaturgo José Ricardo Morales es nuestro segundo centro
de atención. Pablo Valdivia presenta, en “José Ricardo Morales a tiempo”,
algunas claves de lectura de su obra dramática, que el propio dramaturgo
complementa con inspiradora lucidez en la larga conversación que mantuvo con Yasmina Yousfi en Chile y que recogemos en “Confluencias”.
Ana Gallego Cuiñas abre el número con una presentación de los
Estudios Transatlánticos, área aún joven que actualmente está circunscribiendo sus propios límites y objetivos. Y, en “Materiales”, Borja Bagunyà,
apoyándose en una encuesta, presenta un amplio y matizado reportaje
sobre la enseñanza de la escritura literaria. ¿Hasta qué punto es o no enseñable la literatura? Y, sobre todo, ¿desde qué presupuestos se plantean
las escuelas, talleres y laboratorios de escritura? Estos cursos, que oscilan
entre la mayéutica, el experimentalismo y la industria cultural, permiten
pensar, mucho más allá de ellos, la literatura y la cultura actuales. Acompañan a su escrito un ensayo en el que Lolita Bosch traza la síntesis de
su propuesta como artífice de un taller y el resultado de su propia experiencia, y otro de Clara Obligado, en el que la escritora narra en primera
persona los orígenes y la historia de los talleres literarios en España, restaurando una genealogía necesaria para saber qué han sido, qué son y qué
podrían ser los talleres literarios.
Seguimos constuyendo nuevos Puentes: mantenemos las direcciones y los propósitos con los que nos presentamos en el primer número;
pero nuestra vocación artesana nos obliga a trabajar los materiales con
esmero, buscando formas inéditas que se adapten a su función. Y así seguiremos buscando aportaciones que, como las que componen la fábrica
de estos segundos Puentes, ofrezcan motivos para dar cabida en ellas a las
otras orillas.
REVISTA PUENTES | EDITORIAL | 3
A través de aproximaciones críticas
elaboradas por especialistas,
Topografías propone reflexionar
sobre algunas claves del estado de
un campo o de un objeto de estudio,
así como sobre sus avances recientes
y sus desafíos por venir.
Ana Gallego Cuiñas presenta el
estado actual de una práctica crítica
de límites difusos que pretende abrir
nuevos horizontes: los estudios
transatlánticos
TOPOGRAFÍAS
LOS ESTUDIOS TRANSATLÁNTICOS A DEBATE
Ana Gallego Cuiñas
Para Blanca E. Rooney
M
e piden en esta sección topográfica de Puentes que escriba
el lugar de los estudios transatlánticos en el campo de la
crítica literaria hispana. Al cabo, ese es el oficio del topógrafo: describir un espacio, crear un lenguaje geográfico,
una suerte de semiótica del territorio que habría de avenirse como ningún
otro oficio al enfoque transatlántico, más aún cuando esta revista tiene la
firme vocación de erigir puentes entre campos culturales de una orilla y
otra. Porque de lo que se trata aquí es de representar un terreno —crítico—, establecer diferentes cotas de nivel para hacer habitable —legible— el suelo sobre el que se está construyendo el edificio teórico de los
estudios transatlánticos de literatura en lengua española. En el ejercicio
topográfico cada línea dibujada indica una altura que se mide teniendo en
cuenta el nivel del mar: la cota cero. A partir de ahí se procede a la toma
de datos y mediciones de nivel relativas que seccionan el territorio con el
fin de (re)conocerlo, marcar erosiones, desniveles, cortes y otras cualidades del suelo. El topógrafo, como el crítico literario, aplanando planifica.
Por eso me (re)planteo en este ensayo pergeñar cotas de reflexión para situar en distintos niveles el debate del origen y desarrollo del plano crítico
transatlantista. La referencia absoluta es el Atlántico: el eje de cotas que
se elevan desde este océano es relativo, personal y, sin duda, discutible.
6 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES
Cota 1. Crisis del valor literario y de la epistemología crítica. Si la topografía condiciona la forma de habitar un lugar, he de comenzar sosteniendo que los estudios transatlánticos nacen al albur de la naturaleza del
topos de la literatura actual. La falta de precisión del contorno del objeto
literario y la consiguiente crisis epistemológica que vive la crítica hispana
hoy día (sin el sosiego de los límites de antaño ni el compromiso político
de los investigadores, ni la validez absoluta de categorías como “obra” y
“autor”) redunda en una problemática fundamental: la disolución del “valor” de lo literario que ha devenido en extremo contingente, extrínseco e
inaprensible. A esto se suman las nuevas dinámicas que ha desarrollado
la academia —principalmente la norteamericana—, y la lucha por un capital académico o intelectual al abrigo de modas metodológicas donde
lo que se pone realmente en juego —como señala Nick Morgan— es el
posicionamiento profesional del crítico, no la constitución conceptual de
un campo. Dado este cambio de episteme habríamos de hablar más bien
de posiciones de lectura: “lo literario” designa mejor una manera de leer
—no tanto de escribir— que muta en el tiempo y las geografías. Entonces, podemos señalar grosso modo dos formas de lectura en la actualidad: la
posnacional (global) y la nacional (local), que se superponen y cruzan en
muchas ocasiones. El primer paradigma de lectura señalado se refiere a
una literatura que no se asimila totalmente a la representación nacional, práctica que también se había
“Hay una problemática funcamental: la
prodigado ya en el modernismo,
disolución del ‘valor’ de lo literario”
las vanguardias históricas y el boom,
cuyo ejemplo más sobresaliente lo
encarna la figura tutelar de Jorge
Luis Borges, junto con Lezama Lima, Severo Sarduy, Cortázar, Ribeyro,
Álvaro Mutis y, por supuesto, Roberto Bolaño. En rigor, desde hace más
de cinco lustros, el campo literario se ha expandido ferozmente fuera de
las fronteras nacionales, hasta el punto de que la ficción se ha desterritorializado amén de la globalización —económica y tecnológica— y de
la migración masiva de escritores. La movilidad, la digitalización de la
cultura, los mecanismos de apropiación, flujos de intercambio y la extendida experiencia del “afuera” —ya no ligada en exclusiva a la localización
territorial de la nación— se cristalizan tanto en la creación literaria como
en el espacio de recepción de los textos, que se vinculan a su vez con
el mercado editorial y con el uso de un lenguaje más “neutro” —más
legible y poroso a la traducción—, menos cargado de localismos, como
evidencian los catálogos de las grandes casas editoriales. Y es que, como
dice Josefina Ludmer, estaríamos ante un modo de leer migrante que ha
propiciado el pasaje del territorio de la nación al territorio de la lengua. Y
en esta posición de lectura se sitúan los estudios transatlánticos, toda vez
que conviven con otros modos de leer enmarcados en el paradigma de lo
local y el diálogo con la tradición y la memoria nacional.
REVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 7
Cota 1.5. Definición de los estudios transatlánticos. Los estudios
transatlánticos constituyen una comunidad de discursos críticos sobre el
campo cultural en lengua española que surgieron como herederos del
transatlantismo anglosajón de los sesenta, y que se han expandido con
fuerza en Estados Unidos. El enfoque transatlántico aplicado al estudio
de la literatura nace, según Fernández de Alba, cuando la globalización
provoca una transformación en los poderes del Estado-nación que pone
en tela de juicio la categoría de “identidad nacional” a la par que evidencia
un nuevo modo de intercambio “transnacional”, y de circulación “intercultural” que vendría a cuestionar el modelo tradicional de análisis cultural en términos nacionales. Es claro: en el caso específico de las escrituras
hispanas venimos constatando desde hace más de una treintena de años
el cuestionamiento de la construcción romántica de las consabidas literaturas nacionales. ¿Por qué? Porque nos encontramos ante la naturaleza
híbrida y el carácter fronterizo de una porción considerable de “nuevas”
producciones literarias que no se dejan constreñir por los corsés nacionales, y que son fruto de la homogeneización de la cultura. Asistimos a
la aparición de una nueva generación de autores españoles e hispanoamericanos que tratan la temática de la “posmodernidad transnacional”
de forma preferente en sus ficciones y cuya única patria reconocida es
la lengua española. Por tanto, habría de aplicarse a estas literaturas
“Hay que establecer un marco
un análisis literario desde enfoques
conceptual para los estudios
comparativos, interdisciplinares,
transatlánticos debido a la vaguedad de
geopolíticos y culturales que conectan irremediablemente ambas
su delimitación crítica”
orillas. Así, los principales temas
que propone Julio Ortega, el promotor de los estudios trasatlánticos en
español, tienen en cuenta las formas de circulación —global y trasnacional— de los objetos literarios, los trueques y los intercambios de ida y
vuelta que se han sucedido en el tiempo entre América y la Península. A
saber: la reflexión sobre la re-escritura de la época colonial, la vanguardia histórica, los viajes y la hibridez en la traducción. De otra parte, Ana
Gallego Cuiñas ha pergeñado dos temáticas más: los epistolarios transatlánticos y el mercado editorial. Ahora bien, Ortega también entiende
la práctica transatlántica como un modelo de lectura interdisciplinar que
emplea herramientas de la crítica textual con voluntad de integración,
puesto que estas escrituras que eclosionan en el último tercio del siglo
XX presentan un trasvase de códigos y un préstamo intergenérico entre
disciplinas heterogéneas que reclaman un estudio proteico. Pero como se
puede observar, esta definición, caracterización e intereses de la crítica
transatlantista no terminan de articularse dentro de ninguna disciplina
—categorizadas en la academia tradicionalmente por áreas geográficas
y épocas históricas—, razón por la cual ha sido acusada de sofisticación
y afán de novedad teórica. Ciertamente es incontestable la presencia de
una miríada de publicaciones académicas, congresos y tesis doctorales
con el marbete “transatlántico” en los últimos años, por eso es necesario
ponderar cuánto hay de “tendencia” (el uso de este adjetivo como moda
8 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES
académica vacía de contenido) y cuánto de aplicación de un enfoque crítico metodológico.
Cota 2. Balance de la crítica transatlantista. Lo primero que hemos
de reconocer, como he anunciado, es que pisamos un terreno crítico opaco y muy amplio, cuyos parámetros metodológicos no están exentos de
cierta ambigüedad polémica, lo que dificulta mucho una operación cartográfica más o menos exhaustiva. Veamos: los estudios transatlánticos
en español empiezan a fraguarse con la institución de nuevos modelos
de teoría durante la década de los ochenta que estudian la posibilidad de
conexiones más amplias en el sistema cultural de la escritura en español.
El panorama crítico —básicamente estadounidense— estaba dominado
por los estudios poscoloniales y culturales —signados por ciertas prácticas de “ensimismamiento”, como las denomina García Canclini— que
se asientan en perspectivas trasnacionales —frente, por ejemplo, al subalternismo que se asocia al Estado-nación— en aras de diluir los esencialismos identitarios. En este contexto, y considerando como punto de
partida el exhaustivo artículo “Teorías de navegación: métodos de los
estudios transatlánticos” de Francisco Fernández de Alba, la crítica transatlantista hispana se ve un tanto contaminada por la hiperteorización
y la poca claridad de los estudios culturales. No comparto la totalidad
de afirmaciones de Fernández de Alba en el ensayo referido, pero coincido con él en la necesidad de establecer un marco conceptual para los
estudios transatlánticos debido a la vaguedad de su delimitación crítica,
la falta de un vocabulario, así como de un método definido y un corpus
propio. Sin embargo, existe una bibliografía crítica transatlantista que ha
sido cultivada, además de por Julio Ortega, por investigadores de AmériREVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 9
ca y Europa como John Beverley, Marina Pérez de Mendiola, Joseba Gabilondo, Juana Martínez, Pérez del Solar, Jill Robbins, Roberta Johnson,
David Armitage, Juan Luis Suárez, Beatriz Colombi, Ana Gallego Cuiñas
y Aníbal González entre otros. Estas publicaciones reconocen los puntos
en común que existen en las culturas hispanas y buscan en muchos casos,
más allá del texto, una estética que trasciende los autores, los géneros y los
siglos. Se trata pues de ahondar en una historia de las ideas, en examinar
problemáticas literarias, sociopolíticas, filosóficas y económicas que obedecen a las intrincadas y conflictivas relaciones coloniales y postcoloniales
entre España y América. En realidad podríamos hablar de una episteme
que pone en jaque las políticas de identidad y la tradicional división entre lo latinoamericano frente a lo español (o peninsular, en el caso de
EE. UU.). Por otra parte, este pensamiento “global” del objeto literario
sobre la base de la lengua común española (la principal lengua atlántica,
pero no la única) puede ser tildado de imperialista y centralista, en virtud
de la actitud defensiva de ciertos campos latinoamericanos (verbigracia,
Argentina) hacia discursos académicos producidos “afuera”, sobre todo
en España (aunque también en EE. UU., y en menor media, en Francia y
resto de Europa). Esta noción de imperio lingüístico del español se emparenta asimismo con la “poshegemonía” de Beasley-Murray y adolece de
dos debilidades de las que habrían de
zafarse los estudios transatlánticos:
“El corpus literario se tendría que fijar
el ninguneo de otras lenguas atlánen textos ‘desplazados’, incaradinados
ticas importantes como el portugués
(separada en la academia europea
en varias tradiciones”
del estudio latinoamericanista) y el
orillamiento sociológico del objeto
literario. Porque el lugar de la literatura ha cambiado en el campo de la
cultura, desplazada por los medios audiovisuales, es decir: lo social ha
sido sustituido por lo cultural. Por ese motivo los estudios transatlánticos
habrían de llevar a cabo un análisis coyuntural que priorice el texto y su
ubicación en el campo literario nacional y global (marcado por la economía capitalista, claro está), reivindicando su valor estético y dosificando
la presencia teórica que parece haber fagocitado el texto. Sin naturalizar
la identidad del objeto ni entenderlo de modo monolítico, sino más bien
desde categorías —netamente hispanas— como “transculturación”, “heterogeneidad” e “hibridez”, que aumentan con la comunicación global y
las nuevas tecnologías, y sobre todo con la estructura transnacional del
mercado editorial. Se resemantizan entonces las nociones dicotómicas
de centro / periferia (España / América) y se entiende la literatura como
un objeto transnacional —en la estela del cosmopolitismo cultural del
modernismo, las vanguardias y el boom— que sin embargo no tiene por
qué abandonar necesariamente el horizonte de lo nacional, aunque este
quede supeditado a las políticas editoriales de los grandes conglomerados
en la mayoría de los casos. Porque la sombra de “pertenencia” no se halla
solo en la escritura en lengua española, sino en un uso determinado del
lenguaje que los estudios transatlánticos no habrían de soslayar. En virtud
de lo expuesto, el corpus literario del transatlantismo se tendría que fi10 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES
jar en textos “desplazados”, incardinados en varias tradiciones, como los
“expatriados” de Valle-Inclán, Borges, Fuentes, Cabrera Infante, Donoso
o Pitol. Y más recientemente los de los llamados autores “posnacionales”
que han circulado en grandes editoriales: Volpi, Aira, Bellatin, Neuman,
Bolaño, Fresán, Villoro, Juan Francisco Ferré, Vila-Matas, Rivera Garza,
Roncagliolo, Juan Gabriel Vásquez, etc. Así, las temáticas del exilio, la
diáspora y el viaje son coagulares en los estudios transatlánticos; y, por
eso, las más prodigadas en artículos y libros. Se parte entonces de tradiciones teóricas ya asentadas, pero se leen los textos transcendiendo las
categorías nacionales —desde las que se sigue enseñando en el ámbito
universitario—, procurando una lectura múltiple y cruzada que tiene en
cuenta varios cánones y la nueva naturaleza del objeto literario hoy día.
Cota 5. Futuro y nuevas propuestas. La intervención humana es la que
provoca mayor cantidad de variaciones topográficas en el suelo. Dichas
variaciones, en primera instancia, responden a la especulación del mercado, de ahí que el futuro de los estudios transatlánticos esté cifrado —en
mi opinión— en el análisis de la relación entre literatura y economía en
la contemporaneidad, que ha afectado como ninguna otra el valor del
objeto literario, su circulación atlántica y su recepción. Y es que la transformación de los productos culturales en objeto de consumo después de
la Guerra Fría y la proliferación de formas de producción editorial transnacionales han significado una clara preponderancia de capital español en
América Latina. Pero también la puesta en práctica de un paternalismo
cultural —neocolonial— por parte de España que fomenta la integración
en un espacio literario transnacional en detrimento de la exaltación de
las identidades nacionales. La ilusión de cohesión social y la nivelación
de la cultura que ha promovido el mercado español ha devenido en la
homogeneización de cierta literatura, producto de un tiempo globalizado
y un espacio transatlántico. Entonces, el quid de la cuestión está más bien
en cómo se concibe la visibilidad, en la problemática de la circulación y
de la recepción del objeto literario, puesto que cada mercado (global o
local) comporta un tipo de visibilización y de comunicación diferentes.
Es decir: no se puede equiparar el lector porteño que compra en Buenos
Aires “literatura argentina” al lector español que compra en Barcelona
“literatura argentina”. Al igual que no es lo mismo aparecer en la escena
literaria bajo el rubro de un sello independiente que bajo el de un gran
conglomerado. Los novelistas que apuestan por una editorial independiente nacional venden sus textos al consumidor local, y se mueven casi
en exclusiva en los circuitos del país. Con esta decisión editorial, este
tipo de autores pone en práctica una suerte de poética de la resistencia.
Esto es: se trata no tanto de denunciar, sino de resistir las dinámicas de
consenso y homogeneización del mercado transnacional para vindicar
determinadas referencias, marcas nacionales, identidad y tradición. En
principio, se oponen a la hegemonía mercadotécnica que promueve discursos normalizados que anulan la diversidad y asfixian la especificidad
de lo local. Y es que la lógica homogeneizadora de sentidos del mercado
global es un agente de producción de lecturas signado por la manipulaREVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 11
ción representacional (de lo latinoamericano en España y viceversa) y
el acceso integral a la cultura. Y es que estas grandes editoriales favorecen la publicación de “productos híbridos”, objetos literarios con un
valor estético que matiza las fuertes marcas identitarias nacionales que se
diluyen en favor de la exportación transnacional, la desterritorialización
o neutralización lingüística, tal y como he señalado más arriba. Aludo
evidentemente a conglomerados transnacionales provenientes de España
como Planeta, que compró Emecé, Seix Barral, Ariel, Espasa Calpe y
Destino entre otras; Random House Mondadori —ahora en manos del
grupo Bertersmann— se hizo con editoriales de renombre como Lumen,
Grijalbo y Plaza & Janés; o el grupo Prisa Santillana que absorbió editoriales tan importantes como Aguilar, Taurus y Alfaguara. El problema
no es el tipo de literatura “neutra”, “híbrida” o “transatlántica” que promueven estos conglomerados, sino que se rigen por las leyes del consumo inmediato, la rentabilidad máxima y la asociación con los medios de
comunicación. Esto condiciona la naturaleza del objeto literario y genera
una tensión entre los Estados nacionales y el mercado global, que sigue
estando en su mayoría en manos de las grandes editoriales españolas que
monopolizan la distribución de los libros en el continente americano. No
obstante, las editoriales independientes, pequeñas y diversificadas, van adquiriendo un lugar preponderante ya que en los últimos años han alcanzado una proyección e influencia que no solo les ha permitido sobrevivir
en el campo de la edición sino hacer frente a la presión de los grandes
grupos garantizando la bibliodiversidad. Aun así, el ámbito de actuación
de estas editoriales sigue siendo muy local, es frágil y corren el riesgo de
ser absorbidas por las prácticas monopólicas de los grandes grupos.
En conclusión: no podemos soslayar el comportamiento editorial de un libro, su comercialización, su inserción en un mercado u otro
(global o local), el modo en que se lee en cada campo literario, los mecanismos de consagración y la construcción de la figura de autor en la
arena pública, que también se convierte en objeto de consumo. Por ello la
primera tarea de los estudios transatlánticos en la actualidad habría de ser
la investigación de la variable económica que afecta a todo el campo literario hispano, cuyo sistema de distribución editorial sigue centralizado en
España. Circunstancia que traza una topografía de lecturas de raigambre
transnacional —transatlántica— o local (dependiendo del aval editorial)
en función de curvas de circulación textual e intereses comerciales que
afectan a la concepción y al valor del objeto literario.
Cota 10. Desafíos. Las posibilidades metodológicas del campo de los estudios transatlánticos son infinitas. La metáfora que he usado para describir este enfoque crítico no tiene más pretensiones que la de poner sobre
el tapete académico el estado de las cosas que, en realidad, pocos conocen
y muchos cuestionan. En verdad, la apertura de la crítica transatlantista y
su vaga delimitación conceptual ha hecho que se caiga en el relativismo y
la falta de precisión. No obstante, la pluralidad es premisa básica para formular interrogantes desde lugares de tránsito y cruce en relación con la
identidad y con el uso de la lengua española a un lado y otro del Atlántico.
12 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES
De esta forma, si tenemos en cuenta los términos conceptuales ya descritos en los que se ha constituido este enfoque, la gran pregunta de la que
habrían de partir los estudios transatlánticos sería: ¿qué significa hoy leer
en un territorio concreto? La expansión del mercado global ha au“La gran pregunta sería: ¿qué significa
mentado la pérdida de autonomía
hoy leer en un territorio concreto?”
y la subordinación de la república
de las letras hispanas a la economía. Agentes y editoriales determinan más que nunca la adscripción de un
autor a un campo preciso, así como los modos de recepción de un texto
ora locales (independientes) ora trasnacionales (grandes conglomerados).
Por ello, intentar traspasar las fronteras de las áreas de conocimiento de la
academia (peninsular frente a latinoamericana) se antoja como una buena
estrategia para posicionarse en el campo y comparar cómo se entiende
el valor del objeto literario —cómo se lee al “otro”, cómo se consagra al
“propio”— en los diferentes contextos culturales de la lengua española.
Eso sí, sin orillar el valor estético, ni privilegiar la teoría sobre la experiencia de la lectura literaria. Y sobre todo: sin perder de vista el horizonte
topográfico de una crítica transatlántica que se construye día a día.
REVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 13
ENSAYOS
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.
NOTAS PARA COMENZAR UNA POLÉMICA1
Alberto Giordano
“Pensar y tomar una cosa en serio, asumir su peso,
para ellos es lo mismo, no tienen otra experiencia.”
Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder
N
Publicado, por primera
y segunda vez, en La
Muela del Juicio, nº. 5,
La Plata, diciembre de
1994-abril de 1995 y en
Redes de la Letra, nº. 5,
Buenos Aires, Ediciones
Legere, octubre de 1995.
Este ensayo volvió a
publicarse en Alberto
Giordano, Razones de
la crítica. Sobre literatura,
ética y política, Buenos
Aires, Ediciones Colihue
(“Puñaladas. Ensayos de
punta”), 1999.
1
o deja de llamarnos la atención con qué frecuencia quienes
se interesan por la literatura terminan alejándose de ella. Lo
que comienza como un vínculo incierto, más próximo a los
extravíos en los que nos precipita una pasión amorosa que
al cálculo de intereses que gobierna en un contrato de trabajo, termina
siendo una relación conveniente. Una circunstancia extraña, que no puede, si se la aprecia detenidamente, más que suscitar perplejidad (¿qué raro
sortilegio hace que alguien se entregue, como no se entrega a nada, con
una disponibilidad absoluta, al acontecer de una realidad que no consiste
más que en palabras?, ¿qué fuerzas extrañas lo llevan a abandonar el mundo por un tiempo para entregarse, como se dice, “en cuerpo y alma”, a los
avatares de un mundo imaginario?), se resuelve en un ejercicio convencional, en una práctica socialmente reconocida: el conocimiento.
Tal vez podamos con un ejemplo aproximarnos mejor al sentido
de lo que intentamos transmitir. Imaginemos un crítico de Arlt, alguien
que ha sido –y no dejará de serlo, al menos no del todo– un lector apasionado de las invenciones arltianas, un lector que le debe a la obra de Arlt, a
esa obra a la que entregó sin reservas su fervor y su tiempo, momentos de
vertiginosa felicidad; imaginemos que ese crítico, impulsado por el goce
de las repetidas lecturas, se decide a escribir sobre la obra amada para
16 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
transmitir lo que sabe de ella. Mientras conjetura los posibles desarrollos
de su trabajo, nuestro crítico encuentra, inesperadamente, en el prólogo
a una antología de relatos poco conocidos de Arlt, una información que
se le aparece como el punto de partida para una investigación en la que
podrá apoyar su escritura. La “prueba de amor” –lee en ese prólogo– es el
tema de numerosos artículos publicados en diarios y revistas de la década
del veinte; la frecuencia con que aparece, por ejemplo, en Mundo Argentino, testimonia la pertenencia de ese tópico al imaginario sentimental de
la clase media argentina de la época.
Como imaginamos que había decidido dedicar una parte importante de su trabajo a “El jorobadito”, cuyo tema es precisamente la prueba de amor, este crítico, alertado por la información encontrada en el
prólogo, se precipita entusiasmado a las hemerotecas. Poniendo en juego
su competencia para el “análisis del discurso”, después de circunscribir
el “corpus” de publicaciones, verifica la insistencia del tema en cuestión
y descubre rápidamente (porque ya fue descubierto por tantos otros en
tantos otros lugares) las motivaciones ideológicas de esa continua aparición. Entonces, con paso seguro, respaldándose en los conocimientos
adquiridos, vuelve a Arlt, vuelve
a “El jorobadito” para explicar la
“... un conocimiento dispuesto a
particularidad del uso que hace la
perderse antes de perder el deseo de lo
narración del estereotipo amoroextraño de esa experiencia”
so. Como se produjo, sin que él lo
advierta, un desplazamiento de su
interés y, en consecuencia, un cambio de perspectiva, la narración es apreciada ahora no según su singularidad sino desde el punto de vista general
del discurso sentimental ideológico. Situado desde allí, “El jorobadito”
encuentra un sentido y un valor admisibles, es decir, admitidos. Si en el
discurso periodístico –argumenta nuestro crítico– la referencia a la prueba de amor encubre, como lo hace cualquier formación ideológica, bajo
una apariencia sentimental una realidad miserable y sirve, por lo tanto, a
esa mistificación generalizada que es la moral burguesa, el uso anómalo
del estereotipo en “El jorobadito” está investido de una firme potencia
desmitificadora: la narración practica, a su manera, la crítica ideológica,
contribuye, con sus propios medios, a la denuncia de la hipocresía de las
relaciones sociales burguesas.
Que la prueba que el enamorado solicita en “El jorobadito” sea
no solo inaceptable sino fundamentalmente monstruosa (la novia no tiene que entregar su virtud, tiene que besar a un contrahecho), que la solicitud no busque la consolidación de la relación amorosa sino más bien
su destrucción, que el enamorado solo pueda, por la fuerza de su amor,
propiciar una catástrofe; toda esa realidad inaudita, que fascinaba al lector con el brillo lejano de lo desconocido, se reduce para el crítico a un
conjunto de estratagemas desmitificadoras. Claro que él no admitiría que
se hable de “reducción”: ¿acaso no ha encontrado para la narración de
Arlt un valor decididamente fundado, indudablemente valioso?, ¿no ha
quedado suficientemente justificada la existencia de “El jorobadito”? Es
posible que, en los términos en que se ha visto llevado a formular el proREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 17
Cfr. Gilles Deleuze,
“Visión ética del
mundo”, Spinoza y el
problema de la expresión,
Barcelona, Muchnick,
1975, pp. 261 y ss.
2
Cada una de estas
supersticiones, y
fundamentalmente el
sentido de los términos
“inútil”, “singular” e
“inactual” (que son los
valores en los que se
expresa la potencia de
acción de la literatura),
requieren un desarrollo
argumentativo del que
aquí nos excusamos
por ser estas nada más
que unas “Notas” para
introducirnos, por la
vía de la polémica, en el
estudio de los problemas
que los suponen. Nos
parece oportuno, de
todos modos, añadir
una precisión respecto
de la tercera de las
supersticiones, la histórica.
Que los discursos
sociales funcionen como
contexto de la literatura
puede ser considerado
una superstición, en
tanto se supone que las
morales tramadas en ese
contexto son suficientes,
es decir, capaces, para
explicar el sentido de la
aparición de una obra.
3
blema, nuestro crítico tenga absoluta razón, pero lo que su trabajo dejó
sin interrogar son las razones de esa formulación. ¿De dónde proviene la
exigencia de fundar moralmente, de acuerdo a valores admitidos, el sentido de una narración? ¿Quién reclama que su existencia sea justificada?
De seguro no la literatura, que existe indiferente a cualquier justificación;
de seguro no el lector, que goza con esa indiferencia.
Es posible –insistimos– que nada de lo que ha hecho este crítico
sea erróneo. Pero eso no importa, al menos no aquí. No nos interesa
discutir la verdad o la falsedad de las conclusiones a las que ha llegado
sino el valor del recorrido cumplido, mostrar los límites, por momentos
asfixiantes, de la apuesta ética en la que lo compromete. Tampoco nos
interesa impugnar simplemente (como podría sugerirlo el énfasis puesto
al comienzo de esta nota) la probable eficacia de una empresa de conocimiento que tiene por objeto a la literatura. Queremos señalar la diferencia
entre un conocimiento que niega masivamente la experiencia que supone
conocer (el que practican los críticos que desatienden, en favor de ciertos
valores generales, de ciertas valoraciones admitidas, su propia convicción
o su propia emoción de lectores) y otro que mantiene con la experiencia
literaria relaciones de intimidad, es decir, de tensión: un conocimiento
dispuesto a perderse antes de perder el deseo de lo extraño que esa experiencia le transmitió en su origen.
Nuestro crítico imaginario dio con un problema fundamental de
la literatura de Arlt (y de toda literatura): el uso de los lugares comunes,
pero adoptó para la formulación de ese problema (al darle la resolución
que le dio) la perspectiva más débil, la que por sostenerse en el peso de los
valores establecidos (el valor en sí de la función crítica, la evidencia de que
se trata de una función valiosa), “ve las cosas desde el lado más pequeño”
(Nietzsche). Si el punto de vista es el del funcionamiento discursivo, ideológico de los lugares comunes, si esa es la realidad en la que el crítico se
asienta para evaluar, la literatura no puede aspirar a nada más valioso que
la función crítica (en el sentido de “oponerse a”, de “ir en contra de”).
¿Pero qué necesidad hay, tratándose de literatura, de conformarse con
una realidad dada? Porque si algo puede la literatura –potencia de acción
que en nuestro crítico se debilita hasta casi desaparecer– es precisamente
inventar, en los intersticios de una realidad dada, la posibilidad de otra realidad, una realidad esencialmente extraña, que acaso nunca se realice pero
que inquieta, por su inminencia, cualquier sentido, cualquier valor establecido. Sabemos qué puede la realidad ideológica de la prueba de amor
sobre “El jorobadito”: impulsarlo a ir contra ella, es decir, obligarlo a
aceptar los criterios de valoración a los que ella se somete conformándose
con invertirlos. Lo que todavía no sabemos es qué puede “El jorobadito”
sobre el estereotipo de la prueba amorosa, qué realidad desconocida, indiferente a cualquier apreciación moral –esa realidad inminente que fascina al lector y lo impulsa a repetir la lectura– puede experimentar en él.
En el desvío que lo aleja de la conmoción de la lectura para asegurarle la seria obviedad de la investigación, nuestro crítico es afectado
por tres supersticiones. (Las supersticiones –propone Deleuze en una de
sus lecturas de Spinoza– no son creencias falsas o erróneas, mistificacio-
18 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
nes que se disolverían en contacto con la verdad; las supersticiones son
creencias que separan a un cuerpo –la literatura, el lector– de su potencia
de actuar, que disminuyen esa potencia, que limitan lo que ese cuerpo
puede2.) En primer lugar, una superstición política: que consiste en creer que
la literatura es útil porque cumple una función crítica, desmitificadora, al
servicio de una causa justa, moralmente fundada (todavía no podemos
pensar el poder de lo inútil). En segundo lugar, una superstición sociológica:
que consiste en creer que la literatura es homogénea a los discursos sociales, que se mueve en el mismo medio de generalidad que ellos, que solo
actúa sobre ellos en tanto los padece directamente (todavía no podemos
pensar el poder de lo singular). Por último, una superstición histórica: que
consiste en creer que el sentido de la literatura es contemporáneo del de
los discursos sociales, que las morales con referencia a las cuales estos
discursos circulan funcionan como contexto, es decir, como límite del
sentido de la literatura (todavía no podemos pensar el poder de lo inactual)3.
Tal vez convenga insistir en que estas supersticiones no expresan creencias falsas, que, por el contrario, cada una remite a un aspecto
verdadero de la literatura, pero de la literatura apreciada desde un punto
de vista moral (sometiéndola a ciertos valores de la moral política, de la
moral sociológica, de la moral histórica), es decir, vista desde el lado menos potente, “más pequeño”. Estas supersticiones no son un privilegio de
los trabajos críticos como el que nos ocupamos de imaginar. Son –para
decirlo con otra expresión nietzscheana, que suele usar Barthes– como
un “manto reactivo” que se extiende sobre todas las tentativas críticas y
no un simple obstáculo que las lecturas acertadas sabrían evitar. La diferencia cualitativa entre las lecturas críticas no se mide por la presencia o
la ausencia de estas supersticiones sino por el mayor o menor grado de
resistencia a sus efectuaciones.
¿Pero por qué tomó ese desvío nuestro crítico, ese desvío que
–cada cual a su modo, con distinta intensidad en cada caso– toman todas
las tentativas críticas? ¿Por el influjo de qué fuerzas se apartó, y apartó a
la literatura de Arlt, de lo que puede? En las tres supersticiones que señalamos se afirma una misma voluntad de reacción. El peso de los valores establecidos, que asegura la seriedad de los argumentos críticos, viene a negar
la precariedad y la incertidumbre de la presencia literaria. La literatura es
rara: aparece sin que nadie reclame su presencia, “se propone al mundo
–dice Roland Barthes– sin que ninguna praxis acuda a fundarla o a justificarla: es un acto absolutamente intransitivo, no modifica nada, nada lo
tranquiliza”4 . Y de su potencia de inquietud –permítasenos concluir con
una paradoja– da un testimonio inequívoco nuestro crítico, porque ¿qué
lo impulsaría a alejarse, a resguardarse en mundos tan firmes, a él que
goza con la lectura de Arlt, sino la fuerza conmocionante de ese goce, la
intimidad con lo incierto? Donde se reacciona, porque se reacciona, algo
inquietante todavía se afirma.
Rosario, 25 de febrero de 1994
Ya no podemos
hablar de superstición,
si pensamos a la
circulación de esos
discursos y esas
morales como un
contexto insuficiente, es
decir –parafraseando
a Deleuze– como
un conjunto de
“condiciones casi
negativas” que hacen
posible una experiencia
que escapa a esas
condiciones. Sin los
discursos sociales como
condición, la experiencia
de la literatura quedaría
indeterminada, pero esa
experiencia –que implica
la creación intempestiva
de algo nuevo– escapa
a lo discursivo y a lo
social. La literatura se
define en relación a los
discursos y las morales
contemporáneos a
su aparición, pero
por el modo en que
huye de ellos, es decir,
por el modo en que
deviene extraña a ellos
(Cfr. Gilles Deleuze,
“Contrôle et devenir”,
Pourparlers, Paris, Minuit,
1990, p. 231).
Roland Barthes, “La
respuesta de Kafka”,
Ensayos críticos, Barcelona,
Seix Barral, 1983, p. 169
4
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 19
LA PASIÓN DE LAS METAMORFOSIS
DE OSCAR MASOTTA
Max Hidalgo Nácher
“Hay en este contingente una personalidad que siguió todas estas vías casi al mismo
tiempo, partiendo de la literatura para pasar por la filosofía, el análisis del pop art,
las hoy llamadas culturas mediáticas, la estética y finalmente el psicoanálisis. Se trata de Oscar Masotta, sensibilidad prototípica de la década del sesenta: de la Facultad
de Filosofía y Letras al Instituto Di Tella, del sartrismo al estructuralismo, de la
historia y el sujeto a la estructura, de Merleau-Ponty a Jacques Lacan. La movilidad
de Masotta no tiene equivalente en el campo cultural. Eliseo Verón sería la figura
afín en el de las ciencias sociales. Seguir mínimamente sus recorridos implica hacer
revista de las ideas que fueron verdaderamente influyentes en los años sesenta”
Beatriz Sarlo, La batalla de las ideas (1943-1973)
La crítica como actividad remite, además de a la discriminación
y al juicio, a la idea misma de límite; ejercerla supone así señalar límites
y hacer emerger condiciones de posibilidad. Si la crítica, en tanto que
práctica específica, puede ser rescatada, será a condición de abrirle nuevos
circuitos de circulación en los que pueda refundarse el valor y la función
de una palabra gastada, cuando no desacreditada. ¿Cómo sería posible,
dadas estas condiciones, llevar a cabo una intervención crítica en el actual
panorama político y cultural? O, dicho en otros términos, ¿por qué las
intervenciones críticas de hoy en día rara vez alcanzan el límite al que legítimamente podrían aspirar? Si bien no sabríamos cómo responder a estas
preguntas, pensamos que sí es posible problematizarlas a través del recuerdo de esta figura liminar, central en Argentina pero hoy relativamente
olvidada en el panorama cultural español y catalán, llamada Oscar Masotta (Buenos Aires, 1930 – Barcelona, 1979), cuya omisión y correlativo
confinamiento a ciertos círculos de iniciados es en sí misma sintomática
de aquello que aquí se querría dar a pensar.
20 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
“Hay autores que se creen que lo son. Como no dudan de que solo ellos son la causa
de sus discursos, suponen que nadie sabe, como lo saben ellos, qué es lo que quisieron
decir. Se creen los propietarios de sus palabras y también, lo que es peor, sus mejores
administradores. Hay otros autores en cambio a los que la experiencia de la literatura no les es tan extraña. Ellos saben de la incertidumbre que habita el origen y el
fin de cualquier palabra: la propia, la de todos. A esta clase de autores, que buscan
hacer de su debilidad la condición de su fuerza, pertenece el joven Masotta”
Alberto Giordano, “Elogio de la polémica”
Desde esta orilla barcelonesa, la pregunta por quién es Masotta
tiene que ser todavía enunciada; y eso a pesar del papel que cumplió en la
entrada del psicoanálisis lacaniano en los contextos de lengua castellana.
Sin embargo, Masotta es un claro exponente de una crítica moderna en la
cual el pensamiento, la política y la literatura se anudaban inextricablemente en la voz y la escritura de un sujeto. Del existencialismo sartreano
a la semiótica, del estudio de la literatura al del cómic y al del pop art, de
la filosofía de la conciencia al psicoanálisis lacaniano, es posible seguir
un recorrido de vanguardia en el que cada nuevo texto se reconocía a sí
mismo como una intervención y en el que se dejaba oír, al mismo tiempo,
la voz inconfundible de un sujeto. Recordar esa voz que se resistió una y
otra vez a subordinar el pensamiento y su vocación práctica a una u otra
disciplina y que hizo de las metamorfosis su destino quizás pueda ser un
buen modo de señalar por contraste los límites de nuestro propio pensamiento.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 21
I. “ROBERTO ARLT. YO MISMO”:
TRES AUTORES Y UNA SOLA VOZ
E
n 1965 se publicaba en Buenos Aires Sexo y traición en Roberto
Arlt. Su autor, Oscar Masotta, era considerado por muchos
como un diletante arrastrado por las modas y mudanzas de
París. En un movimiento de constante transformación teórica, conocería el estructuralismo, la semiología y el psicoanálisis lacaniano,
del que sería el principal introductor en lengua castellana; pero aquel era
todavía, y a grandes rasgos, un libro sartreano. Su autor lo admitía: había
deglutido al filósofo y ahora lo vomitaba. Y, sin embargo, la obra dibujaba un triángulo autorial en el que, junto a Sartre y a Masotta, también
había que incluir a Arlt. Esos tres nombres, lejos de ser complementarios,
tendían a fagocitarse los unos a los otros. Así, cuando Masotta juntó sus
escritos arlteanos para publicarlos, los acompañó de otro: “Roberto Arlt,
yo mismo”. En esa presentación se afirmaban, por turnos, todas esas mediaciones. Arlt era –desde el propio título– el protagonista pero, al tiempo, no era más que una excusa para dejar hablar a Sartre. De ese modo,
Masotta podía confesar en esas páginas que “cuando escribí el libro yo
no era un apasionado de Arlt sino de Sartre”, para aclarar enseguida: “En
un sentido yo no fui esencial a su escritura: cualquiera que hubiera leído a
Sartre podría haber escrito ese libro”.
Ahora bien, si eso era así, ¿qué
valor habría podido tener aquel
“... una modalidad moderna de
libro? Este se revela, paradójicamente, en el escrito que lo inaula crítica en la que se tramaba la
gura. “Roberto Arlt, yo mismo”
intimidad de un sujeto y su lenguaje...”
surge en torno a un problema con
la paternidad, es decir con la autoridad y la autoría; y en él el propio Masotta señala la especificidad de
su escrito en relación a su objeto de estudio (la escritura de Arlt) y a la
teoría utilizada para ello (la obra de Sartre). En esa vuelta crítica sobre
su trabajo, él mismo reconoce una fascinación y una ceguera. ¿Sería Masotta, según parece dar a entender, un simple epígono de Sartre que se
identifica imaginariamente con el maestro al que imita? No podía tratarse
simplemente de eso: tenía que haber algo más, una excrecencia que se
encontraba no tanto en el contenido como en “la factura del libro”, en
“su escritura”. La especificidad –y, por lo tanto, el valor– de su trabajo,
tal como acabaría reconociendo el propio autor, iría íntimamente ligado
al pasaje subjetivo de los textos de Sartre por su propia voz. Lejos de la
idea de la “aplicación” de modelos o de la “ejemplificación” de teorías,
en esa escritura se evidenciaba una modalidad moderna de la crítica en la
que se tramaba la intimidad de un sujeto y su lenguaje, lenguaje que por
fuerza quedaba tocado y desplazado por la diferencia que lo vinculaba al
primero. El valor de esa crítica iría ligado a su ilegibilidad, y aparecería firmado por la incógnita que representa hoy, aquí, para nosotros, el nombre
de Oscar Masotta. Entre el plan de trabajo y la escritura habría un lapso:
el que separa el proyecto del trabajo efectivo. De ese modo, “entre la pro22 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
gramación del libro y el libro como resultado, no todo estaba en Sartre”;
y ahí –en ese entre– es donde se abría el espacio de la autobiografía, dado
que “lo que no estaba en Sartre estaba en mí”. Con ello Masotta, asimilándoselos en un último movimiento, se deshacía de Arlt y de Sartre. En ese
último gesto, se desprendía de cualquier tipo de autoridad para exponerse
él mismo –pero, ¿quién es él?– en su escritura.
“Roberto Arlt, yo mismo” irrumpe como un discurso oral sostenido en primera persona1. Y lo hace un 12 de febrero de 1965. “Yo
he escrito este libro” son sus primeras palabras. Masotta y su ya antiguo
libro eran los protagonistas del acto. Se trataba simplemente de presentarlo pero… ¿cómo hacerlo con justeza? “Yo he escrito este libro”, decía,
sosteniendo su autoría; pero justo a continuación señalaba la paradoja de
“ser yo mismo quien ha de presentar mi propio libro”, haciendo cuanto
menos problemática cualquier pretensión de paternidad textual. El autor
no habría de tener ningún tipo de autoridad sobre el texto; y la voz, que
debía unir ambos tiempos, disimularlos y resolverlos en una continuidad,
polemizaba con un timbre inconfundible consigo misma, tratando de
abrir desde su actualidad una brecha, separando el decir de lo dicho y el
presente del pasado: “¿Quién era yo, entonces, cuando escribí ese libro?;
y también: ¿qué pienso yo en el fondo y de verdad sobre ese libro?”.
Así arrancaba su escrito, intervención que Jorge Jinkis ha podido presentar recientemente como “un texto imposible, imposible de leer
hoy”; y Daniel Link, “de lejos”, como “el mejor texto breve producido
en toda la historia de la crítica en Argentina”. Masotta se desdoblaba ahí
ante el público, dejando de identificarse con su libro; no, por cierto, por
despreciar su valor (“diría que se trata de un libro relativamente bueno”),
sino por la distancia que le separaba a él, como lector, del que antaño lo
escribiera. Entre uno y otro mediaría –además de la propia escritura– una
crisis dolorosa, que llevó a Masotta a una larga bajada a los infiernos:
¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la
mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad “cae”
sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la mañana, en
un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en sociedades
como la nuestra, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como se
dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo. Tampoco
puedo leer. Fue la miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de
neurosis de angustia, y también la miseria real, los habitantes de una parte
del espacio de tiempo que va desde el momento que escribí aquel libro a
la fecha de su publicación.
Ese testimonio –y los que le seguirán– no ha perdido un ápice
de brutalidad en este tiempo. Tal como antes había hablado de sí mismo
fingiendo que hablaba de Arlt, Masotta se refería ahora a sí mismo como si
hablara de otro. Y lo hacía impúdicamente, al desvelar que era él mismo, y
no Arlt, el que estaba en juego en su antigua lectura, tanto como al analizarse a sí mismo con la precisión y frialdad del entomólogo. La referencia
a la enfermedad mental que lo paralizaba –acaso el límite del que surgía y
contra el que pugnaba su escritura– contribuía a desestabilizar la obra y a
colocar al autor en una situación de peligro extremo.
1
“Roberto Arlt, yo
mismo”, leído el 12 de
febrero de 1965 en la
presentación pública de
Sexo y traición en Roberto
Arlt, fue escrito dos
años antes, en 1963.
Este breve escrito puede
leerse en el volumen
Conciencia y estructura
(1968), en el que se
percibe la voracidad
teórica que lo llevó
desde el sartismo hasta el
psicoanálisis lacaniano.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 23
Con esas pocas líneas, en vez de valorizar su libro como objeto
cultural, su autor lo tomaba como un producto sintomático de las tensiones sociales que le atravesaban, arrebatándole así cualquier estatuto de
excepcionalidad para atacarlo a través de un análisis que, desplazándolo
en función de su nueva situación de enunciación, le llevaba a esbozar
un análisis de sí: un análisis del sujeto que, al escribir sobre Arlt, ahí se
escribía, descubriendo a su través la inscripción social que lo constituía
y le prestaba su precaria consistencia. Con todo ello, ¿qué podía buscar
Masotta, más que conjurar el escándalo? Conjurarlo, es decir hacerlo presente y mantenerlo a distancia. La confesión podía ser un buen modo de
lograrlo, siempre que no retrocediera ante lo terrible y que estuviera dispuesta a llegar al fondo de las cosas. A través de ella habría de evidenciarse la imbricación entre las series y las esferas aparentemente más lejanas y
el descubrimiento de esas dos dimensiones fundamentales representadas
comúnmente como una interioridad y una exterioridad radical, y que acaso podrían hacerse converger en un tercer plano “que están en la base del
hombre concreto: el sexo y la economía”.
II. LA CONFESIÓN Y EL TESTIMONIO
“Escribir sobre uno mismo. Para desnudarse o para confesarse. Pero quien
se confiesa se confiesa de algo, y para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo. Confesarse, así, es convertirse de alguna
manera en un pasatista, y en un moralista. ¿Será este mi caso?”
Masotta pretendía desnudarse (era, claro está, una pretensión);
y lo hacía afirmando haber hallado su pasión de escritura al descubrirse
a sí mismo al borde de la locura y de la imbecilidad. Con veintiún años,
empezaba a escribir; y, al hacerlo, “tenía miedo”, sentía en sí un miedo
que nunca más le abandonaría. Ese
miedo surgía de una falta de con“¿Qué podía buscar Masotta,
trol abierta por la escritura; pues,
más que conjurar el escándalo?”
al hacerlo, el escritor descubría que
no conocía las palabras con las que
nominar el mundo en el que vivía. Lejos de desvelarse la realidad, en ese
instante se revelaba un “idiotismo” que había estado siempre ahí, pero
que el sujeto no había sabido ver hasta medirse con la escritura. Se abría
así una brecha inquietante que revelaba la privación del sujeto, separado
de la plenitud del mundo por un lenguaje “privado”. La dimensión de lo
siniestro ligada a ese descubrimiento se constituirá, así, en la experiencia
originaria sobre la que no dejará de girar su escritura.
Con todo ello, al presentar su obra, Masotta no podía menos que
exponerse; y, al hacerlo, interpelaba al público exigiéndole algún tipo de
reacción. A través de ese acto, señalaba que la escritura de su libro constituía, en realidad, un velado ejercicio de auto-análisis y, así, evidenciaba
la posibilidad de seguir un registro autobiográfico en su escritura. Esa
autobiografía en forma de confesión estaría estructurada a partir de dos
categorías centrales: la inmovilidad y la transformación. En el espacio que
va desde una coagulación de la identidad que hace imposible la transfor24 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
mación hasta la pasión de las metamorfosis que hace del sujeto un ser en
revolución permanente se hallaría el lapso que opone la enfermedad a la
vida y que hace de la reproducción de lo existente el silencioso enemigo
de la historia.
“Toda apertura significa historia”, escribía, “y en Arlt la historia
ha sido abolida”. Ahí se reconoce que, si Arlt había sido devorado por
Sartre, no es menos cierto que Masotta había sido previamente devorado
por Arlt. Pues cuando el crítico captaba en los personajes de Arlt –esa
“colección de personajes estáticos, de naturalezas muertas, de seres condenados a ser lo que son”– un rasgo ligado a la humillación, era a su propia clase social a la que encontraba y, a través de ella, a sí mismo. La idea
de inmovilidad que implica “ese círculo estructural en el que se mueven
las individualidades de Arlt es la misma noria secreta en que transcurren
nuestras propias vidas” y en ella se da forma al “fondo secreto del hombre de las clases medias” a las que pertenece el propio Masotta.
Ahora bien, frente a esa inmovilidad impuesta por el orden social
y por la enfermedad, la pasión de Masotta serán las transformaciones.
Desde su primer acercamiento a Sartre y su amistad con Correas y Sebreli
en torno a Contorno hasta su asunción del lacanismo, su recorrido intelectual merece ser interpelado no solo en función de él mismo o de la dinámica propia del campo intelectual
en el que se inserta, tal como propone Beatriz Sarlo, sino también
“El escritor descubría un ‘idiotismo’ que
apuntando a esa veta subjetiva a
había estado siempre ahí”
través de la cual reescribe la teoría
y se reescribe a sí mismo a partir
de un mismo gesto. En ese sentido,
gran parte de sus esfuerzos irán destinados a arrancarse de su origen, en
lo que constituirá una estrategia sistemática de ruptura con lo dado y una
verdadera pasión por las metamorfosis. Su obra y su recorrido se dejan
insertar en toda una tradición moderna de denegación de los orígenes.
Escribía Althusser: “Hay que nacer en un día concreto, y en algún lugar, y
empezar a pensar y a escribir en un mundo dado”. Desde esta perspectiva,
los comienzos –que bajo un cierto punto de vista determinan, en tanto
que acotan, todo lo que vendrá después– son, al mismo tiempo, algo
irrelevante. El trabajo de la escritura consiste en reformular las relaciones
“naturales”; por ese motivo la obra de Arlt es, como afirma Masotta,
“política menos por lo que dice expresamente que por lo que revela”.
Dicha obra acaso dice la fatalidad; pero, al decirla, revela la relación de
esa fatalidad con la determinación histórica, dando a pensar “el estertor
de una época donde lo que se sabe de la vida se mezcla con la vida, donde
el conocimiento no se separa de la existencia, donde la confusión y el
equívoco comienzan a tener un valor de verdad”.
Ese movimiento subversivo trataba de romper con las genealogías que anclan al sujeto en una identidad previa y determinada. Ahora
bien, Masotta –que, a través de la escritura, aspira a darse sus propios
padres– tuvo un padre; y la inscripción de esos orígenes en su vida –como,
por lo demás, en la de Althusser– fueron demasiado fuertes para no dejar
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 25
sus dolorosas huellas en su cuerpo. En “Roberto Arlt, yo mismo” –cuya
obscenidad no debería ser pasada por alto– Masotta hacía público y sometía al común algo de aquello de lo que habría sido aconsejable dejar
velado. Y así escribía, refiriéndose a su padre: “Cuando supe que él iba
a morir, yo ya no pude vivir más”. Esa muerte desencadenaría en el hijo
una crisis profunda que desembocaría ese mismo año en un intento de
suicidio.
La confesión de la que habla el texto no es ajena a esa bajada a
los infiernos. Ahora bien, lejos de entenderse como una expiación por la
cual el sujeto descubre una verdad de sí que le separa del antiguo error y le
lleva a volver a abrazar la verdad común, en Masotta esta confesión persigue una producción de sí en la que la verdad aparece más como movimiento que como resultado, y que hay que entender en todo caso en el eje
general de valorización que confronta la inmovilidad y las metamorfosis,
subvirtiendo la idea tradicional de confesión: frente a la imagen común
de la confesión como acto de reconciliación, Masotta hablaba y escribía
para ponerse en riesgo –para transformarse. Esa “confesión” no buscaba
suturar los lazos de una comunidad maltrecha, sino descubrir y poner en
evidencia sus grietas e inadecuaciones para desencadenar una transformación de orden político. Así, su “confesión”, más que moralizar o afirmar
un orden existente, buscaría corroerlo, acercándola a una figura que dibuja un circuito de la comunicación muy diferente: el testimonio. Frente al que
se confiesa (quien ha de resolver su diferencia en un lenguaje común), el
testimonio –como ha expuesto Agamben– tendría que dar testimonio de
lo intestimoniable (es decir, de aquello que atraviesa el límite de nuestro
lenguaje común). Por eso la confesión de Masotta tiende a abolirse ella
misma y a convertirse en testimonio (el cual es siempre, en cierto sentido,
testimonio de lo insignificante): “Pero me pongo en el lugar de ustedes
que me están escuchando. ¿Sobre qué estoy hablando? O bien: ¿de qué
me estoy confesando? Pues bien: de nada”.
Quizás a partir de ello pueda
entenderse algo mejor la relación del
“Masotta hablaba y escribía
crítico con Sartre y, en general, con
para ponerse en riesgo –para
los referentes teóricos que manejó a
transformarse”
lo largo de su vida; pues Masotta no
podía limitarse a “aplicar” a Sartre, ni
a Lévi-Strauss, ni a Lacan, dado que él escribía y que, en esa escritura, cuajaba y se revelaba la mediación social, siempre a partir de una situación específica. Esa misma primacía la reconocía Nicolás Rosa, contemporáneo
de Masotta, en su respuesta a la Encuesta a la literatura argentina contemporánea de 1982 de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo: “Si es posible importar
saberes técnicos sobre los que apoyar la reflexión teórica, es imposible
generar un discurso crítico fuera del entramado social donde se ejerce”.
Esta conciencia de la situación haría que Rosa escribiera una frase que se
convertiría en verdadero leitmotiv de su obra crítica: “Somos lectores de lo
universal, pero solo somos escritores de lo particular”. Y eso era precisamente lo que se desplegaba en la escritura de Sexo y traición en Roberto Arlt a
finales de los cincuenta y lo que descubría Masotta en su lectura del libro
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REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 27
de 1965, donde trataba de descubrir las huellas de la determinación de un
orden social sobre la propia subjetividad del que eso escribía:
Escribir el libro me ayudó, textualmente, a descubrir el sentido de la
existencia de la clase a la que pertenecía, la clase media. Una banalidad.
Pero esa banalidad me había acompañado desde mi nacimiento. Pensando sobre Arlt descubría el sentido de mis conductas actuales y de mis
conductas pasadas: que dura y crudamente habían estado determinadas
por mi origen social.
En la escritura del libro se manifestaba una particularidad irreductible que era, precisamente, la que justificaba la escritura. El libro
–seguía Masotta– hablaba de “mí” en tanto en él se manifestaban “las
tensiones que viniendo de la sociedad operaban sobre mí a la vez que
no se diferenciaban de mí, y de cuya conciencia (una cierta incompleta
conciencia) extraí, creo, esa certeza que me acompaña desde hace más de
quince años. Que, efectivamente, tengo algo que decir”.
III. AUTORIDAD Y LEGITIMIDAD DE LA CRÍTICA
“…sin pensar en volverme únicamente hacia la crítica literaria, he escrito
unos pocos ensayos –sobre Arlt, sobre la novelística de Viñas– donde
lograba más que llegar a resultados objetivos satisfactorios, experimentar
simplemente las dificultades –de formación y de comprensión– que
constituyen la posibilidad misma de hacer crítica literaria”
Oscar Masotta, respuesta a la encuesta de Adolfo Prieto de 1963
“…las cuestiones fundamentales que ciñen la vida
del intelectual contemporáneo: la política y el saber”
Oscar Masotta
En “De la literatura
considerada como una
tauromaquia” se lee:
“¿Lo que pasa en el
dominio de la escritura
no queda desprovisto
de valor si se limita a ser
‘estético’, anodino,
desprovisto de sanción,
si no hay nada, en
el hecho de escribir
una obra, que sea un
equivalente (y aquí
interviene una de las
imágenes predilectas
del autor) de lo que es
para el torero el cuerno
acerado del toro, el
único que –en razón de
la amenaza material que
encierra– confiere una
realidad humana a su
arte, le impide limitarse
a ser gracias vanas de
bailarina?”.
2
Masotta sabía que la crítica –que nace ligada a la moderna diversidad de campos de lo social– no requiere de ninguna autoridad. Su
propia práctica lo muestra. Por ello mismo, y aunque ninguna legislación
pueda establecerse en sus dominios de forma estable, la pregunta por su
legitimidad será acuciante. Masotta fundará esa legitimidad en una turbia
creencia: la convicción de que tiene “algo que decir”.
Esa convicción, aunque contaba con ciertos saberes teóricos
como marco, no se fundaba en ellos. En “Roberto Arlt, yo mismo” reivindicaba sus propios límites como un haber al afirmar que consiguió escribir su libro no a pesar de las deficiencias de su propio saber, sino más
bien gracias a ellas: “Una cierta indigencia cultural, de formación, con
respecto a los instrumentos intelectuales que realmente manejaba, estoy
seguro, fueron entonces el motor que no solo me impulsó a planear el
libro, sino que me permitió escribirlo”. Sin esas deficiencias, sin esos límites, el libro no habría podido escribirse –y nada habría pasado.
El uso productivo de los referentes teóricos es así un a priori en
un discurso cuya legitimidad no reposaba de ningún modo en el saber.
Esa posición de minoridad reivindicada por el joven Masotta le arrebataba al enunciador toda autoridad basada en el saber, pero extrañamente
28 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
lo legitimaba a través de la inserción específica del sujeto en su propio
discurso crítico. En las antípodas de la posición de enunciación del profesor –tan bellamente desenmascarada por Roland Barthes en “Escritores, intelectuales, profesores” (1971)–, así es como se presentaba en gran
medida como sujeto y objeto de su discurso. Y quizás ese sea el rasgo
característico que hace tan especial su escritura y tan escandalosas algunas
de sus propuestas. En el texto del que hablamos –donde expone tanto
“un cierto naufragio de la fenomenología” en el ámbito del saber como
su propia bajada a los infiernos de la enfermedad mental en el ámbito de
la experiencia subjetiva– llegaba a pedir perdón a los lectores por hablar
de ese modo de “sí mismo” (“les ruego a ustedes que me excusen nuevamente” por el “impudor con que nombro la palabra suicidio cuando ella
se refiere a intentos reales míos”). La obscenidad, como vemos, no se hallaba solo en los contenidos, sino en el modo de hablar, el cual –pasando
sin solución de continuidad de una
crisis epistemológica a una crisis
“Masotta sostenía un discurso cuya
psíquica– convertía a Masotta en
un sujeto de la enunciación que se
legitimidad no reposaba en el saber”
analizaba a sí mismo de un modo
despiadado en tanto que sujeto del
enunciado. La edad de hombre de Michel Leiris –para quien la escritura solo
podría legitimarse a condición de “introducir siquiera la sombra de un
cuerno de toro en la obra literaria”2– habría sido, en ese sentido, una obra
ejemplar. “Aprendí de él”, dirá Masotta, “que para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a
uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás”. Con ese
gesto, el autor se exponía ante su público y permitía ver que el lapso que
separaba los textos de su lectura –a Sartre de su apropiación por parte del
escritor– era el mismo que hacía de su análisis un arma al servicio de la
transformación.
Su voz se hacía fuerte, así, en una vuelta sobre el sujeto de la
enunciación: “¿Quién era yo cuando escribí ese libro? O para forzar la
sintaxis: ¿qué había de aparecer en aquel libro de lo que era yo?”. La escritura, en clave sartreana, al nominar la realidad la mostraba y, al mostrarla,
la transformaba. El autor señalaba claramente que “al nivel de las ideas
el libro estaba fuertemente influenciado por Sartre” mientras que “en lo
3
Así escribía Masotta
que hace a la prosa, la influencia viene de Merleau-Ponty”. Ahora bien,
en Sexo y traición en
Roberto Arlt: “Ese
la sensibilidad de Masotta descubría en esa textura la inadecuación entre
círculo estructural en
el estilo y la conciencia; y en esa incongruencia –que traicionaba al gesto,
el que se mueven las
delatándolo como una mera pose– revelaba las contradicciones que caían individualidades de Arlt
es la misma noria secreta
ya entonces sobre él, constituyéndolo.
en que transcurren
Por lo demás, como ya había dejado sentado el crítico, aquel nuestras propias vidas y
desde la cual cada uno
mundo imaginario de Arlt era, en realidad, el suyo propio3. Revelaba así
de nosotros percibe el
que la escritura del libro implicaba un ejercicio cercano al autoanálisis,
contorno de su mundo
haciendo visible al mismo tiempo la pura imposibilidad de “adoptar” o
vivido, y en él hay una
dialéctica de hierro
“importar” modos de pensamiento extranjeros. Esta imposibilidad, lejos
entre las relaciones
de ser percibida como algo que tendría que llevar a romper relaciones con
económicas tal como
esas tradiciones europeas de pensamiento, sería la condición misma de su pesan sobre la clase y el
espiritualismo”.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 29
posible fecundidad. Pues lo que ahí estaría en juego sería su encarnadura
en un sujeto difícilmente discernible del conjunto de determinaciones
que lo configuran. Se trataba, pues, de desviar de su fin natural la escritura
sartreana para comenzar una confesión o testimonio en el cual, por fuerza, el sujeto se ponía en juego al tiempo que amenazaba a los otros de viva
voz con su escritura.
Con todo ello, la presencia del enunciador en sus enunciados
llegará a una dimensión cuasi excesiva en el joven Masotta. En “La búsqueda del ensayo”, Alberto Giordano ha señalado esta especificidad y su
vínculo crítico con la polémica. Para caracterizarla, Giordano lo imagina,
significativamente, como orador:
Cada vez que toma la palabra, este orador recurre a los procedimientos
de la polémica: vuelve sobre lo que acaba de decirse para situar la discusión en el nivel que él supone más riguroso: el de las condiciones de
enunciación. Y entonces muestra la debilidad, la inconsistencia de los
estereotipos, y hace visible, desmontando los medios que las producen, el
carácter interesado y poco evidente de las supuestas evidencias.
El orador que fue Masotta no exponía tanto un saber como que
intervenía ante un auditorio al que interpelaba con su voz y su discurso
–y se exponía él mismo al hacerlo. El artículo “Elogio de la polémica” que
le dedica Giordano insiste, precisamente, en el carácter polémico y paradójico de su pensamiento. Si dicho artículo es un elogio de la polémica,
el movimiento de pensamiento propuesto por Masotta se inserta en esa
lógica en la que el pensar solo puede ponerse a prueba en su relación con
los otros. Esa relación crítica es central en la práctica de pensamiento de
los años sesenta y setenta en Argentina y Giordano la capta de manera
privilegiada en la perspectiva crítica de Masotta cuando afirma que este
sabe “de la incertidumbre que habita el origen y el fin de cualquier palabra” y que, por eso, hace “de su debilidad la condición de su fuerza”.
Ese estado de polémica –de lucha no solo material sino discursiva– en
el campo intelectual es, tal como sugiere Giordano, un estado ligado a la
experiencia de una literatura que no se ha mantenido al margen del saber
pero que tampoco ha conseguido homologarse al mismo.
IV. EL SABER DE LA LITERATURA
La relación literaria que aquí sostiene críticamente Masotta estaría
basada en una experiencia de disociación radical entre el sujeto y el lenguaje. En la intimidad de lo literario, el pensamiento se enfrentaría a sus
propios límites y, al hacerlo, provocaría un desfondamiento y alentaría
una transformación. El saber de la literatura no podría ser, así, un saber
meramente literario. Masotta encararía la literatura como una dimensión de
la experiencia no subsumible al pensamiento que, sin embargo, merecería
ser pensada. Habría que tratar de entender qué es lo que hay de potencialmente subversivo –y hasta de intolerable– en ese procedimiento. Con
él, se trataría de enfrentarse a la indigencia que acaso nos constituye; y, a
través de esa experiencia, de producir un saber específico a partir de una
30 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
literatura pensada como límite y motor del pensamiento.
En “Roberto Arlt, yo mismo”, Masotta se volvía críticamente
sobre sí; y ese gesto exponía al orador ante el no saber, situándolo en el
lugar de una falta que, no obstante, merece ser expresada, confrontándolo
a un silencio que debería hacerse
audible. En Sexo y traición en Roberto
“Partir de esa imposibilidad acaso no
Arlt encontramos ese recurso al no
sea el peor punto de partida para una
saber por lo menos en tres ocasiocrítica literaria por venir”
nes. Y en los tres casos se trata de
salvar a Arlt de ser entendido demasiado rápida o expeditivamente. El escritor había sido acusado por
la izquierda de olvidarse de la clase social, presentando dicho universo
desde un punto de vista estrictamente individual. Masotta recogerá el dilema (“¿el individuo o la clase?”) para recusarlo con un tan simple como
efectivo “pero no sé”. Ese no saber será el que le permita, precisamente,
desplazar el argumento para señalar la especificidad de una obra literaria
en cuyo seno “lo político se transforma”. De ese modo, “para hablar de
política cuando se habla de literatura es necesario, para decirlo así, poner
entre paréntesis todo lo que se sabe de política para dejar que la obra
hable por sí misma”. Frente a los imperativos políticos, la obra de Arlt
plantearía una política que no olvida la experiencia literaria ni el estatuto
del sujeto. Unas pocas páginas después vuelve a repetirse el argumento:
“El reproche de nuestras conciencias ortodoxas y superpolitizadas a la
necesidad de absoluto de los personajes de Arlt podría sintentizarse así:
esteticismo, anarquismo, mala fe. Pero ¿quién sabe?”.
Que en esos casos no se trata de separar a Arlt de la política,
sino de hacer ver la dimensión específicamente política de lo literario, lo
muestran quizás los “Seis intentos frustrados de escribir sobre Arlt”, de
1962, los cuales empiezan así:
De Hoy en la Cultura me piden una nota sobre Roberto Arlt. Contesto
que sí, me apresto a redactarla. Intento un resumen apretado: comprimir
mis viejas páginas sobre Arlt. Pero me invade una determinada inquietud. No
se me pide, tal vez, una nota sobre Arlt para hacer de este autor muerto
un hombre más vivo, sino para hacerlo más muerto. Y para arrastrarme, tal
vez, a mí mismo en esa doble muerte. Quito la hoja de papel de la máquina
y coloco otra. Me tranquilizo. ¿Por qué no, en fin, escribir la nota diciendo exactamente eso? (las cursivas son mías)
En esos apuntes, que serán publicados por Hoy en la Cultura, Masotta concluía –tras ese “¿por qué no?”– que “la única nota que me era
posible escribir sobre Arlt debería reflejar mi imposibilidad de escribirla”.
Partir de esa imposibilidad –o, por lo menos, tenerla en el horizonte–
acaso no sea el peor punto de partida para una crítica literaria por venir.
Una crítica que haga de la debilidad la condición de su fuerza y del miedo
un tesoro de escritura y en la que “más que llegar a resultados objetivos
satisfactorios” se experimenten “las dificultades –de formación y de comprensión– que constituyen la posibilidad misma de hacer crítica literaria”.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 31
FUNCIONES Y FIGURAS DE LA CRÍTICA.
DEL HUMANISMO A LA POSMODERNIDAD
Albert Jornet Somoza
E
n las últimas décadas hemos asistido al surgimiento y la expansión de un tipo de crítica literaria que ha venido a establecerse como principal tendencia colectiva en el terreno de
las humanidades. Una tendencia que parece haber conducido
a una polarización entre el posicionamiento militante de sus cada vez
más numerosos practicantes y el repudio frontal de sus detractores. Por
un lado, es un tipo de crítica que ha dejado de interrogarse sobre el conocimiento complejo o la experiencia que nace del trato con el texto,
renunciando así a entender el fenómeno artístico-literario desde su singularidad, para erigirse como intérprete de la realidad político-social que
circunda la obra. Por el otro, esta tendencia ha alimentado activamente
un tabú que viene imponiéndose como horizonte del saber humanístico
desde el siglo pasado: el que se levanta sobre la cuestión del valor del arte
y la literatura. Y, no obstante, pretiriendo esta tensión, el crítico no se da
cuenta de que está erosionando los cimientos que desde siempre han justificado su existencia como agente del campo cultural, pues ¿cómo podrá
tener valor el ejercicio crítico sobre una obra desprovista de este? Para
poder tomarle el pulso a esta crítica actual merece la pena detenernos en
sus planteamientos y en la relación particular que esta establece tanto con
la obra de arte como con las prácticas culturales que la legitiman. Para
ello, propongo echar una rápida mirada a las formas de crítica que se han
dado en el pasado y así poder apreciar cómo se ha venido a construir una
nueva figura del crítico que plantea como mínimo estas dos problemáticas que no parecen contar con antecedentes.
Finalmente, podremos detectar que esta tendencia, a la vez, participa de una lógica académica concreta que la ha catapultado hasta con32 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
vertirse en una moda crítica. Por eso será importante analizar no solo los
conceptos que la habitan sino, sobre todo, las funciones que se agencia
con el fin de legitimar su papel en la sociedad. De ahí que debamos hablar de “figuras” del crítico, y no solo de corrientes o postulados, ya que,
así como sucede con el poeta, el crítico es mucho más que las ideas que
vehicula.
En este sentido, se me ocurren muy pocos textos que logren
mostrar de manera tan breve y reveladora la evolución de la figura del
poeta a lo largo de la historia de la literatura como el microrrelato de
Borges titulado “El espejo y la máscara”. En este, se nos presenta a un
rey medieval irlandés que, tras salir victorioso de la enésima batalla, encomienda al mayor poeta de su reino la redacción de un gran poema que
cante sus hazañas bélicas. El año siguiente, el vate, conocedor de las “disciplinas de la métrica” y de las leyes
del idioma y las metáforas, regresa
“...una crítica que ha renunciado
a palacio para recitar con aplomo
a entender el fenómeno literario desde
su extensa epopeya ante la admirasu singularidad”
ción del monarca y su séquito. El
Alto Rey acepta honrado su “clásica oda” pero no puede dejar de
remarcar que ante su lectura “nada ha pasado”, “nadie ha palidecido”,
“nadie profirió un grito”, por lo que insta al poeta a escribir un nuevo
poema y le ofrece como recompensa un espejo de plata. Pasado otro año,
vuelve nuestro poeta a la corte para dar a conocer, esta vez con visible inseguridad, su intensa pero irregular obra, que ya “no era una descripción
de la batalla, era la batalla”. El sabio gobernante admira la superioridad
de la nueva composición pero aun así solicita un tercer esfuerzo al artista,
a quien esta vez ofrece una máscara de oro. Regresa finalmente al tercer
año el poeta con siniestro aspecto y le recita, a solas, el único verso de
su última obra que hace que ambos palidezcan por el pecado de “haber
conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres”. Después de
eso, el rey hace entrega al poeta de su último regalo, una daga, con la que
este se da muerte al salir del palacio. Del monarca solo se sabe que desde
entonces es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda y que jamás
ha repetido el poema.
Anacronismos aparte, los tres poemas del relato borgiano se
identifican fácilmente con la concepción de la poesía imperante en tres
fases históricas de la cultura occidental tan significativas como el Clasicismo, el Romanticismo y la Modernidad, respectivamente. En poco menos
de una página, el talento del argentino logra relatar en forma de ficción la
evolución de más de cuatro siglos de historia literaria y, con astuta frugalidad de detalles, reproduce las principales caracterizaciones de la figura
del poeta que se han sucedido y topificado en los imaginarios artísticos de
cada época. Y si nosotros, amables lectores, somos capaces de reconocer
estas figuraciones en el relato es porque la “imagen de autor”, tal como la
define Dominique Maingueneau –o en este caso, del poeta–, no es sino
una construcción historizable y vinculada a series de categorías estéticas,
actitudes pragmáticas y funciones sociales determinadas.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 33
TRES FIGURACIONES HISTÓRICAS DEL CRÍTICO
Hoy nos parece casi una obviedad: si el poeta logra ser tal no
es solamente por efecto de su creación genuina sino porque es capaz de
concentrar sobre su figura una serie de expectativas, deseos y prerrogativas provenientes de la sociedad, merced a las cuales obtiene su función
y su rol específico dentro de esta. Estas complejas relaciones han sido ya
profusamente analizadas en estudios sobre lo que en el ámbito anglosajón
se denomina the authorship y en el francófono empieza a conocerse como
l’autorialité –o fonction-auteur, según la célebre acuñación de Foucault–, y no
es mi intención detenerme en ello. Sin embargo, me gustaría reflexionar
sobre otra figura muy cercana a la del escritor y que tradicionalmente ha
ocupado un papel de mediador entre este y la sociedad: me refiero a la figura del crítico literario. Una figura que, como hemos apuntado, está adquiriendo en la actualidad nuevas significaciones y agenciándose de nuevos
roles que merecen sin duda ser atendidos y que, tal vez, arrojando una
mirada hacia el pasado podamos entender mejor.
Más allá de analizar las distintas ideas poéticas o presupuestos
estéticos que encierran los textos de crítica literaria a lo largo de la historia
–aspecto, este, compendiado por tantas antologías y manuales–, me parece de especial interés que nos fijemos en la función que ha adquirido esta
figura, la del crítico, con el devenir de los siglos, pues intuyo que puede revelarnos alguna información valiosa sobre facetas como la construcción
de los espacios del saber, la gestión del capital simbólico o el lugar de la
obra de arte en cada sociedad, y en
especial en la actual. De la misma
“Hemos de fijarnos en la función que
manera que las diversas figuracioha adquirido el crítico a lo largo de los
nes del poeta nos hablan de su funsiglos”
ción y prestigio –o falta de él– dentro de sus respectivas comunidades, como veíamos en el relato de Borges,
así también pueden hacerlo las de este misterioso agente, mitad parásito
cultural, mitad mensajero divino, que se ha ido estableciendo en el campo
literario de la edad moderna dejando sólidas estructuras de discusión y
divulgación del pensamiento. En este sentido, y para continuar con la
tripartición borgiana, podemos diferenciar tres caracterizaciones fuertes
de la figura del crítico literario que se han dado a lo largo de estos mismos
años. Esta brevísima tipología nos permitirá además identificar los tres
tipos de crítica que ya distinguiera Albert Thibaudet en su célebre artículo
de 1922 sobre “Les trois critiques”: la crítica profesional o académica; la
crítica espontánea, es decir, lo que hoy podríamos reconocer como crítica
periodística; y la crítica realizada por los propios poetas o –por usar la nomenclatura de Antoine Compagnon– crítica de autor. Una vez esbozados
estos tres tipos de crítica y su función, podremos analizar las continuidades e interrupciones que han supuesto las caracterizaciones de la crítica
en dos momentos de la contemporaneidad como son la modernidad y la
posmodernidad. El objetivo de este ensayo es, por tanto, apuntar hacia
algunos problemas sobre los que se han cimentado las principales tendencias de la crítica actual.
34 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
EL HUMANISTA COMO PRIMER CRÍTICO ACADÉMICO
La primera figura del crítico que podemos destacar en las tradiciones modernas y que relacionaríamos sin dificultad con el poeta clásico del microrrelato borgiano no es otra que la que se erigió a partir
del Renacimiento a través de un oscilante abanico de géneros como el
“comento”, la “glosa” o las “anotaciones”. Sus autores, profesores o eruditos formados siempre en la educación humanística y conocedores de
los preceptos que constituían el saber poético, hacían correr ríos de tinta
para esclarecer el significado de un pasaje, descubrir las fuentes y modelos
clásicos u observar el correcto uso del estilo y los recursos retóricos en
obras literarias que se habían alzado como ejemplos incuestionables de
virtud creativa. Podemos identificar sin problemas este tipo de crítica con
la que anteriormente hemos denominado crítica académica, pues en todos
los casos el acercamiento a la obra poética se acometía desde los mismos
postulados, adquiridos a través de una formación superior –las disciplinas que conformaban el trivium–, y generalmente tenían su origen en la
tarea universitaria del propio autor. Todos, ya fueran poetas –Fernando
de Herrera, por ejemplo–, docentes –El Brocense, Fray Luis– o lo que
hoy llamaríamos investigadores independientes –casos curiosos como el
misterioso Manuel Serrano de Paz–, todos, formulaban el mismo repertorio de preguntas al texto y respondían igualmente desde el manual de
conceptos y prejuicios en el que se había convertido la preceptiva clásica.
Pero debemos preguntarnos qué empujaba, en ese momento
germinal de la era moderna, a tanto sesudo humanista a llenar páginas
y páginas de explicación y paráfrasis de un texto. ¿Qué se esperaba de
él y qué esperaba él mismo de su tarea? ¿Qué función, en definitiva, pasarían a cumplir estos críticos avant-la-lettre en una sociedad que daba un
histriónico carpetazo a la cultura medieval y se quería digna sucesora de
la antigüedad grecolatina? Para hacernos una idea de ello, resulta ciertamente útil acudir a los prólogos y textos introductorios con que estos
acostumbraban a abrir sus voluminosos estudios, pues en ellos encontramos precisamente –aunque a veces con letra pequeña– evidentes intentos
de legitimar la labor de esta nueva figura académica que surgía desde las
esquinas del campo literario, es decir, su propia labor en tanto críticos.
Un conciso –y aleatorio– ejemplo de ello lo encontramos en el
exordio “Al lector” con el que García Coronel daba inicio a sus Soledades
de don Luis de Góngora comentadas en 1636, que arranca de la siguiente manera: “Segunda vez (oh lector) me expongo a tu censura comentando ajenos
versos, no tanto por la gloria que espero de esta fatiga, cuanto por satisfacer el deseo que tienes de entender este poema de las Soledades de don
Luis, que hoy te ofrezco menos difícil”. Por anodina y tópica que pueda
parecer la frase, en realidad nos transfiere una serie de datos implícitos
significativos. En primer lugar, que su autor se ve obligado a responder
sobre por qué ha escrito sus comentos de la obra gongorina, es decir, se
ve llamado a justificar su trabajo, dado que obviamente la tarea crítica
aún no se encontraba integrada y asimilada en el campo intelectual por
aquel entonces. Estamos, por lo tanto, ante el surgimiento de este nuevo
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 35
dispositivo de reflexión artística que hoy identificamos con la crítica literaria. Por otro lado, Salcedo Coronel explicita la existencia –exagerada o
no– de un deseo por parte de los lectores por entender el célebre poema del
poeta cordobés. En este sentido, la tarea del comentarista se erige como
mediador indispensable entre la obra y su público sin el cual el segundo
se encuentra inerme o, lo que es
lo mismo, como catalizador y cus“El crítico académico necesita de dos
todio de la comprensión literaria.
Además, este deseo proyectado sosistemas de creencias implícitas para
bre la obra poética refleja el prestiadueñarse de su función”
gio social que habían atesorado las
creaciones artísticas en la era del
humanismo, indicándonos que la tarea del exegeta solo adquiere un valor
en la medida en que la propia obra de arte es también entendida como
cristalización del ingenio humano y por lo tanto de valor incomparable e
incuestionable para el cultivo del espíritu y conocimiento del mundo. De
ahí que, efectivamente, nuestro comentarista espere obtener –aunque él
lo presente bajo una fórmula de humildad– no poca gloria con su “fatiga”. Una gloria, claro está, que extrae, como por ósmosis, directamente
del contacto con la propia gloria de la obra y el autor. En resumen, esta
primera figura del crítico en los albores de la modernidad histórica se
presenta como el vehículo de la razón hacia la comprensión de hitos literarios
imprescindibles y sin cuya mediación serían inaccesibles para la mayoría de los lectores. Caracterización especular de la figura del exegeta bíblico medieval,
donde se sustituyen las Sagradas Escrituras por la obra literaria, la fe por
la razón, y la doctrina cristiana por la poética, pero que mantiene intactas
su aura de prestigio y su función como camino hacia la comprensión de
la verdad. Como he apuntado antes, pues, mitad parásito –que liba y se
contagia del capital simbólico de la obra–, mitad vicario divino –portador
y mensajero del significado poético–, para que se dé el surgimiento de
esta figura del crítico académico eran necesarios al menos dos sistemas
de creencias implícitas sin los cuales no podría adueñarse de su función:
por un lado, el del valor indudable de la obra como ideal de realización
humana y, por el otro, el de la posibilidad de la comprensión, es decir, de
la existencia de un sentido último e invariable de la propia obra. Como veremos más adelante, ambos sistemas de creencias han sido desactivados
por el pensamiento literario contemporáneo.
LA APARICIÓN DE LA CRÍTICA PERIODÍSTICA
Pero pasemos ya a la siguiente figura del crítico que quiero esbozar, aunque será interesante volver a estas ideas cuando dibujemos el
estado actual de la crítica. Me refiero a la que, según la división de Thibaudet, llamaremos la crítica periodística, y que germina en los incipientes
círculos burgueses del siglo XVII en Inglaterra. Igual que en el relato
de Borges, podemos decir que este nuevo crítico es el que ha recibido
como regalo el “espejo de plata”, gracias al cual podrá dejar de obedecer
ciegamente las leyes poéticas aprehendidas para indagar reflexivamente
36 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
en el subjetivo mundo de la experiencia y las ideas. Como sabemos, los
célebres precursores de esta nueva figura del crítico serían Richard Steele
y Joseph Addison, quienes, a través de las páginas periódicas de sus Tatler
(1709-1711) y The Spectator (1711-1712), harían circular un pensamiento
mucho más orgánico e individualizado, cuyos intereses no se limitaban al
saber técnico sobre un aspecto concreto del conocimiento, como lo era
la erudición poética, sino a todo aquello que modele la experiencia tanto
a nivel artístico como social, político o moral. Esta voluntad caleidoscópica de especular sobre la vida desde la complejidad de sus facetas, sin
necesidad de amoldarse a antiguos corsés teóricos, permitirá dar cabida
a la divagación sobre nuevas categorías estéticas como, por ejemplo, la
“imaginación” o lo “sublime” –en el caso de las memorables líneas de
Addison al respecto–, que jugarán un papel tan importante en el pensamiento literario del Romanticismo. En España, la aparición de este tipo
de periódicos culturales sería tardía y menos remarcable, pero aun así
verían la luz publicaciones como El Duende Especulativo de la Vida Civil,
El Pensador y El Censor, a finales del siglo XVII, y serían aún el modelo
indiscutible para las empresas periodísticas del joven Larra.
Pero, de nuevo, de lo que
se trata es de observar qué función
“La función del crítico ilustrado
se agenciará esta nueva forma de
crítica, que engloba lo cultural más
será la de configurar una nueva red
allá de lo meramente literario. En
de comunicación donde prime la
primer lugar hay que destacar las
universalidad de la razón”
nuevas condiciones materiales que
configurarán su labor: el desarrollo
de las técnicas de reproducción literaria que conducirán al nacimiento de
la prensa generará, por un lado, la aparición de un nuevo público y, por
el otro, la posibilidad de vender una publicación periódica de una considerable tirada. Todo ello favorecerá que el crítico ya no se vea obligado
a escribir desde un espacio de producción subordinado a los poderes
políticos y sus derivaciones culturales –ya fuera la corte, la universidad o
los salones aristocráticos–, hecho que posibilitará que su discurso no se
ciña, como hasta el momento, a la preservación ideológica del statu quo. Al
contrario, tal como nos hace ver Terry Eagleton en su estudio sobre La
función de la crítica (1992), esta nacerá de la batalla contra el estado absolutista, en la cual tendrá un papel determinante. La nueva función del crítico
ilustrado, a través de la prensa escrita, será la de contraponer a la incomunicabilidad de los estamentos del Antiguo Régimen la configuración de
una nueva red de comunicación donde lo que prime sea la universalidad
de la razón y la voluntad de las inteligencias –en contraposición a los
linajes y los blasones–, dando pie así a la expresión grupal de la creciente
burguesía. Como resultado de ello se asistirá a la aparición gradual de lo
que conocemos como esfera pública, ese espacio de libre circulación del
pensamiento que permitirá al crítico instalarse en ella como generador de
opinión.
Evidentemente, para este nuevo crítico, la obra de arte y la cultura en general siguieron gozando de un valor intrínseco indudable, pues se
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 37
erigían como pieza clave e insustituible en la idea de educación ilustrada
–y romántica–, que sería, como es sabido, uno de los bastiones para la
subversión de los valores del Antiguo Régimen. Esta nueva figura del
crítico, por lo tanto, mucho menos técnico y más filosófico, abanderó el
camino hacia el progreso social e ideológico, y encontró su legitimación
ya no solo como guía hacia la comprensión de los monumentos literarios de
la Antigüedad sino como forjador de nuevas estructuras sociales para el pensamiento
y adalid de la idiosincrasia burguesa. Desde el momento en que está dotada de
una función político-social innegable, esta figuración del crítico no necesita ya del aura que veíamos en el erudito humanista –fundamentada en la
creencia en la obra y la comprensión literarias–, pues su prestigio y su rol
en la comunidad están asegurados en tanto elemento de transformación
y progreso al servicio de una clase social llamada a crecer hasta redibujar
el mapa político de la Europa moderna.
EL CRÍTICO COMO ARTISTA
O LOS ALBORES DE LA MODERNIDAD ESTÉTICA
Finalmente, la tercera figuración histórica del crítico sobre la que
me gustaría reflexionar es de genealogía wildeana y se puede resumir con
el título de un influyente ensayo del propio escritor irlandés, publicado
en 1891: “The Critic as Artist”. Según esta concepción, que se extendería
por todos los círculos artísticos de
la Europa contemporánea, para el
crítico no era suficiente poseer una
“La labor crítica pasará a entenderse
robusta cultura libresca ni tampocomo una creación en sí misma”
co saber reflexionar agudamente
sobre los distintos aspectos de la
experiencia vital, sino, como apuntaría Oscar Wilde, ante todo debía estar
dotado de una aguda voluntad creativa, en tanto facultad superior a las
demás y que amalgama tantas otras como la imaginación, la conciencia
estética o la razón contemplativa. De este modo, la propia labor crítica
pasará a entenderse como un ejercicio de creación en sí misma y quedará
reflejada mayoritariamente en los escritos ensayísticos de tantos poetas,
artistas y escritores de la modernidad que se verán llamados a escribir
sobre la propia tarea creativa o la de sus autores más admirados.
Como ya se habrá podido deducir, esta concepción del crítico literario es la que se puede identificar fácilmente con lo que anteriormente
hemos dado en llamar “crítica de autor”, siguiendo a Thibaudet-Compagnon. La principal idea que se asentará a través de esta figura wildeana del
crítico es que su cometido no es ya el de actuar como mero evaluador o
censor de la obra desde prejuicios estéticos o concepciones estancas de lo
artístico sino que debe intentar aquilatarla desde los presupuestos intrínsecos de la propia obra. Se hablará, por lo tanto, de una crítica “participativa”, “en simpatía” o incluso “militante” en la que el exegeta se presenta
como un cómplice de la obra, dispuesto a re-crearla desde el respeto a
su propuesta y a través de una tarea necesariamente creativa. De nuevo,
la metáfora borgiana del regalo, en este caso la de la máscara de oro, se
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amolda perfectamente a la presente figura del crítico, pues mediante la
máscara este se convierte en la propia obra para vivirla desde dentro.
Como no podía ser de otro modo, esta caracterización del crítico
encontró su caldo de cultivo en los círculos artísticos e intelectuales de
las principales vanguardias históricas. En España, sin ir más lejos, los
más destacados pensadores del fenómeno literario en el primer cuarto
de siglo reproducirían, casi sin excepción, el credo sobre la necesidad de
que el crítico fuera esencialmente artista, es decir, creador. Así lo harían,
por decir tres nombres, el joven Ortega y Gasset en sus Meditaciones del
Quijote (1914), Antonio Marichalar en su ensayo titulado “Palma” (1923) o
Guillermo de Torre en el “Frontispicio” introductorio de su monumental
Literaturas europeas de vanguardia (1925). Un credo que llegaría al retruécano
con la célebre afirmación que Jorge Guillén incluyó en su “Poética” para
la antología de Gerardo Diego, según la cual “no hay creación sin crítica.
No hay inspiración profunda sin una conciencia que la contemple”.
Pero, nuevamente, debemos preguntarnos qué realidad se esconde bajo esta nueva figura afirmativa del crítico, esta vez transmutada en
artista: ¿qué función cumplirá y qué prestigio se agenciará bajo esta nueva
caracterización? Recordemos para ello que, a lo largo de los siglos XIX
y XX, con el gradual surgimiento de una amplia capa social de público
lector-consumidor, el mundo de las letras y las artes viviría con especial
tensión lo que Andreas Huyssen acuñó como The Great Division, es decir,
la progresiva polarización de las actitudes y propuestas creadoras hacia
dos extremos antagónicos pero que, por supuesto, permiten posturas
intermedias: por un lado, la voluntad de “producir” objetos culturales
destinados al agrado del gran público –folletines, vodeviles, narrativa de
género, etc.– y que implica la posibilidad de éxito comercial; por el otro,
la exigente posición del artista-erudito que abomina de las convenciones
pequeñoburguesas y aborrece la deriva mercantilista del arte a la vez que
constata que ese mismo gran público ni entiende su creación ni se interesa por sus profundidades. El conflicto, en resumidas cuentas, entre lo que
algunos aún llaman la alta cultura –y que aquí podemos identificar con las
obras representativas de las vanguardias o del modernism– y la cultura de
masas.
Evidentemente, en el acercamiento afirmativo de este crítico-artista hacia la obra de arte existe una clara toma de partido por la primera
de estas dos “culturas” y en esa toma de partido radica, como veremos,
su nueva función como agente del nuevo sistema literario: la de legitimar
precisamente este tipo de arte autónomo, sofisticado y revelador, pero
también desconcertante y hasta incomprensible. De ahí la necesidad de
establecer esa relación simbiótica entre crítica y creación que hemos visto
culminar en el pensamiento poético de Jorge Guillén. De hecho, no hay
que olvidar que es mayoritariamente a través de esta crítica de autor, muchas veces cultivada por los propios escritores y poetas, que se divulga
el ideario estético de la modernidad en los cenáculos cultivados de toda
Europa.
Una de las ideas que más permeó en la crítica vanguardista y que
sin duda permanece en ciertos posicionamientos actuales es la de que la
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obra no tiene un significado último ni una sola vía de lectura y que, por
lo tanto, no es tan importante la comprensión de esta como la experiencia
que genera. Es decir, su valor no radica en lo que dice sino en lo que es.
El crítico-artista, al contrario que el humanista o académico, ya no se
erige, en este sentido, como custodio de la comprensión literaria, como
mediador entre el sentido de la obra y el lector. Lo que hará es demostrar
que solo renunciando a la comprensión cerrada del texto y penetrando en
este desde sus postulados intrínsecos es posible experienciarlo y gozar de
su propuesta, por abrumadora o ininteligible que parezca. José Bergamín,
por ejemplo, en unas “Notas para unos prolegómenos a toda poética del
porvenir que se presente como arte” (1927) asegura que para poder acercarse a la lírica de Rimbaud –y por extensión a la contemporánea– hay
que hacerlo desechando la razón como instrumento válido y sustituyéndola por lo que él llama “intuición poética” –misteriosa facultad a caballo
entre la predisposición intelectual y la entrega estético-emocional.
De este modo, el crítico-artista, que ya no pretende adjudicarse
la función de mediador del sentido poético, cuando se aproxima a los textos contemporáneos lo que hace es proponerse como modelo de praxis
lectora necesaria para la aceptación
y valoración de este arte selecto y
“El crítico-artista se propone como
complejo que con el siglo XX se
modelo de praxis lectora para la
revelaría enfrentado a los circuitos
aceptación y valoración de este arte
mayoritarios de producción y conselecto”
sumo culturales. Su intención no
es otra que la de enseñar cómo hay
que enfrentarse a las obras del arte nuevo, es decir, en términos de Bourdieu, divulgar un habitus de lectura que sirva para legitimar precisamente
este tipo de creaciones. Podemos decir, por tanto, que su función es la
de la defensa de la exigente obra contemporánea –para reclamarle el valor que
se le deniega desde la lógica de la creciente cultura de masas– mediante la
divulgación de sus condiciones de lectura y la reivindicación de su singularidad.
Es importante señalar, en este punto, que las tres figuras que
constituyen este ensayo de tipología histórica –crítico académico-humanista, crítico periodístico-ilustrado y crítico artístico-moderno– han estado sujetas a mutaciones y evoluciones diversas a lo largo de los años
pero que han compartido, al menos hasta la primera mitad del siglo XX,
todas ellas, un aspecto determinante para entender su legitimación en sus
respectivas sociedades: la centralidad de la obra. Ni el rol ni la función de
ninguna de ellas se explica sin tener en consideración el prestigio –el capital simbólico– que atesora la creación artística en sus respectivas épocas
–ya sea como “monumento del espíritu humano”, como “bastión insustituible de la educación burguesa” o como “espacio privilegiado para la
experiencia del sujeto”, respectivamente. Es solo gracias al valor de estas
obras, y a su engarzamiento en la tradición, que se ha podido justificar a
lo largo de la historia la existencia de una figura mediadora –y hasta cierto
punto parasitaria– como la del crítico en el sistema cultural. Como veremos más adelante, esta centralidad de la obra es uno de los aspectos que
está en juego en algunas de las tendencias mayoritarias de la crítica actual.
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ENTRE EXPERIENCIA Y CONOCIMIENTO:
LA CRÍTICA MODERNA
Hasta aquí hemos descrito, pues, tres figuraciones históricas del
crítico que nos han de permitir, a mi entender, arrojar luz sobre qué tipo
de funciones y presupuestos han perdurado hasta nuestros días y qué ha
cambiado en nuestro enfrentamiento general a las obras artístico-literarias. Hemos dado fin a nuestra versión especular de la fábula borgiana, y
no nos queda más remedio que seguir en su dirección, imaginando qué
sucedería en el relato de poder ser contado por su autor hoy en día. ¿Qué
tipo de crítica predomina en la actualidad, qué ideas postula y qué funciones parece agenciarse en nuestro panorama intelectual? ¿Qué figura del
crítico se erige en el siglo XXI y de qué manera legitima su labor?
De evidente ascendencia norteamericana, las últimas décadas
han asistido a la aparición y auge de una nueva forma de crítica que poco
a poco ha ido permeando en los espacios de reflexión tanto dentro como
fuera de la academia. Se trata de lo que podríamos llamar –por comodidad, a pesar de su falta de claridad– como “crítica posmoderna”. Creo
que cualquier lector medianamente familiarizado con la crítica cultural
podrá imaginar a qué cabe referirse con este término. Espero, pues,
“¿Qué figura del crítico se erige en el
que se me perdone que aquí no
siglo XXI y de qué manera legitima su
pretenda esbozar un intento de
labor?”
definición –ya de por sí porosa o
líquida– sino que intente encontrar
los puntos en que esta se desmarca de lo que podemos denominar “crítica
moderna”, para poder analizar su nuevo comportamiento.
Esta crítica moderna, que se desarrolla al menos durante los
tres primeros cuartos del siglo XX, se sitúa en la estela de lo que hemos
identificado como crítica académica y crítica de autor, pues la crítica periodística sufriría en estos años la gradual interferencia de los intereses
mercantilistas de la industria cultural –salvo históricas excepciones y al
menos hasta la irrupción de nuevos medios de crítica periodística actuales
como el blog– perdiendo así su original potencialidad como catalizadora
del pensamiento. T. S. Eliot, profesor y poeta, puede erigirse como uno
de los representantes tempranos de esta crítica moderna. En su citada
Función de la crítica y función de la poesía (1933), el norteamericano define la
tarea del crítico de la siguiente manera: “Por crítica entiendo aquí toda
la actividad intelectual encaminada bien a averiguar qué es poesía, cuál es
su función, por qué se escribe, se lee o se recita […], bien a apreciar la
verdadera poesía”. Con esta delimitación, Eliot secretamente nos ofrece los
dos centros gravitatorios que, a mi entender, vertebrarán el estudio de la
literatura en el siglo del nacimiento de la teoría: por un lado, la voluntad
de conocimiento sobre el fenómeno poético –un conocimiento que ya no
puede ser apriorístico ni prejuicioso, sino fruto de un pensamiento que
se interroga sobre sus límites– y, por el otro, la descripción y calibraje del
tipo de experiencia que ofrece la comunicación artística y que le es exclusiva.
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Efectivamente, me parece que podemos entender las corrientes
de pensamiento teórico que florecen con el siglo XX como posicionamientos que marcan el coto de caza y los límites de la tarea crítica precisamente entre estos dos polos. Del lado del conocimiento –a veces, incluso
pretendidamente científico– podemos situar las propuestas formalistas
rusas y americanas, la semiótica o el estructuralismo, mientras que del
lado de la experiencia contamos con la fenomenología, la hermenéutica, la
filosofía de la transgresión de Blanchot o Bataille y hasta las teorías de la
recepción. Entre medio, un elenco nada desdeñable de propuestas teóricas que van desde la estilística al marxismo, pasando por las teorías psicoanalíticas o el pensamiento de autores como Batjín, Raymond Williams
o Roland Barthes, entre otros. Lo interesante es que a través de todas
ellas la crítica moderna se ofrece como herramienta para el derrumbe de
antiguos modelos preconcebidos y como espacio de replanteamiento y
discusión incisiva hacia una visión compleja de la obra literaria que permite
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la formulación de un amplio abanico de preguntas sobre esta: ¿cómo
articula el lenguaje? ¿Qué relación mantiene con la sociedad y el poder
político? ¿Cómo se genera el sentido? ¿Qué posición toma respecto a la
tradición o a los géneros literarios? ¿Cuál es la naturaleza de la ficción o
de la enunciación lírica? ¿Qué nos revelan sobre la condición humana?
¿Cómo se comportan ante nuestra conciencia?
Como vemos, es una crítica enfocada hacia la naturaleza del fenómeno literario en su pluralidad de dimensiones, dirigida hacia la obra
para enfrentarse a los problemas que su condición plantea. Es cierto que
esta crítica cuestionará el problema de la fetichización del arte y pondrá
en solfa el sistema de valores que habían conducido al establecimiento
idealizante del canon occidental, pero en su planteamiento mantendrá
intacto el respeto y la atención, más o menos explícitos, a la singularidad
de la obra y a las particularidades de la comunicación literaria o artística.
Esta singularidad de la obra es la brecha, la apertura, el punto de fuga que
permite lanzar líneas de pensamiento y problematizar su condición y su
comportamiento. La tarea implícita del crítico moderno no es otra que
la de seguir interrogándose sobre aquello que hace que la literatura y el
arte sean únicos y valiosos para el ser humano, en tanto que conocimiento
y experiencia, diferenciados de cualquier otra actividad. Sin esta voluntad
holística de comprender la condición del fenómeno literario y lo que este, y
solo este, es capaz de aportar a la experiencia humana no se pueden explicar
las mejores páginas que nos ha dejado.
Por lo tanto, aunque esta crítica ya no crea en el valor esencial e
inmutable de la obra de arte, alberga implícitamente, en su propia metodología y en sus cometidos, una voluntad de legitimación del arte como
espacio de encuentro y diálogo, de libertad y experiencia. De esta manera,
su propio quehacer queda legitimado como intento de comprensión de este
espacio singular dentro del conjunto de actividades humanas y como ejemplo de experiencia a través de este. Creo que es precisamente este aspecto lo que resulta
esencial para entender la principal diferencia respecto a lo que se ha dado
en llamar “crítica posmoderna”.
DERIVACIONES POSMODERNAS
DE LA CRÍTICA ACADÉMICA
Hija de un nuevo paradigma teórico que tiene sus raíces en el
pensamiento posestructuralista y en las aportaciones del poscolonialismo,
el feminismo y los estudios culturales, la crítica posmoderna ha venido
a renunciar a la única característica que compartían todas las figuras del
crítico que hemos visto hasta ahora: la centralidad de la obra como objeto o fenómeno singular y como punto de fuga para el pensamiento. De
este modo, ha descentrado la tensión crítica moderna, anclada en esta
singularidad de la obra, hacia al menos dos direcciones distintas –y hasta
cierto punto opuestas– pero que comparten un aspecto determinante: su
desinterés por la particularidad del objeto y de la comunicación artístico-literaria, o sea, por su propia condición, que los distingue de las demás
actividades humanas.
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La primera de estas direcciones es de genealogía derridiana y tiene
que ver con el concepto de “textualidad”. Con la moda deconstructivista
que se impuso a finales de los años setenta en la academia norteamericana, este concepto vino a presentarse como la verdadera, aunque aporística e indecible, condición de la obra. Los estudios amparados bajo esta
óptica sustituyeron el estudio de la literatura por el de las “textualidades”
en busca de mecanismos de semiosis indefinida, de abismos referenciales,
de logocentrismos y différances. De este modo, se abogaba por una descontextualización radical de la obra, que se veía reducida a mera tensión
discursiva, detectable ahí donde se
encontrara lenguaje. Un esquema“La crítica posmoderna ha renunciado
tismo que, como siempre que se
a la centralidad de la obra como
da en el pensamiento, traiciona la
fenómeno singular”
complejidad de la realidad. Como
ya recapitularía Edward Said en El
mundo, el texto y el crítico (1983), el “laberinto de la textualidad” acabaría
convirtiéndose en “el objeto en cierto modo desinfectado y místico de la
teoría literaria […], llega[n]do a ser la antítesis exacta y a sustituir a lo que
podría llamarse historia”.
La otra de las direcciones que ha desplazado la anterior atención
sobre la singularidad del fenómeno literario es, a mi entender, la que ha
establecido, como aspecto central de su objeto de estudio, las formas de
dominación que se actualizan y representan en las obras. Heredera de la
“filosofía continental” y amalgamada bajo el epígrafe de Critical Theory,
esta orientación ha sabido denunciar las estrategias y dispositivos del poder político-moral que ha vertebrado la tradición occidental. Sin duda, los
aportes del feminismo, el poscolonialismo y la teoría queer han jugado un
importante rol en la toma de conciencia de las formas sutiles de la dominación ideológica pero su acomodo académico en los departamentos
de literatura comparada, estudios culturales, inglés o francés –y no en
los de filosofía, sociología o teoría política– de las universidades americanas ha extendido una visión sobre el hecho literario que lo asimila
metodológicamente a cualquier otro objeto o actividad humana, que lo
convierte casi en mera sintomatología del ejercicio del poder. Al centrarse
en las representaciones identitarias periféricas –raciales, étnicas, genéricas
o sexuales– esta crítica ya no plantea el acercamiento a la obra como
singularidad y horizonte del pensamiento sino como muestrario donde
se evidencian las huellas de un único fenómeno: la dominación macroestructural del patriarcado colonialista y heteronormativo. No se dirige por
tanto al conocimiento o a la experiencia de la obra, sino a la denuncia de
estas formas de dominación. De ahí que el crítico acabe padeciendo lo
que podríamos llamar el síndrome Žižek: su tarea se convierte en la del químico que debe detectar moléculas de ideología contenidas en cualquier
objeto o fenómeno, ya sea en el cine expresionista, en novelas realistas
rusas, en los productos de Starbucks o incluso en el diseño y confección
de los retretes en Europa –el lector podrá encontrar, efectivamente, en la
red, videos del filósofo sobre estos dos últimos temas. Sin duda, su objetivo es loable, pero el peaje que debe pagarse es alto: la consideración de
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todo lo existente como mera muestra y ejemplo, y por tanto la reducción
de la obra artístico-literaria a excusa para poder detectar estas moléculas
ideológicas sin tener en cuenta sus rasgos distintivos.
Hay que aclarar que lo que me parece problemático no es la existencia de propuestas teóricas, válidas y necesarias, como las procedentes
de la Teoría Crítica o de los Estudios Culturales, sino la generalización del
tipo de praxis crítica que ha derivado de ella, por cuanto muestra una
inquietante repetición tanto de postulados como de resultados. De este
modo, el crítico posmoderno es aquel que, equipado con la caja de herramientas teóricas de la que hablara
Foucault –y que se han convertido
“Esta crítica toma la obra como
en lugares comunes del pensamuestrario
donde se evidencian las
miento gracias a su facilidad para
huellas de un único fenómeno”
ser absorbidas y aplicadas–, se
apresta a radiografiar siempre del
mismo modo cualquier producto cultural: poemas, cómics, series de televisión, carteles publicitarios, textos judiciales o discursos políticos. Como
ya advertía Claudio Guillén en su prólogo a Entre lo uno y lo diverso (2005),
esta esencial indiferenciación de los ‘estudios culturales’ implica
la absorción de la gran literatura –el detestable canon europeo u
occidental– y de las grandes obras de arte, así como la negación de
su naturaleza, su valor y su historia particulares, o de la necesidad
de aproximaciones críticas singulares a esa clase de ‘textos’. La indiferenciación, como es sabido, conduce a la indiferencia, en esta
ocasión ante la literatura.
Asimismo, el resultado de esta crítica tenderá a repetir la misma
lógica: o bien se detecta en las obras/textos/productos las injerencias del
poder –y consecuentemente se denuncian como instrumentos de opresión en régimen simbólico– o bien se analizan y enaltecen las estrategias
de sus autores para escapar de los mecanismos de dominación o para
subvertir el orden establecido.
Pero, ¿cuál es la función y en qué se sostiene la legitimación de
esta nueva figura del crítico que por primera vez ha renunciado a indagar
la singularidad de la obra y a prestigiar el valor del arte y la literatura? El
crítico posmoderno ya no se interroga sobre el conocimiento complejo o la
experiencia que ofrece la literatura, ya no se erige como mediador autorizado entre la obra y el lector, sino como intérprete de la realidad social para revelar
los hilos ocultos del (bio)poder. Una figuración que le otorga una función, nada
desdeñable, como vehículo democratizador dirigido a la emancipación.
Y, sin embargo, una pregunta nos acecha: ¿qué sentido tiene entonces la
repetición entrópica de los mismos conceptos y los mismos resultados?
Para ser eficaz esta función, ¿no debería ser su cometido último la puesta
en acción del sujeto?
Para responder a eso, creo que debemos atender al lugar desde el
que se ha proyectado y expandido esta nueva figura: el espacio académico. En efecto, desde los intereses académicos, que en las últimas décadas
han mimetizado comportamientos de la lógica de mercado en lo que a
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producción y rentabilidad se refiere, se puede explicar el auge de la crítica posmoderna y la importación de su modelo desde los departamentos
estadounidenses. Como sabemos, las exigencias del sistema de acreditaciones y currículum universitarios cada vez responde más a una dinámica
de producción cuantitativa –publish or perish– basada en un género como
el paper que permite el encapsulamiento del saber en pocas páginas y cuyo
impacto puede ser rastreado como –dudoso– indicio de éxito académico.
Por varios motivos, la crítica posmoderna se amolda perfectamente a este
modelo mercantilista de la producción del saber. En primer lugar, porque
el crítico solo necesita hacerse con
la caja de herramientas teóricas,
“La crítica posmoderna se amolda
aportando poco o nada de “coseperfectamente a este modelo
cha propia”, para poder aplicar su
mercantilista del saber”
enfoque –de manera casi serial y
con los mismos resultados– a todos los objetos culturales que le apetezcan y así poder escribir y publicar
tantos papers como necesita, obteniendo un rédito cuantitativo insuperable comparado con la escasa inversión de pensamiento que requiere (de
este modo, no resulta extraño que haya quien piense que la “manualización” de autores como Derrida, Foucault, Lacan, Deleuze, Butler, Said
o Spivak se ha cobrado el precio de cierta trivialización del pensamiento
en pro de un claro provecho académico). En segundo lugar, porque el
crítico no requiere de una fatigosa especialización para estar autorizado
a estudiar objetos procedentes de múltiples campos de creación. En este
sentido, me parece que el prestigio que acumulaban las obras literarias
hasta el siglo XX ha sido sustituido por el propio prestigio del crítico, que
se ha adueñado de su aura. De nuevo Žižek, el rockstar de la teoría, vuelve
a aparecer como máximo exponente de este fenómeno si tenemos en
cuenta la gran atracción que generan sus videos, charlas y películas.
Paralelamente, los mismos que se han ocupado de denunciar la
tendenciosidad del canon occidental son aquellos que han erigido un canon propio para la Critical Theory sobre el que se apoya el prestigio del
crítico, que ya no se sustenta en la profundidad de su inquisición sobre
la obra sino en la asimilación de las herramientas provenientes del panteón filosófico posmoderno. Un ejemplo de ello: en septiembre de 2013
el portal online llamado precisamente Critical Theory (http://www.critical-theory.com) publicó su particular canon en una entrada titulada “87
textos que todo crítico teórico debe leer”, entre los que evidentemente
no faltaba ninguno de los anteriores. En efecto, hemos pasado del papel
del crítico que se acerca a la obra para contagiarse de su valor, o para
re-crearla de manera participativa, al del que usa la obra –cualquier obra,
no importa su calidad, su formato, su condición material– para ratificar
un mensaje procedente de las teorías culturales, y este canon es el que le
otorga el prisma necesario para analizar cualquier fenómeno u objeto.
Un último aspecto permite el perfecto encaje de esta crítica en
el ámbito académico: a pesar de que sigue una clara lógica de producción
de mercado, el crítico posmoderno presenta su trabajo como un modo de
activismo subversivo que le permite investirse de cierta autoridad moral
46 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
en favor de los colectivos oprimidos –a los que generalmente pertenece
el propio crítico. En efecto, en sus estudios sobre la identidad, el cuerpo
o la colonización del imaginario en comunidades excluidas del poder se
identifican situaciones de inferioridad política o social. De este modo,
el crítico puede legitimarse ante los demás y ante su conciencia como
necesario luchador por la igualdad, presentando su labor como gesto ético-político. Y, sin embargo, por admirable que sea su intención, conviene
preguntarnos si no se trata más bien de un activismo retórico por cuanto
suele señalar como origen de la injusticia a un culpable abstracto y sin
nombre propio, ubicuo e informe –el ya mencionado patriarcado colonialista y heteronormativo–, del cual nadie va a sentirse responsable.
Vale la pena repetirlo: el problema, me parece, no son las teorías
críticas que tantos pensadores han aportado a nuestro legado cultural,
sino la propagación del tipo de crítica acomodaticia que ha conllevado
su institucionalización académica, y la manera como esta ha reducido
la complejidad de su pensamiento a conceptos instrumentales. De este
modo, se han ido construyendo ciertos círculos académicos autocomplacientes, que premian a los investigadores por su militancia y compromiso
con ciertos postulados críticos y no por la calidad de su pensamiento y
trabajo.
Para acabar, diría que lo que se vislumbra en el horizonte de esta
situación crítica no es otra cosa que un tabú que se ha venido instalando
en el seno de los estudios humanísticos desde hace ya unas décadas: el
del valor del arte y la literatura. Las
causas de ello son bien sabidas y
tienen que ver con las crisis onto“En las últimas décadas se ha instalado
lógica, epistemológica y moral que
un tabú en los estudios humanísticos:
las “humanidades” han atravesado
el tabú del valor del arte y de la
a lo largo del siglo XX. Como reliteratura”
sultado, en el espacio académico se
ha perpetuado un complejo según
el cual hablar de la calidad o el valor de una obra supone poco menos que ser cómplice de las dinámicas
de dominación. Sin embargo, ¿cómo dar valor, entonces, al ejercicio crítico sobre algo a que a lo que no se le asigna un valor? ¿Cómo legitimar
la tarea crítica sin asumir previamente que existen creaciones humanas
que merecen ser atendidas porque cumplen con una función distintiva?
Estas son solo algunas de las preguntas que el crítico por venir deberá
incorporar en su propio quehacer si no quiere terminar, como en el relato
borgiano, dándose muerte con su propia daga o condenado, como el rey,
a un silencio errante.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 47
JOSÉ RICARDO MORALES A TIEMPO.
ALGUNAS CLAVES DE LECTURA
DE SU OBRA DRAMÁTICA
Pablo Valdivia
INTRODUCCIÓN
E
l año 2014 va a convertirse en uno de los más importantes
en lo que se refiere a la recepción de las obras dramáticas de
José Ricardo Morales. Por fin, en el mes de abril de este año,
Morales ha conocido el estreno de algunas de sus obras en el
Centro Dramático Nacional de España. Demasiados años han tenido que
transcurrir para que finalmente desde el ámbito profesional de la escena
alguien se atreviera a dedicar todo un ciclo al teatro de Morales. Gracias
a Ernesto Caballero este destiempo ha encontrado término y también,
no debemos olvidarnos, gracias a todos los estudiosos y compañías de
teatro universitario o amateur que han mantenido viva la presencia de su
dramaturgia hasta que este estreno se ha hecho posible.
Entre los estudiosos de Morales ocupa un lugar destacado Manuel Aznar Soler, quien nos proporcionó una herramienta esencial al editar las obras completas de nuestro dramaturgo, publicadas por la Fundación Alfons el Magnànim en dos volúmenes en 2009 y 2013. A esa
publicación fundamental la han acompañado otras actuaciones importantes, como la edición preparada por Bonifacio Valdivia Milla y Manuel Galeote de algunas obras de Morales en la Biblioteca Virtual de Andalucía en
2010, la especial atención que le otorgó la revista Primer Acto en su último
número de 2013 o el dossier dedicado a Morales publicado en la revista de
humanidades Mapocho de Chile, también publicado a finales de 2013. En
esta línea, el presente número de Puentes y el próximo aún en preparación
de Laberintos, servirán para ampliar aún más si cabe ese renovado interés
48 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
que el teatro de Morales ha suscitado entre toda una nueva generación de
jóvenes hispanistas, directores de escena y público.
Manuel Aznar Soler suele denominar, cariñosamente, este fenómeno de recuperación de las obras de José Ricardo como la “Internacional Moraliana”, una definición que no solo hay que entender como un
amistoso apelativo que simboliza el interés transnacional que despierta
la obra de Morales, sino que además define a la perfección un momento
tan singular como el que están viviendo los estudios sobre su producción
teatral y ensayística. Lo cierto es que, quizá en buena parte por el proceso
de globalización del que participa también el español y por el éxodo que
un buen número de investigadores han ido protagonizando por todo el
mundo desde hace más de una década, las obras de Morales han proporcionado un triple espacio de interés. Por un lado, su figura y su trabajo
intelectual conforman un horizonte de ideas escasamente presentes en
los planes de estudio de las universidades españolas; por otro, el teatro
de Morales explora unos principios universales que son irreductibles al
esquema de una literatura nacional, trasunto de una imaginaria identidad
nacional, sobre el que se levantaron los cánones nacionales hispánicos; y,
por último, los conflictos y problemas que Morales plantea en sus obras
siguen teniendo plena vigencia e interrogándonos sobre cuestiones fundamentales y próximas: el desarrollo tecnológico, la burocratización de
las relaciones humanas o la incomunicación en una sociedad paradójicamente hiperconectada.
Además, a todo lo ya
mencionado debemos sumar otro
“Se cumple lo que afirmaba: los
aspecto que, en nuestra opinión,
puede motivar la atracción que sus
precursores siempre llegan tarde”
obras ejercen sobre esta nueva generación de hispanistas y que radica en la propia personalidad de Morales. El infinito y agudo sentido del
humor de Morales, su franqueza en el trato, su disposición a escuchar
lo que los jóvenes tienen que decir, su hospitalidad intelectual y personal, su agradecido cariño hacia todos aquellos que estudiamos su obra
quizá sean, en buena medida, responsables de que José Ricardo se haya
convertido en un referente importantísimo para quienes hemos echado
en falta en España la presencia de estos intelectuales y artistas demócratas responsables, formados en un ambiente de pensamiento ilustrado y
progresista como el que nos fue arrebatado por los militares sublevados
en 1936 y por la corrupción política que desde el franquismo se extiende
hasta ahora.
Todo ello justifica suficientemente que en las próximas páginas
de este artículo intentemos proporcionar algunas claves de lectura que
contribuyan a que el público general, no solo el especialista académico o
el director de escena bien formado, se acerque a las obras de Morales con
un criterio lo más desprejuiciado posible. Sin duda, han sido justamente
prejuicios de diversa índole los que han contribuido al “destiempo” y
al “desconocimiento” de Morales. Se cumple así lo que nuestro propio
autor afirmaba cuando decía que “los precursores siempre llegan tarde”.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 49
Hoy, por fin, Morales encuentra su “momento”, en el sentido de oportunidad propicia, para dialogar con los espectadores.
ALGUNAS CLAVES DE LECTURA DE
LAS OBRAS DRAMÁTICAS DE JOSÉ RICARDO MORALES
El problema de la puesta en escena de sus textos sigue siendo
una asignatura pendiente que se comienza a subsanar en el ámbito español. Monleón y Aznar Soler, entre otros, han expuesto que buena parte de
los obstáculos que ha sufrido el teatro de Morales se debe al escaso conocimiento que se ha tenido, salvo en círculos académicos, de la producción
teatral de nuestro dramaturgo. Además, Víctor Ruiz Ortiz encuentra, en
un trabajo de 1992, las causas de esta anomalía en el hecho de que no se
“le ha presentado por desconocimiento, por comodidad o por inercia,
entre otros motivos más o menos justificables”.
Efectivamente, Morales desarrolla un modelo de práctica dramática centrado en la construcción de un “nuevo teatro humanista de ideas”,
en el que la escena siempre es entendida como el punto de partida para
el desarrollo de un conflicto esencial, no de una simple anécdota, que se
extiende necesariamente hasta el público al que nunca le es ajeno. Quizá
este hecho haya podido contribuir al “destiempo” del teatro de Morales.
Por ello, a continuación señalaremos cuáles son las características principales de su dramaturgia y ofreceremos un breve análisis de cada una de
sus obras.
Aznar Soler, en el prólogo a su edición del teatro completo de
Morales, proponía la articulación del conjunto de las obras de nuestro
autor en torno a los siguientes núcleos de sentido: 1) Un teatro universalista que destierra la nostalgia del exilio; 2) Un teatro del extrañamiento;
3) El teatro de Morales no es teatro del absurdo, sino un teatro crítico
de denuncia del absurdo del mundo; 4) Un teatro-palabra; 5) Teatro y
reflexión metateatral. Por su parte, Ricardo Doménech planteaba en su
libro El teatro del exilio, de 2013, la división de la producción dramática
de Morales en 1) El teatro de nuestro mundo incierto; 2) Españoladas; 3)
Teatro mítico; 4) El teatro último.
En nuestra opinión, las propuestas de categorización de Aznar
Soler y de Doménech son complementarias y orbitan alrededor de la noción de “teatro humanista de ideas” que proponíamos anteriormente. De
todas maneras es cierto, en la forma en que lo explicaba Morales, que
todas estas obras dramáticas convergen en torno a un conjunto de elementos constituyentes centrales (tecnolatría, extrañamiento, perplejidad,
etc.) sobre las que se articula su pensamiento dramático. Desde el teatro
de títeres inicial hasta la universalización del desarraigo y de los excesos
de poder, encontramos un universo de exploraciones cuyas claves de lectura se pueden situar en la denuncia de la cosificación del ser humano, la
reivindicación de un pensamiento dramático en el que el espectador se
ve forzado a confrontar sus contradicciones, el sinsentido de la tecnolatría, el desplazamiento de la inteligencia a posiciones de marginalidad, el
desarraigo y el destierro como fuente de la condición humana y el des50 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
mantelamiento de las operaciones estratégicas discursivas de poder que
naturalizan los intereses de la tribu o de un grupo.
Para nosotros, en estas claves de interpretación que acabamos de
enumerar es donde se halla el territorio de posibilidades de acercamiento
a su producción dramática que puede resultar de mayor interés para el
estudioso y para el espectador. En estas obras encontramos muy pocas
certezas. Al contrario, es en la pregunta, en articular “enigmas”, en la
indagación donde reside su principal aporte al ámbito de la escena teatral
hispánica: en Morales todo es “conciencia alerta”, que diría Doménech.
TEATRO INICIAL
El “teatro inicial” de Morales se encuentra próximo al teatro de
títeres de Valle-Inclán y de Lorca. Son textos en los que es posible percibir todavía la intensidad del momento de formación en el que se encontraba emplazada su escritura dramática. La primera de estas obras es la
Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante, de 1938. Esta obra, con
el sugerente subtítulo de “Bagatela para fantoches”, fue escrita durante
la Guerra Civil española. Morales nos hace saber antes de enumerar el
elenco de figuras que
este juguete mínimo, escrito en un soplo y en breve respiro entre
jornadas de la guerra española, es la única pieza que guardo de
cuantas hice por entonces. Se acompañaba de otra fabulilla para
guiñol titulada: “No hay que perder la cabeza”, de la que apenas
me queda el recuerdo. La ocasión de un cumpleaños, cuanto el
afecto entrañable de los titiriteros de la Federación Universitaria
les dieron pretexto y vida.
Sobre esta obra José Monleón expuso la relación de la Burlilla
con un teatro culto de “vocación popular” donde los personajes, al modo
de Unamuno y Pirandello, entablan diálogo con su autor. Para Monleón
el referente más claro se encuentra en los Cuernos de don Friolera de Valle-Inclán. Según este crítico se trata de un teatro que arranca de las preocupaciones de lo que él denomina como “el 98” y que nosotros identificamos con los ideales de institucionismo, en los que se formó Morales
desde su infancia. Al mismo tiempo advierte el sentido de “revolución
cultural” que estas obras tuvieron en su contexto ya que este teatro, que
desde nuestra perspectiva histórica se nos puede antojar un tanto “ingenuo”, en realidad tuvo en su momento un sentido de cambio y de renovación esencial dirigido a cambiar por completo la mentalidad de las clases
más populares, abandonadas durante siglos al adoctrinamiento religioso
y autoritario. Y es que, como afirma uno de los personajes de la obra, en
la Burlilla ya se percibe ese desmantelamiento de nociones comúnmente
naturalizadas presente en toda producción de Morales. Como dice uno de
los personajes, Don Cristóbal, “no has dejado ni la moraleja”. Morales rebasa la farsa. Desde esta primera obra sus personajes no son el dictado de
otros, sino que surgen de la radical reivindicación de libertad del “ahora
ya somos lo que creemos ser”.
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 51
Dentro de este llamado “Teatro inicial”, la crítica y el propio
Morales han situado la obra El embustero en su enredo (escrita ya en Chile
en 1941) y que supuso, de la mano de Margarita Xirgu, su presentación
como dramaturgo. La obra fue estrenada el 8 de junio de 1945 en el Teatro Avenida de Buenos Aires por la Compañía Dramática de Margarita
Xirgu, con música de Julián Bautista y escenografía de Santiago Ontañón.
Hubo una primera versión que fue estrenada el 11 de mayo de 1944 por la
compañía de Xirgu en el Teatro Municipal de Santiago de Chile. Morales
subtituló esta pieza (con el añadido del cuarto acto de 1945) como “Farsa
en cuatro actos”. Sin embargo, en nuestra opinión, esta denominación
resulta muy peculiar porque la obra sobrepasa con creces los límites de lo
que en ese momento se estaba considerando simplemente como farsa o
comedia de enredo. En realidad, es una farsa que pone en tela de juicio los
mismos principios sobre los que se asienta este concepto de jugar con los
sinsentidos y el lenguaje. Para estudiosos como Monleón, “después de La
Burlilla viene ya el gran salto de José Ricardo Morales”, y este cambio se
encuentra encarnado en El embustero en su enredo. Los temas del desarraigo
y la pérdida vertebran la obra hasta el punto de concluir con una afirmación que revela uno de los elementos constituyentes de la dramaturgia de
Morales:
PASCUAL: (A los vecinos.) Daros libremente al regocijo. Disponed de lo mío como vuestro para festejar las nuevas. (A Clara y a Teresa.) Sacad lo mejor que haya: aquella dulce mistela y
las pastas más golosas. (Se aparta del grupo. Habla consigo, frente
al público.) Celebrad mi desconcierto. Celebradlo. Haya gozo y
alegría cuando me encuentro perdido en este mundo de todos.
Las últimas palabras de este personaje son enormemente clarificadoras. Si ya habíamos insistido en cómo Morales juega con las trampas
del lenguaje y con la intensidad de la presencia, constatada por el propio
autor, de un profundo sentimiento de pérdida y desarraigo, Pascual refrenda estas ideas: el hombre se encuentra perdido en el absurdo de su
propio mundo, que es, como se mencionaba en la cita, “de todos”. El
elemento integrador entre espectador y obra es la posición compartida
de desamparo ante un mundo ajeno. La práctica dramática de Morales se
consolidaba en su indagación de la intemperie del desterrado.
LA VIDA IMPOSIBLE
La serie de La vida imposible contenía inicialmente tres obras:
De puertas adentro (1944), Pequeñas causas (1946) y A ojos cerrados (1947). Sin
embargo, en las Obras completas, Aznar Soler y Morales incluyeron tres
obras más que no solo se encuentran relacionadas con las primeras por el
hecho de haber sido escritas dentro del mismo marco cronológico, como
es el caso de Barbara Fidele (1944-1946), sino también por la naturaleza
de los conflictos interpersonales en los que indaga nuestro dramaturgo:
El juego de la verdad (1952) y Los culpables (1964), las otras dos. Doménech
definió el lenguaje de estas obras como “realista, pero no costumbrista.
52 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
Se trata de un realismo de cierta abstracción y elevación intelectual, a lo
Pirandello”. Las obsesiones, la irracionalidad y el lenguaje se alimentan
en un círculo sin fin que no conduce más que a la frustración y a la sumisión. Este tema, el de la configuración de los mecanismos de poder
para que el oprimido no solo acepte sino que busque paradójicamente la
sumisión, aparece a lo largo de toda la producción dramática de Morales.
Dicha perspectiva produce una modalidad dramática muy fructífera, ya
que sugiere que el ser humano aspira, una y otra vez, a aquello que deniega su condición, por lo que la paradoja se hace inevitablemente visible
para el espectador. Insistimos, no se trata de un “teatro del absurdo” en
lo que comúnmente se entiende como tal. Los personajes actúan siempre
de acuerdo con su propia lógica. Lo que ocurre es que el mundo es en sí
mismo absurdo y alienante; de ahí que no pueda haber mejor encarnación de esa negación radical de lo
humano que aquella que se articula
“...que el oprimido no solo acepte
en torno a las obsesiones psicolósino
que busque paradójicamente la
gicas. Así ocurre también en Barbasumisión...”
ra Fidele, El juego de la verdad o Los
culpables. No podemos olvidar que,
por ejemplo, el subtítulo de Barbara Fidele es precisamente el de “Es un
caso de conciencia llevado a la escena en un retablo de seis cuadros”.
Cada una de estas obras presenta lo que nosotros denominamos como un
“conflicto de conciencia”, un espacio en el que la paradoja se convierte
en una trágica realidad como en Los culpables, en la que un personaje dirá
al final de la obra: “Los enemigos […] también tienen el poder de transformarnos en culpables”.
Entre El juego de la verdad (1952) y La grieta (1963), nos encontramos con un silencio de diez años. Morales, con la excepción de Los culpables (1964), evoluciona hacia un nuevo tipo de teatro en el que su principal
preocupación dramática gira en torno a la irracionalidad de la tecnolatría
y la cosificación del hombre. Estas nuevas piezas no solo suponen una
evolución en cuanto a las preocupaciones y los temas que aborda Morales, sino también en cuanto a su lenguaje. Su teatro-palabra se estiliza y
alcanza mayores de cotas de atrevimiento jugando no solo con las etimologías, rasgo habitual en toda la producción de José Ricardo, sino también
con el sentido que en un mismo texto pueden adquirir las palabras. Los
personajes son entidades que viven en un permanente estado de perplejidad. Estas piezas dramáticas en un acto son las que Aznar Soler y Morales
englobaron en las Obras completas con el título de “Acto seguido”.
ACTO SEGUIDO
José Monleón expuso que el Teatro de una pieza de Morales, aquí
categorizado como “Acto seguido”, era “un teatro cuya edad escapa a
nuestros eslabones generacionales y a las rupturas aventuradas en el ámbito del teatro español de España”. No le faltaba razón a este crítico
cuando percibía que este teatro en un acto de Morales representa una
universalización de temas ya apuntados anteriormente en la propia traREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 53
yectoria dramática de nuestro dramaturgo. Al mismo tiempo se convierte
en un teatro que destila un profundo e intenso sentimiento de soledad y
de desamparo del hombre frente al mundo. En este sentido Monleón ha
mencionado que La grieta (1963) guarda ciertas afinidades con El montacargas de Pinter. Solo que “frente a la teatralidad del inglés, frente a la tensión escénica de su obra, […] los personajes [de Morales] no están ligados
al mundo exterior ni siquiera por un indescifrable montacargas; están perdidos en el sótano, totalmente dominados por las ideas de masificación”.
Por ello resulta aún más trágico el proceso de “desmemorización” del ser
humano.
Igualmente sobrecogedoras resultan obras como Prohibida la reproducción (1964), en la que la tecnolatría encamina a la sociedad a la negación misma de la reproducción de la especie, o La teoría y el método, que
Monleón calificó como “un esperpento sobre la ciencia y la literatura
modernas”. Algo similar sucede en La adaptación al medio (1964), donde nada parece seguro y se niega,
a través del lenguaje, la misma no“... un teatro que destila un profundo
ción de inteligencia. En El Canal
sentimiento de soledad y de
de la Mancha (1964), Euclides es un
especulador que aniquila el patridesamparo...”
monio familiar en un sinsentido de
transacciones. Por su parte, en La
Odisea parece que lo único que importa es mostrarse en los medios de
comunicación, por muy efímera que sea la popularidad y la consolidación
de una imagen pública ejemplar, mientras Eli, la Penélope de la obra, teje
y espera a la vez que el tiempo todo lo destruya.
El planteamiento de Morales con el que denuncia la burocratización de todos los aspectos de la vida y la deshumanización del individuo
cobra un valor especial en La cosa humana (1966). Esta obra es un manual
de instrucciones dramatizado para hacer uso de los humanos, como subraya el subtítulo de la obra: “Su funcionamiento y modos de empleo.
Prospecto para uso de nuestros clientes”. Lo humano se convierte en
mercancía, objeto de intercambio económico y de producción en masa
de la “Industria Humanícola”. En Oficio de tinieblas (1966) la propuesta
dramática se escenifica en un teatro a oscuras donde el espectador tan
solo puede oír la voz de un hombre y de una mujer que se encuentran
atrapados en un mundo en el que no pueden alcanzar una salida al peso
irremediable del dolor y la muerte. En este sentido, Monleón, ante el
“oscuro total del mundo” representado en esta obra, indicaba que “¿acaso —cabe preguntar— José Ricardo Morales ha llegado ya a la angustia
irremediable? ¿A la visión del hombre como un pozo estático, como un
lodo que intenta ridículamente filosofar o hacer política o hacer arte?”.
Las horas contadas, en cambio, es un monólogo en un acto donde
Morales realiza una profunda reflexión metateatral sobre diversas cuestiones, entre ellas la noción de verosimilitud, en torno a la cual nuestro
dramaturgo anticipa el “final” del teatro en una sociedad regida por el
utilitarismo y la tecnificación. En El segundo piso (1968), dos matrimonios
se enfrentan por las ventajas que supuestamente ofrece un piso más alto
54 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
y cuando uno de ellos finalmente tiene éxito y alcanza su propósito el
resultado tan solo produce infelicidad. Frente a una sociedad absurdamente competitiva, uno de los matrimonios, el que en teoría había salido
perdiendo, decide no participar en ese mundo regido por la permanente
insatisfacción.
La pieza El material (1972) presenta un alto grado de abstracción
que contrasta con la idea central, muy concreta, sobre la que se articula la
obra. “En un día como este, en una hora como esta, en un minuto como
este, el material se desintegra y vuelve nuevamente a la materia”, nos explicaba Morales. Las voces que encontramos son las de muertos que se
encuentran en un espacio en construcción dedicado a honrar a un héroe.
La racionalización de todos los aspectos de la vida lleva al exterminio:
una grúa construye una acumulación de nichos. El ser humano, incluso la
misma muerte, se convierte en un número, en un material en bruto susceptible de ser reducido a un proceso de racionalización infinita. Por su
parte, Miel de abeja (1979) lleva el sugerente subtítulo de “Imaginación en
un acto”. El ser humano se convierte, en este texto, en un producto. Todo
puede venderse en la cadena de producción, hasta el productor, sin que
tampoco importe mucho si el producto es auténtico o no. El personaje
de Melisa destruye la voluntad de Cerino hasta que se convierte en árbol:
“El mundo entero deseará conocer: hombre y árbol florido y manantial
de clara miel”. Un plan al que Cerino deberá obedecer sin rechistar: “Yo
preparo el programa; tú te limitas a cumplirlo. ¿No es fácil tu papel? Así
que desde ahora acatas y obedeces, que será por tu bien. De todas tus
abejas, aquí tienes a la reina. ¡A producir he dicho! ¡A producir!”.
En La corrupción al alcance de todos (1995) encontramos un texto
perfectamente identificativo de nuestro autor. Esta obra acoge todos los
componentes del teatro de Morales: juego con el lenguaje, sinsentido, crítica al poder, denuncia de las estrategias discursivas de poder que regulan
el ámbito de lo público e inversión de jerarquías. Una momia, que termina
reconociendo que no es una momia sino un actor, resulta en principio el
elemento más profundamente corrupto en la escena planteada, para devenir en el más honesto de todos los personajes porque revela que detrás
se encuentra un actor haciendo de momia, mientras que el resto (policía,
político o conservadora del museo) defraudan, roban y mienten siempre
que su acción conlleve algún tipo de beneficio para ellos.
Más adelante, en El oniroscopio (1995), encontramos una crítica
feroz al autoritarismo. Desde su mismo subtítulo, “Farsa en un acto cívico-militar”, intuimos la dirección de la obra. Los personajes poseen
un alto valor simbólico: Agradecida en el papel de La Patria en persona,
Su Excelencia presidente perpetuo de aquel lejano país, Don Daniel de
la Sombra hombre de ciencia y La Niña que Canta los Números. Estos personajes se embarcan en la creación de la “transmodernidad”, que
constituye una reelaboración de la noción de “las armas y las letras” para
pasar a “las armas y las ciencias”. Al mismo tiempo que La Patria clama
un “No a la Constitución”, Su Excelencia la transmuta en una Reconstitución en la que “¡vivan las cadenas!”. Su Excelencia anuncia un invento
completamente revolucionario: una almohada bautizada como “onirosREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 55
copio”, que sirve para observar el subconsciente de las personas, procesar
sus pensamientos y tener acceso a ellos. Su Excelencia será el primero en
probar el invento y, al revelar su pensamiento, acaba sufriendo su propio
fusilamiento. Esta denuncia del autoritarismo que acabamos de describir tiene su continuación en La operación (1998), que lleva el subtítulo de
“Ópera muda”, sobre la que Morales además explica que se trata de “una
broma musical, con algo de teatro de títeres, a la espera del compositor
que se anime a concluirla”. La crítica está presente, una y otra vez, en los
equívocos y en los juegos con el lenguaje. De ahí que el personaje del Psiquiatra llegue a preguntarse por lo siguiente: “Reflexionaba únicamente
sobre cómo es posible que el Jefe pueda tocar las consecuencias de sus
actos en este gran teatro del mundo que fue creado por él y solo por él”.
Efectivamente, como la obra expone, en un sistema autoritario el Jefe
puede ser Reo y las jerarquías se truecan dependiendo de los intereses del
poder de cada instante.
En Recomendaciones para cometer el crimen perfecto (1988) nos encontramos con un monólogo dirigido a los miembros de una Academia de
Ciencias. El Orador de Turno realiza una disquisición sobre la naturaleza del “crimen” y la imposibilidad de cometer uno que sea perfecto. El
Orador, para demostrar que sí es posible el crimen perfecto, tal y como
fue estipulado por el profesor Gardenius, termina siendo víctima de un
crimen perfecto en escena. La ciencia y su rigor concluyen en el supuesto de la perfección absoluta: la muerte. En Sobre algunas especies en vías de
extinción (2003) hallamos una reflexión sobre los límites del lenguaje y del
teatro, en el seno de una incisiva crítica a la mitificación en el ámbito de la
cultura. Los personajes asisten a un entierro para descubrir más tarde que
el ataúd está vacío y que en realidad se encuentran en una obra de teatro.
La obra Cama rodante abandonada en una plaza pública (2003) constituye una indagación sobre la noción de “voluntad propia” y una reivindicación del poder de la imaginación
frente al autoritarismo. Por último,
en Aquí hay gato encerrado (2007)
“Un teatro entendido como disparador
nos enfrentamos de nuevo a una
de la conciencia y de una posición
exploración de los límites entre lo
crítica”
teatral y lo real: “Al fin, toda pieza
dramática ¿no es una encuesta que
pone a prueba la comprensión de sus espectadores? Por eso, manténganse despiertos, ya que la obra no se concluye aquí, sobre la escena, sino en
ustedes. […] Respóndanse a sí mismos, ya que la obra, como una encuesta o pregunta que es, ha de permanecer abierta ante los que asistieron a su
representación”. De alguna manera estas últimas palabras resumen bien
lo que en esencia constituyen las obras reunidas bajo el título de “Acto
seguido”: el teatro entendido como el disparador de la conciencia y de
una posición crítica y reflexiva.
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OBRAS MAYORES
Por último, nos acercamos a la sección que en las Obras completas
de Morales se denominó como “Obras mayores”, en la que Aznar Soler
recogió los textos dramáticos de mayor extensión escritos por nuestro
dramaturgo. Se trata de un teatro en el que la complejidad de los problemas o los desafíos que planteaban los conflictos tratados requerían un
espacio de desarrollo más amplio.
En Hay una nube en su futuro (1965) nos encontramos con el subtítulo de “Anuncio en dos actos y un epílogo”, con el cual Morales insiste
en su línea de subvertir formas dramáticas convencionales. En este texto,
mucho antes de que ocurriera el desastre de Chernóbil, Morales nos prevenía de los peligros de la utilización de la energía nuclear y de su aplicación en el ámbito militar. La obra denuncia cómo los políticos y militares
nunca asumen la responsabilidad de sus acciones. El enemigo siempre es
otro: “Quieran que no, ambos están de acuerdo en que la culpa de este
caos es de los otros”. En torno a esa premisa se articula el ámbito de la
política, un espacio social en el que la humanidad sufre la lógica absurda
de sus gobernantes, en este caso decididos a producir “fuego nuclear”
pese a conocer todos sus peligros y riesgos. Prometeo le devuelve el fuego a los dioses y los seres humanos son aniquilados.
Un marciano sin objeto (1967) trata sobre cómo la existencia de un
régimen represivo termina creando sus propios criminales y delitos. Ante
la posibilidad de que hubiera marcianos en la Tierra, el gobierno decide
perseguirlos y espiar y someter a todos los sospechosos a un férreo control. En este caso Morales indaga sobre la construcción de las “verdades
oficiales” y sobre cómo el poder distorsiona o modifica la realidad para
asemejarla a su verdad “estatuida”. En definitiva, la represión crea sus
propios acusados. La historia del siglo XX nos da una buena muestra de
ello.
En relación con ese mismo propósito de desvelamiento de la
realidad absurda que se construye desde el ejercicio del gobierno, el texto
dramático Cómo el poder de las noticias nos da noticia del poder (1969) constituye
una buena muestra de las contradicciones generadas por la falsa libertad
de prensa o la ausencia de ella y cómo, en nuestras sociedades, los medios
de comunicación se han convertido en instrumentos adicionales al servicio del poder hibridados con las instituciones oficiales. La obra supone
una crítica demoledora sobre los “cronistas” y sobre cómo el periodismo
se termina convirtiendo en un elemento de desinformación. Ante los medios, los políticos y gobernantes se convierten en seres animalizados. Así,
el Presidente acaba convertido en Periodista que domina la técnica de no
decir nada para detentar un poder absoluto.
En El inventario (1971) Morales ahonda en la excesiva “inventarización” de la realidad y en la compulsiva categorización de todo lo humano, frente a la realidad que verdaderamente nos hace humanos, que no
es cuantificable. Esta obra, en la que Morales critica cómo el ser humano
acaba siendo cosificado, encontrará un mayor desarrollo y evolución en la
extraordinaria Orfeo y el desodorante o el último viaje a los infiernos (1972), que
REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 57
lleva por subtítulo “Artículo de consumo dramático en tres actos”. Si en
las obras anteriores hemos visto cómo la tecnolatría, la ciega confianza
extrema en la tecnología, nos lleva al exterminio o cómo la burocratización de la realidad conduce a la locura o a la desaparición, en el Orfeo
toda la realidad, los sentimientos, las ideas e incluso los grandes mitos de
la Antigüedad se convierten en productos sujetos a las leyes de mercado.
Como uno de los personajes declara: “Compro y vendo. Vendí de todo.
Vendía a todos. Vendía lo mío y a los míos. Por último, como es habitual, vendí mi alma al diablo. ¿Para qué? Para tener poder de compra. Así
compré de todo y compré a todos”. La Tierra se convierte en un planeta
infernal sometido a un consumo compulsivo. Orfeo acaba consumido
por las bacantes.
No hay que perder la cabeza o las preocupaciones del doctor Guillotín
(1973) plantea cuál es la naturaleza de la construcción del discurso historiográfico y cómo la Historia está sujeta a la tensión surgida del enfrentamiento de distintas versiones. En la “fantasmagoría” de La imagen (1975,
ampliada en 1981) encontramos una clara denuncia de la dictadura de
Pinochet (aunque su nombre nunca se menciona) y cómo el régimen va
modificando su imagen pública dependiendo de las circunstancias. De la
misma manera ocurre en Este jefe no le tiene miedo al gato (1976) y en Nuestro
norte es el Sur (1978). Junto con La imagen estas obras cerraron la trilogía de
“Teatro en Libertad” (1983).
Por otra parte, El torero por las astas (1983) y Ardor con ardor se apaga
(1983) son obras que, si bien inciden en la denuncia del autoritarismo, tal
y como sucede en las tres anteriores, suponen la producción de una suerte
de “esperpento” inverso que Morales denomina “españoladas”. En ellas
se desmantelan los principios discursivos sobre los que se levanta nuestra
visión estereotipada de “lo español”. Morales desarrolla en esas piezas
cómo se conforma una imagen contradictoria y fraudulenta de lo que
es la cultura española precisamente por la intervención del poder en su
propia configuración. Este planteamiento encuentra continuidad en Colón
a toda costa o el arte de marear (1995), donde la reflexión metateatral y la denuncia de la manipulación de la historia son sus dos elementos centrales.
En Edipo reina o la planificación (1999) y El destinatario (2002) Morales plantea una relectura de los mitos fundacionales del pensamiento y de
la civilización occidental. En estos textos se afinan elementos presentes
en obras anteriores de Morales que ya hemos señalado: la fe ciega en la
tecnología, la manipulación de la Historia, la pérdida del hombre en el
mundo, la excesiva burocratización de todas las facetas de la vida y el
fraude. No nos debe extrañar por tanto que Láquesis, en un momento
de El destinatario, afirme que “hoy todo es aleatorio, ¿no lo sabes? ¿Quién
entiende a este globo, cautivo de su propia estupidez? ¿No asistimos ahora a la globalización absoluta de la irracionalidad y el azar, lograda con la
complicidad de todos? Dejémonos de preguntar. Ya que el azar gobierna,
¡juguemos, juguemos, a ver qué nos toca!”. Morales nos emplaza ante un
mundo sin otra jerarquía ni lógica que la de la irracionalidad.
58 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES
Por último, debemos mencionar un texto particular: La Celestina
(Adaptación escénica) (1949). Margarita Xirgu encargó a Morales la adaptación de ese clásico universal, lo que supuso un paso decisivo en su
carrera como dramaturgo. El texto adaptado de Morales se caracteriza
por acentuar las principales contradicciones ideológicas presentes en el
original de Fernando de Rojas. Podríamos decir que en La Celestina, Morales encuentra un paradigma de ideas que luego desarrolló en sus obras
posteriores. No solo nos referimos al planteamiento general de lo que
hemos denominado como “teatro humanista de ideas”, del que La Celestina sería un claro referente, sino a todo ese espíritu crítico presente en
el texto de Rojas que se sustenta en la confrontación con las contradicciones que vertebran nuestras sociedades mercantiles burguesas, en las
que todo es susceptible de ser comprado o vendido, en las que todo es
objeto potencial de consumo y en las que el poder tan solo se preocupa
de perpetuarse, aunque deba negar o convertir el mundo en un territorio
absurdo, extraño y deshumanizado.
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REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 59
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teatro...), teoría y crítica, seleccionadas en
función de su oportunidad, de su interés
intrínseco o como punto de partida para
suscitar la discusión
CRITERIOS
EL MAPA CONTRA EL OLVIDO
Dionisio Sánchez Loring
“Un saber que utiliza el mapa como
sinónimo de realidad y que,
por lo tanto, olvida la necesidad de
preguntarse sobre el propio
estatuto ontológico, se priva de cualquier
capacidad de reflexión
y de toda calidad gnoseológica y deviene
ideología”
Franco Farinelli
C
Franco Farinelli.
Del mapa al laberinto.
Bernat Lladó
Barcelona, 2013
Icaria
Espacios críticos
271 páginas
62 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
ualquier disciplina del saber
que aspira a levantar acta
de la legibilidad del mundo
termina por olvidar que [1]
tanto el alcance como los límites de sus
instrumentos no son sino el producto de
una cierta historia, de una falla abierta
entre fuerzas, de un cierto desplazamiento
orientado, y que [2] en el proceso de
lectura el mundo se ve transformado por
los instrumentos que lo leen, de manera
que aquello que en apariencia solo media
entre el sujeto y el objeto refunda el
estatuto de ambos –lo construye. De este
doble olvido nace la ilusión científica de
un mundo determinado, cognoscible y
separado, del que nuestros instrumentos
de conocimiento podrían dar cuenta con
exactitud, al tiempo que le otorgan carta
de naturaleza descubierta. Las consecuencias
son numerosas, pero quizás hay una
que ha de señalarse con urgencia: en
un mundo determinado, dictado por un
saber que olvida su propia naturaleza –así
es como opera la ideología– no existe
ningún resquicio desde el que poder ser
interrogado. En un mundo tal, solo queda
obedecer.
En Franco Farinelli. Del mapa al laberinto,
Bernat Lladó nos presenta –por primera
vez en el ámbito hispánico– la obra de
un geógrafo cuya labor intelectual se
moviliza, precisamente, contra ese olvido
dirigiendo su mirada hacia el modo en que
se ha venido articulando la epistemología
occidental. En el centro de su teoría se
encuentra la geografía como arquetipo
del saber y el mapa como paradigma
cognitivo.
En el primer capítulo del libro, Lladó
traza una sucinta biografía intelectual de
Farinelli proponiendo una lectura de las
principales líneas discursivas, e influencias,
que atraviesan su obra, en relación con
los hechos y lugares fundamentales que
han marcado su formación. En un primer
momento, los primeros contactos con
la geografía, la Universidad de Bolonia
y una cierta proximidad a sus círculos
semióticos. Para Lladó, la historia y crítica
de la cartografía que lleva a cabo Farinelli
se parece al modelo de representación
semántica “enciclopédico” de Umberto
Eco en la medida en que el geógrafo
“estudia los mapas como sistemas
conectados a otros sistemas semióticos”.
En el lado opuesto, se encontraría el
modelo del “diccionario” y su sistema
unívoco de correspondencias semánticas,
esto es, “el mapa diccionario” con “su
uso puramente instrumental”. La segunda
etapa de su formación transcurre en
distintas universidades de Alemania y
Austria, donde Farinelli profundiza en
la naturaleza política de la geografía.
A partir del estudio de la tradición
geográfica alemana, el autor subraya el
origen crítico de una ciencia burguesa
que habría surgido como respuesta a
la idea del poder absoluto del Estado,
“como una toma indirecta del poder
político”. También analizará el concepto
romántico de “paisaje”, y su introducción
en el discurso científico como estrategia
para romper con la lógica cartográfica
que ejercía el poder estatal. La tercera
etapa que Lladó señala en este singular
trayecto se caracteriza por un intenso
diálogo con el geógrafo Gunnar Olsson
acerca de las complejas relaciones entre
el lenguaje y el mundo, su lectura de
Wittgenstein o la concepción del mapa
como “signo proposicional lógico” en
diálogo directo con el Tractatus Logicophilosophicus del filósofo de Viena. Este
primer apartado constituye, en definitiva,
un recorrido clarificador y necesario para
poder aproximarnos a un pensamiento
que –en sus intento de sacar de quicio a
la geografía, de pensar lo impensado que
hay en ella– moviliza constantemente
discursos y conceptos que provienen de
otros campos como la semiótica, la lógica
proposicional, la filosofía, la tradición
mítica o la literatura. Esta biografía,
y primera propuesta de análisis, se ve
completada con una exhaustiva entrevista
realizada por el propio Lladó, en la
que Farinelli habla de sus influencias,
además de comentar los principales ejes y
problemas que vertebran su teoría.
El corpus central de la monografía la
integra, por lo demás, una selección de
textos de Farinelli –traducidos por Lladó
e inéditos hasta ahora en español– que da
buena cuenta de los motivos recurrentes
de su obra y permite medir el alcance de
su propuesta crítica. En textos como “El
mundo, el mapa, el laberinto”, Farinelli
convierte al mapa en el paradigma sobre
el que pivota su pensamiento crítico.
A partir de ahí, comienza una labor de
desmontaje que se extiende hacia terrenos
como la economía, las relaciones entre
Estado y territorio o la globalización.
Para el geógrafo de Bolonia, los mapas
–lejos de cumplir únicamente el papel
de instrumentos a través de los cuales
podemos leer el mundo– encerrarían en
sí mismos los límites a partir de los que el
mundo podría comenzar a ser pensado.
De manera que el mapa sería aquello
capaz de fundar el espacio, y su contenido,
al tiempo que lo lee. O en otras palabras,
aquello que es “capaz de producir
conceptos y de establecer el estatuto
ontológico de las cosas”. Trazar una línea,
escribir un nombre sobre un plano, se
convierte así en un acto que inscribe y
posibilita el sentido del mundo.
En otro texto, “Por qué América se
llama América”, parte de unas monedas
acuñadas en el siglo IV a.C. en las que
aparece representada la región de Jonia
para hacer todo un despliegue teórico
que acaba revelando la analogía existente
entre el funcionamiento del mapa y el
del mercado. Ambos, explica, someten
a sus elementos –accidentes, lugares,
mercancías– a un mismo régimen
simbólico de equivalencia. Y, sin embargo,
el geógrafo siempre da un paso más
allá: el mapa, y no el dinero –dirá–, es el
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 63
modelo previo, el agente introductor de la
matemática y la abstracción en la cultura
de Occidente. Es, precisamente, en ese más
allá cartográfico, donde reside la radicalidad
de su pensamiento; allá donde se produce
la inversión que opera en el signo
cartográfico para cuestionar el imaginario
del mundo. “La realidad –dice Farinelli– es
el producto de su gestión y esta es, a su
vez, el producto de la expresión geográfica
–o mejor dicho, cartográfica”. Su crítica
actúa, por tanto, allí donde parece cerrarse
el sentido para abrirlo a una nueva
posibilidad que nos interroga.
Farinelli también rastrea la historia de
la disciplina geográfica para reconstruir
un desplazamiento olvidado, una
senda abandonada, que pudiera haber
determinado nuestra manera de
comprender el mundo. De ahí que su
mirada, por momentos, nos recuerde a
ese intento de “agitar lo que se percibía
inmóvil, fragmentar lo que se pensaba
unido; mostrar la heterogeneidad de lo
que imaginábamos conforme a si mismo”,
que constituía el núcleo y la razón de ser
del pensamiento genealógico de alguien
como Michel Foucault. Por ejemplo,
en “Historia del concepto geográfico
de paisaje” o en “Friedrich Ratzel y la
naturaleza (política) de la geografía”,
Farinelli explica cómo la geografía
contemporánea surge en Alemania como
estrategia crítica de una burguesía que
tiene como objetivo destruir el poder del
Estado absolutista. Y es esa búsqueda de
una alternativa a la versión oficial la que
hace que autores como Ritter, Humboldt
o el propio Ratzel traten de superar
la identificación entre conocimiento
geográfico y representación geográfica.
Para estos autores, como para Farinelli,
la geografía no solo es capaz de medir el
mundo, sino que fundamentalmente lo
piensa.
La monografía se cierra con un interesante
ensayo de Lladó que contextualiza
el pensamiento de Farinelli en una
perspectiva teórica más amplia, sin
renunciar a señalar alguno de los límites
con los que se topa. Uno de los marcos
que propone el autor para leer su crítica
a la razón cartográfica es el de la Teoría
Crítica y su Diálectica de la Ilustración. La
propuesta del geógrafo establecería un
diálogo directo con la obra de Horkheimer
y Adorno, extrapolando sus enseñanzas
64 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
al campo de la cartografía. Si aquellos
denunciaban la reificación de la naturaleza
por medio de la razón instrumental,
Farinelli convierte al mapa en el paradigma
de dicha razón. Para el geógrafo
de Bolonia, en el momento en que
Anaximandro dibuja la Ecúmene sobre
una tabla, “la Tierra deviene un cadáver en
el que el rigor (la rigidez) de la muerte se
transforma en el rigor de la ciencia”.
La “deconstrucción” del mapa sería el
otro de los marcos que propone Lladó
para leer su obra, entendiendo el mapa
como un signo “cuyo significante es
el soporte material y gráfico, y cuyo
significado es el territorio”. La operación
crítica de Farinelli pasaría por invertir la
relación de los elementos del signo, de tal
manera que la representación gráfica –la
imagen del mapa– sería lo que precede al
territorio, y no al revés como comúnmente
se piensa. Esta inversión daría cuenta,
por ejemplo, de la explicación que
hace el autor del Estado moderno: una
abstracción política cuyas principales
características –continuidad, homogeneidad
e isotropía– emanarían de las propiedades
geométricas de su proyección cartográfica.
De nuevo aquí el significante –la imagen
del mapa– precedería al significado –el
Estado–; y de nuevo emergería ese más
allá cartográfico que no siempre consigue
escapar de aquello que critica. Como
certeramente apunta Lladó en su análisis,
la inversión del signo que lleva a cabo
Farinelli no sería suficiente para destruir
su jerarquía, para deshacer la causalidad a
la que parece irremediablemente sometida.
Es por ello que, en ocasiones, el discurso
de Farinelli, sin perder un ápice de
provocación crítica, parece atrapado en su
propia fascinación aporética. Fascinación
que, lejos de mermar su capacidad para
interpelarnos, nos afianza en nuestra
seguridad de habernos cruzado con uno
de los discursos más interesantes del
actual panorama crítico. Franco Farinelli.
Del mapa al laberinto es, por tanto, un libro
fundamental para aproximarse a una de
las contadas voces de esa resistencia que
todavía trata de pensar contra el olvido.
AVANCES PUENTES
NÚMERO 3
ENSAYOS
GENEALOGÍA DEL CONFÍN.
ESPACIO GEOGRÁFICO Y ESPACIO
POLÍTICO EN LA CULTURA EUROPEA
Franco Farinelli
El geógrafo italiano Farinelli –quien afirma que “cualquier
comportamiento político y moral tiene su origen en el nacimiento del confín geométrico”– propone una lectura de la
política a partir del modelo cartográfico, y afirma:
Hoy la realidad ya no obedece a la lógica del mapa,
fundada en la sintaxis de lo rectilíneo y sobre el principio de la unicidad del centro. La representación cartográfica –el espacio– ya no corresponde a la forma
con que funciona el mundo. Aquello que llamamos
globalización no es nada más que el conjunto de procesos cuya actividad no está regulada y, por lo tanto, no
es interpretable, según las categorías del espacio y del
tiempo que durante toda la época moderna han gobernado la comprensión de lo que sucede.
PUENTES, OCÉANOS:
DESCOLONIZAR LA RAZÓN CARTOGRÁFICA
Bernat Lladó
A través del cruce de la obra de Farinelli con la del crítico
literario Walter Mignolo, Lladó reflexiona sobre las consecuencias de la razón cartográfica sobre la colonialidad.
El suelo firme de aquello que hasta hace poco dábamos por sentado se tambalea bajo nuestros pies. Como
la formación geológica de mares y montañas, también
este es un movimiento casi imperceptible. Porque se
produce en los márgenes, en las fronteras.
EL ARTE DE LA INDOCILIDAD REFLEXIVA
(FOUCAULT Y LA CRÍTICA)
Ester Jordana
Michel Foucault murió en 1984, hace ahora treinta años,
pero su obra todavía nos interpela y, en gran medida, está
por leer. Ester Jordana escribe sobre “el arte de la indocilidad reflexiva” y la posibilidad de ejercer la crítica en el
día de hoy.
REVISTA PUENTES | AVANCES | 65
LITERATURA, HISTORIA Y
TRADUCCIÓN. UNA REFLEXIÓN
SOBRE LA TRADUCCIÓN COMO
FENÓMENO CULTURAL
Yulia Efimenko
Literatura, Historia y Traducción
Joaquín Rubio Tovar,
Madrid, 2013
Ediciones de La Discreta
696 páginas
66 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
L
iteratura, historia y traducción
de Joaquín Rubio Tovar es
un libro sobre la traducción
como fenómeno cultural.
El autor reflexiona sobre la naturaleza
y la condición de la traducción, sus
dimensiones, su posición y su valoración
en ciertos momentos históricos. También,
sobre el papel que ha desempeñado a lo
largo de la historia y, por consiguiente,
la importancia que ha tenido para el
desarrollo y enriquecimiento de la
humanidad. En su investigación domina la
perspectiva histórica. Analizando ejemplos
memorables de traducciones, observa
cómo fueron recibidas en las culturas y
sociedades de adopción, de qué manera
fueron interpretadas y qué trascendencia
tuvieron.
El libro se inicia con un acercamiento
a la traducción a través de los mitos y
leyendas de la antigüedad, en concreto,
con el relato de Babel. Este siempre
ha atraído la atención de los que
reflexionaban sobre la traducción, de la
mano de cuestiones como el origen del
lenguaje y la pluralidad de las lenguas.
Las distintas interpretaciones del mito
condicionan diferentes planteamientos
acerca de la figura del traductor. El
autor se opone a la predominante visión
pesimista, que minusvalora el papel del
traductor consagrando una “mala imagen”
de la profesión. Para Joaquín Rubio,
la diversidad no es nada malo, sino, al
contrario, una fuente de enriquecimiento
que permite descubrir nuevas formas de
expresar la realidad. El capítulo avanza
hacia un Babel feliz, en el que se concentran
las valoraciones positivas de la traducción
y el reconocimiento de su importancia
para la humanidad.
El autor analiza la traducción mediante
un enfoque histórico, a través de sus
distintas manifestaciones durante algunos
períodos históricos, y su importancia
para la interpretación y aceptación de
obras literarias. La especialización del
autor en la literatura medieval hace
que vea la traducción desde un punto
de vista particular, como “uno de los
procedimientos que activa los textos
antiguos”. Las condiciones sociales
y culturales de cada época establecen
sus propias reglas para la traducción,
según las necesidades que surgen en
un momento dado de la historia. Esto
justifica las múltiples, y a menudo
frecuentes, retraducciones, explica las
reescrituras y adaptaciones de obras
literarias realizadas a lo largo de los siglos
pasados, determina la elección de autores
y textos para traducir. En la dimensión
diacrónica la traducción adquiere unas
nuevas características y perspectivas, pues
es en ella donde realmente se revela su
pluridimensionalidad y multifuncionalidad.
Para el autor, “no solo se traduce la
lengua, sino también la cultura”. Hablando
de las diferentes teorías que se han
formulado acerca de la traducción “y del
valor y sentido de las antologías que las
recogen”, Joaquín Rubio formula una
fascinante cuestión de índole cultural:
la nacionalidad de las traducciones. ¿Hay
una manera propia de traducir en cada
cultura? Realmente, tiene que haber algo
característico de cada cultura, algo que
refleja su idiosincrasia, la mentalidad
nacional de cada comunidad. Pero además
de eso, para cada tiempo y cada lugar
determinado, dentro de ese modo general
de traducir, se elaborará “una respuesta
concreta” a las preguntas que plantean los
textos extranjeros. Cada época tiene sus
circunstancias específicas, sus problemas
políticos, ideológicos y económicos, que
inevitablemente influyen en el desarrollo
del ámbito artístico-cultural, incluidas la
literatura y la traducción.
Joaquín Rubio aborda la traducción de la
poesía, refiriéndose a “los muchos sabios
que nos han demostrado que traducir
es imposible”, así como a que, a pesar
de todo eso, “seguimos y seguiremos
traduciendo (aunque sea imposible)”.
Aunque no sea completamente
satisfactorio el resultado, aunque muchas
cosas se pierdan y se desfigure el
“organismo” de los poemas traducidos,
a fin de cuentas también se obtiene algo.
Las traducciones contienen una valiosa
información histórico-cultural, así como
ideas y planteamientos acerca del mundo,
que son imprescindibles para nuestra
educación y desarrollo. En el capítulo
cuatro el autor analiza y sitúa en su marco
histórico las distintas traducciones de
las Elegías de Duino de Rilke al español.
La información aportada es de mucho
interés reforzando la idea de la traducción
como “fenómeno complejo en el que
intervienen muchos elementos”. El
último tema presente en este libro es el
de la relación música y literatura, sobre
todo, en la poesía. Para ello se fija en el
Lied romántico alemán. Joaquín Rubio
se interroga respecto a la influencia que
ejerce la música sobre los textos literarios:
¿de qué manera los transforma?, ¿cómo
los enriquece? Parece que lo que sucede
con la música es justamente lo opuesto a
lo que se observa con la traducción. Según
el autor, “la música desarrolló nuevos
significados al sumergir las palabras en una
esfera distinta”, “la riqueza expresiva de la
melodía y la complejidad armónica pueden
hacer pasar el poema a un segundo
término”.
Resumiendo, la traducción para Joaquín
Rubio es “un fenómeno cultural de una
riqueza incomparable”, que relaciona
épocas, lenguas, países y literaturas. El
libro permite ver la traducción como un
proceso continuo, constante e iterativo;
su resultado es polifacético y cambiante.
Como fenómeno cultural, la traducción
tiene que observarse y analizarse en una
estrecha relación con la historia y a través
de la historia, para que se revelen todas
sus facetas, adversidades y éxitos, pérdidas
y logros. Se haría mal en subestimar la
importancia de esta tarea en la cultura de
toda la humanidad. Desde la perspectiva
de la historia, presenta la traducción como
una fuente inagotable de conocimiento,
análisis e investigación. En fin, Literatura,
historia y traducción de Joaquín Rubio
Tovar está repleto de sugerencias y
observaciones que invitan a la reflexión, a
las preguntas acerca de la traducción, y a
descubrir planteamientos nuevos respecto
a ella. Estamos ante un libro que invita
a la lectura y a la relectura, a su estudio
detenido.
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 67
LOS LÍMITES DE
LA REPRESENTACIÓN
DRAMÁTICA
Teresa Rosell Nicolás
Teatro posdramático
[Postdramatisches Theater (1999)
Hans-Thies Lehmann
trad. de Diana González, revisada
por A. Ch. Grumann
J. A. Sánchez et alia]
Murcia, 2013
CENDEAC
480 páginas
68 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
U
no de los principales
problemas que han
presentado los estudios
teatrales es la relación
conflictiva entre texto y representación.
La mayor parte de dichos estudios,
especialmente los académicos, han
mostrado frecuentemente una distancia
insalvable entre las teorías dramáticas
expresadas en sus páginas y sus formas
de representación contemporáneas. Así,
si bien las preceptivas y los manuales
de historia del género dramático
tradicionalmente han atendido casi
exclusivamente al texto literario, la práctica
teatral desde finales del siglo XIX ha
mostrado un interés creciente por los
signos no verbales que configuran la
escena teatral.
En este sentido, el estudio de Lehmann
responde a la necesidad concreta de
articular un discurso teórico y crítico
que hace dialogar al teatro dramático,
basado en el texto, con las formas
teatrales desarrolladas desde finales
de la década de los sesenta que, según
el autor, ya no pueden considerarse
dramáticas y que se han formulado desde
unos posicionamientos cada vez más
alejados de las convenciones dramáticas.
De este modo, antes de empezar a
definir propiamente en qué consiste su
concepto de teatro posdramático y a
partir de la gran diversidad de modos
de experimentación teatral que han
marcado la escena actual, Lehmann
delimita la común problematización
de unas representaciones que dejan
atrás la centralidad del texto dramático
para dar mayor importancia a una
experiencia abierta a la inmediatez y a la
performatividad, y en las que se impone
la presencia del movimiento corporal, la
imagen y el sonido. Si la tradición crítica
ha trabajado a partir de obras textuales,
será preciso pensar de una manera más
adecuada el teatro experimental que ha
abandonado el texto, con la consiguiente
necesidad de adaptar términos
comúnmente utilizados en la crítica de
danza, música o artes visuales. Así, este
estudio se propone ofrecer el vocabulario
crítico y las herramientas necesarias para
definir los escenarios que configuran las
performances o artes mediales como
nuevas aproximaciones teatrales.
Asimismo, Lehmann presenta el marco
teórico que permite comprender la
evolución del drama moderno al teatro
posmoderno, desde Aristóteles hasta el
posestructuralismo, y realiza un recorrido
histórico a través de los principales
movimientos de vanguardia desde finales
del siglo XIX hasta el surrealismo. Uno
de los grandes aciertos de este libro
es que, una vez establecidas las bases
críticas, teóricas e históricas, Lehmann
proporciona un detallado análisis
práctico a partir de múltiples ejemplos
de producciones internacionales, con
un predominio de las alemanas, a cargo
de dramaturgos como Peter Handke,
Heiner Müller o Jan Fabre, del trabajo de
directores como Robert Wilson o Tadeusz
Kantor y de compañías como el Wooster
Group o Complicite. Solo a partir de
este amplio corpus se pueden empezar a
identificar una serie de rasgos comunes,
como el carácter no lineal y fragmentario,
el uso multimedia, la eliminación de
la jerarquía, la “irrupción de lo real”
–elementos extraños a la representación
irrumpen para afectar e incluso variar el
final de la obra– o el hecho de resituar una
tradición teatral situada en los márgenes,
como el teatro de marionetas, para
otorgarle una importancia central. De
este modo, la argumentación más rica y
exhaustiva se evidencia en los efectos que
“lo posdramático” adquiere sobre diversos
aspectos de la representación: el espacio, el
tiempo, el cuerpo, la música, la acción, los
nuevos medios tecnológicos y, sobre todo,
el público, que pasa a ser determinante
al quedar difuminadas las fronteras que
delimitaban tradicionalmente el ámbito de
la recepción.
Pero ¿qué es el teatro posdramático? Se
podría definir como una práctica escénica
autorreflexiva sobre los límites de la
representación. Ante la imposibilidad
de presentar una realidad clara, lineal
y ordenada, o una idea de totalidad, el
teatro posdramático no describe las
vicisitudes de los personajes, acciones
climáticas o argumentos, sino que, libre
de las limitaciones del drama, presenta
unos materiales, unas experiencias
compartidas más que unos conocimientos.
Sin embargo, “posdramático” no debe
confundirse con “antidramático”.
Lehmann considera que en el teatro
posdramático, el texto ocupa un lugar más
–ya no central– entre los que conforman
la “densidad de signos”. En todo caso,
no se trata de negar el modelo anterior,
sino de un desplazamiento de la primacía
del texto a favor de una autonomía de la
teatralidad.
En cierto modo, el estudio de Lehmann
podría considerarse una respuesta
contemporánea al clásico ensayo de
Peter Szondi, que lee obras de Ibsen
a Arthur Miller en términos de una
“crisis del drama”. El teatro dramático
se caracteriza por el dominio del diálogo
y la comunicación de los personajes, la
exclusión de cualquier elemento ajeno
a la ficción dramática, la linealidad del
tiempo y el seguimiento de las tres
unidades clásicas aristotélicas –acción,
tiempo y espacio–. Desde una perspectiva
hegeliana, en Teoría del drama moderno,
Szondi plantea la tensión dialéctica entre
la aproximación aristotélica y la épica
de Brecht, dramaturgo que cuestionó
radicalmente los modos del teatro
dramático por considerarlos obsoletos en
el siglo XX. No obstante, según Lehmann,
tanto Brecht como Szondi se mantienen
dentro de la tradición del drama basado
en el texto.
Por tanto, la pregunta que cabe formularse
es si realmente podemos hablar de un
nuevo paradigma teatral. El concepto
posdramático ha sido interpretado desde
numerosas perspectivas no alejadas
de polémica. Desde un punto de vista
conceptual, algunos críticos consideran
que estas prácticas se han venido llevando
a cabo por las vanguardias desde hace más
de un siglo y que, por tanto, no existe nada
radicalmente nuevo excepto un nuevo
contexto que acentúa el uso tecnológico
de medios visuales y electrónicos. Por
otro lado, existe un cierto escepticismo en
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 69
torno al uso del prefijo “post” que, según
Lehmann, no tiene un sentido epocal
ni de ruptura –u olvido– respecto a la
etapa anterior. En todo caso, implicaría la
continuación de una herencia a través de
una redefinición de “teatro” y de “drama”
que implique nuevos lenguajes.
Al margen de las controversias que
ha suscitado, desde su publicación en
Alemania en 1999 el libro de Hans-Thies
Lehmann se ha convertido en un libro
de referencia obligado y su concepto
de teatro posdramático es clave en los
debates teóricos actuales. Traducido a más
de veinte idiomas, es una buena noticia
ORÍGENES DE LA LITERATURA
EUROPEA. UN MANUAL
Joaquín Rubio Tovar
Literatura europea dels orígens.
Introducció a la
Literatura romànica medieval
Jordi Cerdà,
Maria Reina Bastardas et al.,
Barcelona, 2012
UOC
400 páginas
70 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
que, aunque de manera tardía, Teatro
posdramático se haya editado por fin en
España, con un prólogo de José Antonio
Sánchez, uno de los introductores las
teorías de Lehmann en nuestro país. Teatro
posdramático es un libro imprescindible
para todos aquellos lectores interesados
en discernir qué está pasando en la
escena experimental y de vanguardia
contemporánea, y que tiene la capacidad
de aportar una perspectiva estética ante las
dispares formas teatrales de un panorama
cultural extremadamente diversificado y,
paradójicamente, desatendido.
N
o comparto la opinión
de que los manuales sean
instrumentos desfasados
para el aprendizaje. Al
parecer, en estos tiempos en los que
tan fácil resulta acceder a cualquier
información, los manuales no pueden
seguir el ritmo vertiginoso de la
transmisión del conocimiento y responden
a planteamientos del pasado. Además,
parece que ofrecen una imagen demasiado
reducida y, a veces, simplista de los temas
tratados, y envejecen enseguida. Niego la
mayor. Creo que una visión organizada de
la materia es muy formativa para quienes
se inician en el estudio de cualquier
disciplina. Un manual sólido y bien
construido puede ser un libro de larga
vigencia al que acudimos una y otra vez, y
de manera particular en estos tiempos en
los que el saber está tan desestructurado,
tan desorganizado, sin que se vislumbre
un modelo nuevo. Las pantallas de los
ordenadores lo soportan todo, también
las inexactitudes y los errores. Por
estas razones, creo que procede dar la
bienvenida a esta Literatura europea dels
orígens. Introducció a la literatura romànica
medieval.
Deseo destacar la presencia de la palabra
Europa en el título. Europa sigue
manteniendo un aura de prestigio, a pesar
de las crisis en todos los órdenes –de
identidad, de instituciones, económica,
social y, desde luego, cultural– que ha
sufrido en los últimos años. Cuando se
hace un repaso de la variedad y riqueza
de la literatura de los siglos XII y XIII
(a los que se dedica el manual), de la
variedad de géneros, temas y modos de
expresión de lo literario, resulta inevitable
reflexionar sobre la vieja idea de unidad.
Frente a la idea de una sola cultura,
incluso de un conjunto de estados unidos
en una estructura superior, parece que
vuelve a pensarse en un universo variado,
magmático, en permanente ebullición.
Ninguno de los problemas actuales se
resolverá volviendo los ojos al siglo
XIII, pero también es verdad que si
no reconocemos que en la entraña de
Europa existió siempre la pluralidad será
difícil encontrar el equilibrio que, según
nos dicen, parece buscarse en todos los
ámbitos del gobierno europeo. La historia
nos dice que los europeos no llegamos
ayer y la literatura medieval nos enseña
el sentido de una antigua riqueza. La
literatura románica fue plural y variada.
Destacaré también el término orígenes,
que, desde luego, no es infrecuente en
los estudios literarios. Mientras que los
lingüistas se impusieron antaño el trabajo
de reconstruir las lenguas indoeuropeas,
al modo de los paleontólogos, la Ursprache
primordial y perfecta, los filólogos
adoptaron un método racional de
clasificación de manuscritos, favoreciendo
la reconstrucción del Urtext arquetípico.
El manual se centra en los siglos XII y
XIII, el período central de la Edad Media,
porque los autores entienden que en él se
desarrollan formas de organización social,
política y económica que con más claridad
identificaron aquella etapa. En general,
el desarrollo de la materia no suele ser
muy extenso; los autores han huido de
exposiciones largas y se han centrado
en transmitir la información esencial sin
amplias digresiones. Priman la claridad y
el orden expositivo, la presencia de datos
(fechas, títulos) seguros. Los capítulos
están siempre concebidos como itinerarios
de los géneros, ofrecen modelos de
análisis y suscitan también preguntas.
Creo que deben destacarse las inteligentes
páginas que ha escrito Jordi Cerdà al
frente del libro. Resulta impensable
presentar hoy un manual de literatura
sin plantear qué ha pasado con las viejas
definiciones, las certezas que permitían
comenzar hablando con toda naturalidad
de la retórica o los géneros, incluso
de la propia Edad Media. No es nada
fácil presentar la literatura románica sin
aludir a los problemas que plantea su
definición, la dificultad y peculiaridad
que plantea leer hoy los textos y tratar,
al mismo tiempo, los conceptos que
vertebraron aquel universo, así como las
modernas teorías que han replanteado
nuestra perspectiva. Creo que tanto
en uno como en otro terreno acierta
plenamente el profesor Cerdà. La segunda
parte de las cuestiones preliminares ha
sido escrita por Reina Bastardas y en ella
aborda el multilingüismo que caracteriza
al desarrollo de las literaturas y la
permanente convivencia y enriquecimiento
de las múltiples lenguas en las que se
desarrolló aquella literatura. Volveré sobre
este capítulo más adelante.
Tras tres capítulos iniciales (en los que
no falta Orígenes de la literatura heroica
europea), el profesor Stefano Cingolani
se ha centrado en el análisis de textos
(Waltharius, Beowulf, Canción de Roldán,
Canción de Guillermo y Cantar de Mío
Cid). El capítulo atiende a la variedad
de lenguas en las que se desarrolla el
género y debe destacarse el espacio que
ocupa el análisis del Tapiz de Bayeux, casi
contemporáneo del Cantar de Roldán. No
se trata de arriesgar en un manual una
hipótesis difícilmente verificable, pero es
indiscutible que la visualización de escenas
narrativas ayuda a comprender mejor
algunos cantares. Es modélico el análisis
de Roldán, tan completo, y escrito con
tanta pasión y conocimiento.
Isabel de Riquer se ha hecho cargo de la
lírica y ha procurado, ante todo, clasificar
el universo que tenía delante, de ahí que
haya acudido a los géneros y sus registros
(conjunto de motivos y procedimientos
léxicos, retóricos y rítmicos que
comparten en la lírica un mismo tono
expresivo). La autora organiza el capítulo
en muchos epígrafes y se apoya una y
otra vez en textos, tanto para presentar
una tendencia, como para analizarlos y
extraer conclusiones que caractericen a un
grupo amplio de poemas. Se vale también
de marcos culturales amplios, grupos y
reuniones de autores, como la Magna Curia
o la Escuela siciliana.
El capítulo IV se titula “Joglaria i teatre”, y
el título es ya de por sí una declaración de
intenciones. Para Francesc Massip y para
tantos investigadores, es más adecuado
hablar de una teatralidad medieval, de una
actividad que se desarrolló en numerosos
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 71
espacios públicos, y recuerda que la
Edad Media no conoció un término para
lo que nosotros denominamos teatro,
sino términos que remiten a formas de
actualización (juego, oficio) o a nociones
genéricas (misterio, farsa, moralidad
o sottie). La teatralidad medieval es
inconcebible sin otorgar a la oralidad
(en la que hunde sus raíces la literatura
de este período) un papel esencial y al
hilo de la oralidad debe considerarse al
juglar. Massip traza un panorama de la
teatralidad medieval partiendo de estos
conceptos y habla de dos grandes bloques:
el surco litúrgico y el largo camino
hacia un teatro urbano; aquí se ocupa
de Adam de la Halle, la pastorela y la
pastorada, el enorme poder de la juglaría.
Es decir, se apoya en géneros, en autores
y en el análisis de piezas concretas para
desarrollar su exposición (en más de una
ocasión, el autor acude a textos de los
siglos XIV y XV). Interesa destacar el
papel que cumplen las ilustraciones en este
capítulo. Son muchas las escenas teatrales,
y quienes las representaban, que aparecen
en miniaturas, en capiteles y frescos de
iglesias, y muchas de ellas nutrieron las
representaciones teatrales.
El sólido panorama que traza Meritxell
Simó se apoya nuevamente en textos y en
él se menciona en más de una ocasión un
fenómeno que me interesa. El apartado
3.2 se titula Adopció i adaptació de les fonts
cèltiques de la matèria tristaniana. Y esto es
solo un botón de muestra. Me refiero a
LOS PÁJAROS EFÍMEROS
Marta López Vilar
Los trinos que se extinguen
María Polydouri
Traductor: Juan Manuel Macías
Madrid, 2013
Vaso Roto
153 páginas
72 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
la perpetua traducción y retraducción, la
reescritura, el traslado de los temas de
unos moldes genéricos a otros. Cingolani
recuerda que todas las lenguas europeas
(al menos hasta el siglo XVI) seguirán
narrando las aventuras de Roldán. Del
mismo modo, recuerda que la operación
de “traducción” representada por el
Waltharius no debe entenderse solo
como un acto lingüístico, sino como una
operación cultural. Esta es la riqueza
inmensa de la literatura románica medieval
de los siglos XII y XIII. Las obras
literarias pasan de una lengua a otra, del
verso a la prosa, de la imagen a los textos,
la complejidad del fin amor´s trovadoresco
se transforma en el roman y las obras
latinas de cualquier clase y condición se
traducen y recrean en diferentes lenguas
románicas. Esta conciencia atraviesa el
manual desde las cuestiones preliminares
al capítulo final. El primer texto románico,
recuerda la profesora Bastardas, aparece
en un contexto románico germánico;
la literatura de tema artúrico nace en
un contexto en el que conviven el latín,
una cultura que se expresa en lengua
céltica, pero también el inglés antiguo y el
anglonormando; los romans de Chrétien
de Troyes se tradujeron al alemán, en
el campo de la lírica hay un importante
corpus de poesía multilingüe, etc. Creo,
en definitiva, que estamos ante un libro
que ofrece a los estudiantes la posibilidad
de conocer un material riquísimo, bien
organizado y expuesto, en el que tampoco
se han escondido complejidades.
H
ay en toda poesía un aliento
de eternidad que rompe las
barreras transparentes de
los años y las geografías.
Y esto ocurre en el poemario Los trinos
que se extinguen, de la poeta griega María
Polydouri. Nacida en 1902, en Calamata1,
la poesía de Polydouri representa una
de las voces, bajo mi punto de vista,
más trascendentes de la poesía griega
contemporánea, aunque en muchas
ocasiones haya vivido en un silencio
sombrío; silencio acentuado –tengo que
añadir– por las enormes lagunas que
existen en el conocimiento de la poesía
griega contemporánea fuera de magníficas
excepciones como, por ejemplo, la
de Yorgos Seferis, Odiseas Elitis,
Cavafis, Yannis Ritsos o Kikí Dimulá.
Perteneciente a la llamada Generación de
1920, junto a poetas como Costas Uranis,
Nicos Cavadías o Costas Cariotakis, marca
una profunda huella en el imaginario
emocional de la escritura poética.
El poemario de 1928, Los trinos que se
extinguen, aparece por primera vez en
castellano de la mano de su traductor Juan
Manuel Macías. El resultado del trabajo
es, sin duda, magnífico. No es una poesía
de traslación fácil la de María Polydouri.
Traducir es un tipo de viaje de sentidos,
también de temblores. Tarea nada fácil la
de trasladar aquello que es misterio y late
bajo cada palabra como una presencia
extraña que viene siempre de otra parte.
Y una de las características más arraigadas
de la escritura de Polydouri es el uso
de un lenguaje que traspasa su mera
grafía para, a través de la voz, horadar el
sentido primario de lo poético. Esa fue
la impresión que tuve cuando pude leer
en su lengua original la obra de la poeta
de Calamata. La poesía, en ella, se hace
por y para la voz. Desde ahí, se construye
un nuevo lugar que solo pertenece a
quien lo lee y lo escribe. Este lugar está
marcado, casi de manera amenazante, por
lo efímero del instante. Y es que todo
en la poesía de Polydouri está hecho de
algo que, en el momento de nombrarse,
desaparecerá para siempre, iniciándose de
este modo una eterna búsqueda –llena de
delicada y profunda melancolía y alejada
de estruendos emocionales– que nunca
llegará a su fin. Son varias las causas
que pudieron llevar a la poeta griega a
adoptar esta razón poética. Una de ellas,
la situación histórica que le tocó vivir.
En este caso, la Gran Catástrofe del Asia
Menor (1919-1922) sacudió a gran parte
de los miembros de su generación. Grecia
se vio sumergida por un acontecimiento
histórico y social que la azotó hasta
convertirla en una herida muy profunda.
Otra de sus causas, posiblemente la más
importante, su propia biografía –no digo
con esto que la poesía de María Polydouri
sea de tipo únicamente confesional–.
Marcada por la enfermedad desde muy
joven –también muy joven moriría, en
1930, a la edad de 28 años–, la poeta
fue testigo de una pérdida constante.
Al regresar de una estancia en París,
enferma de tuberculosis, es ingresada
en el sanatorio “Sotiría” –salvación, en
castellano–. Esta experiencia hizo que de
sus versos emanara el hálito de las cosas
bellas que mueren. Pero hay algo en la
poesía de Polydouri que la hace única,
mucho más allá del perpetuo otoño que
la embarga: lo humano. En cada verso se
reconoce una presencia, una afirmación
de vida que, aunque se extinga lentamente,
deja testimonio de vida. Dice en su poema
“Siempre regreso”: “Siempre regreso allí,
a los albores / de nuestro bello amor. No
vaya a ser, / me temo, que el destino lo
encuentre / y se marche por la senda sin
retorno”. El amor actúa en la poesía de
Polydouri como un testigo de existencia
vívida. El amor, sin duda encarnado
en la figura del poeta que conoció el
dolor del hombre y de las cosas, Costas
Cariotakis (1896-1928), se ha convertido
en una presencia fantasmal a la que
siempre regresa con delicada voz. Pero,
al igual que los fantasmas, el amor nunca
retorna al mundo de los vivos, aunque
sigue reclamando su existencia, ya sea en
forma de memoria o de mundo. Quizás
por esta consciencia de no poder apresar
lo que se ama, Polydouri llena sus versos
de cosas vivas: las flores, los pájaros,
las mariposas…Escribir todo esto es su
manera de saber que está viva, de saberse
joven y de saber que su frágil juventud
aún puede curar las heridas y el vacío de la
noche. Escribe en su poema “A un ramo
de rosas”: “Ayer eran brotes cerrados,
/ tímidos, sin orgullo ni promesas. / Y
hoy, tan bellas, / al verlas de temprano,
me sobrecogí…/ En su apertura se
nutre / una fuerza impetuosa por la
juventud. / Y esa juventud precipitada
/ tensa los carnosos pétalos igual que
un arco, / y los abre de raíz, / y vierte
el perfume que incita, / y a duras penas
disimula / con un frunce en las hojas su
hermosura virgen. / Vendrá la mariposa
/ -un sueño que transita su ebriedad–.
/ Levantará los temblorosos pétalos / y
descubrirá su corazón”. El asombro ante
la juventud, ante lo que acaba de nacer,
se articula como un florecimiento. Y esto
nos dice que esta poesía está indemne y,
por lo tanto, quien la escribe reconoce su
blancura, a pesar de la eterna noche de
los pasillos de “Sotiría”. Su bello poema
“Timidez”, así lo reconoce: “La belleza
que encierro en mi interior / nadie nunca
la percibirá. / Si la lastiman, no se darían
cuenta / y ni siquiera lo lamentarían”.
Hay mucha soledad en estos versos,
un tiempo devastador que acarrea la
nostalgia. Y no olvidemos lo que esa
1
Para la transcripción
de los nombres griegos
he seguido la norma
de Pedro Bádenas de la
Peña, pero he mantenido
la transcripción hecha
por el traductor en el
nombre de la poeta que
se reseña.
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 73
palabra, nostalgia, contiene en sí misma: un
dolor por el regreso. La poesía de María
Polydouri recuerda –casi como el cuerpo
del poema de Cavafis “Recuerda cuerpo”
– y asume con belleza que todo acabará
deshojándose, del mismo modo que tan
bien sabía Homero cuando afirmaba en
la Ilíada que cual la generación de las hojas, así
también la de los hombres –aunque la poesía
de Polyduri no puede catalogarse de
manera plena dentro del término romiosini,
grecidad, que el poeta Ritsos atribuyó a la
esencia de lo griego– . Polydouri, por su
parte, concluye su poema “En mi casa…”:
“[…] y las hojas perdidas de un árbol
estéril / se han esparcido y huyen”. Una
vez que esta pérdida ya se conoce tan
solo queda cantar aquello que fue y ya
no está, como ocurre en su poema –tan
hermosamente musicado por Dimitris
Papadimitriu y cantado por Elefcería
Arvanitaki– “Porque me quisiste”: “No
canto sino porque me quisiste / en los
años pasados. / Con el sol, con el presagio
del verano, / y en la lluvia o la nieve / no
canto sino porque me quisiste. // Sólo
porque me tuviste entre tus brazos / una
noche y me besaste en la boca, / sólo por
eso soy hermosa igual que un lirio abierto
/ y aún guarda el alma aquel escalofrío /
sólo porque me tuviste entre tus brazos”.
HACIA UNA POÉTICA DE LA LUZ
rientada desde el inicio
como una puerta hacia lo
sagrado y la iluminación, la
poética de Raquel Lanseros
(Jerez de la Frontera, 1973) se nos revela
en el marco de la poesía como forma
de conocimiento. En unos versos que
parecen traer ecos del pensamiento de
Valente, la creación poética se presenta,
lejos de todo utilitarismo, en ese caminodistancia que el poeta recorre por los
contornos de la luz, y en cuyo seno
descansan la indagación en la identidad y
la búsqueda de la esencia: “Porque no vive
el alma entre las cosas / sino en la acción
audaz de descifrarlas, / yo amo la luz
hermana que alienta mis sentidos.” Así,
el poeta, que converge en la verdad como
principio inasible, la ve engendrarse ante
sus ojos: “La verdad no está en nadie, pero
acaso / las palabras pudieran engendrarla”
Como un tanteo a ciegas por la oscuridad
(“Ven, que me atenaza / el rumbo ciego
de esta tentativa”), el pulso creador se
erige, catedral de todos los tiempos,
para albergar lo momentáneo, lo fugaz
(“Quiero guardar el hoy como se guarda
/ un templo piedra a piedra”), y la poeta
invoca la palabra con la sabia paciencia, la
violencia inmóvil de la que hablara Pilar
Paz Pasamar: “No me importa esperar:
soy la creación”.
Ana Rodríguez Callealta
Las pequeñas espinas son pequeñas
(XXIX Premio Jaén de Poesía)
Raquel Lanseros
Madrid, 2013
Hiperión
80 páginas
74 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
En definitiva, la poesía de María
Polydouri parte de lo íntimo y va hacia
lo trascendente para formar parte del
mundo. Ejerce en cada trazo el canto a la
vida y la salvación desde todo aquello que
canta por última vez, como una hermosa
despedida que no entiende el olvido.
O
Ligado a esta piedra-palabra, un
sentimiento historicista atraviesa el
poemario, anudándose a veces a los
hilos de la literatura en lo que tiene
de descubrimiento y de paisaje de lo
desconocido (“Yo soy Keats descubriendo
/ el Homero de Chapman”), sintiéndose
el poeta como un intercesor de la palabra
en comunión con la Historia: “Soy el roce
de dos ramas resecas / que encendieron
un fuego primitivo”, desposeído de toda
individualidad: “Yo he venido / a ser ola
a la vez que miro el mar”. Dirá en dos
versos exactos: “Hablamos en la lengua
más antigua, / nunca miente la carne
cuando ama”. En otros pasajes del libro,
el sentimiento historicista desemboca en
una suerte de reflexión –con La rendición
de Breda de Velázquez al fondo– sobre
toda esa sangre anónima, derramada al
servicio del poder y de la guerra: “ Sí,
mis antepasados estuvieron en Flandes/
aferrando los dedos a sus lanzas de palo”.
Al hilo del sentimiento de comunión, el
fervor, trascendiendo toda carne y todo
límite, converge en una plegaria eucarística
en clave profana humanitaria en la que se
respira la esperanza y la resurrección de
los tiempos venideros:
Dichoso es el instante y dichosos nosotros
cada vez que el empeño
nos desemboca en una única carne
y esta liturgia inmanente revela
un hilo redentor, la oración de la vida.
Toda la estirpe cruza nuestro lecho.
Porque juntos ardemos, agradecemos juntos.
De sesgo clásico y cadencia serena, reposa
en Las pequeñas espinas son pequeñas la
tradición hispánica, albergando ecos de
Goytisolo (“En vano gritarás. Puede que
incluso/ maldigas la maleza del camino”)
o juegos metapoéticos que parten del
Dámaso Alonso de los millones de
cadáveres (“La incesante metamorfosis”),
expandiéndose el poso de la tradición
en diálogo transatlántico hasta Borges
(“Confieso haber entrado en la casa
de Asterión”) o los tangos de Gardel
(“Aunque mi frente aún no está marchita
/ ya sé lo que es volver”). Imbricada
de resabios culturalistas que exceden
la herencia literaria de la lengua madre,
desfilan por el libro Pavese, Schopenhauer,
Whitman, Nietzsche, conformándose
además en una geografía que nos deja
en la ilusión de haber estado en México,
Valparaíso, Troya, Buenos Aires, los
Montes Cárpatos, París.
El peso del existencialismo vertebra todo
el libro y se deja notar en unos poemas
de corte filosófico en los que la poeta
reflexiona sobre la insignificancia del
hombre, en una aceptación serena de la
condición humana que en ocasiones roza
lo paródico (“Esa mosca soy yo / y mi
mano es el tiempo”); la posibilidad de
una certeza sobre el mundo real (“Cada
mente es un sueño de sí misma”); la
percepción como garante de la existencia
(“¿Habría de existir yo si tú no dieras
fe?”); el libre albedrío (“no escogiste tu
rostro, tu sexo ni tu época”), convirtiendo
en motivos recurrentes la fugacidad
del instante, el paso del tiempo (“Se le
amotinan los huesos a mi madre”). La
condición mortal del hombre queda en
unos versos vinculada a la palabra en una
suerte de imágenes que conectan con la
Tierra a través del sepulcro y el costado,
de raigambre bíblica: “Poned en mi
sepulcro las palabras. […] Guardad en mi
costado las palabras. […] Envolvedme en
ellas sin reparo”. Así, la muerte vehicula
el deseo de trascendencia, de eternidad
(“Cuando te encuentre morirá la muerte”),
envolviendo el poemario, atravesándolo
también como una ausencia tangible
(“He pensado mil veces escribirte”) y en
lo que tiene de interrogante (“El enigma
delante, lo irrecuperable / detrás”) o de
justicia poética (“Cuando ya no podamos
seguirnos engañando”).
El amor, a menudo desandándose (“Lo
propio muta a ajeno. / Lo amado a sin
embargo”), existe también en su reverso
(“Aunque poco aprovecha la veteranía:
/ si de olvidar se trata, / conocer la
estructura merma muy poco el duelo”),
y en ocasiones roza la parodia (“Que
más preciada empresa no concibo /
que deshojar mi vida mereciéndote”).
Y encuentra sin duda su más lograda
expresión en un poema que dialoga con
Borges, y que en su pulso canta a lo que
no pudo ser, desde la redención imposible:
“El monstruo no está sólo, él es la
soledad, / ni está vencido, sólo huye de la
guerra”.
La memoria personal –a menudo
motivada por la idea de retorno– cristaliza
en la fragmentación del sujeto, resuelta en
la concepción de un tiempo lineal abierto
a tres edades: “y al cabo tú serás quien
hoy te habla, / distinta pero igual, te lo
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 75
prometo. / Iguales además a esa tercera
/ que seremos de sienes plateadas, /
derramando las tres las mismas lágrimas”.
En una yuxtaposición pasado/presente,
la poeta dirige la mirada a la infancia,
desde la perspectiva de un adulto que se
sabe en pleno camino del aprendizaje,
también en lo que tiene de doloroso:
DE CÓMO ESCRIBIR UNA
BIOGRAFÍA EN NUESTROS
TIEMPOS
Paula Simón
Alrededor de Haroldo Conti
Juan Bautista Duizeide
Lomas de Zamora, 2013
Sudestada
187 páginas
76 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
“Ahora comprendo el tacto implacable
del frío, / reconozco el peor: el que hiela
por dentro”. Así, la memoria aparece
en el poemario como el enfrentamiento
inevitable entre lo que fuimos, lo que
somos y lo que llegaremos a ser: “Dentro
del corazón se libra una batalla / de la
guerra que nunca termina estando vivos”.
E
l volumen constituye la
duodécima entrega de
la colección Cuadernos de
Sudestada, un importante
proyecto editorial surgido a partir de la
revista homónima, la cual cuenta ya con
una trayectoria reconocida en el ámbito
cultural argentino. Sudestada se caracteriza
por su origen autogestionado, es decir,
sin respaldo institucional de ningún tipo,
y se sostiene íntegramente por la venta
de ejemplares y la suscripción en todo
el país. Según sus directores, Sudestada
nació a principios del siglo veintiuno con
la propuesta de volver a pensar la cultura
en un lugar central de la reflexión sobre
la realidad política y social del que había
sido desplazada en los años noventa. De
ese modo, la revista tiene como objetivos
difundir entrevistas e investigaciones
históricas sobre personalidades de la
cultura argentina y latinoamericana, tales
como Julio Cortázar, Rodolfo Walsh,
Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges,
Ernesto Che Guevara, entre muchos
otros. Asimismo, entre sus colaboradores
se encuentran escritores de la talla de
Andrés Rivera, Guillermo Saccomanno,
Leopoldo Brizuela, Carlos María
Domínguez y Juan Bautista Duizeide,
quien firma el libro que aquí presentamos.
Juan Bautista Duizeide lleva tiempo en
contacto con la vida y la obra de Haroldo
Conti (1925-1976), precisamente en estos
últimos años en que algunos sectores
de la sociedad han apostado por la
reflexión crítica sobre el pasado reciente,
marcado por la violencia institucional
de la última dictadura militar. Participó
en la organización de la muestra “Como
un león” dedicada al autor en el Museo
de Arte y Memoria de La Plata y estuvo
a cargo de la investigación para el
documental Homo viator, de Miguel Mato.
En las páginas del presente libro se
reflejan esos años de investigación y se
ofrece al lector un cúmulo de testimonios,
entrevistas y bibliografía sobre Conti que
resultan de gran utilidad para el público
interesado.
Haroldo Conti, oriundo de Chacabuco,
provincia de Buenos Aires, fue
secuestrado en su domicilio particular y
asesinado por los militares de la última
dictadura (1976-1983). Su obra, tal como
comenta Duizeide, no tuvo la recepción
que merecía en los años ochenta y
noventa, por lo que este estudio, tal como
algunos otros citados en el texto, tiene la
intención de releer y reivindicar la obra
y la figura de un escritor comprometido
con su realidad, multifacético y sensible
a los conflictos de su tiempo. Alrededor
de Haroldo Conti no solo es el título que
Duizeide le ha dado a este volumen, sino
sobre todo una clave de lectura, en tanto
no se trata de una biografía plana y lineal
del autor de Mascaró, el cazador americano,
sino de un texto dinámico que pone en
interacción al escritor con la realidad
política, social y cultural del país desde
los años sesenta y que discute, a partir
de la reflexión sobre la vida del escritor,
temas centrales de la cultura, tales como
el rol del intelectual en la sociedad o la
construcción del canon literario. Por esta
característica de la prosa de Duizeide, el
lector no puede posicionarse en un lugar
pasivo de quien lee la historia de una vida
y una obra cerradas. Por el contrario,
debe aceptar el desafío de involucrarse
dinámicamente en la lectura y en la
reflexión de toda una época y también de
la actualidad con todas sus contradicciones
vigentes.
Sin división de capítulos titulados, el texto
se organiza en torno a apartados que van
tratando diferentes temas y momentos
de la vida de Conti. El primer apartado
recorre los puntos centrales de la vida
del escritor, con el respaldo de varios
años de investigación y con el aporte de
testimonios del mismo Conti –en sus
obras y entrevistas– y de otras personas
con las cuales compartió su tiempo.
Su infancia, la familia, la militancia y el
compromiso político, su(s) vocación(es),
la literatura, las amistades… Todos estos
aspectos van delineando la silueta de un
escritor que ha dejado una estela en las
generaciones posteriores, ansiosas por
hallar modelos de referencia en los que
sobresalga su coherencia entre el decir y el
hacer, entre su escritura y su intervención
en la realidad. No ahorra detalles el
biógrafo acerca de sus inicios en la
escritura literaria, cuando cultivó la poesía,
allá durante sus años en el seminario
de los salesianos, primero, y luego en el
seminario Metropolitano Conciliar de
Villa Devoto. Allí conoció a Leonardo
Castellani, quien fue el único que pudo ver
con sus propios ojos las torturas a las que
el cuerpo de Conti fue sometido, aunque
no pudo por ello viabilizar su liberación.
Asimismo y entre otras informaciones que
pintan a Conti de cuerpo entero, el autor
del volumen se demora en comentar aquel
polémico gesto de Conti al rechazar la
beca Guggenheim por considerarla “una
de las formas más sutiles de penetración
cultural del imperialismo norteamericano
en América Latina”. También recuerda
sus premios, entre ellos el Barral, que la
editorial le entregó en 1971 por En vida
y que supuso la entrada de su obra en
España, y también el premio Casa de
las Américas, que la célebre institución
le otorgó en 1974 por Mascaró, el cazador
americano.
A partir del segundo capítulo, la
exposición de los temas pierde la lógica
lineal y el autor va desarrollando diversos
asuntos que giran en torno a la figura de
Conti y su época, que también es la época
actual. Esta apuesta conlleva el riesgo de
cometer algunas repeticiones, pero posee
la ventaja de aproximarse al escritor de
una manera más integral y abarcadora. De
acuerdo con esto, surgen reflexiones en
torno a las vinculaciones entre literatura
y militancia política, como así también
acerca del rol de los intelectuales tanto en
los procesos revolucionarios como en los
de elaboración de las memorias colectivas
post-traumáticas. Entre otros temas, se
refiere especialmente a su estrecha relación
con Cuba y a su admiración por el Che
Guevara, quien fuera fuente de inspiración
para pensar y cuestionar sus propios
posicionamientos. El texto se despliega
entre la narración en tercera persona
y la voz del mismo Conti, que se hace
presente, por ejemplo, en la transcripción
de fragmentos del Informe de Trelew, en
el cual Conti participó junto al resto de
los integrantes del grupo Barrilete. En
esa obra comentaba: “Levanto los ojos
y por encima de mi máquina descubro
el enorme póster con la figura del Che
que preside mi casa, San Ernesto de
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 77
la Higuera. Entonces le pregunto, te
pregunto: Comandante, ¿qué digo, qué
escribo que tenga la altura y el brillo de
aquella sangre o, aunque algo menos,
vaya pretensión la mía, la dignidad de esa
herida?”.
Así como en el cuento “Los caminos”, en
el cual Conti reúne a todos sus amigos en
la mesa del recuerdo, Duizeide estrecha en
su texto los lazos visibles e invisibles que
unieron a Haroldo con sus compañeros
de generación –Rodolfo Walsh, Paco
Urondo, Roberto Santoro y tantos otros–
y también con aquellos que lo inspiraron,
entre ellos Ernest Hemingway o los
neorrealistas italianos. La pasión de Conti
por los viajes y por la navegación, tanto
como su compromiso político militante,
atraviesan de principio a fin las páginas de
TODAS LAS POSIBILIDADES
Rafael Mammos
Rendicción
Mario Martín Gijón
Amargord, 2013
76 páginas
78 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES
este libro, que pretende delinear la figura
de un escritor inquieto y multifacético que,
también como sus coetáneos, hizo de su
escritura su mejor arma revolucionaria y se
jugó la vida en ese acto.
Alrededor de Haroldo Conti excede los
límites de una biografía tal como la
conocemos, no solo por su contenido,
en el que se entreveran y dialogan el
autor con su tiempo y el nuestro; sino
también por su forma, ya que exhibe
ciertas trazas literarias que seducen al
lector y le permiten penetrar en una
historia que, aunque no tiene un final
feliz, invita a la reflexión consciente sobre
un representante de aquel sector de la
sociedad que en los años sesenta y setenta
sembró la semilla de una transformación
interrumpida que aún hoy puede germinar.
D
esde el mismo título,
el poemario de Mario
Martín Gijón plantea una
bifurcación expresiva y, por
tanto, de sentidos. Rendicción trata de una
rendición vital ante una poderosa ausencia
que acaba condicionando la vida del
personaje que la sufre. Asimismo, o quizás
por ello, el personaje necesita re-decir
su existencia para conocerse de nuevo y
construirse, aunque sea con un puzzle
de sílabas y letras que abarca todas las
posibilidades expresivas de su tormento.
Por el continuo encaje de finales de versos
con el inicio del siguiente, Rendicción es
sin duda un libro visualmente llamativo,
pero vale decir que sus poemas no son
caligramas ni tienen una estructura
arbitraria. En el poema “des com puesto”,
por ejemplo, vemos un ejemplo de las
combinaciones que permite la forma:
“cadá // ve(z/r) / que no te ve / olo(o)
r / mi-yo (ya/de) muerto / barrunto / el
mundo en (t/h)orno / de podred(u/o)
mbre”. Diferentes situaciones relacionadas
entre sí suceden simultáneamente a través
de las indicaciones de cada paréntesis
o final de verso. Así sucede también en
el siguiente poema sin título: “tu rizo /
ma / dre / del en / canto / de nuestros
cuer / pos / tergados // en las horas /
de la noche fe / r(a/o)z/ ando / nuestro
encuentro”. Distintas ocurrencias léxicas
(rizoma, madre de la gracia, canto de
cuerpos olvidados) se dan a la vez
como para cubrir al máximo los rasgos
emocionales del abandono. La última
secuencia, por ejemplo, incluye una noche
feroz y fértil (feraz) cuyo tacto (rozando)
intuye un camino (ando) y un encuentro.
La complejidad y riqueza de expresión
aumenta a medida que se avanza por
las cuatro secciones en que el libro está
dividido. Aparecen otro dialectos del
español (“¿so(s) (ñ/n)ada?”), quizás
catalán (“luz y si me di / ce / nit”) y
francés (“sobre mi cuerpo / r(e/ê)ve /
n(é)ant”). En la sección cuarta, la más
radical, el español se combina con citas en
alemán, de Hölderlin en el poema “sI go
ciego”, y de Celan en “Reconacimiento”:
“Im Quell deiner Aug / en(c/t)endí”.
La cita no solo posibilita la frase “en la
fuente de tus ojos encendí y entendí” sino
que además conjura el mundo oscuro del
poema en cuestión de Celan, “Elogio de la
distancia”.
La cualidad más firme de Rendicción es el
hecho de que su desafiante y compleja
disposición de versos no distrae al lector
ni afecta a la esencia de los poemas. La
expresión de pérdida a través de un amor
casi cortés es el centro del libro, y la
formulación lingüística, extraña o no, es su
medio. Que Martín Gijón tiene un tema,
por así decirlo, queda claro en poemas más
directos: “¿vivir es despertar? / sonaba
insistente esa pregunta / y en una cuerda
dulce / me lancé a compartir tu sueño”.
En Rendicción asistimos a la reconstrucción
de algo partido, muchas veces usando
pedazos prestados que quizás no
formaban parte de la estructura original.
“Sin ti diezma(d/t)o / mi rostro / atroz /
(otr)os // lo recompondrán”. El poeta,
que lo sabe, nos permite ayudarle en su
trabajo.
REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 79
Materiales presenta bajo diversas formas
(entrevistas, encuestas, reportajes)
reflexiones sobre la producción cultural
desde un punto de vista material.
En esta ocasión, a partir de un
cuestionario, Borja Bagunyà propone una
reflexión sobre el mercado de la enseñanza
literaria, las concepciones de la literatura
que vehicula y su función en la sociedad
actual. Completan la sección las reflexiones
de Lolita Bosch a partir de su experiencia
en la Escuela Dinámica de Escritores
en México y de Clara Obligado, una de
las pioneras de los talleres literarios en
España
MATERIALES
ECONOMÍAS DE LA ESCRITURA
EL APRENDIZAJE DE LA ESCRITURA
COMO CAMPO DE PREGUNTAS
Borja Bagunyà
E
n algún momento de sus vidas, el responsable de un taller
literario y su alumno se encuentran ante una misma pregunta:
¿se puede enseñar a escribir? Es decir, ¿hay algo que se pueda
ofrecer al que escribe que sea capaz de provocar un cambio
sustancial –inducir a una mejora, plantear los términos de un desarrollo– en lo que, de hecho, ya ha aprendido por sí solo? A grandes rasgos, las respuestas a dicha pregunta dibujan un campo dividido entre una
idea más bien romántica del hecho literario, que insiste en la soledad del
aprendizaje del escritor y en su imprevisibilidad (y, por lo tanto, percibe
como falso cualquier intento de sistematización1) y su opuesto ilustrado,
optimista y abierto a las posibilidades de un intercambio colectivo siempre que dicho intercambio tome la forma de un diálogo crítico. Desde
el punto de vista romántico, confiar en que se puede enseñar a escribir
no cancela el problema de la legitimidad del taller literario, ni siquiera
con una demanda tan masiva como la que ha tenido en las últimas dos
décadas; tan solo la desplaza a otra serie de preguntas. Se puede enseñar
a escribir, de acuerdo. Pero ¿qué es lo que se enseña cuando se enseña a escribir? ¿Y quién está autorizado –y por medio de qué prácticas– a impartir
dicho conocimiento? ¿No se está falseando la experiencia de la escritura
cuando se la convierte en producto y se la ofrece, bajo una sospechosa
apariencia de democratización, al alcance de todos y a cambio de un tanto al mes? Ante la reticencia tardorromántica, tanto el tallerista como la
dirección de una escuela como la Gotham’s de Nueva York o la Escola
d’escriptura de Barcelona, que gestiona unas dos mil matrículas cada año,
responden con su propio set de contrasospechas. ¿De dónde proviene
esta insistencia en la necesidad de una formación en soledad cuando se
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acepta la institucionalización del aprendizaje en el resto de disciplinas
artísticas, desde la pintura hasta el cine pasando por la escultura, la música
o la fotografía? ¿Es que Picasso es menos genio por haber estudiado en
la Llotja? ¿No hay algo anacrónico en la resistencia a pensar la literatura
como la entrada de un sujeto en un lenguaje y no como la expresión –y
casi la consecuencia necesaria– de un sujeto genial? ¿Qué es lo que se
pierde –qué cualidad aurática de lo literario– cuando se acepta la posibilidad de un aprendizaje organizado del conjunto de saberes que forman
parte de la escritura literaria?
Sea como sea, la proliferación de talleres literarios, cenáculos
poéticos, laboratorios de escritura y escuelas con cartel de autores publicados ha permitido la consolidación de una pedagogía de lo literario fundada
en la constatación de que, como apunta Ignacio Molina en respuesta al
cuestionario de Puentes, “si se puede aprender a escribir, entonces, también se puede enseñar a escribir”. Aunque inmediatamente matiza: “Claro
que esa enseñanza no es tan lineal como puede ser la de, por ejemplo,
enseñar a hacer una mesa o a cocinar correctamente una torta”. Se trata
más bien de encontrar un equilibrio, un principio de articulación, entre lo
singular de un proceso de aprendizaje personal, errático e irrepetible
“¿Qué se enseña cuando se enseña a
y lo compartido de un programa,
sea un principio metodológico o
escribir? ¿Y quién está autorizado a
un conocimiento técnico determiimpartir dicho conocimiento?”
nado que, en principio, debería ser
válido o, como mínimo, útil para
todo escritor. Aquí reside una de las características –y, a su vez, uno de los
principales problemas– de los programas de escritura; que, como los describe Mark McGurl, suponen la “institucionalización de lo anti-institucional”. “Por muy asistemático o incluso antisistemático que se considere”,
escribía Louis Menand en un artículo de 2009, “el programa de escritura
creativa es un sistema”. Quizás sea interesante aquí recurrir a la noción de
“espacio”2 para matizar tanto el alcance del optimismo ilustrado como las
resistencias del escepticismo romántico.
ESCRIBIR COMO UN MODO DE LEER(SE)
Es difícil cuestionar que el mejor modo de aprender a escribir es,
como sostiene King, leyendo y escribiendo mucho. Pero no está escrito
en ningún lado que esta lectura deba hacerse en estricta soledad. De hecho, el modo de lectura característico del escritor toma siempre la forma
de un diálogo crítico que no se opone de ningún modo a su actualización
colectiva. En esto insiste casi todo lo dicho sobre el aprendizaje literario:
el escritor se acerca a lo leído armado con una serie particular de preguntas (formales, estructurales, temáticas, estilísticas, etc.) que, entre otras
cosas, persiguen la recreación de la serie de decisiones que resultaron en
la forma final del texto. Lee para ser capaz de escribir lo que lee, aunque
nunca lo haga; su lectura, por lo tanto, se resiste al tipo de pasividad que
se asocia con la lectura hedonística porque está permanentemente inscrita
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en un proyecto. Persigue un tipo específico de saber, un plano de objetividad a partir del cual el escritor pueda entablar una discusión con el texto
y su lógica compositiva, es decir, entender el modo como ha sido construido (sus estrategias retóricas, la relación de dichas estrategias con su
tema, detectar una idea de mundo detrás de dicha relación) para después
posicionarse respecto de esta construcción (validar sus estrategias como
suficientes o como caducas, cuestionar la organicidad de su relación con
el tema tratado, matizar su concepción del mundo).
En este sentido, el análisis y la discusión que el escritor establece
con lo que lee debería poder trasladarse a un contexto colectivo sin demasiado problema. Al fin y al cabo, discutir las propias lecturas y hablar
de lo que uno hace o trata de hacer no es una actividad meramente expositiva; es ya, en ella misma, creación, en la medida en que pensar la propia
escritura es ya en sí escritura. ¿Por qué este tipo de pensamiento debería
ser exclusivamente privado? ¿No es esta clase de intercambio crítico lo
que uno encuentra en los salones
franceses, las conversaciones de
“Lo que se promueve en los talleres
café (desde los circuitos londinenliterarios es aprender a leerse, ejercitarse
ses que alimentaron The Spectator
hasta los cafés porteños donde se
en la difícil tarea de la autocomprensión”
tradujo legendariamente Ferdydurke) y tantos otros tipos de círculos
de amistades? ¿No son las anotaciones en diarios, las reseñas críticas o los
prólogos que ciertos autores escriben para las obras de otros autores objetivaciones de este diálogo constante que la escritura inminente mantiene
con la dada? Entender la historia de la literatura como el conjunto de participaciones relevantes en una discusión abierta (sobre el ser del mundo,
del hombre, de lo literario) contribuye a la legitimidad de un espacio de
discusión como puede serlo un taller literario, precisamente porque ayuda
a distinguir aquello que es “enseñable” de lo que no lo es.
Como dice Jorge Carrión, coordinador y profesor del Máster de
Escritura Creativa de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, no se
trata solo de profundizar en lo que Ricardo Piglia llama la “lectura estratégica”, sino también de familiarizar al escritor con la teoría y la historia
literarias “para enriquecer tu lectura y tus mecanismos de apropiación”.
Clara Obligado habla de “tomar distancia con respecto a la propia obra”
y de “aprender a aceptar las críticas como algo positivo” como elementos
fundamentales de lo que se puede enseñar a un escritor. No se trata, en
ningún caso, de plantear un nuevo requisito para la escritura, sino de proponer un espacio de contacto con tradiciones que permitan al interesado
situar su propia práctica en un devenir histórico e inscribir esa práctica
en un entramado de preguntas y respuestas previas. En definitiva, lo que
se promueve en estas pequeñas figuras de la esfera pública habermasiana
que son los talleres literarios es, fundamentalmente, aprender a leerse,
esto es, ejercitarse en la difícil tarea de la autocomprensión.
“Escribir”, declaraba Mario Bellatin en conversación con la periodista Graciela Goldchuk, “consiste en descubrir quiénes somos y en
hacer una propuesta a partir de ello”. Convencido de que “la literatura
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no se puede enseñar”, Bellatin, junto con Lolita Bosch, fundó en 2001 la
Escuela dinámica de escritores, en la que lo único prohibido es escribir.
Planteada pues como un espacio de contacto de autores con procesos,
experiencias de escritura y modos de pensar la propia práctica, la Escuela
Dinámica de Escritores quizá sea la radicalización de la idea de la escritura
como lectura de sí, no solo en lo que respecta a lo que uno escribe sino,
sobre todo, a lo que uno es cuando escribe. Plantear la escuela como un
espacio en el que descubrirse como autor es un bonito acto de modestia
pedagógica. Escribir se piensa no tanto como la adquisición de unas técnicas y de unos saberes, sino como la construcción de uno mismo como
autor. Se distingue así de una concepción esencialista que piensa al escritor como algo que ya se es y que, por lo tanto, terminará imponiéndose
al margen de trabajos o desarrollos. Ser escritor es más bien el producto
de una construcción y esta construcción puede acompañarse, incitarse,
formalizarse en un marco colectivo. Naturalmente, para esto se parte de
un talento, de un sentido para el lenguaje, de una disposición natural hacia
la palabra. Ring Lardner ya manifestó que no se puede hacer un escritor
de alguien que ha nacido para ser farmacéutico. Por eso, para que una
escuela literaria tenga algún tipo de sentido, es necesario que uno ya escriba, que ya haya leído y que desee seguir escribiendo. A partir de ahí, se
puede potenciar lo ya existente, desarrollar talentos, grandes o pequeños,
maduros o inmaduros, exponerlos a obras, a problemas, a sensibilidades
diversas con tal que cada autor en potencia encuentre un interlocutor
productivo. Como dice Juan Marini, “no se le puede enseñar a nadie a ser
Nabokov, pero sí a descubrir lo que quizá tenga, y ayudarle a potenciarlo”. En este sentido, leer y leerse, pensar y pensarse son momentos de un
proceso de escritura que solo avanza si se respeta su cualidad digresiva,
errática, resistente a toda domesticación. La escritura consiste en un llegar
que no llega nunca, que solo llega, si se quiere, en su no llegar.
ESCUELA, TALLER, LABORATORIO
“Leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los
alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía,
Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces
Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento
no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico. El método era idóneo
para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se
cimentaran en la enfermedad y el rencor”
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes
Hasta ahora, los espacios que han tratado de dar cabida a este
“no llegar” de la escritura se han organizado alrededor de tres conceptos
que dan nombre a dos tipos complementarios de trabajo: el de la escuela, por un lado, y el del taller y del laboratorio, por el otro. La noción
de “escuela” de escritura delata una confianza considerable en la existencia de una serie de leyes, de principios y de técnicas objetivables que
participan de lo literario y que pueden ser sistematizadas, compartidas y
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perfeccionadas por medio de la lógica del ensayo y el error. La escuela,
pues, trabaja sobre las recurrencias (enseña lo que se ha dado, lo que se
ha comprobado como efectivo a lo largo de siglos de escritura, lo que
“persiste”, lo que “funciona”), es decir, sobre lo compartido. No es casual
que el cuerpo central de la mayoría de escuelas de escritura se centre en
la adquisición de lo que se ha dado en llamar “técnicas de escritura”, no
porque la técnica sea el todo de lo literario, sino porque no hay literatura
que no ponga en uso dicha técnica. Podría decirse que la escuela trabaja
con lo retórico desde una concepción estética de lo literario, donde lo retórico es lo colectivo y lo estético, lo individual. En esta medida, se ve en
la posición de formular una promesa cumplible: la de exponer al alumno
a un conocimiento que, en él mismo, es incuestionable. Nadie se pondrá
a dudar de la pertinencia de distinguir entre tipos de narradores o de las
diferencias entre el show y el tell. Se puede cuestionar el peligro que subyace a esta orientación científica de la escritura, es decir, el de confundir
el lenguaje literario con lo literario mismo –y, por tanto, inducir a la falsa
idea de que la aplicación prolija de lo enseñable resulta necesariamente en
literatura– pero la escuela tiende a separar lo que es literatura de lo que
es narrativa. Hasta cierto punto, la narrativa responde a códigos objetivables; la literatura, en cambio, parte de dichos códigos para avanzar hacia
el espacio de lo singular, de lo irreductible, de lo que depende, ahora sí,
de cada autor.
La idea de un taller o de un
laboratorio de escritura parece
“La narrativa responde a códigos
incidir más en una práctica exploratoria. Al alumno del taller se le
objetivables; la literatura parte de
presupone la técnica para incidir
ellos y avanza hacia el espacio de lo
en el despliegue de una obra persosingular”
nal. Aparecen aquí las nociones de
“voz propia”, de “estilo”, de “proyecto”. Gabriela Berjman habla de “propiciar la escritura de quien quiere
escribir, en su propio camino, con sus propias voces”. Ignacio Molina
enfatiza “la manufactura, la artesanía de la narración” como el aspecto
central de su propuesta tallerística, especialmente ocupada en trabajar a
partir del placer de la narración. Aunque el taller se aleja de la concepción
escolar en su énfasis en la práctica intensiva (escribir mucho, reescribir
mucho, comentar mucho lo escrito), esta exploración contempla diversas
dimensiones del hecho literario. Solange Camauër las sintetiza de modo
espléndido cuando observa que la literatura puede ser abordada desde la
teoría, la lectura y la escritura: “Una misma cuestión (el recurso del fluir
de la conciencia, por ejemplo) merece una explicación histórica y teórica,
la lectura del último capítulo del Ulises, y una consigna que aliente esa
escritura”.
A diferencia de la escuela, el contenido de un taller o de un laboratorio de escritura depende del perfil y los intereses del que lo imparte.
Por esta razón, el taller de autor, el seminario o el curso intensivo se
deben pensar como posibilidades para desarrollar lo que a un escritor
determinado le interesa. Esta flexibilidad propia del taller funciona como
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recordatorio de la dificultad, si no imposibilidad, de plantear un mismo
recorrido –un mismo desarrollo– para todo escritor. Cada obra precisa
de un tiempo; cada autor, de un estímulo; cada objeto, de una flexión del
lenguaje. En este sentido, el taller debería tomar la forma de su alumno
–la forma del contramolde, si se quiere–, que le permitiría al tallerista
funcionar como interlocutor ideal. Interlocutor, es decir, miembro activo de
un diálogo susceptible de transformar a todo aquel que esté verdaderamente implicado en él. Al fin y al cabo, como observaba Wallace Stegner3,
¿cómo puede nadie enseñar a escribir cuando nunca se está seguro de lo
que se está haciendo? ¿Qué es lo que se puede enseñar, sino lo aprendido
en la propia experiencia? Según el matiz que propone Juan Martini, enseñar sería entonces transmitir, esto es, compartir una experiencia que no
necesariamente ha de resultar en un saber definitivo, sino que puede consistir en algo más vago, pero no por eso menos importante: una reflexión
sobre los términos de una lucha concreta, la exploración conjunta de un
problema particular y de los posibles ángulos de abordaje; en aprender a
habitar, si se quiere decir así, la intemperie. Considerado como una comunidad de conversadores, no resulta sorprendente la observación, también
de Martini, sobre lo difícil de dar por terminado un taller:
En qué momento se termina un taller es toda una cuestión. Las
personas tienden a habituarse, a hacer del taller un lugar de encuentro y de intercambios y son propensos a no interrumpir.
Quizás sea este el signo definitivo del éxito de un taller: el que
lo hace desaparecer como práctica distintiva y lo reinscribe en la cotidianidad, lo despoja de todo rasgo institucional y lo devuelve a su origen
dialogado, espontáneo.
DOS TRADICIONES
La dos pulsiones presentes en la pedagogía de lo literario –la
que tiende a formalizarse en academia o en escuela, y la que se mantiene
en la práctica autorial del taller o del laboratorio– han cuajado en dos
tradiciones que atraviesan el siglo XX. La primera, y fundamental, es la
que constituyen los programas de escritura creativa norteamericanos; la
segunda, que, en cierto modo, deriva de la primera, es la del “taller de
autor” tal como florece en el ámbito hispanoamericano. La expresión
“escritura creativa”, o creative writing, que parece irritar a tantos (“¡toda
escritura es creativa!”), nace en el período de entreguerras para distinguir
el tipo de curso de escritura que no es ni el de Inglés de primer año ni el
tipo de escritura destinada a la redacción de informes técnicos. La designación de “creativa”, pues, parece indicar una relación con el lenguaje que
se aleja deliberadamente de su uso instrumental o “clásico”, en el sentido
de “sujeto a una norma” y gobernado por la corrección, la propiedad y la
adecuación. Wallace Stegner, que fue alumno del Iowa Writer’s Workshop
y fundador del programa de Creative Writing de la Universidad de Stanford, entiende que la escritura creativa nació para satisfacer la necesidad
de desplegar un interés –y un placer– por el lenguaje que se veía reprimiREVISTA PUENTES | MATERIALES | 87
do bajo cualquier otra aproximación a la palabra. En este sentido, la “escritura creativa” designaría aquel tipo de escritura cuya función principal
no es la transmisión de información sino el juego imaginativo.
La primera clase de escritura creativa de la Universidad de Iowa,
“Verse-Making”, se ofreció en el semestre de primavera de 1897. En 1922,
Carl Seashore, el entonces decano de la Universidad, aceptó la posibilidad de considerar las obras de creación como convalidables por una
tesis doctoral. En 1936, Wilbur
Schramm fundó un taller de es“Aunque no se ha conseguido
critura creativa que terminaría por
fundamentar la enseñanza de lo
imponerse como modelo en el
ámbito norteamericano, primero,
literario, los números contribuyen a la
y en el internacional más adelante.
convicción de que escribir es, en efecto,
Además de cursos variados sobre
enseñable”
literatura, el programa del Creative
Writers’ Workshop toma la forma de
un seminario en el que, durante varias horas, se discuten colectivamente
las piezas que los alumnos han mandado previamente, con la finalidad de
obtener tanto un mayor conocimiento sobre las virtudes y los defectos de
la propia escritura como orientaciones sobre cómo perfeccionar dichos
textos. Al final del recorrido, el alumno consigue el título de Master of
Fine Arts. Diez años más tarde, en 1946, Wallace Stegner fundó el mencionado programa de escritura creativa en la Universidad de Stanford, por
el que pasaron, entre otros, Ken Kesey, Tobias Wolff, Raymond Carver y
Vikram Seth. En el 1947 dan comienzo los seminarios de escritura de la
Universidad Johns Hopkins y el año siguiente la Universidad de Cornell
abre su programa propio. A pesar de que nadie ha conseguido sistematizar ni fundamentar la enseñanza de lo literario (en el caso del programa norteamericano todavía más claramente, en la medida que la clase
de escritura creativa no consiste tanto en el dictamen de la opinión del
maestro como de la creación de una dinámica de comentario de la que se
ocupan, principalmente, los alumnos matriculados; del profesor depende
la creación de dicha dinámica. Por esto, Menand puede escribir, en el
mencionado artículo, que los programas de escritura creativa están diseñados a partir del principio de que estudiantes que nunca han publicado
un poema pueden enseñar a otros estudiantes que tampoco han publicado un poema a escribir poemas publicables), a pesar de la indefinición de
aquello que sustenta la creación de un programa de escritura, los números
contribuyen a la convicción de que escribir es, en efecto, enseñable. En
1975 había, en Estados Unidos, quince programas de escritura creativa
capaces de otorgar un Masters Degree in Fine Arts. En 2009, se cuentan
ciento cincuenta y tres. En 1983, había setenta y nueve grados en escritura
creativa y actualmente hay ochocientos treinta y dos.
Quizás lo más llamativo del caso norteamericano sea esta consciencia inmediata de la pertinencia de la escritura creativa en el ámbito
universitario. Pensada tradicionalmente como extensión de los llamados
Estudios Ingleses (aunque esta idea haya sido discutida recientemente), la
escritura creativa ha conseguido un encaje más o menos armónico entre
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los estudios secundarios y los superiores, por un lado, y entre los superiores y el mercado editorial, por el otro. El caso de Michael Chabon es, en
este sentido, ejemplar. Michael Chabon escribió The Mysteries of Pittsburgh
como trabajo final de Máster de la Universidad de California, Irvine, gracias a la cual obtuvo su Master of Fine Arts en Escritura Creativa. Donald
Heiney, su tutor, mandó el original a un agente literario, que consiguió
vender los derechos de publicación por 155.000 dólares. La novela se publicó en 1988 y se convirtió inmediatamente en best-seller. Quizás a un nivel más anecdótico, hay que tener en cuenta, atendiendo a la articulación
entre pedagogía y práctica literaria, que, según cuenta Chabon, descubrió
su vocación literaria a los diez años al obtener la máxima calificación en
un cuento escrito como deber escolar. “Pensé para mí: ‘Ya está. Eso es lo
que quiero hacer. Puedo hacer esto’. Y nunca cambié de opinión ni tuve
dudas”.
A su vez, la articulación entre la práctica de la escritura y su enseñanza ha consolidado un circuito institucional que permite al escritor un
tipo de profesionalización que tradicionalmente se le ha resistido. El caso
de Stegner, alumno del Iowa Writer’s Workshop y fundador del programa
de Stanford, de Raymond Carver, cuya vida transcurre en relación con
distintas formas de enseñanza de la escritura, o de David Foster Wallace,
quien obtuvo su Master of Fine Arts in Creative Writing de la Universidad
de Arizona y fue profesor del programa del Pomona College, son signos
claros de la eficiencia de este encaje. A su vez, esta estrecha relación puede ser leída como una forma de estancamiento de la práctica literaria y, en
su extremo, de corrupción. McGurl observa que, después de la Segunda
Guerra Mundial, los escritores de ficción más importantes han “salido”
de la universidad o han tenido algún tipo de contacto con ella. A su vez,
también los lectores más decisivos
(tanto en el sentido de “capaces”
“El taller literario hispanoamericano se
como en el de “influyentes”; McGurl utiliza serious) de ficción han
injerta en la estrategia de resistencia de
sido formados en la universidad,
la universidad de las catacumbas”
de modo que se dibuja la sombra
de un pequeño círculo que algunos
consideran vicioso4.
La escritura creativa no siempre ha encontrado un lugar en la enseñanza oficial. A diferencia del caso norteamericano, y con la excepción
de Augusto Monterroso, que dirigió el Taller de Cuento de la UNAM
y el Taller de Narrativa del Instituto Nacional de Bellas Artes, el taller
de autor de tradición hispanoamericana florece como práctica privada,
cenacular, organizado en muchos casos alrededor de un nombre relativamente consagrado. El fenómeno del taller de autor se gesta durante
los años sesenta y se consolida durante los setenta, con casos como los
del Taller Literario Aumen, que Carlos Alberto Trujillo fundó el 1975
en Chile, el del grupo Grafein, fundado ese mismo año y que en 1980
publicó una de las primeras sistematizaciones teóricas y metodológicas
sobre la enseñanza de la escritura5 o el que José Donoso condujo a los
largo de los ochenta y que encontró su relevo en el de Diamela Eltit. DeREVISTA PUENTES | MATERIALES | 89
bido a las convulsas historias políticas de países como Chile, Argentina y
Cuba, el taller literario hispanoamericano se injerta en una estrategia de
resistencia más amplia, la de la universidad de las catacumbas, que encuentra
en el domicilio particular el espacio para ejercer una libertad de opinión
y de pensamiento negada en la práctica pública. La cuestión del relevo es
fundamental y funciona como una forma de legitimación que sustituye a
la institucional, propia del caso norteamericano. En un artículo publicado
en el Suplemento Cultura(s) de La Vanguardia, Jorge Carrión refiere, como
ejemplo de la importancia de esta continuidad, el caso del taller que Abelardo Castillo condujo en Buenos Aires, por el que pasó Liliana Heker
quien, en 1978, fundaría su propio taller por el que, a su vez, pasarían
Pablo Ramos y Samanta Schweblin, y el caso de Claudia Piñeiro, que pasó
por el taller de Guillermo Saccomanno, fundado en los años noventa.
En este sentido, como observa Jorge Carrión, los buenos talle“El taller de autor latinoamericano se
res se convierten, con el paso del
tiempo, en eslabones de la historia
caracteriza además por su recepción de
cultural. En ellos sedimentan y esla teoría literaria francesa”
tratifican campos de tensiones históricos y se hace posible el relevo,
la evolución. El taller de autor latinoamericano se caracteriza, además,
por su recepción de la teoría literaria francesa (Barthes, Foucault, Lacan,
Derrida) y plantea el taller ya no como la transmisión de un saber sino
como una práctica intensiva y extensiva de lectura, que tiene tanto de close
reading radical como de reflexión teórica sobre la escritura misma.
En el caso español, la forma más reciente de la escuela privada
de escritura nace a mediados de los ochenta como resultado de la mezcla
de estas dos tradiciones. Es el caso de la escuela de escritura más antigua
de España, Fuentetaja, que nació de mano de Ramón Cañelles. “Corría
el año 1985”, escriben en respuesta al cuestionario de Puentes, “y muchos
escritores españoles ni sabían lo que era un taller literario. En cualquier
caso, cabría aclarar que en rigor no fuimos los primeros. En el Madrid
de los ochenta había dos o tres talleres literarios regentados por argentinos, la mayoría exiliados políticos. Conocimos a varios y ese contacto fue
muy valioso para nosotros”. Entre ellos, Clara Obligado, responsable de
un “taller de autor” todavía en marcha. Más adelante, los fundadores de
Fuentetaja integraron el taller de autor en una estructura académica de
tradición norteamericana. De este modo, Fuentetaja fijó un modelo de
academia total en la que se ofrece un tronco escolar de adquisición de
saberes, digamos, compartidos, que dialogan con actividades seminariales
más parecidas a un taller de autor6. Esta coexistencia de lo escolar con lo
tallerístico caracterizará todas las organizaciones nacidas posteriormente que fijen una estructura académica, sea en el ámbito privado o en el
público, de gran espectro. El Gotham Writer’s Workshop, que nace en 1993
cuando Jeff Fligelman y David Grae imparten una primera clase gratuita
en un piso del Upper West Side de Nueva York que convence a todos
los asistentes a inscribirse para el resto del curso, presenta una amplia
oferta de cursos, que va desde los talleres de un día hasta cursos de diez
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semanas. La voluntad inclusiva caracteriza estas academias de gran formato, que tienen que sostener estructuras de hasta más de un centenar
de profesores7. La Escola d’Escriptura, que nace el 1998 de mano de Pau
Pérez y Jordi Muñoz, sigue un patrón similar. Con casi dos mil alumnos
anuales, cien profesores, una amplísima oferta de cursos presenciales y
virtuales en casi todos los géneros, seminarios, cursos en humanidades y
la posibilidad de asesoramiento personalizado, la Escola se ha impuesto,
en quince años, como la mayor escuela europea en número de matriculados. Mediante su oferta omnicomprensiva, la escuela de gran formato
no solo persigue la captación de tantos alumnos como sea posible, sino
sobre todo su fidelización. En esta línea, aunque en dimensiones más
reducidas y con una mayor orientación tallerística, estarían el Laboratorio
de Escritura, dirigido por Leonardo Valencia, la Escuela de Escritores y el
Hotel Kafka. Hay, en este tipo de escuela, una clara voluntad de ofrecerse
como espacio capaz de interesar a cualquier tipo de escritor, cualesquiera
que sean su formato específico o sus necesidades. En este sentido, la
escuela trabaja para poder acompañar al interesado en su proceso de Bildung, entendiendo que dicha formación es un proceso abierto que puede
extenderse a lo largo de toda una vida.
La residencia para escritores se plantea aquí como una alternativa
interesante al resto de ofertas. Habitualmente, la residencia se constituye
no como un espacio formativo o instigador, sino como un instrumento
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de posibilitación. Si al escritor no se le puede enseñar nada, lo que sí se
puede es facilitar lo que es su proceso natural de escritura, eliminando,
durante un tiempo, limitaciones, restricciones y otros problemas. Previo
proceso de selección, que generalmente consiste en una selección de obra
escrita, currículo, carta de motivación y la descripción del proyecto a desarrollar, la residencia se ofrece como un espacio de escritura que permite al autor sustraerse, durante el período que dure dicha residencia, a la
temporalidad –urgente, pautada, subordinada a la eficiencia– propia del
mundo laboral, que tiende a oponerse a la temporalidad de la escritura. Ciertas residencias, más que ningún otro programa, entienden que la
posición del escritor tiende a ser frágil y se propone como ayuda, sea en
términos de beca, sea, sencillamente, porque ofrece un espacio gratuito
durante un tiempo que el autor dedica a su proyecto. Obviamente, las
condiciones varían en función de la residencia y hay tantas que, más que
de oferta, habría que hablar de red. Es interesante destacar, no obstante,
que la residencia se aproxima al escritor en tanto que escritor ya formado
y, por lo tanto, lo interpela como profesional8.
En los noventa y hasta el momento presente, han aparecido actualizaciones llamativas de estos mismos modelos. En 1994, Alessandro
Baricco funda en Turín la famosa Scuola Holden, que presenta un programa de escritura interdisciplinar caracterizado, entre otras cosas, por su
trabajo con varios lenguajes narrativos; en 2002, Dave Eggers y Nínive
Calegari ponen en marcha el programa 826 Valencia, en San Francisco,
concebido como un laboratorio de escritura para niños, cuyo éxito ha llevado a repetir el formato en Nueva York, Chicago, Seattle y Los Ángeles,
entre otras ciudades, con un volumen de 6.000 estudiantes y un cuerpo
de 1.700 voluntarios y educadores. El Máster en Creación Literaria de la
Universidad Pompeu Fabra de Barcelona aparece en 2008 como iniciativa pionera en la Península y, por primera vez, propone un programa de
formación literaria, inspirado en el modelo de Iowa, en el ámbito de la
enseñanza pública. Y, en Buenos Aires, la UNTREF ha arrancado una
Maestría en Escritura Creativa.
PROBLEMAS Y APERTURAS
La pedagogía de lo literario, pues, parece ganar pie en todos los
terrenos. Sin embargo, se encuentra bajo una sospecha que no se aplica a
ninguna otra disciplina artística. Una de las razones que se aducen a menudo para explicar esta sospecha habla de una dominante cultural. Según
esta idea, la cultura europea todavía se aferra a una idea del escritor como
genio que no precisa de un aprendizaje porque, a diferencia del pintor o el
escultor, ya posee su herramienta –el lenguaje. Al escritor, pues, no puede
enseñársele nada; de hecho, la idea misma de un aprendizaje (pensado
en términos prescriptivos) parece caer del lado de la corrupción, entendiendo que lo que caracteriza al genio es, precisamente, su capacidad para
violentar toda prescriptiva. Obviamente, esta es una exposición más bien
ingenua. No hay idea de genio que no plantee la necesidad de conocer la
norma para, a partir de ahí, ejercer la cacareada transgresión productiva.
92 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
Pero este conocimiento tiende a dejarse del lado de la lectura personal,
la propia capacidad de asimilación. La tradición anglosajona, en cambio,
más pragmática, tendería a concebir la escritura como un oficio y al escritor como un artesano. Lo que convierte a un individuo en un escritor es
su hacer; mientras que la tradición europea lo pensaría en términos del ser
y, por lo tanto, lo eximiría de toda formación organizada. De hecho, atender –o impartir– una clase o un taller de escritura sería precisamente el
signo de una falta de genio. Puede haber algo de eso en la relación que los
distintos campos culturales establecen con la pedagogía literaria. Lo que
es evidente es que esta distinción no solo simplifica, sino que no puede
imputarse a continentes o a tradiciones. Las dos posiciones que se dibujan
se encuentran, en distintos grados, en casi cualquier escuela o taller. Si no
puede negarse (y nadie niega) que el talento es una cuestión innata, sí se
puede enfatizar la importancia de su desarrollo.
Una de las preguntas que formula aquí el escéptico tiene que
ver con los agentes autorizados para propiciar este desarrollo y con las
prácticas que los autorizan. A pesar de admitir que alguien que no se
dedica a la escritura puede enseñar en la medida que escribir se piensa
como práctica de lectura, la clave para la legitimidad del profesor o del
tallerista es la esquiva noción de experiencia. Según los responsables de
Fuentetaja, que “el profesor no haya participado de los mecanismos de
la creación ni pueda compartir una
experiencia personal sobre lo que
“La tradición anglosajona, más
enseña” dificulta las cosas. Juan
pragmática, concibe la escritura como
Martini propone sustituir “enseun oficio y al escritor como un artesano”
ñar” por “transmitir”, entendiendo que la transmisión de la propia
experiencia es el núcleo de la pedagogía literaria. Uno de los problemas
que plantea la noción de experiencia tiene que ver con los peligros de
apoyarse en una idea tan esquiva. ¿En qué consiste dicha experiencia?
¿Qué debe hacer uno para adquirirla? ¿Puede transmitirse, efectivamente,
completamente, dicha experiencia? ¿No es un modo más o menos sutil
de enmascarar un adoctrinamiento? La lista recurrente de acusaciones
tiende a cuestionar la legitimidad del profesor desde este punto de vista.
Se le acusa de querer imponer un modelo de escritura (léase la cita de
Bolaño con que abríamos una sección anterior), de autofundar una autoridad inexistente en cualquier disciplina artística a partir de una práctica
que no por realizada tiene por qué sedimentar saber y que, además, se
ve sujeta por definición a la incertidumbre. Se sospecha entonces, a su
vez, de la legitimidad de la empresa, de la que se piensa que adultera,
simplifica y violenta la experiencia verdadera de la escritura con el fin de
convertirla en producto y poder, así, capitalizarla (aunque, en este punto,
la noción de “experiencia verdadera” debería ser igualmente cuestionada).
Se apunta aquí a un primer riesgo de esta expansión, que tiene que ver
con la confusión entre el decir y lo dicho, esto es, la que se desprende de
la organización, sistematización y comercialización de saberes relacionados con la escritura y la que, precisamente en virtud de este proceso, los
plantea como un producto, como una mercancía, al alcance de todo aquel
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que esté dispuesto a pagar lo que se pide por él. Al nivel de lo dicho, la
mayor parte de escuelas y talleres insisten explícitamente en los límites de
lo que puede ofrecerse realmente. La distinción entre escribir y ser escritor
antes mencionada es, en este sentido, crucial, y en sentidos opuestos. Por
un lado, porque permite establecer un límite claro a lo que se ofrece;
por el otro, porque esta misma limitación abre la escritura a todo aquel
que quiera practicarla, sea como actividad doméstica y privada, sea como
hobby, sea como lo que sea. En la línea que decide la legitimidad de esta
segunda práctica reside parte de esa pérdida de lo aurático que apuntamos
al principio del artículo y donde se esconde el peligro de una respuesta
aristocratizante a lo que podría pensarse como una democratización de la
escritura. La práctica misma, en cambio, contradice esta insistencia. Al fin
y al cabo, el alumno de una escuela o de un taller es, a su vez, consumidor
y, por lo tanto, cliente, con lo que se abre un reto para la pedagogía de lo
literario, a saber, encontrar modos eficientes de combatir la concepción
de que lo que se adquiere es un objeto clausurado y la pasividad que puede conllevar dicha concepción.
Uno no puede acusar a la escuela o al programa de escritura
creativa de ser, en este sentido, deshonesto9. El programa de Escritura
Creativa de Iowa, quizás el más prestigioso del mundo, acredita dieciséis
premios Pulitzer y tres Poetas Laureados como graduados del programa
pero, como observa Menand, la posición oficial de la escuela es que, de
hecho, el programa ganó más por lo que dichos escritores trajeron que
dichos escritores con lo que el programa les ofreció. En la web oficial del
programa, se lee lo siguiente:
Aunque estamos parcialmente de acuerdo con la insistencia popular de
que la escritura no se puede enseñar, existimos y actuamos bajo la premisa de que el talento puede desarrollarse, y percibimos nuestras posibilidades y limitaciones como escuela bajo esa luz. Si uno puede “aprender” a
tocar el violín o a pintar, uno puede “aprender” a escribir, aunque ningún
proceso de aprendizaje inducido externamente puede asegurarle que lo
hará bien. En consecuencia, el hecho de que el taller pueda presentar
como ex alumnos a poetas, novelistas y cuentistas destacados nacional e
internacionalmente es, creemos, más el resultado de lo que ellos trajeron
aquí que de lo que adquirieron de nosotros. Continuamos buscando el
talento más prometedor en el país, con la convicción de que la escritura
no puede ser enseñada, pero los escritores pueden ser alentados.
Ni siquiera en Iowa, pues, se encuentra ninguna presunción de
que lo que uno pueda aprender en sus programas de escritura puede
transformar un talento o una naturaleza determinados. ¿No es un poco
inapropiado cobrar alrededor de cinco mil dólares por semestre, no ya
para enseñar, sino para “alentar” escritores? Obviamente, la pregunta es
tendenciosa. Presupone que un saber no cerrado, e incapaz de “resultar”
en algo objetivable, no es legítimo. Además, ya ha sido respondida. Wallace Stegner observaba, en los ochenta, que ningún taller puede “producir”
escritores del mismo modo que una facultad de ingeniería produce ingenieros. Quizás el cambio se encuentre en la transformación de las posiciones que dichos programas ocupan en el tejido institucional y laboral que
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comentamos más arriba. En relación a este cambio, McGurl sostiene que
la universidad, espacio principal de florecimiento de la escritura creativa
en Norteamérica, se plantea a sí misma como una máquina de la diferencia (“difference engine”), ocupada tanto en producir investigación original
como “gente original”. Es, pues, meramente, una forma de distinción
social que no depende tanto de un talento como de una capacidad adquisitiva. Su producto no es ya la escritura, sino una posición simbólica que,
además, permite el despliegue de ciertas estrategias disciplinarias. En este
sentido, la “institucionalización de lo anti-institucional” que antes hemos
comentado explica, según Menand, por qué las instituciones son tan receptivas a los programas de escritura creativa. Son, según la expresión de
Menand, lo “exterior contenido en lo interior”.
Desde esta convicción, el escéptico puede denunciar el aprendizaje de la escritura como domesticación de algo que se piensa salvaje.
En la línea de Louis Menand, Jorge Carrión sitúa esta domesticación en
el marco de lo que Eva Illouz, entre otros, denominan la “sociedad o
cultura terapéutica”. La difusión y comercialización actuales de la escritura corren el riesgo de devenir instrumento de un autoanálisis o de una
autorrealización, ambos sospechosamente alejados de la literatura
misma. Vista así, la reinscripción
“Uno se plantea si este exceso de celo
en la cotidianidad del taller, su vorespecto a lo literario no tiene que ver
luntad de acompañar al escritor en
con una concepción romántica
formación, puede ser leída como
de la escritura”
su secreta conversión en grupo de
apoyo. Si antes hablamos del retorno del taller a su naturaleza conversacional como signo de su éxito, este
mismo retorno puede ser interpretado como lo contrario, es decir, como
el signo de que, en realidad, lo que ofrece un taller es otra cosa, sea confort, legitimación o recreación en la narración de la propia experiencia.
En este contexto, tanto la escuela como el taller corren el peligro de convertirse en espacios para perfectas estrategias de capitalización simbólica, de excesos clientelistas, de necesidades terapéuticas o de expansiones
egóticas de todo aquel que pretende adquirir algo que no sea la oportunidad de desarrollar su propio potencial como escritor. Aunque, gracias
a Bourdieu, se puede decir esto casi de cualquier forma de socialización,
por lo que uno termina por plantearse si este exceso de celo respecto a
lo literario no tiene que ver todavía con dicha concepción romántica de
la escritura y si no es esta concepción la que, también, es sospechosa de
perseguir, por distintos medios, una misma capitalización. Lo que al final
se impone como evidente, como apunta Vicenç Pagès Jordà, director de
la recién fundada Aula d’Escriptura, es que uno no puede aprender a
escribir sin escribir. Hacerlo en soledad o de un modo colectivo parece
depender más, si no solamente, de una diferencia de imaginario que de un
problema de legitimidad.
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 95
NOTAS AL PIE
1. Stephen King fija la formulación clásica de
esta acusación en su Mientras escribo: “Las clases o
seminarios de escritura son tan poco ‘necesarios’
como este libro o cualquier otro sobre el oficio de
escribir […] La mejor manera de aprender es leyendo
y escribiendo mucho, y las clases más valiosas son las
que se da uno mismo”.
2. Clara Obligado comenta, en respuesta al
cuestionario de Puentes: “He optado por no tener una
escuela sino que me mantengo en la perspectiva del
taller, en el sentido de que no funciono como si fuera
una gran academia sino un pequeño espacio donde se
debate y se crea” (la cursiva es nuestra).
3. Menand cita aquí a Allen Tate, director del
programa de escritura de la universidad de Princeton,
que se quejó de que “el Escritor creativo con
certificado académico sale a enseñar Escritura
Creativa, y produce otros escritores creativos que no
son escritores, pero que aún producen otros Escritores
Creativos que no son escritores”.
4. Silvia Adela Kohan y Ariel Rivadeneira publicaron,
durante los ochenta, los conocidos fascículos “Taller
de escritura”, en Salvat. Para más información:
http://www.grafein.org.
5. “El conjunto de las actividades”, escriben en
respuesta a Puentes, “ofrece mucho más que lo que
el tradicional taller de autor puede ofrecer. Y para
nosotros, lo más importante: cada uno se hace el
programa de cursos, talleres y seminarios a la medida
de su curiosidad y sus intereses, durante el tiempo
que desea, sin tener que rendir cuentas de créditos y
toda esa parafernalia universitaria de calificaciones,
controles y certificados que tan inapropiada es para
cualquier enseñanza relativa a la creación. Arte es
excepción, no regla: ahí radica el conflicto que implica
insertar la educación de las capacidades artísticas en un
sistema reglado con criterios de evaluación que al cabo
serán siempre relativos”.
6. La respuesta que la página web oficial del Gotham
Writer’s Workshop ofrece a la pregunta “What to
Expect at a One Day Workshop” es reveladora del
amplio alcance que pretenden obtener sus cursos y,
a su vez, de la dificultad de satisfacer lo que, desde el
taller mismo, se plantea como expectativa legítima.
En siete horas, los responsables del intensivo sobre
“Escritura de ficción” (Writing Fiction) se comprometen
a ofrecer lo que llaman “Lectura” para los poco
iniciados, a los que se ofrece una introducción clara
a “principios fundamentales”; “Ejercicios” para los
bloqueados, o para los que necesitan puntos de partida
o incitaciones a la escritura, sin que importe su nivel;
a los que ya tienen mucha experiencia en la escritura
de ficción, este mismo curso se plantea, a su vez,
como la oportunidad de “repasar” y “refrescar” lo ya
sabido, como un buen “inspirador” de nuevas ideas,
como una oportunidad de profundizar en formas en
las que el alumno esté particularmente interesado,
como una oferta de estrategias para “desarrollar un
proyecto propio” y como un buen modo de adquirir
las herramientas necesarias para dicho proyecto. No
hace falta decir que, según su descripción oficial, los
intensivos son, además, divertidos (“are fun”).
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7. En el caso, por ejemplo, de la residencia que se
ofrece en la Ledig House, en Omi, Nueva York, se
ofrece, como uno de sus atractivos, un encuentro
de autores con agentes literarios y editores
norteamericanos. La residencia que la Academia
Americana ofrece en Berlín no solo se hace cargo
del viaje, la manutención y el alojamiento, sino que
ofrece 5.000 dólares mensuales por períodos que
oscilan entre los cinco y los diez meses. La residencia
que la Dutch Foundation for Literature, junto con
el Fondo de Ámsterdam para las Artes, ofrece en la
ciudad de Ámsterdam hace un especial énfasis en la
vinculación del escritor con la ciudad –se da prioridad
a los escritores que hayan sido traducidos al holandés,
o que vayan a serlo a corto plazo– y se advierte, en
su convocatoria oficial, que puede pedirse al escritor
en residencia el dictado de una conferencia u otros
tipos de vinculación con el tejido cultural local. Las
condiciones que pide la International Writer’s House
of Graz es similar, como lo son en la mayoría de
residencias europeas.
8. La cuestión de la honestidad parece ser fundamental
en toda crítica a la enseñanza de la escritura, casi
como si, por el hecho de coquetear con ciertas
promesas (de enseñar a escribir, de hacer de alguien
un “escritor”, aunque ya hemos visto que no hay
escuela que prometa lo segundo y donde, en el caso
de lo primero, es crucial aclarar lo que uno entiende
por “escribir” o por lo enseñable de dicha definición),
las escuelas y los talleres tuvieran que estar sometidos
a un escrutinio superior al que se somete a otras
instituciones educativas. En el caso de la escuela
primaria y secundaria, se nos ocurre, se someten
(y se deben someter) a una crítica constante los
contenidos educativos, sus componentes ideológicos
y su adecuación con las características de un mercado
laboral (que, como criterio, también es y debe ser
revisado como principio ideológico) pero difícilmente
se les acusa de deshonestidad por no haber sido capaz
de hacer de sus alumnos un “hombre” o una “mujer”.
9. “Por fortuna [los talleres literarios] se han codificado
en formatos propios de la centenaria tradición del
salón y la tertulia, de modo que no reproducen las
fórmulas de Alcohólicos Anónimos. Pero las tres
narrativas de ese tipo de asociaciones están presentes:
la guía del maestro y de los compañeros actúa como
terapia, la literatura es el tema y el comentario de tus
textos es el modo como se personaliza. Se combinan
con el objetivo de la autorrealización. Los alumnos
del taller, por lo general, no buscan más que expresarse.
Solo una minoría de los asistentes quiere ser más
pública de lo que ya lo es en el marco del taller o de
las redes sociales (otra manifestación de la cultura
terapéutica). Es suficiente esa publicidad mínima,
doméstica”. Menand, en 2009, había caracterizado
el taller literario como “terapia de grupo”, “una
combinación de marcación ritual y de terapia de grupo
de doce-en-uno donde aspirantes a escritores ofrecen
sus puntos de vista acerca de los esfuerzos de otros
aspirantes a escritores”.
ENSEÑAR A ESCRIBIR (EN CUATRO TIEMPOS)
Lolita Bosch
1. LA ESCUELA DINÁMICA DE ESCRITORES
E
n el año 1999 el escritor mexicano peruano Mario Bellatin y
yo decidimos pensar juntos de qué modo se puede enseñar a
escribir literatura, si acaso se puede enseñar. Reflexionamos,
indagamos, establecimos un fructífero diálogo y conversamos
con otros escritores y creadores de estricta voz propia y carrera construida con genuina curiosidad artística y literaria, para que nos ayudaran a
comprender qué se puede entrever de los propios procesos creativos, qué
se puede tratar de transmitir y de qué modo. La investigación, fecunda y
fascinante, duró varios meses, tras los cuales decidimos implementar un
estricto método de aprendizaje que para nosotros fue casi un experimento
y que se basaba en estrictas condiciones de trabajo que tenían que ver con
el universo literario de Mario Bellatin: 1) los alumnos no podrían escribir
su propia obra durante los dos años que duraba el recorrido en nuestra
escuela, 2) no harían ni siquiera ejercicios de redacción, 3) pensarían en
la literatura a partir de otras artes y 4) en lugar de escribir, tendrían que
leer y leer y leer. Así se enseña a escribir bien, pensamos. Y con este plan,
y gracias al apoyo de instituciones culturales, editoriales, artísticas y ciudadanas, así como del Parlamento Internacional de Escritores, que había
fundado Salman Rushdie en 1994, Bellatin y yo abrimos en septiembre de
2001 la Escuela Dinámica de Escritores (EDDE) bajo el auspicio de la
Casa Refugio Citlaltépetl de la Ciudad de México.
Aquella novedosa propuesta convocó, inesperadamente, a 600
personas interesadas en entrar en la nueva escuela para los que apenas
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 97
teníamos 18 plazas, y a pesar de que dos sucesos muy extraños marcaron
el inicio de nuestra aventura: el día de la rueda de prensa murió Jorge
Amado y el día que comenzaban las inscripciones cayeron las Torres Gemelas. Aun así, la respuesta fue masiva. Sin duda, debido a que Mario
Bellatin era no solo el director del proyecto sino también un escritor admirado y emulado por muchos escritores jóvenes. Yo misma había hecho
mi tesis de maestría sobre su propuesta literaria y poner en práctica los
tres años de investigación académica experimentando con él me pareció
una casualidad maravillosa. Articulado y envolvente, Bellatin sabía transmitir con tanta pasión el proyecto que contagiaba fácilmente la emoción
ante aquella idea de la enseñanza literaria basada esencialmente en dos
premisas: 1) la literatura por sí misma no se puede aprehender ni enseñar,
pero 2) lo que sí podían hacer los
buenos creadores, si compartían su
“Los alumnos, en lugar de escribir,
proceso y abrían a nuestros estuditendrían que leer y leer y leer”
antes sus gabinetes de trabajo, sería
mostrarles un atajo que evitaría que
leyeran, escribieran y pensaran en la literatura de una manera mediocre.
Estas fueron las principales intenciones de la EDDE. Queríamos que
los alumnos y alumnas se contagiaran del rigor y confiaran en que si se
dejaban llevar “algo iba a suceder”. Por un lado, aquella forma de transmisión tenía mucho que ver con nuestros propios procesos creativos. Por
otro, era una apuesta y todo un desafío, que nos haría más conscientes de
aquel experimento, en un país como México: con grandes instituciones
culturales, escuelas de escritores con muchísima tradición e infinidad de
talleres literarios intensos y divertidos. Y, sin duda, “algo ocurrió”. Porque
hoy algunos de nuestros alumnos y alumnas son rigurosos escritores y/o
editores que buscan una voz propia y confían en que su curiosidad los
llevará a la construcción de un universo único y auténtico. Que así sea.
2. LA NOVELA COMO FORMA
Un par de años antes de la creación de la EDDE, durante el
tiempo en que escribía la tesis para la Maestría en Literatura Iberoamericana, di en la Universidad del Claustro de Sor Juana algunos cursos de las
licenciaturas en Filosofía, Ciencias de la Cultura y Literatura. Y uno, entre
todos ellos, un taller de escritura de ensayo, con el tiempo he entendido
que fue fundamental para mí. Buscaba recursos que pudiera generar y
transmitir, mientras trataba de convencer a un grupo de unos veinte alumnos de que lo importante en los ensayos era su voz, su propia manera de
dudar, de recorrer una pregunta, de ponerse en cuestionamiento, de sintetizar y de concluir. El ensayo como forma, de Theodor W. Adorno, se había
convertido en mi libro esencial para entender el movimiento intimísimo
de la escritura. Y cuando tras un par de años de funcionamiento me fui de
la EDDE para buscar una voz cada vez más mía y continuar investigando,
más allá de la creación, usé aquel libro infinito como palo de ciego que
me ayudó a escribir una tesis de posgrado con la que pretendía esclarecer
si los textos literarios generan sus propias condiciones de posibilidad y si
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podemos encontrar esa búsqueda original de la creación en las novelas
que leemos; si una suerte de pensamiento literario creativo y sumamente
subjetivo, prácticamente inconsciente, era en verdad el andamio inasible
de la literatura.
Haciendo la tesis, entendí que lo que como lectora era capaz
de encapsular y comprender como un instrumento literario –es decir,
el germen único de la creación de una única novela– era algo que podía
aprender a percibir, si no en mi propio proceso creativo, sí en el proceso creativo de los demás. No solo en su resultado. Y entonces fue que
comencé a pensar en los seminarios con los que observo los procesos
creativos de los otros.
De la experiencia de la EDDE había aprendido, sin duda, a cuestionar y precisar mi propia búsqueda de transmisión literaria. Me fui de la
EDDE porque cambié de vida, pero la escuela siguió abierta algún tiempo y yo seguí indagando qué se puede enseñar, qué se puede aprehender y
qué se puede transmitir. Busqué e inventé modos que tuvieran que ver con
mi propia creación, con mi propio camino personal de reconocimiento
literario y con unas lecturas cada vez más escogidas y precisas. En primer lugar, revisé mi experiencia como alumna en la SOGEM (Sociedad
General de Escritores Mexicanos): una escuela tradicional en la que cursé
un diplomado en escritura creativa que duró dos años. Pero, sobre todo,
revisé mi trayectoria como alumna de grandes artistas y académicos mexicanos como José Emilio Pacheco, Alejandro Rossi, Emmanuel Carballo,
Rosa Beltrán y Liliana Weinberg, entre otros.
Muchos años más tarde fui maestra en Barcelona de otra escuela
de escritura con un formato también tradicional que me recordó a la
SOGEM: La Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès. Y de ambas escuelas rescato la disciplina y la posibilidad, para alguien que comienza, de
convertir la escritura en una costumbre. Aunque en ambas eché de menos
la pasión de los creadores. A pesar de los buenos maestros y maestras de
sus planteles, me confundía la falta de selección inicial de alumnos en
base a sus intereses y lecturas. Y concluí que tratar de que el aprendizaje
literario encajara en un sistema parecido al de otros procesos de aprendizaje –artísticos y no– es, cuando menos, limitado. Poco arriesgado y
falto de curiosidad. Poco creativo. Y, sobre todo, sin espacio para la voz
propia de los alumnos y las alumnas y para su íntima búsqueda, que
es la que hoy creo que les permite
“La escritura literaria es una manera
aprender a escribir siendo quienes
única de entender a los demás y de
ellos son. No conocernos, sino
entendernos a nosotros mismos”
también y sobre todo conocerse.
No buscar reglas, sino inventar(se)
y descubrir(se). Porque creo que para aprender a escribir, esta perspectiva
es esencial. Y porque la creación literaria –no solo en su resultado, sino
especialmente en su proceso de construcción– es un bien extraordinario,
precioso y fácilmente aplicable a otros ámbitos y necesidades sociales
que no nos permite únicamente entendernos a nosotros sino también al
mundo. Es un proceso comprensible a muchos niveles distintos. ExportREVISTA PUENTES | MATERIALES | 99
able. Sorprendentemente asible. Y que los alumnos y alumnas asumen
con absoluta normalidad. Coincido con la escritora Joyce Carol Oates
cuando dice que el instinto para contar historias está ubicado en la misma
parte de la médula que el instinto de reproducción de las especies. Y he
aprendido a ver en la escritura literaria una manera única y privilegiada de
entender a los demás y de entendernos a nosotros mismos. “Este taller
no es una terapia”, les digo siempre a mis estudiantes el primer día que
nos encontramos. Y, sin embargo, sí creo que atravesarlo es una manera
increíblemente precisa de recorrernos y descubrirnos –más allá de las
historias que queramos contar y las lecturas que nos han contagiado.
3. LA LITERATURA, LA GUERRA Y LA PAZ
Después estuve muchos años escribiendo y pensando en formatos de ensayos de filosofía que me permitieran adentrarme en la creación.
Llegó la guerra de México, que inició el presidente Calderón en el año
2006 con una declaración pública para enfrentar al narco, y toda aquella
búsqueda me sirvió, inesperada y afortunadamente, para encontrar un espacio y un proceso en el que reconocernos y trabajar por la paz. Y desde
entonces todos los procesos de empoderamiento social y de paz que he
tratado de construir tienen que ver con este proceso personal de escritura.
De aquella experiencia casi inicial de la EDDE, hoy recupero no solo los
buenos momentos y los infinitos aprendizajes, sino también la convicción
de que la literatura, de cerca y de manera completa, no se puede entender
porque no significa nada. Igual que la guerra, igual que la paz. Y yendo
de la búsqueda de una voz personal a la búsqueda de una voz común,
creo haber entendido que la posibilidad de construir hay que buscarla
en muchos otros lugares y muchas otras personas, y no solo en el texto.
Y que la combinación que convierte el lenguaje en una novela es una
mezcla de posibilidades abrumadora. No en el resultado que finalmente
le llega al lector –que logra ver en el texto algo completo y acabado– sino
una poderosísima pulsión literaria, que es una pulsión de vida, resistente,
enraizada y absoluta.
Aquella búsqueda en la que
me había embarcado desde hacía ya
“Cristina Ribera Garza me dijo que
unos quince años como alumna de
no escribimos solos, sino siempre y
talleres, del diplomado de escritura
únicamente en comunidad”
creativa, de estudios académicos de
Filosofía y Literatura latinoamericana, pero también de mi propia creación y reflexiones, de las lecturas y
de las muchas conversaciones con los muchos amigos y colegas que sienten esa misma curiosidad absoluta que es escribir literatura, la creación de
un espacio por la paz que a mí me recuerda en su estructura a una novela infinita y todo lo que me han enseñado mis alumnos y mis alumnas,
concluyó en primer lugar en un ensayo narrativo, casi novelesco, sobre
la escritura (Ahora, escribo, Editorial Periférica 2011). Y finalmente en un
proyecto de investigación con el que hoy trato de establecer los caminos
que recorre el proceso propio de la escritura literaria para implementarlo
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en la búsqueda de la paz frente a la guerra y del empoderamiento social.
Funciona. Estoy segura de eso.
En el año 2008 me fui de la Escola d’Escriptura de l’Ateneu
Barcelonès y creé, al fin, seminarios y talleres con alumnos y alumnas que
me permitieron acceder, de una manera sistemática y muy personal, a
sus propios procesos de escritura. Observándolos, me he observado. He
experimentado qué nos sirve y qué no para transmitir y para aprehender.
Me he mirado, los he visto. Y he escrito pensando en un proceso que finalmente tengo la sensación de comenzar a saber cómo se puede enseñar
y aplicar a otros ámbitos de nuestra convivencia humana. No escribimos
solos, me dijo recientemente la escritora mexicana Cristina Rivera Garza,
escribimos siempre y únicamente en comunidad.
4. SEMINARIO DE PENSAMIENTO
Y CONSTRUCCIÓN LITERARIA
Hoy sistematizo ese proceso. Doy unos cursos que duran tres
años y que tienen también reglas estrictas aunque con una voluntad más
pragmática. En el primer año, los alumnos deben aprender a romper prejuicios y construir su propio universo abstracto y literario, que es una
manera de escribir. En el segundo año, se enfrentan a la escritura física y
construyen un mundo en el que una novela –su novela– sea posible. En
el tercer año, tratan de revisar la creación de sentido y el acceso del lector
al texto.
Pero, además, he querido llevar este movimiento un paso más
allá. Hoy no solo quiero observar y encapsular lo que hay de verdadero y efímero en los procesos creativos de los otros, sino que trato de
sistematizarlo para que pueda ser aplicado a esos otros ámbitos de la
construcción ciudadana con la que tratamos de entender y entendernos.
Sirva como ejemplo mi trabajo contra la guerra de México. Creo, fervientemente y gracias a la educación de la intuición literaria, que estoy
convencida que nos es natural que la literatura es una manera de preservar
la vida y de hacer del mundo un lugar mejor. No es solo pulsión y curiosidad, no únicamente necesidad y placer, tiempo, espacio, universo único
en el que nos identificamos, sino todo eso y también una efectivísima y
poderosa herramienta que logra que tiempo y espacio sean una misma
cosa y nosotros encajemos perfectamente ahí.
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 101
TALLERES LITERARIOS, ORIGEN Y TRAYECTORIA
Clara Obligado
www.escrituracreativa.com
E
mpecé a dictar los primeros talleres en 1980, en Madrid. Había
escuchado hablar de los que daba José Donoso en Barcelona
y alguien me comentó que había dado algún curso en Madrid,
aunque puede que el dato sea erróneo. Los primeros talleristas
fuimos casi todos hijos del exilio, jóvenes con entusiasmo egresados de
la carrera de Letras y con ganas de seguir participando en la construcción
del tejido cultural. La universidad (imaginemos la universidad post-franquista, a finales de los 70) no era una propuesta apetecible para nosotros
y, más que un doctorado, necesitábamos ganarnos la vida y establecernos
en un país en el que no había siquiera un estatuto de refugiado. Creo que
esta situación de desamparo, nuestra edad y nuestra experiencia fueron el
motor que “inventó” los talleres de escritura. Es bueno reconocer que,
en el tejido sociocultural de la transición española, fue muy importante
el aporte de este amplio grupo de exilados latinoamericanos que pocas
veces se menciona.
El primer taller lo dictó Gloria Pampillo, en el Colegio Mayor
Chaminade. Gloria provenía del grupo Grafein, que, en Argentina, y en
los años 70, había abierto las puertas a este enfoque de la creación literaria. Estaban Norma Estrada y Mario Merlino, también argentinos. Habíamos digerido el Oulipo, Rodari o Paulo Freire, y también los cursos de
Creative Writing norteamericanos. Éramos lectores de cuentos y de microficciones, denostábamos el realismo frente a la literatura fantástica, no comulgábamos con las literaturas de tinte nacionalista y muchos eran buenos traductores. Al principio trabajábamos de manera individual, siempre
cuestionados por muchos escritores españoles que dudaban de que se
pudiera enseñar a escribir. “¿El escritor nace o se hace?” era la sistemática
102 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
pregunta de las notas de la época. Recuerdo que, aburrido del tema, Augusto Monterroso respondió un día: “No recuerdo a ningún escritor que
no haya nacido”. Con un grupo organizamos un centro al que llamamos
GEA (Grupo de Expresión Artística). Allí me encontraba con Antonio
Calvo Roy (español y periodista), Patricio Olivera (argentino, psicoanalista), Miguel Argibay (argentino, pintor), y terminamos escribiendo juntos
un libro de relatos. Yo había acabado en Argentina la carrera de Letras y
comencé a impartir, casi intuitivamente, uno de los primeros talleres de
escritura que se dictaría en Madrid. En ellos tendíamos hacia una enseñanza alternativa en la que se mezclaba una manera diferente de ver la
literatura con la experiencia de la militancia y las nuevas didácticas. La
riqueza de estas primeras experiencias fija una matriz de funcionamiento
que convierte a los talleres españoles en algo distinto de los que se dictan
tanto en América Latina como en Estados Unidos. Si nos situamos en el
contexto de la Península, pensemos que la apertura democrática era un
terreno más que fértil para nuestras propuestas, rápidamente asimiladas
como propias: escuelas de verano, Acción Educativa, ayuntamientos y
actividad privada fueron el espacio en el que germinaron. Quiero subrayar que, si bien los talleres tenían
una impronta pautada por el exilio
“Los primeros talleristas fuimos casi
latinoamericano, fueron producto
todos hijos del exilio “
del encuentro entre el entusiasmo
de unos militantes e intelectuales
jóvenes desplazados de sus países
de origen con jóvenes españoles con afán de modernidad y deseos de
recuperar el tiempo perdido. Estamos en los comienzos de los años 80.
Pocos años más tarde, Norma Estrada me presentaría a Ramón Cañelles, que coordinaba un taller a distancia desde la librería Fuentetaja de
Madrid. Creo que es bueno insistir en que los talleres, en esta etapa, nos
procuraban una subsistencia precaria que poco tendrá que ver con las
empresas en las que luego se convertirían, eran hijos más del amor por la
literatura que del entusiasmo económico.
Paralelamente al desarrollo de GEA, en 1983 comienzo a dictar
cursos en una Universidad Popular, en Parla. Allí vuelvo a constatar que el
formato es apto no solo para los grupos que se quieren dedicar a la literatura, sino que vuelvo a ver algo que ya había comprendido en Argentina:
la literatura, el compartir un libro, el proceso de escritura no tiene por qué
ser una actividad elitista. La experiencia resultó impresionante. Por poner
un ejemplo, recuerdo que trabajé sobre el Agamenón, de Esquilo, con un
grupo de mujeres neolectoras y la comprensión del texto fue altísima. La
metodología mezclaba teoría y creación, humor y aprendizaje de elementos muy complejos. Así, a medio camino entre la promoción social y la
enseñanza de la escritura, surgieron entonces múltiples iniciativas.
EL CÍRCULO DE BELLAS ARTES
En 1986 fui convocada, junto con Mario Merlino, para dictar los
primeros talleres que se impartieron en el Círculo de Bellas Artes. Fue
REVISTA PUENTES | MATERIALES | 103
una idea de María de Calonge y, poco más tarde, llegó a la dirección de
literatura el poeta José María Parreño, con quien desarrollamos la actividad de manera sostenida durante casi diez años. Me gustaría señalar que
el cuento fue el género estrella en la mayoría de los cursos. Durante años
enseñamos a leer y a escribir un género con escasa trayectoria en España,
si se lo compara con su auge en América Latina, y que era un vehículo
perfecto para nuestras clases. Mario Merlino también trabajó talleres de
poesía, pero yo me especialicé en narrativa. A finales de los 80 comenzamos a editar nuestras antologías, donde se recopilaban los cuentos de
los participantes. Para entonces, lo que había sido un avanzar entusiasta y
vacilante era ya un método de trabajo. A la formación crítica que habíamos recibido en nuestras universidades sumábamos ciertos presupuestos
didácticos que, al menos en mi caso, tenían que ver con el respeto a la
poética personal, la independencia de la escritura de los participantes con
respecto a mi propia escritura, la formación lectora. En esos mismos años
coordiné los talleres de la Librería Mujeres de Madrid, una experiencia
muy fértil desde otra perspectiva.
La experiencia del Círculo de Bellas Artes fue masiva y apasionante. Había listas de espera que representaban la ebullición cultural del
momento y éramos conscientes de que los talleres, por los que tanto habíamos peleado, habían llegado para quedarse. Pero, pese a la enorme
demanda y a su buen funcionamiento, la dirección del Círculo fue optando, poco a poco, por conferencias de escritores famosos que también
se llamaron “taller” y dejó de ser interesante el método para convertirse
en una pasarela de grandes nombres que, con mayor o menor ventura,
intentaba cumplir con el guión. A modo de anécdota, recuerdo que, en
varias ocasiones, algunos de estos escritores, agobiados ante la propuesta,
me pidieron que los ayudara a organizar un curso con una metodología
que desconocían. España estaba cambiando, el conocimiento se convertía
en mercancía sin que se tuviera en cuenta que se estaban sembrando las
bases de muchos de los problemas actuales. Fuera como fuera la historia,
a principios de los 90 ya no había tanto debate sobre la posibilidad de
enseñar a escribir. Por un lado, porque habíamos superado varias pruebas
de calidad. Por otro, porque se empezaba a ver en nuestra actividad algo
que nunca había sido un elemento central: el negocio. Años más tarde me
tocó ver cómo muchos escritores, muy refractarios al principio con los
talleres, se sumaban a nuestra actividad.
EL MITO DEL ETERNO DESEMBARCO
A partir de los años 90 empiezan a inaugurarse una serie de centros que intentan separarse de la experiencia del taller para convertirse en
Escuelas, a veces ligadas a grandes periódicos que les harán una fuerte
promoción. Los precios se desorbitan, los grandes nombres son el cartel.
Se representa, una y otra vez, lo que llamaría “escena del desembarco”; en
pleno ataque de amnesia se intenta minimizar la experiencia previa para
buscar unos nuevos padres que serán, como conviene al nuevo perfil, los
norteamericanos y sus cursos de Creative Writing. Nuestra metodología es
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asumida pero no reconocida, da la sensación de que el exilio latinoamericano no es lo suficientemente glamoroso como para que se reconozca su
paternidad y cada nueva escuela se plantea a sí misma como origen de la
actividad. Todo es lo mismo, pero nada es igual. Se intenta borrar el término “taller” y reemplazarlo por “cursos de escritura creativa”, “escuelas”
“gabinetes” y una larga serie de nuevos bautizos que demuestra, en todo
caso, que la actividad, aunque tiene problemas para reconocer sus orígenes, goza de una salud espléndida.
“Leí en El País un artículo que llevaba
Tan fundacional fue nuestra experiencia que, cuando dejo la Univerel origen de los talleres a comienzos de
sidad Popular de Parla y me doy de
los 90, borrando diez años de historia”
alta en el paro, incluyo por primera
vez la actividad de “Taller literario”, que se apunta una línea más abajo de
“Taller mecánico”. Sigue pareciéndome un dato curioso la desmemoria.
Hace unos pocos meses leí en El País un artículo que llevaba el origen
de los talleres a comienzos de los 90, borrando así diez años de historia
(“Desmontando a Faulkner”, 23/11/2013). El reiterado nacimiento de la
creatura olvida a las miles de personas que participaron en las actividades
de estos años. Muchos de ellos se convirtieron en profesores de otras
instituciones, en editores, en escritores. Lo que resulta innegable es que
los talleres formaron un público lector de cuentos.
Centrándome en mi propia actividad, es la hora de decidir cuál va
a ser mi camino. De la incomprensión inicial se ha pasado a una competitividad más propia de las leyes del mercado; del encuentro y el debate, a
la negación. En este momento, decido autoexcluirme de toda confrontación extraliteraria y mantener la actividad tal y como la soñé en su origen:
un espacio donde pensar la escritura y donde debatir, un punto de encuentro de poéticas diferentes y de nuevas tendencias, un lugar razonable
donde la creación literaria siga siendo el asunto central. No me diversifico
sino que profundizo, mantengo la relación personal y me decanto por
una formación a largo plazo. Así, los participantes se suman al taller a
veces durante décadas. Para dar un contrapunto a mi perspectiva literaria,
sumo también la visita de otros escritores. Esta actividad había comenzado años atrás con la relación con Mariángeles Fernández, que entonces
trabajaba en la editorial de Mario Muchnik. A través de ella invitamos a
Hipólito Navarro, quien venía avalado por la exigente lectura de Marcelo
Cohen. Luego vendrá un jovencísimo Andrés Neuman y muchos escritores latinoamericanos que eran entonces desconocidos en España, como
Ana María Shúa, Samperio o Brasca. Siguieron esa lista Merino, Orejudo,
Landero, Cristina Fernández Cubas y tantos más. Y, luego de pensarlo
bastante, inscribo mi actividad con el nombre de “Taller de Escritura
Creativa de Clara Obligado” porque creo que es lo más honesto. El término “Escritura Creativa” se incorpora así, por primera vez, al registro
de marcas. Me gusta la idea de “Taller” porque es poco pretenciosa e insiste en el aspecto menos formal de los cursos, en el aire peripatético que
hemos ido tomando. Caminar metafóricamente y leer, caminar y escribir,
caminar y pensar, y crear, y publicar, si es lo que se desea. Mi propia actividad literaria va trenzándose con la vida de los talleres.
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EL CUENTO Y LOS TALLERES, O LAS VIRTUDES DE LOS
MATRIMONIOS ESTABLES
La relación con Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, abre un
nuevo perfil en nuestro trabajo. Desde los años 80 utilizamos microficciones porque, por sus características, son óptimas para probar armas. Hace
algo más de diez años reunimos el material y publicamos, con Páginas de
Espuma, una antología cuyo éxito fue sorprendente: Por favor, sea breve. En
ella mantenía el enfoque de mis talleres, que consistía en frecuentar una
literatura que no estuviera encerrada dentro de barreras nacionalistas, con
una importante participación de escritoras, y donde los autores consagrados convivieran con los autores nuevos, siempre que tuvieran calidad. El
libro cruzó el océano para que los autores españoles pudieran ser leídos
en América Latina a la vez que los latinoamericanos fueran leídos en España. En esos años, también, comenzamos con nuestro taller a distancia.
La implantación del cuento y la microficción encuentra un terreno fértil
en los talleres conformando un fenómeno muy similar al sucedido en EE.
UU. a partir de los grupos de Creative Writing, en el caso de la implantación
del realismo sucio y la difusión de Raymond Carver. Lo cierto es que la
unión hace la fuerza, y Por favor, sea breve es un libro que, desde la pequeña
aventura, llega a una sorprendente cantidad de lectores. Es decir, a partir
de una necesidad didáctica se afianza un género, se suman editoriales y, a
partir de este fenómeno de apoyo y contacto, crece el interés por el género. El contacto con Páginas de Espuma es uno de los puntos importantes
en el crecimiento de nuestro taller, lo que demuestra que un tejido cultural
afianzado en el entusiasmo es, a veces, más duradero y potente que otro
que solo busca prestigio o mercado.
EN LOS ÚLTIMOS AÑOS
A raíz del acuerdo de Boloña aparecen los másteres de creación,
muchos de ellos con precios astronómicos y que toman el aspecto de
pequeñas universidades privadas, pero sin la trayectoria, la exigencia académica o la inserción social que tiene la universidad. Pero el espíritu de
Boloña tiene sus efectos paradójicos, ya que también fue aprovechado
por emprendedores de la universidad para abrir espacios. Así comienzo a
dar, esporádicamente, algunos talleres en ese ámbito, quizá el más refractario a la actividad. La primera experiencia la realizo en la Universidad de
Sevilla, invitada por Carmen de Mora, luego en Salamanca, por Francisca
Noguerol, y luego en la Universidad Autónoma de Madrid, invitada por
Carmen Valcárcel. El resto es, casi, el día a día. Si me preguntan qué punto común tiene un trabajo en el que llevo ya 34 años, diría que siempre
me he basado en la confianza en que la literatura reviste tanto interés que
cualquier persona medianamente motivada puede acercarse a ella si se le
dan los elementos necesarios. A veces pienso que lo único que se puede
transmitir es la pasión. Sin este punto de entusiasmo hubiera sido imposible mantenerme en una actividad que fue incomprendida en su inicio y
en la que, indudablemente, sumergí mi propia escritura. Hoy contamos
106 | MATERIALES | REVISTA PUENTES
también con una pequeña editorial, “El pez volador”, dirigida por Camila
Paz, mi hija, quien nació justamente en el año en el que comencé con los
talleres. El nombre de la colección es un homenaje a Hipólito Navarro
y también un recuerdo de que los que escribimos somos, de alguna manera, peces fuera del agua. La crisis no nos ha tratado mal, sino todo lo
contrario. Si algo enseñan los malos momentos es a afianzarnos en lo que
creemos, a sujetarnos de nuestras
tablas de salvación que son, como
“A veces pienso que lo único que se
siempre, la creatividad y el trabajo
puede transmitir es la pasión”
en equipo. Hoy por hoy, los talleres
forman parte de la riqueza multicultural española. Lo que la literatura es en este momento, lo que el cuento
es hoy, está tamizado por estos procesos donde los talleres y las nuevas
editoriales tejieron una sólida red. Esta riqueza pasa, a veces, desapercibida en las interpretaciones excesivamente localistas. Modernidad y nuevas
poéticas son siempre fruto de la mezcla y del encuentro. En esta historia
apasionante no se me olvida mi origen: soy argentina, y sé de naufragios,
pero también soy española, y recuerdo todas estas cosas porque sé del
efecto corrosivo de la desmemoria.
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REVISTA PUENTES | MATERIALES | 107
Confluencias alberga entrevistas y
conversaciones con autores, críticos
y agentes culturales para dar voz a
propuestas y análisis que contribuyan a
pensar la actualidad y a reflexionar sobre
el campo literario y cultural.
En este número, Yasmina Yousfi conversa
largamente con José Ricardo Morales,
joven dramaturgo español de casi 100 años
de edad recién estrenado en Madrid por el
Centro Dramático Nacional
CONFLUENCIAS
CONVERSACIONES CON
JOSÉ RICARDO MORALES
Yasmina Yousfi López
E
stos cuadros eran de mi mujer, Simone Chambelland”, una
reconocida pintora y grabadora francesa que murió hace apenas un par de años, “pero, ese, por ejemplo, es mío”, confiesa
José Ricardo Morales señalando un lienzo de colores vivísimos colgado a la entrada de su casa, un lugar que guarda la esencia de lo
que era antes Las Condes, el barrio alto de Santiago de Chile, una bella
vivienda con jardín que parece ignorar la estética amenazante de los edificios de alrededor. Y es que en la década de los cincuenta, Morales dejó
de escribir teatro durante diez años, después de que Margarita Xirgu se
radicara definitivamente en Uruguay y de que, en 1953, una de sus obras,
El juego de la verdad, que iba a ser representada por el Teatro Experimental
de la Universidad de Chile, se retirara del programa. Morales contribuyó
a la renovación del teatro en Chile. El Teatro Experimental de la Universidad de Chile fue fundado en junio de 1941 con la representación de dos
obras: Ligazón, de Valle Inclán, dirigida por él mismo, y La guarda cuidadosa, de Cervantes, a cargo de Pedro de la Barra. Este programa inaugural
propuesto por Morales se nutría de obras representadas por el Teatro El
Búho, que dirigió Max Aub en Valencia durante la República y del que
Morales formó parte
Durante una década dejó el teatro y se dedicó a la pintura por un
motivo que ejemplifica muy bien la lógica y la solidez con que construye sus razonamientos: “Porque la cuestión no es saber mucho, para eso
están las enciclopedias que te lo dan todo. ‘Solo se sabe lo que se sabe
hacer’, decía el bueno de Aristóteles, ¿cómo iba a impartir yo clases de
Teoría e Historia del Arte sin haber pintado antes?”. Morales, que ha sido
catedrático de Historia del Arte en la Facultad de Arquitectura y Bellas
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Artes de la Universidad Católica de Chile de 1953 a 1974, director del
Instituto de Teoría e Historia de la Arquitectura de la misma universidad,
de 1960 a 1963, y profesor en el Centro de Estudios Humanísticos de
la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Chile desde 1964, sabe
que enseñar no es reproducir constantemente un discurso de contenidos
fijos, sino que es un ejercicio que debe partir de la imaginación pues, en
su opinión, el docente, para entender y enseñar, debe haber desplegado
antes su capacidad creativa y crítica. “No se trata de ser vendedores al
pormenor de ciencia infusa, estamos para descubrir cosas nuevas. Yo me
divierto creando paradojas, dudando. Dubitare es poner en doble, pensar
es poner en doble todo, no creer en nada y revelar las cosas que están ahí,
ocultas, ante nosotros”, añade con una voz grave, pausada, que respeta
los silencios y se muestra más afable cada vez que la conversación incurre
en nuevos ingenios e ironías.
Morales llegó a Chile a bordo del Winnipeg cuando apenas tenía
veintitrés años. Antes del exilio, que había comenzado en el campo de
concentración de Saint-Cyprien, ya había estudiado Magisterio y estaba
a punto de finalizar Filosofía y Letras en Valencia. Era miembro muy activo de la Federación Universitaria
Escolar (FUE) valenciana desde su
Morales: “Pensar es revelar las cosas
fundación, había participado en el
que están ahí, ocultas, ante nosotros”
grupo teatral El Búho, había sido
waterpolista profesional y había luchado en la guerra como comisario
de la brigada del Ejército Popular Republicano. Además, también había
escrito y estrenado el primer texto dramático que conserva, la Burlilla de
don Berrendo, doña Caracolines y su amante, una farsa para títeres que inaugura
una extensa trayectoria profesional. Hoy, no solo baraja recuerdos y olvidos, sino que continúa “proponiendo problemas y creando soluciones”.
“Yo escribo para olvidar”, confiesa, “para olvidar los temas que me obsesionan; me olvido de ellos haciéndolos. En teatro, si uno está inventando
conflictos y buscando soluciones, puede perder el sueño; en mi caso, al
ponerlos por escrito, me desprendo de ellos”. Morales entiende el teatro
como el arte más próximo a la filosofía porque en ambos existe la posibilidad de discrepar mediante el diálogo y, por lo tanto, de reflexionar.
“Para mí, la tragedia es el conflicto entre el logos, el diálogo, y el mito, que
es lo colectivo, lo coral. El conflicto se establece entre creer o no creer,
pensar como creencia o pensar como duda. No se puede pensar a coro,
se puede creer a coro: si yo digo ‘uno, dos, tres, pensemos’, cada cual
piensa una cosa. Sin embargo, sí podemos cantar a coro. El problema
está entre la creencia y la idea, el conflicto es la denuncia del mito contra
el logos, y el teatro es, por tanto, la exhibición de aquel que ha roto las
convenciones del mito”. El objetivo del teatro de Morales, el de “hacer
pensar al público”, el de despertar, como bien ha mencionado otras veces,
el tábano socrático para incomodar al satisfecho, quizá haya ayudado a crear
esa acusación generalizada que lo tilda de poco accesible y que explica,
en parte, las escasas representaciones que se han hecho de sus obras,
apenas relegadas a escenarios universitarios, en los últimos sesenta años.
REVISTA PUENTES | CONFLUENCIAS | 111
Morales admite que su teatro, puesto que requiere un determinado nivel
de pensamiento, puede ser “complejo”, porque “no es cuestión de darle
al público con cucharilla lo que está significando la obra”. Sin embargo,
considera que su teatro “no es confuso”. Además, opina que en el teatro
se han de producir tensiones, que se trata de un arte “muy tenso” porque,
al contrario que en la novela, donde se cuenta con la paciencia del lector,
en el teatro el dramaturgo debe medir [el tiempo] con rigurosidad, “pues
‘la cólera del español sentado’, como bien decía Lope, es terrible”. No
obstante, si bien defiende que el teatro es “inmediatez” porque se trata
de un arte “que solo culmina cuando consigue ser interpretado”, la modernidad y el ingenio que caracterizan el suyo no han sido acogidos por
los circuitos culturales predominantes, chilenos y españoles. Por lo tanto,
excluido de la sociedad y del presente que problematiza, se considera un
autor teatral “condenado a la postumidad”. Y la causa de esto no ha sido
otra que el destierro.
Este dramaturgo perteneció
a esa generación de intelectuales
“Morales busca despertar el tábano
jóvenes que comenzaron a escribir
en el exilio. Su obra no está marcasocrático para incomodar al satisfecho”
da por la nostalgia, no plantea una
proyección del retorno y el desarraigo apenas figura como motivo literario en sus textos. Sin embargo,
Morales escribe desde la óptica del desterrado: “Un escritor contempla el
mundo en constante extrañamiento, que es la actitud necesaria para la labor creadora. Eso lo convierte, de alguna manera, en un desterrado pues,
al mismo tiempo que interviene en el mundo, lo contempla también. Para
nosotros, los desterrados, ese extrañamiento fue forzoso porque tuvimos
que salir de nuestro entorno habitual para vernos envueltos en otro ajeno
en el que ya no éramos actores, sino espectadores”. Así, el extrañamiento
con el que un desterrado como Morales contemplaba el nuevo mundo
que lo rodeaba determinó el tipo de teatro que empezó a crear, “un teatro
de la incertidumbre, porque esa era la sensación que un desterrado podía
experimentar”.
Su teatro de los cuarenta y cincuenta fue precedente directo de
algunos planteamientos que, una década después, propusieron Ionesco,
Beckett o Sartre, pero el desconocimiento de su obra, derivado del hecho
de que haya desarrollado su carrera desde el destierro chileno, ha impedido que esto se reconociese. “¡Los misterios de la fama!”, exclamaría
irónicamente su amigo, el filósofo Ferrater Mora. Fue este el que reivindicó que el teatro de la incertidumbre de Morales es un teatro anticipado
al del absurdo: “Releo las tres piezas agrupadas en La vida imposible, en
la misma sazón en que estoy asistiendo, en París, a representaciones de
obras de Beckett, de Genet, de Ionesco”. Respecto a esta consideración,
Morales, desde esa óptica del desterrado, revela que su teatro, “por ser de
la incertidumbre, no pertenece al mundo del absurdo, sino que plantea el
absurdo del mundo”. También se anticipa con Bárbara Fidele, un retablo
en seis cuadros escrito en 1946, en el que plantea la inconsecuencia entre
los propósitos y los actos de su protagonista y los resultados trágicos que
112 | CONFLUENCIAS | REVISTA PUENTES
este desajuste produce. Morales, que desde el sofá de su comedor mantiene una postura erguida mientras gesticula con una elegancia sosegada,
detiene su discurso para inclinarse levemente hacia delante. Entonces,
sonríe y se transporta al París del cincuenta, cuando él y Ferrater Mora,
jovencísimos, visitaron a Sartre: “Sartre me preguntó qué era lo último
que había escrito. ‘Bárbara Fidele’, le dije. ‘¿Y en qué consiste?’. Le expliqué
que el problema que solía plantear el teatro era el del ser y el conocer. Sin
embargo, el que yo proponía en esta pieza era el del hacer. No olvidemos
que ‘drama’, en griego, significa ‘acción’. En ese caso, si yo cometo un
acto, ese acto está movido por mis intenciones, pero tiene unas consecuencias que yo no espero y si las consecuencias se vuelven contra mis
intenciones, se produce un hecho trágico. ‘C’est très intéressant, il faut le faire
en faisant’, me contestó”. Calla unos instantes y continúa su relato con un
tono más confidente: “A los seis meses, Sartre escribe Le Diable et le Bon
Dieu donde plantea, precisamente, el mismo problema que yo en Bárbara
Fidele”. Pero Morales, como señala Ferrater Mora, lo había hecho antes
“con más tino, y hasta mayor fuerza”. “Sí, el teatro es hacer y la acción no
tiene por qué tener visión, puede tener palabra”, agrega el dramaturgo,
“por eso hice también una obra que es antiteatro, drama completo. Está a
oscuras, no ves nada, pero asistes a un drama. Eso se le ocurrió a Beckett
quince años después”. La pieza Solo y el relato Compañía son los textos de
Beckett a los que se refiere Morales; Oficio de tinieblas (1966), la suya.
Justamente, con Oficio de tinieblas, bajo la dirección de Salva Bolta,
con La corrupción al alcance de todos (1995), dirigida por Víctor Velasco, y
con Sobre algunas especies en vías de extinción (2003), por Aitana Galán, se
atenuará el injusto silencio escénico que su teatro ha sufrido en España.
Estas obras integran el “Ciclo José Ricardo Morales” que, durante los
meses de abril y mayo, se representará en el Centro Dramático Nacional.
Por otra parte, en Chile, las últimas
representaciones fueron tres lec“Su primer teatro fue precedente directo
turas dramatizadas: Nuestro norte es
de Ionesco, Beckett o Sartre”
el Sur (1978), Colón a toda costa o el
arte de marear (1995) y Cómo el poder
de las noticias nos da noticias del poder
(1977), interpretadas por los alumnos de la Universidad de Valparaíso en
el marco del “V Congreso Internacional de Dramaturgia Hispanoamericana actual” el pasado mes de mayo. Allí, su teatro, como de costumbre,
sigue sin pisar los escenarios oficiales. “Mis obras, aquí en Chile, no son
actuales porque no son actuantes. Parece que no actúan en este mundo.
La actualidad, en general, puede variar en función de quién la valore.
¿Qué es para alguien la actualidad? La serie de acontecimientos que uno
mismo tiene en cuenta, por eso, lo actual es actuante en la medida en que
uno lo entiende o en la medida en que le afecta. Por ende, lo que realmente me interesa es hacer un teatro que sea vigente o que anticipe algo que
pueda ser vigente”, dice para explicar el estado de exclusión de su teatro
en el destierro.
REVISTA PUENTES | CONFLUENCIAS | 113
Después del paréntesis de diez años en que se dedicó a la pintura,
vuelve al ejercicio dramatúrgico con una propuesta renovada. A partir de
los sesenta, los conflictos que plantea se universalizan: “Las incoherencias
no se producen dentro del hombre, sino que ahora él es víctima del mundo
que lo rodea y que lo anula. Por ejemplo, un mundo a manos de la técnica, explotada hasta límites irracionales, puede crear unas consecuencias
dañinas para el hombre. Lo desvincula del mundo, lo desarraiga y este,
despojado de pensamiento, acaba deshumanizándose siendo un instrumento más al servicio de la técnica”. A través de Hay una nube en su futuro
(1965), La cosa humana (1966), El segundo piso (1968), El material (1972) u
Orfeo y el desodorante o el último viaje a los infiernos (1972) su teatro sigue una
trayectoria que lo va alejando de cualquier círculo establecido. Su singularidad, marcada por una inteligente modernidad temática, impide que en
él se identifiquen rasgos propiamente chilenos o españoles, “por lo que lo
han llegado a llamar teatro de ninguna parte”. No obstante, esa singularidad
y exclusión en las tablas también le han aportado cierta independencia
creativa. “Yo escribí en contra de Pinochet. En una de mis Fantasmagorías,
que fueron publicadas por la Universidad de Chile en 1981, durante la
dictadura, cité frases pronunciadas por el gobierno de Pinochet y los altos
cargos jamás se enteraron. No se enteraron porque no leían. Uno ha hecho lo que ha podido, guste o no guste, convenga o no convenga…, nunca me he preocupado de si convenía o no. Me arriesgué citando frases del
gobierno de Pinochet, pero lo hice contando con que la mayor parte no
leía y los que lo hacían no se enteraban de lo que leían”, cuenta ironizando
acerca de la censura que sus obras no sufrieron en Chile, y añade, con un
deje de seriedad: “Yo decía lo que pensaba. Era un riesgo, sí, pero siempre hay que correr riesgos”. En piezas de esos años, Un marciano sin objeto
(1967), La imagen (1976), Este jefe no tiene miedo al gato (1976) y Nuestro norte
es el Sur (1978), entre otras, Morales desvía su denuncia hacia los abusos
del poder, examinando los discursos a través de los cuales este se afianza,
mientras que en la década de los ochenta, desde la distancia del destierro
y después de varias vueltas a España, escribe sus Españoladas, obras en las
que critica y desmitifica aquello que es considerado popularmente como
“lo español”. Asimismo, el abanico de posibilidades que le ofrece esa
óptica perpleja del desterrado le ha llevado a tratar, en sus últimas creaciones, el tema de “la necesidad de reiniciación del mundo en que vivimos,
como en El destinatario (2002)”, o el del conflicto entre el mito y el logos,
como en Edipo reina (1999) o Cama
Morales: “La experiencia del desterrado
rodante abandonada en una plaza pública (2003).
es poder ver desde fuera lo que es uno”
En su doble condición de desterrado y de autor desterrado, Morales, sin perder el humor, menciona la necesidad de subvertir el canon y
de acabar, así, con “ese narcisismo histórico” que ha excluido y sigue
excluyendo a muchos autores españoles exiliados. “Las dificultades que
tiene un desterrado son infinitamente mayores a las que puede tener alguien en su propio país. La experiencia del desterrado es poder ver desde
fuera lo que es uno. El destierro es el despojo de lo tuyo, de tu tierra, de
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tus costumbres. Lo que es más próximo se convierte en lo más lejano. Sin
embargo, como dramaturgo desterrado en este país del Pacífico, he perdido muchas cosas, pero he ganado universalidad”, afirma en un español
neutro que no se ha visto modulado en los setenta y cinco años de exilio
en Sudamérica. Así, a propósito de la preservación de la variedad transnacional del español en su literatura, cuenta que, en junio de 1945, cuando
Alberti vio representado en Buenos Aires El embustero en su enredo, una
obra “enteramente española”, la primera que el joven Morales escribió en
el destierro en 1944, el poeta le preguntó sorprendido cómo podía retener todos los giros y juegos de palabras españolas después de varios años
fuera de España. “Yo le respondí la verdad, que me salía espontáneo”. No
obstante, El embustero en su enredo fue quizá la pieza más española que ha
escrito porque, después, “fui inclinándome hacia un lenguaje más universal”. Esta fue también la farsa que fascinó a Margarita Xirgu la tarde en
que el joven dramaturgo se la leyó, rodeado de otros amigos exiliados en
Santiago como Miguel Ortín, Santiago Ontañón, Arturo Soria, Domènec
Guansé y José Ferrater Mora, en la casa de Las Condes donde vivía la
actriz. Con la Xirgu, la obra de Morales pisó los escenarios de las principales capitales sudamericanas y, después de que el gobierno peronista
censurara el estreno de La vida imposible en el Teatro Argentino de Buenos
REVISTA PUENTES | CONFLUENCIAS | 115
Aires el 27 de mayo de 1949, tras la representación de El malentendido de
Camus, trabajaron juntos un par de veces más: él adaptó La Celestina, el
último gran personaje que la actriz interpretó, y Don Gil de las calzas verdes,
la última obra que esta dirigió. El dramaturgo la recuerda con verdadera
admiración y destaca su excepcionalidad: “Personas como Margarita ha
habido muy pocas. Para mí fue muy importante. Yo le decía: ‘Tú eres
autora de autores’. Y ella me dijo una vez: ‘Tú eres mi último hijo’”.
Morales nació en Málaga, “en la calle del Pacífico sin número”,
pero vivió toda su infancia y juventud en Valencia. Con los años, ya en
el exilio, comprendió que Chile no representaba otro lugar más que esa
“calle del Pacífico”, y que el “sin número” aludía, irremediablemente, a
su condición de desterrado. Confiesa que, al principio, le resultaba difícil
asimilar que en Chile se encontraba rodeado por cuatro desiertos, “el
desierto del mar, el del Sur, que está congelado, el de la cordillera, y el de
Atacama que es el más árido del mundo”; que su destierro se desarrollaba
en una isla, “la isla que, no obstante, me dio la oportunidad de vivir”.
Morales baraja algunos recuerdos de juventud y se detiene en sus años
valencianos, cuando era niño y nadaba en el Mediterráneo. De aquella juventud, ha sabido conservar uno de sus rasgos más especiales: la fina ironía, “muy valenciana, muy mediterránea, herencia de los griegos”. “Los
mismos griegos que”, prosigue encadenando ideas, “también inventaron
el destierro. Ellos, como bien dijo alguna vez la Xirgu, inventaron el peor
de los castigos: no te mataban, te exiliaban”. Desde el destierro, continúa
recordando sus años valencianos marcados por la muerte inesperada de
su hermana, “una joven pianista que a los quince años ya había conseguido el título de profesora de piano”. Explica que, quizá gracias a ella y a
su madre, que también era una excelente intérprete, haya tenido siempre
muy en cuenta en sus creaciones el sentido de la musicalidad, pues la sutileza, la mesura en la elección de las palabras, es uno de los rasgos más
destacables de sus textos, teatrales y ensayísticos. “Esos rasgos son muy
importantes, sí, pero el verdadero problema de un escritor debe manifestarse previamente: está en el olfato, en su capacidad de percibir aquello
que está en el aire”, insiste para retomar aquella reflexión acerca de la
importancia de la capacidad creativa en cualquier ejercicio intelectual. Y
es que Morales, el último de los dramaturgos españoles en el exilio, a
sus noventa y ocho años de envidiable juventud, continúa “proponiendo
conflictos y creando soluciones”. Desde la casa de su destierro, habla
del pasado y lo hace, a pesar de la presencia que le ha escamoteado el
exilio, como un artista que no ha detenido su actividad creativa y crítica,
sin moverse jamás del presente. Un presente que, mediante un constante
juego de “tentaciones y tentativas”, continúa examinando, imprimiendo y
denunciando para dar cuenta del mundo en que vivimos.
Santiago de Chile, julio y agosto de 2013
116 | CONFLUENCIAS | REVISTA PUENTES
77 MECENAS
DE LA REVISTA PUENTES A TRAVÉS DE LA
CAMPAÑA DE FINANCIACIÓN DE VERKAMI
Abraham Carreiro | Alba Adell |Alba Solá García
Albert Estruch | Alberto del Río Malo | Alejandra Fibla
Alessandro Ulivieri | Álex Carroll | Alexandra de la Torre
Amalia Nácher | Ana Casas | Andreu Jerez Ríos
Àngels Escandell | Anna Cabanes
Antoni Planelles Gallego | Carlos Fontales
Carmen Barceló | Caterina Riba | Daniela Serber
David Martínez de la Haza | Diego del Monte Palomares
Editorial Trea | Elsa Soro | Emilio Torné | Ester Jordana
Esther Lázaro | Felipe García Amat | Francisco Hidalgo
Francisco Javier Suárez | Guillem Vidal-Lorda
Helena Buffery | Inés García López | Inés Puig
Irene Larraz | Iván Sanchís | Jaume Peris
Javier Sánchez Zapatero | Jéssica Cáliz | Joan Estruch
Jose Ángel García | José Cuñat
José Francisco Varela Rial | José Ignacio Padilla
Julia Carroll | Júlia Villalobos | Katia Aboli | Lía Rebolo
Librería Argot (Castellón) | Loring art (Barcelona)
Lucía Barahona | Luna Paredes | Mamen Gil
Manuel Aznar Soler | Manuel Monfort | Mar Hidalgo
Marisa Suárez | María Adell | María del Carmen Elorriaga
María Eugenia Steinberg |María Lourdes Elorriaga |
Marina Climent | Marisa Nácher | Marta Ortiz
Martí García Salarich | Maties Segura | Miguel Ángel Guerra
Miguel Veyrat | Mikel Aboitiz | Miquel Salvador
Nacho Gómez | Núria Armengol | Paula Meiss
Raúl Nieto de la Torre | Rosa Estruch | Sara Fernández
Sofía Piqueras | Vicente Traver Monfort
REVISTA PUENTES | PUBLICIDAD | 117
PREGUNTAS AL AIRE
01
¿Qué relaciones guardan
la política y la literatura?
02
¿Cómo puede ejercerse el
compromiso político o
la responsabilidad social
desde la literatura?
¿Es esto deseable?
03
¿De qué modos y en qué casos se
manifiestan hoy en la práctica literaria los vínculos entre literatura y política?
Pueden remitirnos sus respuestas antes del 15 de junio de 2014 por correo electrónico
(redaccion@puentesdecritica.com) o a través de nuestra web: www.puentesdecritica.com.
Las respuestas más significativas serán publicadas en los próximos números.
DEPÓSITO LEGAL: AS-00057-2014 | ISSN: 2341-0124
LITERATURA Y POLÍTICA
UNA ENCUESTA
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