NÚMERO 2 de Crítica Literaria y Cultural MAYO 2014 8€ TOPOGRAFÍAS: ANA GALLEGO CUIÑAS, LOS ESTUDIOS TRANSATLÁNTICOS A DEBATE [6-13]. ENSAYOS: ALBERTO GIORDANO, LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR [16-19]. MAX HIDALGO NÁCHER, LA PASIÓN DE LAS METAMORFOSIS DE OSCAR MASOTTA [20-31]. ALBERT JORNET SOMOZA, FUNCIONES Y FIGURAS DE LA CRÍTICA. DEL HUMANISMO A LA POSMODERNIDAD [32-47]. PABLO VALDIVIA, JOSÉ RICADO MORALES A TIEMPO. ALGUNAS CLAVES DE LECTURA DE SU OBRA DRAMÁTICA [48-59]. CRITERIOS [60-79]. MATERIALES: BORJA BAGUNYÀ, ECONOMÍAS DE LA ESCRITURA. EL APRENDIZAJE DE LA ESCRITURA COMO CAMPO DE PREGUNTAS [82-96]. LOLITA BOSCH, ENSEÑAR A ESCRIBIR (EN CUATRO TIEMPOS) [97-101]. CLARA OBLIGADO, TALLERES LITERARIOS, ORIGEN Y TRAYECTORIA [102-107]. CONFLUENCIAS: YASMINA YOUSFI LÓPEZ, CONVERSACIONES CON JOSÉ RICARDO MORALES [110-116]. BARCELONA | BUENOS AIRES | MADRID PUENTES de Crítica Literaria y Cultural BARCELONA | BUENOS AIRES | MADRID Depósito Legal: AS-00057-2014 ISSN: 2341-0124 www.puentesdecritica.com redaccion@puentesdecritica.com facebook.com/puentesrevista DIRECCIÓN: Max Hidalgo Nácher, Fernando Larraz, Paula Simón DIRECCIÓN DE ARTE: Déborah Camanyes Gas ILUSTRACIÓN: Mister Mourão: www.mistermourao.com Daniel Pino: www.daniel-pino.com CONSEJO DE REDACCIÓN: Verónica Enamorado, Fernando Janeiro, Albert Jornet Somoza, Iván López Cabello, Marta López Vilar, Paula Meiss, Marta Ortiz Canseco, Bernat Padró, Ana Rodríguez Callealta, Dionisio Sánchez, Daniela C. Serber DISEÑO Y MAQUETACIÓN: Fernando Janeiro EDITA: Ediciones Trea, S. L. | C/ María González La Pondala, 98, nave D. Somonte. 33393 Gijón (España) | www.trea.es | Teléfono: +34 985 303 801 | e-mail: trea@trea.es “Estagecio había sido, como todos los buenos hidráulicos, un hombre ingenioso, al igual que el Atánida Ispifús, pero ambos habían tenido la fortuna de ejercitar su ingenio en una ocasión que los significaba especialmente y que los había inscrito de manera indeleble en el libro de la fama: la construcción del gran puente de piedra sobre el río Barcial” (Rafael Sánchez Ferlosio, El testimonio de Yarfoz) 02EDITORIAL 04TOPOGRAFÍAS Los estudios transatlánticos a debate Ana Gallego Cuiñas 14 ENSAYOS La supersticiosa ética del lector. Notas para comenzar una polémica Alberto Giordano La pasión de las metamorfosis de Oscar Masotta Max Hidalgo Nácher Funciones y figuras de la crítica. Del Humanismo a la Posmodernidad Albert Jornet Somoza José Ricado Morales a tiempo. Algunas claves de lectura de su obra dramática Pablo Valdivia 60CRITERIOS Bernat Lladó, Franco Farinelli. Del mapa al laberinto. Joaquín Rubio Tovar, Literatura, Historia y Traducción. Hans-Ties Lehmann, Teatro posdramático. Jordi Cerdà et al., Literatura europea del orígens. María Polydouri, Los trinos que se extinguen. Raquel Lanseros, Las pequeñas espinas son pequeñas. J.B. Duizeide, Alrededor de Haroldo Conti. Mario Martín Gijón, Rendicción. 80 MATERIALES Economías de la escritura. El aprendizaje de la escritura como campo de preguntas Borja Bagunyà Enseñar a escribir (en cuatro tiempos) Lolita Bosch Talleres literarios, origen y trayectoria Clara Obligado 108 CONFLUENCIAS Conversaciones con José Ricardo Morales Yasmina Yousfi López EDITORIAL H oy que la industria del espectáculo ha colonizado prácticamente toda la vida, no estará de más recordar la vocación artesanal del pensamiento. Como bien decía el príncipe Nébride en El testimonio de Yarfoz, los ingenieros “el terreno ya no lo miran como algo que les propone un problema al que adaptarse, sino como algo que les opone un mero obstáculo y les impone el mero trabajo de quitárselo de en medio enrasándolo todo sin más ni más; el ingenio, que antes se aplicaba a la relación de la obra con el terreno, se ha replegado hoy a la pura relación de la obra consigo misma”. Ahora bien, frente a estos modernos ingenieros, los antiguos arquitectos sabían de la relación de intimidad entre el proyecto y el terreno; y el arte de la arquitectura consistió, durante mucho tiempo, en extraer del terreno algo que, partiendo de lo dado, pudiera producir algo nuevo. Así hace Puentes: desplaza su proyecto al descubrir progresivamente los terrenos y estratos heterogéneos sobre los que asentar sus bases. Este segundo número se estructura a partir de dos ejes principales: una reflexión sobre el ejercicio de la crítica y —coincidiendo con el estreno en Madrid de sus obras La corrupción al alcance de todos y las horas contadas, Sobre algunas especies en vías de extinción y Oficio de tinieblas—, una presentación del dramaturgo José Ricardo Morales. Nos complace abrir nuestra sección de “Ensayos” con “La supersticiosa ética del lector. Notas para comenzar una polémica”, de Alberto Giordano. Este ensayo, escrito intempestivamente hace exactamente veinte años, no ha perdido nada de su actualidad. Publicándolo por primera vez en España, confiamos en contribuir a la vocación polémica con la que fue concebido. Max Hidalgo Nácher presenta en “La pasión de las metamorfosis de Oscar 2 | EDITORIAL | REVISTA PUENTES Masotta” a este autor clave del pensamiento argentino, injustamente olvidado en España, como figura ejemplar de una cierta crítica moderna. Y, cerrando este bloque, Albert Jornet construye una tipología histórica de las transformaciones de la función del crítico a través de la cual deja al descubierto las bases inconfesables de algunas de sus actuales prácticas “posmodernas”. El dramaturgo José Ricardo Morales es nuestro segundo centro de atención. Pablo Valdivia presenta, en “José Ricardo Morales a tiempo”, algunas claves de lectura de su obra dramática, que el propio dramaturgo complementa con inspiradora lucidez en la larga conversación que mantuvo con Yasmina Yousfi en Chile y que recogemos en “Confluencias”. Ana Gallego Cuiñas abre el número con una presentación de los Estudios Transatlánticos, área aún joven que actualmente está circunscribiendo sus propios límites y objetivos. Y, en “Materiales”, Borja Bagunyà, apoyándose en una encuesta, presenta un amplio y matizado reportaje sobre la enseñanza de la escritura literaria. ¿Hasta qué punto es o no enseñable la literatura? Y, sobre todo, ¿desde qué presupuestos se plantean las escuelas, talleres y laboratorios de escritura? Estos cursos, que oscilan entre la mayéutica, el experimentalismo y la industria cultural, permiten pensar, mucho más allá de ellos, la literatura y la cultura actuales. Acompañan a su escrito un ensayo en el que Lolita Bosch traza la síntesis de su propuesta como artífice de un taller y el resultado de su propia experiencia, y otro de Clara Obligado, en el que la escritora narra en primera persona los orígenes y la historia de los talleres literarios en España, restaurando una genealogía necesaria para saber qué han sido, qué son y qué podrían ser los talleres literarios. Seguimos constuyendo nuevos Puentes: mantenemos las direcciones y los propósitos con los que nos presentamos en el primer número; pero nuestra vocación artesana nos obliga a trabajar los materiales con esmero, buscando formas inéditas que se adapten a su función. Y así seguiremos buscando aportaciones que, como las que componen la fábrica de estos segundos Puentes, ofrezcan motivos para dar cabida en ellas a las otras orillas. REVISTA PUENTES | EDITORIAL | 3 A través de aproximaciones críticas elaboradas por especialistas, Topografías propone reflexionar sobre algunas claves del estado de un campo o de un objeto de estudio, así como sobre sus avances recientes y sus desafíos por venir. Ana Gallego Cuiñas presenta el estado actual de una práctica crítica de límites difusos que pretende abrir nuevos horizontes: los estudios transatlánticos TOPOGRAFÍAS LOS ESTUDIOS TRANSATLÁNTICOS A DEBATE Ana Gallego Cuiñas Para Blanca E. Rooney M e piden en esta sección topográfica de Puentes que escriba el lugar de los estudios transatlánticos en el campo de la crítica literaria hispana. Al cabo, ese es el oficio del topógrafo: describir un espacio, crear un lenguaje geográfico, una suerte de semiótica del territorio que habría de avenirse como ningún otro oficio al enfoque transatlántico, más aún cuando esta revista tiene la firme vocación de erigir puentes entre campos culturales de una orilla y otra. Porque de lo que se trata aquí es de representar un terreno —crítico—, establecer diferentes cotas de nivel para hacer habitable —legible— el suelo sobre el que se está construyendo el edificio teórico de los estudios transatlánticos de literatura en lengua española. En el ejercicio topográfico cada línea dibujada indica una altura que se mide teniendo en cuenta el nivel del mar: la cota cero. A partir de ahí se procede a la toma de datos y mediciones de nivel relativas que seccionan el territorio con el fin de (re)conocerlo, marcar erosiones, desniveles, cortes y otras cualidades del suelo. El topógrafo, como el crítico literario, aplanando planifica. Por eso me (re)planteo en este ensayo pergeñar cotas de reflexión para situar en distintos niveles el debate del origen y desarrollo del plano crítico transatlantista. La referencia absoluta es el Atlántico: el eje de cotas que se elevan desde este océano es relativo, personal y, sin duda, discutible. 6 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES Cota 1. Crisis del valor literario y de la epistemología crítica. Si la topografía condiciona la forma de habitar un lugar, he de comenzar sosteniendo que los estudios transatlánticos nacen al albur de la naturaleza del topos de la literatura actual. La falta de precisión del contorno del objeto literario y la consiguiente crisis epistemológica que vive la crítica hispana hoy día (sin el sosiego de los límites de antaño ni el compromiso político de los investigadores, ni la validez absoluta de categorías como “obra” y “autor”) redunda en una problemática fundamental: la disolución del “valor” de lo literario que ha devenido en extremo contingente, extrínseco e inaprensible. A esto se suman las nuevas dinámicas que ha desarrollado la academia —principalmente la norteamericana—, y la lucha por un capital académico o intelectual al abrigo de modas metodológicas donde lo que se pone realmente en juego —como señala Nick Morgan— es el posicionamiento profesional del crítico, no la constitución conceptual de un campo. Dado este cambio de episteme habríamos de hablar más bien de posiciones de lectura: “lo literario” designa mejor una manera de leer —no tanto de escribir— que muta en el tiempo y las geografías. Entonces, podemos señalar grosso modo dos formas de lectura en la actualidad: la posnacional (global) y la nacional (local), que se superponen y cruzan en muchas ocasiones. El primer paradigma de lectura señalado se refiere a una literatura que no se asimila totalmente a la representación nacional, práctica que también se había “Hay una problemática funcamental: la prodigado ya en el modernismo, disolución del ‘valor’ de lo literario” las vanguardias históricas y el boom, cuyo ejemplo más sobresaliente lo encarna la figura tutelar de Jorge Luis Borges, junto con Lezama Lima, Severo Sarduy, Cortázar, Ribeyro, Álvaro Mutis y, por supuesto, Roberto Bolaño. En rigor, desde hace más de cinco lustros, el campo literario se ha expandido ferozmente fuera de las fronteras nacionales, hasta el punto de que la ficción se ha desterritorializado amén de la globalización —económica y tecnológica— y de la migración masiva de escritores. La movilidad, la digitalización de la cultura, los mecanismos de apropiación, flujos de intercambio y la extendida experiencia del “afuera” —ya no ligada en exclusiva a la localización territorial de la nación— se cristalizan tanto en la creación literaria como en el espacio de recepción de los textos, que se vinculan a su vez con el mercado editorial y con el uso de un lenguaje más “neutro” —más legible y poroso a la traducción—, menos cargado de localismos, como evidencian los catálogos de las grandes casas editoriales. Y es que, como dice Josefina Ludmer, estaríamos ante un modo de leer migrante que ha propiciado el pasaje del territorio de la nación al territorio de la lengua. Y en esta posición de lectura se sitúan los estudios transatlánticos, toda vez que conviven con otros modos de leer enmarcados en el paradigma de lo local y el diálogo con la tradición y la memoria nacional. REVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 7 Cota 1.5. Definición de los estudios transatlánticos. Los estudios transatlánticos constituyen una comunidad de discursos críticos sobre el campo cultural en lengua española que surgieron como herederos del transatlantismo anglosajón de los sesenta, y que se han expandido con fuerza en Estados Unidos. El enfoque transatlántico aplicado al estudio de la literatura nace, según Fernández de Alba, cuando la globalización provoca una transformación en los poderes del Estado-nación que pone en tela de juicio la categoría de “identidad nacional” a la par que evidencia un nuevo modo de intercambio “transnacional”, y de circulación “intercultural” que vendría a cuestionar el modelo tradicional de análisis cultural en términos nacionales. Es claro: en el caso específico de las escrituras hispanas venimos constatando desde hace más de una treintena de años el cuestionamiento de la construcción romántica de las consabidas literaturas nacionales. ¿Por qué? Porque nos encontramos ante la naturaleza híbrida y el carácter fronterizo de una porción considerable de “nuevas” producciones literarias que no se dejan constreñir por los corsés nacionales, y que son fruto de la homogeneización de la cultura. Asistimos a la aparición de una nueva generación de autores españoles e hispanoamericanos que tratan la temática de la “posmodernidad transnacional” de forma preferente en sus ficciones y cuya única patria reconocida es la lengua española. Por tanto, habría de aplicarse a estas literaturas “Hay que establecer un marco un análisis literario desde enfoques conceptual para los estudios comparativos, interdisciplinares, transatlánticos debido a la vaguedad de geopolíticos y culturales que conectan irremediablemente ambas su delimitación crítica” orillas. Así, los principales temas que propone Julio Ortega, el promotor de los estudios trasatlánticos en español, tienen en cuenta las formas de circulación —global y trasnacional— de los objetos literarios, los trueques y los intercambios de ida y vuelta que se han sucedido en el tiempo entre América y la Península. A saber: la reflexión sobre la re-escritura de la época colonial, la vanguardia histórica, los viajes y la hibridez en la traducción. De otra parte, Ana Gallego Cuiñas ha pergeñado dos temáticas más: los epistolarios transatlánticos y el mercado editorial. Ahora bien, Ortega también entiende la práctica transatlántica como un modelo de lectura interdisciplinar que emplea herramientas de la crítica textual con voluntad de integración, puesto que estas escrituras que eclosionan en el último tercio del siglo XX presentan un trasvase de códigos y un préstamo intergenérico entre disciplinas heterogéneas que reclaman un estudio proteico. Pero como se puede observar, esta definición, caracterización e intereses de la crítica transatlantista no terminan de articularse dentro de ninguna disciplina —categorizadas en la academia tradicionalmente por áreas geográficas y épocas históricas—, razón por la cual ha sido acusada de sofisticación y afán de novedad teórica. Ciertamente es incontestable la presencia de una miríada de publicaciones académicas, congresos y tesis doctorales con el marbete “transatlántico” en los últimos años, por eso es necesario ponderar cuánto hay de “tendencia” (el uso de este adjetivo como moda 8 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES académica vacía de contenido) y cuánto de aplicación de un enfoque crítico metodológico. Cota 2. Balance de la crítica transatlantista. Lo primero que hemos de reconocer, como he anunciado, es que pisamos un terreno crítico opaco y muy amplio, cuyos parámetros metodológicos no están exentos de cierta ambigüedad polémica, lo que dificulta mucho una operación cartográfica más o menos exhaustiva. Veamos: los estudios transatlánticos en español empiezan a fraguarse con la institución de nuevos modelos de teoría durante la década de los ochenta que estudian la posibilidad de conexiones más amplias en el sistema cultural de la escritura en español. El panorama crítico —básicamente estadounidense— estaba dominado por los estudios poscoloniales y culturales —signados por ciertas prácticas de “ensimismamiento”, como las denomina García Canclini— que se asientan en perspectivas trasnacionales —frente, por ejemplo, al subalternismo que se asocia al Estado-nación— en aras de diluir los esencialismos identitarios. En este contexto, y considerando como punto de partida el exhaustivo artículo “Teorías de navegación: métodos de los estudios transatlánticos” de Francisco Fernández de Alba, la crítica transatlantista hispana se ve un tanto contaminada por la hiperteorización y la poca claridad de los estudios culturales. No comparto la totalidad de afirmaciones de Fernández de Alba en el ensayo referido, pero coincido con él en la necesidad de establecer un marco conceptual para los estudios transatlánticos debido a la vaguedad de su delimitación crítica, la falta de un vocabulario, así como de un método definido y un corpus propio. Sin embargo, existe una bibliografía crítica transatlantista que ha sido cultivada, además de por Julio Ortega, por investigadores de AmériREVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 9 ca y Europa como John Beverley, Marina Pérez de Mendiola, Joseba Gabilondo, Juana Martínez, Pérez del Solar, Jill Robbins, Roberta Johnson, David Armitage, Juan Luis Suárez, Beatriz Colombi, Ana Gallego Cuiñas y Aníbal González entre otros. Estas publicaciones reconocen los puntos en común que existen en las culturas hispanas y buscan en muchos casos, más allá del texto, una estética que trasciende los autores, los géneros y los siglos. Se trata pues de ahondar en una historia de las ideas, en examinar problemáticas literarias, sociopolíticas, filosóficas y económicas que obedecen a las intrincadas y conflictivas relaciones coloniales y postcoloniales entre España y América. En realidad podríamos hablar de una episteme que pone en jaque las políticas de identidad y la tradicional división entre lo latinoamericano frente a lo español (o peninsular, en el caso de EE. UU.). Por otra parte, este pensamiento “global” del objeto literario sobre la base de la lengua común española (la principal lengua atlántica, pero no la única) puede ser tildado de imperialista y centralista, en virtud de la actitud defensiva de ciertos campos latinoamericanos (verbigracia, Argentina) hacia discursos académicos producidos “afuera”, sobre todo en España (aunque también en EE. UU., y en menor media, en Francia y resto de Europa). Esta noción de imperio lingüístico del español se emparenta asimismo con la “poshegemonía” de Beasley-Murray y adolece de dos debilidades de las que habrían de zafarse los estudios transatlánticos: “El corpus literario se tendría que fijar el ninguneo de otras lenguas atlánen textos ‘desplazados’, incaradinados ticas importantes como el portugués (separada en la academia europea en varias tradiciones” del estudio latinoamericanista) y el orillamiento sociológico del objeto literario. Porque el lugar de la literatura ha cambiado en el campo de la cultura, desplazada por los medios audiovisuales, es decir: lo social ha sido sustituido por lo cultural. Por ese motivo los estudios transatlánticos habrían de llevar a cabo un análisis coyuntural que priorice el texto y su ubicación en el campo literario nacional y global (marcado por la economía capitalista, claro está), reivindicando su valor estético y dosificando la presencia teórica que parece haber fagocitado el texto. Sin naturalizar la identidad del objeto ni entenderlo de modo monolítico, sino más bien desde categorías —netamente hispanas— como “transculturación”, “heterogeneidad” e “hibridez”, que aumentan con la comunicación global y las nuevas tecnologías, y sobre todo con la estructura transnacional del mercado editorial. Se resemantizan entonces las nociones dicotómicas de centro / periferia (España / América) y se entiende la literatura como un objeto transnacional —en la estela del cosmopolitismo cultural del modernismo, las vanguardias y el boom— que sin embargo no tiene por qué abandonar necesariamente el horizonte de lo nacional, aunque este quede supeditado a las políticas editoriales de los grandes conglomerados en la mayoría de los casos. Porque la sombra de “pertenencia” no se halla solo en la escritura en lengua española, sino en un uso determinado del lenguaje que los estudios transatlánticos no habrían de soslayar. En virtud de lo expuesto, el corpus literario del transatlantismo se tendría que fi10 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES jar en textos “desplazados”, incardinados en varias tradiciones, como los “expatriados” de Valle-Inclán, Borges, Fuentes, Cabrera Infante, Donoso o Pitol. Y más recientemente los de los llamados autores “posnacionales” que han circulado en grandes editoriales: Volpi, Aira, Bellatin, Neuman, Bolaño, Fresán, Villoro, Juan Francisco Ferré, Vila-Matas, Rivera Garza, Roncagliolo, Juan Gabriel Vásquez, etc. Así, las temáticas del exilio, la diáspora y el viaje son coagulares en los estudios transatlánticos; y, por eso, las más prodigadas en artículos y libros. Se parte entonces de tradiciones teóricas ya asentadas, pero se leen los textos transcendiendo las categorías nacionales —desde las que se sigue enseñando en el ámbito universitario—, procurando una lectura múltiple y cruzada que tiene en cuenta varios cánones y la nueva naturaleza del objeto literario hoy día. Cota 5. Futuro y nuevas propuestas. La intervención humana es la que provoca mayor cantidad de variaciones topográficas en el suelo. Dichas variaciones, en primera instancia, responden a la especulación del mercado, de ahí que el futuro de los estudios transatlánticos esté cifrado —en mi opinión— en el análisis de la relación entre literatura y economía en la contemporaneidad, que ha afectado como ninguna otra el valor del objeto literario, su circulación atlántica y su recepción. Y es que la transformación de los productos culturales en objeto de consumo después de la Guerra Fría y la proliferación de formas de producción editorial transnacionales han significado una clara preponderancia de capital español en América Latina. Pero también la puesta en práctica de un paternalismo cultural —neocolonial— por parte de España que fomenta la integración en un espacio literario transnacional en detrimento de la exaltación de las identidades nacionales. La ilusión de cohesión social y la nivelación de la cultura que ha promovido el mercado español ha devenido en la homogeneización de cierta literatura, producto de un tiempo globalizado y un espacio transatlántico. Entonces, el quid de la cuestión está más bien en cómo se concibe la visibilidad, en la problemática de la circulación y de la recepción del objeto literario, puesto que cada mercado (global o local) comporta un tipo de visibilización y de comunicación diferentes. Es decir: no se puede equiparar el lector porteño que compra en Buenos Aires “literatura argentina” al lector español que compra en Barcelona “literatura argentina”. Al igual que no es lo mismo aparecer en la escena literaria bajo el rubro de un sello independiente que bajo el de un gran conglomerado. Los novelistas que apuestan por una editorial independiente nacional venden sus textos al consumidor local, y se mueven casi en exclusiva en los circuitos del país. Con esta decisión editorial, este tipo de autores pone en práctica una suerte de poética de la resistencia. Esto es: se trata no tanto de denunciar, sino de resistir las dinámicas de consenso y homogeneización del mercado transnacional para vindicar determinadas referencias, marcas nacionales, identidad y tradición. En principio, se oponen a la hegemonía mercadotécnica que promueve discursos normalizados que anulan la diversidad y asfixian la especificidad de lo local. Y es que la lógica homogeneizadora de sentidos del mercado global es un agente de producción de lecturas signado por la manipulaREVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 11 ción representacional (de lo latinoamericano en España y viceversa) y el acceso integral a la cultura. Y es que estas grandes editoriales favorecen la publicación de “productos híbridos”, objetos literarios con un valor estético que matiza las fuertes marcas identitarias nacionales que se diluyen en favor de la exportación transnacional, la desterritorialización o neutralización lingüística, tal y como he señalado más arriba. Aludo evidentemente a conglomerados transnacionales provenientes de España como Planeta, que compró Emecé, Seix Barral, Ariel, Espasa Calpe y Destino entre otras; Random House Mondadori —ahora en manos del grupo Bertersmann— se hizo con editoriales de renombre como Lumen, Grijalbo y Plaza & Janés; o el grupo Prisa Santillana que absorbió editoriales tan importantes como Aguilar, Taurus y Alfaguara. El problema no es el tipo de literatura “neutra”, “híbrida” o “transatlántica” que promueven estos conglomerados, sino que se rigen por las leyes del consumo inmediato, la rentabilidad máxima y la asociación con los medios de comunicación. Esto condiciona la naturaleza del objeto literario y genera una tensión entre los Estados nacionales y el mercado global, que sigue estando en su mayoría en manos de las grandes editoriales españolas que monopolizan la distribución de los libros en el continente americano. No obstante, las editoriales independientes, pequeñas y diversificadas, van adquiriendo un lugar preponderante ya que en los últimos años han alcanzado una proyección e influencia que no solo les ha permitido sobrevivir en el campo de la edición sino hacer frente a la presión de los grandes grupos garantizando la bibliodiversidad. Aun así, el ámbito de actuación de estas editoriales sigue siendo muy local, es frágil y corren el riesgo de ser absorbidas por las prácticas monopólicas de los grandes grupos. En conclusión: no podemos soslayar el comportamiento editorial de un libro, su comercialización, su inserción en un mercado u otro (global o local), el modo en que se lee en cada campo literario, los mecanismos de consagración y la construcción de la figura de autor en la arena pública, que también se convierte en objeto de consumo. Por ello la primera tarea de los estudios transatlánticos en la actualidad habría de ser la investigación de la variable económica que afecta a todo el campo literario hispano, cuyo sistema de distribución editorial sigue centralizado en España. Circunstancia que traza una topografía de lecturas de raigambre transnacional —transatlántica— o local (dependiendo del aval editorial) en función de curvas de circulación textual e intereses comerciales que afectan a la concepción y al valor del objeto literario. Cota 10. Desafíos. Las posibilidades metodológicas del campo de los estudios transatlánticos son infinitas. La metáfora que he usado para describir este enfoque crítico no tiene más pretensiones que la de poner sobre el tapete académico el estado de las cosas que, en realidad, pocos conocen y muchos cuestionan. En verdad, la apertura de la crítica transatlantista y su vaga delimitación conceptual ha hecho que se caiga en el relativismo y la falta de precisión. No obstante, la pluralidad es premisa básica para formular interrogantes desde lugares de tránsito y cruce en relación con la identidad y con el uso de la lengua española a un lado y otro del Atlántico. 12 | TOPOGRAFÍAS | REVISTA PUENTES De esta forma, si tenemos en cuenta los términos conceptuales ya descritos en los que se ha constituido este enfoque, la gran pregunta de la que habrían de partir los estudios transatlánticos sería: ¿qué significa hoy leer en un territorio concreto? La expansión del mercado global ha au“La gran pregunta sería: ¿qué significa mentado la pérdida de autonomía hoy leer en un territorio concreto?” y la subordinación de la república de las letras hispanas a la economía. Agentes y editoriales determinan más que nunca la adscripción de un autor a un campo preciso, así como los modos de recepción de un texto ora locales (independientes) ora trasnacionales (grandes conglomerados). Por ello, intentar traspasar las fronteras de las áreas de conocimiento de la academia (peninsular frente a latinoamericana) se antoja como una buena estrategia para posicionarse en el campo y comparar cómo se entiende el valor del objeto literario —cómo se lee al “otro”, cómo se consagra al “propio”— en los diferentes contextos culturales de la lengua española. Eso sí, sin orillar el valor estético, ni privilegiar la teoría sobre la experiencia de la lectura literaria. Y sobre todo: sin perder de vista el horizonte topográfico de una crítica transatlántica que se construye día a día. REVISTA PUENTES | TOPOGRAFÍAS | 13 ENSAYOS LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR. NOTAS PARA COMENZAR UNA POLÉMICA1 Alberto Giordano “Pensar y tomar una cosa en serio, asumir su peso, para ellos es lo mismo, no tienen otra experiencia.” Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder N Publicado, por primera y segunda vez, en La Muela del Juicio, nº. 5, La Plata, diciembre de 1994-abril de 1995 y en Redes de la Letra, nº. 5, Buenos Aires, Ediciones Legere, octubre de 1995. Este ensayo volvió a publicarse en Alberto Giordano, Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política, Buenos Aires, Ediciones Colihue (“Puñaladas. Ensayos de punta”), 1999. 1 o deja de llamarnos la atención con qué frecuencia quienes se interesan por la literatura terminan alejándose de ella. Lo que comienza como un vínculo incierto, más próximo a los extravíos en los que nos precipita una pasión amorosa que al cálculo de intereses que gobierna en un contrato de trabajo, termina siendo una relación conveniente. Una circunstancia extraña, que no puede, si se la aprecia detenidamente, más que suscitar perplejidad (¿qué raro sortilegio hace que alguien se entregue, como no se entrega a nada, con una disponibilidad absoluta, al acontecer de una realidad que no consiste más que en palabras?, ¿qué fuerzas extrañas lo llevan a abandonar el mundo por un tiempo para entregarse, como se dice, “en cuerpo y alma”, a los avatares de un mundo imaginario?), se resuelve en un ejercicio convencional, en una práctica socialmente reconocida: el conocimiento. Tal vez podamos con un ejemplo aproximarnos mejor al sentido de lo que intentamos transmitir. Imaginemos un crítico de Arlt, alguien que ha sido –y no dejará de serlo, al menos no del todo– un lector apasionado de las invenciones arltianas, un lector que le debe a la obra de Arlt, a esa obra a la que entregó sin reservas su fervor y su tiempo, momentos de vertiginosa felicidad; imaginemos que ese crítico, impulsado por el goce de las repetidas lecturas, se decide a escribir sobre la obra amada para 16 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES transmitir lo que sabe de ella. Mientras conjetura los posibles desarrollos de su trabajo, nuestro crítico encuentra, inesperadamente, en el prólogo a una antología de relatos poco conocidos de Arlt, una información que se le aparece como el punto de partida para una investigación en la que podrá apoyar su escritura. La “prueba de amor” –lee en ese prólogo– es el tema de numerosos artículos publicados en diarios y revistas de la década del veinte; la frecuencia con que aparece, por ejemplo, en Mundo Argentino, testimonia la pertenencia de ese tópico al imaginario sentimental de la clase media argentina de la época. Como imaginamos que había decidido dedicar una parte importante de su trabajo a “El jorobadito”, cuyo tema es precisamente la prueba de amor, este crítico, alertado por la información encontrada en el prólogo, se precipita entusiasmado a las hemerotecas. Poniendo en juego su competencia para el “análisis del discurso”, después de circunscribir el “corpus” de publicaciones, verifica la insistencia del tema en cuestión y descubre rápidamente (porque ya fue descubierto por tantos otros en tantos otros lugares) las motivaciones ideológicas de esa continua aparición. Entonces, con paso seguro, respaldándose en los conocimientos adquiridos, vuelve a Arlt, vuelve a “El jorobadito” para explicar la “... un conocimiento dispuesto a particularidad del uso que hace la perderse antes de perder el deseo de lo narración del estereotipo amoroextraño de esa experiencia” so. Como se produjo, sin que él lo advierta, un desplazamiento de su interés y, en consecuencia, un cambio de perspectiva, la narración es apreciada ahora no según su singularidad sino desde el punto de vista general del discurso sentimental ideológico. Situado desde allí, “El jorobadito” encuentra un sentido y un valor admisibles, es decir, admitidos. Si en el discurso periodístico –argumenta nuestro crítico– la referencia a la prueba de amor encubre, como lo hace cualquier formación ideológica, bajo una apariencia sentimental una realidad miserable y sirve, por lo tanto, a esa mistificación generalizada que es la moral burguesa, el uso anómalo del estereotipo en “El jorobadito” está investido de una firme potencia desmitificadora: la narración practica, a su manera, la crítica ideológica, contribuye, con sus propios medios, a la denuncia de la hipocresía de las relaciones sociales burguesas. Que la prueba que el enamorado solicita en “El jorobadito” sea no solo inaceptable sino fundamentalmente monstruosa (la novia no tiene que entregar su virtud, tiene que besar a un contrahecho), que la solicitud no busque la consolidación de la relación amorosa sino más bien su destrucción, que el enamorado solo pueda, por la fuerza de su amor, propiciar una catástrofe; toda esa realidad inaudita, que fascinaba al lector con el brillo lejano de lo desconocido, se reduce para el crítico a un conjunto de estratagemas desmitificadoras. Claro que él no admitiría que se hable de “reducción”: ¿acaso no ha encontrado para la narración de Arlt un valor decididamente fundado, indudablemente valioso?, ¿no ha quedado suficientemente justificada la existencia de “El jorobadito”? Es posible que, en los términos en que se ha visto llevado a formular el proREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 17 Cfr. Gilles Deleuze, “Visión ética del mundo”, Spinoza y el problema de la expresión, Barcelona, Muchnick, 1975, pp. 261 y ss. 2 Cada una de estas supersticiones, y fundamentalmente el sentido de los términos “inútil”, “singular” e “inactual” (que son los valores en los que se expresa la potencia de acción de la literatura), requieren un desarrollo argumentativo del que aquí nos excusamos por ser estas nada más que unas “Notas” para introducirnos, por la vía de la polémica, en el estudio de los problemas que los suponen. Nos parece oportuno, de todos modos, añadir una precisión respecto de la tercera de las supersticiones, la histórica. Que los discursos sociales funcionen como contexto de la literatura puede ser considerado una superstición, en tanto se supone que las morales tramadas en ese contexto son suficientes, es decir, capaces, para explicar el sentido de la aparición de una obra. 3 blema, nuestro crítico tenga absoluta razón, pero lo que su trabajo dejó sin interrogar son las razones de esa formulación. ¿De dónde proviene la exigencia de fundar moralmente, de acuerdo a valores admitidos, el sentido de una narración? ¿Quién reclama que su existencia sea justificada? De seguro no la literatura, que existe indiferente a cualquier justificación; de seguro no el lector, que goza con esa indiferencia. Es posible –insistimos– que nada de lo que ha hecho este crítico sea erróneo. Pero eso no importa, al menos no aquí. No nos interesa discutir la verdad o la falsedad de las conclusiones a las que ha llegado sino el valor del recorrido cumplido, mostrar los límites, por momentos asfixiantes, de la apuesta ética en la que lo compromete. Tampoco nos interesa impugnar simplemente (como podría sugerirlo el énfasis puesto al comienzo de esta nota) la probable eficacia de una empresa de conocimiento que tiene por objeto a la literatura. Queremos señalar la diferencia entre un conocimiento que niega masivamente la experiencia que supone conocer (el que practican los críticos que desatienden, en favor de ciertos valores generales, de ciertas valoraciones admitidas, su propia convicción o su propia emoción de lectores) y otro que mantiene con la experiencia literaria relaciones de intimidad, es decir, de tensión: un conocimiento dispuesto a perderse antes de perder el deseo de lo extraño que esa experiencia le transmitió en su origen. Nuestro crítico imaginario dio con un problema fundamental de la literatura de Arlt (y de toda literatura): el uso de los lugares comunes, pero adoptó para la formulación de ese problema (al darle la resolución que le dio) la perspectiva más débil, la que por sostenerse en el peso de los valores establecidos (el valor en sí de la función crítica, la evidencia de que se trata de una función valiosa), “ve las cosas desde el lado más pequeño” (Nietzsche). Si el punto de vista es el del funcionamiento discursivo, ideológico de los lugares comunes, si esa es la realidad en la que el crítico se asienta para evaluar, la literatura no puede aspirar a nada más valioso que la función crítica (en el sentido de “oponerse a”, de “ir en contra de”). ¿Pero qué necesidad hay, tratándose de literatura, de conformarse con una realidad dada? Porque si algo puede la literatura –potencia de acción que en nuestro crítico se debilita hasta casi desaparecer– es precisamente inventar, en los intersticios de una realidad dada, la posibilidad de otra realidad, una realidad esencialmente extraña, que acaso nunca se realice pero que inquieta, por su inminencia, cualquier sentido, cualquier valor establecido. Sabemos qué puede la realidad ideológica de la prueba de amor sobre “El jorobadito”: impulsarlo a ir contra ella, es decir, obligarlo a aceptar los criterios de valoración a los que ella se somete conformándose con invertirlos. Lo que todavía no sabemos es qué puede “El jorobadito” sobre el estereotipo de la prueba amorosa, qué realidad desconocida, indiferente a cualquier apreciación moral –esa realidad inminente que fascina al lector y lo impulsa a repetir la lectura– puede experimentar en él. En el desvío que lo aleja de la conmoción de la lectura para asegurarle la seria obviedad de la investigación, nuestro crítico es afectado por tres supersticiones. (Las supersticiones –propone Deleuze en una de sus lecturas de Spinoza– no son creencias falsas o erróneas, mistificacio- 18 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES nes que se disolverían en contacto con la verdad; las supersticiones son creencias que separan a un cuerpo –la literatura, el lector– de su potencia de actuar, que disminuyen esa potencia, que limitan lo que ese cuerpo puede2.) En primer lugar, una superstición política: que consiste en creer que la literatura es útil porque cumple una función crítica, desmitificadora, al servicio de una causa justa, moralmente fundada (todavía no podemos pensar el poder de lo inútil). En segundo lugar, una superstición sociológica: que consiste en creer que la literatura es homogénea a los discursos sociales, que se mueve en el mismo medio de generalidad que ellos, que solo actúa sobre ellos en tanto los padece directamente (todavía no podemos pensar el poder de lo singular). Por último, una superstición histórica: que consiste en creer que el sentido de la literatura es contemporáneo del de los discursos sociales, que las morales con referencia a las cuales estos discursos circulan funcionan como contexto, es decir, como límite del sentido de la literatura (todavía no podemos pensar el poder de lo inactual)3. Tal vez convenga insistir en que estas supersticiones no expresan creencias falsas, que, por el contrario, cada una remite a un aspecto verdadero de la literatura, pero de la literatura apreciada desde un punto de vista moral (sometiéndola a ciertos valores de la moral política, de la moral sociológica, de la moral histórica), es decir, vista desde el lado menos potente, “más pequeño”. Estas supersticiones no son un privilegio de los trabajos críticos como el que nos ocupamos de imaginar. Son –para decirlo con otra expresión nietzscheana, que suele usar Barthes– como un “manto reactivo” que se extiende sobre todas las tentativas críticas y no un simple obstáculo que las lecturas acertadas sabrían evitar. La diferencia cualitativa entre las lecturas críticas no se mide por la presencia o la ausencia de estas supersticiones sino por el mayor o menor grado de resistencia a sus efectuaciones. ¿Pero por qué tomó ese desvío nuestro crítico, ese desvío que –cada cual a su modo, con distinta intensidad en cada caso– toman todas las tentativas críticas? ¿Por el influjo de qué fuerzas se apartó, y apartó a la literatura de Arlt, de lo que puede? En las tres supersticiones que señalamos se afirma una misma voluntad de reacción. El peso de los valores establecidos, que asegura la seriedad de los argumentos críticos, viene a negar la precariedad y la incertidumbre de la presencia literaria. La literatura es rara: aparece sin que nadie reclame su presencia, “se propone al mundo –dice Roland Barthes– sin que ninguna praxis acuda a fundarla o a justificarla: es un acto absolutamente intransitivo, no modifica nada, nada lo tranquiliza”4 . Y de su potencia de inquietud –permítasenos concluir con una paradoja– da un testimonio inequívoco nuestro crítico, porque ¿qué lo impulsaría a alejarse, a resguardarse en mundos tan firmes, a él que goza con la lectura de Arlt, sino la fuerza conmocionante de ese goce, la intimidad con lo incierto? Donde se reacciona, porque se reacciona, algo inquietante todavía se afirma. Rosario, 25 de febrero de 1994 Ya no podemos hablar de superstición, si pensamos a la circulación de esos discursos y esas morales como un contexto insuficiente, es decir –parafraseando a Deleuze– como un conjunto de “condiciones casi negativas” que hacen posible una experiencia que escapa a esas condiciones. Sin los discursos sociales como condición, la experiencia de la literatura quedaría indeterminada, pero esa experiencia –que implica la creación intempestiva de algo nuevo– escapa a lo discursivo y a lo social. La literatura se define en relación a los discursos y las morales contemporáneos a su aparición, pero por el modo en que huye de ellos, es decir, por el modo en que deviene extraña a ellos (Cfr. Gilles Deleuze, “Contrôle et devenir”, Pourparlers, Paris, Minuit, 1990, p. 231). Roland Barthes, “La respuesta de Kafka”, Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1983, p. 169 4 REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 19 LA PASIÓN DE LAS METAMORFOSIS DE OSCAR MASOTTA Max Hidalgo Nácher “Hay en este contingente una personalidad que siguió todas estas vías casi al mismo tiempo, partiendo de la literatura para pasar por la filosofía, el análisis del pop art, las hoy llamadas culturas mediáticas, la estética y finalmente el psicoanálisis. Se trata de Oscar Masotta, sensibilidad prototípica de la década del sesenta: de la Facultad de Filosofía y Letras al Instituto Di Tella, del sartrismo al estructuralismo, de la historia y el sujeto a la estructura, de Merleau-Ponty a Jacques Lacan. La movilidad de Masotta no tiene equivalente en el campo cultural. Eliseo Verón sería la figura afín en el de las ciencias sociales. Seguir mínimamente sus recorridos implica hacer revista de las ideas que fueron verdaderamente influyentes en los años sesenta” Beatriz Sarlo, La batalla de las ideas (1943-1973) La crítica como actividad remite, además de a la discriminación y al juicio, a la idea misma de límite; ejercerla supone así señalar límites y hacer emerger condiciones de posibilidad. Si la crítica, en tanto que práctica específica, puede ser rescatada, será a condición de abrirle nuevos circuitos de circulación en los que pueda refundarse el valor y la función de una palabra gastada, cuando no desacreditada. ¿Cómo sería posible, dadas estas condiciones, llevar a cabo una intervención crítica en el actual panorama político y cultural? O, dicho en otros términos, ¿por qué las intervenciones críticas de hoy en día rara vez alcanzan el límite al que legítimamente podrían aspirar? Si bien no sabríamos cómo responder a estas preguntas, pensamos que sí es posible problematizarlas a través del recuerdo de esta figura liminar, central en Argentina pero hoy relativamente olvidada en el panorama cultural español y catalán, llamada Oscar Masotta (Buenos Aires, 1930 – Barcelona, 1979), cuya omisión y correlativo confinamiento a ciertos círculos de iniciados es en sí misma sintomática de aquello que aquí se querría dar a pensar. 20 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES “Hay autores que se creen que lo son. Como no dudan de que solo ellos son la causa de sus discursos, suponen que nadie sabe, como lo saben ellos, qué es lo que quisieron decir. Se creen los propietarios de sus palabras y también, lo que es peor, sus mejores administradores. Hay otros autores en cambio a los que la experiencia de la literatura no les es tan extraña. Ellos saben de la incertidumbre que habita el origen y el fin de cualquier palabra: la propia, la de todos. A esta clase de autores, que buscan hacer de su debilidad la condición de su fuerza, pertenece el joven Masotta” Alberto Giordano, “Elogio de la polémica” Desde esta orilla barcelonesa, la pregunta por quién es Masotta tiene que ser todavía enunciada; y eso a pesar del papel que cumplió en la entrada del psicoanálisis lacaniano en los contextos de lengua castellana. Sin embargo, Masotta es un claro exponente de una crítica moderna en la cual el pensamiento, la política y la literatura se anudaban inextricablemente en la voz y la escritura de un sujeto. Del existencialismo sartreano a la semiótica, del estudio de la literatura al del cómic y al del pop art, de la filosofía de la conciencia al psicoanálisis lacaniano, es posible seguir un recorrido de vanguardia en el que cada nuevo texto se reconocía a sí mismo como una intervención y en el que se dejaba oír, al mismo tiempo, la voz inconfundible de un sujeto. Recordar esa voz que se resistió una y otra vez a subordinar el pensamiento y su vocación práctica a una u otra disciplina y que hizo de las metamorfosis su destino quizás pueda ser un buen modo de señalar por contraste los límites de nuestro propio pensamiento. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 21 I. “ROBERTO ARLT. YO MISMO”: TRES AUTORES Y UNA SOLA VOZ E n 1965 se publicaba en Buenos Aires Sexo y traición en Roberto Arlt. Su autor, Oscar Masotta, era considerado por muchos como un diletante arrastrado por las modas y mudanzas de París. En un movimiento de constante transformación teórica, conocería el estructuralismo, la semiología y el psicoanálisis lacaniano, del que sería el principal introductor en lengua castellana; pero aquel era todavía, y a grandes rasgos, un libro sartreano. Su autor lo admitía: había deglutido al filósofo y ahora lo vomitaba. Y, sin embargo, la obra dibujaba un triángulo autorial en el que, junto a Sartre y a Masotta, también había que incluir a Arlt. Esos tres nombres, lejos de ser complementarios, tendían a fagocitarse los unos a los otros. Así, cuando Masotta juntó sus escritos arlteanos para publicarlos, los acompañó de otro: “Roberto Arlt, yo mismo”. En esa presentación se afirmaban, por turnos, todas esas mediaciones. Arlt era –desde el propio título– el protagonista pero, al tiempo, no era más que una excusa para dejar hablar a Sartre. De ese modo, Masotta podía confesar en esas páginas que “cuando escribí el libro yo no era un apasionado de Arlt sino de Sartre”, para aclarar enseguida: “En un sentido yo no fui esencial a su escritura: cualquiera que hubiera leído a Sartre podría haber escrito ese libro”. Ahora bien, si eso era así, ¿qué valor habría podido tener aquel “... una modalidad moderna de libro? Este se revela, paradójicamente, en el escrito que lo inaula crítica en la que se tramaba la gura. “Roberto Arlt, yo mismo” intimidad de un sujeto y su lenguaje...” surge en torno a un problema con la paternidad, es decir con la autoridad y la autoría; y en él el propio Masotta señala la especificidad de su escrito en relación a su objeto de estudio (la escritura de Arlt) y a la teoría utilizada para ello (la obra de Sartre). En esa vuelta crítica sobre su trabajo, él mismo reconoce una fascinación y una ceguera. ¿Sería Masotta, según parece dar a entender, un simple epígono de Sartre que se identifica imaginariamente con el maestro al que imita? No podía tratarse simplemente de eso: tenía que haber algo más, una excrecencia que se encontraba no tanto en el contenido como en “la factura del libro”, en “su escritura”. La especificidad –y, por lo tanto, el valor– de su trabajo, tal como acabaría reconociendo el propio autor, iría íntimamente ligado al pasaje subjetivo de los textos de Sartre por su propia voz. Lejos de la idea de la “aplicación” de modelos o de la “ejemplificación” de teorías, en esa escritura se evidenciaba una modalidad moderna de la crítica en la que se tramaba la intimidad de un sujeto y su lenguaje, lenguaje que por fuerza quedaba tocado y desplazado por la diferencia que lo vinculaba al primero. El valor de esa crítica iría ligado a su ilegibilidad, y aparecería firmado por la incógnita que representa hoy, aquí, para nosotros, el nombre de Oscar Masotta. Entre el plan de trabajo y la escritura habría un lapso: el que separa el proyecto del trabajo efectivo. De ese modo, “entre la pro22 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES gramación del libro y el libro como resultado, no todo estaba en Sartre”; y ahí –en ese entre– es donde se abría el espacio de la autobiografía, dado que “lo que no estaba en Sartre estaba en mí”. Con ello Masotta, asimilándoselos en un último movimiento, se deshacía de Arlt y de Sartre. En ese último gesto, se desprendía de cualquier tipo de autoridad para exponerse él mismo –pero, ¿quién es él?– en su escritura. “Roberto Arlt, yo mismo” irrumpe como un discurso oral sostenido en primera persona1. Y lo hace un 12 de febrero de 1965. “Yo he escrito este libro” son sus primeras palabras. Masotta y su ya antiguo libro eran los protagonistas del acto. Se trataba simplemente de presentarlo pero… ¿cómo hacerlo con justeza? “Yo he escrito este libro”, decía, sosteniendo su autoría; pero justo a continuación señalaba la paradoja de “ser yo mismo quien ha de presentar mi propio libro”, haciendo cuanto menos problemática cualquier pretensión de paternidad textual. El autor no habría de tener ningún tipo de autoridad sobre el texto; y la voz, que debía unir ambos tiempos, disimularlos y resolverlos en una continuidad, polemizaba con un timbre inconfundible consigo misma, tratando de abrir desde su actualidad una brecha, separando el decir de lo dicho y el presente del pasado: “¿Quién era yo, entonces, cuando escribí ese libro?; y también: ¿qué pienso yo en el fondo y de verdad sobre ese libro?”. Así arrancaba su escrito, intervención que Jorge Jinkis ha podido presentar recientemente como “un texto imposible, imposible de leer hoy”; y Daniel Link, “de lejos”, como “el mejor texto breve producido en toda la historia de la crítica en Argentina”. Masotta se desdoblaba ahí ante el público, dejando de identificarse con su libro; no, por cierto, por despreciar su valor (“diría que se trata de un libro relativamente bueno”), sino por la distancia que le separaba a él, como lector, del que antaño lo escribiera. Entre uno y otro mediaría –además de la propia escritura– una crisis dolorosa, que llevó a Masotta a una larga bajada a los infiernos: ¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad “cae” sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la mañana, en un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en sociedades como la nuestra, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como se dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo. Tampoco puedo leer. Fue la miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y también la miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que va desde el momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación. Ese testimonio –y los que le seguirán– no ha perdido un ápice de brutalidad en este tiempo. Tal como antes había hablado de sí mismo fingiendo que hablaba de Arlt, Masotta se refería ahora a sí mismo como si hablara de otro. Y lo hacía impúdicamente, al desvelar que era él mismo, y no Arlt, el que estaba en juego en su antigua lectura, tanto como al analizarse a sí mismo con la precisión y frialdad del entomólogo. La referencia a la enfermedad mental que lo paralizaba –acaso el límite del que surgía y contra el que pugnaba su escritura– contribuía a desestabilizar la obra y a colocar al autor en una situación de peligro extremo. 1 “Roberto Arlt, yo mismo”, leído el 12 de febrero de 1965 en la presentación pública de Sexo y traición en Roberto Arlt, fue escrito dos años antes, en 1963. Este breve escrito puede leerse en el volumen Conciencia y estructura (1968), en el que se percibe la voracidad teórica que lo llevó desde el sartismo hasta el psicoanálisis lacaniano. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 23 Con esas pocas líneas, en vez de valorizar su libro como objeto cultural, su autor lo tomaba como un producto sintomático de las tensiones sociales que le atravesaban, arrebatándole así cualquier estatuto de excepcionalidad para atacarlo a través de un análisis que, desplazándolo en función de su nueva situación de enunciación, le llevaba a esbozar un análisis de sí: un análisis del sujeto que, al escribir sobre Arlt, ahí se escribía, descubriendo a su través la inscripción social que lo constituía y le prestaba su precaria consistencia. Con todo ello, ¿qué podía buscar Masotta, más que conjurar el escándalo? Conjurarlo, es decir hacerlo presente y mantenerlo a distancia. La confesión podía ser un buen modo de lograrlo, siempre que no retrocediera ante lo terrible y que estuviera dispuesta a llegar al fondo de las cosas. A través de ella habría de evidenciarse la imbricación entre las series y las esferas aparentemente más lejanas y el descubrimiento de esas dos dimensiones fundamentales representadas comúnmente como una interioridad y una exterioridad radical, y que acaso podrían hacerse converger en un tercer plano “que están en la base del hombre concreto: el sexo y la economía”. II. LA CONFESIÓN Y EL TESTIMONIO “Escribir sobre uno mismo. Para desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo. Confesarse, así, es convertirse de alguna manera en un pasatista, y en un moralista. ¿Será este mi caso?” Masotta pretendía desnudarse (era, claro está, una pretensión); y lo hacía afirmando haber hallado su pasión de escritura al descubrirse a sí mismo al borde de la locura y de la imbecilidad. Con veintiún años, empezaba a escribir; y, al hacerlo, “tenía miedo”, sentía en sí un miedo que nunca más le abandonaría. Ese miedo surgía de una falta de con“¿Qué podía buscar Masotta, trol abierta por la escritura; pues, más que conjurar el escándalo?” al hacerlo, el escritor descubría que no conocía las palabras con las que nominar el mundo en el que vivía. Lejos de desvelarse la realidad, en ese instante se revelaba un “idiotismo” que había estado siempre ahí, pero que el sujeto no había sabido ver hasta medirse con la escritura. Se abría así una brecha inquietante que revelaba la privación del sujeto, separado de la plenitud del mundo por un lenguaje “privado”. La dimensión de lo siniestro ligada a ese descubrimiento se constituirá, así, en la experiencia originaria sobre la que no dejará de girar su escritura. Con todo ello, al presentar su obra, Masotta no podía menos que exponerse; y, al hacerlo, interpelaba al público exigiéndole algún tipo de reacción. A través de ese acto, señalaba que la escritura de su libro constituía, en realidad, un velado ejercicio de auto-análisis y, así, evidenciaba la posibilidad de seguir un registro autobiográfico en su escritura. Esa autobiografía en forma de confesión estaría estructurada a partir de dos categorías centrales: la inmovilidad y la transformación. En el espacio que va desde una coagulación de la identidad que hace imposible la transfor24 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES mación hasta la pasión de las metamorfosis que hace del sujeto un ser en revolución permanente se hallaría el lapso que opone la enfermedad a la vida y que hace de la reproducción de lo existente el silencioso enemigo de la historia. “Toda apertura significa historia”, escribía, “y en Arlt la historia ha sido abolida”. Ahí se reconoce que, si Arlt había sido devorado por Sartre, no es menos cierto que Masotta había sido previamente devorado por Arlt. Pues cuando el crítico captaba en los personajes de Arlt –esa “colección de personajes estáticos, de naturalezas muertas, de seres condenados a ser lo que son”– un rasgo ligado a la humillación, era a su propia clase social a la que encontraba y, a través de ella, a sí mismo. La idea de inmovilidad que implica “ese círculo estructural en el que se mueven las individualidades de Arlt es la misma noria secreta en que transcurren nuestras propias vidas” y en ella se da forma al “fondo secreto del hombre de las clases medias” a las que pertenece el propio Masotta. Ahora bien, frente a esa inmovilidad impuesta por el orden social y por la enfermedad, la pasión de Masotta serán las transformaciones. Desde su primer acercamiento a Sartre y su amistad con Correas y Sebreli en torno a Contorno hasta su asunción del lacanismo, su recorrido intelectual merece ser interpelado no solo en función de él mismo o de la dinámica propia del campo intelectual en el que se inserta, tal como propone Beatriz Sarlo, sino también “El escritor descubría un ‘idiotismo’ que apuntando a esa veta subjetiva a había estado siempre ahí” través de la cual reescribe la teoría y se reescribe a sí mismo a partir de un mismo gesto. En ese sentido, gran parte de sus esfuerzos irán destinados a arrancarse de su origen, en lo que constituirá una estrategia sistemática de ruptura con lo dado y una verdadera pasión por las metamorfosis. Su obra y su recorrido se dejan insertar en toda una tradición moderna de denegación de los orígenes. Escribía Althusser: “Hay que nacer en un día concreto, y en algún lugar, y empezar a pensar y a escribir en un mundo dado”. Desde esta perspectiva, los comienzos –que bajo un cierto punto de vista determinan, en tanto que acotan, todo lo que vendrá después– son, al mismo tiempo, algo irrelevante. El trabajo de la escritura consiste en reformular las relaciones “naturales”; por ese motivo la obra de Arlt es, como afirma Masotta, “política menos por lo que dice expresamente que por lo que revela”. Dicha obra acaso dice la fatalidad; pero, al decirla, revela la relación de esa fatalidad con la determinación histórica, dando a pensar “el estertor de una época donde lo que se sabe de la vida se mezcla con la vida, donde el conocimiento no se separa de la existencia, donde la confusión y el equívoco comienzan a tener un valor de verdad”. Ese movimiento subversivo trataba de romper con las genealogías que anclan al sujeto en una identidad previa y determinada. Ahora bien, Masotta –que, a través de la escritura, aspira a darse sus propios padres– tuvo un padre; y la inscripción de esos orígenes en su vida –como, por lo demás, en la de Althusser– fueron demasiado fuertes para no dejar REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 25 sus dolorosas huellas en su cuerpo. En “Roberto Arlt, yo mismo” –cuya obscenidad no debería ser pasada por alto– Masotta hacía público y sometía al común algo de aquello de lo que habría sido aconsejable dejar velado. Y así escribía, refiriéndose a su padre: “Cuando supe que él iba a morir, yo ya no pude vivir más”. Esa muerte desencadenaría en el hijo una crisis profunda que desembocaría ese mismo año en un intento de suicidio. La confesión de la que habla el texto no es ajena a esa bajada a los infiernos. Ahora bien, lejos de entenderse como una expiación por la cual el sujeto descubre una verdad de sí que le separa del antiguo error y le lleva a volver a abrazar la verdad común, en Masotta esta confesión persigue una producción de sí en la que la verdad aparece más como movimiento que como resultado, y que hay que entender en todo caso en el eje general de valorización que confronta la inmovilidad y las metamorfosis, subvirtiendo la idea tradicional de confesión: frente a la imagen común de la confesión como acto de reconciliación, Masotta hablaba y escribía para ponerse en riesgo –para transformarse. Esa “confesión” no buscaba suturar los lazos de una comunidad maltrecha, sino descubrir y poner en evidencia sus grietas e inadecuaciones para desencadenar una transformación de orden político. Así, su “confesión”, más que moralizar o afirmar un orden existente, buscaría corroerlo, acercándola a una figura que dibuja un circuito de la comunicación muy diferente: el testimonio. Frente al que se confiesa (quien ha de resolver su diferencia en un lenguaje común), el testimonio –como ha expuesto Agamben– tendría que dar testimonio de lo intestimoniable (es decir, de aquello que atraviesa el límite de nuestro lenguaje común). Por eso la confesión de Masotta tiende a abolirse ella misma y a convertirse en testimonio (el cual es siempre, en cierto sentido, testimonio de lo insignificante): “Pero me pongo en el lugar de ustedes que me están escuchando. ¿Sobre qué estoy hablando? O bien: ¿de qué me estoy confesando? Pues bien: de nada”. Quizás a partir de ello pueda entenderse algo mejor la relación del “Masotta hablaba y escribía crítico con Sartre y, en general, con para ponerse en riesgo –para los referentes teóricos que manejó a transformarse” lo largo de su vida; pues Masotta no podía limitarse a “aplicar” a Sartre, ni a Lévi-Strauss, ni a Lacan, dado que él escribía y que, en esa escritura, cuajaba y se revelaba la mediación social, siempre a partir de una situación específica. Esa misma primacía la reconocía Nicolás Rosa, contemporáneo de Masotta, en su respuesta a la Encuesta a la literatura argentina contemporánea de 1982 de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo: “Si es posible importar saberes técnicos sobre los que apoyar la reflexión teórica, es imposible generar un discurso crítico fuera del entramado social donde se ejerce”. Esta conciencia de la situación haría que Rosa escribiera una frase que se convertiría en verdadero leitmotiv de su obra crítica: “Somos lectores de lo universal, pero solo somos escritores de lo particular”. Y eso era precisamente lo que se desplegaba en la escritura de Sexo y traición en Roberto Arlt a finales de los cincuenta y lo que descubría Masotta en su lectura del libro 26 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 27 de 1965, donde trataba de descubrir las huellas de la determinación de un orden social sobre la propia subjetividad del que eso escribía: Escribir el libro me ayudó, textualmente, a descubrir el sentido de la existencia de la clase a la que pertenecía, la clase media. Una banalidad. Pero esa banalidad me había acompañado desde mi nacimiento. Pensando sobre Arlt descubría el sentido de mis conductas actuales y de mis conductas pasadas: que dura y crudamente habían estado determinadas por mi origen social. En la escritura del libro se manifestaba una particularidad irreductible que era, precisamente, la que justificaba la escritura. El libro –seguía Masotta– hablaba de “mí” en tanto en él se manifestaban “las tensiones que viniendo de la sociedad operaban sobre mí a la vez que no se diferenciaban de mí, y de cuya conciencia (una cierta incompleta conciencia) extraí, creo, esa certeza que me acompaña desde hace más de quince años. Que, efectivamente, tengo algo que decir”. III. AUTORIDAD Y LEGITIMIDAD DE LA CRÍTICA “…sin pensar en volverme únicamente hacia la crítica literaria, he escrito unos pocos ensayos –sobre Arlt, sobre la novelística de Viñas– donde lograba más que llegar a resultados objetivos satisfactorios, experimentar simplemente las dificultades –de formación y de comprensión– que constituyen la posibilidad misma de hacer crítica literaria” Oscar Masotta, respuesta a la encuesta de Adolfo Prieto de 1963 “…las cuestiones fundamentales que ciñen la vida del intelectual contemporáneo: la política y el saber” Oscar Masotta En “De la literatura considerada como una tauromaquia” se lee: “¿Lo que pasa en el dominio de la escritura no queda desprovisto de valor si se limita a ser ‘estético’, anodino, desprovisto de sanción, si no hay nada, en el hecho de escribir una obra, que sea un equivalente (y aquí interviene una de las imágenes predilectas del autor) de lo que es para el torero el cuerno acerado del toro, el único que –en razón de la amenaza material que encierra– confiere una realidad humana a su arte, le impide limitarse a ser gracias vanas de bailarina?”. 2 Masotta sabía que la crítica –que nace ligada a la moderna diversidad de campos de lo social– no requiere de ninguna autoridad. Su propia práctica lo muestra. Por ello mismo, y aunque ninguna legislación pueda establecerse en sus dominios de forma estable, la pregunta por su legitimidad será acuciante. Masotta fundará esa legitimidad en una turbia creencia: la convicción de que tiene “algo que decir”. Esa convicción, aunque contaba con ciertos saberes teóricos como marco, no se fundaba en ellos. En “Roberto Arlt, yo mismo” reivindicaba sus propios límites como un haber al afirmar que consiguió escribir su libro no a pesar de las deficiencias de su propio saber, sino más bien gracias a ellas: “Una cierta indigencia cultural, de formación, con respecto a los instrumentos intelectuales que realmente manejaba, estoy seguro, fueron entonces el motor que no solo me impulsó a planear el libro, sino que me permitió escribirlo”. Sin esas deficiencias, sin esos límites, el libro no habría podido escribirse –y nada habría pasado. El uso productivo de los referentes teóricos es así un a priori en un discurso cuya legitimidad no reposaba de ningún modo en el saber. Esa posición de minoridad reivindicada por el joven Masotta le arrebataba al enunciador toda autoridad basada en el saber, pero extrañamente 28 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES lo legitimaba a través de la inserción específica del sujeto en su propio discurso crítico. En las antípodas de la posición de enunciación del profesor –tan bellamente desenmascarada por Roland Barthes en “Escritores, intelectuales, profesores” (1971)–, así es como se presentaba en gran medida como sujeto y objeto de su discurso. Y quizás ese sea el rasgo característico que hace tan especial su escritura y tan escandalosas algunas de sus propuestas. En el texto del que hablamos –donde expone tanto “un cierto naufragio de la fenomenología” en el ámbito del saber como su propia bajada a los infiernos de la enfermedad mental en el ámbito de la experiencia subjetiva– llegaba a pedir perdón a los lectores por hablar de ese modo de “sí mismo” (“les ruego a ustedes que me excusen nuevamente” por el “impudor con que nombro la palabra suicidio cuando ella se refiere a intentos reales míos”). La obscenidad, como vemos, no se hallaba solo en los contenidos, sino en el modo de hablar, el cual –pasando sin solución de continuidad de una crisis epistemológica a una crisis “Masotta sostenía un discurso cuya psíquica– convertía a Masotta en un sujeto de la enunciación que se legitimidad no reposaba en el saber” analizaba a sí mismo de un modo despiadado en tanto que sujeto del enunciado. La edad de hombre de Michel Leiris –para quien la escritura solo podría legitimarse a condición de “introducir siquiera la sombra de un cuerno de toro en la obra literaria”2– habría sido, en ese sentido, una obra ejemplar. “Aprendí de él”, dirá Masotta, “que para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás”. Con ese gesto, el autor se exponía ante su público y permitía ver que el lapso que separaba los textos de su lectura –a Sartre de su apropiación por parte del escritor– era el mismo que hacía de su análisis un arma al servicio de la transformación. Su voz se hacía fuerte, así, en una vuelta sobre el sujeto de la enunciación: “¿Quién era yo cuando escribí ese libro? O para forzar la sintaxis: ¿qué había de aparecer en aquel libro de lo que era yo?”. La escritura, en clave sartreana, al nominar la realidad la mostraba y, al mostrarla, la transformaba. El autor señalaba claramente que “al nivel de las ideas el libro estaba fuertemente influenciado por Sartre” mientras que “en lo 3 Así escribía Masotta que hace a la prosa, la influencia viene de Merleau-Ponty”. Ahora bien, en Sexo y traición en Roberto Arlt: “Ese la sensibilidad de Masotta descubría en esa textura la inadecuación entre círculo estructural en el estilo y la conciencia; y en esa incongruencia –que traicionaba al gesto, el que se mueven las delatándolo como una mera pose– revelaba las contradicciones que caían individualidades de Arlt es la misma noria secreta ya entonces sobre él, constituyéndolo. en que transcurren Por lo demás, como ya había dejado sentado el crítico, aquel nuestras propias vidas y desde la cual cada uno mundo imaginario de Arlt era, en realidad, el suyo propio3. Revelaba así de nosotros percibe el que la escritura del libro implicaba un ejercicio cercano al autoanálisis, contorno de su mundo haciendo visible al mismo tiempo la pura imposibilidad de “adoptar” o vivido, y en él hay una dialéctica de hierro “importar” modos de pensamiento extranjeros. Esta imposibilidad, lejos entre las relaciones de ser percibida como algo que tendría que llevar a romper relaciones con económicas tal como esas tradiciones europeas de pensamiento, sería la condición misma de su pesan sobre la clase y el espiritualismo”. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 29 posible fecundidad. Pues lo que ahí estaría en juego sería su encarnadura en un sujeto difícilmente discernible del conjunto de determinaciones que lo configuran. Se trataba, pues, de desviar de su fin natural la escritura sartreana para comenzar una confesión o testimonio en el cual, por fuerza, el sujeto se ponía en juego al tiempo que amenazaba a los otros de viva voz con su escritura. Con todo ello, la presencia del enunciador en sus enunciados llegará a una dimensión cuasi excesiva en el joven Masotta. En “La búsqueda del ensayo”, Alberto Giordano ha señalado esta especificidad y su vínculo crítico con la polémica. Para caracterizarla, Giordano lo imagina, significativamente, como orador: Cada vez que toma la palabra, este orador recurre a los procedimientos de la polémica: vuelve sobre lo que acaba de decirse para situar la discusión en el nivel que él supone más riguroso: el de las condiciones de enunciación. Y entonces muestra la debilidad, la inconsistencia de los estereotipos, y hace visible, desmontando los medios que las producen, el carácter interesado y poco evidente de las supuestas evidencias. El orador que fue Masotta no exponía tanto un saber como que intervenía ante un auditorio al que interpelaba con su voz y su discurso –y se exponía él mismo al hacerlo. El artículo “Elogio de la polémica” que le dedica Giordano insiste, precisamente, en el carácter polémico y paradójico de su pensamiento. Si dicho artículo es un elogio de la polémica, el movimiento de pensamiento propuesto por Masotta se inserta en esa lógica en la que el pensar solo puede ponerse a prueba en su relación con los otros. Esa relación crítica es central en la práctica de pensamiento de los años sesenta y setenta en Argentina y Giordano la capta de manera privilegiada en la perspectiva crítica de Masotta cuando afirma que este sabe “de la incertidumbre que habita el origen y el fin de cualquier palabra” y que, por eso, hace “de su debilidad la condición de su fuerza”. Ese estado de polémica –de lucha no solo material sino discursiva– en el campo intelectual es, tal como sugiere Giordano, un estado ligado a la experiencia de una literatura que no se ha mantenido al margen del saber pero que tampoco ha conseguido homologarse al mismo. IV. EL SABER DE LA LITERATURA La relación literaria que aquí sostiene críticamente Masotta estaría basada en una experiencia de disociación radical entre el sujeto y el lenguaje. En la intimidad de lo literario, el pensamiento se enfrentaría a sus propios límites y, al hacerlo, provocaría un desfondamiento y alentaría una transformación. El saber de la literatura no podría ser, así, un saber meramente literario. Masotta encararía la literatura como una dimensión de la experiencia no subsumible al pensamiento que, sin embargo, merecería ser pensada. Habría que tratar de entender qué es lo que hay de potencialmente subversivo –y hasta de intolerable– en ese procedimiento. Con él, se trataría de enfrentarse a la indigencia que acaso nos constituye; y, a través de esa experiencia, de producir un saber específico a partir de una 30 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES literatura pensada como límite y motor del pensamiento. En “Roberto Arlt, yo mismo”, Masotta se volvía críticamente sobre sí; y ese gesto exponía al orador ante el no saber, situándolo en el lugar de una falta que, no obstante, merece ser expresada, confrontándolo a un silencio que debería hacerse audible. En Sexo y traición en Roberto “Partir de esa imposibilidad acaso no Arlt encontramos ese recurso al no sea el peor punto de partida para una saber por lo menos en tres ocasiocrítica literaria por venir” nes. Y en los tres casos se trata de salvar a Arlt de ser entendido demasiado rápida o expeditivamente. El escritor había sido acusado por la izquierda de olvidarse de la clase social, presentando dicho universo desde un punto de vista estrictamente individual. Masotta recogerá el dilema (“¿el individuo o la clase?”) para recusarlo con un tan simple como efectivo “pero no sé”. Ese no saber será el que le permita, precisamente, desplazar el argumento para señalar la especificidad de una obra literaria en cuyo seno “lo político se transforma”. De ese modo, “para hablar de política cuando se habla de literatura es necesario, para decirlo así, poner entre paréntesis todo lo que se sabe de política para dejar que la obra hable por sí misma”. Frente a los imperativos políticos, la obra de Arlt plantearía una política que no olvida la experiencia literaria ni el estatuto del sujeto. Unas pocas páginas después vuelve a repetirse el argumento: “El reproche de nuestras conciencias ortodoxas y superpolitizadas a la necesidad de absoluto de los personajes de Arlt podría sintentizarse así: esteticismo, anarquismo, mala fe. Pero ¿quién sabe?”. Que en esos casos no se trata de separar a Arlt de la política, sino de hacer ver la dimensión específicamente política de lo literario, lo muestran quizás los “Seis intentos frustrados de escribir sobre Arlt”, de 1962, los cuales empiezan así: De Hoy en la Cultura me piden una nota sobre Roberto Arlt. Contesto que sí, me apresto a redactarla. Intento un resumen apretado: comprimir mis viejas páginas sobre Arlt. Pero me invade una determinada inquietud. No se me pide, tal vez, una nota sobre Arlt para hacer de este autor muerto un hombre más vivo, sino para hacerlo más muerto. Y para arrastrarme, tal vez, a mí mismo en esa doble muerte. Quito la hoja de papel de la máquina y coloco otra. Me tranquilizo. ¿Por qué no, en fin, escribir la nota diciendo exactamente eso? (las cursivas son mías) En esos apuntes, que serán publicados por Hoy en la Cultura, Masotta concluía –tras ese “¿por qué no?”– que “la única nota que me era posible escribir sobre Arlt debería reflejar mi imposibilidad de escribirla”. Partir de esa imposibilidad –o, por lo menos, tenerla en el horizonte– acaso no sea el peor punto de partida para una crítica literaria por venir. Una crítica que haga de la debilidad la condición de su fuerza y del miedo un tesoro de escritura y en la que “más que llegar a resultados objetivos satisfactorios” se experimenten “las dificultades –de formación y de comprensión– que constituyen la posibilidad misma de hacer crítica literaria”. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 31 FUNCIONES Y FIGURAS DE LA CRÍTICA. DEL HUMANISMO A LA POSMODERNIDAD Albert Jornet Somoza E n las últimas décadas hemos asistido al surgimiento y la expansión de un tipo de crítica literaria que ha venido a establecerse como principal tendencia colectiva en el terreno de las humanidades. Una tendencia que parece haber conducido a una polarización entre el posicionamiento militante de sus cada vez más numerosos practicantes y el repudio frontal de sus detractores. Por un lado, es un tipo de crítica que ha dejado de interrogarse sobre el conocimiento complejo o la experiencia que nace del trato con el texto, renunciando así a entender el fenómeno artístico-literario desde su singularidad, para erigirse como intérprete de la realidad político-social que circunda la obra. Por el otro, esta tendencia ha alimentado activamente un tabú que viene imponiéndose como horizonte del saber humanístico desde el siglo pasado: el que se levanta sobre la cuestión del valor del arte y la literatura. Y, no obstante, pretiriendo esta tensión, el crítico no se da cuenta de que está erosionando los cimientos que desde siempre han justificado su existencia como agente del campo cultural, pues ¿cómo podrá tener valor el ejercicio crítico sobre una obra desprovista de este? Para poder tomarle el pulso a esta crítica actual merece la pena detenernos en sus planteamientos y en la relación particular que esta establece tanto con la obra de arte como con las prácticas culturales que la legitiman. Para ello, propongo echar una rápida mirada a las formas de crítica que se han dado en el pasado y así poder apreciar cómo se ha venido a construir una nueva figura del crítico que plantea como mínimo estas dos problemáticas que no parecen contar con antecedentes. Finalmente, podremos detectar que esta tendencia, a la vez, participa de una lógica académica concreta que la ha catapultado hasta con32 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES vertirse en una moda crítica. Por eso será importante analizar no solo los conceptos que la habitan sino, sobre todo, las funciones que se agencia con el fin de legitimar su papel en la sociedad. De ahí que debamos hablar de “figuras” del crítico, y no solo de corrientes o postulados, ya que, así como sucede con el poeta, el crítico es mucho más que las ideas que vehicula. En este sentido, se me ocurren muy pocos textos que logren mostrar de manera tan breve y reveladora la evolución de la figura del poeta a lo largo de la historia de la literatura como el microrrelato de Borges titulado “El espejo y la máscara”. En este, se nos presenta a un rey medieval irlandés que, tras salir victorioso de la enésima batalla, encomienda al mayor poeta de su reino la redacción de un gran poema que cante sus hazañas bélicas. El año siguiente, el vate, conocedor de las “disciplinas de la métrica” y de las leyes del idioma y las metáforas, regresa “...una crítica que ha renunciado a palacio para recitar con aplomo a entender el fenómeno literario desde su extensa epopeya ante la admirasu singularidad” ción del monarca y su séquito. El Alto Rey acepta honrado su “clásica oda” pero no puede dejar de remarcar que ante su lectura “nada ha pasado”, “nadie ha palidecido”, “nadie profirió un grito”, por lo que insta al poeta a escribir un nuevo poema y le ofrece como recompensa un espejo de plata. Pasado otro año, vuelve nuestro poeta a la corte para dar a conocer, esta vez con visible inseguridad, su intensa pero irregular obra, que ya “no era una descripción de la batalla, era la batalla”. El sabio gobernante admira la superioridad de la nueva composición pero aun así solicita un tercer esfuerzo al artista, a quien esta vez ofrece una máscara de oro. Regresa finalmente al tercer año el poeta con siniestro aspecto y le recita, a solas, el único verso de su última obra que hace que ambos palidezcan por el pecado de “haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres”. Después de eso, el rey hace entrega al poeta de su último regalo, una daga, con la que este se da muerte al salir del palacio. Del monarca solo se sabe que desde entonces es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda y que jamás ha repetido el poema. Anacronismos aparte, los tres poemas del relato borgiano se identifican fácilmente con la concepción de la poesía imperante en tres fases históricas de la cultura occidental tan significativas como el Clasicismo, el Romanticismo y la Modernidad, respectivamente. En poco menos de una página, el talento del argentino logra relatar en forma de ficción la evolución de más de cuatro siglos de historia literaria y, con astuta frugalidad de detalles, reproduce las principales caracterizaciones de la figura del poeta que se han sucedido y topificado en los imaginarios artísticos de cada época. Y si nosotros, amables lectores, somos capaces de reconocer estas figuraciones en el relato es porque la “imagen de autor”, tal como la define Dominique Maingueneau –o en este caso, del poeta–, no es sino una construcción historizable y vinculada a series de categorías estéticas, actitudes pragmáticas y funciones sociales determinadas. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 33 TRES FIGURACIONES HISTÓRICAS DEL CRÍTICO Hoy nos parece casi una obviedad: si el poeta logra ser tal no es solamente por efecto de su creación genuina sino porque es capaz de concentrar sobre su figura una serie de expectativas, deseos y prerrogativas provenientes de la sociedad, merced a las cuales obtiene su función y su rol específico dentro de esta. Estas complejas relaciones han sido ya profusamente analizadas en estudios sobre lo que en el ámbito anglosajón se denomina the authorship y en el francófono empieza a conocerse como l’autorialité –o fonction-auteur, según la célebre acuñación de Foucault–, y no es mi intención detenerme en ello. Sin embargo, me gustaría reflexionar sobre otra figura muy cercana a la del escritor y que tradicionalmente ha ocupado un papel de mediador entre este y la sociedad: me refiero a la figura del crítico literario. Una figura que, como hemos apuntado, está adquiriendo en la actualidad nuevas significaciones y agenciándose de nuevos roles que merecen sin duda ser atendidos y que, tal vez, arrojando una mirada hacia el pasado podamos entender mejor. Más allá de analizar las distintas ideas poéticas o presupuestos estéticos que encierran los textos de crítica literaria a lo largo de la historia –aspecto, este, compendiado por tantas antologías y manuales–, me parece de especial interés que nos fijemos en la función que ha adquirido esta figura, la del crítico, con el devenir de los siglos, pues intuyo que puede revelarnos alguna información valiosa sobre facetas como la construcción de los espacios del saber, la gestión del capital simbólico o el lugar de la obra de arte en cada sociedad, y en especial en la actual. De la misma “Hemos de fijarnos en la función que manera que las diversas figuracioha adquirido el crítico a lo largo de los nes del poeta nos hablan de su funsiglos” ción y prestigio –o falta de él– dentro de sus respectivas comunidades, como veíamos en el relato de Borges, así también pueden hacerlo las de este misterioso agente, mitad parásito cultural, mitad mensajero divino, que se ha ido estableciendo en el campo literario de la edad moderna dejando sólidas estructuras de discusión y divulgación del pensamiento. En este sentido, y para continuar con la tripartición borgiana, podemos diferenciar tres caracterizaciones fuertes de la figura del crítico literario que se han dado a lo largo de estos mismos años. Esta brevísima tipología nos permitirá además identificar los tres tipos de crítica que ya distinguiera Albert Thibaudet en su célebre artículo de 1922 sobre “Les trois critiques”: la crítica profesional o académica; la crítica espontánea, es decir, lo que hoy podríamos reconocer como crítica periodística; y la crítica realizada por los propios poetas o –por usar la nomenclatura de Antoine Compagnon– crítica de autor. Una vez esbozados estos tres tipos de crítica y su función, podremos analizar las continuidades e interrupciones que han supuesto las caracterizaciones de la crítica en dos momentos de la contemporaneidad como son la modernidad y la posmodernidad. El objetivo de este ensayo es, por tanto, apuntar hacia algunos problemas sobre los que se han cimentado las principales tendencias de la crítica actual. 34 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES EL HUMANISTA COMO PRIMER CRÍTICO ACADÉMICO La primera figura del crítico que podemos destacar en las tradiciones modernas y que relacionaríamos sin dificultad con el poeta clásico del microrrelato borgiano no es otra que la que se erigió a partir del Renacimiento a través de un oscilante abanico de géneros como el “comento”, la “glosa” o las “anotaciones”. Sus autores, profesores o eruditos formados siempre en la educación humanística y conocedores de los preceptos que constituían el saber poético, hacían correr ríos de tinta para esclarecer el significado de un pasaje, descubrir las fuentes y modelos clásicos u observar el correcto uso del estilo y los recursos retóricos en obras literarias que se habían alzado como ejemplos incuestionables de virtud creativa. Podemos identificar sin problemas este tipo de crítica con la que anteriormente hemos denominado crítica académica, pues en todos los casos el acercamiento a la obra poética se acometía desde los mismos postulados, adquiridos a través de una formación superior –las disciplinas que conformaban el trivium–, y generalmente tenían su origen en la tarea universitaria del propio autor. Todos, ya fueran poetas –Fernando de Herrera, por ejemplo–, docentes –El Brocense, Fray Luis– o lo que hoy llamaríamos investigadores independientes –casos curiosos como el misterioso Manuel Serrano de Paz–, todos, formulaban el mismo repertorio de preguntas al texto y respondían igualmente desde el manual de conceptos y prejuicios en el que se había convertido la preceptiva clásica. Pero debemos preguntarnos qué empujaba, en ese momento germinal de la era moderna, a tanto sesudo humanista a llenar páginas y páginas de explicación y paráfrasis de un texto. ¿Qué se esperaba de él y qué esperaba él mismo de su tarea? ¿Qué función, en definitiva, pasarían a cumplir estos críticos avant-la-lettre en una sociedad que daba un histriónico carpetazo a la cultura medieval y se quería digna sucesora de la antigüedad grecolatina? Para hacernos una idea de ello, resulta ciertamente útil acudir a los prólogos y textos introductorios con que estos acostumbraban a abrir sus voluminosos estudios, pues en ellos encontramos precisamente –aunque a veces con letra pequeña– evidentes intentos de legitimar la labor de esta nueva figura académica que surgía desde las esquinas del campo literario, es decir, su propia labor en tanto críticos. Un conciso –y aleatorio– ejemplo de ello lo encontramos en el exordio “Al lector” con el que García Coronel daba inicio a sus Soledades de don Luis de Góngora comentadas en 1636, que arranca de la siguiente manera: “Segunda vez (oh lector) me expongo a tu censura comentando ajenos versos, no tanto por la gloria que espero de esta fatiga, cuanto por satisfacer el deseo que tienes de entender este poema de las Soledades de don Luis, que hoy te ofrezco menos difícil”. Por anodina y tópica que pueda parecer la frase, en realidad nos transfiere una serie de datos implícitos significativos. En primer lugar, que su autor se ve obligado a responder sobre por qué ha escrito sus comentos de la obra gongorina, es decir, se ve llamado a justificar su trabajo, dado que obviamente la tarea crítica aún no se encontraba integrada y asimilada en el campo intelectual por aquel entonces. Estamos, por lo tanto, ante el surgimiento de este nuevo REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 35 dispositivo de reflexión artística que hoy identificamos con la crítica literaria. Por otro lado, Salcedo Coronel explicita la existencia –exagerada o no– de un deseo por parte de los lectores por entender el célebre poema del poeta cordobés. En este sentido, la tarea del comentarista se erige como mediador indispensable entre la obra y su público sin el cual el segundo se encuentra inerme o, lo que es lo mismo, como catalizador y cus“El crítico académico necesita de dos todio de la comprensión literaria. Además, este deseo proyectado sosistemas de creencias implícitas para bre la obra poética refleja el prestiadueñarse de su función” gio social que habían atesorado las creaciones artísticas en la era del humanismo, indicándonos que la tarea del exegeta solo adquiere un valor en la medida en que la propia obra de arte es también entendida como cristalización del ingenio humano y por lo tanto de valor incomparable e incuestionable para el cultivo del espíritu y conocimiento del mundo. De ahí que, efectivamente, nuestro comentarista espere obtener –aunque él lo presente bajo una fórmula de humildad– no poca gloria con su “fatiga”. Una gloria, claro está, que extrae, como por ósmosis, directamente del contacto con la propia gloria de la obra y el autor. En resumen, esta primera figura del crítico en los albores de la modernidad histórica se presenta como el vehículo de la razón hacia la comprensión de hitos literarios imprescindibles y sin cuya mediación serían inaccesibles para la mayoría de los lectores. Caracterización especular de la figura del exegeta bíblico medieval, donde se sustituyen las Sagradas Escrituras por la obra literaria, la fe por la razón, y la doctrina cristiana por la poética, pero que mantiene intactas su aura de prestigio y su función como camino hacia la comprensión de la verdad. Como he apuntado antes, pues, mitad parásito –que liba y se contagia del capital simbólico de la obra–, mitad vicario divino –portador y mensajero del significado poético–, para que se dé el surgimiento de esta figura del crítico académico eran necesarios al menos dos sistemas de creencias implícitas sin los cuales no podría adueñarse de su función: por un lado, el del valor indudable de la obra como ideal de realización humana y, por el otro, el de la posibilidad de la comprensión, es decir, de la existencia de un sentido último e invariable de la propia obra. Como veremos más adelante, ambos sistemas de creencias han sido desactivados por el pensamiento literario contemporáneo. LA APARICIÓN DE LA CRÍTICA PERIODÍSTICA Pero pasemos ya a la siguiente figura del crítico que quiero esbozar, aunque será interesante volver a estas ideas cuando dibujemos el estado actual de la crítica. Me refiero a la que, según la división de Thibaudet, llamaremos la crítica periodística, y que germina en los incipientes círculos burgueses del siglo XVII en Inglaterra. Igual que en el relato de Borges, podemos decir que este nuevo crítico es el que ha recibido como regalo el “espejo de plata”, gracias al cual podrá dejar de obedecer ciegamente las leyes poéticas aprehendidas para indagar reflexivamente 36 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES en el subjetivo mundo de la experiencia y las ideas. Como sabemos, los célebres precursores de esta nueva figura del crítico serían Richard Steele y Joseph Addison, quienes, a través de las páginas periódicas de sus Tatler (1709-1711) y The Spectator (1711-1712), harían circular un pensamiento mucho más orgánico e individualizado, cuyos intereses no se limitaban al saber técnico sobre un aspecto concreto del conocimiento, como lo era la erudición poética, sino a todo aquello que modele la experiencia tanto a nivel artístico como social, político o moral. Esta voluntad caleidoscópica de especular sobre la vida desde la complejidad de sus facetas, sin necesidad de amoldarse a antiguos corsés teóricos, permitirá dar cabida a la divagación sobre nuevas categorías estéticas como, por ejemplo, la “imaginación” o lo “sublime” –en el caso de las memorables líneas de Addison al respecto–, que jugarán un papel tan importante en el pensamiento literario del Romanticismo. En España, la aparición de este tipo de periódicos culturales sería tardía y menos remarcable, pero aun así verían la luz publicaciones como El Duende Especulativo de la Vida Civil, El Pensador y El Censor, a finales del siglo XVII, y serían aún el modelo indiscutible para las empresas periodísticas del joven Larra. Pero, de nuevo, de lo que se trata es de observar qué función “La función del crítico ilustrado se agenciará esta nueva forma de crítica, que engloba lo cultural más será la de configurar una nueva red allá de lo meramente literario. En de comunicación donde prime la primer lugar hay que destacar las universalidad de la razón” nuevas condiciones materiales que configurarán su labor: el desarrollo de las técnicas de reproducción literaria que conducirán al nacimiento de la prensa generará, por un lado, la aparición de un nuevo público y, por el otro, la posibilidad de vender una publicación periódica de una considerable tirada. Todo ello favorecerá que el crítico ya no se vea obligado a escribir desde un espacio de producción subordinado a los poderes políticos y sus derivaciones culturales –ya fuera la corte, la universidad o los salones aristocráticos–, hecho que posibilitará que su discurso no se ciña, como hasta el momento, a la preservación ideológica del statu quo. Al contrario, tal como nos hace ver Terry Eagleton en su estudio sobre La función de la crítica (1992), esta nacerá de la batalla contra el estado absolutista, en la cual tendrá un papel determinante. La nueva función del crítico ilustrado, a través de la prensa escrita, será la de contraponer a la incomunicabilidad de los estamentos del Antiguo Régimen la configuración de una nueva red de comunicación donde lo que prime sea la universalidad de la razón y la voluntad de las inteligencias –en contraposición a los linajes y los blasones–, dando pie así a la expresión grupal de la creciente burguesía. Como resultado de ello se asistirá a la aparición gradual de lo que conocemos como esfera pública, ese espacio de libre circulación del pensamiento que permitirá al crítico instalarse en ella como generador de opinión. Evidentemente, para este nuevo crítico, la obra de arte y la cultura en general siguieron gozando de un valor intrínseco indudable, pues se REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 37 erigían como pieza clave e insustituible en la idea de educación ilustrada –y romántica–, que sería, como es sabido, uno de los bastiones para la subversión de los valores del Antiguo Régimen. Esta nueva figura del crítico, por lo tanto, mucho menos técnico y más filosófico, abanderó el camino hacia el progreso social e ideológico, y encontró su legitimación ya no solo como guía hacia la comprensión de los monumentos literarios de la Antigüedad sino como forjador de nuevas estructuras sociales para el pensamiento y adalid de la idiosincrasia burguesa. Desde el momento en que está dotada de una función político-social innegable, esta figuración del crítico no necesita ya del aura que veíamos en el erudito humanista –fundamentada en la creencia en la obra y la comprensión literarias–, pues su prestigio y su rol en la comunidad están asegurados en tanto elemento de transformación y progreso al servicio de una clase social llamada a crecer hasta redibujar el mapa político de la Europa moderna. EL CRÍTICO COMO ARTISTA O LOS ALBORES DE LA MODERNIDAD ESTÉTICA Finalmente, la tercera figuración histórica del crítico sobre la que me gustaría reflexionar es de genealogía wildeana y se puede resumir con el título de un influyente ensayo del propio escritor irlandés, publicado en 1891: “The Critic as Artist”. Según esta concepción, que se extendería por todos los círculos artísticos de la Europa contemporánea, para el crítico no era suficiente poseer una “La labor crítica pasará a entenderse robusta cultura libresca ni tampocomo una creación en sí misma” co saber reflexionar agudamente sobre los distintos aspectos de la experiencia vital, sino, como apuntaría Oscar Wilde, ante todo debía estar dotado de una aguda voluntad creativa, en tanto facultad superior a las demás y que amalgama tantas otras como la imaginación, la conciencia estética o la razón contemplativa. De este modo, la propia labor crítica pasará a entenderse como un ejercicio de creación en sí misma y quedará reflejada mayoritariamente en los escritos ensayísticos de tantos poetas, artistas y escritores de la modernidad que se verán llamados a escribir sobre la propia tarea creativa o la de sus autores más admirados. Como ya se habrá podido deducir, esta concepción del crítico literario es la que se puede identificar fácilmente con lo que anteriormente hemos dado en llamar “crítica de autor”, siguiendo a Thibaudet-Compagnon. La principal idea que se asentará a través de esta figura wildeana del crítico es que su cometido no es ya el de actuar como mero evaluador o censor de la obra desde prejuicios estéticos o concepciones estancas de lo artístico sino que debe intentar aquilatarla desde los presupuestos intrínsecos de la propia obra. Se hablará, por lo tanto, de una crítica “participativa”, “en simpatía” o incluso “militante” en la que el exegeta se presenta como un cómplice de la obra, dispuesto a re-crearla desde el respeto a su propuesta y a través de una tarea necesariamente creativa. De nuevo, la metáfora borgiana del regalo, en este caso la de la máscara de oro, se 38 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES amolda perfectamente a la presente figura del crítico, pues mediante la máscara este se convierte en la propia obra para vivirla desde dentro. Como no podía ser de otro modo, esta caracterización del crítico encontró su caldo de cultivo en los círculos artísticos e intelectuales de las principales vanguardias históricas. En España, sin ir más lejos, los más destacados pensadores del fenómeno literario en el primer cuarto de siglo reproducirían, casi sin excepción, el credo sobre la necesidad de que el crítico fuera esencialmente artista, es decir, creador. Así lo harían, por decir tres nombres, el joven Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote (1914), Antonio Marichalar en su ensayo titulado “Palma” (1923) o Guillermo de Torre en el “Frontispicio” introductorio de su monumental Literaturas europeas de vanguardia (1925). Un credo que llegaría al retruécano con la célebre afirmación que Jorge Guillén incluyó en su “Poética” para la antología de Gerardo Diego, según la cual “no hay creación sin crítica. No hay inspiración profunda sin una conciencia que la contemple”. Pero, nuevamente, debemos preguntarnos qué realidad se esconde bajo esta nueva figura afirmativa del crítico, esta vez transmutada en artista: ¿qué función cumplirá y qué prestigio se agenciará bajo esta nueva caracterización? Recordemos para ello que, a lo largo de los siglos XIX y XX, con el gradual surgimiento de una amplia capa social de público lector-consumidor, el mundo de las letras y las artes viviría con especial tensión lo que Andreas Huyssen acuñó como The Great Division, es decir, la progresiva polarización de las actitudes y propuestas creadoras hacia dos extremos antagónicos pero que, por supuesto, permiten posturas intermedias: por un lado, la voluntad de “producir” objetos culturales destinados al agrado del gran público –folletines, vodeviles, narrativa de género, etc.– y que implica la posibilidad de éxito comercial; por el otro, la exigente posición del artista-erudito que abomina de las convenciones pequeñoburguesas y aborrece la deriva mercantilista del arte a la vez que constata que ese mismo gran público ni entiende su creación ni se interesa por sus profundidades. El conflicto, en resumidas cuentas, entre lo que algunos aún llaman la alta cultura –y que aquí podemos identificar con las obras representativas de las vanguardias o del modernism– y la cultura de masas. Evidentemente, en el acercamiento afirmativo de este crítico-artista hacia la obra de arte existe una clara toma de partido por la primera de estas dos “culturas” y en esa toma de partido radica, como veremos, su nueva función como agente del nuevo sistema literario: la de legitimar precisamente este tipo de arte autónomo, sofisticado y revelador, pero también desconcertante y hasta incomprensible. De ahí la necesidad de establecer esa relación simbiótica entre crítica y creación que hemos visto culminar en el pensamiento poético de Jorge Guillén. De hecho, no hay que olvidar que es mayoritariamente a través de esta crítica de autor, muchas veces cultivada por los propios escritores y poetas, que se divulga el ideario estético de la modernidad en los cenáculos cultivados de toda Europa. Una de las ideas que más permeó en la crítica vanguardista y que sin duda permanece en ciertos posicionamientos actuales es la de que la REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 39 obra no tiene un significado último ni una sola vía de lectura y que, por lo tanto, no es tan importante la comprensión de esta como la experiencia que genera. Es decir, su valor no radica en lo que dice sino en lo que es. El crítico-artista, al contrario que el humanista o académico, ya no se erige, en este sentido, como custodio de la comprensión literaria, como mediador entre el sentido de la obra y el lector. Lo que hará es demostrar que solo renunciando a la comprensión cerrada del texto y penetrando en este desde sus postulados intrínsecos es posible experienciarlo y gozar de su propuesta, por abrumadora o ininteligible que parezca. José Bergamín, por ejemplo, en unas “Notas para unos prolegómenos a toda poética del porvenir que se presente como arte” (1927) asegura que para poder acercarse a la lírica de Rimbaud –y por extensión a la contemporánea– hay que hacerlo desechando la razón como instrumento válido y sustituyéndola por lo que él llama “intuición poética” –misteriosa facultad a caballo entre la predisposición intelectual y la entrega estético-emocional. De este modo, el crítico-artista, que ya no pretende adjudicarse la función de mediador del sentido poético, cuando se aproxima a los textos contemporáneos lo que hace es proponerse como modelo de praxis lectora necesaria para la aceptación y valoración de este arte selecto y “El crítico-artista se propone como complejo que con el siglo XX se modelo de praxis lectora para la revelaría enfrentado a los circuitos aceptación y valoración de este arte mayoritarios de producción y conselecto” sumo culturales. Su intención no es otra que la de enseñar cómo hay que enfrentarse a las obras del arte nuevo, es decir, en términos de Bourdieu, divulgar un habitus de lectura que sirva para legitimar precisamente este tipo de creaciones. Podemos decir, por tanto, que su función es la de la defensa de la exigente obra contemporánea –para reclamarle el valor que se le deniega desde la lógica de la creciente cultura de masas– mediante la divulgación de sus condiciones de lectura y la reivindicación de su singularidad. Es importante señalar, en este punto, que las tres figuras que constituyen este ensayo de tipología histórica –crítico académico-humanista, crítico periodístico-ilustrado y crítico artístico-moderno– han estado sujetas a mutaciones y evoluciones diversas a lo largo de los años pero que han compartido, al menos hasta la primera mitad del siglo XX, todas ellas, un aspecto determinante para entender su legitimación en sus respectivas sociedades: la centralidad de la obra. Ni el rol ni la función de ninguna de ellas se explica sin tener en consideración el prestigio –el capital simbólico– que atesora la creación artística en sus respectivas épocas –ya sea como “monumento del espíritu humano”, como “bastión insustituible de la educación burguesa” o como “espacio privilegiado para la experiencia del sujeto”, respectivamente. Es solo gracias al valor de estas obras, y a su engarzamiento en la tradición, que se ha podido justificar a lo largo de la historia la existencia de una figura mediadora –y hasta cierto punto parasitaria– como la del crítico en el sistema cultural. Como veremos más adelante, esta centralidad de la obra es uno de los aspectos que está en juego en algunas de las tendencias mayoritarias de la crítica actual. 40 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES ENTRE EXPERIENCIA Y CONOCIMIENTO: LA CRÍTICA MODERNA Hasta aquí hemos descrito, pues, tres figuraciones históricas del crítico que nos han de permitir, a mi entender, arrojar luz sobre qué tipo de funciones y presupuestos han perdurado hasta nuestros días y qué ha cambiado en nuestro enfrentamiento general a las obras artístico-literarias. Hemos dado fin a nuestra versión especular de la fábula borgiana, y no nos queda más remedio que seguir en su dirección, imaginando qué sucedería en el relato de poder ser contado por su autor hoy en día. ¿Qué tipo de crítica predomina en la actualidad, qué ideas postula y qué funciones parece agenciarse en nuestro panorama intelectual? ¿Qué figura del crítico se erige en el siglo XXI y de qué manera legitima su labor? De evidente ascendencia norteamericana, las últimas décadas han asistido a la aparición y auge de una nueva forma de crítica que poco a poco ha ido permeando en los espacios de reflexión tanto dentro como fuera de la academia. Se trata de lo que podríamos llamar –por comodidad, a pesar de su falta de claridad– como “crítica posmoderna”. Creo que cualquier lector medianamente familiarizado con la crítica cultural podrá imaginar a qué cabe referirse con este término. Espero, pues, “¿Qué figura del crítico se erige en el que se me perdone que aquí no siglo XXI y de qué manera legitima su pretenda esbozar un intento de labor?” definición –ya de por sí porosa o líquida– sino que intente encontrar los puntos en que esta se desmarca de lo que podemos denominar “crítica moderna”, para poder analizar su nuevo comportamiento. Esta crítica moderna, que se desarrolla al menos durante los tres primeros cuartos del siglo XX, se sitúa en la estela de lo que hemos identificado como crítica académica y crítica de autor, pues la crítica periodística sufriría en estos años la gradual interferencia de los intereses mercantilistas de la industria cultural –salvo históricas excepciones y al menos hasta la irrupción de nuevos medios de crítica periodística actuales como el blog– perdiendo así su original potencialidad como catalizadora del pensamiento. T. S. Eliot, profesor y poeta, puede erigirse como uno de los representantes tempranos de esta crítica moderna. En su citada Función de la crítica y función de la poesía (1933), el norteamericano define la tarea del crítico de la siguiente manera: “Por crítica entiendo aquí toda la actividad intelectual encaminada bien a averiguar qué es poesía, cuál es su función, por qué se escribe, se lee o se recita […], bien a apreciar la verdadera poesía”. Con esta delimitación, Eliot secretamente nos ofrece los dos centros gravitatorios que, a mi entender, vertebrarán el estudio de la literatura en el siglo del nacimiento de la teoría: por un lado, la voluntad de conocimiento sobre el fenómeno poético –un conocimiento que ya no puede ser apriorístico ni prejuicioso, sino fruto de un pensamiento que se interroga sobre sus límites– y, por el otro, la descripción y calibraje del tipo de experiencia que ofrece la comunicación artística y que le es exclusiva. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 41 Efectivamente, me parece que podemos entender las corrientes de pensamiento teórico que florecen con el siglo XX como posicionamientos que marcan el coto de caza y los límites de la tarea crítica precisamente entre estos dos polos. Del lado del conocimiento –a veces, incluso pretendidamente científico– podemos situar las propuestas formalistas rusas y americanas, la semiótica o el estructuralismo, mientras que del lado de la experiencia contamos con la fenomenología, la hermenéutica, la filosofía de la transgresión de Blanchot o Bataille y hasta las teorías de la recepción. Entre medio, un elenco nada desdeñable de propuestas teóricas que van desde la estilística al marxismo, pasando por las teorías psicoanalíticas o el pensamiento de autores como Batjín, Raymond Williams o Roland Barthes, entre otros. Lo interesante es que a través de todas ellas la crítica moderna se ofrece como herramienta para el derrumbe de antiguos modelos preconcebidos y como espacio de replanteamiento y discusión incisiva hacia una visión compleja de la obra literaria que permite 42 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES la formulación de un amplio abanico de preguntas sobre esta: ¿cómo articula el lenguaje? ¿Qué relación mantiene con la sociedad y el poder político? ¿Cómo se genera el sentido? ¿Qué posición toma respecto a la tradición o a los géneros literarios? ¿Cuál es la naturaleza de la ficción o de la enunciación lírica? ¿Qué nos revelan sobre la condición humana? ¿Cómo se comportan ante nuestra conciencia? Como vemos, es una crítica enfocada hacia la naturaleza del fenómeno literario en su pluralidad de dimensiones, dirigida hacia la obra para enfrentarse a los problemas que su condición plantea. Es cierto que esta crítica cuestionará el problema de la fetichización del arte y pondrá en solfa el sistema de valores que habían conducido al establecimiento idealizante del canon occidental, pero en su planteamiento mantendrá intacto el respeto y la atención, más o menos explícitos, a la singularidad de la obra y a las particularidades de la comunicación literaria o artística. Esta singularidad de la obra es la brecha, la apertura, el punto de fuga que permite lanzar líneas de pensamiento y problematizar su condición y su comportamiento. La tarea implícita del crítico moderno no es otra que la de seguir interrogándose sobre aquello que hace que la literatura y el arte sean únicos y valiosos para el ser humano, en tanto que conocimiento y experiencia, diferenciados de cualquier otra actividad. Sin esta voluntad holística de comprender la condición del fenómeno literario y lo que este, y solo este, es capaz de aportar a la experiencia humana no se pueden explicar las mejores páginas que nos ha dejado. Por lo tanto, aunque esta crítica ya no crea en el valor esencial e inmutable de la obra de arte, alberga implícitamente, en su propia metodología y en sus cometidos, una voluntad de legitimación del arte como espacio de encuentro y diálogo, de libertad y experiencia. De esta manera, su propio quehacer queda legitimado como intento de comprensión de este espacio singular dentro del conjunto de actividades humanas y como ejemplo de experiencia a través de este. Creo que es precisamente este aspecto lo que resulta esencial para entender la principal diferencia respecto a lo que se ha dado en llamar “crítica posmoderna”. DERIVACIONES POSMODERNAS DE LA CRÍTICA ACADÉMICA Hija de un nuevo paradigma teórico que tiene sus raíces en el pensamiento posestructuralista y en las aportaciones del poscolonialismo, el feminismo y los estudios culturales, la crítica posmoderna ha venido a renunciar a la única característica que compartían todas las figuras del crítico que hemos visto hasta ahora: la centralidad de la obra como objeto o fenómeno singular y como punto de fuga para el pensamiento. De este modo, ha descentrado la tensión crítica moderna, anclada en esta singularidad de la obra, hacia al menos dos direcciones distintas –y hasta cierto punto opuestas– pero que comparten un aspecto determinante: su desinterés por la particularidad del objeto y de la comunicación artístico-literaria, o sea, por su propia condición, que los distingue de las demás actividades humanas. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 43 La primera de estas direcciones es de genealogía derridiana y tiene que ver con el concepto de “textualidad”. Con la moda deconstructivista que se impuso a finales de los años setenta en la academia norteamericana, este concepto vino a presentarse como la verdadera, aunque aporística e indecible, condición de la obra. Los estudios amparados bajo esta óptica sustituyeron el estudio de la literatura por el de las “textualidades” en busca de mecanismos de semiosis indefinida, de abismos referenciales, de logocentrismos y différances. De este modo, se abogaba por una descontextualización radical de la obra, que se veía reducida a mera tensión discursiva, detectable ahí donde se encontrara lenguaje. Un esquema“La crítica posmoderna ha renunciado tismo que, como siempre que se a la centralidad de la obra como da en el pensamiento, traiciona la fenómeno singular” complejidad de la realidad. Como ya recapitularía Edward Said en El mundo, el texto y el crítico (1983), el “laberinto de la textualidad” acabaría convirtiéndose en “el objeto en cierto modo desinfectado y místico de la teoría literaria […], llega[n]do a ser la antítesis exacta y a sustituir a lo que podría llamarse historia”. La otra de las direcciones que ha desplazado la anterior atención sobre la singularidad del fenómeno literario es, a mi entender, la que ha establecido, como aspecto central de su objeto de estudio, las formas de dominación que se actualizan y representan en las obras. Heredera de la “filosofía continental” y amalgamada bajo el epígrafe de Critical Theory, esta orientación ha sabido denunciar las estrategias y dispositivos del poder político-moral que ha vertebrado la tradición occidental. Sin duda, los aportes del feminismo, el poscolonialismo y la teoría queer han jugado un importante rol en la toma de conciencia de las formas sutiles de la dominación ideológica pero su acomodo académico en los departamentos de literatura comparada, estudios culturales, inglés o francés –y no en los de filosofía, sociología o teoría política– de las universidades americanas ha extendido una visión sobre el hecho literario que lo asimila metodológicamente a cualquier otro objeto o actividad humana, que lo convierte casi en mera sintomatología del ejercicio del poder. Al centrarse en las representaciones identitarias periféricas –raciales, étnicas, genéricas o sexuales– esta crítica ya no plantea el acercamiento a la obra como singularidad y horizonte del pensamiento sino como muestrario donde se evidencian las huellas de un único fenómeno: la dominación macroestructural del patriarcado colonialista y heteronormativo. No se dirige por tanto al conocimiento o a la experiencia de la obra, sino a la denuncia de estas formas de dominación. De ahí que el crítico acabe padeciendo lo que podríamos llamar el síndrome Žižek: su tarea se convierte en la del químico que debe detectar moléculas de ideología contenidas en cualquier objeto o fenómeno, ya sea en el cine expresionista, en novelas realistas rusas, en los productos de Starbucks o incluso en el diseño y confección de los retretes en Europa –el lector podrá encontrar, efectivamente, en la red, videos del filósofo sobre estos dos últimos temas. Sin duda, su objetivo es loable, pero el peaje que debe pagarse es alto: la consideración de 44 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES todo lo existente como mera muestra y ejemplo, y por tanto la reducción de la obra artístico-literaria a excusa para poder detectar estas moléculas ideológicas sin tener en cuenta sus rasgos distintivos. Hay que aclarar que lo que me parece problemático no es la existencia de propuestas teóricas, válidas y necesarias, como las procedentes de la Teoría Crítica o de los Estudios Culturales, sino la generalización del tipo de praxis crítica que ha derivado de ella, por cuanto muestra una inquietante repetición tanto de postulados como de resultados. De este modo, el crítico posmoderno es aquel que, equipado con la caja de herramientas teóricas de la que hablara Foucault –y que se han convertido “Esta crítica toma la obra como en lugares comunes del pensamuestrario donde se evidencian las miento gracias a su facilidad para huellas de un único fenómeno” ser absorbidas y aplicadas–, se apresta a radiografiar siempre del mismo modo cualquier producto cultural: poemas, cómics, series de televisión, carteles publicitarios, textos judiciales o discursos políticos. Como ya advertía Claudio Guillén en su prólogo a Entre lo uno y lo diverso (2005), esta esencial indiferenciación de los ‘estudios culturales’ implica la absorción de la gran literatura –el detestable canon europeo u occidental– y de las grandes obras de arte, así como la negación de su naturaleza, su valor y su historia particulares, o de la necesidad de aproximaciones críticas singulares a esa clase de ‘textos’. La indiferenciación, como es sabido, conduce a la indiferencia, en esta ocasión ante la literatura. Asimismo, el resultado de esta crítica tenderá a repetir la misma lógica: o bien se detecta en las obras/textos/productos las injerencias del poder –y consecuentemente se denuncian como instrumentos de opresión en régimen simbólico– o bien se analizan y enaltecen las estrategias de sus autores para escapar de los mecanismos de dominación o para subvertir el orden establecido. Pero, ¿cuál es la función y en qué se sostiene la legitimación de esta nueva figura del crítico que por primera vez ha renunciado a indagar la singularidad de la obra y a prestigiar el valor del arte y la literatura? El crítico posmoderno ya no se interroga sobre el conocimiento complejo o la experiencia que ofrece la literatura, ya no se erige como mediador autorizado entre la obra y el lector, sino como intérprete de la realidad social para revelar los hilos ocultos del (bio)poder. Una figuración que le otorga una función, nada desdeñable, como vehículo democratizador dirigido a la emancipación. Y, sin embargo, una pregunta nos acecha: ¿qué sentido tiene entonces la repetición entrópica de los mismos conceptos y los mismos resultados? Para ser eficaz esta función, ¿no debería ser su cometido último la puesta en acción del sujeto? Para responder a eso, creo que debemos atender al lugar desde el que se ha proyectado y expandido esta nueva figura: el espacio académico. En efecto, desde los intereses académicos, que en las últimas décadas han mimetizado comportamientos de la lógica de mercado en lo que a REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 45 producción y rentabilidad se refiere, se puede explicar el auge de la crítica posmoderna y la importación de su modelo desde los departamentos estadounidenses. Como sabemos, las exigencias del sistema de acreditaciones y currículum universitarios cada vez responde más a una dinámica de producción cuantitativa –publish or perish– basada en un género como el paper que permite el encapsulamiento del saber en pocas páginas y cuyo impacto puede ser rastreado como –dudoso– indicio de éxito académico. Por varios motivos, la crítica posmoderna se amolda perfectamente a este modelo mercantilista de la producción del saber. En primer lugar, porque el crítico solo necesita hacerse con la caja de herramientas teóricas, “La crítica posmoderna se amolda aportando poco o nada de “coseperfectamente a este modelo cha propia”, para poder aplicar su mercantilista del saber” enfoque –de manera casi serial y con los mismos resultados– a todos los objetos culturales que le apetezcan y así poder escribir y publicar tantos papers como necesita, obteniendo un rédito cuantitativo insuperable comparado con la escasa inversión de pensamiento que requiere (de este modo, no resulta extraño que haya quien piense que la “manualización” de autores como Derrida, Foucault, Lacan, Deleuze, Butler, Said o Spivak se ha cobrado el precio de cierta trivialización del pensamiento en pro de un claro provecho académico). En segundo lugar, porque el crítico no requiere de una fatigosa especialización para estar autorizado a estudiar objetos procedentes de múltiples campos de creación. En este sentido, me parece que el prestigio que acumulaban las obras literarias hasta el siglo XX ha sido sustituido por el propio prestigio del crítico, que se ha adueñado de su aura. De nuevo Žižek, el rockstar de la teoría, vuelve a aparecer como máximo exponente de este fenómeno si tenemos en cuenta la gran atracción que generan sus videos, charlas y películas. Paralelamente, los mismos que se han ocupado de denunciar la tendenciosidad del canon occidental son aquellos que han erigido un canon propio para la Critical Theory sobre el que se apoya el prestigio del crítico, que ya no se sustenta en la profundidad de su inquisición sobre la obra sino en la asimilación de las herramientas provenientes del panteón filosófico posmoderno. Un ejemplo de ello: en septiembre de 2013 el portal online llamado precisamente Critical Theory (http://www.critical-theory.com) publicó su particular canon en una entrada titulada “87 textos que todo crítico teórico debe leer”, entre los que evidentemente no faltaba ninguno de los anteriores. En efecto, hemos pasado del papel del crítico que se acerca a la obra para contagiarse de su valor, o para re-crearla de manera participativa, al del que usa la obra –cualquier obra, no importa su calidad, su formato, su condición material– para ratificar un mensaje procedente de las teorías culturales, y este canon es el que le otorga el prisma necesario para analizar cualquier fenómeno u objeto. Un último aspecto permite el perfecto encaje de esta crítica en el ámbito académico: a pesar de que sigue una clara lógica de producción de mercado, el crítico posmoderno presenta su trabajo como un modo de activismo subversivo que le permite investirse de cierta autoridad moral 46 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES en favor de los colectivos oprimidos –a los que generalmente pertenece el propio crítico. En efecto, en sus estudios sobre la identidad, el cuerpo o la colonización del imaginario en comunidades excluidas del poder se identifican situaciones de inferioridad política o social. De este modo, el crítico puede legitimarse ante los demás y ante su conciencia como necesario luchador por la igualdad, presentando su labor como gesto ético-político. Y, sin embargo, por admirable que sea su intención, conviene preguntarnos si no se trata más bien de un activismo retórico por cuanto suele señalar como origen de la injusticia a un culpable abstracto y sin nombre propio, ubicuo e informe –el ya mencionado patriarcado colonialista y heteronormativo–, del cual nadie va a sentirse responsable. Vale la pena repetirlo: el problema, me parece, no son las teorías críticas que tantos pensadores han aportado a nuestro legado cultural, sino la propagación del tipo de crítica acomodaticia que ha conllevado su institucionalización académica, y la manera como esta ha reducido la complejidad de su pensamiento a conceptos instrumentales. De este modo, se han ido construyendo ciertos círculos académicos autocomplacientes, que premian a los investigadores por su militancia y compromiso con ciertos postulados críticos y no por la calidad de su pensamiento y trabajo. Para acabar, diría que lo que se vislumbra en el horizonte de esta situación crítica no es otra cosa que un tabú que se ha venido instalando en el seno de los estudios humanísticos desde hace ya unas décadas: el del valor del arte y la literatura. Las causas de ello son bien sabidas y tienen que ver con las crisis onto“En las últimas décadas se ha instalado lógica, epistemológica y moral que un tabú en los estudios humanísticos: las “humanidades” han atravesado el tabú del valor del arte y de la a lo largo del siglo XX. Como reliteratura” sultado, en el espacio académico se ha perpetuado un complejo según el cual hablar de la calidad o el valor de una obra supone poco menos que ser cómplice de las dinámicas de dominación. Sin embargo, ¿cómo dar valor, entonces, al ejercicio crítico sobre algo a que a lo que no se le asigna un valor? ¿Cómo legitimar la tarea crítica sin asumir previamente que existen creaciones humanas que merecen ser atendidas porque cumplen con una función distintiva? Estas son solo algunas de las preguntas que el crítico por venir deberá incorporar en su propio quehacer si no quiere terminar, como en el relato borgiano, dándose muerte con su propia daga o condenado, como el rey, a un silencio errante. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 47 JOSÉ RICARDO MORALES A TIEMPO. ALGUNAS CLAVES DE LECTURA DE SU OBRA DRAMÁTICA Pablo Valdivia INTRODUCCIÓN E l año 2014 va a convertirse en uno de los más importantes en lo que se refiere a la recepción de las obras dramáticas de José Ricardo Morales. Por fin, en el mes de abril de este año, Morales ha conocido el estreno de algunas de sus obras en el Centro Dramático Nacional de España. Demasiados años han tenido que transcurrir para que finalmente desde el ámbito profesional de la escena alguien se atreviera a dedicar todo un ciclo al teatro de Morales. Gracias a Ernesto Caballero este destiempo ha encontrado término y también, no debemos olvidarnos, gracias a todos los estudiosos y compañías de teatro universitario o amateur que han mantenido viva la presencia de su dramaturgia hasta que este estreno se ha hecho posible. Entre los estudiosos de Morales ocupa un lugar destacado Manuel Aznar Soler, quien nos proporcionó una herramienta esencial al editar las obras completas de nuestro dramaturgo, publicadas por la Fundación Alfons el Magnànim en dos volúmenes en 2009 y 2013. A esa publicación fundamental la han acompañado otras actuaciones importantes, como la edición preparada por Bonifacio Valdivia Milla y Manuel Galeote de algunas obras de Morales en la Biblioteca Virtual de Andalucía en 2010, la especial atención que le otorgó la revista Primer Acto en su último número de 2013 o el dossier dedicado a Morales publicado en la revista de humanidades Mapocho de Chile, también publicado a finales de 2013. En esta línea, el presente número de Puentes y el próximo aún en preparación de Laberintos, servirán para ampliar aún más si cabe ese renovado interés 48 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES que el teatro de Morales ha suscitado entre toda una nueva generación de jóvenes hispanistas, directores de escena y público. Manuel Aznar Soler suele denominar, cariñosamente, este fenómeno de recuperación de las obras de José Ricardo como la “Internacional Moraliana”, una definición que no solo hay que entender como un amistoso apelativo que simboliza el interés transnacional que despierta la obra de Morales, sino que además define a la perfección un momento tan singular como el que están viviendo los estudios sobre su producción teatral y ensayística. Lo cierto es que, quizá en buena parte por el proceso de globalización del que participa también el español y por el éxodo que un buen número de investigadores han ido protagonizando por todo el mundo desde hace más de una década, las obras de Morales han proporcionado un triple espacio de interés. Por un lado, su figura y su trabajo intelectual conforman un horizonte de ideas escasamente presentes en los planes de estudio de las universidades españolas; por otro, el teatro de Morales explora unos principios universales que son irreductibles al esquema de una literatura nacional, trasunto de una imaginaria identidad nacional, sobre el que se levantaron los cánones nacionales hispánicos; y, por último, los conflictos y problemas que Morales plantea en sus obras siguen teniendo plena vigencia e interrogándonos sobre cuestiones fundamentales y próximas: el desarrollo tecnológico, la burocratización de las relaciones humanas o la incomunicación en una sociedad paradójicamente hiperconectada. Además, a todo lo ya mencionado debemos sumar otro “Se cumple lo que afirmaba: los aspecto que, en nuestra opinión, puede motivar la atracción que sus precursores siempre llegan tarde” obras ejercen sobre esta nueva generación de hispanistas y que radica en la propia personalidad de Morales. El infinito y agudo sentido del humor de Morales, su franqueza en el trato, su disposición a escuchar lo que los jóvenes tienen que decir, su hospitalidad intelectual y personal, su agradecido cariño hacia todos aquellos que estudiamos su obra quizá sean, en buena medida, responsables de que José Ricardo se haya convertido en un referente importantísimo para quienes hemos echado en falta en España la presencia de estos intelectuales y artistas demócratas responsables, formados en un ambiente de pensamiento ilustrado y progresista como el que nos fue arrebatado por los militares sublevados en 1936 y por la corrupción política que desde el franquismo se extiende hasta ahora. Todo ello justifica suficientemente que en las próximas páginas de este artículo intentemos proporcionar algunas claves de lectura que contribuyan a que el público general, no solo el especialista académico o el director de escena bien formado, se acerque a las obras de Morales con un criterio lo más desprejuiciado posible. Sin duda, han sido justamente prejuicios de diversa índole los que han contribuido al “destiempo” y al “desconocimiento” de Morales. Se cumple así lo que nuestro propio autor afirmaba cuando decía que “los precursores siempre llegan tarde”. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 49 Hoy, por fin, Morales encuentra su “momento”, en el sentido de oportunidad propicia, para dialogar con los espectadores. ALGUNAS CLAVES DE LECTURA DE LAS OBRAS DRAMÁTICAS DE JOSÉ RICARDO MORALES El problema de la puesta en escena de sus textos sigue siendo una asignatura pendiente que se comienza a subsanar en el ámbito español. Monleón y Aznar Soler, entre otros, han expuesto que buena parte de los obstáculos que ha sufrido el teatro de Morales se debe al escaso conocimiento que se ha tenido, salvo en círculos académicos, de la producción teatral de nuestro dramaturgo. Además, Víctor Ruiz Ortiz encuentra, en un trabajo de 1992, las causas de esta anomalía en el hecho de que no se “le ha presentado por desconocimiento, por comodidad o por inercia, entre otros motivos más o menos justificables”. Efectivamente, Morales desarrolla un modelo de práctica dramática centrado en la construcción de un “nuevo teatro humanista de ideas”, en el que la escena siempre es entendida como el punto de partida para el desarrollo de un conflicto esencial, no de una simple anécdota, que se extiende necesariamente hasta el público al que nunca le es ajeno. Quizá este hecho haya podido contribuir al “destiempo” del teatro de Morales. Por ello, a continuación señalaremos cuáles son las características principales de su dramaturgia y ofreceremos un breve análisis de cada una de sus obras. Aznar Soler, en el prólogo a su edición del teatro completo de Morales, proponía la articulación del conjunto de las obras de nuestro autor en torno a los siguientes núcleos de sentido: 1) Un teatro universalista que destierra la nostalgia del exilio; 2) Un teatro del extrañamiento; 3) El teatro de Morales no es teatro del absurdo, sino un teatro crítico de denuncia del absurdo del mundo; 4) Un teatro-palabra; 5) Teatro y reflexión metateatral. Por su parte, Ricardo Doménech planteaba en su libro El teatro del exilio, de 2013, la división de la producción dramática de Morales en 1) El teatro de nuestro mundo incierto; 2) Españoladas; 3) Teatro mítico; 4) El teatro último. En nuestra opinión, las propuestas de categorización de Aznar Soler y de Doménech son complementarias y orbitan alrededor de la noción de “teatro humanista de ideas” que proponíamos anteriormente. De todas maneras es cierto, en la forma en que lo explicaba Morales, que todas estas obras dramáticas convergen en torno a un conjunto de elementos constituyentes centrales (tecnolatría, extrañamiento, perplejidad, etc.) sobre las que se articula su pensamiento dramático. Desde el teatro de títeres inicial hasta la universalización del desarraigo y de los excesos de poder, encontramos un universo de exploraciones cuyas claves de lectura se pueden situar en la denuncia de la cosificación del ser humano, la reivindicación de un pensamiento dramático en el que el espectador se ve forzado a confrontar sus contradicciones, el sinsentido de la tecnolatría, el desplazamiento de la inteligencia a posiciones de marginalidad, el desarraigo y el destierro como fuente de la condición humana y el des50 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES mantelamiento de las operaciones estratégicas discursivas de poder que naturalizan los intereses de la tribu o de un grupo. Para nosotros, en estas claves de interpretación que acabamos de enumerar es donde se halla el territorio de posibilidades de acercamiento a su producción dramática que puede resultar de mayor interés para el estudioso y para el espectador. En estas obras encontramos muy pocas certezas. Al contrario, es en la pregunta, en articular “enigmas”, en la indagación donde reside su principal aporte al ámbito de la escena teatral hispánica: en Morales todo es “conciencia alerta”, que diría Doménech. TEATRO INICIAL El “teatro inicial” de Morales se encuentra próximo al teatro de títeres de Valle-Inclán y de Lorca. Son textos en los que es posible percibir todavía la intensidad del momento de formación en el que se encontraba emplazada su escritura dramática. La primera de estas obras es la Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante, de 1938. Esta obra, con el sugerente subtítulo de “Bagatela para fantoches”, fue escrita durante la Guerra Civil española. Morales nos hace saber antes de enumerar el elenco de figuras que este juguete mínimo, escrito en un soplo y en breve respiro entre jornadas de la guerra española, es la única pieza que guardo de cuantas hice por entonces. Se acompañaba de otra fabulilla para guiñol titulada: “No hay que perder la cabeza”, de la que apenas me queda el recuerdo. La ocasión de un cumpleaños, cuanto el afecto entrañable de los titiriteros de la Federación Universitaria les dieron pretexto y vida. Sobre esta obra José Monleón expuso la relación de la Burlilla con un teatro culto de “vocación popular” donde los personajes, al modo de Unamuno y Pirandello, entablan diálogo con su autor. Para Monleón el referente más claro se encuentra en los Cuernos de don Friolera de Valle-Inclán. Según este crítico se trata de un teatro que arranca de las preocupaciones de lo que él denomina como “el 98” y que nosotros identificamos con los ideales de institucionismo, en los que se formó Morales desde su infancia. Al mismo tiempo advierte el sentido de “revolución cultural” que estas obras tuvieron en su contexto ya que este teatro, que desde nuestra perspectiva histórica se nos puede antojar un tanto “ingenuo”, en realidad tuvo en su momento un sentido de cambio y de renovación esencial dirigido a cambiar por completo la mentalidad de las clases más populares, abandonadas durante siglos al adoctrinamiento religioso y autoritario. Y es que, como afirma uno de los personajes de la obra, en la Burlilla ya se percibe ese desmantelamiento de nociones comúnmente naturalizadas presente en toda producción de Morales. Como dice uno de los personajes, Don Cristóbal, “no has dejado ni la moraleja”. Morales rebasa la farsa. Desde esta primera obra sus personajes no son el dictado de otros, sino que surgen de la radical reivindicación de libertad del “ahora ya somos lo que creemos ser”. REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 51 Dentro de este llamado “Teatro inicial”, la crítica y el propio Morales han situado la obra El embustero en su enredo (escrita ya en Chile en 1941) y que supuso, de la mano de Margarita Xirgu, su presentación como dramaturgo. La obra fue estrenada el 8 de junio de 1945 en el Teatro Avenida de Buenos Aires por la Compañía Dramática de Margarita Xirgu, con música de Julián Bautista y escenografía de Santiago Ontañón. Hubo una primera versión que fue estrenada el 11 de mayo de 1944 por la compañía de Xirgu en el Teatro Municipal de Santiago de Chile. Morales subtituló esta pieza (con el añadido del cuarto acto de 1945) como “Farsa en cuatro actos”. Sin embargo, en nuestra opinión, esta denominación resulta muy peculiar porque la obra sobrepasa con creces los límites de lo que en ese momento se estaba considerando simplemente como farsa o comedia de enredo. En realidad, es una farsa que pone en tela de juicio los mismos principios sobre los que se asienta este concepto de jugar con los sinsentidos y el lenguaje. Para estudiosos como Monleón, “después de La Burlilla viene ya el gran salto de José Ricardo Morales”, y este cambio se encuentra encarnado en El embustero en su enredo. Los temas del desarraigo y la pérdida vertebran la obra hasta el punto de concluir con una afirmación que revela uno de los elementos constituyentes de la dramaturgia de Morales: PASCUAL: (A los vecinos.) Daros libremente al regocijo. Disponed de lo mío como vuestro para festejar las nuevas. (A Clara y a Teresa.) Sacad lo mejor que haya: aquella dulce mistela y las pastas más golosas. (Se aparta del grupo. Habla consigo, frente al público.) Celebrad mi desconcierto. Celebradlo. Haya gozo y alegría cuando me encuentro perdido en este mundo de todos. Las últimas palabras de este personaje son enormemente clarificadoras. Si ya habíamos insistido en cómo Morales juega con las trampas del lenguaje y con la intensidad de la presencia, constatada por el propio autor, de un profundo sentimiento de pérdida y desarraigo, Pascual refrenda estas ideas: el hombre se encuentra perdido en el absurdo de su propio mundo, que es, como se mencionaba en la cita, “de todos”. El elemento integrador entre espectador y obra es la posición compartida de desamparo ante un mundo ajeno. La práctica dramática de Morales se consolidaba en su indagación de la intemperie del desterrado. LA VIDA IMPOSIBLE La serie de La vida imposible contenía inicialmente tres obras: De puertas adentro (1944), Pequeñas causas (1946) y A ojos cerrados (1947). Sin embargo, en las Obras completas, Aznar Soler y Morales incluyeron tres obras más que no solo se encuentran relacionadas con las primeras por el hecho de haber sido escritas dentro del mismo marco cronológico, como es el caso de Barbara Fidele (1944-1946), sino también por la naturaleza de los conflictos interpersonales en los que indaga nuestro dramaturgo: El juego de la verdad (1952) y Los culpables (1964), las otras dos. Doménech definió el lenguaje de estas obras como “realista, pero no costumbrista. 52 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES Se trata de un realismo de cierta abstracción y elevación intelectual, a lo Pirandello”. Las obsesiones, la irracionalidad y el lenguaje se alimentan en un círculo sin fin que no conduce más que a la frustración y a la sumisión. Este tema, el de la configuración de los mecanismos de poder para que el oprimido no solo acepte sino que busque paradójicamente la sumisión, aparece a lo largo de toda la producción dramática de Morales. Dicha perspectiva produce una modalidad dramática muy fructífera, ya que sugiere que el ser humano aspira, una y otra vez, a aquello que deniega su condición, por lo que la paradoja se hace inevitablemente visible para el espectador. Insistimos, no se trata de un “teatro del absurdo” en lo que comúnmente se entiende como tal. Los personajes actúan siempre de acuerdo con su propia lógica. Lo que ocurre es que el mundo es en sí mismo absurdo y alienante; de ahí que no pueda haber mejor encarnación de esa negación radical de lo humano que aquella que se articula “...que el oprimido no solo acepte en torno a las obsesiones psicolósino que busque paradójicamente la gicas. Así ocurre también en Barbasumisión...” ra Fidele, El juego de la verdad o Los culpables. No podemos olvidar que, por ejemplo, el subtítulo de Barbara Fidele es precisamente el de “Es un caso de conciencia llevado a la escena en un retablo de seis cuadros”. Cada una de estas obras presenta lo que nosotros denominamos como un “conflicto de conciencia”, un espacio en el que la paradoja se convierte en una trágica realidad como en Los culpables, en la que un personaje dirá al final de la obra: “Los enemigos […] también tienen el poder de transformarnos en culpables”. Entre El juego de la verdad (1952) y La grieta (1963), nos encontramos con un silencio de diez años. Morales, con la excepción de Los culpables (1964), evoluciona hacia un nuevo tipo de teatro en el que su principal preocupación dramática gira en torno a la irracionalidad de la tecnolatría y la cosificación del hombre. Estas nuevas piezas no solo suponen una evolución en cuanto a las preocupaciones y los temas que aborda Morales, sino también en cuanto a su lenguaje. Su teatro-palabra se estiliza y alcanza mayores de cotas de atrevimiento jugando no solo con las etimologías, rasgo habitual en toda la producción de José Ricardo, sino también con el sentido que en un mismo texto pueden adquirir las palabras. Los personajes son entidades que viven en un permanente estado de perplejidad. Estas piezas dramáticas en un acto son las que Aznar Soler y Morales englobaron en las Obras completas con el título de “Acto seguido”. ACTO SEGUIDO José Monleón expuso que el Teatro de una pieza de Morales, aquí categorizado como “Acto seguido”, era “un teatro cuya edad escapa a nuestros eslabones generacionales y a las rupturas aventuradas en el ámbito del teatro español de España”. No le faltaba razón a este crítico cuando percibía que este teatro en un acto de Morales representa una universalización de temas ya apuntados anteriormente en la propia traREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 53 yectoria dramática de nuestro dramaturgo. Al mismo tiempo se convierte en un teatro que destila un profundo e intenso sentimiento de soledad y de desamparo del hombre frente al mundo. En este sentido Monleón ha mencionado que La grieta (1963) guarda ciertas afinidades con El montacargas de Pinter. Solo que “frente a la teatralidad del inglés, frente a la tensión escénica de su obra, […] los personajes [de Morales] no están ligados al mundo exterior ni siquiera por un indescifrable montacargas; están perdidos en el sótano, totalmente dominados por las ideas de masificación”. Por ello resulta aún más trágico el proceso de “desmemorización” del ser humano. Igualmente sobrecogedoras resultan obras como Prohibida la reproducción (1964), en la que la tecnolatría encamina a la sociedad a la negación misma de la reproducción de la especie, o La teoría y el método, que Monleón calificó como “un esperpento sobre la ciencia y la literatura modernas”. Algo similar sucede en La adaptación al medio (1964), donde nada parece seguro y se niega, a través del lenguaje, la misma no“... un teatro que destila un profundo ción de inteligencia. En El Canal sentimiento de soledad y de de la Mancha (1964), Euclides es un especulador que aniquila el patridesamparo...” monio familiar en un sinsentido de transacciones. Por su parte, en La Odisea parece que lo único que importa es mostrarse en los medios de comunicación, por muy efímera que sea la popularidad y la consolidación de una imagen pública ejemplar, mientras Eli, la Penélope de la obra, teje y espera a la vez que el tiempo todo lo destruya. El planteamiento de Morales con el que denuncia la burocratización de todos los aspectos de la vida y la deshumanización del individuo cobra un valor especial en La cosa humana (1966). Esta obra es un manual de instrucciones dramatizado para hacer uso de los humanos, como subraya el subtítulo de la obra: “Su funcionamiento y modos de empleo. Prospecto para uso de nuestros clientes”. Lo humano se convierte en mercancía, objeto de intercambio económico y de producción en masa de la “Industria Humanícola”. En Oficio de tinieblas (1966) la propuesta dramática se escenifica en un teatro a oscuras donde el espectador tan solo puede oír la voz de un hombre y de una mujer que se encuentran atrapados en un mundo en el que no pueden alcanzar una salida al peso irremediable del dolor y la muerte. En este sentido, Monleón, ante el “oscuro total del mundo” representado en esta obra, indicaba que “¿acaso —cabe preguntar— José Ricardo Morales ha llegado ya a la angustia irremediable? ¿A la visión del hombre como un pozo estático, como un lodo que intenta ridículamente filosofar o hacer política o hacer arte?”. Las horas contadas, en cambio, es un monólogo en un acto donde Morales realiza una profunda reflexión metateatral sobre diversas cuestiones, entre ellas la noción de verosimilitud, en torno a la cual nuestro dramaturgo anticipa el “final” del teatro en una sociedad regida por el utilitarismo y la tecnificación. En El segundo piso (1968), dos matrimonios se enfrentan por las ventajas que supuestamente ofrece un piso más alto 54 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES y cuando uno de ellos finalmente tiene éxito y alcanza su propósito el resultado tan solo produce infelicidad. Frente a una sociedad absurdamente competitiva, uno de los matrimonios, el que en teoría había salido perdiendo, decide no participar en ese mundo regido por la permanente insatisfacción. La pieza El material (1972) presenta un alto grado de abstracción que contrasta con la idea central, muy concreta, sobre la que se articula la obra. “En un día como este, en una hora como esta, en un minuto como este, el material se desintegra y vuelve nuevamente a la materia”, nos explicaba Morales. Las voces que encontramos son las de muertos que se encuentran en un espacio en construcción dedicado a honrar a un héroe. La racionalización de todos los aspectos de la vida lleva al exterminio: una grúa construye una acumulación de nichos. El ser humano, incluso la misma muerte, se convierte en un número, en un material en bruto susceptible de ser reducido a un proceso de racionalización infinita. Por su parte, Miel de abeja (1979) lleva el sugerente subtítulo de “Imaginación en un acto”. El ser humano se convierte, en este texto, en un producto. Todo puede venderse en la cadena de producción, hasta el productor, sin que tampoco importe mucho si el producto es auténtico o no. El personaje de Melisa destruye la voluntad de Cerino hasta que se convierte en árbol: “El mundo entero deseará conocer: hombre y árbol florido y manantial de clara miel”. Un plan al que Cerino deberá obedecer sin rechistar: “Yo preparo el programa; tú te limitas a cumplirlo. ¿No es fácil tu papel? Así que desde ahora acatas y obedeces, que será por tu bien. De todas tus abejas, aquí tienes a la reina. ¡A producir he dicho! ¡A producir!”. En La corrupción al alcance de todos (1995) encontramos un texto perfectamente identificativo de nuestro autor. Esta obra acoge todos los componentes del teatro de Morales: juego con el lenguaje, sinsentido, crítica al poder, denuncia de las estrategias discursivas de poder que regulan el ámbito de lo público e inversión de jerarquías. Una momia, que termina reconociendo que no es una momia sino un actor, resulta en principio el elemento más profundamente corrupto en la escena planteada, para devenir en el más honesto de todos los personajes porque revela que detrás se encuentra un actor haciendo de momia, mientras que el resto (policía, político o conservadora del museo) defraudan, roban y mienten siempre que su acción conlleve algún tipo de beneficio para ellos. Más adelante, en El oniroscopio (1995), encontramos una crítica feroz al autoritarismo. Desde su mismo subtítulo, “Farsa en un acto cívico-militar”, intuimos la dirección de la obra. Los personajes poseen un alto valor simbólico: Agradecida en el papel de La Patria en persona, Su Excelencia presidente perpetuo de aquel lejano país, Don Daniel de la Sombra hombre de ciencia y La Niña que Canta los Números. Estos personajes se embarcan en la creación de la “transmodernidad”, que constituye una reelaboración de la noción de “las armas y las letras” para pasar a “las armas y las ciencias”. Al mismo tiempo que La Patria clama un “No a la Constitución”, Su Excelencia la transmuta en una Reconstitución en la que “¡vivan las cadenas!”. Su Excelencia anuncia un invento completamente revolucionario: una almohada bautizada como “onirosREVISTA PUENTES | ENSAYOS | 55 copio”, que sirve para observar el subconsciente de las personas, procesar sus pensamientos y tener acceso a ellos. Su Excelencia será el primero en probar el invento y, al revelar su pensamiento, acaba sufriendo su propio fusilamiento. Esta denuncia del autoritarismo que acabamos de describir tiene su continuación en La operación (1998), que lleva el subtítulo de “Ópera muda”, sobre la que Morales además explica que se trata de “una broma musical, con algo de teatro de títeres, a la espera del compositor que se anime a concluirla”. La crítica está presente, una y otra vez, en los equívocos y en los juegos con el lenguaje. De ahí que el personaje del Psiquiatra llegue a preguntarse por lo siguiente: “Reflexionaba únicamente sobre cómo es posible que el Jefe pueda tocar las consecuencias de sus actos en este gran teatro del mundo que fue creado por él y solo por él”. Efectivamente, como la obra expone, en un sistema autoritario el Jefe puede ser Reo y las jerarquías se truecan dependiendo de los intereses del poder de cada instante. En Recomendaciones para cometer el crimen perfecto (1988) nos encontramos con un monólogo dirigido a los miembros de una Academia de Ciencias. El Orador de Turno realiza una disquisición sobre la naturaleza del “crimen” y la imposibilidad de cometer uno que sea perfecto. El Orador, para demostrar que sí es posible el crimen perfecto, tal y como fue estipulado por el profesor Gardenius, termina siendo víctima de un crimen perfecto en escena. La ciencia y su rigor concluyen en el supuesto de la perfección absoluta: la muerte. En Sobre algunas especies en vías de extinción (2003) hallamos una reflexión sobre los límites del lenguaje y del teatro, en el seno de una incisiva crítica a la mitificación en el ámbito de la cultura. Los personajes asisten a un entierro para descubrir más tarde que el ataúd está vacío y que en realidad se encuentran en una obra de teatro. La obra Cama rodante abandonada en una plaza pública (2003) constituye una indagación sobre la noción de “voluntad propia” y una reivindicación del poder de la imaginación frente al autoritarismo. Por último, en Aquí hay gato encerrado (2007) “Un teatro entendido como disparador nos enfrentamos de nuevo a una de la conciencia y de una posición exploración de los límites entre lo crítica” teatral y lo real: “Al fin, toda pieza dramática ¿no es una encuesta que pone a prueba la comprensión de sus espectadores? Por eso, manténganse despiertos, ya que la obra no se concluye aquí, sobre la escena, sino en ustedes. […] Respóndanse a sí mismos, ya que la obra, como una encuesta o pregunta que es, ha de permanecer abierta ante los que asistieron a su representación”. De alguna manera estas últimas palabras resumen bien lo que en esencia constituyen las obras reunidas bajo el título de “Acto seguido”: el teatro entendido como el disparador de la conciencia y de una posición crítica y reflexiva. 56 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES OBRAS MAYORES Por último, nos acercamos a la sección que en las Obras completas de Morales se denominó como “Obras mayores”, en la que Aznar Soler recogió los textos dramáticos de mayor extensión escritos por nuestro dramaturgo. Se trata de un teatro en el que la complejidad de los problemas o los desafíos que planteaban los conflictos tratados requerían un espacio de desarrollo más amplio. En Hay una nube en su futuro (1965) nos encontramos con el subtítulo de “Anuncio en dos actos y un epílogo”, con el cual Morales insiste en su línea de subvertir formas dramáticas convencionales. En este texto, mucho antes de que ocurriera el desastre de Chernóbil, Morales nos prevenía de los peligros de la utilización de la energía nuclear y de su aplicación en el ámbito militar. La obra denuncia cómo los políticos y militares nunca asumen la responsabilidad de sus acciones. El enemigo siempre es otro: “Quieran que no, ambos están de acuerdo en que la culpa de este caos es de los otros”. En torno a esa premisa se articula el ámbito de la política, un espacio social en el que la humanidad sufre la lógica absurda de sus gobernantes, en este caso decididos a producir “fuego nuclear” pese a conocer todos sus peligros y riesgos. Prometeo le devuelve el fuego a los dioses y los seres humanos son aniquilados. Un marciano sin objeto (1967) trata sobre cómo la existencia de un régimen represivo termina creando sus propios criminales y delitos. Ante la posibilidad de que hubiera marcianos en la Tierra, el gobierno decide perseguirlos y espiar y someter a todos los sospechosos a un férreo control. En este caso Morales indaga sobre la construcción de las “verdades oficiales” y sobre cómo el poder distorsiona o modifica la realidad para asemejarla a su verdad “estatuida”. En definitiva, la represión crea sus propios acusados. La historia del siglo XX nos da una buena muestra de ello. En relación con ese mismo propósito de desvelamiento de la realidad absurda que se construye desde el ejercicio del gobierno, el texto dramático Cómo el poder de las noticias nos da noticia del poder (1969) constituye una buena muestra de las contradicciones generadas por la falsa libertad de prensa o la ausencia de ella y cómo, en nuestras sociedades, los medios de comunicación se han convertido en instrumentos adicionales al servicio del poder hibridados con las instituciones oficiales. La obra supone una crítica demoledora sobre los “cronistas” y sobre cómo el periodismo se termina convirtiendo en un elemento de desinformación. Ante los medios, los políticos y gobernantes se convierten en seres animalizados. Así, el Presidente acaba convertido en Periodista que domina la técnica de no decir nada para detentar un poder absoluto. En El inventario (1971) Morales ahonda en la excesiva “inventarización” de la realidad y en la compulsiva categorización de todo lo humano, frente a la realidad que verdaderamente nos hace humanos, que no es cuantificable. Esta obra, en la que Morales critica cómo el ser humano acaba siendo cosificado, encontrará un mayor desarrollo y evolución en la extraordinaria Orfeo y el desodorante o el último viaje a los infiernos (1972), que REVISTA PUENTES | ENSAYOS | 57 lleva por subtítulo “Artículo de consumo dramático en tres actos”. Si en las obras anteriores hemos visto cómo la tecnolatría, la ciega confianza extrema en la tecnología, nos lleva al exterminio o cómo la burocratización de la realidad conduce a la locura o a la desaparición, en el Orfeo toda la realidad, los sentimientos, las ideas e incluso los grandes mitos de la Antigüedad se convierten en productos sujetos a las leyes de mercado. Como uno de los personajes declara: “Compro y vendo. Vendí de todo. Vendía a todos. Vendía lo mío y a los míos. Por último, como es habitual, vendí mi alma al diablo. ¿Para qué? Para tener poder de compra. Así compré de todo y compré a todos”. La Tierra se convierte en un planeta infernal sometido a un consumo compulsivo. Orfeo acaba consumido por las bacantes. No hay que perder la cabeza o las preocupaciones del doctor Guillotín (1973) plantea cuál es la naturaleza de la construcción del discurso historiográfico y cómo la Historia está sujeta a la tensión surgida del enfrentamiento de distintas versiones. En la “fantasmagoría” de La imagen (1975, ampliada en 1981) encontramos una clara denuncia de la dictadura de Pinochet (aunque su nombre nunca se menciona) y cómo el régimen va modificando su imagen pública dependiendo de las circunstancias. De la misma manera ocurre en Este jefe no le tiene miedo al gato (1976) y en Nuestro norte es el Sur (1978). Junto con La imagen estas obras cerraron la trilogía de “Teatro en Libertad” (1983). Por otra parte, El torero por las astas (1983) y Ardor con ardor se apaga (1983) son obras que, si bien inciden en la denuncia del autoritarismo, tal y como sucede en las tres anteriores, suponen la producción de una suerte de “esperpento” inverso que Morales denomina “españoladas”. En ellas se desmantelan los principios discursivos sobre los que se levanta nuestra visión estereotipada de “lo español”. Morales desarrolla en esas piezas cómo se conforma una imagen contradictoria y fraudulenta de lo que es la cultura española precisamente por la intervención del poder en su propia configuración. Este planteamiento encuentra continuidad en Colón a toda costa o el arte de marear (1995), donde la reflexión metateatral y la denuncia de la manipulación de la historia son sus dos elementos centrales. En Edipo reina o la planificación (1999) y El destinatario (2002) Morales plantea una relectura de los mitos fundacionales del pensamiento y de la civilización occidental. En estos textos se afinan elementos presentes en obras anteriores de Morales que ya hemos señalado: la fe ciega en la tecnología, la manipulación de la Historia, la pérdida del hombre en el mundo, la excesiva burocratización de todas las facetas de la vida y el fraude. No nos debe extrañar por tanto que Láquesis, en un momento de El destinatario, afirme que “hoy todo es aleatorio, ¿no lo sabes? ¿Quién entiende a este globo, cautivo de su propia estupidez? ¿No asistimos ahora a la globalización absoluta de la irracionalidad y el azar, lograda con la complicidad de todos? Dejémonos de preguntar. Ya que el azar gobierna, ¡juguemos, juguemos, a ver qué nos toca!”. Morales nos emplaza ante un mundo sin otra jerarquía ni lógica que la de la irracionalidad. 58 | ENSAYOS | REVISTA PUENTES Por último, debemos mencionar un texto particular: La Celestina (Adaptación escénica) (1949). Margarita Xirgu encargó a Morales la adaptación de ese clásico universal, lo que supuso un paso decisivo en su carrera como dramaturgo. El texto adaptado de Morales se caracteriza por acentuar las principales contradicciones ideológicas presentes en el original de Fernando de Rojas. Podríamos decir que en La Celestina, Morales encuentra un paradigma de ideas que luego desarrolló en sus obras posteriores. No solo nos referimos al planteamiento general de lo que hemos denominado como “teatro humanista de ideas”, del que La Celestina sería un claro referente, sino a todo ese espíritu crítico presente en el texto de Rojas que se sustenta en la confrontación con las contradicciones que vertebran nuestras sociedades mercantiles burguesas, en las que todo es susceptible de ser comprado o vendido, en las que todo es objeto potencial de consumo y en las que el poder tan solo se preocupa de perpetuarse, aunque deba negar o convertir el mundo en un territorio absurdo, extraño y deshumanizado. ----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------SUSCRIPCIÓN A PUENTES DE CRÍTICA LITERARIA Y CULTURAL TARIFAS PARA ESPAÑA Suscripción anual (3 números) España: 20,00 euros | Precio de ejemplar suelto: España: 8,00 euros Otros países: consultar mediante correo electrónico. (Todos los importes incluyen los gastos de envío a su domicilio.) 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Bernat Lladó Barcelona, 2013 Icaria Espacios críticos 271 páginas 62 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES ualquier disciplina del saber que aspira a levantar acta de la legibilidad del mundo termina por olvidar que [1] tanto el alcance como los límites de sus instrumentos no son sino el producto de una cierta historia, de una falla abierta entre fuerzas, de un cierto desplazamiento orientado, y que [2] en el proceso de lectura el mundo se ve transformado por los instrumentos que lo leen, de manera que aquello que en apariencia solo media entre el sujeto y el objeto refunda el estatuto de ambos –lo construye. De este doble olvido nace la ilusión científica de un mundo determinado, cognoscible y separado, del que nuestros instrumentos de conocimiento podrían dar cuenta con exactitud, al tiempo que le otorgan carta de naturaleza descubierta. Las consecuencias son numerosas, pero quizás hay una que ha de señalarse con urgencia: en un mundo determinado, dictado por un saber que olvida su propia naturaleza –así es como opera la ideología– no existe ningún resquicio desde el que poder ser interrogado. En un mundo tal, solo queda obedecer. En Franco Farinelli. Del mapa al laberinto, Bernat Lladó nos presenta –por primera vez en el ámbito hispánico– la obra de un geógrafo cuya labor intelectual se moviliza, precisamente, contra ese olvido dirigiendo su mirada hacia el modo en que se ha venido articulando la epistemología occidental. En el centro de su teoría se encuentra la geografía como arquetipo del saber y el mapa como paradigma cognitivo. En el primer capítulo del libro, Lladó traza una sucinta biografía intelectual de Farinelli proponiendo una lectura de las principales líneas discursivas, e influencias, que atraviesan su obra, en relación con los hechos y lugares fundamentales que han marcado su formación. En un primer momento, los primeros contactos con la geografía, la Universidad de Bolonia y una cierta proximidad a sus círculos semióticos. Para Lladó, la historia y crítica de la cartografía que lleva a cabo Farinelli se parece al modelo de representación semántica “enciclopédico” de Umberto Eco en la medida en que el geógrafo “estudia los mapas como sistemas conectados a otros sistemas semióticos”. En el lado opuesto, se encontraría el modelo del “diccionario” y su sistema unívoco de correspondencias semánticas, esto es, “el mapa diccionario” con “su uso puramente instrumental”. La segunda etapa de su formación transcurre en distintas universidades de Alemania y Austria, donde Farinelli profundiza en la naturaleza política de la geografía. A partir del estudio de la tradición geográfica alemana, el autor subraya el origen crítico de una ciencia burguesa que habría surgido como respuesta a la idea del poder absoluto del Estado, “como una toma indirecta del poder político”. También analizará el concepto romántico de “paisaje”, y su introducción en el discurso científico como estrategia para romper con la lógica cartográfica que ejercía el poder estatal. La tercera etapa que Lladó señala en este singular trayecto se caracteriza por un intenso diálogo con el geógrafo Gunnar Olsson acerca de las complejas relaciones entre el lenguaje y el mundo, su lectura de Wittgenstein o la concepción del mapa como “signo proposicional lógico” en diálogo directo con el Tractatus Logicophilosophicus del filósofo de Viena. Este primer apartado constituye, en definitiva, un recorrido clarificador y necesario para poder aproximarnos a un pensamiento que –en sus intento de sacar de quicio a la geografía, de pensar lo impensado que hay en ella– moviliza constantemente discursos y conceptos que provienen de otros campos como la semiótica, la lógica proposicional, la filosofía, la tradición mítica o la literatura. Esta biografía, y primera propuesta de análisis, se ve completada con una exhaustiva entrevista realizada por el propio Lladó, en la que Farinelli habla de sus influencias, además de comentar los principales ejes y problemas que vertebran su teoría. El corpus central de la monografía la integra, por lo demás, una selección de textos de Farinelli –traducidos por Lladó e inéditos hasta ahora en español– que da buena cuenta de los motivos recurrentes de su obra y permite medir el alcance de su propuesta crítica. En textos como “El mundo, el mapa, el laberinto”, Farinelli convierte al mapa en el paradigma sobre el que pivota su pensamiento crítico. A partir de ahí, comienza una labor de desmontaje que se extiende hacia terrenos como la economía, las relaciones entre Estado y territorio o la globalización. Para el geógrafo de Bolonia, los mapas –lejos de cumplir únicamente el papel de instrumentos a través de los cuales podemos leer el mundo– encerrarían en sí mismos los límites a partir de los que el mundo podría comenzar a ser pensado. De manera que el mapa sería aquello capaz de fundar el espacio, y su contenido, al tiempo que lo lee. O en otras palabras, aquello que es “capaz de producir conceptos y de establecer el estatuto ontológico de las cosas”. Trazar una línea, escribir un nombre sobre un plano, se convierte así en un acto que inscribe y posibilita el sentido del mundo. En otro texto, “Por qué América se llama América”, parte de unas monedas acuñadas en el siglo IV a.C. en las que aparece representada la región de Jonia para hacer todo un despliegue teórico que acaba revelando la analogía existente entre el funcionamiento del mapa y el del mercado. Ambos, explica, someten a sus elementos –accidentes, lugares, mercancías– a un mismo régimen simbólico de equivalencia. Y, sin embargo, el geógrafo siempre da un paso más allá: el mapa, y no el dinero –dirá–, es el REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 63 modelo previo, el agente introductor de la matemática y la abstracción en la cultura de Occidente. Es, precisamente, en ese más allá cartográfico, donde reside la radicalidad de su pensamiento; allá donde se produce la inversión que opera en el signo cartográfico para cuestionar el imaginario del mundo. “La realidad –dice Farinelli– es el producto de su gestión y esta es, a su vez, el producto de la expresión geográfica –o mejor dicho, cartográfica”. Su crítica actúa, por tanto, allí donde parece cerrarse el sentido para abrirlo a una nueva posibilidad que nos interroga. Farinelli también rastrea la historia de la disciplina geográfica para reconstruir un desplazamiento olvidado, una senda abandonada, que pudiera haber determinado nuestra manera de comprender el mundo. De ahí que su mirada, por momentos, nos recuerde a ese intento de “agitar lo que se percibía inmóvil, fragmentar lo que se pensaba unido; mostrar la heterogeneidad de lo que imaginábamos conforme a si mismo”, que constituía el núcleo y la razón de ser del pensamiento genealógico de alguien como Michel Foucault. Por ejemplo, en “Historia del concepto geográfico de paisaje” o en “Friedrich Ratzel y la naturaleza (política) de la geografía”, Farinelli explica cómo la geografía contemporánea surge en Alemania como estrategia crítica de una burguesía que tiene como objetivo destruir el poder del Estado absolutista. Y es esa búsqueda de una alternativa a la versión oficial la que hace que autores como Ritter, Humboldt o el propio Ratzel traten de superar la identificación entre conocimiento geográfico y representación geográfica. Para estos autores, como para Farinelli, la geografía no solo es capaz de medir el mundo, sino que fundamentalmente lo piensa. La monografía se cierra con un interesante ensayo de Lladó que contextualiza el pensamiento de Farinelli en una perspectiva teórica más amplia, sin renunciar a señalar alguno de los límites con los que se topa. Uno de los marcos que propone el autor para leer su crítica a la razón cartográfica es el de la Teoría Crítica y su Diálectica de la Ilustración. La propuesta del geógrafo establecería un diálogo directo con la obra de Horkheimer y Adorno, extrapolando sus enseñanzas 64 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES al campo de la cartografía. Si aquellos denunciaban la reificación de la naturaleza por medio de la razón instrumental, Farinelli convierte al mapa en el paradigma de dicha razón. Para el geógrafo de Bolonia, en el momento en que Anaximandro dibuja la Ecúmene sobre una tabla, “la Tierra deviene un cadáver en el que el rigor (la rigidez) de la muerte se transforma en el rigor de la ciencia”. La “deconstrucción” del mapa sería el otro de los marcos que propone Lladó para leer su obra, entendiendo el mapa como un signo “cuyo significante es el soporte material y gráfico, y cuyo significado es el territorio”. La operación crítica de Farinelli pasaría por invertir la relación de los elementos del signo, de tal manera que la representación gráfica –la imagen del mapa– sería lo que precede al territorio, y no al revés como comúnmente se piensa. Esta inversión daría cuenta, por ejemplo, de la explicación que hace el autor del Estado moderno: una abstracción política cuyas principales características –continuidad, homogeneidad e isotropía– emanarían de las propiedades geométricas de su proyección cartográfica. De nuevo aquí el significante –la imagen del mapa– precedería al significado –el Estado–; y de nuevo emergería ese más allá cartográfico que no siempre consigue escapar de aquello que critica. Como certeramente apunta Lladó en su análisis, la inversión del signo que lleva a cabo Farinelli no sería suficiente para destruir su jerarquía, para deshacer la causalidad a la que parece irremediablemente sometida. Es por ello que, en ocasiones, el discurso de Farinelli, sin perder un ápice de provocación crítica, parece atrapado en su propia fascinación aporética. Fascinación que, lejos de mermar su capacidad para interpelarnos, nos afianza en nuestra seguridad de habernos cruzado con uno de los discursos más interesantes del actual panorama crítico. Franco Farinelli. Del mapa al laberinto es, por tanto, un libro fundamental para aproximarse a una de las contadas voces de esa resistencia que todavía trata de pensar contra el olvido. AVANCES PUENTES NÚMERO 3 ENSAYOS GENEALOGÍA DEL CONFÍN. ESPACIO GEOGRÁFICO Y ESPACIO POLÍTICO EN LA CULTURA EUROPEA Franco Farinelli El geógrafo italiano Farinelli –quien afirma que “cualquier comportamiento político y moral tiene su origen en el nacimiento del confín geométrico”– propone una lectura de la política a partir del modelo cartográfico, y afirma: Hoy la realidad ya no obedece a la lógica del mapa, fundada en la sintaxis de lo rectilíneo y sobre el principio de la unicidad del centro. La representación cartográfica –el espacio– ya no corresponde a la forma con que funciona el mundo. Aquello que llamamos globalización no es nada más que el conjunto de procesos cuya actividad no está regulada y, por lo tanto, no es interpretable, según las categorías del espacio y del tiempo que durante toda la época moderna han gobernado la comprensión de lo que sucede. PUENTES, OCÉANOS: DESCOLONIZAR LA RAZÓN CARTOGRÁFICA Bernat Lladó A través del cruce de la obra de Farinelli con la del crítico literario Walter Mignolo, Lladó reflexiona sobre las consecuencias de la razón cartográfica sobre la colonialidad. El suelo firme de aquello que hasta hace poco dábamos por sentado se tambalea bajo nuestros pies. Como la formación geológica de mares y montañas, también este es un movimiento casi imperceptible. Porque se produce en los márgenes, en las fronteras. EL ARTE DE LA INDOCILIDAD REFLEXIVA (FOUCAULT Y LA CRÍTICA) Ester Jordana Michel Foucault murió en 1984, hace ahora treinta años, pero su obra todavía nos interpela y, en gran medida, está por leer. Ester Jordana escribe sobre “el arte de la indocilidad reflexiva” y la posibilidad de ejercer la crítica en el día de hoy. REVISTA PUENTES | AVANCES | 65 LITERATURA, HISTORIA Y TRADUCCIÓN. UNA REFLEXIÓN SOBRE LA TRADUCCIÓN COMO FENÓMENO CULTURAL Yulia Efimenko Literatura, Historia y Traducción Joaquín Rubio Tovar, Madrid, 2013 Ediciones de La Discreta 696 páginas 66 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES L iteratura, historia y traducción de Joaquín Rubio Tovar es un libro sobre la traducción como fenómeno cultural. El autor reflexiona sobre la naturaleza y la condición de la traducción, sus dimensiones, su posición y su valoración en ciertos momentos históricos. También, sobre el papel que ha desempeñado a lo largo de la historia y, por consiguiente, la importancia que ha tenido para el desarrollo y enriquecimiento de la humanidad. En su investigación domina la perspectiva histórica. Analizando ejemplos memorables de traducciones, observa cómo fueron recibidas en las culturas y sociedades de adopción, de qué manera fueron interpretadas y qué trascendencia tuvieron. El libro se inicia con un acercamiento a la traducción a través de los mitos y leyendas de la antigüedad, en concreto, con el relato de Babel. Este siempre ha atraído la atención de los que reflexionaban sobre la traducción, de la mano de cuestiones como el origen del lenguaje y la pluralidad de las lenguas. Las distintas interpretaciones del mito condicionan diferentes planteamientos acerca de la figura del traductor. El autor se opone a la predominante visión pesimista, que minusvalora el papel del traductor consagrando una “mala imagen” de la profesión. Para Joaquín Rubio, la diversidad no es nada malo, sino, al contrario, una fuente de enriquecimiento que permite descubrir nuevas formas de expresar la realidad. El capítulo avanza hacia un Babel feliz, en el que se concentran las valoraciones positivas de la traducción y el reconocimiento de su importancia para la humanidad. El autor analiza la traducción mediante un enfoque histórico, a través de sus distintas manifestaciones durante algunos períodos históricos, y su importancia para la interpretación y aceptación de obras literarias. La especialización del autor en la literatura medieval hace que vea la traducción desde un punto de vista particular, como “uno de los procedimientos que activa los textos antiguos”. Las condiciones sociales y culturales de cada época establecen sus propias reglas para la traducción, según las necesidades que surgen en un momento dado de la historia. Esto justifica las múltiples, y a menudo frecuentes, retraducciones, explica las reescrituras y adaptaciones de obras literarias realizadas a lo largo de los siglos pasados, determina la elección de autores y textos para traducir. En la dimensión diacrónica la traducción adquiere unas nuevas características y perspectivas, pues es en ella donde realmente se revela su pluridimensionalidad y multifuncionalidad. Para el autor, “no solo se traduce la lengua, sino también la cultura”. Hablando de las diferentes teorías que se han formulado acerca de la traducción “y del valor y sentido de las antologías que las recogen”, Joaquín Rubio formula una fascinante cuestión de índole cultural: la nacionalidad de las traducciones. ¿Hay una manera propia de traducir en cada cultura? Realmente, tiene que haber algo característico de cada cultura, algo que refleja su idiosincrasia, la mentalidad nacional de cada comunidad. Pero además de eso, para cada tiempo y cada lugar determinado, dentro de ese modo general de traducir, se elaborará “una respuesta concreta” a las preguntas que plantean los textos extranjeros. Cada época tiene sus circunstancias específicas, sus problemas políticos, ideológicos y económicos, que inevitablemente influyen en el desarrollo del ámbito artístico-cultural, incluidas la literatura y la traducción. Joaquín Rubio aborda la traducción de la poesía, refiriéndose a “los muchos sabios que nos han demostrado que traducir es imposible”, así como a que, a pesar de todo eso, “seguimos y seguiremos traduciendo (aunque sea imposible)”. Aunque no sea completamente satisfactorio el resultado, aunque muchas cosas se pierdan y se desfigure el “organismo” de los poemas traducidos, a fin de cuentas también se obtiene algo. Las traducciones contienen una valiosa información histórico-cultural, así como ideas y planteamientos acerca del mundo, que son imprescindibles para nuestra educación y desarrollo. En el capítulo cuatro el autor analiza y sitúa en su marco histórico las distintas traducciones de las Elegías de Duino de Rilke al español. La información aportada es de mucho interés reforzando la idea de la traducción como “fenómeno complejo en el que intervienen muchos elementos”. El último tema presente en este libro es el de la relación música y literatura, sobre todo, en la poesía. Para ello se fija en el Lied romántico alemán. Joaquín Rubio se interroga respecto a la influencia que ejerce la música sobre los textos literarios: ¿de qué manera los transforma?, ¿cómo los enriquece? Parece que lo que sucede con la música es justamente lo opuesto a lo que se observa con la traducción. Según el autor, “la música desarrolló nuevos significados al sumergir las palabras en una esfera distinta”, “la riqueza expresiva de la melodía y la complejidad armónica pueden hacer pasar el poema a un segundo término”. Resumiendo, la traducción para Joaquín Rubio es “un fenómeno cultural de una riqueza incomparable”, que relaciona épocas, lenguas, países y literaturas. El libro permite ver la traducción como un proceso continuo, constante e iterativo; su resultado es polifacético y cambiante. Como fenómeno cultural, la traducción tiene que observarse y analizarse en una estrecha relación con la historia y a través de la historia, para que se revelen todas sus facetas, adversidades y éxitos, pérdidas y logros. Se haría mal en subestimar la importancia de esta tarea en la cultura de toda la humanidad. Desde la perspectiva de la historia, presenta la traducción como una fuente inagotable de conocimiento, análisis e investigación. En fin, Literatura, historia y traducción de Joaquín Rubio Tovar está repleto de sugerencias y observaciones que invitan a la reflexión, a las preguntas acerca de la traducción, y a descubrir planteamientos nuevos respecto a ella. Estamos ante un libro que invita a la lectura y a la relectura, a su estudio detenido. REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 67 LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN DRAMÁTICA Teresa Rosell Nicolás Teatro posdramático [Postdramatisches Theater (1999) Hans-Thies Lehmann trad. de Diana González, revisada por A. Ch. Grumann J. A. Sánchez et alia] Murcia, 2013 CENDEAC 480 páginas 68 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES U no de los principales problemas que han presentado los estudios teatrales es la relación conflictiva entre texto y representación. La mayor parte de dichos estudios, especialmente los académicos, han mostrado frecuentemente una distancia insalvable entre las teorías dramáticas expresadas en sus páginas y sus formas de representación contemporáneas. Así, si bien las preceptivas y los manuales de historia del género dramático tradicionalmente han atendido casi exclusivamente al texto literario, la práctica teatral desde finales del siglo XIX ha mostrado un interés creciente por los signos no verbales que configuran la escena teatral. En este sentido, el estudio de Lehmann responde a la necesidad concreta de articular un discurso teórico y crítico que hace dialogar al teatro dramático, basado en el texto, con las formas teatrales desarrolladas desde finales de la década de los sesenta que, según el autor, ya no pueden considerarse dramáticas y que se han formulado desde unos posicionamientos cada vez más alejados de las convenciones dramáticas. De este modo, antes de empezar a definir propiamente en qué consiste su concepto de teatro posdramático y a partir de la gran diversidad de modos de experimentación teatral que han marcado la escena actual, Lehmann delimita la común problematización de unas representaciones que dejan atrás la centralidad del texto dramático para dar mayor importancia a una experiencia abierta a la inmediatez y a la performatividad, y en las que se impone la presencia del movimiento corporal, la imagen y el sonido. Si la tradición crítica ha trabajado a partir de obras textuales, será preciso pensar de una manera más adecuada el teatro experimental que ha abandonado el texto, con la consiguiente necesidad de adaptar términos comúnmente utilizados en la crítica de danza, música o artes visuales. Así, este estudio se propone ofrecer el vocabulario crítico y las herramientas necesarias para definir los escenarios que configuran las performances o artes mediales como nuevas aproximaciones teatrales. Asimismo, Lehmann presenta el marco teórico que permite comprender la evolución del drama moderno al teatro posmoderno, desde Aristóteles hasta el posestructuralismo, y realiza un recorrido histórico a través de los principales movimientos de vanguardia desde finales del siglo XIX hasta el surrealismo. Uno de los grandes aciertos de este libro es que, una vez establecidas las bases críticas, teóricas e históricas, Lehmann proporciona un detallado análisis práctico a partir de múltiples ejemplos de producciones internacionales, con un predominio de las alemanas, a cargo de dramaturgos como Peter Handke, Heiner Müller o Jan Fabre, del trabajo de directores como Robert Wilson o Tadeusz Kantor y de compañías como el Wooster Group o Complicite. Solo a partir de este amplio corpus se pueden empezar a identificar una serie de rasgos comunes, como el carácter no lineal y fragmentario, el uso multimedia, la eliminación de la jerarquía, la “irrupción de lo real” –elementos extraños a la representación irrumpen para afectar e incluso variar el final de la obra– o el hecho de resituar una tradición teatral situada en los márgenes, como el teatro de marionetas, para otorgarle una importancia central. De este modo, la argumentación más rica y exhaustiva se evidencia en los efectos que “lo posdramático” adquiere sobre diversos aspectos de la representación: el espacio, el tiempo, el cuerpo, la música, la acción, los nuevos medios tecnológicos y, sobre todo, el público, que pasa a ser determinante al quedar difuminadas las fronteras que delimitaban tradicionalmente el ámbito de la recepción. Pero ¿qué es el teatro posdramático? Se podría definir como una práctica escénica autorreflexiva sobre los límites de la representación. Ante la imposibilidad de presentar una realidad clara, lineal y ordenada, o una idea de totalidad, el teatro posdramático no describe las vicisitudes de los personajes, acciones climáticas o argumentos, sino que, libre de las limitaciones del drama, presenta unos materiales, unas experiencias compartidas más que unos conocimientos. Sin embargo, “posdramático” no debe confundirse con “antidramático”. Lehmann considera que en el teatro posdramático, el texto ocupa un lugar más –ya no central– entre los que conforman la “densidad de signos”. En todo caso, no se trata de negar el modelo anterior, sino de un desplazamiento de la primacía del texto a favor de una autonomía de la teatralidad. En cierto modo, el estudio de Lehmann podría considerarse una respuesta contemporánea al clásico ensayo de Peter Szondi, que lee obras de Ibsen a Arthur Miller en términos de una “crisis del drama”. El teatro dramático se caracteriza por el dominio del diálogo y la comunicación de los personajes, la exclusión de cualquier elemento ajeno a la ficción dramática, la linealidad del tiempo y el seguimiento de las tres unidades clásicas aristotélicas –acción, tiempo y espacio–. Desde una perspectiva hegeliana, en Teoría del drama moderno, Szondi plantea la tensión dialéctica entre la aproximación aristotélica y la épica de Brecht, dramaturgo que cuestionó radicalmente los modos del teatro dramático por considerarlos obsoletos en el siglo XX. No obstante, según Lehmann, tanto Brecht como Szondi se mantienen dentro de la tradición del drama basado en el texto. Por tanto, la pregunta que cabe formularse es si realmente podemos hablar de un nuevo paradigma teatral. El concepto posdramático ha sido interpretado desde numerosas perspectivas no alejadas de polémica. Desde un punto de vista conceptual, algunos críticos consideran que estas prácticas se han venido llevando a cabo por las vanguardias desde hace más de un siglo y que, por tanto, no existe nada radicalmente nuevo excepto un nuevo contexto que acentúa el uso tecnológico de medios visuales y electrónicos. Por otro lado, existe un cierto escepticismo en REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 69 torno al uso del prefijo “post” que, según Lehmann, no tiene un sentido epocal ni de ruptura –u olvido– respecto a la etapa anterior. En todo caso, implicaría la continuación de una herencia a través de una redefinición de “teatro” y de “drama” que implique nuevos lenguajes. Al margen de las controversias que ha suscitado, desde su publicación en Alemania en 1999 el libro de Hans-Thies Lehmann se ha convertido en un libro de referencia obligado y su concepto de teatro posdramático es clave en los debates teóricos actuales. Traducido a más de veinte idiomas, es una buena noticia ORÍGENES DE LA LITERATURA EUROPEA. UN MANUAL Joaquín Rubio Tovar Literatura europea dels orígens. Introducció a la Literatura romànica medieval Jordi Cerdà, Maria Reina Bastardas et al., Barcelona, 2012 UOC 400 páginas 70 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES que, aunque de manera tardía, Teatro posdramático se haya editado por fin en España, con un prólogo de José Antonio Sánchez, uno de los introductores las teorías de Lehmann en nuestro país. Teatro posdramático es un libro imprescindible para todos aquellos lectores interesados en discernir qué está pasando en la escena experimental y de vanguardia contemporánea, y que tiene la capacidad de aportar una perspectiva estética ante las dispares formas teatrales de un panorama cultural extremadamente diversificado y, paradójicamente, desatendido. N o comparto la opinión de que los manuales sean instrumentos desfasados para el aprendizaje. Al parecer, en estos tiempos en los que tan fácil resulta acceder a cualquier información, los manuales no pueden seguir el ritmo vertiginoso de la transmisión del conocimiento y responden a planteamientos del pasado. Además, parece que ofrecen una imagen demasiado reducida y, a veces, simplista de los temas tratados, y envejecen enseguida. Niego la mayor. Creo que una visión organizada de la materia es muy formativa para quienes se inician en el estudio de cualquier disciplina. Un manual sólido y bien construido puede ser un libro de larga vigencia al que acudimos una y otra vez, y de manera particular en estos tiempos en los que el saber está tan desestructurado, tan desorganizado, sin que se vislumbre un modelo nuevo. Las pantallas de los ordenadores lo soportan todo, también las inexactitudes y los errores. Por estas razones, creo que procede dar la bienvenida a esta Literatura europea dels orígens. Introducció a la literatura romànica medieval. Deseo destacar la presencia de la palabra Europa en el título. Europa sigue manteniendo un aura de prestigio, a pesar de las crisis en todos los órdenes –de identidad, de instituciones, económica, social y, desde luego, cultural– que ha sufrido en los últimos años. Cuando se hace un repaso de la variedad y riqueza de la literatura de los siglos XII y XIII (a los que se dedica el manual), de la variedad de géneros, temas y modos de expresión de lo literario, resulta inevitable reflexionar sobre la vieja idea de unidad. Frente a la idea de una sola cultura, incluso de un conjunto de estados unidos en una estructura superior, parece que vuelve a pensarse en un universo variado, magmático, en permanente ebullición. Ninguno de los problemas actuales se resolverá volviendo los ojos al siglo XIII, pero también es verdad que si no reconocemos que en la entraña de Europa existió siempre la pluralidad será difícil encontrar el equilibrio que, según nos dicen, parece buscarse en todos los ámbitos del gobierno europeo. La historia nos dice que los europeos no llegamos ayer y la literatura medieval nos enseña el sentido de una antigua riqueza. La literatura románica fue plural y variada. Destacaré también el término orígenes, que, desde luego, no es infrecuente en los estudios literarios. Mientras que los lingüistas se impusieron antaño el trabajo de reconstruir las lenguas indoeuropeas, al modo de los paleontólogos, la Ursprache primordial y perfecta, los filólogos adoptaron un método racional de clasificación de manuscritos, favoreciendo la reconstrucción del Urtext arquetípico. El manual se centra en los siglos XII y XIII, el período central de la Edad Media, porque los autores entienden que en él se desarrollan formas de organización social, política y económica que con más claridad identificaron aquella etapa. En general, el desarrollo de la materia no suele ser muy extenso; los autores han huido de exposiciones largas y se han centrado en transmitir la información esencial sin amplias digresiones. Priman la claridad y el orden expositivo, la presencia de datos (fechas, títulos) seguros. Los capítulos están siempre concebidos como itinerarios de los géneros, ofrecen modelos de análisis y suscitan también preguntas. Creo que deben destacarse las inteligentes páginas que ha escrito Jordi Cerdà al frente del libro. Resulta impensable presentar hoy un manual de literatura sin plantear qué ha pasado con las viejas definiciones, las certezas que permitían comenzar hablando con toda naturalidad de la retórica o los géneros, incluso de la propia Edad Media. No es nada fácil presentar la literatura románica sin aludir a los problemas que plantea su definición, la dificultad y peculiaridad que plantea leer hoy los textos y tratar, al mismo tiempo, los conceptos que vertebraron aquel universo, así como las modernas teorías que han replanteado nuestra perspectiva. Creo que tanto en uno como en otro terreno acierta plenamente el profesor Cerdà. La segunda parte de las cuestiones preliminares ha sido escrita por Reina Bastardas y en ella aborda el multilingüismo que caracteriza al desarrollo de las literaturas y la permanente convivencia y enriquecimiento de las múltiples lenguas en las que se desarrolló aquella literatura. Volveré sobre este capítulo más adelante. Tras tres capítulos iniciales (en los que no falta Orígenes de la literatura heroica europea), el profesor Stefano Cingolani se ha centrado en el análisis de textos (Waltharius, Beowulf, Canción de Roldán, Canción de Guillermo y Cantar de Mío Cid). El capítulo atiende a la variedad de lenguas en las que se desarrolla el género y debe destacarse el espacio que ocupa el análisis del Tapiz de Bayeux, casi contemporáneo del Cantar de Roldán. No se trata de arriesgar en un manual una hipótesis difícilmente verificable, pero es indiscutible que la visualización de escenas narrativas ayuda a comprender mejor algunos cantares. Es modélico el análisis de Roldán, tan completo, y escrito con tanta pasión y conocimiento. Isabel de Riquer se ha hecho cargo de la lírica y ha procurado, ante todo, clasificar el universo que tenía delante, de ahí que haya acudido a los géneros y sus registros (conjunto de motivos y procedimientos léxicos, retóricos y rítmicos que comparten en la lírica un mismo tono expresivo). La autora organiza el capítulo en muchos epígrafes y se apoya una y otra vez en textos, tanto para presentar una tendencia, como para analizarlos y extraer conclusiones que caractericen a un grupo amplio de poemas. Se vale también de marcos culturales amplios, grupos y reuniones de autores, como la Magna Curia o la Escuela siciliana. El capítulo IV se titula “Joglaria i teatre”, y el título es ya de por sí una declaración de intenciones. Para Francesc Massip y para tantos investigadores, es más adecuado hablar de una teatralidad medieval, de una actividad que se desarrolló en numerosos REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 71 espacios públicos, y recuerda que la Edad Media no conoció un término para lo que nosotros denominamos teatro, sino términos que remiten a formas de actualización (juego, oficio) o a nociones genéricas (misterio, farsa, moralidad o sottie). La teatralidad medieval es inconcebible sin otorgar a la oralidad (en la que hunde sus raíces la literatura de este período) un papel esencial y al hilo de la oralidad debe considerarse al juglar. Massip traza un panorama de la teatralidad medieval partiendo de estos conceptos y habla de dos grandes bloques: el surco litúrgico y el largo camino hacia un teatro urbano; aquí se ocupa de Adam de la Halle, la pastorela y la pastorada, el enorme poder de la juglaría. Es decir, se apoya en géneros, en autores y en el análisis de piezas concretas para desarrollar su exposición (en más de una ocasión, el autor acude a textos de los siglos XIV y XV). Interesa destacar el papel que cumplen las ilustraciones en este capítulo. Son muchas las escenas teatrales, y quienes las representaban, que aparecen en miniaturas, en capiteles y frescos de iglesias, y muchas de ellas nutrieron las representaciones teatrales. El sólido panorama que traza Meritxell Simó se apoya nuevamente en textos y en él se menciona en más de una ocasión un fenómeno que me interesa. El apartado 3.2 se titula Adopció i adaptació de les fonts cèltiques de la matèria tristaniana. Y esto es solo un botón de muestra. Me refiero a LOS PÁJAROS EFÍMEROS Marta López Vilar Los trinos que se extinguen María Polydouri Traductor: Juan Manuel Macías Madrid, 2013 Vaso Roto 153 páginas 72 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES la perpetua traducción y retraducción, la reescritura, el traslado de los temas de unos moldes genéricos a otros. Cingolani recuerda que todas las lenguas europeas (al menos hasta el siglo XVI) seguirán narrando las aventuras de Roldán. Del mismo modo, recuerda que la operación de “traducción” representada por el Waltharius no debe entenderse solo como un acto lingüístico, sino como una operación cultural. Esta es la riqueza inmensa de la literatura románica medieval de los siglos XII y XIII. Las obras literarias pasan de una lengua a otra, del verso a la prosa, de la imagen a los textos, la complejidad del fin amor´s trovadoresco se transforma en el roman y las obras latinas de cualquier clase y condición se traducen y recrean en diferentes lenguas románicas. Esta conciencia atraviesa el manual desde las cuestiones preliminares al capítulo final. El primer texto románico, recuerda la profesora Bastardas, aparece en un contexto románico germánico; la literatura de tema artúrico nace en un contexto en el que conviven el latín, una cultura que se expresa en lengua céltica, pero también el inglés antiguo y el anglonormando; los romans de Chrétien de Troyes se tradujeron al alemán, en el campo de la lírica hay un importante corpus de poesía multilingüe, etc. Creo, en definitiva, que estamos ante un libro que ofrece a los estudiantes la posibilidad de conocer un material riquísimo, bien organizado y expuesto, en el que tampoco se han escondido complejidades. H ay en toda poesía un aliento de eternidad que rompe las barreras transparentes de los años y las geografías. Y esto ocurre en el poemario Los trinos que se extinguen, de la poeta griega María Polydouri. Nacida en 1902, en Calamata1, la poesía de Polydouri representa una de las voces, bajo mi punto de vista, más trascendentes de la poesía griega contemporánea, aunque en muchas ocasiones haya vivido en un silencio sombrío; silencio acentuado –tengo que añadir– por las enormes lagunas que existen en el conocimiento de la poesía griega contemporánea fuera de magníficas excepciones como, por ejemplo, la de Yorgos Seferis, Odiseas Elitis, Cavafis, Yannis Ritsos o Kikí Dimulá. Perteneciente a la llamada Generación de 1920, junto a poetas como Costas Uranis, Nicos Cavadías o Costas Cariotakis, marca una profunda huella en el imaginario emocional de la escritura poética. El poemario de 1928, Los trinos que se extinguen, aparece por primera vez en castellano de la mano de su traductor Juan Manuel Macías. El resultado del trabajo es, sin duda, magnífico. No es una poesía de traslación fácil la de María Polydouri. Traducir es un tipo de viaje de sentidos, también de temblores. Tarea nada fácil la de trasladar aquello que es misterio y late bajo cada palabra como una presencia extraña que viene siempre de otra parte. Y una de las características más arraigadas de la escritura de Polydouri es el uso de un lenguaje que traspasa su mera grafía para, a través de la voz, horadar el sentido primario de lo poético. Esa fue la impresión que tuve cuando pude leer en su lengua original la obra de la poeta de Calamata. La poesía, en ella, se hace por y para la voz. Desde ahí, se construye un nuevo lugar que solo pertenece a quien lo lee y lo escribe. Este lugar está marcado, casi de manera amenazante, por lo efímero del instante. Y es que todo en la poesía de Polydouri está hecho de algo que, en el momento de nombrarse, desaparecerá para siempre, iniciándose de este modo una eterna búsqueda –llena de delicada y profunda melancolía y alejada de estruendos emocionales– que nunca llegará a su fin. Son varias las causas que pudieron llevar a la poeta griega a adoptar esta razón poética. Una de ellas, la situación histórica que le tocó vivir. En este caso, la Gran Catástrofe del Asia Menor (1919-1922) sacudió a gran parte de los miembros de su generación. Grecia se vio sumergida por un acontecimiento histórico y social que la azotó hasta convertirla en una herida muy profunda. Otra de sus causas, posiblemente la más importante, su propia biografía –no digo con esto que la poesía de María Polydouri sea de tipo únicamente confesional–. Marcada por la enfermedad desde muy joven –también muy joven moriría, en 1930, a la edad de 28 años–, la poeta fue testigo de una pérdida constante. Al regresar de una estancia en París, enferma de tuberculosis, es ingresada en el sanatorio “Sotiría” –salvación, en castellano–. Esta experiencia hizo que de sus versos emanara el hálito de las cosas bellas que mueren. Pero hay algo en la poesía de Polydouri que la hace única, mucho más allá del perpetuo otoño que la embarga: lo humano. En cada verso se reconoce una presencia, una afirmación de vida que, aunque se extinga lentamente, deja testimonio de vida. Dice en su poema “Siempre regreso”: “Siempre regreso allí, a los albores / de nuestro bello amor. No vaya a ser, / me temo, que el destino lo encuentre / y se marche por la senda sin retorno”. El amor actúa en la poesía de Polydouri como un testigo de existencia vívida. El amor, sin duda encarnado en la figura del poeta que conoció el dolor del hombre y de las cosas, Costas Cariotakis (1896-1928), se ha convertido en una presencia fantasmal a la que siempre regresa con delicada voz. Pero, al igual que los fantasmas, el amor nunca retorna al mundo de los vivos, aunque sigue reclamando su existencia, ya sea en forma de memoria o de mundo. Quizás por esta consciencia de no poder apresar lo que se ama, Polydouri llena sus versos de cosas vivas: las flores, los pájaros, las mariposas…Escribir todo esto es su manera de saber que está viva, de saberse joven y de saber que su frágil juventud aún puede curar las heridas y el vacío de la noche. Escribe en su poema “A un ramo de rosas”: “Ayer eran brotes cerrados, / tímidos, sin orgullo ni promesas. / Y hoy, tan bellas, / al verlas de temprano, me sobrecogí…/ En su apertura se nutre / una fuerza impetuosa por la juventud. / Y esa juventud precipitada / tensa los carnosos pétalos igual que un arco, / y los abre de raíz, / y vierte el perfume que incita, / y a duras penas disimula / con un frunce en las hojas su hermosura virgen. / Vendrá la mariposa / -un sueño que transita su ebriedad–. / Levantará los temblorosos pétalos / y descubrirá su corazón”. El asombro ante la juventud, ante lo que acaba de nacer, se articula como un florecimiento. Y esto nos dice que esta poesía está indemne y, por lo tanto, quien la escribe reconoce su blancura, a pesar de la eterna noche de los pasillos de “Sotiría”. Su bello poema “Timidez”, así lo reconoce: “La belleza que encierro en mi interior / nadie nunca la percibirá. / Si la lastiman, no se darían cuenta / y ni siquiera lo lamentarían”. Hay mucha soledad en estos versos, un tiempo devastador que acarrea la nostalgia. Y no olvidemos lo que esa 1 Para la transcripción de los nombres griegos he seguido la norma de Pedro Bádenas de la Peña, pero he mantenido la transcripción hecha por el traductor en el nombre de la poeta que se reseña. REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 73 palabra, nostalgia, contiene en sí misma: un dolor por el regreso. La poesía de María Polydouri recuerda –casi como el cuerpo del poema de Cavafis “Recuerda cuerpo” – y asume con belleza que todo acabará deshojándose, del mismo modo que tan bien sabía Homero cuando afirmaba en la Ilíada que cual la generación de las hojas, así también la de los hombres –aunque la poesía de Polyduri no puede catalogarse de manera plena dentro del término romiosini, grecidad, que el poeta Ritsos atribuyó a la esencia de lo griego– . Polydouri, por su parte, concluye su poema “En mi casa…”: “[…] y las hojas perdidas de un árbol estéril / se han esparcido y huyen”. Una vez que esta pérdida ya se conoce tan solo queda cantar aquello que fue y ya no está, como ocurre en su poema –tan hermosamente musicado por Dimitris Papadimitriu y cantado por Elefcería Arvanitaki– “Porque me quisiste”: “No canto sino porque me quisiste / en los años pasados. / Con el sol, con el presagio del verano, / y en la lluvia o la nieve / no canto sino porque me quisiste. // Sólo porque me tuviste entre tus brazos / una noche y me besaste en la boca, / sólo por eso soy hermosa igual que un lirio abierto / y aún guarda el alma aquel escalofrío / sólo porque me tuviste entre tus brazos”. HACIA UNA POÉTICA DE LA LUZ rientada desde el inicio como una puerta hacia lo sagrado y la iluminación, la poética de Raquel Lanseros (Jerez de la Frontera, 1973) se nos revela en el marco de la poesía como forma de conocimiento. En unos versos que parecen traer ecos del pensamiento de Valente, la creación poética se presenta, lejos de todo utilitarismo, en ese caminodistancia que el poeta recorre por los contornos de la luz, y en cuyo seno descansan la indagación en la identidad y la búsqueda de la esencia: “Porque no vive el alma entre las cosas / sino en la acción audaz de descifrarlas, / yo amo la luz hermana que alienta mis sentidos.” Así, el poeta, que converge en la verdad como principio inasible, la ve engendrarse ante sus ojos: “La verdad no está en nadie, pero acaso / las palabras pudieran engendrarla” Como un tanteo a ciegas por la oscuridad (“Ven, que me atenaza / el rumbo ciego de esta tentativa”), el pulso creador se erige, catedral de todos los tiempos, para albergar lo momentáneo, lo fugaz (“Quiero guardar el hoy como se guarda / un templo piedra a piedra”), y la poeta invoca la palabra con la sabia paciencia, la violencia inmóvil de la que hablara Pilar Paz Pasamar: “No me importa esperar: soy la creación”. Ana Rodríguez Callealta Las pequeñas espinas son pequeñas (XXIX Premio Jaén de Poesía) Raquel Lanseros Madrid, 2013 Hiperión 80 páginas 74 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES En definitiva, la poesía de María Polydouri parte de lo íntimo y va hacia lo trascendente para formar parte del mundo. Ejerce en cada trazo el canto a la vida y la salvación desde todo aquello que canta por última vez, como una hermosa despedida que no entiende el olvido. O Ligado a esta piedra-palabra, un sentimiento historicista atraviesa el poemario, anudándose a veces a los hilos de la literatura en lo que tiene de descubrimiento y de paisaje de lo desconocido (“Yo soy Keats descubriendo / el Homero de Chapman”), sintiéndose el poeta como un intercesor de la palabra en comunión con la Historia: “Soy el roce de dos ramas resecas / que encendieron un fuego primitivo”, desposeído de toda individualidad: “Yo he venido / a ser ola a la vez que miro el mar”. Dirá en dos versos exactos: “Hablamos en la lengua más antigua, / nunca miente la carne cuando ama”. En otros pasajes del libro, el sentimiento historicista desemboca en una suerte de reflexión –con La rendición de Breda de Velázquez al fondo– sobre toda esa sangre anónima, derramada al servicio del poder y de la guerra: “ Sí, mis antepasados estuvieron en Flandes/ aferrando los dedos a sus lanzas de palo”. Al hilo del sentimiento de comunión, el fervor, trascendiendo toda carne y todo límite, converge en una plegaria eucarística en clave profana humanitaria en la que se respira la esperanza y la resurrección de los tiempos venideros: Dichoso es el instante y dichosos nosotros cada vez que el empeño nos desemboca en una única carne y esta liturgia inmanente revela un hilo redentor, la oración de la vida. Toda la estirpe cruza nuestro lecho. Porque juntos ardemos, agradecemos juntos. De sesgo clásico y cadencia serena, reposa en Las pequeñas espinas son pequeñas la tradición hispánica, albergando ecos de Goytisolo (“En vano gritarás. Puede que incluso/ maldigas la maleza del camino”) o juegos metapoéticos que parten del Dámaso Alonso de los millones de cadáveres (“La incesante metamorfosis”), expandiéndose el poso de la tradición en diálogo transatlántico hasta Borges (“Confieso haber entrado en la casa de Asterión”) o los tangos de Gardel (“Aunque mi frente aún no está marchita / ya sé lo que es volver”). Imbricada de resabios culturalistas que exceden la herencia literaria de la lengua madre, desfilan por el libro Pavese, Schopenhauer, Whitman, Nietzsche, conformándose además en una geografía que nos deja en la ilusión de haber estado en México, Valparaíso, Troya, Buenos Aires, los Montes Cárpatos, París. El peso del existencialismo vertebra todo el libro y se deja notar en unos poemas de corte filosófico en los que la poeta reflexiona sobre la insignificancia del hombre, en una aceptación serena de la condición humana que en ocasiones roza lo paródico (“Esa mosca soy yo / y mi mano es el tiempo”); la posibilidad de una certeza sobre el mundo real (“Cada mente es un sueño de sí misma”); la percepción como garante de la existencia (“¿Habría de existir yo si tú no dieras fe?”); el libre albedrío (“no escogiste tu rostro, tu sexo ni tu época”), convirtiendo en motivos recurrentes la fugacidad del instante, el paso del tiempo (“Se le amotinan los huesos a mi madre”). La condición mortal del hombre queda en unos versos vinculada a la palabra en una suerte de imágenes que conectan con la Tierra a través del sepulcro y el costado, de raigambre bíblica: “Poned en mi sepulcro las palabras. […] Guardad en mi costado las palabras. […] Envolvedme en ellas sin reparo”. Así, la muerte vehicula el deseo de trascendencia, de eternidad (“Cuando te encuentre morirá la muerte”), envolviendo el poemario, atravesándolo también como una ausencia tangible (“He pensado mil veces escribirte”) y en lo que tiene de interrogante (“El enigma delante, lo irrecuperable / detrás”) o de justicia poética (“Cuando ya no podamos seguirnos engañando”). El amor, a menudo desandándose (“Lo propio muta a ajeno. / Lo amado a sin embargo”), existe también en su reverso (“Aunque poco aprovecha la veteranía: / si de olvidar se trata, / conocer la estructura merma muy poco el duelo”), y en ocasiones roza la parodia (“Que más preciada empresa no concibo / que deshojar mi vida mereciéndote”). Y encuentra sin duda su más lograda expresión en un poema que dialoga con Borges, y que en su pulso canta a lo que no pudo ser, desde la redención imposible: “El monstruo no está sólo, él es la soledad, / ni está vencido, sólo huye de la guerra”. La memoria personal –a menudo motivada por la idea de retorno– cristaliza en la fragmentación del sujeto, resuelta en la concepción de un tiempo lineal abierto a tres edades: “y al cabo tú serás quien hoy te habla, / distinta pero igual, te lo REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 75 prometo. / Iguales además a esa tercera / que seremos de sienes plateadas, / derramando las tres las mismas lágrimas”. En una yuxtaposición pasado/presente, la poeta dirige la mirada a la infancia, desde la perspectiva de un adulto que se sabe en pleno camino del aprendizaje, también en lo que tiene de doloroso: DE CÓMO ESCRIBIR UNA BIOGRAFÍA EN NUESTROS TIEMPOS Paula Simón Alrededor de Haroldo Conti Juan Bautista Duizeide Lomas de Zamora, 2013 Sudestada 187 páginas 76 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES “Ahora comprendo el tacto implacable del frío, / reconozco el peor: el que hiela por dentro”. Así, la memoria aparece en el poemario como el enfrentamiento inevitable entre lo que fuimos, lo que somos y lo que llegaremos a ser: “Dentro del corazón se libra una batalla / de la guerra que nunca termina estando vivos”. E l volumen constituye la duodécima entrega de la colección Cuadernos de Sudestada, un importante proyecto editorial surgido a partir de la revista homónima, la cual cuenta ya con una trayectoria reconocida en el ámbito cultural argentino. Sudestada se caracteriza por su origen autogestionado, es decir, sin respaldo institucional de ningún tipo, y se sostiene íntegramente por la venta de ejemplares y la suscripción en todo el país. Según sus directores, Sudestada nació a principios del siglo veintiuno con la propuesta de volver a pensar la cultura en un lugar central de la reflexión sobre la realidad política y social del que había sido desplazada en los años noventa. De ese modo, la revista tiene como objetivos difundir entrevistas e investigaciones históricas sobre personalidades de la cultura argentina y latinoamericana, tales como Julio Cortázar, Rodolfo Walsh, Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges, Ernesto Che Guevara, entre muchos otros. Asimismo, entre sus colaboradores se encuentran escritores de la talla de Andrés Rivera, Guillermo Saccomanno, Leopoldo Brizuela, Carlos María Domínguez y Juan Bautista Duizeide, quien firma el libro que aquí presentamos. Juan Bautista Duizeide lleva tiempo en contacto con la vida y la obra de Haroldo Conti (1925-1976), precisamente en estos últimos años en que algunos sectores de la sociedad han apostado por la reflexión crítica sobre el pasado reciente, marcado por la violencia institucional de la última dictadura militar. Participó en la organización de la muestra “Como un león” dedicada al autor en el Museo de Arte y Memoria de La Plata y estuvo a cargo de la investigación para el documental Homo viator, de Miguel Mato. En las páginas del presente libro se reflejan esos años de investigación y se ofrece al lector un cúmulo de testimonios, entrevistas y bibliografía sobre Conti que resultan de gran utilidad para el público interesado. Haroldo Conti, oriundo de Chacabuco, provincia de Buenos Aires, fue secuestrado en su domicilio particular y asesinado por los militares de la última dictadura (1976-1983). Su obra, tal como comenta Duizeide, no tuvo la recepción que merecía en los años ochenta y noventa, por lo que este estudio, tal como algunos otros citados en el texto, tiene la intención de releer y reivindicar la obra y la figura de un escritor comprometido con su realidad, multifacético y sensible a los conflictos de su tiempo. Alrededor de Haroldo Conti no solo es el título que Duizeide le ha dado a este volumen, sino sobre todo una clave de lectura, en tanto no se trata de una biografía plana y lineal del autor de Mascaró, el cazador americano, sino de un texto dinámico que pone en interacción al escritor con la realidad política, social y cultural del país desde los años sesenta y que discute, a partir de la reflexión sobre la vida del escritor, temas centrales de la cultura, tales como el rol del intelectual en la sociedad o la construcción del canon literario. Por esta característica de la prosa de Duizeide, el lector no puede posicionarse en un lugar pasivo de quien lee la historia de una vida y una obra cerradas. Por el contrario, debe aceptar el desafío de involucrarse dinámicamente en la lectura y en la reflexión de toda una época y también de la actualidad con todas sus contradicciones vigentes. Sin división de capítulos titulados, el texto se organiza en torno a apartados que van tratando diferentes temas y momentos de la vida de Conti. El primer apartado recorre los puntos centrales de la vida del escritor, con el respaldo de varios años de investigación y con el aporte de testimonios del mismo Conti –en sus obras y entrevistas– y de otras personas con las cuales compartió su tiempo. Su infancia, la familia, la militancia y el compromiso político, su(s) vocación(es), la literatura, las amistades… Todos estos aspectos van delineando la silueta de un escritor que ha dejado una estela en las generaciones posteriores, ansiosas por hallar modelos de referencia en los que sobresalga su coherencia entre el decir y el hacer, entre su escritura y su intervención en la realidad. No ahorra detalles el biógrafo acerca de sus inicios en la escritura literaria, cuando cultivó la poesía, allá durante sus años en el seminario de los salesianos, primero, y luego en el seminario Metropolitano Conciliar de Villa Devoto. Allí conoció a Leonardo Castellani, quien fue el único que pudo ver con sus propios ojos las torturas a las que el cuerpo de Conti fue sometido, aunque no pudo por ello viabilizar su liberación. Asimismo y entre otras informaciones que pintan a Conti de cuerpo entero, el autor del volumen se demora en comentar aquel polémico gesto de Conti al rechazar la beca Guggenheim por considerarla “una de las formas más sutiles de penetración cultural del imperialismo norteamericano en América Latina”. También recuerda sus premios, entre ellos el Barral, que la editorial le entregó en 1971 por En vida y que supuso la entrada de su obra en España, y también el premio Casa de las Américas, que la célebre institución le otorgó en 1974 por Mascaró, el cazador americano. A partir del segundo capítulo, la exposición de los temas pierde la lógica lineal y el autor va desarrollando diversos asuntos que giran en torno a la figura de Conti y su época, que también es la época actual. Esta apuesta conlleva el riesgo de cometer algunas repeticiones, pero posee la ventaja de aproximarse al escritor de una manera más integral y abarcadora. De acuerdo con esto, surgen reflexiones en torno a las vinculaciones entre literatura y militancia política, como así también acerca del rol de los intelectuales tanto en los procesos revolucionarios como en los de elaboración de las memorias colectivas post-traumáticas. Entre otros temas, se refiere especialmente a su estrecha relación con Cuba y a su admiración por el Che Guevara, quien fuera fuente de inspiración para pensar y cuestionar sus propios posicionamientos. El texto se despliega entre la narración en tercera persona y la voz del mismo Conti, que se hace presente, por ejemplo, en la transcripción de fragmentos del Informe de Trelew, en el cual Conti participó junto al resto de los integrantes del grupo Barrilete. En esa obra comentaba: “Levanto los ojos y por encima de mi máquina descubro el enorme póster con la figura del Che que preside mi casa, San Ernesto de REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 77 la Higuera. Entonces le pregunto, te pregunto: Comandante, ¿qué digo, qué escribo que tenga la altura y el brillo de aquella sangre o, aunque algo menos, vaya pretensión la mía, la dignidad de esa herida?”. Así como en el cuento “Los caminos”, en el cual Conti reúne a todos sus amigos en la mesa del recuerdo, Duizeide estrecha en su texto los lazos visibles e invisibles que unieron a Haroldo con sus compañeros de generación –Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Roberto Santoro y tantos otros– y también con aquellos que lo inspiraron, entre ellos Ernest Hemingway o los neorrealistas italianos. La pasión de Conti por los viajes y por la navegación, tanto como su compromiso político militante, atraviesan de principio a fin las páginas de TODAS LAS POSIBILIDADES Rafael Mammos Rendicción Mario Martín Gijón Amargord, 2013 76 páginas 78 | CRITERIOS | REVISTA PUENTES este libro, que pretende delinear la figura de un escritor inquieto y multifacético que, también como sus coetáneos, hizo de su escritura su mejor arma revolucionaria y se jugó la vida en ese acto. Alrededor de Haroldo Conti excede los límites de una biografía tal como la conocemos, no solo por su contenido, en el que se entreveran y dialogan el autor con su tiempo y el nuestro; sino también por su forma, ya que exhibe ciertas trazas literarias que seducen al lector y le permiten penetrar en una historia que, aunque no tiene un final feliz, invita a la reflexión consciente sobre un representante de aquel sector de la sociedad que en los años sesenta y setenta sembró la semilla de una transformación interrumpida que aún hoy puede germinar. D esde el mismo título, el poemario de Mario Martín Gijón plantea una bifurcación expresiva y, por tanto, de sentidos. Rendicción trata de una rendición vital ante una poderosa ausencia que acaba condicionando la vida del personaje que la sufre. Asimismo, o quizás por ello, el personaje necesita re-decir su existencia para conocerse de nuevo y construirse, aunque sea con un puzzle de sílabas y letras que abarca todas las posibilidades expresivas de su tormento. Por el continuo encaje de finales de versos con el inicio del siguiente, Rendicción es sin duda un libro visualmente llamativo, pero vale decir que sus poemas no son caligramas ni tienen una estructura arbitraria. En el poema “des com puesto”, por ejemplo, vemos un ejemplo de las combinaciones que permite la forma: “cadá // ve(z/r) / que no te ve / olo(o) r / mi-yo (ya/de) muerto / barrunto / el mundo en (t/h)orno / de podred(u/o) mbre”. Diferentes situaciones relacionadas entre sí suceden simultáneamente a través de las indicaciones de cada paréntesis o final de verso. Así sucede también en el siguiente poema sin título: “tu rizo / ma / dre / del en / canto / de nuestros cuer / pos / tergados // en las horas / de la noche fe / r(a/o)z/ ando / nuestro encuentro”. Distintas ocurrencias léxicas (rizoma, madre de la gracia, canto de cuerpos olvidados) se dan a la vez como para cubrir al máximo los rasgos emocionales del abandono. La última secuencia, por ejemplo, incluye una noche feroz y fértil (feraz) cuyo tacto (rozando) intuye un camino (ando) y un encuentro. La complejidad y riqueza de expresión aumenta a medida que se avanza por las cuatro secciones en que el libro está dividido. Aparecen otro dialectos del español (“¿so(s) (ñ/n)ada?”), quizás catalán (“luz y si me di / ce / nit”) y francés (“sobre mi cuerpo / r(e/ê)ve / n(é)ant”). En la sección cuarta, la más radical, el español se combina con citas en alemán, de Hölderlin en el poema “sI go ciego”, y de Celan en “Reconacimiento”: “Im Quell deiner Aug / en(c/t)endí”. La cita no solo posibilita la frase “en la fuente de tus ojos encendí y entendí” sino que además conjura el mundo oscuro del poema en cuestión de Celan, “Elogio de la distancia”. La cualidad más firme de Rendicción es el hecho de que su desafiante y compleja disposición de versos no distrae al lector ni afecta a la esencia de los poemas. La expresión de pérdida a través de un amor casi cortés es el centro del libro, y la formulación lingüística, extraña o no, es su medio. Que Martín Gijón tiene un tema, por así decirlo, queda claro en poemas más directos: “¿vivir es despertar? / sonaba insistente esa pregunta / y en una cuerda dulce / me lancé a compartir tu sueño”. En Rendicción asistimos a la reconstrucción de algo partido, muchas veces usando pedazos prestados que quizás no formaban parte de la estructura original. “Sin ti diezma(d/t)o / mi rostro / atroz / (otr)os // lo recompondrán”. El poeta, que lo sabe, nos permite ayudarle en su trabajo. REVISTA PUENTES | CRITERIOS | 79 Materiales presenta bajo diversas formas (entrevistas, encuestas, reportajes) reflexiones sobre la producción cultural desde un punto de vista material. En esta ocasión, a partir de un cuestionario, Borja Bagunyà propone una reflexión sobre el mercado de la enseñanza literaria, las concepciones de la literatura que vehicula y su función en la sociedad actual. Completan la sección las reflexiones de Lolita Bosch a partir de su experiencia en la Escuela Dinámica de Escritores en México y de Clara Obligado, una de las pioneras de los talleres literarios en España MATERIALES ECONOMÍAS DE LA ESCRITURA EL APRENDIZAJE DE LA ESCRITURA COMO CAMPO DE PREGUNTAS Borja Bagunyà E n algún momento de sus vidas, el responsable de un taller literario y su alumno se encuentran ante una misma pregunta: ¿se puede enseñar a escribir? Es decir, ¿hay algo que se pueda ofrecer al que escribe que sea capaz de provocar un cambio sustancial –inducir a una mejora, plantear los términos de un desarrollo– en lo que, de hecho, ya ha aprendido por sí solo? A grandes rasgos, las respuestas a dicha pregunta dibujan un campo dividido entre una idea más bien romántica del hecho literario, que insiste en la soledad del aprendizaje del escritor y en su imprevisibilidad (y, por lo tanto, percibe como falso cualquier intento de sistematización1) y su opuesto ilustrado, optimista y abierto a las posibilidades de un intercambio colectivo siempre que dicho intercambio tome la forma de un diálogo crítico. Desde el punto de vista romántico, confiar en que se puede enseñar a escribir no cancela el problema de la legitimidad del taller literario, ni siquiera con una demanda tan masiva como la que ha tenido en las últimas dos décadas; tan solo la desplaza a otra serie de preguntas. Se puede enseñar a escribir, de acuerdo. Pero ¿qué es lo que se enseña cuando se enseña a escribir? ¿Y quién está autorizado –y por medio de qué prácticas– a impartir dicho conocimiento? ¿No se está falseando la experiencia de la escritura cuando se la convierte en producto y se la ofrece, bajo una sospechosa apariencia de democratización, al alcance de todos y a cambio de un tanto al mes? Ante la reticencia tardorromántica, tanto el tallerista como la dirección de una escuela como la Gotham’s de Nueva York o la Escola d’escriptura de Barcelona, que gestiona unas dos mil matrículas cada año, responden con su propio set de contrasospechas. ¿De dónde proviene esta insistencia en la necesidad de una formación en soledad cuando se 82 | MATERIALES | REVISTA PUENTES acepta la institucionalización del aprendizaje en el resto de disciplinas artísticas, desde la pintura hasta el cine pasando por la escultura, la música o la fotografía? ¿Es que Picasso es menos genio por haber estudiado en la Llotja? ¿No hay algo anacrónico en la resistencia a pensar la literatura como la entrada de un sujeto en un lenguaje y no como la expresión –y casi la consecuencia necesaria– de un sujeto genial? ¿Qué es lo que se pierde –qué cualidad aurática de lo literario– cuando se acepta la posibilidad de un aprendizaje organizado del conjunto de saberes que forman parte de la escritura literaria? Sea como sea, la proliferación de talleres literarios, cenáculos poéticos, laboratorios de escritura y escuelas con cartel de autores publicados ha permitido la consolidación de una pedagogía de lo literario fundada en la constatación de que, como apunta Ignacio Molina en respuesta al cuestionario de Puentes, “si se puede aprender a escribir, entonces, también se puede enseñar a escribir”. Aunque inmediatamente matiza: “Claro que esa enseñanza no es tan lineal como puede ser la de, por ejemplo, enseñar a hacer una mesa o a cocinar correctamente una torta”. Se trata más bien de encontrar un equilibrio, un principio de articulación, entre lo singular de un proceso de aprendizaje personal, errático e irrepetible “¿Qué se enseña cuando se enseña a y lo compartido de un programa, sea un principio metodológico o escribir? ¿Y quién está autorizado a un conocimiento técnico determiimpartir dicho conocimiento?” nado que, en principio, debería ser válido o, como mínimo, útil para todo escritor. Aquí reside una de las características –y, a su vez, uno de los principales problemas– de los programas de escritura; que, como los describe Mark McGurl, suponen la “institucionalización de lo anti-institucional”. “Por muy asistemático o incluso antisistemático que se considere”, escribía Louis Menand en un artículo de 2009, “el programa de escritura creativa es un sistema”. Quizás sea interesante aquí recurrir a la noción de “espacio”2 para matizar tanto el alcance del optimismo ilustrado como las resistencias del escepticismo romántico. ESCRIBIR COMO UN MODO DE LEER(SE) Es difícil cuestionar que el mejor modo de aprender a escribir es, como sostiene King, leyendo y escribiendo mucho. Pero no está escrito en ningún lado que esta lectura deba hacerse en estricta soledad. De hecho, el modo de lectura característico del escritor toma siempre la forma de un diálogo crítico que no se opone de ningún modo a su actualización colectiva. En esto insiste casi todo lo dicho sobre el aprendizaje literario: el escritor se acerca a lo leído armado con una serie particular de preguntas (formales, estructurales, temáticas, estilísticas, etc.) que, entre otras cosas, persiguen la recreación de la serie de decisiones que resultaron en la forma final del texto. Lee para ser capaz de escribir lo que lee, aunque nunca lo haga; su lectura, por lo tanto, se resiste al tipo de pasividad que se asocia con la lectura hedonística porque está permanentemente inscrita REVISTA PUENTES | MATERIALES | 83 en un proyecto. Persigue un tipo específico de saber, un plano de objetividad a partir del cual el escritor pueda entablar una discusión con el texto y su lógica compositiva, es decir, entender el modo como ha sido construido (sus estrategias retóricas, la relación de dichas estrategias con su tema, detectar una idea de mundo detrás de dicha relación) para después posicionarse respecto de esta construcción (validar sus estrategias como suficientes o como caducas, cuestionar la organicidad de su relación con el tema tratado, matizar su concepción del mundo). En este sentido, el análisis y la discusión que el escritor establece con lo que lee debería poder trasladarse a un contexto colectivo sin demasiado problema. Al fin y al cabo, discutir las propias lecturas y hablar de lo que uno hace o trata de hacer no es una actividad meramente expositiva; es ya, en ella misma, creación, en la medida en que pensar la propia escritura es ya en sí escritura. ¿Por qué este tipo de pensamiento debería ser exclusivamente privado? ¿No es esta clase de intercambio crítico lo que uno encuentra en los salones franceses, las conversaciones de “Lo que se promueve en los talleres café (desde los circuitos londinenliterarios es aprender a leerse, ejercitarse ses que alimentaron The Spectator hasta los cafés porteños donde se en la difícil tarea de la autocomprensión” tradujo legendariamente Ferdydurke) y tantos otros tipos de círculos de amistades? ¿No son las anotaciones en diarios, las reseñas críticas o los prólogos que ciertos autores escriben para las obras de otros autores objetivaciones de este diálogo constante que la escritura inminente mantiene con la dada? Entender la historia de la literatura como el conjunto de participaciones relevantes en una discusión abierta (sobre el ser del mundo, del hombre, de lo literario) contribuye a la legitimidad de un espacio de discusión como puede serlo un taller literario, precisamente porque ayuda a distinguir aquello que es “enseñable” de lo que no lo es. Como dice Jorge Carrión, coordinador y profesor del Máster de Escritura Creativa de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, no se trata solo de profundizar en lo que Ricardo Piglia llama la “lectura estratégica”, sino también de familiarizar al escritor con la teoría y la historia literarias “para enriquecer tu lectura y tus mecanismos de apropiación”. Clara Obligado habla de “tomar distancia con respecto a la propia obra” y de “aprender a aceptar las críticas como algo positivo” como elementos fundamentales de lo que se puede enseñar a un escritor. No se trata, en ningún caso, de plantear un nuevo requisito para la escritura, sino de proponer un espacio de contacto con tradiciones que permitan al interesado situar su propia práctica en un devenir histórico e inscribir esa práctica en un entramado de preguntas y respuestas previas. En definitiva, lo que se promueve en estas pequeñas figuras de la esfera pública habermasiana que son los talleres literarios es, fundamentalmente, aprender a leerse, esto es, ejercitarse en la difícil tarea de la autocomprensión. “Escribir”, declaraba Mario Bellatin en conversación con la periodista Graciela Goldchuk, “consiste en descubrir quiénes somos y en hacer una propuesta a partir de ello”. Convencido de que “la literatura 84 | MATERIALES | REVISTA PUENTES no se puede enseñar”, Bellatin, junto con Lolita Bosch, fundó en 2001 la Escuela dinámica de escritores, en la que lo único prohibido es escribir. Planteada pues como un espacio de contacto de autores con procesos, experiencias de escritura y modos de pensar la propia práctica, la Escuela Dinámica de Escritores quizá sea la radicalización de la idea de la escritura como lectura de sí, no solo en lo que respecta a lo que uno escribe sino, sobre todo, a lo que uno es cuando escribe. Plantear la escuela como un espacio en el que descubrirse como autor es un bonito acto de modestia pedagógica. Escribir se piensa no tanto como la adquisición de unas técnicas y de unos saberes, sino como la construcción de uno mismo como autor. Se distingue así de una concepción esencialista que piensa al escritor como algo que ya se es y que, por lo tanto, terminará imponiéndose al margen de trabajos o desarrollos. Ser escritor es más bien el producto de una construcción y esta construcción puede acompañarse, incitarse, formalizarse en un marco colectivo. Naturalmente, para esto se parte de un talento, de un sentido para el lenguaje, de una disposición natural hacia la palabra. Ring Lardner ya manifestó que no se puede hacer un escritor de alguien que ha nacido para ser farmacéutico. Por eso, para que una escuela literaria tenga algún tipo de sentido, es necesario que uno ya escriba, que ya haya leído y que desee seguir escribiendo. A partir de ahí, se puede potenciar lo ya existente, desarrollar talentos, grandes o pequeños, maduros o inmaduros, exponerlos a obras, a problemas, a sensibilidades diversas con tal que cada autor en potencia encuentre un interlocutor productivo. Como dice Juan Marini, “no se le puede enseñar a nadie a ser Nabokov, pero sí a descubrir lo que quizá tenga, y ayudarle a potenciarlo”. En este sentido, leer y leerse, pensar y pensarse son momentos de un proceso de escritura que solo avanza si se respeta su cualidad digresiva, errática, resistente a toda domesticación. La escritura consiste en un llegar que no llega nunca, que solo llega, si se quiere, en su no llegar. ESCUELA, TALLER, LABORATORIO “Leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico. El método era idóneo para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se cimentaran en la enfermedad y el rencor” Roberto Bolaño, Los detectives salvajes Hasta ahora, los espacios que han tratado de dar cabida a este “no llegar” de la escritura se han organizado alrededor de tres conceptos que dan nombre a dos tipos complementarios de trabajo: el de la escuela, por un lado, y el del taller y del laboratorio, por el otro. La noción de “escuela” de escritura delata una confianza considerable en la existencia de una serie de leyes, de principios y de técnicas objetivables que participan de lo literario y que pueden ser sistematizadas, compartidas y REVISTA PUENTES | MATERIALES | 85 perfeccionadas por medio de la lógica del ensayo y el error. La escuela, pues, trabaja sobre las recurrencias (enseña lo que se ha dado, lo que se ha comprobado como efectivo a lo largo de siglos de escritura, lo que “persiste”, lo que “funciona”), es decir, sobre lo compartido. No es casual que el cuerpo central de la mayoría de escuelas de escritura se centre en la adquisición de lo que se ha dado en llamar “técnicas de escritura”, no porque la técnica sea el todo de lo literario, sino porque no hay literatura que no ponga en uso dicha técnica. Podría decirse que la escuela trabaja con lo retórico desde una concepción estética de lo literario, donde lo retórico es lo colectivo y lo estético, lo individual. En esta medida, se ve en la posición de formular una promesa cumplible: la de exponer al alumno a un conocimiento que, en él mismo, es incuestionable. Nadie se pondrá a dudar de la pertinencia de distinguir entre tipos de narradores o de las diferencias entre el show y el tell. Se puede cuestionar el peligro que subyace a esta orientación científica de la escritura, es decir, el de confundir el lenguaje literario con lo literario mismo –y, por tanto, inducir a la falsa idea de que la aplicación prolija de lo enseñable resulta necesariamente en literatura– pero la escuela tiende a separar lo que es literatura de lo que es narrativa. Hasta cierto punto, la narrativa responde a códigos objetivables; la literatura, en cambio, parte de dichos códigos para avanzar hacia el espacio de lo singular, de lo irreductible, de lo que depende, ahora sí, de cada autor. La idea de un taller o de un laboratorio de escritura parece “La narrativa responde a códigos incidir más en una práctica exploratoria. Al alumno del taller se le objetivables; la literatura parte de presupone la técnica para incidir ellos y avanza hacia el espacio de lo en el despliegue de una obra persosingular” nal. Aparecen aquí las nociones de “voz propia”, de “estilo”, de “proyecto”. Gabriela Berjman habla de “propiciar la escritura de quien quiere escribir, en su propio camino, con sus propias voces”. Ignacio Molina enfatiza “la manufactura, la artesanía de la narración” como el aspecto central de su propuesta tallerística, especialmente ocupada en trabajar a partir del placer de la narración. Aunque el taller se aleja de la concepción escolar en su énfasis en la práctica intensiva (escribir mucho, reescribir mucho, comentar mucho lo escrito), esta exploración contempla diversas dimensiones del hecho literario. Solange Camauër las sintetiza de modo espléndido cuando observa que la literatura puede ser abordada desde la teoría, la lectura y la escritura: “Una misma cuestión (el recurso del fluir de la conciencia, por ejemplo) merece una explicación histórica y teórica, la lectura del último capítulo del Ulises, y una consigna que aliente esa escritura”. A diferencia de la escuela, el contenido de un taller o de un laboratorio de escritura depende del perfil y los intereses del que lo imparte. Por esta razón, el taller de autor, el seminario o el curso intensivo se deben pensar como posibilidades para desarrollar lo que a un escritor determinado le interesa. Esta flexibilidad propia del taller funciona como 86 | MATERIALES | REVISTA PUENTES recordatorio de la dificultad, si no imposibilidad, de plantear un mismo recorrido –un mismo desarrollo– para todo escritor. Cada obra precisa de un tiempo; cada autor, de un estímulo; cada objeto, de una flexión del lenguaje. En este sentido, el taller debería tomar la forma de su alumno –la forma del contramolde, si se quiere–, que le permitiría al tallerista funcionar como interlocutor ideal. Interlocutor, es decir, miembro activo de un diálogo susceptible de transformar a todo aquel que esté verdaderamente implicado en él. Al fin y al cabo, como observaba Wallace Stegner3, ¿cómo puede nadie enseñar a escribir cuando nunca se está seguro de lo que se está haciendo? ¿Qué es lo que se puede enseñar, sino lo aprendido en la propia experiencia? Según el matiz que propone Juan Martini, enseñar sería entonces transmitir, esto es, compartir una experiencia que no necesariamente ha de resultar en un saber definitivo, sino que puede consistir en algo más vago, pero no por eso menos importante: una reflexión sobre los términos de una lucha concreta, la exploración conjunta de un problema particular y de los posibles ángulos de abordaje; en aprender a habitar, si se quiere decir así, la intemperie. Considerado como una comunidad de conversadores, no resulta sorprendente la observación, también de Martini, sobre lo difícil de dar por terminado un taller: En qué momento se termina un taller es toda una cuestión. Las personas tienden a habituarse, a hacer del taller un lugar de encuentro y de intercambios y son propensos a no interrumpir. Quizás sea este el signo definitivo del éxito de un taller: el que lo hace desaparecer como práctica distintiva y lo reinscribe en la cotidianidad, lo despoja de todo rasgo institucional y lo devuelve a su origen dialogado, espontáneo. DOS TRADICIONES La dos pulsiones presentes en la pedagogía de lo literario –la que tiende a formalizarse en academia o en escuela, y la que se mantiene en la práctica autorial del taller o del laboratorio– han cuajado en dos tradiciones que atraviesan el siglo XX. La primera, y fundamental, es la que constituyen los programas de escritura creativa norteamericanos; la segunda, que, en cierto modo, deriva de la primera, es la del “taller de autor” tal como florece en el ámbito hispanoamericano. La expresión “escritura creativa”, o creative writing, que parece irritar a tantos (“¡toda escritura es creativa!”), nace en el período de entreguerras para distinguir el tipo de curso de escritura que no es ni el de Inglés de primer año ni el tipo de escritura destinada a la redacción de informes técnicos. La designación de “creativa”, pues, parece indicar una relación con el lenguaje que se aleja deliberadamente de su uso instrumental o “clásico”, en el sentido de “sujeto a una norma” y gobernado por la corrección, la propiedad y la adecuación. Wallace Stegner, que fue alumno del Iowa Writer’s Workshop y fundador del programa de Creative Writing de la Universidad de Stanford, entiende que la escritura creativa nació para satisfacer la necesidad de desplegar un interés –y un placer– por el lenguaje que se veía reprimiREVISTA PUENTES | MATERIALES | 87 do bajo cualquier otra aproximación a la palabra. En este sentido, la “escritura creativa” designaría aquel tipo de escritura cuya función principal no es la transmisión de información sino el juego imaginativo. La primera clase de escritura creativa de la Universidad de Iowa, “Verse-Making”, se ofreció en el semestre de primavera de 1897. En 1922, Carl Seashore, el entonces decano de la Universidad, aceptó la posibilidad de considerar las obras de creación como convalidables por una tesis doctoral. En 1936, Wilbur Schramm fundó un taller de es“Aunque no se ha conseguido critura creativa que terminaría por fundamentar la enseñanza de lo imponerse como modelo en el ámbito norteamericano, primero, literario, los números contribuyen a la y en el internacional más adelante. convicción de que escribir es, en efecto, Además de cursos variados sobre enseñable” literatura, el programa del Creative Writers’ Workshop toma la forma de un seminario en el que, durante varias horas, se discuten colectivamente las piezas que los alumnos han mandado previamente, con la finalidad de obtener tanto un mayor conocimiento sobre las virtudes y los defectos de la propia escritura como orientaciones sobre cómo perfeccionar dichos textos. Al final del recorrido, el alumno consigue el título de Master of Fine Arts. Diez años más tarde, en 1946, Wallace Stegner fundó el mencionado programa de escritura creativa en la Universidad de Stanford, por el que pasaron, entre otros, Ken Kesey, Tobias Wolff, Raymond Carver y Vikram Seth. En el 1947 dan comienzo los seminarios de escritura de la Universidad Johns Hopkins y el año siguiente la Universidad de Cornell abre su programa propio. A pesar de que nadie ha conseguido sistematizar ni fundamentar la enseñanza de lo literario (en el caso del programa norteamericano todavía más claramente, en la medida que la clase de escritura creativa no consiste tanto en el dictamen de la opinión del maestro como de la creación de una dinámica de comentario de la que se ocupan, principalmente, los alumnos matriculados; del profesor depende la creación de dicha dinámica. Por esto, Menand puede escribir, en el mencionado artículo, que los programas de escritura creativa están diseñados a partir del principio de que estudiantes que nunca han publicado un poema pueden enseñar a otros estudiantes que tampoco han publicado un poema a escribir poemas publicables), a pesar de la indefinición de aquello que sustenta la creación de un programa de escritura, los números contribuyen a la convicción de que escribir es, en efecto, enseñable. En 1975 había, en Estados Unidos, quince programas de escritura creativa capaces de otorgar un Masters Degree in Fine Arts. En 2009, se cuentan ciento cincuenta y tres. En 1983, había setenta y nueve grados en escritura creativa y actualmente hay ochocientos treinta y dos. Quizás lo más llamativo del caso norteamericano sea esta consciencia inmediata de la pertinencia de la escritura creativa en el ámbito universitario. Pensada tradicionalmente como extensión de los llamados Estudios Ingleses (aunque esta idea haya sido discutida recientemente), la escritura creativa ha conseguido un encaje más o menos armónico entre 88 | MATERIALES | REVISTA PUENTES los estudios secundarios y los superiores, por un lado, y entre los superiores y el mercado editorial, por el otro. El caso de Michael Chabon es, en este sentido, ejemplar. Michael Chabon escribió The Mysteries of Pittsburgh como trabajo final de Máster de la Universidad de California, Irvine, gracias a la cual obtuvo su Master of Fine Arts en Escritura Creativa. Donald Heiney, su tutor, mandó el original a un agente literario, que consiguió vender los derechos de publicación por 155.000 dólares. La novela se publicó en 1988 y se convirtió inmediatamente en best-seller. Quizás a un nivel más anecdótico, hay que tener en cuenta, atendiendo a la articulación entre pedagogía y práctica literaria, que, según cuenta Chabon, descubrió su vocación literaria a los diez años al obtener la máxima calificación en un cuento escrito como deber escolar. “Pensé para mí: ‘Ya está. Eso es lo que quiero hacer. Puedo hacer esto’. Y nunca cambié de opinión ni tuve dudas”. A su vez, la articulación entre la práctica de la escritura y su enseñanza ha consolidado un circuito institucional que permite al escritor un tipo de profesionalización que tradicionalmente se le ha resistido. El caso de Stegner, alumno del Iowa Writer’s Workshop y fundador del programa de Stanford, de Raymond Carver, cuya vida transcurre en relación con distintas formas de enseñanza de la escritura, o de David Foster Wallace, quien obtuvo su Master of Fine Arts in Creative Writing de la Universidad de Arizona y fue profesor del programa del Pomona College, son signos claros de la eficiencia de este encaje. A su vez, esta estrecha relación puede ser leída como una forma de estancamiento de la práctica literaria y, en su extremo, de corrupción. McGurl observa que, después de la Segunda Guerra Mundial, los escritores de ficción más importantes han “salido” de la universidad o han tenido algún tipo de contacto con ella. A su vez, también los lectores más decisivos (tanto en el sentido de “capaces” “El taller literario hispanoamericano se como en el de “influyentes”; McGurl utiliza serious) de ficción han injerta en la estrategia de resistencia de sido formados en la universidad, la universidad de las catacumbas” de modo que se dibuja la sombra de un pequeño círculo que algunos consideran vicioso4. La escritura creativa no siempre ha encontrado un lugar en la enseñanza oficial. A diferencia del caso norteamericano, y con la excepción de Augusto Monterroso, que dirigió el Taller de Cuento de la UNAM y el Taller de Narrativa del Instituto Nacional de Bellas Artes, el taller de autor de tradición hispanoamericana florece como práctica privada, cenacular, organizado en muchos casos alrededor de un nombre relativamente consagrado. El fenómeno del taller de autor se gesta durante los años sesenta y se consolida durante los setenta, con casos como los del Taller Literario Aumen, que Carlos Alberto Trujillo fundó el 1975 en Chile, el del grupo Grafein, fundado ese mismo año y que en 1980 publicó una de las primeras sistematizaciones teóricas y metodológicas sobre la enseñanza de la escritura5 o el que José Donoso condujo a los largo de los ochenta y que encontró su relevo en el de Diamela Eltit. DeREVISTA PUENTES | MATERIALES | 89 bido a las convulsas historias políticas de países como Chile, Argentina y Cuba, el taller literario hispanoamericano se injerta en una estrategia de resistencia más amplia, la de la universidad de las catacumbas, que encuentra en el domicilio particular el espacio para ejercer una libertad de opinión y de pensamiento negada en la práctica pública. La cuestión del relevo es fundamental y funciona como una forma de legitimación que sustituye a la institucional, propia del caso norteamericano. En un artículo publicado en el Suplemento Cultura(s) de La Vanguardia, Jorge Carrión refiere, como ejemplo de la importancia de esta continuidad, el caso del taller que Abelardo Castillo condujo en Buenos Aires, por el que pasó Liliana Heker quien, en 1978, fundaría su propio taller por el que, a su vez, pasarían Pablo Ramos y Samanta Schweblin, y el caso de Claudia Piñeiro, que pasó por el taller de Guillermo Saccomanno, fundado en los años noventa. En este sentido, como observa Jorge Carrión, los buenos talle“El taller de autor latinoamericano se res se convierten, con el paso del tiempo, en eslabones de la historia caracteriza además por su recepción de cultural. En ellos sedimentan y esla teoría literaria francesa” tratifican campos de tensiones históricos y se hace posible el relevo, la evolución. El taller de autor latinoamericano se caracteriza, además, por su recepción de la teoría literaria francesa (Barthes, Foucault, Lacan, Derrida) y plantea el taller ya no como la transmisión de un saber sino como una práctica intensiva y extensiva de lectura, que tiene tanto de close reading radical como de reflexión teórica sobre la escritura misma. En el caso español, la forma más reciente de la escuela privada de escritura nace a mediados de los ochenta como resultado de la mezcla de estas dos tradiciones. Es el caso de la escuela de escritura más antigua de España, Fuentetaja, que nació de mano de Ramón Cañelles. “Corría el año 1985”, escriben en respuesta al cuestionario de Puentes, “y muchos escritores españoles ni sabían lo que era un taller literario. En cualquier caso, cabría aclarar que en rigor no fuimos los primeros. En el Madrid de los ochenta había dos o tres talleres literarios regentados por argentinos, la mayoría exiliados políticos. Conocimos a varios y ese contacto fue muy valioso para nosotros”. Entre ellos, Clara Obligado, responsable de un “taller de autor” todavía en marcha. Más adelante, los fundadores de Fuentetaja integraron el taller de autor en una estructura académica de tradición norteamericana. De este modo, Fuentetaja fijó un modelo de academia total en la que se ofrece un tronco escolar de adquisición de saberes, digamos, compartidos, que dialogan con actividades seminariales más parecidas a un taller de autor6. Esta coexistencia de lo escolar con lo tallerístico caracterizará todas las organizaciones nacidas posteriormente que fijen una estructura académica, sea en el ámbito privado o en el público, de gran espectro. El Gotham Writer’s Workshop, que nace en 1993 cuando Jeff Fligelman y David Grae imparten una primera clase gratuita en un piso del Upper West Side de Nueva York que convence a todos los asistentes a inscribirse para el resto del curso, presenta una amplia oferta de cursos, que va desde los talleres de un día hasta cursos de diez 90 | MATERIALES | REVISTA PUENTES semanas. La voluntad inclusiva caracteriza estas academias de gran formato, que tienen que sostener estructuras de hasta más de un centenar de profesores7. La Escola d’Escriptura, que nace el 1998 de mano de Pau Pérez y Jordi Muñoz, sigue un patrón similar. Con casi dos mil alumnos anuales, cien profesores, una amplísima oferta de cursos presenciales y virtuales en casi todos los géneros, seminarios, cursos en humanidades y la posibilidad de asesoramiento personalizado, la Escola se ha impuesto, en quince años, como la mayor escuela europea en número de matriculados. Mediante su oferta omnicomprensiva, la escuela de gran formato no solo persigue la captación de tantos alumnos como sea posible, sino sobre todo su fidelización. En esta línea, aunque en dimensiones más reducidas y con una mayor orientación tallerística, estarían el Laboratorio de Escritura, dirigido por Leonardo Valencia, la Escuela de Escritores y el Hotel Kafka. Hay, en este tipo de escuela, una clara voluntad de ofrecerse como espacio capaz de interesar a cualquier tipo de escritor, cualesquiera que sean su formato específico o sus necesidades. En este sentido, la escuela trabaja para poder acompañar al interesado en su proceso de Bildung, entendiendo que dicha formación es un proceso abierto que puede extenderse a lo largo de toda una vida. La residencia para escritores se plantea aquí como una alternativa interesante al resto de ofertas. Habitualmente, la residencia se constituye no como un espacio formativo o instigador, sino como un instrumento REVISTA PUENTES | MATERIALES | 91 de posibilitación. Si al escritor no se le puede enseñar nada, lo que sí se puede es facilitar lo que es su proceso natural de escritura, eliminando, durante un tiempo, limitaciones, restricciones y otros problemas. Previo proceso de selección, que generalmente consiste en una selección de obra escrita, currículo, carta de motivación y la descripción del proyecto a desarrollar, la residencia se ofrece como un espacio de escritura que permite al autor sustraerse, durante el período que dure dicha residencia, a la temporalidad –urgente, pautada, subordinada a la eficiencia– propia del mundo laboral, que tiende a oponerse a la temporalidad de la escritura. Ciertas residencias, más que ningún otro programa, entienden que la posición del escritor tiende a ser frágil y se propone como ayuda, sea en términos de beca, sea, sencillamente, porque ofrece un espacio gratuito durante un tiempo que el autor dedica a su proyecto. Obviamente, las condiciones varían en función de la residencia y hay tantas que, más que de oferta, habría que hablar de red. Es interesante destacar, no obstante, que la residencia se aproxima al escritor en tanto que escritor ya formado y, por lo tanto, lo interpela como profesional8. En los noventa y hasta el momento presente, han aparecido actualizaciones llamativas de estos mismos modelos. En 1994, Alessandro Baricco funda en Turín la famosa Scuola Holden, que presenta un programa de escritura interdisciplinar caracterizado, entre otras cosas, por su trabajo con varios lenguajes narrativos; en 2002, Dave Eggers y Nínive Calegari ponen en marcha el programa 826 Valencia, en San Francisco, concebido como un laboratorio de escritura para niños, cuyo éxito ha llevado a repetir el formato en Nueva York, Chicago, Seattle y Los Ángeles, entre otras ciudades, con un volumen de 6.000 estudiantes y un cuerpo de 1.700 voluntarios y educadores. El Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona aparece en 2008 como iniciativa pionera en la Península y, por primera vez, propone un programa de formación literaria, inspirado en el modelo de Iowa, en el ámbito de la enseñanza pública. Y, en Buenos Aires, la UNTREF ha arrancado una Maestría en Escritura Creativa. PROBLEMAS Y APERTURAS La pedagogía de lo literario, pues, parece ganar pie en todos los terrenos. Sin embargo, se encuentra bajo una sospecha que no se aplica a ninguna otra disciplina artística. Una de las razones que se aducen a menudo para explicar esta sospecha habla de una dominante cultural. Según esta idea, la cultura europea todavía se aferra a una idea del escritor como genio que no precisa de un aprendizaje porque, a diferencia del pintor o el escultor, ya posee su herramienta –el lenguaje. Al escritor, pues, no puede enseñársele nada; de hecho, la idea misma de un aprendizaje (pensado en términos prescriptivos) parece caer del lado de la corrupción, entendiendo que lo que caracteriza al genio es, precisamente, su capacidad para violentar toda prescriptiva. Obviamente, esta es una exposición más bien ingenua. No hay idea de genio que no plantee la necesidad de conocer la norma para, a partir de ahí, ejercer la cacareada transgresión productiva. 92 | MATERIALES | REVISTA PUENTES Pero este conocimiento tiende a dejarse del lado de la lectura personal, la propia capacidad de asimilación. La tradición anglosajona, en cambio, más pragmática, tendería a concebir la escritura como un oficio y al escritor como un artesano. Lo que convierte a un individuo en un escritor es su hacer; mientras que la tradición europea lo pensaría en términos del ser y, por lo tanto, lo eximiría de toda formación organizada. De hecho, atender –o impartir– una clase o un taller de escritura sería precisamente el signo de una falta de genio. Puede haber algo de eso en la relación que los distintos campos culturales establecen con la pedagogía literaria. Lo que es evidente es que esta distinción no solo simplifica, sino que no puede imputarse a continentes o a tradiciones. Las dos posiciones que se dibujan se encuentran, en distintos grados, en casi cualquier escuela o taller. Si no puede negarse (y nadie niega) que el talento es una cuestión innata, sí se puede enfatizar la importancia de su desarrollo. Una de las preguntas que formula aquí el escéptico tiene que ver con los agentes autorizados para propiciar este desarrollo y con las prácticas que los autorizan. A pesar de admitir que alguien que no se dedica a la escritura puede enseñar en la medida que escribir se piensa como práctica de lectura, la clave para la legitimidad del profesor o del tallerista es la esquiva noción de experiencia. Según los responsables de Fuentetaja, que “el profesor no haya participado de los mecanismos de la creación ni pueda compartir una experiencia personal sobre lo que “La tradición anglosajona, más enseña” dificulta las cosas. Juan pragmática, concibe la escritura como Martini propone sustituir “enseun oficio y al escritor como un artesano” ñar” por “transmitir”, entendiendo que la transmisión de la propia experiencia es el núcleo de la pedagogía literaria. Uno de los problemas que plantea la noción de experiencia tiene que ver con los peligros de apoyarse en una idea tan esquiva. ¿En qué consiste dicha experiencia? ¿Qué debe hacer uno para adquirirla? ¿Puede transmitirse, efectivamente, completamente, dicha experiencia? ¿No es un modo más o menos sutil de enmascarar un adoctrinamiento? La lista recurrente de acusaciones tiende a cuestionar la legitimidad del profesor desde este punto de vista. Se le acusa de querer imponer un modelo de escritura (léase la cita de Bolaño con que abríamos una sección anterior), de autofundar una autoridad inexistente en cualquier disciplina artística a partir de una práctica que no por realizada tiene por qué sedimentar saber y que, además, se ve sujeta por definición a la incertidumbre. Se sospecha entonces, a su vez, de la legitimidad de la empresa, de la que se piensa que adultera, simplifica y violenta la experiencia verdadera de la escritura con el fin de convertirla en producto y poder, así, capitalizarla (aunque, en este punto, la noción de “experiencia verdadera” debería ser igualmente cuestionada). Se apunta aquí a un primer riesgo de esta expansión, que tiene que ver con la confusión entre el decir y lo dicho, esto es, la que se desprende de la organización, sistematización y comercialización de saberes relacionados con la escritura y la que, precisamente en virtud de este proceso, los plantea como un producto, como una mercancía, al alcance de todo aquel REVISTA PUENTES | MATERIALES | 93 que esté dispuesto a pagar lo que se pide por él. Al nivel de lo dicho, la mayor parte de escuelas y talleres insisten explícitamente en los límites de lo que puede ofrecerse realmente. La distinción entre escribir y ser escritor antes mencionada es, en este sentido, crucial, y en sentidos opuestos. Por un lado, porque permite establecer un límite claro a lo que se ofrece; por el otro, porque esta misma limitación abre la escritura a todo aquel que quiera practicarla, sea como actividad doméstica y privada, sea como hobby, sea como lo que sea. En la línea que decide la legitimidad de esta segunda práctica reside parte de esa pérdida de lo aurático que apuntamos al principio del artículo y donde se esconde el peligro de una respuesta aristocratizante a lo que podría pensarse como una democratización de la escritura. La práctica misma, en cambio, contradice esta insistencia. Al fin y al cabo, el alumno de una escuela o de un taller es, a su vez, consumidor y, por lo tanto, cliente, con lo que se abre un reto para la pedagogía de lo literario, a saber, encontrar modos eficientes de combatir la concepción de que lo que se adquiere es un objeto clausurado y la pasividad que puede conllevar dicha concepción. Uno no puede acusar a la escuela o al programa de escritura creativa de ser, en este sentido, deshonesto9. El programa de Escritura Creativa de Iowa, quizás el más prestigioso del mundo, acredita dieciséis premios Pulitzer y tres Poetas Laureados como graduados del programa pero, como observa Menand, la posición oficial de la escuela es que, de hecho, el programa ganó más por lo que dichos escritores trajeron que dichos escritores con lo que el programa les ofreció. En la web oficial del programa, se lee lo siguiente: Aunque estamos parcialmente de acuerdo con la insistencia popular de que la escritura no se puede enseñar, existimos y actuamos bajo la premisa de que el talento puede desarrollarse, y percibimos nuestras posibilidades y limitaciones como escuela bajo esa luz. Si uno puede “aprender” a tocar el violín o a pintar, uno puede “aprender” a escribir, aunque ningún proceso de aprendizaje inducido externamente puede asegurarle que lo hará bien. En consecuencia, el hecho de que el taller pueda presentar como ex alumnos a poetas, novelistas y cuentistas destacados nacional e internacionalmente es, creemos, más el resultado de lo que ellos trajeron aquí que de lo que adquirieron de nosotros. Continuamos buscando el talento más prometedor en el país, con la convicción de que la escritura no puede ser enseñada, pero los escritores pueden ser alentados. Ni siquiera en Iowa, pues, se encuentra ninguna presunción de que lo que uno pueda aprender en sus programas de escritura puede transformar un talento o una naturaleza determinados. ¿No es un poco inapropiado cobrar alrededor de cinco mil dólares por semestre, no ya para enseñar, sino para “alentar” escritores? Obviamente, la pregunta es tendenciosa. Presupone que un saber no cerrado, e incapaz de “resultar” en algo objetivable, no es legítimo. Además, ya ha sido respondida. Wallace Stegner observaba, en los ochenta, que ningún taller puede “producir” escritores del mismo modo que una facultad de ingeniería produce ingenieros. Quizás el cambio se encuentre en la transformación de las posiciones que dichos programas ocupan en el tejido institucional y laboral que 94 | MATERIALES | REVISTA PUENTES comentamos más arriba. En relación a este cambio, McGurl sostiene que la universidad, espacio principal de florecimiento de la escritura creativa en Norteamérica, se plantea a sí misma como una máquina de la diferencia (“difference engine”), ocupada tanto en producir investigación original como “gente original”. Es, pues, meramente, una forma de distinción social que no depende tanto de un talento como de una capacidad adquisitiva. Su producto no es ya la escritura, sino una posición simbólica que, además, permite el despliegue de ciertas estrategias disciplinarias. En este sentido, la “institucionalización de lo anti-institucional” que antes hemos comentado explica, según Menand, por qué las instituciones son tan receptivas a los programas de escritura creativa. Son, según la expresión de Menand, lo “exterior contenido en lo interior”. Desde esta convicción, el escéptico puede denunciar el aprendizaje de la escritura como domesticación de algo que se piensa salvaje. En la línea de Louis Menand, Jorge Carrión sitúa esta domesticación en el marco de lo que Eva Illouz, entre otros, denominan la “sociedad o cultura terapéutica”. La difusión y comercialización actuales de la escritura corren el riesgo de devenir instrumento de un autoanálisis o de una autorrealización, ambos sospechosamente alejados de la literatura misma. Vista así, la reinscripción “Uno se plantea si este exceso de celo en la cotidianidad del taller, su vorespecto a lo literario no tiene que ver luntad de acompañar al escritor en con una concepción romántica formación, puede ser leída como de la escritura” su secreta conversión en grupo de apoyo. Si antes hablamos del retorno del taller a su naturaleza conversacional como signo de su éxito, este mismo retorno puede ser interpretado como lo contrario, es decir, como el signo de que, en realidad, lo que ofrece un taller es otra cosa, sea confort, legitimación o recreación en la narración de la propia experiencia. En este contexto, tanto la escuela como el taller corren el peligro de convertirse en espacios para perfectas estrategias de capitalización simbólica, de excesos clientelistas, de necesidades terapéuticas o de expansiones egóticas de todo aquel que pretende adquirir algo que no sea la oportunidad de desarrollar su propio potencial como escritor. Aunque, gracias a Bourdieu, se puede decir esto casi de cualquier forma de socialización, por lo que uno termina por plantearse si este exceso de celo respecto a lo literario no tiene que ver todavía con dicha concepción romántica de la escritura y si no es esta concepción la que, también, es sospechosa de perseguir, por distintos medios, una misma capitalización. Lo que al final se impone como evidente, como apunta Vicenç Pagès Jordà, director de la recién fundada Aula d’Escriptura, es que uno no puede aprender a escribir sin escribir. Hacerlo en soledad o de un modo colectivo parece depender más, si no solamente, de una diferencia de imaginario que de un problema de legitimidad. REVISTA PUENTES | MATERIALES | 95 NOTAS AL PIE 1. Stephen King fija la formulación clásica de esta acusación en su Mientras escribo: “Las clases o seminarios de escritura son tan poco ‘necesarios’ como este libro o cualquier otro sobre el oficio de escribir […] La mejor manera de aprender es leyendo y escribiendo mucho, y las clases más valiosas son las que se da uno mismo”. 2. Clara Obligado comenta, en respuesta al cuestionario de Puentes: “He optado por no tener una escuela sino que me mantengo en la perspectiva del taller, en el sentido de que no funciono como si fuera una gran academia sino un pequeño espacio donde se debate y se crea” (la cursiva es nuestra). 3. Menand cita aquí a Allen Tate, director del programa de escritura de la universidad de Princeton, que se quejó de que “el Escritor creativo con certificado académico sale a enseñar Escritura Creativa, y produce otros escritores creativos que no son escritores, pero que aún producen otros Escritores Creativos que no son escritores”. 4. Silvia Adela Kohan y Ariel Rivadeneira publicaron, durante los ochenta, los conocidos fascículos “Taller de escritura”, en Salvat. Para más información: http://www.grafein.org. 5. “El conjunto de las actividades”, escriben en respuesta a Puentes, “ofrece mucho más que lo que el tradicional taller de autor puede ofrecer. Y para nosotros, lo más importante: cada uno se hace el programa de cursos, talleres y seminarios a la medida de su curiosidad y sus intereses, durante el tiempo que desea, sin tener que rendir cuentas de créditos y toda esa parafernalia universitaria de calificaciones, controles y certificados que tan inapropiada es para cualquier enseñanza relativa a la creación. Arte es excepción, no regla: ahí radica el conflicto que implica insertar la educación de las capacidades artísticas en un sistema reglado con criterios de evaluación que al cabo serán siempre relativos”. 6. La respuesta que la página web oficial del Gotham Writer’s Workshop ofrece a la pregunta “What to Expect at a One Day Workshop” es reveladora del amplio alcance que pretenden obtener sus cursos y, a su vez, de la dificultad de satisfacer lo que, desde el taller mismo, se plantea como expectativa legítima. En siete horas, los responsables del intensivo sobre “Escritura de ficción” (Writing Fiction) se comprometen a ofrecer lo que llaman “Lectura” para los poco iniciados, a los que se ofrece una introducción clara a “principios fundamentales”; “Ejercicios” para los bloqueados, o para los que necesitan puntos de partida o incitaciones a la escritura, sin que importe su nivel; a los que ya tienen mucha experiencia en la escritura de ficción, este mismo curso se plantea, a su vez, como la oportunidad de “repasar” y “refrescar” lo ya sabido, como un buen “inspirador” de nuevas ideas, como una oportunidad de profundizar en formas en las que el alumno esté particularmente interesado, como una oferta de estrategias para “desarrollar un proyecto propio” y como un buen modo de adquirir las herramientas necesarias para dicho proyecto. No hace falta decir que, según su descripción oficial, los intensivos son, además, divertidos (“are fun”). 96 | MATERIALES | REVISTA PUENTES 7. En el caso, por ejemplo, de la residencia que se ofrece en la Ledig House, en Omi, Nueva York, se ofrece, como uno de sus atractivos, un encuentro de autores con agentes literarios y editores norteamericanos. La residencia que la Academia Americana ofrece en Berlín no solo se hace cargo del viaje, la manutención y el alojamiento, sino que ofrece 5.000 dólares mensuales por períodos que oscilan entre los cinco y los diez meses. La residencia que la Dutch Foundation for Literature, junto con el Fondo de Ámsterdam para las Artes, ofrece en la ciudad de Ámsterdam hace un especial énfasis en la vinculación del escritor con la ciudad –se da prioridad a los escritores que hayan sido traducidos al holandés, o que vayan a serlo a corto plazo– y se advierte, en su convocatoria oficial, que puede pedirse al escritor en residencia el dictado de una conferencia u otros tipos de vinculación con el tejido cultural local. Las condiciones que pide la International Writer’s House of Graz es similar, como lo son en la mayoría de residencias europeas. 8. La cuestión de la honestidad parece ser fundamental en toda crítica a la enseñanza de la escritura, casi como si, por el hecho de coquetear con ciertas promesas (de enseñar a escribir, de hacer de alguien un “escritor”, aunque ya hemos visto que no hay escuela que prometa lo segundo y donde, en el caso de lo primero, es crucial aclarar lo que uno entiende por “escribir” o por lo enseñable de dicha definición), las escuelas y los talleres tuvieran que estar sometidos a un escrutinio superior al que se somete a otras instituciones educativas. En el caso de la escuela primaria y secundaria, se nos ocurre, se someten (y se deben someter) a una crítica constante los contenidos educativos, sus componentes ideológicos y su adecuación con las características de un mercado laboral (que, como criterio, también es y debe ser revisado como principio ideológico) pero difícilmente se les acusa de deshonestidad por no haber sido capaz de hacer de sus alumnos un “hombre” o una “mujer”. 9. “Por fortuna [los talleres literarios] se han codificado en formatos propios de la centenaria tradición del salón y la tertulia, de modo que no reproducen las fórmulas de Alcohólicos Anónimos. Pero las tres narrativas de ese tipo de asociaciones están presentes: la guía del maestro y de los compañeros actúa como terapia, la literatura es el tema y el comentario de tus textos es el modo como se personaliza. Se combinan con el objetivo de la autorrealización. Los alumnos del taller, por lo general, no buscan más que expresarse. Solo una minoría de los asistentes quiere ser más pública de lo que ya lo es en el marco del taller o de las redes sociales (otra manifestación de la cultura terapéutica). Es suficiente esa publicidad mínima, doméstica”. Menand, en 2009, había caracterizado el taller literario como “terapia de grupo”, “una combinación de marcación ritual y de terapia de grupo de doce-en-uno donde aspirantes a escritores ofrecen sus puntos de vista acerca de los esfuerzos de otros aspirantes a escritores”. ENSEÑAR A ESCRIBIR (EN CUATRO TIEMPOS) Lolita Bosch 1. LA ESCUELA DINÁMICA DE ESCRITORES E n el año 1999 el escritor mexicano peruano Mario Bellatin y yo decidimos pensar juntos de qué modo se puede enseñar a escribir literatura, si acaso se puede enseñar. Reflexionamos, indagamos, establecimos un fructífero diálogo y conversamos con otros escritores y creadores de estricta voz propia y carrera construida con genuina curiosidad artística y literaria, para que nos ayudaran a comprender qué se puede entrever de los propios procesos creativos, qué se puede tratar de transmitir y de qué modo. La investigación, fecunda y fascinante, duró varios meses, tras los cuales decidimos implementar un estricto método de aprendizaje que para nosotros fue casi un experimento y que se basaba en estrictas condiciones de trabajo que tenían que ver con el universo literario de Mario Bellatin: 1) los alumnos no podrían escribir su propia obra durante los dos años que duraba el recorrido en nuestra escuela, 2) no harían ni siquiera ejercicios de redacción, 3) pensarían en la literatura a partir de otras artes y 4) en lugar de escribir, tendrían que leer y leer y leer. Así se enseña a escribir bien, pensamos. Y con este plan, y gracias al apoyo de instituciones culturales, editoriales, artísticas y ciudadanas, así como del Parlamento Internacional de Escritores, que había fundado Salman Rushdie en 1994, Bellatin y yo abrimos en septiembre de 2001 la Escuela Dinámica de Escritores (EDDE) bajo el auspicio de la Casa Refugio Citlaltépetl de la Ciudad de México. Aquella novedosa propuesta convocó, inesperadamente, a 600 personas interesadas en entrar en la nueva escuela para los que apenas REVISTA PUENTES | MATERIALES | 97 teníamos 18 plazas, y a pesar de que dos sucesos muy extraños marcaron el inicio de nuestra aventura: el día de la rueda de prensa murió Jorge Amado y el día que comenzaban las inscripciones cayeron las Torres Gemelas. Aun así, la respuesta fue masiva. Sin duda, debido a que Mario Bellatin era no solo el director del proyecto sino también un escritor admirado y emulado por muchos escritores jóvenes. Yo misma había hecho mi tesis de maestría sobre su propuesta literaria y poner en práctica los tres años de investigación académica experimentando con él me pareció una casualidad maravillosa. Articulado y envolvente, Bellatin sabía transmitir con tanta pasión el proyecto que contagiaba fácilmente la emoción ante aquella idea de la enseñanza literaria basada esencialmente en dos premisas: 1) la literatura por sí misma no se puede aprehender ni enseñar, pero 2) lo que sí podían hacer los buenos creadores, si compartían su “Los alumnos, en lugar de escribir, proceso y abrían a nuestros estuditendrían que leer y leer y leer” antes sus gabinetes de trabajo, sería mostrarles un atajo que evitaría que leyeran, escribieran y pensaran en la literatura de una manera mediocre. Estas fueron las principales intenciones de la EDDE. Queríamos que los alumnos y alumnas se contagiaran del rigor y confiaran en que si se dejaban llevar “algo iba a suceder”. Por un lado, aquella forma de transmisión tenía mucho que ver con nuestros propios procesos creativos. Por otro, era una apuesta y todo un desafío, que nos haría más conscientes de aquel experimento, en un país como México: con grandes instituciones culturales, escuelas de escritores con muchísima tradición e infinidad de talleres literarios intensos y divertidos. Y, sin duda, “algo ocurrió”. Porque hoy algunos de nuestros alumnos y alumnas son rigurosos escritores y/o editores que buscan una voz propia y confían en que su curiosidad los llevará a la construcción de un universo único y auténtico. Que así sea. 2. LA NOVELA COMO FORMA Un par de años antes de la creación de la EDDE, durante el tiempo en que escribía la tesis para la Maestría en Literatura Iberoamericana, di en la Universidad del Claustro de Sor Juana algunos cursos de las licenciaturas en Filosofía, Ciencias de la Cultura y Literatura. Y uno, entre todos ellos, un taller de escritura de ensayo, con el tiempo he entendido que fue fundamental para mí. Buscaba recursos que pudiera generar y transmitir, mientras trataba de convencer a un grupo de unos veinte alumnos de que lo importante en los ensayos era su voz, su propia manera de dudar, de recorrer una pregunta, de ponerse en cuestionamiento, de sintetizar y de concluir. El ensayo como forma, de Theodor W. Adorno, se había convertido en mi libro esencial para entender el movimiento intimísimo de la escritura. Y cuando tras un par de años de funcionamiento me fui de la EDDE para buscar una voz cada vez más mía y continuar investigando, más allá de la creación, usé aquel libro infinito como palo de ciego que me ayudó a escribir una tesis de posgrado con la que pretendía esclarecer si los textos literarios generan sus propias condiciones de posibilidad y si 98 | MATERIALES | REVISTA PUENTES podemos encontrar esa búsqueda original de la creación en las novelas que leemos; si una suerte de pensamiento literario creativo y sumamente subjetivo, prácticamente inconsciente, era en verdad el andamio inasible de la literatura. Haciendo la tesis, entendí que lo que como lectora era capaz de encapsular y comprender como un instrumento literario –es decir, el germen único de la creación de una única novela– era algo que podía aprender a percibir, si no en mi propio proceso creativo, sí en el proceso creativo de los demás. No solo en su resultado. Y entonces fue que comencé a pensar en los seminarios con los que observo los procesos creativos de los otros. De la experiencia de la EDDE había aprendido, sin duda, a cuestionar y precisar mi propia búsqueda de transmisión literaria. Me fui de la EDDE porque cambié de vida, pero la escuela siguió abierta algún tiempo y yo seguí indagando qué se puede enseñar, qué se puede aprehender y qué se puede transmitir. Busqué e inventé modos que tuvieran que ver con mi propia creación, con mi propio camino personal de reconocimiento literario y con unas lecturas cada vez más escogidas y precisas. En primer lugar, revisé mi experiencia como alumna en la SOGEM (Sociedad General de Escritores Mexicanos): una escuela tradicional en la que cursé un diplomado en escritura creativa que duró dos años. Pero, sobre todo, revisé mi trayectoria como alumna de grandes artistas y académicos mexicanos como José Emilio Pacheco, Alejandro Rossi, Emmanuel Carballo, Rosa Beltrán y Liliana Weinberg, entre otros. Muchos años más tarde fui maestra en Barcelona de otra escuela de escritura con un formato también tradicional que me recordó a la SOGEM: La Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès. Y de ambas escuelas rescato la disciplina y la posibilidad, para alguien que comienza, de convertir la escritura en una costumbre. Aunque en ambas eché de menos la pasión de los creadores. A pesar de los buenos maestros y maestras de sus planteles, me confundía la falta de selección inicial de alumnos en base a sus intereses y lecturas. Y concluí que tratar de que el aprendizaje literario encajara en un sistema parecido al de otros procesos de aprendizaje –artísticos y no– es, cuando menos, limitado. Poco arriesgado y falto de curiosidad. Poco creativo. Y, sobre todo, sin espacio para la voz propia de los alumnos y las alumnas y para su íntima búsqueda, que es la que hoy creo que les permite “La escritura literaria es una manera aprender a escribir siendo quienes única de entender a los demás y de ellos son. No conocernos, sino entendernos a nosotros mismos” también y sobre todo conocerse. No buscar reglas, sino inventar(se) y descubrir(se). Porque creo que para aprender a escribir, esta perspectiva es esencial. Y porque la creación literaria –no solo en su resultado, sino especialmente en su proceso de construcción– es un bien extraordinario, precioso y fácilmente aplicable a otros ámbitos y necesidades sociales que no nos permite únicamente entendernos a nosotros sino también al mundo. Es un proceso comprensible a muchos niveles distintos. ExportREVISTA PUENTES | MATERIALES | 99 able. Sorprendentemente asible. Y que los alumnos y alumnas asumen con absoluta normalidad. Coincido con la escritora Joyce Carol Oates cuando dice que el instinto para contar historias está ubicado en la misma parte de la médula que el instinto de reproducción de las especies. Y he aprendido a ver en la escritura literaria una manera única y privilegiada de entender a los demás y de entendernos a nosotros mismos. “Este taller no es una terapia”, les digo siempre a mis estudiantes el primer día que nos encontramos. Y, sin embargo, sí creo que atravesarlo es una manera increíblemente precisa de recorrernos y descubrirnos –más allá de las historias que queramos contar y las lecturas que nos han contagiado. 3. LA LITERATURA, LA GUERRA Y LA PAZ Después estuve muchos años escribiendo y pensando en formatos de ensayos de filosofía que me permitieran adentrarme en la creación. Llegó la guerra de México, que inició el presidente Calderón en el año 2006 con una declaración pública para enfrentar al narco, y toda aquella búsqueda me sirvió, inesperada y afortunadamente, para encontrar un espacio y un proceso en el que reconocernos y trabajar por la paz. Y desde entonces todos los procesos de empoderamiento social y de paz que he tratado de construir tienen que ver con este proceso personal de escritura. De aquella experiencia casi inicial de la EDDE, hoy recupero no solo los buenos momentos y los infinitos aprendizajes, sino también la convicción de que la literatura, de cerca y de manera completa, no se puede entender porque no significa nada. Igual que la guerra, igual que la paz. Y yendo de la búsqueda de una voz personal a la búsqueda de una voz común, creo haber entendido que la posibilidad de construir hay que buscarla en muchos otros lugares y muchas otras personas, y no solo en el texto. Y que la combinación que convierte el lenguaje en una novela es una mezcla de posibilidades abrumadora. No en el resultado que finalmente le llega al lector –que logra ver en el texto algo completo y acabado– sino una poderosísima pulsión literaria, que es una pulsión de vida, resistente, enraizada y absoluta. Aquella búsqueda en la que me había embarcado desde hacía ya “Cristina Ribera Garza me dijo que unos quince años como alumna de no escribimos solos, sino siempre y talleres, del diplomado de escritura únicamente en comunidad” creativa, de estudios académicos de Filosofía y Literatura latinoamericana, pero también de mi propia creación y reflexiones, de las lecturas y de las muchas conversaciones con los muchos amigos y colegas que sienten esa misma curiosidad absoluta que es escribir literatura, la creación de un espacio por la paz que a mí me recuerda en su estructura a una novela infinita y todo lo que me han enseñado mis alumnos y mis alumnas, concluyó en primer lugar en un ensayo narrativo, casi novelesco, sobre la escritura (Ahora, escribo, Editorial Periférica 2011). Y finalmente en un proyecto de investigación con el que hoy trato de establecer los caminos que recorre el proceso propio de la escritura literaria para implementarlo 100 | MATERIALES | REVISTA PUENTES en la búsqueda de la paz frente a la guerra y del empoderamiento social. Funciona. Estoy segura de eso. En el año 2008 me fui de la Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès y creé, al fin, seminarios y talleres con alumnos y alumnas que me permitieron acceder, de una manera sistemática y muy personal, a sus propios procesos de escritura. Observándolos, me he observado. He experimentado qué nos sirve y qué no para transmitir y para aprehender. Me he mirado, los he visto. Y he escrito pensando en un proceso que finalmente tengo la sensación de comenzar a saber cómo se puede enseñar y aplicar a otros ámbitos de nuestra convivencia humana. No escribimos solos, me dijo recientemente la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, escribimos siempre y únicamente en comunidad. 4. SEMINARIO DE PENSAMIENTO Y CONSTRUCCIÓN LITERARIA Hoy sistematizo ese proceso. Doy unos cursos que duran tres años y que tienen también reglas estrictas aunque con una voluntad más pragmática. En el primer año, los alumnos deben aprender a romper prejuicios y construir su propio universo abstracto y literario, que es una manera de escribir. En el segundo año, se enfrentan a la escritura física y construyen un mundo en el que una novela –su novela– sea posible. En el tercer año, tratan de revisar la creación de sentido y el acceso del lector al texto. Pero, además, he querido llevar este movimiento un paso más allá. Hoy no solo quiero observar y encapsular lo que hay de verdadero y efímero en los procesos creativos de los otros, sino que trato de sistematizarlo para que pueda ser aplicado a esos otros ámbitos de la construcción ciudadana con la que tratamos de entender y entendernos. Sirva como ejemplo mi trabajo contra la guerra de México. Creo, fervientemente y gracias a la educación de la intuición literaria, que estoy convencida que nos es natural que la literatura es una manera de preservar la vida y de hacer del mundo un lugar mejor. No es solo pulsión y curiosidad, no únicamente necesidad y placer, tiempo, espacio, universo único en el que nos identificamos, sino todo eso y también una efectivísima y poderosa herramienta que logra que tiempo y espacio sean una misma cosa y nosotros encajemos perfectamente ahí. REVISTA PUENTES | MATERIALES | 101 TALLERES LITERARIOS, ORIGEN Y TRAYECTORIA Clara Obligado www.escrituracreativa.com E mpecé a dictar los primeros talleres en 1980, en Madrid. Había escuchado hablar de los que daba José Donoso en Barcelona y alguien me comentó que había dado algún curso en Madrid, aunque puede que el dato sea erróneo. Los primeros talleristas fuimos casi todos hijos del exilio, jóvenes con entusiasmo egresados de la carrera de Letras y con ganas de seguir participando en la construcción del tejido cultural. La universidad (imaginemos la universidad post-franquista, a finales de los 70) no era una propuesta apetecible para nosotros y, más que un doctorado, necesitábamos ganarnos la vida y establecernos en un país en el que no había siquiera un estatuto de refugiado. Creo que esta situación de desamparo, nuestra edad y nuestra experiencia fueron el motor que “inventó” los talleres de escritura. Es bueno reconocer que, en el tejido sociocultural de la transición española, fue muy importante el aporte de este amplio grupo de exilados latinoamericanos que pocas veces se menciona. El primer taller lo dictó Gloria Pampillo, en el Colegio Mayor Chaminade. Gloria provenía del grupo Grafein, que, en Argentina, y en los años 70, había abierto las puertas a este enfoque de la creación literaria. Estaban Norma Estrada y Mario Merlino, también argentinos. Habíamos digerido el Oulipo, Rodari o Paulo Freire, y también los cursos de Creative Writing norteamericanos. Éramos lectores de cuentos y de microficciones, denostábamos el realismo frente a la literatura fantástica, no comulgábamos con las literaturas de tinte nacionalista y muchos eran buenos traductores. Al principio trabajábamos de manera individual, siempre cuestionados por muchos escritores españoles que dudaban de que se pudiera enseñar a escribir. “¿El escritor nace o se hace?” era la sistemática 102 | MATERIALES | REVISTA PUENTES pregunta de las notas de la época. Recuerdo que, aburrido del tema, Augusto Monterroso respondió un día: “No recuerdo a ningún escritor que no haya nacido”. Con un grupo organizamos un centro al que llamamos GEA (Grupo de Expresión Artística). Allí me encontraba con Antonio Calvo Roy (español y periodista), Patricio Olivera (argentino, psicoanalista), Miguel Argibay (argentino, pintor), y terminamos escribiendo juntos un libro de relatos. Yo había acabado en Argentina la carrera de Letras y comencé a impartir, casi intuitivamente, uno de los primeros talleres de escritura que se dictaría en Madrid. En ellos tendíamos hacia una enseñanza alternativa en la que se mezclaba una manera diferente de ver la literatura con la experiencia de la militancia y las nuevas didácticas. La riqueza de estas primeras experiencias fija una matriz de funcionamiento que convierte a los talleres españoles en algo distinto de los que se dictan tanto en América Latina como en Estados Unidos. Si nos situamos en el contexto de la Península, pensemos que la apertura democrática era un terreno más que fértil para nuestras propuestas, rápidamente asimiladas como propias: escuelas de verano, Acción Educativa, ayuntamientos y actividad privada fueron el espacio en el que germinaron. Quiero subrayar que, si bien los talleres tenían una impronta pautada por el exilio “Los primeros talleristas fuimos casi latinoamericano, fueron producto todos hijos del exilio “ del encuentro entre el entusiasmo de unos militantes e intelectuales jóvenes desplazados de sus países de origen con jóvenes españoles con afán de modernidad y deseos de recuperar el tiempo perdido. Estamos en los comienzos de los años 80. Pocos años más tarde, Norma Estrada me presentaría a Ramón Cañelles, que coordinaba un taller a distancia desde la librería Fuentetaja de Madrid. Creo que es bueno insistir en que los talleres, en esta etapa, nos procuraban una subsistencia precaria que poco tendrá que ver con las empresas en las que luego se convertirían, eran hijos más del amor por la literatura que del entusiasmo económico. Paralelamente al desarrollo de GEA, en 1983 comienzo a dictar cursos en una Universidad Popular, en Parla. Allí vuelvo a constatar que el formato es apto no solo para los grupos que se quieren dedicar a la literatura, sino que vuelvo a ver algo que ya había comprendido en Argentina: la literatura, el compartir un libro, el proceso de escritura no tiene por qué ser una actividad elitista. La experiencia resultó impresionante. Por poner un ejemplo, recuerdo que trabajé sobre el Agamenón, de Esquilo, con un grupo de mujeres neolectoras y la comprensión del texto fue altísima. La metodología mezclaba teoría y creación, humor y aprendizaje de elementos muy complejos. Así, a medio camino entre la promoción social y la enseñanza de la escritura, surgieron entonces múltiples iniciativas. EL CÍRCULO DE BELLAS ARTES En 1986 fui convocada, junto con Mario Merlino, para dictar los primeros talleres que se impartieron en el Círculo de Bellas Artes. Fue REVISTA PUENTES | MATERIALES | 103 una idea de María de Calonge y, poco más tarde, llegó a la dirección de literatura el poeta José María Parreño, con quien desarrollamos la actividad de manera sostenida durante casi diez años. Me gustaría señalar que el cuento fue el género estrella en la mayoría de los cursos. Durante años enseñamos a leer y a escribir un género con escasa trayectoria en España, si se lo compara con su auge en América Latina, y que era un vehículo perfecto para nuestras clases. Mario Merlino también trabajó talleres de poesía, pero yo me especialicé en narrativa. A finales de los 80 comenzamos a editar nuestras antologías, donde se recopilaban los cuentos de los participantes. Para entonces, lo que había sido un avanzar entusiasta y vacilante era ya un método de trabajo. A la formación crítica que habíamos recibido en nuestras universidades sumábamos ciertos presupuestos didácticos que, al menos en mi caso, tenían que ver con el respeto a la poética personal, la independencia de la escritura de los participantes con respecto a mi propia escritura, la formación lectora. En esos mismos años coordiné los talleres de la Librería Mujeres de Madrid, una experiencia muy fértil desde otra perspectiva. La experiencia del Círculo de Bellas Artes fue masiva y apasionante. Había listas de espera que representaban la ebullición cultural del momento y éramos conscientes de que los talleres, por los que tanto habíamos peleado, habían llegado para quedarse. Pero, pese a la enorme demanda y a su buen funcionamiento, la dirección del Círculo fue optando, poco a poco, por conferencias de escritores famosos que también se llamaron “taller” y dejó de ser interesante el método para convertirse en una pasarela de grandes nombres que, con mayor o menor ventura, intentaba cumplir con el guión. A modo de anécdota, recuerdo que, en varias ocasiones, algunos de estos escritores, agobiados ante la propuesta, me pidieron que los ayudara a organizar un curso con una metodología que desconocían. España estaba cambiando, el conocimiento se convertía en mercancía sin que se tuviera en cuenta que se estaban sembrando las bases de muchos de los problemas actuales. Fuera como fuera la historia, a principios de los 90 ya no había tanto debate sobre la posibilidad de enseñar a escribir. Por un lado, porque habíamos superado varias pruebas de calidad. Por otro, porque se empezaba a ver en nuestra actividad algo que nunca había sido un elemento central: el negocio. Años más tarde me tocó ver cómo muchos escritores, muy refractarios al principio con los talleres, se sumaban a nuestra actividad. EL MITO DEL ETERNO DESEMBARCO A partir de los años 90 empiezan a inaugurarse una serie de centros que intentan separarse de la experiencia del taller para convertirse en Escuelas, a veces ligadas a grandes periódicos que les harán una fuerte promoción. Los precios se desorbitan, los grandes nombres son el cartel. Se representa, una y otra vez, lo que llamaría “escena del desembarco”; en pleno ataque de amnesia se intenta minimizar la experiencia previa para buscar unos nuevos padres que serán, como conviene al nuevo perfil, los norteamericanos y sus cursos de Creative Writing. Nuestra metodología es 104 | MATERIALES | REVISTA PUENTES asumida pero no reconocida, da la sensación de que el exilio latinoamericano no es lo suficientemente glamoroso como para que se reconozca su paternidad y cada nueva escuela se plantea a sí misma como origen de la actividad. Todo es lo mismo, pero nada es igual. Se intenta borrar el término “taller” y reemplazarlo por “cursos de escritura creativa”, “escuelas” “gabinetes” y una larga serie de nuevos bautizos que demuestra, en todo caso, que la actividad, aunque tiene problemas para reconocer sus orígenes, goza de una salud espléndida. “Leí en El País un artículo que llevaba Tan fundacional fue nuestra experiencia que, cuando dejo la Univerel origen de los talleres a comienzos de sidad Popular de Parla y me doy de los 90, borrando diez años de historia” alta en el paro, incluyo por primera vez la actividad de “Taller literario”, que se apunta una línea más abajo de “Taller mecánico”. Sigue pareciéndome un dato curioso la desmemoria. Hace unos pocos meses leí en El País un artículo que llevaba el origen de los talleres a comienzos de los 90, borrando así diez años de historia (“Desmontando a Faulkner”, 23/11/2013). El reiterado nacimiento de la creatura olvida a las miles de personas que participaron en las actividades de estos años. Muchos de ellos se convirtieron en profesores de otras instituciones, en editores, en escritores. Lo que resulta innegable es que los talleres formaron un público lector de cuentos. Centrándome en mi propia actividad, es la hora de decidir cuál va a ser mi camino. De la incomprensión inicial se ha pasado a una competitividad más propia de las leyes del mercado; del encuentro y el debate, a la negación. En este momento, decido autoexcluirme de toda confrontación extraliteraria y mantener la actividad tal y como la soñé en su origen: un espacio donde pensar la escritura y donde debatir, un punto de encuentro de poéticas diferentes y de nuevas tendencias, un lugar razonable donde la creación literaria siga siendo el asunto central. No me diversifico sino que profundizo, mantengo la relación personal y me decanto por una formación a largo plazo. Así, los participantes se suman al taller a veces durante décadas. Para dar un contrapunto a mi perspectiva literaria, sumo también la visita de otros escritores. Esta actividad había comenzado años atrás con la relación con Mariángeles Fernández, que entonces trabajaba en la editorial de Mario Muchnik. A través de ella invitamos a Hipólito Navarro, quien venía avalado por la exigente lectura de Marcelo Cohen. Luego vendrá un jovencísimo Andrés Neuman y muchos escritores latinoamericanos que eran entonces desconocidos en España, como Ana María Shúa, Samperio o Brasca. Siguieron esa lista Merino, Orejudo, Landero, Cristina Fernández Cubas y tantos más. Y, luego de pensarlo bastante, inscribo mi actividad con el nombre de “Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado” porque creo que es lo más honesto. El término “Escritura Creativa” se incorpora así, por primera vez, al registro de marcas. Me gusta la idea de “Taller” porque es poco pretenciosa e insiste en el aspecto menos formal de los cursos, en el aire peripatético que hemos ido tomando. Caminar metafóricamente y leer, caminar y escribir, caminar y pensar, y crear, y publicar, si es lo que se desea. Mi propia actividad literaria va trenzándose con la vida de los talleres. REVISTA PUENTES | MATERIALES | 105 EL CUENTO Y LOS TALLERES, O LAS VIRTUDES DE LOS MATRIMONIOS ESTABLES La relación con Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, abre un nuevo perfil en nuestro trabajo. Desde los años 80 utilizamos microficciones porque, por sus características, son óptimas para probar armas. Hace algo más de diez años reunimos el material y publicamos, con Páginas de Espuma, una antología cuyo éxito fue sorprendente: Por favor, sea breve. En ella mantenía el enfoque de mis talleres, que consistía en frecuentar una literatura que no estuviera encerrada dentro de barreras nacionalistas, con una importante participación de escritoras, y donde los autores consagrados convivieran con los autores nuevos, siempre que tuvieran calidad. El libro cruzó el océano para que los autores españoles pudieran ser leídos en América Latina a la vez que los latinoamericanos fueran leídos en España. En esos años, también, comenzamos con nuestro taller a distancia. La implantación del cuento y la microficción encuentra un terreno fértil en los talleres conformando un fenómeno muy similar al sucedido en EE. UU. a partir de los grupos de Creative Writing, en el caso de la implantación del realismo sucio y la difusión de Raymond Carver. Lo cierto es que la unión hace la fuerza, y Por favor, sea breve es un libro que, desde la pequeña aventura, llega a una sorprendente cantidad de lectores. Es decir, a partir de una necesidad didáctica se afianza un género, se suman editoriales y, a partir de este fenómeno de apoyo y contacto, crece el interés por el género. El contacto con Páginas de Espuma es uno de los puntos importantes en el crecimiento de nuestro taller, lo que demuestra que un tejido cultural afianzado en el entusiasmo es, a veces, más duradero y potente que otro que solo busca prestigio o mercado. EN LOS ÚLTIMOS AÑOS A raíz del acuerdo de Boloña aparecen los másteres de creación, muchos de ellos con precios astronómicos y que toman el aspecto de pequeñas universidades privadas, pero sin la trayectoria, la exigencia académica o la inserción social que tiene la universidad. Pero el espíritu de Boloña tiene sus efectos paradójicos, ya que también fue aprovechado por emprendedores de la universidad para abrir espacios. Así comienzo a dar, esporádicamente, algunos talleres en ese ámbito, quizá el más refractario a la actividad. La primera experiencia la realizo en la Universidad de Sevilla, invitada por Carmen de Mora, luego en Salamanca, por Francisca Noguerol, y luego en la Universidad Autónoma de Madrid, invitada por Carmen Valcárcel. El resto es, casi, el día a día. Si me preguntan qué punto común tiene un trabajo en el que llevo ya 34 años, diría que siempre me he basado en la confianza en que la literatura reviste tanto interés que cualquier persona medianamente motivada puede acercarse a ella si se le dan los elementos necesarios. A veces pienso que lo único que se puede transmitir es la pasión. Sin este punto de entusiasmo hubiera sido imposible mantenerme en una actividad que fue incomprendida en su inicio y en la que, indudablemente, sumergí mi propia escritura. Hoy contamos 106 | MATERIALES | REVISTA PUENTES también con una pequeña editorial, “El pez volador”, dirigida por Camila Paz, mi hija, quien nació justamente en el año en el que comencé con los talleres. El nombre de la colección es un homenaje a Hipólito Navarro y también un recuerdo de que los que escribimos somos, de alguna manera, peces fuera del agua. La crisis no nos ha tratado mal, sino todo lo contrario. Si algo enseñan los malos momentos es a afianzarnos en lo que creemos, a sujetarnos de nuestras tablas de salvación que son, como “A veces pienso que lo único que se siempre, la creatividad y el trabajo puede transmitir es la pasión” en equipo. Hoy por hoy, los talleres forman parte de la riqueza multicultural española. Lo que la literatura es en este momento, lo que el cuento es hoy, está tamizado por estos procesos donde los talleres y las nuevas editoriales tejieron una sólida red. Esta riqueza pasa, a veces, desapercibida en las interpretaciones excesivamente localistas. Modernidad y nuevas poéticas son siempre fruto de la mezcla y del encuentro. En esta historia apasionante no se me olvida mi origen: soy argentina, y sé de naufragios, pero también soy española, y recuerdo todas estas cosas porque sé del efecto corrosivo de la desmemoria. libros fundamentales edi ciones singulares revis tas específicas publicaci ones difíciles de encon trar librería especializa da en cultura visual cont emporánea un espacio pionero en barcelona www.loring-art.com librería@loring-art.com Gravina 8 08001 Barcelona 93 412 0108 REVISTA PUENTES | MATERIALES | 107 Confluencias alberga entrevistas y conversaciones con autores, críticos y agentes culturales para dar voz a propuestas y análisis que contribuyan a pensar la actualidad y a reflexionar sobre el campo literario y cultural. En este número, Yasmina Yousfi conversa largamente con José Ricardo Morales, joven dramaturgo español de casi 100 años de edad recién estrenado en Madrid por el Centro Dramático Nacional CONFLUENCIAS CONVERSACIONES CON JOSÉ RICARDO MORALES Yasmina Yousfi López E stos cuadros eran de mi mujer, Simone Chambelland”, una reconocida pintora y grabadora francesa que murió hace apenas un par de años, “pero, ese, por ejemplo, es mío”, confiesa José Ricardo Morales señalando un lienzo de colores vivísimos colgado a la entrada de su casa, un lugar que guarda la esencia de lo que era antes Las Condes, el barrio alto de Santiago de Chile, una bella vivienda con jardín que parece ignorar la estética amenazante de los edificios de alrededor. Y es que en la década de los cincuenta, Morales dejó de escribir teatro durante diez años, después de que Margarita Xirgu se radicara definitivamente en Uruguay y de que, en 1953, una de sus obras, El juego de la verdad, que iba a ser representada por el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, se retirara del programa. Morales contribuyó a la renovación del teatro en Chile. El Teatro Experimental de la Universidad de Chile fue fundado en junio de 1941 con la representación de dos obras: Ligazón, de Valle Inclán, dirigida por él mismo, y La guarda cuidadosa, de Cervantes, a cargo de Pedro de la Barra. Este programa inaugural propuesto por Morales se nutría de obras representadas por el Teatro El Búho, que dirigió Max Aub en Valencia durante la República y del que Morales formó parte Durante una década dejó el teatro y se dedicó a la pintura por un motivo que ejemplifica muy bien la lógica y la solidez con que construye sus razonamientos: “Porque la cuestión no es saber mucho, para eso están las enciclopedias que te lo dan todo. ‘Solo se sabe lo que se sabe hacer’, decía el bueno de Aristóteles, ¿cómo iba a impartir yo clases de Teoría e Historia del Arte sin haber pintado antes?”. Morales, que ha sido catedrático de Historia del Arte en la Facultad de Arquitectura y Bellas 110 | CONFLUENCIAS | REVISTA PUENTES Artes de la Universidad Católica de Chile de 1953 a 1974, director del Instituto de Teoría e Historia de la Arquitectura de la misma universidad, de 1960 a 1963, y profesor en el Centro de Estudios Humanísticos de la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Chile desde 1964, sabe que enseñar no es reproducir constantemente un discurso de contenidos fijos, sino que es un ejercicio que debe partir de la imaginación pues, en su opinión, el docente, para entender y enseñar, debe haber desplegado antes su capacidad creativa y crítica. “No se trata de ser vendedores al pormenor de ciencia infusa, estamos para descubrir cosas nuevas. Yo me divierto creando paradojas, dudando. Dubitare es poner en doble, pensar es poner en doble todo, no creer en nada y revelar las cosas que están ahí, ocultas, ante nosotros”, añade con una voz grave, pausada, que respeta los silencios y se muestra más afable cada vez que la conversación incurre en nuevos ingenios e ironías. Morales llegó a Chile a bordo del Winnipeg cuando apenas tenía veintitrés años. Antes del exilio, que había comenzado en el campo de concentración de Saint-Cyprien, ya había estudiado Magisterio y estaba a punto de finalizar Filosofía y Letras en Valencia. Era miembro muy activo de la Federación Universitaria Escolar (FUE) valenciana desde su Morales: “Pensar es revelar las cosas fundación, había participado en el que están ahí, ocultas, ante nosotros” grupo teatral El Búho, había sido waterpolista profesional y había luchado en la guerra como comisario de la brigada del Ejército Popular Republicano. Además, también había escrito y estrenado el primer texto dramático que conserva, la Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante, una farsa para títeres que inaugura una extensa trayectoria profesional. Hoy, no solo baraja recuerdos y olvidos, sino que continúa “proponiendo problemas y creando soluciones”. “Yo escribo para olvidar”, confiesa, “para olvidar los temas que me obsesionan; me olvido de ellos haciéndolos. En teatro, si uno está inventando conflictos y buscando soluciones, puede perder el sueño; en mi caso, al ponerlos por escrito, me desprendo de ellos”. Morales entiende el teatro como el arte más próximo a la filosofía porque en ambos existe la posibilidad de discrepar mediante el diálogo y, por lo tanto, de reflexionar. “Para mí, la tragedia es el conflicto entre el logos, el diálogo, y el mito, que es lo colectivo, lo coral. El conflicto se establece entre creer o no creer, pensar como creencia o pensar como duda. No se puede pensar a coro, se puede creer a coro: si yo digo ‘uno, dos, tres, pensemos’, cada cual piensa una cosa. Sin embargo, sí podemos cantar a coro. El problema está entre la creencia y la idea, el conflicto es la denuncia del mito contra el logos, y el teatro es, por tanto, la exhibición de aquel que ha roto las convenciones del mito”. El objetivo del teatro de Morales, el de “hacer pensar al público”, el de despertar, como bien ha mencionado otras veces, el tábano socrático para incomodar al satisfecho, quizá haya ayudado a crear esa acusación generalizada que lo tilda de poco accesible y que explica, en parte, las escasas representaciones que se han hecho de sus obras, apenas relegadas a escenarios universitarios, en los últimos sesenta años. REVISTA PUENTES | CONFLUENCIAS | 111 Morales admite que su teatro, puesto que requiere un determinado nivel de pensamiento, puede ser “complejo”, porque “no es cuestión de darle al público con cucharilla lo que está significando la obra”. Sin embargo, considera que su teatro “no es confuso”. Además, opina que en el teatro se han de producir tensiones, que se trata de un arte “muy tenso” porque, al contrario que en la novela, donde se cuenta con la paciencia del lector, en el teatro el dramaturgo debe medir [el tiempo] con rigurosidad, “pues ‘la cólera del español sentado’, como bien decía Lope, es terrible”. No obstante, si bien defiende que el teatro es “inmediatez” porque se trata de un arte “que solo culmina cuando consigue ser interpretado”, la modernidad y el ingenio que caracterizan el suyo no han sido acogidos por los circuitos culturales predominantes, chilenos y españoles. Por lo tanto, excluido de la sociedad y del presente que problematiza, se considera un autor teatral “condenado a la postumidad”. Y la causa de esto no ha sido otra que el destierro. Este dramaturgo perteneció a esa generación de intelectuales “Morales busca despertar el tábano jóvenes que comenzaron a escribir en el exilio. Su obra no está marcasocrático para incomodar al satisfecho” da por la nostalgia, no plantea una proyección del retorno y el desarraigo apenas figura como motivo literario en sus textos. Sin embargo, Morales escribe desde la óptica del desterrado: “Un escritor contempla el mundo en constante extrañamiento, que es la actitud necesaria para la labor creadora. Eso lo convierte, de alguna manera, en un desterrado pues, al mismo tiempo que interviene en el mundo, lo contempla también. Para nosotros, los desterrados, ese extrañamiento fue forzoso porque tuvimos que salir de nuestro entorno habitual para vernos envueltos en otro ajeno en el que ya no éramos actores, sino espectadores”. Así, el extrañamiento con el que un desterrado como Morales contemplaba el nuevo mundo que lo rodeaba determinó el tipo de teatro que empezó a crear, “un teatro de la incertidumbre, porque esa era la sensación que un desterrado podía experimentar”. Su teatro de los cuarenta y cincuenta fue precedente directo de algunos planteamientos que, una década después, propusieron Ionesco, Beckett o Sartre, pero el desconocimiento de su obra, derivado del hecho de que haya desarrollado su carrera desde el destierro chileno, ha impedido que esto se reconociese. “¡Los misterios de la fama!”, exclamaría irónicamente su amigo, el filósofo Ferrater Mora. Fue este el que reivindicó que el teatro de la incertidumbre de Morales es un teatro anticipado al del absurdo: “Releo las tres piezas agrupadas en La vida imposible, en la misma sazón en que estoy asistiendo, en París, a representaciones de obras de Beckett, de Genet, de Ionesco”. Respecto a esta consideración, Morales, desde esa óptica del desterrado, revela que su teatro, “por ser de la incertidumbre, no pertenece al mundo del absurdo, sino que plantea el absurdo del mundo”. También se anticipa con Bárbara Fidele, un retablo en seis cuadros escrito en 1946, en el que plantea la inconsecuencia entre los propósitos y los actos de su protagonista y los resultados trágicos que 112 | CONFLUENCIAS | REVISTA PUENTES este desajuste produce. Morales, que desde el sofá de su comedor mantiene una postura erguida mientras gesticula con una elegancia sosegada, detiene su discurso para inclinarse levemente hacia delante. Entonces, sonríe y se transporta al París del cincuenta, cuando él y Ferrater Mora, jovencísimos, visitaron a Sartre: “Sartre me preguntó qué era lo último que había escrito. ‘Bárbara Fidele’, le dije. ‘¿Y en qué consiste?’. Le expliqué que el problema que solía plantear el teatro era el del ser y el conocer. Sin embargo, el que yo proponía en esta pieza era el del hacer. No olvidemos que ‘drama’, en griego, significa ‘acción’. En ese caso, si yo cometo un acto, ese acto está movido por mis intenciones, pero tiene unas consecuencias que yo no espero y si las consecuencias se vuelven contra mis intenciones, se produce un hecho trágico. ‘C’est très intéressant, il faut le faire en faisant’, me contestó”. Calla unos instantes y continúa su relato con un tono más confidente: “A los seis meses, Sartre escribe Le Diable et le Bon Dieu donde plantea, precisamente, el mismo problema que yo en Bárbara Fidele”. Pero Morales, como señala Ferrater Mora, lo había hecho antes “con más tino, y hasta mayor fuerza”. “Sí, el teatro es hacer y la acción no tiene por qué tener visión, puede tener palabra”, agrega el dramaturgo, “por eso hice también una obra que es antiteatro, drama completo. Está a oscuras, no ves nada, pero asistes a un drama. Eso se le ocurrió a Beckett quince años después”. La pieza Solo y el relato Compañía son los textos de Beckett a los que se refiere Morales; Oficio de tinieblas (1966), la suya. Justamente, con Oficio de tinieblas, bajo la dirección de Salva Bolta, con La corrupción al alcance de todos (1995), dirigida por Víctor Velasco, y con Sobre algunas especies en vías de extinción (2003), por Aitana Galán, se atenuará el injusto silencio escénico que su teatro ha sufrido en España. Estas obras integran el “Ciclo José Ricardo Morales” que, durante los meses de abril y mayo, se representará en el Centro Dramático Nacional. Por otra parte, en Chile, las últimas representaciones fueron tres lec“Su primer teatro fue precedente directo turas dramatizadas: Nuestro norte es de Ionesco, Beckett o Sartre” el Sur (1978), Colón a toda costa o el arte de marear (1995) y Cómo el poder de las noticias nos da noticias del poder (1977), interpretadas por los alumnos de la Universidad de Valparaíso en el marco del “V Congreso Internacional de Dramaturgia Hispanoamericana actual” el pasado mes de mayo. Allí, su teatro, como de costumbre, sigue sin pisar los escenarios oficiales. “Mis obras, aquí en Chile, no son actuales porque no son actuantes. Parece que no actúan en este mundo. La actualidad, en general, puede variar en función de quién la valore. ¿Qué es para alguien la actualidad? La serie de acontecimientos que uno mismo tiene en cuenta, por eso, lo actual es actuante en la medida en que uno lo entiende o en la medida en que le afecta. Por ende, lo que realmente me interesa es hacer un teatro que sea vigente o que anticipe algo que pueda ser vigente”, dice para explicar el estado de exclusión de su teatro en el destierro. REVISTA PUENTES | CONFLUENCIAS | 113 Después del paréntesis de diez años en que se dedicó a la pintura, vuelve al ejercicio dramatúrgico con una propuesta renovada. A partir de los sesenta, los conflictos que plantea se universalizan: “Las incoherencias no se producen dentro del hombre, sino que ahora él es víctima del mundo que lo rodea y que lo anula. Por ejemplo, un mundo a manos de la técnica, explotada hasta límites irracionales, puede crear unas consecuencias dañinas para el hombre. Lo desvincula del mundo, lo desarraiga y este, despojado de pensamiento, acaba deshumanizándose siendo un instrumento más al servicio de la técnica”. A través de Hay una nube en su futuro (1965), La cosa humana (1966), El segundo piso (1968), El material (1972) u Orfeo y el desodorante o el último viaje a los infiernos (1972) su teatro sigue una trayectoria que lo va alejando de cualquier círculo establecido. Su singularidad, marcada por una inteligente modernidad temática, impide que en él se identifiquen rasgos propiamente chilenos o españoles, “por lo que lo han llegado a llamar teatro de ninguna parte”. No obstante, esa singularidad y exclusión en las tablas también le han aportado cierta independencia creativa. “Yo escribí en contra de Pinochet. En una de mis Fantasmagorías, que fueron publicadas por la Universidad de Chile en 1981, durante la dictadura, cité frases pronunciadas por el gobierno de Pinochet y los altos cargos jamás se enteraron. No se enteraron porque no leían. Uno ha hecho lo que ha podido, guste o no guste, convenga o no convenga…, nunca me he preocupado de si convenía o no. Me arriesgué citando frases del gobierno de Pinochet, pero lo hice contando con que la mayor parte no leía y los que lo hacían no se enteraban de lo que leían”, cuenta ironizando acerca de la censura que sus obras no sufrieron en Chile, y añade, con un deje de seriedad: “Yo decía lo que pensaba. Era un riesgo, sí, pero siempre hay que correr riesgos”. En piezas de esos años, Un marciano sin objeto (1967), La imagen (1976), Este jefe no tiene miedo al gato (1976) y Nuestro norte es el Sur (1978), entre otras, Morales desvía su denuncia hacia los abusos del poder, examinando los discursos a través de los cuales este se afianza, mientras que en la década de los ochenta, desde la distancia del destierro y después de varias vueltas a España, escribe sus Españoladas, obras en las que critica y desmitifica aquello que es considerado popularmente como “lo español”. Asimismo, el abanico de posibilidades que le ofrece esa óptica perpleja del desterrado le ha llevado a tratar, en sus últimas creaciones, el tema de “la necesidad de reiniciación del mundo en que vivimos, como en El destinatario (2002)”, o el del conflicto entre el mito y el logos, como en Edipo reina (1999) o Cama Morales: “La experiencia del desterrado rodante abandonada en una plaza pública (2003). es poder ver desde fuera lo que es uno” En su doble condición de desterrado y de autor desterrado, Morales, sin perder el humor, menciona la necesidad de subvertir el canon y de acabar, así, con “ese narcisismo histórico” que ha excluido y sigue excluyendo a muchos autores españoles exiliados. “Las dificultades que tiene un desterrado son infinitamente mayores a las que puede tener alguien en su propio país. La experiencia del desterrado es poder ver desde fuera lo que es uno. El destierro es el despojo de lo tuyo, de tu tierra, de 114 | CONFLUENCIAS | REVISTA PUENTES tus costumbres. Lo que es más próximo se convierte en lo más lejano. Sin embargo, como dramaturgo desterrado en este país del Pacífico, he perdido muchas cosas, pero he ganado universalidad”, afirma en un español neutro que no se ha visto modulado en los setenta y cinco años de exilio en Sudamérica. Así, a propósito de la preservación de la variedad transnacional del español en su literatura, cuenta que, en junio de 1945, cuando Alberti vio representado en Buenos Aires El embustero en su enredo, una obra “enteramente española”, la primera que el joven Morales escribió en el destierro en 1944, el poeta le preguntó sorprendido cómo podía retener todos los giros y juegos de palabras españolas después de varios años fuera de España. “Yo le respondí la verdad, que me salía espontáneo”. No obstante, El embustero en su enredo fue quizá la pieza más española que ha escrito porque, después, “fui inclinándome hacia un lenguaje más universal”. Esta fue también la farsa que fascinó a Margarita Xirgu la tarde en que el joven dramaturgo se la leyó, rodeado de otros amigos exiliados en Santiago como Miguel Ortín, Santiago Ontañón, Arturo Soria, Domènec Guansé y José Ferrater Mora, en la casa de Las Condes donde vivía la actriz. Con la Xirgu, la obra de Morales pisó los escenarios de las principales capitales sudamericanas y, después de que el gobierno peronista censurara el estreno de La vida imposible en el Teatro Argentino de Buenos REVISTA PUENTES | CONFLUENCIAS | 115 Aires el 27 de mayo de 1949, tras la representación de El malentendido de Camus, trabajaron juntos un par de veces más: él adaptó La Celestina, el último gran personaje que la actriz interpretó, y Don Gil de las calzas verdes, la última obra que esta dirigió. El dramaturgo la recuerda con verdadera admiración y destaca su excepcionalidad: “Personas como Margarita ha habido muy pocas. Para mí fue muy importante. Yo le decía: ‘Tú eres autora de autores’. Y ella me dijo una vez: ‘Tú eres mi último hijo’”. Morales nació en Málaga, “en la calle del Pacífico sin número”, pero vivió toda su infancia y juventud en Valencia. Con los años, ya en el exilio, comprendió que Chile no representaba otro lugar más que esa “calle del Pacífico”, y que el “sin número” aludía, irremediablemente, a su condición de desterrado. Confiesa que, al principio, le resultaba difícil asimilar que en Chile se encontraba rodeado por cuatro desiertos, “el desierto del mar, el del Sur, que está congelado, el de la cordillera, y el de Atacama que es el más árido del mundo”; que su destierro se desarrollaba en una isla, “la isla que, no obstante, me dio la oportunidad de vivir”. Morales baraja algunos recuerdos de juventud y se detiene en sus años valencianos, cuando era niño y nadaba en el Mediterráneo. De aquella juventud, ha sabido conservar uno de sus rasgos más especiales: la fina ironía, “muy valenciana, muy mediterránea, herencia de los griegos”. “Los mismos griegos que”, prosigue encadenando ideas, “también inventaron el destierro. Ellos, como bien dijo alguna vez la Xirgu, inventaron el peor de los castigos: no te mataban, te exiliaban”. Desde el destierro, continúa recordando sus años valencianos marcados por la muerte inesperada de su hermana, “una joven pianista que a los quince años ya había conseguido el título de profesora de piano”. Explica que, quizá gracias a ella y a su madre, que también era una excelente intérprete, haya tenido siempre muy en cuenta en sus creaciones el sentido de la musicalidad, pues la sutileza, la mesura en la elección de las palabras, es uno de los rasgos más destacables de sus textos, teatrales y ensayísticos. “Esos rasgos son muy importantes, sí, pero el verdadero problema de un escritor debe manifestarse previamente: está en el olfato, en su capacidad de percibir aquello que está en el aire”, insiste para retomar aquella reflexión acerca de la importancia de la capacidad creativa en cualquier ejercicio intelectual. Y es que Morales, el último de los dramaturgos españoles en el exilio, a sus noventa y ocho años de envidiable juventud, continúa “proponiendo conflictos y creando soluciones”. Desde la casa de su destierro, habla del pasado y lo hace, a pesar de la presencia que le ha escamoteado el exilio, como un artista que no ha detenido su actividad creativa y crítica, sin moverse jamás del presente. Un presente que, mediante un constante juego de “tentaciones y tentativas”, continúa examinando, imprimiendo y denunciando para dar cuenta del mundo en que vivimos. Santiago de Chile, julio y agosto de 2013 116 | CONFLUENCIAS | REVISTA PUENTES 77 MECENAS DE LA REVISTA PUENTES A TRAVÉS DE LA CAMPAÑA DE FINANCIACIÓN DE VERKAMI Abraham Carreiro | Alba Adell |Alba Solá García Albert Estruch | Alberto del Río Malo | Alejandra Fibla Alessandro Ulivieri | Álex Carroll | Alexandra de la Torre Amalia Nácher | Ana Casas | Andreu Jerez Ríos Àngels Escandell | Anna Cabanes Antoni Planelles Gallego | Carlos Fontales Carmen Barceló | Caterina Riba | Daniela Serber David Martínez de la Haza | Diego del Monte Palomares Editorial Trea | Elsa Soro | Emilio Torné | Ester Jordana Esther Lázaro | Felipe García Amat | Francisco Hidalgo Francisco Javier Suárez | Guillem Vidal-Lorda Helena Buffery | Inés García López | Inés Puig Irene Larraz | Iván Sanchís | Jaume Peris Javier Sánchez Zapatero | Jéssica Cáliz | Joan Estruch Jose Ángel García | José Cuñat José Francisco Varela Rial | José Ignacio Padilla Julia Carroll | Júlia Villalobos | Katia Aboli | Lía Rebolo Librería Argot (Castellón) | Loring art (Barcelona) Lucía Barahona | Luna Paredes | Mamen Gil Manuel Aznar Soler | Manuel Monfort | Mar Hidalgo Marisa Suárez | María Adell | María del Carmen Elorriaga María Eugenia Steinberg |María Lourdes Elorriaga | Marina Climent | Marisa Nácher | Marta Ortiz Martí García Salarich | Maties Segura | Miguel Ángel Guerra Miguel Veyrat | Mikel Aboitiz | Miquel Salvador Nacho Gómez | Núria Armengol | Paula Meiss Raúl Nieto de la Torre | Rosa Estruch | Sara Fernández Sofía Piqueras | Vicente Traver Monfort REVISTA PUENTES | PUBLICIDAD | 117 PREGUNTAS AL AIRE 01 ¿Qué relaciones guardan la política y la literatura? 02 ¿Cómo puede ejercerse el compromiso político o la responsabilidad social desde la literatura? ¿Es esto deseable? 03 ¿De qué modos y en qué casos se manifiestan hoy en la práctica literaria los vínculos entre literatura y política? Pueden remitirnos sus respuestas antes del 15 de junio de 2014 por correo electrónico (redaccion@puentesdecritica.com) o a través de nuestra web: www.puentesdecritica.com. Las respuestas más significativas serán publicadas en los próximos números. DEPÓSITO LEGAL: AS-00057-2014 | ISSN: 2341-0124 LITERATURA Y POLÍTICA UNA ENCUESTA