Centro Chiara Lubich Movimiento de los Focolares www.centrochiaralubich.org (Transcripción) Budapest (Hungría), 6 de abril del 20031 Mensaje de Chiara al encuentro ecuménico de los jóvenes: "¿A quién buscáis?" "El diálogo del pueblo" Queridos todos, le doy un saludo de corazón a cada uno de ustedes, jóvenes que están reunidos en este encuentro ecuménico. Tal vez sepan que fui invitada a esta jornada, titulada “¿A quién buscan?” para que les ofrezca la experiencia particular de un pueblo que encontró lo que buscaba; un pueblo que está surgiendo en distintas partes del mundo, compuesto por fieles de 350 Iglesias. Estos cristianos están animados por una estilo especial de vida, por una espiritualidad llamada “de la unidad”, que algunos consideran ecuménica y es un don del Espíritu Santo. “Espiritualidad de la unidad” que floreció en el Movimiento de los Focolares y ahora es patrimonio universal, porque por ejemplo Juan Pablo II ya la propuso a toda la Iglesia católica con el nombre de “espiritualidad de comunión”. Los principales pilares, o fundamentos, sobre los que se apoya surgieron del Evangelio. Quien la vive puede convertirse en un instrumento que contribuye a realizar el testamento de Jesús: “Padre, que todos sean uno” (cf. Jn 17,21), es decir, la unidad, y con ella la fraternidad universal; unidad y fraternidad universal, tan necesarias en nuestro tiempo. De hecho, como saben, hoy más que nunca, con el clima de guerra y el terrorismo que en verdad aterroriza, nuestro mundo necesita cohesión y solidaridad. La guerra divide a los hombres, es más, los aniquila; y el terrorismo acarrea daños inmensos, por rencor o por venganza, causados sobre todo por el desequilibrio que existe entre los Países ricos y los Países pobres. Por lo tanto es necesario más que nunca apuntar a la unidad y suscitar por todas partes la fraternidad que puede generar incluso la distribución de los bienes. ¿Pero cómo es posible encender en el mundo esa fraternidad que armonice la humanidad en una sola familia? Se puede, sin duda, descubriendo quién es Dios. Nosotros los cristianos creemos en Dios, sabemos que existe, pero si bien los vemos perfectísimo, omnisciente y omnipotente, a menudo lo pensamos lejos de nosotros, inaccesible, y por eso no tenemos una relación con El. San Juan evangelista nos dice quién es Dios. “Dios es Amor” (1 Jn 4,8), y por eso es Padre nuestro y de todos. Esta es una afirmación que, bien comprendida, cambia las cosas radicalmente. En efecto, si Dios es Amor y es Padre, quiere decir que está cerca de nosotros, de mí, de ti, de ustedes; los sigue a cada paso, se esconde detrás de todas las circunstancias de vuestra vida, ya sean alegres, tristes o indiferentes; conoce todo de ustedes, de nosotros. Lo demuestra, por ejemplo, una frase de Jesús: “Ustedes tienen contados todos sus cabellos” (Lc 12,7), contados por su amor, por el amor de un Padre. Por eso tenemos que estar seguros de que nos ama. Pero no es suficiente: debemos poner a Dios en el primer lugar de nuestro corazón, antes que nosotros mismos, antes que las cosas, antes que nuestros sueños, antes que nuestros parientes. Jesús lo dice claramente: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37). Y aquí nace otra pregunta: si Dios es Amor, si es nuestro Padre, ¿qué actitud debemos asumir delante de El? Es lógico: si él es el Padre de todos nosotros, tenemos que comportarnos como hijos suyos y hermanos entre nosotros; prácticamente, vivir ese amor que es la síntesis del Evangelio, es decir, todo lo que el Cielo nos exige. 1 Mensaje grabado por Chiara el 25 de febrero del 2003, en Rocca di Papa. 1 Centro Chiara Lubich Movimiento de los Focolares www.centrochiaralubich.org Pero nuestro amor hacia el prójimo no debe ser cualquier amor, una simple amistad o únicamente filantropía, sino ese amor verdadero que en el bautismo ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, y es el mismo amor que vive en Dios y tiene determinadas cualidades. Y ahora, queridos jóvenes, les pido una especial atención. Este amor no es limitado, como lo es el amor humano, que se dirige casi exclusivamente a los parientes y a los amigos; se dirige a todos: al simpático y al antipático, al de nuestra patria o al extranjero, al de mi Iglesia o de la otra, de mi religión o no, al amigo o al enemigo. Es un amor que empuja a ser los primeros en amar, a tomar la iniciativa siempre, sin esperar – como sería la actitud humana – a que nos amen. Además es un amor no sólo de palabras o de sentimiento, sino que sabe sufrir con quien sufre, gozar con quien goza, ayudar a todos concretamente. Un amor que aunque se dirija a un hombre o a una mujer, quiere amar a Jesús en la persona amada, ese Jesús que considera hecho a sí mismo el bien o el mal que se hace a los prójimos (cf. Mt 25, 40-45), como nos dirá en el juicio universal. Y si este amor lo vive más de uno, nace el amor recíproco, se realiza el mandamiento de Jesús que dice: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13,34). Amarse mutuamente – quien lo ha vivido puede asegurarlo - es el Paraíso en la tierra. Es eso, realmente eso. Probemos, queridos jóvenes. Volviendo a nuestras casas o a nuestras comunidades, o bien a la escuela o a la oficina, o a cualquier parte, probemos todos amar así, porque si no, no somos cristianos auténticos; mientras que este amor puesto en práctica puede producir una revolución en el mundo, en nosotros y a nuestro alrededor: la revolución cristiana. Pero este amor no siempre es fácil. Dificultades nuestras o de los demás lo quebrantan muchas veces, y esto provoca dolor. ¿Qué hay que hacer? ¿Detenerse en ese dolor? No. El dolor para nosotros cristianos tienen un nombre: se llama cruz. Y Jesús nos dijo cómo comportarnos con las cruces: “Quien quiera seguirme (…) tome su cruz cada día (…)” (Lc 9,23). Hay que tomar la cruz, no arrastrarla; hay que empuñarla como un arma, aceptarla, ir adelante y seguir amando. Detengámonos un momento sobre esto para comprender y recibir en el corazón una consecuencia maravillosa del amor recíproco puesto en práctica. Si vivimos así, sucederá algo extraordinario: entre nosotros florecerá la presencia espiritual de Jesús. Él lo ha prometido: “Donde hay dos o tres unidos en mi nombre – que quiere decir en mi amor – yo estoy en medio de ellos” (Mt 18,20). ¡Jesús con nosotros! ¿Lo pensaron alguna vez? ¿Lo experimentaron alguna vez? A lo mejor no. Bien, yo les aseguro que quien ha vivido así, ha probado en su corazón un amor nuevo, una fuerza novísima, luz, alegría, coraje, ardor, que son todos efectos de su presencia. ¡Y si Él está todo es posible! Queridos jóvenes, al comenzar les prometí que les contaría la experiencia de un pueblo nuevo. Bien, es justamente esta espiritualidad, el estilo de vida del que les hablé hasta ahora que ha hecho nacer ese pueblo. Algunos años después de que el Movimiento de los Focolares había surgido en la Iglesia católica, la espiritualidad de la unidad vivida tuvo el honor de interesar e impactar, bajo uno u otro aspecto, a fieles de Iglesias diferentes. Los evangélicos luteranos, por ejemplo, en contacto con nosotros católicos, quedaron maravillados porque no solamente se hablaba del Evangelio, sino que se lo vivía con mucha intensidad. Entonces nos pidieron que los ayudáramos a llevar esta vida a sus parroquias y comunidades. Los anglicanos de Inglaterra fueron atraídos por la idea y la praxis de la unidad, y también ellos nos invitaron. Como también los ortodoxos, impresionados por nuestra acentuación de la vida y del amor. Y los reformados, por la presencia de Jesús en medio de los suyos en los pequeños grupos. A los metodistas les gustó la tensión a la santidad que suscita esta espiritualidad. Y todos, aun siendo cristianos de distintas Iglesias, se encontraron hermanados por este estilo de vida. Ahora, como ya dije, adhieren fieles de 350 Iglesias o Comunidades eclesiales. Y nuestra vida juntos siempre fue bendecida y alentada, sea por las autoridades de la Iglesia católica que por las de otras Iglesias. Los efectos de este estilo de vida son 2 Centro Chiara Lubich Movimiento de los Focolares www.centrochiaralubich.org iguales en las diversas Iglesias: conversiones a Dios, nuevas vocaciones, renovación de las parroquias, de las comunidades, recomposición de matrimonios, unidad entre las generaciones, etc. Al conocernos y amarnos con todos estos hermanos y hermanas de distintas Iglesias nos hemos dado cuenta, como por primera vez, de las grandes riquezas que ya tenemos en común: en primer lugar el bautismo, después el Antiguo y el Nuevo Testamento, los dogmas de los primeros Concilios, el Credo, los padres griegos y latinos, los mártires y otras cosas, como por ejemplo la vida de la gracia, la fe, la esperanza, la caridad, y muchos otros dones del Espíritu Santo. Y mientras que antes vivíamos casi como si este patrimonio no existiera, ahora nos damos cuenta de que todo eso, junto a la nueva espiritualidad que tenemos en común, nos hace sentir de alguna manera que ya somos uno. En efecto, no obstante todavía haya mucho que hacer para componer la unidad visible entre nuestras Iglesias, sentimos que componemos “un pueblo cristiano” de laicos, sacerdotes, religiosos, pastores, obispos. Además, esta espiritualidad de la unidad ilumina el camino hacia la plena comunión visible, porque Jesús, si queremos y si nos amamos, por el bautismo puede estar de inmediato espiritualmente presente entre católicos y evangélicos, como también entre reformados y ortodoxos, entre metodistas y armenios, entre todos. Y este es un vínculo muy fuerte, que nos hace decir: nadie podrá separarnos porque es Cristo mismo quien nos une a todos, nos une en lo que nosotros llamamos el “diálogo del pueblo”. Y es más: esperamos que otras formas de diálogo, como el de la caridad, por ejemplo, que era tan vital entre Pablo VI y Athenágoras; el de la oración, que es especialmente sentido en la Semana de la unidad, y el teológico, puedan ser potenciados por este diálogo; Jesús en medio de los que se aman siempre puede iluminar. Queridos jóvenes, el presente nos pide a todos que hagamos cualquier esfuerzo para que en el mundo nazca la fraternidad universal, y a cada uno que, mientras tanto, recompongamos la unidad de la Iglesia, lacerada desde hace siglos; Dios lo quiere, lo repite y lo grita incluso con las dolorosas circunstancias presentes que Él permite. Al comienzo mencioné el clima de guerra y el terrorismo difundido en nuestro planeta. Créanme que, si estamos viviendo momentos de tanta emergencia, no es todo por culpa de los terroristas. Y no se debe sólo al hecho que naciones más ricas no han ayudado, ni ayudan a otras naciones en una gran, extrema pobreza, suscitando así ideas de venganza; sin dejar de reconocer que uno y otro elemento son sin duda causas graves por las cuales hoy toda la humanidad sufre; pero hay más: también es culpa nuestra. Sabemos que los cristianos en el mundo son muchos; de hecho, si ahora, en el 2003, sólo los católicos son un billón y 61 millones, ¿cuántos seremos todos juntos? Una cantidad enorme. Y sin embargo, como tal vez sepan, en setiembre de 2001, enseguida después del atentado a las torres gemelas, hubo alguien de ese mundo que nos es hostil, que calificó a los cristianos nada menos que de “ateos” e “infieles”: una mentira cósmica, sin duda, pero no del todo. Jesús, de hecho, nos había dicho que el mundo nos reconocería como suyos, y a través de nosotros lo reconocería a Él, por el amor recíproco: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos – dijo – en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). Pero la unidad, lo saben bien, no la mantuvimos y todavía no existe. ¿Qué testimonio de Cristo, de su verdad y su amor, podemos haber dado y podemos dar? Lamentablemente no somos más como los primeros cristianos, que eran un corazón solo y un alma sola, y por eso ponían en común todos los bienes. Entonces, ¿qué podemos hacer? Pienso que nos queda más que formular en el corazón un propósito sincero: empezar a amar - como les dije - a todos, ser los primeros en amar, amar concretamente viendo a Jesús en cada uno, y amarse mutuamente, de modo que Él esté presente entre nosotros y Él sin duda sabrá repetir el milagro de los primeros cristianos. ¡Coraje entonces, queridos jóvenes, coraje! Jesús dijo: “Yo he vencido al mundo”. Si nos proponemos amar, él nos dará la victoria. 3