Autor: Hermann Gil Robles Título de la novela: La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles 1 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles “Una gran altura es tan sublime como una profundidad, si a esta la acompaña el estremecimiento, la sensación es sublime terrorífica.” Immanuel Kant 2 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles La Ciudad del Olvido 1 Ikal Está muerta. La idea se encaja en su memoria. Está muerta. Es la imagen recurrente que infecta los recuerdos. Diego Ikal Peralta tiene dos semanas en el camino seguro hacia una cirrosis crítica, a una aguda depresión, o a un episodio psicótico severo. Lleva días intentando alejarse de las memorias que lo mantienen despierto en las madrugadas, hasta terminar con la botella de Appleton añejo, licor que no logra suplir el Ativan, el Tafil, las inhalaciones de cocaína y toda una gama de nuevas drogas. Toda la gama de drogas que necesita alguien con tantas imágenes incrustadas en los ojos y en el olfato. Es María José quien va tras él todas las noches. Su esposa que hace semanas falleció. «La mataron», se dice. A diario, cuando Ikal cae en la cama, su mujer llega desde el río con el abrigo puesto, las piedras hundiéndola y su hijo no nato en el vientre, «La mataron», se repite. Y lo sostendrá aunque el resto del mundo diga lo contrario. Aunque el expediente del Ministerio Público subraye frases como: Se presume que cometió el acto de suicidio. La primera vez que lo leyó casi escupe en la cara del ministerial. Suicidio. La palabra retumba en su memoria. No. No lo hizo. Ikal sabe que María José sería incapaz. Ya había dejado la adicción a las Experiencias Vívidas. Hace dos semanas, ella asistió a unas pruebas mercadológicas para el lanzamiento de la nueva droga de recreación que está produciendo Dreamhost. «Ahí nos chingaron, mi 3 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles amor». Ese día tuvo una noche de tormenta, identificaron diez cuerpos que arrastró el río, uno de ellos era María José. Ahora Diego Ikal se encuentra en La Divina, un bar del centro de la ciudad. Es tarde. Lo sabe porque la sed es tan letal que solo se puede quemar con alcohol. Revisa la bolsa de su pantalón y empuña la Ruger LCR .22 de ocho tiros, aún le parece un arma femenina, pero fue lo que pudo encontrar con la premura. Está instalado en el lugar más oscuro, en la esquina perfecta para ver quién entra y quién sale. Toca la pared y rasca el yeso con las uñas, lo lleva a la boca y saborea, la sensación terrosa en la lengua lo reconforta. La Divina es de una planta: al entrar, la barra se encuentra en el lado derecho, a la izquierda y al fondo hay más de veinte mesas distribuidas con orden, todas con comensales que ya van en la cuarta, quinta, sexta ronda de la noche. «No deben tardar». Ruega que sea suficiente alcohol para borrar los recuerdos. No está seguro y ordena otro Appleton al mesero, quien trae un caldo de lentejas como aperitivo. Recorre de nuevo el bar con la vista, buscando alguna sombra conocida, algo que lo alerte y entonces atacar, eliminarlo, descargar la frustración que lo tiene nadando en este lodo fétido que son los recuerdos. Piensa en Dreamhost. Saca su celular, accede a la carpeta de imágenes y selecciona una titulada Pendientes, así la llamó desde el día en que decidió lanzarse a la cruzada para aniquilar a los responsables de la muerte de su esposa y de su hijo no nato. Adentro hay una serie de fotos, se detiene en tres: en una de ellas aparece el Director de Salud Pública, un tipo moreno, gordo y detestable; en otra aparece un señor con bata blanca, serio, de barba y cabello gris, «Sebastián Terreros», piensa; en la tercera hay un tipo con rostro de rata obesa, «Jacint Casals», se dice. 4 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles No fue difícil saber en dónde se encontrarían, un par de llamadas, cobrar otros favores y listo. «Allí se juntan los miércoles, saliendo de la oficina, como a eso de las nueve», le dijo la secretaria del Director de Salud Pública. Sin embargo, ya son casi las once de la noche y no han llegado. Bebe de nuevo cuando le traen el trago y pide otro caldo de lentejas para calmar la necesidad de raspar el yeso de la pared. «Hay que tener cuidado con las mujeres que se abandonan», piensa mientras busca su cartera, saca un billete de quinientos y lo coloca en la bolsa contraria donde guarda el arma. Luego de la muerte de su esposa inició una investigación sobre la nueva droga de diseño de Dreamhost, enfocado en los daños colaterales que pudiera ocasionar. Se trataba de una droga de calidad, de elite. Al parecer estaban haciendo pruebas con Testers y ofrecían cincuenta mil pesos para quienes pudieran pasar los exámenes y lograran consumirla. Sin embargo, Ikal no sabía ni a cuántos ni a quiénes se aplicaba, tampoco sus efectos. Era algo mucho más fuerte que las Experiencias Vívidas, algo que se vendería mucho más caro. Además, el corporativo en Barcelona había delegado a un tal Jacint Casals. Algo se estaba cocinando. Esculcó en casa y en uno de los cajones de María José rescató un contrato de la compañía, Art Viu: De lo Bello a lo Sublime, la nueva droga ya tenía nombre. Así que fue a visitar al doctor Terreros: en la primera ocasión lo recibió cordialmente, en la segunda lo dejó en la antesala, y a partir de la tercera no le permitió entrar al edificio. Terreros aceptó que se estaba llevando a cabo el desarrollo de una nueva droga, pero negó por completo que se estuvieran reclutando donadores o Testers y que, además, algunos de ellos tuvieran efectos secundarios. Ikal buscó otros métodos. 5 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Hacía guardias por las noches. Comenzó a vigilar la basura de la farmacéutica. En una de sus exploraciones dentro de los contenedores encontró una lista, estaba cortada en tiras y tardó un par de días en armarla y entender lo que decía los papeles. Nombres, direcciones, teléfonos, correos, y una columna con la variable: Pérdida. Ahí se encontraba el nombre de María José. «Mierda», los huesos comenzaron a hacérsele polvo del coraje. «Fueron ellos», lo supo y encontró la forma de verse de nuevo con Terreros. Hizo llamadas y visitas. Y sí, el común denominador era el suicidio. Comenzó a redactar la nota y siguió uniendo los cabos sueltos. Tenía que encontrar más información. Ahora Ikal no puede buscar respaldo en el Ministerio Público, ni con los Federales, ni con la PGR. Repudia a las autoridades, todas son una mierda de corrupción. «A la chingada con la nota, primero lo primero», se dijo. Guardó la lista y el contrato, se lanzó al abismo y tuvo la certeza que se encontraría de nuevo con Terreros y con el Director de Salud Pública, que acababa de autorizar un enlace entre Dreamhost y los Centros de Integración Juvenil. Aquí está, esperándolos. La puerta principal se abre y entra un grupo de personas, «Son ellos». El Director de Salud abraza a una chica joven, rubia y delgada, vestida de traje sastre negro; a un lado, Sebastián Terreros Maldonado mira ávidamente sobre su hombro, como cerciorándose de que algo no esté, de que algo no repte por su espalda. «Ya era hora». Se pone de pie, tambalea, toma un envase de botella y se acerca a los recién llegados. —Doctor Terreros, Director, qué casualidad encontrarlos. 6 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles El Director, quien trae su mano bajo el pantalón de la chica, sonríe, intenta reconocerlo y hace un ademán para saludar. Ikal empuña el envase. Toma fuerza y lo estrella en su rostro. Gritos, dudas, incertidumbre. La rubia cae junto con el agredido, Terreros se repliega hacia el interior y lanza un par de blasfemias, no sabe qué está sucediendo. Algunos meseros se acercan para calmar la escena pero de inmediato Diego saca su Ruger femenino y dispara dos veces hacia el techo. Más gritos, muchos se esconden bajo las mesas, otros piensan que es un asalto y levantan las manos. —Atrás, cabrones, que esto es entre estos pendejos y yo, atrás —dice y dispara de nuevo. Apunta hacia el piso, donde el Director de Salud intenta ponerse en pie, apoyándose en la chica rubia que llora copiosamente. — ¡Ahora sí, para que sigas aprobando pendejadas! Acciona el gatillo. El eco del impacto se embarra en las paredes. El Director gime, destila sangre desde el hombro. —Cállate, cabrón. Dispara de nuevo, ahora en una de las piernas. Los comensales huyen. Los sollozos de la chica resbalan por la piel. «¿Cuántos tiros llevo?». Entonces una botella se estrella en su espalda, la fuerza del golpe lo hace girar por inercia y dispara de inmediato a un mesero. No da en el blanco: logró parapetarse detrás de una mesa. 7 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Terreros aprovecha la confusión y salta sobre Ikal. Logra derribarlo y en el forcejeo pierde el arma. Se pone en pie y arremete contra el Doctor, golpea con saña, con una rabia que creía apagada, con el coraje de las peleas de su adolescencia. No da tregua. Impacto tras impacto. Busca el arma, la toma, apunta a su estómago. «Por María José y mi hijo, cabrón de mierda», piensa y antes de accionar el gatillo otra botella se estrella en su hombro. Dispara. Falla. Apenas impacta en una de las piernas del doctor. Un segundo destello atraviesa el estómago del mesero que lanzó las botellas. Terreros se aleja reptando. Alguien que se encuentra al lado del mesero herido grita y maldice. Vocifera que llamen a una ambulancia, que si hay un médico en el lugar, que alguien los ayude. Pronto dos, tres, cuatro compañeros se le unen e intentan detener la hemorragia del estómago. A su lado, el Director de Salud se desangra. La chica rubia intenta detener la hemorragia sin resultados, el líquido fluye por el piso. Apunta al funcionario, jala el gatillo. Nada. «Se me acabaron los pinches tiros y no compré más», piensa y guarda el arma. Patea el rostro ya astillado por los vidrios. Busca al doctor Terreros. «¿Dónde estás, cabrón?». Los segundos son una eternidad. Lo encuentra. «¿Con que escondiéndote, hijo de la chingada?», se acerca a la mesa, toma una botella Buchanan's, y la lanza. Da en su pierna. Sale de su escondite y se miden. Intenta repetirlo pero se detiene. Un compañero del mesero herido le cierra el paso, lleva un pica hielo como arma. La mirada entre Terreros e Ikal, a solo cuatro metros de distancia, es una trinchera en suspenso. Los gritos siguen. El sudor. Otros meseros se acercan y vienen armados con cuchillos, botellas y tenedores. «Si me agarran me meten una chinga que no me la quito ni con sal». 8 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Observa al Director en el suelo, se retuerce y se queja con la chica rubia a un lado, que ya tiene las manos empapadas en sangre. «Uno u otro», piensa, se acomoda y lo golpea. Asesta un Jab seco y certero, tanto que al momento del impacto, Ikal escucha que algo se rompe. «Otra botella», toma espacio para seguir golpeando con la misma mano pero no responde, ha quedado neutralizada, «me la chingué». Intenta moverla. Nada. «Ya estuvo suave». Es momento de iniciar el escape, de lo contrario terminará encobijado en el río de la ciudad. «Vámonos». A su lado, en el piso, el Director intenta maldecir, parte de la quijada no está en su lugar: Ikal consiguió zafarle el maxilar. —¡Ahora sí, para que sigas aprobando pendejadas! —dice mientras busca la oportunidad de escapar. De nuevo encuentra a Terreros. Lejos, poco más de seis metros. Imposible alcanzarlo sin meterse más a la boca del lobo. Las trincheras seguirán intactas. Tiene que largarse. Rodea al Director y a la chica. Cruza la puerta y corre. Huye sosteniendo su mano izquierda, no importa el cansancio, ni el dolor en la espalda, mucho menos la falta del zapato izquierdo que abandonó en el campo de batalla. Detiene un taxi y sube. —Vámonos, para Garza Sada. Aunque está más apaleado que un toro antes de entrar al ruedo, sonríe, sabe que ha avanzado. «Uno por uno», piensa mientras recibe el aire de la noche. Con la mano sana saca el billete de quinientos y lo entrega al conductor. —Luego para el sur, para la carretera. Y acelere, que traemos prisa. 9 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles —A qué pinche Dieguito, en qué chingaderas te metes —dice Bernardo mientras le alcanza una toalla para limpiarse la sangre. —Y aparte te rompiste el pinche brazo, nos vamos al hospital. —No, no creo que esté roto, ya no me duele tanto. —Si desde acá se ve que está chueco, Dieguito, nos vamos al hospital. Nomás a ti se te ocurre irte a agarrar a balazos con el Director de Salud, y ese pinche Terreros. Andas mal, muy mal. Ikal intenta mover de nuevo el brazo pero el dolor se lo impide. Es una punzada que nace desde el hueso y se revienta en la boca con un quejido. —¿No que no duele?, nos vamos, además, ya te deben estar buscando esos cabrones, sabes que no perdonan, que se ensañan, como perros. —El Director echó el proyecto para delante —responde reconociendo la falta de aliento en su voz. —Pues ya estás más adentro que afuera, ¿qué vamos a hacer contigo?, pinche Diego —toma el teléfono y va al pasillo. Ikal ahoga los ojos en el suelo. Apoya la mano, aún inerte, en la mesa de la cocina, intentando no hacer el más mínimo movimiento. Desea más tiempo para encontrar respuestas, redención y vengar el rostro de María José, de ella y su hijo José María, a quién jamás conoció. ¿Cuántas veces le dijo a María José que abandonara Experiencias Vívidas?, ¿cuántas veces prometió que ya no las consumiría? No lleva la cuenta, pero el último periodo de sobriedad duró lo mismo que el embarazo: siete meses. Siete meses limpia y lo había arruinado. 10 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Aquel día de tormenta la encontró en casa, tranquila. No estaba ida, no lloraba, no tenía temperatura, José María se movía correctamente en su vientre. «¿Qué te metiste?», le preguntó. «Nada». No se quiso confiar. La llevó al médico, le hicieron exámenes, una ecografía para ver que todo estuviera bien, y sí. Fuera de las tres incisiones en la nuca y el espacio afeitado en el mismo lugar, todo estaba en orden. Entonces pudo respirar. Habló con ella. Trató de razonar. Regañarla como si fuera una niña y hacerla entender, de nuevo, que ya no era solo ella, José María formaba parte de su cuerpo. «¿Qué te metiste?», preguntó de nuevo. «Solo una dosis de algo más nuevo que las Experiencias Vívidas». Así fueron a la cama, la lluvia gritaba truenos y él se revolvía como escarabajo en la cama, pensando si la droga de prueba era de efecto tardío, si explotaría en su cabeza en algún momento, ¿qué hacer? Mantener la vigilia luego de tantas horas fue imposible. Se quedó dormido a su lado, abrazándola, protegiendo su vientre y junto con él a José María. Los relámpagos encendían la habitación, a cada trueno el bebé daba saltos dentro de su madre. Ya más tarde, María José escapó de casa y se refugió en el agua. María José vive en su subconsciente. La puede ver. Sonríe en su memoria. Feliz antes de que su cuerpo terminara acribillado por el agua, los troncos, la piedras, la basura y los autos que se llevó el río. Sabe que algo fue implantado en ella, y dentro de ese algo, tanto el doctor Sebastián Terreros Maldonado como el Director de Salud tuvieron que ver. «Tengo que encontrar de nuevo a Terreros, necesito otra oportunidad». Y ahora se encuentra en la cocina de su editor en jefe. ¿Cuántas veces le insistió a Bernardo que publicara la nota? Pero no. Se negó alegando que no tenía fondo, que los datos eran inexactos, que nada era concreto. Incluso se negó a revisar la lista rescatada de la 11 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles basura. Sí. A Bernardo le hacen falta huevos. Su amigo se ha convertido en un cobarde de mierda, una suerte de bicho escurridizo. Aquel día, Ikal despertó y no la encontró a su lado. De inmediato supo que algo andaba mal. Se puso los zapatos y salió disparado de casa. Las calles estaban hechas un desastre. En el camino hacia el río, varios postes se habían caído, otros estaban sobre los techos de algunas casas. Supuso que la tormenta limpió la ciudad y barrió con todo. «Con todo», se dijo y aceleró el paso. Llegó a la rivera, había mucha gente alrededor. Las casas más próximas fueron invadidas por lodo y putrefacción. Se acercó más al cauce que aún seguía feroz, ruidoso y sublime. Infundía respeto y temor. Algunos encinos mutilados, en la orilla troncos, partes de concreto de alguna pared, bicicletas, televisores, camas, colchones, estufas, refrigerados, incluso un Jetta rojo se había incrustado en lo alto de un mezquite. El río entró con fuerza a las casas y les arrebató las entrañas. La lluvia purgó la ciudad. Pero María José no estaba ahí. La encontraron doce horas después y a más de diez kilómetros río abajo. Los cuerpos se fueron al abismo de la tormenta. Antes de ir más allá en las evocaciones, se obliga a regresar a la casa de su amigo y editor en jefe. Los ojos crispados, rojos, enfocados al techo. No puede olvidar, no puede dejar ir la idea de que a su esposa la asesinaron. No puede dejar de pensar en el dictamen: Suicidio. No. Ella no se pudo suicidar. No. Ella no es de esas personas. No. Es imposible que por accidente haya entrado al río. No fue un accidente, no fue un suicidio. La mataron. «Fue la pinche nueva droga». 12 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Bernardo vuelve. Saca una cerveza del refrigerador y la abre mientras se sienta a su lado. Mira el brazo inerte. Si no hacen algo, lo perderá. —Diego, Diego, escúchame, cabrón— Ikal lo mira. —Vamos a hacer lo siguiente: tenemos que sacarte de la ciudad, del pinche país. Ya todo el mundo debe saber la pendejada que hiciste. En el periódico, vamos a decir que te vas a hacer una nota de desahucios. Puede ser un reportaje, una historia humana. Con eso podré firmar los viáticos para que te largues. No sé cuánto tiempo. Aunque le faltan huevos, es de los pocos amigos que le quedan. —¿Qué es? —España. Ya hablé con un colega, se llama Jonatan Dominguez, un asturiano que desde hace tiempo migró a Cataluña. Él trabaja en un diario que es empresa hermana de nosotros, de El Horizonte. De inmediato el nombre de la comunidad autónoma española se enlaza con Terreros, con Jacint Casals, con Dreamhost. Sonríe. Sabe que en el otro lado del charco también se cuecen planes. —No digas nada, tienes que sacarte eso del sistema. Necesitamos que te largues de aquí, mientras las cosas se calman. Jonatan te ayudará. Se miran, encuentran complicidad. —Allá está Jacint… lo sabes. —Para mí vas a hacer la nota de desahucios, y es todo… —comenta Bernardo mientras apura la cerveza para ocultar algo similar a una sonrisa. —¿Sabes quiénes son los Partidarios? —Sí. —Jonatan es de ellos. 13 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles —No suena mal —conoce el grupo de choque. Ikal sabe que los partidarios tienen células en todo el mundo, sus postulados se basan en que la imaginación es de quien la trabaja. Las imágenes sensoriales y de creación de las personas no tienen que ser privatizadas. Dreamhost le pone precio a los sueños, los extrae de donantes, los edita y vende. Y ahora que están creando una nueva droga, algo turbio se está formando, algo denso como un pantano. —Nos vamos al hospital. Toma las llaves, ayuda a su amigo a asirse y van al auto. —Es difícil olvidarse de ella, pero si lo que buscas son respuestas, tal vez allá las encuentres. Tienes que sacarte a María José, ya la enterramos, Diego —menciona Bernardo ya que están rumbo al hospital. Ikal siente una punzada en la mano inerte y el dolor llega hasta las vísceras. —Hasta que esto quede resuelto. El recuerdo de María José es un aceite que le vacían en los pulmones, luego se solidifica, ejerciendo una presión que le reventará la caja torácica. La recuerda en el ataúd, en el río, en la interminable búsqueda pero, sobre todo, evoca las incisiones en la nuca. El inicio de su investigación. Los nombres. Terreros, Jacint, el Director de Salud. «Va uno, quedan dos». Para desviar el tema, Bernardo enciende la radio. Si has construido castillos en el aire, nosotros les ponemos cimientos. Haz que tu trabajo no se pierda. Ven por Sueños Vívidos. Su venta requiere receta médica. —Hasta en los pinches comerciales salen —, dice Ikal. 14 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Porque cuando vivimos nuestros sueños es cuando comprendemos la riqueza de nuestra imaginación y la pobreza de la realidad. Ven a Dreamhost por las últimas versiones. Se acaban. Se acaban. Se acaban. Consulte a su médico. Expulsa la radio. La apaga. —Me tienen hasta la madre. Frente a él, la ciudad corre a través de las luces mercuriales. El aire denso, asfixiante, se cuela por la garganta. El celular de Bernardo suena, contesta, intercambia unas palabras y cuelga. —Era Denisse, ya te tienen el vuelo, sales en cinco horas. Luego del hospital, nos vamos a tu casa por las cosas. Ikal no debate, sabe que tiene razón. Ya lo buscan, y en cuanto lo encuentren, deseará estar muerto. 15 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles 2 Sujeto VW41 Los truenos impactan las paredes de la habitación, fulminan las sábanas hasta erizarnos la piel. Mire nada más cómo se encuentra. Ahora embarazada, tan joven. Su hijo nada en su vientre. ¿Por qué no pudimos tener nuestros propios hijos, Vita? ¿Qué fue lo que nos pasó? Estaba tan ensimismada en mis palabras que no me di la oportunidad, o más bien, my dear, sabía que esta carga, esta locura, no la podíamos transmitir. Porque eso es una maldita contaminación que llevamos a cuestas. ¿Dónde está Leonard? Seguro fue a realizar esos menesteres que considera de importancia. Toque su vientre, dese cuenta que está vivo, que su hijo respira desde usted, que José María está bien —no recuerdo dónde aprendí su nombre, pero lo aprendí, las palabras han venido a mí con una belleza sorprendente—, la idea la hace descansar, my dear, la hace por fin soltar la pierna y dejar que ese estímulo ahogado se convierta en algo que parecía perdido a su alrededor. Su marido, a su lado, duerme tan plácidamente que es mejor no molestarlo; sus ronquidos llegan en oleadas, como si se tratará de una caverna que expulsa piedras de tiempo en tiempo. De pie, Vita, las sandalias se ajustan perfectamente, su cabellera amarrada con una liga parece una cola de caballo. Sus ojos están enredados por dos pozos, dos ojeras tan negras como su pelo. Desde siempre tuvimos esa razón de crear, de ser alguien más que una sola mujer, de interponernos en el mundo, de darnos cuenta que amanece. 16 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Las historias, my dear, son parte de nuestras vidas, aunque no queramos, aunque seamos ese alguien que solo las narra. Debemos entender que detrás de nosotras existe una carga tan fuerte, tan emocional, tan llena de vida que será imposible contrariarla. Camine hasta la puerta, Vita. No haga caso de los truenos y relámpagos, no importa que le pongan la piel de gallina, no importa que con cada destello de luz y la espera eterna del sonido, le haga saltar a usted y al hijo que lleva en su vientre. Las palabras, my dear, cómo es que las palabras se transforman en cosas tan distantes, tan cambiantes, como si mutaran hasta convertirse en un nuevo ente, en algo desconocido, formando oraciones que jamás se pudieron expresar en el viejo idioma. Las vemos tan cercanas, tan sólidas que han formado un nuevo lenguaje. Debemos crear belleza a pesar de todo. No es necesario que se ponga zapatos, basta con las sandalias. No, claro que tampoco importa que no lleve pantalón, lo que menos queremos es retrasarnos. Momento, lo estaba olvidando. Hay algo que sí importa y que es totalmente indispensable, of course, el abrigo. Vaya al armario, abra la puerta y saque el mejor que tenga, aquel café con grandes bolsas nos servirá espléndidamente. Los ronquidos del señor Peralta son una sinfonía que despierta la memoria. Ahora siento que esos sonidos la hicieron descansar, igual que a mí los de Leonard me daban la paz necesaria para alejar las voces. Aunque ya es imposible desconocerlas, ya están aquí, claman en el oído con un silencio exasperante. Su marido duerme espléndidamente a pesar de los truenos, a pesar de que usted pasa a su lado. No, por favor, no lo despierte, no es necesario. No le diga nada. Mejor tome las llaves. En esta ocasión no hemos escrito carta alguna. No hemos tenido tiempo, my dear, es 17 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles una pena. Recuerdo que hace mucho tiempo, hace tanto, escribí una. Espero que mi Leonard me haya entendido. No pierda tiempo, que los truenos, los relámpagos y los gritos desde las vísceras callan los pasos que damos alrededor de la recámara, nos ayudan ahora que abrimos la puerta y vamos escaleras abajo. Salga a la calle. Claro que se mojará, Vita, claro que el agua entrará por la nariz y nos llenará el cuerpo, nos llenará a los tres que formamos una unidad, un ser creado por palabras. Se lo he de confesar: no sé en realidad por qué hacemos esto, pero es algo necesario, algo que se encuentra en las evocaciones, en el reconocimiento. Tal vez sean las voces, my dear, las malditas voces que ya están aquí y claman desde el olvido. Vamos, adelante, el agua golpea con fuerza su rostro, la espalda, el pecho, las piernas, la cintura, las manos, y poco a poco, se filtra por debajo del abrigo. Solo unas cuantas yardas más abajo, siguiendo el camino de esta calle. Así que adelante. Camine con cuidado, que no queremos resbalar antes de llegar a nuestro objetivo. Sí, hace frío y el viento nos llega como mares enemigos. Eso es, estamos en un mar. Camine. Abrace las cortinas de agua que se forman por el aire. Vaya a paso seguro. Puede ceñir su vientre. ¿Se quiere despedir de José María? Es una pena, Vita, lo sé, my dear, una gran pena perdernos así, pero es la forma más segura en la que podemos dejar trabajar a nuestros maridos, a su Peralta y a mi Leonard. Pero sobre todo, la forma más segura en la que podemos terminar con las voces. Mire nada más qué grande es la tormenta. El abrigo pesa tanto, pero podemos con esto y con más. La dulce agua que cae del cielo. Y cientos, cientos de arroyos que se mueven con tanta hermosura. 18 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles «¿Quién es Vita?, yo no soy Vita». Claro que lo es, pero seguramente tiene problemas para retomar esas ideas y colocarlas en su cabeza. En ocasiones me sucede, my dear, pero debemos estar al tanto que si olvidamos esas memorias, poco a poco nos abandonaremos. Y no queremos eso, ¿cierto? Recuerdo muy bien… ¿lo recuerdo? Sí, recuerdo palabras que no viven en los diccionarios, viven en la mente, viven aquí en medio de nosotras, justo donde pensamos, justo ahí donde vive la memoria. Recuerdo más, my dear, creo que ahora que lo pienso, existe cierta fórmula para seleccionar las palabras correctas, y ponerlas en el orden correcto. Es llevar el sentimiento de lo bello a lo sublime, y esta tempestad furiosa es sublime. Eso fue lo que hicieron, lo que hice, hace años. Y es por esto que hoy debo guiar sus pasos, para salvarme, my dear, para salvarnos, y dejar que los señores, aquel judío sin un céntimo y aquel que ahora duerme en el sofá de casa, se dediquen al trabajo. ¿Se habrá despertado?, ¿se habrá dado cuenta que ya no nos encontramos en cama, que hemos salido para callar las voces? Cuidado. No tropiece. A estas horas las avenidas y las casas se encuentran tan vacías, tan ajenas a nosotras. Es una epifanía, my dear. El agua nos impacta en el rostro. Nos llena de vida. ¿Sabe qué es lo que me ha sucedido últimamente? Siento que he enloquecido de nuevo, creo que viviré una de esas épocas tan terribles. No podré recuperarme esta vez. Pero usted sí, usted debe concentrarse en bajar, y yo le debo contar los pasos y marcar la línea mientras va descalza, mientras el abrigo se inunda de torrentes, mientras dentro del vientre se mece y pelea incansable nuestro José María. Porque es nuestro. «No». ¿Cómo dice? ¿Acaso está usted colocando trampas en este acuerdo? 19 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles No puedo permitir este tipo de situación. Sobre todo cuando estas voces, tan terribles, tan lúgubres, siguen dictando las reglas. ¿No las escucha, Vita? ¿Acaso no ve que nos hablan, que nos susurran al oído luego de cada trueno? Es una bendición que solo me escuche a mí, que solo sea yo y nadie más quien guíe sus pasos. Hace muchos años no tuve la misma oportunidad. Nadie me ayudó. Y ahora, cada voz, cada rostro, es como si los estuviera observando, como si ahora mismo me estuvieran entregando las armas. Las malditas armas. La destrucción de nuestra casa. Los miles de muertos, las ciudades hechas pedazos. Los sonidos de los motores, las sirenas, las alarmas, la confusión. Los aviones. Cientos. Miles. Eran tantos que cubrían el cielo. Lo recuerdo y mis memorias se llenan de terror. Lo vivo con cada relámpago que revienta en sus tímpanos. Y el miedo, un terror tan real que me hace seguir esas voces, obedecerlas. Las casas cayendo. El fuego. El terror. El fuego por el que perdimos todo. Sigo recordando, Vita, ¿cómo lo hago? Deseo olvidar. ¿Por qué me han hecho recordar? ¿Por qué se empeñan en mostrarme las tragedias? ¿Cómo lo hago? ¿Por qué regresan? ¿Cómo es que recuerdo, Vita? Será por medio de las palabras, por medio de esa fórmula tan exacta con la que formamos las historias. ¿Será eso, será que combinaron todas las impurezas del lenguaje, hasta transformarlo en un nuevo ser? No lo sé, my dear, no lo sé a ciencia cierta, pero presiento, o tal vez recuerdo, que así es como sucedió. Ellos, los que ingresaron las palabras a mi memoria, son los culpables. No puedo ver sus rostros pero son los culpables. 20 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles ¿Cómo es que las voces siguen agarrándose a mi piel? Las escucho, Vita, las escucho y no me abandonan. Hemos llegado, los pies arden, duelen con cada objeto que pisamos, con cada paso. Pero ya estamos cerca. Siga caminando, Vita, y no se quite el abrigo, tome las piedras más grandes que encuentre y colóquelas dentro. ¿Dos? Más, Vita, más. Eso es. Cinco, diez, quince, veinte. Hasta que ya no pueda con el peso, hasta que su hijo y usted se cansen de andar, hasta que la fatiga los deje sin aliento. Pero no caiga. Más piedras en los bolsillos… Más y más palabras… El río es mar. Nos enloquece escuchar las voces cada vez más insistentes, más corpóreas, y son justamente esas voces las que intentamos callar. Hay explosiones a nuestro alrededor. Son bombas que caen desde los aviones. Y es el agua, ese azote constante sobre nuestro cuerpo, lo que hace más difícil andar este camino tan espinoso, el lodo que ensucia los pies, la maleza que se enreda al caminar, el esfuerzo en cada paso, la creciente del río que ya casi llega a nuestra cintura. La corriente tan fuerte que nos jala. Nos toma. No podemos escapar. Los recuerdos, Vita, son los recuerdos. Es necesario olvidar. Todos tenemos que olvidar en algún momento. Sin embargo, esos bastardos regresan las imágenes. Son los dueños de las palabras. Me obligan a repetir este infierno. ¿Por qué? ¿Por qué juegan a ser dioses de lenguaje? ¿Qué nos han hecho, Vita? Usted no debe morir aquí. 21 La Ciudad del Olvido Autor: Hermann Gil Robles Corra, salga de la corriente. Quite las piedras. Solo yo debo perecer aquí. No usted. Usted y su hijo deben regresar con su marido, deben ser felices, como yo lo fui con mi Leonard. Huya. Escape de esos bastardos que nos hicieron recordar. ¿Es imposible? Haga un esfuerzo. Por favor. Nade. Tire las piedras. Nade por el amor a las palabras. No. No. Salga, salga de la corriente. Lo siento, my dear, en verdad lo siento. Nunca debí escuchar las voces, nunca debí guiarle hasta este río que ya nos toma, que nos jala y golpea hasta confundir nuestros gritos con los truenos de la tormenta. Y nos sumerge hasta las profundidades junto con el hijo que se aferra a nuestro vientre. Es momento de irnos, Vita, de hundirnos con las voces, las piedras, las palabras. 22 La Ciudad del Olvido