Tres momentos en la vida de Miguel Hernández. 1925: pastor. 1930: sus prim eros poemas. 1936, 14 de a bril, en Orihuela leyendo una alocución a Ramón Sijé, el com pañero muerto. de tram pa ni de truco con Miguel Hernández, aunque, como cada hijo de vecino, pasara por diferentes mo­ mentos, etapas fácilm ente enum e­ rables, enriquecedoras evoluciones a lo largo, ley por desgracia, a lo co rto ! de su truncada biografía. * * * Sintéticam ente, sabemos quién fue, quién es, quién seguirá siendo. ¿El mo­ naguillo de O rihuela? ¿El intelectual católico que comenzaba a vivir, que nacía al mundo de las ideas de la ma­ no de Ramón Sijé y, tras sus prim eras poesías de exaltación mística, tanteó el terreno del Auto Sacram ental al tiem po que se iba poco a poco deslastrando de la prim era influencia recibida de G óngora? ¿El autor en evidente volución form al de „El Rayo que no Cesa?“ El poeta que vino a M adrid en busca de fama y prestigio; que quería darse a conocer desde el tram polín siem pre más favorable de la capital de España, para inm ediata­ mente sentirse asqueado de los cená­ culos literarios que conoció y volverse a su pueblo a saberse ¿„alto de mirar a las palmeras, rudo de convivir con las montañas“? ¿El com batiente inte­ grado en las filas del Quinto Regi­ m iento durante la Guerra Civil? ¿Quién con „V iento del P ueblo“ , „El labrador de más a ire “ o „E l hom bre acecha" descendiera conscientem ente, noble­ mente el g rácil rem aje de su poesía hasta el fango de la más angustiosa 32 realidad, del más arriscado com pro­ miso? ¿O el remansado y patético recopilador de un „C ancionero per­ sonal y ausente“ ? No creo demasiado difícíl averiguar dónde está la síntesis de aquel poeta, quién al nom bre de Miguel Hernández responde. Y es lo que intentaré hacer en estas apretadas palabras de homenaje. * * * En las solapas y prólogos de los li­ bros que la „E d ito ria l Losada“ de Buenos Aires ha dedicado a reunir la obra poética de Miguel Hernández, — y me refiero a ellos porque han sido los únicos que durante mucho tiem po, excepto el de la „C olección A u stra l“ han sido asequibles al lector caste­ llano, se habla siempre, como difum inando responsabilidades, pasando so­ bre ascuas, del hado fatal, de lo irreparable de la desgracia, sin en­ tra r en más detalles que clarifiquen el por qué: „víctim a irreparable de la Guerra Civil española“ , se dice. Pero esta acusación a los que la de­ sencadenaron, con ser grave, no re­ fleja toda la responsabilidad de quie­ nes dejaron extinguirse la vida de uno de los más im portantes poetas españoles y de habla hispana de todos los tiempos. Miguel Hernández, ¿vícti­ ma de la Guerra Civil? Desde luego, pero ni siquiera víctim a inmediata. No fue un caído en el frente, no un fusilado en tiem po de guerra; ésta — la guerra — no le mató. Miguel Her­ nández, como centenares de miles de españoles, y la cifra es lo suficiente­ mente aterradora aún en su im preci­ sión como para que no nos deten­ gamos un m omento a m editar sobre ella, Miguel Hernández, como tantos otros de sus com patriotas oscuros que pasaron más inadvertidos porque no habían logrado con la fama la indi­ vidualización de sus nombres, (pero que no por eso sufrieron en su carne y en su espíritu menos que él en sus últim os días) fue una víctim a irrepa­ rable, no ya de la guerra - y recor­ demos aquí aquellos dos adm irables versos de „El tren de los heridos“ detenerse quisiera bajo un túnel la larga madre, sollozar tendida, sino de algo todavía más atroz: de la venganza. Miguel Hernández, como definiera su hermano en el quehacer poético y la dedicación política Pablo Neruda, en el estrem ecedor poema con cuyas dos iniciales estrofas he comenzado esta exposición, fue ase­ sinado en los presidios de España. Su ejecución m aterial, confiada al hambre, a la enferm edad sin cuidados, también a la tristeza, se consum ó el 28 de marzo de 1942. Al honrar a M iguel Hernández, honra­ mos al mismo tiem po a todos esos hom bres y m ujeres oscuros cuyo men­ saje brotaba de sus labios siem pre a punto para el desbordam iento; porque honramos, con él, al mismo corazón de la poesía: a Antonio Ma­ chado, muerto en exilio, enterrado en C ollioure, expulsado del suelo de EXPRÉS E S P A Ñ O L /N ovie m bre 1976