CENTRO DE CULTURA CASA LAMM CON RECONOCIMIENTO DE VALIDEZ OFICIAL DE ESTUDIOS DE LA SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA, SEGÚN ACUERDO No.994328 DE FECHA 10 DE SEPTIEMBRE DE 1999. AUNQUE NO ESCUCHE FANFARRIAS TESIS QUE PARA OBTENER EL GRADO DE MAESTRÍA EN APRECIACIÓN Y CREACIÓN LITERARIA P R E S E N T A : TAMAR COHEN ABADI DIRECTORA: DRA. CLAUDIA GÓMEZ HARO DESDIER MÉXICO, D.F. 2012 ÍNDICE Agradecimientos 3 Introducción 4 Ensayos 7 La valentía del escritor 8 ¿Escribir para niños?...No gracias 12 La certeza de escribir 14 El paraíso es el Otro 19 Cuentos 25 Pachanga cerebral 26 Aniversario 30 Mi Valentín 31 Entrenamiento 34 Calentamiento global 36 El terror nocturno se mudó de habitación 39 Desayuno 40 Paciente 45 Café con leche 47 Martes ocho y media 49 Duele el amor 52 En busca de un pavo real 55 Es mi turno 58 La instantánea alegría 60 Primera lección 63 Repartidor de leche 67 2 Agradecimientos A Cecilia Urbina, por su aliento y dedicación. A todos mis maestros y compañeros de Casa Lamm por creer en mí. A mis padres y hermanas, A mis hijos, José, Alberto y Benjamín, Y a mi amado esposo, Ari Por su paciencia, apoyo y amor. 3 Introducción Me decidí a escribir en cuanto terminé de leer Manuel de Creación Literaria de Oscar de la Borbolla; así de simple y ordinario fue mi primer acercamiento a la escritura. Cualquiera pensaría que ningún fruto considerable podría derivarse de un acto tan automatizado, pero no fue así. Esos primeros párrafos constituyeron el capítulo inicial de la primera novela infantil que escribiría. Me atrevo a afirmar que, en realidad, no tiene importancia la dirección de la que provenga ese empujón que nos invita a escribir, podría tratarse de un paseo otoñal, una conferencia con el escritor de moda, un accidente del metro o, como en mi caso, un humilde manual. Eso es lo de menos, claro, siempre y cuando el empujón sea tan definitivo y enérgico que nos sostenga por horas, días y meses frente a una pantalla en blanco lista para ser atiborrada de letras. Y mi empujón funcionó. Aún recuerdo el día en que decidí llamarme escritora. Llevaba más de dos horas atorada en un párrafo, una simple unión de palabras sin chiste, no era clave en el cuento ni mucho menos, pero yo me había entercado en él. Quería que sonara perfecto. Tres horas más tarde lo había logrado. Estaba realmente muy contenta así que cuando llegó mi esposo a la casa le dije, a ver qué te parece este párrafo y se lo leí. Él se me miró con cara de asombro como si yo hubiera perdido la cabeza. Sólo atinó a preguntarme si eso era todo lo que había escrito durante las ocho horas que dura la mañana. Entonces me cayó el veinte. Si yo estaba dispuesta a pasar mis días sobre una silla ergonómica rellenando de letras una pantalla en blanco sin que encontrara en ello nada de extraño, significaba sólo una cosa: Había llegado el momento de asumirme como escritora. Ingresé a la Maestría de Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm con una novela infantil en el archivo de Word, otra a la mitad y alrededor de cinco cuentos. 4 Por esa época debía defender a capa y espada mi derecho a escribir literatura infantil; era como si escribir para niños fuera un oficio fácil y bobo, y eso me convirtiera, inevitablemente, en un ser inferior. Pero a raíz de los ensayos que escribí durante la maestría, fui compilando argumentos no sólo para defenderme de esas miradas inquisidoras, sino también, para reforzar mi seguridad y darle el valor merecido a mi trabajo. Y resultó que mientras avanzaba en mis cursos de la Maestría, esa niña interna que aparecía cada vez que me sentaba a escribir se fue desdibujando para dar paso a una mujer mucho más compleja y adulta. Y entonces, lo que brotó de mí fue una serie de cuentos sobre una mujer, o varias de ellas que, encerradas en su propia cotidianeidad, se retan a sí mismas y al mundo entero para dejarse escuchar. Reconozco que requerí de cierta valentía para escribirlos (la misma que utilizo cuando se trata de literatura infantil), porque todas esas historias tienen algo de verdad. Me refiero a la verdad como un ejercicio de honestidad. Como diría la escritora inglesa Zadie Smith, lo que busco en una historia es la verdad de una persona hasta donde puede ser comunicada por medio del lenguaje. Así que lo que intento en mis cuentos es plasmar una verdad, mi verdad. Para lograrlo fijé la mirada en el mundo que me queda cerca. Y no por falta de imaginación, sino porque no sé escribir más que de lo que yo soy. La presente tesis se divide en dos, la primera parte contiene tres ensayos sobre el arte de la escritura, mis primeros acercamientos a ella, lo que implica convertirse en un escritor y los retos a los que uno se enfrenta, entre otras cosas. El cuarto ensayo está dedicado a una novela que, por su calidad humana, causó un gran impacto en mi persona. Se trata de La Peste de Albert Camus. 5 En la segunda parte se encontrarán diversos cuentos que escribí para las asignaturas de Taller durante la Maestría. Quisiera recalcar que gracias al apoyo de Cecilia Urbina, Coordinadora de la Maestría, el cuento Desayuno, se publicó en el suplemento Ciclo Literario de Oaxaca mientras cursaba el segundo año de la Maestría. Kafka decía que sólo se deben leer libros que nos despierten con una bofetada. Yo anhelo sólo eso… ser una burda bofetada. 6 ENSAYOS 7 La valentía del escritor He vivido con la convicción de que el miedo no ha sido más que un obstáculo para lograr el desarrollo total de mis potencialidades. Ser miedosa, en la mayoría de las ocasiones, ha sido sinónimo de frustración. Recuerdo la primera invitación a dormir en casa de una compañera del colegio: mis ojos mojados, la garganta hundida, el pensamiento vivo. ¿Apagarán la luz? ¿Cerrarán con llave la puerta? Aceptaba por presión social y terminaba en la cama de los papás. La vergüenza me consumía. En seguida llegaron las salidas al cine, mi obsesiva insistencia sobre el tema de la película, un silencio vacío si la respuesta traía consigo la palabra terror. Una vez en mi casa, con el cuerpo erizado y la furia en los dientes, me odiaba a mí misma por la falta de valentía. “El miedo paraliza”, me dijo un día un profesor de cine de la Universidad cuando yo trataba de explicarle que ver Naranja Mecánica, por segunda vez, era un esfuerzo superior a mis capacidades. Mi respuesta no pareció afectarle. Era obligatorio, dijo. Entré a la sala como si estuviera desnuda; la música clásica, aunada a los golpes de bastón que el protagonista profería con tal brutalidad, resonaba en mi cabeza como una sentencia de muerte. Salí exhausta, tal como dijo el profesor: paralizada. Es cierto que el miedo te impide abrir ciertas puertas, pero no ignoremos que es también este miedo el que nos conduce a otras más reveladoras. En mi caso, la escritura. El miedo es el impulso creador que me invita a sentarme frente a la computadora. Si escribo, es para dar forma y color a tantos años de asedio. Para 8 pintar de verde los susurros nocturnos, de naranja los nombres impronunciables, de amarillo las persecuciones en el baño. Al escribir me adueño de una imaginación perturbada, invento historias en una realidad creíble que provocan una gozosa incertidumbre acerca de si la ficción, podría, en algún momento, convertirse en realidad. ¿Será éste mi temor más recurrente? ¿Existirá otro más aterrador? Freud llamó a esa sensación “lo siniestro”, cuando lo familiar se vuelve extraño, lo cotidiano inhóspito; cuando lo oculto aparece en un terreno conocido. En un cuento situado dentro de la realidad común, lo siniestro puede ser llevado a sus máximas consecuencias; “…el poeta puede exaltar y multiplicar lo siniestro mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo que jamás o raramente acaecería en la realidad”1 Es justamente esto lo que provocó mi primer acercamiento a la escritura. Lo siniestro, esa sensación seductora que nos hace dudar entre la realidad y la ficción, me motivó a buscar una superficie para plasmarlo. Así que tomé al miedo con las manos y lo embarré bruscamente en el papel, exageré el movimiento para exprimirlo sin misericordia y el resultado fue…una novela. De no haber padecido la enfermedad del miedo, con su neblina cegadora, grisácea y volátil, con sus castillos derruidos y los pasos resonantes en la oscuridad, quizá no conocería la pasión por escribir. Ahora las ideas se reproducen en cuestión de segundos, quiebran su cascarón y se introducen a la pantalla como si fuese su ciclo natural. 1 Freud, Sigmund, “Lo siniestro”, en Obras Completas, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid,1948, p. 225. 9 Tomemos como ejemplo la figura delgada y encorvada del Nosferatu, de Murnau, con el rostro blanco casi transparente, los ojos hambrientos enmarcados por cejas oscuras y espesas, el cráneo desnudo, deforme y suave al mismo tiempo, la nariz monstruosa, las orejas erectas cual señal de advertencia, sus largos dedos, torpes y aterradores…una imagen que, sin dejar de conmocionar mis sentidos, me inspira a escribir. Así lo reconoció Cortázar al referirse a los cuentos de Poe “…sin Ligeia, sin La caída de Usher, no hubiera tenido esta disposición hacia lo fantástico que me asalta en los momentos más inesperados y que me lanza a escribir como la única manera de cruzar ciertos límites, de instalarme en el territorio de lo otro”2 Ser una persona miedosa sin duda me impidió por un largo tiempo cabalgar cual intrépido soldado en busca de innumerables batallas. Me perdí de esas colosales victorias. No obstante, me he transformado en una valiente guerrera dispuesta a defender lo que es mío: un pavor milenario. Porque valiente no es quien desconoce el miedo, sino quien, presa de él, se atreve a nombrarlo. ¿Escribir para niños?...No, gracias Tomar la decisión de llamarte escritor equivale a infinidad de horas de cuestionamientos sobre si no estarás echando a perder tu vida a costa de unas cuantas letras y signos de puntuación; que, así como cobran vida en el papel, al instante desaparecen devoradas por una taza de café derramada o por un charco 2 Citado por Jaime Alazraki, En busca del Unicornio: los cuentos de Julio Cortázar. Elementos para una poética de lo neo-fantástico, Editorial Gredos, Madrid, 1983. p. 27. (Las cursivas son del autor) 10 de lodo en la esquina de tu casa. No obstante, la palabra escritor posee en sí misma una carga intelectual implacable, un eco resonante que concede miradas de aprobación en selectos grupos de personas. 11 ¿Escribir para niños?...No gracias ¿Eres escritora? Me preguntó una vez una amiga de mi mamá mientras se oían fanfarrias de fondo, y…¿qué escribes? Novelas para niños, respondí orgullosa. El sonido de las fanfarrias se frenó de improviso, busqué a mi alrededor al trompetista ¿le habrá dado un ataque al corazón?, ¿se encontrará a punto de estornudar?, ¿se estará rascando el dedo meñique del pie izquierdo? Tardé varios segundos en comprender que el asunto era algo más simple: se trataba, sin duda alguna, de mi obtusa mención de los niños. Qué lindo, me respondió con una sonrisa mecánica para después rematar: mi hija es arquitecta. Ví al trompetista huir a toda velocidad mientras un volcán hacía erupción en medio de las dos. ¿Por qué será que escribir para niños se considera un acto inferior? ¿Será una cuestión matemática: a mayor edad del lector mayor calidad del escritor? ¿O tendrá que ver con la extensión: a menor estatura del lector menor esfuerzo del escritor? Me hice estas preguntas después de sobrevivir el desplazamiento de lava que culminó mi encuentro con la amiga de mi mamá. En cuanto llegué a la casa me preparé una leche con chocolate caliente y me senté a trabajar en la novela “para niños” que hace poco comencé. “Escribir para niños es extremadamente difícil”, dijo en entrevista Mark Haddon, autor del libro El curioso incidente del perro a la media noche, un libro publicado en dos idénticas versiones con dos distintas portadas, una para adultos y otra para adolescentes, “los libros de niños son tan complejos como los de adultos y por lo mismo deben ser tratados con el mismo respeto”. Sin embargo, existe quien no piensa así, quien pretende que escribir una historia para niños es como jugar a la pelota, tan simple que cualquiera lo puede 12 hacer, o peor…tan educativo que es casi una obligación para las personalidades de moda (pensemos en Madonna). Lo cierto es que escribir para niños no es una decisión que uno toma con anterioridad, se podría decir que brota naturalmente del interior del escritor cuando éste se sienta ante la hoja en blanco. Es más, proponerse deliberadamente escribir para niños conlleva a una mala literatura. Si se comienza imaginando al niño de afuera la historia probablemente será hueca, el lenguaje soso y los personajes artificiales. No se escribe para los niños ajenos, se escribe para nuestro niño interno. La mía tiene doce años, y no me refiero a mi hija, sino a la edad de mi niña interna que aparece cada vez que me siento a escribir. Literalmente me pongo en sus zapatos, siento las hormonas de la adolescencia expandirse por mis axilas, la pereza de estudiar, el terror a la luna llena; escribo ahora lo que no logré sintetizar en palabras veinte años atrás, escribo para mí, por una necesidad propia, sin ninguna intención de moralizar, educar o enseñar. Escribo para niños porque me sienta bien, y eso me convierte en una escritora, aunque no escuche fanfarrias. 13 La certeza de escribir El universo que envuelve al proceso creativo del escritor es, para la mayoría de sus lectores, un fascinante enigma. Averiguar el motivo concreto que lo llevó a crear esa historia en particular suele convertirse en una eterna obsesión. Por qué, se pregunta insistentemente el lector embriagado al enfrentarse a ese final tan abrupto, a ese vuelco sorpresivo, a esa muerte inmerecida. Se suele especular que los autores son creadores concientes a fondo de su obra, que previo al inicio de una novela elaboran un mapa mental sobre el desarrollo lineal de la historia a escribir. Se dice que él es un experto en el arte del bosquejo; sus personajes, perfectamente bien delineados desde el inicio, aguardan estáticos ser plasmados en el papel. El escritor, concuerdan sus lectores, conoce el sentido de sus diálogos, el por qué de esa frase hiriente o la inclusión de aquella melodía. Él lo sabe, o de lo contrario…¿por qué lo escribió? La primera vez que me atreví a sentarme frente a una computadora con el propósito de escribir, desconocía el fruto que saldría de ese encuentro. No poseía una frase inicial, mucho menos un personaje bien conformado, ya no digamos un final. Una certeza me acompañaba: el deseo de narrar una historia que expresara el terror que me atormentaba día con día al recluirse el sol. Así comencé un cuento que finalmente se convirtió en novela. Durante el proceso de creación asistía a un taller literario donde recuerdo que mis compañeros, entusiasmados con el texto, me abordaban con una serie de inquietudes que yo misma debía clarificar: ¿por qué le lanzó piedras y no cenizas? ¿Para qué lo dejó ir? ¿Y ahora…cómo lo vas a resolver? 14 Las preguntas me asediaban como si fuesen hormigas recorriendo mi antebrazo. Y cuando me llegaba el turno de hablar… permanecía en silencio: la ignorancia hacía de las suyas. Y es que el artista no debería considerarse como el máximo erudito de su obra, sencillamente porque no estamos hablando de un tratado de la razón, sino de un producto que emana de una necesidad interna, sujeta en gran parte a una espontaneidad inexplicable: la inspiración. Ese arrebato que obliga al escritor a despojarse de una serie de ideas, recuerdos y vivencias que pugnan por ser exteriorizadas, quizá sin una secuencia lógica, sin un planteamiento de por medio, simplemente porque sí. Platón consideraba al poeta como un ser alado cuya influencia para escribir emanaba de una fuerza sobrenatural. Éste impulso divino, llámese inspiración, provenía desde afuera, lo poseía de tal manera que su habla se inundaba de belleza. “Hasta el momento de la inspiración - decía Platón - el hombre es impotente para hacer versos y pronunciar oráculos.”3 Y una vez insuflado de esa energía creadora, el poeta comunica a otros su entusiasmo, como si fuese un imán, una fuerza magnética. En la actualidad, Denise Levertov habla sobre la inspiración y describe el inicio del proceso creativo como la exigencia del poeta por plasmar en palabras una experiencia, una secuencia o constelación de percepciones de una enorme intensidad. “Él es llevado al habla”. Y para realizar esta tarea, dice ella, se debe “contemplar, meditar. Contemplar viene de templum, templo, un espacio para observación. No significa simplemente observar, mirar, sino hacer esas cosas en presencia de un dios. Y meditar es mantener la mente en un estado de contemplación; su sinónimo es 3 http//filosofia.org/cla/pla/azc02187.htm 15 cavilar, y cavilar viene de una palabra que significa estar parado con la boca abierta – algo no tan cómico si pensamos en inspiración: respirar hacia adentro.”4 Entonces, como lo explica Levertov, el poeta debe permanecer parado con la boca abierta para recibir esa energía inspiradora y poder así, dar inicio a su poema. Es cierto que la inspiración resulta esencial para todo escritor, no obstante, si ésta no aparece acompañada por otra fuerza complementaria, o si se toma de manera excesiva, el resultado probablemente será hostil. “Nada es más nocivo para la creatividad que el furor de la inspiración”, dijo Umberto Eco.5 De acuerdo a Edgar Bayley, al escribir intervienen dos tendencias distintas: estado de inocencia y estado de alerta. La primera encarna una actitud de apertura, efusiva, subjetiva y centrífuga. Se podría decir que la inspiración se hace patente en este estado. La segunda, aborda una actitud de cierre, compositiva, constructiva y centrípeta. Ambas tendencias son complementarias, no es posible la creación de una obra de arte si una de ellas se encuentra ausente. El escritor vive en un estado de alerta constante aunque no se percate de ello, y en cuanto una imagen llama su atención, la cristaliza en la mente, la amasa sutilmente durante horas o años para después nombrarla con palabras, o quizá no. Uno nunca sabe a ciencia cierta qué es lo va a escribir…hasta que verdaderamente lo hace. 4 5 Levertov Denise, Ensayo Sobre la forma orgánica. www.proverbia.net/citastema. 16 “Trabajo desde un lugar profundo – decía Henry Miller – y cuando escribo, bueno, no sé exactamente qué es lo que va a pasar”6 Es por eso que la historia debe sorprender aún a su creador; ésta representa un misterio y a medida que las palabras se acomodan en su lugar, el enigma se va dilucidando. Es esta la fascinación que atrapa a los escritores quienes se sumergen en la escritura como un medio de conocimiento. Porque escribir es una forma de develar, de sacar a la luz lo que está oculto, escondido. Quizá en esto radique mi obstinación por narrar sucesos autobiográficos, como si a través de ellos tropezara conmigo misma. Es cierto que el escritor no es ajeno a su ficción, que su escritura debe ser sincera y por consiguiente cercana. Sin embargo, en mi caso, la transparencia parece ser demasiado obvia. Escribo desde mí, sobre mí y para mí, sin que esto se considere una página de un diario. De ahí mi predilección a narrar en primera persona, como si el hacerlo en tercera me convirtiera en una impostora. “Haré sólo lo que puedo hacer, expresaré lo que soy”, decía Miller sobre su reiteración del uso de la primera persona.7 Es así como mi escritura representa un descubrimiento más que una confesión, aunque esta última siempre está presente. ¿Será que peco de ingenua, o peor aún, de exhibicionista? Nuevamente desconozco la respuesta. Sin embargo, no hay que olvidar que la escritura funciona también como un escudo: el autor no es el protagonista, por más semejanza que pueda hallarse. 6 7 El oficio de escritor, Biblioteca Era, México, Cuarta reimpresión, 1986, pag. 120. Idem, pag. 123. 17 Es en este momento cuando la técnica aparece como una nueva inquietud. Sin embargo, es necesario aclarar que el proceso creativo no se encuentra supeditado a ningún tipo de normas, leyes o método en específico. “Para escribir una obra decía William Faulkner - no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo, el escritor que esté interesado en la técnica más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos”.8 La falta de reglas permite al autor dictar sus propias preferencias en cuanto a tiempo, ritmo y espacio. Es esta misma libertad la que lo conduce a establecer ciertas normas que le sientan bien, así como a derribarlas si finalmente no le acomodan. Se podría decir que la verdadera técnica es la ausencia de ésta. En realidad, el momento de escribir ocupa sólo una pequeña parte en todo el proceso creativo. Como decía Henry Miller, la mayor parte de éste se hace lejos de la máquina de escribir. “Yo diría que se hace en los momentos tranquilos, silenciosos, mientras uno pasea, se afeita o juega a lo que sea, e incluso cuando se conversa con alguien en quien uno no está vitalmente interesado. Uno está trabajando, la mente de uno está trabajando, en este problema que está en un rincón de la cabeza. Así que cuando se sienta ante la máquina de escribir sólo es cuestión de trasladar.”9 El fin último de todo escritor es contar una historia. Quizá ésta sea su única certeza. 8 9 Idem, pag. 174. Idem, pag. 121. 18 El paraíso es el Otro Vislumbremos el peor escenario: una ciudad maleada por una devastadora epidemia que conduce a la muerte a centenares de hombres inocentes, entre ellos, se traspasa la vida de un niño; un amante apartado de su objeto deseado quien reclama su derecho a ser feliz; un padre, una madre, un par de amigos que lloran en silencio las horas inciertas. En este panorama, en donde la esperanza, la libertad y la justicia parecen ser ideales distantes, surge la fraternidad con el Otro como única opción posible para hallar consuelo. Hay quienes consideran que el hombre es un ser egoísta, que actúa indiferente a su entorno y que aún así se dice ser feliz. No es este el caso; en esta ciudad, en donde una tragedia amenaza la vida de todos sus ciudadanos, la integridad del hombre sale a relucir, su lealtad hacia los demás, su mano amiga. Se trata de Orán, una ciudad pintada con letras por Albert Camus que representa el objeto y fundamento en su novela La Peste. Considerada en un principio como crónica, La Peste narra la historia de una epidemia que arrasa sin previo aviso ni justificación con la tranquilidad de una ciudad entera. Hombres comunes, médicos, reporteros, sacerdotes se transforman en voluntarios para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, no con un propósito de heroísmo merecido, sino por una necesidad intrínseca del ser humano, por un deseo genuino de ayudar, porque, sólo así, quien no está apestado alcanza cierto sosiego. 19 “Si para Sartre el infierno son los otros; para Camus, los otros son tal vez el paraíso”10 Es así como se explica que Rambert, el reportero romántico, se haya decidido a permanecer en Orán a pesar de su condición de extranjero. Su intento de fuga no significaba más que una bofetada a la solidaridad de sus compañeros; si huía, los otros quedarían desamparados y por ende su vida misma; porque esa pizca de paz que se atina a rozar en épocas de penuria, se alcanza tan sólo al tocar la vida de los demás. “Puede uno tener vergüenza de ser el único en ser feliz” 11 dijo Rambert a Rieux cuando aún dudaba en escapar; sin embargo, la felicidad no lo aguardaba en el exterior, Rambert lo sabía, comprendía que esta tragedia le tocaba vivirla del mismo modo que a los ciudadanos de Orán. Al quedarse no renunciaba a la felicidad, así como tampoco lo habían hecho Rieux y Tarrou; al quedarse simplemente hacía caso a su corazón y lo engrandecía. No obstante, permanece otra vergüenza, la del sobreviviente, el hombre que en medio del caos encuentra una puerta abierta, ya sea por una acción consciente o por cuestiones del azar. El que se salva subsistirá con esa culpa por no haber perecido como el resto de sus compañeros. Y es sobre todo por eso que la fraternidad adquiere una importancia crucial. Sólo a través de ella, la culpa, la vergüenza del sobreviviente puede atenuarse. Esto mismo sucede con Camus, quien después de mirar con horror los efectos del nazismo, de reconocer en el hombre sus pasiones más perversas, escribe una historia donde engrandece la condición humana. Kafka lo resume en una frase: “La vergüenza de ser un hombre, ¿acaso existe mejor razón para escribir?”12 10 Barthes, Roland, Variaciones sobre la literatura, pag. 93. Camus, Albert, La Peste, edhasa, Barcelona, 2005, pag. 193. 12 Kafka en “El testimonio de los campos: entre realidad y ficción” por Esther Cohen, Revista Fractal. www.fractal.com.mx 11 20 Camus vivió una infancia colmada de carencias, su padre murió en la Primera Guerra Mundial cuando él era muy pequeño; su madre, una campesina española, se vio obligada a ganarse la vida como sirvienta; Camus logró estudiar a base de becas y al contraer tuberculosis se curó en instituciones de beneficiencia. Durante la Segunda Guerra Mundial ingresó a la resistencia y creó un diario clandestino llamado Combat, en donde se dedicó a denunciar el terror autoritario, la discriminación y la injusticia económica. Una vez liberada Francia, se convirtió en una voz en medio de la confusión después de tanta muerte y odio. En ese entonces Camus se preguntaba: “¿Cómo reaccionar ante el mal sin caer en otra forma del mismo mal? ¿Cómo combatir el mal oponiéndole la justicia, el amor, la solidaridad humana, sin recurrir a ninguna esperanza trascendente, sin apoyarse más que en la misma condición humana que parece tan débil y tan frágil?”13 Y, como respuesta, apelaba a su condición de artista al afirmar que había elegido la creación para escapar del crimen. En esta misma línea escribe El extranjero con una clara descripción de la carencia de los valores humanos y una actitud de rebelión solitaria, para así continuar con La Peste y el reconocimiento de una comunidad cuyas luchas es necesario compartir. “Si hay evolución de El Extranjero a La Peste, se produce en dirección a la solidaridad y participación”14. Según testimonios del propio Camus, La Peste es un símbolo de la ocupación, de la evidente lucha de la resistencia europea contra el nazismo; la ciudad de Orán se ve amenazada tal como Francia fue víctima de la opresión. Y a pesar de esta 13 Camus Albert en Ni víctimas ni verdugos de Carlos Liendre. http. Sinclair. Blogdiario, Buenos Aires Argentina. 14 Camus, Albert en Variaciones sobre la literatura de Roland Barthes, pag. 96. 21 clara analogía, sumada a las declaraciones del autor que subrayan este simbolismo, la obra puede ser leída sin el referente preciso del nazismo. Se podría decir que es una de sus grandes fortalezas; La Peste encarna el mal absoluto, y éste no necesariamente tiene que evocar en el lector un acercamiento a la Segunda Guerra Mundial. La ciudad de Orán bien podría ser Serbia, Ruanda, un campamento de refugiados o cualquier otra sociedad oprimida. La Peste es en realidad el mal creado por el hombre mismo, es el egoísmo, la guerra, la injusticia, el abandono y la traición. Nada existe fuera de este mundo, de este hombre, es por eso que la salvación se halla en su interior. Es aquí donde aparece la amistad como “el arma más eficaz para combatir la soledad, la muerte en vida”15 Es a través de ella que la sociedad puede regenerarse en un sentido más humano y luchar por erradicar el empobrecimiento de una vida vacía, abusiva e injusta. La amistad encarna uno de los sentimientos por los que el ser humano encuentra sentido a su vida. Tal como lo denuncia Rambert, son los grandes sentimientos los que cuentan, no las ideas que conducen a acciones heroicas; si se es capaz de vivir y morir por amor, entonces el hombre adquiere un tono privilegiado. Camus lo decía: “Se trata de servir la dignidad del hombre a través de medios que sean dignos dentro de una historia que no lo es”16. Y la amistad es uno de esos medios que nos ayudan a resistir la perversidad del mundo. Y dentro de este contexto, Vargas Llosa simplifica la tesis de Camus: “Toda la tragedia política de la humanidad comenzó el día en que se admitió que era lícito matar en nombre de una idea, es decir el día en que se consintió en aceptar esa monstruosidad: que ciertos conceptos abstractos podían tener más 15 Vargas Llosa, Mario, Entre Sartre y Camus, ediciones huracán, Puerto Rico, 1981, pag. 89. Camus, Albert, en Entre Sartre y Camus de Mario Vargas Llosa, ediciones huracán, Puerto Rico, 1981, pag. 89. 16 22 valor e importancia que los seres concretos de carne y hueso”17. Y sin embargo, La Peste es una novela de ideas, los personajes ponen en palabras lo que piensan y en acciones lo que sienten. Pero es el lector quien retoma la superioridad del sentimiento al lograr fundirse con la historia a través de las impresiones y emociones que ésta provoca, dejando atrás a la razón como si fuese una efímera montaña de humo. La Peste nos plantea una posibilidad para acoger el mal sin convertirnos en víctimas o verdugos del mismo, nos muestra una sociedad de hombres que, ante el desastre, levantan la cabeza y los brazos. Los habitantes de Orán miran de frente a La Peste, no la cuestionan ni discuten su absurdidad, la nombran como tal y al hacerlo ésta adquiere un reconocimiento, es el nombre lo que le da existencia, lo que la convierte en realidad pura. Y si la aceptan llanamente como un hecho inmodificable no es por cobardía; los habitantes de Orán conocen la destrucción inmediata y de valores incalculables que produce la enfermedad y, ante esto, no huyen ni miran hacia abajo, al contrario, la enfrentan, la viven como si ésta fuera “su realidad”, porque a fin de cuentas eso es y nada más. La muerte de un niño es en cierto sentido inadmisible si no se piensa en el absurdo; no existen justificaciones ni apreciaciones metafísicas que contengan el dolor de un padre que mira a su hijo perderse en las tinieblas. El sufrimiento los hace más fuertes y eleva el sentido de la fraternidad como única coartada ante la catástrofe. Y aunque la epidemia bien podría tomarse como una tragedia, la novela no lo es en absoluto. La Peste narra la incursión de la enfermedad con cierta sutileza, sus personajes reales, humanos y ordinarios habitan un mundo cotidiano 17 Vargas Llosa, Mario, Entre Sartre y Camus, ediciones huracán, Puerto Rico, 1981, pag. 97. 23 sin llegar a las lamentaciones exageradas, al heroísmo desgarrador. A falta de espectacularidad, el lector no puede más que conmoverse ante esa sociedad virtuosa. Para Camus, la tragedia no posee matices ni explicaciones, simplemente es. De ahí que la desgracia no se presente como una prueba enviada por Dios para medir la calidad humana, ni siquiera como un acto positivo que logra extraer del ser humano su parte más bondadosa. Esa carencia de ideas metafísicas o religiosas, a pesar de los sermones del Padre Paneloux , quien, después de todo y sin perder la fe, termina como voluntario para consolar su alma, hacen que la peste sea un acto terrenal, verdadero, el cual únicamente adquiere sentido al reconocerlo como tal. En su discurso al recibir el Premio Nobel en 1957, Camus declaró: “Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podría hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”18 Tarrou también lo sabía, por eso menciona a sus compañeros que su misión en la vida es propiciar ocasiones. Y La Peste es tan sólo eso, una ocasión más para aprender que, en los hombres, existen más cosas dignas de admiración que de desprecio. 18 Camus, Albert en su discurso de aceptación del Premio Nobel, www.temakel.com 24 CUENTOS 25 Pachanga cerebral Oigo voces en la cabeza. El terapeuta de Miguel piensa que podrían ser indicios de esquizofrenia, es un estúpido. Es sólo una forma metafórica de decir que estoy hecha bolas. Me subo al coche. Miguel habla por el celular, espera a que cierre la puerta y acelera. Una voz me dice que me apresure, ya falta poco para la fiesta de quince de Mariela, dos años y once meses. ¿Poco? Interrumpe otra voz más gruesa ¿No te parece que exageras? No entiendes, no se trata de la preparación, me preocupa la sonrisa con la que debo recibir a los invitados; no aparece. Te complicas demasiado. ¿Llamaste a mamá para felicitarla? No, Miguel, lo olvidé, mañana lo hago. Cambia de estación, encuentra una de Pink Floyd y le sube al volumen. Has desayunado como cerda, dice una voz chillona, prometiste hacer dieta, cuidarte de los postres, comer cuatro carbohidratos al día; son las nueve y ya llevas tres, las matemáticas no se te dan ¿cierto? No la escuches, interviene una tenue, te ves bien, el peso es lo de menos, ya tendrás tiempo para ocuparte de eso, ahora concéntrate en ti, en Miguel y en ti, en Mariela y en ti, en Beny y en ti, en regresarle a Jimena los vestidos de noche que te prestó, ya llevan más de tres meses colgados en el clóset, o quizá en acomodar esas fotos en el álbum, haz las cuentas, ya son casi dos años de imágenes arrumbadas en el cajón. Pon orden. ¿Y la vacuna de Beny? Llevas un año de retraso ¿Cuánto más piensas arriesgar? ¿Me vas a acompañar a Veracruz? Todavía no sé, Miguel. Pues decide ya, es muy simple ¿quiéres venir conmigo o no? Toma una decisión por una vez en tu vida. Miguel habla y yo pienso en la clase de natación del miércoles, no la podré tomar, es el bautizo de Germán, debo llamarle al profesor a cancelar, ¿dónde apunté su teléfono? Jimena seguro lo tiene, pero…¿y si me pregunta por los vestidos? Dejaré plantado al profesor. Miguel me mira, presiento que espera una respuesta de mi parte, no oí la pregunta, me mira y no tengo idea de qué decir. 26 Me mira, temo pedirle que me repita la pregunta. En su lugar levanto los hombros y alcanzo a susurrar un no sé. Miguel se pasa la lengua por los labios y acelera. Alcanzo a percibir que mi respuesta no fue de su agrado. Llegamos al colegio, entrega las llaves del auto al cuidador y camina hacia el salón de maestros, nos invitan a pasar a un cubículo de cristal. En la mesa hay dos platos de cerámica, uno contiene pasitas de chocolate, el otro cacahuates japoneses. Mi mano se detiene a un lado de las pasitas. No agarres, dice la voz chillona de antes. No le hagas caso, responde la tenue, pero los cacahuates se ven más suculentos, si ya vas a engordar hazlo por algo que valga la pena. Pasitas. Cacahuates. Pasitas. Cacahuates. Regreso la mano vacía y la dejo sobre el muslo. Miguel coge un puño de cacahuates y se los mete de golpe a la boca. Me mira. No descifro la intención de sus ojos, pero la imagino. Miro a la maestra que ha comenzado a hablar. Mariela es respetuosa, conoce las reglas del salón y las acata, posee buenas amistades, en matemáticas tiene problemas con la raíz cuadrada, en deportes hubo un incidente… Mañana es el concierto de Keane, invité a Susana, quedamos de vernos antes para tomar algo, una copa de vino, no, mejor un tequila, suena bien. Y al final Mariela pidió disculpas. Miguel coge otro puño de cacahuates y se los mete de golpe a la boca. Su ortografía es excelente, se ve que tiene una escritora en casa. Me mira como si fuésemos cómplices, como si estuviera dentro de mi cabeza, como si fuera testigo de las horas que paso frente a la computadora, me fijo en ella, advierto que mueve la cabeza en cámara lenta de arriba hacia abajo, sonríe, me da la impresión de que es una marioneta, alguien la maneja por detrás, estoy segura, me paro, camino y me asomo atrás de su espalda. No encuentro a nadie. Miguel me mira con desconcierto. La maestra también. No digo nada. Regreso a mi silla y miro las pasitas. En diez años ya no serás bonita, habla una voz rasposa, tendrás más canas, una panza con celulitis, te enfermarás, artritis, alzheimer, un accidente, 27 silla de ruedas, quedarás ciega, manca, atrofiada. Mariela obtuvo la mejor puntuación en el certamen de conocimientos generales. Tengo la boca seca, trago la poca saliva que encuentro y siento agruras. No tomé el azantac. Creo que eché un paquete de tums a mi bolsa. Meto la mano, escarbo, una cartera, un estuche de pinturas, una agenda electrónica, un papel doblado en cuatro, una llave suelta, una envoltura de chocolate, un lápiz sin punta, encuentro los tums, cojo dos y los mastico. Hago ruido a propósito con la boca y Miguel me mira. En la noche es la cena en casa de Daniel. No quiero ir. No quiero poner buena cara. La maestra se acerca a mi oído, me pregunta sobre la frecuencia de nuestras relaciones sexuales, las posiciones que utilizamos, quién es el encargado de tomar la iniciativa, quién el que termina primero. Deja de fantasear. A nadie le interesan tus cuestionamientos, la vida es más simple de lo que crees. No es verdad, es tan pesada como un trozo de acero, despierta, camina, duerme, respira, eso es, respira, si te ahoga su mirada no lo mires, cierra los ojos. No te atrevas a hacerlo, creerán que no te interesa la evaluación de tu hija, mantenlos abiertos, haz un esfuerzo por una vez en tu vida. Levántate de la silla y lárgate de ahí. Demuéstrales quién eres en realidad, no puedes ni seguir el hilo de sus palabras, no te hagas la imbécil, no te interesa la evaluación de Mariela, no te interesa nada, no seas cobarde y acéptalo. Tranquila, no seas tan drástica, ya falta poco, aguanta unos minutos más, después podrás encerrarte en tu coche con las ventanas cerradas, el aire acondicionado a todo y el disco que acabas de grabar. Esto es demasiado, la maestra habla como si fuese una experta en tu hogar, parece haber recibido el título de Licenciada en estudios de la Familia Alcántara, que se vaya al carajo, ella y la maldita escuela, al carajo con todo, levántate de la silla ¡Hazlo! 28 Nos subimos al auto, Miguel arranca el motor. Entonces… ¿Me acompañas a Veracruz? Me cubro los oídos con las manos. No escucho voces, sólo la mía. Levanto los hombros y respondo: No sé. 29 Aniversario Metió la cuchara de plata en la sopa de cebolla, agujereó la cubierta dorada del queso gouda y destrozó el pan remojado que estaba debajo, arrimó la nariz para aspirar el vapor que salía del caldo, sus fosas nasales se ensancharon dejando entrever una gota de mucosidad amarillenta entre los vellos oscuros, la punta de la nariz se le encendió, un brillo grasoso hizo evidente las imperfecciones: puntos negros, agujeros, una verruga púrpura. Meneó la cuchara dentro de la sopa, sacó un trozo de pan con caldo, probó la temperatura con la punta de la lengua, dos gotas se escurrieron hasta la barba, se pegó más a la cuchara, abrió los labios y tragó mientras la garganta se le hinchaba; un hilo de queso fundido se atoró entre los dientes, metió la uña de su dedo meñique y con un giro del antebrazo lo echó de nuevo al caldo, se rascó la parte trasera del lóbulo izquierdo antes de volver a meter la cuchara. Gabriela lo observaba desde su lugar con la respiración agitada: después de veinte años había encontrado una razón para dejarlo. 30 Mi Valentín Valentín tiene seis meses de edad desde hace más de un año. Aunque parezca difícil de creer fue una decisión que ambos tomamos en un momento de lucidez; él me miró a los ojos tiernamente y dijo (sin palabras, obvio): mami preciosa y querida, ya no quiero crecer más. Y yo, muda de la emoción, le dije (con palabras, obvio), así se hará, desde hoy tendrás siempre seis meses de edad. Sellamos el pacto con leche materna y lo celebramos con un banquetazo que duró más de una hora. Valentín succionaba con fervor, emocionado con la idea de no crecer, alternaba los pechos, levantaba las caderas y giraba el torso sin soltar el pezón de sus labios, parecía un experto malabarista. Yo sonreía extasiada. Los primeros meses fueron de lo más divertido; las otras mamás me cuestionaban acerca de la edad de Valentín y yo respondía en tono indiferente siempre lo mismo: seis meses. Y entonces comenzaba el juego de halagos que tanto nos deleitaba. Pero mira qué grande está, ya lo viste cómo gatea, mi hija tiene ocho meses y todavía no se sienta sola. ¿Qué le das de comer? ¡Sólo pecho!, te envidio, mi leche se acabó a los cuarenta días. Tu hijo se ve fuerte y sano, te felicito, eres una madre grandiosa. De vez en cuando me afligían esos comentarios, las mamás se echaban en cara una infinidad de cosas que no habían hecho por sus bebés y se lamentaban porque ellos eran normales, pero..¿qué podía hacer yo? Más pronto de lo que imaginé llegó el día de su primer cumpleaños oficial. Yo me negué a realizar cualquier tipo de celebración. Es muy pequeño – 31 argumentaba - le asustan los payasos, no sabe pegarle a la piñata y podría sufrir quemaduras con las velas encendidas del pastel. Después de mucho insistir, mis padres (abuelos novatos), se dieron por vencidos. Sin embargo, ese día se presentaron en mi casa con regalos en los brazos y un pastel de chocolate hecho en casa sin velitas; me quitaron a Valentín de los brazos, y una vez alejados del enemigo, comenzaron a invadirlo de frases tan cursis que hasta estuve a punto de vomitar. Valentín, quien tenía todo el rostro manchado de lápiz labial, sonreía hipócritamente, conocía sus opciones (yo misma se las había enseñado en un rato de ocio): a) Escupir a la cara de los abuelos. b) Salir huyendo hacia el escondite más lejano. c) Ninguna de las anteriores. Se decidió por la opción c. Sus abuelos estaban encantados y Valentín fingía disfrutar de su compañía. Esa noche dormimos más juntos que nunca, conectados con mi seno en su boca, apuesto que nuestros sueños se encontraron. Pero después de ese día las cosas comenzaron a cambiar. Dudo que yo me haya equivocado, más bien me pregunto si habrá sido algún ingrediente del pastel de mi madre lo que envenenó el corazón de Valentín. Se rebeló, me exigió un cuarto con cama propia en donde dormir, un vaso decorado de plástico para tomar leche de vaca, y amenazó con romper el pacto si yo no le cumplía sus demandas. Acepté más que nada por desconcierto. Hasta que un día todo terminó. Salimos a pasear al parque, Valentín conocía las reglas y sabía que debía permanecer en su carreola todo el trayecto. Los bebés de seis meses no caminan en público. 32 Sin embargo se negó rotundamente, se bajó de la carreola en medio de un berrinche escandaloso, gritó, pataleó y hasta me empujó. - ¡Pato No! – gritaba enojado. Entonces comprendí que no valía la pena suplicar. Hice a un lado la carreola, le tomé de la mano y nos fuimos caminando de regreso a casa sin decir palabra. Los días transcurrían y un deseo de venganza se apoderaba de mí, me encontraba obsesionada con la idea de castigar a mi único hijo. De pronto encontré la forma de hacerlo: vislumbré peleas constantes, rivalidad, golpes y mi útero sonrió. ¿O es que existe algo peor que un hermanito? 33 Entrenamiento ¿Eres feliz?, me preguntó mi vecino por la mañana al encontrarme corriendo en la calle. Fue una pregunta, aunque lo dijo de tal manera que parecía una afirmación: eres feliz, y en seguida se frotó las manos. Yo llevaba una hora con dos minutos y 47 segundos corriendo, se lo dije en cuanto me interrogó, él hizo una mueca de sorpresa y comenzó a sacudir la mano como si quisiera espantar una mosca, aunque no había moscas, era sólo una forma de manifestar su asombro, y entonces pasó un auto rojo e inmediatamente después lo dijo: eres feliz. Digo lo del auto porque recuerdo que al verlo pensé que yo nunca podría andar en un auto rojo, como que se requiere cierta personalidad extrovertida para manejar por la ciudad en ese color, y yo no soy de ésas; pensé también que quizá la gente que se compra un auto rojo es menos complicada y por ende más feliz que las que los tenemos de colores pastel, y fue en ese momento cuando mi vecino dijo: eres feliz. Yo sonreí y asentí con la cabeza, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Si para él la felicidad es tan burda que se consigue después de correr diez kilómetros, sería inútil ponerme a discutir. Nos despedimos. Llegué a la casa y me senté frente a la computadora ¿Eres feliz?... teclee en automático, pero caí en la cuenta demasiado pronto que esa frase ya la había leído antes, era el inicio de miles de millones de ensayos publicados en periódicos y revistas. Seguro a los pintores les sucede lo mismo, pasean por el campo, se topan con el pico de un colibrí atorado en un cactus y lo primero que se les ocurre es… ¿salvarlo? Por supuesto que no, se apuran a traer un lienzo y retratarlo. El otro día Ernesto me dijo que se iría de la casa si yo volvía a faltar a la cita con el terapeuta. La amenaza no surtió el efecto que él hubiera deseado, pero la anécdota ronda aún en mi cabeza como si fuese un zopilote hambriento y yo 34 un cuerpo putrefacto. Pensaba en eso cuando mi vecino se perdió por el túnel de la izquierda, ¿debí confesarle que llevaba dos años en terapia de pareja, que desde la fiesta de aniversario de mis papás, hace once meses, no habíamos hecho el amor, que últimamente me pasaba las tardes llorando recargada sobre la ventana de mi cuarto mirando el jardín, que un día manejé durante cinco horas seguidas por el periférico con mi ipod en los oídos a todo volumen y los ojos rojos, tan rojos como el color de ese auto feliz que pasó entre nosotros? Me hubiera respondido frases incompletas acompañadas por una de esas miradas indescifrables, mezcla de compasión con a-mí-qué-carajos-me-importa. Después de todo es sólo mi vecino. Me hubiera dicho adiós con una sonrisa incómoda, yo me habría sentido una estúpida y definitivamente no estaría ahora aquí escribiendo. Son las nueve, miro el cielo negro que otras noches empaña el hueco entre mi garganta y la boca del estómago y no siento nada, las estrellas parecen más luminosas, This is the last time no moja mis ojos, huelo a pastel de chocolate recién horneado, releo lo que he escrito hasta ahora, pienso en mi vecino y me replanteo la pregunta …¿en este instante, sólo en este instante, eres feliz? Me temo que sí. 35 Calentamiento global Al cinco para las siete me encontraba frente al oratorio vestida de blanco, sandalias y el pelo recogido en una cola de caballo. Era la primera vez que asistía a una sesión de meditación y sin embargo, no logré identificar un sólo síntoma que denotara nerviosismo; era como si la meditación fuese parte integral de mi vida cotidiana. Un tapete de mecate a la entrada me hizo suponer que debía dejar los zapatos ahí. Lo hice y caminé descalza hacia el interior. Dos hileras de taburetes de madera clavados en el piso rodeaban el jardín Zen. En la esquina, una montaña de cojines morados. Tomé uno, me senté encima y aguardé con las piernas estiradas la llegada del maestro. Escuché el pitar de un grillo, el motor de un avión, me crujió el estómago. Un hombre de cuarenta y tantos se detuvo frente a mí. Lo recorrí con una mirada desconcertada: sandalias de plástico, pantalones ajustados de mezclilla, playera negra sin mangas con una calavera plateada al centro, brazos musculosos, barba partida, labios gruesos, una diminuta argolla dorada insertada en la nariz, ojos verdes, calvo. Digamos que esto último fue la única señal que me hizo suponer que se trataba del maestro. ¿Tu nombre es?, preguntó con una voz ronca, tersa como la arena. Se erizó mi piel. Blanco, respondí en un estado similar a la hipnosis. ¿Blanco?, repitió confundido. Me sentía perdida; demasiado tarde para remendar mi error. Blanca, quise decir Blanca, dije con la voz temblorosa. ¿Has meditado alguna vez? No, nunca. De acuerdo, comencemos, dijo mientras se acomodaba en un taburete a mi derecha, para meditar no es necesario ninguna postura especial, la idea es estar relajado y tratar de mantener los ojos abiertos, eso es importante. Sonrisa franca, quizá demasiado descarada. Sinceramente lo que menos deseaba en estos momentos 36 era cerrar los ojos. El hombre es un ente espiritual, dijo con la mirada clavada en mi pecho. Una ola de calor invadió mis axilas. Tu espiritualidad proviene de siglos atrás, del principio de las religiones, dios es puro amor… yo asentí con un movimiento de cabeza antes de partir con él a un lugar remoto: el estacionamiento, nos metimos dentro de su auto, un Civic azul plata, clavó la mirada en mis pupilas con las manos deteniendo mis mejillas, acercó sus labios a los míos, aspiré su aliento agrio y noté que mi deseo aumentaba, rozó mis labios con los suyos, lamió la punta de mi nariz, me besó los párpados, la frente, lamió mi cuello de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo, metódicamente, como si hubiera una línea imaginaria que desembocara en mi boca húmeda y hambrienta. El hombre posee tres atributos, regresamos al oratorio, la sabiduría, la voluntad y el amor, las tres lo conforman en un ser íntegro, libre y honesto. Me desabrochó la camisa, sus dedos largos liberaban cada botón con suma delicadeza, como si fuese un arte al que debía entregarse con precisión, me acarició los pechos sobre el brassiere, acercó su rostro, aspiró mi sudor encerrado entre los senos y me lamió los pezones. Eres un ente espiritual, repitió de camino al oratorio, ¿Espiritual?, difícil de considerar en momentos como éste, tu cuerpo no te pertenece, lo has tomado prestado para perfeccionar tu alma, ¿será que el mío lo tomé del Departamento Clandestino de Prostitutas Adictivas (DCPA)?, sólo así me explico la calentura. Se había desabrochado el pantalón, tomó mi mano y la colocó sobre su pene terso y erecto, lo acaricié, obediente, mientras sentía que mis calzones se mojaban cada vez más, me trepé encima de él abrazándolo con mis piernas, presionando con la cadera. ¿Por qué sufre la tierra?, preguntó de vuelta al oratorio, el agua escasea, los bosques se ven amenazados por incendios imprudentes, se contaminan los océanos. ¿En qué momento se transformó esto en una clase de ecología? No lograba hilar las ideas, me preguntaba qué relación existía entre la voluntad del hombre, su estado espiritual, mis pezones erectos y 37 los incendios forestales. No hallaba respuesta. El desconcierto me impedía volver al auto, mi mente se había empeñado en descifrar el enigma como si fuese un imperativo, una cuestión de vida o muerte. Me volví a interrogar sobre una supuesta conexión entre la escasez del agua, el amor como atributo humano y la sudoración excesiva dentro de mi ropa interior. Aturdida, decidí enfocar mi mente en la meditación, hice a un lado los cuestionamientos, el Civic azul plateado y me dispuse a escuchar sin descubrir un sentido en especial, por el simple placer de oír su voz de mantequilla. La respuesta salió de sus labios abruptamente mientras hablaba de la primavera, los cambios climáticos, la sequedad de los lagos: el calentamiento global. Lo repitió elevando el tono de voz: calentamiento global, una vez más en un tono bajo, casi como un murmullo : calentamiento global. Entonces comprendí, aliviada, mi estado carnal, las altas temperaturas de mis huesos, la exacerbada imaginación. Miré mi reloj, faltaban tres minutos para terminar la sesión, huimos al auto e hicimos el amor en el asiento trasero. ¿Cómo te sientes?, preguntó mientras salíamos del oratorio. Bien, muy relajada, respondí, alisándome el pelo con la mano. Si gustas, mañana habrá otra a la misma hora. ¿Otra? ¿Por qué no? Dos encuentros en el Civic y sin duda regreso como nueva a mi matrimonio. Seguro, aquí nos veremos mañana, gracias. 38 El terror nocturno se mudó de habitación Durante veinte años he sido presa del terror nocturno. Cada noche, como un hábito inquebrantable, apago la luz y huyo a velocidad de guepardo a refugiarme en mi santuario. Una vez ahí, bramo en silencio como único consuelo. De pequeña, intenté en vano colocarle un caparazón para alentar su paso y apurar el mío; opté también por aturdirlo, lanzando cual pulpo, chorros de tinta negra en forma de nubes. Una cortina de humo nos distanciaba y yo, que debía aprovechar el instante para escapar, me ocupaba en toser. Una noche hasta probé el mimetismo, me vestí con un pijama verde exactamente del mismo color de mis sábanas y me quedé quieta toda la noche, amanecí con los músculos atrofiados y un olor a cilantro impregnado en mi almohada. Noche tras noche se aparecía hambriento en mi habitación, masticaba mis huesos, exprimía mis articulaciones y destrozaba mis pantuflas. Jamás logré vencerlo. Y sin embargo hoy, veinte años después… ha desaparecido. Ya no huelo sus heces, su aguijón venenoso, no palpo su piel escamosa ni su estrecho hocico, ya no me rozan sus pezuñas debajo de la cobija. El enemigo se transformó en polvo. De pronto escucho un grito que proviene del cuarto de mi hijo. Sonrío aliviada. El terror nocturno se mudó de habitación. 39 Desayuno Es miércoles por la mañana, me sirvo una taza de café y me acomodo en la mesa de la cocina para leer el periódico. Un señor llamado Andrés saltó a las vías del tren para rescatar a un extraño que accidentalmente había caído en ellas. El tren pasó justo encima de su espalda y ambos lograron sobrevivir. De acuerdo a estudios científicos, un acto de heroísmo de tal magnitud es provocado por las llamadas “neuronas espejo”, encargadas de hacer que uno sienta lo que la otra persona experimenta. No obstante, un biólogo reconocido de la Universidad de Nueva York opina que los procesos cerebrales no intervienen en este tipo de actos, la reacción se daría demasiado tarde para salvar al sujeto; los actos heroicos, agrega, son impulsos que se siguen espontáneamente a causa de una información genética determinada. Lo más extraño del caso es que Andrés se encontraba junto con sus dos pequeñas de cuatro y seis años; según los expertos, el poder de la dinámica padre-hijo debiera superar a cualquier tendencia de ponerse en peligro para salvar a un desconocido. Termino de leer, tomo un trago de café e imagino a las niñas de Andrés: una rubia de trenzas, la otra pelirroja con el cabello sujeto por una peineta, ambas vestidas de uniforme, falda a cuadros verde con azul marino, camisa de botones blanca, calcetas largas hasta debajo de las rodillas y zapatos negros de goma. En una mano sostienen una bolsa de plástico con su lunch, en la otra…la mano de papá. Llegan con cinco minutos de anticipación a la parada. Detestan el rechinar de las ruedas del tren, es un ruido muy estruendoso, les recuerda la noche que mamá se disfrazó de bruja para la fiesta de la tía Celia, no la reconocieron, ella se carcajeaba como parte de esa personalidad ilusoria, risas que causaron tal destrozo en el sueño de las niñas que por meses tuvieron que dormir en la cama de sus papás. Cuatro minutos para la llegada del tren, las niñas 40 miran las vías y en sus ojos se logra percibir un hilo de angustia que las fusiona a pesar de encontrarse Andrés de por medio. Dos años de diferencia que en este segundo pasan desapercibidos. Regina nació primero, cesárea, venía sentada y el médico no quiso arriesgar, un llanto asiduo por las noches mientras que en el día hibernaba, mamá no sabía cómo intercambiar el horario, probó de todo: aumentó el volumen del televisor durante las horas diurnas, transportó la cuna a la cocina y una vez ahí, encendía la licuadora por largos períodos de tiempo, por la noche la bañaba en agua tibia con hojas de lechuga; no fue hasta que siguió el consejo de la vecina que el hábito se rompió: Anel habló con su hija como si fuese un adulto, le explicó que cuando sale la luna es momento de azotar la cabeza en la estúpida almohada, y que al salir el sol, y sólo al salir el sol (frase que repitió tres veces) tiene permiso de abrir los malditos ojos. A partir de esa charla, Regina comenzó a llorar durante el día, pero a cambio, por la noche dormitaba. Dalia llegó dos años después, cesárea con una complicación en los pulmones, una vez en casa, mamá no esperó cinco minutos para hablar con ella y con las mismas palabras que había utilizado con Regina, le hizo entender la relación entre las estrellas y la rutina de la especie humana. Lo que mamá ignoraba es que Dalia no requería esa explicación, su dócil temperamento que años después la llevaría a convertirse en una adolescente retraída y poco comunicativa, le hacía comportarse como una bebé casi invisible; jamás lloró, ni siquiera el día de su primera vacuna. Tres minutos y medio. Las manos de Andrés transpiran, siente comezón en la nariz, desea rascarse pero para ello debe soltar la mano de una de sus hijas. Andrés sabe lo importante que es para ellas en este preciso instante, sabe de la fobia que experimentan al estar paradas frente a las vías y por eso mismo, posterga la paz de la nariz. Andrés conoció a Anel mientras laboraba como taxista, ella pidió que la llevara a la calle de Sonora, debía comprar fertilizante 41 para exterminar una plaga de gusanos que había invadido el ficus de su azotea. Anel es especialista en jardinería, estudió en la Escuela Superior de Botánica y se graduó en 1999, año en que Andrés abandonó, por falta de recursos económicos, sus estudios de administración. Desanimado pero consciente de la situación, se matriculó como taxista. Dos años después se encontraba transportando al amor de su vida. En el semáforo entre Juan Escutia y Atlixco la pasajera fue presa de un asalto, le quitaron la bolsa y le golpearon el rostro, Andrés intentó defenderla pero se vio amenazado con una pistola en la sien. De ahí a la delegación, lunes, martes, vuelva el fin de semana, los trámites no parecían tener fin, un café después de levantar el acta, una charla en la banca de espera, una salida al cine, el primer beso. Andrés nunca había experimentado tal pasión, pensaba en ella día y noche, en sus hombros perfectos, los brazos delgados y suaves como tiras de papel; varias veces se descubrió con una erección que debía disimular ante sus clientes metiéndose las llaves en la bolsa delantera del pantalón. Ella vivía alborotada, con manchas de sudor en la playera y el sexo empapado, comía poco, dormía mal, pensaba en él, en sus ojos grises, su vientre desnudo y velludo, plano como el horizonte. Ambos se suplicaban más tiempo, y cuando al fin las horas condescendían, se entregaban uno al otro con el arrojo inconfundible de un par de amantes novatos. Un año después se casaron. Regina y Dalia no tardaron mucho en entrar a escena. Tres minutos. La comezón continúa. Las relaciones sexuales con su mujer bajaron de intensidad. Anel argumentaba estar extenuada, de noche no dormía, se quejaba de las niñas, del trabajo que representaba cuidarlas, educarlas, alimentarlas. Andrés intentaba convencerla, hacer el amor sería un alivio para sus huesos, se sentiría como nueva, las niñas seguro lo apreciarían. Anel cedía sólo en contadas ocasiones. Andrés se masturbaba en el baño. Una vez olvidó cerrar la puerta con llave y Regina lo sorprendió. Papá no supo explicar 42 correctamente las cosas, le habló de más. Anel se puso furiosa, se alteró y le aventó un vaso de cristal; una pequeña herida en la frente, corrieron al sanatorio, tres puntadas y una cita con el terapeuta familiar. Regina lo visitaba cada lunes, hablaban de mamá, de papá, del colegio, de los niños y sus juguetes. Regina disfrutaba ir, sobre todo por la paleta de caramelo en forma de flor que le regalaba el doctor al finalizar la sesión. Cuatro meses después, el terapeuta les aseguró que del “accidente” en el baño no quedaban estragos en la mente de su hija. Regina dejó la terapia. Se olvidaría de ella hasta el día de su primera menstruación a los diez años. Entonces recordaría al doctor y se masturbaría por primera vez con la almohada entre las piernas. Dos minutos. Dalia mira a papá, le sonríe, Andrés no se da cuenta, tiene perdida la mirada. Dalia lo ama, le gusta armar rompecabezas con él, acostarse en su pecho y escucharle contar las vidas de los pasajeros que transporta en el taxi. La señora que labora de maestra en una escuela de extranjeros, enseña español a niños chinos que traen sushi de lunch. Dalia ríe. Andrés la abraza y le hace cosquillas en las axilas. El joven vegetariano que trabaja de cocinero en una taquería y a cada rato corre al baño a vomitar. Dalia hace gestos repulsivos y él la llena de besos. El viejo arrugado que camina con bastón, pide a Andrés que apague la radio y no habla en todo el trayecto, las manos le tiemblan y mira la ventana con ojos llorosos. A Dalia también se le ponen los ojos rojos, no sabe por qué. Un minuto. Anel llega tarde a casa esa noche, cierra con cuidado la puerta, son las doce. Andrés la espera despierto. La mira y comienza a interrogarla, ¿por qué a esas horas?, ¿por qué no llamó?, ¿dónde estaba? Ella se enoja, le grita, le habla de libertad y se suelta a llorar. Él quiere consolarla, se acerca y pone un brazo sobre su espalda, ésta se mueve, lo rechaza, su mano cae y una tristeza le cubre la piel. Me acosté con otro, suelta ella. Andrés no alcanza a comprender el 43 sentido de las palabras, le pide que lo repita, ella traga saliva, se limpia las lágrimas y vuelve a decirlo: me acosté con otro. Esta vez las palabras retumban como disparos de metralleta. Andrés se tapa los oídos, no desea escuchar más, le tiemblan las piernas y siente un deseo irresistible de ir al baño, corre al escusado, orina mientras las lágrimas se deslizan por las mejillas, el llanto se hace cada vez más fuerte, se tira al suelo y continúa gimiendo con el pantalón desabrochado. Treinta segundos. Un extraño sufre una convulsión, cae a las vías del tren junto con su portafolio. La gente de la tarima grita, se miran desesperadas unas a otras. Se escucha el pitar del tren. Regina y Dalia aprietan la mano de papá. Andrés duda una fracción de segundo, se suelta con brusquedad de las pequeñas y salta a las vías. Abraza con su cuerpo al desconocido, hace un cálculo matemático y baja la cabeza. Se equivoca. El tren pasa por encima de ellos. El extraño sobrevive. Andrés también. Tomo un trago de café, está frío, me levanto para servirme otra taza y alcanzo la sección de deportes. 44 Paciente Sala de espera del dentista. Cierro los ojos. Parados detrás de la puerta, su espalda recargada en ella, yo de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo y arrastra su nariz por él hasta detenerse en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de semana me encuentro bien pero te veo y me vuelvo loco… Señora Fernández. Abro los ojos. Puede pasar. No soy Sra. Fernández. Cierro los ojos. De nuevo detrás de la puerta, yo de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo y arrastra su nariz que se detiene en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de semana me encuentro bien pero te veo y me vuelvo loco, ven, acércate más, esos labios tuyos me matan, quiero hacerte el amor… Señora Martínez. Abro los ojos. Pase por favor. No soy Sra. Martínez. Cierro los ojos. Puerta, deja olerte, mi axila, me vuelvo loco, ven, esos labios, quiero hacerte el amor, vamos enfrente al hotel, no aguanto más, bésame, sí, quítate la playera, la puerta está con llave, ¿te da vergüenza?, tus senos son hermosos, deja sentirlos… Señora González. Abro los ojos. Adelante. No soy Sra. González. Cierro ojos. Puerta, deja oler, axila, labios, hacerte el amor, hotel, no, bésame, quítatela, tus senos, hermosos, deja sentirlos, mira cómo me tienes, siente, dame tu mano, ven, acerca tu oído, te quiero decir algo, en el oído, sí, te amo, preciosa, te amo… Señora Beltrán. Aprieto los dientes. No abro los ojos. Señora Beltrán. Me vale. Que se espere. No abro los ojos. Señora Beltrán ¡Qué insistencia! Ahora no. Señora Beltrán. Me rindo. Desenredo mis piernas, finjo un bostezo y abro los ojos. Disculpe Señora Beltrán, el doctor está un poco atrasado, se ha presentado 45 una emergencia y no sabe cuánto tiempo tardará ¿Le gustaría regresar la próxima semana o continúa esperando…? Cierro ojos. Mis labios se estiran involuntariamente. No puedo verlos pero podría jurar que se trata de una sonrisa. 46 Café con leche Entro al café vestida como siempre, pantalones de mezclilla flojos, mocasines café maple y camiseta blanca; el cabello suelto electrizado, las puntas maltratadas, treinta canas ocultas en el tinte y treinta más dispersas entre el fleco. No se me antoja más que un café americano sin azúcar ni leche, negro o casi negro, amargo, distinto al limón, amargo como la alarma del despertador que suena todas las madrugadas a esa hora con dieciséis minutos. Se me ocurre que quizá, si consigo un trabajo rutinario, cajera del supermercado, repartidor de periódicos, telefonista… Amelia no coincide conmigo, cree que eso es soñar alto, aspirar a demasiado; para ella no hay más que un caballito de vodka o un frasco de Tafil. Me imagino sentada en cuclillas sobre el tejado de una casa, es un suburbio estilo americano, de esos artificiales, construido para servir como escenario de una película. No sé cómo he llegado ahí, no soy un personaje de la trama, no soy un extra, no formo parte del equipo de limpieza aunque me gustaría. Desde arriba la calle aparenta ser de corcho, veo un gato que se trepa al camión de la basura y coge con sus dientes un trozo de queso añejo. Las personas no caminan, se quedan de pie por un tiempo indefinido, mueven los brazos de arriba hacia abajo, giran la cabeza, se rascan y tosen, pero no caminan. Vodka o Tafil. Por la tarde mi departamento está exento de polvo, lo han limpiado con eucalipto, cloro y amoniaco, las ventanas deslumbran, son murallas transparentes, gigantes. Mis cristales son distintos, se rompen, hacen ruido, se me clavan en el riñón, en la boca del estómago, en el paladar. Cuando estornudo temo que salgan volando, que caigan sobre el adversario, que le corten la muñeca a la sirvienta o a la señora operada del busto, la del cabello alaciado, las uñas 47 largas pintadas de morado y el anillo de oro, la misma que se levanta todas las mañanas a las seis con dieciseis minutos, la que arroja su ropa sucia al cesto de mimbre, apunta a la cocinera el menú de la comida y vuelve al medio día cuando el cesto de ropa se ha vaciado. No reconozco mi habitación, las almohadas gruesas, son dos, dos lavabos, una tina de mármol, cuarenta metros cuadrados de sacos, vestidos, pantalones y faldas. Se reían de mí la otra tarde, les explicaba con un ejemplo idiota lo que me pasa: asciendo por una escalera eléctrica en una tienda departamental, de pronto la máquina falla, se detiene, dejo las bolsas con mercancía nueva en los escalones y aguardo a que la electricidad retome su curso, no me percato de que puedo seguir subiendo a pie, me quedo petrificada como los maniquíes de la vitrina, sólo las pupilas se desplazan a la derecha, a la izquierda, más a la izquierda, dos metros aún más, suben y bajan, me mareo y aguardo, aguardo inmóvil a que la máquina vuelva a funcionar. Vodka o Tafil. No pienso que algo extraordinario me hará cambiar de actitud, al contrario, será algo nimio, tenue como el sonido de las hojas marchitas en otoño, la última gota que cae cuando la llave de agua se ha cerrado, la mirada incierta del labrador; y ni siquiera, será algo aún más banal, menos poético, un tropezón al bajar del auto, un manojo de caramelos, una taza de café con leche. Me acerco al joven de uniforme verde detrás de la caja registradora, me cuesta hablar, sé lo que deseo ordenar, lo llevo en la punta de la lengua, es complicado, las palabras sudan, se exprimen, se vuelven almíbar. Trago saliva y con ella, el jugo de la banalidad. No me queda más remedio que ordenar pura mierda. - Un café, negro… 48 Martes ocho y media Se decide por una clase de pintura estilo libre. Los ojos de la profesora la interrogan sobre ese cuerpo voluptuoso que ha trazado con carboncillo, la mancha que pretende ser un ramillete de flores, la falta de prudencia al asistir vestida de blanco. Ella justifica lo de la mancha y no se ocupa por resolver las demás interrogantes. No son flores, es una bolsa de celofán. Se pone a tallar con las yemas de sus dedos, percibe cómo se borra la línea divisoria entre la figura y el espacio en blanco, aparece un gris templado, se vuelve evidente el placer que experimenta al borrar, talla los senos con los labios apretados, la curva de la cadera ampliando las fosas nasales, se recarga en la mesa para incrementar la intensidad de la fricción, mueve el brazo entero desde el hombro hasta la delgada muñeca; el cuerpo voluptuoso ha quedado difuso mas la bolsa de celofán continúa intacta. Los ojos de la profesora se posan de nuevo en su dibujo. Lo examinan como si fuese una operación matemática con sólo una posibilidad de acertar el resultado correcto. Aprueban la imagen difusa, no así el negro intenso de lo que les parece ser un ramillete de flores. Insisten en la imprudencia de la vestimenta blanca. Salió de casa por la mañana, planeaba regresar antes de la clase de pintura, darse un baño, calentarse un plato de sopa instantánea, cortarse las uñas del pie y ponerse esos pantalones de mezclilla viejos y la playera azul marino con el agujero en la axila, la misma que utiliza cuando se acuerda de cambiar la tierra de las macetas; sin embargo, sus planes se vieron estropeados por una llanta ponchada y una lluvia torrencial, que, por suerte, no acontecieron al mismo tiempo. Le explicaría esto a la profesora si sus ojos no tuvieran ese color marrón idéntico a las heces del perro de la vecina. Haría movimientos con las manos para exagerar el sonido de los rayos que retumbaban mientras ella se cobijaba indefensa debajo del techo de la carnicería, hasta se taparía las narices 49 para transmitirle lo desagradable del asunto: los zapatos empapados, el cuchillo escarbando la grasa amarillenta de lo que en su momento fue parte del vientre de la vaca, las gotas de sangre en el piso de barro, la fila de mujeres en espera de un kilo de esa porquería, el viento helado. Si el color de sus ojos fuese distinto, quizá ella haría un esfuerzo. No son flores, es una bolsa de celofán. La profesora la invita a probar nuevos tonos, un tallado menos violento en ciertos lugares y en otros intensificar el color, jugar a inventar grises y negros. Pinta unas líneas en la parte superior del cuerpo difuso, simula un cuello redondo con doble papada. Pone las yemas de los dedos y comienza a tallar. Lo hace con movimientos circulares, controlados, limitando la fuerza de su mano, se aburre. Advierte que la profesora camina en dirección al baño y se lanza bruscamente sobre el papel, talla con ambas manos al mismo tiempo, un hilo de saliva se escapa de sus labios y cae en la bolsa de celofán, no hay tiempo para limpiarlo, talla con el antebrazo, el codo, se le antoja meter la cara, deshace la doble papada con su barba, se mancha las mejillas, la frente, arrastra su nariz de una punta a la otra, aplasta el lóbulo de su oreja izquierda, lame el negro intenso del celofán. Oye azotarse una silla plegadiza. Suspende el tallado. Mira de reojo al baño, la puerta continúa cerrada. Se lanza de nuevo con todo, exprime su cara en el papel, empalma los labios en lo que serían las extremidades inferiores, sacude su cabello encima del contorno de los hombros, coge la hoja entre las manos y frota su cuerpo blanco con ella, negras las axilas, negro el vientre, negra la ingle, negros los muslos. Le es difícil determinar las líneas divisorias entre la hoja y su cuerpo. Ve grises y negros, tal como la profesora le aconsejó. Oye pasos que se acercan. Su corazón aún respira agitado. No son flores, es una bolsa de celofán, se repite mentalmente mientras siente cómo unos ojos horrorizados se clavan en su ropa manchada. Piensa que si la profesora no puede distinguir la diferencia entre esos dos objetos, sería demasiado esperar que la entendiese. Escucha los reclamos que le 50 huelen a encierro al tiempo que recuerda que se trata de una clase de dibujo libre. Libre. Tolera los insultos, el tono de la voz y lo púrpura de sus pupilas. Tolera porque ya nada puede reprimir la euforia que aún experimenta, la locura de haberse convertido en su propio lienzo, la necesidad de ensuciar sus ropas blancas como si fuese una niña que al salir del colegio se regocija dentro de un charco mugroso que empaña su vestido blanco de encaje. La profesora le ha pedido que se marche y no vuelva más. Señala con su dedo la puerta y no lo baja hasta que ella da el primer paso. Lleva el dibujo en la mano derecha y su bolsa recargada sobre el hombro izquierdo. Antes de salir se detiene en el espejo de cuerpo completo situado a un lado de la puerta. Si no fuera por esa mueca inconfundible de los labios podría mezclarse entre las víctimas de un accidente fatal y pasar por sobreviviente. Mas la mueca la delata. No quedan lesiones en el cuerpo, sólo los restos de adrenalina que aún circulan entre sus huesos. Ha vuelto a llover, cruza la acera y compra una docena de rosas rojas envueltas en papel celofán. 51 Duele el amor Amanda afina la mirada por el retrovisor para identificar la zeta. El rojo milano y la marca coinciden, al volante un hombre con gafas oscuras, a su lado un asiento vacío. Justin Timberlake le sacude la cola de caballo. La música que oyes es de funeral, dijo él, está buena pero te pasas, me deprimo sólo de prender el estéreo. Amanda no supo qué contestar, apoyó el pie sobre el barandal y con la mochila en la espalda se amarró la agujeta. Se conocieron la tercer semana de agosto, ella le grabó un CD con una selección de música cuidada hasta la exageración. Había perdido dos tardes, una en hacer la lista, primero a lápiz con tachones y manchas de coca cola, después en la pantalla; la otra en grabar el CD. Quería causar una buena impresión, se había hecho a la idea de que al terminar de escucharlo, él caería rendido a sus pies, le daría un aventón después del colegio y una cuadra antes de llegar a casa se detendría para besarla. El hombre de gafas oscuras resulta un estafador. La zeta no aparece en la placa. Amanda acelera. El sábado en la madrugada, después de aventar su playera al asiento trasero del Civic rojo milano y desabrocharse el pantalón, lo admitió: su música favorita podría servir de fondo en un velorio. Quedaron al descubierto sus muslos, cogió la mano de él y la colocó en su entre pierna. Oían la nueva de Black Eyed Peas. Para cuando el noviazgo terminó (un lunes a las cuatro sonó el celular, le dijo que era una buena persona, que la quería pero…) Amanda había creado doce CD´s con el tipo de música que él aprobaba. Los oía en el Pontiac negro con los 52 ojos tristes y las manos aferradas al volante. Aleks Syntek le comía las lágrimas mientras ella se mordía las uñas y la piel de alrededor. Las primeras noches de diciembre fueron un infierno, escribía en su diario frases desgarradoras, casi no cenaba y se metía adentro de las sábanas más temprano de lo usual. Le dio entonces por buscar el rojo milano en cada semáforo, acelerar y rebasar cuando distinguía uno de lejos, estuvo a punto de matarse en más de una ocasión, la vista le fallaba, la zeta era un cuatro y el talón se le acalambraba en el pedal. Le dio por recorrer las mismas calles, por estacionarse en doble fila al frente de ese café, por conducir a diez kilómetros por hora con la cara embarrada a la ventana viendo pasar un montón de desconocidos. La zeta al inicio de la placa certificaba el hallazgo, lo convertía en posibilidad, dos líneas horizontales unidas por una diagonal, una simple letra, suplicaba con los dedos cruzados. Van a dar las siete. Amanda gira el volante hacia la izquierda para tomar la lateral y volver a casa. Un Civic rojo milano se le adelanta por la derecha, ella disminuye la velocidad para cerciorarse de la placa sin prestar atención al Corolla verde que casi se estampa contra su cajuela. Pendeja, le grita el conductor con el torso afuera de la ventana. El Civic cambia de carril, el Pontiac acelera, Shakira ameniza la persecución, una direccional, dos bocinas, una vuelta prohibida, el freno de mano la salva de subirse al camellón. Al día siguiente aparece una noticia en el periódico: Se estima que hay más de cuarenta mil Civics circulando por el Distrito Federal. El color de mayor demanda es el azul metálico seguido por el rojo milano. Amanda toma la primera plana del periódico, pero no llega a leer esa noticia. Se le nota exhausta y con los ojos abultados. Se toma el jugo de naranja 53 de un solo trago. Enciende el Pontiac negro. Linkin Park le sacude la cola de caballo. Un Civic rojo milano circula por el carril de su derecha. Amanda acelera. 54 En busca de un pavo real Bajo la ventana y le pregunto al señor del auto amarillo por la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Se toma su tiempo para responder, el semáforo aún tiembla en rojo pero podría ponerse verde en cualquier instante. Me da la impresión que conoce la zona como la palma de su mano y aún así no se anima, es como si la pregunta en sí le hubiera decepcionado; aguarda unos segundos más, dirige una mirada efímera a mi playera a la altura de los senos y suelta la respuesta. Tomo a la derecha, atravieso dos cuadras y me topo con un parque, alcanzo a divisar la G de la librería a lo lejos. Creo entender la decepción del señor. Maneja por Insurgentes después de una larga y tediosa jornada laboral, el tráfico está de la mierda, el aire acondicionado no funciona y su camisa azul es un trapo empapado. Una mujer baja la ventana de su auto, las posibilidades se despliegan como la cola de un pavo real, ¿por qué no? ¿acaso la vida no está colmada de encuentros fortuitos? Y de todos lo colores del abanico escojo el negro, el que se confunde con sus ojos, el que te hace perder el interés y en ocasiones hasta bostezar; por eso la actitud de derrota, por eso se dilata en darme las indicaciones precisas para llegar al sitio; porque le cae el veinte que ese encuentro no tiene nada de fortuito, que no marcará su vida ni le alegrará el resto del día. Hace dos meses recibí un mail de una revista, leyeron los cuentos que les mandé, fueron aprobados por el consejo editorial y han decido publicarlos en el próximo número. No conozco a los del consejo, no sé absolutamente nada de ellos, podrían tratarse de una banda de mentecatos con la hormona a flor de piel, en el 55 mejor de los casos se turnaron los cuentos para metérselos al baño mientras se masturbaban con la mano libre. Me puse feliz. La emoción me duró todo el día, le conté a Celia y a mi mamá, le mandé un mail a Jessica que vive en España. Me escribieron nuevamente de la revista para pedirme unos datos. Me quedé clavada en el Internet toda la mañana en espera de otro mail. No recibí ninguno, ni de la revista, ni de Jesica, tampoco de otra publicación a la que no he mandado mis cuentos. La Gandhi está a reventar de libros, hacía más de diez años que no pasaba por ahí y me sorprende. Me compro una botella de agua fría y pregunto por la sección de revistas. No encuentro la que busco, un dependiente me ofrece ayuda, no recuerdo el nombre de la revista, la de la banda de mentecatos, se me ocurre decirle. La hallo en una esquina, detrás de una de motocicletas. La hojeo de pie, leo un párrafo de la nota editorial y echo una mirada a la cafetería, nadie me devuelve la mirada. Leo el nombre de los editores, no me suenan. Busco una mesa, extiendo la revista y la recorro hoja por hoja. El mío está en la veintisiete. Ocupa una cuarta parte de la página. Me pongo feliz. Releo el texto cuatro veces seguidas, descanso sólo para tomar un trago de agua helada y echar una mirada dispersa al lugar, lo hago tan de prisa como puedo, no quiero dar pie a ningún tipo de intercambio gestual, no quiero decepcionarme por no hallarlo. Me bebo el resto del agua de un jalón, cierro la revista, leo un par de veces el título haciendo esfuerzo por guardarlo en mi mente. Experimento cierta pereza. Ya nada me retiene en este lugar. Ningún pavo real parece estar acercándose. Pago el ejemplar y salgo de la librería. 56 Me arrepiento en cuanto piso la calle. Camino de vuelta, extraigo un papel de mi bolsa, garabateo unas cuantas frases, pido al cajero un poco de pegamento, pego el papel sobre mi cuento, acomodo la revista justo al centro, haciendo a un lado las demás. Recorro la privada donde estacioné el auto con una sonrisa demasiado obvia, el corazón me palpita como si hubiera cometido una tremenda travesura. Me sorprendo al ver una pluma verde con anaranjado tirada en la acera al pie del auto. Es bastante pequeña. Podría ser de uno de los pájaros que revolotean encima de esos árboles. Enciendo la marcha sin perder la sonrisa. El abanico de posibilidades que ofrece un pájaro no debe menospreciarse. 57 Es mi turno Es mi turno, reparto las copias, me acomodo en la silla y leo. Ningún comentario, ni siquiera el carraspeo de una garganta. Mi texto ha concluido, ya no hay más letras impresas, giro la hoja para rectificar. Ningún comentario, ni siquiera un celular que vibra. Pienso en dos opciones: o mi cuento es tan conmovedor que ha dejado mudo al salón, o… es una basura. La profesora se toma exactamente diecinueve segundos para externar su opinión. Está padre, tienes una coma que sobra en el segundo párrafo y un verbo mal conjugado en la última oración ¿Alguien tiene algo que decir? Ningún comentario, ni siquiera la envoltura de un chicle. Es el turno de Selena, reparte las copias, se acomoda en la silla y lee. Ocho manos se levantan. No es la primera vez, ya van dos cuentos de mi autoría que se discuten en menos de un minuto. Los de Selena ocupan tres cuartos de hora y en ocasiones hasta más. Sus cuentos son cuadrados, no dicen nada, tienen errores de ortografía, decenas de comas fuera de lugar, son aburridos y melodramáticos. No obstante, los minutos juegan en mi contra. No soy capaz de verlo de otra forma: es una competencia. El tiempo es clave, mientras más se lleve la discusión del cuento, mejor es la calidad del mismo. El mundo se rige por las leyes de temporalidad: más días dentro del útero equivalen a un bebé mejor desarrollado; una pena de sesenta años tras las rejas nos remite a un asesinato en serie, una violación o un ataque terrorista; los carteristas reciben a lo mucho uno o dos años; lo mismo sucede con la literatura, he ahí el porqué de tantas novelas de peso completo. Me propongo superar mi tiempo, ejercito, practico y escribo. Me sale un cuento de diez páginas. La historia es estúpida, los personajes también, acomodo 58 las comas en las esquinas, meto una decena de errores ortográficos, una “Z” en lugar de la “S”, cuatro puntos suspensivos. Es mi turno, reparto las copias, me acomodo en la silla y leo. Veo la cara de horror de Selena. La victoria es dulce. Quince manos levantadas. 59 La instantánea alegría Jimena descubre el secreto de la felicidad una mañana por accidente. Harta de planchar corbatas, forrar cuadernos y contar historias de hadas por la noche, decide atreverse a cometer una locura mañanera: asistir a una función de cine sola y con el celular apagado. Minutos antes de que la película culmine, es decir, justo cuando la protagonista está a punto de enterarse de que su amante aún vive, la energía eléctrica sufre un tremendo apagón y la esperanza del reencuentro se ve interrumpida. El cine pide disculpas: la función se suspende por causas de fuerza mayor; a quien así lo desee, se le reembolsarán los diez minutos faltantes con una pequeña bolsa de palomitas. Los pocos asistentes abandonan la sala con muecas de disgusto; no obstante, ninguno se atreve a rechazar la oferta de las palomitas. Únicamente Jimena permanece en el asiento en un estado de parálisis total, parpadea por inercia y respira sólo para no ahogarse. El corazón se le ha quebrado, su mente no lo comprende: ¿por qué la vida ha sido tan cruel con ella?, ¿por qué después de esa injusta guerra, la pérdida de la pierna derecha, el huracán y la destrucción de su hogar, por qué todavía soportar una falla eléctrica? ¿Cuánto tiempo más tendrá que aguardar hasta reencontrarse con su verdadero amor? Jimena abandona la sala cual acelerado espectro, rehúsa sucumbir a la oferta de la bolsa de palomitas y huye a refugiarse en su vehículo. Ahí llora a moco tendido. La idea del suicidio le atraviesa el cerebro, mas una nueva ola de sollozos la arrasa obligándola a desechar esa cruel solución. 60 Suena la alarma de su reloj: es momento de recoger a sus hijas en el colegio. Jimena se limpia el rostro, pinta sus labios de rosa pálido y enciende la camioneta. Es entonces cuando la idea se le aparece cual heroica certeza: La delicia de sufrir. A partir de ese instante se siente capaz de soportar casi cualquier cosa: armar un rompecabezas, dos o tres, jugar adivinanzas, cocinar galletas, responder al insistente teléfono y hasta vestir un atrevido camisón. Al día siguiente regresa exactamente a la misma función de cine; apaga su celular, y justo cuando restan pocos minutos para que la historia concluya, Jimena escapa hacia la salida. Una vez en su vehículo llora y patalea, la rabia se apodera de sus puños y su mente aún no comprende por qué la espera del reencuentro se vuelve tan larga. La alarma de su reloj la sorprende. Se limpia el rostro, pinta sus labios de rosa pálido y se encamina a la escuela de sus hijas. Mientras la película se mantiene en cartelera, Jimena asiste al cine todas las mañanas. Y en cada ocasión, huye de la sala siempre en la misma escena. Para cuando el cine modifica su programa, Jimena ya tiene claro su próximo movimiento: elegir otra película y luego otra y otra. Nunca permanece hasta el final; prefiere el placer de la agonía a la satisfacción barata de un final feliz. Una mañana, sin embargo, sucede lo irreparable: una nueva descarga eléctrica sacude el cine. Esta vez, los daños son escasos, por lo que la función se reanuda en cuestión de minutos. Accidentalmente la historia se resuelve minutos antes del final, y Jimena, que no alcanza a dar vuelta atrás, mira la pantalla con las órbitas aterrorizadas: es un final feliz. Y aunque su mente hace cortocircuito con ese desenlace en extremo discordante, por no decir cursi y meloso, su corazón la traiciona y se 61 ablanda como panqué marmoleado. Jimena se conmueve con ese final feliz, y negarlo… parece imposible. Es entonces cuando descubre la instantánea alegría. Desde ese día transforma su rutina, aunque en realidad sólo es un cambio matemático: continúa asistiendo al mismo cine, pero esta vez, ingresa a la sala durante los últimos diez minutos de la película. Sus mañanas comienzan a colmarse de diversos finales felices, pues gracias a que el tiempo se lo permite, Jimena no sólo se contenta con ver uno, sino que se introduce en varias salas para deleitarse con apasionados besos, ansiados encuentros y hermosos paisajes. Hasta que la alarma de su reloj suena obligándola a descender de las nubes. Una vez en tierra enciende su celular, se pinta los labios de rosa pálido y acelera su camioneta en dirección al colegio de sus hijas. 62 Primera lección Cuando el profesor preguntó quién tenía perro en casa, más de la mitad del salón levantó la mano. Bien, dijo con una mueca ladeada, una especie de sonrisa fallida, el labio inferior se ensanchó extendiéndose hacia delante, alcancé a mirar la punta de su lengua, pálida como una rebanada de pavo, imaginé esas patas enormes que cuelgan en las carnicerías encima de la vitrina que finge ser un refrigerador, sentí nauseas. Esa pregunta nos dice mucho del individuo, prosiguió, si tiene perro es una buena persona, si no, no lo es. La clase rió. Yo no. Veinte años atrás estoy sentada en el comedor de la casa de campo de mis papás. Mi plato es un abanico de colores, huevo revuelto en salsa roja, queso panela asado, un trozo de la parte más quemada, nopales con rajas, betabel en cuadros pequeños, dos rebanas de aguacate y frijoles negros refritos. A mi lado está Naomi, una amiga del colegio; no recuerdo haberla invitado, pero si se halla sentada a mi lado es probable que mi memoria se equivoque. Mamá devora el desayuno, mastica apresurada los grandes bocados como si quisiera alcanzar la meta lo antes posible: saciar el hambre. Papá lo hace más despacio, toma una tortilla, corta un pedazo, lo acomoda entre los dedos y pesca una pizca del mosaico, se lo mete a la boca; el tenedor permanece limpio hasta el final. Naomi sigue a mi lado, pero no la miro, no le pregunto si le ha gustado, si le parecen picosos los nopales con rajas, si quiere que mamá le sirva más huevo. Termino mi desayuno, en mi plato queda jugo violeta, huellas del betabel. Llevo mi plato a la cocina y aviso a mamá que iré a jugar al jardín. Salgo corriendo. A mitad del camino me detengo para mirar atrás, veo a Naomi sentada en la mesa de la terraza. Por un instante presiento que he actuado mal, que debí haberla invitado a 63 jugar, es mi amiga. Pero el instante se esfuma y sigo adelante, la abandono, me pierdo. No miro más atrás, corro con los brazos extendidos hasta la cancha de fútbol, me siento libre, poderosa. Olvidé levantar la mano. Me encontraba distraída detectando minúsculas imperfecciones en la figura del profesor: su aliento caldoso como un consomé de pollo; los excesos de grasa acumulados en la nariz que sumados a la luz artificial del salón le otorgaban un brillo asqueroso; un extraño tic, arrítmico, el párpado izquierdo caía una milésima de segundo antes que el derecho, una diferencia mínima, casi imperceptible, pero desde la primera fila resultaba imposible no notarlo. Y después de una hora, me palpitaba la frente, un dolor de cabeza se avecinaba mas no podía dejar de observarlo, se había vuelto una obsesión. Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Intenté zafarme, mirar más abajo, me topé con la punta de su lengua y se atravesó la imagen de la carnicería. No levanté la mano, todos en clase creen que no tengo perro y que por ende, según los criterios establecidos, no soy buena persona. Diez años atrás estoy caminando de la mano de Aldo, el cielo está gris, dentro de poco comenzará a llover, traigo pantalones de mezclilla ajustados y una camisa de botones blanca, la tengo por fuera, arrugada, miro las rayas de la acera, trato de no tocarlas, de vez en cuando me veo forzada a saltar. Nos detenemos en el semáforo, Aldo me sujeta la nuca, acerca sus labios a los míos, apenas los roza cuando yo lo empujo hacia atrás. Hueles feo, le recrimino. Saca un chicle de menta de la bolsa trasera de su pantalón, lo mastica exagerando los movimientos sin despegar su mirada de la mía, vuelve a acercarse, besa mis labios y los obliga a despegarse, yo me resisto, lo intenta una vez más y obtiene el mismo resultado. Qué te sucede, pregunta alterado. Miro sus pupilas opacas, los hoyuelos 64 acumulados en la barba, la masa de piel aguada que sobresale a la altura de la cintura, le aprieta el pantalón, no puede ocultarlo. Es gracioso, pero también podría no serlo. Le digo que está gordo y noto cómo se enfurece. Me invade un extraño placer. Cobro más fuerza, le digo que me da asco, todo tú me das asco, le digo casi gritando. La gente que pasa a mi lado me mira y sin embargo no parece importarme. Aldo retuerce los labios, los ojos se le han humedecido y su piel se ha pintado de marrón, parece un piel roja. Yo no paro, soy una máquina de ofensas, una tras otra, obeso, sucio, pestilente, el corazón me palpita cada vez con mayor intensidad, me falta el aliento, me detengo. Aldo se aleja, balbucea algo pero no alcanzo a oirlo, mi respiración hace ruido, mucho ruido. Me quedo parada en la esquina, a un lado del semáforo. Exhausta. Siento cómo la lluvia comienza a caer. Y aún así logro sonreír. El aroma a consomé continua, me cuesta trabajo mantener el cuerpo de frente, lo encojo hacia un lado, no me importa mirar un pizarrón chueco. Igual no hay nada escrito en él. El profesor no se ha movido de su asiento, tampoco ha hecho otra pregunta, el eco de la primera aún retumba en mis oídos como campanadas de una iglesia. Un año atrás escucho llorar a Daniel, son las tres de la mañana, apenas puedo levantarme, apoyo la espalda en el respaldo de la cama, las piernas se niegan a pisar suelo, bostezo, mis ojos se clavan en la pared blanca de enfrente que de noche se pinta de negro, es un misterio, imagino a Daniel haciéndolo con sus manos sucias, agarrando el carbón, manchando la pared, sus mejillas, el pantalón, la cocina. La casa es negra, toda negra. Muerdo mi labio, presiento que el llanto ha disminuido de tono, se me ocurre que si dejo pasar diez minutos más podría desaparecer por completo, recuesto nuevamente la cabeza sobre la 65 almohada y comienzo a contar los segundos, uno, tres, veinte, cincuenta, pierdo la cuenta y vuelvo al inicio, uno, dos, tres, cuatro, cierro los ojos. Me tapo la cabeza con la almohada y dejo de contar. Pienso que no volveré a sentarme en primera fila, las cosas aparentan ser más grandes. Las preguntas no se deslizan, poseen una intensidad especial, evocan recuerdos. Miro a mi alrededor. Mis compañeros me observan, no sé cómo pero se han dado cuenta. Saben del mosaico de colores y la camisa arrugada, saben de los ojos húmedos de Naomi y las gotas de lluvia deslizándose sobre las mejillas moradas de Aldo; saben que sólo sé contar hasta cincuenta. Y hay más, saben algo que desconozco, sospecho que si clavo la mirada en sus pupilas podría descubrirlo, no, debo hurgar más adentro, rasgar con mis dedos sus córneas, eso es. No puedo hacerlo, un hueco en el estómago me obliga a retraerme y vuelvo a cerrar los ojos. Dos días atrás… 66 El repartidor de leche Si no es adecuado encontró, se vale ubicó o hasta descubrió. No implica una diferencia notable, pero el fallo conlleva su tiempo y dedicación como el cepillar una larga cabellera. En ocasiones elegir la palabra atinada roza lo trascendental, en otras, resulta una pérdida de tiempo, una pendejada y cosas peores; supongamos que se está escribiendo un cuento sobre un repartidor de leche y nos ponemos a debatir si el personaje acondicionó una caja con envases de leche, la acomodó o más bien la adecuó. Al mismo tiempo la televisión transmite una noticia devastadora, un temblor en Bombay ha dejado un saldo de diez mil muertos. No nos queda más que la vergüenza de sabernos afortunados y la deshonra por esos minutos estrujados, no de vida, como demandarían desde la tumba las víctimas, si no malgastados en un debate estúpido y enfermizo entre el acondicionar, adecuar o acomodar. Por eso no se recomienda encender el televisor mientras se escribe, porque las cosas adquieren una perspectiva distinta, se pisa tierra cuando la intención es la opuesta, echar a volar, arrojarse del último piso y frenarse de tajo antes del golpe, justamente cuando el rostro se ha puesto transparente y tiembla como una medusa atrancada en la costa. Y mientras te sostienes en el aire, sacas partido del beneficio de andar volando bajo y escribes sobre esos tres centímetros que te separan de la acera. Pero existe otra versión, la de quienes sostienen que elegir la palabra adecuada de entre un montón de sinónimos bien vale el esfuerzo y los minutos derrochados, como quien goza de catar un buen vino y sabe apreciar la diferencia entre las uvas. Digamos que sólo el experto notaría la diferencia entre un pinot noir y un merlot, mientras que para el común denominador, el tipo de uva vale madres. Los catadores no miran la televisión, ni hojean el periódico, por lo 67 menos no cuando los aguarda una velada a la luz de la luna y un par de botellas en la alacena. Necedades, tonterías, estupideces o por el contrario, la exquisitez del lenguaje; un debate abierto a discutir, mientras tanto… decidamos el futuro del repartidor de leche… 68