Índice - Viento Sur Editorial

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Oscuro
Alejandro Alberti
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Índice
Introducción……………………………………….. Página 9
Capítulo 1
El palo que amasa y golpea……………..……..Página 13
Capítulo 2
Una mancha negra en el Arco Iris…………. Página 39
Capítulo 3
La reina, su miel y el clonazepam……………Página 69
Capítulo 4
La evolución de la mariposa……..………….. Página 91
Capítulo 5
El diablo se presentó en forma de mujer…Página 115
Epílogo………………………….………………….. Página 133
“La musa”…………………………….............. Página 143
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Introducción
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Oscura, así fue mi vida. Desde el comienzo, cuando salí del
vientre de mi madre y vi la luz, esa luz no fue más que mi tortura
y la de tantos otros que se cruzaron por mi camino.
Hoy, 27 años después, aún me sorprende que la gente que
me conocía se horrorizara de lo que hice ¿Qué estaban mirando?
¿Nunca notaron siquiera quién era yo realmente?
La gente sólo mira su ombligo, no nota el verdadero peligro
que acecha. Sólo ven lo que les trasmiten por televisión… Sólo
algunos vieron que les podía pasar si caminaban junto a mí.
Algunas veces pienso que soy solo una consecuencia de mi
infancia, pienso que me acostumbre al dolor, a tal punto que
pareciera ser la nafta que me hace funcionar. Siento que me
resigné a no ser feliz, incluso antes de saber qué era. Me convertí
en un vampiro alimentado por el dolor que me rodea. Por ende,
tiendo a generarlo, es como cultivar mi propia huerta.
Muchas veces creí que tenía un andar distinto, que era
especial, pero me di cuenta que soy un animal; tal vez no el
único, pero animal al fin. De chico quería ser médico, quizá por
curar tanto a mi madre llegué a pensar que ese era mi objetivo.
Hoy miro hacia atrás y veo lo lejos que quedo la medicina de mí.
Ya no curo heridas, las provoco. No estoy seguro de estar
haciendo un mal, tal vez sea la forma de curar a la gente de mí,
la peor enfermedad que les podría tocar.
Hoy me encuentro aquí para ser juzgado, espero que el
mundo decida. Deseo la muerte, algo que muchas veces busqué
y no logré conseguir, pero solo será una condena, una más que
tendré que soportar.
Ninguna sentencia cambiará lo que hice, no sanará los
daños en mi cerebro, ni volverá el tiempo atrás.
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Hoy empecé mi declaración con estas palabras:
- Si en ese momento alguien me hubiese preguntado qué
hice, le hubiera contestado que no lo sabía. Pero luego recordé:
Hice lo que nunca creí que podía hacer. La taquicardia que no
paraba, el sudor frío que se adueñaba de mí y una ira
incontrolable que brotaba. Miré el espejo y vi mi rostro más
pálido que de costumbre, tenía pequeños cortes en mi mejilla
derecha con sangre que se perdía por el cuello de mi camisa.
Miré mis manos temblorosas como si ellas hubiesen hecho algo
que no deseaban, volví a mirar mi rostro con miedo, pero ese
que estaba allí ahora sonreía. Tomé la jabonera del lavatorio y
golpeé duramente el espejo: Ese que se veía reflejado no era
yo… ¿O sí?
Mi nombre es Judas, y esta es mi historia…
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Capítulo 1
El palo que amasa y golpea
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Mucho tiempo después, protagonistas de estas historias me
contrarían lo sucedido en momentos que yo no estuve presente.
Entre copas y algunas cosas más, nos reiríamos con algunas y
otras harían deslizar lágrimas sobre mi rostro. Por pudor prefiero
guardarme los sucesos caóticos, algunos más importantes que
otros, que no modificarán el fin de la historia.
Me crié en esta ciudad, en el corazón mismo de ella, donde
los bancos exprimen hasta el último centavo de los seres
humanos, donde los bares repletos de gente ofrecen el mejor
menú a los miles de oficinistas, donde las casas de cambio
especulan con los turistas y ahorristas y donde la gente camina
de un lado hacia el otro como autómatas. Un amontonamiento
donde nadie se conoce, donde las calles son un desfile
interminable de automóviles y motocicletas. Los negocios
repletos de gente probándose hermosos vestidos y zapatos,
galerías, shoppings, gimnasios, edificios estatales, la iglesia, el
museo y hasta un casino hermoso rodeado de casas de empeño
completan el brillo de esta ciudad. Pero se convierte en mi
verdadero hogar, cuando la luz del día deja de iluminar. Calles
oscuras y desiertas, con vagabundos que se alimentan de las
sobras de los locales de comidas rápidas, prostitutas a la caza de
algún oficinista rezagado en busca de sexo rápido antes de ir a
su hogar.
Sólo las luces de algún bar y el casino que jamás cierra
iluminan lo que queda de esta ciudad. La gente no vive aquí, vive
en barrios más tranquilos alejados de todo el ruido.
Los edificios albergan en su mayoría oficinas y por las
noches se encuentran desolados. Es muy raro escuchar música,
voces o algo que presuma presencia humana alguna.
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Emma, mi madre, solía ser camarera de “El Greco”: Un bar
de esos que nunca cierran, como los de las rutas repletos de
hombres bebiendo ginebra, pero en la gran ciudad. No tenía
grandes lujos como los otros, pero sí precios muy económicos
para no perder la clientela. Allí, mi madre conoció a Raúl, mi
padrastro, tal vez el mejor cliente, no por las grandes sumas de
dinero que haya gastado, sino por su fidelidad a su gran amor:
La ginebra.
Raúl era el encargado de un edificio justo frente al Greco.
Como casi todos los encargados de esa época, vivía en un
departamento que le daba el edificio. Se levantaba a las cinco de
la mañana, cruzaba al bar y desayunaba religiosamente sus
primeros vasos de ginebra. Luego se encargaba de su trabajo:
Limpiaba la entrada, el portero, las escaleras, los ascensores y
baldeaba la vereda. Al terminar regresaba a casa, siempre y
cuando no tuviera alguna reparación para hacer. Comíamos,
dormía una siesta, se bañaba y se vestía con su camisa gris y
pantalón negro. Por muchos años admiré su constancia: Jamás
dejó de lado el trabajo, eso para él era sagrado.
Raúl no solo se ocupaba del edificio, también realizaba
reparaciones en oficinas, arreglaba cañerías, hacia instalaciones
eléctricas y hasta algún trabajo de albañilería. Todo como extra,
en el edificio o fuera de él. Por la mañana, después de desayunar
en el bar, me despertaba, me ayudaba a cambiarme y me llevaba
al colegio. Al principio aparentaba ser el padre que no tuve, pero
Raúl cuando la luz del día dejaba de iluminar, era como esta
ciudad. Se volvía oscuro, carente de toda luz.
Mi padre nos había abandonado cuando yo tenía 3 años,
después de eso mi madre decidió ir a vivir con Raúl en su
departamento. Él la amaba con locura. Antes de eso vivíamos
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en un pueblo a unos cincuenta kilómetros de allí, teníamos una
casa hermosa con un gran fondo, si bien era yo muy pequeño
entonces, recuerdo las hamacas y una pileta chica en la cual
mama me enseñaba a nadar. En ese entonces, ya hacía un
tiempo que mamá trabajaba en El Greco. Yo quedaba al cuidado
de mi abuela, de la cual sólo tenía vagos recuerdos.
Mi madre era hermosa, su cabello era rubio parecía dorado,
era delgada pero con buenas curvas, tenía piernas estilizadas
donde se le marcaban sus músculos bien formados, labios
gruesos, ojos celestes. Mi madre era una muñeca, si bien yo la
miraba con los ojos de un hijo, a cada paso que daba junto a ella
por la calle, los hombres me hacían notar que estaba junto a una
mujer extremadamente deseada.
A ella nunca le molesto ser mirada y deseada, es más, le
encantaba vestir con minifaldas y vestidos cortos. Usaba ropa
muy ajustada para que sus curvas quedaran bien a la vista.
Según Raúl, mi madre nunca superó el hecho de que mi
padre la hubiera abandonado. Consumía alcohol todo el tiempo.
A diferencia de Raúl, ella no hacía distinción entre bebidas,
cualquiera le venía bien; sin contar que las drogas eran su mayor
adicción. En las tantas discusiones de mi hogar la palabra más
común con la que mi padrastro se refería a ella era prostituta.
Mi madre fue camarera durante algunos años, allí tomo el
gusto por el alcohol, las drogas y demás vicios. Trabajaba en un
estado lamentable, pero para el Turco (el dueño del Greco), ella
era fundamental: Gran parte de su clientela iba allí por ella, les
encantaba beber junto a esta mujer tan bella, verla caminar por
el salón mostrando sus hermosas piernas con su desfachatez.
Muchas veces se tornaba cariñosa con algún cliente y se sentaba
en sus piernas a la espera de una generosa propina. Más de una
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vez Julián, un hombre fornido, empleado del turco y encargado
de la caja, debía sacarle de encima algún cargoso que empezaba
a manosearla. A ella nunca le molestaba esto, salía de la escena
siempre con una sonrisa, sabía que su cuerpo era la mejor arma
para sus propósitos.
El turco era un delincuente, y el bar era producto de la
herencia de su padre. Siempre sobrevivió del robo de autos y la
venta de autopartes, negocio que ya hacia algunos años no
realizaba debido a un allanamiento a su desarmadero que llevo
presa a gran parte de su banda, la cual nunca lo delató. Aunque
vivió un tiempo en el exterior por miedo a que alguno de sus
colegas lo hiciera.
Ya en el exilio, se enteró de la muerte de su padre. Su
madre había muerto hacía más de diez años, como único hijo y
heredero, vio en el bar la posibilidad de empezar una nueva vida.
Se aseguró que las aguas estuvieran calmas y regreso a su nuevo
emprendimiento.
El bar, pensara usted. Pero no, eso no era de su estilo. Su
nuevo negocio era la venta de drogas, el bar era sólo la fachada.
Todos los días entraban al bar más de diez punteros del
Turco, recogían su mercadería y partían hacia distintos destinos.
Algunos trabajaban desde un bar, otros con sus teléfonos
atendían el delivery de las oficinas y también estaba Germán,
que solo trabajaba desde el prostíbulo de su padre. Nombro en
especial a Germán porque tendrá participación especial en esta
historia más adelante.
Los primeros años de convivencia con Raúl fueron lo más
parecido a una familia denominada normal, yo salía al mediodía
del jardín y él siempre estaba esperándome, caminábamos
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cuatro cuadras para llegar a casa, y siempre parábamos en la
plaza del coronel(Yo le llamaba así porque en el centro de la
misma había una estatua enorme de un soldado montado a
caballo, en su mano derecha llevaba en alto un sable y de su
mano izquierda colgaban dos cabezas de unos supuestos
invasores que él había decapitado)
Siempre me impresionó esa imagen. Me hubiese gustado
saber quién era, pero Raúl no tenía estudios ni mucho menos
interés en la historia como para contarme. Generalmente hay
alguna mención de estas estatuas en su pie escritas en bronce,
pero habría sido seguramente robada para ser vendida.
Subía a la hamaca, cerraba los ojos y olfateaba el olor a
pasto cortado y me recordaba a mi antigua casa de pueblo, eran
solo unos minutos, pero eran muy lindos. Luego llegábamos a
casa, y prendía el televisor para ver los dibujos animados
mientras él preparaba la comida. Raúl era rápido para hacerla y
muy lento para comerla, mientras lo hacía, tomaba de su botella
de vino (Tomarla entera para él era religión).
Terminado el almuerzo, me pelaba una fruta que comía
viendo televisión, él no era de postres. Sacaba la botella de
ginebra y servía su primer vaso, cuando lo terminaba lavaba los
platos y se volvía a sentar para hacer una sobremesa con un par
de vasos más.
Mi madre nunca almorzó con nosotros, ese era el momento
donde más trabajo había en el bar. No hacían grandes comidas,
más que nada eran minutas, pero era la gran excusa de muchos
clientes para beber un rato. Después, cuando el horario de
almuerzo de las oficinas finalizaba, volvía la paz y comenzaba el
momento del relax: Julián se encargaba de la caja y de las mesas
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y mi madre subía a la oficina del Turco a ayudarle con las tareas
"administrativas”.
El Turco era repugnante, no solo por su manera de actuar,
sino también por su aspecto: Llevaba una barba tupida, tenía una
cicatriz al costado de su ojo y le faltaba media oreja por un
disparo que estuvo a punto de quitarle la vida. Era obeso, sucio
y no paraba de traspirar, pero tenía algo que a mi madre la
seducía: La cocaína.
Él tenía su ritual: Todas las tardes volcaba una bolsa de diez
gramos en su escritorio, se desnudaban untaba su miembro en
el polvo mágico y ella con sus labios se ganaba sus extras. Gritos
bobos de su boca dormida suplantaban las frases sucias que solía
gritar y que el Turco tanto odiaba. Pasaban largos ratos teniendo
sexo, él no se conformaba con poco, tenía grandes cantidades
de aparatos para satisfacer sus necesidades y las de ella.
Cuando llegaba la hora de bajar, ella recogía las sobras de
cocaína en una bolsita y la guardaba en sus senos, mientras el
Turco la miraba con una sonrisa desde su sillón... Sabía que se
los había ganado.
Después de la sobremesa, Raúl dormía unas horas mientras
yo miraba la televisión. Se despertaba tipo seis de la tarde, se
bañaba, se afeitaba y se vestía elegantemente, me daba un beso
en la frente y se iba al bar, ¿Por qué ir a beber al bar, cuando se
tiene la botella de ginebra en la mesa de tu casa? Porque para
él, era como otro trabajo: El de beber y vigilar a mi madre.
Para mí empezaba una etapa difícil del día, me quedaba en
soledad y sin saber a qué hora regresarían. Los almuerzos para
mí eran sagrados, porque la cena nunca llegaba. Generalmente
Raúl esperaba el horario de salida de mi madre a la medianoche
bebiendo en el bar, pero nunca se respetaba. Volvían a la
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madrugada y era mejor no estar despierto para ese momento.
Mi madre había logrado una gran capacidad para soportar la
bebida, con el tiempo me di cuenta que era gracias a la ayuda
de la cocaína, el Romeo que fue por su Julieta, ahora volvía en
los brazos de mi madre, pero colgado, porque no se podía
sostener por su estado de ebriedad, ni bien entraban al
departamento empezaban los gritos de él.
- ¡Prostituta! ¿Con cuántos te has acostado por esa
propina? ¿No te das cuenta? Ese Julián está desesperado por ti,
si pudiera te violaría. ¡Ahora eres mi puta, no te tienes que fregar
en las faldas de esos degenerados!
Por lo general, mi madre se desnudaba, empezaba a
tocarlo, besarlo y este hombre cada vez más animal, era preso
de sus instintos, olvidaba todo tipo de infidelidad y dormía entre
sus piernas hasta el horario de trabajo.
Yo no veía a mi madre por las mañanas, ella dormía. Luego
me iba al colegio y para cuando llegaba ella ya estaba en el bar.
Los únicos momentos que podía tener con ella eran los de las
noches, pero no eran los mejores. Muchas veces intente recibirla,
pero Raúl se enfurecía conmigo, decía que mi madre al verme
recordaba a mi padre porque lo extrañaba y lo seguía amando;
y siempre exclamaba que mi madre estaba "Enferma de la
droga" (término usado por él, para referirse a la adicción de mi
madre) por su abandono.
Cuando digo se enfurecía, era porque se me venía encima
como un toro y me golpeaba con su puño en mi rostro, no le
importaba mi sangre o si podía matarme. Se ponía ciego de ira.
Pero estos momentos siempre traían un premio para mí: Mi
madre lo agarraba fuertemente para que no me golpeara más,
él la sacaba de un empujón, corría nuevamente y me abrazaba
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para que los golpes fueran interceptados por su cuerpo. Luego
de un rato de furia sus golpes cesaban, pero los daños eran
irreparables. Cuando se calmaba, se iba a dormir y ahí empezaba
mi momento mágico: Mi madre maltrecha por los golpes, pero
con todo su amor, pasaba horas curándome.
Mis dientes de leche no se cayeron por causa natural, yo
tenía dentista personalizado.
Luego de las curaciones dormía a mi lado, por las mañanas
desayunábamos juntos durante varios días, debido a que no
asistiría al colegio hasta que se borraran las marcas de los golpes.
Compartir esos momentos con mi madre fue muy importante,
pero el precio desmedidamente caro.
Tenía ocho años, cursaba el segundo año del ciclo lectivo
primario cuando tuve que abandonar el estudio Las marcas en
mi rostro, ya no había tiempo que las tapara: Una cicatriz en mi
pómulo y otra en mi ceja izquierda, más varios moretones habían
llamado la atención a la directora del colegio, varios
interrogatorios por su parte bastaron para que mi madre tomara
la decisión.
Los golpes se tornaron cada vez más fuertes y frecuentes.
Yo ya no era tan inocente y ahora los buscaba. No podía soportar
que golpeara así a mi madre, ahora lo enfrentaba, pero él no se
contentaba con gritarle prostituta a mi madre o con algún
cachetazo, estaba extremadamente violento: Golpeaba con sus
puños en las costillas y en su rostro. Cuando iba al bar, llevaba
un palo de amasar más grande de lo habitual (recuerdo de su
época de pizzero) escondido en su campera, con la excusa de
que si alguien quería propasarse con ella, lo usaría. Pero siempre
lo sacaba en casa, para pegar en la cabeza a mi madre y otras
veces en la mía.
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Los tiempos habían cambiado, ya no era mi madre la que
curaba mis heridas, era yo ahora el que atendía su cuerpo molido
a golpes y otras veces, perforado. Ahora la que faltaba a su
trabajo era mi madre, al turco no le gustaba verla así, decía que
a los clientes no les gustaban las putas llenas de moretones y
amenazaba con echarla si no arreglaba su situación.
Hasta los 11 años mi vida fue un desastre, pero todavía
podía empeorar. Todavía recuerdo ese día, era el día que
siempre había esperado, el día que devolvería la felicidad de mi
familia, el que salvaría a mi madre de su perdición, pero como
todo en mi vida, la felicidad tuvo plazos cortos.
Era una tarde como tantas otras, Raúl se había levantado
de su siesta y fue a cumplir con su tarea habitual: Beber y mirar
de reojo a mi madre en el bar. Era una tarde tranquila, había
pocos clientes, una pareja tomando cerveza en un rincón, cuatro
oficinistas de festejo y tres habituales de la barra, de esos que
están en horario de trabajo pero necesitan su vaso de ginebra o
vino, lo beben y parten rápidamente.
Mi madre estaba
reluciente, con una mini-falda más corta de lo normal, de esas
que al agacharse ya dejan ver sus partes más íntimas.
El grupo del festejo le pidió que les trajera dos botellas de
champán. Ya estaban bastante subidos de copas y todo lo hacían
a los gritos. Cuando ella se acercó con las botellas, uno de ellos
la agarro de la cintura y la sentó en su falda. Con su mano
derecha empezó a acariciar sus piernas.
Mi madre trató de levantarse, más que nada por miedo a la
reacción de Raúl que la miraba con atención y empezaba a
levantarse de su asiento, pero con la mano izquierda el oficinista
la sujetó fuertemente y luego empezó a acariciarle sus senos.
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Otro de los muchachos se acercó en una forma bastante cariñosa
y poniendo una de las manos en su pierna le pregunto:
- Hoy festejamos mi ascenso ¿Cuánto nos cobras por una
fiesta con los cuatro?
No llego a recibir respuesta, un palazo en su cabeza le borro
todo tipo de sueño. Luego Raúl, fue por el que tenía en la falda
a su princesa: El primer palazo se lo dio de lleno en el rostro y
cuando este cayó, siguió golpeándole con toda su ira. Los otros
dos trataban de pararlo pero era en vano, estaba enloquecido.
Julián, que había seguido todo desde la caja, se acercó y de un
golpe seco en la sien desmayó a Raúl.
El alboroto fue tal que llegó la policía. Raúl fue detenido y
los dos oficinistas fueron llevados al hospital. El Turco estaba
muy enojado, la presencia de la policía en su local lo ponía muy
nervioso, agarró fuerte del brazo a mi madre y en el oído le dijo
que estaba despedida.
La felicidad había tocado a mi puerta. Ahora podía disfrutar
de mi madre durante todo el día. Raúl estaba detenido por
agresiones, pero la carátula podía cambiar por las lesiones graves
que tenía uno de los muchachos, mi madre me había comentado
que si Raúl iba preso, debíamos desalojar el departamento para
darle lugar al nuevo encargado y que con la plata de la
indemnización por el despido, podíamos volver al pueblo y
empezar una nueva vida. Yo volaba de felicidad, por primera vez
en muchos años fui a un cine, almorzábamos y cenábamos
juntos. También me llevó a un parque de diversiones donde
había juegos magníficos, ahí mi madre me compró una pistola
que lanzaba pelotas, fue mi primer juguete.
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Yo deseaba que ese muchacho muriera a causa de los
golpes, pero como siempre la vida me dio la espalda: Mejoraba
rápidamente y la liberación de Raúl era inminente.
En esos días me di cuenta de que mi madre no lo amaba,
en ningún momento intento visitarlo, ni ver cómo estaba su
situación. Ante su salida, yo intenté convencer a mi madre para
irnos igual al pueblo, pero ella me aseguraba que al no trabajar
más en el bar, los celos de Raúl y nuestra vida iban a cambiar,
que iba a buscar un colegio donde pudiera retomar mis estudios.
Ella me iba a llevar todas las mañanas e íbamos a ir a la plaza
por las tardes.
Ese día que tanto deseé que no llegase, llegó. Raúl volvió a
casa. Volvió con la mirada perdida, con pocas palabras, sin pegar
un solo grito. Parecía tener mucho odio dentro y que lo tenía
reprimido, seguramente desearía matarnos. Pero temía volver a
pisar un calabozo.
Lo primero que hizo fue pedir disculpas al consorcio por su
reacción desmedida y los días que había faltado a su trabajo, le
fue aceptada su disculpa dado que siempre cumplió con su deber
y era querido por los dueños e inquilinos de los departamentos.
Siguió trabajando y cumpliendo su rutina como toda la vida,
almorzaba y cenaba con nosotros casi sin pronunciar palabra, mi
madre dormía con él e intentaba mostrarse cariñosa, pero Raúl
la alejaba fríamente.
Durante un buen tiempo las cosas siguieron así, por las
tardes mi madre iba en busca de su dosis diaria. Tenía muy
buena relación con Germán, que a partir de ahora sería su nuevo
proveedor. No compraba grandes cantidades, pero casi no había
días que no concurriera por ellas. Seguía bebiendo, tal vez un
poco más que antes.
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Su relación con Raúl empezó a mejorar una noche: Era
tarde estábamos acostados, ella se levantó, no podía dormir. Yo
estaba despierto tenía la puerta semiabierta y la veía en el
comedor como desesperada, estaba totalmente desnuda,
transpiraba demasiado; pero no hacía tanto calor. Tomó un vaso,
sacó la botella de ginebra, lo llenó y lo bebió de un solo trago.
Luego sacó una bolsita de un pantalón que había quedado sobre
una silla, la abrió y desparramó cocaína sobre la mesa. Tomó
uno de esos imanes de parrillas que estaba pegado en la puerta
de la heladera, peinó dos líneas largas y con un billete las aspiró.
Cada vez transpiraba más, nunca la había visto de esa
manera, se levantaba, caminaba de un lado al otro, estaba
desesperada. Pero si droga tenía ¿Qué era lo que le faltaba?
¿Abstinencia a qué? Se paró junto a la silla y empezó a frotarse
con su mano la vagina, era como un animal en celo. En eso, se
levantó Raúl. La miró y le dijo:
- ¿Qué haces así? ¿No ves que das pena?
Y ella le contestó, casi a los gritos y sin reparar en que yo
podía escucharla:
- ¡Puedo soportar de que no me hables y serte fiel, pero no
puedo vivir sin que me cojan, o lo haces tú, o lo hace otro!
No termino de decirlo que Raúl se le fue encima como una
fiera. Atiné a levantarme para defenderla, pero los propósitos de
él no eran los de golpear: Sacó su ropa de un tirón, la subió sobre
la mesa, comenzó a besarla en todo el cuerpo y luego se apodero
de ella. Empezó lentamente y luego comenzó a moverse
violentamente, ella gritaba como loca, estaba desencajada, le
mordía la oreja y la pera, clavaba sus uñas en la espalda, se
movía como un felino. Parecía poseída. Luego, cuando él parecía
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estar a punto de estallar, lo retiró de un empujón, se arrojó al
piso colocándose en cuatro patas y le pidió que, antes del final,
quería un servicio completo. Yo cerré los ojos, preferí no mirar
cómo sería.
Después de esa noche, las cosas en casa empezaron a
tomar color. Él ya no estaba distante, a ella se la notaba feliz.
Pero yo no toleraba más la presencia de él, quería que
desapareciera, que tuviera un accidente, que quedara
electrocutado en alguna reparación o algo que lo sacara de mi
vida para siempre. Sólo teníamos que ser mi madre y yo.
Para esos tiempos mi madre ya había gastado la plata de la
indemnización, vivía con un dinero mensual que le daba Raúl,
solo le alcanzaba ese monto para comprar comida, y mantener
unos días de su vicio. Lo que la llevaba a pedir siempre un poco
más de plata. Raúl no quería darle más, aunque podía, sabía
que el dinero que le daría iría a parar al bolsillo de Germán a
cambio de unos cuantos gramos. Pensaba que acortándole el
dinero, ella iba de a poco a cortar su vicio. Para compensar,
compraba grandes cantidades de bebida alcohólica, creyendo
que de a poco iba a ir remplazando un vicio por otro.
Mi madre sentía algo especial por Germán: Era un
muchacho rubio, siempre bien vestido, alto y simpático. Las
mujeres le sobraban, pero como hijo del dueño de un prostíbulo
vivía rodeado de prostitutas. Le encantaban las fiestas y era
generoso con ellas: De vez en cuando, las hacia trabajar con
mejores pagas que las que daba su padre. Siempre portaba
arma, cuidaba de ellas y las trataba con mucho respeto.
Cuando mi madre se quedaba sin cocaína, no buscaba a
Germán para rogarle por ella, pensaba que él creería que era una
arrastrada y no podía aceptar que él la juzgue de tal manera.
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Pero su cuerpo le pedía, empezaba a sentir esa sensación de
vacío, se ponía como loca. Empezaba a agarrarle el mal humor,
hasta que se decidió y buscó la solución: Recurrir al Turco.
No anduvo con vueltas. Directamente le ofreció sexo a
cambio de la dosis diaria. Luego de negociar la cantidad que le
daría, el Turco aceptó el trueque (Realmente extrañaba las
tardes administrativas).
Durante unos meses pudo solucionar el tema de su vicio, lo
que le estaba costando ahora, era encontrar alguna excusa para
desaparecer todas las tardes, ya que Raúl estaba comenzando
a desconfiar de ella. Solía decirle que me llevaba a la plaza y
cuando él no estaba en la puerta del edificio, cruzábamos al bar,
entrábamos rápidamente y subíamos por la escalera del fondo
tratando de pasar lo más desapercibidos posible. Ya después
arriba, éramos recibidos por el Turco, mi mama solía darme unos
autitos de colección que había en una repisa y luego me llevaba
al baño para que juegue un rato allí con ellos. Se agachaba, me
daba un beso en la frente y decía que iba a ser solo un momento,
después cerraba la puerta. Era muy difícil jugar mientras
escuchaba a mi madre gemir como una prostituta y a un hombre
decirle cosas sucias. Esos momentos eran eternos.
Mamá había encontrado la excusa perfecta y la usaba cada
vez más seguido.
Hasta ese día...
Era un día normal, Raúl estaba terminando sus tareas en el
edificio. Mi madre estaba nerviosa, miraba la hora cada vez más
seguido. Esperaba que viniera y se bañara, como hacía todos los
días y en ese momento aprovechar para irnos. Pero él no venía.
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Estaba realmente desesperada, de muy mal humor. Llegó
el punto en que no aguantó más, tomó mi mano y bajamos.
Cuando llegamos a la planta baja, vio que una vecina tenía la
puerta abierta y corría agua por todo el pasillo. Evidentemente
tenía un problema con el agua.
Mi madre le pregunto si estaba Raúl ayudándola, la señora
contesto que sí, pero que había ido a la ferretería en busca de
un caño. Mi madre le dijo si por favor podía avisarle que nos
íbamos a la plaza, a lo que la mujer dijo que nos quedáramos
tranquilos que le daría aviso. En el mismo momento en que
entrábamos al bar, Raúl giraba la esquina. Nos vio, esperó un
tiempo prudencial, entró al bar y preguntó a Julián por nosotros.
Julián dijo que no nos había visto y ahí enloqueció. Subió
las escaleras a toda prisa, pateó la puerta de la oficina y encontró
a mi madre y al Turco en pleno acto. Golpeó al Turco y luego a
ella. El turco se levantó rápidamente, tomó su arma y la puso en
la cabeza de Raúl. Le dijo que no quería verlo nunca más en su
bar, ni a él, ni a ella. Mi madre se vistió, abrió la puerta del baño,
me levantó en sus brazos y nos fuimos.
Llegamos al departamento y mi madre me pidió que entrara
a mi pieza, cerrara con llave y que no abriera por nada del
mundo. Luego empezaron los gritos, los golpes y el ruido de
cosas que caían. Durante varios minutos escuché los reproches
y golpes que recibió mi madre. Después de un largo rato de
silencio, empezaron a sentirse las patadas en mi puerta y los
gritos de Raúl que me decía:
- Y tú no eres ningún inocente. Sal de ahí, basura. Voy a
matarte ¿Ahora cubres a tu madre? ¿No valoran lo que hago por
ustedes? ¡Desagradecidos!
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Pateó durante largo rato la puerta, me metí en mi cama,
me tape de pies a cabeza, como si eso evitara que ese loco no
pudiera matarme si derribaba la puerta. Pero por suerte no pudo
abrirla. Estaba realmente preocupado por mi madre, hacía largo
rato que ni siquiera la oía llorar ¿La habría matado?
Esperé un tiempo prudencial y abrí la puerta lentamente.
No había rastros de Raúl, pero sí de mi madre: Los primeros eran
de sangre, luego la encontré en la puerta del baño. Estaba
totalmente inconsciente, tenía dos perforaciones en su espalda
hechas con el sacacorchos, el cuerpo lleno de moretones y su
rostro completamente desfigurado. Me largué a llorar y supe que
no podría volver a soportar otra golpiza como esa.
Mi madre tardó mucho tiempo en recuperarse. No
caminaba bien, ahora tenía varias cicatrices, pero mantenía su
hermosura. Después de esa última infidelidad, Raúl ya no le daba
dinero, solo cargaba unas cosas en la heladera como para
alimentarnos. Comíamos poco, mamá había adelgazado varios
kilos.
Una tarde, mamá vino con la noticia que había conseguido
trabajo. Se había encontrado con Germán y éste le había ofrecido
limpiar la casa de su madre, sólo serían unas horas por la
mañana. Raúl al principio se negó rotundamente, pero mamá lo
amenazó con irnos de la casa y terminó cediendo.
Mi madre jamás limpió nuestra casa ¿A qué mente se le
ocurriría que podría limpiar la de otro? Ella empezaba a trabajar
con Germán… Pero como su nueva prostituta. No tenía
demasiados clientes (no mucha gente recurre a ese tipo de
servicios por la mañana), pero su hermosura hacía milagros.
Levantaba dinero suficiente como para sus vicios, nuestra comida
y hasta para algunos lujos.
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Al principio, todo se desarrollaba normalmente: Volvía poco
después del mediodía, almorzábamos todos juntos y atendía de
maravilla a Raúl en la hora de la siesta. Por las noches, muchas
veces cenábamos afuera o íbamos al cine.
Una tarde no volvió. Raúl estaba como loco, no sabía dónde
quedaba la casa de la madre de Germán. Iba continuamente al
bar a ver si él estaba ahí, pero no se animaba a entrar por miedo
al Turco. Volvía, pateaba los muebles… Estaba desencajado.
Hasta que empezó a encontrar alguien en quien
desquitarse: Me agarró del pelo, me bajó por las escaleras y ya
en la calle me dijo que no volvería a entrar hasta que ella no
volviera. La esperé sentado en el umbral toda la noche, pero
nunca llegó.
Ya por la mañana me despertó el Turco, que venía a abrir
el bar. No sé si fue por pena o porque se sintió identificado, pero
me invito a entrar. Me dio de desayunar y después me dijo que
durmiera un rato en el sillón de su oficina. Luego de unas horas
desperté y le conté lo que había sucedido en mi casa. Empezó a
llamar a Germán para que regresara con mi madre. Después de
un largo rato lo ubicó y éste le dijo que mi madre se había ido
con un gerente y dos empleados a una casa de campo, que eran
cocainómanos y seguro la fiesta se había tornado larga.
Germán fue a su búsqueda, la casa estaba a unos quince
kilómetros de la ciudad. La rodeaba una gran arboleda, tenía una
gran piscina al frente, una entrada con una enorme puerta y dos
columnas a sus costados. En el estacionamiento había unos cinco
vehículos, pero sin embargo parecía desolado. Germán golpeó la
puerta enérgicamente y un hombre desnudo se hizo presente,
sin presentarse entró al lugar. Mi madre estaba desnuda,
abrazada a un hombre en un sillón y en una mesa llena de
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botellas de alcohol, se encontraban cinco hombres más. Sobre la
mesa también había una montaña de cocaína, suficiente como
para quince días más.
El gerente se levantó y le dijo a Germán:
- Que buena prostituta tienes aquí hermano, puede
soportar siete hombres y creo que podría con más.
Germán sacó su arma y poniéndosela en la cabeza le dijo:
- Tú pagaste por tres y me prometiste que la tratarías con
respeto ¿Qué debería hacer yo contigo?
Germán estaba dispuesto a todo, cuando mi madre dijo:
- Espera, no hagas locuras. Me han tratado con respeto y
fueron muy generosos. No me importó la cantidad, ellos
preguntaron si podían sumar más hombres y yo les respondí que
trajeran los que quisieran.
-¿Estás loca? – Dijo Germán – ¿No ves que tu hijo esta solo
esperándote? Raúl lo dejó en la calle y el Turco debió darle asilo.
Quedó callada, pensó unos segundos y dijo:
- Tenerme cerca es lo peor que le puede pasar. Soy una
persona toxica, pero hoy voy a terminar con su dolor.
Mi madre se vistió, subió al automóvil de Germán y
regresaron al bar.
Durante todo el día, el Turco me atendió como a un hijo:
Desayunamos, almorzamos unas buenas pastas que el mismo
había elaborado y por la tarde lo ayudé a armar la mercadería
para entregar a sus distribuidores. Tenía unos paquetes de
cocaína en forma de ladrillos, los cuales cortaba con una navaja
y volcaba en la mesa. Con una cuchara poníamos la coca en unas
bolsitas y luego las pesábamos en una pequeña balanza hasta
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llegar a los cinco gramos. Él me decía que los punteros solían
cortarla con bicarbonato y vendían de a un gramo para sacar un
poco más de ganancia, que más de una vez había tenido que
darles una buena golpiza, no quería que su coca tuviera mala
fama.
Aparcaron el automóvil delante del bar. Mi madre abrazó a
Germán fuertemente, le dio un beso en la boca y le dijo que le
hubiese encantado tener una relación con él, que nunca un
hombre la había protegido tanto. Volvió a darle otro beso, bajó
del automóvil y entró al bar. Germán no dijo una palabra, él
tenía una atracción especial por ella. Pero sentía que ningún
hombre podía saciar su sed, que ella era tan hermosa que no
debería ser de nadie, sino de todos.
Mi madre entró corriendo, me buscó con su vista, se
agachó, me abrazó fuertemente, me besó y me dijo que esa sería
la última vez que me haría algo así. Yo nunca la odié, la amaba
con locura como todo el mundo, le podía perdonar cualquier
cosa. Pero jamás le perdonaría que me hubiera abandonado.
Dio las gracias al turco por cuidarme y nos dirigimos al
departamento. Antes de entrar mi madre dijo lo de siempre: Que
lo primero que tenía que hacer era ir directo a mi pieza, que me
encerrara y que no tuviera miedo. Sólo que esta vez agregó algo
nuevo:
- No te preocupes por mí. Si no me oyes, no salgas hasta
el otro día. Yo estaré bien, mejor que nunca.
Estas palabras quedarían grabadas en mi mente hasta el
día de hoy.
Cuando abrimos la puerta, encontramos a Raúl sentado en
el sillón. Lo había colocado de frente a la puerta. Tenía el palo
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de amasar en su mano y una botella de ginebra en la otra. Mi
madre me empujó hacia la pieza y él, de un grito, me frenó:
- ¿Dónde piensas que vas? Todas las puertas están con
llave. Esta vez van a tener que enfrentarme cara a cara, no
huirán más de mí.
El terror se apoderó de mí: Mi madre me empujó hacia un
costado, me temblaban las piernas. Ya tenía casi 13 años, estaba
dispuesto a enfrentarlo. Mi odio era mi mejor arma. Me acerqué
hacia los cajones, tomé el cuchillo más grande y cuando estaba
decidido a utilizarlo, vi a mi madre como nunca antes: Se había
sentado en sus piernas, agarrándolo violentamente de su camisa
y gritando:
- Vengo de encamarme con siete hombres que me hicieron
todas las locuras que puedas imaginar y lo disfruté como la gran
perra que soy. En estos diez años te fui infiel cientos de veces y
todos me hicieron sentir más mujer que tú. Eres un fracasado y
siempre lo serás.
Raúl, montado en su ira, se levantó y partió la botella de
ginebra en su cabeza. Ella giro su rostro pero no cayó. Luego
recibió un golpe con el palo en el medio del rostro que hundió la
nariz y la frente, jamás intento cubrirse, se dejó golpear. Cayó
desplomada al suelo, era un cuerpo sin vida. Raúl se agachó, se
arrodilló sobre su espalda y con el palo en su mano derecha
siguió golpeando duramente contra su cabeza.
Yo sabía que estaba muerta. Tenía el cuchillo en mi mano,
podría haberlo matarlo y vengar su muerte ahí mismo, pero el
terror me frenaba. Un sudor helado corría por mi frente, era
como estar parapléjico. Caí al suelo y sentí mi corazón latir
rápidamente, parecía que iba a explotar. Pensaba en mi madre y
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el dolor era cada vez más grande, debía cortar ese dolor con más
dolor. Extendí mi mano en el suelo y con el cuchillo empecé a
cortar de a poco mi dedo índice. Lo rebané hasta la mitad, cerré
los ojos y los latidos empezaron a calmar. No quería volver a
despertar, quería morir.
En ese momento recordé algo que mi madre me había dicho
hacía un tiempo, cuando le había preguntado por qué me había
puesto mi nombre:
- Porque nada bueno puede salir de ti.
Esas fueron sus palabras, y no se equivocó.
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Capítulo 2
Una mancha negra en el Arco Iris
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Desperté y todo era distinto. Como si todo hubiera sido un
sueño: Las paredes blancas, una cortina que no dejaba ver qué
había a mi derecha y por la izquierda una ventana por la cual
entraba mucha luz y dejaba ver la copa de un árbol bien tupido.
Todo estaba limpio y con olor a lavanda, intente levantarme, pero
mi cuerpo estaba como adormecido. Miré mi mano y estaba
vendada. Ahí me di cuenta que nada había sido un sueño. De
pronto una voz me sorprendió:
- Judas, yo me llamo Cristina y soy asistente social. Te han
dado un tranquilizante para que puedas descansar bien, estamos
esperando a tu abuela Ana que ya debe estar por llegar ¿Te
acuerdas de ella?
No pronuncie palabra, solo asentí con mi cabeza y
prosiguió:
- Esta aquí Germán. ¿Quieres hablar con él?
Le dije que sí y caminó hacia donde estaba la cortina, abrió
una puerta y apareció Germán. Lo noté como nervioso, se acercó
lentamente hacia mí y volví a levantarme. Sentado ya en la cama
le pregunté:
- ¿Qué pasó con mi madre? ¿Dónde está Raúl? ¿Dónde
estoy?
Por un momento dudó, miró hacia su izquierda como si allí
permaneciera Cristina tras la cortina y necesitara su aprobación
para contarme. Se acercó un poco más y muy pausadamente me
dijo:
- Raúl mató a tu madre. Los vecinos llamaron a la policía
por los gritos que venían del departamento y el Turco, que estaba
en la puerta del bar en ese momento, corrió hacia allí, pateó la
puerta, golpeó a Raúl y lo sacó de encima de tu madre. Pero ya
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era tarde. Luego llegó la policía y la ambulancia, detuvieron a
Raúl y a ti te trajeron a este hospital.
Yo no recordaba nada de eso, pero sí sabía lo de mi madre,
solo que me negaba a creer que hubiese sucedido, unas lágrimas
corrieron por mi rostro. Germán me abrazó fuerte y me dijo que
todo se iba a solucionar, que mi abuela estaba en camino, que
estaba muy apenada y que deseaba mucho vivir conmigo.
Si bien ella vivía solo a cincuenta kilómetros, no la había
visto en 9 años. Guardaba buenos recuerdos, pero sería como
vivir con un desconocido; aún así, en ese sólo momento quería
irme lo más lejos posible de esa ciudad.
Pensaba en el Turco y su acto heroico, de lo bien que se
había portado conmigo, de que me gustaría agradecerle. Por
suerte en unos años tendría la oportunidad de hacerlo.
Al rato llegó mi abuela, estaba muy acongojada. Con los
ojos llenos de lágrimas se acercó hacia mí, me abrazó fuerte y
me dijo:
- Nietito mío, nunca debí dejarte ir con ella, todo lo que
tocaba lo convertía en odio, yo te voy a cuidar. Lo juro.
No me parecieron muy gratas sus palabras, amaba mucho
a mi madre y no soportaba ninguna ofensa.
Mi abuela tuvo una charla extensa con la asistente social,
nunca supe qué le dijo, solo sé que le recomendó que me llevara
a un psicólogo, que un episodio de automutilación debía ser
tratado por un profesional y era preferible que fuera cuanto
antes. Mi abuela nunca creyó en esas cosas, ella decía que me
faltaba amor y fe… Era católica hasta la médula.
Ya en el tren camino al pueblo, sentí que mi vida había
cambiado rotundamente. Mi abuela me trataba con mucho
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cariño, tomaba mi mano fuertemente, me abrazaba con actitud
maternal. Tenía muchísima hambre, pero por suerte ella había
traído unas galletas y café en un termo para soportar el viaje,
estaba en cada detalle para que todo sea más ameno.
En poco tiempo llegamos. La estación era muy humilde pero
limpia y bien pintada, a pesar de estar cerca de la ciudad había
mucho verde, era zona de quintas y con un pequeño centro que
no tenía más de dos cuadras a la redonda. Mi abuelo, ya fallecido
hacía más de veinte años había sido un hombre acaudalado.
Supo tener su fábrica de muebles y de cortadoras de césped,
también un campo y un frigorífico. Ya nada de eso quedaba hoy
como propiedad de mi abuela, las fábricas habían fundido, el
campo y el frigorífico los había vendido. Con esa plata compró
cuatro departamentos en la ciudad para vivir de rentas. Con la
pensión, jubilación y las rentas, yo, a partir de ahí, jamás volvería
a saber lo que era el hambre. Pero ese chico de ciudad había
cambiado, poco me importaba comer, se notaban mis costillas y
sólo comía para callar los retos de mi abuela.
La casa era más hermosa de lo que imaginaba en mi
infancia. Era la misma, lo sé porque reconocí las hamacas y
pregunté si en ella había vivido de chico, a lo que mi abuela me
contó que mi padre no tenía dinero, que venía de una familia
muy humilde, realizaba algunos trabajos de electricidad, pero no
alcanzaban para alquilar algo. Mi madre nunca había trabajado
antes del Greco, entonces mi abuela les ofreció que vivieran ahí,
ya que se sentía sola luego de la muerte de su esposo.
Me interesé mucho por ese pasado, mi madre nunca me
había hablado de mi padre, solo sabía que se llamaba Rubén. Mi
abuela también me contó que hacía unos años lo había
encontrado en el centro del pueblo haciendo unos trámites, que
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estaba viviendo en un pueblo a unos seiscientos kilómetros, y
que, por suerte, había encontrado el amor en una muchacha de
allí. Empezaron a reflotarse en mí esas ganas de conocerlo.
Los domingos por la mañana solíamos ir a la iglesia, nunca
toleré esas misas interminables. Generalmente me llevaba en
estado deplorable, con grandes dolores de cabeza, el insomnio
estaba arruinándome. Luego cuando el cura terminaba su largo
sermón, después de habernos hecho parar y sentar varias veces,
las viejas desesperadas del pueblo rodeaban al pobre hombre
con cualquier excusa. Uno podía descifrar muy fácilmente que lo
único que pretendían era ver que portaba debajo de su sotana.
Yo las miraba desde un rincón y reía, sabía muy bien que ese
hombre con pinta de bonachón era adepto a carnes más jóvenes.
Un tiempo antes mi abuela me había casi obligado a hacer
un curso de catequesis para tomar la comunión, en esos tiempos
pude comprobar su desvelo por una mujer de unos 32 años que
colaboraba con la iglesia, una verdadera fanática, eso sí: Nadie
le podía reprochar nada, ella estaba dispuesta a entregar cuerpo
y alma por la noble causa, sobre todo al cura, el fiel
representante.
Pasé ese tiempo en la iglesia tomando mis recaudos, por
televisión solía ver que tenían cierto cariño por los niños, así que
guardaba distancia. Con el tiempo pude comprobar que no todo
en la iglesia era corrupción, pero no sería allí, sino en el colegio.
Mi abuela logró que me anotara para reiniciar el estudio,
busco un colegio alejado de la casa para que nadie del pueblo
note que su nieto de 17 años estaba haciendo la primaria. Mis
compañeros eran en su mayoría gente mayor, venían de unos
kilómetros hacia el norte, casi todos eran peones rurales que
durante el día eran explotados por una miserable paga. El padre
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Ernesto los traía en una camioneta en muy mal estado, era un
hombre verdaderamente honesto, el sostenía que debían
estudiar para progresar y salir de las garras de los estancieros
explotadores.
El padre Ernesto con muy poco presupuesto fue montando
unos talleres en su humilde iglesia de albañilería y carpintería.
Algunos campesinos concurrían allí, después de aprender el oficio
el padre los tomaba como empleados en la construcción para
agrandar la iglesia y hasta los recomendaba a los fieles que
asistían a ella. Pero eso no era todo, él quería que estudiaran,
que no se conformaran sólo con el oficio.
El estudio no era muy exigente, imaginen que la gran
mayoría de los alumnos eran esos campesinos que venían de
trabajar más de doce horas diarias. Muchos solían dormirse en
clase, pasábamos de año sin mayores problemas. El último fue
el más difícil, a mitad de él perdimos la mayoría de los alumnos.
El padre Ernesto se había ganado con sus actos el desprecio
de gran parte de los estancieros: Por su culpa, la mano de obra
barata estaba escaseando. Una noche la iglesia ardió. De más
estuvieron los intentos casi desesperados de los campesinos y el
padre Ernesto por intentar apagar el incendio, nada quedó de
ella. El padre fue trasladado muy lejos y los campesinos
quedaron sin tutor.
El último año solo lo terminamos cinco alumnos, uno de
ellos era Blas: Un chico apenas tres años mayor que yo, el cual
había abandonado los estudios porque su madre lo había
internado en una granja para desintoxicarlo de las drogas, había
comenzado a consumir de muy pequeño y no tuvo mejor idea
que robar la plata que su madre tenía atesorada, pero eso no era
lo malo, lo malo era de dónde provenía el dinero.
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Su madre era una colaboradora en la iglesia, había una
chica que necesitaba una operación que debía realizarse en el
exterior y se habían hecho diferentes fiestas con el fin de
recaudar el dinero necesario. Por desgracia luego de un festival
ella había sido designada para guardar la recaudación, Blas se
encontró con el tesoro y no tuvo piedad.
La madre un poco por vergüenza y otro poco por ver que
la situación de su hijo no tenía limites, decidió internarlo.
Blas salió, según él, cambiado. Con un absoluto
autocontrol, pero seguía fumando marihuana y bebiendo alcohol.
Con él fumé mi primer porro.
Solíamos juntarnos por las tardes antes de ir al colegio
junto a las vías del tren, fumábamos y bebíamos mientras me
contaba el odio que les tenía a su madre y a su hermana. Decía
que todos sus problemas eran por causa de ellas, siempre era la
misma charla. Hasta que un día ya cansado de sus relatos se me
ocurrió decirle:
- ¿Por qué no las matas?
Se paró, me miro fijo como con ganas de golpearme y dijo:
- Estás verdaderamente enfermo
Luego de decirme esas palabras agarró su mochila y partió.
Yo sonreí, pensando que estaba más loco de lo que pensaba,
pero nunca más me habló. Los últimos meses los pasamos
sentados en la misma aula pero esquivaba mis miradas y cuando
pasaba por mi lado miraba hacia el piso.
Por las tardes me gustaba ir al centro, recorrer sus calles y
sus vidrieras. Era simple, pero pintoresco. Tenía una plaza en el
centro, una iglesia, la municipalidad y una comisaría a su
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alrededor. Había lindos locales, a dos cuadras estaba la estación
de trenes y de micros.
Había un negocio en especial que siempre vigilaba desde
un asiento de la plaza. Era una dietética, propiedad de mi tía
Raquel, la única hermana de mi padre y tal vez la única pariente
paterna que quedaba con vida. Nunca me animaba a entrar y
presentarme, temía sentir su rechazo. Ella nunca quiso a mi
madre, la odiaba.
Una tarde tomé fuerzas, crucé la calle y entré al local.
Raquel estaba de espaldas colocando unas galletas en una repisa
y sin titubear me presenté:
- Hola. Soy Judas, el hijo de Emma y Rubén.
Ella se dio vuelta con una sonrisa, se acercó a mí y con un
abrazo me dijo:
- Un gusto volver a verte sobrino, me alegro mucho que
hayas venido a visitarme ¿Has venido al pueblo de visita con tu
madre?
Le conté de la muerte de mi madre. Le mentí, dije que fue
por un cáncer. No quería que sintiera pena por mí contando todo
ese relato desagradable. Durante varios días la visité y me contó
muchas cosas de mi infancia y de mis padres, ella fue la que me
contó por qué se separaron ya que mi abuela siempre esquivaba
el tema.
- Tu madre siempre fue una mujer libre. Nunca entendió
eso de la fidelidad, ella salía con hombres mientras estaba con
tu padre, jamás ocultaba sus amoríos, muchas veces la encontré
en la confitería de la esquina y siempre con hombres diferentes.
Cuando tú naciste encontró trabajo en la ciudad, en un bar, y las
cosas empeoraron. Tú eras chico y ella podía pasar 3 o 4 días
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sin volver al hogar. Empezó con su adicción a las drogas, tomaba
demasiado. Todos en el pueblo sabían la humillación que sufría
mi hermano. Un día él se cansó, preparó su bolso y partió. Tu
madre vino varias veces llorando a preguntarme dónde estaba,
decía que estaba arrepentida, que le dijera que nunca más iba a
engañarlo. Pero yo jamás le dije eso a Rubén, quería lo mejor
para él. Luego empezó a llevarse muy mal con tu abuela. Un día
tomó sus cosas, las tuyas y partió a la ciudad. Nunca más volvió
y por lo que me dijo tu abuela, jamás la llamó siquiera.
Raquel me había dado la dirección de mi padre. No tenía
teléfono, estaba en el medio del campo y me dijo que hacía más
de dos años que no lo veía. No tenía otra forma de comunicarme
con él más que yendo a verlo allí. Durante mucho tiempo dudé
de ir ¿Por qué visitar a un padre que nunca se preocupó por
saber que era de mí?
La tía Raquel era una persona muy particular: No tenía
pareja ni hijos y a pesar de poseer una dietética era una persona
extremadamente obesa. Siempre pensé que su apariencia
ahuyentaría a los clientes, sin embargo tenía buena clientela. No
más de tres veces fui a su departamento, estaba ubicado justo
sobre el local. Era un departamento muy chico, lo compartía con
cinco perros y tres gatos. Al principio supuse que la convivencia
con tantos animales remplazaría la falta de una familia.
Cada vez que abría la puerta del departamento, el aroma
que salía de allí era vomitivo. Todos eran perros callejeros que
había adoptado, decía que eran como sus hijos. Pero había uno
en especial que a mí me llamaba realmente la atención. Era muy
grande y lo tenía encadenado a la cabecera de la cama, siempre
estaba recostado sobre la sábanas y parecía realmente hostil.
Tratando de abstraerme de las miserias del lugar, esas tardes
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fueron realmente interesantes. Raquel y mi madre habían sido
compañeras de colegio, por medio de ella había conocido a mi
padre.
Ahí me llevé una gran sorpresa, significaba que alguna vez
fue amiga de mi madre. Escuché muchas historias de mis padres,
tenía una gran cantidad de fotos de antes que yo naciera y de
mis dos primeros años. Quedé maravillado con una en la cual
estaba en brazos de mi padre, él tenía una expresión
desagradable, como si le molestara que le sacaran fotos. Raquel
decidió regalármela.
Si mal no recuerdo, esa ya era la segunda oportunidad que
visitaba su departamento y el perro de la cama aún me gruñía
cada vez que lo miraba. Me observaba fijamente como
intentando decirme que si no estuviese encadenado me
despedazaría. No podía entender el sentido de tener todos esos
animales hacinados, pero él era distinto. Todos los demás
caminaban libremente por los pocos metros cuadrados del
departamento y parecían bastante mansos. Ese día antes de
partir tuve que hacerle la pregunta:
- Tía ¿Por qué tienes encadenado a ese perro a tu cama?
Parece muy agresivo
- No, Hércules es muy cariñoso. Tenemos una relación
especial, tal vez se pone así porque no quiere compartirme con
nadie – Contestó.
No quise preguntar a qué le llamaba "Una relación especial"
y terminé volviendo a casa con más dudas que certezas, ahora
no sabía si quería morderme o estaba pidiendo ayuda.
Mi presencia era patética, mi ánimo estaba por el piso.
Sufría una eterna depresión, nada lograba sacarme una sonrisa.
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Quería dormir sin despertar y por las noches empeoraba. Desde
mi cama podía ver en la pared que colgaba un póster de Jesús.
Mi abuela decía que él me cuidaba, pero yo sólo lo miraba fijo.
Él parecía mirarme y era como si me estuviera pidiendo algo.
Odiaba esa imagen, para mí era espantosa. Me observaba con
pena, se burlaba de mí.
Una vez escuché que con fe se puede salir del mayor
sufrimiento, pero ¿Qué fe puede tener una persona como yo
hacia él? ¿Dónde estaba cuando mi espalda recibía palazos o
cuando murió mi madre? La Biblia es sólo un Best Seller hecho
para los débiles que no encontraron amor a algo y sólo se
refugian en la fe con el objetivo de encontrar un motivo para
seguir viviendo. Yo no tengo fe, menos amor ¿Para qué seguir
robando aire en este mundo? Si ese día hubiese podido
levantarme de la cama, habría prendido fuego ese póster
absurdo, pero otra vez me sentí invadido por ese sudor helado,
sentí la taquicardia y como si un elefante estuviera subido en mi
pecho.
Tenía terror, sentía el final. Pero ¿A qué temía? Morir tal
vez fuera mejor que vivir así. Cuando la noche terminaba,
lograba conciliar el sueño. Estos episodios se repetirían durante
esos años. De día era como un zombi, buscaba algo sin saber
qué.
Ya habían pasado los años en los que esperaba los
caramelos con droga que algún extraño me daría, esos que tanto
hablaba mi abuela, ahora debía abastecerme por mí mismo.
Frecuentaba un bar donde conseguía mi marihuana. Me
ayudaba a mantener lejos mi ira, pero me sumergía en lo más
profundo cuando llegaba el dolor. Una vez escuché que la droga
es un estado de ánimo. Nunca encontré mejor definición de ella:
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Si tu vida marcha bien y gozas de ella, la droga puede potenciar
la felicidad; pero si tienes problemas o esta horrible depresión,
sientes que te hundes y hasta un pequeño problema puede
llevarte a una catástrofe. Yo la usaba como calmante, era mi
primer medicamento.
Ese bar por las noches se llenaba de gente que iba a beber
y a bailar. Solía mirar a la gente desde un rincón, parecían felices.
Yo no encajaba en ningún sitio, no podía siquiera acercarme a
una chica, el temor a ser rechazado era terrible para mí. Había
pasado esos últimos cinco años solo con el afecto que me daba
mi abuela y mi soledad. Pero ya tenía 18 años y empezaba a
tener la necesidad de relacionarme con una mujer.
A cinco cuadras de mi casa vivía Cecilia. Una chica hermosa
de pelo castaño, ojos verdes y bastante desarrollada para su
edad. Desde la ventana de mi pieza podía verla cuando volvía del
colegio junto a sus amigas. La deseaba, pero jamás podría ser
mía ya que primero tendría que hablarle y eso era muy difícil
para mí. Ella tendría unos 17 años, sabía sus horarios de colegio
y cuando iba al gimnasio. La seguía con una distancia prudencial,
no podía hablarle sin algún motivo, así que deseaba que cayera
en la vereda por un tropezón o se lastimara con algo y allí iría yo
para socorrerla. Era un buen pretexto para mi acercamiento,
pero nunca llegaba.
Parecía una chica desenvuelta, sin prejuicios a la hora de
hablar con chicos. Muchos se acercaban y ella les sonreía, se
dejaba tomar de la cintura y los tomaba de la mano. No parecía
ningún perro que ante mi atrevimiento fuera a sacar sus dientes,
pero yo igual no me animaba. Hasta que mi acoso permanente
tuvo su premio casi tres meses después.
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Una tarde, ella emprendía la vuelta a su hogar desde el
colegio. Yo la seguía a unos veinte metros cuando dos chicos
pequeños, de esos que aspiran pegamento, se acercaron a ella
y le pidieron plata. Ella les dijo que no tenía, tal vez eso les
molesto y sintieron que necesitaban llevarse algo. El más grande
de ellos metió su mano por debajo de la pollera de Cecilia, ella
le respondió con un cachetazo, pero el chico muy poco caballero
la golpeó con el puño en su rostro y se largaron a la fuga. Yo
corrí a su ayuda como un superhéroe, la levanté del suelo, miré
su ojo y le pregunté si le dolía mucho, si quería que la
acompañara hasta su casa. Ella me miró, secó sus lágrimas y
sonriendo me dijo:
- Por fin te acercaste ¿Cuánto tiempo llevas siguiéndome?
Me quedé helado. Antes sentía miedo, ahora también
vergüenza. Titubeando le respondí:
- Hace meses. Me gustas con locura, pero no me animaba
a decírtelo.
Ella sonrío, tomó mi rostro con las dos manos y dio un beso
en mi boca que jamás olvidaría. La acompañé a su casa, me
invitó a entrar. Me llevó a su cuarto y sin decir muchas palabras,
empezó a desvestirse. Yo me quedé inmovilizado ante la
situación, pero ella se acercó y empezó a desvestirme lentamente
mientras me besaba.
Yo era virgen, jamás había estado siquiera cerca de besar
a alguien, mucho menos de hacer el amor. Pensé en las veces
que vi a mi madre hacerlo y que sólo tenía que actuar de la
misma forma. Cecilia se arrojó en la cama y empezó a gatear
sobre ella. Me acerqué rápidamente, la tomé por la cintura,
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comencé a besarle el cuello y rápidamente estaba dentro de ella.
Gemía largamente y casi como un susurro.
Yo estaba completamente excitado. Recordé que a mi
madre le gustaba la violencia y empecé a tener movimientos
violentos: Estaba como loco, ya no oía sus susurros, hasta
parecía en otro mundo. Levanté su cabeza agarrándola del pelo
y comencé a morderle fuertemente el cuello, la espalda y los
hombros. Apretaba su cuello fuertemente con mis manos, había
llegado el momento máximo: Ese clic que ninguna droga te
puede producir, esos cinco segundos que producen el mayor
éxtasis. Me habría quedado todo el día con ella abrazado en su
cama, pero ni bien terminamos, me dijo que me vistiera rápido y
me fuera, ya que sus padres estaban por llegar. Me vestí
rápidamente, le di un beso en su frente y me fui.
Cuando llegue a casa estaba mi abuela merendando, le di
un beso, comí una galleta y le pedí que hiciera una rica cena. Ella
sonrío y me dijo que haría la más rica y abundante que jamás
hubiera comido. Seguramente notó mi felicidad y no quería
desaprovechar el momento. Entré a mi cuarto, miré el póster de
Jesús que ya empezaba a caerse de una esquina porque una de
las chinches que lo sostenía se había salido y sólo sonreí
mientras pensaba:
- Si hace milagros la chinche volverá a su lugar por si sola.
Esa fue una noche tranquila. Cenamos juntos una rica
lasaña, bebimos vino, y dormí tranquilamente, como hacía
mucho tiempo que no me sucedía.
Desperté al otro día con la idea de invitar a Cecilia al cine,
después a cenar y tal vez hasta pudiéramos repetir lo del día
anterior. Me vestí, desayuné con mi abuela, y partí hacia el
44
colegio a esperar su salida. Llegué una hora antes, me senté a
beber una gaseosa en el bar de la esquina pensando cómo
agasajarla (Mi abuela me daba una buena cantidad de dinero
todos los meses, decía que debía aprender a manejarlo). Podía
comprarle flores, regalarle un anillo y así sellar nuestro amor, tal
vez pudiera alquilar un departamento y vivir juntos, estaba
desesperado por verla. Había terminado mi momento de
vegetariano, ahora era el más feroz carnívoro y mi cuerpo pedía
carne.
Esperé hasta que empezaron a salir los alumnos del colegio,
había comprado un lindo ramo de rosas. Me paré frente al
colegio, estaba ansioso por ver su rostro cuando se lo entregara.
Ya habían salido casi todos y ni rastros de ella. Esperé un tiempo
más, luego me acerqué a un personal del colegio que parecía
ser el portero para preguntarle si ya habían salido todos. Su
respuesta fue afirmativa. Me preguntó si era familiar de alguno,
pero di media vuelta y me marché.
Llegué a casa, puse el ramo en agua y esperé hasta la hora
de salida de su gimnasio. Cambié mi camisa, no estaba
completamente seguro que le gustara. Me volví a duchar y partí
a su encuentro. Pase allí un buen rato esperando, pero tampoco
se hizo presente. Me decidí y fui a su casa, necesitaba verla, no
podía esperar un día más. Toqué timbre y me atendió su madre,
me dijo que había salido temprano y que todavía no había
regresado.
Llegué a casa con furia, arrojé el ramo a la basura y me
encerré en mi cuarto. No quería llorar, era una ira incontrolable
la que hacía caer lágrimas de mis ojos. Pensaba con quién estaría
acostándose en ese momento. Evidentemente estaba con
alguien que era más importante que el colegio y su gimnasio. La
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imaginaba teniendo sexo con algún profesor, hasta con varios de
sus compañeros. Estaba ciego, tenía que hacer algo, ella me
pertenecía.
Al otro día repetí mi recorrido: La esperé en el colegio y fui
al gimnasio pero nada, jamás apareció.
No me pareció
conveniente preguntar en su casa, seguramente tampoco habría
vuelto y su madre estaría preocupada. Me preguntaba con quién
estaría, empecé a sospechar que podrían haberla raptado y con
el solo hecho de pensar que la tendrían atada e indefensa y que
cualquier degenerado podría hacerle lo que quisiera a su cuerpo
me ponía loco.
Al otro día volví al colegio ya sin las rosas. Me senté frente
a él, estaba decidido a ir luego a su casa y plantear a su madre
una búsqueda en conjunto. De repente la vi salir con un grupo
de amigas, se la veía feliz, como si nada grave le hubiera pasado.
Me levanté y caminé a paso rápido hacia ella.
Cuando me vio se sorprendió, le dijo a sus amigas que
siguieran, que debía hablar conmigo. Quise acercarme a darle un
beso, pero ella puso su mano en mi pecho y me alejó. Su rostro
ya no sonreía cuando dijo:
- Hace dos días que no vengo al colegio, no podía dejar mi
casa por vergüenza. Me has dejado marcas en todo el cuerpo,
me hice negar cuando viniste a casa. Creí que ibas a dejar de
insistir pero veo que eres terco. Acostarme contigo fue un error,
mi cuerpo ya tiene dueño y no quiero volver a verte nunca más.
Me gusta hacer el amor con hombres, no con animales.
Me quedé helado, pero entendí perfectamente. Antes que
se fuera, la tomé de por hombros y con lágrimas en los ojos, le
hable muy lentamente:
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- Sé que él vio tus marcas y que no le habrán gustado
mucho, pero tiene que entender que ahora eres mía. No te dejes
influenciar, que no lave tu cerebro, nuestro amor es más fuerte
que sus palabras, yo cuidaré de ti.
Ella me miró y sin decirme una palabra se alejó.
Yo quedé parado en el colegio y me preguntaba si se habría
quedado conforme con mis palabras, si se sentiría segura. Ella
estaba enamorada de mí, lo sabía, pero alguien estaba con ella
y al notar las marcas que yo le dejé, le prohibió acercarse a mí.
Tal vez sea agresivo como Raúl, tal vez la tenga amenazada y no
entienda que su amor por él ya terminó. Lo de animal seguro lo
dijo porque no me presenté con una flor o un regalo, si supiera
que estuve con ellas dos días esperándola no lo hubiera dicho.
Golpeé mi frente con rabia, no podía entender como había
cometido ese error.
Ya por la noche en mi casa, empecé a pensar cómo podría
enfrentar a ese hombre, ¿Con qué la estaría extorsionando para
que se aleje de mí? Por más que quisiera, no podía imaginarlo.
Empecé a llorar de bronca, la dejé ir sin darle una solución al
problema, ¿Qué clase de hombre era? Levanté mi vista y ahí
estaba él, mirándome con pena. Se burlaba de mí, no podía
entender cómo todavía no había quemado ese póster de Jesús.
¡Un póster! Ni siquiera creyeron que valía lo suficiente como para
hacerlo cuadro. El costado desprendido empezaba a enrollarse
del abandono, me reí y pensé:
- Ni siquiera puede cuidarse él ¿Por qué cuidaría de mí?
Cuando me levanté comencé a diagramar un plan, debía
rescatar a Cecilia de ese ser repudiable que la dominaba con
mentiras. Pensé en enfrentarlo o escapar con ella, pero no sabía
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a qué me enfrentaba. Podría ser un delincuente o tal vez solo un
celoso como Raúl, por las dudas debía portar una navaja para
cuidarme. Ya era la hora de salida del colegio, debía apurarme,
quería ver como se encontraba y si mi visita le había causado
algún problema. Pensaba ir a hablar con sus padres para
contarles lo nuestro, tal vez pudieran ayudarme.
Llegué justo cuando salía, esta vez iba sola. Corrí hasta
acercarme a ella, se dio vuelta, me vio, y giró la cabeza
rápidamente acelerando sus pasos mientras se alejaba. Temí lo
peor, mi visita de ayer evidentemente había agravado la
situación: Pensé que podría estar vigilándola, empecé a recorrer
con mi vista los alrededores buscando alguien en situación
sospechosa, pero seguramente era hábil y no lo podía distinguir.
La seguí desde lejos para ver si iba a su casa o a la de él, pero
quedé más tranquilo cuando vi que su madre la recibía en la
puerta de su casa.
¿Qué extraño ser puede tener a una chica así lejos de su
verdadero amor? Seguramente estaría sufriendo. Desistí de
visitar a sus padres, él podría averiguarlo y para ella todo podría
ser peor. Y sabía muy bien lo que le pasaba a las mujeres que
no obedecían a éstos enfermos.
Comencé a pensar que la mejor opción sería escapar,
recordé que mi abuela me había dicho que un departamento en
la ciudad sería mío el día que me case. Pensé que no sería mala
idea ir a pedir su mano a los padres; él, evidentemente, hacía
todo a las escondidas. Seguramente era un hombre mayor, tal
vez un profesor. Empecé a estudiar bien la situación, tenía que
causar una buena impresión, debía lograr mostrar una familia lo
más normal posible.
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Se me ocurrió ir en busca de mi padre, tal vez fuera un
buen hombre como mi tía me decía y hasta pudiera encontrar
ese cariño que necesitaba, con mi abuela lo tenía, pero no era lo
mismo que un padre.
Tenía la foto que me había dado Raquel en la mesa luz.
Todas las noches me quedaba mirándola, pero esta vez estaba
decidido: Debía conocerlo. El casamiento con Cecilia era una
buena excusa para visitarlo
Ya tenía los pasajes, al otro día partiría hacia lo de mi padre.
Pero antes debía decirle a ella lo del casamiento, la esperé como
siempre, pero esta vez me volví a acercar y la detuve tomándola
de sus brazos. Le dije a los ojos que me casaría con ella y que
nos iríamos a la ciudad, ella sonrió y dijo:
- ¿Estás loco o acaso no sabes lo que haces? Déjame o
vendrán y te sacarán a los golpes.
La sacudí del brazo fuertemente y le dije enérgicamente:
- No te preocupes, sé cuidarme. Lo tengo todo pensado,
estaré ausente un par de días y luego vendré por ti.
Terminé de decir ésto y corrió asustada camino a su casa.
Miré alrededor, nadie vio y menos pudo escuchar lo que le dije
¿Tan cruel podía ser esa persona como para asustarla de esa
manera? Pensé unos segundos y recordé que había dicho
"vendrán". No estaba solo.
Ya estaba en la estación, subí al tren y comencé a
diagramar los pasos a seguir: Me presentaría a mi padre, le diría
que me casaría con una chica llamada Cecilia y que iríamos a
vivir a la ciudad; allí haríamos una fiesta e invitaríamos a las
familias, le diría que me gustaría mucho contar con la presencia
de él y su mujer. Ahora mi padre, ¿Cómo sería él? Hacía tiempo
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que quería verlo y esta era una buena excusa para conocerlo
¿Qué padre no quiere ver feliz a su hijo?
El viaje fue terriblemente agotador, mi cerebro no se
tomaba descanso. Pensaba en lo difícil que sería ver a un padre
que prácticamente no conocía. La zona parecía totalmente
abandonada, hacia cualquier lugar que mirara había sólo campo.
Era el mediodía y mi tren de vuelta salía por la noche, no quería
causar molestias y tomé la decisión de no quedarme a dormir,
no sabía si la mujer de mi padre tomaría a bien mi presencia.
Su casa estaba aproximadamente a dos kilómetros sobre
mi derecha, en medio del campo. No había nada que me traslade
hacia allí, debía caminar. En todo el trayecto no me cruce con
nada que no fuera pasto o tierra.
- ¿Cómo puede vivir aquí? – Pensé.
Sólo esperaba que tuviera algún caballo para no tener que
volver caminando.
De pronto divisé la casa: Era una cabaña pequeña, de un
costado salía humo, un niño de no más de dos años corría con
una pelota y un perrito lo seguía. Me fui acercando lentamente,
me temblaban las piernas, había llegado el momento de verlo,
siempre había soñado con eso.
Lo vi. Estaba haciendo un asado y cortaba la carne con un
enorme cuchillo, era bastante parecido a mí. Estaba muy
avejentado a comparación de la foto, pero estaba seguro que era
él. De repente me vio, dejó el cuchillo al lado de la parrilla, de
un costado saco una escopeta y me grito:
- ¿Quién eres? ¿Y qué haces en mi propiedad?
Levanté mis manos como si fuera a asaltarme y le respondí:
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- Soy Judas, tu hijo.
Me miró unos segundos sin decir una palabra, dejó de
apuntarme, apoyó su escopeta en una mesa y volvió a revisar la
carne que estaba en el fuego. Sin mirarme dijo que podía
acercarme. Caminé lentamente hacia donde él estaba, el niño
me miraba asombrado como si fuera la primera vez que veía a
alguien. Iba a sentarme cuando mi padre empezó con su
discurso:
- Quiero dejar algunas cosas en claro, tu madre era una
prostituta drogadicta, que arruinó gran parte de mi vida. Me
humilló, no podía caminar por el pueblo donde nací, todos me
miraban como si vieran a un infeliz, la única mujer que tuve en
mi vida fue María y la enterré hace seis meses. El único hijo que
tengo es Sebastián, ese que puedes ver a tu costado con la
pelota. Jamás reconoceré al hijo de una prostituta como propio,
tú puedes ser hijo de cualquiera del pueblo.
En ese momento lo interrumpí:
- No hables así de ella. Siempre te amo y es evidente que
soy tu hijo. Somos muy parecidos.
Se molestó mucho con mi interrupción y prosiguió con un
tono más severo:
- No me estás entendiendo, no quiero saber nada de ella y
menos de ti. Seguro eres hijo de algún borracho de esos que
bebían con ella en la estación de tren, es más, quiero que agarres
esa mochila que traes, des media vuelta y te marches de aquí
No entendía por qué me trataba así, me sentía realmente
mal. Empecé a temblar, sentía que me iba a desmayar. No era
lo que esperaba de él.
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- Padre, solo he venido a invitarte a mi casamiento, no
necesito dinero, tampoco quiero obligarte a que sientas algo por
mí. Entiendo que mi madre te haya lastimado pero, aunque no
comparta tu descripción de ella, yo no te he hecho nada.
No terminaba de decir mi última palabra que él se me vino
encima muy enojado y con un cachetazo de esos con ira me
tendió en el piso. Me arrojó un par de patadas en la espalda y a
los gritos me dijo:
-¿Tu madre nunca te dijo que el que te puso Judas fui yo?
Judas representa la traición y cada día que iba a vivir con ella, tu
nombre debía recordármelo. Ahora vete, basura, aquí no tienes
lugar.
Me puse ciego de furia, yo no había hecho nada para
merecer eso. Estiré mi brazo, alcance el cuchillo y me levanté
rápidamente. El intentó llegar hasta la escopeta, pero hundí el
cuchillo en su espalda.
Cayó, me arrodillé sobre él y lo clavé varias veces más. Me
acosté a su lado y un llanto de niño salió de mí: Había cometido
una locura. Pero él me había llevado a eso.
-Iré preso – Pensé – Si estoy en la cárcel no podré casarme
con Cecilia.
Algo debía hacer.
Me levanté, lavé el cuchillo en la pileta y pasé un trapo
repetidamente por el mango para sacar las huellas. Ni siquiera
había entrado a la casa, nada podía incriminarme, nadie me
había visto. El cuerpo tal vez lo encuentren en una semana, un
mes, o nunca, ¿Quién podía pasar por allí? De pronto me acorde
de Sebastián. Estaba arrinconado a un costado de la cabaña a
unos cinco metros, era muy chico, ni siquiera hablaba, no podría
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delatarme, pero estoy seguro que entendió que algo malo pasó.
Me acerqué hasta él, le caían lágrimas por su mejilla, cuanto más
me acercaba, más acurrucado se ponía. Como si me temiese. Lo
miré bien de cerca, pensé qué haría él allí solo, si podría
sobrevivir.
- Tiene una cabaña acogedora, no hay ningún salvaje que
lo golpee, tal vez ni siquiera sea mi hermano, no estará tan mal
– Pensé.
Di media vuelta y partí.
La vuelta fue difícil, los nervios se habían apoderado de mí.
Había cometido un asesinato, podría ir a la cárcel. Pensaba en
cuando Sebastián creciera, pensaba que podría delatarme; luego
descartaba esa locura. Miraba hacia todos lados, daba pasos
largos, sudaba, la taquicardia volvía a invadirme, me sentía
realmente mal.
Cuando estaba llegando a la estación sentí como si me
quedase sin aire. Me arrodillé, había llegado mi hora. Me acosté
en el piso, de allí podía ver la estación, me pareció buena idea
esperar el tren allí, era una buena forma de pasar desapercibido.
La gente en la estación me vería en ese estado y podrían
sospechar. Tenía pasaje para el anochecer, pero cuando viniera
el tren sacaría otro.
El tren asomó a unos kilómetros, me levanté, limpié el pasto
de mi ropa y caminé apresuradamente. Compré un nuevo ticket,
el tren frenó y subí. No noté a nadie que pudiera sospechar de
mí, estaba seguro que nadie había notado mi presencia, caminé
por el vagón buscando mi asiento, no había mucha gente, pero
mi asiento era compartido con una mujer. Me senté y volvió el
temor, saqué un pañuelo de mi mochila y empecé a secarme la
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frente, la mujer que estaba a mi lado empezó a notar que algo
no estaba bien y preguntó:
- ¿Te encuentras bien?
medicamento?
¿Necesitas agua o algún
No sé por qué, pero confié en ella. Realmente me sentía
muy mal.
- Es que no me siento bien, algo que comí me cayó mal –
Le respondí.
- No te preocupes, ahora traigo algo que te hará sentir
mejor – Dijo ella.
Se levantó, caminó unos metros, abrió un maletero y de su
cartera sacó un botiquín y una botella de agua. Se acercó, metió
una pastilla en mi boca y me dio de beber de la botella. Le
pregunté qué era lo que me había dado y contestó:
- Es una pastilla que todo lo soluciona, está hecha con
amor. El agua está bendita y si todo eso falla, te daré un beso
en la frente y te curaré.
Realmente pensé que viajaba con una loca, pero de a poco
me fui calmando. Sentía un gran cansancio, había tenido un día
muy difícil. Le dije a la mujer que no me dejara pasarme de
estación, ella dijo que bajaba en la misma, que no me
preocupara. Así que dormí el resto del viaje.
Ya en el pueblo, me despertó y dijo que iba a acompañarme
hasta mi casa. Yo le dije que no hacía falta, pero ella insistió.
Estaba sólo a cinco cuadras de la estación, pero se me hicieron
interminables. Me acompañó del brazo como si fuera un viejito
a punto de tropezar. Ya en la puerta de casa dijo:
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- Mi nombre es Muriel, tengo 24 años, soy soltera y estoy
dispuesta a salir contigo cuando gustes ¿Cómo te llamas?
No esperaba esas palabras, me sentí avasallado y conteste:
- Mi nombre es Judas, agradezco tu ayuda y tu
predisposición a una cita, pero aunque eres muy linda tengo que
decirte que tengo novia y estoy por casarme.
- No tienes nada que agradecer, espero que te sientas bien
– Contestó y se retiró.
Quedé viendo su partida, realmente era muy linda.
Esperaba no haber cometido un error.
Abrí la puerta de casa y mi abuela, que estaba merendando,
se paró y me dijo:
- Judas, estaba muy preocupada por ti, menos mal que
estás bien. Vino la policía preguntando por ti, les dije que no
estabas y dejaron este sobre para ti.
Primero la saludé sin dar algún motivo de preocupación y
después le dije que seguro sería por un trámite que solicite en la
comisaría hacía algunos días, que no se hiciera problema.
Con el sobre en la mano, empecé a subir las escaleras hasta
mi cuarto. En el camino pensaba ¿Cómo hizo la policía para
encontrarme? ¿Qué hice mal? ¿Encontraron el cuerpo? ¿No borré
bien las huellas del cuchillo? ¿Cómo hicieron todo tan rápido?
¿Dónde voy a huir? ¿Esa Muriel sería policía y en mi sueño
confesé todo?
Entré al cuarto, abrí el sobre y empecé a leer. Me di cuenta
que no era por el asesinato, pero era algo grave, una piedra más
en mi camino: Era una orden de restricción por acoso y
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amenazas. No podría acercarme a Cecilia a menos de trescientos
metros. Miré al póster de Jesús que seguía mirándome con pena.
- ¿De qué te burlas? – Le grité - ¿Acaso tú no te enamoraste
de una prostituta?
Una orden de restricción era demasiado, las cosas se
estaban complicando, pero nada ni nadie se interpondría entre
nosotros. Cecilia jamás me haría algo así, ella me amaba con
locura, en ese momento me di cuenta de todo, me enfrentaba a
un hombre poderoso con influencias.
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Capítulo 3
La reina, su miel y el clonazepam
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Desperté cerca del mediodía, todo estaba tranquilo, bajé
en busca de mi abuela para desayunar juntos y noté que no
estaba.
Calenté el agua para hacerme un té. Mientras preparaba
unas tostadas fui interrumpido por el timbre. ¿Sería la policía?
Miré por la ventana y eran dos hombres de traje. No sabía qué
hacer, podían ser policías de civil que venían a hacerme
preguntas, no sabría que responder ¿Dónde estuve ayer por la
mañana? No tenía una coartada. Empecé a ponerme nervioso
¿Me habrían escuchado? Podía no responder, como si no hubiese
nadie en casa, pero en ese momento el timbre volvió a sonar.
Sabían que estaba aquí. Debía enfrentar el interrogatorio, no
quedaba otra. Me acerqué y abrí la puerta
- Hola ¿Qué desean? – Pregunté.
-Buen día ¿Tendría un minuto para nosotros?
- Mi vida es una pérdida de tiempo, no veo por qué no
perder un minuto con ustedes.
En ese momento me mostraron una foto de Jesús, y
dijeron:
- ¿Lo conoce?
- Sí ¿Por qué? – Contesté.
- Porque tenemos un mensaje de su padre – Contestaron.
-Yo no tengo padre – Les dije.
En ese momento quería morir ¿Cómo había contestado tal
cosa? Me había delatado, ¿Cómo sabía yo que estaba muerto?
Era realmente muy tonto de mi parte.
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Ellos me miraban fijamente, miraban mi expresión,
seguramente estudiaban mis gestos, los cuales ya estarían
delatándome del todo.
- Perdonen mi grosería ¿Qué mensaje traen ustedes de mi
padre? – Dije tratando de subsanar el error.
- No, perdone usted, es un mal entendido. Nosotros nos
referíamos al padre de Jesús.
- Pero ¿Quiénes son ustedes? ¿Son policías o qué? – dije
ofuscado.
-No señor, somos testigos de Jehová – Contestaron casi a
coro.
-¡Váyanse ya mismo de mi casa! – Dije a los gritos mientras
los empujaba y cerraba la puerta.
No le bastaba al maldito póster con tratar de arruinarme la
vida mirándome desde la pared, ahora también mandaba sus
laderos.
- En algún momento voy a terminar con él. – Pensé.
A los pocos segundos escuché nuevamente el timbre,
seguro vendrían por revancha. Abrí la puerta ofuscado y era
Muriel. Me sorprendió que volviera después de mi poca cortesía,
pero a la vez me gustó.
-¿Cómo estás? – Le dije.
-Bien, ayer me quedé muy preocupada por tu estado,
pasaba por aquí y quería saber cómo estabas. – Dijo como con
vergüenza.
La invité a entrar y le serví una taza de té, mientras le
confirmaba que realmente estaba de buena forma, bastante
repuesto.
61
Muriel era una mujer de cabello negro azabache bien lacio,
tez morena, muy delgada, sus labios eran gruesos, vestía jeans
y zapatillas. No hacía notar sus curvas, sin embargo su cuerpo
era el de una gimnasta. Ella era simple, directa y humilde.
Charlamos largo rato de la vida sin entrar en grandes
detalles, luego la invité a almorzar a un restaurante del centro.
Ella no estaba muy a gusto en ese lugar hasta que, un rato
después, me dijo que nunca había ido a comer a un restaurante
así. Era un lindo lugar, tal vez el mejor que había en el pueblo.
Yo había pasado miseria durante mi vida, pero noté algo más en
ella, como que le daba vergüenza estar allí, o que temía ser vista.
Terminamos nuestro almuerzo y le pregunté dónde vivía; sin
darme respuesta me abrazó, me dio un beso en la boca, me dijo
que volveríamos a vernos y partió.
Fue una cita rara, pero algo en mí supo que ella era
especial.
Todos los días me preguntaba qué sería de mí, cuándo
vendrían por el asesinato, pero no tenía novedades.
Pasaba el tiempo y seguía teniendo esas visitas sorpresivas
de Muriel. Ya estaba empezando a pensar en ella y no en Cecilia,
al fin y al cabo, ella no peleó por nuestro amor y Muriel daba
claras muestras de interés por mí.
Un día estábamos en la plaza y Muriel me dijo:
-Me gustaría ser tuya para siempre, ser la mujer de tus
sueños, la que te cuide, mime, críe a tus hijos y muera a tu lado.
Pero antes tienes que dejar en claro qué vas a hacer con tu novia.
Hoy te doy la opción de elegir entre ella o yo, no pienso
acostarme contigo si eres de otra.
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No tuve que pensar demasiado para elegir, la abracé y le
dije que ella sería la única mujer de mi vida. A partir de ese
momento comenzó lo que sería el mejor momento de mi vida.
Muriel siempre se hacía presente un poco antes que
empezara a anochecer. Un día le pregunte si no podía venir antes
y volver a disfrutar de un almuerzo como aquella vez. Pero en
realidad eran excusas, mi propósito era saber qué hacía durante
el día. Me contó que de lunes a viernes trabajaba en la casa de
un estanciero haciendo la limpieza. Hacía ese trabajo desde los
doce años. También me contó que había terminado el colegio
secundario en un nocturno y que su meta era empezar la
facultad, ser abogada y comprarse su casa.
Mi abuela vivía en la iglesia, prácticamente era todo en su
vida desde la muerte de mi abuelo. En su mesa de luz siempre
estaba su Biblia, todas las noches la leía durante horas. Los
primeros años en la casa, después de la muerte de mi madre,
dormí con ella. Todos los cuentos antes de dormir salían de la
Biblia, creía que así mis fantasmas iban a desaparecer.
Mi abuela tenía un gran defecto: Era racista. Odiaba a la
gente de color. Pero no sólo los negros, también a la gente
humilde. Se refería a gente que tocaba timbre en la casa para
pedir comida o ropa que no usáramos con frases como "Hay que
cuidarse de esos negros, es mejor no tenerlos cerca". Nunca
entendí como una persona tan creyente podía sentir tanto odio
por esa gente. De más está decir que Muriel no era de su agrado,
y me lo hacía notar en reiteradas oportunidades. Ya había sufrido
con la relación de mi madre con Rubén, que vivía de changas, y
no quería que otro de la familia se mezclara con esa raza.
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A diferencia de mi padre, Muriel era una chica muy
trabajadora y ahorraba desde muy chica para concretar sus
propósitos.
Desde que la conocí, Muriel no dejo de venir ni una tarde.
Casi todas las noches dormía conmigo, mis fantasmas se
mantenían distantes, era como si ella los espantara.
Me encantaba hacerle el amor mientras miraba el póster de
Jesús: Él no quitaba los ojos de mí y el sentirme observado me
excitaba más. Ella era salvaje en la cama, insaciable y siempre
bien dispuesta. Podíamos pasar la noche entera despiertos,
fumando marihuana, bebiendo alcohol y teniendo sexo; pero a
la mañana era una reina, se despertaba a las siete para ir a su
trabajo siempre con una sonrisa, me besaba y partía.
Llevábamos más de cinco meses de relación, cenábamos
los tres juntos todas las noches, éramos como una familia. Los
fines de semana no nos separábamos ni un minuto. En mis
cajones tenia ropa interior de ella y en el baño estaba su cepillo
de dientes. Pero todavía había algo que no me cerraba: No sabía
dónde quedaba la casa del estanciero, menos su hogar. Sólo
sabía que eran muchos hermanos y algunas veces nombraba a
su padre. Pregunté varias veces por ese tema, pero siempre
contestaba con evasivas.
Un jueves mi abuela había hecho ravioles, se acercaba la
hora de su llegada, yo había comprado un lindo anillo para sellar
nuestro compromiso, pero los minutos y las horas pasaron y
nunca llegó. ¿Le habría pasado algo? ¿Por qué no llamó para
decirme que no vendría?
Esa noche no dormí. Sentía que la había aburrido, que nadie
podía estar con una persona enferma como yo, que mi sola
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presencia era capaz de espantar a cualquier ser humano. Estaba
demasiado flaco, prácticamente no comía, navegaba en mares
de alcohol y consumía todo tipo de drogas, era un maldito zombi,
que por las noches intentaba gritar y no podía; que sólo deseaba
morir para no ver más el día. Hasta los momentos felices de mi
vida eran arruinados por esa oscuridad que me controlaba, ese
pozo que me aspiraba desde lo más profundo.
Cuando la luz del día asomaba, y el clonazepam lograba
relajarme, podía dormir; pero solo serían unas horas y todo
volvería a la normalidad.
Al otro día, volvió a generarse mi ansiedad. La espera se
hizo amarga y sin sentido.
La esperé hasta la hora que solía venir, pero tampoco se
presentó. Ya mi vida no tenía sentido sin ella ¿Tendría algún
amorío con el estanciero? Esa pregunta torturaba mi cabeza, me
encerré en la pieza y mi abuela desde afuera decía que no me
hiciera problemas, que seguro al otro día vendría.
Esa noche fue una tortura. El terror me carcomía: Estaba
vacío. La cama era enorme, cerraba los ojos y sentía que caía en
un pozo oscuro y no podía sostenerme de nada para evitarlo. Mi
corazón latía tan enérgicamente que parecía explotar, no podía
seguir así. Tomé una lapicera de la mesa de luz y empecé a
clavarla en mi brazo repetidas veces. Al tiempo, el dolor
empezaba a calmar. Aunque suene raro, el dolor calmaba otro
dolor, pero solo por momentos.
Fue una larga noche peleando contra mis tormentos, bebía
de mi botella de whisky, fumaba. Estaba sumergido en una
enorme depresión. No pude dormir, mis brazos no tenían
grandes daños, pero chorreaban de sangre. Bajé por hielo para
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mi whisky y encontré a mi abuela despierta, no podía dormir por
la preocupación, sabía lo que era capaz de hacer. Al verme se
abalanzó sobre mí con llantos en sus ojos, y me dijo:
- ¿Qué te has hecho? Vamos ya mismo al hospital, yo
sabía que podía volver a pasar.
Yo me negué rotundamente y ella empezó a lavarme los
brazos en la cocina, luego me desinfectó y vendó con unas gasas.
Insistió en ir a un hospital, pero volví a negarme. Saqué hielo de
la heladera y me encerré en el cuarto nuevamente.
Casi llegado el mediodía pude dormir algunas horas.
Cuando desperté mi abuela cambio mis vendas y comprobó que
las heridas no presentaban tanta gravedad, hasta ofreció
llevarme a un psicólogo, pero yo me negué.
Comí algo y volví a mi pieza, estaba con muchas dudas y
me sentía impotente. No sabía cómo encontrar a Muriel.
En eso sentí mi puerta abrir violentamente, era ella con
lágrimas en los ojos. Corrió, me abrazó, tomó mis brazos, los
miró y me dijo:
- Todo esto es culpa mía, lo sé, yo te oculto muchas cosas
y genero tu incertidumbre. Nunca más voy a actuar así, pero
prométeme que no te lastimarás. No pienso dejarte jamás.
Después, empezó a contarme la verdad de todo:
- Cuando era chica mi padre trabajaba de tornero. La
fábrica cerró un día y nunca más pudo conseguir trabajo.
Perdimos la casa, mi madre enfermó y murió. Éramos 8
hermanos, los dos más grandes se casaron y viven en el pueblo
donde nos criamos, apenas hacen changas y subsisten. Acá
quedamos Lara de 20, Juan de 12, Cristian de 8, Leandro de 6,
Evangelina de 4 y yo. Vivimos al lado del arroyo en una casita
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muy humilde, mi padre junta botellas y cartones hace más de 3
años y jamás dejó de hacerlo. Para él no existen francos, feriados
ni mucho menos enfermedad. Se gana el pan de cada día. Ayer
mi hermana Lara, que es la que cuida de los más chicos, despertó
enferma y yo tuve que quedarme a cuidar de mis hermanos. No
quedaba otra, en mi casa no tenemos teléfono, así que no podía
avisarte. Debí contarte esto mucho antes, pero me avergonzaba
decírtelo. Tú vives en el mejor barrio del pueblo, en una casa
hermosa. No tienes necesidad de trabajar y tal vez nunca la
tengas. En este tiempo he notado el desprecio de tu abuela con
la gente de mi clase y si tú pensaras lo mismo sería muy fuerte
para mí, he soportado muchas cosas, pero no podría soportar tu
discriminación.
Luego de ese monologo lleno de emotividad y lágrimas en
los ojos, la abracé fuertemente. Me abrí a ella y le conté toda mi
vida, solo me guardé lo de mi padre, pero a partir de allí no
habría secretos entre nosotros, o por lo menos eso pensé.
Con Muriel tenía algo que no tuve nunca en mi vida: Tenía
piel. Y cuando digo piel no me refiero solamente al sexo, era
mucho más que eso, era sentir su piel rozar la mía, buscar el
contacto permanente, las caricias, los besos, dormir
acariciándola, una dependencia desmedida que no podía (Ni
quería) dejar de sentir. A tal punto que estaba dispuesto a todo
por ella, a lo que fuera por no perderla. Ese tipo de mujer tal vez
no se la encuentre fácil, pero si tienes la suerte de hacerlo, como
yo la tuve, se debe hacer lo imposible por no descuidarla. Pero
también tienes que asegurarte que, si no es tuya, no debe ser
de nadie.
Nuestro amor crecía día a día, yo estaba muy enamorado
de ella. Mi abuela había terminado aceptando a "la negrita"
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(como ella la llamaba), es más, me había comprado un coche
para que pudiera llevarla a su hogar, pasear y para usarlo en
caso de alguna urgencia.
En el bar había conseguido unos ansiolíticos que me
mantenían estable. Después de lo de mi padre, pensé que sería
buena idea controlar un poco mi ira y estabilizar un poco el
sueño. De esa manera lograba el mejor trío: Muriel, el
clonazepam y yo. No nos celábamos y por un tiempo logramos
una buena convivencia.
Después de mucho insistir logré que Muriel me invitase a
su casa. Sería un domingo, y yo me comprometí a llevar la carne
que su padre asaría. Después de mucho tiempo estaría un día
sin trabajar y sería un buen momento para dejar en claro que a
partir de ahí, ella pasaría a ser parte permanente de mi familia.
Al llegar, estacionamos el coche en un descampado que
simulaba funcionar como un estacionamiento. Era una villa
miseria como las de la ciudad, pero un poco más pequeña. El
automóvil podía pasar por las primeras cuadras, pero llegaba un
punto donde las calles dejaban de existir y el lugar se
transformaba en pasadizos como los de un laberinto. Pregunté a
Muriel por qué estaban hechas así y ella me contestó que no lo
sabía a ciencia cierta, pero que seguro era para que la policía no
pudiera entrar con sus vehículos y fuera más fácil para los
delincuentes perder a sus seguidores. Su explicación me pareció
razonable por la cercanía que tenía este lugar a la ciudad y por
la fama que había ganado en cuanto a la delincuencia.
El barrio era muy raro, hasta pintoresco les diría: Las casas
eran pintadas como se podía, abundaba el color. Algunas ni
siquiera estaban revocadas y el ladrillo se mantenía a la vista. No
me desagradaba para nada. Los pasadizos, los perros que
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ladraban; algunas casas tenían carteles en sus ventanas
ofreciendo venta de comida. Creo que jamás podría volver allí
solo, realmente era imposible ubicar el camino. Mi única
preocupación era la del automóvil, pero Muriel me aseguró que
no pasaría nada.
Mientras caminaba pensaba que no sería mala idea
memorizar el lugar: Allí podría conseguir el ácido y la marihuana
mucho más baratas que en el bar, pero era una idea absurda, no
tenía esa necesidad.
De repente el laberinto se acabó y apareció un gran
descampado. Era como una avenida ancha y luego seguían los
laberintos, esta avenida era de tierra y dudo mucho que circulara
algún coche por ella. Sólo había uno a un costado, pero parecía
que había sido incendiado hacía muchos años.
Seguimos nuestro viaje por la avenida y a unos cincuenta
metros parecía el fin del mundo: La avenida ancha terminaba en
un precipicio, unos veinticinco metros hacia abajo se podía ver el
arroyo, y justo al lado del precipicio estaba la casa de Muriel. Era
un verdadero peligro criar a los chicos ahí, pero claro, los chicos
de estos lugares son muy astutos.
Conocí a Juan y me pareció un gran hombre, lleve cuatro
vinos para la comida, descorche el primero mientras él hacia el
asado. Ofrecí servirle en un vaso, pero me dijo con respeto, que
prefería no tomar y esperaba que lo tome a bien, notó algún
gesto de mi rostro y se sintió con la necesidad de explicar:
- Mira hijo, en los tiempos que yo trabajaba, era un gran
bebedor, yo diría que abusaba. Noto que tus vinos son
excelentes, y valoro lo que haces hoy por nosotros y la felicidad
que le das a mi hija, pero yo realmente no puedo darme el lujo
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de beber esos vinos por temor a que mi vicio vuelva, imagina
que hoy el poco dinero que gano apenas alcanza para comer
¿Qué sería de mis hijos si yo lo gastara en alcohol?
La verdad es que el primer pensamiento fue de pena, pero
luego sentí una gran admiración por su fuerza, vivía con sus seis
hijos después de perder a su mujer y era incorruptible. Estaba
más fuerte que nunca, es al día de hoy que todavía pienso que
debería haber compartido más momentos con él, me habrían
ayudado.
Ese día también conocí a Lara, la hermana que seguía en
edad a Muriel. La primera impresión fue la de una chica alegre,
muy cariñosa, amable y verdaderamente hermosa. Se mostró
agasajante en todo momento, como si fuera el ama de casa. Los
hermanitos menores prácticamente no estuvieron con nosotros,
salvo a la hora de comer, se la pasaron jugando en el automóvil
incendiado, simulaban que manejaban, corrían sobre él. Usaban
ese automóvil como cualquier chico usaba los juegos de una
plaza.
En el bar me habían recomendado que no usara el
clonazepam durante mucho tiempo, pero ya llevaba más de un
año tomándolo. Mantenía mi vida estable, lejos de la ira, sin
insomnio y con los miedos prácticamente desaparecidos. Lo
tomaba dos o tres veces por día, el problema era el alcohol. Por
las noches cuando me acostaba, sentía como si estuviera en un
velatorio y yo fuese el actor principal, podía sentir mis músculos
relajarse casi hasta no poder moverlos, mi cuerpo permanecía
muerto, pero podía verlo todo.
A Muriel no le causaba mucha gracia este tema, odiaba las
pastillas, hacía unos años había perdido a un amigo por ellas. Al
principio intentó convencerme contándome esa historia, pero al
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ver que no lo lograba, fue al punto donde sabría que me dolería:
Empezó a decirme que ya no era el potro desbocado en la cama
y eso me molestaba demasiado. Era un puñal que se clavaba en
mi pecho, así que empecé la dura tarea de dejarlas.
El trío no volvió a ser el mismo, aunque ya no lo era desde
hacía un tiempo. Yo quería dejarlas, pero ellas no querían
dejarme a mí, jamás hubiese imaginado que serían tan adictivas.
Después de una larga lucha (de más de cuatro meses de
pelea continua) y con el apoyo de Muriel, la marihuana y el ácido,
pudimos volver a ser una pareja, empecé a mejorar
notablemente mi puntuación en la cama y Jesús volvió a tener
su espectáculo.
Al poco tiempo volvieron mis miedos, volvió la ansiedad
descontrolada, el insomnio, pero por suerte esa ira que se
apoderaba de mí, empezaría a mantenerse alejada...
Lamentablemente solo sería por un tiempo.
Muriel había sufrido grandes miserias durante su vida, eso
la llevó a ser muy medida con el dinero. En todos estos años de
trabajo con el estanciero, logró acaparar un buen ahorro,
suficiente como para costear la facultad y poder alquilar un
departamento en la ciudad hasta conseguir un nuevo empleo.
Esto para ella no era negociable, terminar la carrera de abogacía
era una meta impostergable; para mí, era un problema. No
quería volver a ese nido de ratas que era la ciudad, ahí pasé los
peores años de mi vida. Además mi abuela estaba ya muy viejita
y no me parecía justo abandonarla en este momento después de
todo lo que había hecho por mí. Pero una mañana mi vida tuvo
un giro inesperado.
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Habíamos pasado una noche como tantas otras, había
comprado pastas y una buena salsa, mi abuela las había
cocinado, tomamos unos vinos, café y nos fuimos a acostar.
Muriel estaba muy cansada, había estado quejándose casi toda
la comida del trabajo que había tenido. No hicimos el amor, cayó
en la cama desplomada, yo me mantuve despierto casi tres
horas, tomaba un vaso de whisky, fumaba unos cigarrillos, pero
nada podía hacerme dormir. Ya habían pasado las noches en que
esperaba que Muriel se durmiera para buscar como un loco algún
clonazepam perdido en la mesa de luz o en el baño, la
abstinencia había sido superada.
Me habré dormido tipo cuatro de la mañana, Muriel se
levantó a las seis como todos los días para desayunar y luego
partir a su trabajo, bajo las escaleras y encontró a mi abuela
tirada en el piso de la cocina. Intentó reanimarla, pero no había
forma de hacerla reaccionar. Corrió a despertarme, bajamos
rápidamente pero ya era tarde, estaba muerta.
Lo primero que me vino a la mente es si habría sufrido,
luego sentí muchísima pena. Vivía despierto y justo en el
momento que me necesito, yo dormía. Sólo de las cuatro a las
seis nosotros dormimos, esas dos horas fatales fueron testigos
de su deceso. Ya después los médicos confirmaron que había
fallecido de un ataque cardiaco.
Luego vino toda la farsa desagradable: Llamar a la funeraria
para que se encargara de arreglar los papeles para no tener
que soportar que la policía la abra al medio para hacerle una
autopsia, aguantar al de la funeraria que me preguntaba de qué
madera quería el cajón
- ¿A quién le importa la madera? - Pensé en decirle - ¿Para
qué me interesaría el cajón, si en unas horas entraría junto con
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ella al crematorio, retirarían el cuerpo de él y volvería a estar en
vidriera?
Todo ese negocio que monta una farsa y se aprovecha del
dolor de los familiares es odioso. Después de soportar todo eso,
Muriel tuvo que aguantarme unos días con una depresión
insoportable, eso podría ser el causante de separación de
cualquier pareja, pero ella era de acero; no le entraban las balas.
Mis ofensas hacia ella fueron acrecentándose durante la
relación. Hoy calculo que la agredía con mis palabras porque no
toleraba sentirme como un miserable y tener que recibir su ayuda
constantemente.
Todo lo de mi abuela terminó atrasando la idea de la
facultad por un año más. Yo empecé a insistirle de que dejara de
lado esa idea de la abogacía, que estando conmigo no tendría
que volver a pasar hambre, pero ella nunca cedió.
Si antes era dependiente de Muriel imaginen lo que sería a
partir de ahí. Ella pasó a ser todo en mi vida, era capáz de hacer
cualquier cosa, para que no se alejara de mi lado. Odiaba que
fuera a trabajar, no tenía necesidad. Mi abuela me había dejado
una hermosa casa y cuatro rentas en la ciudad (más dinero
ahorrado). Pero ella decía que ese dinero era mío y que ella debía
ganarse el suyo.
Empezamos a planear nuestra vida en la ciudad. Ya
habíamos elegido el departamento. Estaba ubicado a cuatro
cuadras de El Greco y a menos de diez de la facultad. Estaba en
pleno centro pero generalmente estaba ocupado por viviendas
familiares, había muy pocas oficinas. La entrada era de
categoría, siempre había vigilancia en la puerta y tenía cochera
para el automóvil.
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Cuatro meses antes de nuestra partida, Muriel renunció a
su trabajo, creímos que era conveniente disfrutar de nosotros
antes de entrar al infierno de la ciudad. Realmente la pasamos
muy bien, pasábamos días encerrados en la pieza, comíamos
siempre fuera, nos compramos ropa nueva e íbamos al cine todas
las semanas.
Todavía recuerdo una vez que habíamos ido a ver una
película aburrida, esas de amor que resultan insoportables y en
la puerta cruzamos a Cecilia. Ella iba con dos amigas, cuando me
vio se puso seria y giró la cabeza hacia otro lado. Yo sonreí,
abracé fuertemente a Muriel y pensé en la angustia que tendría
al saber que yo ya era de otra.
Había pasado mucho tiempo desde la muerte de mi padre
y sinceramente tenía cierta ansiedad en saber qué había pasado
con su cuerpo. No tuve noticias de mi tía, menos de la policía y
empezaba a preocuparme.
Antes de partir, decidí darle una carta a la tía Raquel para
que le envíe a mi padre, en la cual le decía que tenía muchas
ganas de conocerlo, de saber cómo era, que no tenía ningún
interés monetario, que solo quería verlo una vez, que lo
perdonaba por haberme abandonado y que me gustaría conocer
su familia.
Era una buena forma de despistar, no quería que la
desgracia llegara a mi tía y sospeche de mí. Además la policía se
mantendría alejada.
Esperé un largo rato a que mi tía abriera su negocio, pero
no abrió. Toqué timbre en su departamento, pero solo ladraron
sus perros. Ni noticias de ella. Me acerqué a uno de los locales
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vecinos a preguntar por ella, pero un hombre gentil me contestó
que hacía más de diez días que no abría el local.
Volví a su departamento, noté que un olor espantoso salía
por debajo de su puerta. No parecía un olor común de los perros,
era olor a putrefacción. Un gruñido se podía escuchar detrás de
la puerta, seguro era Hércules. No olvidaba su saludo, preferí no
investigar. Tiré mi carta por debajo de la puerta y partí.
Me fui pensando que difícilmente volviera a tener noticias
de mi tía y esperaba también no volver a saber nada de mi padre.
Muriel iba una vez por semana a visitar a su familia, volvía
muy apenada, sentía que ella avanzaba en la vida y que su padre
retrocedía, era muy generosa, les llevaba ropa, dinero, hasta
comida. Pero siempre sentía que no era suficiente. Ya antes de
partir, su padre le dijo que no aflojara con sus sueños, que no se
preocupe por ellos, que siempre mire para adelante, también le
dijo que sus hermanos ahora lo ayudaban con la recolección y
que estaban mejor económicamente. Yo creo que esas palabras
eran para hacerla sentir mejor, no íbamos a estar lejos, la
distancia sería de unos veintiocho kilómetros y ella volvería a
visitarlo varias veces. Él lo que quería era que se olvidara de
ellos, que hiciera su propia vida, como sus dos hermanos
mayores. Cada hijo que formaba una familia, para él era un alivio
y lo llenaba de orgullo, porque sentía que había cumplido con la
promesa que alguna vez hizo a su mujer antes de morir: Que iba
a cuidar de ellos.
La última noche en la casa fue especial: Estuve solo. Muriel
la quiso pasar con su familia y yo la pasé con mi soledad. Pensaba
en todas las cosas que podría haberle agradecido a mi abuela de
saber que ese día moriría, recordaba a mi madre y me daba
cuenta lo solo que estaba en este mundo si no estuviese Muriel.
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Pensaba en mi padre y en su cuerpo, en qué sería de la vida de
Sebastián. Lloraba, reía, bebía, levantaba los ojos y él seguía ahí:
Era testigo de todos mis miedos, de mi perversión, del sexo con
Muriel. Ese Jesús de papel que debía ayudarme, no podía
siquiera ayudarse él, pero a pesar de estar cayéndose de la pared
seguía mirándome con pena. Seguía burlándose ¿De qué se
burlaba? Esta vez no lo miré y reí. Me dio miedo, desde que entré
a esa habitación empezaron mis miedos y mis ataques; empezó
aquel mundo del que no podía salir, pero había llegado el fin de
nuestra relación. Hoy era nuestra última noche.
Con mi cigarrillo quemé sus ojos, tomé las llaves y cerré la
puerta, lo condené a la oscuridad y al aislamiento.
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Capítulo 4
La evolución de la mariposa
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<< La música penetraba mi cerebro, realmente estaba
al máximo. Miré el equipo de música y se encontraba
exageradamente lejos, nadé hacia él en un mar espeso de color
negro. Nadaba con todas mis fuerzas y avanzaba muy
lentamente, logré llegar a él e intenté bajar el volumen, pero
seguía de la misma manera. Lo apagué, pero la música no paraba
de sonar, sentía que mi cabeza iba a explotar. Tapé mis oídos
con las manos, giré mi cabeza, vi mi cama y decidí refugiarme
en ella. El mar ya no existía, todo en mi cuarto era redondo y de
colores muy intensos.
Me recosté en la cama y empecé a hundirme lentamente,
mi entorno se convirtió en un pozo profundo, quería levantarme
y no podía. Trataba con mis manos colgarme de las sábanas pero
solo lograba que se desprendieran y cayeran sobre mí. De
pronto, desde el pozo pude ver un rostro gigante, era Jesús. No
tenía ojos, podía ver mi cuarto a través de ellos. Extendí mi mano
para ser ayudado, pero rio a carcajadas y se fue.
Tras él apareció Muriel, estiró su mano en el pozo y me
ayudó a salir. Al lograrlo, Muriel ya no estaba. Pero vi a Emma
desnuda sobre la mesa. Transpiraba y gemía como aquella vez,
con su dedo índice me llamaba como deseando que fuera el que
apagara su incendio. Realmente estaba hermosa. Acariciaba su
vagina y sacaba su lengua como la peor perra de una película
pornográfica, caminé de rodillas hacia ella, corrí su mano y
continúe su trabajo con mi lengua. Se recostó en la mesa, dejo
todo su sexo a mi merced, mi lengua crecía y se alargaba, su
vagina empezó a dilatarse, mi cabeza entro en ella, luego mis
brazos y de a poco mi cuerpo se encontraba dentro en posición
fetal. La oscuridad se apoderó de todo, yo me sentía protegido.
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Allí nadie podría lastimarme, el sonido ya no me atormentaba,
la felicidad se había instalado en mi >>
Inauguré el departamento con ese viaje. Cualquiera podría
pensar que era solo una locura, pero decía mucho de cómo me
encontraba en ese momento. Creo que si Freud hubiese estado
a mi lado, le hubiera sacado su jugo. O tal vez hubiese realizado
el viaje conmigo, no lo sé. No era prudente que una persona con
mi enfermedad realizara aquel tipo de prácticas. Usaba el LSD
siempre encerrado en mi habitación, nunca fuera de ella, temía
que la euforia y las alucinaciones me hicieran hacer un desastre.
Si bien Muriel los compartía, después logró que yo desista de
hacerlos.
La ciudad estaba igual que como la había dejado. Las
cuadras cercanas a este edificio por las noches no eran tan
oscuras como las del anterior y el edificio gracias a los vecinos
parecía tener vida. En la esquina había un restaurante de
categoría, a unos veinte metros una confitería que estaba abierta
las veinticuatro horas y rotiserías hasta muy tarde.
Muriel había empezado la facultad, concurría a ella por las
noches. Siempre pasaba a buscarla, eran calles oscuras temía
por su seguridad y más que nada quería ver la relación que
sostenía con sus compañeros. De más está decir que a mí no me
agradaba que conociera gente nueva, sobre todo hombres. No
sé si Muriel era muy inteligente o exageradamente aplicada, pero
sus notas eran excelentes. Podía pasar la noche estudiando
enormes libros, acostarse, levantarse a primera hora y seguir
estudiando. Algo que yo jamás podría haber hecho, no podía
retener siquiera dos renglones.
Los primeros meses me contaba que no hablaba con nadie,
cada uno estaba en la suya. Luego fue entablando dialogo con
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algunos hasta que logro una especie de amistad con una
muchacha llamada Sabrina. Se juntaban a estudiar en su casa
algunas tardes, también iban dos compañeros más: Karina y
Daniel. Al principio me ponía loco la presencia de un hombre en
ese círculo, hasta que comprobé en una cena de parejas, que
Daniel era homosexual.
No me gustaba mucho como era Sabrina: No tenía pareja
estable, era de mirar a cualquier chico que se le cruzara, le
gustaba mucho contar sus aventuras delante de cualquiera, tenía
los pechos operados y usaba grandes escotes para mostrarlos.
Aunque si fuera por ella, creo que saldría sin ropa para que todo
el mundo gozara de ellos. Vestía y actuaba como una prostituta
y su amistad con Muriel era más que un dolor de cabeza para mí.
Daniel tenía automóvil y generalmente alcanzaba a Muriel y
Sabrina a sus casas, eso complicaba mi trabajo de espía y me
hacía perder de vista sus movimientos.
Muchas veces sabía que Daniel las traería y buscaba alguna
excusa para ir a buscarla. Decía que justo pasaba por ahí, que
había ido a comprar algo cerca, cualquier pretexto era bueno
para mis propósitos.
Muriel pasaba largas horas con su estudio, pero después
de almorzar disfrutábamos de las tardes haciendo el amor o
saliendo a tomar algunos tragos. Estábamos en una buena
situación económica, podríamos vivir toda la vida sin trabajar,
pero no era lo que ella quería.
Había empezado a buscar trabajo por las mañanas, casi
nunca dejaba de ir por él, pero por suerte no lograba conseguirlo.
Por las tardes no sabía qué hacer, un tiempo me dedique a
comprar cosas para el departamento o a comprar ropa. Pasaba
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horas bebiendo en la confitería de la esquina. Pero después
empecé a sentir miedo a salir, la gran cantidad de gente me
generaba mareos y empecé a tenerle fobia a esas masas de
gente. Prefería estar en casa junto a mi soledad. Muriel decía
que buscara algún trabajo, no por lo monetario porque no lo
necesitábamos, sino para hacer algo que me distrajera. Pero
hacía años que había decidido que jamás trabajaría.
Una noche, Muriel vino con una noticia desgraciada: En el
trabajo de Sabrina había renunciado una empleada y estaban
buscando una estudiante de abogacía. Sabrina había hablado de
Muriel con su jefe y debía presentarse por la mañana a una
entrevista. Para mí era un hecho lamentable que trabaje, pero
más desagradable aún, era que lo hiciera con Sabrina.
Al mediodía volvió de su entrevista, ahora tenía trabajo.
Puse la mejor cara de alegría que pude y la invite a almorzar para
festejar su logro. Bebimos, comimos y celebramos hasta que se
hizo el horario de la facultad, la acompañe hasta allí y partí al
departamento destrozado.
Esa noche le haría pagar a la ingrata su abandono.
Pasé la tarde bebiendo vino y luego whisky. Para cuando
llegó, casi no podía sostenerme de la ebriedad. Lo primero que
le dije fue:
- ¿Fuiste a festejar tu nuevo trabajo con la prostituta de
Sabrina? Ya decía mi abuela que me alejara de la gente como tú.
Eres una basura, vete de esta casa e intérnate en un prostíbulo
con ella, tal vez ganes más dinero que en tu nuevo trabajo.
Muriel se puso seria, no contestó mis insultos. Sacó su
saco, colgó la cartera, paso por mi lado sin mirarme y se encerró
en la pieza. No sé qué reacción quise lograr en ella y mucho
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menos con qué fin, pero lo que estoy seguro es que no esperaba
que actuara de esa forma. Tal vez pensé que reaccionaría, que
intentaría pegarme o me insultase, pero no sucedió. Comencé a
patear su puerta diciéndole que saliera y me enfrente, pero ni
siquiera contestaba.
Luego de un rato mi ira comenzó a calmar y mi cabeza a
funcionar de manera atroz. Entendí que mi actitud podía
provocar el fin de la pareja y el miedo a perderla estaba
atormentándome, era lo único importante en mi vida. Comencé
a llorar como un niño desconsolado, a gritarle por favor que me
disculpara, que la necesitaba, que el alcohol me había jugado
una mala pasada, pero nada, ella se mantuvo en silencio.
Seguí llorando, pensaba acabar con mi sufrimiento, tomé
un cuchillo decidido a cortarme las venas y acabar con mi dolor,
pero en ese momento abrió la puerta y dijo:
- ¡Tira ese cuchillo ya mismo!
- Hace largo rato que escucho tu llanto y pedir perdón, pero
en ningún momento dijiste el motivo real de tu enojo, por el cual
me humillaste. De estos actos yo estoy curtida, me críe con un
padre alcohólico y se cómo reaccionar en estos casos, pero tú no
aprendes de la vida, es más, parece que vas camino a convertirte
en un ser con todos los defectos que odiaste en tu niñez.
Me odiaba, apenas podía escuchar lo que ella decía, algo
dentro de mí alimentaba mi dolor y no me dejaba ser coherente,
pero le grité:
- ¡Estoy enfermo, Muriel! No soy una persona normal, tengo
una dependencia contigo la cual no puedo manejar, no puedo
soportar que hagas algo sin mí. Compraría una correa para que
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me lleves a todos lados, eres la única que calma mis miedos, eres
lo único que tengo y no quiero perderte.
Muriel me miró con la misma pena con la que me miraba
Jesús, se acercó y mientras me abrazaba dijo muy despacio en
mi oído:
- Puedo ser tu cruz, tu calvario o el amor que lleve tu
enfermedad a la cura, pero no puedo decidir por ti, solo tú
puedes decidir tu camino.
Nos acostamos y la abracé toda la noche como si temiera
que al despertar nunca más esté.
A la mañana desperté y en la mesa de luz encontré una
nota que decía:
- "Deséame suerte en mi primer día de trabajo, nos vemos
a la noche. Espérame con algo rico. Tu amor, Muriel”
Sabía plenamente de que ella no dejaría el trabajo, debía
acostumbrarme si quería seguir teniendo su amor, ella fue clara
desde el primer día.
Los días sin ella fueron muy duros, esperaba todo el día
por su presencia, para solo tenerla unas pocas horas. Desde que
me levantaba pensaba con qué comida la agasajaría por la
noche. No tenía nada que hacer, la espera era interminable,
debía encontrar la forma de pasar ese tiempo, encontrar algo
que distrajera a ese monstruo interior que había en mí.
Una tarde recordé que había jurado algo que nunca hice,
eso era dar las gracias al Turco por salvar mi vida e intentar
salvar la de mi madre. Me preguntaba si seguiría vivo, también
recordaba a Germán con mucho cariño, pero no sabía nada de
sus vidas. Hasta que un día decidí ir a verlos.
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Al día siguiente, me dirigí al Greco. Cuando llegué a su
puerta me quedé mirando el edificio donde me crié. Recordé a
mi madre, se me cayeron un par de lágrimas, pensé qué sería de
la vida de Raúl, deseaba que estuviera muerto, pero seguro
estaría cumpliendo su condena en alguna cárcel del país. Miré
hacia dentro del Greco y todo estaba igual que cuando lo dejé.
Noté que ya no estaba Julián y en su lugar había una mujer de
unos 35 años. Lo primero que pensé era que seguramente ya no
pertenecería al Turco, tal vez ya estaría muerto. Entré con un
poco de vergüenza a preguntarle a la mujer por él.
- Disculpe ¿Este bar sigue perteneciendo al Turco? Pregunté.
Apenas terminaba de formular mi pregunta, cuando vi a
una enorme figura bajar por las escaleras que llevaban hasta la
oficina. Era él, estaba más obeso, bastante avejentado, con su
voz ronca y casi a los gritos me dijo:
- Tienes que tener las pelotas bien puestas para preguntar
en este bar por mí.
Sacó su pistola, la puso en mi sien, delante de la gente
como si nada. No llegué a decirle ni quien era del miedo, cuando
de pronto bajo su arma y con una carcajada me abrazó y dijo:
- ¡Judas! Hace años que te estoy esperando, necesitaba
saber qué había sido de ti, tuve largas discusiones con Germán
por haberte mandado con tu abuela, nosotros podríamos haberte
criado, podría haberte traído conmigo al bar.
Después de decirme eso volvió a abrazarme con fuerza, me
sentí muy bien con su cariño. Él y Germán eran los únicos que
sabían mi historia con lujos y detalles, con ellos podía ser yo.
A partir de allí, compartimos grandes tardes entre amigos.
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El reencuentro con Germán fue realmente grato, había sido
la última persona que había visto antes de partir, el que estuvo
en el hospital esperando que mi abuela viniera por mí. Le conté
de la muerte de Ana, de Muriel y de mi nueva vida.
Por las tardes nos juntábamos a jugar al póker en la oficina
del Turco, bebíamos, fumábamos, me contaban historias de mi
madre con la droga y hasta sus locuras sexuales. Nunca me
molestaron esas cosas, a mí me sirvió para terminar de
comprender porque se comportaba de la manera que lo hacía.
Germán solía inyectarse, se había transformado en un
verdadero adicto. Recuerdo que una vez le pregunté si mi madre
también lo hacía, me contestó que mi madre prefería aspirarla.
Siempre decía que tenía demasiado con los moretones que le
dejaba Raúl, como para portar las marcas de la avispa. Yo nunca
había siquiera intentado probar la cocaína, pero ahora la
tentación era grande, temía convertirme en mi madre. Todavía
recordaba su desesperación en los momentos de abstinencia. Era
capaz de todo por un gramo. Para mí lo monetario no era
problema, pero ¿Cómo se llevaría ella con mi enfermedad?
Germán había evolucionado, ahora era el dueño del
prostíbulo. Su padre se había jubilado. En la venta de drogas
también evolucionó: Ya no solo vendía cocaína, también tenía
éxtasis, ketamina, Popper, LSD, marihuana y otras tantas
pastillas que ya no recuerdo sus nombres.
Esas tardes de póker, eran compartidas en una mesa para
cuatro personas, el turco, Germán, el Ciego y yo.
El Ciego era un personaje particular, era el puntero del
Turco, era "el Mago", como le gustaba definirse. Casi toda la
cocaína que se movía en la ciudad provenía de él. Era un hombre
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rico, con muchos contactos políticos y policiales, pero era una
persona simple, podía pasar desapercibido en cualquier parte. No
le gustaba ostentar y mucho menos caminar con matones que le
cuidaran su espalda. Aunque los tenía, pero se dedicaban a
cuidar las cocinas que eran lo que en verdad importaba.
El Turco había sido su primer gran cliente, lo que llevó a
una relación comercial en los primeros años, hasta convertirse
en una amistad. Hoy el Ciego estaba en la cima y el Turco
jugando las últimas fichas de su carrera delictiva.
El trabajo de Muriel consistía en atender las llamadas en la
oficina de un abogado tributario de apellido Pascual. En ella
también trabajaban dos muchachos abogados recién recibidos y
Sabrina, secretaria personal y amante de Pascual. Por esos
tiempos la oficina solo se dedicaba a la venta de facturas a
empresas con el fin de que estas puedan evadir impuestos. Con
el tiempo, el negocio iría cambiando pero el fin siempre seria el
mismo: Un negocio sucio a cambio de un porcentaje de dinero
que iría a parar a una caja de seguridad en el banco a nombre
de Pascual.
La relación de Muriel y Sabrina iba creciendo día a día,
salían a comer juntas, iban de compras y se entendían de
maravillas con solo mirarse. Muriel ya no era la niña sencilla que
conocí en el pueblo, empezó a usar polleras cortas, camisas muy
ajustadas, vivía pintándose, iba una vez por semana a la
peluquería; evidentemente algo en ella estaba cambiando. Yo la
espiaba casi todas las tardes frente al edificio donde trabajaba,
esperaba el horario de su salida y veía su actitud con los
compañeros. Ella siempre salía sonriendo con Sabrina y los
abogados, se saludaban con besos y siempre partía junto a ella,
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nunca la podía encontrar en el momento de la infidelidad, pero
sabía que algo no estaba bien.
El sólo pensar que Muriel me era infiel empezó a provocar
en mí una ira muy grande, pero al no poderlo descubrir tuve que
canalizarlo por otros lados. Me hice un gran cliente del prostíbulo
de Germán. Por las mañanas disfrutaba del sexo con esas chicas,
al ser amigo de la casa, no solía pagar por el servicio, pero daba
grandes propinas a cambio de que ellas actúen para mí. Les
pedía que simularan ser Muriel, que lloraran pidiéndome
disculpas por sus actos de infidelidad y después me acercaba y
las penetraba con violencia, las cacheteaba, las hacia poner de
rodillas para pedir perdón y luego las volvía a penetrar con asco.
Más de una vez sufrí los enojos de Germán por alguna trompada
o algún acto de violencia desmedido, pero generalmente ellas
callaban, a veces porque yo era amigo del jefe y a veces para no
perder las grandes propinas.
Muriel, sin darse cuenta, por las noches me contaba las
locuras que hacía Sabrina con Pascual, me decía que una vez
entró a su oficina y encontró a Pascual atado en el piso y a ella
introduciéndole un consolador. Que solían escucharse sus
gemidos en cualquier momento del día, desde cualquier lado de
la oficina. Que para ellos esa situación ya era normal, les
causaban gracia esas historias. Yo simulaba reírme, pero por
dentro la imaginaba a ella sacándose el gusto con los abogados.
Esas tardes de póker y vicios habían logrado que empezara
a tener una cierta atracción hacia la cocaína. Pensé que si solo
la usaba en el día podría manejar con tranquilidad mis noches.
Hasta que un día decidí probarla. Primero puse un poco en mi
lengua para ver cómo era, pero era amarga con gusto a nada.
Peiné mis primeras dos rayas y las aspiré, pero nada, me sentía
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de la misma manera. Les dije que era una basura, que eso no
pegaba. Se rieron de mí y dijeron que siguiera jugando al póker,
pero unos minutos después me di cuenta que realmente me
sentía muy bien. No paraba de hablar, muchas veces había
sentido que no encajaba en sus diálogos y quedaba callado
esperando mi mano. Pero ahora sentía que era uno más, que
todos hablábamos el mismo idioma, desgraciadamente a partir
de ese día nunca más se separó de mí.
Esas tardes empecé a ganar la confianza del Ciego,
realmente le agradaba. La cosa era mutua, lo acompañe un par
de veces a una cocina que tenía cerca de la ciudad, yo no bajaba,
solo lo esperaba en el automóvil. Él bajaba, entraba unos
segundos y partíamos. No sé sinceramente que es lo que hacía,
tampoco me interesaba preguntar.
También conocí su casa, de una fachada normal, pero por
dentro con grandes lujos. Sonia, su mujer, era elegante, siempre
de buen humor, ni siquiera parecía saber a lo que se dedicaba
su marido. Parecía una madre perfecta. Julián y Ernesto eran sus
hijos y ella podía pasar horas hablando de ellos. Todo era muy
cálido, como la casa de cualquier vecino. En una de esas tardes,
el Ciego me contó su historia y cómo fue que llegó a convertirse
en lo que era.
- Yo era un muchacho de unos 23 años, apenas unos años
menos que tú. No me consideraba un adicto, pero iría a comprar
cocaína a la villa unas 3 veces por semana. Tal vez si algún amigo
pedía que le comprara, iba alguna vez más, pero no más que
eso. No me gustaban las villas pero realmente no tenía dinero y
por lo que en la ciudad compraba un gramo, allí conseguía dos.
Yo no trabajaba, vivía en la calle con amigos. Por las noches
robaba algún estéreo o alguna goma. Alguna que otra vez me
90
subía a algún taxi para robar la recaudación. Era un ratero. Esa
villa antes era distinta, en esa época solo había dos vendedores,
uno era el viejo Pedro y otro era Cristian. Yo siempre acudía a
Pedro, era un hombre de unos 54 años mal llevados, estaba
siempre armado, pero sólo tenía como compañía a Claudia, una
ex prostituta que era su mujer y tendría unos 47 años ( si la
hubieses visto le darías más de 60). Si bien estaban en caída,
movían grandes cantidades de coca. Cristian, su competencia,
era un muchacho joven con mucha llegada a los pibes del barrio.
Tenía muchos revendedores en la ciudad, cosa que el viejo no.
Yo, al ser un cliente infaltable, había hecho una amistad con
Pedro y Claudia. Compraba y casi siempre me quedaba un par
de horas compartiendo unas cervezas. Así fue un largo tiempo,
hasta que un día el viejo Pedro tuvo un altercado. A Pedro le
gustaba mucho la bebida y un día se fue de gira con unos chicos
malos de la ciudad. Les llamaban los mellizos, eran de la barra
brava de un club de futbol y clientes del viejo Pedro. Por lo que
me comentó Claudia después, parecería que el alcohol se les fue
de las manos. Empezaron a discutir y Pedro no tuvo peor idea
que romper su botella y clavarle el pico en el cuello a uno de
ellos. Antes de ser ajusticiado por el hermano llegó la policía y lo
detuvo. Al otro día llegue a comprar como habitualmente lo hacía
y Claudia me recibió con la noticia, lloraba como una loca
mientras aspiraba, me decía que no sabía cómo manejar el
negocio. Hasta me ofreció que viviera allí y la ayudara. No me
hice rogar y empecé a hacer todo lo que Pedro hacía, incluso
atender a la desdichada. Creo que yo le gustaba, desde antes
de la ausencia del viejo, pero tampoco me detuve mucho a
pensar eso, era espantosa y la mujer más adicta que conocí.
Aprendí el negocio bastante bien, manejaba los contactos con el
proveedor e instale unos punteros en la ciudad para generar más
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ventas. Pero eso a Cristian empezó a molestarle, no era el mejor
clima en la villa, Claudia pedía y a mí me daba asco. Cristian en
cualquier momento vendría por mí. Un día me llevé la coca, los
contactos, mis punteros y me instalé en la ciudad. Después tuve
que hacer unas limpiezas desagradables, pero no me genera
tanto orgullo contarlas.
Me causó mucha gracia su historia, dentro mío pensaba en
cómo terminó. No le daba orgullo lo que siguió, pero ¿Lo anterior
sí? Sólo reía, mientras miraba el interior de su casa y notaba que
de lo que contó, a aquel presente, mal no le había ido.
Una tarde, el Turco me contó que el apodo del Ciego estaba
ligado a como él había sacado del negocio a Cristian. Me llenaba
de intriga esa historia, muchas veces traté de que el Ciego me la
contase, pero él siempre decía lo mismo: Que había un pasado
en su vida que prefería no contar.
Mi relación con Muriel no iba del todo bien. Por las noches
llegaba muy cansada, yo trataba de hacerle el amor casi todas
las noches, pero muchas veces me esquivaba. Mi deseo sexual
era descargado por las mañanas, pero debía controlar su cuerpo,
una marca podía darme indicios de su infidelidad.
Solía entrar al baño mientras se duchaba. Cuando no quería
hacerlo le exigía que duerma desnuda y por las noches la
destapaba y controlaba su cuerpo minuciosamente. Estaba casi
seguro que Muriel se estaba acostando con uno de sus
compañeros, pero no podía saber con quién. En la cama se movía
de forma diferente, seguramente el otro le pediría cosas nuevas,
y ella no era tan hábil como para disimularlo. Por las tardes solía
revisar sus cajones, su ropa, algo debía encontrar. Hasta que ese
día llegó, encontré una bolsa en el ropero que contenía un
portaligas y un consolador. Revisé bien y parecía recién
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comprado. Dejé todo como lo había encontrado. Pasaron varias
tardes y nunca lo llevaba, pensé en interrogarla, pero preferí
esperar el momento justo.
Una tarde llegué del Greco y fui directo a su ropero, la bolsa
ya no estaba. Me cambié rápidamente para seguirla cuando
saliera del trabajo, pero llegué unos minutos tarde, ya se había
marchado. Fui a la facultad, esperé un buen rato por su llegada,
pero no se presentó. Mi cabeza no paraba de pensar ¿Cuántas
veces me habría engañado con el tema del estudio? ¿Habría ido
a acostarse con uno de esos abogados?
Ya en casa me preparé para recibirla, con la botella de
whisky y mi coca fui pasando el tiempo. Me asomaba
continuamente al balcón para ver si llegaba en algún coche, pero
nada. De repente escuché el ruido de sus llaves. Entró sonriente,
estaba hermosa, con una pollera muy corta y taco. Su camisa
estaba tan ajustada que parecía que iban a volar sus botones.
Cuando me vio se le borro toda sonrisa. Me levanté de mala
manera y le exigí que se sacara la ropa. Ella sonrió y sacó toda
su ropa lentamente, como provocándome. Sólo quedó con sus
prendas íntimas, que eran muy diminutas. La ira se apodero de
mí, no traía la bolsa en sus manos, tampoco tenía puesto el
portaligas ¿La habría dejado en el departamento de él? Encima
se reía ¿Hasta cuándo se iba a burlar de mí? Me acerqué a ella,
tal vez pensó que le haría el amor, pero le apliqué un golpe que
la arrojo contra la puerta y la hizo caer de espaldas al piso. Me
acerqué, saqué sus prendas de un tirón y ella comenzó a llorar,
Tomé su cabeza de sus cabellos y empecé a penetrarla mientras
le gritaba:
- ¿Cuántas veces te hicieron ésto hoy? ¿También llorabas
cuando él te lo hacía o cuando la ponía en tu boca?
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Ella no paraba de llorar y yo de insultarla. Seguramente no
entendía mi locura, hasta que le dije:
- ¿Le gustó tu portaligas? ¿Cuántas veces dijiste que ibas
a la facultad y te fuiste con él?
Entre llantos de dolor me contestó:
- Era el regalo de Sabrina. Te dije mil veces que hoy era su
cumpleaños y que iba a ir a cenar con ella, hasta tú me
preguntaste por qué no iba con Pascual y yo te contesté que él
no podía por ser casado.
Me di cuenta que había cometido un terrible error. No podía
creer que lo había olvidado. Los celos me estaban cegando,
estaba cada día más enfermo.
Muriel se levantó, secó sus lágrimas, recogió su ropa y
dirigiéndose al cuarto me dijo:
- Jamás pensé que llegarías a ésto. Terminarás logrando
que te odie.
Corrí tras ella, la abracé fuertemente y le supliqué que me
disculpara. Empecé a besarla, ella no opuso resistencia. Caímos
en la cama, yo la acariciaba pero ella estaba fría. Hicimos el
amor suavemente. Cuando habíamos acabado giré para besarla
y me di cuenta que seguía llorando, la volví a abrazar sin decirle
una palabra y cerramos los ojos.
Por la mañana, desperté cuando ella ya había partido.
Realmente me sentía muy mal por lo que había hecho, pensé en
comprarle algún regalo para calmar su dolor. Debía cocinarle
algo rico u ofrecerle casamiento por más que ella más de una
vez dijo que no creía en esas cosas. Por más que regalara, nada
taparía mi error. Realmente había actuado como un loco.
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Por la noche la esperé con una rica comida y un hermoso
collar, pero ella llegaría con una noticia que haría olvidar todo lo
malo que yo había hecho la noche anterior.
Un contacto le había comunicado a Pascual que estaba
siendo investigado por la venta de facturas. El gobierno ahora
exigía a las imprentas una inscripción de las facturas que
imprimían, un par de personajes reconocidos del ambiente
empezaban a salir en las revistas como apuntados de evadir
impuestos y todos ellos eran clientes de Pascual. Su contacto, un
alto funcionario de la Dirección General Impositiva, le recomendó
que desapareciera por un tiempo, hasta que las aguas se
calmaran debía cerrar la oficina.
Ese mismo día les había informado que cerraba, que solo
sería por unos meses. Todo parecía indicar que nunca más
volveríamos a tener noticias de Pascual, pero en menos de un
año volveríamos a saber de él.
Tener de nuevo a Muriel me mantenía estabilizado.
Compartíamos casi todo el día y cuando iba a la facultad, yo
compartía unas horas con amigos en el Greco.
Llegó el momento de las vacaciones en la facultad y se me
ocurrió que podríamos hacer un viaje ¿Por qué no conocer el
mar? Al fin y al cabo ninguno de los dos lo conocía. Decidimos
viajar a un pueblo costero ubicado a unos trescientos kilómetros
de la ciudad.
Era un lugar muy bello: Sus muelles, los restaurantes y unas
tres cuadras de centro bastante pintoresco lograban que las
noches fueran placenteras. Pero en el día se presentaban
algunos problemas de pareja.
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La playa estaba llena de prostitutas, solían tomar sol en
malla delante de los hombres y Muriel se había empecinado en
ser como ellas. Podíamos pasar horas discutiendo. Los primeros
días la convencí, o mejor dicho llegamos a un acuerdo. Ella podía
permanecer en malla, pero sólo podía descubrir su cuerpo debajo
de la rodilla. Yo había comprado unas mantas y la tapaba de los
hombros hasta la rodilla, a Muriel esto mucho no le agradaba,
pero yo sabía que ese proceder se había instalado en ella desde
que había conocido a Sabrina.
No habíamos terminado la primera semana de vacaciones
que Muriel extrañamente quería regresar a casa. Se rehusaba a
meterse al agua con ropa. No podía entender que ella era distinta
a las otras, que ya me tenía a mí y no necesitaba mostrarse como
ellas, saliendo del agua de esa forma tan provocadora.
Las vacaciones las planeamos por quince días, pero no
llegamos a estar ocho. Todo el viaje de vuelta a casa, me
atormentó con sus lamentos ¿Tanto le molestaba no poder tomar
sol? Yo era una persona de tez blanca y se puede comprender
que quiera ganar un poco de color pero ¿Ella? Muriel tenía un
bronceado natural.
A los días de haber regresado, Muriel recibió la noticia de
que su padre no estaba bien. El médico de hospital le había
diagnosticado Leucemia avanzada y su estado era muy delicado.
Con ese diagnóstico solo había dejado de trabajar, pero no les
había dicho a sus hijos de su enfermedad. Sólo dijo que no se
sentía bien, que ahora ellos deberían trabajar un tiempo por él.
Se encontraba en la cama y con la furia de no poder trabajar. La
recolección ahora era obligación de sus hermanos, y Lara atendía
de él.
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Lo internamos en una clínica privada de la ciudad, pero ya
era demasiado tarde, en menos de un mes se nos había ido un
gran hombre.
Los meses siguientes fueron muy duros para Muriel, por
dentro sintió que había dejado de lado a su padre, que debería
haberlo cuidado más. Lo extrañaba con locura, pero yo fui testigo
de todo lo que hizo por él. Nunca dejó de llevarles dinero para
que no pasaran hambre. Siempre se lo daba a Lara, porque él
podría rechazarlo. Era un hombre difícil de cuidar, para él no
importaba otra cosa que cuidar a sus hijos. Jamás pudo imaginar
que un hijo cuidaría de él.
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Capítulo 5
El diablo se presentó en forma de mujer
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Habían pasado ya seis meses de la muerte del padre de
Muriel, cuando una mañana me despertó el teléfono. Era
Germán, para darme otra noticia desagradable: El Turco había
muerto.
La noche anterior habíamos tomado unas copas, jugamos
una partida de póker, no mucha más cocaína que noches
anteriores, nada anormal. Casi a las doce de la noche nos
despedimos. El Turco generalmente terminaba de cerrar la caja
del bar y se retiraba. Esa noche tenía que preparar una lista para
pedir a los proveedores por la mañana y se fue más tarde de lo
habitual, cuando iba en el automóvil se quedó dormido, el coche
golpeó contra el cordón de una vereda y volcó; para cuando llegó
la ambulancia ya estaba muerto.
Esa noticia nos tomó realmente por sorpresa, siempre
pensé que el turco iba a tener un final como tienen los gánster
en las películas. Pero esto no era fantasía, el diablo se lo había
llevado.
El Turco no tenía familia directa, tan solo un par de primos.
Fuimos con el Ciego y Germán a hablar con ellos, preguntamos
dónde harían el funeral, pero sinceramente parecían más
preocupados por ver cómo repartirían la casa y las cosas del bar,
que por su cuerpo. El Ciego les preguntó si nosotros nos
podíamos encargar, no dudaron mucho en responder
afirmativamente, era un problema que se evitaban.
Tuvo el velorio que merecía. Fue en el bar, por la noche.
Usamos el cajón como mesa para la última partida de póker.
Bebimos y fumamos, como a él le hubiese gustado. Más de una
vez pensamos en sacarlo de ahí para que pudiera compartir esa
noche con nosotros, pero preferimos no romper el cajón.
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Germán quería traer unas mujeres, pero con el Ciego le dijimos
que no, que esos momentos eran de los cuatro y de nadie más.
Por la mañana lo enterramos. Recuerdo con mucho dolor
ese momento, tal vez el Turco fuera lo más cercano que había
tenido a un padre.
Nunca más nos volvimos a juntar, sólo en alguna
oportunidad fortuita, generalmente yo visitaba a Germán al
prostíbulo o el Ciego pasaba por mí para ir a algún café o a
traerme algún pedido.
Muriel vivía de mal humor, hacía ya tres meses que se había
cansado de esperar la vuelta de Pascual y salía en busca de
trabajo casi todos los días, pero siempre volvía con las manos
vacías. Yo me hacía el preocupado, pero por dentro disfrutaba
de su desgracia, pasábamos los días juntos y después de la
facultad disfrutábamos de la cama, aunque no tanto como antes.
Mis episodios ocurrían bastante seguido y el insomnio había
vuelto hacía ya largo tiempo.
No veía todos los días al Ciego y la abstinencia a la cocaína
generaba en mí ese mal humor. Sentir que estaba vacío con ese
dolor en el pecho. No conocí nada peor, por primera vez me di
cuenta que era adicto. Pero empecé a recurrir al Ciego y traía en
grandes cantidades como para que no me faltara en todo el mes,
el problema era que al tener en cantidad era difícil parar.
Al principio me había propuesto parar por las noches, pero
cuando Muriel dormía, muchas veces me levantaba y seguía con
mi gira. Gastaba gran parte de las rentas en eso, hasta había
puesto en venta la casa del pueblo. Vivíamos de mi plata, jamás
dejé que Muriel sacara de sus ahorros.
101
La cocaína había entrado en mi vida y estaba empecinada
en arruinármela.
Armar un porro al principio resultaba fastidioso hasta que
le tomabas la mano, pero en verdad era bastante incomodo
hacerlo en un bar o en la calle misma. En cambio ella era
preciosa, nada me producía más placer que toda la previa a
consumirla: Buscaba un espejo, preparaba el canuto con un
billete o una birome, la volcaba sobre el espejo, peinaba unas
rayas y la aspiraba. A partir de allí todo era euforia, en cuanto a
consumirla en la calle, todavía recuerdo a mi madre, le podías
romper una costilla, pero sus uñas eran sagradas, eran las palas
que recogían su oro blanco. Esos métodos hoy habían
evolucionado, ya no la vendían en bolsitas o papel metalizado. El
Ciego la entregaba en tubos de plástico, con una tapa que servía
para consumirla. De más está decir que ella sabía pasar
desapercibida. Otra cosa que copié de mi madre era la marca de
cigarrillos. Cada vez que sacaba un parliament de su atado, lo
miraba y pensaba en cuántas generaciones habrían disfrutado de
su filtro.
Una noche volvió Muriel de la facultad con una noticia que
terminaría de arruinarme la vida: Sabrina le contó que Pascual
se había comunicado con ella, que volvería a empezar con un
nuevo proyecto y que económicamente sería más redituable para
todos.
Pascual ahora volvía con un socio llamado Francisco, su
nombre sonaba a una persona mayor, pero solo tenía 37 años
Era el dueño de una cooperativa de crédito. Pascual, siempre
hábil en los negocios turbios, vio en ella una buena forma de
lavar dinero: Ofrecerían créditos ficticios a empresas para
justificar sus ingresos sucios y ellos, a cambio, se llevarían un
102
pequeño porcentaje de la suma otorgada. Eso fue solo al
principio, luego la codicia lo llevaría a ir por más.
Le preguntó también si seguía estudiando con Muriel,
porque estaba interesado en contar de nuevo con sus servicios.
Ya no solo para la atención telefónica, sino también para tareas
administrativas.
Sabrina le pregunto a Muriel si estaba dispuesta a aceptar
y obtuvo rápidamente una respuesta afirmativa. A partir de ese
momento, volvería a perder a Muriel.
A partir de allí, para mí los días se hicieron eternos. Ya no
tenía al Turco y sus partidas de póker, Germán vivía ocupado y
rara vez veía al Ciego. Se podía observar en mí una cierta
dejadez, no solo en mi aspecto, sino también en cuanto a la casa.
Todo me daba lo mismo, podía vivir en la basura misma y no
habría notado la diferencia. Mi paranoia había crecido
notablemente, ya no solo me molestaba salir a la calle, solía
pasar tardes enteras encerrado en la pieza. Tenía una pelea
interna con mi cerebro en la cual yo era el claro perdedor. Me
había volcado de lleno a la bebida y junto con la droga lograban
que mi estado fuera mucho más agresivo e intolerable.
Por las noches tenía que soportar los monólogos de Muriel,
en los que me pedía que fuera más cuidadoso con mi presencia,
que lavara los platos que usaba para comer, que limpiara un poco
la casa, que utilizara mi tiempo en algo positivo y tantas cosas
más.
Las cosas con Muriel empezaban a estar realmente mal. La
empecé a notar distante, rara vez sonreía. Los besos se los
sacaba con cuenta gotas.
103
Francisco era una persona obsesiva. La llamaba todo el
tiempo, notaba que cuando ella lo atendía sonreía y hasta
cambiaba la voz. Siempre hablaban cosas del trabajo, pero me
parecía abuso llamar a cualquier hora.
Volví a espiarla a la salida de su trabajo y una tarde noté
algo sospechoso: Cuando salieron Muriel les sonrío y se quedaron
hablando por unos momentos. Pascual saludó y partió, Muriel y
Sabrina subieron al coche de Francisco y se fueron.
Las seguí a una distancia prudencial con mi automóvil.
Muriel subió en el asiento del acompañante y Sabrina iba atrás.
Se detuvieron en la puerta de la facultad, Sabrina bajo primero
y empezó a sacar unos libros de su cartera. Muriel todavía estaba
dentro, no podía ver qué sucedía, los vidrios eran polarizados.
Pero no tenía ninguna duda de cómo se estarían despidiendo.
Luego bajó sonriente. Sabrina golpeó su espalda cariñosamente
y entraron. Francisco siguió su camino y yo tras él.
Hicimos unos doce kilómetros hasta su casa. Mientras
conducía pensaba en contarle todo a su mujer, ya Muriel me
había contado que su mujer era muy celosa, que cuando ellas
atendían el teléfono las trataba mal y que un par de veces se
había presentado en la oficina para hacerle algún escándalo.
Ahora no tenía dudas de que sus celos eran justificados y yo se
los iba a confirmar.
Se detuvo en la puerta de su casa, bajó a abrir el portón
para guardar el coche Pensaba esperar a que entrara para tocar
el timbre y contarle todo a su mujer delante de él, pero en ese
momento preferí esperar. Yo tenía todas las de ganar, sabía de
su relación con Muriel. Pero ellos no sabían que yo sospechaba.
Sólo debía encontrarlos en el momento justo.
104
Cuando Muriel llegó, me contó que Pascual necesitaba una
muchacha para limpiar su casa y Muriel le había ofrecido los
servicios de su hermana Lara para ello. Sólo serían unas horas a
la mañana. También aprovechó para ofrecerle limpiar nuestra
casa por las tardes. A mí no me gustaba mucho eso de que
viniera a arruinar mi soledad, pero Muriel insistió con que la casa
era un desastre y que alguien debía hacerlo.
Los primeros tiempos me encerraba en mi habitación,
odiaba su presencia. Yo sospechaba que Muriel había decidido
contratarla para que me vigilara y saber si yo salía de casa. Era
una buena forma de estar prevenida y evitar que la encontrara
engañándome.
De a poco fui acostumbrándome a la presencia de Lara,
seguía hermosa como antes y era sexy hasta para limpiar.
Cuando terminaba su tarea muchas veces se sentaba a mi lado
para compartir algunos tragos. Hablábamos de la vida, me
contaba cosas que le sucedieron en la villa, algunas graciosas,
otras no tanto. Luego se levantaba, se bañaba y partía.
Todavía recuerdo esa tarde. Lara salió de bañarse como
todos los días, generalmente se cambiaba en nuestra pieza, pero
salía del baño con una toalla. Yo estaba sentado en el comedor
bebiendo, cuando de repente apareció toda desnuda, se acercó
hacia mí y preguntó:
- ¿Te molesta que esté así? Me gustaría tomar unos tragos
contigo y estoy muerta de calor.
Le dije que no era molestia, me paré y le serví un vaso de
cerveza bien helado. Pensaba que claramente estaba
provocándome ¿por qué haría algo así? ¿Muriel habrá pedido
que me probara?
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Bebimos. Como siempre, me comporté como un caballero.
Sólo la miraba. Ella me miraba como pidiendo algo. Su cuerpo
era hermoso, no sé cómo podía soportarlo. Era una verdadera
tortura.
Cuando Lara partía, yo me preparaba para espiar a Muriel.
La seguí durante largo tiempo, pero nunca la podía encontrar en
algo raro. No me extrañaría que tuvieran sexo directamente en
la oficina. Las historias de Sabrina y Pascual las tenía latentes en
mi cabeza. A la noche cuando se dormía, revisaba sus bolsillos,
la cartera y hasta la ropa que había usado. Miraba su cuerpo
minuciosamente a la búsqueda de la marca que la delatara, pero
se notaba que lo tenían todo calculado.
Una tarde, mientras Lara limpiaba y yo bebía, sonó el
teléfono. Era Muriel, para decirme que llegaría antes. No iría a la
facultad porque a la salida del trabajo irían a tomar algo para
celebrar el cumpleaños de Pascual. Corté y arrojé el teléfono con
furia. Pateé la silla y me encerré en mi cuarto. Lara no dijo una
palabra, siguió su trabajo con total normalidad. Cuando se fue a
bañar salí del encierro para beber. Empecé a aspirar sobre la
mesa sin importarme la presencia de ella. Lara salió desnuda
nuevamente se acercó a la mesa y dijo:
- ¿Muriel te está engañando, verdad? Descarga tu ira
conmigo.
La miré primero con bronca, después pensé que no sería
mala idea acostarme con su hermana para vengarme. Saqué mi
camisa avanzando hacia ella pero de pronto su mano en mi
pecho me frenó.
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- Cuando dije que descargaras tu ira, me refería a otra cosa.
Saca tu cinturón y golpéame fuerte. No toques mi cara para que
nadie note las marcas, pero golpéame con violencia.
Dudé unos segundos. Pensé que estaba frente a alguien
más anormal que yo, pero lentamente fui sacando mi cinturón.
Todas las noches revisaba las anotaciones en los cuadernos
de Muriel. Esa era la forma de controlar si había asistido a sus
clases. Empecé a notar que había días que no escribía nada y
comencé a sospechar. Últimamente sólo la espiaba a la salida de
su trabajo, pero debería seguirla y comprobar donde iba
después.
Pascual estaba ganando mucho dinero con la cooperativa.
Es más, diría que demasiado. Y era realmente generoso con los
salarios de sus empleados. Muriel ganaba más del doble de lo
que yo recaudaba con las rentas. Pero la ambición de Pascual no
tenía límites. No contento con el porcentaje que cobraba por los
créditos a las empresas, empezó a extorsionarlas. Pidió a Muriel
que se comunicara con cada uno de ellos y les dijera que tenía a
los sabuesos encima, que estaban investigando y necesitaba que
ellos se hicieran cargo de los impuestos de las cuotas. Él se
encargaría de lo demás.
Era todo mentira, pero muchas empresas con su culo sucio
y el miedo a quedar mal vistos ante sus clientes, terminaban
cediendo ante la extorsión.
El mayor mérito de Pascual eran sus contactos poderosos.
Lo mantenían informado ante cualquier investigación. Vivía en
un barrio junto a jueces, políticos y empresarios. Solía hacer
fiestas donde los invitaba. Gastaba fortunas en ellas, eso le sirvió
para ganar muchos contactos y aliados.
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Seguramente Muriel habría notado mi acoso. Hacía más de
dos semanas que la seguía y siempre concurría a la facultad. Yo
sabía internamente que iba a descubrirla.
Mientras tanto, por las tardes en casa cada vez se limpiaba
menos y yo disfrutaba montando a la yegua desquiciada,
azotándola con mi cinturón como si fuera un rebenque. Nos
complementábamos de maravilla: Yo descargaba mi ira y ella
disfrutaba con el dolor. Con ella aprendí todo lo que se puede
hacer con un cinturón en el sexo, creo que su inventor se
sorprendería de la utilidad que se le da hoy en día.
El queso estaba servido y por fin la rata piso el palito. Fue
a la salida de su trabajo. Salió sola, no subió a ningún taxi; solo
caminó. Yo la seguía por detrás. Habría caminado unas cuatro o
cinco cuadras cuando de su cartera sacó una llave y entró a un
edificio. La esperé más de dos horas en un café de la esquina sin
perder de vista su salida. Cuando salió, subió a un taxi y se fue.
Camino a casa pensaba qué hacer con ella. Pensé en
matarla, si no era mía, no debía ser de nadie. Era lo único que
me importaba en la vida. Cuidaba de mi hacía largos años y me
conocía como nadie ¿por qué me hacía esto?
Cuando llegué a casa, le dije que me había encontrado con
el Ciego y se me había hecho tarde. Me dijo que no importaba,
que ya había pedido la comida. Estaba de buen humor y bastante
cariñosa. Yo le seguía el juego. Cuando llegó la comida nos
sentamos en la mesa a comer como un día normal y aproveché
ese momento para despejar mi duda.
- ¿Cómo te fue en la facultad? - pregunté.
- Bien, hoy fue un día bastante aburrido- Contestó.
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Ya no tenía dudas, me engañaba con alguien y disfrutaba
de él en ese departamento. Sólo me restaba saber quién era.
Terminamos de comer, se sentó en mi falda y pidió el postre. Le
hice el amor con odio, pero ella gozaba y reía.
Al otro día le conté a Lara lo del departamento. Ella estaba
de mi lado, se paraba, golpeaba la mesa estaba muy enojada,
me decía que era un idiota en seguir con ella, que no debía
dejarme humillar. Luego se acercaba, me abrazaba y con sus
besos intentaba calmar mi furia, de repente se paraba como si
se le ocurriera una idea y me decía:
- Déjala, quédate conmigo. Yo me casaría contigo y te daría
hijos. Ella no sabe apreciar quién eres.
Yo le respondía que amaba con locura a Muriel y no podría
dejarla. Ella se enojaba, pero volvía a abrazarme. No podía
pensar ¿Qué tenía que hacer?
Esa semana fue tres veces más al departamento. No podía
entender cómo un hombre podía más que sus sueños. Esas
metas que con tanto ímpetu defendía, hoy las estaba arrojando
por la borda solo por sexo.
Desde el bar, mientras esperaba su salida, pensaba en darle
una buena golpiza hasta que confesara su infidelidad y me dijera
con quién me engañaba. Pero decidí encontrar el momento justo.
Un día salió con un detalle en ella no menor: Su cabello
estaba mojado. Volvió a subir al taxi. Salí rápidamente, lo primero
que se me cruzó fue pararlo y que me confesara ahí mismo, pero
arrancó velozmente.
Esa noche calmaría mi ira, no le preguntaría por la facultad,
ya no había que sacarse ninguna duda.
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Al otro día le dije a Lara lo del pelo, me dijo que si no lo
hacía yo, ella le contaría de lo nuestro. Se levantó de la mesa
muy enojada y me gritaba:
- ¿Qué clase de hombre eres? ¡Tienes que terminar con esa
perra! Mi hermana siempre fue una ambiciosa, va detrás de la
plata. Todo lo consigue con sus encantos, primero con mi padre
y ahora contigo. O la dejas o le cuento todo.
Me paré y con toda la ira, mientras sacaba mi cinto, le dije:
- Acabaré con esta historia, no me humillará nunca más -.
Esa tarde no tuve ningún reparo con el cinto, la golpeé
como nunca. Ajustaba mi cinto en su cuello hasta asfixiarla, la
penetraba con furia y ella gozaba infinitamente. Se le estaba
cumpliendo su sueño.
Lo tenía todo pensado. Durante dos días la seguí, tenía bien
estudiado cómo hacerlo, apenas entrabas al edificio a la derecha
había una escalera que ella siempre usaba, fui varios días y me
pare en la puerta del edificio para ver como entrar sin las llaves.
Fumaba un cigarrillo y miraba el movimiento.
Hasta que encontré la llave: En el segundo piso funcionaba
un consultorio odontológico, noté que cuando tocaban timbre la
gente sólo decía dentista y por portero abrían la puerta. Ahora
solo tenía que esperar el momento.
Un miércoles Muriel, mientras comíamos, me dijo que ese
viernes íbamos a ir a cenar afuera, que tenía que decirme algo
muy importante para ella.
Mi cabeza estaba que explotaba, seguramente me iba a
contar la verdad. Estaba a punto de dejarme. Me cambiaba por
el desconocido que le daba placer por las tardes, tenía ganas de
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matarme o de matarla. No podía soportar ese momento. Conté
a Lara de esta cena y ella pensó lo mismo, se burló de mí:
-¿Encima te va a abandonar? Eres patético - Me dijo. - Hace
meses que la tendrías que haberla echado de aquí -.
El viernes la esperé a la salida del trabajo. A las 22 horas
nos encontrábamos en la facultad. Grande fue mi sorpresa,
cuando vi que se dirigía al departamento. No podía creer que
hasta el día en que me abandonaría tuviera que verlo. Hacía
varios días que ni siquiera hacíamos el amor, siempre ponía la
excusa que estaba cansada. La seguí bien de cerca, estaba
realmente hermosa. Vestía de pollera bien corta, una camisa y
saco bien pegados al cuerpo. Se había transformado en una
mujer muy elegante.
Mientras caminaba, pensaba cómo la había perdido, si mis
vicios la habrían cansado o si era verdad lo que decía Lara sobre
que iba tras la plata. Tal vez el desconocido fuera Francisco, tal
vez él deje a su mujer por ella y éste sea el hogar que eligieron.
Volaba de ira, no podía soportar un minuto más ese
momento, mi corazón latía a mil por hora. Ella se detuvo en un
negocio, esperé unos minutos a una distancia prudencial, hasta
que salió con una champaña en su mano. Eso desató toda mi
furia.
- Van a celebrar – pensé.
La imaginaba brindando con él, teniendo sexo en el piso,
ella gritando de placer. En la puerta del edificio se detuvo, sacó
sus llaves y abrió la puerta. Yo me apresuré, toqué el timbre al
consultorio y abrieron la puerta. Empecé a subir las escaleras tras
ella, del bolsillo interno de mi saco saqué mi cuchillo. Estaba
enloquecido.
111
Se paró en la puerta del departamento y esperé a que
abriera. Cuando estaba entrando me apresuré y pateé la puerta
antes que cerrara. Noté su cara de sorpresa, como si la hubiera
descubierto. Empecé a gritarle:
- Eres una maldita prostituta ¿Dónde está él? ¡Que dé la
cara!
- Estás verdaderamente enfermo. Ahora no tengo dudas,
estas muy loco - Me gritó.
Levanté mi cuchillo y lo clavé en el medio de su pecho. Cayó
de espaldas y yo encima. Intentaba defenderse con sus uñas,
pero dos cuchillazos más acabaron con sus esfuerzos. Quedó con
sus ojos abiertos con una mirada de terror. De pronto sentí un
fuerte dolor en el pecho, mis manos estaban llenas de sangre,
había matado al amor de mi vida. Mi cabeza parecía que estaba
por explotar, estaba completamente mareado. Me levanté como
pude y me dirigí al baño, necesitaba limpiar su sangre de mis
manos.
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113
Epílogo
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115
Todo esto era como una obra de teatro. Cada uno que
tomaba la palabra parecía tener su discurso guionado. Creo que
era el único en la sala que era realmente sincero. Cerraba los
ojos y trataba de recordar ese momento con claridad, lo iba a
tener presente toda mi vida. Pero no quería pasar por alto ningún
detalle. Se me caían las lágrimas en el relato. Tomé aire y
después de unos segundos continué con mi declaración:
- Apenas podía mantenerme en pie. Lavé su sangre de
mis manos, seguía mirándome en el espejo y pensaba que debía
seguir con lo que había planeado. Debía retirar el cuerpo de
Muriel de la entrada hasta que se hiciera presente su amante.
Salí del baño, miré lo que había hecho, no paraba de llorar. Su
cuerpo tirado todo abierto, su mirada había quedado congelada,
un charco enorme de sangre la rodeaba, había arruinado un ser
tan bello. Me acerqué sin reparar en pisar la sangre y cerré sus
ojos, eran una tortura. La levanté y la llevé hasta el baño, la
recosté en la bañera y empecé a planear como matarlo a él.
Pensé en limpiar la sangre, pero decidí recibirlo directamente a
cuchillazos. Esperé unos segundos tras la puerta, no podía tardar
mucho en venir. La situación se tornó molesta, los nervios me
estaban comiendo. Estaba desesperado por saber quién era, no
aguante más la espera. Pensé que cuando llegase iba a escuchar
sus llaves, no valía la pena esperar firme tras la puerta. Comencé
a revisar la casa por alguna pista. Entré a la cocina que era lo
que más a mano tenía. Era una cocina absolutamente vacía, no
había nada en la heladera, tampoco en la alacena, el horno era
nuevo o por lo menos no tenía signos de uso. Pensé que
seguramente el departamento sólo se usaba para traerla a ella.
Salí de la cocina, hacia la derecha estaban las piezas y a la
izquierda el comedor. Fui directamente a las piezas: La primera
a la que entré, estaba vacía, no había ni un mueble en ella; la
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segunda tampoco tenía muebles, pero en el medio se encontraba
un colchón. Me acerqué hasta él, tenía un juego de sabanas
doblado sobre él. Pensé en las veces que se habría revolcado en
ese colchón. La imaginaba sudada y bañada en semen, gritando
como una prostituta. De pronto escuché un sonido de llaves y
salí rápidamente de la pieza, pero era una falsa alarma. Me dirigí
al comedor: Allí sólo había una mesa con dos sillas. Me acerqué
y sobre ella había dos platos y dos copas. A un costado de los
platos había un sobre de papel madera. Lo tomé, lo abrí
lentamente y dentro estaba la escritura del departamento a
nombre de Muriel. Volví a repasar con mi vista toda la habitación,
mis piernas empezaron a temblar, me apoyé de una silla. Dos
platos, dos copas, el champagne... La cena sería allí, la escritura
era la sorpresa y yo había cometido una terrible locura.
Nuevamente el mareo se apoderó de mí, mi vista empezó a
nublarse, mi luz se apagó y todo se volvió oscuro.
La Policía y el departamento de forenses, agregarían unos
datos más a mi declaración:
<< La policía declara que fue notificada del hecho por un
chico que hacia el delivery en un restaurante. Contó que se hizo
presente en el domicilio para entregar un pedido. Un hombre
desnudo lo había recibido, y notó que el piso estaba lleno de
sangre.
Al ingresar al departamento, las pericias comprobaron que
el asesinato fue realizado junto a la puerta de entrada y que el
cuerpo de la víctima fue depositado por un tiempo en la bañera.
Pero cuando ellos entraron se encontraba sentada desnuda en
una de las sillas. La mesa y los platos tenían restos de comida,
las copas contenían champagne y el acusado se encontraba en
el piso, al costado de la otra silla, presentaba cuatro orificios en
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la zona abdominal hechos con el mismo objeto punzante que se
usó con la víctima. >>
Después de tres meses en el hospital y más de dos años
con prisión preventiva, sigo recordando lo que sucedió. Y cada
vez que lo hago, recuerdo sus ojos y esa expresión de miedo con
la que me miraba.
El Ciego puso el mejor abogado que tenía, era una persona
verdaderamente hábil. Había pedido la inimputabilidad por
demencia y tenía mucha fe en que fuera otorgada.
Realmente estaba mejor, ahora era atendido por un
psicólogo y un psiquiatra. Lograron estabilizarme, pararon mi
insomnio, los mareos, los ataques de pánico, hasta mi ira. Los
dos coincidían en que era un TLP (Trastorno Límite de
Personalidad), que se pudo haber generado en mí por haber
tenido una infancia dura y violenta. Las características de mis
padres, sumadas al consumo de drogas y bebidas, habían creado
un monstruo. Mis actos eran síntomas de la enfermedad, me
decían que era controlable. No era algo que fuese a tener cura,
pero que muchos casos eran controlados y a lo largo de los años
con un buen tratamiento podían desaparecer casi la mayoría de
los ataques.
La espera en la sala se estaba haciendo larga, declaró mi
psicólogo, mi psiquiatra, Sabrina y también Lara.
En este tiempo en la cárcel, el Ciego me visitó todos los
meses. Además se asesoraba con el abogado para saber cómo
iba mi caso, realmente era un gran amigo.
Germán sólo vino una vez, fue al principio y yo estaba
realmente sedado, contenido, pero poco amistoso. Supongo que
no le gustó mucho lo que vio porque jamás regresó. Sólo hubo
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una persona que me visitó todas las semanas y nunca me
abandonó, esa fue Lara.
Mientras vivía con Muriel, pensaba que ella hacia todo por
envidia, que realmente odiaba a su hermana. No era tan errado
si uno asociaba que no tuvo la oportunidad de estudiar, para
quedarse cuidando y sirviendo en el hogar, y que Muriel había
gozado del privilegio de su padre en todo. Pero realmente me
equivoqué, no le interesaba la plata, hacía más de un año que le
había cedido la casa del pueblo para que pudiera vivir con sus
hermanos, pero ella no dejó de venir. Es más, era la más
interesada en que yo recuperara mi libertad. Venía con planes
para el futuro, quería que nos casáramos. Todo el tiempo se
culpaba de la muerte de su hermana, decía que ella me incentivó
para que yo cometiera la locura. Realmente el amor que sentía
hacia mí, era genuino.
Lara estaba tramitando con el servicio penitenciario poder
realizar visitas higiénicas. Qué ironía, lo primero que me
incautaron al entrar aquí fue mi cinturón.
Una tarde, Lara vino con un regalo. Abrió su cartera y de
ella sacó un tubo largo, esos que se usan para trasportar planos.
Lo abrió lentamente y de él sacó el póster de Jesús, luego me
dijo:
- Encontré esto colgado en la pieza que usabas cuando eras
niño. Pensé que te gustaría tenerlo en tu celda. Mira ¿Ves los
agujeros en sus ojos? Haz de cuenta que por allí puedo mirarte
y en las noches de soledad seré tu compañía.
Lo tomé de buena manera. Al ver los orificios hechos con
mi cigarrillo, recordé su mirada, la misma que me miraba con
pena. Sonreí y pensé:
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- Él lo sabía todo.
FIN
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“La musa”
Cuento dedicado a mi amigo el chino
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Hace diez años que escribo esta sección para esta
prestigiosa revista, me dedico a buscar artistas que gozaron de
una gran popularidad y que hoy navegan por los mares del
olvido. Siempre transcribo mis reportajes, pero esta vez va a ser
especial. No solo por el artista destacado, sino porque sólo llegue
a realizarle una sola pregunta: ¿Qué fue de tu vida?
Después de eso, se despachó con un monólogo
interminable, que prefiero transcribir tal cual sale de mi
grabadora para que ustedes saquen sus propias conclusiones de
cuál es su presente:
<< Mi nombre es Luigi Bianco, soy un reconocido dibujante
de historietas. “Las historias de María” fue mi gran éxito, en ella
contaba las historias de una mujer ninfómana y sus alocadas
aventuras sexuales.
Era una revista mensual con una tirada de diez mil
ejemplares, gracias a ella pude comprar ese local donde vivía e
instalar mi taller.
Hace más de cuatro años que mi historieta dejo de
imprimirse, tenía una gran demanda, pero yo había perdido mi
inspiración.
Todo se debía a ella.
Como muchos artistas, yo tenía mi musa. Esa era Lara,
una mujer preciosa. En ella estaba inspirado el personaje de
María, era su fiel retrato, una maquina sexual, insaciable, llena
de juegos y seductora como pocas. Llenaba de inspiración mi
vida.
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Por muchos años fuimos pareja, compartimos grandes
momentos de nuestras vidas. Sueños, viajes y amigos. Tal vez
nuestra separación estuvo ligada justo a eso, compartir.
Éramos una pareja bastante liberal en cuanto al sexo,
solíamos incorporar personas a nuestra cama. Nos encantaba,
nos complementábamos de maravillas.
Ella tenía miles de juegos eróticos, muchos eran
perversos. Era sádica y por momentos violenta, pero yo estaba
abierto a cualquier experiencia. Si tenía que golpearla para que
ella gozara, estaba dispuesto a hacerlo. Pero si tenía que
recibirlos, era el más sumiso esclavo.
Siempre supe muy poco de su pasado, sabía que su
último novio había sido un loquito. Había mantenido una relación
extraña con un muchacho que estaba internado en un
neuropsiquiátrico, durante unos años lo visitó. Hasta que un día,
él se ahorco con una sábana. Muchas veces traté de que me
contase esa historia, pero ella siempre me decía que era algo que
prefería no recordar.
Durante mucho tiempo disfrutamos de los tríos, pero
necesitábamos experimentar cosas nuevas. Mis lectores se
multiplicaban, las historias eran cada vez más perversas y
extrañas, pero sin embargo, no paraba de recibir cartas de
lectores que se sentían identificados con los personajes.
Decidimos ir por más.
Empezamos a frecuentar fiestas nocturnas muy selectas,
esas donde todo termina en una gran orgia. Fueron una gran
experiencia, pero algo empezó a fallar.
Teníamos proyectado explorar de una forma más
profunda el sadomasoquismo. Tanto a nosotros, como a los
127
lectores nos encantaba. Veíamos que cuando la historieta
contenía escenas fuertes, las tiradas se agotaban rápidamente.
Pero ese esplendor, la gloria máxima, esa maquinaria de
lujuria, se derrumbó una noche.
Habíamos ido como siempre, a una de esas orgías de
gala, fuimos recibidos por el anfitrión y dueño de casa: Saúl. Se
presentó de una forma un poco extraña, estaba vestido como el
conde Drácula, y al recibirte pedía tu mano y daba un pequeño
mordisco en ella. Me resulto gracioso, a Lara le encantó.
Estábamos acostumbrados a conocer gente así, en estos lugares
había muchos personajes que se creían especiales.
Después de unos espectáculos medio diabólicos que
interpretaron unos jóvenes, el anfitrión nos invitó a conocer la
casa. Habíamos llegado a esta fiesta con la promesa de que allí
las cosas irían más allá de nuestra imaginación y realmente creo
que no se equivocaron.
Empezamos la recorrida por la casa, una puerta al lado
de la cocina nos transportó por un pasillo que comunicaba hasta
otra puerta la cual abrió. Comenzamos a bajar por una escalera
interminable hacia lo que parecía un sótano, luego nos daríamos
cuenta que era gigante. Era un gran subsuelo, en él había gran
cantidad de habitaciones con camas redondas y provistas de
todos los utensilios eróticos que uno pueda imaginar. Nada de
esto era nuevo para nosotros, ni siquiera el lujo y la decoración
que contenían los cuartos. En un momento Saúl se detuvo y nos
dijo:
- Imagino que hasta aquí no han visto nada
extraordinario, sé que vienen en busca de inspiración y yo se las
daré. Síganme al infierno.
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Terminó de decirnos eso y abrió una gran puerta que
parecía hecha en el siglo pasado.
Al entrar, vimos que nuestra elección había sido
acertada. Habíamos entrado al museo de la inquisición. Una
verdadera sala de torturas. Tenía forma de caverna, mesas de
estiramiento, camas de clavos, gente desnuda encadenada a las
paredes y todo tipo de elementos cortantes colgados de las
paredes como cualquiera podría colgar sus herramientas en
algún garaje. Todo eso era lo que buscábamos.
Dos mujeres vinieron a mi encuentro, tomaron mi mano
y me llevaron a lo que parecía un viaje sin retorno. Lara se fue
con Saúl por una puerta que estaba a mi derecha.
Cuando regresamos al taller no podía dormir de la
emoción, dibuje durante toda la noche y gran parte del otro día.
De allí salieron historias impresionantes llenas de erotismo.
En la editorial empezaron a poner reparos con mi
material, decían que eran muy sádicas y podían causar rechazo
de los lectores. Preferían que las historias empiecen con menos
violencia para ir viendo que aceptación tenían. En ese momento
entendí sus pretextos y decidí ir mostrando de a poco mi trabajo.
La aceptación de la gente fue excelente. Empecé a
recibir propuestas de otras editoriales, a dar reportajes. Había
logrado una gran popularidad y era muy reconocido.
Una noche, me di cuenta que Lara escondía algo.
Encontraba marcas extrañas en su cuerpo, orificios. Le pregunte
varias veces que eran, pero siempre decía que era una técnica
de Saúl que a ella le daba placer. Mi pregunta no era por celos,
todo era para sumar experiencias y mejorar día a día mi
historieta. Mi insistencia por saber que eran, llevo a que Lara me
129
prometiera que hablaría con Saúl para que yo participara. Era
una práctica secreta y no podía decirme.
Esa misma noche nos dirigimos a una de sus fiestas, Lara
se fue con él, pero antes volvió a repetirme que le hablaría de mi
inquietud. Pasaron un par de horas y ella no volvía. Pensé que lo
mejor sería que nos fuéramos. Me acerqué a uno de los
empleados de seguridad que había cerca de esa puerta y le pedí
que le comunicase a Lara que era hora de irnos. Tomó mi recado
y fue a comunicarlo, a los minutos volvió con otro guardia más y
me invito a retirarme. Le dije que no me iría sin ella, e insistió
que me fuera por las buenas. Eso desató mi furia:
-¿Me están echando? -grité.
En ese momento apareció Saúl y con un tono muy
relajado me dijo estas palabras:
- Es hora que te vayas. Lara ahora me pertenece y quiero
que no intentes hacer ninguna locura, nunca regreses.
Eso despertó más ira, tome una espada de la pared, y
dije
- No pienso irme de aquí sin Lara, ¿qué le has hecho?
Sinceramente pensé que la había matado, que alguno de
sus juegos se había excedido. Lara no tenía límite para esas
cosas, ella siempre pedía más, estaba dispuesta a todo. Cuando
la puerta se abrió y apareció ella en perfecto estado y se dirigió
a mí con estas palabras:
- Será mejor que te vayas, he descubierto algo que va
más allá de lo imaginado y no tengo interés en compartirlo
contigo. Lo nuestro se acabó.
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Esas fueron las últimas palabras que escuché de mi
musa. Agaché mi cabeza, estaba destrozado. Tomé mis cosas y
me fui.
Durante días espere que volviera arrepentida a pedirme
disculpas, pero jamás volvió.
- ¿Qué será de mis lectores? - pensaba - ¿y ahora que
haré? - . La gente pedía más, pero yo retrocedía. Sin mi musa,
nada sería igual, ¿con quién me inspiraría?
Durante bastante tiempo, recorrí la noche en busca de
una nueva musa. Buscaba algo que la superase, alguien que
llenara ese vacío, pero después de algunos intentos fallidos,
estaba perdiendo la esperanza.
Ya no tenía material para entregar. Mi tira había sido
suspendida, pero todavía llegaban cartas de mis lectores
pidiendo que volviese, que necesitaban más de "Las Historias de
María". Yo sabía que María estaba muerta y debía crear a otro
personaje, pero ¿a quién?
La falta de inspiración me llevo a comprar tres
maniquíes, los colocaba en diferentes posiciones y los miraba
durante horas. Pero no me inspiraban, no era lo mismo,
comenzaba algún boceto y a los minutos lo rompía. Estaba
acabado, la gente me olvidaría.
Por esos tiempos entraban al mercado unas nuevas
historietas japonesas, con mucho erotismo, pero con mujeres
espantosas. Unos dibujos mediocres que resaltaban sus
complejos, esa manía de dibujarle ojos enormes y redondos que
parecían platos, nunca los toleré. Pero los lectores se volcaban
a esa basura, yo los había abandonado. Ahora era un don nadie,
131
ni cartas recibía. Ni siquiera podía volver a las orgías de gala, ya
no eran para un miserable como yo.
Sin dinero, sin musa y sin historietas empecé
desesperadamente a buscar mi musa en lugares bailables. Tenía
que ser joven, alguien con ideas nuevas, que pudiese
reinsertarme nuevamente en la gloria.
Mucho tiempo la busqué sin suerte, algunos intentos
desesperados me llevaron a pasar tanto malos momentos, como
aceptables. Pero al momento de llevarlos al papel eran
deplorables, la desilusión era total. No podía quedarme llorando
en un rincón, la gente esperaba mucho de mí y no podía fallarles.
Una noche encontré lo que buscaba. Su nombre era
Ludmila. Era hermosa, tal vez la más linda del lugar, bailaba de
una forma muy sensual. Era provocadora, se llevaba el mundo
por delante, en el lugar todos la conocían, la deseaban, pero ella
no salía de ahí con nadie. Desde el primer momento sabía que
debía ser mía. Durante varias noches la observé, no podía fallar
como todos esos que espantaba con clase.
Hasta que un día me animé y fui directo a ella diciéndole:
- Quiero que seas mi musa, mi fuente de deseo e
inspiración. Sé que eres tú puedes negarte y pensar que soy un
loco, pero nadie sacara lo bueno y malo de ti como yo.
Ella se quedó callada, como pensativa. Realmente la
había descolocado, pero después acotó:
- No soy mujer para cualquiera, soy especial. Puedo
abrirle la mente al ser más cerrado, de eso no tengas duda. Solo
necesito atraer a una mente perversa, que esté dispuesta a todo
por amor. Alguien que de la vida por mí, si la encontrase estoy
dispuesta a todo, hasta morir por esa persona.
132
Me tomó de mi camisa, se pegó a mí y con su lengua
recorrió mi rostro como un gato limpiando a su cachorro. Luego
con sus manos me retiró y dijo:
- Pero tú estás muy lejos de ser la persona que busco,
no tienes una mente amplia.
No llegue a decirle que se equivocaba, cuando ella ya se
había girado y bailaba con otro hombre.
Era perfecta, tal vez mejor que Lara. Mucho más bella y
sensual, con ella podría volver a triunfar, estaba totalmente
seguro. Estaba excitado como nunca antes en mi vida.
Durante varias noches intenté acercarme a ella, pero
siempre me esquivaba. Siempre iba al lugar con su hermana,
pero era muy distinta a ella. No hablaba con nadie, solo con sus
amigos. No era tan bella, pero tenía sus encantos. Una vez
intenté hablarle para llegar a Ludmila por ahí, pero ni siquiera
me dirigía la palabra, era cortante.
Una noche después de dos meses de acoso, Ludmila
aceptó tomar una copa conmigo. Me esperó sentada en unos
sillones, estábamos un poco subidos de copas. Me senté con los
tragos a su lado. Ella subió a mi falda y comenzó a besarme,
quedé perplejo. No podía entenderlo, ni yo ni sus amigos que
nos miraban sorprendidos como si nunca la hubiesen visto con
alguien. Le pregunté a que se debía ese cambio rotundo en su
actitud.
- Nunca un hombre insistió tanto por mí, creo que te lo
has ganado - Contestó
Comencé a besarla y a acariciarla. La deseaba hacía
tanto tiempo que le habría hecho el amor allí mismo.
133
Le dije de ir a mi taller, para tener intimidad. Pero se
negó, yo estaba realmente excitado y no podía contenerme,
acariciaba sus senos y quería sacarle el pantalón. De pronto se
paró, acomodó su ropa y se fue.
No podía entender que le había pasado. No dio ninguna
explicación. No me parecía haber realizado algo raro como para
que actuara así. La busque con la vista pero no la encontré.
Pensé que se habría retirado, así que terminé mi trago y decidí
partir. Cuando estaba saliendo del bar, alguien me tomó del
brazo. Era ella, me dio un beso y un papel.
- Nos vemos mañana a la medianoche - Dijo y se fue.
El papel tenía una dirección.
- El rey de la historieta erótica ha vuelto – pensé.
Esa misma noche empecé a dibujar mi nueva historieta,
se llamaría "Ludmila". Ella me llenaba de inspiración. Estaba
enloquecido.
Llego el día y por la mañana empecé a buscar editoriales
para decirles que tenía mi nueva historieta, que en menos de un
mes estaría lista. Varias querían la exclusividad y me rogaban
que firme para ellos. Estaba claro que mi obra era única y que
yo era el mejor.
Por la noche me presenté en la dirección. Toqué timbre
y me recibió con un vestido rojo y zapatos de taco alto. Su pelo
estaba más rubio que nunca, los labios jugosos en un color rojo
bien oscuro. Sin dudas era la mejor musa que se había cruzado
en mi vida, no tenía ninguna duda.
Entramos y en la mesa había una botella de champagne
y dos copas. Comenzamos a beber mientras nos besábamos en
el sillón, ya habíamos tomado la botella cuando decidí que había
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llegado el momento. Empecé a acariciarla y ella suspiraba,
parecía muy sensible a mis caricias. Sus nalgas eran duras y su
piel sedosa. Mis manos comenzaron a excavar en busca de su
sexo. Pero algo no estaba bien, algo me faltaba.
La retire de un pequeño empujón de encima de mí. Me
paré y le dije muy enojado:
- ¿Qué eres? ¿Dónde está tu vagina?
Admito que me he llevado muchas sorpresas en la vida,
en estas mismas circunstancias, pero esta era única. Donde
tendría que estar su vagina, no había nada. Estaba todo liso, era
seda como el resto de su cuerpo.
- No te preocupes, tengo más orificios para calmar tu
necesidad – Contestó.
Tenía ganas de golpearla. No entendía por qué no me
había dicho eso, pero ¿qué era? Me volví a preguntar.
Estaba realmente espantado, todo era muy extraño, y
no era una persona fácil de sorprender. En ese momento
comenzó su relato:
“Con mi hermana Teresa éramos siamesas. Nacimos
pegadas por la zona abdominal. No tengo vagina ni útero, ni
siquiera se formaron. Cuando teníamos cuatro años fuimos
separadas, yo fui la más perjudicada”
Mientras contaba su historia recordaba un libro que
había leído, donde contaba sobre una enfermedad llamada
aplasia mülleriana. Era algo parecido, era una enfermedad que
atacaba a la formación. Tampoco tenían vagina ni útero, pero
generalmente poseían una apariencia externa normal. Esto era
135
realmente extraño, la miraba y no paraba de sorprenderme. Si
no fuera por un poco de vello púbico, sería igual al maniquí que
tenía en el taller. La imaginaba adosada a su hermana y eran un
monstruo hermoso.
Ludmila tenía un orificio en la zona abdominal para
colocar una sonda vesical que le permitía orinar. En su abdomen
todavía se notaban algunas marcas de la operación, pero ya no
eran más que las estrías que suele dejar un embarazo.
Nos mantuvimos en silencio un tiempo bastante largo,
todavía perduraba en mí la bronca por no haberme avisado. Ella
ya me había ofrecido sus disculpas. Yo permanecía recostado en
el sillón y Ludmila había apoyado su cabeza sobre mi estómago.
Con su mano acariciaba suavemente mi pierna.
No podía perdonarla, pero poco a poco el morbo fue
ganándole a mis principios. Ella notó que sus caricias habían
logrado mi erección y con su boca empezó a lograr su cometido.
Debo reconocer que sabía cómo hacer las cosas. Pasé la noche
entera con ella, no era tan distinta a las demás. Sólo era especial,
única.
Todo el día pensé que haría con las editoriales, mis
lectores esperaban mucho de mí y yo no podía defraudarlos.
Luigi había llevado el erotismo al más alto nivel, contra todos los
perjuicios. Había logrado instalar el sadomasoquismo en las
historietas y eso logró que se agotaran mis ejemplares. Los
lectores siempre piden más, y un maestro como yo, debía
evolucionar, ¿por qué la protagonista no podía ser mi maniquí?
Ella era hermosa, seductora, única y mis lectores morbosos
estarían encantados de leer sus historias.
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No me costó mucho convencer a Ludmila de ser mi
modelo. Sería la protagonista de una tira prestigiosa, en la cual
la gente la iba a amar y desear. El mundo dejaría de verla
anormal.
Comencé mi relación con Ludmila. A partir de allí
viviríamos juntos en el taller. Vendí mi automóvil y compré varios
muebles de tortura, debía inspirarme, así que le pedí que
depilase la zona y quedara en descubierto su falta. Era perfecta,
la envidia de cualquier vidriera.
Las historias brotaban de mis manos. En menos de una
semana, ya tenía preparadas historias para más de diez revistas,
ahora solo faltaba entregar mi material a las editoriales y que se
pelearan para ver quien ofrecía más dinero.
Repartí mi material en más de siete editoriales
prestigiosas, ahora solo debía gozar de la dulce espera.
Pasaron varios días y no tenía noticias de mi material.
Solían tardar en leer lo que les llegaba, pero yo era Luigi Bianco.
No era cualquiera. Decidí presentarme en persona a cada una de
ellas. Me debían una explicación por sus demoras.
Primero fui a la más importante, me presenté en su
entrada y pedí una reunión con el director. Era una persona
realmente atenta, la cual varias veces me llamó para solicitarme
material. A los pocos minutos me recibió.
Al entrar me dio la mano e invitó a sentarme, noté que
mi material estaba sobre el escritorio. Pero su rostro no era el
esperado, antes que le dijera alguna palabra, me atajó:
- Luigi, tu material es un poco fuerte para nuestra
editorial. Podíamos tolerar un poco de sadomasoquismo, pese a
que no era del gusto de nuestros socios pero has ido más lejos
137
todavía. Mantienes el erotismo que tanto te ha caracterizado,
pero las torturas y el personaje son demasiado para nuestra
editorial.
- Pero ustedes no entienden, un trío ya no es novedad.
El mundo evoluciona, los gustos cambian, hay que modernizarse
con él. Mi personaje es perfecto, es único. ¿Te acuerdas de Lara?
Ella me abandonó por un enfermo que se creía un vampiro, bebía
sangre y era adicto a las torturas. Ese es el mundo real, no el
que ustedes creen. Lo mío es arte, voy dos pasos delante de los
demás - Contesté un poco subido de tono -.
El director quedó callado por unos segundos, acercó el
material hacia mí, y con una voz pausada y muy tranquila, me
dijo:
- Lo siento Luigi, espero que sepas lo mucho que te
apreciamos, pero me parece que no estamos a la altura de tu
material. Tal vez seamos un poco antiguos, pero nos
caracterizamos por ser bastante prudentes con el material que
publicamos y creemos que no estamos capacitados para
hacernos cargo de tu material.
Me levante muy enojado, tomé mis carpetas y me fui sin
despedirme.
Estos lugares no entienden de arte, están llenos de
ancianos que desde hace años manejan la empresa desde un
sillón. ¿Cómo van a saber los cambios que hay en el mundo
desde allí?
No me importó su negativa, tenía más editoriales que se
pelearían por mi material.
- Ya se van a lamentar - pensé.
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Esa tarde visite tres más, en ninguna fui recibido. Me
comuniqué con las demás por teléfono y sólo una me atendió,
pero dijo que el material era muy agresivo para la firma.
Evidentemente no estaban a mi altura.
¿A qué le tenían miedo? ¿No se daban cuenta de que
los lectores pedían eso?
Las malditas historietas japonesas estaban invadiendo el
mercado. Se estaban llevando a mis lectores, ellos conmigo
habían aprendido a abrir los ojos, a descubrir nuevas
experiencias. Hoy los estaban atrofiando con estas modelos con
ojos de plato. Pero nada detendría al gran Luigi. Llegaría a ellos
y los salvaría, por más que tuviera que pasar sobre las editoriales.
Estaba completamente convencido de los encantos de
Ludmila. Era la musa ideal. Las historias, eran mucho mejores
que las que escribía con Lara, nada podía fallar. Era un éxito y
no lo veían, hasta que tomé la decisión.
En menos de un mes vendí mi taller. Antes de hacerlo,
ya tenía más de veinte historias. Mandé a imprimir las historietas
de forma independiente en una editorial desconocida, gasté gran
parte de la plata del taller en su promoción. Los diarios y la
televisión estaban invadidos con la noticia de que el gran Luigi
estaba de vuelta.
Contraté una empresa para que distribuyera mis
revistas por todos los puntos de venta. La primera tirada fue de
tres mil.
A los pocos días se habían agotado todas, era un éxito.
Yo nunca tuve la menor duda, la segunda fui por mas, fue de
cinco mil. Pero extrañamente, no se vendieron más de
doscientas.
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Algo estaba pasando, ¿estaba alguien boicoteándome?
Pensé que tal vez, alguna editorial no estaba contenta, o que a
los japoneses mucho no les habría gustado.
Decidí acercarme a un puesto de diario a preguntar por
mi revista.
- Disculpe ¿tiene la revista Ludmila? – Pregunté
- Si, no he vendido ninguna. Es una verdadera basura,
no se la recomiendo, es para enfermos - contestó.
Pensé en insultarlo, esa no era forma de hablar de mi
obra. Pero preferí callarme.
La desilusión me invadía. Ludmila era perfecta, el ser
más hermoso que había en la tierra, pero la gente rechazó mi
obra. No entendían mi arte, los japoneses los volvían obtusos y
ya no poseían imaginación.
Ludmila notó mi preocupación. Me abrazó con amor,
como una madre a su niño. Mientras, yo pensaba que tal vez
debía ir por más. Mi maniquí no provocó lo que yo deseaba, tal
vez ellos hubiesen preferido el monstruo completo, pero mi obra
era realmente buena. La mejor que había realizado. Había
sadomasoquismo, orgías, mucho erotismo, morbo... Ella lo tenía
todo…
Yo, lo tenía todo…>>
“El ojo artístico”
Nota: Andy Rivera
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