DEL TEXTO AL ESPEJO. LA BÚSQUEDA Y PÉRDIDA DE LA IDEA

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Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 31 (2011.3)
DEL TEXTO AL ESPEJO. LA BÚSQUEDA Y PÉRDIDA DE LA
IDEA DE ANTROPOLOGÍA SOCIAL
OF THE TEXT TO THE MIRROR. SEARCH AND LOSS OF THE
IDEA OF SOCIAL ANTHROPOLOGY
José-Luis Anta Félez
Universidad de Jaén
Resumen.- Desde los años 80 del anterior siglo la antropología se había planteado que lo que
estudiaba era en cierta medida una serie de textos, la cultura, el Otro, eran en este sentido un
texto que había que desentrañar, leer e interpretar. La credencial de la antropología no era otra
que la de ser una teoría de la lectura especializada en un mundo de diversidades. O, acaso, un
viajero experto. El advenimiento y caída de una mirada postmoderna proponía que esta forma
de ver las cosas recreaba una crítica propia de la antropología que tenía algo de suicida y
autodestructivo. La propuesta, consecuentemente, es localizar otras metáforas, de ahí el
espejo, una forma tan evocativa e intermedia de encontrar el punto de encuentro entre los
intereses de la antropología, el trabajo de campo y el propio self-antropológico.
Palabras clave.- antropología social; texto; espejo; auto-etnografía; pensamiento crítico
Abstract.- Since the 80s of the previous century Anthropology had arisen what studying was to
some extent a series of texts, the culture, the other, were here a text to unravel, read and
interpret. The credential of anthropology was none other than be a theory of reading specialized
in a world of diversity, or, perhaps, an expert traveler. The advent and fall of a post-modern look
proposed that this way of seeing things recreated a critique of anthropology which had some
suicidal and self-destructive. Proposal, as a result, is to locate other metaphors, hence the
mirror, a very evocative and intermediate form of finding the point of contact between the
interests of anthropology, fieldwork, and his own self-anthropological.
Keywords.- social anthropology; text; mirror; auto-ethnography; critical thinking
“Uno de los textos de Leiris "L'oeil de l'ethnographe", vuelto a publicar en
Zébrage, da cuenta de su visión de África antes de emprender viaje con
Griaule. Visión colonial, visión infantil, visión de niño colonial, como el
propio Leiris insiste en mostrar”.
Entre Tintín y Tartarín. Fernando Giobellina
“Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el
Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con
una estética sistemáticamente deformada”.
Luces de bohemia. Valle-Inclán.
I.
Homi Bhabha ha propuesto el concepto postcolonial en un sentido nuevo y
distintivo: se trata de una condición histórica para explicar las variaciones y
diferencias de la modernidad en diferentes contextos de tipo nacional (Bhabha,
2000). Para ello, además, hace una apuesta nueva por la lectura de los
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discursos en condiciones de carácter literario y textual (Bhabha, 1990: 291-322.
Fernández de Rota, 2000: 223-230). Tenemos, consecuentemente, dos puntos
de arranque que hacen de todo ello una teoría altamente fortificada: por un
lado, la idea de nación, supuestamente entendida en sus niveles de tradiciónmodernidad (pasando por la identidad/etnicidad), y, por otro, la idea de texto,
establecida, a su vez, en el juego de representación-recreación (que pasa por
la idea de traducción-literalización). No estamos hablando de algo desconocido
en el mundo de la antropología; de hecho, los grandes estructuralistas como
Lévi-Strauuss o los simbolistas como Clifford Geertz habían establecido en
torno al texto, de alguna manera, el centro de su pensamiento, aunque quizás
no con la fuerza que desde la idea postcolonial se plantea en torno a la idea de
nación. Pero la idea básica de que existe una relación directa entre el texto y la
idea nación sí que tiene algo que suena de otra manera. Obviamente que la
raíz de todo ello es la mirada postestructuralista que la anima:
“La gran virtud de la extensión de la noción de texto más allá de las cosas
escritas en papel o esculpidas en piedra es que dirige la atención sobre
precisamente este fenómeno: cómo se lleva a cabo la inscripción de la acción,
cuáles son sus vehículos y cómo trabajan, y qué es lo que la fijación del
significado a partir del flujo de sucesos (la historia a partir de lo que sucedió, el
pensamiento a partir de lo pensado, la cultura a partir de la conducta) implica
para la interpretación sociológica. Contemplar las instituciones sociales, las
costumbres sociales, los cambios sociales como "legibles" en algún sentido,
implica modificar todo nuestro sentido sobre lo que es la interpretación hacia
modos de pensamiento más familiares al traductor, al exégeta o al iconógrafo
que al administrador de tests, al analista factorial o al empadronador” (Geertz,
1980: 45).
Es seguro que como nos propusieron desde el Seminario de Santa Fe (Clifford;
Marcus, 1991) la importancia del texto es fundamental para comprender si no
toda por lo menos sí gran parte de la idea de antropología. En última instancia,
nos recuerdan que la antropología es alegoría, retórica y textualidad. Por ello
mismo me interesa ahora desentrañar las formas en cómo se aborda el texto
antropológico. Porque evidentemente la lógica que establece cómo se pasa de
las notas de campo (field-notes) al texto antropológico tiene que estar cargada
de elementos sustanciales y discursividades que hacen que se pase de la
experiencia a la experimentalidad. Para ello hay básicamente dos conceptos
que son claves: el de realidad y el de verdad, ambos en la medida que pueden
ejercitarse en su sentido negativo, el texto etnográfico no tiene por qué estar
conectado ni con lo real, ni dar apariencia de verdad. Sin embargo siítiene que
ser verosímil y realista. De hecho es la concentración sobre las notas de campo
lo que lo aleja de lo que es, el texto etnográfico al ser la versión definitiva de
una escritura es una representación de una traducción. Es la retórica cultural
del ejercicio poético social. Y, consecuentemente, ¿dónde está el anclaje entre
lo real y lo realista, entre la verdad y lo verosímil? Es más, ¿puede existir una
etnología sin etnografía?, quizás sólo en la idea de viaje (Clifford, 1999). ¿Son
los textos etnográficos tenaces libros (disciplinares y científicos) de viajes? Sin
duda, de ahí la antropología de Mauss, Leiris, Griol, Lévi-Strauss, Turner y
Geertz donde se pauta el viaje irrepetible de lo real (experiencial) a lo verosímil
(experimental).
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Al concentrar en el texto la idea de viaje la antropología da un giro hacia todo
un cúmulo de tradiciones que abarcan la literatura (como ensoñación del viaje
interior) y, como no, al propio viaje en cuanto desplazamiento. El texto es un
recorrido en manos del escritor, y el lector sólo puede, como en la novela
francesa del siglo XIX (Dumas, por ejemplo), establecer un criterio de
ensoñación. De creación de la imaginación a la imaginación del lector. La
antropología como viaje y las etnografías como formas particulares de libro de
viaje son una reiteración desde los años 80. Porque más allá de lo que podían
entender los antropólogos del núcleo duro de la postmodernidad, la conexión
con el viaje tiene algo de recreado, pero también de desesperada
supervivencia. Plantear los textos etnográficos como una suerte de libro de
viaje tiene la ventaja de que pone a la antropología en una tradición muy
particular, la de los viajeros, pero también en la de los momentos míticos en
que el mundo, tan grande como se quisiera, tenía que ser descubierto, viajando
y experimentado. Sumándose a esta tradición, con la perspectiva de no menos
de un siglo, la antropología se pensaba como una disciplina de largo recorrido,
que hacía del mundo algo más habitable, más conocido y menos ignorante. La
cuestión que se planteaba, proponer los textos como un viaje experimental,
tenía varias desventajas, la primera era de orden epistemológico, había que
salvar la idea de diversidad desde un relativismo extremo, las otras eran de
orden práctico, había que rivalizar con muchas otras modalidades de viaje
(desde las propuestas por el turismo de masas a los organismos de ayuda a los
países del tercer mundo), no había un mundo al que viajar para enseñar que no
fuera previamente experimentado, cuando no transformado desde ahí mismo y,
por último, las antropologías nacionales proponían que no era necesario el
traslado, que las realidades diversas también se encontraban en el entorno de
la antropología.
El hecho de encontrar un punto de anclaje, con sus enormes defectos, en el
viaje tenía además dos claras consecuencias. Por un lado, resolvía la idea de
que había que hacer demostraciones, casi empíricas, de haber estado allí
(Geertz, 1989). Y, por otro, resolvía la propia carrera del antropólogo como un
viaje hacia algo, quizás parecido al conocimiento, pero también por los
requisitos, no menos importantes, de las academias. El texto etnográfico como
documento del viaje lo era también del autor. El autor aparece, se hace
presente, en su carrera –pero esto es otro tema, que quizás tratemos más
adelante–. Pero la cuestión, como ha puesto de relieve Clifford (1999: 29-64),
es que existe una clara idea de que la distancia ya no es el factor clave del
texto etnográfico. Muchos antropólogos “trabajan en casa” o al menos con
temas y gentes que no necesariamente son parte de otros mundos o de
lugares lejanos y exóticos. La movilidad, el gran metatema desde el siglo XX,
es sin duda una voluntad. Una parte de un ejercicio mental donde el viaje se da
no de manera física, lo que seguramente ya no tiene sentido en un mundo de
rápidas conexiones y mínimas lagunas geográficas. El viaje es hacía el Otro.
Lo que implica que no es necesario el desplazamiento. Solamente el viaje, que
muchas veces es sólo interior. Las preocupaciones de los antropólogos nunca
más que ahora han estado en entender su núcleo por comparación con el otro,
todos los otros. Pero esto se ha resuelto de una manera, digamos, extraña,
pues el otro era y es una construcción epistemológica. No existe un Otro en sí
mismo, no existe el Otro extraño, sino un otro que vive en la idea conceptual de
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no estar dentro de los márgenes del nosotros, siempre un nosotros como
antropólogos académicos.
Las dos grandes maneras de acercarse al otro, de construirlo como una
realidad aparte y, consecuentemente, como un elemento estudiable que ha
sido exotizado y, lo que no es excluyente de lo anterior, tratarlo dentro de los
temas emergentes de la antropología. Para que el otro fuera parte de una
realidad no incluida en un criterio de subjetividad, y se pudiera tratar de manera
científica, había que darle un barniz de diferenciación extrema por vía de sacar
a luz aquellos elementos que por su apariencia les hacían más diferentes, más
incompresibles, más lejanos. De nuevo la idea de que el antropólogo viajaba,
se alejaba del centro era una de las claves. Pero no la única. Para exotizar hay
que cargar la maleta de elementos propios, hay que acercarse a los otros en
momentos clave donde los conceptos propios son fundamentalmente otros. Y
esos momentos sí que han sido marcados claramente por la agenda de la
antropología, sacando elementos emergentes a la realidad. Realidad que ha
sido una suerte de laboratorio donde proponer los conceptos traídos desde la
metrópoli. Porque esta antropología ha sido siempre conceptualmente viajera y
colonialista, ahora postcolinialista, pero siempre determinando claves marcadas
desde la centralidad académica. El otro importa en la medida que es operativo
en el enorme entramado de la exotización.
II.
Antes de los años 70 del anterior siglo estaba vigente la idea del etnógrafo en
soledad que encontraba su objeto de estudio después de buscarlo. Su trabajo
de campo era un ritual de iniciación, en el cual la subjetividad era un elemento
trascendente. Aunado a esa búsqueda, era condición sine qua non el
distanciamiento a la hora de escribir y reflejar lo más fielmente la realidad,
precisamente porque se reconocía y percibía una empatía con la cultura
estudiada. La etnografía, por tanto, era considerada como un medio
transparente para hacer aparecer, como por arte de magia, la cultura. Si la
descripción era fría se consideraba como conocimiento científico. Otro de los
tópicos consistía en dividir, a la manera estructural-funcionalista, el objeto en
capítulos (parentesco, economía, etc.) puesto que la sociedad era un sistema
donde todos los elementos remitían a esta totalidad (a este respecto Jociles,
1999 ha hecho un retrato muy acertado de las múltiples situaciones resituadas
en la investigación en antropología).
Por tanto, aquello que se postulaba en la teoría y la etnografía era que la
sociedad funcionaba como un todo coherente, desmenuzado en partes (ver
Bestard, 1993, sobre la etnografía realista). En el método clásico del etnógrafo
–la observación participante– estaba contenida una tensión crónica entre
objetivación y subjetivación. Las reflexiones de los propios antropólogos sobre
su trabajo de campo se solían plantear como una experiencia personal,
habitualmente narradas en el capítulo introductorio de los textos. Servía
también para reforzar ese “estar allí”, marcando la presencia del etnógrafo. Se
suponía que el etnógrafo poseía el autocontrol –como la cultura burguesa– y,
en cambio, se suponía que el informante se expresaba a sí mismo. En realidad,
en las situaciones de contacto domina más la incoherencia que la coherencia.
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Por tanto, los elementos que respondían a prácticas no sociales no eran
analizables y eran eliminados de las etnografías. De este modo, la antropología
resultaba ser una práctica muy objetivada porque los otros estaban muy
objetivados. En cambio, los antropólogos no lo estaban por culpa de la práctica
teórica de las ciencias sociales.
En suma, la condición para que la etnología fuera una ciencia objetiva debía
ser borrar el trabajo de campo entendido como narración personal. El
extranjero y el anfitrión se ubicarían en una situación de interlocución compleja;
por lo tanto, ambos no podrían ser evocados más que en el texto –fuera de
contexto– a través de otra obra que constituyera un género distinto: un diario
íntimo como Malinowski o un relato filosófico como Tristes trópicos de LéviStrauss, los cuales no pretenden la cientificidad, ya que han elegido testimoniar
esta interlocución, este elemento de intersubjetividad, a diferencia del texto
científico que se consagra a los resultados de la descodificación. De todo ello,
en consecuencia, se infería una dualidad mal conceptualizada. Una división
tajante entre la experiencia de campo (la investigación) y los datos y teorías
(los resultados, teóricos y descriptivos a la vez). En los Nuer o los
Trobriandeses el etnógrafo desaparecía, sólo estaba en el prólogo. Por
ejemplo, para Malinowski la sociedad era como un laboratorio. La observación
equivalía a distancia y la participación a empatía. La experiencia se reducía a
su diario personal, el cual tiene muchas virtudes, pero en el que no aparece
una reflexión sobre la teoría del conocimiento antropológico, en oposición a la
etnografía. Malinowski más que tomar parte en la vida del nativo metió su nariz
y, en ocasiones, la pata. Su diario (y esa es una de sus virtudes) rompe con el
mito del etnógrafo omnisciente y cosmopolita de la etnografía realista, la cual
no era más que una convención cultural presentada frente a la cultura. Para
Malinowski la participación era una técnica, un tipo de estrategia artificiosa para
obtener información, la cual probablemente obtuvo del ambiente modernista
polaco. Su idea era recoger los datos de forma cuidadosa, a la manera del
naturalista. De forma similar, también era una estrategia de iniciación y
conquista de un pueblo el método empleado por Marcel Griaule. Ambos iban a
la caza de la presa, el nativo, el trofeo.
En los años 60 comienza a debatirse la idea de que en la cultura occidental
cada vez más aparece una multiplicidad de intermediarios entre la experiencia
inmediata del arte –una experiencia viva– y el público. Críticos, contracríticos,
profesores universitarios y otros pensadores aparecen en la escena. Surgen
metadiscursos, teorías sobre discursos de discursos. Desde las posiciones
clásicas del modernismo se planteaba que este hecho apagaba el significado.
Por ejemplo, a principios del siglo XX una de las formas de educación culta era
la lectura de los clásicos, los cuales proporcionaban un sentido al presente.
Hoy cada vez menos etnógrafos están convencidos de que exista una élite
cultural, tal como se pensaba en el pasado. Dentro de la cultura humanística el
punto de referencia para el conocimiento erudito eran los clásicos. Ahora no.
Los clásicos sólo son objeto de conocimiento especializado. En suma, lo que
ha entrado en crisis en el momento actual son las bases de la autoridad cultural
y etnográfica.
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En los 70, la dicotomía experiencia entre el trabajo de campo y la etnografía
comienza a resquebrajarse. Se rompe el orden de las etnografías y se
cuestiona cómo se describe una cultura. Esta ya no se piensa como un modelo
obligatorio de actuación, como si estuviera encima del individuo y le obligara a
hacer lo que está programado. Por ejemplo, ya no se conceptúa el ritual como
el momento en el cual se renuevan las relaciones sociales y se crea la
solidaridad y la cohesión social, sino que también éstas se crean (toda la teoría
de la práctica de Bourdieu), incluso empieza a percibirse al ritual como un
momento en el cual el orden social ya no se refuerza, sino que se cuestiona. La
idea geertziana de la cultura como programa que se opone al caos, a la
ausencia de cultura (como si la cultura impusiera un orden), se revisa dado
que, en realidad, en la cultura aparecen sujetos activos que se enfrentan. Ya no
es posible pensar la cultura como un todo objetivable.
En definitiva, cada vez más se asume que los hechos se construyen y la
etnografía se construye, rompiendo así con el empirismo naif. Por tanto, las
observaciones no son puras puesto que dependen de la teoría. Al menos como
ideal, etnógrafos e informantes crecientemente se transmutan en
colaboradores en el trabajo e interpretación; no son sujeto y objeto (la
reflexividad típicamente posmoderna). Ya en la década de los 70, las
descripciones sobre una cultura toman la forma de etnografías polifónicas, a lo
Bajtin, mostrando que no existe una representación etnográfica como sí
aparecía en las etnografías clásicas. Van Maanen (1988) apuntaba que el
trabajo de campo es por encima de todo interpretativo y activo, en el cual
traducción e interpretación se dan al mismo tiempo. El poder sagrado de la
etnografía en estos años estaba perdiendo fuerza, precisamente porque ya no
era el cristal transparente de la realidad. Se planteaban las etnografías como
géneros, construcciones, donde la narrativa era en sí misma ya un
conocimiento. Las verdades elevadas por un modelo invariante y externo cada
vez más no podían aplicarse a las etnografías. Las verdades debían ser
contestadas.
Para la etnografía clásica, la cultura era un todo coherente, objetivable y
estático, esperando a ser descubierta; parecía que los sujetos de estudio
conocían la cultura propia inconscientemente o simplemente no eran capaces
de reflexionar y elaborar exégesis tan profundas como las del antropólogo,
entre otras cosas porque se suponía que estaban demasiado contaminados por
sus propios valores culturales de referencia. En cambio, para la etnografía
posmoderna, la cultura es no-estática, contradictoria y procesual, lo cual
permite perspectivas más amplias. En este sentido, un individuo puede tener
una visión parcial y contextualizada de su propia cultura. La pregunta del
etnógrafo obliga a su interlocutor a que también interprete, negociando los
significados, y puede aportar diversas razones. Cuando uno habla acerca de
sus propias acciones proporciona una explicación y es posible que la justifique
porque esté bien (legalismo ético); muchas de las declaraciones de nuestros
informantes son del tipo “esto es lo nuestro”, “esto es lo bueno”, “esto es
nuestra tradición”. O incluso responden porque sea de derecho (jurídico), de
modo que, por ejemplo, muchos campesinos hablan como notarios al referirse
a sus tierras. En última instancia, una de las aportaciones de la corriente
posmoderna en antropología ha sido poner de relieve la máxima de que la
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práctica social es irreductible, es decir, sólo podemos realizar una
aproximación.
Este cambio de perspectiva se ha reflejado en la práctica etnográfica. Se ha
pasado de una concepción conductista, según la cual la cultura determina la
conducta de los individuos, quienes a su vez son receptores pasivos en el
proceso de transmisión y reproducción, a una interpretativa de la cultura en la
cual son los individuos quienes la crean y la manipulan. Desde este punto de
vista, la cultura sería así una especie de conversación y discurso (Rapport,
1997), a lo Kenneth Burke, aquello que permite que nos entendamos, más que
un texto como señalaba Geertz. En definitiva, la idea sería que no habría un
lugar privilegiado para situar la cultura, teniendo en cuenta la premisa de que la
cultura se compone de aspectos –algunos no vistos–, más que de elementos
organizativos de una totalidad. Es por ello que actualmente se insiste cada vez
más en hacer una interpretación desde dentro de la cultura, reflejando el mismo
proceso etnográfico sus propias bases.
En efecto, ya nadie cree que las etnografías representen la realidad fielmente.
Las etnografías son escritas, mediatizadas por el lenguaje. En este sentido, la
retórica empleada en los textos no es puro adorno sino una forma de conocer,
de evocar una forma de realidad. Por tanto, hay que tener en cuenta no solo las
teorías o a los métodos sino al mismo hecho de escribir, el medio por el cual se
describe. El trabajo de campo es un proceso de creación liminal, puesto que se
crea en la frontera de una cultura o situación cultural. El etnógrafo no entra en
el centro de la cultura que estudia, sino que su presencia contribuye a crear un
objeto híbrido, obligado a compartir símbolos. Cualquier interpretación supone
ruptura, fragmentación de conocimientos, no una visión global. El etnógrafo se
ha de conformar con “evocar” una totalidad.
III.
En este panorama confuso surge la cuestión –cada vez más asumida– en
relación a que, probablemente, los discursos de los nativos no equivalen a la
explicación de los hechos. Cada vez las sospechas son más fundadas respecto
a que la verdad no está en ninguna parte (tampoco del lado del antropólogo) y
resulta sumamente arriesgado elevar discursos con una cierta pretensión de
verdad o para señalar algún tipo de sentido. De esta manera, la corriente
posmoderna en antropología ubica al etnógrafo dentro del proceso de
negociación de significados, en el cual crea su propio espacio. Rabinow (1992)
deconstruye magistralmente la división sujeto/objeto (experiencia/datos) de la
antropología clásica en su experiencia marroquí. Rabinow plantea
novedosamente la experiencia de campo, su pecado exhibicionista, como una
experiencia de conocimiento en sí misma. El etnógrafo ya no representaría ser
una persona neutra, capaz de todo tipo de relación. Paralelamente, Rabinow
muestra cómo el informante se comporta frente al antropólogo de una forma
bastante diferente a como lo hace con los suyos.
Barley (2002) ya había apuntado algo similar en tono de humor respecto a que
los informantes dowayos estaban más preocupados en mostrarle una buena
fachada e impresión como buenos informantes que de proporcionarle
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información fidedigna. Lo que los posmodernos expresan es que el antropólogo
y el informante se encuentran ubicados en un mundo mediatizado, insertos en
una red que ellos han creado. En consecuencia, no existe una manera válida
para eliminar la conciencia de ambos, no existe ninguna perspectiva absoluta.
Por lo tanto, el trabajo de campo sería un proceso de creación liminal, puesto
que se crea en la frontera de una cultura o situación cultural (Fabietti, 1999.
Cardoso de Oliveira, 1998). El etnógrafo, por mucho que imagine, no entra en
el centro de la cultura que estudia, sino que su presencia contribuye a crear un
objeto híbrido, obligado a compartir símbolos. Cualquier interpretación supone
ruptura, fragmentación de conocimientos. El etnógrafo no puede aspirar a una
visión global, como por ejemplo saber perder el tiempo. El saber de una
etnografía no es un saber total sino que está pasado por el tamiz de la
ignorancia. Consecuentemente, un trabajo de campo en otro lugar no es un
derecho, sino una confidencia. No se exige porque no hay derecho a exigir. Si
existe un derecho de molestar es porque existe una relación de poder entre el
antropólogo y el informante, que los antropólogos dialógicos sólo alcanzan a
minimizar.
Los antropólogos hemos elegido un trabajo complicado y en ambientes –zonas
de contacto e intercambios– complicados (Fabietti, 1999: 6). Llegar al campo y
sentirse ridículo, experimentar malos entendidos y sin sentidos, es algo que
forma parte de nuestra cotidianidad. Si la metodología del trabajo de campo
debiera ser, idealmente, un recurso para plantear problemas antes que para
solucionarlos, los problemas surgen inevitablemente: por la personalidad
profesional propia, su problematización, lo movible de la identidad del
antropólogo y de los otros, lo cual es, por otro lado, un asunto histórico; por la
construcción del sujeto/objeto como relación recíproca y, sin duda, como
relación de poder en el aspecto práctico (el rubro sería “el antropólogo que
impone su poder”); y por la idea de que no existe una sola voz y que la cultura,
en consecuencia, no es la suma de todas las partes, lo cual corre el riesgo de
convertirse en un psicologismo, es más, en un solipsismo que reduce la
multiplicidad al todo. Pensar, por otro lado, que el etnógrafo puede entrar al
centro de una cultura es pensar que esa cultura es inferior, simple, es decir,
más fácil de aprender que tu propia cultura que ha necesitado décadas de
dedicación para comprenderla/aprehenderla. Una idea más prudente es
quedarse, no ya en los límites, sino en esa frontera de la cual nos habla
Fabietti, un espacio de contacto. Para el nativo, a su vez, el etnógrafo será un
ignorante porque se le escaparán cosas; pero para conocer una cultura hay
que aceptar que un conocimiento limitado puede ser suficiente. El etnográfo
hoy reconoce crecientemente los límites de los aspectos que se conocen,
puesto que es sabedor de que no se conoce una totalidad homogénea.
El Geertz (1989) de El antropólogo como autor retoma esta discusión acerca de
la crisis a la hora de representar a otras culturas, influenciando directamente
otro trabajo clave: La antropología como critica cultural de Marcus y Fischer
(1991). Esta aproximación meta-textual –la idea de la antropología como texto
de un texto que es la cultura–, enfatiza el hecho de que ya nadie cree que las
etnografías representen la realidad fielmente. Las etnografías son escritas,
mediatizadas por el lenguaje. En este sentido, la retórica empleada en los
textos no es puro adorno sino una forma de conocer, de evocar una forma de
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realidad. Por tanto, hay que tener en cuenta no sólo las teorías o los métodos,
sino el mismo hecho de escribir, el medio por el cual se describe. Geertz no
afirma que la antropología equivale a una literatura sino que se acerca a ella, lo
cual es muy distinto. Se pone de manifiesto la subjetividad del etnógrafo frente
a la objetividad de la cultura, definida por la distancia. Es el “estar allí”, el
conseguir que el lector vea la otra cultura como la vio el etnógrafo, una
experiencia de postal.
Algunos antropólogos han tendido a desmitificar el trabajo de campo como rito
iniciático y preguntarse cómo se traslada una visión subjetiva a una
representación objetiva. Clifford (1995) propone la cultura como un discurso, en
el cual no existen elementos prefijados. Aparentemente Clifford rompe con la
metáfora geertziana de la cultura como texto; ya no es el texto que fija los
elementos, sino la cultura heterogénea frente a la cultura homogénea. Pero en
realidad Clifford (1999: 71-119) retorna a la metáfora de la cultura como texto
en su célebre ensayo sobre el trabajo de campo, propugnando una etnografía
sin etnografía y equiparando a la antropología con la crítica literaria. La
metáfora de la cultura como texto, asumida en masa por los antropólogos en
las últimas décadas, presenta varios problemas: ¿los símbolos culturales son
verdaderamente como los símbolos de un texto?, ¿se aprende una cultura
leyéndola, al igual que un texto? En realidad es raro que se conozca
personalmente al autor de un texto, mientras el etnógrafo conoce primero a los
autores y después, con dificultad, su “texto”. Todo ello nos permitiría pensar
que dicha metáfora se encuentra agotada cuando se comienza a interpretarla
demasiado al pie de la letra (Piasere, 2002: 108-109).
Además, la metáfora de la cultura como texto, o dicho de otro modo, la
objetivación de la cultura –como texto–, también esconde las relaciones de
conocimiento para realizar esta etnografía. No olvidemos que la etnografía se
elabora entre un nativo –situado en el lugar del sujeto de estudio– y un sabio –
el etnógrafo–, el cual en repetidas veces se designa con un pronombre
indefinido (uno, cualquiera, etc.). Por ello, el nativo se convierte en una
monstruosidad conceptual y el etnógrafo en un ser que habla, pero desprovisto
de nombre propio. Al Clifford de las Etnografías como textos se le recrimina
que, después de tanta crítica sobre la etnografía y tanta constatación de los
elementos de artificiosidad en el lenguaje, se haya perdido el sentido de las
etnografías, aquello que querían decir. Una crítica bastante lúcida es la de
Piasere (2002: 16) quien señala que en las etnografías posmodernas, a fuerza
de estudiar sólo la retórica del texto, aparece un exceso de análisis en la forma
en detrimento del contenido. Toma a Clifford como centro de sus críticas y
menciona que en sus textos “no se habla de hombres, de sensaciones, de
pasiones, de vidas vividas, sino de textos, de textos y de textos”, además de
que “no obstante su continuo reclamo de que los textos etnográficos deben ser
polífónicos y no monofónicos, sus textos no lo son en absoluto, y vehiculan
constantemente un único mensaje: ¡vean, yo tengo razón!”. Para Piasere,
Clifford se auto-construye un nuevo oficio explotando en su beneficio el
concepto de etnografía, “el del crítico literario que se convierte en metaetnógrafo: hace de sirena y atrae a los etnógrafos que capitanea bajo su
sperberiano poder contagioso”.
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Igualmente, el hecho de explicitar tantos elementos intermediarios en la
construcción de una etnografía provoca la pérdida de autenticidad de la
etnografía, lo que a su vez ha generado una reacción compensatoria al intentar
recuperar a través del análisis la experiencia etnográfica. Probablemente, –y
esto sea acierto–, se ha sofisticado tanto el trabajo de campo que ha perdido
autenticidad. Y las etnografías, los análisis de sus supuestos, se han realizado
en términos de discurso y representación para concluir que no dicen nada.
Tantas críticas, revisiones y discursos sobre Malinowski han provocado que los
Trobiandeses casi hayan desaparecido. La crítica de Llobera (1990: 50-51)
apunta a la contradictoria identidad de la antropología (rediriendose a Geertz,
1986, sobre la permanente crisis de identidad de la misma), y cuando se refiere
a la etnología dialógica señala cómo la reflexividad se está convirtiendo en la
razón de ser de la antropología de una forma obsesiva. Esta es una de las
críticas más comunes al posmodernismo. Si se compara a los antropólogos
clásicos, digamos “modernos”, con una formación bastante amplia, con los
“posmodernos”, éstos carecerían de esa autoridad formativa a fuerza de ser
“reflexivos”, de insistir en la hermenéutica y la interpretación para acabar
mirándose el ombligo: se limitarían a ver otras culturas, describir sus
impresiones y el efecto que ocasionan en el yo, y manifestarlo en una suerte de
“yoísmo” exacerbado, lo que los impugnadores del movimiento denominan
simplemente “narcisismo”.
IV.
Pero la realidad es que desde una posición puramente académica, dedicada al
conocimiento, tal cual lo entiende Hannah Arendt (1994), y contrapuesta a una
idea general de acción, es decir, con un criterio político, la cultura es un texto,
En la medida que remite a la creación puramente estructurante del antropólogo.
Digamos que las sociedades no viven su cultura como lo entiende un
antropólogo, sea cual sea, sino que este traduce a unos interés ajenos a lo
social lo que ha tomado de esta, el texto. La crítica a los postmodernos por
parte de Pisasere en este sentido está llena de verdad: el texto es posterior.
Pero no se trata de un criterio de descubrimiento y mucho menos de
iluminación, sino de recreación de una cultura por otra. Otra que es siempre la
nuestra. Porque al darle la vuelta al argumento postmoderno se llega a la idea,
ya apuntada por Alberto Cardín (1994), de que la antropología como el estudio
del Otro es un acertijo. Está implícito que el Otro es algo que tiene que ver con
nosotros y no con la realidad de otras gentes. Es, si se quiere, un juego de
espejos: nos miramos en un espejo y nos preguntamos quién ese otro. Como
siempre contesta repitiendo lo que decimos, acaso distorsionado, a lo más
ralentizado, sin reconocer el eco, es evidente que nos ponemos a mirar tras el
espejo y ahí está, primero, otra gente y luego toda nuestra basura (igual que
detrás de cualquier otro mueble o debajo de la alfombra). La metáfora del
espejo es poderosa porque refleja muy bien cómo nos vemos, no sólo a un
nivel cognitivo, sino también cómo contextualizamos lo que percibimos (el
espejo es una imagen que la antropología usa de manera muy recurrente,
aunque más como recurso evocativo que como concepto, véase, así, Bartra,
1998. Fernández, 2008. Sevilla; et allí, 2003).
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Si nos fijamos en la España de hace unos años podíamos encontraré
diferentes tipos de espejos, unos eran privados y otros íntimos, los públicos
estaban en bares y comercios y tenían otras connotaciones. De los diferentes
tipos los había con connotaciones de género e, incluso, de estatus. Así
tenemos que en una casa había uno en el dormitorio, el espejo del armario,
gran espejo que generalmente estaba tras la puerta y servía para verse de
cuerpo entero; cerca nos encontramos con el espejo de la coquetas, de
carácter puramente femenino era un lugar para que las mujeres se peinaran y
maquillaran; el del cuarto de baño, que con el paso del tiempo se fue
sofisticando, era el utilizado por los hombres; el del salón, generalmente
asociado a un determinado estatus social y, por último, el de la entrada de la
casa, un espejo que estaba entre lo público y lo privado y añadía no sólo
profundidad a unas casas de largos y angostos pasillos sino, que dejaba
impresa la imagen que se quería dar al salir de casa. Estos espejos reflejan de
una manera u otra unos mundos, situaciones y formas de vivir lo social de
manera diferente, y aún cuando todos están en una casa todos son diferentes y
tienen una utilidad, un simbolismo y una ritualidad diferente. Era común, por
ejemplo en la Galicia de hace unos años, tapar los espejos cuando moría
alguien en la casa (Fernández de Rota, 1987), pero, al igual que se paraban los
relojes, sólo se hacía con los que estaban más visibles, y aquellos que
pertenecían al ámbito de lo intimo, como el del armario ropero o el del cuarto
de baño, se dejaban tal cual. No es el momento de comentar todo esto sino de
observar lo poderosa que es la metáfora del espejo y que tan generosamente
plantea ciertas dudas de carácter epistemológico a la antropología.
Es evidente que si la antropología social es el espejo de la humanidad, como
subtitula Kotak (2003) a su manual, tenemos que determinar a qué espejo nos
referimos y cómo obviamos la enorme carga de narcisismo que esto conlleva.
Porque la antropología no es sólo una ciencia del conocimiento, no es, incluso,
una ciencia para el conocimiento, que también, es sobre todo una ciencia
occidental de carácter narcisista. Lo es todo en occidente, pero la antropología
al proponer a los otros como espejo multiplica su efecto visual y,
consiguientemente, la manera en que explota su self. De aquí se pueden sacar
ciertas conclusiones que podrían resumirse en una sola: la antropología social
es una ciencia normalizada que no representa ningún peligro para occidente,
por el contrario, es una suerte de recreación permanente del enorme poder de
occidente. Incluso de la parte más blanda de ese poder: el de la academia, el
del saber. Todo esto lo podemos entender desde la noción de conocimiento
situado, es decir, desde un punto donde la comprensión de un hecho sólo
puede partir de la posición en la que nos encontramos, rechazando el truco del
ojo divino que realiza la etnografía realista (Haraway, 1995). En cuanto que el
conocimiento depende de la perspectiva del observador, es necesaria una
crítica ética y reflexiva de esa posición totalitaria e inequívoca. De hecho,
podría parecer contradictorio que al dar la vuelta del espejo en el que se mira al
otro produzca una invisivilización del investigador como lugar central de esa
mirada. El reflejo en el espejo es el resultado de la mirada del espejo, no de la
posición de la persona que mira. Así, pues, si el concomimiento es inmanente a
nuestra posición, lo relevante de la investigación etnográfica no se localiza en
la otredad del objeto de estudio, sino más bien en la otredad que emerge desde
la posición de la persona que investiga. El investigador puede situarse en
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múltiples múltiples niveles como sujeto y objeto a la vez, sin que se le pueda
asignar un único rol, identidad o práctica (Gutiérrez; Pujol, 2007). Incluso más
allá de todo esto Bartolomé (2003) nos propone, al estilo de Alicia a Través del
Espejo, trascender las fronteras refractivas del espejo y penetrar en el mundo
que éste contiene. Pero fuera como fuese la idea de espejo tiene otra cara, el
espejo no es fiel representación de la realidad, ni incluso de la occidental, es
más bien un acuerdo de que podemos, queremos y, en menor medida,
debemos ver. Y así nos lo recuerda Michel Foucault:
“Creo que entre las utopías y estos sitios absolutamente otros, las heterotopías,
podría haber una especie de experiencia mixta, conjunta, que sería el espejo.
El espejo es, después de todo, una utopía, ya que es un lugar sin lugar. En el
espejo, me veo allí donde no estoy, en un espacio irreal, virtual que se abre
detrás de la superficie, estoy allí, allí donde no estoy, una especie de sombra
que da mi propia visibilidad a mí mismo, que me permite verme allí donde estoy
ausente: tal es la utopía del espejo. Pero también es una heterotopía en la
medida en que el espejo no existe en la realidad, donde se ejerce una especie
de neutralización de la posición que ocupo. Desde el punto de vista del espejo
descubro mi ausencia en el lugar donde estoy ya que me veo allí. A partir de
esta mirada que es, por así decirlo, dirigida hacia mí, desde el suelo de este
espacio virtual que está al otro lado del cristal, me vuelvo hacia mí mismo,
vuelvo a empezar a dirigir los ojos hacia mí y para reconstituir yo sé donde
estoy. Las funciones del espejo como una heterotopía tienen este sentido: se
hace de este lugar que ocupo en el momento en que me miro en el espejo a la
vez absolutamente real, conectado con todo el espacio que lo rodea, y
absolutamente irreal, ya que para que se perciba tiene que pasar por este
punto virtual que está allá” (Foucault, 1984: 47. La traducción es mía).
Así, el espejo tiene esas dos cualidades, es un objeto fútil y a la vez la
mediación de la utopía y lo heterotópico, por lo que recrea imágenes
instantáneas que se desvanecen y sólo permanecen en la retina de aquel que
tiene en frente. Por eso la principal herramienta de la antropología está en su
capacidad de empatía, en el proceso del trabajo de campo: todo depende, todo
es experimental, todo es instantáneo y único, todo está en la mano de un único
individuo. Y al no existir la posibilidad de la validación se tiene que confiar,
autorizar y legitimar. El trabajo de campo juega en el borde del fracaso (de la
utopía), pero no lo cruza porque utiliza la segunda propiedad de todo espejo (la
heteropía): existe algo detrás y en torno a él. Como objeto físico tiene un
delante y un detrás, un arriba y un abajo. El antropólogo, el buen antropólogo,
es aquel que durante el trabajo de campo observa más allá del espejo que
tiene delante. Es capaz de mirar más allá de la imagen que se refleja,
traicionando el poder occidental y proponiéndose en el lugar de aquellos que
no salen. Tampoco esto lo hace peligroso, pero si quizás sospechoso.
La historia de la antropología es la historia de un saber multi-paradigmático, de
forma que un paradigma no es abandonado, como pensaba Kuhn, por ya no
poder explicar la realidad, sino que el antropólogo no deja de estar influenciado
contemporáneamente y más o menos conscientemente por otros paradigmas
(Fabietti, 1999: 88). Es decir, parte del marxismo, del estructuralismo o del
evolucionismo sigue hoy vigente en la teoría y la metodología antropológica. No
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es mi intención hacer un repaso exhaustivo de los paradigmas antropológicos a
la manera de los manuales al uso sino reflexionar sobre los límites de la
antropología en estos aspectos y plantear a continuación algunas ideas sobre
la emergencia de la auto-etnografía como –¿el último?– método del
conocimiento antropológico. Los paradigmas son en sí mismos métodos
antropológicos que permiten clasificar y etiquetar la realidad social y
psicológicamente, al precio de empobrecer esa misma realidad que pretende
describir e interpretar. Pero un método es más que una teoría puesto que ésta
depende de más elementos. Toda metodología juega con el contexto de la
realidad social, presentando además la creatividad y elementos condicionantes
del investigador, de modo que se establece un compromiso entre la propia
metodología, la realidad que estudia y el contexto del investigador.
Podemos apreciar mejor esto si imagináramos, hipotéticamente, la historia de
la antropología dividida en dos grandes perspectivas en relación al método, la
realidad y el contexto del investigador. La primera perspectiva, imaginemos,
sería la del positivismo antropológico, cuyo mejor exponente es el estructuralfuncionalismo. Este enfoque plantearía el método científico como el salvador de
la antropología, permitiendo la superación de los prejuicios personales y las
mistificaciones que se hallen en la sociedad. A esta perspectiva la
identificaríamos con el Método. La segunda perspectiva la identificaríamos con
el posmodernismo antropológico. Aquí se presenta al individuo como salvador.
El investigador es el protagonista de la reflexión antropológica, de forma que
sería muy adecuada la sentencia del “antropólogo como héroe”. Es aquí la
Personalidad lo trascendente. Estas dos perspectivas coinciden, a grosso
modo, con dos grandes sectores en la antropología: aquellos que creen que el
método científico es suficiente y necesario para abordar objetivamente la
realidad, y otros que piensan que el conocimiento antropológico es una
cuestión de arte, de sensibilidad. Desde Marett, a inicios del siglo XX, hasta
Firth se ha redundado en la idea de que la antropología simultáneamente es
ciencia y literatura, resultando imposible eliminar del análisis los elementos de
experiencia etnográfica, teoría y crítica cultural. En la antropología resulta
imposible separar los elementos, aunque no debe olvidarse que en cuanto
disciplina social tiene una parte de conocimiento científico: existen ciertos
elementos que no pueden estudiarse simplemente por intuición.
Sin embargo, podríamos añadir una tercera perspectiva, más bien bizarra, o
una síntesis imposible de las dos anteriores. En este caso sería la Cultura la
que se erigiría contra la personalidad del antropólogo y contra el método. Esta
idea no es nueva puesto que ya fue desarrollada por la antropología alemana
de finales del XIX, siendo Leo Frobenius (1934) su creador. Este explorador y
etnólogo concebía las diversas culturas como organismos cerrados, sujetos a
las mismas leyes que regían a todos los seres vivos. Desde este punto de vista
autopoiético, toda cultura poseería un alma propia, una singularidad y una
individualidad que solo se encontraría en la naturaleza animada. Y así
Frobenius consideraba a las distintas culturas como organismos vivos, sujetos
a las leyes del mundo orgánico, que nacen, crecen –Ergriffenheit: participación
emocional–, alcanzan su apogeo o madurez –Ausdruck: expresión–, envejecen
y mueren –Andenbung: aplicación–. En consecuencia, atribuyó a cada cultura
un conjunto de leyes que determinaba su desarrollo, independientemente de
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los individuos insertos en ella, dando forma a la teoría del paideuma, o alma de
la cultura, una variación de la idea romántica de Volkgeist.
En esta perspectiva, tan humanista como arrogante, podríamos imaginar al
antropólogo tan inmerso en los valores que está estudiando, intentando borrar
su figura, que finalmente “haría de indígena”, en una especie de Zelig, a lo
Woody Allen, aquel personaje camaleónico capaz de mimetizarse con sus
semejantes, apropiarse de sus valores y fundirse hasta adquirir su
personalidad. En efecto, en este caso la Cultura sería omni-abarcadora y
acabaría por absorber la propia personalidad del investigador. Y así una de las
formas más recientes de romper con el positivismo antropológico es la autoetnografía. La autoetnografía representa una forma de auto-narrativa que sitúa
el sí mismo en el interior de un contexto social determinado. Según ReedDanahay (1997) comprende diversas dimensiones: la antropología nativa
producida por antropólogos nativos, quienes inicialmente eran estudiados por
los antropólogos; la “autoetnografía étnica”, escrita por miembros de grupos
étnicos minoritarios; y la “etnografía autobiográfica”, en la cual los antropólogos
reflejan su experiencia personal en los textos.
Hay que destacar que el ejercicio del etnógrafo nativo es cada vez más común
y de hecho representa una competitividad añadida al etnógrafo tradicional,
quien ya no trabaja en exclusiva sobre sus sujetos de estudio (Lagunas, 2006).
El riesgo, como señala Fabietti (1999: 55) en relación a lo que denomina el
“nativismo etnográfico”, es que la antropología nativa se convierta en una
antropología “étnica”, bajo la premisa errónea de que “el mejor conocedor de
una cultura es el propio etnógrafo nativo” mientras al extranjero se le niega la
facultad de representar a los otros. Es decir, se plantearía que para conocer e
interpretar al otomí o al lacandón aquel que posee mayores competencias es el
etnógrafo otomí o lacandón, lo cual raya con el racismo. Esta premisa se
contesta sola: en realidad necesitamos todas las visiones, las de cualquier
observador independientemente de su origen, con sus propios prejuicios, ya
que el hecho es que los grupos y sus culturas no son elementos, ni objetos ni
conceptos únicos. De hecho, al final ocurre que es cierto que la reducción de lo
“propio” a un estereotipo vivible, tan fácil de manejar, experimentar y ficcionar,
se hace corrosivo y falso.
Otro punto a tener en cuenta es que los antropólogos se cuestionan y se ven a
sí mismos como parte de la experiencia de investigación, y que es algo común
desde mediados de la década de los años 80 del siglo pasado, lo que significa
una mirada propia a sus prácticas personales, ya sea en la introducción o
integrado en el texto, como elemento irrenunciable. En efecto, como señala
Cátedra (1992), la experiencia personal es ya conocimiento en sí. La
autoetnografía es parte de un nuevo estilo etnográfico, la reflexividad, que
incluye por igual los relatos breves, la poesía etnográfica o los textos
performativos (Marzano, 2006. Sobre una mirada imprescindible de la posición
ética, política, que esto supone véase Street, 2003). La crítica inmediata a la
autoetnografía se centra en el enfoque sobre el yo, en el sentido de que su
aportación no va más allá de una serie de reflexiones de un sujeto aislado,
mientras los defensores plantean que esas reflexiones se vinculan con un
contexto socio-cultural más amplio, además de la utilidad de explorar la propia
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subjetividad para comprender la subjetividad de los otros (así lo he trabajado
en Anta, 2004). Auto-descubrimiento, auto-reflexión y comprensión de los otros
se muestran como elementos indisolubles. Pero a diferencia del momento
posmoderno, la actual auto-etnografía permite trabajar con lo empírico de una
manera directa, conjurando el exceso de conceptos abstractos y aportando
descripciones precisas. Una buena auto-etnografía no debe mostrar diferencias
epistemológicas respecto a las demás etnografías, en última instancia todo es
parte de un ejercicio de experimentación textual de esa suerte de
reconocimiento del antropólogo –el self– en el espejo del Otro. En efecto, la
mejor garantía de una buena auto-etnografía, y así de cualquier etnografía, es
su reiteración como producto que se puede leer como un texto en el juego de
creaciones parciales que dan los espejos en los que nos vemos reflejados.
Concluyendo, podemos decir que no hay que ser demasiado suspicaz para
darse cuenta que la historia de las grandes artes, incluido el teatro y la
literatura, que se ha hecho tiene una cierta obsesión por los espejos. En
España podemos encontrar desde Velázquez, con las Meninas o su Venus
ante el espejo, hasta la Colmena de Camilo José Cela, pasando por los
espejos del callejón del Gato, que retratara Valle-Inclán en Luces de Bohemia,
y así el espejo está siempre presente, no para mostrar un simple reflejo de la
realidad, sino para valernos de su capacidad para distorsionarla. Una distorsión
que recrea belleza o una fealdad absoluta. ¿Pero, acaso, no es exactamente
esto lo que retratan los antropólogos al regresar de su trabajo de campo? Los
antropólogos juegan con esta otra cualidad de los espejos: su capacidad para
distorsionar la realidad, lo que es absolutamente fascinante. En este sentido no
es ni la realidad, ni incluso el self-antropológico quienes parecen juegan un
papel determinante por sí mismo, sino ese extraño punto medio que supone el
juego de espejos, ese método que tiene la virtud de distorsionar la realidad
(Godelier, 2002). Pero en antropología no hay sistema de control, no se puede
establecer una cierta idea de cibernética de segundo grado, por lo que tiene
que valerse de otros factores: la corrección del objeto reflejado en el gabinete
y, sobre todo, en el contraste con los elementos interculturales, con la
comparación –aunque un método nunca corrige a otro, sólo lo recrea–. Es ahí
donde entra en juego la última de las características de los espejos: su
capacidad para un desplazamiento, esa idea de que se puede jugar con ellos,
de inventarlos fuera de sí, son las cajas de música, donde una imagen se
multiplica hasta el infinito, y más porque lo que refleja es tan repetitivo como el
baile en circular de una muñeca al ritmo de una música que dura lo que dure su
cuerda. Es decir, la utopía del espejo: reflejar eternamente la misma cosa sin
cambios, sin alteraciones, sin distorsiones. Acaso no es esto la utopía de la
antropología, ¿la capacidad de fijar, con un método, la realidad primigenia y
prístina más allá de todo estado mental, social e, incluso, cultural? Pero para
ello tenemos que contar con esa extraña característica heterotópica que todo
espejo tiene en las manos del sueño humano: su fragilidad como objeto, su
posibilidad real de romperse, de hacerse mil pedazos, sin que ya tenga más
utilidad que mostrarse como una suerte de tela de araña ficticia, que atrapa las
imágenes en cada uno de sus trozos sin que, a su vez, tenga medio de
recomponerse.
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Agradecimientos
Este trabajo parte de un proyecto con José Palacios (Univ. Católica San
Antonio de Murcia) y David Lagunas (Univ. de Sevilla), donde intentamos la
puesta en común de ciertas ideas y conceptos sobre nuestro mundo
antropológico y que nunca materializamos.
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