VIOLENCIA Y POPULISMO PUNITIVO EN EL TRIÁNGULO NORTE

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VIOLENCIA Y POPULISMO PUNITIVO EN EL TRIÁNGULO NORTE DE
AMÉRICA CENTRAL
Alberto Martín Álvarez
Centro Universitario de Investigaciones Sociales
Universidad de Colima
Verónica de la Torre
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Universidad de Colima
Paper presentado en el 21st IPSA World Congress
Santiago de Chile12-16 julio 2009
Documento en preparación. Por favor no citar sin permiso de los autores
RESUMEN
El artículo plantea que la experiencia cotidiana de elevados niveles de violencia y
criminalidad en lo países del denominado Triángulo Norte de América Central integrado por Guatemala, El Salvador y Honduras – en presencia de aparatos estatales
incapaces de hacer valer el estado de derecho y en un entorno caracterizado por una
inseguridad económica y social muy extendidas, están produciendo una ansiedad
creciente en la población ante la falta de seguridad y concitando el apoyo de ésta en torno
de medidas autoritarias para combatir el crimen. La respuesta de los gobiernos de la
región ante el auge de la criminalidad y la demanda ciudadana de seguridad ha sido la
puesta en marcha de políticas de “mano dura” contra el crimen, y el recurso al
“populismo punitivo” como estrategia para capitalizar electoralmente la extendida
preocupación por la inseguridad.
1
INTRODUCCIÓN
A lo largo de la última década, la experiencia de altos niveles de delito se ha convertido
en un hecho cotidiano para los habitantes de las naciones del Triángulo Norte de América
Central, - integrado por Guatemala, El Salvador y Honduras -. El incremento de la
violencia y el crimen se produce en un entorno caracterizado por la incapacidad de los
estados para ofrecer una respuesta adecuada ante la demanda ciudadana de seguridad.
Pese a los progresos realizados, las reformas a los cuerpos de policía y a los sistemas de
justicia en la región no han conseguido erradicar un conjunto de prácticas y vicios de
nepotismo, corrupción y politización heredados del período autoritario. A ello hay que
añadir la capacidad de presión sobre el aparato de justicia criminal que continúan
teniendo redes de poder vinculadas a las elites económicas y militares en los tres países.
Como resultado de todo ello, la ineficacia en la persecución de los delitos y la impunidad
continúan caracterizando al funcionamiento del estado de derecho en la región. El auge
de la violencia y el crimen y la incapacidad de los estados para ofrecer respuestas
eficaces, han generado una falta de confianza en las instituciones y en las personas y
como consecuencia de ello una ansiedad ciudadana ante la falta de seguridad. Todo esto
se desarrolla en un medio caracterizado por una persistente inseguridad económica y
social que contribuyen a reforzar el efecto producido por la violencia y las fallas del
estado de derecho en los niveles de confianza inter – personal y en las instituciones.
La ansiedad pública ante la falta de seguridad y la incapacidad de los estados para
hacerle frente, han generado una serie de respuestas de parte de la ciudadanía de la región
de entre las que este artículo destaca el apoyo a medidas de justicia expresiva,
representadas por las políticas de “mano dura” contra el crimen. La extendida percepción
de inseguridad ha sido también responsable de la politización de ésta y ha abierto la
puerta al aprovechamiento político del miedo al crimen y al uso del populismo punitivo
como estrategia para generar consenso en torno de las medidas de justicia expresiva
adoptadas, y para capitalizar electoralmente la ansiedad de la población.
Desde un punto de vista teórico el artículo pretende realizar una contribución al
análisis de los efectos de los procesos de modernización política y económica en las
políticas de control del delito, inspirándose en los trabajos de autores como David
Garland (1996; 2000; 2005) y Tim Newburn (2001). Sin embargo, mientras dichos
trabajos toman como referencia a algunas de las sociedades de capitalismo más avanzado
(Estados Unidos y el Reino Unido), este artículo explora cuáles han sido las
repercusiones de esos procesos en sociedades periféricas, tratando de entender en qué
medida las especificidades propias de esas sociedades producen efectos diferenciados en
la experiencia ciudadana del delito, y en las políticas puestas en marcha por los estados
para controlarlo. De otra parte este trabajo pretende analizar desde una perspectiva crítica
la creciente importancia social y política del miedo al crimen en Centroamérica, tratando
de poner de manifiesto el origen múltiple de las causas de la inseguridad ciudadana en la
región. Junto a todo ello, el artículo introduce una reflexión acerca de las consecuencias
en la esfera política de la existencia de un miedo generalizado al delito entre la población
centroamericana, a través del examen de las medidas de mano dura contra la violencia
juvenil implementadas en la región.
Este trabajo constituye solamente un estudio exploratorio acerca de una
problemática amplia y compleja, y tiene como finalidad estimular la reflexión académica
2
e introducir nuevos elementos de discusión sobre la cuestión de la inseguridad en
América Central. Por ello, algunas dimensiones relevantes del problema quedarán aquí
meramente esbozadas. De la misma forma, las conclusiones que se extraen de este
trabajo sólo pueden asumirse como tentativas, y deben considerarse solamente como una
guía para el desarrollo posterior de esta investigación.
LA EXPERIENCIA DE LA VIOLENCIA Y EL DELITO COMO HECHOS
COTIDIANOS
Desde mediados de la década de los noventa las tres naciones del denominado Triángulo
Norte de América Central han experimentado un crecimiento casi continuado de diversas
expresiones de violencia y delincuencia. Homicidios, pandillerismo, crimen organizado o
limpieza social se han convertido en hechos cotidianos al interior de las sociedades de la
región1. En este período las naciones del área se encontraron entre los países con mayores
tasas de homicidios en el mundo. En el caso de Guatemala, las cifras de este delito
crecieron de manera casi constante desde finales de los años noventa, mientras que en El
Salvador se produjeron altibajos en dichas cifras a finales de dicha década para, de nuevo,
aumentar fuertemente a partir de 2003 (Tablas 1 y 2) convirtiéndose en el país con
mayores tasas de homicidio en la región.
Gráfico 1. El Salvador, Guatemala y Honduras.
Número de homicidios 1995-2007
6000
5000
4000
El Salvador
3000
Guatemala
2000
Honduras
1000
0
1995
1999
2001
2003
2005
2007
Fuente: Elaboración propia con datos de OCAVI (2007), UNODC (2007),
1
Es importante hacer notar que tratar de cuantificar el crecimiento de dichas expresiones de violencia y
criminalidad en la región en la última década y media es una tarea compleja por la falta de estadísticas
fiables. Por ello se ha optado aquí por reducir el análisis a los delitos de homicidio. Este es un delito
habitualmente bien registrado y permite la comparación a través de diferentes países, si bien en la región es
frecuente incluso encontrar cifras muy dispares dependiendo de las fuentes.
3
En el caso de Honduras, y debido a la casi inexistencia de series de datos fiables, es
difícil hacer afirmaciones categóricas, si bien varias fuentes coinciden en afirmar la
misma tendencia que en el caso guatemalteco (UNODC 2007).
Gráfico 2.
El Salvador, Guatemala y Honduras.
Homicidios por cada 100.000 habitantes
60
50
40
El Salvador
Guatemala
Honduras
30
20
10
0
1999
2001
2003
2005
2007
Elaboración propia a partir de datos de OCAVI (2007), UNODC (2007) y Aguilar (2006).
Los niveles de victimización de la población de la región respecto de otro tipo de delitos
también son elevados. En 2006, el 16 por ciento de la población salvadoreña, el 19.2 por
ciento de la hondureña y el 19 por ciento de la guatemalteca habían sido víctimas de
algún tipo de delito a lo largo del último año, especialmente de diversas formas de robos.
Ahora bien, hay que hacer notar que en el contexto latinoamericano estos niveles de
victimización pueden considerarse normales, y se encuentran por debajo de los de países
como Perú (26.2 por ciento) o Chile (23.1 por ciento), (Córdova et al. 2007).
De otra parte, desde los primeros años noventa las pandillas juveniles o maras
Salvatrucha y Barrio 18 han adquirido presencia en las principales ciudades de la región,
ganando paralelamente notoriedad pública debido al sentimiento de inseguridad que
provocan entre la población. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y
el Delito – UNODC -, en 2006 había 60.500 pandilleros en los tres países objeto de
estudio, siendo con mucho los más afectados por este fenómeno en toda América Central
(UNODC 2007). Los integrantes de pandillas se han convertido en el arquetipo del
delincuente para los gobiernos, agencias policiales, medios de comunicación y opiniones
públicas. Como demuestran diversos estudios (Cruz y Santacruz 2004; Cruz 2006) la
4
presencia de las pandillas ha sido responsable de un incremento en la percepción de
inseguridad por parte de la ciudadanía de estos países.
Sin embargo, no está claro en qué medida las bandas juveniles son
verdaderamente responsables del aumento de algunos tipos de delitos, y en concreto de
los homicidios. En 2005, tan sólo el 13.4 por ciento de los homicidios (FESPAD 2006) y
el 20 por ciento del total de los delitos (Aguilar 2006) cometidos en El Salvador podían
ser adjudicados con completa seguridad a pandilleros. En el caso de Guatemala, las
pandillas serían responsables de un porcentaje muy similar de los homicidios cometidos
(UNODC 2007). Según esta misma fuente, el porcentaje en Honduras podría ser incluso
bastante menor. Según demuestran encuestas de victimización realizadas en El Salvador
(Cruz y Santacruz 2004) menos del 5 por ciento de la población había sido víctima de
alguna acción ejecutada por maras o pandillas en 2004. Pese a ello, casi la mitad de las
personas encuestadas en ese mismo estudio consideró a las pandillas como el problema
de seguridad que había que atender más urgentemente. Según datos de la misma
investigación, el 91 por ciento de los encuestados afirmó que el problema de las pandillas
era muy grande a nivel nacional, pero sólo el 21 por ciento consideró que fueran un
problema importante a nivel de su propio barrio. Si bien es cierto que con todo, casi la
mitad de los salvadoreños en 2005 habían estado expuestos o habían presenciado un
hecho de violencia o varios hechos criminales en su lugar de residencia, en realidad y
como ese mismo estudio demuestra, la violencia más frecuente que presencian los
ciudadanos de ese país son los conflictos entre ciudadanos comunes, no entre pandillas.
Las mismas conclusiones parecen ser válidas para el caso de Honduras donde la
incidencia de los homicidios es alta pero las pandillas no son necesariamente las
principales responsables de los mismos. Si parecen por el contrario ser las principales
responsables de otro tipo de delitos, y en concreto de los robos (Cruz 2006, 106). En
2006 tan sólo un 7.1 por ciento de la población afirmó que su barrio estaba muy afectado
por la presencia de maras, y un 9.4 por ciento dijo que algo afectado (Cruz 2006, 105)
Esto es, la gran mayoría de los hondureños no se sienten directamente afectados por las
pandillas.
Junto a todo ello, cabe destacar la creciente importancia de la región
centroamericana como territorio de tránsito del tráfico de drogas hacia los Estados
Unidos vía México. La fragmentación de los carteles de las drogas colombianos y la
modificación de las rutas de transporte de estupefacientes en los primeros años noventa,
convirtieron al Triángulo Norte de América Central en un punto estratégico para las redes
de distribución de drogas bajo control fundamentalmente de los carteles mexicanos. La
responsabilidad de las redes de tráfico de drogas en el incremento de los homicidios en la
región parece evidente. Un dato significativo a este respecto lo aporta el hecho de que a
nivel subnacional, y de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y
el Delito (UNODC 2007), los departamentos con mayores tasas de homicidio en la región
se encuentran situados en rutas de tránsito internacional de drogas (La Libertad y
Sonsonate en El Salvador, Escuintla, Petén e Izabal en Guatemala). Por lo que respecta a
Guatemala, existen además indicios crecientes de penetración del crimen organizado en
la vida política (Durán 2007, 1), específicamente por parte de los cada vez más poderosos
carteles de drogas locales asociados a organizaciones mexicanas y colombianas. En el
caso de El Salvador, y de acuerdo con los datos de distribución espacial de homicidios
elaborados por Carcach (2008), se observa un fuerte cambio en la distribución geográfica
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de estos delitos en el país entre los años 1995 y 2007 con una tendencia clara al aumento
de los mismos en los municipios cercanos a las fronteras hondureña y guatemalteca, lo
que refuerza la hipótesis de su vinculación con redes de crimen organizado. En el caso de
Honduras, del total de homicidios cometidos en el año 2008, casi el 37% pueden ser
atribuidos a sicarios, lo que evidencia su relación con el crimen organizado. Los
departamentos hondureños de Cortés y Atlántida, situado el primero en la zona fronteriza
con Guatemala y el segundo en la costa del Caribe, son los territorios con el mayor
número de delitos de este tipo (IUDPAS 2009). El tráfico de drogas en la costa
hondureña se relaciona también con otras formas de crimen organizado como el tráfico
de armas y de animales exóticos.
Las tres naciones centroamericanas objeto de este estudio se encuentra por tanto,
ante un incremento objetivo de determinados tipos de delitos - especialmente homicidios
– y ante la extensión de determinadas formas de delincuencia juvenil y de crimen
organizado. En buena medida debido a ello, la percepción de inseguridad se halla
considerablemente extendida entre la población de la región, especialmente en El
Salvador y Guatemala. En 2006 el 47.1 por ciento de la población salvadoreña y el 43.4
por ciento de la población guatemalteca se sentía poco o nada segura como producto de la
prevalencia del crimen (Córdova y Cruz 2006, 121). Según las encuestas realizadas por la
Corporación Latinobarómetro, en 2005 la delincuencia era ya el problema más
importante percibido por la población guatemalteca, por encima de cuestiones tales como
el desempleo, la inflación o los problemas políticos. Mientras que para los ciudadanos
hondureños y salvadoreños el desempleo seguía siendo el problema principal, seguido de
la delincuencia (Latinobarómetro 2005).
LAS FALLAS DEL ESTADO DE DERECHO
Frente a los desafíos planteados por la ola de criminalidad iniciada en los años noventa,
las naciones del Triángulo del Norte han dado muestras de que pese a las reformas
implementadas, especialmente en los casos de El Salvador y Guatemala a lo largo de la
pasada década, el estado de derecho sigue siendo muy débil y ello en buena medida por
las dificultades existentes para erradicar prácticas y procedimientos heredados del
período autoritario.
Por lo que respecta a Guatemala, durante la larga guerra civil sufrida por este país
(1960 – 1996), el poder judicial y el aparato de seguridad estuvieron subordinados a los
militares. Como afirma Sieder (2003, 65), a lo largo de todo ese período la resolución de
disputas se realizaba frecuentemente a través de mecanismos extrajudiciales y
recurriendo a elevados niveles de violencia. Snodgrass (2002, 644) resume la estrategia
de los militares guatemaltecos frente a la administración de justicia en aquellos años
afirmando que las Fuerzas Armadas mantuvieron a las autoridades civiles en un estado de
“ineptitud institucional” lo que les permitió justificar la construcción de un sistema
paralelo de justicia militar. Como consecuencia de todo ello, el poder judicial se
encontraba totalmente deslegitimado frente a la población al término de la guerra.
Precisamente uno de los objetivos de los Acuerdos de Paz de diciembre de 1996 que
pusieron fin al conflicto armado fue la reforma del sistema de justicia criminal. En ese
marco fueron introducidas reformas al Código Procesal Penal dirigidas a garantizar el
6
debido proceso y el respeto a los derechos humanos de los detenidos, y a mejorar el
acceso a la justicia - especialmente de la población indígena -. Estas reformas contaron
con un fuerte apoyo por parte de diversas instituciones financieras y de donantes
internacionales entre 1996 y 2001. Sin embargo, los resultados efectivos de dichas
reformas no han estado a la altura de las expectativas en términos de independencia de
los jueces, funcionamiento del Ministerio Público y desaparición de poderes paralelos al
sistema judicial. De acuerdo con Sieder (2003, 72-75), los principales problemas que
afectan al sistema de justicia guatemalteco se relacionan con la deficiente preparación de
los jueces, la persistencia de prácticas clientelistas, nepotismo en la selección de los
mismos, la alta exposición de éstos y de fiscales y abogados a la corrupción y la
intimidación, lo cual se ve facilitado por salarios y formación deficientes. Ello abre la
puerta a la intervención de grupos de poder en la resolución de los procesos judiciales
obstaculizando seriamente el funcionamiento del sistema. Igualmente relevante resulta la
ineficacia del Ministerio Público en la resolución de las causas criminales, con índices
extremadamente bajos de éxito en su desempeño. A ello se suman las fallas de
coordinación entre este y el cuerpo de policía- la nueva Policía Nacional Civil creada en
1997 como producto de los Acuerdos de Paz - y la escasa capacidad de este último para
realizar labores de investigación. Finalmente hay que señalar la existencia de vínculos
probados de la policía con redes de tráfico de drogas. A modo de ejemplo cabe citar que
en 2002 más del 80 por ciento del personal del departamento anti – narcóticos fue
despedido bajo acusaciones de robar cocaína decomisada (Duran 2007, 3). La
combinación de todos estos factores explica en buena medida la persistencia de la
impunidad en Guatemala y la fuerte desconfianza de la población en el sistema de
justicia. Explica también el apoyo de la ciudadanía a los discursos de mano dura contra el
crimen y el recurso a medidas extrajudiciales como la “justicia por propia mano” cuya
manifestación más extrema la constituyen los linchamientos a presuntos delincuentes a
manos de la población (Snodgrass 2002).
En cuanto a El Salvador, las reformas al sistema de justicia se iniciaron durante la
guerra civil que asoló a ese país entre 1980 y 1991. Con apoyo del gobierno de los
Estados Unidos y como parte de las reformas implementadas en el marco del proyecto
contra – insurgente, durante el conflicto se hicieron esfuerzos por incrementar las
capacidades de investigación de la policía y de la administración judicial. Dichas
reformas no tuvieron éxito en erradicar las enraizadas prácticas de corrupción, amiguismo
y falta de independencia del poder judicial características del período autoritario debido a
la escasa voluntad política y al bloqueo efectivo ejercido por las elites salvadoreñas (Call
2003, 849). Como consecuencia fundamentalmente de los Acuerdos de Paz de
Chapultepec de enero 1992 que pusieron fin al conflicto armado, y de las
recomendaciones de la Comisión de la Verdad establecida para esclarecer las violaciones
a los derechos humanos ocurridas durante la guerra, se implementaron una serie de
reformas en los sistemas judicial y de seguridad pública, incluyendo el establecimiento de
una nueva y única fuerza de policía. Como resultado de ellas, la Corte Suprema de
Justicia de El Salvador, máximo órgano judicial del país, se convirtió en un órgano más
profesionalizado e integrado en base a un mayor pluralismo político. Sin embargo, la
elección de los magistrados - una responsabilidad que recae en la Asamblea Legislativa -,
se encuentra aún altamente politizada y abierta a componendas entre los partidos que
cuentan con representación parlamentaria. También como producto de los acuerdos, se
7
modificó y modernizó el rol de la Fiscalía General de la República, otorgándole la
responsabilidad en la investigación de delitos. Igualmente, y de acuerdo con Call (2003,
85), se promulgó un nuevo Código Procesal Penal en 1996 que contribuyó a modernizar
el proceso penal. Sin embargo, según este mismo autor el entrenamiento y la financiación
de las fiscalías continúan siendo deficientes. Igualmente, persisten los problemas
relacionados con la formación de los profesionales de la abogacía y de su acreditación
para ejercer la profesión. Según la Fundación para el Debido Proceso Legal (DPLF 2007,
162), a mediados de la presente década una investigación reveló la existencia de cientos
de títulos irregulares de abogados. El esclarecimiento de estos casos, que corrió a cargo
de la Fiscalía General, no arrojó ningún resultado en términos de sanciones a los
responsables de los hechos. La existencia de corrupción política, y la fuerte dependencia
del poder judicial respecto del poder político en El Salvador, permiten que se elijan
jueces y magistrados que se ven sometidos a las órdenes de funcionarios corruptos que
persiguen el manejo de asuntos judiciales en base a intereses económicos o políticos. Este
es probablemente uno de los problemas más graves de la justicia salvadoreña y uno de los
que más daña la imagen pública del poder judicial. También cabe señalar el desgaste
causado a dicha imagen por las acusaciones vertidas contra la judicatura por parte de la
Fiscalía y la Policía Nacional Civil (PNC), responsabilizando al poder judicial de ser el
responsable de la ola de criminalidad y de falta de eficacia para condenar a los acusados
presentados. Call (2003, 859) resume el estado del sistema judicial salvadoreño al
afirmar que este continúa siendo débil, ineficiente, partidista y sujeto a corrupción.
Respecto de Honduras, a mediados de la década de los ochenta y como
consecuencia del desplazamiento de los militares de la titularidad del poder político, se
emprendieron una serie de reformas al sistema judicial, entre ellas el impulso a la carrera
judicial, la organización de un centro de formación para los jueces, la puesta en marcha
de jurisdicciones especializadas en menores, en familia y en lo contencioso –
administrativo, entre otras (DPLF y Banco Mundial 2008). Sin embargo, y como afirma
Salomón (1996, 10) en esta primera fase de la transición a la democracia hondureña, inserta en un contexto regional marcado por la crisis centroamericana y el papel jugado
por Honduras como aliado estratégico de los Estados Unidos en la región -, los militares
continuaron teniendo un fuerte peso en la definición del juego político. Hubo que esperar
por ello a la finalización de los conflictos en Nicaragua y El Salvador para que Honduras
comenzara a eliminar los obstáculos autoritarios al desarrollo de un régimen democrático.
Fue entonces a partir de los primeros años noventa cuando se emprendieron reformas
profundas en los aparatos de justicia y de seguridad. En 1993 y en el marco del Programa
de Modernización del Estado implementado por la administración del presidente Rafael
Callejas (1990 – 1994), se eliminó la Dirección Nacional de Investigación, una estructura
policial bajo control militar acusada de violaciones sistemáticas a los derechos humanos,
siendo sustituida por una nueva estructura bajo control de la Fiscalía General de la
República, también de nueva creación. Un año después, toda la estructura de policía, la
denominada Fuerza de Seguridad Pública, pasó a depender de responsables civiles,
transfiriendo sus competencias en 1998 a la nueva Policía Nacional. A mediados de los
noventa se emprendió el Programa de Modernización de la Justicia con el objetivo del
desarrollo de la infraestructura del sistema judicial y del fortalecimiento de la Defensa
Pública y la Inspectoría de Tribunales (DPLF y Banco Mundial 2008, 30). Ya en la
década del 2000 se introdujeron reformas constitucionales al Poder Judicial encaminadas
8
a lograr la despolitización de la Corte Suprema de Justicia y a otorgarle mayor estabilidad
a este organismo. A todo ello se ha sumado un esfuerzo de modernización del
ordenamiento jurídico a través de la promulgación de nuevas leyes y códigos entre los
años 2002 y 2005. Pese a todo este esfuerzo de reformas, el sistema de justicia hondureño
enfrenta problemas muy serios que continúan manteniendo al estado de derecho en una
situación de debilidad. Entre dichos problemas destacan la falta de independencia del
poder judicial, la incapacidad de los fiscales para asumir la dirección de las
investigaciones y la falta de profesionalización de la policía. Los nombramientos para la
Corte Suprema de Justicia continúan fuertemente politizados, lo que significa que el
organismo judicial más importante de la nación sufre ingerencias graves de parte de los
partidos políticos, menoscabando de esta forma su independencia, profesionalismo e
imparcialidad y afectando gravemente su imagen de cara a la población. Persisten los
casos de ingreso a la carrera judicial de forma fraudulenta, evadiendo los canales
institucionales a través de influencias familiares o políticas, y en general se evidencia una
fuerte discrecionalidad en el acceso y promoción al interior de la judicatura. Las
limitaciones del Ministerio Público se han traducido en una deficiente persecución penal,
en una carencia de protección a las víctimas de los delitos y en falta de sanción a los
delincuentes (FDPL 2008, 137). Los funcionarios encargados de la investigación criminal
adolecen frecuentemente de falta de profesionalidad y de escasez de medios, lo que
repercute en la calidad de las acusaciones presentadas por los fiscales y, de forma más
general, en la eficiencia del sistema de justicia penal lo cual se traduce en elevados
niveles de impunidad.
LA PERSISTENCIA DE LA INSEGURIDAD ECÓNOMICA Y SOCIAL
Como afirma el Programa de las Naciones para el Desarrollo en su informe sobre
Honduras del año 2006 (PNUD 2006, 136), la sensación de seguridad de los individuos
se basa en la confianza en las instituciones y en las personas. La violencia y la impunidad
– producto a su vez esta última de las fallas del estado de derecho - erosionan esta
confianza incrementando el sentimiento de inseguridad. De acuerdo con Bauman (2006,
26), los individuos necesitan seguridad, protección y certidumbre para pensar y actuar
racionalmente. Seguridad entendida en términos de estabilidad del mundo en el que cada
persona desarrolla su existencia. Protección en el sentido de confianza en que la
propiedad y la propia persona no están amenazadas y certidumbre considerada como
control de los individuos sobre su futuro. Estos elementos son las fuentes de la auto confianza de los seres humanos según este autor y la ausencia de alguno de ellos produce,
entre otras consecuencias, desconfianza en las intenciones de los otros, agresividad,
aislamiento, y de forma general lo que este autor denomina una “desconfianza
existencial”.
La presencia de una inseguridad social y económica extendida entre importantes
sectores de la población del Triángulo Norte refuerza y retro - alimenta el efecto
producido por la violencia y la impunidad. Esto es, si bien el miedo al crimen y la
desconfianza inter - personal tienen su origen fundamentalmente en la violencia y en la
ineficacia de las instituciones para ponerle límite, a estos temores se suman a nivel
individual los procedentes de la incertidumbre derivada de una inseguridad social y
económica producidas por la falta de expectativas laborales, de protección ante la
9
enfermedad, la vejez o el desempleo, o por la falta de redes sociales que apoyen al
individuo en caso de necesidad2. La carencia de estos elementos afecta al control de los
individuos sobre su futuro y a la confianza en la integridad de la propiedad y de la propia
vida y, por tanto, a la auto - confianza de las personas, y a través de ésta, a la confianza
en los demás, contribuyendo al aumento de la sensación de inseguridad. La falta de
confianza inter-personal se manifiesta fundamentalmente en las áreas urbanas de la
región (Azpuru et al. 2007; Córdova et al. 2007; Cruz et al. 2007), debido a que son los
entornos con mayores niveles de crimen, a la existencia de una menor interrelación
personal entre los individuos, y a la ausencia de redes sociales en las que los individuos
puedan confiar en caso de dificultad. El crecimiento del número de población residente
en las ciudades de la región ha sido manifiesto a lo largo de las ultimas dos décadas. Las
guerras civiles en El Salvador y Guatemala, la crisis de la economía rural y las nuevas
políticas económicas implementadas estimularon durante los años ochenta y noventa un
fuerte proceso de urbanización, especialmente notable en el caso de Honduras y El
Salvador. De acuerdo con datos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
(FLACSO 2005, 32), entre 1980 y 2005 el porcentaje de población urbana en El Salvador
pasó del 44.1 al 57.8 por ciento, en Honduras creció desde el 35 al 52.1 por ciento y en
Guatemala desde el 37.2 al 39.9 por ciento. Estos mismos factores fueron responsables de
la variación de los patrones de desplazamiento de las poblaciones del área, dando inicio
en los años ochenta a un nuevo patrón migratorio y al asentamiento de importantes
contingentes de población en los Estados Unidos y Canadá (García 2006). De acuerdo
con los datos de Morales (2007, 135), en el año 2000 había casi 1.250.000 personas
procedentes de la región Triángulo Norte viviendo en los Estados Unidos, lo que
equivalía en ese momento a un 5.5 por ciento de la población del área. Pese a que no es
posible abordar este asunto aquí con mayor profundidad por razones de espacio, hay que
hacer notar que la migración se relaciona en varios sentidos con el incremento de la
violencia y el crimen. De una parte por su contribución a la desarticulación de miles de
hogares, de otra porque ha facilitado la inserción de la región en redes de crimen
organizado transnacionales.
Junto a lo anterior, a lo largo de la pasada década se implementaron en la región
una serie de reformas políticas, económicas y de la estructura de los estados en
Centroamérica, que si bien estuvieron dirigidas a reinsertar a la región en la economía
mundial después de una década de crisis y conflictos, no consiguieron incrementar de
forma general los niveles de seguridad económica y social de la población del área. El
crecimiento económico registrado en los últimos 15 años apenas ha tenido repercusión
en términos de disminución de la desigualdad en la distribución del ingreso (Tabla 1).
2
Hay que señalar que la relación entre las incertidumbres económicas, sociales y políticas y el miedo al
crimen en el caso latinoamericano, ha sido bien establecida en la literatura de referencia (Dammert y
Malone 2003, 2006).
10
Tabla 1
El Salvador, Guatemala y Honduras
Coeficientes de Gini (varios años)
1998-1999
2000-2002
2003-2005
El Salvador
0,518
0,525
0,493
Guatemala
0,560
0,542
0,542
Honduras
0,564
0,588
0,587
Fuente: CEPAL Anuario Estadístico 2006.
Pese a los avances registrados, especialmente en el caso de El Salvador, estos tres
países se encuentran entre los más desiguales del mundo, tan sólo superados por algunas
naciones africanas en situación post-conflicto. Por su parte, Honduras registró entre 1999
y 2003 uno de los mayores retrocesos de toda América Latina en lo que respecta a la
distribución de la riqueza y al aumento del número real de personas en situación de
pobreza e indigencia. En el caso de Guatemala, tras registrar una leve mejoría entre 1999
y 2002 en términos de distribución de la riqueza, los datos revelan que esa tendencia se
habría detenido en los últimos 4 o 5 años.
Igualmente, la pobreza continúa teniendo una fuerte incidencia en la región,
habiéndose registrado un aumento en el número total de personas pobres en los tres
países a lo largo de los últimos quince años.
Gráfico 3. El Salvador, Guatemala y Honduras.
Personas en situacion de pobreza (en millones)
8000000
7000000
6000000
5000000
4000000
3000000
2000000
1000000
0
El Salvador
Guatemala
Honduras
1989
1995
1999
2002
2004
Fuente: Elaboración propia con datos de CEPAL Anuario Estadístico. Varios Años
11
La pobreza sigue afectando a una gran parte de la población del área: el 48.9 por ciento
de los habitantes de El Salvador, el 60.2 por ciento de la población de Guatemala y el
77.3 por ciento de la población hondureña vivían bajo la línea de pobreza a inicios de la
presente década (Pérez Sáinz y Mora 2007, 92). De acuerdo con los datos de estos
mismos autores, y pese a los avances registrados, la persistencia de altos niveles de
pobreza extrema destaca especialmente en este punto. El 22.1 por ciento de la población
de El Salvador, el 30.9 por ciento de la población guatemalteca y el 54.4 por ciento de la
población de Honduras vivían bajo la línea de indigencia en los primeros años de la
década de 2000 (Pérez Sáinz y Mora 2007, 92).
Siendo el empleo el principal mecanismo para superar la pobreza, la estructura y
la calidad del mercado de trabajo de la región aparecen como responsables de la
generación de exclusión e inseguridad económica. El 62.5 por ciento de la Población
Económicamente Activa (PEA) de Guatemala y el 51.3 por ciento de la de Honduras
estaban integradas en 2004 por personas con autoempleos de subsistencia, desempleados,
asalariados en condiciones precarias y trabajadores no remunerados, lo que Juan Pablo
Pérez Sainz y Minor Mora (2007, 103), denominan el “polo de exclusión del mercado
laboral”. En El Salvador en 2006 el 50% de la mano de obra estaba subempleada o
desempleada, encontrándose la mitad de la población de entre 15 y 24 años en esa
situación (PNUD 2008, 5-7). Con subempleo se hace referencia a una actividad que en
muchas ocasiones no ofrece empleo de tiempo completo ni estable y que es remunerada
con un salario que no permite satisfacer necesidades básicas.
Hay que hacer notar que los trabajadores que están insertados en el polo de
exclusión del mercado laboral se ven privados de las redes de cobertura social. En 2006
en El Salvador tan sólo el 22.6 por ciento de los trabajadores activos estaba cubierto por
un sistema de pensiones y el 27.3 por ciento por un sistema de salud. El PNUD (2008,
15), define los sistemas de pensiones y salud en El Salvador como insuficientes, con
cobertura desigual, altos costos y calidad poco satisfactoria. En cuanto a Guatemala, en
2004 tan sólo el 20.2 por ciento de su fuerza de trabajo estaba cubierta por un sistema de
pensiones, mientras que en Honduras esa cifra descendía hasta el 18.9 por ciento. Por lo
que respecta a la cobertura sanitaria, sólo el 26 por ciento de la fuerza de trabajo
guatemalteca tenía cobertura del seguro social de salud en el año 2000 (Mesa Lago 2008,
73-75).
La precariedad del mercado de trabajo queda reflejada también en el elevado
temor que tienen los trabajadores de la región a quedar desempleados. En el año 2005, el
86 por ciento de los trabajadores salvadoreños, el 81 por ciento de los guatemaltecos y el
80 por ciento de los hondureños, se mostraba preocupado o muy preocupado por la
posibilidad de perder su empleo en los siguientes doce meses (Latinobarómetro 2005). Al
mismo tiempo, y según datos del mismo estudio, tan sólo entre el 12 por ciento y el 14
por ciento de los trabajadores de la región se sentía protegido por las leyes laborales.
LA POLITIZACION DE LA INSEGURIDAD
La existencia de una ansiedad pública generalizada acerca de la falta de seguridad, y la
incapacidad de los estados de la región para ofrecer respuestas eficaces ante esta
demanda, han generado una serie variada de respuestas por parte de la ciudadanía de la
12
región. De una parte y como afirma Sieder (2003:76), se percibe una mayor implicación
de la sociedad civil en la denuncia de las fallas del estado de derecho, y en el combate a
la impunidad, especialmente en los casos de Guatemala y El Salvador. De otra parte, la
falta de respuestas eficaces del Estado ante la inseguridad ha generado un extendido
escepticismo ciudadano respecto del funcionamiento del poder judicial y de la policía.
Cabe citar a manera de ejemplo el hecho de que el 48.8% de los salvadoreños
consideraba en 2008 que la policía estaba envuelta en actividades criminales (Córdova et
al. 2008, 77), o que sólo el 46.2% de los guatemaltecos expresaba confianza en el sistema
de justicia en 2006 (Azpuru et al. 2007). Una tercera respuesta la constituye la
construcción de alternativas privadas a la falta de seguridad, ya sea en forma de
adquisición de armas de fuego para la auto – defensa, en la contratación de servicios
privados de seguridad, o en la variedad de formas de justicia “por mano propia” que han
podido contemplarse en la región en los últimos años: linchamientos, rondas ciudadanas,
“limpieza social”, entre otros. Otra de las respuestas ciudadanas ante la extendida
percepción de inseguridad y la incapacidad del aparato de justicia criminal para aportar
soluciones al respecto lo constituye el apoyo a medidas autoritarias o de “mano dura”
para combatir el crimen, incluyendo el aumento y el endurecimiento de las penas, el uso
de las fuerzas militares, la reinstauración de la pena de muerte, entre otras. En el caso de
la región Triángulo del Norte la extendida percepción de inseguridad, ha conducido a la
politización de todo lo relacionado con el combate al crimen a lo largo de la última
década, lo que ha abierto la puerta también al aprovechamiento político de la ansiedad
pública por la falta de seguridad, y al empleo de lo que los criminólogos denominan
“populismo punitivo” en la definición de estrategias de seguridad pública.
El concepto de populismo punitivo fue elaborado por el criminólogo Anthony
Bottoms (1995, 39-41) a mediados de la década de los noventa, y hace referencia a la
adopción de políticas punitivas por parte de los responsables políticos bajo la asunción de
que estas pueden reducir la criminalidad, reforzar el consenso moral de la ciudadanía
contra las actividades delictivas y, sobre todo, resultar atractivas para determinados
sectores más o menos amplios del electorado. De acuerdo con Bottoms es oportuno
calificar de populistas a este tipo de políticas porque se trata de posturas adoptadas sobre
la base de la creencia de que serán populares entre el público. En palabras del propio
autor (Bottoms 1995, 40), el término populismo punitivo trata de expresar la noción de
responsables políticos aprovechando para sus propios propósitos, lo que perciben como
una postura generalmente punitiva del público. Para Bottoms determinados procesos
sociales generan ansiedad en la ciudadanía por la falta de seguridad, a la que algunos
líderes políticos responden con medidas de tolerancia cero contra el crimen, incremento
de las penas y en general con un enfoque punitivo frente a la criminalidad buscando
réditos electorales. Arteaga (2004, 205) va más allá al afirmar que el populismo punitivo
incluye también la noción de acercar a la sociedad los mecanismos de control social
haciendo corresponsable a la ciudadanía de las tareas de vigilancia. El planteamiento que
subyace detrás de ello según este autor, es el de acercar el poder al pueblo y que este se
sienta más próximo a él. Los discursos de populismo punitivo hacen énfasis en la idea de
que la sociedad y el Estado comparten los mismos objetivos, medios y estrategias, así
como la responsabilidad por los resultados obtenidos en la lucha contra el crimen. En el
caso centroamericano, el concepto de populismo punitivo hace referencia tanto a un estilo
retórico como a un tipo concreto de políticas que hacen énfasis en el papel del ciudadano
13
en la lucha contra la criminalidad y en la corresponsabilidad Estado – ciudadanía en ese
combate. Como estilo retórico el populismo punitivo no está asociado específicamente a
opciones políticas concretas, si bien hasta el momento en la región Triángulo del Norte
ha sido utilizado por las formaciones políticas conservadoras que se encontraban al frente
de los distintos gobiernos. En esta región, la extendida sensación de inseguridad y las
fallas del estado de derecho, han provocado el apoyo por parte de la población del área a
políticas penales basadas en lo que Garland (2005) ha denominado medidas de “justicia
expresiva”. Esto es, medidas de justicia criminal que expresan los sentimientos de ira y
odio de la ciudadanía contra los delincuentes, que buscan castigar antes que rehabilitar y
que no pretenden tanto reducir el delito, como compensar moral y emocionalmente a las
víctimas y por extensión, a una población insegura.
En este sentido el 81.2 por ciento de los ciudadanos salvadoreños señalaba en
2004 la necesidad de implementar leyes más duras para combatir el crimen (Cruz y
Santacruz 2005) y un año más tarde incluso un 44 por ciento de los salvadoreños estaban
dispuestos a aprobar o a pasar por alto el respeto de las leyes con tal de combatir la
delincuencia. (Córdova et al. 2007). En el caso de Honduras, en el 2006 un 55.6 por
ciento de la población justificaba que las autoridades actuaran al margen de la ley con tal
de frenar la delincuencia (Cruz et al. 2007), un porcentaje que para Guatemala era del
43.1 por ciento en el mismo año (Azpuru et al. 2007).
En este contexto, el discurso punitivo ha sido profusamente utilizado en los
últimos años por diversos líderes y partidos políticos ya sea como herramienta electoral,
como forma de aumentar su popularidad o como mecanismo para incrementar su
legitimidad en momentos de crisis o falta de resultados sustantivos de la acción de
gobierno. En el caso de Honduras, la politización de la seguridad llegó a su culminación
con la figura de Ricardo Maduro (2002-2006), cuyos temas estrella de campaña fueron la
corrupción y la inseguridad contra los que el político hondureño prometió “tolerancia
cero”, un mensaje con el que supo llegar a un electorado cuya primera preocupación era
la delincuencia. En Guatemala, la conversión de la violencia común en asunto político se
produjo en la presidencia de Álvaro Arzú Irigoyen (1996-2000), pero pasó a ser un
asunto central de la agenda política con el ascenso de la figura de Alfonso Portillo a la
candidatura de la presidencia de la República por el Frente Republicano Guatemalteco
(2000-2004). Portillo hizo un especial hincapié en su campaña en la salvaguardia de la
seguridad pública, prometiendo mano dura contra los delincuentes. Por lo que respecta a
El Salvador, la inclusión de la delincuencia como prioridad de la agenda política tuvo
lugar durante el mandato de Francisco Flores (1999-2004), si bien ya el presidente
Armando Calderón Sol (1994-1999) trató de poner freno a la violencia con el
endurecimiento de las penas. En julio de 2003 Flores anunció la puesta en marcha del
Plan “Mano Dura”, con un sentido claramente electoralista teniendo en la mira las
elecciones de marzo de 2004 y las buenas perspectivas que hasta aquel momento tenía el
opositor Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de ganar los
comicios. Los sondeos de opinión de mayo de 2003 daban ganador al FMLN por una
abultada diferencia – 40.6 por ciento frente al 23.9 por ciento de ARENA- (IUDOP
2003a). La elección de Antonio Saca como candidato de ARENA y la mala imagen de
Schafick Handal como candidato del FMLN unido a la popularidad de las políticas de
mano dura, parecen haber ayudado sustancialmente a la recuperación del voto de
14
ARENA, que en octubre de 2003 ya contaba con una intención de voto de 41.1 por ciento
frente al 22.3 por ciento del FMLN (IUDOP 2003b).
Las políticas de “Mano Dura”
Una vez en el poder, estos líderes políticos pusieron en marcha medidas de política
criminal con fuertes similitudes en cuanto a sus características e intencionalidad. Más que
intervenir sobre las causas del delito y la violencia, estas políticas se concentraron en
reducir la sensación de inseguridad, a través de despliegues policiales masivos, del
encarcelamiento de jóvenes de barriadas marginales, y del endurecimiento de penas. La
reducción del miedo al delito se convirtió en un objetivo político. En esta dirección, y
durante la presidencia de Ricardo Maduro del Partido Nacional, se comenzó a
implementar en Honduras una línea de políticas de “mano dura” contra la violencia
juvenil. El decreto legislativo 117 del 12 de agosto de 2003 – denominado “Ley
Antimaras” -introdujo reformas al articulo 332 del código penal hondureño. El nuevo
texto incluía la calificación de las pandillas como asociaciones ilícitas y preveía multas
de entre 525 y 10.000 dólares para los líderes de bandas y otros grupos que se asociaran
con el fin permanente de ejecutar algún acto constitutivo de crimen (Mejía 2007, 28).
Asimismo, se aumentaron las penas de prisión imputables por asociación ilícita a los
jefes de maras de 9 a 12 años. Junto a las modificaciones legislativas, se implementaron
operativos policiales ejecutados en el seno del denominado “Plan Escoba” en los que
también participaron fuerzas militares. El objetivo central del plan era la detención de
pandilleros a los que se identificó por medio de los tatuajes que aquellos suelen portar.
Este tipo de marcas personales se convirtió en una prueba de culpabilidad, sin que se
hiciera necesario probar que la condición de pertenecer a una pandilla fuera lesiva de la
integridad física o del patrimonio de otras personas. La legislación anti-pandillas continúa
en vigor tras el cambio de partido en el gobierno y la asunción del poder por parte del
presidente Manuel Zelaya en 2006. Hay que destacar que en el caso de Honduras, la
fuerte presión ejercida por el parlamento para lograr la re-implantación de la pena de
muerte en 2004 y su aplicación a los miembros de pandillas, no consiguió sus objetivos y
fue desestimada en su momento por el entonces presidente Maduro.
Por lo que respecta a El Salvador, el 23 de julio de 2003 el presidente Francisco
Flores del partido ARENA, ordenó el despliegue del operativo “Plan Mano Dura” a
cargo de la Policía Nacional Civil (PNC) y de las Fuerzas Armadas. La finalidad
declarada del mismo era la de reducir la delincuencia mediante la desarticulación y
captura de miembros de todas las pandillas juveniles en las áreas urbanas y rurales para lo
que se procedió mediante el despliegue de grandes operativos policiales y con gran
cobertura de prensa, a la detención masiva de jóvenes pertenecientes o que aparentaban
pertenecer a pandillas. Simultáneamente a la aplicación de este plan el entonces
presidente Flores remitió a la Asamblea Legislativa un proyecto de ley denominado “Ley
Antimaras” que fue aprobada el 9 de octubre de 2003. Dicha ley había de estar en
vigencia inicialmente hasta el 10 de abril de 2004. Sin embargo, el texto incluía
elementos que entraban en contradicción con los principios de la Carta Magna
salvadoreña por lo que desde diversas instancias no gubernamentales se presentaron
varias demandas de inconstitucionalidad. Estas demandas fueron aceptadas por la Corte
Suprema de Justicia de El Salvador quien la declaró totalmente inconstitucional el 1 de
15
abril de 2004. Ese mismo día el presidente remitió a la Asamblea otro instrumento legal
denominado “Ley para el Combate de las Actividades Delincuenciales de Grupos o
Asociaciones Ilícitas Especiales” que fue aprobada de inmediato con los votos de las dos
formaciones políticas de derecha ARENA y Partido de Conciliación Nacional (PCN).
Dicha ley se aprobó con una vigencia inicial de 90 días, del 1 de abril de 2004 al 29 de
junio del mismo año, con el argumento de que superaba las inconstitucionalidades de la
ley anterior. Sin embargo, instituciones como la Fundación de Estudios para la
Aplicación del Derecho (FESPAD) sostuvieron que el texto de la ley era prácticamente
igual que el de la anterior (FESPAD 2005).
Ya bajo la presidencia de Antonio Saca, el 30 de agosto de 2004 se puso en
marcha el Plan Súper Mano Dura como parte de su plan de gobierno 2004 – 2009 “País
Seguro”. Este plan ofreció como novedad el establecimiento de mesas de concertación
sobre las pandillas a las que se convocó a diversas entidades de gobierno, sociedad civil,
sectores religiosos y cooperación internacional dentro de un pretendido esquema de
prevención social de la violencia. Sin embargo, la mayor parte de los recursos del plan
fueron dirigidos a la represión policial, y dentro de ella, el esfuerzo principal se realizaba
en las detenciones sin que existiera un esfuerzo equivalente en la efectiva investigación
criminal, lo que produjo que tan sólo una pequeña parte de los pandilleros detenidos fuera
encontrado culpable de algún delito. Si es cierto que las cifras de secuestros, extorsiones,
robo y hurto disminuyeron desde la entrada en vigor de dicho plan, no así las de
homicidios ni las de lesiones. Hay que resaltar que los tribunales de justicia salvadoreños
ejercieron una labor destacable de protección de las garantías individuales de los jóvenes,
y en este sentido las cifras de personas puestas en libertad tras ser detenidos así lo
atestiguan. De un total de 19.275 detenidos entre el 23 de julio de 2003 y el 30 de agosto
de 2004, el 84 por ciento salieron en libertad sin cargos (FESPAD 2004).
En el caso de Guatemala, el 9 de febrero de 2005 fue elevada una iniciativa
legislativa para la aprobación de una ley antimaras de características similares a la de El
Salvador. Como en los dos casos anteriores, en esta propuesta las maras pasaban a
convertirse en asociaciones ilícitas y la prueba de su pertenencia eran también los tatuajes
o el hecho de utilizar lenguaje gestual como código de comunicación. También en
febrero del año 2005 y bajo la presidencia de Oscar Berger del partido Gran Alianza
Nacional (GANA), se puso en marcha un plan contra la delincuencia denominado
“Libertad Azul”, cuya eficacia en términos de reducción de la criminalidad parece
igualmente cuestionable ya que la aplicación de la política de arrestos masivos sin tener
pruebas de culpabilidad de los individuos condujo, ya en los primeros meses de su
implementación, a la liberación de casi el 70 por ciento de los detenidos (Monterroso
2003, 13) y ello teniendo en cuenta que algunos jueces avalaron las detenciones
arbitrarias. Hay que destacar que en el caso guatemalteco, la falta de consenso entre la
clase política ha impedido que se aprobara la legislación antimaras. En este sentido, la
propuesta de la Ley Escoba del Partido de Avanzada Nacional (PAN) de agosto de 2003,
fue rechazada por el entonces partido de gobierno Frente Revolucionario Guatemalteco
(FRG) por considerarla electoralista. Otro elemento que destaca en el panorama
guatemalteco lo constituye la rehabilitación en 2008 del uso de la pena de muerte para
castigar delitos de secuestro y asesinato, una pena que había sido mantenida en suspenso
desde el año 2002. Hay que subrayar que esta decisión fue aprobada por una aplastante
16
mayoría en el Congreso guatemalteco, incluyendo la del partido gobernante Unidad
Nacional de la Esperanza (UNE).
Como se puede comprobar, la perspectiva adoptada en los tres países ha sido la de
considerar al delito más como una cuestión de falta de control social que como un
problema relacionado con las privaciones experimentadas por la población o con las
fallas del estado de derecho. Lo que se pretendía era fundamentalmente satisfacer el
extendido sentimiento de punitividad de la población aprovechando la ansiedad que
provoca la generalizada percepción de inseguridad y las altas tasas de delito, buscando de
paso capitalizarlas electoralmente. Esto significa ofrecer una respuesta simple – la cárcel,
el sistema de justicia criminal – a un problema tan complejo como el que constituye la
delincuencia juvenil. Esto es - y parafraseando a Newburn (2001) -, poner en marcha la
doble falacia que significa considerar a las altas tasas de criminalidad como algo pasajero
y achacable exclusivamente a la fortaleza de las bandas juveniles, y afirmar que la
delincuencia tiene unas pocas causas fácilmente identificables sobre las que se puede
actuar, o lo que es lo mismo, desarticular a las pandillas y encarcelar a sus líderes como
solución a todos los problemas de seguridad ciudadana.
A MODO DE CONCLUSIÓN
El auge de la violencia y el crimen en un entorno marcado por una inseguridad social y
económica persistentes y por la incapacidad de los estados para hacer valer el estado de
derecho, han generalizado una fuerte percepción de inseguridad en la población de
Guatemala, El Salvador y Honduras. El crimen, - y particularmente algunas de sus
manifestaciones como la delincuencia juvenil - se ha convertido en un problema político
de primera importancia en las sociedades de la región, desplazando de la agenda política
a otros asuntos que atañen particularmente a los tres países del área como la extensión del
subempleo, la desprotección social o la penetración del crimen organizado en las
estructuras del Estado. En el análisis del caso centroamericano se observa que estados
débiles con instituciones frágiles y con democracias en fase de consolidación, priman las
respuestas defensivas - adaptativas ante el auge de la delincuencia, reforzando la
punitividad, y excluyendo casi totalmente las respuestas preventivas. En los últimos años
se han implementado medidas de lucha contra la criminalidad que priman el castigo antes
que la rehabilitación, que persiguen reducir el miedo en lugar de actuar sobre las causas
de la criminalidad y que no pretenden tanto reducir el delito como la compensación moral
de las víctimas y del público en general. Las razones de ello son complejas pero entre las
mismas se pueden citar las siguientes: de una parte, la existencia de niveles de
criminalidad muy elevados caracterizados por una fuerte presencia de crímenes violentos
que generan mucha alarma social. De otra, la poca confianza en la capacidad de las
instituciones para impartir justicia, y la histórica desigualdad en la distribución de la
misma – con la existencia recurrente de grupos excluidos de su aplicación – que han
llevado a los habitantes de la región a buscar compensaciones a través de canales y
métodos extra – judiciales o a la aceptación de respuestas violentas por parte del Estado
para enfrentar el crimen. En tercer lugar, la persistencia de una inseguridad social y
económica muy extendida que incrementa la desconfianza inter – personal y hacia las
17
instituciones estatales, y que refuerza la sensación de inseguridad generada por el miedo
al crimen. Finalmente hay que destacar que el carácter de las fuerzas políticas concretas
que han ocupado el poder en la región en estos años también determina en cierta manera
el tipo de respuestas desplegadas. Los partidos políticos que han abogado con mayor
fuerza por las medidas de mano dura han sido formaciones políticas conservadoras de
raigambre autoritaria – caso de ARENA en el Salvador y el FRG en Guatemala –. Para
este tipo de agrupaciones, las soluciones punitivas constituyen una respuesta
ideológicamente coherente para enfrentar el conflicto social y han resultado
electoralmente rentables en determinadas coyunturas, especialmente en el caso
salvadoreño. Sin embargo en este punto cabe destacar que la evidencia disponible apunta
a que el uso de medidas de justicia expresiva no es patrimonio exclusivo de ningún signo
político, y que estas están siendo utilizadas también por formaciones políticas del centro
– izquierda del espectro político, como muestra el caso de la gobernante Unidad Nacional
de la Esperanza (UNE) guatemalteca. En este sentido, el triunfo electoral del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador en marzo de 2009
ofrece una oportunidad para testar las diferencias en la aproximación hacia la violencia y
el crimen a lo largo del espectro ideológico de las fuerzas políticas centroamericanas.
Hasta el momento el abordaje gubernamental de los problemas de violencia y crimen en
la región ha consistido fundamentalmente en considerarlos como problemas de falta de
control social, queda por ver si los magros resultados de las políticas de “mano dura”
estimulan un replanteamiento de las políticas dirigidas a enfrentarlos.
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