El por qué de las historias Estas historias son reales. Parten de experiencias personales relatadas por los mismos pacientes. Detrás de cada dolor hay una vivencia, un pasado y un proyecto de vida. 01. ¡Dios mío, dame otra oportunidad! ¡A Diego lo agarró un colectivo!, fue la primera noticia que me llegó. No lo podía creer. ¿¡Qué pasó!?... exclamé y pregunté a la vez. Las dos ruedas de un bus o microómnibus le habían pasado por encima de la pelvis, entre el ombligo y la raíz de sus piernas. Como si literalmente lo hubieran partido en dos. Diego es mi sobrino directo, y mi paciente a partir de ese accidente. Tenía 18 años y cursaba el último año de la secundaria. Un chico bueno, normal, un chico como todos aunque algunas cosas lo hacían diferente… Ese sábado por la mañana le propuso a su amigo, “el gordo”, como lo llama cariñosamente, ir en bicicleta de Caseros a San Justo para ver una exposición de cuadros que su profesora exhibía en un salón. A ninguno de los dos le interesaba el arte pero sintieron pena por ella porque tenían la seguridad de que muy pocos irían a la inauguración. De regreso, circulaban por una ancha avenida donde transitaban gran cantidad de colectivos. Uno de ellos, debido a una pésima maniobra, embistió a Diego en su bicicleta fracturándole la pelvis, lesionando su columna y aplastando los órganos internos de su sistema urinario y reproductor. En el piso, sangrando pero con total conciencia exclamó: ¡Dios mío no puedo morir ahora, dame otra oportunidad! Corridas, ambulancia, gente que iba y venía, terapia intensiva, tres días al borde de la muerte, la angustia de cada uno, la súplica de todos y los dolores insoportables de Diego, eran moneda corriente por esos días. Hijo único, los “por qué” de mi hermana, de mi cuñado, de mi madre y especialmente de Dieguito, no dejaban de ”martillar” en nuestras cabezas. Recuerdo que en una de las primeras visitas, él estaba tendido en la cama con dolores inaguantables, pidiéndome algún consejo para superarlos ya que ni los calmantes podían apaciguarlos. Le dije que como él pensaba estudiar psicología, que empezara a ser psicólogo con cada uno de los amigos que venían a visitarlo y cuando le preguntaran cómo estaba, diera una contestación rápida volviendo a repreguntar lo mismo a su visitante. Con el paso de los días descubrió que podía escuchar, aconsejar y olvidarse por momentos del propio dolor. Empezó a ser visitado cada vez más debido a las palabras que nacían sabias desde su propio sufrimiento. Se sintió asistido por una gracia especial proveniente de ese Dios que volvía a darle una oportunidad y un nuevo sentido a su vida. A los pocos días me dijo con una sonrisa y una paz que no puedo describir: “Gracias tío, me sirvió tu consejo”. Esas palabras todavía hoy resuenan con alegría en mi corazón. Diego era un buen pibe pero necesitaba salir del “montón”. El mismo lo relata así: Relato de Diego Esta es mi historia, que podría ser parecida a muchas otras historias, pero es distinta, porque es lo que a mí me tocó vivir. En ese entonces yo era un joven de 18 años como cualquier otro, estaba estudiando (terminando mi secundaria), realizaba montones de actividades, jugaba al fútbol, tocaba la guitarra, me gustaba la música (como aún sigue siendo), y disfrutaba muchísimo con mis amigos de todas las cosas que compartíamos: salidas, deportes, tardes de mate y noches de fiestas. Yo era un muchacho muy activo que trataba de exprimirle siempre a esta vida hasta la última gota. A decir verdad, la pasaba bastante bien. Sentía que tenía todo un mundo por delante y aprovechaba hasta el último segundo. Pero, por otro lado, también, no sabía por qué y para qué vivía todo aquello. Todas estas cosas que hacía, no terminaban de llenar realmente mi corazón. Tampoco entendía el por qué de las cosas que me hacían sufrir: los problemas familiares, desde lo más material hasta las incomprensiones y faltas de amor que uno puede recibir, incluso sin ser queridas por los demás. Me preguntaba por qué el dolor, el sufrir, el morir de tantas personas (como los seres queridos). Me preguntaba por el sentido de la vida pero al no encontrarle respuesta se generaba un vacío en mí, me apesadumbraba. Recuerdo pasar noches sin poder dormir por una amargura que me oprimí. O no saber para qué levantarme en las mañanas. Esto me producía una faceta triste, negativa, y hasta egoísta. Y aquí viene lo que sacudió y cuestionó mi vida. Una tarde, allá por el año 2001, precisamente el 31 de octubre a las 17, fuimos con unos amigos a ver una muestra de arte de una profesora de la secundaria, que se realizaba en una universidad. Recuerdo que era una tarde hermosa, muy soleada, en que la gente paseaba por las calles disfrutando del día. Yo fui a este lugar en bicicleta, acompañado por mi amigo Diego, “el gordo”, y al volver con él de allí, mientras transitábamos una avenida central, sucedió algo que nunca me hubiese imaginado. Un colectivo que venía a velocidad embistió mi bicicleta y me arrancó de ella haciéndome girar por el aire y caer debajo de sus ruedas traseras. Al atravesarme literalmente me partió al medio. Me abrió a la altura de la cintura, me produjo múltiples quebraduras y una hemorragia que parecía imparable. Al abrir los ojos y verme empapado en sangre se me cayó el mundo encima. Todo se volvió negro, todo se desvanecía, la vida, mi vida, mi familia, mis amigos, mis cosas, mis sueños (pasaba por mi mente aquella famosa película que cuentan). Todo lo vivido, de repente, no era nada. Sentí, como que me disolvía, que me ahogaba, que me iba, como que mi alma se iba. Me sentí morir. Y lo único que atiné a decir fue: “Si existís realmente, quien quiera que seas, ayudame. DIOS MÍO NO ME ABANDONES, mi vida está en tus manos, yo te la doy”. Y luego quedé en silencio, en un silencio profundo. Pensaba qué pasaría, si existiría el Cielo y que sería de mí, de lo que era. Después sentí una Gran Paz que me envolvía, como que me abrazaba. Todo se aquietó. Se congeló el momento: la gente que gritaba a mi alrededor, mi amigo que me pedía que no me muriera y toda la escena que yo observaba, pasó a otro plano. Ahí confié y creí como nunca. Llegó una ambulancia (que alguien de allí llamó) y me trasladaron a un hospital y me intervinieron quirúrgicamente de urgencia. Quedé dos días en terapia intensiva, la situación era realmente crítica, con alta probabilidad de muerte. Cuando salí de terapia y estando ya en sala común, los médicos me confesaron que me había salvado de un cuadro muy difícil y que pensaban que había sido un milagro, porque increíblemente no se me produjo una hemorragia interna que hubiese sido mortal). Así con fractura de pelvis, sacro y rotura de uretra pasé 28 días en una cama del hospital, sin moverme. Luego esto siguió así en mi casa. Tenía por delante un largo proceso de recuperación. Pero con la ayuda de mis padres, de mis abuelos, de otros familiares y de muchos amigos que me hicieron “el aguante”, más el tratamiento de médicos y kinesiólogos, entre los que se encontraba mi tío Rubén, fui recuperándome de a poco. Todo se transformó, volvió a nacer. Yo también. Pasé de la cama, a la silla de ruedas, después a incorporarme con muletas y hoy en día puedo caminar muy bien con la ayuda de mi bastón. Además mis vías urinarias fueron reconstruidas, y hoy, luego de tres años, gozo de una vida normal. Llevo 5 años de novio, en vías de casarme, con el amor de mi vida, “Majo”. Estoy en cuarto año de la carrera de Psicología a un año de recibirme, si Dios quiere. Pude también trabajar y seguir disfrutando de las cosas que amo, junto con mis amigos y la gente que me quiere. Debo confesar que, desde aquel día, nada volvió a ser igual, todo en mi vida cobró verdadero sentido. Aquello que buscaba y por lo que me cuestionaba cada día, apareció, o en realidad, siempre estuvo ahí y no lo veía. Si me preguntan:”volverías a vivir esto” diría que “Sí”. No hay comparación entre lo que perdí y lo que gané. Hoy puedo ver con nuevos ojos, disfrutar cada instante como si fuera el último, valorar la vida, hasta en lo más simple, porque es un regalo, un verdadero milagro. Creo fuertemente que hay Alguien que nos creó, sostiene esta vida y guía todos nuestros pasos. Que conoce todo de nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Y nos habla de diferentes formas, solo hay que saber escucharlo y confiar. Él nos ama como nadie, más allá de todo, jamás nos abandona y solo busca nuestra felicidad. Por esta verdad, vivo y amo esta vida. Yo brindo por la vida y por Aquél que nos regala el sol cada día. Nuestro Señor. Señor de la Vida. Comentario Hoy Diego tiene 26 años, operado varias veces salvó su sistema urinario y reproductor. Está próximo a su casamiento con Majo, una hermosa y fiel compañera, trabaja medio día como secretario en uno de mis consultorios, está terminando la carrera de Psicología y es una luz en medio de la oscuridad. Me fascina escucharlo decir que si tuviera otra vez 18 años, querría que le vuelva a suceder el mismo accidente para no privarse de todo lo recibido por Dios a través del sufrimiento. Vuelvo a repetirlo, me fascina escucharlo aunque muy pocos lleguemos a entenderlo. 02. La Vida después de la vida Afuera llueve y algunos pacientes han faltado a la consulta. Para no perder tiempo, me pongo a leer algún libro que siempre tengo entre manos y en lo mejor de la lectura me avisan la llegada de una paciente. Entra con su esposo, denota en sus gestos un dolor muy particular. Ante mi inquietud por su consulta, comienza a describirme los diversos dolores que afectaban a su columna y a alguno de sus miembros debido a un accidente. Cuando le pido que me cuente cómo fue, con una mirada entre pícara y misteriosa, inicia su relato. “Estábamos viajando con mi esposo y mi hijita Milagros de 6 años por la ruta 3 a mediana velocidad cuando, repentinamente, me distraigo y pierdo un poco el control del auto, la rueda delantera derecha “muerde” el borde de la ruta y el auto empieza a dar vueltas hasta no poder dominarlo. Luego de unos segundos, fuimos a parar al otro lado de la ruta, de la mano contraria, y terminamos con las ruedas mirando al cielo y destruyendo el alambrado de un campo”. Su marido continúa el relato: “Quedamos con mi esposa literalmente colgados del techo con el cinturón de seguridad. Ella estaba inconciente. Giro la cabeza hacia atrás y Milagros no estaba. La puerta trasera estaba abierta y nada se escuchaba. Me saco el cinturón de seguridad y salgo rápidamente por la ventana del auto. Vuelvo hacia la ruta y camino unos metros hasta que veo un bulto a la distancia. Corro hacia ese lugar hasta quedar paralizado. Era mi hija. Estaba tiesa, parecía muerta, con los ojitos cerrados y agarrada a su muñeca. Con una voz entrecortada por la angustia pero suave a la vez, le digo: ¡Milagros! Y ella, entreabriendo sus ojos, me contesta con un: ¡Hola papi! Le pregunto: ¿Cómo estás hijita? Muy bien papá, gracias al abuelo Aníbal que me tomó en el aire cuando estaba cayendo y me apoyó despacito en el piso, responde Milagros. Yo no entendía bien la situación. Mi suegro o sea el abuelo de mi nena había fallecido hacía 20 días y sus palabras me parecían incongruentes y fantasiosas. Cuando me cercioro de que estaba sin rasguño alguno, vuelvo apresuradamente al auto volcado para ayudar a mi esposa. Con sorpresa la veo salir por sus propios medios a pesar de haber estado inconciente y en una posición complicada para librarse del cinturón de seguridad. Cuando estoy llegando, la tomo de un brazo, le pregunto si se encontraba bien y como había salido del auto. “Fue mi papá, te lo juro, él me ayudó a salir y me dijo que me quedara tranquila que Milagros estaba muy bien”. Todavía recuerdo su rostro iluminado y asombrado por su mismo relato...” Doctor, parecía algo increíble. Mi mujer no sabía en ese momento que Milagros me acababa de narrar casi lo mismo. No era una fantasía de la nena, era algo real. ¡Fue mi suegro, Aníbal! ¡Habían pasado solo 20 días de su entierro y se manifestaba con vida!” Luego vinieron a rescatarnos otros autos y una ambulancia que nos llevó al hospital. Nos hicieron todos los estudios pertinentes y no encontraron fracturas ni lesiones importantes. Lo que más nos asombraba era el desfile de profesionales que rodeaban y preguntaban a Milagros lo que le había sucedido. Ella siempre relataba lo mismo: “ Yo estaba dormida con mi muñeca y de golpe empecé a volar por el cielo cuando mi abuelito Aníbal que tenía un vestido de tul rosado me sostuvo en sus brazos y me apoyó muy despacito en la tierra para que no me lastimara”. El relato me deja atónito. Entonces los muertos no están muertos, me repetía para mis adentros. Los muertos viven y encima nos ayudan sin pedirlo siquiera... Quiero decir algo, abro la boca pero no me sale ninguna palabra. Solo atiendo a la mamá de Milagros. Realizo la praxis vertebral en su columna mientras mi cabeza no deja de pensar y meditar. Nos despedimos con un abrazo, sintiendo que compartíamos un sentimiento que nos unía más allá de la consulta. Los silencios tenían mayor significado que cualquier otra expresión. Comentario Desde ese día no soy el mismo. Antes me habían contado historias del más allá, hoy las vivía en mi propia carne ya que la verdad era incontrastable y en mi corazón no entraba ninguna duda. A partir de ese momento comprendí por qué mucha gente “hablaba sola” en sus casas con los que yo creía que habían partido y sin embargo parecen estar más vivos y más cerca de lo que creemos. 03. El novio de la novia Hace unos diez años se estrenó “El hijo de la novia”, una película que casi gana el “Oscar”. Era la historia conmovedora de un hijo (Ricardo Darín) que colaboraba para que su padre, luego de muchos años de casados, pudiese celebrar con su madre el matrimonio “por iglesia”. El papel de madre era interpretado por Norma Aleandro, una actriz formidable que caracterizaba a una mujer mayor con enfermedad de Alzheimer. Se daba por sobrentendido que ella había deseado casarse por la iglesia. Las características de la enfermedad de Alzheimer eran el eje de la película: una mirada ausente, extraviada, con atención dispersa, contestaciones absurdas, réplicas agresivas o risueñas. Una persona difícil de controlar y de predecir, con total inconciencia de sus actos. Hay algo que me impactó desde el comienzo hasta el final: la actuación excepcional del esposo, caracterizado por Héctor Alterio. El personaje era un hombre sensible a la enfermedad de su cónyuge. La trataba con mucho cariño, respetándola casi hasta la veneración. Mantenía diálogos inconclusos que absurdamente él completaba como si ella estuviera en sus cabales o como si él tuviera la enfermedad. Interpretaba sus respuestas como si fueran concientes, trataba de darle una explicación coherente a lo incoherente y jugaba el papel de un maridonovio totalmente enamorado. Siempre me dije: “es una película, en la realidad ningún hombre aguantaría o trataría con tanta paciencia y cariño a una esposa con Alzheimer”... Pero lo he visto en mi consultorio: Hace un año aproximadamente, un paciente con dolor de hombros, oriundo de Necochea, provincia de Buenos Aires, entró al consultorio siendo acompañado por su esposa. Mientras él me contaba su dolencia, ella asentía con una sonrisa hacia ambos interlocutores. También daba respuestas cortas y otras que no se entendían. Ella hablaba muy poco y él de vez en cuando le devolvía una mirada tierna o una caricia apaciguadora. Todo resultaba extraño hasta que me explica, casi furtivamente: -Lo que sucede doctor es que ella tiene Alzheimer y pobre... a veces entiende y a veces no. No se da cuenta. Pero es buenita, no me trae ningún problema. Yo me dedico a cuidarla todo el día. Ella me tiene a mí y yo a ella… Mientras tanto ella , asentía con monosílabos tan dulces y tiernos como el mismo amor que los unía. Lo atendí unas cuantas sesiones más en donde nada cambiaba, al contrario, parecía que ese amor crecía día a día, que la enfermedad era la gasolina que aumentaba ese fuego abrasador. Es Alterio, me dije, el de la película es real, existe… El tratamiento finalizó ya que él se había mejorado notablemente de su lesión. Pero hace pocos días volví a verlo. Entró solo al consultorio. Mi pregunta fue directa: ¿Y su señora? Con una leve sonrisa sombreada de pena me responde: Falleció hace un mes. ¿Y cómo se siente? Muy bien doctor. Se me murió casi de un día para el otro. Fuimos siempre muy compañeros, no me despegaba de ella un instante ya que ambos nos necesitábamos. Con cierto tono sereno pero tramposo, le pregunté si nunca se le había ocurrido internarla en un geriátrico o psiquiátrico ya que bien sabemos lo cansador que es atender a estos enfermos. Buscaba “la quinta pata al gato”. Una queja, un lamento o un llanto para que descargara no se qué cosa y el me contestó: No doctor, nosotros somos muy católicos y mientras tuviera fuerzas no iba a permitir semejante cosa. Hice todo lo que tenía que hacer cuando ella estaba con vida. La quise y la quiero. A veces la extraño, pero tengo muy ocupado el día. Mis nietos y mis hijos siempre me necesitan y esa es mi misión. Su mirada era pacífica y sincera. La película se había transformado en algo real y yo formaba parte de ella… Comentario Este testimonio reforzó en mí el versículo bíblico, pleno de ilusión y heroísmo, que guió mi vida matrimonial desde el día que me casé con Alejandra, mi esposa: “Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu brazo, porque el Amor es fuerte como la Muerte, inflexibles como el Abismo son los celos. Sus flechas son flechas de fuego, sus llamas, llamas del Señor. Las aguas torrenciales no pueden apagar el Amor, ni los ríos anegarlo”. Libro El Cantar del los Cantares, capítulo 8, 6-7 Y como a “El novio de la novia” seguirá guiándome hasta que la muerte nos separe...