Trabajos originales Autor Humberto Casarotti Médico Psiquiatra, Neurólogo y Legista. Centro de Estudios e Investigación en Psiquiatría Henri Ey. Presidente Berro 2531. E-mail: hcasaro@adinet.com.uy * Conferencia realizada en el Coloquio sobre Depresión organizado por la Coordinadora de Psicólogos el 9 de setiembre de 2000, junto al neurobiólogo L. Barbeito y al semiólogo F. Andacht. Depresión a fin del siglo XX* Resumen Summary Al señalar características de la psiquiatría actual como sustrato de los sistemas de diagnóstico, se considera la importancia de algunos cambios evolutivos con relación a la patología del humor: el abandono del uso de la denominación “depresión neurótica”, la extensión del área de los trastornos bipolares, la investigación de formas menores y persistentes de depresión, el replanteo de los trastornos de personalidad depresivos, etc. By pointing out features of present psychiatry as substratum of diagnosis systems, the importance of some evolving changes regarding mood pathology is considered, namely: giving up of the use of the denomination “neurotic depression”, extension of the range of bipolar disorders, investigation about minor and persistent forms of depression, reconsideration of depressive personality disorders, etc. Frente a la referencia de que existen “epidemias de depresión”, se analiza qué es lo que permite afirmar que “un caso” sea patológico, señalando el valor diferente de los criterios diagnósticos según su forma de aplicación. Los datos de prevalencia de depresión, resultado de la aplicación de los criterios por técnicos y dentro del contexto clínico, son muy inferiores a los obtenidos por la utilización por no técnicos de criterios modificados y en encuestas de población. Para evitar el incremento de casos “falsos positivos”, fue necesario revalorizar como aspecto esencial del diagnóstico el juicio del clínico, por lo que se agregó el llamado criterio de “significación clínica”. Facing the reference that there are “depression epidemics”, the facts that allow to assert that “a case” is pathologic are analyzed, pointing out the different value of diagnostic criteria, according to the way they are applied. Prevalence data on depression resulting from the use of criteria by technical staff within a clinical context, are much lower than those obtained by non-technical staff using modified diagnostic criteria and population surveys. In order to avoid the increase of “false positive” cases, it became necessary to re-value clinical judgment as an essential aspect of diagnosis; thus, the so called “clinical significance” criterion was added. Palabras clave Key words Depresión Epidemia Diagnóstico “Significado clínico” Depression Epidemic Diagnosis “Clinical significance” No siendo fácil presentar el estado actual de una categoría clínica como la de los trastornos del humor a un auditorio cuya formación es predominantemente psicopatológica, esta disertación se limitará a tres puntos. En primer lugar, poner en común conceptos centrales, luego considerar algunos aspectos de la evolución histórica de este problema y, finalmente, reflexionar sobre la referencia que se reitera en la actualidad acerca de que existe una “epidemia de depresión”. A Con relación al primer punto, conviene señalar algunos de los rasgos que caracterizan la fase de desarrollo en que se encuentran, a fin de siglo, la psicopatología y la psiquiatría: página 56|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Depresión a fin del siglo XX 1) Después de más de cien años de evolución, hoy se postula que entre las estructuras de la vida mental normal y las estructuras psicopatológicas existe una diferencia cualitativa que es objetivada por el diagnóstico psiquiátrico. 2) Por otro lado, al diagnosticar los trastornos mentales se distingue entre el diagnóstico de los tipos psicopatológicos (por ejemplo, síndrome de demencia, síndrome maníaco, depresivo, etc.) y el diagnóstico de los tipos de procesos patológicos (trastorno bipolar, depresión breve recurrente, enfermedad de Alzheimer, enfermedad vascular, etc.). Lo que significa que la praxis psiquiátrica actual ya no es más la de los años 60 que en la práctica se agotaba en el diagnóstico de una estructura psicopatológica, sino que ese diagnóstico psicopatológico debe completarse –cuando es posible– con el del proceso organógeno que lo determina. 3) Finalmente, los desarrollos neurobiológicos van confirmando la hipótesis de organicidad de los trastornos mentales, entendidos como formas de desorganización organísmica del “organismo psíquico” 1). Aunque el modo como esto es expresado sea aún confuso, se va haciendo necesario, por un lado, distinguir entre psiquiatría dinámica y psicoterapia psicoanalítica (Gabbard2) y por otro, superar definitivamente las contradicciones de las teorías órgano-mecanicistas y psicogenetistas eliminando la tradicional dicotomía “organogénesis/psicogénesis”. Este marco conceptual es el que fundamenta a los sistemas de codificación diagnóstica desde el DSM-III en adelante. Son ejemplos la organización de los ejes I y II para los tipos psicopatológicos, separados de las categorías “organógenas” del eje III, y el establecimiento del capítulo de “motivos de consulta” que no son propiamente un trastorno mental (por ejemplo, problemas de “psicología médica”, dificultades de relación padres/hijo, de pareja, con relación al género, etc.). Circunstancias que, por la historia de la especialidad, forman parte de la consulta psiquiátrica aun cuando conceptualmente queden por “fuera” de lo nuclear de esta especialidad médica. Un ejemplo de lo dicho lo aporta la consideración de la patología del “humor”, que es uno de los capítulos más estudiados actualmente. El DSM-IV distingue, por un lado, los síndromes del humor como estructuras psicopatológicas que se describen, pero que no se codifican (episodios: depresivo, maníaco, mixto, etc.) y por otro, los tipos de enfermedades afectivas que sí se codifican (trastornos: depresivo mayor, distímico, bipolares, por enfermedad médica o por sustancias, etc.). Tipos a los que se agregan otras dos categorías, una que es patológica (los trastornos adaptativos con depresión) y otra que no se considera patológica (el duelo). Este capítulo de DMS-IV se completa con la consideración de diferentes características semiológicas y de aspectos evolutivos longitudinales así como con la proposición de categorías depresivas “en estudio” de validación (por ejemplo, formas depresivas menores: trastorno mixto ansiosodepresivo, depresión depresivo breve recurrente y el trastorno de personalidad depresiva). Trabajos originales B Con relación a la evolución histórica vale la pena repasar algunos momentos evolutivos para comprender qué elementos subyacen al esquema del DSM-IV y qué dificultades fueron sorteadas hasta llegar a los tipos diagnósticos actuales. En la primera mitad del siglo pasado durante el paradigma de la alienación mental, es decir3, cuando se pensaba que solo existía una única enfermedad mental, se reconocía al lado de la “monomanía alegre” una “monomanía triste” o lipemanía. De ese diagnóstico indiferenciado de lipemanía, se fueron distinguiendo4 (al abandonar el modelo de la “psicosis única” y pasar al de “enfermedades mentales”), además de la melancolía o depresión mayor actual, otras afecciones: la confusión mental, la neurosis obsesiva, el estupor catatónico y los delirios crónicos de persecución. A fin de siglo, los estados melancólicos fueron integrados por E. Kraepelin junto a los episodios maníacos, en una psicosis crónica periódica: la “psicosis maníaco-depresiva”. Percepción clínica de la relación de dos síndromes polares que también había sido reconocida por autores como Baillarger y J.P. Falret. Kraepelin define a esta “vesania” centralmente por su repetición, es decir, por su “cronicidad periódica” distinta a la “cronicidad persistente” de las demencias H. Casarotti|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|página 57 Trabajos originales precoces y sin acentuar la semiología polar, maníaca o depresiva de los episodios. La unificación que este autor propuso y que encontraba fundamento en el reconocimiento de los estados mixtos (episodios con síntomas maníacos y depresivos) se produjo dentro de un modelo médico de enfermedad. Este modelo, enfocando la descripción clínica y la evolución longitudinal, consideraba a las enfermedades mentales como entidades clínico-etiológicas. Posteriormente, la postura de E. Bleuler, con su reconocimiento de la obra freudiana, refiriéndose a la melancolía como “trastornos afectivos” flexibilizó y debilitó el concepto kraepeliniano de entidades. Al insistir menos en lo evolutivo, su obra facilitó la utilización progresiva de criterios diagnósticos transversales lo cual, especialmente en Norteamérica, determinó un incremento del diagnóstico de esquizofrenia y una disminución correlativa del diagnóstico de las crisis maníacas delirantes. Esta confusión diagnóstica es solucionada cuando al diagnóstico son reintegrados los criterios longitudinales evolutivos, por ejemplo, de curso bifásico, de buena remisión, de respuesta a los reguladores del humor, etc.). En EE.UU., como bien lo señala J.F. Goodwin5, debido a la influencia del modelo psicoanalítico, al considerar esta afección se enfatizaban los factores psicosociales, entendiendo a la psicosis maníaco-depresiva como una de las formas de reacción de la “unidad psicobiológica” de acuerdo con los conceptos de A. Meyer. Dentro de esta historia el descubrimiento freudiano transformó a la psiquiatría al hacer comprender que el sujeto está implicado en su patología mental. Desde entonces las enfermedades mentales son conceptuadas no sólo como “enfermedades” al igual que todas las demás afecciones, es decir, como experiencias padecidas, sino también como específicamente “mentales”. Es decir, como experiencias de algún modo “queridas” donde la intención es inconsciente propiamente dicha. Este descubrimiento se acompañó a lo largo del siglo XX, dentro de las psiquiatrías de orientación psicoanalítica, de una negligencia cuando no de una negación del diagnóstico psiquiátrico. Durante la mayor parte del siglo XX los psiquiatras, atendiendo más al carácter de intencionalidad de las enfermedades mentales, y no distinguiendo estructura psíquica de causalidad, se desinteresaron por el diagnóstico. A partir de los años 60 el desarrollo terapéutico de la psiquiatría, generado por los tratamientos biológicos aplicados de modo diferencial (convulsoterapias, psicofármacos, etc.), obligó a recuperar el diagnóstico clínico. Este trabajo de recuperación se objetivó en los manuales diagnósticos de la APA desde el DSM-III6, y posteriormente en la 10ª edición de la clasificación de enfermedades de la OMS7. Manuales diagnósticos que a veces son criticados pero también utilizados como referencia, incluso en las publicaciones psicoanalíticas8. Durante la mayor parte del siglo XX la práctica psiquiátrica en depresión fue muy semejante. Estos pacientes eran tratados en dos espacios de atención: en los servicios de hospitalización se atendía a las formas mayores, esporádicas y de la psicosis maníacodepresiva (episodios de depresión y de manía), y las formas menores eran asistidas en los servicios externos, en la medida que la práctica clínica se descentraba del hospital. Este esquema asistencial generó un esquema conceptual dicotómico, entre “depresión psicótica” y “depresión neurótica” o formas “endógenas” y “reactivas”. Esta distinción, a pesar de ser criticada por diversos autores9, persistió en el pensamiento médico corriente hasta hace unos veinte años e impidió durante décadas percibir que el área de los trastornos afectivos era más compleja. Esta percepción solamente se logró cuando la psiquiatría en su evolución comprendió que el diagnóstico de una estructura psicopatológica es solamente un paso en el diagnóstico psiquiátrico del proceso de enfermedad. Lo que se asiste psiquiátricamente no son “estructuras psicopatológicas” sino pacientes que padecen trastornos, cuya naturaleza es lo que hace “especial” a esta especialidad, médica y psicológica. El esquema tradicional de los trastornos afectivos con su división en dos tipos de depresiones, que hasta 1980 presentaron los sistemas diagnósticos (por ejemplo, el DSM-II), se completaba con el agregado, dentro de los “trastornos de personalidad”, de formas afectivas (en particular, el “trastorno ciclotímico”). Es decir, como rasgos o tendencias patológicas a la oscilación afectiva, pero no valorados como va a suceder posteriormen- página 58|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Depresión a fin del siglo XX te, como formas subsindrómicas de humor patológico. Al abrirse progresivamente la psiquiatría a la comunidad los datos epidemiológicos respecto a depresión se fueron modificando, pasando de un 2-3% de formas mayores a un 15-20% de formas menores e incluso más. Estos y otros hechos cuestionaron y finalmente modificaron el esquema tradicional: a) la no confirmación de que los tratamientos psicológicos fuesen tan eficaces como se afirmaba en las formas menores de depresión; b) la comprobación, por el contrario, de que la convulsoterapia también era eficaz en muchas formas de depresión menor; c) el descubrimiento de los antidepresivos y su aplicación relativamente sencilla en las formas menores; d) la percepción clínica de que muchos pacientes en la evolución longitudinal de su trastorno presentaban depresiones mayores y menores; e) la comprobación de que existían formas de depresión que eran de menor duración; y finalmente, f) de que los episodios depresivos persistían, a veces en forma sindrómica como depresiones crónicas y otras veces, con mayor frecuencia de la que los esquemas indicaban, en formas subsindrómicas, como “trastornos del comportamiento”. La ampliación del número de casos de depresiones menores y la cuestión de la relación beneficio/riesgo en la aplicación de los tratamientos biológicos, exigían responder a la pregunta: ¿cuándo es que los síntomas depresivos definen a un caso como depresión? Pregunta que derivó en encarar nuevamente el “diagnóstico”, minimizado por la psiquiatría de tipo psicoanalítico. El diagnóstico de depresión configura una de las principales áreas del trabajo que finalizó con la presentación del DSM-III en 1980 y posteriormente del cap. F de la CIE-10 en 1992 y del DSM-IV en 1994. El trabajo que concluyó en la utilización de un método “algorítmico y probabilístico” para establecer los diagnósticos psiquiátricos, partió de varios supuestos: 1) los trastornos psíquicos son de la persona en su individualidad psicofísica; 2) estos trastornos implican dos diagnósticos: el de los síndromes psicopatológicos y el de los procesos de enfermedad que los generan; 3) el diagnóstico psicopatológico no puede ser establecido por un “punto de corte” en una lista de síntomas, sino por una descripción de los síntomas que permita percibir la estructura subyacente que organiza esos síntomas (de donde la posibilidad de diagnosticar una misma estructura psicopatológica por medio de distintas sumatorias de síntomas; 4) esos síndromes psíquicos son fisonomías típicas, cualitativamente distintas a las variaciones psíquicas normales, pero por ser psíquicos su tipicidad u homogeneidad no puede ser irreal; 5) son síndromes que “trastornan” al paciente por estar asociados a malestar o a déficit en diferentes áreas de funcionamiento; 6) los síndromes psicopatológicos están asociados a diferentes variables que, si bien no entran necesariamente en su definición, deben ser conocidas por su importancia en el diagnóstico de los tipos de enfermedad y, por consiguiente, con relación al pronóstico y al tratamiento. Trabajos originales En 1957 K. Leonhard, buscando mayor claridad en el área de los trastornos afectivos, optó por dividir a los pacientes depresivos en dos grandes grupos: los depresivos unipolares y los bipolares. Los primeros teniendo solamente episodios de depresión (tanto psicótica como neurótica) y los segundos presentando episodios maníacos y depresivos. Las formas de depresión “neurótica” o menores, frecuentes en los servicios externos (más del 40%), por su heterogeneidad no tenían consistencia nosológica. En la práctica, al hablar de “depresión neurótica” se estaba haciendo referencia a formas que eran leves, raramente incapacitantes, no psicóticas, no endógenas, comórbidas con síntomas neuróticos aunque no dominasen el cuadro, reactivas o comprensibles a pérdidas recientes o circunstancias adversas, y con rasgos depresivos de carácter (posición negativa frente a la vida, dependientes, voraces, manipulativos, etc.). Estudiados los episodios de “depresión neurótica” (Akiskal10, 11) se comprobó que los pacientes de ese grupo correspondían a diferentes trastornos: alrededor del 20% eran formas de trastornos bipolares, ya que presentaban en la evolución episodios maníacos e hipomaníacos; un 22% eran trastornos depresivos unipolares, no siendo el resto trastornos afectivos sino pacientes que presentaban intermitentemente síntomas depresivos. La tendencia a la recurrencia, las respuestas hipomaníacas a los antidepresivos y los an- H. Casarotti|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|página 59 Trabajos originales tecedentes familiares de enfermedad bipolar, aparecían como siendo buenos predictores de la posibilidad de trastorno afectivo. bipolar exige un largo seguimiento de los pacientes. Algunos pacientes del grupo unipolar que presentaban episodios depresivos “neuróticos” pero recurrentes pasaron a formar parte de la psicosis maníaco-depresiva (situación que nosográficamente no correspondía al concepto de que los episodios depresivos de la psicosis maníaco-depresiva debían ser “psicóticos”). El hecho de integrar a formas menores de depresión dentro de la psicosis maníaco-depresiva también era apoyado por otras evidencias: la presencia de frecuentes antecedentes patológicos familiares, algunas diferencias neurofisiológicas, efectos farmacológicos peculiares (mayor posibilidad de hipomanía por los antidepresivos), diferente respuesta al tratamiento con litio, etcétera. Este subdiagnóstico constituye una insuficiencia relevante de la práctica asistencial, cuando se toman en cuenta los siguientes datos: a) el beneficio que deriva del uso de los reguladores del humor, tanto para los episodios maníacos como depresivos, y el riesgo que implica la utilización no técnica de los antidepresivos; b) la importancia que tiene para el estudio de la evolutividad de esta enfermedad el análisis cuidadoso de las crisis, de los factores que determinan los empujes y de los cambios introducidos por los tratamientos, y sobre lo cual aún se sabe poco; c) la frecuencia con que estos trastornos se inician en la infancia y en la adolescencia, donde pueden ser diagnosticados por medio de criterios estándares y donde ciertas constelaciones de síntomas y algunos rasgos caracterológicos pueden ser indicadores de riesgo; d) la frecuencia del abuso de alcohol y drogas en los trastornos bipolares, donde es prioritaria su identificación porque frecuentemente esta comorbilidad comienza por los episodios depresivos, porque el abuso de sustancias es predictor de suicidio y porque disminuye el control de impulsos y empeora la evolución de la enfermedad afectiva; e) la frecuencia del suicidio en psicosis maníaco-depresiva, especialmente durante el primer episodio y durante la primera década de la enfermedad, que es 30 veces mayor que en la población general, “mortalidad –dice J. F. Goodwin– que es mayor que la mortalidad que tienen las afecciones cardíacas y el cáncer”. Los factores de riesgo a tener en cuenta son: no recibir tratamiento, los estados mixtos (por el estado de inquietud, la disforia y el aumento de la impulsividad), las formas delirantes y las de ciclado rápido, los trastornos del sueño, el abuso de alcohol/drogas, etc.; f) la importancia que tiene en los primeros episodios el control de los factores de estrés ambiental, la cual disminuye a lo largo de la evolución, donde la enfermedad se vuelve más endógena; g) el hecho de que 2/3 de los trastornos bipolares tienen antecedentes patológicos familiares, lo cual facilita mejorar la prevención secundaria, reduciendo la morbilidad y posibilitando un mayor dominio psicológico personal y familiar de la enfermedad. Sin embargo, esta inclusión de las formas menores de depresión en la psicosis maníacodepresiva encontró diversas dificultades, porque era una inclusión fácil cuando a los episodios depresivos se agregaban episodios maníacos o hipomaníacos, con lo cual el trastorno se diagnosticaba como “bipolar”. Pero, en cambio, no era tan sencilla cuando el criterio de inclusión era su carácter recurrente, tanto porque en las depresiones unipolares las recurrencias no tienen la misma frecuencia como por la dificultad de establecer límites netos con los trastornos de ansiedad y con diversos tipos de trastornos de personalidad. También se comprobó que no sólo el grupo unipolar era heterogéneo sino que también lo era el grupo bipolar. Varios autores distinguieron entre el trastorno bipolar I con episodios maníacos o mixtos, y el trastorno bipolar II con episodios solamente de grado hipomaníaco. El espectro de lo bipolar creció posteriormente por la inclusión de las formas “bipolares III”, es decir, de pacientes con manifestaciones de tipo hipomaníaco pero sólo secundarias al uso de antidepresivos o con antecedentes familiares alejados de trastornos afectivos. Otro problema clínico es que a pesar de que el grupo bipolar tiene una incidencia semejante al unipolar en seguimientos prolongados, las formas bipolares se subdiagnostican. Este diagnóstico es más que el diagnóstico transversal psicopatológico y, por consiguiente, poder afirmar o no la presencia de un trastorno página 60|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Depresión a fin del siglo XX Otro cambio introducido fue la modificación del concepto de los trastornos ciclotímicos y distímicos, considerados hasta ese momento formas de trastornos de personalidad. Por encontrar, durante los períodos de modificación del humor de estos trastornos, los mismos factores no psicológicos de “validación externa” que se encontraban en los episodios del humor, se entendió que eran también formas subsindrómicas del mismo tipo de episodios. Con lo cual pasaron a engrosar el subcapítulo de trastornos del humor como formas más persistentes pero igualmente beneficiables del uso de los antidepresivos y/o de los reguladores del humor. Sin embargo, en los últimos años estos planteos han sido revisados por líneas de estudio12 dedicadas al análisis de tres problemas que tienen relación entre sí: a) las formas persistentes de depresión, b) el trastorno depresivo de personalidad y c) las formas menores (depresión menor, depresión breve recurrente y trastorno mixto ansioso-depresivo). La primera línea de trabajo atendió a la distimia y a las formas de depresión crónica, estudiando el peso de la persistencia en los trastornos afectivos y algunos factores de evolución longitudinal. En distimia se buscó afinar sus criterios diagnósticos de “depresión crónica subsindrómica no episódica”, tomando en cuenta que previamente al confundir las diferencias en evolución y severidad no se reflejaban las relaciones posibles entre distimia y depresión mayor. Lo que en la práctica implicaba que los pacientes con distimia, al consultar habitualmente por una depresión agregada (“doble depresión”), eran diagnosticados tardíamente no beneficiándose, por consiguiente, de la posibilidad de tratamiento. Con relación a depresión mayor los seguimientos por largo tiempo, discutiendo el concepto tradicional de que la depresión fuese simplemente un trastorno episódico, llevaron a plantear la posibilidad de formas crónicas, ya que un alto porcentaje de pacientes no se recupera (12% después de 5 años y 7% aun después de 10 años). Asimismo, más del 25% de los pacientes que consultan por un episodio depresivo mayor han tenido previamente manifestaciones depresivas menos severas persistentes y la mayor parte continúa teniéndolas. Los estudios clínicos longitudinales, a diferencia de los análisis transversales de naturaleza psicopatológica, han mostrado la importancia pronóstica y terapéutica de algunas características evolutivas: a) la presencia o no de distimia previa, b) el ser un episodio único o recurrentes, c) la recuperación completa o no entre los episodios. En base a esos criterios se ha creado un sistema de clasificación que permite al clínico diferenciar subtipos evolutivos tanto de depresión mayor como de distimia. Trabajos originales En la segunda línea de trabajo y en íntima relación con el estudio de las formas de depresión crónica, ha ido replanteándose la necesidad de considerar la posibilidad de un tipo de trastorno depresivo de personalidad13. Una tercera línea de desarrollo ha sido la consideración de las formas de depresión menor (ya sea por menor severidad o por duración más corta del episodio) que incluyen: la depresión menor pd, la depresión breve recurrente y el trastorno mixto ansioso-depresivo. Estos son trastornos frecuentes: a) que generalmente no reciben tratamiento, a pesar de que aun siendo formas subsindrómicas implican malestar subjetivo e incapacidad severos; b) donde la ansiedad, como lo señalaban los autores clásicos, aparece como un aspecto que integra la depresión; b) los patrones de comorbilidad para depresión menor son semejantes a los de distimia y de depresión mayor; c) la eficacia de las diferentes opciones de tratamiento debe ser reconsiderada; d) sus relaciones con la personalidad exigen disponer de un modelo que permita discriminar adecuadamente entre “estado” y “rasgo de personalidad”; e) el riesgo de suicidio es elevado en las formas breves con episodios de 4-7 días de duración, con una recurrencia aproximadamente mensual. C Finalmente, es necesario considerar la afirmación que se repite hoy en día de que existe una “epidemia de depresión”, ya que los números que aportan estudios de población realizados en nuestro medio refieren una prevalencia de alrededor del 30%, lo cual configura un dato que excede en mucho la cifra tradicional de prevalencia del 4-6%. H. Casarotti|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|página 61 Trabajos originales Reflexionar sobre si existe o no una tal epidemia es inseparable del problema de precisar qué es “un caso” patológico. Este problema sigue configurando una dificultad no completamente resuelta, aunque como lo señalan B. Cooper y B. Singh14 no constituya hoy la dificultad metodológica central que fue a inicios de la década de los 80 para la epidemiología psiquiátrica. El peso de ese problema ha disminuido en el ámbito de la actividad clínica por el desarrollo de criterios diagnósticos confiables, de glosarios y de técnicas de entrevistas estandarizadas, pero, por el contrario, se agudizó con relación a identificar la prevalencia de trastornos mentales en comunidad. Los criterios diagnósticos operacionales logrados tienen valor cuando son aplicados en el contexto clínico de la entrevista porque el paciente es visto después del proceso de selección hecho por las personas del entorno del paciente. En ese contexto la posibilidad de “falsos positivos” (de personas que no siendo enfermas son diagnosticadas como tales) es baja porque el diagnóstico de “caso” se hace basada en el juicio clínico que se agrega al “diagnóstico de sentido común” hecho por los familiares, amigos, empleadores, etcétera. Los criterios diagnósticos usados en las encuestas de población son generalmente aplicados por medio de formatos modificados y por no técnicos. En consecuencia, al no existir selección previa y al no aplicarse el juicio clínico, la posibilidad de “falsos positivos” se incrementa. Es lo que ha sucedido con las llamadas encuestas de 3ª generación. Las encuestas anteriores a la segunda guerra mundial, realizadas principalmente por psiquiatras y mediante entrevistas no estructuradas, referían una prevalencia de trastornos mentales del 4%, mientras que las encuestas de los años 70, hechas también por psiquiatras pero utilizando algunas entrevistas estandarizadas, mostraron una prevalencia del 20%. Cuando finalmente la evaluación fue realizada por no técnicos, mediante cuestionarios y sin interpretación clínica de las respuestas (ECA, NCS), esa cifra se elevó a valores entre 44 y 48%. Valores que, tanto por su magnitud como por la divergencia con los datos clínicos, han planteado la dificultad de su validez diagnóstica al comprobarse que los resultados dependen en parte del modo como se organiza el cuestionario. El área de las encuestas de “depresión” de poblaciones es la que ha ilustrado de modo especial todas estas dificultades. A lo largo de los años diferentes autores han señalado la necesidad de hacer escrutinios cuidadosos de las técnicas de medición, al comprobarse la heterogeneidad de las escalas de evaluación diagnóstica de depresión (en particular de sus formas menores15) y la frecuencia con que sus ítems eran seleccionados arbitrariamente16. D. Regier17, al destacar los avances conceptuales y técnicos realizados en estos últimos años, señala también que “las modificaciones en los criterios diagnósticos y en los instrumentos de evaluación son muy sensibles a pequeños cambios” y que, en consecuencia, “no queda claro que los trastornos mentales en encuestas de poblaciones sean equivalentes a los identificados por los mismos criterios en los medios clínicos”. Porque aunque los trastornos identificados en dos de los estudios epidemiológicos de población más importantes de EE.UU., el ECA18 y el NCS19, 20, 21, presentan la misma distribución de factores de riesgo que los de las muestras clínicas (edad, sexo, estado civil, otras variables socio demográficas, etc.22), aún no se sabe si son formas leves de los mismos trastornos o si constituyen otras estructuras. En la evolución del DSM-III al IV, para disminuir la posibilidad de falsos positivos23, se agregó a casi la mitad de los tipos el criterio de “significación clínica”. Criterio que requiere que el malestar o la incapacidad que el paciente presenta sea mayor que la que especifican los criterios diagnósticos. La aplicación del criterio de “significación clínica”, creado para mejorar la distinción entre “trastorno” y “no trastorno”, ha determinado una interesante evolución práctica y conceptual. Por un lado, ha mejorado la aplicación de los criterios diagnósticos, aunque no quede claro aún cuál es el real valor de este criterio en la resolución del problema de los falsos positivos24. Por otro, ha planteado la necesidad de operacionalizar este criterio en los instrumentos epidemiológicos para que no sean sobrevaloradas las formas menores25. Y finalmente, en el plano conceptual ha traído nuevamente a la discusión la cuestión de la naturaleza de los trastornos mentales, entendidos cada vez más como “disfunciones página 62|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Depresión a fin del siglo XX biológicas” de “mecanismos psicológicos” (cf Spitzer 99). Tomando en cuenta lo antedicho es necesario reconsiderar el dato de una prevalencia del 30% porque es muy probable que esa frecuencia se deba a los cuestionarios utilizados y a su aplicación por no técnicos. En consecuencia, es necesario ser cuidadoso en la presentación de los hallazgos epidemiológicos, ya que es imprescindible, a la hora de discutir las políticas de salud pública, “tener información clara sobre la prevalencia de los trastornos mentales” para que “datos tan diferentes no confundan” y porque es necesario distinguir entre “diagnóstico y necesidad de tratamiento”26, 27. De otro modo se corre el riesgo de orientar los recursos a las formas menores de depresión sin encarar en profundidad las formas mayores, con sus secuelas de incapacidad y suicidio. Refrencias bibliográficas 1. Ey H. Outline of an organo-dynamic Conception of the Structure, Nosography, and Pathogenesis of mental Diseases. In: Natanson M. Psychiatry and Philosophy. Berlin, Springer-Verlag, 1969:111-161. 2. Gabbard GO, Goodwin FK. Integrating biological and psychosocial perspectives. In: American Psychiatric Press Review of Psychiatry, Volume 15. Edited by Dickstein LJ, Riba MB, Oldham JM. 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