PLIEGO

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47. 10 al 23 de marzo de 2012
PLIEGO
MIS VIVENCIAS
EN EL MONASTERIO DE SILOS
Antonio Gil Moreno
Sacerdote y periodista
La Cuaresma que acabamos de empezar es un tiempo propicio para ahondar
en nuestra búsqueda de Dios, y no pocos –creyentes y no creyentes– deciden
hacerlo retirándose a un monasterio, donde por unos días participan
de la vida de trabajo y oración de los monjes. Estas páginas recogen
la experiencia del autor meses atrás en Santo Domingo de Silos, cuando,
compartiendo cantos, rezos y charlas con la comunidad, descubrió que
“el silencio monacal no es ausencia de ruidos, sino voluntad de escucha”.
Porque solo así, de vuelta a la verdad de la propia vida, uno entiende que
el único obstáculo para abrirse a la trascendencia está dentro de cada cual.
PLIEGO
Días de silencio, vida y oración
E
n septiembre de 2011, pasé unos
días en el monasterio de Santo
Domingo de Silos, en “plan
monje”, quiero decir, viviendo el silencio
exterior e interior; asistiendo al rezo de
las Horas, cantadas en un gregoriano
sublime, cautivador, por la comunidad
de benedictinos; participando también,
junto a un pequeño grupo de sacerdotes
salmantinos, que se encontraban allí
realizando sus ejercicios espirituales, en
las charlas dirigidas por un monje, fray
Ramón Álvarez; y saboreando lo que
significa ese “alejarse” del mundanal
ruido, para internarse en el monasterio,
en sus galerías pobladas de historia y de
ecos de siglos, en sus claustros; sobre
todo, el famoso claustro románico donde
se encuentra el tan conocido ciprés
de Silos, ensalzado poéticamente por
Gerardo Diego en un magistral soneto,
considerado como uno de los mejores
de la literatura española.
Junto al ciprés quise colocarme unos
minutos, sembrados de eternidad,
contemplando el claustro, mientras él
me miraba con sus ojos tan perfectos,
hechos de piedra y de rumores de
pisadas ocultas ya para siempre, entre
los pliegues inmensos de sus paredes.
Pasé por el claustro, admiré su
belleza, contemplé y sentí el silencio
que lo rodea y lo abraza entre siglos,
sobre todo, a la hora del alba, cuando,
desde la hospedería, se cruza para
asistir a las Vigilias, cantadas por los
monjes en la iglesia. Entre sus detalles,
figuran unas letras de piedra en el suelo,
ante la escalinata que nos conduce al
templo mayor: Haec domus Dei et porta
coeli (Esta es la casa de Dios y la puerta
del cielo). No se podría decir mejor.
En el centro del claustro –en los demás
claustros y patios del monasterio–,
se encuentran siempre las flores y las
plantas. Los antiguos monjes llamaban
“paraíso” al jardín situado dentro del
claustro. Según el más antiguo de los
relatos bíblicos de la creación, Dios
colocó al ser humano en el jardín del
Edén, en el paraíso. El hombre fue
expulsado de él porque transgredió el
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orden establecido por Dios. Pero desde
entonces, desde aquellos tiempos
inmemoriales, el anhelo del paraíso
perdido alienta en el corazón humano.
Los monjes realizaban este anhelo en
sus jardines. Plantaron jardines llenos
de armonía en los que reinaba la paz
entre los seres humanos, las plantas y
los animales; jardines en los que todo
obedecía a un orden. Todavía hoy son
lugares repletos de silencio, así como
de agradables fragancias.
El monasterio de Silos, aunque no en
su actual configuración, se remonta a
la época visigótica (siglo VII), si bien
se desvanece durante la ocupación
musulmana. En el siglo X, llamado aún
San Sebastián de Silos, y en especial
durante el período en que el conde
Fernán González gobierna en Castilla
(930-970), vuelve a surgir la comunidad
monástica, alcanzando una pujante
actividad que nuevamente decae bajo las
razias de Almanzor. Tras tantos avatares
históricos, en 1880 se establece una
nueva comunidad de monjes benedictinos
llegados de la abadía francesa de Ligugé.
ADENTRARNOS EN EL MISTERIO
Vivir unos días en Silos es una
experiencia única, porque es como si
detuviéramos nuestra vida y, en vez de
que nos “detenga el hospital” (que es,
sin duda, la gran barrera que detiene los
afanes y prisas del hombre moderno),
somos nosotros los que detenemos
y aparcamos esas prisas, abriéndonos
a la soledad y al silencio.
Antonio
Gil Moreno
Vivir en el monasterio es tomar
el pulso al misterio, palpar la
trascendencia, extasiarse con las
melodías monacales, convertidas en
columnas blancas de plegarias que
suben a las alturas de ese Dios al que el
monje alaba en sus cantos, invoca en sus
oraciones y contempla como Padre que le
lleva de la mano, con infinita ternura.
El monasterio, por dentro, es un oasis
de espiritualidad, ciertamente, pero
también un clamor silencioso, rebosante
de metáforas y pequeñas lecciones.
Metáfora viva es el claustro románico,
un recinto separado del resto por sus
cuatro lados y abierto al infinito por
arriba. Es símbolo del infinito conocer
y querer del hombre. El claustro bien
podría ser, en este sentido, un símbolo
de la mirada humana, según aquellos
versos de Antonio Gamoneda:
De vivir poco,
de un hombre contenido,
tenso hacia dentro, solo
como el pájaro libres
quedan puros los ojos.
Necesitamos ojos como los del claustro
–ojos como los del poeta–, para volar
con la tensa libertad de la pregunta sin
respuesta definitiva en este mundo.
Necesitamos ojos para mirar lo que
no podemos ver con claridad, lo que
nos desconcierta en su misterio. No
es el claustro un lugar para retirarse
huyendo del mundanal ruido, sino, más
bien, un lugar para volver, desde él, al
mundanal ruido. Un lugar para volver a
las preguntas radicales de la existencia,
tan vivas entre los ruidos del humano
quehacer. Porque de lo que no se trata,
cuando uno se retira a un monasterio,
es de huir del ruido, sino de “aprender
a escucharlo”. No es el silencio ausencia
de ruidos, sino voluntad de escucha.
Y la voluntad de escucha de lo que no
merece ser escuchado, de lo que solo
parece ruido y vacío, es la posición más
personal y vulnerable del que ama. Que
aquello de lo que todos huyen se atreva
a creerlo digno de ser escuchado es
una posición arriesgada por su parte.
Pero la persona humana se hace íntima
EL CIPRÉS DE SILOS
de sí, solo de esta manera: haciéndose
íntima de lo que aparentemente rechaza
toda intimidad.
Con la clarividencia de Pascal, nos
preguntamos: ¿quién no ve al hombre
volverse infeliz mientras busca
la felicidad?, ¿quién no ve al hombre
aturdido por sus propios ruidos,
mientras huye del ruido en busca
del silencio?
De dos maneras se vive para la verdad.
Para unos, la verdad está siempre lejos,
siempre mantiene airosa la figura del
ideal. Por eso hay que buscarla lejos de
lo cotidiano, lejos del ruido de la vida
dividida por el ajetreo, entre el ora et
labora, entre el ocio y el negocio, entre
el aburrimiento y la diversión. Para
otros, en cambio, la verdad no está lejos,
sino tan cerca como lo está uno de sí
mismo. Es la verdad de quienes la dan en
su propio nombre antes de defenderla en
nombre de un ideal de verdad. Y dar la
verdad es vivir de ella, vivir de la verdad
de la propia vida, sin la que ninguna
verdad absoluta merece crédito.
Necesitamos esta verdad de la propia
vida, necesitamos vivir de ella en
medio del ruido y del ajetreo cotidiano,
necesitamos escucharla allí donde se
encuentra la Palabra del Señor: “En
tu corazón y en tus labios”. Porque
la verdad que se cree poseer hay que
defenderla y, defendiéndola, la dejamos
indefensa ante su enemigo más invisible:
nosotros mismos. En cambio, la verdad
de la que vivimos, aquella por la que
nos dejamos poseer, como se deja poseer
todo el que escucha por aquello que
escucha sin llegar a entenderlo del todo,
permanece siempre a salvo de nosotros
mismos y puede, por ello, erigirse en
fundamento de toda verdad absoluta.
Ya es vieja, pero muy actual, la
frase de un gran teólogo alemán, que
aseguraba que el cristiano de hoy, si
quiere mantener en pie su fe, tiene que
ser un tanto contemplativo, y con esta
afirmación no nos invitaba a ir más allá
de una experiencia personal de Cristo y
su acción salvadora, que encuentra su
hogar en la lectura y en la escucha de la
Palabra, como cobijo que nos defienda
de nuestras propias debilidades y
baluarte que nos haga fuertes ante las
embestidas del exterior.
No resisto la tentación de evocar aquel
poema de Gerardo Diego, que desgrana en
sus versos no solo las metáforas más bellas
del ciprés, sino sus profundos significados:
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,
como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.
LO QUE ENCONTRAMOS
EN EL MONASTERIO
Los días que pasamos en el monasterio
desembocan en la vuelta a la verdad
de la propia vida en medio del ruido que
la envuelve, pero a salvo para quienes
estén dispuestos a salvarla, volviendo al
ruido en el que nada parece digno de ser
escuchado. Monje es el que vive unido a
todos, uno por uno. Por eso, a un monje
le toca hacer de todo en el monasterio.
¿Qué nos encontramos en el
monasterio de Silos, a la llegada?
Los que llamamos al timbre de la puerta
principal del monasterio, para pasar
allí unas jornadas de paz y de silencio,
nos encontramos:
◼ Un monje que nos abre la puerta,
nos saluda y nos conduce a la celda.
Nos entregará dos llaves: una para la
calle, entradas y salidas, y otra para
caminar por el interior del monasterio,
hasta la iglesia, o pasear por la huerta.
◼ Paz, una inmensa paz, y tramos de
silencio absoluto.
◼ La asistencia al rezo-canto de las
Horas, desde Vigilias, a las seis de la
mañana, hasta Completas, al filo de las
diez de la noche.
◼ La posibilidad de un encuentro con
los monjes, con el hermano hospedero o
con los monjes que atienden el comedor
de la hospedería.
◼ La posibilidad de encuentros con las
personas residentes en la hospedería.
◼ La posibilidad de acceder a la
iglesia, cuando gustemos, o a la capilla
que se encuentra en la galería de las
celdas de la hospedería.
◼ Tiempo de silencio para la
meditación personal.
◼ Paisajes para visitar, tanto alrededor
del monasterio como a pocos kilómetros.
◼ La posibilidad también de una
charla a fondo sobre nuestra vida con
alguno de los monjes.
◼ Si algunos lo desean, alguna
pequeña excursión por los alrededores o
pueblos cercanos al monasterio.
En unas hermosas reflexiones, el abad
de Silos, Clemente Serna, nos dice: “En
nuestro caminar humano es fundamental,
también necesario, tomar conciencia
clara y nítida de que nos encontramos
de paso en este bello planeta, con sus
luces y sombras. No se trata, sin embargo,
de asustar o acobardar a nadie, sino
de asumir una realidad que no admite
subterfugios. Somos conscientes de que
comenzamos a existir en un momento
concreto y de que, también en otro
momento concreto, se extingue nuestra
presencia fisica en la Tierra.
Por eso mismo, es poco recomendable
meter la cabeza debajo del ala y no
querer darnos por enterados de nuestra
propia realidad. Asustarnos nos
induciría a llevar una vida arrugada,
encogida, amedrentada. De ahí la
importancia de estar muy convencidos
de que sí vale la pena acoger la realidad
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PLIEGO
tal y como es. Siempre será positivo
‘vivirla a tope, con entereza, sin miedos
ni recelos’.
Esto nos exige ser muy conscientes de
nuestra propia grandeza y dignidad. No
olvidemos que somos criaturas creadas
por Dios mismo; que somos seres
racionales con capacidad de decisión,
de programación y de llevar adelante
grandes y hermosos ideales, tanto
humanos como espirituales”.
El monasterio de Silos constituye, sin
duda, un buen escenario para “descubrir
el horizonte de esos ideales” de nuestra
vida. Su silencio abierto al infinito, nos
invita a pensar y a interrogarnos:
◼ “¿quién soy?
◼ ¿de dónde vengo?
◼ ¿a dónde voy?
◼ ¿en qué lugar me encuentro?”.
Silos nos dirá al oído, como “un
susurro de Dios”, que urge la respuesta
a la llamada de “realizarnos en
plenitud”. Lo cual requiere tener una
conciencia clara de nuestra propia
dignidad; también de la dignidad de los
demás. Esto nos permite ser nosotros
mismos; no hojas secas que se las lleva
el viento que más sopla. Nos permite
“afianzarnos” en nuestras verdaderas
señas de identidad, para caminar así
con ilusión y esperanza por los senderos
de la historia.
El abad de Silos nos comunicará
un pequeño-gran secreto: “Lo que de
verdad nos importa, lo que anhelamos,
es la felicidad auténtica del corazón.
Algo, por otra parte, a lo que aspira
de modo natural todo ser humano.
No olvidemos que es aquí donde nos
jugamos nuestra propia realización: es
el camino del seguimiento continuo y
gozoso de Cristo”.
MEDITACIONES DE UN MONJE
Durante mi estancia en el monasterio
de Silos, he podido disfrutar de varias
charlas del monje fray Ramón Álvarez,
dirigidas a un grupito de sacerdotes
salmantinos que pasaban allí unos días
de retiro. Entre los hermosos mensajes
que el monje nos ofreció sobre la
oración, me gustaría destacar algunos:
◼ Donde hay dolor por el pecado,
puede haber una experiencia de oración.
◼ Recordad aquella hermosa plegaria
de los Padres de Oriente:
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Oh dolor mío,
que estás en mi corazón,
conviértete, de “piedra de tropiezo”,
en trampolín…
◼ Hay algunos que “se acicalan” antes
de presentarse ante Dios.
◼ No hay que acicalarse. El hijo pródigo
vuelve a casa y no se le ocurre presentarse
bien vestido. El Padre absorbe su pobreza,
sus errores, su pecado.
◼ No olvidéis que es “de lo feo” de lo
que quiere curarte Cristo.
◼ Cristo conoce el fondo de nuestros
corazones. Su visión es como “la de los
rayos X”. Por eso, nuestra miseria puede
ser una puerta de entrada en el misterio
de la Trinidad.
◼ La oración es una expresión de
confianza en Dios, nuestro Padre.
◼ Los Padres del desierto nos dicen
que tengamos esa imagen de Dios.
◼ Demos todo “sin hacer inventario”.
◼ Nos nos preocupemos de las
distracciones en la oración. Entre los
diez consejos que suelen ofrecerse para
orar, aparece este: “No te preocupes de
las distracciones: el sol te calienta y te
broncea aunque estés distraído”.
◼ Dios espera de nosotros un grado
muy grande de confianza.
◼ A veces, adopta la actitud
del que es duro de oído, pero es
para que nosotros perseveremos y
cultivemos insistentemente la virtud
de la confianza.
◼ Dios nos abraza y “nos pone en
el suelo”, pero para que nos apoyemos
en nuestros pies.
◼ Orar nos hace “entrar en los planes
de Dios”, en las perspectivas de Dios.
◼ Los planes de Dios están abiertos al
hombre: no somos actores que hacemos
un papel. Somos amigos de Dios y sus
planes están abiertos. (Abraham sufrió
una decepción, pero su ruego le hizo
comprender y entrar en los planes
de Dios). Así, el hombre se hace coprotagonista de los planes de Dios.
◼ Dios nos instala en su omnipotencia,
que es una omnipotencia de amor.
◼ Orar es dejarse seducir por el rostro
de ternura de Dios, que, a veces, se hace
esperar, pero que nunca se olvida
de nosotros.
◼ Orar es mirar a Cristo, descansar
gracias a Él, en el Padre, y recibir cada
instante de la vida como un don
de ternura.
◼ Orar supone un aprendizaje largo:
colocarnos en la presencia de Dios hasta
ver su rostro.
◼ La oración llega a su madurez
cuando “dejamos de ser hablantes” y
nos convertimos “en oyentes”; cuando
resuena en nosotros la voz de Dios, la
Palabra de Dios, el amor de Dios.
◼ Hacemos el silencio y dejamos que
sea Dios el que nos hable y nos guíe.
◼ La oración tiene su pleno sentido
“como escucha y como abandono en la
voluntad y en los planes de Dios”.
LA HUMANIDAD,
DESDE EL MONASTERIO
El padre Moisés Salgado es el maestro
de novicios en el monasterio de Silos.
En plena madurez, 59 años, vive feliz
en la realización absoluta de su vida
contemplativa. Como nos encontramos
en los últimos días de septiembre, tiene
lugar en la huerta del monasterio la
recogida de las nueces. Fray Moisés me
enseña sus manos ennegrecidas por ese
trabajo que supone un gran esfuerzo.
Son los monjes los que se encargan de
“enfrentarse” a los nogales para recoger
su fruto.
Tiene la delicadeza de dedicarme
un buen rato: primero en la huerta, en
un paseo tranquilo, a media mañana;
y después, en el recibidor que tienen
los monjes, junto a la portería de la
hospedería. el padre Moisés tiene una
mirada directa y, a la vez, profunda,
y su voz resalta en el rezo de las
Horas, al entonar las antífonas y los
salmos. es un hombre de profundas
inquietudes humanas y religiosas. Sale
el tema de vivir la vida contemplativa
temporalmente, por períodos de meses
o de años. Y fray Moisés me expone su
punto de vista:
“Cada vez son más los laicos de edad
madura, separados o divorciados,
así como sacerdotes, que desearían
ingresar en alguno de los monasterios
tradicionales o, cuando menos, hacer
una vez en su vida una experiencia
monástica cronológicamente reducida.
Hoy no es posible realizar esto en
los monasterios tradicionales por
varias razones de peso: los hijos, la
inexistencia de una nulidad canónica,
la estructura y misión propia de
los monasterios tradicionales, cuya
identidad hay que preservar a toda
costa… Por eso, pienso que sería
interesante que el espíritu Santo
soplase a alguien para que creara
un monacato especial dentro de la
iglesia. Sería un monacato pensado
precisamente para este tipo de personas,
de carácter ‘temporal’ (no perpetuo),
es decir, abierto a todo el que desease
hacer una experiencia monástica
cronológicamente reducida: unos meses,
un año, varios años, quizás en algunos
casos, toda la vida. ¡Sería enormemente
enriquecedor para muchos hombres
y mujeres de hoy, y también para los
sacerdotes que lo desearan!”.
la sugerencia del padre Moisés
representa, sin duda, una novedad
y, ciertamente, plantea esas nuevas
situaciones de tantas personas como
quieren vivir la experiencia de una
vida monástica, sumergiéndose en la
contemplación y en la oración.
nuestro encuentro con el maestro de
novicios es rico en ideas, sabroso en
mensajes, luminoso en sugerencias.
Y le pregunto, ya en la intimidad y
confianza, abiertos a las confidencias:
– ¿Qué te ha enseñado el monasterio,
Moisés?
– Me ha enseñado a ver, a palpar,
¡la pobreza del ser humano!
– Me ha enseñado a ver, a palpar,
¡la ceguera del ser humano!
– Me ha enseñado a ver, a palpar, ¡el
misterio del mal!
– Y que todo esto, sin Dios, tiene una
difícil solución.
Y me va desarrollando cada paisaje:
el de la pobreza (“no somos nada,
cuánta debilidad en el ser humano, lo
necesitamos todo”); el de la ceguera
(“estamos ciegos, cerrados a lo más
importante, alejados de los manantiales
del bien y de la bondad, perdidos en mil
laberintos que nos hacen tropezar mil
veces, y caernos, y sufrir derrotados”);
el terrible panorama de las maldades
humanas (“cuánto dolor, cuánto
sufrimiento, cuánta sangre inocente
derramada”).
el encuentro con el padre Moisés ha
sido una verdadera delicia. Me desvela
algunos secretos del monasterio, su
alegría de ser monje, la vitalidad de su
entrega al Señor, la esperanza de nuevas
vocaciones. le agradezco sus palabras
y el haberme dedicado más de una hora
de charla, de confidencias, de aliento
para seguir caminando. Ciertamente,
tras nuestro encuentro, Silos ya es para
mí manantial de dones y de gracias.
SILUETA DE LOS MONJES
Fray ramón Álvarez nos hablará
también al grupito de sacerdotes sobre
la vida monacal. Dice cosas preciosas.
traza algunos rasgos sobre la silueta de
los monjes. Y nos dice:
◼ el monje de hoy es un testigo más
intenso de la trascendencia.
◼ el monje de hoy es un testigo de
esperanza escatológica, porque la vida
humana no está destinada a terminar
con la muerte. la vida tiene
un horizonte más hermoso.
◼ el monje de hoy está llamado a dar
testimonio de esa presencia de Dios
en la vida.
◼ el monje tiene el papel de
“provocador”: “Suscitamos preguntas”.
◼ el monje es un signo del Absoluto.
◼ el monje abre la claraboya en
el techo para ver el cielo.
en sus palabras, fray ramón incide en
la oración, necesaria para no sentirnos
huérfanos. Sencillamente, porque el
hombre, cuando “corta” con Dios-Padre,
se queda huérfano, sintiéndose como
perdido en el mar de la historia. en
cambio, el hombre de fe es como un
árbol, al borde de la acequia.
Al final de sus charlas, el monje nos
deja algo así como “un recado urgente”,
como un consejo de referencia: “orad,
haced oración”. Y nos subraya: “A veces, lo
urgente puede primar sobre lo necesario,
y ‘quejarnos’ de que no tenemos tiempo
para hacer oración. el abandono de la
vida espiritual –nos dirá el padre ramón–
puede llevarnos y nos llevará de hecho a
perder las señas de identidad”.
tuve también el privilegio, durante
mis jornadas en el monasterio de
Silos, de poder conversar despacio y
reposadamente con este monje que nos
ofreció sus charlas. en la distancia corta,
el padre ramón se muestra cercano,
comprensivo y, a la par, con un tono
convincente que le hace proponer los
valores del reino de Dios como camino
de felicidad. transmite paz, sosiego,
esperanza, sublimidad, sencillez.
Su voz y sus palabras me recordaban
en muchos momentos aquellas otras
LA ORDEN BENEDICTINA
La Orden de San Benito es la familia religiosa dedicada a la contemplación, fundada por san Benito de Nursia, que sigue su Regla,
dictada a principios del siglo VI para la abadía de Montecassino.
Benito de Nursia contribuyó decididamente a la evangelización
cristiana de Europa, por lo que es patrón del continente. Actualmente, la orden está extendida por todo el mundo.
El ritmo de vida benedictino tiene como eje principal el Oficio Divino, la Liturgia de
las Horas, que se reza siete veces al día, tal como san Benito lo ordenó. Junto con la
intensa vida de oración en cada monasterio, se trabaja arduamente en el servicio de
la hospedería, en diversas actividades manuales, agricolas, etc. para el sustento y el
abastecimiento de la comunidad.
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PLIEGO
palabras de Benedicto XVI a los jóvenes
en Cuatro Vientos, el pasado 20 de
agosto de 2011: “Dios nos ama. Esta
es la gran verdad de nuestra vida y
la que da sentido a todo lo demás. No
somos fruto de la casualidad o de la
irracionalidad, sino que en el origen
de nuestra existencia hay un proyecto
de amor de Dios”.
LAS COLUMNAS DE LA VIDA
MONÁSTICA
Las columnas que sostienen
la vida de una comunidad monástica
benedictina son:
◼ La búsqueda de Dios.
◼ La celebración regular
de la Liturgia de las Horas y,
especialmente, de la Eucaristía.
◼ El trabajo.
◼ La fraternidad entre los monjes.
◼ La lectio divina o meditación
constante de la Escritura.
O dicho brevemente, y como eslogan:
Ora, labora et lege (Reza, trabaja y lee).
◼ Ora: busca a Dios que quiere ser
encontrado. De ahí nace la nueva y
verdadera vida.
◼ Labora: trabaja. Hacer el trabajo que
Dios quiere y como Dios quiere.
◼ Lege: lee. Lo que podemos
denominar la “cultura cristiana”. La
lectura es importante. Son muchos,
muchísimos, los cristianos que, además
de su testimonio personal, nos han
regalado el poder conocer por medio de
sus escritos, sus vivencias personales,
sus valores, sus compromisos, su
sabiduría… La lectura de estos escritos
ha llevado a muchos a mejorar y
profundizar su relación personal con
Dios, a darle más calidad a sus tareas y
comprender mejor el sentido de la vida.
Esta fabulosa riqueza está a nuestro
alcance. ¡Y la necesitamos!
Joseph Ratzinger, en su última visita
a la abadía de Montecassino, la encina
secular plantada por san Benito, cuatro
veces destruida y otras tantas levantada
como signo de que el mal no prevalecerá
sobre la historia que inició Jesús, nos
regaló este hermoso pensamiento: “La
fe vivida en los monasterios generó la
cultura de la palabra y de la música,
el amor al trabajo y una comunidad
armónica y en paz. Mantener vivas
esas dimensiones esenciales del alma
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europea solo es posible cuando se acoge
la enseñanza constante de san Benito,
es decir, el quaerere Deum, el “buscar a
Dios” como compromiso fundamental
del ser humano, que no se realiza
plenamente ni puede ser realmente feliz
sin Dios”.
Y allí mismo, en el monasterio,
Benedicto XVI musitó con aire de
plegaria estas hermosas palabras:
“Resuena el eco de la exhortación de
san Benito a mantener el corazón fijo
en Cristo, a no anteponer nada a Él.
Esto no nos distrae; al contrario, nos
impulsa aún más a comprometernos en
la construcción de una sociedad donde
la solidaridad se expresa mediante
signos concretos. Pero, ¿cómo? La
espiritualidad benedictina, que conocéis
bien, propone un programa evangélico
sintetizado en el lema: ora, labora et
lege, la oración, el trabajo y la cultura”.
La lectio divina, aunque puede que
sea la dimensión popularmente más
desconocida de la vida monacal, juega un
papel muy importante en la estabilidad
espiritual y afectiva del monje.
El hecho de que el horario
comunitario les posibilite tener una
o dos horas cada día de silencio, de
lectura pausada, relajada, disfrutada,
orada, es probablemente una de las
cosas que ayudan más a mantener
aquella alegría que todo el mundo desea
encontrar cuando va a un monasterio.
Para que el huerto de la vida
espiritual no se seque, conviene que lo
reguemos. Asistir a la celebración de la
Liturgia de las Horas y, sobre todo, a la
Eucaristía, siempre está a nuestra mano
para ir manteniéndose mínimamente
en forma en la dimensión religiosa; otra
manera de ir regando las flores de las
virtudes e ir teniendo cuidado del orden
del mundo interior es la lectura serena
de la Palabra de Dios.
En sus charlas, fray Ramón Álvarez,
nos dirá que leer es:
◼ poner en movimiento nuestra
imaginación,
◼ remover sensaciones,
◼ despertar recuerdos buenos y amargos,
◼ y engendrar esperanzas.
LA ‘LECTIO DIVINA’
Y, en la lectura de los relatos bíblicos,
todo eso que se mueve dentro de
nosotros se puede convertir en plegaria
confiada. El padre Ramón dedica una
de sus charlas a hablarnos de la lectio
divina: “Llamamos lectio divina a ese
acercamiento reverencial, orante,
al texto bíblico. Es hacer “lectura de
Dios”, como dice el título de un libro
del P. García Colombàs, monje de
Montserrat, que ha tratado el tema. Es
lectura de Dios porque, leyendo poco
a poco, vamos respirando el aire puro
del mensaje evangélico que nos ayuda
a leer nuestra vida desde las claves de
interpretación propias de un seguidor
de Cristo”.
El monje Guigo, el cartujo (siglo XII),
explica la lectura en cuatro momentos:
◼ Lectio: la lectura atenta del texto.
◼ Meditatio: dicha lectura se
transforma en reflexión y aplicación.
◼ Oratio: surge el diálogo confiado
con Dios.
◼ Contemplatio: abandono a lo que me
provoca el amor de Dios.
1. Ponernos delante de un texto
es iniciar un diálogo con el autor. Y,
para conversar, es necesario escuchar,
intentar comprender, ir más allá de las
palabras e intuir no solo lo que el otro
dice, sino lo que quiere decir.
Escuchar quiere decir tambien “entrar
en una misma sintonía y empatía para
poder captar lo mejor de lo que el otro
nos quiere aportar”. Escuchar es hacer
el esfuerzo de entrar en el imaginario
del otro, captar cómo ve él el mundo,
cómo se lo representa, etc.
Dialogar, por otra parte, también es
“criticar”, “discernir” lo que se nos
dice, tomar conciencia de si estamos de
acuerdo o no con el mensaje que el otro
o el texto dicen de una manera explícita
o implícita.
2. El segundo grado de la lectura de la
Sagrada Escritura, según la metodología
monástica, es la meditatio: descubrir
lo que el texto me dice a mí. ¿Qué quiere
comunicarme el Señor? ¿Cuál es
su mensaje?
3. El tercer grado de la lectura es la
oratio, con los sentimientos que provoca
el Espíritu Santo en mi interior. Expreso
mis propios anhelos, mis miedos
y angustias. De alguna manera, yo
contesto a lo que me dice, le ofrezco mi
respuesta a sus preguntas, le contesto a
lo que me sugiere o quiere de mí.
4. El cuarto grado de la lectura es
la contemplatio: cuando uno siente la
presencia de Cristo o de Dios a través del
Espíritu Santo y ya no puede dudar de
esa presencia. Las palabras sobran, y solo
el silencio habitado por la presencia del
Amado puede convertirse en la expresión
más diáfana de comunión y de unión. La
contemplación es la culminación de todo
el proceso. La contemplación es como la
elevación del alma sobre sí misma, que,
suspendida en Dios, saborea las dulzuras
de la delicia eterna.
Ya no se trata de lo que dice el texto,
ni de lo que me dice, ni de lo que yo
le digo a Dios. Se trata más bien del
silencio que tiene lugar cuando ya se
han dicho todas las palabras. Es como
el sabor que queda en el paladar cuando
uno deja de comer, o como el rescoldo
que queda en un fuego al que ya no se le
EL CLAUSTRO
El claustro de Silos es de doble planta, siendo la inferior la más antigua y de mayor
mérito. Forma un cuadrilátero de lados ligeramente desiguales, de los que el menor
mide 30 metros y el mayor 33,12 metros. Los lados norte y sur constan de 16 arcos,
mientras que los lados este y oeste de solo 14. Los arcos son de medio punto y descansan sobre capiteles que, a su vez, lo hacen sobre columnas de doble fuste monolítico
de 1,15 metros de longitud; solo los soportes centrales de cada galería están formados
por fustes quíntuples, salvo uno de ellos, el del lado norte, que es cuádruple y torsado.
El claustro inferior debió levantarse a finales del siglo XI, camino del XII, mientras que
el claustro superior se construyó en los últimos años de ese mismo siglo. En el plano
artístico, lo más destacable es la colección de 64 capiteles de que consta el claustro bajo
y los relieves que ornamentan las caras interiores de las cuatro pilastras que forman
los ángulos de la galería, con las siguientes escenas:
▪ Ángulo sudeste: La Ascensión y Pentecostés.
▪ Ángulo noreste: El Sepulcro y El Descendimiento.
▪ Ángulo noroeste: Los discípulos de Emaús y La duda de santo Tomás.
▪ Ángulo suroeste: La Anunciación a María y El árbol de Jesé.
echan más troncos. Ya no hay palabras,
solo música. Ese murmullo entre los
labios mantiene nuestro espíritu en
comunicación con Dios. Sin embargo,
este momento de la “contemplación”, no
nos aleja de la realidad, no nos sumerge
en mundo de fantasías, sino que nos
devuelve más lúcidos a la realidad, más
conscientes de quienes somos y de cuál
es el sentido de nuestra vida.
Es una gozada escuchar al monje,
y cómo nos explica lo que significa
la lectio divina. Gracias, fray Ramón.
ASÍ CONTEMPLA EL PAPA
LOS MONASTERIOS
Meses atrás, a mediados de octubre
pasado, Benedicto XVI visitó el
monasterio de Serra San Bruno, rezando
vísperas con los cartujos, a los que
ofreció preciosos mensajes aplicables
a todos los recintos contemplativos:
“Cada monasterio es un oasis en el que,
con la oración y la meditación, se excava
incesantemente el pozo profundo del
cual tomar el agua viva para nuestra sed
más profunda (…). El progreso técnico
ha hecho más confortable la vida del
hombre, pero también más agitada y, a
veces, convulsionada. Algunas personas
ya no son capaces de permanecer
largamente en silencio y soledad. El
monje, dejando todo, por así decir, 'corre
el riesgo': se expone a la soledad y al
silencio para vivir solo de lo esencial
y, precisamente al vivir de lo esencial,
encuentra también una profunda
comunión con los hermanos, con
cada hombre”.
Según el Pontífice, “a veces, a los
ojos del mundo, parece imposible
permanecer durante toda la vida en un
monasterio, pero, en realidad, toda la
vida es apenas suficiente para entrar
en esta unión con Dios, en esa realidad
especial y profunda que es Jesucristo.
¡Por eso he venido aquí! Para deciros
que la Iglesia tiene necesidad de
vosotros, que vosotros tenéis necesidad
de la Iglesia. Vuestro puesto no es
marginal en el Pueblo de Dios. Somos un
único cuerpo, en el que cada miembro es
importante y tiene la misma dignidad,
y es inseparable del 'todo'. También
vosotros, que vivís en un voluntario
aislamiento, estáis en realidad en el
corazón de la Iglesia, y hacéis que
29
PLIEGO
corra en sus venas la sangre pura de la
contemplación y del amor de Dios”.
Así contempla Benedicto XVI la vida
monástica, el recinto de los monasterios,
la verdadera figura de los monjes. Así los
definió san Teodoro Estudita:
Es monje el que tiene ojos para solo Dios,
deseos para solo Dios,
atención a solo Dios.
Es monje aquel que,
queriendo servir a solo Dios,
en paz con Dios,
se convierte en causa de paz para
los demás.
El papa Benedicto XVI ha subrayado
también la función de los monasterios
con estas palabras: “Los monasterios
tienen una función muy importante en
el mundo, diría indispensable. Si en el
Medievo fueron centros de saneamiento
de los territorios pantanosos, hoy
sirven para ‘sanear’ el ambiente en
otro sentido: a veces, de hecho, el clima
que se respira en nuestras sociedades
no es salubre, está contaminado por
una mentalidad que no es cristiana,
y ni siquiera humana, porque está
dominada por los intereses económicos,
preocupada solo por las cosas terrenas
y carente de una dimensión espiritual.
En este clima, no solo se margina a Dios,
sino también al prójimo, y las personas
no se comprometen por el bien común.
El monasterio, en cambio, es modelo
de una sociedad que pone en el centro
a Dios y la relación fraterna. Tenemos
mucha necesidad de los monasterios
tambien en nuestro tiempo”.
CONVERTIRNOS
EN “PEQUEÑOS MONASTERIOS”
Termina mi estancia en el monasterio
de Silos, cuando comienzan a celebrarse
solemnemente las bodas de plata
monacales de fray Ramón Álvarez y las
bodas de oro de otro monje benedictino,
en una Eucaristía presidida por el abad,
Clemente Serna. Es una gran jornada
para los monjes. La verdad es que, al
salir, podemos tener la sensación de que
también nosotros, cada uno de nosotros,
somos como “un pequeño monasterio”:
con su iglesia, sus celdas, sus claustros,
sus silencios, sus murmullos de Dios…
En el momento de preparar de nuevo
la bolsa de viaje, y dejar libre la celda
de la hospedería, no deberíamos
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olvidar “llevarnos” algunas prendas
elementales:
◼ el silencio interior que se respira en
el monasterio,
◼ la paz de sus galerías y de sus
claustros,
◼ el clima de oración y de alabanza
al Señor,
◼ el buen trato de los residentes en
la hospedería,
◼ la sencillez, excelente disposición de
acogida y trato de los monjes,
◼ su espíritu de familia,
◼ el poema de Gerardo Diego al ciprés
de Silos,
◼ las luces y dones recibidos durante
nuestra estancia,
◼ los mensajes que recibimos de algún
monje en particular,
◼ los propósitos realizados,
◼ el despertar de la aurora con
los cantos de los monjes,
◼ la bendición del abad al final
de la jornada tras el rezo de Completas,
◼ el último silencio del día, abierto
al misterio,
UN ÁRBOL-SÍMBOLO
Evoco aquí otro de los sonetos dedicados
al ciprés de Silos, el de Miguel Manso García, que, sin haber tenido la resonancia
de los versos de Gerardo Diego, bucea
hermosamente en la espiritualidad de
un árbol-símbolo. Dice así:
Hermoso ciprés que mira airoso
al limpio y claro cielo de Castilla.
Presides en el claustro silencioso
la piedra convertida en maravilla.
Los monjes te acompañan con sus preces
celebrando la grandeza del entorno.
Son testigos que te obsequian como adorno
con el canto hecho arte de sus voces.
La palabra del que observa queda muda.
Te asemejas a una vela verde, austera,
que al amor de la llama y de la cera
invitase al espiritu que llega
a salir de la angustia y de la duda.
Yo te veo, siento y creo
que eres paz y sosiego en mi camino.
Cobíjame en tus ramas, finos hilos,
y cuida de mis pasos, Ciprés de Silos.
◼ y la presencia de tantas personas
como “buscan a Dios”.
Al terminar mis jornadas en el
monasterio y emprender viaje de nuevo
a Córdoba, percibo que, cuando vivimos
o pasamos por un lugar como este,
el monasterio “no lo dejamos atrás,
sino que se viene con nosotros”,
“nos lo traemos puesto”, “queda
en nuestro espíritu su voz y el eco
de tantas vivencias como han poblado
nuestra alma”.
La estancia en el monasterio de Silos
me ha mostrado también cómo son
muchas las personas que “buscan a
Dios”, que permanecen en la iglesia
mientras cantan los monjes, en el
más absoluto silencio. El Papa los ha
llamado “peregrinos de la verdad,
peregrinos de la paz”. Plantean
preguntas tanto a una como a la otra
parte. Despojan a los ateos combativos
de su falsa certeza, con la cual
pretenden saber que no hay un Dios, y
los invitan a que, en vez de polémicos,
se conviertan en personas en búsqueda,
que no pierden la esperanza de que la
verdad exista y que nosotros podemos y
debemos vivir en función de ella. Estas
personas buscan la verdad, buscan al
verdadero Dios –subraya Benedicto XVI
en Asís–, cuya imagen en las religiones,
por el modo en que muchas veces se
practican, queda frecuentemente oculta.
Que ellos no logren encontrar a Dios,
depende también de los creyentes,
con su imagen reducida o deformada
de Dios. Así, su lucha interior y
su interrogarse es también una llamada
a nosotros, creyentes, a todos
los creyentes, a purificar su propia fe,
para que Dios –el verdadero Dios–
se haga accesible.
En nuestra época se viene dando
la llamada “apostasía silenciosa”,
pero, a la par, –como nos decía
tambien uno de los monjes de Silos–
van aumentando esas personas
que, desde su increencia, buscan
la verdad; y llegan aquí, al monasterio,
y recorren el claustro y entran en
la iglesia, mientras crece su silencio,
su admiración y su respeto. Todos
somos “buscadores de Dios”. Y Él nos
espera siempre, con sus brazos infinitos,
paternales, abiertos de par en par,
para acogernos y abrazarnos en todos
los momentos de nuestra vida.
Pauta4b.ai 14/02/2012 11:23:41
Ya están disponibles
El Ciclo de retiros 1 y 2 CLAR
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Dando continuidad al Proyecto de la Lectura
Orante del Nuevo Testamento impulsado por
la CLAR, seguimos en este trienio
poniéndonos en actitud de escucha para
reconocer la centralidad de la Palabra Dios
en nuestra existencia.
Ofrecemos, así, un ciclo de tres retiros
anuales, cuyos temas, uno por año,
corresponden al Horizonte Inspirador de la
CLAR:
2011: Escucha
2012: Compasión
2013: Transfiguración
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Aunque estos subsidios pueden ser usados en
diferentes ocasiones y de diversas maneras,
la CLAR los ofrece con la intención de
iluminar los retiros anuales, y, así, alimentar
la unidad y fortalecer la mística de la Vida
Religiosa Consagrada en América Latina y El
Caribe.
Mayores Informes:
Oficinas CLAR: Calle 64 No 10 - 45 Piso 5 Bogotá
Teléfonos: 3100481 / 3100392 - contacto@clar.org
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