el padre fundador

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EL PADRE FUNDADOR
DIANA PALMER
Durante más de una década, la autora de best seller del New York Times, Diana Palmer,
se ha ganado los corazones de los fans de todo el mundo con sus tentadoras historias en
la serie Longs, Talls Texans. Ahora bien, esta gran autora nos trae la historia de cómo
empezó todo. . . Descubre cómo las leyendas fueron hechas cuando el padre fundador de
Jacobsville, Big John Jacobs, se casa con la hija de un próspero magnate del ferrocarril.
¿Arderá la pasión cuando este fuerte y alto texano busca-fortuna, marque dulcemente a su
modesta esposa con sus ardientes besos del alma?
Fue un matrimonio de conveniencia. Big John Jacobs sabía que una línea ferroviaria en la
cercanía, aseguraría la supervivencia de su rancho, por lo que de mala gana le tendió la
mano a Ellen Colby, la hija protegida de un magnate del ferrocarril. Cuando el sabor de la
vida de un rancho de Texas, estimuló el espíritu ardiente de Ellen, Big John descubrió que
había conseguido mucho más de lo que esperaba.
(El libro que inspiró la serie Long, Tall Texans)
(Traducido por Gaby para AEBks)
Capítulo 1
Se necesitaba mucho para hacer que Big John Jacobs se pusiera nervioso. Era alto,
huesudo, con profundos ojos verdes del color de la botella de vidrio, y el pelo espeso, era
de color marrón oscuro. Su rostro delgado y duro, tenía cicatrices dejada por la Guerra de
los Estados Unidos. Llevaba cicatrices por dentro y por fuera. Era originario de Georgia,
pero había llegado a Texas, justo después de la guerra. Ahora vivía en una de las más
salvajes partes del sureste de Texas, en un rancho que había heredado de su difunto tío.
El hacía crecer el rancho con frugalidad, conduciendo una partida de ganado hasta Kansas
y comprando más ganado con los beneficios. Lo que él tenía, era muy poco para mostrar,
para quince años de trabajo duro, pero era fuerte y tenía buena cabeza para los negocios.
Había triplicado la propiedad de tierras de su tío, y había comprado nuevos toros en el
Este, de la raza de cuernos largos. Su madre se habría sentido orgullosa.
Él notó el profundo corte en su mano izquierda, una cicatriz que se hizo con un cuchillo,
en una contienda con una banda de comanches, quienes atacaron su propiedad por los
caballos. John y su personal contratado habían luchado hasta lograr ponerlos en fuga. Su
rancho estaba aislado y tenía un buen ganado de cría. Durante años, había tenido que
luchar en varias ocasiones contra las incursiones de comanches, asaltantes y renegados
de la frontera mexicana, así como aventureros. Si no hubiera sido por la presencia militar
después de la guerra, del Ejército de la Unión, la anarquía habría sido peor.
John tenía más razón que la mayoría en odiar a los oficiales de la Unión. Pero en la
parte de Texas, donde se encontraba su rancho, al sureste de San Antonio, la paz se
había mantenido durante la Reconstrucción, por un comandante local, que era un
caballero. John había admirado al oficial de la Unión, que había capturado y procesado a
un ladrón que le robó dos caballos del rancho. Eran buenos caballos, con excelentes líneas
de sangre, que John había comprado en una granja de caballos purasangre en Kentucky.
El oficial, que montaba un purasangre de Kentuncky de su propiedad, entendió el apego
que un ranchero sentía por este tipo de caballos. John rara vez se sentía agradecido de
otro ser humano. Como John mismo, el oficial era un intrépido.
Intrépido. John se rió de su propia aprensión acerca de lo que iba a hacer. No le
importaba arriesgar su vida para salvar a su rancho. Pero esto no era una pelea con
pistolas o cuchillos. Era una especie mucho más civilizada de guerra. Con el fin de ganar
esta batalla, John iba a tener que aventurarse a un mundo que nunca había visto de cerca.
No se sentía cómodo con la gente de la alta sociedad. Esperaba que no avergonzarse a sí
mismo.
Se quitó el sombrero de vestir y se pasó una mano grande a través de su pelo castaño y
sudoroso. Juana había tenido que cortárselo, antes de que él dejara el Rancho 3J. Él
esperaba ser lo suficiente conservador, para impresionar al viejo Terrance Colby. El
magnate del ferrocarril, que estaba de vacaciones en Sutherland Springs, no lejos del
Rancho 3J. La popular localidad contaba con más de cien manantiales separados en un
área pequeña. John había montado hasta allí para hablar con Colby, sin tener una sola
idea de cómo abordarlo. Él había imaginado, que los detalles se deducirían solos, si él
hacía el viaje.
2
Se sentía incómodo en compañía. Había tenido que empeñar el reloj de su abuelo, para
comprar el traje usado y el sombrero que llevaba puesto. Era un riesgo el que estaba
tomando, uno grande. El ganado no era nada bueno para nadie si no podía entrar en el
mercado. Conducir el ganado hasta Kansas era cada vez más peligroso. En algunas
zonas, se temía al ingreso de ganado desde Texas. Si él iba a lograr que su ganado
entrara al mercado, tenía que haber una ruta más directa.
Necesitaba una línea de la vía férrea que fuera cercana. Colby era dueño de un
ferrocarril. Él acababa de anunciar sus intenciones de expansión, para conectarse con San
Antonio. No seria una gran carga ampliar la línea a través del condado de Wilson al rancho
Jacobs. Había otros rancheros de la zona que también querían la vía férrea.
El viejo Colby tenía una hija, Camelia Ellen, que era soltera y al parecer, “incasable”. El
chisme local decía, que el viejo no tenía ningún uso para su poco atractiva hija, y estaría
feliz de deshacerse de ella. Así que Big John Jacobs había venido a cortejarla, para
obtener un ferrocarril…
Empezó a llover justo cuando llegó al pueblo. Maldijo su asquerosa suerte, sus ojos
verdes ardían cuando notó el fango que lanzaban los cascos de su caballo, salpicando sus
botas y el dobladillo de un buen par de pantalones. Estaría desordenado y no podía
permitirse estarlo. Terrance Colby era un aristócrata de Nueva York, que por lo que John
había oído, siempre estaba impecablemente vestido. Se hospedaba en el mejor hotel de la
localidad de Sutherland Springs podía presumir, y que no era demasiado lujoso. Corría el
rumor que Colby había venido aquí en un viaje de caza y que tomaría las aguas, mientras
estaba en la zona.
John se bajó de la montura a media cuadra del hotel, donde Colby se hospedaba, y
esperaba tener la oportunidad de limpiarse todo el lodo de encima. Justo cuando él llegaba
de su paseo, un carruaje se detuvo cerca. Una joven sin nada en particular se bajó de él,
cogió el dobladillo de su vestido, pero el lazo de sus zapatos se enredó en él, y cayó de
bruces en un charco de lodo. Imperdonablemente, John se echó a reír. No pudo evitarlo. El
acompañante de la mujer lo fulminó con la mirada, pero la mirada que le dirigió la mujer,
fue mucho más expresiva.
- Por amor de Dios, mujer, ¿es que no puedes dar dos pasos sin tropezar con tu
ropa? – le preguntó el hombre, con un tono alto de voz y con acento británico.
–
Levántate. Ahora que hemos llegado al pueblo, tengo que irme. Tengo un compromiso
para el que ya se me ha hecho tarde. Me citaré con tu padre más tarde. ¡Conductor,
adelante!
El conductor dio a la mujer y a Big John una mirada elocuente, pero hizo lo que se le
indicó. John tomó nota del forastero, y esperaba encontrárselo de nuevo un día. Él se
movió al lado de la mujer, y le ofreció un brazo.
- No, no – protestó ella, poniéndose de pie sola. – Está demasiado bien vestido, para
dejar que lo ensucie. Continúe, señor. Simplemente, soy torpe, y no hay una cura para ello,
me temo – se ajustó el sombrero de gran tamaño sobre su moño oscuro y lo miró con los
ojos azules tristes en un rostro agradable, pero no muy atractivo. Ella era pequeña y
delgada, y no el tipo de mujer que le hubiera atraído.
-
Su acompañante no tiene modales – comentó él.
-
Gracias por su preocupación.
3
- No hay problema – dijo, quitándose el sombrero. – No me hubiera importado que me
hubiera salpicado. Como puede ver, ya he probado el barro local.
Ella se echó a reír y su rostro adquirió una animación de la cual, ella era inconsciente.
-
Buenos días.
-
Buenos días.
Ella se alejó y él se dirigió a la barbería
♥♥♥
- ¡John! – un hombre lo llamó de cerca. – Pensé que eras tú – un hombre, corpulento
y con una placa, jadeó con inquietud, cuando llegó hasta él.
Era el alguacil, James Graham, que a menudo visitaba el rancho de John, cuando
estaba en la zona es busca de fugitivos. Se estrecharon las manos.
-
¿Qué estás haciendo aquí? – le preguntó John.
- Estoy buscando un par de renegados – dijo. – Estaban escondidos en territorio
indio, pero he oído de un primo, que uno de ellos se dirigía a este camino, tratando de
dejar atrás al ejército. Cuida tu espalda.
- Y tú, cuida la tuya – replicó él, abriendo su chaqueta para mostrar la Colt 45, que
siempre llevaba en una funda del cinturón, atravesado sobre sus estrechas caderas. El
alguacil se rió entre dientes.
- He oído eso. Me di cuenta de que estabas tratando de ayudar a esa pobre joven a
levantarse.
- Si, la pobre cosita – comentó él. – Nada para mirar y de poco interés para un
hombre. Dos pies izquierdos como si fuera poco. Pero eso no fue problema para ser
amable con ella. Su acompañante le dio no más ayuda que el borde áspero de su lengua.
- Ese era Sir Sidney Blythe, el acompañante de caza del magnate de los ferrocarriles,
Colby. Dicen que la chica está enamorada de él, pero que él no tiene ningún uso para ella.
- No es de extrañar. Él podría haber terminado en el charco de barro – agregó con
una sonrisa. – Ella no es del tipo que inspira pasión.
- Podrías sorprenderte. Mi esposa no es guapa, pero puede cocinar. El lucir bien, se
desgasta. La cocina dura siempre. Recuerda eso. Cuidate.
-
Tú, también.
John continuó hasta la barbería, inconsciente que una mujer cubierta de barro, estaba
de pie, detrás de la esquina, tratando de limpiar un poco el fango de su pesada falda. Ella
miró airadamente hacia la barbería con fieros ojos azules. Así que él era esa clase hombre,
del tipo compasivo con la pobre gallinita escuálida de pies torpes. Había pensado que él
era diferente, pero era igual a los demás hombres. Ninguno de ellos, miraba dos veces a
una mujer, a menos que tuviera un hermoso rostro y cuerpo.
Ella pasó por delante de la barbería, hacia su hotel, hirviendo de furia. Esperaba algún
día, tener la oportunidad de estar con ese hombre otra vez, cuando estuviera vestida
adecuadamente y en su propio elemento. Sería una sorpresa para él, estaba segura.
4
♥♥♥
Poco tiempo después, John se dirigió hacia el Hotel Sutherland Springs con una
confianza que realmente no sentía. Estaba agradecido por la conversación del alguacil,
que ayudó a calmarlo. Se preguntó si la hija de Colby estaría también enamorada del
horroroso Sir Sidney, así como la pobre gallina flaca, que había estado en el carruaje con
él. No estaba seguro como tendría que ir en el cortejo de tal persona inadaptada, aunque
lo tenía en mente.
A los treinta y cinco años, John era más sabio que muchos de sus contemporáneos,
después de haber sido criado por una madre culta, que le enseñó latín mientras trabajaban
en los campos. Desde entonces, él había sido educado de otra manera, tratando de
mantenerse vestido y alimentado. Su hermana casada, la única otra sobreviviente de su
familia, había tratado de conseguir que él fuera a trabajar con su esposo en Carolina del
Norte, en su granja, pero él no quiso instalarse en el Este. Era un hombre con un sueño. Y
si un hombre podía hacer una fortuna con nada más que trabajo duro y la abnegación,
entonces, estaba dispuesto a ser ese hombre.
Le pareció vagamente deshonesto tener una novia por razones monetarias y esto cortó
rápido el pretender un afecto que no sentía, para conseguir una novia rica. Si había una
manera honesta de hacer esto, él la iba a encontrar. Su única certeza, era que si se
casaba con la hija de un magnate del ferrocarril, él tendría muchas más posibilidades de
conseguir una línea ferroviaria hasta su rancho, que si él simplemente pidiera ayuda. En
estos días, nadie se apresuraba en ayudar a un ranchero sin un centavo. Menos aún, un
rico ranchero del norte.
John entró en el hotel, erguido, asumiendo la auto-confianza y la misma ligera
arrogancia, que había visto en hombres ricos, que la utilizaban para salirse con la suya.
- Mi nombre es John Jacobs – le dijo al secretario, formalmente. – El señor Colby me
está esperando.
Eso era una mentira pura, pero audaz. Si funcionaba, podría cortar una gran cantidad de
protocolo, que era una pérdida de tiempo.
- Oh, ¿de verdad? Digo, por supuesto, señor – el joven se tambaleó. – El señor Colby
está en la suite presidencial. Es el segundo piso, al final de pasillo. Puede usted subir. El
señor Colby y su hija, están recibiendo esta mañana.
Están recibiendo. Segundo piso al final del pasillo. John asintió, aturdido. Fue más fácil
de lo que había soñado, el ver a uno de los hombres más ricos del país. Él asintió
educadamente al empleado y se volvió hacia la escalera.
La suite fue fácil de encontrar. Llamó a la puerta con confianza interior, apretando los
dientes, ante la próxima reunión. No tenía idea de que iba a dar como excusa por haber
venido. No sabía cómo luciría Ellen Colby. ¿Podría acaso decir que la había visto de lejos
y se había enamorado locamente de ella? Sin duda, eso arruinaría sus posibilidades con
su padre, quien se convencería que él solo quería el dinero de Ellen.
Mientras él estaba pensando en excusas, una criada abrió la puerta y se apartó para
dejarlo pasar. Tardíamente se quitó el sombrero, esperando que su frente no estuviera
sudando tan profusamente como la sentía.
-
¿Su nombre, señor? – la mujer de mediana edad le preguntó cortésmente.
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-
John Jacobs – respondió. – Soy un terrateniente local – agregó.
Ella asintió.
-
Por favor, espere aquí.
Ella desapareció en otra habitación detrás de una puerta cerrada. Los segundos
pasaban, mientras John miraba a su alrededor, incómodo, recordando, por la opulencia de
la suite, cuán lejos estaba él de la clase alta.
La puerta se abrió.
-
Por favor, pase señor – le dijo la criada con respeto, e incluso le sonrió.
Eufórico, entró en la habitación y miró un par de los más fríos ojos azules que había
visto nunca, en un rostro que parecía mediocre en comparación con el muy caro vestido de
encaje blanco, usado por su dueña. Ella tenía una hermosa figura, a pesar de su falta de
belleza. Su pelo era espeso y de color marrón oscuro, tomado en un moño en lo alto de su
cabeza. Ella estaba muy equilibrada y elegante, y totalmente hostil. Desde un comienzo, él
la reconoció. Era la nadadora del charco de barro de la entrada del hotel.
¡No debía reírse, no debía…! Sin embargo, una débil sonrisa dividió sus labios
cincelados y sus ojos verdes danzaron en las facciones indignadas de ella. ¡Aquí estaba su
excusa, tan inesperada!
- Vine a preguntar por su salud – dijo, con su voz profunda y perezosa. – El clima es
frío, y el charco de lodo era muy grande.
- Yo estoy… – ella se sonrojó, al parecer halagada por su visita. – Me siento muy
bien. ¡Gracias!
- ¿Qué charco de fango? – preguntó una voz nítida desde la puerta. Un hombre más
bajo que John, calvo y de ojos azul oscuro, vestido con un caro traje, llegó hasta la
habitación. – Soy Terrance Colby. ¿Quién es usted?
- John Jacobs – se presentó. No estaba seguro de cómo continuar. – Soy dueño de
un rancho en las afueras del pueblo… – empezó a decir.
- Oh, está aquí por lo de la caza de codornices – dijo Colby, inmediatamente. Él
sonrió ante el asombro de John, y se adelantó para estrecharle la mano. – Pero me temo,
que llegó unos minutos tarde. Ya he adquirido una invitación en el Rancho Four Aces, para
cazar antílopes y codornices. ¿Sabe usted lo que puedo esperar?
- Por supuesto que sí, señor – respondió John. Y así lo hizo. Ese rancho era del tipo
que John deseaba desesperadamente tener un día, una enorme propiedad con ganado de
raza pura y caballos, que fuera conocido en todo el país, de hecho, ¡en todo en mundo! Estoy seguro que encontrará el alojamiento, inestimable.
El hombre mayor lo miró con curiosidad.
-
Gracias por la oferta.
John asintió.
- Ha sido un placer, señor. Pero yo tenía otro propósito al venir. Un transeúnte
mencionó que la joven aquí, se alojaba en este hotel. Ella, eh, tuvo una mala caída en su
camino hacia aquí. Yo la ayudé. Solo quería asegurarme por mismo, que resultó ilesa. Su
acompañante no fue de mucha ayuda – añadió con honesta irritación.
6
-
Sir Sidney se marchó y me dejó allí – dijo la mujer enojada, con los ojos brillantes.
Colby le dio una mirada indiferente.
- Si vas a ser tan torpe y caerte en los charcos de lodo, Ellen, entonces, puedes
esperar a ser ignorada por cualquier hombre normal.
¡Ellen! Esta desafortunada pequeña gallina escuálida, era la misma heredera, por la que
John había venido a la ciudad a cortejar, ¡y estaba teniendo más buena fortuna de lo que
había soñado! Lady Luck1, estaba lanzando ofertas en su camino, con cada palabra que
decía.
Le sonrió a Ellen Colby con deliberado interés.
-
Por el contrario, señor, yo la encuentro encantadora – murmuró.
Colby lo miró, como si esperara hombres con redes, que irrumpieran en la habitación.
Ellen le dio una mirada dura. Podría haberse sentido halagada por la visita, pero conocía
el límite, cuando lo oyó decir esas cosas acerca de ella. Muchos hombres habían acudido
a buscar a su padre a través de ella. Esta era otra, cuando habría esperado gustarle por
ella misma. ¿Pero cuándo le había pasado eso? Decepcionada, se irguió en toda su
estatura.
- Le ruego me disculpe. Estoy en medio de un trabajo importante – ella levantó la
barbilla y añadió deliberadamente: - El perro de mi padre está teniendo su baño.
Ella se volvió y fue hacia la puerta entre las habitaciones, mientras que John echó su
cabeza hacia atrás y se rió con alegría genuina.
Colby tuvo que reír, ante la audacia de su hija. Ella nunca levantaba la voz, por regla
general, y desde hacía ya un tiempo venía pensando en ella, como en un felpudo. Pero
este hombre pinchó su temperamento y le hizo brillar los ojos.
- Una reacción interesante – le dijo él a John. – Ellen nunca es grosera, y no puedo
recordar un momento en que alzara la voz.
John sonrió.
- A un caballero le gusta pensar que ha hecho una impresión, señor – le dijo con
respeto. – Su hija es mucho más interesante con temperamento, que sin él. Para mí, al
menos.
-
¿Dijo que tenía un rancho? – le preguntó Colby.
John asintió.
- Uno pequeño, pero en crecimiento. He empezado a cruzar razas con buenos
resultados. Tengo un toro de cuernos largo, de cría, y una pequeña manada de ganado
Hereford. Espero tener un mejor tipo de carne, para satisfacer los gustos del este y
enviarlo al mercado de Chicago.
Colby miró a su huésped, los gastados, pero todavía útiles zapatos, el traje y la
cartuchera muy gastada y una pistola muy usada discretamente llevada debajo de la
chaqueta abierta.
1
Usted tiene acento sureño – le dijo Colby.
Señora Suerte
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John asintió de nuevo.
-
Soy georgiano, por nacimiento.
Colby, hizo una mueca.
John se rió sin humor.
-
Usted sabe, entonces, lo que Sherman y sus hombres le hicieron a mi estado.
- La esclavitud está en contra de todo lo que creo – le dijo Colby. Su rostro se
endureció. – La conducta de Sherman estaba justificada.
John tuvo que morderse la lengua para no devolverle una fuerte respuesta. Podía sentir
el calor del fuego, oír a su madre y su hermana, gritando al caer en la vorágine de las
llamas crepitantes…
-
¿Usted poseyó esclavos? – Colby persistió, secamente.
John apretó los dientes.
- Señor, mi madre, mis hermanas y yo, trabajábamos en una granja en las afueras de
Atlanta – dijo, casi ahogado en los recuerdos, a pesar de los años entre él y el recuerdo. –
Solo los hacendados ricos podían permitirse los esclavos. Mi gente eran inmigrantes
irlandeses. Usted debe recordar las señales puestas en las puertas delanteras de las
fincas en el norte, que decía: NO SE ADMITEN LOS DE COLOR E IRLANDESES.
Colby tragó saliva. Había visto, en efecto, esas señales.
John parecía crecer un centímetro más.
- Para responder a su pregunta, si yo hubiera sido un rico hacendado, yo habría
alquilado la mano de obra, no comprado, porque no creo que un hombre de cualquier
color, tenga el derecho de ser dueño de otro – sus ojos verdes brillaron. – Hubo muchos
otros pequeños propietarios y aparceros, como mi familia, que pagaron el precio, por la
codicia y el lujo de los dueños de plantaciones. El ejército de Sherman, no discriminó entre
los dos.
- Perdóneme – le dijo Colby, inmediatamente. – Una de mis lavanderas fue una
esclava. Sus brazos estaban lívidos de cicatrices de un ama que la cortó, cuando ella le
quemó el vestido que le habían dicho que tenía que planchar.
- He visto cicatrices similares – respondió John, sin agregar que uno de los
copropietarios de su rancho tenía esas feas cicatrices, así como su esposa e incluso, su
hija mayor.
-
¿Su madre y sus hermanas viven con usted? – le preguntó Colby.
John no respondió durante unos segundos.
- No, señor. Con excepción de una hermana casada en Carolina del Norte, en mi
familia están todos muertos.
Colby asintió, sus ojos entrecerrados, evaluaban.
-
Pero, entonces, usted lo ha hecho muy bien en Texas, ¿no es así? – él sonrió.
John se obligó a devolver la sonrisa y olvidar los insultos.
-
Y lo haré mejor, señor – le dijo él, con una confianza inquebrantable. – Mucho mejor.
8
Colby se echó a reír.
- Me recuerda a mí, cuando yo era un hombre joven. Me fui de casa, para hacer
fortuna, y tuve el buen sentido de mirar hacia los trenes, como el medio.
John hizo girar su sombrero entre sus manos grandes. Quería acercarse a Colby por su
línea férrea, que le daría la oportunidad de enviar su ganado, sin tener que correr el riesgo
de conducir hacia el norte, a la estación en Kansas. Pero eso sería empujar su suerte.
Colby podría sentir que él estaba, traspasando su lugar en sociedad y siendo arrogante.
No podía arriesgarse a molestar a Colby. Él cambió su peso.
- Debería irme – le dijo con aire ausente. – No tenía ninguna intención de ocupar gran
parte de su tiempo, señor. Solo quería ofrecerle la libertad de mi rancho para cazar, y para
saber sobre la salud de su hija, después de su desafortunado accidente.
- Desafortunado accidente – Colby sacudió su cabeza. – Ella es la mujer más torpe
que he conocido – dijo con frialdad – y no he encontrado ni un solo caballero que dure más
de un día como pretendiente.
- Pero ella es encantadora – respondió John con gallardía. – Tiene sentido del humor,
la capacidad de reírse de sí misma, a pesar de la rudeza de su acompañante, ella se
comportó con dignidad.
Colby lo estaba escuchando atentamente.
-
¿Usted la encuentra… atractiva?
- Señor, ella es la mujer más atractiva que he conocido – le dijo John, sin elegir sus
palabras.
Colby se echó a reír y sacudió la cabeza.
- Usted quiere algo – reflexionó. – Pero que me aspen, si no lo encuentro como un
soplo de aire fresco, señor. Usted tiene estilo y el toque.
John sonrió.
-
Gracias, señor
- Y puedo tomar esa invitación que me hizo, en una fecha posterior, joven. Mientras,
he aceptado la otra oferta. Pero podría hacerme un favor, si usted se siente inclinado.
-
Cualquier cosa que esté a mi alcance, señor – le aseguró John.
- Ya que usted encuentra a mi hija tan atractiva, me gustaría que mantuviera un ojo
en ella, durante mi ausencia.
- Señor, no hay suficientes chaperones adecuados en mi rancho – dijo John,
rápidamente, viendo el desastre con anticipación, si el anciano o su hija vieran un
vislumbre del estado verdadero de las cosas en su rancho.
- ¡Oh, por Dios, hombre, no estoy proponiendo que viva con usted en pecado!
–
estalló Colby. – Ella se quedará aquí, en el hotel, y le he dicho que no se aventure fuera
del pueblo. Me refería solo a que me gustaría que usted la chequeara de vez en cuando,
para asegurarme de que está a salvo. Ella estará sola, a excepción de la criada que hemos
conservado aquí.
- Ya veo – John soltó el aliento que había estado sosteniendo. – En ese caso, estaría
encantado. Pero, ¿qué hay de su acompañante, Sir Sidney? – preguntó.
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- Sir Sidney, estará conmigo, a mi costa – se quejó Colby. – El hombre es un dolor
total, pero tiene una extensión de tierra, que necesito para una rotonda nueva para
locomotoras, cerca de Chicago – confesó. – Así que tengo que seguirle la corriente, hasta
cierto punto. Le aseguro que mi hija no va a llorar su ausencia. Ella solo fue a pasear con
él, a petición mía. Ella lo encuentra repulsivo.
También John, pero no deseaba mecer el bote.
hija.
Me alegro que haya venido, joven – Colby le tendió la mano, y John se la estrechó.
Yo también, señor – respondió. – Si no le importa, me gustaría despedirme de su
-
Adelante.
-
Gracias.
John se dirigió hacia la puerta abierta, en donde estaba la doncella, la señorita Ellen
Colby y un perro mojado, muy enojado, de incierta edad y pedigrí. Era un perro lanudo,
negro y blanco, con orejas muy largas. Ladraba lastimosamente, agitando el agua con
jabón por todas partes.
- Ay, señorita Colby, este perrito no quiere ningún baño – se lamentaba la doncella,
mientras trataba de enderezar su cofia.
- No te preocupes, Lizzie, vamos a bañarlo o morir en el intento – Ellen sopló un
mechón de su pelo suelto, sujetando al perro con las dos manos, mientras la criada echaba
agua sobre él, con una taza.
- Un abrevadero podría ser mejor propuesta, señorita Colby – dijo John, arrastrando
las palabras desde la puerta.
Su voz la sorprendió. Sacudió la cabeza en su dirección y aflojó el agarre con el que
sostenía al perro. En los pocos segundos que siguieron, el animal dio un aullido de pura
alegría, saltó de la batea a la mesa y corrió por los tapetes hacia la libertad del living.
- ¡Oh, Dios mío! – gritó Ellen. - ¡Agárrala Lizzie, antes que llegue a la dormitorio! ¡Ella
va directo a la cama de papá, como suele hacer!
-
¡Sí, señorita!
La doncella corrió por todo lo que valía la pena. Ellen Colby se puso las manos
enjabonadas en las caderas y miró con dagas a los ojos verdes del hombre en la puerta.
-
¡Mire lo que ha hecho! – Ellen estaba furiosa con John.
- ¿Yo? – las cejas de John se arquearon. – Le aseguro que mi único fin era decir
adiós.
-
Desvió mi atención en un momento crítico.
Él sonrió lentamente, le gustaba la manera en que sus ojos azules brillaban con ira. Le
gustaba el grosor de su pelo. Le parecía muy largo. Se preguntó si ella lo soltaba antes de
acostarse. Ese pensamiento lo inquietó. Se enderezó.
-
Si su vida social en su conjunto consiste en bañar al perro, señorita, está perdiendo.
-
¡Tengo una vida social!
-
¿Cómo caerse en los charcos de barro?
10
Ella agarró el cepillo empapado que había usado con el perro y consideró tirárselo.
John echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
- ¡Tranquila! – murmuró. – Esconde tus fuegos – le dijo con alegría. – Su padre me ha
pedido que mantenga un ojo en usted, señorita Colby, mientras él se va a su viaje de caza.
Puedo encontrar hermosa la perspectiva.
-
¡No puedo pensar en nada que gozaría menos!
- Soy bastante buen acompañante – le aseguró él. – Sé donde están los nidos de las
aves y donde crecen las flores, e incluso, puedo cantar y tocar la guitarra, si me lo pide.
Ella dudó, manchas húmedas en todo su vestido de encaje y jabón en el pelo, que le
levantó las puntas. Ella lo miró con curiosidad abierta.
-
Usted lleva un arma de fuego – señaló ella. – ¿Dispara a la gente con ella?
-
Solo a la peor clase de gente – le dijo. – Y todavía tengo que dispararle a una mujer.
-
Eso me tranquiliza.
- Tengo un rancho de ganado no muy lejos de aquí – continuó. – En el pasado, raras
veces he tenido que ayudar a defender mi ganado del ataque de los comanches.
-
¡Indios!
Él se echó a reír al ver su expresión.
- Sí. Indios. Hace mucho tiempo que ellos viven en territorio indio. Pero todavía hay
ladrones y asaltantes en toda la frontera con México, así como soldados desertores y
vagabundo de la ciudad, con la esperanza de robar mi ganado y hacer alguna ganancia
rápida, vendiéndolo al ejército.
-
¿Cómo se pueden detener?
- Con vigilancia – dijo él simplemente. – Tengo hombres que trabajan para mí por
acciones.
-
¿Acciones? – ella frunció el ceño. – ¿No por salarios?
Él podría haberse mordido la lengua. No tenía la intención de decir nada.
Ella sabía que había bajado la guardia. Lo encontró misterioso, encantador y astuto. Era
atractivo. Era el primer hombre que había conocido, que le daban ganas de saber más
sobre él.
-
Puede ser que la lleve a dar un paseo en mi calesa – reflexionó él.
-
Y yo, podría ir.
John se rió entre dientes y le gustó la respuesta coqueta de ella. No había mucho en ella
que mirar, de verdad, pero tenía cualidades, que él todavía no encontraba en otras
mujeres. Se volvió para irse.
-
No lleve al perro al paseo – dijo él.
-
El perro de papá va a todas partes conmigo – mintió, queriendo llevarle la contraria.
Él la miró por sobre el hombro.
-
Estaba sola en el charco de lodo, por lo que recuerdo.
11
Ellen lo miró. Él le dio un largo escrutinio, curioso y le sonrió lentamente.
- Podemos hablar de ello después. La veré de nuevo en un día o dos – se quitó el
sombrero, respetuosamente. – Buenos días, señorita Colby.
-
Buenos días, ¿señor…?
Solo entonces se le ocurrió que ella ni siquiera sabía su nombre.
- John – respondió. – John Jackson Jacobs. Pero la mayoría de la gente me llama Big
John.
-
Usted es bastante grande – ella estuvo de acuerdo.
Él sonrió.
- Y usted es más bien pequeña. Pero me gusta su espíritu, señorita Colby. Me gusta
mucho.
Ella suspiró y sus ojos azules empezaron a brillar débilmente, cuando encontró los
verdes de él. John le guiñó un ojo y ella se ruborizó. Pero antes que pudiera decir nada, la
criada le pasó el perro mojado, luchando.
- Disculpe, señor, pero este paquete, es bastante desesperante, mojado – se quejó la
muchacha, mientras se dirigía hacia la batea, que estaba en al mesa.
- Así veo. Buenos días, señoras – él se quitó el sombrero otra vez, y se fue en un
tintineo de espuelas.
Ellen Colby se lo vio irse con curiosidad y una extraña sensación de pérdida. Era
extraño, que un hombre al que apenas conocía, pudiera resultarle tan familiar a ella, y que
pudiera sentir tal alegría en su presencia.
Su vida había sido solitaria, una vida de servicio, ayudando como anfitriona de su padre
y cuidando de su abuela. Pero ahora su abuela estaba de viaje y ella se sentía más un
estorbo, que una ayuda en su familia, y no era ningún secreto que su padre quería verla
casada y fuera de sus manos.
Pero esa posibilidad, sería una cosa fina, pensó. Se volvió hacia el perro, con una ligera
tristeza, deseando ser más bonita.
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Capítulo 2
John cabalgó de vuelta a su rancho, más allá del moderno alambre de púas, que
contenía su toro de cuernos largos, y pasada la segunda valla, estaba su toro Hereford y
su pequeño rebaño de vacas Hereford, con sus terneros y también la cabaña, en dónde él
y la familia de sus hombres vivían juntos. Tenía centenares de cabezas de novillos, pero
ellos recorrían una extensión sin vallas, identificados solo por su marca 3J, marcada a
fuego en sus gruesas pieles. Los terneros se habían marcado en primavera.
Mary Brown, estaba en la puerta viéndolo acercarse. Era principios de junio y hacía
mucho calor en el sur de Texas. El pelo negro de ella, sudoroso, estaba contenido en un
pañuelo, y sus ojos marrones, le sonrieron.
- Yo y Juana, lavamos sus ropas viejas, señor John – le dijo ella. – Isaac y Luis se
fueron de pesca con los chicos hasta el río, para la cena, y las chicas están haciendo pan.
-
Bueno – le dijo. – ¿No tengo nada seco para ponerme?
Mary asintió.
- Se quedará tal como esta, señor John. Unos pocos agujeros más, y ninguna costura
lo va a salvar de un piel roja.
- Estoy trabajando en eso, Mary – le dijo, riendo entre dientes y se agachó para
levantar al hijo menor de ella, en sus brazos. – Tienes la oportunidad de crecer, amiguito, y
rápido jovencito, tienes que ayudar a pastorear el ganado como yo.
El niño gorgoteaba y John le sonrió, poniéndolo de nuevo en el suelo.
Isaac venía por la puerta de atrás justo en ese momento, con una montón de peces.
-
¿Ya has vuelto? – sonrió. – ¿Ha habido suerte?
- Mucha. Toda inesperada – le dijo al hombre alto, negro y ágil. Miró a Luis
Rodríguez, su capataz, que era bajo y robusto, que traía también un montón de peces.
Él tomó los de Isaac y se los entregó a los chicos jóvenes.
-
Ustedes muchachos, a limpiar estos, para Mary, ¿me oyen?
- Si, papá – dijo el chico más alto y negro. Su baja compañera latina, sonrió y lo siguió
hasta la puerta.
- Tenemos otra ternera perdida, señor – le dijo Luis, irritado. – Isaac y yo solo hemos
venido a traer a los chicos y los peces a casa – sacó su pistola y la comprobó.
– Vamos
a ir a rastrear al becerro.
-
Voy con ustedes – les dijo John. – Denme un minuto para cambiarme.
Él llevó su ropa a la habitación individual que tenía una puerta improvisada y se puso
mejores ropas, las que colgaban en una silla hecha a mano, que él le había proporcionado
a Mary. Se sacó el cinto de sus caderas delgadas y miró su pistola. Los cuatreros eran la
perdición de cualquier ganadero, pero en esos tiempos difíciles, cuando un solo becerro,
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significaba la diferencia entre mantener o perder su tierra, no podía permitirse el lujo de
perder ninguno. Él volvió junto a sus hombres, con el rostro sombrío.
-
Vamos a hacer un poco de rastreo.
Encontraron el becerro, masacrado. Los signos de alrededor, les dijo que no eran
ladrones, pero sí, un par de indios, comanches, de hecho, a juzgar por el eje de la flecha
rota y las huellas que se encontraban cerca.
- ¡Maldita suerte! – gruñó John. – ¿Qué hacen los comanches tan al sur? Y si tienen
hambre, ¿por qué no pueden cazar conejos o codornices?
- Todos prefieren búfalos, señor, pero las manadas se han ido, y las presas son aún
más escasas aquí. Es por eso que tuvimos que traer peces para la cena.
- Podrían irse al infierno y regresar al territorio indio. ¿No podrían irse de aquí, en vez
de acosar a nuestra pobre gente? – John frunció los labios, pensativo, recordando lo que
había oído en Sutherland Springs. – Me pregunto – reflexionó en voz alta – si estos,
¿podrían ser los mismos dos renegados del territorio indio, perseguido por el ejército?
-
¿Qué? – dijo Isaac.
- Nada – dijo John, dándole una palmada en el hombro con afecto. – Sólo pensé para
mis adentros. Vamos a volver al trabajo.
♥♥♥
Al día siguiente se puso su mejor traje y regresó a Springs, para comprobar como
estaba Ellen Colby. Esperaba encontrarla en su suite o jugando con el perro de su padre.
Lo que se encontró, fue vagamente impactante. Lejos de estar en su habitación, Ellen
estaba en la acera, con un brazo alrededor de un asustado joven negro, que había sido,
aparentemente derribado por un hombre enojado.
- … él se puso en mi camino. Él no tiene que caminar por la acera, de todos modos.
Debería estar en la calle. Debería ser muerto. ¡Todos ellos deben ser muertos! ¡Hemos
perdido muchas cosas, a causa de ellos, y luego, son protegidos por el mismo ejército, que
quemó nuestras casas! Aléjese de él, señora. ¡Él no irá a ninguna parte hasta que le dé
una lección!
Ella levantó la barbilla.
- No tengo ninguna intención de moverme, señor. Si lo golpea a él, tiene que
golpearme a mí, también.
John subió a la acera. No miró a Ellen. Sus ojos estaban fijos en el hombre enojado, y
no vaciló. Él no dijo ni una palabra. Simplemente, tiró hacia atrás la solapa de su chaqueta,
para revelar la pistola enfundada que llevaba.
- ¡Otro! – criticó el hombre enojado. – ¡Ustedes, malditos yanquis deben recibir el
infierno fuera de Texas y volver hacia el norte, a donde pertenecen!
- Soy de Georgia – dijo John, arrastrando las palabras. – Pero es aquí en donde
pertenezco ahora.
El hombre se sorprendió. Se enderezó y miró a John, con los puños apretados.
-
¿Usted se aprovecharía de un habitante del sur? – exclamó él.
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- Yo soy parcial a la piel morena – le dijo John con un acento meloso. Su figura alta y
esbelta, se inclinó lo suficiente hacia el hombre de edad, que recuperaba el aliento. – Pero
usted hace lo que cree que tiene que hacer – añadió deliberadamente.
- Mire – dijo Ellen Colby, altiva, ayudando al joven a ponerse de pie. – ¿Ve lo que
consigue cuando actúa por motivos innobles? – le dijo ella, al hombre amenazante. – Es un
niño… ¡un niño, independiente de su color, señor!
-
Eso no es un niño – dijo el hombre. – Es una abominación.
- No estoy de acuerdo – la voz vino de un recién llegado, con una estrella en la
camisa, abriéndose paso entre el pequeño grupo de personas. Era el alguacil auxiliar,
James Graham, conocido localmente por ser imparcial y justo. – ¿Hay algún problema,
señora? – le preguntó a Ellen, tocándose el sombrero ante ella.
- Este hombre pateó a este joven en la acera y lo atacó – dijo Ellen, fulminando al
hombre con su mirada. – Yo y el señor Jacobs, interferimos justo a tiempo, para impedir
nuevos actos de violencia.
- ¿Te encuentras bien, hijo? – le preguntó el alguacil al joven, que estaba con la boca
abierta, por lo inesperada de su defensa.
-
Oh, sí, señor. No estoy lastimado – balbuceó.
Ellen Colby tomó una moneda de su bolso y los puso en la mano del joven.
-
Ve a buscar una vara de hierbabuena – le dijo ella.
Él tiró la moneda al aire y sonrió.
- Gracias por su amabilidad, señorita, pero voy a comprarle a mi madre un saco de
harina. Gracias a ustedes, también – le dijo al alguacil y a John, antes de precipitarse por
la acera.
Graham se dirigió al hombre que había iniciado el problema.
- No me gustan los alborotadores – le dijo con una lacónica voz de mando. – Si te
vuelvo a ver en una situación similar, te voy a encerrar. Esa es una promesa.
El hombre escupió el suelo y les dio a los tres defensores del niño, una mirada fría,
antes de volverse, pisando fuerte en dirección opuesta.
-
Estoy en deuda con los dos – les dijo Ellen.
John se encogió de hombros.
-
No fue una molestia.
El alguacil se echó a reír.
- Un georgiano que defiende a un niño negro – él negó con la cabeza. – Estoy
asombrado.
John se echó a reír.
- Tengo una familia de ex esclavos que trabajan conmigo – le explicó. Su rostro se
tensó. – Si pudieras ver las cicatrices que llevan, incluso los niños, es posible entender mi
posición aún mejor.
El alguacil asintió con la cabeza.
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- Yo la entiendo. Si usted tiene algún problema más – le dijo a Ellen – Estoy a su
servicio – se quitó el sombrero y se fue devuelta a su caballo.
- Usted es un hombre de sorpresas, señor Jacobs – le dijo Ellen a John, mirándolo
con aprobación. – Gracias por su ayuda.
John se encogió de hombros.
- Estaba pensando en el hijo de Isaac, quien murió en Georgia – confesó,
acercándose de entre la multitud que se dispersaba. – Isaac es mi domador
– agregó.
– Su primer hijo fue golpeado hasta morir por un capataz, justo antes que terminara la
guerra.
Ella se quedó mirando su cara delgada y dura, con extrema curiosidad.
-
Tenía entendido que todos los sureños, odiaban a la gente de color.
- La mayoría de los sureños, estaban en los campos de trabajo al lado de ellos – le
dijo John con frialdad. – Hemos sido poco más que esclavos de nosotros mismos, mientras
los ricos vivían en el lujo y hacían la vista gorda a los abusos.
-
No tenía idea – dijo ella, vacilante.
- Muy pocos pueblos del norte la tienen – dijo rotundamente. – Sin embargo, hubo un
condado en Georgia, que flameó la bandera de la Unión durante toda la guerra, y cada
intento, por parte de la Confederación, de forzarlos a hacer lo contrario, el ejército se
encontraba con una resistencia abierta. Ellos se escaparon y el ejército se cansó de
perseguirlos – él se rió de su sorpresa. – Le contaré todo en el té, si lo desea.
Ella se ruborizó.
-
Me gustaría mucho eso, señor Jacobs.
Él le ofreció su brazo. Ella puso su mano pequeña en la parte interior del codo y lo dejó
escoltarla al inmaculado comedor del hotel. Él se preguntó si debería haberle dicho a
Graham sobre el rastro que los comanches, que habían encontrado su tierra. Hizo una
nota mental, para mencionárselo la próxima vez que lo viera. A Ellen le gustaba el hombre
esbelto y ágil, que estaba sentado frente a ella, tomando té y comiendo pastelillos, como si
hubiera nacido en la alta sociedad. Pero sabía que él no pertenecía a ella. Él aún tenía uno
que otro gesto áspero, pero aún así, eran entrañables. No podía olvidar la imagen que ella
tenía de él, de pie delante del muchacho asustado, sin atreverse el atacante a intentar
agredir de nuevo. John era valiente y ella admiraba el coraje.
- ¿De verdad vino usted a ver a mi padre para preguntar sobre mi bienestar? – le
preguntó, después de haber discutido sobre la guerra.
Él la miró, sorprendido por su audacia. Dejó su taza de té.
-
No – dijo con sinceridad.
Ellen se rió tímidamente.
- Perdóneme, pero yo sabía que no era la verdadera razón. Le agradezco su
honestidad.
John se recostó en su silla y la observó sin pretensiones. Su mirada verde se deslizó por
su cara simple y bajó hasta el impulso débil de sus pechos bajo la blusa a rayas verde y
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blanco de su vestido y subió hasta la riqueza de su pelo oscuro, cogido encima de su
cabeza.
- Las mentiras son difíciles para mí – le dijo él. – ¿Debo ser completamente honesto
acerca de mis motivos, arriesgándome a alterarla?
Ella sonrió.
- Por favor. He perdido la cuenta de los hombres que pretendían admirarme, solo
como un medio por la riqueza de mi padre. Me gusta mucho más un enfoque abierto.
- Heredé una participación muy pequeña de mi tío, que murió hace algún tiempo – él
jugó con la taza de té. – He trabajado por un salario en el pasado, para comprar más
tierras y ganado. Pero hace poco, he empezado a experimentar con el cruce de razas.
Estoy criando un nuevo tipo de carne de novillo, con la cual, espero tentar el hambre de la
población del Este, con el rango de esta carne – Los ojos de él buscaron su mirada. – Es
un proceso largo y lento, conducir al ganado hasta el ferrocarril de Kansas, que está lleno
de peligros y riesgos, y ahora más que nunca, ya que el temor a la fiebre de Texas en el
ganado, ha causado tanta resistencia para ser puesto en la ruta del ganado. Mis finanzas
están tan apretadas ahora, que la pérdida de una sola cría sería un revés importante para
mí.
Ella estaba interesada.
-
Usted tiene un plan.
Él sonrió.
- Tengo un plan. Quiero traer el ferrocarril a esta zona del sur de Texas. Más
precisamente, quiero que una línea ferroviaria llegue hasta mi rancho, para que pueda
enviar el ganado a Chicago sin tener que conducirlo a Kansas, primero.
Los ojos de ella se iluminaron.
- Entonces, usted no tenía un verdadero propósito de invitar a mi padre a cazar
codornices en su rancho.
- Señorita Colby – dijo él – mis dos capataces y sus familias viven conmigo en una
cabaña de una sola habitación. Se ve bien de lejos, pero de cerca, es muy primitiva. Se
trata de una mansión fingida. Como yo, finjo ser aristócrata. – Él hizo un gesto en su
chaqueta. – He utilizado lo último de mi dinero constante y sonante, para disfrazarme a mí
mismo y venir hasta la ciudad, porque oí que su padre estaba aquí, y que tenía una hija
casadera – su expresión se convirtió en burla, cuando parpadeó. – Pero no soy lo
suficientemente sinvergüenza para fingir un cariño que no siento. – él estudió como ella
jugaba con la cuchara al lado de su taza. – Así que permítame que le haga una propuesta
de negocios. Cásese conmigo y deje que su padre nos dé una línea ferroviaria como
regalo de bodas.
Ella tragó saliva, luego tomó un sorbo de té caliente y resopló sorprendida.
-
¡Señor, usted es contundente!
- Señora, yo soy honesto – le respondió. Se inclinó hacia adelante rápidamente y ella
se fijó en sus ojos verdes. – Escúcheme. Tengo un poco más que tierra y perspectivas.
Tengo cabeza para los negocios y sé de ganado. Dada la oportunidad, voy a construir un
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imperio que Texas nunca ha visto. Tengo una buena ayuda, y he aprendido mucho sobre
la cría de ganado de ellos. Cásese conmigo.
-
Y… ¿qué puedo obtener yo de tal enlace? – balbuceó ella.
-
Libertad
-
¿Cómo dice?
- Su padre se preocupa por usted, creo, pero él la trata como una obligación. Como
ese caballero – escupió la palabra – que la estaba escoltando y que se quedó tan tranquilo
cuando usted se cayó al charco de lodo y ni siquiera le ofreció una mano. Usted es
infravalorada.
Ella se rió nerviosamente.
- ¿Y no lo sería, si me casara con un forastero pobre y me fuera a vivir a las regiones
inexploradas, dónde los ladrones de ganado abundan?
Él le sonrió abiertamente.
- Usted podría llevar pantalones y aprender a montar un caballo y arrear ganado – le
dijo él, tentándola. – Yo le enseñaría a marcar el ganado y a disparar un arma.
La actitud de ella cambió por completo. Se le quedó mirando durante un minuto.
- He pasado toda mi vida bajo el cuidado de la madre de mi madre, después de haber
perdido a mi madre, cuando yo era pequeña. Mi abuela, Greene, cree que una dama
nunca debe ensuciarse sus manos, de ninguna manera. Insiste en el absoluto decoro en
todas las situaciones. No querría oír hablar de mi aprendizaje de montar a caballo o
disparar un arma de fuego, porque esas cosas son solo para hombres. He vivido en una
jaula toda mi vida – sus ojos azules comenzaron a brillar. – ¡Me encantaría ser un
marimacho!
Él se echó a reír.
-
Entonces, cásate conmigo – dijo él, tuteándola por primera vez.
Ella dudó una vez más.
- Señor, yo sé muy poco de los hombres. Después de haber sido protegida de todas
las formas, no me siento cómoda con la idea de… bueno… de tener a un extraño… con
ser… bueno…
John levantó una mano.
- Te ofrezco un matrimonio de amigos. En verdad, nada más, algo más, requeriría un
milagro, ya que no hay privacidad en donde vivo. Todos estamos bajo el mismo techo. Y
mis capataces y sus familias son de color y de México, no son blancos – él vio su reacción.
– Tal y como puedes ver, hay una remota dificultad adicional, en lo que respecta a la
opinión pública por aquí.
Ellen, juntó sus manos por sobre la mesa.
- Me gustaría pensarlo un poco. No por ningún prejuicio – agregó rápidamente y
sonrió. – Sino, porque me gustaría conocerte un poco mejor. Tengo una amiga que se
casó a toda prisa a los quince años. Ahora tiene veinticuatros años, como yo. Tiene siete
hijos vivos y su esposo la trata como de su propiedad… y no es una condición que envidio.
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-
Entiendo – dijo él.
Lo más curioso, es que ella pensó que él realmente no entendía. Él era un hombre
complejo. Tuvo una visión repentina de él, de años después, en un elegante traje y en un
ambiente elegante. John tenía un gran potencial. Nunca había conocido a nadie como él.
Ellen suspiró.
- Pero mi padre no tiene que saber toda la verdad – le advirtió. – Él tiene prejuicios y
no estaría dispuesto a dejarme con un hombre al que considera inferior socialmente.
Los finos labios de él, se fruncieron divertidamente.
- Entonces voy a hacer todo lo posible para que convencerlo que soy en realidad el
nieto ilegítimo de un conde irlandés – él se inclinó hacia delante. – ¿Hay condes en
Irlanda?
Ella se encogió de hombros.
-
No tengo idea. Pero, probablemente él tampoco tiene idea – sus ojos brillaron.
Ellen, se rió con deleite, y cambió su cara, sus ojos, su mirada completa. Era bonita
cuando reía.
-
Hay una complicación más – dijo él en un tono medio serio.
-
¿Cuál es?
Su risa era vergonzosa.
-
Tenemos un montón de charcos de lodo en el rancho.
-
¡Oh, tú! – exclamó ella, alcanzando la tetera.
-
Si me la lanzas, los periódicos de mañana, tendrán una portada muy interesante.
-
¿En serio? ¿Y qué harías tú? – le desafió con ojos brillantes.
- Yo soy civilizado – le informó. – Yo te pondría sobre mis rodillas y te daría una zurra,
después te tiraría encima de mi hombro y te llevaría a casa conmigo.
- ¡Qué emocionante! – exclamó ella. – Nunca he hecho nada especialmente
escandaloso. Creo que me gustaría ser objeto de un escándalo – le dijo, sonriente.
- Muy tentador – dijo él. – Pero tengo grandes planes y no deseo empezar con el
meneo de lenguas, aún.
-
Muy bien. Voy a frenar mis impulsos menos civilizados, por el momento.
Él levantó su taza de té y tostada.
-
Por las alianzas no muy santas – bromeó él.
Ella levantó la suya, también.
-
¡Y por los argumentos alocados!
Chocaron sus tazas de té y bebieron con ganas.
♥♥♥
Sería impropio que fueran vistos salir de la ciudad, solos, así que Ellen se vio impedida
de visitar el rancho de John. Sin embargo, él la llevó a la iglesia el domingo, un nuevo
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hábito que se sentía obligado a adquirir, luego, pasearon por la acera, después de
almorzar en el hotel.
La semana siguiente, John fue un visitante frecuente. Él y Ellen, se hicieron amigos de
un elegante caballero escocés y su esposa, que se alojaban en el hotel, y que andaban de
gira por el oeste americano.
- Es un gran país – dijo el escocés, Robert Maxwell a Ellen y John. – Edith y yo
hemos estado esperando para viajar por este país, pero nos han dicho que es peligroso.
- Así es – les aseguró John con gravedad. – Mis amigos y yo, hemos estado
persiguiendo ladrones toda la semana – añadió, para sorpresa de Ellen, porque no le había
dicho nada. – Hay hombres peligrosos en esta parte, y tenemos ladrones por toda la
frontera, también.
- ¿Hay pieles rojas? – preguntó Maxwell, y sus ojos brillaban. – Me gustaría
encontrarme con uno.
- Están todos en territorio indio ahora, y no, no le gustaría encontrarse con uno – le
dijo John. – Los comanches que solían vivir por aquí, no animan a los visitantes
extranjeros y tienen una bien merecida reputación por oponerse a cualquier persona que
trata de invadir sus tierras.
-
¿Sus tierras? – preguntó el escocés, con curiosidad.
- Sus tierras – le dijo John con firmeza. – Ellos recorrían este país mucho antes que el
primer pie blanco llegara aquí. Ellos se casaron con la población mexicana… – Maxwell
parecía muy confuso, ya que lo interrumpió.
-
Seguramente no había gente aquí en absoluto, cuando usted llegó aquí – le dijo.
- Tal vez no lo sepan en el Este, pero Texas era parte de México hasta unas décadas
atrás - le informó John. – Por eso fuimos a la guerra con México, porque Texas quería la
independencia de ellos. Nuestros valientes muchachos, murieron en el Álamo, en San
Antonio, en Goliad y San Jacinto, para llevar a Texas a la Unión. Sin embargo, los
muchachos mexicanos lucharon, para evitar que se perdiera su territorio, es la forma en
que ellos lo vieron. Ellos nos consideraban invasores.
– Ellen veía a John
disimuladamente, con una admiración silenciosa.
- Ah, ahora entiendo – se rió el escocés. – Es como nosotros con Inglaterra. Hemos
estado luchando durante siglos, para gobernarnos a nosotros mismos, como los
irlandeses. Sin embargo, los británicos, son gente obstinada.
-
Así son los tejanos – se rió John.
- ¿Le gustaría ir a cabalgar con nosotros, joven? – Maxwell le preguntó con nostalgia.
– Nos encantará ver un poco de la zona, y veo que usted lleva una gran pistola a la cadera.
Supongo que puede disparar a cualquier amenaza de dos patas, por nuestra seguridad.
John miró a Ellen y vio tal apreciación en sus ojos azules, que él perdió su tren de
pensamiento durante unos segundos. Por último, parpadeó y fijó su mirada verde en los
extranjeros, con la esperanza que su latido de corazón no fuera audible.
- Creo que me gustaría eso – respondió John – siempre y cuando Ellen venga con
nosotros.
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- Su joven dama – agregó la escocesa, Nell Maxwell, con una sonrisa suave e
indulgente.
-
Si – dijo John, y sus ojos involuntariamente, volvieron a Ellen. – Mi joven dama.
Ellen se sonrojó y bajó la mirada, lo que provocó que la pareja extranjera riera con
encanto. Ella estaba tan emocionada que se le olvidó la advertencia de su padre, que no
debía dejar el hotel y salir de la ciudad. De hecho, cuando lo recordó, simplemente lo
ignoró.
Ellos alquilaron un carruaje y John ayudó a Ellen a subir al asiento trasero, antes que él
se subiera con agilidad a su lado. Él notó que este era el mejor carruaje que el establo
tenía, con una franja de flecos, que colgaban y le daban toda la vuelta. La librea de los
caballos era de plata y cuero negro.
- Supongo que esto no es nada especial para ti – le murmuró John a ella, mirando
fijamente los adornos de los caballos – pero es algo así, como un regalo para mí.
Ellen alisó la falda de su traje azul con ribete de color negro.
- Es un placer para mí, también – confesó. – Tenía muchas ganas de viajar por el
país, pero mi padre solo piensa en la caza, no en visitar lugares de interés, además, no le
gusta mi compañía.
-
A mí me gusta tu compañía, y mucho – le dijo John, en un tono profundo y suave.
Ella lo miró, sorprendida por la calidez su voz profunda. Y se perdió en la repentina
intensidad de sus ojos verdes bajo el ala ancha de su sombrero de vestir. Sintió que todo
su mundo cambiaba, por el placer lento, que su mirada le provocaba. Él le sonrió, sintiendo
como si pudiera volar, de repente. Impulsivamente, su mano grande y delgada, atrapó la
de ella, en el asiento entre ellos, y acurrucó sus pequeños dedos. Ellen contuvo la
respiración, arrobada.
-
¿Están ustedes cómodos, jóvenes? – les preguntó Maxwell.
-
Muy cómodos, gracias, señor – respondió John, y él miró a Ellen con posesión.
-
Yo también, gracias – logró decir Ellen, a través del nudo de su garganta.
- Entonces, vamos lejos – dijo Maxwell, con una sonrisa a su esposa, él tiró de las
riendas.
El carruaje dio un salto hacia delante, los caballos, obviamente, bien elegidos para su
tarea, porque el viaje fue tan suave como la seda.
-
¿Por cuál camino iremos? – preguntó Maxwell.
- Solo siga por este camino – le dijo John. – Sé que este es el mejor camino. Pasa por
delante de mi tierra hasta Quail Run, que es el siguiente pueblo. Puedo mostrarles las
ruinas de una cabaña de tronco, donde una mujer blanca y su marido comanche, se
defendieron contra una compañía de soldados hace unos años. Él era un renegado, ella
era una viuda con un hijo pequeño, y esperando otro, cuando su esposo fue asesinado por
ladrón. Poco después, el comanche que era parte de un grupo de guerreros, se encontró
con una compañía de soldados, que se enfrentó con ellos. Él fue herido y ella lo encontró y
lo cuidó hasta que estuvo sano. Era invierno. Ella no podía cazar ni pescar, o cortar leña, y
no tenía familia. Él se comprometió a darle su apoyo. Los dos huyeron de los soldados,
hasta territorio indio. Ella está allí, ahora, según dice la gente. Él, nadie sabe donde está.
21
-
¡Qué historia tan fascinante! – exclamó Maxwell. – ¿Es cierta?
-
Por lo que oído decir, creo que sí – respondió John.
-
Que mujer tan valiente – dijo Ellen.
- Para tener contacto con un indio, tendría que serlo – respondió la señora Maxwell. –
He oído a mucha gente hablar de los indios. Nada de lo que dicen es bueno.
- Pienso que hay de todo, gente buena y gente mala – aventuró Ellen. – Nunca he
pensado que el patrimonio debe decidir quien es quien – John sonrió y le apretó la mano.
-
Nosotros pensamos lo mismo.
Los Maxwell intercambiaron una mirada compleja y se echaron a reír, también.
Vieron la cabaña de troncos. No había mucho que mirar. Había un pozo escondido en la
hierba alta y entre los arbustos de brezo, había un solo árbol, en lo que alguna vez debió
ser el patio delantero.
- ¿Qué clase de árbol es ese? – preguntó la señora Maxwell. – Tiene una forma
extraña.
- Es un árbol del paraíso – le recordó John. – Los tenemos en Georgia, de donde yo
soy. Mis hermanas y yo solíamos tirarnos las bayas que crecen en ellos, por jugar. – dijo
sombrío.
-
¿Tienes familiares en Georgia? – le preguntó Ellen, en voz baja. Él suspiró.
-
Tengo una hermana que se casó en Carolina del Norte. No tengo a nadie más.
Ellen sabía que había algo más que simplemente eso, y tuvo la sensación que la guerra
le había costado más que su casa. Ella le acarició el dorso de la mano callosa,
suavemente.
- Mamá murió de fiebre tifoidea cuando yo solo tenía cinco años. Así que a excepción
de papá y la abuela, no tengo a nadie más, tampoco – le dijo ella.
Él contuvo el aliento. Él no había pensado en sus circunstancias, su familia, sus
antecedentes. Todo lo que él sabía, era que ella era rica. Empezó a verla con otros ojos.
-
Siento mucho lo de tu familia – le dijo ella, en voz baja.
John suspiro, pero no la miró. Los recuerdos le desgarraron el corazón. Miró más allá de
los caballos que llevaban el carruaje, por el camino de tierra amarilla. El conocido clapclap, de los cascos de los caballos, el crujido leve de la piel y la madera, y también el
sonido silbante de las ruedas que rodaban, parecían muy fuertes en el silencio que siguió.
La polvareda subió al coche, ellos estaban cubiertos de él, pero así eran los caminos de
tierra. Las tablas que hacían de asientos del carruaje, eran duros en la parte trasera, y
durante un viaje largo, era menos confortable que la silla de montar de un caballo, pensó
John.
-
¿Tú montas? – le preguntó a Ellen.
- Nunca se me permitió hacerlo – confesó. – Mi abuela pensaba que no era propio de
una dama.
- Yo monto a sabuesos – dijo la señora Maxwell, escuchando disimuladamente, y se
dio la vuelta para afrontarlos con una sonrisa. – Mi propio padre me puso en un caballo por
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primera vez, cuando yo no era más que una niña. Monto como una amazona, por
supuesto, y puedo dejar atrás a cualquier hombre en un caballo. Bueno, a excepción de
Robert – admitió ella, con una mirada cariñosa a su marido. – Corrimos y perdí, y allí
mismo, decidí que tenía que casarme con él.
- Y lo hizo – agregó él con una sonrisa, lanzándoles una mirada sobre sus anchos
hombros. – Su padre me dijo que tenía que mantenerla ocupada, para tenerla feliz, así que
volví a los establos por ella.
- Hay toda una revolución de clases en nuestra parte del país, tengo que añadir.
–
confesó la señora Maxwell. – Sin embargo, los muchachos se enteraron quien tenía la
sartén por el mango, y ahora hacen lo que yo digo.
- Tenemos los mejores establos de los alrededores – estuvo de acuerdo el señor
Maxwell. – No hemos perdido una carrera, todavía.
- Cuando tenga más caballos, tiene que venir a enseñarles a mis socios la forma de
entrenarlos – le dijo John a la señora Maxwell.
- ¿Y no te dije que la gente no sería tiesa y arrogante aquí en Texas? – le preguntó
ella a su marido.
-
Debo estar de acuerdo, no lo son.
- Bueno, dos de ellos, al menos – murmuró John con sequedad. – Allí – dijo de
pronto, señalando a través de la pradera cubierta de hierba. – Esa es mi tierra. Las tres
cabezas se volvieron. En la distancia había una cabaña grande, rodeada de nogales y
robles, que no era muy visible. Pero alrededor era de color rojo y negro, cubierto por el
ganado, pastando en medio de las cercas de alambre de púas.
-
¡Eso es un cercado! – exclamó Maxwell.
- El cercado es lo que mantiene a los forajidos lejos de mi ganado – dijo John,
defendiendo su cercado. – A muchas personas no les gusta este nuevo alambre de púas,
pero es la forma más económica, para contener mis rebaños. Yo no tengo un gran capital
para trabajar.
- Usted es un hombre honesto – dijo Maxwell. – No tenía que admitir tal cosa ante un
extraño.
- Es porque usted es un extranjero que lo puedo hacer – dijo John divertidamente. –
Jamás admitiría ser pobre ante mis propios compatriotas. Un hombre tiene su orgullo. Sin
embargo, tengo la intención de ser el más rico propietario de tierras por aquí en unos
pocos años. Así que usted debe planear volver a Texas. Les puedo prometer que serán
muy bienvenidos como invitados a mi casa.
- Si puedo, lo haré – le contestó Maxwell. – Por lo tanto, debemos mantenernos en
contacto.
- Por supuesto que sí. Vamos a intercambiar las direcciones antes que se vayan de la
ciudad. Pero por ahora – añadió John – gire a la izquierda en el próximo cruce de caminos,
y le mostraré un molino, donde llevamos nuestro maíz para ser molido y transformarlo en
harina.
- Tenemos fábricas en nuestro país, pero quisiera ver la suya – dijo la señora
Maxwell, entusiasmada.
23
-
Y así será – prometió John.
24
Capítulo 3
Dos horas más tarde, cansados y sedientes, los turistas regresaron a la caballeriza para
devolver los caballos y el carruaje.
-
Ha sido un placer – les dijo John a los Maxwell, estrechándoles la mano.
-
Y para mí, también – añadió Ellen.
La pareja de más edad sonrió con indulgencia.
- Nos vamos a Nueva York, mañana – dijo Maxwell, lamentándolo – y luego
regresamos a Escocia. Ha sido un placer conocerlos a los dos, aunque me hubiera
gustado haber podido hacerlo antes.
- Si – dijo la señora Maxwell, con solemnidad. – Que triste es hacer amigos y luego
debemos decirles adiós.
-
Vamos a estar en contacto – les dijo John.
- De hecho, lo haremos. Debe dejar su dirección para nosotros en la recepción, y
nosotros, vamos a dejar la nuestra, para ustedes – le dijo Maxwell a John.
-
Cuando usted haya hecho su fortuna, espero volver con mi esposa a visitarlos.
Ellen se sonrojó, porque ella tenía una imagen vívida de repente, de ella con John y
varios niños, en una gran finca. John estaba viendo la misma imagen. Él sonrió
ampliamente.
-
Los esperaremos con impaciencia – les dijo John a ellos.
Los Maxwell se acercaron a su habitación y John se detuvo junto a Ellen, al pie de las
escaleras, ya que habría sido impropio de un caballero, acompañar a una dama hasta su
dormitorio.
Él le tomó la mano y la sostuvo con firmeza.
-
He disfrutado el día de hoy – le dijo. – Incluso en compañía, eres única.
- Como eres – ella le sonrió desde un rostro radiante, rodeada de mechones de pelo
oscuro suelto, que había escapado de su moño y de los alfileres que sujetaban su
sombrero de ala ancha.
- Debemos asegurarnos de que podemos construir un imperio propio - bromeó él
para que los Maxwell, puedan volver y visitarnos.
-
–
Voy a hacer todo lo posible por ayudarte – le respondió ella, con ojos burlones.
Él se rió entre dientes.
-
No tengo ninguna duda de eso.
-
¿Te veré mañana? – le preguntó ella.
25
- Por supuesto que lo harás. Pero será por la tarde – añadió con pesar. – Tengo que
ayudar a mover el ganado a un nuevo pastizal. Está muy seco y hay que cambiarlos más
cerca del agua.
-
Buenas noches, entonces – dijo ella, con suavidad.
- Buenas noches – él levantó su mano a los labios, en un gesto que había aprendido
en buena compañía durante sus viajes.
Eso tuvo un efecto vertiginoso en Ellen. Se sonrojó y rió nerviosamente y casi tropezó
con sus propios pies, cuando subía la escalera.
-
¡Oh, Dios mío! – dijo ella.
- No te preocupes – le aseguró John, sombrero en mano y con los ojos verdes llenos
de alegría. – ¿Ves? – dijo él, mirándola con un aire divertido. – ¡No hay charcos de lodo!
Ella le dio una exasperada, pero divertida mirada y se fue rápidamente por la escalera.
Cuando ella hizo su recorrido, él todavía estaba allí, observándola.
♥♥♥
John y Ellen se vieron diariamente por una semana, durante los cuales se acercaron
aún más. Ellen esperaba a John en el comedor del hotel, a final de la tarde de un viernes,
pero para su consternación, no era John quien se encaminaba directamente a su mesa.
Era su padre, que volvía inesperadamente temprano. Él no estaba sonriendo. Sacó una
silla y se sentó, haciendo un gesto imperioso a un camarero, a quien le pidió un café y
nada más.
-
Volviste pronto – balbuceó Ellen.
- Volví pronto para prevenir un escándalo – le respondió secamente. – ¡He tenido
unas palabras con un conocido de Sir Sidney, que te vieron desafiar flagrantemente mis
instrucciones de deber permanecer en este hotel durante mi ausencia! ¡Has ido a montar a
caballo al campo, sola, con el señor Jacobs! ¿Cómo te atreves a crear un escándalo aquí?
La Ellen de hace solo una semana atrás, habría inclinado la cabeza humildemente y
aceptar que nunca más le desobedecería. Sin embargo, su asociación con John Jacobs, la
había endurecido. Él le había ofrecido una nueva vida, una vida libre, lejos de las
convenciones sociales sin fin y de reglas de conducta que mantenían a su padre tan
ocupado. Ella levantó sus cejas con altivez.
-
¿Y es asunto del amigo de Sir Sidney mi comportamiento? – quiso saber ella.
Los ojos de su padre se abrieron con sorpresa.
-
¿Perdona?
- No tengo ninguna intención de ser pareja del Sir Sidney, en modo alguno – le
informó ella. – De hecho, el hombre es repugnante y un mal educado – fue un toque raro
de rebelión, uno de los pocos que jamás había visto en Ellen. Él solo la miró, confuso y
divertido a la vez.
-
Parece que tu amistad con el señor Jacobs te está corrompiendo.
- Tengo la intención de ser más corrupta – respondió ella con frialdad. – Él me ha
pedido que me case con él.
26
-
Niña, eso está fuera de toda cuestión – le dijo él, en un tono cortante.
Ella alzó una delicada mano.
- Ya no soy una niña – le informó ella, y sus ojos azules parpadeaban. – Soy una
mujer adulta. La mayoría de mis amigas están casadas y tienen sus propias familias. Yo
soy una mujer soltera, y un estorbo, por lo que me has dicho, de una especie del cual los
hombres no se apresuran a acompañar. No soy bonita ni dotada…
- Eres muy rica – añadió él con sinceridad. – Por lo cual, sin duda, es por qué el señor
Jacobs te considera tan atractiva.
De hecho, se trataba de un ramal ferroviario, no el dinero, lo que John quería, pero no
estaba dispuesta decirle eso a su padre. Que pensara lo que le gustara. Ella sabía que
John Jacobs la encontraba atractiva. Eso le dio la confianza para hacer frente a su padre
por primera vez, desde que recordaba.
- Puedes desheredarme si eso es lo que quieres – le dijo con facilidad, tomando café
con mano firme. Sus ojos brillaban. – Te prometo que no hará ninguna diferencia para él.
Él es el tipo de hombre que construye imperios de la nada, solo con trabajo duro y
determinación. Con el tiempo, su fortuna será rival de la tuya, me atrevo a decir.
Terrance Colby, estaba escuchando ahora, no fanfarroneando.
-
¡Estás pensando en su propuesta!
Ella asintió, sonriendo.
- Él me ha pintado un cuadro encantador de caminos fangosos, huertas, trabajo
pesado, cocinar a fuego abierto y marcar ganado – ella se echó a reír. – De hecho, se ha
ofrecido a dejarme ayudarle a marcar el ganado en el otoño, cuando su segunda camada
de terneros nazca.
Terrance contuvo el aliento. Esperó a hablar hasta que el camarero le trajo el café.
Frunció el ceño, después que el mesero se retirara.
- Debí haber pedido una taza de whisky, en vez de una taza de café – murmuró para
sí mismo. Sus ojos volvieron a la cara de su hija. – ¿Marcar ganado?
Ella asintió.
- Montar a caballo, disparar un arma… él se ofreció a enseñarme un sinfín de formas
asquerosas y socialmente inaceptables de recreación.
Él se echó hacia atrás, expulsando el aire.
-
Podría hacer que lo arrestaran.
-
¿Por qué?
Él estaba desconcertado por la pregunta.
-
No lo he decidido todavía. La corrupción de una menor de edad – aventuró.
- Yo estoy mucho más allá de la edad de consentimiento, padre – le recordó ella.
Tomó un sorbo de café. – Puedes desheredarme, si es tu antojo. Porque ni siquiera
necesitaré el guardarropas tan elegante que has comprado para mí. Voy a usar pantalones
y botas de tacón alto.
Su mirada de horror ahora lo consumía todo.
27
-
¡No! ¡Recuerda tu lugar, Ellen!
Sus ojos se estrecharon.
- Mi lugar es el que yo digo que es. ¡Yo no soy una propiedad, para ser vendida o
intercambiada por ganancia material!
Estaba formulando una respuesta, cuando el sonido de unas pisadas fuertes lo
molestaron, y miró hacia arriba. John Jacobs, estaba de pie justo a su lado, con su equipo
de trabajo, incluido su siniestro revólver enfundado, que colgaba inclinado sobre su
caderas delgadas.
-
Ah - dijo Colby, secamente. – ¡El villano en persona!
- Yo no soy un villano – le dijo John, lacónicamente. Él miró a Ellen con un
sentimiento en ciernes, de protección. Ella estaba ruborizada y muy enojada.
–
Ciertamente, nunca le he dado a Ellen el dolor como el que ahora veo en su rostro – él
volvió a mirar a Colby, con una mirada fría.
Colby, empezó a quedar impresionado. Este férreo joven, no se dejaba impresionar por
alguien de su riqueza o posición, cuando Ellen estaba angustiada.
- ¿Tiene usted la intención de convocarme afuera? - le preguntó él a John. El joven
miró de nuevo a Ellen.
- Sería una gran locura matar al padre de mi futura esposa – le dijo finalmente. – Por
supuesto, no tengo por que matarlo – añadió, frunciendo los labios. – Podría simplemente
herirlo en el brazo – la mirada de Colby fue a la culata de la pistola que él usaba.
-
¿Sabe usted cómo disparar a la pierna de un cerdo?
- Podría darle referencias – dijo John, arrastrando las palabras. – O puedo
demostrárselo, si lo prefiere.
Colby se echó a reír.
- Me imagino que podría. Deje de erizarse como un perro rabioso y tome asiento,
señor Jacobs. He montado duro para llegar aquí, pensando que mi hija estaba a punto de
ser seducida por un sinvergüenza. Y me parece más un galán honesto que lucharía incluso
contra su propio padre para protegerla. Estoy muy impresionado. Siéntese. – enfatizó. –
Ese hombre de la ventana se ve en condiciones de saltar a través de ella. ¡No ha quitado
los ojos de su pistola, desde que usted se acercó a mí!
La expresión dura de John se rompió en una sonrisa tímida. Sacó una silla y se sentó
cerca de Ellen, sus ojos verdes suaves ahora y posesivos, cuando miraron el rostro
enrojecido y feliz de ella. Él la miró con ternura.
Colby pidió un café para John y luego se echó hacia atrás, para estudiar al decidido
joven.
- Ella dijo que quiere le enseñe a disparar un arma y a marcar ganado – comenzó
Colby.
-
Si ella quiere, sí – respondió John. – ¿Asumo que usted objetaría…?
Colby se echó a reír.
- Mi abuela disparó un arma de fuego una vez, persiguiendo a un aspirante a ladrón,
por las calles de una ciudad de Carolina del Norte. Ella fue una leyenda local.
28
-
¡Nunca me lo dijiste! – exclamó Ellen.
Él hizo una mueca.
- Tu madre era muy puritana, Ellen, igual que tu abuela Greene – le dijo. – Ella no
quería saber nada de la imagen poco convencional de mi madre, para tentar a la
indiscreción – él frunció los labios y se echó a reír. – Al parecer, la sangre saldrá a la luz,
como ellos dicen. Él la miró con ojos amables. – Tú has sido mimada durante toda tu vida.
Nada de lo que el dinero pudiera comprar alguna vez, ha estado más allá de tu bolsillo.
Eso no va a ser vida con este hombre – dijo, señalando a John. – No, por unos años, al
menos – añadió con una sonrisa. – Me recuerda a mí, señor Jacobs. No heredé mi riqueza.
He trabajado como granjero en mi juventud – agregó, sorprendiendo a su hija. Saqué la
mugre fuera de los establos y heces de cerdo, para un hombre rico en una pequeña ciudad
de Carolina del Norte. Éramos ocho niños, y ningún dinero para repartir. Cuando tenía
doce años, me subí a un tren de carga y fui detenido en Nueva York, cuando fui
encontrado en uno de los coches. Me llevaron a la oficina del gerente, cuando el dueño de
la vía férrea venía por casualidad a aventurarse en un asunto de negocios. Yo era grosero
y arrogante, pero él debió haber visto algo en mí, que lo impresionó. Tenía una esposa,
pero no hijos. Me llevó a su casa con él y su esposa me limpió y me vistió bien, y me
convertí en su hijo adoptivo. Cuando murió, me dejó el negocio a mí. Para entonces, yo era
más que capaz de llevarlo.
-
¡Padre! – exclamó Ellen. – Nunca hablaste de tus padres. ¡No tenía ni idea…!
- Mis padres murieron de tifus poco después de haber salido de la granja – confesó
él. – Mis hermanos y hermanas fueron acogidos por parientes. Cuando hice mi fortuna, me
aseguré de que estuvieran bien previstos.
- Tú querías un hijo – dijo dolorosamente – para que heredera todo lo que tenías. Y
todo lo que conseguiste, fue a mí.
- Tu madre murió, dando a luz a un hijo muerto – dijo él. – A ustedes, les dijeron que
había muerto de una fiebre, lo cual era parcialmente correcto. Sentí que eras demasiado
joven para saber toda la verdad. Y tu abuela materna se horrorizó cuando pensé en
decírtelo. La abuela Greene era muy correcta y formal – señaló. – Cuando ella sepa lo que
has hecho, supongo que estará en el próximo tren, para salvarte, sin embargo, con
muchos nietos, ella se puede convencer para acompañarte.
Ella asintió, sintiéndose nerviosa.
-
Ella es formidable.
- No me importaría tener un hijo, pero gustan las niñas – dijo John, con una cálida
sonrisa. – No me importa si tenemos hijas.
Ellen se sonrojó, avergonzada.
- Vamos a hablar primero del matrimonio, por favor – dijo Colby, con una sonrisa
irónica. – ¿Qué le gustaría como regalo de bodas, señor Jacobs? – John estaba
abrumado y vaciló.
- Nos gustaría una línea ferroviaria, que se extienda hasta nuestro rancho – dijo Ellen,
por él, con una sonrisa maliciosa. – Así no tendríamos que conducir el ganado hasta
Kansas, para conseguir que sean enviados a Chicago. Vamos a desarrollar una carne
extraordinaria.
29
John suspiró.
-
De verdad, lo haremos – dijo, asintiendo y mirándola con alegría.
- Eso puede tomar algún tiempo – reflexionó Colby. – ¿Qué te gustaría mientras
tanto?
- Una silla de amazona para Ellen, para que ella pueda sentirse cómoda al montar –
dijo John, sorprendiéndola.
- No quiero una silla de mujer – le informó secamente. – Tengo la intención de
montar a horcajadas, como he visto a otras mujeres desde que vine aquí.
-
¡Nunca he visto a una mujer montar de esa manera! – explotó Colby.
- Ella está pensando en Tess Wallace – confesó John. – Ella es la esposa del viejo
Tick Wallace, propietario de la línea de la diligencia de aquí. Ella conduce el tiro de
caballos, y a veces, monta con la escopeta. Él es veinte años mayor que ella, pero nadie
duda de lo que sienten el uno por el otro. Ella está loca por él.
-
Una mujer poco convencional – murmuró Colby.
- Como tengo la intención de llegar a ser. Tú me puedes hacer un regalo de bodas,
pero debe ser uno pequeño, íntimo y muy pronto – agregó. – No deseo a mi esposo
avergonzado por una reunión de aristócratas esnob.
La mandíbula de su padre cayó.
-
¡Sin embargo, lo repentino de la boda…!
- Lo siento, padre, pero será mi boda, y yo siento que tengo derecho a pedir lo que
desee – dijo Ellen, obstinadamente. – No he hecho nada malo, así que no tengo nada que
temer. Además, ninguno de nuestros amigos viven aquí o están presentes aquí en Springs.
Su padre suspiró.
- Como quieras, cariño – dijo finalmente, y su afecto por ella, era evidente en la
sonrisa que le dio.
John estaba muy impresionado, no solo por su demostración de espíritu de ella, sino por
su consideración hacia él. Estaba haciendo un buen negocio, pensó. Entonces, se detuvo
a preguntarse en donde la estaba metiendo, con excepción de una vida dura, que
probablemente la envejecería prematuramente, incluso podía matarla. Él empezó a fruncir
el ceño.
- Va a ser una vida muy dura, más de lo que crees ahora – le dijo John, abruptamente
y con el ceño fruncido. – No tenemos comodidades en absoluto…
-
No tengo miedo de trabajar duro – lo interrumpió Ellen.
John y Colby se miraron preocupados. Los dos sabían de la privación íntima. Ellen
nunca había estado sin una criada y que había tenido el alojamiento más lujoso, durante
toda su vida.
- Voy a ahorrar tanto como pueda – dijo John, después de un minuto. – La mayoría de
los imperios funcionan escasamente, al principio.
-
Voy a aprender a cocinar – dijo Ellen con una sonrisa.
-
¿Puedes limpiar una gallina? - quiso saber su padre.
30
Ellen no vaciló.
-
Puedo aprender.
- ¿Puedes transportar agua desde el río y trabajar con la azada en un jardín?
insistió su padre. – Porque no tengo ninguna duda que tendrás que hacerlo.
–
- Va a haber hombres para hacer el trabajo pesado – le prometió John. – Y tendremos
el mayor cuidado con ella, señor.
Su padre titubeó, pero la cara de Ellen estaba rígida de determinación. Ella no se iba a
echar atrás ni una pulgada.
- Muy bien – dijo él con una respiración pesada. – Pero si llega a ser demasiado para
ti, lo quiero saber – agregó con firmeza. – Tienes que prometérmelo o puedo no autorizar
tu boda.
-
Lo prometo – dijo ella, sabiendo que nunca iría a pedirle ayuda.
Él se relajó un poco.
- Entonces, voy a darte un regalo de bodas que no hará que tu futuro novio se irrite
demasiado – continuó. – Voy a abrir una cuenta para ambos, en la tienda mercantil.
Necesitarán telas para los muebles de su hogar.
-
¡Oh, padre, gracias! – exclamó ella.
John se echó a reír.
-
Muchas gracias. Ellen se lo agradecerá, pero lo voy a considerar un préstamo.
-
Por supuesto, hijo – respondió Colby con suficiencia.
John sabía que el hombre no creía en él. Pero él era capaz de construir un imperio,
incluso si él era el único que estaba en la mesa, lo sabía en ese momento. Estiró la mano
para estrechar la mano del hombre mayor.
- Dentro de diez años – le dijo él a Colby – lo vamos a recibir como usted está
acostumbrado.
Colby asintió, pero él todavía tenía sus reservas. Solo esperaba no estar haciéndole un
flaco favor a Ellen. Y todavía tenía que explicarle todo esto a su abuela materna, que iba a
tener un ataque al corazón, cuando supiera lo que había dejado hacer a Ellen. Pero todo lo
que le dijo a la pareja fue:
-
Ya veremos.
♥♥♥
Ellos fueron casados por un juez de paz, con Terrance Colby y la esposa del ministro
como testigos. Colby había encontrado una razón lógica, por la prisa de la boda, alegando
su próximo viaje a casa y la negativa de dejar a Ellen en Sutherland Springs. El ministro,
un hombre relajado y romántico, estaba dispuesto a desafiar las convenciones por una
buena causa. Colby felicitó a John, besó a Ellen y los llevó a una carreta, que ya había sido
llenada con suficientes provisiones para un mes. Incluso, había incluido una máquina de
coser, telas para vestidos y los rudimentos de costura, que iban con ellos. Tampoco había
olvidado para Ellen, las preciosas agujas de tejer y lana, con las que ella se entretenía
durante las tranquilas tardes, ya lejanas.
31
-
¡Padre, muchas gracias! – exclamó Ellen, cuando vio la silla de montar.
- De verdad, muchas gracias – agregó John, con un apretón de manos. – Voy a tener
el mejor cuidado con ella – le prometió.
- Estoy seguro que harás lo mejor posible – le dijo Colby, pero estaba preocupado y
se le notaba.
Ellen le dio un beso.
- No debes preocuparte por mí – le dijo con firmeza, y sus ojos azules estaban llenos
de censura. – Crees que soy un lirio, pero te puedo probar que soy como la flor de cactus,
capaz de florecer en los lugares más inverosímiles.
Él la besó en la mejilla.
-
Si alguna vez me necesitas…
- Sabré en donde enviar un telegrama – le interrumpió ella, y se rió entre dientes.
Qué tengas un feliz regreso a casa.
-
–
Voy a enviar tus baúles antes de salir de la ciudad – agregó él.
John ayudó a Ellen con el vestido de encaje blanco y un velo que había usado para la
boda, a subir a la carreta, y él se sentó al lado de ella, con el único traje que él poseía. Era
una pareja dispareja, pensó. Y teniendo en cuenta, la probable conmoción que ella iba a
tener, cuando viera en donde iba a vivir, no hacía sino empeorar. Se sentía culpable por lo
que estaba haciendo. Rezó para que el fin justificara los medios. Le había prometido muy
poco, y ella no le había pedido nada. Sin embargo, muchas parejas se habían iniciado con
mucho menos e hicieron funcionar sus matrimonios. Tenía la intención de mantener a Ellen
feliz, y hacer lo que fuera necesario para lograrlo.
La primera visión de Ellen Jacobs de su futuro hogar, habría sido suficiente para disuadir
a mucho más de una joven, de bajarse de la carreta. Los árboles daban sombra a una
cabaña grande, de madera bruta, con una sola puerta y una sola ventana, con chimenea.
Muy cerca se encontraban plantas de cactus y arbustos. Pero había pequeños rosales de
rosas de color rosa trepadoras, en plena floración, y John le confesó que él había traído
aquí los arbustos de Georgia, plantados en un bote de jarabe. Las rosas le encantaban, y
hacían ver la tierra menos salvaje.
Afuera de la cabaña, había una pareja mexicana y una de color, rodeada de niños de
todas las edades. Se miraron y se veían muy nerviosos, cuando John ayudó a Ellen a bajar
de la carreta.
Ella rara vez había interactuado con gente de color, excepto con los sirvientes en las
casas que había visitado la mayor parte de su vida. Era nuevo y emocionante el lugar y
vivir entre ellos.
- Soy Ellen Colby – se presentó, y luego se ruborizó. – ¡Oh, perdón! ¡Soy Ellen
Jacobs! – ella se rió, y luego los demás rieron, también.
- Estamos encantados de conocerla, señora – dijo el mexicano, manteniendo su
ancho sombrero delante de él. Sonrió mientras se presentaba así mismo y a su pequeña
familia. – Yo soy Luis Rodríguez y esta es mi familia. Mi esposa Juana, mi hijo Álvaro y mis
hijas Juanita, Elena y Lupita – todos asintieron y sonrieron.
32
- Y yo soy Mari Brown – dijo la mujer de color, con suavidad. – Mi marido es Isaac.
Estos son mis hijos, Ben, el mayor, y Joe, el menor, y esta es mi niña, Libby, que es la hija
del medio. Estamos contentos de tenerla aquí.
-
Y yo, estoy contenta de estar aquí – les dijo Ellen.
- Pero ahora mismo, lo que usted necesita es entrar y ponerse ropa cómoda, señora
Jacobs – le dijo Mary. – ¡Vamos, ustedes! Los hombres se van a trabajar y nos dejan hacer
nuestras propias tareas – les dijo, mandándolos a retirarse.
-
¡Mary, no puedo trabajar con esto! – exclamo John a la defensiva.
Ella metió la mano en una caja y sacó una camisa recién planchada y pantalones
remendados.
- Usted vaya detrás de un árbol a ponérselos, y yo haré todo lo posible para expulsar
las polillas de esta caja, así pondré su traje en ella. ¡Y no me importaría si no llenara de
lodo rojo esta camisa!
-
Si, señora – dijo él con una sonrisa tímida. – Nos vemos más tarde, Ellen.
Mary cerró la puerta tras él, sonriendo ampliamente a Ellen.
- Él es un buen hombre – le dijo a Ellen, con toda seriedad, cuando ella sacó el mejor
vestido que tenía y se lo ofreció a Ellen.
No – le dijo Ellen, con suavidad y sonriendo. – Te agradezco mucho el ofrecimiento
de tu vestido, pero no solo traje un vestido de algodón. He traído rollos de tela y una
máquina de coser.
-
Hubo miradas de placer en todos los rostros femeninos.
-
¿Nueva tela? – le preguntó Mary, vacilante.
-
¿Máquina de coser? – exclamó su hija.
-
Están en la carreta – les aseguró Ellen con una sonrisa.
Todas se desvanecieron como la niebla de verano, por la puerta. Ellen las siguió, sin
dejar de reír. Había hecho lo correcto al parecer, más bien, su padre, lo había hecho.
Podría haberlo pensado primero, si hubiera tenido la oportunidad.
Las mujeres y las niñas se volvieron locas con todo el material, hasta lágrimas cayeron
sobre el papel marrón, sin siquiera tomarse la molestia de cortar la cinta que lo sujetaba.
- ¡Álvaro, tú y Ben, lleven esa máquina de coser y la maleta de la señora Jacobs a la
casa, en este mismo instante! ¡Lleven los rudimentos y las telas! Voy por el café y el
azúcar, pero Ben, tendrás que volver por el cubo de manteca de cerdo y el saco de harina.
-
Si, señora – dijo él, y todos se echaron a reír.
Tres horas más tarde, Ellen llevaba una falda azul marino con una blusa sencilla color
índigo, de cuello alto y fijo. Llevaba zapatos con cordones, pero podía ver que iba a tener
que usar botas si quería ser de alguna ayuda para John. La cabaña era muy pequeña, y
todas las familias dormían en el interior, porque había bichos por la noche. Y no solo de los
más espeluznantes o seres de cuatro patas, sospechaba ella. Mary, le había contado
acerca de los comanches que John, Luis e Isaac, habían estado rastreando, cuando un
ternero fue robado. Ella señaló una escopeta cargada, que se mantenía en un rincón de la
33
habitación, y Ellen no tuvo dudas, de que cualquiera de sus amigos podía manejarla si era
necesario. Le preguntaría a John si podía enseñarle a disparar, también.
- Usted tendrá vestidos muy bonitos con estas tela – suspiró Mary, mientas tocaba las
telas de diferentes colores, impresiones y diseños.
- Vamos a tener muchos vestidos bonitos – le dijo Ellen, ocupada en llenar una
bobina de la máquina de coser. Ella levantó la vista hacia las expresiones aturdidas. –
Seguro que no pensaban que podría utilizar toda esta tela en mí misma, ¿no? Hay
suficiente para todas nosotras, me imagino. Y nos tomará menos para las chicas – añadió,
con una sonrisa cálida.
Mary, de hecho se dio la vuelta y Ellen estaba horrorizada de haber herido los
sentimientos de la otra mujer. Ella se levantó de la silla improvisada, que John había hecho
a partir de ramas de árboles.
-
Mary, lo siento… yo…
Mary se volvió hacia ella, y las lágrimas corrían por sus mejillas.
- Es solo, que nunca he tenido un vestido que sea mío, un vestido nuevo, en toda mi
vida. Solo heredaba el de mi ama, y tenían que estar rotos o muy usados. Ellen estaba en
shock. Mary se limpió las lágrimas y la miró con curiosidad. – Usted no sabe acerca de los
esclavos, ¿verdad, señora Ellen?
- Sé lo suficiente, para sentirme muy triste, porque algunas personas piensan que
pueden ser dueñas de otras – respondió Ellen, con cuidado. – Mi familia nunca lo hizo.
Mary le dio una sonrisa forzada.
- El señor John nos trajo aquí después de la guerra. Hemos tenido suerte. Dos de
nuestros hijos se perdieron para siempre, ya sabe – añadió con total naturalidad. – Ellos
los vendieron justo antes de la guerra. Y a uno de ellos le dieron una paliza hasta matarlo.
Ellen cerró los ojos. Se estremeció. Fue abrumador. Las lágrimas corrían por sus
mejillas.
- Oh, no, señora… no haga eso – Mary la abrazó y la meció. – No llore. Dondequiera
que mis hijos hayan ido, son libres ya. Vivos o muertos, son libres.
Las lágrimas fluyeron aún más.
- Y también fue malo para Juana – le dijo Mary, a través de sus propias lágrimas. – A
dos de sus pequeños hijos, les dispararon. Ese hombre se emborrachó y pensó que eran
indios. Solo los mató ahí mismo, en el camino, donde estaban jugando, y luego se fue, sin
siquiera mirar atrás. Él se marchó riéndose. Luis se lo dijo a los federales, pero no pudieron
encontrar al hombre. Eso fue hace años, antes que el tío del señor John, contratara a Luis,
para trabajar aquí, pero Juana nunca se ha olvidado de sus niños pequeños.
Ellen se echó hacia atrás y sacó un pañuelo de la manga. Ella limpió los ojos de Mary y
le sonrió tristemente.
- Vivimos en un mundo malo – Mary le sonrió. – Va a mejorar – le dijo. – Espere y lo
verá.
-
Mejor – se hizo eco Juana, asintiendo y sonriendo. – Más bueno.
-
¿Más… bueno? – repitió Ellen.
34
Juana se echó a reír.
-
¡Vaya! ¡Muy bien! ¡Muy bien!
Mary sonrió.
-
¡Usted acaba de hablar sus primeras palabras en español!
-
Tal vez usted me podría enseñar a hablar español – le dijo Ellen a Juana.
-
¡Señora, será un placer! – respondió la mujer, y le sonrió maravillosamente.
-
Espero aprender mucho, y muy pronto – le dijo Ellen.
♥♥♥
Eso fue un eufemismo. Durante su primera semana de residencia, se convirtió en parte
integrante de la familia de John. Ella aprendió algunas pocas palabras en español,
incluyendo algunas que conmocionaron a John, cuando se las repitió con una sonrisa
maliciosa.
-
Para con eso – le dijo él. – ¡Tu padre me haría fusilar si te oyera!
Ella solo se rió entre dientes, ayudando a Mary, a poner el pan sobre la mesa. Estaba
aprendiendo a hacer pan que no rebotara, como lo hacía en los primeros días.
- Mi padre pensaba que le rogaría que viniera por mí en dos semanas. ¡Él estaría
sorprendido!
- Yo estoy sorprendido – tuvo que admitir John, sonriéndole. – Encajaste muy bien
desde el primer día – él la miró a ella y a las otras mujeres, todas llevaban vestidos
nuevos, que se habían hecho con la máquina de coser de Ellen. Él negó con la cabeza. –
Ustedes tres deberían abrir una tienda de ropa en la ciudad.
Ellen miró a Mary y a Juana, con los labios apretados y los ojos centelleantes.
- Sabes que eso no sería una mala idea, John – dijo después de un minuto. – Eso nos
daría un poco de dinero extra. ¡Podríamos comprar más alambre de púas, incluso
podríamos permitirnos una vaca lechera!
John empezó a hablar, pero Mary y Juana se movieron, y antes que él se comiera el
primer pedazo de pan, las mujeres ya estaban haciendo planes.
35
Capítulo 4
John llevó a Ellen a la ciudad el sábado siguiente, a la tienda de abarrotes. Ella habló
con el señor Alton, el propietario.
- Sé que deber haber un mercado de vestidos baratos en la ciudad, señor Alton – dijo
ella, con ojos vivos. – Usted los ordena y los mantiene en stock, pero estos que usted
compra, son muy caros, y la mayor parte de las mujeres de rancho no pueden
permitírselos. ¿Suponga que yo pudiera suministrarle vestidos simples de algodón,
confeccionados en la mitad del precio de estos, que usted especialmente ordena para sus
clientas?
Él levantó las cejas.
-
¡Pero señora Jacobs, su padre es un hombre rico…!
- Mi marido no lo es – contestó ella simplemente. – Debo ayudarlo como puedo – ella
rió. – Tengo destreza para coser, señor Alton, y pienso que hago un trabajo bastante
bueno. También, tengo dos ayudantes que están aprendiendo a usar la máquina. ¿Me
dejaría usted intentarlo?
Él vaciló, pero sumaba las cifras en su cabeza.
- Muy bien – dijo finalmente. – Usted me trae unos seis vestidos, dos de cada uno de
los pequeños, medianos y grandes, y vamos a ver como se venden.
Ella sonrió.
- ¡Hecho! – dijo, dirigiéndose hacia los rollos de tela. – Debe permitirme tener más
crédito, para que pueda comprar el material para hacerlos, y yo le devolveré el dinero, con
mis primeros pedidos.
Él dudó de nuevo. Entonces se echó a reír. Ella era muy astuta. Sin embargo, se dio
cuenta que el vestido que llevaba, estaba muy bien hecho. Sus clientas se habían quejado
de la falta de variedad y de la sencillez con que eran confeccionados, y que eran en su
mayoría de tarde y no de diario.
- Yo le daré más crédito – le dijo después de un minuto. Él negó con la cabeza
cuando iba a acortar la tela que ella quería. – Usted es una mujer de negocios astuta,
señora Jacobs – le dijo. – ¡Voy a tener más cuidado, o puede que acabe trabajando para
usted!
John dudaba sobre la empresa de su esposa, pero Ellen sabía lo que estaba haciendo.
En tres semanas, ella y las dos mujeres, habían ganado suficiente dinero con la confección
de vestidos, para comprar no una, sino dos vacas lecheras de Jersey con sus terneros
lactantes. John tuvo la precaución de mantener a estos separados de su toro Hereford.
Pero además con la leche, ellas hicieron mantequilla y suero, y los llevaron a la ciudad con
sus vestidos y se los vendieron a un restaurante local.
- Te dije que iba a funcionar – le dijo Ellen a John una tarde en que entró al corral
improvisado, donde él y los hombres, estaban marcando becerros.
36
Él le sonrió, limpiándose el sudor de su rostro con la manga de su camisa.
- Ustedes son una maravilla – murmuró con orgullo. – Ya casi hemos terminado aquí.
¿Quieres aprender a montar?
- ¡Si! – exclamó, pero bajó la mirada hacia su vestido con un suspiro. – Pero no con
esto, me temo.
Los ojos de John, brillaban.
-
Ven conmigo.
La condujo hacia la parte posterior de la cabaña, donde sacó una bolsa que había
escondido allí y se la ofreció a ella. Ellen la abrió y miró dentro. Era una camisa de algodón
de hombre, un par de botas, y un par de pantalones. Ella los levantó y los miró.
-
¡Son perfectos! – exclamó ella.
- He tenido al señor Alton, de la tienda, midiendo uno de tus vestidos, para calcular el
tamaño. Dijo que ellos se ajustarían mejor, después del encogimiento que sufren, cuando
se les lava.
-
¡Oh, John, gracias! – exclamó Ellen. Se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.
Él se rió entre dientes.
- Bueno, ve a ponértelos, entonces te enseñaré a montar a caballo. Tengo uno de
buena edad, que Luis trajo con él. Es muy manso.
-
¡No demoraré ni un minuto! – prometió ella, lanzándose de nuevo a la cabaña.
John estaba en el corral, cuando ella volvió a salir. Ellen había tomado unos de los
viejos sombreros de John, que cubría la mayor parte de su rostro, así como su pelo atado.
Parecía un niño con ese atavío, y él se rió entre dientes.
-
¿Me veo ridícula? – le preguntó ella, preocupada.
- Te ves muy bien – le dijo él, diplomáticamente, con los ojos centelleantes. – Ven a
conocer a Jorge.
Él se adelantó hasta un caballo manso en apariencia y viejo, que bajó la cabeza y le dio
un pequeño empujón cuando ella lo tocó. Ellen le acarició la frente y sonrió.
-
Hola viejo amigo – le dijo en voz baja. – Vamos a hacer grandes amigos, ¿no?
John sacó al caballo de la brida y le enseñó a Ellen como montar como un vaquero.
Luego, sosteniendo las riendas, la condujo al patio, dispersando a una multitud de gallinas
nuevas, en el camino.
-
Ellas no pondrán huevos si se les asusta – dijo Ellen, preocupada.
Él la miró con una sonrisa
-
¿Cómo lo sabes?
-
Mary me enseñó.
- Ella y Juana, te están enseñando un montón de nuevas cosas – reflexionó él. – Me
gustaron las galletas de esta mañana, a propósito.
A Ellen le dio un vuelco el corazón.
37
-
¿Cómo supiste que las hice yo?
-
Porque has visto cada bocado que tomaba.
-
Oh, Dios mío.
Él solo se rió.
- Estoy constantemente siendo sorprendido por ti – le confesó, mientras se alejaban
de la cabaña y se dirigían hacia el sendero que conducía a través de arbustos hasta un
gran roble. – Honestamente, nunca pensé que serías capaz de vivir en tal privación. Sobre
todo después de… ¿Ellen? – había oído como un sonido raspado. Cuando se dio la vuelta,
Ellen estaba sentada en el suelo, mirando atónita. Él tiró de las riendas por sobre la cabeza
del caballo, y corrió hacia donde estaba sentada ella, con el corazón en la garganta. –
Ellen, ¿estás herida?
Ellen lo miró a los ojos.
- ¿No te fijaste en la rama del árbol, John? – le preguntó con una mirada significativa
en su dirección.
-
Obviamente, no – dijo él, con timidez. – ¿Tú, si?
Ella se echó a reír.
-
Solo cuando me golpeó.
Ellen se reía cuando él se agachó y la levantó en sus brazos. Era la primera vez que
había sido levantada en su vida adulta, y ella jadeó, y pasó sus manos detrás del cuello de
John, para no caerse.
Los ojos verdes de John, se encontraron de pronto, con los azules de ella. La risa
desapareció tan repentinamente como había llegado. Él estudió la nariz respingona, los
pómulos altos, y el bonito arco de su boca. Ella lo miraba, también, su mirada fija, apenas
posesiva, cuando ella notó las líneas duras y fuertes de su cara y las cicatrices débiles que
se encontraban allí. Sus ojos eran muy verdes en la proximidad, y su boca parecía dura y
firme. También tenía los pómulos altos, y una frente amplia. Su pelo era espeso y negro
bajo el sombrero de ala ancha que llevaba. Sus orejas y su nariz, eran de imponente
tamaño. Las manos que la sujetaban eran grandes, también, al igual que sus pies calzados
con botas.
- Nunca había sido llevada así, desde que era una niña – le dijo en voz baja,
fascinada.
- Bueno, yo por lo general, no tengo la costumbre de llevar a las mujeres así – le
confesó. Sus labios se dividieron en una sonrisa. – No pesas mucho.
-
Estoy demasiada ocupada en convertirme en empresaria, como para ganar peso.
-
¿Una qué?
Ella le explicó la palabra.
-
Terminaste la escuela, supongo – dijo él.
Ellen asintió.
- Yo quería ir a la universidad, pero papá cree que una mujer no debe recibir un
exceso de instrucción.
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- ¡Necio! – dijo John, de manera poco elegante. – Mi madre se educó así misma e
incluso ella aprendió latín, que después me enseñó. Si tenemos hijas, van a ir a la
universidad.
Ella le sonrió, pensando en los niños.
-
Me gustaría tener hijos.
John frunció los labios y levantó una ceja. Su sonrisa era pura maldad. Ella se rió y
hundió la cara en la garganta de él, avergonzada. Pero él no se echó atrás. Sus brazos se
contrajeron alrededor de ella y Ellen pudo sentir su aliento entrecortado, mientras envolvía
sus pechos suaves contra la pared de su pecho. Ellen se sentía inquieta. Sus brazos se
apretaron alrededor de su cuello fuerte y se estremeció. Nunca había estado tan cerca del
cuerpo de un hombre. Era desconcertantes… era una delicia.
La mejilla de John se deslizó por la de ella, para poder encontrar los labios suaves de
Ellen con su boca. La besó despacio, gentilmente y con doloroso respeto. Cuando él se
retiró, ella siguió sus labios. Con un gruñido áspero, él la besó de nuevo. Esta vez, con
menos respeto; el hambre se hizo más evidente, cuando él violó su boca.
Ella gimió en voz baja, lo que devolvió a sus sentidos inmediatamente. Él se echó hacia
atrás, sus ojos verdes brillaban con sentimiento. Él no estaba respirando cada vez más
agitado. Ella también.
- Tendríamos que subir a un árbol, para encontrar mayor privacidad, e incluso
entonces, los chicos probablemente se sentarían en las ramas – dijo en un tono de caza.
Ella comprendió lo que quería decir y se ruborizó. Pero también se rió, porque era muy
obvio, que él la encontraba atractiva, como ella a él. Ella sonrió y lo miró a los ojos.
- Un día vamos a tener una casa tan grande como un granero, con puertas que se
puedan cerrar – le aseguró ella.
Él se rió en voz baja.
- Si. Pero por ahora, debemos ser pacientes – él la puso de pie, con un largo suspiro.
– No es que me sienta muy paciente – añadió él, libertinamente.
Ella se echó a reír.
- Ni yo – ella lo miró con recato. – Supongo que has besado a un gran número de
chicas.
- No tanto – respondió. – Y ninguna tan única como tú – sus ojos tenían la intención
de ruborizarla. – He hecho el mejor negocio de mi vida cuando te traje a este matrimonio,
Ellen Colby.
-
Gracias – dijo ella, tropezando con las palabras.
Él se echó hacia atrás un mechón de pelo negro revuelto, que se había escapado de
debajo de su sombrero.
- Nunca se me ocurrió que una mujer de ciudad, una aristócrata, sería capaz de
sobrevivir a vivir así. Me he sentido culpable muchas veces, desde que te vi llevar el agua
hasta la casa y lavar la ropa, como las otras mujeres hacen. Yo sé que tuviste criadas, que
hacían estos trabajos pesados antes, cuando vivías en tu casa.
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- Soy joven y muy fuerte – señaló ella. – Además, nunca he encontrado a un hombre
a quien respetar lo suficiente como para casarme, hasta ahora. Creo que harás un imperio
aquí, en estas tierras salvajes. Pero si incluso, no lo creyera, todavía estaría orgullosa de
llevar tu nombre. Eres único, también.
Los ojos de John se estrecharon. Se inclinó y besó sus párpados cerrados, con mucha
ternura.
- Voy a trabajar duro, para ser digno de tu confianza, Ellen. Voy a tratar de no
decepcionarte.
Ella sonrió.
-
¿Y tú me prometes nunca pasearme por debajo de las ramas de un roble, otra vez?
- ¡Tú, diablito! - se echó a reír a carcajadas, abrazándola como un hermano mayor. –
¡Eres una pícara! Qué alegría traes a mis días.
-
Y tú a la mía – le respondió ella, devolviéndole el abrazo.
- ¡Papá! ¡El señor John y la señora Ellen se están besuqueando aquí en medio del
camino! – gritó uno de los hijos de Isaac y Mary.
-
¡Aléjate, bribón, que estoy besando a mi mujer! – le dijo John con rabia fingida.
Hubo risas divertidas.
- Era demasiado, para una ilusión de privacidad – dijo Ellen, tirando de él con un
suspiro melancólico. – ¿Vamos a volver a nuestro asunto? ¿Dónde está mi caballo?
John lo vio entre la maleza, mascando un pequeño crecimiento verde de hierba, que
había encontrado allí.
-
Ha encontrado algo bueno para comer, lo apostaría – dijo él.
-
Voy a buscarlo – se rió Ellen, y comenzó a ir hacia la maleza.
-
¡Ellen, detente!
La voz de John, llena de autoridad y de miedo, la interrumpió con un pie en el acto de
dar un paso. Ella se detuvo y se quedó muy quieta. Él estaba maldiciendo, usando
palabras que Ellen nunca había oído antes en su vida.
-
Isaac, ve a buscar mi escopeta. ¡Date prisa!
Ellen cerró los ojos. No tenía que mirar hacia abajo para saber por qué John estaba tan
molesto. Oyó un crujido, como de hojas crepitantes, como el tocino cuando se fríe. Nunca
antes había visto una serpiente de cascabel, pero durante su visita a Texas con su padre,
había oído hablar un montón de ellas, por la población local. Al parecer, les gustaba estar a
la espera y atacar a personas que inocentemente, se acercaban a ellas. Pueden causar la
muerte con una mordida, y el dolor es extremo. Ellen les tenía un miedo mortal a las
serpientes. Pero John la salvaría. Sabía que él lo haría.
Apenas controlaba sus pies. Se oyó el inconfundible sonido de su arrastre.
-
Estate muy quieta, cariño – le dijo John, con voz ronca. – No muevas un músculo.
Ella tragó saliva, aún con los ojos cerrados, contuvo el aliento. Hubo un horrible sonido,
como si hubiera caído un rayo cerca de sus pies. El polvo voló y ensució sus pantalones. Y
pudo oír otro sonido furioso y abrió los ojos. Por primera vez, ella miró hacia abajo. Una
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serpiente de cascabel grande, estaba desmembrada muy cerca de ella, y todavía se
retorcía bajo el ardiente sol.
- Ellen, ¿no te atacó? – le preguntó John a la vez que dejaba la escopeta y la envolvía
en sus brazos. – ¿Estás bien?
-
Lo estoy, gracias a ti – susurró ella, al borde del colapso. – ¡Qué susto!
- Demasiado para los dos – dijo él, secamente. Se inclinó y la besó, todavía sacudido
por la experiencia. – ¡No vuelvas a ir hacia la maleza sin mirar, primero!
Ella sonrió en sus labios.
- Podrías haber hecho arder la maleza con ese lenguaje – le murmuró ella en tono de
reproche. – ¡De hecho, creo que la serpiente fue sorprendida por la muerte, por él!
Él se rió y la besó más fuerte. Elle le devolvió el beso y tardíamente oyeron pies
corriendo y exclamaciones, cuando la serpiente fue vista. Él tomó su pequeña mano en la
de él.
- Luis, llévate el caballo, por favor. ¡Creo que ya hemos tenido suficiente práctica para
montar un solo día!
-
Si, señor – coincidió Juan, con una sonrisa.
♥♥♥
Esa noche, alrededor de la fogata solo se hablaba de lo cerca que había estado Ellen de
la serpiente.
- Estás en camino de ser una leyenda viviente – le dijo John, cuando asaba a la
víctima de su escopeta, sobre las lenguas anaranjadas y amarillas de las llamas. – Por no
hablar que nos proveyó de este delicioso manjar. Asado de cascabel.
Ellen tomó una porción y comió de ella.
-
Tiene un sabor sorprendente como a pollo – comentó ella.
John la fulminó con la mirada.
-
No es así.
Ella le sonrió y el corazón de John, se elevó. Él le devolvió la sonrisa.
- Si hay otra amenaza como esta, tendrás que enseñarme a disparar un arma de
fuego – le propuso ella. - ¡Nunca caminaré a la boca de una serpiente de cascabel de
nuevo, aunque te provea la cena!
-
Es un trato justo – le respondió él, mientras los demás se reían a carcajadas.
En los días que siguieron, Ellen aprendió con mucho esfuerzo y dolor muscular, los
rudimentos de permanecer en un caballo a través de los largos días de cuidar el ganado,
cada vez mayor de John.
También aprendió a disparar una escopeta. Su primer contacto con la pesada escopeta
de dos cañones, fue una calamidad. Una vez que la cargó se la llevó al hombro y no apoyó
bien la culata sobre su hombro y al disparar, la golpeó con fuerza, dejándole un gran
moretón. Tuvieron que esperar a que se curara, para intentarlo de nuevo. Lo único bueno
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fue que hizo mantequilla batiendo casi hasta lo imposible, y sonrió abiertamente mientras
miraba a Mary, hacer esa tarea rutinaria.
- Te dañas el hombro a propósito – la reprendió Mary, con los ojos oscuros, riendo. –
Así no tendrías que batir de arriba a bajo, para hacer la mantequilla.
- Siempre puedes conseguir que Isaac te enseñe a disparar, y utilizar la misma
excusa – le dijo Ellen.
Mary sonrió.
-
Yo no. ¡No estaría cerca de una escopeta, ni siquiera para zafarme de estas tareas!
Juana estuvo totalmente de acuerdo.
-
¡Demasiado ruidosa!
-
Amén por eso – estuvo de acuerdo Mary.
-
A mi me gusta – reflexionó Ellen.
A ella le gustaba aún más desde que supo que John sentía miedo por ella, que se
preocupaba por ella. Incluso la había llamado “cariño”, cuando le había disparado a la
serpiente. Él no era un hombre que usara palabras cariñosa normalmente, lo que hacía su
lapsus, aún más placentero. Ellen había estado caminando en una niebla de placer desde
que la serpiente cascabel, casi la mordió. Estaba enamorada. Esperaba que él sintiera algo
similar, pero había estado muy ocupado con el trabajo para pasar un rato con ella, excepto
por la noche. Y luego, ya había mucha gente. Ellen suspiró, pensando que la privacidad
debía ser el bien más valioso de la tierra. A pesar de que su cariño por sus amigas, iba
creciendo día a día, a menudo deseaba estar a un centenar de kilómetros de distancia,
porque no tenía ni siquiera una hora a solas con su marido. Pero la paciencia es oro, se
recordaba ella. Debía esperar y esperar a que eso sucediera. En ese momento, la propia
supervivencia era la lucha.
Así que fue por la escopeta. Su hombro estaba lo suficiente bien como para un segundo
intento, una semana después. Dos nuevas complicaciones sin el conocimiento de Ellen, se
presentaron. Había nuevos charcos de barro en el patio delantero, y su padre había
llegado a la ciudad y alquiló una calesa, para ir a visitar a su única hija.
Ellen apuntó la escopeta a un árbol. El disparo casi hizo volar el cañón. Un pavo salvaje,
que había estado sentado en una rama, de repente se cayó al suelo en un montón inerte.
Y Ellen se fue hacia atrás y cayó en el charco de lodo más profundo que el patio delantero
podía jactarse. En ese momento en particular, su padre se detuvo delante de la cabaña.
Su padre la miró a ella en el charco, al pavo y a John.
- Veo que usted le está enseñando a mi hija a bañarse y a cazar al mismo tiempo.
comentó él.
–
Ellen se puso de pie, echándose el pelo hacia atrás, con una mano llena de lodo. Estaba
tan desaliñada, sucia, que así, era difícil para su inmaculado padre encontrar su cara. Él
hizo una mueca.
- Ellen, querida, creo que tal vez no sería una mala idea que vinieras a casa conmigo
– le dijo él, con inquietud.
Ella sacudió la cabeza, arrojando lodo sobre John, que estaba de pie junto a ella,
mirándola desconcertado.
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- Solo estoy aprendiendo a disparar, padre – le dijo con orgullo. – Nadie es
competente en un primer momento. ¿No es así, John?
-
Ah, sí – respondió John, pero sin su habitual confianza.
Su padre los miraba de uno al otro y luego miraba al pavo.
- Supongo que la compra de carne en la tienda de la ciudad es demasiada cara, ¿no?
– preguntó.
- Me gusta la variedad. Tuvimos serpiente de cascabel la semana pasada, de hecho,
– le informó Ellen. – estuvo deliciosa.
Su padre negó con la cabeza.
- Tu abuela va a tener una insuficiencia cardíaca si le digo lo que he visto aquí. Y
usted, joven… esta casa de ustedes – dijo, extendiendo una mano, indicando el lugar.
- Cuando antes tengamos nuestra línea ferroviaria – le dijo Ellen a su padre – más
rápido vamos a tener una casa real, en lugar de limitarse a una cabaña.
John asintió, esperanzado, y Terrance Colby suspiró pesadamente.
-
Veré que puedo hacer – prometió.
Ambos sonrieron.
- ¿Te quedas a cenar? – lo invitó Ellen, mirando detrás de ella, sonriendo.
¡Tendremos pavo!
–
Su padre se negó, no dispuesto a compartir ese entorno triste que su hija parecía
encontrar tan emocionante. Había tres familias que vivían en esa cabaña, se dijo, y él no
estaba seguro de ser lo suficiente democrático para apreciarla de cerca. No hacía falta leer
la mente, para darse cuenta que Ellen y John no tenían privacidad. Eso podría ser una
ventaja, pensó, si Ellen decidía volver a casa. No habría complicaciones. Pero ella parecía
feliz como una alondra, y él no se había equivocado, ya que el joven John Jacobs se
mostraba encantado con su compañía.
La madre de su esposa no iba a ser feliz cuando él tuviera el valor suficiente para decirle
lo que había pasado con Ellen. Ella estaba fuera de su casa, en unas vacaciones en Italia.
Tal vez el barco desviara su curso y no volviera a casa durante meses, se dijo. De lo
contrario, Ellen iba a tener una visitante muy infeliz en un futuro cercano.
Él hizo tiempo para ver, el cada vez mayor rebaño de John, y se dio cuenta de que el
joven tenía un montón de novillos muy saludables. Ya había visto cómo de emprendedora
era Ellen con su empresa de corte y confección y la venta de productos lácteos. Ahora veía
una manera de ayudar a John a convertirse rápidamente en autosuficiente.
♥♥♥
Llegó la noticia a la semana siguiente que el padre de Ellen, estaba ocupado comprando
el derecho de paso para el cruce ferroviario, que iría al rancho de John. No solo eso, sino
que se había hecho un cliente por los novillos de John, con los que tenía previsto alimentar
a los trabajadores que ya estaban trabajando muy duro en otro tramo de su ferrocarril. La
única dificultad, era que John iba a tener que conducir al norte los novillos, a San Antonio,
para Terrance Colby. Colby estaría allí esperando por él, en una semana. Ese no era un
arreo de ganado largo, no ciertamente, comparado con llevarlos a Kansas, pero el sur de
43
Texas, todavía era salvaje y peligroso. Sería arriesgado. Pero John sabía que iba a valer la
pena el riesgo, si podía entregar la carne de vacuno.
Así que John y sus hombres se fueron, a regañadientes por parte de John, para
conducir al norte los novillos. Él y sus amigos vaqueros dieron la vuelta por todos los otros
ranchos, recogiendo sus novillos, asegurándose de apropiarse solo del ganado que llevara
su marca 3J.
- No me quiero ir – le dijo John a Ellen, cuando estuvieron juntos, en el corral. – Pero
tengo que proteger nuestra inversión. Habrá seis de nosotros para conducir la manada, y
todos estamos armados y somos capaces de manejar un arma, por si hay cualquier
problema. Isaac y los chicos mayores se van conmigo, pero Luis se quedará aquí, para
cuidar del ganado y de ustedes.
Ella suspiró, acariciando sus brazos por encima de las mangas de su camisa,
disfrutando de la sensación de los músculos de John.
- No me gusta la idea que te vayas lejos. Pero sé que es necesario, así que voy a ser
muy valiente.
- No me gusta dejarte, tampoco – le dijo él, sin rodeos. Se inclinó y la besó con
deseo. – Cuando regrese, tal vez nos podamos permitir una sola noche fuera de aquí – le
susurró. – Me estoy volviendo loco por tenerte en mis brazos, sin tener audiencia.
-
Igual que yo – se atragantó ella, y él la besó de nuevo con ansias.
Él la levantó claramente del suelo en su abrazo, mientras se besaban sin restricciones.
Pronto, se obligó a ponerla en el suelo y se apartó. Había un color rojizo en sus pómulos
altos, y sus ojos verdes eran feroces. Ellen también estaba ruborizada, pero sus ojos eran
suaves y soñadores y su boca estaba hinchada.
Ella le sonrió con valentía, a pesar de su preocupación.
-
No dispares.
Él hizo una mueca.
- Voy a hacer mi mejor esfuerzo. Tú permanece a la vista de la cabaña y de Luis,
incluso cuando estés ordeñando a esas vacas infernales. Y no vayas a ir a la ciudad, sin él.
Ella no le mencionó que sería un suicidio, llevarse lejos a Luis de la protección del
ganado, todo ese tiempo. Ella y las mujeres tendrían que trabajar en algo, para que
pudieran vender sus vestidos, la mantequilla y la leche en la ciudad. Pero a ella le sobraba
la preocupación.
-
Vamos a tener mucho cuidado – le prometió ella.
Él suspiró, con la mano apoyada en la culata de su pistola calibre 45.
-
Estaremos de vuelta lo más pronto posible. Tu padre…
- Si él llega a la ciudad, voy a ir a allí a esperar por ti – le prometió, lo que era una
mentira, porque ella nunca dejaría a Mary y a Juana, solas, incluso con Luis y su escopeta.
- Posiblemente, sea eso lo que debas hacer, de todos modos – murmuró él,
pensativo.
44
- No puedo salir de aquí ahora – dijo ella. – Hay demasiado en juego. Voy a ayudar a
cuidar de nuestro rancho. Tú ten cuidado de nuestro margen de beneficio.
Él se rió, sorprendido de sus preocupaciones.
- Estaré de vuelta antes que me extrañes demasiado – le dijo, inclinándose para
besarla de nuevo, brevemente. – Quédate cerca de la cabaña.
-
Lo haré. Que tengas un buen viaje.
Él se montó en la silla, gritando a Isaac y a los chicos. Las mujeres los vieron cabalgar.
El ganado ya se había agrupado en un valle cercano, y los arrieros estaban dispuestos a
ponerse en marcha. Cuando Ellen vio a su marido montando en la distancia, se dio cuenta
de por qué él quería tanto una línea ferroviaria. No solo era peligroso conducir el ganado
por un largo camino a una estación ferroviaria, sino que el riesgo era potencial para los
hombres y los animales. No solo había una constante amenaza de ladrones, sino también
por inundaciones y tormentas que podrían diezmar los rebaños. Ella oró por John, Isaac y
los hombres que iban con ellos, para que estuvieran a salvo.
Igual estaba bien que Luis se quedara en el rancho para ayudar a proteger a los toros,
las vacas de cría y a los novillos, que eran demasiado jóvenes para el mercado. No es que
ella fuera a eludir sus propias responsabilidades; pensó Ellen obstinadamente. ¡Nadie iba a
robar nada por aquí, mientras ella pudiera tener un arma en sus manos!
La amenaza llegó de forma inesperada, solo dos días después que John y los demás,
se había ido a San Antonio, en el arreo de ganado.
Ellen solo había llevado un cubo de leche a la cocina, cuando se asomó por la ventana
abierta, sin cristales, y vio dos figuras a caballo, observando la cabaña. Ella llamó
suavemente a Juana y a Mary.
Juana se persignó.
-
¡Son comanches! – afirmó. – ¡Vienen a atacar al ganado!
- Bueno, no lo atacarán hoy – dijo Ellen, con rabia. Voy a tener que montar para
avisarle a Luis y a los chicos – dijo. – No hay nada más que hacer y voy a tener que ir a
pelo. Nunca tendría tiempo para ensillar un caballo, con ellos esperando por ahí.
- Es demasiado peligroso – exclamó Juana. – Difícilmente puedes montar un caballo
ensillado, y esos hombres son comanches. Son los mejores jinetes de todos los hombres,
incluyendo a mi Luis. ¡Nunca vas a correr más rápido!
Ellen murmuró en voz baja. Tenían tan poco ganado que incluso la pérdida de uno o dos
podría significar la diferencia entre la quiebra y la supervivencia. Bueno, se dijo, solo había
una cosa por hacer. Agarró la escopeta, la cargó y se dirigió hacia la puerta de atrás, aún
con su vestido y delantal.
-
¡No! – Mary casi gritó. – ¿Estás loca? ¿Sabes que hacen con las mujeres blancas?
Ellen no dijo ni una palabra. Siguió caminando, con pasos firmes y seguros. Oyó las
llamadas frenéticas detrás de ella, pero no las escuchaba. Ella y John tenían un rancho. Se
trataba tanto de su ganado como el de ella; ¡y no iba a permitir que ladrones vinieran y se
llevaran su precioso ganado!
45
Los dos comanches la vieron venir y se quedaron boquiabiertos. No volvieron a hablar.
Se sentaron en sus caballos, con los ojos fijos, en la mujer joven que cargaba una
escopeta hacia ellos. Uno de ellos le dijo algo al otro, que se rió y asintió con la cabeza.
Se detuvo justo frente a ellos, levantó la escopeta y los apuntó.
-
Este es mi rancho – dijo en un tono firme y tenaz. – ¡Ustedes no robarán mi ganado!
Había pura admiración en sus ojos. No llegaron a tomar sus escopetas, que tenían en
sus regazos de piel de ante. Ellos no trataron de bajar con ella. Simplemente, la miraron. El
más joven de los indios, tenía trenzas largas y un rostro delgado, era guapo de cara. Sus
ojos, ella notó curiosamente, brillaban.
- No hemos venido a robar el ganado – dijo el joven, en un inglés pasable. – Hemos
venido a pedir trabajo a Big John.
-
¿Trabajo? – balbuceó ella.
Él asintió.
- Nos sentimos culpables por que matamos a uno de sus terneros. Habíamos llegado
desde muy lejos y teníamos mucha hambre. Vamos a trabajar para pagar el ternero.
Escuchamos a los mexicanos, que él es un hombre justo – añadió de modo sorprendente.
– Sabemos que él solo mira el trabajo de un hombre. No se considera mejor a hombres de
otras razas. Eso es muy extraño. No lo entiendo. Tu pueblo acaba de tener una guerra
terrible, porque ustedes querían poseer a personas de piel oscura. Sin embargo, Big John,
vive con estas personas. Incluso, a los mexicanos, los trata como familia.
-
Sí – dijo ella. Poco a poco ella bajó el arma y la puso a su lado. – Eso es cierto.
El más joven le sonrió.
- Sabemos más acerca de caballos, que sus vaqueros, que ya saben mucho – dijo sin
presunción. – Vamos a trabajar duro. Vamos a pagar el costo del becerro, y él nos puede
pagar lo que él piense que es justo.
Ellen se echó a reír.
- No es realmente una gran cabaña, y ya cuenta con tres familias que viven en ella.
– les dijo ella.
Ellos se echaron a reír.
-
Poder hacer un tipi – dijo el mayor, en un inglés menos pasable que el más joven.
-
Digo – exclamó ella - ¿me puedes enseñar a disparar con un arco?
El más joven echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
-
Incluso su mujer es valiente – le dijo él al mayor.
-
Ahora, ¿me crees? Este hombre no es como otros blancos.
-
Te creo.
- Vamos, entonces – dijo Ellen. – Le voy a presentar a Luis. ¡Baja esa arma!
–
exclamó ella, con enojo cuando vio al hombre más pequeño que venía hacia ellos con dos
pistolas niveladas. – Estos son nuestros dos nuevos domadores de caballos – le dijo y se
detuvo. – ¿Cuáles son sus nombres? – les preguntó ella.
46
-
Me llamo Thunder2 – dijo el joven. – Él es Red Wing3 .
-
Yo soy Ellen Jacobs – dijo ella – y ese es Luis. Di “hola”, Luis.
El mexicano bajó sus pistolas y las enfundó con una mirada vacía a Ellen.
-
Saluda – repitió ella.
-
Hola – les dijo, obligado, asintiendo.
Los comanches asintieron, también. Cabalgaron hasta la cabaña y desmontaron. Las
mujeres de la cabaña, se asomaron nerviosamente.
- Luis les mostrará en donde poner los caballos – les dijo Ellen. – Tenemos un
cobertizo. ¡Algún día tendremos una granja!
- Necesitar un tipi más grande – murmuró Red Wing, mirando la cabaña. – Mal lugar
para vivir. No poder cambiar de casa cuando el piso ensuciar.
-
Sí, bueno, es cálida – dijo Ellen, sin poder hacer nada.
El comanche joven, Thunder, se volvió para mirarla.
-
Usted es valiente – dijo, mirándola con sus ojos estrechos. – Igual que mi mujer.
-
¿Ella no vive contigo? – le preguntó ella, vacilante.
Él le sonrió con suavidad.
- Ella es terca y quiere vivir en una cabaña lejos – respondió. – Pero la voy a traer de
vuelta aquí algún día – él asintió y siguió después a Luis, junto con su amigo.
Juana y Mary, salieron de la cabaña, con expresión preocupada.
- ¿Vas a dejar que los indios vivan con nosotros? – exclamó Juana. – ¡Ellos nos
matarán a todos!
-
2
3
No, no lo harán – le aseguró Ellen. – Ya lo verás. ¡Ellos van a ser una ventaja!
Trueno
Ala Roja
47
Capítulo 5
Los comanches sabían más de caballos que Luis, y eran muy útiles en el lugar. Ellos
cazaban y le enseñaron a Luis, como curtir la piel de los animales, mientras se dedicaban
a la construcción de un tipi detrás de la cabaña.
- Muy bonito – comentó Ellen, cuando lo terminaron. – Es mucho más espacioso que
la cabaña.
- Fácil de mantener limpio – estuvo de acuerdo Red Wing. – Si suelo ensuciar, mover
el tipi.
Ella se echó a reír. Él sonrió, yendo a ayudar a Thunder con un nuevo corral que Juana
estaba construyendo.
♥♥♥
John montó de nuevo con Isaac y se detuvo en seco al ver un tipi gigantesco al lado de
su cabaña, la que había dejado semanas antes. Se llevó la mano a la pistola, pensando en
las posibilidades terribles que podían explicar su presencia.
Sin embargo, Ellen salió corriendo de la cabaña, seguida por Mary y Juan, riendo y
saludando.
John con su pie en el estribo de la silla nueva, extendió el brazo hacia abajo para
saludar a Ellen, cuando la levantó de un salto a sus brazos. La besó, hambriento, sintiendo
como si volviera a casa, por primera vez en su vida. No se dio cuenta cuanto tiempo ese
beso duró, hasta que sintió los ojos de los demás. Levantó la cabeza para encontrar dos
comanches altos de pie, hombro con hombro, con Juan y los chicos más jóvenes y las
niñas del grupo, con Juana y María.
- Hábito malo – dijo Thunder, con desaprobación. – Ese salto molestar a caballo.
dijo Red Wing, asintiendo.
-
–
¿Qué demonios? – exclamó John.
- Ellos son nuestros nuevos domadores de caballos – le dijo Ellen, rápidamente.
Ese es Thunder y él es Red Wing.
–
- Ellos nos enseñaron a hacer las bolsas de las alforjas – exclamó la hija mayor de
Juana, mostrando una muy hermosa con abalorios.
- ¡Y también, como hacer arcos y flechas! – dijo el más joven de los hijos de Isaac,
secundándola, y mostrando lo que él había hecho.
- Y carcajes – dijo Luis, resignado a ser despedido, por lo que John seguramente,
consideraría una mala decisión, en dejar dos comanches cerca de las mujeres. Se puso de
pies, con el sombrero sobre su pecho. – Puedes despedirme, si quieres.
- Si me despide, me iré con ellos – respondió el segundo hijo de Isaac, indicando
hacia los indios.
John negó con la cabeza, riéndose a carcajadas.
48
-
Espero que no haya un linchamiento por aquí – suspiró. Todo el mundo sonrió.
Ellen fue hacia él.
-
Bueno, ciertamente, ellos saben como domar caballos, John – le dijo.
- Tu mujer recibirnos con escopeta cargada – le informó Red Wing. – Ella tener un
espíritu fuerte.
- Y un gran corazón – agregó Thunder. – Ella dice que podemos trabajar para usted.
¿Nos quedamos?
John suspiró.
- Por supuesto. Todo lo que necesitamos ahora es un esquimal – murmuró a Ellen en
voz baja. Ella puso sus brazos alrededor de su cuello y lo besó.
-
Tener bebés sería bueno – susurró ella.
Él se puso escarlata y todos rieron.
- Tengo suficiente reses, como para comprar un nuevo toro – le dijo John. – Sillas
para montar para los caballos que tenemos, y cuatro caballos nuevos – agregó. – Ellos
vienen con los arrieros. Me he adelantado, para asegurarme de que estaban bien.
Ella lo abrazó, una vez que estuvieron a solas, detrás de la cabaña.
- No tuvimos ningún problema en absoluto. Bueno, excepto por los comanches, pero
resultaron ser amigos, después de todo.
- Fue como si me dieran un mazazo, cuando me di cuenta del tipi – le confesó.
–
Hemos tenido algunas duras batallas con los comanches en el pasado, sobre todo, por el
robo de ganado. Y sé que es un hecho, que dos comanches se comieron uno de mis
terneros.
- Me explicaron eso – le dijo ella con satisfacción. – Tenían hambre, pero no querían
robar. Ellos vinieron aquí, para calcular el costo del ternero, y luego quedarse, si tú
querías. Creo que ellos decidieron que lo mejor era unirse a un fuerte enemigo que
oponerse a él. Esa fue la razón que me dieron, por lo menos.
-
Bueno, debo admitir que estos dos comanches son inusuales.
-
Él más joven tiene los ojos claros.
- Me di cuenta – no agregó que él estaba seguro de que estos dos comanches eran
los dos fugitivos, que el aguacil de Sutherland Springs había estado buscando.
Afortunadamente para ellos, James Graham, se había dirigido hasta más allá de San
Antonio, para seguirlos, y actuar por sobre lo que ahora parecían, estaría mal.
Ella levantó la cabeza y lo miró.
- Ellos montaron y se quedaron allí. Cargue mi escopeta y salí a ver que era lo que
querían.
-
Podrían haber sido asesinados – le señaló él.
- Es lo que habrías hecho en mi lugar – le recordó ella, sonriendo suavemente. – No
tuve mucho miedo. Además, he aprendido de ti, que las apariencias pueden ser
engañosas.
49
-
Tomaste riegos.
-
Tú lo haces, también.
Él suspiró.
-
Estás aprendiendo malos hábitos de mí.
Ellen sonrió y se acurrucó.
- Red Wing nos va a hacer un tipi nuestro, muy pronto – ella lo besó, y él le devolvió
el beso, lleno de anhelo.
-
Ayer, no será lo suficiente pronto para ese tipi – le dijo él, con voz ronca.
Red Wing estaba en un extremo, viendo como dos pares de ojos, se deslumbraban. Se
encogió de hombros y se marchó sin hacer ruido, riendo para sus adentros. John se echó a
reír.
-
Amén – murmuró.
-
John, solo hay otra pequeña cosa – le dijo Ellen, mientras se acercaba a él.
-
¿Y ahora que? ¿Contrataste un pistolero para alimentar a las gallinas?
-
Yo no conozco a ningún pistolero. Ponte serio.
-
De acuerdo. ¿Qué pasa?
- Mi abuela me ha enviado un telegrama. Ella viene aquí, para salvarme de una vida
de miseria y pobreza.
Él levantó la cabeza.
-
¡En serio!
Ella contuvo el aliento.
- Supongo que va a desmayarse cuando vea este lugar, pero yo no voy a ser
arrastrada a casa, ni por ella ni por un ejército. Yo pertenezco a este lugar.
- Así es. Perteneces aquí – respondió John. – A pesar de que sin duda mereces algo
mejor que esto, Ellen – dijo él en voz baja. Le tocó el pelo revuelto. – Te prometo, que esto
solo va a mejorar.
Ella sonrió.
-
Ya lo sé. Vamos a tener un imperio, todo nuestro.
-
Por supuesto que sí.
- Construido por nuestras propias manos – murmuró ella, llegando a darle un beso – y
con la ayuda de nuestros amigos. Todo lo que necesitamos es el uno al otro.
- Necesitar un tipi – dijo la voz de Red Wing de nuevo. – El caballo tener cólico – le
dijo el mayor de los comanches. – ¿Qué dar de comer?
-
Comió maíz – le dijo John, beligerante. – ¡Le di un cubo de alimentación completa!
El hombre mayor se burló.
-
No es de extrañar que tener cólicos. Puedo arreglar
-
¡El maíz es bueno para los caballos y sé que hacer cuando tienen cólicos!
50
- Claro que no. No alimentar caballos con maíz. Caballos comer hierba. Construimos
tipi mañana.
John todavía tenía la boca abierta, cuando el hombre mayor se marchó de nuevo.
- Los ponis indios solo se alimentan de hierba – le informó Ellen, brillante. – Ellos
piensan que el grano es malo para los caballos.
-
Has aprendido mucho – señaló John.
- Más de lo que crees – le dijo ella, y se acercó al oído de John. – Estos dos
comanches están huyendo del ejército. Pero no creo que hayan hecho algo malo, y le dije
al señor Alton que vi dos comanches dirigirse al norte. Él se lo dijo al…
-
… al alguacil – terminó por ella, exasperado.
- Cuando llegues a conocerlos, creerás que son buenas personas, también – le
aseguró. – Además, me están enseñando cosas que no puedo aprender en otro lugar.
Puedo realizar el rastreo de un ciervo – y le contó de sus nuevas habilidades – tejer una
alfombra, hacer una cama de paja de pino, hacer abalorios, disparar flechas y curtir piel.
-
¡Dios mío, mujer! – exclamó impresionado.
Ella sonrió.
-
Y voy a aprender a cazar tan pronto como me saques con mi escopeta.
John suspiró. Esto se iba a convertir en una dificultad, si cualquiera de su familia venía a
ver como estaba. Él no quería molestarlos, pero esto no podía continuar.
-
Ellen, ¿qué piensas acerca de la educación? – le preguntó con suavidad.
Ellen parpadeó.
-
¿Cómo dices?
-
Bueno, algunos niños no saben leer ni escribir.
- No había pensado en eso. No he preguntado, pero no creo que sea posible. No era
legal, enseñarles a los esclavos, y sé que Juana ni siquiera sabe leer en español, a pesar
de que es su lengua materna.
- El mundo que construiremos, necesita gente educada – dijo pensativo. – Se debe
comenzar con los niños, con esta nueva generación. ¿No te parece?
- Si – dijo ella, apoyando rápidamente la idea. – Las personas educadas ya no tienen
que trabajar en empleos de baja categoría, donde están a merced de los demás.
- Eso es exactamente lo que pienso. Así que, ¿por qué no comienzas a dar a los
niños un pequeño aprendizaje por las tardes, después de la cena? – le sugirió él.
-
Sabes que eso es una excelente idea. Pero no tengo experiencia como maestra.
- Todo lo que se necesita, son algunos libros de primaria y un poco de determinación
– le dijo John. – Creo que un ex maestro de la escuela en Victoria, vive cerca del herrero.
¿Quieres que te lleve a verlo?
Ellen le sonrió.
-
¿Lo harías?
51
- Por supuesto que lo haría. Vamos a ir hasta allí, mañana – le respondió él,
mirándola considerar la idea.
Si, nada más esto, salvaría de la sorpresa atónita a su familia, si es que alguna vez
venían a visitar a Ellen y la encontraran en pantalones y botas embarradas, desollando un
ciervo.
Él la llevó a Victoria a la mañana siguiente, en una ruinosa calesa, que había logrado
comprar con sus ventas de ganado, enganchada a uno de los buenos caballos, que
también había adquirido. Por suerte, este tomó el tiro de la calesa enseguida. Algunos
caballos no lo hacían, y las personas morían en accidentes, cuando estos se asustaban o
huían.
El maestro estaba retirado hacía un largo tiempo, pero enseñó a Ellen los fundamentos
que se necesitan para educar a niños pequeños. Él también tenía un libro básico para
aprender a leer, un libro de gramática y un libro de ortografía, que dio a Ellen con su
bendición. Ella los llevó como un tesoro invaluable, todo el polvoriento camino al Rancho
3J.
- ¿Crees que los Brown y la familia Rodríguez me permitan enseñarles a sus niños?
– le preguntó, un poco preocupada después del hecho. – Puede que no crean en la
educación.
- Luis e Isaac ni siquiera pueden firmar un papel – le dijo él. – Tienen que hacer una
“x” en un papel y hacerme atestiguarlo. Si alguna vez se van del rancho, tienen que saber
leer y escribir, para que nadie se aproveche de ellos.
Ella lo miró con más admiración, incluso más de lo usual. Era muy guapo para ella, muy
capaz y muy fuerte. Ella contaba sus bendiciones, cada día, desde que se había casado
con él.
-
Realmente te preocupas por ellos, ¿verdad? – le preguntó ella en voz baja.
- Cuando el ejército de la Unión, llegó a través de Atlanta, todo lo arrasó – recordó,
con el rostro endurecido. – No solo las grandes plantaciones, donde los esclavos eran
mantenidos. Quemaron las casas de la gente blanca pobre, porque pensaron que todos
nosotros teníamos esclavos - él se rió con frialdad. – Los aparceros no poseían nada.
Incluso la casa en la que vivíamos, pertenecía al dueño de la plantación. Ellos le
prendieron fuego a la casa y mi hermana y mi madre, quedaron atrapadas en su interior.
Se quemaron hasta morir, mientras mi otra hermana y yo nos quedábamos afuera y
mirábamos.
Él se tocó la mejilla, donde las viejas cicatrices seguían notándose.
- Yo traté de matar al oficial de caballería responsable, pero sus hombres lo salvaron.
Por ellos, tengo estas – dijo, tocándose la mejilla. – Yo nunca tuve esclavos. Escondí a
Isaac y Mary en el sótano, cuando se escaparon del capataz. No pude salvar a su hijo
mayor, pero Mary, estaba embarazada. E Isaac me salvó del ejército de la Unión – dijo con
un suspiro. – Ellos intercedieron por mi vida. La caballería me perdonó a mí y a mi
hermana mayor. Isaac me ayudó a enterrar a mi madre y a mi hermana menor – él miró la
suave expresión de Ellen. – Mi hermana se fue a Carolina del Norte a vivir con un primo,
pero yo me quise quedar con un tío, en Texas. Isaac y Mary no tenían ningún lugar a
donde ir, por lo que viajaron conmigo. Me dijeron que querían volver a empezar, pero no
me engañaron. Ellos vinieron conmigo, para salvarme del ejército de la Unión, por si me
52
metía en problemas. Esos dos nunca olvidan una deuda. Les debo todo. Mi vida. Es por
eso que son mis socios.
-
¿Y cómo conociste a Luis y a Juana? – le preguntó ella.
- Luis fue el único vaquero que tenía mi tío, que no lo robaba. Luis me contó lo que
los otros habían hecho y los despedí a todos. Me hice cargo de mi tío, y con su ayuda,
reunimos a los terneros perdidos, para comenzar con mi rebaño – él se rió entre dientes. –
La cabaña era la única estructura del lugar. Quedó llena, cuando Isaac y Mary vinieron a
vivir conmigo. Juana y Luis querían vivir en el monte, pero yo insistí en que todos,
podíamos arreglarnos. Y lo hicimos. Pero no ha sido fácil.
- Y ahora los comanches están construyendo un tipi para nosotros – le dijo ella.
–
Han estado cazando mucho, para tener las pieles suficientes. Vamos a tener privacidad
por primera vez. Quiero decir… – ella se sonrojó por su atrevimiento.
John la tomó de la mano y se la apretó. Sus ojos estaban fijos en los de ella.
- Lo que más quiero en el mundo, es estar a solas contigo, Camelia Ellen Jacobs – le
dijo él, con voz ronca. – ¡Lo mejor que he hecho en mi vida, fue tener el sentido de
casarme contigo!
-
¿Realmente lo crees? – le preguntó ella, con alegría. – Yo no soy una belleza.
- Tienes un corazón tan grande, como el aire libre y tienes el coraje de un lobo. No te
cambiaría por una jovencita debutante.
Ellen sonrió, apoyada en su amplio hombro.
- Y yo no te cambiaría por nada, ni por el más grande caballero que jamás haya
vivido. Aunque espero que seas un gran señor, cuando hayamos hecho nuestra fortuna.
Él la besó en la frente, con ternura.
-
Tú eres mi fortuna – le dijo con voz ronca.
- Quieres decir que, porque mi padre no está dando de regalo de bodas, una línea
ferroviaria – le dijo, confusa.
John negó con la cabeza.
- Porque tú eres mi tesoro más preciado – susurró, y se inclinó para besarla en la
boca, tiernamente. Ella le devolvió el beso con timidez.
-
Yo nunca había besado a nadie, hasta que tú llegaste – murmuró ella.
-
Se mejora con la práctica – dijo él, riéndose entre dientes.
-
¡John! – lo reprendió.
Él solo se rió, dejándola, para prestar atención al camino.
- Tenemos que seguir adelante. Parece que va a llover – él le dirigió una mirada
pícara. – No queremos caer en un charco de barro, señora Jacobs.
-
¿Alguna vez vas olvidar eso? –gimió ella.
- En veinte años, tal vez – le dijo. – Pero no lo puedo prometer. Ese es uno de mis
recuerdos más agradables. ¡Estabas tan animada, y Sir Sidney se comportó como un
patán!
53
-
En realidad lo era. Espero que se case por dinero y descubra que ella no tiene nada.
-
Qué chica tan mala – bromeó él.
Ella se echó a reír.
- Bueno, tú serás capaz de acusarme de casarme contigo por dinero, – le dijo con
satisfacción. – hasta dentro de veinte años, por lo menos, – añadió, repitiendo sus propias
palabras – en que serás extremadamente rico. Lo sé.
- Espero tener un punto de equilibrio, por lo menos, y ser capaz de pagar mis deudas
– le dijo. – Pero me encantaría tener un rancho tan grande como un estado, Ellen, y el
dinero para criar ganado fino, y hasta caballos finos – él la miró. – Ahora que tenemos dos
domadores extras, podemos empezar a construir nuestra manada.
Ella se limitó a sonreír. Se alegró de haber sido ella quien aceptara a los comanches. Se
preguntó si alguna vez, si ellos hubieran querido trabajar para ellos, si ella hubiera huido y
escondido.
♥♥♥
El tipi que los comanches, construyó para la pareja, era muy acogedor y limpio. Tan
pronto estuvo listo, Ellen hizo un pequeño fuego en el centro, para cocinar y puso una olla
de hierro negro, para preparar un guiso. Red Wing, ya le había enseñado como girar el
poste en el centro, para trabajar la tapa, que dejaba salir el humo hacia fuera, mientras ella
cocinaba. También aprendió, que nació para ser la esposa de un ranchero. Cada tarea era
fácil para ella. No le tenía miedo a trabajar duro, y se sentía cada día más enamorada de
su pícaro y poco convencional marido. Todavía se preocupaba de su abuela, que vendría
en su rescate. No tenía ninguna intención de ser llevada al Este, donde tendría que
vestirse y actuar con decoro. Sentó a los niños en la cabaña, una tarde, después que ella y
las demás mujeres y chicas mayores, habían limpiado los bonitos utensilios de cocina, y
lavaron los platos de estaño, en un poco de agua jabonosa, para luego secarlos y
guardarlos.
-
¿Qué vamos a hacer? – preguntó una de las hijas de Juana.
Ellen extrajo los libros que el maestro de escuela jubilado de Victoria, le había dado, los
cuales ella sostenía como un tesoro.
-
Te voy a enseñar a ti y a los niños a leer y a escribir – les dijo.
Mary y Juana se quedaron en silencio por un momento, lo que hizo que Ellen se sintiera
incómoda.
- ¿Está bien? – le preguntó a los adultos, afectada, porque le preocupaba que ellos
pensaran que la educación era superflua.
- Nadie me enseñó a escribir mi nombre – dijo Mary. – Ni a Isaac, tampoco. Solo
podemos hacer una “x”. ¿Podrías enseñarme a escribir? ¿Y a leer?
-
¡A mí, también! – exclamó Juana.
Sus maridos se veían como si se mordieran la lengua, tratando de no preguntar si ellos
podían aprender, también.
54
- Todos reúnanse alrededor y vamos a dejar que la gente mayor ayude a mostrar a
los más jóvenes, como hacerlo – dijo, manejando la situación de tal forma, que evitaba
herir el orgullo de los hombres en el proceso de su propia enseñanza.
-
Claro que podemos mostrarles, señora – dijo Luis, con ojos brillantes.
-
Claro que podemos – agregó Isaac, con una gran sonrisa.
- Reúnanse alrededor, entonces – dijo Ellen, y abrió un libro con una gran sonrisa y
comenzó la primera lección.
♥♥♥
Ella bajó la mirada hacia los pantalones y las botas que usaba, que John le había
comprado. También llevaba una camisa de cuadros grandes de manga larga, que en ese
momento, las tenía arremangadas, y el pelo lo tenía recogido en una cola de caballo, que
caía por su espalda. Revisó el guiso que estaba preparando y se enjugó el sudor de la
frente, con una mano cansada. Los comanches habían juntado la paja de los pinos bajos,
para hacer las camas, que Ellen cubría con colchas, que ella y las otras mujeres habían
hecho en su precioso tiempo libre. No era una mansión, pero ella y John, tendrían
privacidad, por primera vez, esa noche. Pensó en esa posibilidad, con alegría y con una
cierta cantidad de ansiedad. Al igual, que otras mujeres jóvenes de su generación, su
educación había sido muy estricta y moral. Ellen no sabía casi nada de lo que sucedía
entre las personas casadas en la oscuridad. Lo que ella no sabía, la ponía nerviosa.
Un ruido repentino fuera, penetró sus pensamientos. Oyó voces, una elevada y
estridente, que la hizo salir corriendo del tipi, para descubrir a una mujer de edad
avanzada, con dos hombres jóvenes vestidos con trajes impecables, intercambiando
palabras acaloradas con Juana, quien, no podía seguir ninguna cosa de lo que ellos
decían. Mary estaba con los demás, recogiendo más leña para la chimenea de la pequeña
cabaña.
-
¿Me entiendes? – la anciana estaba gritando. – Estoy buscando a Ellen Colby.
-
¡Abuela! – exclamó Ellen, cuando reconoció a la mujer.
Su abuela, Amelia Greene, estaba de pie junto al coche, junto a dos hombres, altos y
jóvenes, que Ellen reconoció como sus primos. Amelia se puso rígida, con una expresión
de desaprobación absoluta, cuando vio la forma en que vestía su nieta.
-
¡Camelia Ellen Colby! – exclamó. – ¿Qué ha sido de ti?
- Ahora abuela – le dijo Ellen, suavemente – no puedes esperar que una mujer
pionera, se vista y actúe como una dama en un salón.
La mujer mayor no estaba convencida. Estaba erizada por la indignación.
- ¡Tú, reúne tus cosas y te vendrás a casa conmigo ahora mismo! – le dijo. – ¡No voy
a dejarte aquí, en esta tierra, con los campesinos!
La actitud de Ellen cambió en un instante, de una de bienvenida y desazón, a una de
indignación pura. Se puso las manos en sus esbeltas caderas y miró a su abuela.
- ¡Cómo te atreves a llamar a mis amigos, campesinos! – exclamó con furia. Y se fue
a poner al lado de Juana. – Luis es el marido de Juana, e Isaac el esposo de Mary, y ellos
son nuestros socios en esta empresa ganadera. ¡Ellos no son siervos de nadie!
55
Mary vino a pararse junto a ella, también, y los niños se reunieron alrededor de ellos.
Mientras la anciana y sus nietos, estaban conmocionados, por lo que estaba pasando.
John venía a grandes zancadas, con su pistola a la cadera, acompañado por Luis e Isaac,
y los dos comanches.
Amelia Greene, gritó y saltó hacia atrás y se puso detrás de sus nietos.
- ¿Cuánto querer por la mujer de edad? – preguntó Red Wing, deliberadamente,
señalando a Amelia.
Amelia casi se desmaya. Ellen se echó a reír.
-
No lo dice en serio – le aseguró a su abuela.
- ¡Eso espero! – murmuró el más alto de sus primos, mirando al comanche. – ¿Por
qué permiten indios aquí?
- Estos son nuestros domadores de caballos – les dijo Ellen, determinante. – Red
Wing y Thunder. Y ellos son nuestros socios, Luis Rodríguez e Isaac Brown. Señores, mi
abuela, Amelia Greene, de la ciudad de Nueva York.
Nadie hablaba.
John se acercó, para deslizar su brazo por la cintura de Ellen. Estaba furioso por la
forma en que sus parientes estaban tratando a su gente más cercana.
- La hospitalidad es casi una religión para nosotros aquí en Texas – dijo John,
arrastrando las palabras, aunque sus ojos verdes centelleaban como diamantes verdes. –
Pero como ustedes pueden notar, no tenemos instalaciones para dar cabida a los
visitantes todavía.
- ¿Usted no esperará que nosotros querríamos quedarnos, verdad? – le preguntó el
primo menor con indignación. – Ven abuela, vamos a volver a la ciudad. Ellen se ha
perdido para nosotros. Sin duda, puedes ver eso.
Ellen lo miró.
- En cinco años a partir de ahora, primo, no vas a reconocer este lugar. Un montón de
trabajo duro lo va a convertir en un lugar de interés turístico…
-
¡De perros callejeros! – dio su abuela con altanería.
- Lamento que te sientas así, pero me parece que tu empresa, igual cobra impuestos.
– le dijo Ellen de vuelta. – Ahora, todos ustedes, ¿se pueden marchar por favor? Tengo
tareas que hacer, igual que todos los demás. A diferencia de ti, yo no me siento en el
salón, esperando que otras personas, vayan de aquí para allá, según mis instrucciones.
La anciana frunció el ceño.
- Muy bien, entonces, ¡vive aquí, en esta región inexplorada con los salvajes! ¡Yo solo
vine a tratar de salvarte de una vida de servidumbre!
- Pan y cebollas – replicó Ellen con arrogancia. – Viniste con la esperanza de
llevarme de nuevo a la esclavitud doméstica. Hasta que me escapé de ti y vine con papá al
oeste, fui tu sierva no remunerada, la mayor parte de mi vida.
- ¿Y para qué eres más apta? – escupió su abuela. – No tienes buena apariencia,
ningún talento, ningún…
56
- Ella es encantadora – la interrumpió John. – Es gentil, amable y valiente. Ella no es
sierva de nadie aquí, y tiene una clase de libertad de la cual, usted nunca sabrá.
Los ojos de la anciana, tenían una venenosa intención.
-
¡Ella va a morir por el trabajo duro aquí, por cierto!
- Sobre su propia tierra, construyendo su propio imperio – le respondió John
lacónicamente. – El camino es ese – agregó, señalándolo.
Ella sacudió la cabeza y desfiló hacia el coche, para ser ayudada por sus nietos. Uno de
ellos le dio a Ellen una sonrisa maliciosa antes de subirse al coche y tomar las riendas.
-
Conduce – le dijo Amelia secamente. – ¡No tenemos familia aquí!
- Palabras más verdaderas nunca fueron dichas – dijo Ellen dulcemente. – Ojala
tengan un viaje seguro de regreso a la ciudad. Con excepción de los ladrones de ganado
de México y los condados limítrofes de Texas y los ladrones de banco, no debe haber nada
peligroso en el camino. ¡Pero yo conduciría muy rápido, si fuera tú!
Se oían murmullos, intercambiando conversación en el coche antes que el nieto mayor,
utilizara el látigo y el pequeño vehículo, partiera por el polvoriento camino de tierra en
dirección a la ciudad.
-
¡Eres una chica mala! – exclamó John en un estallido de risas, abrazándola.
- Demasiado para mis rescatadores - murmuró con satisfacción, devolviéndole el
abrazo. – ¡Ahora podemos volver al trabajo!
♥♥♥
Esa noche, Ellen y John pasaron su primera noche a solas, sin miradas indiscretas y sin
que nadie los oyera, en el tipi, que los comanches habían previsto para ellos.
- Estoy un poco nerviosa – le confesó, cuando John apagó el pequeño fuego y
estaban juntos en la oscuridad.
- Eso no va a durar – le prometió, atrayéndola. – Los dos somos jóvenes y tenemos el
resto de nuestras vidas, para acostumbrarnos el uno al otro. Todo lo que debes recordar es
que yo cuidaré más ti, que de cualquier otra mujer que haya conocido. Tú eres mi tesoro
más preciado. Me encantas y voy a pasar mi vida tratando de hacerte feliz.
- ¡John! – ella se apretó contra él y levantó la cara. – Voy a hacer lo mismo. ¡Te
adoro!
Él se inclinó y la besó suavemente, y luego ya no tan suave. Las tiernas caricias dieron
paso a tormentosos y devoradores besos. Se hundieron en el colchón improvisado y allí,
encerrados, se apretaron en los brazos del otro, dando paso a la pasión ardiente que había
crecido entre ellos, durante esas largas semanas. En un primer momento, Ellen se inhibió,
pero él era hábil, lento y tierno. Muy pronto, su pasión se elevó para igualar a la de él. La
agudeza del ardor, era nueva entre ellos, y al crecer, juguetearon juntos. Se rieron, y luego
la risa se detuvo, ya que probaron la primera picadura dulce del placer mutuo en la
oscuridad suave y envolvente.
Cuando Ellen, finalmente se quedó dormida en los brazos de John, pensó que nunca
había habido una novia más feliz en toda la historia de Texas.
57
58
Capítulo 6
La abuela de Ellen y sus primos regresaron al Este. Su padre venía con regularidad a
visitarlos en su tipi, encontrándolo conmovedor y divertido a la vez, al verlos tan felices con
tan poco. Incluso, se ofreció a prestarles lo suficiente como para construir una cabaña más
grande, pero se negaron cortésmente. Todo lo que quería Ellen, le recordó, era una línea
del ferrocarril.
Eso, también, se terminó por fin. John cargaba su ganado vacuno en los vagones de
ganado, con destino a los mataderos del medio oeste. Los residentes del rancho se
adaptaron al trabajo duro y a la camaradería, y todos sus esfuerzos, finalmente dieron
lugar a una creciente prosperidad.
La primera cosa que hicieron con sus fondos recién añadidos, fue la de aumentar la
manada de ganado. La segunda, fue construir cabañas individuales para los Rodríguez y
los Brown, en sustitución de los tipis que los comanches habían construido para ellos. A
los comanches, les ofrecieron una hermosa cabaña de troncos, pero la declinaron
abruptamente, pero de forma cortés. Nunca pudieron entender el interés del hombre
blanco en una casa fija que tenía que ser limpiada constantemente, cuando era mucho
más fácil, mover el tipi a un lugar más limpio. Sin embargo, John y Ellen, continuaron
viviendo en su tipi propio, por el momento, y también para ahorrar dinero.
Un granero fue el próximo proyecto. Al igual que en todas las comunidades jóvenes, una
barbacoa y un acolchado, se organizaron junto a la construcción de un granero. Todos los
hombres jóvenes y fuertes de la zona, ayudaron en la construcción del granero y el corral,
que fue fruto rápido de sus esfuerzos. Otros ranchos fueron surgiendo alrededor del rancho
3J, aunque no tan grande y ciertamente, no con la cantidad de ganado vacuno y caballar,
que John ahora presumía.
La línea del ferrocarril, cuando llegó, trajo prosperidad inmediata a la zona que servía.
Creció y prosperó, aunque algunos pueblos más pequeños en el área, se convirtieron en
pueblos fantasmas. Los ciudadanos locales decidieron que necesitaban un nombre para su
pequeña ciudad, que había crecido en torno a la realidad del rancho en sí, incluso antes
que llegara la línea del ferrocarril. Decidieron llamarlo Jacobsville, por John Jacobs, a
pesar de sus protestas. Su arduo trabajo y la falta de prejuicios, lo habían hecho de buenos
amigos y enemigos peligrosos en el área circundante.
Pero cuando el ganado era robado y sus casas asaltadas, lo suyo nunca estaba entre
ellos. Los bandidos de la frontera hicieron una amplia ruta, alrededor del rancho. Cuando la
manada de ganado creció y continuó su refinamiento, la demanda de carne de vacuno de
Jacobs, también creció. John compró otras propiedades, que acompañarían a la suya, y
cercó con alambre de púas, cada una de sus nuevas extensiones. Contrató a hombres
nuevos, como arrieros y gente de color, así como mexicanos y blancos. Hubo incluso un
chino, que había oído hablar del rancho de Jacobs, en Arizona, y había venido a buscar
trabajo. Cada nueva adición de obra al rancho, era puesta bajo las órdenes de Luis o de
Isaac, y el número de dependencias y los campamentos de línea, crecieron en forma
sostenida.
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Ellen trabajaba al lado de otras mujeres, sumando así, nuevas mujeres para su empresa
de corte y confección, hasta que tuvo suficientes trabajadoras y suficiente existencias, para
abrir una tienda de ropa, en su nueva ciudad de Jacobsville. Mary y Juana se turnaban
como propietarias, mientras que Ellen se limitaba a coser fundas de sillas y sofás, para los
muebles de la nueva casa, que John le había construido. Ella y su apuesto marido, se
acercaban cada día más, pero una cosa faltaba, para que su felicidad fuera completa. Su
matrimonio estaba entrando en su segundo año, sin esperanza de un niño.
John nunca hablaba de ello, pero Ellen sabía que él quería tener hijos. Y ella también.
Era algo curioso, que su pasión por el otro, fuera cada día mayor, pero no daba frutos. Sin
embargo, tenían un buen matrimonio y Ellen era más feliz de lo que nunca soñó ser.
En ese segundo año de matrimonio, la hermana de John, Jeanette llegó al oeste en el
tren con su marido y sus cuatro hijos, para visitarlos. Solo entonces, Ellen conoció el
alcance de la tragedia que había enviado a John al oeste, en primer lugar. El ataque de las
tropas de la Unión, por error, se había dirigido a la cabaña de los apareceros, donde John,
su madre y sus hermanas ocupaban, en vez de la casa, donde el vicioso capataz del
propietario, vivía. La casa fue incendiada y la madre de John y su hermana mayor, se
habían quemado hasta morir. John no había sido capaz de salvarlas. El ataque había sido
destinado, para el capataz, que había golpeado al hijo de Isaac y Mary, hasta la muerte,
junto con muchos otros esclavos.
A John se le dijo, después, pero su dolor era tan arrollador, que casi no entendía lo que
le decían. Su hermana se aseguró que él lo supiera. El oficial de caballería, se había
disculpado con ella, y le había dado dinero para el viaje a Carolina del Norte, a espaldas de
John. Su hermana, obviamente, lo adoraba, y él era un tío tan cariñoso con sus hijos. Ella
comprendía ahora, esos estados de ánimos oscuros de John, mucho mejor, después de
enterarse de eso, las veces que él quería estar solo, cuando se iba de caza y no traía
ninguna presa con él, de regreso a casa. Ellen y Jeanette, se hicieron cercanas de
inmediato, y se escribían una a la otra, con regularidad, después que Jeanette y su familia,
regresaron a Carolina del Norte.
El alguacil, James Graham, llegó un día, en forma inesperada al rancho y le dijo a John
que no había sido capaz de encontrar a los dos fugitivos comanches, que se suponía le
habían disparado a un hombre blanco, que iba sobre su caballo. Resultó que el hombre
blanco había engañado a los comanches y había sido acusado de estafar a varios oficiales
del ejército, en operaciones de comercio de caballos. Él fue arrestado, juzgado y enviado a
prisión. Por lo tanto, Graham le dijo a John, que los comanches ya no estaban en
problemas. Solo en caso, de que alguna vez John, se encontrara con ellos. Thunder y Red
Wing, hablaron de la detención del hombre blanco, trabajaron unos meses más para John
y luego se dirigieron al norte, con sus salarios. Ellen estaba triste al ver como se iban, pero
Thunder, le prometió que reunirían de nuevo algún día.
Los Maxwell, vinieron a menudo de visita desde Escocia, y se quedaban en la preciosa
casa victoriana que John construyó más tarde, para su amada esposa. Ellos le dieron a la
pareja, la ventaja de su extensa experiencia con los caballos, y John se diversificó en la
crianza de caballos purasangre. Eventualmente, un purasangre de linaje de su rancho,
ganaría la Triple Corona.
Pasaron los años, y cada año, traía una nueva prosperidad al Rancho 3J. Una mañana
de mayo, Ellen de forma inesperada se desmayó en una velada social. John la llevó al
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consultorio de su nuevo doctor, quien se había mudado cerca del restaurante del hotel. El
doctor examinó a Ellen, y cuando John fue invitado a la sala de examen, le sonrió.
-
Usted va a ser padre, joven – le dijo. – ¡Felicitaciones!
John miró a Ellen como si acabara de resolver el gran misterio de la vida. Levantó a
Ellen, claramente del piso, y la besó con ternura dolorosa. Su felicidad era completa ahora.
Casi inmediatamente, él comenzó a preocuparse por la labor de parto. Recordó a las
esposas de Luis e Isaac, cuando habían dado a luz, y se puso pálido. El médico le dio una
palmada en la espalda.
- Usted va a sobrevivir al nacimiento de sus hijos, señor Jacobs, todos lo hacemos.
Sí, incluso, yo. He tenido que ayudar al mío a venir al mundo. ¡Algo que me atrevo a decir,
que usted se ahorrará!
John se echó a reír con alivio, le dio las gracias al médico por su percepción, y besó de
nuevo a Ellen.
Ella le dio tres hijos y dos hijas en los años que siguieron, aunque solo dos de sus hijos;
su hijo Bass y su hija Rose Ellen, vivieron hasta la edad adulta. La familia creció y prosperó
en Jacobsville. Más tarde, la ciudad entera, se llamó Jacobsville, y fue nombrada por John,
también. Él diversificó sus participaciones en la minería, los bienes raíces y la banca. Fue
el primero en el sur de Texas, en probar nuevas técnicas en la cría de ganado y de utilizar
la mecanización para mejorar su tierra.
La familia Brown, tuvo seis hijos en total. El más joven, Caleb, se trasladó a Chicago y
se convirtió en un famoso abogado. Su hijo sería elegido, para el Senado de los Estados
Unidos.
La familia Rodríguez, tuvo diez hijos. Uno de sus hijos, fue un Ranger de Texas, lo que
se convirtió en una tradición familiar, que siguió a través de las generaciones posteriores.
John Jacobs fundó el primer banco en el Condado de Jacobs, junto con el primer
establecimiento de abarrotes. Trabajó duro en la cría de ganado bueno, pero él hizo su
fortuna en la terrible ventisca de 1885-86, en la que los ganaderos perdieron hasta sus
camisas. Él dotó una escuela y un orfanato, y, siempre fue activo en la política local, fue
elegido para el Senado de los Estados Unidos a la edad de cincuenta años. Él y Ellen,
nunca se separaron durante cincuenta años.
Su hijo, Bass Jacobs, se casó dos veces. Con su segunda esposa, tuvo un hijo, Bass
Junior, y una hija, Violet Ellen. Bass Jacobs Jr., fue el último de la familia Jacobs en poseer
las tierras del Condado de Jacobs. El Rancho 3J, fue vendido después de su muerte. Su
hijo, Ty, nacido en 1955, se mudó a Arizona y se casó, estableciéndose allí. Su hija Shelby,
nacida en 1961, se quedó en Jacobsville y se casó con un hombre de la localidad, Justin
Ballenger. Ellos tuvieron tres hijos. Uno de ellos fue llamado John Jackson Jacobs
Ballenger, de modo que el padre fundador del apellido de la familia Shelby, viviera en el
recuerdo.
Una estatua de bronce de Big John Jacobs, montado en uno de los sementales árabes
de su rancho, se hizo famosa, siendo erigida en la plaza del pueblo de Jacobsville, justo
después de la Primera Guerra Mundial.
Los retratos de la familia Rodríguez y la familia Brown, figuran de manera destacada en
el Museo del Condado de Jacobs, junto al retrato de Camelia Ellen Jacobs, vestida con un
elegante vestido azul, pero con una escopeta en una funda de flecos a sus pies y un brillo
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en sus ojos azules. Los tres retratos, que habían pertenecido a Bass Jacobs Jr., fueron
donados al museo por Shelby Jacobs Ballenger.
En una vitrina cercana, hay un arco y una flecha en un carcaj de cuero crudo de
cuentas, en las que también hay una fotografía en blanco y negro de un guerrero
comanche, con una mujer rubia y sus cinco hijos, dos de los cuales, también son rubios.
Pero esa es otra historia…
FIN
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