XII Encuentro Latinoamericano de Facultades de Comunicación Social FELAFACS ­ Pontificia Universidad Javeriana Bogotá, septiembre de 2006 Mesa # 7: Otras narrativas, otras incertidumbres, otras inseguridades… MODERADOR: Alcides Velásquez LA SALUD PÚBLICA EN LA PRENSA ESCRITA: CUANDO LA ENFERMEDAD ERA EL ENEMIGO INVISIBLE Por Maryluz Vallejo Mejía Profesora Asociada Facultad de Comunicación y Lenguaje. PUJ. ABSTRACT Aunque las campañas de vacunación tomaron fuerza en Colombia a partir de la creación del Ministerio de Higiene, en 1946, y la prensa escrita contribuyó a la educación sanitaria de sus lectores al incorporar en su agenda informativa los temas de salud pública, no faltaron los detractores que desde influyentes columnas de opinión crearon desconfianza en el sistema de medicina preventiva. Los sucesivos gobiernos comenzaron a atacar de forma agresiva las más graves enfermedades, pero todavía había sectores escépticos sobre los resultados y en medio de esas corrientes de opinión emergieron mitos, prejuicios y miedos frente a las epidemias que azotaban a la población, y salieron del anonimato los científicos que hasta entonces tenían poca visibilidad en los medios para erigirse en argumentos de autoridad contra la ignorancia y la incertidumbre que rondaban en el ambiente hace más de 50 años. Como lo demuestra la revisión de varios medios, la prensa escrita empezó a desempeñar una función estratégica al difundir campañas de vacunación contra la malaria, la tuberculosis, la difteria, entre otras; al fomentar hábitos de prevención contra el cáncer; al desestigmatizar enfermedades como la lepra y las venéreas; al crear conciencia ciudadana sobre problemas que afectaban la salud pública como el consumo de la chicha y al legitimar actores sociales como los médicos y científicos que se convirtieron en fuentes fidedignas de información. Hoy en día las políticas de salud en Colombia se ven desplazadas en la agenda pública por otras como la de seguridad, y la información se orienta más a la salud individual que a la colectiva, aunque sigamos teniendo virus que actúan silenciosamente como el sida y no se hayan erradicado enfermedades como la malaria y la tuberculosis, tan ligadas a la pobreza y a la guerra. En septiembre de 1950, a comienzos del gobierno conservador de Laureano Gómez, un comentario de Eduardo Zalamea Borda, “Ulises”, en su columna de El Espectador acerca de los peligros que traía la vacunación mal controlada produjo malestar en los organismos públicos de salud. En abierta provocación al régimen de censura vigente, el escritor contó que a su casa llegó una señora sin bata de enfermera a vacunar a sus hijos contra la difteria; él se negó porque conocía casos de niños que estuvieron a las puertas de la muerte tras ser vacunados y urgió a las autoridades sanitarias a que investigaran las condiciones en las que se estaba realizando el procedimiento. “Sobre la antidiftérica circula con insistencia la versión de que no es eficaz sino excepcionalmente y que, de contera, el suero, que sí parece dar resultados efectivos en alto porcentaje, no puede ser aplicado cuando el paciente ha sido vacunado. Pero, sobre todo, mi negativa se basa en que el médico de la casa no me aconsejó esta medida”. El doctor Guillermo Fonseca, jefe de Epidemiología de Bogotá, escribió una carta de rectificación a la columna de Ulises, en la que aclaró que el suero no era incompatible con la vacuna que estaba aplicando la Dirección Nacional de Higiene en la capital. “No es cierto que la vacunación antidiftérica sea perjudicial, ni que haya habido niños ‘a las puertas de la muerte’. En menos de cinco meses van más de 78 mil niños vacunados, sin problemas”. Y añade que la vacuna tenía certificación de calidad de las autoridades sanitarias norteamericanas. Enrique Santos Montejo, el famoso “Calibán”, manifestó extrañeza en su columna “La danza de las horas” de El Tiempo por la excesiva reacción del funcionario. Como argumentos de autoridad Calibán citó opiniones adversas a las vacunas, entre ellas la del humorista inglés Bernard Shaw, quien dijo: “El estadista que logre que nuestra sangre sea sana, aboliendo la mala nutrición, la suciedad y la ignorancia, no necesita preocuparse del miedo al microbio que ha dominado y corrompido a la ciencia higiénica durante un siglo”. Sin embargo, días después el ex ministro de Higiene, Jorge Bejarano, publicó un artículo en el mismo diario legitimando el sistema de vacunación como el único conocido para combatir las temibles epidemias. “Los profanos, y en general las clases intelectuales, y muchas veces los mismos médicos, han opuesto resistencia a un sistema que ya los científicos no discuten”. Por su parte, el ministro de Higiene pedía al cuerpo médico unificar criterios acerca de las vacunaciones para ganar la confianza del público que a veces vacilaba ante la diferencia de opiniones entre galenos. El Siglo reprodujo la carta que envió a la prensa liberal el higienista Francisco Gnecco Mozo y ante la polémica con el gremio médico, el diario del presidente Laureano Gómez sentenció que los periodistas no debían adelantar “campañas ligeras sobre temas de excepcional gravedad como los sistemas de salubridad pública”. El Liberal, que mantenía con su copartidario El Tiempo una tensa competencia, editorializó a favor de la campaña: “Para las clases populares la vacuna es indispensable y debe ser obligatoria […]Naturalmente, como toda obligación, la de vacunarse es incómoda. No conviene, pues, que tribunas periodísticas tan influyentes como las que sirven esos dos leídos escritores, debiliten la confianza de la gente en un expediente sanitario que por espacio de tantos años ha servido para defender la vida humana”. Pero ante el argumento del editorialista de El Liberal de que es en los barrizales donde el tifo y la viruela estarían haciendo pronto estragos, Calibán ironizó: “Otra vez la panacea. Es recurso fácil que en vez de acabar con la miseria de los barrizales, con la desnutrición, con la mugre, se apele a la vacuna. Un pinchazo y que continúen el barrizal y el alcoholismo. ¿No sería más humano, más eficaz, más científico, luchar de una vez contra la causa de las enfermedades que apelar sólo a las vacunas? ¿Qué saca con la vacuna un ser famélico y embrutecido por el alcohol? ¿La vacuna antituberculosa bastará para defenderlo del efecto del efecto de la desnutrición y la vida antihigiénica? […] Lo triste es que a un pueblo se le apliquen vacunas y sueros y por otra parte se le explote y se le tenga en la miseria” (22 de septiembre de 1950). A propósito, el médico higienista Jorge Boshell Manrique declaró a Semana que “el argumento por el cual se acusa a la vacunación de servir de pretexto para el abandono de otras medidas de control ha de tenerse en cuenta. Pero el hecho de que algún higienista cometa ese error no se le debe imputar a la práctica de la vacunación […] No hay que olvidar que el saneamiento, la nutrición, el mejoramiento de las condiciones de vida, la educación y la cultura son armas de primera importancia. ¿Qué medidas sugeriría cierto ilustre humorista irlandés contra los gérmenes y virus transportados por el aire y que penetran lo mismo por la ventana del rico y del pobre, del bien alimentado y del hambriento? […]. ¿Debemos dejar a un lado una medida que en muchos países ha reducido en un 40 por ciento la incidencia tuberculosa?. No.”(septiembre 30 de 1950). En la página semanal de salud de El Tiempo —a cargo del departamento de Educación Sanitaria del Ministerio de Higiene y del Servicio Cooperativo Interamericano de Salud Pública de Estados Unidos—, o sea, información de fuentes oficiales, se recomendaba la vacunación como el único procedimiento efectivo para evitar las enfermedades y se buscaba la participación ciudadana en el proceso. Incluso tenía una columna llamada “Falsas creencias populares”, donde se respondían dudas de los lectores con el fin de invalidar dañinas curas caseras. Se infiere de la polémica sobre la vacunación, que la prensa escrita depuso sus intereses políticos — en una época de agria confrontación que dio origen al llamado periodo de la Violencia— para responder al llamado de la comunidad internacional en la lucha contra estas plagas. De otra forma el país habría quedado aislado del mundo, con sus puertos y sus fronteras en permanente cuarentena. Pero detrás de la solidaridad internacional, sobre todo de fundaciones y organismos norteamericanos que ayudaban a financiar estas campañas masivas de salud y de higiene, estaban los intereses económicos de los grandes enclaves económicos y de las industrias farmacéuticas. En Colombia se empezó a combatir el paludismo en los años 20, con apoyo de la Fundación Rockefeller, para proteger a los funcionarios y técnicos de las compañías de Estados Unidos. En el contexto nacional luchas tan loables como la de la prohibición del expendio y consumo de la chicha también favorecieron directamente a las empresas cerveceras. Con el concurso institucional y amplias tribunas en la prensa y en los púlpitos, se cambió la adicción a la popular y bárbara bebida fermentada por la bebida bávara que trajo Leo S. Kopp a Bogotá en 1889. En la derrota de este vicio la prensa tuvo un papel importante al poner a circular valores morales y sociales que reforzaban el discurso oficial y los médicos, revestidos de autoridad y prestigio, adquirieron un enorme poder en la vida pública para establecer normas y políticas de salud pública y se convirtieron en fuentes incuestionables de información en su doble rol de funcionarios públicos y de científicos. El viejo combate contra la chicha Precisamente el ministro de Higiene y profesor de la Facultad de Medicina de Bogotá, Jorge Bejarano, fue el responsable de combatir lo que las élites consideraban el peor enemigo de las clases populares. “La chicha ha sido sin lugar a dudas el más importante problema médico higiénico que ha afectado durante siglos a los habitantes —campesinos y obreros—de Boyacá, Cundinamarca y Nariño, una población no menor de dos millones de gentes entregadas al más nefasto vicio” 1 . Bejarano fue el autor de la Ley 34 de 1948 de prohibición de la chicha. Se presentó como una campaña en defensa de la salud pública por el alto nivel de toxicidad de la bebida fermentada, de la preservación de la raza y la reeducación del pueblo. La ley señalaba normas mínimas de higiene para la elaboración y expendio de la bebida, pero no prohibía drásticamente su consumo. Se calculaba que antes de la expedición de la ley en Cundinamarca había más de 1.400 fábricas, 1.200 expendios y 90 distribuidores. La publicidad se convirtió en un correlato de la campaña del Ministerio de Higiene contra la chicha y aparecían carteles callejeros y sugerentes avisos de prensa con estas leyendas: “LA CHICHA ENGENDRA EL CRIMEN! No tome bebidas fermentadas (con una mano aferrando un puñal 1 Bejarano, Jorge. La derrota de un vicio , Editorial Iqueima, Bogotá, 1950, p. 15. sangrante; “LA CHICHA EMBRUTECE…” (con la imagen de un burro); “LAS CÁRCELES SE LLENAN DE GENTES QUE TOMAN CHICHA”. En el prólogo de su libro, La derrota de un vicio (1950), Bejarano reconoce la contribución del clero y de la prensa a la campaña, en particular de diarios como El Tiempo, El Espectador, El Siglo, El Colombiano, El Liberal y las revistas Semana, Cromos y El Espectador Dominical. En los mismos medios abundaban las crónicas de sangre que tenían invariablemente por escenario las chicherías de Bogotá, donde los pobres consumían el dorado néctar y consumaban sus delitos y crímenes. Por efecto de estas crónicas y de los informes de las autoridades, la criminalidad se asociaba directamente con el chichismo. Por ello, tras la aprobación de la ley, los comentarios de prensa giraron en torno a los efectos de esta medida en el descenso de la criminalidad. El 14 de febrero de 1949 El Tiempo conminó desde la página editorial a apoyar “la salvadora empresa de arrancar a más de la quinta parte de la población del país de la oprobiosa esclavitud del chichismo, que envilece su espíritu, destruye su salud y atenta contra las generaciones por venir”. Y Enrique Santos Montejo, Calibán, comentaba indignado: “¿Cuántas veces se ha proclamado como un crimen, como atroz inmoralidad, que el Estado derive del alcoholismo la mejor de sus rentas? Todos nos indignamos periódicamente de tamaña iniquidad. Y, sin embargo, los informes de los secretarios de Hacienda se hacen lenguas sobre el aumento de los ingresos a base de aguardiente y chicha”. La prueba más fehaciente que citaban los periodistas de prensa y de radio para demostrar la eficacia de la ley era la disminución de las cifras de heridos en Medicina Legal y en los hospitales. Y la prueba más cruda la aporta Bejarano al mencionar a los monstruos que nacían de madres contaminadas por la sífilis o el alcohol. Una historia de luchas y héroes anónimos contada por la prensa Según el relato de Álvaro Pachón de La Torre en el Espectador Dominical (septiembre 10 de 1950), Enrique Olaya Herrera y su ministro de Hacienda, Esteban Jaramillo, destinaron gran parte de los dineros donados a la guerra con el Perú en la fundación del Instituto Nacional de Rádium para la lucha contra el cáncer, siguiendo las recomendaciones del cancerólogo francés Claude Régand, director del Instituto de Radium de París, traído en 1928 por el gobierno colombiano. Poco después el gobierno envió cinco médicos jóvenes a especializarse en el instituto francés, quienes llegaron en 1934 a fundar uno similar en Colombia. “La palabra cáncer tiene para muchas personas el confuso sentido de una amenaza remota o de un peligro desconocido”, apuntó el periodista Álvaro Pachón de La Torre en el reportaje que publicó en el suplemento de El Espectador sobre el Instituto de Rádium, que en 15 años había atendido unos 10 mil pacientes. Al director, César Augusto Penagos, el “Narrador indiscreto” le preguntó: “¿Qué hay de cierto, doctor, en ese difundido concepto de que el cáncer es incurable y de que una vez que se presenta su propagación no puede detenerse dentro del organismo?”. A lo que Penagos respondió que el concepto había sido revaluado por el perfeccionamiento de la cirugía para extraer los tumores y por la radioterapia, aunque el éxito de los tratamientos dependía del diagnóstico precoz. Lo cierto es que el Instituto de Rádium comenzó a funcionar con 700 pacientes y en 1950 tenía cerca de 3.000 para una población de 11 millones de personas y 500 mil enfermos, o sea que sólo el 1 por ciento recibía tratamiento (un tratamiento costaba en Colombia cerca de 500 pesos y en Estados Unidos, 1.500 pesos). En Colombia, según el editor de El Espectador, se estaban atendiendo enfermedades como la tuberculosis, el tifo y la malaria con grandes campañas higiénicas y holgado presupuesto, en cambio para los millares de pacientes de cáncer que requerían hospitalización sólo se contaba con 68 camas del pabellón de caridad del Instituto de Rádium y un exiguo presupuesto anual de 350.000 pesos. Sin embargo, las empresas farmacológicas eran las más interesadas en informar sobre la enfermedad y en la revista Semana las ediciones que hablan sobre el cáncer están acompañadas de un aviso de Laboratorios Squibb con la siguiente leyenda: “¡BUENAS NOTICIAS SOBRE EL CÁNCER!”, promoviendo la prevención y el diagnóstico temprano. La misma revista —fundada por el ex presidente Alberto Lleras Camargo al estilo de la norteamericana Time—, informa que según las escasas investigaciones realizadas en Colombia, anualmente morían de cáncer de 15 a 20 mil personas, convirtiéndose en la segunda causa de mortalidad, después de la tuberculosis. Pero no existía ningún centro de investigación, excepto el Instituto Nacional de Rádium en Bogotá (diciembre 13 de 1947). En diciembre 17 de ese mismo año la revista perfila al médico manizalita, Gustavo Hitzig, que adelantaba una campaña nacional contra el cáncer, similar a la de la tuberculosis. Proponía la creación de un departamento de lucha anticancerosa en el Ministerio de Higiene, dispensarios en todas las ciudades, estampilla para financiar la campaña contra el cáncer; la ampliación de servicios del Instituto Nacional de Cáncer y una intensa propaganda para divulgar los síntomas de la enfermedad a través de los medios de comunicación y de conferencias. Los mismos equipos radiológicos servían para el diagnóstico de la tuberculosis, la primera causa de mortalidad en el país, pero hasta comienzos de los años 40 no existían hospitales ni sanatorios, aunque en 1937, por fuerza de ley, comenzó la campaña antituberculosa, dependencia del Departamento Nacional de Higiene, y en febrero de 1939 se creó la Liga Antituberculosa por iniciativa de El Tiempo y de Lorencita Villegas de Santos, esposa del presidente y dueño del diario, En 1943 se fundó en el sur de Bogotá el Hospital Santa Clara, primer sanatorio del país al estilo de cualquier sanatorio suizo, con pabellón infantil y escuela para niños; en Medellín se fundó La María y el Instituto del Tórax, y en los hospitales importantes de todo el país se construyeron pabellones especiales para los tuberculosos. Entre los luchadores anónimos contra la tuberculosis figura José Pablo Leyva, primer médico colombiano especializado en el tórax en Estados Unidos, jefe de la división de Tuberculosis del Ministerio de Higiene y líder de la gigantesca campaña que se adelantó en el país a partir de diciembre de 1947, cuando se aprobó el proyecto de ley redactado por él para erradicar la tuberculosis con una demanda presupuestal de 5 millones de pesos para ampliar y mejorar la infraestructura sanitaria. La Fundación Rockefeller apadrinó el proyecto. Una vez fundado el Ministerio de Higiene, Leyva creó la División de Tuberculosis, y fundó un dispensario en Honda, mayor foco de contaminación del país. Este médico y político visionario creó también la Sociedad Colombiana de Tuberculosos. En 1947 se reportaron en la capital unos 8 mil enfermos que llegaban buscando el clima frío. En el hospital Santa Clara, ese mismo año, se realizó el primer curso de tisiología a cargo del especialista Carlos Arboleda Díaz, y comenzó la campaña de nutrición y prevención contra el azote de la peste blanca. Cabe aclarar que esta campaña respondía a una presión mundial, bajo el liderazgo de Estados Unidos (Semana, agosto 2 de 1947). Los laboratorios Squibb volvieron a aparecer en la revista con el aviso: “¡LA TUBERCULOSIS PUEDE SER VENCIDA!”. Una página con información útil sobre el diagnóstico precoz mediante las radiografías de pecho y recomendaciones para cuidarse y alejarse de los portadores de virus. Igualmente se encontraban avisos con carga moral, como el que aparece en la página de salud de El Tiempo : CERTIFICADO PRENUPCIAL, y sobre la ilustración de una pareja con traje de boda el interrogante: ¿A CIEGAS?, refiriéndose a la necesidad de practicarse un examen médico completo antes del matrimonio para no contraer enfermedades infecciosas como la sífilis o la lepra y procrear niños enfermos. En noviembre 11 de 1946, Semana publicó un perfil de Cecilia Hernández de Mora, una de las primeras mujeres egresadas de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, que en 1946 estaba vinculada al Instituto Nacional de Epidemiología. Su tesis de grado, “Comprobación de la enfermedad de chagas en Colombia”, recibió mención honorífica por los nuevos aportes a la investigación sobre paludismo, iniciada en nuestro país por el científico César Uribe Piedrahita. Hernández comprobó la existencia de la enfermedad en regiones de climas medios del trópico, particularmente en Cundinamarca. A finales de los años cincuenta la esperanza estaba puesta en la fumigación de las zonas de riesgo con DDT para ganar la guerra contra el paludismo o malaria. El servicio Nacional de Erradicación de la Malaria, fundado en 1957, calculaba que de los 13 millones de colombianos había una población afectada y en riesgo de 7 millones, y morían anualmente 1.500 personas. La nueva Junta de Gobierno Militar anunció un plan diseñado con ayuda de la UNICEF y de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para fumigar los campos palúdicos de Colombia. Pero aparte de estas pandemias que azotaban distintas regiones subdesarrolladas del mundo, Colombia tuvo su peste exclusiva: la del bocio o coto, deformidad en el cuello debida a la insuficiencia de yodo en el agua, descubierta por el sabio Caldas en 1808. Según el estudio realizado por la División de Nutrición del Ministerio de Higiene esta enfermedad de la glándula tiroides afectaba a un millón 200 mil colombianos (la décima parte de la población en 1949). Lo cierto es que se realizó una campaña nacional contra el coto y se estudió la posibilidad de yodificar artificialmente las salinas de Zipaquirá. Para ello el Congreso aprobó la Ley 44 de Nutrición y después de la campaña se volvió obligatorio el consumo de sal yodada en las zonas más afectadas del país mediante una solución casera: mezclarle a la sal un pequeño porcentaje de yodo. En julio de 1958 el nuevo gobierno del Frente Nacional, en cabeza de Alberto Lleras Camargo, divulgó las siguientes campañas del Ministerio de Salud: erradicación del coto con yotización de la sal; erradicación de la malaria con fumigaciones; erradicación de la lepra con vacunas; la vacunación masiva vía oral contra la parálisis infantil; una campaña nacional de nutrición basada en el consumo de soya; la elaboración de un Código Alimenticio Nacional y la lucha contra la tuberculosis. Y con el Frente Nacional, a mediados del decenio de 1960, se iniciaron en Colombia las campañas antinatalistas, tras el descubrimiento de la píldora anticonceptiva en 1960. Según el investigador Jaime Carmona Fonseca, “el Estado montó un campo de experimentación antinatalista en Colombia, con el respaldo político y económico de los Estados Unidos y de las agencias internacionales sanitarias, financieras y políticas con lo que se privó a los hombres y mujeres de ejercer su capacidad sexual y reproductiva libremente” 2 . Según Carmona Fonseca, el Estado encargó la ejecución de esta política a entidades particulares como Profamilia, para esquivar las protestas religiosas y para no entrar en confrontación con la población mayoritariamente católica. En este debate los medios sesgaron la información según su liberalidad. El tratamiento periodístico de las enfermedades estigmatizadas La lepra fue uno de los problemas de salubridad más graves del país, con 20 mil lazarinos a mediados de los años 40 y una inversión de 4 millones de pesos anuales en la campaña antilepra y en el sostenimiento de los lazaretos Agua de Dios y Caño del Toro (en Cartagena), donde morían al año unos 300 enfermos e ingresaba un número similar. La sociedad les temía a los leprosos y los veía como víctimas de una maldición bíblica. Julio Laserna, catedrático de la Facultad de Medicina de Bogotá, estaba dedicado desde comienzos de los años 30 a atacar el dramático mal. Según informa Semana, el galeno pidió que el presupuesto destinado por el gobierno se dedicara una atención más humana a los leprosos y se diera a la campaña una orientación científica porque seguían prevaleciendo métodos erráticos y estrafalarios para atacar el mal: los más eminentes leprólogos usaban veneno de la serpiente cascabel hasta penicilina para enfrentar el bacilo de Hansen (julio 19 de 1947). Luis Zea Uribe y su discípulo Federico Lleras Acosta fueron los pioneros de la bacteriología y de la leprología. “Al doctor Lleras Acosta se le reconoce en el país por sus estudios sobre la lepra y su contribución al diagnóstico de la sífilis, y por el hecho de que su imagen se hizo muy popular en periódicos y revistas, siempre con su bata blanca, inclinado sobre su microscopio” 3 . En 1936 este 2 Carmona Fonseca, Jaime (2005, Diciembre), “Cambios epidemiológicos y demográficos en Colombia durante el siglo XX”, en Revista Biomédica del Instituto Nacional de Salud, vol. 25, No. 4., (en línea), disponible en www.ins.gov.co. 3 Mauricio Pèrez G (ed.) (1998). “Un viaje a través de la enfermedad en Colombia 1889­199”, en El arte de cura r, (en línea), disponible en www.afidro.com/arte_curar/inixi/idx.htm. científico logró el cultivo de la bacteria causante del bacilo de la lepra (bacilo de Hansen) y los médicos y los periodistas comenzaron a llamarlo “el Pasteur colombiano”, aunque otros colegas guardaban reservas sobre su trabajo. En el instituto que lleva el nombre del prestigioso médico, se produjo el primer suero antilepra, a partir de 1939, que se aplicó con éxito en un 80% de los pacientes. En ese mismo instituto se inició en 1946 el tratamiento por vía intravenosa, el único garantizado para combatir esta “calamidad pública”, como se declaró por ley a comienzos del siglo XX. El mencionado Álvaro Pachón de La Torre, de El Espectador Dominical, entrevistó en septiembre 3 de 1950 a Guillermo Serrano Uribe, científico autodidacto de 43 años, que desde muy pequeño entró en contacto con la lepra que atacó a su padre, quien fue recluido en el lazareto de Contratación (Santander). Allí iba a acompañarlo su hijo, quien a los 16 años montó una botica en el lazareto donde se dedicó a la búsqueda de la droga milagrosa. Tras la muerte de su padre produjo una fórmula con 40 compuestos químicos diferentes y empezó a hacer pruebas en pacientes del leprocomio. En 1933, cuando avanzaba en los experimentos, llegaron intrigas y presiones de altas esferas hasta que intervino el Departamento Nacional de Higiene y fue expulsado de Contratación por estar sano. Además, se le impidió la entrada a cualquier lazareto para evitar que continuara con su investigación, que querían patentar países como Venezuela e Inglaterra. Finalmente hizo sus experimentos de forma furtiva en Agua de Dios, pero el descubridor del ácido ginosérico nunca encontró apoyo en Colombia, según el perfil que trazó Pachón de La Torre. Fuentes como ésta, que no eran reconocidas como autoridades sanitarias ni eran oficiales, ofrecían a los lectores otro acercamiento al problema y a la búsqueda de soluciones. La sífilis fue otra enfermedad vergonzante que se ocultó hasta bien avanzado el siglo XX, cuando en 1935 el recién fundado Hospital La Samaritana —nombre bíblico que aludía a la redención de las mujeres públicas— comenzó a atender consulta externa y a ofrecer tratamientos gratuitos. La Samaritana, bajo la dirección de Roberto Cavalier, también decano de la Facultad de Medicina, inició la lucha antivenérea en Bogotá y se produjo un descenso del contagio del 70%. En 1938 se atendieron 100 mil pacientes de sífilis, entre hombres, mujeres y niños y había mayor demanda, pero el hospital, situado al sur de la ciudad, funcionaba escasamente con 10 mil pesos mensuales. A propósito de esta exitosa campaña contra la sífilis, el citado Calibán en su Danza de las horas alude otra vez a su admirado escritor: “Bernard Shaw decía que hay tres clases de mentira: la mentira grave, la mentira leve y la estadística”, pero aclara el columnista que las cifras de atención a los 100 mil pacientes de sífilis son reales, aunque faltan los que no declaran su enfermedad por miedo o por ignorancia y la soportan sin tratamiento. Según el Anuario Municipal de Bogotá de 1947 al año morían 146 enfermos en Bogotá. El director del hospital era presentado por algunos medios liberales como un apóstol de la causa. Para Cavalier la mejor forma de combatir la sífilis era la educación sexual, ya que se estaba venciendo el tabú de la vergüenza y el médico podía controlar más rápidamente la enfermedad por medio del diagnóstico y el tratamiento precoces, siguiendo la directriz de la lucha antivenérea de Estados Unidos. De igual forma el gobierno liberal aprobó programas como el de protección infantil y materna, la lucha antituberculosa, antileprosa y contra endemias tropicales, en coordinación con organismos de Estados Unidos. Según la historiadora Diana Obregón, hacia 1940 y 1950, la curación de las enfermedades venéreas se asumió como un deber estatal a favor de la civilización y de la raza (al igual que con la chicha), ya que la sífilis congénita atacaba al 35% de los recién nacidos. “A mediados de la década de los 40, la posibilidad del uso de la penicilina y su eficacia para detener las infecciones venéreas, hizo innecesaria la reglamentación de la prostitución y a tono con el conservadurismo católico instalado de nuevo en el poder, se impuso la idea de abolir tal reglamentación” 4 . En la prensa se reflejaron las 4 Obregón, Diana . Médicos, prostitución y enfermedades venérea s en Colombia (1886­1951), PDF en página web, p. 183 (recuperado: 10 de julio de 2006). posiciones encontradas entre los abolicionistas (conservadores) y los antiabolicionistas (liberales). “Para los gobiernos conservadores, católicos y violentos la reglamentación de la prostitución era alcahuetería oficial y afrenta a la moral”, afirma Obregón. El propio ministro de Higiene, Jorge Bejarano, elaboró el proyecto de ley abolicionista, que no fue aprobado por el Congreso, pero el Concejo de Bogotá sí aprobó un acuerdo en términos similares, y con el ejercicio clandestino de la prostitución la enfermedad reincidió con más fuerza. Para recapitular, durante el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez, a través del Ministerio de Higiene fundado en 1946, de la promulgación de leyes de la República y de la creación del Instituto de los Seguros Sociales, se realizaron campañas de gran envergadura y repercusión con el apoyo de los medios masivos, que continuaron los sucesivos gobiernos, obedeciendo las directrices de los organismos de salud internacionales. En este sentido Ospina Pérez llegó más lejos que los anteriores gobiernos de la República Liberal, que se enfocaron hacia la prevención y la educación, pero no definieron políticas claras para fortalecer la infraestructura y el presupuesto del sistema de salud. En conclusión Más de 50 años después, la chicha se siguió produciendo y consumiendo clandestinamente, al igual que crece la prostitución con peores riesgos de contagio de sida que el de las antiguas venéreas (aunque la sífilis sigue apareciendo en proporciones preocupantes, aún con subregistro debido a los tabúes que subsisten). Anualmente se registran en Colombia unos 10 mil casos nuevos de infectados con el VIH. Y como resulta imposible predecir la evolución del virus, nos movemos en un escenario de incertidumbres similar al de la epidemia de gripe que causó miles de muertes en 1918 en Bogotá. Enfermedades como la tuberculosis siguen teniendo prevalencia en Colombia donde se presentan anualmente entre 10 y 11 mil casos nuevos, y un 8% de esos portadores del bacilo de koch, también tienen el VIH; incluso se dan casos de la enfermedad maldita, la lepra, y según estudios del ministerio de Protección Social en el 2005 se presentaron en Colombia 584 casos nuevos y hay cerca de 2 mil pacientes inscritos en el Programa de Lepra 5 . Manuel Elkín Patarroyo, un científico más mediático que sus predecesores, sigue perfeccionando, en medio del escepticismo de muchos de sus colegas, su vacuna contra la malaria, enfermedad que contrajeron 11.212 colombianos entre enero y marzo de 2006 6 . Pero lo cierto es que si las enfermedades infecciosas y el cáncer causaban la mayor mortalidad en la primera mitad del siglo XX en las últimas décadas aumentaron las muertes por causas crónicas, por la violencia y por accidentes de tránsito. La información en salud se ha incorporado a las agendas de los medios escritos y audiovisuales en procura de defender el derecho a la salud de los ciudadanos, pero los periodistas, en parte por ignorancia, en parte por el automatismo de su ejercicio, siguen dependiendo de las fuentes oficiales para informar sobre estos temas. Ya no es el Ministerio de Higiene el que publica la página de salud de los grandes periódicos, pero la orientación institucional de esta información, carente de crítica en lo relacionado con políticas de salud pública, demuestra que la lógica comercial prima en el manejo de géneros cercanos al publirreportaje. Los gobiernos neoliberales están relegando la salud a un segundo plano porque no es rentable, porque los más graves problemas de salud pública en Colombia afectan a los pobres, que son más de la mitad de la población. Ergo, los medios también minimizan estos temas en sus agendas ya que no producen ninguna ganancia. Asimismo las campañas de vacunación han perdido resonancia en los medios donde este tipo de información ha desarrollado “resistencias” y no sensibiliza como antes a los agentes de la información. Pero sí se da amplia información sobre la vacuna contra el neumococo, que al no estar 5 6 Boletín NOTICyT, Agencia de Noticias de Ciencia y tecnología de Colombia, No. 10, 24­30 de abril de 2003 (en línea). Boletín NOTICyT. , No. 8, 10­14 de abril de 2003 (en línea). en los planes de salud resulta accesible sólo a los padres con alto poder adquisitivo. Y la publicidad compensa el despliegue. Los medios son responsables de manejar estrategias de información que sirvan para democratizar el conocimiento sobre las enfermedades y así poderlas combatir. La capacidad de protección de los ciudadanos está asociada con la información oportuna y veraz, que no cree alarma social pero que tampoco desconozca los problemas de salud pública. En la actualidad se echa de menos el debate de los medios en torno a la caída de la reforma de la Ley 100 de 1993, autoría del hoy presidente Álvaro Uribe Vélez, con la que se buscaba remediar las falencias del sistema de salud y garantizar su cubrimiento a todos los colombianos porque, según cifras del censo de 2005, el 43% de la población colombiana —17 millones de personas— no está afiliada al régimen subsidiado de salud. Sin embargo, El Tiempo informa que el 80 por ciento de los colombianos está protegido por el sistema subsidiado de salud (julio 9 de 2006). Más que nunca los públicos necesitan de agendas informativas críticas y orientadoras en el área de salud pública. Más que nunca los medios deben constituir redes de vigilancia de las políticas de salud, replicando las redes de vigilancia epidemiológica del sistema de salud porque más grave que la enfermedad es el desconocimiento sobre ella y más letal es la falta de atención y de tratamiento que padecen millares de colombianos privados del derecho a la salud. Este es el objetivo de una investigación que estamos realizando actualmente en la Facultad de Comunicación y Lenguaje sobre estándares de calidad informativa en las agendas de salud de los medios colombianos.