5&"5303&"-5&.103"%" INTERMEZZO es un publicación de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid Editor: Alfredo Flórez (editor@amigosoperamadrid.es) Coordinación editorial: Julio Cano (info@amigosoperamadrid.es) Redacción: Fernando Fraga, Enrique Martínez Miura, José Luis Téllez, Arturo Reverter, Luis Suñén, Blas Matamoro, Carmelo di Gennaro, Laia Falcón, Santiago Martín Bermúdez, Santiago Salaverri, Rafael Banús, Miguel Ángel González Barrio, Álvaro Guibert y Stefano Russomanno. Maquetación, diseño e imágenes: EQUIPO KAPTA La Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, no necesariamente comparte el contenido de los artículos publicados en esta revista, ya que son responsabilidad exclusiva de sus autores. Información: info@amigosoperamadrid.es Secretaria: secretaria@amigosoperamadrid.es Editor: editor@amigosoperamadrid.es Sugerencias: sugerencias@amigosoperamadrid.es Noticias: noticias@amigosoperamadrid.es Depósito Legal: M-26359-2005 © de los artículos: los autores 1SFTFOUBDJ§O Manteniendo su habitual frecuencia en la comparecencia ante sus lectores, Intermezzo, publicación de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, cumple con este número extraordinario que llamamos “de verano” su propósito de ofrecer a quienes nos conceden su atención una perspectiva global de la programación prevista por el Teatro Real para la siguiente temporada, en este caso la 2012-2013, que incluye la relación de obras que la integrarán, a la que acompañan sus respectivos argumentos y un conjunto de artículos sobre todas y cada una de ellas. Debo expresar nuestro reconocimiento a la tarea de quienes, con su pluma, su conocimiento y su dedicación a la Ópera, en este número colaboran, posibilitando así nuestra tarea. asociados se comunican ya con nuestra Oficina mediante el correo electrónico, nuestras Circulares se difunden a través de los procedimientos de lo que hasta hace poco se conocían como de las “nuevas tecnologías” (tecnologías que ya empiezan a no ser tan nuevas, pues se hallan ampliamente generalizadas)…. ¿Por qué esta renovación?. Simplemente, porque nuestra obligación –al menos así la entendemos- es la de ir construyendo la Asociación del futuro, la Asociación que, manteniendo el espíritu fundacional, sea capaz de continuar prestando su cooperación al objetivo de extender y auspiciar el conocimiento de la Ópera como elemento importante de la formación cultural. Por eso también continuamos apoyando –obviamente menos de lo que nos gustaría, pero intensamente dentro de nuestro limitado marco de posibilidades- las iniciativas de otros, que persiguen fines convergentes con los nuestros. No puedo, en este sentido, dejar de mencionar la colaboración con Juventudes Musicales para dotar las becas Ángel Vegas para jóvenes cantantes, la generosa y permanentemente desinteresada colaboración de un buen número de nuestros socios para la realización de visitas guiadas al Teatro Real, la organización de Conferencias referidas a cada título programado… Sirvan estas alusiones (que no reflejan de manera exhaustiva el cotidiano hacer de la Asociación) como indicación de nuestro compromiso con la Ópera y con el Teatro Real, compromiso que sin el apoyo de nuestros asociados no sería factible, compromiso quizás de modesto alcance pero verificable. Nos hallamos ante una temporada en la que se combinan títulos bien conocidos, que con toda seguridad despertarán el interés de los aficionados (los “de toda la vida”, desde luego, incluyendo en ésta también la de los más jóvenes), con otros verosímilmente menos divulgados, que, también toda seguridad, reclamarán la atención de esos aficionados (incluyendo a los más veteranos). Dando por descontado –siempre es ése nuestro deseo- el éxito de la programación, espero compartir con la generalidad de nuestros asociados (y también, ¿por qué no?, de los que nos siguen aún sin serlo) la esperanza de que este sendero conduzca a un buen destino, el del gozo que el arte representa para quienes con él lo sienten. Nuestra Asociación continúa en y con su propósito de actualización permanente. Hemos incorporado una renovada página Web, cada día más visitada, un muy importante número de nuestros Manuel López Cachero Presidente de la Asociación JOUFSNF[[P QSFTFOUBDJ§O.BOVFM-§QF[$BDIFSP CPSJTHPEVOPW "SHVNFOUP3BGBFM#BO¡T &MQPEFSDPNPDVMQB #PSJT(PEVOPWFOMBFODSVDJKBEBEFMBIJTUPSJBZFMBSUF&OSJRVF .BSU­OF[.JVSB JMQSJHJPOJFSPTVPSBOHFMJDB "SHVNFOUPT'FSOBOEP'SBHB $BSDFSJE}JOWFO[JPOF-BTDJBUFPHOJTQFSB[BWPJDIFOUSBUF*OGFSOP***+PT±-VJT5±MMF[ NBDCFUI "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB 1BSUJUVSBFYQFSJNFOUBM"SUVSP3FWFSUFS UIFQFSGFDUBNFSJDBO #SFWFBQSPYJNBDJ§OB1IJMJQ(MBTT DPT®GBOUVUUF "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB 6OmOBMOPUBOGFMJ[$PT®GBOUVUUF-VJT4V©±O EPOHJPWBOOJ "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB -BNBESFEF%PO+VBO#MBT.BUBNPSP MBSBQQSFTBHMJB "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB -B3BQQSFTBHMJB$BSNFMPEJ(FOOBSP WFSBOP O¡NFSP XP[[FDL "SHVNFOUP3BGBFM#BO¡T 8P[[FDLZFMQSPHSFTPDJSDVMBS4UFGBOP3VTTPNBOOP EJF[BVCFSn¤UF "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB i6OTFSIVNBOPDPNPU¡w$POTUSVDDJ§ONVTJDBMMJUFSBSJBZFTD±OJDBEFMPTQFSTPOBKFTEF i-B'MBVUB.¸HJDBwEF8PGHBOH".P[BSUZ&NBOVFM4DIJLBOFEFS-BJB'BMD§O JMQPTUJOP "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB &MDBSUFSPEF$BU¸OÕMWBSP(VJCFSU NPTFTVOEBSPO "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB %JPTFMDBOUPZMBQBMBCSB4BOUJBHP.BSU­O#FSN¡EF[ SPCFSUPEFWFSFVY "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB %F(SJTJB(SVCFSPWB 3PCFSUP%FWFSFVYiM}PQFSBEFMMFFNP[JPOJwFOFM3FBM 4BOUJBHP4BMBWFSSJ MFTQ°DIFVSTEFQFSMFT "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB &YPUJTNPFNCSJBHBEPS3BGBFM#BO¡T QBSTJGBM "SHVNFOUP'FSOBOEP'SBHB 1BSTJGBMPFMQSJODJQJPXBHOFSJBOPEFMBSFMBUJWJEBE.JHVFMÕOHFM(PO[¸MF[#BSSJP %$')**4#&*-))$%+&$'+!+!-,%& &%*,!& #&%6%1*,*#!%+**)+!6!&%**&%#*$2*)&%&!* '&)(,'&0%#*,)1&#*&)%!1!&%*(,+)"%') *)-1$"&)*&)%&&%#!*,&$')&$!*&%2$!+&*&$& #$!&$!%+#*,)!&#&)+')&,+&*0*)-!!&*6#* -1(,-*,%+!(,+*+)2*-!%&,%$')*&!%*+!+,!4% (,)*'&%!%'&)!%+,&%6%1 )*!#,#)! !#,&)##-&)+#!)),&* 3/!&)5&#&%!&)+,#'5#!&$!%!% !%& %&)*...%&)* Emplazado en la zona más elegante y emblemática de Madrid, en el corazón de la cultura, la política, las finanzas y los negocios, el Hotel Villa Real ★★★★★ se encuentra a escasos minutos de la Puerta del Sol, la Cibeles y el Parque del Retiro. Con una exquisita decoración y una colección de mosaicos romanos, el Hotel Villa Real ★★★★★ ofrece también salones con capacidad para acoger a más de 300 personas y una amplia oferta gastronómica en el restaurante East 47. Plaza de las Cortes, 10 · E-28014 Madrid (Spain) Tel.: (34) 91 420 37 67 · Fax: (34) 91 420 25 47 E-mail: villareal@derbyhotels.com derbyhotels.com DEL;:7:;IC7HPE(&'( A7J>B;;D<;HH?;H '&&¨Wd_l[hiWh_e =hWXWY_ed[i Yecfb[jWi[d:9 '+YZi 7dZh[WiIY^ebb 879>09WdjWjWi '9: C7II;D;J0M[hj^[h HebWdZeL_bbWpd Ief^_[AeY^ 9el[dj=WhZ[d Wdjed_eFWffWde (YZi L?L7 I?CED;A;HC;I '9: Z[kjiY^[]hWccef^ed$Yec Z[YYWYbWii_Yi$Yec H[d[<b[c_d] Fec[i '9: C7=D?<?97J +&&WeiZ[eXhWi YehWb[icW[ijhWi +'9:i =?EH:7DE0 7D:H;79>xD?;H F7L7HEJJ?%=KB;=>?D7 FEDI J^[C[jhefeb_jWd Ef[hW%B;L?D; 'Zl: =WbWB[^|h :;DEA;%B78?D%8;9P7B7 IjWWjiaWf[bb[:h[iZ[d J^_[b[cWdd 'YZo'Zl: kd_l[hiWbcki_Y$[i 8×I97DEI;D<79;8EEA Somos diferentes porque solo hacemos Ortodoncia. Y la hacemos muy bien. Llevamos desde 1982 dedicándonos en exclusiva a la Ortodoncia. #$"&# $ * #!#% ($## *)"& )+) $ '!#% ($## #PSJTHPEVOPW .PEFTU.VTPSHTLJ /6&7"130%6$$*Ä/&/&-5&"5303&"- Director musical: Hartmut Haenchen Director de escena: Johan Simons Dramaturgo: Jan Vandenhouwe Escenógrafo e iluminador: Jan Versweyveld Director del coro: Andrés Máspero Boris Godunov: Günther Groissböck Fiódor: Alexandra Kadurina Yenia: Alina Yarovaya La nodriza de Yenia: Margarita Nekrasova El príncipe Shuiski: Stefan Margita Andrei Chelkalov: Yuri Nechaev Pimen: Dmitry Ulyanov Grigory, El falso Dmitri: Michael König Marina Mnishek: Béatrice Uria-Monzon Rangoni: Evgeny Nikitin Varlaam: Anatoli Kotscherga Misaíl: John Easterlin La tabernera: Pilar Vázquez El Inocente: Andrey Popov Nikitich / Un oficial de Policía: Károly Szemerédy Mitiushka: Fernando Radó Un boyardo de la corte: Antonio Lozano El boyardo Kruschov: Tomeu Bibiloni Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Septiembre: 28, 30 / Octubre: 3, 5, 8, 11, 13, 16, 18 19:00 horas; domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP #PSJT(PEVOPW 3BGBFM#BO¡T La acción de la ópera transcurre en Rusia (Moscú, sus alrededores y la frontera lituana), entre 1598 y 1605. Los acontecimientos que se relatan tienen su origen en el reinado de Iván el Terrible (1530-1584), cuya sangrienta memoria es evocada frecuentemente en la ópera. Hacia el final de su vida, Iván dedicó buena parte de su energía a aplacar el poder de los boyardos y de familias tan influyentes como los Romanov o los Chuisky. En su lugar se rodeó de una serie de personas de su confianza, entre ellas Boris Godunov (nacido alrededor de 1551), cuya vinculación con el trono resultó aún más reforzada cuando Iván casó a su hijo y heredero al trono, el mentalmente débil Feodor, con la hermana de Boris, Irina, convirtiendo además a Boris en un boyardo. Cuando Iván murió, era necesario un regente y Boris pronto se convirtió en autócrata de Rusia. Iván había dejado otro hijo, Dimitri, el hijo de su séptima y última esposa, considerado ilegítimo por la iglesia. Él y su madre fueron enviados a la fortaleza-prisión de Uglich, donde en 1591 el muchacho fue encontrado muerto a causa de una herida en el cuello, provocada por el mismo, ya que padecía de epilepsia. Todo lo cual no impidió que Boris fuese acusado durante todo su mandato de haber instigado su muerte. Esta leyenda serviría también de base al drama histórico de Alexander Pushkin. bró heredera a su esposa Irina, quien sin embargo pronto se declaró incapaz de llevar la corona y se retiró al monasterio de Novodievichi. El Consejo de Estado viajó hasta allí para obtener de ella el permiso para que reinase Boris. Los dos hermanos se negaron, pero ante la insistencia del pueblo, que en una solemne procesión acudió al monasterio, finalmente Boris accedió a ser proclamado zar. Éste es el momento en el que empieza el prólogo de la ópera, que se abre con un poderoso coro, en un momento muy representativo de la fuerza que las masas adquirirán a lo largo de esta obra, como un verdadero protagonista. El cuadro segundo del prólogo nos muestra una plaza en el Kremlin de Moscú, donde el pueblo aclama la elección de Boris Godunov como nuevo zar (Boris llegó a Moscú el 26 de febrero, si bien no fue coronado hasta el 1 de septiembre de 1598). Ésta es la versión oficial de los hechos, aunque una crónica escrita en 1606 ofrece una información diferente, claramente obtenida de los círculos políticos hostiles al monarca, (entre ellos, como se ha dicho, los Chiusky), según la cual Boris habría intimidado a la nobleza y solicitado la ayuda de la policía para obtener, incluso por la fuerza, el apoyo del pueblo a su salida del monasterio de Novodievichi. El acto primero se abre en una celda monacal del monasterio de Chudov, donde el monje Pimen está escribiendo su crónica de Rusia. En 1598, el zar Feodor murió sin dejar descendencia, por lo que el Patriarca de Moscú nom Solo le queda por relatar el asesinato del zarévich Dimitri en Uglich. Los siete años de reinado de Boris Godunov estuvieron caracterizados por su deseo de lograr el bienestar de la gente y por introducir en Rusia las ideas progresistas de Europa, si bien las circunstancias actuaron en su contra. Entre 1601 y 1603 hubo una terrible hambruna que diezmó los recursos del país minando también la autoridad del zar. Entonces comenzaron a circular los rumores de que el zarévich Dimitri seguía vivo y se habría refugiado en Polonia, donde habría abrazado la fe católica. El novicio Grigori Otrepiev (que ha tenido una pesadilla en la que se veía asimismo cayendo de una alta torre en Moscú) escucha la crónica de Pimen y se propone derrocar a Boris del trono, para lo que se hará pasar por el propio zarévich. En el cuadro segundo, el falso Dimitri, después de huir del monasterio, ha llegado hasta una venta en la frontera lituana donde la tabernera entona una alegre canción popular. Llegan también dos monjes mendicantes y vividores, Varlaam y Missail, así como unos guardias con la orden de arrestar a un joven monje que se ha escapado. Aprovechando el efecto de la bebida sobre Varlaam y Missail, la posadera informa a Gregori de un camino secreto por el que podrá escapar a Polonia. El joven huye, después de hacer recaer las sospechas sobre el dormido Varlaam. en combate, mientras Fiodor trata de animar a su hermana con la exaltación de la gloria militar. En la cima de su poder, el zar se ve atormentado por los remordimientos (en esta versión, que sigue la historia de Pushkin, él mismo se considera responsable de la muerte del zarévich). En ese momento el ambicioso príncipe Vassili Ivanovich Chuisky le informa de la existencia de un falso Dimitri, que se propone invadir Rusia con su ejército entrando desde Polonia, al tiempo que asegura a Boris que el verdadero zarévich fue ejecutado, provocando en Boris, que ordena cerrar las fronteras occidentales, un verdadero ataque de locura. El tercer acto es el más “italianizante“ de la ópera. Grigori, quien ahora afirma abiertamente que es Dimitri, ha logrado llegar hasta el castillo de Sandomir, a orillas del rio Vístula, en Polonia, donde espera conquistar a la bella Marina Mnishek. Marina tiene la intención de conseguir a Grigori para alcanzar su ambición de ascender al trono ruso, para lo que se acicala con sus mejores galas junto a sus damas en su tocador. Pero el intrigante jesuita Rangoni tiene su propio plan: Marina deberá seducir a Gregori para la gloria de la Iglesia, convirtiendo a Rusia al catolicismo a través de su unión. Rangoni le asegura que Marina lo ama, y Grigori espera a la joven en el jardín del castillo. Grigori la corteja, pero ella rechaza sus promesas de amor, hasta el momento que Grigori le asegura, que está decidido a ser el nuevo zar y en un apasionado dúo se funden las declaraciones de amor con los intereses políticos. En el acto segundo nos encontramos en el interior de los aposentos del zar en el Kremlin, en una de las escenas más entrañables de la obra, donde contemplamos el lado humano del zar. Los hijos del monarca están jugando con su nodriza. La princesa Xenia llora a su enamorado muerto La siguiente escena nos lleva ante la catedral de san Basilio en Moscú. El pueblo está ahora hambriento y Boris pide a un inocente, que está siendo burlado por unos niños, que rece por el. Pero el inocente se niega a rezar por el que llama el “zar Herodes”. Volvemos al Kremlin, en uno de cuyos salones se celebra una reunión de los boyardos (Duma) sobre el modo de librarse del falso Dimitri. Por medio de una intriga del príncipe Chuisky, Boris se ve confrontado con Pimen, el monje cronista, que vuelve a aparecer en la ópera para una escena crucial. Al hablar de la muerte y transfiguración del asesinado Dimitri, Boris entra en la sala, con la razón trastornada, y declara ante todos su crimen. A continuación designa a su hijo Fiodor como su sucesor y muere, no sin antes haber pedido perdón por sus hechos y rogar por el futuro de Rusia, en el pasaje más estremecedor de la ópera. En la última escena, en un claro del bosque cerca de Kromi, el pueblo levantado, atormenta al boyardo Jruschov, atándole a un árbol y entonando canciones sarcásticas. Los niños arrebatan al inocente su último kopeck. Cuando la muchedumbre, azuzada por Varlaam y Missail, se dispone a ahorcar a dos jesuitas, aparece Dimitri, a quien el pueblo aclama como el legítimo zar. El inocente es el único que no participa en la alegría general, llorando por el destino de Rusia y cerrando la obra en un clima de conmovedora desolación. #PSJT(PEVOPWFOMB FODSVDJKBEBEFMBIJTUPSJB ZFMBSUF &OSJRVF.BSU­OF[.JVSB independiente, opuesta al criterio dramáticomusical del occidente (aunque mucho menos en sustancia de lo que se suponía), del mismo modo que la música orquestal de sus compañeros de grupo era la reacción contra el pseudoclasicismo y el superromanticismo de los países centrales. “Boris”, en consecuencia, fué levantado como estandarte de las gentes nuevas. La batalla que presidió fué ganada hace bastantes años; y cuando “Boris” llegó a París, en la época de la gran Exposición de la última década del siglo, era su momento. Hoy sólo es hora ya de percatarse de sus defectos, cuando no existe un ambiente de entusiasmo para sus momentos geniales y cuando lo modesto de su interpretación sólo contribuye a delatar más los aspectos poco favorables. Cuando se produjo la tardía llegada de la ópera Boris Godunov a España, como primer título de la temporada 1915-1916 del Teatro del Liceo de Barcelona, se hizo en unas condiciones muy precarias, sin apenas ensayos y con una escenografía francamente pobre. Se diría que se trataba de cumplir un expediente, a sabiendas de que el público prefería la ópera belcantista italiana o, en todo caso, los dramas musicales de Wagner. Sin embargo, no muchos años después, al estrenarse por fin la obra maestra de Musorgski en el Teatro Real de Madrid en noviembre de 1923, muy poco antes de su cierre para la lírica durante decenios, el influyente crítico del diario El Sol, Adolfo Salazar, hacía hincapié, en su crítica publicada el día 16, en el desfase de la incorporación de Boris al primer teatro del país, porque no había “ya en España un solo aficionado que no haya puesto la partitura sobre el atril de su piano o que no lo haya visto en teatros provinciales o extranjeros”. Si es posible que el musicógrafo exagerase en el grado de difusión de la ópera de Musorgski en nuestro país, dio seguramente en el clavo al cifrar su expansión por el hecho de haber triunfado en París. Más chocantes nos resultan hoy sus palabras cuestionando la modernidad de la partitura: Ahora bien, del propio texto de Salazar se puede inferir uno de los principales problemas para la difusión de Boris Godunov, el poco respeto a lo verdaderamente compuesto por Musorgski, pues el cronista señalaba también que los “cortes fueron del máximo calibre, suprimiéndose personajes y cuadros enteros”. A ello debe añadirse que lo escuchado por Salazar no fue la música salida de la mano de Musorgski, sino la versión de Rimski-Korsakov, imperante de hecho en todos los teatros del mundo hasta los años setenta del pasado siglo. “Boris Godunof ” es una obra de 1873. Representaba entonces la genialidad nueva, libre e Diversas circunstancias, musicales o no, llevaron a esa situación, y desde luego el contenido político de la ópera no fue ajeno a dicho resultado, algo en absoluto inesperado, puesto que la obra teatral homónima de Alexander Pushkin en que se basa ya hubo de pasar por su propio calvario. El que luego sería uno de los padres de la literatura rusa del siglo XIX escribió su drama durante un exilio y aunque ya en el otoño de 1824 lo había finalizado la prohibición de la censura impidió que se imprimiese hasta 1831, subiendo sólo a las tablas de un escenario en 1870 -y con un texto muy mutilado - muchos años después de muerto su autor. Desde la perspectiva actual, surge inevitablemente la pregunta acerca de qué era lo que temían las autoridades policiales rusas del siglo XIX de unos hechos históricos de comienzos del XVII. Pushkin, además, se había basado en una obra capital de la historiografía rusa, la Historia del Estado Ruso de Nikolai Karamzin (1766-1826). No obstante, el Boris trazado por Karamzin no se ajustaba estrictamente a la imagen más plausible de este zar de transición tal como puede desprenderse de otras fuentes históricas. Los problemas sucesorios habían empezado en 1598 con la muerte de Teodoro, hijo de Iván IV el Terrible, y último vástago de su estirpe. An- y suposiciones, no en hechos. El zarévich Dimitri Ivanovich, el hijo más pequeño del Terrible, murió en 1591 con únicamente ocho años de edad. Pronto el pueblo acusaría a Boris Godunov de mandar asesinarlo para eliminar posibles obstáculos en su camino hacia el poder, lo que no tenía entonces una base sólida, puesto que aún vivía Teodoro. Pero que las circunstancias del fallecimiento del niño distaban de estar claras lo prueba que se crease una comisión de investigación que, ironías de la historia, estuvo presidida por Vasili Chuiski, futuro zar después de años de guerra y turbulencias. La comisión dictaminó que el príncipe Dimitri, que sufría ataques epilépticos, murió al herirse accidentalmente jugando con un cuchillo. tes de esta fecha, Godunov, cuñado de Teodoro, había subido hasta el primer pináculo de la corte. Pronto fue consejero único del zar y los mismos boyardos, que según la ópera de Musorgski y la historia confirma se convertirían en sus mayores enemigos, le otorgaron plenos poderes para negociar con las potencias extranjeras, hasta el extremo de que en Inglaterra le conocerían como el “lord protector” de Rusia. En 1589, tuvo lugar el acto de mayor trascendencia del poder de Godunov previo a su ascenso al trono, el establecimiento de un patriarca propio para la Iglesia Rusa, lo que obtuvo de Jeremías, patriarca de Constantinopla, cabeza visible de la Iglesia Ortodoxa de la que dependía la rusa. El primer metropolitano de Moscú fue Job, que jugaría un importante papel en la ascensión de Boris al poder absoluto. Por supuesto que el problema del impostor no fue el único con el que hubo de enfrentarse el zar Boris, del que el arte y cierta historiografía nos han trasmitido una imagen probablemente distorsionada. No es equivocado reconocer que buscó en efecto ser un soberano popular, pero las circunstancias estuvieron en su contra bajo la forma del hambre y la peste, cundiendo el desánimo con rapidez. En 1603, el atamán de cosacos Khlopko, que había aglutinado el descontento campesino –que Boris buscó en efecto aliviar-, tuvo incluso la audacia de intentar una incursión contra el mismísimo Moscú. Al morir Teodoro en 1598, el trono le fue ofrecido a su viuda, Irina, quien se apartó a favor de su hermano, tomando órdenes religiosas. Fue entonces cuando Job y el gobierno le ofrecieron a Boris el cetro abandonado, rechazado sorprendentemente por éste en un primer instante. Sólo la decisión unánime de la Asamblea Nacional, reunida en febrero de 1598, hizo que Godunov aceptase el nombramiento. Que la coronación se retrasase nada menos que hasta septiembre no ha sido bien explicado, pero no es inverosímil que el nuevo zar fuera consciente de los enormes problemas que habría de afrontar, no el menor de ellos que todo el proceso de su elección supusiera una afrenta imperdonable para la nobleza. Precisamente ese año, salió del monasterio de Chudov un novicio, Grishka Otrepiev, que pretendía ser Dimitri, milagrosamente puesto a salvo del ataque de los sicarios de Boris. Obviamente, la aparición de este “Dimitri” era lo que estaban esperando en Polonia, su nobleza, el rey Otro escollo, con el que acaso no contaba, sería el cáncer que al final derrumbaría su poder efectivo, y que se basaba en realidad en rumores Los hechos históricos fueron adaptados en la obra teatral de Pushkin a las necesidades dramáticas, fuera o no consciente el escritor del grado limitado de veracidad de la narración de Karamzin. Los historiadores de la literatura rusa han señalado reiteradamente el componente fuertemente dieciochesco del arte de Pushkin, aunque precisamente en su Boris Godunov el escritor se adentró con decisión por el territorio del romanticismo. El clasicismo francés, con Racine como jefe de fila, reinaba por entonces en los círculos academicistas y pedantes rusos, pero a Pushkin ese arte le parecía aristocrático, formalista, abstracto y antihistórico. El ejemplo que deseaba seguir era el de Shakespeare, a quien imitó en el retrato de los personajes, en la sencillez de los tipos humanos y en su variedad, mientras que el clasicismo francés no podía ofrecer sino personajes esquemáticos, arquetipos inalterables, no modelos artísticos creíbles de seres humanos. Pushkin proclamó que una tragedia romántica no podía seguir otra regla que la inspiración del artista, una “ausencia de cualquier ley” que defendía altaneramente y que desde luego puso en práctica a toda conciencia en Boris Godunov. No hay en el drama unidad de tiempo, pues los hechos recogidos se extienden a lo largo de siete años, de 1598 a 1605; no hay unidad de lugar, porque la acción se reparte por el Kremlin, la plaza roja, monasterios medievales, palacios de boyardos, una casa en Cracovia y los bosques rusos. Segismundo III y el nuncio papal Rangoni, como arma contra el enemigo ruso, al igual que los adversarios de Godunov en el interior del país, principalmente los boyardos y no pocos sectores de una población que padecía incontables penurias. Las fuentes de la época parecen confirmar que Otrepiev acabó al final por creer ser realmente quien decía que era, pero lo decisivo es que se vio catapultado por fuerzas muy superiores a él que actuaban en su único beneficio. Otrepiev invadió en 1604 la frontera sudeste rusa al frente de un variopinto ejército integrado por mercenarios polacos, cosacos y hasta desertores rusos. Al morir Boris inesperadamente, el 13 de abril de 1605 -según el calendario antiguo, la reforma gregoriana sólo se aceptó en Rusia después de la Revolución -, el ejército proclamó zar a Dimitri, que entró en Moscú en junio. Su actuación no se caracterizó precisamente por la generosidad: el hijo mayor de Boris, Fedor, fue asesinado, y la hija del zar muerto violada por el impostor. Poco le duraría el goce del poder, pues sólo un año después Dimitri fue a su vez asesinado por una turba enfurecida. Por fin, el círculo se iba a cerrar con el nombramiento de uno de los boyardos como zar, aquel Vasili Chuiski que había dictaminado que Boris no había intervenido en la muerte del verdadero Dimitri, que, paradojas de la ambición política, accedería al trono con unos poderes muy mermados y habría de enfrentarse a la constante aparición de nuevos falsos Dimitris. Reinó hasta 1610, cuando fue depuesto. A continuación entraría en escena la dinastía de los Romanov, que poseería el cetro ruso hasta la revolución bolchevique. Además se entremezclan los géneros, la comedia alterna con la tragedia; el estilo es cambiante: la prosa le cede el sitio al verso blanco, la alta poesía debe coexistir con los vulgarismos del criminal. Si esto por sí sólo puede verse como una crítica contra cualquier poder, en especial si éste es tiránico, de la época que sea, en la Rusia de Pushkin actualizaba ideas que estaban en el aire, pues el asesinato del zar Pablo I en 1801 recordaba demasiado a la muerte de Dimitri por orden de Boris en la obra de Pushkin, ya que los rumores sobre algún tipo de inter- vención del que luego sería Alejandro I en la muerte habla. No debe pasarse por alto que por primera vez en el teatro ruso los miembros de la gente del común se hablan unos a otros con naturalidad en vez de declamar. Pushkin, que calificaba esta obra de “novela dramática”, ideó un discurrir continuo, veinticinco escenas que otorgan al conjunto una apariencia se diría que precinematográfica. Siguiendo en esto el dato histórico, Boris y el falso Dimitri nunca se encuentran a la vez sobre la escena, por lo que la acción debe seguir los dos polos principales de la trama mediante líneas paralelas que a los coetáneos del escritor les pareció un síntoma de falta de unidad. Curiosamente, el pretendiente figura en nueve escenas en tanto que el personaje epónimo sólo en seis. La oposición entre los dos es el eje del drama: Boris, corroído por la culpa del asesinato de Dimitri, que tanto en Pushkin como en Musorgski sí ha cometido, y pese al origen criminal de su poder es un monarca ilustrado, partidario de la educación del pueblo y que aprecia el valor del mérito, no el del nacimiento. Pero también puede darse al arrebato autoritario y entregarse a una religiosidad próxima al oscurantismo. Dimitri, por su parte, es un miserable ambicioso y oportunista, sin principio alguno, que se deja dominar por las mujeres y no duda en vender al pueblo ruso a los intereses polacos si con ello consigue sus objetivos personales. El tema central en Pushkin, por lo tanto, es el del poder generado por un acto do del tipo de ópera que quería conseguirse. No menos ligado estaba Musorgski a una filosofía de fondo que procedía casi con certeza del ideario de Stasov, la del arte asumiendo un papel de crítica política en un momento en que las libertades ciudadanas estaban todavía lejos de florecer en Rusia. Boris Godunov rompe por completo con el dominio de la ópera italiana en Rusia, cierto que Una vida por el zar (1836) de Glinka fue saludada inmediatamente –entre otros, por Pushkin mismo y por Gogol- como el acta de nacimiento de la largamente esperada escuela nacional rusa de música, pero hay un auténtico abismo entre Musorgski y Glinka, quien nunca aspiró a alcanzar el nivel trágico en sus óperas, frontera decididamente traspasada por Boris Godunov. de su padre habían sido ensordecedores. No era necesario leer entre líneas, como quieren algunos críticos anglosajones, porque el paralelismo a dos siglos de distancia era por demás obvio. Y así lo entendieron sin duda las autoridades, que opusieron un interdicto a la obra durante decenios. Había en el Boris de Pushkin demasiada verdad como para aceptar el drama y, aunque ahora nos parezca incomprensible, dados los dos siglos de distancia que mediaban, demasiada cercanía en los hechos que sustentaban la primera tragedia histórica de la literatura rusa. Cuando Musorgski se interesó por el tema, el Boris literario no había subido todavía a las tablas de un teatro, por lo que no era aún el bastión del patrimonio cultural ruso que luego sería. Al músico le llamó la atención sobre el drama como sujeto para una ópera el historiador de la literatura Vladimir Nikolski en 1868. Musorgski, que por entonces se encontraba trabajando en otro proyecto lírico, El matrimonio, a partir de Gogol, lo abandonó para entregarse febrilmente a la nueva obra –con la ayuda teórica de Vladimir Stasov, el mentor de los “Cinco”-, hasta el punto de que el primer Boris Godunov operístico estaba concluido a finales de 1869. Musorgski presentó su ópera recién escrita al comité de lectura de los teatros imperiales, presidido por el director de orquesta bohemio Eduard Nápravník. Siempre se ha criticado la decisión negativa del comité como prueba de una actitud reaccionaria ante las innovaciones contenidas en Boris Godunov. Sin embargo, como efecto de su rechazo existe la magistral ópera que ahora conocemos, que en el estado de la primera versión sólo aparecía en una fase embrionaria. El comité razonó su objeción de febrero de 1871 basándose en la práctica lírica del momento, que obligaba a la presencia en el reparto de una prima donna, algo ausente en la primera redacción de la obra. Por supuesto que no es inverosímil que se dieran presiones políticas, pero lo incuestionable es que ese contenido no desaparece del segundo Boris que de hecho sí consiguió ser estrenado. La estructura en siete escenas continuas, el empleo casi palabra por palabra de amplias secciones del original de Pushkin hacen de esta primera versión un producto cuya deuda con el modelo literario es determinante. Un paradigma musical, por su parte, fue seguramente el Don Carlo de Verdi, estrenado en Rusia mientras se componía Boris, en el senti Gracias a la reforma, Boris Godunov alcanza la grandeza del estado final, más condensado, más dramático. Irónicamente, no poca de esa grandeza se debe a sacrificar algunas de las ideas o las palabras de Pushkin. Así, la mezcla de géneros a lo Pushkin y Shakespeare deja paso a un concepto mucho más unitario de tragedia. Y, en tono menor, el compositor debió escribir algunas letras, como la intervención lírica de Marina. Otras no muy felices, caso de las asociadas al personaje de Rangoni, ausente en Pushkin, que revelan un anticatolicismo visceral, sibilinamente plasmado en música, y la parte más enriquecedora de la enigmática profecía del Inocente. La estructura se distribuye ahora en un prólogo y cuatro actos. El llamado “acto polaco” es por completo nuevo y ahí es donde introduce el compositor un personaje femenino, la aristócrata polaca Marina Mnischek, cantado por una mezzo, indisociable histórica y políticamente de los hechos que se narran y que añade interés a la trama y variedad a los timbres vocales. Las variantes de la segunda versión con respecto a la primera son incontables, hasta el extremo de que sería más adecuado referirse a una nueva ópera y no a un estado diferente de una misma obra. Muy someramente, algunos de los cambios pueden enumerarse. En la escena de la celda de Pimen (I, 1), se añade el coro de monjes en la distancia. La canción de la cantinera en la taberna de la frontera lituana (I, 2) es completamente nueva. Al llegar al segundo acto, en las habitaciones del zar, las alteraciones son tantas que lo que realmente existe es una total desemejanza con la versión precedente. Las dos escenas del acto polaco, el tercero, son igualmente de nueva planta, aunque se sabe que Musorgski ya lo había esbozado para la versión original, por lo que aprovechó ese material en la redacción definitiva, que contiene la escena de amor de Marina y el falso Dimitri, tal vez lo más convencional de toda la ópera. La escena de la plaza de San Basilio (IV, 1) fue eliminada a cambio de la revolucionaria del bosque de Kromi (IV, 3) -lo que debería obligar a que ambas escenas no coexistieran en una producción, como quería su autor -, salvo por el incidente del Inocente, algo por completo debido al ingenio de Musorgski. Las dos escenas finales fueron invertidas en el orden, a instancias de Nikolski, sencillo recurso que a Stasov le pareció un golpe de genio, porque así, después de la muerte del zar, el Inocente deja oír como final su inquietante profecía de males futuros para Rusia al paso del triunfante impostor. se hayan escrito para bajo o barítono dramático. También es un poco diferente el Dimitri operístico -un tenor lírico - del teatral: en Pushkin es un cínico de una pieza; en cambio, en Musorgski cobra el sentido de un iluso que ha acabado por creerse la leyenda que ha forjado sobre sí mismo. El segundo Boris Godunov estuvo terminado el 23 de junio de 1872, estrenándose, dirigido por Eduard Nápravník, el 27 de enero de 1874. Musorgski debió plegarse a la imposición de algunos cortes de censura: la escena de Pimen en la celda, la narración del zarévich del incidente del loro… La gran aportación de la nueva ópera ha de cifrarse en la búsqueda de la reproducción musical de la palabra hablada, algo característico de no pocos compositores eslavos, por ejemplo Janácek con el idioma checo. Musorgski pudo partir en esto de lo hecho por Dargomizhski en El convidado de piedra, pero él lo llevaría muchísimo más lejos. Musorgski aspiraba a la integración de todos los factores tradicionales de la ópera, a eliminar los números separados, fundiendo recitativo y melodismo, en lo que denominaba “melodía bien concebida”, a trascender, en suma, la polémica, vieja de siglos, de la preeminencia de uno u otro elemento, música o palabra, pues la música no está en Boris Godunov al servicio de la palabra, ni ésta queda subordina a aquélla, sino que la música viene generada por los valores musicales de la propia palabra. El personaje de Boris Godunov cobra con Musorgski unas dimensiones que están únicamente apuntadas en Pushkin. No es anecdótico que el compositor haga morir sobre las tablas al personaje, como momento culminante de la ópera, en vez de la indicación puramente escénica que aparece en el escritor. Este papel, con muy pocas dudas, constituye una de las partes más impresionantes, vocal y dramáticamente, que Todo apunta en la dirección contraria de la marcada por la música clásica occidental: la orquestación es ruda, sin la brillantez o el sensua Stasov y Riabinin, un conocido bardo popular. No hay en realidad muchos temas populares estrictos en la ópera, pero Musorgski escribió el resto de la obra en consonancia con ese estilo, dándole en tal sentido una gran coherencia y unidad. Se han reconocido como cantos populares el de la nodriza, el de la posadera, el del Inocente, el de Varlaam y el de los peregrinos. lismo de la hechura que luego le impondría Rimski-Korsakov, de una típica coloración sombría. La armonía, muy personal, se sirve ingeniosamente del cromatismo; el empleo de la modalidad y las escalas de tonos enteros crean el marco que da al conjunto un sesgo orientalizante. El discurso se cimienta en una suerte de melodía continua, apoyada en un repertorio de motivos conductores que definen a los personajes, cuya aplicación, ni que decir tiene, carece en absoluto de conexiones con el wagneriano. Significativamente, Boris no tiene leitmotiv propio, seguramente porque Musorgski fue consciente de que la complejidad del personaje escapaba de esa simplificadora pintura sonora. Es un criminal, pero se muestra justo; es humilde con el Inocente, pero tiene arrebatos autoritarios. El tema del falso Dimitri remite inquietantemente al que recuerda al verdadero. Marina tampoco tiene un único motivo, pero el personaje siempre está asociado a ritmos de la música polaca, la mazurca o la cracoviana. Pimen aparece ligado a una idea tranquila; Chuiski, a un tema sinuoso, que revela su naturaleza traicionera, y con Varlaam se oye una célula de cuatro notas que figuran bajo las más variadas formas. Uno de los cambios de la primera a la segunda versión de Boris Godunov radicó precisamente en la eliminación de muchos motivos conductores, de los que había una verdadera saturación, teniendo uno asociado hasta el personaje más insignificante. El de Boris poseía en esa fase no menos de seis. La innegable originalidad de la ópera fue acogida con frialdad e incomprensión por la crítica. Se le reprochaba una dramaturgia inconexa, lo que puede explicarse, porque todo parece asomarse al abismo del absurdo hasta que se percibe una superior unidad que otorga sentido al conjunto. A este respecto, es interesante recoger un testimonio salido de la pluma de Chaikovski, aun cuando este compositor representara una tendencia radicalmente contraria a la de Musorgski, puesto que intentaba fusionar lo ruso con los procedimientos más refinados de la técnica compositiva occidental, su carta a Madame Von Meck, de 24 de diciembre de 1877, en la que critica la estética naturalista de Musorgski: Tiene razón en pensar que Musorgski está hecho para ello. Es posiblemente el más talentoso de todos ellos, pero es un hombre que no desea mejorar sus deficiencias y está demasiado profundamente impregnado de las absurdas teorías de su pequeño círculo, lo mismo que por una creencia en su propio genio natural. Pertenece además a un tipo más bien bajo que gusta de lo ordinario, ineducado y feo. Está enamorado de su propia falta de cultura y parece orgulloso de su ignorancia; escribe precisa- Algunos de los temas utilizados son cantos folclóricos o también cantos tradicionales litúrgicos, que probablemente le aportaron a Musorgski mente lo que se le viene a la cabeza, con una fe ciega en la infalibilidad de su genio. Es verdad que con frecuencia tiene ideas muy originales. Aunque el idioma que habla no es bello, es nuevo, a pesar de sus vulgaridades. Puesta en su contexto, la carta de Chaikovski no es tan injusta como pudiera parecer, porque lo que hoy nos atrae más de la singular escritura y la instrumentación primitiva de Boris Godunov se veía en su momento como deficiencias de la formación de Musorgski. Con todo, el autor de la Patética era lo bastante penetrante como para percatarse de la personalidad única de su colega. Otra cosa es que se dejara llevar por las apariencias en lo relativo a la ignorancia de Musorgski, con toda seguridad un mito alimentado por un músico al que no le importó ser retratado con el desaliñado aspecto que lo pintó Repin. Dentro de la correspondencia que se ha conservado, le comunica Musorgski a Stasov, a 18 de octubre de 1872, estar leyendo El origen del hombre de Darwin y conocer ya las obras anteriores del naturalista británico, fundamentalmente, hemos de suponer, El origen de las especies. Si se tiene en cuenta que la primera edición del Origen del hombre es de 1871, no parecen estos los hábitos de lectura de una persona ignorante. Por las cartas de Musorgski, se puede también tener constancia de su incansable curiosidad musical, su admiración por Saint-Saëns, su fervor por la Misa solemne de Beethoven, su auténtica veneración por Liszt –su gusto, por ejemplo, por Totentanz, que ahora creemos muy tremendista-, al que envió un telegrama de felicitación el 28 de octubre de 1873. timando por fin una segunda adaptación en 1906, momento en el que el autor del Capricho español reconocía al menos que debía tenderse a recuperar todo el material escrito por Musorgski: Ahora bien, no queda sino rendirse a la evidencia de que la opinión de Chaikovski sobre las carencias en la cultura de Musorgski y, más en concreto, en su pericia como compositor eran la “verdad oficial” en los medios musicales de la Rusia de finales del siglo XIX. Incluso César Cui, hasta cierto punto compañero de filas de Musorgski, sentenciaba en contra de Boris Godunov en su libro Música en Rusia, dedicado por cierto a Ferenc Liszt, y por la misma razón estética de fondo que Chaikovski: Durante la primavera trabajé en las obras de Musorgski; los reproches oídos más de una vez por la omisión de algunas páginas en mi arreglo de Boris Godunov me indujeron a revisar la obra, modifiqué las páginas suprimidas y se editaron en forma de suplemento. Por ello instrumenté el relato de Pimen sobre los zares Iván y Fedor, el canto del papagayo, el reloj con el carillón, la escena del usurpador con Rangoni en la fuente, y el monólogo del usurpador que sigue a la polonesa. El espectador, el oyente de la obra de Musorgski no creemos saque de su audición una impresión firme, estable, un extremado realismo, llevado hasta la exageración, puede parecer contrario a lo que siempre debe pedirse a la música, la expresión de una belleza poética. La versión de Rimski-Korsakov, aun dándole el crédito histórico que pueda tener por la labor de difusión realizada en su momento, debe ser relegada a favor de la de su autor, no sólo por razones éticas sino puramente estéticas. La coloración instrumental, tan brillante, de RimskiKorsakov traiciona completamente los objetivos deseados por Musorgski. Por ejemplo, la escena de la aclamación de Boris la transforma Rimski en un instante triunfal, cuando en el original en absoluto se busca ese efecto. La sordidez y la oscuridad del colorido original forman parte indisociable de la grandeza trágica de la ópera. Rimski-Korsakov fue quien asumió la enorme responsabilidad histórica de corregir a Musorgski, una tarea hecha seguramente de buena fe, pues en su autobiografía, titulada Mi vida y mi obra, se leen afirmaciones del tipo “¡Lástima de música, bella y original en grado sumo!”, pero necesitada en su criterio de otro ropaje instrumental. Esa nueva orquestación, bajo el sello no pocas veces de Wagner, fue realizada, muerto Musorgski, en 1895-1896, en un primer acercamiento, ul- /6&7"130%6$$*Ä/&/&-5&"5303&"- DPQSPEVDDJ§ODPOFM(SBO5FBUSFEFM-JDFVEF#BSDFMPOB Director musical: Ingo Metzmacher Director de escena: Lluís Pasqual Escenógrafo e iluminador: Paco Azorín Figurinista: Isidre Prunés Iluminador: Pascal Mérat Director del coro: Andrés Máspero *MQSJHJPOJFSP Luigi Dallapiccola (1904-1975) La Madre: Deborah Polaski El prisionero: Vito Priante (2, 4, 7, 9, 12, 15) Georg Nigl (3, 6, 8, 11, 13) El carcelero / El gran Inquisidor: Donald Kaasch (2, 4, 7, 9, 12, 15) René Kollo (3, 6, 8, 11, 13) 4VPSBOHFMJDB Giacomo Puccini (1858-1924) Suor Angelica: Veronika Dzhioeva ((2, 4, 7, 9, 12, 15) Julianna Di Giacomo (3, 6, 8, 11, 13) La tía princesa: Deborah Polaski La abadesa: Maria Luisa Corbacho La hermana celadora: Marina Rodríguez-Cusí La maestra de las novicias: Itxaro Mentxaka Sour Genovieffa: Auxiliadora Toledano La Hermana Enfermera: Anna Tobella Dos mendicantes: Sandra Ferrández, Maite Marurí Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Noviembre: 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 11, 12, 13, 15 20:00 horas; domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP *M1SJHJPOJFSP&MQSJTJPOFSP 'FSOBOEP'SBHB La acción transcurre a mediados del siglo XVI. se sobresalta: en la puerta ve como se filtra un resquicio de luz. En el Prólogo la Madre del Prisionero, a la espera de encontrarse con su hijo, recuerda el terrible sueño que noche tras noche la angustia y que al despertar la sumerge en negros presentimientos. En esta balada, poco a poco, la mujer comienza a imaginarse la prisión y tras ella se hace visible igualmente una figura amenazante, es la de Felipe el Búho, el tirano que ha encarcelado a su hijo. Es una figura siniestra que paulatinamente toma la apariencia de la muerte. Quizás, al marcharse, el Carcelero la ha dejado abierta. El Prisionero se precipita hacia la puerta, sale y se encuentra con un pasillo subterráneo apenas iluminado por unas débiles antorchas. Implora al Señor le ayude a escapar. En ese pasadizo que parece no tener fin, el Prisionero logra ocultarse ante la presencia de dos sacerdotes que discuten cuestiones teológicas. Pero uno de ellos afirma haber escuchado un suspiro de alguien que se escondiera entre las sombras; el otro sacerdote afirma que es imposible; allí solo se encuentran ellos dos, pues los encarcelados siguen en sus prisiones esperando ser conducidos a la hoguera. "DUP¾OJDP En una de las celdas de la inquisición en Zaragoza, yace el Prisionero. Todo está oscuro para él: la prisión, la vida. La única palabra que de consuelo encuentra es la del Carcelero cuando le llama “hermano”. La Madre se muestra horrorizada por las torturas a las que su hijo está sometido. El encuentro que ambos suponen será el último del que disfrutarán se interrumpe por la aparición del Carcelero. Sumida en su desconsuelo, la Madre se va. Una vez se han ido los sacerdotes, el Prisionero logra frenar su terror y llega a la salida, un jardín bajo el estrellado cielo nocturno donde escucha el tañido de una campana como si fuera la señal de que ha logrado evadirse. Cuando parece que ha encontrado el camino a su libertad, tras un cedro aparece la imponente figura del Gran Inquisidor que lo detiene pronunciando la palabra que antaño tanto le había servido de consuelo: “Hermano”. Para el prisionero la única esperanza de libertad es la hoguera hacia la cual el Gran Inquisidor le acompaña. La última tortura del Prisionero ha sido, pues, la esperanza fallida. El Carcelero trae noticias de los acontecimientos sucedidos en Flandes. La revuelta contra los españoles puede servir de ánimo al Prisionero quien, al quedarse solo, saca fuerzas de su flaqueza para ilusionarse con su inmediata liberación. De pronto, en la siniestra oscuridad que le rodea, "SHVNFOUP 4VPS"OHFMJDB4PS"OH±MJDB 'FSOBOEP'SBHB La acción transcurre en el interior de un monasterio femenino, una tarde de primavera, hacia finales de 1600. Madre Abadesa llama a Sor Angélica y le exige autoritariamente que se calme. La Princesa, tía de Sor Angélica, se encuentra con ella en el locutorio. Casi sin mirarla le explica el motivo de su visita. Su hermana menor, Anna Viola, va a casarse y necesita la firma de la monja para poder distribuir los bienes que las dos jóvenes han heredado de sus padres. Insensible a las súplicas de la sobrina que espera de ella algún gesto de ternura, la Princesa sólo tiene palabras de reproche y expiación. Sor Angélica ha tenido un hijo de soltera, que se le ha arrebatado como un castigo al que se suma su expiación conventual. "DUP¾OJDP Se escucha un canto religioso que viene de la capilla. La hermana Celadora, después de llamar la atención a dos novicias por su poco piadoso comportamiento, declara un rato de tiempo libre. Mientras Sor Angélica cuida sus flores, la Maestra de Novicias llama la atención hacia el sol dorando el agua de la fuente del patio, un fenómeno que solamente ocurre cada tres tardes. Cuando Sor Angélica comenta que las flores son los deseos de los vivos, Sor Genoveva dice que el suyo sería acariciar a un corderito como hacía cuando era pastora. Sor Angélica, ante el estupor de sus compañeras, afirma que no tiene ningún deseo especial. Sor Angélica implora noticias del hijo que ahora tiene siete años. La Princesa, primero silenciosa, luego despiadada, secamente, le hace saber que, pese a todo lo que se ha intentado por salvarlo, su hijo ha muerto. Sor Angélica, deshecha en llanto, se desmaya. Cuando recupera el sentido lamenta la muerte de su hijo que no llegado a disfrutar del cariño y las caricias maternas. Le gustaría encontrarse con él en la muerte. De pronto, recuerda medio en trance sus conocimientos sobre flores y plantas y febrilmente prepara una pócima venenosa. La Hermana Enfermera viene en busca de un remedio para Sor Clara que ha sido víctima de una avispa. Sor Angélica que es una especialista en remedios extraídos de sus flores y plantas se lo da. Dos Hermanas Mendicantes llegan con un asno cargado con los productos conseguidos. Comentan que han visto en la puerta un carruaje lujoso allí detenido. Sor Angélica, alterada, desearía se tratara de una vista para ella. La Las monjas que se han dado cuenta de la anormal situación de su compañera de claustro la condenación eterna, pidiéndole una señal de perdón. En ese momento la capilla parece llenarse de una misteriosa y potente luz. De ella sale un niño envuelto en ese celeste resplandor y tras el la Virgen acompañándole cariñosamente. Sor Angélica abraza a su hijo y muere. están ahora en sus celdas reposando. Hacia ellas destina Sor Angélica una dulce despedida antes de apurar el brebaje. Repentinamente se da cuenta del pecado cometido y pide a la Virgen que la salve de $BSDFSJEJOWFO[JPOF -BTDJBUFPHOJTQFSB[B WPJDIFOUSBUF *OGFSOP*** +PT±-VJT5±MMF[ terísticos y definitorios (La bohème se sustenta en una estructura de sinfonía cuatripartita, como el insuperable acto inicial de Turandot). Pese a sus obvias diferencias de lenguaje musical y su distancia cronológica de tres décadas, Il prigioniero y Suor Angelica son textos contiguos en la tradición operística italiana que presentan más semejanzas y contactos más profundos de los que cabría imaginar: música, en ambos casos, extremadamente legible y extremadamente funcional desde el punto de vista de su inserción escénica, música de gran atractivo melódico, con líneas de amplio trazo, reconocibles y de carácter silábico (apenas unas discretas vocalizaciones en palabras como liberate en la escena central de Il prigioniero) que facilitan la comprensión del texto, música, sobre todo, de excepcional eficacia dramática en razón de su expresividad y que, en el caso de la obra de Dallapiccola, mantiene una contención que la hace más romántico-clasicista que expresionista: en realidad, el serialismo (del que Il prigioniero es un ejemplo especialmente cualificado) es una consecuencia estética del neoclasicismo de entreguerras, y en esa construcción argumental tan nítida y en su no menos nítido trazado de personajes, hay una preocupación formalista perfectamente compartida con el mejor Puccini, cuyo equilibrio constructivo no deja de implicar una referencia a la tradición de la música abstracta en algunos de sus textos más carac- Desde el punto de vista de la vocalidad, tanto Suor Angelica como Il prigioniero ofrecen una escritura silábica y un estilo enunciativo que cabría describir como conversacional, que solamente condesciende al aria (al monólogo, más bien) en un episodio, único en ambas obras (descontando la intervención del carcelero en la escena central de Il prigioniero, que en realidad es una canzonetta de forma estrófica y de un trazado deliberadamente simple, en razón de la tosquedad que define al personaje). Estamos frente a dos elaboraciones (las últimas cronológicamente) de una forma operística del mayor abolengo en la tradición italiana, la del lamento, cuyo primer ejemplo (y más ilustre todavía) es el de L’Arianna monteverdiana. La diferencia –y ahí se marca la verdadera distancia entre ambas obras- se cifra en el lugar y la función que ese lamento ocupa en el discurso: en Suor Angelica está al final (el popular senza mamma), a guisa de resumen emotivo de lo que antecede, precipitando la conclusión del drama, mientras que en Il prigioniero está al comienzo (el recitativo ti rivedró, mio figlio, y la ballata sucesiva, vedo, lo riconosco, configurando lo que, tradicionalmente, se designaba como scena ed aria), anticipando y sugiriendo en cierto grado lo que habrá de venir. Por lo demás parece innecesario destacar que el sentimentalismo pucciniano está ausente en la más austera y despojada intervención inicial del único personaje femenino en la ópera de Dallapiccola: pero la situación dramática es paralela. niéndolo sin modulación al Do sostenido menor precedente con inesperada violencia armónica: tonalidad trágica que a partir de este momento estará ligada a la noticia de la muerte del hijo de la mujer repudiada y obligada a enclaustrarse. Se ha señalado, y con razón, el parentesco entre el diálogo de Suor Angelica con la Zia Principessa y la escena entre Tosca y Scarpia. En ambos casos se trata de episodios en que un personaje actúa sobre el otro depredándolo en razón de su poder frente a la indefensión del otro, pero resulta aún más revelador señalar la equivalencia de la vocalidad empleada en ambas ocasiones, que traduce mejor que cualquier otra cosa la constancia de la situación dramática: tanto la Princesa como el jefe de la policía desarrollan un canto abrupto hecho de frases cortas, musicalmente inexpresivas, carentes de verdadero desarrollo melódico: declamación, recitativo drammatico amenazador que no condesciende a la expresión lírica. Y en ambos casos también, la orquesta presenta ahí un tema sinuoso, cromático, ascendente y descendente, basado en una rítmica de puntillos cuyo carácter reptante y obsesivo inficiona el momento de manera ominosa. En ambos casos el aria está confiada a una voz femenina y, en ambos casos también, se trata del personaje de la madre que canta su desventura ante la suerte de su hijo, la mujer herida en lo más hondo de sus sentimientos: pero esa diferencia de posición discursiva es esencial. En Il prigioniero, ese monólogo es una premonición mientras en Suor Angelica es una especie de relieve, se diría un resalto emotivo final que focaliza el texto sobre el dolor de la protagonista para justificar su suicidio. En el primer caso, la madre procede a guisa de corifeo, en el segundo, se resitúa el punto de vista sobre el de la figura epónima proyectándolo hacia su conclusión ineluctable, y es ahí donde se establece la distinción de género entre ambas obras: mientras Il prigioniero es una tragedia, Suor Agelica es un melodrama. Neoclasicismo frente a romanticismo terminal: dos enfoques formales para una angustia única, la derivada de la relación madre-hijo y el modo en que en ella se inscribe el significado de la pérdida. Pero ese parentesco puede extenderse al rovescio a la escena central de la obra de Dallapiccola. Aquí, el carcelero, a través de su canzonetta, trata de infundir el optimismo en el espíritu del prisionero, despertando en él la esperanza en una liberación que no sólo no se producirá, sino que revelará, a posteriori, su naturaleza falaz: en realidad esa es la tortura que se nombra en el título del cuento (verdaderamente cruel) de Villiers de l’Iisle-Adam que sirve de base a la ópera. Si Es decir: del Destino. En Puccini ese presagio funesto arranca con el anuncio de la llegada de la Princesa, tía de la protagonista, introduciendo por sorpresa la tonalidad de Do menor, yuxtapo intervención de entrada (su cavatina, cabría decir), Angelica, en su senza mamma, regresa sobre la misma idea pentatónica que había introducido el canto de las monjas al comienzo de la obra: es como si la figura titular encarnase ahí, no ya la función protagónica, sino la síntesis última de la música del convento, de la que ella misma había emergido en su brevísima intervención en la escena inicial (una característica arietta pucciniana con sus típicas caídas de quintas y de cuartas), ese i desideri sono i fiori dei vivi que acaba con unas palabras no menos premonitorias (la morte è vita bella) con que la atribulada Angelica deja traslucir su desasosiego. Ambas mujeres concentran así, en diferente grado pero con plena nitidez, el sentido profundo (musicalmente hablando) que vertebra la integridad del discurso. en Puccini esa tortura era explícita (y de ahí el tipo de vocalidad empleado), en Dallapiccola se manifiesta como su contrario, y solamente revelará su significado atroz ya en el desenlace de la obra, y precisamente por ello se manifiesta musicalmente mediante su opuesto: frases melódicas simétricas, de rítmica cuadrada. En uno y otro caso, se trata del nudo argumental del relato, del lugar del conflicto, y de ahí su trascendencia discursiva. Resulta importante señalar que en esa escena de Il prigioniero es donde se destaca el leitmotiv esencial de la composición, ese fratello! entonado por el carcelero sobre una célula de tres notas que contiene una segunda y una tercera menor (Fa-Mi-Do sostenido, en su primera aparición), introducido como un recuerdo que el protagonista entona ante su madre, y a partir de la que, por trasposicición e inversión, nacerán las tres series dodecafónicas que sustancian la música de la obra (obsesivamente atravesada, por cierto, por el número tres: tres escenas, tres ricercari, tres acordes de tres notas como materia armónica básica…). Las series empleadas por Dallapiccola son muy cantables, y de ahí que el compositor las utilice no sólo armónica, sino también melódicamente. El caso es similar al de Lulu, la ópera de Alban Berg, En cualquiera de los dos casos, esa escena central es el lugar en que el antagonista aporta una información esencial para el avance del relato (y la desdicha del protagonista). Información veraz en Suor Angelica (la muerte del hijo) y deliberadamente engañosa en Il prigioniero (el triunfo de la rebelión en los Países Bajos). Si en la obra de Dallapiccola La Madre del condenado expone la serie principal en su función relevante: allí aparece en el comienzo y el final, encuadrando la integridad de la peripecia y aquí puntúa el desarrollo separando entre sí mediante dos interludios las tres escenas esenciales. Por su parte, en Il prigioniero, las intervenciones corales, amén de contribuír a la creación de un clima opresivo, asumen el papel del coro de la tragedia clásica, cantando textos latinos de índole litúrgica que parecen situarse al margen del relato pero que no dejan de jugar una función premonitoria: en realidad, esa misma que jugaba el Miserere en el tercer acto de Il trovatore, cantado también en interno para que la soledad de Leonora sea más evidente y más trágica, al igual que la de Il prigioniero. El contacto de Dallapiccola con la gran tradición operística italiana se manifiesta aquí en toda su intensidad. cuya serie principal se emplea de tal modo en el Lied de la protagonista en el segundo acto: es obvia la deuda de Dallapiccola con el discípulo de Schönberg (mucho más que con éste), pero lo fascinante de Il prigioniero es el modo en que esa influencia se inscribe en la tradición italiana postverista de un modo absolutamente natural y sin rechinamientos. La serie principal comienza con una triada disminuída (Sol sostenido-Si-Re en su primera aparición): el Fa natural que completaría el acorde séptima aparece como quinto sonido con un Sol natural en cuarta posición. A su vez, la serie finaliza con una caída de cuarta justa (Do sostenido-Fa sostenido), de modo que, en ciertos momentos, la referencia pucciniana se hace lejana pero significativamente perceptible. De este modo, la música suena a un tiempo como tonal y como atonal, favoreciendo polarizaciones cuasi-tonales en ciertos momentos, en razón de las triadas iniciales y de la caída de cuarta conclusiva, provocando la ilusión de una tonalidad implícita que no llega a enunciarse pero que pareciéramos percibir: ¿cómo no ver ahí, en la propia entraña armónica de la obra, una verdadera metáfora de esa esperanza que no llegará a materializarse?. Si en Puccini la escritura coral es monódica (o a dos voces ocasionalmente: en realidad se trata de una referencia a la música litúrgica popular), en Dallapiccola hay un trabajo imitativo que alterna con la homofonía: la base, por supuesto, está en las armonías disminuídas, pero también en las falsas relaciones que se originan al alternar con triadas aumentadas que traen de inmediato a la memoria los inquietantes cromatismos de Luzzasco y de Gesualdo: la continuidad con la tradición italiana (la madrigalística en este caso) se prolonga modo particularmente eficaz. Por lo demás, esa triada disminuída es la base armónica de toda la composición: son los acordes iniciales (a los que se añade una octava alterada), que tan importante papel como motivo conductor juegan, sobre todo, a lo largo de las primeras escenas. En Suor Angelica, cada una de las dos intervenciones corales posée un carácter distinto: al comienzo es un rasgo más o menos verista (el canto de un Ave Maria que se supone entonado en la iglesia del convento por las monjas que aparecerán al concluír), mientras que en el Tanto en Suor Angelica como en Il prigioniero la presencia del coro en interno sustenta una Dos personajes encerrados, prisioneros, uno de la dictadura política, otro de la dictadura ideológica, dos víctimas de la represión y del oscurantismo de los que no podrán liberarse, ni siquiera al precio de una transfiguración ilusoria. Tragedia interior que admite en ambos casos una lectura psicoanalítica en que un padre (el Inquisidor) o una madre (la Princesa) igualmente castradores inscriben la impronta de La Ley con idéntica, descarnada ferocidad. final trasmite una función claramente alucinatoria, al carecer de sujeto enunciativo: ese milagro final cuya irrepresentabilidad pone lógico fin a una anécdota desarrollada hasta entonces dentro de un registro claramente realista. Lo real y lo surreal abre y cierra el discurso, simpre desde un empecinado fuera de campo: ¿cabe entender la totalidad de la obra como un delirio de la mujer?. Y en Il prigioniero, en esa conclusión en un jardín bajo un cielo plácido y estrellado en que el protagonista alcanza el contacto final con una realidad delusoria ¿no cabe ver también la imagen de un sueño del que emergerá con el dolor más profundo, transformando en pesadilla el despertar?. Cárceles de la memoria, prisiones del espíritu: en realidad, ambas obras hablan de lo mismo, y lo hacen siguiendo procedimientos enunciativos equivalentes: su maridaje en una sesión única no puede estar más justificado. Lo del dodecafonismo (o la tonalidad) es mera anécdota. .BDCFUI (JVTFQQF7FSEJ /6&7"130%6$$*Ä/&/&-5&"5303&"- 1SPDFEFOUFEFMBÄQFSBEF/PWPTJCJSTLZMB0Q±SB/BUJPOBMEF1BSJT Director musical: Teodor Currentzis Director de escena, escenógrafo y figurinista: Dimitri Tcherniakov Cofigurinista: Elena Zaytseva Iluminador: Gleb Filshtinsky Director del coro: Andrés Máspero Macbeth: Dimitris Tiliakos Lady Macbeth: Violeta Urmana Banco: Dmitry Ulianov Dama de Lady Macbeth: Marifé Nogales Macduff: Stefano Secco Malcolm: Alfredo Nigro Un Médico / Un sirviente: Yuri Kissin Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Diciembre: 2, 5, 8, 11, 14, 17, 20, 23 20:00 horas; domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP .BDCFUI 'FSOBOEP'SBHB La acción transcurre en Escocia a mediados del siglo XI. séquito para pernoctar esa noche en el castillo. Lady Macbeth comprende que ha llegado el momento en que hay que tomar decisiones urgentes. Macbeth contempla horrorizado su puñal, indeciso. Cuando escucha un extraño sonido, lo toma como una señal de actuación y entra en la alcoba donde descansa Duncan. "DUP* En un umbroso bosque varios grupos de brujas danzan su baile salvaje orgullosas de sus poderes adivinatorios. Llegan Macbeth y Banquo, dos generales del rey Duncan que regresan de una batalla. Las brujas saludan a Macbeth con tres títulos: señor de Glamis, señor de Caudor y rey de Escocia y a Banquo como fundador de una estirpe real. Los dos nobles se quedan atónitos ante tales declaraciones y el asombro es aún mayor cuando unos mensajeros se presentan ante ellos anunciando a Macbeth que el rey Duncan le ha nombrado señor de Caudor. El cumplimiento de la profecía brujeril hace que Macbeth piense en el otro vaticinio, el de acceder al trono de Escocia. Banquo le observa con inquietud. Cuando los dos desaparecen, las brujas se dejan ver de nuevo con la certeza de que Macbeth volverá a consultarlas. Lady Macbeth, nerviosa por el inquietante silencio flota en el aire, ve cómo su marido regresa con el puñal ensangrentado en la mano, aterrado. Es Lady Macbeth la que toma las riendas entonces. Entra en la estancia de Duncan donde deja el puñal y rocía con la sangre del muerto a los criados allí durmientes para incriminarlos en el luctuoso suceso. Banquo, agitado por inexplicables temores, llegan con Macduff, otro noble escocés, que está encargado de despertar al rey. Macduff descubre el cadáver regio y despierta a todos los habitantes del castillo quienes, incrédulos y aterrados, ruegan a Dios que caiga sobre los culpables su justicia divina. Macbeth y su esposa, hipócritamente, se unen la general plegaria. En el castillo de Macbeth, su esposa lee la carta del esposo donde le narra las sorprendentes revelaciones de las brujas. Lady Macbeth se pregunta si su cónyuge será lo suficientemente malvado para alcanzar todas sus ambiciones. Ella se encargará de ayudarlo. "DUP** En una estancia del castillo, varios meses después, los dos esposos se encuentran. Ella le reprocha al marido su huidiza actitud, pues lleva un tiempo evitándola. Macbeth está preocupado En el momento en que la pareja se encuentra, un siervo anuncia la llegada del rey y su tamientos convocan a otros grupos de brujas y diablos y, finalmente, a Hécate, diosa de los infiernos, la cual da las instrucciones que han de tomarse cuando aparezca Macbeth (esto ocurre en el ballet escrito para el estreno de París, 1865, que seguramente no se bailará en la producción del Teatro Real). por la predicción de las brujas a Banquo, la de que engendrará una estirpe de reyes. Ambos deciden entonces eliminar a Banquo y a sus hijos. Lady Macbeth, a solas, justifica exaltada esta letal decisión. La maquinaria mortal reanuda su marcha. En el parque del castillo un grupo de sicarios espera la llegada de Banquo. Este aparece con su hijo Fleancio a quien hace partícipe de sus presentimientos. Los sicarios se abalanzan sobre él, pero el hijo logra ponerse a salvo. Con la llegada de Macbeth, se dispersa el aquelarre. Para responder a sus preguntas, las brujas convocan a una cohorte de diversas apariciones. Estas anuncian a Macbeth que tenga cuidado con Macduff y le tranquilizan al asegurarle que ningún ser nacido de mujer podrá acabar con él. Será, además, invencible hasta que no se ponga en marcha el bosque de Birnam. Aunque vuelven a vaticinar que los sucesores de Banquo acabarán reinando en Escocia. En la sala principal del castillo se celebra una brillante fiesta donde los Macbeth son aclamados como reyes de Escocia. Lady Macbeth entona un solemne brindis en honor de los presentes. Uno de los sicarios informa a Macbeth de que sus órdenes han sido llevadas a cabo. Macbeth se desmaya. Al recobrar el sentido se encuentra con la esposa a la que participa todo lo que escuchó por boca de las brujas. Lady Macbeth incita al esposo a que mantenga su poder a costa de cualquier sacrificio. Macbeth lamenta ostentosamente la ausencia de Banquo y decide ocupar su asiento en la mesa del banquete. Es entonces cuando ve el fantasma de Banquo ocupando el lugar. Lady Macbeth intenta calmarlo y dar una explicación a los invitados perplejos. Macduff comienza a sospechar por lo que decide exiliarse. Macbeth se calma un momento, pero es fugaz el alivio: el fantasma de Banquo reaparece más amenazador aún. Mientras los presentes se preguntan con estupor sobre lo que ocurre, Macbeth decide volver al bosque de las brujas para interrogarlas de nuevo. "DUP*7 Al borde del bosque de Birnam, un grupo de refugiados escoceses se lamenta del estado que se halla su oprimida patria. Macduff, por su lado, llora la muerte de su esposa e hijos, asesinados por Macbeth. El hijo de Duncan, Malcolm, se presenta al frente de un ejército inglés con el que ha de atacar al tirano Macbeth. Pide a todos que se camuflen entre las ramas del bosque de Birnam y consuela a Macduff asegurándole que será vengado. "DUP*** Alrededor de un caldero humeante las brujas bailan una danza infernal. Sus encan En sus habitaciones del castillo, Lady Macbeth sufre una crisis de sonambulismo. Sus remordimientos le han llevado a ese estado de desvelo y locura. Vigilada por su dama de compañía y su médico, no encuentra agua suficiente capaz de limpiar sus manos que ve continuamente cubiertas de sangre. En su delirio, acaba confesando sus iniquidades ante la aterrorizada presencia del médico y sirvienta. te de Lady Macbeth, considera la futilidad de la vida que no es otra cosa que el relato de un pobre idiota. Se le anuncia que el bosque de Birnam se ha puesto en marcha y al frente de sus soldados Macbeth se lanza a la batalla. Pronto, en un cuerpo a cuerpo, Macbeth se enfrenta a Macduff. Este, en el curso de la lucha, le dice que él no ha nacido de cuerpo de mujer sino que ha sido arrancado de las entrañas de su madre, por cesárea. Macbeth recuerda la profecía de la brujas y cae muerto por la espada de Macduff. En otra sala del castillo, Macbeth se dispone a combatir a sus enemigos, pero en su fuero interno sólo tiene palabras de decepción ante una existencia que ha vivido sin piedad, respeto y amor. Cuando se le comunica la muer- Lograda la victoria, todos proclaman a Malcolm legítimo rey de Escocia. 1BSUJUVSBFYQFSJNFOUBM "SUVSP3FWFSUFS Macbeth –o Macbetto- supone el primer acercamiento práctico de Verdi a la obra de Shakespeare, un dramaturgo al que admiraba y enormemente y admiró hasta el final de sus días. No olvidemos que sus dos últimas obras maestras, Otello y Falstaff, tienen en la literatura del inglés su fuente de inspiración directa. Es frecuente ver los nombres de estos dos grandes artistas, el dramaturgo y el compositor, juntos cuando se habla de afinidades y cuando se quiere ejemplificar la asunción que una música hace de un texto teatral; de la letra y del espíritu de una obra escénica pretérita. Para el italiano las creaciones Shakespeare constituían una auténtica obsesión desde su juventud. La idea de poner música a El Rey Lear nació en él allá por 1843, aunque acometiera primero la puesta en música de este Macbeth del que hoy hablamos. Del amor que profesaba al dramaturgo da muestra esta frase a Escudier: “Es mi poeta favorito, lo he tenido en mis manos desde mi primera juventud y lo he leído y releído constantemente”. Pese a ello, Lear no llegaría nunca a ser una ópera; sólo meros esbozos. Pero volvamos a Macbeth. Obra original, que abre un lenguaje nuevo, plasmado en un recitativo melódico de corte extremadamente dramático que no impide el desarrollo de un neobelcantismo de la mejor ley. En todo caso, estamos ante una de las óperas más complejas de su autor. No llega a ser todavía una obra maestra, pues hay en ella desigualdades, alguna banalidad e incoherencias, pero sirve en muchos casos de manera ejemplar, con un lenguaje novedoso y altamente expresivo, el discurso dramático de Shakespeare. Digamos antes de continuar a fin de centrar los datos temporales, que el estreno tuvo lugar en La Pergola de Florencia el 14 de marzo de 1847. Verdi preparó para París una revisión de bastante calado que se presentó en el Teatro Imperial el 21 de abril de 1865. )JTUPSJB Fue una ópera de larga gestación. El músico, agotado tras Attila, hubo de descansar durante varios meses y posponer un proyectado viaje a Londres. Mientras se reponía llegó a un acuerdo con el empresario de la Pergola, Alessandro Lanari. Estudiaba la adaptación de distintas obras literarias, entre ellas Die Räuber de Schiller y la que tratamos de Shakespeare. La primera, inicialmente preferida, daría lugar a I masnadieri, que habría de estrenarse en Londres unos meses después. La segunda, elegida por último, había sido ya transformada en libreto en prosa por el propio Verdi, que encargó a Piave, uno de sus habituales colaboradores, la versificación. El que Verdi eligiera ese tema de su autor preferido pudo deberse a varias razones. Hay que tener en cuenta que lo fantástico o lo sobrenatural –aspectos que se da cita en Macbeth- estaban de moda en Europa después de la aparición en Italia de óperas alemanas como Der Freischütz de Weber (Florencia, 1843), Der Vampir de Marschner, Der Wildschütz de Lortzing o Roberto el Diablo de Meyerbeer (Florencia, 1840). Y, en conexión con Shakespeare, Amleto de Buzzola (Florencia, 1848). Aparte de los textos de Los bandidos y de Macbeth, el compositor había estudiado algún otro, como Der Ahnfrau de Grillparzer. No es baladí, por otro lado, un dato aparentemente superfluo como el de que para la nueva obra Verdi supiera con antelación que no podría contar con el tenor Gaetano Fraschini, uno de sus preferidos. de Middleton: canciones y pequeñas piezas alusivas (al estilo de las de Purcell), o las posteriores de Davenant, con música escrita por Locke o Eccles. En 1770 Boyce recopiló las canciones escritas por el bajo Richard Leveridge, que en 1785 llegaron a atribuirse a Purcell, Una de las más conocidas, The Witch (La bruja), fue seguramente conocida en Italia poco antes de que Verdi compusiera su ópera. Otros muchos compositores se acercaron, de distinta manera al tema. Solamente expondremos los nombres de Spohr, Lagoanere, Milhaud y Walton. Y, en la parcela sinfónica, habría que mencionar al menos a Pearsall, Pierson, Smetana, Strauss y Malipiero. Sobre el teclado dejaron su impronta Schumann y Grieg. Debemos señalar, antes de seguir adelante, que el tema de Macbeth no era nada nuevo para la escena; y que antes y después del de Verdi aparecieron otros frutos líricos, en algún caso estimables. Entre las creaciones precedentes, en primer término, dos pantomimas: Vida y muerte del rey Macbeth de F. Aspelmayr (Viena, 1777) y Las hermanas extrañas de J. Whitaker (Londres, 1819). Luego, diversas óperas propiamente dichas: Macbeth de Hippolyte Chélard, con libreto de Rouget de Lisle (París, 1827) y Macbeth de Piccinni (París, 1829). Posteriores hay varias: Macbeth de Wilhelm Taubert (Berlín, 1857), Bjorn de Lauro Rossi, que traslada la acción a Noruega (Londres, 1877), Macbeth de Ernst Bloch (París, 1910). Se tiene noticia asimismo de un sketch para coro de brujas de Beethoven, que Nottebohm apunta en Zweiter Beethoveniana (Leipzig, 188/), como parte de un nonato proyecto operístico sobre libreto de Collin. Shakespeare, mal conocido y mal traducido en Italia, había, como se ha explicado, atraído la atención de Verdi desde muy antiguo. Probablemente el compositor manejó las versiones de sus dramas debidas a Michele Leoni, Carlo Rusconi o Giulio Carcano (1848); todas ellas deficientes e incompletas. Pudo consultar la traducción francesa del hijo de Victor Hugo. Indudablemente debió de ayudarle Giuseppina, su amante primero y esposa después. Por supuesto que a la hora de llevar a la escena la tragedia y de preparar el libreto definitivo fue necesario, con la ayuda de Piave y de Maffei, resumir, reducir, condensar y prescindir de personajes, cosa habitual cuando se trata de convertir en ópera una historia literaria o teatral. 1SPQ§TJUPT El asunto dio además origen a distintas músicas incidentales, la mayoría surgidas en el momento del estreno de la tragedia, con las adiciones En ese trabajo es posible que le fueran de gran ayuda al músico las consideraciones verti das por August Wilhelm Schlegel en su Curso impresionantes y terroríficas son las reseñadas como claves para Schlegel y para Verdi y su libretista: muerte de Duncan (fuera de la escena), la fantasmal daga que flota ante los ojos de Macbeth, la visión del fantasma de Banquo en la fiesta, la nocturnal entrada de Lady Macbeth en estado de sonambulismo... de lecturas sobre arte dramático y literatura, que aportaba ideas básicas sobre la obra de Shakespeare. En el sentido, por ejemplo, de que las brujas son una proyección de la tradición popular. O de que Macbeth es un noble pero ambicioso héroe, a quien debemos compadecer de alguna manera. Lady Macbeth, según ello, es la autén- Verdi quiso hacer algo nuevo, distinto, unitario, de extremada concisión dramática y en buena parte lo consiguió: “una ópera experimental”, en palabras de Degrada, un drama a lo Séne- tica culpable de todo, mientras su marido todavía encuentra al final tiempo de morir como un héroe en el campo de batalla. Las escenas más sos y crueles pero dubitativos y para ello cuajó la partitura de minuciosas anotaciones (voce cupa, soffocata, sotto voce, voce spiegata, tutta forza, con slancio, etc), que modelan adecuadamente la expresión, aunque en bastantes ocasiones los resultados sean inferiores a las pretensiones y la inspiración no se consiga por igual. Falta, como apunta Mila, esa vibración humana, ese amor que anima el arte del mejor Verdi. En esta ópera los personajes se mueven y sufren en una pasión que es su propia encarnación, pero están cerrados al amor y al dolor. Pero Macbeth, pese a sus carencias, a sus artificios, a sus irregularidades es una obra apasionante en la que, incluso, encontramos páginas de enorme contenido emotivo y musical; como el aria La luce langue, del segundo acto, que no figuraba, en efecto, en la partitura primitiva y que constituye un modelo de libre y original discurso, que une un desarrollo magistral, con un recitativo acompañado maravilloso, a un despliegue vocal de altos vuelos. O la famosa escena del sonambulismo del principio del cuarto acto, un número delicadísimo y onírico de notable dificultad de ejecución para la soprano protagonista. Son, por supuesto, de excelente factura los grandes finales de los actos primero y segundo, brillantes y tópicos, más el primero que el segundo, en la mejor tradición del Verdi guerrero, el coro de los prófugos escoceses y el himno de la victoria que cierra la ópera. ca releído según los esquemas culturales de moda para unir el mundo de las brujas a las creencias contemporáneas y a las tradiciones populares, fabricando una metáfora horrible y grandiosa de la conciencia atormentada del protagonista. Una especie de intuitiva y sui generis Gesamtkuntswerk wagneriana. Se establece la unión entre canto, declamación, parlato, gesto escénico y se plantean nuevas relaciones entre música y drama. Tenemos aquí la búsqueda del nuevo ideal: “La palabra escénica”. No hay duda –y lo dicho es una prueba másde que Verdi supo extraer del original shakespeareano lo más substancial para la construcción de una obra en la que puso especial interés y cuidado: “Para ti este Macbeth, ópera que tengo en más alta estima que otras mías”, escribió en la dedicatoria a su viejo maestro Antonio Barezzi. Además de los factores relacionados con lo fantasmagórico o lo sobrenatural, le atraía el estudio de dos caracteres tan atribulados y complejos como los de Macbeth y su mujer. El primer aspecto aparece representado por las brujas –muchas más de tres-, descritas, como todo lo que las rodea, con una escritura musical eficaz, aunque un tanto primaria y pueril a veces, en una búsqueda de una imposible mezcla de lo burdo y lo sublime, que no siempre es convincente y puede resultar tópico. El segundo sirve a Verdi para realizar lo que él llamaba un estudio anímico de esas dos figuras centrales, en una clara voluntad de alejarse de lo que hasta entonces había venido siendo en sus óperas un espectáculo teatral ilustrado. "TQFDUPTUPOBMFT Las brujas aparecen en dos momentos clave, en el primero y en el tercer acto, un elemento que contribuye a establecer la simetría interna El músico de Le Roncole deseaba profundizar en las psicologías de esos dos seres ambicio La figura de Macbeth está asociada a la secuencia fa mayor-fa menor, mientras que la de la mayor-menor se conecta con Escocia, su trono, el rey o el pueblo, lo que demuestra la importancia que para el compositor tenía en esa segunda etapa la idea de nación por encima de la figura singular del protagonista. Además de la relevancia fundamental de esa tonalidad de fa mayor en la obra, sobre la que se enfatiza sobremanera (preludios de apertura de los actos I y II, los Finale de los actos II y III y los dúos del primer acto, Due vaticini y Fatal mia donna), hay que añadir, subraya Martin Chusid, en la versión del 65, el nuevo énfasis que se da a la mayor: coros de apertura de los actos I y IV, Finale del acto IV. Y se prepara “magnéticamente” al auditor para los nue- de la obra, que propone un estructura ternaria de cada uno de los cuatro actos, con escenas estratégicamente distribuidas, algo que otorga aún mayor solidez a la versión para París de 1865, que es la que se suele interpretar hoy en día, y que establece un cuadro de tonalidades muy bien pensado. Al comienzo del acto II, la nueva aria de Lady Macbeth, la mencionada La luce langue, en mi mayor, siguiendo al preludio en fa mayor, promueve una secuencia tonal (fa-mi) paralela a la que se emplea en el segundo Finale, en la escena del banquete. Como resultado del nuevo dúo final, Ora di morte e di vendetta, en fa, esa misma tonalidad forja la versión revisada del acto III, aunque ahora en orden inverso. vos acentos sobre ese la del acto cuarto otorgando relieve en los dos actos precedentes a mi, dominante de la. Un rasgo técnico que avala el conocimiento del compositor y demuestra su instinto operístico es el empleo de una gigantesca variación en torno a la célula de un semitono, que encontramos hábilmente aplicada en numerosas ocasiones. Por ejemplo, en las primeras palabras pronunciadas por las brujas, Che facesti? O en ese angustioso Tutto è finito de Macbeth –con voce soffocata e lento- tras dar muerte a Duncan y que aparece a veces en su inversión. Si hablamos de elementos utilizados a guisa de células temáticas o referencias temáticas recordemos las escalas de fusas conectadas con el crimen: preludio o comienzo de la escena del sonambulismo, por ejemplo. Importante es el uso del cromatismo, mediante el que se propone una distorsión expresionista de las funciones tonales y que condiciona las relaciones de la voz con la orquesta, creando, con la bien elegida y siniestra tímbrica, una ambigüedad más conforme a la aridez seca y triste del choque explosivo, de la descarga eléctrica propia de Shakespeare, que de la estética romántica en sentido estricto. farrias, atravesadas por rápidas figuraciones de las maderas, con el piccolo en primer plano. En tercer lugar aparece punteado un juego de semicorcheas paralelas conformando un tejido polifónico a dos voces que reaparecerá en la escena del sonambulismo y que es cruzado por una nueva batería de metales, lo que conduce a la cuarta sección, una melodía implorante, antecedente claro de la que protagoniza el preludio de La Traviata, sostenida por el arpa, dolcissimo. La quinta parte es una urgente progresión en tutti, que parece anunciar el espanto que está por venir. Finalmente, llegamos, tras un largo silencio, a una repetición de la triste melodía en una instrumentación más ligera. Trinos de mal auspicio preceden a un cierre que deja todo en suspenso. La verdad es que la aparición de las brujas produce una cierta perplejidad tras ese preludio tan climático. Es muy banal el tratamiento que Verdi da aquí a lo fantástico. Aunque no cabe descartar que la banalidad sea buscada. Son tres grupos que se reparten en la escena y que siguen un canto acompasado y alternado. Leclercq apunta sagazmente una conexión con ciertas músicas de Rossini y con las “evocaciones sulfurosas” de la Sinfonía Fantástica de Berlioz, editada en 1845. Y no hay duda de que Verdi recuperará este colorido orquestal para la secuencia de la tempestad de Rigoletto. 1JOUVSBBMBHVBGVFSUF Es básico para establecer las coordenadas temáticas y atmosféricas de la obra estudiar algo detenidamente el breve preludio del primer acto, que puede dividirse, y en eso seguimos parcialmente a Leclercq, en seis secciones. Los primeros diez compases contienen una escala bulliciosa que parte del reposo y se instala sobre la dominante de do. Unos trinos más bien vulgares insinúan el misterio. El segundo segmento viene constituido por un declamatorio forte de las fan- -BTDJNBTEFMESBNB Hay una serie de escenas, de secuencias, de momentos que marcan la grandeza de la obra y establecen su categoría de partitura hasta cierto solapan. Frente al canto spianato de él, las ágiles exclamaciones de ella. Rompe la tercera sección en Allegro, 6/8, Il pugnal là riportate, donde la Lady intenta recuperar el equilibrio y hacer desaparecer las huellas del crimen. El diálogo es abrupto y con él se mezclan, de repente, los golpes sordos en la puerta del castillo, que recuerdan a muchos, lógicamente, los del Comendador en la penúltima escena de Don Giovanni de Mozart. Las dos voces se entrecruzan y persiguen en un Presto alla breve, Vien altrove, ogni sospetto, envueltas en el terror y la angustia, casi fuera de sí. La escena concluye en pianísimo, insensibilmente ed allargando. punto rompedora, nueva, original. Por ejemplo, el dúo, arriba enunciado, Fatal, mia donna, que comienza justamente tras pronunciar Macbeth la frase más atrás citada, Tuttto è finito. Sobre el susurro de la célula de un semitono, que antes señalábamos como fundamental en el desarrollo de la ópera, se inicia este impresionante fragmento, en compás de 4/4, que debe ser dicho por los dos cantantes, como pide Verdi, sotto voce y muy sombríamente a excepción de unas pequeñas frases en las que se exige voz desplegada. Francesco Degrada pone mucho énfasis en señalar el estilo de canto, verdaderamente declamado, en un proceso muy realista de enunciar la palabra siguiendo un juego de medias tintas vocales, lo que provoca a su vez un empleo extremadamente selectivo de la orquestación: sordinas, maderas a media voz, timbales discretos… La conducta vocal de ambos cantantes va divergiendo poco a poco en el servicio a una melodía móvil y progresiva, que avanza sin desmayo. Macbeth, noble y expresivamente, expone sus cuitas, mientras su esposa se muestra a cada paso más nerviosa y agitada, lo que se marca muy bien en su escritura cuajada por momentos de agilidades y anotada leggera. Otro fragmento singular, que exige la participación de una soprano de enormes facultades vocales y dramáticas, es la famosa escena del sonambulismo, Una macchia… e che tuttora, un número capital, ya que muestra el terror, el remordimiento, la locura, la vigilia inacabable, la derrota y la desolación, todo a la vez, gracias a una escritura magistral. Hasta seis partes pueden establecerse en esta página, en la que, según Leclercq, Verdi logra por primera vez en el tratamiento de una gran aria la fusión de la forma estrófica con una más continua, durchkomponiert, de una aplastante modernidad. Las estrofas en la tonalidad general de re bemol mayor tienen un tratamiento individual. No poseen la misma duración musical, pero utilizan una fórmula tipo en el acompañamiento. Entre unas y otras se establece una separación marcada por la intervención de dos personajes secundarios, el ama y el médico, que hablan del estado terminal de la dama. Tras este doble monólogo de incomunicados, sobreviene la segunda parte del número, Allor questa voce, Andantino, 3/8, en la que Macbeth revive las palabras de las brujas y sus negros presagios, con el concurso otra vez de la célula de un semitono. Se abre un diálogo muy moderno, en el que la Lady, fingiendo una fuerza que en realidad no posee, afirma su seguridad en el proceso acometido. Dos líneas melódicas se cruzan y se Para Gabriele Baldini esta escena es una de las más originales. Es, como otras partes de la que inaugura la frase de Macbeth Finchè appelli, silenti m’attendete. obra, un fragmento de misterio y suspensión, en donde retorna la bella frase desconsolada de los arcos que se anunciaba, como hemos visto, en el Preludio. La soprano hace su aparición en un andante sostenuto enunciando una curiosa frase que tiene algo de burlón. La obstinación con la que se presenta una y otra vez en vientos y cuerdas subraya ese aspecto sorprendentemente irónico; pero, es, mantiene el citado estudioso, una ironía surreal, como suspendida. Lady Macbeth canta este arioso como ida, ausente, lo que contrasta con el aparente significado de la música; de ahí el sentido trágico que envuelve a esta secuencia singular. Sin embargo, puede decirse que la página tiene más de aria de bravura que de abandono y, en todo caso, va mucho más allá de cualquier convención. La atmósfera suspensiva se desvanece al tiempo que la cantante ha de emitir, en pianísimo, un re bemol agudo, en un fil di voce. Una proeza que pocas aciertan a realizar. De las sopranos de la era moderna, solamente Callas ha cumplimentado esa exigencia con éxito. Tras una breve y nueva intervención delle streghe, poco più lento, sobreviene un andante maestoso y ellas mismas introducen la primera de las apariciones, realizada bajo un tema que establece una sorprendente combinación de dos oboes, dos fagotes, un contrafagot y, he ahí la novedad, seis clarinetes. Macbeth reacciona con expresivos declamados envueltos en unos efectos sonoros que, en algún instante, pueden recordar, es verdad que lejanamente, a la lúgubre atmósfera de la Cañada del Lobo de Der Freischütz. El incesante desfile de imágenes va reforzada por las oportunas modulaciones, a medida que van surgiendo los ocho reyes. Anotemos la admirable orquestación, con los vientos como protagonistas, en el punto en el que Macbeth pronuncia las palabras La caldaia è sparita y se escucha el sonido de una cornamusa al tiempo que aparecen los escoceses con el fantasma de Banquo. Una página, dice Baldini, que otorga todo el sentido de “misterio fumoso y de suspensión de la realidad”. Las exclamaciones de Macbeth explotan en un grito (Muori, fatal progenie!) sobre la incesante repetición del ritmo de las brujas –dos semicorcheas-corchea- y alcanzan su cénit en un expansivo dibujo melódico (Ah! … che non hai tu vita!) que concluye en progresivo impulso cadencial que lleva a la música a la calma. La escena se remata con un coro de espíritus danzantes, allegretto de muy ligeras hechuras. Los musicólogos ensalzan habitualmente la construcción y orquestación, el clima del tercer acto, en el que se aprecia el genio de un compositor que, en cierto modo, todavía estaba aprendiendo y buscando caminos de perfección. La primera escena está considerablemente alterada en la versión de 1865 respecto a la de 1847. Y no solamente por la presencia del ballet, que se suele dar pocas veces. La música inicial, tempestuosa y agitada, allegro vivacissimo, marca el regreso de Macbeth a las brujas. El vals subsiguiente tiene mucho de macabro y, en una atmósfera similar, encaja perfectamente. Escena de las apariciones, Contraste vívido con la escena y dúo subsiguiente entre Macbeth y su esposa, que es una solución adoptada para la segunda versión. En la primera Verdi había escrito una cabaletta, Vada in fiamme e in polve cada/l’alta rocca di Macduffo, pero luego la rechazó por considerar que no encajaba con la entraña dramática del momento, aunque aisladamente pudiera tener valor. El dúo sustitutivo posee fuerza, es conciso, febril, tenso e intenso. Las dos voces han de cantar nerviosamente. La página se inicia con un recitativo, en el que Macbeth da cuenta de la experiencia vivida. Se escuchan tres secciones consecutivas. En la primera, allegro assai, en fa menor (Ora di morte) las dos voces se van alternando en intervalos de dos compases, sostenidos por ritmos punteados. La exclamación Vendetta!, por tres veces, cierra esa sección inicial. La segunda, en si bemol mayor, Poco ritenuto, sobre las mismas palabras, las dos voces cantan paralelamente en pianísimo. Con voz retenida, indica Verdi. La tercera (L’impresa compier) retoma al fa menor y el tempo agitado y culmina en un estruendoso do 5 de la soprano. es inmediato: voces solas (O, gran Dio, che n’e cor penetri), en alternancia con las del grupo coral, que repite las mismas palabras. Un pasaje en pianísimo que entusiasmaba a Francis Toye. Enseguida el grandioso L’ira tua formidabili è pronta, que marca, como señala con ingenio Osborne, un swinging, un balanceo verdaderamente singular. El número concluye en un allegro tutta forza (Sul primo uccisor), un remate colosal con la exclamación postrera Gran Dio! Queremos destacar también la escena protagonizada por el coro de prófugos escoceses, con la que da comienzo el cuarto acto, escrita de nuevo cuño, casi totalmente, para París. Es un andante doloroso que no deja de tener su valor musical y que mantiene un acompañamiento por semitonos descendentes que subraya esa actitud. Indicaciones de come un lamento, tristissimo, dolente o morendo nos dan la clave expresiva. Antes del exultante y patriótico coro conclusivo del cuadro se abre el espacio para el aria de tenor, una bella y clásica página, Ah, la paterna mano, que exige una buena línea de canto y una “expresión melancólica”, la propia de alguien que llora la muerte de sus hijos. El final es quizá uno de los números más flojos, una cabaletta, allegro maestoso, “con entusiasmo”, llamando a las armas, en la que campanean las voces de Macduff y Malcolm, el hijo del rey asesinado. (SBOEFTDPODFSUBUJ Se ha hablado, y bien, repetidamente, de la orquestación, pero hay que resaltar también el magnífico tratamiento dado a los coros, de los que tenemos buenas muestras en la variedad de números destinados a las brujas, y la planificación soberana de los grandes concertati. Por ejemplo, el que cierra el primer acto, tras la noticia de la muerte del rey, Schiudi, inferno, un adagio que ha de sonar fortissimo y en el que solistas y coro han de mostrar, pide Verdi, stupore universal, coronado en su primera parte por todo lo alto, nada menos que con un do 5 de Lady Macbeth, que ha de campanear sobre los conjuntos. El contraste Unas palabras para referirnos por último al final de la ópera. Verdi decidió, en contra de su costumbre, colocar una fuga en la secuencia de la batalla, redactada de nuevo cuño para París. El compositor estimó en este caso, sin embargo, que tal forma musical “podía convenir” gracias al juego establecido entre sujetos y contrasujetos y al choque de disonancias. Con todo el pasaje no es especialmente afortunado para Degrada por lo problemático que resulta rendir una audición clara en su combinación con las voces de Macbeth y Macduff. Pero deja vía libra para el grito de la victoria y la “progresiva expansión del tema coral de las féminas en una frase legata e dolce, que rinde casi visualmente el sentimiento de liberación de la opresión y de elevación hacia un horizonte más libre y más sereno”. -PTUJQPTWPDBMFT La interpretación de la ópera es enormemente dificultosa. Los dos cantantes principales en Florencia fueron el barítono Felice Varesi y la soprano Marianna Barbieri-Nini. La labor de ensayos fue extensa y exigente. La soprano contaba que la mencionaba escena el sonambulismo le había llevado cerca de tres meses de ensayos: “de la mañana a la tarde intentaba imitar a los que hablan durmiendo, que articulan palabras, como me decía Verdi, sin casi mover los labios, mento ha de unir una flexibilidad y facilidad para la coloratura propia de una lírico-ligera. Un canto extremadamente exigente, que sólo sopranos muy duchas han podido vencer con desahogo. Estamos ante uno de los personajes femeninos más apasionantes del músico; pocas lo han cumplimentado como se debe. La Tadolini, prevista en un principio, fue rechazada porque “cantaba demasiado bien” y finalmente fue Marianna Barbieri-Nini, que había creado Lucrezia y crearía de inmediato la Medora de Il corsaro, la elegida por Verdi. Vieni t’afretta, cuajada de virtuosismos, La luce langue y sobre todo la extensa escena del sonambulismo, estudiada más arriba, son tres de las arias más difíciles para una soprano de este tipo, propio de una falcon con agilidades o de una voz tan singular y un temperamento tan talentoso como el de Maria Callas. Un carácter vocal que ya no volvería a aparecer en la obra verdiana, a no ser, si se quiere, en la parte de Elena de Les vêpres siciliennes. dejando inmóvil las otras partes del rostro, incluyendo los ojos.” El mismo día del estreno el exigente compositor hizo vestirse a los dos cantantes para ensayar de nuevo con el piano poco antes de salir a escena. El personaje de Macbeth es probablemente el más dramático escrito por Verdi para un barítono. El manejo de un lenguaje a veces musitado, de un canto variado y coloreado al máximo, necesitan desde luego de un artista de primera fila, de un actor, de un fraseador consumado, revestido además de un timbre a ser posible oscuro, de un instrumento denso y fornido, de un caudal importante. En ciertos aspectos anticipa la línea de algunas partes de los barítonos de mayor carácter del compositor, como Rigoletto, Amonasro, Carlos de Vargas o Renato; y avanza algunas de las maneras de figuras wagnerianas, así Sachs o, salvando muchas distancias, Wotan. Puesto que, hay que insistir, estamos ante una personalidad decididamente dramática, e incluso heroica dentro de la literatura verdiana. El atribulado y nervioso Macbeth es un hombre en permanente contradicción, lleno de remordimientos y a merced de su ambiciosa y convincente esposa. Sin embargo, ha de cantar, con línea y legato adecuados, la hermosa página Pietà, rispetto, amore. Y, naturalmente, apretarse los machos en la escena de las apariciones del comienzo del tercer acto. No hay mucho que decir de las demás voces protagonistas, en realidad, dos, la del tenor Macduff y la del bajo Banquo. El primero, creado en 1847 por Angelo Brunacci, ha de mostrar su línea en el aria del cuarto acto y mantener la afinación en los pasajes a cappella del finale del primero. Tenor lírico. El segundo, cantado en Florencia por Nicola Benedetti, goza de otra página a solo, un aria, Come dal ciel precipita, poco antes de caer asesinado, que es una de las mejores que el compositor escribió para la cuerda. Redactada en dos partes, sin da capo, muestra bien el ánimo tembloroso del personaje, que se sabe acechado y quiere ante todo salvar a su hijo. Ha de ser coronada por un Lady Macbeth, mujer ambiciosa, insinuante, calculadora y sanguinaria, que es quien mueve los hilos de la trama y la que “obliga” a su marido a cometer los asesinatos en ese largo deambular nocturnal en pos del poder, requiere asimismo una voz de recio dramatismo. Es una dramática de agilidad, ya que a la amplitud, a la dimensión de su instru – robusto fa agudo. Una página que, según descubrió Degrada, se añadió a la partitura poco antes del estreno florentino y que cumple un papel dramático-estructural. El texto es de Andrea Maffei. Pide un sólido bajo cantante. Francis Toye: Giuseppe Verdi. Vintage Books. Nueva York. 1946. – Charles Osborne The Complete Operas de Verdi. Victor Gollancz Ltd. Londres. 1969. – #JCMJPHSBG­B Massimo MIla: El arte de Verdi. Alianza Música. Masdrid. 1990. – Fernand Leclercq: Macbeth. Guide des Opéras de Verdi. Fayard. París. 1990. – – Francesco Degrada: Macbeth. L’Avant Scéne, nº 40. París. 1982. – – VVAA: Macbeth. A Sourcebook. Edición David Rosen y Andrew Porter. Cambridge University Press. Nueva York. 1984. Gabriele Baldini. Abitare la battaglia. Garzanti. Milán. 1983. Franco Abbiati: Giuseppe Verdi. 4 Vol. Milán. 1959 – Partitura Macbeth: Kalmus Voical Scores. Nueva York 5IFQFSGFDUBNFSJDBO 1IJMJQ(MBTT &453&/0.6/%*"-&/$"3(0%&-5&"5303&"-:-"&/(-*4)/"5*0/"-01&3"%&-0/%3&4 Director musical: Dennis Russel Davies Director de escena: Phelim McDermott Escenógrafo y figurinista: Dan Potra Coreógrafo: Ben Wright Vídeo: 59 Producctions Director del coro: Andrés Máspero Walt Disney: Christopher Purves Roy: David Pittsinger Dantine: Por determinar Hazel George: Janis Kelly Lillían Disney: Marie McLaughlin Sharon: Sarah Tynan Lucy: Nazan Friket Andy Warhol: John Easterlin Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Enero: 22, 24, 27, 30 / Febrero: 1, 3, 4, 6 20:00 horas; domingos, 18:00 horas #SFWFBQSPYJNBDJ§OB QIJMJQHMBTT Boulanger. En Francia, inició un periodo de trabajo muy estrecho con Ravi Shankar, época muy importante para el devenir de su peculiar estilo. En 1966 viajo a la India, donde se hizo budista. Con ocasión del estreno mundial de la ópera The perfect american de Philip Glass en el Teatro Real, basada en la figura de Walt Disney, les proponemos un breve esbozo del autor. Philip Glass (Baltimore, 31 de enero de 1937), compositor estadounidense de música minimalista. Alumno de la famosa escuela Juilliard, donde fue alumno de Darius Milhaud. Posteriormente estudio en Paris con Nadia A su vuelta a Nueva York, en 1967, empezó a escribir piezas en modo muy austero, dejando atrás y olvidando sus composiciones anteriores. Gama en colaboración con Wilson, encargo de la Comissao Nacional para a Comemoraçao dos Descobrimentos Portugueses (EXPO´98) y que coproducida por la Fundación Teatro Real, se representó en el Teatro Real de Madrid (Corvo branco) en noviembre de 1998, durante seis representaciones. Según la autora del libreto, Luisa Costa Gomes, en el programa editado por el Teatro Real de Madrid, “la obra no busca ningún rigor histórico. Antes al contrario, busca hacer una reflexión abierta sobre la propia noción de descubrimiento”. “Personaje difícilmente clasificable, cofundador del minimalismo, colaborador de célebres estrellas del pop y prolífico operista”, según la expresión empleada por el escritor y compositor José Manuel Berea, en un excelente artículo, que recomendamos, así como el citado programa con otros artículos, para aquellos que quieran conocer más sobre la obra de Glass, publicado en el citado programa del Teatro Real. En 1968, formó su propio grupo musical el Philip Glass Ensemble, en el que incluyó órganos eléctricos, sintetizadores, flautas, saxofón y voces. Philip Glass ha compuesto más de 20 operas, nueve sinfonías, conciertos para violín, piano, saxofón y orquesta y numerosas colaboraciones con el mundo del cine, (música para La bella y la bestia de Jean Cocteau, Las horas, Notes on a scandal, Kundun, etc.) que le valieron varias nominaciones a los premios Oscar y Bafta). El primer reconocimiento a su obra lo logró con su ópera Einstein on the beach, un alegato antinuclear, que fue estrenado en España en el Liceu de Barcelona, y representada en Madrid en octubre de 1992, en el Teatro de la Vaguada. Con esta obra comenzó su colaboración con el director escénico Robert Wilson. A principios de los noventa Glass, acometió dos importantes proyectos, uno sobre Cristobal Colón, encargo del MET, y el segundo sobre los descubrimientos de Vasco de $PT®GBOUVUUF 8PMGHBOH"NBE±.P[BSU /6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"- $PQSPEVDDJ§ODPOFM5I±·USF-B.POOBJF%F.VOUEF#SVTFMBT Director musical: Sylvain Cambreling (23, 26, 28, 2, 4, 6, 9) Till Drömann (12, 15, 17) Director de escena: Michael Haneke Escenógrafo: Christoph Kanter Iluminador: Urs Schönebaum Director del coro: Andrés Máspero Fortepiano (continuo): Eugéne Michelangeli Fiordiligi: Annett Fritsch Dorabella: Por determinar Ferrando: Juan Francisco Gatell Guglielmo: Andreas Wolf Despina: Kerstin Avemo Don Alfonso: William Shimell Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Febrero: 23, 26, 28 / Marzo: 2, 4, 6, 9, 12, 15, 17 19:00 horas; domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP $PT®GBOUVUUF"T­IBDFOUPEBT 'FSOBOEP'SBHB pues, aparecen con el uniforme militar endosado. La despedida es emocionante, aunque parten hacia la batalla con la serenidad propia del buen soldado. Las parejas se intercambian tiernos y prolongados abrazos antes de que ellos embarquen rumbo a la aventura. Don Alfonso y las dos muchachas les desean una feliz travesía. A solas el viejo filósofo se regocija de su futuro triunfo. La acción transcurre en Nápoles.en el siglo XVIII. "DUP* En un café napolitano dos oficiales, Guglielmo y Ferrando, hablan con el viejo filósofo Don Alfonso sobre el amor. Los dos muchachos aman respectivamente a Fiordiligi y Dorabella vanagloriándose de su fidelidad. Escéptico, Don Alfonso asegura que la fidelidad de las mujeres es como el ave Fénix que todo el mundo habla de ella pero jamás se la ha visto. Primero irritados, luego más conciliadores, los dos enamorados hacen una apuesta con el descreído viejo. Guglielmo y Ferrando aceptan las condiciones de Don Alfonso en el plan que éste destina a demostrar que las mujeres, si las circunstancias lo permiten, no son fieles. La escena se acaba en plan jocoso. Despina, la descarada criadita de las dos hermanas, se lamenta de lo poco interesante que es su vida laboral. Cuando entran sus amas en lamentable situación personal por la partida de sus amantes, la criada no puede evitar manifestarles sus cínicas concepciones: si pierden en la batalla a sus pretendientes les quedan con vida el resto de la humanidad masculina. Además, ante el peligro de que en la ausencia ellos le sean infieles, ellas tienen la oportunidad de ser libres para hacer lo mismo. La reacción de las dos muchachas es, desde luego, de noble y altisonante rechazo. Los jóvenes convencidos de que ganarán la apuesta; el viejo de que el vencedor será él. Don Alfonso, con dinero, ha sobornado a Despina para que le facilite las cosas. La criada accede, claro está, de buena gana, sin reconocer a Ferrando y Guglielmo que, disfrazados de albaneses, entran en la casa. Fiordiligi y Dorabella, percibidas de esa inesperada presencia, quieren echar a la calle a los intrusos. Estos se deshacen en palabras amorosas hacia las ellas. Fiordiligi les lanza un discurso donde se compara como una roca de invencible constancia. Guglielmo le replica alabando sus cualidades y En un jardín al borde del mar, en casa de Fiordiligi y Dorabella, las dos hermanas de Ferrara, contemplan con amoroso deleite las imágenes de sus pretendientes, un poco inquietas de pronto al comprobar que aún no se han presentado. En su lugar aparece bastante agitado Don Alfonso con una noticia que las derrumba. Una orden gubernativa convoca a los muchachos para que se incorporen al servicio militar. Los dos, mayor peligro. Ella elegiría al morenito, es decir, Guglielmo; Fiordiligi el rubito, o sea, Ferrando. Oportunamente, Don Alfonso les avisa de que en el jardín se ha montado un espectáculo en su honor. las de su compañero. Llenas de indignación, las dos muchachas se retiran a sus aposentos. Ferrando y Guglielmo creen completamente ganada su partida, pero Don Alfonso no les permite que canten victoria todavía. Queda todavía mucho por hacer. En efecto, los admiradores albaneses han montado una fiesta y acompañados de un grupo de músicos entonan una serenata, mientras cubren de flores a las dos jóvenes. Despina y Don Alfonso, ante la timidez de las homenajeadas, toman por ellas la palabra y aceptan la celebración. Fiordiligi se aleja paseando en compañía de Ferrando, dejando a solas a Guglielmo y Dorabella. Con edulcoradas palabras Guglielmo le hace entrega de una colgante que intercambia con la muchacha por el retrato que ella guardaba de Ferrando. Dorabella está, de hecho, prácticamente en el bote. El filósofo interroga a Despina acerca del estado de ánimo de sus señoras. La criadita que se burla de la actitud de aquellas se pone de parte de los albaneses. A Fiordiligi y Dorabella no les queda otro recurso que lamentarse de la situación. Sin novios, sin esperanzas de un pronto regreso, encima teniendo que soportar a esos individuos estrafalarios que las pretenden. Estos, de pronto, entran en un estado lamentable de agitación. Dado el rechazo de las muchachas han ingerido un potente veneno para que les libre de una vez por todas de tanto sufrimiento. A las llamadas de auxilio acude Despina disfrazada de doctor. Con un método aprendido de Mesmer logra salvar la vida a los infelices albaneses. Fiordiligi y Dorabella, un tanto enternecidas por los acontecimientos, rechazan no obstante besar a los muchachos volviendo a demostrar hacia ellos el mismo rechazo del principio. No es el caso de Fiordiligi que, indignada por los requiebros de Ferrando, entra precipitadamente sin querer escuchar más sus apasionadas expresiones de cariño. A solas, quisiera reunirse con su amado en el campo de batalla, renovándole sus promesas de amor. Ferrando y Guglielmo intercambian sus experiencias. Ferrando entra en un ataque de ira al ver en manos de su amigo su propio retrato, el que intercambió con Dorabella. Se lanza a volcar sus reproches y amargura, mientras Guglielmo se vanagloria de su conquista. Don Alfonso espera nuevos acontecimientos. "DUP** Despina, cínica como ninguna, mientras ayuda a sus señoras a acicalarse, elogia sin tapujos la frivolidad, dándoles una serie de consejos apropiados para que las señoras saquen provecho de la presente situación que están viviendo. Despina está contenta por la rendición de Dorabella. Entretanto Fiordiligi se sume en un mar de dudas. Para salir de las mismas decide viajar hasta donde se encuentra su prometido. Pero en esto vuelve Ferrando a atacar y Fiordiligi, derrotada, no tiene fuerzas para resistírsele. Dorabella es la primera en demostrar síntomas de deshielo. Se podrían divertir un rato, sin Ahora es Guglielmo es que estalla en improperios ante la deslealtad de Fiordiligi. Don Alfonso que ha ganado la apuesta, conciliador, le calma. Es el momento ahora apropiado para que las dos parejas formalicen ante notario su matrimonio. de las novias: mohínas y mudas parecen no disfru- Despina, exultante, organiza la celebración nupcial. Las dos parejas beben, felices y esperanzadas. Despina, ahora disfrazada de notario, formaliza la relación. Nada más acabada la misma, un coro militar que antes les despidió anuncia ahora el regreso de los dos prometidos. La situación es terrible. Las jóvenes ocultan a los albaneses. Guglielmo. Más muertas que vivas, Fiordiligi y Ferrando y Guglielmo aparecen con el uniforme militar. Están perplejos por el recibimiento ríen y aceptan sin más lo que ha pasado. Lo que tar del reencuentro. Uno de ellos descubre a Despina vestida de notario y ésta dice que viene de un baile de disfraces. Don Alfonso deja caer como si nada el contrato de bodas que es descubierto por Dorabella no aciertan a dar una explicación de sus conductas. Don Alfonso aclara la situación y hace que Ferrando y Guglielmo medio se disfracen de nuevo de albaneses. Es el momento en que todo se aclara. Las parejas vuelven a recomponerse y todo lo sucedido se asimila de buena manera. Todos sucederá después queda en el aire. 6OmOBMOPUBOGFMJ[ DPT®GBOUVUUF -VJT4V©±O de lo que tantos analistas han afirmado, sepa plegarlo como un guante a su música, salvar el vacío que aparentemente pudiera existir entre palabra y música. Es el mismo profesional impecable que estrenará a pesar de los pesares La clemenza di Tito al año siguiente, el de su muerte. En diciembre de 1789, Mozart le pide prestados cuatrocientos florines a un compañero de logia masónica que conoce su situación económica pues él mismo se la ha contado “con toda confianza”. Al mes siguiente, le promete, cobrará doscientos ducados por su nueva ópera y podrá saldar su deuda. A continuación le dice que no podrá verle al día siguiente pero que el jueves le invita –“a usted solo”- a ir a su casa, a las diez de la mañana, para asistir a un pequeño ensayo de la citada ópera. “Sólo he convidado a usted y a Haydn”, advierte –según David Wyn Jones, la presencia de Haydn tendría que ver también con algún plan para Eszterháza. Finalmente concluye haciendo referencia a unas cábalas de Salieri que “han caído todas en el agua”. Pues bien, esa ópera es Così fan tutte, estrenada en el Burgtheater vienés el 26 de enero de 1790. Estamos, pues, en los años (1789-1790) de los cuartetos dedicados al Rey de Prusia –los K588, K589 y K590-, la Sonata para piano en re mayor K576 y el Quinteto de cuerda K593, es decir, un Mozart serio, en el que el discurso se ha hecho más denso, en el que el crepúsculo se acerca por más que en él siempre haya sitio para la suave melancolía o hasta la alegría un poco excesiva. Un Mozart, también, que sabe que la ópera es otro medio, en el que hay que cumplir profesionalmente un cometido que, en este caso, le viene dado, además, por un libreto que no ha escogido él aunque luego, en contra Così fan tutte culmina la trilogía con textos de Da Ponte –la pareja es ya una máquina muy bien engrasada- iniciada con Las bodas de Fígaro y proseguida con Don Giovanni y nace en unas circunstancias no muy favorables para el autor. Por otra parte, y en la línea de esas curiosas relaciones entre los creadores –por muchos que esto estén ya en el mercado y no en palacio- y los poderes públicos, parece ser que fue el mismísimo emperador José II –admirador de las otros dos óperas de la trilogía- quien sugirió la trama a los autores –lo que hoy llamaríamos una leyenda urbana que sin pretenderlo hizo fortuna-, basándose en un episodio, valga decir, galante que había sucedido poco antes en Trieste y que se comentaba a media voz en los salones vieneses. Da Ponte no da demasiada importancia en sus memorias a una pieza que probablemente le parece menor, menos trabajada, quizá más fácilmente concluida, en relación con las otras dos acciones salidas de su pluma, empezando con que no la llama por su primer nombre sino por el segundo: La scuola dei amanti. Simplemente se refiere a que escribió la pieza para la Fiordiligi del estreno, Gabrieli estético, como un problema de ajedrez resuelto con precisión o un experimento de magia bien ejecutado”. Está claro que Einstein confunde en su análisis la resolución que él mismo llamaría mecánica con otra que parece mentira que no advierta y que es más interesante por menos obvia. La genialidad de ese final está en que mientras presuntamente cierra la acción evidentemente abre la imaginación. del Bene, llamada “La Ferraresa”. Será como si el desprecio de Da Ponte por su obra y la de Mozart en esa ocasión hubiera sido el pretexto para una posteridad que nunca verá con buenos ojos la trama de una ópera que quedará eclipsada por sus compañeras de trilogía. Así que si vemos por encima las opiniones de quienes la juzgaron a lo largo del tiempo siempre pesará como un inconveniente el asunto, como un lastre para esa inspiración mozartiana a la que, sin embargo, se ha ido haciendo la necesaria justicia, olvidando al fin que lejos de compartir culpas con su libretista lo que hace es engrandecer su trabajo y, de rechazo, el logro conjunto. Es difícil encontrar una prosa que convenga a la calidad de la música de Mozart, dice Colin Wilson mientras salva a Mörike y su deliciosa novelita. Tengamos en cuenta que Mozart ha escrito a las alturas del estreno del Così diecisiete óperas y que una cierta experiencia a la hora de superar libretos ya tiene –recordemos los ejemplos bien evidentes de Mitridate, La finta giardiniera y hasta, si se quiere, Idomeneo, que es, sin duda su primera obra maestra en el género. En el género serio, también y por cierto, que teóricamente abandona ahí hasta la vuelta con ese testamento todavía tan sorprendente que es La clemenza di Tito. Y viene a cuenta lo del género porque Così es una maravillosa muestra de opera bufa en la que se dan características propias de lo serio pero retorcidas, agarradas por el cuello como hiciera Rubén Darío con el cisne. Alfred Einstein, tan discutible a veces en sus afirmaciones, es aquí rotundo: “El libreto de Da Ponte es lo mejor que hizo jamás…, mejor que el de Las bodas o que el de Don Giovanni”. Bien estuviera dejarlo ahí, pero sigue: “El final nos proporciona un placer Quizá sea el momento de recordar someramente de qué va la cosa. Tras una obertura ambiental, nunca anticipadora de temas -eso vendrá con los románticos- pero tan adaptada al clima de la ópera como la de sus dos compañeras anteriores, nos encontraremos, si quiere el director de escena, en un café de Nápoles. Don Alfonso, “viejo filósofo”, a quien suponemos inmediatamente estar bastante corrido en cuestiones de amor y envidioso de la felicidad de sus amigos Ferrando y Guglielmo con sus novias -Dorabella y Fiordiligi, respectivamente- les propone una apuesta sobre la fidelidad de estas –y de las mujeres en general. Ellos, ofendidos y convencidos de que no habrá engaño por parte de sus adoradas, aceptan. Don Alfonso trama el engaño, hace creer a las mujeres que los chicos –muchos peores ellos que ellas a pesar de la misoginia reinante- se van a la guerra pero los disfraza –siempre el disfraz en estas últimas óperas mozartianas- de nobles albaneses. Con la ayuda decisiva de la criada, Despina, las dos muerden el anzuelo y se prometen a sus nuevos pretendientes. Se organizan las bodas de inmediato y los presuntos albaneses recobran ante sus novias su verdadero aspecto. Estas quedan chasqueadas, piden perdón y se casan con los de está llevando lo serio por otros derroteros y desarrolla un género que en Mozart alcanza su última representación, entra en la vía muerta que, en su caso, sube al Olimpo. No hay nada igual después de Mozart. Ni siquiera una consecuencia estilística o una tradición a seguir. Son Gluck –que muere dos años despues que se escriba el Così- y Weber –que nace un año antes de la muerte de aquel- los que abren el camino –el camino que culmina en Wagner, naturalmentedesde bien distintos presupuestos mientras en Italia se construirá un modelo distinto desde las prematuras cenizas de un Rossini todavía vivo. Sin embargo, si en lo estilístico las óperas de Mozart aparecen como irrepetibles, más como verdad cuando iban a casarse con los de mentira. Así de simple y así de complejo. Volveremos sobre lo que sucede y cómo lo hace. Lo que está claro es que la música de Mozart otorga toda la naturalidad posible a lo artificioso del libreto, trasciende lo anecdótico de un chascarrillo vienés en una reflexión sobre la inconstancia, sobre la volubilidad del sentimiento amoroso cuando este tiene poco cimiento. ¿Cómo? Con su música. Grandes conceptos, como el amor desinteresado, la lealtad o la sinceridad se dan cita aquí bajo la carcasa de lo festivo aunque bien puntuados a lo largo del desarrollo con guiños a lo que podríamos llamar el viejo régimen operístico. Desde un poco antes, ya sabemos, Gluck Ponte. Y la verdad es que Così, sin llegar a la adoración que los públicos sienten por Las bodas o Don Giovanni –tres obras shakespeareanas para Michael Chanan- se ha ido imponiendo hasta colocarse casi a la altura de sus compañeras –para Wilson, sin embargo, sólo queda un escalón por encima de Gilbert y Sullivan- y su libreto nos parece hoy una excelente muestra de habilidad teatral y, sobre todo, y a estas alturas del desarrollo escénico de la ópera, una oportunidad de lujo para jugar con los sentimientos y su ambigüedad. La ventaja de Così en ese punto es que no se sirve de un mito como Don Juan quien, nos guste o no su conducta, se ha convertido en un arquetipo. Las bodas son una agudísima crítica social vestida de enredo. Y Così una mirada hacia el amor en su manifestación más palmaria y menos heroica –recordemos que los Massin califican de marionetas a los cuatro enamorados. Es curioso que nadie se haya planteado una continuación de Così como sí que la hubo de Las bodas. I due Figaro de Mercadante nos muestra un protagonista –el antaño enamorado de Susanna- convertido en un hombre cruel y un marido repugnante. Chérubin de Massenet al expaje que sigue enamorado del amor, incurado e incurable. Es difícil, sin embargo, pensar en una continuación del Così, pues su final abre todas las posibilidades –por eso también es tan agradecida para una puesta en escena adecuada, de Giorgio Strehler a Peter Sellars, de la elegancia napolitana a la cotidianeidad de un diner a la orilla del mar- a lo que puede suceder en dos matrimonios que en una jornada han ido del amor al amor pasando por la infidelidad cruzada. No hay caminos marcados. Lo que sucederá generadoras de epígonos que como suscitadoras de un ir más allá imposible por lo que tienen de intrínsecamente perfecto, cerrado, completo, en lo escénico aportan, vía Da Ponte, un nuevo alcance escénico. En el caso del Così parece clara la herencia –mutatis mutandis- de Goldoni y de Marivaux, es decir, de la evidencia de las miserias humanas domésticamente consideradas a su puesta en solfa desde una elegancia engañosa, de la burla codificada al guiño galante. Esa diferencia entre teatralidad y musicalidad que para Gerald Abraham –su doble y contradictorio ejemplo eran Chaikovski y Cornelius-, hace ya muchos años, era condición identificativa del genio operístico y de quien no lo era se hace añicos en el Mozart más esplendente y, por tanto, también en Così. El caso es que el asunto del Così, o mejor, su libreto, no han tenido muy buena fortuna desde su estreno –ya Niemtschek, el primer biógrafo de Mozart, hablará de ello en 1798: “Sorprende que haya podido condescender a desperdiciar sus divinas melodías en beneficio de un texto tan miserable. No le era posible rehusar el encargo y el tema, al fin, le venía impuesto”. Josef Kerman, mucho más modernamente, se refiere al contraste entre el “material miserable” de Da Ponte y la “revelación mozartiana” con lo que concluye que estamos ante una obra que “no es una de sus mejores óperas pero sí una de sus más adorables partituras”. Annie Paradis recuerda que a lo largo del tiempo el libreto fue calificado de estúpido, inverosímil e inmoral. Y recuerda que hubo tentativas de rehacerlo. Será E.J. Dent quien lo reivindique como el mejor de los de Da en casa pero, a lo que parece, bastante menos en la calle. Es un personaje que recuerda en parte a otro igualmente consciente de su condición de mujer y de su independencia, la Zerbinetta de Ariadne auf Naxos de Richard Strauss, la que le dice al compositor que tal y como planea las cosas no han de salir bien. Y ahí termina la semejanza pues en el fondo Zerbinetta es mucho mejor chica que Despina. Esta se enfrenta también a algo que ya hemos visto en Las bodas de Fígaro: la diferencia de clase social. Recordemos que allí la Condesa se lamenta de “pedir auxilio a una criada” que, además, es mucho más lista que ella. Aquí en el Così, Fiordiligi y Dorabella se sorprenden de que la criada sea tan inteligen- después de la boda será previsible en función no de los hechos vistos sino de lo que a cada espectador le haya parecido la conducta de los protagonistas, del grado de verdad que encuentre en la resolución del engaño. Pero un engaño que surge del amor, o de la atracción física, del descontrol, en suma, de unas intenciones de diversa especie, de la mala baba de Don Alfonso a las protestas de integridad de Fiordiligi pasando por las burlas del burlado Guglielmo o por las artes conocedoras de la condición humana –que ella dividiría, a su manera, en masculina y femenina- de la criada Despina. Por cierto, es este el personaje que mejor advierte la realidad de la vida, que la vive desde su condición subalterna te –“espíritu infernal”- y de que no les quede más remedio que seguir sus consejos. sadas pero fruto del ingenio, de dos conocedores del mundo, de Don Alfonso –seguramente un desengañado y un resentido cuyo papel debe cuidarse muy bien el espectador masculino de asumir, de identificarse con él, pues es más un cínico que un observador- y Despina –que posee su propia conciencia de clase como mujer- y el aria de Fiordiligi, Come scoglio, uno de los momentos fundamentales de la ópera toda, uno de sus ejes en lo musical y en lo argumental. Y un ejemplo de cómo se puede acertar de pleno en un aria que lo único que revela a quienes conocemos la obra es que se trata de un sentidísimo brindis al sol. Son, los citados, dos universos distintos y, sin embargo, ligados por lo argumental pues se complementan en su significación a la hora de dar la razón a los partidarios del amor o a los del engaño mientras, por lo demás, cada uno de sus protagonistas se manifiesta como es: realistas la pareja de medio pícaros –él engañoso, ella directa cara al público y a sus señoras-, idealista sin motivo la enamorada que piensa resistir como un escollo frente a la marea. Ronald E. Mitchell asegura que Così es “una mezcla muy rococó de frivolidad y sensibilidad”. Cuando uno lee una afirmación como esa da un respingo pero, si se piensa, no está tan descaminado el musicólogo americano. Lo que duele, de primeras, es lo de rococó porque tiene connotaciones huecas pero el resto nos suena tan moderno como certero. No olvidemos que Mozart vive su época. Lo contrario es como si renegáramos del galante de los conciertos para violín porque sólo nos interesara el jupiterino de las últimas sinfonías o como si cortáramos sus conciertos para piano con un salchichón y tiráramos a la basura unas cuantas rodajas. Es ese anhelo por descontextualizar siempre en función del futuro que ya conocemos, el mismo que hace hablar mal a algunos de El caballero de la rosa porque interrumpe la presunta progresión cifrada en Elektra y Salomé. Mitchell da en el clavo en tanto en cuanto la mezcla está ahí –y no solo en el libreto, que la ópera son dos cosas. Y una mezcla, algo habíamos anticipado antes, que contiene elementos tan dispares como lo bufo y lo serio y, por tanto, lo transcribe en música a través de fórmulas bufas y semi-serias –¿otra vez el disfraz, ahora musical como antes escénico?-, acordes con momentos y situaciones. Pero no creamos que sólo es un cliché. Es también una crítica al propio cliché, un guiño y la correcta resolución, de época, de un discurso visto con diferentes perspectivas que han de confluir en la del oyente y sus códigos. Así, resultan bien diferentes las conversaciones intrigantes, intere- Hay momentos como el recitativo de conjunto acompañado -Che susurro! Che strepito!que culmina en el previo al aria citada que nos lleva a uno de esos momentos inefables, que aparecen en todas las óperas de Mozart, más allá o más acá de la pertinencia del conjunto, pero que contienen una dosis casi letal de genio concentrado a pesar de que pareciera que pretenden pasar desapercibidos. En Las bodas hay dos muy evidentes: el aria de Barbarina, L’ho perduta, y esa apelación irresistible a la danza –con su cita del fandango- que es el final del Acto II, Ecco la marcia. En La flauta mágica, el dúo de los dos hombres con armadura. Aquí es el recitativo citado y, naturalmente, ese Soave sia il vento, con los violines con sordina, clarinetes y fagotes, cuando acción, transición y drama alcanzan, combinados, sentido pleno –aquí unas se lamentan y otro, don Alfonso, ríe por dentro. Un sentido, por cierto, que llega también, no lo olvidemos, de la propia tonalidad de la obra, nada menos que do mayor, como Un rapto en el serrallo y La clemenza di Tito –por cierto, como en ella, como en Las bodas, véase el maravilloso uso del clarinete, esta vez en el duetto entre las dos hermanas. Y ya que estamos metidos en tonalidades, recordemos la exigencia que Mozart plantea a sus cantantes en este Così en el que los caracteres se miden también por diferencias vocales que corresponden a las matizaciones de la fidelidad protestada, de la traición asumida, de la astucia y del disimulo. Cuando la obra se estrena la tipología vocal de sus personajes es una y con el tiempo ha variado hasta encontrarnos con una suerte de obligación canónica que, por otra parte, tiene que ver tanto con las necesidades de la partitura como con el cambio en las tipologías canoras. Fiordiligi es una soprano lírica que debe subir bien pero también tener buenos graves mientras Dorabella es una mezzo. Despina, una soprano lígera que no sea necesariamente una soubrette, pues su papel es el de una lista nada ridícula. Los hombres son un tenor lírico ligero con agilidad suficiente para abordar sin problemas Un aura amorosa para Ferrando, un barítono más claro que oscuro para Guglielmo y un bajo cantante para Don Alfonso. Y todos, siempre y en toda ocasión, con la capacidad actoral y la pronunciación necesarias para sacar toda la expresividad posible a unos recitativos que son, como siempre en Mozart pero quizá aquí más que en ninguna de sus óperas, absolutamente fundamentales a la hora de ir advirtiendo la evolución de la trama en la conciencia de cada protagonista. Las arias, ya sabemos, son siempre más un momento de reflexión, una meditación más o menos dramática acerca de lo que sucede –no tanto una posibilidad necesaria de caracterización espiritual, como en el barroco- y, desde luego, la base del éxito de los cantantes. No olvidemos que, por más que Mozart llame a su música opera buffa y Da Ponte a su libreto dramma giocoso, en el cartel del día del estreno la obra se anuncia como Ein komisches singspiel. Es decir, una pieza musical cómica con partes habladas. Uno de los grandes logros del Così es precisamente esa superación del cliché por la vía del uso de una tradición que lo establecía como obligatorio por más que a partir de ella el genio de cada músico –pensemos en ese Haendel al que tanto admiraba Mozart- hacía de su capa el sayo que podía. Los personajes de Da Ponte son en eso un ejemplo en tanto los hombres y las mujeres revelan un carácter que lejos de ser unívoco los hace tan flexibles como para que los sentimientos quepan en ellos y muevan a la reflexión, a una reflexión, además, no cerrada, independientemente de que nos gusten más o menos. A pesar de que el título –como recuerdan los Massin, tomado de una frase de Basilio en La bodas cuya música pasa a la obertura de la nueva pieza- quiere ser tan rotundo –así hacen todas- como misógino –no hay que pedirle heroísmos a Mozart que bastante hizo ya con Susanna-, la moraleja es más un ejemplo que una teoría: todo puede terminar así aunque pudiera haberlo hecho peor y hasta quizá este no es el fin. Con Don Giovanni, sin embargo, no valen bromas, a pesar de que Mozart amplía la última escena para que la dureza del infierno no se haga tan ominosa –y se equivoca dramáticamente, y seguramente él lo sabe. En Las bodas todos corren a festejar. Aquí en el Così se toman las cosas por el lado bueno como podían haberse tomado por el contrario pero es necesario también un final feliz, pues estamos en una ópera cómica -¿no les recuerda, como a Donald Mitchell, a El sueño de una noche de verano de Britten? El juego se resuelve con la amargura propia de la duda razonable. Se nos dice que, entre los avatares de la vida, el hombre que no se la toma en serio sabrá encontrar la felicidad. O, ya lo sabemos, también su propia ruina. No hay, pues, una conclusión moral –ni un juicio, lo que es más grave pero mejoren este finale que tampoco es el más triunfante de los mozartianos, reflejo igualmente de que la procesión va por dentro a pesar de todo lo que pueda parecer. #JCMJPHSBG­BDJUBEBFOFTUFBSU­DVMP – Chanan, Michael: From Handel to Hendrix. Verso, Londres, 1999 – Einstein, Alfred: Mozart, Espasa, Madrid, 2006 – Hildesheimer, Wolfgang: Mozart, Destino, Barcelona, 2005 – Massin, Jean y Brigitte: Mozart, Turner, Madrid, 1987 – Mitchell, Ronald E.: Opera, Dead or Alive. The University of Wisconsin Press. Madison, 1970 – Paradis, Annie: Mozart. L’opera réenchanté, Fayard, París, 1999 – Robbins Landon, H. C. y Mitchell, Donald (Eds.): The Mozart Companion. Norton, Nueva York, 1969 – Wilson, Colin: On Music. Pan Books, Londres, 1967 – Wyn Jones, David: The life of Haydn. Cambridge University Press, Cambridge, 2009 %POHJPWBOOJ 8PMGHBOH"NBE±.P[BSU /6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"- $PQSPEVDDJ§ODPOFM'FTUJWBMEF"JYFO1SPWFODF Director musical: Alejo Pérez Director de escena, escenógrafo y figurinista: Dimitri Tcherniakov Cofigurinista: Elena Zaytseva Iluminador: Gleb Filshtinsky Director del coro: Andrés Máspero Fortepiano (continuo): Eugéne Michelangeli Don Giovanni: Rusell Braun El Comendador: Anatoli Kotscherga Donna Anna: Christine Schäfer Don Ottavio: Paul Groves Donna Elvira: Ainhoa Arteta Leporello: Kyle Ketelsen Masetto: Eduard Tsanga Zerlina: Mojca Erdmann Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Abril: 3, 6, 9, 12, 15, 18, 21, 24 19:00 horas; domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP %PO(JPWBOOJ%PO+VBO 'FSOBOEP'SBHB Se cambia la escena a una calle donde Don Juan comenta con Leporello las expectativas de una nueva aventura que tiene en proyecto. El libertino, de pronto, se alerta ante la llegada de una fémina que ha descubierto a través de su fino olfato para detectar el sexo femenino. Es Doña Elvira, dama burgalesa, que viene lamentándose ostentosamente de sus infortunios. Solícito Don Juan se acerca a consolarla y descubre, malhumorado, que se trata de una de sus conquistas abandonada poco después de la seducción. Soporta con calma y cierto desdén todos los reproches de los que es objeto y, en un momento de despiste de Doña Elvira, huye precipitadamente del lugar dejándola en compañía de Leporello. A Leporello, por vía de un dudoso consuelo, no se le ocurre otra cosa que relatar la lista de las mujeres seducidas por su amo. Doña Elvira, pese al amor que aún siente por quien se ha burlado tanto de ella, manifiesta sus deseos de venganza. Tras la obertura que refleja la duplicidad de elementos que convergen en la partitura, tanto los cómicos como los trágicos, comienza la acción en una ciudad española no detallada pero que se ha identificado por Sevilla, en el siglo XVII. "DUP* El primer cuadro tiene lugar en el jardín de la casa del Comendador en el que Leporello, criado y confidente de Don Juan, espera a su amo que ha entrado en la mansión en busca de una aventura. El criado se queja con cierta amargura de su suerte. Repentinamente se ve salir de la casa a Don Juan, ocultando su identidad, a quien Doña Ana, la hija del Comendador, intenta desesperadamente retener. Alertado por los gritos de la muchacha, acude el padre espada en mano. En un breve duelo, Don Juan le hiere mortalmente, huyendo a continuación en compañía de Leporello, favorecidos los dos por la oscuridad de la noche. No lejos del lugar, se está celebrando una fiesta con motivo del próximo enlace de dos aldeanos, Zerlina y Masetto. El jolgorio despierta la atención de Don Juan, que casualmente pasaba por allá acompañado por el criado. Enseguida se siente atraído por la gracia y belleza de Zerlina. Leporello, por orden de su amo, invita a los aldeanos a continuar la fiesta en su palacio. Masetto no acepta con agrado las atenciones de Don Juan a su prometida que parece aceptarlas con sospe- Doña Ana, que ha ido en busca de ayuda, reaparece con Don Octavio, su prometido, a quien había confundido con Don Juan al entrar este furtivamente en su alcoba. A la luz de las antorchas, Doña Ana descubre el cadáver de su padre. El rastro del asesino, sin embargo se ha perdido. Fuera de sí, Doña Ana hace jurar a su prometido que le ayudará a vengarse. choso agrado. Sus protestas son cortadas de plano por un autoritario Don Juan. Una vez se han ido todos, Masetto muy a su pesar, Don Juan comienza a seducir a Zerlina. La fiesta en el palacio de Don Juan se halla en su apogeo. Se bebe, se come, se baila y se canta. En medio del bullicio, Don Juan quiere arrastrar a Zerlina hacia sus habitaciones, mientras Leporello distrae a Masetto. Pero los gritos de la joven alarman a la concurrencia. Para salvar el pellejo, Don Juan acusa a Leporello de ser el culpable del fallido rapto de Zerlina. Nadie cree en sus palabras. Y menos los tres últimos invitados en sumarse a la fiesta, camuflados en sus máscaras, Don Octavio, Doña Elvira y Doña Ana. Todos acusan a Don Juan, pero éste hábilmente logra ponerse a salvo de la ira de sus invitados. Ella se deja enredar fácilmente por las tiernas palabras del libertino, pero la inoportuna aparición de Doña Elvira impide que las cosas se compliquen para la joven aldeana, puesta en guardia enérgicamente contra el seductor. Doña Elvira acaba llevándose a Zerlina, dejando a Don Juan con tres palmos de narices. Para enfadarlo aún más aparecen Don Octavio y Doña Ana quienes, para colmo, le piden que les ayude a descubrir la identidad del asesino del Comendador. El malhumor de Don Juan se multiplica cuando reaparece Doña Elvira echándole en cara su conducta. La noble figura de la burgalesa impresiona a la pareja, pese a que Don Juan afirma que la dama no está del todo en sus cabales, consiguiendo alejarla. "DUP** Don Juan está rondando el albergue donde Doña Elvira pernocta, atraído por una de sus sirvientas a la que se ha propuesto conquistar. Para ello, cambia capa y sombrero con su criado, para de tal manera disfrazado acercarse con mayor facilidad a la criada. Mientras, para despistar a Doña Elvira e impedir sus molestas intervenciones, Leporello bajo la apariencia del amo se dedicará a conquistar a la dama burgalesa. Asomada a la ventana, Doña Elvira es sorprendida por los arrepentidos acentos de disculpa que le dedica Don Juan. Efectuada la sustitución de personalidades, Leporello se aleja del lugar con Doña Elvira dejando el campo libre a Don Juan para la realización de sus proyectos. El libertino se explaya en una seductora serenata dirigida a la doncella. Por sus actitudes y gestos, Doña Ana descubre asombrada que Don Juan es el hombre que entró en sus aposentos y luego causó la muerte a su padre. Las últimas palabras pronunciadas antes de marcharse acabaron por convencerla de esa identidad. Doña Ana exige imperiosa a Don Octavio un juramento solemne de que su honor y su familia serán vengados. Don Octavio al quedarse a solas reflexiona en torno al cariño que siente por su amada, ya que toda su paz interior y su tranquilidad dependen del bienestar de ella. Pero la llegada de Masetto con unos aldeanos armados con lo que han encontrado desbarata los planes de Don Juan. Confundido, para suerte suya, con Leporello, con falsas informaciones lo- En el jardín de la casa de Don Juan, Zerlina con toda la astucia de su feminidad se defiende de las acusaciones que le hace Masetto, tan dichosa que es incapaz de quitársela de encima. El encuentro de la pareja con Doña Ana y Don Octavio da lugar a la expresión de diversos sentimientos. gra dividir el grupo agresivo y al quedarse a solas con Masetto, Don Juan le propina una soberana paliza. Magullado y doliente encuentra Zerlina a su Masetto. Con melosas palabras y dulces caricias acaba consolándole. El grupo que persigue al fugado Don Juan se topa con Leporello y Doña Elvira. El criado es desenmascarado y se ve amenazado con un severo co- Leporello se ha hecho pasar muy bien por Don Juan hasta el punto de que Doña Elvira está carar la existencia. La molesta intrusa es despachada brusca y burlonamente. Se oye un terrible grito con el que la dama preludia la entrada del Comendador que viene, como ha sido invitado, a cenar. La estatua, en vez de sentarse a la mesa, conmina al libertino para que reniegue de sus pecados. Pero, arrogante, Don Juan elije la condena eterna en lugar de cambiar de arrepentirse. El Comendador acaba por arrastrarle al averno, ante la mirada horrorizada de Leporello. rrectivo. Pero, siguiendo el ejemplo de su astuto amo que sabe zafarse convenientemente una vez metido en este tipo de situaciones, logra despistarlos. Don Octavio, en un aparte, recuerda a su querido tesoro, Doña Ana, y asume toda la responsabilidad de la venganza de la mujer amada. Doña Elvira, por su parte vuelve, ahora con más reforzadas razones a lamentarse del ingrato comportamiento que Don Juan tiene con ella. Devorado el libertino por el abismo, todos los personajes de la obra se reúnen. Hacen planes para su inmediato futuro, tras haberse librado de la presencia de Don Juan que en diferentes formas se inmiscuía en sus respectivas existencias. Su moraleja es: En un cementerio cercado por elevadas murallas, entre los monumentos funerarios coronados por imponente estatuas, Don Juan y Leporello han acabado por encontrar allí un refugio. El criado, ante tan siniestro lugar, se siente cada vez más incómodo. Al reparar que allí está enterrado el Comendador que Don Juan ha asesinado, éste obliga a Leporello a que invite a cenar a su estatua funeraria. Con gran asombro de aquél y con un invencible terror por parte de éste, la estatua del Comendador responde afirmativamente. “Este es el fin de los malvados. La muerte del pérfido se asemeja siempre a la vida que ha llevado”. En los aposentos de Doña Ana la joven se defiende de las acusaciones de ingratitud que le hace Don Octavio. Su actitud hacia él no ha cambiado pero debe comprender los malos instantes personales por los que está pasando. Don Juan y Leporello esperan para cenar al Comendador. Una orquestita ameniza la velada. Se escuchan temas musicales pertenecientes a populares obras de Martín y Soler, Sarti y el propio Mozart. Entra impetuosa Doña Elvira, decidida a salvar a Don Juan de su licenciosa manera de en -BNBESFEFEPOKVBO #MBT.BUBNPSP hecho de que el muerto haya sido una víctima del homicidio aumenta, por el lado ético, su fuerza dramática. Don Juan, que se mofa de la muerte y del prójimo muerto por su mano, no sólo es cruel con el semejante sino que blasfema y profana. Cuando el 29 de octubre de 1787 Mozart estrenó en Praga Don Giovanni llevó una trama de antiguas leyendas y obras dramáticas a su punto de mayor notoriedad. A partir de entonces, el mito de Don Juan tuvo en la partitura mozartiana con texto de Lorenzo Da Ponte su principal referencia. Y eso que poco antes, en enero del mismo año, se había conocido Don Giovanni o Il convitato di pietra con música de Gazzaniga y palabras de Bertati, cuyo esquema de escenas y personajes no dista demasiado del otro. Al tocar estas orillas, montada sobre el desenfado histriónico y literario del libretista Lorenzo da Ponte, se volvió la música mozartiana algo no del todo fácil de admitir en su tiempo y, en especial, en el medio de la gazmoña y pacata sociedad vienesa. Como ocurrió con Le nozze di Figaro, la aclamación praguense resultó mucho más sonora que la reticencia de la capital imperial. En esta se conoció el 7 de mayo de 1788 con un elenco más brillante que en el estreno. Doña Ana fue su cuñada Aloysia Weber-Lange, de quien se había enamorado el veinteañero compositor. Caterina Cavalieri, ya diva, hizo de Doña Elvira y hubo de añadirse para ella el memorable momento Mi tradì quell’alma ingrata. Para el tenor Francesco Morella fue escrito el seductor adagio Dalla sua pace. Leporello y Zerlina contaron con un olvidable dúo Per queste tue manine, hoy casi siempre traspuesto. Por el lado de las leyendas, la estatua que habla, el muerto que revive y se porta como un vivo, la calavera parlante y –en lo que más nos interesa- la posibilidad de convidarlos a cenar, aparecen en casi todos los folclores de Europa, según las sesudas investigaciones de Leander Petzoldt, aunque Víctor Said Armesto en La leyenda de Don Juan reivindica como originales las fuentes gallegas. Más allá de su sesgo popular, el cuento del muerto viviente tuvo algunas consecuencias literarias y morales, cuando no altamente religiosas, de importancia. Era y es un interrogante acerca de los límites de la vida y la aparición de una existencia ultraterrena. Quien vuelve de la muerte, además, contiene ya algo de venerable y de sagrado, y es sabido que ese culto al difunto constituye una de las señas culturales más antiguas de la humanidad. En la variante que nos ocupa, el Da Ponte admite que la obra no gustó. Tuvo, no obstante, un admirador de calidad, el ilustrado emperador habsbúrgico, amigo y protector de Mozart, José II. “La obra es divina, quizá mejor que Figaro, pero no es comida para los dientes de mis vieneses” comentó. Y el músico: rro como el Tenorio, y Doña Elvira, escarmentada de su aventura malamente matrimonial, se meterá a monja. Si comparamos esta embrollada solución con las equivalentes de Le nozze di Figaro y Così fan tutte, las dudas prosperan. El humor cínico y desencantado de Da Ponte insiste en sus ambigüedades. “Démosles tiempo para masticarla”. Es sabido que Mozart consideraba a la gente de esa ciudad una suerte de aficionados al tiro al blanco, que se ejercitaban en las salas de los teatros. El primer final, con la aparición del Convidado de Piedra y la condenación del Burlador, resultaba chocante. Debió adjuntarse el sexteto final donde, como dice Massimo Mila, los personajes, ya vaciados de su contenido al rematarse la acción, se convierten en maniquíes o marionetas de la antigua comedia bufa italiana y recitan una escenita moralizante, como lavándose las manos de tanta barahúnda precedente. La discusión sobre tal remate se alargó en el tiempo. En el estreno vienés se suprimió, acaso por un inconveniente puntual: el mismo cantante hacía de Comendador y de Masetto, por lo que no tenía tiempo de cambiarse de ropa y caracterización para integrar el conjunto. De hecho, Gustav Mahler nunca lo incluyó en ninguna de sus famosímas reposiciones cuando regía el teatro imperial. No queda claro que así sea. La historia los ha marcado y los vemos muy compuestos pero faltos de orientación. Doña Ana da largas a Don Octavio, lo hace esperar un año para casarse y ya veremos después. Zerlina y Masetto se van a cenar juntos antes de su noche nupcial pero ¿seguirá tan campante el rústico rememorando que su mujercita coqueteó con el sinvergüenza en la misma fiesta de bodas? Leporello buscará otro patrón, acaso tan gambe- Theodor W. Adorno reprochó a Otto Klemperer que lo respetase en su grabación discográfica. La grandeza de la escena anterior quedaba empequeñecida por esa concesión al gusto académico y neoclásico, que apartaba el patetismo ya conseguido, preanuncio de Wagner, en el sentido de Nietzsche y, colmo de horrores, de Jean Cocteau. ¿Aprobó Mozart el “bárbaro tajo” practicado por los cirujanos vieneses? desafiantes de la muerte se habían ya conocido pero lo que fragua en dicha comedia es la figura del burlador y su posible relación con una madre ausente. Hildesheimer y Osborne, dos mozartianos muy atendibles, opinan que no, que le fue impuesto. Aprueban el contraste porque realza la imponencia que lo antecede y no es obligatorio que un drama termine cuando culmina su intensidad. Un relajante contiguo contribuye a medirlo con toda justeza teatral. Sin compararme con semejantes autoridades, suscribo esta última postura. Toda la obra se juega en el contraste de lo serio y lo cómico, responde a una visión trágica y burlesca de la vida. En cierta proporción, esta ópera hereda al auto sacramental del barroco español, donde los graciosos se codean con los teólogos. En cuanto a la mezquina moralidad del caso, queda apuntada la ambivalencia de la situación ya descrita. No se piden disculpas por las inmoralidades narradas, se muestran las contradicciones del mundo ético humano, lo engañoso de las pasiones, la ridícula pretensión donjuanesca de clamar por la libertad al tiempo que se somete a los demás a la violencia y la mentira. En efecto, lo que importa siempre al Tenorio no es el acceso sexual ni la seducción de las mujeres, que pueden o no darse, sino la burla, es decir el escarnio de su honra, que depende de la opinión de los demás. Lo que el Burlador persigue es que se hable de sus conquistas, sean reales o legendarias, o meras visitas al burdel. Demás está decir que para nada cuenta aquí el enamoramiento. Don Juan no se enamora y en este bloqueo reside uno de sus caracteres principales porque el ir de una hembra a otra define su objeto erótico como el género femenino, el hecho de que, según explica Leporello, “lleve faldas” (lo cual alcanzaría a un hombre travestido, dicho sea de paso). De tal modo, la búsqueda donjuanesca no tiene fin, no arraiga ni ancla en ninguna persona y demasiado corta será su vida para conocer a todas sus contemporáneas. En el orden dramático, Don Juan es, sin duda, uno de los mitos que España propone al imaginario europeo del barroco, junto con Don Quijote, Segismundo, el pícaro y diría que hasta los náufragos de Gracián en El criticón, parientes cercanos de Robinson Crusoe. Sea o no de Tirso de Molina, El burlador de Sevilla, editado entre 1653 y 1673 de modo poco fiable, vale porque convierte a Don Juan en un personaje claramente perfilado. Las cuestiones de autoría son complejas y se pueden conocer en los trabajos de Alfredo Rodríguez López-Vázquez y Francisco Márquez Villanueva. Historias con desbocados sexuales y Uno lo anterior con el otro hecho definidor que aporta el clásico castellano: no sabemos quién es la madre de Don Juan. No aparece ni se la menciona. ¿No se la conoce, no se la puede nombrar porque es una mujer indigna por razones de oficio, raza o religión, no encaja por su condición social con la buena familia de los Tenorios? La coincidencia del hijo con las mujeres en tanto deshonradas permite pensar en una madre de tal calidad, tal vez una mujer violada por sabe Dios quién y cuyo niño se ha hecho pasar por hijo de buena sangre. Parece claro que, sin imagen materna o con una imagen materna indeseable, Don por medio de su criado el catastro o sea la contabilidad de sus conquistas. Lo hace “por el placer de ponerlas en la lista”, por sumar cantidades homogéneas de alemanas, turcas, francesas, italianas y españolas. Juan no pueda ver en ninguna mujer a un individuo sino a un objeto de su maniobra. Todas son como ella: innombrables y ninguna. Da Ponte añade un elemento tomado del bufo napolitano, la escena del catálogo. Se sabe que el modelo español pasó a Francia en textos como los de Dorimond y Rosimond con la franquicia de El festín de piedra y a la Comedia del Arte italiana como El ateo fulminado. El catálogo que el escudero lee a Doña Elvira refuerza el tema de la publicidad del Burlador, que exhibe Es pensable que Don Juan sea un ateo. En cualquier caso, un descreído de toda trascendencia. No hay elementos religiosos en la ópera mozartiana. Lo único sobrenatural es que una estatua de piedra concurre a una cena y abre para el Burlador las puertas del Infierno. No viene a zable que produce desasosiego, angustia y falta de arraigo en el mundo. Don Juan es, entonces, un místico que se ignora, que deambula por un orbe abigarrado de encuentros y desencuentros, lleno de aventuras inconcluyentes que renuevan su ansiedad. En este sentido, sí acierta Adorno al verlo como un precedente de la filosofía pesimista de Schopenhauer y la familia de los protagonistas wagnerianos, que son errantes del deseo. Tristán, Tannhäuser, Lohengrin, Wotan, Parsifal y el Holandés Volador recorren unos paisajes donde no hay lugar para ellos. Sólo la muerte o la redención por el sacrificio pueden calmar su errancia señalando la aniquilación o las visiones del otro mundo encantado como fármaco de sus desdichas. increparlo por libertino ni por blasfemo sino por homicida. El Comendador no cejará en su empeño hasta que el culpable se reconozca tal es decir hasta que lo admita como un prójimo cuya vida, ella sí, es sagrada. Otro rasgo del Burlador es la frecuencia con que se hace pasar por otro y se disfraza asumiendo identidades prestadas. ¿Quién está detrás de la máscara que encubre a este individuo sin madre? Juan de Mairena entiende que es Don Nadie, el sujeto que deja de serlo para perseguir al género femenino en nombre del género masculino. Este juego de imposturas encantaba a Da Ponte, como se puede ver en Così fan tutte y en Le nozze di Figaro. Sí: Don Juan es ninguno y sólo adquiere autenticidad cuando se lo condena por matar a un semejante. Acaso sea la única moraleja que puede extraerse de esta ópera, definida como dramma giocoso (drama jocoso o juguetón, ya que gioco significa juego). Empieza con un homicidio y acaba con una caída en el Infierno. Entre tanto nos podemos divertir con este Burlador que presume de ser infalible e irresistible pero que, a lo largo de la noche, no ha conseguido, sin embargo, llevar al huerto a ninguna de sus posibles presas. Un par de respuestas diferidas, ambas españolas, como el origen del mito, aportan modestas claves de desciframiento. Azorín lleva a Don Juan hacia un final contemplativo. El Burlador busca, sin saberlo, en el ajetreo erótico, la serenidad estática del convento. Y José Zorrilla, romántico a su manera, dará a Don Juan la madre que le falta, en el seno de la Gran Madre que es la Iglesia. Finalmente, se enamora y lo hace de una mujer intangible, una monja. Zorrilla, seguramente, no había leído a Kierkegaard quien, desde una perspectiva protestante, esboza lo mismo. Su Don Juan se encarniza en la conquista sexual para conseguir la separación del alma y el cuerpo, reservando a la primera una suerte de casta pureza y extenuando en la lujuria las exigencias de la carne mortal. De nuevo, es Mozart-Da Ponte el que propone el escenario adecuado a la reflexión. La obra de Mozart, por añadidura, abre un nuevo espacio y es el de Don Juan como héroe romántico. Byron, Lenau y Pushkin abundarán en este sentido, en dramas y poemas dramáticos. Kierkegaard y Hoffmann lo comentarán en reflexiones filosóficas. El Burlador, en el romanticismo, se convierte en un personaje desdichado, seducido por el infinito que encarna la mujer, un ideal inalcan- El genio salzburgués no conoció en vida el predicamento que su mito iba a tener en el siglo Doña Elvira es más decididamente lírica, con un momento de agilidad en el aria añadida para Viena y que ya cité en su lugar. Zerlina suele adjudicarse a una voz sopranil más ligera o incluso, muy eventualmente, a una mezzo lírica, que no tenga demasiado peso tímbrico y así poder diseñar la levedad apicarada del personaje. Queda bien, asimismo, en una soubrette que recuerda a otras chicas mozartianas como Despina y Susana. Según se ve, es una parte que admite una amplia gama de recursos, en principio diferentes. En los tres casos, estamos lejos de los esfuerzos de registro que Mozart plantea en otras partituras, si recordamos, por ejemplo, a la Fiordiligi de Così fan tutte y a la Konstanze de El rapto en el serrallo. siguiente. En efecto, la obra que más aceptación cosechó en su tiempo, fue El rapto en el serrallo, un vodevil entre jocoso y sentimental con un fin conciliador en manos de un príncipe ilustrado y clemente. No es una tragedia sino una fábula justiciera donde los impulsos pasionales se aquerencian en un juego de parejas con happy end. Desde luego, aquí el español no es un aventurero desvergonzado sino todo un caballero, sensible y amoroso, al cual las benevolencias del sultán reconocen la soberanía del amor humano. Vocalmente, el elenco mozartiano es simétrico y equilibrado. Hay unas voces masculinas graves (Don Juan, Leporello, Masetto, el Comendador), unas voces femeninas agudas (Doña Ana, Doña Elvira, Zerlina) y un tenor típico del autor, lírico-ligero, Don Octavio, tenore di grazia, con una tesitura que insiste en el pasaje sin exigir demasiado al agudo, un aria (Il mio tesoro) donde se le piden agilidades y algún arriesgado salto di sbalzo, y otra aria, la ya mencionada, que demanda un canto a media voz, muy bien ligado y explayado, spianato. Algo similar puede decirse de las voces graves masculinas. Sus exigencias son parejas y así lo ha entendido Bryn Terfel cuando grabó el final de la escena con el Convidado, asumiendo los tres papeles: el Burlador, la Estatua, el escudero. No obstante, es conveniente matizar esta parte del elenco para eludir la monotonía tímbrica que impone contar, por ejemplo, con tres bajos. Don Juan puede ser un bajo cantante o noble, en tanto Leporello queda bien a cargo de un bajo cómico, y Masetto, por la endeblez anímica del personaje, en un barítono de color más claro y juvenil. Como exigencia añadida, conviene que el cantante encargado de Don Juan sepa enmascarar su voz cuando tiene que disfrazarse y hacerse pasar por otro, cuya sonoridad conocen los espectadores. Igualmente, ha de ser persuasivo en la serenata (Deh vieni alla finestra) y desafiante y frenético en la llamada “aria del champán” (Fin c’han dal vino). Las mujeres, teniendo todas tesituras de soprano lírica, primera (Doña Ana y Doña Elvira) y segunda (Zerlina), proponen, sin embargo, diferencias de carácter, adecuadas a las situaciones donde se las expone y a las psicologías de cada una de ellas. Doña Ana, en ocasiones, se encarga a una soprano lírica sólida –sin excluir alguna soprano francamente dramática- que pueda resolver los momentos tensos (Or sai chi l’onore) aunque debe explayar su lirismo y hacer una comprometida coloratura en su intervención final (Non mi dir). de el comienzo, ambos han de saber y hacer saber al espectador que son extraordinarios, que un carisma propio e incomparable los distingue de los otros y que, más allá de situaciones cómicas o burlescas, siempre los acechan las fuerzas de lo paranormal. Un rasgo a tener en cuenta, en orden a la naturaleza de los personajes, es lo que podríamos llamar el eje que estructura la acción dramática de la fábula. Si en las otras comedias de MozartDa Ponte la población de personajes es, digamos, parejamente cotidiana, en Don Giovanni hay un escalón que sitúa a aquéllos en dos espacios distintos. Efectivamente, la historia se teje en torno a un desafío, el que se tiende entre Don Juan y el Comendador, entre un héroe transgresor y un ser sobrenatural. Ambos tienen una estatura que sale de lo ordinario, en tanto los demás pertenecen a la que podríamos denominar humanidad corriente y moliente, con sus incertidumbres, sus arrebatos, sus sentimientos y sus recursos para absolver las dificultades de la existencia. Así es que los intérpretes que asumen al Burlador y la Estatua deben marcar esta distancia de naturaleza respecto a los demás pues juegan en torno a la figura de la muerte y a sus contrastados aspectos, sean realistas o fantásticos. De algún modo, des- Este sesgo es lo que podríamos denominar lo prerromántico de la obra y explica la fascinación que Don Giovanni tuvo para el romanticismo, muy por encima de otras creaciones mozartianas. La obra se sale del marco propio de la ópera galante, la comedia de costumbres, la crítica social y la amabilidad armónica y melódica del siglo XVIII. Son elementos que juegan en esta ópera pero que no la definen en su peculiaridad incomparable. Por eso admite lecturas donde uno u otro de los elementos predominan, desde la jocosidad que subraya, por ejemplo, Bruno Walter a la monumentalidad que le otorgan Otto Klemperer o Herbert von Karajan, dejando de lado las lecturas historicistas que nos pueden llevar al arriesgado espacio de las fantasías retrospectivas. división en tres secciones. No es, en otro sentido formal, un movimiento lento que introduce al movimiento rápido. Abert, en su monumental libro sobre Mozart, propone leerla, en dicho orden formal, como un primer movimiento de sinfonía pero que sirve de prólogo a la acción. La sintetiza y la retrata sin describir la escena que la abre, o sea que no es un mero preludio. La orquesta de Mozart, tanto en su dispositivo –arcos, maderas, metales y timbal- como en ciertos desarrollos, es la del sinfonista. No sólo porque sostiene toda la acción sino en cuanto está sinfónicamente definida en la obertura, alguno de cuyos temas reaparecen cuando irrumpe la Estatua en escena. Massimo Mila, en sus estudios sobre las sinfonías de Mozart, señala que, en sus producciones juveniles del género, a menudo se advierte que son composiciones de tres tiempos breves, “sinfonías de estilo teatral”, dos rápidos con un intermedio lento (recordemos que, en italiano, sinfonia es tanto la sinfonía como la obertura). Hay, ciertamente, algunos trasvases entre ambas formas: la obertura de Lucio Silla fue antes la sinfonía K. 135 en re mayor y, a la inversa, la obertura en dos tiempos de Il sogno di Scipione se vuelve triádica como sinfonía K 163. Se ha querido ver en la parte lenta de modo menor una aparición del Comendador y, en la parte rápida de modo mayor, la de Don Juan. La muerte y la vida, lo definitivo y estático frente a lo fluyente y pasajero. Esta lectura verbal resulta siempre reductiva pero no escapa al carácter general de la obertura. Acordes seguidos de silencios, redoble de timbal, notas tenidas en las maderas y súbitas tensiones en las cuerdas crean una atmósfera de misterio: algo oscuro va a ocurrir. Al menos, hay como una voz del más allá, incluidos algunos lamentos lacrimosos de los arcos. En esquema, la subdivisión triádica recuerda el primer movimiento de una sonata: tema, contratema y reexposición. Se ve que estas piezas pueden desprenderse de las óperas o cantatas operísticas correspondientes. Luego las cosas irán evolucionando. La obertura de El rapto en el serrallo contiene motivos que se oirán en la ópera. La de Le nozze di Figaro, si bien no se vale de semejantes recursos, describe, sin embargo, la acción de la “loca jornada” que vamos a presenciar, o sea que narra, a su manera, la comedia subsiguiente. Ni una ni la otra pueden ya desprenderse del conjunto. La parte rápida ha sido vista por los románticos –a partir de E.T.A. Hoffmann- como un retrato de Don Juan contrapuesto al del Comendador, una contestación que diseña el ya descrito eje dramático de la historia. No es imposible, aunque nunca la música admita ser exhaustivamente verbalizada. Las cuerdas hacen desafiantes frases con abundantes cromatismos, que rematan en una fanfarria de los metales que evocan, siempre siguiendo el recetario romántico, un desfile caballeresco (no lo olvidemos: en esta versión, Don Juan es un héroe). La obertura de Don Giovanni parece seguir la norma sugerida por Gluck, es decir que refleja el contenido de la obra. No responde a la obertura clásica en tres tiempos, pues tiene sólo dos, un andante en re menor y un allegro en re mayor. En esto se acerca a una obertura a la francesa pero sin su pomposa elocuencia ni, tampoco, su donde los grupos, maderas entre sí, luego maderas con violines, tejen una estructura coloquial. El remate se acerca y Mozart lo hace acentuando el dramatismo: repeticiones y modulaciones, como en un combate de salón entre pequeñas formalidades que tratan de superponerse y obtener una victoria. Es una autentica telaraña de tentativas, de indecisiones, que se resuelve reexponiendo el tema inicial y dándole forma conclusiva. El desarrollo vuelve a la forma sonata, con un segundo tema que, según corresponde a la secuencia armónica, está en dominante (del re tónico se pasa al dominante la). El carácter es ligero y aventurado, lleno de saltos y repentinas cadencias. De este segundo tema surge una secuencia que podría considerarse tercero, con lo cual la estructura triádica de la sonata quedaría justificada. Volviendo a Abert, tendríamos aquí una pregunta interpuesta del Comendador y una respuesta insolente del Burlador. Lo que sigue puede confirmarlo porque el tema del desafío se dibuja descendiente y abriendo paso a una suerte de diálogo de motivos, una especie de canon, La estructura de la obra que sigue responde a una habilísima sucesión de números en torno a dos conjuntos, ambos descriptivos de una fiesta: las nupcias de Zerlina y Masetto y el bai- que Don Giovanni es una ópera prerromántica que cierra una época por agotamiento y abre la siguiente. Obras posteriores del mismo Mozart podrían desmentir la audacia. Pero, no obstante, el romanticismo está allí, si miramos las cosas en perspectiva temporal y porque, como es de rigor, somos también hijos, nietos o bisnietos de los románticos, así que nos caben las generales de la ley. Sí estamos en condiciones de afirmar, por insistir en la figura de la madre que antes se vio aparecer, que Don Giovanni es una obra maternal, que está preñada de futuro y que nosotros hemos sido también alumbrados por ella. le en casa de Don Juan, con la irrupción de las máscaras y el clímax final del desafío del Burlador a sus perseguidores. La numeración alterna escenas con arias, recitativos con dúos y tríos. Los personajes cuentan con simétricas cantidades de solos, aunque cabe decir que los dos principales, Don Juan y el Comendador, carecen de arias propiamente dichas. Aquí conviene destacar la indispensable mediación de Da Ponte, posiblemente secundada con observaciones del propio Mozart y descartando la intervención de Gian Giacomo Casanova que, en sus memorias, y haciendo hincapié en su amistad de jaranera juventud abacial y libertina con Da Ponte, se adjudica una parte del libreto. Ni Casanova era un libretista y sí un encantador mitómano, ni su sentido del amor, del cual fue eminente psicólogo, tienen nada que ver con el donjuanismo. Pero quede el detalle como leyenda urbana y motivo para novelistas imaginativos. La misma solución estructural tiene el segundo acto, sólo que en él hay conjuntos vocales más importantes (el sexteto de la décima escena es, en sí mismo, una obra maestra) y la doble fiesta se sitúa al final de la acción propiamente dicha. Hay, en efecto, un jocundo banquete con orquesta interna, como en la fiesta anterior y, de seguido, la aparición de la Estatua con el remate consiguiente. Cabe repetirlo: a la fiesta mundana sucede la fiesta trasmundana, demonios incluidos, en una de las construcciones más impresionantes de toda la historia musical para la escena. Hemos visto a un músico dieciochesco en los umbrales del romanticismo. Sería osado decir -BSBQQSFTBHMJB 4BWFSJP.FSDBEBOUF /6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"- $PQSPEVDDJ§ODPOFM'FTUJWBMEF3BWFOOB Director musical: Ricardo Muti Director de escena: Andrea de Rosa Director del coro: Andrés Máspero Coro Titular del Teatro Real (Coro Intermezzo) Orquesta Giovanile Luigi Cherubini Mayo: 13, 15, 17, 19 20:00 horas; domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP -B3BQQSFTBHMJB-BSFQSFTBMJB 'FSOBOEP'SBHB Tras las vicisitudes asociadas a este tipo de enredos, los dos complicados en el asunto acuerdan lo siguiente: el duque Alberto renuncia a Elisa, ésta accede a darle la mano al rey de Polonia y éste para compensar a aquél del supuesto sacrificio le da un principado en su reino. Asimismo, Segismondo en vez de un yerno noble tendrá uno regio. #SFWFTJOPQTJT Su argumento gira en torno a un personaje bufo o cómico llamado Segismondo. Comienza la acción precisamente con este Segismondo que espera la llegada de su futuro yerno, al que no conoce en persona, pero sí sabe que es un noble que, aunque arruinado, traerá a su casa prestigio y honores. Pero Elisa no quiere saber nada con el rey, porque a quien ella quiere es al coronel alojado en su casa. Su alegría es completa al saber que el coronel y el rey polaco son la misma persona. Lieto fine, pues, como corresponde. Pero el estado de felicidad de Segismondo por ese provechoso matrimonio está empañada un tanto. La razón: un coronel al que ha dado alojamiento por un día no acaba de marcharse, viviendo a su costa con una tranquilidad de espíritu casi estoica. Este coronel es en realidad el rey de Polonia de incógnito y no quiere poner pies en polvorosa porque ama a Elisa que no es otra que la hija del barón. Elisa, para complicar más el asunto, también ama al coronel-rey. El falso coronel, desde luego, hace todo lo posible para impedir que su rival, por muy noble que sea, entre en la casa. Pronto encuentra una solución. Tomará su identidad, es decir, se hará pasar por tan deseado yerno, el conde Alberto. Pero llega de improviso el auténtico conde Alberto y al comprobar que el rey de Polonia se hace pasar por él, él decide a su vez pasar por convertirse en el rey polaco. Ya está el conflicto en marcha. -BSBQQSFTBHMJB $BSNFMPEJ(FOOBSP El 21 de febrero de 1829 se estrenó en el Teatro Principal de Cádiz La rappresaglia de Saverio Mercadante, con libreto escrito por Felice Romani. Corresponde este momento al período “español” del ilustre compositor italiano, llegado a España en 1826 para permanecer hasta 1831, año en el que decide regresar definitivamente a Italia. Un dato a tener en cuenta es que antaño el libretista ejercía también de director de escena, por lo que tenía de alguna forma la obligación de cuidar el estreno de su propia ópera para organizar el espectáculo. El hecho de que no estuviera presente Romani, por lo tanto, nos indica el escaso interés por su parte, tanto hacia el compositor como hacia la obra. Como sabemos, durante su estancia española, vivió entre dos ciudades, Madrid - donde tenía que dirigir una compañía de ópera italiana –y Cádiz- donde estrenó dos óperas, entre las cuales La rappresaglia. En aquellos momentos, Felice Romani ya era uno de los libretistas más cotizados de Italia y sus numerosos compromisos le impidieron acudir a Cádiz para el estreno de la obra; cabe destacar que ya diez años antes, y concretamente el 2 de septiembre de 1819, el alemán Joseph Hartmann Stuntz había puesto música a La rappresaglia, ossia il contracambio, dramma giocoso que se estrenó en la Scala de Milán. Gracias a un importante epistolario guardado en los archivos de los descendientes Visconti di Modrone (importante familia milanesa, muy aficionada a las artes, cuyo duque Carlo llegaría a ser responsable directo de la Scala de Milán a partir de 1834), sabemos que Romani durante el año 1829 estuvo muy ocupado: en enero trabajó en la ópera Zaira con Vincenzo Bellini, realizada para el nuevo Teatro Ducale de Parma. Salió, además, sin permiso de Milán, donde tenía un contrato con la Scala, para ir a Venecia, porque en esos momentos estaba trabajando con Bellini en La straniera. En noviembre estaba trabajando en el tercer acto de la ópera Giovanna Shore de Conti, que acabará en diciembre. En definitiva, ese año lo pasó viajando. Como ya había sucedido en el caso de I due Figaro, puesto en música por Michele Carafa en 1820 en el mismo teatro milanés, Mercadante trabajó sobre un texto no escrito por él, marcando de esta forma la diferencia que entonces existía entre el prestigioso libretista y un compositor como Mercadante, muy prometedor pero todavía joven. Como escribe Giovanni Carli Ballola, Mercadante pertenece a esa corriente de gran tradición melodramática italiana, de clara ascendencia rossiniana, con matices muy personales sobre todo a partir de principios del siglo XIX, alrededor de los años treinta; de hecho es posibilidad de exaltar sus habilidades. En la partitura de San Pietro a Majella todas las colorature están bien escritas, de forma que el intérprete no pueda equivocarse. muy difícil encontrar novedades estilísticas de relieve en la producción de Mercadante anterior a 1832, cuando estrena en el Teatro Regio de Turín los Normanni a Parigi (también con libreto de Romani, escrito concretamente para esta ocasión), ópera ésta que rompe de alguna manera con el rossinismo y abre el camino a una nueva sensibilidad romántica. Anterior a este momento solo hay que subrayar una pequeña joya, la partitura de Elisa e Claudio (1821) con libreto de Luigi Romanelli (el gran rival de Romani), primer éxito de Mercadante y auténtico enlace entre la comedia tipica del siglo XVIII y las novedades formales y musicales establecidas por Rossini. El eje de la ópera es, sin duda, el cuarteto en Re mayor puesto casi al final de primer acto; se trata de una página extrañamente larga para la época, en la cual Mercadante nos demuestra su habilidad contrapuntística, como no podía ser de otra manera por parte del auténtico heredero de la escuela napolitana. También el Finale I (en Do mayor) resulta muy extenso e igualmente elaborado; el dominio de Mercadante sobre todos los elementos vocales e instrumentales es abrumador. El segundo acto resulta mucho más corto con respecto al primero; después de la introducción coral, se halla un bonito Terzetto (Elisa, Barón, Duque), muy complicado para el Duque, barítono cantante, con notables colorature; además, la parte para la soprano es aquí muy aguda y el segundo barítono (Barón) tiene un sillabato a su vez nada fácil. La rappresaglia concretamente (y me refiero a la partitura original que actualmente se encuentra custodiada en la Biblioteca del Conservatorio de San Pietro a Majella de Napolés) se sitúa en la línea estilística del más clásico dramma giocoso; la brillante introducción en Sol mayor establece desde el principio el matiz de la obra; ya la crónica que apareció en Il teatro: giornale drammatico, musicale e coreografico, publicado en Milán en 1829 (que a su vez retomaba una nota del Diario mercantil de Cádiz) alababa la belleza de algunas melodías vocales, mencionando la “riqueza de la instrumentación”. Después tenemos un Coro e Aria del Re, otra cumbre de virtuosismo para el tenor; siguen otro bello Quartetto y un Coro, que precede el Finale II, mucho menos elaborado con respecto al primero, un Rondò brillante en la tonalidad de Mi mayor. Muy complicado es el papel del Rey, un auténtico baritenor, como se decía entonces, cuyas coloratura nos recuerdan distintos papeles rossinianos. Hay que destacar también que cada personaje hace su presentación con una cavatina, a veces en dos partes; aquí, el intérprete tiene la Director musical: Sylvain Cambreling Director de escena: Christoph Marthaler Escenógrafa y figurinista: Anna Viebrock Iluminador: Olaf Winter Director del coro: Andrés Máspero Wozzeck: Simon Keenlyside El tambor mayor: Jon Villars Andrés: Roger Padullés El capitán: Gerhard Siegel El doctor: Franz Hawlata Primer aprendiz: Scott Wilde Segundo aprendiz: Tomeu Bibiloni Un loco: Francisco Vas Marie: Nadja Michael Margret: Katarina Bradic Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Junio: 3, 5, 8, 10, 13, 15, 18, 20 20:00 horas "SHVNFOUP 8P[[FDL 3BGBFM#BO¡T En el campo abierto, con la ciudad a lo lejos, Wozzeck y su amigo Andrés cortan varas de un matorral. Andrés está pensando en cazar alguna presa cuando Wozzeck sufre una alucinación. El paisaje se vuelve rojo, como si estuviera ardiendo. El eco de los tambores que tocan a retreta les hace regresar a la ciudad. "DUP* En casa del Capitán, éste está sentado en una silla, mientras el soldado Wozzeck lo afeita, como acostumbra a hacer todos los días. Entretanto, el Capitán reflexiona sobre el sentido de la vida. Wozzeck acepta sumisamente las opiniones del capitán, quien le reprocha haber tenido un hijo ilegítimo con la mujer con la que convive, Marie. Tras manifestar que la virtud es un privilegio de los ricos, y no de la gente corriente, Wozzeck se marcha. En la habitación de su casa, Marie se ha asomado a la ventana con su hijo entre los brazos para ver el desfile militar. La mujer descubre excitada, al apuesto Tambor Mayor. Su vecina Margret le de sus últimos experimentos. Llega Wozzeck, que quiere pasar de largo. Mientras el Doctor le examina, el Capitán dice a Wozzeck que Marie le es infiel. Wozzeck sale caminando con npasos largos, primero despacioy luego cada vez más deprisa. critica por la vida desordenada que lleva, y se entabla una fuerte discusión entre ambas. Marie cierra con violencia la ventana y entona una canción de cuna para adormecer a su hijo. Entra Wozzeck, todavía bajo los efectos de la visión. Dice a Marie que esa noche no puede permanecer con ella, pues ha hecho unos sorprendentes descubrimientos al contemplar el cielo. Luego sale apresuradamente, sin prestar ninguna atención al niño. En la calle ante la casa de Marie, Wozzeck está dispuesto a poner fin a la traición. Marie atribuye los celos a la locura de Wozzeck, y se resiste a darle explicaciones. En medio de una violenta discusión, Marie afirma que se dejaría clavar un cuchillo antes de que un hombre pusiera las manos sobre ella. En el despacho del Doctor Wozzeck llega sofocado a la consulta donde el Doctor le utiliza para comprobar sus experimentos sobre el comportamiento del ser humano, a cambio de algunas monedas. Wozzeck le habla del instinto, contra el que es imposible luchar, y el Doctor confirma su idea de la locura congénita de Wozzeck. En el patio de una taberna, se celebra una fiesta. Algunos jóvenes y unas muchachas bailan mientras Wozzeck, atormentado, observa a Marie en brazos del Tambor Mayor. Andrés y algunos aprendices entonan canciones satíricas, y un loco habla de sangre. Entretanto se despierta en Wozzeck el deseo de matar a Marie. En la calle delante de su casa, Marie ensalza la apostura del Tambor Mayor, quien fomenta su postura de conquistador tratando de seducirla. Al principio, ella le rechaza por su fatuidad, pero finalmente cede a sus encantos y se deja llevar al interior de la casa. En un puesto de guardia en el cuartel, Wozzeck no puede dormir y confiesa su preocupación a Andrés. Llega el Tambor Mayor, envalentonado, y se mofa de Wozzeck, al que desafía. Se entabla una pelea entre ambos en la que pierde Wozzeck, ante la mofa de sus compañeros. "DUP** En el interior de la habitación de Marie, al día siguiente, la mujer se mira en el espejo con los pendientes que le ha regalado el Tambor Mayor. Wozzeck llega y le pregunta donde los ha conseguido, a lo que ella le responde que se los ha encontrado. Wozzeck le entrega el salario y se va, después de acariciar al niño, dejando a Marie llena de remordimientos. "DUP*** En la habitación de Marie, el pequeño se ha quedado dormido. Marie lee en la Biblia el episodio de la mujer adúltera y, conmovida, eleva al cielo una sincera plegaria, identificándose con la pecadora. El Capitán baja jadeante por una calle y se encuentra con el Doctor, que le informa matado a Marie. Al encontrarlo lo arroja al estanque. Enloquecido cree no haberlo tirado demasiado lejos y se adentra en el agus buscando el cuchillo. Luego intenta borrar las manchas de sangre de sus manos, pero toda el agua le parece sangre. Wozzeck se ahoga. El capitán y el Doctor pasean por allí, y al oír los gemidos, se alejan asustados. En el bosque, a orillas de un estanque, Wozzeck y Marie pasean juntos. Asustada por la oscuridad de la noche, Marie quiere irse pero Wozzeck la detiene. Le recuerda el tiempo que han pasado juntos. De pronto la luna adquiere un terrible color rojo. Wozzeck apuñala a Marie y se aleja rápidamente de allí. En la taberna los clientes bailan una polca. Wozzeck hace proposiciones a Margret, su vecina, que se aleja asustada cuando descubre en el unas manchas de sangre. Los compañeros acosan a Wozzeck, que huye bruscamente para borrar las huellas del asesinato. En la calle ante la casa de Marie, el hijo de ella está jugando con su caballo de madera. Se la acercan unos nuños y le dicen que su madre está muerta. El pequeño, sin inmutarse, sigue jugando mientras los otros niños salen corriendo para ver el cadáver. Al borde del estanque, bajo la roja luz de la luna, Wozzeck busca el cuchillo con el que ha i8P[[FDLwZFMQSPHSFTP DJSDVMBS 4UFGBOP3VTTPNBOOP “Nunca se me ha pasado por la cabeza, mientras componía Wozzeck, la idea de querer reformar la estructura artística de la ópera. Y de la misma manera que no tenía esa intención, tampoco he considerado en algún momento que el resultado debiera ser un modelo para la composición de otras óperas (mías o de otros músicos). Nunca he pensado, y ni mucho menos esperado, que Wozzeck pudiera “sentar cátedra” en este sentido”. Estas declaraciones de Alban Berg, recogidas por la “Neue Musik-Zeitung” en el marco de una encuesta sobre el teatro musical contemporáneo, veían la luz en 1928, es decir, tres años después del estreno de Wozzeck. Hay, en las palabras del compositor, un tono de modestia que responde ante todo a un deseo de tranquilizar. En Wozzeck, viene a sugerirnos el músico, no hay provocación, no hay anarquía ni deseo gratuito de subversión, sino una lógica continuidad con respecto al pasado tanto en las formas como en el espíritu. Después del estreno berlinés (donde las malas lenguas aseguraban que habían sido necesarios 137 ensayos para representar la obra), las inevitables polémicas no habían entorpecido su difusión y su favorable acogida primero en los teatros alemanes y luego en otros escenarios europeos como Viena, Praga o Leningrado: un crescendo que solo lograría detener forzosamente la llegada del nazismo a partir de 1933. Uno de los aspectos más peculiares del debate surgido alrededor de Wozzeck es la naturaleza –más técnica que estética- de los argumentos esgrimidos por el compositor. A la pregunta de ¿qué es la ópera contemporánea? Berg prefiere anteponer otra: ¿cómo se escribe una ópera contemporánea? En el fondo, su visión de la esencia y de las finalidades del espectáculo operístico no hace sino evocar paradigmas intemporales y siempre recurrentes en la historia del género “En el momento en que decidí escribir una ópera no tenía otra intención que la de dar al teatro lo que pertenece al teatro, es decir, articular la música en modo tal de hacerla consciente, en cada instante, de su deber de servir el drama”. Sin embargo, un problema crucial apremiaba a aquellos compositores que habían asumido la crisis de la tonalidad como un proceso histórico irreversible e ineludible. Asimismo, el testimonio de Berg ratifica un hecho que ya entonces parecía evidente e incontrovertible. Tal vez solo el escandaloso éxito cosechado por Richard Strauss dos décadas antes con Salomé y Elektra rebasaba por envergadura al de Wozzeck. En muy poco tiempo, el título de Berg se había convertido en un paradigma de la controvertida creación operística contemporánea. Desde el nacimiento de la ópera, la articulación formal del melodrama había encontrado portante sobre Wozzeck, la respuesta de Berg a la cuestión operística posee rasgos originales y únicos. Pero antes hay que dar un pequeño paso hacia atrás y situarse en 1914, cuando Berg asiste a una representación teatral del Wozzeck de Georg Büchner. La intensidad expresiva del drama causó en él tal impacto que enseguida tomó la decisión de escribir una ópera sobre aquel texto. La composición sufrió varios parones y se alargó hasta 1921, siendo sometida un año después a revisión y orquestación. en la lógica lineal y cerrada de la sintaxis tonal el elemento más decisivo para su construcción a grande y pequeña escala. Una vez privados del tradicional soporte de la armonía tonal, los mal llamados músicos “atonales” se habían visto obligados a replegar hacia las formas breves (Lieder, piezas para piano…) ante la ausencia de otros principios de estructuración capaces de dar coherencia y unidad a los géneros de grandes proporciones tales como la sinfonía o la ópera. Por su parte, el cromatismo wagneriano había indicado una nueva dirección a seguir, liberando el fluir dramático de todo dualismo (empezando por la oposición entre recitativo y aria) y orientándolo hacia un discurso continuo e ininterrumpido, exento de jerarquías y estructuras nítidamente definidas. Al poner en conexión espacios armónicos cada vez más lejanos y ambiguos, la ópera wagneriana comunicaba al oyente una sensación de infinitud, se asemejaba a un inmenso océano abierto en todas las direcciones. Sin embargo, ganar el infinito suponía perder lo limitado. El océano no tiene confines visibles pero tampoco puntos de referencias: es una masa uniforme de agua donde uno corre el riesgo de desorientarse e ir a la deriva. Parsifal vislumbraba el horizonte último de este recorrido, en el que la dramaturgia deviene en liturgia y el tiempo en espacio. Georg Büchner es de esos autores tan adelantados a su tiempo que su obra puede desaparecer durante un tiempo para luego resurgir como nueva en otra época. Cuando murió en 1836 con solo veintitrés años, Büchner terminaba de esbozar su última creación, inspirada en un hecho real: Woyzeck (Berg se mantuvo fiel a la equivocada grafía de Wozzeck, debida a la errónea lectura del manuscrito por parte de Karl Emil Franzos, responsable en 1879 de la edición completa de las obras del dramaturgo). En la figura del soldado Woyzeck, Büchner retrata la tragedia de los desvalidos y de las clases pobres: víctima del desprecio y de las vejaciones de sus superiores, cobaya para los experimentos de un alocado científico, Woyzeck desfogará finalmente sus frustraciones sobre el único ser al que ama, Marie, a quien asesinará en un arrebato de celos. El realismo de fondo que impregna la obra de Büchner se carga aquí de elementos anticipadores de la sensibilidad expresionista: el tema de la alienación del individuo, la visión deformada de la realidad que sufre el protagonista en sus pesadillas, la sátira anti-militarista y la crítica al cientificismo personificada en la figura del Doctor. Richard Strauss había tomado buena nota de la experiencia wagneriana y en Salomé y Electra había compactado su arco dramático, lo había convulsionado hasta la exasperación. Aunque el protoexpresionismo de Salomé y Elektra ejercería, junto al teatro musical de Schoenberg (Erwartung, Die Glückliche Hand), una influencia im El texto original constaba de veintiséis escenas con carácter autónomo. Berg eliminó seis de ellas y redujo las veinte restantes a quince, agrupándolas en tres actos. El compositor subrayaba la simetría existente entre los acto I y III, más breves, que enmarcan el acto central, más largo y “sinfónico”, lo que da lugar a un esquema ABA. En vez de trenzar un discurso orquestal continuo de acuerdo a la lección postwagneriana, Berg opta en Wozzeck por modelar cada escena sobre formas musicales propias de la tradición instrumental. De esa manera, el primer acto está concebido como una sucesión de cinco piezas características: “Suite”, “Rapsodia”, “Marcha militar y berceuse”, “Passacaglia”, y “Rondó”. El segundo acto se articula como una sinfonía en cinco movimientos: “Tempo de sonata”, “Fantasía y fuga (a tres sujetos)”, “Largo”, “Scherzo”, y “Rondó marcial”. El tercer acto es un conjunto de seis invenciones: “Invención sobre un tema”, “Invención sobre una nota”, “Invención sobre un ritmo”, “Invención sobre un acorde”, “Invención sobre una tonalidad” (episodio puramente orquestal), e “Invención sobre un movimiento regular de corcheas”. en el marco de una forma sonata. En la escena siguiente, el trío protagonista –el Capitán, el Doctor y Wozzeck- se mueve en el cauce más mecánico y constreñido de una fuga a tres sujetos. La solución “formalista” es, para Berg, la más idónea para cumplir con estos tres objetivos: garantizar la suficiente variedad, poseer un alto grado de rigor interno pero, al mismo tiempo, seguir eficazmente la acción dramática en toda su compleja articulación. No obstante, cuando el compositor sostiene que la música operística debe “obtener sólo de sí misma todo lo que el drama necesita […] sin perjudicar su razón de ser absoluta ni ser obstaculizada por ningún elemento extramusical”, sus afirmaciones no reflejan en absoluto una postura neoclásica. En Wozzeck, el esquema formal siempre está presente y activo a lo largo de toda la partitura, pero nunca se sitúa en primer plano, a la vista directa del oyente. Berg se muestra muy tajante al respecto: “Si bien todo está «elaborado» con una lógica severa […] nadie entre el público debería darse cuenta de ninguna de estas fugas e invenciones, tiempos de suite y sonatas, variaciones y passacaglie”. Aún más sobrecogedora es la escena segunda del acto III, “Invención sobre una nota” donde la nota “si” se regenera a lo largo del episodio en tesituras y colores siempre cambiantes, emblema sonoro de la idea homicida del protagonista. Giacinto Scelsi, gran admirador de Berg, acaso encontró inspiración en este episodio cuando treinta años más tarde compuso sus Cuatro piezas para orquesta (cada una sobre una nota). Después de que Wozzeck acuchilla a Marie, la nota “si” emerge del silencio en un unísono en crescendo, donde la progresiva incorporación de los instrumentos produce una mágica klangfarbenmelodie que se estampa contra el acorde disonante de toda la orquesta en fortissimo, recalcado por unos golpes de la percusión que anticipan el material rítmico de la siguiente escena. Al componente rítmico apela también la escena cuarta del Acto II, una de las páginas más complejas y de más ardua realización técnica de toda la ópera, debido también a la doble presencia de la orquesta en el foso y de otra en el escenario. A pesar de su autonomía interna, cada forma instrumental constituye un armazón perfecto para el discurrir y el articularse del discurso dramático. Emblemática, nada más empezar la ópera, la suite que vertebra la escena primera del Acto I: los breves números que la componen (Preludio, Pavana, Giga, Gavota y Aria) aportan cada uno su propia coloración anímica y tímbrica en una concatenación de episodios que traduce los diversos momentos de la conversación entre Wozzeck y el Capitán. A pesar de la extrema variedad expresiva desplegada en cada episodio, el discurso dramático posee una unidad y una organicidad que se hace perceptible desde el primero hasta el último compás. El carácter recurrente de determinados temas o intervalos asociados con los personajes (las quintas vacías de Marie) contribuye a establecer relaciones a lo largo de la obra. No siempre estos lazos y simetrías saltan a la vista En la primera escena del acto II, por el contrario, los tres personajes sobre el escenario –Marie, su hijo y Wozzeck- son representados por otros tantos temas cuyas interrelaciones se desarrollan en el Pierrot lunaire y basada en una suerte de hibridación entre el canto y el habla. Aunque en la sprechstimme el ritmo y la altura de las notas están indicadas con gran precisión, el compositor advertía: “¡No se debe cantar bajo ningún concepto! Hay que entonar y mantener la altura de la nota como si uno la cantase pero con las resonancias propias del habla”. del oyente con claridad pero su papel estructural no deja por ello de ser significativo. Los tres actos terminan, por ejemplo, sobre la misma armonía aunque el contexto expresivo varía en cada caso así como la disposición de las notas o la textura tímbrica. Por otra parte, el final del segundo acto pone al descubierto un si grave que desempeñará un papel crucial en el devenir sucesivo de la obra. Al lado de la sprechstimme convive el canto tradicional, mientras que el empleo del recitativo es desechado por insatisfactorio, al considerarlo Berg menos flexible e inteligible que la sprechstimme. Sobre estos recursos Berg construye una galería de tipos vocales bien diferenciados, empezando por la mecánica y afeminada petulancia del Capitán, la cavernosa ampulosidad del Doctor, la ruda vehemencia del Tambor Mayor (una suerte de heldentenor de feria), pasando por el cálido lirismo que ilumina la personalidad de Marie. Más complejo es el retrato vocal del protagonista, caracterizado por un mayor número de matices en donde tienen cabida tanto su tragedia humana como su alienación. En un texto escrito en 1930 y titulado “Instrucciones prácticas para la interpretación de Wozzeck”, Berg indicaba que Wozzeck debía considerarse como “una ópera del piano” por lo que era esencial poner un especial cuidado en no exagerar las dinámicas salvo en aquellos momentos en los que la partitura lo requería expresamente. El énfasis puesto en el predominio de las dinámicas suaves guarda sin duda relación con la máxima inteligibilidad otorgada al elemento vocal, entendido como expresión más inmediata y visible de las dinámicas que impulsan a los personajes. “La ópera, más que cualquier otra forma musical, parece destinada a ponerse ante todo al servicio de la voz humana”, sostenía el compositor en el artículo “La voz en la ópera” (1929), donde estigmatizaba el hecho de que, a menudo, la más reciente producción dramático-musical no fuera más que “una sinfonía para gran orquesta con acompañamiento de una voz cantante”. Las armonías de Wozzeck se apuntalan en una atonalidad que no excluye reminiscencias y ecos tonales. Según Schoenberg, esta peculiar fusión de pasajes tonales y atonales encontraba justificación para Berg en el convencimiento de que “un compositor de ópera no puede renunciar siempre –por razones de expresión y de caracterización dramática- al contraste que proporciona el pasaje del modo mayor al menor”. En Wozzeck, los remansos tonales actúan como oasis de pureza y dulzura, añoranza de una armonía La inteligibilidad de la parte vocal pasa, en Wozzeck, por la utilización generosa de la sprechstimme o “declamación rítmica”, en definición de Berg. Se trata de una técnica introducida por Schoenberg en Die Glückliche Hand y pueden, en un determinado momento, ejercer como puntos de referencia transitorios a cuyo alrededor se disponen y gravitan los demás elementos, creando la sensación de un espacio sonoro jerarquizado. También el elemento dodecafónico hace una tímida aparición en Wozzeck, bajo la forma de un tema de doce notas sobre el que está construida la “Passacaglia” de la cuarta escena del Acto I. perdida y a menudo asociada a la imagen de una infancia irrecuperable. Es el caso de la primera escena del Acto III: Marie se dirige a su niño y de repente la música proyecta sobre sus palabras los colores nostálgicos del fa menor. Pero la tonalidad puede tener también un carácter atmosférico, como el re menor sobre el que está construida la Invención sobre una tonalidad, episodio que constituye una suerte de resumen del personaje de Wozzeck a través de todas las figuraciones musicales que se han presentado en relación con su figura. En el mismo artículo que citábamos al principio, Berg se preguntaba: “En fin, ¿es siempre necesario “progresar”? ¿No basta con escribir una bella música para un buen teatro o, mejor dicho, escribir una música tan bella que dé como resultado un buen teatro?” Igual que Verdi, Berg había llegado a comprender la miopía de cuantos creen que, en el arte, el progreso solo se mueve en una dirección: hacia delante. Como Wozzeck demuestra, la verdadera y auténtica creación artística genera a su alrededor círculos concéntricos que proceden en todas las direcciones para definir, en todo momento, su propio presente. En otros casos, la evocación de lo tonal subsiste como reflejo o sombra de la “función” que un determinado elemento viene a desempeñar dentro del discurso musical. Como ya vimos, los tres actos finalizan sobre un mismo material armónico imposible de enmarcar en un contexto tonal, si bien su posición conclusiva le confiere un excéntrico valor de tónica. De la misma manera, un ritmo, un intervalo e incluso una nota %JF[BVCFSn¤UF 8PMGHBOH"NBE±.P[BSU /6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"- $PQSPEVDDJ§ODPOFM'FTUJWBMEF#BEFO#BEFO Director musical: Sir Simon Rattle Director de escena: Robert Carsen Escenógrafo: Michael Levine Iluminadores: Robert Carsen / Peter van Praet Director del coro: Andrés Máspero Sarastro: Dmitry Ivaschenko Tamino: Joseph Kaiser El orador: José van Dam Dos sacerdotes: Benjamin Hulett, Jonathan Lemalu La reina de la noche: Simone Kermes Pamina: Camilla Tilling Tres damas: Annick Massis, Magdalena Kozena, Nathalie Stutzmann Papageno: Michael Nagy Papagena: Chen Reiss Monostatos: Por determinar Dos hombres con armadura: Daniil Shtoda, David Jerusalem Coro Titular del Teatro Real (Coro Intermezzo) Berliner Philharmoniker Junio: 29 / Julio: 2, 4 20:00 horas "SHVNFOUP %JF;BVCFSn¤UF-BnBVUBN¸HJDB 'FSOBOEP'SBHB La acción: en una época indeterminada. El lugar: Egipto. tan las Damas, se halla prisionera en el castillo del malvado Sarastro. "DUP* Hace una estruendosa aparición la Reina de la Noche y promete a Tamino la mano de su hija si el muchacho rescata a Pamina de las garras de Sarastro. Luego desaparece de la misma tempestuosa manera con la que hizo su aparición. En un paisaje agreste un joven y hermoso príncipe, Tamino, corre perseguido por una espantosa serpiente. En la huida, pierde pie y cae a tierra sin sentido. Tres Damas, al servicio de la Reina de la Noche o Astrifiammante, matan a la serpiente antes de que ataque al joven desmayado. Seguidamente, contemplando la belleza de Tamino, discuten entre ellas sin ponerse de acuerdo. A continuación, se van para informar de lo sucedido a la Reina de la Noche, con la intención de regresar a su debido tiempo. Las Damas le retiran el candado de la boca de Papageno previa su promesa de no volver a mentir. Luego entregan a Tamino una flauta. Es mágica y ayudará al muchacho en los momentos de peligro. Para que Papageno ayude a Tamino en la misión de liberar a Pamina, el pajarero recibe un carillón con campanillas también mágico. En esa misma tarea contarán también con el apoyo de tres Genios, tres adolescentes. Tamino se pregunta por lo sucedido al ver muerta la serpiente cuando recobra el conocimiento. Llega cantando un extraño personaje, Papageno, de oficio cazador de pájaros con cuyas presas intercambia comida y bebida con la Reina de la Noche. Le asegura a Tamino, fanfarrón, que él mismo es el que ha dado muerte al monstruo que le perseguía. A tiempo de ser oído por las tres Damas a su regreso por lo que, como castigo a la falsedad, le sellan la boca con un candado. En el castillo de Sarastro, su sirviente moro Monostatos se encuentra de improviso con Papageno. Los dos se asustan: uno por el color de la piel del otro; éste por el ropaje de plumas de aquél. Huyen despavoridos, pero Papageno regresa enseguida: si hay pájaros negros ¿por qué no habrá también hombres negros? Se encuentra con Pamina y le da cuenta de pronta llegada de Tamino con ánimo de rescatarla. Los dos cantan sobre los poderes que ejerce el amor en los corazones humanos. Las Damas enseñan a Tamino un retrato de Pamina, la hija de la Reina de la Noche. El muchacho queda embelesado ante tanta hermosura y jura librarla de su cautiverio pues, según le rela- Ante la fachada de tres templos, el de la Razón, la Naturaleza y la Sabiduría, los tres Genios aconsejan a Tamino que tenga discreción El coro da por terminado el acto cantando: “Cuando la virtud y la justicia siembran el camino de gloria, es entonces cuando la tierra se convierte en un reino celestial y los hombres adquieren la apariencia de los dioses”. y paciencia. El joven intenta traspasar, una tras otra, la puerta de los templos, pero voces misteriosas que no sabe de donde proceden, se lo impiden. De la tercera entrada, la del templo de la Sabiduría, aparece un viejo sacerdote y le aclara que Sarastro no es el malvado que le han descrito, pues nunca debe de fiarse de las palabras de las mujeres. Cuando el sacerdote le deja a solas, las mismas voces misteriosas le dicen que Pamina está viva y que pronto verá la luz. "DUP** En un jardín los sacerdotes entran en procesión y Sarastro les comenta que Tamino ha decidido formar parte de su orden. A continuación da cuenta de las virtudes que adornan al príncipe y les señala el destino que junto a Pamina les reserva la existencia a tan venturosa pareja. Entre ellos son nombrados dos Sacerdotes que serán los que instruyan en lo sucesivo a la pareja. Alegre, Tamino comienza a tocar la flauta. A su mágico sonido acude una multitud de animales salvajes domados por la fuerza y la gracia de la música. Cuando Tamino escucha que se acerca Papageno sale en su búsqueda. Por el lado opuesto, sin encontrase, aparece Pamina. La muchacha es detenida por Monostatos y un grupo de esclavos. Pero Papageno hace sonar sus campanillas y los captores, en el semblante dibujada una tontorrona sonrisa, salen disparados bailando al son del instrumento de Papageno. Tamino y Papageno son conducidos a un patio interior del castillo de Sarastro. Los dos Sacerdotes les preguntan si se hallan dispuestos a enfrentarse con las pruebas relacionadas con su iniciación, a lo que Tamino contesta afirmativamente y Papageno con evasivas. Han de mantenerse en silencio, a oscuras, desconfiando de los ardides femeninos. Si sucumben a estos requisitos, serán castigados. Una solemne fanfarria y un coro laudatorio sucesivo anuncian la llegada de Sarastro y su séquito. Pamina, arrepentida, le pide perdón por su intento de fuga, explicando la razón principal de esa decisión: quería librarse de los avances libidinosos de Monostatos. Reaparecen las tres Damas intentando convencerles de que se alejen de Sarastro y vuelvan a servir los intereses de la Reina de la Noche. Tamino permanece inquebrantable, mientras Papageno se deja llevar por el miedo. Monostatos ha capturado a Tamino y lo presenta a Sarastro. Pamina y Tamino se reconocen y se abrazan con entusiasmo. Sarastro trata a la pareja con cariño y amabilidad. Pero han de superar varias pruebas para que su felicidad se consolide. Monostatos es condenado a recibir 77 latigazos. Monostatos en un jardín iluminado por la luna encuentra dormida a Pamina y se la declara. Cuando está a punto de abrazarla, le interrumpe la Reina de la Noche. La madre, al enterarse de las intenciones de Tamino de unirse a los inicia dos del templo, entrega a Pamina un puñal. Con él ha de dar muerte a Sarastro. Papageno declara ya sin tapujos que eso de la iniciación a él ni le va ni le viene. La única meta de su vida es encontrar una esposa, una Papagena, que le haga la feliz y le dé unos cuantos “pajareritos”. Se presenta de nuevo la vieja espantosa que se quita la máscara tras la cual se ocultaba una hermosísima jovencita. Papageno está que arde, pero el Sacerdote los separa: aún no es tiempo, les confirma. Sarastro, una vez que la reina ha desaparecido, aleja a Monostatos y tranquiliza con sus suaves y esperanzadoras palabras a Pamina, toda inquietud y reservas. En cierta parte del templo se ve a los dos Sacerdotes que conducen a Tamino y Papageno. De nuevo a solas, el pajarero sólo piensa en la sed y hambre que tiene. Una mujer vieja de aspecto horroroso, un auténtico espantajo, le ofrece un vaso de agua, mientras le asegura que es su novia. Papageno casi se muere del impacto. Los tres Genios anuncian, cantando, la victoria de la luz sobre la noche, o sea, la de Sarastro sobre la Reina de la Noche, mientras observan como Pamina está a punto de herirse con el puñal que su madre le entregó. A tiempo le impiden su efectuar esta acción, tranquilizándola: Tamino sigue enamorado de ella. Los tres Genios reintegran a Tamino y Papageno sus instrumentos mágicos, la flauta y el carillón, invitándoles a que sean fuertes y perseverantes. Tamino toca la flauta y a su dulce sonido se hace presente Pamina. Siguiendo su promesa de mantener silencio, el muchacho no responde a los requerimientos de Pamina. Esta se va decepcionada, pensado que Tamino ya no la ama. Sólo en la muerte encontrará alivio a tan lamentable decepción. Dos hombres armados hacen guardia ante una puerta abierta en medio de una superficie rocosa. A través de esa puerta Tamino se enfrentará a las pruebas físicas del agua y del fuego, las de su purificación. Pamina se une a Tamino para los dos juntos enfrentarse al desafío. La pareja supera el reto y las aclamaciones de los sacerdotes confirman tal triunfo. Papageno busca desesperado a su Papagena. Como no ve señales vivientes de la muchacha, sólo le queda una salida: ahorcarse. El rito de llevar a la práctica tan tajante decisión es largo, esperando que alguien o algo le impidan realizarlo. Cuando ya parece que nada le detendrá en la decisión, reaparecen los Genios que le piden toque su carillón. Al sonido argentino de sus campanas vuelve Papagena. La pareja se une, conjugan su amor y se prometen una feliz compañía alegrada por una multitud de niños pajareros. Un sonoro acorde repetido en tres ocasiones sucesivas pone en guardia a Tamino y Papageno, señal de que han de enfrentarse a nuevas pruebas. En el interior de una pirámide, la oración de los sacerdotes se dirige a los dioses pidiendo fortaleza y decisión para Tamino. Tamino y Pamina se reúnen y Sarastro les anima con sus palabras de aliento y confianza. Luego vuelven a separarse. En un paisaje inhóspito, de noche, la Reina de la Noche, sus tres Damas y Monostatos que se ha pasado a su servicio, se disponen a entrar en el templo de Sarastro para destruirlo. Pero una tormenta de rayos y truenos hunde a todos en un insondable abismo. Dentro del Templo de la Sabiduría, Sarastro anuncia la victoria de Tamino, la victoria de la luz sobre la oscuridad. Todos la celebran en un himno de agradeciendo a Isis y Osiris. i6OTFSIVNBOPDPNPU¡w $POTUSVDDJ§ONVTJDBM MJUFSBSJBZFTD±OJDBEFMPT QFSTPOBKFTEFi-BnBVUB N¸HJDBwEF8PGHBOH" .P[BSUZ&NBOVFM 4DIJLBOFEFS -BJB'BMD§O Lo primero: un cuento mágico. a trepar por el cuello para firmar la despedida… tres niños magos, pequeñitos y sabios, irrumpieron en la escena, cambiando la armonía del foso y el destino de Papageno: no te rindas –vinieron a decir-, terminó esta maldita soledad; haz sonar tu melodía y, al otro lado de este puente de música, encontrarás a alguien… ¡por fin, Papageno, a alguien como tú! El rostro del hombre se iluminó y, separándose del precipicio de la derrota, desenfundó unas campanitas mágicas e inundó el teatro con una música inconfundible. Una música tan pequeñita y tan sabia como los niños magos, que devolvió el calor a la orquesta y al alma y, con el feliz tintineo del deshielo, trajo consigo lo más mágico del mundo: alguien maravilloso en quien, –¡por fin!-, aquel hombre, antes solo, podía ahora reconocerse. Una amiga, sí, que avanzaba risueña a pasitos, para darle un abrazo, para cantar con sus mismas palabras y para invitarlo a seguir haciendo vida. La sala se derritió en aplausos y alegría: una fina cascada de golpes de abanicos, risas y palmadas que celebraban la escena desde todos los rincones del teatro… “Quede enterrada en mi corazón para siempre la sabiduría de estos niños.” (Tamino, “La flauta mágica”, primer acto) Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un teatro de los arrabales de Viena, una frase terrible, que atravesó la sala y los corazones: “¡Estoy cansado de mi vida!”. Eran unas palabras llenas de dolor y desesperanza, que volaban implacables, desde el alma rota del hombre más solo del mundo hasta la última fila de un crujiente paraíso de madera. Qué dolor, el de este ser humano condenado a sentirse siempre un extraño: “estoy cansado de mi vida” -–había dicho-, cansado de intentar amar y ser amado, de buscar a alguien que viese en él a una persona, de creer en un planeta que no le hablaba. Nunca el silencio por respuesta había sido tan doloroso. Pero entonces… justo cuando el futuro estaba perdido y parecía mejor terminar con todo de una vez, justo cuando la soga empezaba Y así, en la mágica noche del 30 de septiembre de 1791, otros dos corazones respiraban aliviados. Dos héroes que, como Papageno, habían estado varias veces a punto –¡tan apunto!de perderlo todo y que ahora, por no rendirse, veían como la soga de la desesperanza –serpiente asquerosa, maldita seas- se retiraba vencida dejándolos en paz. Uno de ellos, oculto bajo el disfraz de Papageno, se llamaba Emanuel Schikaneder, enérgico actor, empresario y libretista que en los últimos tiempos había empezado a ver su declive (“Emanuel, ya no pareces tan joven, ya no pareces tan guapo”), y que gracias a haber escrito este bendito personaje, remontaba por fin el vuelo y conseguía encontrar una nueva piel con la que quedarse en su querido escenario. El otro, sentado al clave, se llamaba Wofgang Amadeus Mozart –el gran y endeudado Mozart, el genial e ignorado Mozart-, que dirigía la orquesta y escuchaba por fin –y sólo dos meses antes de morir-, su primer éxito rotundo en Viena. Es emocionante jugar a pensar en cómo podrían sentirse los dos titanes en estos últimos pasos antes de salir de la cuerda floja, viendo aliviados el dúo de Papageno y Papagena (por cierto, el primer fragmento del libreto con el que, meses atrás, había comenzado la creación de la partitura): una prodigiosa estampa de alianza, alegría y entusiasmo, tejida con grandioso humor e infinito cariño, en la que estos dos seres geniales pueden ya hacer grandes planes de un futuro posible -¡ahora sí!-, lleno de hijitos como ellos… estreno en el que nadie pensaba en ella. Aquella noche de otoño en la que los héroes celebraron la función con una cena y volvieron a casa a pagar resaca y deudas, sin saber -quién podía saberlo entonces- que las ingenuas y francas palabras de sus maravillosos personajes comenzaban en ese preciso momento una colosal familia. Una larga y próspera estirpe que, por los siglos de los siglos, se conocería ya como “La Ópera Alemana” y que, efectivamente, llenaría de nuevos papagenos y papagenas todos los teatros del mundo. 5PEBMBN¡TJDBEF.P[BSU “Las rosas siempre están donde hay espinas. Toca tú la flauta mágica, ella nos protegerá en nuestro derrotero. En un momento mágico mi padre la talló de lo más profundo del roble milenario.” [Pamina, “La flauta mágica”, segundo acto] Qué conmovedor, que la última obra compuesta por Mozart para un escenario teatral sea, desde el mismo título, un canto al poder de la música. Hay muchas leyendas acerca de la conciencia que Mozart, en estos últimos meses, podría o no tener sobre su estado de salud: buscando en las líneas de sus cartas encontramos entusiasmo, energía y ventanas abiertas de par en par al futuro, pero también inquietantes palabras y puntos suspensivos con los que temblar de escalofríos ante lo que parecen certeros presagios de una despedida cercana. En cualquier caso, ya que esta obra pertenece al más reducido conjunto de sus últimas composiciones y fue concluida casi de forma paralela al comienzo del misterioso y colosal Requiem, es irremediable admirarla tam- ¿“Planes de un futuro posible –¡ahora sí!-, lleno de hijitos como ellos…”?, sonríe hoy, enternecida, la Historia de la Música, al recordar aquel les: junto a los colores y estructuras rítmicas populares, se entrelazan las prodigiosas fórmulas aprendidas del universo barroco; materiales de origen religioso comparten pentagrama con ingredientes, como señala Dietrich Fischer-Dieskau, de los primeros pasos del Lied alemán; y recursos de las óperas seria y buffa de escuela italiana se hermanan, no sólo entre sí, sino también con la personalidad y el humor específicos del Singspiel austríaco, nacido para un público popular de habla alemana, deseoso de entender canto y diálogos en su idioma. bién como una suerte de irrepetible testamento musical, tan divertido como solemne, tan cariñoso como profundo, tan respetuoso con el pasado como ambicioso con lo que estaba por llegar. Trabajador inagotable, Mozart inauguraba en estos meses –y en esta obra- una nueva etapa estilística, profundamente arraigada en la escuela barroca pero, a la vez, auténtica fundadora de los cimientos de la futura música romántica. Para fascinación del joven Beethoven, la partitura consigue ensamblar en perfecta unidad un imposible mosaico de estilos y fuentes musica- tin Wieland. Las hadas y magos, los conjuros y las apariciones fantasmagóricas brindaban un campo extraordinario para los espectaculares efectos y maquinarias teatrales heredados de la escena barroca y permitían además presentar pintorescas galerías de personajes con los que hacer taquilla a partir de exóticas aventuras y peripecias cómicas. Es como si la partitura de “La flauta mágica” quisiese incluir mil facetas de lo humano en un mismo retrato de familia, de un modo similar al catálogo de tratamientos y singularidades que nos llega a través de las líneas y recursos vocales de sus personajes: seres de otro mundo, como las profundidades remotas de la voz de Sarastro o esa mítica paleta de acrobacias, colores y temperamentos que describe a la Reina de la Noche; la voz de madera familiar, honesta y flexible con que dar vida a la franqueza y encanto cómico de Papageno; la sencillez y pureza de línea de Pamina y Tamino, caracterizados por el lirismo, la claridad y la exigente falta de artificio efectista; los tres niños con voces de niño, que bajan en globo para decir las grandes verdades… un maravilloso mapa de individualidades (“quien mucho arriesga, a menudo mucho gana”, dice Papageno en el primer acto) que parecen rendir homenaje al mundo entero. Sin embargo los autores de “La flauta mágica” no se contentaban sólo con la importante y difícil tarea de entretener y divertir por unas horas a los clientes del Theater auf dem Wieden. Aún siendo dos titanes del humor y la sorpresa, no querían – como comprobamos, por ejemplo, en una carta mil veces citada de Mozart a su esposa Constanza- que los espectadores volviesen a casa sin haber alcanzado algo del trasfondo simbólico de la obra: “por desgracia”, escribía el compositor refiriéndose a un espectador incapaz de traspasar la anécdota más superficial de la trama, “yo estaba precisamente en su palco cuando empezó el acto II con la escena solemne. Se reía de todo; al principio me armé de paciencia suficiente para decirle que se fijara en la letra, pero se reía de todo; aquello fue demasiado para mí”. Con líneas como éstas nos queda claro que, aún con el enorme valor que estos autores daban a la frescura y al divertimento, también querían hablar de otras importantes sabidurías que consideraban urgentes y necesarias: así –y a pesar del enloquecido juego de remiendos y pespuntes a contrarreloj que debió de ser la confección final del argumento-, con amor de joyero terminaron por bordar entre los pliegues literarios y musicales de esta obra un laborioso entramado de reflexiones sobre la condición humana, la importancia de la comunicación y el arte, los ideales humanistas, ilu- .JMZVOB§QFSBTZBMH¡OFTDSJUPJOWJTJCMF “¡…su destino nos atañe de cerca!” [Los tres niños, “La flauta mágica”, segundo acto] El teatro de Schikaneder estaba en la plaza del mercado (físicamente, decimos, esto no es sólo metáfora) y, como el resto de los negocios vecinos, tenía asuntos que vender: es importante acordarse entonces de que los cuentos mágicos estaban muy de moda en la escena popular vienesa cuando el libretista-empresario le propuso a Mozart esta pieza con canto y diálogos en alemán, inspirada, entre otras fuentes, en el poema “Oberon” y el relato “Lulu o la Flauta mágica” de Christoph Mar ministas y masónicos o la defensa de la transmisión de lo aprendido entre generaciones. Desde luego, su aventura fue un éxito. Con este principio creativo (y sin que nadie después haya podido explicar exactamente cómo), consiguieron dar con el modo de que cientos y cientos de espectadores comenzasen a descubrir una obra que hablaba de asuntos que les eran cercanos e intrigantes: una obra que, incluso hoy, no sólo narra un cuento (otro más) de genios y aventuras, sino que retrata personajes y cuestiones cuyo destino “nos atañe de cerca”, como dirían los tres niños magos. Así, Schikaneder pudo colgar en el muro de su teatro sucesivos carteles que anunciaban el vertiginoso número de representaciones que la producción iba alcanzando, y Mozart tuvo aún dos meses de vida para celebrar este éxito creciente que “La flauta mágica” cosechaba semana tras semana: en más cartas de esos días (cartas que el compositor escribió a su esposa y que después -indiscretos- leímos todos), comparte su felicidad por las aclamadas repeticiones de arias y dúos que se instalaron, una noche sí y otra también, por petición de los asistentes; su felicidad por ese “aplauso silencioso” que crecía en un patio de butacas cada vez más enamorado; su felicidad por los comentarios entusiastas que colegas y familiares le dedicaban tras las funciones. Son enternecedoras la atención y alegría con que Mozart –el gran Mozart- reproduce palabra por palabra las primeras felicitaciones que entonces destacaba entre sus más cercanos y expertos invitados (un grupo pintoresco a nuestros ojos, por cierto, con especiales asientos para el entonces célebre Salieri y para la suegra Weber, tan tenaz y tan sorda…), sin poder saber entonces de los lejanos confines hacia los que seguiría creciendo, generación tras generación, esta enorme fascinación despertada por su última obra de teatro lírico: un prodigioso elenco de públicos de todas las edades y de todos los tiempos venideros, abanderados por ilustres portavoces conmovidos hasta las lágrimas. Desde Beethoven, cautivado, como decíamos, por la asombrosa unidad conseguida a partir de semejante caleidoscopio de estilos y estéticas, hasta Wagner, que vio en este colorido Singspiel el nacimiento de la verdadera ópera alemana. Desde Goethe, rendido por la densidad intelectual fundida en los ladrillos de un cuentito de magia, hasta Bergman, que la definiría como libro de cabecera y compañera de vida. conocer y disfrutar mejor los entresijos y mensajes escondidos de “La flauta mágica”. Pero entonces algo sorprendente sucede cuando comparamos las conclusiones de estos exploradores y comprobamos que (¡magia, magia!), si miles fueron los intentos por descifrar esta obra, miles son también las entusiastas interpretaciones a las que han llegado tales expediciones, triunfales y convencidas defensoras de lecturas tan dispares como imaginar uno pueda. Al repasar algunas de las principales líneas de interpretación y análisis de esta obra, destaca sin duda ese gran número de expertos que –empezando por los primeros biógrafos del compositorse concentran en el evidente y copioso catálogo de referencias a los símbolos y valores masónicos que despliega “La flauta mágica”, como prueba de que la intención fundamental de Mozart y Schikaneder era utilizar esta pieza para plasmar los recovecos de unas logias a las que ambos pertenecieron y para las que ya habían ofrecido su arte en otras ocasiones: la minuciosa descripción del recorrido de iniciación de Tamino hacia el Templo de Sarastro describe el ideal de crecimiento espiritual masónico (virtud, discreción, caridad, belleza, sabiduría) y los escalonados pormenores de ingreso en sus logias; las significativas relaciones numéricas ensalzadas por la masonería se plasman también con una aplicada insistencia que puntúa trama y partitura a la vuelta de cada esquina (lo vemos, por ejemplo, en esa tenaz pauta que presenta aquí trinidades de casi todo: tres solemnes acordes de bienvenida, tres toques de trompa, tres damas guerreras, tres niños sabios, tres exclamaciones para anunciar la llegada de la Reina, tres truenos, tres pruebas, tres virtudes, tres templos, tres puertas…); incluso el perfil Y empieza aquí, por cierto, otra misteriosa aventura, nacida de esa semilla llamada “La flauta mágica” y protagonizada por todos aquellos que han querido explicar el mensaje esencial que en ella encuentran: ese significado profundo que parece que hay que descifrar –como si estuviera escrito con la misma tinta invisible que usan los caballeros de Sarastro- desde la escucha y la inquietud de cada uno. Son miles los biógrafos, filósofos, críticos y artistas que han tratado de sumergirse en el intrigante mundo de reflexión y simbología contenidos en el libreto y la partitura de esta obra. Vuelven luego victoriosos, trayendo el secreto que encontraron en tales profundidades y ayudándonos por tanto a de Sarastro retrata fielmente, según documentos contemporáneos, los rasgos y ademanes de un hombre muy admirado por Mozart y Schikaneder, el templado y sabio Ignaz von Born, Gran Maestro de las logias vienesas. Son tantos los que subrayan el enorme peso de la intención fundamental de compositor y libretista por hablar de la masonería que incluso hay lugar para la polémica y el enfrentamiento interno frente a pequeños grupos de estudiosos que defienden un rol aún más determinante de alguna de estas logias en los últimos meses de Mozart, como por ejemplo, los que argumentan la posibilidad de que fuera una de estas agrupaciones quien encargara en secreto la obra, o los que (desde en un improbable pero teatral polo opuesto) culpan a alguna de estas secciones de haber envenenado a Mozart por haberse atrevido a desvelar sus secretos a telón abierto. Frente a los que destacan la intención de dar a conocer los valores masónicos como eje fundamental de “La flauta mágica”, hay también analistas que, como Kurt Pahlen, prefieren reivindicar la vocación esencialmente lúdica, efectista y espectacular de la pieza. Entienden la rica simbología y la cita de rituales de iniciación como un decorado secundario y un hábil recurso comercial con el que intrigar al público vienés, y no tanto como un compendio con seria voluntad pedagógica: los cuentos, cuentos son –vendrían a decir personajes (por ejemplo, ¿la Reina y sus damas son malvadas y vengativas pero, sin embargo, son quienes le dan a Tamino y Papageno los instrumentos mágicos con los que conquistar la belleza y la sabiduría?) y sirve a algunos expertos para entender las citas a la masonería como recursos de urgencia con los que revestir al nuevo Sarastro con los rasgos nobles y templados que Mozart y Schikaneder admiraban en Ignaz von Born. estos teóricos- y si les buscamos más lógica de la debida sólo corremos el riesgo de marchitar su encanto. Estas lecturas se apoyan además en la escasa pero emocionante información que nos ha llegado acerca del proceso de confección final del libreto, ajetreada labor que, al parecer, tuvo que cambiar todo el segundo acto como reacción de urgencia a la repentina aparición de otra obra de argumento casi calcado. Según los relatos recogidos por el director de orquesta vienés Ignaz von Seyfried, la composición de “La flauta mágica” avanzaba a buen paso cuando, de repente, en el mes de junio, el teatro de la Leopoldstadt –competidor directo del de Schikaneder- estrenó una pieza llamada “La cítara mágica”, basada en una trama y una estructura de personajes demasiado parecidos a los que Schikaneder habría escrito en su libreto original: un hada sabia y buena pide a un joven príncipe ayuda para rescatar a su hija, secuestrada por un oscuro mago de las profundidades, y le da para ello un prodigioso instrumento musical con el que enfrentarse a la maldad y la vileza. Como –según estas crónicas- a tales alturas del verano Mozart ya había terminado todo el primer acto y no era posible, por tanto, rehacer su estructura, Schikaneder sólo podía reaccionar reajustando la segunda mitad de la trama con nuevas soluciones argumentales que la separasen de la obra rival: la conmovedora reina a la que vimos llorar por la pérdida de su hija en el primer acto quedaría después convertida en una tirana obsesionada por vengarse del líder del bando enemigo, a su vez transformado de malvado secuestrador en sabio y noble protector de la pobre princesa. La teoría de este cambio obligado y repentino permitiría entender de forma más rápida interesantes contradicciones mostradas por estos Siguiendo con las diferentes interpretaciones de “La flauta mágica”, encontramos también lectores que subrayan como la principal intención de Mozart y Schikaneder la confección de un retrato coral con el que catalogar los distintos niveles de altura espiritual: desde la sentenciada bajeza de Monostatos subiríamos a los instintos primitivos que muchos ven en Papageno, luego a la valentía y pureza de Tamino y, como culmen, llegaríamos a la ideal templanza y madurez alabadas por tantos en Sarastro. Es una visión jerárquica de los personajes que se construye en función de sus supuestos atributos morales y espirituales y que, por cierto, mantiene importantes lugares comunes con aquellos otros análisis que ven en “La flauta mágica” una clara prueba de la misoginia de su época y sus autores: de un modo parecido a las distinciones que encuentran determinante el literal contraste entre la supuesta simpleza salvaje de Papageno y la tan aclamada elevación ejemplar de Sarastro, muchos lectores cercanos a la época del estreno interpretaron los numerosos juicios pronunciados por ciertos personajes contra la ética y el proceder femeninos como sobradas evidencias de que los propios Schikaneder y Mozart definían a las mujeres como seres de una pasta inferior, caprichosa, ignorante y dañina. si nos fijamos en las parejas de personajes a los que conocemos por algo más que insultos del enemigo, ¿no encontramos en el libreto y la partitura una evidente intención de igualar a hombres y mujeres en sus capacidades y sentimientos? Tamino y Pamina, Papageno y Papagena… incluso desde un elemento de definición tan explícito como es el sonido de sus propios nombres, estos jóvenes proponen, respectivamente, distintas versiones de un molde compartido: ¿no vendrían a significar, entonces, que es precisamente ese rango de “ser humano” –en palabras de Papageno y Sarastro- lo que los define y reúne? En un texto destinado a colocar a las mujeres en una cansina casta inferior, ¿serían Pamina y Papagena las que, como vemos en el libreto de esta obra, más sabiduría y valor infunden a sus compañeros? Pero es que, en el mismo libreto y la misma partitura, otros estudiosos encuentran minuciosas interpretaciones que, opuestas a las lecturas jerarquizantes, encuentran significativas pruebas de que Mozart y Schikaneder conectaban “La flauta mágica” con el espíritu progresista de las revoluciones contemporáneas que, en Estados Unidos y Francia, cambiaban ya el rumbo de la Historia: ¿son tan distintos Papageno y Sarastro cuando ambos sostienen, textualmente y con explícita semejanza, que es en el valor de lo “humano” donde radica nuestra verdadera medida?; ¿es posible entonces pasar por alto la estremecedora lucidez con que el moro Monostatos, un personaje casi shakesperiano, reflexiona acerca de la exclusión y la falta de amor a la que es condenado por la ignorancia y el miedo que despierta su color de piel? La trama parece insistir con especial lucidez en que el miedo y el desconocimiento son los principales motores del odio y la violencia. En una trama donde la ausencia de comunicación es, literalmente, una tortura, son varios los episodios que, con humor o dramatismo, señalan el origen del rechazo en la ignorancia, las apariencias y el temor ante lo desconocido: lo vemos en las explícitas reacciones de Papageno; en su magistral escena de encuentro con Monostatos; en el odio con que la Reina y sus damas, por un lado, y Sarastro y los sacerdotes, por otro, hablan del bando enemigo; hasta en la prueba de revestir a la mujer de los sueños de Papageno con una falsa apariencia que despierta los prejuicios de éste y no le permite ver que tiene frente a sí lo que más anhela. Y, trasladando esta nueva perspectiva a otras dimensiones parecidas del reparto de papeles de este cuento, ¿no cabría dudar entonces de esa supuesta intención de tachar a las mujeres de ignorantes y perversas? De hecho, Mozart pidió que el público “se fijara en la letra”, que se detuviese en captar un importante mensaje en el que él y Schikaneder habían puesto suma atención y cuidado. Y precisamente con esa elegancia de no especificarnos qué querían que encontrásemos, nos tienen buscando y buscando desde hace dos siglos: cruzándonos los unos con los otros -lupa en mano- en conclusiones que no sólo difieren sino que, muchas veces, se oponen. Del mismo modo que musicalmente consiguieron condensar mil óperas en una, terminaron por ofrecer una invitación a mil interpretaciones. Una inmensa plaza de reunión en la que nos encontramos, mirándonos los unos a los otros con extrañeza y desconfianza, como si llegásemos de planetas diferentes. Hay mil respuestas y una que las reúne a todas… la que nos trae Papageno, el rey de la lucidez, y nos saca de dudas: “¿Qué quién soy?, ¡tonta pregunta! Un ser humano, como tú.” *MQPTUJOP %BOJFM$BU¸O /6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"- 1SPDFEFOUFEF-PT"OHFMFT0QFSB Director musical: Pablo Heras Casado Director de escena: Ron Daniels Escenógrafo y figurinista: Riccardo Hernández Iluminadora: Jennifer Tipton Coreógrafo: David Bridel Vídeo: Philip Bussmann Director del coro: Andrés Máspero Mario Ruoppolo: Charles Castronovo Pablo Neruda: Plácido Domingo Matilde Neruda: Cristina Gallardo-Domâs Giorgio: Víctor Torres Beatrice: Sylvia Schwartz Donna Rosa: Nancy Fabiola Herrera Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Julio: 17, 20, 23, 25, 28 20:00 horas "SHVNFOUP *MQPTUJOP&MDBSUFSP 'FSOBOEP'SBHB raño del poeta, acaba uniéndolos en una sólida amistad. 4JOPQTJT La ópera se basa en la novela del chileno de origen croata Antonio Skármeta publicada en 1982 y del filme sobre la misma dirigido 1994 por Michael Radford e interpretado por Philippe Noiret (Neruda) y Massimo Troisi (El Cartero). Trata de las relaciones que se establecen con el poeta chileno Premio Nobel Pablo Neruda y el cartero, Mario Ruoppolo, en una pequeña población italiana donde aquél vive exiliado. El postino está enamorado de la bellísima Beatrice Russo. Para enamorarla utiliza versos que le inspira Neruda. Mario está enamorado de Beatrice Russo, la joven que trabaja en la única taberna del lugar. La joven apenas le hace caso, y el joven no acierta en cómo conquistarla. Cuando comenta su situación sentimental a Neruda, éste le aconseja que la conquiste hablándola por medio de metáforas. El consejo da pronto sus frutos, pese a las reticencias de la tía de Beatrice, Donna Rosa, a la cual ese lenguaje le resulta sospechosamente esotérico. Beatrice, desde luego, no logra resistirte al talento poético del pretendiente y la pareja decide casarse. Entretanto Neruda y su esposa Matilde obtienen el visto bueno para regresar a su patria y Mario les envía una grabación donde registra alguno de los sonidos más característicos de la isla donde vive, añadiendo el del latido del corazón de su hijo que se está gestando. La ópera, pues, se desarrolla en una localidad isleña de Italia, a mediados de los años cincuenta del pasado milenio. Mario, un joven simpático y servicial es un amable hombre que vive en ese pueblecito de habitantes casi exclusivamente dedicados a la pesca. Pero Mario no puede dedicarse a esa tarea debido a su estado delicado de salud y por ello acepta un empleo poco exigente dadas sus circunstancias personales, el de cartero de la localidad. Pero realizando ese oficio encuentra la oportunidad de su vida. Quien allá recibe más correspondencia es el escritor Pablo Neruda que se ha visto obligado a abandonar su país, Chile, por sus ideas políticas. Pasan los años y Neruda regresa al lugar. Se encuentra con Beatrice en el mismo café donde sigue trabajando. A su lado está su hijo. ¿Y Mario? La mujer responde: fue asesinado en una manifestación comunista a la que se había sumado, cuando estaba a punto de subir al estrado a recitar versos de Neruda. Neruda recibe de manos de Beatrice una carta que su marido le había escrito poco antes de su muerte. El contacto casi diario entre los dos hombres, pese a la reticencia y al carácter algo hu &MDBSUFSPEF$BU¸O ÕMWBSP(VJCFSU levantar su mundo operístico sobre el fantástico pedestal de la literatura iberoamericana. “García Márquez, Octavio Paz, Vargas Llosa... ellos lo lograron; ¿por qué no intentar hacer algo parecido en la ópera?” Es esa voluntad de universalidad la que, por ejemplo, le permite conservar la adaptación italiana –¡e incluso el título italiano!- de su última ópera. Hubiera tenido muy fácil devolver la acción de El cartero de Neruda a su lugar original, que es Isla Negra, en Chile, pero no lo necesitó: su ópera es latina transcurra donde transcurra porque su perspectiva, su world-view, lo es. La traslación a la isla italiana de Cala di Sotto funciona maravillosamente en la película y Catán no tiene inconveniente en aprovecharla. 6OPQFSJTUBiMBUJOPw ¿Quién es Daniel Catán? Ante todo, un hombre de mucho talento y un hombre de muchos talentos, que no es lo mismo: al contrario, rara vez va lo uno con lo otro. Antes de doctorarse en composición en la universidad estadounidense de Princeton, se había licenciado en filosofía en la británica de Sussex. Y antes de triunfar como músico había demostrado ya su maestría humanidades (no solo en filosofía, sino también en teoría y práctica literarias) en diversas publicaciones. Además, Daniel Catán es un hombre con propósito, un hombre que asume una misión: crear, casi de la nada, una tradición operística propia de la comunidad latinoamericana, o “latina”, como les gusta decir allá. Es decir, una ópera en español. Pero, en su visión, no bastaba con hacer cantar a los cantantes en este idioma, porque entonces el resultado habría de sonar inevitablemente como una ópera, digamos, tradicional, pero traducida. Catán: un hombre dotado de genio y de propósito. Y también un hombre-enigma, condenado a ser devorado por su propio mito, en cuanto murió repentinamente en abril de 2011, en el preciso momento en que sus propósitos iniciales empezaban a verse cumplidos y cuando, era de esperar, tenía el grueso de su carrera y de su catálogo por delante. No, Catán buscaba una ópera latina en un sentido más profundo: una ópera que hiciera subir al escenario e hiciera llegar al oído del espectador la realidad de Latinoamérica en cuanto fenómeno cultural amplio y alto. Y quería hacer esto sin caer en pintoresquismos, sin acudir al folklore de la región (riquísimo, por cierto). “Así actúan los turistas –dejó dicho-; yo busco algo distinto: un arte de alcance universal hecho desde la perspectiva de nuestros países”. Catán quería Daniel Catán había nacido en la ciudad de México, el 3 de abril de 1949, en una familia judía de origen ruso-sefardí. Su historial familiar y su trayectoria vital dibujan un gigantesco zigzag (España-Rusia-México-Inglaterra-USA) que constituye una adecuada metáfora de la universalidad espiral de su propósito creativo. En México tiene sus primeros contactos con la música: toma lecciones de piano y comparte con su padre la afición al canto popular cubano, el son y el bolero, que no es difícil de rastrear en Il Postino. Su primera juventud, de los 14 a los 23 años, transcurrió en un internado de Inglaterra. Allí profundizó en sus estudios de piano, se enamoró de la tradición operística europea. Como hemos dicho, se licenció en filosofía en Sussex, y también en música en la Universidad de Southampton. Con 24 años, se estableció en Estados Unidos. En Princeton, donde se doctoró, tuvo como profesores a James Randall, Benjamin Boretz y Milton Babbitt, el maestro del serialismo estadounidense. Paralelamente a todo ello, desde su adolescencia, Catán estudió apasionada y rigurosamente a los maestros de la literatura en español. Volvió durante unos años a México D. F., a trabajar en la gestión del Palacio de Bellas Artes y a completar Encuentro, su primer trabajo operístico (más que “primero”, es mejor decir “preliminar”). Después, a finales de los 80, Catán se trasladó becado a Japón, en lo que constituyó su último gran viaje de formación. gran precariedad de medios musicales y teatrales, Catán logró estrenar este Encuentro que, aunque quedó descartado poco después, en ese momento le sirvió para realizar un aterrizaje controlado en ese mundo tan complejo y difícil que es el de la ópera, digamos, real, donde las fantasías del pupitre del compositor se enfrentan a las realidades, a veces desesperantes, del teatro. Tras esos prolegómenos, Catán abordó una ópera de gran ambición: La hija de Rappaccini, basada en un cuento de Nathaniel Hawthorne (1844) que había sido convertido en obra de teatro por Octavio Paz (1956). La tal hija, que está encerrada por su padre en un jardín bellísimo y venenoso, es ella misma bellísima y venenosa. Curiosamente, se llama Beatrice, igual que la protagonista de Il Postino. Catán escribió la partitura de La hija de Rappaccini dos veces. En Japón descartó casi por entero el primer borrador. El estreno en México, llevado a cabo por su amigo el director de orquesta Eduardo Díaz Muñoz, resultó decepcionante y llevó a Catán a buscarse el sustento como empleado de banca. El destino vino entonces en su ayuda. Paz ganó el Premio Nobel de Literatura en 1990 y eso despertó el interés por “La hija de Rappaccini” que, tras duros esfuerzos del poeta y diplomático estadounidense John Dwyer, subió en 1994, dirigida por Díaz Muñoz, al escenario de la Ópera de San Diego. Allí tuvo cierto éxito, lo que le permitió a su autor, tas mucho batallar, conseguir un encargo de la Gran Ópera de Houston compartido con las óperas de Los Ángeles y Seattle, encargo que dio lugar a la composición Florencia en el Amazonas, basada en la novela El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Se estrenó en Hous- 4FJTQSPZFDUPTDVBUSP§QFSBT A partir de estos inicios, la biografía de Daniel Catán es la historia de sus proyectos operísticos, que son seis, o más bien cuatro si descontamos el primero, descatalogado por el propio autor, y el último, que quedó inacabado. Encuentro en el ocaso, sobre textos del escritor y académico mexicano Carlos Montemayor, data de los tiempos del mexicano Palacio de Bellas Artes donde, paralelamente a su trabajo administrativo, Catán dirigía una orquesta de cámara. Con el cuento del poeta cubano Eliseo Diego. En esta época, Daniel Catán alcanzó cierta estabilidad financiera y emocional: consiguió un puesto de profesor en el college of the Canyons, en Los Ángeles, y se casó con la arpista mexicana Andrea Puente. ton en octubre de 1996 con bastante éxito, mayor entre los cantantes que entre los críticos quienes, en general, fruncieron un poco el ceño ante el melodismo abierto y directo de esa música. Daniel Catán siguió viviendo como la inmensa mayoría de sus colegas compositores de todo el mundo: a la cuarta pregunta. Ni siquiera el inmenso éxito de la telenovela mexicana El vuelo del águila, para la que había escrito música incidental, le sacó de la penuria, porque no había negociado bien su contrato con el productor. Pero no tiró la toalla. En 2004 estrenó en Houston una ópera cómica de asunto caribeño: Salsipuedes, una historia de amor, guerra y boquerones, sobre Pero el acontecimiento que cambiaría el curso de su carrera y de su vida vino sin ser llamado. Las representaciones de Florencia y sus demás óperas en Houston, Seattle y Los Ángeles acabaron por llamar la atención de Plácido Domingo, que no tardó en interesarse por un compositor con el que compartía muchas inquietudes estéticas: la ópera cantada en español, la ópera de raíz latinoamericana, la ópera nueva pero melódica. De esa conexión Catán-Do- mingo surgiría el impulso que dio lugar a Il Postino, la última ópera terminada del autor. De hecho, el papel de Neruda está escrito para la voz de quien habría de estrenarlo, el propio Plácido. Catán viajó a Italia para asegurarse los derechos operísticos de la historia, que estaban en posesión de los herederos del protagonista del film, Massimo Troisi. El estreno de Il Postino en la Ópera de Los Ángeles tuvo, este sí, un éxito rotundo. Catapultó a Daniel Catán a la primera fila de su profesión y le valió a la “La Opera”, como es conocida, la fama de institución favorable a la creación y sensible al signo de los tiempos, por impulsar la composición actual y promover la ópera en lengua española. ran algunas obras de otros géneros. Además de lo ya mencionado en este artículo, conviene recordar sus obras orquestales El árbol de la vida, En un doblez del tiempo, Tierra final, Mariposa de obsidiana y Tu son, tu risa, tu sonrisa. En el capítulo de cámara, hay que mencionar el dúo de flauta y arpa Encantamiento, escrito para su esposa. -JCSFUPEFMDPNQPTJUPS En la segunda mitad del siglo XX y en lo que llevamos de XXI se ha hecho cada vez más frecuente la circunstancia de que sea el propio compositor quien firme el libreto de la ópera, sobre todo cuando no se trata de un argumento original, sino de la adaptación de una obra literaria (o cinematográfica) preexistente. Entre las razones que pueden explicar este fenómeno figura sin duda la peculiar evolución en aspa que han experimentado los compositores y los escritores. Los compositores han ido perdiendo talla como músicos prácticos, de escenario (raro es el compositor actual capaz de tocar algún instrumento en público), y a la vez ganándola como intelectuales amplio alcance, con sabidurías profundas en campos diversos, incluyendo muchas veces el teatro. Al mismo tiempo, los dramaturgos han ido perdiendo terreno en general. Los directores de escena les han arrebatado buena parte de sus funciones y el auge del teatro llamado físico, o gestual, sobre el llamado “de palabra” ha agravado este relegamiento del autor. Todo ello ha contribuido a subrayar el recelo secular que los compositores han sentido hacia los libretistas (“¡no entienden el ritmo de la palabra cantada!”, es la acusación predominante) y les ha animado a lan- Tras el triunfo de Il Postino, Catán se trasladó a la Universidad de Austin en Texas, donde le hicieron un doble ofrecimiento: un puesto de profesor de composición y un encargo para una nueva ópera. Allí, enseñando y componiendo, le sorprendió la muerte. O no, porque ni siquiera debió verla venir. Murió súbitamente, mientras dormía en su casa. Dejó sin acabar una nueva ópera que representaba un cambio notable en la línea de su catálogo: era una ópera en inglés, basada, eso sí, como la anterior, en un guion cinematográfico: Meet John Doe, la legendaria película de Frank Capra, de 1941, que escribieron Richard Conner, Robert Presnell y Robert Riskin y que en España se conoce como Juan Nadie. En consonancia con el asunto y con el idioma, esta nueva ópera de Catán se abría a las tradiciones de la cultura musical estadounidense, tanto en su vertiente popular como en la culta. Daniel Catán quiso ser, y fue, un compositor de óperas, pero en su brevísimo catálogo figu zarse ellos mismos a ocupar esa función. Daniel Catán no ha sido excepción. Se hizo con los derechos del guion de Il Postino y se ocupó él mismo de realizar el libreto. ¿Con qué objetivos? puede contar cosas a base de miradas y sonrisas, como hace el cine. La ópera requiere canto y, por ello, diálogo. Y si el canto se pretende lírico y arioso, entonces el diálogo ha de ser extenso y pausado, con cierta propensión al monólogo. Hay un primer objetivo que es puramente técnico. Se trata de transformar una película en ópera y ello exige realizar cortes con el fin de adaptar el ritmo (el teatro musical no narra tan eficazmente en el tiempo como el cine) e introducir cambios que permitan al compositor emplear sus armas. El teatro no tiene primeros planos, no Hay otros dos objetivos de la labor de Catán como libretista que tienen que ver con la evolución del peso de los personajes y del contexto político en las tres manifestaciones de esta historia: cuento, película y ópera. Aunque, en realidad, fueron más. Los diálogos ingeniosos entre Neruda y su cartero son obra del escritor chileno Antonio Skármeta, nacido en Antofagasta en 1940 y ganador en 2011 del Premio Planeta-Casa América. Skármeta imaginó que el poeta Pablo Neruda, en uno de los infinitos confinamientos, extrañamientos y exilios interiores y exteriores que sufrió a lo largo de su agitada vida política, se retiró, junto a su mujer Matilde, a su casa de Isla Negra y allí estableció una amistad peculiar con el cartero, de quien era único cliente, y con la enamorada de éste, Beatriz, la bella cantinera. de ¡corten! Su recreación del personaje del cartero –dubitativo pero tenaz, apocado pero heroico, algo infantil y radicalmente tierno- valía media película (¡...y hacía casi imposible su conversión en ópera!: no hay manera útil de cantar los balbuceos intimistas de Troisi). La adaptación de Radford/Troisi cambió muchas cosas respecto de las versiones anteriores de Skármeta. Se llevaron la acción de Isla Negra, en Chile, a Cala di Sotto, en Italia, y la adelantaron década y pico: desde finales de los sesenta hasta principios de los cincuenta. Estos cambios invirtieron el peso de los personajes: el protagonista de Skármeta es Neruda; el de la película, el cartero. Igualmente, el contexto político de la trama original (la lucha de clases en el Chile previo al golpe de Pinochet), se diluye en enfrentamientos más vagos e inconcretos entre los partidos italianos y pierde peso respecto de la peripecia amorosa y poética. Los diálogos nacieron en forma de guion radiofónico, que su autor transformó después, sucesivamente, en guion cinematográfico, obra de teatro y novela corta que se publicó en 1985 con el título de Ardiente paciencia, aunque también se difundió el título de El cartero de Neruda. El propio Skármeta llegó a rodar en Portugal una película con esta historia, que fue proyectada y premiada en los festivales de Huelva y Cádiz. En 1994, Michael Radford, en colaboración con Massimo Troisi, realizó una segunda adaptación cinematográfica con el título Il Postino, The Postman en la versión inglesa y El cartero y Neruda en la versión española. La película ganó en 1996 el óscar a la mejor partitura original (del argentino Luis Bacalov) y nominaciones a la mejor película, mejor director (Radford), mejor actor (Troisi) y mejor guion adaptado (los dos anteriores más Anna Pavignano y Furio y Giacomo Scarpelli). Hay que decir que la nominación de Troisi fue póstuma. Padecía del corazón y su entrega durante la concepción y rodaje de la película fue tal que cayó muerto horas después del último grito Enfrentado a este guion, que por una parte, le ofrecía una enorme eficacia dramática y por otra desnivelaba el peso de los personajes y difuminaba el conflicto político, Daniel Catán se decide por conservar en su libreto lo fundamental de la versión cinematográfica (el traslado de la acción a Italia, el adelanto de varios lustros respecto del golpe de Estado) y, al mismo tiempo, tomar medidas para reforzar el personaje de Neruda hasta llevarle a un plano de coprotagonismo con Mario y para abrir espitas que permitan expresar en escena la enorme presión política subyacente. Así, la versión de Catán resulta integradora respecto de todas las anteriores: el protagonista ya no es Mario ni Neruda, sino los dos, y la trama que propiamente guapa) y a fulminar a Mario y al espectador con miradas apabullantes. En ópera todo eso es irrelevante, por lo que Catán decide darle a Beatrice carta de naturaleza como Dios manda: insertando para ella en el libreto una canción que le permita decir aquí estoy yo porque he venido. principal no es la poético-amorosa ni la política, sino las dos. El procedimiento por el que Catán logra estas dos integraciones es genial y muy característico del modo de proceder de un compositor metido a libretista: no escribe apenas palabras propias, sino que acude a una fuente indiscutible: la poesía del propio Neruda, que en la película era una referencia clave, pero ausente casi siempre, y en la ópera se hace explícita una y otra vez, nutriendo los dúos de amor Mario/Beatriz “Tu risa es una rosa”, Acto II esc. 3; “Me falta tiempo para celebrar tus cabellos”, Acto II, esc. 6; “Eres azul”, Acto II, esc. 10 y Neruda/Matilde “Tus manos, todo lo embelleces”, Acto I esc. 2, así como los duelos de amistad y literatura entre Mario y Neruda (el fantástico dúo de las metáforas, enorme acierto de libreto: “Hay grandes, redondas, pequeñas, delgadas”, Acto I, esc. 5. 6O%FCVTTZMBUJOPBNFSJDBOP ¿Cómo suena la música de Daniel Catán? Su estilo es ecléctico, pero predomina en él la vena neorromántica. Es una música de trazo fino, que renuncia a las anchuras orquestales y a la complicación en el acompañamiento. Una música cantante, que concentra en la vocalidad su estrategia expresiva. Así define Plácido Domingo a este músico atípico, judío especialmente errante, acumulador de países, épocas y estéticas: un Debussy latinoamericano. Se refiere, sin duda, al tipo de canto que admiramos en Pelléas et Mélisande, siempre a caballo entre el recitativo y el aria, y también al mundo modal de Debussy, de armonía siempre volátil. Y concreta Domingo: “En Il Postino se oyen muchos momentos Debussy”. Y también Ravel, si nos fijamos en la instrumentación. No se pude decir que Catán haya traicionado a la composición del siglo XX. Al contrario, junto a músicas sencillas y a combinaciones de canciones de raíz popular, escuchamos muchas armonías modernas. En el aria en que canto una oda al mar “Aquí en la Isla el mar y cuánto mar, hay unas armonías extraordinarias que hacen oír toda la fuerza del mar.” Acto I, esc. 5 También la política se ve introducida en el libreto a través de la poesía de Neruda “Isla perfecta, estrella de mar”, Acto II, esc. 2; “Chile, la sangre de tus hijos”, Acto II, esc. 7; “Yo solo veo a veces ataúdes a vela zarpar”, Acto III, esc. 9, además de por métodos más directos, como la inclusión directa de La internacional en el coro Acto III, esc. 9. La poesía entra a veces en el libreto con un propósito más técnico, como es dar peso al papel del coro “Ya duerme, duerme, el mar”, Acto I, esc. 8 más allá del “¡Vivan los novios!” de la escena de la boda y del citado himno comunista, y proporcionar un aria de presentación “Morenica me llaman aunque blanca nací”, Acto I, esc. 6 de aire popular a la irresistible Beatrice, que en la película se limitaba a eso, a ser irresistible (más Y, sin embargo, no se le puede negar a Catán una raíz italiana que, en última instancia, constituye el grueso de su artillería operística. Cuando llega la hora de la verdad y hay que tomar partido (¿de qué va esta ópera?, o ¿de qué va la ópera?, ¿se trata de cantar o de contar?), entonces la música de Catán lo deja todo claro: Il Postino son voces que cantan y luego, mucho después, viene todo lo demás: el teatro, el amor, la poesía, la revolución y todo lo que se quiera. Por eso, y no por estar titulada en tal idioma, Il Postino es una ópera italiana. Lo bonito es que no por ello deja de ser una ópera latina, porque en la esencia de lo latino está el ser crisol y adoptar y adaptar identidades varias. También se pueden buscar con éxito en Catán otras líneas hereditarias, como la de Samuel Barber, la de André Previn, la de John Corigliano y, en definitiva, toda la línea neorromántica presente en varias de las tendencias estéticas contemporáneas, sin excluir la música de tradición popular, la canción cubana, el son y el bolero, el musichall, broadway... Como dice el crítico mexicano Sergio Vela, Daniel Catán no es anacrónico, no es de ayer, es de hoy, es representante de una de las muchas tendencias del hoy: la que mira al ayer defendiendo a capa y espada la expresividad emocional de la música. Como diría nuestro Antón García Abril, Catán está empeñado “en la defensa de la melodía”. canción que canta Neruda a los novios en la boda “Para volar más ligera”, Acto II esc. 11, con acompañamiento de acordeón. Está también la narración dramático-cómica, breve pero intensa, en el interrogatorio de la madre “¿Qué haces?” Acto II, esc. 1, y el humor tierno de la música con que el cartero comunica urgentemente la noticia de que se ha enamorado “¡Don Pablo, don Pablo!”, Acto I, esc. 7. Está la descripción musical de la encantadora Beatrice, sea en su aria de presentación, en el juego de la seducción “¡en el futbolín!” (Acto I, esc. 6, o en las múltiples repeticiones de su dúo simplísimo de amor y poesía, ambos elementales, con Mario. Está también, por ejemplo, el dúo Neruda/Matilde “Tus manos todo lo embellecen”, que ya se ha mencionado y que no es tanto una conversación de amor como una deliciosa conversación entre enamorados, que no es lo mismo. Catán distingue con sutileza la diferencia. Está también la sequedad amigable, propia de la camaradería masculina, en la despedida de Mario y Neruda “Don Pablo, de veras”, Acto III, esc. 1. En esta misma escena se ve un ejemplo de cómo la melodía se tensa y la expresión se hace punzante siempre que aflora el sustrato político de la trama “Todo cambia muy pronto en mi país” y que ofrece a Neruda algunas páginas de canto trágico con acento verista. Hay otro registro para el contexto político: la marcha heroica de Di Cosimo “¡Cala di Sotto, orgullo de Italia!”, Acto II, esc. 2, que resulta suficientemente engolada y falsa para resultar desagradable, que es lo que se pretende. Lo innegable es que Catán hace cantar las voces como se hacía antes: no es de extrañar que cautivase a Plácido Domingo. Además, las hace cantar en un abanico de registros distintos. Está el registro ligero de la canción del gramófono “Comprendo que tus ojos” Acto III, esc. 7, o la Resumamos este asunto de los registros diciendo que, entre sus muchos matices, la música (y la poesía) de Il Postino tiene, sobre todo, dos colores: el blanco del amor y el rojo de la política. El rojo de la bandera comunista y de la sangre derramada y el blanco de la admiración infinita e inocente de Mario por Beatrice y por don Pablo. Aparte de la tarea del coro (que es solo de voces masculinas) y de las dos o tres escenas de multitudes, Il Postino es una ópera intimista, que se alimenta de las interacciones entre el cuarteto protagonista, dobles parejas de voces todas ellas agudas: Beatriz y Matilde son sopranos y Mario y Neruda, tenores. Naturalmente, el territorio vocal de la pareja joven es más lírico y el de la mayor, más dramático, pero Catán reserva las voces graves propiamente dichas para los personajes secundarios: Di Cosimo, el político democristiano; Giorgio, el jefe de la oficina de correos y camarada comunista; y Donna Rossa, la madre y guardavirgos de la bella Beatrice. Hay, además dos tenores de carácter de papel muy breve: el padre de Mario y el cura. Il Postino vio la luz el 23 de septiembre de 2010 en la Ópera de Los Ángeles, con el siguiente elenco: Charles Castronovo (Mario), Plácido Domingo (Neruda), Amanda Squitieri (Beatrice), Cristina Gallardo-Domas (Matilde), Valdimir Chernov (Giorgio), Nanci Fabiola Herrera (Donna Rosa) y José Adán Pérez (Di Cosimo). El director musical fue Grang Gershon y el de escena, Ron Daniels. El estreno tuvo mucho éxito. “Es innegablemente hermosa y tiene pegada emocional”, publicó el San Francisco Chronicle. Plácido Domingo lo dejó muy claro en su vaticinio: “Il Postino va a entrar en el repertorio”. .PTFTVOEBSPO "SOPME4DI¤OCFSH $&-&#3"$*Ä/%&-"/*7&34"3*0%&-"3&"1&3563"%&-5&"5303&"-&/ 6OQSPZFDUPFOWFSTJ§OEFDPODJFSUPFMBCPSBEPQBSBFM5FBUSP3FBM MB1IJMIBSNPOJFEF#FSM­OZFM'FTUJWBMEF-VDFSOB &TUSFOPFO.BESJE Director musical: Sylvain Cambreling Director del coro: Joshard Daus Moses: Franz Grundheber Aron: Andreas Conrad Una joven: Johanna Winkel Una Inválida: Elvira Bill Un joven: Jean-Noel Briend Un joven desnudo/Otro hombre: Jason Bridges Un efraimita: Andreas Wolf Un sacerdote: Friedemann Röhling Vírgenes desnudas: Johanna Winkel, Katharina Persicke, Elvira Bill Voces solistas: Johanna Winkel, Katharina Persicke, Jason Bridges, Andreas Wolf, Friedemann Röhling Europa Chor Akademie SWR Sinfonieorchester Baden-Baden - Freiburg Septiembre: 7, 9 20:00 horas "SHVNFOUP .PTFTVOE"SPO.PJT±TZ"BS§O 'FSOBOEP'SBHB muerte a un egipcio, dudan de ese dios que no se satisface con sacrificios humanos. Otros, al contrario, se muestran entusiasmados y esa alegría toma forma por medio de dos jóvenes, un muchacho y una muchacha. Cuando aparecen Aarón y Moisés todos los hebreos se preparan a escuchar su mensaje. Aarón, conociendo la mentalidad de sus hermanos, ofrece un discurso cuyo contenido pueda llegarles fácilmente, pero la idea de un dios omnipresente e invisible sólo consigue comentarios jocosos entre los presentes. Aarón para disuadirles convierte el cayado de Moisés en una serpiente, serpiente que luego retoma su original forma de cayado. Impresionado el pueblo, asiste luego a otro prodigio: al estar fortificado por la presencia de ese Dios sin imagen, una de las manos de Moisés vuelve a su estado primigenio tras vérsela cubierta de lepra. "DUP* Escena primera. La vocación de Moisés Sin obertura, tras unos acordes encomendados a seis voces que cantan desde el foso, Moisés escucha la voz del Señor que a través de la zarza ardiente le pide que salve al pueblo judío de la esclavitud egipcia. Moisés no se encuentra capacitado para tan magno destino, dada su edad y su falta de recursos, pero la voz del Señor le asegura que en su misión será ayudado por su hermano Aarón y que el pueblo de Israel, el elegido por Dios, se convertirá en un modelo para todos los pueblos. Escena segunda. Moisés y Aarón se encuentran en el desierto. Una música íntima y delicada, asociada al personaje de Aarón, le sirve de presentación. Aarón comprende de inmediato el sentido de su tarea salvadora, pero duda de la capacidad de los hebreos para entender la idea de un Dios que no se identifica con algo visible, algo que le represente ante sus ojos. Pese a todo, manifiesta su entusiasmo ante el anuncio de la liberación de los hebreos. Continúan los prodigios y se suceden los asombros: el agua del Nilo se transforma en sangre, como una manera de expresar el sufrimiento de los israelitas en Egipto. Es entonces cuando los hebreos aceptan seguir a los dos hermanos camino de esa tierra de promisión que será pródiga en leche y miel. Escenas tercera y cuarta. Moisés y Aarón anuncian al pueblo el mensaje divino. El coro en un intermedio místico de notable hermosura se pregunta dónde está Moisés y dónde está su Dios. Los hebreos durante la esclavitud se han sometido a la religión egipcia y reciben con cierta desconfianza el anuncio de la llegada de un nuevo Dios que pueda liberarles del yugo en que se encuentran. Algunos, al saber que Moisés ha huido tras dar "DUP** Escena primera y segunda. Aarón y los Setenta Ancianos ante el monte de la revelación, el Sinaí. Tras cuarenta días de viaje por el desierto, Moisés ha escalado la montaña donde Dios le va a revelar las leyes que han de regir a su pueblo. Durante su ausencia, los hebreos acampados a los pies de la montaña comienzan a dar señales inequívocas de inquietud. Aarón intenta apaciguar a los Ancianos que se lamentan de la ausencia de Moisés. El pueblo encolerizado reclama la sangre de Moisés, pues están seguros de que éste y el Dios por él proclamado les han abandonado. Aarón intenta calmarles y, finalmente, consiente en que los hebreos retomen su antiguo culto. Accede a que se erija un becerro de oro, como representación tangible de un dios. El pueblo está feliz. ven con terror, lamentándolo también, cómo el becerro es destruido. Luego todos se dispersan. Escena tercera. El becerro de oro y el altar. La discusión entre los hermanos finaliza cuando una columna de fuego se hace visible para conducir al pueblo elegido a la tierra prometida. Aarón la interpreta como un signo divino que indica el camino para llegar a Él. Moisés se queda solo, desesperado, al faltarle palabras para expresarse. Escena quinta. Moisés y Aarón. Aarón intenta justificarse. Él sólo ha interpretado como portador de Moisés su idea divina en unos términos que pudieran ser comprendidos por sus hermanos hebreos. Moisés contraataca con la idea pura de Dios, sin ninguna imagen que le represente. Cuando Aarón le señala que las Tablas de la Ley son en sí también una imagen, una forma de representar las ideas, Moisés las arroja a tierra, destruyéndolas. Cae la noche y se prepara una gran celebración ante la estatua dorada. Comienza una enloquecida danza frente al becerro dorado. La animación general se detiene cuando una paralítica se acerca a la imagen y, tras acariciarla, se retira curada de su dolencia. Unos mendigos ofrecen sus escasos bienes a la estatua, ante la cual se arrodillan también varios ancianos y le ofrecen su vida. Todas las tribus se acercan para adorar al ídolo. El joven, el adolescente que se destacó en el acto primero, intenta derrocar la imagen pero es asesinado. El éxtasis de los presentes, que comen y bebe profusamente, se convierte pronto en libertinaje. Cuatro vírgenes son sacrificadas ante el altar y el populacho, desenfrenado, se desboca en una orgía de sangre y de lujuria hasta que todos caen a tierra exhaustos. Alguien ve una figura que se perfila a lo lejos. “Es Moisés”, murmura. "DUP***.PJT±TZ"BS§O Este acto quedó inconcluso musicalmente y está integrado por un diálogo entre los dos hermanos que se encuentran prisioneros de los Setenta Ancianos. Aquí Moisés vuelve a declarar la naturaleza ideal de Dios que no ha sido entendida por Aarón ni por su pueblo. El compositor parece ser que por carta manifestó el deseo de que, en las representaciones, se interpretara el acto con solo el texto hablado. Cuando la obra se ofreció en Zúrich en 1957 en estrenó escénico, con la aprobación de su viuda Gertrude Kolish, el acto III se omitió. En algunas representaciones se ofrece con música tomada del acto I. Escena cuarta. El regreso de Moisés. Con las Tablas de la Ley en sus manos, Moisés ordena que se derribe el becerro. Los hebreos %JPTFMDBOUPZMBQBMBCSB 4BOUJBHP.BSU­O#FSN¡EF[ gente como Schreker o Edwin Stein. Es preciso admitir que la Trinidad Vienesa la constituyen al menos cuatro. El olvido ha sido durante décadas un cruel purgatorio para Alexander von Zemlinsky, pero ahora las cosas se aclaran: entre mediados de los setenta y mediados de los ochenta del siglo XX se han recuperado muchos nombres olvidados, como Korngold, Zemlinsky, Schreker, Ullmann, Schulhoff y otros, considerados degenerados por los nazis y, más tarde, por el mismo progresismo que alimentó a Adorno y a la vanguardia, el intento totalitario de un monoteísmo estético en música. Felizmente, la aportación de Viena fue una entre otras. Felizmente, los profetas de Schoenberg no consiguieron anular a Stravinski o a Bartók. 7JFOFTFT Moisés y Aarón, ópera aparentemente inconclusa, es uno de los logros más elevados de lo que se ha llamado segunda Escuela de Viena, y concretamente del serialismo, y concretamente de la dodecafonía. Desde luego, hay varias escuelas de Viena: en lingüística, en economía, en jurisprudencia y, desde luego, en artes plásticas. Se trata de los músicos que capitaneaba Arnold Schoenberg, desde luego. Moisés y Aarón está prácticamente terminada cuando la bestia parda sube al poder aupada por las masas que creen en los reyes magos y por los despojos del antiguo régimen que fingen llevar clavado un cuchillo en la espalda. Está sin terminar, desde luego, pero prácticamente está terminada allá por 1932, según varias cartas de las que se conservan de Schoenberg1. Para entonces, la Escuela de Viena ha recorrido mucho de su itinerario. A Alban Berg, nacido en 1885 y once años menor que Schoenberg, le quedan sólo unos tres años de vida, pero eso nadie puede saberlo, porque Berg no padece de enfermedad alguna, y además es un compositor de éxito gracias a su ópera Wozzeck. Es el único de los vieneses que llega a acariciar y abrazar el éxito en vida. Moisés y Aarón, ópera dicen que inconclusa, es una obra de arte superior, sin duda alguna. Pero también posee otra dimensión: es un testimonio de la vida, pasión y muerte de su autor, Arnold Schoenberg, que vivió entre 1874 y 1951, y que sobrevivió a sus colegas discípulos: Berg 1 Pero la Escuela de Viena empieza bastante antes. Dos jóvenes, Alexander y Arnold, se conocen en 1896. Se les incorporan otros dos jóvenes ocho años después: Anton y Alban. Junto a ellos, Por ejemplo, en la carta a Jakob Klatzkin, 26 mayo 1933 “De la ópera Moisés y Aarón, ya ha leído usted los dos primeros actos; el tercero tengo la intención de acabarlo a lo sumo en 6-8 semanas, tan pronto como esté de vacaciones. El efecto que produciría no podrá ser juzgado hasta que yo pueda mostrar la música, de la que ya está en disposición de ser tocada la de los dos primeros actos”. La cita de esta carta, y las de las demás provienen del volumen Cartas, seleccionadas y editadas por Erwin Stein, traducción deÁngel Fernando Mayo Antoñanzas, Turner Música, Madrid, 1987. murió de una infección en la Navidad de 1935; Webern murió al terminar la guerra, a manos de un soldado de ocupación estadounidense, cuando registraban la casa en busca de nazis: Webern estaba rodeado de ellos, y entre todos destacaba su yerno, nazi austriaco típico. Él mismo parecía querer convencerse del ideal nazi en aquellos últimos años. A qué viles usos podemos descender, Horacio. valores como Schoenberg, que no se terminara Moisés y Aarón. Raras veces una institución así habrá tenido la oportunidad de allegar fondos a alguien tan trascendente en la historia del arte universal2. Ahora bien, esta petición no fue la única, ni fue esta Fundación la única que le negó ayuda a Schoenberg. Se conservan varias cartas suyas pidiendo ayudas, que nunca llegan. Incluso alguna apela a los “judíos ricos”. ¿Testimonio? Sí: de la incomprensión de esta Escuela, de Schoenberg y sus discípulos, al margen del éxito operístico de Wozzeck. Schoenberg era menos seductor como músico, y sin duda como persona, que Berg. Sus obras son aristadas, de una belleza agresiva, tanto en las que tratan directamente de la muerte, como Erwartung, que cien años después sigue siendo una obra de gran originalidad, como si se atienen a las alusiones mistéricas y alusivas de la poética de Stefan George. No es el humor el fuerte de ninguno de los tres vieneses, y cuando Schoenberg accede a componer una comedia, le sale esa burla sarcástica que es Von heute auf morgen, de por esos mismos años. Ese artista de obras exigentes y aristadas no supo hacerse con las simpatías suficientes para conseguir una beca Guggenheim que le habría descargado de obligaciones laborales para poder terminar Moisés y Aarón. Las ayudas de ese tipo están destinadas a especialistas: a los especialistas en conseguir dinero. Y no fue nunca eso la especialidad de Schoenberg, de manera que la obra quedó inconclusa. Hay que reprocharle a la Fundación Guggenheim, desprendida con tantos valores que en ocasiones resultaron dudosos y mediáticos, que fuera mezquina con auténticos Ahora bien, mirémoslo de otro modo: Moisés y Aarón, ópera felizmente inconclusa, no se llegó a terminar gracias a la negativa de la Fundación Guggenheim. Quién sabe si, con buen criterio, no consideró que esa ópera estaba en rigor terminada. Y que eso que el compositor proyectaba como tercer acto no pintaba nada bien. Así que es a la lucidez de los gestores o asesores de la Fundación Guggenheim que debemos hoy esta ópera que parece inconclusa, pero que está terminada de arriba abajo. Moisés y Aarón, ópera no redonda puesto que inconclusa, no es la obra de un renovador consciente de serlo, sino de un espíritu conservador que no tiene más remedio que innovar e 2 La petición la realizó Schoenberg en carta a Mr. Henry Allen Moe, Secretario general de la Fundación en memoria de John Simon Guggenheim (Los Angeles, 22 de enero de 1945). En dicha carta se quejaba de la carga de la enseñanza, a la que no puede renunciar porque le ha quedado una pensión ridícula (ha cotizado poco en Estados Unidos). Y pide ayuda para concluir dos obras musicales (Moisés y Aarón y La escala de Jacob) y varias teóricas. El resultado, ya lo sabemos, fue una negativa. Desde nuestra perspectiva, nos gana el estupor: ¿cómo se le pudo negar algo a Schoenberg? Pero nuestra perspectiva no debe cegarnos, tan sólo sirve para ver la ceguera de aquella gente. Es lo que ocurre con las cegueras: las nuestras, las verán otros. innovar. Es todo lo contrario de los que medrarán en su nombre años más tarde, los que eran apenas niños cuando él se marchaba al exilio americano, los que posarán de renovadores y perseguirán a los rivales con anatemas. Nada de eso es Schoenberg, que pudo mostrarse más o menos sectario en algún momento, pero siempre en su situación de menoscabo, y a la defensiva. El martirio quedó para el maestro. La pose, para la vanguardia europea de posguerra, los nacidos en 1923-1928, más o menos, algunos de los cuales empezaron negándole para, además, aprovecharse de él al principio y más tarde convertirse en profetas suyos (como Pierre Boulez, que nunca se cayó del caballo, bueno es él; al contrario, es Boulez quien ha apeado del caballo a algunos que cabalgaban antes). Pero eso es otra historia. Baste con señalar (repetir) que el martirio es el de Schoenberg, que de ese martirio es testimonio Moisés y Aarón (ópera reputada de inconclusa), y que la propia trama literaria y musical de la ópera lleva en sí la carga de la pasión y muerte del maestro. cuñados poco después, en 1901, cuando Arnold se case con Mathilde, hermana de Alexander. En 1897 muere Brahms, y Gustav Mahler aterriza en la Hofoper vienesa. Mahler estrena en este teatro, en 1900, la ópera que ya componía Zemlinsky cuando él llega a la capital, Es war einmal (Érase una vez). Pero al año siguiente Mahler se casa con la mujer que ama Alexander, la joven Alma Schindler. Antes, Zemlinsky y Schoenberg entraban en contacto con Mahler. A partir de ese momento, el maestro es Mahler, el futuro es Mahler, el centro es Mahler. No porque induzca una corte o un círculo, o porque enseñe a unos discípulos, sino por su ejemplo como músico, y algo más tarde como creador. Y es así a pesar de que Mahler rechaza otras obras de Zemlinsky, como el ballet basado en El triunfo del tiempo, de Hofmannsthal. El modelo permanecerá hasta 1911, año de la muerte de Mahler y año de la primera desbandada de los vieneses. La fidelidad a ese modelo será explícita en Berg, y más aún en Zemlinsky. Todo ello a pesar de la distancia que mantuvo siempre Mahler, que nunca fue tan de la familia. Y, por lo demás, todo ello es compatible con esas discusiones y hasta peleas entre Mahler y el joven provocador Schoenberg que cuenta Alma en sus memorias. Mahler fue mentor y apoyó a los vieneses. Es más, a partir de determinado momento sufrió tal vez su influencia (¿desde la Sinfonía de cámara op. 9 de Schoenberg, que él decía no entender bien acaso por ser ya viejo?). Los comienzos no nos permiten registrar pruebas tempranas del magisterio ni de la trascendencia. Veamos: 1896, Zemlinsky compone el Cuarteto op. 4 a los veinticinco años, bajo la influencia del maestro Brahms. Este joven ya es autor de una importante ópera, Sarema. Ese mismo año conoce a Schoenberg, tres años más joven, que se muere de tristeza con su trabajo en un banco al que se vio obligado por la muerte de su padre años antes. Será una amistad de por vida. El joven y dotado Zemlinsky enseña música a ese autodidacta lleno de talento que todavía ignora muchas cosas. Además, ambos se convertirán en En 1898, Arnold se convierte al luteranismo y abandona la fe israelita de sus padres, emigrantes de Eslovaquia. En 1903, ambos amigos (también Mathilde se convierte) que volverá a la fe judía de sus ancestros askenasíes mucho más tarde, sabedor de que lo que siempre han pretendidos los gentiles es que desaparezcas, no que te integres; y dos jóvenes de confesión católica, la dominante en la Viena de Francisco-José. fundan la Asociación de creadores musicales de Viena (Vereinigung schaffender Tonkünstler in Wien). Ahora bien, para que se forme el grupo que sabemos, tenían que llegar los dos jóvenes componentes del mismo. Veamos. En 1904, Zemlinsk y Schoenberg tienen una iniciativa pedagógica. Un día de ese año, Charly Berg, hermano de Alban, lee el siguiente anuncio en un periódico: “En las salas del instituto femenino de Viena […] se impartirán cursos teóricos de música, del 15 de octubre al 15 de mayo, por las tardes, de las 17 a las 21 horas, con el propósito de enseñar a los músicos de profesión y a los aficionados serios los cambios y nuevas posibilidades en los dominios teóricos de la música. Profesores: Arnold Schoenberg (armonía y contrapunto); Alexander von Zemlinsky (formas y composición); Doctora Elsa Bienenfeld (Historia de la música). El número de participantes será muy limitado. Inscripciones: antes del 15 de octubre”. Charly le lleva a Schoenberg a escondidas los Lieder de su hermano Alban, y éste es admitido sin saberlo siquiera. Probablemente, no se hizo demasiado de rogar. -BEJTPOBODJBTFFNBODJQB La aventura estética que conduce a la suspensión de la tonalidad o emancipación de la disonancia culmina en un ciclo de Lieder de Schoenberg a partir de poemas de Stefan George, El libro de los jardines colgantes op. 15. Tres años después estrena Pierrot Lunaire, obra en la que el recitado rítmico (Sprechsgesang, lo que será la expresión de Moisés como personaje) es protagonista vocal, al modo de un ciclo de Lieder con argumento, pero sin canto, y con un envolvente tímbrico de gran originalidad. El op. 15 lo compone Schoenberg en momentos dramáticos de su vida, durante el poco conocido episodio que vivieron el joven pintor Richard Gerstl y el respetable matrimonio formado por Mathilde y Arnold Schoenberg. A uno y otro lado del suicidio de Gerstl, Schoenberg compuso estos Lieder, que se estrenaron en Berlín en enero de 1910. Es la primera obra del todo ajena a la tonalidad. Schoenberg era muy consciente de la trascendencia de lo que hacía. Y escribió para aquella ocasión: Ese anuncio también lo lee Anton Webern, un muchacho de veintiún años. Hace dos que está Viena, donde había nacido como podía haberlo hecho en otro lugar, puesto que su padre era funcionario itinerante. Viene de Carintia, de Klagenfurt, un poco al norte de Carniola (Krain), que ahora conocemos como Eslovenia. Con los George-Lieder he tratado por primera vez de acercarme a un ideal de expresión y forma que he tenido en la mente durante años. Hasta ahora, me faltó la fuerza y la confianza para llevarlo a efecto. Pero ahora que he dado este paso una vez y para siempre, soy consciente de haber roto totalmen- El grupo está a punto, pero le falta tiempo para formarse: un judío convertido al catolicismo por conveniencia, Mahler, el único que no es por completo “de la familia”; un israelita de origen sefardita, Zemlinsky; Schoenberg, un luterano te cualquier restricción de una estética ya pasada; y aunque el objetivo por el que lucho me parece seguro, ya siento sin embargo la resistencia que tendré que vencer: siento que incluso el menos importante de los temperamentos se alzará y rebelará, y sospecho que incluso aquellos que durante tanto tiempo creyeron en mí no querrán reconocer la naturaleza necesario de este desarrollo. Así parecía claro al interpretar los Gurrelieder –que hace unos años carecían de amigos, pero que ahora tienen bastantes-, que yo me veía forzado a ir en aquella otra dirección no debido a que mi invención o mi técnica fueran inadecuadas, ni tampoco porque estuviera mal informado sobre las demás cosas que demanda la estética vigente, sino porque obedezco a una compulsión interna que es más fuerte que mi educación: que obedezco al proceso formativo que, al ser natural en mí, es más fuerte que mi educación artística. remos, por motivos obvios, al vienés de Budapest Theodor Herzl, creador del Sionismo. Habrá que atenerse a nuestros vieneses, a las obras compuestas por Schoenberg y por sus discípulos justo antes de la guerra, en esa década de 1904 a 1914. Son los años de la victoria del total cromático sobre el diatonismo visitado demasiado a menudo por la disonancia y por la ambigüedad tonal. Y fíjense en los años de silencio de Schoenberg, y en la década posterior a la guerra, la que va, por ejemplo, de 1920 a 1930. Son décadas separadas por una guerra, que no es una guerra cualquiera, con sus muertos, sus derrotas, su armisticio y su borrón y cuenta nueva. No, lo que ha sucedido en la Europa central de esos años, y especialísimamente en Viena, es una auténtica revolución. Revolución es aquello que lo trastorna todo, un terremoto, un caos provisional (este concepto es de Stravinski) que los contemporáneos viven como invivible y que lo pone todo patas arriba. Es el seísmo que obligará a crear un mundo nuevo, puesto que el anterior yace sepultado. La revolución no preparada, no deliberada, la que afecta a la Europa que sale de la guerra de 1914-1918 es consecuencia de la catástrofe de un sistema y su símbolo mayor, la derrota y el armisticio de noviembre de 1918. No sólo se ha perdido una guerra, sino que un estado antiguo, venerable y plurinacional ha volado por los aires. La gran Austria-Hungría se ha convertido, en virtud de los tratados de paz, en multitud de pequeños estados nación que estrenan ufanos unas independencias que está condenadas a perderse en cuanto un poderoso vecino las codicie. De momento, flamantes y eufóricas, viven días de orgullo nacionalista que poco antes no hubieran podido soñar. No todas, claro. La independencia Pierrot tendrá mejor acogida que el op. 15, y desde antes despertará más expectación. Schoenberg escribió mucho, para afirmación, para defensa, para ataque en ocasiones, para hacerse preguntas, para dejar constancia de la gran herencia occidental (su Tratado de armonía). Valga este fragmento, entre otros, para comprenderle mejor. Pero no hay que perder de vista su correspondencia, donde prosigue la defensa y afirmación de lo que estaba haciendo, porque los ataques eran continuos y a menudo feroces. No podemos detenernos una vez más ante aquella Viena tan asombrosa, en la que vivían Freud, Klimt, Schnitzler, Hofmannsthal, Zweig, Loos, Altenberg, los jóvenes Wittgenstein y Kokoschka… uf, y un buen montón de personalidades importantes más, entre las que destaca húngara es un malísimo negocio, porque el Tratado de Trianon le ha arrebatado casi la mitad del territorio nacional. En fin, junto a la gran carnicería humana de esos cuatro años y pico de guerra, se ha cometido ese crimen que traerá graves consecuencias: se ha desmantelado el Imperio Austro-Húngaro.¿Se dio cuenta alguien de que desmembrar Austria-Hungría era tanto como bendecir el asesinato terrorista de Sarajevo? Sobre todo, porque después de aquella espantosa contienda, y al tiempo que se deshacía el Imperio austriaco y se impedía la unificación de Alemania y la pequeña Austria (contra el supuesto principio de las nacionalidades), se unían los eslavos del sur en un reino llamado Yugoslavia, que era heredero de las pretensiones paneslavistas serbias. Los Balcanes se unían y la Europa central se balcanizaba. Se había roto definitivamente el equilibrio europeo mejor o peor salvaguardado desde la Paz de Westfalia. Cuando surja una potencia agresiva y militarizada como el III Reich, ahora sin el muro de contención de la monarquía de los Habsburgo, esas pequeñas naciones caerán, una detrás de otra. No fue posible lo que tanto ellas como otras naciones hubiera hubieran necesitado, la Confederación Danubiana que el Imperio de FranciscoJosé había sido incapaz de propiciar. sonancia, esto es, la atonalidad o suspensión de la tonalidad); después de la guerra, porque a aquella falta de aceptación se une la destrucción de la unidad política (más bien, continuidad y contigüidad) de Austria-Hungría; la acumulación de miserias económicas posbélicas, con todo tipo de carencias; y la inflación brutal, gemela de la alemana. Esa intimidad, ese darse ánimos entre los tres es algo necesario para sacar adelante la obra de cada uno de ellos, aunque el maestro viva en Berlín y Webern y Berg permanezcan en Viena. El odio se incuba en Europa Central en esos años, mientras Schoenberg y sus discípulos sobreviven con la música. Los tres se reúnen, se dan ánimos, ponderan las obras de uno y otro, forman una capilla al margen de las vigencias y del poder cultural, y en momentos difíciles: antes de la guerra porque su obra no es aceptada (son los tiempos de la primera emancipación de la di- Con Schoenberg y su escuela todavía es posible (o inevitable) un acercamiento así, teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo entonces, aunque sólo fuera porque Schoenberg se alejó de Viena en 1911 por el acoso del antisemitismo oficial y ciudadano (el muy católico partido antisemita de los social-cristianos); o porque tuvo que exiliarse al subir los nazis al poder en enero Se quejaba Schorske de que no le era posible trazar una historia que abarcara diversas disciplinas, porque el espacialismo se había encargado de separarlo todo en compartimentos no comunicados entre sí. Pero hasta ese momento podía estudiarse la creación artística a la luz de los acontecimientos históricos. Mientras, los especialistas descomponían en conceptos las creaciones de los artistas. Lo malo es cuando los artistas empezaron a crear a partir de esos conceptos. El arte llegó a configurarse como un universo aparte en cuanto a códigos y alcance. Tal vez por ello muchos artistas decidieron compensarlo con su compromiso político o social como ciudadanos: los italianos (Nono, Maderna, Berio) eran cercanos al Partido Comunista de Italia. dos, por otra. Pero el conflicto se da, sobre todo, en el interior del coro-pueblo, del pueblo elegido. El conflicto consiste en que Dios, puesto que es invisible, inefable, y desde luego único, eterno, omnipresente, no puede siquiera sugerirse con palabras y mucho menos con imágenes. No es la alegoría de la caverna, aunque puedan parecerse. El sabio puede salir de la caverna y elevarse al mundo de las ideas, porque ama la sabiduría que hay en ellas. Pero cómo amar al Dios inefable e invisible. de 1933, en Alemania. Los biógrafos nos tenían acostumbrados, sin embargo, a trazar apenas una “vida de santo” en la que la gente se reincorporaba al trabajo después de aquellos cuatro años de guerra, una pausa lamentable con muchos muertos, pero nada se nos dice de cómo afectó aquello a quienes veían que su país se desmoronaba, qué tipo de crisis, de impacto les produjo aquello que surgió de los calamitosos tratados de Saint Germain (Austria), Versalles (Alemania) y Trianon (Hungría). Sobre todo si recordamos que Schoenberg, al inventar su sistema dodecafónico quiso creer que aquello le daría al área germánica una primacía de cien años. Es decir, creía entonces que él era austriaco alemán, de origen judío, pero integrado. Todavía lo creía, a pesar del maltrato a los judíos, a pesar del partido social-cristiano, a pesar de los pesares. ¿Qué sintió Schoenberg cuando se despedazó el territorio de los Habsburgo en múltiples naciones? ¿Qué sintió ante la proclamación de la República de la Pequeña Austria? No nos dejemos engañar por el conflicto aparente entre Moisés y Aarón. Estamos demasiado acostumbrados a los buenos y los malos. Incluso en dramas comprometidos. Nos gusta ver por todas partes algo tan claro como Un enemigo del pueblo, de Ibsen, donde un buen ciudadano tiene en frente a todas las fuerzas vivas, un tema muy del dramaturgo noruego. Podríamos decir que esta pieza fue transformada en el western que llevaba dentro cuando se rodó High Noon, {$V¸MFTFMWFSEBEFSPDPOnJDUP El conflicto aparente es entre Moisés y Aarón. El conflicto real es entre Dios, por una parte, y ellos Solo ante el peligro. Zinemann lo hizo muy bien: no quedan huellas de Ibsen, pero la idea es ésa. Aunque, bien mirado, los gringos han repetido la fórmula. Hasta que llegaron los dramas teatrales con gente a la que acusar. O en plan “vida de héroe”. Dejémoslo aquí. sus antepasados (la llegada de los nazis al poder en Alemania tal vez aceleró la conversión, pero la cosa venía de mucho antes) hasta la conversión formal en el verano de 1933, en una sinagoga parisiense, ya en el exilio. Schoenberg había compuesto ya obras netamente judías, y algunas las había tenido que interrumpir como la propia Moisés y Aarón. Una de esas obras es La escala de Jacob, interrumpida unos diez años antes. Él mismo hizo notar en una carta a Berg que se conserva que uno de los Coros a capella op. 27 es testimonio de su retorno a la religión judía. Moisés y Aarón no es una respuesta o una secuencia de respuestas. Es más bien una pregunta. Una pregunta compleja y muy bien formulada. Por eso el malo no es el demagogo Aarón. Ni el bueno es Aarón convertido en dirigente popular. Por eso el malo no es el rígido y antipopular Moisés. Que no es un dirigente ejemplar e infalible. Ni Moisés es el artista sublime y genial cuya obra el bueno de Aarón se dedica a divulgar y, de paso, a desvirtuar. No vamos a desarrollar el carácter plenamente judío de Moisés y Aarón, ópera a la que apenas se le nota que sea inconclusa. Lo han hecho plumas destacadas. Digamos que es la única religión que ha conseguido crear una ópera confesional en nuestro tiempo sin que por ello carezca de validez universal, y sin caer en las parcialidades y sectarismos de las otras religiones del libro, ni mucho menos en el abismo de los fervores de las distintas confesionalidades desgajadas del movimiento de la Reforma. Habría que investigar, ya lo dijimos, el contenido de El camino bíblico, drama anterior a Moisés y Aarón y claro antecedente suyo, hasta el punto de que la ópera no existiría sin esa pieza teatral. Con su drama El camino bíblico (en la medida en que lo conocemos de referencias) y con esta ópera, Schoenberg se hace la gran pregunta. Pero no se responde. Hasta el punto de que ese final en que ambos discuten por última vez, y Aarón muere no sé sabe bajo qué peso o golpe, no lo compuso Schoenberg nunca; nunca lo puso en música. De haberlo hecho, quién sabe, tendríamos tal vez una obra redonda. Esta ópera no es redonda. Es una obra agresiva, compleja, confesional, pero tampoco es una obra abierta en el sentido que profetizaron Umberto Eco o Roland Barthes. Es una pregunta, la pregunta que se hace el pueblo judío. Y aquí la plantea alguien que nació en el seno de una familia judía en la que el padre era un ilustrado librepensador. Schoenberg fue protestante durante más de tres décadas (no católico, como había que ser en la Austria de los Habsburgo) y poco a poco se deslizó hacia la fe de Es una tentación la de considerar que el personaje de Moisés es trasunto, réplica, de Schoenberg. Schoenberg, el incomprendido, tal como se ve a sí mismo en una ópera breve y con poco canto, Die glückliche Hand (La mano feliz), que compuso allá por los años inmediatamente anteriores a la posguerra y justo después del suicidio de Richard Gerstl, el joven pintor de la generación de Egon Schiele que enseñó a pintar a Arnold y que fue demasiado amigo no sólo de éste, sino también de Mathilde. En La mano feliz al tallador de diamantes y orfebre de joyas lo daban de lado tanto los obreros como las damas. Su reino no parecía de este mundo. Tampoco el de Moisés. Es decir, que una de las posibles interpretaciones de esta ópera es que Moisés es un artista cuya obra no puede ser comprendida por sus contemporáneos. Francamente, se trata de una interpretación algo llevada por los pelos. O demasiado fácil e inmediata, si no reductora. Lo contrario es más cierto: la imposibilidad de contar lo propio le hace a Schoenberg comprender lo difícil que es hacer comprender el mensaje divino. Las gentes son libres, y su libre albedrío podría hacerles acercarse a la palabra de Dios. Pero ese libre albedrío hace que Dios mismo se limite: no va a imponerles el Verbo, tan sólo les concede la posibilidad de acercarse o unirse a él. No es que Schoenberg se compare con Dios, es que comprende lo difícil que debe de ser explicar la palabra del Único, Eterno, Omnipresente, Invisible e Irrepresentable teniendo en cuenta que la suya propia, la de la victoria inevitable del total cromático (con la que hay que convivir en adelante, piensa él), es algo insignificante en comparación, y levanta protestas y, sobre todo, lleva a la incomprensión y el desdén generales. cial que acaso defiende sus privilegios, o que, por el contrario, tal vez se rebela contra una situación intolerable de sujeción. La escuela rusa descubrió esto desde el principio mismo en que puede hablarse de “escuela nacional”: Glinka convierte al coro en personaje principal de la ópera inaugural rusa, La vida por el zar. El coro, en efecto, es aquí protagonista, junto con Susasin, Antonida, Vania y Bogdan, en tanto que pueblo, mas también se convierte en enemigo o en aristocracia. Con Borís Godunov, de Musorgski, se alcanza la gran obra maestra de esta escuela y ese uso del coro como personaje con carácter protagonista. Esa tradición la adapta Schoenberg de manera muy natural desde la perspectiva del canto judío en comunidad. El canto, mas también la oración, porque para los judíos la plegaria es algo que se realiza con otros, no en el aislamiento, en el simulacro de la relación directa con Dios. Son importantes las obras corales de Schoenberg antes y después de la ópera Moisés y Aarón, y oírlas y estudiarlas puede arrojar buena luz sobre esta obra trascendente. Pero la culminación está precisamente en esta ópera, con un coro complejo que es siempre el mismo personaje, el pueblo judío (excepto en el momento en que una pequeña parte del coro es la zarza ardiente, con lo cual ya no es pueblo judío, sino Dios, el Dios que elige a los judíos como pueblo y elige a Moisés como profeta suyo). Ese coro-pueblo se manifiesta de manera dramática desde el principio mismo de su aparición, en el cuadro tercero del primer acto, que le corresponde casi totalmente: el canto es el del coro y el de cuatro solistas que sobresalen de la masa coral y que identifican actitudes distintas ante el mensaje de Dios que traen $PSPZQVFCMP Como es sabido, en la historia de la ópera hay una amplia tradición de protagonismo del coro en la acción y en las situaciones dramáticas: el coro es el pueblo, el coro es tal o cual grupo so Mientras platican Aarón y el pueblo (con los otros cuatros solistas ya indicados), mientras Aarón se las arregla como mejor puede frente al natural escepticismo de aquella masa popular, Moisés calla. Tan sólo “salta” con una frase entre dos “milagros”, el segundo y el tercero. Cuando el Sacerdote, opuesto al proyecto, exclama “Insensatos” (Wahnsinnige) y pregunta “¿Con qué os va a alimentar el desierto?”, Moisés exclama: “En el desierto, la pureza del pensamiento será lo que os alimente, lo que os hará resistir, avanzar…” Desde la comodidad de nuestros asientos y de dos o tres milenios de herencia del Libro, podemos desdeñar la prudencia del Sacerdote, pero es preciso reconocer que las previsiones de intendencia de Moisés no son muy prometedoras. Es precisa la fe. Sólo que se trata de la fe en un Dios, ya lo hemos visto, Invisible e Irrepresentable, inefable, inconcebible… Moisés y Aarón (la muchacha, el hombre joven, el otro hombre, el sacerdote -der Priester). Moisés encuentra a Aarón en la escena segunda del acto I, pero en la tercera, la del coropueblo, ellos dos son personajes ausentes; para ser más exactos, personajes esperados, personajes a los que se hace referencia porque van a llegar pero no están ahí, y la espera es elemento esencial de la tensión dramática. Aunque, en rigor, estamos en este caso ante una de las “ilusiones” de la obra: la tensión aparente es ante la llegada de Moisés y Aarón, pero la tensión auténtica es la relación con Dios, el conflicto con Dios, la aceptación de Dios: “¿es un Dios fuerte el nuevo Dios?, ¿exigirá sacrificios?, ¿nos ayudará frente al Faraón?, ¿será un Dios amable? ¡Atención a los impostores!…” Si la escena tercera del primer acto es un despliegue de cantos corales, y podría decirse que con el apoyo de cuatro solistas, la escena cuarta es la gran culminación de la línea del coro. Se debe esto, sobre todo, a la peripecia de enfrentamientos del coro (dividido en grupos no siempre por tesituras) con los protagonistas individuales, con el mensaje que traen: sobre todo con Aarón, porque en esta escena es cuando Moisés calla, abrumado por la dificultad de hacer llegar el mensaje, algo que preveía, desde luego, pero que ahora se hace patente de manera para él angustiosa. Y Moisés calla no sólo por la oposición del pueblo, sino también por los propios milagros o prestidigitaciones que Aarón lleva a cabo para seducir al pueblo y vencer su incredulidad o escepticismo: primero, el cayado se convierte en serpiente; segundo, la mano enferma de Moisés sana de inmediato; tercero, brota el agua del Nilo, que es agua y que es sangre del pueblo judío. Sobre el silencio (y el estupor) de Moisés tiene lugar la secuencia de seducción del pueblo, del esfuerzo de Aarón para acercar a éste el mensaje imposible del que Moisés es portador, y ese pueblo, en rigor, tiene todo el derecho a no creer que sea elegido, a no desear ser elegido, y sobre todo a no entender qué se le propone, qué se le quiere otorgar, qué se le pide, qué tiene que hacer. Es un paso trascendental: desde la concepción politeísta a la monoteísta, de la imagen a la idea con proscripción de imágenes, de los dioses que gobiernan una parte, un pueblo, que si acaso son dioses “especialistas”, al Dios que es todo y del que todo viene. Cómo no va a encontrar resistencias, incomprensión. Históricamente, faltaría un adecuado nivel de conciencia posible. Brecht, una ópera que pudimos ver en la Staatsoper unter den Linden en 1982, nunca grabada en disco y mucho menos en soporte audiovisual. Pero, atención, la última escena de Baal era un diálogo sin música entre dos leñadores. ¿Sugería así Cerha que Moisés y Aarón era una obra concluida, que podía {2V±IBDFNPTDPOFMUFSDFSBDUP ¿Es Moisés y Aarón una ópera inconclusa? Sí. Y sin embargo… Friedrich Cerha compuso una espléndida ópera, Baal, basada en el primer drama de Bertolt terminar precisamente con un diálogo, si bien tenso y al final trágico (Aarón muere de repente, pero no sabemos cómo, se diría que abrumado, quién sabe si por la “culpa” o el “fracaso”)? la serie es si acaso garantía de unidad en última instancia, porque en instancias más inmediatas la unidad la dan la trama dramática, las tramas tímbricas, las tramas y densidades contrapuntísticas. Moisés y Aarón, obra que algunos consideran inconclusa, es plenamente serial. No es cuestión de ponerse a señalar ahora la serie y sus transformaciones. Sí, desde luego, esta ópera posee una serie básica de la que se deducen numerosos episodios temáticos por la propia expresión total o parcial de la serie, o bien por su inversión, retrogradación y retrogradaciones concretas de tal punto de la inversión, etc. Todo esto es no sólo gramática, sin duda es también música, pero es mejor renunciar a ese tipo de pesquisas (cuyo éxito no está garantizado ni siquiera para los musicólogos más duchos en la observación de piezas cinegéticas en forma de motivos y temas). La serie no es dramaturgia; sí lo son las líneas vocales y el color instrumental, entre otras cosas. Digamos tan sólo que esa serie básica no es la base de esta ópera, por mucho que lo hayan oído ustedes escrito o lo se lo hayan leído en voz en alta. La serie no es la serie, sino lo que se hace con ella: descomposición de la línea y sus variantes, timbre, movimiento, dinámica, masas, tramas… Tal vez no haya que buscar base alguna en una obra que se sustenta, se diría que en el aire, gracias a una textura muy compleja y muy densa, una trama en la que las urdimbres contrapuntísticas o las simples acumulaciones vocales de varias líneas de coro y solistas, más los respectivos acompañamientos instrumentales (casi siempre limitados), proponen un auténtico mundo sonoro que circula como un planeta. La serie básica no es base, La secuencia habitual en una pieza dramática es el de conflicto, crisis y catástrofe. El conflicto es esencial en esta obra, y ya lo hemos ponderado: es un conflicto a varias bandas y no afecta de manera esencial a los dos personajes titulares; no es un conflicto entre Moisés y Aarón. La crisis primera es la que hemos visto en el cuadro cuarto, el más amplio del primer acto. La segunda crisis es la que lleva a la exaltación del becerro de oro, acto segundo. Aparentemente, el regreso de Moisés es la Némesis para la Hybris paganizante, el reequilibrio tras la concesión de Aarón. En cualquier caso: ¿podría Aarón haber hecho algo muy distinto, esencialmente diferente para consuelo del pueblo? Al final del acto segundo, lo que vemos es una nueva crisis, no una solución, un apunte de desenlace, ni una catástrofe. Y si lo que importa en esta obra es la secuencia, trayectoria o dibujo del conflicto en sus diversas manifestaciones, está bien que la obra concluya ahí, en ese falso “regreso al orden”, que parece que podría encarrillar la misión de Moisés. Está bien que ahí concluya la ópera. Pero existe el acto III, sin música, y ahí sí hay enfrentamiento entre Moisés y Aarón. ¿Aporta este enfrentamiento algo importante al desarrollo del conflicto general de la obra o, por el contrario, desvía y resume el mismo en una victoria de uno de los dos contendientes? Ahora sí parece que el conflicto era entre ellos, y no el conflicto con el pueblo y dentro del pueblo, el conflicto propiciado con Dios, de ma (acto I, escena IV), a encontrarnos en el desierto mismo (acto II). Es más, Moisés se retira cuando todavía no se han marchado al desierto. Pero las diferencias son muchas más, la libertad que se ha tomado Schoenberg con el texto bíblico es de detalle. Ahora bien, el espíritu es especialmente fiel al mensaje bíblico, lo completa, lo complementa, lo trae a nuestro tiempo. El pueblo judío es el pueblo elegido, y ese pueblo no quería ser elegido, tal vez a sabiendas de lo peligroso que es ser elegido. Moisés no quiere ser profeta, pero tiene que serlo, porque alguien tiene que serlo. nera que ese conflicto es también con Dios. ¿Hay que incluir el acto III en una escenificación de esta ópera, o hay que dejarlo fuera? No sabemos lo que habría hecho Schoenberg con este acto. Schoenberg escribía su libreto, pero lo modificaba según componía, y la música era el drama3; no es el libreto el drama, sino las líneas vocales, tramas contrapuntísticas, tejidos orquestales y vocales que salen a partir de su composición. Es más: ni siquiera podemos estudiar Moisés y Aarón con la lectura del libreto; esto es, si quisiéramos prescindir de lo musical y atenernos a lo dramático, no comprenderíamos el fondo (no digamos ya la forma) de esta obra, porque lo dramático se da a través de lo musical, de lo lírico, empezando por la incomprensión que induciría la lectura al no tener en cuenta cómo canta Aarón y cómo “recita” Moisés. En consecuencia, ese tercer acto puede muy bien ser sacrificado en una escenificación, y así se ha hecho a menudo, como en el montaje de la ópera de Holanda (Peter Stein, Pierre Boulez, con Pittman-Jennings y Merritt), en la Staatsoper de Viena (Reto Nickler, Daniele Gatti, con Grundheber y Moser) o en la Ruhrtriennale (Willy Decker, Andreas Boder, con Dale Duesing y Andreas Conrad), por referirnos a importantes propuestas teatrales que están disponibles en audio o en visual. Tal vez merezca la pena recordar que otro vienés, Sigmund Freud, en pleno exilio al final de su larga y fecunda vida, concibió otro Moisés muy distinto al de Schoenberg y al de las Escrituras, ese Moisés que podía ser egipcio y del que tratan los tres ensayos de la última obra amplia del inventor del sicoanálisis, Moisés y la religión monoteísta. Esa obra que muchos judíos le pidieron a Freud que no publicara. 4FDVFODJBEFMPTEPTBDUPT Después de todo lo adelantado, quizá podamos aún plantear el siguiente recorte o esquema de esta ópera. Acto primero No merece la pena ponerse ahora a ver las considerables diferencias entre el planteamiento dramático de Schoenberg y la fuente bíblica4. Ni tampoco la inspiración en Strindberg. Advirtamos algo muy importante para la acción: no hay tira y afloja ni lucha con Faraón. No hay plagas de Egipto. Pasamos de plantear la marcha al desierto Escena 1. Moisés y la zarza ardiente: la acción arranca con la misión, la profecía, el pueblo 3 Carta a Alban Berg, agosto de 1931: “… el texto llega a ser definitivo sólo durante la composición, y a veces incluso después”. 4 En una carta de marzo de 1933 a Walter Eidlitz: “sólo raramente me atengo punto por punto a la Biblia”. prender y de anticipar. Esos cuatro solistas son: la muchacha, cuya fe radica en una ingenua sensualidad llena de vida; el joven, lleno de fe y confianza, que será aplastado por los efraimitas en el acto siguiente; el hombre, que quiere creer; el sacerdote (der Priester), que opone la sensatez de lo ya conocido frente a lo arriesgado de la nueva propuesta, y que acaso también defiende su propio status. No acusemos a la muchacha por su entusiasmo, no es sólo sexualidad despierta. No acusemos al Sacerdote por ignorar lo que ni él ni su pueblo pueden saber todavía, y que nosotros sabemos de sobra, al menos mientras asistimos a la representación o la audición de esta obra. Recordemos que en el Génesis hay un personaje llamado Satán, nombre que todavía no hay que leer con las resonancias posteriores (el demonio es un invento reciente, como sabemos). Sencillamente, Satán se dedica a defender lo opuesto a aquello que se plantea, a la manera de un fiscal o un abogado “de la otra parte”. Si condenamos al Sacerdote tendremos nuestro “malo”, y de paso habremos definido a los “buenos”, que son Moisés y Aarón, y correremos el riesgo de tener que elegir un bueno y un malo en esta pareja de hermanos profetas. elegido. La zarza la canta el coro, en pequeña formación. Las voces se dividen en dos grupos: las voces que cantan y las voces en Sprechsgesang. El Sprechsgesang es la línea vocal de Moisés (barítono) a lo largo de toda la ópera; si acaso, con una pequeña y única excepción en la escena siguiente. Podría decirse que la voz de Dios, a través de la zarza ardiente, canta como Aarón y recita como Moisés. Dios es ambos, lo cual no quiere decir, en absoluto, que ambos sean Dios. Escena 2. Moisés y Aarón se encuentran: se asocian, se ponen de acuerdo, aunque ya se sugieren las dos posturas inconciliables, pero el objetivo es común: anunciar al pueblo judío que es el pueblo elegido y anunciarle su Dios. Moisés continúa expresándose mediante el Sprechsgesang, mientras que la línea de Aarón es la de un tenor lírico, a veces con excursiones dramáticas, a menudo con procedimientos que evocan lo belcantista (también Lulu lo evoca; o más bien lo convoca como un medio básico de su expresión, de su gestus). El contraste entre ambas líneas vocales es muy agudo y marca toda la obra, y no sólo cuando los dos personajes cantan juntos o uno frente al otro (hay momentos muy importantes de la ópera en que están separados, porque Moisés calla o porque Moisés está ausente). Una visión superficial llevaría a la trampa en la que se ha caído a veces ante esta ópera: Aarón, con su línea seductora y a veces eunucoide, es la corrupción del mensaje de Moisés. Ya vimos que hay otras interpretaciones igual de simplificadoras. 4. El cuadro cuarto narra la llegada y primer gran enfrentamiento (primera crisis de la acción) entre el Logos divino y el pueblo. Ya hemos visto antes lo esencial de este cuadro. Añadamos que aquí Aarón se convierte claramente en líder político gracias sobre todo a su “tercer prodigio”, la visión del agua del Nilo y de la sangre del pueblo judío. Es entonces cuando el coro entona el ensueño de la utopía 3. El coro, solo. Con cuatro solistas que, en rigor, apoyan la peripecia de ese coro que se cuestiona, se pregunta, reacciona, trata de com Dios es Moisés, no Aarón. Moisés, el profeta que se ha quedado virtualmente mudo en este cuadro. Aarón, el intérprete, que nunca se considera creador ni profeta y que, en rigor, recibe la misión de ser quien no es. una vez que acepta, siquiera de momento, ser el pueblo elegido: “Seremos libres de la esclavitud y de sus males. Así nos lo promete él: nos llevará hacia la tierra en la que brotan la leche y la miel”. El tercer prodigio es justo posterior a la declaración escéptica del Priester: “tu bastón nos somete a nosotros”, dice burlón, “pero ¿acaso puede con Faraón?” Ahora bien, al concluir la secuencia, el que se retira a hablar con Segundo acto Antes del comienzo propiamente dicho del acto II, hay un Zwischenspiel, un intermedio coral: sa, en la que se ha identificado una secuencia en rondó, Aarón se ausenta y se supone que, fuera de escena, da forma a la imagen que reclama el pueblo (aunque no hay indicación de mutis de Aarón, éste es necesario para motivar la escena tercera: “Dieses Bild bezeugt…”). una parte del coro, a telón bajado, invoca la ausencia de Moisés, y al tiempo que sirve de transición entre los actos, nos sitúa en la crisis con la que se abre el segundo. De nuevo, como al principio, con la zarza ardiente, las voces cantan y recitan. Un coro a seis voces y un acompañamiento poco más que de cámara (violas, cellos, flautas, fagotes, trompas). Todo esto ha sido como un logos, una introducción al estallido dionisíaco de la llamada “Danza del becerro de oro”, que es toda una sinfonía con voces (coro y solistas, sin Aarón) que Hermann Scherchen estrenó como pieza de concierto todavía en vida de Schoenberg. La acción del acto segundo se abre con la queja por la ausencia de Moisés (que, a lo largo de casi todo el acto, hasta su regreso, será un auténtico personaje ausente, tanto si se le invoca como si se le niega por la acción pagana del culto al becerro de oro) y por la alarma ante el comienzo de las luchas tribales (ah, cuánto falta para el Cisma de las diez tribus, y sin embargo ya las diseña Schoenberg ahí, y sin duda lo hace a partir de Éxodo y Números). El Priester continúa en su cometido de oposición, y la primera tanda de seducciones de Aarón no es suficiente. La Danza5 es una amplia secuencia debida a un compositor que, no lo olvidemos, es tan vienés como Freud, que venía de lo que hoy es Chequia, mientras Schoenberg tenía las raíces paternas en Eslovaquia. No hará falta insistir: esto resulta más o menos freudiano. Baste con señalar el canto homófono de las cuatro doncellas dispuestas al sacrificio: ridículo disfrazado de solemnidad, instinto de muerte escondido tras la exaltación de la vida y la fertilidad (como será a continuación). De repente, todos resultan desbordados por el motín del pueblo, que irrumpe en tromba y arremete contra la autoridad de los ancianos (”¿Dónde está Moisés?”). Aarón trata de seducir a la turba, pero ni él mismo cree por completo, él mismo duda (“Pueblo de Israel…”). El pueblo sospecha un mal destino de su dirigente (“¡Su Dios lo mató!”) y esto da lugar a un tumulto que es una densa trama en cuanto a líneas y colores, con una métrica plagada de irregularidades (como de costumbre en esta obra). 5 Así que Aarón cede por fin: les pide que ellos traigan la materia y que él le dará forma cotidiana, visible en el oro. Exclamación: “Jubel!” Mientras el coro se exalta en una sucesión den Carta a Anton Webern, 12 septiembre 1931: “Así, he tenido mucho trabajo con la cabal puesta a punto de la escena de la ‘Danza del becerro de oro’. Querría dejarles lo menos posible a los nuevos soberanos del arte teatral, a los directores de escena, y así también he pensado la coreografía en la medida de lo que me es posible. Pues todo esto está hoy muy descuidado, y el autoritarismo de estos ‘ayudantes’ y su falta de conciencia llegan a ser superados sólo por su falta de cultura y su impotencia. (…) Sabes que no me interesa mucho la danza. Su expresividad se sitúa en general a un nivel no superior al de la más primitiva música de programa; y su ‘belleza’ me es, en su mecánica petrificada, odiosa. Así, hasta ahora he conseguido idear unos movimientos que al menos pertenecen a otro dominio expresivo que las cabriolas del ‘ballet’ al uso”. La Danza del becerro de oro la divide el compositor y dramaturgo en cinco partes: 1. El becerro de oro y el altar. Aarón presenta la imagen y tiene lugar una marcha, esto es, una procesión, nada solemne, y menos aún heroica: paródica, con un humor sarcástico sugerido, un primitivismo ajeno por completo al modelo “Sacre du printemps” en tempo, en tímbrica, en métrica; y tras la marcha, una danza de carácter exótico, vagamente orientalizante, y entonces llegan ofrendas y se preparan los sacrificios. 2. La danza de los matarifes: milagro de la mujer tullida, exaltación de los mendigos, inmolación de los ancianos, exaltación del Efraimita –que proclama una ilusoria libertad que sólo se afirma con el asesinato del hombre joven que se opone a la regresión que supone el culto al becerro: es una secuencia rica en líneas opuestas, métricas irregulares e implacables, colores instrumentales que empastan con las masas corales parciales. 3. Orgía de embriaguez y baile. En lo vocal, se limita al, por lo demás amplio coro de los setenta ancianos, “Selig ist das Volk”, cuya regularidad queda envuelta por una trama instrumental en la que destacan los colores de las maderas, como contraste ‘ligero’ frente a la gravedad de la línea. 4. Orgía de destrucción y suicidio: inmolación de las doncellas desnudas, que son la muchacha del acto primero y otras tres jóvenes, que entonan un canto homófono arropado por un conjunto limitado, pero ahora la ligereza de las maderas se une a estas cuatro voces en una amplio análisis. Son dos partes. La primera es el enfrentamiento de ambos a solas, en el que el tenso diálogo marca la fórmula de acompañamiento y secuencia, sin especial intento formal, puesto que es el enfrentamiento el que dicta la tímbrica, el tempo y las dinámicas que configuran este nuevo contraste entre canto sinuoso de tenor y Sprechsgesang de barítono. La marcha triunfal del coro-pueblo hacia la tierra prometida, bajo la columna de fuego, se entrevera con la coda de la discusión entre ambos, y esta es la segunda parte de la escena. Merecería análisis porque es crisis culminante o última crisis, y al mismo tiempo desenlace, catástrofe. ¿Hay más catástrofe que la desolada declaración final de Moisés?: “O Wort, du Wort, das mir fehlt!” Sí, a Moisés le falta la palabra, y resulta que a Aarón le sobran palabras inadecuadas. ¿Hay mejor desenlace? Después de esto, orquestar el tercer acto habría supuesto matizar tanto lo que estaba ya compuesto que hubiera supuesto una rectificación acaso radical. secuencia concertante cuya aparente gravedad ritual es en rigor un retrato de muerte risible. 5. Orgía erótica, que Schoenberg no retrata con violencias, sino que hace culminar en una reminiscencia de aquella danza orientalizante, para concluir en un sencillo vals: la orgía conduce el discurso sonoro de la sinfonía a la culminación, con evocaciones de temas anteriores de la misma, para disminuir y detenerse en un momento dado hasta que se anuncia que Moisés regresa de la montaña. Apasionante discusión entre Moisés y Aarón. Aarón podría decirle a su hermano profeta (y esto subyace en el texto): te fuiste a la montaña a hablar con Dios y a mí me dejaste solo con toda esta gente, qué podría hacer. Aarón, al final, es el que predica “el arte de lo posible”: que haya mandamientos, incluso duros y difíciles, pero no imposibles. Este diálogo merecería por sí solo un 3PCFSUPEFWFSFVY (BFUBOP%POJ[FUUJ Ä1&3"&/7&34*Ä/%&$0/$*&350 Director musical: Andriy Yurkevych Director del coro: Andrés Máspero Elisabetta: Edita Gruverova El duque de Nottingham: Vladimir Stoyanov Sara: Sonia Ganassi Roberto Devereux: José Bros Lord Guglielmo Cecil: Mikeldi Atxalandabaso Gualterio: Simon Orfila Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Marzo: 3, 7 20:00 horas / domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP 3PCFSUP%FWFSFVY 'FSOBOEP'SBHB La acción ocurre en Londres, a finales del siglo XVI. El duque de Nottingham, el marido de Sara, estrecha entre sus brazos a su querido amigo Roberto recién llegado de Irlanda. Roberto acoge las muestras sinceras de simpatía con bastante reticencia pues es Sara la mujer de la que está enamorado. Nottingham le confiesa su preocupación por la conducta de su esposa que cada día parece perder más la salud, agobiada por una profunda melancolía. "DUP* En el palacio de Westminster las damas de honor de la soberana inglesa observan que Sara, duquesa de Nottingham y favorita de la reina Elisabetta, está bañada en lágrimas. Ella les asegura que no es una cuestión personal; el llanto se lo ha producido la lectura de la historia de la bella Rosamunda. Pero para sí misma se dice que hay algo más que esa emoción producida por el libro. Llamado por el Parlamento, Nottingham se compromete a defender la inocencia de Roberto ante los cargos de traición. En secreto Roberto visita a Sara. Le reprocha haberse casado con Nottingham sabiendo que él la amaba. Sara se defiende. En su ausencia, muerto su padre, la reina la presionó para que se casara a pesar de no estar enamorada de Nottingham. Luego le recuerda el amor que la reina siente por él, pero Roberto, para demostrarle la indiferencia que hacia la soberana siente, le entrega a Sara el anillo real que podría salvaguardarle de cualquier peligro futuro. Sara, por el bien de los dos, le aconseja que abandone Inglaterra. En prueba de su amor le regala una banda que ella misma había bordado. Llega la reina y accede a recibir a Roberto el conde de Essex pese a la acusación de traición que sobre él pesa. De hecho, lo que más inquieta a la reina es la situación sentimental del noble más que sus posibles opiniones políticas. Roberto se defiende de las acusaciones y Elisabetta le asegura que su vida no corre peligro. Le recuerda que está en posesión de un anillo que ella le ha regalado antaño y que es el seguro infalible que le libraría de cualquier peligro en que pudiera encontrarse. En cuanto a las preguntas de la reina sobre su vida amorosa, Roberto responde con evasivas, algo que despierta la inquietud de la soberana que está de él enamorada. Elisabetta se jura a sí misma que si descubre la existencia de una rival se vengará. "DUP** En palacio los cortesanos esperan la sentencia del Parlamento. Pese a la ardiente defensa de Nottingham, Roberto ha sido declarado culpable y condenado a muerte. Terriblemente alterada, Elisabetta ya calmada su cólera, vencida la ira por el amor, se pregunta el porqué Roberto no le ha presentado el anillo que le salvará del patíbulo. Tampoco se explica el porqué su amiga Sara no está con ella confortándola en esos instantes de dolor. Esta acaba al fin por aparecer. Le confiesa que es ella su rival en el amor por Roberto. Y le entrega el anillo. La reina ordena de inmediato que se detenga la sentencia de muerte. Pero es ya tarde: el estallido del cañón anuncia que Roberto ha sido ejecutado. Nottingham aparece vanagloriándose de haber sido él el que impidió llegar a Sara a tiempo con el anillo. Elisabetta hace que los detengan y, loca de dolor, se arranca la corona diciendo que dejará el trono a favor de Jacobo de Escocia. Sir Gualtiero Raleigh, encargado de la detención, informa a la reina que Roberto ha pasado la noche fuera de su casa y al detenerle se le ha encontrado en sus manos una banda azul bordada. La reina se sume en un estado alarmante de sospechas y celos. La condena de Roberto ha de ser refrendada por la firma de la reina. Con el documento en la mano, Nottingham acude a la reina pidiendo clemencia para el amigo. Convocado Roberto, Elisabetta le muestra airada la banda. En ella Nottingham descubre que era el trabajo que su mujer la víspera estaba bordando. Comprende rápidamente el significado y su amistad por el amigo se convierte de pronto en un odio feroz y vengativo al sentirse doblemente traicionado. Elisabetta también se siente traicionada por Roberto y en un arranque firma la sentencia de muerte. "DUP*** En sus apartamentos, Sara recibe una carta de Roberto donde le suplica que entregue el anillo a la reina para así poder salvar su vida. Antes de que pueda llevar a cabo este ruego, aparece Nottingham. Después de echarle en cara su comportamiento, impide que la mujer salga y salve a Roberto. Desde las ventanas ve como Roberto es conducido a la prisión en la Torre de Londres. En la celda Roberto espera la ejecución. Está esperanzado, sin embargo, de que Sara llegue a tiempo ante la reina con el anillo que le concederá el perdón. Pero la aparición de Sir Gualtiero con la guardia que le llevarán escoltado hacia el cadalso, le hace comprender que todo está ya perdido. %FHSJTJBHSVCFSPWB SPCFSUPEFWFSFVY iMPQFSBEFMMF FNP[JPOJw FOFMSFBM 4BOUJBHP4BMBWFSSJ Parafraseando el título de una antigua biografía cinematográfica verdiana, podemos decir que si hay un creador lírico del Ottocento italiano en cuya vida el triunfo y la tragedia se encuentran más íntimamente entrelazados, ése es Gaetano Donizetti, hasta la enfermedad que, en plena madurez y gloria, le arranca del mundo para condenarle a pasar sus últimos años convertido en un ser vegetativo. Y uno de esos momentos de su existencia en los que la tragedia coexiste con el triunfo, convirtiéndolo en falaz e irrisorio es, precisamente, el de la creación de Roberto Devereux. Cuando Donizetti inicia su composición, en la primavera de 1837, es considerado el primer operista italiano del momento, reconocido así por todos desde la prematura y trágica desaparición de Bellini y el simultáneo triunfo de Lucia di Lammermoor en el San Carlo de Nápoles. Ya se había abatido anteriormente la tragedia sobre él cuando tras el estreno de Lucia murieron en el espacio de dos meses sus padres y su segundo hijo malogrado, una niña nacida prematuramente; pero, pese a todo, la muerte de sus progenitores podía considerarse ley de vida, y aún esperaba tener hijos de su joven esposa, la romana Virginia Vaselli. El 4 de mayo, fecha en la que según las costumbres de Nápoles tenían lugar todos los cambios de domicilio en la ciudad, se trasladan a una nueva y espaciosa residencia, la primera de su propiedad, y se ha comprado un carruaje y caballos; es feliz en su matrimonio y está esperando por tercera vez un hijo, que esta vez confía en que sobreviva. La muerte el 5 de mayo del anciano Nicola Zingarelli, director del Conservatorio, en el que Donizetti es profesor de composición desde tres años atrás, le convierte en director pro tempore del mismo y le permite confiar en su nombramiento definitivo en el cargo, que es el puesto académico más prestigioso de la Italia musical; y además debe estrenar en septiembre la nueva ópera en el San Carlo. Todo le sonríe. Y, de pronto, todo se hunde: en Nápoles se desencadena una epidemia de cólera que, con sus millares de muertos (entre ellos el poeta Giacomo Leopardi, que encuentra aquí una absurda cita con la muerte), pone en crisis todas las actividades públicas, y también la teatral; el 13 de junio Virginia da a luz un hijo muerto y, lo que es peor, ella misma enferma gravemente; aunque Donizetti habla en sus cartas de sarampión, muchos autores aducen como probable que se tratara de las complicaciones de la enfermedad de origen sifilítico que el compositor arrastraba desde su juventud, que había impedido a su esposa, contagiada, dar a luz hijos sanos, y que a la postre acabará con él mismo en penosas circunstancias. En esas dolorosas condiciones, avanza en la composición de su ópera, pero el 30 de julio se produce el fallecimiento de Virginia. Su dolor es inmenso, como lo acredita, entre su nutrida correspondencia de esas semanas, la veintena de cartas que entre agosto y octubre escribe a Roma, a su cuñado y viejo amigo Antonio Vaselli: “¿Para quién trabajo? ¿Por qué? Estoy solo en la tierra. ¿Puedo vivir?”. Y de su nuevo trabajo dirá: “Questa sarà per me l’opera delle emozioni...”. La historia de las relaciones de Isabel I y Roberto Devereux, conde de Essex, el favorito real treinta y cuatro años más joven que aquélla y lejano sobrino suyo (como biznieto de una hermana de Ana Bolena), adalid de la vieja nobleza normanda emparentada con los Plantagenet y enfrentada a la nueva nobleza funcionarial de los Tudor, contra la que mantuvo una oposición política que acabó costándole la vida; esa historia, repetimos, de la pasión –¿amor, capricho, infatuación?- de una reina anciana por un joven pariente en la flor de la edad, que se ve obligada a ajusticiarle cuando su orgullo y su ambición le convierten en una amenaza al poder constituido, excitó pronto la imaginación de los escritores. Y, curiosamente, la primera obra representada en Europa sobre el tema fue española: El conde de Sex (sic), de Antonio Coello y Ochoa, estrenada en Madrid en 1633, tan bella en lo literario como disparatada en lo argumental. A ésta seguirán infinidad de obras, primero francesas –la más importante de las cuales es El Conde de Essex, de Thomas Corneille (1678)- y luego las nacidas en suelo inglés desde finales del XVII. Una cierta exégesis, excesivamente lineal y simple, tiende a derivar el carácter –sombrío o luminoso, trágico o esperanzador- de muchas creaciones musicales de las circunstancias vitales que han rodeado a sus autores en el momento de su composición. Pero, en el caso que nos ocupa, lo que concurre a hacer de la nueva creación donizettiana esa “ópera de las emociones” anticipada en sus cartas no serán unas trágicas circunstancias personales, sino la profesionalidad de su autor, capaz de componer rápidamente en las más diversas situaciones de ánimo; la progresiva maestría por él alcanzada en el uso de las convenciones líricas, sobre las que experimenta sin cesar, poniendo la expresividad de la música al servicio de la idea dramática (“Yo busco servir a la palabra”) y tratando de escenificar pasiones devastadoras (“Quiero amor, que sin él los argumentos son fríos, y amor violento”) pese a la omnipresente y obtusa censura; y el propio tema de la ópera, recurrente en la literatura europea de los dos siglos anteriores y teñido del prestigio de la Historia. Pero el directo antecedente de Roberto Devereux es Elisabeth d’Angleterre, tragedia en verso y cinco actos de François Ancelot estrenada en el Théâtre Français de París el 4 de diciembre de 1829, cuya acción se desarrolla en un arco temporal no superior a veinticuatro horas, pues casi todo ha sucedido ya cuando se alza el telón: en medio de las intrigas por la sucesión al trono inglés, Essex ha fracasado en someter Irlanda por las armas; ha participado después, en secreta connivencia con el presunto sucesor de Isabel, el rey Jacobo VI de Escocia, en la organización de un motín fracasado en las calles de Londres, y aguarda, aún en libertad, que la reina ordene sea juzgado. Isabel, enamorada de Essex, dilata el juicio, pero sospecha de su infidelidad, por otra parte cierta, dado que Essex es amante de Sara, duquesa de Nottingham, confidente de la reina y esposa de su mejor amigo y único valedor en la corte. Y aquí desempeñan un papel dramáticamente muy eficaz dos objetos intercambiados entre los secretos amantes: el anillo real, cuya presentación a la reina salvaría la vida de su poseedor, y el echarpe cuyo descubrimiento en poder de Essex revela a la reina la infidelidad de éste y abre los ojos a Nottingham sobre la traición de esposa y amigo, lo que provoca su decisión de vengarse, impidiendo que el anillo –que Essex suplica a Sara haga llegar a la reina- llegue a tiempo para salvar su vida. La reina, frustrada en su deseo de perdonar a Essex, ordena el castigo de los Nottingham, grita su desinterés por seguir viviendo y proclama sucesor a Jacobo. ca bien reciente, es decir, a la espectacular y a la vez íntima ópera que Benjamin Britten compusiera para la coronación de Isabel II (1953): Gloriana, inspirada a su vez en Elizabeth and Essex, el perspicaz y documentado estudio que Lytton Strachey dedicó al tema en 1928, cuyo uso de las teorías freudianas de la inevitabilidad inconsciente y de las relaciones padre-hija para explorar los sentimientos de Isabel en el momento en que envía al cadalso a quien tanto había querido –como Enrique VIII había hecho con su madre- mereció la aprobación expresa del propio Freud. Pero el melodrama romántico prefiere el ben trovato al vero. La estrecha interrelación entre los cuatro protagonistas –una mujer amada por dos hombres que son íntimos amigos; y un hombre amado por dos mujeres, una de las cuales es la mejor amiga y confidente de la otra, su soberana; la fulminante sucesión de golpes de escena en una acción sin tregua ni respiro, y el suspense del desenlace, ofrecen un plan teatral perfecto al estro de Donizetti. Por ello, si la tragedia de Ancelot había ya suministrado a Felice Romani la materia para su libreto de El conde de Essex, de Mercadante, estrenado con más pena que gloria en La Scala milanesa el 10 de marzo de 1833 y retirada tras la quinta representación, ya en 1834 el bergamasco había intentado reutilizarlo, sin recibir respuesta de Romani (aunque en el Conservatorio de Nápoles se conservan de su propia mano una introducción con la escena inicial y otros bosquejos de esas fechas); afortunadamente, diríamos, porque el nuevo poema brindado por Salvatore Cammarano es más sucinto y mejor trabado desde el punto de vista dramático. Y si algunos auto- Nada que ver pues con la verdad histórica –que entre otras cosas da fe de un Essex pública y felizmente casado con Frances Walsingham, hija del que fuera todopoderoso secretario de la reina, pero es bien sabido que en el Romanticismo el teatro –y no hablemos ya de la ópera- hacía suya la máxima “se non è vero è ben trovato”. Si queremos hallar una ópera que respete escrupulosamente los hechos históricos sin merma del elemento dramático, centrado éste en el dilema de conciencia de Isabel por el enfrentamiento entre sus sentimientos privados y sus deberes públicos como cabeza del Estado, hemos de venir a épo vol. 5) ofrece pocas dudas de que el napolitano se res –y entre ellos William Ashbrook, el principal estudioso donizettiano- han sostenido la tesis de que el libreto de Cammarano para Roberto Devereux debe su eficacia teatral al de Romani, del que aquél sería un plagio (afirmación originada en la aseveración de Emilia Branca, la viuda de Romani, en la biografía publicada a la muerte de éste, en la que califica a Cammarano de “gran pirata literario”), el estudio comparativo entre la pieza de Ancelot y los dos libretos publicado por John Black en 1984 (Donizetti Society Journal, inspiró directamente en el original francés, dados los múltiples detalles que derivan de éste y no se encuentran en el texto de Romani. Si nos hemos explayado en detallar la trama original de Ancelot es para subrayar las novedades sustanciales que la ópera introduce en la caracterización y las motivaciones de los personajes: Devereux no es ya un guerrero fracasado, ni un conspirador que ha intentado un golpe de celos en el primer acto, desencadenada en toda su regia ira en el segundo, arrepentida y generosa hasta la renuncia (“Vivi, ingrato”) y finalmente presa de vindicativa demencia en el que cierra la obra. estado para destruir a sus rivales en la corte y forzar la mano a la reina, sino un héroe acusado por sus enemigos de traición por su clemencia con los rebeldes derrotados; su única culpa es mentir a la reina, ocultando un amor que ya no es de amante adúltero, sino de antiguo prometido en secreto, castamente respetuoso –pese a su inmenso dolordel vínculo conyugal tutelarmente impuesto por Elisabetta a Sara durante su ausencia; su motivación para obtener el indulto no es mero afán de salvar la vida, sino defender el honor de su amada y ofrecerse luego a la espada de su rival. Y así, los cambios introducidos por los autores, por motivos de censura o por propia iniciativa, resaltan la condición de Roberto y Sara –paradigma de esas sufrientes heroínas donizettianas en las cuales “si fe’ natura il pianto”, (“el llanto se ha hecho naturaleza”)- como víctimas inocentes de un destino injusto, en la más acrisolada tradición del melodrama romántico, al igual que Edgardo y Lucía. Y si Nottingham es el personaje que a lo largo de la obra experimenta una transformación más profunda –de amigo leal a despiadado vindicador del honor presuntamente ultrajado, en claro antecedente del Renato de Un ballo in maschera-, Elisabetta resulta una protagonista aún más compleja, otro de esos tipos femeninos que Donizetti no confina a un papel pasivo, mujeres capaces a la vez de sufrir y de ser causa del dolor ajeno; al igual que Lucrezia Borgia, Fausta, Sancha de Castilla, Maria di Rudenz, Bianca (en Ugo, conte di Parigi) o Antonina (en Belisario), es simultáneamente verdugo –como reina absoluta y dispensadora arbitraria de condenas y perdonesy víctima de sus cambiantes sentimientos: nostálgica de los amores perdidos y corroída por los De esta caracterización de los protagonistas, de esta trama de sentimientos ocultados, se desprende una nota particular del Roberto Devereux: su afán de subrayar la psicología íntima de los personajes más que de enfatizar una acción exterior. Son innumerables los momentos en los que los personajes hablan para sí mismos: Roberto no se expresa con palabras más que en sus iniciales protestas de lealtad frente a Elisabetta y en su escena con Sara; sus restantes intervenciones son, o muda expresión de pensamientos y temores ocultos, o soliloquios en la prisión en ausencia de testigos. La reina debe privilegiar su papel público –y la dignidad exterior que conlleva- sobre su condición de mujer enamorada; por eso sus arias son también –salvo las imprecaciones conclusivas- ejemplos de coloquio íntimo, de salvaguardia de sus verdaderos sentimientos, mientras se exterioriza con vehemencia en sus reproches a Roberto o al ejercer su regia autoridad. Sara sólo se manifestará ante Roberto; incluso Nottingham, personaje más “exterior”, tendrá también su momento de monólogo interior en el segundo acto. Y sobre una estructura dramática concisa, rica en lances y en suspense, sobre un diseño de personajes bien perfilados en sus complejas motivaciones e interacciones –y una protagonista de riqueza sin parangón (a excepción, quizá, de Norma) en el melodrama preverdiano-, sobre un y, sobre todo, con pasajes en arioso de una riqueza melódica y una pertinencia expresiva sin igual. De este modo, unas estructuras convencionales soportan la continuidad del desarrollo dramático, de la que el breve segundo acto, como veremos, resulta muestra acabada. texto pródigo en momentos de introspección, de acción puramente interior, la música compuesta por Donizetti nos sorprende por una aparente paradoja: el contraste entre una estructura tradicional –el esquema recitativo-aria-cabaletta de prácticamente todos sus números- y la gran riqueza y novedad de los medios expresivos utilizados al servicio del drama, que “revientan” (¿o más adecuado sería decir “reinventan”?) las formas tradicionales desde dentro. Roberto Devereux no figura entre las óperas más extensas de su autor; ya hemos hablado de su “concisa” estructura dramática. De hecho solo consta de cinco números solistas –una extensa aria-escena para cada personaje masculino y una sencilla cavatina confiada a Sara, mientras Elisabetta está dotada de un aria di sortita y una extensa escena final-, cuatro dúos –dos a cargo de Roberto y otros dos de Nottingham, ambos con cada una de las protagonistas femeninas- y un trío; el único concertante propiamente dicho corresponde a la gran escena final del segundo acto. El coro desempeña un papel más pasivo y Así, el recitativo; nunca hasta entonces Donizetti lo ha empleado con tal variedad de inflexiones: la clásica recitación a cappella punteada por acordes orquestales se alterna continuamente con una declamación concitata, nerviosa –en la que, en apoyo de una línea vocal de extremo virtuosismo y dificultad, con grandes saltos interválicos, se incorporan variadas figuras orquestales que traducen la agitación interior del personaje- convencional, menos relevante musical y dramáticamente que en otras de sus anteriores óperas. escena de la prisión del tercer acto; la obertura adopta así un carácter más próximo a lo popular, y los contrapuntos de las cuerdas devienen en formularias frases rossinianas, sin que falte una inesperada recurrencia, a mayor velocidad, del tema de la cabaletta sobre ruidosos golpes de timbal, adquiriendo la obertura en su cierre un carácter festivo y exultante poco acorde con el drama que seguidamente va a desarrollarse en escena. En su versión original napolitana, la ópera se abría con un breve preludio de una docena de compases, pero para su estreno en el Teatro Italiano de París Donizetti lo sustituyó por una extensa obertura, que es la que hoy se interpreta habitualmente, abierta con tres acordes en fortissimo, seguidos cada vez por frases de tres notas de cuerdas y trompa en piano, cerrándose el pasaje con un lejano retumbar del timbal; todo ello lo oiremos de nuevo en la primera escena del tercer acto. Abriendo el larghetto sucesivo, las flautas entonan la desnuda melodía correspondiente a los tres primeros versos del himno God save the Queen (un anacronismo, pues dicho himno no fue compuesto hasta mediados del siglo XVIII); el tema es repetido por las cuerdas en una atractiva armonización, a cuyo término se reescucha el eco del timbal. Un contrapunto de flauta y clarinete desgrana los cuatro versos siguientes del himno, seguido de un acorde en forte que abre una serie de frases ascendentes de los violines, con acompañamiento sutil del triángulo, punteadas por acordes y con intervención de la trompa a la tercera ocasión; el dúo de clarinete y trompa reexpone la primera parte del himno sobre un sugestivo pizzicato de las cuerdas. Un episodio de transición lleva al vivace, abierto con un estudiado contrapunto de las cuerdas y seguido por un vibrante pasaje de la orquesta entera con continuos cambios de tonalidad. Pero lejos de continuar por este camino savant, inesperadamente, sobre un nuevo pizzicato, el clarinete expone el tema de la cabaletta que Roberto cantará en la La introduzione consta de un coro en el que las damas de la corte dialogan con Sara, y de su romanza o cantabile “All’afflitto è dolce il pianto”, en un solo movimiento, sin cabaletta, con la doble finalidad de no resultar muy gravosa para la joven debutante Almerinda Granchi y para dar mayor relieve a la entrada de Elisabetta. Se trata de una melodía de no particular relieve comparada con las bellezas que seguirán, pero en todo caso digna y expresiva del abatimiento del personaje; en París Donizetti la modificó para la contralto Emma Albertazzi, bajándola de tono y extendiendo su duración a una segunda estrofa, modificación no incorporada a la partitura impresa. Desde el momento de su entrada en escena, el personaje de Elisabetta se convierte en el centro de gravedad de la obra, como reina y amante a la vez. Su imperiosa declamación en el recitativo que abre su scena e cavatina delata sus dudas, no sobre la actuación política de Roberto, sino sobre su fidelidad amorosa. Su recitación concitata, nerviosa, por temor a la existencia de una posible rival, se expresa en tremendos saltos de fusas de casi dos octavas en rápidas escalas, ascendente y descendente; no nos hallamos ante vacuas florituras, sino ante la expresión musical lampo, un lampo orribile”, en la que la reina, en un aparte, augura la muerte al infiel amante. La respuesta de Roberto, inicialmente escrita sobre la misma música, como lo acredita el manuscrito, fue sustituida en París por una expansiva melodía que contrasta con la stretta de marcado carácter rítmico enunciada por Elisabetta, con neta ganancia para la efectividad dramática del conjunto. del desvarío amoroso de un personaje cuyo poder absoluto está por encima de las leyes y la razón de estado. La cavatina “L’amor suo mi fe’ beata” expresa, mediante una distinguida y evocadora línea melódica con profusión de adornos y ascensos hasta el re 5, su nostalgia de un tiempo más feliz; el amor de Roberto, medita, “era un bien mayor que el trono”, pero si se viera traicionada las delicias de la vida serían para ella “luto y llanto”. Tras el tempo di mezzo en que los lores, por boca de Robert Cecil, exigen el juicio y condena de Essex, y un paje anuncia que éste implora presentarse “al regio piede”, Elisabetta se lanza a la cabaletta “Ah! ritorna qual ti spero”, en la que expresa que, si es el amor lo que guía a Roberto a su presencia, para ella resultará inocente y sus enemigos caerán en el polvo. El primer cuadro se cierra con la doble aria (cavatina-larghetto y cabaletta-moderato assai) del generoso Nottingham, decidido a defender a Roberto. También el recitativo inicial mano a mano con Roberto abunda en muy emotivos ariosos, confiados a ambos personajes, mientras su cavatina “Forse in quel cor sensibile”, que inicialmente puede ponerse como un ejemplo de la elegante declamación donizettiana, está dotada de un segundo periodo en el que la agitación expresada por las cuerdas del acompañamiento traduce la inquietud y la sospecha que comienzan a embargar al personaje. Su cabaletta, por el contrario, mecánica y reiterativa, es uno de los puntos débiles de la partitura. Un momento especialmente destacado de este acto es el dúo Elisabetta-Roberto, en cuyo recitativo introductorio figuran tres efectivos pasajes en arioso, heroico el primero cuando Essex cuenta su acción heroica en la toma de Cádiz, vibrante en su reexposición por la reina cuando narra la entrega de anillo, y un tercero, exquisito, en el que recuerda los días felices y esperanzados de su amor. En el andante en compás 3/8 “Un tenero core” uno y otro cantan –pero nunca a dúo- la misma sugestiva melodía, que si para la reina representa la felicidad pasada, en Roberto es una íntima confesión de desesperanza. La reina recupera sinuosamente la misma melodía para sonsacar una confesión; la presión se hace cada vez mayor, y Elisabetta exige conocer el nombre de su rival. La negativa de Roberto a reconocer la existencia de otro amor lleva a la cabaletta “Un El segundo cuadro del primer acto –indicado scena e duetto-, de duración breve, presenta el único encuentro de los dos enamorados. Un delicado allegro orquestal a cargo de las maderas da paso a la escena en que la angustiada Sara aguarda la llegada de Roberto, que se presenta reprochándole su supuesta traición. El recitativo se abre con un extenso arioso de Sara y se cierra con otro en allegro-meno allegro que parece indicar el arranque del dúo propiamente dicho, pero éste no se inicia hasta que Sara confiesa que su amor por él aún permanece vivo y ardiente. El melan cólico larghetto en compás ternario de 6/8 “Dac- repetición del tema punteada por frases de ella, para terminar, ahora sí –obsérvese la diferencia con el dúo Elisabetta-Roberto-, juntando sus voces a distancia de terceras y sextas. La cabaletta “Quest’ addio, fatale, estremo”, indicada como molto agitato y precedida por un vivo diálogo en cuyo transcurso Sara entrega el echarpe a Rober- chè tornasti, ahi misera!”, de subyugante belleza, señala uno de los puntos más altos de inspiración de la obra. Enunciado primero por Sara, a su término Roberto tiene una frase en recitativo –una nueva muestra de la originalidad de los conceptos expresivos del bergamasco- antes de lanzarse a la to, posee una determinación y una sensación de urgencia que anticipa el “Addio, addio, speranza ed anima” del Duque y Gilda en Rigoletto. go- desafía a su rival, seguido de Elisabetta que, en un nuevo maestoso (“Io favello: m´ascolta!”), exige a Roberto el nombre de su secreta amante; la negativa de éste, en un vivo y fugaz allegro, da paso a un crescendo que describe la entrada en escena de toda la corte; en un último e impresionante maestoso (“Tutti udite”), la reina firma la sentencia de muerte y anuncia la forma en que tendrá lugar la ejecución, tras lo cual, y dirigiéndose a Roberto, arranca el brevísimo concertante “Va, la morte sul capo ti pende”, allegro giusto en un original 9/8, de belleza no inferior al sexteto de Lucia, con una efectista modulación de menor a mayor en la repetición, y una stretta que precipita el final en apenas unos segundos. Ashbrook ha dicho de este acto que en él “Donizetti realiza, a su propio e italianísimo modo, el ideal wagneriano de drama musical”. En el breve pero formidable segundo acto, y tras el coro introductorio “L’ore trascorrono” a tres voces –de original construcción y el único confiado exclusivamente al coro en la entera partitura-, seguido de la comunicación por Cecil a la reina de la sentencia de muerte y la narración de Gualtiero Raleigh de la detención de Essex, a quien le ha sido confiscado el echarpe (prueba inequívoca de su traición para la reina), comparece Nottingham, portador de la sentencia para su firma, en solicitud de perdón; su duettino con Elisabetta –que comienza con el larghetto “Non venni mai si mesto” para terminar en una vibrante cabaletta- da paso a un terzetto con la incorporación de Roberto; en el transcurso de la escena se hace difícil distinguir la línea divisoria entre las partes tradicionales de una pieza musical cerrada, pues las secuencias de diferentes tempi se ciñen a los momentos de la acción dramática: maestoso en el momento de la entrada de Roberto y las admoniciones de la reina, que seguidamente prorrumpe en un imprecatorio allegro moderato (“Un perfido, un vile, un mentitore...“) para, tras el più mosso conclusivo de esta primera sección, iniciar un amenazador largo (“Alma infida”) que contiene la referencia al “tremendo ottavo Enrico” en un espectacular arpegio descendente de dos octavas (de Si 4 a Si 2), seguido de una cantable intervención de los dos protagonistas masculinos. Sobre un allegro vivace, luego devenido più allegro, Nottingham –que acaba de descubrir, al ver el echarpe, la supuesta traición de esposa y ami- El tercer acto está dividido en tres cortas escenas, cada una dotada de un solo número. En la primera se produce la confrontación de los esposos; tras una scena en la que sucesivamente comparecen tres temas ya oídos –las cabalettas de Nottingham y del dúo Sara-Roberto del primer acto y los ominosos acordes iniciales de la obertura- tiene lugar el dúo, con un meno allegro inicial, un tempo di mezzo en el que oímos el cortejo que conduce a Essex a la Torre de Londres y Sara es confinada e impedida así de llevar el anillo a la reina, y una potente cabaletta de ímpetu verdiano donde cada consorte canta una diferente melodía, dramática en ella, feroz en él. La segunda escena, que nos muestra a Roberto preso en la Torre en espera de su liberación gracias al anillo, se abre con una espléndida in espontaneidad del aria. La cabaletta “Bagnato il troducción orquestal con ecos de la escena de la prisión de Fidelio en la que las cuerdas desgranan una elegíaca melodía. El aria bipartita se compone del lírico cantabile “Come un spirto angelico”, de nuevo en un compás ternario de 9/8, cuyo enunciado inicial por la orquesta se interrumpe para permitir a Roberto dos últimas frases de recitado –una sencilla modificación que intensifica la sen di lagrime”, de aroma popular y con intervención del coro, fue, como dijimos, reutilizada en la obertura compuesta para el estreno parisino. Y el tercer cuadro (scena ed aria finale) nos devuelve a Elisabetta no como la orgullosa y vindicativa soberana, sino como la mujer ena- morada (“io sono donna alfine!”, dirá) en angustiosa espera del anillo que salvará a Essex. En el recitativo de apertura, frases en arioso y grandes saltos interválicos traducen su creciente angustia, que el coro de damas comenta en breves líneas. En el larghetto “Vivi ingrato”, de gran libertad melódica y refinada sensibilidad a las menores inflexiones del texto y a su sentido dramático, declara en íntimo soliloquio su deseo de que Roberto viva aun al precio de renunciar a su amor; pero su orgullo de reina no debe resentirse, y nadie debe verla llorar. En el tempo di mezzo hacen su ingreso sucesivamente Cecil y Sara, portadora finalmente del anillo, pero cuando un golpe de cañón anuncia la muerte de Roberto y Elisabetta increpa a Sara, entra Nottingham autoinculpándose. En pleno desvarío, Elisabetta prorrumpe en la cabaletta “Quel sangue versato”, indicado en la partitura como maestoso larghetto, de portentosa intensidad, en el que amenaza a ambos cónyuges con un “suplicio inaudito”. En su repetición hace uso –un recurso infrecuente- de un texto distinto, un delirio en el que imagina al fantasma de Roberto recorriendo el palacio y llevando en la mano su cabeza cortada, y a ella misma descendiendo a la tumba. dos cantabile de Elisabetta, los dúos de Roberto con sus oponentes femeninas, el aria de la prisión-, con momentos quizá menos inspirados (en general, las cabalettas) pero de indudable impacto dramático y energía a raudales; junto a todo ello, repetimos, hay que destacar la sabia utilización de descriptivos ritornelli orquestales para ambientar la acción (ejemplo supremo, la introducción a la escena de la prisión), una instrumentación de variado y sugestivo colorido y la evocación a modo de leitmotiv de temas ya aparecidos, elementos ya presentes en el Donizetti anterior, pero aquí más depurados y potenciados en su función dramática. Y sus coetáneos más sagaces percibieron en este nuevo fruto donizettiano un progreso técnico-compositivo, una cierta “seconda prattica” que lo distinguía de trabajos anteriores, pero que no satisfizo a todos; así en su estreno en Milán en septiembre de 1839, el periódico teatral La Fama decía: “No hay dulzura, ni facilidad de expresión, sino más bien conceptos peregrinos, estudio, elaboración y pretendida doctrina: la cantilena sacrificada a los acordes, el sentimiento a la ciencia. Esta segunda manera de componer no parece convenir a la fluida vena del ingenio de Donizetti”. En Roberto Devereux confluyen una hábil utilización de los componentes tradicionales del melodrama –recitativo y pezzi chiusi- al servicio de un teatro de las pasiones más moderno, de escenas continuas, ya próximo a la dramaturgia del Verdi maduro. Junto a este doblegar el canto para obtener la máxima expresividad; junto a la perfecta mixtura de melodías de arrebatadora belleza, entre las más inspiradas de su autor –los Roberto Devereux –obra que culmina la carrera napolitana y, podríamos decir, la gran etapa italiana de un Donizetti en el umbral de sus 40 años (sus futuros estrenos peninsulares serán obras mucho menos felices e innovadoras que las creadas en París y Viena)- se estrena con gran éxito el 29 de octubre de 1837 en el San Carlo por Giuseppina Ronzi de Begnis junto al tenor Giovanni Basadonna, el barítono Paolo (Paul) el estado vocal de su protagonista Giulia Grisi, Barroilhet y la debutante Almerinda Granchi. En París se presentará en 1838 con un reparto deslumbrante (Grisi, Albertazzi, Rubini y Tamburini) y las modificaciones ya comentadas. Mantenida en el repertorio hasta los primeros 1880, sufre un eclipse de ochenta años hasta que entre 1964 y 1970 la recuperarán, por este orden, Leyla Gencer, Montserrat Caballé (que la cantó en La Zarzuela en 1970) y Beverly Sills. para entonces en triste decadencia vocal (mientras su marido el tenor Mario di Candia triunfó como Roberto), pero también porque los nuevos aires del melodrama verdiano habían hecho ya palidecer la mayoría de los títulos del bergamasco. Ahora regresa, en versión de concierto, con Edita Gruberova, una de las más reconocidas Elisabettas del último cuarto de siglo. En el Teatro Real Roberto Devereux comparece esta temporada tras una ausencia de más de siglo y medio; en efecto, en marzo de 1860 tuvieron lugar las tres únicas funciones celebradas hasta ahora, mal recibidas por la crítica por “Pregate sempre che io faccia tanti Roberti”, escribía, orgulloso, Donizetti: y sigamos nosotros disfrutando de ella, ahora que la hemos recuperado para siempre. -FTQ°DIFVSTEFQFSMFT (FPSHFT#J[FU Ä1&3"&/7&34*Ä/%&$0/$*&350 Director musical: Daniel Oren Director del coro: Andrés Máspero Leïla: Patrizia Ciofi Nadir: Juan Diego Flórez Zurga: Mariusz Kwiecien Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid) Marzo: 25, 28, 31 20:00 horas / domingos, 18:00 horas "SHVNFOUP -FTQ°DIFVSTEFQFSMFT-PTQFTDBEPSFTEFQFSMBT 'FSOBOEP'SBHB La acción se desarrolla en Ceilán, en la antigüedad. A través del velo que la oculta, Leila también ha reconocido a Nadir. "DUP* En lo alto de la colina Leila invoca la ayuda de Brahma. Nadir en la ladera elevando su mirada hacia ella, da rienda suelta a su amor y jura protegerla. A la orilla del mar los pescadores de perlas están reunidos para elegir a un nuevo jefe. Todos acceden a someterse a la autoridad de Zurga a quien le otorgan un poder absoluto. Como es su costumbre, mientras los pescadores se hunden en las simas marinas en busca de las preciosas perlas cuya venta les sirve de subsistencia, una sacerdotisa velada, desde la vecina colina invocará a los dioses su protección para la feliz realización de la empresa, calmando así con su canto los espíritus del abismo y de las tempestades. "DUP** Llega la noche. Nourabad recuerda solemnemente a Leila sus compromisos, asegurándola que la muerte la espera si olvida sus votos. Ella le responde que jamás ha faltado a sus juramentos sagrados. Sin embargo, al quedarse a solas, recuerda a Nadir y expresa su amor por él. De pronto, escucha su voz entonando una hermosa serenata. Los dos jóvenes, inevitablemente, se encuentran. Se declaran el mutuo amor, ajenos a la tragedia que se avecina y a la vigilancia de Nourabad que los sorprende abrazados y los maldice, en medio del furioso huracán que se ha levantado. Esta sacerdotisa ha de ejercer su función con su rostro oculto a cualquier mirada indiscreta. La observación de que este ritual se cumpla queda encomendada al sumo sacerdote Nourabad. Su violación será castigada con la muerte. Nadir ha de ser castigado, pero Zurga para salvar al amigo se ofrece como juez de los perjuros. Es entonces, al quitarse su velo, cuando Zurga reconoce a Leila en la desleal sacerdotisa. Loco de celos consiente en que se ejecute el castigo. En medio del huracán, cada vez más violento, Nadir y Leila piden protección a Brahma. Los pescadores reclaman el castigo de los culpables. Llega Leila, la sacerdotisa elegida, custodiada por los sacerdotes. Nadir, otro pescador, y Zurga antaño la habían conocido en el templo y se habían enamorado repentinamente de ella. Habiendo renunciado los dos a ella en función de la amistad que los unía, se la reencuentra ahora Nadir renovándose en él la antigua y no olvidada del todo pasión. Ante la pira funeraria donde va a ser sacrificada la sacrílega pareja, los pescadores cantan y bailan invocando a sus deidades. Nourabad se acerca arrastrado consigo a Leila. Cuando la joven y Nadir van a morir, los pescadores se vuelven horrorizados pues su aldea se ve envuelta por las llamas. Es Zurga el que ha provocado el incendio para salvar a los prisioneros. En el tumulto, les libra de sus ataduras y en un acto de sublime renuncia les deja marchar en una barca preparada para ello. Nourabad que ha sido testigo de todo esto ordena que Zurga sea apuñalado. A lo lejos se escuchan las voces de los dos enamorados que se van alejando camino de la felicidad. "DUP*** Una vez se ha calmado la tormenta, Zurga en su tienda se lamenta de haber condenado a Nadir. Leila aparece. Acepta el merecido castigo pero implora a Zurga por la vida de su amado Nadir. Esta petición renueva los celos de Zurga y no quiere perdonar ni comprender. Leila lo maldice. Es entonces cuando Zurga descubre un collar que Leila lleva colgado del cuello. De esta manera reconoce a la muchacha que siendo él joven le ha ocultado para protegerlos de unos hombres que le perseguían salvando así su vida. Esto hace que cambie repentinamente de opinión. &YPUJTNPFNCSJBHBEPS 3BGBFM#BO¡T En la época del estreno de Les pêcheurs de perles (Los pescadores de perlas), el 30 de septiembre de 1863 en el Théâtre Lyrique de París (de la que se ofrecieron 18 representaciones), Georges Bizet contaba 25 años, y aún no había logrado establecerse en el mundo musical de la capital francesa, si bien ya había realizado algunos intentos con Le docteur Miracle (1857) y Don Procopio (1859). El encargo de escribir esta gran ópera en tres actos surgió tras haber sido un antiguo ganador del prestigioso Premio de Roma del Conservatorio. A pesar de una buena acogida por el público, la crítica en general fue hostil, tachándola de “wagneriana”, aunque algunos compositores, entre ellos el temible Hector Berlioz, encontraron un considerable valor en la música. La obra no fue repuesta en la breve vida de su autor, pero a partir de 1886 fue interpretada con cierta regularidad en Europa y América, y ya desde mediados del siglo XX ha entrado con bastante, aunque algo intermitente, fortuna en los escenarios internacionales. Como la partitura autógrafa se perdió, las primeras producciones se basaron en versiones alteradas de la composición, si bien en las últimas décadas se han realizado importantes esfuerzos para reconstruir la ópera según las intenciones del compositor. Hay que reconocer que las opiniones actuales sobre la obra son más amables que las de sus contemporáneos, y han sabido apreciar su extraordinaria vena melódica y su capacidad para crear una instrumentación de gran poder de evocación. También han encontrado numerosos atisbos del genio del compositor, que habrían de culminar, una década después, en su magistral Carmen. A ello ha contribuido también un considerable número de grabaciones, casi todas ellas de muy elevada calidad. La primera ópera de Bizet, en un acto, Le docteur Miracle, fue escrita en 1856, cuando el compositor tenía 18 años y era un estudiante del Conservatorio de París. Con ella ganó el primer premio en un concurso organizado por Jacques Offenbach y obtuvo, además de una recompensa en metálico, una medalla de oro y la posibilidad de representar la ópera en el local que regentaba el célebre compositor de operetas, el Théâtre des Bouffes-Parisiens. Al año siguiente, Bizet recibió el mencionado Premio de Roma, que tuvo como resultado una estancia de tres años en la capital de Italia, donde escribió su siguiente pieza teatral, la ópera bufa Don Procopio, muy influida por el estilo de Gaetano Donizetti. También compuso otras importantes obras no teatrales, principalmente su magnífica Sinfonía en Do, donde revela un absoluto dominio de la forma orquestal así como su ya proverbial calidad melódica. Sin embargo, la pobre acogida de su Te Deum, de 1858, lo convenció definitivamente de que su destino estaba en el teatro. De hecho, empezó varios proyectos antes de su regreso a París en 1860, pero ninguno de ellos fructificó. retiró inmediatamente La guzla, que nunca se representó y cuya música se ha perdido. A su vuelta de Roma, Bizet descubrió las dificultades de los jóvenes y relativamente poco conocidos compositores para representar sus óperas en los dos teatros estatales. El Palais Garnier ofrecía un repertorio estándar en el que dominaban los compositores extranjeros, principalmente Rossini y Meyerbeer, y hasta autores franceses establecidos como Gounod tenían problemas para presentar sus obras allí. En la Opera-Comique, aunque se prestaba más atención a la música nacional, el estilo y el carácter de la mayoría de sus producciones no había cambiado sustancialmente desde la década de 1830, aunque uno de los estatutos desde su fundación obligaba a presentar, de tiempo en tiempo, las óperas en un acto de los ganadores del Premio de Roma. Con este pretexto, Bizet escribió La guzla de l’émir (La guzla del emir), con libreto de los celebrados Jules Barbier y Michel Carré, cuyos ensayos empezaron a principios de 1862. Sin embargo, poco después, Bizet recibió una invitación de Léon Carvalho, empresario del independiente Théâtre Lyrique, que había recibido una aportación anual de 100.000 francos del ministro de Bellas Artes, el Conde Walewski, con la condición de presentar cada año una nueva ópera en tres actos de un reciente ganador del Premio de Roma. Carvalho tenía en alta estima a Bizet (de hecho, él sería quien apostó por una ópera tan radical como Carmen), y le ofreció el libreto de Les pêcheurs de perles, una historia exótica de Michel Carré y Eugène Cormon situada en la isla de Ceilán (la actual Sri Lanka). Viendo la oportunidad de un éxito seguro, Bizet aceptó el encargo, y como Walewski restringía su ayuda económica a compositores que no hubiesen estrenado ninguna obra en el año anterior, Bizet Eugène Cormon –cuyo nombre real era Pierre-Etienne Piestre- fue un prolífico autor de libretos y dramas, casi siempre en colaboración con otros escritores. Escribió (o co-escribió) al menos 135 obras, de las cuales Les dragons de Villars (Los dragones de Villars), con música de Aimé Maillart, fue quizá la de mayor éxito. Michel Carré, que había empezado su carrera como pintor, fue autor, junto a Jules Barbier, del texto de Faust de Gounod y de la obra de teatro Les contes fantastiques d’Hoffmann, que serviría de base para el libreto de la ópera de Offenbach. Cormon y Carré habían elaborado previamente un libreto para Aimé Maillart sobre un tema similar, Les pêcheurs de Catane (Los pescadores de Catania), estrenada en 1860, y pensaron originalmente en situar su nueva trama en México –que era, por aquel entonces, casi tan exótico como las costas del Pacífico-, antes de su localización definitiva. Por lo general, el libreto de Les pêcheurs de perles se ha considerado de escasa calidad. La débil trama, como señala el biógrafo de Bizet, Winton Dean, gira en torno a la poco creíble historia del collar de Leila, y no hay ningún esfuerzo real en caracterizar dramáticamente a los personajes, que son, según Dean, “los habituales sopranos, tenores, etc., con sus caras pintadas”. Los propios creadores admitieron sus limitaciones: Cormon comentaría más tarde que no habían sido conscientes de la categoría de Bizet como compositor, y Carré se mostría apenado por la debilidad del final, buscando constantemente posibilidades de cambiarlo (de hecho, en la versión revisada presentada después de Leila. Al coro inicial se incorpora una vibrante danza “Sur la grève en feu”, que es interrumpida por Zurga “Amis, interrompez vos danses et vos jeux!”, quien anuncia la llegada de Nadir, que se presenta con el aria “Des savanes et des forêts”, con acompañamiento de violonchelos y fagotes sobre un trémolo de las cuerdas que sugiere la influencia de Meyerbeer. Flautas y arpas son utilizadas para presentar el tema principal del célebre dúo de Nadir y Zurga “Au fond du temple saint”, que ha sido calificado como “el momento más poéticamente desarrollado de la ópera”. Este tema, que constituye el emblema musical de la obra, es repetido a lo largo de la misma cada vez que surge el tema de la amistad entre los dos hombres (como sucede con el motivo de la amistad entre Posa y Don Carlo en la ópera de Verdi). La habilidad de Bizet para encontrar la frase musical adecuada con estilo y la máxima economía de medios está demostrada en su tratamiento del juramento de castidad por parte de Leila, donde una simple frase es repetida dos veces en modo de terceras menores. La popularísima aria de Nadir “Je crois entendre encore”, está escrita a ritmo de barcarola, con un doliente corno inglés que parece tan extasiado como el propio pescador cuando canta la melodía principal. de la reposición de 1886, Nourabad es testigo de la liberación de los dos prisioneros por parte de Zurga y lo acusa ante los pescadores, uno de los cuales lo apuñala mortalmente mientras suenan las últimas notas del adiós de Leila y Nadir, y en algunas versiones Zurga encuentra la muerte por otras vías, y su cuerpo es entregado a la pira). Parece que, en su desesperación, el propio Carvalho sugirió que Carré quemase el libreto, y que fue por sugerencia suya que la obra terminase con las tiendas de los pescadores en llamas mientras los dos enamorados escapan. Como Bizet no recibió el encargo hasta abril de 1863, y el estreno estaba previsto a mediados de septiembre, hubo de trabajar a toda prisa, con una tenacidad y concentración desconocidas en él, en comparación a sus días romanos. Pudo aprovechar algunos números de obras anteriores, puesto que en el invierno precedente había trabajado en otra ópera, Ivan IV, con la promesa de que podría estrenarla en Baden-Baden (lo que finalmente no ocurrió). Pero Ivan IV le proporcionó la música para tres números de Les pêcheurs de perles: el atmosférico preludio, una parte del aria de Zurga del acto II “Une fille inconnue”, y el intenso dúo del acto III “O lumière sainte”. El coro “Brahma, divin Brahma” fue adaptado del fallido Te Deum, y el coro “Ah, chante, chante encore”, de Don Procopio. Es muy probable que la música compuesta para La guzla de l’émir encontrase su lugar en la nueva ópera, que estuvo terminada en el mes de agosto. El coro “L’ombre descende” fue añadido por Bizet durante los ensayos. En el acto II, una introducción orquestal igualmente corta es seguida por un coro fuera de escena “L’ombre descend des cieux”, notable por su economía de medios (un tamborín y dos piccolos). Después de que Nourabad haya recordado a Leila su juramento, la joven se queda sola y canta su hermosa cavatina “Me voilà seule dans la Nuit… Comme La ópera se abre con un breve preludio orquestal, cuyo tema principal anticipa la entrada autrefois”. Dos trompas introducen el tema principal, apoyadas en los violonchelos. Cuando entra la voz de la soprano, sustituye a la primera trompa, cuyo característico sonido parece retomar. En ocasiones se ha asociado esta página con la conocidísima aria de Micaela “Je dis que rien ne m’épouvante” en Carmen. La intervención de Nadir “De mon amie”, que enlaza inmediatamente con la cavatina, es de turbadora belleza. Su frase de introducción recuerda al tema del oboe en la juvenil Sinfonía en Do del compositor. Le sigue un magnífico dúo de amor “Dieu puissant, le voilà!”, donde se mezclan los sentimientos de los dos jóvenes con la imposibilidad de su realización, en un clima que combina acentos serenos y atribulados. El finale, con sus repetidos clímax, que se alcanzan cada vez que el pueblo exige la muerte de la pareja sacrílega “Dans cet asile sacré, dans ces lieux redoutables”, es un ejem- plo perfecto del talento de Bizet para escribir música teatral. El tercer acto, dividido en dos breves escenas, comienza con la entrada de Zurga en unas reposadas escalas cromáticas sobre una nota pedal tónica “L’orage est calmé... O Nadir, tendre ami de mon jeune âge”, un efecto que posteriormente utilizaría Bizet en su preciosa música incidental para L’Arlésienne de Alphonse Daudet, otra de las cimas indiscutibles de su producción. El dúo con Leila “Je frémis”, tiene ecos del Trovatore verdiano (representada poco antes en París), y el amenazante coro “Dès que le soleil” hace pensar en los diabólicos scherzos de Mendelssohn. El final de la obra, en el que se elevan con firmeza las voces de los enamorados “O lumière sainte”, se ha calificado muchas veces de un tanto débil, tanto en lo musical como en lo teatral, pero resulta sin embargo eficaz, con la repetición, por última vez, del tema de la amistad del dúo del acto I. 1BSTJGBM 3JDIBSE8BHOFS Ä1&3"&/7&34*Ä/%&$0/$*&350 $0/*/4536.&/50403*(*/"-&43&$0/4536*%04 Director musical: Thomas Hengelbrock Director del coro: Detlef Bratschke Amfortas: Matthias Goerne Titurel: Victor von Halem Klingsor: Johannes Martin Kränzle Kundry: Angela Denoke Parsifal: Simon O´Neill Gurnemanz: John Relyea Balthasar-Neumann-Chor Balthasar-Neumann-Ensemble Enero: 29, 31 / febrero: 2 19:00 horas "SHVNFOUP 1BSTJGBM 'FSOBOEP'SBHB "OUFDFEFOUFT trega Kundry. Titurel, al frente de un grupo de caballeros, protege en Montsalvat dos preciosas reliquias: el Santo Grial, la copa de Jesucristo en la última cena, y la lanza con la que fue herido mientras se hallaba en la cruz. Con estas reliquias los caballeros de Titurel se ven fortalecidos en su noble tarea de socorrer a los desgraciados. Klingsor, un caballero expulsado de Montsalvat por conductas indecorosas, para vengarse ha erigido un jardín encantado, habitado por hermosas muchachas, cuya labor es atraer a los caballeros y hacerles perder su castidad. Amfortas, el hijo de Titurel, se ha enfrentado a Klingsor pero sucumbió ante una misteriosa mujer, Kundry. Con la lanza Klingsor hirió a Amfortas quien al regresar al castillo, con la herida sin cicatrizar, vive en medio de sufrimientos terribles, tanto físicos como morales. Una vez que el rey es llevado al lago, Gurnemanz cuenta a los escuderos el origen de los males de Amfortas, cuya curación, según una profecía celestial, sólo se logrará por medio de un individuo puro e ingenuo movido por la compasión. De pronto, se escucha un tumulto. Un joven ha herido de muerte a un cisne que sobrevolaba el lago. El culpable es traído ante Gurnemanz que le reprocha duramente su acción. El joven ignora su nombre y no conoce familiar alguno. Sólo recuerda el nombre de su madre: Herzeleide. Kundry bruscamente toma la palabra y dice que su padre fue Gamuret, muerto en combate. El joven se llama Parsifal y, por seguir a unos caballeros con los que se ha encontrado en el bosque, al abandonar a su madre, ésta ha muerto de tristeza. "DUP*&OPUP©P Cerca del castillo del Grial, el viejo caballero Gurnemanz despierta a los escuderos para la oración de la mañana, antes de que Amfortas tome su baño diario en el lago sagrado. Una extraña y huraña mujer, Kundry, llega aportando un nuevo bálsamo con el que podrá Amfortas aliviar los dolores de su herida. Gurnemanz observa detenidamente a Parsifal y por su manera de manifestarse cree ver en él al joven ingenuo y puro del que habló la profecía. Animado por este pensamiento, acude con Parsifal al templo del castillo del Grial donde se va a celebrar una ceremonia en la que se renueva la prolongación de la vida del viejísimo Titurel. Llega Amfortas acostado en una litera. El bálsamo que le ha traído Gawain apenas le ha mejorado y desea probar el que ahora le en- Se descubre solemnemente la sagrada copa donde reluce magnífica la sangre de Cris to. Amfortas se niega a realizar el ritual alegando sus dolencias. Los caballeros piadosamente evocan los acontecimientos de la última cena. compasión le hace sabio y, según la profecía, Parsifal comprende el valor de su misión, la de salvar a Amfortas y a los caballeros del Grial. Rechazada definitivamente, Kundry le maldice, diciéndole que jamás encontrará el camino de regreso al castillo de Montsalvat. Convoca a Klingsor que aparece blandiendo la lanza sagrada. Cuando la arroja para herir a Parsifal, el arma queda suspendida milagrosamente encima de su cabeza. Parsifal se apodera de ella y a una señal piadosa todo desaparece: Kundry, Klingsor, el jardín y el castillo encantados. Parsifal ha observado toda la escena en silencio, como ausente. Gurnemanz se siente decepcionado y de mala manera le echa del templo. De lo alto una voz repite la profecía. "DUP**&OJOWJFSOP En su castillo, en la torre donde tiene su laboratorio, Klingsor observa a través de un mágico espejo cómo se acerca Parsifal a sus dominios. Para que lo seduzca, el mago convoca a Kundry. Esta se despierta como en trance. Parsifal inicia su regreso a Montsalvat. "DUP***&OQSJNBWFSB Recuerda que por haberse burlado de Cristo en la cruz fue condenada a servir hasta el fin de los tiempos a dos poderes contradictorios: los del Grial y los de Klingsor. De este castigo sólo podrá librarse si alguien resistiera a sus innumerables encantos. Hasta ahora todos han sucumbido a ellos, incluido Amfortas. Sólo en el bosque cercano a Montsalvat, en la mañana del Viernes Santo, Gurnemanz descubre entre la maleza a Kundry, apenas viva. Gurnemanz se sorprende por el cambio de su actitud, pues aparece humilde, servicial y silenciosa. A lo lejos comienza a vislumbrarse la silueta de un caballero armado que se acerca. Gurnemanz le reprocha que aparezca de tal guisa en un día tan piadoso. El desconocido descubre su cara. Es Parsifal. Al fin, tras sus años de errar por el mundo ha encontrado el camino de Montsalvat. Gurnemanz ve en sus manos la lanza sagrada y le saluda como redentor. Le informa entonces de la situación en que se hallan los caballeros. Titurel ha muerto y Amfortas se niega a presidir las ceremonias del templo, aunque, preso de los remordimientos, ha accedido a presidir los funerales por su padre. En el jardín que rodea el castillo de Klingsor, Parsifal es asediado por una multitud de muchachas con la apariencia subyugante de flores, con sus atrayentes coloridos y olores, que hacen todo lo posible por seducirlo. El joven resiste a sus encantos y es entonces Kundry, lujosamente ataviada resaltando su impresionante belleza, quien se hace presencia dispersando a las muchachas-flor. Kundry le recuerda la muerte de su madre y para consolar al arrepentido muchacho se le acerca melosa e insinuante, dándole su primer beso de amor. Parsifal rechaza a Kundry y comprende lo sucedido con Amfortas. Esta Kundry lava los pies de Parsifal secándolos luego con sus cabellos. Gurnemanz, en la fuente sagrada, purifica a Parsifal de sus pecados. Parsifal bautiza a Kundry, en medio del esplendor primaveral que parece celebrar la redención del hombre por el sacrificio de Jesucristo. ros, es incapaz de levantar el velo que cubre el Santo Grial. Hace entonces su aparición Parsifal. Con la lanza sagrada toca la herida de Amfortas que milagrosamente se sana de inmediato. Una paloma se posa en la cabeza de Parsifal. Se celebra la ceremonia del Grial. Parsifal es elegido nuevo rey. Kundry cae muerta, redimida. Parsifal presenta el Grial, resplandeciente, ante todos los caballeros que de rodillas reciben su bendición. La comitiva que va a celebrar los funerales por Tirurel se acerca presidida por Amfortas. En el templo Amfortas reza por su padre de quien espera ruegue ante Dios su salvación. A pesar del apremiante deseo de los caballe- 1BSTJGBMPFMQSJODJQJP XBHOFSJBOPEFMBSFMBUJWJEBE .JHVFMÕOHFM(PO[¸MF[#BSSJP Gurnemanz: Du siehst, mein Sohn, zum Raum wird hier die Zeit. Del Parzival de Wolfram von Eschenbach al Parsifal de Wagner Gurnemanz: ¿Lo ves, hijo mío? Aquí el tiempo se transforma en espacio. Como casi siempre en Wagner, Parsifal fue fruto de un largo proceso de maduración. Ya en 1845, mientras tomaba las aguas en el balneario de Marienbad, el flamante autor de Tannhäuser leyó los poemas Parzival y Titurel de Wolfram von Eschenbach (1170-1230), en las ediciones de Simrock (1842) y San-Marte (1841), así como la epopeya anónima Lohengrin, en edición de Görres (1813). “Con el libro bajo el brazo, me soterraba en los bosques cercanos, para, tendido junto al arroyo con Titurel y Parzival, entretenerme allí con el poema de Wolfram, extraño y sin embargo tan íntimamente familiar. […] El Lohengrin, cuya inicial concepción ya se me había ocurrido en la época de París estuvo de repente ante mí plenamente provisto ya con todo detalle de la configuración del entero asunto”2. El hijo fue antes que el padre, que no obstante es mencionado en la narración de Lohengrin “In fernem Land”, que se declara “hijo de Parzival, señor del Grial”. Parsifal, la última obra para la escena de Richard Wagner, es también la más críptica y polémica. Desde su estreno en 1882 ha fascinado a los críticos, que no se ponen de acuerdo acerca del significado último de una obra que es todo lo que alcanzan a ver en ella y a la vez mucho más que todo eso. ¿Es una obra cristiana, o sobre el cristianismo (a favor o en contra)? ¿Trata de la redención del judaísmo de un Jesucristo ario, como sostiene el acérrimo antiwagneriano Hartmut Zelinsky? ¿O se trata simplemente de una inocua fantasía que combina en un endeble coctel cierto esoterismo pagano (hoy sería un producto típico de la new-age) y elementos tomados de la filosofía de Schopenhauer y el budismo? Los escritos de Wagner no ayudan a esclarecer la cuestión, pues abundan en referencias a todos los aspectos señalados. Las simplificaciones, como el gran malentendido de Nietzsche “Richard Wagner, aparentemente el máximo triunfador, en verdad un décadent desesperado en su podredumbre, de repente, desamparado y roto, se postró ante la cruz cristiana”1, eluden enfrentarse al caso Parsifal en toda su dimensión. Entre el baño de Wagner y el de Amfortas hubieron de pasar todavía 32 años, El anillo del nibelungo, Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Nuremberg. El primer bosquejo, que se ha perdido, lo escribió Wagner en 1857, en El Asilo, el hotelito que ocupaba en la finca de sus protectores, los Wesendonck, mientras laboraba en el Tristán. Un Estrenada el 26 de julio de 1882, Parsifal sirvió para consagrar el Palacio de Festivales (Festspielhaus) de Bayreuth, el “castillo del Grial consagrado al arte”, teatro diseñado por Gottfried Semper que abrió sus puertas en 1876 con el estreno de El anillo del nibelungo. Tan estrecha era la conexión entre Parsifal y el Festspielhaus que la familia Wagner quiso impedir su representación en otros teatros, asegurándose los derechos de representación por 30 años (intentaron ampliarlos, sin éxito). El monopolio fue burlado en varias ocasiones. El propio rey Luis II organizó una representación privada (¿pirata?) en Munich poco después de la muerte de Wagner. En 1884 hubo también representaciones concertantes (astuta forma de sortear la interdicción) en Londres. El Metropolitan de Nueva York rompió el embargo en 1903, lo que provocó un gran escándalo. En 1905, 1906 y 1908 hubo representaciones en Amsterdam para la Asociación Wagneriana. En Barcelona se representó en el Liceo la noche del 31 de diciembre de 1913, la primera vez que se ponía en escena legalmente, una vez caducados los derechos exclusivos de representación en Bayreuth. esbozo en prosa escrito en Munich en agosto de 1865 fue sustituido por el definitivo de 1877, en su mayor parte en forma dialogada. Había llegado al fin el momento de Parsifal. En un mes, entre el 14 de marzo y el 19 de abril, estuvo listo el poema (Wagner llamaba siempre poema a sus libretos). En agosto de ese mismo año comenzó la composición, siguiendo su procedimiento habitual, trabajando en paralelo en dos esbozos, uno a lápiz para la parte vocal, otro a tinta en el que desarrollaba el acompañamiento orquestal. Esta tarea le ocupó hasta abril de 1879 (la primera versión orquestada del Preludio es de 1878). Entre agosto de 1879 y enero de 1882 escribió la partitura completa. Wagner no denominó a su Parsifal ópera ni drama musical, sino “Festival escénico sacro” (Bühnenweihfestspiel). El 11 de agosto de 1873, mientras se afanaba por completar El ocaso de los dioses, nuestro compositor pensaba en Parsifal y escribió a su mecenas, el rey Luis II de Baviera: “Yo también, mi sublime amigo, tengo a menudo pensamientos serios acerca de mi Parzival3. ¡Será la cumbre de todos mis logros! Cuán dulcemente familiar es el sentimiento que me invade cuando pienso que compartís el conocimiento de este profundo secreto, ¡que sois su co-creador! […] En aras de la inmensa tarea que me ha sido reservada realizar, me he visto obligado a emplear mi drama del nibelungo para construir un castillo del Grial consagrado al arte, alejado de los senderos comunes de la actividad humana; pues sólo allí, en Monsalvat, puede la obra anhelada ser revelada a la gente, a aquellos iniciados en sus ritos, y no en los lugares en los que Dios no se muestra ante los ídolos del día sin que sea objeto de blasfemia.” A grandes rasgos, la trama de Parsifal es simple: Parsifal, el ignorante, el inocente, el “puro loco”, es incapaz de entender el dolor de Amfortas y sentir compasión, hasta que es despertado al sufrimiento de los demás por el beso de Kundry. Después de años de vagabundeo por el mundo asume su papel de redentor, redentor de Amfortas, de la caduca y decadente fraternidad del Grial, y de sí mismo. Aunque no hay duda de que la principal inspiración fue el Parzival de Wolfram von Eschenbach, escrito poco Boron, la primer obra que relacionó el Grial con Jesucristo. La fraternidad del Grial de Wolfram es mixta, mientras que la de Wagner (extraños monjes-guerreros) es masculina. después de que Chrétien de Troyes (ca. 11351190) dejara inconcluso Li contes del Graal (El cuento del Grial, ca. 1180), Wagner amalgamó diversas fuentes4 e ideas de procedencia dispar en su acostumbrada síntesis genial, shakespeareana. Con posterioridad, y de un modo característico suyo, trató de minimizar la influencia de Wolfram, declarando que igualmente podría haberse inspirado en un cuento para niños contado por la niñera (entrada del 17 de junio de 1881 de los Diarios de Cosima). Para Chrétien el Grial era un plato, para Wolfram una piedra con poderes mágicos, que proporcionaba comida y bebida a sus poseedores, así como la eterna juventud. Bastaba mirarlo para tener sustento para una semana. Wolfram no identificó el Grial con el cáliz de la Última Cena ni con el recipiente con el que José de Arimatea recogió la sangre del crucificado. La asociación se debe al poeta borgoñés de finales del siglo XII y principios del XIII Robert de Boron (Joseph d’Arimathie) y a los primeros, anónimos continuadores de la saga de Chrétien de Troyes. Boron incluso conectó a José de Arimatea con las sagas artúricas: Jesucristo resucitado entrega el cáliz a José y le ordena que lo lleve a Britania. En una singular vuelta de tuerca, Wagner identificó la lanza de Parsifal con la del soldado Longinos, que atravesó el costado de Jesucristo. Amfortas tiene conexiones con el Rey Pescador, el rey de las leyendas artúricas que sufre de una herida incurable. En el Parzival de Wolfram hay un rey herido (Titurel) y un rey pescador (Amfortas). El Rey Pescador aparece por vez primera en El cuento del Grial de Chrétien, aunque el personaje tiene sus raíces en la mitología celta. Aparece posteriormente en el Joseph d’Arimathie de Robert de -B RVJOUBFTFODJB XBHOFSJBOB IBDJB VOBOVFWBT­OUFTJT El texto de Parsifal es uno de los más libres y variados de Wagner. Aunque es rimado en aproximadamente una tercera parte, el metro es libérrimo. La aliteración (Stabreim), repetición rítmica de fonemas consonánticos, tan importante en la poesía nórdica y germánica medieval y en El anillo del Nibelungo, aparece en Parsifal sólo excepcionalmente. De acuerdo con las teorías expuestas por Wagner en Ópera y drama5, la aliteración es la expresión verbal del énfasis y del sentimiento intenso, mientras que la rima tiene un efecto formal y de distanciamiento. Wagner abandona el deliberado arcaísmo del Anillo en pos de la claridad y el refinamiento expresivo, y reduce el recitativo al máximo, básicamente a la narración de Gurnemanz del primer acto. Las divergencias con los principios estéticos expuestos en Ópera y drama son fácilmente entendibles: alcanzado el pleno dominio de la técnica, el gran comunicador que era Wagner ya no necesitaba adherirse ciegamente a un manual de estilo o conjunto de reglas preconcebidas (Ópera y drama), y puede zambullirse confiado y con absoluta libertad en el acto creador. La estructura y su constitución son casi una consecuencia del carácter de la obra. Wagner lo vio perfectamente: “Hay otra dificultad con Parzival. Él es indispensable como el redentor que Amfortas anhela, pero si Amfortas es situado en su auténtica y apropiada luz, se convertiría en una figura de un interés tan inmensamente trágico que sería imposible introducir un segundo foco de atención, y este foco de atención debe centrarse en Parzival si es que no va a limitarse a aparecer al final como un deus ex machina que nos deja a todos fríos. De ahí que, aunque predestinado por su naturaleza reflexiva y compasiva, el desarrollo de Parzival y la profunda sublimidad de su purificación deben traerse a un primer plano.” (Carta a Mathilde Wesendonck, 30 de mayo de 1859) clive a la narración y los dichos oraculares. Las escenas en el Templo del Grial (fortaleza), modeladas verbal y musicalmente según la liturgia cristiana, ofrecen una ceremonia verbal y visual que se centra en los coros. El tercer acto culmina con un pronunciamiento milagroso, que marca el cumplimiento de una profecía: “sólo cierra la herida la lanza que la causó”. Las expresiones de sufrimiento de Amfortas en los actos primero y tercero constituyen el mayor contraste con la solemnidad de los coros, pero tienen lugar en un marco ritual. Lo extremo de su sufrimiento forma parte del ritual, es causado por el reiterado descubrimiento del Grial. Aunque se presenta en la persona de Amfortas, ese dolor y ese sentimiento de culpa son representativos. El desplazamiento del foco de Amfortas, el héroe trágico del drama musical, a Parsifal, el verdadero “centro de atención y tema principal”, implica transformar el drama musical en un “festival escénico sacro”. Parsifal es un antihéroe: su acto decisivo es una negativa a actuar. Esta acción es el punto de partida de su progresión hacia el conocimiento. Es esta pasividad la que distingue al “festival escénico sacro” del “drama”: Parsifal alcanza el buscado Grial a través de la gracia, no del esfuerzo. Debido a la casi total falta de acción, todos los antecedentes han de exponerse en forma de largas narraciones, de ahí la figura fundamental de Gurnemanz, el cronista, dramáticamente inane pero crucial para el entendimiento de los hechos. En el segundo acto es relevado por Kundry cuando expone la historia de Herzeleide, la madre de Parsifal, durante la escena de la seducción, de fuertes resonancias psicoanalíticas. Parsifal no es sino narración, pero la presencia de cuadros es una evidencia clara de la naturaleza de la concepción músico-dramática de Wagner y sus principios estructurales. El primer acto es una sucesión de cuadros en el que se combinan elementos épicos y visuales. El tercero repite la estructura del primero, mientras que el segundo sirve de contraste. Si esta simetría y rigidez arquitectónica sirven para presentar una acción lineal, el cumplimiento de las proféticas palabras que escuchamos en el primer acto, “sapiente por compasión; el loco puro”, el material visual obedece en parte a una necesidad musical: en su búsqueda incesante de la claridad y la inteligibilidad, Wagner no estaba del todo satisfecho con los Leitmotive que se originaban en el texto (motivos de reminiscencia, que se introducen ligados a un objeto o concepto que se menciona explícitamente en el texto y, en sus apariciones La acción del “festival escénico sacro” se inclina al ritual y al cuadro, y su lenguaje es pro toman carta de naturaleza cuando acompañan a una representación escénica. Una excepción importante y compleja es el motivo de la profecía, “Durch Mitleid Wissen, der reine Tor” (“Sapiente por compasión, el loco puro”), que constituye un resumen de la obra. Su primera aparición es heterodoxa: no surge acompañando a las palabras de la Voz de las alturas, sino que lo introduce Gurnemanz en su diálogo con los dos caballeros en el primer acto. Amfortas recuerda la profecía “Durch Mitleid wissend, der reine Tor”, y su cita sucesivas, sirven para recordar al oyente esa asociación). Inmediatamente después del Preludio, los motivos del Grial y de la Fe los oímos por primera vez en la música fuera de escena del comienzo mismo del primer acto, un toque de diana. El sincopado motivo de Kundry, que semeja el galopar de un caballo, acompaña a su entrada tambaleante. Aunque los motivos de Amfortas y del “loco puro” han sido anticipados en la larga narración de Gurnemanz a los caballeros, no son verdaderos motivos de reminiscencia, pues (entrecomillada) tiene la potencia de una imagen (visual). Las otras excepciones, más claras, son los motivos de la brujería y de Klingsor, que se presentan en la narración de Gurnemanz. Así como hay una mayor libertad textual, hay una mayor libertad en las asociaciones de Leitmotive con objetos o actos. Así, por ejemplo, a veces la música que acompaña a las menciones de la lanza es diferente del motivo de la lanza (herida) de Amfortas que aparece en el Preludio. Hay todavía cierta consistencia que permite al oyente guiarse, pero es claro que en Parsifal Wagner estaba más centrado en el efecto dramático de sus células musicales que en crear un léxico poético-musical de motivos conductores. tamente distinto. Mientras el Preludio I se basa en un acorde típico y rezuma estabilidad, solidez, el Preludio II introduce un inquietante tritono. El juego diatonismo-cromatismo es sutil, y la transformación de uno en otro, el cruce de fronteras, es fuente de gran expresividad y riqueza de significados. Así, por ejemplo, durante el beso de Kundry del segundo acto, aparece el motivo de la última cena del Preludio I en un contexto cromático que le es ajeno, mediante un astuto giro del final del motivo asociado a la brujería. El motivo de la última cena en un contexto cromático lo volvemos a oír cuando Parsifal trata de resistirse a las artes seductoras de Kundry “Elender! Jammervollster!”, y cuando ésta relata su acto blasfemo “Ich sah Ihn – Ihn – und… lachte!. El ansia de claridad, de ir a la esencia de las cosas, afecta también a la música. En Parsifal coexisten largos pasajes sin complicaciones armónicas junto a pasajes de enorme ambigüedad tonal. La superposición de diatonismo y cromatismo, tan cara a Wagner (está ya presente en la dualidad amor puro-amor sensual, Elisabeth-Venus, del Tannhäuser, junto con las esferas tonales), es más equívoca que en Tristán e Isolda o Los maestros cantores de Nuremberg. El mundo sacro y ritual del Grial es diatónico, mientras que el reino espiritualmente decadente del hechicero Klingsor es cromático (en los compases finales del segundo acto la música ejemplifica genialmente la caída). La separación no es total, y hay intercambios, cruces. Así, el sufrimiento de Amfortas recibe un tratamiento cromático, según Carl Dalhaus expresando la conexión entre el engaño y el sufrimiento . El comienzo de los actos I y II es formalmente similar, aunque de carácter comple- La obra gravita en torno al enfrentamiento de las tonalidades de La bemol mayor y –en las antípodas del círculo de quintas- Re mayor (o menor). En Parsifal se trata no tanto de un enfrentamiento entre poderes antagónicos e irreconciliables, como en Tannhäuser o Tristán (día-noche), sino de fusión de aspectos o esferas complementarias. Al final de la narración de Gurnemanz del primer acto, Re bemol mayor y la dominante La bemol mayor se superponen y, mediante una modulación enarmónica, se transforman en La-Re. Durante la música del Viernes Santo, La bemol y Re bemol suenan a la vez en un acorde de Tristán “Ihn selbst am Kreuze”, acorde que suena también en el segundo acto, cuando Kundry relata con remordimiento cómo se burló de Jesucristo “Da traf mich sein Blick!”, aproximando peligrosamente y contrastando las esferas de la religiosidad profunda y la sexualidad. Cuando, cerca del final de la obra, el victorioso Parsifal ordena descubrir el Grial “Enthüllet den Gral, öffnet den Schrein!”, hay una súbita modulación, de Re mayor (1 bemol) a La bemol mayor (4 bemoles). La sensación que invade al oyente es de realización, de cumplimiento. En el segundo acto, asociaciones tonales fijas, Parsifal (Re bemol), Muchachas Flor (La bemol), seducción de Kundry (Sol mayor), constituyen puntos de referencia para guiarse entre pasajes tonalmente ambiguos, fuertemente cromáticos. Pese a que la obra comienza y termina en La bemol mayor, y a lo expuesto sobre el enfrentamiento con Re mayor/menor, la obra carece de un centro de gravedad tonal al que convergen (resuelven) otras tonalidades. te, Tannhäuser, Lohengrin). En Parsifal, Wagner revierte a una escritura vertical. Basta echar un vistazo a las partituras de Tristán y Parsifal para notar las diferencias: fragmentaria y superpuesta la de aquel, jerárquica y vertical ésta. Este diseño está en buena medida dictado por el carácter ritual de la obra, sobre todo en los actos I y III. En el segundo acto la escritura se asemeja más a la de Tristán. El espíritu de la obra determina igualmente el carácter de los motivos: elusivos y horizontales, propensos a la fusión, a la mezcla, en Tristán; en Parsifal, los temas están imbuidos de una dignidad que pide un tratamiento en acordes. Después del paréntesis humano de Los maestros cantores de Nuremberg, para el que Wagner había recurrido a una orquesta de dimensiones modestas, con maderas a dos (la orquesta de Tristán pide maderas a tres), en Parsifal vuelve a las proporciones del Anillo: maderas a cuatro, aunque sólo pide cuatro trompas (en el Anillo se necesitan ocho) y, como ya antes en Tristán y Maestros, prescinde de la trompeta baja y del trombón contrabajo. Parsifal: ¿Quién es el Grial? Gurnemanz: Eso no puede decirse; mas si has sido escogido para servirlo no te será desconocido “¿Quién es el Grial?”: decodificando Parsifal Kundry, la “rosa del infierno”, es el más complejo y contradictorio de todos los personajes wagnerianos, un fascinante arcano, amalgama de caracteres varios. Es la Kondrie y la Orgeluse de Wolfram von Eschenbach, pero su carácter histriónico y neurótico está constituido por la suma de las encarnaciones que ha vivido y que incluyen a Gundryggia (¿una Valquiria?) y Herodías, esposa de Herodes Antipas, madre de Salomé y responsable de la muerte de Juan el Bautista. Como el Holandés errante, Kundry ha cometido blasfemia (se río de Jesucristo en su cara) y es condenada a vagar sin rumbo durante siglos. Deseando encontrar la muerte, su liberación de una vida vacía y agotadora, sólo podrá ser redimida Respecto a Tristán e Isolda, hay en Parsifal un claro giro en el tratamiento del material. Tristán es horizontal, la melodía pasa de unos instrumentos a otros, las distintas familias de instrumentos solapan en las “colas” de las frases; maderas y metales aparecen discretamente. El sutil entramado, entre familias y dentro de cada familia, contrasta con la orquestación en bloques de las obras menos maduras (El holandés erran de miseria, que sólo puede romperse mediante la compasión y la renunciación. Parsifal resiste los intentos de seducción de Kundry, cuyo beso es el catalizador que le hace adquirir conciencia cósmica, reconocer el dolor del mundo, y recupera la lanza sagrada con la que Klingsor hirió a Amfortas. Nur eine Waffe taugt… “Sólo un arma sirve: sólo cierra la herida la lanza que la causó”. La lanza sanadora es un símbolo de la compasión, del autocontrol, de la renuncia a seguir los impulsos de la Voluntad, a las voliciones. Adquiere la sabiduría a través del sufrimiento, y así puede superar las limitaciones de su personalidad. Parsifal recorre un camino de auto-iluminación. Una vez culminado, alcanzado el objetivo, el “iluminado” puede redimir a otros (“redención al redentor”). por alguien que resista sus poderes de seducción, alguien con un gran autodominio y capacidad de compasión. La única solución posible es la extinción de Kundry (cae muerta dulcemente a los pies de Parsifal al final de la obra). También Amfortas busca la muerte para eludir el sufrimiento de la herida que nunca se cierra, pero no le está permitido morir, pues la muerte no le traería la redención y la consiguiente liberación del sufrimiento (el sufrimiento es físico y moral). A regañadientes, termina por descubrir el Grial (Acto I), lo que alargará su sufrimiento. Como guardián del Grial, no puede hacer otra cosa: su acto mantendrá a sus Caballeros y le acercará al Salvador. Ambos se mueven entre extremos, como Tannhäuser, y están condenados al sufrimiento al fracasar en la consecución de una síntesis liberadora. Ambos cayeron víctimas de una red de deseos interesados y egoístas. Parsifal puede redimirlos porque es inocente, no está corrompido por la mentira, el engaño. La muerte del cisne, una escena irrelevante desde el punto de vista de la acción exterior, pero crucial para la interior, es su primer contacto con la compasión. La agonía de Amfortas durante la ceremonia del Grial le produce ya una punzada, aunque esa compasión aun no está madura. Este concepto de Mitleid, esencial en Parsifal y en el pensamiento de Wagner, que es algo así como empatizar con el sufrimiento de los demás, es una idea de clara raíz budista, religión a la que Wagner llegó a través de sus lecturas de Schopenhauer. La esfera divina, en la que el sufrimiento está vetado (Nirvana) sólo puede alcanzarlo un espíritu abnegado que se libera de su ego, adquiere plena conciencia de que sus actos no son aislados, sino que afectan a otros. A este estado de auto-conocimiento sólo puede llegarse mediante la compasión nacida del sufrimiento. La conciencia espontánea del sufrimiento todavía debe encontrar vías apropiadas de canalización, una lección que Parsifal aprenderá durante las penalidades de su vagabundeo (fruto de la maldición de Kundry al final del Segundo Acto: una mujer maldita y una maldición por ella proferida son el vehículo de la “iluminación” de Par- Parsifal observa y calla; no se atreve a preguntar por lo que ha visto, y es expulsado con cajas destempladas de la fortaleza del Grial por Gurnemanz. Parsifal debe aprender por sí mismo, y para ello revive las experiencias que llevaron a Amfortas a su actual situación. Siente la tentación, el sufrimiento, y percibe el mundo como un conglomerado de culpa y un interminable círculo sifal). La revelación final vendrá el día de Viernes Santo, cuando Parsifal reconozca el significado último del sufrimiento altruista de Jesucristo. En definitiva, su abnegación no es cuestión de castidad sino de aceptación de su deber moral. Esto nos lleva a una cuestión muy controvertida. bien que con más vehemencia que claridad, salpimentando sus escritos con ideas dispares. En sus obras de arte fue un genial ecléctico, tanto en lo concerniente a las filosofías de la vida como en las fuentes literarias que lo inspiraron. Tomó lo que necesitaba, envolviéndolo en un rico simbolismo, totalmente despreocupado por las contradicciones en que pudiera incurrir. En carta del 28 de septiembre de 1880 al rey Luis II, pulsa varias teclas simultáneamente: ¿Es Parsifal una obra religiosa, un drama cristiano, como a veces se ha dicho? Ciertamente, contiene elementos que lo conectan con el cristianismo: el Grial, que representa la expiación por medio de la sangre de Cristo, celebrada en la Última Cena. Hay un paralelismo entre Parsifal y el proyecto de drama sobre la vida de Jesucristo, Jesús de Nazaret (de 1848, ¡el año de la Muerte de Sigfrido!): en el tercer acto Kundry aparece como Magdalena penitente, Parsifal como Jesucristo y Gurnemanz como Juan el Bautista. Y en el esbozo del “drama budista” Los vencedores (1856) queda prefigurado el tema del renacimiento y absolución de Kundry. En su vida privada, Wagner nunca renunció a expresar sus convicciones, “[…] he tenido que entregar todas mis obras anteriores a un público y una práctica teatral que considero profundamente inmorales, por lo que debía cuestionarme seriamente si no debería al menos rescatar el último y más sagrado de mis trabajos de similar destino, esto es, el de una trayectoria operística común. Finalmente, no pude negar que la pureza de contenido y la temática de mi Parsifal fueron factores decisivos. ¿Cómo puede ser posible, o siquiera permitido, que un drama en el que los misterios más sublimes de la fe cristiana se pre- “Se podría decir que allí donde la religión se hace artificiosa, está reservado al arte el salvar el núcleo sustancial, penetrando los símbolos míticos –que la religión pretende que sean creídos como verdaderos en el sentido literal del término- según sus valores simbólicos, en los que reconoce, a través de su representación ideal, la verdad ideal que en ellos se esconde.” (Religión y Arte, 1880) sentan abiertamente en escena, sea representado en teatros como los nuestros, junto a un repertorio operístico y ante un público como el nuestro? No podría reprochar a nuestras autoridades eclesiásticas que se levantaran en legítima protesta contra la representación de los misterios más sagrados sobre las mismas tablas en las que, ayer y mañana, la frivolidad se despliega con exuberante facilidad ante un público atraído únicamente por tal frivolidad. Estaba completamente en lo cierto al sentir que debía titular a mi Parsifal “festival escénico sacro” [Bühnenweihspiel]. Por tanto, ahora debo consagrarle un escenario, y éste sólo puede ser mi solitario Teatro de Festivales [Bühnenfestspielhaus] en Bayreuth. Allí, y sólo allí, podrá, ahora y siempre, representarse Parsifal. Jamás será ofrecido Parsifal en otro teatro como diversión para su público. Asegurar que esto sucede así es actualmente mi única preocupación, y estoy decidido a considerar cómo y por qué medios puedo salvaguardar el destino de mi obra.” Para algunos autores, Parsifal no es tanto una obra religiosa como una obra acerca de la religión. Considerada como un estudio, en términos artísticos, de psicopatología de la religión, se puede responder a los dilemas morales centrales de la obra desde una perspectiva atea o agnóstica. Así, en el Viernes Santo, Wagner desvía la atención de Cristo en la cruz a la naturaleza y la humanidad redentora. Para terminar, aunque de importancia tangencial, por mucho que algunos autores, como el mencionado Hartmut Zelinsky, recarguen las tintas en este aspecto, no podemos obviar la “conexión” de Parsifal con las ideas de pureza y regeneración racial que encontramos en algunos de los últimos escritos de un Wagner influido por las teorías del mestizaje de Gobineau, o sobre el papel de la religión y del Cristo Redentor en la regeneración de la Humanidad. Al final de Wollen wir hoffen? (¿Debemos tener esperanza?), escrito de 1879, discutiendo las perspectivas de regeneración del espíritu alemán, Wagner dice: “Que yo no he renunciado a la esperanza lo prueba el hecho de que estos días he conseguido concluir la música de mi Parsifal”. Compuesta en este marco ideológico, algunos aspectos de Parsifal, como la elitista Hermandad del Grial cuyo credo se basa en la fe, La referencia al contenido religioso de Parsifal parece tener aquí una intencionalidad práctica. Sería la justificación de la pretensión de representarlo en exclusiva en Bayreuth, alejado del vulgar mainstream de la escena alemana de la época, que tanto exacerbaba a Wagner. Se mataban así dos pájaros (o dos cisnes) de un tiro. Por otra parte, en su ensayo Religion und Kunst (Religión y arte, 1880), Wagner había dejado claro que estaba interesado principalmente en los símbolos y en los mitos de la religión. Su objetivo era emplear el poder superior del Arte para expresar el profundo significado de la Religión a través de sus propios símbolos y mitos. la esperanza y el amor que surge de la compasión ante el sufrimiento de los otros, adquieren un matiz dudoso. Los esbozos de Parsifal datan de 1865, 13 años antes de sus escritos de regeneración. Pero como ocurre a menudo con Wagner, la concepción artística surgió primero, después tuvo que argumentar sus ideas en forma literaria antes de que cristalizaran en una idea artística. y polémicos escritos, es menoscabar seriamente la obra. Entender Parsifal pasa por aceptar que su estructura está plagada de inconsistencias. Sólo aceptando esto estaremos en disposición de penetrar su esencia. Afortunadamente, Wagner siempre se las ingenió para que sus obras quedaran al margen del debate ideológico. Tenía muy claro que un pensamiento puede tener fecha de caducidad, no así una verdadera obra de arte. Ver Parsifal como una alegoría cristiana, o budista, o un correlato musical de sus últimos 1 Nietzsche contra Wagner. Documentos de un psicólogo (1889). En Escritos sobre Wagner, edición de Joan B. Llinares. Editorial Biblioteca Nueva (Biblioteca Nietzsche), Madrid 2003. 2 Richard Wagner: Mi vida. Traducción de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. Ediciones Turner, Madrid 1989. 3 Wagner conservó la grafía “Parzival” hasta que versificó el esbozo en prosa de 1877, adoptando ya la definitiva “Parsifal”. 4 Para una información detallada acerca de las fuentes literarias de Parsifal, ver el clásico libro de Ernest Newman: The Wagner Operas, Princeton University Press, Princeton (NJ) 1991. 5 Richard Wagner: Ópera y drama, edición de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Sevilla, 1997. 6 Carl Dalhaus: Richard Wagners Musikdramen. Reclam, Stuttgart 1996. 7 “Comiendo me dice: «se llamará Gundrygia (sic), tejedora de la guerra», pero después decide mantener Kundry (Diario de Cosima, 14 de marzo de 1877).