Caleidoscopio PROBLEMAS DE DESTRUCCIÓN Y DESARRAIGO EN LA BIBLIOGRAFÍA DE MÉXICO Alicia Perales Ojeda Asesora de Geografía en el Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras En el transcurso de cerca de cinco siglos de bibliografía mexicana, existe una constante de destrucción y de éxodo de materiales bibliográficos. Las joyas bibliográficas de México son, en su conjunto, un verdadero tesoro que forma parte del patrimonio cultural de la nación. Si penetramos aún más en ellas, descubrimos la calidad de su contenido y no seria exagerado considerárlas una reserva documental de la historia cultural de la humanidad. El recinto de muchas de estas joyas no se encuentra en México. Los estudiosos las han ubicado en catálogos de venta de anticuarios, catálogos de bibliotecas extranjeras, tanto europeas como norteamericanas, inventarios y registros de archivos históricos, índices a importantes colecciones documentales. De esta destrucción y desarraigo de nuestra bibliografía/documentación han escrito personalidades como: Juan B. Iguíniz, Miguel León Portilla, Joaquín Fernández de Córdoba, Agustín Millares Carlo, Lino Gómez Canedo, Jorge Ignacio Rubio Mañé, Manuel Carrera Stampa y otros especialistas. Un acontecimiento de graves consecuencias fue el que tuvo lugar durante la iniciación del dominio español en tierras mexicanas, cuando se destruyeron los archivos de las Casas reales de Texcoco y de otros pueblos de diversas culturas aborígenes. Para contrarrestar este vacío, las autoridades virreinales ordenaron, a los frailes, la elaboración de textos similares para reconstruir la identidad de esos pueblos. Una exposición crítica de lo que ha acontecido, en el territorio nacional, en el lapso mencionado, debe conducir a la rectificación de muchas políticas que han perjudicado la conservación de las joyas bibliográficas mexicanas, y con este propósito se exponen los hechos siguientes. La primera destrucción de documentos históricos nacionales La más antigua referencia a la desaparición de la archivalía nacional por medios violentos, la encontramos en los escritos de Juan Bautista Pomar, hijo del español del mismo nombre y de una india descendiente del Rey Nezahualpilli, originario de Texcoco. En cuanto a la fecha de nacimiento, se sitia entre la tercera y cuarta década del siglo XVI. Se tiene noticia de que en marzo de 1582, Pomar terminó una Relación acerca de Texcoco, ordenada por el Rey Felipe II de España. Para poder cumplir con esta disposición tuvo que recurrir a indios naturales informantes, así como a cantares y códices que ilustraran su relación, costumbre ésta del momento. Así fue como se dio cuenta Pomar de que faltaban las pinturas en que los indios tenían sus historias, porque al tiempo que Cortés entró con los demás conquistadores por primera vez en Texcoco, las quemaron en las casas reales de Nezahualpilli, ya que el Archivo General de sus papeles, en que estaban pintadas todas sus cosas antiguas de los antiguos texcocanos, se encontraba ubicado en un gran aposento de esas Casas reales. Agregó Pomar que los jeroglíficos, que habían quedado en poder de algunos principales, pertenecientes a diversas casas, los quemaron por temor de ser acusados de idolatría por la autoridad eclesiástica. De manera que todo se acabó y se consumió, termina Pomar. Posteriormente, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1575-1650?), mestizo descendiente de los reyes de Acolnuacan (Texcoco) y Tenochtitlan, bisnieto del último señor de Texcoco y de Beatriz Papantzin, hija ésta de Cuitláhuac. Fue originario de Teotihuacan, asistió seis años al Colegio de Sta. Cruz de Tlatelolco, fue gobernador de Texcoco y Tlalmanalco. Reunió con gran diligencia códices, manuscritos y noticias acerca del pasado prehispánico. El Ayuntamiento de Otumba le otorgó una garantía de fidelidad (1608). Hacia el año de 1648, había terminado la última de sus obras. Son éstas una recopilación de relaciones, interpretaciones de códices y manuscritos antiguos que se conocen como Relaciones históricas de la nación tulteca. Posteriormente reorganizó esta información, a la que se conoce como Historia chichimeca, título que, parece, le fue impuesto por Sigüenza y Góngora, al manuscrito que él poseyó y que da la impresión de ser sólo parte de un trabajo mayor. En fin, esta obra es la versión texcocana de la historia antigua de México y de la invasión española. Como ya se mencionó en líneas anteriores, la ciudad de Texcoco fue el asiento de los Archivos reales de todo lo que pintaron los escritores, fue la metrópoli de todos los conocimientos, usos y buenas costumbres. "Los reyes del territorio estuvieron orgullosos de este acervo —afirmó Ixtlilxóchitl— y de lo que se escapó de los incendios y calamidades referidas, vino a mis manos, de donde he sacado y traducido la historia". Comentó este historiador que "a Cortés se le detuvo, rogándole que mirase y se condoliera de la gente miserable y sin culpa, y por mucho que hizo, todavía los tlaxcaltecas y otros amigos que Cortés traía, saquearon algunas casas principales de la ciudad y dieron fuego a lo más principal de los palacios del Rey Nezahualpilli, de tal manera que se quemaron todos los Archivos reales. . . que fue una de las mayores pérdidas que tuvo esta tierra, porque con toda la memoria de sus antiguallas y otras cosas que eran como escrituras y recuerdos perecieron desde este tiempo". El historiador Alfredo Chavero explica que según el Lienzo de Tlaxcala, Cortés no entró de paz a Texcoco, sino que tuvo que tomarla por la fuerza. Esto aclara el incendio de los palacios, archivos y el saqueo de la ciudad. Por otra parte. Fray Bernardino de Sahún (1499?-15 90), español que estudió en Salamanca, llegó a la Nueva España en 1529 con 19 frailes de la Orden Franciscana, vivió en Tlalmanalco, pasó a Xochimilco, enseñó latín en Sta. Cruz de Tlatelolco a partir de su fundación en 1536. Su larga vida, la desempeñó en muchas actividades y recorrió lugares circunvecinos, murió en el Convento grande de San Francisco de México. Afirman sus biógrafos que desde 1547 empezó a investigar y recopilar datos acerca de la cultura, creencias, artes y costumbres de los antiguos mexicanos. Con el fin de llevar a cabo su investigación, inventó, y puso en marcha, un método moderno de indagación, mediante la elaboración de cuestionarios en náhuatl, valiéndose para redactarlos de los estudiantes del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco con buen conocimiento del castellano y del latín, además del propio náhuatl. Esa encuesta la llevaron a los indios que encabezaban los barrios o parcialidades, quienes la enviaron a indígenas ancianos que les prestaron tan inapreciable ayuda, que se les conoce como los informantes de Sahagún. Procedieron ellos de tres lugares: Tepepulco (1558-1560), de donde se originaron los Primeros memoriales; Tlatelolco(1564-1565), quienes elaboraron los Memoriales con escolios (a estos memoriales procedentes de Tepepulco y Tlatelolco se les conoce como Códices Matritenses), Ciudad de México (1566-1571). Aquí Sahagún realizó una nueva versión de lo anteriormente logrado, ampliándola notablemente con la ayuda de su equipo de estudiantes de Tlatelolco. Este tercer documento dio lugar a la Historia general de las cosas de Nueva España. Por razones de orden económico tuvo que suspender su trabajo hacia 1570; entonces se vio en la necesidad de enviar un Sumario del mismo al Consejo de Indias, que se extravió, una copia del mismo envió al Papa Pío V y se conserva en el Archivo Secreto del Vaticano. El Rey Felipe II mandó recoger todo lo realizado por Fray Bernardino en 1577, por que había llegado a él la noticia de que con tales obras los indígenas continuarían arraigados a sus antigüedades. Cumpliendo con esta disposición, Sahagún entregó a su superior Fray Rodrigo de Sequera una versión en lengua castellana y mexicana en 1580, y se le conoce como Manuscrito o Copia de Sequera y se le identifica con el Códice Florentino. Todo lo anterior viene a cuento porque nos proporciona el conocimiento de las fuentes de información del Padre Sahagún, lo que facilita la credibilidad del párrafo siguiente: Sahagún afirmó que bajo el reinado de Itzcóatl, los señores principales acordaron y mandaron que se quemasen todas las pinturas, para que no viniesen a manos del vulgo y fuesen menos preciadas. Para más agrega Chavero- que acostumbraban los indios cuando invadían un pueblo quemar el teocalli o templo y, naturalmente, los jeroglíficos que en él se guardaban. Así lo hicieron en Texcoco los tlaxcaltecas que acompañaban a Cortés, y lo mismo pasó en la toma de México. Todos estos sucesos de destrucción no fueron privativos del Anáhuac, pues también tuvieron lugar en la zona maya de Yucatán y en la zona mixteca de Oaxaca. Podemos preguntamos ¿quiénes dieron lugar a esta documentación pictográfica de los antiguos mexicanos? Lo que ahora llamamos escritores en aquellos tiempos fueron los pintores de los Anales o relación histórica, de las genealogías (relación de nacimientos y muertes); de limitaciones geográficas (fronteras de ciudades, provincias, pueblos, lugares, poseedores de tierras, otros); de leyes, ritos y ceremonias; los sacerdotes de los templos pintaron doctrina, fiestas, calendarios, idolatrías; los filósofos pintaron de conocimientos, ciencias, otros, y enseñaron de memoria todos los cantos de sus historias y ciencias. Existe también la versión de que los naturales que conservaron documentos de sus antepasados, los enterraban para que no fueran a ser descubiertos por los perseguidores de sus idolatrías y que cuando pasado el tiempo, a veces generaciones, los encontraron destruidos por la humedad, los hongos, estaban deshechos. Después de analizar los hechos narrados por los historiadores de la época y por los intérpretes de los mismos, podemos llegar a la conclusión de que la desaparición y, posteriormente, dispersión de la documentación nacional prehispánica se debió a varias causas: I. Los atropellos realizados en los acervos documentales de las casas reales de los naturales, donde tuvieron lugar las grandes batallas de Cortés. II. El celo evangelizador, que evitó la conservación de todo aquello que mantuviera a los naturales ligados a sus antepasados y a su historia. III. El orgullo de los naturales, que preferían destruir sus pinturas a que cayeran en manos de sus enemigos. IV. El temor de los naturales a que le fueran descubiertas las pinturas de sus antepasados, que escondieron sin la protección necesaria. V. A los envíos documentales y vía marítima que hicieron las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas, y que se conservan o no en aquellos archivos. VI. Al robo que en alta mar sufrieron las naves que transportaban a España los documentos y que iban a dar a Francia o Inglaterra, como sucedió con la Colección Mendoza o Códice Mendozino. VII. En las luchas que se entablaron entre los propios naturales hubo la costumbre de derribar el Teocalli que encerraba la tradición pictórica de esos pueblos, cuando ganaban la batalla. La dispersión de los documentos pictográficos es, hasta nuestros días, motivo de polémica y de inconformidad. Sin embargo, el hecho es que la nación mexicana no sólo perdió lo que se destruyó, sino que de lo que se salvó, no se conservó y fue sacado del país por diferentes medios: donativos de Cortés, comercio con los mismos, ocultamiento de algunos de ellos. La fuga bibliográfica mexicana en el siglo XIX La Reforma política mexicana del siglo XIX se inició en 1859. Tuvo como antecedente una serie de disposiciones que se dictaron en 1833 y 1834, durante el gobierno de Valentín Gómez Farías. En 1847, siendo vicepresidente Gómez Farías, se decretó la expropiación de los bienes eclesiásticos con el fin de allegarse fondos que apoyarían la lucha contra la expansión norteamericana. Con el triunfo del Plan de Ayutla, en 1855, llegó el movimiento político a su apogeo. Entonces, el presidente Comonfort expidió una serie de leyes de intervención oficial en los bienes de la Iglesia. Fue en el año de 1861 cuando se inició la salida de los acervos bibliográficos de los conventos. Más tarde, cuando se instaló el imperio de Maximiliano (1864-1867) en medio de las guerrillas republicanas que luchaban por diversas partes del país, hubo interés por establecer la Biblioteca Imperial y con este motivo Agustín Fisher, hijo de uno de sus asesores, consiguió que le fuera vendida la biblioteca del bibliófilo José Maria Andrade en 1865. Al darse cuenta Fisher del fin del imperio, embarcó la valiosa colección rumbo a Europa y para el año de 1969 las siete mil piezas fueron vendidas entre otros a H. H. Bancroft de San Francisco, California. Con el triunfo de la República en 1867, las Leyes de Reforma volvieron a aplicarse durante los años de 1868 y 1880, los conventos fueron desalojados, confiscadas todas sus pertenencias, incluyendo los acervos bibliográficos procedentes de la etapa virreinal. Como la mayor parte de estas obras estaban en latín, no causaron gran interés a las autoridades y su traslado se realizó con gran descuido, jamás se hizo algún inventario o registro de esos repositorios. La pérdida fue incalculable, muchos de estos libros cayeron en manos de comerciantes o particulares, y relativamente pocos fueron incorporados a la ya existente Biblioteca Nacional. Esta situación propició la mayor fuga bibliográfica hacia librerías europeas. Considérese a esta situación de desarraigo bibliográfico, porque los acervos no sólo fueron obligados a cambiar de domicilio, sino, por la indiferencia oficial, de nacionalidad. Las cuatro portadas de los Catálogos de venta que ilustran esta fuga son testimonio de este desarraigo. Manuel Rivera Cambas describe lo que aconteció cuando el Templo de San Agustín fue clausurado: Los restos de la biblioteca de San Agustín, escogida y con numerosos volúmenes, fueron llevados a La Universidad. Cuando se verificó la exclaustración de los agustinos en febrero de 1861, la biblioteca quedó enteramente abandonada, las puertas abiertas y los libros y manuscritos a merced de quien quería llevárselos; multitud de libros destrozados y esparcidos por los claustros y celdas, otros tirados en el suelo de la biblioteca en el más completo desorden. Poco hicieron los comisionados para recoger ésa y otras bibliotecas y pareció que habíamos vuelto a los tiempos de la barbarie, según se despreciaban los tesoros de la ciencia o se entregaban a la rapacidad y destrucción.1 Biblioteca Nacional. En noviembre de 1867 fue creada por una ley ese establecimiento público de instrucción, aunque no por primera vez, pues ya en octubre de 1833, noviembre de 1846 y septiembre de 1857, varios decretos habían dispuesto la formación de una biblioteca nacional. Designóse en aquel año la antigua iglesia de San Agustín para establecerla, adjudicándole además de los libros donados por esos decretos, los pertenecientes a los antiguos conventos y los de la biblioteca que fue de catedral. (Quedó dependiendo del Ministerio de Justicia.) Las grandes bibliotecas de la capital eran cinco: La de Catedral, con casi trece mil volúmenes impresos y manuscritos; la de La Universidad con nueve mil y San Gregorio poseía cuatro mil; San Juan de Letrán de once a doce mil y San Ildefonso tenía ocho mil trescientos. Además hubo varias librerías con muchos volúmenes que pertenecieron a los particulares. Nótase falta de bibliotecas en casi todas las ciudades de la República, en algunas se ha querido fundarlas pero no lo han logrado según deseaban. Hasta hoy las mejores de los Estados son las de Guadalajara, Zacatecas, Toluca, Durango y Morelia, algunas otras no merecen mención y parece que será de primer orden la que se está formando en Monterrey.2 El investigador mexicano Joaquín Fernández de Córdoba publicó en 1959, la obra Tesoros bibliográficos de México en los Estados Unidos3 (México, Editorial Cultura. 151 p.). En ella subraya los siguientes acontecimientos El patrimonio manuscrito, bibliográfico y documental de México alcanzó cifras insospechadas al cerrarse el ciclo de la dominación española. Ocurre al instante preguntar por el paradero de toda esa riqueza histórica acumulada en el transcurso de los tres siglos virreinales, en los repositorios oficiales, en las bibliotecas y archivos de los monasterios, de las catedrales, de las parroquias, de los colegios y de los seminarios diocesanos. A esto hay que responder que la dilapidamos de la manera más bochornosa, como resultado de nuestras convulsiones político sociales, de nuestra ignorancia, de nuestra imprevisión y falta de patriotismo. Después de la Independencia, conserváronse algún tiempo con esmero tan preciosos depósitos; pero los mismos que debían custodiarlos no tardaron en olvidar o desconocer el mérito de aquella labor de acopio llevada a cabo por sus antecesores. La destrucción, lenta al principio, fue acelerándose, conforme se agravaba la decadencia de las órdenes religiosas. El polvo, la polilla, los ratones, deterioraban los libros, y una vez puestos en mal estado, se consideraban inútiles y se vendían por papel viejo o se daban como basura a quien los pedía. El completo desorden de las bibliotecas, el poco o ningún caso que de ellas hacían las comunidades, la ignorancia o depravación de algunos de sus individuos, eran causas que favorecían poderosamente el pillaje, ejercido especialmente por extranjeros que se llevaban fuera del país lo mejor que teníamos. La incautación de las bibliotecas monásticas y clericales, decretada por el gobierno liberal en 1861, vino a coronar el estrago. Este año de 61 fue el año de la abundancia para los bibliófilos propios y extraños. Las “filtraciones” que ocurrieron en esas bibliotecas antes y mientras las trasladaba el gobierno al lugar destinado para su concentración, surtieron a la mayoría de las de los particulares. Años más tarde, entre 1868 y 1880, tres de nuestras más extensas y valiosas bibliotecas, formadas en gran parte por libros y manuscritos aparecidos en el mercado después de la exclaustración, fueron rematadas en el extranjero. De acuerdo con Fernández de Córdoba, los sucesos tuvieron lugar de la manera siguiente: José Maria Andrade, próspero librero, editor y bibliófilo erudito, consiguió reunir en el transcurso de más de cuarenta años una envidiable biblioteca de carácter general, en la que sobresalía la parte mexicana, sin duda única en el mundo. Vendida al Archiduque Maximiliano de Austria en 1865, para formar la Biblioteca Imperial de México, pero frustrado el proyecto por el giro que tomaron los sucesos políticos en aquella época, precipitadamente el padre Agustín Fischer mandó empacarla en más de doscientas cajas, y conducida a lomo de mula al puerto de Veracruz, por arrieros de su confianza, la embarcó con destino a Europa en donde los libreros List & Francke, de Leipzig, dispersaron en almoneda pública, las 7,000 piezas que la integraban, durante el mes de enero de 1869. J. Whitaker de Londres compró más de 3,000 volúmenes para el historiador H. H. Bancroft, de San Francisco, Calif. El padre Fischer fue un aventurero internacional que traficó buena parte de su vida con nuestros libros y antigüedades. Aprovechándose de sus profundos conocimientos bibliográficos y de los favores de Maximiliano, que lo llegó a convertir en consejero áulico, formó un extraordinario acervo de obras impresas y manuscritas de máximo interés para la historia de México. Como imperialista prominente, tuvo que huir del país, y así lo hizo, llevándose consigo su biblioteca, agregada a la antigua colección de Andrade. Fischer empezó a deshacerse de algunos de sus libros en una venta preliminar llevada a cabo en Paris, el 3 y 4 de noviembre de 1868, pero el remate total de sus existencias (2,963 títulos) se verificó en Londres en el establecimiento Puttick & Simpson, el 1o. de junio de 1869 y los siete días siguientes. Cuando Fischer regresó al país, no sólo contribuyó a la exportación de otra de nuestras más extensas bibliotecas de temas nacionales, sino que urgido de fondos, obtuvo un préstamo de Robert Harris, de Nueva York, garantizado con algunos valiosos impresos mexicanos que había vuelto a reunir con el afán de comerciar con ellos. Como nunca redimió la deuda, poco después de su muerte Harris vendió esas obras al Dr. George H. Moore, de quien pasaron en 1892 a poder de la New York Public Library. El ilustre abogado, político, historiador y bibliófilo José Fernando Ramírez formó una excelente biblioteca de asuntos mexicanos a costa de mucha paciencia, laboriosidad y dinero, después de haberse desprendido de la magnifica colección que poseyó en Durango. Esta segunda y última pero riquísima biblioteca, constaba ya en 1858 de 8,178 volúmenes. Durante la Intervención y el Imperio, Ramírez desempeñó los cargos de Ministro de Relaciones y jefe de Gabinete. Retiradas las fuerzas expedicionarias, y previendo el desenlace que iba a tener aquel efímero régimen, se fue a Europa, a donde previamente había embarcado todos sus libros. . . Fijó su residencia en Bonn, Alemania, donde falleció en marzo de 1871. El historiador Alfredo Chavero compró la biblioteca a sus herederos, haciéndola traer a México, pero transcurrido algún tiempo la vendió a Manuel Fernández del Castillo, con la condición expresa de que nunca debería salir del país. A pesar de tales recomendaciones, su nuevo poseedor, inducido por el padre Fischer, determinó enviarla a Londres, y aquí fue subastada por el ministerio de Puttick & Simpson, del 7 al 12 de julio de 1890, perdiéndose para México un tesoro que jamás se podrá recuperar. Por los años de 1885 y 1889, el multimillonario americano Adolphe Sutro compró y sacó del país más de 35,000 impresos coloniales y republicanos, en su mayoría folletos y hojas sueltas relativas a la historia política y literaria de México. Durante los días 27 y 28 de marzo de 1888, George A. Leavitt y Cía., de la ciudad de Nueva York, remató en pública subasta una parte de la selecta biblioteca mexicana de nuestro compatriota Eufemio Abadiano, miembro de conocida familia de bibliófilos, editores y libreros. Entre los negociantes extranjeros de libros mexicanos, radicados en el país, debemos consignar los nombres de Wilson Wilberforce Blake y de Francis P. Borton. En su época fueron los principales abastecedores de las bibliotecas y coleccionistas de los Estados Unidos. Blake comenzó a comerciar con libros de segunda mano desde la última década del siglo pasado hasta el 27 de abril de 1918, fecha en que pereció trágicamente. De su establecimiento (en el número 8 de la Calle de Gante) salieron diez catálogos en inglés (1892-1910), con magnifico material concerniente a México y noticias bibliográficas de interés. Borton fue misionero en Puebla, y durante algunos años se dedicó a la compraventa de libros mexicanos. En 1912 regresó a Norteamérica. Desde 1886 se dedicó el doctor León a canjear y vender libros entre algunos de sus amigos de México y del extranjero. En 1896 publicó un catálogo anunciando a la venta la porción más escogida de su biblioteca, en la que figuraban 206 piezas de crecido valor, la mayor parte obras y manuscritos en lenguas indígenas de nuestro país, impresos mexicanos del siglo XVI y “libros ejemplares únicos conocidos”. La colección completa pasó a manos de John Nicholas Brown de Providence, Rhode Island. En 1897 editó otro catálogo con 476 obras de menor importancia, que formaban el resto de su biblioteca. Hasta la fecha no se sabe de ninguna inconformidad con la que se haya tratado de averiguar la legalidad o ilegalidad de la salida del país de todos estos bienes bibliográficos. La fuga bibliográfica en el siglo XX El más conspicuo compilador del éxodo de las colecciones bibliográficas mexicanas al extranjero, fue el discípulo de Nicolás León, Joaquín Fernández de Córdoba, originario de Morelia, Mich. En la ciudad de México realizó estudios de derecho, ciencias sociales, geografía, antropología, arqueología, etnografía, historia y otros. Publicó El verdadero origen de la imprenta en Morelia (México, 1949), Ensayo bibliográfico sobre Pablo Villavicencio (México, 1949), Tesoros bibliográficos de México en los Estados Unidos (México, 1959). En este último trabajo es donde podemos conocer, de una manera fehaciente, la forma como se fugaron del país, valiosas colecciones bibliográficas. El registro del contenido de ellas lo podemos conocer por medio de los catálogos de librerías que imprimieron las Casas que intervinieron en las subastas o venta de los libros. El autor indicó que la exportación de nuestros fondos manuscritos, bibliográficos y documentales se remonta a los primeros años de la conquista y prosiguió en el siglo XVII (Sigüenza y Góngora), XVIII (Lorenzo Boturini), XIX (Humboldt, Aubin) (Andrade/Fischer) y otros. En la primera mitad del siglo XX: el doctor y barón Francisco Kaska, austriaco, vino a México en la época de Maximiliano, fue químico, formó una biblioteca de 761 volúmenes de asuntos mexicanos procedentes de fondos monacales. Esta colección fue adquirida por el librero J. A. Stargardt en Berlin, la dio a conocer mediante el catálogo que llamó Biblioteca Mexicana (Berlín, 1911). La Colección Wilkinson constó de más de 7,000 piezas de varias especialidades, transportó la colección a Nueva York a fines de 1913, algunas piezas fueron vendidas al bibliófilo William E. Gates. La Galería Anderson redactó un catálogo The Library of Paul Wilkinson of Mexico City. Books relating to Mexico (New York, 1914), que describe 4,164 piezas y en 1915 American Art Assoc., remató la porción restante descrita en el Catálogo de 2,786 piezas. El Dr. William Admond Gates de Atlanta, Georgia fue arqueólogo distinguido, lingüista, profesor del Museo Nacional de México, reunió más de ocho mil obras de su especialidad sobre México, así como fotocopias, escritos originales y otros. Esta colección, después de utilizarla en sus estudios, decidió venderla, el Catálogo fue elaborado por American Art Assoc., Inc., que lo llamó The William Gates Collection relative to Mexico and Central America (New York, 1924). Otra clase de desarraigo acontece cuando por una orden de carácter administrativo, se decide que los valores bibliográficos de una comunidad o región deban ser trasladados a, supongamos, un centro monumental, sin reflexionar en que esos tesoros son parte de la identidad de esa comunidad, que no es posible desposeerla de esos bienes, porque son parte de su ser cultural. Es moral respetar la integridad bibliográfica de un pueblo, aun dentro de nuestras propias fronteras. Ya para finalizar, es importante subrayar que algunos investigadores que han recorrido los repositorios extranjeros, donde se encuentran las joyas bibliográficas mexicanas, se han dado cuenta de la forma en que las conservan y cómo han sido registradas en sus catálogos y concluyen sugiriendo que lo mismo hagamos con las que aún poseemos. La pregunta obligada es: ¿Cuándo habrá un Plan de Rescate de las Joyas Bibliográficas de México? La tecnología de nuestros días en materia de reproducción de documentos lo permite. Como ejemplo tenemos la reproducción del Códice Florentino. La intervención de UNESCO, para tales propósitos, es muy eficaz. De esa manera, se reincorporarían al patrimonio nacional un buen número de las joyas dispersas por el infortunio. NOTAS 1 Manuel Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental. Edición Facsimilar. México, Editorial del Valle de México, S. A., 1981,3 v. (v. 2 pp.219-220). 2 Ibid. 3 Las portadas que ilustran el texto proceden de esta publicación.