El bisté

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El bisté
Al abandonar la Isla, una de las primeras acciones que emprende
un emigrante es un animalicidio: enviar la foto de un enorme bisté
sobre un plato, una especie de marca que preside la entrada a la
cultura norteamericana, pero con implicaciones que van más allá
de un trozo de músculo de res machacado, adobado con mojo
criollo Goya y puesto en una sartén de teflón o en un horno de
barbecue. Siguiendo la rima, eso fue lo que hizo al llegar a Miami
un sobrino político, criado en techo de placa con abundante sol,
meriendas de pan con pasta, croquetas ontológicamente
indeterminadas y guachipupas. Desde entonces, hemos mantenido
un intercambio más o menos sistemático por correo electrónico,
pero sospecho que mis primeros mensajes advirtiéndole los
peligros del exceso de peso --uno de los problemas de salud más
serios y preocupantes de la sociedad norteamericana--, de la
comida chatarra y las hormonas asociadas a la crianza y
comercialización del ganado vacuno, tuvieron al principio, por
buenas razones, el mismo efecto que si un radical de Boston le
hubiera pedido no comprar zapatillas Nikes por el outsourcing, la
sobrexplotación de la fuerza de trabajo en las fábricas de Taiwán o
en cualquiera de las maquilas de la frontera mexicanonorteamericana.
Más allá del bisté, para mi sobrino --como para tantos otros-- a
partir del aterrizaje comienza una secuencia de shocks, empezando
por los supermercados: caminar por sus pasillos supone enfrentarse
a un mundo desconocido y apabullante para el que no se tiene
entrenamiento previo. Lo mismo con las transacciones bancarias,
los pagos por Internet, los seguros, la letra del carro y de algo tan
fijo como la muerte: los impuestos. Paralelamente, están los
procesos de socialización. En el nuevo medio, los vecinos suelen
ser como espectros o simples barcos que pasan sin que el saludo
forme parte necesariamente del orden del día, lo cual contrasta con
el gregarismo cubano, mucho más si se proviene de una localidad
del interior donde la comunidad todavía juega un importante rol en
la vida de las personas y las viejas sacan las sillas a la puerta de la
casa para tomar el fresco, saludar y cuchichear. Allá en su capital
de provincia, “cada dos zancadas” entraba en una casa. Pero ahora
en los Estados Unidos hasta las visitas se cuadran por teléfono, y
las distancias son muy grandes. “Aquí los vecinos ni se ven, todo
el mundo está metido en lo suyo”, escribió antes de pasar a San
Diego, lugar del que terminaría escapando porque le pareció “un
municipio Bartolomé Masó, pero con carros”. Fue su manera
peculiar, aunque equivocada, de aludir a que estaba instalado en un
suburbio de clase media alta, en medio de animalillos que sólo
había visto en los muñequitos de Walt Disney, pero al que no se
podía acceder sino en automóvil. Y con una soledad, añadió, “del
carajo”.
También estampó una queja, de hecho uno de los trágicos
leitmotivs de los recién llegados: en los Estados Unidos, dijo, se
vive para trabajar, mientras que en otros lugares se trabaja para
vivir. Provenientes de un país donde el trabajo ha dejado de ser
importante, mal entrenados y sin una cultura de la eficiencia, los
nuevos emigrantes experimentan un corrientazo cuando tienen que
incorporarse a extensas jornadas laborales que pueden llegar a
ocupar seis de los siete días de la semana, sólo para cubrir los biles
(las cuentas) y ciertas comodidades propias de la vida en el
capitalismo desarrollado, hoy en medio de una molestísima crisis.
Tienen que aprender a competir apenas sin transición. Y si se vive
lejos, hay que salir en el carro temprano en la mañana, con los
primeros rayos de sol, y regresar a su caída para cenar algo, ver un
poco de TV y volver a lo mismo. Se produce entonces un cambio
respecto a la imagen que tenían antes de llegar, sobre todo cuando
los empleos están difíciles: “Aquí muchos dicen que esto ya no es
la Yuma, sino la Llama”, escribió medio alicaído desde un
apartamento de bajo costo en el que pudo instalarse después de
regresar a Miami, cerca de la Pequeña Habana. Y a los cinco
meses, envió por correo electrónico esta carta colectiva:
“Querida familia:
“He aprendido a vivir duros momentos como la separación de mi
familia dejándolos a todos atrás. He llorado porque no los tengo
cerca, y pensado mucho en mi mamá. Muchas veces sé que está
preocupada cuando no escribo, pero es que el tiempo aquí se va
como la espuma. Aquí estoy porque siempre quise venir para los
Estados Unidos, y siempre me acuerdo de mi tío cuando me decía
que llegaría en una época donde los Estados Unidos están pasando
por uno de los peores momentos, e iba a pasar bastante trabajo
antes de que pudiera levantar cabeza. Y que tenía que adaptarme a
una realidad muy distinta a la que yo conocía. Siempre lo
escuchaba, pero tenía una sola oportunidad: era ahora o nunca. Y
aquí he chocado con esa realidad muchas veces, el trabajo no
aparece, he encontrado empleo en lugares, pero el pago es muy
poco para tanto trabajo que hay que hacer. Sigo buscando cosas,
pero sin que lo exploten tanto a uno. A cada rato me acuerdo de
ustedes y me pregunto qué hago yo aquí. Pero ya tengo que seguir
pa´lante, estoy viviendo tiempos muy duros y se los digo a ustedes
porque son mi familia y no me gusta pintarle las cosas de otra
forma. Ahora estoy sin un trabajo fijo. Cada vez que tengo un
correo de ustedes, y no les digo mentira, las lágrimas se me salen y
me entra el gorrión. Yo estoy bien de salud, pero tengo el ánimo
bajo porque a veces me miro y digo ya tengo cinco meses aquí, y
he logrado poco, pero tengo que tener fe en que voy a mejorar y
salir pa´lante”.
“Los quiero a todos. Un beso bien grande a toda la familia de
quien nunca los olvida, pues siempre los tengo presente a todos”.
Bienvenido sobrino a eso que los sociólogos llaman el proceso de
ajuste.
Alfredo Prieto
Ensayista y editor cubano
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