382 JUAN A. MARTÍNEZ CAMINO lo exigiría si no fuera desde la perspectiva de que se trata de un contexto ya superado por la acción redentora de Dios en Cristo. Lo que propiamente pide, por tanto, es que no se deje de tener en cuenta a la hora de plantear los fundamentos de la moral cuáles son todas las posibilidades con las que el ser humano cuenta realmente: «se trata de eso: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que Él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser». Significa que Él «ha liberado nuestra libertad» (VS 103, cfr. 86). Sin esta libertad liberada hay que dar por supuesto que es imposible la realización del ser humano en toda su plenitud, es más, habría que dar por supuesta su perdición. El hombre «normal», no es, pues, para la antropología cristiana, el hombre sin Cristo, sino el hombre en Cristo, bautizado en Él (cfr. VS 20). Este punto de vista ha sido recuperado por la teología de nuestros días 3° y no debería dejar de ser hecho efectivo en la teología moral. En otra ocasión se podrá mostrar cómo las aportaciones teológicas de W. Pannenberg y Ruiz de la Peña son también destacados impulsos en esta misma línea de cristocentrismo antropológico. La encíclica Veritatis splendor es, sin duda, por ahora, estímulo más poderoso para ello. JUAN A. MARTÍNEZ CAMINO, SJ Madrid LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA «SEGUNDA» CONVERSIÓN «Para hacer viable la lectura de la doctrina de la gracia, es preciso recuperar la centralidad de la gracia increada y, consiguientemente, plantear la entera temática con categorías personalistas, superadoras de una concepción fisicista (aristotélica) que encuadra el agraciamiento dentro del esquema causa-efecto, en vez de captarlo como resultante de una relación interpersonal... Con todo, el enfoque persOnalista aquí propugnado tiene también sus riesgos: una comprensión actualista de la gracia, un cierto afecto antiontológico... Importa, pues, no olvidar, incluso dentro de una perspectiva personalista, que la gracia toca y transforma no sólo el operad del hombre, sino sobre todo su propio esse. De ahí la necesidad de hablar de una gracia creada, efecto real-objetivo de la gracia increada» 1. El teólogo asturiano Juan Luis Ruiz de la Peña propone aquí una clave para entender y elaborar los principales capítulos de una antropología teológica tejida toda ella sobre el cañamazo de una filosofía personalista. Es necesario, pues, evitar dos extremos: tanto la concepción fisicista como la actualista de la gracia. En el primer caso, la gracia se convierte en «algo» que actúa de forma impersonal sobre el sujeto humano; en el segundo caso, la gracia sería sólo un auxilio para el bien obrar, pasando por alto la repercusión ontológica que conlleva la transformación divinizante y que afecta a toda la persona del bautizado. El objeto de esta reflexión teológica intenta esclarecer las principales dimensiones de la antropología teológica implicadas en el sacramento de la penitencia, como sacramento de la «segunda» conversión, como justificación del bautizado pecador. Si el bautismo es el sacramento de la «primera» conversión, ambas conversiones, la «primera» y la «segunda», deberán entenderse en relación de la una a la otra. Estamos ante dos sacramentos distintos (el bau- 30 Cfr. Luis F. Ladaria, o. c., 110. También, en especial, Giacomo Biffi, «Liberti di Cristo» (S. Ambrogio). Saggio di antroplogia cristocentrica (Milán, 1998), donde sintetiza su investigación pionera de la llamada escuela de Milán; Colpa e liberta, nell'odierna condizione humana (Milán, 1959). 1 Ruiz de la Peña, J. L., «Sobre la estructura, método y contenidos de la Antropología Teológica«, en Studium Ovetense (1980) 357-358. 384 ALBERTO F. GARCÍA-ARGÜELLES tismo y la penitencia), dos conversiones distintas, pero, eso sí, la «segunda» ordenada a la «primera», la «segunda» se hace inteligible a la luz de la «primera». La antropología teológica de la «segunda» penitencia se hace igualmente inteligible a la luz de la antropología teológica bautismal. Poner aquí de relieve los aspectos básicos de la antropología teológica que subyace en la estructura del sacramento del perdón y de la reconciliación del bautizado pecador 2 , ayudará a comprender mejor por qué este sacramento es también sacramento de conversión, y no sólo de perdón y de reconciliación. La gracia de la «segunda» conversión —propia y específica de este sacramento— envuelve a la persona como un todo, afecta a todas las dimensiones del ser humano. El rito sacramental de la penitencia conlleva el cambio no sólo de un comportamiento exterior o de una determinada actitud (esto podría decirse sólo en el caso de la llamada «confesión de devoción»), sino también la transformación de toda la persona. El cambio que se efectúa en el sacramento no afecta sólo al modo de actuar sino también al modo de ser. La justificación del bautizado pecador ha de concebirse como una reestructuración de toda la persona mediante un proceso penitencial, a través del cual de injusto y enemigo se hace justo y amigo de Dios. Este hacerse justo —obra conjunta de la gracia y de la libre cooperación humana—, se verifica acomodándose al ritmo normal de la vida psíquica y al cambio real de la propia conducta moral de la persona. Este proceso de conversión requiere ordinariamente un cierto tiempo, pues el cambio de la orientación fundamental de la persona —cambio al que el sacramento no puede ser ajeno— no suele realizarse repentinamente de una forma más o menos puntual o momentánea. 2 Cuando se hace referencia al pecado o a la condición pecadora del bautizado, si no se indica otra cosa, se está entendiendo como una ruptura grave con Dios, con la comunidad y consigo mismo. El punto de referencia para entender el sacramento de la penitencia como reconciliación verdadera es aquella situación de pecado mortal en la que se encuentra el penitente, que pide el perdón sacramental a la Iglesia. para comprender la naturaleza y los efectos del sacramento de la penitencia, el parámetro de inteligibilidad al que debemos sentirnos continuamente referidos es aquel que, en palabras del Concilio de Trento, afecta «a los fieles que caen en el pecado después del bautismo», porque se han puesto «al servicio del pecado y están en poder del Demonio» y, consiguientemente, necesitan «renovar la gracia y reconciliarse con Dios». DS 1668; 16-70; 1701. Los demás casos, en los que no existe ruptura grave o pecado mortal, habrán de ser entendidos en sentido análogo al caso típico de la conversión y reconciliación del bautizado gravemente pecador. Es evidente que esta consideración no debe rebajar en nuestra estima el valor y la importancia espiritual y pastoral de la confesión frecuente de los pecados leves o veniales. LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA -SEGUNDA» CONVERSIÓN 385 1. EL PECADO COMO DESAJUSTE PERSONAL Cuando Ruiz de la Peña describe los rasgos típicos de la esencia del pecado habla claramente de «una dinámica disgregadora, que sitúa bajo el signo de la escisión todo lo que se había originado bajo el signo de la comunión (hombre-Dios, varón-mujer, hombre-mundo)... La experiencia del pecado contamina cualquier otra experiencia humana; ninguna zona queda exenta» 3. A la luz del dato revelado, el teólogo ovetense proporciona una noción de pecado personal en el marco propio en el que éste debe ser continuamente entendido, el del pecado original. El pecado personal se comprende mucho mejor cuando se le explica como ernergéncia de un «mysterium iniquitatis» (II Tes 2, 7: «mystérion tes anomías».). Es el misterio y reino del Pecado lo que nos permite descubrir toda la profundidad antropológica y el carácter de complicidad que entrañan los pecados personales. El pecado personal es mucho más que la transgresión de una ley divina o que un remordimiento en la conciencia moral, «lo que denominamos pecado original emerge como pecado en el pecado personal; éste no es más que la ratificación voluntaria de aquél; es el pecado original en acto, el germen produciendo su fruto» 4. Esta comprensión dinámica del pecado nos lleva a una idea igualmente dinámica del perdón de los pecados. Si el pecado es algo que atañe a la relación del hombre con Dios, el perdón de los pecados concierne igualmente a la esfera de lo personal, tiene repercusiones antropológicas en la persona del bautizado-pecador. El pecado, como la gracia, no es una «cosa» que se adquiere o que se pierde. «En cuanto expresión de relaciones interpersonales, es una magnitud dinámica, susceptible de graduación desde una realidad germinal hasta una plenitud que embarga la totalidad del sujeto en ella comprometido; puede crecer, disminuir, desarrollarse, etc...» 5. En la mente de I Jn, el pecado produce en el bautizado un desajuste entre el orden del esse y el orden del operari. Lo que parece impensable en la lógica teológica del autor sagrado («Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado»: 3, 9) se realiza dolorosamente en el campo de la expe- 3 Ruiz de la Peña, J. L., El don de Dios. Antropología Teológica Especial (Santander, 1991), 66, 4 Ibid., 190. «El pecado original significa que el hombre no es simplemente un ser que "a veces comete pecados" aquí o allá... Antes de decirnos que el hombre peca, el pecado original nos dice que el hombre es pecador. Y si luego, ulteriormente peca, se debe a eso»: González Fans, T Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre (Santander, 1987), 361. Santo Tomás de Aquino ya advertía que «in peccato originali virtualiter preexistunt omnia peccata actualia, sicut in quodam principio»: Summa Theol. q. 82, a. 2 ad 1. 5 Ruiz de la Peña, J. L., 190. ALBERTO F. GARCIA-ARGÜELLES LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA 'SEGUNDA. CONVERSIÓN riencia y de los hechos («Todo el que comete pecado quebranta también la ley, pues el pecado es quebrantamiento de la ley»: 3, 4) S . Cuando el bautizado comete pecado, se hace cómplice de la «anomía» y se sumerge en la más profunda contradicción. Ser pecador y bautizado contradice y malogra el ser más íntimo engendrado y nacido de Dios. El resquebrajamiento entre el ser (nacido de Dios) y el obrar (propio del hijo del Diablo) conduce a la más alta contradicción disgregadora y frustrante. contemplado desde esta perspectiva bíblica, debe tender a la «total» eliminación del pecado, de la causa y de sus consecuencias. Así se realiza la «segunda» conversión, a modo de un proceso penitencial, que implica de suyo una superación de etapas sucesivas '0. El camino espiritual de la conversión del cristiano pecador además de estar condicionado por el acto de pecado cometido, lo está sobre todo por el ser y la situación en la que el propio bautizado pecando se colocó. Para rehacer todo lo que el pecado deshizo en la persona del bautizado en su relación con Dios, con los otros y con el mundo se manifestó Cristo «para extirpar los pecados» («hamartías áre»: I Jn 3, 5); el Hijo de Dios se manifestó «para deshacerlos» («/Úse»: 3, 8). Ambos términos verbales Gairein» y «Wein».) tienen aquí el sentido de eliminar radicalmente el acto pecaminoso y sus consecuencias negativas)'. En el vocabulario hamartiológico de la Sagrada Escritura «subyace la idea de una ruptura o una distorsión de relaciones interpersonales, ya en su dimensión horizontal (interhumana), ya en su dimensión vertical (hombre-Dios). Más que designar una determinada acción o una concreta conducta, se denota con dichos términos bíblicos el ser y la situación del hombre ante Dios. Merece asimismo ser tenido en cuenta que resulta ajena a estos vocablos la distinción entre el pecado propiamente dicho y sus consecuencias: éstas forman parte de aquél, constituyendo a la vez la esfera de no salvación en la que se mueven los individuos y los pueblos» a. El ser y la situación del hombre ante Dios es lo realmente decisivo. Para San Juan el bautizado es un «nacido de Dios» que asume el modo de ser divino en contraposición al modo de ser diabólico y mundano (cfr. I Jn 3, 10; 4, 4; 5, 4); el bautizado que ha nacido de Dios es realmente hijo de Dios (I Jn 3, 1). En la mente de Juan son inseparables el fundamento ontológico de esa vida divina y la conducta moral del cristiano, de modo que la filiación divina se convierte en un concepto especifico que abarca tanto el ser como el obrar ". Es la realidad de la filiación divina la que nos descubre toda la hondura y desgarro interior que produce el pecado; «es justamente la revelación de la gracia lo que nos hace percatamos de la presencia del pecado y de sus dimensiones... Téngase presente que la fe cristiana no propone una hamartiología (una teoría del pecado) autoconsistente y que se agote en sí misma; así pues, la clave hermenéutica con que han de leerse (los aspectos referentes al pecado) no es otra que la célebre sentencia paulina: "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Fim 5, 20)» 12 . 386 El perdón de los pecados en el sacramento de la penitencia no debe entenderse como una «no imputación» (un «no tener en cuenta») los pecados del pasado pecaminoso del bautizado pecador s. El sacramento, 6 En este caso, parece que el autor sagrado no se refiere a los herejes, sino a los cristianos que todavía no han superado el pecado. El término «anomía» puede estar evocando el «mysterion tes anomías» de II Tes 2, 7; «el cristiano que comete pecado está proclamando que es un asociado secreto y un colaborador de Satanás; pecando, se pone bajo la férula del enemigo de Cristo y demuestra ser un verdadero hijo del Diablo» (vv. 7-10): Schnackenburg, R., Cartas de San Juan (Barcelona, 1980) 214. 7 Es sobre todo el término «aírein» el que tiene el doble sentido de cargar con eI pecado y liquidarlo radicalmente. El sacramento de la penitencia está ordenado a liquidar la causa (la culpa) del pecado mortal y también sus consecuencias negativas para la persona (pena temporal). 8 Ruiz de la Peña, J. L., 52-53. 9 Aunque en el sacramento el juicio de Dios se manifiesta como un juicio de gracia —como dice el Concilio de Trento: una «alieni beneficii dispensatio» (DS 1685)—, lo que si está claro desde una perspectiva de la doctrina católica es que el efecto del perdón sacramental no puede identificarse, desde una vertiente antropológica, con una mera amnistía o un puro indulto. Estos conceptos jurídicos ayudan a poner de relieve el carácter gratuito del don de la gracia, pero no hacen justicia a la exigencia dogmática de la «renovatio interioris hominis- (DS 1528). Una práctica indiscriminada de absoluciones sacramentales impartidas en forma gene- 387 El pecado del bautizado, al asentar la fractura en el núcleo personal de su condición filial, produce un serio desajuste en su persona. El hombre es un ser ineludiblemente abierto al Tú divino que le ha dado su origen y es esta relación constitutiva trascendente la que fundamenta su ral, que descuide la exigencia dogmática y antropológica de la renovación interior de la persona, corre el peligro de caer en un planteamiento actualista de la gracia y encierra en el fondo una idea criptoluterana del perdón. Lo mismo cabe decir de la práctica individual de la confesión, si en ella no se pone de relieve la cooperación libre y responsable del penitente en la obra de su curación espiritual. En el sacramento de la penitencia Dios lo hace todo, pero no solo. 10 Z. Alszeghy es de esta opinión cuando afirma que «la conversión tiene un inicio, un desarrollo e incluso después del momento de la justificación (cuando la caridad se ha hecho predominante) debe continuar»: «Discussioni sulla necessitá della confessione», en Rassegna di Teología 14 (1973) 76. 11 Schnackenburg, 206. 12 Ruiz de la Peña, 44-45. «La centralidad de Cristo sitúa el pecado en la perspectiva, justa; Él es el revés de la trama, la oscura urdimbre de una historia que Dios ha querido llena de gracia y que el hombre ha desgraciado»: ibid., 197. «La realidad, la hondura y la extensión del pecado universal sólo puede captarse inequívocamente a la luz de la salvación universal. Es la cruz de Cristo, y no la caída de Adán, lo que nos da la medida cabal de las dimensiones de la culpa»: ibid., 80. 389 ALBERTO F. GARCÍA-ARGÜELLES LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA «SEGUNDA. CONVERSIÓN índole personal y social. Por eso el pecado degrada, aliena y envilece al hombre, porque quiebra el referente original de su ser persona. ¡Cuánto más si esa fractura la contemplamos en quien ha sido engendrado por el bautismo como hijo de Dios! Para I Jn el paso de la esfera diabólica a la esfera divina pone efectivamente de manifiesto la necesidad de un cambio de conducta moral, pero considerado ese cambio moral no solamente por razones éticas, sino en función de reajustar en la persona todo lo que el pecado desajustó: el orden del ser y el orden del obrar. El reajuste antropológico que en este caso debe realizar el sacramento de la penitencia no consiste simplemente en un cambio de la conducta moral, sino en un tipo de cambio («segunda» conversión) cuya orientación, medios y meta deben estar determinados por el orden del ser-hijo de Dios. reconciliación con la Iglesia (dimensión eclesiall no sustituye ni suprime el proceso de la conversión, antes bien ambas realidades se coimplican. La reconciliación con la Iglesia y el proceso de conversión del penitente habrán de concebirse, al mismo tiempo, como la «res et sacramentum» del sacramento de la penitencia 14 . La reconciliación con la Iglesia no puede ser ajena al camino de la «segunda conversión» que comporta la curación espiritual del penitente (dimensión antropológica). Una y otra dimensión (la eclesial y la antropológica) se exigen mutuamente. Más aún, no pueden existir realmente la una sin la otra. La rehabilitación del bautizado-pecador en la plena condición de hijo de Dios (Padre) 15 no puede realizarse al margen de la intervención de la Iglesia (Madre). 388 La «segunda» conversión que se opera en el sacramento de la penitencia afecta tanto al modo de actuar como al modo de ser. La penitencia sacramental no produce de nuevo la filiación divina, pero sí rehace en el hijo de Dios, que ha pecado, todo lo que el pecado deshizo. La gracia de este sacramento reestructura a toda la persona del bautizado, mediante un proceso penitencial, a través del cual de «hijo del Diablo» (por su obrar ) se convierte de nuevo en «hijo de Dios», reajustando de este modo el «operari» a las exigencias teológicas y antropológicas del «esse». La gracia propia y específica del sacramento de la penitencia se orienta en la dirección de reintegrar al bautizado en la esfera eclesial de la gracia, en cuyo seno maternal él adquirió por primera vez la condición existencial de la filiación divina y fue liberado de la esclavitud del pecado; «el bautismo quita realmente el pecado original (canon 5 de Trento) no porque sea ésta su finalidad primera y específica, sino porque incardina al ser humano en el cuerpo agraciado de Cristo, que es su Iglesia, y consiguientemente anula su incardinación al cuerpo privado de gracia en que había nacido. Lo que se había contraído por la pertenencia a una sociedad, es cancelado por la integración en otra sociedad» 13 . El pecado produce una fractura en la relación del bautizado con la Iglesia y en el interior del propio pecador. Reajustar lo desajustado en el cristiano pecador no se realiza al margen de la reconciliación con la Iglesia. En la antigua penitencia canónica, el reajuste antropológico que implicaba la «segunda» conversión, se realizaba por medio de una especie de neocatecumenado de reiniciación cristiana de adultos bautizados (proceso penitencial, «spatium paenitentiae»), previo a la reconciliación con la Iglesia. Sin embargo, hoy en día, en el que la absolución sacramental se imparte ordinariamente antes de dicho proceso penitencial, la 13 Ibid., 191. «La gracia se dispensa corporativamente, en la mediación de la comunidad humana, cómo y por qué esa comunidad es mediadora de la propia personalidad». Ibid., 188. 2. LA JUSTIFICACIÓN DEL BAUTIZADO PECADOR COMO RESTAURACIÓN DEL «HOMBRE NUEVO» El proceso de la justificación del bautizado-pecador tiene lugar en el contexto de las relaciones interpersonales. El acontecimiento gracioso de la justificación no se realiza en el ámbito de un Sujeto que justifica (Dios) y de un objeto que es justificado (el hombre). El bautizado pecador es libre y responsable porque sigue siendo persona, de otro modo «la justificación será cualquier cosa menos gracia, autodonación de un ser personal a un ser personal» 16 . El proceso de la justificación tiene una 14 Para Santo Tomás la «res et sacramentum» de la penitencia es la contrición interna o «paenitentia interior» del bautizado pecador. En la actualidad muchos teólogos, inspirados en los testimonios de los Santos Padres y en la concepción eclesiológica del Concilio Vaticano II, prefieren explicar el efecto inmediato o intermedio del sacramento en la perspectiva de la «reconciliación con la Iglesia». Ambas explicaciones pueden complementarse, considerando conjuntamente las dimensiones eclesial y antropológica como dos aspectos de una misma realidad. De esta opinión es P. Adnés, quien afirma que «para resolver la dificultad y armonizar la doctrina tomista con la perspectiva eclesiológica, podemos concebir un efecto intermedio complejo de la penitencia o una "res et sacramentum° que comprende al mismo tiempo la reconciliación con la Iglesia y la contrición interna de Santo Tomás, que serían como las dos caras de un mismo e idéntico proceso: la reconciliación con la Iglesia tiene como corolario la infusión de la gracia del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, que mueve al penitente al acto de contrición interna, disposición última y exigitiva de la reconciliación con Dios, la cual es el efecto final o 'res tanturn' del sacramento»: La Penitencia (Madrid, 1981) 209. 15 Aspecto que hay que considerar en el marco de la antropología teológica y no sólo en el ámbito de la moral. 16 Ruiz de la Peña, 327; «la esclavitud (del pecado) no implica la imposibilidad de responder libremente a la gracia, sino la incapacidad humana para iniciar autónomamente el proceso de conversión y, a fortiori, para continuarlo y concluirlo sin el auxilio divino. De otra forma resultaría ininteligible el papel que se asigna a la fe en las teologías paulina y joánica de la justificación»: Ibid., 326. r 391 ALBERTO F GARCÍA-ARGOEll.r.S LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA -SEGUNDA.' CONVERSIÓN estructura dialógica, se realiza en el campo de las relaciones interpersonales, el hombre responde a la permanente interpelación que Dios hace por Cristo en la Iglesia. San Pablo y más tarde el Concilio de Trento asignan a la fe el carácter de «comienzo, fundamento y raíz de la justificación». La fe justificante es aquel acto complejo en el que interactúan al mismo tiempo la interpelación divina y la libre respuesta humana. inmediata y directamente a la obra de la «reconciliación» (2 Co 5, 18-20). El cristiano es «nueva creación» porque «Dios lo reconcilió consigo por Cristo» (v. 18). Muy unido al concepto «nueva creación» esta la reflexión paulina de la «reconciliación» 18. Si la reconciliación consiste en rehacer la relación rota por el pecado, la obra de la reconciliación que se actualiza en el sacramento de la penitencia deberá modificar substancialmente las relaciones personales del penitente. La «nueva creación» que se restaura por obra de la gracia sacramental en el bautizado arrepentido habrá de realizarse por un camino penitencial que subsane las relaciones pervertidas. 390 Para San Pablo, el perdón de los pecados no es una simple remisión de las culpas pasadas, es liberación del propio pecado presente, nueva creación, readmisión en la comunidad eclesial, restablecimiento -de la comunión con Dios en Cristo. En el proceso de la justificación se produce una transformación interior del hombre que el Apóstol explica valiéndose de las categorías «viejo» y «nuevo», ambos términos se corresponden como conceptos contrarios. La diferencia cualitativa entre lo «viejo» y lo «nuevo» se significa particularmente en la contraposición paulina «hombre viejo» y «hombre nuevo». El primero (cfr. Rm 6, 6: Col 3, 9; Ef 4, 22) es el hombre sometido al imperio del pecado; mientras que el segundo (cfr. Ef 2, 15; 4, 24; Col 3, 10) se refiere al hombre regenerado por Cristo y transformado en el orden del ser. San Pablo aplica a la teología bautismal las imágenes del hombre «viejo» y del «nuevo» (cfr. Rm 6, 6), teniendo esta antropología paulina también repercusión en el campo de la conducta moral (cfr. Col 3, 5-8) y en la comprensión de la Iglesia (cfr. Ef 2, 15; 4, 13) 17. En 2 Co 5, 17, San Pablo subraya el concepto antropológico de «nueva creación» aplicado al bautizado: «el que está en Cristo es nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo». Esta idea paulina se refiere al proceso de transformación interior que rebasa el ámbito de lo moral y de lo psicológico: «aún cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día» (2 Co 4, 16). Cristo es el origen de ese orden nuevo y, desde esa perspectiva, hay que comprender al cristiano. El cristiano es «hombre nuevo» y «nueva creación» no por el hecho de haber olvidado Dios su pasado pecaminoso, sino en virtud de la obra regeneradora de Dios en él. Los prodigios del antiguo éxodo son superados ahora por la acción del Espíritu sobre el hombre: «¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?» (Is 43, 18-19). La obra nueva que anuncia el profeta, el Apóstol ya la contempla realizada en y por Cristo. La obra recreada por Cristo en el hombre se caracteriza por su novedad soteriológica y escatológica. No debe pasarse por alto que la obra realizada por Cristo en el hombre y denominada como «nueva creación», San Pablo la vincula 17 Jeremias, J., «ánthropos», TWNT I, 336. La renovación del hombre interior se opera desbloqueando las relaciones del bautizado con Dios, con los otros y con el mundo (con Cristo y con la Iglesia). La «segunda» conversión es fundamentalmente conversión de relaciones personales de quien pecando se desvió de la orientación fundamental que imprime el bautismo. Cuando la relación del hombre con Dios se pervierte, se pervierten igualmente la relación del hombre con el hombre y la relación del hombre con el mundo. El proceso de la transformación interior del hombre reconciliado no puede ser ajeno a la conversión de sus relaciones personales, ello lo exige la obra de la reconciliación. Para restaurar el «esse>, del hombre es necesario convertir substancialmente su «esse ad». Para restaurar al «hombre nuevo» (en el bautizado) alienado y deteriorado por el pecado, eI proceso de la justificación no debe eludir eI ámbito concreto de sus relaciones personales, que lo constituyen como persona (Dios, los otros —la Iglesia— y el mundo) 19. Otra expresión paulina de carácter antropológico es la de «cuerpo de carne» («sóma tes sarkós»), que nos da a entender la densidad y espesor del pecado que lastran a la persona con un peso de tal calibre, que uno no puede liberarse de él sin el auxilio de la gracia. Por el bautismo el cristiano queda despojado de ese «cuerpo de carne»: «en él (Cristo) fuisteis circuncidados con circuncisión no quirúrgica, sino mediante el 1B «El hombre nuevo no se agota en la unilateral iniciativa divina de eliminar el hereditario estado de culpa del hombre, sirio que comporta una radical transformación del ser humano»: Büchsel, F., «Izatallásso», TWNT I, 256. 19 Junto con las expresiones paulinas de «nueva creación», «hombre nuevo», «reconciliación», que llevan consigo la idea de la novedad escatológica introducida en la historia por Cristo, hay que referirse también a la de «vida nueva», en cuanto participación en la novedad escatológica instaurada por Cristo. La «vida nueva» que brota del bautismo (Rm 6, 4) no se adquiere como una realidad estática. Por el bautismo los cristianos son injertados («siinfutoi») en la muerte de Cristo de modo que, unidos a Jesús en su muerte, puedan participar con Él gerrninalmente ahora en su resurrección (v. 5). La «vida nueva» en la persona germina, crece y está llamada a llegar a su plenitud en la gloria. Pero esa «vida nueva», germinada en el bautizado, puede experimentar a lo largo de su itinerario vital graves retrocesos y deterioros. 393 ALBERTO F. GARCÍA-ARGÜELLES LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA .SEGUNDA. CONVERSIÓN despojo de vuestro cuerpo de carne por la circuncisión en Cristo» (Col 2, 11). La circuncisión material no despojaba más que de un pequeño trozo de carne, pero la circuncisión bautismal en Cristo despoja de todo el «cuerpo de carne»; «sepultados con Cristo en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos. Y a vosotros que estábais muertos a vuestros delitos y en vuestra carne incircuncisa os vivificó juntamente con él y nos perdonó todos nuestros delitos» (vv. 12-13). ver a servir de nuevo... Me hacéis temer que haya sido en vano todo mi afán por vosotros» (Ga 4, 9.11). 392 La gracia sacramental del bautismo produce en el hombre el perdón de los pecados y una «vivificación» que brota de la fuente de la resurrección. A la luz de lo que es el cristiano liberado del poder del pecado, podemos percatamos analógicamente de lo que eI bautizado pecador puede volver a contraer: el «cuerpo de carne» con toda su fuerza envolvente y alienante profundidad 2D. La gracia sacramental de la penitencia no actúa solamente en la periferia del comportamiento exterior del penitente, también ella se «en-carna» hasta la misma profundidad en la que se enraizó el «cuerpo de carne», «lugar» en el que se generan y del que brotan lo que igualmente San Pablo llama las «obras de la carne» (Ga 5, 19; cfr. Rm 13, 14). La «carne», engendrando la realidad del pecado, ella misma queda también enredada en él. El «cuerpo de carne» no es algo que se le adhiera al hombre desde el exterior, no es que el pecador tenga un «cuerpo de carne», él es «cuerpo de carne». Si por el bautismo muere este «cuerpo de carne», no es de extrañar que San Pablo considere muertas igualmente sus obras pecaminosas, «puesto que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Ga 5, 21). Nos encontramos en este punto cercanos a aquella idea de I Jn 3, 9: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado». Pablo y Juan vinculan íntimamente el fundamento ontológico de la «nueva creación» (el uno) y de la «filiación divina» (el otro) a la conducta moral del cristiano. En uno y en otro caso, Ga 5, 24 y I Jn 3, 9, parecen ceder a una visión ideal del bautizado, al considerar inseparables, por razones de necesaria coherencia, el orden del ser y el del obrar. El Apóstol sabe también por dolorosa experiencia que ambos planos pueden llegar a confrontarse: «Mas, ahora que habéis conocido a Dios, o mejor, que él os ha conocido, ¿cómo retornáis a esos elementos sin fuerza ni valor, a los cuales queréis vol- 20 «El pecado posee un espesor y una potencia dinámica que sobrepasa al individuo pecador aisladamente considerado y a la mera suma de los pecado personales. Además de los pecados, existe lo que Pablo llama hamartía, el pecado como poder y como reino»: Ruiz de la Peña, 195-196. En los pecados personales emerge y se «en-cama» la realidad misteriosa del pecado, por eso «el pecado posee un espesor y una densidad que supera los de las acciones meramente individuales»: Ibid., 85. Las «obras de la carne», realizadas por el_bautizado, hacen revivir en él el «cuerpo de carne». Por eso, San Pablo pide que el incestuoso de Corinto sea «entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu se salve en el día del Señor» (I Co 5, 5). Este texto parece altamente esclarecedor para entender una finalidad que el propio autor sagrado asigna a la excomunión penitencial. No se trata en este caso de condenar al culpable. Lo que realmente se pretende es la. «destrucción-de la carne» (del «cuerpo de carne» y de sus «obras») y la «salvación del espíritu» (la restauración del «hombre nuevo», de la «nueva creación»). Se subraya aquí la dimensión antropológica implicada en la conversión del cristiano pecador. El paso de la «sarx» al «pneuma» coincide en el fondo con el proceso de justificación del bautizado pecador; es el camino de la «segunda» conversión, itinerario antropológico mediante el cual el bautizado pecador de hombre «carnal» se hace hombre «espiritual», proceso de cambio personal al que el sacramento de la penitencia no puede ser ajeno 21 . Contemplando San Pablo la Nueva Alianza como una «nueva creación», no podía olvidar la noción de «imagen» en la definición del «hombre nuevo». El fin que Dios persigue sobre el hombre es «reproducir (en él) la imagen de su Hijo» (Rin 8, 29). Ser conforme con la imagen del Hijo equivale a reproducir en el bautizado esa imagen, por la que se adquiere una nueva «morfé», una nueva condición existencial. Esta configuración con la imagen de Cristo, realizada por la acción inmanente del Espíritu Santo, se orienta hacia una conformación definitiva en la gloria, pero pasando previamente por el proceso de la justificación: «a los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó; a los que justificó, a esos también los glorificó» (v. 30). La gloria que el Hijo posee en propiedad como Imagen de Dios (2 Co 4, 4) va penetrando progresivamente en el cristiano: «mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Co 3, 18). 21 El concepto paulino «sarx», en paralelismo antitético con el de «pneuma», nos conduce a la idea de una fuerza que ejerce un influjo sobre toda la persona. Corno hemos visto en Gálatas, la fuerza destructora de la «carne», que aleja al pecador de Dios, no es una fuerza que se ejerza desde el exterior del hombre, es más bien una potencia que le inhabita. En sentido teológico este término alude a la existencia humana determinada no por su materialidad física, sino por su relación con Dios. El paralelismo antitético «carne»-«espíritu» representa una actitud global que condiciona a la totalidad del hombre. Éste o se deja mover por la una o por el otro Existen, pues, dos categorías de personas: las que pertenecen a la esfera de la «carne» y las que pertenecen a la esfera del «espíritu»: cfr. Schweizer, E., sarx, TWT V11, 132-134. 394 ALBERTO F. GARCÍA-ARGÜELLES LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA =SEGUNDA. CONVERSIÓN «Una antropología de la imagen no puede concebir ésta de modo estático y atemporal. El concepto imagen de Dios es dinámico, procesual, histórico, tanto en el plano individual como en el cole'ctivo» 22 . Este carácter dinámico, procesual e histórico de la imagen de Cristo, en la concreta vicisitud de una imagen formada y posteriormente deformada por los pecados personales del bautizado, es el propio de una antropología teológica implicada en la «segunda» conversión. En este caso es necesario restaurar la imagen desfigurada de Cristo en el cristiano. Reparar la escisión producida entre la imagen y su modelo postula el camino de una paenitentia «laboriosa», que de una forma libre y responsable recorre el penitente no como sujeto pasivo sino como sujeto agente, siempre movido y acompañado por la la gracia sacramental del perdón, de la reconciliación y de la segunda conversión. En el sacramento de la penitencia la fe de la Iglesia resume ejemplarmente la doctrina de la cooperación humana en la obra de la Redención, proporcionando una referencia muy importante para una comprensión católica de la gracia divina. hacia Dios. La frontera entre lo divino y lo humano no es impenetrable, se ha tornado permeable por la realidad de la encarnación. La situación de quien es imagen-desfigurada de Cristo precisa volverse «a quien» es la fuente de la gracia. «La charis paulina no es algo, sino alguien. Según Pablo, no basta con decir que hemos obtenido el acceso a ella por Cristo (Rm 5, 12); hay que decir además que el don es Cristo mismo: Él es, en efecto, lo que nos ha sido dádo graciosamente (Rm 8, 32)... Dicho brevemente: la «gracia de Dios» es la «gracia de Cristo» (I Co 1, 3; 16, 23; 2 CO 1, 2; 13, 13, etc.) y la «gracia de Cristo» es Cristo sin más» 23. Esta relación personal con Cristo produce un cambio radical de la condición humana, tanto en el nivel ontológico como en el operativo. «La justificación por la fe consiste en un vivir Cristo en nosotros: el ser en Cristo equivale en realidad al ser Cristo en nosotros. La justificación produce la unión interpersonal, la comunión vital entre Cristo y el cristiano» 24. El proceso de la justificación del cristiano pecador habrá de entenderse, pues, no como el efecto que produce una gracia impersonal que actúa a modo de causa eficaz sobre un sujeto pasivo, sino como condescendencia de Dios con el hombre y como trascendencia del hombre 22 Ruiz de la Peña, 19. «El hombre realiza este destino icónico, deiforme, a lo largo de una secuencia cuyos hitos, según la Biblia, son: la imagen formada (doctrina de la creación), la imagen deformada (doctrina del pecado), la imagen reformada (doctrina de la justificación y de la gracia), la imagen consumada (escatología)... Este proceso pone en evidencia la continuidad del sustantivo imagen, su carácter inamisible... ésta es, pues, la determinación originaria, sobre la que se modulan las diversas vicisitudes de la relación teologal»: Ibid. 23 Ruiz de la Peña, 250. 24 Ibid., 260. 395 La relación interpersonal Dios-hombre es agraciante para el ser humano y produce en él un nuevo modo de ser. Ese nuevo modo de ser no es algo distinto y sobreañadido al ser del hombre, «es sencillamente el hombre nuevo, remodelado y recreado por la autocomunicación divina» 25 . El proceso de la justificación por el que se opera la transformación del «hombre viejo» en «hombre nuevo», para el Apóstol, además de afectar al comportamiento moral exterior, repercute también en el ámbito de la mente y de los sentimientos, en el conocer y el sentir. El conocimiento del misterio de Dios que los judíos esperaban lograr a partir de la Ley, ahora el bautizado debe esperar alcanzarlo del propio Cristo. Los cristianos, «despojados del hombre viejo con sus obras y revestidos del hombre nuevo se van renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (Col 3, 9-10). Este conocimiento («epígnosis-1, que es conforme a la «imagen» de su Creador, Cristo lo concede al bautizado y no consiste tanto en un saber teórico de Dios, cuanto de una saber existencial, que acompaña al continuo renovarse del hombre nuevo. Expresiones paulinas tales como «conocer la voluntad de Dios» (Rm 2, 18), «conocer la ley» (Rm 7, 1), «conocer el veredicto de Dios» (Rm 1, 32), no afirman un conocimiento o un saber teórico, sino el reconocimiento obediente de la voluntad de Dios por la que se adhiere a Él la totalidad de la persona; «para Pablo el conocimiento de Dios va acompañado necesariamente de su reconocimiento» 26. Este conocimiento del misterio y de la voluntad divina se realiza, pues, en paralelo con la renovación interior del cristiano a medida que la imagen cristológica va tomando forma en él. El conocimiento que se va adquiriendo en forma progresiva acompaña conn.aturalmente al sentimiento del amor: «lo que pido en mi oración es que vuestro amor («agápe») siga creciendo cada vez más en conocimiento («epignósei».) y todo discernimiento» (Flp 1, 9). San Pablo pide para los colosenses la gracia del «pleno conocimiento de la voluntad de Dios con toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Col 1, 9). A medida que se va desfigurando la imagen de Cristo en el cristiano, se va oscureciendo igualmente el conocimiento de Dios y de su voluntad divina. La «segunda» conversión debe pasar también ineludiblemente por la recuperación de la mente, que razona y discierne a la luz de la fe. El cambio del modo de ser, que se realiza en la conversión, debe incluir necesariamente el cambio del modo de pensar. 25 Ibid., 349. 26 Schmitz, E. D., «epignósko», «epígnosis», en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento I (Salamanca, 1980) 304. ALBERTO F. GARCÍA-ARGÜELLES LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA DE LA .SEGUNDA. CONVERSIÓN Por otra parte, los cristianos deben revestirse de «los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Flp 2, 5), y ello equivale a «revestirse del amor ("agdpe")» (Col 3, 14). En los versículos 12 y 13 el autor sagrado invita a los colosenses a «revestirse» de un conjunto de actitudes y sentimientos, todos ellos se vinculan y se hallan encarnados en el sentimiento supremo del amor: «revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene quejas contra otro». Es, en último término, el verdadero amor que implica y expresa todos los sentimientos que Dios manifestó al mundo por medio de su Hijo. Connatural con el ser del «hombre nuevo» es «conocer a Dios» y «tener los sentimientos de Cristo». El pecado afecta al orden del ser, del pensar, del querer y del sentir. Por eso, San Pablo atestigua que tanto la esfera de la «carne» como la esfera del «espíritu» generan sus propios sentimientos: «Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual» (Rm 8, 5). han sumido en una situación que contradice lo que él es. El camino espiritual de la «segunda» conversión, que debe recorrer, tiene su punto de arranque en la concreta situación en la que él mismo pecando se colocó. Si el pecado degrada y aliena al ser humano, porque quebranta el referente original (teológico) de su ser persona, el pecado del cristiano repercute de un modo especial en la relación paterno-filial generada en el bautismo. Si en el proyecto original del Creador ser «hombre» y «pecador» constituye una contradicción, cuánto más en la conjunción «cristiano» y «pecador». 396 El Apóstol recuerda a los cristianos de Roma que ellos no están en la carne, sino en el espíritu, «ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros; el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8, 9). La transformación de la mente y el cambio de las actitudes y de los sentimientos eallsible porque «el amor de Dios ha sido derrailiado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). La obra de la verdadera conversión es sobre todo obra del Espíritu Santo en el hombre. Si el bautizado puede tener los mismos sentimientos de Cristo es porque el Espíritu de Cristo actúa en aquél transubjetivando los sentimientos de éste: «recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 15-16). Los sentimientos filiales de Jesús, expresados con la singular expresión de «Abbá», son transferidos por obra del Espíritu Santo al bautizado incorporado al Cuerpo del Señor. El proceso de la conversión repercute también en la psicología del pecador, realizando en él el cambio de los sentimientos y deseos propios de la carne por aquellos otros, que son los propios de quien vive en el espíritu. El cambio del modo de ser incluye igualmente el cambio del modo de sentir. 3. CONSIDERACIONES FINALES El alejamiento de Dios conlleva la ruptura de sí mismo, enajenando a la persona de la realidad más profunda de su ser personal. El bautizado pecador, sumergiendo su existencia en el «viejo» orden del pecado, ha desajustado sus relaciones con Cristo y con la Iglesia. Sus pecados le 397 El pecado del bautizado deteriora gravemente al «hombre nuevo» engendrado por el agua y el Espíritu. Desfigura en él la imagen de Cristo, al mismo tiempo que se oscurece el «conocimiento» de Dios y el «sentimiento» de Cristo (el modo de pensar y el de sentir propios del cristiano). Desvía la orientación fundamental bautismal, dando un nuevo rumbo a la vida. Modifica actitudes y sentimientos, que se acaban ellas mismas convirtiendo en fuente de nuevos actos de pecado. El espesor y la potencia dinámica del pecado se vuelven a encarnar en el cristiano, envolviéndole en una especie de «cuerpo de pecado» que, sin el auxilio ascendente de la gracia, le lastran haciéndole deslizarse por la pendiente y cediendo poco a poco al peso de la gravedad que conduce a la frustración. El pecador, convertido de nuevo en un «cuerpo de carne», vive enredado y tropezando frecuentemente en sus propios pecados. La dinámica destructora del pecado inhabita a la persona, incorporándola a la esfera del pecado y desfigurando en ella la imagen del Redentor. Un bautizado pecador es una imagen-desfigurada de Cristo. Al Señor Jesús, que es la imagen perfecta de Dios y el hombre perfecto, es a quien el pecador debe convertirse para reparar la escisión entre el Modelo y lo modelado. La relación personal con Cristo es la esencia de toda conversión evangélica. La condescendencia de Dios en Cristo ha hecho posible la trascendencia del hombre a Dios. Por denso y espeso que sea el pecado, la frontera entre Dios y el hombre, entre Cristo y el bautizado pecador, permanece siempre abierta a una relación reconciliada. La justificación del bautizado pecador re-produce la unión interpersonal, la comunión vital entre Cristo y el cristiano en el Corpus Christi de la Iglesia. Una comprensión más dinámica de la reconciliación con la Iglesia y de la «segunda» conversión, como efectos del sacramento, ayudan a entender la repercusión antropológica de la gracia sacramental: por la mediación eclesial de la gracia el cristiano pecador se va rehabilitando progresivamente. La obra de la reconciliación, consistente en rehacer las relaciones rotas con Dios y con los hermanos, comporta una modificación substancial de las relaciones personales del penitente. No puede haber «hombre nuevo» ni «nueva creación» si no- se subsana la perversión de las rela- ALBERTO F. GARCÍA-ARGÜELLES 398 ciones personales. La justificación del bautizado pecador se realiza a medida que se van desbloqueando sus relaciones con Dios y con los demás. La «renovatio interiores hominis», de la que habla el Concilio de Trento 27, se realiza en la conversión de sus relaciones personales: sin reconciliación tampoco hay verdadera conversión. La finalidad del sacramento del perdón, de la reconciliación y de la conversión del bautizado pecador consiste en rehacer en él todo lo que el pecado deshizo. La penitencia sacramental fija la orientación y los medios penitenciales medicinales para reconducir al cristiano a la vía bautismal, de la que pecando se extravió. Una versión más antropológica del antiguo concepto teológico de la «remisión de la pena temporal» nos lleva a la idea de un «proceso de reiniciación cristiana de adultos». El catecumenado bautismal y dicho proceso de reiniciación cristiana son dos procesos distintos, responden a dos sacramentos distintos, pero los dos están orientados y movidos por la misma meta hacer que «Cristo tome forma (de nuevo, en el caso de la penitencia) en el hombre» (cfr. Ga 4, 19). ALBERTO F. GARCÍA-ARGOELLES Oviedo ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Y TEOLOGÍA. ¿UN CONTENCIOSO RESUELTO? He abordado ya este tema en otras ocasiones 1. En el presente artículo trataré de ampliar las reflexiones de entonces profundizando algunos de sus aspectos y haciendo aportaciones nuevas que juzgo necesarias. La ocasión brindada no puede ser más oportuna: el merecido homenaje al teólogo amigo, fallecido hace menos de un año, Juan Luis Ruiz de la Peña y del Solar, cuya obra teológica, impregnada de un sentido humanista innegable, cumple crecidamente las condiciones requeridas por el quehacer teológico en estos momentos. Ni que decir tiene que en sus escritos se juega siempre la baza de la complementariedad y equilibrio entre dos saberes llamados a entenderse:el antropológico racional y el teológico fundamentado en la fe. No en vano escribió: «Dios entra en la definición bíblica del hombre. En otros términos: Dios es el tú del hombre, pero además (lo que es más sorprendente), el hombre es el tú de Dios» 2. Este parámetro, definidor de su pensamiento, justifica suficientemente el tema de nuestra colaboración porque, si el quién del hombre y el quién de Dios no son dos cuestiones disparatas 3, es obvio que cualquier teología que se pretenda auténtica debe contar con un discernimiento antropológico previo a nivel racional que posibilite su andadura. Deseo aclarar desde el principio que la conexión postulada entre antropología filosófica y teología no puede conducir a la primera a sobrepujarse en la segunda, ni a ésta a quedar reducida a aquella trascendida. No propongo, por tanto, ninguna antropo-teología como solución del conflicto ni defiendo las relaciones de buena vecindad o contigüidad entre ambas. Mucho menos abogo por el contraste beligerante interdis- 27 DS 1528 y 1542. 1 J. de Sahagún Lucas, «Filosofía antropológica y quehacer teológico», Burgense 26/2 (1985), 493-512; Id., «Relación entre filosofía y teología en los últimos decenios», Burgense 34/1 (1993), 41-47. 2 J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental (Santander, 1988), 9. 3 Id., Muerte y marxismo humanista. Aproximaciones teológicas (Salamanca, 1978), 198; Id., Imagen de Dios..., e. c., 177.