EL ASCENSO DE CHINA Y EL FUTURO DE OCCIDENTE G. John Ikenberry El ascenso de China será, sin duda, uno de los más grandes dramas del siglo XXI. El extraordinario crecimiento económico de China y su activa diplomacia ya están transformando a Asia del Este, y las próximas décadas serán testigo de incrementos todavía mayores en el poder y la influencia chinos. Pero cómo se desarrollará este drama sigue siendo una pregunta sin respuesta. ¿China acabará con el orden internacional actual o formará parte de él? Y, en todo caso, ¿qué puede hacer Estados Unidos para mantener su posición mientras China sigue ascendiendo? Algunos observadores consideran que la era estadounidense está llegando a su fin, ya que el orden mundial orientado hacia Occidente está siendo reemplazado por un orden dominado cada vez más por Oriente. El historiador Niall Ferguson ha escrito que el sangriento siglo XX fue testigo del "declive de Occidente" y de una "reorientación del mundo" hacia el Oriente. Los realistas van más allá y señalan que, conforme China se vuelve más poderosa y la posición de Estados Unidos se erosiona, es probable que ocurran dos cosas: China tratará de utilizar su creciente influencia para reconfigurar las reglas y las instituciones del sistema internacional de manera que sirvan mejor a sus intereses, y otros Estados del sistema -- especialmente el hegemón en declive -empezarán a considerar a China como una amenaza cada vez mayor para su seguridad. Según ellos, esto resultará en tensión, desconfianza y conflicto, todos rasgos típicos de una transición de poder. De acuerdo con esta visión, el drama del ascenso chino estará caracterizado por una China cada día más poderosa y un Estados Unidos en declive, enfrascados en una batalla épica por las reglas y el liderazgo del sistema internacional. Y a medida que el país más grande del mundo emerge, no desde dentro sino desde fuera del orden internacional establecido después de la Segunda Guerra Mundial, es un drama que concluirá con el gran ascenso de China y el comienzo de un orden mundial centrado en Asia. Sin embargo, este curso de los acontecimientos no es inevitable. El ascenso de China no tiene por qué desencadenar una transición hegemónica violenta. La transición del poder de Estados Unidos a China puede ser muy diferente a las del pasado, porque China tiene frente a sí un orden internacional que es esencialmente muy distinto a aquellos que tuvieron que enfrentar las potencias emergentes del pasado. China no sólo tiene frente a sí a Estados Unidos, sino a todo un sistema centrado en Occidente, con raíces políticas amplias y profundas que es abierto, está integrado y se basa en reglas. La revolución nuclear, mientras tanto, ha hecho poco probable la guerra entre grandes potencias, eliminando así la principal herramienta que las potencias emergentes han utilizado para subvertir los sistemas internacionales defendidos por Estados hegemónicos en declive. En pocas palabras, es más fácil unirse al orden occidental actual que intentar destruirlo. Este orden inusualmente duradero y expansivo es, en sí mismo, producto del liderazgo visionario de Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no sólo se estableció como la principal potencia mundial. Fue un líder en la creación de instituciones universales que no sólo estaban abiertas a la membresía global, sino que también crearon vínculos más estrechos entre democracias y sociedades de mercado. Construyó un orden que facilitó la participación y la integración de las grandes potencias establecidas así como de los países recientemente independizados. (Con frecuencia se olvida que este orden de la posguerra se diseñó, en gran parte, para reintegrar a los Estados derrotados del Eje y a los atribulados Estados aliados en un sistema internacional unificado). Hoy, China puede conseguir pleno acceso a este sistema y prosperar dentro de él. Si lo hace, China ascenderá, pero el orden occidental se mantendrá, siempre y cuando se gestione adecuadamente. Al enfrentarse con una China en ascenso, Estados Unidos debe recordar que su liderazgo en el orden occidental le permite configurar el ambiente en el que China tomará decisiones estratégicas de gran importancia. Si quiere preservar su liderazgo, Washington debe trabajar para fortalecer las reglas y las instituciones que sostienen dicho orden, permitiendo que sea aún más fácil unirse a él y mucho más difícil destruirlo. La gran estrategia de Estados Unidos debe construirse alrededor de la divisa "el camino hacia el Oriente pasa por Occidente". Debe plantar las raíces de este orden tan profundamente como sea posible, dando a China más incentivos para que se integre que para que se oponga, e incrementando las oportunidades para que el sistema sobreviva, aun después de que disminuya el poder relativo de Estados Unidos. Inevitablemente, llegará a su fin el "momento unipolar" de Estados Unidos. Si la lucha definitoria del siglo XXI es entre Estados Unidos y China, esta última tendrá ventaja. Si la lucha es entre China y un sistema occidental renovado, el triunfo será de Occidente. Las ansiedades de la transición China está claramente en camino de convertirse en una potencia global formidable. El tamaño de su economía se ha cuadruplicado desde que se instauraron las reformas de mercado, a fines de la década de los setenta, y, según algunos cálculos, se duplicará otra vez en el curso de la próxima década. China se ha convertido en uno de los más grandes centros manufactureros del mundo y consume aproximadamente una tercera parte del suministro mundial de hierro, acero y carbón. Ha acumulado grandes reservas de divisas con un valor que, a finales de 2006, era superior a un billón de dólares. El gasto militar de China ha aumentado a una tasa ajustada para la inflación de más de 18% anual, y su diplomacia se ha extendido no sólo en Asia, sino también en África, América Latina y el Medio Oriente. De hecho, mientras que la Unión Soviética rivalizaba con Estados Unidos exclusivamente como un competidor militar, China está surgiendo como un rival tanto económico como militar, lo que presagia un profundo cambio en la distribución de poder en el mundo. Las transiciones de poder son un problema recurrente en las relaciones internacionales. Tal como lo han descrito expertos como Paul Kennedy y Robert Gilpin, la política mundial ha estado marcada por una sucesión de Estados poderosos que surgen para organizar el sistema internacional. Un Estado poderoso puede crear y hacer cumplir las reglas y las instituciones de un orden global estable en el cual pueda alcanzar sus intereses y garantizar su seguridad. Pero nada dura para siempre: Los cambios de largo plazo en la distribución de poder hacen surgir nuevos Estados retadores, quienes detonan una lucha por las reglas del orden internacional. Los Estados emergentes quieren traducir el poder recientemente adquirido en una autoridad mayor dentro del sistema global, para reformular las reglas y las instituciones de acuerdo con sus propios intereses. Los Estados en declive, por su parte, temen perder el control y se preocupan por las implicaciones en materia de seguridad que pudiera tener su debilitada posición. Estas coyunturas están llenas de peligros. Cuando un Estado ocupa una posición de liderazgo en el sistema internacional, ni él ni Estados más débiles tienen incentivos para cambiar el orden existente. Pero cuando crece el poder de un Estado retador y se debilita el poder del Estado líder, surge una rivalidad estratégica y, en consecuencia, el conflicto -- que incluso puede convertirse en guerra -- se vuelve probable. El peligro de las transiciones de poder puede ilustrarse de manera por demás dramática con el caso de Alemania a finales del siglo XIX. En 1870, el Reino Unido tenía una ventaja de 3 a 1 sobre Alemania en términos de poder económico y también una ventaja militar significativa. Para 1903, Alemania ya iba a la cabeza tanto en términos de poder económico como de poder militar. A medida que Alemania se unificó y creció, también lo hicieron sus insatisfacciones y sus exigencias, y conforme se hizo más poderosa, comenzó a figurar cada vez más como una amenaza para otras grandes potencias en Europa. Así comenzó la competencia por la seguridad. En los realineamientos estratégicos que siguieron, Francia, Rusia y el Reino Unido, otrora enemigos, se unieron para hacerle frente a una Alemania emergente. El resultado fue una guerra europea. Muchos observadores creen que está surgiendo esta misma dinámica en las relaciones sino-estadounidenses: "Si China continúa con su impresionante crecimiento económico durante las próximas décadas, Estados Unidos y China podrían enfrascarse en una intensa competencia por la seguridad, con mucho potencial para desembocar en una guerra", escribió John Mearsheimer, un experto de la tradición realista. Pero no todas las transiciones de poder suscitan guerras o subvierten el orden anterior. En las primeras décadas del siglo XX, el Reino Unido cedió su autoridad a Estados Unidos sin gran conflicto o siquiera una ruptura de relaciones. Desde finales de la década de los cuarenta y hasta principios de la década de los noventa, la economía japonesa creció del equivalente a 5% del PIB estadounidense, a más de 60% del PIB de Estados Unidos, y, a pesar de todo, Japón jamás desafió el orden internacional existente. Evidentemente, hay distintos tipos de transiciones de poder. Algunos Estados han visto crecer dramáticamente su poder económico y geopolítico, y aun así se han adaptado al orden existente; otros, al crecer, han buscado cambiarlo. Ciertas transiciones de poder han llevado al desmantelamiento del viejo orden y al establecimiento de una nueva jerarquía internacional; otras, en cambio, sólo han producido ajustes limitados en el sistema regional y global. Una variedad de factores determina la manera como se desarrollan las transiciones de poder. La naturaleza del régimen del Estado que va en ascenso y su grado de insatisfacción con el viejo orden son aspectos críticos: a finales del siglo XIX, Estados Unidos, un país liberal separado de Europa por un océano, fue más capaz que Alemania de abrazar el orden internacional centrado en Gran Bretaña. Pero aún más decisivo es el carácter del orden internacional en sí mismo, ya que es la naturaleza del orden internacional la que define la elección de un Estado emergente entre desafiar el orden o integrarse a él. Un orden abierto El orden occidental de la segunda posguerra no tiene precedente en la historia. Cualquier orden internacional dominado por un Estado poderoso se basa en una mezcla de coerción y consentimiento; pero el orden establecido por Estados Unidos se distingue por haber sido más liberal que imperial, e inusualmente accesible, legítimo y duradero. Sus reglas y sus instituciones están arraigadas en, y son reforzadas por, las fuerzas globales y cambiantes de la democracia y el capitalismo. Es un orden expansivo, con una amplia y creciente gama de participantes y partes interesadas. Es capaz de generar un crecimiento económico y un poder enormes, mostrando al mismo tiempo moderación, todo lo cual hace que sea difícil de destruir y que sea fácil integrarse a él. Fue una intención explícita de los artífices del orden occidental de la década de los cuarenta hacer que dicho orden fuera integrador y expansivo. Antes de que la Guerra Fría dividiera al mundo en bandos opuestos, Franklin Roosevelt buscó crear un único sistema mundial gestionado por grandes potencias cooperativas que reconstruiría la Europa devastada por la guerra, integraría a los Estados derrotados y establecería mecanismos para la cooperación en materia de seguridad y para el crecimiento económico expansivo. De hecho, fue Roosevelt quien insistió -- a pesar de la oposición de Winston Churchill -- en que China fuera incluida como miembro permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El entonces embajador de Australia en Estados Unidos, después de su primer encuentro con Roosevelt durante la guerra, escribió en su diario: "Dijo [Roosevelt] que había tenido numerosas discusiones con Winston sobre China y que sentía que Winston tenía cuarenta años de retraso con respecto a China; comentó que le parecía muy peligroso que continuamente se refiriera a los chinos con los términos peyorativos de Chinks y Chinamen. Roosevelt quería mantener a China como amigo porque en un plazo de 40 ó 50 años fácilmente podría convertirse en un Estado muy poderoso militarmente". Durante la siguiente mitad del siglo, Estados Unidos usó con buenos resultados el sistema de reglas e instituciones que había creado. Alemania Occidental estaba atada a sus vecinos democráticos de Europa occidental, por medio de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (y más tarde por la Comunidad Europea) y con Estados Unidos por medio del pacto atlántico de seguridad. Japón, por su parte, estaba vinculado firmemente con Estados Unidos mediante una alianza y lazos económicos cada vez más numerosos. En 1944, la reunión de Bretton Woods sentó las bases de las reglas monetarias y comerciales que facilitaron la apertura y el consiguiente florecimiento de la economía mundial: un logro sorprendente, dados los estragos de la guerra y los intereses en competencia de las grandes potencias. Otros acuerdos entre Estados Unidos, Europa occidental y Japón solidificaron el carácter abierto y multilateral de la economía mundial de la segunda posguerra. Después del comienzo de la Guerra Fría, el Plan Marshall en Europa y el pacto de seguridad de 1951 entre Estados Unidos y Japón favorecieron la integración de las potencias derrotadas del Eje en el orden occidental. En los últimos días de la Guerra Fría, el sistema volvió a demostrar que era notoriamente exitoso. Durante la decadencia de la Unión Soviética, el orden occidental ofrecía un conjunto de normas e instituciones que dio a los líderes soviéticos tanto tranquilidad como formas de entrar, lo que, al final, sirvió para alentarlos a formar parte del sistema. Más aún, el liderazgo compartido del orden aseguraba poder integrar a la Unión Soviética. Mientras el gobierno de Reagan seguía una política de línea dura hacia Moscú, los europeos buscaban la distensión y la participación. Por cada "empujón" de línea dura, había un "jalón" moderador, lo que permitió a Mikhail Gorbachev poner en marcha reformas de alto riesgo. En vísperas de la reunificación alemana, el hecho de que una Alemania unida formara parte de las instituciones europeas y atlánticas -- en vez de convertirse en una gran potencia independiente -- ayudó a tranquilizar a Gorbachev y a que pensara que ni las intenciones alemanas ni las occidentales eran hostiles. Después de la Guerra Fría, el orden occidental gestionó, una vez más, la integración de una nueva oleada de países, esta vez provenientes del antiguo bloque comunista. Tres características particulares del orden occidental han sido determinantes para este grado de éxito y de longevidad. En primer lugar, a diferencia de los sistemas imperiales del pasado, el orden occidental está construido en torno a reglas y normas de no discriminación y apertura de mercado, lo cual crea condiciones para la promoción de las metas económicas y políticas de los Estados emergentes en su seno. A lo largo de la historia, los órdenes internacionales han variado mucho en términos de si los beneficios materiales que se generan son acumulados de manera desproporcionada por el Estado líder o si se comparten ampliamente. En el sistema occidental, las barreras a la participación económica son bajas y los beneficios potenciales son altos. China ya descubrió que es posible obtener grandes rendimientos económicos si opera dentro de este sistema de libre mercado. En segundo lugar está el carácter de su liderazgo, el cual se basa en el establecimiento de coaliciones. Los órdenes anteriores habían tendido a estar dominados por un solo Estado. Quienes tienen intereses en juego en el orden occidental actual incluyen una coalición de potencias organizadas alrededor de Estados Unidos: una diferencia importante. Estos Estados líderes, en su mayoría democracias liberales avanzadas, no siempre están de acuerdo, pero están comprometidos con un proceso continuo de "toma y daca" sobre cuestiones de economía, política y seguridad. Generalmente, en las transiciones de poder toman parte dos países, un Estado emergente y un hegemón en declive, y el orden se colapsa tan pronto como cambia el equilibrio de poder. Pero en el orden actual, la conjunción mayor de Estados democráticos y capitalistas, con la consiguiente acumulación de poder geopolítico, cambia el equilibrio a favor del orden mismo. En tercer lugar, el orden occidental de la segunda posguerra tiene un sistema de reglas e instituciones inusualmente denso, incluyente y con amplio apoyo. A pesar de sus carencias, es más abierto y está más basado en normas que cualquier otro orden anterior. La soberanía estatal y el Estado de derecho no son sólo normas consagradas en la Carta de las Naciones Unidas. Son parte de la profunda lógica operativa del sistema. A decir verdad, estas normas están evolucionando y el propio Estados Unidos ha sido históricamente ambivalente -- y ahora más que nunca -- con respecto a vincularse a las leyes e instituciones internacionales. Pero el sistema en su conjunto es denso en reglas e instituciones multilaterales: globales y regionales, económicas, políticas y de seguridad. Éstas representan uno de los grandes avances de la era de la segunda posguerra. Han sentado las bases para contar con niveles sin precedente de cooperación y autoridad compartida en el sistema global. Los incentivos que estas características crean para que China se integre al orden internacional liberal se ven reforzadas por el cambio en la naturaleza del ambiente económico internacional, especialmente en lo que se refiere a la nueva interdependencia impulsada por la tecnología. Los dirigentes chinos más visionarios entienden que la globalización ha cambiado el juego y que China, por lo tanto, necesita socios fuertes y prósperos alrededor del mundo. Desde el punto de vista estadounidense, una economía china sana es vital para Estados Unidos y el resto del mundo. La tecnología y la revolución económica global han creado una lógica de las relaciones económicas que es diferente a la del pasado, lo que ha hecho que la lógica política e institucional del orden vigente sea todavía más poderosa. Adaptarse al ascenso Actualmente, el beneficio más importante de estas características es que otorgan al orden occidental una capacidad extraordinaria para dar cabida a potencias emergentes. Los nuevos integrantes del sistema tienen distintas maneras de adquirir estatus, autoridad y oportunidades para desempeñar un papel en el gobierno del orden. El hecho de que Estados Unidos, China y otras grandes potencias tengan armas nucleares también limita la capacidad de una potencia emergente para subvertir el orden existente. En la era de la disuasión nuclear, la guerra entre grandes potencias ya no es, afortunadamente, un mecanismo de cambio histórico. Los cambios promovidos por la guerra se han abolido como proceso histórico. El sólido marco reglamentario e institucional del orden occidental ya ha comenzado a facilitar la integración de China. En un principio, China abrazó ciertas reglas e instituciones con propósitos defensivos: proteger su soberanía y sus intereses económicos, al tiempo que buscaba convencer a otros países de sus intenciones pacíficas, participando en asociaciones regionales y globales. Pero, como señala el especialista Marc Lanteigne: "Lo que separa a China de otros Estados, y sin duda de potencias mundiales anteriores, es que no solamente está 'creciendo' dentro de un ambiente de instituciones internacionales mucho más desarrollado que nunca antes, sino que, más importante aún, lo está haciendo a la vez que hace un uso activo de estas instituciones para promover que el país desarrolle su estatus como potencia mundial". En resumen, China está trabajando cada vez más dentro, y no fuera, del orden occidental. China ya es un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, un legado de la determinación de Roosevelt de construir el órgano universal alrededor del liderazgo de diversas grandes potencias. Esto le concede a China la misma autoridad y las mismas ventajas del "excepcionalismo de gran potencia" que tiene el resto de los miembros permanentes. El sistema de comercio global existente también es valioso para China, y lo es cada vez más. Los intereses económicos chinos son bastante congruentes con el sistema económico global vigente -- un sistema abierto y laxamente institucionalizado al que China ha aceptado con entusiasmo y en el que ha prosperado -- . A fin de cuentas, el poder estatal hoy está basado en el crecimiento económico sostenido, y China es muy consciente de que ningún Estado importante puede modernizarse si no se integra al sistema capitalista global; si un país quiere ser una potencia mundial, no tiene más remedio que incorporarse a la Organización Mundial del Comercio (OMC). El camino hacia el poder global, en efecto, corre a través del orden occidental y de sus instituciones económicas multilaterales. China no sólo necesita acceso continuo al sistema capitalista global; también quiere la protección que ofrecen las reglas e instituciones del sistema. Los principios del comercio multilateral de la OMC y sus mecanismos de solución de controversias, por ejemplo, ofrecen a China herramientas para defenderse de las amenazas de la discriminación y del proteccionismo a las que se enfrentan con frecuencia las potencias emergentes. La evolución de las políticas en China indica que los dirigentes chinos reconocen estas ventajas: en la medida que el creciente compromiso de Beijing con la liberalización económica ha aumentado la inversión extranjera y el comercio de los que ha disfrutado China, Beijing ha abrazado cada vez más las reglas del comercio global. Es posible que a medida que China defienda a la OMC, el apoyo de las economías occidentales más maduras hacia este organismo disminuya. Pero es más probable que tanto los países emergentes como aquellos en declive consideren valiosos los mecanismos cuasi legales que permiten dirimir o, al menos, diluir los conflictos. Las instituciones económicas internacionales existentes también ofrecen oportunidades para que nuevas potencias asciendan a través de sus jerarquías. En el Fondo Monetario Internacional (FMI) y en el Banco Mundial, la gobernanza se basa en cuotas económicas, las cuales los países en crecimiento pueden traducir en una "voz institucional" mayor. A decir verdad, el proceso de ajuste ha sido lento. Estados Unidos y Europa aún controlan el FMI. Washington tiene 17% de los votos (aunque antes tenía 30%) -- una cantidad que le permite tener el control, ya que se necesita 85% de aprobación para actuar -- y la Unión Europea tiene una voz muy importante en el nombramiento de 10 de los 24 miembros de la junta directiva. Pero cada vez hay más presiones, especialmente la necesidad de recursos y de mantener su importancia, las cuales seguramente persuadirán a los Estados occidentales a admitir a China en el círculo interno de estas instituciones de gobernanza económica. Los accionistas existentes del FMI, por ejemplo, prevén dar un papel mayor a los países en vías de desarrollo en ascenso como una necesidad para renovar la institución y que pueda salir de su estado actual de crisis de misión. En la reunión del FMI en Singapur, en septiembre de 2006, acordaron reformas que darán a China, México, Corea del Sur y Turquía una mayor voz. En la medida que China se despoje de su estatus de país en vías de desarrollo (y, por lo tanto, de cliente de estas instituciones), será cada vez más capaz de actuar como donante y como parte interesada. El liderazgo en estas organizaciones no solamente es un reflejo del tamaño económico de un país (Estados Unidos ha conservado su cuota de voto en el FMI, a pesar de que su peso económico ha decaído); no obstante, el avance gradual dentro de ellas generará importantes oportunidades para China. Transferencia del poder y cambio pacífico Desde esta perspectiva, el ascenso de China no tiene por qué llevar a una lucha explosiva con Estados Unidos sobre las reglas y el liderazgo globales. El orden occidental tiene el potencial de transformar la transición de poder que se avecina en un cambio pacífico en términos favorables para Estados Unidos. Pero esto sólo sucederá si Estados Unidos se da a la tarea de fortalecer el orden existente. Actualmente, con Washington preocupado por el terrorismo y la guerra en el Medio Oriente, la reconstrucción de las reglas e instituciones occidentales puede parecer para algunos un asunto sólo de marginal importancia. Muchos funcionarios del gobierno de Bush se han mostrado abiertamente hostiles hacia el sistema multilateral, basado en reglas, que Estados Unidos ha diseñado y encabezado. Esta hostilidad es absurda y peligrosa. China se volverá poderosa: ya está en ascenso y el arma estratégica más poderosa de Estados Unidos es la capacidad para decidir qué clase de orden internacional estará instaurado para acogerla. Estados Unidos debe volver a invertir en el orden internacional occidental, reforzando los aspectos de ese orden que estimulen la participación, la integración y la moderación. Mientras este orden vincule más a los Estados democráticos capitalistas en instituciones con raíces profundas, sea más abierto, de consenso y basado en reglas, y sus beneficios se distribuyan más ampliamente, será más probable que las potencias emergentes quieran y puedan asegurar sus intereses por medio de la integración y la adaptación y no por medio de la guerra. Además, si el sistema occidental ofrece reglas e instituciones que beneficien a todos los países -- a aquellos en ascenso y en decadencia, débiles y fuertes, emergentes y maduros -- su predominio como orden internacional es casi seguro. Lo primero que debe hacer Estados Unidos es reposicionarse como el más ferviente promotor del sistema global de gobernanza que sostiene al orden occidental. Al hacerlo, en primer lugar, facilitaría el tipo de solución colectiva de los problemas que hace que todos los países estén en una mejor situación. Al mismo tiempo, cuando otros países vean a Estados Unidos usar su poder para fortalecer las reglas e instituciones existentes, ese poder se considerará más legítimo -- y la autoridad de Estados Unidos saldrá fortalecida -- . Los países occidentales se inclinan más a trabajar con, en vez de contra, el poder estadounidense, lo cual refuerza la posición central y el dominio de Occidente mismo. La renovación de las reglas y de las instituciones occidentales requerirá, entre otras cosas, la actualización de los viejos acuerdos que sostenían los pactos clave de seguridad de la segunda posguerra. La premisa estratégica detrás de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de las alianzas de Washington con el este asiático es que Estados Unidos trabajará con sus aliados para proveer seguridad e incluirlos en las decisiones sobre el uso de la fuerza. En correspondencia, los aliados operarán dentro del orden occidental encabezado por Estados Unidos. Actualmente, la cooperación en materia de seguridad en Occidente sigue siendo extensa, pero ahora que las principales amenazas a la seguridad son menos obvias de lo que eran durante la Guerra Fría, los propósitos y responsabilidades de estas alianzas están sujetos a debate. Por consiguiente, Estados Unidos necesita reafirmar el valor político de estas alianzas, reconociendo que son parte de una arquitectura institucional occidental más amplia que permite a los Estados hacer negocios entre sí. Estados Unidos también debe renovar su apoyo a las instituciones multilaterales de gran alcance. En el frente económico, esto incluiría construir sobre los acuerdos y la estructura de la OMC, lo que implica llevar a cabo esfuerzos para concluir las negociaciones de la actual Ronda de Doha que busca extender las oportunidades de mercado y la liberalización comercial a los países en vías de desarrollo. La OMC está en una etapa crítica. El principio básico de la no discriminación está en riesgo debido a la proliferación de acuerdos comerciales bilaterales y regionales. Mientras tanto, crecen las dudas sobre si la OMC podrá, de hecho, llevar a cabo una liberalización del comercio, particularmente en el sector agrícola, que beneficie a los países en desarrollo. Estos asuntos pueden parecer limitados, pero está en juego el carácter fundamental del orden liberal internacional, es decir, su compromiso con las reglas universales de apertura y distribución amplia de los beneficios. Algunas dudas similares se ciernen sobre una multiplicidad de otros acuerdos multilaterales -- sobre el calentamiento global y la no proliferación nuclear, entre otros -- y éstos también exigen un liderazgo estadounidense renovado. La estrategia en este caso no sólo consiste en asegurarse de que el orden occidental sea abierto y se base en reglas. Se trata también de evitar que el orden se fragmente en una serie de acuerdos bilaterales y "minilaterales", que provoquen que Estados Unidos se encuentre vinculado a apenas unos cuantos Estados clave en varias regiones. En un escenario semejante, China tendría una oportunidad para crear su propio conjunto de pactos bilaterales y "minilaterales". Como resultado de esto, el mundo se dividiría en dos esferas en competencia: la de Estados Unidos y la de China. Mientras más relaciones económicas y de seguridad sean multilaterales e incluyentes, es más probable que el sistema global mantenga su coherencia. Además de defender la apertura y la permanencia del orden, Estados Unidos debe redoblar sus esfuerzos para integrar a los países en vías de desarrollo emergentes en las instituciones globales clave. Incorporar a los países emergentes en la gobernanza del orden internacional le dará nueva vida. Estados Unidos y Europa deben encontrarle un lugar en la mesa no sólo a China, sino también a otros países como Brasil, India y Sudáfrica. Un informe de Goldman Sachs sobre los llamados BRIC (Brasil, Rusia, India y China) señalaba que, para 2050, el conjunto de las economías de estos países podría ser mayor a la suma de las economías de los países que originalmente formaban el G-6 (Alemania, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido). Cada institución internacional presenta sus propios desafíos. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es, quizá, la más difícil de manejar, pero su reforma también traería los mayores beneficios. Algunas instituciones menos formales -- como el llamado G-20 y varias otras redes intergubernamentales -- pueden ofrecer avenidas alternativas en términos de voz y de representación. El triunfo del orden liberal El tema clave que deben recordar los líderes estadounidenses es que puede ser posible que China supere a Estados Unidos en solitario, pero es mucho menos probable que China pueda conseguir jamás rebasar el orden occidental. En términos de peso económico, por ejemplo, China aventajará a Estados Unidos como el país más grande del sistema global alrededor de 2020. (Por su población, China requiere un nivel de productividad de sólo la quinta parte de lo que necesita Estados Unidos para convertirse en la economía más grande del mundo). Pero cuando se considera la capacidad económica del sistema occidental en su conjunto, los avances económicos de China parecen ser mucho menos significativos. La economía china será mucho menor que las economías combinadas de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) por mucho tiempo. Esto es todavía más claro en lo que concierne al poder militar: China no puede aspirar a acercarse al gasto militar total de los países de la OCDE en el futuro cercano. El mundo capitalista democrático es un grupo muy poderoso para la preservación y la expansión del orden internacional existente. Si China intenta levantarse y desafiar el orden actual, tiene una tarea mucho más compleja que tan solo enfrentar a Estados Unidos. El "momento unipolar", con el tiempo, terminará. El dominio de Estados Unidos llegará a su fin algún día. Por lo tanto, la gran estrategia estadounidense debe estar motivada por una pregunta fundamental: ¿Qué clase de orden internacional quisiera ver en funciones Estados Unidos cuando sea menos poderoso? Ésta podría ser la pregunta neorawlsiana de la era actual. El filósofo político John Rawls afirmaba que las instituciones políticas deberían concebirse tras un "velo de ignorancia", esto es, que los artífices deberían diseñar instituciones como si no supieran con precisión en dónde se situarán dentro de un sistema socioeconómico. El resultado sería un sistema que salvaguarde los intereses de una persona sin importar si es rica o pobre, débil o fuerte. Estados Unidos necesita llevar esta visión a su liderazgo del orden internacional actual. Debe establecer instituciones y fortalecer las reglas que salvaguardarán sus intereses, sin importar qué lugar ocupe exactamente en la jerarquía o cómo se distribuya el poder en 10, 50 ó 100 años. Afortunadamente, este orden ya está en marcha. La tarea ahora consiste en hacerlo tan extenso e institucionalizado que China no tenga más remedio que convertirse en un miembro pleno de este sistema. Estados Unidos no puede impedir el ascenso de China, pero puede ayudar a garantizar que el poder de China se ejerza en el marco de las reglas y de las instituciones que Estados Unidos y sus socios han creado a lo largo del último siglo: reglas e instituciones que puedan proteger los intereses de todos los Estados en el mundo cada vez más poblado del futuro. La posición global de Estados Unidos puede estar debilitándose, pero el sistema internacional que este país encabeza puede seguir siendo el orden dominante del siglo XXI.