La persona de al lado

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La persona
de al lado
Marcos Tabossi
Mercedes, Buenos Aires
Mayo de 2012
Una señal golpeó mi puerta
¿Es posible saber si llevamos la vida que queremos llevar mientras
estamos empapados de las ocupaciones cotidianas? ¿Es recomendable
renunciar a todo lo que perturba nuestro pensamiento y convertirnos
de un momento a otro en un gurú oriental investigando nuestros
rincones más oscuros para encontrar lo que buscamos? Pero ¿sabemos
en realidad lo que buscamos?
Me ha pasado muchas veces estar tirado en el sillón viendo la tele y
levantarme de un impulso para ir a la cocina o a la habitación en busca
de algo, lo que sea. Y al llegar a la cocina o a la habitación y prender la
luz, quedarme estático, perplejo. Me agarro la cabeza, empiezo a mirar
para todos lados y después me rio. Otra vez me olvidé lo que fui a
buscar. Pero sigo mirando sin mirar, esperando que el objeto deseado
se presente ante mis ojos y me diga acá estoy, me buscabas a mí.
Lo importante en esos casos es la actitud, asumir que uno es medio
idiota pero mantenerse en pie, no darse por derrotado, expectante
de recordar, mientras recorro todo con la mirada, lo que fui a buscar.
Algunas veces, las más humillantes, Majo me ha encontrado en esa
posición sin poder contener la risa burlona y los chistes sobre el paso
de los años, la memoria perdida y el adelantamiento de la senilidad.
Prefiero esto a volver al sillón derrotado, vencido, y esperar allí, con el
zapping de aliado, que reaparezca como por arte de magia el objeto o
la necesidad en mi cabeza.
Ese estado de alerta es el que elijo cada día para estar preparado
por si alguna señal golpea la puerta. Yo creo que hay un momento en
la vida en el cual algo aparece, una señal se nos presenta o un hecho
sucede que, si estamos atentos y nos animamos, puede cambiar el
curso de nuestra historia. Los psicólogos lo llaman trauma, yo prefiero
segundo nacimiento.
A partir de allí nos damos cuenta del cambio, no antes. Mi viejo
dice que sólo cuando llegó la televisión en color se dio cuenta de
todo lo que se perdía con el blanco y negro, y aunque se haya
acostumbrado a diferenciar las distintas tonalidades de grises e
imaginar el color real de la ropa de los personajes de las novelas,
ya nada era igual. Le habían mejorado su calidad de vida sin que lo
pidiese. Mi abuela, por ejemplo, sólo cuando mejoró y estabilizó su
presión y volvió, después de mucho tiempo, a probar la comida con
sal, se dio cuenta de todo lo que se había perdido y de que todavía
conservaba sus papilas gustativas.
A mí me pasó lo mismo. Como estar en Londres en invierno y de
repente, en un pestañeo, encontrarme en la llanura pampeana en
verano. Se disipó la neblina en la que vivía y el horizonte de mi visión
se extendió al infinito. Me di cuenta de lo que no quería, como un
histérico, sin saber lo que sí deseaba. Es un primer paso, y suficiente
para decidir renunciar a muchos de los elementos que me ayudaron a
vivir con seguridad en ese mundo de niebla y de confusión.
No es necesario que sea un acontecimiento extraordinario, fuera
de lo común, ni que altere el curso del mundo. Un hecho pequeño,
cotidiano, particular o efímero puede producir este cambio si aparece
en el momento adecuado. En ese instante justo en donde la persona
está preparada para correr el velo, para cambiar el rumbo.
Puede ser una película, una intervención del analista, una charla
con amigos, un libro o una frase del almacenero frustrado.
Nada de esto es sin costo, nada es gratuito. A partir de allí
vinieron, junto a las renuncias pertinentes, las opiniones de los
opinólogos cercanos, las conjeturas de los filósofos de mi cuadra, los
estás loco y los si vos querés eso para vos…
En mi caso fue cruzarme con dos libros. Digo cruzarme porque
llegaron a mis manos casi sin la participación de mi voluntad, lo cual
refuerza mi teoría de que América en Bicicleta (de Andrés Ruggeri)
fue el libro que debía leer en ese momento. Ni antes ni después. El
autor es un antropólogo argentino que viajó desde Buenos Aires hasta
Cuba en bicicleta en el año 1998. En el libro no sólo se encuentran
descripciones geniales de los paisajes vistos, sino también un fuerte
contenido humano en anécdotas, vivencias propias y dando un
completo panorama
sobre la situación política y social imperante en
los lugares visitados. El segundo libro que me motivó se llama Atrapa
tu sueño y es la historia de una pareja de Pilar que decidieron realizar
un viaje en un auto antiguo ("Graham Peige" de 1928), desde Pilar
hasta Alaska. Ellos son Herman y Candelaria Zapp.
Las señales se convierten en tales cuando, quién las recibe, se
percata que son para él. Ya no podía hacerme el distraído ni seguir
mi vida como si nada hubiese pasado. Fue el momento en donde
debía desafiarme, conocerme, saber hasta dónde puedo ser capaz
y volcarme al proyecto que sentí propio desde el inicio. Estaba
convencido de que ese viaje lo realizaría como sea, aunque no tenía
bien en claro qué me motivaba, tampoco me preocupaba.
Mi primer viaje sería recorrer el norte argentino (desde Tucumán),
cruzar Bolivia y, si las provisiones, el dinero, y el físico resistían, ir
hasta el Cuzco, Perú. O tal vez hasta Ecuador. Eso lo decidiría más
adelante. Lo importante era la decisión de empezar.
La bici, el tercero en discordia
La última vez que había andado en bicicleta fue hace unos cuántos
años, en una playera con amigos y dando vueltas a la plaza San Martín
de Mercedes donde se juntaban las chicas más deseadas a tomar mate.
Fue así como comencé la búsqueda de asesoramiento para conseguir
la bici adecuada para mí, y para el viaje. Una vez conseguida la bici
debía conocer sobre los percances más comunes que tendría y sobre los
secretos más simples para mejorar la comodidad y el desgaste de cada
trayecto.
Apenas comenté, sin demasiados detalles, sobre el proyecto a mi
familia, empecé a comprender que las cosas no se dan porque sí. Que
no es sólo un capricho la decisión de intimar con la bicicleta. Allí me
anoticié, por mi madre, que tengo un primo segundo (primo hermano
de ella) apasionado por el ciclismo y el aire libre, que se llama Omar
Richeze, que en sus años de juventud había ganado la competencia
más importante del país, la doble Bragado, y que tiene dos hijos que en
aquel momento corrían para un equipo italiano. ¿Genética? ¿Herencia?
¿Destinos familiares? Lo cierto es que mi entusiasmo crecía y mi familia
extensa también.
El primer contacto con mi nuevo primo, Omar, fue telefónico. Días
después lo conocí personalmente y lo encontré muy entusiasmado con
mi idea. Estuvimos un buen rato en su bicicletería de Haedo
junto
con Majo, mi novia, que me acompañaba sin convencimiento. Entre
cubiertas viejas y bicicletas abandonadas colgadas del techo y las
paredes con un gancho hicimos las presentaciones formales del caso,
corroborando nuestro parentesco como sorpresa fingida, como si
fuese un acontecimiento inédito tener un primo segundo desconocido.
Después le hice un breve repaso de mi vida, desde mi nacimiento a la
actualidad, y de la vida que llevaban cada uno de mi familia. Por fin,
cuando se agotaron las preguntas curiosas fuimos a lo nuestro. Entre los
consejos, advertencias y anécdotas familiares desempolvadas, elegimos
la bicicleta. Aunque insistía en que se la pague en cuotas o como pueda
decidí pagar todo en ese momento, al contado.
Esa tarde volví a Buenos Aires, con una bicicleta muy buena, con
miedo a que me la roben en el TBA y con una novia sorprendida.
Empezaba a explorar un mundo nuevo. Elementos ignorados hasta
entonces pasaban a formar parte de mi vida, cada día me acercaba más
al amplio mundo de la bicicleta. Como el jinete que debe saber sobre los
caprichos y las mañas de su caballo, yo trabajaba en mejorar el vínculo
y conocer al detalle a mi nueva confidente.
Majo estaba inestable, por momentos tenía exageradas
manifestaciones de alegría por mi proyecto, aclaraciones recurrentes
de que me acompañaría en todo. En fin, todo lo que se supone que yo
quería escuchar. Pero al día siguiente sus ojos se le llenaban de celos
cuando me veía pasándole la franela a la bicicleta. ¿Tenés tiempo para
tomar unos mates? Me preguntaba socarronamente. En uno de esos
días me confesó, después de habernos tomado dos vinos en una cena,
que a veces sentía un poco de celos, que no lo podía controlar, y que
después de veía como una estúpida y entonces intentaba compensar
demostrando forzosamente estar en el mismo barco que yo.
Al principio me causaba gracia que alguien pueda tener celos de un
objeto. Pensaba cómo puede estar rebajándose tanto y compitiendo
el amor con una bicicleta, qué tipo de inseguridad tiene para ponerse
en ese plano. Que esté sensible por mi viaje, que suponga que no la
necesito, que voy a estar con otras mujeres, que voy a dejar un amor
en cada puerto o incluso, que encuentre en algún pueblo a la mujer
de mi vida y me quede a vivir allí, es comprensible. Son los temores
lógicos. Pero que la rabia aparezca mientras limpio la bicicleta, no podía
entenderlo hasta que noté el tiempo que pasaba con ella, con la bici.
La limpiaba casi todos los días, la miraba, la dejaba apoyada contra la
pared en el medio del living en el departamento de dos ambientes para
poder verla de todos los ángulos, le compraba accesorios para que esté
más linda, la tocaba. Todo lo que últimamente no venía haciendo con
Majo.
Los primeros ensayos
Era invierno y disponía de algunos meses para la preparación física
(y mental). Comencé a realizar paseos prolongados en el asfalto de
Capital federal al salir del trabajo. Luego me inicié en la ruta con viajes
a San Isidro y a Tigre. Recuerdo el sábado que me propuse ir hasta
Mercedes por primera vez. Estaba bastante fresco y no tenía muy claro
el camino a seguir. No me agradaba la idea de tomar la autopista, pero
no conocía otra salida del monstruo bonaerense.
Debía pedalear ciento catorce kilómetros. Ese día me levanté muy
entusiasmado. Estrené las calzas que había comprado el día anterior
y me sentí el rey de las rutas sin siquiera haber pisado la vereda.
Tenía tanta adrenalina que me veía con la fuerza y la resistencia de
un gladiador. Desayuné como siempre, poco y mal, y me preparé dos
botellas de jugo de naranja para el viaje. Gran error, el primero de una
serie innumerable. A los veinte kilómetros ya me estaba maldiciendo.
Allí empecé a entender que llevando sólo liquido no es suficiente
para tamaño esfuerzo.
Salí temprano y apurado, no sé por qué. Para el mediodía estaba
terminando la ruta vieja de Lujan, quedándome el último trayecto de
autopista que culmina en Mercedes. A esa altura, ya había perdido
en el camino las fuerzas y la voluntad. Hoy creo que fue por la mala
alimentación, por la obstinación de querer llegar, y en lo posible
batiendo record. Llegué a Mercedes tan desesperado que al entrar me
perdí en el ejercicio mental de contar los árboles.
El primer intento me había desmoralizado, mi cuerpo estaba
destrozado, pero de todas formas lo había logrado. Recuerdo la alegría
que tenía cuando el reloj marcaba cien kilómetros realizados. Le
tomé fotos por todos los ángulos. Tiempo después, esas cifras serían
cotidianas y sin tantos festejos.
Nunca me voy a olvidar de aquellos primeros viajes y de ver las
caras incrédulas y de asombro de mis amigos al verme con calzas bajar
de la bicicleta recién arribado de Capital.
Después de aquella primera gran experiencia empecé a tomarme
en serio el asunto, cuidándome en las comidas y en las actividades
rutinarias. Tenía que tomar conciencia y llevar una vida un poco más
saludable si quería emprender la travesía. Mis cambios en el cuidado
físico, en las comidas y en la rutina fueron acompañados de los
cambios en los comentarios de mis amigos y mi familia. En un principio
subestimaban mi idea y me recordaban cada proyecto que se me ocurría
y que moría casi antes de nacer. Me anoticiaban de mi inestabilidad en
los deseos y del carácter volátil y efímeros de mis pensamientos.
Yo reconocía todo aquello porque era verdad. Siempre fue mi talón
de Aquiles, la inestabilidad en mis decisiones y en mis gustos. Pero
estaba íntimamente seguro de que ésta vez la cosa era diferente.
Lo intuía, lo sabía. Pero no podía gritarlo porque ya había usado
repetidamente argumentos de este tipo, basados en las peripecias de la
pasión y en intuiciones difusas con muy poco de condimento racional.
Entonces agachaba la cabeza y recibía pasivamente los sabios consejos
de mis amigos. Aunque ésta vez los golpes del corazón eran más
fuertes.
A medida que pasaban los días y yo seguía dando forma a la
organización del viaje las actitudes de ellos pasaban de la subestimación
a la preocupación.
Los comentarios eran del estilo de;
“pensalo bien”,… “¿estás
seguro?”,… “¿para qué lo haces? Mirá que no tenés que demostrarle
nada a nadie”. Los que jugaban al psicólogo me decían… “¿de qué
querés escapar?”…
Yo sabía que siempre iba a encontrar opiniones de este tipo y que el
apoyo nunca es unánime. Mucho menos ante una idea como ésta que va
contra los proyectos más comunes de la sociedad.
Finalmente, y antes de subirme a la ruta, los murmullos de las
preocupaciones pasaron a ser, en su mayoría, gritos de aliento y de
fuerzas.
Tampoco necesitaba del apoyo masivo para emprender el viaje.
Ésta experiencia era para mí, por eso lo hacía solo. Aunque no tenía
bien en claro los motivos que generaban el cosquilleo interno, no me
preocupaba por encontrarlos, ya aparecerían.
Lo que sí tenía en claro es la curiosidad y el misterio que me
ha despertado siempre el alma humana, ese motor del hombre
que
produce
comportamientos
impredecibles
y
muchas
veces
incomprensibles. Tal vez la falta de claridad sobre mi persona se
proyectaba también hacia los otros. No lo sé.
En este vínculo prefiero la observación detenida que la participación
activa, lo cual alienta una personalidad un tanto retraída y tímida, pero
nunca distante ni desinteresada del fenómeno humano. Y con esto tenía
que ver la realización del viaje. Quería conocer paisajes vivientes, con
personas que sean las presentadoras, con historias que los ilustren. Un
mimo a la sensibilidad y un desprecio al razonamiento.
Majo no era la excepción. Ella tampoco estaba convencida. Aunque
jamás puso mala cara ante cada ocurrencia mía apoyándome siempre
en cada idea, por más alocada que sea, ésta vez era distinto. Las
cosas no estaban del todo bien y tenía razones para creer que éste
emprendimiento sería el comienzo del fin. De todos modos, medio a
regañadientes, terminó por apoyarme y acompañarme en lo que fuera
necesario.
El último gran ensayo fue el viaje que hicimos a Campana, Zarate y
Baradero. Majo se ofreció a acompañarme y yo acepté gustoso. Fueron
alrededor de ciento cincuenta kilómetros que incluían, no solo el viaje,
sino también el estreno de las alforjas y del equipamiento de camping.
Fue un viaje revelador. Cruzar el puente de Zarate brazo largo en
bicicleta me modificó la dimensión que yo tenía de aquella construcción
tantas veces transitadas con mi familia primero, y después con mis
amigos, para ir a los carnavales de Gualeguaychú. Todo era más grande
o yo era más pequeño, no lo sé.
Descubrir algo maravilloso es gratificante, pero descubrirlo por
segunda vez y con otros ojos es aún más sorprendente. A veces me
pasa de poder ver el lado oscuro de las cosas. No es lo común, pero
cuando me pasa es una sensación única y entiendo un poco más lo que
los filósofos denominan actitud contemplativa. Supongo que mantener
todo el tiempo esa actitud me terminaría aislando del mundo y
quedándome solo en esa realidad paralela ajena a los criterios comunes.
Lo cierto es que las cosas tienen otras caras, es como el dado, y acceder
a esos recintos para dar un poco de luz, al menos por un instante, hace
de la vida una experiencia apasionante.
Mientras pedaleaba podía ver el movimiento de mis piernas sobre
la bicicleta en perfecta sintonía con los tirantes del puente, con el río
debajo y con el paisaje periférico. El gran caudal de autos y camiones
que avanzaban lentamente me recordaba el cuento “la autopista del
sur” de Cortázar, donde un grupo de personas heterogéneas deben
sobrevivir y convivir en un embotellamiento en los accesos a Paris que
se prolonga por dos o tres días. Allí suceden situaciones extremas por
resolver como la administración de los víveres que ocasionalmente se
encuentren en los autos o el perjuicio de la salud de personas mayores
que empiezan a sentir en el cuerpo la insólita situación en la que se
encuentran. Todos en auto que, supuestamente, otorga libertad y
movilidad. Más recordaba el cuento y más libre me sentía, aliado del
viento y amigo del camino.
Mientras sonreía y disfrutaba pensaba que contradicción tan grande
la del homo consumens que compra libertad, movilidad y autonomía
en envase de automóvil y que lo conducen casi como un destino de
tragedia griega al embotellamiento.
En el trayecto de Zarate a Baradero aprendí (por segunda vez) que
no se debe especular ni con el líquido ni con la comida. Confiados en
que encontraríamos una estación de servicio nos lanzamos a la ruta con
un triste desayuno en el estómago. La estación nunca apareció, pero sí
los reproches, el desaliento y la falta de voluntad.
No nos quedaba otra que pedir ayuda, aprender a mostrar
vulnerabilidad
habitualmente
y
no
golpear
la
hacemos.
puerta
En
del
ese
desconocido.
trance
Algo
encontramos
que
un
destacamento vial, perdido en el medio del campo, que fue la salvación.
Nos ayudaron con botellas de agua recién sacadas de la heladera y
varios pomelos jugosísimos para alivianar el hambre.
Superado el trance sentía que los ensayos eran suficientes y que ya
estaba preparado para lanzarme al viaje.
Ya no habría más pruebas, todo estaba encaminado para los
primeros días de enero. Se acercaba la fecha estipulada para la partida
y mi ansiedad aumentaba minuto a minuto. Al comprar el ticket del tren
a Tucumán sentí que el viaje había comenzado y que las elucubraciones
se desvanecían. Ya estaba todo preparado para el seis de enero del
2009. Ese día, quién sabe, tal vez los reyes magos cobren existencia
para siempre.
En busca de la eterna juventud
El viaje pensado consistía en pedalear como un autómata desde
Tucumán hacia el norte, cruzando provincias sin saber aún la ruta
específica, atravesar Bolivia hasta Perú, y llegar a Cuzco. De acuerdo
a los cálculos previos sobre el terreno, el clima y el estudio sobre las
distancias debía realizar muchas escalas en pueblos fantasmas. Pueblos
sin cámaras fotográficas, sin Mac Donalds, sin mapas turísticos, donde
el sol se recuesta y descansa sobre las calles de tierra y permanece
allí, cómodamente, por horas. Tal vez eso era lo que más me motivaba,
sentirme un extraterrestre explorando otras latitudes. Experimentar la
detención del tiempo, perpetuarme en una foto, en la vida estática de
los pueblos sin nombres.
Cuando era chico y escuchaba a los mayores decir que Mercedes es
un pueblo donde no pasa nada, tenía la extraña teoría de que en este
tipo de pueblos tampoco pasa el tiempo, que todo es estático y que la
realidad es la copia fiel de una postal. Mientras fui creciendo la teoría
tambaleaba porque seguía viviendo en Mercedes y los pelos aparecían
siniestramente en distintas zonas inexploradas de mi cuerpo y mi viejo,
sin asombro, me decía que el tiempo pasa y yo iba volviéndome un
hombre. De todas formas, sostenía la teoría pensando que tal vez había
otros pueblos donde verdaderamente no pasa nada, tampoco el tiempo,
y que allí irían los buscadores de la pócima de la eterna juventud o la
inmortalidad.
Por momentos mis ideas tomaban un giro inverso creyendo que en
esos recintos de promesas de inmortalidad sucedía todo lo contrario
considerando el hecho de que nada pase como signo de mortalidad o
peor aún, un aviso de que allí habita la muerte, la eterna ausencia de
movimiento.
De cualquier manera, siempre me llamó la atención el tema,
encontrando una enorme curiosidad por conocer aquellos rincones que
lograron escapar de los mapas, invisibles a toda referencia, a cualquier
coordenada. Como la isla de Lost.
Ahora estoy en el tren hacia Tucumán y con la bicicleta guardada en
una caja de cartón, siento la libertad del despojado, de quién no tiene
que preocuparse por los accesorios. Estoy sentado contra la ventanilla
viendo una continuidad de campos desiertos, árboles que se enciman
unos con otros, réplicas exactas de postes de luz, una repetición
perseverante de la misma imagen y, al levantar la cabeza, veo una
simple caja de cartón, que es todo lo que llevo. Increíble. Por momentos
sonrío sólo y meneo la cabeza. Algunos viajeros me miran extrañados e
intentan descifrar pacientemente sobre mi procedencia y mi destino. Lo
noto en sus miradas. Tienen mucho tiempo para ensayar teorías.
Los más ansiosos me ofrecen mate para iniciar la conversación que
los saque de la duda.
El viaje es largo y extraño. El tiempo es eterno, como en los pueblos
fantasmas, sobretodo porque no hay variedad en los paisajes. El
horizonte es difuso. El tiempo en general, devenido en espera o en
apuro está relacionado con imágenes precisas, reales o fantaseadas,
que están adelante, en el lugar reservado para lo que vendrá, para
ese futuro próximo o distante que se especula, y por tanto se prepara
o se está alerta. Entonces, cuando todo eso sucede, el tiempo toma
las características particulares en consonancias con las imágenes y se
transforma en largo, corto, en ansiedad o en desesperante según el
caso.
En este caso no pasa nada de esto. Sigo sentado en el mismo
asiento, en el mismo tren y no puedo imaginar qué sucederá una vez
que se detenga el tren. Con lo cual el tiempo es inerte, parece quieto y
eterno como el aire sofocante que se siente fuera, que lo intuyo sobre
los campos y la sequía propios del norte. Como si fuese él quién me
espera a mí diciendo; “¿y ahora que vas a hacer?”
Con muy pocas horas de sueño producto de la escasa posibilidad
de reclinar los asientos en esta clase de trenes, llegué a San Miguel de
Tucumán, descendí y antes de sacarme el polvo que tenía encima el tren
ya había partido. Estaba solo, libre, lejos, feliz.
Esa tarde recorrí los lugares más históricos de la Capital de Tucumán
haciendo la infaltable visita a la popularmente conocida “Casita de
Tucumán”, aunque a ellos, los tucumanos, no les guste que se la
nombre de esa manera, prefieren “Casa Histórica de Tucumán”.
Esa noche la pasé en la casa de Carla, mi primer contacto fruto de
la página de viajeros de www.couchsurfing.com. Contactar y conseguir
hospedaje por internet tiene el encanto de la incertidumbre. Por más
que se detallen perfiles sobre las personas se sabe que es un terreno
para volcar todo lo que queremos ser y no somos, todo lo que por
humildad nunca diríamos de nosotros mismos o simplemente, el sitio
adecuado para plasmar los más ingeniosos y originales engaños por el
solo placer de saber que alguien se está tragando el buzón y se está
interesando por mí.
Sabiendo esto, me encanta ese tipo de encuentros y jugar con
las posibilidades sobre lo que me voy a encontrar. Sólo sabía que
se llamaba Carla ¿será una mujer separada con impulsos lujuriosos
irrefrenables? ¿O una joven romántica empeñada en creer en el amor
a primera vista? ¿Será una mujer con un interés genuino en conocer
personas provenientes de otros pagos o una amante de su tierra que
aprovecha estos encuentros para ponerse el traje de guía de turismo?
¿Será una mujer que utiliza sus encantos para desvalijar y
secuestrar al inquilino desprovisto o una depresiva al borde del suicidio
buscando orejas sensibles que soporten sus desgracias? ¿Vivirá sola
o tendrá fantasías de tríos junto a su marido? Todo un misterio para
descubrir.
Carla era una hermosa estudiante de antropología que ofrecía su
pequeña casa para hospedar viajeros por el placer de conocer historias,
de tener amigos ocasionales en distintos lugares del mundo y sentirse
acompañada por si en algún viaje ella era quién solicitaba el servicio.
Carla decía que era la manera que había encontrado de conocer el
mundo mediante las conversaciones y el relato del turista, que sus
limitaciones económicas no la privarían de conocer otros lugares y que
es como leer un libro. Muchas veces la propia imaginación alimentada
por las descripciones del otro es mejor para representar los lugares que
comprobarlo empíricamente. Carla ponía el ejemplo del libro que se
hace película y que nunca el film superaría lo recreado por uno cuando
leyó el libro. En parte tiene mucha razón, a mi me pasa que hay lugares
del mundo donde preferiría que alguien me cuente como es o como se
vive, a comprobarlo yo mismo.
No es tan fácil como parece
Descansado y renovado, comienzo el recorrido rumbo a Santa Lucía,
el último pueblo antes de ascender al cerro que me conducirá a Tafí del
Valle.
Santa Lucía es un pueblo de diez mil habitantes, aunque aparenta
menos. La tranquilidad pasea por las calles y conversan con las señoras
que salen a regar las veredas con jarras de plástico, alertas ante el
paso de cualquier peatón o ciclista para dar el saludo y el buen día
correspondiente. ¿Hay que irse tan lejos de Buenos Aires para encontrar
gente así, cordial, simple, que saluda a los ojos y desea buenos días?
Un señor que justo estaba cerrando la carnicería, me cuenta que en la
Iglesia del padre Chacho podría conseguir hospedaje.
Allí comprendí cómo se realizan ésta clase de viajes. Con la gente.
Con la ayuda oportuna de las personas que deciden sin querer sobre mis
pasos y mi itinerario.
Pasar un día en esta clase de pueblos es suficiente para conocer a
sus habitantes. Ellos, tienen la particularidad y la costumbre de nombrar
necesariamente a las personas para poder orientarse. Allí, la referencia,
la brújula, son las personas. Cuando uno pregunta por el supermercado
más cercano se da cuenta de que está frente a la panadería de Jorge o
que la estación de servicio se encuentra junto a la carpintería de Cholo.
La Iglesia del padre Chacho, por ejemplo, está a la vuelta de la farmacia
de Octavio, sobre la misma cuadra.
Es un recurso muy ingenioso y sutil de decir, si querés conocer el
pueblo, tenés que conocer a su gente.
Al golpear en la Iglesia me atendió el Padre Chacho y me saludó tan
naturalmente que me dio la sensación de que me estaba esperando.
Compartí con él y con toda una juventud misionera una noche muy
linda. El Padre permitió que durmiera en uno de los salones de la
Iglesia.
Una vez desenrollada la bolsa de dormir me arrimo a la puerta para
apagar la luz. Allí tuve otro instante de desorientación, de miedo y de
excitación. ¿Qué hago acá? ¿Dónde dormiré mañana? ¿Y si me enfermo?
No podía conciliar el sueño. Era la primera noche en soledad. El día
anterior no había reparado sobre esto, pasé el tiempo y la concentración
en la entretenida y prolongada charla con Carla. Las preguntas me
invadían aunque no tanto como los mosquitos. Tucumán en verano se
convierte en un congreso mundial de mosquitos y demás insectos chupa
sangre. El primero de los detalles que se me escapó, llevar espirales.
Me levanté con un gran esfuerzo de voluntad, me vestí, y empecé a
caminar las calles desiertas del pueblo en busca de algún kiosco 24 hs
que me salvara del trance. Esto no va a ser fácil, me dije, refiriéndome
a la búsqueda circunstancial y al viaje en general.
El camino hacía Tafí del Valle del día siguiente fue una prueba de
fuego a mi voluntad, a mi paciencia y a mi entusiasmo. El comienzo fue
bastante tranquilo con pequeñas elevaciones, pero adentrándome en la
selva los caminos y sus ángulos aumentaban en altura y en presencia.
Aquellos kilómetros siguientes fueron caóticos, los ascensos y las curvas
no cesaban y mis pulsaciones estaban por el cielo. Cada trescientos
o cuatrocientos metros debía frenar para recuperar la respiración.
El camino por el cerro es tan dificultoso y empinado para transitarlo
en bicicleta como extraordinario y selvático el paisaje. Intentaba
concentrarme en imágenes agradables, sea de lo vivido o de lo que
pretendía vivir, para no entrar en desesperación, pero al ver que el
avance era, por momentos, de cinco kilómetros por hora, entraba en
preocupación y en cálculos desalentadores.
En esos momentos empezó a llover y todo se complicó aún más. El
hambre se incrementaba y las energías disminuían. Pensar en detenerse
y esperar que pase alguna camioneta que me lleve a la ciudad era
una posibilidad pero la desestimé por dos motivos, primero por el
poco tránsito de aquel camino –en dos horas sólo había visto pasar
cuatro autos- y segundo por la herida a la autoimagen que me estaba
formando sobre mi esencia aventurera.
En medio de estas elucubraciones escucho un ruido que nada tenía
que ver con los sonidos naturales de plantas, viento, lluvias y animales
en el anonimato de la selva. Había pinchado una cubierta por primera
vez y en las peores condiciones.
Irrumpí la armonía natural con insultos elocuentes a Dios, al mundo,
y al clavo incrustado en la cubierta. Quise calmarme pensando que
algún día escribiría un libro y estas anécdotas aportan y colorean el
relato, pero me desanimé convenciéndome que nadie podría creer que
tantas sucesos se combinen de tal forma que generen una desgracia
general, esas señales negativas son propias de la ficción, de una cabeza
que pensó la situación, una escena demasiada perfecta para ser fruto de
la casualidad.
Aunque para quienes creen en la teoría del big bang la causa de un
mundo tan coherente en cuanto a la perfección del orden natural y la
armonía en los procesos bióticos es una explosión. Con lo cual del caos
puede devenir un orden.
El sonido que provenía de lejos era de una tienda de artesanías
al borde del camino que increíblemente estaba abierta y atendida por
una señora mayor que no tuvo inconvenientes de darme una mano y
permitir que intentara solucionar mi problema con la bici bajo su techo.
Y digo intentara porque se me ocurrió cambiar la cámara sin constatar
dónde estaba la pinchadura, con lo cual a los diez minutos volvía a estar
en llanta. El clavo seguía en la cubierta y dañaría cualquier cámara
nueva que le ponga. Desesperado y cansado decidí seguir
viaje –
sólo restaban diez kilómetros- inflando la rueda cada cinco minutos y
aprovechando para contemplar el paisaje maravilloso de la entrada del
pueblo El Mollar.
Para levantarme de este mal trago estaba dispuesto a pagar un buen
hotel y descansar como Dios manda. Además debía contar con algún
espacio amplio para poder secar toda la ropa.
Le pregunté a un niño con cara de ángel sobre donde podría
encontrar un buen hotel y me indicó con su pequeño dedo el camino
a seguir. El hotel estaba contiguo a los bomberos voluntarios, lo cual
me hizo pensar que tal vez aquel niño con características angelicales
verdaderamente podría ser un enviado celestial que acudió a mi socorro
viendo mi desesperación mojada, con lo cual antes de resignarme al
pago consulté si podía alojarme allí, con los bomberos, por una noche.
Quisiera hablar con el encargado, solicité con seguridad, como
sabiendo de qué se trataba la jerarquía y el escalafón de aquella
institución. Intentaba contrarrestar la pobre imagen que brindaba con
mi estado deplorable de pollito mojado que viene de participar de una
riña de gallos.
Supongo que lejos de impresionarlos y tomarme en serio les debo
haber dado lástima porque no sólo me permitieron el ingreso, sino que
me invitaron a una hermosa parrillada para la noche organizada por
bomberos y policías.
No sé por qué pero me dio una grata sensación ver a bomberos
y policías de la ciudad reunidos y divirtiéndose. Tal vez lo asemeje
a la imagen de ver a papá y mamá contentos y unidos, una especie
de seguridad o paz infantil generada por el único argumento de que
aquellos uniformes representan autoridad, respeto y garantías de
seguridad y acompañamiento a la gente, o tal vez porque ya venía
demasiado vulnerable y herido del viaje que necesitaba la tranquilidad
de que al acostarme esté papá o mamá guardando mi sueño y
acobijándome prometiendo que nada malo sucedería.
Viaje al interior
Al día siguiente continué el camino hacia Amaicha del Valle. Tafí del
Valle es una hermosa ciudad pero mi necesidad, en aquel tiempo, era
pedalear. Contaba con todo el tiempo del mundo para poder permanecer
donde quisiese, y elegía permanecer en el medio, en el tránsito, sobre la
ruta y sobre los pedales. El contacto que más buscaba por esos días no
era con los lugareños, sino con el viento.
Quería pedalear, escuchar el silencio de la contemplación y el aire
cortado por los rayos de la bici. Sentía placer por estar en movimiento,
aunque sea mecánico. La naturaleza y yo, sin intermediarios.
La distancia entre Tafí y Amaicha es de cincuenta y siete kilómetros,
en su gran mayoría de asfalto. Es un camino de serpiente hasta llegar a
una recta de ripio que conduce al punto más alto de Tucumán, “El Abra
del Infiernillo”. El mismo se encuentra a 3042 M.S.N.M.
En medio del recorrido, allá en las alturas veo venir de la mano de
enfrente una silueta femenina en dos ruedas.
Yanet es noruega y está haciendo lo mismo que yo. Andar en
bicicleta. Sólo que ella es mujer y está a más de quince mil kilómetros
de su casa. Me cuenta en su limitado pero no por eso poco sensual
castellano que está bajando desde Jujuy y piensa terminar su recorrido
en Mendoza. No es la primera vez que se embarca en estos desafíos,
ya lo ha hecho en Brasil, en países Africanos y en Oceanía. Mientras me
cuenta no puedo dejar de ver sus pómulos enrojecidos por el sol y por
su origen y me pregunto cómo puede una mujer aventurarse a tanto,
sola, sin un hombre que la acompañe. Me sorprendo, simultáneamente,
por la influencia que en el hombre tienen los valores sociales sobre el
género sexual, sobre lo esperable y sobre el impacto que causa cuando
algo no está en el lugar designado.
Sólo fueron unos minutos de diálogo sin bajar de las bicis y en el
medio de la montaña, minutos intensos y testigos de una conexión
especial que se notaba en su mirada –o en mi deseo-. Nos despedimos
y nos deseamos mucha suerte con la seguridad intangible de que nos
volveríamos a ver en alguna otra oportunidad. Como esas certezas que
se saben con el cuerpo, sin llegar nunca a la cabeza.
Que excitante es la vida cuando se descubre que siempre hay
alguien más interesante que uno y que sólo hay que estar despierto
para verlo.
En medio de estas elucubraciones llegué a “El Abra del Infiernillo”
con un frio fúnebre y comencé el descenso abrupto. Las manos
empezaron a congelarse producto del frío polar y de la quietud del
cuerpo por dejar de pedalear. Debía frenar cada tanto para dar aliento a
las palmas y sacudirlas del modo que lo hacemos para demostrar apuro.
Las peripecias climáticas de la montaña no estaban previstas y,
como tantas otras cosas que encontraba fuera de mi control, me
asustaba, me desesperaba y me convertía en religioso.
Es notable como el hombre puede sufrir variaciones anímicas
intensas en una cuestión de minutos. Sólo es necesario perder el control
de la situación por un instante para sentir una revolución de sensaciones
en cadena en nuestras vísceras. Primero el desconcierto, después la
adrenalina y la excitación del aventurero, más tarde la preocupación,
el miedo, el pánico, la desesperación y la entrega devota al santo que
esté más cerca rezándole por mi salud, por mi vida. Mientras oraba y
juraba retomar las costumbres y los pedidos religiosos si salía ileso de
esa montaña, me arrepentía de hacerme el distinto.
Todo aquello que vive –que padece- un esquizofrénico en su vida se
nos vuelve en un ratito y conocemos facetas propias nunca exploradas,
siempre desconocidas y ocultas.
Pasado el momento de la desesperación y retomando un poco la
tranquilidad, pensé en que tal vez eso era lo que se denomina conocerse
uno mismo, buscar experiencias o estar en sintonía con sensaciones
propias pero olvidadas. Frases comunes para justificar lo que otros
llaman locura. Y eso es lo que venía a buscar. Era parte del viaje, buscar
algo que tenga que ver conmigo mismo sin saber qué era. Algunos
van al analista para ventilar el inconsciente, otros, como yo, viajamos
para ver qué pasa. Y ese ver qué pasa no es inocente, es ver con todos
nuestros sentidos, con nuestro cuerpo, con nuestra piel, hasta con los
dedos entumecidos y congelados. Y el qué pasa tiene que ver con lo
hipotético de las consecuencias de lo contingente, que pasa si… qué
pasa si me agarra la noche en el camino, qué pasa si me congelo en la
montaña, qué pasa si me enamoro de quién no debo, qué pasa si me
pierdo en los cerros de las siete cascadas en Cafayate.
Entonces cuando escucho que hay que distanciarse de los objetos
mundanos para lograr una mejor meditación y concentración en
el auto conocimiento, desactivando cualquier parte del cuerpo que
tenga sensibilidad y así acceder a una especie de nueva dimensión
desconocida, me permito dudar u ofrecer otras alternativas como viajar,
perderse, buscar el propio límite, y contar algunas anécdotas como una
forma entretenida de aplicar cierta docencia y cobrar por el instructivo.
Sentir el frio en el cuerpo, escuchar el silencio de la inmensidad y de
la muerte, ver la quietud de lo inerte, pensar que estoy más cerca del
cielo o más lejos del mundo y tocar la sequedad de mis labios, es lo que
abre las puertas a lo desconocido de mí mismo, desde el delirio místico
de pensar que Dios me está desafiando hasta la ínfima preocupación de
quién avisará a mis compañeros de teatro de mi muerte heroica.
La contradicción en pleno auge. Todas las sensaciones, los temores
y los pensamientos aplastan al juicio y a la razón y corren a empujones
ganando terreno a codazos por la prioridad de aparecer en la conciencia.
Cuando el juicio se incorpora, se sacude el polvo y ayuda a la razón
a levantarse e instalarse en el lugar dónde nunca debieron perder,
espantan los resabios de las fantasías, limpian la habitación y nos queda
sólo una escasa proporción de lo vivido en ese momento crítico.
Así sucedió, el susto pasó y me volvió el alma al cuerpo. Vino con
regalos. Trajo la felicidad del retorno de la guerra, el orgullo de tarzán y
la adrenalina de sentir el cuerpo vivo, alerta y despierto de emociones.
¿Acaso no es esto jugarse la vida? Quien se juega la vida en un casino
siente la misma adrenalina, pero al terminar la jornada las secuelas son
irreparables, pérdida económica y pérdida de esposa. Yo, en cambio,
gané una relajante ducha en el camping Los Cardoncitos de Amaicha
y un delicioso asado del turco, amigo de turno y vecino de carpa que,
sorprendido por el relato, quiso agasajarme.
Pueblo chico, prejuicios grandes
Sólo aquella noche me quedé en Amaicha, al día siguiente me
esperaban ochenta y seis kilómetros hasta Cafayate, con un descanso
en las ruinas de Quilmes a cinco kilómetros de ripio de la ruta.
El paisaje del camino es encantador y haber pinchado nuevamente
una cubierta fue un regalo divino para permanecer allí, al lado del
camino, y contemplar la combinación extraña de colores de las
montañas,
por un ratito más. Ya no me amargaba tanto por una
pinchadura. Sabía que me sucedería muchas veces y además, ganaba
en destreza y en rapidez para repararla. Lo empecé a tomar como un
recreo inesperado, un descanso decidido por ella.
Cafayate me trae recuerdos geniales de un viaje previo hecho con
amigos y un Falcon, mi antiguo falcon. Recuerdo que en una excursión
realizada a la quebrada de Cafayate el guía tuvo que hacer un esfuerzo
sobrenatural de imaginación para dar respuesta a mi pregunta sobre
el origen de la palabra Cafayate. La etimología de las palabras es algo
que siempre me interesó porque creo que algo tiene que ver con su
destino. El guía me brindó un menú de respuestas para que elija la que
más me gusta. Me dijo que algunos suponen que el nombre Cafayate
es de origen quechua, que otros creen que lo más probable es que el
topónimo derive de la etnia autóctona de los diaguitas y que la palabra
-por ende- sea derivada de su idioma. De modo que el verdadero
significado del topónimo es motivo de controversias. Algunos aseguran
que significa cajón de agua; según otros, es derivado de una voz
cacana –lenguaje de los diaguitas- que significa sepultura de las penas.
También están quienes creen que el nombre hace alusión a un cacique
de la zona; otra versión lo presenta como una deformación de CapacYac (gran lago); finalmente una versión sostiene que proviene de Yaco
(pueblo) y Capac (riqueza), o sea que significaría el pueblo de Capac o
el pueblo que lo tiene de todo.
Lo más interesante fue la explicación del porqué de cada uno de los
significados. Una verdadera creación artística bajo la estructura inicial
de; Cuenta la leyenda que…
Esto es algo de lo que los argentinos debemos sentirnos orgullosos.
En el mundo se considera, entre tantas otras características, que el
argentino lo que no sabe lo inventa. Y yo creo que es cierto. Pero lo
hacemos a causa del afán de saber, del amor por la curiosidad, de no
pasar por tontos o ignorantes, porque le damos mucha importancia
al conocimiento, al estudio y a la ilustración. Y que si nos descubren
infraganti y desnudos en estos temas, acudimos a la mentira como
recurso creativo para evadir la vergüenza. Siendo que otros países, les
da lo mismo. Pues bien, éste es un motivo para enorgullecernos. Pero
también el hecho de que, al menos en el gremio guía turístico, es una
actitud que exportamos a todos lados.
Se puede estar sólo en cualquier lugar del mundo, pero si se está
con un guía, es como estar con un argentino.
Al llegar a destino fui decidido al hostel donde nos habíamos
hospedado aquella vez y me encontré con la extraña sorpresa que,
quién me abrió la puerta de entrada, fue un viejo conocido de Mercedes
con quién en más de una ocasión nos habíamos batido a duelo entre
botellas de cervezas y amaneceres de domingos.
Tras un saludo formal de guerra fría, y dominados, ambos, por la
incomodidad y el mutismo, decidí permanecer, de todas formas, en el
hostel que ahora era su negocio.
Si de algo quería alejarme, era de las caras conocidas de mi
pueblo, de los enojos enquistados, de los prejuicios de entender
perfectamente cómo funciona el mundo y cómo se conducen en la vida
cada categoría de persona. Y el Negro Martínez, al abrirme la puerta, me
empujó repentinamente a mi adolescencia, a las marcadas diferencias
ideológicas que se descubren con sólo ver qué uniforme de colegio se
lleva puesto, a los gustos por contagio de las chicas del momento y a las
peleas infundadas pero eternas.
Los pueblerinos tenemos una gran capacidad para categorizar y una
memoria de elefante para recordar que a fulano lo hemos ubicado en
la vereda de los imbéciles porque no puede mirar por sobre el mundo
de lo estético y porque carece de toda aspiración y futuro que no tenga
que ver con permanecer bajo la pollera de la madre y el poder paterno,
y por pasearse a los diecisiete en el auto del padre, sacando el brazo
izquierdo por la ventanilla y con la camisa desprendida hasta el segundo
botón. Así como también, que Mengano no cuenta con el don de poder
disfrutar de la vida y será un pobre tipo de habitaciones oscuras y
azotado por el látigo del deber y la moral, por el hecho de que a los
catorce era monaguillo en la misa de once y levantaba la mano como un
resorte desde el primer banco ante cualquier pregunta de la profesora
de historia. Nuestras risas y cargadas eran compasivas por saberlo un
infeliz, a nuestros catorce.
El Negro Martínez formaba parte de los denominados soldaditos.
Una especie de mano derecha del líder, incapaz de tomar decisiones
y dar respuestas por sí mismo sin la consulta a su guía, pero con
valentía suficiente para estar en la primera línea de combate y tirar la
primera trompada e inaugurar la trifulca. Típico mediocre de limitaciones
intelectuales y tosquedad en el área deportiva que ha sabido ganarse el
respecto y la aceptación de sus amigos a costa de trompadas y de hacer
con su cuerpo un buen escudo para los más astutos.
Yo formaba parte del colegio enemigo y por tanto, teníamos un
diagnóstico muy estudiado y certero de cómo funcionaba aquel grupo.
Los encontronazos físicos solo duraron hasta los dieciocho, momento
en que se termina el secundario y los grupos se dispersan en busca de
nuevos horizontes, pero el rechazo y la indiferencia continúan de por
vida. Así son las relaciones humanas en los pueblos. Lo más sencillo y lo
más rápido es establecer el diagnóstico de lo que el otro es, y luego se
actúa en consecuencia.
El Negro Martínez y yo lo sabíamos, y lo respetábamos, aunque
ahora tengamos treinta y nos encontremos por casualidad a más de mil
kilómetros de nuestras casas.
Me pareció que irme a otro lado con el único argumento posible de
ser muy costoso el hospedaje era un acto cobarde e infantil, y además,
estaba demasiado cansado como para andar buscando otros sitios por
culpa del Negro Martínez. Supongo que él también estaría esperando
que me resultase caro el servicio y así retirarme con la mayor de las
discreciones.
El deseo en su cintura
Después de las instrucciones formales sobre la dinámica y los
servicios del hostel, le pagué, me preguntó incómodamente el nombre y
el apellido junto con el DNI y me indicó la habitación compartida que me
correspondía. Por suerte ya conocía la ciudad y los atractivos turísticos
como para evitar mendigar consejos y sugerencias al dueño de casa.
Me acomodé, me di una ducha y salí a caminar un poco para sentir
el aire cálido del atardecer. Cuando regresé me encontré con un gran
grupo de chicos que habrían vuelto de alguna excursión y estaban en
plena faena de la organización de un asado de despedida y de agasajo al
Negro Martínez por la atención.
Carola, una de las mochileras emprendedoras, me invitó con
entusiasmo a participar y me anotició de lo maravilloso que es mi
coterráneo. Acepté la invitación y fingí sorpresa ante los relatos de la
gran convivencia de los últimos tres días que Carola, junto con sus
amigos de ruta, habían tenido con Augusto. Demoré unos instantes en
comprender que Augusto es el Negro Martínez y me resultó gracioso
pensar que nunca supe el nombre –el que figura en su DNI- de una
persona que conocía tan a la perfección producto de años de estudio en
equipo en los pasillos del colegio Parroquial.
Con Carola nos encargamos de las compras de último momento y
nos pusimos a tomar cerveza al lado del parrillero mientras el resto de
los chicos del hostel –cerca de quince- iban bañándose y acomodándose
para la jornada nocturna.
Entre risas y presentaciones de curriculum sobre lo que queremos
ser más que sobre lo que somos, como sucede en estos casos de pura
seducción, se me ocurrió pensar sobre si el tiempo es una variable que
influye en el conocimiento de la gente. Es decir, ¿cuál de las versiones
del Negro o Augusto es la verdadera? ¿la del hombre de tres días y
treinta años que tiene un hostel y sabe cómo congraciar a los pasantes
o la del pibe kamikaze de toda una adolescencia que habla con los
puños y se sabe con menos armas para la vida que los demás? ¿Es mi
versión la verdadera por una cuestión cuantitativa?
Sólo se me ocurrió pensar en el tiempo, porque si a esto le agrego
todas las otras variables como el contexto, los roles, e incluso el cambio
de nombre, no terminaría nunca el análisis.
Quizás una persona es más auténtico cuando lo que tiene para
mostrar es en tres días que cuando tiene que sostenerlo cinco años.
Tal vez lo espontáneo que da un momento fugaz es más real que la
máscara con la que uno debe salir al mundo durante cinco años, con
los mismos vecinos, los mismos amigos y los mismos enemigos. Allí
hay tiempo para cambiar los pequeños gestos que la máscara presenta,
para agregarle alguna otra mueca, para familiarizarnos con ella y para
hacerla parte nuestra. En cambio, en tres días, nada de esto se puede
hacer y uno sale un poco desnudo, con lo que hay, al encuentro con el
otro.
Por otra parte, no me permito pensar que el trabajo realizado en
tanto tiempo haya estado mal hecho. Puedo corroborar lo dicho y contar
más de diez anécdotas que avalen su condición de troglodita y de
animalito irracional. Además, cuando uno está de viaje con una mochila
en la espalda, todo parece maravilloso, el mundo está en sintonía y la
gente es amable, solidaria y transparente. De modo que, entiendo que
las circunstancias te predisponen de tal manera para que cada momento
sea una experiencia única y genial.
¿Con qué derecho yo podría decirle a Carola que está equivocada,
que le hicieron tragar un buzón, que la engrupieron y que no todo lo que
brilla es oro? Además de ser un claro gesto de maldad, atentaría contra
mis intenciones de acostarme con ella al final de la velada. De cualquier
modo, ella no cambiaría su parecer y, aunque lo hiciese, yo no ganaría
nada.
Hay gente que dice que la sinceridad y la verdad son ante todo.
Se equivocan, siempre hay que medir las consecuencias de lo que se
dice, para qué se dice y cuál es la necesidad. ¿Para qué explicarle a
Carola que el Negro Martínez es un energúmeno que nunca supo qué
hacer con su vida y que probablemente la idea del hostel le dure sólo
una temporada? ¿De qué serviría que sepa que el Negro Martínez es
propenso a conversar con los puños? ¿Con qué derecho apagar su
transparente credibilidad adolescente y mostrarle que las personas
tienen reveces y nunca son lo que parece? Además, sería humillante.
Como gozar diciéndole a una criatura que papá Noel son los padres.
Así que escuche todo lo que había para contar y disfruté del asado y
del vino local. Durante la sobremesa las mujeres pusieron música y se
dispusieron a bailar. Yo me quedé sentado porque no es recomendable
mover mucho el cuerpo en el momento de digestión y porque mis
escasas armas para la conquista están más ligadas a las cuerdas vocales
que a la pelvis.
Carola se movía como una profesional en la danza y yo la miraba
y giraba mi copa de vino como un autómata. No había pasado ni
quince días en despedirme con un sentido beso y un eterno abrazo con
Majo que ya estaba transitando otras páginas de mi vida. Todavía no
estaba convencido de separarme de ella, la relación estaba en crisis
y yo indeciso de dar un corte definitivo o seguir intentando. Pero los
receptores epidérmicos de la belleza habían vuelto a activarse sin
consultarme. Primero los pensamientos de rencuentro que me trajo
Yanet y ahora el deseo puesto en la cintura de Carola. ¿Era necesario
irme físicamente de Buenos Aires para comprobar que mi sentimiento ya
estaba de viaje hace rato? Y si no me hubiese ido ¿había decidido algo
en relación a ella? ¿A cuántas cosas no nos animamos a renunciar por
tener que verlas de cerca?
Recuerdo haber leído los procedimientos que utilizaban los nazis
para matar a los judíos. Muchos de ellos consistían en un rebuscado y
articulado método de fusilamiento que consistía en que ninguno de los
verdugos tenga la oportunidad de mirar a los ojos a la víctima. Por la
culpa y la perturbación mental que le podría producir en un futuro.
Mirar de cerca, a la cara, siempre hace las cosas más difíciles. Debe
ser por eso que cuesta más matar a un perro, a un gato, o a cualquier
animal que nos pueda mirar a los ojos, que hacerlo con una hormiga,
una cucaracha o una liebre que pasa corriendo. En todos los casos, se
está matando a un animal.
Supongo que tendría menos tapujos en revolcarme con Carola en
Cafayate que en el sofá del departamento.
La vida es cuento
Son la doce de la noche. Ya comimos el asado y la mesa se ha
dispersado. Algunos ayudan a levantar los platos sucios, a pasar el trapo
y a lavar los platos, otros se van a poner música pero no se ponen de
acuerdo fácilmente. Por lo que se ve desde acá hay una disputa entre
la cumbia y el rock. Parece que se va a armar bailongo. Yo sigo sentado
disfrutando tranquilamente del vino salteño y de observar lo que hacen
los otros.
Sigo a Carola con la mirada. Es bastante inquieta y quiere estar
en todos lados. Fue la primera que se levantó de la mesa y juntó los
platos, después fue a ver la cds que había sobre una mesita junto a
un minicomponente que debe tener unos veinte años, conversa con
uno y con otro, trae bebida a la mesa a cada rato y levanta las botellas
vacías amontonándolas debajo de la parrilla, ahora es la que incentiva
al baile pidiendo más volumen a la música y corriendo algunas sillas
improvisando una pista. El Negro Martínez, que estaba sentado en la
otra punta de la mesa, ahora está parado y deambula por todos lados
supervisando con la mirada que nadie rompa nada. La cumbia gana la
pulseada y suben el volumen. Carola rompe el hielo y se pone a bailar
junto con dos amigas, Gabriela y Claudia. Mientras Carola muestra sus
virtudes y yo permanezco hipnotizado en su silueta se sienta a mi lado
el Negro Martínez y sin consultarme me llena la copa y me dice;
-
¿hielo?
No sé si me sorprende más que se acerque o que tenga ese gesto
iniciático de cualquier conversación. Garantizar la comodidad, la copa
llena para lanzarse al diálogo sin otras preocupaciones.
Como sucede en estos casos empezamos hablando de otros, de
viejos conocidos y perdidos en el tiempo, de personas de antaño que no
nos causan el más mínimo interés más que la curiosidad circunstancial y
que, en todo caso, usamos de caldeamiento.
Antes de descorchar la siguiente botella ya estamos en temas que
hablan de uno, que nos describen. Posiciones tomadas, heridas abiertas,
peleas con la vida, cayos en el alma. Él sigue enfrentando los problemas
con los puños, así se defiende. Pero ya no con jóvenes imberbes del
colegio de enfrente sino con un futuro incierto, con un pasado de
pérdidas, y con un presente al día.
El Negro Martínez que vive en Cafayate no es el mismo que el joven
violento vencedor de todas las batallas. Es otro. Éste tiene el rostro
golpeado, pero sigue vivo. Con hijos en Mercedes y con el banco a
media cuadra que le permite enviarle el dinero que esa tarde le di para
que no les falte el queso para las pastas. Con los padres juntos en el
cementerio y con hermanos separados en México. Con el pecho bien
inflado y los bolsillos desinflados. Con su mujer que hace magia para
disimular su ausencia ante Catalina y Nicolás y que llora en el teléfono,
y con una inversión que debe recuperar. Con muchas más arrugas que
yo y con menos rodeos.
El Negro está convencido de que este negocio sí funcionará, que
no pasará lo mismo que con el kiosco, el lavadero de autos y el cyber,
que ya aprendió de los errores y que en poco tiempo los tendrá a todos
viviendo con él, en esa misma casa, y sentados en esa mesa.
¡Cuántos huevos! –Pienso-. Me produce admiración que,
acompañada del alcohol, se transforma en lágrimas contenidas. Lo
escucho atentamente y me avergüenza suponer que podría hablar más
tiempo sobre lo que pensaba de él, sobre el diagnóstico y el pronóstico
adolescente, que sobre mi vida en los últimos doce años, después del
secundario. Es muy interesante el modo como lo cuenta, como si se
tratase de una comedia, de un absurdo. Se jacta de su mala fortuna, de
las desgracias familiares y me sugiere que, ante él, me toque el huevo
izquierdo.
¿Cómo puede ser que se lo tome así? Recuerdo una película de
Woody Allen llamada Melinda y Melinda en donde comienza diciendo
que las cosas que te pasan en la vida pueden ser trágicas o cómicas,
pero que no depende del hecho sino del ojo del protagonista. Y así es la
película, las cosas que le pasan a Ana tienen las dos versiones de mismo
hecho, la trágica y la cómica.
Supongo que la versión cómica es superadora y contiene un
ingrediente de sabiduría por haber sabido salir del pantano de la
tragedia. Aunque también se me ocurre pensar que la cómica es más
superficial, más resbaladiza, más trivial.
El tango es pura tragedia y no por eso menos sabio. Pero encontrar
humor en la desgracia me parece un signo saludable que, aparte,
requiere cierta agudeza intelectual como la que descubro en el Negro
Martínez. Siempre vi con buenos ojos contar chistes en los velorios.
El dolor y la risa son hermanas inseparables. Más de una vez me ha
dolido la panza de tanto reírme.
El Negro sigue contándome sus desgracias de una manera tan
graciosa que da gusto escuchar los remates. Parece que está contando
un cuento, me mantiene expectante y espero que algo peor suceda en
el remate del discurso. Como los chistes de los colmos. Suena a cinismo
o a morboso pero me pasa eso. Él provoca esto con su estilo. Es la
primera vez que me da placer escuchar historias de víctimas de la vida
que parecen estar en la lista negra de Dios, porque es la primera vez
que no me aplasta, que no suena pesado, que no es recurrente, que no
lleva la carga de la impotencia o la incomprensión de tanta mierda.
Y es la primera vez, también, que escuchar un pensamiento positivo
no me suena a libro de autoayuda, a cucharada de miel, que no resulta
barato, trivial, vacío, infundado. Es la primera vez que no me dan ganas
de burlarme cuando escucho un discurso donde el mensaje último es se
puede.
Recuerdo que pasaron como dos horas y nosotros seguíamos en la
misma posición. En el medio, pequeñas interrupciones provocadas por
la necesidad de ir al baño a descargar tanto vino. Naturalmente, a esa
altura, Carola se cansó de moverme la cola y de esperarme. Se terminó
yendo con el grupo a buscar mejor suerte a algún bar mientras nosotros
seguíamos con la charla. Pese a esto, fue una noche mágica.
Al día siguiente, por suerte, la resaca se plasmó solamente en un
fuerte dolor de cabeza y cansancio generalizado, pero sin afectar el
recuerdo de toda la charla con sus matices.
Estuve en Cafayate tres días. Hice las excursiones de las siete
cascadas y el paseo de las conchas. Estuve bastante tiempo en el hostel
descansado y dándole mano al Negro Martínez con algunos detalles
administrativos y actualizando su precaria PC para mejorar la velocidad.
El día de la despedida el Negro me recomendó que continúe por la
ruta cuarenta y en el abrazo que no dimos tuve la necesidad -más por
mí que por él- de pedirle perdón.
Con Carola acordamos, un poco por deseo y otro poco por
formalidad, en encontrarnos en Copacabana –Bolivia- y terminar con lo
que habíamos empezado. De modo que, si algo habíamos empezado lo
terminaríamos en Copacabana y sino, acabábamos de terminar.
El frío de la distancia
El próximo pueblo que visité fue Angastaco, la primera prueba sobre
ripio. Tras cruzar el último pueblo sobre asfalto llamado San Carlos
restaban veinte kilómetros que fueron eternos. Allí comenzaron las
nuevas dificultades.
La cantidad de piedras sueltas y las elevaciones pronunciadas
complican el paseo. Además, sumado a la arena acumulada provocan
una reducción drástica de la velocidad generando inevitables caídas.
Para completar la escena, se produce un efecto serrucho que da la
sensación de estar viajando en una licuadora. Sentía todos los huesos
de mi cuerpo en completa anarquía y movilización.
Ni siquiera la vista podía dominar, que seguía incrustada sobre el
ripio para prevenir daños peores.
En el camping municipal de Angastaco conocí a Silvano y Analía.
Una pareja con secretos y problemas irresueltos. Dos personas que eran
mucho más interesantes cuando estaban conmigo que cuando estaban
solos.
Ellos también viajaban en bici y se ofrecieron gustosos a
acompañarme hasta Cachi. ¡Por fin encontré compañeros de ruta! Ya
estaba un poco cansado de viajar sólo, sobre todo en ripio. Ese último
trayecto hasta Angastaco lo había padecido demasiado y sólo era el
comienzo de los nuevos caminos que me esperaban.
Si quería cruzar Bolivia, como me lo había propuesto, tenía que estar
preparado tanto para la altura como para los caminos de ripio que son
moneda corriente.
Acepté rápidamente la propuesta con la sensación de que era yo
quién les estaba haciendo un favor. Silvano y Analía tenían cerca de
cincuenta años y sentía sus miradas de padres.
Por momento me resultaban incómodos sus intentos de que me
sienta acompañado, contenido, a gusto en todo momento. Me ofrecieron
cenar esa noche con ellos y se ocuparon de programar minuto a minuto
el trayecto a Cachi.
Logré escapar de sus ofrecimientos por un ratito no sin engañarlos.
Me escapé hacia el centro del pueblo con el argumento de buscar algún
punto de internet para comunicarme con los míos, cuando en realidad
quería caminar un poco, oler a pueblo, escuchar chicos jugar con su
particular tonada, sacar algunas fotos, en fin, caminar sin tiempo ni
dirección.
Me enojé conmigo mismo por el engaño. ¿Qué necesidad tenía de
mentir? Me fui en bicicleta desde mi casa a lugares escondidos del
país, sin objetivos específicos, sin dinero que garantice tranquilidad,
sin tiempo de retorno, siguiendo los pasos del viento y me encuentro
engañando a dos extraños como si debiera dar explicaciones. Tal vez
allí es donde los sentí padres, o creí que ellos me sentían hijo. No lo sé
¿Es lo mismo?
Sabían mucho sobre viajes en dos ruedas y no escatimaron en
consejos, sugerencias y experiencias propias que me servían para
aprender. Detalles técnicos, avisos sobre el comportamiento climático
en distintas regiones y cálculos de tiempo y desgaste en diferentes
trayectos.
Parecían muy entusiasmados en brindarme todo, en ejercer la
docencia y en ver mi gesto interesado y atento intentando almacenar
toda la información posible.
En esos momentos los veía juntos, complementando los relatos,
recordando con placer las vivencias que habían tenido y corrigiéndose
en detalles que enriquecían la anécdota. Allí eran una pareja y se
retroalimentaban sin superponerse, disfrutándose uno del otro.
Mientras más tiempo pasaba con ellos, más me intrigaba y me
inquietaba sobre el otro lado de lo que mostraban. No habían discutido
ni me habían hecho pasar ningún momento de zozobra que amerite mi
inquietud. Pero sentía en el cuerpo el frío de la distancia. Cierta ausencia
de contacto visual o corporal, falta de complicidad en responder algún
comentario ocasional del tema que fuese, algún vacío intencionado en el
otro cuando alguno planteaba algún pensamiento o postura en la vida.
Como si todo estuviese dicho y entonces ya no hay palabras.
Yo buscaba momentos para estar sólo con Silvano y evacuar mis
dudas. Con él podría animarme a preguntar, supongo que por el hecho
de ser hombre y compartir códigos (aunque nunca tuve bien en claro
en qué consisten esos códigos) la cosa sería más fácil. Sobre todo en
temas referidos a la vinculación con el sexo opuesto. Como un hijo que
espera encontrar a su padre sólo en el sofá del living haciendo zapping
y tomando un whisky para poder hablar –como se pueda- del misterio
femenino.
Hasta en este aspecto se me representaba la figura de un padre. No
necesariamente del mío, sino más bien de un estereotipo.
Intuí que Silvano también tenía necesidad de hablar porque no hubo
demasiado preámbulo cuando Analía fue a hacer las compras para la
noche.
Así fue como, cerveza de por medio - y tras contarle algunos
problemas familiares como para dar apertura a confidencias que se
presumen de la intimidad- comienza su teoría sobre la relación con
Analía. Dejando en claro, desde el primer momento, las extraordinarias
virtudes que ella tiene tanto como mujer como así también como
compañera de vida, me cuenta en un tono de privacidad y con
ademanes propio de aquel que descubre algo y pretende cierta reserva
delante de otras personas cercanas, las diferencias que a simple vista
me parecieron un abismo que alejaba a uno del otro.
Esos estados en la vida en los cuales uno cree saber todo, y
absolutamente todo del otro, que el intento de negociación, de limar
asperezas o de dar nuevas oportunidades parecen estirar la agonía de
un fin seguro e irreversible. Ese olor a que algo se está muriendo –o en
el peor de los casos se está pudriendo- y ya no hay heladeras posibles
para estirar lo que ya tiene un final aguardando detrás del velo.
Lo cierto es que antes de que alguno decidiera lo que ninguno se
animaba, hacían estos viajes repentinos en bicicleta que aportaban, a
modo de tubo de oxígeno, cierta inyección que revivía y la ilusión de
mezclar y dar de nuevo. Con la esperanza de una buena partida, de
cartas afortunadas que prolonguen el juego.
Los viajes, la naturaleza, la bicicleta, el aire puro y la actividad física
eran puntos de conexión donde les volvía a brillar los ojos, donde se
volvían a amar y recuperaban el placer por lo simple, lo pequeño, lo
sensible.
Silvano es de quienes creen que el hombre no es sensible por
naturaleza, sino que la sensibilidad se mastica de pibe –así decía- y es
estimulada, y que se marchita (como una flor) si uno no la alimenta o
no la acaricia.
Es extraño. Cuando canalizaban el entusiasmo en la organización
de estos paseos se sentían vivos y se complementaban. Analía se
encargaba de proveer el alimento, la ropa necesaria y suficiente, y del
armado del botiquín, mientras que Silvano se ocupaba de diagramar el
circuito de rutas, las condiciones de las bicis y de todos los elementos
importantes para el camping.
-Como un equipo- comenté. Silvano me miró, sonrió sin acotar y
continuó con su relato.
Me impactó mucho cuando hizo referencia al brillo de los ojos. Yo
creía que cuando alguien pierde el brillo en sus ojos ya no lo podría
recuperar y que la vida se transforma en algo más artificial o esperable.
Al comentarle esto, Silvano me miró y se compadeció de mi
juventud, de mi inexperiencia. Me arrepentí de lo dicho y me vi
demasiado inocente dando consideraciones estúpidamente lapidarias
y propias de libros de supermercados que franelean el alma. ¿Con qué
espalda me animaba a emitir sentencias sobre el ser humano?
Silvano y Analía no tienen hijos. Eso ya lo sabía. Pero en ningún
momento de la conversación me animé a preguntar por ese tema.
Aunque estuvo presente en mi cabeza durante todo el tiempo que
Silvano me confesaba sus reflexiones, algo me impedía preguntar.
Desde el primer momento intuí que sería un tema escabroso y, al saber
un poco más sobre ellos, imaginé que sería la causa principal de las
peleas. Aunque Silvano en ningún momento ahondó en detalles y su
relato fue más general y hasta impersonal, incluso desde una posición
de superación y de comprender todas las causas, se sentía el olor a
padres frustrados.
Tal vez quisieron tener hijos y no pudieron, tal vez sólo uno de ellos
quería y entonces las peleas, tal vez alguna muerte prematura, algún
aborto arrepentido en otra circunstancias de sus vidas, o la decisión de
darlo en adopción y el posterior arrepentimiento. No lo sé, y prefiero no
saberlo.
Hay veces que el conocimiento justo y necesario de otra persona
permite que las conservemos en un gran recuerdo y que si pecáramos
de curiosos y quisiéramos nutrirnos de ellas más de lo necesario se
transforma en una gran desilusión.
Silvano usaba expresiones como …la cosa se está muriendo… o
…para resucitar la relación… también …por momentos compartimos un
silencio fúnebre… y … un viaje te hace revivir… que me parecían hacían
referencia a algo más que la relación de pareja. Se respiraba el vacío
de alguna pérdida y tenía el cuerpo cansado de tanto forcejeo por evitar
ocupar aquel espacio, de modo que no tenía ganas de destapar esa olla.
Esa noche también hablamos de política, de cine y de comida.
Compartimos un asado y dos vinos y nos despedimos del día y,
posiblemente, de la vida. Mi viaje continuaba al otro día temprano y
ellos que quedaban un día más en Cachi.
La fiesta del carnaval
Continué rumbo a Salta con escalas que no tenía definidas para ese
día. Aunque no me preocupaba demasiado por lo que me depararía el
día. Hay muchas ciudades –o pueblos- alrededor de la capital que me
daban la tranquilidad por si decidía hacer escala.
El camino se hizo terriblemente duro, fueron casi sesenta kilómetros
de subida hasta el Abra Piedra del molino a 3300 MSNM pasando por la
famosa recta de Tin Tin en el Parque Nacional Los Cardones. Trayecto
que se hizo interminable porque me quedé sin comida y ya había
pasado un par de horas del mediodía. El tanque de nafta se quejaba
constantemente y un pequeño dolor de cabeza se estaba apoderando de
la situación (tendría que haber comprado algunas hojas de coca).
Luego de llegar a la cumbre comenzó el descenso que tampoco pude
disfrutar demasiado por la terrible niebla que abrazaba a la montaña,
impidiéndome ver el paisaje. Cuando estuve por debajo de las nubes,
se asomó el verde radiante de valles y colinas que ahora sí se lucía ante
mis ojos tras la cortina blanca. Los frecuentes cambios de paisajes son
bocanadas de energías que disipan el cansancio.
Fueron casi treinta kilómetros de puro descenso, en donde crucé el
río varias veces, pasé por laderas y esquivé animales de la zona.
A las cuatro de la tarde recién pude almorzar un rico sándwich de
milanesa con el aperitivo de un alfajor de maicena. Si bien estoy en
contra de este tipo de alfajores por la demanda salival que requiere, lo
disfruté mucho.
Aprendí día a día a disfrutar de cada bocado de comida, de
reivindicar el valor de tener para comer arrasado por la costumbre. El
que no llora no mama, y mientras el estómago no chifle pasa sin pena ni
gloria el milagro del alimento.
Apuré la marcha para llegar a Cerrillos, lugar donde iba a realizarse
el carnaval de las flores con la comparsa Yeroki Verá invitada de
Corrientes. En este trayecto batí mi propio record de distancia recorrida
en un día, ciento cuarenta y siete kilómetros. ¡Qué lástima que nadie
está acá para corroborarlo! –pensé- y empecé a reírme de felicidad, y
del absurdo.
En el camping municipal de Cerrillos conocí a el ruso (Facundo) y
Demián, chicos de 18 y 21 años de Moreno, ambos músicos de mucha
categoría. El ruso tocaba la guitarra y Demián el bajo acústico. Me
mostraron algunos de sus temas con raíces de funk y rap y letras de
alto contenido de compromiso social y de reivindicación de la comunidad
aborigen. Compartimos la tarde, los gustos musicales y los etílicos –
ambos preferían la cerveza negra, como yo-.
Por la noche la ciudad se vistió de fiesta con el carnaval. Hubo
muchas comparsas, murgas y lo que más me gustó, los Caporales,
un baile de origen afro-boliviano en donde los varones realizan
movimientos coreográficos al compás de cascabeles que llevan en sus
piernas.
Esta danza es la primera semejanza que encontré entre el pueblo
boliviano y los negros africanos. Cuando me pasan estas cosas empiezo
a armar en mi cabeza un recorrido retrospectivo intentando adivinar
como ha sido, en el origen, la fusión de ritmos, movimientos, alegrías y
diálogos corporales que hay en cada baile entre estas culturas.
Me imagino al esclavo africano intentando lo prohibido, seducir a
la hija del capataz con lo poco que tiene, con lo poco que sabe, con
mostrarle costumbres ancestrales y explicándole -a escondidas- cuáles
deben ser los movimientos de ella para ser su partenaire. Entonces la
lugareña comienza a dar señales de interés, no tanto por el baile sino
por él y utiliza la danza para prolongar los momentos. Así empiezan a
rosarse, a sentirse y a amarse, y a permitirse lo prohibido, primero en la
clandestinidad y luego expresándolo a los gritos. Pasan de ser villanos a
héroes y a ejemplos de otros tantos que necesitan animarse.
El cuñado lo acepta con la condición de que le enseñe las
características de la danza para que éste pueda halagar y conquistar a
una princesa africana, y así, amores van, amores vienen, la danza va
divulgándose y las culturas se acarician las mejillas para conocer aún
más la fisonomía de la otra.
Siempre pienso que toda manifestación cultural fusionada es fruto
del encuentro íntimo, de las relaciones carnales. Todo lo que hace el
hombre, incluso la transmisión de las costumbres más arraigadas,
lo hace –como diría Alejandro Dolina- con el único fin de conquistar
mujeres. Y eso me emociona.
Soy una persona que tiene un temor espantoso de caer en lugares
comunes y de ser cursi. Siempre me he mofado de todo lo que atañe
a definiciones amorosas, escenas románticos, expresiones sublimes y
declaratorias, en fin, son cuestiones muy complejas como para ponerse
en académico o poeta. Pero en estas situaciones, me asombro al pensar
que todas las expresiones culturales y artísticas nacen en el amor, en el
intercambio personal, en el encuentro.
Ver a esos chicos con movimientos atléticos haciendo galas de las
damas con giros, contorsiones, patadas al aire, saltos acrobáticos y
acompañados de gritos eufóricos, mientras las mujeres se destacan
por mostrar y resaltar su sensualidad y femineidad a través de
movimientos gráciles y de la vestimenta sugerente, veo la historia
amorosa de los pueblos, no las guerras ni los sometimientos.
Me hubiese gustado conocer a Carola allí, en Cerrillos, y no en
Cafayate. Me hubiese gustado tenerla a mano en el carnaval para que
sea mi argumento para aprender la danza, y reverenciarla con algo más
que palabras usadas, gastadas y con olor a vino.
¿Por qué conocemos a la gente en lugares equivocados, en
condiciones insuficientes? ¿Por qué conocí a Carola en el mismo
momento que descubrí –y conocí- al Negro Martínez? ¿Acaso la historia
con Carola estaba destinada al fracaso y entonces es mejor así? Hay
gente que piensa y cree en la existencia de los destinos marcados, en
la predestinación, en que si los acontecimientos se dieron así por algo
será, en una especie de reverencia a una voluntad superior que ubica
las cosas en su justo lugar. Una voluntad distinta a Dios, tal vez un
Dios inferior o alguien con tiempo suficiente para encargarse de los
caminos de cada uno de nosotros. Algún Dios griego, de los tantos que
hay, que se ocupe de nuestro día a día y que no sea tan omnipotente,
tan misericordioso o tan eterno como el Dios religioso, ya que, si así
fuese, me intimidaría un poco y me parecería bastante absurdo sentir su
mirada en mi nuca y que acomode la escenografía de mi vida – y la de
todos- en cada momento.
Un tipo que se encarga de crear el mundo, y lo hace
maravillosamente, no puede andar preocupándose por pequeñeces. Es
como si el creador del piano se detenga a explicarle a cada uno que se
acerque al instrumento cómo se usa, cuando se utilizan los bemoles,
cuando los menores, cuando los matices. No, el tipo lo crea y dice
¡jueguen!, ¡hagan!, ¡prueben!, y así puede surgir un Mozart o un Axel,
un Charly García o un Ricardo Arjona. Cada uno hace lo que puede.
Así hemos hecho del mundo lo que hicimos. Y lo que no hicimos –o
no sabemos- es el lado oculto de las cosas, lo que no se ve. Y eso debe
mantenerse allí, escondido, para no estropearlo. Las preguntas sobre
lo que hubiese sido debe ser parte de ese mundo mágico inconcluso,
desconocido. ¿Desde cuándo las preguntas han sido hechas para que
tengan su respuesta?
Si a Carola la conocí en Cafayate y no en el carnaval de Cerrillos no
es por algo. Es por nada. La conocí en Cafayate y listo. Y si ahora quiero
aprender a bailar Los Caporales para seducirla, puedo hacerlo, y esperar
a encontrarla en Bolivia, y si no la encuentro, es probable que encuentre
a otras Carolas -o a otros bailes-.
Esa noche tomé demasiado y me acosté con una comparsa en
el occipital. Estaba tranquilo porque solo restaban trece Kilómetros
para llegar a Salta capital y allí me quedaría un par de días. De modo
que me levanté tarde, desayuné un té con galletitas de agua (lo de
siempre), acomodé las cosas con un poco de ruido esperando que se
despierten en la carpa vecina el Ruso o Demián y así poder despedirme
de forma espontánea. Pensaba que golpearle la carpa, despertarlos y
despedirme, formaba parte de una formalidad extraña para este tipo de
situaciones. Una vez que preparé todo y no vi movimiento en la carpa
de los músicos, me fui sin saludarlos.
Empeñado con Salta
El viaje fue el más corto que hice. No alcance a poner en el mp4 la
carpeta de música que pretendía que ya había llegado. Lo primero que
hice fue recorrer el centro para comprar un casco y guantes que había
perdido en pueblos anteriores.
La pérdida es una compañera incondicional en este tipo de viajes.
Por más que sean pocas las cosas que lleve, que crea que tengo todo
controlado, que hasta pueda apostar que no me olvido nada, ella se las
ingenia para estar presente. Como una especie de suvenir tengo que
dejar algo en cada pueblo, un legado, mi sello, que alguien sepa que por
ahí pasé yo.
Como un negocio, un trueque, yo dejo algo para traerme el recuerdo
de por vida, para llevarme imágenes y videos en mi cabeza. Y además
para poder decir; allí perdí los guantes, o la linterna, o la bolsa de
dormir.
Salta es una ciudad maravillosa, ya había tenido la oportunidad de
conocerla en el viaje previo con mis amigos y mi falcon.
En esa ocasión estaba muy parecida a Paris y a Venecia. Llovió casi
todo el tiempo y la conocimos inundada. Además, nos tocó estar un fin
de semana y un lunes. Sábado y domingo elegimos mezclar el aguacero
con alcohol y el lunes –cuando nos despertamos con un ataque culturaldecidimos visitar museos. Allí nos enteramos que los museólogos y
los peluqueros comparten gremio y que en la mayor parte del mundo
ambos sitios permanecen cerrados los lunes.
Después de las compras me instalé en el camping Municipal.
Contrariamente al de Cerrillos este camping es muy lindo, está bien
cuidado y es bastante amplio. Tiene una pileta que se parece a un lago
artificial aprovechada por mucha gente que paga el día para disfrutar de
la tranquilidad, del paisaje y la pileta. El único problema es que cuando
tanta gente decide ir al mismo lugar y pagar por tranquilidad, no queda
satisfecha con el servicio.
Descansé toda la tarde intentando recuperarme de la resaca bajo
un árbol cerca de la pileta. El griterío agudo característico de los niños
jugando y el grave de los padres retando no fueron impedimento
para conciliar el sueño y honrar a la tradición norteña con una siesta
mayúscula.
Al día siguiente, finalmente, pude conocer el Museo Arqueológico
de Alta Montaña (MAAM) tan recomendable. Hacía tiempo que no
quedaba tan impresionado con un museo, es perfecto. Cada sala, cada
objeto visto incrementa la expectativa hasta llegar al último salón en
donde se expone una momia inca, una niña de quince años llamada La
Doncella, encontrada en el volcán Llullaillaco junto a otros dos niños,
La niña de rayo de seis años y El niño de siete años. Me dio un poco
de temor acercarme a la vitrina en la que está expuesta. Se trata de
una persona en perfecto estado que hace quinientos años la enterraron
dormida como ofrenda a la montaña -objeto de adoración-
y que ha
sido conservada por el frío.
Estos cuerpos han sido encontrados a más de seis mil quinientos
metros de altura en el año 1999. No es la primera vez que se
encuentran cuerpos en las montañas de Salta (el primero fue un niño
de cinco años hallado en el año 1905) motivo por el cual se le atribuyen
cualidades divinas.
Según Constanza Ceruti, la arqueóloga del hallazgo, uno de los
cuerpos –el del niño- se encontraba sentado sobre una túnica plegada
y presentaba distintos elementos de ajuar que lo acompañaban, tales
como sandalias, bolsitas de piel animal conteniendo cabello del niño,
un saquito tejido engarzado con plumas blancas, estatuillas masculinas
de valva de spondylus y un aríbalo de cerámica. La doncella lleva un
tocado de plumas blancas, acompañada de una túnica tejida, de objetos
de cerámica de formas y estilos típicos incaicos y de elementos textiles
tales como chuspas, fajas arrolladas y una pequeña vincha. Presentaba
keros de madera en miniatura, un peine de espinas y trozos de carne
seca o charqui. En la tercera tumba se descubrió el cuerpo de una niña
de seis años, dañado por la descarga de un rayo –de allí el nombre de
la niña del rayo-. Ella también estaba acompañada de varios elementos
característicos de la cultura inca.
¿Cómo puede ser? Otra de las preguntas en la que no espero
respuesta. Las cosas son mejores cuando son y listo. Cuando quedamos
boquiabiertos y ausentes de palabras. No tener palabras para dar cuenta
de algo es la clara señal de la existencia de un mundo trascendente al
simbólico y que es inaccesible. Es decir, lo real que supera a la ficción.
Ese día también estuve recorriendo las Iglesias y otros museos.
Hice todo lo propio de un turista. Saqué fotos sin pensar, realicé efectos
fotográficos con mi cuerpo en relación a los objetos ayudados por la
perspectiva, arruine sin querer fotos ajenas y visité baños para ver en
qué condiciones estaban. También miré todos los puestos de artesanías
que había en la plaza sabiendo a priori que no compraría nada, y
agarré cuantos folletos y mapas estaban a disposición en el stand de la
secretaría de turismo. Todo esto con una pequeña botella de medio litro
de agua en la mano y con anteojos negros.
Necesitaba masificarme un poco, sentirme parte del mundo y
observar la vidriera de la ciudad norteña sin traspasar el vidrio.
Esa noche anduve de peñas. Desde el más silencioso anonimato
disfrute de un buen vino, comida tradicional y aprendí de las historias
contadas en versos y guitarras.
La música en el norte no es sólo una expresión artística, es una de
las mejores formas de contarnos sobre ellos, cómo son, qué valoran,
cómo viven. Todo lo retraído y silenciosos que son en lo cotidiano se
convierte en un canto de orgullo y de identidad con una guitarra en la
falda. Viendo cómo tocan, cómo se presentan y el orgullo con el que lo
hacen me di cuenta que la gente de mis pagos puede hacer muy buena
música y mejores interpretaciones, pero de lo ajeno.
Los pueblos cercanos a la gran Capital fueron los que albergaron con
techo y trabajo en el campo a los inmigrantes de las diferentes épocas
generando así una mixtura con los que ya estaban desintegrando, con el
tiempo, rituales folklóricos.
No tenemos folklore, no tenemos algo que nos identifique y que nos
enorgullezca. Simplemente interpretamos, como actores, la música de
otros y nos gusta, como nos gusta una hamburguesa con papas.
Letras y melodías que había escuchado hasta el hartazgo en asados
familiares o en fogones con amigos tomaban otro sentido ese día. Por
ejemplo la letra de La arenosa del Dúo Salteño,
Deja que beba en tu vino
La savia cafayateña
Y que me pierda en la cueca
Cantando antes que me muera.
Allí veía, por primera vez, que en el norte se muere cantando y
amando a la tierra, a la propia tierra. Que se esmeran en adorar y
agasajar poéticamente al suelo que los vio nacer, que les da trabajo,
que le dan un ser. Y así lo expresan, con guitarra y vino tinto.
O Doña Ubenza donde dice,
No sé si habrá otro mundo
donde las almas suspiran
yo vivo sobre la tierra
trajinando todo el día.
Es la vida en la puna. Trajinar humildemente para que no falte el
pan, para que la madre naturaleza siga proveyendo riquezas, sin otra
preocupación que esa.
Al día siguiente comenzó a llover y sentí que la ciudad se burlaba de
mí, que alguna fuerza completamente desconocido había que impedía
que nos lleváramos bien. Aunque los lugareños que trabajaban en el
Camping me adoraban como al Dios de la lluvia, al contarles entre
ruidos de tormentas las peripecias de mi anterior visita, y me invitaban
a mangares magníficos para que me quedara e hiciese llover a una
ciudad que no ve el agua por larguísimos meses en el año, yo sentía una
enemistad con Salta tan antigua como infundada.
Lo que para mí era un conflicto personal, un ensañamiento
injustificado del clima salteño conmigo, para ellos era la bendición, la
esperanza de producción y una batalla contra la sequía instalada.
Pese a las tentadoras ofertas, decido continuar el viaje apenas
termine de llover. Eso sucedió al día siguiente. Me levanté sigilosamente
para no despertar a las nubes y me escapé del camping sin alzar la vista
por temor a que mi atención sea suficiente para reanudar la lluvia.
Volver
Es una mañana calurosa con un sol enorme decididamente instalado
en el cielo. Un poco por inseguridad y otro poco para escuchar la tonada
particular de los salteños, me acerco a preguntar cuál camino debo
tomar para ir a San Salvador. Los pueblerinos me informan sobre dos
caminos, el de autopista y el de cornisa. El segundo era más corto, con
menos tráfico y con mejores paisajes, aunque mucho más peligroso.
Prefiero seguir la segunda opción y comienzo el camino atravesando
varios pueblos. La distancia que separa ambas capitales es de cien
kilómetros.
En uno de los pueblos llamado Vaqueros veo en el camino a
muchos trabajadores en bicicletas que van en la dirección contraria y
automáticamente levanto la mano para saludarlos como si los estuviese
esperando, ellos se quedan mirando sorpresivamente al nuevo ciclista
que rompía con la rutina y responden al saludo tardíamente.
Sonrío por la reacción que había tenido y empiezo a jugar con
adivinar quién será la próxima persona que me cruce y que rompa con
la tranquilidad de la naturaleza. ¿Será un auto, una camioneta, otro
ciclista, una mujer con su hijo caminando? Este simple entretenimiento
me genera impaciencia e incertidumbre. Aún más cuando agrego al
juego la posibilidad de un animal. Todavía no me había pasado pero
estaba advertido de que cualquier cosa podría encontrar en el medio de
la angosta calle de colina.
Me doy cuenta que estoy desarrollando la capacidad imaginativa.
Ya son varios los juegos mentales que invento mientras pedaleo para
matar el tiempo. Pienso en el funcionamiento de la cabeza del hombre y
de cómo estos paseos incentivan la imaginación y la creatividad. Asocio
esta idea con una situación extrema de soledad y desamparo por largos
períodos de tiempo, pienso en perderse en la selva o en un naufragio,
y las consecuencias mentales que ello traería. Los juegos inventados
para sobrevivir, las alucinaciones que empiezan a aparecer para distraer
la mente, para engañarla y prolongar la muerte. El hombre debe tener
un área del cerebro que se activa cuando hay riesgo de inactividad
en el pensamiento, por eso nunca podemos poner la mente en blanco
y anular la actividad cerebral. Porque al poner la mente en blanco
ya estoy pensando en algo blanco, siempre una imagen se nos hace
presente.
Entonces el cerebro funciona como la electricidad y esa área a la que
hago mención sería el grupo electrógeno que me provee, por un tiempo,
un poco más de luz.
Me olvido momentáneamente del juego y sigo asociando. Recuerdo
la película “el náufrago” de Thom Hanks, que siempre me pareció
graciosa, sobretodo pensar en cómo se le puede ocurrir a alguien hacer
una película con una persona y una pelota. En ese caso, hubiese sido
más divertido hacer una sobre Maradona.
En eso estoy cuando llego al pueblo La Caldera. Allí refuerzo mi
desayuno mientras un habitante me cuenta sus malas experiencias
con la gente de Bolivia. Mientras me habla acaloradamente yo como y
pienso en que generalmente uno juzga y critica con más vehemencia
a aquel que más se parece a uno. Tal vez tenemos mejor olfato para
detectar las mínimas diferencias con aquellos que se nos parecen que
las enormes discrepancias del que nos es ajeno por completo. Si la
idea es diferenciarse, separarse para ganar en identidad, es más difícil
hacerlo con el semejante que con el distinto.
Acompaño sus apreciaciones asintiendo con la cabeza y parece
suficiente. No espera que yo hable, simplemente que lo escuche.
Disfruta criticando a los bolivianos y lo hace hasta que se cansa y se
retira deseándome suerte.
No falta mucho, después de La Caldera, para llegar a la cima y
comenzar un descenso fabuloso por una ruta de no más de cuatro
metros de ancho y precipicios selváticos.
Este camino también cruza varios diques, entre ellos el Dique de
Campo Alegre y Las Maderas de la ciudad El Carmen. Allí me tomo un
descanso y almuerzo en un barcito que se encuentra sobre la ruta.
Rubén, el dueño del bar, es un aventurero que anduvo por
varios países del mundo ganándose la vida trabajando de lo que
sea. Finalmente decide ponerse ese barcito y me aseguraba que
no lo cambiaría por nada del mundo. Cuando una persona de estas
características me dice algo así, le creo.
¿Es necesario recorrer el mundo para darse cuenta que lo que uno
verdaderamente quiere con su vida está a la vuelta de la esquina? Para
Rubén fue necesario. Lo que cambia no es la distancia sino la percepción
que tenemos de las cosas en diferentes momentos. Es decir, ese barcito
no es el mismo antes que después de recorrer el mundo, ni son los
mismos los amigos, las mujeres, la familia.
Rubén está esperando la resolución de unos papeles, para poder
casarse con su novia polaca Marta Grey a la que no tengo el gusto de
conocer. Terminamos la charla y el almuerzo y se despide con un fuerte
apretón de manos y un abrazo intenso que me sorprende.
Finalmente llego a San Salvador de Jujuy. Ciudad capital de la
provincia con aires de mercaderes tramposos. San Salvador, como
algunas ciudades norteña, ha dejado de ser un recinto de movimientos
culturales para convertirse en mercados de objetos coloridos e inútiles
made in China y de piratería musical.
Quiero escapar cuanto antes de ese mundillo y decido no dar
demasiados rodeos y hospedarme en un hotel cercano a la ruta de la
quebrada para no demorarme en la partida al día siguiente.
Tenía pensado, de antemano, no quedarme en San Salvador.
Aunque, como todas las capitales, es una ciudad con mucha historia
y visitas obligadas, prefiero seguir viaje en busca de paisajes y
tranquilidad.
Así fue como, después de una estafa consentida en el pago del
desayuno, parto rumbo a Purmamarca donde sabía me esperaban otros
objetos coloridos –pero estos made in Argentina- que, hasta ahora, no
se venden. Los cerros de siete colores.
La magia de las cosas
El arranque fue bastante difícil. Pedalear en una cuesta empinada y
prolongada en ripio acaba con el buen ánimo de cualquier ciclista. Tomé
un atajo aconsejado por unos policías de la zona y desemboqué en
León. Por suerte, aquí comenzaba el descenso y el viento a favor. Pasé
por los pueblos de Tumbaya y Volcán para finalmente llegar a la ciudad
de destino.
Son cerca de setenta kilómetros que padecí debido al excesivo calor
de aquella jornada.
Purmamarca es una de mis ciudades predilectas. Estaba ansioso por
volver a encontrarla y de quedarme nuevamente perplejo al contemplar
lo que la naturaleza nos regala. Un cordón maravilloso de cerros con
colores fuertes e indefinidos para demostrarle al hombre, una vez más,
que no todo puede decirse con palabras. Colores todavía sin nombres
que se burlan de nuestros intentos de ubicarlos en el rojo, el azul o el
verde.
Tal vez los aborígenes de la zona podrán decirnos, en su dialecto,
de qué se trata. Pero fue difícil encontrar alguno, y cuando lo encontré
estaba demasiado ocupado vendiendo pulóveres industriales a precios
de artesano como para responder a mi inquietud.
Una lástima tanto paisaje sin dueño. Una casa hermosa rodeada
de un arcoíris de montañas ocupada por oportunistas que no saben ni
dónde está la llave de gas. Esa fue la sensación que tuve al recorrer la
plaza principal.
Tanta naturaleza muda que ni el viento se escuchaba tapada por
los cánticos de los vendedores. Un extraordinario lugar sólo teñido por
la civilización de plástico. Ya no se pueden conservar la virginidad de
las chicas más lindas y ni siquiera se tiene la gentileza de preguntarles
como la quieren perder. Casi un violación, un abuso.
Esa noche esperé que los títeres de las cámaras fotográficas se
vayan a dormir para prepararme el equipo de mate e irme al pie de los
cerros y así poder escucharlos, sentirlos.
Al tercer mate empecé a llorar y me sentí un estúpido. No había
razones, sólo lágrimas. Tampoco sabía si era tristeza o alegría, sólo
emoción. Me empecé a preocupar cuando el lagrimeo se intensificaba
y venía acompañado del sonido nasal propio de quién quiere evitar la
caída de mocos.
Amagué con agarrar el cuaderno y escribir en el diario de viaje
pero me arrepentí en el intento. No debía interrumpir el momento con
palabras, con pensamientos, con descripciones que lejos estarían de la
realidad. Hay quienes dicen que esos son los mejores momentos para la
inspiración, que las musas habitan allí donde brota la emoción. Yo tengo
ciertas reservas sobre esa opinión.
Por un lado acuerdo con esa consideración. Es cierto que hay una
apertura a la sensibilidad mayor ideal para aprovecharla y que el
pensamiento sólo acompañe para ordenar lo que se quiere decir, y
no al revés. Pero por otra parte es interferir en un momento mágico,
coartarlo y direccionarlo para que lo que se escriba o lo que surja de
esa inspiración sea compartido, a sabiendas que, justamente, son
experiencias intransferibles.
Fue uno de los momentos donde el sentido del viaje se hacía
patente.
Sondear
aquellos
espacios
oscuros
donde
reina
la
incomprensibilidad y el desconcierto. Parece un contrasentido pero no lo
es. Es la búsqueda en un encuentro cotidiano, en un espacio compartido
o en un detalle cualquiera, de lo no sabido, lo no repetido. La magia de
las cosas.
Eso es, la magia de las cosas. Todas las cosas tienen magias porque
somos nosotros quienes se las damos. Como en un show de magia,
donde muchos chicos y grandes están enfrente del escenario dispuestos
a creer que lo que sucede allí es tal como el mago se lo muestra y
entonces pagan para que les muestren lo que quieren ver. Un engaño,
un truco, una estafa a los sentidos y un somnífero a la inteligencia.
Entonces a más engaño más aplausos, más ovación y más
satisfechos se irán los espectadores que podrán recordar y contar a sus
amigos los trucos que vieron, y que, verdaderamente, el ratón Pérez se
construye una casa con dientes de niños.
Esa sensación revitaliza, porque otro mundo es posible. ¿Y quién
puede decirme que aquel es un mundo ilusorio y este es real y no al
revés? Tal vez los dos mundos son reales y es una elección propia cuál
de ellos queremos habitar.
Claro que hay muchos que pagan la entrada para desenmascararlo,
para descubrir los artilugios y el doble fondo que hacen posible el truco
con toda la lógica que nos enseña la ingeniería. Esos tipos van y llevan
a sus hijos para demostrarles que es mentira lo que vemos, que existe
la trampa y que a la gente le gusta engañar y aprovecharse de los más
inocentes. Son los refutadores de leyendas, los que sostienen que todo
tiene sentido.
Esos hombres viven apresados en un mundo de papel cuadriculado
en el que cada cuadrado tiene su finalidad y su sentido para estar allí,
en el lugar preciso en donde está, pero nunca podrán dar explicaciones
sobre el todo.
Entonces llega un momento en sus vidas donde se percatan que
todo lo hecho con plena lucidez y convicción y con el fuerte sello de
la conciencia, no valía tanto la pena o no daba las gratificaciones
esperadas. Para liberarse de la carga que puede causar hacerse
responsable tiran la pelota afuera considerando que es la vida la
que nos ofrece esta porquería. De modo que, lo que les queda, es
la frustración, el vacío y el consuelo de mostrarles a sus hijos que
ese mago es un pobre diablo que quiere sacarnos la plata a costa de
vendernos una mentira.
Así es como cada uno elige sobre lo que quiere ver. Y yo prefiero
pagar – o llorar- por la magia que estos cerros tienen en sus colores.
Otra deuda pendiente, otra pequeña espina que debía sacarme era
conocer las Salinas Grandes bajo el sol. En la experiencia anterior, con
mis amigos, estaban sumergidas en una carpeta de barro y enchastre
que se había generado a causa de una persistente e incansable lluvia de
días anteriores.
Cuando muestro aquellas fotos de cuatro jóvenes encapuchados
intentando resistir al viendo y la lluvia al lado de los piletones
característicos de las Salinas pisando un suelo grisáceo de la mezcla
de sal y barro, la gente cree que está trucada. La leyenda cuenta que
nunca nadie ha podido ver las salinas en ese estado ya que el sol y las
elevadas temperaturas habitan allí desde hace siglos.
Pues bien, nosotros habíamos destruido, en contra de nuestra
voluntad, aquella creencia. Y como es natural en estos casos, la
resistencia y la negación de la sociedad no se hicieron esperar acusando
la prueba fotográfica de trucos tecnológicos, y a sus autores, de hacer
una broma de mal gusto.
Pero esta vez fue diferente. Las Salinas estaba tan blanca y radiante
como de costumbre. Una gran alfombra blanca que se pierde en el
horizonte. Apenas la vi tuve un deja vú. Vi la imagen de la gran sala de
espera para entrar al cielo.
En todos los chistes sobre la entrada al cielo que involucran a San
Pedro como recepcionista, y en todas las historias sobre gente que
no alcanza a morir pero que ve, en sueños, ese camino limpio, puro y
luminoso, siempre me he representado las escenas de esta manera.
Ahora no sabía si estaba en el cielo, en un sueño o en el origen
del mundo. Pienso que en un principio… (como dice la Biblia) todo era
blanco. ¿De qué otro color sino? De allí viene la expresión “poner la
mente en blanco” y así también se lo imaginaba Aristóteles cuando
hablaba de la tabula rasa de donde se apoyan los conocimientos, el
aprendizaje y las sensaciones.
No tuve mejor idea que arrodillarme y besar el suelo que, por
supuesto, era salado. Luego sonreí burlándome de mis impulsos que
pretendían hallar otro sabor. O tal vez comprobar que tan salado se
sentía.
Caminé por el mar blanco y seco hasta las piletas mientras
imaginaba que allí estaba San Pedro sentado y dispuesto a examinar
todos mis antecedentes en el sistema. Pensaba cuales serían mis
argumentos para seducirlo y que me deje pasar pese a los datos
irrefutables que se encontrarían en el archivo con mi nombre.
Como una especie de examen de conciencia repasé mis principales
faltas, aquellas que surgían casi inmediatamente, aquellos errores que
siguen haciendo ruido pese al arrepentimiento, los actos que nos siguen
avergonzando de sólo recordarlos.
¿Qué podía aducir a semejantes miserias? ¿Puedo acudir a la
intencionalidad para paliar la gravedad del hecho? ¿Puedo argumentar
desconocimiento de las consecuencias, o ignorancia en la materia?
Allí iba caminando con la sensación de estar yendo al cadalso,
que nada me salvaría, que San Pedro negaría con la cabeza mientras
permanecería con los ojos clavados en el monitor, como una secretaria
a punto de decirme que el médico no puede verme por no figurar en la
agenda del día.
Comencé a sentirme nervioso y un escalofrío me recorría el cuerpo.
Las palpitaciones iban aumentando mientras me hundía en la fantasía.
Quise desviar la atención convenciéndome que faltaba muchísimo
tiempo para morirme y que tenía por vivir una enormidad de momentos
fabulosos y que trasladarme a esa situación ese día era innecesario y
estúpido.
De a poco iba encontrando la calma cuando por fin llegué a los
piletones y me refresqué un poco para olvidarme de mis ideas.
Se quedan a cargo…
Junto mis cosas, las acomodo en las alforjas y me despido de los
maravillosos cerros de siete colores resistiéndome a seguir viaje. Sigo
por el camino de la quebrada hasta Maimará. Allí voy a hacer escala,
descansar un poco y almorzar. Pretendo llegar a la tarde temprano a
Tilcara donde me quedaré un solo día. Son muy pocos los kilómetros
que separan a los pueblos que están en el camino de la Quebrada.
Entre Purmamarca y Tilcara, por ejemplo, hay veintinueve kilómetros
entretenidos por una naturaleza extraordinaria.
El paseo por la Quebrada no tiene grandes complicaciones. Está todo
asfaltado y el paisaje acompaña durante todo el trayecto acariciando las
pupilas. En Tilcara sabía que me hospedaría en el hostel “Las Rosas” de
mi amigo Sergio, donde ya habíamos estado en la primera experiencia
norteña y donde tan bien la habíamos pasado.
La primera vez que lo vimos a Sergio será un recuerdo imborrable.
Estamos frente a su casa y tocamos timbre mientras bajamos los
bolsos del auto. Nos atiende despeinado y con los ojos entrecerrados.
Sergio recién se levanta y son las doce y media del mediodía. Antes de
terminar de presentarnos saca del bolsillo las llaves, extiende el brazo
y me dice; se quedan a cargo, me voy a almorzar con mi chica. En su
casa no hay nadie, parece que los turistas han salido de excursión.
Recorremos las habitaciones y vamos dejando los bolsos en lugares que
estimamos libres. Ponemos música y abrimos la heladera.
- A este muchacho no le importa nada –comenta Juani-. Estamos
impresentables, barbudos, sucios, parecemos indigentes y éste
loco nos deja la casa como si tal cosa.
Así es Sergio. Parece que todo le da lo mismo. Deja la casa a cuatro
extraños que se bajan de un Falcon con la misma naturalidad como
se mete cinco gramos de cocaína en la nariz para preparar una salsa
de tomate que acompañe a unas pastas secas. Todo con la misma
tranquilidad, todo con la misma displicencia.
Tampoco demuestra mucho afecto cuando nos cuenta sobre las
frecuentes visitas que recibe del Pity Álvarez quién acude a su casa en
busca de inspiración musical y de diversión ilegal.
Sergio es rosarino y no recuerda ni cuándo ni cómo fue que decidió
irse a vivir a Tilcara y hacerse su casita para alojar turistas. Tampoco
le preocupa ni le sorprende, como a nosotros, sus olvidos y su frágil
memoria. Él vive al día en la literalidad de la palabra. No recuerda su
pasado y el futuro es una palabra que está antes que pasado en el
diccionario.
Intento recordar lo sucedido la noche del primer día que nos
hospedamos allí pero es una tarea imposible. No lo había podido
recordar al día siguiente, de manera que mucho menos ahora que ya
pasaron tres años. Una especie de hechizo tiene esa casa en donde
los recuerdos quedan allí. Como una pausa o un suspenso en la línea
cronológica.
Pero deben haber pasado cosas divertidas porque todos nos
habíamos levantado con un fuerte dolor de cabeza y una sonrisa tan
injustificada como auténtica. Además, por un par de días, recuerdo que
faltaron los clásicos comentarios sobre mujeres ocasionales prometiendo
faenas incumplidas. Como si de repente tuviéramos en reposo el
incansable apetito sexual.
Quizá Sergio también era víctima de la fatídica maldición que caía
sobre su casa y por eso la amnesia de su vida.
Estoy en medio de estas elucubraciones cuando empiezo a escuchar
bocinazos violentos. Con tantos recuerdos y teorías me distraje en una
curva y no vi el camión que viene de frente. El chofer me putea con una
mano y con la otra se aferra a la bocina. Empiezo a prestar un poco
más de atención en la ruta y veo que ya estoy a menos de quinientos
metros de la entrada de Tilcara. Desde acá ya se observa el empedrado
característico.
Si puedo distraerme pensando en cualquier cosa es, en parte,
gracias a la bici que había dejado de jugarme malas pasadas como al
comienzo.
Repaso los percances sufridos hasta el momento y la lista es muy
corta. Un par de pinchaduras, algunos objetos perdidos en el camino sin
que ella me avise y maltratos persistentes sobre el ripio rumbo a Salta.
Por lo demás, venimos de maravillas y es merecedora de otra gran
lavada que hacía tiempo no le hacía.
Le prometo, ya en la puerta de la casa de Sergio, que al día
siguiente me ocuparía de ella.
Amigos sin lunares
Tenía pensado pasar sólo un día en Tilcara. La impresión que me
había quedado de la primera visita no era demasiado alentadora ni
generaba muchas expectativas. Sólo tenía programado visitar el Pucará.
Y digo programado aunque parezca ajeno al espíritu que motivó el viaje.
Lo cierto es que, aún contra mi voluntad, programaba los días para no
respetar lo anticipado.
¿De qué otra manera encontramos lo espontáneo y lo impensado
si no es, justamente, burlando lo planeado? Entonces, durante los
viajes, intentaba imaginar cómo sería la estadía en la próxima estación.
Mucho más si el lugar ya me era conocido. Pensaba cuánto tiempo me
quedaría y cuales actividades realizaría para luego desparramar de un
manotazo el castillo de arena y reírme, por un rato, de ese vicio humano
de construir estructuras para vivir.
Es por eso que el personaje de Sergio, un personaje siempre
en presente, ajeno a todas las estructuras ancladas en el tiempo
pasado presente y futuro, me inspiraba curiosidad y mucho interés.
Por momentos pensaba que su forma de ser es consecuencia de una
ideología de vida llevada a la práctica con militancia, por momentos
desestimaba esta idea otorgando inocencia y creyendo que se trata
simplemente de una manera de ser sin intencionalidad ideológica, y
en ocasiones, llegué a dudar si su desparpajo es efecto de tanta cosa
metida en su nariz.
Como fuese que sea es un personaje interesante, fuera de los
moldes conocidos.
De manera que, jugaba a engañar por un ratito gambeteando al
instinto de rutina y de organización. Así fue como, pese a lo planeado,
estuve tres días en Tilcara. Descansé bastante, me ocupé como había
prometido de mimar a la compañera de ruta, y disfruté del hostel del
Sergio.
Me tomé uno de los días para ir con la bici (sin las alforjas) al Pucará
de Tilcara. El Pucará (fortaleza en quechua) era una zona alta en el valle
de Tilcara donde los indígenas tenían una amplia visión de los cuatro
puntos cardinales. Encontré el sitio en muy buen estado, aunque con
mucha reconstrucción con cemento, lo cual quita un poco de encanto al
paisaje rústico, propio del lugar.
Al volver al hostel encontré que había mucha más gente que esa
mañana cuando me fui de excursión. Ese es un momento del día que
siempre me ha causado cierta adrenalina.
Generalmente sucede que el movimiento de turistas y usuarios de
hostels se produce al mediodía. Gente que se va, gente que viene,
cambio de aire y un nuevo clímax al lugar. El hostel no es el mismo a
la mañana, cuando uno se va de excursión que a la tarde, de regreso.
Ese recorrido de vuelta me provoca expectación. Nuevas caras, nuevas
historias, nuevas experiencias.
Ese día conocí a Lucas, Santiago y Guillermo. Tres muchachos del
montón que pasaron a ser especiales cuando me comentaron que eran
de Luján, es decir, que viven a treinta kilómetros de mi casa. Lo cual
tampoco tendría nada de particular si no fuese dicho a mil setecientos
kilómetros de mi pueblo en un hostel con capacidad para doce personas.
No entiendo por qué me sorprendo mucho cuando en los viajes me
encuentro con gente de mi ciudad o vecinos, o incluso también me
pasa con gente que conoce Mercedes o que alguna vez anduvo por mi
pago o que conoce a un Mercedino. Un abanico bastante amplio para
sorprenderme. Como si fuese extraño que eso suceda. En esos casos
lo primero que se me ocurre decir es una frase que me hace sentir un
estúpido al decirla pero no puedo dejar de hacerlo; el mundo es un
pañuelo.
De los millones de lugares que tiene el mundo encontrar en un sitio
de muy poca gente a alguien que conoce algo mío, de mi entorno, de
los lugares que frecuento, de donde he caminado, de lo que he visto,
me produce cierta familiaridad, cierto código en común, un guiño de
complicidad que, naturalmente, se da por casualidad.
“Justo” me vengo a encontrar con un mercedino, o un lujanense o un
chivilcoyano, o con fulano que trabaja con mengano que es mercedino.
¿Acaso no es también extraño conocer en Jujuy a alguien de Sierra
de la ventana que tiene mil seiscientos habitantes? Y tendría que
decir “justo” vengo a conocer a mengano de Sierra de la Ventana. Sin
embargo no me sorprende.
Lucas, Santiago y Guillermo decidieron recorrer toda la quebrada
regalando arte. Ofrecen shows de clown gratuitamente en los lugares y
en los momentos que les plazca. Para uno o cien espectadores.
Se dice de los artistas que viven del aplauso del público –y lo que
no se dice es que también viven de sus bolsillos-. Los tres lujanenses
echan por tierra esta premisa –como muchas otras-. Ellos se mueven
al ritmo del termómetro interno del deseo. Cuando la temperatura
sube, suena la alarma, abren la valija, se maquillan y dan un show.
Sin productor, ni avisos, ni estudio de mercado. Ahí está el arte. La
necesidad impostergable de expresar con recursos geniales y de forma
no convencional lo que se tiene para decir.
Esa noche, en una cálida sobremesa de un guiso comunitario,
mientras yo lavaba los platos, corrieron la mesa y dieron el espectáculo
entre botellas y humo, dándole a la noche un color mágico y
humorístico.
Otro de los momentos sublimes del viaje. Se respira en silencio
el sentimiento auténtico de solidaridad y el espíritu de igualdad. Sin
siquiera hablar de política, de sociología, de historia ni de religión.
Aquello que tanto se pretende generar en algunos países socialistas y
que tanto se repudia en otros liberales nace en la cocina de un hostel.
Cada uno hace lo que cree que puede hacer para ayudar a otros,
para perpetuar el momento. Gastón y Emilio, dos chicos de Rio Cuarto –
que no me causó sorpresa al conocerlos- se encargaron de las compras
porque les gusta buscar los mejores precios. Pablo, un joven solitario y
reflexivo de Cipolleti se propuso para cocinar. Nos contó que su abanico
en la cocina se limitaba a tres o cuatro comidas, no más, pero que
en esa carta el guiso era su especialidad por haberlo aprendido de su
madre y por la dedicación que le pone. Al hacerlo, dice, recuerda a su
madre -fallecida hace dos años- y a las mejores anécdotas de antaño
donde se reunía toda su numerosa familia los domingos a degustar de
los guisos suculentos, y a guitarrear en las sobremesas para distraer la
digestión.
Tengo la intuición de que su actual personalidad está ligada a la
pérdida de su madre. No quise ahondar en el tema pero intuyo que
antes de ese episodio Pablo era una persona alegre, extrovertido y con
gran capacidad de disfrute. Me hubiese gustado conocer aquella versión.
Camilo y Cecilia, una pareja enamoradísima de capital, pusieron y
levantaron la mesa, yo lavé los platos y los artistas hicieron lo suyo para
el postre.
Todo esto casi sin organizar, como consecuencia de un envión
instintivo y compartido de pasar una noche mágica con amigos
circunstanciales.
A veces prefiero los amigos circunstanciales que los perpetuos. Los
primeros quedan allí, sin manchas, sin sombras, en una foto luminosa,
preparada y perfecta en mi memoria que sólo viene a la conciencia en
momentos de necesidad y que, mientras tanto, quedan guardadas como
un tesoro preciado sin posibilidad de contaminarse con el desgaste del
tiempo, ni con la rutina, ni con la luz de la razón y del juicio.
Los otros, los perpetuos, los de siempre, los de toda la vida,
están lleno de lunares, de prejuicios, de defectos. Aunque nada de
eso perturbe el sentimiento los veo más terrenales, veo sus miserias
como veo las mías. Eduardo Sacheri en su cuento me van a tener
que disculpar confiesa el sentimiento que le genera Maradona, es un
relato excepcional donde culpa al tiempo de haber transcurrido y haber
nublado un momento celestial, único y perfecto como fue el segundo
gol que Diego les hace a los ingleses. Dice que allí debía detenerse la
historia y que por culpa del tiempo que se empeña en transcurrir las
personas se comportan como tales – perdiendo en Diego sus rasgos
divinos en el pie izquierdo- y cometen torpezas, hacen estupideces y se
equivocan hasta el cansancio.
Yo comparto esa mirada. Así sucede con mis amigos y con todas las
cosas en general. Por eso de vez en cuando persigo más lo efímero que
lo permanente, lo más cercano a lo ilusorio que a lo real.
Aquella noche fue mágica por todo lo dicho y también por haber
roto el maleficio de la amnesia que tenía el Hostel de Sergio. Aún hoy
recuerdo las carcajadas, la historia de amor de Camilo y Cecilia, las
caras versátiles de Lucas, Guillermo y Santiago en el espectáculo de
clown, la mirada triste de Pablo y los chistes oportunos de Emilio.
Siempre, en todas las reuniones, hay alguien que se encarga del
rubro chiste. Este momento es un arma de doble filo. Puede tocarte un
cordobés o un tucumano naturalmente gracioso, y entonces te duele el
estómago y la mandíbula de tanto reírte, te quedas sin aire y brindas
cada cinco minutos. Cada comentario insignificante es disparador de
alguna genialidad aguda que actúa como chiste en el auditorio. La
velocidad para crear una humorada con una salida sagaz y la memoria
de elefante para no solo recordar sino también seleccionar un buen
chiste en sintonía con el entorno y con el momento de la reunión, es
admirable. Además, cuentan con un elemento natural que es el acento y
las muletillas esencialmente divertidas.
Por otro lado, también puede tocarte una persona con un complejo
de inferioridad que cree haberlo superado y entonces se pone al hombro
la reunión sin que nadie se lo pida. Trata de reproducir literalmente
todo el arsenal de chistes bajados de internet e impreso en hojas
cuidadosamente guardadas y repasadas diariamente por si amerita
la ocasión. Así, comete el primer error que es creer que siempre la
situación lo amerita y entonces ante el mínimo silencio rompe el clímax
con el chiste de cabecera. No sabe interpretar qué tipo de silencio se
genera. No conoce el silencio reflexivo, el que da pausa en una anécdota
para generar atención o el que se produce entre tema y tema. De
manera que comienza a reproducir sin baches como un disco grabado
uno tras otro, sin filtro, sin timing. Pasa sin miramientos de un chiste de
gallegos a uno sexual y de allí a uno sobre el holocausto.
Sucede también con este espécimen que es el primero en reírse de
sus propios chistes dando así aliento al resto, y durante el desarrollo
del mismo va haciendo ademanes y gesticulaciones faciales para evitar
decir “culo”, “teta”, “poronga”, o “coger” de una manera mucho más
obscena que la palabra misma. Busca complicidad levantando las cejas y
golpea la espalda de quien está a su lado para sentirse acompañado.
Y entonces todo se torna pesado, insoportable, asfixiante y sin
posibilidad de remontar.
De estas dos versiones universales, por suerte, Emilio formaba parte
del primer tipo. Ya he dicho que es oriundo de rio Cuarto, Córdoba, lo
cual le daba la cuota extra a la que hice referencia.
Etimologías
El próximo destino en la ruta de viaje es Humahuaca. Andar por
la ruta nueve –el camino de la Quebrada- es un placer y un paseo
indescriptible. Si no tuviese la bici lo haría caminando. La ruta da
seguridad por ser ancha y bastante transitada y el camino nos regala
cambios de paisajes en cada curva.
La música que elijo en cada recorrido maquilla en gran parte el viaje.
Marca, involuntariamente, el ritmo del pedaleo, el ritmo cardíaco y el
estado de ánimo. A veces apago el iPod para escuchar el sonido rítmico
de los rayos de la bici y el viento montañoso. Trato de diferenciar los
sonidos de los paisajes. No es lo mismo en una colina, en un valle o en
un bosque. Me gustaría cerrar los ojos para concentrar las energías en el
sentido auditivo, pero tampoco quiero morir en el intento.
Cuando me canso de escuchar música y me empacho de los sentidos
dedico el tiempo a mi neurosis obsesiva y rindo culto a la rumiación
del pensamiento. Busco preguntas sin respuestas e intento llegar a
explicaciones originales y hasta absurdas que sean difíciles de refutarlas
racionalmente.
La distancia entre Tilcara y Humahuaca es de cincuenta kilómetros.
Había realizado recorridos más largos y más complicados. De manera
que pude despreocuparme del tiempo y del alimento. Durante el camino
presté particular atención a la cantidad de nombres de origen aborigen
de ciudades y pueblos y los comparé con los de Buenos Aires para dar
una explicación lingüística de cuáles fueron los lugares más afectados
por la colonización española, y dónde se mantiene aún el espíritu de los
actualmente llamados pueblos originarios.
He visitado Purmamarca que en lengua aymará significa literalmente
Ciudad del desierto –Purma= desierto y marca= ciudad-. Y desierto, en
dicha lengua, hace referencia también a la tierra inculta, no tocada por
la mano humana, de allí que la traducción más adecuada en esta lengua
sea Pueblo de la Tierra Virgen.
En Tilcara, por ejemplo, he tenido la posibilidad de charlar con un
artesano quién, además de esmerarse por vender abrigos de llamas,
también lo hacía por transmitir la historia de su pueblo. En una cálida
conversación sobre un frío que ahuyentaban a posibles clientes,
me contó que el nombre Tilcara proviene de la antigua etnia de los
omaguaca, y su parcialidad zonal: los tilcara.
Cuando me quedo sin preguntas, surge en mí el costado del estadista
numerólogo que tanto intento reprimir y consulto por fechas que en sí
no tienen ninguna importancia. Simplemente lo hago para demostrar
interés, romper el silencio y prolongar la charla hasta que se me ocurra
una pregunta mejor. De esta manera quise saber la fecha de fundación
y Antonio me aclaró que Tilcara, al igual que otras poblaciones del
norte, no tiene una fecha exacta de fundación. Toda la Quebrada de
Humahuaca estuvo poblada de asentamientos indígenas, desde la época
pre-incaica. Cuando el imperio Inca llegó a la región, la zona donde hoy
crece y vive el pueblo de Tilcara, perteneció al Collasuyo, como se llamó
a la provincia del sur del mundo incaico.
Recordé, mientras me detuve un instante en el trayecto para
hidratarme y contemplar el paisaje sobre un cartel que decía;
Humahuaca 26 km que antes de llegar a Tilcara había pasado por
Maimará, donde se encuentra la famosa paleta del pintor y que Antonio
me había dicho que su significado –en aymará- es el otro año.
El caso de Humahuaca no es distinto al de Tilcara. Su nombre deriva
del nombre de una nación de originarios que habitaron la región (los
omaguacas). Antonio, en su afán de mantener mi atención, dijo que
también puede deberse a una leyenda que hace referencia a la Cabeza
que llora y que onomatopéyicamente diría ¡Humahuacac! ¡Humahuacac!
Y que otra versión es la que hace referencia al lugar de enterratorios de
cabezas, o sepulcro de principales cabezas destacadas.
Yo intentaba que continuase con sus originales e inciertas historias,
pero viendo que ya era tarde y nadie quedaba deambulando, Antonio
empezó a levantar sus cosas y a advertirme que en una hora estaría
tomando algo en el bar de la esquina.
Sólo restaba algunos kilómetros y las elucubraciones persistían.
Al
pensar sólo en el nombre de mi ciudad, Mercedes, y las ciudades
vecinas como Luján, Pilar, San Andres de Giles, San Antonio de Areco,
por ejemplo, la diferencia del origen de los nombres es notable. Aquellos
teñidos de cultura aborigen y éstos surgidos del culto religioso.
Muchas de las otras ciudades que se me ocurrieron pensar me era
desconocido el significado, lo cual motivó la promesa de que ni bien me
instale en Humahuaca buscaría su etimología en Internet.
Finalmente arribo antes de comenzar a sentir cansancio. El cuerpo
se va adaptando a las locuras de la cabeza y empiezan a llevarse de la
mejor manera. Aquel sin protestar y ésta sin exigir.
Encontré a Humahuaca hermosa como siempre, manteniendo su
estructura colonial y sin tanta explotación turística. Como era tarde me
hospedé en el primer lugar que encontré.
El hostel dejaba mucho que desear. Habitaciones muy pequeñas y
con muchas camas, muy poca luz, mucho calor, un baño con calefón
eléctrico y sin lugares de estar. Me instalé en una de las habitaciones
jurándome que al día siguiente buscaría otro sitio.
Dejé todo sin pensar demasiado y me dispuse a dar una vuelta al
centro para cenar unas empanaditas norteñas y tomarme un buen vino
en jarra de arcilla.
Tendré que reflexionar sobre esto
Estoy entrando al cuarto del hostel con la pansa llena y en una
completa
oscuridad.
Abro
la
puerta
sigilosamente
creyendo
que
mis compañeros de cuarto duermen y me encuentro con dos chicos
acostados pero
despiertos y una chica profundamente dormida que
maltrata impiadosamente su garganta con ronquidos. Esto es esperable
ya que en cada pieza hay por lo menos cuatro camas. Lo insólito del
caso es que uno de ellos intenta leer con una linterna para no molestar
al resto y el otro habla creyendo tener un interlocutor interesado.
Me pareció una imagen extraordinaria. No sólo por el claro gesto de
solidaridad alumbrando con una linterna para no fastidiar, sino por la
predisposición de soportar cualquier método, por engorroso que sea, por
el placer de la lectura y para enriquecer el espíritu.
No pude contener la risa y la curiosidad de saber qué estaba
leyendo. Me presenté para que mi reacción no sea mal vista, y porque
además estaba con ganas de charlar pese al cansancio por el viaje, al
horario - eran cerca de las dos de la mañana- y al entorno tétrico de la
casa.
Por otra parte siempre es auspiciosa, a priori, la conversación posible
con una persona de lectura que tiene la capacidad de abstracción
suficiente para concentrarse en el texto en un contexto semejante y con
un amigo que no para de preguntarse y responderse sólo.
En ese momento no estaban fumando, pero el olor a marihuana
que permanecía y que combatía con gran éxito al poderoso olor de la
humedad, también fue un incentivo para relacionarme.
Nicolás, el que hablaba por inercia, se encargó de las
presentaciones, la propia y la de su amigo lector Octavio. Dos chicos de
Trenque Lauquen que estaban en Humahuaca desde hacía cuatro días.
Al cabo de cinco minutos tomé confianza suficiente para preguntarle
a Octavio, ausente en toda la conversación, qué estaba leyendo.
Primero me apuntó con la linterna y después me dijo en forma lapidaria
Cortázar y atinó a volver sobre la lectura. Como una marca registrada
que no necesita mayores especificidades. Para el caso da lo mismo
que sea Todos los fuegos el fuego, Bestiario o Final del juego. El sello
inconfundible de su pluma es suficiente para soportar sostener una
linterna con una mano y el libro con otra. Creo que pudo hacerlo porque
se trataba de uno de los libros mencionados. Quisiera verlo sosteniendo
La Divina Comedia o La Ilíada.
Como un acto de camaradería Nicolás me ofreció fumar mientras
volvía a sacar un porro interrumpido de una caja de cigarrillos. En ese
momento y como un acto condicionado propio del perro de Pavlov,
Octavio cerró el libro y estiró su brazo para participar del ritual.
Intuyendo que había quedado en deuda con su respuesta anterior,
Octavio me dice;
-
Historias de Cronopios y de Famas. Eso estoy leyendo.
Y me alcanzó el libro para que lo inspeccione.
Ese libro yo lo había leído unos meses antes y recordaba varios de
sus cuentos, de modo que podía encontré allí un tema de conversación
que abra el espectro al maravilloso mundo de la literatura.
Pero antes de eso pregunté sobre los lugares visitados en esos
cuatro días para tener un panorama más claro sobre lo que haría
durante la estadía en Humahuaca. Quería saber sobre los mejores
bares, los lugares más baratos y sobre actividades en el día ligadas a la
naturaleza.
Extrañamente vi que se miraban entre ellos buscando respuestas en
el otro hasta que, finalmente, el vocero Nicolás me dijo;
-
No. No hicimos nada. Acá, a una cuadra, está la plaza principal, la
Iglesia y más allá un barcito copado.
- ¿Pero que hicieron en el día? -Pregunté desconcertado-. ¿hicieron
alguna recorrida, algún cerro, alguna movida?
- No. No nos gusta. Damos una vuelta por la plaza, tocamos la
viola, leemos un rato o estamos acá. A la noche vamos al bar que
te dije.
Si la primera escena me había causado mucha gracia, este relato
me asombraba y me daba curiosidad. Había dos jóvenes muy poco
convencionales dentro de una cueva humahuaqueña y estaba dispuesto
a sacarles el jugo.
Nicolás está cursando el cuarto año de ciencias económicas. Es una
persona muy instruida y con un intelecto agudo que supera la media,
además de tener un compromiso y un interés genuino en sus estudios, y
Octavio estudia letras y le apasiona, específicamente, la literatura rusa.
Dos muchachos sumamente interesantes, no menos por sus
extravagancias que por sus bagajes culturales.
Nicolás todavía debe rendir materias de segundo año y de tercero.
Esto no me sería extraño de escuchar en cualquier joven, pero
tratándose de él y de las capacidades antes observadas me llamaba la
atención, aunque éste sentimiento ya me era familiar con esta dupla.
Todo lo que decían podría resultar hasta paradójico o contradictorio con
lo percibido, con la postura corporal y con la circunstancia.
Lo cierto es que, las materias pendientes se debían a olvidos
sistemáticos de fechas en las que debía inscribirse a los exámenes
finales.
Lo primero que pensé ante ésta confesión fue que posiblemente
se trate de un síntoma psicológico que impide presentarse en
circunstancias decisivas a causa de malas experiencias previas, o de
frustraciones y sentimientos de fracaso comunes en situaciones como
éstas, o de haber padecido estados de nerviosismos ingobernables o
desconcertantes que devinieron escenas traumáticas y que, por ende, se
pretenden evitar en adelante.
Pero el caso es que mis hipótesis se disiparon apenas las planteé.
En todos los exámenes rendidos las notas habían sido las mejores y
no escasearon las felicitaciones de los expertos. Mientras me aclaraba
estos datos pensaba que seguramente debe ser así ya que la imagen
que regalaba –además de lo dicho- acordaba con una persona tranquila,
paciente, sin cavilaciones y contenta consigo misma.
De manera que el enigma seguía vigente. ¿A qué se debían olvidos
tan importantes? No supo decirme, naturalmente, cual era la causa.
Pero al menos pudo darme otros ejemplos que alimentaban el misterio
y que no tenían relación con los estudios, los exámenes finales o las
situaciones de presión.
- Cuando tenía diecisiete años quise llevar por primera vez a la
cancha a mi hermano menor, que en ese momento tenía once, a
ver a San Lorenzo. Tuve que insistir durante toda la semana para
lograr el permiso de mis viejos. Bueno, finalmente lo conseguí
y fuimos para el Nuevo Gasómetro. Esa tarde fue una fiesta,
ganamos dos a cero. Nos abrazaron en cada uno de los goles
y alentamos durante todo el partido. Las avalanchas ante cada
avance del ciclón descontrolaba toda la masa de gente y de tanto
movimiento habíamos quedado separados por unos metros con mi
hermano. Una vez que terminó el partido la gente se iba cantando
y festejando como de costumbre. Y yo, sin darme cuenta, estaba
tan excitado que me mesclé entre la gente al ritmo de San Lore…
San Lore y me olvidé por completo de mi hermano. Una vez que
llegué a la parada del colectivo y ya bastante alejado del estadio y
del ruido de los hinchas me percaté que me había olvidado de él.
Con el agravante de que en ese entonces no existían los celulares.
En otra oportunidad había sido llamado para una entrevista laboral y
debía presentarse al día siguiente a las nueve de la mañana. Conociendo
sus frecuentes “lapsus” –así lo definía- dejó organizada toda la ropa
propicia para estos casos al pie de la cama antes de irse a acostar
y tuvo la precaución de poner dos despertadores para que no haya
problemas con su sueño profundo.
Todo resultó de maravillas, se levantó con tiempo, se higienizó
con tiempo de sobra y repasó su mejor versión para dar a conocer.
Desayunó fuerte para estar lúcido en caso de dar alguna respuesta
imprevista y salió con tiempo por si encontraba paro de subtes.
Todo salió perfecto hasta que, en la recepción, miró hacia abajo y
percibió que en vez de los zapatos negros pensados en la vísperas tenía
las confortables pantuflas que semanas atrás le había regalado su tía.
Había pensado en desayunar cómodamente y ponerse los zapatos
antes de salir ya que le quedaban un poco chicos y le molestaban un
poco los pies.
¿Despistes, lapsus, olvidos, lagunas? Nadie lo sabe. Lo cierto es que
a fuerza de honestidad y transparencia, y con una seductora forma de
expresarse y caer simpático, logró conseguir el empleo.
Durante el relato de Nicolás miraba seguidamente a Octavio para
descubrir en su gesto si se trataba de una gran parodia siendo yo la
víctima o si, efectivamente, todo lo dicho era cierto.
Octavio seguía atentamente el relato, aunque seguramente lo había
escuchado muchas veces, y asentía con la cabeza silenciosamente y con
una constante sonrisa.
Después de las risas del caso y, ya dispuestos todos a descansar,
sentí la obligación de tomar la palabra e intentar poner un manto de
seriedad sobre el asunto. Aconsejé a Nicolás que trate de preocuparse
de lo que le pasa, que no es normal, que es una lástima teniendo tanta
facilidad despilfarrar tiempo en la facultad por una tontería semejante
de retrasarse en la inscripción, y que el día de mañana podría sucederle
con cuestiones más importantes. Después de lo dicho sentí que había
sido innecesario y que había sonado con tono paternalista, y que
seguramente ya se lo han dicho muchas otras veces sin resultados
positivos. El me escuchó con fingido interés y respondió;
- Sí. Tendré que reflexionar sobre esto –dándose vuelta en la cama
y acomodándose en posición fetal dispuesto a dormir-.
Al otro día, mientras me preparo para salir a recorrer, entra a la
habitación una chica que con mucha simpatía se presenta como Silvana.
Era mi compañera de cuarto. Si, te conozco, vos dormís ahí y roncas
como una marmota, ¿no? Y además tenés severos problemas de gases,
¿puede ser? Pensé en decirle esto y en la cara que pondría. No es la
faceta más favorable para darse a conocer.
Al regresar de tardecita –sin cumplir con la promesa de buscar
otro hospedaje- los amigos de Trenque Lauquen estaban en la misma
posición y haciendo la misma actividad que la noche anterior, aunque
esta vez la lectura era sin linterna.
Ya estaba advertido que su estadía en Humahuaca –como el viaje
en general- consistía precisamente en eso. En procurar el menor
desgaste físico posible. Acordamos en cenar juntos y en ir al bar tan
recomendable.
El lugar indicado para cenar es una casa antigua refaccionada.
Da la impresión que todos lo que allí trabajan son familia. Hay tres
habitaciones grandes dividas por arcadas que posiblemente hayan sido
los dormitorios. Nosotros nos sentamos en una mesa en el sector de
fumadores que está contra la ventana que da a la calle. Soy el primero
en adelantarme y elegir esa mesa por automatismo. Siempre elijo sobre
la vereda para ver movimiento aunque por esa calle no pasa casi nadie.
Mientras Nicolás sirve la primera copa de vino, Octavio me empieza a
contar las peripecias del viaje. Como para ilustrar el modo como ambos
toman la vida.
Tenían pensado iniciar la aventura un mes antes de la fecha en la
que finalmente salieron. Ellos pretendían salir a principios de diciembre
para pasar las fiestas en Bolivia, pero inconvenientes mecánicos –así
definió el asunto- impidieron que el Renault 18 estuviese listo para esa
fecha.
El hecho es que el dos de enero Nicolás carga sus valijas y pasa a
buscar a Octavio por la casa a las cinco de la mañana. Éste, mientras
acomoda sus bolsos, ve debajo del auto una mancha y un goteo
esporádico.
-
Che, Nico, está perdiendo aceite- advirtió-.
-
Uy, bueno. ¿Vamos?
Así emprendieron el viaje con parada obligada en Córdoba por haber
fundido el motor. Como si Dios les hubiese negado la capacidad de
preocuparse tampoco tuvieron rodeos para pagar el arreglo. Nada iba a
impedir la continuidad del viaje.
Nicolás interrumpe el relato de Octavio aclarando que ninguno de los
dos conoce ni los principios más básicos que da movilidad a un auto. En
Córdoba se anoticiaron que cualquier automóvil, aparte de combustible,
necesita la supervisión de agua y aceite. Y aprendieron también, cómo
se abre el capot.
No puedo contener la risa. Las cosas que cuentan y el modo como
lo hacen es demasiado gracioso. Ellos se ríen porque me ven reír a mí y
alimentan el momento con nuevas anécdotas. El mozo trae la segunda
tanda de empanadas y la tercera botella de vino.
Parece que están haciendo una especie de monólogo preparado o un
show de stand up. Para rematar y que me quede claro que viven en un
mundo paralelo al resto de los mortales, me cuentan que habían sufrido
dos multas en días sucesivos por el mismo motivo.
Al llegar al hospedaje de Humahuaca estacionaron el auto en la
puerta y a las dos horas ya estaba marcado por una multa de mal
estacionamiento. En Humahuaca está prohibido estacionar en muchas
de las calles que, a partir de cierta hora, se convierten en peatonal.
Creyendo que el castigo consistía en haber estacionado en
contramano, Nicolás retiró la multa y dio una vuelta a la manzana para
estacionar en sentido inverso antes de irse a dormir.
Al día siguiente, una nueva multa, y por la misma causa, descansaba
sobre el parabrisas.
Después de cenar nos vamos al bar a morir un poco más. Aquella fue
una noche inolvidable de labios morados y risas fáciles.
Regresamos al hostel pateando cordones y, antes de acostarnos,
Nicolás empieza a revolver serenamente la ropa desparramada sobre el
suelo como buscando algo. Al preguntarle responde que no encuentra
la riñonera. No sería tan importante si en ella no guardase todo,
absolutamente todo lo que no se debe perder, como efectivamente
pasaba. Y no sólo lo propio sino también lo de Octavio.
Allí estaban los documentos de ambos, las billeteras con todas las
tarjetas y los dos celulares.
Una situación desesperante. Pero como ninguno de ellos
desesperaba, me tomé el atrevimiento de desesperarme yo.
Intenté inútilmente que comprendan la gravedad al asunto y que
actúen en consecuencias, pero fue en vano.
Pasaban los minutos y la búsqueda de los tres no daba resultados.
Puse todo el empeño en tratar de que Nicolás recordase momento
a momento los últimos contactos con la riñonera, pero el silencio
acompañado del gesto de levantar los hombros me lo decía todo.
Regresamos al bar aunque Nicolás juraba que no había salido con la
riñonera. De modo que, como era de prever, la riñonera se encontraba
en el respaldo de una de las sillas ocupada un rato antes por nosotros.
Antes de dormirnos Nicolás me prometió –como la noche anterior- que
se replantearía el hecho de ser tan despistado.
Panqueque con dulce de leche
Al día siguiente me desperté por los ruidos de bombas de estruendo
y la música de una banda con redoblantes, bombos y sicus. Se
celebraba el día de la Virgen de Candelaria y la gente acudía a la iglesia
en procesión.
Luego de la visita eclesiástica averigüe por pasajes para Iruya,
armé mis cosas, tapé la bici y partí. No pude despedirme de mis nuevos
amigos porque dormían como si no le debiesen nada a nadie.
Al subir al colectivo me encuentro con la sorpresa de ver muchas
caras conocidas. Un grupo de chicos de Mercedes viajarían conmigo a
Iruya. Pese a mis esfuerzos volví a sorprenderme, dejando sin efecto
las reflexiones hechas en Tilcara. Mientras los saludaba con la frialdad
de ser sólo un conocido, se me ocurrió decir; el mundo es un pañuelo,
pero pude contenerme a tiempo y callarme. Al menos algo había podido
cambiar.
En el trayecto iba prestando atención al camino asfaltado para tener
idea con lo que me encontraría en los próximos días. Parte del camino
tendría que recorrerlo con la bicicleta y la vista no era nada auspicioso.
¡Todo en subida! –pensé- y me dejé caer sobre el asiento.
Intenté dejar de pensar en eso. No quería adelantarme y mucho
menos sondear las malas noticias. Me relajé y disfruté del camino hacia
Iruya que es de por sí hermosísimo.
Pasando el pueblo de Iturbe comienza el camino montañoso de
cornisa que tiene tantas curvas como metro de altura. Recordé el
chiste que me había hecho el hombre de la boletería esa mañana
aconsejándome que no me asuste en el viaje, que sólo uno de cada tres
colectivos se caen al vacío, con lo cual el porcentaje de treinta y tres
coma tres por ciento jugaba a mi favor.
El camino era realmente tan angosto como la distancia que separa
los laterales del colectivo. Caí en la cuenta que mi vida, en ese instante,
no me pertenecía, sino que estaba en manos del conductor. Un señor
de generosa cabellera negra, bastante petiso y robusto con rasgos
típicamente jujeños.
¡Qué poco vale mi vida! –pensé al ver que el chofer giraba todo
su cuerpo quitando la vista del camino para alcanzar una bolsa de
bizcochitos y el mate preparado por su copiloto sentado detrás suyo-.
Iruya es un pueblo olvidado, colgado de las montañas sin posibilidad
de escapar. Un pueblo parado, puesto de pie. No lo digo en forma
metafórica haciendo alusión a la actitud combativa o resistente que la
gente de un pueblo puede tener, sino que lo expreso de manera literal.
Un pueblo puesto en forma vertical que parece que se cae y no se cae,
cuidado y preservado por un cordón de enormes montañas coquetas
vestidas de variados colores.
Desde el techo de Iruya los cóndores observan cada movimiento y
velan, como serenos, por la seguridad de su gente.
Allí tuve el primer gran encontronazo con la disposición anímica.
Faltaban dos días para mi cumpleaños y estaba solo, en un pueblo de
cuentos, pero solo. Sabía que esto podía pasarme, formaba parte de los
riesgos del viaje. Por más extraordinario que todo resultase, el estado
de ánimo puede variar repentinamente y sin aviso.
Empecé a extrañar bastante aunque no podía definir a quién. Quizás
a nadie en particular. ¿Se puede extrañar sin que haya alguien o algo
que sea extrañado? En la cabeza me venían recuerdos de cumpleaños
anteriores y de las caras de mis amigos, de mi familia, de mis novias.
Pero los recuerdos en nada ayudaban a definir a quién extrañaba. Al
contrario, teniendo estas reminiscencias no veía la necesidad de verlos,
o en todo caso, sentía que el hecho de estar con ellos, con los míos, no
apagaría la experiencia de sentir extrañeza.
Tal vez sea eso. Sentir extrañeza que es distinto a extrañar. Como si
de repente todo se vuelve gris y desabrido. Los estímulos equiparan su
intensidad y caen en una meseta donde todo da lo mismo.
La cosa no era tan fuerte como para tomar la decisión de volver,
pero temía, a la vez, no poder salir de ese estado y cargar con una
mochila más –aparte de las alforjas-.
En ese momento traté de controlar el pensamiento que viajaba más
rápido que la luz.
- ¿Y si no revierto mi ánimo? ¿qué cosa podría reanimarme ahora?
Quizás no se trate de algún estímulo externo sino que el problema
es interno. Como siempre, el problema soy yo. Y si es así ¿qué
puedo hacer para cambiar? ¿qué es lo que extraño si después
me aburro y me canso de ver siempre las mismas caras? ¿y si
el viaje no me sirve de nada y todo vuelve a ser lo mismo? Al
final no importa dónde esté, siempre me va a pasar lo que quiero
evitar, sentir apatía, que todo me sea insuficiente, que nada me
llene. Entonces tengo que perder las esperanzas porque buscar
por buscar sin saber lo que se busca me lleva a la frustración y al
mismo pozo de siempre. ¿Cómo puede ser que no pueda disfrutar
de este paraíso terrenal? ¿Por qué no puedo sentirme feliz cuando
estoy haciendo lo que quiero?
Además, tampoco puedo decir que la causa del bajón sea la
cercanía de mi cumpleaños porque ahora mismo recuerdo –
como si lo estuviese viviendo- que en otros años me fastidiaba
demasiado preparar la esperada fiesta, –esperada por los otros,
desde luego- saludar mecánicamente a todos y a ninguno en
particular y desear no estar ahí como objeto a ser elogiado y
falsamente adulado por un día. Soñando siempre con irme, con
pasar mi día lejos de todos y que nadie se sienta obligado a
saludarme. Ser libre aunque sea ese día.
No me era sencillo limitar el torbellino de ideas negativas. La
cuestión heroica de disfrutar de la completa soledad estaba siendo más
un peso que un alivio.
Esa noche, después de cenar, salí a caminar con el anhelo de que
el aire puro de las montañas disipen tanto pensamiento contaminado.
Al pasar por la plaza vi un grupo de jóvenes reunidos en torno a una
guitarra que sonaba con más entusiasmo que virtuosismo. Me acerqué
con decisión y me llevé otra gran sorpresa cuando descubro que el
entusiasta de la guitarra era El turco, el mismo turco que en Amaicha
me invitó gentilmente a su mesa a comer un asado.
Lo saludé con efusividad y vi en su rostro las caras de todos mis
amigos y mi gente querida. El grupo que lo acompañaba lo había
cosechado durante el viaje.
Al turco no le gusta andar solo. Había tenido la precaución de llevar
la guitarra como carnada de amigos y los resultados estaban a la vista.
Después de todas las presentaciones y los saludos, tuve la necesidad
de confesar mi situación anímica, y aunque me costó decirlo, reconocí
que me sentía solo y que en dos días era mi cumpleaños.
Una declaración llorona y victimizante de la que al día siguiente
me sentiría avergonzado y arrepentido de haberla hecho. El turco
interrumpió mi lamento obligándome a cambiar el pasaje y a postergar
el regreso a Humahuaca por un día. Después miró a sus amigos
buscando aceptación. Todos asintieron con la cabeza.
Me dijo que estaban todos en el camping –yo me había hospedado
en el hotel frente a la plaza principal- y que al día siguiente me vaya
para allá bien tempranito. Daba la sensación de que la guitarra apoyada
en sus piernas era suficiente para ganar el liderazgo del grupo.
Yo también acepté sin pestañar todo lo propuesto y me fui, -al otro
día bien tempranito- a pasar las vísperas de mi cumpleaños al camping
con el turco y los amigos.
Romina, una chica de Avellaneda que estaba disfrutando junto con
su amiga Florencia del primer viaje de mochileras y que había conocido
al turco en Tilcara, planteó la idea de hacer unas pizzas a la parrilla
para recibir mi cumpleaños y yo acepté con la condición de que el vino
correría por mi cuenta.
Hecho el trato comenzaron los preparativos. Todos colaborando
con la idea de que pueda pasarla lo mejor posible. Algunos, incluso, no
recordaban mi nombre lo cual me hacía pensar que el sentimiento de
comunidad era aún más genuino.
Después de un baño reconfortante la tarde fue pasando entre mates,
bizcochos, amigos y guitarreada bajo un quincho del camping. Con el
turco nos encargamos de comprar todo y al regreso todos dieron su
mano para colaborar con la cena.
Entre charlas y canciones populares llegaron las doce de la noche
y el cántico espontáneo e inesperado de todos los presentes. Noté en
uno de ellos que dilataba el momento previo a pronunciar mi nombre
mirando al resto para aprenderlo, de una vez, y pasar desapercibido.
Me causó gracia más que enojo. Tenía muchas ganas de detener el
mundo en ese instante, la felicidad era completa, por más que estuviera
con gente que conocía desde hace poco, el entorno y la amabilidad de
cada uno de ellos hizo que el momento fuera realmente increíble.
Soplé la vela Ranchero sobre una torta de mate. Como si este
regalo del cariño fuera poco, uno de los chicos, Esteban, me regaló un
panqueque con dulce de leche, que en la vida de camping y de mochilas
vale a un manjar.
Recibí mi cumpleaños de la forma más insólita e impensada. Los
sentimientos del día anterior quedaron tan lejos como yo lo estaba de
mi casa. A esto también me estaba acostumbrando, las cosas pasan
vertiginosamente y con una gran intensidad en este viaje. De un
momento a otro cambia el escenario, los actores, el texto y el director
de la obra. También cambia el personaje que me toca representar y
tengo que estar preparado para llorar y para reír al compás del pedal.
Al día siguiente amanecí con fuertes dolores de cabeza y perdido
en tiempo y espacio. Me costó un buen rato entender que lo sucedido
no había sido un sueño, que todo era real, que ya no estaba sólo en el
hotel sin haber cerrado las cortinas. Estaba en una carpa y la entrada
del sol era inevitable y afuera me esperaban los nuevos amigos con
mates al borde del río y viendo como el sol se asomaba entre las
montañas. Cuando todos se despertaron organizamos un desayuno
comunitario que bastó con unas pocas monedas por persona para llenar
la mesa de frutas, dulce de leche, dulce de cayote, chocolate, café y
mates.
Con gran tristeza me despedí de ellos con la esperanza de volver a
verlos, así, sin avisos, sin pautar el rencuentro. Dejar todo en manos del
azar y que la esperanza sea un acto de fe. Él pensó lo mismo que yo, lo
noté en sus ojos. Sólo nos despedimos con un abrazo y ni una palabra
de cómo seguirían nuestros días.
Creo que el notó en mi cara que no era necesario volver a vernos.
Que el encuentro había sido justo en el momento que tenía que ser y
que todo se había dado en forma perfecta para que pueda continuar el
viaje con renovado entusiasmo y con refuerzo de combustible.
Regresé a Humahuaca para pasar la noche y retomar en camino
hacia La Quiaca al día siguiente bien temprano. Volví a alojarme en
el hospedaje que había prometido abandonar al otro día de mi primer
arribo a la ciudad.
Me inquietada y me causaba mucha risa imaginarme entrar
nuevamente a la habitación y volver a ver a Nicolás y Octavio en la
misma posición en la que los había dejado. Con ésta condición podría
soportar tranquilamente una noche más en esa cueva de murciélagos.
Lamentablemente encuentro vacía la habitación y con bolsos nuevos.
Tampoco vi el Renault 18 en la puerta cargado de multas.
Mil kilómetros
Tal como lo había planeado salgo bien temprano del hostel
mentalizado en la difícil cuesta que tenía que desandar. Al poco tiempo
llegué al pueblo de Azul Pampa y reforcé el desayuno con un poco
de frutas. El camino siguió en ascenso pero también lo hicieron los
paisajes, a cada curva una nueva vista, en cada momento una nueva
montaña se asomaba con un color diferente. Al llegar a Tres Cruces, un
suboficial de gendarmería me indicó donde podía comer.
En la esquina indicada un changuito llamado Darío se me acerca
y con rara extroversión me atormentó con preguntas mientras me
acompañaba a ubicarme en el bar. Atraído por la bicicleta comienza su
interrogatorio sin despegar los ojos del extraño artefacto. Cada pregunta
era seguida por otra casi sin esperar respuesta.
- ¿Con que se anda más rápido? ¿Viene de Tucumán? Schiuuuuu!!!
-esta expresión es típica de aquellas latitudes para demostrar
asombro-. ¿A dónde viaja? ¿No se cansa? ¿me la regala?
Darío me conduce hasta el comedor y se despide. En este lugar
almuerzo con un camionero y su hijo que me saludaron alegres al
reconocerme como el ciclista que cruzaron por la ruta. Al terminar de
comer ellos hicieron la religiosa siesta camionera y por mi parte sigo mi
camino hasta Abra Pampa. Según ellos, y el dueño del comedor, el resto
del camino era pan comido.
- A lo sumo le quedará uno o dos repechos - me comentó el dueño
del comedor-.
La pequeña elevación que me faltaba me dejó en el punto más alto
del camino 3780 MSNM. Recuerdo cuando pasé por el Abra del Infiernillo
en Tucumán - que tiene una altura de 3042 MSNM - el temor que sentía
y el apresuramiento por descender y encontrarme en un lugar seguro.
Aquí, por el contrario, sentía una extraña sensación de grandeza,
en sintonía a la inmensidad del paisaje y a la altura alcanzada. Disfruté
el paseo lentamente y me alenté por haber logrado gracias a la
experiencia, cambios que me hacían sentir superado. En ese momento,
como si todo estuviese orquestado y pensado por algún director de
cine, veo el kilometraje de la bici y el número indicado era 1000.
¡Mil kilómetros recorridos! Recuerdo ese glorioso momento para mi
autoestima.
Son cerca de las tres de tarde y yo estoy en uno de los puntos más
altos donde se pueda andar en bici en la Argentina. El cuerpo se me
inunda de excitación y miro para los costados en busca de alguna
persona testigo del hecho. Siento la soledad absoluta que rodea a los
dioses. Necesito mostrar el logro, compartirlo con alguien, comentarlo.
Empiezo a gritar como un loco sin saber lo que digo.
Lanzo una sucesión ininterrumpida de sonidos onomatopéyicos que
expresan misión cumplida. Aunque el objetivo planteado no es ése, el
cuerpo y la cabeza se manejan como si lo fuera. Me gusta escuchar el
eco y que los cóndores que merodean se enteren del hecho. El eco que
me devuelven las montañas me hacen sentir acompañando.
Después, el camino se convirtió en descenso, a veces pronunciado y
a veces en forma de rectas con poco ángulo. Por fin llego a Abra Pampa
con leves sensaciones de apunamiento. Un poco de dolor de cabeza,
mareos y desgano. Como ya me había pasado y conocía los síntomas,
fui directo a una farmacia a comprar las pastillas pertinentes.
Había pedaleado noventa y dos kilómetros de Humahuaca a
Abra Pampa y ya llevaba mil treinta y cuatro kilómetros en total. Un
verdadero orgullo.
Aquella noche descansé placientemente y a la mañana siguiente
retomé la ruta bien temprano. Fue el día que más temprano salí. Siete
menos diez ya estaba en la ruta para terminar de desandar el último
trayecto argentino, Abra Pampa – La Quiaca.
La idea me llenaba de energías, era en parte el fin de una etapa del
proyecto, era llegar al punto norte de la República Argentina, llegar
a la ciudad donde muchos deportistas y turistas sienten la gloria de
arribar. El camino se hizo un poco aburrido ya que la mayoría es recta.
Lo más destacable del camino que me zamarreó del aburrimiento fue
pasar por los simpáticos pueblos de Posta del Márquez -en el cual ese
fin de semana se llevaría a cabo la Fiesta del Queso-. También pasé por
La Intermedia en donde paré a descansar y comer algunas frutas. Por
último, hice otra escala en Pumahuasi, donde ayudé a un ciclista local
a desarmar su bici y donde un changuito con su madre me invitaron a
comer unas galletitas con mermelada.
No me demoré demasiado en estas paradas, el estado de ansiedad
por llegar a La Quiaca iba creciendo y el hormigueo en el cuerpo no me
permitía detenerme demasiado a descansar. De manera que retomé la
ruta para el trayecto final apenas pasado el mediodía.
Quería llegar con la luz del día para que la foto con el cartel sea
más visible. Escuchando música y haciendo un esfuerzo por desviar
el pensamiento hacia cualquier frivolidad y olvidar por un rato el afán
desmedido por llegar, el tiempo y la distancia se acortaban.
La emoción que sentí al llegar me desbordó y reaccioné gritando
como el día anterior. Fueron días de muchas emociones. En esos días
sentía demasiada adrenalina y necesitaba descargarla.
¡Llegué a la Quiaca! y empecé a levantar los brazos y a gritar
en gesto de júbilo y de triunfo. Me sentía Juan Curuchet ganando la
medalla dorada en los JJOO. Los gendarmes me miraban sorprendidos
al verme tan desbordado. Quería bajarme rápido de la bici y registrar
el hecho, sacarme la foto con el cartel nacional que indicaba que había
llegado.
El cartel que me faltaba, ya tengo el de Ushuaia, y restaba la figurita
difícil, “La Quiaca”. A diferencia de mis creencias, me encontré con una
ciudad grande y muy linda. Pensaba que era un pueblo como los tantos
que he pasado pero no fue así. Es una ciudad muy pintoresca que hace
poco había cumplido su centenario de fundación.
Lo primero que hice fue buscar hospedaje y luego pasar a Villazón
(Bolivia) y comprar pasajes de tren al salar de Uyuni.
Rumbo al salar
Entre La Quiaca, última ciudad argentina, y Villazón, primera ciudad
boliviana, sólo existe un puente y un puesto de gendarmería.
En el mismo día lo crucé tres veces quedando pasmado las tres
veces. Me impresionaron mucho las diferencias culturales. Se observa
rápidamente los cambios en la forma de hablar, en la vestimenta, en el
transporte, en la comida, en la bebida, en la higiene, en los olores. Todo
es distinto.
Otro país, otra historia, otro mundo. La amabilidad con la que fui
tratado en el norte argentino había quedado atrás y ahora debía lidiar
con ermitaños que dejan de mirar a los ojos para mirar los bolsillos.
Todo cambia con sólo cruzar un puente.
La burocracia que cualquier aduana nos tiene acostumbrados se hizo
notar también en Bolivia donde estuve esperando tres horas para cruzar
por la extensa cola que había para un solo gendarme que, con el ritmo
pausado y lentificado habitual del pueblo boliviano, tomaba los datos de
las doscientas cincuenta personas que estaban delante mio.
El tren a Uyuni partía a las 15:30 hs, de modo que tuve tiempo
suficiente para descansar y preparar la mochila. Por suerte fui precavido
en estar en la estación con bastante tiempo de anticipación.
No quería ofuscarme rápidamente antes de comenzar mi experiencia
en Bolivia. Además, no podía hacer nada, sólo intentar armarme de
paciencia y tolerancia.
Uno de las cosas que pretendía lograr de este viaje es la tolerancia
al otro, el respeto y la aceptación de las diferencias y comprender que
todo cuanto hacemos, pensamos o sentimos –incluso las maneras- es
fruto de una historia, de un devenir que debería conocer antes de emitir
juicios lapidarios y herméticos.
Claro que, antes de comenzar la aventura, no estaba tan lúcido en
este aspecto. Estos pequeños objetivos que hacen a mi personalidad
fueron clarificándose a medida que me vinculaba con la gente.
El tren que nos trasladaba me causó una grata sorpresa por lo lujoso
y la comodidad. Inclusive mucho mejor que el me llevó hasta San Miguel
de Tucumán. Tenía servicio de comedor, video y baños en perfecto
estado de limpieza.
Al llegar sólo tuve tiempo de hospedarme, pagar la excursión al
Salar y terminar de leer las últimas páginas del libro “las venas abiertas
de América Latina” de Eduardo Galeano. Un extraordinario texto que
me acompañó todo ese tiempo en una perfecta armonía con lo que iba
viviendo cada día.
Allí estoy, ansioso por subirme a la combi y partir rumbo a las
salinas. Hay mucha gente en la puerta de la agencia de turismo. Hago
tiempo intentando adivinar quiénes serán mis compañeros. Finalmente
subimos, nos acomodamos y, de a poco, nos vamos presentando. El
contingente que va a explorar las salinas conmigo está compuesto
por Alex, un muchacho boliviano que cumple el rol de chofer y guía,
Alejandro, profesor de biología de escuelas argentinas, Abraham, un
guarda parques español, Julia y Alan, argentinos estudiantes de geología
Lou, una ecóloga francesa, Lidia, enfermera argentina y yo, ciclista.
Así me presento. De lo más convencido que estoy en estos días es
de mi condición de ciclista. Y al presentarme así, me siento orgulloso
y hasta conforme conmigo mismo. En ningún momento he renegado
de ser licenciado en informática, de hecho me gusta mucho esa labor,
pero no siento usar una profesión que requiere años de estudio, de una
elección previa, de una formación que no se tenía, como la mejor forma
para mostrar quién soy. Por el contrario, es la pasión que se tiene, los
desafíos infundados y los deseos irrefrenables los que pueden hablar
mejor de lo que somos. Aunque no podamos dar cuenta de todo, ni
explicar cómo nace aquello que nos mueve.
Vamos todos en una camioneta 4×4 con solo lo necesario para vivir
los tres días. Agua, galletitas y algunas frutas, del resto se encarga la
agencia.
Nuestra primera parada es el cementerio de locomotoras que se
encuentra en las afueras del pueblo. Se ubica allí como un supuesto
honor que le realizan al pueblo por la tarea realizada en los traslados
de minerales hacia Atacama (Chile). Al verlas absolutamente oxidadas
y pintadas con aerosol, pienso que se trata de un depósito de chatarras
y que alguien tuvo la original idea de denominarlo cementerio de
locomotoras e incluirlo en el circuito turístico.
Luego de tanto metal oxidado, arribamos al pueblo de Colchani.
Habitado por unas cincuentas familias su economía se basa en la
explotación del salar. Solo ellos tienen la habilitación para trabajar,
refinar y exportar la sal a nivel nacional.
En los tramos más aburridos del trayecto me pongo a observar los
distintos comportamientos de mis compañeros de viaje, la secuencia de
sus actos que marcan un orden de interés, una escala valorativa.
Alex, como un autómata, recita con el mismo tono y la misma
cadencia cada uno de los lugares por donde transitamos. Sin girar la
cabeza, se limita a mirar por el espejo retrovisor ante cada comentario
que debe hacer sobre el camino. Sus movimientos también eran
mecánicos. Primera, segunda, gira a la izquierda, recta en tercera, luego
rebaje a segunda en la curva cerrada hacia la derecha. Hace su trabajo
tan preciso que da igual si el auditorio esta conformado por este grupo o
por siete monos.
Alejandro y Abrahan observan detenidamente la vegetación y
comentan entre ellos para construir una verdad sobre lo que están
viendo. Abraham aporta datos relacionados al clima y a las plantas y
Alejandro completa con algunas características de rigor científico.
Por otro lado, Alan y Julia, se preocupan por buscar posiciones y
movimientos que les permita estimular sus cuerpos sin que nadie se
percate. Están enamorados como dos poetas y están en celo como
perros callejeros. Cuando salen de la burbuja amorosa y se relacionan
con el mundo cuentan que es el primer viaje que hacen juntos y que
hace solo unos meses que están juntos. Supongo que comentan esto
para excusarse de posibles escenas.
Lidia pregunta insistentemente cuando tiempo resta para llegar al
próximo destino. Está preocupada por el movimiento de la camioneta
sobre el ripio y acusa dolores de cintura. Por momentos supera sus
quejas interactuando con el resto y ofreciendo mates. Cuando puede
acota algo en relación a su familia, a sus nietos y a los viajes que ha
podido realizar desde que falleció su marido.
Luo, la francesa, está más interesada en lo que sucede dentro de la
camioneta que afuera, al menos en esta zona del paseo donde escasean
los animales y se amontonan los del reino vegetal. Permanece en
silencio pero atenta a todas las conversaciones que se generan. Incluso
pretende escuchar el cuchicheo amoroso de los jóvenes enamorados.
Su prioridad es aprender a hablar castellano y después, bastante
atrás, comprender la conducta de los animales nativos. Le resulta una
lengua sensual y atrapante. En momentos donde podemos hablar de
algunas cosas me pide que le conjugue los verbos que utiliza. Está más
interesada por la estructura del lenguaje que por el contenido.
Me resulta asombroso que encuentre en nuestra lengua los mismos
atributos que yo siempre adjudiqué a la lengua francesa. Sensual y
atrapante.
La siguiente parada es el propio Salar de Uyuni, también llamado
salar de Tunupa. Este salar tiene doce mil kilómetros cuadrado y es el
mayor desierto de sal del mundo. Está situado a unos 3.650 metros de
altura en el Departamento de Potosí, en el Altiplano de Bolivia, sobre la
Cordillera de los Andes. Este inmenso salar se formó hace cuarenta mil
años cuando un terremoto dejó encerrado al Lago Ballivián.
Estoy tratando de imaginarme la vida –una forma de decir- hace
cuarenta mil años cuando empiezo a dormirme a causa también, de
la brillante monotonía de transitar ochenta kilómetros por el desierto
blanco.
Me despierto cuando finalmente arribamos a la Isla de Pescado o
Incahuasi. Esta isla se encuentra en el medio del salar y se la llama así
por la forma que presenta. En ella hay cactus que pueden llegar a los
diez metros de altura.
Más tarde nos alojamos en un hotel de sal en el pueblo de Puerto
Chuvica. A esta altura todo me parece raro, ficticio, de juguete. Como
en el cuento de Alicia en el país de las maravillas, una vez que me
adapté a la locura de las cosas ya pensaba con la misma lógica. Me
parece natural estar rodeado de sal, apoyarme en una mesa de sal en el
comedor y acostarme en una cama del mismo mineral.
A la noche el pueblo se viste de fiesta para celebrar las vísperas
de la Virgen de la Candelaria. Frente a la Iglesia se encuentran las
trompetas, los bombos y los tambores que acompañan a los pueblerinos
alrededor del fuego mientras que las cholitas pasan convidando de a
uno su singani, una bebida alcohólica a base de uva, alcohol y leche
evaporada. Dicha bebida es ofrecida tanto a los visitantes como a la
pachamama.
Es admirable, en algún punto, ver cómo las culturas aborígenes
integradas en buena medida con la colonización española, mantienen
la llama viva del mundo trascendental y el espíritu religioso. Pueblos
acostumbrados a contar con objetos de veneración, con una gran
disposición a la devoción y a la imploración.
Ofrecen sus escasos bienes, el trabajo, sus cuerpos, diversos
sacrificios y hasta sus hijos no sólo por promesas de tiempos fructíferos
sino, y sobre todo, en agradecimiento y gratitud por la vida, por los
cinco elementos fundantes y por el pan de cada día.
Hay que tomarse un tren a Tucumán y después empezar a trepar
hasta Perú para darse cuenta de lo importante que es la tierra que
pisamos, el agua con la que baldeamos la vereda y el sol que nos hace
transpirar. Todos elementos subestimados y olvidados.
Me avergüenzo de sólo pensarlo, como si en Mercedes no hubiese ni
tierra, ni agua, ni sol. Una combinación que da vida, que nos alimenta y
que nos permite pensar.
Pues ellos no, así es que agradecen a la pachamama por los frutos
recibidos y también a la Virgen de la Candelaria. Por las dudas, para
que nadie se ofenda, ellos ofrendan. Pueblos muy religiosos. Cristianos,
aborígenes o panteístas, como sea. Lo he visto también en Humahuaca,
en Salta y en Iruya.
Yo creo que las Vírgenes y la Pachamama tienen buena relación y no
se pelean por la ubicación en la marquesina ni por la convocatoria.
Comparten todo, menos sus cuerpos
El recorrido continuó por un pueblo llamado San Juan, donde
debíamos reabastecernos, ya que de ahí en adelante los productos eran
escasos y caros.
La siguiente parada fue el Volcán Ollagüe, el mismo se encuentra
activo en el límite entre Chile y Bolivia y tiene una altura de 5.870
MSNM. Después visitamos varias Lagunas. Todas tienen gran cantidad
de flamencos y un entorno de bórax, un mineral no metálico que se
utiliza en detergentes, suavizantes, jabones y desinfectantes. Las
lagunas más importantes son la Cañapa, Hedionda, Honda, Colorada y
Verde.
Aquella segunda noche de la excursión la pasamos en el hotel “San
Marcelo” a unos kilómetros de la laguna colorada. Se encuentra a casi
5.000 MSNM desafiándonos a que saliéramos a dar un paseo si nos
creíamos guapos. Nosotros miramos para un costado y haciéndonos los
desentendidos permanecimos la velada en las habitaciones o en el hall
del hotel. Ninguno tenía en sus planes morir congelado en un pueblo
boliviano.
La más efusiva con la decisión fue Lidia que aprovechó la ocasión
para despacharse con sus monólogos. Estaba radiante y verborrágica
y cansó rápidamente al auditorio que se iba dispersando lentamente
pero sin pausa. Noté que detrás de esa actitud había una persona
triste y con miedo a la soledad. Ella seguía hablando casi sin esperar la
participación del otro, sólo pretendía un gesto de acompañamiento. Así
que decidí seguirle el juego y reír cuando tuviese que reír, poner cara de
compungido cuando sea necesario y mostrarme preocupado si fuese la
ocasión.
Cuando tuve el bache para incursionar sobre las causas reales de su
excitación psico- lingüística, hizo una pausa reflexiva, bajó la mirada y
suspiró. Cambió el tono y el ritmo del habla y confesó su dilema.
Lidia, además de enfermera, es viuda e intenta desplazar el
constante recuerdo con viajes y entretenimientos. Le cuesta mucho
soportar la vida sin él y mucho más mantener en pie la promesa que
le hizo en su lecho de muerte. En ese momento de desesperación y
de impotencia por no poder impedir los frecuentes y agónicos dolores
de cabeza que su marido padecía previo al reposo eterno, creyó que
podría paliar el dolor del alma prometiéndole que jamás estaría con otro
hombre.
Tal vez lo hizo como demostración de amor eterno o de
acompañamiento en su sufrimiento, o en arrojo ante una situación
ingobernable. Lo cierto es que aquella promesa hecha hace ya ocho
años le pesa en su cabeza como una garrafa de plomo. Y más aún
cuando está junto a Ernesto, el mejor amigo de francisco, su ex marido.
Ernesto está divorciado desde hace veinte años y nunca volvió a
conformar otra pareja. Al decir esto se me viene a la cabeza la frase
que muchos usan en estos casos, “rehacer su vida”. Me cuesta creer
que ésta frase tan impregnada en el lenguaje popular no contemple
la posibilidad de que la vida no tiene necesidad de re- hacerse porque
nunca se deshizo. Y si así fuera el caso, tampoco es condición sine qua
non volver a formar pareja para rehacer o reconstruir algo.
De hecho, tantísimas veces se rehace la vida cuando se termina con
una mujer o una pareja.
Lidia y Ernesto se quieren tanto como se atraen. Ernesto va con su
culpa a cuestas desde hace mucho tiempo por no poder evitar sentir
atracción por Lidia –lo sabe por pura intuición femenina- y ella no se
perdona haber pensado en él en momentos de crisis matrimonial con
Francisco.
Ahora comparten mates, cafés, comidas, salidas y cualquier otro
entretenimiento que la sacuda del recuerdo. Comparten todo, menos
sus cuerpos. Una relación basada en el plano del diálogo, la risa, el
chiste y la solidaridad.
A Lidia le tortura aquella promesa y creo que recuerda más ese
momento que los treinta años compartidos. Ernesto, aún con su culpa a
cuestas pareciera que está más decidido y espera que Lidia le permita
guardar la ropa en su placar.
Suponen que el compromiso afectivo que tienen es menos hiriente
al alma omnisciente de Francisco que el reclamo físico. Lidia está
convencida que lo más preciado –y que no entregará- es su cuerpo.
No advierte que su corazón ya ha vuelto a elegir. ¿Por qué será que
comúnmente sucede esto? ¿Debe abstenerse Lidia de complacer los
pedidos de su cuerpo y no así los de sus afectos? ¿Es por respeto a
Francisco o a una promesa que Lidia y Ernesto no se amen? Y si es por
respeto a una promesa ¿tiene fecha de vencimiento, prescribe en algún
momento?
Hasta la promesa hecha al Santísimo en el altar caduca cuando
alguno de los comprometidos fallece, ¿por qué ésta promesa se le hace
eterna a Lidia? ¿Será por haberla formulado mal en aquel momento y no
haber aclarado que la vigencia era de diez años, o cinco, o lo que fuese?
¿O que la sostendría hasta donde pudiese?
Que peso enorme tiene la palabra y con qué cuidado debemos
manejarla, aún más en momentos importantes. Ni siquiera su condición
de creyente le prohibía acostarse con Ernesto. Ella había cumplido al
pie de la letra las sugerencias de la Iglesia y, aunque muchas veces la
imagen de Ernesto se instaló en el lóbulo frontal, nunca había cedido
a esos empujes involuntarios, y sobrellevó las crisis de una manera
celestial. Pero aquel compromiso dejó de tener validez cuando francisco
no volvió a despertar. Hasta que la muerte los separe. Y la muerte los
separó, pero no así su palabra.
¿Es la moral aún más fuerte y determinante que los mandatos
religiosos? ¿Qué tipo de culpa se pone en juego en Lidia? ¿Hay una
culpa más pesada que la del pecado para el hombre religioso? ¿Será que
Lidia siente más culpa por haber deseado a Ernesto en los momentos
críticos de su matrimonio que por desearlo ahora?
Sus nietos y su hija la cargan como una forma de validar el
sentimiento, y de mostrarle que lo saben todo. Porque si bien Lidia
jamás les habló de esto que me contó a mí en las alturas bolivianas,
ellos, naturalmente, lo saben todo. Y tratan de sacarle el manto de tabú
que tiene el tema mediante el humor.
No es necesario un nuevo casamiento ni una filiación formal. Ella,
aunque no lo sepa y crea que duda, ya ha tomado la decisión. Aunque
se limite a tomar unos mates en la vereda con él, espera la visita de
Ernesto como esperaba a Francisco volver del trabajo.
Sin embargo, esto la atormenta. Ahora sí pide mi intervención,
solicita consejos y hace los silencios necesarios para que pueda opinar
sobre el asunto.
La palabra se asemeja a los perros, una vez que entra a tu casa,
ya es difícil de echarla. Podrá ser valorada o burlada pero allí está.
Anda paseando por cada barrio y golpeando la puerta de cada casa.
En algunos sitios entra sin permiso, se acomoda en el sillón y decide
quedarse allí para siempre. Y poco a poco va siendo una protagonista
principal en la dinámica de esa casa. Se entromete donde no le
corresponde y responde sin que la llamen. Intenta mediar en cada
uno de los vínculos y se hace respetar como el que más. Se torna
imprescindible y ya nadie imagina la vida sin ella. De hecho, pasado
el tiempo, se convierte en una carga, en una mochila que ya nadie
quiere cargar pero que nadie se resiste a hacerlo. En cambio, en otras
casas, está de paso, la maltratan y la ponen de felpudo. Se burlan de
ella y la tienen para los mandados. La subestiman y desprecian sus
potencialidades. Incluso, en ocasiones, ni siquiera le abren la puerta y
espera en la vereda hasta cansarse.
Terminamos aquella noche con un abrazo sentido, de abuela a nieto
o de madre a hijo. Aunque mi posición fue bastante clara y alentadora
en que pueda vivir lo mejor posible, Lidia me dejó con más dudas que
certezas, con más preguntas que respuestas.
Calzarse la máscara
Fueron muy pocas las horas de sueño de aquel día. Bien temprano,
a las cuatro y media de la mañana nos despertaron y, sin desayunar,
retomamos el paseo. A las seis de la mañana llegamos a las termas de
Polques. El agua se encuentra a una temperatura de cuarenta grados,
pero afuera la temperatura ambiente estaba por debajo de los cinco
grados. Con mucho esfuerzo y voluntad tomé la posta y rompí el hielo
inaugurando el día de baño termal. Desde ese piletón vimos como salía
el sol por entre las montañas y media hora después el desayuno estaba
esperando en el refugio.
La excursión culminó con un almuerzo en un pequeño pueblo
llamado Villa Mar y un paseo por el pueblo San Cristóbal, pueblo que se
fundó hace apenas ocho años, tras el descubrimiento de plata en uno de
sus cerros. Repitiendo la historia de fuga de plata, esta mina pertenece
a una empresa Canadiense.
Al regresar a Uyuni, me despedí de Lidia. Me dio un beso al pasar
y siguió saludando al resto. Desde algún lugar de mi cuerpo esperaba
que me abrace, que me diga algo, que se emocione o que sea especial.
Me quedé sin poder reaccionar y el saludo resultó un formalismo. Lidia
había retomado su postura de mujer alegre, simple, con la frescura de
no cargar ningún pasado. Al principio me chocó un poco, pero después
comprendí que no podía ser de otra manera, que cuando se vomita lo
prohibido lo mejor es no dejar secuelas, calzarse la máscara y salir al
mundo. Y así se fue, sonriente, jovial y charlando con el taxista.
Yo esperaba algo y recibí otra cosa que después entendería. Es una
manera de conocerme otra vez y de otra manera. O quizás es conocer a
otro que también soy yo.
Continué mi recorrido en un micro que estaba en pésimas
condiciones y con el que sufrimos mil peripecias hasta llegar a la
histórica ciudad de Potosí. El autobús se movía y parecía desarmarse en
el ripio boliviano y yo temía a cada instante por la bicicleta que, encima,
estaba muy mal embalada. Ya a esta altura, estaba cada vez más
impaciente y ansioso en el trabajo de embalaje. Aunque tenía mucha
más práctica en la tarea, lo hacía con menos cuidado y menos orden.
Después de la faena, me daba un poco de culpa por la falta de
dedicación o de consideración hacia ella que tan bien se estaba portando
conmigo, y con quien tantas cosas habíamos compartido.
Llegué de noche, con mucho cansancio y más dolores. Dormí como
un bebé y por la mañana salí a recorrer la Plaza de Armas y averigüé
cómo debía hacer para recorrer las minas.
Potosí era uno de los destinos más esperados. Especialmente
ansiaba conocer las minas. Quería realizar este recorrido sin la
intervención de una agencia de viajes. La imagen de un contingente
lleno de sombreros alocados, anteojos enormes y cámaras fotográficas
desorbitantes, enterándose –mientras comen pochoclos- como viven
los mineros y la historia que esto tiene, me da alergia, puntadas en el
esternón y nauseas. El médico me prohibió acercarme a dicha escena.
Lamentablemente, no pude obedecer al especialista ya que, a causa
de accidentes reiterados en la mina, el gobierno implementó que solo
las agencias de turismo pueden realizar el circuito.
No aprendimos nada
Antes de detallar la excursión voy a dejar algunas transcripciones
de Eduardo Galeano, donde en su libro Las venas abiertas de América
Latina desarrolla la historia de las minas;
“…En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama
fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse
de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era
plata pura. Se desencadenó la avalancha española…”
“…A comienzos del siglo XVII, ya la ciudad contaba con treinta y seis
iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de juego y
catorce escuelas de baile. Los salones, los teatros y los tablados para
las fiestas lucían riquísimos tapices, cortinajes, blasones y obras de
orfebrería; de los balcones de las casas colgaban damascos coloridos
y lamas de oro y plata. Las sedas y los tejidos venían de Granada,
Flandes y Calabria; los sombreros de París y Londres; los diamantes de
Ceylán…”
“…Potosí contaba con 120.000 habitantes según el censo de 1573.
(…), la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla,
Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí
160.000 habitantes…”
“…Según el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían
vivido más de dos millones de indios, no quedaban más que cuatro mil
familias indígenas en 1685. El arzobispo Liñán y Cisneros negaba el
aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan –decía– para no pagar
tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la
época de los incas»...”
El guía nos condujo hasta la calle Hernández, una de las calles más
peligrosas del mundo donde se vende libremente, a lo largo de diez
cuadras, los cartuchos de dinamitas que utilizan en los socavones. Allí
compramos hojas de coca, cigarrillos y dinamita para entregar a los
mineros.
Sentí algo de temor y bastante de escalofrío al ver la bocamina,
la entrada de los socavones. El límite atravesado por millones
de aborígenes y esclavos negros en cada jornada laboral con la
incertidumbre de no saber si volverían a ver la luz del sol. Muchos
dejaban allí sus vidas a causa de silicosis u otras enfermedades
generadas por la constante respiración de gases tóxicos. Algo parecido a
la historia sobre el puente de los suspiros en Venecia. Se dice que a los
condenados perpetuos se los llevaba a una cárcel subterránea siendo el
puente el límite del sol y el suspiro la expresión de los condenados de
ver por última vez el sol.
Pero si hablamos de gases tóxicos, yo también tendría que sentir lo
mismo al entrar en la oficina de microcentro –donde trabajo – cada día.
Yo también tengo mis gases tóxicos bien guardados en los pulmones.
Pero prefiero no pensar en eso porque mi vida se convertiría en una
pastilla para la angustia o los ataques de pánico.
Aquella tarde hemos recorrido –junto a un grupo que por suerte
no llevaban ni sombreros coloridos ni cámaras fotográficas exultantescinco niveles de profundidad esquivando grandes pozos y descendiendo
por lugares imposibles.
La temperatura en el interior de la mina puede variar unos cuarenta
y cinco grados entre el exterior y los niveles más bajos. Cada metro
descendido en la mina implica aumento de humedad y disminución del
oxígeno. Los mineros trabajan allí largas horas solamente acompañados
por un compañero, hojas de coca, cigarrillos y sobre todo alcohol.
Mucho alcohol, alcohol puro. También cuentan con el “resguardo del
TIO”. Éste es el Dios que adoptaron los indígenas en la época colonial.
Dueño y amo de las minas, los mineros todos los días acuden a él para
brindarle sus hojas de coca y su alcohol para que les otorgue una buena
producción de minerales. El TIO se comporta como todos los dioses
creados en la historia de la humanidad. En ocasiones puede actuar
con benevolencia y generosidad para con algunos, y también puede
despacharse, con otros, con malicia, con avaricia y con venganza. Los
dioses son como las personas, pero potenciados al infinito.
Es un Dios mestizo en más de un sentido. El TIO representa, en
el imaginario minero del altiplano boliviano, el ser sobrenatural más
importante, activo, respetado y temido entre la gente.
Aquella noche me percaté que el viaje ya estaba hecho. Que podría
volver a Buenos Aires al otro día porque estuve en el lugar donde
quise estar. Aquella excursión fue de lo más impactante que vi en mi
vida. Un resumen de como transita la condición humana en los últimos
quinientos años. Una de las peores versiones de la eterna relación entre
dominadores y dominados, poderosos y serviles, amos y esclavos.
¿No sigue funcionando así el mundo? Que porquería, no aprendimos
nada.
La ley de la selva, de la selva humana. Al menos los animales
respetan la naturaleza. El hombre es el único animal que tropieza dos
veces con la misma piedra y que no puede dejar de tropezar. Tal vez
porque crea que el tropiezo es progreso, que la destrucción es porvenir,
que el egoísmo es futuro y que el dinero es Dios.
Esa noche tuve sentimientos contradictorios. Estaba feliz por toda la
experiencia pero también triste y resignado de conocer más sobre ese
pedazo de historia.
La bici también estaba mal. Se sentía sola y abandonada, lo noté
en los frenos, estaban caídos. No le faltaba razón. Hacía ya algunos
días que no compartía mi actividad. En Bolivia, algunos caminos, son
realmente demasiados arriesgados para transitarlos en bicicleta. Hay
mucha altura que puede afectar la presión en cualquier momento –
aparte de recurrentes dolores de cabeza y descomposturas a causa del
apunamiento-, además, los caminos son en su mayoría de ripio y en
ascenso y las distancias entre ciudades son muy amplias.
De modo que, desde Villazón hasta La Paz la bicicleta estaría
guardada. Así lo pensé en La Quiaca, pero en Potosí sentí que había sido
injusto. Y le hice un mimo al día siguiente yendo al Ojo del Inca. Una
pequeña laguna termal que se encuentra a unos minutos de Potosí, en
el pueblo de Tarapaya.
El enigma de la laguna
Llego a la laguna, y se amontonan las voces en mi cabeza de toda
la gente que me había advertido sobre la peligrosidad de meterme. La
laguna ya se ha devorado la vida de unos cuantos y la gente teme por
nuevas víctimas.
El pueblo aún recuerda con melancólicas expresiones las propiedades
tan fatales como enigmáticas de la laguna. La vida de aquella gente ha
sido teñida, parece, por éstas desgracias de las que hablan y lloran con
dolor vigente. Las cuatro personas que intentaron orientarme para llegar
reaccionaron de la misma manera cuando mencioné la laguna.
Los factores comunes fueron las advertencias, la preocupación, y,
sobre todo, los relatos espontáneos y muy confusos de los hechos.
Nadie pudo aclararme cómo fueron las muertes. Vagos comentarios
acompañados de gestos con las manos, de miradas al cielo en busca
de respuestas y de muecas extrañas, era todo cuanto se podía saber
de la laguna –y sus muertos-. Como un fantasma que deambula entre
las calles sin que nadie pueda dar consideraciones precisas pero que
todos pueden sentirlo. Y aquel que no, simula hacerlo para evitar que lo
internen en un neuropsiquiátrico.
Decido meterme igual. Un poco por creer estúpidamente que de
eso se trata viajar en bicicleta, es decir, de inmiscuirse en riesgos
innecesarios, de buscar anécdotas revolucionarias, de sentirse inmortal
y de avanzar más allá de las reglas –las escritas, las morales y las
mitológicas-.
El agua es totalmente inofensiva y está a una temperatura perfecta,
ni muy fría ni muy caliente, ideal para permanecer un largo rato
reposando y repasando los momentos sublimes del recorrido.
Después de una ducha prolongada y refrescante me pongo a hablar
con el cuidador de la zona, quién me aclara que las muertes habían sido
tres. Una por ebriedad, la segunda por un calambre y la tercera por no
saber nadar.
- Ah! –me dice levantando las cejas y el dedo índice como
advirtiendo que se olvida de algo- todas las muertes fueron de
distintos nadadores.
Todo me causa gracia. Las muertes, las aclaraciones del cuidador,
la gente compungida y la laguna serena y adormecida. Por momentos
me parece que todos se burlan de mí, que de eso se trata, de mofarse
de los visitantes, pero después entiendo que no, que esto es muy serio.
Tan ausente es el pueblo que sus habitantes necesitan darle vida, aunque sea con la muerte-. Cada lugar tiene una historia, la real y la
que marcan los libros.
Tarapaya tiene una laguna, llamada Ojo del Inca, y allí varias
personas han muerto fatalmente en circunstancias desconocidas y por
causas misteriosas. Todos lo saben, la gente es respetuosa y temerosa
de las propiedades celestiales –o infernales- de la laguna.
Algunos sostienen que la laguna se encarga de lavar los pecados
y la maldad del hombre haciendo justicia por mano propia a quienes
corresponde. Otros creen que allí descansan las almas de nuestros
antepasados y que, en un acto de arrojo y desobediencia al curso
esperado de los acontecimientos, empujan a sus seres queridos a la
muerte y al rencuentro.
Esta es la historia de tarapaya, cualquier discrepancia que se
expresen en los libros, es pura ficción. Sino pregúntenle a Yuma, el
hombre mayor que estaba limpiando el frente de su casa y a quién
primero le pregunté por la laguna.
El resto del día fue volver a Potosí, armar mi equipaje y tomar el
colectivo que me llevaría a La Paz, la última ciudad con descanso de
bicicleta.
Era así, o no sería nunca
El colectivo tardó una eternidad para recorrer los kilómetros que
separan Potosí de La Paz. Llegué a la a la estación a la madrugada con
llovizna y frío polar. Bajo el reparo de la terminal y la mirada curiosa de
un niño armé la bicicleta nuevamente. Lo invité con una sonrisa a que
se acerque para que pueda ver el espectáculo en primera fila y él, que
tendría unos diez, once años, no lo dudó un instante.
-
¿Qué estás haciendo? –me preguntó para romper el hielo-.
- Armando una bicicleta, ¿y vos que hacés acá tan tarde y con este
frio? ¿estás con tus papás? –inmediatamente supe que la última
pregunta estaba de más y que, otra vez, pequé por exceso-.
- No, mis papás se fueron –dijo e hizo un intencionado silencio
esperando mi reacción-. Se fueron cuando yo nací –concluyó y
empezó a reír orgulloso de su chiste de cabecera-.
Yo sonreí con esfuerzo, tragué saliva y no supe más que decir. Él,
acostumbrado a estos trances, retomó la charla.
- Yo cuando sea grande voy a tener una de esas –señalando la
bicicleta- y voy a recorrer el mundo. Ahora no porque tengo que
estar con mi hermana y si yo me voy se muere.
-
¿Vivís con ella?
- Si, el señor de allá nos deja dormir en su oficina –señalando la
boletería de una de las empresas- y en el día ella trabaja para que
podamos vivir en otra parte y yo estoy acá ayudando a bajar las
valijas. pero cuando tenga como veinte y mi hermana tenga novio
voy a comprarme una bici y a conocer todos los lugares donde van
los colectivos.
Lo tomé como ayudante para armar la bici y le di unos pesos para
que pueda comprarse la bici cuanto antes. El desparpajo de su inocencia
y la pureza y sencillez de sus sueños me avergonzaron. Pasé de la
lástima a la admiración, y de la admiración al aprendizaje.
La llovizna ya no me molestaba tanto y el frio empezó a ser
soportable mientras pedaleaba por las desiertas calles rumbo al hostel
“El carretero”.
Estuve largo rato allí sin que me asignaran una habitación, pero esto
tampoco perturbó mi ánimo.
Allí encontré alojados a unos chicos de Suipacha –pueblo que está a
veinticinco kilómetros de mi casa-. Como buenos vecinos programamos
para ir al día siguiente hacia El Alto, lugar donde Evo Morales daría el
acto por la Reforma de la Constitución Nacional.
A la mañana siguiente me desayuno con un mensaje de Carola,
aquella chica que conocí en Cafayate y con quien nos comprometimos a
amarnos en el futuro, recordándome el acuerdo y preguntándome por
donde andaba. Ella estaba en Potosí y después de esperar durante dos
días el rencuentro casual de novela -imagínese una corrida mutua hacia
el abrazo y el beso girando para la cámara -, había decidido llamarme.
Le dije que había estado en Potosí hasta el día anterior y que ahora
acababa de arribar a La Paz, que podría esperarla hasta que viniese, que
tenía muchas ganas de verla y que me había sorprendido gratamente
recibir el mensaje. Ella me contestó con signos que en su conjunto
representaban una cara triste y que su viaje concluía allí, en Potosí, que
después volvería a la rutinaria vida de asfaltos y vidrieras.
Dudé durante toda la mañana qué hacer. No me había pasado
durante
todo
el
viaje
tanto
nivel
de
incertidumbre.
Me
había
acostumbrado a decidir sobre la marcha y no dar rodeos a la elección.
Así me lo había propuesto y estaba saliendo bien. Hasta ese día.
Nuevamente, aquello que intuimos cercano al amor patea el tablero y se
impone a nuestra voluntad.
-
¿Qué hago? ¿sigo con el viaje o vuelvo por ella? No, una mujer no
puede desbaratarme los planes ¿y si no se trata de una mujer sino
de LA mujer? ¿por qué no darle una oportunidad al amor?
Tenía claro que se trataba de ese momento, que si algo podía nacer
tenía que ser bajo esas condiciones. Esperar a verla en Buenos Aires
marcaría una nueva frustración y también un acto de cobardía y falta de
arrojo del que me avergonzaría para siempre. No podía despreciar así lo
que tal vez sería el comienzo ideal de una gran historia de amor. Era así
o no sería nunca.
- La primera vez que la vi, en cafayate, tampoco había tenido final
feliz, ¿por qué lo tendría ahora? Bueno, tal vez por eso mismo,
porque ya la vi, porque ya nos vimos, y nos buscamos. ¿y si
es sólo una calentura? ¿volverías doscientos kilómetros en ese
colectivo por una calentura? no lo sé. ¿y si termina siendo la
madre de mis hijos?
Fue en el momento en que pensé en mis hijos que decidí seguir
viaje y no volver sobre mis pasos. Estaba molesto por tener que pasar
ese trance de duda e indecisión y de no saber si lo que hacía era lo
correcto. Otra vez se me aparecía en mi mente la idea de lo correcto y
lo incorrecto y eso me ofuscaba aún más.
Todo venía bien hasta recibir ese mensaje. ¿Si ya me había olvidado
de Carola, porque le doy tanta trascendencia a la cuestión? Quizá eso
era el amor. No lo sé. Seguí con el viaje pero no sin cuestionamientos ni
replanteos. El mosquito ya estaba dando vueltas en mi cabeza y no sería
fácil deshacerse de él.
Por suerte, hoy y a la distancia, compruebo que fue la mejor
decisión. Pero esa es otra historia que algún día escribiré.
Finalmente, como habíamos acordado, fuimos con Leandro y Matías
–mis vecinos suipacheros- al acto por la Reforma de la Constitución
Nacional.
La gente se amontonaba y se agolpaba para no perder detalle.
Montones de banderas representativas de las comunidades indígenas,
mercaderes y todas las fuerzas militares existentes en Bolivia se
hicieron presentes. Después de un rato y de empujones con los
impacientes paceños, pude ver al presidente de la nación sonriendo por
haber cumplido con la reforma constitucional, con más del ochenta por
ciento de aprobación del pueblo.
Ésta reforma le permitiría la reelección y así, la profundización de su
proyecto de país. Evo Morales es uno de los fundadores del movimiento
al socialismo y peleó, con triunfo, por la recuperación plena de la
propiedad estatal sobre el gas y otros hidrocarburos dados a concesión
a empresas privadas durante el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada
en la década del noventa.
Morales despertó interés en todo el mundo por ser el primer
mandatario de origen indígena en la historia de su país y por la
propuesta de realizar cambios radicales en las estructuras de variados
ámbitos nacionales. Además de luchar por la reivindicación de las
comunidades indígenas.
Me dio un poco de envidia ver al pueblo boliviano unido desde un
genuino interés social y empujado por el amor que siente por su país.
Por la noche se organizó espontáneamente un partido de fútbol cinco
entre bolivianos, chilenos y argentinos, y como coronación, un asado de
carne boliviana pero con sabor típicamente argentino de sobremesa y
camaradería.
Allí ratifiqué la percepción del amor genuino que sienten por su
tierra. Sin dobleces, sin intereses laterales, sin beneficios secundarios
ni intenciones de proselitismo ideológico. Así, sencillos como son,
expusieron cuatro o cinco razones tan concretas como suficientes que
me dejaron en silencio. Las mismas razones que encarnan desde hace
años y que encuentran el eco en la persona de Evo Morales.
Sin siquiera rozar sobre planteos políticos o discursos retóricos que
acompañan las ideologías políticas. El matiz dado a la justificación de la
posición no provenía de los libros ni de la repetición de los medios. Todo
lo contrario, hablaban desde las entrañas, desde el estómago, desde
un estilo de vida que trasciende cualquier gobierno de turno. Como si
hablasen del propio hijo. Con conocimiento de causa y con la firmeza de
quién encuentra certezas cada día de su vida.
Si antes sentía un poco de envidia, ahora me avergonzaba y me
desconocía. Cuando me pasa esto, cuando estoy confundido sobre lo
que pienso, sobre lo que vivo, sobre mis causas, sobre mi país, sobre la
gente que lo habita, sobre lo que espero o ya no del futuro de mi patria,
concluyo mis cavilaciones con la frase “soy argentino”. Intentando
definirlo todo, cuando en verdad, allí comienza el problema. ¿Qué es ser
argentino? ¿Cómo es el argentino? ¿Qué valores tiene? ¿Qué espera de
su propia nación? ¿Hacia dónde se dirige?
Los bolivianos son de ahorrar bastante las palabras, por miedo a
quedarse mudos en el futuro. Les han robado tantas cosas –como a
muchos pueblos latinoamericanos- que temen de perder también el
lenguaje. Por eso hablan poco. Para no alardear. Sus convicciones sobre
el respeto por el otro, por las civilizaciones indígenas, por la tierra, por
la historia, y el valor por el trabajo y la vida, se deducen de un discurso
acotado y hermético. Sin vueltas. Sin rodeos.
Los enojos que tenía a causa de lo que consideraba una falta
de educación y de respeto en sus modales, fueron cediendo a la
comprensión por el otro. Algo que hace falta en mi aturdido país.
Me sorprendió la apertura que se produjo en ellos en esa cena,
mostrando la verdadera identidad y dejando a un costado la distancia
que profesan al turista, al extranjero, al curioso con plata.
Revolución del instinto autodestructivo
Con renovadas energías emprendo camino rumbo a Coroico. La idea
es ir y volver en el día. La distancia que separa La Paz de Coroico es
de noventa kilómetros y el entusiasmo por visitar aquel pueblo estaba
puesto no en el destino final sino en el trayecto. Varios me habían
anoticiado de la historia y el mote de aquel camino.
Eso me produjo
excitación que despertó una revolución del instinto autodestructivo al
cuál debía responder.
El camino de La Paz a Coroico es conocido en Bolivia como el
camino de la muerte –parece que todo en Bolivia tiene propiedades
mortíferas- por haber sido causas de innumerables muertes. Tiene
la particularidad de contar con caídas de hasta más de tres pies. Es
un camino completamente de ripio con abundantes piedras sueltas y
frecuentes desmoronamientos de montañas, sin barreras de protección
y con tres metros de ancho –cuanto mucho-. Además, en esa zona,
son habituales las lluvias y la niebla, que disminuyen notablemente la
visibilidad.
La tragedia vial más grande producida en Bolivia tiene como
escenario el Camino de la muerte. En el año 1983, un ómnibus
desbarrancó del Camino precipitándose al abismo, produciendo la
muerte de más de cien pasajeros.
El camino parte de La Paz, a una altura de 3600 msnm., y asciende
hasta La Cumbre, a 4700 msnm. Luego comienza el descenso de 3.600
metros.
En un primer momento, creía que todos estos datos recibidos eran
falsos o, al menos, exagerados. Supuse que se trataba de otro gran
mito como el de la laguna del Ojo del Inca. Pero al comenzar a desandar
el camino comprobé que realmente la travesía iba a ser más que
complicada.
En la cima del recorrido me encontré con unos lugareños en
bicicleta. Intenté mostrarme amistoso con una sonrisa y un saludo pero,
fiel a su estilo, recibí una respuesta nula. Aunque no sea rubio de ojos
claros, sino todo lo contrario -tengo una fisonomía muy semejante al
aborigen, tez oscura, pelo negro- es muy fácil ver en mi a un visitante
entrometido, y entonces la parquedad y la indiferencia. Sin embargo,
después de unos metros en descenso cambiaron de actitud y se
mostraron cordiales y curiosos por mi viaje. Hicimos el descenso juntos,
ellos eran tres, a una velocidad tan excitante como peligrosa. Según mi
cuentakilómetros alcanzamos los setenta y ocho kilómetros por hora en
una recta. Record absoluto, jamás había alcanzado tanta velocidad en
bicicleta.
Gritaba y reía al mismo tiempo, como cuando cumplí los mil
kilómetros o cuando llegué a La Quiaca. No sé todavía en qué consiste
el record y a quienes incluye. Tampoco sé si es una virtud o un acto
inconsciente llegar a esa velocidad. Pero sentía que algo nuevo había
alcanzado, incluso sin proponérmelo. Una experiencia más digna de
ser contada. Después que pasaban las cosas sentía que eso era lo que
quería vivir, nunca antes.
Pasamos por cascadas, túneles, zonas húmedas, con neblinas, con
frío y con calor. Era la primera vez de ellos y también la mía, por eso
nos pasamos de largo en el desvío que nos llevaba al antiguo camino de
la muerte. De todas formas el nuevo camino asfaltado estuvo perfecto.
Nos separamos en la base de Coroico y yo seguí camino hasta llegar a la
ciudad.
Salvo este último trayecto el resto del camino fue uno de los peores
que realicé por el empedrado de la calle y por su marcado ascenso.
Además, ni siquiera me sirvió para alimentar la pulsión de muerte.
Seguía vivo y sin heridas para regodearme.
Un gran susto
El viaje continuaba, Copacabana me esperaba. A esta altura del viaje
ya no me sorprendía haberme olvidado nuevamente el mapa de ruta,
pero tampoco me asustaba. Ya estaba tan acostumbrado a las pérdidas
como a las situaciones que requería de improvisación –aunque en este
caso no era de gravedad, si preguntando si llega Roma con una simple
gesticulación podría llegar a Copacabana-.
Emprendí el viaje a ciegas y confiado. Sólo sabía que debía pedalear
más de ciento veinte kilómetros.
Los primeros diez fueron complicados, todo en ascenso hasta El
Alto. Un buen cachetazo a los músculos para que se despierten. La Paz
parecía no terminar nunca, cada quince o veinte kilómetros un nuevo
pueblito aparecía. Patamanta, Batallas, Huarina, Huatajata. Al girar una
curva sorpresiva me encontré con el auténtico lago Titicaca de fondo.
Desde ese momento el camino se transformó en un constante subir y
bajar. Luego de alcanzar una cima comencé un descenso que me dejó
en el muelle para cruzar a San Pedro de Tiquina. Empezaba a tener
síntomas de desorientación cuando me encontré con un capitán de la
Fuerza Naval de Bolivia, quién me dijo que el camino que restaba me
llevaría un poco de esfuerzo pero que en dos horas a más tardar estaría
en Copacabana. Eran treinta y ocho kilómetros, ya había recorrido
ciento dieciséis y eran las cinco de la tarde.
Acabo de hablar con el capitán de la Fuerza Naval. No sé qué
hacer, si seguir o implorarle ayuda. Tal vez me invite a pasar la noche
en la casilla donde hace guardia. Pero no puedo ser tan maricón.
Simplemente tengo que tranquilizarme un poco, dejar de pensar en la
noche que se viene y seguir pedaleando como un autómata. Pero me
cuesta. Estoy cansado y tengo frío. Restan treinta y ocho kilómetros
para llegar. Mis piernas empiezan a protestar y la respiración se está
tornando irregular por los nervios. Todavía no aprendí a controlar
los nervios, una vez que aparecen afectan en la respiración y en el
cansancio, me vuelvo impaciente y es peor. Pasan los minutos y el
ritmo del pedaleo se torna cada vez más lento, ni por asomo podré
llegar en el tiempo que estimó el militar. Me estoy dando cuenta que
el cansancio no es un fantasma que aparece con los nervios o los
miedos, las manifestaciones y los signos son reales y perceptibles. Los
dolores no son ficticios. Estoy al borde del calambre. El agotamiento y
el nerviosismo es la combinación perfecta para el calambre. Me maldigo
por ser tan confiado, por no ser precavido, por creer que la cosa era
pan comido. Me siento un estúpido soberbio y narcisista y empiezo a
implorar –una vez más- la protección de la divinidad.
- Dios, no soy una persona que te joda todo el tiempo con pedidos
triviales, espero que me des una mano. Creo que es un pedido
de vida o muerte. Si salgo de ésta te lo voy a agradecer mucho y
prometo no molestarte más por mucho tiempo.
El frío se está incrementando y mi cuerpo cada vez más débil. Siento
que no voy a llegar nunca. La noche me va ganando y yo, todavía, en
medio del cruce de montaña. Acá arriba todo se potencia y se precipita,
el silencio, la oscuridad y la desesperación. Intento disuadir el temor
y los nervios poniendo música en mis oídos pero no da resultados. Por
más barullo que venga de afuera, dentro de mi cabeza la maquinaria
de la imaginación no se detiene. Pensamiento circular y laberíntico.
Siempre caigo en la misma conclusión, voy a morir irremediablemente
congelado en la montaña.
La temperatura desciende al ritmo de mi taquicardia y el sol se cae
de repente, como un tropiezo, como un disparo.
Finalmente pude llegar a destino congelado y de noche. Estaba feliz
de seguir con vida pero triste de saberme mortal, débil, frágil. Que
no sería aquel día, pero que el destino ya me había avisado. Por más
esfuerzos que haga un día perdería la pulseada.
Luego de cuarenta minutos de ducha caliente, sopa de espárragos,
spaghettis con boloñesa, paracetamol y diez horas de sueño, todo volvió
a la normalidad.
Me levanté renovado con la sensación, nuevamente, de ser inmortal
y menospreciando lo sucedido, sin aprender nada y cayendo en las
mismas creencias de siempre aunque la realidad, a veces, me dé
algunas bofetadas. Allí estoy, dispuesto a seguir tropezando, un vicio
difícil de erradicar.
Hice en la mañana algunas actividades que podría denominarlas de
rutina y después me embarqué a la Isla del Sol. Es notable como puedo
decir actividades de rutina en un viaje de estas características, pero
es así. La rutina viaja a más velocidad y termina por alcanzarme sin
importar en qué lugar del planeta quiera ocultarme de ella.
Aunque reniegue, termino por reconocer la existencia del instinto a
la repetición, de incorporar, mal que me pese, conductas de autómatas.
Tal vez es una manera de adelantarnos al futuro, de ser pioneros.
Muchas veces aparece en el imaginario colectivo la idea de que la
evolución del hombre continuará su progreso con los robots, quienes
nos remplazarán y dominarán el mundo. Quién sabe.
Una vida en la isla
Al fin pude tener al lago sagrado frente a mis ojos y poder
contemplarlo sin preocupaciones de llegar o no a destino. El lago
Titicaca es el segundo lago más grande de Sudamérica y el más alto del
mundo para poder navegar.
Tomé un bote en la costa del lago que me llevaría hasta la Isla del
Sol. Esta isla es la más grande del lago y antaño cumplía la función de
refugio del sol y de la luna en la época de diluvio. Cuna de los primeros
incas, Manco Kapac y Mama Ocllo.
Un extraordinario lago sereno y cristalino como lo son los lagos
del sur de la Argentina, y dentro de él, como incrustada, como puesta
allí por una mano caprichosa, la Isla del Sol. Con características
propiamente norteña.
No es necesario el espiche del guía turístico para respirar el origen
de la civilización inca, como cuenta la leyenda. Me alojé por una noche
en la casa de Helena. Ella tiene un marido y tres hermosos hijos. En
la isla, hay una gran cantidad de familias que ofrecen hospedaje para
poder subsistir. Las agencias de turismo y excursiones tienen un listado
de familias que ofrecen el servicio. Para esto hay ciertos controles de
condiciones mínimas sanitarias y de confort que los autoriza. Una vez
que la lancha arriba a la isla se reparten los turistas entre las familias
que van al muelle con una insignia que los identifica. El turismo y el
alimento que pueda regalar la tierra es todo el ingreso con los que viven
muchas de estas familias.
El marido de Helena trabaja en Puno –pueblo peruano limítrofe
con Bolivia-. Cada día viaja en lancha hasta Copacabana, de allí en un
colectivo que, frontera mediante, lo acerca a Puno hasta terminar la
jornada y desandar el camino hasta la isla. Helena se considera muy
afortunada de que su marido tenga un trabajo por fuera de la isla
aunque el sueldo sea una burla y el sacrificio cotidiano una odisea.
Helena nació en la isla y vivió siempre allí. Cuando digo siempre es
siempre. Ella sueña con conocer Copacabana o Puno. Sueña con, algún
día, conocer otra cosa que no sea la isla y este anhelo se actualiza cada
día al tratar con turistas, gente extraña que viene del otro lado del lago,
que conoce rutas, ciudades, semáforos, fronteras y banderas.
Cuando Helena me confesó sentida y confidentemente este deseo
no pude salir del asombro y del descreimiento. Yo sonreía tímidamente
como con cierta complicidad ante una supuesta broma, pero los isleños
no están para chistes. Mi cabeza no podía asimilar lo que estaba
recibiendo. Se me ocurrían millones de preguntas para que pise el palito
y aclare, de una vez, que era una broma o que, en última instancia,
existían ciertas excepciones en momentos bisagras de su vida donde
ha visitado Copacabana o cualquier otro lado. Por prudencia y respeto
me limité a escucharla sin preguntar nada de lo que se agolpaba en mi
cerebro. Recordé la extraordinaria serie “Lost” donde los sobrevivientes
del vuelo 815 que estalla sobre una isla no pueden salir de ella. La isla
cuenta con atributos mágicos y sobrenaturales que impiden la salida. Al
menos para los nuevos habitantes, porque los isleños, los que nacieron
allí conocen como desarticular el hechizo.
La cultura en la isla del Sol es fuertemente paternalista manteniendo
vigentes los valores y costumbres de la civilización Inca. La mujer se
ocupa de la casa y de los hijos –en este caso también de los viajeros- y
no hay más allá que esto. Como no hay más allá que la isla para Helena.
Cuántos distancia nos separan con Helena, cuántos mundos intermedios
y sin embargo allí estábamos, compartiendo una cena y esperando por
el hombre de la casa.
A la mañana siguiente me despido de Helena y vuelvo a
Copacabana. En el viaje de regreso, en esa lancha, no podía dejar
de pensar en cuánto deseaba Helena estar en mi lugar, sentada
allí, mirando perdidamente por la ventana el surco que la lancha va
dibujando sobre el agua cristalina. Tan sencillo como eso, un viaje en
lancha y después Copacabana. Nada en especial para mí, pero un sueño
siempre postergable para Helena. La misma lancha, el mismo asiento y
la misma persona no era lo mismo veinticuatro horas después. Pensaba
también en que estas son las historias que nunca quisiera olvidarme
y que me permiten ver el mundo con otros ojos, esforzarme si es
necesario en descubrir y valorar lo maravilloso y oculto que cada cosa
puede tener.
Con los deditos llenos de grasa
Me despido de Copacabana rumbo a Perú con una llovizna incansable
y desafiante. Podría haber esperado a que pare, pero pensé que la
imagen mía andando en bicicleta por caminos desérticos bajo una
cortina de lluvia y neblina podría ser más heroica. ¿Más heroica ante
quién? No sé, ante mí o ante una mujer interesante que quiera escuchar
mi relato.
Me parece un acto de generosidad aumentar los riesgos y el esfuerzo
en hacer algo innecesario con el único fin de mejorar una anécdota o
dotarla de ciertos matices coloridos y exóticos.
Antes de llegar a la frontera tuve una pequeña charla en una
estación de servicio con un policía que, mientras estaba subiéndome a la
bici para continuar viaje me dice con gesto de advertencia;
- Vas a tener que tener cuidado de ahora en más. Perú no es como
Bolivia, allí hay muchos rateros y gente mala.
No sé por qué, pero siempre la gente en las fronteras piensa que
los muchachos del otro lado son más peligrosos. Por suerte, hasta ese
momento, la gente del otro lado de todas las fronteras que crucé nunca
me ha tratado mal.
Es común sentir temor de que los vecinos más próximos sean
mejores que uno. Es tan acotada la vista nuestra que sólo tenemos
alcance para la casa vecina, sin poder ir más allá. Entonces, el temor a
la inferioridad también es tan pequeño que sólo se limita a la casa de
enfrente. Familias enteras y por varias generaciones han tenido como el
termómetro del éxito o del fracaso la casa de al lado. Midiendo con esa
vara y convenciéndose de su destino de acuerdo a esa ínfima realidad. Y
por lo general, ese destino, es de frustración porque el ojo humano está
preparado para ver siempre más verde el jardín del vecino.
Lo mismo sucede con los países. Se trata de toda una idiosincrasia
alimentada por mitos y leyendas. No importa quiénes sean, pero si
están detrás del tapial o la ligustrina son como mis hermanos. Rivalizo
con ellos por el amor de mamá. Lo que no me queda bien en claro es
quién ocupa el lugar de mamá en las disputas internacionales.
En algunos casos ese mecanismo funciona para profundizar el
sentimiento de identidad a una nación, o a un apellido o linaje familiar.
Entonces surge la diferenciación, la desestimación por el otro como
alimento a la propia vanidad, al propio ego. De cualquier modo no hay
uno sin el otro.
Supongo que la lucha debería estar en ponernos de acuerdo con los
del barrio para unificar criterios y tomar como rival o enemigos a los
que están del otro lado del puente. Afinar la puntería y tener una mejor
lectura de quienes son los que intentan ultrajar una identidad, una
historia, una cultura. Los que insisten en convencernos de que somos
otra cosa.
Después de pedalear un buen rato llegué a la frontera de Bolivia con
Perú. En ese momento recordé la pequeña trampa que había hecha en
la frontera de Bolivia y Argentina, en uno de los retornos de Villazón
a La Quiaca. Ya he mencionado que ese tramo lo he hecho tres veces
y en todas las oportunidades pude eludir las interminables colas y la
vigilancia de seguridad. Además de ahorrar tiempo, me ahorraba unos
pesos por no contar con el pase legal. No es un permiso imprescindible
si uno tiene unos pesos en el bolsillo, ya que la coima siempre está a la
orden del día, pero tampoco me atrae la escena patética de darle unos
pesos a unos uniformados que juegan a ser autoridad.
Intenté hacer la misma maniobra pero esta vez no resultó. Tampoco
se ofendieron demasiado. Todo podría resolverse si hacía una donación
“voluntaria” al puesto de control. Fue tan baja la rebaja a la que
llegaron en su pedido que, aunque no estaba dispuesto a dejar ni cinco
pesos, me causó lástima y vergüenza a la vez.
Podría haber dejado rápidamente el dinero y evitarme esos
momentos indignantes pero creía que dar el brazo a torcer significaba
una merma importante en el sentido de mi viaje. Aunque no tenía muy
en claro en qué consistía el objetivo último del viaje o que, tal vez, no
exista ningún sentido y la cuestión consistía simplemente en viajar con
el deseo de que el viento golpee a mi cara, aquello no lo hubiese hecho
bajo ninguna circunstancia. No tenía intenciones de toparme con las
miserias humanas. Ellas se ofrecen en cada esquina y a toda hora, en
cambio lo más elevado del hombre, el misterio que lo envuelve y la luz
que lo acompaña sólo se deja ver después de limar muchas de las capas
que lo cubre.
Por suerte, en medio de mis negaciones y la pérdida de paciencia de
los muchachos, uno de los oficiales inspeccionaba la bicicleta y vio que
llevaba la bandera del wiphala. Entonces cambió la actitud y llamó a un
costado al oficial que más testarudo estaba con el tema de la limosna,
se hablaron entre ellos en quechua y me dejaron ir.
Dejaron de considerarme un turista ventajero para verme como a
uno de ellos, al menos en sus valores.
Del lado peruano todo fue más fácil, llené unos papeles y una
persona gorda los selló con autorización para noventa días sin desviar la
mirada de la pantalla en la que estaba navegando.
La primera impresión de los peruanos me fue gratificante. Me
veían y sin disimular el asombro por mi aspecto de ciclista cansado me
gritaban; ¡Hooooola!, ¡fuerza hermanooooo! y el peor grito de todos
¡griiiinnngooooo!. Esta identificación me acompañó durante toda la
estadía en Perú. Al principio con paciencia y dedicación me detenía
para explicar que no era “gringo” –así se los nombra comúnmente a
los estadounidenses- sino que venía de Argentina, y les aclaraba –por
si fuera necesario- que era sudamericano como ellos, y que nuestros
pueblos son vecinos y hermanos. Les hablaba también sobre la tan
ansiada unidad latinoamericana y sobre el rechazo que compartimos
por los chilenos. Generalmente esas aclaraciones llevaban a un relato
más prolongado sobre el viaje que estaba haciendo, sobre el tiempo que
estoy en bicicleta y hasta dónde quiero llegar.
Estas conversaciones las he tenido, como es lógico, en infinidad
de oportunidades en cada uno de los lugares que visité. Encontré una
gran diversidad de reacciones en el auditorio. Algunos se sorprendían
gratamente, otros se empecinaban en alentarme suponiendo que
necesitaba de ese alimento para continuar, también estaban los que
se encargaban de encontrar dificultades que para ellos era un hallazgo
y para mí moneda corriente. Estos últimos intentaban mostrarse
audaces y superados de la experiencia, tal vez por envidia encubierta de
encontrar a alguien que sigue su deseo o simplemente por joder.
También me he encontrado con quienes lo toman con una espantosa
indiferencia como si les estuviese diciendo me tomé un colectivo y me
vine para acá. Esos son los que peor me hacen, prefiero los que me
dicen que es una estupidez, o una inconsciencia o un sacrificio inútil el
de recorrer pedaleando, antes que la indiferencia silenciosa. Por último,
tampoco faltaron los fanáticos circunstanciales que me han jurado que
yo estoy cumpliendo un sueño que siempre tuvieron. Como una especie
de semi- Dios que se animó a hacer lo que ellos siempre pensaron pero
nunca pudieron con su coraje.
Cada vez que describo todo lo hecho y llega la pregunta sobre
el objetivo, el sentido, o hacia dónde quiero llegar, me veo siempre
respondiendo algo diferente. Que quiero llegar hasta Cuzco para
demostrarme que puedo cumplir con lo que me propongo, que la idea es
ir hasta Ecuador con el objetivo de recolectar anécdotas dignas de ser
contadas, que quién te dice que esté buscando de manera encubierta el
amor de mi vida, que voy a pedalear hasta cansarme como Forest Gump
y que quiero conocerme un poco más, o que viajo porque estaba harto
de mi vida rutinaria y estoy buscando mi lugar en el mundo.
En fin, nunca tuve en claro si hay algo que busco con esto y hasta
dónde quiero llegar. Tampoco me esfuerzo por esclarecerlo, no aportaría
gran cosa.
Lo mismo me pasó en Perú, seguía improvisando la respuesta
fingiendo convencimiento. La gente se queda más tranquila si sabe
sobre las causas y los fines de cada cosa que pasa en el mundo, y un
ciclista con banderas en cada rincón de la bici paseando por la avenida,
no es la excepción.
Después de haber escuchado en los gritos varias veces el mismo
adjetivo ¡gringoooo! empecé a perder la paciencia y el tiempo en
explicar mi procedencia. Junto con la paciencia perdí también todos los
modales que hace respetuoso a un hombre y empecé a despacharme
con insultos lapidarios y gestos ampulosos referidos a los genitales.
Encontré divertida ésta actividad como ellos encontraron oportuno
gritarme gringo durante toda mi permanencia en Perú. Ya formaba
parte del entretenimiento en cada traslado y hasta esperaba ansioso el
próximo grito para responder con alguna ocurrencia original y graciosa y
sentirme inteligente.
Otra característica de la vialidad peruana son los bocinazos
apresurados e impulsivos de los conductores. A seiscientos metros ya te
hacen notar tocando desenfrenadamente las bocinas que están llegando,
que tengas cuidado, porque no quieren pisarte. No sólo eso, sino que al
pasarte, seguían con la palma de la mano oprimiendo el volante.
Parece exagerado pero no lo es. Han logrado despertar en la ruta el
instinto asesino que creía perdido en la gran urbe, en Buenos Aires.
La mecánica de mi bici no quiso que llegara a destino. Se rompió la
cadena antes de llegar a Juli. Estaba bastante fastidioso y pesimista.
Creía que aquello era un mal augurio de algo peor.
En estos casos hago el preámbulo adecuado de quién sabe cómo
solucionar este problema. Me tiro a un costado de la ruta, me bajo
tranquilamente, empiezo a buscar la falla achicando los ojos para hacer
foco y allí está, la cadena partida y la falta de grasa. Saco la pequeña
caja de herramientas y empiezo a buscar sin buscar. Es decir, revuelvo
la caja buscando la herramienta adecuada sin saber de cuál se trata.
Selecciono al azar y empiezo a ensuciarme las manos vanamente. Todo
ese ritual que hago cuando no sé qué hacer es una manera de demorar
esperando que Dios se percate del problema y me tire una señal, una
solución aunque sea con displicencia, como quién tira la bocha en la
playa.
Yo hacía mi parte, no esperaba sentado. Montaba una escena para
que él viera que no esperaba su auxilio cómodamente cruzado de
brazos, sino que había hecho todo lo que estaba a mi alcance pero
que no bastaba, incluso podía evidenciarlo con el desparramo de
herramientas sobre el piso y con las palmas de mis manos, todas sucias.
Aquel día no pasaba nada, Dios seguía mirando para el costado, tal
vez jugaba una partida de ajedrez con San Pedro. Tuve que hacer un
esfuerzo de voluntad antinatural para intentar ver blanco sobre negro,
para poner buena cara y esperar alguna señal positiva. Empiezo a
caminar más por descarga de ansiedad que por llegar a alguna parte.
El primer cartel que veo indicaba que sólo restaban cinco kilómetros
para llegar al pueblo. En ese momento me levantó una camioneta que
me dejó en la puerta de la bicicletería donde un niño de nueve años se
encargó del arreglo.
No era la primera vez en el viaje que veía a un niño muy niño hacer
tareas de adultos. Al principio me sorprendía demasiado por la falta
de costumbre y lo indignante que me resultaba la escena en nombre
de los derechos del niño. Pero con el tiempo lo tomé con naturalidad,
como parte de un hábito cultural. Finalmente, en Juli, esperando desde
la puerta que el niño termine su faena para poder continuar el viaje,
pensaba que era mucho mejor ver cómo esa criatura metía sus deditos
llenos de grasa entre los eslabones de la cadena que verlo, en una
ciudad capital, jugando a la Play Station capturado por una imagen de
42 pulgadas. Sin embargo, nos quieren hacer creer que esto es lo sano
y aquello lo enfermo.
¿Cuáles son los derechos del niño? ¿Pasar una infancia respondiendo
a estímulos preestablecidos y tecnológicos? ¿Tendrá acaso derecho
a investigar el funcionamiento de una bicicleta o eso es reservado
al adulto por el riesgo que implica agarrarse un dedo con los rayos
o engrasarse la cara? ¿Y si los derechos del niño tienen origen en la
conformidad de los padres? Ya las calles dejaron de ser canchas de
futbol para ser de uso exclusivo de vehículos y los clubes dejaron de
ser semillero de deportistas para ser ocaso de jugadores. Hay que tener
cuidado y precaución de que a los chicos no les pase nada. Y justamente
eso es lo que se está logrando. A los chicos no les pasa nada, sólo su
infancia. Y aquellos padres osados que dejan a sus hijos jugar en la
vereda a la hora de la siesta deben tener cuidado de las personas de
traje y corbata que los denuncien por abandono de persona o impericia
en la función paterna.
Por suerte, en los pueblos norteños, todavía hay estadios de futbol
de tierra con tribunas en la sombra de los árboles. Afortunadamente hay
calles pintadas con tizas y rayuelas vigentes. Se ven chicos trepados a
los árboles y otros cazando pajaritos. Por suerte, en Perú, hay chicos
que saben arreglar bicicletas y que, gracias a ellos, yo puedo seguir
recorriendo.
Con los pasajes en la mano
Con la bici arreglada comencé la búsqueda de hospedaje. La suerte
empezó a estar de mi lado. Me crucé con un policía que me aseguró
que en la comisaría el oficial de turno me hospedaría sin problemas. Al
llegar a la comisaría el oficial me respondió afirmativamente al pedido
de alojamiento a cambio de un minucioso relato sobre el recorrido.
Jhonny, un vecino del destacamento, se ofreció como guía turístico a
caminar por la ciudad visitando los lugares destacados. Acepté gustoso
y me pareció que él estaba más contento que yo con la idea. Le pagué
al contado con algunas golosinas y galletitas, y mientras las comíamos
me contaba la historia de las diversas Iglesia de la zona, del muelle, de
los campos comunitarios y de la falta de inversión turística de su pueblo.
Juli es la capital de la provincia de Chucuito y está ubicada a los pies
de una montaña con forma de león dormido. En cualquier otro sitio con
aspiraciones turísticas aquella montaña tendría una atractiva historia
para justificar que, efectivamente, allí hay un león dormido y no es pura
casualidad la forma que ha tomado a lo largo de millones de años de
sedimentación. Pero Jhonny, sólo me señaló el detalle y continuó con
otra cosa.
La ciudad está rodeada por cuatro cerros que son como una especie
de abrigo y miradores para Juli. De gran tradición cristiana, Juli cuenta
con cuatro portentosas Iglesias y es denominada la pequeña Roma de
América por su tradición cristiana. Allí se imprimieron en el siglo XVI
las primeras obras bilingües en Aymará y en español a fin de difundir la
doctrina cristiana. Sitio de adiestramiento de jesuitas que fundaron la
provincia de Nueva Granada en el Paraguay.
Jhonny se lució al mostrarme la Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén,
había sido remodelada en la segunda mitad del siglo XVIII, pero en el
año 1914 fue destruida por un rayo. Las ruinas me dieron la pauta de
la grandiosidad que tuvo en su época esta iglesia. Tras un momento
de silencio convocante, Jhonny me cuenta en voz baja y en tono
confidente que por las noches existen la presencia de espíritus malignos
que utilizan el edificio abandonado como centro de reunión. Lo noté
preocupado por el asunto y sin saber qué hacer. Los espíritus eligen la
Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén por ser la más antigua de las cuatro.
La causa me resultó bastante carente de creatividad.
Juli también tiene playa y está a la orilla de la montaña “SapaCollo”. Allí hay un muelle donde día a día arriban turistas desde Bolivia y
Perú.
En otra de las Iglesias, la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción,
hay pinturas del jesuita Bernardo Bitti, quien es considerado uno de los
representantes del estilo manierista muy en boga en la Italia del siglo
XVI y que fuera bautizado por el historiador de arte Manuel Soria como
el mejor pintor del siglo XVI en Sudamérica.
El paseo había estado muy bien, y la participación de Jhonny
digna de una felicitación. Esto conmocionó tanto al muchacho que se
entusiasmó demasiado y no se despegaba de mi lado. En un momento
tuve que pedirle por favor que se alejara un poquito para poder hablar
privadamente con Majo.
Eran momentos claves de la relación. Ella quería tomarse un avión
y sumarse a mi recorrido inmediatamente, porque no toleraba más la
distancia e intuía que ésta era la única manera de reparar una relación
que ya tenía fecha de vencimiento. Yo me sentía un poco confundido.
Tenía muchas ganas de verla, de compartir el último trayecto con ella,
de contarle todas las vivencias, de abrazarla y amarla. Amarla por un
rato. No podía engañarme, sabía que ese entusiasmo era pasajero y
manchado por los recuerdos, por el cariño, por la abstinencia sexual, por
la distancia y por extrañar la compañía.
Escuchaba a Majo por el teléfono muy ansiosa y decidida. No
me quedaban otras opciones, y si las tuviese, posiblemente no las
habría elegido. Además, con Jhonny soplándome la nuca y Majo
comentándome una catarata de datos sobre horarios de vuelos,
empresas, destinos, días, mi cerebro no podía elaborar ninguna
respuesta creativa o creíble. Estaba atontado y aturdido –sin tener en
cuenta los casi cuatro mil metros de altura de Juli-. De manera que
acepté la propuesta – o el aviso- con cierta felicidad contenida. No
se puede atentar contra las pasiones, y ellas no conocen de tiempos
verbales. Si bien el pensamiento me advertía un futuro oscuro con Majo,
las palpitaciones y la emoción de su venida era en tiempo presente. Y
los cuentos sobre el futuro ligado al pasado, sobre los “no funcionará”
porque hay razones en el pasado que así lo indican, son, para el
corazón, puras habladurías. La única certeza es la intensidad del golpe
cardíaco, el temblor de las manos o la transpiración nerviosa de haber
encendido el interruptor de la ansiedad. Por un momento, nada de todo
el recorrido existió, sólo recordaba su cara, su sonrisa, sus encantos y
también los tragos amargos que habíamos vivido. Como una regresión a
aquella persona que fui antes de tomarme el tren en Retiro y que creía
olvidada, lejana, como perteneciente a una rencarnación previa. Ese
Mauricio, aquel Mauricio, previo al viaje estaba enterrado incluso sin mi
consentimiento y sin invitación al velorio.
La comunicación mantenida con majo durante el viaje fue bastante
fluida. Hablábamos cada tres o cuatro días sino menos y ocupaba un
gran porcentaje de la conversación en comentarle las peripecias de
cada día. Casi todo el tiempo hablaba yo y ella escuchaba, invirtiendo
totalmente los roles de la pareja. Su vida seguía monótona y sin
grandes novedades como la vida de casi todo el mundo. Una vez que
yo terminaba mi monólogo ella se limitaba a preguntarme alguna cosa
que haya quedado en el tintero, relataba breve y desapasionadamente
lo más destacado de su rutina y ya nos disponíamos al saludo de
despedida.
A mí me gustaba contarle al detalle y con la emoción del momento
cada nimiedad de mi día. Era una forma de compartir el viaje en vivo
y en directo pero a muchos kilómetros de distancia. El diario de viaje
no saciaba la necesidad de vomitar las experiencias y ella era, de
alguna manera, mi ángel guardián. Además de la gratificación que me
producía contarle cada cosa, era una forma de llenar los minutos con mi
monólogo y eludir todo el tiempo la charla que estaba en silencio en sala
de espera. Ambos sabíamos que nos debíamos una charla, teníamos
que definir nuestra situación y moríamos de ganas por hacerlo. Pero
las circunstancias y el momento no eran para nada favorables. Pelearse
con alguien después de tres meses sin verlo y a dos mil kilómetros
de distancia no es de caballero y además, el dolor por la ruptura es
inmensamente mayor.
No era sencillo evitar pisar la punta de la sabana para que esta
se corra y muestre al descubierto el problema a tratar. Aunque
decidiéramos tácitamente no mencionar el tema hasta tanto no nos
veamos las caras, siempre estaba rondando y predispuesto a salir
aunque nos esforcemos por apartarlo.
En ningún momento de todas las charlas se había barajado la
posibilidad de que ella se sumara al recorrido. Estaba con mucho trabajo
en Buenos Aires y las vacaciones ya se las había tomado antes de mi
partida. Todo estaba destinado a esperar mi retorno para empezar a
tratar de una vez por todas, la continuidad de la pareja.
Recuerdo ahora, que muchos de mis amigos me dijeron antes de
partir que se trataba de una cobarde manera de dar fin al noviazgo,
escapándole al diálogo como de costumbre. Reconozco que no tengo
facilidades para resolver situaciones sentimentales, que me desborda la
emoción y que, en muchos casos, me abstengo de decidir por lástima.
La lástima, la pena por el sufrimiento del otro –si ese sufrimiento
es causado por mí- ha sido motivo suficiente para prolongar alguna
relación sentimental hasta que la otra persona sea quién le ponga llave
a la puerta. Pero ésta vez no era así. Estaban equivocados y se los
demostraría. Me dio bronca pensar cómo era visto por algunos de mis
amigos. En última instancia me tenían lástima. Porque suponer que otra
persona provoca semejante agitación en su vida como dejar el trabajo,
irse en bicicleta, desaparecer del mapa, soportar los arrebatos de los
momentos de soledad y no prever el futuro, por no tomar una decisión
tan simple como decirle a la persona amada que ya no es tal, es tenerle
lástima por su impotencia, por su mediocridad y su limitación. Y así me
veían.
Además, al menos, era una interpretación bastante ligera,
precipitada e hiriente como para decírseme sin anestesia y con aires
de superioridad. No sabía cómo pero les demostraría que la motivación
venía por otro lado aunque en ese entonces no podía dar más claridad
al asunto. Hoy, con tanta agua corrida bajo el puente, ellos podrían
decir que tenían razón porque, finalmente, me separé de Majo. Pero yo
también tenía razón y les demostré que el viaje no era una salida de
escape, o tal vez sí, pero no de Majo ni de mis limitaciones. Aquél fue
el primer viaje pero no el último. Al año siguiente, ya sin compromiso
sentimental, crucé la cordillera de los Andes en dos ruedas y más tarde
recorrí cinco países de Europa con el mismo vehículo.
El hecho es que, sin estar advertido de lo que es capaz una mujer
con mucha capacidad de iniciativa –siempre, y en diversos ámbitos se le
ha reconocido y alagado por esta cualidad- y con una gran herida en el
corazón por un abandono en goteo, no pude anticipar la jugada y en un
acto de arrojo ya estaba con pasajes en la mano para Lima. ¿La fecha?
Ocho días después de aquella comunicación telefónica.
Corté y me quedé pensativo diez segundos. No salía de mi asombro
y, por qué no, de mi entusiasmo. Solo pude calcular el tiempo que me
llevaría ir hasta Puno, después a Cuzco para hacer el camino del Inca, y
más tarde ir hasta Lima para buscarla.
Tampoco sabía que haríamos luego. Posiblemente ir hasta Ecuador.
De eso también me encargaría yo, de generarle un recorrido especial,
unas vacaciones íntimas. Un broche de oro merecido. Pero esto no era
un problema. Ya vería qué hacer. En ese momento de perplejidad sólo
quería garantizarme que el tiempo estaba de mi lado y que podría hacer
lo pensado. Cuzco fue el primer destino final que se me ocurrió antes de
cualquier tipo de evaluación o planificación. Es un ícono en Sudamérica,
posiblemente el lugar más emblemático, más místico y más imponente.
No sabía si llegaría, tampoco pretendía que se me transforme en
una obsesión. Pero estando tan cerca, con tantas energías y con tanta
influencia indígena a lo largo de todo el trayecto, era un despropósito
no culminar ese viaje en aquel paraíso Inca para transportarme
definitivamente en el tiempo ochocientos o novecientos años antes.
Se lentificó un poco el ritmo cardíaco a parámetros normales cuando
armonicé el tiempo y la distancia y Cuzco me guiñaba el ojo.
Yo soy Uro
Al volver a Juli, después de haber estado pensando en Buenos Aires,
Puno, Cuzco, Ecuador y Lima, sentí un aire fría en mi nuca. Pensé que
el susto aún no había pasado pero me equivocaba. Ya estaba en pleno
equilibrio mental y era Jhonny que seguía respirándome en la nuca.
La recorrida turística continuó un rato más, inútilmente. Yo ya
estaba bloqueado y todo lo que decía Jhonny se reducía a un gracioso
movimiento de sus labios sin sonido.
Me despedí de mi guía con sincero agradecimiento y, después de
cenar un rico pollo en un lúgubre recinto mientras pasaban por la tele
una profundísima novela titulada Sin senos no hay paraíso - donde
la mayoría de las actrices llevaban un voluminoso escote- me voy a
descansar a la comisaría como había acordado. Al entrar en mi hogar
transitorio, me encontré con gran discusión de pareja. Los enamorados
gritaban desaforadamente y con tanta rapidez y regionalismo que no
comprendía lo que decían. Seguramente ella lo acusaba de golpearla, de
maltratarla y él se defendería diciendo que ella no cocina o que lo había
engañado en su propia cama mientras él trabajaba para llevar el plato a
la mesa. El hombre se encontraba fuera de sí y los oficiales tuvieron que
hacer uso de la fuerza pública para sosegar los ánimos. Me quedé a un
lado esperando que la situación se calmara para preguntar dónde podía
dormir. Mientras tanto pensaba en el sufrimiento humano y en lo fácil
que se puede perder la dignidad y ofrecerse a la humillación cuando el
dolor del alma y la impotencia se tornan ingobernables.
Una vez pasada la tormenta un oficial me indicó la habitación y me
retiré a descansar en perfecto orden. El dormitorio era muy grande y
con muy poca luz. Había un par de camas cuchetas que estaban vacías.
A la mañana siguiente salí bien temprano, el más temprano de todos
los días del viaje, eran las seis y ya estaba desayunado y pedaleando.
Los madrugadores peruano continuaban gritándome Griiiiinnnnngooooo
seguido de una gran risa que aún desconozco el origen. Pasadas un par
de horas, llegué a un pueblo llamado Ilave. Ahí paré en busca de un
refuerzo de desayuno y enseguida me ofrecieron sopa de cordero, queso
frito, bisteck. Todo lo que pude aceptar fue un té con pan, mi estómago
no estaba preparado para ese gran almuerzo matinal.
En el camino me crucé a una pareja de ciclistas extranjeros pero no
me detuve a socializar, tenía muchas ganas de llegar temprano a Puno.
Kilómetros más adelante el camino se puso bastante feo, lleno de pozos
arreglados y con un asfalto con piedras de puntas. Más adelante me
encontré con un colectivo volcado en el medio de la ruta. Había muchos
espectadores, vidrios rotos y bastante olor a nafta. Me tenté a frenar
y sacar unas fotos, pero no lo hice por respeto. Me imaginé trabajando
como periodista y para un medio sensacionalista. Ambas cosas me dan
náuseas.
Llegando a Chicuito encuentro a un ciclista al costado del camino,
estaba comiendo junto a su perra Bella. Era un ciclista de Michigan
que venía recorriendo América desde hace dieciocho meses. Desde
Alaska hasta Ushuaia. Un golpe innecesario a mi autoestima. Si bien yo
disfrutaba de pasear y del encuentro con la gente y los paisajes de a
poco iba creyéndome un ciclista aventurero y despojado. Me sentía muy
bien con ese mote que iba construyendo con la gente que me cruzaba.
De modo que, al ver a este muchacho hacer lo que estaba haciendo
me sentía muy a mi pesar un tanto humillado. Primero humillación
y
después
desprecio
automáticamente
el
de
mí
instinto
mismo
por
competitivo
habérseme
–el
instinto
despertado
animal
de
supervivencia aniquilando al otro para poder subsistir- y sentir la
derrota en el cuerpo. Volvía a ubicarme del otro lado del mostrador para
jugar el papel del descreído, del que mira como a un bicho raro, con
mezcla de admiración y de miedo al contagio. Aunque, en este caso, ya
estaba contagiado.
Mientras me contaba su viaje con un inglés pausado y modulado, se
fumaba un cigarrillo. Una vida muy paradójica. Una vez que cumpla con
lo trazado y llegar a Ushuaia volvería a Michigan para retomar su viejo
trabajo de restaurador de muebles antiguos.
¿Así como así? ¿Qué lo mueve a realizar semejante viaje si después
vuelve a reparar muebles antiguos? Tenía la sensación de que una vez
concluida una travesía de tal magnitud ya nada podría ser lo mismo.
No debería ser igual. La vida de esa persona cambiaría para siempre
de rumbo, como un bautismo que deja una marca imborrable, patear
el antiguo tablero destinado a tablas y proponer un nuevo juego, con
otras reglas, con caballos que no son tales y peones que mueven como
reinas. Pero no, Steven volvería a su taller, previa limpieza profunda, a
lidiar con sus herramientas. Después entendí que mi fantasía no podía
ser una condición sine qua non, que podía ser una hermosa historia de
cine hollywoodense, pero que en la realidad pasan otras cosas. Y que,
posiblemente en la mayoría de los casos, el cambio va por dentro, en
la forma de pensar, en cómo tomar la vida, como vivir las alegrías o las
penas, y en lograr un equilibrio espiritual y anímico que permitan a uno
llevarse más o menos bien con el mundo. Sin bombos ni platillos, sin
pancartas ni fuegos de artificios. Y si el destino es el taller de siempre,
pues bien, allí estará, en el mismo lugar, aunque esperando a otro.
Llegué a Puno bastante cansado y arto de escuchar bocinas. Jhonny
me había anoticiado que por esos días en Puno se celebraba la fiesta de
la Virgen de Candelaria, que todo Puno se vestía de fiesta y que incluso
mucha gente de pueblos vecinos presencian el evento. Previo a esto yo
estaba en duda si pasar o no por Puno. De modo que este aviso terminó
por inclinar la balanza.
Al para a desayunar, me atiende una niña moza (ya tomaba el
asunto de ver otro infante vestido de adulto con naturalidad) que me
sirve sopa de quinua y me informa, tímidamente, que la fiesta de la
Virgen de la Candelaria había terminado la semana anterior.
- Pero puede ir a conocer la Isla de los Uros –me dijo con más
soltura y entusiasmo-.
Escuché sus consejos y me fui, después de la sopa, a la terminal
para dejar la bicicleta, visitar la isla y luego partir para Cuzco.
La Isla de los Uros tiene la particularidad de mantenerse flotando
sobre base de paja de totora en medio del lago Titicaca. Con ella hacen
todo, las bases, las casas, las camas, las artesanías, su alimento,
criaderos de cuys, etc. Incluso la balsa que nos llevó hasta la isla estaba
hecha de totora. Urus, en castellano, significa los de la aurora. Según el
muchacho que conducía el bote de Totora rumbo a la Isla, los urus se
llamaban a sí mismos hombres de agua, pero son conocidos como urus
gracias a los aymaras que los llamaban así despectivamente como un
insulto, porque aprovechaban la noche para pescar y cazar, pero que el
verdadero nombre de la casta es kjotsuñi, es decir, hombres lacustres
(del latín, lago).
Este detalle me pareció muy gracioso. Pobre los uros, deben lidiar
con el nombre ya instalado de montones de años y que proviene de un
insulto del rival. De inmediato recordé que en el futbol argentino hay
sobrados ejemplos de este mecanismo. Los hinchas de Rosario Central
son conocidos como canallas –apodo puesto por su archirrival Newels y a los de Newels se los denomina Leprosos – insulto proferido por los
hinchas de Central-. Ambos apodos nacen en la misma circunstancia,
Newels estaba organizando un evento para recaudar fondos para
un leprosario y Central no quiso sumarse a la iniciativa. De allí, se
consideró que la actitud de Rosario Central había sido una canallada y a
los de Newels los empezaron a llamar leprosos.
En la plata sucede que a los hinchas de Estudiantes de la Plata le
dicen Pincha ratas por una anécdota que les da fama de tramposos y
sinvergüenzas. Se dice que en la época más gloriosa del club algunos
jugadores salían a la cancha con alfileres guardados para pinchar al
rival en jugadas de corners o tiro libre y así sacar ventajas. Y a los
de Gimnasia los llaman Triperos porque los obreros de un frigorífico
ubicado entre Berisso y Ensenada habían tomado partido por Gimnasia
y se dedicaban a destripar animales. A los seguidores de River, por
ejemplo, les dicen gallina por una derrota histórica en un partido
imposible de perder y a los de Boca bosteros en alusión a que,
antiguamente, al lugar donde está la cancha iban los caballos a dejar la
bosta. Lo más interesante de los casos es que todos se han identificado
orgullosamente del oprobio, nombrándose de esa manera y ratificando
su identidad en los cánticos.
No pude evitar imaginarme a los Uros alentando en un partido de
futbol, agitando la mano derecha y gritando; yo soy Uro, yo soy Uro, yo
soy Uro, yo soy…
Los Uros mantienen la tradición de la pesca artesanal, especialmente
del carachi y el pejerrey. Cuando la pesca es abundante conservan los
peces secándolos al sol. También se dedican a la caza de aves silvestres
y a la recolección de huevos de pato. Aunque en estos últimos años ha
sido el turismo la principal fuente de ingreso.
Antiguamente los uros rendían culto a figuras como el puma, el
cóndor, la serpiente y el Huarihuilca. Pero la deidad principal de los
uros era la luna, representada generalmente en dibujos y decoraciones
en cerámica. Según mi amigo el guía a quién no le conocí la cara–
reproducía información desde la punta de la balsa y permanentemente
de espaldas- la adoración por la luna se debía a que les había servido
de iluminación para las jornadas de caza y pesca nocturna. Tenían
también por dios al sol, a las estrellas y a las divinidades protectoras
de los ríos, de los lagos, de la tierra, las cosechas y los ganados. Estos
últimos dioses eran recordados cuando dejaban su vida de pescadores y
cazadores para dedicarse al cultivo de la tierra y a la domesticación de
animales. Panteísmo en su máxima expresión. En la actualidad se han
convertido al cristianismo.
Después del paseo por la isla regresé a Puno a pasar la noche y
salir, al día siguiente, bien temprano, para Cuzco. De Puno a Cuzco hay
más de cuatrocientos kilómetros y a mí me quedaban apenas siete días
de soledad antes de ir hasta Lima a recibir a Majo. De modo que no
tuve opción y nuevamente le di descanso a la bicicleta quién, después
de algunos reproches, aceptó dormir entre cartones en el buche del
colectivo.
La maldad es un terreno fértil
Llegué a las seis de la mañana y rápidamente armé la bici y me
fui pedaleando hasta la Plaza de Armas. No recuerdo haber visto en
toda mi vida una plaza tan pintoresca como ésta. Rodeada de plantas,
de un piso de piedra bien lustrado por el paso de miles de turistas,
de Iglesias que mantienen la historia latinoamericana en cada una de
sus piedras talladas y los balcones de madera desde donde los ricos
españoles supieron apreciar aquello que yo tenía frente a mis ojos.
Me hospedé en un hostel cercano a la plaza, me bañé y salí a
caminar por la hermosa ciudad. Paseé por el mercado de San pedro,
visité la piedra de los 12 ángulos y el hermoso jardín de la Iglesia en la
Av. del sol.
Cuzco fue la capital del Imperio Inca y una de las ciudades más
importantes del Virreinato del Perú, declarada Patrimonio de la
Humanidad en 1983 por la Unesco.
Cuando camino por estas ciudades tan emblemáticas en la historia
de la humanidad, además de respirar ese misterio mágico que las
envuelve y de succionar por los poros esa aura espiritual propia de los
lugares que fueron escenarios principales de los grandes eventos del
hombre, me enfrento a mi propia ignominia. Se me cae la máscara
y me encuentro pequeño, insignificante, irrelevante. Me da miedo.
Supongo que esta sensación da lugar al brote espiritual y en seguida
me siento parte de ese todo supremo que vio a los Incas construir –
inexplicablemente- semejante obra arquitectónica –como el Machu
Picchu- y que ahora me ve a mi, muchos siglos después, con una
mochila a cuestas, sin poder creer lo que veo y con compulsión a sacar
fotos. Pensaba además, que esa cámara también fue creada por el
hombre y que es tan inexplicable como lo otro.
Son momentos únicos, también me pasó en la Capilla Sixtina,
en el Coliseo, en el Palacio de Versalles y en el fuerte de San Felipe
en Cartagena. Como si de repente el Espíritu Absoluto –como decía
Hegel- se pusiese en cuclillas y se acercase un poco más a mi vida, a
las cosas que me pasan. De la misma manera que yo hago cuando me
tiro al suelo boca abajo y acerco mis ojos al minúsculo mundo de las
hormigas que trabajan en fila india en el jardín de mi casa y fantaseo
con escuchar las conversaciones y pesquisar las muecas y los gestos de
esfuerzo, de enojo, o de alegría.
Incluso se me hace extraña la dimensión temporal, empiezo a
desconfiar de los relojes y los años. La historia se achica y es capturada
por mis ojos.
Después del ataque de misticismo me invade la ignorancia. Me
lamento de todo lo que no sé acerca del mundo y de todo lo que
sé y me olvidé. Me castigo por perderme un mundo maravilloso y
prometo empaparme de lectura y de conocimiento sobre lo que estoy
viendo. Me convenzo que a partir de allí mi actitud va a cambiar y que
voy a empezar a estudiar angurrientamente sobre la historia de los
lugares donde piso. Me repruebo por el tiempo que perdí en la vida
en estupideces en vez de aprovecharlo en estudiar los lugares donde
visitaría en el futuro.
Y en cada nueva experiencia se suma el reproche de no haber
cumplido la vez anterior todo lo que me propuse.
Acordé la excursión al Machu Picchu para el día siguiente e hice
tiempo para ir a visitar las ruinas de Sacsayhuaman –una fortaleza
ceremonial-.
Al regreso pasé por un supermercado para comprar mi cena y
algunas provisiones para la excursión.
Ahora estoy en la góndola de las pastas secas intentando decidir si
llevo tirabuzones o mostacholes. En eso estoy cuando veo en la punta
de la góndola pero del lado de enfrente, donde están las infusiones, a
Fabián Basal. Me quedo inmóvil, perplejo por la sorpresa y la vergüenza.
Fabián Basal es un ex compañero de trabajo y ex amigo. Un muchacho
sumamente inteligente y con un genio viviendo entre las neuronas que
activan el humor. Un personaje que hace del pensamiento lateral un
culto y del cinismo una religión. Además, amparado en una inteligencia
y una cultura envidiable.
Durante el tiempo que compartimos en la empresa nos hicimos muy
amigos desde los primeros días en que él entró. Yo ya estaba trabajando
hacía unos meses en programación cuando lo vi por primera vez en el
momento en que mi supervisor nos presentó y me pidió que le dé una
mano en lo que necesite hasta que se adapte. Ese mediodía, cuando
cortamos para almorzar, ya nos llamaron la atención para moderar
los ruidos de las risotadas. No era un estudioso de la informática
ni un ortodoxo a la hora de programar. Todo lo contrario, siempre
aplicaba caminos alternativos y atajos riesgosos que conducían al
mismo resultado. Me mostraba magistralmente cómo podían convivir la
programación y el arte. Y así, juntar sus dos pasiones.
Al terminar una tarea se reclinaba en su silla con las manos en la
nuca y me exhibía el resultado de lo pedido. Hacía un breve silencio
para aumentar mi interés y me describía lo hecho, siempre de una
manera creativa, distinta, autodidacta, artística.
-
¿Ves? – me decía-. Al final soy un artista que vive sin aplausos… y
sin drogas.
Una vez, me llamó y me dijo que tenía que hablar conmigo, que lo
espere en la confitería de Callao y Santa Fe – yo vivía a dos cuadrasque él estaba yendo para allá. Tanta formalidad en su voz y en el pedido
me asustó. Nunca fue necesario eso de encontrarse en un punto neutro
y en la vía pública para hablar de lo que sea. Los escenarios de nuestros
encuentros siempre fueron los departamentos –el suyo o el mío- y
con una pava de mate, o una cerveza. Además, noté en su voz cierta
distancia que no podía deducir si se trataba de un enojo conmigo, de
una preocupación que no me involucraba o de una tristeza callada.
Lo esperé en el bar y al llegar, seguía distante. En sus movimientos,
en el saludo y en su gesto. Ese día me pidió plata, me contó que la
madre necesitaba hacerse un tratamiento de quimioterapia, que estaba
complicada y que los hermanos se habían borrado.
Ese fue el primer día –después de varios meses que nos conocíamosque me habló con franqueza de su familia, del rol paterno que le habían
adjudicado por ser el mayor después de la muerte de su padre y del
desgaste mental que le llevaba lidiar con sus hermanos y soportar la
depresión de la madre que, después de enviudar, fue creciendo. Ahora,
se sumaba la noticia del cáncer y de la quimioterapia.
Fabián acudía a mí porque me consideraba un amigo y porque sabía
que yo tenía unos mangos ahorrados y que no tenía definido que hacer
con esa plata. Si comprarme un autito o hacer un viaje.
Sin pensar demasiado para no pasar por insensible o desconfiado le
dije que sí, sin preguntar detalles. Él me agradeció de mil maneras y se
puso plazos y formas de devolución. También se ofreció a pagarme con
intereses pero yo me negué lapidariamente.
Entendí su distancia primera y la formalidad del encuentro como
una reacción defensiva a la vergüenza que siempre causa tener que
pedir algo –y mucho más si se trata de dinero-. Fabián no paró de
agradecerme y de halagarme en toda la tarde. Cada vez que se hacia
un punto y aparte en cada tema (una vez resuelto el tema del dinero
empezó a hablar de otras cosas, todas superficiales por cierto, para
distender un poco) aprovechaba para volver sobre el agradecimiento y
el compromiso de devolución. Pero yo estaba detenido, no podía pensar
en otra cosa, me hostigaba por dudar de la honestidad de Fabián, pero a
la vez me era inevitable.
No podía dejar de recordar las frases de algunos compañeros que me
martillaban el lóbulo frontal. Tanto Evangelina como Martín me habían
advertido que Fabián tenía problemas con el juego, específicamente con
la ruleta. No había pruebas, no sé cuál era la intención de esta blasfemia
ni el origen del comentario. Ni Evangelina ni Martin eran personas
allegadas a Fabián como para dar cierto valor a su palabra. Pero no
es necesario, la maldad es un terreno demasiado fértil y cualquier
porquería tirada allí, crece con cualquier condición climática.
Me sentía mal por mi involuntaria desconfianza y me consolaba
diciéndome que, en definitiva, no había dudado ni un instante en el
momento donde no debía dudar, cuando le dije que sí.
En dos ocasiones habíamos ido con Fabián al casino (aunque es
cierto que son varias las veces que me había invitado) y nunca noté
nada extraño. Los dos jugábamos en la ruleta, nos tomábamos un trago
y sentíamos adrenalina como todo el mundo. El primer día perdimos los
dos (él más que yo) pero no mucha plata. Y el segundo yo salí hecho
y él ganó algunos pesos (nada fuera de los parámetros normales). Es
cierto que se le iluminaban los ojos cuando la bola giraba y que los
números que elegía estaban cargados de significaciones místicas y
reales, y que él conocía la historia de cada uno. Mientras que yo, jugaba
al azar –en eso consiste el juego- siguiendo el pálpito del momento. De
todos modos, nada de esto es indicio de una supuesta adicción. Además,
cuando le proponía de irnos él asentía sin demoras.
Aunque, si fuese malintencionado, tendría que decir también que
ir al casino acompañado es totalmente distinto que ir solo. Y él, en
algunas ocasiones –esporádicas-, me comentaba que había ido solo y
cuánto había ganado. Dos o tres veces, no más. Pero a mi me llamaba
la atención que vaya solo y que además, siempre me contara las
ganadas.
Pero de ahí a considerar que Fabián tiene problemas con el juego
porque dos compañeros suelten a la ligera esa afirmación y, encima,
creer que está usando la salud de su madre y la confianza de su amigo
para saldar deudas o ir a apostar, es demasiado.
A partir de aquel día que le presté el dinero –bastante dinero- la
relación empezó a cambiar paulatinamente y sin razones visibles.
En el trabajo seguíamos diez puntos, resolviendo problemas juntos,
compartiendo los recreos y disfrutando de las ocurrencias. Pero
lentamente dejamos de organizar salidas y encuentros de fines de
semana. La amistad empezaba a limitarse al ámbito laboral. No se quién
es el responsable, seguramente los dos, pero ya no nos llamábamos
ni teníamos deseo de hacerlo. Yo empecé a comportarme con menos
naturalidad. La duda me hostigaba y sentirme una basura me torturaba.
A la vez, no me animaba a preguntarle sobre la salud de la madre.
Podría tomar la pregunta como un reclamo del dinero y no como la
preocupación esperable que un amigo puede tener por la salud de la
madre de otro. Provocaría rispideces y más distancia. Pero por otro lado,
si no le preguntaba nada, Fabián podría pensar que no me interesaba
su dolor o, lo que es peor, que no le creía nada. Y es sabido que, ante
un dolor profundo e íntimo, una reacción defensiva y esperable es el
aislamiento, el ensimismamiento.
Tal vez Fabián no tenía ganas de hacer sociales, y prefería
esconderse en su dolor y sus problemas.
Así fue pasando el tiempo y la distancia fue aumentando. Yo nunca
le pregunté nada y él nunca volvió a hacer referencia al tema. Quizá
lo avergonzaba la deuda impaga y no podía enfrentarlo. Ya dije que,
en muchas ocasiones, mantener distancia es una actitud provocada
por la vergüenza. Antes, para pedirme el dinero, y ahora por no poder
devolverlo.
¿Estaba dispuesto a perder un amigo por plata? ¿Estaba dispuesto
a perderlo sin siquiera tener en claro los reales argumentos de lo
que había pasado? ¿Y si la madre falleció y yo ni siquiera me había
enterado? ¿Y si debió hacerse cargo de los hermanos menores o de
gastos posteriores al velorio y entonces es lógico que no pueda saldar
la deuda? ¿Fueron las dudas y los fantasmas lo que me alejaron de él
en un momento donde tal vez esperaba mucho más de mí? ¿Y si leyó mi
pensamiento plagado de dudas y entonces supo que yo no valía la pena?
Pasaron casi seis meses más y a mi me ofrecieron un mejor trabajo en
otra empresa. Acepté y me fui. Desde aquel momento no lo había vuelto
a ver. Y ahora está de espaldas eligiendo la caja de té barata en un
supermercado a una cuadra de la legendaria plaza de Armas, en Cuzco,
ciudad sagrada.
Discusiones con el avaro
Si me acerco a saludarlo se va a sorprender de verme e
inevitablemente nos quedaremos conversando sobre nuestros viajes,
sobre el tiempo que hace que no nos vemos y finalmente, sobre
los motivos de la distancia y de aquel tema pendiente. Es un buen
momento, en Cuzco, de poder poner las cosas en orden. Yo tengo
muchas ganas, creo que el escenario es el propicio y además, ya dije
que Fabián es una persona que cualquiera quisiera tener como amigo,
de los que te incentivan a pensar, a ver las cosas de una manera poco
convencional, de los que te permiten descubrir otro mundo y hacerte
reír hasta que te duelan los músculos de la cara y te quedes sin aire
para respirar. Y yo, en la vida, busco personas así.
Pero también tengo un avaro adentro que me muestra mis mayores
miserias y se detiene en cálculos intrascendente. El avaro me frena,
me hace sentir vergüenza, me hace ver que saludarlo es una mala idea
porque Fabián pensará que es una manera indirecta de reclamar lo
que es mío. Yo le digo que esa plata ya no me importa, que ha dejado
de ser mía, que no tengo interés en cobrarla, y que, mucho peor que
perder ese dinero es perder a una persona que sacudía mi perezosa
inteligencia y mi audacia dormida. Y que eso, no tiene respaldo en oro.
Pero el avaro interior insiste y casi siempre gana. Ya me ha pasado de
inhibirme ante la presencia de otro que me debe algo, cualquier cosa,
plata, un favor, una explicación o una disculpa. Como una inercia a
evitar incomodar al otro, y donde termino incomodándome yo.
Pero al fin de cuentas, si no me acerco, seguirá siendo el dinero el
causal de la distancia y eso no lo toleraría. Me sentiría un miserable,
una porquería, un mercenario. Además, intenté durante todo el
viaje comportarme con naturalidad y otra vez estaba allí, frente
a una decisión, dudando hasta el hartazgo. ¿Qué es comportarse
con naturalidad? Es imposible. Es cómo pedirle a alguien que sea
espontáneo. Si intenta serlo, no lo sería, sólo estaría respondiendo a un
pedido.
Es posible que Fabián ya me haya visto y sabe que lo estoy viendo,
lo que me convierte en más estúpido aún.
Es increíble la cantidad de conjeturas que pueden hacerse en dos
segundos, el tiempo que estoy detenido antes de ir a tocarlo por la
espalda.
- ¡Que hacés querido! – me dijo sorprendido y con las cejas
levantadas- ¡Mirá vos donde te vengo a ver! ¿Con quién estas?
¿Dónde estás parando?
Fabián me pregunta y, sin esperar respuesta, me abraza y sigue con
expresiones de asombro y alegría. Yo empiezo a distenderme y a bajar
la guardia.
-
Bien, todo bien. Estoy sólo, me vine en bici
Se hace un breve silencio –que parece una eternidad- donde
quedamos mirándonos a los ojos como bichos raros y, después de un
instante, se me ocurre decir.
-
¡El mundo es un pañuelo!
En ocasiones, comportarme de manera natural, me hace sentir
un estúpido. Vuelvo a decir lo mismo que juré evitar, por romper un
silencio. ¿Es necesario? ¿Por qué no dejar que el silencio se prolongue
a su antojo? ¿No es acaso el silencio lo que marca nuestra relación?
Alguien dijo alguna vez que las palabras son dignas de existencia sólo
cuando superan al silencio.
Acordamos para esa noche salir a tomar algo. Charlamos, nos
reímos y nos emborrachamos como antes, como si el tiempo no hubiese
transcurrido. Con esa misma sensación que produce Cuzco.
Los dos, como un pacto tácito, no mencionamos nada que pudiera
enlazarse con aquello que no queríamos tocar. Él, con su habilidad para
hablar de frivolidades y con un ingenio que transforma cada comentario
en una reflexión o en un chiste. Y yo, disfrutando del momento.
Aquella noche terminó tarde, pero no tanto. Arreglamos hacer el
viaje al Machu Picchu juntos al día siguiente.
En la máquina del tiempo
Según Wikipedia Machu Picchu (del quechua machu pickchu,
Montaña Vieja) es el nombre contemporáneo que se le da a un
antiguo poblado inca construido a mediados del siglo XV al sur de
Perú. Esta ciudad era un santuario religioso como así también el lugar
de residencia del Inca Pachacútec. Es considerada al mismo tiempo
una obra maestra de la arquitectura y la ingeniería. Además de ser
Patrimonio de la humanidad es declarada por el mundo turístico como
una de las nuevas maravillas del mundo en una ceremonia realizada en
Lisboa en el año 2007.
Hay dos alternativas para poder llegar hasta la ciudad sagrada. Una
es tomando el tren monopolio desde Cuzco hacia Aguas Calientes. La
otra opción es ir por tierra hasta la hidroeléctrica, más dos horas de
caminata por las vías del tren hasta Aguas Calientes.
Elegimos la segunda opción con la desventaja de que el camino
es sinuoso, por cornisa y con posibilidades de derrumbe –en tal caso,
imposibilita el arribo a destino-. Dicho y hecho, un gran derrumbe nos
mantuvo detenidos por un largo tiempo. Tuvimos que arremangarnos,
y jugar a ser empleados de vialidad. Agarramos la pala y el pico y
empezamos a despejar el camino. Al principio nos amargamos, pero en
seguida tomamos una actitud lúdica y fue divertido. Fabián agarro un
casco que había debajo de uno de los asientos de la trafic y asumió el
rol de supervisor peruano dando órdenes con una gran capacidad de
imitación en la postura y el acento peruano.
Al rato continuamos camino hasta la hidroeléctrica. Comenzamos
el camino por las vías con unos paisajes increíbles. Llegamos a Aguas
Calientes muy cansados por el día agotador, conseguimos un hostal,
cenamos y a descansar.
A las cuatro y media estábamos listos para iniciar el último trayecto
y llegar a la ciudad sagrada. Decidimos subir en colectivo -que costó
abusivos siete dólares- y descender a pie para ahorrar un poco.
Arribamos a la cuesta y tuvimos la gran ciudad frente a nuestros ojos.
Lo primero que hicimos fue hacer la cola para ir al Huayna Picchu. La
montaña Huayna Picchu es parte de una gran formación orográfica
conocida como Batolito de Vilcabamba, en la cordillera central de los
Andes peruanos y es conocida principalmente por ser el telón de fondo
de la mayoría de fotografías panorámicas. Signo emblemático que
resalta entre todas las construcciones incas del Machu Picchu.
El camino para llegar parte del extremo norte de Machu Picchu y
atraviesa la estrecha lengua de tierra que conecta las montañas Machu
y Huayna Picchu. Luego el camino se bifurca. El ramal derecho asciende
a la cima y se trata de un camino muy empinado, estrecho y peligroso
que incluye varios tramos con escalinatas talladas en la roca viva. Por
este motivo sólo hay acceso a cuatrocientas personas por día. Al final,
y coronando el Huayna Picchu hay algunas construcciones menores, de
las que se destaca una portada y una piedra labrada grande a modo de
trono que se conoce como Silla del inca.
Conseguimos las entradas y estuvimos en la cima en solo cuarenta
minutos. El día nos acompañó para empacharnos de la belleza natural y
del genio humano de las ruinas. Generalmente en la cima siempre hay
nubes que perturban la vista, pero aquella tarde nos esperó el sol que
estaba más grande y más cerca que nunca.
Más tarde visitamos el Templo del Sol. Es una construcción
semicircular sobre una roca maciza. Según los cronistas, en este
edificio, en la época que era habitado, había piedras preciosas y oro
incrustados sobre la pared. Su pared trasera es recta y el templo fue
construido con arquitectura inca, es decir, con piedras superpuestas con
excepcional capacidad para lograr juntas casi perfectas.
El Templo del Sol era originalmente un complejo muy protegido. En
tiempos incaicos sólo los sacerdotes y el Inca poderoso –aquellos que
contaban con prestigio social- podían usar estos templos. El resto del
tiempo permanecían cerrados y protegidos.
Siempre, en la historia del hombre, han existido las diferencias, los
privilegios, las decisiones caprichosas y los argumentos para justificar
cualquier tipo de conducta. La gente común, el pueblo, realizaba sus
ceremonias populares en áreas abiertas o plazas.
La pared semicircular tiene dos ventanas, una de ellas con la cara
hacia el este y la otra hacia el norte. Según los científicos modernos
estas dos ventanas constituyeron el observatorio solar más importante
de Machu Picchu. Mediante la ventana que enfrenta el este fue posible
medir con precisión el solsticio invernal, en función de la proyección de
la sombra de la piedra central.
En el centro del templo hay un altar de piedra tallada que sirvió para
llevar a cabo las diversas ceremonias que honran al Sol. Además, se
organizaban ceremonias donde se sacrificaban animales para analizar
sus corazones, pulmones y vísceras, y así los sacerdotes pudieran
predecir el futuro.
Otro de los sitios que visitamos fue el Templo Principal que es uno de
los dos edificios con mayor significado espiritual (junto al Templo de las
Tres Ventanas). Las paredes ahuecadas hacen pensar a los estudiosos
en la teoría de que podrían haber sido destinadas a enterramientos. Yo
comparto la hipótesis porque le da más vida aún al lugar.
Me gusta estar en los cementerios y en lugares afines como éste.
Donde descansan los muertos siento la vibra de la vida. Como los
últimos movimientos reflejos y enloquecidos de una gallina al cortarle
la cabeza. Esos nervios que todavía se resisten, ese coletazo final de
la vida transmiten una vibra que la siento en la nuca. Como si me
estuviesen mirando, implorando no morir. Como si reviviesen ante la
visita de los turistas con la esperanza de ser salvados, vueltos a la vida.
Me siento acompañado.
Además, ir a visitar los cementerios, incluirlos en la jornada turística,
es un reconocimiento a ellos, a quienes nos precedieron e hicieron la
historia del lugar dónde nosotros elegimos conocer.
La compleja arquitectura del templo Principal, así como de la casa
sacristía adosada a él, presenta un fino trabajo con grandes muros
levantados con bloques de piedras, pero con un aspecto inacabado, por
lo que se mantiene la teoría de que el complejo no se llegó a construir
por completo.
Mientras caminábamos hacia el reloj de sol miraba con curiosidad
cada bloque de piedra que actúa como eslabón de cada construcción e
intentaba imaginar como han hecho para transportarlo hasta allí. Jamás
podré llegar a la respuesta verdadera, sólo se me ocurrían imágenes
ridículas y graciosas. Llegué a pensar en una grúa (una grúa hace mil
años), en un interminable cordón de personas que se pasan la piedra
de mano en mano. Como en los dibujos animados o como los albañiles
cuando se pasan los ladrillos, o en un carrito arrastrado.
El reloj del sol es una construcción que, además de medir el tiempo
por efecto de luz y sombra también era utilizado como piedra-Altar.
Por momentos, mientras recorríamos cada lugar, todo se me hacía
extraño, impensado, insólito. Estar allí, es lo más parecido a hacer
un viaje en la máquina del tiempo, espiando la vida de los Incas, sus
rincones, su culto, sus intimidades. Como revisar la cartera de la mujer,
o el placar. Ahí, como un intruso que aprovecha que en la casa no hay
nadie, que se han ido de vacaciones hace quinientos años y dejaron
todo allí, pensando en volver. Y encima, el intruso no estaba solo,
estaba con ese amigo misterioso con el que disfruta pero lo observa con
los ojos entrecerrados, sin poder verle el alma, sólo una gran incógnita.
Evidentemente, era la máquina del tiempo, otro escenario, otras voces,
otras caras. Nada me indicaba que vivía el presente, todo era signo del
pasado. Incluso yo, que jodía con Fabián como el primer día.
El camino de vuelta a Cuzco fue bastante complicado, llovió mucho y
hubo constantes derrumbes de piedras sobre el camino que provocaron
una demora de diez horas en llegar.
Me hubiese gustado despedirme de Fabián de otra manera, pero
en la vida real no todo es como uno lo imagina, para eso está el cine.
Yo emprendía al otro día el viaje a Lima y él tenía pensado ir a la selva
ecuatoriana. Fue un abrazo breve pero sentido, unas pocas palabras
apropiadas para estos casos, una promesa de rencuentro y ninguna
mención al tema familiar ni al de la deuda.
Vacaciones de nosotros mismos
Aquella noche me sentía extraño, no podía dormirme. Las imágenes
del Machu Picchu se repetían en mi cabeza como disco rayado, también
las del encuentro en la góndola de los alimentos no perecederos con
Fabián Basal. Además, de alguna manera, mi viaje había terminado. No
podía creerlo. Volví a sentir la alteración temporal de Cuzco.
-
Parece que fue ayer cuando saludaba desde la ventanilla del tren
en Retiro a Majo- pensaba-.
Y aunque ésta frase me parece tan estúpida como la metáfora del
mundo y el pañuelo no podía esquivarla. Estaba instalada como suegra
en cumpleaños de la hija.
Por otra parte algunas cosas habían cambiado y estaba orgulloso de
eso.
Mis pulmones estaban más grandes, el pecho amplio y la frente más
alta. Estaba feliz por lo hecho y melancólico de antemano. En la mochila
me llevaba un pedazo de mundo y en los bolsillos un manojo de claridad
sobre mi vida.
Al día siguiente debía tomarme el colectivo hacia el encuentro con
Majo, en Lima. Y después, unas vacaciones convencionales. Ya tenía los
aéreos para Piura y de allí subiríamos hasta Montañita, Ecuador, donde
estaríamos una semana. La bicicleta la dejaría embalada en Lima lista
para el regreso a Buenos Aires.
El encuentro con Majo fue bastante accidentado por malos
entendidos. Parece mentira que después de haber logrado los avances
tecnológicos en la comunicación, con celulares que tienen señal y acceso
a internet arriba de las nubes, los equívocos sigan existiendo.
Lo que se ha mejorado es en la velocidad del mensaje, no en la
comprensión. Mientras antes el mensajero debía cruzar montañas
y lagos con su caballo durante meses para llevar el recado, hoy el
mensaje demora unos segundos. Pero que el mensaje llegue a destino
no es muestra de comunicación sino de efectividad. La incomprensión,
la confusión y el equívoco siguen estando. Muestras claras de la
incomunicación. Por falta de comunicación Romeo se suicida creyendo
que Julieta estaba muerta y Hansen y Gretel deben ingeniárselas con
las migas de pan para salir del bosque. Hoy, por la misma razón, yo me
paso dos horas esperando a Majo en un café del aeropuerto mientras
ella está esperando frente a la ventanilla de Aerolíneas Argentinas.
Antes, si no te gustaba el mensaje o si no lo querías escuchar podías
matar al mensajero. Hoy, podés culpar al teclado del celular y a su
tamaño diminuto que te hizo equivocar y poner una coma donde va un
punto o por omitir alguno de los dos.
Superado estos pormenores tengo que confesar que el encuentro
fue muy emotivo, sincero y romántico. Ella no pudo evitar el llanto,
yo sí. Después de mirarnos un rato como corroborando que en la cara
del otro todo está en su lugar, agarré sus bolsos y salimos a tomar un
minibús que nos dejaría en el hostel reservado en el coqueto barrio de
Miraflores.
Esa noche salimos a comer y fuimos los últimos en irnos. Los mozos
ya estaban poniendo las sillas arriba de otras mesas y pasando el
trapo de piso en el sector fumadores. Conversamos mucho y también
compartimos muchos silencios. No de los incómodos, sino de los que
permiten disfrutar y sentir la cercanía física, descubrir con la mirada la
mirada del otro. Ninguno estaba dispuesto a hablar de nosotros, de la
relación. Los dos acordamos con los silencios pasarla bien y tomarnos
unas vacaciones de nosotros mismos.
Los dos mundos
Sin dormir y con una rápida ducha salimos para el aeropuerto donde
tomamos un vuelo a Piura a las cuatro de la mañana.
Llegamos a Piura y por primera vez sentí miedo en un lugar. La
gente se precipitaba alevosamente ofreciendo todo tipo de servicio,
rogándonos y cediendo en los precios hasta la humillación. No nos
preguntaban
que
necesitábamos,
sino
que
repetían
como
loros
lo que tenían para darnos. Y lo que tenían era todo, desde una
gaseosa, pasando por algo de ropa hasta la propia casa para que
nos hospedemos. Se peleaban entre ellos con codazos y empujones
para ganar prioridad en nuestra atención. Parecíamos Piqué y Shakira
rodeados de periodistas en Ezeiza.
Tuvimos que apurar el tranco y tirarnos de cabeza dentro de un taxi.
Tarea nada sencilla si tenemos en cuenta que uno de los vendedores se
adelantó a la jugada y se apoyó en la puerta impidiéndonos el ingreso.
Primero sentí miedo, después bronca por el trato y más tarde lástima
por ellos, por su condición denigrante de tener que rogar y no darse por
aludido ante reiteradas negativas. En un momento creí que tal vez debía
comprarles algo obligatoriamente en virtud de algún código implícito o
costumbre que todo turista debía respetar como gesto de vaya a saber
qué. Pero nadie se puede comportar con naturalidad ni reparar en estos
detalles –de ser así, claro- cuando está invadido de manos, voces y
estímulos puestos frente a los ojos.
Una vez resguardados en el auto pensaba que en Argentina pasa
lo mismo, se llama venta salvaje y sólo se diferencia en el método
que utilizan –mensajes en el celular, llamadas telefónicas, carteles
persecutorios en internet- y en mejores técnicas en la oratoria. Pero que
el fin, es el mismo.
Piura no nos recibía de lo mejor manera. El taxista se dormía
en
cada
esquina
y
debía
improvisar
cualquier
conversación
lo
suficiente prolongada e interesante para mantenerlo despierto, y lo
necesariamente superficial para que el desgaste intelectual no le quite
atención ni energías para conducir hasta Máncora.
Una tarea bastante ardua que sólo pude sostener la primera media
hora. El viaje a Máncora es de dos horas y media. Son ciento ochenta
kilómetros los que hay que transitar. Pasada la primera media hora
Armando ya nos consideraba amigos para confiar sus pesares con
nosotros.
Hacía apenas unos días que la mujer lo había abandonado
inesperadamente llevándose con ella a sus dos pequeñitos –así los
nombraba. Ellos, sus hijos, lo más preciado y ella, su esposa, su brújula.
El mundo le resultaba incomprensible de un momento al otro, como
perder la vista, como acostarse a dormir y despertar en una estancia en
Kazajstán y sin internet. Se fue, sólo eso decía la nota que le dejó arriba
de la mesa. Nunca olvidará esas palabras;
“Yo no quería, así debió ser. Me fui con los pequeñitos, no voy
a volver. Por favor, no me busques. Por el bien de los dos, y
principalmente de los pequeñitos. Primero, la vida. Te amaré
siempre. Aurora”
Lo suficientemente lapidario para repreguntas y lo necesariamente
enigmático para sentir que ya no es el mismo mundo. Dramático y con
estilo, como en las novelas.
Armando no podía hablar de otra cosa y si callaba, se dormía. Me
preguntaba –se preguntaba- que significaba eso de que “primero, la
vida”. Supuso que alguien corría peligro, que la habrían amenazado,
que tal vez estaba relacionada –aunque ella se lo había negado mil
veces- con los negociados que hacía su hermano. Él, el hermano de
Aurora, el cuñado de Armando que conducía y lagrimeaba, hacía mucho
tiempo que era un eslabón –tal vez el más pequeño- del negocio del
narcotráfico, casi el mismo tiempo que viene intentando salir, pero no
puede. Al menos, esto es lo que dijo siempre.
Al principio le resultó fácil trasladar la mercadería y recibir muy
buena cantidad de dinero por ello. Se propuso hacerlo un tiempo para
pagarse los estudios sin tener que pedirle dinero a su padre, y una vez
que se reciba dejar el negocio para siempre.
Claro que en estas cosas, el que menos decide, es él. Siempre le
pedían un viaje más, un trabajo más, un traslado más. Hasta perder la
libertad.
Aurora lloraba a escondidas, lo retaba, después lo comprendía,
después le cerraba la puerta de su casa y más tarde lo apoyaba. ¿Se
habrían metido con ella y su familia para intimar a su hermano?
- Si fuese así, me lo habría dicho y nos hubiésemos ido todos
– pensaba Armando en voz alta-. Pero me dejó –repetía
efusivamente para entender lo que eso significaba-. Me cuesta
pensar que ella también estaba metida, tiene que ser otra cosa.
Un hombre. Me dejó por otro. Pero ¿y los pequeñitos? ¿Porque me
los saca, porque no hablarlo, porqué dice lo de la vida?
Demasiados porqués para Armando. Demasiados para cualquiera.
-
¿De qué vida habla? ¿Si mi vida son ellos?
Armando trabaja casi sin descansar, por eso se duerme. Es la única
manera de no pegarse un tiro, de resistir en la vida, de digerirlo. Tal
vez busca esa muerte, un accidente en el auto. Repite el relato, las
preguntas y el llanto en cada viaje, con cada pasajero. Se pregunta y se
responde. Pero las respuestas no lo dejan tranquilo, entonces vuelve a
preguntarse. Así vivía, al menos cuando nos llevó a Máncora.
Se notaba. No pretende palabras de consuelo, ni siquiera
repreguntas, no nos miraba, solo se lamentaba sin sacar la vista del
parabrisas.
- ¿Cómo puede tomar una decisión en pos de defender mi vida
cuando en realidad me la está quitando?- pensaba Armando-.
Armando ha encontrado estabilidad en su vida al conocer a Aurora.
No entró en detalles sobre su historia previa ni sobre su familia de
origen, pero al hablar de ella dejaba entrever con sus gestos y palabras
que algo importante había hecho por él, además de amarlo y dejar que
él la amase.
Por suerte Armando no me necesitaba a mí particularmente, sino
a cualquiera que esté sentado en el asiento del acompañante. No
una persona, sino una oreja para poder descargar, vomitar, escupir
y alivianar un poco su estómago. Digo por suerte porque la situación
me sobrepasaba, no por el hecho de ser un completo desconocido que
me llevaría doscientos kilómetros en el norte de Perú y que se duerme
al volante en cada silencio prolongado, sino por la historia, por su
incomprensión, por la falta de sentido, por el conflicto de la vida y de
la muerte que lleva en sus entrañas. Armando vive en dos mundos
divididos por un párrafo, el de los recuerdos felices y el del abandono
absurdo.
Armando repasaba las discusiones que había tenido con Aurora
en toda su vida para encontrar la punta del ovillo, alguna señal que
explique lo inexplicable. Pero no había caso. Nada había tenido la
gravedad necesaria.
Juraba que se conocían a la perfección, que eran el uno para el
otro, que ambos morían por sus hijos y compartían esa debilidad con
felicidad, que en muchas ocasiones no hacían faltas las palabras, que se
comunicaban con una mirada o con un gesto.
Y aunque yo sé que el hombre es inabarcable, que es imposible
conocerlo en su totalidad y que el factor sorpresa tal vez sea lo más
emocionante en la vida, no dije nada. Me quedé callado. No siempre
decir la verdad es lo mejor.
Cuando escucho desgracias ajenas me da escalofríos pensar cuál me
estará esperando a mí. Hasta ahora mi vida ha transcurrido en una gran
meseta emocional en donde los picos han sido siempre alegrías, pero
sé que hay desgracias esperándome, como a todo el mundo y me da
mucha curiosidad saber de qué se trata.
A mayor magnitud de desgracias escuchadas se me ocurre que
mayores son las que me tocarán.
En el resto del viaje me mantuve callado y respetuoso de su dolor.
Estaba muy cansado. No había dormido la noche anterior ni tampoco
en el vuelo a Piura. Cuando no podía evitar el bostezo giraba la cabeza
y miraba por la ventanilla para que no me vea. No quería que lo tome
como un signo de desinterés. Majo, que iba atrás, se sentía con más
derecho a dormir y no tardó en hacerlo. Noté que antes de dormirse se
corrió a un costado escapando de la visión que Armando podía tener con
su espejo retrovisor.
Al llegar a Máncora y despedirnos de Armando que volvía a Piura
pese a mi sugerencia de que descanse antes de regresar, sentía que
algo le debía. No sé qué. Algo. Al saludo final le faltaba algo. El hombre
nos mostró las grietas de su corazón y nosotros nos despediríamos
como a un taxista cualquiera deseándole suerte. Y sí ¿Qué otra cosa
podría hacer? Espiar las miserias del otro y no devolver nada a cambio
me hacía sentir en deuda. Aunque fue él quien abrió la puerta para que
espiemos tranquilos.
Armando nos prometió que descansaría antes de regresar. Nosotros
fingimos creerle y nos dimos por satisfecho. Tampoco podíamos
evitar que hiciese lo que se le antojaba. Lo despedimos con un sabor
amargo y por un largo rato estuvimos sin hacer ningún comentario.
Completamente callados por las calles de Máncora buscando hospedaje.
Como necesitando digerir toda la mierda.
Recuerdos de un suicidio
Máncora es una ciudad balnearia ubicada al norte de Perú, donde se
reúnen turistas de todo el mundo para practicar surf.
Algunos pueblerinos nos aseguraron que nadie puede decir que
conoce Perú si no ha probado el Pisco Sour, el ceviche y haber estado en
el Machu Picchu. En mi caso, solo me faltaba el ceviche. Se trata de una
comida típica del Perú a base de pescado fresco, mariscos con cebolla
y mucho jugo de limón. Este plato lo comimos en la costa ese mediodía
y al finalizar ya estábamos listos para nuestra primera clase de surf, la
cual no fue del todo satisfactoria. Ninguno de los dos pudo mantenerse
en pie sobre la tabla. El instructor nos dijo que tengamos paciencia, que
volvamos al otro día, que es cuestión de práctica, que le pasa a todo el
mundo.
Pero al día siguiente volvimos y todo fue igual. Yo creía que había
superado la infancia tortuosa donde todos me decían ojota por no servir
para ningún deporte. En esos años donde estuve a punto de suicidarme
por avizorar un futuro oscuro, no veía posibilidad de existencia por fuera
de un reconocimiento deportivo. Insistía inscribiéndome en diversos
deportes en una búsqueda desesperada de encontrarme bueno para
algo.
El día que estuve toda la tarde solo en mi casa coqueteando con
la pistola de mi viejo en mi sien descubrí, en un programa televisivo,
que había otro mundo que me estaba seduciendo y me motivaba a
explorarlo. El mundo de la informática. Apoyé el arma sobre la mesa y
subí el volumen. El documental mostraba la historia y la evolución de la
informática en el siglo XX. Yo tenía once años y, como en las crónicas de
Narnia, un mundo nuevo y maravilloso me guiñaba el ojo desde uno de
los muebles de mi casa.
Ahora, ese instructor de surf y esa tabla a priori inanimada me
abrían el baúl de mis recuerdos enfrentándome con ese karma.
El tercer día en Máncora desistí de la clase de surf aunque Majo
quería
seguir
intentando.
Luego
del
desayuno
organizamos
una
escapada a Punta Sal, un pueblo ubicado a unos treinta minutos de
Máncora donde se encuentran extensas playas con mucha paz, un lugar
propicio para la familia. Allí pasamos todo el día sin tablas, sin ruidos y
con mucho descanso.
De regreso a Máncora sacamos los pasajes rumbo a Guayaquil donde
continuaríamos el viaje esa misma noche. Nuestro penúltimo destino.
De allí nos iríamos a Montañita para luego volver a Lima y regresar a
Buenos Aires.
Llegamos a Guayaquil mucho antes de lo pensado, a las cuatro y
media de la mañana. La terminal era más parecida a un shopping de
primer nivel que a una estación de ómnibus, todo un lujo. Hicimos
un poco de tiempo allí, al menos hasta que comience a aclarar para
empezar a recorrer y buscar hospedaje.
Una vez instalados dormimos un poco para juntar fuerzas y salir a
recorrer la ciudad.
No nos tocó un buen día. Estaba nublado y llovía a desgano a cada
rato. A pesar de ello paseamos y recorrimos la ciudad como dos turistas
enamorados bajo la lluvia. Aunque estábamos más interesados en
conocer Guayaquil que en comprobar si estábamos enamorados.
Después de una media hora de caminata llegamos al principal
monumento de la ciudad, el que recuerda el encuentro entre Simón
Bolívar y San Martín. Estos dos próceres, libertadores de América,
tuvieron un encuentro en esta ciudad el día 26 de Julio de 1822 para
discutir la estrategia de liberación del resto del Perú. Nadie supo lo que
pasó en esta secreta reunión.
Por la tarde recorrimos el malecón de la ciudad, un proyecto de
regeneración urbana del antiguo Malecón Simón Bolívar, de dos mil
quinientos metros de extensión. Un paseo por los grandes monumentos
de la historia de Guayaquil, museos, jardines, fuentes, centro comercial,
restaurantes, bares, patios de comida. Ideal para que los turistas abran
sus billeteras y den cuenta de los caprichos de sus mujeres. También
hay varios muelles desde donde salen embarcaciones con distintas
excursiones y paseos diurnos y nocturnos por el río Guayas. Al final del
recorrido llegamos al pintoresco barrio de Las Peñas.
Este es el barrio más antiguo de Guayaquil, donde hay casas
situadas sobre el cerro Santa Ana de más de cien años que han sido
habitadas por grandes figuras ecuatorianas. Para llegar al faro que se
encuentra en la cima de este barrio, fue necesario subir cuatrocientos
cuarenta y cuatro escalones. Este barrio es un paseo turístico de casas
coloniales y calles peatonales de adoquines. Hay casas de familia,
bares, restaurant, casas de artesanías y parques en el trayecto hasta la
cima. Finalmente, sobre la cima, está el faro de donde se puede ver un
panorama único de toda la ciudad de Guayaquil, y la pequeña iglesia de
San Clemente.
Vivir más simple
Ultima estación del viaje. Parada Montañita. Montañita es una
comuna en la costa de Ecuador que reúne a muchos turistas de todo
el mundo en busca de diversión y de surf. El ambiente del lugar es
bohemio, relajado y liberal. Es así desde los años sesenta cuando
un grupo de hippies se reunieron en esta zona para vivir alejados de
la sociedad, y de a poco, fueron poblando el lugar. Desde hace más
o menos quince años Montañita explotó turísticamente atrayendo a
personas de todo el mundo. Sus calles de arena parecen peatonales,
hay muy pocos autos que circulan y las casas, como el resto de las
construcciones están hechas a base a madera, caña y paja. Abundan
artesanos de todo tipo, gente fumando marihuana en cada esquina,
casas de surf, negocios de ropa jipona, comidas regionales, bares y
locales nocturnos.
Montañita es el lugar en donde nace la teoría de que vivir sin
trabajar sólo puede traer felicidad y alegría. Donde nadie tiene la
necesidad de robar y donde la envidia, el rencor y el resentimiento no
tienen razón de ser. Porque en un lugar donde nadie trabaja no hay
diferencias sociales, ni de estatus, y tampoco hay ejercicio de poder. En
todo caso, éste es compartido.
La mayoría de la gente es joven. Diría casi todos. Muchos no superan
los treinta años, y el resto son jóvenes por deporte. Con la sencilla
felicidad del que sólo espera ver el sol cada día y despedirlo cada
atardecer con una cerveza bien fría. Sin preocupaciones metafísicas, con
la certeza del presente y la ignorancia del futuro. Agradecidos al sol, al
calor, al mar. Agradecidos a la vida por ser testigos de lo maravilloso
de cada momento. Y agradecidos a cualquiera que les convide con
cannabis.
En las playas revientan olas de hasta seis metros de altura y la gente
compensa las porquerías que mete en su cuerpo con la tabla de surf y el
nado en aguas abiertas.
En un primer momento nos hospedamos en un hotel muy sencillo
(todo en Montañita es sencillo) llamado los Claudios. Un poco por
haraganería y otro poco por neuronas quemadas, los ecuatorianos de
Montañita no piensan en estrategias de marketing y ponen nombres
simples y obvios a los locales. El hotel los Claudios es un pequeño
hospedaje familiar donde las distintas generaciones comparten el
nombre.
La habitación destinada estaba llena de cucarachas que no
habían pagado por el servicio. Alterados y ofendidos por la situación
pedimos urgente hablar con Claudio, alguno de ellos, cualquiera.
Presentamos nuestra queja y él, el más chico de los Claudios, el que
estaba a cargo de la administración, nos respondió serenamente y casi
desestimando nuestra indignación que el pueblo entero está plagado de
cucarachas. Que ellas no habían elegido esa habitación por capricho,
sino que estaban en todos lados. No sé por qué pero inmediatamente
logró convencernos y, lo que es más llamativo, tranquilizar nuestro
nerviosismo. Saber que uno no es el único idiota aventajado por recibir
una habitación con esas características, sino que muchos otros están
padeciendo lo mismo, tranquiliza, apacigua.
La felicidad de los hippies no era perturbada por ésta realidad. La
tolerancia y la diversidad son valores que, en Montañita, se respetan no
sólo en el discurso sino también en los hechos. Todos somos criaturas
de Dios, y debemos convivir.
Nos acostumbramos a las cucarachas rápidamente pero, de todos
modos, volvimos a pedir hablar con Claudio para darle las gracias
y decirle que nos íbamos. No estábamos disconformes con nada en
particular, simplemente que, como sólo alquilamos la pieza y no había
cocina, debíamos comprar la comida cada día. Y eso nos estaba llevando
un costo que no estábamos dispuestos a pagar. Entonces buscaríamos
un lugar con cocina para podernos cocinar.
Claudio, que estaba dispuesto a resolvernos todos los problemas,
nos ofreció ir a la casa de él, con su familia y dos familias más
que vivían bajo el mismo techo. Después de la aclaración sobre
las cucarachas nada nos parecía extraño. De hecho, aceptamos la
propuesta y nos fuimos a la casa de Claudio.
La casa, naturalmente, era muy humilde. Lo mínimo y necesario.
Sin lujos, sin adornos costosos, y con poco espacio. Pero notamos en
seguida, como ya dije, que eran felices, que no necesitaban más. La
pequeña renta que les dejaba el hotel era suficiente para comer. ¿Acaso
se precisa algo más?
En el día comíamos algo en la playa y a la noche llevábamos algo
para cocinar en lo de Claudio. La primera noche llegamos con mariscos,
debíamos esperar para usar la cocina porque Claudio estaba cocinando
una especie de chocolate para compartir con todos los que estaban en
la casa en una enorme olla oxidada. Eran unos cuántos. Allí también
viven los hermanos de Claudio con sus mujeres e hijos. Había muchos
chicos que parecían moscas. Corrían y gritaban en un pequeño espacio
y me hacían perder la cuenta de cuántos éramos los que compartíamos
el comedor. Me sentía en un jardín maternal sin poder moverme por
miedo a golpear involuntariamente a alguno de los pitufos que corrían
sin sentido. Por mera descarga.
Claudio nos ofreció probar de la olla y nosotros, amablemente,
le dijimos que no, que muchas gracias, pero que nosotros nos
cocinaríamos esas dos pequeñas porciones de mariscos que habíamos
comprado en la esquina. Claudio empezó a repartir a los suyos que, de
un momento a otro, ya estaban ubicados –y amontonados- en la mesa
para comer. Mientras ellos comían yo preparaba nuestra cena y Majo se
bañaba.
Una vez que estaba listo el manjar les pregunté –por cortesía- a
Claudio y su familia si querían. Ellos acababan de comer y no dudaron
en aceptar sin sacar los ojos de la fuente. De modo que tuve que
administrar la comida como en la guerra para que pudieran probar y
nosotros comer.
Empecé a sentir que Montañita no era el paraíso que imaginaba y
que la gente, al menos alguna, pasa hambre. Aunque Claudio lo negara
diciendo que están bien y que no necesitan nada. Que son felices con lo
que tienen. Es una postura decididamente optimista y entusiasta de la
vida pero un tanto ficticia. Lo acababa de comprobar.
Al día siguiente la escena se repetía. Llegamos de la playa cansados
y con comida para preparar cuando Claudio estaba haciendo la cena
para las pirañas de sus sobrinos e hijos y para las pansas holgazanas
de sus padres. No podíamos acostumbrarnos al rito ecuatoriano –y
caribeño- de cenar a las siete o a las ocho. Ya nos había pasado varias
veces de llegar a los lugares para cenar cuando ya estaban pasando el
trapo.
Acá, al menos, la cena la hacíamos nosotros. Sólo teníamos
que tener la precaución de no llegar tarde al supermercado o a la
pescadería. Y lo conseguíamos, a veces.
Esta vez íbamos a preparar un guiso con muchas verduras y un
poco de carne. Claudio, al servir a la mesa, la misma en la que nosotros
estábamos haciendo tiempo para ponernos a cocinar, nos pregunta
entusiasmado si queremos probar. Nos anticipa que está riquísimo y
que alcanzará para todos. Nosotros negamos al unísono la invitación.
Agradecimos mucho el gesto y aclaramos –como si no supiese- que
empezaríamos a preparar nuestra comida y que en ese momento no
teníamos hambre, que recién habíamos comido unas galletitas. Todo
esto era cierto, pero también era cierto que el menú no tenía apariencia
de estar riquísimo como él nos aseguró y que tampoco alcanzaba para
todos. Claro que esto lo pensamos pero nunca lo dijimos. También
pensamos que seríamos incapaces de sacarle la poca comida que tenían
y que de verdad nos parecía un hermoso gesto de camaradería y de
amistad ofrecer compartir hasta a riesgo de no comer.
El guiso que hicimos con Majo desprendía un aroma irresistible.
Después de comprobar mojando el pan en la salsa que ya estaba
listo, ofrecimos, en gesto de agradecimiento por el hospedaje y por
la familiaridad recibida, si querían probar. Ellos dijeron que si y nos
alcanzaron los platos en donde recientemente habían comido. Nosotros
habíamos comprado lo justo. Nuevamente tuve que hacer un minuciosos
trabajo de cálculo y racionar perfectamente las porciones, al menos
la de ellos. No tenía bien en claro cuánto es probar. Cuando uno dice
¿quiere probar? ¿De qué cantidad específica estamos hablando? ¿Es una
cucharada, dos, un cuarto de plato, o se debe servir el plato entero?
No quería quedar como miserable pero tampoco podía llenarles el plato
porque no alcanzaría para nosotros y a la vez, ellos ya habían comido.
Quizás estaban saciados y de verdad sólo querían probar. Porque como
dije, el aroma era irresistible.
Estaba medio desconcertado, no sé si aceptaban por hambre o por
la pinta que tenía. Pero lo insólito es que aceptaban todos, nadie se
negaba.
Tres días estuvimos en la casa de Claudio. Al tercer día tuve la
precaución de comprar más comida y así no tener que transpirar
sobre el plato mientras dividía las cantidades. Claudio, que siempre
que volvíamos para preparar la cena estaba en la cocina, se estaba
duchando. Y era su mujer la que supervisaba que no se pase la comida.
Estaban haciendo en la misma olla grande y oxidada de siempre una
especie de polenta. Medio espeso y amarillento. La mujer de Claudio
dijo que era sopa. Una sopa sin verduras. Como diría el suegro de un
amigo, nada alentador, nada que haga ruido debajo de los dientes.
Aprovechamos para dejar todos los bolsos listos para la mañana
siguiente y poder despreocuparnos y disfrutar de la última noche.
Cuando voy a la cocina a preparar la cena mientras majo completaba
la organización de los bolsos, Claudio me dice,
-
Ey, Mauricio, ¡cómo estás! ¿quieres un poco?
- No, muchas gracias Claudio. Coman ustedes tranquilos, nomás.
Que yo me voy a poner a preparar algo.
Y allí surgió lo imprevisto, lo sorpresivo.
- ¡Pero qué es lo que te pasa con nosotros, Mauricio! Siempre
nos rechazas la comida. ¿Qué te hemos hecho? ¿por qué nos
desprecias la comida?
Claudio estaba ofendido. Se había enojado y esperaba urgente una
respuesta. Yo tenía la mandíbula por el suelo, no entendía su enojo y
me había agarrado desprevenido. Sin palabras. Sin una explicación que
le bastara. No podía creer que piense que nuestro NO era un desprecio.
Sólo podía decirle que era para devolverle el cumplido, para ser amable.
Qué se yo. Por instinto.
- Nada Claudio. Simplemente para que puedan comer ustedes.
Para que les alcance –inmediatamente después de decir esto, me
arrepentí-. Igual te lo agradezco de verdad, de corazón. No te
enojes, es por ustedes.
Más tarde entendí que los ecuatorianos son llanos, directos, simples.
Todo lo contrario a nosotros, los argentinos. No tienen rodeos, ni actúan
con dobleces. Claudio me ofrecía su comida, quería compartirla con
nosotros, quería que nosotros probemos su especialidad. Una manera de
demostrarnos el cariño. Tan sencillo como eso. Y nosotros le decíamos
que no, que gracias pero no.
Siempre creyendo que compartíamos el código, que él ofrecía por
compromiso, por cumplido, como un modo de decirnos bienvenidos
a Ecuador, ésta es mi casa pero también la de ustedes, hermanos
argentinos. Y nosotros le decíamos no, que gracias, una manera de
decirles gracias por la hospitalidad, nos sentimos agasajados pero no
queremos entrometernos ni mucho menos molestar la cotidianidad de
ustedes.
Nada de esto, nada de dichos entre líneas. Nada de decodificar
mensajes. Él estaba siendo bien claro y preciso y yo entendía cualquier
otra cosa, como si me estuviese hablando un argentino. Y hacía lo
mismo. Le ofrecía nuestro menú de compromiso, para ser amable, para
quedar cortés, por respeto, para que me digan que no, que gracias
pero que ya comieron. Y ellos decían que sí porque estaban contentos
y se sentían orgullosos de que nosotros queramos demostrarles lo que
hacemos, y lo rico que puede quedar.
Y nosotros convencidos de que se quedaban con hambre y de que
cuando chifla el estómago no hay lugar para la vergüenza ni para las
respuestas esperadas.
Cuantos tics hacemos por costumbre. Y cuanta falsedad asumida
en ofrecer para que nos digan que no, nunca de corazón, y así todo el
mundo contento con el otro y los códigos de convivencia en orden. Decir
que no porque es lo que suponemos que el otro espera y entonces soy
correcto aunque el deseo patee las paredes de mi estómago.
La gente en los países donde hay calor todo el año vive más simple.
Se ponen la misma remera, el mismo short y las ojotas de siempre.
Tardan menos de treinta segundos para levantarse y vestirse, no hay
necesidad de remolonear entre las frazadas para demorar el encuentro
con el frio del ambiente porque el ambiente no es frio.
Comen del fruto de los árboles y lo que el mar les regala sin
preocuparse por las calorías ni por calentar el cuerpo. No piensan en
interpretaciones secundarias de las cosas porque tanto desgaste hace
transpirar. No reclaman abrazos de más para no sentirse pegajosos y no
usan cremas porque hicieron las pases con el sol.
Ahora que lo pienso mejor, tal vez es esto lo que me hace creer que
aquello era el paraíso y no la desocupación. O quizás, las dos cosas.
Nos despedimos de Claudio y su mujer afectuosamente. Aclarado
el
mal
entendido
sólo
quedaba
reírnos
de
nuestras
diferencias
costumbristas.
De allí nos tomamos un vuelo a Lima en donde sólo hicimos tiempo
para buscar la bicicleta y el regreso definitivo a Buenos Aires.
La persona de al lado
Yo no sé qué tan buenos son los aires de Buenos Aires pero algo
deben tener porque mis pulmones lo reconocieron en el primer respiro,
y se sintieron a gusto.
En el viaje de vuelta desde Ezeiza hasta mi departamento miraba
el camino con más detenimiento. Muchas otras veces había pasado
por ahí, había manejado esa autopista e incluso me había pasado en
las mismas bajadas. Pero ésta vez era diferente, todo conocido pero
distinto. Yo miraba con otros ojos, con más detenimiento. Las luces,
los arboles empujándose unos a otros como un dominó, los edificios
lejanos, los carteles luminosos vestidos de publicidad. La gran urbe.
Miraba concentrado y me gustaba. El desierto de la madrugada
porteña de un día de invierno entrando por Entre Ríos. Después Córdoba
hasta Gascón, y allí, la esquina de siempre. El kiosco cerrado y el
edificio que cuidó de mi departamento.
-
acá nomás, gracias.
Nos bajamos
a abrir el baúl para sacar los bolsos sin esperar la
ayuda del chofer. Él nos ayudó de cualquier modo poniendo la valija
más grande, la de Majo, sobre la vereda. Yo me ocupé del resto
dejando que Majo sólo cargue con su cartera de mano y un bolso mío.
Mientras buscaba en la billetera el dinero para pagar, el chofer se subía
los pantalones. El esfuerzo al bajar la valija hizo que el jeans clarito
también se baje. Le pagué, le agradecí y entramos.
Llamamos a los dos ascensores para hacer un solo viaje con los
bultos y subimos. Busco las llaves en todos los bolsillos de cada bolso
y la encuentro en la última opción. Bolsillo lateral del bolso amarillo.
Giro dos vueltas las llaves y entramos. Prendo la luz y veo en el piso un
sobre blanco que dice; cuentas claras, conservan la amistad. Lo abro sin
saber de qué se trata, adentro sólo hay billetes. Extrañado, empiezo a
contar y sumo la misma cantidad de dinero que le presté a Fabián.
Ese fin de semana nos juntamos con mis amigos. Algunos esperaban
ver a otro, no sé, un Robinson Crusoe propio, del barrio, conocido.
Otros esperaban una versión del Che Guevara remixado o algo por el
estilo. Yo era el mismo con el pelo más crecido y un poco de barba.
Tal vez algunos kilos menos, pero no muchos. Seguía siendo el mismo
pibe de siempre, que todavía no sabe quién es. De lo único que estaba
convencido era de empezar a organizar el próximo viaje.
Disfruté mucho de esos encuentros con mis amigos como hacía
rato no me pasaba. Hablamos de mi viaje sólo un puñado de minutos
y después caímos en los temas de siempre. Pero distinto. Esta vez las
discusiones eternas tenían sentido, los chistes obvios de los graciosos
de siempre me causaban risa, y las mentiras autorreferenciales para
ensalzar la autoestima de algunos, me parecían interesantes. No sé
qué es la felicidad pero la sensación que tenía me hacía acordar a ella.
Mi espíritu estaba saciado y abierto, con más vida y con más ganas de
conocer lo más enigmático en el mundo, la persona de al lado.
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