populismo e identidades sociales en venezuela (la

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POPULISMO E IDENTIDADES SOCIALES EN VENEZUELA
(LA CONSTRUCCION DEL ORDEN POLITICO)
Luis Ricardo Dávila
Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina,
Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela
e-mail: davilap@ula.ve
RESUMEN: El artículo coloca en perspectiva histórica aquellos discursos que
permitieron la construcción del orden populista en Venezuela (1945-1948). Se
argumenta que el mismo ha sido una importante forma de institución de lo político,
dando lugar a la formación de nuevas identidades sociales. Al examinar los intentos de
renovación de este orden bajo los últimos gobiernos de Pérez y Caldera, definidos por el
término neo-populismo, se muestra la imposibilidad tanto de renovarse como de
constituir nuevas identidades colectivas. Lo cual generó las condiciones para la
irrupción de la actual situación nacional. Palabras claves: Discurso, populismo,
identidades populares, Estado rentista, projecto político-ideológico.
POPULISM AND SOCIAL IDENTITIES IN VENEZUELA
(THE CONSTRUCTION OF POLITICAL ORDER)
ABSTRACT:.The article seeks to outline the main elements through which a populist
political order was built in Venezuela (1945-1948). It will be argued that the
constitution of populist politics meant a very important form to articulate new social
identities. Then it will turn to the latter Pérez and Caldera showing the basic schemes to
reconstitute politics and reshape collective identities in a neo-populist way. The
impossibility to achieve it cleared the way to the arrival of Chávez at power. Key
Words: Discourse, populism, popular identities, rentier state, substantive politicalideological project.
INTRODUCCION
En los inicios de un nuevo siglo, la política venezolana vive un momento estelar que
puede ser caracterizado de la manera siguiente: el viejo orden populista ha impuesto sus
principios en un momento en que la democracia representativa vió menguada su
capacidad hegemónica y fragilizado su funcionamiento. Luego del intento --a partir de
1989-- por relevar el viejo populismo y construir lo que algunos autores han llamado el
“neo-populismo” (Mackinnon y Petrone, 1998) de corte neo-liberal, la pérdida de apoyo
popular a los partidos políticos hegemónicas en los años siguientes desestabilizó de tal
manera la democracia como forma política dominante desde 1958 que permitió el
resurgimiento del espectro del militarismo. Luego de superar las asonadas armadas de
1992, el propio sistema democrático extremó las condiciones necesarias, nunca
suficientes, sobre las que ocurriría el retorno del viejo sistema populista de interpelación
nacional-popular, fundamentado, como en sus orígenes, en una alianza cívico-militar.
Si éste construyó --desde aquel 18 de octubre de 1945-- su fortaleza y estabilidad
mediante la puesta en obra de la moralidad administrativa, la democracia efectiva, el
2
nacionalismo económico, la soberanía popular (a través del sufragio universal y el
funcionamiento del sistema de partidos), su contenido mismo se fue disipando. Desde
los levantamientos sociales de 1989, pero con más fuerza luego de 1992, múltiples
desarrollos convergieron debilitando los objetos y los modos de expresión de la
voluntad popular: corrupción civil y militar, tráfico de influencias, ausencia de
principios éticos en las instituciones fundamentales, desprestigio de los partidos
políticos y de la mayoría de sus líderes, la impunidad ante la corrupción, el cinismo y la
mentira como políticas de Estado. A partir de 1998, para algunos actores políticos,
sobre todo las viejas agrupaciones de izquierda y ciertos sectores militares, la situación
luce propicia para remozar el discurso de la renovación democrática, moralizar sus
prácticas, fortalecer el poder del estado de derecho y acrecentar la presencia del “pueblo
soberano”. Pero otros actores --los desplazados del poder-- se alarman de lo que sus
ojos ven como una decadencia preocupante de la voluntad general y el retorno del
militarismo, pronosticando sombríamente el fin de la democracia a la venezolana.
Mientras tanto numerosos trabajos académicos (ver referencias) han intentado
seriamente en los últimos años el análisis y descripción de los avatares del sistema
político venezolano, buscando contribuir a formular y resolver sus interrogaciones. El
objetivo de este artículo no es tanto engrosar esta vasta producción intelectual. Acaso
sea demasiado pronto para proceder a un análisis global de un proceso político que
apenas comienza a mostrar raíz y rostro. Más bien intentaremos dar una perspectiva
amplia sobre el populismo democrático en Venezuela y su contribución a la formación
de las modernas identidades. Populismo e identidades sociales son, pues, variables que
consideramos claves para interpretar el pasado inmediato del país y para restituir la
verdadera dimensión del estado político actual. El lector no encontrará un análisis de la
llamada Va República sus debates y conflictos. El objetivo es más bien tomar las cosas
desde su fondo histórico para así esclarecer los elementos que han conducido al
desencanto, estableciendo aquellos materiales con los que se ha comenzado a construir
un nuevo orden político luego de las elecciones de diciembre de 1998.
DISCURSO POPULISTA, ESTRUCTURA E INSTITUCIONES
El advenimiento de los partidos populistas en América Latina durante las décadas de
1930’s y 1940’s, con todo y su inherente discurso nacional-popular y anti-status quo,
introdujo estrategias de movilización de masas donde el elemento común fue el llamado
directo al “pueblo”. Si bien está noción de pueblo no es un terreno estable sobre el cual
erigir nuevo lenguaje y estilo político, sí fue una suerte de terreno de contención para
legitimar las representaciones popular-democráticas de ese fantasma lógico mejor
conocido como la soberanía popular. La fuerza retórica del llamado al pueblo fue un
componente común de todos los partidos populistas de la región, esencial tanto para el
proyecto político-ideológico del populismo como para constituir la identidad de ese
pueblo. De hecho, el poder del pueblo podría medirse por la capacidad de exceder su
posición de objeto de disputa para emerger como el sujeto único capaz de articular1 la
unidad política (y nacional) con que se enfrentaría a las oligarquías tradicionales.
Así las cosas, ¿dónde reside esa fuerza del pueblo como agente de unidad y
representación nacional? Precisemos que no es mi intención tratar el concepto de
1
Por articulación definimos cualquier práctica que establezca una cierta unidad entre elementos dispersos
o antagónicos.
3
populismo o el análisis teórico que lo explique. Más allá de las distintas aproximaciones
al fenómeno: la funcionalista (Di Tella, 1965 o Germany, 1962), la descriptiva
(Canovan, 1981) o la teórica (Laclau, 1977), pareciera haber un consenso sobre el doble
elemento substantivo del discurso populista: uno, la construcción del pueblo como
sujeto político, y dos las posiciones anti-oligárquicas2. A nivel teórico, mi argumento es
que el populismo consiste en la construcción discursiva de una unidad populardemocrática que actuando dentro de un complejo de antagonismos busca negar y
oponerse a la ideología dominante. En este sentido, hacemos nuestra la posición de
Laclau quien rechaza la reducción de lo popular a un “término vago notable” --como se
sostiene por lo general -- que puede llenar cualquier contenido que persiga el alcance
del poder.
El problema es, entonces, cómo simples individuos son convertidos en sujetos. O, en
otras palabras, cómo lo determinado es presentado como determinante. Esto tiene que
ver con la configuración social de los individuos, proceso que algunos autores
(Foucault) ha denominado “subjetivación”. Si bien esto ocurre a través del proceso de
interpelación que forma los ejes y organiza los principios de todo discurso ideológico,
también es posible identificar la red compleja de organización simbólica e institucional
que hace eficaz el llamado al pueblo, configurándole socialmente. Más allá de su
dimensión estrictamente ideológica, el populismo encuentra soporte en sus estructuras
institucionales y discursivas. Tal como Paul Cammack (2000: 152) ha señalado:
“Debemos prestar tanta atención a las implicaciones institucionales del populismo como
a su contenido discursivo y estructural. Su completo análisis ha de operar en tres
niveles: estructura, instituciones y discurso”.
Como resultado, la interpelación del pueblo, esto es, su constitución en sujeto de las
transformaciones, presupone un proceso de articulación discursiva de las aspiraciones
populares y una desarticulación de todo aquello que se le opone. Así, analizar la lógica
de la construcción del orden político populista en Venezuela requiere tomar en
consideración al menos cuatro categorías: 1- Contexto histórico general; 2- Las
instituciones políticas y sociales mediante las cuales el populismo opera; 3- Las
coyunturas específicas donde el populismo emerge; 4- El proyecto político-ideológico
desde el cual es realizado el llamado al pueblo.
EL CONTEXTO HISTORICO DEL POPULISMO VENEZOLANO
Entender las especificidades del populismo venezolano tal como emerge prima volta
entre 1945 y 1948, exige recordar algunas tendencias históricas e institucionales
presentes en el escenario nacional desde el régimen de Juan Vicente Gómez (19081935). Aquel progreso material anhelado por los gobernantes del último tercio del siglo
XIX, llegaría durante el gomecismo con el advenimiento del petróleo. Algunos de los
logros registrados en las primeras décadas del siglo XX podrían resumirse en: 1Consolidación del Estado liberal centralizado; 2- Creación del marco institucional que
permitió la modernización del Estado (eg., finanzas públicas, política fiscal y educativa,
hacienda pública e inversiones extranjeras); 3- Modernización de la estructura interna
2
Para Laclau, las interpelaciones populares contra el bloque de poder. Para Di Tella el apoyo popular que
defiende “una ideología anti- staus quo”. Por su parte, Canovan concluye que “todas las formas de
populismo sin excepción contienen algún tipo de exaltación del pueblo y todas son en un sentido u otro
anti-elitistas” (1981: 294).
4
de poder mediante la institucionalización del ejército; 4- Organización de aquellos
aspectos jurídicos que permitieron el inicio de la explotación petrolera en condiciones
ventajosas para la nación; 5- Aniquilamiento del “fiero caudillaje” decimonónico y
fundación de la paz que reafirmaba la existencia del Estado nacional.3
Venezuela, por lo tanto, bajo el ejercicio autocrático del poder logró consolidar su
unidad política, pacificar el orden social y preparar la modernización económica. Estos
procesos serían aquellas precondiciones sobre las que se articulará el discurso populardemocrático de los partidos populistas. Ahora bien, si uno de los elementos comunes al
populismo es --como ya lo hemos señalado-- la construcción del pueblo como soporte
fundamental de las instituciones, cabe preguntarse por la condición de esta construcción
en el contexto de las instituciones y de una sociedad como la venezolana. Su contexto
no es sólo el del capitalismo periférico y dependiente o el de la transición de una
sociedad agraria-caudillista a otra industrial-moderna, sino más específicamente: el ser
un país exportador de petróleo dentro del sistema capitalista.
Esto implica que su naturaleza, en el ámbito de una economía petrolera, tenga efectos
institucionales relevantes para el proyecto político-ideológico populista. Por lo general
se acepta que las instituciones más importantes del populismo latinoamericano son: el
Estado y el partido político de masas. Sin embargo, no hemos de obviar que el
contenido y la forma de ambas varían de contexto a contexto. Examinemos la naturaleza
de ambas instituciones para el caso venezolano.
El Estado Rentista
Para comprender el proceso histórico del populismo en Venezuela es preferible
entender al Estado más como “aparato de poder político” (Sosa, 1988: 249) que como
institución jurídico-constitucional adaptada al deber ser previsto en la Constitución y
las Leyes. La gran palanca de ese aparato de poder ha sido la renta petrolera. Esta no es
otra cosa que el precio pagado al Estado por las compañías petroleras establecidas en el
país, por el derecho a explorar y explotar los recursos petroleros nacionales. En este
sentido, renta petrolera es sinónimo de una transferencia internacional unilateral4 que
contiene dos relaciones de la mayor importancia: 1- Entre el Estado (actuando como
propietario de un bien y como soberano para propósitos fiscales) (Mommer, 1986) y las
compañías petroleras quienes arriendan el uso de un objeto que pertenece a otro. En
torno a la aspiración a percibir la mayor renta posible por parte de ese Estado se va
formando un “capitalismo rentístico” (Baptista, 1997) que conjugará todos los factores
importantes que conforman la dinámica política y social del país luego de 1920; 2- La
otra relación se da entre el Estado rentista y la nación, donde la dinámica viene
determinada por la distribución de la renta petrolera, esto es, por el destino final de esa
transferencia internacional de valor. La lógica acá ocurre en torno a la habilidad política
del Estado para distribuirla entre las diferentes fuerzas políticas y sociales internas.
3
Es de notar que bajo el régimen de Gómez la paz no fue sólo fruto de la imposición del poder mediante
el uso de las novedosas Fuerzas Armadas Nacionales, más importante aún: “la paz vino de la libre y firme
voluntad del pueblo de mantenerla” (Gómez, 1970: 396).
4
Es decir, la renta petrolera es un componente externo a la economía nacional. Esto hace que su manejo
sea el mismo independientemente del régimen político imperante, sea democrático-populista o dictatorial
(Sosa, 1988: 250).
5
A este respecto, tres elementos son decisivos: a- Las diferentes posiciones y estrategias
discursivas de los dirigentes del Estado concerniente al uso de la renta petrolera; b- La
correlación de fuerzas entre el Estado y los sectores políticos y sociales; c- La expresión
de esta correlación en el sistema político.
Esta doble relación define la naturaleza del Estado Rentista, una de las instituciones --y
agente social-- más importante en un país exportador de petróleo como Venezuela. La
estructura social y de poder misma, en cada uno de sus intersticios, no será al final más
que una cabal expresión de la renta petrolera en manos del Estado puesta a circular por
el gasto público. El Estado venezolano se conformó como instrumento populista,
receptor y distribuidor exclusivo de la renta petrolera. Su modo de intervención es
rentista y populista en cuanto asume la representación del pueblo. Pero haciendo esto,
en la realidad sustituye la lucha de los intereses populares, porque el Estado rentista
actúa en su nombre dando por sentado que sus decisiones y acciones satisfacen las
demandas populares (Sosa, 1988: 250). Tras definir el gran rumbo económico del país,
el Estado se ocupará de la creación del pueblo y será también el gran articulador de
aquellos antagonismos políticos derivados de la entrada de las masas en la arena
política, a través de la emergencia de los grandes partidos populistas y de su control del
aparato estatal.
“El Partido del Pueblo”
En el país es posible ubicar los comienzos de los partidos y la ideología populista en
1928, cuando un grupo de estudiantes --mejor conocidos como “la generación del 28”-se rebeló abiertamente contra el régimen autocrático de Gómez. Algunos autores
enfatizan que el populismo venezolano nació como resultado de la disgregación entre
los deseos de cambio de algunos intelectuales de la clase media urbana y el atraso de la
organización sindical (Ellner, 1982: 135). El descontento estudiantil fue motivado por la
creencia de que en el país existían condiciones favorables para la organización de los
sectores populares dentro de causas socialistas y anti-imperialistas. El logro de esto
exigía la creación de un moderno partido político, estructuralmente distinto de los
llamados “partidos históricos” existentes en Venezuela durante el siglo XIX. El
problema en discusión era, entonces, qué tipo de partido político, cuál ideología, cuál
organización, cuál estructura habría de ser creada. Y estas cuestiones adquirirían la
mayor importancia si pensamos que luego de 1936 los partidos fueron los arquitectos
par excellence de las identidades nacional-populares y de los discursos populistas. Esto
es, los partidos serían los diseñadores del complejo de interpelaciones constitutivas del
pueblo como sujeto en su oposición al bloque de poder.
Desde un comienzo, Betancourt, miembro de la generación del 28 y futuro fundador de
AD, propuso el partido policlasista, cuyos cuadros podrían representar los intereses de
una gran variedad de sectores sociales, incluyendo las burguesías nacionales: “un
partido capaz de agitar y llevar hasta sus últimos extremos las grandes cuestiones
nacionales... ligando las reivindicaciones políticas, de orden democrático, con las
exclusivamente económicas...” (Betancourt, 1932: 177).
Subordinando la ideología a las prácticas estratégicas, y basados en las particulares
condiciones de Venezuela, las posiciones discursivas de Betancourt exhibían tres
rasgos: posiciones nacionalistas y anti-imperialistas, impulso a la formación del partido
policlasista y efectividad de las prácticas democrático-electorales de manera de
6
interpelar y constituir las identidades de los sujetos populares contra la oligarquía en el
poder.
Lo demás vendría por sí solo. El 13 de septiembre de 1941, los principales líderes
agrupados en la corriente doctrinaria social-demócrata presentaron ante la opinión
pública el primer gran partido populista (AD) cuyo discurso marcaría una ruptura con el
pasado político nacional. La nueva institución “nace armada de un programa que
interpreta las necesidades, del pueblo, de la nación, de un programa realista extraído del
análisis desvelado de nuestros problemas” (Betancourt, 1941: 21).
Una vez examinadas las principales instituciones del populismo venezolano (el Estado
rentista y el “partido del pueblo”), es más fácil entender la función estelar que el mismo
cumpliría en el proceso de transformación nacional. Sus vertientes fueron dos: iniciar la
democratización del sistema político venezolano y, a la par, impulsar la modernización
económica del país. Lo que en el lenguaje populista se traduciría como el “inicio de la
segunda independencia nacional” (Betancourt, 1941:19). Para ésto se haría uso de los
inmensos recursos del Estado rentista. Porque en Venezuela quien controla el Estado
controla el poder para modelar la sociedad. Y esto se hace particularmente verdadero
cuando este poder es ejercido en el nombre del pueblo.
EL VIEJO ORDEN POPULISTA: LA REVOLUCION DE LAS EXPECTATIVAS
El 18 de octubre de 1945, el gobierno del General Medina Angarita fue derrocado por
una alianza cívico-militar encabezada por un sector de oficiales del Ejército
(organizados en la Unión Patriótica Militar) y dirigentes del partido AD. A pesar de la
brevedad de la experiencia (1945-1948), este golpe de Estado tuvo amplias y profundas
significaciones para el desarrollo del populismo en el país. Durante el llamado trienio se
desplegó un nuevo discurso cargado de nuevos símbolos, valores y representaciones que
modificaron inevitablemente el horizonte de los venezolanos, construyéndose un nuevo
orden político-social. Un acontecimiento de este tipo, remplazando un orden político
por otro, produjo una fragmentación de intereses sociales y de identidades de donde
emergieron las condiciones necesarias para constituir los sujetos populares como fuerza
determinante del nuevo estado de cosas.
Para hacer efectivo el orden populista, el discurso de la Junta Revolucionaria de
Gobierno utilizó tres mecanismos: 1- La constitución de las identidades populares; 2La institución de la “democracia efectiva” basada en el sufragio universal para elegir a
los representantes de la voluntad popular ante el Estado; 3- Y el postulado del
nacionalismo económico como garantía de que la inmensa riqueza petrolera se pondría
al servicio del interés nacional (Dávila, 1992).
La constitución de las identidades populares
Si aceptamos que cada identidad social es relacional y que la condición de existencia de
las diversas formas de identificación de los sectores sociales entre sí, y frente a los otros
sectores, ocurre a través de la afirmación de la diferencia, es posible entender como
emergen los antagonismos sociales. Más aún, el orden y la legitimidad democrática
presuponen que la diferencia es constitutiva del espacio social y de la identidad de sus
miembros. En el dominio de las identificaciones colectivas, como aquellas que ocurren
en el seno del orden populista, lo que está en juego es la creación de un “nosotros” que
7
enfrente o delimite a un “ellos”. Y en esta relación nosotros/ellos existe siempre la
posibilidad de que su contenido adopte la forma de una relación amigo/enemigo (en el
sentido dado a la misma por Carl Schmitt, 1971: 70). Es decir, esta relación
identidad/diferencia es siempre constitutiva de lo político. El antagonismo es la
condición de posibilidad de lo político, y surge, entonces, cuando el otro, quien hasta
entonces fue considerado como un modo de diferencia, comienza a ser percibido como
negación de nuestra propia identidad, poniendo en juego nuestra verdadera existencia.
A partir de este momento, cualquier tipo de relación nosotros/ellos (sea política,
religiosa, étnica, económica, nacional u otra) se convierte en el lugar del antagonismo
político (Mouffe, 1993: 3; Laclau, 2000). O, puesto en otros términos, toda constitución
o redefinición de las identidades colectivas experimenta el establecimiento de nuevas
fronteras políticas de la forma nosotros/ellos.
En consecuencia, el gran aporte que en esta materia introduce el discurso populista se
refiere a la idea de que sólo interpelando a las mayorías marginadas con actos, palabras
y símbolos en las que ellas sientan reconocida su identidad, serán capaces esas mayorías
de comprometerse a construir el futuro que se les proponga, por oposición al ellos
negador de ese futuro. La eficiencia simbólica de tal imagen se ve por lo general
desplegada en los inicios del orden político populista. Y esta será la parte substantiva de
su proyecto político-ideológico.
En el caso del régimen de octubre, siempre se tuvo muy presente el proceso
interpelativo y su eficiencia simbólica. Escasas 24 horas luego de derrocado el régimen
de Medina Angarita, Betancourt anuncia que “la determinante mayoría de los
venezolanos” (estudiantes, trabajadores, campesinos, maestros, sindicatos, profesionales
y federaciones de industriales) habían dado el triunfo, en unión de los hombres de
armas, al nuevo orden de cosas. Comenzaba, así, a ser constituida la identidad, el
nosotros de esa “determinante mayoría” frente al ellos representado por el régimen
recién derrocado. El argumento lucía bastante claro: “Nosotros estamos practicando un
nuevo estilo político en Venezuela... el estilo de la sinceridad y hablar franco a nuestro
pueblo” (Betancourt, 1948: 8).
El llamado popular fue realizado constituyendo una identidad colectiva, difundiendo
símbolos colectivos. La asonada armada, que dió al traste con el democrático gobierno
de Medina Angarita, se bautizó desde un comienzo con el mote de “revolución”. Y así
quedaría inscrito en la memoria de los venezolanos. Lo que ocurrió aquel 18 de octubre
fue una “gloriosa revolución popular” que permitió que el pueblo y el ejército unidos
abrieran nuevos horizontes para el país. Poco importa lo menguado de la participación
popular, e incluso militar. Lo que importaba era el manejo simbólico del
acontecimiento. El pueblo es convertido en actor social determinante de la revolución y,
por supuesto, del nuevo orden político. No todos los venezolanos tendrían este
privilegio, sólo serían aquellos pertenecientes al pueblo, sus hombre y mujeres, quienes
definirían la dirección colectiva. Por supuesto, Betancourt mismo se ocuparía de
establecer elocuentemente la diferencia, se ocuparía de constituir la relación
nosotros/ellos. Su propia filiación y fe popular iría delante: “Yo estuve, estoy y siempre
estaré con el pueblo y frente a sus enemigos históricos”. La experiencia iniciada aquel
18 de octubre mostraba que “somos un pueblo que está irrevocablemente resuelto a
encontrar su propio camino, que está dispuesto a hacer su propia historia” (Betancourt,
1948: 287).
8
Este llamado optimista sería reforzado con otra identidad: la del pueblo con su partido.
No en vano AD había ingresado a la arena política como “el partido del pueblo”. En
consecuencia, la constitución de las identidades nacional-populares se había iniciado
desde el propio momento de la fundación del partido populista (1941), cuando se había
declarado viva voce que ya el pueblo venezolano contaba con su propio instrumento de
transformación. Qué esperar, entonces, de esta identidad discursiva fiundacional una
vez el partido tomase las riendas del Estado rentista y el liderazgo de un gobierno
revolucionario. Pues lo mínimo era la efectividad de aquella equivalencia simbólica que
convirtió a AD de una organización política minoritaria, con militantes aislados a lo
largo y ancho del país, en un inmenso ser colectivo: “el partido del pueblo”.5
El discurso revolucionario no cesaría de interpelar al redimido pueblo. La gramática de
la redención era contundente: “El campesino dejó de ser un pobre agricultor y fue
convertido en el militante victorioso del sindicato, porque la revolución vino a las
puertas de su choza para decirle: usted es un ciudadano de Venezuela con tanto derecho
a exigir reivindicaciones y justicia social como el más ilustre de los burgueses” (Rangel,
1948). Con esta interpelación discursiva que celebraba el tercer --y último-- aniversario
de la gloriosa revolución nacional-popular de octubre dos cosas se ponían de
manifiesto: 1- La organización política del campesinado, componente mayoritario del
pueblo; 2- La constitución del campesino como sujeto democrático-popular a quien se
le otorgaban muchos derechos y se le exigían pocos deberes.
El toque simbólico de este llamado era completado con la promesa de la “redención del
campesino”. Y esto se haría efectivo a través del sufragio universal que permitía el voto
a todos los venezolanos mayores de 18 años, sin distingos de condición social,
educación, sexo o color. Pero además las funciones de esta forma de sufragio eran
múltiples: la moralización de la política, la democratización del Estado y la sociedad, la
encarnación de la voluntad general y, por supuesto, la legitimación del nuevo orden
político y el inicio del sistema clientelar: cambio de apoyo político por repartición de
dádivas desde el Estado rentista. El populismo se convertiría en lo sucesivo en
prisionero del sufragio universal y del sistema clientelar inherente. En el campo de las
representaciones colectivas, de los rituales y modos de acción la eficiencia de este
sufragio sería indisputable para el manejo de clientes más que para la formación de
ciudadanos.
LOS ENSAYOS NEO-POPULISTAS Y EL FRACASO DEL “GRAN VIRAJE”
Si bien el momento inicial de este orden político fue más bien corto (el tiempo de un
trienio), luego de superado el escollo dictatorial que significó la reacción militarista (el
tiempo de una década), a partir de 1958 el populismo logró su desplazamiento
hegemónico. Después de corregir ciertos errores (como aquel del sectarismo agresivo)
y de limar ciertas asperezas entre las distintas fuerzas políticas y sociales presentes en el
escenario nacional, las mismas lograron ponerse de acuerdo en torno a los acuerdos
básicos del nuevo orden político (“Pacto de Punto Fijo”). Se inició, entonces, y durante
40 años, el control del Estado por parte de un sistema de partidos --como forma de
gobierno-- que aprovecharía al máximo la dimensión populista de la política que la
distribución de la renta petrolera permitía.
5
El desarrollo de este argumento puede verse en Dávila, 1992: 35-36.
9
Pero, luego del debilitamiento del ciclo rentista cuya expresión simbólica fue el famoso
“viernes negro” del 18 de febrero de 1983, el orden populista comenzó a alterar su
lógica hegemónica. En la medida en que las demandas sociales crecían más rápido que
la capacidad del Estado para satisfacerlas --en condiciones de merma de la renta
petrolera--, comenzó un proceso de fragmentación de las identidades políticas que,
aunado al derrumbe ético del discurso e intenciones políticas, socavó las bases de lo que
hasta la primera mitad de la década de 1980 había sido un exitoso orden económico y
político.
Coyuntura-1988
De manera que para el momento de la segunda llegada al poder de Carlos Andrés Pérez
(1989), el orden populista ya se encontraba en estado crítico. Durante los dos gobiernos
anteriores (Herrera Campíns, 1978-1983 y Lusinchi, 1983-1988) el llamado popular no
tuvo grandes ecos. Digamos que en el contexto anterior, cuatro razones se combinaban:
1- La crisis de legitimidad del sistema político. El liderazgo nacional se mostraba
incapaz de generar creencia, entre los sectores populares, de las bondades de sus
acciones. Muy pocos creían en los enunciados del discurso populista. Esto se hacía
manifiesto en los altos niveles de abstención que registraban las diferentes elecciones.
Llegándose ad absurdum de tener Presidentes electos por alrededor del 30% del
electorado (Caldera en las elecciones de 1993). El sufragio universal, símbolo de la
legitimidad del viejo orden populista, se convirtió en negocio mediático y juego retórico
nutrido de falsas promesas. 2- La crisis ideológica de los partidos populistas (disfrazada
con la celebración de mal llamados “Congresos Ideológicos”) manifestaba en sí misma
la carencia de un proyecto político substantivo capaz de sublevar a las masas frustradas
y reconstruir sus identidades. Los partidos substituyeron sus plataformas ideológicas -interpeladoras y renovadoras de las identidades nacional-populares-- por programas
electorales diseñados exclusivamente para ganar elecciones cada cinco años, ni siquiera
para ser ejecutados. En medio de tanto conyunturalismo, la política se convirtió más en
actividad pragmática que en redefinición del horizonte politíco nacional. 3- A lo
anterior es necesario añadir las maneras específicas a través de las cuales ocurrió el
proceso de desmantelamiento del poder económico del Estado rentista: una alta
magnitud de la renta petrolera (de suyo una riqueza pública) se transfirió desde el
Estado a los bolsillos privados. El provento rentístico dejó de ser aprovechado para los
fines de elevar el nivel material de la nación --tal como había ocurrido en el pasado al
cobijo de la feliz estrategia simbolizada en la frase “sembrar el petróleo”-- para ser
hecho privado por diversos mecanismos6. Finalmente, 4- Ocurrió la crisis del llamado
modelo rentista. La caida de la renta petrolera, unida a la crisis fiscal, probó ser
paradójica y extremadamente inflexible frente a la adversidad (Karl, 1994).
En suma, mientras la política rentista creó importantes expectativas, la efectividad del
Estado en el ámbito del servicio popular fue aceptada sin mayores sobresaltos. Los
partidos populistas dominaron la vida política y social a través de las elecciones, la
sociedad civil se mostró débil y pasiva y el estilo clientelar se convirtió en la regla del
sistema. Pero cuando lo económico hizo crisis, porque el capitalismo rentístico llegó a
su término histórico (Baptista, 1997: 152), lo social primero y lo político luego
6
El proceso de corrupción fue uno de estos mecanismos. Lo cual generó conductas inescrupulosas en el
ámbito de la clase política (Alvarez, 1997;Romero 1995).
10
siguieron aparatosamente la tendencia crítica. Cada uno con sus propios tiempos y
ritmos que condujeron al colapso íntegro del viejo orden populista. Este era, entonces,
la coyuntura cuando Pérez llega al poder por segunda vez.
La campaña electoral
Los mecanismos de la campaña electoral de Pérez durante el segundo semestre de 1988
desplegaron los métodos tradicionales del viejo populismo (grandes mítines y
movilizaciones populares en las más importantes ciudades del país, cuñas publicitarias
efectistas, programa electoral dirigido a amplios segmentos de la población, proyección
del mesianismo político a través de promesas vacías para solucionar los problemas
nacionales, etc.) Pero, sobre todo, la campaña se caracterizó por un estilo ambigüo que
combinaba elementos nuevos con la evocación de las memorias del viejo populismo y
del nacionalismo de su primer gobierno: “optimismo y un mesianismo velado fueron los
elementos más importantes” (Stambouli, 1993: 119). Los efectos de este estilo fueron
positivos a la hora de ganar las elecciones: “... se formaron grandes expectativas en
relación a la victoria del antiguo gran distribuidor de dinero de 1970’s, Carlos Andrés
Pérez, que de alguna manera podría significar el regreso a los buenos viejos tiempos de
su primera administración” (McCoy & Smith, 1995: 130).
Algunas de estas expectativas se crearon también en torno a la idea de que una vez en el
poder Pérez anunciaría su intención de alinear a Venezuela más cerca de aquellas
naciones latinoamericanas que presionaban por una reducción de la deuda y demás
políticas anti-neoliberales. En consecuencia, Pérez buscaría resolver muchos de los
problemas heredados por su antecesor a través de políticas nacionalistas. Si bien durante
la campaña electoral, el candidato insistió en los profundos “cambios necesarios para
modernizar la economía”, su estilo siempre abrió la posibilidad de que nada era seguro
en relación a sus verdaderas intenciones. Un estilo que se hacía eco del gran rasgo de
ambigüedad e incertidumbre que siempre caracterizó el discurso populista. De manera
que el horizonte de la “Gran Venezuela” de su primer gobierno evocaba una posible
dirección a su segunda administración, ahora matizada con propuestas del tipo:
disminución del papel del Estado, construcción de una economía orientada hacia la
exportación, reformas decentralizadoras, privatizaciones, reformas al Estado y al
sistema de partidos, entre otras.
Pérez ganó las elecciones a su más cercano contendor, el demócrata-cristiano Eduardo
Fernández del Copei, con alrededor del 52% de los votos, el nivel de abstención se situo
cerca del 20%. Pero, quizás, el rasgo más resaltante fue que por vez primera desde las
elecciones nacionales de 1978 su partido (AD) perdió la mayoría en ambas Cámaras
Legislativas, Senado y Diputado (48%)7, al igual que perdió el control de muchos de los
gobiernos locales (Molina & Pérez, 1996: 206-207).
Retórica y política del “Gran Viraje”
Más allá de las expectativas despertadas durante la campaña electoral, una vez asumido
el poder la nueva administración de Pérez comenzó a organizar las cosas con el
propósito de implantar una economía de mercado. Las medidas adoptadas no fueron
7
Copei ganó 20 puestos en el Senado (43%) y 67 en Diputados (33%) El Nacional, Caracas, 7.12.1988,
p. D-1.
11
mucho más drásticas que las adoptadas en otros países no sólo latinoamericanos sino
también asiáticos y ex-socialistas. No obstante, el resultado fue bastante explosivo en el
caso venezolano. Aquel intento por conciliar lo técnico con lo político, los intereses del
mercado con los del Estado en el contexto de un orden populista y rentista se hizo
imposible. Las razones: Para algunos el alto “nivel de cartelización del ámbito político
al inicio de las reformas”, especialmente en el seno del partido de gobierno (AD),
generó la imposibilidad de relaciones entre lo técnico y lo político (Corrales, 1997: 93).
Otros argumentan en el sentido de que “se concibió un programa de ajuste para un país
que no era Venezuela” (Fajardo, 1992: 36); a lo que se abona el hecho de la fortaleza de
una “cultura política demasiado rentista” (Romero, 1997: 12) que impidió asimilar los
cambios exigidos por una economía de mercado.
De acuerdo con Moisés Naím habían cinco áreas en las cuales los problemas más
profundos se hacían evidentes, y donde la acción efectiva del gobierno era
urgentemente requerida8: inflación represada, déficit de la balanza de pagos, déficit
presupuestario, controles financieros y, finalmente, intervención del Estado. Las nuevas
políticas estuvieron dirigidas desde el comienzo a enfrentar estos problemas siguiendo
lineamientos “neoliberales”. El 14 de febrero, Pérez anunció el plan de ajustes
consistente de una serie de medidas económicas que tomaron al país por sorpresa: “el
gobierno actuó con deslumbrante velocidad” (Naím, 1993: 54). Comenzaron, pues, los
intentos de imprimir una “Gran Viraje”: liberación de los precios que inmediatamente
se fueron a la alza afectando notablemente los sectores populares; congelamiento de los
salarios cuyas repercusiones se hicieron sentir entre los sectores medios de la burocracia
estatal; incremento de los precios de la gasolina, chispa que generó las protestas;
liberación de la tasa de cambio lo que produjo una devaluación de la moneda nacional;
liberación e incremento de las tasas de interés, luego de años de control, buscando
detener la fuga de divisas y la atracción de inversiones extranjeras lo que afectó
directamente al sector agrícola; congelamiento del empleo en el sector público. Más
tarde vendría un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional con sus efectos
compulsivos sobre la economía nacional.
El país estaba en presencia de una metamorfosis de la mayor importancia. Aquel
Presidente Pérez de los años 1970, bête noire de los organismos financieros
internacionales, por su acendrado nacionalismo, al asumir el poder por segunda vez
estaba dispuesto --para sorpresa de los venezolanos-- no sólo a aplicar recetas
neoliberales extrañas a la propia realidad histórica nacional sino a anunciar medidas de
austeridad impuestas por el F.M.I. La percepción general fue que aquel paquete de
medidas no era producto de negociaciones sino de un acuerdo previamente alcanzado
antes de las elecciones y mantenido oculto al electorado.
Las reacciones no se hicieron esperar. El lunes 27 de febrero de 1989 bajaron
violentamente los cerros de Caracas y las principales ciudades del país fueron escenario
de violentas manifestaciones. La violencia y los saqueos finalizaron el 5 de marzo
siguiente. Pérez intentó responder con retórica populista, reconociendo los móviles de la
explosión social como una respuesta a las medidas de austeridad puestas en marcha.
Intentó temperar los ánimos no sin antes sacar el ejército a la calle para reprimir la
8
Ministro de Fomento durante los dos primeros años del gobierno de Pérez y uno de los tecnócratas
“ilustrados” quienes intentaron poner en marcha el programa de ajustes económicos en Venezuela (Naím,
1993: 48-51).
12
situación y hacer algunas concesiones a los deprimidos sectores populares y medios. El
27 de febrero quedó inscrito como aquel símbolo que marcó en lo social un cambio
histórico decisivo en el orden rentista y populista venezolano. En lo político la fecha
simbólica vendría tres años más tarde, aquel 4 de febrero de 1992, cuando sectores del
ejército insurgirían sin éxito por la vía armada contra el mismo orden de cosas.
En un contexto de clientelismo arraigado, de tendencias populistas y rentistas, de
tradición estatal paternalista e interventora, de políticos corruptos y de un poder
legislativo inoperante era necesario limpiar no sólo los mercados (Corrales, 1997: 152)
sino también --y más importante aún-- el ambiente político y social. El neoliberalismo
económico buscó sustituir el intervencionismo del Estado, para imponer abruptamente
las políticas del mercado sobre la tradición rentista. Y si a esto añadimos el fracaso por
parte de los técnicos ejecutores de las novedosas políticas en lograr una comunicación
eficaz con los factores de poder y con la sociedad, aparte de no respetar algunos de los
acuerdos ya establecidos que garantizaban la gobernabilidad del sistema (el Pacto de
Punto Fijo, por ejemplo), algunas de las facetas del problema se hacen claras.
Pero del lado social, esto es, del apoyo popular, las cosas lucían más complejas y, por
ello, interesantes. Pérez intentó construir una suerte de neo-populismo que en esencia
buscaba romper con el viejo populismo rentista. Sin embargo, se falló en no buscar un
consenso social que legitimara los nuevos rumbos. Las medidas de ajuste fueron
impuestas por un conjunto de condiciones externas --el impacto del colapso de los
precios del petróleo de 1986, entre otros9-- en lugar de ser resultado de una decisión
deliberada guiada y respaldada por un proyecto político-ideológico substantivo Corrales
propone una explicación considerando las características concernientes al ámbito
político (cuyas instituciones no estaban preparadas para asumir los costos de las
reformas) y al ámbito del Estado (en cuyo seno no había mucho espacio para lograr un
balance entre las relaciones técnicas y las políticas). En consecuencia: “Las
instituciones del partido de gobierno estaban mejor preparadas para combatir los
cambios que para asimilarlos” (Corrales, 1997: 95). Además, como fue reconocido por
uno de los colaboradores del gobierno: los tecnócratas padecen deficiencias en
habilidades políticas, experiencia burocrática o de capacidad comunicacional para el
público en general (Naím, 1993a). Otro ministro, Miguel Rodríguez, apenas encargado
del cargo, declaraba ante la TV: “yo soy un técnico, no un político”.
Pero, en general hay acuerdo en señalar que el “ajuste estructural” aplicado tanto en
Venezuela como en otros países de la región se derivó del llamado “Consenso de
Washington” del Presidente norteamericano George Bush promovido y desarrollado, a
su vez, por las instituciones financieras multilaterales así como por los diferentes
consorcios multinacionales (Anglade, 1995). En este sentido, el “Gran Viraje” de Pérez
fue una tabla de salvación para el sistema populista venezolano, más que el resultado de
un programa político-económico coherente con una ideología partidista. La mayoría de
sus colaboradores argumentaron frecuentemente acerca de las condiciones específicas
del país, pero a la hora de aplicar políticas se fueron por medidas de carácter genérico
(Rosen, 1994: 27).
9
Hay muchas otras explicaciones acerca de la crisis económica en Venezuela (dependencia del petróleo,
deuda externa, corrupción e ineficacia del aparato estatal, ausencia de un proyecto coherente de transición
de la economía petrolera a una economía post-petrolera), la mayoría de las cuales depende de las
posiciones ideológicas de los distintos sectores sociales, sin que exista consenso en torno a las mismas.
13
Además, si bien el sector tecnócrata gobernante defendió la idea de que la única opción
para superar la crisis económica fue el programa de choque neoliberal, también podría
argumentarse que la retórica populista empleada en la campaña electoral de Pérez
contribuyó a generar la violencia del 27 de febrero al verse frustradas las expectativas
populares10. Se presentó un discurso para ganar elecciones y otro radicalmente opuesto
a la hora de gobernar. Quienes tuvieron bajo su responsabilidad instrumentar las nuevas
políticas trataron de justificarlas diciendo que la dureza de las mismas correspondían al
corto plazo, mientras que para el mediano y largo plazo se esperaba el crecimiento
económico con sus efectos positivos inherentes. Sin embargo, el gobierno nunca
desplegó medidas adecuadas para amortiguar su impacto sobre los sectores populares
quienes soportarían la carga más dura de las mismas (la disidencia se expresaba con
palabras como éstas: “....este crecimiento tiene un costo social y es producto de un
boom externo artificial”). Además, aquel postulado, muy empleado por aquellos días, de
que “la igualdad social es un subproducto del crecimiento económico”, parecía ser mera
retórica (cit. Fajardo, 1992: 26), porque muy pronto el “Gran Viraje”, con todo y su
paquete económico, se convirtió en un viraje hacia la corrupción y el favorecimiento de
los grandes grupos económicos nacionales y multinacionales (Ellner, 1993: 16) como lo
puso de manifiesto la crisis del sistema financiero de 1994, la más grande en la historia
del país.
El vacío de las identidades colectivas neo-populistas
Dentro de esta argumentación se puede convenir que, con todo y su condición de tabla
de salvación, el “Gran Viraje” fue una iniciativa coherente con la nueva ideología neoliberal por superar el modelo rentista-populista clásico. Su punto débil, sin embargo,
estuvo en el hecho de ser un modelo tutelado por los organismos financieros
multilaterales lo que de alguna manera influyó --unido al manejo gubernamental de la
iniciativa-- para que el partido de gobierno (AD) se convirtiese en su principal crítico. A
esto se añadiría el fracaso de Pérez en articular nuevas relaciones sociales en torno a las
reformas. Sin apoyo del partido, con baja de popularidad y sin la constitución de nuevos
sujetos populares o sin capacidad de interpelación a los ya existentes, el gobierno
careció del necesario apoyo político para llevar a cabo los cambios radicales. Pérez
sintió, quizás, haciendo alarde de la megalomanía que siempre ha caracterizado su
acción polítca, que su carisma personal y popularidad bastarían para sublevar los
ánimos de la nación. Pero no ocurrió así. Por el contrario, la iniciativa neo-liberal
desencadenó una crisis socio-política e institucional sin precedentes en la historia
reciente del país.
Si bien en cierto momento tanto AD, Copei como la CTV reconocieron el valor y la
necesidad de ajustes macroeconómicos, el gobierno de Pérez terminó quedando aislado
del resto de fuerzas políticas y sociales. A finales de 1991, cuando la economía
registraba signos de crecimiento, AD básicamente rompió relaciones con el gobierno.
Uno de sus dirigentes, Humberto Celli, señalaba: “Este gobierno no es adeco ni en sus
hombres ni en sus ideas”. Semejante ruptura no tenía precedentes y acaso fue el
10
“Aunque en 1991 el salario real creció y el desempleo seguía cayendo (8.7%), todo estaba detrás de las
necesidades y expectativas populares que habían sido creadas por décadas”, señalaba un ex- ministro del
gobierno de Pérez (Naím, 1993a).
14
principal detonante de la incapacidad del gobierno para completar su programa de
reformas (Corrales, 1997: 94, 97).
En este punto radica una de las características del neo-populismo de Pérez: la ausencia
de militantes políticos en los cargos ejecutivos claves. Quienes quizás sí hubiesen
tenido la experticia necesaria para manejar la opinión pública acerca de los costos de las
reformas que afectaban a la sociedad. El programa de ajustes puede haber sido
impecablemente diseñado desde el punto de vista técnico, pero ignorar las expectativas
populares y carecer de mediadores impidió lograr el piso político necesario. El “Gran
Viraje”, por el contrario, contribuyó a desarticular las viejas identidades populardemocráticas sin lograr constituir nuevos sujetos populares. El ajuste arrancó desde
arriba y de paso tomó por sorpresa a la opinión pública.
El neo-populismo sin la constitución de nuevas identidades colectivas, sin la
articulación de nuevas relaciones sociales, con el partido del pueblo adverso y en
ausencia de consenso político estuvo condenado al fracaso. Los líderes golpistas de
1992, más bien orientaron su acción con contenidos populistas, resaltando la idea de
que las élites políticas estaban de espaldas al pueblo (Philip, 1992: 469). Estas actitudes
se hicieron evidentes con el sentimiento anti-Pérez de 1993 cuando la decisión de la
Corte Suprema de separarle del poder. Su salida, como lo señaló uno de los jueces, “va
más allá del mero hecho de corrupción: es un repudio al Pérez político” (cit. Ellner,
1993: 16). Uno de los resultados inmediatos de la crisis político-institucional causada
por el fracaso del intento neo-populista fue, precisamente, la llegada de Caldera al poder
por segunda vez en las elecciones de 1993. Mientras que entre los resultados mediatos
es digno de mención la elección de Hugo Chávez en los comicios de diciembre de 1998,
con todas las secuelas que ésta trae para el país.
ESQUEMA BASICO DEL GOBIERNO DE CALDERA
Su llegada al poder estuvo precedida por la convicción de que había que generar nuevas
condiciones para la gobernabilidad democrática: hacer lo posible y casi que lo indecible
para de alguna manera tratar de recomponer la estabilidad política. Y ésto a pesar de
que sus alianzas no eran muy promisorias: 1- Asume el poder en medio de una
ambigüedad ideológica y programática de la mayor importancia: apoyado por el antiperecismo y por la izquierda, adversado por el propio partido que él mismo fundase 50
años antes; 2- No tiene ni partido ni equipo de gobierno coherente, sino una variedad de
apoyos provenientes de los más disímiles sectores, cuyo denominador común era ser
“calderistas”; 3- Su principal piso político fue su posición frente al intento golpista de
febrero de 1992 y la necesidad de frenar la transición iniciada por Pérez.
De manera que su prestigio y sagacidad política se convirtieron en sus principales
factores de poder. De allí el objetivo prioritario de su gobierno: lograr la estabilización
política y, en cierta medida, psicológica del país. Entendidas ambas como las bases
imprescindibles de la gobernabilidad económica y social. La regla de oro fue:
“estabilizar ante todo”. En su programa de gobierno planteó como objetivo fundamental
el inicio de “una tarea de construcción y reconstrucción”. Los signos básicos de la tarea
eran cuatro: “Un carácter transformador, un carácter nacional, un carácter solidario y un
carácter responsable” (Caldera, 1993: 11-13). Todo lo cual llevaría a la organización de
un nuevo Estado, adecuado “a las exigiencias del país por construir” (p. 29). Tres
vértices serían su apoyo: un Estado institucional; un Estado solidario que garantice
15
seguridad y bienestar social; y un Estado descentralizado. Sobre estas bases Caldera
intentaría, al igual que Pérez, colocar al país en una etapa de transición estabilizadora o
de “transición pura” (Urbaneja, 1996: 407) para lo cual contó con el apoyo del poder
legislativo.
Durante su campaña electoral, Caldera utilizó --como era común-- un lenguaje populista
que prometía una política económica en favor del pueblo. En alarde diferenciador del
Gran Viraje de Pérez, criticó el mismo, al igual que cualquier intento de tutelaje por
parte del F.M.I. o del Banco Mundial. Su compromiso no sería con ninguna de estas
agencias multilaterales sino con el pueblo. El símbolo de semejante actitud sería la
firma de una hipotética “Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela”. Sin embargo,
la fuerza de las realidades económica y política muy pronto encaminaron al gobierno
hacia la adopción de medidas anti-populares que desembocaron en un programa de
ajustes --guiado por las recomendaciones de los cuestionados organismos
multilaterales-- ahora llamado “Agenda Venezuela”. En su tercer año de gobierno
(1996), Caldera tuvo que reeditar el plan de Pérez, con toda la connotación simbólica
que esto traía: aumentó el precio de la gasolina, devaluó la moneda nacional, se
comenzó a instrumentar la alianza con el capital privado en el muy sensible sector
petrolero nacional, modificó el sistema de prestaciones eliminando su retroactividad. De
manera que la crisis del modelo populista-rentista revertiría las reglas de formación del
discurso neo-populista.
LA DESARTICULACION DE LA POLITICA
Aún cuando en su gobierno no se produjeron crisis como el estallido de 1989 o los
fracasados putschs de 1992, la crisis generada produjo una suerte de alejamiento entre el
Estado y la sociedad; o, más concreto aún, entre las organizaciones políticas intermedias
y el ciudadano. Cierto grado de confusión se hizo presente en cada acto de la vida
diaria, y a los dirigentes tradicionales, incluidos los partidos políticos, se les hizo cada
vez más difícil reordenar el panorama11. En este sentido empleo el término
desarticulación de la política. Las transformaciones estructurales a las que llevó esta
situación se hicieron evidentes en los distintos niveles de sociabilidad: aparición de
nuevos actores, nuevas maneras de plantear el debate público y un conflicto estructural
en el seno de la sociedad que se caracterizó por la insatisfacción, el resentimiento y, por
veces, la irracionalidad.
En este contexto, la crisis del viejo y del nuevo discurso populista, y de sus
instituciones, se convirtió en factor decisivo para replantear muchos de los problemas
que acosaban a la sociedad venezolana. Hubo quienes concentraron la atención en el
problema ético, signado por el desorden, la ineficiencia y la corrupción. Flagelos que se
confunden en un todo y en el fondo impedían la reconstrucción de la política y, en
general, de la sociedad. Menguado el sostén del subsidio petrolero, los propios partidos
populistas hegemónicos (AD y COPEI) contribuyeron con esta situación en la medida
en que se convirtieron en prolongaciones del Estado, sin capacidad para autorenovar su
discurso y continuar siendo atractivos para la sociedad (Castro Leiva, 1998: 1-4).
11
Interpretación compartida, por lo general, por analistas y hacedores de opinión (El Universal, Caracas,
7.6.98, p. 1-4).
16
Otros discutieron las relaciones entre lo social y lo económico a la luz del inmenso
problema político que media entre ambas variables. Se proponía la construcción de
nuevos conceptos y consensos que posibilitasen las condiciones para ampliar las
iniciativas, desarrollar el potencial de la sociedad y darle lustre al modelo democrático
instaurado en 1958 (Vivancos & España, 1993).
La retórica neo-populista se hizo tan ambigüa --siempre lo había sido-- que aún en el
uso de novedosas expresiones, tales como globalización, apertura económica,
privatización, descentralización, etc., éstas aparecían como simples piezas verbales sin
mayor contenido, eran significantes vacíos intercambiables de interlocutor en
interlocutor. Con cierto tono demagógico y en intento por apaciguar el temporal con
bálsamo interpretativo, el propio Presidente Caldera se pronunció públicamente “contra
el populismo”12. Consideró que los grandes problemas sociales como la pobreza o la
inflación debían ser enfrentados con más realismo que retórica. Y recordó que el
“populismo fue una moda que tuvo éxitos en su momento, pero produjo, a la larga,
mayores dificultades”. Quedaría por saber que entendía por “populismo, como moda”
este reconocimiento oficial, en momentos en que la democracia a la venezolana perdía
su encanto como sistema y veía debilitada su legitimidad como orden político.
EPILOGO: ¿RESURRECCION DEL VIEJO ORDEN POPULISTA?
La lógica neo-populista mostró fragilidad y limitaciones a la hora de constituir nuevas
identidades colectivas en torno a sus enunciados y de construir nuevas reglas de
articulación política. Y por si esto fuese poco sus instituciones básicas --el Estado
Rentista y el Partido Político-- entraron dentro de esa lógica en franca crisis. El discurso
de Caldera, con todo y su ingrediente social (ausente en el Gran Viraje de Pérez) de
“solidaridad”, “seguridad” y “bienestar social” no pudo hacer frente a la crisis
económica, tampoco al profundo descrédito del liderazgo social tradicional. De allí el
rechazo popular a adherirse a los caducos postulados de la democracia “puntofijista”.
Era un hecho que el desprestigio del partido político nunca había llegado tan bajo desde
1958 (Caballero, 2000: 129). Se trataba, entonces, de la pérdida de capacidad
interpeladora de las viejas organizaciones políticas. En el plano político-electoral esta
situación se expresó en los crecientes niveles de abstención (45%)13, así como en la
atracción que ejercieron en su momento individualidades provistas de retórica antipartido al estilo de Hugo Chávez, Irene Sáez o Henrique Salas.
A pesar de esta realidad, los partidos hegemónicos, como AD y COPEI, se aferraron a
su pasado, se volcaron a tratar de rescatar esa inmensa red de intereses y a insistir en su
estilo de hacer política. Poco importaba que este fuese repudiado en cada elección. Si
los candidatos propios no servían, entonces se acudía oportunistamente a figuras
carismáticas, con cierta capacidad mediática, que permitirían construir el simulacro. Los
actores del viejo sistema político se empeñaron en truncar sus oportunidades. Lo cual
abonó el camino para la insurgencia --ahora democrático-popular y no por la vía
golpista-- de Hugo Chávez y su Movimiento V República. El viejo populismo
12
El Universal, Caracas, 24.4.98, pp. 1, 1-16.
Interpreto la abstención como un fuerte rechazo al desempeño de los gobiernos desde al menos 1983.
Justamente, el abstencionismo coincide con el período de mayor malestar social, 1983-1998
(devaluación, inflación, corrupción, explosión social, intentonas golpistas, crisis finacieras). Más aún, a
pesar de que en las elecciones del 6 de diciembre de 1998 la victoria de Chávez fue aplastante (57%
contra 40%), la abstención se situó cerca del 40% (Molina & Pérez, 1999: 90).
13
17
venezolano habiendo completado exitosamente, por demás, su proyecto políticoideológico substantivo, fracasó en renovarse. A pesar de algunos rasgos distintivos entre
el viejo y el nuevo populismo, su lógica se mantuvo invariable: la reconciliación con el
pueblo en la hora electoral. En cierto sentido, puede decirse que la resurrección del
orden populista, que parece estar ocurriendo en estos eufóricos y bolivarianos días, fue
animada, cual Ave Fénix, por las propias cenizas del viejo régimen en su afán por una
renovación que nunca llegó.
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